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VIVANT DENON. EL CABALLERO DEL LOUVRE

VIVANT DENON. EL CABALLERO DEL LOUVREforcolaediciones.com/assets/vivant-denon-fragmento.pdfFue un coleccionista encarnizado, capaz de guardar reliquias y fetiches –sí: huesos, OK_Sollers_Vivant.indd

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Philippe Sollers

VIVANT DENON.EL CABALLERO DEL LOUVRE

Traducción de Mauro Armiño

Prólogo de Blas Matamoro

Epílogo de Javier Jiménez

fórcola

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Periplos

Diseño de cubierta: Silvano Gozzer

Diseño de maqueta y corrección: Susana Pulido

Producción: Teresa Alba

Detalle de cubierta: Vista parcial de la tumba de Vivant Denon en el cementerio Père-Lachaise de París.

Título original: Le cavalier du Louvre. Vivant Denon

© Philippe Sollers, 1995© Les éditions Plon, 1995© De la traducción, Mauro Armiño, 2012© Del prólogo, Blas Matamoro, 2012© Fórcola Ediciones, 2012C/ Querol, 4 - 28033 Madridwww.forcolaediciones.com

Depósito legal: M-27046-2012ISBN: 978-84-15174-54-7Imprime: Elece Industria Gráfica, S. L.Encuadernación: Moen, S. L.Impreso en España, CEE. Printed in Spain

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DOS principales suelen ser los motivos que llevan a un novelista hacia la biografía. Uno es que el personaje tenga bastantes zonas oscuras, de modo que deje espacio a la imaginación verosímil. Otro, que se parezca bastante al propio novelista pero no en cuanto éste se conozca de antemano sino en tanto se vaya reco-nociendo a medida que va penetrando en la vida del otro. Ambas premisas se dan en el acercamiento de Sollers a Denon.

Este diplomático, tal vez agente de inteligencia, grabador, pintor, dibujante, museógrafo, saqueador de obras de arte y, úl-timo pero no menos, escritor, francés típico y atípico de su época –entre el Antiguo Régimen y la Restauración– tiene, en efecto, penumbras notables en su deriva por el tiempo. En contra de lo que suele ocurrir en Francia, país de una cultura mnemónica prolija y persistente, Denon apenas ha dejado unas cartas que no bastan para encuadernar una correspondencia, y no ha escrito memorias. Esto último, teniendo en cuenta que trató con Napo-león, resulta muy excepcional, ya que el Emperador suscitó tal cantidad de recuerdos fieles y apócrifos –suelen coincidir– que la excepción sería la desmemoria y Denon la personifica.

Hay en tales lagunas –perfumadas o malolientes, en todo caso: especulares– una sostenida vocación de secretismo. En efecto, Denon fue diplomático y masón, y se fascinó por la hie-rática cultura de los egipcios. En las pirámides halló un fúnebre fanatismo y en la Esfinge, una gracia ambigua. En ambas, la escritura jeroglífica que su compinche y colega Champollion intentaba descifrar. Nunca sabremos a ciencia cierta por qué lo expulsaron de varias ciudades: San Petersburgo, Venecia, Flo-rencia. Por qué, especialmente, lo interrogó la Inquisición vene-ciana, propia de una ciudad donde apenas hacía más que enseñar dibujo, aparte de gozar de su culto por la máscara y el disfraz,

PRÓLOGOEl arte oculto de la historia

Blas Matamoro

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otra forma de lo secreto. Venecia: un escondrijo carnavalesco. Sí, fue denunciado como agente revolucionario en pleno Terror y sí, se entrevistó con Robespierre en plena intimidad. Pero también lo hizo con Catalina de Rusia, con Voltaire, Diderot, Bonaparte y quien le pusieran por delante o, mejor, al costado.

Denon se le escapa a Sollers, por eso le encanta. De todos mo-dos, le ha encontrado un rasgo constante: es un hombre del siglo XVIII, un ilustrado, una criatura del Antiguo Régimen que trata de sobrevivir entre los nuevos predicadores revolucionarios, el militarismo mesiánico del Gran Corso y los apolillados restaura-dores borbónicos. Hasta su admiración por Cagliostro, el mágico y charlatanesco Cagliostro, es propia de un cortesano galante, capaz de entretener a un salón con sus pases de hechicería o ilu-sionismo. En cualquier caso, el alimento novelesco está servido y algo condimentado.

En sus informes diplomáticos, Denon hace gala de sus inte-reses y conocimientos sobre política internacional. Pero esto es el día a día de su empleo, no una visión de la historia que está viviendo, en sus peores momentos volcánica y, en los mejores, resbaladiza. Para Denon y para su álter ego Sollers, la historia es un arte oculto, hecho de un reverso donde hay enigmas eviden-tes. Cito: «¿La verdadera vida? Una sociedad secreta». Teniendo en cuenta que, visto con rapidez, Denon fue un artista plástico, cabría citar a los colegas que, desde el bisonte de Altamira hasta Hopper, pasando por Velázquez, supieron ser evidentes y enig-máticos. Así nuestro hombre, prolífico en autorretratos donde está todo él pero sin explicitarse. No casualmente fue uno de los primeros en revalorizar a los primitivos italianos –vaya pri-mitivismo, un completo clasicismo, pero bueno– donde todo lo visible es un interrogante.

Sollers encuentra una clave para estos juegos de escondite. En cuanto yo sepa dónde te escondes, sabré quién eres. No por ti mismo, sino por tu escogido refugio. Sollers es un escritor que, en buena medida, como dije al principio, se identifica con Denon y por ello considera que Denon es, sobre todo, el escritor de Point de lendemain (sin mañana, nada de mañana, el futuro no impor-ta, etc.). Muchacho del estructuralismo sesentayochista, Sollers

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observa que el título de ese relato de Denon empieza por un signo que suele ser el final de todo texto: el punto. No casualmente, in-terrumpiendo el cuento biográfico, el supuesto biografista habla de sus propias novelas. Son ellas quienes lo han conducido hasta el biografiado, son ellas las que estaban anunciando y hasta re-dactando, en buena medida, la biografía de Denon.

Aparentemente, es la historia de un viajero, uno de aquellos viandantes del siglo XVIII que confiaban en el mundo y en la propia razón que era universal, y se largaban a dar vueltas. Así Denon puede decirnos muchas cosas sobre la Rusia de la despó-tica e ilustrada y excitable zarina, sobre la Suiza de Voltaire y la indefinible Nápoles de los Borbones: un rey español –ignorante, torpe, apocado, dominado por su parienta– y una reina austriaca –mandona, violenta, apasionada– en medio de una baronía sici-liana y partenopea, dueña de la administración y la justicia, pe-rezosa, devota, inculta y despótica. Entre tantos, Lady Hamilton, capaz de visitar las camas regias y la del almirante Nelson, ha-ciendo poses neoclásicas y danzas exóticas, provista de sumarios velos y lo que hoy hallaríamos en las noches de turismo magrebí, vientre por delante. A la vez, los restos, cada vez más visibles, de las ciudades romanas hundidas en la ceniza y los vestigios funda-cionales de la Magna Grecia.

Ante tantas pintorescas facilidades, Sollers se detiene y pre-fiere ver a Denon como el escritor que examina su propia psico-logía (la compartida por el biógrafo y el biografiado, corresponde insistir). Es un personaje, a la vez, y muy dieciochescamente, libertino y metafísico, dado a los placeres inmediatos y a las altu-ras ajenas a la experiencia. Según las novelas de iniciación, a los veinte años se enamora, su amada lo engaña, él se molesta y ella lo deja y lo perdona teniendo en cuenta su inexperta ingenuidad. Él, altivo, intuitivo, no se considera abandonado por la infiel, sino simplemente engañado. Ella intenta recuperarlo pero él ya no la ama y esta vez se erige en agente del abandono.

Denon, entre tantas vocaciones, mantuvo la soltería. Se le suponen numerosas historias con mujeres, pero permanecen en el anonimato. Sólo se le conoce una con nombre y apellido, la condesa veneciana Albrizzi, titular de un salón por donde pa-

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saban celebridades. En sus grabados, la mujer es halagada por alguien que la mira con complacencia, con distinción, con cierta atención emocionada. Incluso se dice que el lugar de cercanía obtenido junto a Napoleón, que lo nombró director general de Museos de su imperio en 1802, se debió a la primera Emperatriz, la morena, mediterránea y madura Josefina la Criolla. Lo cierto es que, volviendo de Egipto, de su fracaso oriental que él vende-ría como apoteosis, Bonaparte, según Denon, «como un pasajero se dedicaba a la geometría, a la química y, a veces, jugaba y reía con nosotros».

¿Fue un oportunista, un maquiavélico que supo, en cada momento, hallar su puesto sin incomodar al poderoso? Hom-bre de los Luises, se volvió revolucionario junto a David, siguió los derroteros y derrotas imperiales y, al final, se hizo reticente historiador que escribía en francés, por entonces la lengua de todo hombre culto del planeta. El siglo XIX lo zurró bien, consi-derándolo un cortesano trepador, un frívolo vividor, tanto en el arte como en la vida privada. Sollers contradice esta tradición republicana, jacobina y profesoral. Advierte en él al hombre del XVIII: amante de la nitidez clásica, capaz de verla conseguida en el despojamiento estricto de los antiguos egipcios, que nada debían a los extraños. Un ilustrado que, como Voltaire, ansiaba un go-bierno de los filósofos que sustituyeran a los curas y consiguie-ran que un ateo gobernara el Vaticano. Después vino la Revolu-ción, que quiso, al revés, instaurar un papado redentor en París, sustituyendo al Dios de los ejércitos por la Diosa Razón. Sollers no puede más que mirarlo con exaltada melancolía, tomándolo de aliado en la lucha contra las concepciones mesiánicas, proféti-cas y mecanicistas de la historia, su cinismo sentimental, su des-compuesta violencia y sus sermones de locura. La historia, para ambos, tiene su envés y su reverso y sólo pide volverse evidente, en un continuo proceso de la luz contra el misterio.

A Denon, seguramente, como a todo buen ilustrado, la his-toria le importó muy poco, si por historia entendemos un pro-ceso cargado de sentido. De tal escasez extrajo, sin embargo, su vocación más perdurable: la memoria. Fue un coleccionista encarnizado, capaz de guardar reliquias y fetiches –sí: huesos,

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uñas, dientes, cabellos, trapos ensangrentados– que se atribu-yen a seres memorables. Además, nos dejó el museo, tal como lo entendemos y recorremos hoy en día: un relicario de la historia. El Louvre, que era un palacio abandonado, lleno de okupas y de vagabundos, se convirtió, por su trabajo, en el templo de la con-templación donde se ve al silencio que atraviesa el Tiempo. Asilo inviolable de las obras maestras, acumula saqueos y trofeos reco-gidos por las tropas imperiales en todos los rincones de Europa. Así la historia se convierte en destino. Calla el combate y la obra de los hombres, ordenada y taciturna, seculariza la vieja liturgia y la entrega a la multitud.

PRÓLOGO

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Philippe Sollers en el cementerio Père-Lachaise de París, ante la tumba de

Vivant Denon. © Atelier Dominique Toutain.

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«Se debe consideración a los vivos, a los muertos sólo se les debe la verdad».

VOLTAIRE

Primera carta sobre Edipo

«Cada palabra estaba en su lugar».VIVANT DENON

Sin mañana

«En las batallas hay un momento en que, en una lucha igual, las dos partes sienten la inercia de sus medios y la inuti-lidad de sus esfuerzos; en que el agotamiento de las fuerzas y el sentimiento de la conservación inspiran a los combatientes una misma inclinación hacia la retirada. Ese momento de re-lajamiento, percibido por el hombre superior que sabe apro-vechar esa disposición moral para emplear los medios que ha sabido reservar, decide siempre la victoria en su favor».

VIVANT DENON

Viaje al Bajo y Alto Egipto

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Museo del Louvre. Entrada al Pabellón Denon.

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PRONUNCIÁIS este nombre: Vivant Denon. La mayor parte de vues-tros interlocutores nunca han oído hablar de él. ¿Denon? ¿Vivant Denon? ¿Vivant es un nombre? ¿Y Denon un apellido? Algunos sin embargo adoptan un aire de entendidos. ¿Se trata del autor de Point de lendemain [Sin mañana], ese breve relato libertino del siglo XVIII, una joya de la prosa francesa? Sí, el mismo. Pero ¿quién era realmente, de dónde venía, qué le ocurrió luego? ¡Ah, ése es un cantar distinto! Hay otros que son, de cualquier modo, serios y conocen la historia oficial. Saben que el barón Domini-que Vivant Denon fue, durante el primer Imperio, el fundador del actual museo del Louvre, y que la entrada principal, hasta la actual pirámide, se hacía precisamente por el Pabellón Denon (la inscripción frontal sigue siendo legible). Bueno, pero ¿qué relación existe entre figuras tan contradictorias de un mismo hombre? Difícil de decir. ¡Ah, sí, es cierto, está Italia... El viaje a Sicilia... y Egipto, puesto que acompañaba a Bonaparte durante la expedición de 1798... ¿Fue Denon quien, a su regreso, inventó, en suma, le egiptomanía, mediante el éxito internacional de su relato y de sus grabados?

A propósito, miremos las fechas: ¿pasó, pues, por todos los

regímenes? ¿Luis XV, Luis XVI, la Revolución, el Terror, el Di-rectorio, el Consulado, el Imperio, la Restauración? ¿Sin perder la cabeza? ¿Y dice usted que terminó su vida tranquilamente en París, en el Quai Voltaire, como coleccionista célebre visitado por personas de todas partes? ¿Que tiene su tumba muy oficial, con estatua, en el Père-Lachaise? ¿Que conoció a todo el mundo, a reyes, a reinas, a Federico de Prusia, al cardenal de Bernis, a Ca-talina de Rusia, a Pío VIII, a generales, a embajadores, a Robes-

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por consiguiente, el inventor de la idea moderna de Museo? ¿Un diplomado en eclipses? ¿Un agente muy secreto? ¿Un cortesano? ¿Un especialista de misiones altamente simbólicas? ¿Un admi-nistrador obstinado y frío? ¿Un patriota? ¿Un amable epicúreo flotando, sin zozobrar nunca, sobre las olas de una historia em-bravecida? ¿Un protegido de las mujeres? ¿Un consejero de las sombras? ¿Uno de los raros supervivientes de las Luces? ¿Un hombre del pasado que franqueó victorioso la prueba del futuro? ¿Un excelente dibujante y grabador? ¿Un escritor genial que pre-fería el silencio? ¿Un visionario? ¿Un gozador? ¿Un intrigante? ¿Un sabio?

Todo eso, todo eso, desde luego. Imposible hablar de Denon

sin que la Historia despierte y haga vibrar su amplitud, su com-plejidad. En él no hay nada que sea estable y sencillo: nada de etiqueta segura, nada de celebridad que se pueda circunscribir y conmemorar. Pasado, presente, futuro: con él, esos puntos de referencia se embrollan, el vago catecismo escolar y periodístico falla. Cuando realmente empecé a interesarme en él, no me espe-raba un laberinto así bajo tanta claridad aparente. Denon es un tejido de novelas. Novela, en primer lugar, su nombre más que

Autorretrato. Aguafuerte de Vivant Denon. Sin fecha, uno

de sus primeros autorretratos.

pierre, a Josefina, a Napoleón, y también a Diderot, a Voltaire, a Stendhal? ¿Vivió entonces cien-to cincuenta años? No, setenta y ocho. Una vida a veces tranqui-la, a veces frenética; meditativa, o a caballo en medio de los ca-ñones.

En resumen, ¿qué es? ¿Un

autor licencioso? ¿Un anarquis-ta enmascarado? ¿Un arqueólo-go aficionado? ¿Un hombre de gusto oportunista convertido en revolucionario? ¿Un técnico sagaz del saqueo de Europa y,

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extraño. Novela, su llegada a París, su entrada fulminante y enig-mática, con veintidós años, en la corte de Luis XV, en intimidad con el rey. Novela (y ahora policíaca), su misión en San Peters-burgo, su estancia en casa de Voltaire, la publicación anónima (y controvertida durante un siglo) de Sin mañana. Novela, tam-bién, su vida de embajada en Nápoles en casa de María Carolina, la hermana de María Antonieta, sus curiosidades arqueológicas, su relato del viaje a Sicilia (también aquí, un asunto de anonima-to que desvelar), y más aún sus cinco años, aparentemente sin hacer nada (¿de veras?), en Venecia. Novela, su regreso precipi-tado a Francia en el momento más peligroso, en pleno Terror, la protección que David le otorga, su entrevista con Robespierre, esa extraña impunidad, pues, que le sigue a todas partes. Novela fabulosa, la de la expedición a Egipto donde, con más de cin-cuenta años, se somete a las peores pruebas físicas. Novela de aventuras, militar y financiera, su vida de «comisario-tasador» de Europa cuando, tras las huellas del Emperador, arrambla, en los países conquistados, con cuadros, esculturas, objetos, para crear ese Louvre donde se agolparán, cada vez más, los visitantes de la contemplación artística. Novela, en fin, sus últimos años alusivos, a la orilla del Sena.

Sí, un formidable personaje de novela, que está escribien-

do, directamente en la realidad, su novela. ¿Cómo titularla? ¿Historia de un fauno, dado que «el Fauno» es el apodo que le dieron las mujeres de su juventud? ¿El hombre del chaleco rosa (su nombre codificado para las actrices)? ¿El aventurero del arte? ¿El barón enmascarado? ¿El libertino en el poder? ¿O, pensando en su contemporáneo Hegel, El espíritu absoluto concreto? No olvidemos ese apodo de fauno, que designa una divinidad campestre latina, derivado del término favere, bueno, favorable. Preludio a la siesta de un fauno: alguien pensará en esto, y se llama Mallarmé. Algún otro inventará la música que puede deslizarse en estos jardines de la sensación, y es Debussy. El músico de la época y del lugar de Vivant Denon no es por ca-sualidad Jean-Philippe Rameau. Denon es de Chalon, Rameau de Dijon. En la juventud de Vivant se escuchan Cástor y Pólux,

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Dárdano, Zoroastro, Las Fiestas de Hebe, Las Indias galantes. Pronto vendrán Haydn y Mozart. No digo esto totalmente al azar. En el Père-Lachaise, Denon está enterrado al lado de la familia de músicos Duport, y uno de sus aguafuertes representa a Jean-Pierre Duport, el violonchelista, «el admirable y quizá inimitable señor Duport», como escribía Le Mercure de France. Denon lo conoció sin duda en Berlín, en la corte del gran Federico (que, en pintura, va a seguir siendo fiel a Watteau). Mozart compuso unas variaciones célebres sobre un minueto de Duport.

¿Entonces? ¿Un fauno que terminaría cargado de títulos y de

honores? ¿Y que se burlaría de ellos? ¿Por qué no? Pero ¿es posi-ble? ¿No estamos condenados a la desgracia, a la desesperación, a la melancolía, al vacío, a la ausencia, al vagabundeo, a la muer-te, a la duda, al castigo que nos merecemos? ¿No nos repiten eso desde hace casi dos siglos? El reino del juego y de la razón ¿no ha entrañado las peores catástrofes totalitarias? ¿Y si fuera lo contrario? ¿Si la humanidad se viera periódicamente dominada por un odio convulsivo y asesino contra el juego, el arte, la razón? Pesada hipótesis, ¿verdad?, la de un resentimiento que no puede desgastarse formando el fondo orgánico de nuestra problemática especie. En el caso de Vivant hay que suponer, sin embargo, una pasión única dirigiendo toda una vida, y encontrando –hecho rarísimo– una salida explosiva en el tiempo histórico de esa vida. ¿El arte? Sí, empleemos esta palabra, antes de tratar de darle un sentido menos hueco que ese con que la hemos revestido. Un sentido efervescente, móvil, azaroso. El imperio del arte, igual que se dice el imperio de los sentidos. Como vamos a ver, nuestro hombre no es un Ideólogo. Indudablemente, por eso se equivocó mucho menos que otros.

Así pues, en su caso todo parece claro, y todo es misterioso. Se

empieza a creer en una existencia «natural», arrastrada por los acontecimientos y plegándose a ellos, y poco a poco descubrimos una coherencia afiligranada, un cálculo hecho a distancia, una estrategia de destino. Durante el trayecto, el misterio se espesa. Faldones enteros de su existencia se resisten. Como no escribió

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memorias y la época las produjo en abundancia (sobre todo el extraordinario monumento de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand), no sabemos nada de sus juicios encubiertos o no. Pero precisamente por eso, no es algo inocente que Denon no escribiera sus memorias. La «memoria» es para él una sus-tancia distinta a un papel de teatro en una época conocida. Una memoria para los otros, no; para sí mismo, sí, pero comunicable únicamente por señales indirectas. Vivant no «juzga», está ahí, se ocupa de otra cosa que nadie ve o parece ver. Prueba, descu-bre, elige, condensa. Siente, dibuja, graba, calla. Es un escéptico de los asuntos humanos, conoce los entresijos, saca de ellos un sentido de la relatividad definitiva. La política no le interesa, las vanidades no le divierten realmente, ninguna inflación del yo, se trata a sí mismo como un actor de una obra mucho más extensa que su propia vida y que la época en que se encuentra. Sin mañana, pero mucho presente, enormemente pasado, y, de repente, un cálculo instintivo sobre el futuro. Carecemos de su correspondencia, salvo unas pocas cartas, cierto que de capital importancia, con su condesa de Venecia, Isabella Albrizzi. Los despachos diplomáticos, por definición, deben leerse entre líneas y no sabemos nada de los mensajes oficiosos que pudieron lle-gar aquí o allá. Tal ausencia de documentos privados indica por otra parte una voluntad de desaparición muy lúcida. Podemos preguntarnos si no está relacionada con la importancia social de sus corresponsales (masculinos y femeninos) en la corte real, luego imperial. ¿Mujeres? Sí, por supuesto, las adivinamos. Pero ¿quiénes? ¿Y cuántas? ¿Hasta dónde?

Por ejemplo, en 1880 Portalis y Beraldi, en Los grabadores

del siglo XVIII, escriben lo siguiente: «Denon es por excelencia el grabador de las bellas damas que conoce en sus viajes diplomá-ticos, y cuyo retrato se apresura a hacer en su calidad de favorito del bello sexo... Su ingenio chispeante llama en su auxilio a la agudeza, y, no contento con devolverles los cumplidos más ga-lantes, graba en cobre con un brío muy particular sus deliciosas imágenes que demuestran victoriosamente que el joven artista no tenía demasiado mal gusto. ¡Y vos formáis parte de esa galería,

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vos, princesa de Aschoff, vos, diáfana inglesa Miss Mery, more-nas italianas Catherine Cillo, hermanas Collellini, y también vos, bella Lady Hamilton, vestal de cabeza expresiva y sensual que vuestro marido, el diplomático arqueólogo, había sacado de la nada, ¡para hacer de vos una embajadora en la corte napolitana! Y también vosotras, numerosas víctimas del vivaracho francés, cuyos rasgos, a falta de nombres, han llegado hasta nosotros... La señora Mosion no fue la más maltratada ni Denon el menos feliz de los amantes, a juzgar por los bellos retratos que nos dejó de su seductora persona; se asegura incluso que algunas carpetas discretas esconden, en los peinados más desgreñados y en las poses más juiciosas, las formas de esa bella persona, grabada al aguafuerte: De Non vidit et sculpsit».

Discreción, silencio. Nada más lejos de Denon que el exhi-

bicionismo literario o romántico en materia amorosa. También ahí, estricto siglo XVIII, ninguna relación con Casanova (rever-beración numérica), Chateaubriand (pasiones halagadoras y distributivas), o Stendhal (cristalización). Denon no posa, es su lado Laclos (pero sin la conclusión conyugal y moral). Filósofo, desde luego, pero sin sistema, sin manía didáctica, y, llegado el caso, más bien irónico y distante en relación a los philosophes. Nada de declaraciones ni de profesiones de fe: una curiosidad inmensa e infatigable, el deseo como brújula, una forma excep-cional de hacerse presente a los signos que salen de la tierra y de la historia. Es su momento. Una sustancia nueva permite de

Lady Hamilton. Aguafuerte de Vivant Denon, hacia 1784.

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pronto comprenderse como nunca, comprenderse a uno mismo y comprender el Tiempo. Vivant es un cosmonauta del arte y del tiempo. Vivant, dos veces en vez de una. Su confidencia más di-recta, Sin mañana, dice mucho más de lo que se cree. Ese título es, en realidad, un blasón, un emblema, una divisa. Hay que ver flotar esa frase, como una leyenda, detrás de toda la existencia de nuestro héroe. Portalis y Beraldi, de nuevo, a propósito de De-non: «Terminemos ese estudio con un hecho que lo pintará por entero. Cuando el procedimiento litográfico alcanzó notoriedad, Denon lo acogió con entusiasmo, y lo utilizó para representarse a sí mismo, bajo una bandera cuya asta remata la hoz del Tiempo, en dieciséis edades distintas, y tironeado de un lado por el amor y del otro por la locura».

La litografía en cuestión data de 1818. Denon tiene setenta y

un años. Los autores del siglo XIX se equivocan. En la Alegoría del Tiempo, el Tiempo, viejo con alas de murciélago, no es «tironea-do» sino retenido por el amor y la locura. El amor, a la derecha, tira con una cuerda del brazo izquierdo del Tiempo. La locura, a

Alegoría del Tiempo. Litografía de Vivant Denon, 1818.

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la izquierda, le pone en la mano derecha, como para atraerlo o apartar su atención, un reloj de arena. Mientras tanto, bajo la hoz se despliega una cortina: en ella se ven, en efecto, caras de Denon a distintas edades, desde la infancia hasta el presente. Abajo, a la izquierda, en un paisaje invernal, sobre un fondo de iglesia y de casa solariega, un viajero que parece asustado, en pleno campo, es consolado por un amorcillo alado que se aprieta contra él. A menos que sea lo contrario, que el viajero esté protegiendo al amor en cuestión. Es posible.

Interrogado como sospechoso en 1790, en Venecia, Vivant

responde a los Inquisidores de Estado que le preguntan si está casado: «No, no me he casado nunca, y vivo contento con mi libertad». Como es de suponer, una respuesta así no arreglará su dossier. Hoy ocurriría lo mismo, y en cualquier punto del pla-neta. «Vivo contento con mi libertad.» Y luego ¿qué más? Sí, una novela. Una novela sospechosa.

Estoy solo, apartado, en una isla del Atlántico. Es verano. Ha

caído la noche, hace calor, no hace viento, el espacio está oscuro y aterciopelado y el cielo lleno de estrellas. Las gaviotas han ce-sado de chillar. En este mismo momento, un cometa gigante que aparece a un millón de kilómetros está percutiendo sobre Júpiter a la velocidad de doscientos mil kilómetros por hora. La explo-sión cósmica prevista será de una violencia nuclear equivalente a varios millones de veces la bomba atómica de Hiroshima. En mi pantalla de televisión acabo de ver a muchedumbres de refugia-dos ruandeses morir de hambre y del cólera. Tras unos instantes de publicidad confiados a jóvenes delgadas, deportivas, idílicas, veo que Israel y Jordania oficializan su estado de no-guerra bajo la mirada benévola del ufano y meloso presidente de Estados Unidos. Un poco por todas partes, allí donde están presentes, se dejan oír los alaridos de los integristas islámicos. Los crímenes cometidos por sus matadores son incontables. La guerra de Bos-nia se agrava. Sin embargo, si yo quiero, la radio también difunde una misa de Joseph Haydn.

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Hora tras hora, el silencio crece. A lo lejos, los automovilistas ruedan hacia sus vacaciones. ¿Qué pasa en París? Muchas cosas y nada. ¿Y en Nueva York, Londres, Berlín, Viena, San Petersbur-go? Muchas cosas y nada. Sin embargo, la ciudad de San Peters-burgo ha recuperado el nombre que tenía en tiempo de Vivant Denon y de Catalina de Rusia, sólo hace unos años. ¿Una ciudad que cambia de nombre así? ¿Cómo? ¿Leningrado antes? No, San Petersburgo.

¿Qué pasa en Nápoles? ¿En Venecia? Muchas cosas y nada. Pueden contarnos lo que se quiera sobre los asesinatos y los negocios que surgen, se hunden, vuelven según tenebrosas os-cilaciones (la del Banco Ambrosiano, por ejemplo, que siguió, como por azar, a un atentado fallido contra un papa): no pasa nada y cada vez pasan más cosas. Esa violenta sensación de la nada agitada es general: algunos escritores la captan, tratan de descifrarla. ¿Fin de la Historia? No: nueva posibilidad de interrogar a la Historia.

¿Qué pasa entonces con esta vieja Tierra, y con nosotros

también? ¿Es imaginable en nuestros días un dictador mundial reuniendo a los pueblos para decirles: «Espectadores, respiráis en un planeta que tiene cinco mil millones de años»? Imposible, ¿verdad? Sin embargo, la célebre frase de Bonaparte en Egipto: «Soldados, desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan», es auténtica. Vivant Denon estaba allí.

Por ahora, a mediados del siglo XVIII, Vivant (nacido en enero

de 1747) es un joven burgués feliz. «Quien no ha conocido el An-tiguo Régimen no sabe lo que pudo ser la dulzura de vivir», dirá su contemporáneo Talleyrand, obispo a los treinta y cuatro años. Y la dulzura de vivir, para los Denon, que todavía firman De Non, es la Borgoña, Givry, Chalon-sur-Saône. Campiña, viñedos, tiem-po lento que no va a ninguna parte: no volverá a verse en mucho tiempo una fiesta como ésa. Vivant va a seguir en el vino, hasta hacerse entregar, mucho más tarde, unas barricas de su cham-bertin en Venecia, para venderlo como un negociante aficionado. Ama su tierra. En 1793, cuando se entera de que su nombre figu-

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ra en la lista de emigrados y sus propiedades corren peligro de ser incautadas, volverá a toda prisa, irá a arrojarse en la boca del lobo. ¿Jugada de póquer o cálculo? Ambas cosas.

Nacer en el vino francés es toda una historia; una experiencia

de fondo que fortalece, interioriza, desengaña. La razón, y una cierta verdad más acá de las cosas, merodean por allí. Poco deli-rio, ojo abierto, oído rápido, el pie enseguida levantado, la mano exacta. Durante la infancia, ni siquiera hay que leer a Rabelais, se vive y se habla de él a vuestro alrededor, se oye, se constata. «De vino divino se vuelve.» Pero para el futuro dibujante de las Pria-peas también hay: «Micer Príapo, gran tentador de mujeres por los paraísos en griego, eso son jardines en francés». Consigna: «Trinca». Divisa: «Sed vosotros mismos intérpretes de vuestra empresa». La Divina Botella ha pronunciado su oráculo com-prensible en todas las lenguas. «Todas las cosas latentes siem-pre han sido y siempre serán inventadas.» También se sabe que «bajo tierra hay grandes tesoros y cosas admirables». El templo del oráculo, es una acumulación de obras del mayor arte. Fuera, por tanto, los monjes son inofensivos, y también la Sorbona. Ha llegado el momento en que se va a poder decir lo que se quiere, o casi. Si es preciso, se adoptarán seudónimos, máscaras. En realidad, la censura está a punto de volverse ridícula. Voltaire gana sus procesos, la Enciclopedia y los Philosophes cambian el horizonte humano. Aún no ha llegado la hora en que uno se pre-guntará si todo eso no habrá sido más que un sueño. ¿La juven-tud de Denon, bajo la férula de su preceptor humanista, el abate Buisson? Un paraíso provinciano en un país que está inventando el destino mundial.

Su padre, reconocido como «escudero», se llama Vivant,

como él. No del todo: él se llama Dominique Vivant Denon. Pero en fin, Vivant, padre e hijo. Estamos en la época de los padres buenos. Detalle muy sorprendente para nosotros, pero así es. El anti-Edipo bordelés, Montaigne, lo dijo: «El buen padre que Dios me dio». La manía de la educación misma es francesa, desde los gigantes de Rabelais hasta el Emilio de Rousseau, pasando por

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La escuela de las mujeres. En el cuadro deben entrar Diderot y su hija Angélique: «Estoy loco de atar por mi hija. Dice que su mamá reza a Dios y que su papá hace el bien. Que mi forma de pensar se parece a mis borceguíes, que no se pone uno por la sociedad sino para tener los pies calientes... Que cuando mira lo que pasa a su alrededor, no se atreve a reírse de los egipcios. Que si, madre de una numerosa prole, tuviera un hijo muy, pero que muy malvado, no se decidiría nunca a cogerlo por los pies y estrellarle la cabeza en una estufa. Y todo esto en hora y media de conversación, mientras aguardábamos la cena... Si yo perdiera a esta hija, creo que moriría de dolor. La amo hasta lo indecible» (carta del 22 de noviembre de 1768 a Sophie Volland).

Otro hijo, contemporáneo de Denon, amado por su padre y a

la recíproca, no es otro que el marqués de Sade. Sí, sí. La vida del marqués va a ser paralela, en lo negativo devastador y genial, a la del futuro barón, quien un día escribe a un general imperial que desconocemos (sin fecha, sin dirección):

«El buen Vivant, cuyo nombre llevo, es simplemente un santo unido a mi familia, en la que sólo ha habido dos militares; mi tío abuelo, quien, por suerte para mí, fue más cortesano que otra cosa, pues si yo como un poco es porque él supo beber bien, y porque bebió mucho con el Gran Delfín, que hizo su fortuna; por esas cosas raras se llama Vivant. El otro Vivant es mi sobrino, el general Brunet, que perdió un brazo en la batalla de Essling».

(En cualquier caso, la carta es posterior a 1809, dado que Essling, victoria de los franceses sobre los austriacos, se produjo ese año.)

Como es de sospechar, en nuestra historia va a haber muertes violentas. Por lo tanto, más valía, de parte a parte, llamarse Vivant.

Muchos muertos, y sin embargo la felicidad, decretada por Francia, era desde luego una idea nueva en Europa.

Ibrahim Amin Ghali, el principal biógrafo de Vivant Denon, tituló su libro: Vivant Denon o la conquista de la felicidad. Nadie ha hecho sentir mejor la sustancia de esa «idea nueva» que el es-critor que dijo: «Ver otra vez la primavera era para mí resucitar en el paraíso». Escuchémosle, es Rousseau: «Me levantaba con

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el sol y era feliz; me paseaba y era feliz, veía a mamá y era feliz, la dejaba y era feliz, recorría los bosques, los collados, vagaba por los valles, leía, estaba sin hacer nada, trabajaba en el jardín, re-cogía las frutas, ayudaba en casa, y la felicidad me seguía a todas partes; no estaba en ninguna cosa asignable, estaba toda en mí mismo, no podía dejarme un solo instante».

Rousseau escribió a propósito de los philosophes que «su filosofía le era, en cierto modo, extraña». Nunca tendremos ese sentimiento con Denon.

Hubo antaño, en Chalon, una «calle de las mujeres frescas».

Hoy se llama calle Thalie. Este cambio de nombre debió de ocu-rrir durante la Revolución francesa. Poco importa: esa máscara antigua puesta sobre la muestra de un lugar de prostitutas causa su efecto.

La casa de los De Non sigue ahí: es un edificio grande y bello, altas ventanas, escalera cubierta de tapices, gran desván, pero so-bre todo salón. El padre de Vivant (cuya madre se llamaba Reine) gastó para esa sala central veinticinco mil libras de la época. Ese salón de provincias es toda una declaración. Decorada en estuco imitando mármol, tiene siete áticos que representaban, bajo co-lores todavía muy vivos, las Artes y las Ciencias, la Geografía, la Astronomía, la Pintura, la Música. Desnudos santificados por el Saber, he ahí un signo seguro de ascenso social. Pero, cuidado: ¿qué es lo que vemos pintado en la cima del gran espejo que hay sobre la chimenea?

Increíble pero cierto: un chiquillo de doce o trece años, con turbante, buril y martillo en la mano, esculpiendo. ¿En qué obra trabaja? ¿En un busto antiguo? No, en el del propio Luis XV, el más vivo de los reyes. Ese muchacho no es otro que el hijo de la casa, Dominique Vivant, nuestro personaje. Boichot, que hizo esas pinturas, es un artista reconocido en la época.

Vivant Denon padre, escudero, hace representar a su hijo es-culpiendo al Soberano reinante. Pequeño Vivant ha de volverse grande. ¿Devoción? ¿Insolencia? En cualquier caso, la revolución burguesa (¿hay otras?) está en marcha.

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Nuestro Vivant, que será Gentilhombre Ordinario de ese Rey (recuérdense estas iniciales, G.O.D.R.), luego barón imperial, no tendrá ninguna dificultad en pasar de De Non a Denon.

Además, dos nombres valen más que uno, es cierto. Cuando Buonaparte se convierta en Bonaparte y luego en Napoleón I, po-demos imaginar la sonrisa de su director de museo. Entramos en la era de las metamorfosis.

Mirando las cosas más de cerca, este cuadro que convoca a un muchacho a altas funciones (esculpir al rey es tocar lo sagra-do mismo) parece algo extraño. El joven prodigio, ¿da el último toque al busto de Su Majestad, o no está más bien haciéndolo saltar? El efecto es pasmoso. Hay que imaginar a la familia De Non en su salón, en medio de los notables. El padre o la madre llaman: «¡Vivant! ¡Vivant! ¿Dónde estás? ¡Ven! ¡Baja! Ven a sa-ludar, vamos. ¿Conocéis a Vivant, nuestro hijo? Pues bien, está ahí arriba, haciendo una escultura del Bien Amado, ahí, en la pintura. Bonito, ¿verdad?».

La madre se llama Nicole. Nicole Boisserand. De ella no se

sabe nada. También tuvo una hija, de ahí el sobrino de nuestro Vivant soltero, al que considerará como un hijo, el general Brunet, el manco.

Lo seguro es que este muchacho va a estar muy pronto dotado

para el dibujo. Aprovecha las lecciones de su preceptor huma-nista, el abate Buisson (por lo tanto: latín, griego, retórica), pero podemos pensar que ya se inclina hacia la observación, la medi-tación del rasgo y de las sombras, de los cotejos, de las dimen-siones y de las proporciones. El dibujo es una escuela de medida de uno mismo, de silencio activo. Vivant no será nunca lo que se denomina un «gran artista», cosa que puede explicar su pasión por las artes y los maestros de todas las épocas, pero será mucho más que un aficionado.

Pero él, físicamente, ¿qué parece?Tenemos sus autorretratos. Son muy bellos.

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negro. Lleva un traje verde-beis, ha mandado ahuecar un poco la blanca chorrera, tiene el rostro vuelto un instante hacia vosotros, os mira. Sus ojos son claros, verdes, algo dorados. Sonríe. Tiene una nariz más bien aguileña, un hoyuelo en la mejilla izquierda, un aspecto muy jovial, decidido, impertinente. Sorprende, sobre todo, el sombrero.

Al llenar toda la parte superior del lienzo, podría creerse que es el de un grave eclesiástico si no fuera porque el movimiento de conjunto lo convierte en el acto en el sombrero de un aventurero que se imagina a caballo (la posición del brazo izquierdo parece dirigida hacia las bridas). ¡En marcha! ¡Látigo! ¿Adónde vamos? ¿Al teatro? ¿Al baile? ¿A la guerra? Ya veremos. Donde la suerte nos lleve. Mañana será otro día. Salud, yo pasaba por allí.

Ese sombrero es más que un sombrero. Es una especie de hé-lice propulsora adormecida, negra como la noche o como todos los coches fúnebres del mundo, un ocho puesto sobre la cabeza y hundido adrede para dejar pasar la mirada. Joven irresistible. Al dorso del retrato, una inscripción: Retrato de Vivant Denon, de Vivant.

«Estaba yo locamente enamorado de la Condesa de...; tenía

veinte años, y era ingenuo; ella me engañó, yo me enfadé, ella me

Autorretrato. Óleo sobre lienzo de Vivant Denon, 1780.

Uno de los primeros, al agua-fuerte, con sombrero de plumas, de frente, con pañuelo de seda, en la postura de la seducción. Cara redonda, algo rolliza, mi-rada desde arriba, expresión satisfecha, algo triste. Otro, un pastel ovalado, hoy en el museo Denon, en Chalon: estamos ha-cia 1780, tiene treinta años o un poco más, es el momento de Sin mañana. Es un retrato de tres cuartos, torpe, sonriente, cabe-llos semilargos y empolvados, tocado con un gran sombrero

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dejó. Era ingenuo, la eché de menos; tenía yo veinte años, ella me perdonó; y como tenía veinte años y era ingenuo, siempre enga-ñado, mas nunca abandonado, me creía el amante mejor amado, por lo tanto el más feliz de los hombres»1.

Ese sombrero ha debido de gustarle: se representa otra vez

con él, bajo una sombrilla, mientras dibuja una vista del castillo de Germolles, cerca de Givry, donde nació. Ese castillo es una mansión principesca construida en 1385 por el duque de Bor-goña, Felipe el Audaz y su mujer, Margarita de Flandes. El cielo es amplio y estriado, a lo Ruysdaël. Edad Media y bosquecillo de árboles nerviosos, grupo de campesinos idílicos, tormenta y calma, he ahí un paréntesis de tiempo, una de las raras obras «románticas» de Vivant. Él mismo está en el cuadro, le gusta situarse en las escenas, ocurrirá en sus «vistas», sobre todo du-rante la expedición de Egipto. Se trata de una información sobre la psicología, en última instancia muy extraña, del museógrafo y del coleccionista en que terminará convirtiéndose.

Museo, mouseion en griego, significa Templo de las Musas.

Al principio es un santuario consagrado a ellas (por ejemplo, en Alejandría, el edificio levantado por Ptolomeo que albergaba la biblioteca). Vivant debió de sentirse muy pronto llamado a ser guardián de ese Templo. Templo del Gusto, Templo del Amor, la idea es corriente en el siglo XVIII. Pero en el caso de Vivant, fundador del Louvre, la cosa va mucho más lejos. Los imperios pasan, los museos permanecen, y en el corazón de los museos puede haber lugares secretos, puramente privados, cámaras de recogimiento especiales. En el caso de Denon, es la extraordina-ria historia del Relicario.

¿Un relicario? Pues sí. En la subasta de 1826 que, tras su

muerte, dispersa su impresionante colección personal, se en-cuentra un relicario gótico, en cobre dorado, de finales del siglo

1 Para las citas de Sin mañana sigo mi edición de Cuentos y relatos libertinos, Editorial Siruela, 2008. (N. del T.)

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XV o principios del XVI. No hay duda, se trata de una especie de culto personal de nuestro Vivant en pleno recogimiento fetichis-ta. Mientras tanto, además de G.O.D.R., se ha convertido en miem-bro de la Antigua Academia de pintura del Institut de France, miembro fundador del Instituto de Egipto, director general de los Museos Imperiales y Reales, de la Moneda, de Medallas, de Sèvres, de los Gobelinos, oficial de la Legión de Honor, caballero de las ór-denes de Santa Ana de Rusia y de la Corona de Baviera. ¡No sigáis! Y sin embargo, hay algo más.

He aquí la descripción de este objeto hipersurrealista, y de-cidme si no tengo razón cuando hablo de novela:

«Relicario de forma hexagonal y de labor gótica, flanqueado en sus ángulos por seis muñones unidos por arbotantes a un coronamiento compuesto por un pequeño edificio rematado por la cruz: cada una de las dos caras principales de este relicario está dividida en seis compartimentos, y contienen los siguientes objetos:

–Fragmentos de hueso del Cid y de Jimena hallados en su sepultura, en Burgos.

–Fragmentos de hueso de Eloísa y de Abelardo, extraídos de sus tumbas, en el Paráclito.

–Caballos de Agnès Sorel, inhumada en Loches, y de Inés de Castro, en Alcobaça.

–Parte del bigote de Enrique IV, rey de Francia, que había sido encontrado completo durante la exhumación de los cuerpos de los reyes en Saint-Denis, en 1793.

–Fragmento de la mortaja de Turenne.–Fragmentos de hueso de Molière y de La Fontaine.–Cabellos del general Desaix».Dos de las caras laterales del mismo objeto están llenas:–Una, por la firma autógrafa de Napoleón.–La otra, por un trozo ensangrentado de la camisa que éste

llevaba en el momento de su muerte, un mechón de su pelo y una hoja del sauce bajo el que descansa en la isla de Santa Elena.

«Ante esta enumeración, ya larga, convendría añadir además la mitad de un diente de Voltaire, clasificado con el número 1.379

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en el mismo catálogo, entre los “objetos omitidos” y llevado por deber formar parte de los recuerdos históricos descritos en el artículo precedente.»

«Ese diente de Voltaire fue vendido con ese lote, en 1826.» Este texto fabuloso se encuentra en La Reliquia de Molière

del gabinete del barón Vivant Denon, publicado en 1880, en París, por Ulric Richard-Desaix, descendiente del general del mismo nombre.

¿Broma? De ningún modo. ¿Humor? No está excluido. ¿Locu-ra? ¿Por qué no? ¿Manía? Sí, ¿y entonces? ¿Mensaje indirecto? Desde luego.

Estamos en presencia de una cifra. Vivant, sobre todo desde Nápoles, ha escrito mucho de forma cifrada.

Se trata, hablando en propiedad, de una ecuación de nom-bres, lugares y tiempos. Se puede pensar en el desconocido desti-no de estas reliquias de una nueva religión privada, cuya historia se oculta a la de los historiadores. Además, ¿qué ha sido de esos huesos de Molière y de La Fontaine? ¿De ese diente de Voltaire? ¿En qué templo podemos imaginarlos?

Abro el Dictionnaire de la Franc-Maçonnerie, de Daniel

Ligou (Presses Universitaires de France, 1987) y encuentro:«DENON (Dominique, Vivant, barón), 1747-1825. Artista fran-

cés nacido en Givry (Saône-et-Loire). Participó en la expedición a Egipto y dejó de ella una iconografía muy abundante. Director de los museos de Francia durante el Imperio. Miembro de la or-den sagrada de los Sofisianos y de la logia La Perfecta Reunión, Oriente de París».

De ahí voy a la Orden sagrada de los Sofisianos, y leo: «Crea-da en 1801 en la logia parisina de los Hermanos Artistas por antiguos miembros de la expedición de Egipto. Comprende tres grados:

1) los aspirantes2) los iniciados3) los miembros de los Grandes Misterios».

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Los reglamentos están datados en «La Gran Pirámide, año 15509 de la era de los sofisianos y de la era republicana, el 1 de vendimiario año IX». Precisan que «nadie en las pirámides de la República francesa es aspirante si no conoce la acacia» (Acacia: muerte y resurrección).

De todos modos, este Denon, ¿de dónde viene, adónde va,

quién es?«Sin mañana», quizá, pero mucho tiempo detrás de él, para

él, delante de él.Entre todas las definiciones de la masonería, creo que ésta

conviene a la aventura: «Considerar los acontecimientos más interesantes del universo, buscar sus más secretas razones, y prever sus más lejanas consecuencias».

A partir de ahí, ¿debe sorprendernos que la entrada del Lou-vre haya pasado de la puerta del Pabellón Denon a una pirámide transparente edificada por un arquitecto chino de nacionalidad americana? No demasiado.

Estamos en 1765, Vivant tiene dieciocho años. Su padre le

autoriza ir a Lyon para estudiar dibujo, pero la meta es eviden-temente el París de los últimos años del reinado de Luis XV, sin duda lo más sorprendente que haya vivido una humanidad libre.

Ahí tenemos a un joven provinciano que no carece de dinero ni de cartas de recomendación (el vino pasa por todas partes). Va a caer en pleno arte de vivir: arquitectura, pintura, objetos, muebles, conversaciones, apariencias y entre bastidores, gusto y rapidez. La India y China aparecen en las decoraciones y las por-celanas. Los cuerpos nunca serán más ligeros (por venganza, los siglos siguientes se encargarán de volverlos más pesados).

Sobre ese encantamiento, Watteau, Fragonard y Mozart lo

han dicho todo. Vivant no lo olvidará nunca, pues acabará su vida, mucho más tarde, en el Quai Voltaire, teniendo enfrente el Gilles salvado del diluvio. Esto es también uno de los secretos de Denon.

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Aquí están, por lo tanto, todos los personajes que uno quiere: hombres y sobre todo mujeres. Por lo que se refiere a los hombres, dos tienen mucha importancia para un principiante: Boucher, Caylus.

Boucher es el pintor de la Pompadour (que ignorará a Frago-nard, a quien Denon conocerá en Nápoles). Es un monumento oficial. En cuanto a Caylus, nieto de Agrippa d’Aubigné, viene de Italia y de Constantinopla: es el modelo mismo del coleccionista refinado.

Vivant busca el apoyo de Boucher, pero seguirá en el taller de Noel Hallé. Poco importa: mira, dibuja, analiza, ve.

¿Amigos? Sí, claro, incluso es preferible hablar de compli-cidades, era la época. En cualquier caso, ahí está Benjamin de Laborde, músico fácil, guillotinado en 1794, y sobre todo Dorat, polígrafo activo, que tiene un salón estratégico, el de Fanny de Beauharnais, y una revista, Le Journal des dames. Ahí es donde aparecerá, como si el relato fuera de Dorat, Sin mañana.

¿Qué hacer? ¿Dibujar, grabar, escribir? ¿O bien otra cosa?

Pero ¿qué?Aquí es donde por primera vez encontramos un rasgo del

destino extremadamente singular de nuestro caballero de aven-turas. A menudo aguarda, se diría que duda, y luego, de pronto, la carga, el encuentro necesario, adelante. Su vida estará hecha de esa contradicción extraña: calma casi chicha y, de repente, aceleración, cabalgada, tiro al blanco.

Por ejemplo, ¿cómo entró en contacto personal con Luis XV? De hecho, no se sabe. Como cada vez que falta una información, se forma una leyenda. Vivant (¿quién le aconsejó?) habría pen-sado salir todos los días, para observarle de forma insistente, al paso del rey en la galería de Versalles. Al cabo de cierto tiempo, el rey se detiene y pregunta a ese desconocido eléctrico qué quiere. He aquí la versión oficial de la escena tal como la refiere La Re-vue encyclopédique:

EL REY: ¿Qué queréis y quién sois?EL DESCONOCIDO: Me llamo Dominique Vivant Denon, no quie-

ro nada más que la gracia de contemplar a Vuestra Majestad.

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EL REY: ¿Cómo, no tienes nada más que pedirme?EL DESCONOCIDO: No, Sire, salvo escapar a las bayonetas y a los

guardias que me impiden acercarme a vuestra persona. Según otra versión (igual de piadosa), Vivant añade simple-

mente que le gustaría hacer el retrato del rey, admirable modelo, por supuesto, pero, además, es cierto, si hemos de creer a Ca-sanova, que elogia la cabeza y el aspecto del Bien Amado en La historia de mi vida.

Los biógrafos de Denon cuentan esa historia inverosímil y la corrigen haciendo de Laborde una especie de ojeador encargado de reclutar no sólo bellezas nuevas, sino también jóvenes de ta-lento que sepan observar, describir, contar.

Admitámoslo. De hecho, el estilo verbal de Vivant será ala-bado más tarde (es el menor de sus talentos). Pero, en última instancia, sentimos que hay otra cosa, y que el hecho de nombrar a un desconocido, de buenas a primeras, conservador de las piedras grabadas de Mme. de Pompadour, no supone gran cosa. La marquesa acaba de morir, ha legado su colección al rey más coleccionista de mujeres de todos los tiempos. De un salto, Vi-vant se ve propulsado al tesoro de la Pompadour. Y ya lo tenemos convertido en Gentilhombre Ordinario del Rey. Es seductor, por supuesto, aunque de todos modos...

Esa rareza se repetirá con la historia, igual de inverosímil, de

su encuentro con Bonaparte. Hay un baile en el palacio de Ta-lleyrand, el general pasa, Vivant le ofrece un vaso de limonada, intercambio de palabras, magnetismo inmediato, y, ¡hop!, em-barque para la expedición de Egipto.

Uno cree estar soñando.Debe observarse, sin embargo, que estos dos cuentos de ha-

das tienen un punto en común: Egipto. La mayor parte de las piedras grabadas de la colección Pompadour proceden de ahí. Egipto: está a punto de salir de la tierra, y, con él, toda una ree-valuación del pasado. Champollion lo leerá mucho más tarde: su Compendio del sistema jeroglífico aparecerá en 1824, un año

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antes de la muerte de Vivant el «Egipcio», o, si se prefiere, el «sofisiano».

Sea como fuere, intento logrado, golpe magistral. A la muer-te de la marquesa, Vivant tenía diecisiete años. ¿Qué joven fran-cés de la época, enamorado de la libertad, no deliró con ella, con la Bella Jardinera?

¡Pompadour! ¡Meterse en sus cajones, sus secretos, sus me-dallas, sus piedras!

Todo esto es muy hermoso, se necesita un error.Lo será el teatro. Sonreímos hoy ante esa manía de los autores de la época (pero,

a la nuestra, basta con añadirle el cine o la televisión). Es así: el reconocimiento social está ahí, se transmite ahí, se conspira ahí, alrededor del Espectáculo. ¿Lo creyó de verdad Vivant? ¿Se dejó arrastrar para frecuentar a las actrices? Veamos: en 1709, Mari-vaux está muerto desde hace seis años. La obra que significa la inclinación moralizadora y ñoña de la época es Le Père de famille [El padre de familia], de Diderot (sí, sí, el mismo Diderot de las audacias). Y aquí tenemos a nuestro Denon rousseauniano con su Julie ou le bon père [Julia o el buen padre]. Se fuerza, se es-fuerza. Todos los tópicos de la época del doble lenguaje figuran en ese texto. El resultado es lastimoso. De una nulidad perfecta. Se llaman Damis, Lisimond. Se dicen cosas de este tipo: «¿Desde cuándo, señor, debo daros cuenta de lo que pasa entre mi padre y yo?» (es la hija de gran corazón la que habla). Están enamorados con buenos sentimientos, que siempre, eternamente, darán mala literatura. Damis: «Cuando el corazón es bueno, la juventud es la edad de la verdad». Un noble anciano, una hija honrada apenas impresionada, un joven que cede a la moral, estamos de lleno en el convencionalismo lacrimógeno. Lisimond: «Lo que un hombre honrado ha prometido a mi propio corazón debe ser independiente de las circunstancias». Etcétera. Es ilegible, no se comprende nada, además no hay nada que comprender más que simplezas. El teatro, en la época, es como la novela o la filosofía hoy: cuanto más vulgar es, mejor pasa. A menos de estar dotado al revés, si puede decirse, y revelarse especialmente nulo. No es

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éste el caso. Los tres actos en prosa del señor Denon, Gentilhom-bre Ordinario del Rey, representados el 14 de junio de 1769 en la Comédie-Française, son un fiasco completo y merecido.

En realidad, Vivant quería impresionar a su familia de pro-

vincias. Hace imprimir la pieza a su costa y la dedica a su padre: «Los sentimientos que respira esta obra os pertenecen, porque me habéis proporcionado el modelo: sólo gracias a vos he podido trazar el retrato de un buen padre». Era de sospechar, pero se queda algo corto para un destino sin par.

Ilusiones de juventud: ser representado, impreso; existir. Vi-vant hará encuadernar incluso un ejemplar de su calamitosa obra para la Du Barry. Tarjeta de visita fallida. El corazón tiene que romperse o fortalecerse, dirá alguien. Su verdadera educación comienza.

La metamorfosis de Vivant Denon: otro enigma. ¿Cómo se

puede pasar de semejante tontería a la lucidez contundente y física de esa obra maestra: Sin mañana? Retengamos esta constatación: Vivant no es edípico. No mata a un padre que se llama Vivant, como él. Uno vuelve al silencio y a las gran-des maniobras. Uno redobla la atención y la discreción. Uno se llama Vivant, por lo tanto, no Morbide [Mórbido]. Ingenuidad, pero no estupidez. ¿Cuántos libros, en nuestros días, ensayos o novelas podrían estar firmados por Mórbido X. o Mórbido Z., tanto masculinos como femeninos? Cada época tiene sus clichés de apariencias. Comprobadlo: tal autor siniestro y desesperado, patético, suicida, atrozmente negador, es, en la vida cotidiana, la alegría misma. Tal o cual, lleno de buenos sentimientos, se supera, llegado el caso, en mezquindad o en crueldad. Tal apo-logista de la virtud o de la moral alcanza, en la vida corriente, cumbres de cinismo. Nada demasiado nuevo bajo el sol, joven. La Revolución, dirá Baudelaire, fue hecha por voluptuosos (pen-saba en Laclos). Puede ser, pero el Terror, indudablemente, fue dirigido por virtuosos. Nada más raro, en última instancia, que la voluptuosidad consciente. Puede suponerse que es hacia ella hacia la que Vivant va a dirigirse. ¿Exige la sociedad una más-

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cara? Habrá que ponerse una, e incluso varias. ¿La verdadera vida? Una sociedad secreta. Hay que tomarse en serio, creo yo, este pasaje de Sin mañana: «La discreción es la primera de las virtudes; a ella se deben muchos instantes de felicidad».

E inmediatamente después:«Todo aquello tenía el aire de una iniciación. Se me hizo atra-

vesar, llevado de la mano, un pequeño pasillo oscuro. Mi corazón palpitaba como el de un joven prosélito al que ponen a prueba antes de la celebración de los grandes misterios».

Sí, Vivant Denon está al corriente, en ese instante, del descu-

brimiento, en Pompeya, de la villa de los Misterios. No tardará en estar en Nápoles.

Sí, la noche de Sin mañana tiene lugar en tres etapas como las iniciaciones masónicas frecuentemente teatralizadas en el siglo XVIII. Sí, Denon no esperó a ir a Egipto para estar ahí, pero su camino propio pasa por lo que las mujeres, visiblemente muy pronto, deciden revelarle. La discreción del «amable se-ñor Denon» (como lo llamará Stendhal) será legendaria. Se le harán muchas preguntas, a las que la mayoría de las veces res-ponderá con una sonrisa. El que sabe, no habla. El que habla, no sabe.

He aquí una carta de Vivant a una destinataria desconocida,

quizá la actriz George Marguerite-Josefina Wemmer (1787-1867), cuyo retrato hará el pintor Gérard. La letra corresponde a sus últimos años. Uno ama lo que dicen de él los comentaristas: «Se sabe que Denon amó y fue amado hasta el fin de sus días. Sus aguafuertes y sus litografías representan con frecuencia mujeres, muchas de las cuales eran célebres en la época».

¿Se sabe? No se sabe nada.Pero aquí está la carta (es lo que se denomina hablar a una

mujer):«He tenido que mirar dos o tres veces la firma, preguntarme

cuál era mi nuevo estado, mi felicidad presente, y no he com-prendido nada, salvo que me pedís vuestro retrato que no tengo ganas de devolveros y que conservaré si os place.

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»Iré a veros, si me lo permitís, y me devolveréis el Busto y la Copa si ya no los necesitáis. Siempre os amaré, y vos me devolve-réis ese amor porque no veo razones para que sea de otro modo.

Denon». Triunfo de la razón en amor, pequeño silogismo estratégico.Os amaré siempreY vos me devolveréis ese amorPorque no veo razones para que sea de otro modo.De esa época, llamada «Antiguo Régimen» (pero de la que

mejor sería decir que entonces el tiempo era realmente el Tiem-po), Denon ha conservado por tanto su estilo hasta el final. Hay que ver los dos retratos de juventud que hizo de él su amigo Au-gustin de Saint-Aubin. Una preparación para un grabado titula-do El guapo engalanado, donde se ve a Vivant bailando. Y una mina de plomo, piedra negra, tiza blanca, sanguina, pastel rosa y gris azulado sobre papel ligeramente oscurecido: perfil derecho, formato circular. Elegancia, delicadeza, firmeza.

El legendario cardenal de Bernis habrá sido, también, ami-

go de Vivant. ¿Fue él quien le hizo sentir curiosidad por Italia, por Nápoles, por Venecia (donde Bernis habrá compartido una amante con Casanova)? Puede ser. La vida de cada uno de estos cuerpos es una novela interminable. ¿Qué pensaba el cardenal de Mme. de Pompadour? Esto:

«La marquesa no tenía ninguno de los grandes vicios de las mujeres ambiciosas; pero tenía todas las pequeñas miserias y la ligereza de las mujeres embriagadas de su figura y de la pretendi-da superioridad de su inteligencia: hacía el mal sin ser malvada, y el bien por pasión; su amistad era celosa como el amor, ligera, inconstante como él, y nunca segura».

Cierto que se trata de un juicio político.¿Espíritu de la época? Casanova, sobre Bernis:«La seriedad de un primer encuentro no impidió nunca el

humor de parte del señor de Bernis, que en este punto poseía a la perfección el ingenio francés. He viajado mucho, he estudiado mucho a los hombres individualmente y en masa, pero sólo he

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encontrado la auténtica sociabilidad en los franceses; porque sólo ellos saben bromear, y la broma fina y delicada, animando la conversación, hace el encanto de la sociedad».

A Casanova no se le pasó por la cabeza la idea de escribir en

otra lengua que no fuera el francés. Esto, creo yo, no necesita co-mentarios. El francés, como energía o punta fina de lengua, ¿debe morir para resucitar? El problema radica ahí. Surgirá un siglo después, con la aparición de Lautréamont, de Rimbaud. Luego, de nuevo, con Proust y Céline. En cuanto a Denon, va a cruzarse sucesivamente con Stendhal y Chateaubriand. Pero también, de inmediato, y como por azar, con dos grandes estrellas de su ado-lescencia: Diderot, Voltaire. Para eso, tiene que dejar Francia, ir a Rusia, luego a Suiza. Sí, decididamente, siempre la novela.

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