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, '\ herida, el cura mandó ensillar. Siguieron su caballo Asunción y sus amigos cantando en quechua las milenarias canciones al padre Sol, al padre benévolo que regresa cada mañana para visitar a sus hijos terrestres. Duraba la marcha algunas horas cuando un grito de espanto de Asunción Quispe les erizó la carne a todos. ¿Quién se había llevado a la muerta? Estaban allí, bajo el rústico alero, la litera de troncos, el poncho en jirones, un topo de oro. Solo faltaba el cadáver. Entonces, mirando el cielo lleno de alas, comprendieron que los cóndores lo habían devorado en la noche. Pocas veces el cura había visto en sus indios incertiduj-; bre y terror semejantes. Jamás en el poblacho los cóndores devoraban otra cosa.que las bestias de carga. ¡Artimañas del diablo debían ser!... El cura mismo se inmutó. Uno de los indios, furioso, se puso a perseguir a pedradas a un cóndor perezoso que no quería volar, sino se alejaba a grandes brincos sobre las peñas del abismo. El cura Muñoz sonrió entonces ferozmente porque una idea genial le afloró las sienes. En quechua, dulcemente, como en los sermones de cuaresma, explicó a los indios lo ocurrido: era venganza de los demonios encarnados en aves de rapiña, porque nadie quiso pagar este año un diezmo con~eniente a su taita y señor, y para aplacar las sagradas iras vendrían mañana, vestidos de fiesta, a exorcizar a los cóndores, rociando con agua bendita las agudas piedras, la cabaña, todo el paisaje embrujado, Solo así tendría descanso eterno el alma de la india muerta; pero cada vecino del pueblo debería llevar al curato sus mejores rebaños. Resonaron quenas en la altura; otra quena respondió más lejos. Los indios inclinaron la frente morena y sumisa. Todas las flautas del valle parecían cantar la endecha de la raza que nunca supo sublevarse. 518 HISTORIAS DE CANÍBALES -Cuando yo refería eso en Europa -nos dijo Víctor Landa-, las gentes se reían en mis barbas con una perfecta incredulidad. ¡Sin embargo, ello es tan simple! ... Y es que se tienen ideas preconcebidas acerca de la civilización y la barbarie, como si en un tugurio de Londres no pudiésemos hallar salvajes auténticos ... He frecuentado mucho a Lucien Vignon; Vignon -¿no le conocen?-, el explorador que ha publicado tantos libros excelentes y de quien ~o se ha vuel- to a hablar más después de la guerra. Pues bien: yo puedo contarles su aventura entre los indios witotos de mi tierra. Le conocí en la Legación del Perú en París. Era un francés nervioso, muy simpático, de perilla afilada, con ojos azules, límpidos: un «colonial» que había recorrido todas las selvas del mundo. [Cuando al francés, tan casero, le da por dar la vuelta al Atlas! ... Amigo de Gauguin, Vignon fue el primero que exploró, algunas islas oceánicas y el misterioso reino del Tibet. Un día se marchó al Perú pero no quiso quedarse en Lima, por supuesto, sino se encaminó a la floresta virgen. El viaje a Iquitos, el vasto puerto del Amazonas, no era a la sazón una sinecura; por lo menos un mes, utilizando todos los medios de locomoción, en primer lugar el tren, que rampando montañas atraviesa infinitos picos nevados y está suspendido sobre abismos de torrentes. Después, a lomos de mula, a pie o en litera de hojas, entre la vegetación monstruosa de un Canaán venenoso, donde comienza la gran región de las lluvias torrenciales ... De allí los vertiginosos afluentes -los rápidos, como dicen en mi tierra- parten a alimentar el más amplio río 519

Historia de caníbales Ventura García Calderón

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herida, el cura mandó ensillar. Siguieron su caballo Asuncióny sus amigos cantando en quechua las milenarias cancionesal padre Sol, al padre benévolo que regresa cada mañanapara visitar a sus hijos terrestres. Duraba la marcha algunashoras cuando un grito de espanto de Asunción Quispe leserizó la carne a todos. ¿Quién se había llevado a la muerta?Estaban allí, bajo el rústico alero, la litera de troncos, elponcho en jirones, un topo de oro. Solo faltaba el cadáver.Entonces, mirando el cielo lleno de alas, comprendieron quelos cóndores lo habían devorado en la noche.

Pocas veces el cura había visto en sus indios incertiduj-;bre y terror semejantes. Jamás en el poblacho los cóndoresdevoraban otra cosa.que las bestias de carga. ¡Artimañas deldiablo debían ser! ... El cura mismo se inmutó. Uno de losindios, furioso, se puso a perseguir a pedradas a un cóndorperezoso que no quería volar, sino se alejaba a grandes brincossobre las peñas del abismo. El cura Muñoz sonrió entoncesferozmente porque una idea genial le afloró las sienes.

En quechua, dulcemente, como en los sermones decuaresma, explicó a los indios lo ocurrido: era venganza delos demonios encarnados en aves de rapiña, porque nadiequiso pagar este año un diezmo con~eniente a su taita yseñor, y para aplacar las sagradas iras vendrían mañana,vestidos de fiesta, a exorcizar a los cóndores, rociando conagua bendita las agudas piedras, la cabaña, todo el paisajeembrujado, Solo así tendría descanso eterno el alma de laindia muerta; pero cada vecino del pueblo debería llevar alcurato sus mejores rebaños.

Resonaron quenas en la altura; otra quena respondiómás lejos. Los indios inclinaron la frente morena y sumisa.Todas las flautas del valle parecían cantar la endecha de laraza que nunca supo sublevarse.

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-Cuando yo refería eso en Europa -nos dijo VíctorLanda-, las gentes se reían en mis barbas con una perfectaincredulidad. ¡Sin embargo, ello es tan simple! ... Y es quese tienen ideas preconcebidas acerca de la civilización y labarbarie, como si en un tugurio de Londres no pudiésemoshallar salvajes auténticos ... He frecuentado mucho a LucienVignon; Vignon -¿no le conocen?-, el explorador que hapublicado tantos libros excelentes y de quien ~o se ha vuel-to a hablar más después de la guerra. Pues bien: yo puedocontarles su aventura entre los indios witotos de mi tierra.Le conocí en la Legación del Perú en París. Era un francésnervioso, muy simpático, de perilla afilada, con ojos azules,límpidos: un «colonial» que había recorrido todas las selvasdel mundo. [Cuando al francés, tan casero, le da por dar lavuelta al Atlas! ...Amigo de Gauguin, Vignon fue el primeroque exploró, algunas islas oceánicas y el misterioso reino delTibet. Un día se marchó al Perú pero no quiso quedarse enLima, por supuesto, sino se encaminó a la floresta virgen.El viaje a Iquitos, el vasto puerto del Amazonas, no era ala sazón una sinecura; por lo menos un mes, utilizandotodos los medios de locomoción, en primer lugar el tren,que rampando montañas atraviesa infinitos picos nevadosy está suspendido sobre abismos de torrentes. Después, alomos de mula, a pie o en litera de hojas, entre la vegetaciónmonstruosa de un Canaán venenoso, donde comienza lagran región de las lluvias torrenciales ...

De allí los vertiginosos afluentes -los rápidos, comodicen en mi tierra- parten a alimentar el más amplio río

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del universo. Entonces es necesario dejarse atar en una comoplataforma de madera, la balsa del país, que se desliza a rasdel agua, con evidente peligro de no poder contar despuésla aventura si el río está revuelto. Tan a prisa como unabuena flecha india, medio empapado por los remolinosque hacen virar la balsa, podéis enviar un adiós cordial avuestros parientes, cerrando bien los ojos, pues esa caída através de las estrellas os puede dar el vértigo. Sin duda alexplorador Lucien Vignon no le pareció demasiado rudo taldeporte; apenas había llegado a Iquitos cuando quiso partira la selva incógnita, muy lejos, más lejos que la «Montañade Sal», en donde todas las tribus del Amazonas acuden amatarse buscando el precioso condimento.

Ya es suficiente Iquitos para él aficionado a exotismos:las boas, que os acarician las manos como gatos domésticos;las víboras pequeñas, que a veces halláis en vuestro lecho-¡y no hablo en sentido figurado!-; los outlaws de veintepueblos, escapados acaso de la Cayena, los autlaws que eldomingo, por simple diversión, porque el cielo está azul, sepersiguen riendo a través de las lianas de la floresta. Soloque han bebido y llevan encima los mejores revólveres deEuropa ...

Al gobernador de Loreto le fue muy simpático en segui-da este francés enérgico y burlón, que no hallaba el país tansalvaje como podía suponerse. ¡Diantre! ¡Sivenía en buscade sensaciones fuertes, que fuera a tierra de caníbales! No lechocaba esta afición de explorador; él había sentido, comotantos otros, la atracción funesta de la selva. Pocos díasantes se había visto a míster Roberts, el inglés más correc-to del mundo, el director de la lquitos Rubber Company,perderse en el Alto Paraná, vestido de salvaje campa, conplumas en la cabeza y el cuerpo desnudo embadurnado decolores chillones. «[Lo que me molesta un poco --confesabaa sus amigos antes de abandonar la vida civilizada- es la

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.•fama de la Gran Bretaña!» Acaso pudiera decirse que esteinglés era un excéntrico; pero ¿y el sobrino de Garibaldi,Juan Cancio Garibaldi, que ha llegado a ser jefe de tribu yel coronel de Lima, y sus dos hijas casadas con salvajes? ...En fin, estas son historias íntimas que la discreción nos vedacomentar.

Puesto que Lucien Vignonera tan intrépido, podía partiral encuentro de los antropófagos, los más feroces indios deLoreto. El gobernador le prestó algunos indios civilizados yun lenguaraz (hablador o intérprete), que conocía una veintenade lenguas locales, por 10 menos. Yhelos allí durante un mesextraviados en el infierno magnífico, devorando monos ytortugas gigantes, resguardándose de los tigres y de los na-turales, peores que los tigres; sus flechas, largas como lanzas,caen rectas del cielo y clavan a un hombre para siempre. Undía que los exploradores habían descubierto en un calverouna tribu pequeña, a la que persiguieron a tiros, los salvajeslograron escaparse, salvo una pobre vieja y su acompañante,una hermosa muchacha que mordió en el brazo a sus rapto-res. Fue necesario atarla como a una bestia, y Lucien Vignonla llevó en una hamaca peruana que la rodeaba como unamalla. «Una sirenita», decía Vignon más tarde, riendo. Deregreso a Iquitos, la vieja, mal repuesta de sus emociones,sentíase moribunda y pareció rogar a su nieta que la otorgaseun servicio, un gran servicio. El lenguaraz se había enteradode que era una hechicera temible, la hechicera de la tribu,como bien lo indicaban los ojos disecados que llevaba enforma de collar. Murió al día siguiente, maldiciendo conmagnificencia, profiriendo alaridos, con los brazos en altoy la boca espumante.

Cuando la vieja supo por el intérprete que la enterraríandespués de su muerte, se echó a llorar desgarradoramen-te, invocando a todos sus dioses. No, no, ella quería quedespués de muerta se la comiera su nieta. Esta es la parte

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de mi relato más difícil de explicar en Europa, en donde seatribuye siempre a los caníbales hábitos de vil glotonería.Los hay que son materialistas y solo piensan en el «trozoselecto»; pero os aseguro que los indios de tierra son es-piritualistas a menudo. Aquella vieja hechicera procedió,en suma, como una dama católica que desea morir segúnsus ritos. Ella estaba segura de que la energía de la raza seconserva comiéndose los muertos y solo así se transmitenlas virtudes a través de los siglos. Pongamos que era unareaccionaria; pero admitamos, por Dios, que la idea de serenterrada le parecía repugnante ... Lucien Vignon no quisopermitir a la nieta que cumpliera con el deber filial de losuniotoe. La pequeña se mantuvo inconsolable durante ochodías, y solo se calmó al convencerle de que la prohibiciónno había sido castigo.

Extraordinariamente vivaz era la indiecita. Orgullosa,como todas las de su raza, estaba decidida a no extrañarsede nada. Ante el primer espejo que hubo visto en su vida,se volvió con prudencia para contemplar la persona colo-cada detras de la luna, y permaneció turbada un instante.Pero en el cinemamógrafo -en Iquitos lo hay también- nisiquiera vaciló, como si no fuera aquello novedad. Muy deprisa aprendió algunas palabras en español, tres sobre todoque pronunciaba bien: sucios, embusteros y ladrones, las cualesresumían para ella la civilización. En realidad había pasadosu juventud bañándose desnuda durante el santo día en lasriberas; decía siempre la verdad, y el robo no existe en lascostumbres de los salvajes de mi tierra. Lucien Vignon sedivertía con la moza como con un animalito familiar. De talmodo se divirtió, que seis meses después, ataviándola conun vestido blanco y un ramo de azahar, se casaba con ellaen la iglesia de Iquitos. La ciudad había acudido a verles enson de burla; pero a fe mía que tenía una soberbia presenciaesta pequeña endiablada, que había aprendido perfectamente

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-merced a las lecciones de un fraile misionero de Ocopa- aarrodillarse, a juntar las manos y a rogar al Dios exótico.

En fin, el explorador regresó a Europa, con su singularmadama Vignon, y yo los vi en París sin asombro. Antelos extraños, ella permanecía silenciosa y crispada; pero enfamilia, y en su torpe lenguaje, alternando el francés conel español, decía cosas perfectamente cuerdas. La menudaantropófaga leía ya novelas y relatos de viaje. Un día me

_indicó sobre un mapa el lugar exacto de la selva donde lahabía hallado su marido ...

***

Lucien Vignon quiso regresar al Perú a completar sustrabajos, enfermo acaso del mal de la floresta, que nadiepuede curar y que da accesos, como el paludismo. Por pru-dencia dejó a su mujer en Francia. Meses más tarde nuestraLegación recibía un telegrama de Lima: «Lucien Vignondesaparecido en los alrededores de Iquitos». En seguidasupusimos que se había convertido en jefe de tribu, comoel director de la compañía inglesa de caucho, o el sobrinode Garibaldi ... Pero no, era algo más grave aún: se lo habíacomido la tribu de su mujer.

Evidentemente, cuando yo explicaba esto en París, lasmujeres hermosas me interrumpían siempre: «Sí, comidopor su suegra». Yera una carcajada general. [Estos francesesson incorregibles! Os aseguro que hablo en serio y refiero elepílogo tal como me lo contaron amigos de Loreto:

Los salvajes se visitan fácilmente en la floresta, y la his-toria de la menuda civilizada los había enfurecido. ApenasLucien Vignon estuvo de regreso en Iquitos, meditaron ma-tarle; qué digo, en cuanto pasó por Manaos, en el Brasil, la,«Montaña» entera sabía por el telégrafo de los indios -untronco vacío capaz de lanzar a muchas leguas a la redonda,

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· con sonoridades de cañón, sonidos telegráficos- que elexplorador llegaba al país. Bien pronto. supieron atraerle.¡Cuán simpáticos y lisonjeros son los indios cuando quierenserio! El explorador no desconfiaba, porque le prometieronlas mariposas de fuego más hermosas. Un día entero en lafloresta, su guía, comprado con algunas libras de pólvora,se avino a extraviarle para que pudieran cogerle vivo en lastrampas altas de los tigres: una especie de nido de hojarascaspodridas, sólidamente rodeado de bejucos.

El jefe fue quien lo comió primero, en el transcurso deuna fiesta suntuosa, una extraña y sin duda irónica ceremoniaen una calva de la floresta. Se encontraron allí después losEvangelios abiertos y dos cirios regados de sangre, bajo lasflechas en cruz. Antiguos alumnos de los Padres, escapadosun día de Ocopa, habían dispuesto la fiesta para probar aestos civilizados que conocen bien sus libros de hechiceríasy sus dioses ridículos. Descartad, os lo ruego, toda idea deglotonería, pues mis indios, lo repito, son idealistas. Comién-dose al francés que había devorado el cadáver de la viejahechicera -de ello estaban persuadidos-la tribu recuperaba .sus perdidas fuerzas espirituales y sus amados secretos demagia, adquiriendo además las potencias diabólicas de estoshombres de cabellos dorados y de ojos azules que manejantan bien las armas de fuego. Todo quedaba en paz y la tribude los conservadores no cabía en sí de gozo.

Pero ¿madama Vignon?, se me preguntará. También vol-viópoco después, con sus vestidos de París, que lleva todavíaen el fondo de la floresta virgen, no pudiendo habituarsea permanecer desnuda. Los indios de su tribu la desdeñanporque es una civilizada ya; es decir, que ha aprendido amentir, que roba los maridos a las demás mujeres y que seniega a bañarse de la mañana a la noche, como sus compa-ñeras, en los sagrados ríos de mi tierra ...

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SACRILEGIO

Fue en esa aldea perua..Tla,en el Bar del Progreso y delCorreo, donde, bebiendo un magnífico aguardiente con saborde uva moscatel, Pancho Rayón aseguró que mañana mismollevaría a cabo su desquite. ¿Por qué le robaba el cura a suFeliciana? Él era novio oficial y había entregado el anillo decompromiso. Se vengaría. ¡Palabra! Pero diez copas bebidasaminoraban la importancia del juramento. Según la costum-bre serrana, cada cual invitó por turno, y como éramos diezlos contertulios, se encandilaban ya los ojos.

-Por estas cruces -dijo Pancho Rayón, besando cere-moniosamente sus dedos índice y pulgar.

Yoinvitéentusiasmado,conelfindevigorizarlosánimos,un aperitivo abrasador, y cuidaba ya del mozo furibundocomo un lad de su caballo.

El Bar del Progreso y del Correo pasa por el centro liberalde aquel poblacho, y claro está que nos regocijamos todos delproyecto; pero el director postal, hombre cuerdo y limeño,opinó que el cura aquel tenía «muchas agallas». Su siniestrafama cundía por toda la comarca. Era uno de esos curas fora-jidos que se enriquecen despojando a los indios. Al parientedel muerto le exigen siempre «tu vaquita», «tu carnerito»,para la católica ceremonia indispensable, pues sin precesni el hisopo de agua bendita los indios continuarán siendoperseguidos en la otra vida. El cura lo había dicho; pintababien, en el púlpito, hablando en quechua, los tormentos delinfierno peruano mucho peores que esta vida miserable.Con poncho y espuelas predicaba el cura, interrumpiendola oración para murmurar al ayudante que no olvidara el

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