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1 Tema 7: Eucaristía corazón de la liturgia Escuela de Formación de Agentes de Pastoral de Carballo

Tema 7 Liturgia

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Tema 7:

Eucaristía corazón de la liturgia

Escuela de Formación de Agentes de Pastoral de Carballo

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En este tema vamos a descubrir el significado profundo de la Eucaristía, la cena del Señor.

La Eucaristía, cumbre de la iniciación cristiana

La Eucaristía es la cumbre de la iniciación cristiana: quien ha llegado a descubrir en su propia vida que Jesús es el Señor (siendo así iniciado en lo que significa realmente el Bautismo), culmina su iniciación si descubre, además, que Jesús es el Pan de vida que alimenta a la comunidad.

Como un día los de Emaús, también hoy podemos descubrir que Jesús no sólo camina con nosotros, sino que come y bebe con nosotros. Y más aún: que El es para nosotros el Pan de Vida, el pan que más profundamente nos alimenta. Con ello somos iniciados en lo que significa realmente la Eucaristía, el mayor sacramento de nuestra fe, la reunión por antonomasia de la comunidad, «la fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11; ver SC 10).(Este tema ha sido refundido totalmente, aunque conserva elementos antiguos, ver ME 1, Tema 55).

«Tú preparas ante mí una mesa»

En los primeros siglos, los recién bautizados cantaban el sal/023 cuando iban del baptisterio a la iglesia, donde a continuación celebraban la Eucaristía. Como dice ·Ambrosio-SAN: «lavado ya y adornado con tan rico aderezo, el pueblo avanza hasta el altar de Cristo (...) Se apresura en llegar a este banquete celestial. Viene, pues, y viendo el altar santo ya preparado exclama: "Tú preparas ante mí una mesa" (De Mysteriis, 43). La comunidad eclesial canta con júbilo la solicitud del Buen Pastor por su rebaño, el pueblo que El apacienta cuidadosamente, sobre todo en la Eucaristía: «El Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me pacienta; hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma» (Sal 23, 1 ss).

«Frente a mis adversarios»

La mesa de la celebración se halla, inevitablemente colocada frente a los adversarios, que no han conseguido realizar sus propósitos. Es la mesa de la liberación, la mesa del éxodo, que está al otro lado del Mar Rojo (Ex 12), al otro lado del Jordán (Jos 3), al otro lado de la muerte (Mt 26, 29).

Frente a lo que, humanamente, parece ser el momento supremo de la derrota, la hora de la cruz y del poder de las tinieblas, Jesús levanta la copa de la salvación, invocando el nombre de Yahvé (Sal 116, 13). Jesús celebra la Pascua (Lc 22,15), la fiesta de la liberación (cfr. Jn 14, 30; 16, 32s; 13, 1)

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Y antes de salir hacia el Monte de los Olivos, canta con sus discípulos los himnos del Hal-lel (Sal 113-118), himnos que cerraban la cena pascual y que adquirieron en aquel momento un significado único (cfr. Mt 26, 30).

El pan de los perseguidos

Tanto en la Pascua judía como en la Eucaristía cristiana, el pan ácimo es el alimento de los perseguidos. Es el pan de la miseria y de la prisa, el pan que hubo que llevar y cocer antes de que fermentara (Ex 12, 34.39).

Así lo dice el ritual judío de la Pascua: «He aquí el pan de miseria que nuestros antepasados han comido en Egipto, que aquél que esté necesitado venga a celebrar la Pascua». El Dios que actúa en la historia es defensor permanente de los oprimidos; por ello, el éxodo no es simplemente un acontecimiento del pasado, sino una experiencia religiosa de valor permanente: todo aquel que sea esclavo, ¡que venga a celebrar la Pascua! Dios pasa salvando.

Fracción del pan y bendición del cáliz

La Eucaristía, celebrada en la Iglesia primitiva el primer día de la semana o día del Señor (Act 20,7; 1 Cor 16, 2; 11, 20ss), queda desligada desde el primer momento de la Pascua judía. Esta separación fue fácil de realizar, pues Jesús no ligó su rito a la comida del cordero, centro de la fiesta judía, sino a la fracción del pan y a la bendición del cáliz (3ª copa, «después de cenar», Lc 22, 20), gestos que, respectivamente (uno) precedía y (otro) seguía a la gran cena pascual y que adquirieron, en aquella cena de despedida (Mc 14, 25; 1 Cor 11, 23; Jn 13-17), un nuevo significado.

La fracción del pan en el mundo judío

En el mundo judío, la fracción del pan, como introducción, y la bendición de la copa, como conclusión, son elementos tradicionales de toda comida hecha en común. Ponen de relieve la significación verdadera de la comida. El pan y el vino constituyen, juntamente, el símbolo de la comida entera. El que preside, el cabeza de familia o el que hace su función (y en su caso, el invitado) parte el pan y lo distribuye a cada uno. Ello significa la pertenencia recíproca a la misma comunidad de vida y cada uno se siente unido a quien cuida de la familia. Distribuye a cada uno el pan, símbolo de la vida humana, no sin pronunciar una plegaria de alabanza y de acción de gracias a Dios, pues sabe muy bien que el pan, como la vida, son don recibidos de Dios.

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La fracción del pan, gesto eclesial de Cristo

La fracción del pan es un rito específicamente judío, que Jesús también observaba. Así aparece en los pasajes de la multiplicación de los panes: «Y después de mandar que la gente se acomodase sobre la hierba, tomó los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente» (Mt 14, 20; cfr. 15, 36; Mc 6,41; 8, 6; Lc 9, 16). Este mismo gesto adquiere en la Cena un nuevo significado. «Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo. Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22,19; cfr. Mt 26, 26; Mc 14, 22; 1 Cor 11, 23s).

Los de Emaús le reconocen al partir el pan El primer día de la semana (Lc 24, 1-13), día de la resurrección, los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús «al partir el pan» (24, 35). San Lucas, al emplear aquí este término técnico que repetirá en los Hechos (2, 42; 2, 46; 20, 7), se refiere, sin duda, a la Eucaristía.

En principio, los de Emaús no pensaban en ello: sus ojos estaban retenidos y no podían reconocerle (cfr. Lc 24, 16), caminaban con aire entristecido (cfr.24,17), habían perdido la esperanza («nosotros esperábamos»... 24, 21), no habían comprendido lo que dijeron los profetas acerca de Jesús (24, 25ss). Cuando invitan al desconocido a quedarse con ellos «porque atardece», cumplen con el rito judío de la hospitalidad. El invitado preside la mesa y parte el pan: «cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (Lc 24,30). «Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron» (24, 30). Entonces comprendieron por qué ardía su corazón cuando les hablaba en el camino y les explicaba las Escrituras (24, 32). Al partir el pan, los discípulos de Emaús volvieron a vivir el gesto eclesial de Cristo en la última cena, y en él le reconocieron presente. En las apariciones referidas por Lucas y Juan, los discípulos no reconocen al Señor inmediatamente, sino a consecuencia de una palabra o de una señal (Lc 24, 30s. 35.37 y 39-43; Jn 20, 14.16.20; 21, 4.6). Es lo que sucede a los de Emaús. Así cuentan a los demás discípulos «lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido al partir el pan» (Lc 24, 35).

La fracción del pan en la iglesia primitiva

En la Iglesia primitiva, la expresión «fracción del pan» designa la celebración misma de la Eucaristía. Así aparece en los Hechos de los Apóstoles: «El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan, etc.» (Act 20, 7). Los primeros creyentes «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Act 2, 42; cfr. 2, 46). Esta antigua expresión permanece en uso mientras la Eucaristía se celebra en el marco de una comida de carácter religioso. Pero muy pronto, cuando la acción sacramental se separa de la comida, el acento se pone en la acción de gracias y entonces la palabra eucaristía termina por designar la celebración entera.

Así aparece por primera vez en San Ignacio de Antioquía y, más claramente en ·Justino-san (siglo ll): «Este alimento se llama entre nosotros Eucaristía; del cual a ningún otro es lícito participar, sino al que cree que nuestra doctrina es verdadera, y que ha

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sido purificado con el bautismo para perdón de los pecados y para regeneración, y que vive, como Cristo enseñó» (Apología primera, c. 66).

Bendición de la copa en el mundo judío

El uso oriental de hacer circular durante las comidas una copa en la que beben todos, hace de ella un símbolo de comunión. En los banquetes sacrificiales el hombre participa de la mesa de Dios; la copa, que se le ofrece rebosante (Sal 23, 5) es símbolo de comunión con el Dios de la Alianza y del Éxodo. El creyente, agradecido y esperanzado, «levanta la copa de la salvación» (Sal 116, 13).

En el Antiguo Testamento, para anunciar Dios los grandes castigos al pueblo que le ofende habla de la privación del vino (Am 5,11; Miq 6,15; Sof.1, 13; Dt 28, 39). El único vino que entonces se beberá es el de la ira divina, la copa que saca de quicio (Is S1,17, cfr. Ap 14,8; 16,19). En cambio, la felicidad prometida por Dios a sus fieles se expresa con frecuencia bajo la forma de una gran abundancia de vino, como anuncian los profetas (Am 9,14; Os 2,24; Jer 31,12; Is 25,6; Jl 2,19; Zar 9, 17).

En el ritual de la Pascua judía, la copa que se toma después de cenar (cfr. Lc 22,20) -la tercera copa llamada copa de Elías- simboliza la venida del Reino y es, al propio tiempo, copa de liberación para los creyentes oprimidos y copa de maldición para las naciones opresoras que no han creído en Yahvé.

La bendición del cáliz, gesto eclesial de Cristo

En el Nuevo Testamento, el vino nuevo es el símbolo de los tiempos mesiánicos. En efecto, Jesús declara que la nueva alianza que él realiza en su propia persona es un vino nuevo que rompe los viejos odres (Mc 2,22). Lo mismo significa el relato del milagro de Caná: el vino de la boda, ese buen vino guardado hasta ahora, es signo y anticipación de los tiempos nuevos que están a punto de llegar con la hora de Jesús (Jn 2, 4). La hora de que se trata es la hora de su muerte, que coincide con la hora de su glorificación (cfr. 7, 30; 8, 20; 12, 23; 13, 1; 17, 1).

El banquete de Caná (/Jn/02/01-11) es tipo del banquete eucarístico y el milagro de la conversión del agua en vino es ya un anuncio. Hasta ahora los judíos se servían del agua para su purificación. En adelante será el vino de la Eucaristía, la sangre de Cristo, lo que asegure la purificación, el perdón de los pecados.

Ya no será el agua de las prescripciones judías, sino la misma sangre de Cristo, «cordero de Dios», la que será derramada para el perdón de los pecados: «Tomó luego un cáliz y, dadas las gracias, se lo dio diciendo: Bebed de él todos, porque esta es mi sangre de la Alianza, que va a ser. derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26,27s; cfr. Mc 14, 23s; Lc 22,20; 1 Cor 11,25s). Cuando Jesús, en este momento, tiende a los discípulos el cáliz, éstos esperarían, sin duda, a las usuales palabras de ira que eran pronunciadas sobre las naciones paganas que no han creído en Yahvé. Sus palabras son, sin embargo, de bendición y de salvación, pues la «copa de Elías» es ya la copa de su sangre que será derramada por muchos, una copa de bendición (1 Cor 10, 16).

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Comer y beber con el Señor resucitado

«Tomad y comed», «tomad y bebed»: la cena del Señor es Cena de comunión con el Señor mismo. Así la Eucaristía prolonga sacramentalmente entre nosotros el misterio de la Encarnación. La gloria del Señor resucitado acampa (cfr. Jn 1, 14) entre nosotros bajo los signos del pan y del vino. En su condición gloriosa, la misma carne de Cristo y su sangre, nos son dadas como verdadera comida y verdadera bebida en orden a la vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» (Jn 6, 54s).

Gracias a los dones eucarísticos, a través de su carne y de su sangre, se establece una comunión personal entre el Señor resucitado y nosotros: entramos con él y con el Padre, en una relación de vida, que ni siquiera la muerte podrá rescindir: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el Padre que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 56ss).

Comunión y comunicación de bienes

La Eucaristía realiza la unidad de la Iglesia y es signo de ella: «Al participar realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a la comunión con El y entre nosotros. Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos del único pan (1 Cor 10, 17).

Así, todos nosotros quedamos hechos miembros de ese Cuerpo (1 Cor 12, 27), siendo cada uno, por su parte, los unos miembros de los otros (Rm 12, 5) (LG 7). Por esta unidad reza Jesús en la última cena; tal unidad es esencial para el cumplimiento de la misión evangelizadora; más aún, es el signo que el mundo entenderá: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los corazones, que brota de la Eucaristía y es signo de ella, lleva también consigo a una efectiva comunicación de bienes.

Eucaristía: Acción de gracias

La Eucaristía propiamente dicha está constituida por la gran anáfora pronunciada sobre el pan y el vino. Esta anáfora es introducida por una invitación a levantar el corazón a Dios y no tenerlo a ras de tierra, a abandonar las preocupaciones de la vida y a entonar la acción de gracias a Dios y proclamar sus alabanzas, diciendo sin cesar; «Santo, Santo, Santo»... (cfr. Ap 4, 8; Is 6,3). La liturgia judía que ha servido de marco a la institución de la Eucaristía, tenía entre otros, un sentido de agradecimiento por todo lo que Dios salvador había hecho en favor de su pueblo (cfr. Neh 9, 5-37; Ex 15, 1-21).

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Memorial: Algo más que un recuerdo MEMORIAL:

Ya en la liturgia judía el memorial es algo más que el recuerdo de un acontecimiento pasado. Se trata de un recuerdo objetivo, real, en que se hace presente lo recordado. Así, celebrar un hecho es vivirle o revivirle.

Más aún: resucitarle. El memorial judío hace presente, en cada tiempo, el hecho de la salvación (cfr. Ex 13, 8): pone a cada hombre en el dinamismo de los acontecimientos de otras veces. Le sitúa en la historia de la salvación. Y esto se cumple de modo eficaz y verdadero por la participación de los creyentes en la celebración. Cada uno es Adán, saliendo del paraíso; o Noé construyendo el arca; es Abraham, recibiendo de Dios la orden de abandonarlo todo; o Moisés, huyendo de Egipto y caminando por el desierto. La liturgia judía de la Pascua precisa el sentido siempre actual del éxodo liberador: «aquel que esté oprimido, venga a celebrar la Pascua».

Actual, el misterio pascua, Cristo

La acción liberadora de Dios, manifestada en la historia de Israel, alcanza su cumbre en Cristo: la comunidad cristiana celebra la actualidad siempre nueva de este acontecimiento, la mayor de las maravillas de Dios. Se ha abierto un camino en medio de la muerte. Cada creyente, por el don del Espíritu, se incorpora al misterio de Cristo, muerto y resucitado, misterio pascual que se hace presente y actualiza en la Eucaristía. Como dice San Pablo: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16). Así pues, en la Eucaristía se hace presente el misterio de la Pasión, Resurrección y Ascensión, de modo indisoluble. La Eucaristía es su anámnesis, el memorial eficaz.

Presencia real de Cristo

«Haced esto en conmemoración mía». No se trata tan sólo de recordar un acontecimiento del pasado o, incluso, el significado del mismo. En virtud del Espíritu, previamente invocado (epiclesis), Cristo mismo se hace presente bajo los signos del pan y del vino. «El pan y el vino te parecen en su estado puramente natural; no te detengas ahí, porque según la afirmación del Maestro, es el Cuerpo y la Sangre de Cristo», comenta San Cirilo de Jerusalén (Catequesis XXII, 6). El Concilio de Trento lo expresa así: «una vez consagrados el pan y el vino, nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente verdadera, real y sustancialmente en el Santo sacramento de la Eucaristía bajo la apariencia de estas realidades sensibles» (D 735).

«Por la consagración del pan y del vino se realiza el cambio de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Este cambio ha sido llamado justa y exactamente transustanciación por la santa Iglesia católica» (D. 739). Según el Concilio Vaticano II, la

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presencia de Cristo en la Eucaristía es una presencia especial (por antonomasia) dentro de los distintos modos de presencia de Cristo en su Iglesia (cfr. SC. 7).

Banquete mesiánico, victoria sobre la muerte

Todas las narraciones de la institución de la Eucaristía señalan de una u otra manera la relación de la misma con la venida gloriosa del Señor (Parusía). La Eucaristía es una proclamación de la muerte del Señor «hasta que El venga» (1 Cor 11, 26). Por ello, en las reuniones de la Iglesia primitiva, surge espontánea esta oración de esperanza y de ansia por esa venida del Señor: "Ven, Señor Jesús" (1 Cor 16, 22; Ap 22, 20).

La presencia real de Cristo en la Eucaristía mira a otra cima: no sólo a nutrirnos ahora ya en la vida de Dios, sino, sobre todo, a anunciarnos la participación en el banquete mesiánico, en el que se saciarán todos los que tengan hambre; aun cuando no tengan dinero» (Is 55, 1s; cfr. Mt 5, 3.6; Lc 22, 30; Mt 26, 29; 8, 11). En efecto, al final de los tiempos, Dios prepara un banquete extraordinario para todos los pueblos. El arrancará el velo que oscurece realmente el horizonte de los hombres, el paño que tapa a todas las naciones: aniquilará la Muerte para siempre (cfr. Is 25, 6ss).

El porqué de la Eucaristía

¿Por qué, Señor, te quedaste en la Eucaristía?”

“Te amo, Señor, por tu Eucaristía, por el gran don de Ti mismo. Cuando no tenías nada más que ofrecer nos dejaste tu cuerpo para amarnos hasta el fin, con una prueba de amor abrumadora, que hace temblar nuestro corazón de amor, de gratitud y de respeto” . Llevamos veinte siglos de cristianismo celebrando lo que Jesús encomendó a sus apóstoles en la noche de la Cena: “Haced esto en conmemoración mía”.

Los nombres de la Eucaristía Es de tal profundidad y belleza la eucaristía que en el transcurso de los tiempos a este misterio eucarístico se le ha llamado con varios nombres:

Fracción del pan, donde se parte, se reparte y se comparte el pan del cielo, como

alimento de inmortalidad. Santo Sacrificio de la Misa, donde Cristo se sacrifica y muere para salvarnos y

darnos vida a nosotros.

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Eucaristía, porque es la acción de gracias por antonomasia que ofrece Jesús a su

Padre celestial, en nombre nuestro y de toda la Iglesia.

Celebración Eucarística, porque celebramos en comunidad esta acción divina. La Santa Misa, porque la eucaristía acaba en envío, en misión, donde nos

comprometemos a llevar a los demás esa salvación que hemos recibido. Misterio Eucarístico, porque ante nuestros ojos se realiza el gran misterio de la fe.

Antes de empezar a hablar de este misterio hay que preguntarse el porqué de la eucaristía, por qué quiso Jesús instituir este sacramento admirable, por qué quiso quedarse entre nosotros, con nosotros, para nosotros, en nosotros; qué le movió a hacer este asombroso milagro al que no podemos ni debemos acostumbrarnos. ¡Oh, asombroso

misterio de fe!¿Por qué quiso Jesús hacer presente el sacrificio de la Cruz, como si no hubiera bastado para salvarnos ese Viernes Santo en que nos dio toda su sangre y nos

consiguió todas las gracias necesarias para salvarnos? La respuesta a esta pregunta sólo

Jesús la sabe. Nosotros podemos solamente vislumbrar algunas intuiciones y atisbos.Se quedó por amor excesivo a nosotros, diríamos por locura de amor. No quiso dejarnos solos, por eso se hizo nuestro compañero de camino. Nos vio con hambre espiritual, y Cristo se nos dio bajo la especie de pan que al tiempo que colma y calma, también abre el hambre de Dios, porque estimula el apetito para una vida nueva: la vida de Dios en nosotros. Nos vio tan desalentados, que quiso animarnos, como a Elías: “Levántate y

come, porque todavía te queda mucho por caminar” (1 Re 19, 7).

Actitudes ante la Eucaristía Ante este regalo espléndido del Corazón de Jesús a la humanidad, sólo caben estas

actitudes: 1. Agradecimiento profundo.

2. Admiración y asombro constantes.

3. Amor íntimo.

4. Ansias de recibirlo digna y frecuentemente.

5. Adoración continua.

La eucaristía prolonga la encarnación. Es más, la eucaristía es la venida continua de Cristo sobre los altares del mundo. Y la Iglesia viene a ser la cuna en la que María coloca a Jesús todos los días en cada misa y lo entrega a la adoración y contemplación de todos, envuelto ese Jesús en los pañales visibles del pan y del vino, pero que, después de la consagración, se convierten milagrosamente y por la fuerza del Espíritu Santo en el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Y así la eucaristía llega a ser nuestro alimento de inmortalidad y nuestra fuerza y vigor

espiritual.Hace dos mil años lo entregó a la adoración de los pastores y de los reyes de Oriente. Hoy María lo entrega a la Iglesia en cada eucaristía, en cada misa bajo unos pañales sumamente sencillos y humildes: pan y vino. ¡Así es Dios! ¿Pudo ser más

asequible, más sencillo?

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El valor y la importancia de la Eucaristía

La eucaristía es la más sorprendente invención de Dios. Es una invención en la que se

manifiesta la genialidad de una Sabiduría que es simultáneamente locura de Amor.Admiramos la genialidad de muchos inventos humanos, en los que se reflejan cualidades excepcionales de inteligencia y habilidad: fax, correo electrónico, agenda electrónica,

pararrayos, radio, televisión, video, etc.Pues mucho más genial es la eucaristía: que todo un Dios esté ahí realmente presente, bajo las especies de pan y vino; pero ya no es pan ni es vino, sino el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¿No es esto sorprendente y admirable? Pero es posible, porque Dios es omnipotente. Y es genial, porque Dios es

Amor. La eucaristía no es simplemente uno de los siete sacramentos. Y aunque no hace sombra ni al bautismo, ni a la confirmación, ni a la confesión, sin embargo, posee una excelencia única, pues no sólo se nos da la gracia sino al Autor de la gracia: Jesucristo. Recibimos a

Cristo mismo. ¿No es admirable y grandiosa y genial esta verdad?¿Cómo no ser sorprendidos por las palabras “esto es Mi cuerpo, esta es Mi sangre”? ¡Qué mayor realismo! ¿Cómo no sorprendernos al saber que es el mismo Creador el que alimenta, como divino pelícano, a sus mismas criaturas humanas con su mismo cuerpo y sangre? ¿Cómo no sorprendernos al ver tal abajamiento y tan gran humildad que nos confunden?

Dios, con ropaje de pan y gotas de vino...¡Dios mío!Nos sorprende su amor extremo, amor de locura. Por eso hay que profundizar una y otra vez en el significado que Cristo quiso dar a la eucaristía, ayudados del evangelio y de la doctrina de la Iglesia. Nos sorprende que a pesar de la indiferencia y la frialdad, Él sigue ahí fiel y firme, derramando

su amor a todos y a todas horas.

¡Cuánto necesitamos de la eucaristía! Necesitamos la eucaristía para el crecimiento de la comunidad cristiana, pues ella nos nutre continuamente, da fuerzas a los débiles para enfrentar las dificultades, da alegría a quienes están sufriendo, da coraje para ser mártires, engendra vírgenes y forja apóstoles.

La eucaristía anima con la embriaguez espiritual, con vistas a un compromiso apostólico a aquellos que pudieran estar tentados de encerrarse en sí mismos. ¡Nos lanza al

apostolado!

La eucaristía nos transforma, nos diviniza, va sembrando en nosotros el germen de la

inmortalidad.

Necesitamos la eucaristía porque el camino de la vida es arduo y largo y como Elías, también nosotros sentiremos deseos de desistir, de tirar la toalla, de deprimirnos y bajar los brazos. “Ven, come y camina”.

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Eucaristía y Sagrario

Sagrario es como un imán. ¿Qué hace un imán? Atrae el hierro. Pues así como el imán atrae al hierro, así el Sagrario atrae los corazones de quienes aman a Jesús. Y es una atracción tan fuerte que se hace irresistible. No se puede vivir sin Cristo eucaristía.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando un imán no atrae al hierro? ¿De quién es la culpa, del imán o del hierro? Del imán ciertamente no.

San Francisco de Sales lo explicaba así: “cuando un alma no es atraída por el imán de Dios se debe a tres causas: o porque ese hierro está muy lejos; o porque se interpone entre el imán y el hierro un objeto duro, por ejemplo una piedra, que impide la atracción; o porque ese pedazo de hierro está lleno de grasa que también impide la atracción”.

Y continúa explicando San Francisco de Sales:

- “Estar lejos del imán significa llevar una vida de pecado y de vicio muy arraigada”. - “La piedra sería la soberbia. Un alma soberbia nunca saborea a Dios. Impide la atracción”. - “La grasa sería cuando esa alma está rebajada, desesperada, por culpa de los pecados carnales y de la impureza”.

Y da la solución:

- “Que el alma alejada haga el esfuerzo del hijo pródigo: que vuelva a Dios, que dé el primer paso a la Iglesia, que se acerque a los Sacramentos y verá cómo sentirá la atracción de Dios, que es misericordia”. - “Que el alma soberbia aparte esa piedra de su camino, y verá cómo sentirá la atracción de Dios, que es dulzura y bondad”. - “Que el alma sensual se levante de su degradación y se limpie de la grasa carnal y verá cómo sentirá la atracción de Dios, que es pureza y santidad”.

Así es también Cristo eucaristía: un fuerte imán para las almas que lo aman. Es una atracción llena de amor, de cariño, de bondad, de comprensión, de misericordia. Pero también es una atracción llena de respeto, de finura, de sinceridad. No te atrae para explotarte, para abusar de ti, para narcotizarte, embelesarte, dormirte, jugar con tus sentimientos. Te atrae para abrirte su corazón de amigo, de médico, de pastor, de hermano, de maestro. Si fuésemos almas enamoradas, siempre estaríamos en actitud de buscar Sagrarios y quedarnos con ese amigo largos ratos, a solas.

Si fuésemos almas enamoradas, no dejaríamos tan solo a Jesús eucaristía. Las iglesias no estarían tan vacías, tan solas, tan frías, tan desamparadas. Serían como un continuo hormigueo de amigos que entran y salen.

Tengamos la costumbre de asaltar los Sagrarios, como dice san Josemaría Escrivá. Es tan fuerte la atracción que no podemos resistir en entrar y dialogar con el amigo Jesús que se encuentra en cada Sagrario.

Y para los que trabajan en la iglesia, pienso en los sacristanes, esta atracción por Jesús eucaristía les lleva a poner cariño en el cuidado material de todo lo que se refiere a la eucaristía: Limpieza, pulcritud, brillantez, gusto artístico, orden, piedad, manteles pulcros, vinajeras limpias, purificadores relucientes, corporales almidonados, pisos como espejos,

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nada de polvo, telarañas o suciedades. Estas delicadezas son detalles de alguien que ama y cree en Jesús eucaristía.

Pero, ¿por qué a veces el Sagrario, que es imán, no atrae a algunos? Siguen vigentes las tres posibilidades ya enunciadas por san Francisco de Sales, y yo añadiría algunas otras.

No atrae Cristo eucaristía porque tal vez hemos sido atraídos por otros imanes que atraen nuestros sentidos y no tanto nuestra alma. Pongo como ejemplo la televisión, el cine, los bailes, las candilejas de la fama, o alguna criatura en especial, una chica, un chico. Lógicamente, estos imanes atraen los sentidos y cada uno quiere apresar su tajada y saciarse hasta hartarse. Y los sentidos ya satisfechos embotan la mente y ya no se piensa ni se reflexiona, y no se tiene gusto por las cosas espirituales.

A otros no atrae este imán por ignorancia. No saben quién está en el Sagrario, por qué está ahí, para qué está ahí. Si supieran que está Dios, el Rey de los cielos y la Tierra, el Todopoderoso, el Rey de los corazones. Si supieran que en el Sagrario está Cristo vivo, tal como existe – glorioso y triunfante – en el Cielo; el mismo que sació a la samaritana, que curó a Zaqueo de su ambición, el mismo que dio de comer a cinco mil hombres....todos irían corriendo a visitarlo en el Sagrario.

Naturalmente echamos de menos su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de acariciar a los niños. Nos gustaría volver a mirarle de cerca, sentado junto al pozo de Jacob cansado del largo camino, nos gustaría verlo llorar por Lázaro, o cuando oraba largamente. Pero ahora tenemos que ejercitar la fe: creemos y sabemos por la fe que Jesús permanece siempre junto a nosotros. Y lo hace de modo silencioso, humilde, oculto, más bien esperando a que lo busquemos.

Se esconde precisamente para que avivemos más nuestra fe en Él, para que no dejemos de buscarlo y tratarlo. ¡Que abajamiento el suyo! ¡Qué profundo silencio de Dios! Está escondido, oculto, callado. ¡Más humillación y más anonadamiento que en el establo, que en Nazaret, que en la Cruz!

Señor, aumenta nuestra fe en tu eucaristía. Que no nos acostumbremos a visitarte en el Sagrario. Que seas Tú ese imán que nos atraiga siempre y en todo momento. Quítanos todo aquello que pudiera impedirnos esta atracción divina: soberbia, apego al mundo, placeres, rutina, inconsciencia e indiferencia.

Eucaristía y sacerdote

El cura de Ars es ejemplo de amor a la eucaristía. Se llamaba Juan María Vianney, nacido en Francia en 1786. Le tocó vivir toda la borrasca revolucionaria francesa y la epopeya de Napoleón. Entró al seminario y le costaron mucho sus estudios, pero la gracia de Dios hizo el resto. A los 29 años fue ordenado sacerdote. Lo destinaron a Ars, un pueblito de 230 habitantes, pobres y decaídos, pues llevaban muchos años sin sacerdote, y unos salones de baile hacían sus estragos. Llegó confiado en Dios y comenzó a rezar, a celebrar la santa misa, a pasarse largos ratos ante el Sagrario. Después de diez años, Ars estaba completamente transformada.

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Pobre, sufrido, asceta, piadoso, mortificado y probado por la furia de Satanás, al ver que su confesonario era un imán para muchos pecadores que venían de varias partes de Europa. Se pasaba quince horas diarias confesando. Murió a los 63 años de edad, agotado por su intenso trabajo pastoral. Fue canonizado 76 años después de su muerte por Pío XI. Se pueden destacar varias virtudes del Cura de Ars, que Juan XXIII en 1959 recoge en una maravillosa encíclica llamada “Sacerdotii nostri primordia”, al festejar el centenario del Cura de Ars. El papa presenta al cura de Ars como modelo de ascesis, oración y celo pastoral. Quiero detenerme aquí sólo en su oración eucarística. Sus últimos treinta años de vida los pasó en la Iglesia, junto al Sagrario. Su devoción a Cristo eucaristía era realmente extraordinaria. Decía él: “Está allí aquél que nos ama tanto, ¿por qué no le hemos de amar nosotros igual?”. El Cura de Ars amaba tanto a Cristo eucaristía y se sentía irresistiblemente atraído hacia el tabernáculo. “No es necesario hablar mucho, se sabe que el buen Dios está ahí en el Sagrario, se le abre el corazón, nos alegramos de su presencia. Y esta es la mejor oración”. No había ocasión en que no inculcase a los fieles el respeto y el amor a la divina presencia eucarística, invitándolos a aproximarse con frecuencia a la Comunión, y él mismo daba ejemplo de esta profunda piedad. “Para convencerse de ello - refieren los testigos – bastaba verle celebrar la Santa Misa o hacer la genuflexión cuando pasaba ante el Sagrario”. El ejemplo admirable del Cura de Ars conserva hoy todo su valor. Nada puede sustituir en la vida de un sacerdote, la oración silenciosa y prolongada ante el Sagrario. En el Sagrario el sacerdote encuentra la luz para sus sermones y homilías. En el Sagrario el sacerdote encuentra la compañía que necesita para su corazón. ¿A dónde irá a consolar su corazón el sacerdote, si no es en el Sagrario? Cuando tiene que tomar alguna decisión importante, o afrontar algún problema, nada mejor que el Sagrario. Ahí lleva sus alegrías, sus penas, su familia, sus almas. El Sagrario es para el sacerdote su lugar de descanso. Vive del Sagrario, de ahí saca la fuerza, el coraje, la decisión, la perseverancia en su vocación. El Sagrario es su punto de referencia para todo. “Él me mira y yo le miro”, como decía ese viejecito en Ars cuando se le preguntó que hacía tanto tiempo frente al Sagrario.