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75 revista de la facultad de filosofía y letras E S T U D I O Violencia, fe y literatura mexicana: La Santa Muerte en el ideario cultural tardomoderno Ernesto Pablo Ávila Los asesinos inclementes que pueblan estas páginas son el rostro deforme de una sociedad temerosa que se tapa los ojos ante las muecas grotescas de las víctimas, al mismo tiempo que deja una abertura entre los dedos que permita ver al menos un poquito de sangre Norma Lazo La Santísima es obra de la historia de este país José Gil Olmos Sorprenderse, extrañarse es comenzar a comprender. José Ortega y Gasset Resumen Hablar de literatura policiaca o negra, de la narrativa “de los márgenes” que en México, da cuenta de la criminalidad y la violencia es, de algún modo, una suerte de “descenso” a los cimientos sociales, al alumbramiento de temas ur- banos y populares de subculturas y nuevas realidades que han florecido cir- cunscribiendo lo proscrito. En la posmodernidad escritores como Eduardo Antonio Parra, J.M. Servin, Víctor Ronquillo, Homero Aridjis o Rafael Ramírez Heredia han continuado rea- lizando una profunda exploración de la violencia y las creencias que rodean sus panoramas críticos, como el culto a la Santa Muerte, a través de la experiencia literaria como propuesta estética, y nada ortodoxa, que alumbra nuevos cami- nos de investigación a la crítica literaria contemporánea. Palabras clave: Literatura negra, nuevo realismo narrativo mexicano, novela de la barbarie mexicana, subculturas populares posmodernas. Abstract Speaking of Thriller or Hard Boiled, about the ‘outsider’s’ narrative, which in Mexico tells us about crime and violence, is somehow a kind of ‘descent’ into the social foundations, is the birth of urban and popular subcultures issues and new realities that have flourished circumscribing what have been banned. * Postulante a Maestro en Letras Mexicanas por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

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E S T U D I O

Violencia, fe y literatura mexicana: La Santa Muerte en el ideario cultural

tardomoderno

Ernesto Pablo Ávila∗

Los asesinos inclementes que pueblan estas páginas son el rostro deforme de una sociedad

temerosa que se tapa los ojos ante las muecas grotescas de las víctimas,

al mismo tiempo que deja una abertura entre los dedos

que permita ver al menos un poquito de sangreNorma Lazo

La Santísima es obra de la historia de este paísJosé Gil Olmos

Sorprenderse, extrañarsees comenzar a comprender.

José Ortega y Gasset

ResumenHablar de literatura policiaca o negra, de la narrativa “de los márgenes” que en México, da cuenta de la criminalidad y la violencia es, de algún modo, una suerte de “descenso” a los cimientos sociales, al alumbramiento de temas ur-banos y populares de subculturas y nuevas realidades que han florecido cir-cunscribiendo lo proscrito.

En la posmodernidad escritores como Eduardo Antonio Parra, J.M. Servin, Víctor Ronquillo, Homero Aridjis o Rafael Ramírez Heredia han continuado rea-lizando una profunda exploración de la violencia y las creencias que rodean sus panoramas críticos, como el culto a la Santa Muerte, a través de la experiencia literaria como propuesta estética, y nada ortodoxa, que alumbra nuevos cami-nos de investigación a la crítica literaria contemporánea.

Palabras clave: Literatura negra, nuevo realismo narrativo mexicano, novela de la barbarie mexicana, subculturas populares posmodernas.

AbstractSpeaking of Thriller or Hard Boiled, about the ‘outsider’s’ narrative, which in Mexico tells us about crime and violence, is somehow a kind of ‘descent’ into the social foundations, is the birth of urban and popular subcultures issues and new realities that have flourished circumscribing what have been banned.

* Postulante a Maestro en Letras Mexicanas por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.

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In postmodern age, writers such as Eduardo Antonio Parra, J. M. Servín, Víctor Ronquillo, Homero Aridjis, and Rafael Ramírez Heredia have made a profound exploration of violence and beliefs surrounding their critical views, as the cult of Santa Muerte, through literary experience as an aesthetic proposal, any or-thodox, which opens new ways for contemporary literary criticism’s research.

Key words: Hard boiled, New realism in the mexican literature, Popular sub-cultures like mexican posmodernism topics.

1. Otra literatura del lado moridorSabemos que la literatura ha sido un ejemplo de emanación ideológica y cultu-ral donde se han vertido a través del tiempo claves estéticas que han simboliza-do o aludido, como objetos de reflexión crítica, una construcción imaginaria y necesaria para el entendimiento de la realidad y la conformación social; tam-bién, que dichas claves de interpretación han orientado varios de sus esfuerzos hacia el registro del ejercicio de la violencia como manifestación cultural reso-lutiva entre los seres humanos. Por ello, “es la propia violencia social la que mejor revela los misterios de la sociedad”, ha explicado Roger Bartra (1996).

Hoy en día, en la llamada posmodernidad y desde la que pudiera conside-rarse una de las vertientes más heterodoxas de la literatura mexicana, “la lite-ratura de los márgenes”, como ejemplifican autores como Gabriel Trujillo (Baja California), Guillermo Munro (Sonora), David Martín del Campo (México, D.F.), José Amparan (Coahuila), Eduardo Antonio Parra (Nuevo León), Jesús Alvarado (Durango) o el desaparecido Rafael Ramírez Heredia (Tampico- D.F.) han gene-rado en los últimos lustros una literatura “versátil”, intrínsecamente experimen-tal, “maleable”, lúdica, subversiva: una expresión cultural que con estrategias de acercamiento popular, es, sin duda, una manifestación estética descarnada que ha incluido como temática los últimos cambios, adaptaciones y accionar de una sociedad mexicana inmersa en una transformación violenta y efusiva. Esta expresión de la realidad conmueve por la eficacia y la estrategia narrativa con que atrapa al lector y lo lleva a la aprehensión de territorios críticos y ex-presiones sociales contemporáneas: tópicos entre los que sobresale la presencia de la criminalidad organizada contemporánea, tema de gran problematicidad en nuestro escenario nacional actual y que ha llevado a varios especialistas de diversas disciplinas sociales y humanísticas, como Edgardo Buscaglia (2011) o Juan Villoro (2011) a considerar a la sociedad mexicana, ante la anómala coti-dianidad de la violencia, una realidad “monotemática”.

La presencia de este tipo de narrativa y sus temáticas en el escenario cultu-ral mexicano no es fortuita, por otra parte, en el contexto de la literatura escri-ta en América Latina. En los últimos lustros, se ha registrado en países como Cuba, Colombia o Brasil, por mencionar algunos casos, un incremento de obras donde la violencia y los escenarios proscritos son el leitmotiv de su narración. Algunos teóricos, en este sentido y de manera aún más inquietante y revelado-ra, han dilucidado que en el caso de algunas sociedades de América Latina y sus complejas condiciones culturales es la violencia la condición que hace fun-cionar como una sólida estructura a Estados y culturas subdesarrolladas ente-ras y donde se han fundamentado, incluso, nociones enteras de país. Novelas como Abril rojo (2006) de Santiago Roncagliolo, Vientos de cuaresma (2001) de Eduardo Padura, La bestia desatada (2007) de Guillermo Cardona, por mencio-nar algunas obras narrativas, han dado cuenta de ello. En efecto, según María

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Guadalupe Pacheco Gutiérrez (2008) “en América latina, en particular, puede hablarse del ejercicio de la violencia socializante”; por otra parte, para el autor chileno Ariel Dorfman también ha sido claro que:

decir que la violencia es el problema fundamental de América y del mundo es sólo constatar un hecho (…) la violencia ha creado una cosmovisión que no se encuen-tra en ningún otro lugar (…) La violencia ha sido siempre importante en nuestra literatura (…)Imaginar la muerte y evitarla, imaginar la muerte para evitarla, eso es lo primordial (…) Sobrevivir. La violencia es el modo habitual de defenserse, el método que está más a mano, el más fácil, a veces el único, para que a uno no lo maten (…) En América la violencia es la prueba de que yo existo. Mato, luego exis-to. (1972, p. 35)

En este sentido, en una parte de la literatura latinoamericana actual se ob-serva de este modo una línea de lectura, una veta escritural donde la relación literatura-realidad hace referencia no sólo a problemáticas sociales que pade-cen los estratos populares de mayor carencia, sino han subrayado que la mise-ria y la violencia han forjado alianzas y estrategias inesperadas con formas de fe que se emplean, ante todo, como estrategias de supervivencia. A lo largo y ancho del continente, creencias paganas como el palo mayombé, el vudú, la san-tería, el satanismo o variantes heterodoxas de cristianismo se han mezclado, o mejor dicho se han vuelto a mezclar con el cristianismo, las creencias ortodoxas o típicas de Latinoamérica; varias obras literarias han dado testimonio de estos sucesos: La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo; Satanás (2003) de Mario Mendoza o Ciudad de Dios (2003) de Paulo Lins. Estos tipos de culto hí-bridos se han reconfigurado y sumado a la alta marea que representa el crimen “global”, fenómeno presente de manera extrema y conglomerada desde hace ya varios años en varios textos de ficción como El cobrador (1979), de Rubem Fonseca. En todas estas novelas latinoamericanas contemporáneas lo literario y lo social se han enlazado para hablar de la violencia y de la problemática so-cioeconómica que impacta culturalmente a América Latina.

Respecto a este tema, en México, junto a la mencionada camada de autores que comenzaron a intensificar su labor literaria después de los años 60, otras nuevas generaciones de creadores comenzaron su quehacer literario siguiendo de cerca la obra de Paco Ignacio Taibo II o la importante labor de Rafael Ramí-rez Heredia: ambos representaron dos autores que durante los años setentas y ochentas vertieron en su literatura los temas políticos y sociales hasta sus últi-mas consecuencias. Influenciados pero a la vez retroalimentando con su pro-puesta literaria a sus predecesores, estos nuevos talentos que comenzaron de lleno su labor narrativa hacia los años 90, a través de un estilo de raigambre realista1, han llegado a retomar la estafeta de una ya madura tradición literaria mexicana de “los márgenes”, en la época contemporánea. Han continuado alu-diendo, convocando a una cultura mexicana desde sus sombras chinescas y sus “sótanos” menos aseados. Entre ellos cabe mencionar los casos destacados de Guillermo Fadanelli (Lodo, 2002); Eduardo Antonio Parra (Nostalgia de la som-bra, 2002); J. M. Servín (Cuartos para gente sola; 1994); Gabriel Trujillo (Mexicali City blues,2006); Guillermo Arriaga (El búfalo de la noche, 1999); Élmer Mendoza (Un asesino solitario, 1994); Juan Hernández Luna (Cadáver de ciudad, 2006); En-

1 Este realismo, como poética, es común a muchas expresiones literarias de la posmodernidad donde converge un fuerte sentido indagatorio, dialéctico y una marcada re-exploración de lugares comunes y populares de la cultura nacional que la modernidad nacionalista, unificadora y folclórica, se determinó a generar en el siglo xx.

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rique Serna (El miedo a los animales, 1994) o Bernardo Fernández (Tiempo de ala-cranes, 2005). Dichos autores que bien podrían considerarse “heterodoxos” para el centralismo cultural mexicano lo serían igualmente de existir algún tipo de ortodoxia al interior de la literatura que trata los paisajes rotos de la violencia o la degeneración social. Si en México la literatura policiaca y de los márgenes ha implicado una confusión consciente y aleatoria de relaciones con la litera-tura política, ello obedece a que ante todo estas narrativas son géneros malea-bles que más allá de enunciar un canon, una preceptiva o una noción modélica sobre la forma de representar las temáticas “subterráneas” en México, como subraya Rodríguez Lozano (2005, p. 154) “los autores arman variantes que for-talecen la percepción de los posibles lectores frente a una narrativa conscien-temente subversiva”.

Las principales objeciones de la crítica “seria” a esta clase de “infraliteratu-ra” fueron adjudicadas debido a considerarlas de consumo popular y de baja calidad: su desdén elitista no dudó en tildarlos como “subgéneros” de mal gus-to y/o de preferencia de masas, juicio no sólo aplicado en México a la literatura policiaca sino también a la literatura de ciencia ficción. Así, varios autores que retomaron el género policiaco o la narrativa de escenarios marginales han sido orillados, ideológicamente, a los linderos del canon mexicano recibiendo por parte del eje rector y sus políticas culturales vigentes, un “tratamiento” y des-tino parecidos al de las temáticas que han abordado.La llegada del nuevo siglo y el simulacro de un cambio político y social en Mé-xico encontraron el quehacer literario de algunos autores como Rafael Ramírez Heredia, Víctor Ronquillo o Eduardo Antonio Parra, vigoroso: habían compa-ginado el oficio de narradores con la labor periodística, hecho que les permitió emplear un estilo analítico, abierto a la experimentación formal y al desarrollo literario de temáticas actuales; la labor de estos autores había registrado carac-terísticas literarias novedosas, producto también del ejercicio constante de una narrativa de raigambre social así como del aporte de propuestas estéticas pro-pias de la posmodernidad. Con este nuevo “arsenal” de técnicas y estilos narra-tivos se aproximaron, como en su momento lo harían Ricardo Garibay o Luis Spota, a las cuestiones sociopolíticas más apremiantes de la época contempo-ránea en México: el derrocado presidencialismo, la pobreza urbana, la corrup-ción, la falaz vida democrática, la carestía, fueron temáticas retomadas de una manera impostergable en esta literatura del siglo xxi. Estos autores considera-ron en su obra literaria que el modelo neoliberal aplicado en México en épocas panistas, así como la “conjugación maquiavélica” que esta teoría económica ha-bía trabado con el crimen organizado y su violencia criminal y social volvió a emparentar dicha narrativa con la profunda exploración y simbolización estéti-ca que del popular escenario nacional realizaron, anteriormente, autores como José Revueltas en el siglo xx, considerándolo un “lado moridor” de nuestra idiosincrasia: una amarga alegoría de la sociedad mexicana como prisión, como trampa punitiva y kafkiana, una condena, un apando ante el agotamiento de una fingida vida democrática y la cerrazón con que la muerte y el crimen generali-zado cercaron la realidad. Iniciado el nuevo mileno y ante estas circunstancias sociales, la literatura de estos autores experimentó un enriquecimiento formal y un marcado matiz temático que los llevó a aplicar una renovación inventiva de las técnicas literarias hasta entonces empleadas para narrar el infierno y los nuevos umbrales de dolor y crimen que la sociedad mexicana iba presentando.

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Ello le permitió a todos estos autores describir un tipo de violencia impo-nente, incontestable pero también temáticas que requirieron un estilo que fuera coherente y simbolizara un México sin expectativas, viciado, violento, cínico, in-conformidades sociales en fin que habían ido estableciendo complicidades con la pulverizada idiosincrasia nacional producto de la modernidad, así como de sus fabulaciones históricas. En el caso mexicano concretamente la literatura ne-gra (y sus afines literarios) han proseguido con su labor de interpretar la rea-lidad mexicana hasta nuestros días; pero su acercamiento estético no es más el cultivo de cierta clase de estereotipos y reduccionismos aplicados anterior-mente con “éxito” por una parte de su intelectualidad a la compleja idiosin-crasia mexicana. Si durante el siglo xx las letras mexicanas (a través de autores como Reyes, Ramos, Vasconcelos, Caso, Yáñez, Benítez, Zea, Paz, Fuentes, Paz o Monsiváis, entre otros) intentaron encontrar un “significado” último en sus cavilaciones sobre lo mexicano a través del rastreo de lo “típico”, lo “tradicio-nal”, lo “exótico” o lo “consensuado”, ahora, una parte de la literatura contem-poránea en México se ha inclinado a registrar aquellas temáticas consideradas anteriormente “extravagantes”, kitsch, de mal gusto, de baja ralea y siniestras como propuestas para integrar fragmentos culturales que han faltado a un dis-curso intelectual y oficialista, que más que definitorio, se ha ido tornando a lo largo del tiempo como reflexiones anacrónicas, retóricas y demagógicas. Esto ha llevado a algunos autores como Roger Bartra a subrayar los desaciertos in-telectuales que la discusión moderna sobre lo mexicano llevó a deducir, pues se tratan −según el autor de El salvaje en el espejo (1992) − de “poco más que un conjunto de harapos procedentes del deshuesadero del siglo xx, mal cosidos por intelectuales de la primera mitad del siglo”. (1996, p. 26)

Por otra parte, a nuestra consideración nos parece generalizador e inade-cuado hablar propia y categóricamente de una literatura negra o de los már-genes con características particularmente “posmodernas”, que críticos como Eduardo Padura Fuentes en Modernidad, posmodernidad: la novela policial en Ibe-roamérica (1999), subrayan. Ello, sin embargo, no imposibilita presenciar com-portamientos, sesgos temáticos, tratamientos, continuación y cierta elección de temas que siguen caracterizando a este tipo de narrativa todavía en la era tar-domoderna. Por ello, a través de técnicas narrativas de la vanguardia, el siglo xx o algunas actuales aplicadas por las literaturas posmodernas Ramírez He-redia, Ronquillo, Parra o Arídjis parecen haber ensayado no sólo con las posi-bilidades narrativas más eficaces para describir los “márgenes” sociales sino también experimentaron con los alcances propios de su estilo para contarnos el drama de un México en franca descomposición o recomposición, según se vea: hacer el relato de un país que estaba mostrando el más inverso, auténtico y descarnado de todos sus rostros.

2. La Santa Muerte: tema literario de un México “negro”En este sentido, la literatura nacional registró, a partir del año 2005, la apari-ción de obras estrujantes, como el caso de Homero Aridjis y su obra La Santa Muerte. Tres relatos de idolatría pagana. La presencia de esta obra dio “formali-dad”, en el escenario de las letras nacionales, a un fenómeno cultural que du-rante el transcurso del siglo xx se había situado como una presencia latente, un culto embrionario dentro de la cultura popular mexicana. Hacia la mitad de la década de los años noventa y producto de las crisis económicas de aquellos años, La Santa Muerte comenzó a encontrar nichos de adoración social en lo

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lumpen así como una mayor permisividad cultural, pública y mediática (y has-ta sensacionalista); ello le permitió el ingreso y el paulatino reconocimiento de la sociedad mexicana, en su conjunto. Este rasgo, el del amarillismo, con que la mayoría de los medios masivos de comunicación trató el descubrimiento públi-co de esta religiosidad, causó estupor social cuando se generalizó en los mass media nacionales, la relación entre el crimen organizado y la figura de La Santa Muerte. El “descubrimiento” masivo de esta religiosidad ha quedado enlaza-do así, desde sus inicios, con la eclosión de una criminalidad, en México, me-jor organizada, más violenta y de mayor penetración y daño en el tejido social.

De esta manera el ambiente literario mexicano ha atestiguado, reciente-mente, la aparición de obras que ilustran estas “nuevas” temáticas de carácter marginal y proscrito. Si actualmente para los medios masivos de comunicación mexicanos el luto es casi un espectáculo, son otras las motivaciones temáticas que, en general, han llevado a la literatura a presentar una “antropología de lo siniestro” y a retomar los más excéntricos tópicos de los últimos tiempos como manifestación de vida y prolongación de aquella “imaginería popular” sobre el destino mexicano trágico, afrontado con nihilismo y socarronería, que llevó a lugares comunes como aquel axioma de que el mexicano se ríe de la muer-te y que las élites culturales posrevolucionarias (literatos y pintores) “descu-brieron” y pusieron en marcha según Elsa Malvido (1996, p. 101) “dándole a la muerte un poder ideológico que los mexicanos nunca imaginaron” y sin pre-ver las repercusiones de todo aquello que habían puesto a funcionar. Retoma-dos muchos de estos tópicos del culposo amarillismo mediático y de la plana roja mexicana, son ejemplos literarios que continúan remarcando la intrínseca relación entre lo delincuencial y las creencias esotéricas, temáticas que por otra parte tienen también una importante y rica historia, completamente rastreable cuando menos en Occidente.2 Junto a la siniestra obra de Aridjis debemos men-cionar las novelas Ruda de corazón. El blues de la mataviejitas (2006), de Víctor Ronquillo; Parábolas del silencio (2006), del autor regiomontano Eduardo Anto-nio Parra, libro de cuentos de temáticas violentas; y también sobre algunos te-mas esotéricos, especialmente, “Plegarias silenciosas”, y, especialmente, con La esquina de los ojos rojos (2006), última novela publicada en vida de un autor que por su larga labor literaria ya resulta emblemático para el género negro mexi-cano, Rafael Ramírez Heredia; así, quedó más ilustrado, para nuestras letras, que la histórica y característica oligofrenia religiosa de México había tomado un nuevo cariz. Estos autores mostraron a través de un tópico en boga relatos en que se subrayaba decisivamente la relación del crimen con un deísmo pos-moderno, reivindicador social pietista y presencia metafísica de un México ex-tremo y necrófilo: el culto a La Santa Muerte.

2 Lo esotérico y su proscripción poseen, particularmente, una historia propia, inscrita y velada, en Occidente. Espe-cialmente, durante el siglo xix, esta presencia desarrolló una evidencia conspicua, pero incluso su presencia cultural es posible rastrearse, literariamente, hasta el Renacimiento, particularmente, cuando se inició el contacto cultural con los nuevos territorio humanos en Asia y América, como ha quedado referido en obras como La tempestad de Shakespeare, donde ya se presentan, simbolizados, los inicios de una división ideológica occidental entre lo Bárbaro y lo Civilizado, entre la Razón y lo inconsciente. En la modernidad, desde las postrimerías decimonónicas, la presencia, desarrollo y aparición de cultos “auxiliares”, sincréticos o el revival de los propios cultos antiguos europeos, han eclosionado e influido de manera determinante a Occidente y, a la vez, a su extremo occidente, América, donde dichas creencias se refieren, también, a problemáticas históricas y culturales como se da cuenta en obras latinoamericanas como El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias o El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. También cabe mencionar el caso de el Espiritismo o la Teosofía en el siglo xix, dos de los ejemplos finiseculares que mayor impacto cultural alcanzaron al ser asimilados o sintetizados por un Occidente que atra-vesaba un periodo ecuménico, abierto a un entrecruce cultural vasto con la cultura oriental, americana o con su propio pasado cultural europeo. En este sentido, en México, parte de la obra de Amado Nervo o Efrén Rebolledo dan cuenta de este fértil entrecruce del esoterismo y la literatura fin-de-siecle.

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La inserción de esta temática en las letras mexicanas además de encontrar-se aderezada con un denotado amarillismo y la evidente búsqueda de un su-ceso editorial, no es por otra parte una novedad absoluta en nuestra literatura o para sus escenarios culturales: Oscar Lewis, el antropólogo norteamericano, hacia 1961 con su obra Los hijos de Sánchez, fue el primero en aclimatar este y otros tópicos igualmente polémicos en el horizonte cultural mexicano y don-de por primera vez la literatura dio cuenta de dicho tótem y religiosidad como temas. Cabe señalar que también a mediados del siglo xx muchos especialistas han coincidido en ubicar la reconfiguración religiosa y contemporánea de la Muerte como figura de un santoral heteróclito y proscrito pero igualmente vi-gente en el imaginario popular durante décadas; en los últimos tiempos ante la crisis de violencia y narcotráfico, La Santa Muerte ha adquirido gran relevan-cia hasta convertirse también en un diametral subterfugio anímico de trabajo, salud y seguridad para millones de mexicanos que perviven en los límites de lo ilegal como damnificados de una patria sin futuro.3

Sin embargo, mencionar este ejemplo literario de Lewis, en particular, es aproximarnos a un tipo de literatura-ensayo que ha sido “solidaria” con la mi-seria del subdesarrollo y que nos ha recetado por décadas completas la socio-logía del oprimido desarrollada precozmente también por autores mexicanos, como Carlos Fuentes o Fernando Benítez; dicha literatura ilustra a la perfección la definición de Fredrick Jameson (2006, p.11) sobre “la estética de la tragedia o esa metafísica del fracaso que dominó la novela naturalista y que todavía si-gue gobernando en gran medida nuestro imaginario de la pobreza y el subde-sarrollo”. Si bien en la obra de Lewis subyace una argumentación sobre una “cultura de la pobreza” en México y una suerte de “reivindicación” de las cla-ses populares, son otros los objetivos específicos (y más objetivos, por supues-to) los que han orientado a la ficción literaria mexicana actual en busca de todo cuanto implique el culto a La Santa Muerte, así como del registro de aquellos escenarios donde es ejercida principalmente su creencia. La literatura mexica-na, en general, ha buscado la representación estética y el acercamiento a este ideal que salvaguarda una sociedad perturbada por la amenaza atmosférica de la violencia y que ha emparentado su inusitado éxito con el repunte histórico del crimen organizado doméstico y, también, con las constantes debacles eco-nómicas, específicamente la que México resintió hacia 1995.4

Desde un plano general, la propuesta narrativa de Homero Aridjis es la que menos convence con referencia al tratamiento maniqueo que denota en su labor literaria: haber recogido, dicha temática desde una postura francamente unilateral. Otro es el caso de Víctor Ronquillo y su novela Ruda de corazón. El blues de la mataviejitas (2006), Eduardo Antonio Parra y su relato “Plegarias si-lenciosas”, parte de la obra Parábolas del silencio (2006); de igual modo, y de una manera más extensa, la novela de Ramírez Heredia, La esquina de los ojos rojos

3 Para José Gil Olmos en La Santa Muerte. La virgen de los olvidados esta creencia experimento al inicio de los años 60 la “última fase de su historia secular, antes de convertirse en el culto popular más importante que ha tenido México en los últimos años”. (p. 62)

4 Coincido plenamente con José Gil Olmos en su obra La Santa Muerte. La virgen de los olvidados: la profunda y dolorosa crisis económica de 1995 (el llamado Efecto Tequila o Error de Diciembre) representó no sólo el inicio de una catástrofe criminal creciente en la que secuestradores como el conocido “Mochaorejas”, y más reciente-mente, multihomicidas como “La Mataviejitas”, le otorgaron otro cariz al desbarrancadero social mexicano de la historia más reciente; esta crisis económica dispuso el escenario perfecto para que la devoción a “La Niña Blanca” se incrementara diametralmente a todos los estratos de la sociedad y ya no exclusivamente en los bajos fondos urbanos. Ha alcanzado en años recientes, especialmente al estrato social más lastimado durante dicha catástrofe económica: la clase media, el estrato social “que redujo su poder adquisitivo en 200 por ciento (y que) algunos analistas aseguran que a partir de entonces inició el fin de esa clase social”, explica Gil Olmos. (p. 92)

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(2006). Ambas obras representan dos acercamientos estéticos que sin expectati-vas escandalizadoras, moralizantes o reivindicadoras han registrado una reali-dad ínfima a través de un tratamiento más minucioso, objetivo y profundo de este tema. De cualquier modo, la presencia de todas estas obras ha generado propuestas literarias casi por lo regular desatendidas por la crítica especializa-da que, sin embargo, representan una interesante sinergia estética entre pro-puesta formal y novedad editorial como producto cultural, que teóricos como Alfredo De Paz (1979, p. 155) ya habían prevenido y enunciado al referirse a “las nuevas temáticas y los medios de expresión resultantes de ello”. Estas ma-nifestaciones literarias han aparecido también en el contexto de un panorama cultural mexicano que ya no sólo de manera ficticia sino vivencial ha registra-do bajo el “talón de hierro” del crimen, un proceso escritural afectado, donde recientemente ha prevalecido el miedo, la incertidumbre, el hartazgo y el repu-dio hacia la violencia de la manera en que ésta haga acto de presencia; inclu-so, algunos autores mexicanos como Javier Sicilia (2011, p. 10) han manifestado que ante el “costumbrismo” del infierno: “Ya no hay más que decir/ el mundo ya no es digno de la Palabra”.

Deidad recuperada por el imaginario popular y con ecos que se remontan al pasado prehispánico, La Santa Muerte como se ha mencionado, ha sido in-corporada a la cultura mexicana no sólo desde lo popular sino también desde la relación simbólica que su credo ha establecido con varios casos “célebres” de delincuencia y sensacionalismo mediático que, especialmente desde la dé-cada de los años noventas del siglo pasado, la ha transformado en un culto efervescente que según González Rodríguez (2009, p.163) “encierra la parte esotérica de las conductas criminales. Violencia y dolo. Pactos de sangre y ley de silencio entre los adeptos. La promesa de riqueza ilímite y veloz, el poder inconmensurable, aunque sea fugaz: la muerte sentido y meta de nuestra exis-tencia terrenal”.

Por ello, no es fortuito que las primeras manifestaciones literarias sobre esta presencia metafísica tome en cierta medida sus explicaciones, sus deter-minaciones parciales y sus “juicios” literarios, precisamente, de esa relación Santa Muerte-criminalidad, del amarillismo de su imagen escalofriante, de la especulación de su credo en la nota roja, del morbo colectivo y, en parte, de la negación social. Exaltando los prejuicios mencionados y sin preocuparse demasiado por penetrar en una dimensión más profunda o distinta del culto, aquella que transmite esperanza y tranquilidad metafísica a los desposeídos, a obreros, prostitutas y gente en situación de riesgo, en el relato que da título a la obra de Aridjis (2005) se lee: “La Santa Muerte era un personaje envuelto en ropajes blancos, rojos y negros, representando sus tres atributos: el poder vio-lento, la agresión artera y el asesinato cruel”. (p. 127)

En la propuesta literaria de Aridjis, La Santa Muerte es considerada una deidad terrible y con resonancias precolombinas; por lo tanto los criminales deben “apaciguarla con un sacrificio humano” (p. 129). Los hampones, políticos corruptos, líderes de algún cártel o sicarios descritos por Aridjis de la manera más acartonada y desde los encuadres más comunes, buscan la protección de la Señora de las Sombras para que, como a Daniel Arizmendi o Juana Barraza Samperio “La mataviejitas”, les sea concedido el favor de la impunidad. Pidien-do maldiciones, salaciones, tortura, dominación y enfermedad a los enemigos, los personajes de Aridjis habitan un mundo donde la fortuna, como la vida, es cambiante y voluble; el castigo y la ayuda son por consecuencia, igualmen-

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te posibles. Con elementos del thriller norteamericano y deudas (las menos) al género policiaco, la obra de Aridjis no alcanza, por su brevedad, por su inefi-cacia tendenciosa, parcial, así como por su acercamiento discursivo imposta-do, a explicarnos, más allá del morbo criminal y esotérico, cómo se desarrolla y ejerce este culto a varios niveles, y cuáles son otras de las causas que expli-can su impresionante desarrollo en una sociedad mexicana, tradicionalmente devota y fervorosa. Para Aridjis, este símbolo no es sino un accidente social, un “fenómeno” cultural y modal muy determinado a la “narcocultura”; su obra se presenta carente de una contextualización y argumentación verosímil para entender esta nueva religiosidad dentro del panorama histórico de México y desde los bajos fondos urbanos, el porqué de su empatía con núcleos sociales más vastos que le rinden devoción y que no necesariamente participan de acti-vidades ilícitas. Su deslucido relato parece, al cabo, una propuesta literaria que sólo intentó provocar efecto y éxito comercial a través del escándalo y el ruido.

Un año después, Eduardo Antonio Parra, consigue en 2006, un acercamien-to menos acartonado y estereotipado que el intento de Aridjis en la búsqueda de aprehensión literaria sobre este tópico cultural y actual. En el cuento “Ple-garias silenciosas”, que forma parte de Parábolas del silencio (2006), Parra nos hace penetrar, una noche, en el cuartucho y en la vida de dos seres marginados: de Tadeo, joven ratero y traficante de mariguana recientemente molido a gol-pes por unos policías judiciales, y de Milagros, su madre ciega. Entre los dos, han convertido en una heterodoxa y heteróclita capilla a la pequeña vivienda, donde encontramos altares y veladoras dedicadas indistintamente a La Santa Muerte, a Jesús Malverde, a San Judas Tadeo y al Niño Fidencio:

¡Al amanecer, Tadeo pregunta a su madre por qué le puso velas nuevas sólo a dos de los santos, la Santa Muerte y Malverde. La muerte, oronda de su poder, apol-tronada sobre el mundo como si lo empollara, mostraba a Tadeo su doble hilera de dientes. Malverde parecía sonreír bajo el fino bigote y en sus pupilas relampaguea-ba de cuando en cuando el reflejo de las llamas. (p. 163)

La respuesta que obtiene Tadeo de su madre, cuando llega el nuevo día, pa-rece implicar una nueva valoración “práctica” y desfachatada y sobre el papel de estos dos nuevos referentes religiosos tardomodernos: “Porque a los otros no tengo nada que agradecerles” (p. 163). Al poco rato, Tadeo se entera de que los dos judiciales (a quienes éste había robado droga decomisada) y ya lo ha-bían torturado varias veces y perseguían, habían sido encontrados ejecutados, a la orilla de un río cercano. Sus “santos” le habían concedido, a él y a su ma-dre, sacarlos de su camino. Cuento que ilustra la profunda modificación del te-jido social, nos muestra de manera pormenorizada cómo se ha llevado a cabo la reconfiguración de la identidad religiosa latinoamericana donde el “tabula-dor” aspiracional se haya trastocado y orientado hacia una espiritualidad “fun-cional”; la sociedad mexicana, en concreto, desde sus nichos domésticos viene registrando una defensa absoluta y a ultranza del deísmo y del principio New Age del “hágalo usted mismo”. Por ello, para Castells, la Santa Muerte es, en concreto, la deidad:

no sólo los delincuentes, policías, soldados, pandilleros, vagabundos, drogadictos y alcohólicos que caminan sobre la tenue línea de la vida son los que se acercan a pedirle que los proteja, sino que se trata de esta amplia capa social de mexicanos ol-vidados, marginados y afectados por las crisis que se han desatado desde 1995(…) La mayor parte de los que se le acercan a rezar van en busca de la seguridad y el

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bienestar que la clase política les ha negado; piden salud que no tienen porque no pueden acceder al sistema de seguridad social y médica pública y menos al priva-do; solicitan el salario que se ha reducido en más de la mitad en los últimos años; suplican el empleo que se ha caído durante los últimos gobiernos; ruegan la segu-ridad para ellos y su familia ante un ambiente de asaltos, ejecuciones, secuestros, extorsiones, corrupción e impunidad que permea todo el sistema de procuración de justicia. En síntesis ante “la Madrina, sus “ahijados” invocan una vida mejor. (2008, p. 134) En este microuniverso doloso, marginal y religioso, las entrecruzadas creen-

cias de los fieles conviven simbióticamente y sin contradicciones. Ejemplo de un deísmo reivindicador y extremo en la literatura mexicana de los márgenes, el esoterismo de Tadeo y su madre forma una dialéctica entre lo pragmático y lo espiritual: una dialéctica por la supervivencia donde lo absoluto adquiere la forma de lo más terrenal y necesario. Una atmósfera verosímil y, por momen-tos, delirante es la que Parra nos propone para describir una realidad donde las creencias y lo esotérico no son meras ambientaciones de la narración sino que son parte integrante de la vida extrema de sus practicantes que por la fuerza de la invocación, se tornan en presencias, en “personajes omniscientes” de este mundo cercado por la fatalidad y el desamparo.

También parte de un género narrativo que críticos renombrados como Christopher Domínguez Michael (2007, p. 389) han considerado no es “ni lim-pio ni sucio es, a su manera, literatura pura”, Víctor Ronquillo, también en 2006, presentó Ruda de corazón. El blues de la mataviejitas, texto híbrido que mantiene relaciones abiertas con la novela negra y la crónica de plana roja mexicana; en su obra se lee acerca del contacto y la permeabilidad que este subterfugio esoté-rico, La Santa Muerte, ha encontrado en la idiosincrasia mexicana y en amplios sectores populares de México como consecuencia del incremento delincuencial y las situaciones socioeconómicas desfavorables. Su narración que por momen-tos retoma la dificultosa pero bien lograda construcción de la segunda persona, tiene como objetivo axial el recuento “testimonial” y ficcional de la tristemente célebre “Mataviejitas”, Juana Barraza Samperio:

Por ese temor de morir de forma prematura y dejar a Cristina sola y a Samuel con sus desgracias, fue por lo que hiciste un pacto con la santita blanca, la Santa Muer-te, milagrera de la calle y los bajos fondos. A la santita la conociste por Julián, el padre de tu niña, aunque ya mucho antes habías oído hablar de ella. La bruja del mercado de Sonora te habló de sus milagros, era especialista en pobres y en aque-llos que la sabían cerca de sí, muy cerca, quienes habían probado ya su amarga miel de dolor y ausencia. (p. 73)

Víctor Ronquillo hubo de presentar en esta narración un caso emblemático de la violencia urbana, género que el mercado editorial eurocentrista, por otra parte, no ha tardado en definir en los últimos tiempos como una nouvelle bar-barie mexicaine. Su relato está basado en uno de los hechos criminales más es-trujantes y populares de la Ciudad de México: el de una asesina serial que se disfraza de enfermera para matar sin clemencia a ancianas de la tercera edad. La obra de Ronquillo es una mezcla de novela y reportaje que tiene como pul-sión central la recreación literaria de un caso extremo y sus repercusiones so-ciales; ello le sirve al autor como sismógrafo de una realidad decaída y crítica. Ronquillo presenta un retrato verosímil de esta sociópata, apegado a las con-diciones que llevaron a la protagonista a actuar de esa manera tan atroz. Per-sonaje clandestino, único asesino serial femenino que se recuerde en México,

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es también reconstruida literariamente desde su perspectiva más vulnerable: madre soltera, enfermera, empleada doméstica y semiprofesional del pancracio que, en funciones de poca relevancia, sólo la presentan en colonias populares. La “mataviejitas”, al igual que sus víctimas, los ancianos, se remueven en una existencia marginal y socialmente desatendida. A lo largo de su vida, victimas y victimaria, padecen la injusticia y la marginación de una sociedad distante, donde el más mínimo resabio de humanidad ha quedado olvidado. Sólo en la lucha libre, Juana Barraza se siente emancipada y la empresaria de sus propios talentos, protegida indistintamente desde su altar doméstico, por su fe en La Santa Muerte. Cuando Juana Barraza se convierte en “La Dama del silencio”, piensa que es capaz de sobresalir de este mundo de senilidad, muerte y caren-cias económicas. Su lucha auténtica no es en la arena: es por el desagravio, por el hambre de husmear, asechar, poner las trampas, atacar a sus presas y, una vez terminado su “trabajo”, depositar, simbólicamente, los despojos de las an-cianas en los brazos descarnados de “la Señora de las sombras”.

Por último, mencionaremos el caso de la última novela escrita en vida de Rafael Ramírez Heredia: La esquina de los ojos rojos (2006); en esta novela el cul-to a La Santa Muerte adquiere una visión diferente y, por primera vez puede decirse es la temática axial en un relato de largo aliento. Tepito: un Barrio in-cómodo, negro, de altísimo riesgo, comerciante de segunda y de todo lo ilegal, narcótico, falluquero, hermético, insomne, merolico, bravero, fetichista, indo-lente, mitificador, ecocida, gandalla, homicida, picaresco, “sicaresco”, marginal, grafiteado, amenazador es el que nos entrega la última obra de Rafael Ramírez Heredia. Territorialidad negativa que desde los inicios del trazado de la Ciu-dad de México quedó fuera de los márgenes de lo “civilizatorio” y donde más de un intento de reforma urbana capitalina se ha desvanecido y desgastado en sus implacables calles; Tepito, en la novela, no es sólo la actualización modal de una cultura siempre considerada en el pozo más profundo de lo proscrito dentro del imaginario cultural mexicano: es el adentramiento literario y cul-tural a un mundo desquebrajado, deseablemente ignoto y negado por el statu quo que actualmente no sólo funciona al interior con sus propias reglas, len-guaje o cultos, sino que su presencia y peso se extiende diametralmente como una sangrante llaga de impunidad y crueldad zafia: marca tendencias moda-les y criminales, formas de vida proscritas y en varias direcciones y grados en la vida, como conjunto, del México tardomoderno. Así no es fortuito que este-mos hablando del arquetipo del Barrio por antonomasia en México. El llama-do “Barrio bravo” ha dejado de considerarse característico por ser el “modelo” del baratillo o el tianguis masivo contemporáneo o por forjar campeones del box mundial. Tepito es, ahora, el santuario nacional numero uno de “La Santa Nivea”, “La igualadora”, “La madrina”, santuario simbólico y “fortaleza” de la impunidad que gobierna el país:

e inician la búsqueda de mercancía robada, su tarea de decomisar artículos sin fac-tura o falsos, destruir la mercancía pirata (y) aprehender a los que venden la dro-ga(…) La gente del Barrio no presentaba un frente sólido, era la dispersión prendida en la velocidad de los movimientos, en la astucia para capotear marejadas terres-tres en la resolución del que sabe (…) el Barrio no es de agachados sino de netas valederas que se alebrestan a la menor provocación (…) que avanzan tirando gol-pes sin medir quién los recibe, y nosotros aullamos como chacales antes de masti-car los intestinos del cadáver. (2006,pp. 176, 177, 178)

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El profundo adentramiento que Ramírez Heredia consigue con su narra-ción polifónica y barroquista recrear con verosimilitud un barrio violento, co-bijado por la Santa Muerte; usando como estrategia literaria el slang vernáculo del barrio, la construcción literaria de narraciones en primera, segunda y ter-cera persona del plural y un nutrido reparto de personajes (amas de casa, jóve-nes sicarios, capos, policías corruptos, comerciantes, vagabundos,), la novela va construyendo diferentes niveles de entendimiento sobre la compleja exis-tencia y las entrecruzadas formas de fe que tienen lugar en esta dura zona del Valle de México, donde los criminales más codiciosos y sanguinarios son con-siderados “héroes” por haber muerto por “rifarse” por el barrio. La consigna que reza como una jaculatoria y ley no escrita es: “en este barrio nadie es na-die, sólo se está al amparo de lo que la Santa Muerte diga” (p. 67). Por ello su nombre queda inscrito en la cruz de caoba que preside el nicho dedicado en el barrio a La Santa Muerte:

Y en esa cruz magnífica están inscritos, en larga fila, gariogoleada, los apodos, nom-bres, apellidos, apelativos de personas alguna vez existentes. Todo el Barrio sabe que esa enorme lista es exclusiva. Va adquiriendo número con aquellos bienaven-turados que en las calles y vecindades han caído, sin importar las causas ni el ban-do por el cual murieron. Son aquellos que, sin distingo por el método usado: balas, drogas, cuchillo, metralleta, golpes o encontronazos, han detenido el fluir de su sangre. Importa sólo que el nombre del caído se apegue a las reglas de la cruz de caoba: grabarse después de una muerte violenta. No interesa su sexo, ni los moti-vos de la agresión. La condicionante única es que sea por perecimiento arrebatado, esa es la regla para que el nombre del cadáver esté inscrito en la larga fila de caí-dos. (2006, p. 131)

Los caracteres de Ramírez Heredia, desde lo más diverso, desde lo más verí-dico, piden, veneran o se tatúan en la piel la figura de la Santa Muerte para ob-tener la fuerza y el valor necesarios para arriesgar su más ínfima sustancia vital:

La que Fer Maracas se revisa contra el espejo, mira los dos tatuajes de la Santa Blan-ca, nuevos, bellos, punteados en cada uno de sus trazos, las figuras son exactas entre sí (…) Maracas mira unido a ese gesto de triunfo por saberse protegido doblemente; ¿quién es el gandalla que le puede quitar el gusto de saberse en los primeros planos junto a los jefes, y con la Señora Pálida como duplicado guardaespalda? Las imáge-nes de la Señora, pareadas en los omóplatos, son mucho más importantes que los chalecos del Piculey, las iras del Bufas Vil, las inquinas del Tacuas Salcedo. (p. 364)

La última novela publicada en vida de Rafael Ramírez Heredia en 2006, au-tor considerado clásico del policiaco mexicano, así lo ha demostrado. Emplean-do diversos recursos y estilos narrativos de la modernidad y la posmodernidad como la intertextualidad, el pastiche, la construcción activa de la segunda per-sona en su narrativa, la conjunción elaborada, imbricada y barroquista de figu-ras retóricas en su registro de la voz marginal, del argot barrial dan a su obra la consistencia necesaria para la recreación amplificada y simbólica de un in-fierno tardomoderno que capta todo el drama, todo el movimiento de pesadas sombras llamadas personajes que transitan, mueren, matan, aman, delinquen, oran, engañan, mienten, lloran, vengan, sobreviven en esta inmensa comarca de lo informal bajo la presencia metafísica de su “virgen” oscura y último res-guardo ante los embates de un mundo pernicioso que parece regirse por la añe-ja Ley del Talión: La Santa Muerte.

Cada personaje acude a esta religiosidad desde distintas ópticas, lo que permite conocer diferentes expectativas en diferentes tipos de caracteres. Cada

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personaje, imitando la forma en que, en la posmodernidad, muchos creyentes adoptan este tópico, expresan una de las formas más extremas de la fe contem-poránea, sin liturgia ni consenso, características que le han permitido su diame-tral éxito y su increíble adaptabilidad a la compleja sociedad mexicana actual: la muerte como providencia de los despreciados y que por nicho tiene todas las calles de una ciudad.

3. Conclusiones1. La Santa Muerte, en todas estas versiones literarias, juega un papel orde-

nador. Es referente de un mundo caído, decantado e invertido en su cri-sis de valores, como da cuenta La esquina de los ojos rojos, de una realidad cotidiana brutal; incluso desde la visión unilateral y mediante el estereo-tipo replicado en La Santa Muerte: tres relatos de idolatría pagana,la obra de Homero Aridjis, se nos presenta de igual modo un mundo como disto-pía criminal, como una lucha enrabiada y confusa donde los hombres practican lo que Dorfman (1972, p. 35) llama una “violencia horizontal e individual” y donde “presenciamos la guerra civil en el fárrago de la co-tidianidad”.

2. Espiritualidad bicéfala y de dos rostros, La Santa Muerte, por otra par-te, en la obra de Rafael Ramírez Heredia, Víctor Ronquillo y Eduardo Antonio Parra, sin alejarse demasiado de la realidad es, por un lado, la divinidad criminal donde recae el dolo, el resguardo de lo ilícito y la vio-lencia del crimen organizado; por el otro, se trata de un ideal generatriz de bienestar, amor, ley, paz, salud, estabilidad económica para otros mi-llones de mexicanos, ajenos y posibles víctimas de un circuito revanchista e inagotable en que se ha manifestado la criminalidad nacional. La San-ta Muerte se ha erigido como el sentido de una vida absurda y despeña-da que, en suma, no sólo representa en México la búsqueda de las más básicas y pragmáticas garantías humanas que el Estado no ha logrado proporcionar, sino se trata de un aliciente espiritual en la búsqueda del hombre contemporáneo por reencontrar su integridad, la síntesis total, en un mundo donde el consumismo voraz y la tecnolatría no han alcan-zado a colmar estos abismos trascendentales.5

3. Su presencia como uno de los cultos de mayor expansión e influencia, no sólo dentro de los círculos delincuenciales sino en los altos ámbitos polí-ticos y culturales de México así como en el núcleo familiar ha derivado en una forma de balancear los desequilibrios de un país con inmensos cla-roscuros y falta de introspección histórica. La muerte en México, según Jorge Volpi (2001, p. 11) también ha regresado a poner fin a ese tradicio-nal “afán paródico y carnavalesco (que) ayuda a despejar las pretensio-nes y los dogmas”, que en su “tradicional” concepción cultural moderna le había sido encasillada. Todo parece indicar que el mexicano del siglo xxi ha decidido reabrir un ciclo devocional con su destino, con su histo-ria, con sus imposturas modernizadoras, piensa Castells Ballarin:

5 Resulta un rasgo muy revelador de nuestra época la convivencia tan paradójica, heterogénea y mixta de creencias, re-elaboración de mitos y búsqueda de un sentido religioso y trascendental en sociedades que han abrazado desca-radamente, y a la par, el consumismo, el hedonismo y la inmediatez, como consigna materialista, y la depredación individualista y el “darwinismo” social más rampante como sentido moral; la era de las comunicaciones globales, de la máxima sofisticación electrónica y científica ha generado, ambiguamente, una intensa necesidad por ir en reencuentro con lo premoderno, con lo espiritual, en lo permisible o en lo proscrito, en lo ortodoxo o en lo híbrido, en las categorías religiosas del Bien o el Mal.

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la fe en La Santa Muerte es una apuesta que involucra una actividad constructo-ra de otra realidad social(…) Cada una de las peticiones a la Santa podría ser un indicador de lo que la ciudadanía valora y el Estado no garantiza. Si la muerte es anomía total, la Santa Muerte opera reorganizando la supervivencia. (2008, p. 17)

Frente a una de las hecatombes más críticas y violentas de su porvenir, parte de la sociedad mexicana está afrontándola con todo lo que le resta en el entrecruce de elementos culturales premodernos, “desmodernos” y ultramodernos.

4. Estamos en presencia de un sólido género literario (históricamente de-preciado como “subgénero”) que más que buscar inclinaciones contracul-turales y transgredir subraya vehementemente narrar desde un enfoque político y social que trascienda el localismo, pero sin dejar de registrar la existencia en particular, los periplos del desposeído para entender, para transformar y no exclusivamente para entretener o crear folclor.

5. La literatura de los márgenes ha recogido temáticas, en la era contemporá-nea, de una importancia e intensidad tal que están cambiando a un ritmo y celeridad pasmosos el rostro de la sociedad mexicana en su conjunto: son los rubros que han afrontado, mediante una narrativa por lo demás vero-símil, fidedigna, sin folclorismos compactos ni estereotipos a modo, sino desde el inmenso “deshuesadero” cultural contemporáneo, desde lo entre-cruzado y el extrañamiento, desde lo global y lo nacional, desde la orto-doxia y la heterodoxia, desde lo impuro y lo desregulado: desde la infinita condición de la existencia.

B I B L I O G R A F Í A

ARIDJIS, Homero (2003), La Santa Muerte: sexteto del amor, las mujeres, los perros y la

muerte, México: Alfaguara.

DORFMAN, Ariel (1972), Imaginación y violencia en América Latina, Barcelona: Anagrama.

LEWIS, Oscar (1961), Los hijos de Sánchez, México: Fondo de Cultura Económica.

PARRA, Eduardo Antonio (2006), Parábolas del silencio, México: Era.

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VOLPI, Jorge, (Ed.) (2001), Día de muertos. Antología del cuento mexicano, Barcelona:

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H E M E R O G R A F Í A

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