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La TestaDura literatura de paso no.1 latestadura.blogspot.com el premio mayor Por Madel Socorro Bañuelos Además: A Cualquier Lugar Por Miguel Escamilla

Testadura no. 1: Madel Socorro Bañuelos y Miguel Escamilla

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La Testadura, una literatura de paso no.1: "El premio mayor" por Madel Socorro Bañuelos y "A cualquier lugar" por Miguel Escamilla.

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La TestaDura literatura de paso no.1 latestadura.blogspot.com

e l p r e m i o

m a y o r Por Madel Socorro

Bañuelos Además:

A Cualquier

Lugar

Por Miguel Escamilla

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El Premio Mayor

por Madel Socorro Bañuelos

A Cualquier Lugar

por Miguel Escamilla

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El Premio Mayor

por Madel Socorro Bañuelos

A Cualquier Lugar

por Miguel Escamilla

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Coordinación editorial: Mario Eduardo Ángeles.

Jefe editorial: Erich Tang. Textos: Madel Socorro Bañuelos y Miguel Escami-lla.

Imágenes: Mo. Eduardo Ángeles.

Corrector de estilo: Lizeth Briseño.

Consejo Editorial: Manuel Bañuelos, Miguel Esca-milla, Salvador Huerta, Pedro M. Serrot, Erich Tang, Mo. Eduardo Ángeles, Jesús Reyes.

Contacto: [email protected] [email protected] México, 2012.

Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. Cuida el planeta, no desperdicies papel.

El Premio Mayor

por Madel Socorro Bañuelos

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El Premio Mayor

por Madel Socorro Bañuelos

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El Premio Mayor Era quince de septiembre y quería

permanecer en casa, descansando, pero mi mujer insistía en que fuera hasta el centro.

--Ándale Mario, ve a verificar la nu-meración del cachito, a lo mejor nos sa-camos el premio.

--Mañana voy, Chela, cuál es la prisa. Así estuvo varias veces, hasta que

me cansé de la misma copla. Tomé el billete, lo guardé y salí de la casa.

Carlos mi hijo y yo, Subimos a la ca-mioneta. En López Mateos, sentí un fuerte retortijón. Apreté los esfínteres y me orillé. Me aferré al volante fuerte-mente, porque hasta llegué al sudor y al

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El Premio Mayor Era quince de septiembre y quería

permanecer en casa, descansando, pero mi mujer insistía en que fuera hasta el centro.

--Ándale Mario, ve a verificar la nu-meración del cachito, a lo mejor nos sa-camos el premio.

--Mañana voy, Chela, cuál es la prisa. Así estuvo varias veces, hasta que

me cansé de la misma copla. Tomé el billete, lo guardé y salí de la casa.

Carlos mi hijo y yo, Subimos a la ca-mioneta. En López Mateos, sentí un fuerte retortijón. Apreté los esfínteres y me orillé. Me aferré al volante fuerte-mente, porque hasta llegué al sudor y al

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mareo; me urgía un sanitario, con extre-ma urgencia.

--Acompáñame, Carlos vamos a en-trar a esa funeraria, ya no aguanto la carga - le dije mi hijo con brusquedad.

Apresurados entramos al recinto. Una señorita nos salió al paso, preguntó si éramos familiares de don Cástulo Gó-mez. Al afirmar, nos indicó un número de velatorio. Nos encaminamos hasta el corredor, donde a la pasadita tomamos prestado, un ramo de flores que trasla-damos hasta la sala donde se veía un elegante féretro, velas encendidas y gen-te, supuse que eran familiares del difun-to. Tras inclinar la cabeza, en señal de saludo, dejé a mi chamaco con el ramo y me fui a indagar el baño, como si busca-ra el tesoro más codiciado. Más tarde, Carlos me platicó, que en cuanto lo deje, se le aproximó un hombre:

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--Muchacho ¿Eres hijo de Matilde Heredia, “la Norteña”?

--Este, no señor, vera usted, yo no pensaba venir, mucho menos llegar has-ta aquí, pero…

--No te apenes, nomás al verte, supe que eres hijo de Cástulo, eres igualito a tu padre, mansito, pero porfiado. Siénta-te, mejor será, que Evelia la viuda, no se entere que estás aquí -aclaró el indivi-duo. ¿Quieres un café, Castulito?

--No gracias señor, no quiero nada. El hombre se retiró y comenzó a pla-

ticar con un grupito de personas. Carlos advirtió que lo señalaba desde lejos, mientras el permanecía sentado e in-quieto a más no poder, en espera de mi regreso.

--Quién eres tú- lo interrogó la mujer de negro.

--¿yo?, verá señora, le quiero explicar

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que… --Es Cástulo, el hijo de Matilde Here-

dia “La Norteña”- refutó el tipo del tra-je gris. Aunque tú no quieras cuñada, tiene todo el derecho de ver a su padre por última vez.

--¿Qué, queeé? qué poca vergüenza, mira que venir hasta aquí, el hijo de la piruja barata, del pueblo, nomás eso me faltaba: -Toma cabrón- le dijo y le pro-pinó dos bofetadas.

El ramo de flores se lo terció en la cabeza, a mi hijo. En eso estaba el relajo, cuando regresé del baño. Tomé del bra-zo a Carlos y lo jale con fuerza, me in-terpuse entre él y la mujer; al son de las injurias de la viuda y las maldiciones que le regresaba el cuñado, nos escabullimos a toda prisa, hasta la calle.

--Me parece, que otra vez, se revela el intestino, ora nomás del coraje, mi´jo.

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que… --Es Cástulo, el hijo de Matilde Here-

dia “La Norteña”- refutó el tipo del tra-je gris. Aunque tú no quieras cuñada, tiene todo el derecho de ver a su padre por última vez.

--¿Qué, queeé? qué poca vergüenza, mira que venir hasta aquí, el hijo de la piruja barata, del pueblo, nomás eso me faltaba: -Toma cabrón- le dijo y le pro-pinó dos bofetadas.

El ramo de flores se lo terció en la cabeza, a mi hijo. En eso estaba el relajo, cuando regresé del baño. Tomé del bra-zo a Carlos y lo jale con fuerza, me in-terpuse entre él y la mujer; al son de las injurias de la viuda y las maldiciones que le regresaba el cuñado, nos escabullimos a toda prisa, hasta la calle.

--Me parece, que otra vez, se revela el intestino, ora nomás del coraje, mi´jo.

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--Papá, si se repite, me mata la mu-jer y velan a dos.

Salvado el momento, comenté con Carlos:

--Creo que las culpables de la urgen-cia, son las tortas de anoche, junto con las chelas; se aliaron y se volvieron dia-rrea.

Llegamos a Corona y López Cotilla. Ahí me volví a inquietar de la cintura hacía abajo. Desasosegado dije:

--Carlos, estaciona la camioneta, voy donde ya sabes, alcánzame en el lobby del hotel Mulbar.

Bajé del vehículo y apreté fuerte el asterisco, agarré aire y me encomendé al Santo Niño de Atocha -“Nomás permíte-me alcanzar el escusado, si llego te pro-meto que voy a visitarte a tu Santuario, niñito y te llevaré una figura de plata, no que plata , con la urgencia, mejor de

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oro, pero hazme el milagro, de llegar, sano y salvo”.

Entré al hotel, fingiendo caminar de forma natural, a cada instante sentía, que se me iba a salir lo almacenado, tenía las manos frías, el sudor no se hizo del rogar y la carne de gallina era evi-dente en todo el cuerpo. Mis piernas, hasta las rodillas, las mantuve pegadas, y empecé a caminar con dificultad. Metí las puntas de los pies, e imaginé que si algún conocido me viera así, diría: “ahí va Mario, antes caminaba bien, ahora camina como lelo, se torció.”

Disimulado tomé un periódico y fingí leer, pero en cuanto vi a un empleado, pregunté dónde encontrar los sanitarios; me informó que los de planta baja esta-ban fuera de servicio.

--Tiene que subir hasta el sexto piso y usar el del bar, señor.

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oro, pero hazme el milagro, de llegar, sano y salvo”.

Entré al hotel, fingiendo caminar de forma natural, a cada instante sentía, que se me iba a salir lo almacenado, tenía las manos frías, el sudor no se hizo del rogar y la carne de gallina era evi-dente en todo el cuerpo. Mis piernas, hasta las rodillas, las mantuve pegadas, y empecé a caminar con dificultad. Metí las puntas de los pies, e imaginé que si algún conocido me viera así, diría: “ahí va Mario, antes caminaba bien, ahora camina como lelo, se torció.”

Disimulado tomé un periódico y fingí leer, pero en cuanto vi a un empleado, pregunté dónde encontrar los sanitarios; me informó que los de planta baja esta-ban fuera de servicio.

--Tiene que subir hasta el sexto piso y usar el del bar, señor.

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Antes de que se abriera el elevador me alcanzo Carlos. Con nosotros, entra-ron dos hombres, tres mujeres, dos niños y el botones.

Al ascender, una molestia en dicha sea la parte me destanteó, sentía como tres mentadas de madre juntas, un ca-brón en superlativo y una retahíla de chingados. Un gorgoreo silencioso me amenazó. No me desmayé nomás por-que me encomendé a la Virgen de Za-popan.

Solté un poco el cuerpo y salió un aire mudo, acompañado de un líquido que corrió por mis piernas y se detuvo en los calcetines. Las mujeres, como siempre exageradas, se taparon las narices y lue-go uno de los hombres se puso el ante-brazo en la cara.

-- “fuchi, fuchi, huele a caca…-chilló uno de los niños , que me veía muy feo,

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cómo diciendo: -“cochino, ése fue el del gas”-, como si los demás no tuvieran por dónde.

--también me tapé la nariz y fingí indignación. Ni modo de quedarme atrás; ah, de ninguna manera, no iba a cargar con la culpa, luego mi dignidad, no quería ser señalado por los desconoci-dos como el gasificador. Carlos me vio y desaprobó con la cabeza. Olía a carne putrefacta, alcantarilla, aguas negras, a caca verde de niño güamuchilero. Las mujeres amenazaban con el vómito.

Al abrir la puerta todos volvimos al mundo ideal. Salimos a empujones con una rapidez asombrosa y desaparecieron igual.

Me encaminé al baño, buscando sal-vación. No bien iba a sentarme

cuando aventé y repartí excremento de forma generosa, parecía que hubiera

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cómo diciendo: -“cochino, ése fue el del gas”-, como si los demás no tuvieran por dónde.

--también me tapé la nariz y fingí indignación. Ni modo de quedarme atrás; ah, de ninguna manera, no iba a cargar con la culpa, luego mi dignidad, no quería ser señalado por los desconoci-dos como el gasificador. Carlos me vio y desaprobó con la cabeza. Olía a carne putrefacta, alcantarilla, aguas negras, a caca verde de niño güamuchilero. Las mujeres amenazaban con el vómito.

Al abrir la puerta todos volvimos al mundo ideal. Salimos a empujones con una rapidez asombrosa y desaparecieron igual.

Me encaminé al baño, buscando sal-vación. No bien iba a sentarme

cuando aventé y repartí excremento de forma generosa, parecía que hubiera

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traído un sifón. Quedó la pared como un cuadro surrealista, con pequeñas y gran-des estrellas. Admirado vi que defequé un tipo de mastique, gordo, largo, con cinturitas, digamos tamarindeado que le daba un aspecto churrigueresco. Además con el toque de granos de elote, fibras y semillas de papaya parecía más bien surrealista. Estoy seguro que si me hubie-ra puesto hacer lo mismo con plastilina, no me sale tan bonito.

Por fin pude descansar, suspiré hon-do. Me sentí realmente nuevo, no así cuando detecté que no había papel sa-nitario. Me quité el pantalón con mucho cuidado y para colmo de males al ma-niobrar el billete de lotería cayó en el escusado. Los calcetines ya humedecidos no prometían mucho, para usarlos de toalla; el calzón flameado sirvió para limpiarme glúteos, piernas y pies. Ensegui-

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da, envolví las prendas en las hojas de periódico y me dije:”más vale que me los lleve”, conociendo a mi vieja, va a ver bronca:

--¿dónde están los calzones, dónde los dejaste, qué andabas haciendo? visto todo y salí muy orondo.

De regreso, mi mujer nos recibió efusi-va:

--¿Qué tal les fue, nos sacamos algo, Mario?

--Si, qué suertuda eres Chelita, toma, te sacaste el premio mayor, - y le entre-gué el paquete.

Madel Socorro Bañuelos

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A CUALQUIER LUGAR

Por Miguel Escamilla

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da, envolví las prendas en las hojas de periódico y me dije:”más vale que me los lleve”, conociendo a mi vieja, va a ver bronca:

--¿dónde están los calzones, dónde los dejaste, qué andabas haciendo? visto todo y salí muy orondo.

De regreso, mi mujer nos recibió efusi-va:

--¿Qué tal les fue, nos sacamos algo, Mario?

--Si, qué suertuda eres Chelita, toma, te sacaste el premio mayor, - y le entre-gué el paquete.

Madel Socorro Bañuelos

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A Cualquier Lugar

por Miguel Escamilla

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A Cualquier Lugar Se había intoxicado de poesía y en su

rostro se veía. Al salir de su casa, tambaleándose,

una mujer horrorizada le cubrió los ojos a su hijo para impedirle ver aquella ho-rrenda aparición, él, sin embargo, no le dio importancia. Tal vez la vieja se haya asustado porque en mi rostro se ve que estoy intoxicado de poesía –se dijo– y siguió caminando. Al girar en la esquina un anciano chimuelo y cojo le escupió y echó a reír misteriosamente. Esto le esta-ba asustando y pensó que algo andaba mal en su persona. Se detuvo en una tienda con espejos y se miró, en el reflejo sólo estaba un hombre con pantalones ca-

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qui camisa blanca y zapatos cafés sin agujetas. ¿Serán las agujetas las causan-tes de este descontrol en las personas que me ven? No le dio importancia. Siguió su camino. Pero, ¿a dónde iba? Lo había olvidado, no importa –pensó– durante la caminata lo recordaré. Pero después de caminar por más de una hora empe-zó a preocuparle aquel tema de las agu-jetas. Cada vez que daba un paso, mira-ba hacia abajo para ver sus zapatos desgastados y carentes de cintas. Duran-te su trayecto se topó con una mujer alta y vestida con una pequeña falda que dejaba ver las varices y los pelos que como chayote salían de su piel. Pero aquella mujer al verlo, se echó a llorar y corrió en dirección contraria. En el otro lado de la acera algo similar ocurría; una familia no dejaba de señalarlo y cuchi-chear entre sí. Esto le intrigó más, y tomó

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una dura pero acertada decisión. Qui-tarse los zapatos que eran los que provo-caban el asombro de las personas.

A los pocos metros de ahí, (es difícil recordar el nombre de la calle) un policía en su patrulla se le acercaba sigiloso. Detrás de él el anciano andrajoso grita-ba ¡agárrenlo, agárrenlo, él me robó el espíritu!

Con sus zapatos en la mano apresuró el paso. Tras unos minutos de intensa caminata el sudor empapole el rostro. Se miró las uñas de los pies y eran tan gran-des que podía escucharse el chasquido en el suelo con cada paso que daba. Esto le conmocionó. Pero era normal –dijo para sí-.

El policía, la mujer varicosa, el an-ciano andrajoso, la mujer y su hijo y la familia asombrada lo fueron llevando poco a poco a una tienda, donde entró y

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una dura pero acertada decisión. Qui-tarse los zapatos que eran los que provo-caban el asombro de las personas.

A los pocos metros de ahí, (es difícil recordar el nombre de la calle) un policía en su patrulla se le acercaba sigiloso. Detrás de él el anciano andrajoso grita-ba ¡agárrenlo, agárrenlo, él me robó el espíritu!

Con sus zapatos en la mano apresuró el paso. Tras unos minutos de intensa caminata el sudor empapole el rostro. Se miró las uñas de los pies y eran tan gran-des que podía escucharse el chasquido en el suelo con cada paso que daba. Esto le conmocionó. Pero era normal –dijo para sí-.

El policía, la mujer varicosa, el an-ciano andrajoso, la mujer y su hijo y la familia asombrada lo fueron llevando poco a poco a una tienda, donde entró y

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compró varias cervezas. Pero algo extra-ño ocurrió en la tienda. Cuando tomó la primer cerveza del refrigerador todo iba bien, hasta que intentó tomar la segun-da y la tercera, porque una mano salió detrás de las cervezas y una voz le llamó por su nombre y se las dio en la mano. Al tratar de pagarlas el policía se acercó y dijo con voz oficial: “éstas las invito yo”, sacó un billete, no recuerdo la denomi-nación pero era grande, tan grande que apenas cabía en la caja registradora. Amablemente dio las gracias a aquel gesto de benevolencia. Pero las agujetas seguían intrigándole. Salió de la tienda un poco cansado y sin poder recordar todavía hacia dónde iba, y mucho me-nos podía recordar de dónde venía. Cru-zó la gran avenida y al llegar al otro lado de la acera un mundo de gente se arremolinaba gritando: “¡déjenmelo a mí,

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yo soy Cristo y tengo poderes sobrenatu-rales!” Esta gente esta cada vez más loca –pensó-, nadie puede tener poderes so-brenaturales, sólo las putas de aquella esquina, eso todos lo sabemos.

Sus pies se ennegrecían cada vez más, sus manos sudaban y su rostro palidecía. Empezaba a oscurecer y seguía sin saber a dónde iba desde que salió de su casa. Al girar en la esquina, después del par-que donde estaba la gente arremolina-da se encontró con la misma familia, pero ahora se reían a hondas carcajadas - - esta cerveza se está calentando - - no les tomó importancia, ¿debía dárselas? Claro que no. De pronto otro anciano mugriento le tomó de la mano y le dijo con voz apestosa: “dime hijo, ¿Dónde vive el señor? Tú debes saberlo, puedo verlo en tus ojos que no dejan de brillar”.

Pero él se molestó, todo este asunto de

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yo soy Cristo y tengo poderes sobrenatu-rales!” Esta gente esta cada vez más loca –pensó-, nadie puede tener poderes so-brenaturales, sólo las putas de aquella esquina, eso todos lo sabemos.

Sus pies se ennegrecían cada vez más, sus manos sudaban y su rostro palidecía. Empezaba a oscurecer y seguía sin saber a dónde iba desde que salió de su casa. Al girar en la esquina, después del par-que donde estaba la gente arremolina-da se encontró con la misma familia, pero ahora se reían a hondas carcajadas - - esta cerveza se está calentando - - no les tomó importancia, ¿debía dárselas? Claro que no. De pronto otro anciano mugriento le tomó de la mano y le dijo con voz apestosa: “dime hijo, ¿Dónde vive el señor? Tú debes saberlo, puedo verlo en tus ojos que no dejan de brillar”.

Pero él se molestó, todo este asunto de

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la ausencia de agujetas le tenía desespe-rado y gritó: “¡está bien, está bien, la próxima vez prometo no salir a la calle sin agujetas!” Un silencio sepulcral inva-dió la calle, no, la cuadra entera, es mas, podría asegurar que la ciudad enmude-ció. Hasta que un transeúnte que cruza-ba de acera se le acercó y le preguntó al oído: “¿A cuánto las azucenas?” Él, sin saber que responder le dijo: “lo único que pasa aquí, señor oficial, es que no traigo agujetas, me he perdido y la gente al verme sin agujetas se sorprende, así que preferí quitarme los zapatos para cami-nar cómodamente por esta bella ciudad, pero al parecer esto ha disgustado a los habitantes de este lugar, por lo que aho-ra caigo en cuenta de que sin más ni más tendré que ir corriendo a mi casa por otros zapatos, unos limpios y con agujetas, el problema estriba en que estoy perdido,

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la ausencia de agujetas le tenía desespe-rado y gritó: “¡está bien, está bien, la próxima vez prometo no salir a la calle sin agujetas!” Un silencio sepulcral inva-dió la calle, no, la cuadra entera, es mas, podría asegurar que la ciudad enmude-ció. Hasta que un transeúnte que cruza-ba de acera se le acercó y le preguntó al oído: “¿A cuánto las azucenas?” Él, sin saber que responder le dijo: “lo único que pasa aquí, señor oficial, es que no traigo agujetas, me he perdido y la gente al verme sin agujetas se sorprende, así que preferí quitarme los zapatos para cami-nar cómodamente por esta bella ciudad, pero al parecer esto ha disgustado a los habitantes de este lugar, por lo que aho-ra caigo en cuenta de que sin más ni más tendré que ir corriendo a mi casa por otros zapatos, unos limpios y con agujetas, el problema estriba en que estoy perdido,

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como se lo he mencionado antes, por eso, y porque mis cervezas se calientan le pediría el favor más grande que he ges-tionado en vida, ¿puede usted llevarme a mi casa?” Aquel sujeto le miró con un aire de indiferencia, sacó su teléfono mó-vil y tecleó algunos números, después se retiró.

Esto está muy mal, ahora resulta que uno no puede salir a caminar sin aguje-tas porque la gente enloquece, en que mundo vivimos, en fin, de ahora en ade-lante no saldré de mi casa sin agujetas –cuchicheó para sí-.

Su rostro se ensombreció y de sus ma-nos escurrió un ácido sudor que le carco-mía las yemas de los dedos. Trató de recordar los lugares por los que anduvo pero lo único que veía en sus recuerdos eran sus pies calzando aquellos zapatos sin agujetas culpables de todo este escollo.

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Las cervezas se calentaban. Eran tres. Cada una de novecientos cuarenta mili-litros. Esto estaba mal, y podía ponerse peor, hasta que la mujer varicosa se le acercó y le ofreció un cigarro que él sin chistar aceptó. Comenzaron a platicar, sentados sobre la banca, en una de tan-tas glorietas, y después de haberse termi-nado el cigarro le ofreció una cerveza a lo que ella respondió afirmativamente con un gesto de melancolía. Y él para hacerle creer que le escuchaba dijo: “Está bien, no te preocupes, esto pasa todos lo años, esta gente no sabe que los poderes sobrenaturales y la carencia de agujetas es la nueva corriente de la moda Italia-na”. Pero ella no respondió, ella era un árbol y sus cabellos eran las ramas que caían desvanecidas sobre los hombros de este increíble ser que se atrevió a salir de su casa sin agujetas Pensó en la raíz cua-

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Las cervezas se calentaban. Eran tres. Cada una de novecientos cuarenta mili-litros. Esto estaba mal, y podía ponerse peor, hasta que la mujer varicosa se le acercó y le ofreció un cigarro que él sin chistar aceptó. Comenzaron a platicar, sentados sobre la banca, en una de tan-tas glorietas, y después de haberse termi-nado el cigarro le ofreció una cerveza a lo que ella respondió afirmativamente con un gesto de melancolía. Y él para hacerle creer que le escuchaba dijo: “Está bien, no te preocupes, esto pasa todos lo años, esta gente no sabe que los poderes sobrenaturales y la carencia de agujetas es la nueva corriente de la moda Italia-na”. Pero ella no respondió, ella era un árbol y sus cabellos eran las ramas que caían desvanecidas sobre los hombros de este increíble ser que se atrevió a salir de su casa sin agujetas Pensó en la raíz cua-

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drada del boiler y la suma de la diferen-ciación que hay entre las hormigas rojas y …, en la desviación de las avenidas sin letrero y en las marcas que dejan los ci-garros cuando se apagan en la piel.

Quien se enfrente a este tipo de peri-pecias sabrá de qué estoy hablando. Quien no las haya vivido, es por su ju-ventud.

Se retiró de aquel árbol–mujer y ca-minó, pero después de unas calles se dio cuenta que había olvidado sus zapatos y ahora no sabía como confrontar a la sociedad, si le veían caminar descalzo y sin sus zapatos en la mano dirían que estaba loco, pero si le veían los zapatos en la mano sería otra historia, podría justificarse.

Pero esto cambió cuando una ancia-na regordeta y asquerosa le dio un pu-ñado de espinacas, son cinco pesos joven

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–dijo con voz aguardentosa-. Él sacó un billete grande y luego de recibir el cam-bio caminó hacia su casa. Al llegar, su mujer le esperaba con la comida lista y en vías de hacer la ensalada. Tardaste mucho amor, pensé que te había(s) per-dido –le dijo–, él respondió: “no te preo-cupes, no me perdí sólo andaba por las calles buscando ir a cualquier lugar”.

Miguel Escamilla

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–dijo con voz aguardentosa-. Él sacó un billete grande y luego de recibir el cam-bio caminó hacia su casa. Al llegar, su mujer le esperaba con la comida lista y en vías de hacer la ensalada. Tardaste mucho amor, pensé que te había(s) per-dido –le dijo–, él respondió: “no te preo-cupes, no me perdí sólo andaba por las calles buscando ir a cualquier lugar”.

Miguel Escamilla

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