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Ventura García Calderón Ventura García Calderón Rey (París , 23 de febrero de 1886 - París, 27 de octubre de 1959 ) fue un escritor , diplomático y crítico peruano . Residió la mayor parte de su vida en París y buena parte de su obra está escrita en francés . Fue, por tanto, un escritor bilingüe. Como tal se desenvolvió bajo el influjo modernista y perteneció a la Generación del 900 o arielista, de la que también formaban parte su hermano Francisco García Calderón Rey , José de la Riva Agüero y Osma , José Gálvez Barrenechea , Víctor Andrés Belaunde , Fernando Tola , entre otros. Destacó en variados géneros literarios, pero muy especialmente en el cuento, siendo su obra más representativa su colección titulada La venganza del cóndor. Son notables también sus crónicas. Pero más amplia y fructífera fue su labor como crítico y antologista de la literatura de su país y de América Latina en general. Índice 1 Biografía 2 Características de su obra 3 Obras literarias o 3.1 Cuentos o 3.2 Poesía o 3.3 Dramas o 3.4 Ensayos y crónicas o 3.5 Ensayos críticos de la literatura peruana o 3.6 Antologías 4 Enlace externo Biografía Fue hijo de Francisco García Calderón , presidente provisional del Perú durante la guerra del Pacífico , y de Carmen Rey Basadre. Su padre había sido apresado por las autoridades chilenas de ocupación y desterrado a Chile en 1881 por negarse a realizar la paz con cesión territorial; tras la firma del Tratado de Ancón en 1884 fue liberado con la condición de no volver al Perú inmediatamente, por lo que se trasladó a Europa junto con su familia. Fue por esas circunstancias que Ventura nació en París.

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Ventura García Calderón

Ventura García Calderón Rey (París, 23 de febrero de 1886 - París, 27 de octubre de 1959) fue un escritor, diplomático y crítico peruano. Residió la mayor parte de su vida en París y buena parte de su obra está escrita en francés. Fue, por tanto, un escritor bilingüe. Como tal se desenvolvió bajo el influjo modernista y perteneció a la Generación del 900 o arielista, de la que también formaban parte su hermano Francisco García Calderón Rey, José de la Riva Agüero y Osma, José Gálvez Barrenechea, Víctor Andrés Belaunde, Fernando Tola, entre otros. Destacó en variados géneros literarios, pero muy especialmente en el cuento, siendo su obra más representativa su colección titulada La venganza del cóndor. Son notables también sus crónicas. Pero más amplia y fructífera fue su labor como crítico y antologista de la literatura de su país y de América Latina en general.

Índice

1 Biografía 2 Características de su obra 3 Obras literarias

o 3.1 Cuentos o 3.2 Poesía o 3.3 Dramas o 3.4 Ensayos y crónicas o 3.5 Ensayos críticos de la literatura peruana o 3.6 Antologías

4 Enlace externo

Biografía

Fue hijo de Francisco García Calderón, presidente provisional del Perú durante la guerra del Pacífico, y de Carmen Rey Basadre. Su padre había sido apresado por las autoridades chilenas de ocupación y desterrado a Chile en 1881 por negarse a realizar la paz con cesión territorial; tras la firma del Tratado de Ancón en 1884 fue liberado con la condición de no volver al Perú inmediatamente, por lo que se trasladó a Europa junto con su familia. Fue por esas circunstancias que Ventura nació en París.

En julio de 1886 la familia retornó al Perú; Ventura tenía apenas seis meses de nacido. Inició sus estudios escolares en el Colegio de los Sagrados Corazones de Lima, La Recoleta (1891-1901), donde tuvo por compañeros a su hermano Francisco y a José de la Riva Agüero y Osma. En 1903 ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde siguió las carreras de Letras, Ciencias Políticas y Administrativas, y Derecho, pero no llegó a culminar los ciclos respectivos porque a la muerte de su padre en 1905 la familia decidió establecerse en Francia. Se desempeñó como canciller del consulado peruano en París (1906-10) y luego en Londres (1911), pero luego de regresar a Lima renunció como acto de protesta por la prisión de Riva Agüero, encabezando las manifestaciones estudiantiles en contra del primer gobierno de Augusto B. Leguía. Aprovechó su corta estancia en su patria para viajar a la sierra, en busca de minas de plata, experiencia rica en episodios que tiempo después le sirvió para forjar sus cuentos peruanos.

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En 1912 regresó a Europa, retomando su carrera diplomática como segundo secretario de la Legación del Perú en Madrid (1914-16), y posteriormente secretario y luego encargado de negocios en Bélgica (1916-21), y como tal, cónsul peruano en El Havre. En 1921, al poco tiempo de ser nombrado Jefe de la Oficina de Propaganda del Perú en París, renunció a su cargo por divergencias con el gobierno peruano, que nuevamente estaba presidido por Leguía. En París se dedicó a las tareas literarias como redactor de la página extranjera del diario Comoedia, director de la editorial Excelsior, y colaborador de numerosas publicaciones de Argentina, Venezuela, México y Cuba.

Tras el derrocamiento de Leguía en 1930 fue designado delegado del Perú ante la Sociedad de Naciones, cargo que desempeñó hasta 1938 con algunas interrupciones. Ocupó también las funciones de ministro plenipotenciario del Perú en Brasil (1932-33), Polonia (1935), Bélgica (1935-39), Francia (1940), Portugal (1941) y Suiza (1941-45). En febrero de 1949 regresó al Perú por última vez, pero en diciembre del mismo año retornó a París, al haber sido nombrado delegado permanente del Perú en la Unesco, ejerciendo esta misión hasta su muerte ocurrida luego de haber sufrido un ataque de hemiplejia.

Características de su obra

Su obra, que se enmarca estilísticamente en el Modernismo, consiste mayormente en cuentos. Algunos (sobre todo los iniciales) son de ambiente cosmopolita y carácter decadente. La mayoría, sin embargo fueron ambientados en el Perú y sobre todo en la región andina, inspirados en sus viajes a las regiones de su país. Algunos títulos son: El alfiler, La venganza del cóndor, ¡Murió en su ley!, Coca, El despenador y Los cañaverales. Poseen un cuidado estilo y penetración psicológica y gustan tratar temas sombríos y violentos, fantásticos y de intriga. Destacan también por su precisión descriptiva.

Si bien sus cuentos poseen abundante imaginación y una muy buena técnica, se le ha criticado su desconocimiento de la realidad del interior del Perú y su visión prejuiciosa sobre los indígenas, a los cuales describe de manera pintoresca, tratándolos, según parece, como seres inferiores. Cabe señalar que dicha crítica negativa nace, más que del análisis meticuloso de su obra, de la animadversión hacia su persona, por su origen mesocrático y su ideología conservadora. Es significativo, por ejemplo, que José Carlos Mariátegui (escritor y crítico peruano marxista) no le dedique un espacio en su ensayo sobre la literatura peruana incluido en su obra cumbre, los 7 ensayos, publicado en 1928, cuando ya Ventura era una figura reconocida en el campo literario. Por lo demás, el error de estos críticos, ya de por si prejuiciosos, radica en que, tratándose de ficciones literarias, no se puede exigir que las descripciones o los personajes se «ajusten a la realidad», más aún, cuando el autor enfoca los temas desde un aspecto estético antes que sociológico, como es de esperar en un escritor modernista cultivador del exotismo.

Al margen de dicha crítica «sociologizante», Ventura obtuvo en vida un gran reconocimiento y fue probablemente, fuera del Perú, el escritor peruano más famoso de su tiempo. Un grupo de escritores peruanos, franceses, belgas y españoles presentó su candidatura para el Premio Nobel de Literatura en 1934, aunque no logró ganarlo. Quiso la Academia Francesa incorporarlo como miembro, pero el escritor no aceptó cumplir el requisito previo de renunciar a su nacionalidad peruana; no obstante, dicha Academia le otorgó la medalla de oro en 1948. Por su parte, la Real Academia de Lengua y Literatura Francesa de Bélgica lo incorporó como miembro de número, el 10 de junio de 1939.

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Obras literarias

Además de cuentos, Ventura escribió teatro, poesía, novelas, crónicas y crítica literaria. Fue asimismo antologista de la literatura del Perú y de Hispanoamérica. Muchos de sus obras fueron escritos directamente en el francés. Fue, pues, un escritor bilingüe. La mayor parte de sus relatos han sido traducidos a numerosos idiomas contemporáneos: el alemán, el italiano, el inglés, el ruso y el francés. Su Obra literaria selecta fue publicada por la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 1989), con prólogo de Luis Alberto Sánchez. Asimismo, su Narrativa completa se publicó en dos tomos en la colección Obras esenciales, editada por Ricardo Silva-Santisteban (Pontificia Universidad Católica del Perú, 2011).

Cuentos

Narrador de viva imaginación y elegante estilo, publicó los siguientes libros de cuentos:

Dolorosa y desnuda realidad (1914). La venganza del cóndor (1924 y 1948), traducido al francés, alemán, italiano, inglés,

ruso, polaco, sueco y yugoslavo. Danger de mort (1926). Si Loti hubiera venido (1926), traducido al francés (1927), donde narra un viaje

imaginario al Perú realizado por el novelista francés Pierre Loti. Couleur de sang (1931). Premio Heredia de la Academia Francesa. Virages (1933). Cuentos peruanos (1952).

Poesía

Como poeta se desenvolvió bajo el influjo del modernismo, aunque su producción fue breve y se destacó sobre todo como un buen versificador. Probó el metro alejandrino y su mejor arma fue el endecasílabo. Sus primeras composiciones aparecieron en el Parnaso Peruano, bajo el seudónimo de Jaime Landa; luego publicó dos poemarios:

Frívolamente (1908) Cantilenas (1920).

Dramas

Holofernes (drama sincopado, París 1931). Ella y yo (Lima 1955) La vie est-elle un songe? (París 1958). La Périchole (París 1959).

Ensayos y crónicas

Fue un cronista elegante y un investigador acucioso. «Sus incansables lecturas y sus contemplaciones de la naturaleza se transforman, bajo su pluma de apasionado orfebre, en amenas estampas, en agudas reflexiones, en finos y sugestivos comentarios… En cada libro suyo no sabemos si admirar la frase dúctil y armoniosa o la idea radiante y original» (Antenor Samaniego).

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Une enquéte littéraire: Don Quichotte á Paris et dans les tranchées (1916). Bajo el clamor de las sirenas (1919). Semblanzas de América (1920). En la verbena de Madrid (1920) El nuevo idioma castellano (1924). Sonrisas de París (1926) Aguja de marear (1936). Vale un Perú (1939). Instantes del Perú (1941).

Ensayos críticos de la literatura peruana

Sus ensayos críticos sobre la evolución de la literatura peruana son agudos y sugerentes:

Del romanticismo al modernismo (1910). La literatura peruana 1535-1914 (1914). Nosotros (1946).

En lo que respecta a la literatura hispanoamericana, cabe mencionar su Esquema de la literatura uruguaya (1917).

Antologías

A través de certeras antologías, contribuyó a difundir las obras de autores peruanos y hispanoamericanos, por lo que fue llamado «el embajador de las letras».

Parnaso peruano (1910 y 1915). Los mejores cuentos americanos (1924) Récits de la vie américaine (1925).

                                                      LA  VENGANZA DEL CÓNDOR                                         Análisis del cuento “La Venganza del  Cóndor” AUTOR: ventura García Calderón. GÉNERO: Narrativo. ESPECIE LITERARIA: Cuento. FORMA DE COMPOSICIÓN. Prosa. ESCUELA LITERARIA: Regionalismo. ÉPOCA: Contemporánea. PERSONAJES PRINCIPALES: Narrador El indio. El Capitán González. Hombre perverso, agresivo que castiga cruelmente al indio. EL TIEMPO:EL cuento la venganza del cóndor se desarrolla en tiempo pasado. EL ESCENARIO: EL escenario que se usa para desarrollar el cuento la venganza del

cóndor .Es principalmente los andes del Perú; Aunque no se precisa exactamente el lugar, sólo se dice que el capitán va rumbo a Huaraz .parte del cuento también se desarrolla en un puerto peruano.

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TEMA PRINCIPAL. El tema principal del cuento venganza del cóndor es: La venganza. TEMA SECUNDARIO.Lostemas secundarios del cuento la venganza del cóndor son: El abuso desmedido. La tristeza. El odio.

RESUMEN DE LA OBRA LA VENGANZA DEL CÓNDOR DE VENTURA GARCIA CALDERONEl capitán Gonzáles tenia como sirviente a un humilde indio, a quien castigaba cruelmente con su látigo con puño de oro y un geme de oro por contera, un día el capitán Gonzáles tenia que viajar urgente a Huaraz y ordeno de mala manera al sirviente indígena que le ensillara un caballo. El humilde indio fue a cumplir inmediatamente la orden de su abusivo patrón y no regreso nunca. El capitán mando buscar al asustado indio en todo el puerto.Al no poder localizarlo se marcho solo sin poder ocultar su inmensa cólera. Dos horas después se marcho el capitán Gonzáles, el narrador garcía calderón ensillo su mula con la finalidad de proseguir su viaje. García Calderón se encontró en el camino con el indio sirviente que había desaparecido en el puerto., este se ofreció como su guía. Después de recorrer ambos un largo camino de la sierra el humilde indio le dijo que lo esperara, y se fue rápidamente. Transcurrieron los minutos y de pronto sonó en la montaña un poderoso ruido; algo rodó desde lo alto.Inmediatamente a 15 metros de García Calderón atravesó un majestuoso vuelo oblicuo de cóndores, entonces observo una masa oscura que arrojaba sangre por todos lados y al rodar iba dando botes, haciendo bastante bulla y levantando mucho polvo. Aya abajo devoraban los cóndores a la cosa caída. Al poco rato, apareció el indio sorpresivamente ante los ojos de García Calderón peguntando si había visto rodar el cuerpo del capitán Gonzáles desde el precipicio.El indio explico a García Calderón que a veces los atrevidos cóndores rozan con el ala el hombro de viajero, entonces este rodaba desde lo alto.García Calderón pensó que talvez existía un pacto diabólico entre los cóndores y los indios maltratados para vengarse de los abusos excesivos de sus patrones.

LA VENGANZA DEL CÓNDORNunca he sabido despertar a un indio a puntapiés. Quiso enseñarme este arte triste, en un puerto del Perú, el capitán González, que tenía tan lindo látigo con puño de oro y un jeme de plomo por contera.—Pedazo de animal —vociferaba el capitán atusándose los bigotes donjuanescos—. Así son todos estos bellacos. Le ordené que ensillara a las cinco de la mañana y ya lo ve usted, durmiendo como un cochino a las siete. Yo, que tengo que llegar a Huaraz en dos días…El indio dormía vestido a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al primer contacto del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si nos miran bajo el castigo, con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a este mundo de su dolor cotidiano, el militar le rasgó la frente de un latigazo. El indio y yo nos estremecimos; él, por la sangre que goteaba en su rostro como lágrimas; yo, porque llevaba todavía en el espíritu prejuicios sentimentales de bachiller. Detuve del brazo a este hombre enérgico y evité una segunda hemorragia.

—¡Badajo! —repetía el verdugo, mirándome con ojos severos—. Así hay que tratar a estos bárbaros. Usted no sabe, doctor.

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El capitán González me había conferido el grado universitario al ver mis botas relucientes, mi poncho nuevo, que no curtieron los vientos, y estas piedades cándidas de limeño. Anoche mismo, después de ganarme, en la pobre fonda del puerto, cinco libras peruanas al chaquete, me adoptaba ya con una sonrisa paternal, diciendo: “Pues hacemos juntos el viaje hasta Huaraz, mi doctorcito. Ya verá usted cómo se divierte con mi palurdo, un indio bellaco que en todas las chozas tiene comadres. Estuvo el año pasado a mi servicio, y ahora el prefecto, amigo mío, acaba de mandármelo para que sea mi ordenanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!”

Tuve que admirar por largo rato el tejido habilísimo de aquel “chicotillo” de junco que iba estrechándose al terminar en un cono de bala. En los flancos de las bestias y de los indios aquello era sin duda irresistible. Resonaba otra vez en el patio de la fonda la voz marcial:—¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras, vas a probar cosa rica.—Ya trayendo, taita.El indio se hundió en el pesebre en busca del pellón que no vino jamás. Diez, veinte, treinta minutos, que provocaron, en un crescendo de orquesta, la más variada explosión de invectivas: Dios y la Virgen se mezclaban en los labios del capitán a interjecciones criollas como en los ritos de las brujas serranas. Pero el ordenanza y guía insuperable no pudo ser hallado en todo el puerto. Por lo cual el capitán González se marchó solo, anunciando futuros castigos y desastres.“No se vaya con el capitán. Es un bárbaro”, me había aconsejado el posadero; y dilaté mi partida pretextando algunas compras. Dos horas después, al ensillar mi soberbia mula andariega, un pellejo de carnero vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta salió una cabeza despeinada que murmuró:—Si queres contigo, taita.¡Vaya si quería! Era el indio perdido y castigado. Por una hora yo también había buscado guía que me indicara los malos pasos de la Sierra y se apeara para restaurar el brevísimo camino entre el abismo y las rocas que una galga de piedras o las lluvias podían deshacer en segundos.Asentí sin fijar precio. El indio me explicó en su media lengua que lo hallaría a las puertas del poblacho. Me detenía en una choza a pedir un mate de aquella horaciana chicha de jora que tanto alivia el ánimo, cuando le vi llegar, caballero en una jaca derrengada, pero más animosa que mi mula de lujo. Y sin hablar, sin más tratos, aquel guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes, trayéndome, cuando el sol quemaba las entrañas, el cuenco de chicha refrigerante o el maíz reventado al fuego, aquella tierna cancha algodonada. Confieso que no hubiera sabido nunca disponer en un tambo del camino con los ponchos, el pellón y la silla de montar tan blando lecho como el que disfruté aquella noche.Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi compañero se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino, como pidiendo noticias en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el porongo de chicha, me miraban atentamente y parecióme advertir en sus ojos una simpatía inesperada. ¡Pero quién puede adivinar lo que ocurre en el alma de estas siervas adoloridas! Dos o tres veces el guía salió de su mutismo para contarme, en lenguaje aniñado, esas historias que espeluznan al caminante. Cuentos ingenuos de viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de la montaña andina. “Allí viendo, taita”, en la quebrada agudísima, las osamentas lavadas por la espuma del río.Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los Andes son en la tarde vastos túmulos grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos nevados me estremecía como una melancolía visible. En el flanco de las gigantescas vértebras aquel

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camino rebañado en la piedra y tan vecino a la hondonada mortal parecía llevarnos, como en las antiguas alegorías sagradas, a un paraje siniestro. Pero el mismo indio, que temblaba bajo el rebenque, tenía agilidades de acróbata para apearse suavemente por las orejas y llevar del cabestro a mi mula espantadiza que avizoraba el abismo y resbalaba en las piedras, temblorosa. Una hora de marcha así pone los nervios al desnudo, y el viento afilado en las rocas parece aconsejar el vértigo. Ya los cóndores familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado por las alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos.

Llegábamos a un estrecho desfiladero, de donde pude vislumbrar en la parda monotonía de la cadena de montañas la altiplanicie amarillenta con sus erguidos cactus fúnebres.—Tú esperando, taita —murmuró de pronto el guía, y se alejó en un santiamén.Le aguardé en vano, con la carne erizada. Palpé el revólver en el cinto, estimulando con la voz a la mula indecisa, que, las orejas al viento, oscilantes como veletas, medía el peligro y escuchaba la muerte. Un ruido profundo retembló en la montaña: algo rodaba de la altura. De pronto, a quince metros de mí, pasó un vuelo oblicuo de cóndores, y entonces, distintamente, porque había llegado a un recodo del camino, vi rebotar con estruendo y polvo en la altura inmediata una masa obscura, un hombre, un caballo tal vez, que fue sangrando en las aristas de las peñas hasta teñir el río espumante, allá abajo. Estremecido de horror, esperé mientras las montañas se enviaron cuatro o cinco veces el eco de aquella catarata mortal. Un cono invertido de alas pardas giraba como una tromba sobre los cadáveres. Más agachado que nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, hete aquí al bellaco de mi guía que coge a mi mula del cabestro y murmura con voz doliente, como si suspirara:—Tú viendo, taita, al capitán.¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada indescifrable; y como yo quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media lengua que a veces, taita, los insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero en un precipicio. Se pierde el equilibrio y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el capitán González, “¡pobricitu, ayayay!” Se santiguó quitándose el ancho sombrero de fieltro, para probarme que sólo decía la verdad. Con ademanes de brujo me designaba las grandes aves concéntricas que estaban ya devorando presa.Yo no inquirí más, porque éstos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no saben explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto obscuro para vengarse de los intrusos que somos nosotros. Pero de este guía incomparable que me dejó en la puerta de Huaraz, rehusando todo salario, después de haberme besado las manos, aprendí que es imprudente algunas veces afrentar con un lindo látigo la resignación de los vencidos.

EL ALFILERLa bestia cayó de bruces, rezumando de dolor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba.Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo-¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas...Si no nos comemos aquí a la gente. Habla nomas...El Borradito, llamado así en el valle por su rostro picado de viruelas, asió con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez-la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia

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en el camino-, que enmudeció por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:

-Pues le diré a mi amito, que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue, sin duda, por mandato especial de la Providencia, pero estrujó el brazo del criado, queriendo extirparle mil detalles.-¿Anoche?... ¿Está muerta?¿Grimanesa?...Algo advirtió quizá en las oscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabras, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo a ensillar su mejor "caballo de paso". Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una fiesta sin par, con sus fuegos de bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias que todavía lloran la muerte de los Incas, ocurrida en siglos remotos, pero reviviscente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos que ostentaban en el ruedo de velludo camesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así... ¡Badajo!...Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadres.En la tarde ya vencida se escuchó otro galope resonante y premioso sobre los cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire gritando:-¿Quién vive?Refreno su carrera el jinete próximo, y con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez:-¡Amigo! Soy yo, ¿No me conoce?, el administrados de Sincavilca. Voy a buscar cura para el entierro. Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa el llamar al cura si Grimanesa estaba muerte y por qué razón no se hallaba en la hacienda al capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio acongojaba. Hasta los perros, enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa colonial, las grandes puertas claveteadas de plata ostentaban ya crespones en forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su yerno que lo dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre, besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa en el valle, para santificar a las lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una antigua sublevación de los indios.Al Besar don Timoteo la santa imagen quedo entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejo del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba en la noche cerrada.

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Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera había asistido al entierro! Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo al padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.

Pero un domingo claro de junio se levanto don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Sincavilca después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajenada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijar en las oleosas crenchas con un largo estilete de oro.

Cuando el padre la vio así, dijo, turbado, mirando el alfiler;-Vas a quitarte ese adefesio...Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.Cuando llegaron a Sincavilca, Conrado estaba domando un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto, y al ver a Ana María, tan parecida a su hermana, en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido. Nadie habló de la desgracia ocurrida ni mentó a Grimanesa; pero Conrado cortó sus espléndidas y carnales jazmines del Cabo para obsequiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerta, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a la "niña", llorando.-¡Jesús, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Sincavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose en los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llego Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin de su caballo, que "braceaba" con escorzo elegante y clavaba el espumeante belfo en el pecho, como los palafrenes de los libertadores. Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó, con el respeto de siempre, "don Timoteo", sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa:-Quiero hablarle, mi padre.Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Medió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pasaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro, de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un "santo y seña" escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió un alfiler de oro. Era uno de esos tupos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.Al verlo, Conrado cayó de rodillas. Gimoteando como un reo, confesó:-¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!Más el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que no se comprendía apenas:

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-Sí, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta...Tú le habías clavado este alfiler en el corazón...¿no es cierto? Ella te faltó, quizá...-Sí, mi padre.-¿Se arrepintió al morir?-Sí, mi padre.-¿Nadie lo sabe?-No, mi padre.-¿Por qué no lo mataste a él también?-¡Huyó como un cobarde!-¿Juras matarlo si regresa?-¡Sí, mi padre!El viejo carraspeó sonoramente, estrujo la mano a Conrado, y dijo, ya sin aliento:-¡Si esta también te engaña, haz lo mismo!...¡Toma!...Entrego el alfiler de oro, solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indico al yerno que se marchara enseguida, porque no era bueno que alguien viera sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.

MURIÓ EN SU LEYDesde las riberas del Mar Pacífico hasta el “Cerro de las brujas”, que está en los Andes, nadie ha tenido reputación más siniestra que aquel don Jenaro Montalván, llamado “Remington”, como sus parientes de la provincia, por el uso abusivo del rifle, pero más frecuentemente “el Mocho”, por la oreja de menos que le rebañaron los chinos vindicativos en una antigua sublevación peruana. Con “el Mocho” atemorizaban las madres a los niños. “Ya viene el Mocho”, decían las gentes, y la provincia entera temblaba si en su erizado y espumante caballo de paso acudía a una pelea de gallos. Llegaba, trayendo en su alforja a su Ají seco, tan temido por lo menos como su dueño, un gallo desplumado y feroz, invencible en las canchas de los contornos. Un entusiasmo temeroso encendía a los gañanes cuando, arropado en su poncho negro, don Jenaro los hipnotizaba con aquella mirada magnífica bajo las cejas frondosas, exclamando:

—¡Cincuenta soles de plata al que derrote a mi gallo!

Crispado en el menudo redondel, seguro de la victoria, como su dueño, el gallo medía a su rival con el ojo redondo, maliciosamente, y de un salto brusco le tajaba la cabeza con la navaja atada en el espolón. Don Jenaro recompensaba entonces al propietario de la víctima, murmurando con respeto:

—¡Murió en su ley!

Le enfadaban únicamente los gallos que eludían el combate, y los perseguía fuera del redondel con su revólver. Así, decían las gentes del país, había perseguido a sus parientes. Porque una aversión misteriosa como las querellas de la clásica antigüedad iba acabando con la raza de los Montalván, raza hermosa y bravía de jinetes rencorosos, que se exterminaban impune y recíprocamente por querellas de agua de riego o de política, en la soledad de un cañaveral. ¡Quién iba a condenarlos, si eran ellos los caciques del departamento, diputados o senadores que con la amenaza de revolución hacían temblar en Lima a los presidentes!

Pero ninguno se había aborrecido tanto como Jenaro y su primo Jacinto, poderoso hacendado también. Desde veinte años atrás, esta lucha abierta era el drama popular de la provincia. Se

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perseguían a balazos por una carretera; dos o tres veces, capitaneando la peonada a caballo, se invadieron mutuamente las haciendas; y con algún emisario secreto, se envenenaban periódicamente el agua de una tinaja. La provincia, dividida en jacintistas y jenaristas, miraba con asombro aquel encono perdurable y sin causa aparente. Sólo los viejos peones de las haciendas, los negros “bien hablados” y casi brujos que saben dónde están escondidos los tesoros de los “gentiles” y por qué la viuda blanca salta al caballo del viajero nocturno para clavarle las uñas como aguijones, sólo los viejos muy canosos podían contar que “hace tanto tiempo, mi amito”, don Jenaro halló en una cabaña de pescadores, junto al mar, a su joven esposa en brazos del primo Jacinto. Casi desnudo, a galope, pudo éste huir sin que lo persiguiera nadie; pero la esposa de don Jenaro Montalván, la suave y pálida Clorinda que lloraba sin término, fue atada como estuvo, sin más vestidos que sus cabellos, en el lomo de la cabalgadura y llevada así a la hacienda. Los peones del camino vieron pasar el cortejo lento con un asombro creciente, que iba a ser terror en toda la comarca. Don Jenaro llevó de la brida al caballo hasta llegar al edificio de la molienda, y en la inmensa paila en que hierve el moreno zumo de la caña de azúcar —a pesar de los llantos clamorosos y de las indias que se arrastraban de rodillas implorando la clemencia del amo—, arrojó a su romántico amor. En la paila fue quemada viva doña Clorinda de Montalván, y durante dos años por lo menos nadie quiso probar azúcar, que parecía tener sabor a sangre.

Aquel don Jenaro, tan buen mozo, que ostentaba en la feria los mejores caballos de paso, los ponchos de relumbrón y esos sombreros de Catacaos tan sutiles que sólo pueden tejerlos manos de mujer en una noche de luna, acabó por ser este viejo mugriento de cejas foscas y poncho negro, gallero insigne y amparador de bandidos.

—Estaba en su ley —observaban las gentes con esa ruda justicia de mi tierra—. Jué culpa de la finadita, que le faltó, pues, señor. El agarró y se desgració; quedaron parejos. El gallo tiene su espolón.

Así decían, añadiendo un “¡Pobre don Jenaro!” los peones ancianos para explicar la ruina de aquella vida. Con los años parecía relajarse su crueldad antigua. Ya no ataba a los culpables del más simple delito con un cepo de clavos que los hacía ulular toda la noche. Y cuando circuló por las haciendas comarcanas la noticia de que estaba muriéndose, la compasión fue general. Pero noticias más extrañas acrecentaron la curiosidad y la simpatía. Se estaba arrepintiendo al cabo el tremendo autor de tanta fechoría, el viejo hereje que instalara en la capilla de la hacienda una cancha de gallos. Había pedido confesión, y como el penitente era de fuste, el reverendo obispo del departamento no vaciló en cabalgar dos días para traer los santos óleos.

Tal extremaunción fue, por supuesto, una de las más ejemplares fiestas de la provincia. En los curatos lejanos se decían misas por don Jenaro, y el alma romántica de las gentes se entusiasmaba con la santidad de aquel epílogo. Milagro fue de Santa Rosa, que en su capilla del Carmen alto, circundada de cañaverales de azúcar, parecía mudar toda la dulzura ambiente en un irresistible don melífico. Por las noches, cuando pasaban las carretas, los gañanes detenían los bueyes para dejar en la capilla la flor que llaman “la bandera”. Junto a la casa de la hacienda se habían visto luces rojas en la noche. “Yo la vide, comadre, se lo juro por estas cruces”, aseguraban los cortadores de caña, besándose el pulgar y el índice cruzados. Era Mandinga, era el diablo que venía a llevarse el alma prometida; pero en su lucha con la santa, ésta había vencido de tan celeste manera que don Jenaro manifestó el deseo de ver, antes de morir, a su primo Jacinto, para perdonar los rencores pasados. Al saberse el proyecto de reconciliación sublime, la provincia entera tuvo el entusiasmo de un espectador de quinto acto. El lunes, con el alba, en medio de repiques de campanas, salio el obispo a Tamborán, el

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fundo del primo Jacinto, y el martes por la tarde su regreso fue triunfal en el patio de la hacienda, decorado con arcos y guirnaldas. Vestidos de fiesta, los peones esperaban la bendición como en las romerías.

Sin descalzar espuelas ni quitarse el poncho, don Jacinto Montalván avanzó, precedido por el obispo, al cuarto en donde el primo Jenaro exhalaba a trechos un quejido anhelante, con la mano crispada en el corazón.

—Jacinto —dijo el moribundo, desde el solemne lecho colonial, entreabriendo los ojos—, te he llamado para que me perdones.

Con voz asmática explicaba el pasado, se sinceraba, mezclaba a Dios y los santos, y concluyó diciendo:

—¡Dame un abrazo, hermanito!

En el cuarto obscuro rezaban algunos servidores. “Jesús, María y José”, gimió una vieja, estremeciéndose y besando el suelo por humildad. Dos voces de mulatos sollozaron: “¡Mi amito!” Conmovido también, Jacinto se inclinó sobre el lecho para dar el abrazo de paz; pero retrocedió bruscamente. El viejo se había erguido a medias; el revólver que ocultaba entre las sábanas brilló un momento en sus manos inhábiles y cayó al suelo con un ruido fúnebre. La voz de don Jenaro, enronquecida por la agonía, silabeó entonces con desaliento:

—No puedo… ¡Hijo de… perra!

Estaba muerto ya, y tan pavorosa expresión reflejaban los ojos vidriosos, que el mayordomo de la hacienda le tendió sobre el rostro un pañuelo de colores. El obispo y sus familiares rodearon con estupor indignado a don Jacinto Montalván, excusándose de lo ocurrido, temiendo tal vez que los creyeran cómplices en la emboscada aviesa. Su Ilustrísima acompañó hasta el caballo a don Jacinto, silencioso y ceñudo. Pero cuando éste se hubo afianzado en los estribos del cajón, le oyeron que murmuraba con un asombro respetuoso ante aquel rencor magnífico:

—¡Pobre don Jenaro! ¡Murió en su ley!