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REVOLUCION E IMPERIO – (I) El siglo XVIII había resuelto por una fórmula de equilibrio los dos grandes problemas que se plantean en el orden estructural de las sociedades humanas: el de la potencialidad de los estados y el de su organización política interna. Hasta fines de aquella centuria había sido posible mantener la equivalencia entre las principales potencias europeas y aunar el poder y las instituciones tradicionales con las nuevas fórmulas ideológicas de la Ilustración en el sistema del Despotismo Ilustrado. Pero al entrar en los últimos decenios del Dieciocho, casi todos los gobiernos de Europa combatieron con energía las pretensiones que en lo político, lo económico y lo social reclamaban las clases burguesas y aristocráticas, entre cuyos primates la filosofía enciclopedista había reclutado buen número de adeptos. Formóse de esta manera en la política interior de los estados un plano de discontinuidad, que facilitaba el desencadenamiento de una conmoción revolucionaria. En efecto, apenas traspuesto el umbral del último tercio del siglo XVIII, se plantea el fenómeno subversivo en el mundo colonial británico con el movimiento de independencia de las colonias norteamericanas. Luego, desatada ya la oleada revolucionaria, modula en Francia el cuadro típico de la Revolución, que más tarde irradia por todo el continente y aun vuelve a cruzar el Atlántico para estallar en el largo episodio de la descomposición del imperio colonial español en las dos Américas. Son unos cincuenta años de profundas conmociones sociales y políticas en los que las instituciones tradicionales, representadas por el principio de legitimidad, sufren serios quebrantos ante la acometida de los nuevos postulados racionalistas y liberales. En este cuadro general, y teniendo en cuenta sus precedentes intelectuales, debemos examinar la Revolución francesa, simple episodio, aunque característico por su tipismo morfológico, de un estado general del espíritu humano que se manifestó en todas las naciones del círculo cultural de Occidente. Apreciación muy vulgarizada, aunque falsa, es la de considerar la Revolución francesa y su forma militar y conservadora, el imperio napoleónico, como absorbiendo todos los fenómenos históricos de la época. En realidad, la fase revolucionaria en Francia, si tiene un interés político indiscutible, sólo posee un alcance histórico limitado. Lo importante es la difusión de la ideología revolucionaria en América y Europa antes de 1789, y cómo se impone o pretende imponerse en las más diversas naciones; es, asimismo, la recuperación del espíritu francés y el último intento de Francia de transformar en dominio político su hegemonía cultural en Europa; y, de modo particular, lo culminante en esta etapa de la Historia es la lucha que sostienen Inglaterra y Francia para dirimir, por un siglo, la supremacía colonial y marítima del mundo. Revolución e Imperio, pues; pero no Revolución francesa e Imperio napoleónico, sino subversión general en América y Europa y lucha de Inglaterra para consolidar y ampliar sus posesiones coloniales y establecer su hegemonía económica. Sólo de esta manera se explican las dos paradojas con que se abre y se cierra este período histórico: que la Francia legitimista de Luis XVI apoyara el movimiento revolucionario de las colonias norteamericanas, y que la Inglaterra conservadora de los Wellington y los Canning favoreciera la emancipación de las colonias de España en América. LA INDEPENDENCIA DE LAS COLONIAS BRITANICAS DE AMERICA DEL NORTE La crisis de la política whig en Inglaterra: Jorge III

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REVOLUCION E IMPERIO – (I) El siglo XVIII había resuelto por una fórmula de equilibrio los dos grandes problemas

que se plantean en el orden estructural de las sociedades humanas: el de la potencialidad de los estados y el de su organización política interna. Hasta fines de aquella centuria había sido posible mantener la equivalencia entre las principales potencias europeas y aunar el poder y las instituciones tradicionales con las nuevas fórmulas ideológicas de la Ilustración en el sistema del Despotismo Ilustrado. Pero al entrar en los últimos decenios del Dieciocho, casi todos los gobiernos de Europa combatieron con energía las pretensiones que en lo político, lo económico y lo social reclamaban las clases burguesas y aristocráticas, entre cuyos primates la filosofía enciclopedista había reclutado buen número de adeptos. Formóse de esta manera en la política interior de los estados un plano de discontinuidad, que facilitaba el desencadenamiento de una conmoción revolucionaria. En efecto, apenas traspuesto el umbral del último tercio del siglo XVIII, se plantea el fenómeno subversivo en el mundo colonial británico con el movimiento de independencia de las colonias norteamericanas. Luego, desatada ya la oleada revolucionaria, modula en Francia el cuadro típico de la Revolución, que más tarde irradia por todo el continente y aun vuelve a cruzar el Atlántico para estallar en el largo episodio de la descomposición del imperio colonial español en las dos Américas. Son unos cincuenta años de profundas conmociones sociales y políticas en los que las instituciones tradicionales, representadas por el principio de legitimidad, sufren serios quebrantos ante la acometida de los nuevos postulados racionalistas y liberales.

En este cuadro general, y teniendo en cuenta sus precedentes intelectuales, debemos examinar la Revolución francesa, simple episodio, aunque característico por su tipismo morfológico, de un estado general del espíritu humano que se manifestó en todas las naciones del círculo cultural de Occidente. Apreciación muy vulgarizada, aunque falsa, es la de considerar la Revolución francesa y su forma militar y conservadora, el imperio napoleónico, como absorbiendo todos los fenómenos históricos de la época. En realidad, la fase revolucionaria en Francia, si tiene un interés político indiscutible, sólo posee un alcance histórico limitado. Lo importante es la difusión de la ideología revolucionaria en América y Europa antes de 1789, y cómo se impone o pretende imponerse en las más diversas naciones; es, asimismo, la recuperación del espíritu francés y el último intento de Francia de transformar en dominio político su hegemonía cultural en Europa; y, de modo particular, lo culminante en esta etapa de la Historia es la lucha que sostienen Inglaterra y Francia para dirimir, por un siglo, la supremacía colonial y marítima del mundo.

Revolución e Imperio, pues; pero no Revolución francesa e Imperio napoleónico, sino subversión general en América y Europa y lucha de Inglaterra para consolidar y ampliar sus posesiones coloniales y establecer su hegemonía económica. Sólo de esta manera se explican las dos paradojas con que se abre y se cierra este período histórico: que la Francia legitimista de Luis XVI apoyara el movimiento revolucionario de las colonias norteamericanas, y que la Inglaterra conservadora de los Wellington y los Canning favoreciera la emancipación de las colonias de España en América.

LA INDEPENDENCIA DE LAS COLONIAS BRITANICAS DE AMERICA DEL NORTE La crisis de la política whig en Inglaterra: Jorge III

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Desde que la dinastía de Hannover asumiera la corona inglesa en 1714, el partido whig, detentor del espíritu de 1688, había empuñado las riendas del gobierno del Reino Unido. Sus grandes ,jefes transformaron la isla en la primera potencia mundial: Roberto Walpole la enriqueció; el primer Pitt le dio la victoria en los críticos momentos de la guerra de los Siete Años. Pero medio siglo de poder desgastaron la vitalidad del partido, el cual, hacia 1760, se había disgregado en un número cada día creciente de facciones personales, entre las que el primer ministro, por su altanera intransigencia, abría brechas de recogido odio y puertas de meditado desquite. En tal situación, advino al trono, por fallecimiento de Jorge II, su nieto Jorge III (1760-1820), el primer soberano realmente inglés de la dinastía. Joven, ignorante, obstinado, ansioso de mando e incapaz de ejercerlo -que con tales palabras lo define un historiador inglés reciente-, intentó reivindicar la "prerrogativa regia", esto es, procuró no sólo reinar, sino gobernar. Apoyado por los grupos tories, por sus amigos personales y por los cabecillas de segundo orden del partido whig, el nuevo monarca inauguró una época de crisis para el parlamentarismo y, asimismo, para la potencialidad británica. Su primer acto, en octubre de 1761, consistió en alejar del ministerio al gran Pitt y en confiar la responsabilidad de los asuntos públicos a lord Bute y a sus amigos: lord Egremont y George Grenville, los cuales formaron el llamado inner cabinet. Un ministerio íntimo destinado a responder a los deseos del rey más que a los de la opinión. Bien pudo comprobarse esta tendencia cuando en 1762 desapareció del gabinete el incapaz lord Bute para dar lugar a una situación tory, presidida por George Grenville.

El cambio experimentado en la metrópoli había de tener insospechadas repercusiones en las colonias. Los whigs crearon el Imperio británico, y tenían de él una concepción más flexible que la del puro imperialismo que en seguida impulsó la política de los ministros de Jorge III. En las colonias de poblamiento de América del Norte, surgidas al calor de los principios del self government y enfrentadas con un propio quehacer de expansión americana, los problemas que se planteaban tendrían cabida en el marco del Imperio siempre que éste fuera capaz de mantener una estructura liberal y de reconocer las exigencias particulares de cada uno de sus grupos constitutivos. Después de la experiencia revolucionaria y de. la crisis canadiense de 1840, Inglaterra fue capaz de dar una solución efectiva al problema mediante la fórmula del Commonwealth. Pero setenta años antes, tal solución sólo se presentía en determinadas fracciones del partido whig. De aquí que se planteara el conflicto general que los autores norteamericanos resumen en la frase: libertad e imperio. Libertad para decidir sus destinos particulares, que la Corona quiso vincular a las decisiones del Parlamento británico; imperio para dominar en todo el traspaís americano, que los ministros de Jorge III cercenaban al afrontar con timidez y prevención el reajuste territorial norteamericano. La prohibición de extenderse hacia el Oeste, decretada en 1774, pesó tanto en los destinos de la revolución colonial como las medidas que obligaban a los colonos a contribuir a la liquidación de los gastos de la guerra de los Siete Años.

El conflicto entre Inglaterra y las colonias norteamericanas El tratado de París de 1763 había eliminado la competencia colonial francesa en

América del Norte; las posesiones de la Corona inglesa formaban un conjunto ininterrumpido desde la Bahía de Hudson al golfo de Méjico, a,lo largo de la costa del Atlántico y hasta el valle del Mississippi. En consecuencia, parecía constituir la sólida base de la britanización de todo el continente norteamericano, puesto que el Canadá, la mayor parte de la Luisiana y la península de la Florida habían sido incorporadas a las posesiones inglesas. Sin embargo, veinte años más tarde esa bella esperanza se había esfumado. Las trece colonias inglesas de Norteamérica, después de larga

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lucha, rompieron su dependencia de la metrópoli y se constituyeron en estado independiente, el primero que vio la luz en el Nuevo Mundo.

Circunstancias de orden vario promovieron las discrepancias entre Inglaterra y sus colonias de América del Norte, que luego, transformadas en conflicto político irreductible, desembocaron en el movimiento revolucionario norteamericano. Durante el siglo XVIII las colonias habían progresado en gran escala. En 1760 las habitaba una población, relativamente numerosa, de 1 600 000 personas. Herederos de las tradiciones inglesas y beneficiarios de las mismas prerrogativas que todo ciudadano británico, los colonos norteamericanos gozaban de una libertad política muy superior a la de los pueblos europeos. En cada colonia existía un gobernador, ya nombrado por el rey, ya elegido por los grandes propietarios, cuya autoridad estaba claramente definida y limitada por la carta fundacional de la colonia. Este funcionario estaba asesorado por un Consejo, nombrado por la Corona o elegido por los colonos, cuyas atribuciones eran de carácter complejo, extendiéndose desde los asuntos administrativos a los judiciales y legislativos. En este último aspecto, una Asamblea, nombrada por los pobladores capacitados políticamente, colaboraba en la promulgación de las leyes de interés colonial. Algunas colonias, como Connecticut y Rhode Island, gozaban de una autonomía casi completa. Entre ellas no existía órgano común de acción. Pero los últimos acontecimientos bélicos, en particular la lucha contra los colonos franceses del Canadá y del valle del Ohio, habían contribuido a formar un sentimiento de unidad nacional, capaz de aglutinar a los colonos en la consecución de una empresa de interés colectivo.

La prosperidad económica de esas colonias resalta en todos los documentos conocidos. Las del Norte hallaban en la actividad comercial su campo adecuado de acción, mientras que las del Sur eran en particular agrícolas. En estas últimas, el sistema de grandes plantaciones de algodón, arroz, tabaco e índigo, obligó muy pronto a una diferenciación social entre propietarios y cultivadores, proceso que reforzó el carácter aristocrático que habían tenido desde su fundación. El cultivador libre fue muy pronto substituido por el esclavo de color, tanto por la supuesta baratura de esta mano de obra corno por su adecuación a aquel género de cultivos tropicales. Las cifras de esclavos importados en América del Norte se acrecentaron enormemente en el. transcurso del siglo XVIII; en 1714 se contaban unos 60 000 negros en las colonias meridionales; 193 000 en 1754; 697 000 en 1790. Por el contrario, en el Norte, donde ya en un principio habían imperado formas políticas y sociales bastantes libres, el comercio favoreció la creación de una clase burguesa fuerte, activa e ilustrada, cuyo elemento medio se consideró como el prototipo del perfecto colono norteamericano. Fue esta burguesía la que hizo elevar en grados asombrosos las cifras del comercio exterior de las colonias, que alcanzaban, en 1769, 5 500 000 libras esterlinas, repartidas entre la exportación y la importación. También fue en las colonias septentrionales donde aparecieron las primeras manufacturas, aunque durante el Dieciocho predominó casi exclusivamente el tipo de artesanado y la dispersión de establecimientos industriales. Las ventajas económicas derivadas del comercio explican, en parte, el atraso de la evolución industrial norteamericana, en particular en el ramo de la metalurgia. Pero también es preciso atribuirlo al sistema de monopolio practicado por Inglaterra, cuyos economistas creían firmemente en la conveniencia de mantener el llamado "pacto colonial" y cuyos industriales clamaban para no perder el excelente mercado norteamericano, hacia el que se canalizaba un tercio de su producción. Por esta causa, el gobierno inglés prohibió la introducción de maquinaria en las colonias. Sólo hacia 1770 aparecieron en Pennsylvania y Massachusetts algunas máquinas de tejer.

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Los economistas y gobernantes de la metrópoli consideraron que el .pacto colonial, o sea la importación de materias primas de las colonias y la exportación a ellas de productos manufacturados, había de aplicarse estrictamente si Inglaterra quería saldar el déficit financiero derivado de la guerra de los Siete Años. No en vano se decía que la lucha había beneficiado en primer término a las propias colonias, resolviendo para siempre las amenazas de la colonización francesa en Norteamérica. En consecuencia, el gobierno del tory Grenville decidió por la Revenue Act de 1764 ampliar la lista de los artículos llamados enumerados, o sea de aquellas materias que, procedentes de las colonias o destinadas a ellas, habían de pasar forzosamente por los mercados de la metrópoli y ser transportadas en barcos ingleses. Entre tales artículos figuraban el algodón, el tabaco, el arroz, el azúcar, las melazas y, en general, los utensilios, objetos y materiales utilizados para la construcción naval. Estas restricciones perjudicaban los intereses de las colonias norteamericanas, cuyo tráfico comercial más remunerador era el realizado con las Antillas. A estas islas exportaban pescado en salazón y de ellas importaban azúcar, ron, melazas y otros productos tropicales y esclavos negros. Ni que decir tiene que esa ley restrictiva provocó el desarrollo excepcional del contrabando, que éste fuera perseguido duramente y que los ánimos se excitaran de una y otra parte.

Pero al conflicto económico se agregó, además, la discrepancia política. Al objeto de hacer contribuir a los colonos norteamericanos en la reconstrucción y entretenimiento de la flota, el gobierno de Grenville hizo votar por el Parlamento inglés, en 1765, una ley imponiendo a las colonias una tasa sobre todos los documentos jurídicos (Stamp Act). Esta decisión, completada por una serie de medidas para hacerla cumplir por los colonos, implicaba el reconocimiento de la prerrogativa real, que, como hemos dicho, Jorge 111 tenía empeño en revalorizar. Por lo tanto, fue combatida acérrimamente tanto por los colonos como por los whigs metropolitanos. Los primeros, reunidos en Massachusetts, acordaron oponerse al derecho de sello o timbre, por cuanto, como ciudadanos ingleses, no estaban obligados a satisfacer ningún nuevo impuesto sin el consentimiento de sus representantes en el Parlamento, de los cuales carecían. Esta tesis fue defendida en Inglaterra por uno de los hombres más destacados en el mundo colonial, Benjamín Franklin (1706-1790), y ante el Parlamento por Pitt el Viejo. La legislatura de 1766 abolió la Stamp Act, acto que fue considerado como un triunfo del espíritu liberal de la constitución inglesa. Además, Pitt, nombrado conde de Chatham, fue llevado de nuevo al poder. Pero su gigantesca figura, agotada por los trabajos de su vida, apenas pesó en el gabinete que ostentaba su nombre (1767-1768). El despacho de los asuntos fue confiado a Townshend, un whig que remedó la política tory de Grenville.

Empeñado en reconstituir la marina, Townshend obtuvo del Parlamento la imposición de varios derechos sobre el papel, el cristal, el plomo y el té importados en América (Townshend Acts, 1767). Las tasas eran poco elevadas; pero, a través de ellas, Jorge 111 reivindicaba su prerrogativa real y el principio de que la metrópoli tenía derecho a imponer tributos a sus colonias para contribuir a los gastos ocasionados por su defensa. Análogamente, los colonos se opusieron a pagar dichos impuestos y fundaron asociaciones de no-importación. Entre 1767 y 1770 se libró, por lo tanto, una batalla jurídica y una guerra de principios entre Inglaterra y las colonias; mejor dicho, entre éstas y la autoridad del rey y del Parlamento, que los colonos norteamericanos se negaban a reconocer. Como antes, los jefes whigs estuvieron al lado de los colonos y les apoyaron en sus reivindicaciones.

La ruptura: declaración de Independencia

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La campaña de protesta norteamericana, fomentada por los medios burgueses del Norte y los ricos plantadores del Sur, fue dirigida por una minoría de escritores, publicistas y abogados, prosélitos de la filosofía política de Locke, de los principios deístas y de la concepción racionalista de la naturaleza, además de ser asiduos lectores de las obras publicadas por los enciclopedistas franceses. Entre ellos descuellan las figuras del mencionado Benjamín Franklin; de los Adams, como el anterior naturales de Boston; de Jefferson y de Jorge Washington, ambos de Virginia. El movimiento ideológico de rebeldía fue fomentado en los momentos cruciales por la difusión de las obras de Thomas Paine (Common Sense) y del aludido Jefferson. Este último, típico representante del Old West, logró fundir el egoísmo de los plantadores de tabaco virginianos, cuyas deudas pesaban sobre las cajas de las sociedades londinenses, con el espíritu dinámico y democrático de los pioneers del Oeste. Jefferson fue quien suministró a los futuros revolucionarios los domas de su credo político, resumidos en la obra Summary view of the rights of dogmas América (1774), en la que, negando la soberanía del Parlamento británico sobre las colonias, defendía aún las preeminencias de la Corona respecto a la guerra y los tratados internacionales.

Pero Jorge III había adoptado desde 1770 una actitud inequívoca en los asuntos ingleses. En marzo de 1770 confió el ministerio al tory lord North, quien debía gobernar durante doce años. El nuevo primer ministro era hombre hábil; pero en exceso obsequioso hacia su soberano. En los asuntos de América buscó una solución de compromiso, a cuyo efecto el 5 de marzo de 1770 anuló las tasas de 1767, manteniendo solamente el impuesto sobre el té por la famosa cuestión de principio. De momento la medida apaciguó los ánimos; hasta que habiendo intentado ponerlo en aplicación en 1773, los norteamericanos mostraron por un acto de violencia su absoluta disconformidad con aquella decisión. Tal fue el ruidoso incidente de la destrucción de varios cargamentos de té en el puerto de Boston, en la noche del 2 de octubre de 1773 (Boston Sea party).

A pesar de las advertencias formuladas en el Parlamento por Pitt y Burke, los caudillos whigs, el gobierno de lord North se dispuso a reprimir la protesta de las colonias y declaró rebeldes a los americanos. Jorge III apoyaba a su ministro, ya que del robustecimiento de su autoridad en aquel caso dependía el éxito de su política interior orientada hacia la reivindicación del principio absolutista de la monarquía en Inglaterra. En consecuencia, fueron enviadas tropas a Boston para restablecer la obediencia a las órdenes de la metrópoli. Los colonos resistieron por las armas, y los primeros choques entre el ejército real y las milicias rompieron para siempre la posibilidad de un arreglo amistoso. Los pobladores de Massachusetts formaron un Comité de Salud Pública, el cual reclamó el auxilio de las demás colonias. Reunido un congreso de los representantes de éstas en la ciudad de..Filadelfia (Primer Congreso Continental), la asamblea votó una Declaración de Derechos (5 de septiembre de 1774). En ella se afirmaban de modo categórico los principios políticos en que se había fundamentado la oposición de los colonos. Sin dar todavía un paso definitivo, el Congreso entendía no obedecer a la Corona hasta que hubiesen sido garantizados sus derechos a intervenir en la imposición de tributos y a no contribuir al mantenimiento de un ejército en tiempo de paz. Tales condiciones no podían ser aceptadas por el gobierno de la metrópoli. La lucha continuó, pues, con todas sus sangrientas consecuencias, ensanchando la brecha que separaba unos de otros.

Después de las primeras operaciones militares, iniciadas efectivamente en 1775, el Segundo Congreso Continental, dirigido por el gobierno revolucionario que se denominó The Association, acordó proclamar su separación de la corona inglesa. En Filadelfia, el 4 de Julio de 1776, aprobaba una Declaración de Independencia,

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redactada por Jefferson, en la que se recogían todos los principios formulados anteriormente por las corrientes enciclopedistas. La declaración fundaba la separación de las colonias norteamericanas en las "leyes de la Naturaleza y del Dios de la Naturaleza" y en las verdades "evidentes" de la razón: todos los hombres han nacido iguales; son investidos por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales la vida, la libertady la busca de la felicidad; tienen derecho a derrocar el gobierno si éste se opone al cumplimiento de tales fines*. Era lo que habían defendido durante tantos años Voltaire, Diderot, Rousseaú y Helvetius; pero así como estos tratadistas se habían mantenido en el campo de la especulación teórica y soñaban, en la práctica, con garantizar tan sólo lo que llamaban "pequeñas libertades" (de conciencia y civiles), los norteamericanos realizaban en el terreno de la gran política las ideas del siglo XVIM-fundar un estado regido por la naturaleza y la razón, y no por la legitimidad de derecho divino y los privilegios tradicionales. En consecuencia, su obra señala la primera explosión concreta del movimiento general revolucionario.

La guerra de independencia americana y el auxilio de las potencias legitimistas Las operaciones militares entre las tropas reales y las milicias americanas no condujeron, de momento, a decisiones de importancia. Los efectivos de las primeras eran reducidos, y en su mayor parte constaban de mercenarios alemanes; sus ge-nerales, como Howe, Clinton, Cornwallis, eran militares excelentes; pero no estaban acostumbrados a luchar en un país inmenso, poco poblado y sin carreteras ni vías de comunicación aprovechables para las grandes operaciones estratégicas. En cuanto a los norteamericanos, lo hubieron de improvisar todo: gobierno, ejército, hacienda, administración. Las milicias eran un instrumento valioso como cuerpo auxiliar; pero incapaz de presentar batalla campal y de pasar a la ofensiva. Sólo la constancia, la tenacidad y la fe patriótica de Jorge Washington (1732-1799), que ya se había distinguido como militar durante la guerra de los Siete Años, lograron triunfar poco a poco del desconcierto inicial y conducir los colonos a sus primeros éxitos militares. En 1776 Washington reconquistó Boston y se apoderó de Nueva York; pero luego hubo de batirse en retirada, amenazado por el ejército recién desembarcado del general Howe. Estas tropas pasaron a la ofensiva, y aunque el general americano logró detener su marcha en las acciones de Trenton y Princeton (diciembre de 1776 y enero de 1777), no pudo impedir que se adueñaran de Filadelfia. Sin embargo, Washington se mantuvo en Maryland, cubriendo el acceso de Baltimore, en donde se había refugiado el Congreso. Poco después, el 14 de octubre de 1777, las milicias americanas obtenían un éxito imprevisto y resonante en Saratoga, al obligar a capitular al ejército del general Burgoyne, el cual, desde Nueva York, había marchado por el portillo del Hudson para intentar separar las tropas insurrectas del Norte (general Gates) de las del Centro (Washington).

Saratoga tuvo repercusiones internacionales de suma importancia. Desde los comienzos del movimiento separatista, sus caudillos habían comprendido que no triunfarían sin el apoyo militar y financiero de las potencias europeas enemigas de Inglaterra. Sus miradas se dirigían, naturalmente, a-Francia, la vencida de 1763, que s61o esperaba una ocasión propicia para buscar el desquite de aquella terrible derrota. Por su parte, en el gobierno francés el duque de Choiseul había elaborado, desde los primeros síntomas de ruptura entre Inglaterra y sus colonias, un plan completo para prestar auxilio a los insurrectos; la reforma del ejército y, en particular, el aumento del poderío naval eran condiciones indispensables para

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ello, puesto que era indudable que todo apoyo conduciría a una conflagración armada contra la odiada rival. A mayor abundamiento, el espíritu de las clases burguesas, y aun de las aristocráticas, era favorable a los colonos, en los cuales veían encarnarse el ideal del "hombre de la naturaleza", libre y dichoso, viviendo una existencia patriarcal, al abrigo del egoísmo y la corrupción, de la ambición y la saciedad, practicando las virtudes familiares, con alegría de "corazón", espíritu de "beneficencia" y amor a la "humanidad". Cuando Benjamín Franklin llegó a París en 1776, como enviado especial de los separatistas americanos, los franceses hallaron en su persona el héroe soñado durante tanto tiempo: el hombre austero, ilustrado, sensible, religioso a lo enciclopedista, generoso, constantemente ecuánime, paciente y dichoso en su vida privada. En la Academia de Ciencias, en Versalles, en los salones de La Rochefoucauld, Noailles y Deffand, en la calle y en la corte, Franklin fue agasajado, imitado y escuchado. La sociedad legitimista acogía al representante de la revolución, lo que fomentaba los fermentos subversivos de la Enciclopedia. En este sentido, el movimiento de independencia americano es un factor directo en la preparación del asalto revolucionario francés.

El gobierno de Luis XVI, entregado a los enciclopedistas, se mostró dispuesto desde un principio a auxiliar a los americanos. En un consejo real celebrado en 1776, el ministro del Exterior, Vergennes, substituto de Choiseul, preconizó el apoyo del movimiento revolucionario, tanto para reflejar la simpatía nacional hacia los colonos como para aprovechar en beneficio de Francia las dificultades de Inglaterra. Luis XVI y Turgot, que no deseaban un conflicto, se oponían a toda aventura militar, y querían limitarse al apoyo moral y a una campaña de opinión. Sin embargo, Vergennes obró con despreocupación y energía. Mandó agentes secretos a América, dictó instrucciones a los periódicos adictos, favoreció el contrabando de armas, organizado por el poeta Beaumarchais, y dio su complicidad a la marcha de voluntarios militares, entre los cuales un grupo de oficiales al mando de La Fayette, yerno del duque de Ayen. Al mismo tiempo, presionó a.Holanda para que concediese un empréstito a los insurgentes, y captó para su política al conde de Aranda, que ocupaba entonces el cargo de embajador de-España en París. Aunque las relaciones diplomáticas entre este país e Inglaterra eran muy tirantes, en particular desde el conflicto de las Malvinas en 1770, ocupadas por los británicos contra la oposición armada de España, el gobierno de Carlos III rehusaba prestar auxilio a los americanos, dadas las repercusiones que, si triunfaba, era dable sospechar tendría aquel movimiento revolucionario en las posesiones coloniales españolas en América. Sólo el conde de Aranda, cuyas ideas avanzadas y radicales ya conocemos, pugnaba para hacer cambiar el criterio del gobierno de Madrid y, en efecto, consiguió que los ministros Grimaldi y Floridablanca favoreciesen, en secreto, a los sublevados de la Unión.

En este ambiente, llegó al continente la noticia de la capitulación de Saratoga. El gobierno francés no vaciló un minuto más. En febrero de 1778 firmaba un tratado con la Unión americana, reconociendo la libertad, la soberanía y la independencia de los Estados Unidos, y comprometiéndose a garantizarlas. Inglaterra respondió a aquel pacto rompiendo sus relaciones diplomáticas con Francia; pero muy pronto se dio cuenta de lo crítico de su situación. Por vez primera no contaba con aliado alguno en el continente. Austria, desde luego, formaba bloque con Francia; Federico el Grande de Prusia sentía muchas simpatías por los americanos, y Catalina de Rusia, aunque les odiaba por haberse levantado contra el poder legítimo, no pensaba participar en una contienda de la que no iba a sacar provecho alguno nacional. Así, pues, Inglaterra se iba a enfrentar sola con su enemiga tradicional en los mares, posiblemente auxiliada por España. Para colmo de males, en aquel momento crítico

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murió Pitt el Viejo, el único hombre que era capaz de establecer un último acuerdo entre Inglaterra y los insurrectos.

Sin embargo, el gobierno de lord North se preparó para defender enérgicamente su posición en los mares y las colonias. En el transcurso de 1778, las tropas inglesas se adueñaron de casi todas las plazas francesas en la India, incluso Pondichery; el general Clinton, abandonando el teatro septentrional de operaciones en América, desembarcaba en la Carolina del Sur, y se apoderaba de Charleston, donde dejaba como lugarteniente a Cornwallis. En el mar, la suerte fue equilibrada: la flota inglesa libró un combate indeciso con la francesa en Ouessant, que fue estimado en Francia como un brillante éxito; en las Antillas, los franceses se apoderaron de Dominica; pero perdieron Santa Lucía. El equilibrio de fuerzas y la esperanza de recuperar Menorca y Gibraltar, precipitaron la decisión del gobierno de Carlos 111 de España, el cual, después de asegurarse la neutralidad de Portugal (tratado de El Pardo, mayo de 1778), firmó con Francia una convención militar en abril del año siguiente, que fue interpretada por Inglaterra como un acto agresivo. La lucha, pues, se amplió de modo considerable. Aunque los aliados fracasaron en una tentativa de desembarco en la Gran Bretaña, la campaña de 1779 les fue favorable tanto en América como en la India. Allí los españoles penetraron en la Luisiana oriental y la escuadra del almirante francés D'Estaing se impuso sobre la inglesa en las Antillas, lo que trajo la conquista de las islas de San Vicente y Granada. En el Hindustán, las tropas indígenas del rajá de Misore, Haider Alí, encuadradas por oficiales franceses, empezaron la conquista del Carnatic, que fue proseguida con brillante éxito en el curso del año siguiente.

Momentos tan graves no fueron compensados por la victoria de la flota inglesa del almirante Rodney sobre la española a la altura del cabo San Vicente, lo que permitió reavituallar la plaza de Gibraltar, asediada por el ejército de Carlos III. Lord North se resolvió a utilizar un supremo recurso: la guerra general en corso. Prohibió todo tráfico con los Estados Unidos y estableció el bloqueo sobre la base de que podía confiscarse cualquier mercadería destinada al enemigo, aunque fuera transportada en buque de pabellon neutral. Contra tamaña vulneración de las normas del corso marítimo y del bloqueo, protestaron Francia y los Estados Unidos; pero también las potencias neutrales manifestaron su disconformidad contra la medida del gobierno inglés, atentatoria para sus derechos. El ministro de Dinamarca, conde Andrés Pedro Bernstorff, propuso la fijación de las leyes del corso y del bloqueo, de modo que la navegación neutral quedara garantizada. La sugerencia fue recogida por el gobierno de Catalina de Rusia, el cual propuso la formación de una liga armada para proteger el tráfico marítimo. A ella se adhirieron, en el verano de 1780, Rusia, Suecia y Dinamarca, y, en 1782, Portugal. Holanda entró en la liga en enero de 1781; pero algunos días antes habíase visto obligada a participar en la contienda en contra de Inglaterra. La burguesía republicana, simpatizante con los americanos, enemiga del monopolio comercial inglés y opuesta al gobierno autoritario del estatúder Guillermo V, negóse a aceptar las exigencias del gobierno británico, interesado en que Holanda declarara la guerra a los aliados. No aceptando tales condiciones, Inglaterra se apresuró a romper las hostilidades con Holanda, para evitar la llegada de los auxilios que ofrecían los neutrales a este Estado.

Inglaterra corría a su perdición. Luchaba sola contra todo el mundo, contra las potencias marítimas occidentales, Francia, España y Holanda, y la liga de los "neutrales armados", Rusia, Suecia y Portugal. No es, pues, de extrañar que los reveses se sucedieran hasta llegar casi a la catástrofe. En la India, el almirante francés Suffren se impuso sobre la escuadra inglesa de Hugues en el curso de 1780 a 1782, aprovisionó las plazas amenazadas y se apoderó de Negapatam y Trinquemalé; en el Mediterráneo, Menorca fue reconquistada por los españoles

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(1782) y Gibraltar seriamente amenazada; en el Mar del Norte, los holandeses lograron equilibrar la lucha en la batalla naval de Dogger-Bank; en fin, en América, el general Cornwallis, con un ejército de 11 000 hombres, fue rodeado, por tierra, por las tropas americanas, al mando de Washington y La Fayette, y las francesas, acaudilladas por Rochambeau, mientras que la escuadra del conde de Grasse cerraba el acceso a la bahía de Chesapeake. Cornwallis tuvo que capitular en Yorktown el 19 de octubre de 1781.

Esta derrota indujo a lord North, quien desde hacía tiempo estaba convencido de la inutilidad de los esfuerzos de Inglaterra, a presentar su dimisión al testarudo Jorge 111. Para éste llegó el "día fatal" de acudir a un ministro whig, cuyas condiciones eran el restablecimiento íntegro del papel del Parlamento y el fin del conflicto mediante el reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos. Los éxitos del general Elliot, al defender brillantemente la plaza de Gibraltar frente a las durísimas acometidas de los españoles, y del almirante Rodney, que destrozó a la flota francesa de Grasse en Les Saintes, cerca de Guadalupe (1782), salvaron el honor de las armas inglesas en mar y tierra. Inglaterra, perdida la guerra, podía firmar una paz digna, aunque evidentemente dura.

Versalles, 1783: reorganización mundial y afirmación revolucionaria La paz firmada en Versalles el 3 de septiembre de 1783 entre las potencias beligerantes, con excepción de los Estados Unidos que habían establecido un tratado separado con Inglaterra nueve meses antes, tiene dos aspectos distintos. Por un lado, significaba un retroceso en el camino emprendido por Inglaterra desde mediados del siglo XVII para hacerse con el dominio de los mares y la hegemonía colonial, hasta el punto de que los propios tratadistas británicos la consideran como el fin del "primer imperio" inglés, apoyado principalmente en América. En efecto, además de reconocer la independencia de las trece colonias de la Unión y la integridad de su territorio, extendido del Atlántico al Mississippi, Inglaterra reconocía a Francia el derecho de fortificar San Pedro y Miquelón, a la entrada del golfo de San Lorenzo, y cedía Florida a España. Esta nación devolvía a Francia la Luisiana occidental. Sólo el Canadá, la adquisición de 1763, quedaba en poder de Inglaterra. Prácticamente, por tanto, se veía anulada en América del Norte.

Otras cesiones fueron menos importantes. España recobró Menorca; pero no pudo hacerse devolver Gibraltar, que en aquel tratado fue reconocido formalmente como posesión inglesa. Francia obtuvo las islas de Tobago y Santa Lucía, en las Antillas, y el Senegal, en Africa. En cambio, Holanda perdió Negapatam y reconoció a Inglaterra plena libertad de navegación en el indico. Esa potencia fue la que salió más quebrantada de la guerra, en particular por el aniquilamiento de su floreciente comercio, que nunca más pudo recobrar su antiguo esplendor. España demostró su rejuvenecimiento económico y militar, y Francia pudo aspirar a la reconquista de su antigua influencia en la India. Sin embargo, el hecho revolucionario había de abatirse muy pronto sobre ambas naciones y consumir sus energías en un proceso de disgregación interna.

El triunfo de la ideología revolucionaria, de la razón sobre la tradición y de la voluntad nacional sobre la legitimidad, es el segundo aspecto que ofrece este tratado. Las potencias legitimistas habían reconocido la legalidad de una insurrección, aplaudido los principios proclamados por los ciudadanos de la Unión y contribuido a difundirlos en el seno de sus mismas masas nacionales. Fue un error de gravísimas consecuencias, en particular para España, puesto que muy pronto se

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habían de levantar en sus propias colonias voces de emancipación, alentadas por el estímulo y el ejemplo de los Estados Unidos.

Además del ejemplo revolucionario, la Unión dio a cuantos apetecían un nuevo orden basado en los principios racionalistas y enciclopedistas, una serie de tipos constitucionales y políticos a imitar. En 1778, en plena guerra, el Congreso había promulgado la ley de Confederación, primera tentativa para constituir un bloque político homogéneo de aquellos trece Estados que entre sí tenían pocas afinidades, a excepción de la lengua, la cultura y un cierto sentido de pertenecer a una misma colectividad humana. Pero esta fórmula política dio escasos resultados, pues la guerra y la posguerra exigían un poder central fuerte y repugnaban la pura imagen de un gobierno sin atribuciones. Cuando Washington y los hombres de Estado responsables tuvieron que hacer frente a los problemas de la reconstrucción nacional, recurrieron a la aproximación de los dos partidos políticos que se habían constituido: los republicanos, partidarios de conservar la independencia política y administrativa de los estados, y los federalistas, deseosos de un gobierno central eficiente. De los primeros Jefferson era el más prestigioso jefe; de los segundos, Hamilton. El acuerdo entre esos dos grupos viene expresado por la Constitución de 17 de septiembre de 1787, que entró en vigor el 4 de mayo de 1789, la primera carta constitucional escrita que reguló la forma de gobierno de un país.

Las ideas enciclopedistas hallaron en la labor de la Convención constituyente ancho campo de aplicación. Los empiristas y liberales ingleses y los tratadistas políticos franceses, los Locke, Mostesquieu y Rousseau, fueron abundantemente utilizados. Los convencionales partieron del principio de la soberanía nacional, espresada directamente en la Cámara de Representantes, elegidos por sufragio general cada dos años, y de modo indirecto en un Senado, compuesto de dos senadores por cada estado, designados por el Parlamento respectivo para un período de seis años. Al mismo tiempo, cada cuatro años se habían de elegir en cada estado tantos electores presidenciales como el número de representantes y senadores respectivos, al objeto de proceder a la designación del presidente de la Federación. Este recibía vastas atribuciones en el orden ejecutivo, hasta el punto de que sus colaboradores fueron llamados secretarios y no ministros, lo que respondía a la concentración de poderes en su persona. Por otra parte, la institución de un Tribunal Supremo, encargado de dirigir la administración general de justicia y de declarar la conformidad o improcedencia de las leyes votadas por las Cámaras, establecía el tercer elemento de la constitución, basada, según los principios de Montesquieu, en la completa separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

La carta constitucional norteamericana combinaba, afortunadamente, la autonomía de los estados y la unidad esencial de la Federación. Sin embargo, en el transcurso de la evolución futura de los Estados Unidos, ese principio dualista había de ser causa de graves crisis políticas.

EL MOMENTO REVOLUCIONARIO Hacia 1770 acaba la gran batalla librada por los enciclopedistas franceses contra

los principios constitucionales del Antiguo Régimen con una completa victoria para la causa que defendían. Los muros que resguardaban la Tradición aparecen forzados; los baluartes, dominados; ya sólo resiste la ciudadela, cuya guarnición, en gran parte, simpatiza con los asaltantes. La nueva generación que entonces va a tomar su sitio en la Historia, bebe ávidamente en las fuentes de la filosofía y la política de la

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Ilustración; es la que aplaude los principios y los éxitos de los colonos norteamericanos, en lucha por su independencia; es la que va a dejarse dominar por el vértigo revolucionario, por la transformación radical que, según sus esperanzas, va a proporcionar al hombre la felicidad sobre la tierra. Ilusiones vanas, pero poderosas, que embriagan los sentidos, tensan los ánimos y preparan a todos para el cambio trascendental que se prevé inminente. La burguesía, en particular, considera llegado su momento histórico, y afirma claramente su voluntad de imponerse en la dirección y ordenamiento del Estado.

La ola revolucionaria es tan poderosa que rompe con lo antiguo, no sólo en el campo de las aplicaciones prácticas de la política nacional, sino también en las especulaciones de la alta intelectualidad. Mientras en muchos países la población se deja llevar por el camino de la violencia en el proceso típico del revolucionarismo político, en las esferas de la economía, del pensamiento y de las artes impera un nuevo criterio, tan subversivo en sus postulados como la algarada callejera. De unas y otras manifestaciones, que se unen para formar un solo momento revolucionario, van a surgir las directrices de la Europa del siglo XIX.

La definición del librecambismo y del utilitarismo En 1776 apareció en Inglaterra un libro de Adam Smith titulado: Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones. Su autor (1723-1790) había nacido en Escocia y se había educado en las universidades de Glasgow y Oxford. Después de consagrar parte de su vida al profesorado, entró al servicio del duque de Buccleuch, en concepto de preceptor. Con él viajó por gran parte de Europa, teniendo ocasión en tales viajes de ampliar sus conocimientos en materia económica. En Francia se puso en relación con los círculos fisiocráticos, con cuyos prohombres discutió los principios de la orientación y vida económica de los estados. De regreso a Inglaterra formuló sus teorías en el libro indicado, en donde cristaliza el espíritu liberal y naturalista que había informado la evolución histórica británica desde la revolución de 1688. Los progresos técnicos en la agricultura y la industria, las nuevas concepciones comerciales y el espíritu filosófico de la Ilustración, se reflejan claramente en la obra y teoría económicas del fundador del librecambismo.

Adoptando una posición adversa a las doctrinas mercantilistas, Smith combatió, como los fisiócratas, la errónea concepción de que la riqueza de las naciones consistía en la acumulación de numerario y metales preciosos; pero más audaz y observador que los fisiócratas, estableció que la base de la riqueza tampoco residía en la agricultura, sino pura y simplemente en el trabajo individual. La actividad económica de un país, en consecuencia, era la suma de los esfuerzos de los trabajos individuales, manifestados en los diversos campos de la producción y el comercio de mercancías. Una ley "natural, justa y espontánea" promovía en el hombre el deseo de procurarse el bienestar mediante la acumulación de bienes de trabajo, lo que repercutía, en último extremo, en beneficio de toda la nación. El individualismo económico no conducía, según él, a posiciones antagónicas entre los productores, ya que la división del trabajo y la cooperación en la elaboración de una materia suscitaban una amplia corriente de comunidad de intereses. De la misma manera, leyes "naturales" concurrían en la formación del capital, derivado simplemente del ahorro, y en la fijación del valor de los objetos, regulado por el coste de la materia prima y el del trabajo empleado en confeccionarla; pero, en último término, por la ley de concurrencia en el mercado, denominada "de oferta y demanda". En definitiva, la riqueza de las naciones consistía en el acrecentamiento de los productos y de los objetos de cambio.

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Para la valoración histórica de la obra de Smith son más interesantes que estas deducciones de índole estrictamente económica, sus conclusiones sobre la relación del productor y el comerciante con el Estado. Desde el Bajo Medioevo la vida económica había sido regulada por las autoridades municipales o nacionales, en los complejos que hemos denominado premercantilismo y mercantilismo.

Smith, llevando a sus últimas consecuencias los postulados formulados por la escuela fisiocrática francesa, proclamó la plena libertad económica, el derecho del hombre de disponer libremente de su trabajo y la ineptitud del Estado como ente económico. Para ese economista inglés, que tenía ante sus propios ojos tantísimos ejemplos de iniciativa individual, era un derecho sagrado e intangible del ciudadano el de utilizar la fuerza y destreza de sus manos y de su intelecto a su libre albedrío. Por lo tanto, debían suprimirse cuantas restricciones se opusieran a este desarrollo, y los agricultores, comerciantes e industriales habían de poder organizar sus haciendas y negocios como bien les pareciera. La supresión de aduanas, el libre cambio entre las naciones, la busca de mercado más barato para la adquisición de materias primas y más remunerador para la colocación de los productos manufacturados, tales debían ser los principios internacionales. En el interior, el Estado había de limitar su actividad a una función jurídica, al cuidado moral de los ciudadanos, a la administración de la hacienda pública y a la defensa del territorio nacional.

Las Investigaciones de Smith señalan un momento crucial en la trayectoria económica de las naciones, puesto que su doctrina rompía con una tradición de seis centurias. En este aspecto, aunque en otros sea más moderado de lo que se le juzga, tiene un carácter significativo de obra revolucionaria. Al nacionalismo y corporativismo económicos anteriores, oponía el universalismo y el individualismo; a la ordenación, la libertad de trabajo; al régimen proteccionista, el librecambismo. Smith ponía un instrumento ideal en manos de Inglaterra y de las clases burguesas de principios del siglo XIX. Pero una arma también peligrosa, que iba a degenerar, en el gran capitalismo, en una opresión de las economías nacionales pobres y de las grandes masas de los productores industriales.

Concordante con las ideas de Smith, jeremías Bentham dio, en 1780, las consignas del utilitarismo en su famosa obra Introducción a los principios de la moral y de la legislación, publicada en el año crucial de 1789. Rehusando toda moral de índole religiosa, rehuyendo cualquier principio filosófico, Bentham esperaba el legislador que impondría la reforma social, política y económica de la sociedad, que "fabricaría la felicidad por obra de la razón y la ley". La búsqueda del módulo social le condujo a la valoración de los placeres y las penas, según él lo único conmensurable. En consecuencia, el principio que había de regir la moral y la legislación era el de la utilidad, el provecho y el placer dimanante del trabajo, fórmula que resumieron los seguidores de Bentham en la notoria divisa: "el mayor bien para el mayor número".

El criticismo kantiano El momento revolucionario de fines del siglo XVIII tiene una plasmación

impresionante en la obra de Manuel Kant (1724-1804). Nacido en Kónigsberg, en una familia humilde, cursó sus estudios en aquel centro universitario, y su vida se vinculó por completo a la Universidad desde que profesó en ella, como auxiliar en 1755 y como numerario en 1770. Aparece, pues, como fruto cabal de la renovación universitaria alemana, que con tanto ímpetu se había iniciado a principios del siglo XVIII y que, en lo sucesivo, había de unir de nuevo la cultura y la ciencia a los

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centros de alta enseñanza. Ningún exponente mejor que Kant del nuevo rumbo que tomaba la Universidad en su lucha para la readquisición de la primacía docente europea.

Crecido en el ambiente del pietismo prusiano, fue influido en sus primeros años por el espíritu ilustrado que preponderaba en las universidades alemanas; personal-mente se consideró como un representante de la filosofía de la Aufkhirung, cuyos cimientos había echado Wolff años antes. Sin embargo, la influencia de Hume y de Rousseau y su propia inclinación sentimental le situaron en la corriente idealista que avasallaba la Alemania de fines del Dieciocho. Kant fue racionalista, y legítimo heredero, en este sentido, de Descartes; pero, en cambio, sus pensamientos destruyeron los mismos principios filosóficos, morales y religiosos difundidos y propugnados por la Ilustración.

En su etapa inicial de pensador, Kant dividió sus actividades entre dos campos distintos: las especulaciones filosóficas y metafísicas, que se han dado en llamar precríticas, y la divulgación de conocimientos de tipo cientificopopular, estéticos y morales. En 1781, después de un largo período de meditaciones, Kant publicó su obra cumbre, Crítica de la razón pura, seguida, posteriormente, de Crítica de la razón práctica (1788), Crítica del juicio (1793), Metafísica de las costumbres (1797) y otras obras sobre los principios de la ciencia, la religión y la moral que completaron y definieron su sistema. Este representa una ruptura total con la vieja filosofía, que arrancaba de la misma antigüedad clásica. Para Kant, los juicios sintéticos podían ser de dos clases, según derivasen o no de la experiencia. Estos últimos, obtenidos a priori, se investigaban mediante el método que denominó "trascendental" (fuera de los límites de la experiencia), por el que todo conocimiento se ocupaba más del modo humano de conocer los objetos que de los mismos objetos. En consecuencia, la. crítica tomaba amplios vuelos, ya que ella sola definía las condiciones en que podían formularse las reglas de posibilidad y límites del conocimiento.

Desde tal punto de partida, Kant afirmó la imposibilidad de aprehender científicamente lo que la antigua Metafísica llamaba los últimos principios del ser: alma, mundo, inmortalidad, Dios. En cuanto a la Filosofía, había de limitarse a la fundamentación de las ciencias y transformarse en la doctrina de los principios de la Teoría del Conocimiento. Entre esos principios, admitidos como básicos por su generalidad y necesidad, existen dos, el espacio y el tiempo, que, como formas de sensibilidad, se hallan en el fondo de toda intuición apriorística. A su lado forman doce conceptos puros del entendimiento o principios lógicos, que Kant, siguiendo a Aristóteles, designó como categorías: unidad, pluralidad, causalidad, necesidad, realidad, universalidad, etc. De la combinación del pensamiento y la sensibilidad nace el conocimiento científico, que descansa en las leyes fundamentales de la razón pura. Conocimiento puramente subjetivo, idealista, en tanto que se formula en el yo individual.

La negación de la Metafísica tradicional no implicaba en Kant la de los principios considerados como trascendentales, y aun su sistema era el más firme ariete contra el materialismo y el ateísmo racionalista, en tanto que demostraba la imposibilidad científica de razonar sobre los últimos fines y establecía que éstos, como la idea de Dios, eran tendencias espirituales ineluctables del espíritu humano. Pero, en cambio, sólo admitía que tenían valor como "postulados" de la razón práctica. Kant, que había negado la posibilidad metafísica de demostrar la libertad de la voluntad humana, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, erigía estos tres postulados como exigencias básicas de la conciencia moral del hombre. El deber, lo bueno y lo malo, la norma moral, habían de fundarse en los "imperativos", hipotéticos o categóricos, según obligasen condicional o taxativamente. Estos imperativos categóricos,

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valederos por su universalidad, tenían como definición básica: procede de modo que la máxima de tu voluntad pueda servir en todo momento como principio de una regulación universal.

La acentuación de la libertad humana, como derecho innato frente a todos los derechos especiales, regulado únicamente por la ley moral, revela de modo claro los contactos históricos del pensador de Königsberg. Fue un verdadero representante del liberalismo inicial, el hombre que no ocultó sus simpatías por los americanos, ni por los revolucionarios franceses de primera hora; el entusiasta de Rousseau y de la "Declaración de los derechos del hombre". Sus especulaciones éticas dieron las normas esenciales para cuantos quisieron guiar sus acciones por los principios criticotrascendentales de la razón humana.

El "Sturm und Drang" La corriente naturalista suscitada por Juan Jacobo Rousseau en Francia, halló en todas partes un eco profundo, puesto que respondía a la misma reacción de los espíritus selectos contra la aridez de la filosofía, la estética y la moral de la Ilustración. En, Inglaterra, Percy recogió las viejas composiciones musicales y canciones populares; Ossian halló excelente acogida a sus baladas inspiradas en motivos célticos; Collins, y especialmente Gray, predicaron el retorno a la naturaleza y a la simplicidad, y demostraron a la gente lo agradable de la lírica sentimental de los poetas y dramaturgos de la época Tudor. La misma corriente de superación de las fórmulas rígidas de la Enciclopedia, se desarrolló en Alemania en grado extraordinario, robusteciendo la ya poderosa movilización ideológica del preidealismo. La toma de contacto con la naturaleza indujo a la gente a releer la Biblia, las obras de Homero y los eddas nórdicos, en los que se veía la encarnación del espíritu nacional de los respectivos pueblos. Shakespeare fue celebrado como un genio incomparable. Hamann y Herder habíanse ya inclinado hacia la nueva concepción ideológica; pero su victoria fue debida a uno de los hombres de mayor inteligencia y gusto de que pueda enorgullecerse la humanidad, Wolfgang Goethe (1749-1832), cuando logró hacer triunfar clamorosamente su drama histórico Gótz von Berlichingen (1773).

La generación de Goethe acentuó en sus primeros años de actividad la nota sentimental sobre la concepción racionalista, la intimidad particular de cada individuo sobre las normas fijas generales y externas. En Lavater y Jung-Stilling se transforma en un trazo misticoprofético. Entonces fue revalorizado Spinoza, que influyó profundamente en la juventud alemana. Jacobi pretendió fundamentar la filosofía en una concepción sentimental de la vida. En la melancolía de las vibraciones espirituales buscaron nuevos acordes para su lira no sólo Goethe, sino los asociados de Gotinga, Hólty, Von Bürger y Voss. Las desventuras del joven Werther (1774), apología del sacrificio en el amor, provocaron un sinfín de réplicas y tuvieron una influencia suma en la sociedad contemporánea. Los literatos se dieron a la prosa, porque en ella encontraban una forma "natural" de expresión, capaz de reflejar adecuadamente los sentimientos. La maestría en este aspecto correspondió a Schiller (1759-1805), otra gran figura del idealismo alemán, el cual, en varias de sus obras, de carácter histórico o costumbrista, logró reproducir cabalmente los sentimientos difusos de una generación que se ha denominado, no con mucha exactitud, del Sturm und Drang (1770-1785). En síntesis, no se trata más que de la revuelta del individuo contra la sociedad, del espíritu indisciplinado contra las normas tradicionales de la vida. En esta actitud hay que buscar los orígenes del

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Romanticismo, corriente que había de ser tan poderosa en la literatura, el arte y la política a principios del siglo XIX.

Pero las poderosas sugerencias que llegaban de la antigüedad clásica, esta vez bebidas directamente de Grecia, retardaron por algún tiempo la plena floración del romanticismo. En literatura Goethe y Schiller aceptaron entusiasmados las nuevas formas que resolvían su intranquilidad pasional en un aparato externo majestuoso, bello y digno. El primero se entregó a este nuevo clasicismo en su Ifigenia; el segundo, en su Don Carlos. Así estos dos genios lograron canalizar el idealismo alemán hacia cauces conservadores, aunque nunca pudieron desmentir su procedencia subversiva. En religión, Goethe practicó un sistema de panteísmo olímpico; en moral, Schiller fue el difusor de la ética kantiana, y, como Kant, buscó en la educación estética del hombre la garantía del uso razonable de la libertad.

A la misma corriente idealista y revolucionaria pertenece la obra de Luis van Beethoven (1770-1827), el maestro de la sonoridad incomparable y de los grandes atrevimientos sinfónicos, el forjador del nuevo gusto musical, el romántico que hizo época en la historia de la música. La grandiosidad de sus composiciones tiene el mismo valor representativo que el de la obra de las más importantes figuras históricas de la época, un Napoleón, por ejemplo.

El Neoclasicismo Iniciados los descubrimientos de las ruinas de Pompeya y Herculano, se desencadenó en Occidente un poderoso estímulo hacia el mejor conocimiento de la antigüedad clásica, cuyo contenido apenas había sido rozado por el Renacimiento. Fue entonces cuando se llegó a la conclusión de que aquélla había sido sólo un eco prolongado, en Roma, de la admirable cultura griega. Atenas se irguió en adelante como faro estético y cultural, un modelo digno de imitar, no menos que las virtudes cívicas de los republicanos romanos. Las obras de Wincke1mann, Lessing y Schiller acabaron de reafirmar en Occidente el triunfo del Neoclasicismo en el arte y en la mentalidad de la época. Hecho tanto más revolucionario cuanto ahora, buceando en los orígenes de la cultura mediterránea, se prescindía por completo del Cristianismo; o bien se le atacaba, como hiciera, según hemos dicho, el historiador inglés Gibbon.

La difusión del Neoclasicismo por Europa parece constituir, sin embargo, una de las mayores paradojas artísticas. El arte severo de Luis XVI puede interpretarse como una simple reacción contra el afiligranamiento del Rococó; pero ya es más difícil situar las algaradas y los motines populares, los hechos de la Revolución francesa y las conmociones de la época napoleónica en el cuadro severo, de líneas perfectas y gusto depurado, del Neoclasicismo. Los revolucionarios franceses y Napoleón gesticulan, hablan y piensan a lo grecorromano; sus éxitos son celebrados a la antigua, y los cadáveres de los muertos ilustres van a parar al Panteón. Quizá se trate de que jamás la Humanidad se creyó tan alejada de lo medieval y nunca la historia de las libertades de la Grecia clásica y de la República romana causaron tamaña impresión en las sociedades occidentales. Es posible, también, que los artistas expresaran sus deseos de estabilidad y orden en un mundo que se desplomaba. Lo cierto es que no existe correspondencia formal entre el fondo revolucionario del sansculotismo que asciende a la Historia y la expresión artística de un aristocratismo que ha perdido la jerarquía que le correspondió en el Antiguo Régimen.

En Francia, en España, en Inglaterra, en la Europa central y en América del Norte el Neoclasicismo se impone y triunfa. Ora servirá para expresar, como en el Capitolio

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de Washington, los ideales de una sociedad que ve su revolución como un triunfo de las utopías republicanas antiguas, ora como en el Arco de Triunfo, de París, las glorias militares del hombre que pretendió hundir la Europa del Antiguo Régimen. La discrepancia entre el arte y el artista, entre lo expresado y la vida real de la sociedad de la época, se pone muy de manifiesto en la persona y la obra de Luis David (1748-1825), el pintor frío y académico de las grandes composiciones históricas, no exentas de inspiración, y el hombre que se adhirió al Terror, luego a Napoleón y siempre fue consecuente en su ideología revolucionaria. Más adecuado al momento revolucionario se halla, indudablemente, el español Francisco de Goya, contemporáneo, casi año por año, de David (1746-1828). Este extraordinario genio libróse por completo del academicismo decadente de las escuelas y reflejó en sus telas o en sus grabados la realidad trágica, cruel y despiadada de la época. Para Goya, reyes, duquesas y grandes personajes de la corte fueron simples hombres y mujeres, sin aquella aureola de majestad con que Velázquez y los Coello, por ejemplo, habían sabido rodear las figuras menos favorecidas de sus modelos. En sus aguafuertes, Goya revela todas las quimeras indescifrables del hombre que registra el derrumbamiento de una sociedad, y ni que decir tiene que recoge en sus cuadros relativos a la guerra de la independencia española la trágica verdad panorámica de aquel ambiente, los rasgos torvos, duros y siniestros de la contienda entre dos mundos, tan alejados de las "coronaciones" y "entregas de águilas", que constituían los temas favoritos de David.

Los sucesos revolucionarios en Holanda, Bélgica y Suiza La tensión de los espíritus en Occidente se revela, antes de la Revolución francesa, no sólo en el movimiento de independencia americano y en la floración de una literatura revolucionaria, sino también en los hechos insurreccionales registrados en Holanda, Bélgica y Suiza. Las causas que los produjeron son de índole varia, y en sus procesos respectivos no existe todavía una clara diferenciación entre el tipo antiguo de levantamiento y el moderno de revolución. Sin embargo, todos ellos son sumamente sintomáticos y permiten abarcar la amplitud de la oposición de los espíritus al orden tradicional europeo.

Sabemos que desde la misma iniciación de su vida estatal existía en Holanda una oposición política pronunciada entre la burguesía republicana de las ciudades de la costa y los estatúders de la casa de Orange, partidarios de las fórmulas monárquicas autoritarias. Después de varias alternativas, que no creemos preciso recordar, el siglo XVIII había registrado el triunfo del estatuderato, cuando Guillermo IV (1747-1751) adquirió, en 1747, el poder ejecutivo de las más importantes prerrogativas reales (pág. 61). A pesar de ello, bajo el gobierno de su sucesor, Guillermo V (1751-1795), la burguesía republicana se vio con arrestos suficientes para intentar oponerse a la ampliación de los principios absolutistas, a la que el estatúder era empujado por su esposa, Guillermo de Prusia, y su tío, Luis de Brunswick, jefe indiscutido del gobierno. En la preparación espiritual del movimiento participaron las viejas ideas sobre el gobierno autónomo de las Provincias y la nueva ideología divulgada por los filósofos enciclopedistas franceses, aceptada por la burguesía de Amsterdam y Utrecht y la nobleza de Güeldres. Así se constituyó el partido de los "patriotas", dirigido por el triunvirato de los pensionarios de Amsterdam, Dordrecht y Haarlem.

Los triunviros no pretendían abolir el estatuderato, sino separar del cargo las atribuciones de gobierno que había ido absorbiendo; su ideal era llegar a una fórmula constitucional semejante a la inglesa, en que los Estados Generales desempeñasen su antiguo papel legislativo. El fracaso de las operaciones militares en la guerra

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contra Inglaterra, en la que Holanda, como hemos visto, participó al lado de Francia y España, dio alas a los "patriotas" para intentar la realización de sus planes. A partir de 1783 la burguesía, que contaba con el apoyo de Francia, organizó más o menos veladamente la insurrección. Formáronse cuerpos de gente armada para la defensa de las "libertades". En 1784 el duque de Brunswick se vio obligado a dimitir; luego, el propio Guillermo V fue despojado de sus atribuciones de capitán general; finalmente, en 1787, los patriotas de Amsterdam nombraron una comisión soberana, en la que recaía la plena autoridad de la provincia.

Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, Guillermo V, que se había refugiado en Güeldres, pidió la intervención armada de su cuñado, Federico Guillermo II de Prusia. Este, celoso defensor de la legitimidad, acudió en ayuda del estatúder, en el primer acto de mutuo apoyo de las monarquías del Antiguo Régimen que debía registrar la Historia. No habiendo accedido los "patriotas" a los requerimientos del rey de Prusia, 20 000 hombres cruzaron la frontera holandesa y en poco tiempo se adueñaron de Amsterdam. Guillermo V fue restablecido en su autoridad, mientras los "patriotas" huían a Francia, en número de 40 000, aproximadamente (1787). Así, con tanta facilidad fue sofocado el primer acto de la agitación revolucionaria en Europa.

Pocos años antes, los pobladores de Flandes se habían levantado contra las medidas impuestas por José II de Austria en el gobierno y la constitución religiosa del país. Ciertamente que el emperador era un hombre adicto a las fórmulas enciclopedistas, y que, por tanto, el movimiento insurreccional belga puede interpretarse como uno de los tantos alzamientos que en los Tiempos Modernos se habían producido para oponerse a la ampliación de los poderes de la monarquía absoluta. Flandes, en efecto, vivía en régimen semimedieval, tal como había salido de la lucha sostenida en tiempos de Felipe II. Nada substancial había variado, salvo que, en el curso del siglo XVIII, la burguesía flamenca había recuperado gran parte de su potencialidad económica que perdió a principios del siglo XVII. Esta burguesía, animada de un espíritu semejante al de la holandesa, no tenía motivos para oponerse a una autoridad benévola, tradicional y, sobre todo, muy alejada del país. Pero cuando José II quiso alterar las normas constitucionales (1785), de conformidad con la política de centralización y absolutismo omnipotente que le era cara, los flamencos se alzaron en armas y mantuvieron su posición hasta que Leopoldo II les otorgó las compensaciones políticas y religiosas deseadas. Al levantarse para la defensa de sus libertades tradicionales, los belgas y flamencos cobraron conciencia de su personalidad histórica nacional y, como es lógico, recurrieron a las fórmulas políticas revolucionarias en boga. La constitución de unos "Estados Unidos de Bélgica" revela de modo claro la difusión de las ideas americanistas.

La situación era diferente en Suiza. Desde que había sido reconocida como entidad estatal independiente por el tratado de Westfalia, Suiza se había apartado de los conflictos generales europeos. Esta política de abstención había permitido el desarrollo de su economía, favorecido por la introducción de manufacturas de diversa clase. La prosperidad económica general, el florecimiento de la pequeña burguesía y la actividad intelectual, reflejada en nombres tan conocidos como el del historiador Juan de Müller, el pedagogo Pestalozzi, el poeta Lavater y el escritor Juan Jacobo Rousseau, provocaron un desequilibrio entre las exigencias políticas de la burguesía y el gobierno de la oligarquía aristocrática que gobernaba en los cantones. La oligarquía era particularista, mientras que la burguesía se manifestó demócrata y consciente de la comunidad nacional suiza. Frecuentes alteraciones tuvieron lugar en el transcurso del siglo XVIII. La más importante de ellas fue la registrada en 1782 en Ginebra, cuando los burgueses arrojaron del gobierno a los "negativos" (oligarcas).

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La aristocracia reclamó el auxilio de Francia, Saboya y Berna. Un cuerpo de tropas bastante nutrido restableció la legitimidad en el cantón ginebrino. Pero el suceso demostraba que a lo largo de las fronteras de Francia, y un poco por toda Europa, existía un ambiente propicio a las conmociones revolucionarias. La crisis francesa iba a probar la magnitud de las fuerzas que se habían ido acumulando en la preparación del asalto contra los reductos del Antiguo Régimen.

TRAYECTORIA DE LA REVOLUCION FRANCESA El proceso revolucionario

Una convulsión revolucionaria tan profunda como la que experimentó el pueblo francés de 1789 a 1815 no es fruto casual ni obra de una minoría exaltada. Todos los tratadistas, de las más varias escuelas, se hallan de acuerdo en que existía una inadecuación entre el contenido biológico real de Francia y la organización social, administrativa y política del Estado. La misma monarquía sentía la necesidad de una reforma, no en su esencia, desde luego; pero sí en sus medios de acción sobre la sociedad francesa. Sin embargo, el fenómeno revolucionario rebasó los primitivos cauces reformistas que la monarquía, la aristocracia y la alta burguesía se habían propuesto. Causas de orden diverso, entre las cuales, naturalmente, las propias apetencias de los elementos revolucionarios, determinaron que el proceso de la revolución adoptara los trazos convulsos, trágicos y catastróficos con que hoy día viene representado en todas las imaginaciones.

Ante la magnitud innegable del hecho histórico que estudiamos, los historiadores, los sociólogos y los políticos han tratado de definir su mecanismo íntimo, considerándolo como prototipo de los fenómenos de igual clase. Ciertamente que las circunstancias de espacio y tiempo hacen diferir el movimiento revolucionario francés de otros que se registraron con anterioridad, o bien que se han dado luego en Europa y en otros continentes. Sin embargo, en todos ellos podemos separar un denominador común y distinguir unas etapas, las cuales vienen indicadas, de modo claro, por la evolución revolucionaria, francesa.

En primer lugar, se advierte que todo proceso revolucionario tíico es un hecho transitorio y anormal en la marcha de las sociedades humanas. Transitorio, porque la et revolución representa un paroxismo, de los elementos, aún no maduros que han de informar las características económicas, sociales y políticas de las nuevas generaciones. Anormal, ya que rompe la regularidad de la evolución y confunde la trayectoria del devenir histórico. Por esta causa, la revolución, en lugar de provocar un aceleramiento de los factores históricos básicos, determina su paralización y conduce a fórmulas medias que ya venían señaladas por las leyes constantes de la Historia

Sin embargo, como hecho histórico evidente, todo fenómeno revolucionario halla su explicación en las condiciones que lo han hecho inevitable, tanto en su preparación como en su desarrollo. Por esta causa es posible distinguir en su trayectoria unas cuantas etapas típicas. En primer lugar, la preparación de la acción revolucionaria, o sea la concurrencia de los factores económicos sociales, políticos e intelectuales que determinan la formación de una conciencia subversiva y su vinculación a una clase social determinada, el instrumento de la revolución. Después, el primer ataque contra las instituciones del Antiguo Régimen, desencadenado precisamente por los elementos que se benefician de él, lo que se ha dado en llamar "revuelta de los privilegiados". En seguida, el planteamiento y triunfo de la acción revolucionaria por los núcleos moderados. En este momento, los principios y

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reformas revolucionarias encuentran seria resistencia entre las clases adictas al Antiguo Régimen, las cuales han olvidado sus veleidades reformistas. El choque entre la revolución y el conservadurismo, puede terminar con el triunfo de este último y entonces el movimiento revolucionario queda abortado; o, como en el caso francés, la revolución se impone recurriendo a sus procedimientos típicos: el gobierno revolucionario y el terror. Esta fase es el momento agudo del proceso revolucionario, dirigido por una minoría que se sobrepone al país y pretende llevar las premisas de la acción revolucionaria a sus consecuencias más radicales.

Las cuatro etapas anteriores integran la trayectoria ascendente de la revolución, en que ésta consume sus propias fuerzas y se hace cada vez más inestable, por apartarse de las exigencias históricas normales de la sociedad coetánea. Los mismos elementos revolucionarios eliminan después á la minoría extremista y pretenden consolidar las llamadas "conquistas" revolucionarias por un régimen más o menos moderado. Es la fase correspondiente a la "reacción termidoriana", en la que el país recobra poco a poco el ritmo normal de vida y busca obstinadamente el retorno al orden, la paz y la autoridad. Tal etapa suele terminar con un golpe de Estado (Brumario), que impone una dictadura militar (bonapartismo), apoyada en las clases conservadoras de la revolución. Así termina el proceso revolucionario, que en su última fase absorbe e integra gran parte de los principios, instituciones y caracteres del Antiguo Régimen.

La preparación del movimiento revolucionario No vamos a insistir sobre los factores históricos que prepararon la conciencia revolucionaria francesa tal como se manifestó en 1788, un año antes de la reunión de los Estados Generales. A ellos nos hemos referido al tratar de las distintas manifestaciones de la sociedad del Dieciocho: en el campo de la economía, los deseos de una organización libre del trabajo, la producción y el comercio; en el aspecto social, el ascenso de la burguesía a sus nuevos destinos históricos; en la esfera política e intelectual, la propagación de las ideas enciclopedistas y antitradicionalistas. No obstante, vamos a fijar los hechos concretos que motivaron el desencadenamiento de la acción revolucionaria en Francia.

En 1789 el Estado francés del Antiguo Régimen se hallaba en plena crisis. En teoría el monarca era el señor absoluto de los franceses por derecho divino y su voluntad hacía la ley. Sin embargo, en ninguno de los aspectos de la organización estatal la monarquía había sido capaz de imponer sus principios sobre la confusión de autoridades, cuerpos e instituciones que derivaban de una evolución multisecular. La misma administración central era incoherente y caótica: las funciones y la competencia del Consejo Real y de los seis ministros se encaballaban y perjudicaban mutuamente, hasta el punto de que era imposible dar unidad a la acción gubernamental. En el territorio nacional, el régimen de privilegios provinciales respondía a la constitución histórica de la monarquía: los países de Estado, es decir, los territorios tardíamente unidos al reino, se administraban según normas varias y contradictorias, y en todos ellos se manifestaba un espíritu "particularista", el cual dificultaba muchísimo la acción del centralismo imperfecto de la monarquía. En realidad, muchos no sabían si eran o no franceses, puesto que las fronteras estaban mal delimitadas y las provincias estimaban que su unión con las restantes era puramente efectiva en la persona del monarca. El mantenimiento de las viejas divisiones judiciales, senescalatos en el Mediodía y báilías en el Norte, y la no coincidencia de los límites de las circunscripciones administrativas (generalidades e intendencias), militares (gobiernos) y eclesiásticas (diócesis), contribuían a dar

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cuerpo a la idea, clara en los contemporáneos, de que Francia era una "agregación inconstituida de pueblos desunidos".

La misma confusión imperaba en la administración judicial y económica. No sólo la justicia se otorgaba por funcionarios que habían comprado sus cargos, sino que sus procedimientos variaban según el lugar o la persona juzgada; además, a veces los Parlamentos rehusaban acatar las órdenes taxativas del monarca y se consideraban con la capacidad legal suficiente para poner su veto a los edictos reales. En cuanto a la hacienda pública, la variedad y multiplicidad de los impuestos, el número de cajas reales independientes, las exenciones de los nobles, los eclesiásticos y los privilegiados, hacían por completo imposible toda estructuración normal de los recursos financieros generales. El Estado era viejo en sus organismos y su burocracia, y este hecho explica sobradamente su incapacidad de resistencia ante la oleada revolucionaria.

Se imponía, por tanto, una serie de reformas administrativas y financieras. Pero ni el monarca ni las clases sociales básicas del Antiguo Régimen podían llevarlas a cabo. Luis XVI era hombre bondadoso, e, innegablemente, estaba interesado en procurar la prosperidad y la felicidad de sus súbditos; pero carecía de decisión y firmeza y de las grandes dotes de gobierno imprescindibles en aquel momento para vencer todos los egoísmos e imponer su autoridad y sus derechos, de los que, a veces, parecía él mismo dudar. Su actuación en la jefatura del Estado francés, irresoluta y débil, explica muchas de las incidencias del proceso revolucionario, que no supo dominar ni encauzar. Por otra parte, la nobleza y el alto clero estaban empeñadgs en mantener sus privilegios sociales y políticos, aunque con su egoísmo imposibilitaran la unidad de acción de la monarquía y precipitaran su ruina. No existía conciencia del momento histórico en la aristocracia: parte de los nobles se líbraban a una existencia lujosa, indolente y licenciosa; otros se habían dejado ganar por las ideas enciclopedistas y buscaban en la limitación del poder monárquico y en la instauración de un gobierno aristocrático el remedio a todos los males que aquejaban al Estado (anglómanos); en fin, un tercer núcleo, en que se reclutaron los Mirabeau, los La Fayette, los Custine, los Lameth, etc., eran partidarios decididos de la implantación de los principios revolucionarios, de los que acababan de ver una realización en América (americanistas). Esta carencia de unidad de miras destruía el apoyo que la nobleza podía prestar al trono frente a la Revolución. De la misma manera, el absentismo de los obispos de sus diócesis, la infiltración del enciclopedismo en las filas de la Iglesia y la separación social entre el alto y el bajo clero, mermaban la solidez del cuerpo eclesiástico de Francia y hacían precaria su misión apaciguadora.

Estos hechos demuestran que la revolución había ganado los espíritus antes de desencadenarse como fenómeno histórico. La duda, la ironía, el librepensamiento, el deísmo, la' crítica y otras tantas manifestaciones de la Ilustración triunfan en la sociedad, francesa desde 1770. Cierto es que la ortodoxia religiosa y política mantiene con vigor sus posiciones; que Fréron, Palissot, Madame de Genlis y Moreau sostienen con firmeza la pugna literaria contra los filósofos y sus adeptos; que entre la gran nobleza existe un núcleo, quizá el más numeroso, que ha conservado con pureza sus tradiciones monárquicas y católicas como los de Croy, Montbarey, Créqui, Marsan, Roquefort, etc.; que la iglesia condena sin tregua ni contemplaciones todo lo que amenaza la fe y postula la incredulidad; que la burguesía está cerrada en gran parte a los progresos de la religión y conserva, en 1788, sus sentimientos monárquicos, aunque mitigados, respecto del Antiguo Régimen, por la desigualdad civil, la inseguridad financiera del Estado, el aumento de los impuestos y la arrogancia de la aristocracia. Sin estas constataciones no se

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comprenderían el Imperio napoleónico ni la Restauración. Pero estudios muy minuciosos y detallados, efectuados no ya en la obra de los grandes nombres de la Ilustración, sino en la correspondencia particular, en los folletos de mayor divulgación, en los programas de estudio, en las reseñas de los actos celebrados en Academias y sociedades provinciales, en los periódicos, en la dramaturgia, etc., revelan cómo el espíritu prerrevolucionario se sobrepone en todas partes al alma tradicional francesa, y cómo ésta, conservando sus esencias, desfallece ante el empuje de una minoría que sabrá aprovechar para sus fines el desequilibrio social y político de la Francia de fines del Dieciocho.

A partir de 1770 Voltaire, retirado en Ferney, es considerado como el rey Voltaire. El parque de Ermenanville, donde yacen sepultados los restos de Rousseau, en una isla poblada de álamos y sauces, es objeto de una verdadera peregrinación nacional, a la que no desdeñan de acudir, en 1780, la reina, los príncipes y princesas de la corte; un desconocido va a suicidarse ante su tumba, en un rapto de exaltación romántica. Este entusiasmo póstumo, para el hombre que supo pulsar los sentimientos íntimos de una nueva generación burguesa, explica, más que su propia obra política, su influencia en la formación del espíritu revolucionario francés. Entre 1770 y 1788 las obras del abate Mably alcanzan gran difusión y popularidad, pero en grado inferior a la Filosofía de la Naturaleza de Delisle de Sales (1770), obra que, aunque vacía, tuvo extrema resonancia, pues en ella se fundamentaba una especie de religión o moral revolucionaria. Violentamente subversivos fueron los escritos del abate Raynal, especialmente la Historia de las Indias (1772), en que se declaraba enemigo del Catolicismo y de la monarquía absoluta. Esta obra era una incitación a la revuelta y a la violencia; en su programa, de contenido radical, indicaba que no había más gobierno justo que el que devolviera al pueblo sus derechos y propugnaba la fórmula (jacobina) de que la libertad había de implantarse aunque fuera por la tiranía.

Nombres más obscuros desencadenaron una campaña de folletos contra la religión, la monarquía y la sociedad, unos de carácter teórico y otros relacionados con los sucesos del momento. Todas las ideas circularon libremente, ante los ojos, complacidos o impotentes, de la censura real. Una curiosidad malsana inducía a los mismos aristócratas a aplaudir las piezas teatrales que con mayor virulencia zaherían el orden social del Antiguo Régimen. Así, cuando Beaumarchais pudo hacer representar, después de varias suspensiones, su pieza dramática titulada Las bodas de Fígaro (1784), el éxito de la obra fue enorme, frenético, general. Se representó en París y en provincias, se leyó en los salones de la gran nobleza y se la aplaudió en los mismos teatros de Versalles. Fue un síntoma claro de la lamentable ofuscación de los llamados a enfrentarse con la revolución creciente.

Los trabajos a que nos referimos han puntualizado cómo se difundieron las corrientes intelectuales revolucionarias en París y en las provincias francesas, y entre las varias clases sociales. Sin duda, la burguesía fue la más afectada por el ambiente de liberalismo. No en vano poseía la mayor parte de la riqueza de Francia y sentía en su seno la necesidad de romper con las desigualdades políticas y civiles del Antiguo Régimen. Manifestaciones de amor propio, imposibilidad de aplicar su vitalidad social a la regeneración del Estado, una vida acomodada y una instrucción difundida, hicieron cristalizar en ella las posiciones revolucionarias. Hecho que tiene su interés, porque desmiente que fuera la miseria popular, aunque ésta existiera periódica y transitoriamente, la causante del movimiento revolucionario. La revolución nace, precisamente, de la clase más rica de Francia, en un momento de prosperidad económica del país.

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La inadecuación del Estado francés, la debilidad de la monarquía, la difusión de los principios intelectuales disolventes, el desequilibrio político y social, el ambiente revolucionario y romántico, tales son las causas que prepararon la explosión de 1789. Parece ser, y los hechos posteriores lo confirmaron, que no hubo dirección coordinada en la preparación del movimiento revolucionario, como sucederá, desde luego, en las revoluciones de América y Europa en la primera mitad del siglo XIX, cuando las sociedades secretas, entre las cuales la masonería, dirigieron los motines y se propusieron objetivos concretos de acción subversiva. Las conclusiones de los especialistas se dividen en dos campos: unos, como Madelin, Saint-André, Cochin y Martin, creen en la influencia decisiva y directa, o a lo menos profunda, de las logias masónicas en la preparación de la Revolución francesa; otros, como Le Forestier, Britsch, Mathiez, Sée y Mornet, están convencidos de que no existió complot secreto, y que, en todo caso, la influencia masónica en la revolución fue sumamente escasa. Sospechamos que la cuestión ha de plantearse de otra manera: las logias masónicas fueron una de tantas manifestaciones revolucionarias del siglo XVIII, y en este concepto reunieron elementos y propagaron doctrinas que luego tuvieron plasmación adecuada en la Revolución. Si se reputa probable que en las logias, integradas a fines del Antiguo Régimen por gran número de nobles, altos burgueses y aun eclesiásticos, no se discutieron planes de acción democráticos y antirreligiosos, no es menos cierto que los masones franceses eran revolucionarios, si no de corazón, a lo menos subconscientemente y que se hallaban bien preparados para comprender y aceptar las fórmulas de la Revolución. Por otra parte, es indiscutible que las logias participaron en la exaltación prerrevolucionaria de 1787 a 1789 y que muchos masones contaron entre las figuras más destacadas de la Francia revolucionaria.

La crisis del Antiguo Régimen: la revuelta de los privilegiados El fracaso de la política y de los proyectos de Turgot (pág. 132) se debió a una

coalición de las clases privilegiadas. También Necker, el banquero ginebrino, tuvo que capitular ante los mismos intereses, después de haber administrado, de 1776 a 1781, la hacienda pública francesa. Hombre hábil en el manejo de las cifras, había logrado subvenir a las necesidades de la campaña contra Inglaterra recurriendo largamente al empréstito. Antes de dimitir, publicó un "Estado de cuentas", confeccionado de tal manera que rendía un superávit ilusorio de diez millones de francos. La realidad era muy distinta. La deuda del Estado, oculta en los presupuestos extraordinarios, había duplicado en escaso tiempo. Su sucesor, Carlos Alejandro de Calonne, que ocupó, el cargo de 1785 a 1787, vivió del crédito y del empréstito hasta que se vio obligado a revelar al monarca la desesperada realidad de la hacienda; en trance de inminente quiebra. Le propuso una reforma tributaria, a base de lo que llamó "subvención territorial", pagadera por nobles, eclesiásticos y burgueses, y, al mismo tiempo, una reforma administrativa, similar a la de Necker, consistente en el establecimiento de unas "asambleas provinciales". Tales medidas, que indudablemente iban a suscitar la oposición de los Parlamentos, habían de ser aprobadas por una Asamblea de Notables, que anticipadamente se preveía adicta a los intereses de la monarquía.

La Asamblea de Notables inauguró sus sesiones en febrero de 1787. De ella formaban parte representantes de la gran nobleza, el clero, los parlamentarios y las más importantes ciudades del reino. Contra lo que se había esperado, los notables, en lugar de acceder a los proyectos de Calonne, mostraron su completa disconformidad con ellos; intereses tradicionales, la incitación de los Parlamentos y un sentido de independencia frente a la realeza, fueron las causas de esa actitud. De

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la lucha entre Calonne y la Asamblea, ésta salió triunfante; pero, en cambio, se hizo evidente la ruina de las finanzas públicas, ocultada por Necker, y el egoísmo de los privilegiados al no querer acceder a la igualdad ante el impuesto.

Acusado de dilapidación y agiotismo, Calonne se vio obligado a huir a Inglaterra. Fue substituido por un hombre de la Asamblea, adicto a la reina María Antonieta, el arzobispo de Tolosa, Lomenie de Brienne. Para evitar la bancarrota, el nuevo ministro de Hacienda recurrió a un empréstito consentido por los Notables y el Parlamento. Pero como la medida resultó insuficiente, tuvo que volver a los proyectos de Calonne: las asambleas y el impuesto territorial. Aquéllas tenían por objeto desintegrar el bloque de la nobleza y la burguesía. En cuanto al impuesto, fue rechazado por la Asamblea, que alegó no poseer las facultades necesarias para acordarlo. Era una incitación clara a la convocatoria de los Estados Generales; pero Brienne prefirió la disolución de los Notables y la puesta en vigor de los impuestos por decreto (mayo de 1787).

El espíritu subversivo manifestado en la Asamblea fue recogido, ampliado y difundido por la nobleza parlamentaria, celosa de sus atribuciones. Cuando Brienne intentó hacer registrar sus edictos, se opusieron con tenacidad los Parlamentos de París y provincias, los cuales, en julio de 1787, reclamaron por vez primera la reunión de los Estados Generales. Su oposición fue tan ruidosa que Luis XVI se vio obligado a desterrar a Troyes al Parlamento de París. Sin embargo, al cabo de algunos meses, cuando Brienne cedió en sus pretensiones más importantes (derecho de timbre y subvención territorial), el Parlamento fue reinstalado en la capital, después de aprobar algunos de los proyectos secundarios del ministro.

Tales victorias cegaron a los privilegiados, quienes no advirtieron cómo su actitud arrastraba a las masas burguesas. En 1788, en efecto, se desencadena el espíritu revolucionario. En los cafés, las academias, las sociedades y los salones no se habla de otra cosa que de la revolución inminente. En las reuniones celebradas en los palacios de La Fayette o de Duport, se funden los anglómanos, americanistas y patriotas en el estado mayor revolucionario. Se precisan los objetivos del futuro movimiento: convocatoria de los Estados Generales, establecimiento de una monarquía constitucional, destrucción del despotismo de los ministros. Mientras tanto, los parlamentarios y la aristocracia siguen poniendo trabas a la acción de Brienne. Es tan decidida la oposición del Parlamento de París a los impuestos y órdenes de proscripción y detención (lettres de cachet), que Luis XVI, aconsejado por su ministro Lamoignon, le quita su derecho a registrar los edictos reales en beneficio de una Corte plenaria de justicia, y arrebata a los Parlamentos parte de su jurisdicción civil y criminal, que entrega a las grandes bailías, en número de 47. Esta reforma judicial es un verdadero golpe de Estado para aniquilar la actitud rebelde de la aristocracia. Pero los parlamentarios se dejan llevar por la pendiente de la revolución. Durante la primavera y el verano de 1788 la agitación pública, inducida por los privilegiados, se propaga por toda Francia. Las mismas asambleas provinciales protestan contra el aumento de los impuestos. En Grenoble se produce un verdadero movimiento insurreccional (junio), mientras que en el curso del mismo mes los Estados Provinciales del Delfinado se reúnen en Vizille y reclaman la reunión de los Estados Generales (21 de junio de 1788). Hasta el mismo ejército se muestra afectado por el espíritu levantisco y se niega a hacer armas contra los insurrectos. Brienne, al borde del abismo, lleva la palpitante cuestión de los Estados Generales al Consejo Real. El 5 de julio éste accede a que se proceda a una investigación preliminar sobre el antiguo sistema de celebrarlos; el 8 de agosto se fija la convocatoria de la asamblea para el 1.° de mayo de 1789, en París. Pero la situación económica se agrava por momentos. Poco después Brienne se ve obligado a

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suspender los pagos del Tesoro. Entonces la burguesía entera se une a los aristócratas, y el monarca, ante la protesta general, impone la dimisión de su ministro (agosto de 1788).

La revuelta de los privilegiados ha triunfado. Necker retorna al Ministerio y dicta sus condiciones: anulación de la reforma judicial, reunión de los Estados en la fecha señalada por Brienne. La monarquía capitula; pero con ella la misma nobleza de espada y toga, que había abierto el camino de la revolución a la burguesía.

La destrucción del Antiguo Régimen: el cambio de soberanía Los preparativos para la reunión de los Estados Generales demostraron

abiertamente que la burguesía entendía aprovechar en beneficio propio el movimiento desencadenado por los privilegiados. En París, una "Sociedad de los Treinta", constituida bajo los auspicios de Duport y Mirabeau, empezó a dictar normas para la redacción de los cuadernos (cahiers) del Tercer Estado, en las cuales se preconizaba la supresión de los privilegios, la instauración de una administración regular y la redacción de una carta constitucional. Al mismo tiempo, una oleada de folletos, redactados por hombres de letras, abogados y publicistas de toda clase, difundía los principios políticos revolucionarios desde las casas acomodadas de la burguesía a las chozas de las aldeas. En esas publicaciones empezaron a cobrar nombre los más audaces revolucionarios: Maximiliano Robespierre, abogado de Arras; el conde de Mirabeau, tribuno de poderosa palabra; Camilo Desmoulins, atrevido periodista; el abate Sieyés, y tantos y tantos otros. Sieyés publicó un folleto cuyo éxito fue enorme. Se trata del famoso ¿Que es el Tercer Estado?, en que reivindicaba para esta clase social el derecho de decidir los destinos de Francia en una "Asamblea nacional", ya que representaba la mayoría aplastante del país.

Pronto la agitación burguesa alcanzó éxitos positivos. En general, sus tratadistas rechazaban los viejos sistemas de elección y los procedimientos delibérativos de los Estados Generales. Para responder a la realidad social de Francia, era preciso que se modificara el sistema arcaico empleado cuando la última reunión de los Estados, en 1614. El Parlamento se opuso a estas pretensiones en septiembre de 1788, y una segunda Asamblea de Notables en diciembre siguiente. Pero la corriente era tan fuerte que el ministro Necker, el 27 de diciembre de 1788, logró que el Consejo Real, por 5 votos favorables, 2 en contra y otros 2 en blanco, aprobara un informe estableciendo que el número de Diputados del Tercer Estado sería igual al de los dos restantes brazos reunidos, que la representación sería proporcional a la población de cada bailía y que los electores podrían escoger por representantes a un miembro de cualquier clase social, indistintamente. El espíritu de este informe, cuya lectura fue recibida por los contemporáneos con una "inundación de lágrimas", lo recogieron las Cartas y el Reglamento de 24 de enero de 1789. En cambio, la corte no se pronunció sobre el problema más candente del momento: el procedimiento de votación de los Estados. La burguesía reclamaba el voto por cabeza, lo que daba valor a la duplicación del número de sus representantes; en cambio, los privilegiados exigían la conservación del voto por órdenes.

El procedimiento electoral fue concebido liberalmente. Casi todos los franceses tomaron parte en la designación de sus representantes, aunque a través de elecciones sucesivas e indirectas, algunas de cuarto grado (parroquia, corporación o barrio; asamblea de la ciudad; asamblea secundaria de bailía, asamblea de bailía). Es de notar que las operaciones electorales se desarrollaron en un ambiente agitado, no sólo por las pasiones políticas, sino por una crisis económica que se abatió sobre

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Francia en aquel invierno. Las perturbaciones del orden fueron frecuentes y relacionadas casi todas con la carestía de víveres. A pesar de la actividad de las instituciones diocesanas y municipales, el hambre hizo estragos entre las clases más bajas de la sociedad, las cuales se amotinaron en diversos lugares contra los acaparadores (como en París, el 28 de abril de 1789, en el asalto a la manufactura de Reveillon). También hubo manifestaciones de tipo político y otras de carácter social. Pero en el fondo, el sentimiento monárquico, aunque no absolutista, era unánime y general, como se comprobó en la redacción de los cuadernos.

Los representantes elegidos por la burguesía, en un ambiente de bastante placidez, fueron casi todos del Tercer Estado, lo que probaba la vitalidad de aquella clase social; puede considerarse que la mitad de ellos, aproximadamente, eran hombres de leyes, influidos por las teorías políticas de la Ilustración. Entre los eclesiásticos, cuyas asambleas electorales fueron muy movidas, predominaron los curas, los cuales excluyeron de la representación a la mayor parte de los obispos. La nobleza repartió sus puestos entre la gran aristocracia palatina y los hobereaux campesinos. En su seno, las discusiones fueron frecuentes entre los elementos conservadores y los enciclopedistas. Por lo que respecta a los cuadernos, de fondo dispar para cada orden, se nota la tendencia expresada por los nobles y eclesiásticos de limitar la autoridad real, ceder en sus prerrogativas fiscales y conservar sus privilegios políticos y sociales. Los cuadernos más revolucionarios fueron, desde luego, los de la burguesía; pero al lado de las reclamaciones políticas teóricas, emanadas de la "Sociedad de los Treinta" o copiadas de los formularios o modelos distribuidos por las sociedades o los simples particulares, aparece como característica general el más puro realismo, aplicado a las cuestiones de orden social y económico que interesaban directamente a los burgueses o los simples campesinos. En esos cuadernos se observa claramente que el Tercer Estado iba en busca de realizaciones concretas más que de ideologías vanas, simbolizadas en el nombre de una "constitución" que nadie sabía exactamente en qué iba a consistir*.

Los cuadernos de los Estados, en todos los cuales se podía leer la limitación del absolutismo monárquico, intranquilizaron a Luis XVI y a la corte. Aunque débil, el monarca se sentía depositario de una tradición a la que no podía ni quería renunciar. En consecuencia, empezaron las vacilaciones políticas: el rey renunció al programa formulado en diciembre de 1788 sobre las materias que habían de ser objeto de debate en los Estados Generales (derecho de consentir en el impuesto, periodicidad de su reunión, discusión relativa a la libertad de las personas y de la prensa, reforma de la administración); también rehusó formalizar la resolución del problema sobre el voto. Pero ni él ni su gobierno pudieron dominar los acontecimientos.

En la apertura de los Estados (5 de mayo de 1789), en los que figuraban 291 miembros de la Iglesia, 270 de la nobleza y 578 de la burguesía, el discurso de la Corona fue en extremo cauteloso, advirtiendo sobremanera contra el "deseo exagerado de innovaciones". En la candente cuestión del voto de los brazos, nada quedó aclarado y se mantuvo el equívoco. Entonces, los miembros del Tercer Estado, ante la negativa rotunda del brazo nobiliario de deliberar en común y de verificar de este modo la comprobación de los poderes de los diputados, acordaron hacer un llamamiento a las dos órdenes restantes, invitándolas a concurrir a las reuniones de su estamento (26 de mayo). Poco se avanzó por este camino, mientras los libelos elevaban el tono de apasionamiento de los espíritus. El 12 de junio, los Comunes, que así se denominaron los representantes del brazo real, a imitación de Inglaterra, empezaron a verificar las credenciales de todos los diputados, incluso las de los nobles y eclesiásticos. Algunos clérigos pasaron a engrosar sus filas. Entonces el Tercer Estado acordó, el 17, erigirse en Asamblea Nacional, única

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capacitada para acordar los impuestos, libremente consentidos, y al mismo tiempo decidió que sus acuerdos no podrían ser objeto del veto regio. El 19, el orden eclesiástico, por pequeña mayoría, decidió unirse al Tercer Estado. El 20, ante la sospecha de que la corte preparaba la anulación de las decisiones de la Asamblea, sus diputados, reunidos en el juego de Pelota, juraron no separarse hasta haber dado a Francia una constitución. Así la burguesía franqueaba revolucionariamente el camino que iba a convertir la Asamblea en órgano soberano. Cuando el 23 el monarca pretendió disponer que las deliberaciones se realizaran por el sistema tradicional y limitar las atribuciones que se había arrogado el Tercer Estado (séance royale), los diputados de la burguesía se enfrentaron con el rey y se negaron a acatar sus órdenes. Una intervención dula guardia real, no conducida con el brío suficiente, resultó vana. El 27, el conflicto entre la burguesía y el soberano terminaba con el triunfo de la primera, al ordenar el irresoluto monarca la integración de los tres estados en una sola asamblea. Poco después, el 9 de julio, ésta tomaba el nombre de Asamblea Nacional Constituyente. La Revolución legal se había consumado.

La destrucción del Antiguo Régimen: la transferencia del poder social y político

Pero el movimiento revolucionario no iba a limitarse a tan pacíficas alteraciones. El paroxismo difundido por la agitación electoral y mantenido por el oro y las diatribas constantes de los "patriotas" contra la corte, había creado en París un clima histérico, un ambiente febril, en que se daba crédito a todas las versiones. Se estimaba que la corte preparaba un golpe contrarrevolucionario, y estos rumores cobraban verosimilitud cuando los mismo palatinos -según el coetáneo Rivarol, "un concert de bétisses"- los propalaban y no se recataban de recomendar a Luis XVI el uso de la violencia. El lo. de julio, a consecuencia de una grave insubordinación registrada en el regimiento de guardias franceses de París, el monarca dispuso que se reforzaran las tropas que guarnecían Versalles, al objeto de "imponerse" a las turbas revolucionarias, aunque no de dar un golpe contra la Asamblea. El mariscal de Broglie reunió unos 20 000 hombres. Robustecida su autoridad, el monarca decidió prescindir de Necker y confiar el Ministerio al barón de Breteuil, notorio contrarrevolucionario (11 de julio). Tales noticias, al ser propaladas en la capital, fueron debidamente utilizadas por los meneurs o agitadores del Palais Royal, centro de cafés donde se reunían los más conspicuos revolucionarios. Sus exaltados discursos hallaron eco amplificado gracias a la indisciplina de las tropas, al oro hecho circular por el enigmático duque de Orleáns, al nerviosismo de las masas y a ese "momento psicológico" que aparece en el desencadenamiento de las revoluciones. Del 12 al 14 de julio París presencié una serie de motines, asaltos y atropellos que culminaron en el ataque y toma de la Bastilla. Ante tales desenfrenos, Luis XVI no se decidió a obrar como premeditaba o no dio su valor positivo a los sucesos que se desarrollaban en la capital. Lo cierto es que el 15 anuncié a la Asamblea la retirada de las tropas reales, el 16 llamó de nuevo al poder a Necker, y el 17 entré en París para dar su conformidad, con su presencia, al hecho revolucionario. La monarquía absoluta claudicaba en toda la línea.

Las consecuencias de la jornada del 14 de julio fueron de gran importancia. El movimiento revolucionario, desencadenado por los privilegiados y la burguesía, se extiende de París a las provincias, sin que nadie logre encauzar la ola que abate al Antiguo Régimen. En la capital se establece una milicia revolucionaria, esbozada en

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la madrugada del 13 de julio, cuando la burguesía reaccionó contra las violencias que cometían las turbas de salteadores y vagabundos procedentes de la campiña próxima. Esta milicia, transformada en guardia nacional, fue puesta bajo las órdenes de La Fayette, el héroe de la independencia americana, y se convirtió pronto en el instrumento militar de la revolución burguesa. Al mismo tiempo, la asamblea de electores se adueñaba del poder municipal y elegía a uno de sus miembros, Bailly, para el cargo de alcalde de París. Los mismos fenómenos se registraron en las ciudades provinciales; en todas partes se establecieron Ayuntamientos burgueses revolucionarios y se instituyó la guardia nacional. Este alzamiento comunal destruyó el orden antiguo, quebrantó la administración territorial monárquica y anuló de hecho la centralización del poder ejecutivo. Gobernadores militares e intendentes civiles contemplaban con sus propios ojos la ruina de su autoridad.

La toma del poder por la burguesía se efectuó en medio de una exaltación peligrosa de las dos clases sociales extremas. La explosión revolucionaria determinó el comienzo de la emigración aristocrática, motivada por el deseo de salvarse de las amenazas que se cernían sobre sus cabezas o por la bien fundada esperanza de buscar en los territorios contiguos la manera de luchar contra la revolución triunfante. A partir del día 17, el mismo de la claudicación de Luis XVI, los grandes príncipes y sus familias, los Artois, Polignacs, Condés, Borbones, etc., abandonaron el suelo francés y se refugiaron en Suiza, Flandes o en los pequeños estados alemanes de la frontera renana. El ejemplo fue seguido por muchos otros aristócratas, los cuales, si desertaban transitoriamente de sus posiciones al lado de la monarquía, era con el propósito de contribuir a salvar el Antiguo Régimen. Desde entonces el problema de los emigrados envenenó las relaciones exteriores del gobierno de la Revolución francesa, y fue causa indirecta del agravamiento de la evolución política en el interior de Francia. Luis XVI no siguió igual camino porque temía los manejos revolucionarios de su primo hermano, el duque de Orleáns, cuyo oro había sido repartido liberalmente entre los cabecillas revolucionarios, y porque debía considerar que, por el momento, su deber consistía en correr la suerte de sus súbditos.

Otra consecuencia de los sucesos revolucionarios de julio fue el desencadenamiento de una vasta insurrección campesina, de caracteres violentos, destructores y anárquicos. Una ira indescriptible, mezclada con sentimientos de odio seculares, armó los brazos de la gente del campo, que se lanzó al asalto de los castillos y los conventos, de las cosechas y los graneros. Esta revolución social de las masas incultas adoptó pronto formas vandálicas, siniestras y sanguinarias. Los incendios destruyeron obras de arte maravillosas, y la sangre manchó los caminos de Francia. Las bandas de saqueadores sembraron el terror en el campo francés: los asaltos y los asesinatos se multiplicaron. Este movimiento aumentó la confusión. El histerismo de la población francesa se reflejó entonces en lo que se ha calificado de Grande Peur de 1789. La gente, temerosa de unas supuestas agresiones de los ejércitos de los emigrados y de la trágica realidad de las bandas de descamisados, huía por los caminos o tomaba las armas y se encarnizaba con personas inocentes e inofensivas. Así cayó el Antiguo Régimen en las provincias, a pesar de los esfuerzos de la burguesía de la Asamblea Nacional, la cual, no comprendiendo la causa de la terrible conmoción revolucionaria, se había aliado con la aristocracia para poner un dique a la devastación y al desorden.

Rebasada por los acontecimientos e influida por esta atmósfera, la Asamblea votó en la noche del 4 de agosto una serie de decretos encaminados a la supresión del régimen feudal. A propuesta de la nobleza, en una hora de altruismo desinteresado, los diputados acordaron la supresión de todos los derechos personales prestados por los aldeanos y el rescate de los derechos reales, dimanantes de la propiedad. Al

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mismo tiempo, se aprobó la igualdad de todos los franceses ante el impuesto. La sesión tuvo resultados insospechados: los diputados de los tres órdenes renunciaron a sus privilegios tradicionales: unos a sus derechos de caza, otros a sus asambleas y estados provinciales, las ciudades a sus inmunidades y corporaciones, los magistrados a sus oficios adquiridos venalmente. Puede decirse que en aquella noche desapareció la Francia tradicional de los pergaminos para dar paso a la unidad territorial y política de los franceses. Así se consumó la extinción de un régimen social que, en realidad, la Historia ya había hecho caduco.

La Revolución en manos de la burguesía moderada En el curso de tres meses la burguesía había dado y ganado su batalla contra el

Antiguo Régimen. La Revolución podía considerarse terminada con la adquisición de los dos principios fundamentales: el de la soberanía nacional, manifestada en la Asamblea Constituyente, y el de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Trataba ahora de organizar políticamente el estado francés, implantando un nuevo régimen que garantizara esas conquistas no sólo ante cualquier eventual retorno del absolutismo aristocrático, sino frente a las amenazas subversivas que podían provenir de las clases bajas de la población, el Cuarto Estado, cuya intranquilidad puso de manifiesto la Grande Peur. Su objetivo era, pues, seguir una vía media, alejada de los extremismos ultramonárquicos o revolucionarios. Su programa quedó fijado en la Declaración de los Derechos del Hombre (26 de agosto). En este documento, de tono sentencioso y generalizador, se advierte la mezcla de los principios idealistas derivados de la Ilustración y del espíritu realista de una burguesía acomodada, reformista y propietaria. Los derechos por los que había luchado la burguesía (igualdad ante el impuesto y la ley, soberanía nacional, libertad para las personas y el pensamiento, salvaguardia de los derechos "naturales") fueron expresamente reconocidos, aunque en sentido conservador, puesto que, de hecho, no acordaba la libertad religiosa ni la libertad de imprenta, y limitaba la igualdad a la "utilidad social"*. Los futuros demócratas de la Revolución no aceptaron complacidos ese preámbulo de la nueva constitución; mucho menos, naturalmente, los partidarios del viejo régimen.

Las perturbaciones revolucionarias de julio y agosto de 1789 habían reforzado el partido de la resistencia conservadora. En la Constituyente se formó un verdadero núcleo monárquico, el cual, con los Mounier, Malouet y Boisgelin, dirigía la mayoría de la Asamblea. Partidarios de una reforma limitada e inquietos por la marcha del movimiento subversivo, querían conservar a la monarquía sus bases tradicionales de gobierno sobre la sociedad francesa. El fracaso de los proyectos financieros del ministro Necker, que no logró la cobertura de un empréstito público, demostró que el capital no tenía confianza en el nuevo estado de cosas. Aunque la Asamblea rechazó la propuesta monárquica de la bicameralidad por una considerable mayoría, al día siguiente (11 de septiembre) aquel partido obtenía un considerable éxito al hacer aprobar el veto suspensivo para el monarca. Tal triunfo, junto con la creciente adhesión de nuevos diputados, indujeron a los dirigentes del grupo a solicitar de Luis XVI la transferencia de la Constituyente lejos de París. El rey no accedió a ello; pero, en cambio, autorizó de nuevo la presencia de tropas que garantizasen la libertad de las decisiones de la Asamblea y las suyas propias, ya que se había negado reiteradamente a dar su conformidad a los decretos de 4 de agosto y a la Declaración de los Derechos del Hombre. La corte consideraba próximo un cambio político, y el 1º de octubre festejó, con escasa prudencia, a los oficiales de los Guardias de Corps y del regimiento de Flandes. Las noticias procedentes de Versalles fueron hábilmente

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explotadas por los demagogos exaltados, los cuales hacía ya tiempo atribuían la miseria del bajo pueblo parisiense a los manejos de la corte y la aristocracia, cuando, en realidad, derivaba del colapso producido en la economía nacional por la crisis revolucionaria de aquel verano. Marat, desde su periódico, y Dantón, desde la tribuna de los Cordeliers, donde se reunía la asamblea de un distrito de París, denunciaron el pretendido "complot contrarrevolucionario". También corrió en esta ocasión el dinero del duque de Orleáns, ambicioso de la corona de 7 su primo. La agitación producida entre las masas, cristalizó en una marcha de las mujeres de los bajos fondos sociales de París hacia Versalles, con el objeto aparente de presentar sus quejas a la Constituyente, aunque, en realidad, para intimidar a la corte. Luis XVI, que no había adoptado precaución defensiva alguna, se vio obligado a firmar los decretos pendientes y a reconocer que no podría ejercer su derecho de veto sobre las leyes constitucionales. Por la noche, las turbas invadieron el palacio, y ante su exaltación y sus atentados, el rey prometió ue él y su familia se trasladarían a París, lo que se verificó el mismo día. Tales ueron las denigrantes jornadas del 5 y 6 de octubre de 1789, de importancia capital para la evolución revolucionaria. La burguesía, y particularmente La Fayette y su guardia nacional, había permitido tan bochornosas escenas para consolidar su obra y deshacer los planes de los monárquicos. Pero al trasladarse la corte a París, y con ella, al cabo de pocos días, la Asamblea Constituyente, inseparable del monarca, una y otra se entregaban a las maquinaciones de los demagogos y de los demócratas. París dominaría la obra revolucionaria y sus masas impondrían su voluntad a la nación.

Logrado su propósito esencial, los burgueses moderados, los llamados "patriotas", entendieron a su vez frenar los manejos de los radicales. Fueron perseguidos judicialmente los inductores de las jornadas de octubre; el duque de Orleáns marchó en misión diplomática a Inglaterra; la Asamblea votó una ley marcial contra los motines. Esta reacción burguesa fue dirigida por dos personajes, ambos nobles. Uno de ellos, el conde Mirabeau, el cual pretendía coordinar los intereses del Trono y los de la Revolución a base de asegurarle al monarca una autoridad fuerte y respetada. Admirado por su poderosa elocuencia, considerado como uno de los más decididos "patriotas", pudo ser, en última instancia, el hombre que salvase la corona de Luis XVI. Pero su importancia real, tanto tiempo puesta de manifiesto por los historiadores, palidece ante la de La Fayette, que en aquella época fue una especie de "mayordomo de palacio". Sus ideas constitucionales venían fijadas por la revolución americana, a cuyo triunfo había contribuido, y, por lo tanto, era partidario de una "monarquía republicana". Jefe de la guardia nacional, la única fuerza capaz de mantener el orden, era el verdadero dueño del rey y de la Asamblea, y el legítimo representante de las aspiraciones de la burguesía.

La organización política de esta clase social efectuó grandes progresos desde el traslado de la Constituyente a París. La asamblea había prohibido formalmente la adscripción de los diputados a una "facción" cualquiera; pero las mismas necesidades de las tareas parlamentarias impusieron el contacto entre personajes de ideología similar. Así se originó, ya en Versalles, el "Club Bretón", donde se reunían los representantes de esta provincia (Le Chapelier, Defermon, Lanjuinac), casi todos patriotas. La influencia de este grupo aumentó paulatinamente, y cuando la asamblea se trasladó a París, se instaló en el convento de los jacobinos, denominándose entonces "Sociedad de los Amigos de la Constitución". Así nació el club de los jacobinos, imbuido, en sus primeras etapas, del espíritu liberal y antiaristocrático de la alta y media burguesía revolucionaria. El nuevo club se relacionó muy pronto con sociedades similares que se fundaron en las ciudades y villas de provincia, estableció con ellas vínculos de primacía, les transmitió folletos, decisiones y

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consignas; organizó, en una palabra, la red de las organizaciones revolucionarias francesas. Predominaron en esta etapa en los jacobinos los políticos del "triunvirato" Lameth, Barnave y Duport, los cuales se mostraban contrarios a toda aproximación con la corte. Los burgueses moderados y monárquicos, que también formaban parte de los jacobinos, se reunieron en la "Sociedad de 1789", fundada por La Fayette, Sieyés, Condorcet y Bailly. Fue un núcleo limitado, en que se congregaba lo más brillante de la aristocracia liberal y los representantes de la alta burguesía. En cambio, en los Cordeliers, convertidos después de la supresión de las asambleas electorales de distrito en "Sociedad de los Derechos del Hombre", se reunió el estado mayor de la revolución demagógica y radical, los Danton, Desmoulins, Marat, Hebert, etc., los cuales fueron los promotores de todas las asonadas revolucionarias. Otras sociedades políticas tuvieron menor importancia, como la del antiguo partido monárquico, que se tituló "Club de los Amigos de la Constitución Monárquica", o la de los aristocráticos puros, intransigentes, reunidos en el "Salón Francés".

La obra constitucional de los moderados: la escisión religiosa Bajo el signo del lafayetismo vivió Francia año y medio. Durante este período la

Asamblea Constituyente dictó las leyes constitucionales que ahora vamos a examinar en bloque, prescindiendo de las fechas en que fueron promulgadas, ya que lo que interesa discernir es el espíritu total de la reestructuración burguesa del Estado y sus posibilidades prácticas de aplicación. Aunque parezca paradójico, las disposiciones de la carta constitucional de 1791 discreparon en muchos puntos de los principios establecidos por la Declaración de derechos de 1789. Los constituyentes no hicieron una constitución para el pueblo francés, sino para la burguesía moderada que había dirigido los primeros pasos de la revolución. Se mostraron partidarios del individualismo, de la separación de poderes, de la descentralización de las atribuciones ejecutivas, de la organización coherente, racionalista y uniforme de la administración del Estado y de la introducción del sistema electoral para la designación de todos los cargos. Muchos de los postulados divulgados por los tratadistas políticos de la Ilustración, especialmente por Montesquieu, hallaron acogida en el articulado de la nueva constitución. Siguiendo las normas preconizadas por el magistrado bordelés, los constituyentes establecieron una clara distinción entre los tres poderes del Estado. Al rey se reservó el poder ejecutivo, como representante hereditario de la soberanía nacional; elegía libremente a los ministros, en número de seis, los cuales eran responsables ante la Asamblea, aunque no podían ser elegidos entre sus miembros. Jefe del ejército y la marina, director de la política internacional francesa, con poder para designar los altos funcionarios administrativos, quedaba reducido, no obstante, a un simple funcionario de la nación, el de mayor categoría, desde luego. Sus atribuciones respecto a la redacción de las leyes se limitaban al derecho de emitir un veto suspensivo por la duración de dos legislaturas. En cambio, todo el peso de la dirección del Estado recaía en un Cuerpo legislativo, renovable por elección cada dos años, al que incumbían las atribuciones de los antiguos consejos de la Corona, disueltos todos ellos, más la disposición general del impuesto público y la promulgación de toda clase de leyes. Indisoluble e inviolable, el Cuerpo legislativo era el poder más fuerte en la Constitución de 1791 *. A su lado, un Tribunal de Casación y una Alta Corte de justicia, cuyos miembros eran designados por sorteo, constituían los supremos organismos de la nueva justicia, desvinculada en absoluto del poder ejecutivo y del legislativo; pero sin la facultad de interpretar las leyes, como era el caso para el Tribunal Supremo de los Estados Unidos.

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La célula de la Constitución del 91 fue el ciudadano "activo", esto es, el francés mayor de 21 años, no doméstico, que pagara al Estado una contribución directa equivalente al valor de tres días de trabajo. Los ciudadanos "pasivos", los del Cuarto Estado, quedaban relegados a una posición secundaria, como simples máquinas de trabajo. El principio censitario reservaba al ciudadano activo el derecho de elección de los representantes de Francia en el Cuerpo legislativo; pero éstos, además de pagar mayor contribución directa, tenían que ser propietarios de bienes inmuebles. El principio electoral se aplicaba, asimismo, a la designación de los cargos municipales y departamentales, y al nombramiento de casi todos los cargos judiciales, incluyendo, desde luego, el jurado público. Si tenemos en cuenta que hasta los cargos eclesiásticos fueron sujetos a elección popular, y que, por otra parte, el ciudadano intervenía en las repetidas elecciones que se verificaban en los clubs o asambleas de distrito, podremos afirmar que la Constituyente se dejó arrastrar por el "vértigo del sufragio".

El territorio francés fue dividido, racionalmente, en 83 departamentos, todos ellos de extensión aproximada, los cuales realizaban un buen principio: el del contacto directo del administrador con el administrado. Se suprimió todo rastro de las antiguas regiones históricas, y los departamentos fueron bautizados con nombres geográficos. Sus órganos rectores eran un "directorio" y un "consejo general", en los que se realizaba la separación de los poderes ejecutivo y legislativo, respectivamente. Si el principio de uniformidad superó la incoherencia administrativa del Antiguo Régimen, en cambio el centralismo perdió todos sus recursos, y cada departamento fue un verdadero cuerpo autónomo, una república en miniatura, sobre cuyos organismos el rey y la Asamblea no tenían más que una autoridad teórica. A este principio de desintegración estatal, a pesar de la afirmación de la unidad de la monarquía, correspondía una ampliación muy extensa de las atribuciones municipales. Los Ayuntamientos entendían en los recursos financieros, el reparto de la contribución y el mantenimiento del orden público. Cuando fueron dominados por el elemento popular se convirtieron en los núcleos del movimiento revolucionario jacobino, mientras que los departamentos tuvieron un tinte más conservador y girondino.

Tales fueron los principios de la reforma política del Estado. Pero éstos implicaron necesariamente la intervención de la Asamblea Constituyente en la organización religiosa de Francia. Los Derechos del Hombre habían sido colocados bajo la protección del Ser Supremo, y esta invocación denota las influencias deístas y naturalistas en las concepciones religiosas de los constituyentes. Sin embargo, en los primeros momentos la burguesía respetó los derechos de la mayoría católica del pueblo francés. Más tarde, cuando fue preciso hacer frente a la bancarrota económica del Estado, la Asamblea adoptó, a propuesta de Talleyrand, obispo de costumbres equívocas, un decreto revolucionario que determinaba la confiscación de los bienes de la Iglesia francesa (2 de noviembre de 1789), a pesar de las vehementes protestas de los eclesiásticos que, no sin motivo, alegaban que se trataba de una verdadera expoliación. El valor de aquellos bienes, valuado en unos tres mil millones de francos, garantizaba la circulación de un papel moneda, los "asignados", que habían de convertirse en la moneda revolucionaria por excelencia. Inicialmente, las emisiones de asignados correspondieron a la venta de los bienes eclesiásticos, llamados, con los de la Corona, "bienes nacionales". Luego, las necesidades financieras acrecentaron de modo vertiginoso el número de emisiones, hasta el punto de que su valor se depreció muchísimo. Sin embargo, el asignado fue el eficaz colaborador de la transformación de la propiedad en Francia, ya que los estudios más recientes comprueban que el éxito de la operación de venta de los bienes nacionales se debe, en gran parte, a la poca confianza que inspiró la nueva

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moneda. De todas formas, la transferencia de la propiedad fue un hecho cierto e indiscutible, que benefició; en primer lugar, a la burguesía provincial, y, en menor escala, a los campesinos. Estas dos clases quedaron vinculadas a la Revolución a través de la compra de los bienes nacionales. Hecho de suma importancia histórica, cuyas consecuencias políticas y económicas se han registrado en Francia hasta nuestros días.

Por la pendiente del problema económico, la Asamblea se deslizó hacia el campo puramente religioso. Ya en octubre de 1789 se tomaron medidas suprimiendo los votos religiosos. En el invierno siguiente (11 de febrero de 1790), los constituyentes decretaron la abolición de las Ordenes monásticas. Salvo la resistencia ofrecida por capuchinos, cartujos y trapenses, no hubo gran oposición a tal medida. Pero en seguida la Asamblea intentó abrir nueva brecha en la Iglesia mediante la aprobación de una ley que regulara su estado y situación en Francia. El Comité Eclesiástico se encargó de redactar la Constitución civil del clero, en la que se revelaron los fermentos enciclopedistas, jansenistas y galicanos que animaban a la mayoría. El arzobispo de Aix, Monseñor Boisgelin, advirtió el error que se cometía contra la Iglesia. Pero, a pesar de sus palabras, la Asamblea adoptó la ley el 12 de julio de 1790. La Iglesia de Francia se organizaba, según ella, en Iglesia nacional, de espíritu y administración concordantes con los principios revolucionarios de la Constituyente. Diez metropolitanos, ochenta y tres obispos departamentales, supresión de las órdenes religiosas, designación de los curas y obispos por elección, sumisión a la "moral" ilustrada, tales fueron las normas esenciales de la Constitución civil del clero. Es inútil decir que estas disposiciones vulneraban el espíritu jerárquico de la Iglesia y la autoridad del Papado, y que la obligación de profesar los principios revolucionarios atacaba la libertad de la exposición del dogma. Los constituyentes, partiendo del concepto enciclopedista de la identidad de todas las religiones, intentaban atacar a la iglesia católica en su nervio esencial: el clero organizado. Era, pues, lógico que el Papa (Pío VI), sin necesidad de recibir instigaciones de parte alguna, publicara varios breves condenando la Constitución como cismática (23 de julio). La oposición católica, quizá no presentida, exasperó a los diputados, los cuales obligaron a los eclesiásticos a jurar la nueva ley (27 de noviembre de 1790). La gran mayoría del clero, acaudillada por Monseñor Boisgelin, se negó rotundamente (refractarios), y sólo unos pocos (el obispo Talleyrand, otros seis mitrados y 107 sacerdotes) se avinieron a prestar el juramento (juramentados o constitucionales). De esta manera, a principios de 1791, se planteó la discrepancia formal entre el Catolicismo y la Revolución, que ya venía preparada por el antagonismo ideológico anterior. Los revolucionarios acentuaron desde entonces su actitud anticlerical y persecutoria; sin embargo, éste fue su más funesto error por cuanto en aquel mismo momento precipitaban la Revolución por los caminos aventurados de la utopía radical.

En definitiva, la labor de la burguesía moderada, aceptable en algunos puntos, fue por lo común caótica y contradictoria. Puede decirse que lo arrasó todo: poder, administración, ejército, Iglesia, hacienda. Si la aristocracia fue su adversaria, no menos dejó sentir el peso del egoísmo sobre los obreros: la ley Le Pelletier, del 17 de marzo de 1791, prohibió las coaliciones de trabajadores en nombre de una supuesta libertad de trabajo. Destruyó, pues, el Antiguo Régimen y sobre él no supo construir un edificio aceptable para la comunidad de la nación. De este hecho arrancan las ulteriores convulsiones revolucionarias.

La crisis de la Revolución moderada

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El equilibrio de poderes presupuesto en la legislación constitucional, había sido vulnerado por los mismos diputados desde los primeros días del establecimiento de la corte y la Constituyente en París. No sin razón se puede hablar de una dictadura de la Constituyente, a través de la cual asomaba la dictadura de París. El monarca, anulado de hecho, pretendía salvar la Corona y restablecer en lo posible el antiguo orden de cosas. Esta actitud fue realmente contrarrevolucionaria; pero era la única que le cabía adoptar al no querer erigirse en jefe del movimiento subversivo. Sin embargo, sus propias vacilaciones y debilidades le llevaron a correr graves riesgos sin obtener ventajas positivas. Este fue el trágico destino de aquel desgraciado soberano, que había de apurar hasta la última gota su cáliz de amargura.

Durante 1790 la burguesía monárquica, que todavía esperaba aunar los intereses del rey y los de la Revolución, acentuó su actitud reaccionaria frente a los brotes subversivos que revelaban la descomposición del Estado. A pesar de la discrepancia personal entre La Fayette, Mirabeau y los "triunviros", ambiciosos todos de usufructuar el poder, existía un acuerdo tácito sobre la necesidad de salvaguardar la monarquía. Mirabeau defendió acaloradamente sus derechos en política exterior con motivo de la discusión del Pacto de Familia con España (mayo de 1790). Cierto es que en esta ocasión se hallaba ya subvencionado por la corte. También La Fayette contribuyó a robustecer la posición de la monarquía, no sólo apoyándola en el asunto ya indicado, sino poniendo la guardia nacional a su servicio, como pareció dar a entender en la Fiesta de la Federación, celebrada en el Campo de Marte de París, el 14 de julio de 1790, para festejar el aniversario de la toma de la Bastilla. Los federados, guardas nacionales de todas las provincias, mostraron su fidelidad a los principios de 1789; pero tampoco se recataron de manifestar su adhesión a la monarquía. También fue el mismo La Fayette quien apoyó a los jefes militares cuando se trató de poner remedio a la indisciplina imperante entre la marinería y el ejército. El caso más grave, la insurrección de parte de la guarnición de Nancy, fue sofocado rígidamente por el general Bouillé, primo de La Fayette, siguiendo las indicaciones de éste (31 de agosto de 1790). No obstante, el lafayetismo no quería caer de nuevo en el absolutismo; lo prueba la severidad con que fueron reprimidos los conatos insurreccionales monarquizantes que estallaron en el Mediodía francés durante este año, los cuales eran suscitados por los conspiradores enviados por los emigrados franceses, aprovechando el ambiente de exasperación creado por las medidas anticatólicas que decretó la Constituyente.

A pesar de los esfuerzos de la burguesía moderada para dominar el curso de los acontecimientos, la agitación democrática hacía visibles progresos. En junio de 1790 los demócratas habían ganado influencia en las secciones municipales de París y clamaban contra el Ayuntamiento lafayetista; por los mismos días, el club de los Cordeliers extendía su zona de actuación mediante la federación con las sociedades "fraternales o populares", en que se reunían la pequeña burguesía y los ciudadanos pasivos, excluidos de los Jacobinos y del Club del 89. Los Cordeliers postulaban el ejercicio de la soberanía directa, al estilo de Rousseau; la anulación de la distinción entre ciudadanos activos y pasivos; la persecución de los eclesiásticos refractarios; la vigilancia continua de la corte. Favorecieron y propagaron los motines, las algaradas y las huelgas, sacando partido de la miseria del bajo pueblo. Su ídolo era Robespierre; su orador, Danton; su periodista, Desmoulins; su agitador, Marat; su caudillo visible, Robert. Ellos constituyeron las masas del futuro ejército republicano y la minoría audaz y violenta que iba a imponer la "tiranía de la libertad".

La agitación democrática, las vacilaciones de La Fayette y las luchas intestinas en las filas de los burgueses moderados (lafayetistas contra lametistas), indujeron a Luis XVI a separarse por completo de la Revolución y a buscar en el apoyo de los reyes.

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el remedio para la monarquía. Para ello era preciso huir de París y refugiarse en el extranjero, donde recobraría su libertad de acción. El rey formalizó su propósito después del 20 de octubre de 1790, cuando, como consecuencia de una moción de desconfianza presentada por Danton ante la Asamblea, sus ministros se vieron obligados a presentar la dimisión, lo que era contrario a las leyes constitucionales. Desde entonces inició relaciones secretas con los soberanos extranjeros y preparó su fuga. El 26 de noviembre designó al barón de Breteuil como enlace entre su persona y los emigrados para "restablecer su autoridad legítima y la felicidad de su pueblo". Pero la diplomacia europea se complacía, como luego examinaremos, en ver a Francia postrada por la oleada revolucionaria. Pasaron así algunos meses de subterráneas negociaciones, hasta que al morir Mirabeau, en abril de 1791, Luis XVI decidió precipitar sus proyectos, a pesar de que eran sospechados y divulgados entre la muchedumbre por los partidos extremistas. La tentativa se llevó a cabo el 20 de junio siguiente, con tan escasa fortuna que el monarca, su esposa y sus hijos fueron reconocidos y arrestados en Varennes, antes de poder llegar a Montmédy, donde eran esperados por el general Bouillé. Su detención y regreso a París provocaron el desbordamiento de los elementos democráticos.

La Constituyente suspendió al rey en sus funciones, provisionalmente. Pero en los planes de la burguesía moderada no podía caber la idea del destronamiento. La monarquía pesaba en Francia, y la burguesía departamental se mostraba afecta a la institución. Por otra parte, los excesos de las bandas populares habían de tener una respuesta adecuada. Persistiendo en su orientación conservadora, el grupo de los Lameth hizo conjunción con los lafayetistas, y unos y otros se dispusieron a mantener a Luis XVI en el trono. El 15 de julio Barnave arrancaba de la Constituyente un voto contra la instauración de la República; el 16, lametistas y lafayetistas se separaban de los jacobinos, que querían pedir el establecimiento de una regencia en el duque de Orleáns; y el 17, cuando los cordeliers arrastraron las turbas al Campo de Marte para firmar una petición de alcance republicano, la guardia nacional, autorizada por la Asamblea, disolvió a tiros a los manifestantes.

Lametistas y lafayetistas habían fundado el 16 de julio un Club en el convento de los fuldenses (feuillants). Ellos infunden su espíritu y dan cima a la obra de la Constituyente: el rey es repuesto en sus atribuciones después de jurar la Constitución (14 de septiembre) y el partido democrático es perseguido en sus hombres, sus clubs y su prensa. Sólo seis diputados, entre los cuales Robespierre, permanecen en los jacobinos. Aunque el rey de Prusia y el emperador de Austria acababan de publicar en Pillnitz una declaración contrarrevolucionaria (25 de agosto), los constituyentes se dieron cuenta de que Europa no presentaba todavía un frente unánime contra la Revolución. Esta, en apariencia, se hallaba a salvo, y una amnistía pretendió dar garantías de paz a derecha y a izquierda. Sin embargo, las complicaciones de carácter internacional iban a provocar el desquite de los demagogos y el triunfo del elemento republicano, un año después del éxito logrado por la burguesía moderada de los feuillants.

Hacia la República democrática La Asamblea Legislativa, que se reunió el 1.° de octubre de 1791, reproducía los

rasgos de la Constituyente, aunque de aquélla habían quedado excluidos los elementos de extrema derecha y los monárquicos puros. Representaba, pues, un paso más hacia lo que, desde la época de la Asamblea Nacional, se había empezado a designar como "izquierda" política. Las elecciones, efectuadas en medio de una sensible abstención de los ciudadanos activos y la vigilancia de las sociedades

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populares, habían dado la mayoría a los fuldenses, cuyos diputados, en número de 264, dominaban el centro de la nueva asamblea. Unos ciento cincuenta diputados se inscribieron en el Club de los Jacobinos. Aquéllos obedecían a las directrices del "triunvirato" y de La Fayette, las cuales, aunque en algunos puntos discrepantes, se podían considerar como de carácter monárquico constitucional. En cambio, en el bloque de la izquierda, integrado por jóvenes exaltados, procedentes en su mayoría de las clases burguesas enriquecidas por la compra de bienes nacionales, predominaban sentimientos de desconfianza respecto de la corte y un espíritu revolucionario más o menos radical, de tendencias progresivamente republicanas. Sus jefes fueron muy pronto Brissot y Condorcet, diputados por París, y los brillantes oradores enviados por el departamento de la Gironda: Vergniaud, Gensonné, Guadet, etc. De aquí que, en conjunto, se denominara "girondinos" a los miembros parlamentarios de la izquierda jacobina.

La Constituyente, a propuesta de Robespierre, había decretado que sus miembros no podrían ser reelegidos para la Legislativa. Esta renovación del personal político fue fatal para la causa de la burguesía moderada. Los nuevos diputados habían de llevar a la práctica una constitución cuyo espíritu desconocían. Por otra parte, la política se hizo principalmente fuera de la Asamblea, ya en la corte, ya en los salones de los clubs. Las deliberaciones de éstos adquirieron más importancia práctica que las de la propia Legislativa. A través de los clubs, el elemento revolucionario parisiense logró imponerse sobre la Asamblea, y sus representantes, los Robespierre, Danton y Marat, continuaron influyendo de modo notorio en la marcha de los asuntos públicos.

Luis XVI había escogido un ministerio fuldense, acatando de esta manera la mayoría parlamentaria, como era costumbre en Inglaterra. Pero el gobierno no pudo dirigir los acontecimientos, ya que le faltaban todos los resortes del poder. La desorganización económica, la crisis financiera y el espíritu de subversión difundido entre las masas populares, provocaban a diario conflictos, tumultos y motines. Los girondinos creyeron hacer frente a la situación acentuando la nota revolucionaria; de un lado, propusieron a la Legislativa la supresión de todos los derechos feudales reales que no fuesen comprobados por un contrato exhibido por los señores; de otro, iniciaron legalmente la persecución de los elementos contrarrevolucionarios, a los que culpaban de desorden público. Así fueron votados por la Asamblea los decretos de 31 de octubre y 29 de noviembre de 1791 disponiendo el secuestro de los bienes de los emigrados y la deportación y vigilancia del clero refractario. Estas decisiones ensanchaban el abismo que dividía las clases sociales de la nación, y condujeron rápidamente a un conflicto agudo con las potencias extranjeras, puesto que la Asam-blea las complementó con un decreto invitando a los electores de Tréveris y Maguncia y a otros príncipes renanos a disolver las concentraciones de emigrados en las fronteras de Francia. Estas exigencias implicaban la guerra con el emperador de Alemania. La Legislativa lo sabía, y sus partidos, en general, deseaban la conflagración bélica, aunque por razones diversas. Los girondinos pretendían que Europa reconociera la Revolución y orillara sus dificultades económicas internas; de no aceptar esta actitud, confiaban en la extensión de la obra revolucionaria por todo el continente, en una guerra de propaganda subversiva. Los lafayetistas deseaban la guerra porque, dominando ellos el ejército y la guardia nacional, el conflicto les llevaría al poder, desde donde impondrían su criterio a la corte y a los jacobinos. Por su parte, la monarquía no veía con malos ojos el desencadenamiento de una lucha, de cuyo resultado esperaba la intervención extranjera y el restablecimiento del absolutismo y el Antiguo Régimen. Parece ser que sólo los lametistas y los demócratas puros, como Robespierre, se opusieron a la guerra revolucionaria. Los

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primeros porque querían vincular su partido a los elementos conservadores franceses, emigrados y católicos; los segundos, porque temían que el conflicto condujera a un triunfo de la corte.

Brissot, el prohombre del partido girondino, condujo la campaña belicista. Después de triunfar en los Jacobinos sobre Robespierre, produjo una crisis ministerial, que se resolvió con la subida al poder de un ministerio girondino, con Roland, Dumouriez y Claviére (marzo de 1792). Pocos días después, el 20 de abril, al finalizar una serie de negociaciones diplomáticas, llevadas de modo poco amistoso, con el nuevo emperador de Alemania, Francisco II, Francia declaró la guerra al Imperio, lo que representaba, al mismo tiempo, la lucha con Prusia. Era la guerra, tan ardientemente deseada; pero cuyas peripecias iban a pesar de modo decisivo sobre la marcha de la Revolución francesa, hasta el extremo de ser, como veremos, uno de los factores esenciales en su trayectoria.

Los girondinos deseaban una guerra corta, rápida y victoriosa. Pero sus esperanzas quedaron desvanecidas desde los primeros combates. La indisciplina del ejército, demostrada en el asesinato de los generales y en la deserción de los oficiales ante el enemigo, im imposibilitó la realización de cualquier plan ofensivo. Los mandos superiores, entre los que figuraba La Fayette, acordaron suspender las operaciones hasta que se pusiera remedio al desorden jacobino en el país (mayo de 1792). Los jacobinos, por su parte, proclamaron la traición de la corte y los fuldenses, y para imponerse al monarca hicieron votar a la Legislativa nuevos decretos revolucionarios: contra los curas católicos refractarios, disolviendo la guardia real y concentrando en París un cuerpo de ejército de 20 000 hombres. Con la sola excepción de la segunda medida, el rey puso su veto a las restantes, lo que acarreó la dimisión del ministerio girondino y su substitución por otro de signo fuldense. Luis XVI se sentía apoyado por los generales en sus proyectos de reprimir la agitación de los clubs, revisar la Constitución y restablecer la paz en el país. Una algarada revolucionaria, fruto del nerviosismo imperante, fracasó ruidosamente. La jornada del 20 de junio, en la que el rey se mostró a la altura de su nacimiento frente a las turbas de los sans-culottes, fue un evidente triunfo moral para la monarquía, cuyo afincamiento en el corazón de los franceses de provincias se demostró firme y seguro. La explosión del sentimiento monárquico nacional se dejó sentir en la misma Asamblea, donde fue aplaudido La Fayette y vivamente reprobado el motín del 20.

Sin embargo, la inconsistencia de los fuldenses y el avance de los ejércitos aliados por el suelo francés cambiaron radicalmente el curso de los acontecimientos, favoreciendo los planes de los grupos republicanos. Un sentimiento patriótico hasta entonces desconocido llevó a los franceses a las fronteras. La Legislativa había proclamado que la patria se hallaba en peligro (11 de julio), movilizado los cuerpos administrativos y municipales, incorporado la guardia nacional al ejército, reclutando nuevos batallones de voluntarios. Los campesinos iban a defender su nueva libertad social y el suelo de la patria. La guerra fundió la causa nacional con la causa revolucionaria, en el momento en que ésta sufría uno de sus más profundos declives.

Los grupos democráticos, unidos eventualmente ante el peligro que les amenazaba, dieron alas a la agitación republicana que se manifestaba en los municipios, convenciendo a todos de que en la monarquía se hallaba la causa de los desastres. Entonces se reprodujo el estado de desasosiego popular que había caracterizado el mes de julio de 1791, después de la fuga del rey a Varennes. La llegada de los voluntarios a París para festejar la fiesta del 14 de julio, las disposiciones contradictorias de la Asamblea, la ausencia de todo poder ejecutivo, facilitaron los trabajos de un comité secreto democrático que preparaba el levantamiento de las turbas de París. En medio de tal ambiente de exaltación se tuvo

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conocimiento del manifiesto publicado por el duque de Brunswick, general en jefe de las tropas prusianas, en que amenazaba destruir y arrasar la capital si Luis XVI y su familia no eran puestos inmediatamente en libertad. El 3 de agosto las secciones de París propusieron a la Legislativa el destronamiento de Luis XVI. En la noche del 9 al lo de agosto se desencadenó la tormenta revolucionaria: las secciones se apoderaron del ayuntamiento y de la dirección de la guardia nacional. Luego los federados atacaron el palacio de las Tullerías, del que la guardia suiza hizo una brillante cuanto inútil defensa. La familia real se puso bajo la protección de la Legislativa. Esta, al triunfar el movimiento, acató sus resultados: decretó la suspensión del rey y la convocatoria de una Convención nacional.

La jornada del lo de agosto representa el triunfo de la minoría revolucionaria democrática sobre la nobleza liberal y la burguesía moderada. Parece ser que Danton fue el hombre del día; en todo caso los cordeliers desempeñaron en ella el principal papel. Al mismo tiempo, señaló la imposición victoriosa de la capital republicana sobre la Francia monárquica. La caída de la realeza, acompañada y seguida de una ola de asesinatos, dio paso libre al gobierno revolucionario y al Terror.

La Convención: montañeses y girondinos

La fase aguda de la Revolución francesa corresponde al 'gobierno de una minoría cuyo objetivo supremo es deducir las últimas consecuencias de los principios revolucionarios y llevar a cabo su defensa tanto en el interior como en el exterior. Para ello impone la unidad de la nación y la "tiranía" de la libertad, fórmulas opuestas a la descentralización administrativa y al liberalismo esencial implantado por la burguesía moderada de la Constituyente. En todo este período, la guerra revolucionaria impulsa las oscilaciones políticas interiores de Francia. Las épocas de terrorismo coinciden con los reveses bélicos, y la reacción termidoriana con el definitivo alejamiento del peligro de invasión y la victoria de los ejércitos nacionales, movilizados con fe ciega por los hombres de aquel régimen. Pero para lograr este éxito, el gobierno revolucionario se mancha con la sangre de víctimas inocentes, que han de estigmatizar su obra para siempre. El sistema del Terror, elevado a dogma político, indica la maldad de que es capaz el hombre cuando sus sentidos se hallan embotados por abstracciones ideológicas.

El 10 de agosto había entregado el poder a la minoría democrática parisiense. El suceso se reflejó pronto en el gobierno del Estado: se constituyó un gobierno provisional patriota, entre cuyos miembros figuró Danton, y la Legislativa tuvo que acentuar sus medidas revolucionarias, especialmente en el aspecto religioso. En pocos días se dictaron una serie de decretos anticlericales, entre los que figuró la supresión de las congregaciones religiosas y las deportaciones de los curas refractarios. Se abolieron, al mismo tiempo, los derechos reales feudales; se instituyó un tribunal extraordinario -el Tribunal Criminal- y se decretó el secuestro de los bienes de los emigrados. A los ciudadanos pasivos, los triunfadores en las jornadas de agosto, se les concedió el sufragio electoral que les negara la Constitución de 1791. Paralelamente, una serie de comités de sans-culottes y descamisados (Commités de Surveillance) procedían arbitrariamente a la detención de los sospechosos, los cuales eran acumulados en las prisiones de París.

En el camino del poder, la minoría revolucionaria, concretada en la Commune de París y el Club de los Jacobinos, democratizado, no reparó en medio alguno. Las elecciones para la Convención no fueron libres ni generales: acudió a votar un

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pequeño contingente de ciudadanos (la séptima parte), y aun su voto fue forzado, vigilado y violentado. Abundan las pruebas sobre este particular. Además, el gobierno permitió el desbordamiento de las masas de la capital, las cuales, durante las jornadas del 2 al 5 de septiembre, so pretexto de precaverse de un supuesto complot en las prisiones, se libraron a una horrible y repugnante matanza de los detenidos y sospechosos (Massacres de Sétembre). Culpables directos de tales excesos fueron Marat y los miembros del Comité de Vigilancia del Ayuntamiento de París; pero también Danton, como ministro de justicia, se hizo responsable de ellos, y aun toda la Legislativa, que no supo reaccionar contra aquellas explosiones de salvajismo.

En estas circunstancias no es de extrañar que los jacobinos acaparasen los puestos de la representación nacional, y que la Convención fuera su instrumento adecuado (20 de septiembre de 1792). Aunque las elecciones no se habían celebrado bajo el signo del antagonismo entre los miembros del bloque revolucionario, es lo cierto que muy pronto se dividieron en tres grupos. Al lado derecho de la Asamblea figuraron los girondinos, los cuales representaban una selección dentro de la Revolución; partidarios de la propiedad, de las ideas de jerarquía social, del librecambismo y de una República ilustrada, eran enemigos natos de todo lo que había de inculto, grosero y primitivo en el bajo pueblo; por esta causa se oponían al dominio de París y a los elementos que habían organizado la jornada del 10 de agosto. En cambio, los montañeses, denominados así por la ubicación de este grupo en los escaños del salón de sesiones durante la Legislativa, eran los beneficiarios directos del espíritu de dicho movimiento y se juzgaban representantes de los ciudadanos pasivos, o sea de los que habían provocado la caída del trono; partidarios de la realidad de las cosas y fanáticos de las ideas revolucionarias, estuvieron dispuestos a sacrificar todos los principios del 89 en aras de lo que reputaban interés público, y no era propiamente más que una manifestación tumultuosa de la crisis y del desorden provocados por la Revolución entre las bajas clases sociales. Se trataba de una minoría activista, que por la intuición demagógica de la masa, creó la confabulación entre las ideas de Nación y Revolución, la mezcla más explosiva de las fuerzas sociales en los siglos XIX y XX.

Entre ambos grupos, en el centro de la Convención, figuraron los independientes, los hombres del "pantano", como se les denominó despectivamente por su moderación. Sin embargo, los diputados centristas fueron el pivote sobre el que giró la obra revolucionaria; partidarios sinceros de la Revolución, se oponían a los girondinos por la fragmentación del poder público y la destrucción de la unidad nacional, y a los montañeses por su sistema de terror político. Presionados por las circunstancias y a veces dominados por los descamisados que acudían a perturbar el desarrollo de las sesiones de la Convención, apoyaron ora a los girondinos, ora a los montañeses, para acabar librándose de unos y otros en la reacción termidoriana.

La lucha entre la Gironda y la Montaña se desarrolló primero en forma pacífica. Después de la acción de Valmy y de la ofensiva republicana sobre Bélgica, coronada por la victoria de Jemmapes, el peligro exterior parecía conjurado (noviembre de 1792). La Convención, que había abolido la monarquía desde el 21 de septiembre y proclamado de hecho la república el 22, fue dirigida en un principio por los girondinos, los cuales ocuparon los cargos del llamado Consejo Ejecutivo Provisional y los puestos de los comités de la Asamblea, entre los cuales el de Seguridad General, creado el 17 de octubre, que reunía vastas atribuciones en materia de justicia y política. Creíanse lo suficientemente fuertes para asestar un golpe de muerte a la Montaña, y lanzaron sendas acusaciones contra Robespierre, al que tacharon de preparar la tiranía, y Marat, el instigador de las matanzas de Septiembre.

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Así pensaban aniquilar a los jefes montañeses, atacando lo que denominaban "mouvement de la Révolution"; pero Robespierre les demostró que no podía hacerse el proceso legal de la Revolución. Como diría Saint-Just en el inminente proceso contra Luis XVI, "todo era ilegal, pues lo importante era romper con el pasado". En tales circunstancias, Danton procuró tender la mano entre los dos partidarios; pero rehusándola los girondinos, obligaron al tortuoso político a encuadrarse en los rangos montañeses. Así se constituyó el llamado "triunvirato" de la Montaña, aunque lo cierto es que nunca hubo gran acuerdo entre los tres revolucionarios de más nota.

A mediados de noviembre de 1792, y a causa de su política orgullosa y llena de prejuicios respecto del pueblo de París, los girondinos perdieron la hegemonía que hasta entonces habían ejercido sobre la Convención. En aquella fecha definióse el partido de los independientes, que Desmoulins designó con el remoquete de "flemáticos". Los diputados centristas entregaron la presidencia de la Asamblea a un montañés, y muy pronto se pusieron al lado de la Montaña. El proceso del monarca fue un fracaso para la política girondina. Brissot, Vergniaud, Roland y otros jefes del grupo se proponían salvar la persona de Luis XVI y con ello anular el 10 de agosto; en cambio, los jacobinos puros, guiados por Robespierre, exigían su ejecución. En el proceso del infortunado soberano es inútil hablar de trámites judiciales, ya que siempre fue planteado como un problema de carácter político. Montañeses y girondinos estuvieron conformes en decretar la acusación del monarca; pero aquéllos impusieron su criterio en cuantas objeciones suscitó la Gironda para evitar lo irremediable. De esta manera la Convención se transformó en corte suprema de justicia, a pesar de que en modo alguno podía ser un tribunal imparcial, como lo demostró en el transcurso de las sesiones del juicio (diciembre de 1792).

Los girondinos procuraron desviar el asunto principal insistiendo sobre el destierro del monarca y acusando a los montañeses de orleanistas; maniobrando hábilmente sobre la inviolabilidad de Luis XVI y su irresponsabilidad constitucional; recurriendo a la intervención diplomática de las potencias extranjeras. Pero su falta de valor comprometió el fin de tal política, y sus prohombres se abstuvieron de opinar con claridad sobre los aspectos más candentes del proceso del rey. De esta manera inclinaron a los independientes del lado de la Montaña. Cuando llegó el momento decisivo de fallar el proceso, mejor dicho, de pronunciarse abiertamente sobre la suerte de Luis XVI, los convencionales declararon casi por unanimidad que éste era culpable "de conspiración" contra la libertad pública y la seguridad nacional; los documentos hallados en la caja secreta del palacio de las Tullerías,en los que se comprobaban las relaciones que el monarca había mantenido con los príncipes extranjeros y algunos prohombres de la Revolución (Mirabeau, La Fayette, Talon, etc.), decidieron verosímilmente la opinión de la Asamblea. Pero ésta se mostró dividida en otros asuntos vitales. La propuesta girondina de apelar al pueblo sobre la suerte de Luis XVI, temida por los jacobinos, que bien sabían el ambiente monárquico de la nación, fue rechazada por una mayoría de 423 votos contra 292, después que los diputados independientes hubieron seguido el ejemplo de Barére de Vieuzac y de algunos girondinos disidentes. En la noche del mismo día (16 de enero de 1793), se procedió a la votación de la pena: por 387 votos contra 334 la Convención decretó la muerte. Una última tentativa hecha por los girondinos, a base de diferir la ejecución de la sentencia a causa de la situación exterior, fue rechazada por 380 votos contra 310. En la mañana del 21 de enero de 1793 la parodia jurídica terminaba con el suplicio de Luis XVI en la guillotina.

La muerte del monarca representaba la decisión de los elementos revolucionarios de soltar las amarras del pasado, de lanzar la trá trágica cabeza del decapitado a la misma faz del absolutismo europeo. El desafío provocó la confabulación general de

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Europa contra Francia, tanto más urgente cuanto las últimas conquistas de los ejércitos republicanos de Saboya y Bélgica y el principio de anexión territorial proclamado por la Convención, hacían temer por la suerte del equilibrio continental en Occidente. Los girondinos, que eran los artífices de esta concepción imperialista, como habían sido los fautores de la guerra revolucionaria, relegaban a un segundo plano el principio, proclamado por la Constituyente, de anulación de las guerras de conquista. Las potencias extranjeras, cuyos esfuerzos habían sido tan débiles para socorrer a Luis XVI, reaccionaron contra la política expansiva de Francia, y bajo la dirección obstinada de Inglaterra se lanzaron al asalto del suelo francés. En aquel momento se demostró, como en el transcurso del verano precedente, la grave crisis en que se debatía Francia. El ejército continuaba indisciplinado, sus efectivos eran reducidos y su intendencia defectuosa; los mandos supremos, entre los que descollaba general Dumouriez, el hombre de la Gironda, desconfiaban de los manejos radicales. El fracaso de la campaña de Holanda, la derrota de Neerwinden y la defección de Dumouriez, que el 1.° de abril se pasó a las filas austriacas, demostraron con exceso la desmoralización de las tropas. En el aspecto interior, las medidas revolucionarias decretadas por los comisarios de la Convención para reclutar un ejército de 300 000 hombres y procurarse los víveres necesarios al sostenimiento de los combatientes, excitaron de tal modo los ánimos de las poblaciones católicas y realistas del Bajo Loira, que en marzo se produjo en la Vendée un movimiento contrarrevolucionario de gran amplitud. Los aldeanos de esta región se levantaron en armas en defensa de la Religión y de la Monarquía. Bravamente sostuvieron esta causa, y sus éxitos, paralelos a los de las tropas coaligadas, pusieron en grave peligro la obra revolucionaria.

Para defenderla, los convencionales acudieron a las medidas más extremas. Era preciso imponer sus órdenes por la coacción y el miedo, y no vacilaron en crear instrumentos jurídicos temibles, en cuya constitución y funcionamiento se vulneraron las leyes más augustas del derecho penal. Así el 10 de marzo, a pesar de la oposición de los girondinos, fue creado el Tribunal Criminal Extraordinario, encargado de juzgar, bajo la inspección de una comisión de seis convencionales, a los presuntos contrarrevolucionarios; el 19, ante la noticia de la rota de Neerwinden, la Convención puso fuera de la ley a los franceses que participasen en los motines o movimientos contrarios al orden instituido; el 20, creó en cada municipio o sección municipal una Comisión de Vigilancia, encargada, en el fondo, de efectuar pesquisas policiacas y de alimentar los procesos del Tribunal Revolucionario; el 26, dispuso el desarme de los sospechosos. Otras medidas fueron adoptadas contra los emigrados y la prensa monarquizatite. Finalmente, a primeros de abril, cuando la crisis fue más sensible, la Convención, insegura de sus propios miembros, decretó la suspensión de la inviolabilidad parlamentaria e instituyó, el día 5, el Comité de Salud Pública, heredero del Comité de Defensa general creado tres meses antes. El nuevo organismo, compuesto por nueve miembros, deliberaba en secreto y ejercía amplias atribuciones en todas las materias de interés nacional.

Ante tales disposiciones era utópico soñar en la redacción de una carta constitucional, cuya aprobación implicaría la disolución de la Asamblea. En el seno de ésta, los montañeses, beneficiados por el rumbo de los acontecimientos, decidieron dar la batalla decisiva a la Gironda, contra cuyos miembros más conspicuos venían luchando sin tregua desde el asunto del proceso de Luis XVI. La traición de Dumouriez les colocaba en situación ventajosa para atacarlos. Desde luego, contaban con el apoyo del municipio de París. El fracaso de los girondinos con motivo del decreto de arresto de Marat, que fue puesto en libertad por el Tribunal Revolucionario (abril de 1793), armó los brazos de los radicales de París, los cuales

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veían en los diputados de la Gironda a los representantes del espíritu conservador de las provincias. Estos procuraron defenderse, e instituyeron en la Convención una Comisión de los Doce (18 de mayo) para examinar la legalidad y reducir las atribuciones de la Commune de París. En este momento decisivo, las secciones, inducidas por Robespierre y Marat, diero un golpe de Estado. El 31 de mayo obtuvieron la disolución de la Comisión de los Doce y el 2 de junio las tropas seccionales rodearon la Convención y arrancaron por la violencia el decreto de acusación de los principales jefes de la Gironda. La Montaña se imponía resueltamente, después de la eliminación sucesiva de los grupos revolucionarios situados más a su derecha.

Para hacer aceptar su golpe de Estado, los montañeses improvisaron una carta constitucional, redactada por Hérault de Sechelles, que fue aprobada el 24 de junio de 1793. La Constitución del año 1 era de tipo democrático, y se inspiraba en los principios políticos enunciados por Rousseau: sufragio general y directo, cámara única, participación del pueblo en la aprobación de las leyes, instauración de un Consejo ejecutivo de 24 miembros, etc. Sin embargo, la nación no se llamó a engaño, ya que se abstuvo en masa de ratificarla cuando fue sujeta, poco después, a un plebiscito general. Tampoco los convencionales sentían el menor deseo de aplicarla y todo induce a creer que fue la mera exposición de un programa para convencer a la burguesía de la nación de que no eran ciertas las imputaciones girondinas, las cuales les presentaban como déspotas comunistas. En efecto, a la invasión extranjera y a la guerra de la Vendée se unió, durante el verano de 1793, la insurrección federalista, movimiento complejo en que se mezclaron girondinos, monárquicos y católicos, y sentimientos económicos y tradicionales de todas clases, bajo la consigna de aligerar a la Convención de la tiranía de Párís. En Lyon, Marsella, Tolón y Tolosa; en Bretaña, el Jura y Normandía, algo en todas partes, los federalistas se apoderaron de la provincia o del poder municipal. El asesinato de Marat, el implacable y sanguinario terrorista, realizado el 13 de julio por la exaltada girondina Carlota Corday, revela la excitación de las provincias contra París.

El gobierno revolucionario y el Terror Pero parecía como si los hombres de la Montaña, en realidad mediocres, sacaran

fuerza de tantos males para imponer su voluntad. Ya no había para ellos otro recurso que el de desencadenar sistemáticamente la violencia y elevar a la categoría de dogmas políticos el gobierno revolucionario y el Terror. Medidas revolucionarias fueron la aceptación forzosa de los asignados y el establecimiento de una tasa para el comercio de los cereales (ley de máximo), con cuyas disposiciones se pretendía poner remedio a la miseria popular y al aumento extraordinario del coste de la vida. Otras medidas consistieron en el robustecimiento del gobierno central. Para hacer frente a la inquietante situación política, los convencionales habían de volver a concentrar el poder desperdigado en la Constitución de 1791, todavía en vigor en cuantas partes no-habían sido derogadas por las leyes votadas por la Convención. En el curso de los meses de septiembre a diciembre de 1793 se organizó el gobierno revolucionario, esto es, la centralización de todas las medidas de excepción en manos de los componentes del Comité de Salud Pública. Este había sido renovado en julio y septiembre bajo la presión de los elementos hebertistas (de Hebert,' político radical que se pretendía sucesor de Marat), los cuales habían acaparado la representación de los clubs demagógicos y aceptado varios de los principios de acción expuestos por los enragés, grupos violentos, extremistas y anarquizantes. El 27 de julio fueron desplazados del Comité Danton y sus partidarios, quienes, por la

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rápida evolución del proceso revolucionario, ocupaban la derecha de la Asamblea, para dar cabida a Maximiliano Robespierre y sus amigos; en septiembre, entraron en el Comité, ampliado a doce miembros, dos representantes del grupo hebertista, Billaud-Varenne y Collot d'Herbois. De esta forma quedó integrado el denominado gran Comité del año II, del que Robespierre tuvo la dirección efectiva, auxiliado en sus funciones políticas por Saint-Just, Billaud, Collot y Couthon. Saint André tenía a su cargo la marina; Hérault de Sechelles, la diplomacia; Barére, la hacienda; los dos Prieur y Lindet, la organización de la economía y la administración de guerra; Carnot, el ejército. Estos siete eran los técnicos y encargados de la ejecución de las medidas adoptadas solidariamente por el Comité.

La ley de 10 de octubre de 1793 (19 Vendimiario II) otorgó al Comité de Salud Pública amplias funciones ejecutivas sobre todos los órganos del Estado: la administración, la hacienda, el ejército y las autoridades judiciales quedaron bajo su vigilancia. En aquella misma fecha, la Convención proclamó que el gobierno sería revolucionario hasta la paz, esto es, que se mantendría la confusión de poderes contraria al espíritu y al texto del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre. Ambos decretos anulaban de hecho todas las disposiciones constitucionales; pero el reconocimiento pleno de esta realidad no tuvo lugar hasta el decreto de 4 de diciembre del mismo año (14 Frimario II), que estructuró el gobierno revolucionario. Por el mencionado texto' legislativo se reconocía a la Convención como centro único de la impulsión de gobierno. Los dos Comités de Salud Pública y Seguridad General quedaban constituidos en organismos gubernamentales supremos, el último para las funciones de policía y vigilancia interior. Al Comité de Salud Pública se le reservaba la diplomacia exterior y la dirección del Consejo Ejecutivo, cuyos componentes, llamados todavía ministros, eran simples mandatarios en los asuntos públicos. La administración departamental, reputada girondina, fue relegada a segundo término por el distrito y el municipio, en cuyos organismos la Convención nombraría unos "agentes nacionales", responsables ante el Comité de Salud Pública. También se dio legalidad constitucional a los Comités de Vigilancia revolucionarios, y aun a los clubs, como auxiliares del gobierno central. En definitiva, se suprimió a rajatabla la autonomía departamental y municipal; los "agentes nacionales" substituyeron a los intendentes del Antiguo Régimen. Por si fuera poco, la Convención se reservó el nombramiento de "representantes en misión", a los cuales incumbiría la vigilancia de la administración y del ejército para cada caso concreto. Tales representantes fueron una especie de pretores, revestidos de la más completa autoridad, y a ellos cabe atribuir en gran parte las odiosas escenas terroristas en las provincias.

A esta centralización del poder correspondió la aplicación del Terror como instrumento del gobierno. Hasta entonces los actos de violencia y las matanzas habían sido transitorios y episódicos. A partir de septiembre de 1793 el Comité de Salud Pública, empujado por los hebertistas, implantó el terrorismo continuo y permanente. El 17 de dicho mes la Convención aprobó la Ley de Sospechosos, declarando la condición de los que habían de ser detenidos por los Comités de Vigilancia y juzgados por el Tribunal Revolucionario. El articulado de tal disposición permitía la detención de numerosas personas, sin que sobre ellas existiera ningún cargo positivo: bastaba no poseer un certificado de civismo para ser arrestado. Un mes más tarde, se desencadenó la primera ola de violencia, el llamado Terror de Octubre. A las consignas de "es preciso guillotinar" y "poner el Terror al orden del día", el Tribunal Revolucionario funcionó de modo implacable, condenando a los acusados según las órdenes que recibía del Comité de Salud Pública. En esta etapa fueron ejecutados la reina María Antonieta (16 de octubre), el duque de Orleáns y los

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diputados girondinos detenidos el 2 de junio, entre los cuales Brissot, Vergniaud y Gensonné. También fueron conducidos al patíbulo Madame Roland, exaltada girondina, y otros adherentes de este partido. La muerte no hacía distinciones entre los revolucionarios y los que sufrían las terribles consecuencias de su obra. En las provincias, el terrorismo hizo estragos en todas partes donde se manifestó la insurrección federalista. La guillotina funcionó en todos los departamentos. Pero los actos de mayor salvajismo fueron los perpetrados por Fouché y Collot d'Herbois, en Lyon, al ametrallar a los sospechosos a cañanazos, y por Carrier, en Nantes, al ordenar la "inmersión" de los condenados en las aguas del Loira.

El Terror político fue completado por lo que se ha dado en denominar Terror económico y moral. Para poner freno a la miseria y a las especulaciones de los comerciantes, la Convención votó el 29 de septiembre de 1793 una ley sobre el máximo, en que se fijaban tasas para todos los artículos de primera necesidad, se regulaban los salarios, se prohibía la exportación de mercancías y se obligaba a los campesinos a declarar sus cosechas. Esta medida a agravó la vida material del país. Desaparecieron los comestibles y su precio a alcanzó sumas fabulosas. Las persecuciones, las multas y los arrestos no lograron poner remedio a la carestía de la vida. En cuanto al Terror moral, y prescindiendo de las coacciones, pesquisas policiacas y registros domiciliarios, del tuteo y del imperio de la indumentaria y símbolos de los descamisados, la Convención acentuó la obra de descristianización. Así fue votado un calendario republicano, cuya era partió del día de la proclamación de la República, el 22 de septiembre de 1792. Los meses constaron de 30 días, y fueron divididos en tres décadas. Cada uno de ellos recibió un nombre adecuado a los fenómenos paralelos de la naturaleza (Vendimiario, Brumario, Frimario; Nivoso, Pluvioso, Ventoso; Germinal, Floreal, Pradial; Mesidor, Termidor y Fructidor). Se pretendió suprimir las fiestas religiosas y substituirlas por conmemoraciones cívicas. El vandalismo jacobino se cebó contra los templos, las imágenes y los objetos de culto, que fueron sacrílegamente profanados. Hasta los nombres de los pueblos fueron adulterados, para borrar la dedicación tradicional a sus santos patronos, de la misma manera que algunas personas trocaron su patronímico por el de plantas, animales o abstracciones ideológicas. La ola anticlerical, dirigida por Hebert y Chaumette, desbordó a la propia Convención. En el seno de esta asamblea fueron befados los atributos de las dignidades eclesiásticas. La corriente ateísta culminó en la celebración de la fiesta de la diosa Razón (10 de noviembre de 1793), ceremonia que degradó a cuantos asistieron a ella, y en el decreto ordenando el cierre de todos los edificios destinados al culto.

En el aspecto militar, la política del Terror tuvo dos campos distintos de acción: el primero, republicanizar los mandos del ejército; el segundo, poner todo el país en pie de guerra. La moral de la victoria se impuso a base de la actividad de los convencionales delegados en los estados mayores de los ejércitos en campaña. Los generales derrotados o temerosos fueron juzgados y condenados a muerte: tal fue la aplicación práctica de la frase: "vencer o morir". Los mandos supremos fueron confiados a los oficiales jóvenes y atrevidos, formados en su mayoría en el antiguo ejército monárquico, y su espada decidida y enérgica dio la victoria a las tropas republicanas. A sus órdenes se concentraron los hombres procedentes de todo el país, reclutados en masa por la ley de requisición general de 23 de agosto de 1793. Los nuevos reclutas fueron distribuidos en semibrigadas, compuestas de dos batallones de bisoños y un batallón de veteranos. Esa mezcla (la amalgama) fue una concepción política afortunada, ya que dio al ejército el ímpetu moral de que antes carecía, junto con la perfección maniobrera apetecida; la brigada, por su parte, realizó un nuevo tipo de estructura militar, ágil y articulable en las más varias

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operaciones. El incremento paralelo de la producción de guerra, la preocupación de los servicios de intendencia y la unidad absoluta de mando bajo la dirección de Carnot, caracterizaron la inauguración de una nueva etapa en la historia de la guerra: la de los ejércitos y la guerra nacionales.

Este nuevo instrumento militar demostró pronto su eficacia. A fines de diciembre de 1793 los peligros que amenazaban a la Francia revolucionaria podían considerarse superados. En las fronteras, las victorias de Wattignies y Wisemburgo (octubre y diciembre de 1793) aventaban todo peligro de invasión. La plaza de Tolón, de la que se habían apoderado los ingleses durante el verano, capitulaba a fines de diciembre. En los Pirineos, los convencionales lograron detener la ofensiva española. Por último, los vendeanos fueron derrotados en Cholet (7 de octubre), y definitivamente destrozados como elemento militar peligroso por los generales Kléber y Marceau en Mans y Savenay (23 de diciembre).

La dictadura de Robespierre ¿No era ya hora de poner fin a las medidas de excepción que pesaban sobre el

pueblo francés? ¿No se había erigido el Terror como régimen transitorio ante la gravedad de la situación militar? ¿Se acabaría la Revolución? Esas preguntas se las formulaban todos los franceses. . Muchos de ellos eran partidarios de poner fin a la obra revolucionaria. Sin hablar de los monárquicos y de los conservadores, tal ambiente crecía en todos los adversarios políticos de Robespierre, en los convencionales que "sentían el vértigo de la Revolución", en los negociantes que habían realizado beneficios fabulosos al amparo de la anormalidad, en los obreros sujetos a las privaciones materiales, en los aldeanos descontentos por las requisas. Sin embargo, Robespierre se mostraba aferrado a su principio de que la Revolución había quedado incompleta, y que era preciso llevarla a término por el Terror. Su fiel amigo Saint-Just preparaba un proyecto de República Social, en la que los bienes de los sospechosos y de los enemigos serían vendidos a los indigentes.

La evolución antiterrorista de la opinión pública se reflejó en la misma Asamblea, donde los independientes se separaron poco a poco de la opresión jacobina. Pero era preciso un hombre que lo proclamara públicamente. Este fue Danton, exasperado por el Terror de Octubre y sus consecuencias. Ya en la tribuna, ya inspirando la pluma de Desmoulins en el Vieux Cordelier, el hombre del 10 de agosto clamó contra su propia obra. Era preciso acabar con el régimen de sospechosos, volver a la unidad nacional, instituir un Comité de clemencia, devolver la justicia a todos, reducir la omnipotencia de los Comités. Varios diputados se unieron a su modo de pensar y formaron un núcleo que fue denominado los "indulgentes" o moderantistas. En contra de esta opinión, los hebertistas, los "rabiosos" de siempre, postularon con mayor ahínco que nunca la necesidad de proceder a una revolución social y religiosa. En los jacobinos, en los municipios y en las sociedades populares ambas "facciones" chocaron violentamente: unos fueron los citras y otros los ultrarrevolucionarios. Ambos se acusaban de estar al servicio del extranjero, cosa que era creída por los independientes desde el momento en que se había descubierto la inmoralidad de varios convencionales y comprobado que muchos extranjeros al servicio aparente de la revolución más exaltada, no eran en realidad más que instrumentos de los gobiernos de la Coalición europea.

Entre las dos corrientes indicadas, Robespierre mantenía su propia política. Partidario del deísmo y de las virtudes republicanas, odiaba a los hebertistas, a quienes estimaba como el elemento más pernicioso para el triunfo de la Revolución.

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Pero no menor odio profesaba a los dantonistas, a quienes consideraba como las avanzadillas del ejército contrarrevolucionario. Su sistema, aparte las ambiciones personales que suscita el poder, implicaba el mantenimiento y la apología del Terror, como única manera de sujetar la Convención y el pueblo francés al Comité de Salud Pública, y de instaurar un gobierno democrático en régimen permanente revolucionario. Para ello era preciso marchar hacia la dictadura. Con audacia extraordinaria utilizó la lucha entre las "facciones" para librarse simultáneamente de hebertistas y moderados. Hebert y su banda de anarquistas fueron acusados de conspirar contra la Convención, y guillotinados en masa el 24 de marzo de 1794. Los dantonistas corrieron igual suerte pocos días después (5 de abril). La Montaña devoraba a sus propios hombres, y al caer la cabeza de Danton, cuyo nombre iba vinculado a todas las instituciones revolucionarias, se preparaba la irremediable caída del régimen terrorista.

La dictadura de Robespierre sólo podía subsistir acentuando, precisamente, el Terror. Una ínfima minoría, que no representaba en modo alguno las realidades políticas y sociales de Francia, se había enquistado en el gobierno del Estado. Para hacer marchar a la nación por el camino del fanatismo republicano era preciso que redoblara sus esfuerzos revolucionarios. Así se explica el desencadenamiento del Gran Terror durante los meses de junio y julio de 1794. Las "grandes hornadas de la guillotina" fueron presididas por las leyes votadas de abril a junio de aquel año reorganizando las funciones y competencia del Tribunal Revolucionario. Entre ellas descuella la de 22 Pradial Il (10 de junio), calificada de código del asesinato legal. Ninguna garantía para los acusados, en que se comprendían, presumiblemente, todos los franceses, puesto que en la definición de "enemigos del pueblo" se abarcaba a cuantos fueran sospechosos de no estar conformes con el régimen de Salud Pública. El vértigo de sangre hizo presa en toda clase de personas: aristócratas, burgueses, magistrados, curas, mujeres, hombres de ciencia como Lavoisier, poetas, etc. Sin distinción de sexos ni de edades, ni aun de los que todavía no habían visto la luz del día en el seno de sus madres, el acusador público, el siniestro Fouquier-Tinville, vaciaba las prisiones. El único dilema era: libertad o pena de muerte. Del 23 Pradial al 8 Termidor el Tribunal condenó a la guillotina a 1 285 personas y sólo dio libertad a 278.

Se imponía una reacción: la masa del pueblo sentía náuseas de aquel torrente de sangre. Sin embargo, la caída de Robespierre no fue motivada por un impulso directo nacional, sino por las intrigas y rivalidades personales en la Convención. En junio de 1794 el dictador era aún dueño de la Asamblea, que lo elegía presidente, y celebraba en triunfo la fiesta del Ser Supremo, en la que, rectificando a los hebertistas, se proclamó la creencia en la inmortalidad del alma y el deísmo a lo rusoniano. La victoria de Fleurus (26 de junio) y la reconquista de Bélgica permitían prever un cambio de procedimientos políticos. Crecía la ola de indulgencia, y se adueñaba definitivamente de todos los espíritus. Para hacer frente a ella y mantener la dictadura, era preciso que la minoría revolucionaria se pusiera de acuerdo. Pero, por el contrario, los robespierristas (Robespierre, Saint-Just y Couthon) se habían distanciado de sus compañeros de Comité y enemistado con los miembros del de Seguridad General. Durante todo Mesidor, Robespierre se mantuvo alejado del gobierno, lo que aprovecharon sus enemigos para fortalecer sus posiciones. A última hora, el 4 y 5 Termidor, ambos bandos parecieron ponerse de acuerdo. Pero la reconciliación fue eventual. Robespierre aspiraba al pleno poder y para ello reclamaba la depuración de la Asamblea y de los comités. Por su parte, los afectados por las amenazas de Robespierre, tanto por su conducta política como moral, los Fouché, Barras y Tallien, asesinos y saqueadores de Lyon, Marsella y Burdeos,

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formaron un bloque para derribar al dictador. Cuando el 8 Termidor Robespierre leyó contra todos ellos una terrible requisitoria en la Convención, pareció tener causa ganada, puesto que los jacobinos le apoyaban. Pero he aquí que a la mañana siguiente (27 de julio), después de una sesión tumultuosa, Robespierre fue acusado por la Asamblea, y detenido. Los conjurados de los dos Comités y los procónsules al estilo de Fouché no hubieran triunfado sin la actitud resuelta de los independientes, decididos esta vez a plantar cara a París y a los extremistas. Así, cuando la guardia seccional liberó a los robespierristas y les condujo al ayuntamiento parisiense, la Convención decretó su "fuera de la ley", lo que equivalía a su ejecución sin juicio. Por un instante pareció que Robespierre iba a triunfar; pero le faltó decisión y audacia. La insurrección, desorientada, fue debilitándose, hasta que las tropas convencionales se apoderaron sin resistencia de las personas de sus jefes. Al día siguiente, la cabeza de Robespierre caía bajo la cuchilla de la guillotina.

La reacción termidoriana El 9 Termidor II fue la contrapartida exacta del 1 o de agosto de 1792. Quedaba

cerrado un ciclo del proceso revolucionario, y de nuevo el elemento moderado de la Revolución podía gobernar sus destinos. Sin embargo, la situación en 1794 era muy distinta a la de dos años antes. Durante el Terror habían desaparecido casi todas las personalidades más eminentes del movimiento revolucionario francés, y éste iba a perder su terrible grandeza en manos de una nueva minoría de gente ambiciosa y corrupta, falta de toda visión política. Los independientes de 1794, los que se beneficiaron de la reacción termidoriana, fueron incapaces de poner fin a las convulsiones internas de Francia. Durante la última fase de la Convención y el período del Directorio, el proceso revolucionario degeneró en una serie casi ininterrumpida de golpes de estado, ora de la derecha, ora de la izquierda. Puede decirse que la República se mantuvo desde entonces porque el ejército, el único órgano poderoso que había creado, la apoyó en contra de los jacobinos, los comunistas y los monárquicos. Pero este hecho indica claramente que había de llegar un día en que un general impondría su férrea voluntad para estructurar legalmente un orden político en que cupiera la gran mayoría de los franceses.

Paralelamente a esta evolución política, la sociedad francesa se desprende de la tristeza y del horror de la época precedente para caer en una despreocupación y un deseo de vivir y disfrutar típicos de la reacción psíquica subsiguiente al Terror. Es la época de las merveilleuses y de los incroyables, de la gente que viste con elegancia y lujo y que se entrega a los placeres alocadamente. Los nuevos ricos y la aristocracia de los convencionales son los primeros en imponer tales normas de vida. Pero a su lado se forma el grupo de la "juventud dorada", de los muscadins, reclutados un poco en todas partes, víctimas o parientes de víctimas del Terror, realistas, católicos, burgueses y exmovilizados, cuya consigna es acabar con el imperio de Los jacobinos en las calles. Ellos promueven el gran espíritu de reno-vación antijacobina, capaz de restaurar el Antiguo Régimen. Sin embargo, la vinculación a la República del ejército y de la burguesía compradora de bienes nacionales, impiden que este movimiento tenga éxito completo.

Los miembros de los Comités de Salud Pública y de Seguridad General entendían mantener el gobierno revolucionario a lo Robespierre sin Robespierre. Pero la mayoría termidoriana de la Convención tomó un rumbo político distinto. Su propósito esencial era conservar un justo medio entre los terroristas y los realistas, lo que exigía la destrucción de los últimos resortes del Terror. La consigna del momento fue proclamar, con Lindet, que la Revolución ya estaba hecha, y que, por tanto, eran

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inútiles los organismos que se habían creado para asegurarla. En consecuencia, la Convención recuperó el poder ejecutivo y redujo a los dos Comités citados a la categoría de los demás comités parlamentarios de la Asamblea. Al mismo tiempo, depuró el Tribunal Revolucionario y llevó a sus miembros más significados al patíbulo. Este terror termidoriano se abatió sobre los procónsules cuya actuación en las provincias había sido tan terrible: Carrier, el "inmersor" de Nantes, fue guillotinado. Poco a poco los presos recobraron la libertad, los diputados girondinos supervivientes se reintegraron a la Asamblea y muchos curas refractarios pudieron regresar a sus parroquias. En febrero de 1795 la Convención ratificaba la pacificación de La Jaunaye, que concedía libertad de culto a los vendeanos, y en 21 del mismo mes, al suprimir todo culto oficial, permitía de hecho el restablecimiento del catolicismo, aunque sin subvención alguna del Estado ni compensación por la confiscación de los bienes eclesiásticos.

La orientación de los termidorianos implicaba una amenaza concreta contra los jacobinos. Estos pretendieron reaccionar y apoderarse de nuevo del poder. Sin embargo, tenían perdida la primera batalla, ya que la Convención decretó el 19 de noviembre de 1794 la clausura de su club y de las sociedades populares afiliadas. Es muy significativa la participación de las "juventudes doradas" de Fréron en los incidentes que determinaron tal acuerdo. Posteriormente, aprovechándose de la miseria entre las masas populares, como consecuencia momentánea del levantamiento de la ley de máximo, los jacobinos intentaron dar una de sus acostumbradas asonadas. El 1.° de abril de 1795 (12 Germinal III) se manifestaron al grito de "pan y Constitución del año I", y exigieron, al mismo tiempo, la libertad de Billaud, Barére y Collot, detenidos para responder de sus actividades terroristas. La intervención del ejército restableció el orden, y nuevos elementos jacobinos fueron arrestados. Mes y medio más tarde, el 20 de mayo (1.° Pradial), el intento jacobino fue conducido con extrema violencia. Por breves momentos los insurrectos llegaron a ser dueños de la Convención. Pero la intervención de las secciones burguesas de la guardia nacional y la llegada de tropas procedentes del frente desbarataron, en una lucha que duró varios días, a las fuerzas jacobinas. Puede decirse que en esta ocasión quedaba definitivamente aplastado el movimiento revolucionario.

La reacción termidoriana conducía rápidamente el país a una restauración realista, Esta corriente se manifestó en un principio en los departamentos del Mediodía, donde las bandas monárquicas iniciaron la matanza de los terroristas de más nota, en lo que se ha denominado Terror del año III. En el Oeste retoñó el levantamiento de la Vendée, fomentado por Inglaterra, aunque el ejército se hizo dueño muy pronto de la situación. En la propia capital la agitación realista se puso de manifiesto cuando la Convención, después de aprobar un nuevo texto constitucional, decretó que los diputados de las futuras asambleas se habrían de reclutar, en sus dos tercios, entre los mismos convencionales. Los "jóvenes dorados", que habían iniciado una intensa campaña contra la ratificación de la carta constitucional y del decreto aludido, se levantaron en armas el día 3 de octubre de 1795 (13 Vendimiario IV). Más de treinta secciones burguesas de la guardia nacional intentaron el asalto de las Tullerías. Las tropas convencionales, mandadas por un joven general de artillería, que se había distinguido anteriormente en la recuperación de Tolón, Napoleón Bonaparte, redujeron el motín realista y restablecieron el orden. Poco después, consolidados en su posición, los convencionales disolvían la Asamblea (26 de octubre).

La obra política de los termidorianos viene expresada en la Constitución del año 111. Recogiendo en gran parte las ideas expuestas por los constituyentes, la Convención termidoriana estableció una completa separación de poderes. El poder legislativo recaía en dos asambleas, para evitar los excesos revolucionarios de una

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sola cámara: el Consejo de Senadores (anciens), compuesto de 250 miembros de más de 40 años de edad, y el de los Quinientos; éstos proponían resoluciones que aquéllos elevaban a la categoría de leyes. El poder ejecutivo se polarizaba en un Directorio, compuesto de cinco miembros, renovables uno cada año y designados por los senadores entre una lista de diez propuesta por los Quinientos. En cuanto al poder judicial, continuaba siendo desempeñado por jueces de elección popular.

Análogamente, la Constitución del año 111 mantuvo en líneas generales la descentralización administrativa de la de 1791. Sólo la institución de unos comisarios departamentales y cantonales recordaba en algo la centralización de los agentes nacionales del Terror. Cada departamento tuvo un directorio, cuya órbita de actuación se extendió sobre los municipios, sin intermedio del distrito, célula de la organización terrorista. Los grandes municipios fueron divididos en varias administraciones para evitar la unidad de acción revolucionaria que tanto había pesado sobre las decisiones de la Convención.

El régimen electoral descansó sobre el espíritu censitario de 1791, considerablemente reforzado. Sólo eran ciudadanos los que pagaban una contribución directa y personal. Los analfabetos, los vagabundos, los indigentes y los menesterosos no tenían derecho político alguno, a no ser que fueran excombatientes o pagaran una contribución igual al valor de tres jornales. Reducidos así a su sexta parte, los ciudadanos elegían los miembros de la asamblea general primaria, los cuales, a su vez, designaban a los electores propios, escogidos entre los propietarios que pagaban al erario una cantidad que oscilaba de 150 a 200 jornales. De esta manera, los termidorianos confiaron el poder político a la burguesía moderada, aunque reservándose para ellos mismos el derecho a ocupar las dos terceras partes del nuevo cuerpo legislativo. El decreto de 22 de agosto estableciendo esta restricción, fue la causa directa de la jornada del 13 Vendimiario a que nos hemos referido.

El Directorio La burguesía francesa estaba cansada del juego político y sólo procuraba

rehacerse económicamente. Por aquel tiempo empezaron a dar su rendimiento los bienes nacionales adquiridos cinco o seis años antes, aunque las excelentes cosechas de 1796 y 1797 fueron mal remuneradas. La industria no conseguía hallar su antiguo ritmo, y la miseria continuaba abatiéndose sobre los obreros, tanto más cuanto la desvalorización de los asignados fue vertiginosa al cesar la coacción de la guillotina. La plata desapareció del mercado, y no fue posible organizar correctamente el cobro de tributos. En definitiva, al Directorio le faltó contenido social, apoyo de las clases a las que entregara el poder, lo que explica la transitoriedad de este régimen, amenazado constantemente por golpes de estado de uno u otro lado.

Dícese que ningún gobierno ha sido más impopular en Francia que el directorial. La crisis financiera los conflictos públicos y la baja moralidad de los políticos explican sobradamente esta apreciación. En efecto, el Directorio vivió gracias a los éxitos dé sus generales y al apoyo incondicional que le fueron prestando, tanto en recursos económicos como en fuerza material. Los termidorianos (constitucionales de 1791, como Sieyés y Talleyrand; girondinos, como Larevelliére; terroristas de 1793, como Barras, Fouché y Carnot), consolidados en el poder, continuaron su obra política intermedia, oscilando de un lado para otro según se mostrara poderosa la opinión contraria. Para denotar claramente su significación política, el Cuerpo Legislativo

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eligió por directores a cinco regicidas, entre los cuales se contaban Barras, Carnot y Larevelliére. Uno de sus primeros actos de gobierno fue la represión del complot comunista de Graco Babeuf y la Sociedad de los Iguales, quienes, ampliando los principios establecidos en 1793 por los robespierristas, pretendían constituir un gobierno que anulara la propiedad individual y estableciera un estado de "comunidad" en que lo de todos perteneciera a todos. La conspiración fue descubierta a tiempo, y Babeuf y sus secuaces fueron detenidos (10 de mayo de 1796, 21 Floreal IV).

Al amparo de las nuevas circunstancias, la oposición realista cobró ánimos, reforzada por los emigrados que continuamente pasaban la frontera de modo clandestino. Sociedades más o menos secretas, como el Instituto Filantrópico de Dandré, dirigieron la opinión monárquica. La burguesía, descontenta por la continuación de la guerra, y los católicos se unieron a los realistas en el núcleo o partido denominado de los "clichyenses", porque sus jefes -el absolutista Willot o el constitucionalista Roger-Collard- se reunían en una casa de la calle Clichy. El descubrimiento de la conspiración de Babeuf dio el empuje final al movimiento de oposición al Directorio. Las elecciones del 20 Germinal V (9 de abril de 1797) llevaron al Cuerpo Legislativo una mayoría de elementos ultramoderados o monárquicos, los cuales impusieron como director de aquella legislatura a Barthélemy, realista de 1791, que con el general Pichegru nadaba entre dos aguas. Los Quinientos se decidieron a derogar la legislación contra los emigrados y los curas refractarios. Evidentemente, las circunstancias empujaban a una conspiración contra la República. Los tres miembros republicanos del Directorio, Barras, Larevelliére y Reubell, solicitaron el auxilio de Bonaparte, cuyo nombre acababa de ocupar un puesto estelar en el generalato adicto al régimen. Napoleón les cedió una división del ejército de Italia, al mando de Augereau. Con tal auxilio, los tres directores dieron el golpe de estado de 18 Fructidor V (4 de septiembre de 1797), ordenando el arresto de sus colegas Barthélemy y Carnot y la detención de varios diputados. Dueños de la situación, dispusieron la anulación de las

elecciones en muchos departamentos, la invalidación de 145 diputados y la deportación de 53 a las Guayanas. Igualmente se abolieron las medidas aprobadas sobre los emigrados y los refractarios, la supresión de la libertad de prensa y la depuración de la administración pública. La orientación hacia la izquierda jacobina era evidente. Consecuencia lógica de la política del Directorio fue el resultado de las elecciones del 20 Germinal VI (9 de abril de 1798), en las que triunfaron los "exclusivos" o jacobinos. Aleccionados por la experiencia anterior y no queriendo librarse a la oposición radical, los directores repitieron su maniobra precedente; suprimieron las elecciones en los departamentos jacobinos y las revalidaron en los departamentos afectos (maniobra, más que golpe de estado, del 22 Floreal VI, 12 de mayo de 1798). De esta manera tan arbitraria, sin más ideales que perpetuarse en el poder, los miembros del Directorio iban orillando las dificultades del gobierno, en medio de la indiferencia y el hastío de la nación. Sin embargo, es preciso hacer notar las reformas que en el orden económico, educativo y estadístico iniciaron los ministros Ramel y Neufcháteau, exponentes de un nuevo criterio en la administración pública, que pronto había de hallar su cabal desarrollo durante el Consulado. La segunda guerra contra la Francia revolucionaria, desencadenada en marzo de 1798, promovió una serie de alteraciones públicas a las cuales el Directorio no pudo sobrevivir. El gobierno republicano demostró entonces su falta de previsión y unidad de criterio. Una conscripción general, decretada en septiembre de 1798, fue muy mal recibida por el país y levantó una oleada de protesta popular. Los reclutas se

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concentraron lentamente; el ejército sólo pudo ofrecerles una intendencia mala e irregular. Los enemigos progresaron en todas partes, y aunque el suelo francés no se vio amenazado, las derrotas militares probaron con exceso el desacierto y la inmoralidad del régimen directorial. Las elecciones del año VII (9 de abril de 1799) resultaron de nuevo adversas a los directores; pero esta vez los Consejos impusieron su voluntad, de tal forma que, no estimando excusados a los miembros del Directorio de su obra gubernamental, instituyeron una Comisión para fiscalizar sus actos (30 Pradial VII, 18 de junio). Tres directores dimitieron, a los cuales se acusaba de querer atentar contra la libertad del Cuerpo legislativo. De los antiguos sólo quedó Barras, y de los modernos el más significado fue Sieyés, el cual, elegido pocos días antes del supuesto "golpe de .Estado", dirigió la ofensiva de los Consejos contra el Directorio. Para hacer frente a la coalición enemiga, los directores tomaron medidas que recordaban las empleadas por Robespierre: empréstito forzoso de 100 000 000 de francos, constitución de "rehenes" realistas, libertad para cierta agitación de tipo jacobino, etc. Sin embargo, estas disposiciones tuvieron un alcance limitado, puesto que en septiembre la victoria volvió a sonreír a las tropas francesas. Más graves para el Directorio eran la intranquilidad pública, la desorganización completa del Estado, la falta de una vertebración interior y de una política que acabara, por fin, con el desorden introducido por la Revolución. En esta conveniencia de reconstruir, de pies a cabeza, la administración y la economía públicas concordaban la burguesía republicana moderada, los católicos, los aristócratas y los monárquicos. Pero para ello era preciso contar con el apoyo del ejército. Sieyés, el director que tejía los hilos de la conspiración, buscó una espada propicia. Y la halló en la persona de Napoleón Bonaparte, el glorioso héroe de las campañas de Italia y de Egipto. Brumario Contaba entonces Napoleón Bonaparte treinta años cumplidos, y se hallaba en el pleno desarrollo de sus facultades mentales. Había nacido en 1769 en Ajaccio, en la isla de Córcega, incorporada a Francia un año antes, durante los últimos tiempos del gobierno de Luis XV. Hijo de una familia aristocrática, aunque. poco acomodada, su vida había de ser la representación cabal del ambiente romántico de la época. Su fortuna va ligada a la destrucción del Antiguo Régimen y a la subversión de los cuadros de la sociedad monárquica. Dotado de poderosas cualidades, se hubiera abierto indudablemente un camino en la Historia; pero nunca habría tenido ocasión de desplegar su personalidad de modo tan amplio y notable. A través de las convulsiones del momento revolucionario, el pobre alumno italiano de las escuelas militares de Brienne y París pudo abatir las barreras seculares y llegar a ser el emperador de los franceses y el árbitro del continente europeo. Teniente de artillería a los 19 años de edad, transcurriendo su vida en guarniciones de provincia, no olvidaba su origen corso ni la lucha que por la independencia de la isla sostenía su héroe popular, Paoli. Sin embargo, su familia formaba parte del clan opuesto, y esos sentimientos de juventud han de interpretarse en sentido particularista. La revolución de 1789, con su rápida evolución hacia formas radicales, halló en él cierta aquiescencia, en cuanto era medio seguro de avanzar en su carrera, sin los obstáculos que antes se oponían a los que no contaban con el apoyo de la corte. No obstante, aunque "patriota" declarado, se mantuvo alejado de la política francesa, y durante la Constituyente y la Legislativa intrigó en Córcega contra Paoli. El fracaso de estas actividades le vinculó definitivamente a Francia. En 1793, con motivo del sitio y toma de Tolón, Bonaparte se distinguió por sus brillantes condiciones militares, y fue entonces cuando mantuvo contactos con los elementos robespierristas, aunque él personalmente nunca fue montañés ni jacobino. Elevado a la categoría de general por los Robespierre,

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sufrió en Termidor un breve encarcelamiento. Luego la Convención le ofreció un mando en el ejército de la Vendée, que rechazó. Olvidado de todos, viviendo sin empleo, de modo harto miserable, intentó ofrecer sus servicios al gobierno turco. Los sucesos de Vendimiario del año III, según hemos visto, forzaron el curso de su vida. Elevado a general de división, se le confió el mando del ejército del interior y luego el de Italia. Tenía entonces 27 años (1796). El sagaz Carnot, el artífice de la victoria de la República, había discernido su excepcional genio militar. Sus fulminantes y maravillosos éxitos en la campaña de Italia de 1797, le hicieron el general de más nota de la República, y su nombre empezó a aureolarse con la popularidad, tanto entre sus soldados como entre las clases sociales más modestas de Francia. Después de aquellos triunfos, rematados en la paz de Campoformio, el general obtuvo del Directorio el permiso para organizar una expedición contra Egipto y el Próximo Oriente, al objeto de destruir allí a los ingleses. Los directores, quizá temerosos de la gloria de Bonaparte, consintieron en ello; pero parece ser que éste buscaba en la campaña de Egipto el prestigio decisivo para la realización de sus planes ulteriores. En todo caso, las investigaciones históricas recientes han demostrado que en la expedición de referencia, Bonaparte halló no sólo nuevos laureles militares, sino también la oportunidad para desarrollar sus talentos políticos, administrativos y económicos de gran organizador. Egipto fue la escuela gubernamental de Napoleón. Fue entonces cuando, advertido por sus hermanos de la precaria situación del Directorio, abandonó el país del Nilo y se trasladó a Francia, donde desembarcó a mediados de octubre de 1799. Su llegada y viaje a París fueron realmente sensacionales. Monárquicos y demócratas, directoriales y termidorianos, los partidos y el pueblo, le aclamaron y procuraron atraerse su apoyo. Sieyés, el director que se había impuesto en el golpe de Estado del 30 Pradial, halló en su persona el militar que deseaba para la realización de sus planes, desde que el bravo Moreau no se había atrevido a aceptar sugerencias. Bonaparte, en cambio, accedió plenamente, puesto que iba en busca del poder. Era su sino histórico. En la conspiración participaron, además, miembros tan significados como Talleyrand, el veleidoso revolucionario, traidor a su casta y a su dignidad sacerdotal, y Fouché, el tigre de Lyon, representante típico de la inmoralidad termidoriana. Ambos pretendían simplemente tallarse un lugar en la nueva situación, que su fino olfato político les revelaba necesaria, segura y duradera. En menos de un mes se organizó el golpe de Estado. El objeto era coaccionar a los Consejos para que nombraran a tres cónsules, investidos con el poder de dar una nueva constitución al país. El 18 Brumario, mediante una hábil estratagema política, Sieyés obtuvo el traslado del Cuerpo Legislativo a Saint-Cloud, el nombramiento de Bonaparte para el mando de las fuerzas militares de París y la dimisión, voluntaria o impuesta, de tres directores, entre los cuales Barras. Al día siguiente, 19 Brumario (10 de noviembre de 1799), Napoleón se imponía por la fuerza a los Quinientos, depuraba el Cuerpo Legislativo y se hacía elegir, por una parte limitada de diputados, cónsul provisional, junto con Sieyés y Roger Ducos. Dos comisiones fueron encargadas de preparar una nueva carta constitucional. Los primeros actos del Consulado provisional -supresión de las leyes del empréstito forzoso y de los "rehenes", pacificación de la Vendée (sublevada en Vendimiario precedente) y oferta de una paz a Inglaterra y Austria- fueron acogidos con extraordinario entusiasmo, tanto por las masas populares como por la burguesía. Baste decir que las rentas públicas subieron de 11 a 60 francos en pocos días. La obra del Consulado

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Se ha dicho que Brumario puso fin a la Revolución y a la República, lo que no es cierto más que de modo relativo. El golpe de Estado bonapartista limitó, en efecto, todo ulterior progreso revolucionario y subvirtió por completo los principios políticos postulados por las sucesivas asambleas desde 1789. Pero sería engañoso ver en el establecimiento del Consulado una acción contrarrevolucionaria. Se trata, en realidad, de la etapa decadente del proceso de la Revolución, en que una autoridad fuerte trata de consolidar las conquistas positivas revolucionarias, adecuándolas a las necesidades reales del país. Los mejores tratadistas napoleónicos han definido con exactitud el espíritu del Consulado: reparación y restauración, pero sin contrarrevolución. El Directorio había prolongado la anarquía revolucionaria. La Francia del año VIII aparece como algo caótico, sin remedio posible. Desorden en el Estado; en la administración, la economía, la sociedad y la familia (disgregada por el divorcio y la desorganización de la educación pública); desorden en las conciencias, en los corazones y las costumbres, minadas por la falta de los principios básicos de la moral; discordia general entre los partidos y las facciones, entre los habitantes de cada pueblo y aldea, separados por barreras de sangre, a veces insuperables; la guerra civil dominándolo todo todavía, y la gente soñando en desquites terroristas de color vario. Sólo una autoridad organizada, coherente, justa y firme puede devolver a Francia la conciencia nacional, la riqueza pública y la paz interior. Pero es preciso que esta nueva jerarquía respete tres principios que la Revolución ha legado en firme al pueblo francés: la igualdad civil, las fronteras naturales y la propiedad de los bienes nacionales. Estos sentimientos, en el fondo conservadores, explican la adhesión del ejército a Brumario y al Consulado. Constituido con los hijos o hermanos de los nuevos propietarios del campo, considerando justas las conquistas que ha regado con su sangre, se ha convertido en el instrumento "estabilizador" del proceso revolucionario. No en vano Bonaparte fue considerado por las monarquías coetáneas como "la encarnación de la Revolución". Sin embargo, sobre este panorama aún republicano la figura de Napoleón descuella tan poderosamente que ella sola encauza el Consulado hacia su forma final, el imperio y la monarquía militar. Bonaparte es un hombre de acción y realidades, de poderosa inteligencia y voluntad excepcional. Su alma está dominada por el espíritu de orden, autoridad y organización. A veces sueña; pero casi siempre su mecanismo intelectual funciona a gran rendimiento, tanto en la profundidad como en anchura. Tiene una capacidad excepcional para el trabajo, a cuyo ritmo agotador sujeta a todos sus colaboradores. Los escoge entre los termidorianos y los burgueses moderados, gente por lo común de poca categoría intelectual, pero que en un cargo de la burocracia, siguiendo sus directrices de gobierno, da rendimientos insospechados. Los puestos de mayor responsabilidad los confiará, no siempre con éxito, a sus familiares, "los napoleónidas", y a sus compañeros de armas. Como cónsul provisional, Bonaparte no cree en los principios liberales; pero acepta la Revolución como un hecho de carácter nacional. El mismo, aunque italiano, se siente legítimo representante de la conciencia y unidad de la nación francesa, y en beneficio de ella quiere reconciliar el pasado y el presente, fundir o destruir los partidos adversos y robustecer la autoridad del poder ejecutivo, único medio para restaurar el país. Sus ideas se reflejan cabalmente en la Constitución del año VIII, promulgada el 20 Frimario (13 de diciembre de 1799). Aunque Sieyés fue el autor del proyecto constitucional, Napoleón introdujo en el mismo retoques esenciales. Dicha constitución instituyó un poder ejecutivo muy fuerte, concentrado en un Primer Cónsul, ya que los otros dos cónsules tenían carácter puramente consultivo. En la autoridad del primero recaía el nombramiento de los ministros, la colación de grados militares y la designación de los funcionarios judiciales y administrativos. Pero, además, le correspondía la iniciativa de las leyes, las cuales, elaboradas por un Consejo de Estado, de su elección, eran

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discutidas por el Tribunado, votadas por el Cuerpo Legislativo, y aceptadas o no, según su adecuación a los principios constitucionales, por el Senado Conservador. No se podían poner más valladares a cualquier veleidad de la oposición. Además, para asegurar el control de la opinión pública, la Constitución establecía un curioso sistema electoral, imaginado por Sieyés como una pirámide del sufragio. Este era universal y se traducía directamente en los plebiscitos. Pero en los casos corrientes, la misión de los electores se reducía a elaborar una lista de notabilidades en diverso grado -comunales, departamentales y nacionales-, entre las cuales el Senado, designado indirectamente por el Primer Cónsul, escogía a los miembros del Tribunado, del Cuerpo Consultivo y de los altos cargos de la burocracia, a excepción de los ministros y consejeros de Estado. La concentración de poder en manos del Primer Cónsul, exigida por Bonaparte, indica su criterio sobre este particular. La masa del pueblo francés acogió con entusiasmo la constitución del año VIII, y el plebiscito, efectuado el 18 Pluvioso, bajo la consigna "la Revolución ha terminado", reportó una abrumadora mayoría de tres millones de votos, que contrastaba de modo evidente con la escasa participación electoral en los plebiscitos celebrados para la aceptación de las constituciones de los años 1 y 111. La burguesía y el pueblo dieron su confianza plena a los proyectos de Bonaparte, los cuales tuvieron aplicación concreta en las leyes orgánicas que desarrollaron la Constitución consular. Consistieron éstas, principalmente, en la reorganización de la administración pública, la justicia y la hacienda. En todas ellas prevaleció la centralización del poder, la dependencia de los funcionarios de la autoridad ministerial y el establecimiento de una jerarquía escalonadamente responsable. Por la ley de 28 Pluvioso VIII (17 de febrero de 1800) se instituyó en cada departamento un prefecto y en cada "arrondissement" un subprefecto. El primero reunía el poder ejecutivo y político, aunque era auxiliado en sus funciones por un Consejo departamental, cuyo papel se concibió como el de órgano que expresaba las necesidades de la provincia. Los municipios fueron sometidos a la rígida tutela de los prefectos, los cuales designaron entre las notabilidades comunales al alcalde y el Consejo municipal, con atribuciones puramente económicas y administrativas. La centralización de la vida pública fue así completa. Análogamente, la ley de 18 de marzo de 1800 (27 Ventoso VIII) instauró el mismo régimen en la administración judicial, cuya jerarquía máxima fue el ministro de justicia, como gran juez. Poco antes, el 17 Ventoso, habían sido creadas la prefectura de Polícia de París y las comisarías generales de provincia. Casi todas estas instituciones napoleónicas han durado hasta nuestros días. La organización financiera fue también reformada por la ley de 30 Brumario (21 noviembre 1799), que instituyó una jerarquía de preceptores, tesoreros y recaudadores departamentales y comunales, cada uno responsable directamente del manejo de los fondos públicos. Luego, el Consulado renunció a la política de contribuciones directas, tan onerosa y poco estable, practicada por el Directorio, y volvió al régimen de la tributación indirecta. El tesoro resultó tan beneficiado por esta reforma (de Gaudin, ministro de Hacienda), que al cabo de dos años su presupuesto estaba equilibrado. A mayor abundamiento, la creación del Banco de Francia (13 de febrero de 1800), como único centro emisor de papel moneda, perfiló los trazos robustos de la nueva política financiera estatal. Desde el punto de vista moral, el Consulado devolvió en gran parte la tranquilidad a los espíritus: la lista de emigrados fue cerrada en la fecha de 25 de diciembre de 1799; se suprimieron todas las fiestas republicanas, excepto el 1.° Vedimiario y el 25 Mesidor, y se abolió el juramento de "odio a la monarquía", que fue reemplazado por el de simple fidelidad a la Constitución. No obstante, el principal problema con que Bonaparte se

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enfrentó entonces fue el religioso, en su doble aspecto de escisión cismática y de la discrepancia existente entre el laicismo de Estado y la conciencia católica del país. Resolver ambos problemas era condición ineluctable para la recuperación de la unidad nacional y el robustecimiento del régimen. Bonaparte, después de sus éxitos militares de 1800, inició relaciones diplomáticas con la Santa Sede, en donde Pío VII acababa de suceder a Pío VI (1800). Ellas condujeron, a través de un año de dificultades y amenazas de ruptura, a la firma de la Convención de 26 Mesidor VIII o Concordato de París de 15 de julio de 1801. Puede decirse que este instrumento de pacificación civil y religiosa fue obra directa del Primer Cónsul y de Pío VII, ya que ambos tuvieron que hacer frente a serias oposiciones: del Instituto de Francia y del Colegio de los Cardenales, respectivamente. El Concordato declaraba que el catolicismo era la religión de la mayoría de los franceses, mientras que el Papa, por su parte, reconocía la República francesa y admitía la secularización de los bienes eclesiásticos, a cambio de la promesa del Consulado de sostener el culto y autorizar las funciones. Se procedió a una redistribución del número de las diócesis, cuyos límites se hizo concordar, más o menos, con los de los departamentos. Los obispos serían instituidos por la Santa Sede, pero nombrados por el Primer Cónsul, y el clero parroquial sería designado por aquéllos. Se obligó a todos los obispos, constitucionales y refractarios, a presentar la dimisión de sus cargos diocesanos, lo que se llevó a cabo no sin grandes dificultades. Tampoco el Concordato pudo aplicarse hasta abril de 1802, porque fue preciso que Bonaparte venciera sucesivamente la oposición de parte del ejército, de algunos de sus ministros y de la mayoría de los Consejos. Al referirnos al ejército indicamos a los generales, que buscaban, un pretexto para minar la autoridad de su compañero de armas. Los jefes de esta oposición fueron Bernadotte y Moreau, este último el rival más calificado de Bonaparte. La actitud hostil de los Consejos fue realmente muy seria y estuvo a punto de provocar una crisis gubernamental. Fue preciso dar un golpe de Estado, con la colaboración del Senado, para eliminar de las asambleas a los miembros más activos de la oposición, y al propio tiempo reformar su mecanismo deliberativo. Sólo entonces se logró el voto apetecido. Es cierto que Napoleón, para calmar los recelos de quienes le reprochaban que iba a la dictadura por el catolicismo, estableció una especie de policía de cultos, expresada en los Artículos orgánicos (18 Germinal X, 8 de abril de 1802), los cuales fueron aprobados por los cuerpos legislativos conjuntamente con el Concordato. Dichos artículos renovaban la Declaración galicana de 1682 (1, pág. 469) y establecían una serie de restricciones al libre ejercicio de la misión de la iglesia (como la supresión de las órdenes regulares) que ésta no aceptó jamás. La pacificación de las conciencias fue proclamada al mismo tiempo que la paz material entre Francia e Inglaterra. En tres años Bonaparte había logrado todos los objetivos propuestos en Brumario. En medio del entusiasmo general, maniobró para que le fuese concedido el consulado vitalicio (2 de agosto de 1802). Pero ya entonces su espíritu evolucionaba hacia concepciones puramente monárquicas e imperialistas, distintas de las que habían informado su gobierno como Primer Cónsul. Aunque promulgado en fecha posterior (21 de marzo de 1804), es preciso que reportemos a esta etapa el Código Civil, monumento legislativo que viene a cerrar el proceso revolucionario. Planeado desde 1800 por una Comisión especial, discutido en el Consejo de Estado en 1801 y luego en las asambleas legislativas de 1801 a 1803, fue apareciendo en forma de leyes separadas, que en la fecha indicada se integraron en un solo cuerpo de derecho. El pensamiento de Napoleón al favorecer la redacción del Código Civil y al intervenir directamente en su discusión, fue crear un instrumento de restauración social. Sus preceptos, claros, concretos y metódicos, fueron sacados de la legislación romana, del Antiguo Régimen y de los acuerdos de las Asambleas revolucionarias. De la Revolución adoptó el espíritu de igualdad y libertad civiles, la abolición del régimen feudal, la emancipación de las personas, la libertad de la tierra y la

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concepción del individualismo como base del derecho. Sentó la familia y la propiedad privada sobre bases firmes, y restringió los casos de divorcio, que hizo prácticamente imposibles. Ecléctico en sus líneas generales, el Código napoleónico sirvió de modelo a la legislación civil de la Europa del siglo XIX, y a su través se difundieron por todos los países muchos de los principios de la Revolución francesa. La cultura revolucionaria Durante el período de diez años que abarca la trayectoria de la Revolución francesa, puede seguirse la pista de un movimiento cultural revolucionario que imprime su huella a numerosas realizaciones de las sucesivas asambleas legislativas. Desde luego, aún no se había llegado al moderno confusionismo entre cultura y Revolución, ni, por lo tanto, cabe buscar allí el imperio de unas consignas determinadas. Pero lo revolucionario francés habría carecido de efectiva virtualidad si no hubiera tendido a dominar los espíritus. En gran parte, esta tendencia explica las características del Terror moral, a las que hemos ya aludido. Pero en el presente apartado nos proponemos referirnos a la cultura revolucionaria con independencia del fenómeno político. Existe en la cultura de la Revolución francesa una curiosa mezcla entre lo anacrónico y lo futurista. El primer ingrediente se explica con facilidad porque todo hecho actual busca justificarse en una plataforma anterior, consagrada por la tradición. Los revolucionarios creyeron en Grecia para su arte y en Roma para su política. Sus modas, sus muebles, sus discursos, sus actitudes, se inspiraron en Atenas y Pompeya. El Neoclasicismo conoció su mayor difusión como arte cívico, y David, su mayor representante en Francia, fue, a la vez, el organizador de los grandes festejos del Terror. Pero esta adscripción al pasado corre parejas con el futurismo revolucionario, el deseo de romperlo todo y crear de la nada. Lo inmediato parecía bárbaro, medieval. Esta conciencia explica el decreto de la Convención, de fecha 15 de noviembre de 1793, suprimiendo todas las Universidades del país, culpables de la "educación viciosa" de la juventud. Al grito de "no nos hacen falta sabios, sino hombres libres", sucumbieron también las Academias al embate revolucionario. De la antigua estructura pedagógica del país, sólo subsistió el Colegio Real, convertido en Colegio de Francia. Arrasado lo anterior, la República demostró su espíritu innovador creando el Instituto de Francia (3 Brumario IV) y las Escuelas Centrales que actuaban bajo su dirección: el Museo de Historia Natural (derivado del jardín Real de Plantas), la Escuela Politécnica, el Conservatorio de Artes y Oficios, el Conservatorio Nacional de Música y la Escuela Normal. Esta última debía convertirse en semillero del nuevo arte de enseñar. Sin embargo, el edificio de la instrucción Pública continuó desmantelado, y sólo se atisbaron comienzos de arreglo cuando Bonaparte, por la ley de 11 Floreal X (1 ° de mayo de 1802), instituyó los Liceos. Por otra parte, la República alentó el vanguardismo científico. En 1793 se instituyó el Comité de Pesas y Medidas, el cual había de dar un nuevo patrón a todo el mundo aceptando a rejatabla el sistema métrico decimal. La implantación del calendario revolucionario, la difusión del telégrafo militar y la furia del "montgolfierismo", indican, desde sus respectivos ángulos, el deseo de innovaciones que acompañan a todo proceso revolucionario. BIBLIOGRAFIA

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Obras generales para el capítulo: No existe una obra de conjunto que siga la evolución del espíritu revolucionario tal como la exponemos en este capítulo y el siguiente. En cambio, abundan las historias de carácter general para el período 1789-1815 (Revolución e Imperio francés) o bien para el más breve de 1789 a 1799 (Revolución francesa). Entre las más modernas, citaremos LEFEBVRE, GUYOT y SAGNAC, La Rév. franc. (sigla que adoptaremos para abreviar Révolution fran gaise), en "Peuples et Civilisations", vol. XIII (21 ed., 1951); L. VILLAT, La Rev. 1'Empire, I vol. Les Assemblées révolutionaires, en "Clio" (1936), con abundante bibliografía, comentada; The french Revolution, en volumen VIII de la "Cambridge Modern History" (1904); WAHL, Geschichte des europdischen Staatensystems im Zeitalter der franzósischen Revolution und der Freiheitskriege, 1789-1815 (1912); BOURGIN, Die franzósische Revolution (1922), en la "Weltgeschichte" de Hartmann; STERN, Die franzósische Revolution, Napoleon und die Restauration, vol. VII de la Propylíien Weltgeschichte; BRINTON, A decade of Revolution (1934), en "The Rise Modern Europe" de Lange; GOTTSCHALK, The Era of the french Revolution. Todas ellas se pueden recomendar como sólidas e imparciales, aunque alguna, como la de Gottschalk, se incline hacia el jacobinismo. La independencia de las colonias británicas de América del Norte: Además del vol. VIII de la "Cambridge Modern History", titulado The United States, consúltense como básicos el vol. XII de "Peuples et Civilisations", La fin de I'Ancien Régime et la Révolution américaine (1941); el vol. IV de CHANNING, A history of the United States; HOCKETT, Political and social history of the United States, vol. I, los cuales presentan excelentes panoramas de conjunto. Pueden completarse con JOHN C. MILLER, The ortgins of the american Revolution (1948); WEILL, Histoire des Etats-Unís de 1787 d 1917, y, en particular, con FAY, L'esprit révolutionnaire en France et aux Etats-Unís d la fin du XVIIIe stécie. Trayectoria de la Revolución francesa Dada la cantidad ingente de libros escritos sobre la materia, seleccionaremos los fundamentales, indicando su respectivo punto de vista. Obras ya anticuadas, pero que expresan un matiz determinado de la historiografía revolucionaria, son las de MICHELET (1847-1853), BLANC (1847-1867), T000UEVILLE (1856), QUINET (1865) y TAINE (1875-1884), El estudio moderno se inicia con las obras de AULARD, en particular la Histoire politique de la Rév. fr. (6.a edic., 1926), La société des /acobins (6 vols., 1889-1897) y Les orateurs de la Législative et de la Convention (2 vols., 1906) (republicano); siguen JAURES, Histoire socialiste de la Rév. fr. (2.a edic., 1922-1924) (socialista); MADELIN, La Rév. (1911) en la "Histoire de Franca" de FUNCK-BRENTANO (conservador); SAGNAC-PARISET, La Révolution (1920), en "Histoire de la France contemporaine" de Lavisse (moderado); MATHIEZ, La Rév. fr. (1787-1794) (3 vols., 1930-1932), La réaction thermidorienne (1929), Le Directoire (1934) (renovador de la tesis jacobina); GAXOTTE, La Rév. fr. (1928) (conservador). Fuera de Francia, los mejores resúmenes son los de SALVEMINI, La Rév. francese (s.a edic., 1925); KROPOTKINE, La Grande Riv. (1909); GOOCH, The french Rev. (1920); HAZEN, The french Revolution (2 vols., 1932); L, GERSHOV, The french Revolution and Napoleon (1933). Aspectos interesantísimos de la Revolución francesa son considerados en las siguientes obras: M. J. ZUJOVIC, L'influence du facteur économique dans les travaux constitutionels de la Révolution (1924); G. LEFEBVRE,Lespaysansdu Nord pendant la Rév. fr. (1934); G. LEFEBVRE, Les thermidoriens (1938); BECKER, Der Verfassungspolitik der franzósischen Regierung der grossen Revolution (1910); WINGTRIMIER, La Contre-Révolution (2 vols., 1924-1925); MADELIN, La Contre-Révolution sous la Révolution (1935); GABORI, La Rév. la Vendée; DE LA GORCE, Histoire religieuse de la Rév. fr. (5 vols., 1909-1923); abad SICCARD, Le clergé de France pendant la Rév. (3 vols., 1912-1927); BARKER y FOCILLON, La révolution de 1789 et la pensée moderne (1940).

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Algunas figuras revolucionarias: J. J. CHEVALIER Mirabeau, 1947; L, R. GOTTSCHALK, J. P. Marat (1927); MADELIN, Danton (1914); MATHIEZ, Autour de Danton (1925), Autour de Robespierre; GERARD WALTER, Robespierre (2.a edición, 1946).