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El pedagogo y los derechos del niño: ¿historia de un malentendido? Philippe MEIRIEU 1 Traducción Daniela Gutierrez La Convención Internacional de los Derechos del Niño, adoptada en 1989, y cuyo precursor fue Janusz Korczak, constituye un texto de referencia y, al mismo tiempo, un documento duramente discutido. Si, por un lado, los artículos referentes a la protección del niño casi no se prestan al debate, los que decretan su libertad de opinión, de expresión, de consciencia, de comunicación o de asociación, a veces son considerados como la negación misma de la educación, la promoción del niño-rey y la señal de una grave renuncia de los adultos. ¿Cuál es realmente el contenido de la Convención? ¿Podemos eliminar los malentendidos que reinan en torno a este texto esencial? *** La Convención Internacional de los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, es la culminación de una muy larga historia. Desde luego, podemos inscribirla en la filiación de Rousseau y, quizá, incluso, ver en Montaigne a uno de sus precursores. Evidentemente, debemos retrotraernos a la década de 1920, dado que fue en ese momento cuando Janusz Korczak le reclamó por primera vez a la Sociedad de las Naciones una "Carta para la Protección de los Niños". El 17 de mayo de 1923, la Unión 1 Philippe MEIRIEU ha enseñado en todos los niveles de la institución escolar. Filósofo y especialista en Pedagogía, catedrático en Ciencias de la Educación y dirige un Instituto de Formación Docentes. Poseedor de una rica experiencia práctica y de un saber teórico sin par, se esfuerza en conciliar estos dos polos de la educación y milita a favor de una pedagogía que rechaza la exclusión como la fatalidad de la reproducción social. Es autor de numerosos libros y de una serie de documentales sobre las grandes figuras de la Pedagogía. Sus últimas publicaciones abordan la "Ética y Pedagogía", así como el lugar de la literatura en la formación de la persona en general y de los educadores en particular. 1

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El pedagogo y los derechos del niño: ¿historia de un malentendido?Philippe MEIRIEU1

Traducción Daniela Gutierrez

La Convención Internacional de los Derechos del Niño, adoptada en 1989, y cuyo precursor fue Janusz Korczak, constituye un texto de referencia y, al mismo tiempo, un documento duramente discutido. Si, por un lado, los artículos referentes a la protección del niño casi no se prestan al debate, los que decretan su libertad de opinión, de expresión, de consciencia, de comunicación o de asociación, a veces son considerados como la negación misma de la educación, la promoción del niño-rey y la señal de una grave renuncia de los adultos. ¿Cuál es realmente el contenido de la Convención? ¿Podemos eliminar los malentendidos que reinan en torno a este texto esencial?

***

La Convención Internacional de los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea

General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, es la culminación de una muy larga

historia. Desde luego, podemos inscribirla en la filiación de Rousseau y, quizá, incluso, ver en

Montaigne a uno de sus precursores. Evidentemente, debemos retrotraernos a la década de 1920,

dado que fue en ese momento cuando Janusz Korczak le reclamó por primera vez a la Sociedad

de las Naciones una "Carta para la Protección de los Niños". El 17 de mayo de 1923, la Unión

Internacional de Socorro a los Niños proclamó por primera vez una Declaración de los Derechos

del Niño, también denominada "Declaración de Ginebra". Dicho texto se centraba

fundamentalmente en el apoyo y la asistencia a los niños en riesgo, pero, sin embargo, ya incluía

ciertos principios que luego fueron retomados en 1924 por la asamblea de la Sociedad de las

Naciones.

Sin embargo, la declaración a la cual nos referimos hoy es la de noviembre de 1959 que,

treinta años más tarde, el 20 de noviembre de 1989, se convirtió en una convención. Una

convención, es decir, no una simple declaración de intención, sino un texto con fuerza de ley y

que constituye una referencia obligada para todos los países que adhieren a la misma. Un texto

especialmente importante en la actualidad, a comienzos del siglo XXI: mil quinientos millones

1 Philippe MEIRIEU ha enseñado en todos los niveles de la institución escolar. Filósofo y especialista en Pedagogía, catedrático en Ciencias de la Educación y dirige un Instituto de Formación Docentes. Poseedor de una rica experiencia práctica y de un saber teórico sin par, se esfuerza en conciliar estos dos polos de la educación y milita a favor de una pedagogía que rechaza la exclusión como la fatalidad de la reproducción social. Es autor de numerosos libros y de una serie de documentales sobre las grandes figuras de la Pedagogía. Sus últimas publicaciones abordan la "Ética y Pedagogía", así como el lugar de la literatura en la formación de la persona en general y de los educadores en particular.

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de niños viven con menos de treinta euros por mes; quince millones de niños de menos de cinco

años mueren cada año por falta de atención médica; más de cien millones viven en la calle;

cuatrocientos millones son explotados en el trabajo, la mayoría de las veces en condiciones

indignas; sólo en África más de ciento cincuenta millones de niños no tienen acceso a ninguna

forma de escolarización y esta cifra aumenta cada año dado que algunos Estados africanos,

como el Congo, decidieron suspender todo financiamiento en materia educativa. Al mismo

tiempo, en los países occidentales, no deja de aumentar la mercantilización de la infancia en

todas sus formas: explotación desvergonzada de la infancia a través de la publicidad y los

medios, desarrollo de sectas de toda clase en las que el abuso sexual de los menores se considera

"un derecho de los adultos"... En resumen, más de diez años después de la Convención

Internacional de los Derechos del Niño, no es necesario preguntarnos sobre su actualidad.

Con todo, la Convención dista mucho de provocar una aceptación unánime y plantea

numerosas cuestiones que no es posible soslayar. Por tal motivo, es necesario analizar con

precisión los aspectos que dicho texto pone en juego. En un primer momento, lo haremos

mostrando hasta qué punto esta Convención, si la consideramos como "acontecimiento" en el

movimiento mismo que permitió su elaboración y que hace que muchos de nosotros nos

refiramos a ella, es un texto absolutamente esencial. Pero también mostraremos que, considerada

literalmente, analizada en forma independiente de una comprensión propiamente pedagógica del

fenómeno de la infancia y la educación, es un texto ambiguo y suscita legítimamente una cierta

cantidad de interrogantes. Nos esforzaremos en responderlos mostrando, justamente, que

constituyen el punto central del trabajo del educador y que, por lo tanto, no nos deben dar miedo,

sino, al contrario, nos deben permitir entrar en la complejidad misma de la tarea educativa, lejos

de las aporías teóricas y de las polémicas, allí donde se elaboran la convicción y los medios

necesarios a todo educador enfrentado con la necesidad de transmitir sin conformar.

La Convención Internacional de los Derechos del Niño: la expresión de la insurrección

educativa fundadora

No dudemos en recordarlo y reivindicarlo: la Convención Internacional de los

Derechos del Niño es ante todo un texto de indignación y rebelión. Daniel Hameline subraya, en

forma admirable, que "el educador es un rebelde ("insurgé"): pues educar, en definitiva, y

cualquiera sea nuestro cuidado en postergar el plazo, es decidir entre lo mejor y lo menos bueno,

es rebelarse contra lo que es en nombre de lo que debería ser. (...) Una virtud fundamental del

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educador, si necesita concebirse virtuoso, es la indignación. (...) Es imposible educar sin creer,

sin esperar, es decir, sin indignarse del estado en que se encuentra hoy en día el bien más

preciado de la humanidad, su infancia, condenada a carencias de toda índole, a la estupidez, a la

incuria de la especie dañina que somos."2 Korczak, el inspirador de los derechos del niño, es ante

todo un rebelde, como lo demuestra toda su obra.3 Es un hombre que no soporta la violencia

infligida a la infancia: la violencia física, por supuesto, la violencia psicológica, pero tampoco la

violencia de las instituciones que pretenden trabajar por "su bien".

Ahora bien, de acuerdo con Korczak, la mayoría de estas violencias se debe a que el niño

no es considerado como un niño; no se tiene en cuenta su especificidad de ser frágil, en devenir,

y que como tal necesita una protección especial. Se lo incluye a la fuerza y demasiado temprano

en nuestras peleas de adultos, nuestras rivalidades de adultos, nuestros combates de adultos...

nuestro egoísmo de adultos. No tenemos el más elemental "respeto"4 hacia quien viene: hacerle

un lugar, despejarle un espacio, permitirle existir y crecer sin ser maltratado. Por lo tanto, hay

que entender la reivindicación de derechos para el niño como una protesta contra el

reduccionismo que triunfaba en esa época, contra esa tentación permanente del adulto de

practicar lo que algunos denominan "el efecto Jíbaro": considerar que el niño no es más que un

adulto en miniatura, un poco como en esos cuadros del Renacimiento en los que las caras de

niño en realidad son caras de adulto en cuerpos de niños.

En la época en que Korczak inició la idea de derechos del niño —pero con seguridad

también ahora— era esencial afirmar que sí existía una especificidad de la infancia. Por otra

parte, no es una casualidad que Korczak haya sido uno de los primeros y siga siendo uno de los

más grandes escritores de literatura infantil5. Admitir que existe una cultura particular posible

para los niños, reivindicar el hecho de que se trata de obras verdaderamente culturales en el

pleno sentido del término —y no sólo de juguetes o pasatiempos ocupacionales — significa

reconocer que los niños no son sólo pequeños adultos que se supone aprenden de memoria, antes

2 Daniel Hameline, Courants et contre-courants dans la pédagogie contemporaine, París, ESF éditeur, 2000, p. 93.3 Ver, en especial, Comment aimer un enfant seguido de Le droit de l'enfant au respect (París, Robert Laffont, 1998) y, sobre Korczak: Jean Houssaye, Janusz Korczak, l'amour des droits de l'enfant (París, Hachette, 2000); bajo la dirección de Philippe Meirieu, Korczak- Comment surseoir à la violence ? (Mouans-Sartoux, PEMF, 2001).4 Hoy dudamos en utilizar este término pues ha sido usado con un significado muy diferente y comprendido como una admiración plácida y sin exigencia. Sin embargo, es el término que utiliza Korczak y en un sentido que no deja la menor duda: respetar para él no significa renunciar, sino aceptar la especificidad del estatus del niño (incluido en el hecho de que el niño necesita, para su desarrollo, el ejercicio de la autoridad del adulto). 5 Entre sus libros para niños, podemos mencionar La gloire (París, Flammarion, 1980), Le roi Mathias Premier (París, Gallimard, 1990, agotado), Le roi Mathias sur une île déserte (París, Gallimard, 1991). Existen otros textos que no han sido traducidos o para los cuales todavía no se ha encontrado editor en francés (como Kaytek le magicien, traducido por Malinka Zanger e Yvette Métral).

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de poder comprenderlos, algunos fragmentos o resúmenes mediocres de las grandes obras, que

abordarán verdaderamente más tarde en tanto adultos.

Esto significa que el niño realmente tiene un presente, que hay un presente de la infancia,

que la infancia no es sólo una preparación para la vida adulta y para un futuro lejano que —

Rousseau ya lo había subrayado— para él no es aún del orden de las representaciones posibles.

"Estudia y tendrás un buen oficio": exhortación bien irrisoria para un ser que no puede entender

de qué le hablan, ni acceder a aspectos en juego fuera de su alcance, y que, a veces, simplemente

terminará por ceder a la presión afectiva del adulto... o por bajar los brazos, ¡con total ignorancia

de causa!

Admitir que el niño tiene un presente significa, pues, imponerse como deber de adulto

permitirle darle sentido a las actividades que le proponemos, no en relación permanente con

ganancias ulteriores, sino porque somos capaces de mostrarle que esas actividades lo ayudan a

crecer y a acceder a la comprensión del mundo; porque logramos hacerle entender que aprender

es, al mismo tiempo, ganar poder sobre todos aquellos y aquellas que quisieran pensar en su

lugar y sentir placer al comenzar a comprender las cosas. Es reemplazar una hipotética relación

comercial por una exigencia de verticalidad en el presente: los saberes se convierten entonces en

"sabores" porque permiten acceder a los secretos del hombre, al secreto de su propio nacimiento,

a los enigmas de su propia existencia. Sin embargo, el adulto no desaparece, sólo abandona el

registro del truque por el de la promesa: la promesa de satisfacciones vislumbradas en la cultura,

la promesa —que él mismo encarna— de la alegría posible, del júbilo mismo al que podemos

acceder si ahora aceptamos pagar el precio mediante un esfuerzo que, si bien es difícil, no es ni

negación ni sometimiento. Al respecto, la máxima que Edouard Clararède elaboró para La

Maison des Petits de Ginebra coincide absolutamente con la inspiración korczakiana que

presidió la elaboración de los derechos del niño: "La escuela donde los niños no hacen lo que

quieren, sino donde quieren lo que hacen."

*

Pero, más allá de este necesario reconocimiento del presente de la infancia, la declaración

de los derechos del niño también es un texto que debemos entender como un cuestionamiento de

la hegemonía del modelo del adulto tradicional en tanto ser acabado, para imitar, en oposición al

niño que sería un ser fundamentalmente inacabado, pues Korczak afirma que el adulto en sí

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mismo nunca es un ser acabado y que el niño, aun si no está acabado, ya es un ser humano

completo. Este es un cambio fundamental.

En efecto, con frecuencia se confunde acabamiento y completud. Ahora bien, hay que ser

un incrédulo o totalmente ingenuo para pensar que un adulto un día pueda pretenderse acabado;

sin duda, esta es la señal de una suficiencia que arruina cualquier esperanza de humanidad.

Ninguno de nosotros, por más avanzado que esté en su vida, por más lúcido que sea sobre sí

mismo, nunca termina de arreglar las cuentas con su infancia, y quien se crea definitivamente

liberado es probablemente el más esclavo6. Un hombre "acabado" no es un hombre, es una

imagen estereotipada, alguien que eliminó en forma definitiva toda preocupación y todo

cuestionamiento y, como tal, es un "hombre muerto".

Sin embargo, debemos aceptar que todos los seres, cualquiera sea su grado de

inacabamiento, son "hombres completos" en el sentido de que, según la expresión de Montaigne,

"poseen completa la humana condición". Afirmar esto, y reivindicarlo para el niño también, es

afirmar la falsedad de la concepción que encierra al niño en los sentimientos —incluso en el

sentimentalismo— mientras que el adulto se definiría por la racionalidad. Pues si bien el niño

tiene sentimientos, si bien es un ser de pulsiones y deseos, también ya es un ser de razón,

incluso antes de "la edad de razón". Hay que desconocer mucho la realidad de la infancia para no

ver hasta qué punto el niño es un "razonador", mientras que, simétricamente, el adulto con

frecuencia sigue siendo un ser muy afectivo, incluso, a veces, impermeable a cualquier forma de

racionalidad. Los docentes saben muy bien hasta qué punto los niños, incluso muy pequeños,

pueden ser temibles "discutidores"..., así como los educadores de adultos han comprobado

muchas veces hasta qué punto seres aparentemente en plena madurez pueden resultar

infinitamente frágiles en cuanto saberes nuevos los desestabilizan. Por supuesto, las formas de

racionalidad son diferentes en el adulto y en el niño. Por otra parte, como lo demostró Piaget, el

niño construye en forma progresiva estructuras mentales diferentes y de complejidad creciente.

Pero nada sería más falso que tener una visión lineal del acceso a la racionalidad: ya existe razón

en el niño de dos años... y un adulto que accedió a las formas más complejas del simbolismo

lógico-matemático sigue teniendo, a veces, reacciones completamente "infantiles". De hecho, en

este ámbito, nos enfrentamos a una realidad que podríamos describir en términos geológicos: el

orden de aparición de las capas sucesivas con frecuencia se ve completamente modificado por

los acontecimientos... al punto de que es muy raro encontrar rocas de la era cuaternaria en la

6 Así, afirma Serge Leclaire, "cada persona tiene, siempre, un niño que matar; cada persona tiene que hacer y rehacer continuamente el duelo de una representación de goce, de plenitud inmóvil..." (On tue un enfant, París, Points-Seuil, 1982, p. 12).

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cumbre de las montañas, mientras que las de la era primaria permanecerían sepultadas a una gran

profundidad bajo nuestros pies. Por ende, el niño, como el adulto, son al mismo tiempo seres

completos e inacabados. Esto no significa, evidentemente, que sean idénticos ni que sea

necesario que el adulto renuncie a sus prerrogativas específicas.

Al igual que el adulto, el niño es un ser de sentimientos y, al mismo tiempo, un ser de

razón; pero, justamente porque ya encarna "la humana condición", también es un ser atento a la

calidad de lo que se le propone. Es incluso un ser serio. A veces más serio que nosotros mismos

en nuestras actividades más cotidianas... lo que no quiere decir que cultive "el espíritu de la

seriedad", sino que toma las cosas en serio. Por lo tanto, entre los derechos fundamentales del

niño se encuentra, en primer lugar —y Korczak no dejó de dar prueba de ello hasta el umbral de

Teblinka7— el derecho a la calidad, el derecho a la exigencia, el derecho a la cultura. Esto no

tiene nada de anecdótico, muy por el contrario: es lo esencial. La mayoría de los pedagogos, de

Comenius a Alain, de Pestalozzi a Germaine Tortel, trabajaron sobre la importancia del

"ejercicio": el ejercicio, en su definición propiamente pedagógica, está lejos de ser una simple

actividad ocupacional o incluso un simple medio de verificar adquisiciones. Es mucho más que

una herramienta de aprendizaje, incluso de "construcción de conocimientos"; es el momento

privilegiado en el que toda la inteligencia pasa a la perfección del gesto. E incluso esta expresión

es falsa puesto que supone la anterioridad de la inteligencia con respecto al gesto, cuando,

justamente, el ejercicio expresa la simultaneidad de la emergencia de los dos: en el momento del

ejercicio, la inteligencia existe en y por el gesto y este último obtiene su densidad de lo que

expresa de interioridad. Maria Montessori, cuando se refiere a la "mente absorbente" y describe

la intensidad del esfuerzo de un niño que simplemente vierte el contenido de un recipiente en

otro, no dice nada diferente: da prueba de esa "seriedad" de la infancia que requiere un educador

capaz de acompañarlo en esta "exigencia de ser" a la cual aspira.8 Como vemos, todo esto dista

mucho de la concepción del "niño infantil", del "mignotage" como se decía en la Edad Media,

del niño como juguete de los adultos, del niño que no haría más que satisfacer nuestro gusto

dudoso por la regresión hacia lo que Witold Gombrowicz llama "el cucul"9.

Por consiguiente, lo que inspira a la Convención Internacional de los Derechos del Niño

es, al mismo tiempo, el reconocimiento del niño como un ser que no se puede reducir a la visión

de un adulto en miniatura, y el reconocimiento del niño como un "ser humano de pleno 7 Se sabe que, algunas horas antes de la deportación de los huérfanos y del "viejo doctor" al campo de la muerte, ensayaban juntos una obra difícil de Tagore, sobre la muerte precisamente, Le facteur. 8 Maria Montessori, L'esprit absorbant de l'enfant, París, Desclée de Brouwer, 1992 (ver también Maria Montessori - Peut-on apprendre à être autonome ?, bajo la dirección de Philippe Meirieu, Mouans-Sartoux, PEMF, 2001).9 Witold Gombrowicz, Ferdydurke, París, Christian Bourgeois, 1973.

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ejercicio": radicalmente otro y radicalmente el mismo. Yo mismo y otro a la vez: otro que viene

de mí mismo y que no soy yo mismo. Una banalidad, aparentemente. Pero una banalidad que nos

llevó mucho tiempo hacer aceptar y que, aun ahora, en muchos aspectos, sigue siendo

eminentemente subversiva. Quizá, al fin y al cabo, lo que está en juego aquí es simplemente la

afirmación de la existencia de la realidad de los niños mismos. Niños que no podemos reducir a

nuestro propio deseo sobre ellos, a la utilización que podemos hacer de ellos, a su inclusión en

nuestros asuntos afectivos y económicos. Niños que resisten a nuestros fantasmas de adultos

todopoderosos. Niños que debemos negarnos, deliberadamente, a utilizar: como objetos de

satisfacción, fuerza de trabajo, justificación de nuestra propia existencia... Niños como

"acontecimientos", hubiera dicho Gilles Deleuze. Niños que se siguen resistiendo, bien lo sabe el

pedagogo, a los proyectos, —aunque éstos sean legítimos— que los adultos pueden hacer sobre

ellos.

Afirmar que los niños existen realmente no es, pues, una simple perogrullada: es la forma

de prevenirse contra la tentación de la confusión entre la educación y la fabricación... tentación

permanente que atraviesa la historia de los hombres y asimila en forma obstinada parentalidad y

causalidad. En efecto, de Pigmalión a Pinocho, del Golem a las películas de ciencia ficción, se

trata del mismo mito representado de mil maneras diferentes. El doctor Frankenstein es,

evidentemente, una de las encarnaciones más sobrecogedoras: cree poder fabricar un hombre

cosiendo pedazos de cadáveres y enviando una descarga eléctrica... del mismo modo que esos

educadores que imaginan poder fabricar un alumno agregando conocimientos y dándole una

buena patada en el trasero, como Gepeto a su muñeco10.

Llegamos aquí al punto límite, al final del camino, allí donde el educador, llevado

irreductiblemente por su deseo de hacer bien y su voluntad de buscar a todo precio lo que es

mejor para el otro, roza el abismo: no podemos fabricar a nadie. Excepto si nos condenamos y

condenamos al otro, irremediablemente, a la desdicha. El doctor Frankenstein hizo un cálculo

incorrecto. Al intentar dominar la fabricación de su criatura, al querer ahorrarse la angustia de la

imprevisibilidad del nacimiento y crecimiento del niño, se infligió pruebas mucho más terribles:

el terror ante el sacrilegio, el abandono ante la imposibilidad de dominar al otro y, por último, la

lucha a muerte entre la criatura y su creador. Creyó poder inscribir la educación en la poiesis,

cuando, como lo explica Francis Imbert, esta última sólo puede ser praxis: "Si bien la poiesis

reclama una Figura de Autor, Maestro del sentido, capaz de asegurar la previsibilidad y la

reversibilidad de sus tareas de producción, la praxis se propone hacer con actores, sujetos

10 Sobre estos mitos de la fabricación del hombre por el hombre, ver Philippe Meirieu, Frankenstein pedagogue (París, ESF éditeur, 1996).

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singulares que se comprometen y se encuentran sobre la base de su no-dominio del sentido, y de

la imprevisibilidad de lo que puede suceder con su compromiso y su encuentro."11

Inscribir la educación en la praxis supone aceptar la educación como "encuentro" y al

niño como "resistencia". Pues si el niño existe, el niño resiste: el niño está ahí, yo no lo controlo,

no sé, incluso en el momento de su mayor sumisión aparente, lo que pasa en su cabeza, y puedo

imaginar todo: que escapa a mi poder, resiste al proyecto que tengo para él y vuela por la ventana

con el pájaro de Prévert. Admitamos entonces que tengo que "hacer con esta resistencia" y

"hacer con esta resistencia" es entrar en lo que he llamado en otra ocasión "el momento

pedagógico"12: ese momento en el que "una voluntad buena" (la de educar al otro "para su bien")

encuentra a un ser que nunca desea lo que corresponde en el momento adecuado, que no sabe

cómo proceder, cuando no rechaza simplemente la legitimidad de mi acción, incluso la

competencia o mismo la benevolencia —sin embargo confirmada por mi función— de mi propia

persona. La elección entonces es obstinarse, comprometerse en un conflicto de voluntades,

intentar quebrar al otro, seducirlo o engañarlo... o bien aceptar reconfigurar la situación misma,

interrogar su propio saber y su propio comportamiento, entender la resistencia del otro como un

llamado para reelaborar la relación educativa, para tomar uno mismo un lugar diferente en esa

relación13.

Por ende, a través del reconocimiento de la resistencia del otro, podemos salir de lo que

Albert Thierry denominó "la vanidad, la embriaguez de autoridad y el delirio". Pues todo

educador está amenazado por el delirio y debe ser llamado al orden de la praxis. Albert Thierry

mismo, mientras intentaba enseñar matemática a un grupo de niños refractarios, escribió en sus

Memorias: “Un día vi a Marcel, el morocho, sufrir bajo mi pensamiento como se sufre bajo el

hierro candente"14. "Marcel, el morocho" no es cualquier persona: es un ser de carne y hueso, un

ser con una historia, un ser que está ahí y que resiste. Un ser que, en primer lugar, pide ser

reconocido en su simple existencia. "Dudamos con tanta frecuencia de la realidad de la

existencia de los niños mismos", confiesa Albert Thierry15. Dudamos tan a menudo que tenemos

que acordarnos de que el primer derecho del niño, el derecho sin el cual no puede ser promovido

en su humanidad, es el derecho al reconocimiento.

11 Francis Imbert, Vers une clinique pédagogique, Vigneux, Matrice, 1992, p. 112.12 Ver Philippe Meirieu, La pédagogie entre le dire et le faire, París, ESF éditeur, 1996.13 A ello nos invita Pestalozzi luego de su aventura en Stans, en 1972: allí descubrió niños que lo rechazan con odio y se resisten a aceptar tanto sus cuidados como su enseñanza. Sin embargo, no se desalienta y se niega a caer en el adiestramiento; busca un camino propiamente pedagógico... Cf., en particular, Johann Heinrich Pestalozzi - Que faire avec les enfants qui ne veulent pas de vous ? bajo la dirección de Philippe Meirieu, Mouans-Sartoux, PEMF, 2001. 14 L'homme en proie aux enfants, París, Magnard, 1985.15 Idem.

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Por supuesto, sentimos confusamente que dicho reconocimiento debe contentarse con

renunciamientos: renunciamiento a hacer del niño un objeto de satisfacción narcisista a imagen

de la estatua de Pigmalión; renunciamiento a transformarlo en un servidor dócil que, como el

Golen, podría desaparecer en cuanto corriéramos el riesgo de que tomara el poder sobre

nosotros; renunciamiento a encerrarlo en las imágenes más o menos piadosas de nuestros propios

recuerdos de infancia que estaría condenado a reproducir, al igual que Pinocho; renunciamiento a

reducirlo a una patología que supuestamente explica las desgracias de Sofia y sus mínimos

hechos y gestos; renunciamiento a decidir, al igual que el doctor Frankenstein, lo que debe ser

nuestra criatura... Como si bastara, por ejemplo, con "decretar el alumno" para abolir de facto

todas sus "adhesiones", hacer de él un ser abstracto totalmente disponible a nuestro poder, una

razón sin cuerpo, una mente sin historia, una cera blanda sobre la cual sólo tendríamos que

colocar nuestro sello, es decir, etimológicamente, enseñarlo.

Lo que nos dice todo el movimiento pedagógico iniciado por Korczak, y que encuentra su

expresión en la Convención Internacional de los Derechos del Niño, es que debemos renunciar a

crecer y aprender en lugar del niño. Renunciar, todo lo que sea posible, a violentar al niño, a

violentar a la infancia: se trata de una insurrección fundadora de la que apreciamos la

importancia, pero de la cual también podemos preguntarnos si no conduce, in fine, a la

abstención educativa, a la renuncia del adulto y a la abolición de toda educación.

La Convención Internacional de los Derechos del Niño: en el centro de las contradicciones

del acto educativo

Las objeciones a la Convención Internacional de los Derechos del Niño atañen a varios

registros, pero todas remiten al mismo presupuesto: el único verdadero derecho del niño es el

derecho a ser educado, a recibir una educación que sólo adultos, educados a su vez, pueden

brindarle.

De este modo, se señala que la Convención juega permanentemente con dos registros,

"dos exigencias difícilmente conciliables, dos exigencias sin puntos en común"16: la necesidad de

proteger al niño considerando su fragilidad particular ("El niño, por su falta de madurez física e

intelectual, necesita protección y cuidados especiales..."17) y la necesidad de reconocerle "el

16 Alain Finkielkraut, «La mystification des droits de l'enfant», Les droits de l'enfant, Actes du colloque européen d'Amiens, 8, 9 y 10 de noviembre de 1990, Amiens, CRDP, 1991, pp. 63 a 80. Cf. también Alain Finkielkraut, «La nouvelle statue de Pavel Morozov», Le Monde, 9 de enero de 1991, p. 14.17 Preámbulo de la Convención Internacional de los Derechos del Niño.

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derecho a la libertad de expresión"18, la libre elección de sus opiniones y pertenencias19, de

tratarlo como un ser responsable, ya capaz de pensar por sí mismo... lo que, justamente, todavía

no es. Así, se estigmatiza la renuncia de adultos que, reconociéndoles a los niños derechos que

son incapaces de ejercer, se exoneran de su primera obligación: la exigencia educativa. Se agrega

que renunciando a esta exigencia, se cae en la demagogia: se olvida que lo que es formador para

un niño son los deberes que le imponen los adultos y a los que debe someterse para crecer.

Paralelamente, se destaca que al imponerles a los niños ejercer en forma prematura

responsabilidades para las que no están preparados, se pone sobre sus hombros un peso que no

pueden cargar y se compromete seriamente su futuro. Todo esto se relacionaría, de hecho, con

una "ontologización de la infancia", una fascinación por un momento de la vida del cual

olvidaríamos que es el momento de la inmadurez inevitable. Esta "ontologización" sería la

consecuencia de nuestra propia infantilización: nosotros mismos nos negaríamos a crecer y

haríamos de la infancia un horizonte mítico... soñaríamos, en secreto, con un mundo reducido al

estado de infancia que se sumiría en la irresponsabilidad colectiva, fascinado por McDonald´s,

los videojuegos, la celebración de Halloween y la publicidad televisiva... En resumen, los

derechos del niño habrían abierto la puerta a un universo del "niño-rey", en el cual el

igualitarismo entre niños y adultos les permitiría a ambos encontrarse en el culto de lo infantil.

No podemos ocultar que de lo dicho se desprenden verdaderas objeciones que debemos

tomar en serio imperiosamente. Estas objeciones tienen su mejor apoyo argumentativo en la obra

de Hannah Arendt20. Para esta autora, la función de la educación es introducir al niño en el

mundo, en forma ordenada y progresiva y, simultáneamente, preservarlo de las vicisitudes del

mundo para mantener intacto su poder de "renovar el mundo". En estas condiciones, es absurdo

afirmar, por ejemplo, que los niños podrían elegir lo que deben aprender: los niños deben

aprender la lengua que hablan sus padres; deben aprender las disciplinas escolares que sus

maestros consideren necesarias para su desarrollo. Deben "ser educados" deliberadamente por

adultos que asuman con tranquilidad el desnivel inherente a toda relación educativa.

Según Hannah Arendt, "la línea que separa a los niños de los adultos debería significar

que no podemos ni educar a los adultos, ni tratar a los niños como personas grandes."21 Por

18 "El niño tendrá derecho a la libertad de expresión; ese derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de todo tipo, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o impresas, en forma artística o por cualquier otro medio elegido por el niño." Artículo 13-1 de la Convención Internacional de los Derechos del Niño. 19 "Los Estados Partes respetarán el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión." Artículo 14-1 de la Convención Internacional de los Derechos del Niño.20 La crise de la culture, París, Folio, 1991, en especial pp. 223 a 252. 21 Idem.

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ende, es necesario fijar una frontera que permita identificar en qué momento un ser debe ser

considerado estatutariamente como "adulto", responsable de sus actos y que participa de las

decisiones en la Ciudad. Esta "frontera" es incluso constitutiva de la existencia de cualquier

democracia: garantiza que nos demos los medios para formar a los ciudadanos antes de

reconocerlos oficialmente como tales y que, en forma simultánea, nos prohibamos "educar a los

adultos". En efecto, ¿qué adulto y en nombre de qué investidura puede arrogarse el derecho de

educar a sus semejantes, si no lo hace desde una perspectiva totalitaria? Por supuesto, los adultos

deben continuar aprendiendo, pero deben hacerlo, al contrario de los niños, decidiendo ellos

mismos lo que van a aprender.

Y, en efecto, en el plano político, es indiscutible que Hannah Arendt tiene razón. Toda

democracia supone una frontera a partir de la cual se considera al individuo en tanto ciudadano,

por lo tanto, capaz de participar en la vida social. Esta frontera es necesariamente arbitraria,

fijada a partir de una determinada edad, vinculada a un rito iniciático particular o identificada al

entrar en una actividad específica, un nivel de estudio o al trabajo asalariado, por ejemplo.

Importa poco al final qué constituye la cesura: lo esencial es que, en un momento bien

identificado, consideremos que un individuo puede participar plenamente en la decisión

colectiva. Por lo tanto, excepto las instancias jurídicas competentes, nadie tiene el derecho de

rechazar la voz de nadie con el pretexto de que está mal educado, que no es verdaderamente

consciente de sus actos o que no tendría la suficiente madurez. Así como no podemos hacer

volver un adulto a la inmadurez, tampoco podemos precipitar un niño hacia la responsabilidad

cívica en forma prematura. Sólo los regímenes totalitarios hacen votar a los niños, los utilizan

para denunciar a los adultos que "piensan mal", y, en forma simultánea, infantilizan

sistemáticamente a estos últimos.

Hasta aquí es difícil rechazar el análisis de Hannah Arendt: tiene razón en insistir en el

imperioso deber de antecedencia del adulto, en la necesidad de preparar al niño para el ejercicio

de su vida ciudadana mediante una educación que no lo precipite demasiado rápido en un mundo

que todavía no podría afrontar, en la necesaria distinción entre el deber de educar a los niños y la

prohibición de educar a los adultos. ¿Por qué entonces surge el debate y cuál es el tema de este

debate?

Todos están de acuerdo en que el primer derecho del niño es el derecho a la educación,

todos están de acuerdo en la necesidad de una preparación para el ejercicio de la

ciudadanía...pero el desacuerdo surge con respecto a las condiciones de esta preparación y a la

naturaleza de la educación que se le debe proponer al niño. Por un lado, están aquellos que

11

Page 12: Vínculo+Educativo+Meirieu+lecturas

afirman que, como es menor, el niño debe recibir una educación que le imponga los principios

necesarios para su desarrollo y los comportamientos que le permitan la emergencia de su

libertad. Por otro lado, están aquellos que afirman que sólo es posible formar para la libertad a

través del ejercicio de la libertad y que la educación debe hacer de esta última no sólo su

objetivo, sino también su medio. Por un lado, están aquellos que piensan que considerando a los

niños como quisiéramos que fuesen —conscientes, responsables, capaces de juzgar— les

impedimos convertirse en eso. Por otro lado, están aquellos que sostienen que no podemos

preparar para la libertad a través de la coerción y que al postergar para más tarde el ejercicio de

la responsabilidad, nos prohibimos formarlo. Por un lado, están aquellos que creen que la

sumisión a una disciplina impuesta forma la voluntad necesaria para el ejercicio de la ciudadanía

adulta. Por otro lado, están aquellos que piensan que la libre implicación, desde la infancia, en

una actividad colectiva permite descubrir por sí mismo las reglas necesarias para acceder a la

responsabilidad ciudadana. Por un lado, aquellos que creen posible formar para la democracia a

través del rigor de la instrucción. Por el otro, aquellos que están convencidos de que sólo es

posible formar para la democracia a través de la democracia misma22.

Ahora bien, en este debate, la Convención Internacional de los Derechos del Niño parece

tomar partido. Primero, en sus artículos 5 y 6, afirma el deber de los adultos de obrar en pos del

desarrollo del niño, luego, más adelante, en los artículos 28 y 29, insiste en "el derecho a la

educación" y precisa que esta educación debe estar encaminada a "inculcar al niño el respeto de

sus padres, de su identidad, de su lengua y de sus valores culturales, así como el respeto de los

valores nacionales del país en el que vive, del país del que sea originario y de las civilizaciones

distintas a la suya". A continuación agrega que esta educación debe "preparar al niño para

asumir las responsabilidades de la vida en una sociedad libre, con un espíritu de comprensión,

paz, tolerancia, igualdad entre los sexos y amistad entre todos los pueblos y grupos étnicos,

nacionales y religiosos y personas de origen autóctono". Entre la afirmación del derecho a la

educación y la de la necesidad de "inculcar" valores al niño, la Convención, en su artículo 12,

explica que "los Estados garantizan al niño con capacidad de discernimiento el derecho de

expresar libremente su opinión sobre todas las cuestiones que lo afecten."

Desde luego, en este punto la Convención toma una precaución oratoria significativa,

puesto que se refiere a un niño "con capacidad de discernimiento"; pero, además del carácter

bastante evasivo de la expresión, la Convención desarrolla más adelante, y ahora sin reserva

particular, el derecho a la libertad de expresión, de pensamiento, de consciencia, de religión, de

22 Sobre estas oposiciones, ver Philippe Meirieu y Michel Develay, Émile, reviens vite, ils sont devenus fous, París, ESF éditeur, 1992, pp. 93 a 136.

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Page 13: Vínculo+Educativo+Meirieu+lecturas

asociación, de manifestación, así como el derecho de dar su opinión en todos los problemas que

lo involucran. A menos que insultemos a los redactores, no podemos imaginar que pensaban en

la expresión de "derechos positivos" jurídicamente reconocidos cualquiera sea la edad, nivel de

desarrollo, educación y condiciones de vida de los niños. No puede tratarse, en ningún caso, de

derechos que demostrarían capacidades existentes y equitativamente distribuidas entre las

personas, con independencia de la formación que reciban. En realidad, sólo puede tratarse del

derecho a formar los niños en esos derechos a través del ejercicio mismo. Lo que equivale a

colocarse en el campo de los "pedagogos" contra el de los "filósofos"... a afirmar, como Freinet,

que "la práctica hace al maestro"23 o, como Dewey, que "sólo la práctica de la democracia forma

en el ejercicio de la democracia24 ... y a rechazar la visión que Kant, por ejemplo, podía tener de

la escuela: "Enviamos primero los niños a la escuela, no para que aprendan algo, sino para que

se acostumbren a permanecer tranquilamente sentados y a observar puntualmente lo que se les

ordene..."25

En 1999, el Ministerio de Solidaridad y Asuntos Sociales propuso un análisis de la

Convención a partir de tres "P": Protección, Prevención, Participación. Sin embargo, vemos con

claridad que los dos primeros aspectos no se encuentran para nada en el mismo registro que el

tercero, en la medida en que no es posible pensar la "participación" fuera del proceso educativo

que la acompaña... Lo que no sucede, evidentemente, con la protección y prevención que, de

alguna manera, se aplican a los niños "desde el exterior": los niños son "objetos" de protección y

de prevención, son "sujetos" en materia de participación. Y es este tercer aspecto el que plantea

problemas: así, en la encuesta publicada por el diario francés Le Monde, el 8 de noviembre de

1999, los lectores interrogados sobre los derechos fundamentales del niño invocan en primer

lugar el derecho a la alimentación, a la salud, a la protección contra la violencia sexual o la

explotación a través del trabajo... solamente invocan el derecho a la "participación" en un solo

caso que colocan en el séptimo lugar: el derecho a expresar su punto de vista en caso de divorcio

de los padres. Lo que sucede es que "la participación" no es, stricto sensu, un derecho. Es una

exigencia, una posición pedagógica, una manera de concebir la educación en responsabilidad y

ciudadanía.

Es a través de este desvío que la Convención Internacional de los Derechos del Niño nos

conduce al corazón de la cuestión educativa, hacia la difícil articulación entre el necesario

ejercicio de la autoridad del adulto y la indispensable consideración de la libertad del niño.

23 Célestin Freinet, Les dits de Mathieu, Neuchâtel y París, Delachaux et Niestlé, 1978.24 John Dewey, Démocratie et éducation, París, Armand Colin, 1990.25 Emmanuel Kant, Traité de pédagogie, París, Vrin, 1974.

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Page 14: Vínculo+Educativo+Meirieu+lecturas

*

Si alguna vez existió verdaderamente, en la actualidad, la tentación no-directiva ha sido

completamente abandonada en pedagogía. De ahora en más, todos saben que el abandono de la

autoridad por parte del educador no produce milagrosamente la organización democrática de los

niños: cuando el adulto abandona el poder, siempre hay un pequeño jefe dispuesto a asumirlo...

¡y a ejercerlo de una forma infinitamente menos instruida y mucho más tiránica! Pero, a

contrario, cuando el adulto se aferra al poder como a un privilegio, cuando confunde educación

y sometimiento, favorece en los niños la sumisión, el disimulo o el doble juego. Del mismo

modo, cuando el adulto renuncia a todo imperativo de transmisión cultural, deja a los niños

desamparados, incapaces de resistir las influencias afectivas, ideológicas y mercantiles que lo

acechan desde todas partes. Pero, a contrario, cuando confunde transmisión e imposición,

cuando olvida que sólo un sujeto libre puede decidir aprender y crecer, suscita indefectiblemente

el rechazo y la violencia. O también, cuando olvida los fines de la actividad educativa y pierde

de vista los intereses superiores del niño, cae en el fatalismo. A contrario, cuando intenta hacerle

el bien al niño de un modo forzado y le impone desde el exterior un alimento que éste no quiere,

cae en la ilusión de creer que puede curar la anorexia alimentando a la persona en forma

artificial26.

El deseo del otro es el límite de mi voluntad. Esto no quiere decir que deba renunciar a mi

voluntad o a mi determinación educativa: quiero legítimamente que los niños crezcan, adquieran

saberes, integren lo mejor de mi cultura y de la cultura universal. En estos puntos, mi voluntad

debe permanecer intacta. Pero mi voluntad no puede hacer nada si no se enlaza con el deseo del

otro o, más exactamente, si el deseo del otro de crecer y aprender no se enlaza con mi voluntad

de educarlo. Así, como pensaba Freud, la educación es un "oficio imposible": imposible porque

no podemos reducir su proyecto a un conjunto de competencias, por más elaboradas que sean;

imposible porque hay que mantener simultáneamente dos discursos y dos posiciones

contradictorias ante el niño: "Puedo todo por tí" y "Tú solo puedes arreglarte"... O bien: "Me

corresponde a mí hacer todo para que aprendas y crezcas" y "No lo lograré si no lo haces tú

mismo, libremente y por tu propia iniciativa." Posición insostenible por contradictoria, pero la

única posición posible, la única que el niño puede entender verdaderamente, la única que se

inscribe en la tensión misma de la relación educativa. Contradicción difícil de formular en el

26 Sobre este punto, ver Philippe Meirieu, Lettres à quelques amis politiques sur la République et sur l'état de son école, París, Plon, 1998, pp. 58 y siguientes.

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Page 15: Vínculo+Educativo+Meirieu+lecturas

marco de una Convención que, necesariamente, simplifica las cosas, suprime la tensión de lo

viviente y olvida la temporalidad. Pero, contradicción de la que podemos salir, precisamente, a

través de la pedagogía, es decir, a través de la acción, y más exactamente, a través de la acción

en el tiempo.

Frente a las aporías teóricas, el pedagogo responde entonces con un incansable trabajo de

invención de dispositivos. Para él, un dispositivo es un conjunto de condiciones que le ofrecen al

niño la posibilidad de aprender y de crecer por sí mismo; es una situación elaborada para

permitirle al otro emprender una actividad nueva, encontrar en ella puntos de atracción para su

deseo, puntos de apoyo para su voluntad, recursos para su propio trabajo de elaboración, una

ayuda para liberarse de todas las formas de influencia y, en primer lugar, de la influencia de sí

mismo, de las imágenes de las que no puede separarse, de lo infantil a lo que la mirada de los

otros lo condena con tanta frecuencia. Un dispositivo es una manera original de superar la

alternativa entre "formación en democracia a través de la instrucción coerción" y "formación en

democracia a través de la práctica de la democracia". Es un trabajo sobre las condiciones de

emergencia de la actitud que permite entrar a la democracia: la actitud que consiste en "atreverse

a pensar por sí mismo", a tomar distancia de los prejuicios, a contradecir la ley del más viejo, así

como la ley del más fuerte.

Por consiguiente, es en dispositivos pedagógicos adaptados donde el niño va a poder

descubrir las reglas indispensables para vivir juntos y acceder a la comprensión de la ley. Para

esto, no es necesario reducir al silencio al adulto y que, en una especie de "autogestión

pedagógica" permanente, los niños, solos, inventen todas las reglas y dicten todas las leyes... Por

otra parte, si fueran capaces de hacerlo ¡significaría que ya estarían educados! Al contrario, el

adulto tiene la misión de hacer entender que las reglas que está encargado de hacer respetar —y,

en primer lugar, la regla fundadora de la prohibición de la violencia27— no emanan de su

capricho personal, del deseo de "estar en paz" o de la arbitrariedad clánica de un grupo que

intentaría imponer su ley a los demás. El adulto tiene la difícil misión de encarnar "la promesa de

las prohibiciones" y de ayudar a los niños a entender que las prohibiciones sólo se imponen

porque autorizan: garantizan la integridad física y psicológica de cada uno, la posibilidad del

intercambio y del enriquecimiento recíproco, el desarrollo de todos28. En resumen, en un

dispositivo pedagógico, las prohibiciones garantizan precisamente los derechos de todos. Por

ende, no se trata en absoluto de blandir esos derechos para renunciar a las prohibiciones, sino de

27 ... de la que Fernand Oury afirmaba que la traducción pedagógica, el primer grado de la ley en la clase, es: "No perjudicar".28 Cf. Philippe Meirieu y Marc Guiraud, L'école ou la guerre civile, París, Plon, 1997.

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Page 16: Vínculo+Educativo+Meirieu+lecturas

asumir deliberadamente esas prohibiciones y acompañar el acceso del niño a su formalización...

formalización que debería permitir, al finalizar la escolaridad obligatoria, la enseñanza del

derecho. Pues, como lo explica Bernard Defrance, "si bien la ley se impone al adulto, ésta se

instituye en forma progresiva en el niño menor gracias al aprendizaje del vivir juntos" 29:

institución que exige la construcción específica de un espacio y de un tiempo, en torno a objetos

y proyectos identificados, cuando las personas se agrupan con una verdadera "mediación". Pues

es la ausencia de mediaciones lo que mata a la educación, la ausencia de objetos y de textos, la

ausencia de proyectos y de tareas, la ausencia de toda forma de "lastre" capaz de mediatizar el

encuentro de subjetividades. Si no se propone ni construye nada que permita trabajar juntos,

entonces se impone el enfrentamiento, la pulseada, "mi palabra contra la tuya" y, al final, la

muerte —simbólica, por supuesto, pero ineluctable— de uno de los participantes. Por el

contrario, la mediación le permite a cada uno "intervenir en el juego", "comprometerse con

respecto a", con lo que es y lo que puede llegar a ser, a partir de lo que sabe hacer y de lo que se

le propone aprender.

Por lo tanto, para el pedagogo, inventar dispositivos es practicar la participación

razonada: en efecto, necesita evitar toda retención en la infancia y lo dado, al mismo tiempo que

necesita evitar exigir demasiado, imponer exigencias que los niños no pueden cumplir... antes de

volver a los "buenos viejos métodos" bajo la mirada satisfecha de los especialistas del "te lo

dije". Cuestión de discernimiento, cuestión de "estima", diría Daniel Hameline30: anticiparse a lo

que el niño sabe y puede hacer sólo lo suficiente para que esto tenga, para él, valor de

entrenamiento, y no demasiado para no desalentarlo inútilmente. Cuestión de "zona de desarrollo

próximo ", diría Vygotsky31. Cuestión de "imputación", diría el jurista: poner a las personas en

situaciones en las que puedan comprometerse e imputarse ellas mismas la responsabilidad de sus

propios actos, reivindicar su propia libertad, existir en tanto sujetos32.

Deben reunirse tres condiciones para que un dispositivo cumpla verdaderamente su

función: debe permitir la constitución de un "espacio sin amenazas", debe ser un lugar en donde

el niño pueda aliarse con un adulto contra todas las formas de adversidad y de fatalidad, y por

último, debe ser rico en ocasiones, estimulaciones y recursos diversos.

Un dispositivo pedagógico debe ser, en primer lugar, "un espacio sin amenazas"33: porque

aprender y crecer son cosas diferentes, preocupantes y a las que no nos podemos lanzar sin tener 29 Bernard Defrance, Le droit à l'école, París y Bruselas, Labor, 2000, p. 21.30 «De l'estime», L' évaluation en questions, CEPEC, París, ESF éditeur, 1987.31 Ver «Le problème de l'enseignement et du développement mental à l'âge scolaire», Vygotsky aujourd'hui, bajo la dirección de J.-P. Bronckart y B. Schneuwly, Neuchâtel y París, Delachaux et Niestlé, 1989. 32 Sobre este punto, ver Philippe Meirieu, «Praxis pédagogique et pensée de la pédagogie», Revue française de pédagogie, nº 120, julio-agosto-septiembre de 1997, pp. 25 a 38.

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un mínimo de seguridad. Desde Platón y Aristóteles, sabemos que aprender es hacer algo que no

sabemos hacer para aprender a hacerlo. Y hay que tomar una decisión: salir de su caparazón,

intentar, tantear, correr el riesgo de tropezar sin temor a la burla de los pares o a la cuchilla de

una evaluación que aprisiona para siempre. Por ende, para un niño, el derecho a la educación es,

en primer lugar, el derecho a vivir en un tiempo y un lugar donde se suspendan las amenazas que

pesan sobre todo aprendiz: amenaza de los que aprovechan la menor torpeza para humillarlo,

amenaza de los que quieren prohibirle el aprendizaje porque eso no es "rentable" y hace perder

tiempo, amenaza de los que ven con mala cara que otros adquieran competencias que antes eran

su privilegio, amenaza de todos los que prefieren verlo permanecer inmóvil, instalado en su

ignorancia, conforme a la idea que se hacían de él...

Pero la ausencia de amenaza no basta, también hay que poder contar con un adulto, una

mano tendida para escapar a la adversidad y a la fatalidad, alguien que pueda ayudar a liberarnos

de la ganga: la ganga de uno mismo y de ese personaje que arrastramos, a veces, desde hace

mucho tiempo: el tímido o el cabecilla de grupo, el "mal hablado" o el niño bueno, el cómico o el

necesitado en dificultades... Y luego hay que liberarse de la ganga del grupo, de la presión de la

conformidad, de aquellos y aquellas que imponen el mimetismo y hacen pagar muy caro el

menor alejamiento, la menor traición. Para enfrentar esto, se requiere un aliado seguro: un

"maestro", uno verdadero. Y el derecho a la educación también es esto: el derecho al maestro, a

su apoyo cada vez que se hace un esfuerzo, incluso mínimo, para elevarse más allá de todos los

fatalismos. El derecho a un maestro que presenta los aprendizajes como "desafíos" afirmaba

Korczak, como conquistas sobre sí mismo, como el medio de crecer y acceder, en forma

progresiva, a nuevos derechos y a nuevos deberes. Al respecto, no se ha meditado lo suficiente

sobre el sentido de la proposición de Fernand Oury —sin embargo, ahora bien conocida— que

consiste en utilizar para la evaluación de los alumnos, en cada disciplina, el sistema de

cinturones de yudo34: pasar al nivel siguiente se hace a pedido del interesado, en ocasión de

pruebas que elige rendir, con un maestro y una clase exigentes y sin complacencia, pero con un

maestro y una clase que son verdaderos aliados en un proceso difícil y exaltante. Proceso

marcado por etapas sucesivas y en el cual cada nivel alcanzado es reconocido: reconocido como

un nivel de competencia que permite dar servicios, que permite también reivindicar derechos,

derechos conquistados gracias al trabajo y al esfuerzo.

33 Esta bella expresión, que se inscribe en la tradición pedagógica, pertenece a Jacques Lévine, Je est un autre- Pour un dialogue pédagogie-psychanalyse, París, ESF éditeur, 2000. 34 Fernand Oury y Aïda Vasquez, De la classe coopérative à la pédagogie institutionnelle, Vigneux, Matrice, 2001. Cf. también Fernand Oury, Y a-t-il une autre loi possible dans la classe ? bajo la dirección de Philippe Meirieu, Mouns-Sartoux, PEMF, 2001.

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En el espacio sin amenazas, en el codo a codo con el maestro que le tiende la mano para

ayudarlo a crecer, el niño necesita, por último, disponer de recursos, de objetos, de textos, de

situaciones variadas que son otras tantas ocasiones para él de movilizarse, aprender y

desarrollarse. La investigación pedagógica desarrolló la noción de "pedagogía diferenciada" para

designar el esfuerzo que hace un docente para adaptar los soportes, los ritmos y los itinerarios de

aprendizaje a las "necesidades" de los alumnos. Por desgracia, con demasiada frecuencia se ha

utilizado esta noción de manera estrechamente aplicacionista: haciendo corresponder a un

hipotético diagnóstico previo, una respuesta estrictamente individualizada. Esta concepción,

restrictiva, puede producir efectos devastadores, encerrando estrictamente a cada uno en un

"dado previo", una "naturaleza" que bastaría con respetar35. Por el contrario, debemos alegar una

concepción abierta de la pedagogía diferenciada que consiste en multiplicar las propuestas, en

ofrecer toda una gama de ejercicios, de posibilidades, de inversiones personales, de proyectos

posibles: se trata de "enriquecer sistemáticamente el medio", como dicen los psicólogos, de hacer

presentes una multitud de objetos culturales a fin de atraer la atención y el interés del niño.

Definida de este modo, la pedagogía diferenciada podría comprenderse, incluso, como uno de los

derechos fundamentales del niño: educar impondría colocarlo en un "jardín de cultura"36, un

lugar de encuentro con las obras heredadas de la historia, un lugar donde los cuentos y los

cantos, los mitos y las imágenes poderosas dejadas por los hombres estén presentes, disponibles

y accesibles. Por supuesto, esto no resolverá en forma milagrosa todas las cuestiones

propiamente pedagógicas y no eliminará para nada ni la necesidad de una profesionalización

profunda del trabajo de docente, ni la de una profundización sistemática de la dimensión

didáctica como modo de aproximación a los saberes. Pero pensar la educación como la puesta a

disposición del niño de recursos culturales múltiples y exigentes constituye, desde un punto de

vista de los derechos del niño, una exigencia fundadora.

Los derechos del niño: un niño reconocido plenamente como "sujeto", pero que necesita

ser educado para convertirse en "ciudadano"

Por último, los derechos del niño nos llevaron al punto central de las cuestiones candentes

de la educación... al encuentro del niño, al encuentro de un sujeto, ya plenamente "sujeto" y que,

sin embargo, antes de que acceda a la mayoría de edad, es imposible considerar como un

"ciudadano". Ya sujeto y plenamente sujeto: sujeto que existe y resiste al poder que intento

35 Cf. Philippe Meirieu, La machine-école, París, Gallimard, Folio-Actuel, 2001, pp. 28 y siguientes.36 Cf. Denis Kambouchner, Une école contre l'autre, París, PUF, 2000, pp. 298 y siguientes.

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ejercer sobre él; sujeto que puede movilizarse solo sobre aprendizajes y decidir crecer, resistir a

todas las formas de influencia y acceder al pensamiento crítico... Pero un sujeto que no puede

hacer solo más que lo que sabemos hacer con él, en condiciones que nosotros decidimos, en

situaciones educativas de las que asumimos la plena y absoluta responsabilidad. Aquí no se

suprime la autoridad del adulto, todo lo contrario, está en el centro del dispositivo: cuando la

autoridad cumple verdaderamente su función, que ella misma autoriza... Autoriza al otro a crecer

y a reivindicarse, un día, de pleno derecho, ciudadano.

Quizás, en este sentido, los derechos del niño estén particularmente bien resumidos en el

artículo 7 de la Convención, en el que podemos leer: "todo niño tiene derecho a un nombre".

Afirmación tal vez demasiado evidente para parecer importante. Y, sin embargo, la literatura nos

demuestra, por ejemplo, a través de la historia de Perceval37, que tener un nombre no es algo

fácil. En efecto, al comienzo de la historia Perceval no sabe ni quién es, ni cómo se llama. Y, al

final de la búsqueda del Grial, la única cosa que habrá descubierto es, precisamente, su propio

nombre. Puede decir entonces de donde proviene, quién es, puede decir "yo". Pues el nombre

permite salir de la confusión, del anonimato; permite, al mismo tiempo, inscribirse en una

historia, darse un presente y, tal vez, dejar una huella en el futuro. Permite unir todo lo que,

misteriosamente, viene de uno mismo... para, en forma progresiva, reivindicarlo, volverse capaz

de imputárselo, y, por último, de firmarlo.

Los derechos del niño no tienen otro significado: son el testimonio del compromiso de los

adultos para que algún día cada niño pueda firmar su propia vida.

© 2002, éditions du Tricorne y © Association suisse des Amis du Dr. J. Korczak Publicado con permiso del autor.

37 Cf. Philippe Meirieu, Des enfants et des hommes, París, ESF éditeur, 1999, pp. 19 a 26.

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