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Stephen E. Toulmin El puesto de la ra en la ética I ; 'liiraw mL Alianza Universidad ' éS n jfl

Toulmin Stephen E - El Puesto de La Razon en La Etica

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Stephen E. Toulmin El puesto de la ra en la ética I; 'liiraw m LAlianza Universidad

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STEPHEN TOULMIN ha emprendido, bajo el título general de «La comprensión humana», el ambicioso proyecto de llevar a cabo una revisión de la idea de racionalidad, que concierne mucho más directamente a cuestiones de función y adaptación (a las necesidades y exigencias reales de las situaciones problemáticas que los conceptos colectivos y los métodos del pensamiento de los hombres abordan) que las consideraciones formales. Publicado ya el primer volumen —con el subtítulo «El uso colectivo y la evolución de los conceptos» (AU 191)— que se ocupa de la «Crítica de la razón colectiva», los próximos tomos estarán dedicados a la «crítica de la razón individual» y a la «crítica del juicio». EL PUESTO DE LA RAZON EN LA ETICA —editada por vez primera en castellano por Revista de Occi­dente en 1964— constituye, precisamente, la primera formulación de que la ética es una parte del proceso por medio del cual se armo­nizan los deseos y las acciones de los miembros de una comunidad. El papel que desempeña la razón en este ámbito es, a la vez, diferente y paralelo al que ocupa en la ciencia; esta simetría sirve a Toulmin para fijar los límites en el análisis de los conceptos éticos e indicar que, así como para la ciencia la razón última se da en el contexto teó­rico general, en la ética se instala en el contexto social. Como señala José Luis Aranguren en el prólogo de esta edición, al lado de las ciencias consideradas como «empresas disciplinares» y a cargo de la comunidad profesional de los científicos, «hay las indisciplinables que no por ello son menos racionales, si es que mantenemos un con­cepto suficientemente amplio de racionalidad y de usos de razón», entre las que figura, junto a la literatura, el arte y la política, y dentro de la filosofía, la ética.

Alianza Editorial

Cubierta Daniel Gil

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Stephen E. Toulmin

El puesto de la razón en la ética

Traducción de I. F. Ariza

AlianzaEditorial

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Título original:

An Examimtion of the Place of Reason in Elhics

Primera edición en "Revista de Occidente": 1964 Primera edición en “ Alianza Universidad": 1979

© Cambridge University Press. 1960 © Revista de Occidente, S. A. • Madrid. 1964 © Alianza Editorial. S. A. - Madrid. 1979

Calle Milán. 38; © 200 00 45 ISBN: 84-206-2244-3 Depósito legal: M. 23.651-1979 Impreso en Hijos de E. Minuesa. S. L. Ronda de Toledo. 24 - Madrid-5 Impreso en Espada.Printed in Spain

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INDICE

PROLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA..................................................... 8

PREFA CIO ............................................................................................... . . . . . . 13

RECONOCIMIENTOS................................................... ............... .............. 15

I. El problem a....................................................................... ... 171.1. ¿Cómo se debe enfocar el problema? .................... 191.2. El método tradicional ................................................. 21

PRIMERA PARTE

LOS ENFOQUES TRADICIONALES

II. El enfoque objetivo .............................................................. 252.1. Tres tipos de propiedad............................................ 262.2. Las cualidades simples .............................................. 292.3. Las cualidades complejas........................................... 322.4. ¿Es la bondad una propiedad directamente perci­

bida? ............................................................................... 342.5. El ámbito de los desacuerdos éticos......................... 352.6. ¿Es la bondad una propiedad “no natural” ? ........ 382.7. La bondad no es una propiedad directamente per­

cibida .............................................................................. 392.8. Las fuentes de la doctrina ob jetiva....................... 41

III. El enfoque subjetivo............................................................. 453.1. Las relaciones subjetivas............................................ 463.2. ¿Son los conceptos éticos relaciones subjetivas?... 48

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3.3. Las variaciones en los criterios éticos ..................... 193.4. La teoria de las actitudes.......................................... 523.5. La debilidad fatal del enfoque subjetivo............... 543.6. £1 aire engañosamente científico de esta teoría ... 563.7. La fuente común de las doctrinas objetiva y sub­

jetiva ............................................................................... 583.8. Los orígenes profundos de estos engaños .............. 60

IV. El enfoque imperativo .......................................................... 624.1. La fuerza retórica de los juicios é ticos.................... 634.2. La imposibilidad de disputar sobre las exclamacio­

nes ................................................................................... 664.3. ¿Son gritos los juicios éticos? ................................. 674.4. El punto flaco del enfoque imperativo ... ... ... 684.5. Las fuentes de la doctrina im perativa..................... 704.6. El cinismo aparente de la doctrina imperativa ... 744.7. Conclusión................. 77

V. Intervalo: cambio de método ............................................... 785.1. Vale........................................................ 785.2. ...el Salve .................................... 80

ii Indice

SEGUNDA PASTE

LOGICA Y VIDA

VI. El razonamiento y sus u s o s ................................................. 856.1. Ensanchando el problema: ¿Qué es "razonar” ? 856.2. Conceptos “gerundivos” ............................................. 886.3. Teorías filosóficas sobre la verdad .......................... 916.4. La teoría de la verdad de la "correspondencia” ... 936.5. Correspondencia y “descripción" .............................. 966.6. Jugar con palabras...................................................... 1006.7. La versatilidad de la razón .......................... 1016.8. Un nuevo enfoque de nuestro problema ................... 103

VIL Experiencia y explicación.............................................. * ... 1057.1. El deseo de una explicación ..................................... 1057.2. Explicación y expectación............................... 1067.3. Las limitaciones científicas de los conceptos coti­

dianos ............................................................................. 108

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Indice iii

7.4. El desarrollo de las teorías y conceptos científicos( I ) ................................................................................................................. 110

7.5. El desarrollo de las teorías y conceptos científicos( I I ) ................................................................................. 113

7.6. El ámbito de la explicación científica .................... 1157.7. La “justificación" de la Ciencia ............................... 118

VIII. Razonamiento y realidad ....................................................... 1228.1. “Modos de razonar” .............................. .................... 1228.2. El concepto de "realidad” .......................................... 1248.3. “Realidad” y explicación..........................•................ 1258.4. Los límites de la “realidad física" (I) .................... 1278.5. Los límites de la “realidad física” (II) ................... 1288.6. Los límites de la “realidad física” (III) ............... 1308.7. El contraste entre los juicios científicos y los juicios

cotidianos....................................................................... 1328.8. La independencia de los modos diferentes de razonar. 1348.0. Más trabajo innecesario para la F ilosofía................. 133

TERCERA PARTE

LA NATURALEZA DE LA ETICA

IX. Introducción: ¿Es la Etica una ciencia? ...................... 1419.1. "Realidad” física y “realidad” moral ....................... 1429.2. La “disposición” y la función de la E tic a ................ 1459.3. Conclusión........................................................................ 149

X. La función y el desarrollo de la E tic a .............................. 15110.1. La cuestión en d ispu ta ............................................... 15210.2. La noción de “deber” ................................................ • 15310.3. El desarrollo de la Etica (I) ............................... ... 15810.4. El desarrollo de la Etica (II) .................................... 181

XI. La lógica del razonamiento m o ra l.......................................... 18811.1. Problemas sobre la rectitud de las acciones......... 18811.2. El razonamiento acerca de la rectitud de las ac­

ciones .............................................................................. 18811.3. Conflictos de deberes.................................................. 16911.4. Razonamiento sobre la justicia de las prácticas so­

ciales ............................................................................... 17011.5. Los dos tipos de razonamiento moral ....................... 17311.6. El ámbito limitado de las comparaciones entre prác­

ticas sociales.................................................................. 174

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IV Indice

11.7. Los limites del análisis de los conceptos éticos ... 17611.8. Los limites de las preguntas sobre la rectitud de

las acciones................ 17811.9. ¿Se necesita alguna “justificación” de la Etica?... 18311.10. Razón y egoísm o....................................................... 186

XII. La Etica y la sociedad......................................................... 19012.1. La Etica y el lenguaje................................. 19012.2. La equidad en el razonamiento m o ra l . 19212.3. El dominio de sí mismo en la E t ic a ...................... 19412.4. La Etica y las instituciones sociales.......... 19512.5. La Etica y la Ingeniería . 19612.6. La Etica y la Psicología.............................. 19912.7. La tarea del m oralista................................................. 202

CUARTA PARTE . f

LOS LIMITES DE LA RAZON

XIII. La Etica filosófica.................................................................. 20913.1. Pertrechándonos............................................................ 20913.2. Vuelta a la Etica filosófica ....................................... 21113.3. La compatibilidad de las “ teorías éticas” opuestas. 21313.4. Las teorías éticas como comparaciones disfrazadas. 21513.5. Teoría y descripción en la Etica filosófica.............. 21713.6. Las teorías éticas como R etórica............................... 22013.7. Las teorías éticas: retórica y razón ......................... 224

XIV. La razón y la f e ...................................................................... 22714.1. El ámbito finito del razonar ..................................... 22714.2. “Preguntas límite” ...................................................... 22914.3. Las peculiaridades de las “preguntas límite” ........ 23114.4. La importancia de las “preguntas límite” .......... ... 23514.5. Cuestiones de f e ........................................................... 23714.6. Interpretaciones espirituales y literales .................... 24114.7. La fe y la razón en la E tic a ............................... ... 24314.8. La independencia de la Etica y la religión ...’ ... 245

XV. Resumen y epílogo ............................................................... 248

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TokXá to ásiva xoóáév áv0p<í>7TOv ostvóxspov toXsi'...xal cpOéfjia xal ávejiósv«ppóvrjjla xal ácrcuvójiou; ¿pfá<; éótoá£axo...

De todas las innumerables maravillas, ninguna hay más portentosa que el Hombre..., que ha aprendido el arte de Hablar, del Pensamiento ve­loz como el viento, y de vivir en Buena Vecindad.

Sófocles, "Antígona”.

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PROLOGO A LA PRIMERA EDICION CASTELLANA

Lo que me ha decidido a presentar al lector español el presente libro, como primera muestra la ética británica contemporánea, es el hecho de su mayor afinidad —relativamente— a los modos usuales de la ética continental, que las obras de R. M. Haré o P. H. Nowell- Smith, por ejemplo. A l menos aquí se sigue hablando todavía de 'razón* y no de ilenguaje». El libro que el lector tiene entre sus manos se ocupa de la función de la ética, por comparación con la función de la ciencia y la función de la religión, considerando ética, ciencia y reli­gión en su sentido global, en su 'papel* para la vida. Me parece por ello que, pedagógicamente, y para quien quiera iniciarse en este tipo de ética, es mejor comenzar por aquí que sumergirse, de golpe, en los laboriosos análisis del lenguaje moral, hoy de rigor entre los filósofos ingleses.

Por lo demás, es menester limitar en seguida el alcance de lo que acabo de escribir: este libro se sitúa íntegramente en la línea filosófica surgida del último Wittgenstein. Su concepción —correctora del neo- positivismo— de los diferentes usos de la razón procede, como él mis­mo advierte, de la idea conductista-funcional del lenguaje como una 'caja de herramientas», para emplear la expresiva metáfora wittgens- ¡emana y tampoco es casual que se titule precisamente Ethics and Language la obra del americano C. L. Stevenson, que más ha influido sobre Toulmin.

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Prólogo a la edición española 9

Es justamente esta orientación funcional la que le ayuda a liberarse rápidamente de los •enfoques tradicionales», para constituir, como fundamental, la pregunta por los diferentes usos de la razón. Es des­de esta perspectiva desde donde entiende también la teoría de la co­rrespondencia del primer Wittgenstein, e l Wittgenstein del Tractatus. El lenguaje como «descripción» no procede del prurito desinteresado de poner nombres, etiquetas, labcls a las cosas, sino de una finali­dad muy precisa: la de posibilitar o facilitar su reconocimiento cuando las encontremos o las busquemos. El lenguaje —la razón— es siempre un comportamiento con vistas a algo. Pero eso talgo», en contra de la simplista concepción de la razón, propia de la teoría imperativa, es decir, hoy, del neopositivismo, puede ser muy diversa y depende del contexto vital. La primera función a que se refiere Toulmin, como muestra extrema de esa tversatdidad» de la razón, es el uso puramente lúdico del lenguaje en los juegos infantiles de palabras. Pero pronto abandona esa muestra que, por demasiado simple y secundaria, no po­dría dar mucho de sí, para considerar, a modo de investigación-piloto, la función de la razón en la ciencia.

La corrección (nombre modesto para tverdad») de una teoría cien­tífica consiste en su valor de predicción, logrado de un modo cohe­rente y económico. El concepto de •realidad» en que desemboca Toul­min es convencionalista o neoconvencionalista: se halla en función dé la teoría científica adoptada y en definitiva del uso de la razón que ha­gamos en cada situación (intuitivo sensible, científico, estético). Es la resistencia a aceptar este funcionalismo lo qué ha llevado a imaginar la filosofía como instancia suprema de absolutividad y, por ende, a la invención de la metafísica.

La función de la razón en la ética es d if erente dé la que desempeña en la ciencia pero, a la vez, paralela a ella. Ahora no se trata de modi­ficar mis expectaciones, sino mis actitudes y m i conducta. La moral, piensa Toulmin, sólo es inteligible en el contexto de la vida en comu­nidad. Es en consideración a los otros y a la convivencia con ellos como nos imponemos esas restricciones de nuestro comportamiento espon­táneo que se llaman «deberes*. Es más: sin deberes no sería posible la comunidad. La ética no es, en suma, sino tuna parte del proceso por medio del cual se armonizan los deseos y las acciones de los miem­bros de una comunidad*. Se trata rigurosamente de un •proceso» porque, en efecto, una comunidad abiérta no se atiene de una vez por todas a un código de rígidos deberes, sino que desarrolla éstos, por adaptación a las nuevas situaciones, pasando de su *letra» a su •espíri- lu*, n decir, del critério deontológico al teleológico, y a la correc­ción por éste de aquél. Me parece que esta concepción del •desarrollo*

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10 Prólogo a la edición española

de la moral, por utilitaria y positiva que parezca a nuestros iusnatura listas, puede contribuir a actualizar y secularizar, a hacer puramente filosófica la semiplatónica y semitéológica teoría de la *ley natural*.

El hilo conductor de la ciencia, y e l paralelismo de que antes hemos hablado, sirve a Toulmin para señalar los límites en el análisis de los conceptos éticos. No es posible remontarse más allá del *principio* etico, como tampoco de la *ley» en la ciencia. Los criterios principales son inapelables. La razón última se da, para la ética, en el contexto social, como para la ciencia en el contexto teorético general.

Pero el *tope* no impide que, en un salto a otro género, podamos encontrar algo más allá de él. Por de pronto y tras dar por supuesto el cumplimiento de las exigencias comunitarias, tenemos que hacer nues­tra vida, como diría Ortega. Para ello, agrega Toulmin, seguimos haciendo uso de razón; pero ahora se trata, según él, no de un uso éti­co (= en función dé la comunidad), sino de un uso *biográfico*: se trata de damos, cada cual a s í mismo, una *regla* de vida, un *siste- ma* de elecciones intransferiblemente personales, conducentes a la ^felicidad* individual. Para el pensamiento tradicional y para muchos de nosotros, modernos, es aquí donde se encuentra e l núcleo mismo de la moral. Y Toulmin reconoce que también a esto cabría llamar éti­ca. Pero él prefiere no hacerlo.

El porque no es difícil de entender. Las cuestiones, para nos­otros centralmente éticas, del *sentido de la vida*, se abren a las qué Toulmin llama «preguntas límite*. El orbe de la ética, como el de la ciencia, se cierran sobre sí mismos, y por eso no tiene sentido ético, o sentido científico, seguir preguntando. Pero eso no significa que tales preguntas límite no tengan ningún sentido. Lo que tienen es un sen­tido diferente. Expresan la maravilla ante el mundo real de los árboles y los pájaros, la maravilla —recuérdese e l esplendido coro de la Antí- gona de Sófocles, tres de cuyos versos sirven de lema a este libro— ante lo que es el hombre. Maravilla que no siempre será extática y beata, que, con frecuencia, traerá a la luz nuestra ansiedad, nuestro dolor, nuestra incomprensión de lo misterioso de la existencia. Totdmin *hace sitio* de este modo a la religión, que es ineliminable, pues, como muy bien escribe, con suave ironía, ttodos los que no han hecho el voto racionalista de silencio seguirán haciendo alguna, por lo menos, de estas preguntas límite*. He aquí la función de la religión y del ra- zomiento religioso y teológico, que es distinta de la función de la cien­cia y de la ética. Las preguntas lím ite, que en el contexto diteral* de la ciencia y la ética no tenían sentido, vuelven a cobrar vida cuando se las toma respiritualmente*, es decir, como preguntas religiosas.

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Prólogo a la edición española II

Ofrezco este libro al lector de habla española mucho más como incitación que contando con su aplauso. Estoy convencido de que el convencionalismo científico, la eliminación de la metafísica y la con­cepción restringida y, en un cierto sentido, utilitaria de la ética encon­trarán mucha resistencia. Creo, sin embargo, que el contraste con nuestra filosofía usual será útil a ésta. Por otra parte muchas de las re­flexiones concretas de Toulmin, a las que no he tenido tiempo de alu­dir, como por ejemplo, las que se refieren a la ciencia y a la ética en su relación con la política y la retórica, suscitarán un vivo interés. Y más adelante tras la experiencia de la acogida de este libro, podremos ver­ter al castellano otras obras de lógica del lenguaje ético, entre las de la filosofía que mayor curiosidad empieza a despertar entre los jóvenes estudiosos españoles de hoy.

José Luis L. Aranguren

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NOTA A LA PRIMERA EDICION EN ALIANZA UNIVERSIDAD

Hasta aquí el prólogo que escribí, hace quince años, para la prime­ra edición española de este libro. Poco después comenzó el conoci­miento en España del grupo de Oxford —al que Toulmin, de Cam­bridge, no pertenecía, es claro—, de su lógica del lenguaje ordinario o común, incluido, por supuesto y principalmente, el lenguaje moral, así como el religioso. Ha sido el mismo Toulmin, en colaboración con Alian Janik, quien, en La Vicna de Wittgenstcin (libro publicado por Taurus, también a propuesta mía), al mostramos una nueva y unitaria imagen —sin cesura entre unos supuestos primero y segundo Wittgens- tein— del gran pensador que, según esta versión, se habría sentido casi tan alejado de sus seguidores de Oxford como de hecho lo estuvo de sus colegas del círculo de Viena, ha contribuido a sacar a la filoso­fía británica de la clausura en el lenguaje en la que había recluido.

S. E. Toulmin que, cuando escribió el presente libro, estaba ya tan interesado por la filosofía de la ciencia como podía estarlo por la filo ­sofía de la moral, en cuanto funciones, ambas de la razón, nos dio en 1972, bajo el título de Human Understanding (publicado, con el de La compresión humana, también por Alianza Editorial), una muy importante ocritica de la razón colectiva», en la cual se ve el cambio científico, más que como una orevolución», al modo de Kuhn, como una «evolución»; y se consideran las ciencias como empresas (discipli­nares, ya que no enteramente disciplinadas) llevadas a cabo por la co­munidad profesional de los científicos. A l lado de esas empresas dis- ciplinables, hay las indisciplinables, que no por ello son menos oracio­nales», si es que mantenemos un concepto suficientemente amplio de racionalidad y de usos de la razón. Entre éstos y junto a la literatura, el arte y la política, y dentro de la filosofía, figura la ética, a cuya oevolución* —dentro siempre, como la de las ciencias, de un marco o contexto social— Toulmin ha cooperado en el presente libro y en indi­caciones ulteriores, de manera decisiva, como puede apreciar el lector, especialmente ahora, a la altura de esta segunda edición, cuando ya dispone de una perspectiva histórica suficiente.

J. L. L. A.

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PREFACIO

Francis Haeon figura hoy entre los filósofos como el primer hom­bre que da cuenta de una manera sistemática de la lógica de induc­ción y, por tanto, como el padre espiritual de la ciencia moderna. Sin embargo, sus estudios alcanzaron mayor amplitud y relativa­mente pronto en su carrera (en 1597, al mismo tiempo que la pri­mera versión de sus Ensayos) publicó su primera discusión de la lógica de la estimación —el estudio fragmentario Acerca de los Co­lores del Bien y del Mal, que revisó y amplió más tarde para incluir­lo en el libro VI del Progreso de las ciencias.

Pero este temprano interés por las ideas éticas no ocupó el mis­mo lugar en sus pensamientos que su pasión por las posibilidades de la ciencia. Y quizá sea una pena, porque es la verdad que pocos son los que después de él han aportado al estudio de la ética la lu­cidez y la exactitud que caracterizan su obra. La oscuridad de la cual salvó al razonamiento inductivo, envuelve aún a la estimativa.

En este libro, he comenzado el examen en el punto en que Bacon lo dejó, pero he aumentado su extensión porque, mientras que él se contentó con señalar las limitaciones de algunos de los argumentos éticos más corrientes, yo he intentado descubrir, de un modo más general, lo que confiere a estos argumentos el valor y el alcance que poseen. Esto ha supuesto adentrarse mucho en la naturaleza del razonamiento y en los fundamentos de la lógica; y aquí he tro­pezado con una dificultad. Los avances recientes en la comprensión «le estos temas no han sido expuestos en forma coherente y no hay ninguno al que pueda remitir a los lectores. Por consiguiente he te­nido que esbozarlos a lo largo de las descripciones de los métodos lógicos que son instrumentos necesarios a mi argumentación : esto

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14 Prefacio

explica especialmente la longitud de la II Parte, que puede parecer superelaborada si se tiene únicamente en cuenta su objeto inmediato.

En cualquier caso, espero que no es mucho pedir a mis lectores que tengan paciencia con estas digresiones en atención a la índole del tema (los que quieran saltárselas encontrarán para el caso un re­sumen de la argumentación en el “Epílogo”). Porque, como el mis­mo Francis Bacon escribió en su primer examen de los argumentos empleados para dar color a las conclusiones éticas:

Para hacer un juicio verdadero y seguro, nada puede ser más útil y provechoso para la mente que el descubrir y volver a aprehender los colores, mostrando en qué casos son válidos y en cuáles fallan...

De todos modos, esta seguridad me ha animado a creer que el trabajo merecía continuarse y que valía la pena publicarlo a pesar de sus defectos. ¡ Ojalá sirva para espolear a otros a realizar mejor la obra!

Stephen T oulmin.

King’s College Cambridge Febrero 1948

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RECONOCIMIENTOS

A lo largo de esta obra será evidente cuánto debo, en mi enfoque general, a la tradición filosófica de Cambridge; pero hay algunos débitos particulares que no aparecen en las referencias, y que he de reconocer aquí. Durante todo el tiempo que ha durado la prepa­ración de este libro, he estado acudiendo constantemente a R. B. Braithwaite y A. C. Jackson, para que me ayudaran en muchos pun­tos difíciles; muchos de los problemas aquí tratados hubieran que­dado fuera de mis alcances de no haber sido por las conferencias oídas al Dr. Ludwig Wittgenstein y a John Wisdom ; he discutido partes de los capítulos 3 y 4 con el Prof. G. E. Moore; el Profesor L. J. Russell ha leído el manuscrito completo y ha hecho comenta­rios provechosos y detallados, y mi mujer ha sido una defensora infatigable del buen sentido y del buen estilo. Cuando haya perse­verado en el error a pesar de la ayuda y consejo de todos ellos, la culpa será sólo mía.

Me es muy gustoso dar las gracias a los electores de la beca de estudios Harold Fry, del King’s College (Cambridge), a los síndi­cos de la beca Arnold Gerstenberg, de la Universidad de Cambridge, y al Ministerio de Educación, por su ayuda económica, sin la cual no habría tenido sosiego para estudiar, ni menos para escribir.

Les estoy también muy agradecido a las editoriales que me han permitido hacer uso de pasajes de libros publicados por ellas: a la editorial George Alien & Unwin, por el fragmento reproducido de “The Meaning of Good” , de Goldsworthy Lowes Dickinson; a la Wm Heinemann por varios trozos de la traducción de Mrs. Garnett de “Los hermanos Karamazov”, de Dostoyevski; a la Yale Univer- sily Press, y a sus agentes literarios de Inglaterra, por numerosos

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16 Reconocimiento

pasajes de “Ethics and Language”, de Charles L. Stevenson; a la Oxford University Press por una cita de la traducción de Aylmer Maude de “La guerra y la paz”, de Tolstoi; y a la editorial Long- mans, Green & Co., por el pasaje tomado de la “Historia social de Inglaterra”, del doctor G. M. Trevelyan.

Y una sola cosa m ás; pese a haber crecido, como si dijéramos, dentro de los confines de John Maynard Keynes, no he tenido nunca ocasión de conocerlo personalmente. Pero creo, por lo que me han dicho de él, que el escribir este libro habría sido una empresa en que se hubiera interesado; por eso, si viviese aún, me hubiese gus­tado dedicárselo a él.

S. E. T.

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Capiculo 1 EL PROBLEMA

La ética concierne a todo el mundo. Los problemas y las teorías científicas pueden despertar nuestra curiosidad o incluso apoderarse de todos nosotros alguna que otra vez, pero solamente para unos po­cos tienen importancia práctica e inmediata. En cambio, todo el mundo se enfrenta con problemas morales, problemas sobre los que, después de mayor o menor reflexión, hay que decidir. Así, todo el mundo habla de valores.

Esto no significa que los principios de la acción correcta (righl action) o la naturaleza de la bondad sean temas perennes de conver­sación. Ni mucho menos: con frecuencia la discusión es todo menos explícita. Sin embargo, los conceptos éticos consiguen meterse en nuestros pensamientos y en nuestro lenguaje, ya abiertamente, ya bajo nombre falso: ahí están cuando se habla de la libertad, del pro­greso, de la educación (que Chesterton llamaba “los tres quiebros para evitar la discusión de la bondad” '), de la democracia, de la autodeterminación o de las "cuatro libertades”, o, simplemente, cuando se habla del número de calorías necesario para subsistir.

Este interés universal por la ética crea ciertas dificultades espe­ciales. Una corriente constante de literatura ética (parte de ella fría, racional e imparcial; parte de ella apasionada y exhortadora) va cayendo sobre el mundo: en forma de libros o de revistas eruditas, procedente de redacciones de periódicos o de púlpitos. I-a variedad

1 G. K. Chesterton, Heretics (1928), págs. 25-26.i

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18 El problema

de los argumentos presentados es tremenda. Uno dice que su opi­nión se funda en su misma evidencia : "La decencia común prohí­be cualquier otro camino”, dice. Otro proclama que lo que él sugiere es “de interés nacional”, y considera que no hace falta nin­guna otra justificación. El tercero se interesa solamente en los re­sultados de la acción, mientras el cuarto presta más atención a los derechos y las responsabilidades. El quinto se excusa diciendo que "un poquito de lo que deseas te hace bien”, y el sexto advierte que “nunca se sabe lo que puede pasar”. En una iglesia se nos despiertan desde el púlpito las ocultas cuerdas de la simpatía de nuestros cora­zones, pero en la iglesia que hay un poco más allá se rechaza la ra­zón y la simpatía, en favor de la autoridad teológica: "¿ Para que nos ha dado Dios el domingo?”, se pregunta allí, y se contesta: “Para que lo dediquemos al descanso y a Su adoración” (la pregun­ta era retórica); “Por tanto, votad EN CONTRA de que haya cine los domingos”.

Incluso en épocas normales, los argumentos éticos tienden a ser de mayor envergadura, de carácter más variado, y más confusos que cualquier otro tipo de discusión; y ya sabemos todos que es muy fácil que, indignados por algo que les parece merecedor de indig­nación, los que polemizan se enreden en contradicciones y sus es­peculaciones les parezcan “indebidamente sólidas y verdaderas”, como decía Hume '. Pero en épocas de crisis, cuando hay que considerar problemas de complejidad e importancia particulares, aumenta el volumen y los argumentos se hacen cada vez más dispa­ratados y confusos (recuerdo el argumento que se puso hace poco para advocar la restauración de la ración de combustible para coches particulares: “Una cantidad básica de gasolina es un derecho inna­to de todo coche”) ; hasta que, finalmente, cuando llega la guerra o la tiranía, se rechaza por completo la razón, y la discusión abierta de problemas morales generales, incluso la discusión abstracta de ellos, queda paralizada por el peligro de caer en el mal gusto o en la traición.

Si intentamos habérnoslas con este torrente de argumentos (to­dos los cuales pretenden presentar las mejores razones posibles para que obremos de la manera propuesta), chocaremos continuamente con un problema central: ¿Cómo vamos a distinguir los argumen- *

* David Home, A Treatise of Human Nature, ed. Selby-Bigge (1888), |.Ag. 455.

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El problema 19

tos a los que debemos prestar atención de aquéllos de los que no de­bemos hacer caso o que debemos rechazar?

Es éste un problema formidable ; tanto, que ha habido quienes lo han dejado por insoluble, concluyendo que todos los juicios de valor que hace la humanidad son “intentos de fundamentar sus ilusiones con argumentos” * *, que “es imposible decir que sean ni falsos ni verdaderos, que sean contrarios a la razón o estén de acuerdo con ella” ", o que toda nuestra idea del valor es “una quimera” *. Desde luego, es posible que el extendido interés que hay por la moralidad sea un testimonio, en cierto modo, en contra de las afirmaciones más extremadas a favor de su autoridad; pero renunciar a dar una expli­cación es una solución drástica ; es más, no es una solución, pues todavía seguimos necesitando saber qué es lo que hay que hacer, y aún tenemos que escoger entre los argumentos y vías de acción que se nos presentan.

Esta es mi excusa por volver a plantear una de las cuestiones más antiguas y debatidas que ha habido en el mundo, por volver a un terreno tan conocido en busca de pistas nuevas. ¿Cuál de todos estos argumentos debemos aceptar? ¿Cuáles de estas razones son buenas razones ? Y, ¿ hasta qué punto debe uno confiar en la razón cuando se trata de tomar decisiones morales? ¿Cabe siempre dar razones y más razones, o se hace supererogatorio a veces el dar ra­zones? ¿Cuál, en fin, es el lugar de la razón dentro de la ética? En este libro no voy a añadir nada al torrente de escritos éticos que ya hay, sino que voy a intentar proporcionar una especie de dique para regularlo.

/. / .—¿Cómo se debe enfocar el problema?

El volumen mismo de nuestro problema dificulta un poco saber cómo empezar; pero, por fortuna, podemos descartar una buena proporción de los argumentos que se ofrecen. Muchos de los discur­sos, ensayos, sermones y artículos que se nos dirigen constan sim­plemente de exhortaciones. En todo esto no hay dificultad, pues emplean la razón de una manera secundaria solamente: sus auto­res intentan influir en nuestras acciones, principalmente inspirán­

1 Sigmund Freud, La civilización y sus descontentos.* Hume, op. cit., pág. 458.* Ibldem, pág. 456.

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20 La razón en la ¿tica

donos miedo, compasión o avaricia; si recordamos esto, pues, esta­remos prevenidos.

Los enfoques más filosóficos e imparciales son distintos; los que los siguen quieren convencernos apelando más bien a nuestro aspec­to intelectivo que a nuestras emociones; por lo menos sus discusio­nes parecen más pertinentes que las puras exhortaciones, y cabe la posibilidad de aprender algo de ellas.

Sin embargo, bastará mirar una de las obras tradicionales para sentir dudas. ¿Sirve de algo atacar nuestro problema directamente? La cuestión de las buenas razones, ¿ es realmente la cuestión cen­tral? ¿O será que doy por probada desde el principio la cuestión más importante: si es central o no? ¿No se dirá que, por el con­trario, sólo puede contestarse a nuestra pregunta si se la considera como un corolario de un “teorema ético” más fundamental: a saber, que no se puede descubrir cuáles son las buenas razones en ética sin contestar primero la pregunta sobre ¿qué es la bondad? ¿Y no resultará un círculo vicioso cualquier argumento que proceda de las “buenas razones” a las “buenas acciones” ?

Esta última objeción puede resolverse en seguida. En primer lugar, al hablar de "una buena razón”, no hablamos de ética; podemos igualmente (como hacemos con frecuencia) hablar de "un argumento válido”, y esto suena mucho menos a ética, de manera que aunque hubiese aquí alguna especie de circulo vicioso no cau­saría ningún daño. Claro es que no debemos asumir que X es una buena razón para probar que Y es una buena acción, y luego acep­tar el mismo argumento como prueba de que X es una buena razón (¡como se trataba de demostrar!), pues esto es una mera raciona­lización ; pero no hay inconveniente en tratar de descubrir y jus­tificar consideraciones ulteriores Z, para decidir si debemos hacer Y y si debemos aceptar X como razón para hacerlo.

La otra objeción (de que nuestra pregunta no es realmente la cuestión central) es más sólida y no intentaré resolverla en seguida. Desde luego, se trata de una cuestión con la que tenemos que encontrarnos en toda situación ética. Cuando quiera que se trata de tomar una decisión moral, lo que hacemos es reflexionar, to­mando en consideración los hechos pertinentes, al menos lo que de ellos conocemos, y luego tenemos que decidirnos. Al hacerlo, pasamos de las razones fácticas (R) a la conclusión ética (E). En este momento, siempre podemos preguntarnos: “¿es ésta la deci­sión correcta (n'ght)? En vista de lo que sé (R), ¿debiera hacer esta elección (E)? ¿Es R una buena razón para E ?” Cuando con­

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El problema 21

sideramos, por tanto, la ética en general, interesará contestar la pregunta “¿ Qué es lo que hace a un conjunto particular de hechos, R, una buena razón para una conclusión ética particular, E ? ; ¿qué es una “buena razón” en ética?” ; contestar esta pregunta interesará mucho más que responder a otra como “¿Qué es el análisis de “lo correcto” (right)?”, y “¿Es el placer mejor que el conocimiento, o al revés?”

La cuestión de las buenas razones en ética es, por tanto, de ca­pital importancia práctica; pero podrá decirse que esto no prueba que, teóricamente, sea la cuestión central, o que no haya ninguna otra cuestión más fundamental cuya resolución lleve implícita la solución de esta cuestión.

Sobre esto no hay que opinar ahora. El método tradicional está tan bien establecido, que nada justificaría pasarlo por alto sin exa­minarlo. Y si hay quienes queden insatisfechos y quieran que se dé ahora una justificación mejor, tendré que pedirles que tengan pa­ciencia, pues no sirve de nada dar una certidumbre de un tipo inadecuado para este tipo de problema (la certidumbre de una prue­ba matemática), y no estará de más dejar para luego la cuestión de si hace falta una justificación más profunda

I. 2.—El método tradicional.

El método tradicional tiene una historia larga y respetable. Su principal exponente fue Platón, que lo atribuyó a Sócrates. Su pre­tensión principal no es tanto descubrir qué razones y argumentos deben aceptarse como soporte de las decisiones éticas, cuanto carac­terizar los conceptos éticos por medio de algún tipo de definición. Aquí las preguntas principales son : “¿ Qué es la bondad ?”, “¿ qué es la justicia?” Para empezar, conviene tomar en consideración estas cuestiones tradicionales y el tipo de respuestas que se han dado.

Incluso dentro de esta categoría de argumento ético hay tanta variedad y tantas contradicciones, que no es fácil deslindar el problema con exactitud. Algunas de las soluciones (por ejemplo, la que da Spinoza * * son sumamente complejas, y apenas se pueden en­tender, a menos que se conozca a fondo el complejo sistema metafí-

* Esta cuestión se discute en 11. 9 y II. 10.* Pienso en el tipo de argumento que da en su Etica.

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22 La razón en la ótica

sico de que brotan ; otras (como la de G. E. Moore) 1 son comparati­vamente sencillas. Sin embargo, es posible lograr una visión com­pleta del tema sin pecar demasiado de injustos examinando las tres doctrinas principales, y lógicamente simples, de las cuales proceden las teorías más complejas; veremos que la solidez o debilidad de aqué­llas se transmitirán a éstas. Según estas doctrinas, llamar a algo "bueno” o “correcto” (right) es

1) atribuirle una propiedad de un tipo u otro (a éste se le puede llamar el enfoque “objetivo” del problema);

2) manifestar los propios sentimientos de uno, o los de un grupo con el que uno está asociado (a éste se le puede llamar el enfoque “subjetivo” del problema) o

3) nada de esto: los conceptos éticos son meros pseudoconceptos, que se usan para persuadir (enfoque “imperativo”).

La discusión de estas doctrinas será suficiente para empezar. Para que quedemos satisfechos con alguna de las teorías tradicio­nales, será necesario que ésta, la que sea, nos ayude a distinguir un buen razonamiento (reasoning) de uno malo: tenemos, pues, un criterio al que referirnos al criticarlas. Y luego, si ninguna de ellas nos ayuda a encontrar la solución para nuestra cuestión prác­tica central, siempre estaremos a tiempo para volver al principio y atacar el problema directamente.

1 En su Principia Etkica, Ethics, etc.

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Primera paneLOS ENFOQUES TRADICIONALES

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C apítu lo 2EL ENFOQUE OBJETIVO

Conviene empezar considerando una de las doctrinas más viejas y conocidas de la ética filosófica, la que mantiene que al decir que algo es bueno o está bien hecho (is right) mencionamos una propie­dad que este algo tiene, la propiedad de bondad (goodness or right- tress). A esta doctrina, para abreviar, la voy a llamar la doctrina "objetiva” (pues aunque la cuestión sobre si la bondad es objetiva puede que no sea la más importante de las aquí implicadas, es una a la que los partidarios de la objetividad han dedicado gran atención siempre). Para discutirla, tenemos que preguntarnos:

1) ¿ Qué es lo que dice la doctrina ?2) ¿Es verdadera?3) ¿De qué forma nos ayuda a resolver nuestra cuestión cen­

tral?

Lo primero que hay que notar en esta doctrina es que incluye el concepto axiológico de la bondad (good and right) en la misma categoría que estos otros conceptos que llamamos “propiedades” . Para entenderla, por tanto, habrá que averiguar cuáles son los tipos de conceptos que son más característicamente “propiedades”. Seña­laré, pues, tres tipos en que pueden dividirse, y en este capítulo de­dicaré especial atención a dos de ellos, el de propiedades “inanaliza­bles y directamente percibidas”, como el verdor, y el de propiedades “analizables y directamente percibidas", como la de tener 259 lados.

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26 Los enfoques tradicionales

Con un estudio de estos dos, será posible bosquejar qué es lo que hace a las propiedades lo que son para nosotros.

Después de esto, tendremos que ver si los valores comparten las principales características lógicas de las propiedades; pues a mí me parece que lo distintivo y esencial de la doctrina objetiva es decir que, efectivamente, las comparten. Comparando las maneras como hablamos sobre propiedades y valores, mostraré que por lo menos en una cosa importante los valores difieren de todas estas propieda­des ; de forma que hay tantas razones para decir que la bondad (goodness) y el estar bien (rigktness) no son propiedades, como para decir que son propiedades de un tipo especial, propiedades “no-natu­rales”. Después, llamaré la atención sobre ciertos hechos que de­muestran que cuando hablamos de la bondad o el estar bien en su sentido más típicamente ético no nos referimos a ninguna propiedad directamente percibida del objeto; si suponemos lo contrario es que hemos sido engañados por el parecido formal de las palabras usadas para hablar de los valores y las usadas refiriéndonos a las propie­dades.

Por último, cuando nos preguntemos de qué forma nos ayudará la doctrina objetiva a resolver nuestro problema central (que es dis­tinguir los argumentos éticos válidos de los inválidos), veremos que, lejos de ser una ayuda, es un estorbo, pues no sólo no nos lleva a ninguna respuesta para nuestra pregunta, sino que desvía de esa pregunta la atención que merece y requiere.

2. 1.— Tres tipos de propiedad.

¿Qué es lo que hace a un concepto una "propiedad” ? Es decir, ¿qué es lo que hace a una palabra una palabra para una “propie­dad” ? Antes de poder contestar estas preguntas, hemos de respon­der a esta o tra : ¿ Qué palabras son incuestionablemente palabras típicas para propiedades?

Los filósofos que tratan la bondad (goodness) como una propie­dad suelen compararla a las cualidades sensoriales (colores, etc .); por ejemplo, Moore estudia detalladamente las semejanzas entre la bondad y la amarillez '. Algunos de estos filósofos incluso ha­blan del “sentido moral” como nuestro medio de percibir las “pro­piedades éticas”. Estas propiedades son percibidas directamente por los sentidos, y de este modo difieren del tercer tipo, que mencionaré *

* Principia Ethica. págs. 9-10; Pkilosophical Stu dies. págs. 272-275.

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El enfoque objetivo 27

más abajo; además, y a diferencia de los otros dos tipos, son inanali­zables, es decir, no se pueden definir verbalmente, ni a base de cua­lidades más simples ni apoyados en ningún conjunto de operaciones, sin mencionar la propiedad misma. Yo puedo distinguir una corbata roja de una verde a simple vista, y puedo enseñar a una persona normal a que haga lo mismo; pero no puedo explicar cómo lo hago, ni por referencia a otras propiedades de la corbata ni fundándome en ningún procedimiento, sin usar las palabras “rojo” o “verde” u otras palabras para los mismos conceptos. Me referiré al verdor y a otras propiedades parecidas con la expresión cualidades simples.

Otra clase conocida de propiedades es la de las que son percibidas directamente de la misma manera que las cualidades sensoriales evi­dentes, pero que sólo se pueden atribuir sin vacilación a un objeto después de cierto proceso. Que un polígono regular en particular tenga un número fijo de lados es cosa que puedo decir con sólo mi­rarlo, pero no puedo estar cierto de que tiene 259 lados (y no 257 ni 261) hasta haberlos contado. Para reconocer propiedades de este tipo hacen falta criterios. Estos se detectan por medio de un proceso más o menos complejo, y las propiedades se pueden definir a base de este proceso; así, “polígono de 259 lados” significa que tiene este número de lados, y la operación de contarlos nos es conocida por otros casos. Estas propiedades son, pues, “analizables”, y en esto se distinguen de las cualidades simples. Aquí las llamaré cualidades complejas.

Estos dos tipos incluyen la mayoría de las cualidades con que nos encontramos en nuestra vida corriente, pero hay un tercero que se debe mencionar, que comprende las propiedades que se detectan por medio de procesos, igual que las cualidades complejas, pero que no se perciben directamente; en realidad, podríamos decir que no se perciben en absoluto. Por ejemplo, si digo que cuando el sol brilla a través de la niebla su color es realmente amarillo, aunque se pre­senta tan rojo como la sangre, no me refiero a ninguna propiedad directamente percibida del sol. Mi afirmación tiene que entenderse en el contexto de una teoría científica, y la propiedad que yo atribuyo al sol de ser “realmente amarillo”, de radiar tales tipos de ondas electromagnéticas, se define en términos de esa teoría. A estas pro­piedades las llamaré cualidades científicas.

Pero aquí hay que hacer dos advertencias. En primer lugar, no se puede pretender que esta clasificación tenga un significado epis­temológico profundo; puede que tenga alguno, pero esto no nos im­porta ahora ; todo lo que nos hace falta en este momento es que sim-

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28 Los enfoques tradicionales

plifique nuestro análisis. Además, al decir que las propiedades pue­den dividirse de esta manera, y que esta clasificación agota la clase de conceptos que corrientemente llamamos propiedades, no quiero decir que todas y cada una de las propiedades se puedan asignar de una vez para siempre a un tipo determinado; lo que quiero decir es que siempre que hablamos de propiedades nos referimos a ellas de una u otra de estas formas, unas veces de una, otras de otra.

Consideremos algunos ejemplos:1) En la mayoría de las circunstancias, cuando decimos que algo

es rojo o azul, duro o blando, tratamos estas palabras como palabras que designan cualidades simples. Pero cuando decimos que una fi­gura es cuadrada, tratamos a veces la “cuadridad” como una cuali­dad simple, si juzgamos a simple vista, y otras veces, cuando nues­tro propósito requiere mayor precisión, tenemos que hacer uso de instrumentos de medida para poder decir que esa cosa es cuadrada; es decir, tratamos lo cuadrado como una cualidad compleja, que se puede analizar en “rectangular y equilátero” ; a su vez, estas últi­mas son también cualidades complejas analizables a base de medi­ciones que se pueden hacer con los aparatos apropiados.

2) Si no tengo experiencia de ello, no puedo decir si una alfom­bra es de color rojo pavo o no, a menos que se me dé una tabla de­colores que me sirva de referencia; por tanto, trato lo “rojo pavo” como una cualidad compleja. Sin embargo, un comerciante de al­fombras puede llegar a estar tan acostumbrado a distinguir a simple vista los más finos matices de colores que le sea posible tratar lo “rojo pavo” como una cualidad simple.

3) Podemos decir que el sol es de color anaranjado de sodio porque vemos que lo es (a simple vista), o porque tenemos una ta­bla de colores con que comparar el color, o porque creemos en una determinada teoría científica; o sea, tratamos lo “anaranjado de so­dio” como una cualidad simple, o como una cualidad compleja, o como una cualidad científica.

Todas las propiedades las tratamos de una u otra de estas ma­neras, sean cualidades sensoriales (rojo, verde, duro, blando, alto, bajo, dulce, amargo, etc.), o características personales (altivo, apo­cado), formas (cuadrado, grueso), distribuciones temporales (raro, frecuente), o lo que sea. Al considerar la doctrina objetiva, bastará discutir las analogías entre los valores y las propiedades típicas de cada clase.

Desde luego, hay casos en que nuestro uso de un concepto nos pone en dudas sobre si debemos llamarlo una propiedad del objeto o

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El enfoque objetivo 29

no. Los juicios de gusto (qué es dulce y qué es amargo) son tan irregulares que a veces hacemos sus conceptos más parecidos al de “simpático” que al de “rojo”, y por transferencia llamamos a la dis­tinción entre lo agradable y lo desagradable “cuestión de gustos”. Es­tos ejemplos sobre cosas inciertas llaman la atención sobre la ma­nera como se entremezclan dos clases de conceptos, pero no elimi­nan la distinción entre cualidades como el “verdor” y “relaciones subjetivas”, o sea, conceptos como el de lo agradable. Por tanto, no tenemos que preocuparnos por ellos.

Asi pues, debemos pensar que los filósofos que sostienen que la bondad (goodness) es una propiedad de las cosas que son buenas, se refieren a una de estas tres cosas, según los tres tipos de propie­dad que hemos señalado. Puede que quieran decir que la bondad es directamente percibida e inanalizable, o que sea directamente perci­bida y analizable, o que sólo se puede captar según criterios y no se percibe directamente. En este capitulo me dedicaré preferente­mente a las dos primeras posibilidades, a saber, la sugerencia de que la bondad es una cualidad directamente percibida, que se puede reconocer bien directamente o bien por medio de criterios. Estas son las posibilidades de que se han preocupado más los filósofos, especialmente los que hablan del “sentido moral”. La mayoría de las cosas que se pueden decir sobre las cualidades complejas se pueden decir también de las cualidades científicas, pero dejaré para más tarde 1 la consideración detallada de la idea de que la ética sea una ciencia y la bondad una cqalidad científica que se puede reconocer, no por percepción directa, sino solamente por pruebas (“tests”) indi­rectas.

2. 2.—Las cualidades simples.

¿Qué es, pues, lo que se implica al afirmar que un objeto tiene una cualidad simple determinada? Ya he dicho que puedo distinguir una corbata roja de una verde a simple vista, y que puedo enseñar a cualquier persona normal a que haga lo mismo; pero, ¿ cómo es esto? ¿Cómo enseña uno, de hecho, a la gente a usar correctamente conceptos de esta clase? Además, ¿en qué circunstancias pueden surgir desacuerdos sobre cualidades simples? Y, si surgen, ¿qué se puede hacer ? ¿ Está justificado que comjamos el uso que hacen otros de las cualidades simples de la misma manera como corregimos el

1 Especialmente en el capitulo 9.

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uso aritmético de un niño que dice : 7 por 8 son 56; pongo 5 y me llevo 6 ; 7 por 2 son 14 ; 14 y 6 son 22 ¡ así es que 7 por 28 son 225? ¿ O debemos encogernos de hombros ante cualquier desacuerdo, como efectivamente debemos hacer ante el desacuerdo entre un hombre que dice: “Lo mejor que se puede hacer por la tarde es dedicarse a la pesca deportiva", y otro que dice : “La pesca es aburridísima” ?

Imaginemos que intento enseñar a un extranjero (cuya lengua no conozco y que sólo sabe un poco de inglés) a preparar un pastel, y supongamos que deseo explicarle el uso de la cochinilla. Puede que pregunte, al no entenderme, qué es la cochinilla, y entonces yo le diré que es un líquido rojo que se usa para dar color. Si no entien­de la palabra “rojo”, ¿ qué puedo hacer ?

Lo más natural será que si tengo cochinilla le muestre cómo toma el pastel el color del líquido. Si aún así no entiende, puedo se­ñalarle una rosa, o un libro, o cualquier cosa roja, comparándola con hierba, un terrón de azúcar, etc., para después mostrarle de nuevo la cochinilla. Con eso ya debiera entenderme y ser capaz de distinguir las cosas rojas, pero si no es así lo único que puedo hacer es seguir el mismo proceso una y otra vez: más despacio y con más ejemplos, con la esperanza de que comprenda la idea. Pero si a pesar de todo no la comprende, tendré que empezar a pensar que me está enga­ñando deliberadamente o que la razón falla, pues se habrán roto los medios normales de comunicación.

Esto por lo que se refiere a enseñar a la gente las cualidades simples. Pero, ¿ qué puedo hacer si alguien viene y me pregunta si la cochinilla es verde? Yo sé cómo se usa corrientemente el adje­tivo “rojo”, y yo mismo lo he usado bien muchas veces; por tanto, tendré que ponerme sobre aviso e intentar descubrir la causa de la contradicción. Lo que yo decida dependerá de lo que pueda averi­guar sobre él. Por ejemplo, si me doy cuenta de que ésta es la única vez que ha usado mal la palabra “verde”, concluiré que ha sido una equivocación. Pero si le muestro un libro rojo y lo llama verde, y siempre llama verdes a las cosas que yo llamo rojas, concluiré que habla una lengua distinta y que de hecho su uso de la palabra “ver­de” corresponde al mío de la palabra “rojo” ; es decir, que de hecho “verde” significa para él lo mismo que “rojo” para mí. En este caso puedo aprender a entenderle haciendo las sustituciones apropiadas (traducciones).

El ejemplo puesto puede parecer muy improbable, pero en la lengua hablada puede suceder eso fácilmente. Si un inglés y un alemán que entiendan sólo su propia lengua se ponen a nombrar

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El enfoque objetivo 31

los colores de las cosas, ambos sabran en seguida cuáles son verdes (,green, grün) y cuáles marrones (brown, braun) • pero el inglés no sabrá a qué se refiere el alemán cuando diga “vicio” (vice, we ss) en vez de blanco (white), lo mismo que yo no sé qué es la cochinilla verde.

El tipo de desacuerdo que se manifiesta en estos casos es sólo uno de los muchos que nacen de las diferencias lingüísticas; entre ellas pueden incluirse también los casos en que diríamos que se trata solamente de una diferencia dialectal, y también aquéllos en que la diferencia es meramente de uso limítrofe.

Esta última categoría requiere cierta explicación. En el habla diaria los usos de las palabras que designan propiedades se entre­mezclan de una forma que puede llevar a contradicciones evidentes. Esto nos es de gran utilididad, pues sería intolerable que uno no pudiese mencionar un color sin dar el matiz absolutamente exacto, ni hablar de un coche veloz sin especificar su máxima velocidad en kilómetros por hora sobre una carretera llana y sin viento. Pero siempre hay ejemplos de usos limítrofes que mueven a confusión. Si se presenta a dos personas un mismo objeto cuyo color esté en la frontera entre el azul y el verde (es decir, que no sepamos si llamarlo azul o verde), puede que el uno diga que es verde y que el otro diga que es azul, lo cual quizá refleje cierta diferencia entre las cosas de las que sacaron su respectiva idea de lo “verde” y lo “azul"; pero, sea como sea, esta diferencia puede solucionarse, como otros muchos desacuerdos, especificando con más exactitud los lí­mites que se dan al uso de las palabras que designen estas propie­dades. Si podemos resolverlo así, será que sólo se trataba de una diferencia verbal.

Indudablemente, se dirá que no todos los desacuerdos sobre cua­lidades simples son de este tipo; pues, ¿ y si se trata de alguien que es daltónico?

El daltonismo, que por ser excepcional no lo habíamos mencio­nado hasta ahora, suele aparecer en este tipo de discusiones filosóficas, pero no es obstáculo para lo que queremos demostrar. Si nuestro interlocutor es un daltónico no será posible valerse de la simple sustitución, pues no se le podrá enseñar a distinguir el rojo de los otros colores; precisamente por esto es por lo que le llamamos dal­tónico. Pero es que, en realidad, no se puede hablar de un desacuer­do entre una persona normal y ún daltónico, pues éste no tiene ideas diferentes de los colores, sino que simplemente carece de algunas ideas que a la mayoría de la gente no le falta. En esto, su posición con respecto a la gente normal es la misma que la de la gente normal

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en relación a los músicos : éstos pueden decir en seguida qué lugar ocupa en la escala musical cualquier nota que oigan. Las personas normales no están en desacuerdo con ellos, sino que simplemente no tienen opinión sobre eso.

De igual modo, la persona que dice que la cochinilla es verde puede que me esté engañando deliberadamente y que siga hacién­dolo a pesar de todos mis esfuerzos para hacerle ver que es roja, pero esto conduce a una situación en que no sabemos qué decir, puesto que la comunicación se interrumpe; no conduce, pues, a pro­blemas lógicos ni filosóficos de interés. En un análisis conceptual como el que nos ocupa en este libro, sólo es necesario examinar los papeles que juegan en nuestra vida los conceptos de diversos tipos (y las palabras, en cuanto representan estos conceptos), cuando se usa la lengua literalmente, de la manera como la hemos aprendido, esto es, como el instrumento de la razón, lo que Sócrates llamaba "el medio universal de comunicación” '. El uso del lenguaje para pro­mover a engaño no es un uso primario (de hecho, para que se consi­ga este propósito ha de ser un uso inesperado) y basta haberlo men­cionado.

En resumen : las cualidades simples se enseñan “ostensivamen­te”, es decir, señalando, aunque no sea más que de una manera ver­bal, objetos que tienen esa cualidad ; para enseñar a distinguir los objetos verdes de los rojos no hay más que mostrarlos o compararlos con objetos de estos colores que ya sean conocidos. Si dos personas caen en desacuerdo sobre una cualidad simple teniendo delante el objeto de que se trate (si uno dice que es azul y el otro que es verde, o uno que es cuadrado y el otro que redondo, etc.), aparte de los casos de engaño deliberado o defecto orgánico, es que no entienden lo mis­mo por “tal y cual objeto” ; será debido a que son de diferentes nacio­nalidades o a algo parecido. Si uno dice, por ejemplo, “a mí me parece que tres veces al día es a menudo”, y el otro “pues a mí, no”, su desacuerdo puede considerarse diferencia lingüística.

2. 3.—Las cualidades complejas.

A primera vista, el caso de las cualidades complejas puede pare­cer más complicado, pero en realidad se trata solamente de dar un paso más. Si yo tengo una diferencia de opinión con otra persona

' Véase K. R. Popper, The Open Society and its Enemies, t. I, pág. 166, y Cf. el Fedón, 89 d . : “lo peor que le puede ocurrir a alguien es que llegue a aborrecer los razonamientos” .

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El enfoque objetivo 33

sobre si cierto polígono regular tiene 257 lados 6 259, no puedo decir que el desacuerdo nazca de una diferencia lingüística, sino que diré que uno de los dos ha contado mal. Si hay desacuerdo sobre una cualidad compleja (o sobre una cualidad científica), lo primero que se me ocurrirá preguntar es si ambos hemos contado (o medido, o comparado) bien.

Esto, desde luego, se puede comprobar fácilmente; por ejemplo, puedo contar, junto con mi oponente, los lados del polígono, y des­pués estaremos de acuerdo en que tiene 259 lados. Si después de esto él dice todavía que tiene 257, concluiré que su lenguaje o su uso son realmente diferentes de los míos; esto es, que a una figura de n + 2 lados, él le llama figura de n lados. Le preguntaré si el cuadrado tiene 2 lados ó 4, etc. Desde luego, puede que yo no consiga hallar una regla general de este tipo, y que su uso sólo difiera del mío en su nomenclatura de las figuras que tengan 259 lados iguales. Pero, sea cual sea el resultado de este intento, el desacuerdo que nazca en un caso así será lingüístico (un tipo nuevo de desacuerdo lingüístico, característico de las cualidades complejas y las cualidades científi­cas). Se puede poner el ejemplo más familiar, también numérico, de palabras que mueven a confusión parecidas, como el término fran­cés quinzaine, que significa "quince días” *, o el hebreo "al tercer día” = “el segundo día después” .

Juntando ahora ambos tipos de propiedades directamente perci­bidas, las posibles causas de desacuerdo pueden ser.

1) Engaño.2) Defecto orgánico.3) Aplicación incorrecta de la regla- usual (en el caso de las

cualidades complejas).4) Diferencias lingüísticas:

a) de lengua,b) de dialecto,c) de uso limítrofe,d) de definición verbal (para las cualidades complejas).

Esta lista es exhaustiva. Cuando llegue a un desacuerdo con al­guien sobre una cualidad directamente percibida, y me parezca que la causa de la diferencia entre nosotros no es ninguna de las men­cionadas, deberé pensar que tiene que ser una de ellas. Y el hecho de que esta lista sea exhaustiva (esto es, que solamente una de estas 1

1 Kn inglés una quincena son catorce días (N. del T.).

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cosas pueda ser el origen de cualquier desacuerdo sobre un concep­to), es parte de lo que se entiende al decir que es una "propiedad del objeto”.

2. 4.—¿Es la bondad una propiedad directamente percibidafEsta discusión de las cualidades simples y complejas muestra

algunas de las condiciones requeridas para poder decir que la propo­sición "X es bueno (good o right)" atribuye a X una propiedad de bondad (goodness o rightness). Ahora debemos ver si algunas de es­tas condiciones se cumplen en efecto, es decir, tenemos que hacer­nos acerca de lo bueno (good y right) el mismo tipo de preguntas que ya nos hemos hecho acerca de “lo rojo” y “el tener 259 lados” .

Supongamos que alguien me dice, no que “la cochinilla es roja”, sino la frase que parece muy sim ilar: “la mansedumbre es buena”. Si no la entiendo, ¿ de qué manera puede hacerme entenderla ? ¿ Presén- tándome ejemplos de mansedumbre, con la esperanza de que llegue a entender el adjetivo "bueno” de la misma manera que serviría para el adjetivo “rojo” ? ¡ Intento vano! Pero ésta no es una objeción seria, pues puede intentarlo de otra manera ; por ejemplo, diciéndome : “Sí, como amar al prójimo, y dar de comer al hambriento, y honrar a los padres, y pagar las deudas...” Y si yo digo entonces : “admito que la mansedumbre es buena si lo es el pagar las deudas, pero ¿cómo voy a saber si pagar las deudas es bueno?”, mi interlocutor puede contestar que lo es intrínsecamente

Nos asalta la tentación de concluir de esto que “pagar las deudas” no es, para mi interlocutor, más que parte de su definición de lo “bueno”, es decir, uno de los ejemplos que usa para ilustrar esta idea (y así es, en cierto modo); y es natural también suponer que consi­derará que lo “bueno” comparte todas las propiedades lógicas de las cualidades simples. Pero esto empezaría a preocupar a alguien que estuviese a favor de la doctrina objetiva; protestaría de la arbitra­riedad de esta conclusión, diciendo que la bondad no es una noción vaga como la de las cualidades simples, pues no se puede distinguir lo “bueno” de lo “indiferente” y de lo “malo” de la misma manera que se distingue lo “azul” de lo "amarillo” y de lo “verde”, a lo “alto” de lo "medio” y de lo “bajo” ; si se le insiste mucho en este punto, se defenderá con vagas referencias a las “intuiciones morales fundamentales”.

También (especialmente si digo que no veo parecido entre la man­

Cf. G. E. Moore, Principia Elhica, págs. 21 ss.

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sedumbre y el pagar las deudas) puede adoptar una actitud diferen­te, diciendo que la mansedumbre facilita las relaciones entre las per­sonas más que las imposiciones o los malos modales, y que por eso sostiene que es algo bueno. Es decir, puede presentar “criterios de bondad” (“rasgos que convierten en bueno” '), que a primera vista pueden usarse igual que se emplea la “rectangularidad” y la “igual­dad de lados” cuando se trata de figuras cuadradas, o como se usa “el tener 259 lados” en el caso de figuras de 259 lados. Pero la mis­ma dificultad surge si preguntamos cuál es la forma corriente de aplicar los criterios. Nuestro interlocutor dirá que la relación de los “criterios de bondad” con “la bondad” es diferente de la relación de los criterios para cualidades complejas con esas cualidades. Nos indicará, como es natural, que el parecido entre decir que una figura es “rectangular y equilátera” y decir que es “cuadrada” es mucho más radical que el existente entre decir que un hombre pega a su mujer y decir que es un hombre “malvado”, por mucha razón que haya en condenarle por pegar a su mujer. Y concluirá que no hay ninguna forma de aplicar criterios que valga para todos los casos, pues “lo bueno” no se puede analizar * y por lo tanto es una cualidad simple, y que los “criterios de bondad” no son más que signos, y lio criterios después de todo.

Hay, pues, desde el principio, dificultades en considerar que la bondad es una propiedad directamente percibida. Si se la considera cualidad simple (inanalizable), topamos con la evidente arbitrariedad de cualquier definición que se dé de e lla ; si se la considera cualidad compleja (analizable), no encontramos manera de saber con seguri­dad cuándo aparece. Pero éstas no son las mayores dificultades, aun­que no hemos hecho más que apuntarlas. Ante problemas mucho más graves nos hemos de ver cuando consideremos las posibles fuen­tes de los desacuerdos sobre cuestiones éticas.

2. 5.—El ámbito de los desacuerdos éticos.

¿ Qué sucederá si se presenta otra persona y dice : “la mansedum­bre es mala” ? ¿Qué dirá entonces el primer interlocutor? ¿Achacará este desacuerdo a una diferencia lingüística? 1

1 Cf. C. D. Broad, Proc. Aristotelian Soc., vol. X X X III (1933-4), “ Is "Goodness” a Mame for a Simple, Non-natural Quality?", asi como su co­laboración en el simposio recogido en The Philosophy of G. E. Moore, pági­nas 43-67.

’ Moore, op. cit., págs. 6-8.

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No. La reacción natural será que diga que el otro “no tiene ra­zón” o “puede que yo esté equivocado, pero en realidad a mí me gus­ta la mansedumbre”, o "puede que mi oponente crea que es mala, pero realmente es buena”, o “desde luego, depende de las circuns­tancias”. En casos excepcionales puede que diga : “les está toman­do el pelo, en realidad él no piensa eso”, o “no le hagan caso, es notoriamente insensible a las cuestiones éticas” (implicando engaño deliberado o defecto natural). Pero la única cosa que no esperaré que diga es : "no entiende bien el inglés” —que, si ¡a bondad fuese una propiedad, es precisamente lo que debería decir.

Si yo confío en que ambas personas son veraces y en plena pose­sión de sus facultades, y en que emplean el mismo lenguaje, dialecto y uso (es decir, si se quitan las fuentes de desacuerdo sobre cualidades simples), no tendrá objeto mi pregunta sobre si están de acuerdo o en desacuerdo acerca del color de un buzón : no cabe desacuerdo. Si ade­más yo sé que han contado juntos los lados de un polígono dado, no tendrá objeto preguntar si están de acuerdo sobre su cualidad de te­ner 259 lados. Pero, a pesar de que yo sepa todo esto, no dejará de tener sentido preguntarse, por ejemplo, acerca de si están de acuerdo en que la mansedumbre es buena o en que tal o cual decisión es la bue­na. Incluso si no hay engaño ni defecto en una u otra parte, si ambas partes están completamente informadas del caso y ambos quieren de­cir lo mismo con “bueno” y “correcto” (right), aún tiene sentido pre­guntar si sus juicios morales son de hecho los mismos.

Esta diferencia entre valores y propiedades es crucial. Unas cuan­tas observaciones puede que ayuden a dejar claro este punto:

1) Por supuesto, no hay motivo para que un desacuerdo sobre valores no pueda basarse en una diferencia lingüística. Si, por ejem­plo, alguien toma sus juicios morales de la autoridad, puede que traduzca equivocadamente bueno por “malo” y se meta en una dis­cusión como consecuencia de esto. O un músico, al hablar de sus propias composiciones, puede que haga ostentación de auto-rebaja­miento en tal medida que conduzca a malentendidos. Pero estos ca­sos son triviales. Pronto descubrimos lo que pasa —notamos que ■solamente aplica la expresión “no demasiado horroroso” a casos ex­cepcionales, y así sucesivamente— y después, sustituyendo “terrible” por “está bien”, “bastante malo” por “bueno” y “no demasiado ho­rroroso” por “excelente”, llegamos a entenderle.

2) Aparte de todas las cuestiones lingüísticas, sería posible que, dados todos los hechos pertinentes, estuviesen de acuerdo siempre los

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juicios morales de la gente. Hume, en su teoría ética, tuvo que dar por supuesto que no deberá haber de hecho desacuerdos éticos entre per­sonas completamente instruidas:

“ La noción de moral (escribía) implica algún sentim iento co­mún en todos los hombres, que recomienda el mismo objeto a la aprobación general y hace a todos los hombres o la mayor parte de ellos estar de acuerdo en las opiniones o decisiones sobre é l”

Pero esta suposición apologética no hace sino acentuar la diferen­cia entre la “bondad” y las cualidades que hemos estado discutiendo Nadie piensa que es necesario hacer tal suposición para dar cuen­ta del acuerdo general sobre las cualidades ordinarias simples. Nadie sugiere que la noción de rojo implique un “sentimiento común en to­dos los hombres”, el cual represente el mismo objeto para la visión de todos de la misma manera, y que asi nos lleve a “estar de acuerdo en: las opiniones o decisiones sobre él”. Y no hace falta que haya ningún misterio en esto, ya que es una consecuencia natural de la función que cumple nuestro concepto de lo rojo.

Esta diferencia entre valores y propiedades, entre acuerdo contin­gente y necesario, es fundamental. Para contrastarlos, supongamos que yo digo: “si conocemos todos los hechos pertinentes, no habrá (aparte de las diferencias lingüísticas) ningún desacuerdo respecto- a qué cosas son o no son X”. Si X es una palabra que exprese una propiedad (“rojo”, “cuadrado" o “de 259 lados”), la forma de mi afirmación se presta a confusiones: parece ser una predicción fáctí- ca, pero en este caso no hay nada que predecir; una vez que cono­cemos todos los hechos no puede haber desacuerdo y es una tontería sugerir que pudiese haberlo. Pero supongamos que X es una pala­bra ética (“bueno” o “que está bien”) ; entonces mi afirmación es una predicción válida, que puede que se cumpla o que no se cumpla.I.os desacuerdos éticos no surgen sólo por usar palabras de manera diferente. Ningún conjunto de reglas para traducir (tales como blan­co para weiss, o rojo para rouge) tendría suficiente capacidad para cu­brir todos los posibles desacuerdos éticos. Y, más aún, no creo que nadie esperase que la tuviese : nuestros conceptos éticos no pertenecen a ese tipo.

’ Hume, A n Enquiry concerning the Principies of Moráis (ed. Selby- lllllge). p. 272.

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2. 6.—¿Es la bondad una propiedad "no natural”?

Por tanto, en un aspecto sin duda alguna muy importante, los va­lores difieren de todo lo que llamaríamos propiedades directamente percibidas. Este descubrimiento nos coloca en una posición difícil. ¿ Es enteramente falsa la doctrina objetiva ? ¿ Es que el valor de un objeto pura y simplemente no es una propiedad suya? ; o ¿nos he­mos equivocado de cuestión ? ¿ Hemos estado tomando la doctrina de­masiado literalmente, suponiendo que con ella se implica más de lo que pretenden sus defensores?

En caso de que ocurra esto último, si tal doctrina no significa lo que parece, sino que es, aunque sólo sea en parte, figurativa, podemos abandonarla inmediatamente. Si todo lo que nos dice es que la bondad es “como si fuese una propiedad” y por tanto “podríamos llamarla ob­jetiva”, para nuestro propósito sería igual que si la doctrina fuese falsa. Lo que queremos es una caracterización literalmente verdadera de nuestros conceptos éticos, una caracterización que nos muestre cómo distinguir entre razonamientos éticos buenos y malos. Para nosotros, la metáfora es peor que inútil.

Puede que esto sea un propósito demasiado ambicioso, pero no estamos solos en é l : algunos de los defensores de la doctrina objetiva tienen el mismo ideal. En lugar de admitir que la doctrina es meta­fórica, y según esto un callejón sin salida, insisten en su verdad li­teral. “Todo lo que ustedes han hecho —nos dicen— es mostrar lo que todos sabemos, que la bondad no es precisamente igual que otras propiedades directamente percibidas. Por supuesto que no lo es, pero no deja de ser una propiedad directamente percibida; es un tipo es­pecial de propiedad, una propiedad no natural”

¿Qué pasa si intentamos conservar la verdad de la doctrina ob­jetiva de esta manera? Como cuestión de Lógica, esta sugerencia parece a primera vista simplemente despreciable. Se puede excusar que un hombre de la ciudad, en su primera visita al campo, piense que los carneros son toros pequeños y con lana: después de todo, am­bos tienen cuernos. Pero si este hombre replica a un zoólogo que se lo discute : “No me confunda usted : ya sé que hay diferencias entre los toros y los carneros ; por supuesto que las h ay : un carnero es un tipo muy especial de toro, un toro no taurino", el zoólogo puede que renlique de esta manera, que se le puede perdonar: “No sea usted *

* Moore, Principia Etkica, y The Philosophy of G. E. Moaré, pp. 581-92.

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idiota, el carnero no es un toro de ninguna manera. Esta historia de los 'toros no taurinos’ es solamente una palabrería traída aquí a cuento a posteriori, es un intento desesperado de ocultar el fracaso de su clasificación”.

Tal respuesta, aunque justificada, no convencería, pero el zoólogo podría continuar aduciendo más pruebas en apoyo de su clasifica­ción, por ejemplo, la infertilidad de los carneros con las vacas. De la misma manera, llamar o dejar de llamar a la “bondad” una “pro­piedad no natural” no nos lleva a ningún sitio : hay que presentar alguna clase de fundamentos para escoger una cosa u otra. Hasta que no examinemos el caso mejor, tanto motivo tenemos para decir que la bondad es una propiedad “no natural” como para decir que no es una propiedad en absoluto; ambas afirmaciones son sólo medios de evitar las dificultades. Ya he señalado expresamente, por una parte las distinciones entre la “bondad” (goodness) y la "rectitud (rightness) y por otra todo lo que debemos llamar normalmente propiedades di­rectamente percibidas.

2. 7.—La bondad no es una propiedad directamente percibida.

Si consideramos el contexto en el que usamos normalmente los conceptos éticos, encontraremos que tratarlos como propiedades (“no naturales” o de otra clase) conduce a resultados paradójicos.

Supongamos que estoy hablando a un filósofo (que acepte la doc­trina objetiva) acerca de una amigo común, un hombre conocido por su elevado carácter moral, por su amabilidad, incorruptibilidad, re­flexión, sobriedad, modestia, inteligencia, espíritu público e intereses amplios, y que, cuando alguien le pregunta por qué ha realizado un determinado acto, da siempre lo que consideraríamos buenas razones —que se refieren, por ejemplo, a las necesidades de los otros, a la importancia del trato honesto o al bienestar de su familia o vecindad.

—Ciertamente —puedo decir yo—, si hay un hombre que sepa lo que es la bondad, es él.

—Supongo que así es— dirá el filósofo.—Y, sin embargo —puedo replicar yo—, le he preguntado si al

decidirse a hacer lo que hace tiene conciencia de observar una “pro­piedad no natural”, una “adecuación” * en la acción que decide, y él dice que no. Dice que hace lo que hace porque hay alguna buena razón 1

1 C. D. Broad, Fwe TyPes of Ethical Theory, pág. 219.

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para hacerlo y que no le interesa ninguna otra "propiedad no natural” de sus acciones.

El filósofo, para ser coherente, tendrá que responder: “Si así es, puede que sepa qué cosas son buenas, puede que sepa qué es lo que es bueno, pero no puede saber lo que es la bondad.”

—Pero eso es absurdo —le replicaré—, ¿ cómo no va a saber lo que es la bondad ? ¿ Hay que clasificar a semejante persona como un clep- tómano o como un pobre ratero que no sabe lo que es la bondad ? ¿ Hay que ponerlo en el mismo nivel que a un joven delincuente cuyo hogar desgraciado y mala crianza le hayan lanzado al mundo sin ningún co­nocimiento de lo que es la bondad ? ¡ Da risa pensarlo!

¿ Hasta qué punto está justificado reirse de su argumento de este modo ? No lo está del todo. Es verdad que en cierto modo seria risible decir que un jugador de golf que ha ganado un campeonato no sabía jugar al golf, incluso aunque no supiese explicar los secretos de su éxito. Sin embargo, el mismísimo hecho de que no supiera explicar lo que había de especial en sus golpes de bastón podría hacernos con­cluir que “no sabía cómo lo hizo”, que él solamente “tenía la habilidad de hacerlo”. Pero si esto es todo lo que encierra la objeción de nues­tro filósofo, no tiene la fuerza que él requiere. Nuestro honrado y razonable amigo no será necesariamente más capaz de dar una cuen­ta reflexiva de lo que está implicado en lograr una decisión mora’ que el campeón de golf de analizar su propia técnica; si pudiese, no habría motivo para que yo escribiese este libro. Pero no hay nada de malo en este modo de llegar a sus propias decisiones morales: mos­trar que él hace las cosas que están bien por las razones que están bien es suficiente para nosotros. De un daltónico que supera su di­ficultad inicial aprendiendo de otros qué cosas son rojas y cuáles son verdes puede decirse, por supuesto, que le falta una experiencia esen­cial, porque estos dos colores no le parecen diferentes; y si la bon­dad y el “estar bien” fueran propiedades, nuestro amigo, a quien inte­resan solamente las razones de sus decisiones, entraría en la misma categoría, la de los que no ven lo único que realmente importa. Pero esto sería ridículo.

Ahora bien, esta paradoja muestra que ni siquiera el “no natura­lismo” puede salvar la verdad literal de la doctrina objetiva ni justi­ficarnos para adoptar el enfoque objetivo en nuestro problema. Pues (dejando aparte las actividades de los filósofos morales) si se me dice que alguien no sabe lo que es la bondad, esperaré de él que no cumpla sus promesas, que mienta, que robe o que defraude, y, obran­do así, estaré reconociendo lo que de hecho queremos decir con “bon­

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dad” y con que “no sabe lo que es la bondad”. Un filósofo que, por fidelidad a una teoría, se vea forzado a decir que un hombre completa­mente virtuoso y recto no sabe lo que es la bondad está algo mal de la cabeza. Puede que piense que diciéndonos esto nos está dando una información fáctica sobre el hombre virtuoso, pero no está haciendo nada de eso: si lo estuviera haciendo, su observación sería filosófica­mente triv ial; como si hubiese dicho : "uno puede ser recto y virtuoso y sin embargo no haber leído nunca la Biblia”. Lo que trata de decir es algo distinto; quiere negar algo que es meramente cosa del uso coloquial: que “ser virtuoso y recto y dar buenas razones para las acciones de uno” sea “saber lo que es la bondad” ; y pide, en lugar de ello, que la frase “saber lo que es la bondad” se reserve para la "pe­netración intuitiva” (o algo así) en las “propiedades no naturales” de las acciones '.

Ahora bien, esto es equivocarse sobre nuestro concepto de “bondad” y evitar el problema con el que empezamos. En tanto en cuanto lo tomamos literalmente hay algo que realmente no va bien en el enfoque- objetivo, enfoque que no es en absoluto capaz de aclararnos el puesto de la razón en la Etica.

2. 8.—Las fuentes de la doctrina objetiva.

Al mismo tiempo, difícilmente podemos quedar satisfechos aban­donando en este estado el enfoque objetivo. Los que lo han adoptado evidentemente se han convencido de que la bondad era una propiedad de una u otra clase —a pesar del hecho de que, en el sentido ordinario de la palabra, no es tal cosa —y, siendo hombres de la más elevada inteligencia, difícilmente lo hubiesen hecho así sin ninguna razón. Por tanto, antes de dejar este tema estamos obligados a preguntar por qué han podido pensar algunos que la bondad tiene que ser una pro­piedad y han confiado en este asentimiento frente a objeciones serias (y relativamente obvias).

Una explicación que se le ocurrirá a cualquier estudiante de Psi­cología es que esto es un caso del fenómeno de "proyección” ; es decir, que el filósofo, al buscar alguna autoridad o criterio exterior para defender y justificar sus propios juicios y decisiones morales, crea él mismo tal cosa, tratando el nombre abstracto “bondad”, como ni fuese el nombre de una propiedad poseída por los objetos de sus 1

1 Para una discusión de este tipo de controversias, véase la contribu­ción de Norman Malcotn a The Phylosophy of G. E. Moore, pp. 345-61.

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juicios. Ahora bien, esto puede que sea válido como explicación psi­cológica, pero no revela ninguna razón lógica para la plausibilidad de la doctrina objetiva. A lo más, solamente señala un factor de pre­disposición que hace que ciertos filósofos estén más expuestos a caer en ciertas clases de argumentos engañosos que en otros. Lo que que­remos encontrar es el argumento defectuoso mismo (el “paralogis­mo”, como lo hubiese llamado Kant ‘) que presta tanto relieve a la doc­trina objetiva y explica la popularidad del enfoque objetivo.

Ya hemos aludido a uno de los factores que pueden jugar un papel: la semejanza superficial, pero de larga trascendencia, entre las formas de las palabras que usamos cuando hablamos de valores y cuan­do hablamos de propiedades. La afirmación “la humildad es buena”, es, según las apariencias, una afirmación de la misma forma que “la cochinilla es roja”, y esta semejanza es también evidente en las formas comparativa y superlativa. “La humildad es mejor que la violencia” puede compararse con “el diamante es más duro que el carborundo”, “la humildad es la mejor de las cualidades perso­nales” con "el diamante es el más duro de los materiales” . “Esta decisión fue inmoral” puede ponerse en paralelo con “esta esperanza fue vana”, “¿sería justo?” con “¿tendría éxito?” y “Enrique VII fue el primero de los Tudor” con “Enrique VII fue el peor de los Tudor”.

Estos hechos son sugerentes, pero no suficientes por sí mismos para explicar la plausibilidad de la doctrina objetiva, como vere­mos si recordamos que las mismas formas se usan con palabras para “relaciones subjetivas” —“agradable”, “asombroso”, "increí­ble”—, conceptos que los defensores de la doctrina objetiva están muy interesados en distinguir de la bondad y el estar bien. Sin em­bargo, cuando se tiene en cuenta un factor adicional, puede darse una reconstrucción más adecuada del argumento.

Consideremos en qué circunstancias los desacuerdos equivalen a contradicciones. Supongamos que yo pregunto a dos personas sucesi-r vamente: ¿Cuál de los chicos de esta clase es el más alto?, “¿qué deporte de verano es el más divertido?" y “¿cuál de estas formas de conducta es la que está bien?” —preguntas sobre una “propie­dad”, una “relación subjetiva” y un “valor" respectivamente— y su­pongamos que en todos los casos están en desacuerdo diciendo uno “N" y el otro “no, no N, sino M”. ¿En qué casos se contradicen uno a otro? 1

1 Cf. el comienzo det segundo libro de la Dialéctica Trascendental, cap. 1, en la Crítica de la razón pura.

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En el primer caso el desacuerdo entre ellos es, desde luego, una contradicción y puede resolverse midiendo las alturas de los chicos y viendo cuál es de hecho el más alto. En el segundo no hay con­tradicción, ya que las dos personas bien pueden divertirse con de­portes diferentes. En el caso ético, vuelve a haber una contradicción —o así dirían muchos a primera vista. (Me doy perfecta cuenta de que algunos filósofos, después de haber pensado sobre todo, han termi­nado por decir que “esto está bien” y “esto no está bien”, no se con­tradicen. Con todo, la mayoría consideraría tal cosa paradójica, tenien­do a la vista el hecho muy importante de que, si yo pregunto cuál de dos formas de acción es la que está bien, normalmente no cabrá que haga ambas cosas. Y, como veremos más claramente después *, la misma inclinación filosófica a decir que no hay contradicción en el caso ético es una reacción contra la doctrina objetiva, doctrina que ya hemos rechazado.)

Son estas contradicciones —esta semejanza entre propiedades y valores y esta no semejanza entre valores y relaciones subjetivas— lo que quiere recalcar el defensor de la doctrina objetiva. Además, tiene la idea de que los valores hay que clasificarlos como propieda­des o como relaciones subjetivas. La conclusión fatal se deduce en seguida.

Pero a pesar de que se deduce en el pensamiento filosófico, ¿ por qué no se sigue lógicamente? Examinemos el argumento más de cerca. Supongamos que un hombre dice "O es X” y que otro dice “O no es X”. Si “X” es una palabra que designa una propiedad, por ejemplo, “rojo” , podemos decir que uno atribuye al objeto la pro­piedad de la rojez y que el otro la niega, o que uno atribuye el pre­dicado “rojo” al objeto y que el otro se lo niega ; en el caso de cuali­dades simples estas afirmaciones son equivalentes e irrecusables. Po­demos decir que uno atribuye al objeto el mismísimo predicado que el otro le niega, y podemos continuar diciendo que, como se están contradiciendo, tiene que haber algo en común para los dos y neutral entre ellos sobre lo cual estén en desacuerdo. ¿Qué es lo que les es neutral en común ? | Claramente, la propiedad de la rojez!

Sea ahora “X está bien” ; podemos volver a decir que, como hay una verdadera contradicción, uno tiene que atribuir al objeto el mis­mísimo predicado que el otro le está negando y podemos continuar como antes, concluyendo que hay algo neutral en común para ellos, lo cual el uno lo atribuye al objeto, pero que el otro se lo niega.

Cf. 3. 7, 3. 8, y 4. 5.

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¿ Cuál es esta cosa neutral en común para ellos ? El ejemplo propor­cionado por la palabra “rojo” es tan persuasivo que el impulso a de­cir “la propiedad de estar bien” es casi irresistible.

Sin embargo, como tantas otras veces, la “conclusión lógica” es la cosa más ilógica del mundo. “Estar bien” no es una propiedad y cuando pregunté a las dos personas qué forma de acción era la que estaba bien, no les estaba preguntando por una propiedad; lo que yo quería saber era si había alguna razón para escoger una forma de actuación en vez de la otra y, supuesto que discuten sobre las ra­zones para hacer yo cosas diferentes, estamos perfectamente justifi­cados en hablar de una contradicción genuina entre “N está bien" y “No, no N, sino M”. La idea (que el filósofo da por supuesta), de que, si un hombre atribuye el predicado “X” a una cosa y otro lo niega, no pueden contradecirse a menos que “X” signifique por lo menos una propiedad, es falaz. Todo lo que estas dos personas nece­sitan (y es todo lo que tienen que necesitar) para contradecirse mutua­mente en el caso de predicados éticos son las razones para hacer esto más bien que eso o que lo otro.

Esta reconstrucción del paralogismo parece tener las máximas pro­babilidades de ser correcta porque la premisa clave, la falsedad de la cual depende todo el argumento, está suprimida en la práctica. Como en otros argumentos filosóficos defectuosos, el modelo que guía fal­samente (aquí representado por “rojo”) determina no tanto los pasos que se dan (lógicos [Nota del traductor]) cuanto los que se dejan de dar (dándolos por supuestos), y, naturalmente, se pasa por alto más fácilmente una premisa defectuosa cuando está suprimida que cuando está expresamente afirmada.

Finalmente, esta reconstrucción explica por qué aquellos filósofos que se sienten atraídos hacia el enfoque objetivo ponen tan poca atención en lo que nosotros consideramos la cuestión central: el puesto de la razón en la Etica. Los que adoptan el enfoque objetivo (para “salvar la posibilidad de contradicción" en la Etica), dicen en realidad: “Las razones no son suficientes. Los predicados éticos tienen que corresponder a propiedades éticas y ‘saber lo que es la bondad’ significa reconocer la presencia de tal propiedad". La doc­trina objetiva, por tanto, no sólo no nos ayuda, sino que es un posi­tivo estorbo que desvía hacia discusiones sobre una “propiedad" puramente imaginaria la atención que se debe prestar a la cuestión del razonamiento ético.

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C apítulo 3EL ENFOQUE SUBJETIVO

Hacia el final del último capítulo hemos hecho notar una distin­ción que los defensores de la doctrina objetiva han querido acentuar siempre : la que hay entre valores y relaciones subjetivas, entre “bue­no” y “agradable”. Ahora tenemos que volver y considerar el “enfo­que subjetivo” que rechaza esta distinción y presenta la doctrina de­que cuando decimos que alguna cosa es buena o está bien nos refe­rimos a lo que nosotros (o los miembros de nuestro grupo social) sentimos respecto a ella. Sobre esta doctrina tenemos que hacer las mismas preguntas que antes sobre la doctrina objetiva : “¿qué dice?” , “¿es verdadera?” y “¿de qué forma nos ayuda?”.

Esto significa, en primer lugar, examinar las características lógicas de las “relaciones subjetivas”, los conceptos como el de "agradable" a los que la doctrina subjetiva asimila nuestros concep­tos éticos, para luego ver si es pertinente clasificarlos juntos.

En su forma más simple, la doctrina subjetiva tiene un defecto obvio: si fuese verdadera no habría nada que decir cuando dos per­sonas declaran pareceres opuestos sobre el valor de algún objeto o alguna acción. Sin embargo, como se han propuesto enmiendas in­geniosas con la esperanza de salvar esta doctrina, tendré que con­siderarlas en detalle. Mostraré que cualquier teoría basada en la doctrina subjetiva tiene que tener un punto flaco fa ta l; que el concepto de “actitudes” (o cualquier otro de que dependa la nueva teoría en lugar del concepto de “lo que sentimos acerca de algo” | (celings']) no puede tener validez mientras retenga una referencia

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especial al que habla, ya que ninguna teoría subjetiva puede dar cuenta de lo que es una buena razón para un juicio ético ni propor­cionar ningún criterio según el cual criticar el razonamiento ético.

Este punto ñaco infecta hasta tal punto la doctrina subjetiva que sus defensores consideran nuestro problema central como tri­vial, tratan la diferencia entre el razonamiento ético bueno y malo como una cuestión de preferencia personal y rehúsan por completo ayudarnos en nuestra investigación.

3. 1.—Las relaciones subjetivas.

Al considerar el enfoque subjetivo de la Etica recordemos pri­mero la similitud entre las formas de las palabras que usamos para designar valores y relaciones subjetivas, semejanza tan manifiesta como la que hay entre las formas de las palabras usadas con valores y con propiedades. "La humildad es buena” es comparable con “la humildad es grata”, “la humildad es mejor que la violencia” con "navegar es más agradable que pescar” , “la humildad es la mejor de las cualidades de un hombre” con “el shandy es la más refres­cante de las bebidas cuando se está cansado”. Estos ejemplos indi­can la característica importante de las relaciones subjetivas; que se usan para expresar los efectos de las cosas en la gente ; etimológica­mente proceden de verbos que se relacionan con sentimientos: “dis­frutar”, “ser grato”, “refrescar", “agradar”. Si tenemos en cuenta el hecho obvio de que la Etica tiene algo que ver con los efectos de las cosas en la gente, algo que ver con la satisfacción, empezaremos a entender el encanto de la idea de que los conceptos éticos sean con­ceptos del mismo tipo y que de una manera u otra “bueno” signifique precisamente “que satisface".

Para presentar las características lógicas de las relaciones sub­jetivas merece la pena colocarlas frente a un fondo más amplio y dis­cutir primero lo que llamaríamos “relaciones adjetivas”, predicados que implican una referencia suprimida al que habla o al que le es­cucha. “Leal” en una de sus acepciones es un ejemplo de esto, otro es “patriótico” y un tercero es “adyacente”. Igual que “grato” y “agradable”, estas palabras se usan frecuentemente de modo que se refieran a uno mismo.

La manera como actúa la relación suprimida puede verse contras­tando las relaciones adjetivas con las propiedades. Supongamos por una parte que se presenta un objeto a dos personas y se les pregun­

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ta : “¿es rojo?” o “¿es cúbico?”. Ambas darán respuestas que se obtienen por el mismo método, inspección directa o medida, y que se refieren a la mismísima propiedad, el color rojo o la forma cúbi­ca ; describimos esta propiedad como neutral entre estas personas. Pero si, por otra parte, se les pregunta qué hay en la habitación de al lado, uno puede que mire la habitación de al lado de la habitación en la que él está y el otro la habitación de al lado de su habitación ; o bien puede que los dos vayan a mirar la habitación de al lado de aquélla en que está el que pregunta. Si tal pregunta incluye las ex­presiones “de al lado” o “adyacente”, es ambigua y puede ser inter­pretada por el que escucha o como algo adyacente a él o como algo adyacente al que pregunta.

De igual manera pasa con “patriótico” o “leal” : si un inglés, un francés y un alemán están conversando, cualquier cuestión acerca de si un cuarto hombre es leal o patriota es más o menos ambigua, y está abierta a la interpretación de cualquiera de ellos refiriéndose a cada uno de ellos mismos; para ellos "leal” querrá decir “a mi grupo social”, y “patriótico” “a mi país” o bien “leal al grupo social de ia cuarta persona (o incluso al del que pregunta)”, “fiel a su país”.

Cuando se les hace a dos personas una pregunta que contiene una relación adjetiva que sea ambigua de la forma que hemos visto, puede que haya algo neutral entre ellas y puede que no. Si ambos la inter­pretan como refiriéndose al que habla, tienen una manera común de hallar la respuesta (yendo a mirar en la habitación de al lado a la suya), pero si la interpretan diferentemente, uno refiriéndola al que pregunta y el otro refiriéndola a él mismo, o ambos la entienden como refiriéndose a cada uno de ellos mismos, no haya nada neutral en­tre ellos, nada que se pueda comparar con el color rojo o la forma cúbica.

Las relaciones subjetivas tienen de común algunas de las ca­racterísticas, pero no todas, de las relaciones adjetivas. Las pre­guntas acerca de relaciones adjetivas en general pueden interpretar­se perfectamente en referencia al que pregunta. Cuando alguien nos pregunta: “¿Qué hay en la habitación de al lado”, por ejemplo, po­demos ir a ver qué hay en la habitación de al lado a él. Sin embargo, si se les da a dos personas dos vasos de shandy y se les pregunta entonces: “¿es refrescante?”, cada uno tomará un sorbo, lo tragará y esperará a ver si se refresca con él. Aquí no hay nada neutral entre ellos comparable con el color rojo o la forma cúbica, y sería incorrecto interpretar esta pregunta con referencia al que la pre­

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gunta. Este también podría tomar un largo sorbo, tragarlo y sentarse dando toda dase de muestras de haber aliviado su sed y su cansancio, pero no se puede suponer que cuando él pregunta: “¿ es refrescan­te?” quiera decir: “¿me refresca a m i?”. Si fuese así, los otros di­rían : “¿Por qué nos pregunta a nosotros? ¡Usted lo sabrá!”, y si todo lo que quería saber era si él estaba dando muestras de estar re­frescado, no preguntaría “¿es refrescante?” sino “¿diría usted que yo lo encontraba resfrescante ?”. Lo mismo pasa en cualquier rela- ción subjetiva: “agradable”, “maravilloso”, “increíble”, “placen­tero”. Uno no preguntaría a otra persona: “¿es X esto o aquello?" cuando X es una palabra de este tipo, ni esperaría que la pregunta fuese interpretada con referencia a sus propias apreciaciones.

Hay un hecho en relación con esto sobre el que hemos llamado antes la atención: que si un hombre dice “esto es X” y otro dice “esto no es X" y X es una palabra que designe una relación sub­jetiva, no hay contradicción. Si yo pregunto a dos personas si un vaso de shandy es refrescante y obtengo respuestas opuestas, “es refrescante” y “no es referscante”, no hay que extrañarse, pues no hay contradicción y todo lo que puedo decir es que el shandy re­fresca al uno, pero no al otro.

Para resumir esta breve discusión : Si X es una palabra de re­lación subjetiva y se pregunta a dos personas: “¿es X esto?”, con­testarán por caminos lógicamente independientes, cada uno dirá si X describe el efecto del objeto en él. Puede que den, sin contra­dicción, respuestas que se oponen, ya que pueden tener efectos opuestos en los dos, y no tomarán la cuestión como refiriéndose a la manera cómo el objeto afecta al que pregunta.

3. 2.—¿Son los conceptos éticos relaciones subjetivasf

Ahora bien, ¿qué pasa si discutimos si algo es bueno o está bien y no simplemente si es agradable o refrescante? ¿Son los conceptos que usamos en este caso relaciones subjetivas? ¿En qué medida (para hacer la misma pregunta con palabras diferentes) siguen te­niendo las cosas que decimos las mismas características lógicas?

Si tomamos la doctrina subjetiva de manera perfectamente literal y franca, vamos a parar muy pronto a paradojas que serían sufi­cientes para hacernos volver a pensar. Para empezar, supongamos que, cuando yo pregunto: “¿ es este proceder o aquel el que está bien que se siga ?”, uno responde que es éste y el otro dice: “No, el

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otro”. Entonces yo consideraré sus respuestas contradictorias, in­compatibles. Ambas no pueden ser correctas, ya que, si lo fueran, yo estaría moralmente obligado a hacer algo lógicamente imposible, es decir, a ejecutar las dos acciones que se excluyen mutuamente. Mas si el concepto de “estar bien” fuese una relación subjetiva que expre­sase meramente sus pareceres acerca de las formas de acción, ambas respuestas suyas pudieran ser correctas en seguida: pudiera fácilmen­te ocurrir que pensasen diferentemente sobre las acciones posibles. Según la doctrina subjetiva parece que no puede haber dos afirmacio­nes éticas que se contradigan, y esto (especialmente para un hombre en la situación de tener que escoger) parece absurdo.

En segundo lugar (cuestión relacionada con la anterior), yo ten­go en cuenta frecuentemente las opiniones de otra gente sobre cues­tiones morales cuando tomo una decisión moral y me parecen ser directamente pertinentes. Con todo, esto es algo que no estaría bien hacer, en absoluto, si “esto está bien” significase “yo apruebo esto”, y todo lo que quisiera saber acerca de ello fuese mi propia respuesta a las posibles formas de acción.

Sin embargo, la doctrina subjetiva tiene sus puntos fuertes. Tiene en cuenta (lo que no ocurre a la doctrina objetiva) la conexión obvia entre nuestras nociones de “valor” y "satisfacción”, y parece explicar el hecho que consideramos fatal para la doctrina objetiva 1 de que no hay necesidad lógica de que dos personas bien informadas estén de acuerdo en sus juicios éticos.

La variación en los juicios y normas morales, tanto entre indi­viduos dentro de una comunidad como entre miembros de diferentes comunidades, es en verdad la prueba principal sacada en favor de las teorías éticas subjetivas ’. Y, a su manera, esta prueba es perti­nente e interesante. Pero ¿es suficiente para justificar la doctrina el que al decir “esto es bueno” no esté diciendo más que algo sobre mis propias reacciones para con el objeto? Merece la pena examinar esta inferencia con más cuidado.

.?. 3.—Las variaciones en los criterios éticos.

Consideremos para comenzar qué se sigue si se pregunta a al­guien : "¿eran rojas las luces?” y esta persona dice “sí”. A menos que se tenga alguna razón para creer que su declaración no es fide- * •

* Véase supra 2. 5.• Véanse E. Westermak, Ethical Relativity, y J. S. Huxley, Evolutionary

Ethics, para ejemplos ampliamente separados de este argumento.4

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digna (por ejemplo, porque su memoria o su visión ocular sean de­fectuosas, porque nunca piense antes de hablar o porque tema acabar en la cárcel por un delito de carretera si dice la verdad), está jus­tificado considerar que las luces eran rojas. Este ejemplo ilustra nuestras conclusiones sobre las propiedades directamente percibidas. Pero ahora supongamos que se le pregunta: “¿ son buenos los bollos de crema?” y vuelve a decir “sí”. Uno no está justificado en deducir de esto que los bollos de crema sean buenos a no ser que uno tenga razones para pensar que sus gustos (y antipatías) son similares a los propios : esto es precisamente otra manera de presentar nuestras con­clusiones sobre las relaciones subjetivas.

Sin embargo, estas dos preguntas son de la misma forma (“¿es X tal cosa” ?) y uno podría ordenar las respuestas de otras perso­nas a las preguntas de este tipo según el grado de confianza que uno estaría justificado en otorgarlas al decidir sobre la propia respuesta. En un extremo estaría la declaración de un hombre de buena memoria y buena agudeza ocular para un objeto cercano, sólido e inmóvil; al otro extremo estaría la excéntrica expresión de deleite de un gastró­nomo al tomar una cucharada de sopa de ave. Ahora bien, ¿pueden aparecer los juicios éticos dentro de esta serie? Y, si es así, ¿en qué lugar?

Los defensores de la doctrina objetiva dan por supuesto que pueden ponerse en esta serie y quieren colocarlos junto al primer extremo. Sin embargo, hacer esto es engañoso desde el momento en que oscurece el hecho de que, mientras que las personas normales y bien informadas puede que coincidieran en materias éticas, no pue­den evitar la coincidencia en propiedades directamente percibidas. Los defensores de la doctrina subjetiva también colocan tranquilamen­te en esta serie los juicios éticos, pero quieren ponerlos en el otro extremo. La cuestión que tenemos que preguntarnos es si (suponiendo que sea adecuado poner los juicios éticos en esta serie) colocarlos en este extremo no será tan engañoso, a su manera, como colocarlos en el otro.

Ahora bien, las pruebas ("tests”) que aplicamos para resolver las cuestiones sobre relaciones subjetivas, varían de persona a persona; que varían es parte de lo que queremos decir al llamar a un concepto una “relación subjetiva” : por muy “normales” y “bien informadas” que sean unas personas, no pueden evitar el uso de pruebas inde- pedientes para decidir si las cosas son “agradables” o “increíbles” : la variación en los tests y en los criterios es una cuestión de nece­sidad lógica. En el caso de “bueno” y “estar bien” puede que tam­

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bién suceda que los criterios difieran de persona a persona, y este es el testimonio tan frecuentemente traído para justificar una completa relatividad (o subjetividad) ética. Los criterios a los que se recurre en casos particulares puede que sean, de hecho, referentes a uno mis­mo : “Bueno, yo no creo precisamente que esté bien” o “¿ Por qué no se debe hacer esto? | Porque digo que no!” Pero no tienen que serlo. Poner los juicios éticos en el extremo subjetivo es, por tanto, también engañoso, porque si “bueno” y “estar bien” fuesen palabras que de­signasen relaciones subjetivas, las respuestas a “¿es bueno esto?” o “¿ está bien esto ?” podrían ser únicamente : “Bueno, yo opino de esta y esta manera acerca de ello” o “¿ cómo puedo decirle lo que opino so­bre ello? j Usted debería saberlo!”, y ninguna de éstas es la que acep­tamos como una completa respuesta a “¿ Es bueno (o está bien) esto ?,r

Podemos perfectamente concebir que todo el mundo coincida en¡ cuestiones éticas : que coincida, no solamente en el sentido en que se dice que todo el mundo estará de acuerdo en gustar de los bollos de crema, a pesar de que haya pruebas independientes para “la cuali­dad de estar bueno”, sino también en el sentido de tener los mismos criterios de bondad, de aceptar las mismas razones como buenas ra­zones para sus juicios éticos; pero tratándose de relaciones subjeti­vas no hay modo de que ocurra tal cosa.

Esto es una diferencia importante. Los filósofos que defienden la doctrina subjetiva confunden la diferencia contingente en los cri­terios de la rectitud y la bondad (que puede que no exista) con la diferencia lógicamente necesaria (que no podría ser de otra manera) en los criterios de agrado, placer, etc. Al hacer esto están tan se­riamente equivocados como los que equiparan la concordancia con­tingente de la gente normal y bien informada sobre los valores, con la necesaria concordancia de la misma gente sobre las propiedades directamente percibidas. A muchos de nosotros nos gusta pensar que quizá pudiese ser posible llegar a una concordancia general sobre normas morales, de manera que los juicios morales de diferentes individuos no variasen de la manera como varían actualmente; esta esperanza puede que sea estéril, pero desde luego no es absurda. Tener esperanzas de llegar a una concordancia en las pruebas y cri­terios sobre el agrado sería verdaderamente absurdo; pero nuestros conceptos de valor son diferentes, no son en absoluto conceptos de esta clase.

Por tanto, a pesar de los dos puntos fuertes de la doctrina sub­jetiva, parece estar seriamente equivocada. ¿Qué vamos a concluir? ¿Hay que rechazarla como meramente figurativa? ¿Es realmente

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falsa? ¿O puede que después de todo resulte verdadera si solamente tratamos los conceptos éticos como relaciones subjetivas, no de la clase tan simple que hemos considerado, sino de una variedad más compleja ?

3. 4.—La teoría de las actitudes.

Esta última posibilidad nos lleva a las teorías más matizadas que presentan los defensores de la doctrina subjetiva para superar sus deficiencias iniciales.

Al comparar los conceptos éticos a las relaciones subjetivas (puede decir uno de ellos) hemos estado hablando como si tratá­semos la Etica como una cuestión de reacciones pasivas. Por su­puesto que todo el mundo reconoce, de hecho, que la persuasión juega una parte tan importante en ella como las meras opiniones.

Naturalmente, no basta decir que “esto es bueno" significa simplemente “esto me gusta” —hay más que eso— pero uno no puede pasar por alto el hecho de que en Etica (como con las rela­ciones subjetivas) las pruebas que se aplican para llegar a una decisión varían de persona a persona. Uno dice que la humildad es buena, otro que es mala; éste dice que no cumplir las prome­sas está siempre mal hecho, aquél concede que en ocasiones pue­de que esté bien. Es proverbial decir que para el puro todas las cosas son puras, aunque evidentemente no lo sean. Todo lo que tal proverbio puede expresar es que las cosas interesan al puro de cierta manera, que el puro tiene una cierta actitud ' para con ellas. Y esto puede generalizarse: el desacuerdo ético es des­acuerdo en actitud, no desacuerdo en creencia. Esto explica a la vez cómo podemos considerar que las personas que expresan jui­cios éticos opuestos están en desacuerdo (lo que no podríamos ha­cer si solamente estuvieran expresando sus opiniones) y la posi­bilidad de que, cuando se conocen los hechos, puedan aparecer desacuerdos (posibilidad no explicada por la doctrina objetiva).

i En qué consiste en realidad esta distinción entre desacuerdos en “actitud” y “creencia” ?

' He escogido la forma m is reciente, y en algunos puntos más sor­prendente, de este argumento, tal como está dada en el libro Ethics and han- guage de C. L. Stevenson, libro del que tendré ocasión de citar frecuente­mente y uno de aquéllos a los que debo mucho, a pesar de que rechazo su tesis central.

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Las cuestiones sobre la naturaleza de la transmisión de la luz, sobre los viajes de Lief Ericsson y sobre la hora a que Jones llegó ayer a casa son semejantes en que pueden implicar una oposición que es primariamente de creencias. En tales casos uno cree que la respuesta es p y otro que es no-p o alguna proposición incom­patible con p, y en el curso de la discusión cada uno intenta dar algún tipo de prueba para su punto de vista o revisarla a la luz de más información. Estos son casos de "desacuerdo en creen­cia”. Pero hay otros casos, que difieren tajantemente de éstos, que pueden llamarse sin embargo "desacuerdos” con igual propiedad. Implican una oposición, a veces provisional y suave, a veces fuer­te, que no es de creencias, sino más bien de actitudes; es decir, una oposición de propósitos, aspiraciones, necesidades, preferen­cias, deseos, etc. Tales son los casos de que nos ocupamos en Etica '.

¿Cómo hemos de considerar entonces un juicio ético típico: por ejemplo, “esto es bueno"?

’ Verdaderamente, es asunto complejo. Es que nuestros juicios tienen siempre dos componentes de significación, una que se re­fiere a alguna cuestión de hecho que puede comprobarse (la com­ponente “descriptiva” podemos llamarla) y otra (“emotiva”) que anima y persuade a nuestros oyentes a conducirse de una manera o de otra, y lo que son estas dos componentes varía según el caso. Como modelo de trabajo, se podría considerar que “esto es bue­no” significa: “yo lo apruebo; hazlo también” ; ya que al decir que algo es bueno uno quiere decir en parte que uno lo aprueba y en parte que quiere que igualmente lo apruebe el oyente * *.

Pero ¿ cómo se puede salvar el escollo si hay un desacuerdo ? ; y ¿de qué serviría el salvarlo si un desacuerdo representase sola­mente una divergencia de actitud?

Eso es bastante claro, ya que es una cosa que sucede todos los días. Nosotros mismos nos encontramos en desacuerdo, com­paramos las notas para estar seguros de que ambos conocemos to­dos los hechos y entonces, las más de las veces, más que las me­nos, estamos dispuestos a llegar a un compromiso. Tomad un ejemplo sencillo *; salimos a cenar y yo digo: “el sitio mejor es Casa Martini” (porque este restaurante es el que más me gusta)

' Véase Stevenson, op, cit., pp. 2-3.• Op. cU., p. 21.* Op. cit., pp. 3, 21.

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mientras que usted dice: “no, mejor el Crown and Anchor”. Lo discutimos, nos ponemos de acuerdo en que la orquesta del Mar- tini es demasiado ruidosa para hablar cómodamente, mientras que la cocina en el Crown and Anchor se ha echado a perder y ter­minamos por elegir según el inconveniente que nos parezca me­nos malo o por ir a un tercer restaurante en lugar de esos. En mi opinión, el esfuerzo por llegar a actitudes convergentes no tiene por qué ser una empresa menos modesta y cooperativa que el esfuerzo por llegar a creencias convergentes *.

3. 5.—La debilidad fatal del enfoque subjetivo.

¿ Qué adelanto nos proporciona esta explicación ? No hay duda de que puede ser interesante, iluminadora e incluso válida para exa­minar con detalle las cosas que hacemos cuando estamos metidos en discusiones éticas. Después de un cuidadoso estudio de gran nú­mero de casos, podríamos llegar a ser capaces de dar una exacta explicación psicológica acerca de lo que sucede en tales discusiones, y lo mismo podría hacerse con las discusiones científicas, las discu­siones matemáticas, las teológicas y las que surgen entre corredo­res de apuestas. Pero esto de por sí no nos lleva más cerca de la solución de nuestro problema ’.

Lo que queremos saber es en cuáles de estas discusiones los ar­gumentos presentados eran dignos de aceptación y las razones dadas eran buenas razones, en cuáles de ellas se llevaba a cabo la persua­sión, por lo menos en parte, por un razonamiento válido y en cuáles el acuerdo se obtenía por medios de mera persuasión : buena retórica no sustentada por argumentos válidos o buenas razones. Sobre la cuestión de los criterios (o más bien de la completa falta de criterios) dados para dar validez a los argumentos éticos, es sobre lo que se presentan las objeciones más significativas a esta teoría subjetiva (o a cualquier otra).

Suponed que presentamos un argumento ético que consiste en parte en inferencias lógicas (demostrativas), en parte en inferencias científicas (inductivas), y en parte en esa forma de inferencia pro­pia de los argumentos éticos por la cual pasamos de razones fácticas

■ Op. ctt.. p. 157.* Cf. A. J. Ayer, Language, Truth and Logic (2.» ed. 1946), p. 69:

“Tales inquisiciones empíricas son un elemento importante en Sociología y en el estudio científico del lenguaje, pero son bien distintas de las in­quisiciones lógicas que constituyen la Filosofía.”

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a una conclusión ética —que sería muy natural llamar conclusión “evaluadora”.

"Es claro —declara el defensor de la doctrina subjetiva— que esta última conclusión no será válida ni demostrativa ni inducti­vamente, por hipótesis: así es que el argumento, en conjunto, no puede ser válido en ninguno de estos sentidos”. El otro único problema interesante es de otro tipo. Supuesto que la validez demostrativa e inductiva no vienen al caso aquí, ¿no hay alguna otra clase de validez, especial para argumentos de este tipo, que merezca igual consideración?

“Ciertamente, uno podría inventar una definición amplia de “validez” tal que ciertas inferencias que van de razones tácticas (R) a conclusiones éticas (E) pudieran llamarse “válidas” ; pero sancionar esto sería completamente impracticable e imprudente ya que tal sentido estaría privado de su conexión normal con lo “verdadero”. Pues recuérdese que la significación descriptiva de un juicio ético simplemente registra las actitudes del que habla; la significación emotiva no tiene nada que ver con la verdad o falsedad, y está claro que para lo que estamos considerando las razones no establecen o ponen en cuestión la verdad de la signi­ficación descriptiva de los juicios éticos. Si A dice: “esto es bue­no” y B dice: “no, es malo”, y entonces A saca las razones R para su juicio, no está poniendo en cuestión la verdad del juicio de B, ya que B ha dicho solamente que desaprueba el objeto: está intentanto rectificar las actitudes de B. En general, cuando E está apoyado por R o combatido por él, R ni aprueba ni des­aprueba la verdad de la significación descriptiva de E. Y así, a menos que "válido” tenga que tener un sentido engañosamente ampliado, la pregunta: “ ¿ permite R una conclusión válida para E?” está desprovista de interés” ‘.

Esta es la conclusión a la que tiene que llegar cualquier defensor de la doctrina subjetiva, y es fatal para toda teoría subjetiva. Pues el sentido común replicará inmediatamente: “¿ Desprovista de inte­rés? Si un hombre me dice que a él le parece bien maltratar a los negros porque todos los demás lo hacen, ¿no es de interés si su ar­gumento es válido o no?” El filósofo afirmará como réplica que si *

* Este pasaje es una paráfrasis de lo que dice Stevenson, pero substan­cialmente está en sus propias palabras, cf. op. cil., pp. 152-6. Stevenson ofrece gran número de análisis alternativos de frases que incluyen la pa­labra “bueno”, la "significación descriptiva" de algunas de las cuales es bien distinta de “yo apruebo esto” : lo que dice sobre la “validez” es aplicable igualmente a todos estos análisis.

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se insiste en hablar de validez en conexión con esto, todo lo que se hace es “seleccionar aquellas conclusiones para las que se está psico­lógicamente dispuesto a dar asentimiento” ', pero esto no hace más que ponerlo peor, gravando la doctrina subjetiva con dos paradojas en lugar de una. Pues, por supuesto, aunque uno esté haciendo eso, no estará simplemente haciéndolo ; se está insistiendo además en que el argumento es verdaderamente un argumento inválido, en que la razón es una razón mala y una razón que no se debería aceptar. Y de igual manera, al decir que una cosa es buena uno está diciendo, por supuesto, que la aprueba (o que de todos modos le gustaría poder aprobarla) y que quiere que el que le escucha la apruebe también. Pero no se está haciendo simplemente esto, se está diciendo que es verdaderamente digna de aprobación, que hay verdaderamente un argumento válido (una buena razón) para decir que es buena y por tanto para aprobarla y para recomendar a los otros que también lo hagan. Y cualquier teoría subjetiva que ponga los criterios de validez aplicables a los juicios éticos como cuestión de “opiniones”, “actitu­des”, “respuestas”, “estados psicológicos” o “disposiciones” del que habla o de su grupo social, tiene que fracasar en este punto. Aunque las conclusiones a las que estamos “sicológicamente dispuestos a dar asentimiento” puede que de hecho frecuentemente coincidan con las conclusiones a las que debiéramos darlo, son distintas lógicamente de ellas, y el sentido común reconoce esta distinción. Y, de hecho, las conclusiones a las que damos asentimiento son diferentes de un modo asombroso, e incluso contradictorias.

3. 6.—El aire engañosamente científico de esta teoría.

Para observar exactamente lo paradójicas que son las conse­cuencias de la doctrina subjetiva y subrayar así su fatal falacia, consideremos la peculiar naturaleza de las aserciones del filósofo que dice que la pregunta “¿ permite R una conclusión válida para E ?” carece de interés y que hablar sobre conclusiones valorativas “váli­das” o "inválidas” es precisamente seleccionar aquellas conclusiones a las que se está dispuesto psicológicamente a prestar asentimiento.

Estas afirmaciones parecen estar bien lógicamente, y creemos que las entendemos, pero esto es solamente porque nos recuerdan otras afirmaciones que son muy semejantes superficialmente. Así, *

* op. cit., p. 171.

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el magistrado de un proceso en un caso de asesinato d iría: “la cues­tión de dónde estaba el acusado a las seis y diez no tiene interés, lo que tenemos que determinar es dónde estaba a las seis y cuarto". De igual manera un antropólogo afirmaría, sobre la base de sus expe­riencias en Africa : “los adolescentes hotentotes tienen un agudo sen­tido de la obligación moral cuando están sobrios, pero después de una pinta de cerveza pierden todos los escrúpulos y únicamente hacen aquellas cosas a las que están psicológicamente dispuestos”. Y am­bos, el magistrado y el antropólogo, son interesantes e informativos ya que nos dicen algo que acontece, por contraste con algo que no acontece.

El filósofo, sin embargo, no hace nada de esto. Aunque sus afir­maciones cuentan con su aire familiar y cotidiano para que no nos demos cuenta, este aire es engañoso. Y en verdad, si no lo fuera, si hubiera alguna posibilidad de que aconteciese lo contrario de lo que dice, no podría sacar las consecuencias que quiere sacar partiendo de aquéllas. No está afirmando una cuestión de hecho científico. No quiere decir que, cuando estamos forzados a tomar decisiones mo­rales, nos comportemos como los adolescentes hotentotes borrachos, dejando por alguna razón de distinguir la retórica de la razón, o de distinguir entre los argumentos que son verdaderamente válidos (y que debiéramos aceptar) y los que nos atraen, pero que son enga­ñosos. Quiere decir más bien que hablar de argumentos éticos “vá­lidos” o “inválidos” es el resultado de un malentendido, de manera que no debiéramos llamarlos para nada argumentos éticos "válidos” o "no válidos”.

Esta interpretación se confirma cuando él mismo dice: “Se po­dría inventar una definición amplia de 'válido’ para salir del paso, pero sancionarla sería imprudente” 1; y si esto es verdaderamente su conclusión está seriamente desviado. Pues él no está llamado a in­ventar o sancionar usos lingüísticos, especialmente cuando esta ac­tividad implica representar equivocadamente nuestras ideas exis­tentes. Más es su cometido analizar el sentido de “válido” (y los criterios de la validez) que ya están implícitos en nuestras discu­siones éticas y cuya existencia no puede ser explicada por esta clase de análisis psicológicos.

Poca defensa cabe del cambio de ideas que se recomienda. Siem­pre que nos enfrentamos con un número de formas de acción tendre­mos que elegir entre diferentes conjuntos de razones para actuar

Cf. la discusión —citada más arriba— de Stevenson sobre la **validez” .

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de diferentes maneras y entre diferentes argumentos en apoyo de las diferentes decisiones posibles; si esto hay que hacerlo metódi­camente por completo, necesitaremos distinguir entre aquellas que son “dignas” de aceptación (“válidas”, como las llamamos ahora) y aquellas que no son dignas (o “inválidas”).

Las ventajas del uso existente son tan grandes que incluso el filósofo tiene que seguir hablando de “razones” (y de “razones bien probadas”) para obrar de esta o de esa manera *. Al hacer esto, él mismo se excusa, explicando que, cuando habla de “razones bien probadas”, quiere decir “hechos pertinentes que ha sido probado que acontecen" y no “hechos pertinentes que ha sido probado que apoyan esta conclusión ética”. Sin embargo, su insistente excusa mues­tra que sus temores son carentes de base y que sus peticiones son contradictorias entre sí. Por supuesto, para establecer una conclu­sión ética no se puede apelar a los hechos mismos, pues esto sería tra­tar la conclusión ética como un “hecho”. Sin embargo, pocos, aparte de los filósofos, supondrían que se puede hacer esto, y si, como pre­vención contra este peligro, lo que quieren es enmendar nuestro uso, podemos olvidarnos de sus temores.

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3. 7.—La fuente común de las doctrinas objetiva y subjetiva.

De nuevo nos hemos quedado sin respuesta a las cuestiones centrales: “¿ Qué tipos de razonamiento son pertinentes para las conclusiones éticas?”, “¿qué hace válida o inválida a una inferencia evaluadora?”. Si comparamos los argumentos dados por el filósofo de ahora con los dados por los defensores de la doctrina objetiva quizá podamos descubrir por qué aquél elude las cuestiones de la manera que las elude.

El defensor de la doctrina objetiva quiere recalcar las semejan­zas entre los valores y las propiedades (la “rojez” y la “bondad”) ; especialmente da por supuesto que no pueden considerarse los jui­cios éticos opuestos como incompatibles a no ser que haya de algún modo una propiedad del objeto a la que ambos se refieran. Y, desde el momento en que le parece que son incompatibles, concluye que la bondad tiene que ser una propiedad.

Al filósofo que defiende la doctrina subjetiva le impresionan no tanto las semejanzas cuanto las diferencias entre propiedades y va­

' Cf. Stevenson, op. cit., pp. 29-30.

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lores ; todavía más le impresionan las semejanzas, más bien que las diferencias, entre los valores y las relaciones subjetivas (la "bondad” y la “agradabilidad”). Por tanto, rechaza este argumento: “¿ La bon­dad una propiedad? —protesta— ¡Todo el argumento es absurdo! Si dos personas enuncian dos juicios éticos opuestos, no hay en ab­soluto ninguna propiedad, nada neutral ni nada incompatible entre ellos”.

En consecuencia, cuando los dos filósofos vienen a considerar la cuestión de qué hace que sean válidas las inferencias valorativas o que ciertos hechos particulares sean razones para las conclusiones éticas, ninguno de ellos puede contestar de manera que nos ayude en absoluto. Uno tiene que declarar que se requiere la presencia de la propiedad no natural de la “bondad” o de "estar bien”, y el otro replica que en realidad no se debía hablar de “buenas razo­nes” o “conclusiones válidas” en relación con esto, puesto que tales frases no tienen uso excepto para indicar las razones y conclusio­nes que se está psicológicamente dispuesto a aceptar. Como hemos visto ninguna de estas respuestas nos vale.

Pero, i dónde se equivoca el segundo filósofo ? Por supuesto tenía razón en rechazar la conclusión del primer filósofo de que la bondad es una propiedad; por tanto, el error tiene que estar en su razo­namiento. Y, en realidad, resulta que rechazando el argumento en su totalidad y dejando de tocar así nuestro problema central, se engaña precisamente de la misma manera que se engañaba su opo­nente antes que él. Los defensores de ambas doctrinas dan por su­puesto que los juicios éticos opuestos pueden ser solamente contra­dictorios si se refieren a una propiedad del objeto a que concier­nen, y que, a no ser que se refieran a una propiedad, tales juicios tienen que referirse a algún estado psicológico del que habla —en cuyo caso nunca pueden contradecirse, en absoluto.

Esta suposición es, desde luego, plausible, pero está equivoca­da. En el caso de la ética no son necesarios tal propiedad ni tal “estado psicológico” . Todo lo que se necesita es una buena razón para elegir una cosa en lugar de la otra. Dado esto está salvada la incompatibilidad de “esto es bueno” y “esto no es bueno”. Y, con toda seguridad, eso es, en la práctica, cuanto pedimos.

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3. 8.—Los orígenes profundos de estos engaños.

“Pero una vez más —puede preguntarse— ¿cuál es el atrac­tivo de esta premisa especial suprimida que ha parecido evidente de por sí a tanta gente?”

Las ramificaciones intelectuales de tal falsedad son prácticamente interminables, pero puede que sea iluminador ver cómo se encade­na, un paso más atrás, con otras más generales, y retrotraer así su atractivo a fuentes más profundas de sinrazón en nuestros pensa­mientos.

Los engaños de los filósofos citados surgen (como hemos visto) de la idea de que cualquier teoría ética tenga que clasificar los valores o como propiedades o como relaciones subjetivas. Según su inclina­ción se dejan caer por una alternativa o por otra, anunciando como slogan, que los predicados éticos son propiedades objetivas de las acciones, situaciones y motivos, o que los juicios éticos expresan respuestas subjetivas del que habla. Haciendo esto introducen una cuestión que a nosotros no nos ha parecido necesario discutir ex­plícitamente : la cuestión de si la bondad es subjetiva u objetiva. Esto nos da el hilo conductor que queremos.

A nosotros nos gusta frecuentemente describir propiedades ta­les como la rojez como “objetivas", o como que están “en el objeto” . Esta descripción nos parece especialmente feliz desde el momento en que a veces encontramos procesos físicos o químicos que lite­ralmente acaecen en el objeto con el que puede correlacionarse la pre­sencia de la propiedad como la causa y el efecto. (Cuando pasa esto podemos presentar una "cualidad científica”, “verdaderamente rojo”, digamos que se define a base de conceptos teóricos y que, para los propósitos científicos, se considera como más significativa que la simple cualidad —“rojo”— con la que empezamos.) Las lámparas de descarga de sodio que proyectan su característico resplandor de color naranja en las calle de nuestras ciudades lo proyectan —expli­can los físicos— porque los electrones que están en los átomos del vapor de sodio están continuamente pasando de los niveles de ener­gía *Pj y ’P ) al nivel 'S j , emitiendo, al saltar, luz de una deter­minada longitud de onda; y, como cualidad científica, el color se define a base de la longitud de onda.

Por otra parte, las relaciones subjetivas entendemos que se refie­ren a algo “en” o “en el ánimo de” el que habla, y nuevamente esto

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nos parece una manera feliz de expresarnos, ya que todas las relacio­nes subjetivas se refieren a una “respuesta psicológica” por parte del que habla: su agrado, asombro o incredulidad, y en algunos casos encontramos realmente procesos físicos o químicos en el cuerpo del sujeto con los que puede correlacionarse la “respuesta psicológica”. Si la película es “interesante”, su aliento y su respiración se aceleran, sus pupilas se dilatan y se filtra adrenalina en la corriente sanguínea.

Pero, ¿qué pasa con los valores? ¿Son objetivos o subjetivos? ¿Están “en el objeto” o “en el sujeto"? Una aplicación ingenua del principio del tercio excluso sugiere que tienen que estar “dentro” . Los conceptos que no están en correlación con los procesos que están fuera del cuerpo del que habla parece que tienen que estarlo con los procesos que están dentro del mismo; y a cualquier cosa que no guar­dase correlación con ninguno de los dos le faltaría cuerpo —opina­mos— y sería en cierta manera “no real” o “no existente”. Por tan­to, el “valor", concluimos, tiene que ser verdaderamente o una propiedad del objeto o una respuesta del que habla.

Esta conclusión es falsa, de modo que el razonamiento tiene que estar mal y no es muy difícil ver por qué. No es absolutamente ne­cesario que todas nuestras palabras tengan que actuar como nom­bres que designen procesos definidos y únicos, físicos o mentales; de hecho, solamente algunas de ellas son de una clase tal que tiene sentido hablar de dichos procesos. Y se puede ver fácilmente que la clase de conceptos para los que tienen sentido no puede incluir los conceptos éticos. Pues si la “bondad” o el “estar bien" fuesen algo que pudiese estar correlacionado definitivamente con tal proceso, eso convertiría en un absurdo el hecho crucial, que hicimos notar en el último capítulo, de que puede haber diferencias éticas incluso cuando todas las fuentes del desacuerdo fáctico han sido excluidas.

A pesar de esto sigue existiendo una fuerte tentación (y tal que se manifiesta de maneras demasiado complejas y numerosas para ex­plorarlas ahora) de olvidar lo figurativamente que hablamos cuan­do describimos las propiedades de un objeto como que están “en el objeto” y las respuestas psicológicas como que están “en el sujeto”, y de igual manera, al identificar la propiedad “en” el objeto con un proceso en el objeto y la respuesta “en” el sujeto con un proceso en el sujeto. Y una vez que se ha cometido esta equivocación no es de extrañar si en nuestra búsqueda de un proceso ético, propiedad o respuesta, que ni existe ni puede existir, pasamos por alto aquello de lo que realmente se tra ta : el razonamiento que está a la base de nuestros juicios morales.

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C apítulo 4EL ENFOQUE IMPERATIVO

El último de los tres enfoques tradicionales a discutir por nos­otros es el enfoque “imperativo”. El punto de partida de este enfo­que es la doctrina según la cual al llamar a alguna cosa buena o decir que está bien, solamente estamos mostrando (exhibiendo) nuestras opiniones para con ella. Al decir, por ejemplo: “no debieras robar”, no estamos haciendo más (se dice), desde el punto de vista del lógico, que si gritáramos: “¡robar!” en un tono especialmente ho­rripilante.

Esta doctrina tiene mucho en común con la forma modificada (de la "actitud”) de la teoría subjetiva discutida en el último capítulo; mucho de lo que se dijo allí como crítica se aplica de nuevo con igual fuerza. Mostraré que, a pesar de las semejanzas importantes entre las afirmaciones, órdenes y exhortaciones éticas, la doctrina impera­tiva deja de llevarnos a dar cuenta adecuada de la Etica, principal­mente porque da de lado la cuestión de qué es una buena razón para un juicio ético, como igualmente la dio de lado la teoría de las acti­tudes. El filósofo que adopta el enfoque imperativo tiene una visión demasiado estrecha de los usos del razonar, presupone demasiado fá­cilmente que una prueba matemática o lógica r» una verificación cien­tífica pueden ser las únicas clases de “buena razón” para una afirma­ción. Como resultado de esto rechaza todas las conclusiones valorati- vas (argumentos que van de los hechos a los valores o deberes) como racionalización o retórica y considera nuestro problema central, no meramente como trivial, sino como una tontería.

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Con esto, sus argumentos van en contra del sentido común y del uso común, y pueden ser rechazados. Sin embargo, vuelven a hacer surgir nuestro problema central con la mayor fuerza. Por otra parte, ponen en claro que es nuestra cuestión —más que la cuestión de qué sea la bondad, la que es verdaderamente central.

4. 1.—La fuerza retórica de los juicios éticos.

Parece raro haber ignorado hasta ahora una doctrina según la cual el mismísimo problema que estoy discutiendo es una tontería. Lo he hecho (espero y creo) justificadamente.

En primer lugar, el enfoque imperativo es el más reciente y el más sencillo de los tres enfoques tradicionales. Las doctrinas objetiva y subjetiva han sido discutidas y criticadas en una u otra forma du­rante más de 2.000 años; sus puntos flacos han aparecido casi du­rante el mismo tiempo y sus defensores han solido retirarse a sus se­gundas líneas de defensa. Solamente los “amateurs” ingenuos llaman a la bondad una “propiedad” en el sentido ordinario de la palabra o consideran las frases éticas como francas expresiones de las opinio­nes. Para los profesionales las cosas se han puesto más complicadas; es con el mundo de las “propiedades no naturales” más que de las “propiedades” ordinarias, con el de las “actitudes”, más que de los simples “sentimientos”, con el que ellos se ocupan.

Por el contrario, la doctrina imperativa está recién hecha y no es complicada. No llama a las frases éticas “órdenes no naturales", sino que muestra su obvia paradoja de manera valiente y desafiante. Pero haberse deshecho el principio de la doctrina imperativa y para haber pasado a considerar posteriormente las más difíciles doctrinas obje­tiva y subjetiva, hubiera sido no jugar limpio. Y, por otra parte, hubiese sido imposible, mientras que rechazábamos el enfoque, hacer justicia a su fuerza e importancia.

Esto lleva a un segundo punto. El enfoque imperativo es el más reciente de los enfoques no por mera casualidad, sino porque es el resultado de una reacción contra los dos antiguos. Para apreciar su fuerza es necesario haber visto de antemano los puntos flacos de las doctrinas objetiva y subjetiva que se han intentado superar. No hay duda de que uno puede rechazar la doctrina simplemente por motivos de falsedad fáctica: precisamente no es verdad que la expresión "razonamiento ético” sea contradictoria o que sea una ton­tería hablar de “conclusiones valorativas éticas”. De la misma ma-

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ñera se podría rechazar la conclusión de Russell de que “todo lo que uno ve siempre es una parte del propio cerebro de uno” * *, basándose en que, como cuestión de hecho, nosotros vemos frecuentemente si­llas, mesas, coches y árboles y rara vez, si es que alguna, partes de nuestros propios cerebros. Para hacer esto sólo sería cosa de sen­tido común usado de manera perversa, ya que la doctrina imperativa está solamente dirigida indirectamente a impedir que la gente dis­cuta nuestro problema central, y podemos aprender mucho exami­nando sus miras más inmediatas.

El defensor de la doctrina imperativa está determinado desde el principio a evitar algunas de las faltas de las doctrinas subjetiva y objetiva. Los conceptos éticos —según él reconoce— no corresponden ni a procesos “en” el objeto ni a procesos “en” o “en la mente de” el que habla ; no hay ninguna cualidad ni ninguna respuesta que puedan ser tomadas plausiblemente como siendo aquellas a las que se refieren nuestras frases de valor. Nuestro filósofo, por tanto, condena la forma de las palabras “esto o aquello es X” (“la humil­dad es buena”, “cumplir las promesas es moralmente obligatorio”) como errónea, como que da una idea falsa de la parte que juegan en nuestras vidas las frases éticas. Insiste en que no es posible encon­trar un lugar para tales frases en esa serie de afirmaciones, de las cuales en un extremo está el juicio acerca de una forma de una perso­na con una vista excelente y en el otro el de un gastrónomo excéntri­co 1; y no meramente imposible de hecho, sino falso por principio, desde el momento en que (para él) la cuestión de dónde vienen en esta serie las frases éticas no tiene ninguna significación. En contraste con esas frases de la forma “esto o aquello es X” que informan de algu­na manera, toda la fuerza de las afirmaciones éticas (según él) es retórica. Afirma que hay imperativos o exclamaciones disfrazadas, siendo nuestras últimas erróneas expresiones éticas, tales como “¡bueno!” —el grito de alegría— y “ ¡malo!” —la orden de desis­tir.

“Al decir que la tolerancia es una virtud —nos explica '— no de­biera estar haciendo una afirmación sobre mis sentimientos o sobre ninguna otra cosa. Simplemente yo debería mostrar mis sentimien­tos favorables respecto a la tolerancia; cosa muy diferente de decir que yo los tengo o que hay algo en la tolerancia, alguna cualidad

1 The Analysis of Matter (1927), pág. 383.’ Véase 3. 3, más arriba.* Cf. Ayer, Language, Truth and Logic (2.» ed., 1946), págs. 107-9.

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que la intolerancia no tenga. Además, si yo digo a alguien que obró mal robando aquel dinero, no debería afirmar más que si hubiese dicho simplemente: “Vd. robó aquel dinero”, y hubiese gritado con un especial tono de horror : “ ¡ Oh, robar!” —o si lo hubiese escrito con gran abundancia de signos de exclamación”.

Frecuentemente, esta doctrina da impresión a los novatos de “cí­nica” o "pesimista” ; los filósofos que la defienden parecen a los no simpatizantes estar “tocando el violón y jugando a las cartas mien­tras se hunde el mundo” '. Su reacción es significativa, pero para entender la doctrina tenemos que descontar su apariencia, por lo menos hasta que estemos en posición de dar cuenta de ella. En rea­lidad, es una doctrina desorientadora. Se descubre pronto en la prác­tica que los defensores de esta doctrina no son menos animados o “idealistas” (en el sentido ordinario) que otros y que apoyarán alegre­mente el más riguroso de los juicios éticos.

Lo que trata la doctrina es lógico, no empírico. De la misma ma­nera que los que adoptan los enfoques objetivo y subjetivo asimilan respectivamente los conceptos éticos a las categorías lógicas de “pro­piedades” y “relaciones subjetivas”, los defensores de la doctrina imperativa asimilan los juicios éticos a la clase de las interjecciones: exclamaciones, gritos, órdenes, etc., etc.

Con el fin de ver por qué hace esto, consideremos los típicos miembros de esta clase. Para comenzar, hay aquellas reacciones es­pontáneas, como ponerse colorado, sonreír, reír o llorar, que juegan un papel importante en nuestras relaciones con nuestros semejantes y que tanto significan (indican) para éstos cuando los encontramos. Junto a ellas hay la manera y el tono de voz con que hablamos, que expresan para el que nos escucha matices difíciles de poner por es­crito. Con éstas podemos clasificar gritos como “¡ puah 1” o “ i viva!”, que, sin afirmar nada, expresan nuestros sentimientos de fastidio o alegría; y aquellos estímulos por cuyos significados movemos a otros a que actúen : “ ¡ para!” y “¡ presta atención 1” ’. Toda la fuerza de cada uno de éstos es retórica; el rubor, los modales, la orden..., to­dos expresan sentimientos —e igualmente los expresan (se dice) las manifestaciones éticas.

Incuestionablemente, muchos de los hechos sobre los que nuestro filósofo llamará la atención presentando su caso son verdaderos e im­portantes. En la práctica la exhortación moral no es frecuentemente 1

1 Martin D’Arcy, “Philosophy Now”, en Criterion (1936). ’ Cf. John Dewey, Theory of Valuation, págs. 6-13.

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más que una persuasión directa o una intimidación. Verdaderamen­te, las observaciones éticas se hacen con la intención de que los que nos escuchan actúen o reflexionen sobre ellas. Expresan desde luego nuestros sentimientos; lo que llamamos “inicuo” nos horripila, lo “admirable” nos satisface. El escolar que al oír que ha ganado una beca, exclama: “ [esas son buenas noticias!” igualmente podía gri­ta r : “ ¡bien!” o “ ¡viva!” o “ ¡qué contento estoy!”. De igual ma­nera que cuando, en vuestra infancia, vuestro padre os decía “¡malo!, ¡no tienes que coger toda la mermelada!”, no estaba in­teresado tanto en comunicaros una información —aparte quizá de la información sobre las posibilidades que teníais de recibir un zapa- tillazo— cuanto en pararos antes de que termináseis el tarro. Todos estos hechos son verdaderos e importantes y los filósofos moralistas han puesto en el pasado demasiado poca atención a ellos. Pero hace falta más para establecer la verdad literal de la doctrina imperativa.

4. 2.—La imposibilidad de disputar sobre las exclamaciones.

En adición a su fuerza retórica, las exclamaciones y órdenes tie­nen en común importantes características lógicas. En primer lugar (aunque esto no debe acentuarse con demasiada intensidad) no pue­de decirse de ninguna de ellas que “dan información" o que “afir­man” alguna cosa. Por supuesto, si “significan mucho” para nuestros amigos, sí que dan información en un sentido, pero hay un sentido claro en el que no puede decirse que lo dan. Si alguien se pone colo­rado, eso es signo de que está molesto ; si grita, es señal de que está enfadado; si maldice, de que también lo está, y si empieza a dar órdenes, uno calcula que quiere que se hagan las cosas. Pero en cada caso esto es “calcular” ; no se podría decir que esta persona le ha dicho que estaba nerviosa, o que le ha dicho que estaba enfadada o incluso que le había dicho que quería que uno hiciese algo (aun­que “le dijo que lo hiciese”). Dejando a un lado el sentido en el que tales signos sí que “le dan a uno información”, hay un sentido, co­mún e importante, que es el que estoy usando aquí, en el que su declaración no da información, a no ser que la persona se lo diga.

Además, no hay disputa sobre las exclamaciones en la manera en que disputamos sobre cuestiones de hecho, porque no puede de­cirse que ninguna de dos exclamaciones pueda ser incompatible lógicamente con la otra. Si Featherstone Maximus se pone rojo y dice a Smith Minor en un tono de reproche: “ ¡animal!, le has di­cho que llegué tarde a la escuela; de ahora en adelante métete en lo

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que te importe”, el único tema a discutir es el hecho en cuestión, a saber: si Smith habló de Featherstone o no. El ponerse rojo, el tono de reproche, la exclamación (“¡ animal!”) y el imperativo (“métete en lo que te importe”) han de ser distinguidos del hecho en cuestión, ya que, a pesar de la parte considerable que tienen en la situación total, no afirman nada de lo que quiera que sea. Para decirlo de otra manera: muchas cosas se refieren a la situación de hecho (“te oí decírselo”, “me dijo que lo habías hecho”, “sabía que tenías que conseguirlo, por la manera en que continuó”, etc.), de una forma que no pueden referirse a los demás elementos de la situa­ción. Se puede preguntar propiamente por la “verificación” de una afirmación de hecho, pero no hay ninguna significación para la “verdad” o "falsedad” de un rubor o de una exclamación.

4. 3.—¿Son gritos los juicios éticos?

Nuestro filósofo mantiene que lo que vale para las interjecciones vale igualmente para las proposiciones éticas. Dice 1 que es imposible discutir sobre' cuestiones de valor. “Cuando las afirmaciones éticas parecen ser temas de disputa o son opuestas, la disputa —si es que tiene algún significado— es reducible a diferentes formas de con­siderar los hechos del caso, de igual manera que si alguien robase algo”. Sugiere que todo lo que podemos hacer es esperar a que, si conseguimos que un oponente esté de acuerdo con nosotros acerca de los hechos del caso, adopte la misma “actitud moral” respecto a ellos que nosotros. Ya que, para la cuestión de buenas razones y argumentos válidos en Etica, declara abiertamente que los juicios éti­cos “no tienen ninguna validez” J.

La posición que toma es semejante a la “teoría de las actitudes” que consideramos en el último capítulo, pero con dos principales di­ferencias. A pesar de que ambas teorías están de acuerdo en que la mira del discurso ético es conseguir “actitudes morales” convergentes, difieren en cómo dan razón de estas actitudes. La teoría subjetiva modificada las identifica como actitudes de aprobación o desaproba­ción ; la teoría imperativa las deja sin explicar, no prestando atención a especificar las peculiaridades de las actitudes “morales” y los sen­timientos éticos” expresados en el curso de las discusiones éticas ’. * *

1 Ayer, op. cit., págs. 110-11.3 Loe. cit.* Cf. Dewey, loe. cit.

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Además, aunque están de acuerdo en ignorar la cuestión de la validez de las conclusiones valorativas, esto es por diferentes razo­nes. El defensor de la teoría subjetiva la ignora porque considera esta cuestión como trivial, el defensor de la doctrina imperativa lo hace porque la considera como un absurdo. Sin embargo, desde sus diferentes puntos de vista ambas logran allanar una distinción que es en la práctica central: la distinción entre los argumentos que debiéramos aceptar y los que debiéramos ignorar o rechazar.

En esto está la paradoja principal de la doctrina imperativa. La podríamos rechazar en seguida, habiendo visto las consecuencias ridiculas a las que conduce cuando se la toma literalmente; pero esto sería hacer una cosa pedante y falsa. Será más interesantes exa­minar, con ayuda de ejemplos, el punto flaco de este enfoque y ver si podemos dar cuenta de su origen y apariencia de cinismo. Si po­demos hacerlo antes de abandonarla, estaremos en mejores con­diciones para apreciar su valor.

4. 4.—El punto flaco del enfoque imperativo.

Considerad en primer lugar un genuino imperativo. Si el sargen­to mayor me dice "j Atento!”, yo no me paro a discutirle, sino que me pongo a prestar atención en seguida. Y si le pido “una buena razón para aceptar lo que dice como verdadero” me impondrá un arresto o me enviará al oficial médico para una inspección psico­lógica. En tal caso, no surge ninguna cuestión sobre la verdad, fal­sedad o verificación y no surge, no precisamente por la amenaza del calabozo, sino porque no tiene ninguna significación en este contexto.

Considerad ahora una proposición ética muy semejante. Suponed que el sargento mayor, en lugar de lo que me ha dicho antes, me dice : “Vd. debiera estar atento”. Yo prestaré atención en segui­da precisamente de la misma manera —y esto muestra la razón que tienen las peticiones de la doctrina imperativa acerca de la fuerza retórica de los juicios éticos— y de nuevo, si yo le pido “una buena razón para estar de acuerdo con lo que él dice”, actuará como antes. Una vez más hay que decir que no surgirá ningún problema sobre la verdad, falsedad o verificación. Pero hay una diferencia impor­tante entre los dos casos: si estos problemas no surgen en este caso será por la amenaza del calabozo y no porque fuese absurdo pregun­tar por ellos. Si, por ejemplo, yo hubiese preguntado al sargento mayor que cómo habría de saber yo que debería prestar atención,

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podría haber dicho con perfecta lógica que consultando los regla­mentos reales (ordenanzas) y las instrucciones del Consejo del Ejér­cito, sección tal y tal, y esto hubiese sido, desde luego, “dar una razón”.

¿Es este ejemplo adecuado? o ¿se ha confundido la cuestión con las de la obligación legal, que sólo puede llamarse “ética” por cortesía? Las cuestiones de obligación legal —puede que diga nuestro filósofo— están abiertas, desde luego, a la disputa y verifi­cación —para eso es para lo que están los tribunales de justicia— pero las cuestiones de obligación moral no lo están.

Sin embargo, esta objeción no le llevaría muy lejos: enteramente aparte de consideraciones legales, las cuestiones de la verdad, fal­sedad y justificación racional (o verificación, en un sentido muy amplio de la palabra) surgen continuamente en Etica. Si se dice a un niño que debería quitarse los zapatos sucios antes de entrar en la sala de recibir y él pregunta que por qué, entonces las respuestas de que “porque tu madre no quiere que ensucies la alfombra” y “por­que da un trabajo innecesario” son también “razones” — y muy bue­nas—, mientras que la respuesta de que “porque es el tercer martes antes de Pentecostés” parece ser muy deficiente. Por esa razón tam­bién hablamos frecuentemente de “razones” (algunas “buenas” y al­gunas “malas”) para órdenes. Y así, en un ejército indisciplinado, con la carencia de la amenaza de un tribunal de guerra, bien pudiera haber preguntado por qué como respuesta al “ j atento!” del sargento mayor.

Sin embargo, en el caso de las órdenes estas razones no pueden ser nunca “razones para estar de acuerdo con la verdad de lo que se ha dicho”. Si, cuando el sargento mayor ha gritado su orden, yo voy a un paisano y le digo: “¿sabe Vd.?, el sargento no decía la verdad”, puede que me mire de arriba abajo o que se ría, pero cier­tamente no lo entenderá. Pero si el sargento mayor le ha dicho so­lamente que debería prestar atención, y yo hago lo mismo de antes, éste estará de acuerdo, preguntará mis razones o empezará a discu­tir conmigo. No considerará mi afirmación como extraña o ininteli­gible, ya que estará completamente familiarizado con tales discusio­nes. Siendo eso así, está bastante mal llamarlo algo absurdo.

Un punto flaco importante de la doctrina imperativa en Etica es, por tanto, que considera la proposición contingente de que las cuestiones sobre la verdad, falsedad y verificación, vo surgen fre­cuentemente en el razonamiento ético como si fuera idéntica lógica­mente con la proposición apodíctica de que tales cuestiones sobre

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exclamaciones y órdenes no pueden surgir. Es decir, considera las afirmaciones éticas, que se acercan en algunos aspectos a las órdenes e interjecciones, como si fuesen precisamente órdenes e interjeccio­nes. Y esta paradoja es inevitable si se han de rechazar todas las conclusiones valorativas considerándolas como que rebasan el cam­po del razonar. Si nosotros hemos de superar esto, tenemos que ga­rantizar que es posible el razonamiento ético y que así, según esto, algunos tipos de razonamientos son “buenos” y algunos "malos", al­gunos de los argumentos que llevan a conclusiones verdaderas, “vá­lidos” y todos los que llevan a conclusiones falsas, “inválidos” .

4. 5.—Las fuentes de ¡a doctrina imperativa.

La naturaleza de este punto flaco ayuda también a explicar cómo surge la doctrina. A pesar de nuestro uso ordinario, en el que las “ razones” pueden emplearse para cualquier cosa desde los teoremas matemáticos hasta las maldiciones, el defensor de la doctrina im­perativa quiere limitar el significado y el ámbito de “razonar". Para él “verdad”, “falsedad” y “prueba” o “verificación” son cualidades características de afirmaciones solamente lógicas, matemáticas o fác- ticas, y la prueba estricta o verificación fáctica, la única clase de buena razón que se puede dar para justificar una afirmación.

En vista de la deuda que los mismos defensores de ambas doc­trinas, la imperativa y la teoría de las actitudes, reconocen a Hume, es interesante hacer notar que éste también, deliberadamente, limitó el ámbito del razonamiento de la misma manera. Recordemos el fa­moso arranque que está al final de su Enquiry Concerning Human Understatiding *.

Si tomamos en la mano un volumen cualquiera, por ejemplo, sobre la Divinidad o sobre Metafísica escolar, preguntemos: ¿contiene algún razonamiento abstracto que tenga que ver con la cantidad o con el númerof No. ¿Contiene algún razonamiento experimental que tenga que ver con alguna cuestión de hecho y de existencia? No. Entonces, echadlo a las llamas, ya que no puede contener más que sofistería e ilusión.

Para él, e igualmente para aquéllos de quienes he hablado antes, la Lógica, la Matemática y la Ciencia experimental son las únicas

* Ed. Selby-Bigge (2.* ed. 1902), p. 165. Ayer cita este pasaje con apro­bación {op. cít., p. 54), y Stevcnson reconoce una deuda general a Hume en su F.thics and luingvage, VII, 273-6.

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que son lógicamente respetables; otros intentos de razonamiento son farsas.

Para hacer justicia a Hume y a sus seguidores de hoy día es importante, por supuesto, no aplicar a un modo de razonamiento cri­terios de prueba o verdad apropiados solamente para otro. Así, “xí,=9" es una razón mala para concluir “x = 5”, “he sacado un seis doble tres veces tirando los dados al azar”, es una razón mala para concluir “la próxima vez sacaré un seis doble”, “no conozco a nadie que sea más alto que 7 pies 6 pulgadas” es un mala razón para concluir “no hay nadie que sea más alto que 7 pies 6 pulgadas” y “todo el mundo da patadas a los negros” es una razón mala para concluir “para mí está bien dar patadas a los negros” ; pero cada una de éstas es una razón mala de una forma lógicamente diferente y no habrá que considerar a dos cualquiera de ellas como no distinguibles lógicamente.

Un punto en el que la doctrina imperativa hace hincapié con jus­ticia es la diferencia entre razonamientos que van de premisas lógi­cas, matemáticas o fácticas a conclusiones de un tipo lógico seme­jante y entre razonamientos que van de premisas fácticas a conclu­siones de clase diferente, conclusiones sobre deberes o valores. Esta distinción es lo que es el punto más fuerte en cualquier refutación de la "falacia naturalista” 1 —es decir, de la idea de que el valor de cualquier objeto pueda identificarse con alguna propiedad ordinaria suya. Aunque razones fácticas (R) pueden ser buenas razones para una conclusión ética (E), afirmar la conclusión no es precisamente afirmar las razones ni, por supuesto, cualquier cosa del mismo tipo lógico que R. Es declarar que uno debiera aprobar o proseguir o hacer alguna cosa u otra. Quien pega a su mujer es un hombre malo, pero decir que es malo no es lo mismo que decir que pega a su mujer ni —para esta cuestión— afirmar cualquier otro hecho empírico sobre él. Es condenarle por eso.

El prejuicio en favor de la Lógica, de la Matemática y de la Ciencia no está limitado a los “empiristas”. Los lógicos de todas las escuelas se han interesado tradicionalmente, primero por la Lógica deductiva, después por la Lógica de la probabilidad —una simpática mezcla de deducción e inducción—, y, finalmente y más brevemente, en la Lógica inductiva. Comúnmente se han ignorado los otros usos del razonamiento. En sus libros se ha usado primariamente la pa­labra "razón” para los hechos que sirven de base a una conclusión

1 Moore, Principia Ethica, pp. 9-10.

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fáctica y, en tal caso, principalmente cuando la base ofrecida es con­cluyente

Incluso dentro de la Filosofía el uso no ha sido naturalmente constante. En un razonamiento inductivo los datos sobre el pasado y el presente se toman como "razones” para una conclusión sobre el futuro; en un silogismo las premisas fácticas o lógicas son “razo­nes” para una conclusión fáctica o lógica; en un razonamiento ma­temático los axiomas y pruebas son las "razones” que establecen el teorema. Cuando se han olvidado estas diferencias ha habido dificul­tades : la Historia de la Filosofía está salpicada de los cadáveres de las teorías que intentaron probar que no hay una auténtica diferencia entre los cánones de la deducción y de la inducción \ (Y, de igual manera, la historia de la Etica filosófica es en su mayor parte un registro de intentos de identificar la valoración con alguna forma de razonamiento inductivo o deductivo.)

De la misma manera, la práctica del pasado no justifica la ne­gligencia del presente. Nosotros estamos familiarizados con la idea de “dar razones” en otros contextos que no sean lógicos, matemáti­cos o fácticos. Lo más que se puede decir para el defensor de la doc­trina imperativa es que este uso más extenso de “razón” y de “váli­do” es un uso cotidiano y coloquial más bien que esotérico y técnico. Pero esto no le justifica para declarar que los juicios éticos no tengan validez : todo lo más ayudan a explicar la tentación lógica con la que él fracasa.

Más aún, la práctica del pasado, que condiciona las preocupacio­nes del presente, puede ser difícilmente la única razón para la plau- sibilidad de la doctrina imperativa. Sería sorprendente si no se pu­diese encontrar una fuente más profunda y “paralogística". Y creo que sí se puede.

Históricamente, como ya indiqué, el enfoque imperativo es una reacción contra los enfoques objetivo y subjetivo. Igual que muchas reacciones, va un poco demasiado lejos y con ello comete la misma falta que sus oponentes.

“Cuando dos personas están en un desacuerdo ético —dice el pri­mer filósofo— se contradicen el uno al otro. Si han de hacer esto tiene que haber algo en el objeto que ellos discuten para contrade­cirse mutuamente sobre él. Por tanto, la bondad tiene que ser una propiedad del objeto.”

1 Para confirmarlo véanse cualquiera de casi todos los libros de texto • de Lógica.

* La teoría de Laplace es, por supuesto, un ejemplo claro de esto.

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"¡Qué tontería!”, replicaba el segundo filósofo. "La bondad no es ninguna propiedad del objeto, la contradicción es solamente apa­rente. Está en sus actitudes para con el objeto, no en ninguna pro­piedad suya acerca de la cual estén en desacuerdo.”

“¡Muy mal los dos!”, vuelve a argüir nuestro tercer filósofo. “Ustedes dos pasan por alto la fuerza retórica de los juicios éticos. Las personas que tienen desacuerdos éticos no hablan sobre sus pro­pias actitudes ni hablan tampoco sobre ninguna propiedad del obje­to. La verdad de la cuestión es que no “hablan sobre” nada, ya que para ellos no hay nada “de qué hablar” ; lo único que hacen es res­ponderse mutuamente y hacer fuerza cada uno sobre el otro para que se comporte de manera diferente.”

La doctrina objetiva depende para su plausibilidad de la premi­sa (generalmente omitida) de que, si ha de haber contradicción entre dos personas, tiene que haber, por lo menos, una propiedad de algu­na clase para que puedan contradecirse mutuamente —de otra manera el juicio puede ser solamente personal, refiriéndose al estado psico­lógico del que habla—. Esta premisa está también tácitamente presu­puesta en el razonamiento de la doctrina subjetiva. Ahora, el defen­sor de la doctrina imperativa está bajo la tiranía de la misma idea de que, para que una proposición sea lógicamente respetable, para poder ser considerada como "verdadera" o “falsa”, o para que se pueda razonar sobre ella tiene que estar construida solamente con conceptos que se refieran a algo, a algo que esté “en el objeto” o “en el sujeto”. La novedad de este último paralogismo es que rechaza ambas alternativas: reconoce que las proposiciones éticas y los con­ceptos éticos no “se refieren a” nada de la clase que se requería * 1 y concluye (paradójica, pero firmemente) que solamente pueden ser “pseudoafirmaciones” y “pseudoconceptos” *.

Sin embargo, nosotros ya hemos visto el defecto de la premisa omitida y, por tanto, de cualquier argumento que dependa de ella. Y, viendo la naturaleza de la falacia implicada, hemos llegado a dar­nos cuenta qué es lo que las personas hacen realmente en el desa­cuerdo ético para tener que contradecirse mutuamente: nada “con­creto” o “sustancial” física o psicológicamente, sino algo que es bas­tante sólido e importante para los fines lógicos, a saber, si hay o no hay una buena razón para conseguir una conclusión ética más bien que otra.

1 Véase 3. 8 supra.1 Ayer, op. cit., p. 197.

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4. 6.—El cinismo aparente de la doctrina imperativa.

Como resultado de nuestra discusión, ¿ podemos entender por qué la gente se queja de su cinismo y pesimismo una vez que se les ob­sequia con esta doctrina? Creo que las razones están conexionadas directamente con la falacia central de este enfoque.

La doctrina fundamental del enfoque imperativo puede ponerse de varias formas: “No hay ninguna buena razón para pasar de nin­gún grupo de hechos a un juicio ético” o “No hay nunca ninguna buena razón para decir que cualquier cosa es buena o está bien ni para adscribirnos a nosotros mismos o a otros ningún deber u obli­gación moral de hacer cualquier cosa” o “Lo único que sucede cuando alguien hace un juicio ético es que tiene en cuenta los hechos y los sentimientos de otros y entonces exclama en el sentido que mejor le parece, sea el que sea.” Cuando a alguien se le obsequia con tales afirmaciones es probable que sea erróneamente llevado por su forma a pensar que expresan comunes cuestiones de hecho.

Las afirmaciones: “No hay ninguna buena razón para pasar de un grupo cualquiera de hechos a un juicio ético” y “No hay nunca ninguna buena razón para decir que alguna cosa sea buena o esté bien” son a primera vista muy parecidas a la afirmación “No hay ninguna buena razón para suponer que llegaremos antes de las cinco”. La aserción de que lo único que sucede cuando alguien hace un juicio ético es que exclama en el sentido que mejor le pa­rece, sea el que sea, lleva inmediatamente a la mente afirmaciones del tipo de “lo único que pasa cuando uno pincha a un hipopótamo por las costillas es que se da la vuelta”.

Si en consecuencia, se supone que el ñlósofo expresa real­mente una vulgar cuestión de hecho —presuposición natural para un novato en la doctrina—, ¡ qué terrible pesimista hay que pen­sar que es! Es como si dijera: "Pobres humanos engañados, que se pasan el tiempo en buscar razones para los juicios éticos 1 ¡ Si supie­ran la tarea tan desesperanzadora que han asumido! Incluso buscar una aguja en un pajar sería una tarea con más perspectiva de éxito. ¡ Y qué fantasía su imaginación de que cualquiera que emite un juicio ético haga algo distinto de meramente exclamar! ¿ Por qué ? He ob­servado a miles de ellos y nuuca he visto una sola vez a uno que hi­ciera otra cosa”.

De lo que se trata en esta doctrina es (como hemos visto) de

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El enfoque imperativo 75

algo bastante distinto: su preocupación está con la Lógica más que con las cuestiones de hecho ordinarias. Si todo lo que dijera fuese que en sólo una proporción insignificante de casos la gente llega de hecho a decisiones morales sobre la base de la razón, no podría sacar las conclusiones que quiere. Y esto muestra por qué su apa­riencia de pesimismo es engañosa.

La doctrina imperativa surge de la confusión entre la proposi­ción lógica: “no hay (no puede haber) buenas razones para los gritos” y la proposición de una cuestión de hecho: “no hay (puede no haber) buenas razones para los juicios éticos”. El filósofo formula las dife­rencias entre las afirmaciones fáctica y ética en la proposición lógica: “no hay (no puede haber) buenas razones para los juicios éticos”. El novato confunde esto con la proposición —que es una cuestión de hecho— : “no hay (de hecho) buenas razones para los juicios éticos” y concluye que todo su esfuerzo moral ha sido en vano. De aquí el sentimiento de pesimismo.

Y no es solamente que el novato se vea conducido erróneamente a comportarse como si estas fuesen la clase de afirmaciones que parecen se r ; también el filósofo comienza a confundirse con frecuen­cia. Impresionado por la apariencia de cuestión de hecho de sus pro­pias observaciones, y creyendo que tales afirmaciones son a menudo suficientemente verdaderas a pesar de paradójicas (véase la sección "Aunque parezca mentira” del periódico de los domingos), empieza a considerar su teoría como realmente verdadera y al sentido común como verdaderamente equivocado en su firme creencia de que algunas razones son buenas razones para los juicios éticos y que a veces las personas que hacen afirmaciones éticas no solamente exclaman.

Pero la única “cuestión de hecho” de la que puede decirse que tenga que ver con el filósofo, es si las frases “razonamiento ético”, “una disputa ética”, “una conclusión evaluadora válida”, “un juicio ético puro”, “una buena razón para hacer esto más que aquello”, y frases semejantes, son o no son absurdas. El filósofo cree equivocada­mente que lo son y concluye que no debiéramos llamar “razones" para conclusiones éticas a los hechos que traemos para apoyar nuestros juicios éticos. Tiene miedo de que, si lo hacemos (como lo han hecho a veces los filósofos), las confundiremos con las "razones” que nos llevan a sacar conclusiones fácticas en los argumentos deductivos e inductivos. “Nunca deberíais usar la palabra “razones” para los he­chos que creemos que nos justifican para sacar una conclusión ética, o decir que un hombre que llama a alguna cosa buena o justa está

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haciendo una afirmación "razonada” —es decir, más bien que “está profiriendo exclamaciones”.

El sentimiento de pesimismo se pasa cuando nos damps cuenta de qué es lo que el filósofo afirma en realidad, que e s : que pe­dir "buenas razones para los juicios éticos” es lo mismo que pedir que nos indiquen “el color del calor” y no pedir la luna. Cuando, además, nos damos cuenta de que quiere que cambiemos el uso de nuestras palabras "razón” y “validez”, nuestro natural conservadu­rismo se afirmará en si mismo y nos libraremos de la tentación de tomar su teoría demasiado en serio —es decir, en todo su aparente valor—. Ya que, si, como él recomienda, dejamos de llamar “razones” a los hechos que apoyan nuestras conclusiones éticas, tendremos que encontrar otro nombre para ellos, y, si dejamos de hablar de la “va­lidez” de las conclusiones evaluadoras, también tendremos que in­ventar otra palabra para eso. Lo más razonable que hay que hacer es tener en cuenta los hechos a los que él ha atraído nuestra atención como un seguro para no caer en errores filosóficos y después seguir hablando de “razones” y “validez” de la manera que lo hemos hecho siempre.

Nuestro conservadurismo es justificable. Bien hará más de dos mil años que los filósofos hicieron las primeras peticiones lin-

i güísticas registradas de este tipo. Alrededor del año 430 a. de C. Ana- xágoras de Clazomene, bajo la impresión de que el uso ordinario de los conceptos “llegar a ser” y “dejar de ser” llevaba más lejos en cuanto a implicaciones metafísicas de lo que en realidad era, se quejaba de la siguiente manera:

Los griegos siguen un uso equivocado al hablar de “llegar a ser” y “dejar de ser”, ya que nada viene al ser o deja de ser, sino que hay mezcla o separación de las cosas que existen. Según esto, tendrían razón en llamar “mezcla” al “llegar a ser” y “se­paración al “dejar de ser" *.

Al menos que yo sepa, nadie hizo caso. Incluso los filósofos encontraron pronto otras cosas sobre las que discutir, de modo que los peligros de confusión metafísica, que Anaxágoras temía, se anularon. Todo el mundo siguió usando “llegar a ser” y “dejar de ser” como antes y no resultó ningún perjuicio (vuelvo a repetir, al menos que yo sepa). ¿Debemos nosotros prestar más atención

* Anaxágoras, fragm. 17, citado por Bumet, Early Greek Philosophy (3.» ed. 1020), pp. 260-1.

7¿ Los enfoques tradicionales

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El enfoque imperativo 77

a los escrúpulos metafísicos de nuestros contemporáneos que pres­taron los griegos a los de Anaxágoras?

4. 7.—Conclusión.

A veces, cuando hacemos juicios éticos, no solamente estamos profiriendo gritos. Cuando decimos que esto o aquello es bueno o que yo debería hacer esto o eso, lo hacemos a veces por buenas ra­zones y a veces por malas. El enfoque imperativo no nos ayuda lo más mínimo a distinguir lo uno de lo o tro ; de hecho, diciendo que es absurdo hablar de razones en este contexto, rechaza por completo nuestro problema. Sin embargo, esta teoría no sólo es falsa sino inocua, ya que enseña sus propios colmillos. Si, como debemos, no­sotros rehusamos considerar los juicios éticos como gritos, su de­fensor no puede sacar ninguna razón más para su punto de vista. Según su propio resultado, todo lo que puede hacer es mostrar su repulsa a nuestro proceder e incitarnos a abandonarlo: sería incon­secuente por su parte adelantar “razones” a estas alturas. Y, si en lugar de eso, vuelve a argü ir: “Muy bien, pero no conseguirá usted nada más por ninguna otra parte”, eso es un desafio que merece la pena de aceptar y una predicción que merece la pena demostrar que es falsa.

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Capítulo 5INTERVALO: CAMBIO DE METODO

5. / .—Vale...

Esto ha sido un comienzo no muy prometedor. Empezamos por preguntar por el problema de cómo hemos de distinguir los ar­gumentos éticos buenos de los malos, y para encontrar una res­puesta recurrimos, en primer lugar, a los filósofos morales, ya que ellos, de entre todo el mundo, deberían haber sido capaces de contestarla. Pero sus teorías no nos ayudaron. Unos nos lanzaron discursos sobre “la bondad” como “propiedad objetiva" y pasaron el tiempo en discusiones sobre esta “propiedad" (inventada por ellos mismos), de tal manera que incluso ni ellos llegaron nunca a nuestro problema. Otros intentaron descartar la Etica dando una explicación psicológica de la valoración o describiéndola como “mero grito”, ne­gando que tuviésemos derecho en absoluto en preguntar por nuestro problema.

Esto estaba ya suficientemente mal. Pero no solamente sus teo­rías no nos ayudaban ; en un examen más de cerca se volvían falsas. Las tres líneas de enfoque parten de la falsa suposición de que a nuestros juicios éticos les es esencial algo que a veces es verdadero.

1) Los defensores de la doctrina objetiva hablan como si dos personas normal y fácticamente informadas no pudieran evitar el estar de acuerdo sobre valores (de la misma manera que están de . acuerdo sobre propiedades) *.

' Véase supra 2. 5.

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Intervalo: Cambio de método 79

2) Los defensores de la doctrina subjetiva hablan como si las personas no pudieran evitar el tener normas diferentes de valor (de igual manera que tienen pruebas independientes —digamos— de agrado) * *.

3) Los defensores de la doctrina imperativa hablan como si la naturaleza puramente exhortativa de algunos argumentos ¿ticos fuese algo que valiera para todos los argumentos éticos y tan inevita­ble como la naturaleza exhortativa de las exhortaciones *.

Todos y cada uno de estos enfoques, si se toman literalmente, presentan nuestros conceptos éticos de una manera tan equivocada que no podemos pasarla por alto. Y en cada caso, puesto que comien­zan por estar en una posición falsa, el teorizante gasta la mayor par­te del tiempo intentando'redimir su fallo inicial con modificaciones ad hoc: uno, explicando que él tiene que ver con propiedades “no naturales”, otro, insistiendo en que discute “actitudes”, no precisa­mente opiniones, un tercero, hablando de “interacciones” de nuestros sentimientos. Pero esto es lo mismo que intentar salvar una falta en Historia Natural diciendo que por supuesto un carnero no es un toro ordinario, en lugar de admitir que no es un toro en absoluto y empezar por el principio. Todo lo que pueden hacer es elaborar su terminología con la doble esperanza de esconder sus faltas iniciales y de conseguir que sus teorías se adapten a nuestras ideas de bondad y rectitud pese a estas faltas. Y, al hacer eso, hacen sus argumentos vagos e incapaces de redención.

El desarrollo de tales teorías es una clase singular de actividad. Un defensor de la Etica filosófica, sintiéndose incómodo con las complejidades de sus razonamientos, ha sugerido que las teorías es­tán relacionadas con la acción justa de la misma manera que la teo­ría matemática de la trayectoria de la pelota de golf está relacionada con el juego de golf, que su interés es por tanto casi completamente teórico y que “intentar entender en lineas generales lo que se re­suelve ambulando en detalle es una buena diversión para la gente a la que gusta esa clase de cosas” *.

Sin embargo, teniendo en cuenta nuestro examen, parece como si estuviese poniendo su pretensión demasiado alta, como si el teórico ético no estuviese discutiendo ni una cuestión científica ni un pro­blema lógico, sino que estuviese haciendo un juego privado. Y es

' Véase 3. 3.* Véase 4. 4.• C. D. Broad, Five Types of Ethical tkeory. p. 285.

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80 Los enfoques tradicionales

importante darse cuenta de esto; ver que, lógicamente, una "teoría ética" es menos parecida a la Física o a la Matemática que lo es a hablar enteramente de cuestiones retóricas, a andar boca abajo, a hacer acrósticos, a "jugar a los barcos” o, en el mejor de los casos, (para adaptar el símil propuesto), parecida a “probar” que la tra­yectoria de la pelota de golf es “circular” construyéndola entera­mente a base de círculos.

Esto se encuentra, por supuesto, lejos de lo que los teóricos mis­mos anuncian que hacen. A ellos les gusta que pensemos que, adop­tando su método, encontraremos las soluciones de los problemas de Etica a los que más nos interesa responder; y a veces nos dejamos coger por cierto tiempo. Pero nunca vamos a parar a ninguna parte digna de mención ; siempre terminamos como hemos terminado aho­ra : volvemos a donde empezamos.

5. 2.— ...el Salve.

Según todo esto, el primer tiempo no ha sido en vano. Puede que estemos de nuevo en nuestro problema inicial, pero esta dis­cusión con el método tradicional de enfocarlo nos ha recordado inci­dentalmente diversos hechos importantes acerca de la Etica:

1) A menos que pueda haber una "buena razón” para un juicio ético (como nos recuerda el enfoque objetivo), no hay nada que dé razón de su incompatibilidad con juicios éticos opuestos *.

2) Nuestros sentimientos, especialmente los sentimientos de aprobación y obligación, están íntimamente ligados (como recalca el enfoque subjetivo) con nuestros juicios morales *.

3) La fuerza retórica de los juicios éticos es una de sus carac­terísticas más importantes (como enseña el enfoque imperativo) ’.

Aunque tenemos que abandonar el retorcido enfoque tradicional de preguntar, en primer lugar, qué es la bondad y qué es la recti­tud, y atacar nuestro problema central desde su principio, ya hemos descubierto tres cosas importantes que tener en cuenta: la incom­patibilidad de los juicios éticos opuestos, su estrecha relación con nuestros sentimientos y su fuerza retórica e imperativa.

Pero en un respecto más que en todos los otros esta discusión ha sido para nosotros valiosa. Ha subrayado la importancia de nues­

1 Véase 2. 8.* Véase 3. 1.* Véase 4. I.

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Intervalo: Cambio de método 8 1

tro problema central, ha hecho destacar su magnitud y ha mostrado, más allá de toda duda razonable, que debemos concentrar toda la atención directamente sobre él.

Por otra parte, desde el comienzo hemos visto la importancia práctica de nuestro problema. Y en esto está nuestra salvación, ya que significa que, al considerar los enfoques tradicionales al mismo, obtuvimos una prueba segura para decir si una teoría cualquiera se acercaba a la verdad. Todos los enfoques oblicuos fracasaron en esta prueba.

Sin embargo, al fracasar en ella, mostraron la envergadura de nuestra tarea. Hemos insistido, e insistido ad. nauseam, en que en Etica hay una distinción entre razonar bien y mal, pero | qué poco de positivo hemos dicho sobre ello! Cuando los defensores de la doc­trina objetiva falseaban esta distinción, lo único que podíamos decir era que ser probo y virtuoso y saber lo que es la bondad no era lo mismo que ser capaz de contar o saber qué es el rojo frente al verde.

Cuando los otros filósofos intentaron patinar sobre ello, lo único que pudimos hacer fue reiterar que la distinción existe, que su exis­tencia era reconocida por el sentido común y que, de todos modos, en algunos casos no se trataba solamente de qué clases de razonamiento prefería el que hablaba. Al negarnos a perder la cabeza y abandonar el sentido común y al comprometernos a contestar el problema cen­tral sin la ayuda, que no nos ha servido de nada, de las doctrinas tradicionales, no hemos aceptado mediano desafío.

Tendremos que volver directamente al principio, a la primera forma en que planteábamos nuestro problema: qué tipos de argu­mentos, de razonamientos, es apropiado que aceptemos para apoyar las decisiones morales?”. Tendremos que examinar la cuestión mis­ma, abandonando la mayor parte de nuestro aparato intelectual y la mayor parte de los presupuestos, y procurando descubrir, desde nuestro conocimiento de las situaciones prácticas en las que se ha­cen importantes este problema y otros parecidos, qué clase de res­puesta requiere. Y, finalmente, tendremos que ver si podemos desa­rrollar otra forma de solucionarlo más fructífera que el método tra­dicional.

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Segunda parte

LOGICA Y VIDA

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C apítulo 6EL RAZONAMIENTO Y SUS USOS

Permítaseme que cite, a modo de introducción, lo que dice Tols- toi sobre Platón Karataev, el viejo campesino, en Guerra y Paz; en este único pasaje está contenido el germen de todo lo que va­mos a descubrir.

Algunas veces, Pedro, impresionado por la significación de sus palabras, le pedía que las repitiese, pero Platón no podría nunca recordar lo que había dicho un momento antes, precisamente como no podría repetir a Pedro las palabras de su canción favorita: “nativo”, “abedul” y “mi corazón está agotado”, se encontraban en ella, pero cuando las recitaba en vez de cantarlas, no se po­día sacar ningún sentido de ellas; Pedro no podía entender el sentido de las palabras independientemente de su contexto. To­das sus palabras y acciones eran una manifestación de una acti­vidad desconocida para él que era su vida... Sus palabras y accio­nes fluían de él llana, inevitable y espontáneamente, como se exhala la fragancia de una flor. No podía entender el valor o significación de ninguna palabra o de ningún acto tomados por separado \

6. /.—Ensanchando el problema: ¿Qué es “razonar"?

“¿Qué tipos de argumentos, qué tipos de razonamientos es apro­piado que aceptemos para apoyar las decisiones morales?” En todos nuestros intentos basta el presente de contestar a esta pregunta he- *

* Tolstoi, Guerra y Paz, cap. 13.

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86 Lógica y vida

mos empezado preguntando qué es la bondad o qué es la rectitud. Este enfoque, por las razones que hemos examinado, no nos ha lle­vado a ninguna parte. Intentamos ahora enfocar la cuestión desde el otro extremo preguntando qué es “razonar” en lugar de lo que hemos preguntado. Si podemos llegar a entender el razonar en ge­neral, puede que estemos mejor preparados para resolver los pro­blemas especiales del razonar ético.

¿Qué es “razonar” ? Echemos un vistazo a un número de casos tipicos de razonamiento. Las circunstancias en que hablamos del “razonamiento” y de “razones” que se ofrecen para justificar con­clusiones, son tantas y tan diversas que es difícil ver lo que les es común y la selección es embarazosa. Empezaré dando cuatro ejem­plos sacados de tipos muy diferentes de razonamientos, pero cada uno de ellos característico de su clase. Los presentaré en forma de diálogos:

(1) Un ejemplo de la Aritmética

A. —“Te deben de quedar por lo menos cuatro chelines”.B. —“¿Sí?, creía que había gastado más de eso.”A. —“No, empezaste con quince chelines; tomamos el autobús,

que nos costó un chelín ; después tomamos el t é : esto hizo tres che­lines ; compraste un libro por cinco chelines y, por último, gastaste un chelín y nueve peniques en la tienda de ultramarinos. Uno, tres, cinco y nueve y pico son diez y pico. Si de quince quitas once que­dan cuatro...”

B. —“Sí, debe ser eso. Bueno, se me debe haber perdido media corona por alguna parte."

(2) Un ejemplo de la ciencia

A. —“Por supuesto que los plomos se tienen que fundir si te po­nes a usar esa bombilla.”

B. —“No sé por qué. Después de todo, eran plomos de cinco am­perios.”

A. —“Sí, pero la bombilla era sólo de cincuenta voltios.”B. —“Lo sé, pero marcaba 100 watios y una bombilla de 100 wa-

tios solamente debería tomar medio amperio de una red a 200 vol­tios.”

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El razonamiento y sus usos 87

A. —“ ¡A h!, pero esa marca sólo vale si tienes red a 20 voltios. Si conectamos una bombilla de 50 voltios a una red de 200 voltios el filamento se sobrecalienta inmediatamente y se funde, y el flujo de corriente que pasa por ella es suficiente para fundir unos plomos de 5 amperios.”

B. —“Sí, así será. Pero vamos a buscar una lámpara y entonces podremos ver dónde estamos.”

(3) Un ejemplo de la Etica

A. —“Jones es en el fondo una buena persona.”B. —"¿Por qué dices eso?”A. —“Sus modales ásperos son sólo una “pose” . Por dentro tiene

uno de los mejores corazones que hay.”B. —“Eso sería interesante si fuera verdad. Pero ¿manifiesta al­

guna vez en acciones este buen corazón suyo?”A. —“Sí. Su vieja criada me ha dicho que Jones nunca le ha pro­

ferido ninguna palabra desagradable y hace poco le proporcionó una espléndida pensión. Y hay muchos ejemplos como ese. Yo estaba presente en el momento en que (etc.)...”

B. —“Bueno, confieso que no le conozco íntimamente. Quizá es una buena persona” '.

(4) Un ejemplo cotidiano

A. —“Vamos a beber algo.”B. —“Todavía no puedo. Además, ¿a qué tanta prisa?”A. —"¿No lo sabes? Es mi cumpleaños.”B. —“¡Hombre! ¡Felicidades! ; pero ¿qué tiene que ver eso?”A. —“El jefe dijo que podía largarme pronto e irme a celebrarlo.

Estoy seguro que no me irás a regatear tu compañía.”B. —“¡Estupendo! En ese caso, dame un momento para recoger

mis cosas y estaré contigo.”

La cosa más obvia que tienen de común estos ejemplos es la for­ma de su dialéctica. En cada caso, uno de los que hablan, A, em­pieza diciendo una cosa (a0). En cada caso también, el otro que ha-

’ Cf. Stevenson, Ethics and Language, pág. 29.

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88 Lógica y vida

bla, B, vacila, es escéptico o está positivamente en desacuerdo (di­ciendo b0). A continúa y hace una observación diferente (a,). B aún no convencido, todavía no está de acuerdo (b,) La conversación con­tinúa, presentando A una serie de consideraciones nuevas (a„ a3l...a») y B vacilando todavía o estando en desacuerdo (b„ b....... b»),hasta que al final B está de acuerdo (bu) no sólo con la última ob­servación de A (a*,) sino también con la primera (a0) y en muchos casos también con todas las intermedias (a,, a*, a3, ...).

Incluso si los dos que están hablando usasen un lenguaje tan ex­traño que nosotros pudiéramos hacer poco más que reconocer si dos observaciones eran la misma o diferentes, podríamos suponer muy bien, si su conversación tenía esta forma dialéctica, que A estaba “dando razones” a B y que las declaraciones ai hasta a eran las “razones” para su declaración original a0.

Si esto es lo que tienen de común todos los casos de “razonamien­tos”, ¿podemos quizá definir el “razonamiento” como un argumen­to que tiene esta forma dialéctica y las “razones” como aquellas de­claraciones que ocupan los lugares ai hasta a» en un “argumento razonado" (definido así)?

5. 2.—Conceptos “gerundivos" .

Hemos de responder que no podemos: el patróu dialéctico es de­masiado amplio. Aunque caben en él los diálogos más típicos en los que se ofrecen “razones” para una conclusión, igualmente caben diá­logos de otros tipos: aquellos que claramente no son casos de “ra­zonamiento”.

Si hemos de concluir que ai... a son “razones para a», no es suficiente que B termine diciendo lo que A quiere. Podría hacer muy bien lo mismo en respuesta a amenazas, provocaciones o burlas:

A. —“A que no me llamas eso otra vez.”B. —“¿No?...”A. —“¡ Anda, ¡ a que no te atreves 1”B. _ "¿N o ? ...”A. —“¡A hí, ¿no?... {Cobarde, cobarde, cobarde...!”B. —“Bueno, pues ahora te lo digo: eres un matón asqueroso.”

Nuevamente, para que ai, ...a», sean “razones” para a0, no es su­ficiente que B termine estando de acuerdo sincera y francamente

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El razonamiento y sus usos 89

con lo que quiere A. Hay toda clase de situaciones en las que una conversación en la forma correcta puede conducir a este resultado y a,, ...a , no son por eso cosas que llamaríamos “razones” :

A. —“Vamos a beber algo."B. —“No puedo. No es la hora de irse aún.”A. —“| Venga, hombre! No te preocupes por eso.”B. —“Bueno, vamos; la verdad es que me da igual.”

Si la cosa llega a eso, no es suficiente que B termine diciendo, aceptando y creyendo lo que quiere A. Su juicio sobre la cuestión en disputa puede ser defectuoso. Puede ser conducido falsamente a aceptar una conclusión matemática tomando un caso especial como prueba de un teorema general. O, si a« es una hipótesis científica, puede que esté impresionado demasiado fácilmente por una prueba experimental que de hecho es inadecuada o no pertinente al caso. Si la discusión es ética, puede que tome el “todo el mundo lo hace” como razón para adoptar un hábito pernicioso. Y hay una multitud de excusas engañosas para ir a beber por las que uno puede extra­viarse a cualquier hora del día o de la noche.

En tanto en. cuanto limitamos nuestra atención en lo que dice A, o en lo que está de acuerdo B, o en lo que cree C, dejaremos de en­contrar la respuesta que queremos. Y esto muestra el punto flaco de nuestro enfoque: no es la forma del patrón dialéctico, si solo o en conexión con la actitud del que habla y del que escucha, lo que hace que sean “razones” las declaraciones a,, ...a».

Cuando hablamos de la "verdad” de una proposición o de la “validez” de un argumento nos interesamos en algo que tiene que ver con la proposición o el argumento con independencia de quien lo crea. Para concluir que una proposición es verdadera no es suficien­te saber que este o aquel hombre la considera “creíble” : la propo­sición misma tiene que ser digna de creencia. De igual manera, para decidir que un argumento es válido no podemos confiar en el hecho de que tal o cual persona lo considere como "plausible” : el argumen­to mismo tiene que ser digno de aceptación en cuanto que haga su conclusión digna de fe. Y la misma clase de consideraciones valen para todos los conceptos lógicos: "correcto”, “firme” , “pertinente” , y así sucesivamente.

Las cuestiones de Lógica —por decirlo así—, tienen que ver no con las “relaciones subjetivas” —con lo que es “creíble" (para A), “plausible” (para B), etc.—, sino con los conceptos de diferente clase.

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90 Lógica y vida

En esto se parecen a las cuestiones de Etica (y, en cuanto a eso, a las de Estética). He analizado extensamente el enfoque subjetivo en Etica, que intenta dar razón de los conceptos éticos a base de las actitudes del que habla y del que escucha sólo, y he mostrado que es una falacia. Si hemos de concluir que algún acto pasado fue “bueno” o que alguna forma de actuación propuesta “está bien”, no es suficiente para nosotros saber que nosotros mismos estamos dis­puestos psicológicamente a aprobar el acto o que la manera de ac­tuar propuesta parece ser recta para el agente que la va a hacer; te­nemos que tener razones para pensar que el acto era digno de apro­bación o que la manera de actuar es digna de elección. (Y, de la misma manera, para que un cuadro sea “bello”, no es suficiente que me atraiga a mi, tiene que ser digno de admiración).

Las cuestiones de Etica y Estética, igualmente que las de Ló­gica, evidentemente tienen que ver no con las “relaciones subjetivas” —con que es “atractivo” (para A), o con que “parece estar bien” (para B)—, sino con conceptos de una clase diferente.

Estos conceptos —lógicos, éticos y estéticos, que son semejan­tes— podemos clasificarlos juntos como “gerundivos”, oponiéndo­los así a categorías lógicas, tales como “propiedades” y “relaciones subjetivas”. La denominación de “gerundivos" es apropiada, por­que todos ellos pueden analizarse como “dignos de alguna u otra cosa”, pareciéndose en esto a la clase gramatical de los “gerundivos” que nos aparece en nuestro “primero” de Latín y que consisten ev palabras tales como amandus, que significa “digno de amor” (o “conveniente para ser amado”) y laudandus, que significa “digno de alabanza”.

A la luz de esta distinción (entre “relaciones subjetivas” y “ge­rundivos”, entre lo “creíble” y lo “verdadero”) podemos hacer más explícito el problema que tenemos ante nosotros, el problema que expresamos vagamente al comienzo de este capítulo con la cuestión : “¿qué es razonar?” . Lo que tenemos que descubrir es por qué algu­nos de los argumentos que caben en nuestro patrón dialéctico mere­cen el título de “razonamiento” y otros no. Por tanto, tenemos que preguntar: “¿de qué clase de declaraciones tienen que ser a, hasta a» para hacer la conclusión a0 digna de aceptación, de una manera que las otras no lo hacen ?”.

Puesto de esta manera, el problema de ahora se parece claramente a nuestro problema central. De hecho, solamente difiere de él en ser más general, en valer para argumentos de cualquier clase y no sim­plemente para los que van de razones fácticas a conclusiones éticas.

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El razonamiento y sus usos 91

6. 3.—Teorías filosóficas sobre la verdad.

Uno puede haber supuesto, por una rápida mirada a esta cues­tión, que la respuesta depende completamente de la clase de conclu­sión que tenga que ser justificada y de las circunstancias del caso. Esto es, uno puede haber supuesto que las clases de cosas que hacen digna de fe una conclusión científica eran tan diferentes de las que hacen (digamos) verdadera una conclusión matemática, ética, psicoanalítica o estética, que no pudiese decirse nada válido que se aplicara a todas ellas. Y uno podría haber dudado, en consecuencia, de si había alguna esperanza de encontrar una respuesta explícita a la cuestión, desde el momento en que cualquier fórmula verbal sufi­cientemente comprensiva para cubrir todos los modos de razonamien­to, tiene que ser tan vaga como inútil.

Una vez más, sin embargo, los filósofos pretenden saberlo me­jor. Para la mayor parte de ellos, nuestros temores y dudas no son auténticos, y están dispuestos a sacarnos, en contestación a nuestra pregunta, una fórmula verbal comprensiva de la clase que parece que se requiere. Para decir la verdad, sacan entre ellos un gran número de tales fórmulas, muchas de las cuales parecen, a primera vista, ser incompatibles con las otras. Al considerar el problema estamos de hecho más bien en la situación de tener demasiadas respuestas para escoger que en la de tener demasiado pocas.

Algunos de los filósofos declaran que, para hacer la conclusión digna de fe, los argumentos deben mostrar “que corresponden a los hechos” '. Otros declaran en vez de esto tienen que mostrar “que es coherente con nuestras otras creencias”. Una tercera escue­la dice “que es del provecho del que la usa” ; una cuarta, “que los miembros del proletariado la creen”. Y estas son solamente una po­cas de las respuestas dadas.

Estas "teorías filosóficas de la verdad” son comparables a las “teorías filosóficas de la Etica”, discutidas en nuestros primeros ca­pítulos. Pueden dividirse en dos clases, según que consideren la "verdad” de la conclusión como una propiedad de la conclusión mis­ma —éstas podemos llamarlas, naturalmente, doctrinas “objeti­vas”—, o que tengan que ver con la actitud, interés, bienestar del que hable o de algún grupo limitado de personas al que pertenece

' Véase John Wisdom, Problems of Mind and Matter. cap. XI.

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—esto es, doctrinas “subjetivas” '. (En algunos aspectos, lo que más me sorprende es que no me he encontrado nunca con una “doc­trina imperativa de la verdad”, considerando especialmente que se­ría fácil y entretenido desarrollar una de este tipo y también bas­tante plausible. ¿ No se podría argüir con fuerza considerable que el decir que una conclusión es “verdadera” no es atribuir una “propie­dad” a la conclusión o expresar la “actitud” de uno respecto a ella, sino que es precisamente manifestar la creencia que uno tiene en ella y presionar para producirla en nuestros interlocutores con la esperanza de que ellos asentirán a ella y la creerán ?)

La cuestión que tenemos que preguntarnos a nosotros mismos en este punto es si tales doctrinas filosóficas sobre la verdad —y, análogamente, las correspondientes teorías de Estética: las doctri­nas "objetiva”, “subjetiva” e “imperativa” de la "belleza”— pueden esperar tener éxito en la destilación de las esencias de la “verdad” y de la “belleza” en fórmulas verbales comprensivas.

Si volvemos a nuestra primera discusión sobre las teorías de la “bondad” y volvemos a traer las razones por las que las teorías filo­sóficas de la Etica no lograron hacer, para con la “bondad”, lo que estas teorías quieren hacer para con “la verdad” y “la belleza”, y si recordamos cómo fue el que llegásemos a clasificar “lo bello”, “lo verdadero” y “lo bueno” en una categoría sola, como “gerundi- vos”, entonces nuestra respuesta a esta cuestión tiene que ser que no. Los argumentos que nos llevaron a rechazar los tres tipos de teoría “ética” pueden valer igualmente bien para las “teorías” de la verdad y de la belleza. Y demostrarían, tan rigurosamente como lo demostraron para las teorías de la Etica filosófica, que tales doctri­nas filosóficas de la verdad y la belleza no pueden tener éxito.

En consecuencia, podemos concluir:1) Que las cuestiones “¿qué es la verdad?” y “¿qué es la be­

lleza?”, si se responden directamente, no son más fructíferas que las correspondientes cuestiones: "¿ qué es la bondad ?”, “¿ qué es la rectitud?”.

2) Que todas las respuestas lacónicas dadas a estas preguntas, si se toman literalmente, son falsas, y que, si se toman figurativa­mente, sólo pueden, en el mejor de los casos, fijar la atención en al­guna característica especial del concepto, todo lo importante que se 1

1 El efecto despistante de las metáforas espaciales puede mostrarse, tanto en la “teoría de la verdad” , como en la ética filosófica (cf. 3. 8 y 4. 5) y en la Metafísica (cf. 8. 9). Recuérdese la vieja sentencia: Judicium est “ Iocus" veritatis.

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quiera, o quizá sobre una gama limitada de casos, pero no de aplica­ción universal.

3) Que las cuestiones prácticas centrales, “¿qué clase de co­sas hacen una conclusión digna de fe?” y “¿qué clase de cosas ha­cen una obra de arte digna de admiración?”, han de responderse no con “camiones de mudanza” verbales con sitio para todos los casos, sino una discusión de los medios que pondríamos para hacer nuestra elección en el caso en que tuviéramos que hacer frente a alguna va­riedad especial de proposiciones u obras de arte.

Sería aburridísimo repetir en detalle con relación a "lo verdade­ro" y a “lo bello” los argumentos que ya hemos dado para “lo bue­no”. Podemos quedar contentos con ilustrar la fuerza de nuestras conclusiones, puesto que valen para una típica “teoría de la verdad”. Escogeré para este propósito una teoría, que es a la vez la que está más de moda y en muchos aspectos la más plausible: la teoría de la verdad “de la correspondencia”.

6. 4.—La teoría de la verdad de la “correspondencia"

Según la teoría de la verdad de la “correspondencia”, decir que una proposición es verdadera es decir que “corresponde” a los he­chos. (Esto es colocar la “verdad" de la proposición “en” la propo­sición misma, más que “en” el que habla o el que escucha, de tal manera que la teoría puede ser clasificada como “objetiva”). Los defensores de esta teoría arguyen que las declaraciones ai hasta a» solamente pueden hacer “verdadera” la conclusión at si muestran que ésta “corresponde a los hechos” .

Ahora bien, para hacer justicia a esta teoría y a sus defensores, parece que da un vivo cuadro de lo que requerimos de ciertos tipos de declaraciones al juzgarlas como “verdaderas” o “falsas". Hay al­gunas frases que podemos describir con viveza casi literal como “correspondientes a” o incluso como “que dan un retrato de” las ca­racterísticas del mundo que describen. Las frases de este tipo (po­demos decir) tienen una “estructura”, es decir, la frase puede des­componerse en un número de elementos; cada uno de estos ele­mentos “se refiere” a algo del mundo, y las relaciones mutuas de estos elementos en la frase, son iguales (si la frase expresa una pro­posición “verdadera”) o desiguales (si expresa una “falsa”) a las re­laciones mutuas en el mundo de las cosas a las cuales “se refieren” los elementos.

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Consideremos, por ejemplo, la frase: “El gato está sobre la es­tera”, que aparece en un primer libro de lectura de un niño. Esta frase puede descomponerse en tres elementos a s í :

“1 (el gato) 2 (está sobre) 3 (la estera)”

o más simbólicamente, a s í :

i a 3<D 1 ©

La situación que describe esta frase puede dibujarse a s í :

y este estado de cosas, hecho, o lo que ustedes quieran, puede re­presentarse a su vez a s í :

Cuando se tengan en cuenta las convenciones que gobiernan la es­critura de la Lengua inglesa 1 —que consistirán en filas horizontales de símbolos y así sucesivamente—, estará claro que podemos consi­derar la “estructura” de la frase “El gato está sobre la estera” como reflejada en la estructura de la situación que describe, pero como forma diferente de cualquiera de las situaciones que hacen falsa esta afirmación.

Podemos hacer el mismo tipo de cosas con otras simples frases

1 Uno se puede imaginar una lengua en la que fueran menos rígidas es­tas convenciones, en la que, por ejemplo, las relaciones espaciales fueran expresadas de manera pictórica, de modo que uno escribiese :

“gatoestera”

en lugar de "El gato está sobre la estera” .Uno puede, incluso, imaginar a gente para la cual las fotografías o los

dibujos ocuparan el puesto de las frases descriptivas, de tal manera que el dibujo que he incluido en el texto fuese usado como “jeroglífico” o “picto- grama” ocupando el puesto de la frase, Pero sobre este punto véase 6. 5, pá­rrafo final.

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descriptivas. Suponed, por ejemplo, que digo: “Jones se marchó de la casa después de Smith”. Entonces, si mi afirmación es verdadera, el orden temporal de las palabras “Jones” y “Smith" tiene relación directa con el orden en el que las dos personas referidas transpusie­ron cierto umbral. Y, si es falsa, no hay esta correspondencia entre los elementos de mi frase y los de la situación descrita. Nuevamente, podemos desplegar así a manera de diagrama, las cosas que hacen verdadera la frase:

Frase : (Jones) (se marchó de) (la casa) (después de) (Smith)Elementos: 1 2 3 4 5

Y nuevamente la “verdad” o “falsedad” de la frase depende de que haya una “correspondencia” entre dos “estructuras” : la “estructu­ra” de los elementos de la frase y la "estructura” de las cosas del mundo a los que los elementos “se refieren”.

(Por cierto que este segundo ejemplo subraya un punto impor­tante que está oscuro en el caso del primero. Al buscar la “corres­pondencia” entre las dos “estructuras” en un caso particular, reque­rimos una regla de interpretación que especifique la naturaleza exacta de la “correspondencia”. Tenemos, por ejemplo, que aprender que, cuando es verdadera la frase dicha “Jones se marchó de la casa an­tes que Smith”, los acontecimientos referidos tienen el mismo orden temporal que las palabras “Jones” y “Smith”, mientras que en el caso de "Jones se marchó de la casa después de Smith” está inver­tido el orden temporal de los acontecimientos.)

Por tanto, la teoría de la verdad de la “correspondencia" sí que da una cuenta viva e iluminadora de una sola característica de la

Estructura de la frase :

t G)'

4

5 ®

Hecho correspondiente :

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verdad de cierta gama de frases, gama que pudiera hacerse mucho más extensa que yo lo he hecho al examinar con más detalle las ma­neras en que las palabras están hechas para “referirse a” las cosas. En esto esta teoría se parece a las teorías filosóficas de E tica; pero, con el fin de sacar a luz toda la fuerza de la analogía entre “la ver­dad” y la “bondad”, tengo que hacer ver que se parece a dichas teo­rías éticas en otro respecto: el de que, si la teoría de la “correspon­dencia” se presupone ser de aplicación universal, sus consecuencias son paradójicas e incluso carentes de sentido.

6. 5 .—Correspondencia y “descripción”.

Si se busca una respuesta simple y exhaustiva a la pregunta de qué es la verdad, es bastante natural escoger como tal respuesta “la correspondencia con los hechos”. La viveza de esta frase, en los ca­sos para los que vale más exactamente, la recomienda por encima de otras respuestas posibles, y no es sorprendente ver que los que han emprendido la tarea de “agotar el Universo de la Lógica (por ejemplo, Wittgenstein en su Tractatus Log'co-Philosophicus) la han tomado como punto de partida.

Sin embargo, el fallo de tales intentos está garantizado antes de que comiencen. Se supone implícitamente en cualquier afirmación de la teoría de la verdad de la “correspondencia” que todas nuestras declaraciones que significan algo pretenden ser descripciones. Yo no hubiera podido explicar la teoría sin dar como ejemplo una “fra­se descriptiva” y sin hablar de propiedades del mundo al que “co­rresponde” como las que ella “describe” . En realidad el hecho en cuestión es que, si se parte de la teoría de la verdad de la “corres­pondencia”, la única categoría lógica que se puede “agotar” es la de las “frases descriptivas”. Todos los otros tipos de declaraciones se van de las manos.

Cuando Wittgenstein escribía en el Tractatus: “La especifica­ción de todas las proposiciones elementales verdaderas describe com­pletamente el mundo. El mundo está completamente descrito por la especificación de todas las proposiciones elementales más la especifi­cación de cuáles de ellas son verdaderas y cuáles falsas” 1 (donde una "proposición elemental” es la que “describe” y “afirma la exis­tencia de” un “hecho atómico”), su uso explícito de “describe” y “des- *

* Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, 4. 26

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crito” debería haber hecho esta limitación doblemente clara. Y toda­vía, al mismo tiempo parece (Wittgenstein) haber supuesto que sus observaciones eran pertinentes a la totalidad de la Lógica, ya que siguió haciendo observar que muchas de nuestras declaraciones no son respetables lógicamente. Por ejemplo, según el Tractatus, "no hay proposiciones éticas” * *.

Sin embargo, lo único que con esos medios se puede probar acer­ca de las declaraciones éticas es que no son descriptivas, y esto no es ninguna novedad. El primer paso al aplicar la prueba de la “co­rrespondencia” para la verdad es descomponer la frase del caso en elementos, cada uno de los cuales “se refiera a” algo del mundo 1; hasta que no se ha hecho esto todo lo que se hable sobre “estructu­ras que comparan” o sobre “búsqueda de correspondencia” carece de utilidad. Pero si tenemos interés en los juicios éticos, la instruc­ción de “descomponer” el juicio en “elementos” de esta clase no puede significar nada para nosotros, ya que los conceptos éticos, como vimos cuando discutíamos las doctrinas objetiva y subjetiva de la "bondad” ’, no puede decirse que "se refieren a” nada en abso­luto, rii del que habla ni del mundo sobre él. En consecuencia, la teoría de la “correspondencia”, tan viva y aguda en cuanto aplicada a cierta gama de declaraciones, se convierte en carente de sentido y obstruyente cuando se aplica a otra, igualmente “respetable”, pero inapropiada para aquélla. Y si el criterio de verdad que esta teoría recalca no tiene sentido cuando se aplica por lo menos a deter­minada clase de declaraciones, ¿cuál puede ser la utilidad de exal­tarlo a una teoría de la verdad aplicable universalmente?

¿ Hay alguna manera de explicar por qué el criterio de verdad de la “correspondencia” vale solamente para las descripciones? Yo creo que sí lo hay. Suponed, por ejemplo, que a “Slimy Joe” le hayan puesto diez años por falsificación y que lleve a la cárcel. Una de las primeras cosas que tienen que hacer es hacerle la ficha completa, es decir, le sentarán a la luz, un carcelero tomará nota del color del pelo —“rubio”— y de la cara —“coloradote"—, medirán su altura, su perímetro torácico y otras dimensiones —“6 pies media pulgada,

1 Op. cit., 6. 42, pág. 183. No quiero sugerir que Wittgenstein mantenga aún los puntos de vista citados aquí. Estoy seguro de que estarla dispuesto a criticarlas por lo menos tan rigurosamente como yo lo he hecho. Pero estas citas mantienen su gran importancia histórica.

* Como hicimos en 6. 4 con la frase (El gato) (está sobre) (la estera).9 Véase 3. 8 anteriormente.

7

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35 normal y 39 en inspiración, en pulgadas”— y apuntarán cual­quier característica especial —“una cicatriz sobre el ojo izquierdo” .

Ahora bien, si “Slimy Joe” llega a escaparse alguna vez o vuelve a su vieja ocupación después de ponerle en libertad, se preparará una comunicación de "reclamado por la policía” para distribuirla en todas las comisarías. La finalidad de esta comunicación será efec­tuar su reconocimiento y con ello su captura. Por tanto, esta comu­nicación dará una descripción total de él basada en las notas tomadas en la prisión : “ 6 pies 7 » pulgada de altura, pelo rubio y cara colo- radota, con una cicatriz sobre el ojo izquierdo, etc. En tanto esto sea una buena descripción, ayudará a sus lectores a reconocerle, pero, si por alguna equivocación, se envía la ficha de alguien distinto en lu­gar de la suya —“5 pies 4 pulgadas sobre poco más o menos de altu­ra, pelo rufo, piel lechosa”—, los que la reciban pueden quejarse justificadamente diciendo que no se podía esperar que nadie recono­ciese a "Slimy Joe” por esa descripción. En tanto la comunicación en circulación ayuda a la gente a reconocer al hombre que está recla­mado por la policía, esta comunicación es una buena descripción ; en tanto deja de valer para este reconocimiento falla como descripción.

Esto nos da una pista. Al componer una descripción tenemos que hacer una declaración que corresponda, de manera que se pue­da reconocer, a lo que describa : al comprobar una descripción tene­mos que confirmar que sí corresponde a la cosa descrita. Por tanto, la razón por la que el criterio de verdad de la “correspondencia” vale tan aceptablemente para las frases descriptivas, es porque con su ayuda podemos descubrir si han servido para su propósito, y, ¿es algo sorprendente que las reglas que este criterio da para com­probar frases descriptivas se parezcan a las reglas que da para hacer una descripción “al revés” ? *.

Este ejemplo de la teoría de la verdad de la “correspondencia” confirma nuestra sospecha de que la respuesta a la pregunta sobre “qué hace que las declaraciones sean “razones” para una conclusión” depende, y tiene que depender, de las circunstancias y del tipo de conclusión implicada. No se puede esperar que ninguna única res- 1

1 Algunos se quejarán de que estoy siendo aquí demasiado benévolo con la teoría de la "correspondencia” , de que parece que le estoy concediendo demasiadas pretensiones. Sin embargo, nada de lo que digo sobre su valor figurativo, en cuanto aplicado a una gama limitada de frases, debe ser to­mado como que afecte en manera alguna a mis observaciones anteriores so­bre su falsedad literal. Todos estos términos de “estructura” , “referencia” y "correspondencia” se usan aquí figurativamente.

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puesta o ninguna fórmula verbal comprensiva y suficientemente ge­neral pueda cubrir todos los casos.

Mis aún ; aunque no compartimos la esperanza de los filósofos en una respuesta universal a la pregunta de que "qué es razonar”, no tenemos ninguna razón para desanimarnos por este ejemplo en nuestra búsqueda de respuestas especiales aplicables a clases limi­tadas de declaraciones. En efecto, el ejemplo es alentador desde el momento en que hace ver qué naturales e inteligibles pueden apare­cer los criterios lógicos apropiados a una clase especial de conclusión cuando se tienen en cuenta las circunstancias en las que encuentran su uso primario las declaraciones de este tipo.

Para concluir, volvamos al ejemplo con el que empezó esta dis­cusión sobre la “teoría de la correspondencia”. Hay dos cosas que tenemos que hacer notar ahora. Primera, que, aunque algunas fra­ses descriptivas son, en alguna manera, igual que retratos, este pare­cido no es esencial. En efecto, no hay ninguna razón en el mundo de por qué un pictograma de un gato sobre una estera deba de ser­vir necesariamente de "descripción” o de informe sobre un estado de cosas, en absoluto. Un retrato, cuando se usa con propósitos lin­güísticos, es precisamente más un símbolo convencional que lo es una frase escrita de manera más normal. Suponed, por ejemplo, que un hombre se acerca a mí y me entrega una fotografía de un gato sobre una estera diciendo que eso debe ser considerado como una frase. ¿Tengo yo necesariamente que saber lo que hacer con ello? ¿Cómo he de decir yo si está intentando darme un informe —diga­mos—, más bien que preguntando si el gato está sobre la estera, proclamando la belleza de los gatos o enunciando el precepto de que no se permita a los gatos que estén sobre las esteras? Después de todo, los discos de metal que tienen la silueta de frente de un co­che y que están puestos al final de algunas calles en el Continente, quieren decir “que no se permite pasar por aquella calle a los co­ches” y no “que hay un coche que está pasando por esa calle”, e in­cluso, cuando uno sabe que tales discos tienen el sentido de ser un precepto de alguna clase, hay que aprender que es precisamente ése y no “que los coches han de pasar por esa calle”.

En segundo lugar, adviértase por qué todas esas palabras como “estructura” y “correspondencia”, que hemos usado en esta discu­sión, son figurativas. La razón es que no hay dos métodos inde­pendientes de identificar las dos “estructuras” —la de la frase y la del mundo— antes de compararlas. A pesar de ello, conociendo, como conocemos, en qué ocasión podemos decir propia y correctamen­

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te que el gato está sobre la estera, podemos después señalar el gato, la estera y las palabras “gato” y "estera”, o los equivalentes picto- gramas, y dar un sentido limitado a las nociones de "estructura” y "correspondencia”.

6 . 6.—Jugar con palabras.

En el caso de las frases descriptivas el problema de por qué es apropiado un criterio especial de verdad fue resuelto cuando exa­minamos los propósitos para los que se usan las descripciones. La misma conexión íntima entre la Lógica de un modo de razonamiento y las actividades en las que el razonamiento juega su parte primaria puede ilustrarse de manera sorprendente con la ayuda de un ejemplo especialmente simple (aunque artificial) de una actividad en la que el razonamiento opera lo más que puede operar de manera carente de función.

En mi niñez solíamos jugar a un juego con la siguiente regla: partiendo de la letra A y recorriendo el alfabeto, había que cons­truir frases de la forma :

Yo la quiero con la A porque es amorosa,La odio con la A porque es arrogante;Me la llevo a Almería,Y le doy de comer alcachofas;Ha nacido en AvilaY se llama Ana Alvarez.

El modo primitivo de razonamiento implicado en este juego es el ejemplo que se requiere.

De acuerdo con las reglas del juego solamente han de aceptarse algunas de las posibles razones que pudieran darse para "querer con la A” u "odiar con la A”. Que su amor sea "bizarro” o "cómico” es una mala razón para ser dada o bien para “amarla con la A” o bien para “odiarla con la A” ; que sea “absurda” o “ambidextra” es una buena razón para ambas cosas. Las razones buenas y malas, las inferencias correctas e incorrectas, los argumentos puros e impuros, todos ellos se deciden en este caso por la regla del juego.

La naturaleza exacta de las reglas que empleamos es comparati­vamente arbitraria. El juego no sería peor si se cambiasen, de modo

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que las “razones” diferentes fueran “buenas" y “malas” respectiva­mente y que la forma de la frase requerida se convirtiera en :

Yo la quiero con la A porque es bizarra,La odio con la A porque es cómica;Me la llevo a DormilandiaY le doy de comer eucaliptos;Ha nacido en FloridaY se llama Gabriela García.

A pesar del hecho de.qeu ahora sean distintas las propiedades ló­gicas de los conceptos “querer con la A” y “odiar con la A" y las ra­zones pertinentes a cada uno de ellos, el juego podría continuar tan- bien como antes.

Las dos cosas más sorprendentes de este ejemplo, la arbitrarle-- dad de los criterios lógicos y el hecho de que sea solamente un juego, están claramente en conexión. Porque, por ser un juego, este uso del idioma es comparativamente insubstancial, es precisamente por lo que los criterios lógicos pueden ser los que a uno le gusten. Si es que ha de haber juego tiene que haber reglas, reglas para distin­guir los galimatías aceptables de los no aceptables y las buenas ra­zones de las malas, pero no importa cuáles sean estas reglas y, por tanto, la elección es arbitraria.

Por supuesto, puede objetarse que en tal juego solamente se está jugando con palabras y que, en consecuencia, apenas se le puede llamar en absoluto uso del razonamiento o uso del idioma. Y hay que confesar que en el mejor de los casos es sólo un ejemplo limítrofe de razonamiento; pero ello incluso refuerza, al citarlo, el punto que considero substancial. Todos nuestros modos más típicos de razona­miento están lejos de ser insubstanciales y las reglas para distin­guir el “buen” razonamiento del “malo” están lejos de ser arbitra­rias.

6. 7.—La versatilidad de la razón.

En el caso de los juegos de palabras, como en el de las descrip­ciones, la naturaleza de los criterios lógicos que hemos de aplicar se entiende inmejorablemente a partir del estudio de la actividad —y especialmente de la peculiaridad de la actividad— de la que forma parte el tipo de lenguaje. Pero el ejemplo del juego de palabras tiene un valor adicional: el de hacernos ver qué extremos de variedad in-

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eluyen nuestros usos del lenguaje (y del “razonamiento”) e, implicado en esto, qué parodia de nuestra práctica es argüir como si todas las declaraciones pretendiesen ser descripciones.

Si no es por completo carente de sentido hablar de “razones bue­nas y malas” y de “inferencias válidas e inválidas", incluso sobre un mero juego de palabras, ¡ cuánto menos lo puede ser sobre las discusiones que usamos en campos más importantes: en Matemáti­ca, en la Ciencia, al expresar nuestras reacciones con las cosas, al explicar nuestros motivos, al dar órdenes y en tantas otras mil ma­neras de usar el lenguaje! Y, puesto que sería rebuscado decir que estamos “describiendo”-algo cuando empleamos muchos de estos mo­dos de razonamiento, no hay que esperar que los criterios lógicos apropiados a estos modos sean los que son pertinentes para las des­cripciones. Más bien tenemos que esperar que todo.modo de razona­miento, todo tipo de frase y (si nos ponemos exigentes) toda frase individual, tendrán su propio criterio lógico que hay que descubrir examinando sus usos individuales y peculiares.

De aquí surgen los peligros de los intentos dogmáticos de definir “el razonamiento” de una única manera. Algunos filósofos (como Hume) limitan el ámbito del “razonamiento” a la Matemática y a la Ciencia. Otros estigmatizan como “pseudoconceptos” todos los con­ceptos que no “se refieran a” objetos específicos o procesos físicos. Otros están obsesionados con facetas limitadas y singulares de “la verdad”. Y otros rechazan toda declaración que no exprese proposi­ciones fácticas, basándose en que no pueden establecerse de la ma­nera en que se establece la hipótesis fáctica (¡ como si uno quisiera hacer eso!).

No harían nada de esto si reconocieran la completa variedad de propósitos para los que se usa el lenguaje. El lenguaje no es un ins­trumento de finalidad única. De hecho es más parecido a un cuchillo de “boy scout” (utensilio con dos clases de hojas, destornillador, saca­corchos, abrelatas y abre-botellas, lima, lezna e incluso una cosa para sacar piedras de los cascos de los caballos) ; y, más aún, el len­guaje es una de esas cosas que continuamente moldeamos y modi­ficamos añadiendo nuevos artificios (modos de razonamiento y ti­pos de conceptos) para ejecutar nuevas funciones, y puliendo de nuevo los viejos a la luz de la experiencia para que sirvan mejor para sus antiguas finalidades, ya familiares y bien probadas '. 1

1 Wittgenstein hace uso de la imagen de una caja de herramientas en este contexto, comparando los diferentes tipos de conceptos con los diferen­tes tipos de herramientas.

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6. 8.— Un nuevo enfoque de nuestro problema.

Hemos examinado dos tipos simples de declaraciones: "las fra­ses descriptivas”, para las que la teoría de la “correspondencia” es­pecifica los criterios de verdad y falsedad, y los galimatías usados en los “juegos de palabras”, cuyos criterios lógicos son los que se escojan para hacerlos. Descubrimos que había que entender la manera cómo se usa cada declaración, solamente en cuanto parte de una activi­dad más amplia : tan pronto como se tenía en cuenta esta estruc­tura, se veía que las propiedades lógicas del modo de razonamiento estaban relacionadas directamente con la función que desempeña y ésta, a su vez, con la finalidad de la actividad de la que es una parte. La lógica de las declaraciones, por una parte, y la peculiaridad de la actividad con la que están ligadas, por otra, son tan intimas e

( inseparables como las dos caras de una moneda.Queda por ver si tiene cabida el.-mismo tipo de relación para modos

de razonamiento más complejos y para tipos más complejos de fra­ses. Nuestro éxito en el grado que sea nos anima a esperar que, aunque estaba equivocada la búsqueda de una respuesta general y universal a la pregunta de qué sea "razonar”, aún podemos encontrar respuestas aplicables a tipos particulares de razonamiento, y en es­pecial que, mirando de un modo recto las circunstancias y activida­des en las que desempeñan su parte nuestras declaraciones éticas, podemos llegar a ver cómo se generan los criterios lógicos aplicables a ellas. Por tanto, nuestra cuestión central toma ahora la forma si­guiente :

¿ Podemos descubrir, partiendo de nuestro conocimiento de las clases de situaciones y actividades humanas, en las que encuentran su uso primario los juicios éticos, las clases de cosas que son perti­nentes como argumentos para una u otra forma de actuar?

En otras palabras, ¿podemos dar razón de nuestro modo de ra­zonar ético, que presentará su función característica, es decir, su contribución a las actividades en las que se usa?

Antes de que tratemos de dar razón de tal cosa probemos nuestro método con un modo de razonamiento que es al mismo tiempo tan complejo como el modo ético y menos disputado que él. Hay más acuerdo (porque es un asunto menos general) sobre la finalidad de la ciencia y sobre la lógica de las explicaciones científicas que lo hay sobre la Etica y sobre las normas éticas, y los argumentos que se

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presentan en la Ciencia son por lo menos tan complicados como cualquiera de los que son pertinentes para una decisión moral. En ambos hay la misma dualidad de juicios individuales y principios generales. En ambos se encuentra uno con un contraste entre la “apariencia” y la "realidad” : el científico, que distingue entre el color “aparente” del sol por la tarde y su color “verdadero” (aparte de la refracción atmosférica y demás), y el moralista, que distingue aquellas cosas que son “verdaderamente” buenas y aquellas ac­ciones que están “verdaderamente” bien, de las cosas que simple­mente nos gustan y las acciones que simplemente tenemos ganas de hacer. Por tanto, pasemos un poco de tiempo investigando la rela­ción entre el razonamiento implicado en un argumento típico cien­tífico y las características de la situación para las que vale, y veamos qué relación tiene esto en la función especial de la argumentación científica y de la ciencia misma. Después de haberlo hecho podemos volver atrás y considerar : 1

1) si la Etica es una ciencia: es decir, si los resultados de esa investigación son aplicables inmediatamente a la E tica;

2) si no, cómo difiere la función de la Etica de la de la Cien­cia, y

3) qué clase de argumentos son, por consiguiente, pertinentes en las decisiones morales.

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C apítu lo 7EXPERIENCIA Y EXPLICACION

" ...How build, unbuild. contrive; To save appea- rances..." “ ...Cómo construir, derruir y violentar. Para salvar las apariencias...”

Milton, El Paraíso perdido, VIII, 81.

7. I.—El deseo de una explicación.

Suponed que estamos paseando con unos amigos y que yo llevo conmigo un bastón de paseo. Si lo paso de uno a otro, todos estarán de acuerdo conmigo en que es un bastón derecho; aparecerá como que está derecho y a su vez nos hará pensar a todos que lo está. Sin embargo, si llegamos a un arroyo y lo meto en él hasta la mitad, ya no habrá la misma certeza sobre esto. Si le pasamos la mano no percibiremos en la superficie del agua ningún cambio en la dirección a la que apunta el bastón, al tacto nos parece a todos que está de­recho. Pero si estamos de pie alrededor de él y cada uno de nosotros da su propia impresión de cómo se le aparece el bastón, diferiremos en lo que digamos. Unos dirán que está torcido hacia la izquierda, otros, que está torcido hacia la derecha y uno o dos dirán que está solamente escorzado.

Al encontrarnos con este fenómeno podéis reaccionar de un gran número de maneras diferentes. Vuestra reacción puede ser de asom­bro: puede que simplemente miréis con fijeza el bastón, me pidáis que lo saque y lo vuelva a meter varias veces para que podáis com­prender lo que pasa y digáis: “¿A que es maravilloso?” También

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cabe que sea de admiración : puede que estéis sorprendidos por la manera cómo los contornos de la orilla del río realzan la inclinación del bastón, me pidáis que lo mantenga así y digáis : “¿ no es esto un cuadro?”. Podéis sentiros indiferentes, extrañaros de por qué algu­nos se interesan en el fenómeno y apartaros diciendo: "Bueno, ¿y qué ?”. O podéis sorprenderos al no esperar que pasase esto y decir: "¿A que es extraño?” Lo que sigáis haciendo y diciendo, las pre­guntas que formuléis, las consecuencias que saquéis, las investiga­ciones que emprendáis, todo depende de la naturaleza de vuestra reacción : extrañeza, admiración, sorpresa o lo que quiera que sea. Por el momento concentrémonos en la última de éstas: la sorpresa.

Suponed que en vuestra reacción lo que domina es la sorpresa ante lo no esperado del fenómeno. La cosa que os desconcierta res­pecto a la situación es la manera cómo el testimonio de nuestros sentidos, en principio inequívocos y unánimes, se ha convertido en ambigua y portadora de conflicto. Hay conflictos obvios de tres clases :

1) Entre los informes del mismo observador sobre la misma pro­piedad en diferentes momentos : primero dice que está derecho y ahora dice que está torcido.

2) Entre los informes de observadores distintos sobre la misma propiedad al mismo tiempo: unos dicen que está torcido a la dere­cha, otros que está torcido a la izquierda y, otros a su vez, que sola­mente está escorzado.

3) Entre los testimonios de sentidos diferentes sobre la misma propiedad al mismo tiempo: mirando al bastón diríais que está tor­cido, pero en cuanto al tacto diríais que está derecho.

Como consecuencia de estos conflictos preguntáis: “de qué se trata en realidadf, ¿ está torcido de verdad o no ? Si lo está, ¿ lo está a la izquierda o a la derecha? y, si no lo está, ¿por qué parece como si lo estuviera?”. Y, al hacer estas preguntas, empezáis a pedir una explicación del fenómeno.

7. 2.—Explicación y expectación.

Si lo que os impresiona sobre el fenómeno es lo inesperado que es, puedo hacer numerosas cosas para ayudaros a satisfacer vuestra petición de una “explicación”. Para empezar puedo haceros ver que esto es algo que sucede siempre en tales circunstancias, que no es

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una peculiaridad de este bastón concreto ni de este arroyo en particu­lar, sino que cualquier trozo de madera, metal u otro sólido sumer­gido en una extensión tersa y nivelada de agua, en una corriente o en un estanque, en un depósito o en la pila de lavar, parece lo mis­mo. Puedo indicar que el grado en que parece que se inclina en tales circunstancias depende únicamente del ángulo en que se le sumerja y de la dirección desde la que se le mire, y puedo daros una ecuación que ponga en relación el ángulo en el que parece torcerse con el ángulo de inserción y la dirección de m irada; dada esta fór­mula (la ley de Snell) podréis decidir de antemano cómo va a parecer cuando se le sumerja con un nuevo ángulo o visto desde otra direc­ción nueva. Entonces puedo haceros ver que sucede algo parecido cuando se mete el bastón en otras substancias distintas al agua —en gasolina, alcohol, vidrio o hielo—, pero que el grado de inclinación difiere de substancia a substancia, y puedo daros una tabla de cons­tantes con cuya ayuda podéis extender la ley de Snell para que que­pan en ella también estas substancias (introduciendo así el concepto de “índice de refracción” : la propiedad de una substancia, constante en una amplia gama de condiciones, de la que depende el grado de inclinación). Además, puedo relacionar este fenómeno con otros que os son familiares. Al hablar del modo en que varía el “índice de refracción” con la densidad y, según eso, con la temperatura de la substancia, puedo poner en conexión la inclinación del bastón y el tremular de los objetos que se ven a través del aire que está encima del fuego. Al referir la manera cómo el "índice de refracción” en algunos materiales depende del color de la luz que pasa, puedo po­ner en conexión este fenómeno con la coloración que aparece alre­dedor de los bordes de los objetos que se ven a través de un cristal de aumento barato..., pero no hay necesidad de seguir adelante.

Todas estas cosas ayudarán a hacer que el fenómeno parezca menos sorprendente. Todas ellas ayudarán a satisfacer vuestra pe­tición de una “explicación”. Todas ellas os satisfacen dando una explicación del mismo tipo, una explicación tomada de la Física, la ciencia apropiada para esto '. Y cada una de las explicaciones está trazada para hacer ver que, partiendo de nuestra experiencia de los fenómenos ópticos, la inclinación del bastón “era de esperar”. 1

1 Creo que los hechos que he citado son más o menos correctos. A pesar de ello, no importa de manera especial si lo son o n o ; lo único que es ne­cesario es que mi “explicación” suene a plausible y sea correcta en la for­ma. Si es también correcta en substancia, simplemente ayudará a evitar ob­jeciones no pertinentes.

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108 Lógica y vida

Si tal “explicación” os satisface no es ninguna casualidad. La situación que hemos considerado es típica de aquellas para las que se requiere una “explicación científica” y para cuyo tratamiento se ha desarrollado la ciencia. Y, si es que esto nos hace ver algo, es qué hemos de tomar como función especial de la explicación científica: a saber, traer nuestra experiencia pasada para referirse a nuestras expectativas presentes y futuras de manera tal que sea para “salvar las apariencias” 1 y convertir, en tanto sea posible, lo inesperado en esperado.

7. 3.—Las limitaciones científicas de los conceptos cotidianos.

Pero, ¿por qué necesitamos una manera especial de razonar para hacer esto? Para entender la razón de por qué, tenemos que exami­nar la manera cómo las teorías y los conceptos científicos se desarro­llan fuera de la vida, el lenguaje y la experiencia cotidianos.

La petición de una explicación surgió en el ejemplo dado de las discrepancias entre juicios diferentes sobre la “derechura” del bastón de pasear, es decir, sobre algo que consideramos en la vida cotidiana como “una propiedad única”. Es decir, surgió porque los criterios de identidad —de lo que es y lo que no es la “misma” propiedad— que damos por supuestos en la vida cotidiana y cristalizamos en nues­tro lenguaje cotidiano, se volvieron inadecuados en la nueva situa­ción. Analicemos la naturaleza de esta crisis más de cerca.

Cuando en nuestra vida y asuntos ordinarios hablamos de las propiedades de los objetos, estamos acostumbrados a usar una serie de pruebas para la presencia de una propiedad cualquiera espe­cial. Por ejemplo, al separar los objetos derechos de los torcidos con­sideramos el ser derecho y el ser torcido de diferentes maneras en diferentes ocasiones:

1 ) Como “cualidades simples”

a) para ser determinadas por el ojob) para ser determinadas por el tacto.

2) Como “cualidades complejas” *

* Cf. Müton, El Paraíso perdido, libro VIII, y recuérdese la vieja frase griega oífiCnv ra pat\i\uva estudiada por Burnet en Early Greek Philosophy. pág. 28.

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a) para ser determinadas por la visión a lo largo del objeto y tomando como medida la trayectoria de un rayo de luz.

b) para ser determinadas por la medida comparando la lon­gitud del objeto con la distancia que hay entre sus ex­tremos y tomando como medida la distancia más corta.

c) para ser determinadas colocando el objeto frente a una plantilla y tomando como medida el borde de ésta.

Y, de hecho, hay un gran número de circunstancias sobre las que estas pruebas dan resultados que no se pueden distinguir.

Cuando un topógrafo usa su teodolito y cuando un carpintero levanta su obra hasta la altura del ojo para comprobar lo que está cepillando dan por supuesto que un rayo de luz es derecho, es decir, toman como medida la trayectoria del rayo. En cambio, las mismas personas, cuando están desarrollando un problema de trigonometría o emprenden un trabajo, toman como medida la distancia más corta entre dos puntos. Ninguno de ellos tiene ninguna dificultad como resultado de usar dos criterios lógicamente independientes. Si yo miro a una carretera y la veo que va directamente frente a mí hasta el mismo sitio adonde quiero ir, puedo tener la confianza de que, siguiéndola, tomaré el camino más corto para mi destino. Si de una pila de broza cogemos las ramas que parecen más derechas, de hecho haremos la misma selección que haríamos si cogiésemos las que pensamos que son más derechas o si comparásemos sus longitu­des con las distancias que hay entre sus extremos o si las miráse­mos con un instrumento óptico.

El éxito y utilidad de nuestro concepto de "derechura” depende de hechos como estos. Si o bien nosotros o bien nuestro alrededor fueran suficientemente diferentes nos sería imposible emplear nues­tra distinción presente y cotidiana entre "torcido” y "derecho” ; in­cluso sería imposible para nosotros aprenderla. Y muy bien puede ser que las cosas hayan sido así.

Por supuesto que no podriais enseñar a nadie esta distinción si los únicos ejemplos que les diérais fuesen de la variedad represen­tada por el “bastón en el agua” ; tenéis que empezar con él con ejem­plos inequívocos: con bastones en el aire rotos y no rotos, líneas dibujadas con reglas y sin reglas, carreteras romanas y callejuelas inglesas, y cosas así. Más aún, si las propiedades ópticas de la at­mósfera estuvieran más llenas de discontinuidades (como la que hay entre el aire y el agua) o de fluctuaciones (como las que hay en el aire que está sobre el fuego), todos los ejemplos disponibles, serían

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de clase ambigua. Y, dado que no hubiese ningún ejemplo favorable, no tendríamos ninguna ocasión de aprenderlo y, por tanto, no nos sería de ninguna utilidad esta distinción.

Por otra parte, si todo el mundo fuera daltónico, es decir, si nadie pudiera aprender nuestra presente distinción entre el “verde” y el “rojo”, no nos serían de ninguna utilidad los dos conceptos cotidianos “verde” y “rojo”, tendríamos solamente uno. Y si nuestra vista fuese tal que no pudiésemos distinguir mediante el ojo lo “derecho” de lo “torcido” más que un daltónico puede distinguir el “verde” del “rojo”, no nos serían de ninguna utilidad los dos conceptos cotidianos existente entre lo “derecho” y lo “torcido”, que ahora consideramos como obvia y natural, sería inútil, rebuscada y artificial.

La caída eventual de nuestros conceptos cotidianos y la consi­guiente búsqueda de una “explicación” son, por tanto, bien inevita­bles. En tanto usemos criterios múltiples para las “propiedades” , distinguiéndolas a veces de una manera y otras veces de otra (y exis­te toda clase de razones para que debamos seguir haciéndolo así para finalidades ordinarias), es muy probable que más tarde o más temprano nos encontremos con una situación en la que conduzcan a juicios que estén en conflicto. Nuestras ideas ordinarias sobre las “propiedades” del mundo sólo pueden llevarnos a predecir y antici­par los acontecimientos que se producen a nuestro alrededor bajo una gama limitada de condiciones. Siempre sucede algo inesperado y estamos expuestos a desconcertarnos cuando eso pasa. Si queremos poder predecir estos acontecimientos y no sorprendernos por ellos, tenemos que abandonar la cuenta que dan de ellos las opiniones co­tidianas. En lugar de ellas, tenemos que intentar encontrar una que sea más de f ia r : la “científica”.

7. 4.—El desarrollo de las teorías y conceptos científicos (I)

Para empezar, restringimos nuestros criterios de “derechura” , “rojez” y “rectangularidad” considerando todas las propiedades como “cualidades complejas” y pidiendo medidas más exactas y descrip­ciones más específicas. Cuando esto falla, descartamos los conceptos cotidianos y los sustituimos por otro nuevo juego de conceptos defi­nidos por referencia a la teoría adoptada.

Estos nuevos conceptos son de dos clases : los que son refinamien­tos de los conceptos cotidianos (yo los he llamado “cualidades cien­tíficas”) y los que no tienen contrapartida en el lenguaje cotidiano;

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Experiencia y explicación 1 1 1

por ejemplo, las constantes físicas y químicas como el “índice de re­fracción”. En ambos casos el peligro de conflictos de la clase que lie descrito se hace deliberadamente tan pequeño como sea posible: los criterios para cualquier “propiedad”, en cuanto comparados con los conceptos cotidianos, se definen de modo único y son sumamente específicos. Para el científico, excepto en circunstancias especiales sobre las que volveremos más tarde *, la “derechura” (cualidad de ser derecho) es completamente ambigua. La mirada, la opinión, el rayo de luz, la plantilla, todas estas cosas son de importancia secun­daria. Para él solamente es “derecha” una línea, si es la línea más corta que une sus dos puntos extremos.

Esta única selección de criterio, esta definición especial de la cua­lidad científica “verdaderamente derecho” tiene además otra venta­ja incidental de la mayor importancia histórica. Nos permite llevar por completo a la ciencia todos los recursos e instrumentos de la geometría cartesiana y euclídea, método completo de representar una "posición” por tres coordenadas numéricas y otras propiedades físicas como funciones matemáticas de estas coordenadas numéricas. Adoptando esta única definición de “derechura”, podemos (por decir así) “engranar” (poner en conexión) los resultados de la investiga­ción matemática con el campo de la teoría física.

En el ejemplo que hemos escogido, lo que lleva a exigir una explicación son las discrepancias entre los diferentes criterios de "derechura” y “torcedura” ; la Física descarta la explicación de la torcedura aparente del bastón como efecto óptico. Pero el hecho de que la descarte no significa que la observación discordante, la apariencia de torcedura, sea considerada en este punto como menos importante que las concordantes. Cuando buscamos factores rela­tivamente constantes y consecuentes en la situación y formulamos una nueva hipótesis para tomarlos en cuenta, lo que nos ocupa son los informes que están aparentemente en conflicto; ya no hacemos más preguntas sobre los informes concordantes hasta que se ha dado razón de los discordantes. Si, adoptando la clásica definición del físico sobre la “derechura”, decimos que el bastón que está en la co­rriente de agua está "verdaderamente derecho", no nos preocupa en­tonces su sensación (en sentido físico) ; si, además, sentimos al pal­parlo que está derecho, tanto mejor, pues hay menos que explicar. Por otra parte, nuestra mirada al bastón nos deja perplejos. No nos satisface decir que mis ojos me engañan de vez en cuando; tenemos

Véase 8. 5 y 8. 6.

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1 1 2 Lógica y vida

que saber cuándo, cómo y por qué; y así nos volvemos a la teoría óptica para buscar una explicación.

La teoría óptica arranca de datos sobre situaciones artificialmente simplificadas : por ejemplo, los resultados de experimentos en los que pasan rayos luminosos estrechísimos, en direcciones conocidas con precisión, a través de prismas perfectamente tallados o de lentes de cristal de gran homogeneidad. A la base de datos de este tipo se sugieren las fórmulas (como la ley de Snell, a la que me he referi­do) que se relacionan con los grados en que son refractados los rayos de luz cuando inciden sobre diferentes prismas y lentes en direc­ciones diferentes. Ahora bien, como la finalidad de estas fórmulas es proporcionar una indicación sobre lo que esperábamos y es espe- rable más digna de fiar que cualquier otra que pueda darse a base de nuestras nociones cotidianas, la primera prueba que tienen que pasar es la de dar razón de todas las observaciones pasadas dignas de confianza en el campo de estudio pertinente. Y cuando digo "dar razón de” quiero decir que ha de mostrarse que estas observaciones eran de esperar; en otras palabras, la teoría tiene que relacionar todos los fenómenos pasados con las condiciones de los experimentos oportunos de la manera que se encontró efectivamente. Más aún, aunque los físicos que desarrollan las teorías ópticas puede que ha­yan empezado experimentando con prismas y lentes, los resultados de su trabajo tienen que ser aplicables también al tipo familiar de fenómenos que hemos tomado como ejemplo nuestro.

Una teoría que da razón de esta manera de todas las observacio­nes hechas hasta este punto, nos lleva a mitad de camino a nuestra meta provisional. Pero así como nuestra explicación se hace más precisa, mira menos al presente y pasado y más al futuro. Nues­tro paso siguiente es hacer predicciones de prueba partiendo de la teoría y usando como guía los métodos de la Lógica deductiva —y de la Matemática, cuando éstos son aprovechables—. Quizá nues­tra teoría nos llevará a predecir que cuando meta el mismo bastón en mi baño volverá a parecer torcido y que, mientras que esté en el aire, continuará pareciendo derecho (a igualdad de las demás cir­cunstancias). En tanto encontramos confirmadas por la experiencia las predicciones pertinentes mantenemos la teoría. Sin embargo, si nos lleva a predecir que el bastón solamente parecerá torcido en agua corriente y resulta falso esto que esperábamos, tanto peor para la teoría: la modificamos o la abandonamos en favor de otra.

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Experiencia y explicación 113

7. 5.—El desarrollo de las teorías y conceptos científicos (II).

Ahora somos difíciles de contentar y no queremos que haya sor­presas desagradables ; así, no cesamos de predecir y comprobar, pri­mero dentro del campo originario de la experiencia, después, cam­biando una a una las condiciones iniciales como para pasar más allá de ello. Eventualmente, empezamos a hacer predicciones en un cam­po explicado por otra teoría. En este punto pueden suceder una del siguiente número de cosas :

I. Nuestra teoría puede llevar, con sólo ligeros cambios, a las mismas predicciones que la teoría establecida y las partes matemáti­cas de las dos teorías puede resultar que sean formalmente similares. En esta feliz circunstancia pueden unificarse inmediatamente las dos teorías y compararse sus conceptos: podemos explicar que las ondas de luz y de radio son fundamentalmente de la misma natu­raleza y que simplemente hay dos manifestaciones del mismo meca­nismo fundamental.

II. Puede que haya un conflicto: nuestra teoría fallará tal vez en el nuevo campo y será, así, inferior a la teoría establecida, o puede comportarse mejor que ésta. En ambos casos intentamos cam­biar los conceptos y los cálculos de la teoría deficiente para hacerlos que se ajusten : las limitaciones sin explicar en nuestras teorías nos gustan tan poco como cualquier otro fenómeno inexplicado.

III. Si embargo, cabe que no podamos hacer ninguna de las dos cosas. Puede que cada teoría explique suficientemente bien los fenómenos en su campo original y que sus campos de estudio estén claramente conectados, pero que ninguna de las dos pueda tocar los fenómenos del campo de la otra ; y este callejón sin salida puede con­tinuar por algún tiempo. Un ejemplo de esto fue el callejón sin sa­lida entre la teoría (ondulatoria) “electromagnética” de la luz y la teoría (corpuscular) de los “fotones” durante el primer cuarto de este siglo. La teoría ondulatoria explicaba la propagación de la luz, la teoría corpuscular la interacción de la luz con la materia, y ambas con elegancia y éxito; pero ninguna de ellas parecía valer de nin­guna manera para la cuestión del objeto de la otra. En tal caso la solución está en el desarrollo de un juego comprensivo de conceptos y de cálculos matemáticos que comprendan los de las teorías aparen­temente irreconciliables como casos especiales. Y esto se hizo para

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114 Lógica y vida

el conflicto de las teorías ondular y corpuscular mediante el desarro­llo de la “Mecánica cuántica” en los años siguientes a 1925.

IV. Finalmente, puede que las dos teorías conduzcan a las mis­mas predicciones aun cuando sus conceptos y métodos matemáti­cos puedan ser totalmente dispares. Un ejemplo de esto, aunque por razones históricas no sea completamente puro, puede encontrarse en el contraste entre la Física “clásica” y “relativista”. A fin de siglo los físicos se enfrentaron con ciertos resultados, anomalías aparentes en el comportamiento de la luz, que sólo podían explicarse claramente después de graves cambios en la teoría física. Einstein señaló dos maneras de resolver el problema. Primero, en su Teoría especial de la relatividad, fue a mitad de camino con la explicación de tales fenómenos recalcitrantes, pero sin abandonar la estructura de la Física clásica; y no hay ninguna razón lógica por la que su trabajo no hubiera de completarse a lo largo de esta línea. Sin em­bargo, antes de hacer esto, él mismo señaló que se podía dar razón de los resultados más elegantemente de otra manera, y en su Teo­ría general de la relatividad introdujo un tipo completamente di­ferente de estructura matemática empleando geometría "no eucli- diana” en lugar de la “euclidiana” e implicando (como veremos) ' un criterio científico diferente de “derechura”. Esta Física “relati­vista” tiene grandes ventajas en los campos en los que está mejor apli­cada. Los nuevos métodos matemáticos introducidos con ella, tales como el “cálculo tensorial”, hacen posible a Sir Arthur Eddington citar una ecuación y observar después que “hay unos 280 billones de términos a la derecha y procedemos a revisar aquellos que no sean despreciables” * *, lo cual es una empresa de la que uno podría de ma­nera excusable echarse para atrás si sólo tuviera a su disposición la matemática de menos envergadura y menos complicada de la teoría física clásica. Al mismo tiempo pueden utilizarse estos métodos más elementales en la mayor parte de la Física para sacar las predicciones correctas sin recurrir a las hazañas algebraicas de la carrera de Ma­ratón ; y, puesto que son más elementales, son preferidos por regla general. La decisión de desarrollar una rama especial de la teoría física por la dirección “euclidiana” o “no euclidiana” se hace en la práctica en función de la estimación de la dificultad relativa de la Matemática implicada en cada caso.

1 8.5 y 8.6, más adelante.* A. S. Eddington, The Mathematical Theory of Relativity, p. 108; co­

mentario que sigue a la ecuación 48. 41.

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Experiencia y explicación 115

Por tanto, en decidir qué teoría científica se va a adoptar aplica­mos no sólo una, sino un número variado de pruebas. La prueba inicial y más importante es la de la confiabilidad predictiva: la teo­ría tiene que hacernos ver que todas las observaciones que hemos hecho en el campo pertinente de estudio eran tales como hubieran podido esperarse y tiene que darnos el poder de predecir correcta­mente observaciones futuras en el mismo campo. La prueba siguiente es la de la coherencia: si hay dos teorías que cubren el mismo cam­po de estudio con igual confiabilidad predictiva, escogemos la que se compagine mejor con las teorías establecidas en campos adyacen­tes de estudio —preferentemente de manera tal que podamos uni­ficar el equipo matemático y conceptual de las dos teorías e ir de­ductivamente de la una a la otra por caminos diferentes sin incon­secuencia.— Finalmente, si tenemos que escoger entre dos teorías, ambas confiables, pero que pertenezcan a diferentes campos teóri­cos —por ejemplo, una “euclidiana” y otra “no euclidiana”—, apli­camos la prueba de la conveniencia: la teoría que logre resultados con menor esfuerzo por nuestra parte es la que preferimos.

7. 6.—El ámbito de la explicación científica.

Esto valdrá como explicación abreviada de la manera en que se desarrollan las teorías y conceptos científicos y de las cosas que, en diferentes estadios de este desarrollo, nos llevan a aceptarlos y re­chazarlos. A la luz de este examen podemos ver en qué tipos de situaciones pueden resolverse los diferentes problemas que surgen naturalmente en la ciencia y así, por eliminación, los límites del ámbito de la ciencia.

I. Recordemos la situación de la que partimos. Si en vuestra sorpresa por la apariencia del bastón me preguntáis que por qué sucede esto, cuál es la explicación de este fenómeno o cómo se expli­ca, yo sabré lo que queréis y os daré una respuesta que demuestre que el fenómeno había de haberse esperado partiendo de nuestra expe­riencia en situaciones similares. Vuestra pregunta sobre el bastón es inteligible porque la Física trata precisamente de tales fenómenos, y la pregunta de que “cuál es la explicación de esto” tiene la misma fuerza que la de “cómo un físico hubiera llegado a predecir esto” . Continuaré entendiéndoos en tanto vuestra pregunta sea sobre fenó­menos que, partiendo de nuestra experiencia, puedan predecirse con cierta buena esperanza; es decir, fenómenos respecto de los cuales

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tenemos algún método para tratarlos y sobre los cuales tenemos al­guna clase de teoría.

Por otra parte, si preguntáis por una "explicación científica” de algo sobre lo que en nuestra experiencia no hay precisamente ninguna razón para prever, no sabré qué hacer para arreglármelas en responderos. Si, por ejemplo, os impresionáis por el hecho de que los tres niños Jones aprendieron a ponerse de pie (o murieron) todos al mismo tiempo en sus respectivos cumpleaños, podéis pensar que queréis una “explicación” del hecho. Pero esta no es la clase de acontecimientos que pudiéramos haber esperado predecir (y hacemos notar esto llamándolo una “coincidencia”). Nada que pudiéramos “hacer ver que podía haberse esperado” , y, por tanto, yo no puedo emplear las técnicas usuales de la Ciencia para satisfaceros. En con­secuencia, si insistís en preguntarme que cómo lo explico, lo único que puedo hacer es encogerme de hombros y replicaros que no lo intento. Y, si protestáis diciendo que tengo que tener alguna expli­cación (queriendo decir aún una explicación “científica”), eso es falta vuestra, ya que hay algunas situaciones en las que está fuera de lugar pedir una explicación científica.

II. Otra clase de problemas que surgen naturalmente en la Ciencia es la de las preguntas como éstas : “¿ es correcta esta explica­ción?” y “¿cuál de estas explicaciones es correcta?” . Si me pregun­táis si esta explicación es correcta, tomaré vuestra pregunta como una averiguación acerca de si esta explicación nos llevaría a prede­cir correctamente todas las observaciones tomadas en el campo que hace el caso o sobre los fenómenos que ella nos lleva a esperar que se produzcan o las maneras de cómo podemos probarla experimental- mente. De igual manera sabré cómo habérmelas con la cuestión de

cuál de estas explicaciones es correcta ?” cuando sea equivalente a :1 ) “¿Cuál de ellas lleva a predicciones más dignas de fiar” ?, o2) “Dado que ambas son satisfactorias experimentalmente, ¿ cuál

se compagina mejor con las teorías establecidas en las ramas cien­tíficas que le son colindantes?", o

3) “Dado que son equivalentes en cuanto a su capacidad predic- tiva y que ambas forman parte de cuerpos coherentes de la Ciencia, ¿cuál adopta el enfoque más laborioso?”.

Pero, una vez que os he dado todas las pruebas sobre la predic­ción, coherencia y conveniencia y una vez que habéis estado de acuer­do con ellas, ya no podré entender lo que pretendéis si todavía pre­guntáis: “¿es esta explicación verdadera?”, o “pero, ¿cuál de estas explicaciones es la verdadera!". Estas cuestiones ya no surgen más

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como cuestiones científicas. La Ciencia es una actividad de tal clase que no hay lugar para ellas.

III. Una tercera petición, natural para un científico, es la de una “teoría unificada”, una explicación comprensiva que cubra más de una rama de la Ciencia. Si dos ramas científicas son adyacentes y las teorías establecidas emplean conceptos comparables desde el punto de vista lógico, es propio preguntarse por la relación que haya entre ellos y buscar una teoría que cubra ambos campos y que com­prenda ambas teorías establecidas. Se puede preguntar de manera muy natural e inteligible por la relación (digamos) entre las teorías física y geométrica de la óptica, teorías que en parte llevan, de todas maneras, a predicciones sobre los mismos fenómenos; y es asunto del físico proporcionar la respuesta a ello.

Por otra parte, si se han desarrollado dos teorías para explicar fenómenos en campos separados ampliamente, o, si emplean con­ceptos cuyas características lógicas son diferentes en gran parte de la una a la otra —por ejemplo, la teoría cinética de la materia y la psicología de la composición musical—, no hay cuestión de que sus predicciones sean mutuamente pertinentes, porque experimentalmen­te no tienen ningún fundamento común. En tal caso intentar "uni­ficar” las teorías es solamente buscar complicaciones.

Tomemos un ejemplo familiar. A pesar de todos los éxitos de la Física clásica en su campo propio (la explicación de las propiedades de los gases, etc., etc.), es justo insistir, con J. W. N. Sullivan, en que

“la extensión de la teoría al conjunto de todos los fenómenos no era mucho más que una especulación ociosa. Suponer, por ejemplo, que la “Novena Sinfonía” se produjo por colisiones fortuitas de pequeñas partículas duras no fue nunca, desde el punto de vista experimental, más que una fantasía divertida” '.

Y, en efecto, desde el punto de vista lógico incluso apenas era com­prensible. Yo puedo entender lo que hay que explicar en la aparente torcedura del bastón por referencia al tremolar de los vapores cá­lidos, pero ¿qué habría que explicar en la génesis de la “Sinfonía Coral” por referencia a la expansión y contracción del hidrógeno? Nada de lo que dijera sobre las propiedades de los gases podría quitaros nunca vuestro asombro ante el genio de Beethoven o pro- 1

1 J. W. N. Sullivan, The Bases of Módem Science (edición Penguin), pá­gina 206.

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baros que la composición de la "Sinfonía Coral” “hubiera sido de esperar”.

IV. Un cuarta clase de problemas con los que nos encontramos cuando ponemos en conexión teorías al hacer colindantes entre sí los campos de estudio, consiste en problemas conceptuales tales como el de cuál es la naturaleza de la luz. Si me preguntáis por la naturaleza de la luz puedo hablaros sobre la estrecha relación entre la física de la luz y la del electromagnetismo. Puedo señalar las similitudes importantes entre los fenómenos ópticos y electromag­néticos y puedo demostrar la equivalencia formal de las teorías matemáticas (para limitarme por el momento a la física precuánti­ca). Y, en tanto hay lugar para una respuesta de este tipo, estas cuestiones conceptuales son inteligibles. Pero, una vez que se ha hecho todo esto, la pregunta de qué es la luz no tiene otra res­puesta científica. Podéis sentiros preocupados y querer seguir pre­guntando si la luz no es en realidad más que ondas de radio de fre­cuencia altísima. Pero, desde el momento en que se ha hecho todo lo que puede hacer la Ciencia para satisfaceros, ya no es apropiada por más tiempo la sorpresa ; en todo caso vuestra pregunta ya no tiene científicamente ningún sentido.

7. 7.—La "justificación" de la Ciencia.

Un examen de las situaciones en las que se busca en primer lu­gar una “explicación científica” y de la función de la explicación en estas situaciones puede, por tanto, proporcionarnos cierta com­prensión de la Lógica de la Ciencia. Al hablar de “Lógica” in­cluyo estas dos cosas :

1) Las pruebas a aplicar a una “explicación científica” antes de que se decida aceptarla como “correcta” o suspender el juicio so­bre ella, y

2) los límites a poner en el ámbito de la Ciencia desde los cua­les se ha de decidir cuándo algo que parece afirmación o cuestión “científica” se ha convertido en carente de sentido o no científica.

Más aún, tal examen nos hace ver hasta qué punto la ciencia es una actividad autónoma, qué reforzados, sostenidos y apoyados unos por otros son sus miembros y qué sólidamente descansa toda la es­tructura sobre sus cimientos de vida y propósitos humanos. En efecto, la lógica de la Ciencia llega a parecer tan natural e inevitable que uno no puede hacer nada por quedarse un poco desconcertado cuando viene un filósofo a preguntarnos cómo justificamos, no sola­

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mente una explicación científica particular, sino todas *. Pues, apar­te de una cuenta más detallada y exacta de la que yo he tenido oca­sión de dar de la manera como se desarrolla la Ciencia —cuenta que solamente nos podría ser útil para justificar esta explicación como opuesta a aquella otra, y no para justificar “explicaciones en gene­ral”—, ¿qué clase de respuesta se puede necesitar?

Está claro desde el principio que no hay lugar dentro de la Cien­cia para la pregunta del filósofo. Como científico yo puedo entender las preguntas : es correcta esta explicación ?” o “¿ cttál de estas ex­plicaciones es correcta ?” ; cada uno de ellas me presenta una autén­tica elección y requiere de mí una auténtica decisión. Pero, si en lugar de eso, yo pregunto que si cualquier explicación científica pue­de ser correcta, lo que se pide es completamente misterioso : no hay que hacer ahora ninguna alternativa auténtica y, por tanto, ninguna elección o decisión. Lo único que puedo hacer es explicar los crite­rios que tenemos para decidir si aceptamos o no una explicación científica y señalar lo natural que es (teniendo en cuenta los oríge­nes de la Ciencia) que estos sean nuestros criterios.

Y no es solamente dentro de la Ciencia donde la pregunta del filósofo está de más. Pues, si suponemos que éste explica qué clase de “justificación” es la que está pidiendo, o los resultados de tal “justificación” serán compatibles con las condiciones con que he­mos requerido hasta el presente que se encuentre un argumento cien­tífico, o se opondrán a estas condiciones. Considerad en primer lugar el primer caso: ¿ qué puede hacer su “justificación” ? Solamente puede prestar una atención exagerada a una característica de la situa­ción a expensas de las otras (de la misma manera que las teorías de la verdad de la “correspondencia” y de la "coherencia”), o, si no, (como la teoría “pragmática”) subrayar el hecho de que lo que es provechoso es el proceso en conjunto ’ (ni que decir tiene que el fi­lósofo no ve que está haciendo ninguna de estas dos cosas).

* Pienso en particular en el ‘'problema” de la inducción, sacado a re­lucir, por ejemplo, por Bertrand Rusell en The Problems Of Philosophy (1912 págs. 99 ss.). Es interesante reflejar el deseo de Russell de una “justifi­cación” de la Ciencia en vista de su convicción paralela de que la razón no tiene lugar en la Etica (cf. nota a 11. 10 posteriormente). Una consideración que nos ayuda a entender estos dos puntos de vista es que es posible, con la ayuda de un “principio de variedad limitada” u otros parecidos a éste, sacar un argumento demostrativo que presente una caricatura bastante viva de la ciencia simple ; sin embargo, no hay posibilidad de hacer lo mismo para la valoración.

* Cf. J. L. Austin en “Other Minds” , Arislotelian Soc. Supp. Vol. XX

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1 2 0 Lógica y vida

Por otra parte, ¿qué hemos de decir si sus resultados están en contra de nuestros criterios presentes? ¿Se nos pedirá que concluya­mos que un científico, que tiene una doctrina digna de fiar, coherente y conveniente, está en un error al adoptarla ? Hay algo enormemente ridículo y paradójico en tal petición. Más aún, intentemos suponer que adoptamos los nuevos criterios del filósofo en lugar de los nues­tros de ahora. Incluso si lo único que hace es abolir alguna de nues­tras pruebas presentes como superfluas, no nos servirá de nada.

Supóngase, por ejemplo, que dice que la confiabilidad predictiva es la única prueba que importa. Entonces, cuando se ha enfrentado con problemas acerca de por qué todos los de la familia Jones morían en sus cumpleaños, ya no podemos excusarnos más de tomar algún interés por ello basándonos en la razón —perfectamente buena an­tes de que cambiásemos nuestros criterios— de que somos científicos y de que nada en los resultados de la Ciencia podría habernos llevado a predecir que les ocurriese esto. En este momento tenemos que recu­rrir a los adivinadores del porvenir e igualmente a los videntes, pues, aunque puede que no tengan más éxito que la Ciencia en este campo, puede que no tengan menos tampoco. Tan pronto como nos erijamos en videntes habrá la misma dificultad en llamarnos “cien­tíficos” como la hay en llamar a Dios “matemático” ' o a un niño calculista, "aritmético” *: ir a través de todos los pasos apropiados (in­ductivos o deductivos) es algo esencial a la auténtica “Ciencia” o * 1

(1946), resumido asi por el autor : "creer a otros, como ocurre al comunicar­se, es una de las cosas que hacemos, como dar promesas, hacer inducciones o jugar. Si presionamos por una “justificación” última, solamente tendremos éxito al reducirlo a algo diferente a lo que es o al probar que es provechoso.

1 Cf. Ayer, Language, Truth and Logic (2.» ed.), pp. 85-86.a Permítaseme citar un párrafo de The Times del 17 de diciembre de

1947: “El Cape Argus informa sobre una notable serie de pruebas llevadas a cabo por el profesor de Matemáticas aplicadas en la Universidad de Stellen- bosch con un corredor de Bolsa que tiene la fama de tener un poder conside­rable en cálculo mental.

"En presencia de testigos matemáticas y con cuidadosas medidas de segu­ridad se le pidió al joven que respondiese a las siguientes preguntas : “¿Cuántas son 58 veces 73 veces 67? ¿Cuánto es 734 al cuadrado? ¿Cuán­to es 89 al cubo? Multiplique 961 por 579. Halle la raíz cúbica de 84.567. Dio todas las respuestas correctamente en 39 segundos...

"Se hicieron esfuerzos para permitir al muchacho, que es de una fa­milia de ocho, que fuese a la Universidad. Sus notas de Matemáticas en la escuela no fueron nunca buenas, porque, aunque siempre estuvieron bien sus respuestas, sus métodos de resolver los problemas carecían siempre de explicación o eran heterodoxos." (El subrayado es mió.)

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Experiencia y explicación 1 2 1

a la “Matemática” ; pero saltar a la conclusión, incluso aunque sea correctamente, no es aceptable.

El problema de qué es lo que hace a una razón ser una "buena” razón en la Ciencia y qué es lo que hace "válidas” a una argumenta­ción o explicación, solamente puede responderse a base de las ra­zones, argumentos y explicaciones que aceptamos : a saber, los que son dignos de fiar desde el punto de vista de su predicción y los que son coherentes y convenientes. Si abandonamos estos criterios por otros, cambiamos la naturaleza de nuestra actividad y, hagamos lo que hagamos en ese momento, ya no es “Ciencia”. Los criterios lógicos aplicables a las explicaciones científicas están en este res­pecto tan íntimamente conectados con la naturaleza de la actividad que llamamos “Ciencia” como la Lógica y la actividad de “describir cosas”, y la Lógica y la actividad de “querer con la A”.

Queda una posibilidad. Quizá el filósofo nos exhorte a dejar la Ciencia. Pero, en este caso, ¿dónde hemos de trazar la línea divisoria? Al abandonar la Ciencia ¿hemos de abandonar la actividad en la que encuentra su utilidad la Ciencia natural y para la que la Ciencia es nuestro instrumento desarrollado en el más alto grado? Es decir, ¿ hemos de dejar de basar nuestras expectativas en la experiencia pasada ?

En realidad estas cosas no son problemas, ya que no podríamos actuar así, incluso aunque lo intentáramos. La costumbre de basar nuestras expectativas en la experiencia del pasado está tan profun­damente arraigada en nosotros que sólo podría suspenderse por un esfuerzo sostenido de la voluntad, que a su vez no podría ser llevado a cabo más que por referencia a la experiencia de nuestro propio com­portamiento en el pasado. E incluso si, por cualquier milagro o des­ventura, perdiéramos involuntariamente esta costumbre, no obra­ríamos así por mucho tiempo, puesto que los resultados serían rá­pidos, violentos y fatales.

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C apítulo 8RAZONAMIENTO Y REALIDAD

8. 1.—“Modos de razonar” .

La perspectiva es ahora más prometedora. Cuando discutimos la naturaleza del “razonamiento”, descubrimos que la mejor manera de entender la lógica de las descripciones y galimatías era considerar las situaciones y actividades en conexión con las cuales aparecen estas formas de lenguaje y los propósitos para los que sirven. En con­secuencia, sugerí que, si hay la misma clase de relación entre la lógica de tipos más complejos de razonamiento y los propósitos para los que éstos sirven, pudiéramos esperar descubrir las reglas para seleccionar los juicios morales "verdaderos” de los “falsos” y los argumentos “válidos” de los “erróneos” partiendo de nuestro conocimiento de las situaciones en que se usan las expresiones éti­cas. Nuestra siguiente preocupación fue cómo establecer actividades complejas tales como las asociadas con la Etica, y tomamos a la “Ciencia” y a las actividades de los científicos como problema “piloto” .

Esta investigación “piloto” ha sido un éxito en la siguiente me­dida :

1) Ha hecho ver que entre la lógica de las explicaciones cientí­ficas y la función de la Ciencia existe el mismo tipo de relación que encontramos antes entre la lógica de las descripciones y gali­matías y sus usos, y

2) Nos ha ayudado, no solamente a descubrir los criterios ló­gicos aplicables a las explicaciones científicas, sino también a ver

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que éstos son los criterios lógicos aplicables a ellas, puesto que abandonar estos criterios sería dejar de hacer “Ciencia”.

Más aún, como resultado de este éxito, puedo excusar y repa­rar una omisión. Aunque he apelado en diferentes ocasiones a nues­tro reconocimiento de que hay diferencia entre “describir cosas”, “expresar los sentimientos de uno acerca de las cosas”, “dar expli­caciones científicas” y así sucesivamente, 3', aunque he usado la frase “modos de razonamiento” para referirme a estos usos dife­rentes del lenguaje, he dejado vaga la naturaleza de esta clasifi­cación (diríamos ciertamente que dar una explicación científica de un fenómeno no es lo mismo que —digamos— describirlo, pero ¿en qué difieren?). Nuestra investigación “piloto” hace ver que tene­mos que diferenciar los “modos de razonar” por referencia a las actividades más extensas de las que forman parte y hasta los lími­tes a que éstas nos llevan.

Una clasificación de los “modos de razonar” a lo largo de estas directrices tiene una ventaja especial: que puede interpretarse per­fectamente de manera literal. En consecuencia, es capaz de darnos mayor profundidad de comprensión y una captación más clara de la lógica de cada modo que las definiciones metafóricas a las que esta­mos acostumbrados.

Supóngase que alguien pregunta qué es "Ciencia". En cuanto se ha hecho la pregunta se presenta un diluvio de posibles respues­tas : “Ciencia es el sentido común organizado”, “Ciencia es el cono­cimiento sistemático y formulado”, “Ciencia es el conjunto de creen­cias que los hombres forman para explicar el maravilloso Universo que hay alrededor de ellos”. Sin embargo, si les damos vueltas en la cabeza a estas definiciones, empezamos a sentir una inquieta sospe­cha de que no nos sirven en todo lo que queremos, de que ninguna de ellas es la clase de definición que deseamos y de que, de hecho, son más bien “epigramas” que "definiciones”. Pues, nos digan lo que nos digan, que la “Ciencia” se defina como “sentido común orga­nizado”, como “conocimiento sistemático y organizado”, como "la explicación del Universo”, o como "el descubrimiento de la pauta de los acontecimientos”, nos queda por preguntar: "¿Y cómo hemos de saber cuándo hemos organizado el sentido común de la manera que está bien?” “¿Qué es una formulación 'correcta’ y qué es una for­mulación 'incorrecta’?” “¿Qué hace 'válida’ una explicación?” “¿Có­mo se distinguirá la 'pauta de los acontecimientos’ cuando se le ha . n.-entrado ?” Y en todos los casos la respuesta comienza de la mis­

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124 L6gica f vida

ma manera: “La organización correcta (formulación, explicación, pauta) es la que nos lleva a prever lo que sucede efectivamente”.

No quiero sugerir que haya algo falso en tales “definiciones”. Si lo que queréis es una “definición” epigramática más que una “defi­nición” literal, algo que dé más bien calor que luz y que haya que iuzgarsc como “feliz” o “desafortunado” más que como “verdadero” o “falso”, entonces os vendrán muy bien. De lo que se trata es de que no seáis llevados erróneamente a tomarlas super-literalmente.

De lo que trata mi posición no es tanto de compet'r con o contra­decir las definiciones más figurativas cuanto de elucidarlas. No nie­go que los científicos “investiguen la naturaleza de la realidad” (o sea la figura que sea en la que queráis envolver vuestra definición). Lo que estoy discutiendo es que lo que es asunto de los científicos es correlacionar de tal modo nuestras experiencias en campos diferen­tes que sepamos lo que hemos de esperar en el futuro. Y digo que, si os gusta llamar a esto “investigar la naturaleza de la realidad” po­déis hacerlo perfectamente, pero en tal caso ello es lo que (para vues­tros argumentos) será “investigar la naturaleza de la realidad”, y nada de lo que digáis sobre ello contradirá o confirmará ninguna idea que hayáis derivado de otra clase de situaciones en las que hablemos de "realidad”.

Desde el momento en que la noción de “realidad” es una de las que sigue dejándose ver en Filosofía y una de las que nosotros mis­mos no podremos evitar usar, veamos qué trascendencia tiene sobre ella el análisis funcional de la Ciencia dado en el último capítulo.

8 . 2.—El concepto de "realidad”.

Bueno, ¿ y qué significa nuestra noción de realidad ? Para empe­zar, adviértase que primero empezamos a hablar y a pensar no sobre la "realidad”, sino sobre lo que es “esto y aquello realmente” ; la “realidad” sólo viene después.

Ahora bien, la noción de “lo que es así realmente” es una de las nociones con las que nos encontramos en muchas clases de contextos. El científico explica que, a pesar de que parezca torcido, el bastón es "realmente” derecho; el moralista arguye que, a pesar de su be­neficio momentáneo, la práctica de dar dinero a los pobres “realmen­te” no es deseable, y así sucesivamente. Más aún, es una noción sobre la que no hay siempre concordancia o incluso compatibilidad. Puede que un artista nos lleve a un bosque y nos diga : “Mire hacia arriba

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y compare el color del cielo visto a través de las ramas con el color que tiene sobre los campos; encontrará que es un azul más pro­fundo en el primer caso que en el segundo” y cuando el físico repli­que : “Por supuesto que no es realmente un azul más profundo, eso es sólo una ilusión”, el artista volverá a replicar: “¿ que no es real­mente un azul más profundo? ¿Qué quiere usted decir con eso? ¿ Cómo ? j Basta que utilice los ojos, verá que lo es 1

La réplica del artista nos sorprenderá, ya que como punto de apoyo para su prueba toma el que aparece así en ambos casos, | que es precisamente lo que el físico ha de considerar como ajeno al asun­to ! Pero ¿ tiene esto que preocuparnos ? ¿ Hay una diferencia impor­tante entre ellos ? Las distinciones que hacen por una parte el artista y por otra el científico entre lo que es “realmente" y “no realmente” un azul más profundo, ¿ están hechas sobre las mismas bases ? Y ¿ no será que la “realidad" no es más que una etiqueta que inventamos cuando vamos a catalogar las cosas que son “tal o cual cosa real­mente” ? Hemos visto que hay algunas situaciones en las que está fuera de lugar pedir una “explicación científica” y que en algunas circunstancias se hace ociosa una discusión sobre cuál de dos teorías científicas es correcta. Por tanto, ¿ no puede también carecer a veces de todo sentido pedir una respuesta única y no ambigua a lo que es “realmente” de una manera o de otra ?

Con el fin de responder a estas cuestiones veamos cómo surge la noción de “realidad” en el desarrollo de la Ciencia y del arte, y sobre qué bases están hechas las distinciones artística y científica entre lo que es y no es realmente un azul más profundo.

8. 3.—“Realidad” y explicación.

Considerad primero cómo la distinción del científico entre “apa­riencia” y “realidad” está relacionada con su método de dar expli­caciones.

Ordinariamente, la manera cómo cambian nuestras experien­cias nos pone perplejos e intentamos “darles (a ellas) algún sentido”. Así pues, cuando nos encontramos con fenómenos inesperados, como la torcedura aparente de un bastón en el agua, pedimos dos cosas: una “explicación” del fenómeno y lo que pudiéramos llamar una "interpretación” de la explicación. Es decir, no sólo preguntamos que por qué sucede esto o por qué parece torcido, sino que también de qué se trata realmente y si en realidad está torcido o derecho. Y,

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a primera vista, la cuestión de “qué es lo que pasa en realidad” parece ser más profunda que cualquier otra petición de explicación, puesto que ¿ cómo podemos saber qué observaciones podemos aceptar como “verídicas” y cuáles hemos de “descartar” hasta que hayamos descubierto cuáles representan a la “realidad” y cuáles son “ilusorias" o “mera apariencia” ?

Pero esta sugestión de prioridad y profundidad conduce a error. Pues, suponed por el momento que dejamos de examinar, comparar y “explicar” nuestras experiencias y que damos descanso a nuestra atención. En lugar de esto, suponed que con tranquilidad y contento nos sentamos y tomamos una actitud pasiva dejando dar vueltas y cambiar ante nosotros al “maravilloso caleidoscopio de la Naturaleza”, sin preocuparnos en anticipar las experiencias del momento siguiente ni metiéndonos en anticipar o evitar ninguno de los acontecimien­tos que suceden a nuestro alrededor, sin buscar ningún fin. En este caso lo único que. nos va a suceder va a ser solamente una cosa: que nada va a ser “esperado” o “inesperado” y que no vamos a hablar ni de “realidad” ni de “mera apariencia”.

Estas ideas aparecen solamente cuando empezamos a explicar la corriente de la experiencia para describirla a base de cosas que tengan características más o menos constantes, cuando buscamos sustituir los informes "contradictorios” de nuestros sentidos por descripcio­nes “coherentes” y para hablar a los demás en un lenguaje común, y cuando intentamos predecir y regular los acontecimientos que se desarrollan a nuestro alrededor. Sólo entonces es cuando pedimos, por ejemplo, que no se considere el bastón ni como una cosa que cambia de manera abrupta de derecho a torcido cuando se le mete en el arroyo, ni como algo que es ambas cosas, torcido y derecho, para los diferentes sentidos de los observadores al mismo tiempo. Y sólo cuando pedimos esto es cuando hacemos una distinción entre la “realidad” y la “apariencia”, entre lo que realmente pasa, correspon­diente a las experiencias que explicamos, y lo que pasa aparentemen­te, correspondiente a las explicaciones que descartamos.

A su vez, si me decís que, por supuesto, el bastón no está torcido en realidad, pero no podéis sacar ninguna explicación o prueba en­caminada a no dar valor a la apariencia de torcedura, os conside­raré como tramposos. Siempre podéis decirme que no puede estar torcido en realidad, queriendo decir con ello que es un fenómeno muy sorprendente que va contra todas mis ideas previas sobre los bastones y que os preguntáis cómo hay que explicarlo; incluso en este caso traeréis como prueba todas vuestras ideas previas y ex­

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periencia, y puede que sean una buena prueba. Pero, si en lugar de eso, rechazáis mi petición diciendo que por qué se me pide una explicación y que puedo decir sin más que no está torcido en realidad, no podéis esperar de mí que lo acepte; la distinción científica entre “realidad” y “apariencia”, sólo podemos aprenderla y entenderla en conexión con una explicación.

Es tan íntima la conexión entre ellas que, al faltar algún tipo de explicaciones de un fenómeno, no cambia nada la manera en que lo describamos : si como “real” o como “aparente”. Si yo vislum­bro alguna cosa como desigual a otra que he visto antes, mi descrip­ción de ella puede ser, indiferentemente, en términos de “hecho” o de “apariencia". Es decir, no importa que yo diga que “una cosa era roja y elíptica y que zumbaba como una abeja” o que “parecía roja y elíptica y que me sonaba a mí como una abeja” . De hecho, sólo cuan­do tenemos que comparar un número de informes y queremos dar una “explicación razonada” de una experiencia es cuando tiene al­guna significación en absoluto la distinción científica entre aparien­cia y realidad.

8. 4.—Los límites de la “realidad física” (I).

Puesto que los problemas sobre la “realidad física” y sobre la “mera apariencia” solamente adquieren substancia cuando empeza­mos a intentar una explicación, aunque rudimentaria, de nuestras experiencias, podemos preguntar, partiendo de nuestro anterior análisis de “explicación”, qué es esta substancia y hasta qué punto está limitado el ámbito de tales “interpretaciones” : es decir, en qué circunstancias cesan de tener sentido los problemas sobre la “reali­dad física”.

Para empezar, las preguntas de la forma : “¿ es O realmente X ?” : “¿está realmente torcido este bastón?”..., etc., etc., solamente pue­den preguntarse sobre propiedades que tengan su correspondencia en la Ciencia. Muchas de nuestras propiedades familiares y cotidia­nas no tienen tales correspondencias ; no se usan nunca como cuali­dades científicas, sino sólo como "cualidades simples” o “complejas” , ya que las medidas que hemos visto que son importantes en la Cien­cia no incluyen ninguna correspondiente a ella.

El color “marrón” es una propiedad de este tipo. Como concepto cotidiano, el “marrón” está en un nivel de igualdad con “el verde”, “el rojo”, y “el negro”. Sin embargo, los principios en los que los

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físicos basan su clasificación del “color” —a base de longitud de onda de la radiación electromagnética— son tan diferentes de aquéllos en los que está basada la clasificación cotidiana, que los colores “ma­rrón”, “blanco” y "negro” son considerados como secundarios (para las finalidades de la Física) en relación a los colores “rojo”, “amari­llo”, “naranja”, “azul”, “añil” y “violeta”, colores cuyos nombres se aplican a las diferentes partes del especto visible. En consecuen­cia, las cuestiones sobre si alguna cosa es “realmente marrón” ten­drán solamente interés en casos sencillos en los que no se eche mano de una explicación física completamente cuidada y en los que, por ejemplo, el tema de discusión sea solamente si este objeto está iluminado a través de un cristal marrón o si es éste su color natural. No surgirán en la interpretación de las explicaciones científicas com­pletamente tomadas con cuidado; uno puede preguntar si un objeto es “realmente rojo”, queriendo decir con ello si su espectro de emi­sión tiene su máximo principal en la región “roja” del espectro; pero no hay ninguna parte “marrón” del espectro y, por tanto, no puede surgir el correspondiente problema sobre el “marrón”. Un biofísico entenderá lo que yo quiero si le pregunto si las hojas que caen de los árboles en otoño están realmente m uertas; pero, si tam­bién le pregunto si son realmente marrones en su teoría, no podrá empezar a contestarme.

8. 5.—Los límites de la “realidad fis:ca" (II).

Consideremos, por tanto, solamente aquellas propiedades que sí tienen sus correspondencias en la Ciencia, es decir, que pueden ser consideradas como “científicas”, ya sean “cualidades simples” o “complejas”. Se definen como “cualidades científicas” por refe­rencia a la teoría establecida. Por tanto, los problemas sobre ellas están limitados de la misma manera que los problemas sobre la teo­ría misma. Sólo pueden surgir cuando hay una duda auténtica sobre lo que hay que esperar o un conflicto entre las predicciones de dos teorías, y en otro caso las respuestas posibles "es realmente X” o “no es realmente X” no representarán auténticas alternativas.

Esta condición tiene dos consecuencias importantes:En primer lugar, no puedo poner en duda los patrones adoptados

en la teoría establecida. Por ejemplo, puede decir a un físico: “Este bastón parece y da la sensación de derecho, pero ¿ lo está realmente ?”, o : "He aquí la plantilla, la he estado usando como patrón, dígame

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si está realmente derecha”, o “En las condiciones de este experimen­to, ¿puedo esperar que la luz se propague en línea recta?” ; y en cada caso él tendrá algunos medios de responderme. Pero si le digo que si es realmente recta esta línea que es la más corta entre sus puntos extremos, no puedo esperar que me responda, puesto que esto es poner en duda el patrón y la definición de "derechura” sobre los que está construida toda la Física clásica : con mi pregunta le quito los medios de responderme. (De igual manera, si estoy ha­blando con un astrofísico sobre fenómenos de algún campo que normalmente esté bajo un tipo de teoría no euclídea, puedo poner en tela de juicio la derechura de cualquier cosa excepto la de un rayo de luz. La pregunta de que si este rayo de luz es realmente derecho no puede significar nada para él, ya que su aplicación de la teoría no euclídea depende del uso de este patrón.)

En segundo lugar, si dos teorías dan buena cuenta de la misma manera del fenómeno en que estamos interesados y cada una de ellas usa un criterio diferente de “derechura” (o lo que quiera que sea), vuelve a no haber lugar para la pregunta de si esto es o no es real­mente derecho. Es decir, una vez más, las alternativas ofrecidas no son diferentes en su contenido y no se sirve a ninguna finalidad científica con pedir respuestas inequívocas a la pregunta.

Esto puede ejemplificarse. Cuando en respuesta a la pregunta de si este bastón es realmente derecho, a pesar de su apariencia de tor­cedura, replicamos que lo es, confiamos en el hecho de que nuestras teorías de Optica y elasticidad emplean el mismo criterio de “dere­chura”. Pero supongamos que no lo empleasen, y que tuviéramos una teoría completamente comprobada de las propiedades elásticas de los sólidos que fuese desde el punto de vista matemático más simple que nuestra actual teoría óptica y que nos llevara a decir que el bastón se torcía realmente cuando se le metía en el agua. En tales circunstancias, pronto nos acostumbraríamos a decir que es extraño que, aunque un bastón se tuerza realmente cuando se le mete en el agua y aunque se le pueda ver torcido, siga pareciendo derecho. Y suponed que ningún experimento nunca pudiera ser decisivo entre esta teoría de la elasticidad y nuestra teoría de la refracción porque los conceptos científicos de las dos teorías fuesen independientes ló­gicamente. Si sucediera esto, la pregunta de si el bastón está real­mente derecho empezaría a parecer que estaba un poco de más. I-a manera de responderlo sería menos obvia que lo es ahora y lo que se escogiera para responder empezaría a ser una cuestión de gusto: “ ¡llámelo como quiera!”.

I.

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Por supuesto, no sugiero que sea una cuestión de gusto que di­gamos que el bastón que está en el agua está realmente torcido o derecho. Este sería el caso si el ejemplo fuese completamente inequí­voco. De hecho, hay buenas razones para decir que está realmente derecho por preferir nuestra teoría óptica existente a una teoría imaginaria de la elasticidad. En consecuencia, alguien objetará que quizá, si lo que yo he descrito hubiera de suceder, obraríamos como he predicho, pero el mismísimo hecho de que no seceda y de que nuestra teoría óptica tenga éxito nos muestra que físicamente el mundo no es así y que en realidad el bastón es derecho. Es decir, insistirá en que ningún mero cambio en la teoría podría dar razón de la diferencia entre que algo sea “derecho” o que sea “no derecho” , que la diferencia tiene que ser una diferencia “física” . Se necesita un ejemplo más llamativo para presentar lo que son nuestras “bue­nas razones”, qué prueba aceptamos efectivamente para la “reali­dad” de la derechura de alguna cosa y, sobre todo, hasta qué límite está implicado el gusto.

8. 6.—Los límites de la “realidad física” (III).

Podemos obtener lo que queremos de la Astronomía teórica. Al hablar de fenómenos del espacio, el astrónomo encuentra que es con­veniente un tipo de teoría "no euelídea” que toma como patrón de derechura los rayos de luz. En tanto hace esto, ni se planteará la cuestión de que él los llame otra cosa más que “derechos”. Pero er. otras ocasiones el mismo astrónomo hablará muy contento de rayos de luz que están “refractados”, por ejemplo, por la atracción gravi- tatoria del sol. Al describir el estado de cosas que hay alrededor del sol encuentra que es más conveniente usar un sistema euclídeo de Geometría en el que “una línea recta” se define como "la distancia más corta entre dos puntos” ; por supuesto, en tal sistema no hay nada contradictorio en la idea de que un rayo de luz esté refractado. Al hablar con el astrónomo, estaremos tentados de preguntarle si el rayo de luz es derecho o no. Pero, puesto que las dos teorías que él usa en diferentes ocasiones dan respuestas opuestas, no está bien hacerle esta pregunta aislada; ya no tiene ningún sentido.

Este ejemplo ilustra muy bien aquello en lo que yo quiero hacer hincapié. En tanto, tenemos que elegir entre lo que aparece y lo que opinamos, por una parte, y un criterio científico de “derechura” por otra, la respuesta a la pregunta de si es realmente derecho no es

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ambigua ; tenemos una buena razón para preferir el criterio cientí­fico, siendo la razón precisamente que es un criterio científico, es de­cir, un criterio escogido por su confiabilidad predictiva. Pero cuando hay un conflicto compensado por igual entre dos criterios científicos, cualquier teoría de la Realidad absoluta, que requiere que haya siempre una respuesta no ambigua al problema, es una posición sin esperanza: no habrá ninguna razón en absoluto para considerar un criterio más que otro como “último”.

La distinción entre la “realidad” y la “apariencia”, entre la apa­riencia de torcedura y la derechura de verdad, no es una distinción de importancia como la que hay entre un bastón derecho y un bas­tón que he roto sobre mi rodilla. La distinción es “de explicación” como en el caso de los ejes geométricos a que refiere sus medidas un topógrafo. La razón para decir que una cosa es “realmente derecha" o “realmente torcida” es precisamente la explicación correspondien­te. Si la explicación correspondiente es buena, hay una buena ra­zón para decir que "es realmente derecho”. Y cuando hay dos expli­caciones igualmente buenas, puede que no haya nada para elegir entre decir que “es realmente derecho” y que “es realmente torcido” .

Por esto nos deja incómodos ; pensamos que el rayo de luz no puede ser realmente ambas cosas: derecho y no derecho. Y, de al­gún modo, tenemos razón. Pero tenemos que tener claro precisamen­te qué es lo que nos da la razón. Si queremos decir que no puede ser correcto decir al mismo tiempo que “este rayo es derecho real­mente” y que “este rayo no es derecho realmente”, tenemos comple­tamente razón, puesto que, en tanto demos nuestra explicación a base de cualquier teoría especial, estas dos afirmaciones serán con­tradictorias e incompatibles. Pero simplemente estamos equivocados si queremos decir que no puede ser correcto llamar al mismo rayo “realmente derecho” cuando usamos una teoría y “no realmente de­recho” cuando usamos otra.

No es enteramente sorprendente que hayamos cometido esta falta. Estamos tan acostumbrados a hacer preguntas del tipo “¿es O real­mente X ?” en casos cotidianos (en los que no hay ambigüedad) que no podemos reconocer inmediatamente las situaciones en que estas preguntas no surgen. Es bastante fácil ver que no está bien poner en cuestión la derechura de un rayo de luz cuando ese rayo de luz es el patrón del astrónomo —cuando todo rayo de luz es precisa­mente derecho—, porque en su terminología “derecho” significa “igual que un rayo de luz”. Sin embargo, cuando se pueden dar dos explicaciones del mismo estado de cosas, una en términos de Geo-

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tnetría euclidiana y la otra en términos de Geometría no euclidiana, lo inapropiado de la cuestión es menos obvio. Sentimos un fuerte de­seo de decir, “ ¡ por supuesto este rayo de luz tiene que ser o de­recho o no!” y de pedir una respuesta definitiva para la pregunta. Tenemos la idea de que con que pudiese hablar el rayo de luz, podría decirnos cómo se consideraba él mismo, y de que lo que nos dijese tendría una autoridad especial, ya que desde luego él mismo tenía que saberlo. Pero, por supuesto, incluso esto no nos ayudaría; se considerase lo que se considerase, tendría la misma dificultad que nosotros en expresarse a él mismo. La ambigüedad de “derecho” en tal contexto —la elección, enteramente nivelada, entre sus sentidos euclídeo y no euclídeo—, no le llevaría a una posición mejor para decir que era "realmente derecho” o no, que aquélla en que estamos nosotros.

En este estadio, no puede darse ninguna respuesta, aparte de se­ñalar la conveniencia de tener teorías alternativas, cada una con su patrón de “derechura". Y esto no es porque no haya descubierto na­die la respuesta (como con preguntas del tipo de “¿qué produce el cáncer?”), sino porque la pregunta no es, en absoluto, una autén­tica pregunta. Si alguien insiste en hacer tal “pregunta”, lo único que podemos decir es que las teorías cientícas pueden interpretarse utilizando conceptos vulgares de maneras muy diferentes, y que en algunos contextos puede que no haya ninguna razón por la que una definición de "derecho” o de “rojo” deba de tomarse más que otra para darnos la única derechura o rojez “reales” .

8. 7.—El contraste entre ¡os juicios científicos y los juicios cotidianos.

Por tanto, incluso dentro de la ciencia, no es preciso que haya ninguna contradicción verdadera entre los juicios “esto es real­mente derecho” y “esto no es realmente derecho”, y cuando los jui­cios que parecen entrar en conflicto unos con otros se toman de ti­pos diferentes de contextos y de modos diferentes de razonamiento, simplemente no cabe plantear la cuestión de que sean incompatibles.

Supongamos que un científico y un profano están admirando la puesta del so l:

“El sol es amarillo” —declara uno (usando sus criterios “cien­tíficos” indirectos de color).

"No, es rojo” —declara el otro (usando la definición familiar “os­tensiva”).

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Ah!, puede que nos parezca rojo —explica el primero—, pero es realmente amarillo.”

Esta admisión nos hace ver que al llamar al sol originalmente "amarillo”, lo que tenía en la cabeza era la cualidad científica de “realmente amarillo”. Esto se confirma si se le fuerza a poner las cartas boca arriba. Cuando hace esto habla de “índice de refracción”, “longitud de onda” y otros conceptos de este estilo y va a parar a que la fuerza de su observación estaba en que “no hay cambio en la radiación misma que parte del sol cuando desaparece de nuestra vista bajo el horizonte, la apariencia de rojez está producida de cerca, en la atmósfera en nuestro límite, no en el sol”.

Cuando un científico declara que el sol es “realmente” amarillo, no rojo, no está negando que alguien (y menos él mismo) vea una mancha roja en el cielo oeste, ni el hecho que descarta el color apa­rente del sol afecta a este color de ninguna manera. Con Física o> sin Física la puesta del sol sigue siendo tan roja como siempre, y la sugerencia de que pudiera no serlo suena con razón a ridicula.

Como cientíñco, no está en situación de poner en cuestión una explicación de la experiencia dada en lenguaje común, basándose en que no cumple su cometido; pues el lenguaje común describe los objetos de nuestra experiencia de una manera que sirve perfecta­mente bien para nuestros propósitos corrientes. Solamente puede preguntarlo porque tiene fines especiales de otro tipo y para estos fines es inadecuado el lenguaje común. La mesa en la que escribo es sólida e igualmente lo es la silla en la que me siento y yo estaría justificado en usar ambas como ejemplo de objeto “sólido” cuando le enseñase a alguien esta idea. En mi conocimiento de su solidez baso yo mi confianza en que me haré daño si me doy contra ambas en la oscuridad y en que, si pongo la bandeja del té en la mesa, no la traspasará y caerá al suelo.

Sin embargo, el científico descarta la noción vulgar de solidez porque puede conducirle a suponer de manera errónea que no pase nada, ni incluso un haz de rayos <*, a través de mi mesa o de mi silla. Y está perfectamente adecuado que lo haga como físico. Pero está mal, o a lo más, es extravagante, que diga que "esa mesa no es só­lida de ninguna manera, los rayos a pasan a través de ella y, por tanto, tiene que estar llena de agujeros” —si es que imagina que los resultados de sus experimentos desacreditan el concepto vulgar de “solidez" \

' Recuérdese la famosa lucha entre Stebbing y Eddington en Philoso- phy and the Physicists, The Nature of the Physical World, etc.

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134 Lógica y vida

8. 8.—La independencia de los modos diferentes de razonar.

Así como no hay contradicciones entre los juicios científicos y los cotidianos, tampoco los hay entre aquéllos y los juicios de otro tipo. La oposición entre el artista (que dice que el cielo visto a tra­vés de los árboles es realmente de un azul más profundo) y el cien­tífico (que dice que no es realmente un azul más profundo) no re­fleja una diferencia importante como la que hay entre un buzón pintado de rojo para el correo por vía terrestre y un buzón pintado de azul para el correo aéreo ¡ representa sólo una divergencia entre los modos de razonamiento que usan, estando determinada la elec­ción de este modo por sus actividades e intereses.

La distinción científica entre “apariencia” y “realidad” sólo sur­ge cuando intentamos predecir y controlar los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor. Por tanto, para el físico el “color real” de un objeto es aquél a que le llevará a uno a atribuirle una teoría digna de fiar desde el punto de vista predictivo y lo que le preocupa sobre la afirmación del artista es que, si suponemos que el “color real” (científicamente) de un objeto pudiese cambiar simplemente porque resulta que lo miramos a través de los árboles, nunca sabría­mos qué esperar. Lo que le interesa al artista es diferente. El no se ocupa tanto de predecir nuestras experiencias futuras cuanto de re­gistrar las presentes. A él le interesa menos si la apariencia de un objeto es esperada o inesperada que si forma un modelo interesante o no.

Esto explica cómo el artista y el científico vienen a diferir en las pruebas que ellos consideran como pertinentes. Para fines cientí­ficos no es relativamente importante cómo parece el cielo a través de los árboles; para fines artísticos, ¿ qué podía ser más pertinente o importante?

Entonces, en general, cuando dos personas digan respectivamen­te “O es realmente X” y “O no es realmente X” no se contradirán sus observaciones, a menos que ambas sean del mismo tipo lógico. Cada observación tiene la fuerza de “Se debe considerar O (para es­tos fines) como X” o “Debe prestarse atención (para estos fines) a las semejanzas entre O y los objetos de la clase X” . Lo que sean “estos fines” solamente pueden descubrirse a partir del contexto y varía con el modo de razonamiento empleado. “Considerar O como X” puede ser, en consecuencia, una cualquiera de un gran número

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Razonamiento y realidad 135

de cosas tan diferentes una de la otra como "esperar fenómenos si­milares” o "emplear pintura parecida”.

“La realidad”, en un modo especial de razonamiento, tiene que entenderse como “lo que es pertinente (para los fines de esta clase de argumentación)” y “la mera apariencia” como “lo que no es per­tinente (para estos fines)”. Y, puesto que estos fines difieren de un caso a otro, eso quiere decir —digamos, por ejemplo— que “la reali­dad estética” puede ser, sin embargo, para la Física “mera aparien­cia”.

En consecuencia, simplemente no hay lugar para la pregunta: “El cielo tío puede ser al mismo tiempo de un azul más profundo y no de un azul más profundo, de modo que ¿de cuál es?”. En la situa­ción descrita no hay manera de elegir ni hay ninguna oposición ge- nuina entre las “alternativas”. La forma de las palabras: “¿ De cual es realmente ?”, cesa de expresar en absoluto una auténtica pre­gunta. Lo más que puede exigir es una decisión: “¿ Cuál he de considerar como pertinentes para estos fines, los criterios científicos o los artísticos ?”. Suponer que esto expresa aún un problema y con­tinuar buscando el único significado realmente verdadero de “la rea­lidad” es emprender la caza del pato salvaje del tipo más metafórico —no precisamente una caza del pato salvaje literal (ya que un pato salvaje es un objeto muy sólido a pesar de ser tan evasivo), sino la búsqueda sin fin de un pájaro imaginario.

8. 9.—Más trabajo innecesario para la Filosofía.

Esto nos retrotrae al punto con el que empezamos el capítulo: la diferencia entre una explicación de "modos de razonamiento” apo­yándonos en las actividades a las que están unidos y en los propósitos a que sirven —explicación del tipo que he intentado dar para la Cien­cia— y las definiciones más figurativas a base de “la pauta de los acontecimientos”, “la naturaleza de la realidad”, con las que nos encontramos más comúnmente. Ello nos subraya, primero, el valor de una explicación que pueda interpretarse literalmente y, por con­traste con esto, lo que hace tan erróneas frases como “en realidad” (tan profunda y totalmente erróneas, si se entiende mal el uso fi­gurativo del “en”, como las frases “en el objeto”, “en el pensamien­to" y “en el sujeto").

Permítaseme dar un ejemplo de esto. Puede entenderse que un

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filósofo escriba (como lo hace el Profesor J. S. Haldane en sus "Gif- ford Lectures”, The Sciences and Phtlosophy) : 1

Para los fines de com unicarse necesidades de persona a per­sona es indispensable el lenguaje que incorpora ideas abstractas. Las mismas palabras representan solamente aspectos abstractos de aquello a lo que se refieren, pero para finalidades prácticas es­tos aspectos abstractos son frecuentem ente suficientes. Las pala­bras que se refieren a la extensión y al número, por tom ar un ejemplo, son de una clase diferente de las palabras que se refieren a la belleza, y las diferentes ciencias o ramas del conocimiento han surgido a partir de sistemas —internam ente compatibles— de palabras que se aplican a diferentes aspectos abstractos de la experiencia.

(Nosotros hemos visto la importancia de examinar la manera en que surgen las diferentes ramas del conocimiento y de reservar a cada modo de razonamiento los criterios lógicos apropiados). Sin embargo, cuando pasa luego a invocar “un estadio posterior, ente­ramente natural: el de imaginar que los diferentes sistemas de ideas abstractas corresponden a realidades separadas”, no podemos por menos de detenernos a preguntar qué cosa de cuantas hay en el mundo se nos invita a “imaginar”.

Es verdad que, cuando nos representamos los resultados de la Ciencia, encontramos útil tener un cuadro mental de “la realidad" como una especie de vasta caja, estando llamado el científico a “iden­tificar” la naturaleza de sus “contenidos” y, en su lugar, este cuadro puede ayudarnos suficientemente. Pero ¿qué.hemos de hacer si nos lo presentan con varias “realidades separadas” ? Pedir que nos las representemos todas de la manera que nos representamos la “reali­dad física” es pedirnos que imaginemos “varias cajas separadas que ocupen todas exactamente el mismo espacio”, es decir, “varias cajas separadas inseparadas” y esta petición es contradictoria, ante la cual el pensamiento lo único que puede hacer es retroceder.

Hay una dificultad más. Una vez que hemos llegado al modo de pensar que “en realidad” significa más que “realmente", la frase puede llegar a significar para nosotros “en esta caja”, y, puesto que no hablamos nunca más que de un objeto que ocupe un volumen dado, podemos llegar a la idea de que nada puede “ocupar” “más que una realidad" y, en consecuencia, podemos llegar a preocupar­nos de la oposición aparente entre el científico y el artista sobre el *

136 Lógica y vida

* Los párrafos que cito están tomados de las páginas 312 y 313.

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Razonamiento y realidad 137

color del cielo. Querremos insistir en que “en realidad" el cielo tiene que ser o de un azul más profundo entre las ramas o no, y sentire­mos anhelo por una decisión entre "alternativas" que no están opues­tas.

Quizá esto explique el modo en que continúa el Profesor Hal- dane. Viendo que “las supuestas realidades separadas son mutua­mente incompatibles, e interesándose (muy apropiadamente) por “el choque entre las diferentes ciencias y entre la Ciencia y la Religión”, invoca a la Filosofía como juez imparcial que tiene que “mediar en­tre las diferentes ciencias” dondequiera que parezca que entran en conflicto. “Ni que decir tiene —nos explica— que la Ciencia no re­presenta nunca la realidad misma, ya que solamente trata de abstrac­ciones tomadas de la realidad” : es a la Filosofía a la que reserva el tratar de “la realidad misma” . Una vez más, la metáfora da origen a la Metafísica.

Pero ¿tenían necesidad los problemas de haber surgido?; la difi­cultad que vemos frente a “las realidades separadas” de Haldane ¿no es la misma que la que vemos cuando nos presentan la famosa descripción freudiana de la mente * 1 como una ciudad en la que todos los edificios levantados en un sitio siguen en pie junto con los levan­tados en el mismo lugar en tiempos posteriores ? Y ¿ no es la misma la razón de nuestra perplejidad en ambos casos, a saber: que una metáfora espacial (el “en” figurativo), suficientemente válido en su propio ámbito se ha tomado demasiado literalmente y se ha extendido su uso de modo que lleva a contradicciones ? Ciertamente, el instinto más cuerdo no es el de Haldane ni siquiera el de Freud (ya que por lo menos reconoce el origen de nuestra dificultad), sino el de Platón Karataev 1: entender la significación de las palabras solamente en sus contextos y confiar en la Lógica solamente en cuanto manten­ga contacto con la vida.

1 Freud, La civilización y sus descontentos.1 Recuérdese la cita al comienzo del capitulo 6, supra.

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Tercera pane

LA NATURALEZA DE LA ETICA

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142 La naturaleza de la ¿tica

dé más luz. Lo que va implicado en tal observación y lo que nos re­cuerda es esto: primero, el hecho de que lo que llamamos “juicios morales completamente desarrollados” tiene que ver, no con las cosas que nos gustan o con las acciones que creemos que están bien (ya que puede que nos equivoquemos en cuanto a su valor), sino con lo que es realmente bueno o justo ; y, segundo, el paralelo entre esta preocupación ética sobre el valor real de los objetos y acciones, y la preocupación científica, por ejemplo, sobre el color real del sol (descontando el efecto en su color aparente de la refracción atmos­férica, etc., etc.).

Como definición literal, “el descubrimiento de la realidad” no nos dice más sobre la Etica que sobre la Ciencia. Igual que en el otro caso, nos deja con la pregunta: ¿ Y cómo han de distinguir los científicos entre la “realidad física” y la “mera apariencia” ? ; de manera que nos quedamos ahora con otra cuestión sin respuesta. Y la distinción entre lo “realmente bueno” y lo que nos gusta, ¿es una distinción del mismo tipo que la que hay entre lo "realmente amarillo” y lo que parece amarillo o la que hay entre el bastón de paseo que “parece torcido" y el que “está realmente torcido” ? Ten­dremos que considerar este paralelismo con algún detalle; empece­mos observando los puntos de semejanza entre las distinciones.

9. 1.—"Realidad” física y "realidad" moral.

Recordemos primeramente la distinción científica. Cuando os en­contráis con el fenómeno del bastón en el agua podéis hacer una serie de cosas : desde relatar simplemente lo que veis e indicar vues­tra sorpresa hasta saber cómo relacionar este fenómeno con otros fenómenos, con los que todos estamos familiarizados, confiando en la “explicación” que se ha desarrollado para demostrar que se podía esperar la apariencia de torcedura y para justificar así vuestra ca­rencia de sorpresa.

En el primer caso haréis constar vuestras opiniones por una ex­presión inarticulada de sorpresa : “ ¡ Oh !”. Expresaréis lo que veis en la forma de un informe personal: “Veo un bastón torcido”, o “Veo lo que parece un bastón torcido”. O, finalmente, declara­réis de una manera impersonal: “El bastón está torcido”, o “El bastón parece torcido”.

Cualquiera de estas seis observaciones puede obrar como infor­me directo de vuestra experiencia : difieren solamente en el equilibrio

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Introducción: ¿Es la ¿tica una ciencia? 143

entre la fuerza retórica y la articulación. En tanto no hay intención de hacer otra cosa que recoger la experiencia, ninguna interpreta­ción, ninguna relación a otras experiencias ni ninguna explicación, no surgen los problemas de la verdad y falsedad ni de la prueba y razonamiento. Y, en efecto, no pueden surgir. Por supuesto, siempre puede ser que estéis disimulando o cometiendo una equivocación de palabras, tipo de cosas que podéis corregir después diciendo que “lo que yo veía era rojo pavo y no encarnado”. Pero, aparte de engaños y errores verbales, estas declaraciones no son susceptibles de pro­blemas. (En consecuencia, es una cuestión de gusto si las clasifi­cáis como “proposiciones empíricas que pueden comprobarse de ma­nera concluyente” o como “meras exclamaciones” ; no son ni típicas proposiciones ni típicas exclamaciones, sino ejemplos intermedios)

En el segundo caso declararéis que “el bastón no está realmente torcido y que su apariencia es una ilusión óptica”. Este juicio pre­tende ser el fruto de toda vuestra experiencia en tales situaciones. Por tanto, está lejos de ser “incorregible”. Y es, en efecto, suscep­tible de problemas por una de estas tres razones :

1) que las experiencias pasadas sobre las que se basa vuestro juicio no son como creéis ;

2) que, a pesar de que los datos son como creéis, no se refieren a situaciones suficientemente parecidas para justificar vuestra con­clusión, o

3) que, a pesar de que los datos son como creéis y de que vie­nen al caso, no conducen a la conclusión que afirmáis, sino a otra diferente.

El juicio científico enteramente desarrollado de que “el bastón es realmente derecho" está, por tanto, en fuerte contraste con la ex­presión más o menos exclamatoria de sorpresa ante lo que veis, sentís, oléis o gustáis. Y, para ser “verdadero”, tiene que seguirse de una teoría que dé razón de todas las experiencias sensibles de las 1

1 Estos dos puntos de vista aparentemente opuestos aparecen en edicio­nes sucesivas de la obra Language, Truth and. Logic, de Ayer. En la primera edición (1936) Ayer se inclina por “meras exclamaciones” (1A ed., p. 127 ¡ 2.* ed., p. 91); en la segunda edición (1946) cambia de postura siguiendo su propio tratamiento del problema en The Foundations of Empirical Know- ledge. Sin embargo, al hacer esto, admite (2.» ed., Introducción, pp. 16-11) que sus argumentos sobre este punto solamente “sugieren motivos” para rechazar o estar de acuerdo con “aplicar el término 'proposición’ a enuncia­dos que 'registren directamente una experiencia’ ; y esto es un punto ter­minológico que no tiene una importancia muy grande” .

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144 La naturaleza de la ética

personas normales en situaciones parecidas —y "dar razón de ellas” tiene aquí la fuerza de “hacer ver que eran de esperar”.

El juicio moral enteramente desarrollado puede contrastarse de ma­nera parecida con una exclamación o declaración inmediata y no con­siderada. Por ejemplo» una sorpresa agradable puede llevarnos a exclamar de una de estas cinco maneras equivalentes: “ ¡Viva!” , “¡Bien!”, “ ¡Me gusta’!”, “ ¡Eso parecen buenas noticias!”, “¡Eso son buenas noticias!” . Nuevamente las diferencias entre estas cinco observaciones dependen del equilibrio alcanzado entre la fuerza retó­rica y la articulación. El primero está más lleno de fuerza que ar­ticulado y manifiesta vigorosamente nuestras opiniones; el último está más articulado que lleno de fuerza y expresa una satisfacción más tranquila. Sin embargo, lógicamente son equivalentes: todos obran como informes directos de nuestras opiniones y todos llevan a un observador a la misma conclusión : a que las noticias nos agra­dan, supuesto que no estemos siendo hipócritas ni cometiendo una equivocación de palabras. Más aún, igual que las referencias directas de nuestras experiencias sensitivas, son “incorregibles” : no puede surgir sobre ellos ningún problema de verdad o falsedad, prueba ni razonamiento, y, a pesar de la forma de proposiciones que tienen las tres últimas, se podría argüir, con bastante razón, en favor de lla­marlas a todas ellas “exclamaciones”.

En tanto nos ocupemos sólo con observaciones espontáneas de este tipo, no hay lugar para la distinción entre los que es “bueno” y lo que nos “gusta” y en este respecto también hay un paralelismo en­tre las opiniones y las experiencias sensitivas. A menos que el tes­timonio de nuestros sentidos venga a parar a un conflicto, dándonos base para considerar como “ilusoria” la apariencia, las afirmacio­nes de que “esto está torcido” y de que “esto parece torcido" condu­cen a lo mismo '. Así también, cuando tenemos que tomar una deci­sión moral en una situación sin precedente para nosotros o con tanta prisa que no podemos considerar el caso completamente, nuestras opiniones son nuestra única guía para lo que es “bueno” o “justo”. En tales circunstancias, no hay ninguna diferencia efectiva entre "aprue­bo tu conducta” y “has obrado bien” o entre "me siento obligado a ayudarle" y “debería ayudarle”. “Apruebo tu conducta” tiene enton­ces el mismo valor que “creo que has obrado bien” o que “has obrado bien” ; los tres son igualmente “incorregibles” . Y lo mismo es verdad para la tríada : “me siento obligado a ayudarle”, “creo que debiera 1

1 Véase 8. 3 supra.

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Introducción: ¿Es la ótica una ciencia? 145

ayudarle” y “debiera ayudarle”. (Esto no quiere decir que “bueno” signifique lo mismo que “lo que yo apruebo” o que “justo” signifique precisamente “lo que yo me siento obligado a hacer”, por supuesto que no. En su sentido ínfimo, sin embargo, “lo que a mí me parece bueno” significa lo mismo que “lo que me gusta” y “lo que me siento obligado a hacer” lo mismo que “lo que a mi me parece que está bien que se haga” .)

Por el contrario, el juicio moral enteramente desarrollado, lo mis­mo que el juicio científico enteramente desarrollado, está lejos de ser “incorregible”. Es también (en algún sentido) el fruto de toda nues­tra experiencia en tales situaciones y, por consiguiente, puede dis­cutirse. También (en algún sentido) tendrá que “dar razón de” to­das nuestras experiencias pertinentes, permitiéndonos separar aque­llos casos en los que las cosas que nos parecían buenas (o justas) eran realmente buenas (o justas), de aquellos en los que nuestras opiniones eran una guía mala, siendo lo que parecía bueno realmente malo y estando bien lo que parecía estar mal. En Etica, como en la Ciencia, las referencias de la experiencia personal (sensible o emo­cional), incorregibles pero que llevan a conflicto, se sustituyen por juicios que se dirigen a la universalidad y a la imparcialidad sobre el “valor real”, el "color real”, la “forma real” de un objeto más que sobre la forma, color o valor que uno le adscribía sólo a la base de una experiencia inmediata.

9. 2.— La “disposición” y la función de la Etica.

La distinción científica entre “apariencia” y "realidad” refleja la función de la Ciencia: “correlacionar nuestras experiencias de tal manera que sepamos qué esperar*’. Partiendo de nuestra analogía entre la Ciencia y la Etica, ¿podemos ahora definir la función de la Etica de manera similar? Si es así, será: “correlacionar nuestras acciones y respuestas de manera que...”, pero aquí tenemos que de­jar un espacio en blanco, porque hemos llegado a un punto en el que falla el paralelismo entre la Etica y la Ciencia.

Los juicios morales no pretenden ciertamente ayudarnos a pre­decir nuestras acciones y respuestas. Es ocupación de la Psicología el hacerlo, en el número limitado de casos en que se pueda hacer, y los juicios que surgen : "esto le asombrará” y “los grandes ruidos asustan a los paisanos más que a los soldados”, por ejemplo, no son ciertamente morales. Nuestra analogía no nos llevará a más y te­i»

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146 La naturaleza de la 6tica

nemos que dejar no especificados por el momento los sentidos preci­sos en que los juicios morales son el “fruto de nuestra experiencia" y “dan razón de” nuestras acciones y respuestas.

Sin embargo, el mismísimo factor que es responsable del fallo del paralelismo entre la Ciencia y la Etica —la variabilidad de nues­tras “disposiciones”— puede ayudarnos a ver el siguiente paso. Exa­minemos, por tanto, las formas en que “las disposiciones" afectan al problema.

Es sintomático el mismo hecho de que se hable del color que algo “aparece teniendo”, pero del valor que “parece tener”. A pesar de que en muchas ocasiones usamos indiferentemente “parecer” y “aparecer”, “al parecer” y “aparentemente”, aún hay algunos usos que reflejan (con fuerza que varía) la diferencia entre los dos con­ceptos. Si yo veo a distancia a un hombre que amenaza con el puño a una niña pequeña, diré que “parece que está de mal humor con ella”, pero si me acerco más a él y él me gesticula y me habla de manera rápida checo o urdú (o alguna otra lengua que yo no entien­da) con voz indignada, más bien diré que “aparece estando de mal humor con ella”. (Por supuesto, si me dice lo que siente en una len­gua que yo conozca, podré decir que “está enfadado con ella”, pero podemos dejar a un lado este caso).

A lo que voy es a esto : En tanto los testimonios de que dispongo son escasos, estaré justificado en hablar sólo para mí mismo; si yo digo de buenas a primeras que “él aparece estando de mal humor con ella”, alguien replicará que “no debía de haber dicho que lo estaba y que debía de haber dicho que era algún tipo de juego”, y yo tendré que volverme atrás diciendo “bueno, a mí me parece que lo esta­ba”. Pero cuando los datos son más completos, tanto que de hecho pienso que cualquiera que estuviese en mi situación tendría la misma impresión que yo, puedo decir con toda tranquilidad que “aparece estando de mal humor”, eliminando la referencia explícita o implí­cita a mí mismo que hay en “me parece (a mí) que está enfadado”.

Como sugiere su etimología, lo que se considere aparentemente es lo mismo para toda la gente normal en las mismas circunstancias. Cuando el ocaso del sol se vuelve rojo, aparece rojo a todos los que se preocupan de mirarlo, tanto que incluso podemos decir que “real­mente parece rojo” ; lo “aparente” es primariamente lo “manifiesto” y “palpable”, y sólo secundariamente “lo que parece” *. Por otra parte, lo que se considere en cuanto al parecer lleva consigo un

‘ Pocket Oxford Dictionary, articulo correspondiente a “apparent".

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Introducción: ¿Es la ótica una ciencia? 147

fuerte matiz de engaño, irrealidad o fraude; lo “que parece” es pri­mariamente lo “supuesto", lo “aparente solamente”, lo “aparente pero quizá no real”, y sólo secundariamente lo “aparente y quizá real” *. Sobre lo que sólo parece tener una característica cualquiera estamos preparados a encontrar diferencias de opinión que nos sor­prenderían si aconteciesen en algo que apareciese tenerla.

Pero este es un punto con el que nos hemos encontrado antes. Cuando discutimos la “doctrina objetiva”, hicimos notar que había una amplia gama de situaciones sobre las que muy bien podía haber diferencias acerca del “valor” de algo, aunque no se pudiesen pensar desacuerdo sobre sus “propiedades” *. Lo que podemos hacer ahora es señalar la conexión entre esta distinción lógica y el concepto de “disposición”. Las diferencias sobre las propiedades de un objeto (como las diferencias sobre su valor) no pueden señalarse como di­ferencias de “actitud” o “disposición” : si a uno le preguntaran: “cómo es que Vd. dice que esto es rojo y ese otro dice que es verde",, no sería respuesta decir que “solamente pensamos de manera dife­rente sobre ello”.

Sin embargo, la importancia del elemento de “disposición” puede hacerse ver de manera más llamativa. Cuando un científico distin­gue entre el color “real” y el color “aparente”, su materia prima está limitada a observaciones que son las mismas para todos los obser­vadores normales en las mismas circunstancias —el testimonio de los que tienen ictericia o de los daltónicos (por ejemplo) se pasa por alto en la Optica física—. En consecuencia, ninguna teoría científica puede modificar las experiencias que explica. El sol sigue pareciendo rojo en el crepúsculo, aunque sabemos que realmente no es rojo; la Física puede explicar por qué un bastón parece torcido cuando está realmente derecho, pero no puede impedir que el bastón parezca torcido. E incluso decir que “ninguna explicación puede modificar las experiencias correspondientes” puede ser erróneo, ya que son las condiciones lógicas que imponemos a las “observaciones cientí­ficas”, más bien que cualquier característica del “mundo físico” las que cuentan para la imposibilidad ; ninguna experiencia que pudiera alterarse por el cambio en la sola creencia de uno, sería aceptable para nosotros como “observacióff científica”.

La relación entre una “experiencia moral” y el correspondiente juicio ético es diferente. El alumno que descubre que le dan sus

' Op. cit., articulo correspondiente a “seeming” . * Véase 2. 5.

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148 La naturaleza de la ¿tica

bandas como resultado del favoritismo y no del mérito, ya no tiene la misma satisfacción por ellas ; el hombre que descubre que sus sen­timientos de obligación de lavarse los dientes cinco veces al día tienen un origen psicopático, ya no siente esta urgencia de una ma­nera tan fuerte; el soldado que descubre que su oficial superior le está utilizando para su propio triunfo personal, ya no siente su de­ber invariable de obedecerle. Un argumento ético, en respuesta a la pregunta de si “esto es realmente bueno (justo u obligatorio)” puede cambiar, digamos, las experiencias correspondientes (nuestros sentimientos de satisfacción o de obligación). O puede reforzarlas de manera que digamos que “como resultado de lo que me dicen, esto parece incluso peor que lo que parecía” o cambiarlas de manera que hagamos constar que “pensando en ello, su conducta me parece me­nos inmoral de lo que parecía”.

Para contrastar la Ciencia con la Etica en este respecto: nin­guno de nosotros nos sorprendemos por el hecho de que cambien las disposiciones y actitudes de la gente cuando les presentan argumen­tos éticos (y ¿ por qué habríamos de sorprendernos ?); pero nos sen­tiríamos un poco desconcertados y confusos si alguien nos dijera: “me alegro mucho de que Vd. me haya explicado la dispersión de la radiación solar, pues desde entonces no he vuelto a engañarme; ahora el crepúsculo no me parece ya nunca rojo”.

Esto es lo que debe ser, porque refleja la diferencia entre las fun­ciones que representan los juicios científicos y morales. Si yo acepto una ley científica como verdadera, sólo tiene que alterarse mi dispo­sición en un respecto: que yo espero ahora lo que antes no espera­ba ; en mi trabajo científico no vienen al caso mis opiniones sobre estos futuros acontecimientos. Y si intento persuadir a otra persona de la verdad de una ley, lo que a mí me concierne son sus prediccio­nes más bien que sus emociones. Suponed que yo digo en el crepúscu­lo : "por supuesto que el sol no ha cambiado realmente de color, pero en este momento los estratos superiores de la atmósfera están dis­persando su radiación de manera que nos parece a nosotros rojo al nivel del suelo”. Yo sabré que el que me escucha me habrá enten­dido si, por ejemplo, me replica: “quiere decir Vd. que si yo estu­viera ahora en medio del Atlántico seguiría pareciendo como pare­cía”, o “de manera que mañana al medio día volverá a parecer ama­rillo”, o “supongo que si uno viviera en un globo a la altura de 80 millas nunca tendría crepúsculos rojos”. Y desde luego, predicciones de este tipo tienen que venir al caso para mis juicios, si es que valen la pena de alguna manera.

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Introducción: ¿Es la ética una ciencia? 149

Por otra parte —y aquí aparece la diferencia crucial entre la Ciencia y la Etica—, si yo digo que “la humildad es una virtud”, no tendré que ver nada con ninguna predicción o algo que se le pa­rezca ; más bien estoy animando a los que me escuchan a que opinen y se conduzcan de manera diferente. De igual manera, cuando acepto una máxima ética, lo primero que hago es aprobar o desaprobar, ala­bar o condenar, desear, esperar, procurar, evitar y temer cosas di­ferentes ; y todo esto, quizá, sin ningún cambio en mi situación. Y más aún, el hábito de reflexionar sobre cuestiones morales y de cam­biar los objetos de nuestra aprobación y desaprobación con arreglo a ello es la esencia de la “concienzudez”, característica personal que se considera, por regla general, como moralmente buena: en reali­dad la mejor. (Incluso Kant declara que ninguna otra merece lla­marse “buena” : “Para que una acción deba llamarse moralmente buena, no es suficiente que se conforme a la ley moral, tiene que ha­cerse también por respeto a la ley” ‘.

9. 3.—Conclusión.

Esta diferencia de función entre los juicios científicos y mora­les —los unos concernientes a modificar las predicciones y los otros a modificar las opiniones y conducta—, nos ayuda a explicar la equivo­cada identificación (popular entre los filósofos “empiristas”, escritores sobre el psicoanálisis y otros) de la “ciencia" con “la razón” y de “la Etica” con “la retórica” o “la racionalización” . Las esperanzas y miedos, los agrados y desagrados de uno están gobernados (puede ser) más fácilmente por la retórica que las predicciones. Al mismo tiempo, el elemento retórico de la Etica puede ser paralelo con la actual práctica de la Ciencia (y de la Matemática también, podemos decir). Si, como sugieren los defensores de la "doctrina impera­tiva", consideramos las frases “¡bueno!” y “¡no robes!” como las frases éticas más características, tendremos que escoger sus análogos como “juicios científicos típicos” : para “¡bien!” y “ ¡viva!” (ex­presiones de alegría), las expresiones de sorpresa “ ¡vaya!” y “ ¡tor­cido”, y en lugar del imperativo “¡no robes!", los correspondientes imperativos “¡no te sorprendas I” y “ ¡observa el eclipse esta no­che!” * *.

1 Kant, Funda-mentación de la metafísica de las costumbres. prólogo.* Recuérdese la sugestión de F. P. Rarasey de que la fuerza de cual­

quier generalización empírica o ley de la naturaleza es por lo menos im ­

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150 La naturaleza de la (tica

Pero al buen entendedor pocas palabras bastan. Ninguno de és­tos es, en absoluto, un juicio completamente desarrollado (ético o científico). De la misma manera que el elemento retórico de la Etica puede ponerse en paralelo con el de la Ciencia, el elemento racional de la Ciencia tiene su análogo en la Etica, y son sólo los juicios en los que predomina el elemento racional los que pueden llamarse “completamente desarrollados”. ¿Cuáles son exactamente los crite­rios lógicos aplicables a los juicios éticos? ¿En qué sentido son los juicios morales “el fruto de la experiencia"? ¿Cómo “dan razón" de nuestras acciones y respuestas? Brevemente, ¿cuál es la función de la Etica? Estos problemas quedan aún por resolver.

perativa en parte —que “todo O es X ” significa entre otras cosas “cuando te encuentres con un O, espera que sea un X” .

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Capítulo 10LA FUNCION Y EL DESARROLLO DE LA ETICA

“La función de los juicios científicos es modificar las predicciones de uno ; por contraste, la de los juicios éticos modificar las opiniones y conducta de uno”. Si éste fuera el único resultado de todo a lo que hemos pasado revista, uno se podría quejar de haber estado dando dos veces la vuelta al mundo para quedarse exactamente en la misma posición que se empezó. Pues la cuestión que propusimos en la pri­mera sección presuponía todo esto. Dado que los argumentos éticos son los que están llamados a influir en la conducta, preguntábamos a qué argumentos (no hay necesidad de decir que “éticos”) hemos de prestar atención y cuáles hemos de rechazar; cuando tomamos nues­tras decisiones, ¿qué hemos de hacer? Parece que difícilmente me­rece la pena mencionar que los argumentos “éticos” son argumentos que han de influir en la conducta; el verdadero problema, lo que sigue tan sin respuesta como siempre (protestaréis) no es si hemos de dejar que ellos influyen en nuestra conducta sino en qué respectos hemos de dejarlos que influyan.

La defensa de esto es la misma que la defensa de todos los viajes circulares: que ensanchan la mente. Aunque —hablando geográ­ficamente— el sitio al que volvéis es el mismo que aquél del que sa­listeis, lo entendéis mejor, os sentís más a gusto en él y podéis ser más inteligentemente críticos de las cosas que pasan allí *. Así, aun- 1

1 Cf. T. S. Eliot, Little G idding :“No cesaremos de explorar y el fin de todas nuestras exploraciones será llegar a donde empezamos y conocer ese lugar por primera vez.”

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que nos queda aún por hacer todo el verdadero trabajo, sabemos ahora muchísimo mejor lo que implicará, qué clase de enfoques es seguro que son vanos y cuáles es probable que sean fructíferos.

10. 1.—Lo cuestión en disputa.

El primer paso para resolver nuestro problema es situarlo en su fondo, ver lo que significa en cuanto a nuestra vida y nuestras ac­tividades. La clave para la Lógica de los argumentos y juicios éti- cps ha de encontrarse en la manera en que dejemos que las razones afecten a nuestra selección de acciones. Si hemos de descubrir cómo seleccionar los argumentos éticos "válidos" de los “no válidos”, te­nemos que resolver primero el problema de “cómo es que dejamos que el razonamiento afecte lo que hacemos”.

Ahora bien, esta cuestión puede interpretarse y resolverse de nu­merosas maneras. Todas las interpretaciones y respuestas son de interés para nosotros, pero directamente sólo tenemos que ver con una de ellas. Tenemos para mencionar cuatro posibilidades:

1) Puede ser considerada históricamente, como requiriendo una descripción del curso de los acontecimientos por los que pasaron nues­tros antepasados desde la conducta puramente impulsiva y sin ra­zonamiento hasta el presente grado —limitado— de conducta racional; un registro de las diferentes clases de códigos morales que han exis­tido, de la actitud, en diferentes grados de desarrollo, con respecto a la conciencia, la tiranía y la reforma del código moral, etc., etc.

2) Puede ser considerada psicológicamente como requiriendo una descripción del curso de los acontecimientos que acompañan al desarrollo de los poderes de razonamiento moral del individuo, una comparación fáctica de los diferentes métodos de educación, un es­tudio de la relación entre pobreza y vicio, etc., etc.

3) Puede considerarse lógicamente como investigación sobre las clases de cambios en la conducta característicos de una decisión ba­sada en fundamentos “morales”, sobre la manera en que el razona­miento ha de estar llamado a influir en la conducta si ha de llamar­se “ético”, etc., etc.

4) Puede interpretarse filosóficamente como petición de una “justificaJbión” de la E tica; como una pregunta acerca de por qué debe permitirse al razonamiento influir en absoluto en nuestra con­ducta.

No nos importa de manera inmediata ninguna de las dos prime­

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ras interpretaciones (tampoco la antropológica, que puede conside­rarse como un cruce entre ellas). Las respuestas a todas estas formas de la cuestión serán interesantes como ilustración de aquello tras lo que andamos, pero la naturaleza de los criterios lógicos aplicables a la Etica es manifiestamente independiente de ellas. No puede impor­tarnos exactamente lo que dijo Sócrates, qué actitud adopta la secta de los Thugs en relación al asesino ritual, cómo afecta tal o cual grado de desnutrición a las normas individuales morales o a qué edad ve uno por primera vez que hay una diferencia entre "lo que está mal” y “lo que prohíbe papá” La verdad de aquello tras lo que andamos ahora tiene que ser independiente incluso de si Sócra­tes existió. Tenemos, por tanto, que concentramos en la tercera in­terpretación mencionada: en las clases de cambios de conducta a los que tiene que dirigirse el razonamiento si hemos de llamarlo "mo­ral” o “ético". Si esta investigación tiene éxito, sus resultados nos ayudarían, por cierto, a entender la cuarta forma filosófica de la cuestión y a ocupamos de ella.

10. 2.—La noción de “deber”.

Suponed que dos personas estén discutiendo sobre lo que han de hacer. Una (A) empieza apoyando la manera de obrar a ; la otra (B) rechaza a y propone en su lugar /?. Continúan discutiendo, aportando toda clase de razones en pro y contra de « y j3. Finalmente, llegan a una decisión, poniéndose de acuerdo en que y y 8 son realmente las co­sas que están bien. ¿ Qué clase de razones habrían de aportar en pro y contra de a, /?, y y 8 para decir nosotros que habían afectado a sus deci­siones consideraciones “éticas” y que se habían abstenido de a y en favor de y y 8 porque reconocieron que estaría “mal moralmente" obrar de otra manera ?

La respuesta a esta pregunta tiene que ser doble. Dos tipos de consideración no comparables a primera vista, exigen que se les llame “morales” :

1) argumentos que hacen ver que y y 8 realizan un “deber” en el “código moral” de la comunidad a la que pertenecen A y B, mien­tras que a y f3 contravienen a esta parte del “código” ;

2) argumentos que hacen ver que y y 8 evitarán causar alguna 1

1 Podemos, por supuesto, estar influidos por los resultados de las in­vestigaciones históricas, psicológicas o antropológicas cuando discutimos si es necesario cambiar el código moral, pero eso es otra cuestión.

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inconveniencia, fastidio o daño a otros miembros de la comunidad que serían causados por a y p.

El segundo tipo de consideración sugiere que se pueden considerar la Etica y el lenguaje ético como parí ' del proceso por el cual nosotros, en cuanto miembros de una coi..anidad, moderamos nues­tros impulsos y ajustamos nuestras necesidades de manera que los acomodemos en lo posible con los de nuestros semejantes. Pero ¿ qué pasa con el primer tipo de consideración, con los argumentos del “deber” ?, ¿hasta qué punto falsifica nuestras nociones considerar­los como parte del mismo proceso?, y ¿quita mérito a la “abso- luteidad” del “deber” caracterizarlo a base de este proceso?

La respuesta es que el único contexto en el que el concepto de “deber” es francamente inteligible es el de la vida en comunidad; estamos, en efecto, ligados completamente a esta característica de la vida en comunidad, cuando aprendemos a renunciar a nuestras exi­gencias y a cambiar nuestras intenciones cuando entran en conflicto con las de nuestros semejantes. Si esto no es obvio de una manera inmediata, se hará claro cuando examinemos nuestro uso del concepto de “deber” en un caso concreto.

Suponed, por tanto, que alguien declara que ha hecho un "des­cubrimiento antropológico”, el descubrimiento de que, mientras que no hay un solo “deber” que se acepte corrientemente en todas las comunidades, no hay ninguna comunidad en la que no se reco­nozcan algunos "deberes” ; dirá que los principios morales particu­lares son relativos, pero que todas las comunidades reconocen el valor absoluto del deber1. ¿Qué clase de prueba le pediremos que cite si ha de establecer su descubrimiento?

Sólo una clase de testimonio no será bueno en absoluto, a saber: los informes de un antropólogo que haya preguntado a los miem­bros de todas las comunidades que ha visitado si reconocen el valor absoluto del deber. La mayoría de ellos no hablarían su idioma y no podrían entender su pregunta. De modo que un preliminar ine­vitable para preguntarles por esta cuestión sería descubrir cuál era la palabra que tenían para “deber” (si tenían alguna). Ahora bien, esto no es una cuestión tan simple como pueda parecer: se requiere más que una mera “traducción” y sería demasiado fácil pasar por alto los pasos que van implicados en ello.

Para descubrir qué palabra usaba esta gente para “deber” ha­bría tenido que observar su conducta e identificar la palabra re- 1

1 Cf. la contribución de A. Macbeath al simposio sobre "Ethics and Antropology", en Aristotelian Soc. Suppl., vol. XX (1946).

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querida (si habia alguna) por referencia al uso que hacían de ella en sus relaciones de unos con otros. Y, dado esto, difícilmente necesitaría hacer la pregunta, por tanto. ¿ Qué características en su conducta habría que señalar, para justificar el descubrimiento?

En primer lugar, se observaría probablemente el hecho de que en todas las comunidades visitadas se premiaban y se castigaban respectivamente algunos tipos de conducta; en segundo lugar, que los tipos exactos de conducta, tratados de esa manera, variaban de comunidad a comunidad. Pero uno pediría más que esto. En todas las comunidades hay muchos tipos de conducta que se esperan so­cialmente y que, sin embargo, tomados uno por uno, difícilmente son los que llamaríamos "deberes”. Yo no diría que estaba obli­gado “moralmente” a ponerme ropa de franela blanca para el tenis, incluso aunque esto es lo que se “espera”, e incluso aunque puede que arriesgase algún grado mínimo de ostracismo si me vistiera de gris en un partido correcto de tenis. Ni tampoco consideraría como fundamentos para un reproche moral un solo eructo público o la ignorancia de los modales formales de tratamiento.

Es verdad que en general sí que se reconoce un deber de con­formarse : un hombre que siempre se viste de manera excéntrica, que no muestra nunca ningún respeto por las personas y que habi­tualmente eructa en público, parece invitar a la crítica, y a la críti­ca "moral” sin más. Pero al reconocer esto, nos atañe menos la conducta excéntrica misma que el hecho de que esto ofende a los otros y la inconsideración de un hombre que puede hacer caso omi­so consecuentemente de este hecho.

Suponed, por ejemplo, que un hombre de la Patagonia diera una lista de los "deberes” corrientes entre los ingleses. No empe­zaría su lista con asuntos de vestir o de etiqueta, aún menos cla­sificaría (en ella) que hagamos crucigramas y que demos un pre­mio al que envía la primera solución correcta. Su interés estaría más en tipos de conducta que llevarían a trastornos en la sociedad si se abandonasen de una manera general. Mas aún, si el ganar competiciones o el vestir los pantalones del color correcto fuese el único tipo de conducta que se encontrase premiado o castigado entre los habitantes de nuestra isla, y si dejásemos pasar inadvertidos el asesinato, el rapto, el robo y la mentira, vacilaría antes de decir que tenemos en absoluto un ejemplo confirmador de la ley. Pero, en­tonces, si esa fuera la manera de comportarnos, | ni siquiera apenas podría llamarnos una “comunidad” !

Este hecho es sumamente importante. Nos muestra la natura­

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leza del “descubrimiento” y (por implicación) también la de nues­tro concepto de “deber”. Pues consideremos qué tipo de cosas re­querimos antes de que nos pongamos de acuerdo en llamar “comu­nidad” a una colección de personas. Supongamos, por ejemplo, que visitamos una isla y encontramos que todos sus habitantes evitan los tipos de conducta especialmente capaces de molestar a sus próji­mos ; entonces estamos dispuestos a referirnos a los habitantes de la isla como formando una sola “comunidad". Y también diremos que los miembros de la comunidad "reconocen un deber mutuo” y “tienen un código moral”. Pero si en lugar de esto encontramos que tenemos que dividir a los habitantes en dos clases, Ci y Cj, de tal manera que los miembros de C, son escrupulosos solamente en tanto su conducta afecta a los otros miembros de Ci, pero ignoran los in­tereses de los de Cj, y los de C» respetan los intereses de los otros miembros de C», pero ignoran los de C«, no podríamos llamarlos en absoluto miembros de una sola “comunidad”. De hecho llama­remos a estos dos grupos de gente, Ci y Cj, “comunidades separa­das”. De igual manera, no podremos decir que los miembros de C. “reconozcan algún deber” con respecto a los miembros de C«, o vice­versa. Pero tendremos que estar de acuerdo en que se reconocen de­beres dentro de Cj y C, ¡ sólo en un caso extremo, si Cs consta de una sola persona que “se ha aislado de toda vida comunitaria” y se comporta sin tener en cuenta a nadie más, podemos decir que hay alguien en la isla que “no reconoce ningún deber*’ *.

El grado de respeto mutuo que encontramos entre los miembros de las dos clases decide hasta dónde podemos llamarlos partes de “una sola comunidad” . El mismo grado de respeto mutuo decide hasta qué punto podemos decir que los habitantes “reconocen debe­res comunes” . Sólo si no encontrásemos tal respeto entre ninguna de las personas de la isla y, por tanto, nada parecido a “una comu­nidad”, podríamos decir que no había ningún reconocimiento del valor del deber.

El “descubrimiento antropológico” de que “todas las comunidades reconocen el valor absoluto del deber” no es, por tanto, ningún des­cubrimiento en absoluto, sino algo que un antropólogo podría anun­ciar sin compromiso antes de empezar: solamente explica de una manera oscura y con rodeos parte de lo que queremos decir con la noción de “comunidad”. “En todas las 'comunidades* (es decir, gru­

* Incluso se le puede describir como reconociendo "deberes para consigo mismo” y quizá “deberes para con su Dios” ; pero decir esto es cambiat un poco nuestra base.

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pos de personas que viven juntas y que respetan mutuamente sus intereses) —dice nuestro informante— en realidad las personas re­gulan su conducta para tener consideración de los intereses de uno para con otro”. Su “ley de la naturaleza humana” es una perogru­llada, admitiendo sólo una posible excepción: una “comunidad” de ángeles que siempre se las arreglaran para hacer lo que estaba bien instintivamente y que, por tanto, no tuvieran necesidad de ningún có­digo moral. De ellos se podría decir de manera concebible que “no re­conocen el valor absoluto del deber”, pero esto sería sólo porque nunca habían tenido motivo para pararse a “reconocerlo”. Ninguna “comu­nidad” menos dotada podría ponerse en este lugar.

Incluso si 5.000 defensores de la “doctrina imperativa” —todos ellos tan iluminados como para darse cuenta de la naturaleza “irra­cional” de la moralidad y todos ellos haciendo voto de renunciar a las palabras y argumentos éticos como “mera racionalización”— inten­taran vivir juntos como una comunidad, pronto tendrían que adop­tar reglas de conducta y cuando llegase el momento de educar a sus hijos, algunas de sus expresiones se harían "éticas". El “te quemarás si juegas con la lumbre", expresado cuando se le apar­taba al chico de ella, adquiriría por su cuenta el significado de “no tienes que jugar con la lumbre, o te harás daño" ; el “es molesto que hagas agujeros en los pantalones de papá”, seguido de quitarle los pantalones y las tijeras, vendría a significar: “es malo que ha­gas agujeros en los pantalones de papá”, y así sucesivamente. Y des­pués de 20 años o su comunidad habría dejado de existir o habría desarrollado un conjunto de normas tan “moral” como cualquier otro y no sería importante el hecho de que se hubieran abandonado las familiares palabras “bueno”, “malo", “perverso” y “virtuoso”. Me han dicho que este tipo de cosas sucede en las “escuelas progre­sistas”, cuyos alumnos crecen usando palabras como "cooperativo”, “indeseable” y "antisocial", con toda la fuerza retórica y asociacio­nes emocionales que normalmente pertenecen a las expresiones “bue­no”, “malo” y “perverso”.

Dicho brevemente, el consejo de “deber” es inextricable de la “mecánica” de la vida social y. de las prácticas adoptadas por las di­ferentes comunidades para hacer tolerable e incluso posible el vivir juntos en proximidad. Por tanto, no tenemos necesidad de preocu­parnos de la aparente dualidad de los argumentos éticos, del con­traste entre los argumentos del “deber” y de los argumentos del bienestar de nuestros prójimos. Y podemos caracterizar justamente

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/la Etica como una parte del proceso por medio del cual se armoni­zan los deseos y las acciones de los miembros de una comunidad.

Ahora es cuando se puede entender la importancia central de la “disposición” en la E tica; no merecería la pena el razonamiento ético ni entre personas cuyas opiniones fuesen completamente inal­terables (y que, por tanto, se comportaran exactamente lo mismo, ya se les exhortara a cambiar o no) o, por otra parte, entre ángeles, cuyas disposiciones fueran siempre las mejores (y que, por tanto, no tuvieran necesidad de investigar o discutir lo que habrían de hacer).

Más aún, ahora es cuando puede completarse el análisis de lo que yo he llamado la “función” de la E tica; podemos definirlo pro­visionalmente como que es “correlacionar nuestras opiniones y con­ducta de tal manera que se haga compatible el cumplimiento de las intenciones y deseos de cada cual en la medida de lo posible”.

Es a la luz de esta función y de su contexto de la vida en comu­nidad como tenemos que examinar:

1) el desarrollo de la moralidad y del razonamiento ético, y2) las reglas lógicas a aplicar a los argumentos éticos'.

10. 3.—El desarrollo de la Etica (I).

Histórica y de igual modo psicológicamente, el desarrollo de la Etica se describe del modo más conveniente en dos etapas contras­tadas. Más tarde encontraremos reflejada esta división en la Lógi­ca de la Etica. 1

1 Diréis : “ | Ah !, pero la compatibilidad de intenciones y deseos no es ningún gran progreso, pues puede llevarse a cabo a distintos niveles de ex­celencia. El cracillo —para usar la ilustración de Bentham— es tan bueno como la poesía, como ejemplo de un bien no competitivo” . Es verdad que debiéramos lamentar el gusto de una comunidad cuyos miembros no discri­minaran entre la poesía y los juegos de gabinete, pero no les podríamos condenar con fundamentos “morales". También es verdad que cuando dis­cutimos de arte decimos frecuentemente cosas como esta : “Usted debería oir su concierto de vio’.tn” , pero de nuevo la noción de obligación está impli­cada aquí solamente por transferencia. También es asi cuando, al hablar con un amigo de una noche cansada que va a tener, le decimos: "Deberías des­cansar esta tarde” . Nadie pensaría en ejemplos de este tipo al enseñar a al­guien la noción de lo que “debería” o “no debería” hacer. La idea de obliga­ción, tal y como afecta a nuestras decisiones, es primariamente moral. En consecuencia, la presente discusión tiene que elucidar primeramente la no­ción de obligación moral. Los usos menos primitivos y transferidos de esta noción serán considerados posteriormente, por ejemplo, en 11. 8 y 12. 1. Sobre Bentham véase 13. 6.

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La primera manera y la más obvia de impedir los conflictos de intereses en una comunidad (sea una tribu o una familia) es que todos sus miembros tengan los mismos propósitos, los mismos in­tereses, los mismos deseos, esperanzas y temores: en realidad las mismas disposiciones. Por tanto, en sus primeras etapas la morali­dad se reduce a “hacer lo que está hecho”, y esto es verdad a la vez en la manera en que aprende un niño de sus padres y, en la prehis­toria social, de los códigos morales. La Etica primitiva es “deonto- lógica”, es cuestión de deberes rígidos, tabús, costumbres y manda­mientos. Evita los conflictos de intereses haciendo que no se separen de la fila las disposiciones de todos los interesados y condena la con­ducta dirigida a otros propósitos que los prescritos. Más aún, no se defienden estos propósitos, sino que se imponen, pues el uso del len­guaje ético es parte de la conducta adoptada por aquéllos “que os­tentan la autoridad” para hacer cumplir la cooperación, de modo que no es de extrañar que las expresiones éticas sean frecuentemente “retóricas”.

El respeto por las "prácticas sociales” fijadas (o por las “cosas que se hacen”), a pesar de ser lo más característico de la moralidad primitiva, continúa a través de las etapas posteriores de su desarrollo y puede reconocerse en nuestras propias sociedades. Aunque “hacer lo que está bien visto” puede ser meramente convencionalismo, de igual manera puede ser cualquier otra cosa, especialmente en aque­llas situaciones en las que hay que adoptar alguna práctica común y, dentro de ciertos límites, no importa cuál.

El reglamento de carreteras es un buen ejemplo. Apelando a esta práctica, las afirmaciones de que “está bien conducir por la izquier­da en Inglaterra” y de que “se debe conducir por la izquierda” pue­den usarse para cambiar la disposición del que oye, para que en el futuro conduzca por la izquierda. (Los juicios éticos se usan aquí "persuasivamente"). Pero también pueden usarse simplemente las mismas expresiones para atraer la atención a la regla o para indicar el desagrado del que habla.

Considérense ahora dos ejemplos más sutiles : primero el del esco­lar que oye que le han dado el premio del cricket. Su reacción in­mediata será probablemente de agrado, y gritará : “ i Hombre, qué buena noticia!”. Pero sus compañeros opinarán sobre ello de mane­ra diferente, especialmente si sospechan que se lo han dado sólo porque el capitán de cricket le tiene simpatía. Entonces harán todo lo posible por hacerle creer que su regocijo está fuera de lugar, in­dicando (por ejemplo) que como resultado de lo que ha pasado, otro

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chico, mejor bateador, se ha tenido que quedar sin premio. Si el es­colar tiene una conciencia delicada, acepta el “principio” de que el premio del cricket debía ir a parar a los mejores jugadores y no precisamente a los favoritos del capitán y admite a la vez que más bien él es un amigo del capitán y que el muchacho que se ha que­dado sin premio tiene en su haber mejor historia de bateador y el ha­ber jugado más veces con el primer equipo: puede acabar, pues, por decir: “Bueno, naturalmente, yo estaba muy contento en aquel mo­mento, pero ahora veo que realmente fio me lo debían haber dado (el premio)”.

En este ejemplo están patentes varias de las cualidades más ca­racterísticas de la Etica. Para empezar se usa un término ético sim­plemente para manifestar agrado. A continuación se suscitan por otros sentimientos contrarios. Estas opiniones se refieren a la manera cómo el premio del escolar ha dado al traste con los intereses de o tro ; en este caso, el “derecho natural” de alguien al premio, basado en una práctica generalmente aceptada. (El conflicto entre el ganar el pre­mio un solo escolar y el dejar de obtenerlo el otro es típicamente ético, ya que solamente es posible que lo reciba uno de ellos.) Se proponen razones en favor- del punto de vista de que el premio no era real­mente bueno. Se apela al principio como autoridad. Finalmente, el escolar admite los hechos, acepta el principio y se pone de acuerdo en que, a pesar de que la noticia parecía ser buena para él, no era realmente buena.

Por otra parte, suponed que yo ya soy rico y que de pronto gano 10.000 libras a la lotería. Al principio me alegraré de manera excu­sable. Pero después alguien intentará persuadirme de que no debie­ra estar tan contento. Me recordará todos los chelines que pagan los obreros de sus sueldos, que han ido a parar a mi premio, me indicará que yo tengo ya todo el dinero que necesito e insistirá en que el di­nero del premio hará más bien en cualquier otra parte que en mi banco. Al fin llegaré a admitir que, a pesar de estar yo contento por ganar el premio, en resumidas cuentas no era bueno lo que hice. Aunque pariecía bueno para mí al principio, no era realmente bueno. En este caso, se apelará a cierto número de “principios” —por ejemplo, a ios “principios” de que no se deben descuidar las ocasiones de satisfacer las necesidades de la gente—, de que no se debe rete­ner más de lo que se necesita de cualquier cosa mientras que otros sufren pasándose sin ella y de que no se debe aceptar nada que se haya conseguido a costa de un sufrimiento innecesario.

Apelar a un “principio” en Etica es igual que apelar a una “ley"

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en la Ciencia; “los principios” y “las leyes de la naturaleza” pue­den ser considerados como resúmenes taquigráficos de la experiencia, como comparaciones condensadas. Si yo explico la “torcedura” de un bastón en el agua por referencia a las leyes de la Optica, mi pro­pósito es relacionar la experiencia presente a las observaciones y ex­perimentos pasados; la explicación en términos de la “ley de Snell” es, pues, la taquigrafía de :“si Vd. hubiese puesto el bastón enci­ma de la hoguera, habría esperado que resplandeciese en el aire ca­liente, ¿no? Y si... Y si... De modo que, ve Vd., era de esperar en este caso la apariencia de torcedura”. De igual manera, apelar al principio de que no se debe aceptar nada que se haya conseguido por sufrimiento innecesario, puede considerarse como la taquigrafía d e : "si Vd. descubriera que su jardín era cultivado por un equipo de esclavos que eran azotados hasta que producían todas las flores y cereales que Vd. pedía, no los pediría ya, ¿no? Y si... Y si... De modo que, ve Vd., no era para estar tan contento por ganar 10.000 libras en esta lotería.”

Por otra parte, igual que las teorías científicas, no todos los prin­cipios están igualmente bien establecidos ; unos se refieren a campos más amplios de la experiencia, otros a campos más estrechos. Hay un aire de formalismo en el principio de que se dará el premio a los mejores jugadores de cricket, que está ausente en los principios im­plicados en el segundo ejemplo. El principio de que se deben cum­plir las promesas parecerá menos compelente que el de que hay que evitar el sufrimiento innecesario; pero, igualmente, es menos con­vencional que las reglas por las que se distribuyen los premios. Ten­dremos que volver a estas diferencias al discutir la etapa siguiente del desarrollo.

10. 4.—El desarrollo de la Etica (II)

Ciertos principios son corrientes en una comunidad determinada; es decir, se presta atención a ciertos tipos de argumentos que piden que se acepten criterios de “verdadera bondad”, “verdadera recti­tud”, “verdadera obligación”, etc. Partiendo de éstos, se espera que los miembros de la comunidad intenten regular sus vidas y sus jui­cios. Y tal conjunto de principios, de “obligaciones prima facie” ‘, de "imperativos categóricos” * es lo que llamamos el “código moral” de la comunidad.

* W. D. Ross, The Right and the Good, p. 19.’ Kant, op. cit.. capitulo segundo.

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Esto es algo fijo e inalterable en la etapa primitiva del desarro­llo *. No hay lugar para la crítica del código moral en conjunto, como lo hay para la de una acción, expresión de agrado o juicio ético determinados. Sin embargo, los métodos usados en las comunidades primitivas para armonizar los deseos y acciones de sus miembros son muy toscos y, aunque al principio puede que cumplan su cometido, siempre sucede algo que arroja dudas sobre ellos. Surgen nuevas posibilidades. La gente descubre que diferentes principios del código entran en conflicto. Como resultado del contacto con otros pueblos que tienen diferentes códigos o de cambios que se han producido den­tro de la comunidad, empiezan a poner en tela de juicio no sólo la rectitud de determinadas acciones, sino también las normas declara­das en el código. Se dan cuenta de que, como resultado de estos cambios, el presente código está causando frustraciones y sufrimien­tos que podrían ser evitados —y evitados sin incurrir en ningún mal comparable— haciendo una modificación concreta de las prác­ticas de la comunidad.

La misma situación surge dentro de la familia cuando el niño que se está haciendo mayor: habiendo aprendido a aceptar la apela­ción a un principio como argumento en favor y en contra de las accio­nes, empieza a hacerse cuestión de la necesidad de algunos principios con los que ha sido educado y a discutir que causen molestias innece­sarias. Cuando esto sucede, cesa de aceptar la autoridad como el único argumento moral y se convierte él mismo en un “ser respon­sable".

En esta etapa hay dos posibles reacciones: o que los que tienen la autoridad, los que hacen cumplir el “código” existente, afirmen la absoluta rectitud de tal código e intenten legislar para todas las posibilidades, o que se pongan de acuerdo, primero con la crítica y finalmente con la modificación del código para cambiar sus carac­terísticas objetables. Si se adopta la primera actitud, los cam­bios continuos de las circunstancias de la comunidad no tenderán más que a agravar la situación ; por otra parte, la segunda actitud representa una extensión natural del proceso por el que los mismos código morales surgen a partir de conflictos de intereses; es decir, tiene en cuenta la función de la Etica. 1

1 Como cuestión antropológica no es enteramente exacta; las notas características de mi “segunda fase del desarrollo” están presentes, en medida limitada, en todas las comunidades. Sin embargo, la división que adopto es esclarecedora y esta inexactitud no es tal que pueda afectar la validez de la consideración lógica del capitulo 11, al que apuntamos ahora.

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Cuando se reconoce que los miembros de la comunidad tienen el derecho de criticar las prácticas existentes y de sugerir otras nuevas, comienza una nueva fase en el desarrollo de la Etica. En esta fase lo que se recalca son más bien los motivos de las acciones y los re­sultados de las prácticas sociales que la “letra de la ley”. El código “deontológico” 1 era el principio supremo; el criterio "teleológico” * * lo amplifica ahora y proporciona una norma con la que criticarlo. Esto no significa que la moralidad se haga completamente teleológi- ca, como sugeriría el utilitarismo *. Lo único que sucede es que el sistema de tabús, inicialmente inflexible, se transforma en un có­digo moral que se desarrolla, un código que sigue siendo obligatorio en los casos no ambiguos, pero cuya interpretación en los casos equí­vocos y cuyo futuro desarrollo se regulan apelando a la función de la Etica, es decir, a la necesidad general de que se eviten males evi­tables.

El contraste entre estas dos fases principales de este desarrollo está sorprendentemente reflejado en el contraste entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. El código moral de los israelistas, tribu nó­mada en un medio ambiente hostil, era con razón estricto, pero en la atmósfera más calmada de Palestina bajo la ley romana surgieron anomalías en este código. Por consiguiente, Jesús podía criticar las prácticas éticas de su momento con un espíritu que difícilmente po­dían objetar los fariseos. Cualquiera que fuese la forma que toma­ban sus preguntas, no podián conseguir que dijera que sus enseñan­zas pretendían sustituir la Ley y los Profetas. En realidad, cuan- doquiera que había alguna discusión del código judío, El ponía bien claro que lo tomaba como punto de partida: en lugar de aquéllo, su intención en todo era conseguir aplicar el código existente de una manera más inteligente, señalar que evitar el sufrimiento humano es más importante que el respeto formal a las costumbres articuladas. Así, cuando le desafiaron en el Templo sobre la conveniencia de curar al enfermo en sábado, El respondió: Qué

1 “Las teorías deontológicas sostienen que hay proposiciones éticas de ta form a: “tal o cual tipo de acciones estará siempre bien (o mal) en tales circunstancias cualesquiera que puedan ser sus consecuencias”. (Broad, Five Types of Etkical Theory, p. 206).

* "Las teorías teleológicas sostienen que la rectitud o no rectitud de una acción está determinada siempre por su tendencia a producir ciertas con­secuencias que son intrínsecamente buenas o malas” (Broad, op. cit., p. 207).

* “La doctrina de que el deber de cada uno es intentar el máximo de felicidad de todos y subordinar todo lo demás a este fin.” (Broad, op. cit., p. 183).

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es lícito en sábado, hacer el bien o el mal?, ¿salvar la vida o des­truirla?” *, y siguió curando al hombre de la mano enferma. Otra vez, en una frase evocada por Kant ’, declaraba: “Haz a los hom­bres lo que quisieras que te hicieran a ti. Esto es la Ley y los Pro­fetas” *. Ciertamente, estaba dispuesto a criticar el código existente, pero sólo por referencia a su función, la función que El expresó a su propia manera como “Nuevo Mandamiento” : amarse los unos a los otros.

Podemos rastrear los comienzos de esta nueva perspectiva desde más a trá s : se puede ver claramente, abriéndose paso por la vieja moralidad rígida, en la moralidad más “avanzada” de las tragedias griegas. Contrastad, por ejemplo, los enfoques que adoptaron los diferentes dramaturgos en relación a las mismas historias tradicio­nales y las lecciones que sacaron de ellas. Sófocles y Eurípides, los dos, escribieron obras de teatro, que han sobrevivido, tomando como base la historia de Electra y Orestes. Sófocles hizo un “drama” arcaico “de deberes”. En su obra las figuras centrales representan el acto ritual de venganza —el asesinato de su propia madre, Cli- temnestra—, sin emoción: "no cabe arrepentirse, no hay problema de conciencia en absoluto” *. La obra de Eurípides está en vivo con­traste con esto, es un “drama” psicológico “de motivos”. Después del asesinato, Orestes y Electra sufren "una larga agonía de arre­pentimiento” *, e incluso los dioses, por boca de Castor, condenan el acto. El deseo heredado de venganza ha perdido para Eurípides su libertad absoluta. Sin embargo, para Sófocles seguían siendo buenas las viejas formas y no podía haber cuestión de culpa.

Ahora podemos ver cómo es que “principios morales” diferentes tienen tales grados diferentes de “convencionalidad”. Para volver a los tres ejemplos discutidos antes: el “deber” de dar los premios de cricket a los mejores jugadores, el “deber” de guardar una promesa y el "deber” de impedir males evitables. La razón por la que el pri­mero de éstos parece comparativamente convencional y el último

» S. Lucas, VI.* Cf. Futí ¡lamentación de la metafísica de las costumbres, capítulo se­

gundo : "Obra siempre con una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que sea una ley universal” .

* S. Mateo, V il.* Gilbert Murray, Eurípides and kis Age, p. 154.* Op. cit., p. 156: bien merece la pena estudiar la completa discusión

del contraste entre la manera de tratar la historia por parte de Sófocles y de Kuripides. (Op. cit., pp. 152-157.)

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comparativamente obligatorio, es clara si tenemos en cuenta la com­pleta necesidad de que, dondequiera que podamos, debemos impedir que nadie haga daño a nadie. Abolir la costumbre de dar los premios de cricket tendría un efecto trivial según estas normas; abandonar la práctica social de guardar las promesas pudiera esperarse que tu­viera, según las mismas normas, resultados intolerables, y el tercer principio no puede rechazarse sin abandonar completamente las mis­mísimas ideas de “deber” y de “Etica”.

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C apítulo 11LA LOGICA DEL RAZONAMIENTO MORAL

En relación con estos fundamentos es como tenemos que discutir la Lógica del razonamiento moral. No quiero decir que la validez de nuestros resultados vaya a depender en absoluto de la verdad de cualquiera de los hechos históricos y psicológicos que he citado; no se va a tratar de eso. Tales hechos serán útiles más bien como ilus­tración de los papeles que tienen en nuestra vida los distintos tipos de problemas y afirmaciones éticos. Los únicos hechos de los que dependerá la verdad de lo que hemos de decir, son aquellos, más familiares e incuestionables, de los usos: hechos del tipo que encon­tramos expresados indirectamente en la “lej' antropológica” de que “todas las comunidades reconocen el valor absoluto del deber”, es decir, hechos que tratan de la manera en que sí que reconocemos un “deber”, una “comunidad”, etc., etc.

Entonces, teniendo en cuenta esta base ¿cuáles son los proble­mas que esperaremos encontrar que surjan en los contextos éticos y cómo han de responderse?

11. I.—Problemas sobre la rectitud de las acciones.

Considérese, en primer lugar, el problema ético más común y simple : “¿ es esto lo que está bien que se haga ?”. Nos han enseña­do de pequeños a comportarnos según sea apropiado a las situaciones en que estemos. A veces hay duda sobre si una acción propuesta

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está conforme con el código moral o no. Para resolver tales dudas es para lo que nos han enseñado a emplear la pregunta de “si es esto lo que está bien que se haga”, y, suponiendo que el código moral contenga un principio que haga al caso, la respuesta es “sí” o “no”, según que la acción propuesta esté de acuerdo con él o no. Las pre­guntas como: “¿qué es lo que está bien hacer?”, “¿qué se debería hacer realmente ?” y "¿ era correcta esta decisión ?” tienen cometidos semejantes y pueden entenderse de manera parecida.

En consecuencia, si alguien se queja de que “eso no es lo que ha­bía que hacer” o de que “difícilmente era esa la manera de compor­tarse con las cosas, ¿no?”, su observación tendrá una fuerza genui- namente ética. Y esto sigue siendo así aunque el único hecho en cuestión sea si la acción puesta en cuestión pertenece a una clase de acciones aprobadas por regla general en la comunidad del que habla. Alguna gente se ha engañado por esto al argüir que muchas de las llamadas afirmaciones “éticas” son solamente afirmaciones de hechos disfrazadas, que “lo que parece ser un juicio ético es muy frecuentemente una clasificación fáctica de una acción” Pero esto es una equivocación. Lo que hace que llamemos a un juicio “ético” es el hecho de que se usa para armonizar las acciones de las perso­nas (más que para dar una descripción recognoscible de un estado de cosas, por ejemplo); los juicios de esta clase son sin duda alguna “éticos” por esta norma y el hecho de que la acción pertenezca a cierta clase de acciones no es tanto la “significación disfrazada del” juicio ético cuanto la “razón del” mismo.

Más aún, la prueba para resolver problemas de este tipo tan sen­cillo sigue siendo la práctica aceptada ; incluso aunque la determina­da acción tenga resultados desafortunados. Supóngase que estoy con­duciendo por una carretera tortuosa, y deliberadamente me sigo manteniendo por la izquierda, bordeando las curvas sin visibilidad. Puede suceder que un conductor que viene por el otro lado ataje, de modo que choquemos de frente ; pero esto no afecta a la corrección de mi manera de conducir. Mi cuidado en mantener la izquierda sigue “estando bien”, mi decisión de no correr riesgos en las curvas sigue siendo “correcta”, a pesar del hecho de que las consecuencias del suceso fueran desafortunadas. Supuesto que yo no tenía que saber cómo estaba obrando la otra persona —conocimiento que habría cons­tituido una diferencia importante para mi decisión y que hubiera puesto mi situación fuera del caso claro para el que vale el regla­

• Ayer, Language, Truth and Logic (2.* ed.), p. 21.

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mentó—, la existencia del Reglamento de Carreteras es lo único que se necesita para hacer mi decisión “correcta”.

/ / . 2.—El razonamiento acerca de la rectitud de las acciones.

Esto nos trae a los problemas de nuestras “razones” para una decisión o acción.

Si la policía que investiga el accidente pregunta al otro conductor que por qué conducía por el lado derecho de la carretera, éste tendrá que sacar una larga historia para justificarse. Sin embargo, si a mí me preguntan que por qué conducía por la izquierda, la única respuesta que puedo dar es que por la izquierda es por donde se conduce en Inglaterra: que el Reglamento de Carreteras tiene la regla que consiste en conducir por la izquierda.

Por otra parte, el escolar que consigue su premio por medio del favoritismo, preguntará que por qué no se lo debían haber dado a él. Si pregunta esto, sus compaSeros harán constar que la práctica (y, en verdad, todo aquello de lo que se trata en cuanto al premio) es que tal premio vaya a los mejores jugadores y que había mejores jugadores a quienes se podían haber dado. Y esto será toda la jus­tificación que se necesita.

Finalmente, un ejemplo en el que está completamente en marcha la estructura lógica de este tipo de "razonamiento” : suponed que yo digo que “creo que debería coger este libro y devolvérselo a Jones” (informándoos así de lo que pienso). Entonces vosotros me pregun­taréis : “pero ¿ deberías realmente hacer eso ?” (convirtiendo el problema en ético), y de mí depende sacar mis "razones”, si tengo alguna. Entonces, para empezar, replicaré que debo devolvérselo “porque prometí devolvérselo antes de las 12” —clasificando así mi posición en el tipo Si—. “Pero, ¿ debes realmente ?”, repetiréis. Si lo hacéis, puedo relacionar Si con una Si más general, explicándoos que “debo hacerlo porque le prometí devolvérselo”. Y si me seguís preguntando: “Pero, ¿por qué debes hacerlo, realmente?”, yo puedo responderos sucesivamente: “porque debo hacer cualquier cosa que le haya prometido” (Si), “porque debo hacer cualquier cosa que haya prometido a cualquiera” (S<) y “porque todo el mundo debe hacer cualquier cosa que haya prometido hacer a otro cualquiera” o “por­que era una promesa” (S4). Sin embargo, el problema no puede sur­gir más allá de este punto, no hay ninguna “razón” más general que dar más allá de la que relacione la acción en cuestión con una prác­tica social aceptada.

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11. 3.—Conflictos de deberes.

Este método directo de responder a las preguntas : "¿ es esto lo que está bien que se haga?” y “¿por qué deberías hacer eso?” puede valer solamente en situaciones respecto a las cuales la norma para la acción es apropiada de manera no ambigua. Sin embargo, la cuestión práctica más interesante surge siempre en aquellas si­tuaciones en las que un conjunto de hechos nos lleva a un camino y otros nos empuja en la dirección opuesta.

Si el montón de estiércol que está al fondo de mi jardín se pone de pronto a arder en medio del verano y alguien dice que “no hay por qué sorprenderse de eso”, que “es un caso simple de combus­tión espontánea" y que "con toda seguridad habéis oído hablar de que los montones de paja arden de la misma manera”, su expli­cación me satisfará: la analogía entre el arder de mi montón de estiércol y la combustión espontánea del almiar es lo suficientemen­te rigurosa para que sea plausible esta explicación. Pero si es a úl­timos de Enero, la rechazaré y protestaré diciendo que “todo eso está muy bien en Julio o en Agosto, pero no en medio del invier­no ; ¿ quién ha oído hablar alguna vez de que se prenda fuego un almiar con el suelo nevado?”, y, a menos que pueda asegurarse que sí sucede con bastante frecuencia, yo continuaré pidiendo una explicación diferente.

De manera sumamente parecida, el hecho de que yo prometiera a Jones que le devolvería su libro, me parecerá a mí razón suficiente para llevárselo a su debido tiempo —si eso es todo lo que ocurre—■. Pero si tengo en casa un pariente gravemente enfermo, al que no se le puede dejar, la solución es complicada. La situación no es su­ficientemente clara para razonar de modo concluyente partiendo de la práctica de cumplir las promesas. Por tanto, sostendré que “todo eso está muy bien en circunstancias normales, pero no cuando ten­go que cuidar de mi abuela” y que "¿quién ha oído hablar alguna vez de arriesgar la vida de otro sólo para devolver un libro presta­do?". A no ser que se me pruebe que los riesgos que van implicados en no cumplir mi promesa a Jones son incluso mayores que los de no atender a mi abuela si se la deja sola, concluiré que mi deber es quedarme con ella.

Es decir, dadas dos exigencias en conflicto, hay que sopesar, tanto como se pueda, los riesgos que van implicados en ignorar una

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de las dos y elegir “el menor de los dos males”. Por tanto, no es digno de confianza como prueba universal el apelar a un solo prin­cipio corriente, aunque esto sea la prueba primaria de la rectitud de una acción. Donde falle esto, estamos obligados a retroceder a nuestra estimación de las consecuencias probables. Y este es el caso, no sólo donde hay un conflicto de deberes, sino también, por ejem­plo, en circunstancias en las que, aunque no vaya implicada ninguna cuestión de principio, pueda, sin embargo, alguna acción nuestra topar con las necesidades de alguna otra persona. Nuevamente aquf concluimos, de manera natural y con razón, que esa acción la “debía­mos” ejecutar, pero en nuestro uso recogemos la diferencia entre tales circunstancias y aquéllas en las que está implicada una cuestión de principio: aunque diríamos que “deberíamos” ejecutar la acción, no diríamos generalmente que teníamos una “obligación moral” de ejecutarla o incluso que eso era nuestro “deber” . Aquí apelamos a las consecuencias en la ausencia de un principio pertinente o de un “deber” *.

Así sucede que podemos justificar en muchos casos una acción individual por referencia a sus consecuencias estimadas. Tal refe­rencia no es ningún sustitutivo de un principio cuando entre en cuestión un principio cualquiera; pero el razonamiento moral es tan complejo y tiene que cubrir tal variedad de tipos de situaciones que no se puede esperar que una única prueba lógica (tal como “el ape­lar a un principio aceptado”) satisfaga todos los casos.

11. 4.—Razonamiento sobre la justicia de las prácticas sociales.

Todos estos tipos de problemas se pueden entender con referen­cia al estadio primitivo del desarrollo de la Etica. Sin embargo, tan pronto como nos volvemos al segundo estadio, hay lugar a pro­blemas de un tipo radicalmente diferente.

Recordemos aquí nuestro análisis de la “explicación". En él se­ñalé que, aunque en la mayor parte de las ocasiones tiene utilidad la pregunta “¿está esto realmente derecho?”, se pueden encontrar

* Podemos emplear y a veces empleamos también el lenguaje del ‘‘de­ber’* en este caso, considerando la referencia a las consecuencias como una referencia a un “deber” completamente general de ayudarse mutuamente en caso de necesidad. Para nuestros presentes propósitos la diferencia entre estas dos maneras de expresarlo es puramente verbal.

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situaciones en las que simplemente no se pueda hacer la pregunta en su sentido ordinario. Estas ocasiones eran de dos tipos ’.

1) aquéllas en las que está puesto en cuestión el criterio mis­mo de derechura dentro de la estructura de una teoría determinada, y

2) aquéllas en las que se ve que son diferentes los criterios de derechura empleados en teorías alternativas.

En la Etica surgen los mismos tipos de situaciones (y desde lue­go son más familiares). Para dar un ejemplo del primero: en tanto uno se limita a un código moral determinado, no se puede dar nin­guna "razón” más general para una acción que la que la relacione con una práctica (o principio) dentro del código. Si se le pregunta a un astrónomo que esté hablando de rayos luminosos del espacio con términos de Geometría no euclídea, qué razón tiene para decir que son derechos, lo único que puede responder es que "simplemente lo son” ; de la misma manera, si a mi me preguntan que por qué se debe cumplir una determinada promesa, lo única que puedo decir es que “simplemente se debe". Dentro de la estructura de una determi­nada teoría científica se pueden preguntar la mayor parte de las co­sas, por ejemplo, “¿es esto realmente derecho?”, pero no se puede poner en cuestión el criterio de derechura; dentro de la estructura de un código moral determinado se puede preguntar por la mayor parte de las acciones individuales, por ejemplo, "¿está esto realmente bien ?” ; pero no se pueden poner en cuestión las normas de rectitud.

Un ejemplo del segundo tipo de situaciones: la pregunta, “¿ qué es lo que está realmente bien hacer ■' tener solamente una mujer, como los cristianos, o tener todas las que se quieran, hasta cuatro, como los mahometanos?” está de más de la misma manera que lo está la pregunta : “Un rayo de luz que pase por delante del sol, ¿es realmente derecho, como afirma un teórico no euclidiano, o re­fractado, como dice un teórico euclidiano?" Si se ve que las normas correspondientes son diferentes en dos códigos morales, no puede surgir la cuestión de que “cuál de ellas está realmente bien”. O, más bien (digamos lo mismo de otra manera), si surge dicha cues­tión, surge de una manera muy diferente, tiene una finalidad dife­rente y requiere una solución de tipo diferente.

¿Qué tipo de finalidad tiene y qué clase de solución requiere? En ciencia, si yo insisto en poner en cuestión la norma de derechu­ra, por ejemplo: “pero ¿ es esa cosa realmente derecha ?”, me salgo fuera de la estructura de esa determinada teoría científica. Poner

1 Véase 8. 5 supra.

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en cuestión la norma es poner en cuestión la teoría, criticar la teo­ría como un todo, no preguntar por una explicación del fenómeno que está ostensiblemente sometido a discusión (las propiedades de los rayos luminosos en el espacio). Así ocurre también en la E tica : si yo pongo en cuestión la conducta prescrita en cualquier norma de conducta, por ejemplo: “¿está eso realmente bien?” , me voj- fuera del código moral, y mi pregunta es una crítica de la práctica como práctica, no una petición de justificación de un caso particu­lar de cumplir las promesas (o lo que quiera que pueda ser).

Una cosa es poner en cuestión la rectitud de una determinada acción y otra cosa es hacerlo con la justicia de una práctica como práctica. Este segundo tipo de problemas es el que se hace in­teligible cuando nos volvemos al segundo estadio de desarrollo. Si una sociedad tiene un código moral que se desarrolla, los cam­bios en la situación económica, social, política o psicológica llevarán a la gente a considerar las prácticas existentes como restrictivas de manera innecesaria o como peligrosamente laxas. Si sucede esto, llegarán a preguntar, por ejemplo: Se debería prohibir a las mu­jeres fumar en público?” o “¿no sería mejor que no hubiese des­pués de la caída de la tarde baños en los que estén mezclados los dos sexos?”, poniendo en cuestión, en cada .caso, la práctica con­cerniente en conjunto. La respuesta que haya que darse se averi­guará, si recordamos la función de la Etica, considerando las con­secuencias probables

1) de seguir manteniendo la práctica actual, y2) de adoptar la alternativa sugerida.Si, como cuestión de hecho, hay una buena razón para suponer

que las únicas consecuencias de hacer el cambio propuesto serían evitar algunos inconvenientes existentes, entonces, como cuestión de Etica, hay ciertamente una buena razón para hacer el cambio. Pero, como siempre, el caso claro desde el punto de vista lógico ca­rece relativamente de interés; en la práctica, los problemas inte­resantes son los que surgen cuando no son tan seguras las conse­cuencias favorables del cambio o cuando es probable que fueran acompañadas de inconvenientes nuevos, aunque quizá menos serios. Y qué sea lo que se pueda arriesgar razonablemente en vistas a una determinada probabilidad de ganar es algo que ha de decidirse con confianza —si cabe ésta— por apelación a la experiencia.

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II. 5.—Los dos tipos de razonamiento moral.

Son necesarias dos advertencias. Aunque, como cuestión lógica, tiene sentido discutir la rectitud de cualquier práctica social, de hecho, algunas prácticas siempre seguirán estando fuera de cues­tión. Es inconcebible, por ejemplo, que se sugiriera jamás una prác­tica para reemplazar el prometer y el cumplir las promesas que fue­ra tan eficaz como la práctica eliminada. Es por esto por lo que in­cluso en los estadios más “avanzados” de moralidad seguirá estando bien cumplir las promesas.

Por otra parte, el hecho de que yo pueda discutir la rectitud de cumplir las promesas como práctica, del modo que lo hago, no impli­ca que haya alguna forma de poner en cuestión la rectitud de cumplir promesas individuales. Al argüir que en todos los estadios seguirá estando bien cumplir las promesas “porque su abolición traería incon­venientes” estoy haciendo una cosa que se diferencia en importantes aspectos de lo que hago si digo que debería devolver ahora este libro a Jones “porque se lo prometí”. Puedo justificar la última afirma­ción haciendo ver que estoy en uno de los casos que hay desde Si hasta Sj 1 y tales razones serán aceptables en cualquier comunidad que espere que se cumplan las promesas. Pero ya no puedo justi­ficarla más, diciendo, "porque no hay que inflingir males evitables” ; este tipo de razón solamente es apropiado cuando se discute si se debe mantener o cambiar una práctica social.

Por tanto, son distintos los dos tipos de razonamiento moral con los que nos hemos encontrado. Cada uno proporciona sus propios criterios lógicos, criterios que son apropiados a la crítica de las ac­ciones individuales o de las prácticas sociales, pero no de ambas. Esta distinción entre las “razones” de una acción individual y las “razo­nes” de una práctica social fue la que hizo Sócrates cuando esperaba la cicuta; estuvo más dispuesto a morir que a repudiarla, rehusan­do, cuando le dieron la ocasión, escapar de la cárcel y evitar así la ejecución. Como ciudadano ateniense (dejando aparte las consecuen­cias efectivas en su caso especial) vio que su deber era respetar el ve­redicto y la sentencia del tribunal. Haber escapado hubiera sido ig­norar su deber. De haber obrado así, no hubiera puesto en cuestión meramente la justicia del veredicto en su caso, hubiera renunciado a

1 Véase 11. 2 supra.

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la constitución ateniense y al código moral en conjunto. Y esto no estaba dispuesto a hacerlo.

La historia de Sócrates ilustra la naturaleza de esta distinción, y el tipo de situación en la que es importante; puede verse el tipo de situación en el que cesa de tener valor en el cuento de Hampden y el barco cargado de dinero. Estos principios son los que reconocemos que tenemos que respetar precisamente más escrupulosamente ; si es­tamos dispuestos a discutir la justicia de un principio, todo se cam­bia. Una de las maneras más sorprendentes de discutir la justicia de un principio es desde luego negándose a conformarse con él en una determinada ocasión, y tales negativas, igualmente en el Derecho que en la Moralidad, dan origen a la noción del “caso-prueba”.

En los “casos-prueba” desaparece la distinción entre las dos cla­ses de razonamiento moral. Al justificar la acción de la que se trate, se deja uno de referir a la práctica corriente y lo que es importante ahora es la injusticia del código aceptado o la injusticia mayor de alguna propuesta alternativa. Se hace de la justificación de la acción “una cuestión de principio” y el cambio en los criterios lógicos apro­piados se sigue como consecuencia. Sin embargo, al convertir una acción en un caso-prueba hay que tener cuidado de que las intencio­nes de uno sean claras: si no se hace esto, puede que la acción sea criticada en un nivel falso. Puede ser condenada, o bien por referen­cia al mismo principio que intentaba discutir, o por egoísta, o por ambas cosas, y la cuestión de principio puede volverse contra uno por omisión. Hay un elemento de “pathos” en relación con el caso- prueba que marcha mal por esta razón, pero aquellas personas cuyas protestas se han llevado a cabo con éxito se recuerdan frecuentemen­te como héroes.

11. 6.—El ámbito limitado de las comparaciones entre prácticas so­ciales.

El alcance del razonamiento ético está limitado, y asimismo de­finido, por la estructura de las actividades en que toma parte. Ya nos hemos encontrado con una limitación : que en casos inequívocos, una vez que se ha hecho ver que una acción está en concordancia con una práctica establecida, ya no cabe lugar para la pregunta de si “eso es realmente lo que está bien que se haga”. Sin embargo, las otras cuestiones que hemos estado discutiendo están limitadas de

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manera parecida, y a ello nos hemos de volver ahora para conside­rarlo.

Consideremos, en primer lugar, los tipos de circunstancias en los que ponemos en cuestión la rectitud de una práctica social. Si, por ejemplo, se considera desagradable que las mujeres fumen en público, y yo pregunto si "realmente se les debería prohibir hacer­lo”, la naturaleza de mi pregunta está clara : estoy sugiriendo que, en el futuro, cuando una señora encienda un cigarrillo, la gente no necesite volverse en señal de desaprobación o mirarla con horror o romper con ella. El cambio que propongo está indicado suficien­temente en mi pregunta para que podamos discutirlo tal como está propuesto e incluso llegar a una decisión sobre él apoyándonos en sus méritos.

Si, por otra parte, yo pregunto: “¿está realmente bien tener solamente una mujer, como los cristianos, o estaría mejor tener todas las que se quieran hasta cuatro, según la vieja práctica maho­metana?”, mi pregunta es mucho menos inteligible. En primer lu­gar, parece ser una sugerencia para que abandonemos nuestra prác­tica actual en favor de otra práctica alternativa, pero no está clara la naturaleza exacta del cambio propuesto, de manera que ¿cómo se pueden empezar a estimar sus probables consecuencias? En segundo lugar, es discutible si se pueden considerar en absoluto como “alter­nativas” las prácticas comparadas. Las ramificaciones de la insti­tución del matrimonio tanto en la sociedad cristiana como en la musulmana, sus relaciones con las instituciones de la propiedad, parentesco, etc., etc., son tan complejas que no es cuestión de sus­tituir simplemente una institución por la otra. La institución del “matrimonio” tiene papeles tan diferentes en las formas de vida de la sociedad cristiana y de la musulmana que incluso opinaríamos que apenas es lícito describir en absoluto el matrimonio cristiano y musulmán como ejemplos de la “misma” institución.

La pregunta “¿cuál de estas instituciones está “bien” ?” es un tanto irreal y no hay ninguna manera concebible de responderla, tal como está planteada. La única manera de entenderla es considerarla como una pregunta incluso más general en una forma disfrazada. Como vimos, la pregunta de si “esto es lo que está bien que se haga” cuando persiste en estar propuesta más allá de cierto punto, ha de entenderse como una pregunta sobre la justicia de la práctica so­cial de la que "esto” es un ejemplo, pero siendo una pregunta re­vestida de una forma inapropiada; de manera que la pregunta de si “está bien que yo me case con una mujer o con cuatro” hay que trans­

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formarla, primero, en la de si "es mejor práctica el matrimonio cris­tiano que el musulmán” y después, a su vez, en la de si “la mejor forma de vida es la cristiana o la musulmana”.

Cuando alguien pregunta por dos instituciones superficialmente parecidas que parten de dos formas de vida diferentes, diciendo que cuál es la mejor, habría de decirse que de suyo no son compara­bles ; lo único que podría compararse son las formas de vida como conjunto. Y esta comparación es privada como la que más, lo cual quiere decir no que no se pueda razonar sobre ella, sino que, razónese lo que se quiera, la decisión final es personal. No hay ninguna varita mágica que vaya a convertir al sistema social inglés en el musulmán de la noche a la mañana. La única utilidad práctica para la pregunta sobre “cuál forma de vida es la mejor” está subordinada a una de­cisión personal, por ejemplo, de quedarse aquí en nuestra sociedad, tal como es, o de ir a vivir como miembro de una tribu árabe al de­sierto.

Entonces, en general, si hay que razonar sobre las prácticas so­ciales, las únicas ocasiones en las que se puede discutir la pregunta de cuál de dos prácticas es la mejor son aquellas en las que son al­ternativas auténticas : cuando sería practicable cambiar de una a otra dentro de una sociedad. Dada esto, la pregunta de “cuál es la mejor” tiene la fuerza de “si cambiásemos de una a otra, ¿tendría el cam­bio consecuencias felices o desgraciadas en conjunto?”. Pero si no se satisface esta condición, no hay, moralmente hablando, ningu­na razón para la pregunta, y los pretendidos argumentos sobre los méritos de sistemas rivales —aparte de preferencias personales—, tiene solamente valor como retóricos. (Después veremos más sobre esto.) *.

II. 7.—Los límites del análisis de los conceptos éticos.

Consideremos, en segundo lugar, el viejo y pasado problema so­bre el que se han peleado tanto tiempo los filósofos moralistas, a sa­ber : si el “verdadero” análisis de “X está bien” es “X es un ejemplo de una regla de acción (o máxima u obligación prima facie)" o “X es la alternativa que, de todas las que están abiertas para nosotros, es la que es probable que tenga los mejores resultados” \ Si el ámbito 1

1 Véase 13. 6.J Véase Broad, Five Types of Ethical Theory, pp. 208-7.

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del razonamiento ético está limitado por su función, ¿ cae esta cues­tión dentro o fuera de sus límites?

Para empezar, tiene que estar claro, teniendo en cuenta nuestra discusión, que al hablar del “análisis” de "X está bien”, los filósofos no pueden referirse al “significado” de “X está bien”. El “signifi­cado” de “X está bien” no es ciertamente ninguna de las alternativas propuestas, es “X es lo que hay que hacer en estas circunstancias para animar a los demás a obrar en circunstancias parecidas, etcé­tera, etc.”. Suponer otra cosa es estar en la trampa de la “falacia naturalista” es decir, confundir hechos y valores (las razones de un juicio ético y el juicio mismo), intentando expresar el “significa­do” de un juicio ¿tico en una forma fáctica. La pregunta que puede resolver el “análisis” de “X está bien” es la pregunta: “¿ qué tipos de razones se requieren para hacer ver que algo esté bien (es decir, qué es lo que hay que hacer para animar a los demás a hacerlo, etc.): (a) que es un ejemplo de una regla de acción o (b) que es la alterna­tiva que es probable que consiga los mejores resultados?” .

La respuesta —cuyo exceso de simplificación es relativamente pequeño— es que depende de la naturaleza de la “cosa”. Si es una acción ejemplo inequívoco de una máxima aceptada por regla gene­ral en la comunidad de que se trate, estará bien precisamente por­que es un ejemplo de tal máxima, pero si es una acción sobre la que hay un “conflicto de deberes” o ella misma es un principio (o práctica social) opuesto a una acción determinada, estará bien o mal según que sea probable que sus consecuencias sean buenas o malas.

Por tanto, cuando tenemos en cuenta la función de la Etica, vemos que la respuesta a la pregunta de los filósofos e s : “las dos cosas, dependiendo de la naturaleza del caso”. En otras palabras, la cuestión cae dentro de los limites lógicos puestos por la función de la Etica —suponiendo sólo que se esté dispuesto a aceptar como respuesta “las dos cosas”.

Como cuestión histórica, los filósofos no han estado dispuestos a ello, han tendido a exigir una respuesta “unívoca” —“lo primero” o “lo segundo”, y no “las dos cosas”— y a presuponer que, bien la respuesta “deontológica”, bien la “teleológica”, tiene que ser “ver­dadera” y la otra “falsa” *. Pero esto es equivocar la naturaleza del 1

1 Véase 4-5 supra.’ Y las consecuencias de esta exigencia han sido interesantes, especial­

mente en los casos de los filósofos más honrados y autocríticos. Fijémonos, por ejemplo, en el comentario hecho por A. E. Ducan-Jones sobre la según-

12

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problema. Las preguntas que presentan una alternativa: “¿ Cuál es verdad, A o B ?”, son de dos tipos: aquellas cuya respuesta puede ser razonablemente "las dos cosas” o “ninguna de las dos” y aquellas cuyas únicas respuestas posibles son "A” y “B”. Si informo a la policía que he visto un coche robado y que le conducían por la calle Bath, y me preguntan “en qué dirección iba”, las únicas respues­tas posibles que puedo dar son “hacia el este” o “hacia el oeste”. Por supuesto que puedo decir que “no me di cuenta”, pero no puedo de­cir que “las dos cosas” o “ninguna de las dos” ; si es que le condu­cían por la calle Bath, tienen que haberle conducido en una direc­ción o en otra. Parece ser que esta era la clase de modelo que tenían ante sí los filósofos cuando intentaban resolver la cuestión de “cuál es el análisis de “X está bien” : A o B”. En todo caso, ciertamente han pasado por alto el parecido de su problema con el otro tipo de problema, semejante desde el punto de vista verbal, representado en el caso extremo por la pregunta algebraica “¿cuál es la solución correcta de la ecuación x*—5x + 6 = 0, x = 2 ó x = 3 ?”, cuya respues­ta es “las dos, dependiendo de las condiciones del problema particu­lar”.

Si tenemos que responder a la cuestión de los filósofos sobre el “análisis” de "X está bien”, más bien será por los derroteros de la pregunta algebraica que por los de la pregunta del policía. De he­cho, sólo mientras se está dispuesto a aceptar este tipo de respues­ta, le da a uno lugar la función de la Etica para plantear, en abso­luto, la cuestión.

II. 8.—Los limites de las preguntas sobre la rectitud de las acciones.

Volvamos en seguida a los tipos más simples y primitivos de pre­guntas éticas: “¿ es esto lo que está bien que se haga ?” y “¿ cuál de estas acciones debería hacer yo?”. ¿Qué limites hay para las circunstancias en que podemos hacer estas preguntas?

Una vez más podemos tener una guía para esto partiendo del paralelismo entre Ciencia y Etica. La pregunta de que “cuál es la

da de las alternativas que he citado anteriormente (véase Miné, n. s. XL11, p. 472) : “Lo creo de una forma peculiar, de modo que a veces la teoría me sorprende como innegable y a veces soy escéptico con relación a ella.” A mi me parece que este es el tipo de apuro al que está sujeto un hombre ingenuo para encontrar su camino, si pide una solución “no ambigua" para el pro­blema presente.

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explicación científica de esto” puede responderse en una gran va­riedad de circunstancias, pero a veces uno se encuentra con algu­nas situaciones en las que la Ciencia no puede hacer nada por amor­tiguar la sorpresa que inspira la pregunta. El ejemplo que di como ilustración de esto era el de la familia en que todos se morían en su cumpleaños *. Cuando, después de que los dos primeros niños se han muerto en su cumpleaños, también se muere el tercero en ese día, bien podéis sorprenderos; pero el hecho de que sucede así es un hecho a aceptar y no a explicar. Ninguna de las leyes de la na­turaleza que hemos desarrollado como resumen de la experiencia podía llevaros a anticipar este suceso, ninguna de ellas puede hace­ros ver ahora que había que esperar esto. Eso está ahí, y los pató­logos no pueden hacer nada por vosotros para explicároslo. El nú­mero de cosas respecto a las cuales tiene sentido hablar de "expli­cación científica” es limitado. Hay un punto hasta el cual puede se­guimos la Ciencia, pero no puede ir más allá de ese punto.

También en Etica es limitado el número de decisiones en las que tiene sentido hablar de una “justificación moral” ; nuevamente aquí hay un punto hasta el que puede seguiros la moralidad, pero más allá del cual no puede ir. Si me preguntáis que “cuál de estas dos líneas de conducta debería escoger”, podemos ver cuál de las prácticas sociales aceptadas viene al caso y, si no está implicada ninguna “cuestión de principio”, podemos estimar (lo mejor que podamos) los efectos que tendrán sobre los otros miembros de la co­munidad las dos líneas de conducta. Estas consideraciones nos lle­varán a excluir una de las dos como “moralmente mala”, es decir, como que, por motivos morales, no se debería elegir. Pero puede que nos lleven a donde estábamos, puede que no vaya implicada nin­guna cuestión de principio y que las consecuencias previsibles para los demás no sean ni mejores ni peores en un caso que en otro. Si sucede esto y persistís en preguntarme que “cuál debería yo escoger” , solamente puedo responderos que “hablando desde el punto de vista moral, no hay nada que elegir entre ellas, de modo que no hay nin­gún "debería” en relación a ello, y que ahora depende enteramente de vosotros lo que hagáis”.

Las nociones de “deber”, de “obligación” y de “moralidad” se de­rivan de situaciones en las que la conducta de un miembro de la co­munidad perjudica los intereses de otro, y han de entenderse como parte del procedimiento de hacer mínimos tales conflictos. Supuesto

' Véase 7. 5 anteriormente.

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que dos direcciones de acción sean igualmente aceptables con arreglo al código establecido y que sus efectos previsibles sobre los demás sean tolerables de igual manera, ya no son aplicables en sus sentidos primitivos las nociones de "deber” y de “obligación”. Si uno ha de elegir entre estas dos direcciones de acción, ha de ser por motivos de tipo diferente, ya que los “motivos morales” no son ya conclu­yentes.

¿Qué clase de motivos vendrán al caso? Estaría más allá del ám­bito de este libro discutir esta cuestión en detalle, pero podemos echar una ojeada rápida a ello. En cualquier instante dado se puede res­ponder a la pregunta “¿ qué desea usted hacer en este momento ?” ; y si se otorgase el cumplimiento de tal deseo en ese instante, uno estaría satisfecho por el momento. (No hay que ser psicólogo para saber esto; está simplemente en la naturaleza de un “deseo”.) Pero pronto descubrimos que conseguir lo que deseamos en cada instante, aparte de sus efectos en los demás, puede que no traiga ninguna sa­tisfacción profunda o duradera. Por esto empezamos a dirigir nues­tras energías menos hacia aquellas cosas para las que tenemos un deseo momentáneo y más hacia las otras cosas que esperamos que nos traigan una satisfacción más profunda y más duradera. Al obrar así desarrollamos una “regla de vida”, un “código” personal con la ayuda de lo cual podamos elegir entre diferentes líneas de conducta, dado que no vengan al caso las consideraciones morales. Para desa­rrollar esta “regla de vida” tenemos, por supuesto, para guiarnos no sólo nuestra propia experiencia: tenemos para ayudarnos —o confundirnos— la relación que otros han dejado de sus intentos, de sus fracasos y éxitos en relación con la misma búsqueda, así como el consejo de los amigos y parientes. Dado todo este conjunto de experiencia, podemos ahora “razonar” sobre las direcciones de acción propuestas, incluso aun cuando ya no sean concluyentes las consi­deraciones morales. Sin embargo, en esta etapa la decisión tiene que ser personal. La argumentación será de la forma “a,, a>,... (las ra­zones) ; de manera que, si yo fuera usted, escogería este camino” ; y la prueba de la argumentación concierne al futuro de la persona de la que se trata. Si era probable que el camino recomendado llevase de hecho a su felicidad más profunda y duradera, el consejo era un buen consejo, es decir, un consejo digno de aceptación, y, si el ra­zonamiento era tal que establecía el verdadero valor del consejo, era un buen razonamiento, es decir, un razonamiento digno de tenerse en cuenta.

Pasar más allá del ámbito de la “moralidad” significa salirse

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La lógica del razonamiento moral 181

del alcance de los principios que encuentran su justo lugar en la "moralidad”, principios que pueden formularse independientemente de personas y ocasiones. En el nuevo campo toda argumentación depende para su validez de un explícito o implícito “si yo fuera usted”. Aquí las "opiniones” y “actitudes” del agente entran, no como criaturas de cartón de una teoría filosófica, sino como par­ticipantes lógicamente indispensables. Y si bien no hay mucho lugar en un libro de este tipo para discutir este nuevo campo de argumen­tación, no hay ninguna razón para suponer que sea menos digno de discutirse que aquéllos a los que se ha dado lugar. Simplemente es un campo en el que puede formalizarse menos y por tanto en el que el lógico tiene menos que contribuir. Quizá es más importante. Qui­zá el valor fundamental de descubrir cuánto pueda formalizarse en la lógica de la Etica esté en ver por qué hay tanto que no se puede, en ver cómo palidece el mundo formal de los “principios morales” y de “los telegramas y la ira” en comparación con el mundo más rico de las “relaciones personales” (como sugiere E. M. Forster en Ho- wards End). En algunos respectos la Lógica tiene que contentarse con quedarse un paso atrás del descubrimiento; de todos modos siempre se crea la “forma” después del suceso Solamente hasta aquí nos llevan los "principios morales” ; sólo raras veces podemos hacer todo el camino con su ayuda. Y cuando ha sido hecho su cometido, queda la tarea más dura de ver, la respuesta justa a la pregunta que comienza con el “si yo fuera usted”.

Todo esto, aunque más bien como cuestión de Lógica que como "hecho empírico”, fue visto por Sócrates y expresado sorprendente­mente por Platón. Con su ayuda podemos caracterizar figurativa­mente la diferencia formal entre los dos tipos de razonamiento que vienen al caso en la elección de una acción. Uno es el “razonamien­to con bases morales”, dirigido a la armonía de la sociedad ; el otro, al que nos volvemos cuando el razonamiento con bases morales no nos lleva por sí mismo a una decisión, tiene que ver con la propia búsqueda del Bien de cada hombre. ¿Y el Bien?

El Bien difiere de todas las otras cosas en cierto respecto... Una criatura que lo posea permanentemente, compleja y abso­lutamente, no tiene nunca ninguna necesidad de otra cosa; su satisfacción es perfecta

Pero esto no es el final de la cuestión. El segundo tipo de razo-

’ Filebo. €0 b-c; véase Plato’s Examination oj Pleasure, pág. 125.

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182 La naturaleza de la ¿tica

namiento sobre la elección de acciones individuales —el que se ocu­pa más de la felicidad que de la armonía— tiene precisamente tanto como el primero su contrapartida en la Etica social y entra en es­cena en circunstancias parecidas. Si tomáramos un punto de vista restringido de la “Etica” parecería tratarse de que, cuando las prácticas sociales existentes no causasen ningún mal positivo de ma­nera que en realidad la gente no se quejase de ellas, entonces no habría que decir nada en contra de ellas, y que, por tanto, las ins­tituciones serían “perfectas” —por definición, digamos—. Esto es una posición que a poca gente le agradaría mantener. Decir en cuan­to a las acciones individuales que no importa lo que uno decida hacer en tanto quede dentro del código moral, es simplemente no atreverse a tomar una decisión como es debido, ya que con bastante frecuencia las consideraciones morales no nos resuelven toda la pa­peleta ; y lo mismo ocurre si uno dice que no importa lo que sean las instituciones y prácticas sociales del momento, en tanto no causen males positivos y evitables. Esto es, desde luego, lo primero que tenemos que preguntar sobre nuestras instituciones; pero cuando nos hemos satisfecho a nosotros mismos en tal punto, éstas no están necesariamente libres de toda crítica. En ese caso podemos pregun­tar si, dado que se hiciera algún cambio específico, los miembros de nuestra comunidad llevarían una vida más completa y feliz. Y, nue­vamente, si hay fundamentos razonables para creer que la llevarían, está justificado el cambio con toda seguridad.

Naturalmente, se podría argüir con propiedad que nuestra defini­ción de la “función" de la Etica debería tomar en cuenta también estas consideraciones. Y podríamos extenderlo a hacerlo si lo eligié­ramos así. Sin embargo, si vamos a hacerlo, es importante darse cuenta de una cosa, a saber, que esto es una extensión. Nuestras ideas de “justo", de “justicia”, de “deber” y de “obligación” son múl­tiples ; cada palabra corresponde a un género de conceptos. Pero algunos miembros de cada género son más característicamente éticos que otros. “Deberías quedarte esta tarde ya que tienes en perspec­tiva una tarde muy ocupada”, “deberías oir su concierto de violín”, “deberías visitarle, si se lo prometiste" —todas estas observaciones hacen uso de la noción de “obligación”, pero sólo en la última de las tres lleva ésta toda su fuerza—. Si se usasen ejemplos de este últi­mo tipo para enseñar a alguien esta noción, se podría esperar que reconociese que los otros usos eran extensiones naturales de e lla ; pero nunca se esperaría que entendiese la naturaleza completa de la "obligación moral” si se le dieran sólo ejemplos del tipo primero

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y segundo, ejemplos que apenas tienen más fuerza que la de "te gustará mucho su concierto de violín si lo oyes" y “si no te que­das esta tarde, lo sentirás después”. Las nociones de "obligación”, “justo”, "justicia”, “deber”, y “Etica” se aplican en primer lugar a aquéllo en que nuestras acciones o instituciones pueden llevar a males evitables para otros ; pero es una extensión natural y corriente usarlas también en donde la situación tiene que ver con la posibili­dad de un bienestar más profundo de los demás, e incluso de nosotros mismos.

11. 9.—¿Se necesita alguna “justificación" de la Etica?

Al hablar de la lógica del razonamiento ético a la luz de la fun­ción de la Etica, he intentado indicar dos cosas:

1) Los diferentes tipos de problemas que surgen de manera na­tural en los contextos éticos y los modos en que se resuelven, y

2) los límites del razonamiento ético, es decir, las clases de oca­siones en las que ya no pueden surgir problemas y consideraciones de tipo ético.

Sin embargo, hasta aquí no he dado aún ninguna respuesta ex­plícita a la pregunta de la que partimos, a saber: “En una discusión ética ¿ qué es lo que hace ser a una razón una buena razón y a una argumentación una argumentación válida?”.

Esta cuestión siempre ha causado molestias en capítulos anterio­res. Cuando discutíamos la doctrina objetiva de la Etica encontra­mos imposible incluso llegar a ella sin vencer primero algunos ar­gumentos en gran manera misteriosos sobre las propiedades “no naturales” ; y todavía de manera más sorprendente, los defensores de las doctrinas subjetiva e imperativa intentaron despreciarle como vana. Pero ahora estamos en la posición opuesta. En este capítulo no he intentado dar una “teoría de la Etica” ; he tratado simple­mente de describir las ocasiones en las que de hecho estamos dis­puestos a llamar “éticos” a los juicios y “morales” a las decisiones, y el papel que tiene el razonamiento en tales ocasiones. Esta descrip­ción nos ha llevado a ver cómo se distinguen el buen razonamiento del malo y la argumentación válida de la inválida en tipos particulares de problemas y argumentaciones éticos : para ser concreto, apli­cando a los juicios individuales la prueba del principio y a los prin­cipios la prueba de la fecundidad general.

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Ahora hemos de preguntar: “¿ se necesita alguna respuesta más ? Dadas las reglas especiales aplicables a los diferentes tipos de juicios y problemas éticos, ¿no tenemos ya todo lo que queremos? Y si se necesitara alguna más, ¿no se podría proveer partiendo de una ex­plicación más detallada y exacta de la que se ha dado, pero del mis­mo tipo?”.

Yo, por mi parte, no siento la necesidad de ninguna respuesta ge­neral a la pregunta de que “qué hace 'bueno’ a un razonamiento éti­co y 'válidas' a unas argumentaciones éticas” ; son suficientes las res­puestas aplicables a los tipos particulares de argumentaciones. En realidad, me parece que el pedir tal respuesta general (aunque ha de obtenerse) tiene que llevar a la paradoja con la misma seguridad con que llevó a ella la correspondiente petición en relación con la Ciencia * *. Pues, o tal respuesta general será equivalente en los casos particulares a las reglas que hemos encontrado, o las contradirá. En el primer caso pueden suceder dos cosas: o puede deformar nuestra explicación, de manera que parezca importante uno solo de los cri­terios, o, si no, puede señalar de una manera más o menos indirecta las ventajas de la cooperación armoniosa —por supuesto, “absoluta necesidad para la existencia de la sociedad” *—. Sin embargo, en lu­gar de esto, puede que contradiga nuestros resultados. Y entonces ¿qué? ¿Y si intentamos adoptar las nuevas reglas que lleva consigo esta respuesta general para criticar los argumentos sobre la con­ducta ?

Si adoptamos estos nuevos criterios, ya no serán el razonamiento “ético”, ni las consideraciones “morales”, ni las argumentaciones que parten del “deber” ni los problemas sobre lo que “deberíamos” hacer lo que discutimos; serán problemas, argumentaciones y consideraciones de otro tipo —de hecho un modo diferente de razonamiento—. Esto puede hacerse ver bastante rápidamente. Pues supongamos que, lejos de cambiar radicalmente nuestros criterios, lo único que hacen las nuevas reglas es seleccionar uno de ellos como criterio universal. Si se elige la prueba del principio, de manera que no se nos haya de permitir poner en cuestión las decisiones de los que adminis­tran el código moral, entonces lo que piden no es “moralidad”, es “autoridad”, y autoridad de un tipo que puede esperarse razonable­mente que desemboque rápidamente en tiranía. Y, a la inversa, si se excluye la misma prueba del principio en favor de una prueba

1 Véase 7. 6 anteriormente.• Hume, Natural History of Religión, X III, ad. fin.

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La lógica del razonamiento moral 185

universal de consecuencia (de los efectos estimados sobre los de­más), entonces nos enfrentamos con una cosa que no es más “mo­ralidad” que la otra —en este caso mejor se la describiría como “conveniencia”—. Pero los argumentos que provienen de la conve­niencia y los argumentos de autoridad no son más “éticos” que es “científica” una conjetura basada en la experiencia. Por consiguiente, incluso si lo único que hacemos es renunciar a uno u otro de nues­tros criterios lógicos presentes, convertimos la Etica en algo distin­to de lo que es. Y, si este es el caso, no tenemos necesidad de seguir considerando más alteraciones drásticas ; pueden excluirse en el acto.

No hay duda de que no estarán satisfechos los filósofos que bus­can reglas más generales. No hay duda de que aún pensarán que necesitan una respuesta explícita y única a nuestra pregunta cen­tral. Y no hay duda de que objetarán que con todo esto ni siquiera he “justificado” en mero uso de la razón en la Etica. Dirán que "está muy bien mi proclamación de la ley sobre tipos particulares de argumentos éticos” ; pero que “¿ cuál es la justificación para que un razonamiento cualquiera afecte a cómo decidamos comportarnos?” y que “en todo caso, ¿ por qué se debe hacer lo que está bien ?”

Mas están respondidos suficientemente por la peculiaridad de sus propias preguntas. Pues consideremos qué tipo de respuesta quieren cuando preguntan que "por qué se debe hacer lo que está bien”. No hay lugar dentro de la Etica para tal pregunta. El razo­namiento ético puede que sea capaz de hacernos ver por qué debemos hacer esta acción como opuesta a ésa, o defender esta práctica social como opuesta a esa otra, pero no puede hacer nada donde no puede haber ninguna elección. Y su pregunta no nos presenta en absoluto auténticas alternativas. Pues desde el momento en que las nociones de “lo que está bien” y de “obligación” se originan en las mismas situaciones y tienen los mismos fines, es una contradicción (toman­do en sus sentidos más simples “lo que está bien” y que “se debe”) sugerir que "debemos” hacer cualquier cosa que no sea "lo que está bien”. Esta sugerencia es tan ininteligible como la de que no fuesen verdes unos objetos de esmeralda; la pregunta del filósofo está a la misma altura que la pregunta de “por qué son rojas las cosas escar­latas”. Sólo podemos por tanto salir al paso con otra pregunta : “¿qué otra cosa se “debería” hacer?” .

En todas estas cuestiones, en tanto las tomamos literalmente, se despliegan semejantes cosas peregrinas. La Etica será capaz de “justificar" una de las numerosas direcciones de acción o una prác­tica social como opuesta a otra, pero esto no se extiende a la “justi­

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186 La naturaleza de la ¿tica

ficación” de todo el razonamiento sobre la conducta. Puede oponerse una dirección de acción a otra, o una práctica social a otra. Pero, ¿ a qué ha de esperarse que opongamos la "Etica en su conjunto” ? No puede haber discusión sobre la proposición “la Etica es la Etica” ; cualquier argumentación que considere la Etica como algo distinto de lo que es, tiene que ser falsa, y si los que piden una "justifica­ción” de la Etica preguntan por lo que hay “a favor de la morali­dad” como opuesto a lo que hay “a favor de la conveniencia”, etc..., dan entonces a la Filosofía un cometido que no es el suyo propio. Una cosa es hacer ver que debes elegir ciertas acciones, y otra —no tarea de un filósofo— hacer que tú quieras hacer lo que debas.

II. 10.—Razón y egoísmo.

Hume dio agudamente con esta dificultad. En efecto, tuvo que confesar (de un hombre en el que el egoísmo dominaba al sentido de lo que está bien) que “sería un poco difícil encontrar [razona­miento] ninguno que le pareciese satisfactorio y convincente” *. Esta confesión suya era, sin embargo, una obra maestra de afirmación velada. La dificultad de la que habla no es "pequeña" ; en efecto, es “absoluta e insuperable” , es una “imposibilidad”. Pero fijémonos en la razón: no es en absoluto una imposibilidad práctica, sino lógica. El hecho de que un hombre pase por alto todas las argumentaciones éticas es precisamente el tipo de cosa que nos llevaría a decir que su egoísmo había dominado a su sentido de lo que está bien. En tanto, y sólo en tanto, continuase haciendo caso omiso de todo razonamien­to moral, diríamos que su egoísmo continuaba con su ascendiente; pero una vez que empezase a aceptar tales consideraciones como guía de acción, empezaríamos a pensar que “el sentido de lo que está bien” había ganado.

Siempre es posible que, cuando nos enfrentamos con un hombre cuyo egoísmo domina inicialmente su sentido de lo que está bien demos con algún razonamiento que le parezca “satisfactorio y con­vincente”. Sin embargo, el resultado no sería “un hombre en el que era dominante el egoísmo, pero que se satisfizo y se convenció por un razonamiento ético” (pues esto es una contradicción in terminis); sería “un hombre en el que era dominante el egoísmo hasta que el razonamiento lo venció y reinstaló en él el sentido de lo que está bien”. 1

1 Hume, Enquiries (ed. Selby-Bigge), p. 283.

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En este sentido he aquí un interesante paralelismo a trazar entre la noción de “creencia racional” en la Ciencia y la de “creencia ra­zonable” en la Etica. Llamamos “creencia racional” a la creencia de que, por ejemplo, las sulfamidas van a atajar la pulmonía porque se ha llegado a ello mediante este procedimiento que se ha considerado digno de confianza en la investigación clínica. Lo mismo vale para cualquier creencia que se tenga como resultado de una serie de ex­perimentos científicos llevados a cabo correctamente. Cualquier creencia de este tipo está corroborada como resultado de observacio­nes confirmadoras posteriores. Decimps que estas observaciones au­mentan la “probabilidad” de cualquier hipótesis con la que éstas son consecuentes; es decir, aumentan el grado de confianza en el que es racional dar cabida a dicha hipótesis. Por supuesto, en la prác­tica no siempre adoptamos los métodos de argumentación más dig­nos de confianza, generalizamos de prisa, descartamos datos que

•no están de acuerdo, interpretamos de manera falsa observaciones que son ambiguas, etc., etc. Sabemos muy bien que hay que ob­servar unas normas confiables para obtener los datos, pero no siem­pre las observamos. En otras palabras, no siempre somos racionales, pues ser “racional” es observar siempre estos métodos dignos de confianza e internamente compatibles para forjarse (las propias) creencias científicas y dejar de ser “racional” es dar cabida a la hi­pótesis del caso con un grado de confianza que esté fuera de la proporción con su “probabilidad” '.

Lo mismo que con lo “racional” y lo "probable”, así con lo “ra­zonable” y lo "deseable” (lo "deseable”, es decir, en su sentido usual de lo que debería intentarse); la creencia de que debo pagar la cuenta que me ha enviado mi librería es una creencia “razonable”, y la peti­ción del librero para que yo pague es una petición “razonable”, por­que representan una práctica que se ha considerado aceptable en tales circunstancias. Cualquier juicio ético que se tenga como resul­tado de una experiencia moral interpretada con propiedad, es tam­bién “razonable” . Cualquier juicio de este tipo está corroborado por experiencias posteriores que confirmen la fecundidad del principio del que deriva el juicio. Tales experiencias aumentan la “deseabi- lidad” del principio, es decir, aumentan el grado de convicción con el que es razonable defender que se obre según este principio. Por supuesto, en la práctica no siempre adoptamos los métodos más sa- *

* Véase en relación con esta discusión, Ayer (op. cit., págs. 99-102), cu­yas palabras estoy parafraseando

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tisfactorios de llegar a las decisiones morales, saltamos a las con­clusiones, ignoramos los males de la gente “inferior”, interpretamos erróneamente experiencias ambiguas, etc., etc. Sabemos muy bien que hay que observar normas confiables al formar nuestros princi­pios e instituciones, pero no siempre las observamos. Es decir, no siempre somos razonables, pues ser “razonable” es emplear estos mé­todos confiables y auto-consecuentes para llegar a todas nuestras de­cisiones morales, y dejar de ser “razonable” es defender nuestros principios y obrar con arreglo a ellos con un grado de convicción que está fuera de proporción con su deseabilidad.

Consideremos la luz que arroja este paralelismo en las dificulta­des de Hume y en la “justificación” de la Etica. Se ha sugerido a veces que la “probabilidad" de una hipótesis es precisamente cues­tión de nuestra confianza en ella en cuanto medida por nuestra dis­posición a depender de ella en la práctica. Esta explicación está ex­cesivamente simplificada, ya que sólo sería completamente aceptable si siempre relacionásemos de una manera “racional” la creencia con la observación. La “probabilidad” es más bien cuestión del grado de confianza con el que es racional adoptar una hipótesis. De una ma­nera parecida la teoría de Hume sobre la Etica hace la “deseabilidad” de un principio moral cuestión de la convicción con que lo mantie­nen todas las personas completamente informadas * *. Esto sería igual­mente verdadero supuesto que siempre relacionásemos de una ma­nera "razonable” nuestros juicios morales con la experiencia...

Pero esto aclara el problema. La verdad es que, si diferentes personas han de estar de acuerdo en sus juicios éticos, no es sufi­ciente que todas ellas estén completamente informadas. Todas ellas tienen que ser razonables también. (Incluso puede que esto no sea suficiente ; cuando se llega a problemas discutibles, puede que difie­ran de manera razonable.) Por desgracia la gente no es siempre ra­zonable. Y esto es un triste hecho que precisamente los filósofos tie­nen que aceptar. Es absurdo y paradójico por su parte suponer que necesitamos sacar un “argumento razonado” capaz de convencer al “enteramente irrazonable”, pues esto sería una contradición \

1 Véase 2. 5 anteriormente.* Hubiera considerado innecesario formular una verdad tan obvia si no

la hubiera encontrado pasada por alto en la práctica por eminentes filósofos. Por ejemplo, recuerdo la conversación con Bertrand Russell en la que hizo notar como objeción a la presente presentación de la Etica que ésta no hubie­ra convencido a Hitler. Pero ¿ quién habría de suponer que le hubiera conven­cido? Por supuesto que no prescribimos la Lógica como tratamiento para el lunatismo ni esperamos que los filósofos saquen panaceas para los psicópatas.

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La lógica del razonamiento moral 189

Por tanto, si la exigencia de una “justificación” de la Etica es equivalente a esta petición, no hay lugar para una “justificación”, y la pregunta que se usa para expresar esta petición: por qué sedebe hacer lo que está bien ?” no tiene ninguna respuesta literal. Tal vez haya lugar para respuestas de un tipo diferente, pero, si lo hay, no es asunto de ningún lógico ni probablemente de ninguna clase de filósofo darlas. (Qué clase de respuestas puedan darse y a quién correspondería darlas, son problemas a los que volveré más tarde) *.

' Eu el capitulo 14.

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Capítulo 12LA ETICA Y LA SOCIEDAD

Antes de abandonar la Etica propiamente dicha, y con el fin de atar estos últimos cabos, quiero comentar unos cuantos temas más o menos aislados. Estos caen bajo dos títulos generales:

1) La conexión entre la función de la Etica y la naturaleza de los conceptos éticos, y

2) el carácter social de la Etica.

En las tres secciones siguientes trataré de los temas que caen dentro del primer grupo.

J2. í.—La Etica y el lenguaje.

Por una parte, las palabras éticas se usan en juicios totalmente desarrollados y lógicamente complejos, destinados a armonizar las intenciones y acciones de los miembros de una comunidad. Por otra, aparecen en interjecciones descuidadas y toscas desde el punto de vista lógico —en exclamaciones y en órdenes—, que alivian las emo­ciones del que está hablando o actúan de aguijones para el que está escuchando. Hemos discutido con algún detalle estos dos usos extre­mos. Sin embargo, para todo blanco y negro hay varios grises, y en la mayoría de las ocasiones nuestro uso de los términos éticos no se adecúa estrictamente a ninguno de estos extremos. Un examen más

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La ¿tica y la sociedad 191

comprehensivo de la Lógica de la Etica tendría que tratar con igual extensión estos usos intermedios, pero me contentaré con dar de ellos la mención y el bosquejo más sencillos.

Uno de los factores que influyen en la Lógica de los conceptos éti­cos, como influye en la Lógica de los conceptos científicos, es la ne­cesidad de que las palabras sean comunes para todos y constantes en su aplicación. Por tanto, aparte de cualquier cosa que tenga que ver con los males de otros, nosotros corregimos las referencias de nuestros sentimientos frente a una norma constante, simplemente con el fin de que las demás personas puedan entender nuestras reac­ciones. Y en estas referencias modificadas de nuestros sentimientos, así como en las exclamaciones más vehementes de horror o de com­placencia, usamos frecuentemente palabras éticas y de tono ético. Como Hume señaló

En general, todos los sentimientos de alabanza o reproche son variables con arreglo a nuestra situación de proximidad o lejanía en relación a la persona reprochada o alabada y con arreglo a la disposición mental del momento. Pero no consideramos estas va­riaciones en nuestras decisiones generales, e incluso aplicamos los términos expresivos de nuestro agrado o desagrado de la misma manera que si permaneciéramos en un solo punto de vista. La experiencia nos enseña pronto este método de corregir nuestros sentimientos, o, por lo menos, de corregir nuestro lenguaje, en el caso de que los sentimientos sean más tercos o inalterables. Nuestro criado, si es diligente y fiel, puede que excite a senti­mientos más fuertes de amor y simpatía que Marco Bruto, tal como se le representa en la Historia, pero no por esa razón dire­mos que es más laudable aquel personaje que éste. Sabemos que si nos acercásemos en la misma medida a aquel renombrado pa­triota, exigiría un grado mucho más alto de afecto y de admira­ción. Tales correcciones son corrientes en relación a todos los sentidos.

De todos modos, en parte, el desarrollo de la Etica y del lenguaje ético (igual que el de la Ciencia) refleja un deseo de sustituir nues­tras reacciones descuidadas y momentáneas por descripciones en un lenguaje independiente de la ocasión en que se ha hecho el juicio.

Y desde luego sería imposible que pudiéramos hacer uso ja­más del lenguaje o que comunicásemos nuestros sentimientos a otros si no corrigiésemos las apariencias momentáneas de las co­sas y sobrepasáramos la situación del momento. 1

1 En el Treatise (ed. Selby-Bigge) p. 582.

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192 La naturaleza de la ¿tica

Tomando sucesivamente los diferentes usos del lenguaje ético, desde el extremo no razonado al razonado, podríamos caracterizarlos en la terminología de Hume de la manera siguiente:

1) El uso “expresivo de nuestro agrado o desagrado momentá­neos” ; por ejemplo “ ¡ Bueno!” y “j Qué malo!”.

2) El uso en el que "corregimos nuestro lenguaje”, pero no “co­rregimos nuestros sentimientos” ; por ejemplo; si reconocemos la superioridad moral de Bruto por encima de nuestro criado mientras que seguimos sintiendo más afecto por éste que por aquél.

3) El uso en el que “corregimos nuestros sentimientos” tam­bién ; por ejemplo: si, como resultado de una reflexión moral, ceso de admirar a alguien que ha sido anteriormente mi héroe.

4) El uso en el que “corregimos nuestra conducta” además de nuestros “sentimientos” y “lenguaje” ; por ejemplo: si cambiamos de opinión en cuanto a la conducta que estaría bien que siguiésemos.

12. 2.—La equidad en el razonamiento moral.

Para que un argumento ético en el pleno sentido de la palabra sea un ejemplo de “razonamiento” tiene que ser igualmente “digno de aceptación", quienquiera que sea el que lo considere. Más aún, si este argumento apela a principios apropiados para que se les llame "éticos”, éstos tienen que ser tales que armonicen las acciones de quienes los aceptan. Tomadas todas juntas, estas características del uso del razonamiento ético dan razón de la lógica petición de "equi­dad” en la formulación de los principios morales. En tanto los jui­cios éticos se hacen más generales, se eliminan las referencias espe­cíficas a "mí”, “aquí” y “ahora”, a “ellos”, “allí” y “entonces", y en tanto sigue habiendo cualquier referencia de este tipo, hay lugar para apelar a un principio más general. El punto en el que tiene que cesar la justificación de una decisión moral es donde la acción en discusión ha sido relacionada inequívocamente a un “principio moral” corriente, independiente (en su formulación) de personas, lu­gar y tiempo : por ejemplo, donde que “yo debo coger este libro para devolvérselo a Jones en seguida” ha llevado a que “cualquier perso­na debe hacer siempre todo lo que haya prometido que va a hacer a otra” o a que “era una promesa". Si al justificar una acción pode­mos retrotraer nuestras razones a tales principios universales, nues­tra justificación tiene algún derecho de que se la llame “ética”. Pero si no podemos retrotraerlas, nuestra apelación no es en absoluto a

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La ¿tica y la sociedad 193

la “moralidad” : si, por ejemplo, los principios más generales a los que podemos apelar contienen aún alguna referencia a nosotros, o como individuos o como miembros de un grupo limitado de gentes', entonces nuestra apelación no es a la “moralidad”, sino al “privi­legio”.

Este argumento es, por supuesto, puramente lógico y por tanto puede no tener consecuencias empíricas inmediatas. Al mismo tiem­po, si se pasa por alto este punto, las consecuencias pueden ser im­portantes. Supongamos, por ejemplo, que uno esté intentando ense­ñar a alguien las nociones de moralidad; entonces seguro que será esencial la equidad en la formulación y aplicación de los juicios a partir de los cuales se espera que las aprenda. Es un hecho recono­cido que los niños "mimados” tienden a ser aquellos cuya educación ha sido más bien marcadamente vacilante que marcadamente bené­vola y que en ocasiones la educación estricta arruina más caracteres que la suave que se ha llevado a cabo de manera consecuente. Recor­demos la lección de Mansfield Park de Jane Austen ’.

El [Sir Thomas Bertram] se enteró demasiado tarde de qué desfavorable, para el carácter de cualquier joven, ha de ser el tra­tamiento totalmente opuesto que siempre habían experimentado en casa María y Julia, donde la excesiva benevolencia y mimos de su tía habían contrastado continuamente con su propia seve­ridad. Vio qué mal había juzgado al esperar contrarrestar lo que estaba mal en Mrs. Norris [su tía] con su reverso en él; vio cla­ramente que no había hecho más que aumentar el mal al ense­ñarles a reprimir su humor en su presencia para hacer desconoci­da para él la verdadera disposición de ellas y al enviarlas a que les consintiera todo a una persona que sólo había podido ligárse­las con la ceguera de su afecto y el exceso de sus elogios.

Este resultado era de esperar en realidad. El niño que tiene una educación consecuente tiene claramente una buena ocasión de “ha­cerse una idea" de la Etica, mientras que nunca podrá hacérsela el niño que no pueda encontrar ninguna razón o principio en su edu­cación. Y a partir de este ejemplo podemos ver una de las maneras en que la Lógica refleja la vida, cómo la exigencia lógica de la equi­dad en la formulación de los principios éticos está reflejada en la * *

* Teniendo en cuenta, por supuesto, las reservas hechas en 11.6 concer­nientes a la comparabilidad de instituciones semejantes en sociedades dife­rentes.

* Edición Everyman, pp. 386-7. is

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194 La nacuraleza de la ¿tica

necesidad de un patrón justo y consecuente de conducta para los “aprendices” de la Moralidad.

12. 3.—El dominio de sí mismo en la Etica.

En todo lo que he dicho hasta ahora he dejado de mencionar ex­plícitamente una característica importante de la Etica. La naturaleza de su función decide no solamente la lógica del razonamiento moral, también determina la actitud que “está bien” que tomemos nosotros en relación a los principios corrientes y a las opiniones de los demás.

Excepto cuando hay razón para creer que un principio existente pudiera ser substituido por otro que implicase menos males y moles­tias en el todo, estamos “obligados" a adoptarlo. E, igualmente, sólo

• en casos extraordinarios puede “estar bien” que ignoremos las opi­niones de los demás. Se podría exponer esto paradójicamente di­ciendo que “la consideración no es una virtud” queriendo decir con ello que es la esencia de la “virtud” más que wna virtud. Para citar a Demócrito (contemporáneo de Sócrates y filósofo de simplicidad preplatónica): “Ser bueno significa no hacer nada que esté mal, y también no querer hacer nada que esté mal” *. Lo “bueno” no es sólo lo que se desea, es lo que ha de desearse.

Esta característica de la Etica es también reconocida por Jane Austen ’.

Julia, cuya buena estrella no prevalecía por más tiempo, se vio obligada a seguir al lado de Mrs. Rushworth y ajustar la ve­locidad de sus impacientes pies al lento paso de esta señora... La gentileza en que se hab(a educado le hizo imposible escapar; m ientras que el deseo de esa especie más elevada de dominio de sí misma, esa justa consideración de los demás, ese conocimiento de su propio corazón, ese principio de lo que está bien que no habían formado parte esencial de su educación, le hicieron sen­tirse triste al comportarse tan cortésmente.

Reflexionemos en la consideración esclarecedora del autor respec­to a “esa especie más elevada de dominio de si mismo, esa justa con­sideración de los demás, ese conocimiento de su propio corazón, ese *

* Véase, por ejemplo, la edición de Mullach de Demócrito (Berlín, 1843), “Fragmenta Moralia”, núm. 109: 'Alalia* «6 xo n>) áSuéetv. ÜXi xa jn;#t ifilXttv. La fuente que se da ahí para el fragmento es Stobeo, Florilegium, IX, 31.

» Op. cit., pp. 75-6.

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La ¿tica y la sociedad 195

principio de lo que está bien” como cuatro descripciones de la misma cosa. Ello hace ver qué bien entendió ella la función a la vez perso­nal y social de la Etica.

12. 4.—La Etica y las instituciones sociales.

Los temas que quedan formarán algo parecido a una coda. Sólo trazaré un bosquejo de ellos, igual que los dibujos a carboncillo, en gruesas lineas blancas y negras, dejando para otra ocasión y lugar el trabajo detallado y el darles color. Todos tienen que ver con el carácter social de la Etica, y el primero es la relación entre la Etica y las instituciones sociales.

Puesto que la función de la Etica es reconciliar las intenciones y voluntades independientes de una comunidad de personas, la ex­plicación que he dado de él lo podría proporcionar el esqueleto para un ensayo de historia social. Todos los principios, que, juntos, cons­tituyen un código moral pueden ponerse en relación con alguna ins­titución de la sociedad y el código en conjunto con la organización social completa. Que “está mal quedarse con este libro porque está mal no cumplir una promesa” se acepta como argumento en nuestra sociedad porque hacer y cumplir promesas es una de las cosas que hacemos: la “promesa” es una de nuestras instituciones. Igualmente lo son los “premios de cricket”, los "préstamos” y el “reglamento de carreteras”. Y, a la inversa, todas las instituciones sociales están construidas sobre un sistema de deberes y privilegios: el diputado del parlamento tiene la obligación moral de representar fielmente a sus electores y el marido la de defender a su mujer y a sus hijos. "Mi situación y sus deberes” 1 es una frase que resume bien las obli­gaciones morales que surgen del primer estadio del desarrollo de la Etica.

Sin embargo, esto no es el final de la cuestión. El desarrollo que nos lleva primero desde “todo hombre para sí mismo” hasta "mi si­tuación y sus deberes” nos conduce después a criticar los “deberes" y las “situaciones”, tal como están establecidos por el momento, y a sugerir cambios. Cuando pasa esto, hay dos posibilidades extremas. La primera es “congelar” el código moral y las instituciones por parte de los que tienen el control efectivo, afirmar su absoluta autoridad, legislar para todas las posibilidades, aislar a la comunidad de las

1 Esta es la frase que usaba Bradley como titulo para su quinto ensayo en E thical Studies.

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196 La naturaleza de la ¿tica

influencias de afuera, desanimar la especulación independiente y el aireo de las injusticias y proveer un ánimo de comunidad que tiene que gustar a los ciudadanos —o que tienen que aguantarlo.

La segunda manera de actuar es estimular la crítica y modificar el código moral y las instituciones siempre que sea razonable creer que, con un posible cambio, se pueden quitar tiranteces y crear o explotar nuevas oportunidades para que, en efecto, las instituciones de la sociedad se organicen de tal manera que se desarrollen de este modo de manera natural, teniendo en cuenta las finalidades y que­jas de todo ciudadano.

El primer tipo de desarrollo no puede justificarse por ninguna ape­lación a la razón, ya que es el resultado de los deseos mutuamente contradictorios de los gobernantes. Quieren insistir en el cumplimien­to de manera absoluta, por parte de los ciudadanos, de un conjunto de “obligaciones morales” en relación con ellos, de las que al mismo tiempo quieren excusarse de respetar en relación con los ciudadanos —presentando así, a guisa de “moralidad”, una colección de privile­gios sin fundamento en la Etica.

Por otra parte, la segunda manera de actuar está en la línea del desarrollo natural de la Etica. Está en la naturaleza de la Etica que los cambios del código moral deben tener como meta una sociedad “abierta” que se desarrolle por sí misma —una sociedad en la que los individuos sean libres y estimulados, para hacer sus propias decisio­nes morales—, en lugar de una sociedad “cerrada”, de tribu, tiránica y colectivista '.

12. 5.—La Etica y la ingeniería.

En una sociedad que tenga un código moral y unas instituciones que se desarrollen por sí mismos no es necesario que todo ciudadano deba ser político o moralista, pero sí que tiene que ser un “ingeniero social” . La analogía entre la Etica y la ingeniería puede ayudar a dilucidar diversas características de la Etica que son oscuras a pri­mera vista.

Para empezar, consideremos a un ingeniero en el sentido primario de la palabra. Está continuamente enfrentado con problemas prácti­cos y lo que es de su incumbencia es resolverlos dentro de los límites expresados por su “código de métodos normales”. Este código tiene

' Para la distinción entre la sociedad “abierta" y “cerrada" véase Pop- per, The Open Society and Its Enemies, passim.

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La ¿tica y la sociedad 197

en cuenta las propiedades y medios que le son accesibles y las condi­ciones a las que va a estar expuesta su creación, en tanto éstas se pueden predecir, y, para los factores impredecibles, tiene en cuenta las oportunas reservas que son el resultado de la experiencia acumu­lada (los “factores de seguridad”).

Supongamos, por ejemplo, que un ingeniero está diseñando un aeroplano y que trate de decidir qué material hay que usar para los elementos del fuselaje. Inmediatamente puede resolver un gran nú­mero de sus problemas, ya que irá a parar directamente a uno u otro de los casos generales previstos por su código. Descubrirá lo que “debe” hacer mediante la aplicación del código: le dirá, por ejem­plo, cuál es el material que “está bien” ; le especificará que “use hierro en ángulo de media pulgada” o, si no, que “el mejor material en tales circunstancias es el duraluminio”. Sin embargo, puede que encuentre que los requerimientos con los que tiene intención de coincidir no puedan satisfacerse dentro de los límites del código. Puede que nos explique: “Quiero que este aeroplano tenga una ve­locidad máxima de 520 millas por hora a 2 0 .0 0 0 pies y no quiero que el peso máximo exceda de 25 toneladas; pero, para tener en cuenta esa velocidad con los factores normales de seguridad, tendré que usar vigas de una pulgada y no puedo hacer esto sin exceder de mi peso máximo”. En tal caso, con el código de práctica existente, entran en conflicto la exigencia de velocidad elevada y la de peso bajo. La exigencia de velocidad elevada requiere que use vigas de un pulgada y la exigencia de peso bajo que las use de 3/4 de pulgada. En este caso el ingeniero puede hacer una de estas tres cosas:

1 ) abandonar el trabajo;2 ) modificar sus intenciones para coincidir con la exigencias

del código, o3) aventurarse, es decir, reducir los factores de seguridad e ig­

norar de esta manera el código, confiando en su especial conocimien­to de las condiciones pertinentes en este caso particular —y puede que en la buena suerte— para impedir malos resultados.

Comparemos la situación de este ingeniero con la de un indivi­duo en la sociedad. Nosotros nos enfrentamos continuamente con problemas morales que tenemos que resolver dentro de los límites de nuestro código moral. Este código tiene en cuenta la naturaleza de los hombres con los que vamos a tratar, los medios a nuestra dispo­sición y los tipos de situaciones con las que nos vamos a enfrentar en

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198 La naturaleza de la ética

tanto éstas se pueden prever, y, para las imprevistas, hace las ex­cepciones pertinentes, que son el resultado de la experiencia acumu­lada.

Supongamos, por ejemplo, que llevamos una tienda y que esta­mos decidiendo los precios que vamos a poner a nuestras mercancías. Muchos de nuestros problemas se resolverán por sí solos, ya que es­tán previstos en las disposiciones legales o en las tarifas convencio­nales de beneficio de la venta al por menor; nuestro código nos dirá qué precios son “excesivos” y, por tanto, que están mal. Sin embar­go, puede que encontremos que entran en conflicto nuestras inten­ciones, bien entre sí o bien con las de nuestros clientes. Puede que encontremos que para hacer un beneficio limpio de 20 libras a la se­mana (como queremos) sólo nos podemos permitir emplear tres de­pendientes, mientras que para evitar las colas (que molestarán a nuestros clientes) tendremos que tener cuatro. En éste caso la nece­sidad de un beneficio elevado y la necesidad de un servicio rápido llevan a obligaciones que entran en conflicto : la necesidad de un beneficio elevado requiere que usemos tres dependientes, la necesi­dad de un servicio rápido que usemos cuatro. En tal caso, tenemos también nosotros tres posibles maneras de actuar:

1 ) podemos cerrar la tienda,2 ) podemos modificar nuestras intenciones para coincidir con

las exigencias de nuestros clientes, o3) podemos aventurarnos, es decir, ignorar la conveniencia de

nuestros clientes, y, por consiguiente, el código moral, fiándonos de un conocimiento especial de las costumbres locales de comprar —y en la buena suerte— para impedir malos resultados.

En este ejemplo es especialmente estrecha la analogía, ya que las consideraciones que van implicadas son casi por completo económicas. Sin embargo, en la mayoría de las situaciones con las que nos en­contramos hay factores no-económicos, lo cual debilita la analogía de tres maneras:

J) No podemos resolver generalmente nuestros problemas mo­rales abandonándolos ; en la mayor parte de las situaciones éticas no nos es posible ninguna manera de actuar “libre de complicacio­nes” como lo es para el ingeniero o para el encargado de la tienda.

2) Puede que sea de extrema importancia el elemento impre­visible; tenemos que tener en cuenta los posibles cambios de las dis­

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La ética y la sociedad 199

posiciones de las demás personas que tienen que ver con el asunto, y estos cambios tendrán un efecto análogo a los cambios en la espe­cificación del aeroplano después de que haya sido construido.

3) Nuestro propio futuro está ligado a nuestra situación ética, no en la forma que el futuro del ingeniero está implicado en su ae­roplano : ¡ como si él mismo, sus amigos, sus parientes y sus conciu­dadanos fueran los “miembros” con los que hubiera de construirse el cuerpo del aeroplano!

El efecto combinado de estos tres factores es situar el problema más directamente en el individuo y alejarlo de la esfera de la auto­ridad más de lo que lo está en la Ingeniería y en la Economía. La posibilidad de cambiar nuestra actitud, “esa especie superior de dominio de sí mismo, ese conocimiento del propio corazón”, como lo llamaba Jane Austen, simplifica el problema para el individuo, y el conocimiento especial que adquirimos de nuestras familias y de nues­tros amigos añade una finura y flexibilidad a nuestras decisiones que no habría si obráramos sólo “por autoridad”. Al mismo tiempo hacen más complejo el enfoque estadístico y, excepto en los casos puramente económicos, quitan mucho de su poder a una autoridad centralizada para prever qué es lo que será “lo mejor”. La Etica es más una cuestión de conciencia, y menos de autoridad, que lo son la Ingeniería y la Economía.

12. 6.—La Etica y la Psicología.

La analogía entre la Etica y la Ingeniería puede sugerimos otra cuestión. Tanto en la Etica como en la Ingeniería hay un código de reglas que se usa para enfrentarse con ciertas necesidades prácticas. La reglas de la Ingeniería tienen cierta base teórica ; muchas de las reglas usadas por los ingenieros mecánicos y eléctricos pueden explicarse a partir de la Física y muchas de las reglas de la In­geniería química a base de la Química. ¿Podemos ahora extender nuestro paralelismo hasta en esto? ¿Tienen una base semejante las reglas de la Etica ? Si ha de llamarse “Física aplicada” a la Ingenie­ría mecánica y “Química aplicada” a la Ingeniería química, ¿cómo ha de llamarse a la Etica? La respuesta, que hay que tomar con un poquito de humor, es fácil: “Psicología aplicada”.

Esta respuesta debe tomarse con cuidado por numerosas razones. Primera: sugiere (de manera errónea) que la Psicología tiene que

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200 La naturaleza de la ftica

venir en el tiempo antes que la Etica, que no puede haber Etica hasta que no haya alguna Psicología que “aplicar”, y, si fuese así, supondríamos que la moralidad es algo que se ha desarrollado re­cientemente en lugar de ser una de las cosas más viejas de la his­toria humana. Sin embargo, la responsable de esta impresión es la forma de la pregunta ; de la misma manera es erróneo llamar a la Ingeniería mecánica “Física aplicada”. La Física atómica y nuclear habrá sido un antecedente sin el que no hubiera habido Ingeniería electrónica ni bomba atómica, pero la cocina vino antes que la Quí­mica y las pirámides antes de que hubiera ninguna cosa digna de llamarse “Física”.

Un segundo impulso de protesta surge de la convicción de que hay mucha gente buena que no sabe Psicología y de que los psicólo­gos no son siempre los hombres mejores. Pero esto también está fuera del problema. El talento que necesita un físico notable para dirigir una detallada investigación experimental es diferente del que tiene el buen obrero o el ingeniero, el hombre que proporciona solu­ciones inmediatas para los problemas prácticos. Esta diferencia no afecta a la cuestión de llamar “Física aplicada” a la Ingeniería me­cánica. De igual manera, aunque son muy diferentes las cualidades que hacen a un buen psicólogo por una parte y a un hombre bueno por otra, sigue habiendo una conexión lógica digna de indicarse entre la Psicología y la Etica.

Así, por lo pronto, ambas materias tienen la misma “materia prima” : ambas tienen que ver, desde su propio punto de vista, con nuestra conducta. También puede decirse que la Etica y la Psicología tienen un ideal común : completar la confianza respecto a los modos en que van a ser recibidas por las demás nuestras acciones, y en un sentido esto es también verdad. Pero en su verdad parcial hay un peligro; el de pasar por alto las diferencias radicales entre las inten­ciones y los métodos de las dos materias. Por supuesto que los defen­sores de las doctrinas subjetiva e imperativa, dentro de su engaño, arguyen que la Etica sólo será una materia respetable desde el punto de vista lógico en tanto en cuanto sea una rama de la Psicología. Por ejemplo, Schlick, convencido de que la Etica tiene que ser o “Ciencia” o “un absurdo”, escribía: “La Etica es ciencia en tanto los proble­mas éticos tienen un significado y pueden por tanto resolverse... El problema central de la Etica es una pura cuestión de Psicología” '. Y Ayer sigue sus pasos cuando dice que “la Etica, como rama del

' Moritz Schlick, Fragen der Etk ik (tr. S. E. Toulmin), pp. I, 21.

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La ¿tica y la sociedad 201

conocimiento, no es más que un departamento de la Psicología y de la Sociología” *.

Fijémonos, por tanto, en las diferencias como en las semejanzas entre estas dos materias. El físico y el psicólogo experimental empie­zan sus experimentos seleccionando y disponiendo su material; su primera preocupación es obtener un ejemplar característico en una situación que se pueda reproducir. Con este tipo (X) y en esta si­tuación (S) es con lo que, y en lo que trabajan, y para esta combi­nación (X, S) es para la que valen sus resultados, sea S una cortina de nubes o un aula y X un trozo de chapa de aluminio o un grupo de niños de escuela primaria de nueve años y galeses. Por el contra­rio, el ingeniero en su trabajo y el “ciudadano responsable”, enfren­tados con una decisión moral, tienen que sacar el mejor partido de las cosas tal como son ; no pueden elegir o disponer su material. En lugar de un tipo X (aluminio garantizado 99,99% o galeses de 9 años), del que ya se sabe o se puede predecir mucho con confianza, se les presenta un material especificado de manera incompleta en una situación conocida de manera incompleta. Tanto sus intenciones como sus modos de razonamiento son diferentes de los del científico. La intención del científico es formular una ley : “Para todo X en S se pueden esperar los acontecimientos D”, ley que toma la forma de una proposición fáctica; el ingeniero se contenta con una ley, “al enfrentarse con X en S, hágase Y (o Y es lo que se debe hacer)”, ley que toma la forma de una regla que él puede usar al encontrarse con una necesidad práctica.

Por tanto, al decir que la Etica y la Psicología tienen como ideal común completar el conocimiento de los modos según los cuales van a ser recibidas nuestras acciones por los demás, lo único que digo es que, suponiendo que tuviéramos tal conocimiento y que fuera una propiedad común, entonces a todo principio moral correspondería una ley de Psicología. Al principio moral de que

“al enfrentarse con X en S, lo que se debe intentar hacer es Di y lo que está mal es Da"

correspondería la ley fáctica:

“para todo X en S, es de esperar que Di lleve a la felicidad general y Da a la infelicidad general”.

Sin embargo, en tanto en cuanto nuestra Psicología es imperfecta. 11 Ayer, Language, Truth and Logic (2.* ed.), p. 112.

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202 La naturaleza de la ética

nuestra moralidad ha de desarrollarse independientemente de ella y su unión sigue siendo un ideal por el que, al igual que los túneles de los Alpes, el moralista lucha en una dirección y el psicólogo en otra.

12. 7.—La tarea del moralista.

He escrito la palabra “moralista” y no puedo dejarla pasar sin comentario. La noción tradicional de un moralista es la de una “per­sona dada a moralizar” *, mejor dicho, dedicado a ello, y esto trae a la memoria la imagen de un critico de salón que no tiene la necesidad de luchar por las cosas materiales y que está libre para pronunciar juicios morales gratuitos y desfavorables sobre la conducta de los "menos afortunados. Al emplear esta palabra pensaba en alguien bien distinto a esta imagen tradicional, y me refería a él como moralista solamente por carecer de una palabra mejor. Sin embargo, hay algo de bueno en la elección de esta palabra, pues mi imagen es aquella tras la que van estos moralistas de salón (tan inútilmente como la rana que emulaba al buey) para hacerse a sí mismos con arreglo a ese modelo. Por eso pueda estar quizá disculpado por haberla usado en esta sección corta y final en lugar de recurrir a frases tan ten­denciosas como “moralista ideal”," reformador ético” u otras por el estilo.

He aquí el problema que tenía en el fondo de mi pensamiento: una cosa es reconocer los criterios lógicos apropiados a las decisiones morales y otra aplicarlos. En nuestros juicios cotidianos todos po­demos confiar como guía en el código existente, pero criticar el código y reconocer en qué sentido necesita cambiarse son tareas para las que no todos podemos ser expertos de igual manera y para las que se necesitan títulos muy marcados. Lógicamente, es bastante fácil definir los criterios que se han de u sa r; como cuestión práctica su aplicación se hace cada vez más difícil cuanto más dejemos atrás las decisiones diarias elementales y en su lugar intentamos juzgar el va­lor de las instituciones existentes y la deseabilidad de reformas espe­ciales. Por tanto, no sólo tenemos que resolver el problema de qué tipo de razonamiento es adecuado que aceptemos para apoyar un juicio ético, sino que también tenemos que preguntar qué clase de condiciones deben pedirse a un hombre si ha de confiarse en su juicio sobre la reforma del código moral y de las instituciones.

• Pocket Oxford Dictionary, articulo "moralist” .

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La ética y la sociedad 203

No es suficiente pensar que tal persona haya de ser un psicólogo, ya que, aunque su conocimiento de la naturaleza humana ha de ser tan profundo como el de un psicólogo, su punto de vista es diferen­te. Este tiene una intención más práctica que el psicólogo experi­mental y se ve obligado a trabajar en una escala más amplia, pa­reciéndose así a un ingeniero. Pero tampoco es suficiente creer que ha de ser un ingeniero. Si consideramos la Etica como “Psicología aplicada”, entonces todos somos “ingenieros morales” : siempre que llegamos a una decisión moral aplicamos el código moral (el código de la práctica como norma) que nos han enseñado. La tarea del mo­ralista no es sólo aplicar los principios presentes a los problemas de día tras d ía ; también tiene que ser capaz de reconocer cuándo un principio o institución ha perdido su utilidad y cuándo, para sacar el mejor partido de las condiciones cambiadas y de las nuevas oportunidades, se necesita algo nuevo: una nueva pauta de comporta­miento, nuevas reglas de conducta, una nueva institución social, y en este respecto se parece más al ingeniero investigador que al oficial mecánico. Pero incluso más que como el ingeniero investigador, que tiene ocasiones de experimentar donde el moralista sólo puede obser­var, es como un artista que, partiendo del estudio de los ejemplos que han sucedido antes, tiene que considerar lo que se puede hacer y las necesidades del momento y entonces tiene que hallar el modo de poner en práctica su concepción.

Diremos acerca del moralista que en él concurren el psicólogo, el ingeniero y el artista. El psicólogo que ha de llevar dentro tiene que ser capaz de conocer la manera en que puede esperarse que las personas piensen en diferentes circunstancias ; en tanto que es in­geniero ha de estar acostumbrado a manejar todas las situaciones prácticas de la vida, para estimar los "factores de seguridad” que han de aplicarse por encima y por debajo de los limites que se han encontrado en el laboratorio y en la sala de consulta, y el artista que también ha de ser tiene que ser lo suficientemente sensible para re­conocer aquellos momentos cruciales en los que deben sustituirse determinadas reglas de conducta y para trazar “las características del alma” 1 en el nuevo estadio de su desarrollo. En cuanto moralista tiene que estudiar las instituciones y las prácticas de la sociedad, no simplemente por lo que éstas hacen, sino por lo que se puede hacer que hagan. Y esto significa, en todo caso en un tiempo como

1 Goldsworthy Lowes Dickinson, The Meaning of Good (1901), pp. 86-7, véase el Epilogo al final de esta obra, últimos párrafos.

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204 La naturaleza de la ¿tica

el nuestro, que tiene que tener una base en la Economía; a no ser que tenga esta base, las eternas calamidades del hambre, del paro y de la falta de vivienda, volverán y borrarán sus reformas como castillos de arena.

Por tanto, esto es sólo un comienzo; resolver el problema eco­nómico es solamente una preparación para logros más positivos. No es suficiente para el moralista estar familiarizado con aquellas ca­racterísticas inevitables del metabolismo social a las que se puede aplicar el cálculo de la Economía: aquellas comodidades como la comida, el abrigo, el trabajo y el descanso que coinciden con intere­ses fijos e inalterables aspectos de nuestras disposiciones. También tiene que entender los bienes mayores que —no como el pastel de Navidad o la ración de azúcar— podemos a la vez “comer” y “te­ner” *. Tiene que saber, desde luego, cómo sienten las personas y lo que quieren, pero incluso tiene que saber más cómo podrían sentir y lo que son capaces de gozar. Y tiene que aprender a hacerles ver las cosas que les puedan satisfacer más profundamente para que se dediquen a ellas.

Pero en esta manera de hablar hay un peligro: el peligro de su­gerir que hay una clase de personas, dignas de especial respeto, que son las únicas a las que se les da derecho a criticar las prácticas morales de la sociedad. Al hablar del “moralista”, sin embargo, no hemos querido decir que suponíamos la existencia de tal clase pri­vilegiada. Se puede pensar el título de "moralista” más como algo que hay que merecer que como el nombre de una casta o profesión. Esta noción es más semejante a la de “ciudadano” que a la de “mé­dico” ; por supuesto que ser moralista no puede ser el trabajo de nadie. De hecho, en realidad, las instituciones sociales se desarrollan con una gran extensión sin necesidad de personas que tengan una visión especial. Lo que produce los cambios que se necesitan no son las ideas de los grandes hombres, sino la repulsa de la gente corrien­te en su conducta cotidiana a conformarse con un código que no está al día. Pero esto no es desacreditar mi noción de “moralista”, es más bien decir que todos nosotros somos moralistas de una ma­nera limitada y que esta repulsa a conformarse está basada frecuen­temente en una protesta contra la regla, se pueda ver o no cómo se podría introducir una regla mejor.

No deja de haber etapas en el desarrollo de la sociedad en las 1

1 Véase en este punto A. C. Pigou, The Economícs oj Welfare (2.‘ ed.), p. I, cap. V.

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La ética y la sociedad 205

que las protestas privadas no son suficientes o en las que la opinión pública se queda demasiado atrás, mientras las ventajas del privilegio ciegan a quienes podrían ayudar a los males de los demás. En tales etapas encontramos frecuentemente una figura sobresaliente que tie­ne éxito en la tarea de moralista. Pero en la naturaleza de tal caso, el que ha de obrar así tiene que vivir no como una figura aislada, como un oráculo, como una “personalidad histórico-mundial” heroica en el molde loco y romántico de Hegel, sino entre sus semejantes, aprendiendo de sus contactos con ellos, poniendo continuamente a prueba en la crítica de éstos su política, configurando sus propósitos con arreglo a sus capacidades y deseos y recordando siempre aqué­llo, en lo cual insistió Pericles, de que, aunque puede que él sea uno de los pocos que pueden dar origen a una política, “todos somos capaces de juzgarla”

Es mucho pedir que todas las cualidades y títulos requeridos de­ban encamarse en un solo hombre. Por supuesto que no hay muchos que se preocupen suficientemente de las injusticias de las institu­ciones en curso para llegar siquiera a interesarse por ellas; y con demasiada frecuencia la indignación extingue la luz de la razón en los que se preocupan.

Son sólo unos pocos hombres raros y excepcionales los que tienen esa clase de amor a toda la humanidad que los hace inca­paces de aguantar pacientemente la masa general de males y su­frimientos, independientemente de cualquier relación que esto pueda tener con sus propias vidas y que van a buscar, primero en el pensamiento y después en la acción, alguna manera de es­caparse, algún nuevo sistema de sociedad por el que la vida pue­da hacerse más rica, más llena de alegría y menos llena de males evitables que lo es al presente *.

Menos aún combinan con la indignación y la razón la claridad, de concepción y visión que se necesita en el caso de que haya de pro­ponerse el cambio justo en el momento adecuado. Por eso, no hay que sorprenderse ni avergonzarse ante el descubrimiento de que, me­didos con relación a esta norma, incluso los más grandes tienen éxi­to sólo en parte y de que los mejores fallan en una dirección o en otra. 1

1 Recuérdese la famosa oración por los atenienses caldos en la guerra contra Esparta en el que sentó los principios de la democracia ateniense. Véase Tucldices. II, 37-41.

1 Bertrand Russell, Roads to Freedom, p. 10.

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206 La naturaleza de la ética

En un plano están los grandes maestros religiosos; pero ellos (quizá sabiamente) no abordaron los problemas económicos de su tiempo. En otro plano están los hombres como Perides y Sócrates, pero su trabajo no pudo seguir en pie frente al torbellino. En un tercer plano podemos colocar a aquellos de nuestros contemporáneos que se han acercado más al ideal: hombres como Roosevelt, Key- nes, Shaw y Sidney Webb.

Incluso cuando uno considera a hombres como éstos, uno encuen­tra quizá, en Roosevelt y Pericles, demasiado de ingeniero y en Sócrates quizá demasiado poco. Lo más raro de todo es, por supues­to, el caso en que estén equilibradas las cualidades que he intenta­do analizar; y respecto a este equilibrio, sea cualquiera la magnitud que llegue a suponer desde lejos, hay que recordar a Keynes. No sólo tuvo la visión de lo que era deseable y el conocimiento de lo que era practicable, sino una paciencia con detalles de técnica digna de Leonardo. Y siempre se añadirá a su talla que vio los limites de la ficción del “hombre económico” como criatura de necesidades cons­tantes, disposición y capacidad, y que, a pesar de ser él mismo un economista, su principal esperanza fue que llegase el día en que

el problema económico recobre el puesto secundario al que per­tenece y el escenario del corazón y de la cabeza sea ocupado, o recuperado, por nuestros verdaderos p roblem as: los problemas de la vida y de las relaciones hum anas, de la creación, de la conducta y de la Religión

El, por lo menos, si entendió la naturaleza del problema. 1

1 J. M. Keynes, Essays in Persuasión (Prcfncc), p. vil.

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Cuarta parte

LOS LIMITES DE LA RAZON

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Capítulo 13 LA ETICA FILOSOFICA

"El Valais es un país incomparable; al principio no comprendí la verdad de esto porque lo compa­ró... con las cosas más significativas de mi memo­ria, con España, con la Provenza (con la que, desde luego, está relacionado por vínculos de sangre a través del Ródano), pero solamente se me reveló en toda su grandeza desde que lo admiré por su propio valor."

Rainkr María R ilke

¡3. / .—Pertrechándonos.

A lo largo de la discusión que he presentado he permanecido ri­gurosamente literal, dejando aparte algunas faltas deliberadas y bien señaladas. He intentado no escribir nada que no pudiera i-ter- pretarse de una manera estrictamente literal y he despreciado como fuera de mi terreno todo lo que no pudiera entenderse de esa manera. Tal cuidado, aunque sería excesivo para cualquier otro propósito, es propio del lógico; incluso cuando, como consecuencia de esto, hemos ¡íccho menos aún que justicia a la doctrina que estamos C0”sideran- Jo. Hasta ahora, esta actitud ha estado justificada por su fructuosi- dad ; pero ahora es el momento de mitigar esta severidad y contem­plar con ojos más liberales algunas de las cosas que hemos despre­ciado.

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210 Los limites de la razón

Sólo han pasado la prueba unos pocos usos de los conceptos éti­cos con los que comúnmente nos encontramos:

1 ) su uso para expresar (o desahogar) nuestros sentimientos;2 ) su uso para tomar una decisión sobre una acción individual;3) su uso en la crítica y modificación de nuestras prácticas so­

ciales.Esto produce una serie de omisiones notables, omisiones que

caen bajo tres categorías :a) su uso en la discusión de asuntos tan directamente éticos

como el valor de las características personales (p. ej., si la mansedum­bre es buena o no), la justeza de los motivos (p. ej., qué habría que pensar sobre los muchachos que, no habiendo tenido nunca un ho­gar feliz, roban simplemente para ganar la admiración de sus ami­gos), y los caracteres morales de los hombres (p. ej., si Jones es me­jo r que Smith o no).

b) Su uso en problemas que, aunque planteados de una mane­ra aparentemente “ética” y semejantes en su forma a los problemas “éticos” que hemos estado discutiendo, surgen en situaciones que no dejan lugar desde el punto de vista lógico a tales problemas; como cuando alguien exige una respuesta inequívoca a la pregunta de “¿qué debería yo hacer realmente, A o B?”, cuando no hay nada desde el punto de vista moral para escoger entre los dos, ni ninguna respuesta “ética”, sino “decídete tú mismo” ; o como cuando alguien insiste en preguntar que “por qué se debe hacer lo que está bien" y no se satisface con la respuesta: “pues dígame qué otra cosa 'se debe hacer’ ”.

c) Su uso en problemas abstractos, tales como los que se en­cuentran en la Etica filosófica, problemas de una forma completa­mente diferente a la de aquellos que surgen en situaciones típica­mente éticas; p. ej., “la bondad, ¿es subjetiva u objetiva?”, o “¿cuál es el verdadero análisis de 'lo que está bien’ ?”.

No hay necesidad de discutir con ninguna extensión los proble­mas que caen bajo el primer apartado. Su significación no requiere ninguna aclaración, y la manera de darles una respuesta es suficien­temente clara según lo que ya se ha dicho. Y lo mismo es verdad para todos los otros problemas morales más complejos que puedan manifestarse en situaciones del tipo que hemos discutido.

Esto nos hace ver ahora el origen principal de los problemas con los que probablemente me encontraré. Mi posición es gravemente inexacta y defectuosa sobre todo en los casos en que es demasiado pre­cipitada. Pocas cosas de la vida real son tan llanas como yo las he

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La ¿tica filosófica 211

puesto; en consecuencia, difícilmente habrá un punto sobre el que no se pueda aducir que mi posición está excesivamente simplificada. Mi única justificación por dejar las cosas así es mi deseo de mante­ner claras las características más generales de la lógica de la Etica. Por una vez vale la pena dibujar un mapa en pequeña escala que haga ver la posición de la Etica en relación con otras materias, en lu­gar de sumergirse directamente en los problemas detallados de la Etica misma. Y si les parece que hay que rechazar este mapa por las inexactitudes y omisiones que no puede dejar de tener, recuér­dense las alternativas: un dibujo tan complicado y tan finamente sombreado como la observación y la artesanía pueden dárnoslo, y que no aclararía nada ante el temor de trazar una línea por cualquier parte ; o un mapa como el de Bellman, es decir, “ | un papel completa y absolutamente en blanco!” .

La segunda clase de problemas nos llevará a explorar las fron­teras entre la razón y la fe, entre la Religión y la Etica ; las consi­deraré en el capítulo próximo (y último). En cuanto al resto de este capítulo, quiero volver a considerar la última categoría (constituida por las teorías de la Etica filosófica), que discutimos y dejamos de lado en la primera parte del libro.

13. 2.— Vuelta a la Etica filosófica.

Cuando discutimos las teorías tradicionales de la Etica filosófica las dividimos por conveniencias del análisis en tres categorías se­gún su enfoque general; son aquellas categorías a las que nos refe­rimos respectivamente como la “objetiva”, “subjetiva” e “imperati­va”. En aquel momento, tomamos estas teorías completamente al pie de la letra y nos vimos forzados a abandonarlas a todas por falsas en un sentido o en otro. Pero es posible que al hacer eso nos faltase su sentido, por lo que ahora que nos hemos quedado satisfechos en relación al problema central, tenemos que volver para ver si podemos encontrar este sentido. Supongamos, por tanto, que los defensores de cada una de estas tres direcciones de enfoque hubieran de leer la posición que hemos tomado, ¿qué tipo de reacción esperaríamos que mostraran ?

Para empezar, el defensor de la doctrina imperativa d iría : “Es­toy dispuesto a aceptar gran parte de su posición, especialmen­te la parte referente al modo en que el lenguaje ético se usa para desahogar nuestros sentimientos. Esto me parece importante porque

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212 Los limites de la razón

presenta la manera en que fallan las doctrinas objetiva y subjetiva. Aceptar la primera es engañarse por las formas de las palabras que usamos en Etica. Por otra parte, aceptar la segunda es confundir una exclamación de complacencia con la aserción de que uno se ale­gra... A mí me parece que, por lo que respecta a mi propia posición, más se ha fortalecido que debilitado con su actitud. Concedo que ha explicado Vd. de manera más explícita que yo cómo influyen las opiniones éticas de las personas en las nuestras, pero esto no hace más que dar a mi teoría un grado mayor de generalidad Mi posición sigue siendo tanto como antes. Me mantengo en la doctrina imperativa, no quizá en la teoría excesivamente simplificada con que empecé, pero en una doctrina imperativa, a pesar de todo; di­cho brevemente, en una teoría de este tipo pero con una lógica más matizada de la exclamación '. Las exclamaciones éticas, desde lue­go, expresan nuestros sentimientos, pero hay sentimientos que han sido formados y modificados por todos nuestros tratos con nuestros semejantes.”

Puedo imaginarme al defensor de la doctrina objetiva replican­do a esto: “No, esa no es, en modo alguno, la lección de la discusión (que hemos tenido). Lo que cuenta es esta cuestión de la generali­dad ; cualquier discusión que haga ver que la verdad de los juicios éticos en el pleno sentido de la palabra es independiente del que habla (en otras palabras, que son objetivos) tiende más a confirmar mi teo­ría que a refutarla. Por eso me alegro mucho de tener expresada más exactamente la relación entre los valores y nuestros sentimien­tos. Siempre ha sido preciso admitir que existía una relación de este tipo : incluso si defendemos que el juicio moral desarrollado no sea el resultado de la emoción sino de la penetración racional, aún sigue habiendo el hecho importante a considerar de que las emociones tienden a estar relacionadas con los juicios morales, así como a no estarlo con los juicios puramente científicos Pero esta parte de la posición (que ha adoptado Vd.) es muy compatible con mi propio punto de vista. Nuestros sentimientos de satisfacción y obligación tienen el papel de “sentido moral", por el que detectamos las pro­piedades no naturales de bondad y rectitud. Puede que haya que * 1

' Tomo esta frase de las conferencias de John Wisdom sobre Verifica- tion, Cambridge, mayo de 1946.

1 Véase la revista hecha por L. A. Reid en Mind, n. s. XT.TI, p. 90 : lo extraño es que el autor no se para nunca en considerar si pudiera no ser el "resultado" (|m agnifica palabra vaga!) tanto de la emoción como de la penetración racional.

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La ética filosófica 213

ampliar ligeramente mi teoría, pero apenas ha aportado fundamentos para rechazarla”.

Y, a su vez, el defensor de la doctrina subjetiva bien podrá decir al “objetivista” : "No está bien rebajar la importancia de nuestros sentimientos en E tica; incluso la doctrina imperativa les hace más justicia que usted. Ni es meramente accidental la variabilidad de nues­tras disposiciones que destruía la analogía entre la Ciencia y la Eti­ca ; por supuesto que, en efecto, es esencial a la idea de “conciencia” . No, en mi opinión esto es la característica más importante de la pre­sente posición en cuanto a la E tica; que hace ver que lo "bueno” es lo que aprobarán todos los hombres razonables y preparados, es de­cir, que muestra la naturaleza subjetiva de les conceptos éticos. En ella nada contradice fundamentalmente a la doctrina subjetiva ; en todo caso, realza su importancia”.

A primera vista, esto es una situación sorprendente. Los enfo­ques objetivo, subjetivo e imperativo han sido considerados siempre como rivales, pero ahora empiezan a parecer menos incompatibles unos con otros. Tenemos que echar con claridad una segunda ojeada a sus argumentos.

13. 3.—La compatibilidad de las “teorías éticas” opuestas.

Si hacemos lo que hemos dicho, se encuentra fácilmente la solu­ción de esta paradoja. El defensor de la doctrina imperativa aprueba nuestra posición en cuanto que ésta presta atención a la fuerza re­tórica de los juicios morales, y a la diferencia entre los valores por una parte y las propiedades y las relaciones subjetivas por otra. El defensor de la doctrina subjetiva la aprueba en cuanto que presta atención a la manera en que los juicios éticos expresan nuestros sentimientos, y a la diferencia entre los juicios éticos por una parte y las exclamaciones y afirmaciones sobre propiedades por otra. El defensor de la doctrina objetiva ve con buenos ojos la atención que pone nuestra posición en la generalidad de los juicios éticos, ca­racterística que comparten con los juicios sobre propiedades.

Es decir, al defensor de cada una le llaman la atención las ca­racterísticas de los conceptos éticos que favorecen su propia teoría y desprestigian a las otras. Pero cuando, p. ej., el “subjetivista” de­fiende que los valores son lógicamente lo mismo que lo que nosotros hemos llamado “relaciones subjetivas”, lo que dice no nos aclara mucho; y no es más provechoso y sí tan erróneo por parte del “ob-

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214 Los límites de la razón

jetivista” insistir en que los valores no son lo mismo que las rela­ciones subjetivas. Sería más provechoso, por su parte, si hicieran ver de qué manera los valores son iguales que las relaciones subjeti­vas y de qué manera no lo son. Y lo mismo ocurre con las teorías de que Etica tiene que ver con las “propiedades” y con las “excla­maciones”.

El “imperativista” está dispuesto a tomar en consideración la posición presente, porque representa para él una teoría imperativa matizada; al “objetivista” le parece bien considerarla como una teoría objetiva modificada, y el "subjetivista” la mira como una for­ma de la teoría subjetiva. Y, por supuesto, se la podría considerar como una cualquiera de éstas o como ninguna. Si se modifica sufi­cientemente una teoría filosófica habrá que darle un nombre nuevo, no por ninguna maravillosa metamorfosis metafísica, sino porque en ese momento se ve uno impresionado por las semejanzas entre el asunto que trata y una nueva clase de conceptos. Pero antes de que se alcance esta etapa llegará un punto sobre el que se puede discutir hasta el día del juicio final cómo ha de llamársele. Y si se hace esto no se irá a parar a ninguna parte, porque se estará discutiendo como en el cuento de los despropósitos.

La oposición entre los defensores de las doctrinas objetiva, sub­jetiva e imperativa refleja una diferencia no más importante que la “oposición” entre los “deontologistas” y los “teleologistas”. Pues (si os acordáis *) estos dos grupos de filósofos, al discutir lo que queremos decir con “justo”, están preocupados con grupos diferentes de crite­rios lógicos; el primero, con los que son apropiados a las decisiones morales individuales, el segundo, con los que son apropiados a la crítica de las instituciones. Como resultado de ello, y puesto que los dos creen que uno o el otro grupo de criterios tiene que repre­sentar el único significado verdadero de lo “justo” (de la misma ma­nera que un coche que viaje por la calle Bath “tiene que” ir o hacia el oeste o hacia el este), difieren en lo que significa realmente “justo” y, al hacer esto, se parecen a dos algebristas que estuviesen discu­tiendo sobre si x = 2 ó x= 3 es la solución verdadera de x—5x + 6=0.

Nuestros tres filósofos están en una posición igual. “Los térmi­nos éticos se usan realmente para desahogar nuestros sentimientos” —declara el “imperativista” (si hemos captado correctamente su pos­tura)—■. “No —replica el “objetivista”— : la verdad de los verda­deros juicios éticos es independiente del que habla”. “Los dos estáis

Véase 11.7.

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La ética filosófica 215

equivocados —replica el “subjetivista”— ; en realidad, los juicios éticos son equivalentes a las declaraciones de nuestros sentimientos” . Cada una de estas expresiones revela las preocupaciones del que ha­bla y en muchas ocasiones lo que dice cada uno de ellos es evidente­mente verdad. Sin embargo, siguen queriendo una decisión entre los tres enfoques, petición que es bien innecesaria, puesto que estas doctrinas no se excluyen mutuamente, sino que en esta petición es­tán impulsados por su idea de que, si el “valor” ha de ser en abso­luto un concepto genuino, tiene que residir o “en" el objeto o “en” el que habla. Una vez más, la búsqueda de una respuesta “realmen­te verdadera”, una teoría “verdaderamente verdadera", inspirada por el malentendido de una metáfora espacial, termina en una caza del pato salvaje.

J3. 4.—Las teorías éticas como comparaciones disfrazadas.

Incluso después de que hemos señalado esto, nuestros filósofos seguirán aferrados a sus teorías. Y, si siguen, no hay en ello ningún perjuicio. Que defiendan para contento de su corazón una “teoría imperativa matizada” una “teoría objetiva modificada” o una “cla­se de la teoría subjetiva”, supuesto que sigan siendo verdaderas para los hechos de nuestro uso. Pero, igualmente, que no imaginen que sus teorías se excluyen mutuamente. ¿Está Wrynose en Lan- cashire, en Westmorland o en Cumberland? Lo que se elija como respuesta depende en gran manera de la dirección desde la que se enfoque; se puede decir que en cualquiera, en todos o en ninguno. Pero, dígase lo que se diga, no constituye ninguna falta cuando se llega a llí; lo que importa es ese fantástico paisaje '.

0 también, para emplear una metáfora que asigne a la Etica una parte más ajustada del m apa: si vais a Suiza, quizá os impresionen a la llegada las características del país que comparten con la región por la que habéis estado viajando. “¿ Cómo ? —exclamaréis— ¡ otra vez los Alpes bávaros!” o, “hablando con propiedad, supongo que es tina prolongación de las Dolomitas”, o “sólo una Saboya Alta más grandiosa y más áspera”, y, digáis lo que digáis, habrá algo de ra­zón en vuestra observación. El único peligro es éste: que os puede llevar a no prestar suficiente atención al país mismo, a su carácter y méritos individuales, y a imaginar que los que admiráis un as- 1

1 Cf. la recensión de John Wisdom del libro de C. H. Waddington, Science and Rthics, en Mind, n. s., L II (1943), págs. 275 ss.

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216 Los limites de la razón

pecto estáis en verdadero desacuerdo con los que están impresio­nados con otras características del país.

Esta imagen presenta uno de los usos que tienen ciertamente las teorías filosóficas de la E tica; a saber, su uso de comparaciones disfrazadas. Uno se puede imaginar a dos naturalistas que compa­ran elefantes, gatos y hombre. “En mi opinión —dirá uno— un elefante es más parecido a un gato que a un hombre”. “Me sorpren­de que Vd. diga eso —replicará el otro— ya que debiera haber dicho que un elefante es más parecido a un hombre que a un gato”. Y nadie va a suponer que haya ninguna oposición importante ni ninguna contradicción en sus observaciones, pues probablemente uno quiere decir que un elefante es más parecido a un gato que a un hombre (en postura, estructura, etc.) y el otro que un elefante es más pare­cido a un hombre (en sagacidad, duración de vida, etc.).

No habrá ninguna confusión en tanto sus observaciones sean abiertamente comparativas. Pero supongamos ahora que se hacen en lugar de eso epigramáticas y tratan de expresar lo mismo en las palabras “un elefante es un gato” y “un elefante es un hombre”, disfrazando así la naturaleza comparativa de sus observaciones. Si damos por descontada la paradoja de llamar “gato” u “hombre” a un elefante tendremos que admitir que hay una apariencia mucho mayor de contradicción. Y tendremos incluso una mejor analogía si nos quitamos de encima esta paradoja sustituyendo en nuestro ejemplo “elefante”, “gato” y “hombre" por “virus” “criatura vivien­te” y "criatura no viviente”. La inauténtica pregunta de si hn elefante es un gato o un hombre se transforma en el rompecabezas genuinamente filosófico de si un virus es una criatura viviente o no, cuyas respuestas (“un virus es una criatura viviente” y “un virus es una criatura no viviente”) son “comparaciones disfrazadas" que tienen el valor de “un virus es igual que una típica 'criatura viviente’ (en algunos respectos)” y “un virus es igual a una típica 'criatura no viviente’ (en otros respectos)”. Y la naturaleza filo­sófica de este tipo de cuestiones se hace aún más notoria cuando, p. ej., la pregunta directa de “en qué respectos son las flores semejantes a aquellos objetos a los que se aplican de la manera más na­tural términos psicológicos (tales como “sentimientos") y en qué respectos no lo son”, se expresa en la forma enigmática y aparen­temente científica de “si las flores tienen sentimientos” *. 1

1 Véanse los artículos de John Wisdom en “Other Minds” en Mind n. s., vols. XLI-XLII. Lo que hace tan enigmáticos tales ejemplos límites

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La ¿tica filosófica 217

Para ser honrados, estos ejemplos son demasiado buenos para nuestro propósito inmediato. El problema de “si un virus es una criatura viviente o no” es un genuino problema de una manera que no lo es el de "si la bondad es subjetiva u objetiva”. Las nociones de una “criatura viviente” y de una “criatura no viviente”, a dife­rencia de las de un “gato” y un “hombre”, se usan de una manera tal que cubren entre las dos todos los objetos materiales (incluidos los virus); por tanto, el problema es especificar los fundamentos que nos llevarían a incluir a los “virus” en una categoría o en la otra. Por otra parte, las nociones de “objetividad” y de “subjetivi­dad” no constituyen un par igualmente exhaustivo, aunque lo pue­dan parecer, cuando entendemos por “objetivo” “en el objeto” y por "subjetivo” “en el que habla”. En este sentido, el problema de “si la bondad es objetiva o subjetiva” y otros parecidos, son menos genuinos, pero pueden seguir sirviendo como “comparaciones dis­frazadas” ocupando, p. ej-, el lugar de la pregunta: "¿es la 'bon­dad* (igual o no igual que) una 'propiedad del objeto’ o (igual o no igual que) una 'respuesta del que habla* (y en qué respectos)?’’

13. 5.— Teoría y descripción en la Etica filosófica.

Una teoría ética no es, por tanto, solamente una paradoja. Si la rechazamos por el motivo de que es falsa cuando la tomamos literalmente, entendemos mal lo que sus defensores se proponen. Tal teoría tiene cierto valor positivo que estaría mal ignorar, ya que expresa en su propia manera paradójica una comparación entre conceptos de dos clases diferentes. Sin embargo, este valor es limi­tado : una única comparación nos dice bien poco. Una descripción de Suiza como “otros Alpes bávaros” , o “una prolongación de las Dolomitas”, o “una Saboya Alta más grandiosa y más áspera” no es ningún sucedáneo para una buena guía, ni una teoría ética del

como éstos es el hecho de que, mientras que ninguna de las semejanzas de las que nos hemos dado cuenta es crucial, no hay sin embargo ninguna in­vestigación que pueda especificarse y en la que se pueda uno fiar para de­cidir la cuestión. Posiblemente en tal caso las observaciones experimentales futuras indicarán una semejanza crucial en una dirección o en otra (por ejemplo, entre un virus y una célula viva), pero no podemos estar seguros de que va a suceder esto y, hasta que suceda, el problema tiene que seguir en pie. Si sucede, por supuesto, nuestro ejemplo dejará de ser un ejem­plo limite y dejarán de tener valor las observaciones que en relación a él hay en el texto.

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2 1 8 Los limites de la razón

tipo tradicional es un sucedáneo para una explicación descriptiva de la función de los conceptos éticos, descripción del tipo que he intentado dar.

Estaremos de acuerdo con el “objetivista” en que las expresio­nes éticas son “parecidas” a las expresiones para las propiedades, pero no son precisamente igual que ellas; en algunos respectos tam­bién son no semejantes, y, por tanto, su descripción del “valor” como “propiedad del objeto” es aceptable sólo parcialmente. También hay expresiones semejantes y desemejantes para las relaciones sub­jetivas, y expresar un juicio ético es semejante y desemejante a excla­mar, de modo que las otras doctrinas son igualmente insatisfactorias. Y esto es lo que había que esperar si son “comparaciones disfrazadas” . La comparación disfrazada de que "un elefante 'es* un gato” es mucho menos informativa que la clara aserción de que “tanto los gatos como los elefantes tienen cuatro patas, son vertebrados, et­cétera, etc.”. Y no sirve de nada esperar que las teorías filosóficas sean más específicas, decimos en qué respectos son únicos los con­ceptos éticos, o de qué forma se parecen y difieren mutuamente los diferentes tipos de concepto *.

Las nociones éticas, como las propiedades, ciertamente tienen alguna generalidad, pero es una generalidad sui generis:

Entendemos esta generalidad a través de sí misma y no mi­rando a alguna otra cosa. Y entenderla a través de sí misma consiste en considerar los hechos... que ilustran las reglas del uso de las expresiones éticas “bueno”, “que está bien”, etc.

Y lo que es cierto de su generalidad se puede aplicar igualmente a su fuerza retórica, a su expresividad y a sus otras características lógicas. Cada una de ellas se entiende mejor “a través de si misma”, considerándola directamente, y resistiéndonos a dejamos engañar

* Véase John Wisdom Metaphysics and Verification en la revista Mind n. s., XLVII (1938), p. 492 : "Cuando tenemos una frase X que usamos de la manera como estamos acostumbrados ¿hay alguna combinación de frases Y que se pueda usar de la manera como uno está acostumbrado y con la que se consiga el mismo propósito? ...Solamente tenemos que hacer la pregun­ta en p lu ra l: ¿cuáles del los propósitos conseguidas por una frase X, consi­gue también una frase Y?, y veremos que la respuesta dependerá de nuestra descripción de estas frases, y si después de esto preguntamos "¿consigue el mismo propósito?", la pregunta ahora evidentemente equivale a : “¿dire­mos que si lo consigue o preferimos decir que no?".

* Mrs. Helen Knigth, Aristotelian Soc. Suppt.. Vol. XVII (1938). p. 192.

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La ética filosófica 219

por ninguna analogía particular: como si dijéramos, llegando a ella por el aire en vez de a través de algún campo peligrosamente pareci­do, pero diferente.

Si nos aprovechamos de esta lección, nuestro interés en las teo­rías filosóficas sobre la Etica es probable que disminuya. En vez de presentársenos como posibles fuentes de un maravilloso aconteci­miento nuevo (como ocurre en las teorías científicas), sus doctrinas características empiezan a tomar el aspecto de “slogans” partisanos. “La bondad es una cualidad objetiva no natural e inanalizable”, “los juicios de valor son expresiones de la actitud del que habla” , “los pronunciamientos éticos son meras exclamaciones” : estas doctrinas son verdades de Perogrullo tendenciosas o “definiciones persuasi­vas” ', más bien que análisis satisfactorios, pues empiezan prometien­do mucho, pero las enmiendas que es necesario hacerlas para superar sus deficiencias las hacen más complicadas y menos informativas, si bien las acercan cada vez más a una descripción ideal.

En cuanto se reconoce la verdad de todo esto se desvanece nuestro deseo de otra teoría. Una explicación descriptiva de nuestros concep­tos éticos es lo que necesitamos: quizá una menos mordiente que la que yo he dado, pero, al fin y al cabo, una explicación descriptiva. Adaptando lo que John Wisdom escribió en otro contexto, podemos decir que “lo que hace falta es algún artificio que muestre la rela­ción entre la manera como se usan los juicios éticos y la manera como se usan otros juicios, a fin de poder situarlos en el mapa lin­güístico” \ De esta descripción o “mapa lingüístico”, más bien que de cualquier comparación unilateral y engañosa, será de donde obtendremos el conocimiento que buscamos, sea de la generalidad de los juicios éticos, de su expresividad y fuerza retórica, de la fun­ción e importancia de los principios morales, del cometido del mora­lista, o de los principios de la “sociedad abierta” ; o, lo más impor­tante de todo, comprenderemos qué es lo que hace que un argumento ético sea válido y qué cosas son buenas razones en que fundar los juicios éticos. Además, esta explicación, libre de los inconvenientes de cualquier analogía particular engañosa, nos sugerirá todas las comparaciones que queramos y nos permitirá mostrar las distincio­nes entre conceptos de diferentes tipos sin falsificar nuestro propio uso. *

1 Es la expresión que usa Stevenson. Véase E thics and Language, capi­tulo IX, y en la revista Mind, n. s., XLVII (1938).

* Véase su articulo sobre “Philosophical Perplexity", en Proc. Aris- íotclian Soc., XXXVII (1936-37), p. 87.

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220 Los limites de la tazón

13. 6.—Las teorías éticas como Retórica.

Describir las teorías filosóficas sobre la Etica como “compara­ciones disfrazadas”, sin embargo, puede que no sea decirlo todo. Sin duda, hay muchos filósofos cuyo único motivo al formular tales teo­rías es el deseo desinteresado de hallar la verdad, que aceptan esta teoría en vez de esa otra porque les parece que expresa un rasgo particularmente importante de nuestras nociones éticas, rasgo que ellos quisieran considerar como la esencia “real” de estas nociones. Pero hay otros cuya búsqueda tiene un fin extraño y político; para ellos la comparación disfrazada es valiosa, no sólo como expresión de una importante verdad, sino también porque, como es tendencio­sa y persuasiva, y como hace resaltar, sin parecerlo, un aspecto de nuestras nociones a expensas de otros, tiene una fuerza retórica útil para presentar la política que defienden. Este tipo de filósofos in­cluye a Bentham, Hobbes, Hegel y Marx ; y, según K. R. Popper, también po4emos añadir Platón a esta lista '.

Como filósofo, Bentham fue el padre del utilitarismo, doctrina que dice que nada es “bueno” ni “está bien”, a no ser que conduzca a "la mayor felicidad del mayor número”. Esta doctrina es parecida a todas las doctrinas filosóficas, sin duda es verdadera en ciertas si­tuaciones, pero es igualmente falsa en otras.

Como político, Bentham aspiraba a reformar la ley inglesa, y sus enemigos eran Blackstone y la autoridad. Consiguió, con la ayu­da de sus seguidores, lograr esta aspiración enseñando a la gente a preocuparse por el “uso” de cada ley, en vez de considerar los esta­tutos existentes sagrados e inalterables.

¿Qué conexión existe entre el Bentham filósofo y el Bentham político? Juzgados según la Lógica, los criterios utilitarios que usa­ba en sus ataques contra las leyes existentes eran bastante correc­tos. Pero, además, eran correctos por derecho propio, y no necesita­ban la “justificación” que él intentaba darles explicando todo “valor” en términos del “principio de la mayor felicidad”. Solamente en la crítica de las instituciones es donde este principio proporciona este criterio tan importante : pero si lo exaltamos a una definición univer­sal del "valor” nos lleva a paradojas en otros contextos. Naturalmente, si concedemos a Bentham su identificación del “valor” con “la ma- 1

1 Popper, The Open society and its Enemies, vol. I.

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La ¿cica filosófica 221

yor felicidad del mayor número", sus criterios se siguen directa­mente de aquí; pero lo mismo ocurre con sus criterios utilitarios sobre el mérito literario, que nos piden que consideremos la obra “Christmas Day in the Workhouse”, un poema épico mejor que “El Paraíso perdido” . Esto basta para mostrar que Bentham ha falsi­ficado nuestra noción del "valor” .

En realidad, la raíz del problema es descubrir por qué, si sus cri­terios eran correctos y su “justificación” (lógicamente hablando) inútil e innecesaria, se molestó en “justificar” sus criterios de nin­guna manera. La respuesta está en la historia y en la psicología más bien que en la Lógica. Las circunstancias de su época fomenta­ban y exageraban el respeto por las leyes y autoridades existentes. No bastaba, por tanto, criticar el derecho, y señalar los criterios apropiados de crítica. Era también necesario contrapesar los prejui­cios existentes con algún tipo de retórica : encontrar algún argumen­to que renovase las opiniones de entonces en contra de cualquier re­forma. Esta fue la función de la "justificación” de Bentham. Exa­gerando la generalidad del “principio de mayor felicidad”, persua­dió a la gente a que lo aceptasen en el campo a que pertenecía. Pero por otros campos, como la Estética y la Crítica literaria, sentía mucho menos interés, y, consecuentemente, sus doctrinas tuvieron poco efecto.

Estos rasgos importantes emergen claramente de cualquier es­tudio histórico de su obra. Aquí copiamos, por ejemplo, el que hace G. M. Trevelyan en su libro “Historia social de Inglaterra” ;

Esta alta concepción de la supremacía de la ley fue populari­zada por el libro de Blackstone “Comentarios sobre la Ley de Inglaterra” (1775) que fue muy leído por las personas cultas de Inglaterra y América en esta época en que tanta preocupación había por todo lo legal. El único inconveniente fue que la ley, idealizada de este modo, llegó a ser considerada como algo está­tico. algo promulgado de una vez para siempre; pero si la ley ha de ser realmente el reglamento permanente de la vida de una nación, tiene que poder cambiar a medida que cambien las nece­sidades y las circunstancias de la Sociedad. En el siglo xvin el Parlamento mostró poca actividad legislativa, excepto en leyes particulares sobre la tierra, las carreteras y ciertas medidas eco­nómicas. En asuntos administrativos apenas hubo legislación, aunque se trataba de una época en que los grandes desarrollos industriales iban cambiando año por año las condiciones sociales y aumentando las necesidades de la creciente población.

Por lo tanto, Jeremías Bentham, padre de la reforma legal

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inglesa consideraba a Blanckstone su archienetnigo que, al ense­ñar a la gente que las leyes de Inglaterra, en la forma como se encontraban en aquel momento (forma dictada por las necesidades, no de aquella edad, sino de edades muy anteriores) eran fetiches inmóviles, le estorbaba la realización de los cambios que se pro­ponía.

El primer ataque contra Blackstone lo lanzó el joven Bentham en su libro “Fragment on Government” en 1776... Cuando el octogenario Bentham murió en 1832, las leyes de Inglaterra no habían hecho más que empezar a cambiar con respecto a como estaban cuando él las denunció por primera vez en los días de Blackstone. Sin embargo, sus prolongados esfuerzos no habían sido inútiles, pues había convertido a la nueva generación. A par­tir de esa época, nuestras leyes cambiaron rápidamente, según los principios utilitarios y de sentido común propugnados por Bent­ham.

La reforma fue la tarea específica del siglo xlx. La época an­terior de los Hanover había establecido el imperio de la ley, y esta ley, con todos sus graves inconvenientes, al menos era una ley de libertad, y todas las reformas subsiguientes se edificaron sobre esos sólidos cimientos. Si el siglo xvin no hubiese estable­cido el imperio de la libertad, el xix hubiese transcurrido en In­glaterra con violencia revolucionaria en vez de con modificacio­nes parlamentarias de la ley * *.

En la nueva Edad de la Reforma... todas las instituciones, desde los "burgos podridos" a los beneficios eclesiásticos, queda­ron sujetas a la abrupta pregunta benthamita: "¿para qué sir­ve?” '.

En cuanto a Hobbes, Hegel y Marx, las conclusiones éticas que defendían eran, en general, menos aceptables que las de Bentham. La importancia de sus argumentos, sin embargo, es más o menos la misma en cada caso: cada uno nos presenta un razonamiento filo­sófico que falsea nuestras nociones en una dirección favorecedora de sus fines políticos. La teoría de Hobbes sobre el Estado, por ejem­plo, idealiza las nociones de “monarquía”, “soberanía” y “miedo” de una manera que es sutilmente falsa con respecto a la manera como usamos estos conceptos corrientemente; pero en cada caso la distor­sión es tal que favorece a la sumisión incondicional de la voluntad del rey, que es la causa política que se había propuesto defender '.

* G. M. Trevelyan : Historia social de Inglaterra, pp. 350-1.* Op. cit.. p. 511.* ¿De qué otra manera se puede interpretar lo que escribe, por ejem­

plo, en el Leviathanl

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La ¿tica filosófica 223

La relación entre las teorías ética y política de Hegel y su depen­dencia académica y económica del Estado prusiano es más flagrante y ha sido perfectamente explicada por Popper ', así como los motivos y debilidades de los argumentos de Marx a favor de una revolución proletaria. En todos estos filósofos hallamos argumentos que siguen siendo oscuros o paradójicos, en tanto que se toman literalmente, pero que se hacen inmediatamente inteligibles por referencia a sus finalidades políticas. No es que haya ninguna prueba seria de su falta de sinceridad; excepto en el caso de Hegel todos parecen ha­ber creído en la veracidad de sus argumentos y sus conclusiones, pero todos ellos, hasta cierto punto, muestran en sus falsedades el de­seo confesado por el propio Marx consistente no tanto en entender el mundo cuando en cambiarlo ’.

Desde luego, es posible argüir que los hombres de este tipo, en su obra política, no son “filósofos” en absoluto. Y, en apoyo de esto, uno podría señalar las denuncias de la “Filosofía” que hizo Marx Pero esto sería no entender todo lo que he querido decir con teorías “filosóficas” sobre la Etica. Consideremos un caso paralelo, pero más sencillo, expuesto a la manera de un chiste de la revista humorística “Punch" de finales del siglo x ix :

El vicario (observando a Jenkins, el tendero, inclinado sobre el mostrador, chupando la punta del lápiz y escribiendo algo ile­gible en un saco de harina): —¡ Hombre, Jenkins! ¿Qué, sumi­do en un complejo cálculo aritmético, eh ?

Jenkins (enderezándose y rascándose la nuca). —No, señor cura, ná d’eso. Estaba preparando la factura de Mrs. Williams.

El vicario (estallando en carcajadas y saliendo rápidamente de la tienda): — !!!

Lo que hace de los números que garabatea Jenkins un “cálcu­lo aritmético” es la manera como manipula los símbolos, no el propósito por el que lo hace ; y lo que hace “filosóficos”, según nues­tra acepción, los escritos de Bentham, Hobbes, Hegel y Marx es las características lógicas de sus afirmaciones, no el propósito especial por el que las hacen. Como sus doctrinas centrales son falsas si se toman literalmente, pero pueden ser verdaderas si estamos dispues- *

' Op. cit„ vol. II.* “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diver­

sas form as; de lo que se trata, sin embargo, es de cambiarlo” (Tesis so­bre Feuerbach, n.° 11, 1845).

1 Véase su tratado polémico titulado La miseria de la Filosofía.

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224 Los limites de la razón

tos a falsear un poco nuestras nociones, se pueden incluir en la misma categoría lógica que los argumentos sobre la naturaleza “ob­jetiva” o “subjetiva” de “la bondad”, o sobre “las propiedades no naturales” y “las actitudes”. Como tales, son indudablemente “filo­sóficas” y, como sus prototipos, son —si es que tienen algo de verdad— verdaderas por definición: verdades de Perogrullo tendenciosas. Sin embargo, son interesantes por sí mismas porque nos recuerdan que tales tendenciosidades pueden tener varías funciones: pueden reflejar una preocupación puramente intelectual por un rasgo lógico de un concepto a expensas de otros, pero pueden reflejar una fina­lidad más práctica.

13. 7.—Las teorías éticas: retórica y razón.

Comparada con la moral corriente, con sus criterios definidos de verdad y falsedad, de validez y falacia, de razonamiento “bueno” y “malo”, la Etica filosófica (tal como se usa políticamente) se asemeja mucho a la pura persuasión. Aparte de las reglas elementales de la inferencia deductiva e inductiva, no se pueden aplicar a ella criterios lógicos fijos; e incluso los que se aplican sólo nos ayudan a distinguir los argumentos que parecen válidos de los que ni siquiera parecen serlo. La noción misma de “la validez lógi­ca” apenas se puede aplicar: la única prueba según la cual podemos decidir si un argumento determinado es apropiado o no en una si­tuación dada, está fuera del modo de “razonar” ; si el argumento filosófico presta fuerza a una conclusión ética que es en sí misma jus­ta, en cuanto que es ética, se puede aceptar; si no, debemos recha­zarla. De hecho, he llegado incluso a decir que la Etica filosófica de Bentham había hecho falta a fin de "contrapesar los prejuicios exis­tentes con retórica”, y para “sustituir las opiniones corrientes de la época en contra de la reforma por otras a favor de ella”. Pero dar la impresión de que tales argumentos tienen que ver solamente con las emociones, completamente divorciadas de la razón, no sería ha­cerles justicia ; y en la medida en que soy culpable de esto debo in­troducir ciertas enmiendas.

Este uso de la Etica filosófica es, ciertamente, un ejemplo menos característico del “razonar” que la Etica ordinaria; pero eso no la hace pura “persuasión”. Esto es evidente cuando la comparamos, por el contrario, con un sermón sobre el “fuego del infierno”, con el palique de los enamorados o con la perorata de una sufragista.

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La ¿tica filosófica 225

Existe, desde luego, una llamada directa a las emociones en estos argumentos, que se intenta que obren (y actúen) sobre el corazón sólo, provocando miedo y sumisión, afecto o simpatía, con un míni­mo de razonamiento. Estos argumentos son tan eficaces para impul­sar al estúpido o al inculto como para hacer efecto sobre el experi­mentado e inteligente. Pero es peculiaridad de los argumentos filo­sóficos que produzcan un efecto mucho mayor en el inteligente y ex­perimentado que en el analfabeto o estúpido: para conseguir todo su efecto tienen que moverse sobre una base de familiaridad con ti­pos muy avanzados de razonamiento, más bien que sobre una res­puesta simple e ingenua; y la gente sencilla está menos propensa a dejarse convencer sobre la verdad literal de un argumento que los educados, por la sencilla razón de que no lo entienden. Hay, por tanto, algo que decir a favor de considerar este tipo de argumento una forma de “razonamiento” : que apela a cierto tipo de razón, más bien que a las puras emociones; pero es un tipo de razonamiento lógicamente menos típico y más complejo que los que hemos consi­derado hasta ahora.

Hay algunos usos lingüísticos más simples que comparten con el que acabamos de ver muchos de sus rasgos característicos. Consi­deremos, por ejemplo, los tipos de “slogan” que se usan en las Cam­pañas de la Prudencia. También éstos actúan retóricamente, pueden tomar la forma de “verdades de Perogrullo tendenciosas” ; pueden aparecer que son mutuamente contradictorias sin incompatibilidad; y, sin embargo, se las suele poder defender con razonamientos. En una reciente campaña de este tipo en Cambridge, por ejemplo, la mis­ma organización usó al mismo tiempo dos “slogans” que decían : "¡ Nunca se sabe lo que puede pasar!” y “j Los accidentes nunca pa­san: se provocan!” Si tomamos estos "slogans” (por supuesto equivo­cadamente) por afirmaciones de hecho, debemos concluir que ambos son falsos, pues con bastante frecuencia sabemos todo lo que puede ocurrir, y también frecuentemente ocurren accidentes: si no, no ha­bría motivo para hacer campañas de prudencia. Además, si tomásemos estos “slogans” como afirmaciones de hecho, sería inconsecuente usar los dos en la misma campaña, pues la verdad del uno haría al otro innecesario: si es verdad que los accidentes no ocurren nunca, el hecho de que no siempre sepamos lo que pueda ocurrir no importaría en absoluto.

Naturalmente, considerarlos afirmaciones es no entenderlos. To­mados literalmente, sin duda son falsos. No cabe duda, tampoco, que podemos hacerlos verdaderos mediante pequeños cambios en

ís

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nuestro uso. Y de esta forma se podrían defender filosóficamente, de la manera como las frases “no se puede saber nunca nada sobre futuro” y “todo acontecimiento debe tener una causa” también se pueden defender. Pero incluso tomarlos de esa forma seria no en­tenderlos, pues su tendenciosidad no es del campo intelectual, no tiene nada que ver con la Lógica (subrayar las diferencias entre el conocimiento del futuro y el conocimiento del presente o establecer relaciones de semejanza entre todos los fenómenos y los que van im­plicados en una típica secuencia causal), sino con la retórica: su finalidad es recordarnos, como cuestión de importancia práctica, que cuando conducimos hemos de estar precavidos contra lo inespe­rado, como por ejemplo, el que salga corriendo un niño de detrás de un coche parado, y que de una gran proporción de los accidentes que ocurren, uno de los dos conductores puede con razón ser llamado el culpable. Sería estúpido decir que los “slogans” eran paradójicos, falsos o inconsecuentes; pues en su uso sirven a una finalidad de­terminada, y la sirven bien. Ambos nos llaman la atención sobre di­ferencias y parecidos que nos recuerdan que hay que tener cuidado cuando se va por la carretera ; y nadie se preocupa del hecho de que estos "slogans” sean “literalmente” absurdos.

Un discurso a cargo de la defensa en un proceso de homicidio celebrado en París, un "slogan” de la Campaña de la Prudencia, la teoría política de Hobbes : cada una de estas cosas apela a una razón de cierto tipo, que no deja de ser un tipo indirecto y retórico. Cada una de ellas se basa en comparaciones más bien que en afirmaciones directas, y ninguna de ellas puede reemplazar o invalidar las con­clusiones de un auténtico razonamiento ético. A pesar de todo, de la misma manera que puede que los “slogans” hagan más a favor de la seguridad de las carreteras que una simple relación de esta­dísticas sobre los accidentes, o que el testimonio presentado en las encuestas judiciales, los argumentos de un Hobbes o un Bentham puede que tengan más efecto práctico que la aserción de afirma­ciones genuinamente éticas o políticas por verdaderas y pertinentes que sean.

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C apítulo 14 LA RAZON Y LA FE

“El corazón es lo que es consciente de Dios, no la razón. Esto es la fe, el que Dios se haga eviden­te al corazón y no a la razón... La fe se halla den­tro del corazón y no nos hace decir 'scio' sino 'cre­do’.”

P ascal '.

14. /.—El ámbito finito del razonar.

En todos los modos del razonar analizados hasta ahora hemos visto que las “razones” que podrían darse lógicamente en apoyo de cualquier afirmación formaban una cadena finita. En todos los casos se llegaba a un punto más allá del cual ya no era posible dar "razo­nes” del tipo dado hasta entonces ; y, por fin, se llegaba a un estadio más allá del cual parecía que no se podía dar “razón” alguna de ningún tipo. Para recordarnos lo que quiero decir: la pregunta “¿ por qué no debo yo tener dos esposas ?” requiere, en primer lugar, razones que se refieran a las instituciones existentes; después, pue­de llevar a la pregunta más general de si nuestra institución del "matrimonio” se podría mejorar alterándola en la dirección de la poligamia; en tercer lugar, se convertiría en una pregunta sobre el tipo de comunidad en que uno personalmente preferiría v iv ir; y 1

1 Les Pensies de Pascal, disposées suivant l’ordre du cahier autobio• graphique, «1. Michaut, Fribourg (1896), n.# 13, pág. 11 y n.# 58, pSg. 25.

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228 Los limites de la razón

más allá ya no se puede razonar sobre ello en absoluto '. Ahora bien, nosotros nos hemos interesado a través de este libro solamente en respuestas literales, asi es que, al enfrentarnos con peticiones de razones de aigún tipo más allá del punto en que deja de ser apro­piado dar razones, las hemos rechazado por ilógicas.

Haciéndolo así actuábamos segén el mismo principio que el pa­dre que, cuando su hijo insiste en preguntarle "¿por qué” como nn loro, deja de contestar a sus preguntas y le para los pies. Por ejemplo:

Niño.—¿Por qué te estás poniendo el abrigo, papá?Padre.—Porque voy a salir.Niño.—¿Por qué vas a salir, papá?Padre.—Voy a ver a tía Matilde.Niño.—¿ Por qué ?Padre.—Porque no se encuentra bien hoy.Niño.—¿Por qué?Padre.—Porque comió algo que le ha hecho daño.Niño.—¿Por qué?Padre.—Pues supongo que tendría hambre y no se dio cuenta de

que estaba malo.Niño.—¿Por qué?Padre.—Y yo, ¿cómo voy a saberlo?Niño.—Pero, ¿por qué, papá?Padre.—Anda, no hagas preguntas tontas.

Hay cuatro situaciones especialmente interesantes en que tene­mos que adoptar esta situación.

1 ) cuando alguien pregunta: “¿Cómo se explica éso?** sobre algo sobre lo que no cabe "explicación”, como, por ejemplo, el falle­cimiento en los días de su cumpleaños de los tres niños de una fa­milia ’.

2 ) cuando alguien pregunta: “pero, ¿ qué es lo que debo ha­cer?”, sobre dos acciones entre las cuales, moralmente, no hay nada que escoger, e insiste en que se le dé una respuesta independiente de sus preferencias personales ’ ;

3 ) cuando alguien pregunta, no sólo “¿qué razón hay para aceptar esta explicación?” queriendo decir "esta” más bien que * *

* Véase II. 6 supra.: Véase 7. 5 supra.* Véase II. 8 supra.

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La razón y la fe 2 2 9

"aquella”, sino también “¿qué razón hay para aceptar cualquier explicación científica ?’’ *.

4) cuando alguien pregunta, no sólo "¿ por qué debo hacer esto?” queriendo decir "este” modo de actuar más bicu que "ese”, sino tam­bién “¿ y por qué debo hacer lo que esté bien ?” \

En ninguna de estas situaciones puede surgir ninguna pregunta literal que quede dentro de esas palabras determinadas. Con esto quiero decir más que que ocurra que no surja tal cuestión, o que ocurra que no pueda surgir. Quiero decir que, como consecuencia de las -maneras como empleamos las palabras de que se trata, de la finalidad para la que sirven las preguntas que tienen esta forma, no cabe lógicamente en tal situación una pregunta de este tipo (to­mada literalmente). Y como nos hemos limitado hasta ahora estric­tamente a interpretaciones literales, eso supone que no caben en absoluto los tipos de preguntas que hemos estado considerando.

14. 2.—“Preguntas limite".

A pesar de todo, uno a veces quiere seguir haciendo tales pre­guntas, aunque no cabe en ellas sentido literal ni racional. El hecho de que uno quiera hacerlas puede ser una señal de confusión (una señal de que uno simplemente no entiende bien las preguntas de este tipo), o puede que no. Por ejemplo, se pueden usar las pregun­tas “científicas” : “¿por qué sucede esto?” o "¿cómo se explica eso?” como expresiones de sorpresa; en cuyo caso quedará uno probable­mente satisfecho con una explicación genuinamente científica. O se pueden seguir preguntando después de que han dejado de ser apro­piadas, por no darnos cuenta de que ya no caben explicaciones cien­tíficas ; en cuyo caso, quedaremos satisfechos cuando se nos haga notar este hecho. Pero se pueden usar las mismas preguntas, no me­ramente como expresiones de sorpresa ante lo inesperado, sino in­cluso como expresiones de maravilla de que haya fenómenos de esta clase. Si las usamos así, cuando se hayan agotado todas las posibles explicaciones científicas, cuando se baya mostrado que las cosas siempre suceden de esta manera y que el fenómeno sobre el que preguntamos tiene paralelos en fenómenos de otros tipos que cono­cemos bien, aún podemos pensar que nuestro deseo de una “explica- 1

1 Véase 7. 6 supra. ’ Véase II. 9 supra

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ci6n” no ha quedado satisfecho; y cuando alguien nos señale que no se pueden dar más explicaciones científicas, puede que lleguemos a la conclusión de que estas cosas son tan maravillosas que quedan “más allá del entendimiento humano”.

La sorpresa y la curiosidad que despiertan las travesuras del pájaro doradillo o las semillas aladas del árbol sicómoro pueden sa­tisfacerse con el estudio de la Botánica o de la Ornitología. Sin em­bargo, por mucho conocimiento científico que poseamos, no se nos quitará la sensación de que los árboles y los pájaros son seres mara­villosos antes al contrario, nos la aumentará. Y si esta es la sen­sación que nos haga pedir una explicación, lo mismo sucederá aunque la Ciencia haya hecho todo lo que de ella se puede esperar.

Hay otras sensaciones que pueden hallar su expresión de la misma manera. Las lamentables muertes de los niños de Jones pro­ducirían en nosotros sorpresa y pena. No tardaríamos en reconocer que no cabe preguntar “¿por qué tenían que morir tan jóvenes, y además, todos ellos en su cumpleaños?” como si fuesen preguntas científicas: la Ciencia no nos puede ayudar en una situación de este tipo. Y si no hay un asesino (acerca de cuyos motivos para matarles sí que podríamos preguntamos), no cabe la pregunta de ninguna forma a la que se pueda dar una respuesta literal. De todos modos, puede que queramos hacerla y que sintamos la necesidad de una respuesta, como expresión de nuestra pena, más bien que de nues­tra sorpresa; y, en verdad, en este contexto, en este sentido, es como uno interpretaría naturalmente la pregunta.

De preguntas de este tipo es de lo que trato en el presente ca­pitulo : preguntas expresadas de una forma tomada de un modo fa­miliar de razonar, pero que no cumplen la función que normalmente realizan dentro de ese modo de razonar. Es característico de ellas que sólo hace falta un pequeño cambio, bien en la forma de la pre­gunta, o en el contexto en que se hace, para devolverlas sin lugar a dudas al ámbito de un modo propio de razonar. Pero es igualmen­te característico de ellas que la manera de responderlas que sugiere la forma de las palabras que se emplean no satisfará nunca por com­pleto a quien las hace, de manera que éste podrá continuar haciendo la misma pregunta aún después de haberse agotado las capacidades de su modo propio de razonar. A las preguntas de este tipo las lla­maré “preguntas límite". Son de interés especial cuando se exami­nan los límites y fronteras de cualquier modo de razonar y del ra­zonar ético en particular.

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La razón y la fe 231

14. 3.—Las peculiaridades de las "preguntas limite”.

Quiero apuntar aquí tres peculiaridades de las preguntas de este tipo que distinguen claramente las formas de responderlas de las formas de responder preguntas más literales. Ilustraré estas pecu­liaridades con dos ejemplos:

1) Nuestro uso no nos proporciona ninguna interpretación de aceptación general de tales preguntas. Su forma sugiere un signi­ficado de un tipo familiar, pero las circunstancias en que se hacen estas preguntas son tales que no pueden tener ese significado. La forma de las palabras puede, por tanto, expresar una cualquiera de una variada selección de situaciones personales, y sólo podemos ave­riguar a medida que procedemos qué es lo que hay “detrás” de la pregunta.

2) Si hubiésemos de interpretar literalmente la pregunta (esto es, por referencia a su aparente forma lógica), esperaríamos que hu­biese respuestas genuinamente alternativas, cada una de ellas apli­cable a un número limitado de casos. Dentro de su modo propio de razonar, todas las preguntas requieren que se haga una elección de­terminada ; por ejemplo, entre dos teorías o prácticas sociales, entre una predicción moral u otra, o entre una predicción científica y otra. Sin embargo, una “pregunta límite” no nos proporciona verdaderas alternativas entre las cuales podamos escoger: se expresa de tal modo que la única respuesta que queda dentro de su propio modo de razonar es, por ejemplo, “pues, ¿ no es lo que 'está bien’ lo que uno 'debe* hacer?”

3) Finalmente, una “pregunta límite” no es flagrantemente "ex- trarracional” en su forma. No es como las preguntas en el poema de Blake “Tyger” que nadie soñaría siquiera con tratar de contes­tar literalmente.

¿Qué importan el martillo o la cadena?¿De qué horno sale tu cerebro, de qué yunque?, ¿quién se atreviera a abrazar tus terrores mortales?

Siempre existe, por tanto, el ansia de darle el tipo de respuesta que su forma parece pedir. Sin embargo, tanto dar una contestación como negarse a darla dejará igualmente insatisfecho a quien ha he­

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cho la pregunta. Si nos negamos, su deseo de hallar una respuesta queda insatisfecho; si la contestamos, nada impide que surja otra vez la misma pregunta de la respuesta.

Consideremos un ejemplo conocido. Uno aprende a hacer las pre­guntas “¿en qué se apoya eso?” y “¿en qué se basa ésto?" en todo tipo de situaciones diarias; por ejemplo, cuando hablamos con un jardinero de su melocotonero, o con un ingeniero de alguna máqui­na. En estas situaciones familiares existe siempre la posibilidad de que el objeto a que nos refiramos se derrumbe si no hay nada que lo apoye, nada en que se base: o, por lo menos, en todos estos casos podemos entender lo que significaría decir que se había “derrumba­do”. Pero si comenzamos con un objeto conocido y preguntamos “¿ en qué se basa ?”, y después preguntamos de cada nuevo objeto que se mencione “¿y en qué se basa éste?”, al final llegaremos a la res­puesta “en la tierra firme”, y después de esto ya no se puede hacer la misma pregunta, por lo menos en este sentido.

En el sentido corriente, la pregunta “¿ qué sostiene a la tierra ?” ‘ es una “pregunta límite” que tiene todas las peculiaridades a que me he referido, a saber:

1) Si alguien la hace, no está nada claro qué es lo que quiere saber, como lo está si pregunta: "¿ qué es lo que mantiene derecho a este melocotonero?”. En los casos corrientes, la forma de la pre­gunta y la naturaleza de la situación existente determinan el signi­ficado de la pregunta, pero aquí no puede ser así y uno queda redu­cido a intentar adivinar de qué es de lo que se trata.

2) Las diferentes respuestas a la pregunta “¿qué es lo que mantiene derecho a este melocotonero?” son bastante inteligibles y uno puede imaginar que “se caiga” el melocotonero: pero ninguna de estas dos cosas es igual con respecto a la pregunta “¿ qué es lo que sostiene a la tierra?”.

3) Sin embargo, existe un fuerte deseo de tomar la pregunta literalmente, de una manera que uno no tomaría nunca las pregun­tas de Blake. Pero, si lo hacemos no nos conducirá a ninguna parte. Si contestamos: “un elefante”, el que ha hecho la pregunta puede decir : “¿ Y qué es lo que sostiene al elefante ?” ; y si ahora contesta- 1

1 Recuerdo que Wittgenstein comparaba el problema de la inducción a esta pregunta, y deda que los filósofos que pedían una “justificadón” de la Cienda eran como los antiguos que creían que debía haber un Atlas qne mantuviese la tierra sobre sus hombros (Cambridge Uuiversity Moral Scien­ce Club, 14 de noviembre de 1946).

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m os: "Una tortuga”, la misma cuestión vuelve a surg ir; y no hay manera de impedir que siga apareciendo hasta el infinito.

Desde luego podríamos responder: “nada”, y cuando nuestro interlocutor protestase: “¿ Cómo que nada ?, ¿ pero tendrá que estar sostenido por algo?”, podríamos explicarle su error señalándole que no entendía la naturaleza de las preguntas de la forma: “¿ qué es lo que sostiene...?”, y que no se daba cuenta de que esta forma de pregunta no se puede aplicar a “la tierra”. Si hubiera nacido de un malentendido, el que la hizo quedaría satisfecho con esta respuesta y, hasta el punto en que le dejase satisfecho, podríamos concluir que la encuesta había surgido de este modo, que el motivo que causó la pregunta había sido la perplejidad de este malentendido. Pero quizá no se le pudiese satisfacer tan fácilmente. La pregunta pudiera "en­cubrir” alguna otra cosa, por ejemplo, una aprensión histérica so­bre el futuro, que no admitiría la solución de una respuesta lite­ral a la pregunta ni de un análisis racional de la pregunta misma: de hecho, el único tipo de razonamiento que probablemente haría al­guna impresión en nuestro interlocutor sería un razonamiento psi- coanalítico.

Como segundo ejemplo veamos que la pregunta “¿por qué debe uno hacer lo que está bien ?” comparte estas mismas peculiaridades :

1) La forma de la pregunta y la circunstancia en que se hace no determinan su significado de la manera como determinan el de una pregunta como: “¿por qué devolver este libro a Jones?”.

2) No hay “respuestas alternativas”, del tipo que existen para una pregunta típicamente ética.

3) Sin embargo, la pregunta parece requerir una respuesta ética, aunque cualquier cosa que digamos puede, a su vez, ser pues­ta en cuestión hasta el infinito.

Una vez más podríamos explicar a nuestro interlocutor cómo nacen las nociones de “lo que está bien” y “obligación”, señalando que sus orígenes son tales que hacen de la frase “uno debe hacer lo que está bien" una perogrullada y, de nuevo, esto pudiera satisfa­cerle, haciéndole ver que lo que había causado su pregunta había sido la perplejidad ante el malentendido. Pero también pudiera nuestra respuesta dejarle frío, y, si esto fuese lo que sucedía, tendríamos que concluir que el motivo existente detrás de la pregunta sólo había sido expresado oblicuamente.

Puesto que, cuando uno se enfrenta con una “pregunta límite",

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hay esta incertidumbre adicional sobre la manera como se ha de in­terpretar (ya que los posibles motivos ocultos para hacer una “pre­gunta límite” son numerosos y variados), uno no puede menos de quedar desorientado al principio. El hecho de tales preguntas no tengan significado literal fijo quiere decir que no hay un modo lite­ral fijo de responderlas, y no nos queda más que esperar a ver si se aclara lo que quiere nuestro interlocutor. Si, por ejemplo, alguien pregunta : “¿ por qué debe uno hacer lo que está bien ?”, las respues­tas que cabe dar son de dos tipos. O tienen que ser respuestas cor­tadas a medida para nuestro interlocutor, en cuyo caso no tienen apli­cación universal, o deben abandonar toda pretensión de ser literales, y adoptar la cualidad elusiva y alusiva de la poesía. En el primer caso lo más que pueden conseguir es satisfacer las preocupacio->es profesionales de nuestro interlocutor, llamando la atención, por ejem­plo, sobre analogías entre conceptos éticos y biológicos, si se trata de un biólogo, o sobre analogías entre conceptos éticos y psicológicos, si es un psicólogo, y así sucesivamente ‘. En el segundo caso, han de juzgarse menos como las preguntas del modo de razonar cuya forma han tomado que como los poemas de Blake: esto es, por su impacto, y no según criterios excesivamente intelectuales.

Si el que hizo la pregunta se empeña en que le demos una res­puesta que sea al mismo tiempo literal y única, no hay nada que podamos hacer. La pregunta “¿Cuál es la base intelectual de la Etica ?”, que trata el Dr. C. H. Waddington en la introducción a su simposio “Ciencia” y Etica" 1 es un buen ejemplo. En sustancia, esta pregunta es parecida a “¿por qué debe uno hacer lo que*está bien ?”, pero el uso de la palabra intelectual refuerza la demanda de una respuesta racional y literal, y toda la discusión que sigue deja bien claro que el que hace la pregunta quiere una respuesta simple y recta a una pregunta oblicua. Y, ante esta demanda, sólo pode­mos dar la respuesta de Wittgenstein : “ ¡Pues vaya un asuntito! ; lo más que se puede hacer es tartamudear cuando se habla de ello ’.

1 Este sería el lugar apropiado en que introducir una discusión de las llamadas teorías “científicas” sobre la Etica, pero esta digresión nos lle­varla demasiado lejos.

» Op. cit.. p. 7.' El mismo Waddington hace esta cita (loe. cit.,), pero evidentemente

no ha apreciado toda su fuerza.

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La razón y la fe 235

14. 4.—La importancia de las “preguntas límite”.

Algunos filósofos arguyen que todas las manifestaciones que no se pueden tomar literalmente deben apartarse sin más ni más i es como si todo lo que para ellos no tiene sentido fuese también, nece­sariamente, una peligrosa tontería 1 Y, sin duda, cuando las “pre­guntas límite” nacen exclusivamente de conclusiones lógicas hay cierta base para desear librarnos de ellas. En otros casos, sin em­bargo, hay que prestarles cierta atención. Bien puede ser deseable que aprendamos a distinguir estas preguntas límite de otras pregun­tas hechas según el modo de razonar cuya forma toman aquéllas. Pero es absurdo que se nos exhorte a qUe dejemos por completo de preguntarlas. La sensación de ansiedad que existe tras tantas- de ellas, la insistencia con que aparecen, son cosas que sugieren que no se gana nada con ignorarlas, y con tal que uno las reconozca en lo que son, ¿qué puede haber en contra de que las preguntemos?

En realidad, ¡estas preguntas tienen un valor positivo, como mues­tran tanto la Psicología como la Historia. Psicológicamente nos ayu­dan a aceptar el mundo, de la misma forma que las explicaciones de la Ciencia nos ayudan a entenderlo. Hemos de reconocer que la pregunta: “¿ por qué tenían que morir tan jóvenes ?" puede que sea poco más que un grito de pena procedente del deseo de rechazar un hecho desagradable; y, si es así, ¿ no son las “preguntas límite” de Pascal también expresión de una pena, aunque sea una pena más general y más profundamente enraizada ? :

Cuando considero la brevedad de mi vida, entroncado entre la eternidad de antes y después de ella, el pequeño espacio que lleno, o que veo, inmerso en la infinitud de los espacios que no conozco y que no me conocen, siento miedo... ¿quién me ha pues­to aquí?, ¿quién ha dado la orden?, ¿quién ha dispuesto que me corresponda este lugar y este tiempo?... * *.

De igual manera, el ejemplo presentado por Dostoyevski en Los hermanos Karamazov (el sueño de Dimitri) muestra cuán impor­tunamente pueden surgir tales cuestiones :

' En inglés, la palabra “nonsense” significa al mismo tiempo "cosa carente de sentido" (nonsense) y “tontería” (N. del T.).

• Pascal, op. cit., núm. 188, pág. 70.

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236 Los limites de la razón

Le llevaban en coche por las estepas... Había un pueblo cerca en el que veía cabañas negras, muchas de ellas quemadas, mos­trando solamente las vigas calcinadas. Al entrar, pasaron a unas aldeanas por la carretera...

—¿Por qué lloran?, ¿por qué? —preguntó Mitya [Dimitri], al proseguir ellos alegremente.

—Es el niñito —contestó el cochero—, es el niñito quien llora.Y Mitya se sorprendió porque había dicho, a la manera aldea­

na, "el niñito”, y le gustó. Había compasión en esa palabra.—Pero ¿por qué llora? —persistió Mitya estúpidamente—,

¿por qué tiene los bracitos desnudos?, ¿por qué no le abrigan?—El niñito tiene frío, sus ropitas están heladas y no le dan

calor.—Pero ¿por qué?, ¿por qué? —insistió aún Mitya como un

tonto.—Pues, porque son pobres, y se les ha quemado la casa y no

tienen pan. Van mendigando porque se les ha quemado todo.—No, no. —Era como si Mitya no entendiese—. Dime por

qué están ahí esas madres pobres, ¿por qué son pobres?, ¿por qué es pobre el niñito?, ¿por qué está yerma la estepa?, ¿por qué no se abrazan y se besan?, ¿por qué no cantan canciones alegres?, ¿por qué están tan negros de negra miseria?, ¿por qué no dan de comer al niñito?

Se daba cuenta de que, aunque sus preguntas no eran razona­bles ni tenían sentido, él quería hacerlas y quería hacerlas preci­samente de ese modo. Y sintió que una pasión de lástima, como no había conocido nunca antes, le llenaba el corazón, y que que­ría llorar, y que quería hacer algo por todos ellos, para que el niñito no llorase más, para que no llorase la madre de rostro os­curo y seco, para que nadie tuviese que volver a derramar lágri­mas desde aquel momento...

—Señores, he tenido un buen sueño —dijo con una voz ex­traña, mostrando en su rostro una nueva luz, como de alegría '.

La importancia de tales preguntas se puede ver también en la historia. Si no hubiésemos hecho nunca preguntas extrarracionales, nunca hubiéramos de hacerlas racionalmente. Todos nuestros mé­todos típicamente racionales de argumentar se han desarrollado a partir de prototipos menos típicamente racionales (la Ciencia, por ejemplo, nació de la Magia y de la Religión primitiva), y es esclarece- dor cotejar el prototipo sin desarrollar con su descendiente, el modo ya desarrollado de razonar. *

* Dostoyevski, Los hermanos Karamazov, págs. 408-9 de la edición es­pañola de Aguilar, Madrid, 1953.

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La razón y la fe 237

Hay muchos motivos en que basar la incertidumbre acerca del futuro, y esta “incertidumbre” puede ser varios tipos. Puede ser la incapacidad de predecir correctamente fenómenos determinados: puede ser “un temor angustioso de los acontecimientos futuros” *. (que es como Hume describía el origen de la “Religión primaria de la humanidad)”. Al principio estos tipos de incertidumbre se trataban de forma semejante, suponiendo que los mismos hombres, métodos y nociones servirían para todos ellos, y se usaban para aliviar la incertidumbre, ya fuese el resultado de sorpresa y curiosidad o de temor y maravilla. En este punto se hacen las mismas preguntas y se dan las mismas respuestas, ya se trate de obtener un conocimien­to exacto del futuro o una simple consolación.

Hasta recientemente no ha habido una manera especial separada y diferenciada de habérselas con las exigencias de este conocimiento exacto, lo que hemos de recordar, por ejemplo, cuando tratamos de comprender los escritos de los griegos. Mucho de lo que nos parece oscuro o confuso queda muy claro cuando nos damos cuenta de que no se presentaba con la pretensión de ser “lógica” pura, "ciencia” pura, "ética” pura, o “teología ”pura (tal como conocemos ahora es­tas materias), sino como una amalgama que cumplía dentro de lo posible los cometidos de todos sus descendientes *.

Actualmente, las cuestiones de ciencia están divorciadas casi por completo de las de Religión, de las que originalmente eran par­te : contamos con un medio especial para obtener un conocimiento exacto sobre el futuro. Pero esto no significa que haya desaparecido el deseo de hallar consolación. Este, sin duda, sigue existiendo, en especial en relación con sucesos como la muerte de los hijos de Jo­nes. Y todos los que no han hecho el voto racionalista de silencio seguirán haciendo alguna (por lo menos) de estas "preguntas límite".

14. 5.—Cuestiones de fe.

No sólo continuaremos haciendo estas preguntas, sino que ver­daderamente querremos que se contesten. Y, de las respuestas que nos den, algunas las consideraremos mejores que otras. Y algunas, sin * 1

1 Hume, Historia Natural de la Religión, X III, comienzo.1 Esto es lo que pasa cuando tratamos de entender a los filósofos pie-

socráticos.

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238 Los limites de la razón

duda, serán en realidad mejores que otras, es decir, nos proporcio­narán una consolación que no quedará defraudada ; calmarán nuestro miedo de "la eternidad que precede y sigue a esta breve chispa” * * de nuestras vidas, y de "la infinita inmensidad” del espacio; nos pro­porcionarán consuelo ante la pena ; y contestarán nuestras preguntas de una manera que, retrospectivamente, nos parecerá adecuada.

Ahora bien, con tal de que las respuestas dadas sean buenas res­puestas, según este tipo de criterio, ¿ qué justificación lógica puede haber en rechazarlas? Desde luego, los argumentos "teológicos”, y las preguntas y respuestas “religiosas” (de que tratamos ahora) pertenecen a un plano distinto lógicamente de los argumentos, preguntas y respuestas científicos y éticos. Pero solamente si su­ponemos que los argumentos religiosos pretenden, por ejemplo, pro­porcionar un conocimiento exacto del futuro (haciendo de esta ma­nera la competencia a la ciencia en su propio terreno) podemos estar justificados en intentar aplicarles los criterios lógicos apropiados para las explicaciones científicas; y sólo si lo hacemos así tenemos fundamento para concluir, con Ayer, que “todas las manifestaciones sobre la naturaleza de Dios carecen de sentido” *, o, con Freud, que la Religión es “una ilusión” 3. Con tal de que recordemos que la Reli­gión tiene funciones distintas que la de competir con la Ciencia y con la Etica en sus propios terrenos, entenderemos que rechazar todos los argumentos religiosos por esta razón es cometer un serio desatino lógico, un error tan grande como el de tomar literalmente las frases figurativas, o el de suponer que la teoría matemática de los números, por ejemplo, tiene ninguna significación religiosa profunda. Hay dos errores de este tipo, como señala Pascal ("primero, tomarlo todo literalmente; segundo, tomarlo todo espiritualmente” *), y es me­terse en líos ignorar la diferencia entre las preguntas sobre cien­cia y ética, que son cuestiones de razón y cosas como la existencia de Dios que es cuestión de fe.

¿Cuál es la naturaleza de esta distinción entre “fe” y “razón” ? En primer lugar, es esencial rechazar de antemano todas las cosas que se suelen llamar “cuestiones de fe” o “artículos de fe” por trans­ferencia : las cosas que realmente son sólo cuestiones de hecho sobre las cuales las pruebas no son concluyentes, pero que uno tiene una

1 Pascal, loe. cit.1 Ayer, Language, Truth and Logic, 2.» ed., p. 115.1 Freud, El futuro de una ilusión, passim.* Op. cit., n.° 78, p. 31 ; Rawlings, XL, p. 22 ; véanse también sus co­

mentarios sobre “el secreto de los números” en el número 87, pág. 36.

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La razón y la fe 239

opinión dogmática sobre ellas por orgullo. Los ejemplos de este tipo (como “para él era articulo de fe que cualquier inglés valia por diez franceses”) no hacen más que confundir el problema. Además, no todas las “preguntas límite” son “religiosas” *, ni todas las pre­guntas “religiosas” son “límite” : solamente hay verdaderas dificul­tades en cuanto a las que están en los límites entre la religión, la ciencia y la ética, sobre las cuales me voy a ocupar ahora.

Si se discuten genuinas “cuestiones de fe” (como lo sagrados que son para los habitantes de Camboya los elefantes blancos), no hay por qué presentar “razones” en apoyo de aserciones individuales, ni por qué sopesar las pruebas a favor de diferentes hipótesis, etc. Ha­blar de presentar pruebas de este tipo en apoyo de “cuestiones de fe” no tiene sentido. Sobre las cuestiones de fe uno no “cree” ni "deja de creer” proposiciones individuales, sino que “acepta” o "re­chaza” nociones completas. Es más, podríamos explicar en estos tér­minos la distinción entre la “fe” y la “razón” : la creencia sobre cuestiones de razón es creencia de una proposición de cierto tipo ; la creencia sobre cuestiones de fe es creencia en una noción de cierto tipo.

Además, como las preguntas sobre religión que emplean nociones corrientes, científicas o éticas son "preguntas límite” , este uso sólo puede ser figurativo (o, para usar el término de Pascal, “espiritual"). La pregunta sobre la existencia de Dios la discuten frecuentemente los filósofos de una manera que sólo sería apropiada si fuese la co­rrespondiente literal de la pregunta “¿hay gatos de un ojo?” ; y, sin duda, quien haga esto se verá forzado a concluir que el Argumento del Orden, tal como lo presenta, por ejemplo, la “Teología natural” de Paley no es convincente. Pero es entender mal su función, olvidar las diferencias radicales entre los tipos de respuestas que requieren las dos preguntas. La inferencia, a partir de “las apariencias de or­den en la naturaleza", de que existe una “Deidad omnipotente, om­nisciente y omnipresente” no es argumento a favor de la existencia de un animal cognoscente y especialmente poderoso que sea proba­ble que aparezca en cualquier sitio en cualquier momento. Consiste

* Las preguntas que hace en su sueño Dimitri Karamazov (véase 14. 4 supra) no son, en cierto modo tipicamente religiosas : el mismo hecho de que él mismo piensa que son “ irrazonables y carentes de sentido” las se­para de las preguntas que lo son. Es natural que cualquiera que haga "pre­guntas lim ite” de ana manera religiosa, por contraste recalque la continui­dad de sus preguntas con preguntas éticas y científicas, por ejemplo, y que trate la teología como una especie de “superciencia” con implicaciones “su- peréticas” .

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240 Los limites de la razón

(y aquí podemos citar el propio subtítulo de Paley para ilustrar esto) en acumular “pruebas de la existencia y atributos de la Deidad a partir de los fenómenos de la Naturaleza”. Se podría argüir (aun­que dudo que en esto Paley nos siguiese) que la existencia de Dios no requiere pruebas; y que la frase “Dios existe” no es algo que haya que creer si las pruebas de su verdad son suficientemente bue­nas. Lo último que hay que preguntar sobre Dios es si existe; más bien debemos aceptar la noción de “Dios” : y después podremos pre­sentar pruebas de su existencia.

| Qué incómodo parece encontrarse Paley cuando intenta refutar mediante pura argumentación la explicación astronómica del sistema solar! ¡ Cuánto más seguro se siente cuando, en vez de meterse a tontear con la ciencia, expresa su asombro ante las maravillas de la naturaleza 1 Veámoslo:

Aunque no hubiese en el mundo ninguna otra máquina más que el ojo, bastaría para fundar la conclusión que de ellos saca­mos; la necesidad de un Creador inteligente... Sus capas cór­neas, construidas al igual que las lentes de un telescopio, para la refracción de los rayos de luz a un punto determinado, lo que constituye la acción propia de sus órganos [etc., etc.]... forman en conjunto un aparato, un sistema de partes, una preparación de medios, tan manifiestos en su orden, tan exquisitos en el desem­peño de sus funciones, tan acertados en sus operaciones, tan pre­ciosos e infinitamente beneficiosos en sus cometidos, que en mi opinión bastan para extinguir toda duda que pudiera haber so­bre el tema '.

Una vez más, Dostoievsky nos ha dado, en “Los hermanos Kara- mazov** (para ser exactos, en la confesión de fe que hace Iván a su santo hermano Alíosha), la expresión clásica de estos hechos :

Lo que es extraño, lo que sería maravilloso, no es que Dios exista realmente; la maravilla es que esta idea de la necesidad de Dios quepa en la cabeza de la bestia salvaje y cruel que es el hombre. Es una cosa tan sagrada, tan emocionante, tan alta, que eleva tanto al hombre... en cuanto a mf, hace tiempo que resolví no pensar en si el hombre creó a Dios o Dios al hombre... Así es que yo omito todas las hipótesis. Pues, ¿de qué es de lo que se trata ahora ? Yo trato de explicar lo más rápidamente posible mi natura­leza esencial, esto es, qué tipo de hombre soy, en qué es en lo que creo, qué es lo que espero; se trata de eso, ¿ verdad ?, y por 1

1 Paley, Teología Natural, cap. VI (preámbulo).

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La razón y la fe 241

tanto te digo que acepto a Dios simplemente... No se puede es­perar de mi que entienda nada sobre Dios. Yo reconozco humil­demente que no poseo ninguna capacidad para solucionar estas cuestiones... y te aconsejo que nunca pienses en ello tú tampoco, mi querido Alíosha, especialmente sobre si Dios exista o no. To­das estas cuestiones son absolutamente inapropiadas... Yo acepto a Dios y me alegro de ello, y lo que es más, acepto su sabiduría, sus propósitos... que están infinitamente más allá de los huma­nos; creo en la eterna armonía con la que dicen que algún día nos fundiremos... '.

14. 6.— Interpretaciones espirituales y literales.

En este pasaje, Dostoyevski no solamente muestra lo bien que entiende las diferencias entre "creencias” fácticas y religiosas, sino que además nos da (en las referencias de Iván al “propósito de Dios”) un perfecto ejemplo de un concepto usado “espiritualmente” —en sentido opuesto a “literalmente"

Si vemos por la ventana a un hombre que realiza una serie ex­traordinaria de movimientos acrobáticos, andando de cabeza, etc., quizá nos entren ganas de preguntar si existe algún "propósito” o no en sus acciones. Y si se nos dice que está buscando un botón de su camisa, podremos “entender” sus actos anteriores y anticipar los futuros; por ejemplo, que desista en su búsqueda y coja un nuevo botón del cajón del tocador. Por otra parte, si se nos muestran los trozos de una cornamenta hallada en las excavaciones neolíticas de Grime’s Graves (Norfolk), podemos preguntar qué "propósito” te­nían ; y asimismo, señalando las huellas de dedos y las partes gas­tadas de la cornamenta, un arqueólogo puede indicarnos los tipos de operaciones para que se usaban, permitiéndonos de esta forma hacer­nos una idea del minero neolítico, sobre el suelo de la mina con su lámpara de sebo encendida junto a él y el “pico” de asta en la mano izquierda dando martillazos con él en la pared de yeso y pedernal y sosteniendo la piedra con la mano derecha ’.

Estos dos ejemplos ilustran el uso literal de la noción de “propó­sito”. En cada caso nuestra comprensión del concepto depende de que haya cierto fondo humano, una situación en que alguien haga * *

1 Dostoyevski, op. cit., pág. 199 de la edición castellana de Aguilar, 1953; be omitido ciertos kantismos que no hacen al caso y que aparecen en ei texto.

* Véase Giahamc Clark, Prehistoric Britain, pp. 56-60 y figs. 52-6.16

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242 Los limites de la razón

cosas que satisfagan alguna necesidad que podamos reconocer. En cada caso, el reconocimiento de la necesidad humana a la que se di­rigen las acciones es el medio de responder a nuestras preguntas acer­ca del “propósito”.

Pero es diferente con las preguntas sobre el “propósito" del uni­verso. El procedimiento corriente para responder a las preguntas acer­ca del “propósito" ya no se puede aplicar: las preguntas sobre el “propósito”, son, por tanto, "preguntas límite” y el sentido literal del “propósito” es aún menos apropiado para las discusiones del “propósito de Dios”. En tales casos la noción de “propósito” tiene que entenderse “espiritualmente” . Tales preguntas son expresiones, no de un deseo de obtener un conocimiento exacto, ni de conseguir el poder de anticipar y predecir determinados acontecimientos futu­ros, sino más bien muestran un deseo de consolación, de confianza general acerca del futuro. En consecuencia, las respuestas a todas estas preguntas son necesariamente “espirituales” en vez de “litera­les”, cuestiones de fe, no de razón. La razón, a través de la ciencia, nos dice lo que cabe esperar. La fe, como escribe el autor de la Epístola a los Hebreos, tiene que ver con “la confianza de las cosas que se esperan, y la certeza de las cosas que no se ven” ‘, texto en el que, naturalmente, “cosas que no se ven” también tiene un signi­ficado “espiritual", y que no significa “cosas que no se pueden ver porque son muy pequeñas o porque son transparentes, como el vidrio” .

Todo esto no es decir que no haya que “razonar” en teología y religión, pues sería paradójico en sumo grado decir que los escritos de San Agustín y Santo Tomás, por ejemplo, no están “razonados” . Se trata sólo de hacer ver las diferencias entre los tipos de “razo­nar” que caben en la ciencia y la ética, por un lado, y en la reli­gión, por otro. Pascal hizo notar, con tanta agudeza como cualquier otro escritor, la naturaleza de estas distinciones. De hecho tanto le llamaron la atención que llegó demasiado lejos en la dirección del “fideísmo” : quiso negar a todos los argumentos religiosos el título de “razonamientos”, basándose en lo mismo que los “imperativis- tas” al negar este título a los argumentos éticos. “¿Quién, pues, podrá acusar a los cristianos, que profesan una religión de la que no pueden dar razones, de no poder dar razones de sus creencias?... Si las probasen, desmentirían sus palabras: precisamente la caren­cia de pruebas es lo que muestra que no les falta entendimiento” * *.

• Heb. II.* Op. cit., n.° 6, p. 6.

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La razón y la fe 243

Si con “pruebas” y “razones” queremos decir “pruebas y razones científicas”, por ejemplo, | qué cierto, qué necesariamente cierto es esto! Está mucho más acertado y nos es de más valor, cuando es­cribe (“contra la objeción de que la Escritura no tiene método”) :

“El corazón y la razón tienen sus propios métodos. El de la razón se basa en principios y demostraciones; el del corazón es distinto. Uno no muestra lo que se debe amar presentando orde­nadamente las causas del amor: esto sería ridículo. Jesucristo y San Pablo poseen el método de la caridad, no el del intelecto, pues ellos querían encender, no instruir. Igualmente San Agus­tín. Este método consiste principalmente en mantenernos el ma­yor tiempo posible en todos los puntos que tienen relación con el fin, para conservar este fin siempre a la vista” '.

Con esto nos recuerda que, cuando tratamos cuestiones de reli­gión, no debemos buscar tanto demostraciones racionales como tes­timonios de su verdad; y que sería malentender el propósito de la religión y la naturaleza de la “verdad” religiosa (así es que, en cierto modo sería contradictorio) pedir una respuesta obtenida li­teralmente, mediante el “método del intelecto”, a una pregunta espi­ritual que requiriese “el método del corazón”.

14. 7.—La fe y la razón en la ética.

Estas observaciones sobre la fe y la razón han sido muy generales y no debemos abandonar el tema sin volver a nuestro propio campo. Examinemos, por tanto, la frontera entre la religión y la ética para ver cómo, en esta esfera, la razón marcha sobre la fe.

Encontramos “preguntas límite” en tres tipos de situaciones éticas: 1

1) Cuando se ha señalado que una acción se conforma sin nin­guna ambigüedad a una práctica social reconocida, no cabe ya jus­tificación por medio de un razonamiento ético: si alguien pregun­ta : “¿por qué debo devolver este libro a Jones hoy?”, y se le da la respuesta “porque lo prometiste”, no cabe, dentro del modo ético de razonar, que pregunte “pero, en realidad, ¿por qué debo hacer­lo?” ; esta última es una “pregunta límite”.

2) Cuando no hay nada que escoger, en el terreno moral, eutre

1 O p . c i t . , n.° 156, pág. 62.

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244 Los limites de la tazón

dos acciones, la única respuesta razonada que se puede dar a la pregunta “¿cuál debo realizar?” es una que tome en cuenta las preferencias de la gente: “Si haces A, pasará esto y lo otro ; si ha­ces B, lo de más a llá : eres tú quien ha de decidir lo que prefieres” . Y si alguien insiste ahora en que se le dé una respuesta única, in­dependiente de sus preferencias se trata de nuevo de una "pregunta límite”.

3) Cuando alguien pregunta con toda generalidad: “¿ por qué debe uno hacer lo que está bien ?”, y no qneda satisfecho con la res­puesta de que la frase “debes hacer lo que está bien” expresa una verdad de Perogrullo, se trata también de una “pregunta límite”.

En los tres casos el esquema lógico es parecido. En cada uno de ellos el razonamiento ético le da al que hace la pregunta todo lo que le puede dar, agotando las respuestas literales a su pre­gunta, y dejando claro hasta qué punto tiene sentido literal el que pregunte qué “debe” hacer. En cada caso, cuando esto ha terminado, está claro que aún queda algo por hacer : que el razonamiento moral, si bien muestra lo que se debe (literalmente) hacer, no ha conseguido satisfacer al que ha hecho la pregunta. Aunque puede que éste se avenga a reconocer intelectualmente lo que “debe” hacer, no tiene ganas de hacerlo: su corazón no se lo pide.

Este conflicto se manifiesta en su uso de “pregunta límite”. Mientras se toman éstas literalmente, parecen no tener sentido: ya diga “sé que lo prometí, pero, en realidad, ¿debo hacerlo?”, “sí, s í ; pero, en realidad, ¿ qué debo realizar, A o B” ?, o “pero, ¿ por qué debe uno hacer nada que esté bien ?”, evidentemente lo que hace es preguntar algo que no tiene sentido (literalmente) preguntar.

En cada caso, sin embargo, su pregunta vuelve a cobrar vida en cuanto se toma “espiritualmente”, como una pregunta religiosa. Sobre las cuestiones de hecho que no se pueden "explicar” científi­camente, como la muerte de los hijos de Jones, la función de la reli­gión es ayudamos a resignamos a ello, y de esta manera aceptarlo. De igual forma sobre cuestiones de deber a las que no se puede dar ulterior justificación en términos éticos, la religión es la que tiene que ayudamos a hacemos cargo de ellas, y de este modo aceptarlas. Por tanto, en las tres situaciones a que nos hemos referido aún pue­de que sea apropiado dar respuestas religiosas, aun cuando las po­tencialidades del razonamiento ético estén agotadas : 1

1) ¿ Por qué debo devolver este libro ?Porque lo prometiste.

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La razón y la fe 245

Pero en realidad ¿por qué debo hacerlo?Porque sería pecado no hacerlo ¿Y si cometo ese pecado?Eso sería apartarte de Dios, etc.

2) ¿Cuál debo realizar, A o B?No hay nada que escoger entre ellas, moralmente hablan­

do; haz lo que quieras, pero yo que tú haría B. Pero, en realidad, ¿cuál debo realizar?Debes hacer B, que es lo más agradable a Dios, y que es

lo que al final te proporcionará la verdadera felicidad.

3) Pero, bueno, ¿ por qué debe uno hacer lo que está bien ? Esa es una cuestión que no se puede plantear, pues es

poner en duda la mismísima definición de “lo que está bien” y “deber”.

Pero, ¿por qué debe uno?Porque es la voluntad de Dios.¿Y por qué debe uno hacer su voluntad?Porque a la naturaleza del ser creado pertenece cumplir

la voluntad del Creador, etc.

14. 8.—La independencia de la ética y la religión.

Todo esto es de sobra conocido y no hace falta más que señalar­lo. Cuando hay una buena razón moral para preferir una acción a otra, la religión no puede contradecir a la moralidad. La ética pro­porciona las razones para escoger la acción “que está bien” : la reli­gión nos ayuda a poner nuestros corazones en ella. No hay más necesi­dad de que la religión compita con la ética en su propio terreno que de que compita con la ciencia en el suyo : las tres tienen bastante con cumplir sus propios cometidos sin hacerse cazadoras furtivas. En este respecto, podemos aprovechar para la discusión de la ética las observaciones de Pascal acerca de las relaciones entre la fe y la razón en la ciencia :

Verdaderamente, la fe dice lo que los sentidos no dicen, pero no lo contrario de lo que dicen: la fe está por encima de los sen­tidos, no contra ellos

Esto se expresa a veces de esta forma: “creemos que la voluntad de Dios es buena, no porque sea la voluntad de El, sino porque es

' O p . d i . , n.» 650, pág. 312.

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246 Los limites de la razón

buena” ; lo cual no hace más que reflejar la diferencia entre las fun­ciones de la ética y la religión. Si una acción no está bien, no es “la voluntad de Dios" que la realicemos Es decir, si una acción no está bien, no es la religión la que nos ha de hacer sentir ganas de realizarla.

Este pacto de no agresión entre la religión, la ciencia y la ética puede que parezca que restringe el ámbito de la religión. Pero se trata de una restricción autoimpuesta más bien que procedente del exterior, y es deseable no solamente por sus ventajas lógicas, sino también por las ventajas que puede proporcionar posteriormente a la religión misma. Pues el éxito de la moralidad en la labor que le es propia sin estorbos religiosos que no hagan al caso, nos dejará menos preocupados con los fines “meramente materiales”, menos constre­ñidos por las necesidades de tabús y convenciones y, por tanto, más libres para concentrarnos en la elección de nuestras formas de vi­vir. Y esto significa un ámbito más amplio para la fe en las mismísi­mas esferas en que es de mayor importancia, más libertad para in­tentar llevar “la vida de los santos”, pues recordemos con Pascal que

la vida corriente del hombre es como la de los santos. Todos buscan satisfacciones, pero éstos difieren solamente en el objeto en que las hacen consistir '.

Un último comentario: naturalmente, somos libres de argüir que, si bien la religión y las consideraciones religiosas pueden ser de provecho a los que sienten necesidad de ellas, los que no las sien­ten pueden prescindir de ellas; que, aunque la religión puede ayu­dar a algunos a poner sus corazones en la virtud, otros muchos pue­den hacer lo mismo sin religión; y que cuantos más puedan, mejor. Pero esta última es una reflexión ética, no lógica; y, en consecuen­cia, no tenemos derecho a descartar todos los juicios religiosos y teológicos como lógicamente impropios.

Hay muchos que no juegan al bridge y que de hecho lo conside­ran un desperdicio vergonzoso de tiempo y de energía ; pero no con­cluyen, ni que todas las soluciones a los problemas del bridge sean •por eso inválidas, ni que carezca de sentido hablar de ellas en térmi­nos de “validez” o “invalidez”. Hay algunos calculadores relámpago a quienes no sirven para nada los métodos aritméticos corrientes, puesto que llegan a la solución con mucha más rapidez sin ellos (¡y cuánto más fáciles serían nuestros días escolares si todos pudiéramos

1 O p . c i t . , n.° 140, pág. 40.

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La razón y la fe 247

hacer lo mismo!), pero no pretenden que su talento baste para inva­lidar todas las demostraciones aritméticas. Hay algunos cuyo carác­ter es angélico, que apenas parece que necesiten considerar lo que deben hacer, puesto que lo hacen instintivamente ; no sienten la mis­ma necesidad que los demás de ética y de razonamiento ético; y cuan­tos más haya, también mejor. Pero no debemos considerar su exis­tencia como un argumento en contra de la propiedad lógica de to­dos los argumentos éticos, pues no tiene nada que ver.

En este último capítulo he examinado las características lógicas de ciertos tipos de razonamientos religiosos; a saber, los que están más íntimamente relacionados con nuestras anteriores discusiones sobre ética. Tengo perfecto derecho a hacer esto sean cualesquiera que sean mis opiniones personales sobre la importancia o falta de importancia de la religión. El que determinados argumentos que caen dentro de un modo de razonar sean apropiados es una cosa ; el valor de tal modo de razonar en conjunto es otra. Podemos muy bien in­cluir una discusión de lo primero en un libro de lógica, pero no nues­tro parecer sobre lo segundo, que corresponde más bien a la auto­biografía.

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Capítulo 15 RESUMEN Y EPILOGO

Ha llegado el momento, antes de volver la última página y cerrar el libro, de echar un último vistazo. ¿ Qué era, pues, lo que preten­díamos hacer y cuánto hemos hecho?

El problema que nos habíamos planteado era el de examinar el puesto de la razón en la ética. En vista de la necesidad constante de tomar decisiones morales, rodeados de una Babel de consejeros, te­níamos que hallar la manera de pasar por la criba los argumentos y preceptos contradictorios que se nos presentaban y de decidir cuá­les debíamos considerar y cuáles rechazar, cuáles eran sencillos y directos, cuáles bien intencionados pero figurativos, cuáles estabau mal dirigidos y cuáles eran plausibles pero falsos.

No se trataba, por supuesto, de un terreno virgen ; muchos fi­lósofos se nos ofrecieron como guías en cuanto nos introdujimos en él. Hubiese sido estúpido y pretencioso ignorarlos por completo, asi es que, antes de decidirnos a seguir solos en nuestro camino, exami­namos sus credenciales. Este examen preliminar nos ocupó durante el primer cuarto de nuestro viaje 1; y hasta después de interrogarlos y comparar cuidadosamente sus testimonios, no los rechazamos a to­dos por igual por desorientadores e incapaces de prestamos ayuda. Cada una de las teorías éticas que presentaban como base de nuestro itinerario, si las interpretábamos literalmente, eran infieles a nues­tros conceptos en una medida imposible de pasar por alto ; cada una,

* Véase la parte 1.*, caps. 2-4.

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a lo más, solamente señalaba una comparación limitada, una simple faceta de la ética y de los conceptos áticos, pero no tenía nada que ofrecernos, excepto confusión, con relación a nuestros problemar de cada día. Por tanto, tomamos nota de los genuinos rasgos éticos a que, de pasada, llamaban nuestra atención, y después abandonamos las teorías filosóficas sobre la ética, dejándolas para "los que tienen gusto por esas cosas” * *.

La debilidad común de todas estas teorías residía en cómo trata­ban los mismos problemas que estudiábamos: ninguna de ellas daba una explicación adecuada de la naturaleza del razonar ético. En la segunda parte de nuestro viaje ’, por tanto, tratamos de hallar un nuevo enfoque de este problema, una autopista que evitase los pan­tanos y estancadas a que conducían todos los demás caminos. Deci­dimos que había que comenzar con un examen de la fwrtción de la ética, y del papel que juegan en nuestras vidas los juicios y concep­tos éticos.

En la tercera parte *, por tanto, discutimos el origen, naturaleza y función de los conceptos éticos; y los resultados de esta discusión nos proporcionaron el material con que dar una respuesta a nuestra pregunta central. La ética tiene que ver con la satisfación armoniosa de deseos e intereses. En la mayoría de las ocasiones es una buena razón para escoger o aprobar una acción el que esté de acuerdo con una máxima establecida de conducta, pues el código existente, y las leyes e instituciones del momento proporcionan la guía mejor en cuanto a qué decisiones serán dichosas, de la misma manera que los códigos de prácticas normales en ingeniería.

Al mismo tiempo, no está bien que aceptemos sin crítica las pre­sentes instituciones, pues deben evolucionar, igual que las situa­ciones a las que se aplican. Hay, por tanto, siempre un puesto en la sociedad para el "moralista" que critica la moralidad e instituciones del momento y defiende prácticas más cercanas a un ideal. El ideal que debe mantener ante sí es el de una sociedad en que no se tolere, dentro de las posibilidades y el estado de conocimientos existentes, la pobreza ni la frustración. Los expertos en las ciencias naturales son quienes tienen que descubrir los medios de reducir la magnitud de la pobreza que haya en el mundo, proporcionando así nuevos canales de satisfacción y autorrealización, pero el testimonio de la ciencia sigue versando sobre lo que es practicable, es decir, sobre hechos : lo

’ Broad: Five Types of Ethical Theory, p. 285.* Véase la parte 2.*, caps. 6-8 snpra.* Véase la parte 3.*, caps. 10-12 snpra.

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que es o podría ser, no sobre lo que debiera ser. En las manos del moralista es donde esta posibilidad se convierte en su función propia, donde “se puede hacer” se convierte en “se debe hacer”. Hace falta toda su experiencia y sabiduría para salvar la distancia entre los hechos y los valores, pero se puede salvar.

Nuestra discusión de la función de la ética nos llevó después a una crítica del juicio moral, pero aquélla no se confundió con ésta. Y, gracias a que conservamos esta distinción, que nuestros guias tendían a descuidar, conseguimos mantener el problema principal en el centro de nuestro enfoque. Naturalmente, un “hacerlo así supondría el menor conflicto de intereses que se puede presentar en estas cir­cunstancias” no significa lo mismo que “esto es lo que está bien hacer”, ni tampoco decir "este tipo de vida sería más armoniosamente satisfactorio” significa lo mismo que “sería mejor” . Pero en cada caso, la primera afirmación es una buena razón en que apoyar la segunda : el hecho “éticamente neutro" es una buena razón en que apoyar el juicio moral “gerundivo” . Si realizar la acción concreta de que se trata verdaderamente reduce los conflictos de intereses, es una acción digna de adoptarse y si ese modo de vida verdaderamente lleva a obtener una felicidad más profunda y consecuente, es que es digno de seguirse. Y esto parece tan natural e inteligible, cuando tenemos en cuenta la función de los juicios éticos, que si alguien me pregunta por qué son "buenas razones” sólo puedo contestar preguntando a mi vez : “¿qué mejores razones podrían desearse?” .

Esta parte del viaje nos proporcionó las líneas generales de una representación exacta del país: los detalles los dejamos para que otros los completen. En la última etapa de nuestra exploración 1 pro­cedimos a examinar los límites del razonamiento ético, estableciendo las fronteras de nuestro territorio en los puntos en que los argumen­tos éticos corrientes y molientes se convierten en argumentos de otros tipos. Primero, consideramos de nuevo las teorías filosóficas de la ética y, a la luz de nuestros hallazgos, pudimos ver los tipos de preocupación que desorientaban a sus autores , y, suavizando nues­tra exigencia de obtener verdades literales, pudimos también darnos cuenta de que, como comparaciones disfrazadas, esas teorías podían servir para finalidades intelectuales o retóricas. En segundo lugar, seguimos los argumentos éticos conocidos más allá del punto en que la razón debe abandonar todo intento de cooperación, y nos hallamos en una tierra de interpretaciones figuradas más bien que literales, y

1 Véase la parte 4.», caps. 13 y 14.

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de afirmaciones religiosas más bien que meramente éticas, cuya fun­ción es "encender”, no "instruir” \

No necesitamos ir más allá. Las preguntas que nos planteamos al principio ya han sido contestadas: ahora sabemos cómo decidir qué argumentos éticos son aceptables, qué razones para fundar Jas decisiones morales son buenas razones, hasta qué punto podemos con­fiar en la razón cuando se trata de tomar decisiones morales, y cuándo dar más razones sería poner albarda sobre albarda. Y si, para terminar, se me pide un resumen del puesto de la razón en la ética, presentaré uno que ya está escrito: es del diálogo de Goldsworthy Lowe Dickinson El significado de la bondad \ Se halla en el lenguaje figurado que inevitablemente acompaña a todo lo que se dice sobre el "sentido moral”, pero, ahora que entendemos la naturaleza elíptica del lenguaje de la ética filosófica, ya no tiene que preocuparnos esto. Si aceptamos este resumen en lo que es, veremos que se trata de una expresión vivida y esclarecedora de todas las características más im­portantes de la E tica:

Según mi hipótesis, el papel de la razón consiste en tabular y comparar resultados. No determina directamente lo que es bueno, sino que trabaja, como todas las ciencias, sobre datos dados... to­mando nota de los tipos de actividad que satisfacen, y en qué medida, la naturaleza expansiva del alma que busca la bondad, y sacando de ello, en lo posible, reglas temporales de conducta... Digo reglas temporales porque, por la naturaleza del caso, no puede haber en ellas nada absoluto ni definitivo, ya que son me­ras deducciones de un proceso que está siempre desarrollándose y transformándose. Los sistemas morales, las máximas de con­ducta, son otros tantos hitos que se erigen para indicar el camino por el que marcha el alma; como si dijéramos, mascarillas de sus rasgos faciales en sus diversos estadios de crecimiento, pero nun­ca el retrato final de su semblante perfecto. Y por eso la morali­dad del momento, las instituciones y leyes positivas... a la vez tienen y no tienen el valor [que a veces se les da]. Son realmen­te archivos valiosos de experiencia, y es insensato quien los ataca sin entenderlos; y, sin embargo, en cierto modo, no hay que en­tenderlos más que con el fin de superarlos, porque la experiencia que cobijan no es definitiva, sino parcial e incompleta. 1

1 Pascal, Pensamientos, ed. de Michaut, n,° 156, pág. 62. * (1901), pp. 86-7.