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¿TRANSNACIONALES O TRANSFRONTERIZAS? Menara Guizardi, Felipe Valdebenito, Eleonora López y Esteban Nazal 147 ¿TRANSNACIONALES O TRANSFRONTERIZAS? REPENSANDO LAS EXPERIENCIAS MIGRATORIAS FAMILIARES EN ZONAS DE FRONTERA 1 Menara Guizardi, Felipe Valdebenito, Eleonora López y Esteban Nazal Introducción: cuando el contexto desafía la teoría Nuestras primeras experiencias etnográficas junto a familias que transitan o viven en Arica, ciudad chilena fronteriza con Perú, se iniciaron en 2012, en el marco de un proyecto antropológico de investigación que se distendió hasta 2015. En este periodo, nos acercamos a la experiencia de mujeres peruanas involucradas en actividades comerciales, en la agricultura, en los servicios domésticos o del cuidado entre esta ciudad chilena y Tacna, el asentamiento urbano peruano más cercano. Las dos ciudades catalizan buena parte de las rutas comerciales y humanas que entrecortan la Triple-frontera Andina, entre Chile, Perú y Bolivia, (Guizardi et. al, 2014), y tienen un papel destacado en los desplazamientos y flujos entre estos países, pese a situarse entre solamente dos de ellos 2 . Con alrededor de 190.000 habitantes, Arica se localiza en la costa del Pacífico y es la capital de la región chilena de Arica y Parinacota que, además de colindar al norte con Perú, tiene fronteras al nordeste 1 Agradecemos a la Comisión de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Chile (CONICYT) que financió el estudio a través del Proyecto FONDECYT 11121177. 2 Se realizan anualmente unos 6 millones de cruces entre el control fronterizo chileno de Chacalluta (en Arica) y el peruano de Santa Rosa (en Tacna) (Pérez et. al, 2015, p.52).

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¿TRANSNACIONALES O TRANSFRONTERIZAS? REPENSANDO LAS EXPERIENCIAS MIGRATORIAS

FAMILIARES EN ZONAS DE FRONTERA1

Menara Guizardi, Felipe Valdebenito, Eleonora López y Esteban Nazal

Introducción: cuando el contexto desafía la teoría

Nuestras primeras experiencias etnográficas junto a familias que transitan o viven en Arica, ciudad chilena fronteriza con Perú, se iniciaron en 2012, en el marco de un proyecto antropológico de investigación que se distendió hasta 2015. En este periodo, nos acercamos a la experiencia de mujeres peruanas involucradas en actividades comerciales, en la agricultura, en los servicios domésticos o del cuidado entre esta ciudad chilena y Tacna, el asentamiento urbano peruano más cercano. Las dos ciudades catalizan buena parte de las rutas comerciales y humanas que entrecortan la Triple-frontera Andina, entre Chile, Perú y Bolivia, (Guizardi et. al, 2014), y tienen un papel destacado en los desplazamientos y flujos entre estos países, pese a situarse entre solamente dos de ellos2. Con alrededor de 190.000 habitantes, Arica se localiza en la costa del Pacífico y es la capital de la región chilena de Arica y Parinacota que, además de colindar al norte con Perú, tiene fronteras al nordeste

1  Agradecemos a la Comisión de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Chile (CONICYT) que financió el estudio a través del Proyecto FONDECYT 11121177.

2  Se realizan anualmente unos 6 millones de cruces entre el control fronterizo chileno de Chacalluta (en Arica) y el peruano de Santa Rosa (en Tacna) (Pérez et. al, 2015, p.52).

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con Bolivia3. Con una población superior a las 300.000 personas, Tacna es la capital del Departamento peruano homólogo y está a 52 kilómetros de Arica (Podestá, 2011, p.127), ciudad con la que guarda importantes vínculos históricos (Rosenblitt, 2013, p.47-81)4.

Interesados en entender la experiencia de las mujeres peruanas que migran al lado chileno, desarrollamos una investigación de enfoque mixto (cualitativo y cuantitativo)5. Entre 2012 y 2013, realizamos etnografía en varios espacios por donde circulaban las mujeres peruanas: residencias, hospederías, campamentos, obras asistenciales de la Iglesia católica, lugares laborales, de ocio, reparticiones públicas, puestos de salud y escuelas públicas6. Entre 2013 y 2014, aplicamos una encuesta a 100 mujeres peruanas7. Entre 2014 y 2015, digitalizamos y sistematizamos los resultados de esta encuesta con Softwares de Información Geográfica (SIG).

Los datos arrojados por esta investigación nos permitieron confrontarnos con la perspectiva transnacional de las migraciones, enfoque que ha devenido hegemónico en la explicación de la experiencia migrante en el mundo globalizado. Si bien durante el estudio nos apoyamos en esta perspectiva, cuyos ejes teóricos sirvieron como orientación para explicar muchos de los fenómenos que observábamos en campo, en la frontera tacno-ariqueña encontramos particulares formas de vida familiar –y, sobretodo, unas formas específicas de constituir la experiencia femenina en el marco de las familias– que desafiaban los postulados “más clásicos” del transnacionalismo migrante.

3 Al sur, Arica y Parinacota colinda con la región chilena de Tarapacá que es seguida (más al sur) por la región de Antofagasta. Las tres juntas constituyen “el norte grande de Chile” y están asentadas en el territorio desértico de Atacama. Antofagasta y Tarapacá son los dos principales enclaves mineros chilenos y las principales zonas cupríferas del mundo (Carrasco & Vega, 2011, p.16).

4  Sobre el tema, véase: Valdebenito & Guizardi (2014).

5  Esta estrategia articuló el Extended Case Method (ECM) (Gluckman, 2006) a la Etnografía Multisituada (EM) (Marcus, 1995). Para el debate sobre esta metodología, véase: Valdebenito & Guizardi (2015).

6  En Arica, realizamos un total 87 entrevistas en profundidad, de las cuales 32 son historias de vida de mujeres peruanas. Las otras 55 constituyen entrevistas semi-estructuradas a hombres migrantes peruanos (10 en total); a mujeres bolivianas que compartían con las peruanas residencia en campamentos (6 en total); a líderes comunitarios de los barrios de concentración migrante (3 entrevistas); a personal de las ONG’s y funcionarios de los centros de salud y educacionales que atienden a migrantes (21 entrevistas); y a mujeres peruanas en la Cárcel de Acha (15 entrevistas). Registramos alrededor de 250 fotografías etnográficas y recopilamos relatos de terreno para todo el periodo en campo.

7  El cuestionario contenía 106 preguntas divididas entre once ámbitos de indagación: 1) Información socio-demográfica; 2) Desplazamientos e itinerarios migrantes; 3) Educación y acceso a la educación formal; 4) Ocupación laboral; 4) Situación conyugal; 5) Situación residencial; 6) Situación documental; 7) Maternidad, hijos y familia; 8) Remesas a origen; 9) Relaciones de género; 10) Experiencias de violencia y 11) Razones para migrar.

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Esta disonancia teórica se vincula a razones de orden empírico. Responde al hecho de que la vida en las fronteras presenta formas y dinámicas diferentes de aquellas que experimentan los migrantes transnacionales provenientes del sur del mundo emigrados a las grandes ciudades del norte global que están situadas a distancias considerables de las zonas fronterizas. Precisamente, fue la experiencia de estos migrantes en las grandes ciudades –sus vidas familiares, inserción económica, redes societarias, actividades políticas y prácticas culturales– lo que inspiró la construcción del concepto de transnacionalismo migratorio. Esta diferencia empírica explica por qué los debates teóricos antropológicos sobre las fronteras se acercan a ciertos aspectos de la perspectiva transnacional, pero trayendo a la luz algunas de sus contradicciones argumentales y epistemológicas (Garduño, 2003). Por lo general, se viene hablando de las comunidades y familias que circulan y viven en las zonas de frontera como “transfronterizas” y no “transnacionales”, reconociendo con esta diferenciación que la vida fronteriza constituye los campos sociales entre países de una forma diferente a la que se observa con la articulación de las redes migrantes de larga distancia.

Esta división categórica tajante entre lo transnacional y lo transfronterizo, no obstante, nos parece improductiva en términos explicativos. Más que seguir la corriente a estas maneras de denominar los fenómenos –aceptando con esto que la circularidad fronteriza no puede entenderse como migración transnacional– habría que indagar si esta división es coherente con los estudios de caso que llevamos a cabo junto a las familias que se articulan en zonas de frontera, y en qué medida lo son. En nuestro trabajo de campo, observamos que muchas de las experiencias de las familias peruanas que residen del lado chileno coinciden con las descripciones más frecuentes de “prácticas sociales transnacionales”, solo difiriendo de ellas en algunos aspectos referentes a la frecuencia e intensidad de contactos entre miembros de las redes migrantes, y no en la manera como la vida y las redes se estructuran. Pero también encontramos en la frontera otras experiencias familiares que no tienen parangón con aquello que se describe en relación a las familias transnacionales en el norte global. Lo anterior, sin embargo, no destituye la existencia de lógicas y prácticas transnacionales en la frontera. En síntesis: el que la frontera tenga formas de vida particulares no implica que en ella no existan redes y relaciones que podemos encontrar en otros espacios de recepción migratorio.

El presente capítulo se dedica a este debate y tiene un carácter teórico. Pese a ello, pensar que hay una separación lógica entre nuestra propuesta teórica y el trabajo que desarrollamos en campo sería falaz. Los debates que hacemos a lo largo

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del capítulo son resultado de un esfuerzo reflexivo dialéctico: derivan del ejercicio de contrastar y tensionar las categorías antropológicas a partir de las experiencias empíricas (lo que, a su vez, se conecta con nuestra comprensión de la etnografía como praxis)8.

El capítulo cuenta con dos secciones principales subsecuentes a esta introducción. En el segundo apartado, ofrecemos una síntesis sobre los debates más estructurantes de la perspectiva transnacional de las migraciones, situando las categorías analíticas que cuestionaremos a lo largo del texto. En él discutiremos la forma como el concepto de frontera se viene abordando desde los años 90 en la antropología, delimitando sus puntos de tensión con la perspectiva transnacional. Además, abordaremos los principales ejes de discusión en torno a la relación entre migración, género y las familias transnacionales en las ciencias sociales desde la globalización. En el tercer apartado, presentamos nuestras perspectivas críticas sobre las cercanías y lejanías entre las familias transnacionales y la experiencia social en las zonas de frontera. Estos debates nos conducirán, dialécticamente, a cuestionar algunos de los postulados más recurrentes de los estudios migratorios y a verificar la operación efectiva de formas de transnacionalismo entre las redes familiares fronterizas.

Rapsodia de debates disonantes

TransnacionalismoA esta altura de los debates sobre el transnacionalismo en los estudios de

la migración puede parecer excesivo insistir en ofrecer aclaraciones sobre cómo el término se viene aplicando en las ciencias sociales. Pero entendemos que el ejercicio de situar la categoría es necesario para la discusión que proponemos, en tanto buscamos indagar sobre la operacionalización del concepto en estudios de caso sobre familias que se desplazan en territorios fronterizos. Esto nos permitirá establecer los ejes de teorización a partir de los cuales tejeremos nuestras críticas en el apartado subsecuente. Así, en un necesario gesto de sinceridad intelectual, partimos por evidenciar que la definición del transnacionalismo como fenómeno y de las metodologías para trabajarlo no constituyen un consenso académico (Besserer, 2004, p.6; Bryceson & Vuorela, 2002, p.11; Moctezuma, 2008, p.30).

8  Si bien retomaremos en el apartado final resultados cuantitativos y fragmentos de entrevistas realizadas a migrantes peruanas en la frontera, no podremos –en honor a las extensiones del capítulo– profundizar en el análisis de estas informaciones, ni deslindar todos los datos empíricos en los que nos apoyamos.

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Según Glick-Schiller et. al (1992) –autoras a quienes podríamos atribuir haber reinventado el término, traspasándolo de la economía a los estudios migratorios (Gonzálvez, 2007, p.11)– los migrantes pasaron a experimentar, desde fines del siglo XX, contextos de globalización caracterizados por una revolución tecnológica de transportes y comunicaciones que abarató el coste de los viajes y posibilitó establecer contacto a tiempo real entre localidades distantes (Castells, 2007). Estos cambios permitieron que sujetos y colectividades constituyeran sus experiencias migratorias según patrones innovadores, repletos de vinculaciones imprevisibles: estableciendo relaciones (familiares, económicas, sociales, organizacionales, religiosas) de manera binacional o multinacional; tomando decisiones y medidas, constituyendo su acción y afectos y viviendo intereses que provocan una experiencia de conexión entre localidades distantes (Levitt & Glick-Schiller, 2004). Con ello, los migrantes articulan los denominados campos sociales transnacionales.

Esta última definición remite a Bourdieu, quién comprendía el campo “como una esfera de la vida social que se ha ido autonomizando de manera gradual a través de la historia en torno a cierto tipo de relaciones, intereses y recursos propios” (Manzo, 2010, p.398). Los campos sociales serían cruzados por luchas y fuerzas tendientes a la transformación y, simultáneamente, a la conservación. Funcionan debido a que los agentes “invierten en él, en los diferentes significados del término, que se juegan en él sus recursos [capitales], en pugna por ganar” (Bourdieu en Manzo, 2010, p.398). Ellos están, consecuentemente, atravesados por diferentes formas de capital –social, cultural, simbólico, económico– que los sujetos apropian de acuerdo con las posibilidades y limitaciones que su posición social en este campo (en sus jerarquías y estructuras de distinción) condicionan. Bourdieu usa el concepto para pensar las relaciones dentro de un espacio social dado, pero la extrapolación de la categoría hacia la idea de “transnacionalismo” conlleva asumir que los migrantes están operando la renegociación de su asignación a los campos sociales de dos o más localidades (en dos o más países) simultáneamente, lo que implica que están entrecruzando a partir de su agencia los capitales de por lo menos dos campos. El transnacionalismo acarrearía, entonces, dos tipos de desplazamiento de los sujetos: uno referente a su trayectoria dentro del campo social de su país de origen; y otro referente a su trayectoria social en el campo de la sociedad de destino. Se trataría, así, de cruces de los límites internos y externos del grupo de origen, pero condicionado por “procesos de participación en ambas regiones o localidades (emisoras y receptoras)” que “no se dan de manera independiente ni sucesiva, sino de manera dependiente y simultánea” (Baeza, 2012, p.48).

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Diversos autores (Massey et. al, 1993; Massey et. al 1994; Portes et. al, 2002) preconizaron trabajar este campo transnacional enfocándose en cómo los migrantes articulan en él dos tipos de capitales: los sociales (usualmente identificados como las redes migratorias) y los culturales9. Otros, como Besserer (2004), al pensar en esta vinculación entre conocimientos y redes migrantes, hacen eco a la necesidad de entender las trayectorias subjetivas y comunidades transnacionales desde perspectivas menos materialistas del espacio. Consecuentemente, se desplaza el foco hacia la construcción de “topografías transnacionales”, dando centralidad al imperativo de representar la espacialidad de las comunidades y sujetos basándose “no en la distancia que las separa, sino en la densidad y frecuencia de las prácticas comunitarias que les acerca” (p.8).

En ambos casos, se asume que la generación del campo social transnacional resulta, a la vez que es la causa, de una experiencia social de simultaneidad: un estar en origen y destino al mismo tiempo, reconfigurando así los espacios locales de los países receptores. A través de esta experiencia, los migrantes desbordan en los espacios de recepción unas formas, experiencias, olores, sabores y maneras de ser que fueron (espacialmente) producidos en sus localidades de origen (Levitt & Glick-Schiller, 2004). Desde esta perspectiva, el transnacionalismo actuaría como el motor de una globalización “desde abajo” (Portes et. al, 1999; Portes, 2003), que resulta de la agencia económica, política y sociocultural de grupos o sujetos que, cotidianamente, y quizás sin pretenderlo, subvierten ciertos designios del proyecto nacional que pregona el establecimiento de límites rígidos entre territorios. En esta línea, Kearney (1995, p.548) subraya el contenido político del término, apuntando que el transnacionalismo fija la atención del investigador a los proyectos político-culturales de los Estados-nación. Esto en la medida en que los mismos buscan hegemonizar procesos con otros Estados, con sus propios ciudadanos y con sus “aliens”. (Bloemradd et. al 2008), complementariamente, consideran que la condición transnacional de los migrantes desafía las políticas estatales y los principios de derechos de ciudadanía (que se fundamentan en marcos jurídicos que

9 Por capital social migrante se define “the aggregate of the actual or potential resources which are linked to possession of a durable network of more or less institutionalized relationship of mutual acquaintance or recognition” (Bourdieu en Portes, 2000, p.45). Esta red duradera no es naturalmente dada, tejiéndose a partir de estrategias orientadas a la institucionalización de las relaciones de grupo y puede definirse como 1) las relaciones sociales de estos migrantes en sí mismas, cuando dan acceso al conocimiento y a los recursos de que disponen los miembros de la red; y 2) la cantidad y calidad de recursos (Portes, 2000, p.45). El capital cultural correspondería a los conocimientos y recursos incorporados por los migrantes y difundidos a través de sus redes. Según Bourdieu (2011, p.214), se pueden distinguir tres estados del capital cultural: 1) incorporado; 2) objetivado e 3) institucionalizado.

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definen la movilidad humana como “contenida” por las fronteras del Estado)10.

FronterasLas investigaciones sobre migraciones transnacionales se inician enfatizando

las fronteras, pero sin estudiar las zonas fronterizas. Muchos investigadores pasaron a usar la noción de “cruce fronterizo” como una metáfora para entender el tipo de desplazamiento social, cultural, político e identitario que los migrantes viven en las localidades de destino. El transnacionalismo alude a la frontera, pero sin hacer de ella un eje prioritario de análisis.

La problematización sobre el papel de las zonas fronterizas emerge con investigadores que, trabajando en estos territorios, empiezan a generar categorías particulares para pensar el tipo de interconexión entre Estados-naciones y localidades que acompasan los desplazamientos en estas áreas. Así, las Cross-Border Regions [regiones transfronterizas] emergieron como ejes centrales para la investigación, comprendiéndose como territorios condensadores de fenómenos multiescalares que desafían las ideologías fundantes del Estado-nacional (Campos & Odgers, 2012; Perkmann & Sum, 2002; Sum, 2003)11. Esta perspectiva conjeturó tempranamente que estas tensiones no redundarían en un cambio idílico del escenario de divisiones entre países: ni en la globalización, ni después de ella (Wilson & Donnan, 1998, p.1). Atentos a las dialécticas en la frontera (Wilson & Donnan, 1998, p.3), –entre movilidad y restricción; legalidad e ilegalidad; pertenencia y desarraigo–, antropólogos anglosajones pasaron a teorizar los espacios fronterizos a partir de la tensión entre sujeto, historia y cultura ya desde los 90’s (Grimson, 2003, p.15). Kearney (2004), por ejemplo, reproduciendo el argumento de Wilson & Donnan (1998, p.9), sostuvo que los territorios fronterizos están cruzados por tres dimensiones políticas constitutivas de su espacialidad: las fronteras literales, materializadas como demarcaciones político-territoriales; las identidades cruzadas por las variables etnia, clase y nacionalidad; y los regímenes políticos, entidades oficiales y no oficiales encargadas de trazar y hacer

10 Diferentes autores reflexionaron sobre rol del Estado-nación en el nuevo escenario trasnacional, concordando casi siempre en su eficacia como institución generadora de desigualdades e identidades. Kearney (2003, p.49) comprende al Estado como facilitador en la reproducción de la diferenciación social y cultural en el interior de la nación, perpetuando su (frecuentemente imaginaria) unidad constitutiva. Grimson (2005) señala el rol dominante del Estado como árbitro del control, violencia, orden y organización para aquellos cuya identidad está siendo transformada por fuerzas mundiales (p.5). Fábregas (2012) sugiere caracterizarlo como un planificador territorial expansivo, un intermediario en el proceso de globalización (que entiende como colonizador).

11  Como la separación (étnica, fenotípica, cultural) entre los “unos” y los “otros” y la limitación espacialmente demarcada de aquello que pertenece a la nación (Kearney, 1991).

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respetar los límites políticos-identitarios. Las fronteras serían, entonces, espacios plurales donde los Estados-nación actúan estructuralmente, mientras que los sujetos re-significan y negocian esta jerarquización clasificatoria estatal (Brenna, 2011, p.12).

Los antropólogos que trabajan territorios fronterizos sudamericanos han seguido estas reflexiones dialécticas. Grimson (2000, p.28), por ejemplo, señaló que la porosidad de las fronteras, “no implica necesariamente una modificación de las clasificaciones identitarias y autofiliaciones nacionales. Más bien, es sobre la existencia de la frontera que se organiza un sistema social de intercambios entre grupos que se consideran distintos”. El que la gente cruce fronteras no implica su desaparición (Cardin, 2012). Las asimetrías jurídicas, políticas, económicas e identitarias entre las naciones colindantes, aceleradas por la globalización, provocarían la emergencia de prácticas sociales que buscan beneficiarse de estas diferencias a partir de liminalidad entre lícito e ilícito y entre pertenencia y desarraigo (Grimson, 2005). Estas prácticas usan la circularidad transfronteriza para lograr beneficios e intereses12. Así, se considera que la condición fronteriza altera la manera como la acción de personas o grupos sociales y las características macro-estructurales del contexto se engendran en la construcción de “lo local” implicando, dialécticamente, una mutua conformación con fenómenos “globales” (Kearney, 1995; Perkmann & Sum, 2002).

En los años 2000, la sociabilidad dialéctica articulada en las zonas fronterizas fue asumida por los investigadores como una excepcionalidad que justificaba que los grupos sociales y familias en estos territorios recibieran una denominación propia: “comunidades transfronterizas”. A partir de 2010, el término ha ganado creciente relevancia en los debates sobre las experiencias de movilidad post-globalizadas. En el marco de un posicionamiento crítico en abierta oposición a los usos más establecidos del concepto de transnacionalismo, se viene proponiendo a la categoría “comunidad transnacional” como una alternativa a ser empleada incluso en los debates sobre migrantes que no viven en espacios de frontera:

“Because most processes of migration and immigration historically involve the crossing of ethnic, racial, cultural, colonial, regional, and State borders as well as national borders, the concept of transborder is more encompassing than ‘transnational’, which as a label emphasizes national, state-controlled borders and centers the nation-state as the primary entity migrants interact with”. (Stephen, 2012, p.456).

12  Esto nos obliga a distender el propio concepto de “migraciones”, para abarcar a procesos de movilidad y bi-residencialidad transfronterizos que se asemejan más a una lógica circular que a una migración que busca establecerse o fijarse en el espacio. En la triple-frontera Andina, estas reflexiones son recuperadas por Amilhat (2007), González (2006), Guizardi & Garcés (2013), Guizardi et. al (2014), Tapia (2012, 2015).

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Este debate asume que las comunidades transfronterizas, constituyen realidades condensadoras de las contradicciones, paradojas, diferencias y conflictos de poder entre el capitalismo contemporáneo global y los Estados-nación; y que sus prácticas locales articulan un entramado disruptivo de las asimetrías globales (Álvarez, 1995, p.447).

Stephen (2012, p. 473) enumera cinco puntos definitorios de estas particularidades de las comunidades transfronterizas que las diferenciaría de las comunidades transnacionales. 1) Se tratan de comunidades con trayectorias históricas y actuales muy complejas, lo que demanda el uso interconectado de diversas herramientas analíticas. 2) En los estudios transnacionales se enfatiza la acción de individuos conectados entre sí a través de la migración hacia espacios lejanos y reproduciendo formas de “nacionalismo de larga distancia” que son centrales en la conformación de la comunidad migrante (Stephen, 2012, p. 473). En las zonas transfronterizas, formas muy diferentes de construir la conexión entre sujetos y comunidades tienen lugar y, desde allí, habría que abandonar visiones etnocéntricas que sobre-enfatizan al individuo, para dar más énfasis a las redes familiares, sociales, políticas. 3) La transfrontericidad provoca una experiencia de simultaneidad entre espacios nacionales mucho más radical que la migración transnacional de larga distancia, engendrando una interacción más intensamente radical entre elementos constitutivos de la interseccionalidad de los sujetos en el campo social. 4) La historicidad –de lo nacional, de lo regional y de lo local– son tanto más complejas entre las comunidades fronterizas y por tanto requiere una visión muy refinada sobre las heterogeneidades constitutivas de los grupos sociales en el espacio local13. 5) Finalmente, el estudio de comunidades transfronterizas (y consideramos a la familia como una comunidad de esta naturaleza) debe ser construido a partir del análisis sobre los diversos cruces de frontera que sus miembros realizan y experimentan: tanto de las fronteras literales, como de las metafóricas (Stephen, 2012, p.473). El análisis de cómo los sujetos logran operacionalizar estos cruces nos permitiría comprender el tipo de agencia que las personas pueden personificar frente al Estado-nación (Stephen, 2012, p.473). De esta manera, las familias, en cuanto comunidades transfronterizas, estarían caracterizadas por la interseccionalidad de formas diversas de frontera que, no obstante, son desafiadas por sus integrantes circunstancialmente (de acuerdo a las posibilidades históricas del contexto).

13  Stephen (2012) enfatiza que la visión sincrónica que el argumento transnacional frecuentemente reproduce no puede ser aplicada en las comunidades fronterizas. Debido a esta complejidad histórico-regional-local, Márquez & Romo (2008, p.1) afirman que las zonas de frontera son espacios donde las familias negocian identidades mientras interaccionan situacionalmente, de manera intensa, con dinámicas políticas, económicas y sociales macro-escalares.

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El género en el transnacionalismo

¿Estamos realmente en condiciones de afirmar que la experiencia fronteriza de las familias y redes sociales les otorga una diferencia radical en relación a las comunidades migrantes que han recibido el sello “transnacionales”? ¿Estamos en condiciones de plantear la inadecuación del concepto transnacionalismo migrante en las zonas de frontera? Estas interrogantes son relevantes porque la teoría transnacional también nos ofrece elementos críticos que permiten redimensionar los “puntos ciegos” del debate sobre las zonas fronterizas. Entre estos puntos, nos interesan particularmente tres.

El primero refiere a la presión analítica que recae sobre la reformulación del concepto de sociedad (Levitt & Glick-Schiller, 2004, p.61). La perspectiva transnacional explicita que la forma como hemos pensado las instituciones sociales –la familia, la ciudadanía y el Estado-nación– requiere una atenta revisión (Levitt & Glick-Schiller, 2004, p.61; Gonzálvez & Acosta, 2015, p.126-128). Esta revisión se ha venido realizando en los últimos años, pero su operacionalización ha demandado asumir una perspectiva de género que, tanto las teorías sobre la migración, como aquellas sobre las fronteras, invisibilizaron durante el siglo XX (Gonzálvez, 2007; Hondagneu-Sotelo, 2000).

El segundo punto se refiere al llamado que la perspectiva transnacional hace en favor de dar centralidad al protagonismo que las mujeres han asumido en los procesos de transnacionalismo de los sujetos, colectivos e instituciones migrantes. Esta invisibilidad del papel femenino es especialmente controvertida en contextos sudamericanos, debido al relevante papel de las mujeres en los colectivos migrantes de diferentes países (Martínez-Pizarro, 2003, 2009). Son ellas quienes inician el proceso de desplazamiento internacional que movilizará sus comunidades de origen, actuando como los puntos nodales de redes sociales que tienden a transnacionalizarse progresivamente (Alicea, 1997). Aunque discreta en la primera década del siglo XXI, entre 1990 y 2000 la feminización de las migraciones se generalizó en América Latina, estando asociada a dinámicas económico-políticas globales. Desde 1980, las reformas neoliberales en Latinoamérica provocaron un desempleo masivo asociado con la precarización de condiciones laborales en general. Debido a la persistencia de patrones patriarcales, se reproduce una división social del trabajo en que el hombre se encarga del recurso económico (actuando en el mercado productivo), mientras la mujer se hace cargo del cuidado del núcleo familiar (Sorensen & Vammen, 2014). Debido al desempleo generalizado, crece la incapacidad masculina de atender a esta

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expectativa social. Con esto, el proceso de ruptura de las familias (con el abandono del hogar por los hombres) se incrementó entre los sectores sociales más pobres y de clase media baja, provocando que las mujeres asumieran solas las tareas productivas y reproductivas. En diferentes naciones de América Latina, incluyendo a Perú, país de origen de las migrantes que son protagonistas de nuestro estudio, esta doble responsabilidad constituyó un incentivo central a la migración femenina.

Cuando articulan familias, grupos y comunidades organizadas sobre diferentes territorios nacionales (Sorensen, 2008), las mujeres globalizan sus localidades (Freeman, 2001) y reinventan los procesos de crianza de hijos/as, y también de cuidados al interior de las familias (Aranda, 2003; Hondagneu-Sotelo & Avila, 1997). Todo esto se confirma y se configura de forma aún más intensa en territorios fronterizos. Por otro lado, su protagonismo en la movilidad familiar también implica que ellas asumirán el papel motor de una actividad económica (Hondagneu-Sotelo, 2000) que impactará en la manera como las familias se constituyen, las relaciones maritales y el papel social atribuido a abuelos/as, tíos/as y amigos/as. Por lo general, la inserción socio-económica de las mujeres en el mundo postglobalización reordena a escalas globales los sistemas de explotación y las jerarquías de género (Mills, 2003).

Además, las mujeres son atravesadas por la interseccionalidad de elementos de marginación social, experimentando procesos de condensación de las desigualdades sociales. Ellas personifican la superposición de factores excluyentes vinculados a su adscripción étnica, de clase, de edad (Crenshaw, 1991, p.1244) y de pertenencia nacional (añadiríamos al argumento de Crenshaw), que serán mucho más incisivos en su marginación, debido a que compaginan dichas características con su condición de subordinación de género en contextos globalmente patriarcales, machistas y androcéntricos. Esta experiencia de la interseccionalidad de factores excluyentes, que es vivida por las mujeres migrantes (en zonas fronterizas y más allá de ellas), define sus espacios, derechos y posibilidades de incorporación social. Pero lo hace conjugando dos experiencias fronterizas simultáneas: la de pertenecer al “género otro”, y la de desafiar a las fronteras del Estado-nación.

Reconociendo esta dimensión femenina de la globalización, el estudio del proceso de transnacionalización migratoria fomentó cierta perspectiva empírico-epistemológica que asume que las desigualdades de género operan, simultáneamente, como sistemas de significados y simbolismos dominantes; como relaciones sociales estructuradas o roles; y como prácticas cotidianas de identidad social (Mills, 2003, p.42). Este debate estuvo particularmente silenciado en los estudios sobre zonas fronterizas hasta casi la primera década del siglo XXI. La comprensión epistémica

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de que estos son territorios masculinos, conectados al patriarcado normativo, distorsionó la teorización de las fronteras, provocando una invisibilización analítica de lo femenino en estos espacios. Tal invisibilización viene remitiendo gracias a la actuación de las teóricas “chicanas” (como Gloria Anzaldúa): migrantes mexicanas que, desde universidades de Estados Unidos, ejecutan un gran esfuerzo por visibilizar académica y políticamente la centralidad de la cuestión de género y la reproducción de la violencia machista, masculina y militar en los territorios fronterizos entre dicho país y México. Pero aún queda pendiente expandir estos debates hacia otros territorios fronterizos de América Latina; espacios donde la cuestión de género y la centralidad femenina en los desplazamientos familiares ha recibido menos atención relativa que los temas macroeconómicos, políticos o judiciales.

La familia transnacional

Habría un tercer punto sobre las posibilidades de interpelación (y de disidencia) entre la perspectiva transnacional de las migraciones y el estudio de las zonas transfronterizas: la necesaria re-conceptualización del papel de las familias en las movilidades humanas. Según los estudios transnacionales, la globalización provocó alteraciones fundamentales en la experiencia del tiempo y del espacio, y en el papel desempeñado por las mujeres en el marco de las familias migrantes (Parreñas, 2005, p.317). Esta concepción significó una revolución al concepto de familia. Esto porque las ciencias sociales habían reproducido la idea de que ésta podría delimitarse tal como se diseñaba las fronteras de un país: demarcándose en un espacio social (euclidianamente) acotado las relaciones cotidianas entre todos sus miembros, la identidad familiar, las actividades económicas y los vínculos afectivos. Proyectada así, la familia era tomada como una metáfora de la nación: una asunción centralmente problemática que naturalizaba el concepto e invisibilizaba que familias y naciones –más allá de cualquier construcción sobre el lazo biológico– son comunidades imaginadas (Bryceson & Vuorela, 2002, p. 10) y elegidas (Gonzálvez & Acosta, 2015, p.130). Preconizando la necesidad de romper con las definiciones biologizantes de familia (Gonzávez & Acosta, 2015, p.131), y también con aquellas que circunscriben la experiencia familiar a la contingencia de un espacio material compartido, los debates sobre las familias transnacionales pasaron a enfatizar el carácter espacialmente descentrado de las redes parentales:

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“By their very nature, transnational families constitute an elusive phenomenon –spatially dispersed and seemingly capable of unending social mutation. Their ability to reconstitute and redefine themselves over time contingent on spatial practicality and emotional and material needs challenges even the most multi-disciplinary social scientist’s analytical efforts. ‘Transnational families’ are defined here as families that live some or most of the time separated from each other, yet hold together and create something that can be seen as a feeling of collective welfare and unity, i.e. ‘familyhood’, even across national borders” (Bryceson & Vuorela, 2002, p.3).

Un primer aspecto aglutinador del concepto llama la atención porque, –para relativizar la importancia normativa de la noción de cercanía física y de relaciones como elemento central de la experiencia familiar–, las autoras desplazan el concepto excesivamente hacia su extremo opuesto: asumen la distancia espacial literal como elemento definidor de la familia transnacional (Coe, 2011, p.148; Parella, 2007, p.156; Sorensen & Vammen, 2014, p.92). Por ahora, nos interesa subrayar que este desplazamiento se opera sobre una episteme problemática: si bien le da la vuelta al argumento sobre la importancia de la cercanía física, nos ofrece también una definición de la familia transnacional sostenida sobre un principio espacial en el que el espacio está insuficientemente reflexionado (y, por ende, excesivamente literalizado, reificándose la idea de la existencia de una distancia geográfica medible entre miembros de la familia). Desde los años 90, los debates académicos en las ciencias sociales cuestionan la validez epistemológica de lecturas más materialistas del espacio. Este tipo de usos de categóricos despiertan algo de suspicacia. En todo caso, la asunción de la distancia literal como definición última del transnacionalismo familiar no constituye un consenso monolítico.

En un movimiento que nos parece más pertinente, algunas autoras establecerán una definición que enfatizará como centro epistémico del concepto el tipo de relaciones y procesos de reproducción social de las familias transnacionales (Gonzálvez, 2007, p.13). Se enfatiza, así, el tipo de relaciones y las prácticas de cruce de fronteras, y no necesariamente la distancia que separa a los integrantes del núcleo familiar. De esta definición, nos quedamos con la idea de que la red familiar, sus prácticas y estrategias, se constituyen más allá de la frontera de una nación.

Otro importante eje de caracterización del concepto se refiere a la asunción, tomada con algo de generalidad entre los años 1990 y 2000, de que la familia transnacional operaría como vehículo de procesos de “desarrollo humano” (Sorensen & Vammen, 2014, p.93). En el campo de las investigadoras que trabajan la dimensión

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de género en la migración transnacional, hubo cierta euforia por la posibilidad de que el desplazamiento de las madres transnacionalizadas pudiera facilitar procesos de empoderamiento económico y ruptura de las desigualdades de género (tanto en las relaciones familiares, como en el mercado productivo). Estas utopías fueron deconstruidas por la constatación de que la maternidad transnacional a veces incrementa la sobrecarga de las mujeres migrantes en diversos niveles, estructurando presiones emocionales difíciles de ecualizar (Aranda, 2003; Hondagneu, 2000; Hondagneu-Sotelo & Avila, 1997; Rivas & Gonzálvez, 2010).

El argumento sobre las familias transnacionales asume, además, que las redes parentales y los hogares transnacionales operan como elementos centrales del proceso de globalización y de migración, constituyéndose como centros analíticos y no como realidades accesorias (Parella, 2007, p.159). Se otorga así una centralidad empírico-analítica a la familia como eje de articulación de las experiencias migratorias actuales. Pero esta centralización de la familia vino de la mano de una reincidente tendencia a reproducir visiones sincrónicas de la vida familiar (Coe, 2011, p.149), dedicando enorme esfuerzo a entender cómo las familias articulan sus afectos, economías, relaciones e incidencia política sobre fronteras nacionales en el tiempo presente. Este aspecto es fundamental en relación al estudio de las zonas de frontera. En ellas –como explicaremos más adelante– la mirada sincrónica es problemática porque impide al investigador observar adecuadamente la constitución histórica del proceso de nacionalización de las familias, lo que puede conducirlo a confundir la personificación de las agencias sociales e institucionales. En la frontera, para entender quién transnacionaliza a quién, es necesario mirar las relaciones familiares desde un punto de vista histórico y contextual.

La familia desde la frontera

Es cierto que la amplia tradición de los estudios sobre género, cadenas globales del cuidado y migraciones transnacionales multiplicó las interpretaciones sobre la densidad, forma y definición de los vínculos de aquellas familias que se encuentran distendidas entre varios países debido a la migración. Pero persiste la consideración (tanto de parte de los adeptos de los estudios transnacionales, como de los estudiosos de las fronteras) de que las familias migrantes en territorios fronterizos constituyen una realidad que excede a las pretensiones conceptuales del transnacionalismo. Opera un sentido común académico según el cual las familias que viven en regiones

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de frontera son “transfronterizas” y no “transnacionales”, incluso cuando la acción de sus miembros construye campos sociales semejantes a aquellos construidos por los migrantes transnacionales “de larga distancia”.

Así, se reproduce una yuxtaposición de lo “transnacional” a la “familia” que está pensada para categorizar, predominantemente, a redes parentales de migrantes latinoamericanos (o de otras localidades del sur global) que se dirigen a las ciudades de Estados Unidos o Europa, a territorios lejanos de las fronteras con sus países de origen. Esta diferenciación entre las experiencias familiares más cercanas y más lejanas a la zona de frontera debe ser problematizada. Apostamos, en este sentido, por el poder desestabilizante de construir el pensamiento desde los espacios “fuera del lugar” o de cruce, de límite entre el “adentro” y el “afuera” de las comunidades imaginadas (sean ellas naciones o familias). La experiencia fronteriza vivida por las mujeres peruanas con las que trabajamos en el norte de Chile nos habla justamente de esto: conlleva la superposición y condensación de experiencias sociales liminales que las posiciona alternadamente adentro y afuera de los lugares y relaciones (Guizardi, 2016).

El fetichismo de la frontera: sobre los peligros de tratar a las categorías solamente como cosas

A casi tres décadas del inicio de las teorizaciones sobre el transnacionalismo en los estudios migratorios, tanto el término como sus explicaciones más estructurantes parecen estar viviendo una (necesaria) revisión, posición a la cual vienen adhiriendo los investigadores considerados referentes del campo14. Este esfuerzo de revisión es necesario por diversas razones, entre las cuales dos son especialmente relevantes para las conclusiones que el presente capítulo arroja. En primer lugar, porque la revisión nos empuja hacia un cuestionamiento contextualizado de la perspectiva transnacional que la confronta con los actuales escenarios migratorios. Esto nos conduce a historizar la categoría, evitando así darla por sentado o asumirla de modo sustantivado.

Superados los quince primeros años del siglo XXI, el contexto en que vivimos es radicalmente diferente de aquél que motivó la emergencia del concepto15. El inicio

14  En los últimos años se multiplicaron las convocatorias a revisar los alcances del transnacionalismo. Ejemplo de ello fue el Workshop “Transnationalism at 25: Contributions, Limitations, and Future Prospects”, realizado en el 50º Congreso Internacional de la Latin American Studies Association (LASA) de 2016, y del que participaron autores fundantes del debate como Nina Glick Schiller, Luin Goldring y Robert Smith.

15  Este cambio puede ser situado temporalmente en un evento histórico: la explosión de las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001.

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del siglo XXI coincide con la consolidación de una industria del control fronterizo liderada por países del norte global que se convirtió en una de las más rentables del planeta (Sorensen & Gammeltolf, 2013). Este fenómeno demandó, a su vez, una campaña internacional de criminalización de las migraciones, produciendo unos imaginarios sociales en el norte y sur del mundo, pero muy especialmente en Estados Unidos y en los países occidentales de Europa, que normalizan –autorizan, justifican y legitiman– las violencias infringidas a los migrantes en los cruces internacionales de frontera. En este proceso, las zonas de frontera vienen asumiendo una centralidad que, en inicios de los años 90, algunos daban por perdida (o en vías de extinción).

La segunda razón por la que el llamado a rediscutir el transnacionalismo se hace crucial deviene de lo anterior y tiene un importante trasfondo epistemológico: se refiere a la necesidad de replantear la relación entre el concepto y la noción de frontera. La perspectiva transnacional de las migraciones nació con un carácter notoriamente contra-hegemónico: como una postura crítica que se negaba a desconsiderar la importancia de lo nacional como marco que estipula la vida política, cultural y social de las comunidades migrantes, incluso en tiempos globalizados. Diversas generaciones de investigadores adheridos a esta perspectiva devotaron sus esfuerzos a enfatizar cómo las fronteras de lo nacional se producen dialécticamente (desmaterializándose y materializándose) de múltiples maneras, en el aquí y en el allá de esta experiencia migratoria entre dos o más Estados-nacionales. Los estudios transnacionales aportaron muchísimo a la comprensión de las dimensiones no materiales del espacio social: nos armaron de herramientas teóricas y ejemplos empíricos para comprender que los colectivos migrantes alteran sus espacios de origen sin estar presencialmente en ellos. De la misma forma, alteran los Estados nacionales a los que llegan, donde viven, trabajan, donde en algunos casos incluso votan, y a los que, no obstante, nunca llegan a pertenecer cabalmente.

Pero la cohesión alrededor del transnacionalismo también significó asumir ciertos principios explicativos como puntos de partida, lo que no siempre se hizo de forma cuidadosa. La reificación analítica de estos puntos de partida conllevó la reincidencia en ciertos órdenes de explicación que ahora estamos convocados a revisar. Entre estos varios “cables sueltos” de la perspectiva transnacional, nos interesa especialmente la noción referida a que ciertas comunidades migrantes se transnacionalizaron progresivamente en la medida en que la globalización generalizó el acceso a ciertos circuitos productivos, a medios de comunicación y a la posibilidad de transportarse hacia otros parajes del planeta. Hay en este argumento una lógica

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ontologizante según la cual las posibilidades estructurales de la globalización son un requisito y una causa de la transnacionalidad progresiva de las comunidades migratorias (incluso cuando esta condición transnacional esté fuertemente condicionada por la agencia de los migrantes: por su acción y por su apropiación de las posibilidades contextuales).

En nuestra experiencia etnográfica en la frontera norte de Chile nos dimos cuenta de que esta lógica ontologizante no siempre es aplicable y que la tendencia a asumirla apriorísticamente inclina a los investigadores a incidir en posturas teleológicas y a despreciar sus incoherencias cuando son aplicadas a algunos casos de estudio. Enfrentadas a territorios fronterizos, las categorías y explicaciones de la perspectiva transnacional suponían retratos invertidos de aquellas escenas y procesos que buscábamos comprender. En la frontera, las categorías transnacionales padecían de múltiples problemas de escala. En primer lugar, de escala temporal, en la medida en que la historia de la transnacionalización de aquellos territorios donde hacíamos etnografía no podría ser contada según la lógica: “primero vino la globalización; luego…”. Al contrario, nuestros espacios de investigación presentaban patrones de interconexión que habían servido como base para la forma como la globalización se institucionalizaría en aquellas localidades. Esto era central para comprender la estructura transnacional y transfronteriza de las familias y las relaciones entre territorios, etnicidad, identidades nacionales y circuitos económicos.

La necesidad de comprender históricamente las familias surgió una y otra vez en nuestra investigación. Principalmente cuando les pedíamos a nuestros entrevistados que nos contaran la historia de sus redes parentales. El caso de Orlando, migrante peruano de 58 años (administrador jubilado) es especialmente paradigmático en este aspecto. A partir de nuestras conversaciones con Orlando fuimos reconstruyendo la(s) historia(s) de su vida y tratando de dibujar un árbol genealógico de su enredada familia peruano-chilena. Este ejercicio etnográfico denotó, doblemente, el nacionalismo metodológico y la notable ingenuidad analítica de nuestros supuestos iniciales sobre la forma como los sujetos configuran los límites identitarios en territorios fronterizos. Orlando nos contaba, por ejemplo, que: “mi abuelo Juan, que no lo conocí, era de Las Condes, de Santiago. […] Mi otro abuelo que tampoco lo conocí [es] de allá de las alturas, putreño16”. Y al ser preguntado si este abuelo nacido en Putre era chileno:

16  “Putreño” es el gentilicio de las personas nacidas en la localidad de Putre, comuna situada a más de 4000 metros de altitud en el Altiplano de la actual Región de Arica y Parinacota, Chile.

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“Yo creo que sí, porque Putre en ese tiempo sería, era chileno. A ver… nos estamos remontando allá a 1900 por lo menos. […] Entonces mi padre se creó, hizo toda su vida en Perú, en Tacna […]. Mi abuela tiene como 102 o 103 años, es de Putre, pero nació en Putre la señora; pero afincada en [el] tripartito [en la triple-frontera Andina]. […] Ella actualmente vive en Tacna, tiene residencia. Bueno mi papá…Pensé que era tacneño, pero mi papá había sido putreño. […] Pero yo nací acá en Arica”. (Orlando, 58 años. 01/2013).

Orlando no distinguía tácitamente las nacionalidades de sus abuelos y de su padre. Tras la Guerra del Pacífico (1879-1883), la fijación de las fronteras entre Chile y Perú convirtió en población migrante a la gente que no se había desplazado de sus comunidades de origen. En efecto, el abuelo y abuela de Orlando nacidos en Putre, en inicios del Siglo XX, eran probablemente peruanos y circulaban entre Putre, Tacna y Arica sin que esto implicara una migración internacional. Con la definición de la frontera chileno-peruana entre 1929 y 1930, nacer en Putre o en Tacna pasa a definir la diferencia entre ser chileno o peruano. Esta diferencia se enuncia como borrosa a la hora de definir las nacionalidades de la generación de los abuelos de Orlando. Pero sí queda clara para Orlando la asignación de nacionalidad de la generación de su papá, que nació en la década de 1920. Su papá se consideraba peruano, puesto que nació en Putre antes que la localidad fuera integrada definitivamente a Chile y creció en pleno periodo de disputa por estos espacios, en los que la población peruana (especialmente la indígena) se inclinaba hacia la peruanización.

Por otro lado, Orlando tiene claro cuál localidad define una pertenencia a Chile y cual define una pertenencia a Perú para las gentes que, como él, nacieron en los años 50. Para esta generación, aquellos que nacen en Tacna, son peruanos. Aquellos que nacen en Putre o Arica, son chilenos. Dadas estas definiciones identitarias que la generación de Orlando tiene incorporadas, él mismo no entendía por qué su padre se consideraba peruano si había nacido en Putre. Orlando relata que pasó años pensando que su padre era en realidad nacido en Tacna. En el espacio de tres generaciones, se produce una diferencia sustancial de asignación de la relación entre espacio local y nacionalidad: la institucionalización de la frontera alteró las representaciones identitarias al interior de las familias.

Lo que resulta especialmente importante es que la familia de Orlando ha devenido transnacional incluso antes de migrar. Sus abuelos, que se mantuvieron fieles a su nacionalidad peruana en el periodo de litigio de este territorio (entre 1883 y 1929), migraron solo tras el establecimiento de la frontera en 1930, para evitar

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las persecuciones y violencias en el territorio anexado a Chile. Ellos pasaron a ser considerados extranjeros en su propio pueblo de origen entre el final de la guerra (en 1883) y el establecimiento formal de los límites nacionales, dado que estos pueblos fueron ocupados por fuerzas militares chilenas que detonaron el proceso de chilenización del territorio. Aquí, la imposición de la chilenización fue el estopín de la transnacionalización de la red familiar, dividiendo familias que quedaron de un lado y otro de la frontera, pero manteniendo sus redes e intercambios. Así, la frontera transnacionaliza a la familia y el transnacionalismo no es un producto del paso del siglo XX al XXI. Las familias fueron transnacionalizadas casi 60 años antes de la generalización de la globalización. No estamos hablando, por lo tanto, de las familias transnacionales como motores de una “globalización desde abajo”, como preconiza Portes (2003).

Relatos como el de Orlando eran comunes no solamente entre peruanos en Arica, sino también entre chilenos, quienes nos contaban de las nacionalidades de sus antepasados siempre con la misma incertidumbre. La incerteza e indefinición sobre la nacionalidad de las redes familiares, que nos provocaba una gran ansiedad analítica, no era un problema para ellos. Es más, Orlando se considera peruano, pese a haber nacido en Arica y tener también la nacionalidad chilena. Muchos nos señalaban lo curioso que era nuestra angustia por diseñar un árbol parental nacional claro para los miembros de las familias en Arica. En las fronteras, la relación entre las identidades y el poder del Estado es problemática debido a la liminalidad de la condición fronteriza según la cual los sujetos se imaginan para sí afiliaciones muy diferentes y mucho más maleables que aquellas que el Estado (desde sus espacios más centrales de poder) desea otorgarles (Wilson & Donnan, 1998, p.13).

Nos encontramos así con una primera contradicción dialéctica en la forma como los sujetos experimentan los sentidos y límites entre las identidades nacionales y familiares en la frontera. En una zona en la que la nacionalización a través de la militarización del espacio no ha cesado desde el siglo XIX, en la que los Estados invierten un esfuerzo significativo en producir y mantener el sentido de diferenciación de las nacionalidades, pareciera que la mantención del sentido de afiliación a localidades, comunidades y familias ha venido a provocar en los sujetos formas selectivas de desdibujar la identificación de los propios antepasados que tuvieron sus identidades atravesadas por la frontera nacional. La reincidente clasificación y etiquetaje nacional de las personas en las experiencias sociales cotidianas que observamos en Arica es simultánea a un ejercicio opuesto: el de disolución de la memoria sobre las identidades nacionales pasadas. Ejercicio que coincide con lo señalado por Appadurai

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(1991, pp.191-193) en torno a la reconfiguración de historias y proyectos étnicos donde la identidad no podrá tener un carácter determinado por limites espaciales u homogéneos culturalmente. Por ello, la fijación de esta clasificación de nacionalidad de los antepasados parecía, a chilenos y peruanos, un ejercicio extrañísimo; que solo tenía sentido para unos investigadores que no terminaban de entender cómo las familias de la frontera, desde sus particulares claves de memoria, construyen sus identidades nacionales. Aquí, cabe asumir una crítica que ha sido dirigida también a los estudios sobre familias transnacionales (Coe, 2011, p.149): es necesario superar la tendencia a reproducir miradas sincrónicas, a-históricas, asumiendo sin la necesaria crítica que la experiencia de transnacionalización de las familias es un fenómeno “nuevo”.

Además de este problema de escala temporal, el argumento transnacional también redundaba en insuficiencias de escala social. Sus categorías podían ser aplicadas muy coherentemente para explicar aquellas relaciones establecidas por personas y grupos sociales entre territorios nacionales que eran activadas por las grandes corporaciones –especialmente la industria minera, aunque también por los circuitos mercantiles más generales–. Sin embargo, lo mismo no era el caso para las interacciones entre comunidades migratorias y grupos locales de un lado y otro de la frontera. En esta escala microsocial, muchas de las categorías relacionadas a la perspectiva transnacional (como el capital social migrante, economía étnica, transnacionalismo desde abajo) no podían ser aplicados tácitamente.

Años de trabajo en la frontera nos han permitido comprender que esta dislexia de escalas en la aplicación del transnacionalismo a fenómenos fronterizos deviene del lugar epistemológico de las fronteras nacionales en la producción del pensamiento social moderno.

Reside en esta preconización del uso metafórico del concepto de frontera una inversión del principio ontológico de producción de las categorías. Estaríamos delante de aquella operación que Marx (1989), hablando del lugar de las mercancías en el capitalismo (en el primer capítulo de “El Capital”), denomina “fetichismo”: el ocultamiento del proceso social a través de la operación simbólica que da centralidad –dota de personificación y presta culto– a los elementos que resultan de dicho proceso, tomándolos como el origen de las relaciones, y no como su resultado último. El efecto de esta operación es la sustantivación (cosificación) del proceso y de los sujetos que le dan vida, y la simultánea personificación de las cosas; inversión que Marx comprende como análoga al movimiento que funda y estructura las ideologías17. Nuestra crítica se

17  La ideología sería entonces una inversión que da materialidad a las ideas otorgándoles una inmanencia

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refiere específicamente a que la invención política, militar y violenta de las fronteras nacionales en Europa –y la posterior imposición de este modelo político a los demás rincones del globo– constituyó, entre los siglos XVIII y XIX, un proceso ontologizante. En otras palabras, la hegemonía mundial del Estado-nación –de su forma territorial y de sus principios de identidad y homogeneidad– sirvió de sustrato ontológico –real, procesual, experiencial– a partir de la cual categorías axiomáticas de las ciencias sociales han sido abstraídas.

Los conceptos de espacio y cultura constituyen, en gran medida, extrapolaciones de la noción de área cultural homogénea que los Estados-nacionales forjaron a través de la moderna noción de frontera en la contemporaneidad (Guizardi, 2016). Lo mismo se puede afirmar sobre la concepción moderna de familia (Bryceson & Vuorela, 2002, p.10). Las categorías científicas y del pensamiento tienen, así, una relación profunda con las estructuras políticas de su tiempo (Dussel, 2008, p.178; Grosfoguel, 2013, p.36). Durante los siglos XIX y XX, no solamente los conceptos de espacio y cultura habrían permeado a las ciencias sociales la lógica expansiva de los Estados-nacionales: la frontera nacional se fue plasmando como ontología de categorías a partir de las cuales se pasó a comprender y definir la existencia de límites entre personas, cosas y procesos sociales en las comunidades estudiadas por los antropólogos. Desde el debate fundante de Barth (1969), los límites comunitarios en antropología social se definen a partir de la noción anglosajona “boundaries” que se aplica para teorizar la vida e interacciones interpersonales “adentro” o entre “comunidades”. La palabra “border” se aplica específicamente a los límites entre Estados-nacionales (Wilson & Donnan, 1998, p.2-3). Es solamente en la última década del siglo XX que los antropólogos se empiezan a cuestionar sobre el trasfondo epistémico y político que subyace a la separación teórica entre “boundaries” e “borders”. Tanto la teorización sobre las boundaries, como la hegemonía del isomorfismo entre espacio y cultura en antropología devienen de procesos de inversión simbólica en los que las categorías fundantes de lo nacional pudieron ser transformadas en conceptos teóricos (universalizándose a partir de esta operación), como si entre ellos y los procesos y actores reales no hubiera una continuidad (o por lo menos, una relación vinculante). Dicho esto, la emergencia de un discurso, en el siglo XX y XXI, sobre la desaparición de las fronteras nacionales provoca el curioso efecto de hacer surgir entre investigadores sociales la perspectiva

creativa sobre los procesos sociales. Tanto en el fetichismo de las mercancías como en la ideología –esta especie de fetichismo de las ideas–, se opera una enajenación del sujeto que, cosificado, externaliza de sí mismo su existencia, aceptándola como subordinada a la voluntad de las cosas e ideas.

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de que las fronteras pasarían a ser, esencialmente, una metáfora a ser usada para explicar la cultura, la sociedad, las relaciones en general.

Este desplazamiento conceptual provoca que la inversión simbólica se realice en sí misma: nos desplazamos de un fetichismo de la frontera –donde la relación real entre las fronteras-nacionales y la noción antropológica de los límites (boundaries) se desdibuja–, a la ideología de la frontera –donde la noción de frontera aparece en vías de desconexión inmaterial con su sustrato más real: el proceso de hegemonía de los Estados-nación–. Es una inversión proveniente de otra inversión que obliga a la frontera a convertirse, finalmente, en una metáfora del proceso social que ella es y representa. Si en la primera operación el uso de la frontera como génesis del sentido abstracto de “límites culturales” es trágico –dado el ocultamiento de la constitución política de los procesos que en este término se condensan–, su repetición más reciente opera como una farsa: imputando desde una operación categórica la denegación de la existencia y persistencia de las fronteras nacionales. Para encontrar salida a ambas cosas, habría que partir por enunciar la relación entre la conformación política que los Estados-nación vienen asumiendo desde el siglo XVIII y la producción social de categorías del entendimiento científico. La operación requiere, claro está, un continuo posicionamiento en relación al cambio político de la construcción de los contextos nacionales. De ahí la importancia de seguir repensando el transnacionalismo confrontándolo con los nuevos contextos y de hacerlo devolviéndonos al concepto de frontera nacional. No se trata, no obstante, de rechazar el uso de las categorías y argumentos transnacionales en las experiencias de desplazamiento fronterizo. El transnacionalismo puede ser usado para definir y comprender las movilidades migratorias en las fronteras. Pero este uso solo puede evitar reproducir fetichismos e inversiones simbólicas si se hace acompañar de un diálogo atento con el contexto y con su historicidad.

En relación a las familias, esto implica asumir que ellas son transnacionales porque practican en sus redes, afectos y estrategias (económicas, políticas, culturales) experiencias de cruce de las diversas formas de frontera. Siguiendo a Stephen (2012), un punto de inflexión teórico-metodológico obligado sería identificar los cruces fronterizos que las familias viven y su historicidad. La historia de Orlando nos devuelve a la importancia de este tipo de ejercicios en las áreas fronterizas.

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Repensar lo transnacional en la familia fronteriza

El tercero de los aspectos de nuestra crítica del transnacionalismo se refiere a la necesidad de, desde las experiencias concretas de mujeres migrantes fronterizas con las que trabajamos, redimensionar el concepto de familia transnacional. Sobre esto, nos gustaría poner tres elementos a debate.

1. La relación entre familia transnacional y distancia. En Arica, las mujeres peruanas están muy cerca del territorio nacional peruano y, por ello, muchas de ellas podían efectivamente ver a sus hijos(as), padres, madres y hermanos(as) semanalmente. La distancia física no es tan apremiante, pero la dimensión transnacional familiar no se disuelve por ello. Así, el consenso académico en torno a la aceptación de la distancia física como una característica estructurante de las familias transnacionales (Coe, 2011, p. 148; Sorensen & Vammen, 2014, p.92) debe ser replanteado. Pese a que reconocemos y adherimos a la importancia de avanzar hacia la ruptura de nociones que contemplan un isomorfismo espacio-familia, asumimos que el criterio de definición basado en la separación literal entre los miembros es problemático. Es antitética la propuesta de enfrentarnos al reduccionismo de las definiciones basadas en la cercanía literal y co-presencia de los miembros de las familias, adoptando una definición basada en la radical distancia entre ellos. Básicamente porque las dos nociones definen la familia a partir de una versión excesivamente materialista del espacio.

Esto es tanto más relevante cuando observamos, en las narraciones de las mujeres peruanas, que su condición transfronteriza –su supuesta cercanía a la localidad donde están sus familias– no impide que sus hijos(as), madres, padres y demás familiares vivan su condición migratoria como una lejanía:

“Mi hijito me dijo: ‘mamita no te vayas’. Yo le dije: ‘hijito voy a trabajar’; ‘no mamita, ¿Quién me va a cocinar mi caldito?’ Así se puso a llorar mi hijito. ‘No hijito, voy a ir a trabajar para comprarte muchas cositas’. Así le dije y ahí se calmó mi hijito. ‘Yo te voy a traer yogurt’ (…). Yo le dije que voy a regresar: ‘ya el domingo estoy ahí’, le dije así. (…). El domingo sí, por la tarde. Mi hijita está más apegada al papá, pero mi hijito es el que sufre” (Gladys, 34 años, 01/2013).

“Entonces en eso ando. Pero, de repente, también, digo [que] hay gente que dirá: ‘oye, mira esta mujer, dejó sus hijos, y ella está por otro lado’. (…) ¡No! Todo lo que tenía que hacer lo hice para que no les falte; para darles de comer, para que no pasen como

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yo pasé, hambre, estirando de repente.(…). Esta vida es así; de repente le llegan visitas y un viejo le sonríe: ‘ya, ¿cuánto quieres? Te doy’. Eso no quiero para mis hijos, yo no quiero. Sería muy triste que mis hijos caigan en eso, tampoco son drogadictos. Entonces, de eso doy gracias a Dios”. (Guerrera, 54 años, 112/2012).

“Yo le dije ayer mismo eso, cuando le agarré del pelo. Toda su ropa le he tirado al patio. Porque me molesta que yo le compre las cosas para que estén así. Y yo no tenía ni eso. Ahí yo le doy todo lo que puedo de mí, y entonces… Ella lo deja así, botado, lo arrincona. Está todo ahí: pudriéndose, mojándolo. A mí me cuestan. Ella tiene sus comodidades ¿O acaso ella pone su ropa nueva en un cajoncito, o en una bolsa? ¡No, po! Ella tiene su cómoda, tiene su tele, tiene todo ahí. No será lujoso, pero ella tiene lo que es lo justo y necesario… Ya pues, entonces ella no cuida tampoco eso… Ahora tenía problemas de desorden alimenticio, eso también otro problema era […] ¿Cómo me dijo un día?: ‘el perro me es más familiar que tú, porque tú no estás’. ‘Bueno, entonces dile al perro que te dé de comer, pues’ [risas]. ‘Así, vívete del perro. Si no me conoces, no tienes idea de lo que hago’. Dije: ‘te quiero mucho, hija, pero te voy a decir algo: te das cuenta de lo que estás haciendo. Conoces lo bueno y lo malo. Yo solo sé que de ti depende tu futuro’ (Lolis, 39 años, 01/2013).

Los tres ejemplos demuestran casos de creciente complejidad en relación a la lejanía construida de las madres que salen a trabajar del lado chileno de la frontera, dejando sus hijos e hijas en Perú. Gladys iba a Tacna una vez por semana y, aun así, su hijo sentía su distancia como una separación muy dolorosa. Guerrera sufría a distancia por la culpa de tener a sus hijas en Perú y por el peligro de que éstas se entregaran a la prostitución en su ausencia. Lolis escuchó de su hija que hasta el perro le era más familiar que su propia mamá. Leyendo estos tres ejemplos –entre otros tantos recopilados–, ¿quién podría decir que el migrar a la frontera implica cercanía, debido a la supuestamente pequeña distancia entre las ciudades fronterizas? Nos puede parecer que estas madres y sus hijos están cerca, pero, para estos últimos, los 52 kilómetros que separan Tacna de Arica se sienten como una distancia insalvable, como un abandono. Y por ello, las mujeres viven presiones –propias y ajenas– y angustias muy semejantes a las que viven las migrantes que ejercen una maternidad transnacional de larga distancia. Así, habría que asumir que la “distancia” entre los miembros de la familia transnacional es una realidad construida e imaginada. Mirándolo de esta forma, las madres cuyas narraciones reproducimos arriba están, efectivamente, viviendo una experiencia de maternidad transnacional.

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Los datos de nuestra encuesta nos añaden otro elemento para complejizar este análisis. Solo un 19% de las mujeres que entrevistamos dicen ser originarias de Tacna. El 81% restantes provienen de departamentos y provincias menos cercanos a la frontera, con los cuales la comunicación vial por carretera es compleja, demorosa y onerosa (para los patrones de renta de las migrantes). El 12% de las encuestadas provenía de Puno y otros 12% de Lima. El 67% restante de las encuestadas son originarias de 39 distritos diferentes, todos ellos a distancias de más de 300 kilómetros de la frontera con Chile en espacios del sur peruano donde los caminos son muy precarios. Estos datos nos fuerzan a admitir que la suposición de que las mujeres que migran a Arica están más cercanas (en términos de distancia espacial literal) de sus hijos(as) que quedan en el Perú no correcta. Ella solo es correcta si uno considera que todas las mujeres tienen sus hijos en el Perú los han dejado en Tacna, asunción que no se ha confirmado ni en las entrevistas, ni en las encuestas. Así, habría que deconstruir la noción de que estar en la frontera implica realmente estar cerca en términos de distancia espacial medible. Retomando el argumento sobre el fetiche, la misma presión que ejercen los Estados-nación sobre la construcción de frontera y el “deber ser” de las familias generan distinciones sociales que se reifican como distancias espaciales para los miembros distanciados por las experiencia transnacional y transfronteriza.

Hay aún otro aspecto que añadir. El hecho de que muchas familias peruanas en Arica vivan circularmente entre Chile y Perú (con una bi-residencionalidad transfronteriza que difiere de la migración transnacional de larga distancia), no implica necesariamente que esas mismas familias no estén compuestas por redes transnacionales más distendidas que el eje tacno-ariqueño. Recordando la manera como “todo se inició”, MF (hombre peruano que vive entre Arica y Tacna) nos explica que el liderazgo migratorio en la familia fue de su mujer, para quién la realidad transnacional configuraba un capital cultural femenino. Es una amiga quién incentiva a su esposa a emprender el viaje a Chile. MF estaba habituado a una vida en desplazamiento: él migraba internamente en el Perú para sortear las dificultades económicas del entorno, ejerciendo como albañil y como comerciante y transportista de productos de la sierra a la costa. Pero son las amigas de su esposa y ella misma las que validan el intento de cruzar las fronteras nacionales en dirección a otros itinerarios migratorios.

Acá notamos una diferencia fundamental en el protagonismo de género respecto a las posibilidades del desplazamiento (hacia dónde migrar, con quién migrar, cuándo migrar). Es su mujer quien emprende el viaje, siendo además acompañada e incentivada por otras mujeres. Hombres y mujeres peruanos que

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entrevistamos encuentran plausible la migración femenina como forma de evaluar inicialmente la posibilidad de encontrar trabajo en Arica. No están de acuerdo en relación a las posibilidades y limitaciones que esto pudiera implicar, pero aceptan que la mujer pueda desplazarse sola y que financie el viaje de su pareja, una vez activadas las estrategias necesarias para sobrevivir y trabajar en el nuevo contexto. En otros términos, constatamos la existencia de una libertad de circulación femenina que es supeditada a la responsabilidad de concentrar y adquirir –como cabezas de redes migratorias– los capitales económicos suficientes para la adaptación del núcleo familiar al nuevo contexto. Al actuar como protagonistas de la red migrante y punto de apoyo a la migración de sus maridos, estas mujeres también hacen posible que la adquisición del capital cultural migratorio no solo se remita a la experiencia personal de los hombres. Cuando preguntamos por qué le parecía normal o aceptable que su mujer migrara sola y antes que él, MF reaccionó con sorpresa. Le parecía lógico que lo hiciera, ya que ésta había sido la historia de muchas mujeres de la familia de su esposa:

“Primero su mamá, ellos se fueron allá [a Estados Unidos de América], son nacionalizados allá, y viene mi suegra como a los doce años [tras doce años en Estados Unidos] va a venir para acá, para el Perú y se comunica conmigo con el Internet. (…) Los primeros [en migrar a Estados Unidos], su hermano se fue más mayor, fue el primero que se fue. Ese vive en el centro de los Estados Unidos, este, en el corazón de Estados Unidos, este, Nueva York. (…) Su hermana se fue por lo menos, la señora tiene trece, como veinte años será [viviendo fuera del Perú], su hermana que llegó primero. (…) Primero se fue su hermano, después los mando a llamar por Colombia sin escala. Así se fueron, y ahora son residentes en Estados Unidos”. (MF, 40 años, 12/2012).

La aceptación por parte de MF respecto al protagonismo migratorio de su mujer se debe a que las mujeres de la familia de ella hayan consolidado una experiencia migrante que desplazó hombres y mujeres hacia países distantes, construyendo así una comprensión de la migración feminizada como legítima e integrada a las funciones que ellas cumplen como reproductoras sociales. En la práctica familiar se diseña un rol femenino que abre caminos, impulsando el desplazamiento masculino. La experiencia en Estados Unidos no estuvo al alcance de MF, pero su toma de conocimiento de aquél lugar como un espacio de posibilidad migratoria también es provechosa en tanto capital cultural, y en cuanto deja una marca transnacional en la forma como él y su mujer diseñan estrategias migratorias hacia la frontera chileno-

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peruana. El ejemplo llama la atención a que las familias que viven en la frontera están, en muchos casos, vinculadas a redes transnacionales de larga distancia con otros miembros del núcleo familiar primario o secundario.

Consecuentemente, más allá de la dimensión espacial literal, habría que subrayar la dimensión de la reproducción social de las relaciones, familias y hogares en esta definición, tal como lo proponía Gonzálvez (2007). Si, devolviéndonos a la noción de campo migrante transnacional que ofrecimos páginas atrás, consideramos que el transnacionalismo migrante constituye un proceso de construcción de articulaciones entre localidades y entre países operado a través de las redes migrantes, entonces una familia debiera entenderse como transnacional siempre y cuando la articulación entre sus miembros provocara este proceso de conexión. Retomando a Besserer (2004), no se trata de medir las distancias literales que separan las gentes, sino pensar en el tipo e intensidad de los vínculos que las unen. Entonces, la noción social de la distancia puede ser construida por las dificultades y problemas relacionados al desplazamiento de las madres, por ejemplo, al otro lado de la frontera; o por los aprendizajes a partir de la experiencia de otros miembros de la familia que se fueron a países más lejanos.

Por otro lado, también hay otros ejemplos de relación familiar en estas zonas de frontera en las que los miembros no viven “la mayor parte del tiempo separados”. La circulación fronteriza en nuestra zona de estudio, entre Tacna y Arica, es intensa, y por ello, las madres y padres peruanos que vienen a trabajar del lado chileno pueden devolverse a ver sus hijos varias veces en la semana. Lo mismo para los hijos e hijas que se desplazan. Pero, incluso teniendo más posibilidades de verse, siguen articulando sus afectos, sus capitales, sus emprendimientos económicos, sus lealtades y sus violencias entre dos países y a través de sus redes sociales (familiares y comunitarias). ¿Acaso estas familias no están operacionalizando una transnacionalización del territorio? ¿Dado que se ven más a menudo, no son acaso transnacionales? Si consideramos que lo transnacional en la familia no se mide en distancia, sino en la forma de articulación transfronteriza de los capitales, entonces estas dos indagaciones se contestan afirmativamente: las familias en la frontera son transnacionales. Pero no solamente transnacionales.

2. La translocalidad ontológica de los capitales sociales y culturales transnacionales. Parte importante de las redes sociales y de los conocimientos sobre la vida en desplazamiento de las mujeres entrevistadas y de sus familias –sus capitales sociales y culturales migrantes– es anterior al establecimiento de los límites nacionales entre Tacna y Arica. Sus prácticas de movilidad constituyen experiencias de larga duración que remontan a sus abuelas(os) y bisabuelas(os). Esto se conecta

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con lo que hemos discutido en relación a Orlando, pero con unos matices particulares, dado que, en su historia, subrayábamos la acción de los Estados que, al generar la frontera y cambiar las afiliaciones nacionales de la gente, construyó identidades transnacionales entre familias que antes se consideraban “peruanas”. Pero ahora nos gustaría subrayar que estos procesos convierten prácticas y saberes cotidianos en acciones contestatarias: debido al tipo de cruce que personifican en las fronteras, estas prácticas pasan a desafiar los límites del Estado-nación. Así, hablamos de prácticas familiares translocales que fueron convertidas en prácticas transfronterizas y transnacionales con el establecimiento de las fronteras nacionales. Al emprender actividades comerciales, laborales, sociales y religiosas entre Tacna y Arica las mujeres están, en realidad, reproduciendo un capital social y cultural familiar:

“Y después seguía trabajando… También vinieron mis hermanos a trabajar [en Arica], todos mis hermanos, hasta mi papá, mi mamá, todos vinieron, pero ellos se hicieron su platita y todos se fueron” (V.P., 38 años, 12/2012).

“Bueno mi mamá, mi mamá tenía 18 años cuando se fue de su casa en Lima. Ella se fue de su casa y llegó a Tacna, andaba viendo y ahí luego, y ahí se conocieron [sus padres] (…). A ver: lo que pasa que la familia, la familia de mi papá… No… De mi abuelito; la familia de mi abuelito, el papá de mi papá, vive acá en Tacna. Entonces ellos se fueron trasladados a Ilo por el trabajo de mi abuelito, que también era en la Southern [industria minera cuprífera en Perú] y ahí lo contrataron a mi papá como chofer, también para la Southern. No de camiones, sino de personas. Mi papá trasladaba a los jefes: los llevaba a Tacna, a Ilo, a Lima, a Arequipa, a los jefes”. (Blanca, 29 años, 01/2013).

“Mi mamá nació en un pueblo de, de, del Perú que se llama Asillo (…). Es departamento de Sicuani, Provincia de Puno (…) Bueno la necesidad le dio de hacerse negocian… comerciante. Se tuvo que hacer de comercio, comercio ambulante. Ahí hay que ingeniársela, buscársela de todo, de todo. (…) Ella vendía como, porque hay muchas mujeres que venían a Tacna compraban mercancías se devolvían a Puno para vender”. (Meche, 31 años, 01/2013).

Casi en la totalidad de las entrevistas se relata una intensa experiencia migratoria familiar de padres y madres de las y los migrantes: tanto interna en el Perú, como también hacia Arica. Al mismo tiempo, como decíamos antes, esta movilidad hacia ciudades como Arica, Putre o Iquique, del lado chileno, son mencionadas

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como un pasado familiar muy presente en las historias de abuelos y abuelas (que se desplazaban antes de que estas localidades tuvieran su actual constitución nacional). Una vez más, insistimos en que no fueron las migrantes, propiamente, quienes transnacionalizaron “desde abajo” el territorio. La frontera les ha transnacionalizado sus prácticas familiares.

3. La transnacionalidad familiar como “desarrollo”. Finalmente, nos resulta problemática la idea (no siempre declarada explícitamente) de que la vida transnacional de las familias las conduce hacia el “desarrollo humano” (Sorensen & Vammen, 2014, p.93). Más allá de nuestras profundas dudas sobre el contenido neo-colonialista del término “desarrollo humano”, nos resulta poco factible pensar en la experiencia migratoria de las familias transnacionales como un juego de sumas positivas, donde todos salen ganando. Por lo menos en las vidas de las mujeres migrantes peruanas con las que hemos trabajado, su proceso de transnacionalización las sobrecarga con aun más obligaciones sociales en relación a la reproducción social de las familias y ellas asisten, frecuentemente, un empeoramiento de sus condiciones de salud, de habitabilidad, de ocio y económicas. Esto sin mencionar la sobrecarga emocional y la ambivalencia provocada por la sensación de culpa por “abandonar” la familia del otro lado de la frontera. En relación a las condiciones de trabajo, esta explotación de las mujeres se hace muy clara:

“Y he tenido hartos problemas también para poder trabajar. Porque yo, a mí me gusta trabajar independiente. Porque he tenido problemas así, trabajar para los dueños porque me pagaban muy poco. Me pagaban al día. Me pagaban como cinco mil pesos [7dólares estadounidenses]. O no me dan almuerzo. El pasaje [para pago del transporte] aparte. (GDR, edad desconocida, 12/2012).

“Nunca tuve contrato. No, nunca, ellos decían que no lo podían hacer tampoco. Una, porque tenían que pagar de cesante… tenían que pagar tanto la persona y el…las imposiciones. Entonces ellos no querían pagar eso. Hasta ahora están así, no quieren pagar imposiciones”. (Rosa, 53 años, 01/2013).

Vemos entonces cómo la mejora económica de las familias ocasionada por el incremento del recurso económico vía remesas está producida por el empeoramiento de las condiciones de vida de algunas de las mujeres que son protagonistas de la transnacionalización de la familia. En las zonas de frontera, donde los trabajos son

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aún menos formalizados que en territorios más céntricos de los países, las mujeres están expuestas a patrones especialmente intensos de precarización laboral y malos tratos (Guizardi et. al, 2014; Guizardi, 2016). Además, diversas autoras observaron que la experiencia de la maternidad transnacional, muy frecuentemente, empuja las mujeres al agravamiento de su centralidad en la reproducción social de las familias (Gonzálvez, 2013; Gonzálvez & Acosta, 2015). Esto es exactamente lo que encontramos en la frontera. Nuestra encuesta arrojó que el 63% de las migrantes envía ayuda económica a Perú. En relación a la frecuencia de estas remesas, el 41% de las que remiten dinero afirma que lo hace mensualmente; el 29% todas las semanas; el 11% envía entre dos o cinco veces por año; el 7%, una vez al año; el 5% a cada vez que van de visita (lo que puede ser todas las semanas, para algunas mujeres) y otro 5% dice que lo envían cuando se lo piden los familiares. Un 2% apunta otros patrones más variados en temporalidad del envío. El principal uso primario dado en Perú a las remesas enviadas por las encuestadas es “la manutención de la familia” (62%), seguido de “gastos educativos” (21%), el “pago de deudas” o “gastos de salud” (con 5% en ambos casos) y, “mejoras a la vivienda” y “ahorro” (con 2% en ambos casos).

Asimismo, identificamos que las mujeres están brutalmente expuestas a experiencias de discriminación y xenofobia en Arica, las cuales generan un rechazo a traer a sus hijos a vivir con ellas (ante el riesgo de que padezcan de estas mismas circunstancias):

“No, si yo pasé tantas cosas… Los años que trabajé, pasé muchas cosas. Por eso no quiero que mis hijos vengan para acá. Yo quiero que estén tranquilos. Aunque se pueda ganar más plata acá…Mejor que estén allá. Acá, como le digo, hay mucha discriminación. Si po, todos somos humanos, no somos tampoco… por el hecho de que somos de otro lado, vaya a haber animales, pero así. […] No, por la misma razón de que acá hay mucho racista…¡No! Yo nomás: por esa razón no los traigo. Prefiero yo sufrir; no que ellos lo sufran” (Rosa, 53 años, 01/2013).

“A ella [su hija] no le gusta venir para acá. No, ella no quiere que venga para acá, no quiere, porque ella escucha… A veces ve en la tele, así, que hablan mal de los peruanos. Entonces ahí me dice: ‘Mamá yo no quiero que vayas allá, quédate acá en Tacna, quédate en costuras o anda a trabajar’. Pero ella no quiere que venga para acá. Siempre me dice: ‘Cuídate, cuídate’, me dice. O escucha también que han muerto, lo han matado, ha ido a la parcela y no ha regresado, entonces por eso ya no quiere”. (Mary, 34 años, 12/2012).

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Relatos de precariedad laboral, sobrecarga económica, dificultades afectivas, conflictos con las parejas y la reincidencia de experiencias de maltrato racista y discriminador en el lado chileno nos autorizan a decir que las familias no se están desarrollando: sino que se agravan los patrones interseccionales de exclusión de las mujeres, en favor del incremento del recurso económico familiar. En esto, las mujeres fronterizas viven circunstancias muy semejantes a las que la literatura de los estudios migratorios ha descripto en relación a las mujeres jefas de familias transnacionales de larga distancia. Y esta semejanza no debiera ser borrada, dado que enuncia la particularidad del abuso hacia las mujeres como un patrón globalizado, remitiendo al debate sobre la construcción global de circuitos de la explotación de género (Mills, 2003).

Pensando en lo anterior, nos gustaría cerrar el presente capítulo proponiendo que la categorización de las familias migrantes en zonas de frontera expande el concepto de interseccionalidad de factores de exclusión de género hacia ámbitos diferentes de aquellos propuestos a partir del texto fundante de Crenshaw (1991). Como discutimos anteriormente, para esta autora, la interseccionalidad de los factores de exclusión de las mujeres opera a partir del cruce de asignaciones y condiciones de clase, color de piel (lo que incluye las etiquetas raciales y étnicas), políticas, y culturales. Nosotros proponemos, por otro lado, que esta interseccionalidad en los estudios de la condición femenina en las familias de frontera debe complementarse a partir de un segundo eje de cruces categóricos en las asignaciones que estas mujeres reciben (y que las posicionan en el campo social). En sus vidas cotidianas, estas mujeres son un cruce entre transnacionalismo, transfrontericidad, bi-nacionalidad y bi-residencialidad. En este sentido, más que discutir infructuosamente por la aplicabilidad del concepto de familia transnacional o transfronteriza en territorios como Arica y Tacna, debemos indagar cómo es que el cruce entre estas condiciones gana vida en la experiencia cotidiana de las mujeres y de las familias; preguntándonos, a la vez, qué construcciones y procesos históricos han devenido en este estado de cosas. O, en palabras de Márquez & Romo (2008, p.2): “While using the terms transborder, transnational, and binational may seem analytically murky, all three indeed reflect the reality of border families”.

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