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1 Y tú, ¿qué eres? SOY UN VAMPIRO Vampiros La opinión más común sobre los vampiros es que son fríos, calculadores y peligrosos, mientras que los mismos vampiros están orgullosos de su elegancia y disciplina. Son encantadores y todavía tienen tendencia a desvelarnos un lado más oscuro cuando huelen sangre. El vampiro Matthew Clairmont, un ge- netista, muestra cierto interés por Diana Bishop, una bruja, cuando ella saca a la luz un manuscrito encantado que contie- ne los secretos de su pasado y la llave para el futuro. Matthew Clairmont Matthew Clairmont es un genetista, vampiro y miembro del All Souls College de la Universidad de Oxford. Sus credencia- les educativas son extremadamente extensas como para listarlas aquí. Pasa muchas horas del día y de la noche en su laboratorio, aunque ocasionalmente visita su hogar, Francia. Brujas_LIBRITO_PROMO2.indd 1 23/02/11 12:55

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Y tú, ¿qué eres?

SOY UN VAMPIRO

VampirosLa opinión más común sobre los vampiros es que son fríos, calculadores y peligrosos, mientras que los mismos vampiros están orgullosos de su elegancia y disciplina. Son encantadores y todavía tienen tendencia a desvelarnos un lado más oscuro cuando huelen sangre. El vampiro Matthew Clairmont, un ge-netista, muestra cierto interés por Diana Bishop, una bruja, cuando ella saca a la luz un manuscrito encantado que contie-ne los secretos de su pasado y la llave para el futuro.

Matthew ClairmontMatthew Clairmont es un genetista, vampiro y miembro del All Souls College de la Universidad de Oxford. Sus credencia-les educativas son extremadamente extensas como para listarlas aquí. Pasa muchas horas del día y de la noche en su laboratorio, aunque ocasionalmente visita su hogar, Francia.

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Extracto«Repentinamente, sentí una mirada helada entre mis omóplatos.Me habían visto, y no era un observador humano normal».

SOY UNA BRUJA

BrujasLas brujas son conocidas por ser las criaturas más naturales. La familia y los fuertes linajes son increíblemente importantes, aunque las brujas también se enorgullecen de ser sociables y cálidas a la hora de entablar amistades. Las brujas tienen unos fuertes y fiables instintos, y se puede confiar en ellas debido a su conocimiento del mundo. En El descubrimiento de las bru-jas Diana Bishop intenta desvincularse de la historia de su fa-milia, pero lucha por dejar atrás este sentimiento cuando des-cubre un manuscrito perdido en la Biblioteca Bodleiana.

Diana BishopDiana Bishop es una historiadora de alquimia que imparte un par de clases en la Universidad de Yale. Sus alma máter incluyen Bates College y New College, en Oxford. Prefiere el té al café, y su comida favorita es la pizza. Cuando no está en la biblio-teca, la podemos encontrar en el río en un barco bastante largo y estrecho.

Extracto«Respiré hondo el conocido aire de la biblioteca, me llené los pulmones y cerré los ojos, con la esperanza de que eso me ayudara a ver con claridad. La Bodleiana había sido siempre un santuario para mí, un lugar no relacionado con los Bishop. Metí las manos temblorosas debajo de los codos, fijé la mirada en el Ashmole 782 en la penumbra que avanzaba y me pregun-té qué hacer».

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SOY UN DAIMÓN

DaimonesLos daimones son criaturas creativas y artísticas que caminan sobre una cuerda floja entre la locura y el genio. Viven la vida de una forma caótica mostrando incluso cierto cariño por aque-llos que comparten sus ideales. Los daimones poseen grandes talentos y a menudo tienen un gran amor por la música. El origen de los daimones es complicado, ya que muchos nacieron en familias humanas que nunca fueron conscientes del carácter poco usual de su descendencia.

Hamish OsborneHamish Osborne es el mejor amigo de Matthew Clairmont; se conocieron en la Universidad de Oxford veinte años antes. Con un aroma único a lavanda y menta, Hamish es una criatura que sabe cómo manejar a Matthew y comparten además un sentido del humor parecido y la misma pasión por las ideas.

Extracto«Recibí dos ligeros toquecitos en los pómulos, suaves y fugaces como un beso. Levanté la vista hacia el rostro de otro daimón de sexo femenino. Era muy hermosa, con facciones despam-panantes y contradictorias: su boca era demasiado ancha para su cara delicada, sus ojos marrón chocolate estaban demasiado juntos teniendo en cuenta su gran tamaño, el pelo era demasia-do rubio para su piel color miel».

SOY UN HUMANO

HumanosLos humanos son racionales, seres llenos de sensibilidad que se crecen en compañía de otros. Muestran su talento de muchas

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formas, desde intereses académicos a otros menesteres más prácticos. Los humanos en El descubrimiento de las brujas son conscientes de que sus interacciones con otras criaturas son inusuales, pero a menudo hacen la vista gorda a las pecu-liares actividades que los «otros» llevan a cabo en sus narices.

En un mundo en el que cuatro especies coexisten, no es sorprendente que los humanos sean conscientes de las criaturas incluso si deciden ignorar sus especiales características. Jordan —el mayordomo humano del daimón Hamish Osborne— sabe esto mejor que nadie, con su conciencia tácita de los secretos de su jefe siempre presentes pero nunca divulgados.

Extracto«—Estás viviendo una mentira, y para colmo, es una mentira poco convincente. Tú crees que pasas por un humano. —El tono de Matthew era aséptico, casi médico—. No engañas a nadie más que a ti misma. Los he visto observándote. Saben que eres diferente».

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Todo aquel que empieza a leer esta novela, ya no la puede soltar…

Capítulo 1

E l volumen encuadernado en cuero no era nada extraordinario. Antiguo y gastado como estaba, a cualquier historiador nor-

mal y corriente no le habría parecido diferente de otros cientos de manuscritos en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. Pero yo supe que había algo raro en él desde el mismo momento en que lo recibí.

La sala de lectura Duke Humphrey estaba desierta esa tarde de final de septiembre, y los pedidos de material de la biblioteca eran satisfechos rápidamente, ya que la afluencia de eruditos visitantes durante el verano había terminado y la locura del periodo de otoño todavía no había comenzado. De todas formas, me sorprendí cuando Sean me detuvo en el mostrador de préstamos.

—Doctora Bishop, aquí están tus manuscritos —susurró con un ligero tono de niño travieso en la voz. La parte delantera de su jersey de rombos tenía marcas de óxido dejadas por las viejas encua-dernaciones de cuero que él sacudió con cuidado. Un mechón de pelo rubio rojizo le cayó sobre la frente mientras lo hacía.

—Gracias —le respondí con una sonrisa. Yo estaba infringien-do descaradamente las reglas que limitaban el número de libros que un lector se podía llevar por día. Sean, que había compartido muchas copas conmigo en el pub de estuco rosado al otro lado de la calle en nuestros días de estudiantes de posgrado, había estado recibiendo mis pedidos sin decir una palabra durante más de una semana—. Y deja de

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llamarme doctora Bishop. Siempre me parece que te estás dirigiendo a otra persona.

Esbozó una gran sonrisa y empujó los manuscritos —todos con magníficos ejemplos de ilustraciones alquímicas de las coleccio-nes de la Bodleiana— por encima de su gastada mesa de roble, cada uno metido en una caja de cartón gris para protegerlos.

—Oh, hay uno más. Sean desapareció por entre los anaqueles durante un momento

y volvió con un grueso manuscrito en cuarto, encuadernado simple-mente con cuero de becerro moteado. Lo puso encima de la pila y se inclinó para observarlo. Los finos bordes dorados de sus gafas bri-llaron a la débil luz que daba la vieja lámpara de lectura de bronce, fija en un estante.

—Éste no ha sido solicitado desde hace bastante tiempo. Haré una nota diciendo que hay que ponerlo en una caja cuando lo devuelvas.

—¿Quieres que te lo recuerde?—No. Ya lo he apuntado aquí. —Sean se tocó la cabeza con la

punta de los dedos.—Tu cabeza debe de estar mejor organizada que la mía. —Mi

sonrisa se hizo más amplia.Sean me miró tímidamente y cogió la ficha de préstamos, pero

ésta no salió de su sitio, metida entre la tapa y las primeras páginas.—Ésta no quiere soltarse —comentó.Unas voces amortiguadas llegaron a mis oídos, perturbando el

habitual silencio de la sala.—¿Has oído eso? —Miré a mi alrededor, desconcertada por

los extraños ruidos.—¿Qué? —preguntó Sean, levantando la vista del manuscrito.Había vestigios de dorado en los bordes del volumen que atra-

jeron mi mirada. Pero aquellos descoloridos restos de oro no podían explicar un tembloroso reflejo, ligero e iridiscente, que parecía estar escapando por entre las páginas. Parpadeé.

—Nada. —Apresuradamente acerqué el manuscrito hacia mí. Sentí una picazón en la piel cuando ésta entró en contacto con el cue-

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ro. Sean todavía sujetaba con sus dedos la ficha de préstamos, pero en ese momento se deslizó fácilmente liberándose de la presión de la encuadernación. Puse los volúmenes en mis brazos y los sostuve con la barbilla, envuelta por un olorcillo de lo sobrenatural que ocul-taba el conocido olor a virutas de lápiz y a la cera del suelo de la bi-blioteca.

—¿Diana? ¿Estás bien? —preguntó Sean, frunciendo el ceño con preocupación.

—Estoy bien. Sólo un poco cansada —respondí, bajando los libros para alejarlos de mi nariz.

Crucé rápidamente la parte original del siglo xv de la bibliote-ca, junto a las filas de mesas de lectura isabelinas con sus tres estan-terías en la parte superior y sus gastadas superficies. Entre ellas, las ventanas góticas dirigían la atención del lector hacia arriba, hacia los altos artesonados, donde con pintura brillante y dorada se destacaban los detalles del blasón de la universidad, con tres coronas y un libro abierto donde su lema, «Dios es mi iluminación», era proclamado repetidamente desde arriba.

Otra académica estadounidense, Gillian Chamberlain, era mi única compañera en la biblioteca aquella noche de viernes. Gillian era profesora de Literatura Clásica en Bryn Mawr, y pasaba mucho tiempo examinando detenidamente restos de papiros encerrados en-tre hojas de cristal. Pasé rápido junto a ella, tratando de evitar mirar-la a los ojos, pero el crujido del viejo suelo me delató.

Sentí el hormigueo en la piel que siempre se apoderaba de mí cuando otra bruja me miraba.

—¿Diana? —llamó desde la oscuridad. Acallé un suspiro y me detuve.

—Hola, Gillian. —Inexplicablemente posesiva con respecto a mi tesoro de manuscritos, me mantuve tan lejos de la bruja como me fue posible y puse mi cuerpo en un ángulo que los ocultaba de su vista.

—¿Qué vas a hacer para la fiesta de Mabon? —Gillian pasaba siempre por mi despacho para invitarme a pasar algún tiempo con mis «hermanas» mientras yo estaba en la ciudad. Al acercarse las ce-

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lebraciones wiccanas del equinoccio de otoño, redoblaba sus esfuer-zos para que me incorporara al grupo de brujas de Oxford.

—Trabajar —respondí inmediatamente.—Sabes que hay algunas brujas muy buenas por aquí, ¿verdad?

—dijo Gillian con un gesto de desaprobación—. Realmente deberías reunirte con nosotras el lunes.

—Gracias. Lo pensaré —dije, alejándome en dirección al ala Selden, el añadido del siglo xvii que corría perpendicular al eje prin-cipal de la sala Duke Humphrey—. Aunque estoy preparando una conferencia, de modo que no me esperéis. —Mi tía Sarah siempre me había advertido que no era posible que una bruja le mintiera a otra, pero eso no me había impedido intentarlo.

Gillian emitió un comprensivo gruñido, pero me siguió con su mirada.

De vuelta a mi asiento habitual frente a los ventanales de vi-drieras, resistí la tentación de dejar caer los manuscritos sobre la me-sa y limpiarme las manos. Pero en lugar de hacerlo, consciente de su antigüedad, deposité el montón con sumo cuidado.

El manuscrito que había retenido la ficha de préstamo estaba encima de los demás. Impreso en dorado, sobre el lomo había un es- cudo de armas que pertenecía a Elias Ashmole, un coleccionista de li-bros y alquimista del siglo xvii cuyos libros y trabajos habían ido a parar a la Biblioteca Bodleiana desde el Museo Ashmolean en el siglo xix, junto con el número 782. Estiré la mano para tocar el cuero marrón.

Una ligera descarga me hizo retirar rápidamente los dedos, pero no con suficiente rapidez. El hormigueo subió por mis brazos, ponién-dome la piel de gallina, para luego extenderse por los hombros, ha-ciendo que los músculos de la espalda y el cuello se me pusieran tensos. Esta impresión desapareció rápidamente, pero me dejó una sensación vacía de deseo no realizado. Conmocionada por mi reacción, me ale-jé de la mesa de la biblioteca.

Incluso a una distancia segura, aquel manuscrito me estaba de-safiando, amenazando las murallas que yo había levantado para se-parar mi carrera académica de mis derechos heredados como la

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última de las brujas Bishop. Allí, con mi doctorado ganado con es-fuerzo, con mi propio puesto y los ascensos en la mano, con mi ca-rrera que empezaba a florecer, había renunciado a la herencia familiar para crearme una vida que dependía de la razón y de mi capacidad como erudita, y no de inexplicables presentimientos y hechizos. Es-taba en Oxford para terminar un proyecto de investigación. Cuando lo hubiese finalizado, mis conclusiones serían publicadas, demostra-das con amplios análisis y notas a pie de página, y presentadas a co-legas humanos, sin dejar espacio para los misterios y sin lugar alguno en mi trabajo para lo que sólo podía ser conocido por medio del sex-to sentido de una bruja.

Pero —aunque de manera inconsciente— había pedido un ma-nuscrito alquímico que necesitaba para mi investigación y que tam-bién parecía poseer un poder sobrenatural que era imposible ignorar. Me moría por abrirlo y aprender más. Sin embargo, un impulso to-davía mayor me retenía. ¿Era mi curiosidad algo intelectual, estaba relacionada con mis estudios? ¿O tenía algo que ver con la relación de mi familia con la brujería?

Respiré hondo el conocido aire de la biblioteca, me llené los pulmones y cerré los ojos, con la esperanza de que eso me ayudara a ver con claridad. La Bodleiana había sido siempre un santuario para mí, un lugar no relacionado con los Bishop. Metí las manos temblo-rosas debajo de los codos, fijé la mirada en el Ashmole 782 en la pe-numbra que avanzaba y me pregunté qué hacer.

Si mi madre hubiera estado en mi lugar, habría sabido la res-puesta de manera instintiva. La mayoría de los miembros de la fa-milia Bishop eran brujas y brujos con mucho talento, pero mi madre, Rebecca, era especial. Todo el mundo lo decía. Sus habili-dades sobrenaturales se habían manifestado muy pronto, y cuando estaba en la escuela primaria podía superar en poderes mágicos a la mayoría de las brujas y brujos más antiguos de la comunidad local con su conocimiento instintivo de los hechizos, su sorprendente visión del futuro y su asombroso don para ver por debajo de la superficie de las personas y los hechos. La hermana menor de mi

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madre, mi tía Sarah, era una bruja muy hábil también, pero su ta-lento era más convencional: buena mano para las pociones y un perfecto dominio de la tradición clásica de hechizos y encantamien-tos de la brujería.

Mis colegas historiadores no sabían nada de la familia, por supuesto, pero todos en Madison, la remota ciudad del estado de Nueva York donde yo había vivido con Sarah desde que tenía siete años, estaban al tanto de la historia de los Bishop. Mis antepasados se habían ido de Massachusetts después de la guerra de la Indepen-dencia. Para aquel entonces, había pasado ya más de un siglo desde que Bridget Bishop fuera ejecutada en Salem. De todas maneras, los rumores y los chismes les siguieron hasta su nuevo hogar. Después de mudarse para establecerse en Madison, los Bishop se esforzaron mucho para demostrar lo útil que podía ser tener vecinos brujos pa-ra curar enfermos y pronosticar el tiempo. Con el trascurso de los años, la familia echó raíces en la comunidad que resultaron ser lo su-ficientemente profundas como para resistir los inevitables brotes de superstición y temores humanos.

[…]

Sacudí la cabeza para concentrarme otra vez en el dilema que tenía delante de mí. El manuscrito estaba en la mesa de la biblioteca, en medio del foco de luz de la lámpara. Su magia movilizaba algo oscu-ro y nudoso dentro de mí. Mis dedos volvieron a tocar el suave cuero. Esta vez la sensación de hormigueo resultó conocida. Recordé vaga-mente haber sentido ya antes algo parecido al revisar unos papeles que había sobre el escritorio en el despacho de mi padre.

Me aparté decididamente del volumen encuadernado en cuero para ocuparme de algo más racional: la búsqueda de la lista de textos de alquimia que había preparado antes de salir de New Haven. Es-taba sobre mi mesa, escondida entre los papeles sueltos, fichas de préstamo de libros, recibos, lápices, bolígrafos y mapas de la biblio-teca, cuidadosamente ordenados por colección y luego por el núme-

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ro asignado a cada texto por un empleado de la biblioteca al entrar en la Bodleiana. Desde que llegué hacía unas semanas, había estado trabajando metódicamente, siguiendo esa lista. La descripción de ca-tálogo del Ashmole 782, que había copiado, decía: Antropología o tratado que contiene una breve descripción del hombre en dos partes: la primera, anatómica; la segunda, psicológica. Como ocurría con la mayoría de las obras que yo estudiaba, no había manera de saber cuál era el contenido sólo por el título.

Mis dedos podían llegar a informarme acerca del libro sin abrir las tapas. La tía Sarah usaba siempre los dedos para saber lo que había en el correo antes de abrirlo, por si acaso el sobre contenía alguna fac-tura que no quisiera pagar. De esa manera, podía alegar ignorancia cuando se descubriera que le debía dinero a la compañía eléctrica.

Los números dorados en el lomo hacían guiños.Me senté para considerar las opciones.¿Ignorar la magia, abrir el manuscrito y tratar de leerlo como

un erudito humano?¿Dejar el volumen hechizado y alejarme de allí?Sarah se habría reído entre dientes encantada al verme en se-

mejante aprieto. Siempre había sostenido que mis esfuerzos por man-tenerme alejada de la magia eran vanos. Pero yo venía intentándolo desde el funeral de mis padres. En esa ocasión, las brujas presentes entre los invitados me habían escudriñado en busca de señales de que la sangre de los Bishop y de los Proctor estaba en mis venas. Se de-dicaron a darme palmaditas con gesto alentador, prediciendo que era sólo cuestión de tiempo que yo ocupara el lugar de mi madre en el aquelarre local. Algunos habían susurrado sus dudas sobre la pru-dencia en la decisión de mis padres al casarse.

—Demasiado poder —susurraban cuando pensaban que yo no estaba escuchando—. Era evidente que iban a atraer la atención… incluso sin estudiar ni siquiera la antigua religión ceremonial.

Aquello fue suficiente motivo para que yo culpara de la muer-te de mis padres al poder sobrenatural del que disponían y buscara para mí un estilo de vida diferente. Volví la espalda a todo lo relacio-

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nado con la magia y me sumergí en los asuntos de la adolescencia humana —caballos, muchachos y novelas románticas—, y traté de ser igual que los habitantes normales de la ciudad. En la pubertad tuve problemas de depresión y ansiedad. Un amable médico humano le aseguró a mi tía que aquello era muy normal.

[…]

En ese momento, al volver a la realidad tras rememorar aque-lla parte de mi historia personal, contuve la respiración, cogí el ma-nuscrito con ambas manos y lo puse en uno de los atriles en forma de cuña que la biblioteca proporcionaba para proteger sus libros más valiosos. Había tomado una decisión: iba a actuar como un especia-lista serio y trataría al Ashmole 782 como un manuscrito cualquiera. Iba a ignorar la quemazón en la punta de mis dedos, el extraño olor del libro, y simplemente iba a describir su contenido. Luego decidi-ría —lo más profesionalmente posible— si valía la pena dedicarle mayor atención. De todos modos, me temblaron los dedos cuando solté los pequeños cierres de latón.

El manuscrito dejó escapar un suave suspiro.Con una mirada rápida por encima del hombro, me aseguré de

que el lugar seguía estando todavía vacío. Sólo se escuchaba otro rui-do, el del fuerte tictac del reloj de la sala de lectura.

Después de decidir no prestar atención al hecho de que el libro había suspirado, me volví hacia mi ordenador portátil y abrí un nue-vo archivo. Esta tarea cotidiana —la había realizado centenares, si no miles, de veces antes— resultó tan reconfortante como las pul- cras marcas de control en mi lista. Escribí el nombre y número del manuscrito y copié el título de la descripción de catálogo. Observé su tamaño y encuadernación para describir ambos en detalle.

Lo único que quedaba por hacer era abrir el manuscrito.A pesar de haber soltado los cierres, resultó difícil abrir la cu-

bierta, como si estuviera pegada a las páginas debajo de ella. Solté una imprecación entre dientes y dejé la palma de la mano apoyada sobre

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el cuero durante un instante, con la esperanza de que el Ashmole 782 sólo necesitara un momento para conocerme. No era exactamente magia eso de poner una mano sobre un libro. Sentí un hormigueo en la palma, igual que cuando sentía un cosquilleo en la piel cuando una bruja me miraba, y la tensión desapareció del manuscrito. Después de eso, resultó fácil abrir la tapa.

La primera página era de papel rústico. En la segunda hoja, que era de pergamino, estaban las palabras Antropología o tratado que con-tiene una breve descripción del hombre escritas con la letra de Ashmo-le. Las curvas claras y redondas me resultaban casi tan conocidas como mi propia letra. La segunda parte del título —en dos partes: la primera, anatómica; la segunda, psicológica— estaba escrita con lápiz y con otra letra, de época posterior. Me resultó conocida también, pero no pude identificarla. Con sólo rozar la escritura podría tener alguna pista, pero eso iba en contra de las reglas de la biblioteca y sería imposible documentar la información que mis dedos pudiera conseguir. En lugar de ello, tomé nota en el archivo del ordenador respecto al uso de tinta y lápiz, de las dos diferentes caligrafías y las posibles fechas de las inscripciones.

Cuando pasé la primera página, noté que el pergamino era anormalmente pesado y resultó ser la fuente del olor extraño del ma-nuscrito. No sólo era antiguo. Había algo más, una combinación de moho y almizcle que no tenía ningún nombre. Y de inmediato me di cuenta de que tres hojas habían sido arrancadas cuidadosamen- te de la encuadernación.

Al fin había algo fácil de describir. Mis dedos volaron sobre las teclas: «Retirados al menos tres folios, con una regla o una navaja». Examiné atentamente la hendidura del lomo del manuscrito, pero no pude averiguar si faltaba alguna otra página. Cuanto más acercaba el pergamino a mi nariz, más me distraían el poder y el extraño olor del manuscrito.

Dirigí mi atención a la ilustración que seguía al lugar donde debían haber estado las páginas que faltaban. Mostraba a una niña que flotaba en un vaso de cristal transparente. La pequeña tenía una

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rosa plateada en una mano y una rosa dorada en la otra. En sus pies aparecían unas alas diminutas, y gotas de líquido rojo caían sobre su largo cabello negro. Debajo de la imagen había un rótulo escrito con tinta negra de trazo grueso que indicaba que se trataba de una repre-sentación de la hija filosófica, una imagen alegórica de un paso crucial en la creación de la piedra filosofal, la sustancia química que prome-tía otorgar al que la poseyera salud, riqueza y sabiduría.

Los colores eran luminosos y estaban sorprendentemente bien conservados. Antiguamente, los artistas mezclaban piedra molida y gemas en sus pinturas para producir colores tan intensos. Y la imagen misma había sido dibujada por alguien con verdadera destreza artís-tica. Tuve que sentarme sobre las manos para impedir que trataran de averiguar más cosas tocando aquí y allá.

Pero el iluminador, a pesar de todo su talento, había introduci-do detalles erróneos. El vaso de cristal tenía que haber señalado hacia arriba, no hacia abajo. La figura debía ser mitad negro y mitad blanco, para mostrar que era un hermafrodita. Y debería haber tenido geni-tales masculinos y pechos femeninos, o dos cabezas por lo menos.

La imaginería alquímica era alegórica y notoriamente comple-ja. Ésa era la razón por la que yo la estudiaba, buscando líneas que pudieran revelar un enfoque sistemático y lógico para la transforma-ción química en los días previos a la tabla periódica de los elementos. Las imágenes de la luna eran casi siempre representaciones de la plata, por ejemplo, mientras que las del sol estaban asociadas al oro. Cuando los dos eran combinados químicamente, el proceso era representa- do como una boda. Con el tiempo, las imágenes habían sido reem- plazadas por palabras. Esas palabras, a su vez, se convirtieron en la gramática de la química.

Pero este manuscrito ponía a prueba mi creencia en la lógica de los alquimistas. Cada ilustración tenía por lo menos un defecto fundamental, y no había ningún texto que lo acompañara para ayu-dar a darle sentido a todo aquello.

Busqué algo —cualquier cosa— que coincidiera con mis co-nocimientos de alquimia. A la débil luz aparecieron ligeros vestigios

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de escritura sobre una de las páginas. Incliné la lamparilla para que brillara más.

No había nada allí.Lentamente pasé la página como si fuera una frágil hoja.Las palabras brillaban y se movían sobre la superficie, cientos

de palabras invisibles a menos que el ángulo de la luz y la perspecti-va del observador fueran los correctos.

Sofoqué un grito de sorpresa.El Ashmole 782 era un palimpsesto, un manuscrito dentro de

otro manuscrito. Cuando el pergamino escaseaba, los escribas lava-ban cuidadosamente la tinta de los libros antiguos y luego escribían el nuevo texto sobre las hojas en blanco. Con el tiempo, el escrito anterior a menudo reaparecía como un fantasma de texto, visible con la ayuda de la luz ultravioleta, que permitía verlo por debajo de las manchas de tinta, devolviendo la vida al texto desteñido.

Sin embargo, no existía una luz ultravioleta suficientemente poderosa como para revelar aquellos trazos. Aquél no era un pa-limpsesto común. El texto escrito no había sido lavado, había sido escondido con una especie de hechizo. Pero ¿por qué iba alguien a tomarse la molestia de hechizar el texto en un libro de alquimia? Hasta los expertos tenían dificultades para entender el oscuro len-guaje y la fantasiosa imaginería que usaban los autores.

Aparté la vista de las apenas perceptibles letras, que se movían demasiado rápidamente como para que yo pudiera leerlas, para con-centrarme y escribir una sinopsis del contenido del manuscrito. «Desconcertante —escribí—. Leyendas para las imágenes de los siglos xv al xvii, imágenes del siglo xv principalmente. ¿Las fuentes de las imágenes tal vez más antiguas? Mezcla de papel y vitela. Tin-tas de color y negra, las primeras de una gran calidad poco común. Ilustraciones bien realizadas, pero los detalles son incorrectos, in-completos. Retrata la creación de la piedra filosofal, parto/creación alquímico, muerte, resurrección y transformación. ¿Una copia con-fusa de un manuscrito más antiguo? Un libro extraño, lleno de ano-malías».

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Mis dedos vacilaron encima de las teclas.Los eruditos pueden tomar dos posturas cuando descubren in-

formación que no se corresponde con lo que ya saben: o bien la dejan de lado para que no ponga en peligro sus preciadas teorías, o bien se concentran en ella con una intensidad de rayo láser y tratan de llegar al fondo del misterio. Si el libro no hubiera estado hechizado, podría haberme sentido tentada de hacer esto último. Pero debido a que es-taba embrujado, me sentía fuertemente inclinada a hacer lo primero.

Y cuando tienen dudas, los eruditos generalmente posponen la decisión.

Escribí una ambivalente línea final: «¿Se necesita más tiempo? Posiblemente tenga que volver a solicitarlo».

Casi sin respirar, cerré la tapa y la ajusté con un ligero tirón. Corrientes mágicas resonaban todavía en todo el manuscrito, siendo especialmente intensas alrededor de los cierres.

Cuando estuvo cerrado, me quedé aliviada, mirando fijamen-te el Ashmole 782 durante unos momentos más. Mis dedos querían regresar y tocar el cuero marrón. Pero esta vez me resistí, tal como me había resistido a tocar las inscripciones y las ilustraciones para saber más de lo que un historiador humano podía legítimamente ase-gurar que sabía.

La tía Sarah me había dicho siempre que la magia era un don. Si lo era, había en ella lazos que me ligaban a todas las brujas Bishop que habían existido antes que yo. Había que pagar un precio para usar ese poder mágico heredado y para utilizar los hechizos y encan-tamientos que constituían el oficio cuidadosamente preservado de las brujas. Al abrir el Ashmole 782, había atravesado el muro que separaba la magia de mis estudios eruditos. Pero de vuelta otra vez al lado correcto, estaba más decidida que nunca a permanecer allí.

Recogí mi ordenador y mis notas, levanté el montón de ma-nuscritos, poniendo cuidadosamente el Ashmole 782 debajo de los otros. Afortunadamente, Gillian no estaba en su mesa, aunque sus papeles todavía estaban desperdigados sobre ella. Seguramente pen-saba trabajar hasta tarde y había salido a tomar una taza de café.

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—¿Has terminado? —quiso saber Sean cuando llegué al mos-trador de préstamos.

—No del todo. Me gustaría reservar los tres de arriba para el lunes.

—¿Y el cuarto?—Con ése ya he acabado —espeté, deslizando los manuscritos

hacia él—. Puedes volver a ponerlo en su sitio.Sean lo colocó encima de un montón de libros para devolver

que ya había recogido. Me acompañó hasta la escalera, nos despedi-mos y desapareció detrás de una puerta giratoria. La cinta transpor-tadora que iba a devolver al Ashmole 782 al interior de la biblioteca se puso en marcha.

Casi me giré para detenerlo, pero lo dejé marchar.Tenía la mano levantada para empujar y abrir la puerta de la

planta baja, cuando el aire a mi alrededor me envolvió con fuerza, como si la biblioteca me estuviera apretando. El aire brilló durante una fracción de segundo, tal como habían hecho las páginas del ma-nuscrito en la mesa de Sean, haciéndome temblar involuntariamente y erizando el vello en mis brazos.

Algo acababa de ocurrir. Algo mágico.Giré el rostro hacia la sala de lectura Duke Humphrey, y mis

pies amenazaron con seguirlo.«No es nada», pensé, y salí resueltamente de la biblioteca.«¿Estás segura?», susurró una voz largamente ignorada.

Las campanas de Oxford sonaron siete veces. La noche no seguía al crepúsculo con la misma lentitud que lo habría hecho hacía unos me-ses, pero la transformación todavía persistía. El personal de la biblio-teca había encendido las lámparas hacía apenas treinta minutos, que lanzaban pequeñas lagunas doradas en medio de la luz grisácea.

Era el 21 de septiembre. En todo el mundo, las brujas estaban compartiendo una comida en la víspera del equinoccio de otoño pa-ra celebrar Mabon y dar la bienvenida a la inminente oscuridad del

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invierno. Pero las brujas de Oxford iban a tener que arreglárselas sin mí. Yo tenía programado dar el discurso de apertura en un impor-tante congreso el mes siguiente. Mis ideas todavía eran difusas y me estaba poniendo nerviosa.

Mi estómago protestó sólo de pensar en lo que mis pares, las brujas, podrían estar comiendo en alguna parte de Oxford. Había estado en la biblioteca desde las nueve y media de la mañana, y sólo había hecho una breve pausa para comer.

Sean se había tomado el día libre, y la persona que lo reempla-zaba en el mostrador de préstamos era nueva. Me planteó alguna di-ficultad cuando le pedí un artículo bastante deteriorado y trató de convencerme de que usara el microfilm. El supervisor de la sala de lec-tura, el señor Johnson, oyó por casualidad la conversación y salió de su oficina para intervenir.

—Mis disculpas, doctora Bishop —se apresuró a decir, ajus-tándose unas pesadas gafas de montura oscura sobre la nariz—. Si usted tiene que consultar este manuscrito para su investigación, se lo facilitaremos encantados. —Desapareció para ir a buscar el artículo de préstamo restringido y lo entregó con nuevas disculpas por la contrariedad y por la inexperiencia del personal. Contenta de que mis credenciales como erudita hubieran tenido éxito, pasé la tarde leyendo alegremente.

Quité los dos pesos enrollados de las esquinas superiores del manuscrito y lo cerré con cuidado, contenta por la cantidad de tra-bajo realizado. Después de tropezar con el manuscrito hechizado el viernes anterior, había dedicado el fin de semana a tareas rutinarias en vez de a la alquimia para así recuperar un cierto sentido de nor-malidad. Llené formularios de reembolsos financieros, pagué factu-ras, escribí cartas de recomendación e incluso terminé la reseña de un libro. Estas tareas estuvieron entremezcladas con rituales domés-ticos como lavar la ropa sucia, beber copiosas cantidades de té y pro-bar recetas de los programas de cocina de la BBC.

Tras empezar temprano esa mañana, había pasado el día tra-tando de concentrarme en las tareas que realizaba, en lugar de dete-

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nerme demasiado en mis recuerdos de las extrañas ilustraciones y el misterioso palimpsesto del Ashmole 782. Miré la breve lista de cosas que tenía que hacer a lo largo del día y las fui anotando. De las cuatro preguntas de mi lista de asuntos para seguir investigando, la tercera era la más fácil de resolver. La respuesta estaba en una antigua revis-ta, Notas e Investigaciones, que estaba archivada en los estantes de una de las vitrinas que ascendían hacia los altos techos de la sala. Em-pujé mi sillón y decidí marcar como ya realizado uno de los temas de mi lista antes de alejarme.

Se accedía a los estantes superiores de la sección de la sala de lectura Duke Humphrey conocida como el ala Selden por medio de unas gastadas escaleras que llevaban a una galería que quedaba sobre las mesas de lectura. Subí los tortuosos peldaños hacia los estantes de madera donde se alineaban cuidadosamente los antiguos libros cubiertos por la dura tela buckram. Nadie, salvo un viejo profesor de literatura del Magdalen College y yo, parecía usarlos. Localicé el volumen y murmuré una imprecación entre dientes. Estaba en el es-tante más alto, justo fuera de mi alcance.

Una grave risa ahogada me sobresaltó. Giré la cabeza para ver quién se había sentado en la mesa en el extremo más lejano de la ga-lería, pero allí no había nadie. Estaba oyendo cosas otra vez. Oxford era todavía una ciudad fantasma, y cualquiera que perteneciera a la universidad ya se había ido hacía una hora para beber una copa de jerez gratis antes de la cena en la sala común de estudiantes del último año de su propio college. Debido a la festividad de Wiccan, incluso Gillian se había marchado al caer la tarde, después de hacerme una última invitación y echar un vistazo a mi material de lectura con los ojos entrecerrados.

Busqué la escalera taburete de la galería, pero no la encontré. En la Bodleiana escaseaban de manera notoria tales elementos, y tar-daría quince minutos en encontrar uno en la biblioteca y llevarlo arriba para coger el volumen. Vacilé. Aunque había tenido en mis manos un libro hechizado, me había resistido a la considerable ten-tación de hacer más magia un viernes. Además, nadie lo vería.

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A pesar de mis razonamientos, mi piel sintió un hormigueo de angustia. No violaba mis propias reglas muy a menudo, y llevaba una cuenta mental de las situaciones que me habían incitado a recurrir a mi magia en busca de ayuda. Aquélla era la quinta vez ese año, inclu-yendo el hechizo de la lavadora estropeada y el haber tocado el Ash- mole 782. No estaba tan mal para finales septiembre, pero tampoco era mi mejor marca personal.

Respiré hondo, levanté la mano e imaginé el libro en ella.El volumen 19 de Notas e Investigaciones se deslizó cinco cen-

tímetros hacia atrás, se inclinó en ángulo como si una mano invisible lo estuviera arrastrando y cayó para golpear con fuerza en la palma abierta de mi mano. Una vez allí, se abrió en la página que yo nece-sitaba.

Había tardado tres segundos. Dejé escapar otro suspiro para liberarme un poco del sentimiento de culpa. Repentinamente, sentí una mirada helada entre mis omóplatos.

Me habían visto, y no era un observador humano normal. Cuando una bruja examina a otra, el roce de sus ojos se siente como un hormigueo. Sin embargo, las brujas no son las únicas criaturas que comparten el mundo con los humanos. También hay daimones, criaturas creativas, artísticas, que caminan por una cuerda floja entre la demencia y el genio. Mi tía describía a estos seres extraños y des-concertantes como «estrellas de rock y asesinos en serie». Además, hay vampiros, antiguos y hermosos, que se alimentan de sangre y, si no lo matan a uno antes, resultan totalmente encantadores.

Cuando un daimón me mira, siento la presión leve y pertur-badora de un beso. Pero cuando un vampiro mira fijamente, se sien-te un frío concentrado y peligroso.

Recorrí mentalmente a todos los lectores en la sala Duke Hum-phrey. Había habido un vampiro, un monje angelical que examinaba detenidamente misales medievales y devocionarios como un amante. Pero no se encuentran con frecuencia vampiros en las salas de libros raros. Ocasionalmente, alguno sucumbía a la vanidad y a la nostalgia y entraba para recordar el pasado, pero eso no era habitual.

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Era mucho más normal encontrar brujas y daimones en las bibliotecas. Gillian Chamberlain había estado allí aquel día, estudian-do sus papiros con una lupa. Y definitivamente había dos daimones en la sala de consulta de música. Habían levantado la vista, aturdidos, cuando pasé caminando rumbo a Blackwell’s a tomar el té. Uno me dijo que le trajera un café con un poco de leche al volver, lo cual era una señal de lo abstraído que estaba en fuese cual fuese la locura que se había apoderado de él en ese momento.

No, era un vampiro quien me miraba en ese instante.Me había encontrado con algunos vampiros, ya que yo tra-

bajaba en un terreno en que me ponía en contacto con científicos, y había gran número de vampiros en los laboratorios de todo el mundo. La ciencia recompensa el intenso estudio y la paciencia. Y gracias a sus solitarias costumbres de trabajo, un científico podía tener un círculo reducido de conocidos, prácticamente limitado a sus compañeros de trabajo más cercanos. Eso hacía que una vi- da que abarcaba siglos en vez de décadas fuera mucho más fácil de llevar.

En estos tiempos, los vampiros se orientaban hacia los acele-radores de partículas, los proyectos para descifrar el genoma y la biología molecular. En otras épocas habían acudido en tropel a la al-quimia, la anatomía y la electricidad. Si alguna actividad incluía ex-plosiones, involucraba sangre o prometía revelar los secretos del universo, con seguridad habría un vampiro por allí

Agarré mi ejemplar de Notas e Investigaciones conseguido de forma poco ortodoxa y me volví para encararme con el testigo. Es-taba entre las sombras, al otro lado de la sala, delante de los libros de consulta de paleografía, apoyado contra uno de los elegantes pilares de madera que sostenían la galería. Un ejemplar abierto de la Guía para escrituras usadas en inglés hasta 1500, de Janet Roberts, se ba-lanceaba en sus manos.

Nunca había visto a aquel vampiro antes, pero estaba bastante segura de que no necesitaba ayuda sobre la manera de descifrar viejas caligrafías.

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Cualquiera que haya leído algún best seller en edición de bol-sillo o incluso haya visto televisión sabe que los vampiros son algo que te deja sin aliento, pero nada te prepara para ver un vampiro real. Sus estructuras óseas están tan delineadas que parecen cincela-das por un escultor experto. Además, se mueven, o hablan, y la mente no puede ni siquiera empezar a absorber lo que está viendo. Cada movimiento está lleno de gracia; cada palabra es musical. Ade-más sus ojos son irresistibles, y es así precisamente como atrapan a sus presas. Una larga mirada, algunas palabras suaves, un roce. Cuan-do uno queda enganchado en la trampa de un vampiro, no hay po-sibilidad de huida.

Al mirar atentamente a aquel vampiro me di cuenta, con una gran sensación de angustia, de que mis conocimientos sobre el tema eran, ¡ay!, en gran parte teóricos. Poco me servían en ese momento en que me enfrentaba a uno en la Biblioteca Bodleiana.

El único vampiro con el que yo había tenido un encuentro, más bien fugaz, trabajaba en el acelerador de partículas nuclear en Suiza. Jeremy era muy delicado y hermoso, pelo rubio brillante, ojos azules y una risa contagiosa. Se había acostado con la mayoría de las mujeres en el cantón de Ginebra y en ese momento se estaba abrien-do paso por la ciudad de Lausana. Qué era lo que hacía después de seducirlas era algo que yo nunca traté de investigar a fondo, y recha-cé sus insistentes invitaciones a salir a tomar una copa. Siempre pen-sé que Jeremy era representativo de su raza. Pero en comparación con el que en ese momento tenía delante, parecía huesudo, desgar-bado y extremadamente joven.

Éste era alto. Medía casi dos metros, incluso teniendo en cuen-ta los problemas de perspectiva relacionados con el hecho de estar mi-rándolo desde lo alto de la galería. Y decididamente no era muy delicado en sus formas. Los anchos hombros se estrechaban en caderas esbeltas, que se convertían en piernas delgadas y musculosas. Sus ma-nos eran sorprendentemente largas y ágiles, una señal de delicadeza fisiológica que motivó que mi mirada se fijase en ellas para intentar descubrir cómo podían pertenecer a un hombre de semejante estatura.

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Mientras mis ojos lo recorrían de arriba abajo, los suyos esta-ban fijos en mí. Desde el otro lado de la sala parecían negros como la noche, mirando por debajo de unas cejas gruesas e igualmente ne-gras. Una de ellas se enarcaba formando una curva que sugería la forma de un signo de interrogación. Su cara resultaba sorprendente, con diferentes planos y superficies; sus pómulos se elevaban en án-gulo hacia las cejas que protegían y daban sombra a sus ojos. Por encima de la barbilla se encontraba uno de los pocos rasgos en don-de parecía reflejarse la ternura: una gran boca que, al igual que sus largas manos, no parecía armonizar con el resto.

Pero lo más perturbador en él no era su perfección física, sino la combinación salvaje de fuerza, agilidad e inteligencia aguda que era palpable incluso desde el otro lado de la sala. Con sus pantalones negros y el suave jersey gris, su cabello negro peinado hacia atrás, arrancando de la frente y muy corto en la nuca, parecía una pantera dispuesta a atacar en cualquier momento, pero que no tenía ninguna prisa por comenzar.

Sonrió. Fue una sonrisa pequeña y educada sin mostrar los dien-tes. De todas maneras, yo sabía muy bien que estaban allí, situados en hileras perfectamente rectas y afiladas detrás de sus pálidos labios.

El simple hecho de pensar en «dientes» envió una instintiva corriente de adrenalina por todo mi cuerpo, haciendo que mis dedos sintieran un hormigueo. De pronto, lo único en lo que podía pensar era en salir de inmediato de aquella sala. «Sal ya», me dije.

La escalera parecía más alejada de los cuatro pasos que se ne-cesitaban para llegar a ella. Bajé corriendo hasta el piso de abajo, tro-pecé en el último escalón, y me lancé directamente a los brazos del vampiro, que me estaba esperando.

Por supuesto, había llegado antes que yo al pie de las escaleras.Sus dedos estaban fríos y sus brazos parecía más de acero que

de carne y hueso. El aire estaba impregnado con aromas de clavo, canela y algo que me recordaba al incienso. Me ayudó a ponerme de pie, levantó Notas e Investigaciones del suelo y me lo entregó con una pequeña reverencia.

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—La doctora Bishop, supongo.Asentí con un gesto mientras temblaba de pies a cabeza.Metió los dedos largos y pálidos de su mano derecha en un

bolsillo y sacó una tarjeta de visita blanca y azul que me ofreció.—Matthew Clairmont.Cogí el borde de la tarjeta, con cuidado de no tocar sus dedos

al hacerlo. El conocido logotipo de la Universidad de Oxford, con las tres coronas y el libro abierto, estaba impreso junto al nombre de Clairmont, seguido por una serie de iniciales que indicaban que ya era miembro de la Royal Society.

No estaba mal para alguien que parecía tener entre treinta y cinco y cuarenta años, aunque imaginé que su verdadera edad segu-ramente fuese al menos diez veces superior.

En cuanto a su especialidad de investigación, no fue ninguna sorpresa ver que el vampiro era profesor de Bioquímica y asociado a Neurociencia de Oxford en el hospital John Radcliffe. Sangre y anatomía, dos de los elementos favoritos de los vampiros. La tarjeta tenía tres números de teléfono diferentes del laboratorio, además de un número del despacho y una dirección de correo electrónico. Pue-de que yo no lo hubiese visto hasta ese momento, pero desde luego resultaba imposible no encontrarlo.

—Profesor Clairmont —musité sin que apenas las palabras llegaran a mi garganta, y contuve el impulso de salir corriendo dando gritos hacia la salida.

—No nos conocemos —continuó, con un extraño acento en la voz. Se trataba del típico acento universitario de Oxford-Cam-bridge pero con un toque que me resultaba difícil identificar. Des-cubrí que sus ojos, que en ningún momento se apartaron de mi cara, en realidad no eran oscuros, sino que estaban dominados por pupilas dilatadas con un iris formado por una franja gris verdosa. Su atractivo era intenso, y me resultaba imposible apartar la mi-rada.

El vampiro movió de nuevo la boca.—Soy un gran admirador de su trabajo.

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Abrí los ojos desmesuradamente. No era imposible que un profesor de Bioquímica estuviera interesado en la alquimia del si- glo xvii, pero parecía muy poco probable. Puse los dedos en el cuello de mi blusa blanca y recorrí con la mirada la sala. Éramos las dos únicas personas allí. No había nadie en el viejo mueble de roble donde se archivaban las fichas ni en la cercana mesa de ordenadores. Fuese quien fuese el que estuviese en el mostrador de devoluciones se encontraba demasiado lejos como para acudir en mi ayuda.

—Su artículo sobre el simbolismo del color en la transforma-ción alquímica me resultó fascinante, y su trabajo sobre el enfoque de Robert Boyle para los problemas de la expansión y la contracción resulta muy persuasivo —continuó Clairmont con suavidad, como si estuviera acostumbrado a ser el único participante activo de una conversación—. No he terminado todavía su libro más reciente sobre el aprendizaje y la educación alquímicos, pero estoy disfrutando mu-chísimo de él.

—Gracias —susurré. Su mirada pasó de mis ojos a mi garganta.Dejé de toquetear los botones alrededor de mi cuello.Sus ojos antinaturales volvieron a mirar los míos.—Usted tiene una manera maravillosa de evocar el pasado pa-

ra sus lectores. —Tomé eso como un cumplido, ya que un vampiro sabría si era erróneo. Clairmont hizo una breve pausa—. ¿Podría in-vitarla a cenar?

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Sobre EL DESCUBRIMIENTO DE LAS BRUJAS

La historia

Empieza con la ausencia y el deseo. Empieza con sangre y miedo. Empieza con el descubrimiento de las brujas.

El descubrimiento de un manuscrito alquímico embrujado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford representa una desagradable intrusión de la magia en la ordenada vida cotidiana de la histo-riadora Diana Bishop. Aunque descendiente de una larga su-cesión de brujas, Diana está decidida a permanecer libre del legado de su familia y destierra el manuscrito a los montones de libros olvidados, pero ya será imposible para ella mantener el mundo de la magia a distancia durante más tiempo.

Aunque las brujas no son las únicas criaturas místicas que viven entre los humanos. También hay ingeniosos daimones destructores y antiguos vampiros que se sienten interesados por el descubrimiento de la bruja. Estos seres creen que el ma-nuscrito contiene claves importantes sobre el futuro y el pasa-do, y quieren saber por qué Diana Bishop ha sido capaz de tener acceso a tan escurridizo tomo.

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El líder entre las criaturas que se reúnen alrededor de Diana es el vampiro Matthew Clairmont, un genetista apasio-nado de Darwin. Juntos, Diana y Matthew se embarcan en un viaje para entender los secretos del manuscrito. Pero la relación que surge entre el viejo vampiro y la hechizadora bruja ame-naza con deshacer la frágil paz que ha existido desde hace mu-cho tiempo entre criaturas y humanos, y que también trans-formará sin lugar a dudas el mundo de Diana.

Cómo surgió la idea de escribir el libro

La idea de la novela comenzó con una pregunta: si realmente hubiera vampiros en el mundo, ¿que harían para ganarse la vida? Decidí que serían científicos o financieros internaciona-les —dos actividades cuyos beneficios se ven a largo plazo—. Desde ese punto, como historiadora de la ciencia, comencé a imaginarme el mundo que rodea a los vampiros: sus amigos, su familia, sus enemigos. El mundo de El descubrimiento de las brujas había nacido, con sus cuatro tipos de criaturas y sus muchos secretos. Supe desde el principio que las brujas estarían interesadas en el poder de la tradición, y que los daimones serían los genios ocurrentes con los que nos maravillamos y que no entendemos.

Cogí mi propia experiencia como historiadora de la cien-cia para modelar los intereses de Diana Bishop. Como Diana, estoy fascinada con la relación entre ciencia y magia. Al termi-nar mi tesis, mientras la revisaba para su publicación, yo también encontré un manuscrito perdido de alquimia en la Biblioteca Bodleiana. Me dio la idea para que ella buscara un manuscrito perdido similar entre sus colecciones. Entonces ya había decidi-do muchos de los aspectos de la trama en este punto— que habría cuatro especies, un libro perdido, un secreto— y cuan-do visualicé el título que describía al manuscrito perdido, el

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Ashmole 782, supe que era perfecto para la historia, y la trama continuó desarrollándose a partir de ahí.

Cuando estaba escribiendo el libro, siempre pensaba en él como en una trilogía. Al comienzo del proceso, escribí el final del tercer libro de la saga. Saber hacia dónde se van a construir las tramas de los libros ayuda mucho a mantener centrado todo el proceso. Pero siempre me sorprendía de los personajes inesperados que emergían y de los giros y vueltas de la trama de Diana y Matthew según la iba escribiendo desde el principio hasta el final. El plan general de la historia se ha mantenido igual, pero el viaje que Diana y Matthew han em-prendido ha tomado algunos derroteros sorprendentes.

También, como historiadora, me ha chocado que la ma-yoría de los vampiros en la literatura son relativamente jóvenes: se convierten en vampiros en los siglos más recientes. El rega-lo y la maldición de la longevidad me parece que está relativa-mente poco explorado en la mayoría de las obras de ficción. Supe desde el principio que quería que los personajes vampiros principales fueran muy, muy viejos y que hubieran tenido una gran variedad de vivencias en diferentes momentos y lugares históricos.

Una de las cosas que descubrí escribiendo ficción es que canalizas experiencias de todas las partes de tu vida de modos muy curiosos. Por ejemplo, una vez quise ser actriz, remé para el Keble College de Oxford durante varios años mientras in-vestigaba mi tesis con una beca Fulbright, tuve una vieja casa con personalidad propia en el norte del Estado de Nueva York, fui una ávida motorista y soy una dedicada entusiasta del vino con un blog sobre el tema muy activo que ha publicado artícu-los en Internet y en revistas especializadas.

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Ediciones extranjeras y traducciones

El descubrimiento de las brujas está siendo traducido y editado a más de 30 idiomas en todo el mundo: bengalí, brasileño, búl-garo, catalán, chino-complejo, chino-simplificado, croata, che-co, danés, holandés, inglés, estonio, finés, francés, alemán, grie-go, hebreo, húngaro, italiano, japonés, coreano, noruego, polaco, portugués, ruso, serbio, eslovaco, español, sueco, tai-landés, turco, ucraniano.

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La alquimia

¿Quién fue el primer alquimista? Nadie lo sabe, pues los orí-genes de la alquimia siempre han estado envueltos por el mis-terio. Los estudiosos creen que fueron practicados diversos tipos de alquimia por culturas ancestrales en todo el mundo. La base de la alquimia radica en la creencia de que los seres humanos pueden imitar los procesos de creación y destrucción que han sido relevantes en la historia de la Tierra. En cuan- to que es imposible para los historiadores remontarse a un alquimista original, también es imposible dar con una única definición que cubra las muchas ramas que ha desarrollado la disciplina a lo largo de los años.

Para algunos, la alquimia se desarrolló inicialmente para la transformación de productos químicos y metales a través de procesos tales como el calentamiento, enfriamiento, con-densación y separación. Las historias de alquimistas que lo-graron transformar el plomo en oro pertenecen a esta prácti-ca, y los métodos que desarrollaron dejaron un rastro que puede seguirse hasta los actuales laboratorios científicos y la ciencia de la química. Sus prácticas también contribuyeron a los adelantos médicos, industriales y técnicos, así como a la elaboración de medicinas, la producción de nuevos tintes para

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ropa y la mejora de los procesos de construcción de cristales y hornos.

Para otros alquimistas, la transformación de la materia era sencillamente una señal tangible de cambios filosóficos y metafísicos más importantes. Los textos alquímicos a menudo se formulan en un lenguaje alegórico y utilizan símbolos para mostrar el viaje del alquimista hacia el conocimiento y la sabi-duría. Estos mitos y símbolos han llevado a psicólogos moder-nos a sostener que los textos alquímicos contienen una impor-tante comprensión de los impulsos y emociones arquetípicas de los humanos. En el pasado, la alquimia estaba relacionada con la redención espiritual, la llegada del apocalipsis y la bús-queda de la Piedra Filosofal, que traería la vida eterna al afor-tunado que la obtuviese a través de sus experimentos químicos.

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¿Dónde se encuentra el Ashmole 782?

La Biblioteca Bodleiana de la Universidad de Oxford es uno de los tesoros más grandes del mundo. Poco después de que abriese sus puertas a los historiadores en 1602, su benefactor sir Thomas Bodley llegó a un acuerdo con la London’s Stationer’s Company para albergar en la biblioteca una copia de cada libro que se editase en Inglaterra. Estas copias serían cuidadosamen-te guardadas en la biblioteca, y para su seguridad, no se pres-tarían a los usuarios. Ni siquiera el rey Carlos I de Inglaterra sería capaz de romper esta norma. Hoy en día, la biblioteca aloja más de once millones de piezas en su colección, inclui- dos extraordinarios manuscritos y copias únicas de los primeros libros publicados.

Desde sus inicios se hicieron donaciones y obsequios que aumentaron el tamaño de la colección y le dieron a la bibliote-ca una reputación y prestigio internacionales como centro de conocimiento y sabiduría. Uno de los primeros donantes de la biblioteca fue Elias Ashmole (1617-1692). Ashmole fue un gran bibliófilo y coleccionista, además de un dedicado estu-diante de alquimia. Cuando murió, le legó a la universidad los fondos económicos suficientes para fundar un museo y una biblioteca. Al museo se destinó su colección de objetos natu-

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rales, monedas antiguas, cerámica y cientos de libros y manus-critos. En 1858 el contenido de la biblioteca de Ashmole le fue ofrecido a la Bodleiana. Los libros fueron catalogados y a los manuscritos se les numeró y designó como «manuscritos Ash- mole».

Un manuscrito con la descripción «Anthropologia, or a treatis containing a short description of Man in two parts: the first Anatomical, the second Psychological» fue marcado como manuscrito Ashmole 782. Su contenido y actual paradero son desconocidos. Puede que fuese incluido en el registro por error. Puede que una inspección detallada de algún bibliotecario re-velase que se trataba de un libro editado y lo enviase a otra parte de la biblioteca para su registro. O puede que…

Quizá se trate de otro de los enigmáticos libros perdidos que muchos investigadores sueñan con encontrar.

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Y las críticas…

«Los lectores a los que les gustó La historiadora o La sombra del viento disfrutarán al máximo con este apasionado debut».

Publishers Weekly

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«El descubrimiento de las brujas es una extraña y maravillosa novela de amor prohibido y de hechizos ancestrales que da la vuelta a todas las ideas preconcebidas sobre magia. Deborah Harkness ha escrito una de las novelas más apasionantes que he leído en años, y ha creado además la mejor alianza entre brujas y vampiros que existe. Me enamoré de la novela desde la primera página».

Danielle Trussoni, autora de ANGELOLOGY

* * *

«En el entusiasta debut de Harkness, brujas, vampiros y dai-mones superan a los humanos en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, donde la bruja e historiadora de Yale Diana Bishop descubre un manuscrito encantado, atrayendo la atención del

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vampiro de 1.500 años Matthew Clairmont. Bishop es hija huérfana de dos brujas y prefiere apoyarse en su intelecto, pero confía en la magia cuando descubre un palimpsesto que documenta el origen sobrenatural de las especies y que ha liberado toda una variedad de muertos que la amenazan, per-siguen y hostigan. En contra de todas las convenciones socia-les que reinan en el mundo de lo oculto, Bishop pide pro- tección al alto, misterioso y sofisticado vampiro Clairmont. Las investigaciones de éste les plantean a ambos preguntas sobre la evolución y la extinción entre los muertos vivientes. Y su romance despierta viejas enemistades de varios siglos de antigüedad.

Harkness imagina un universo poblado de criaturas nor-males y paranormales en un estado de frágil paz. “La magia es el deseo hecho realidad”, dice Bishop después de que sus ha-bilidades amorosas y mágicas excedan sus expectativas. Hark-ness crea un mundo lleno de vida, y le saca todo el partido al creciente interés por la aventura gótica con un final tan abier-to y ambiguo como la puerta de Old Lodge».

Publishers Weekly

* * *

«Una original fantasía para adultos con toda la magia de Harry Potter o Crepúsculo… Un irresistible cuento de brujería, cien-cia y amor prohibido. El descubrimiento te dejará ansioso a la espera de su continuación. Una primera novela que lanza un particular encantamiento».

People

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«Ochocientas páginas de auténtico placer. La mano firme de Harkness en los momentos de amor desventurado y frenéticas

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secuencias de acción en asombrosas localizaciones hace que este debut resulte absolutamente embriagador. Y la mejor no-ticia de todas: es el primer volumen de una trilogía».

Parade

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«Romántica, erudita e intrigante. Harkness presta atención a cada detalle intelectual y emocional, con un sentido del humor y una sensibilidad banales».

O, The Oprah Magazine

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«Un divertido y fantástico debut… Crepúsculo para la genera-ción de la pana».

Entertainment Weekly

* * *

«Increíblemente entretenida. Una historia fascinante llena de romanticismo y peligros que te dejarán al borde de la silla. Con una ejecución simple, El descubrimiento de las brujas es magia literaria elevada a la máxima potencia».

Book Page

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«Ambientada en nuestro mundo contemporáneo, pero con un toque mágico, este centelleante debut escrito por una profeso-ra de Historia despliega un gran elenco de personajes fascinan-tes: los lectores se encontrarán envueltos en el éxito de Diana cuando descubre los secretos del manuscrito. Destinada a ge-nerar una popularidad sin precedentes, esta apasionante nove-

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la es una adquisición fundamental. Harkness es una autora a la que habrá que seguir la pista».

Library Journal

* * *

«Harkness crea un absorbente y dramático relato que se desa-rrolla entre Oxford y París, para situarse por último en Nueva York. Todos sus personajes están perfectamente construidos y son únicos, y, combinados con el complejo y atrayente argu-mento, dan lugar a una lectura imprescindible».

Booklist

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Sobre DEBORAH HARKNESS

Crecí en los suburbios de Filadelfia y he vivido en el oeste de Massachussets, en la zona de Chicago, en Carolina del Norte, en el norte del Estado de Nueva York y en Carolina del Sur. En otras palabras, ¡he vivido en tres de los cinco husos horarios de Estados Unidos! También en Londres y Oxford, en Inglaterra.

En los últimos veinte años he sido estudiante e investiga-dora de historia, y me he licenciado en el Mount Holyoke College, Northwestern University y en la University of Cali-fornia en Davis. Durante todo ese tiempo he investigado la historia de la magia y la ciencia en Europa, especialmente en los siglos xvi y xvii. Las bibliotecas en las que he trabajado incluyen la Bodleiana de Oxford, la All Souls College Library también de Oxford, la British Library, la London’s Guildhall Library, la Henry E. Huntington Library, la Folger Shakespea-re Library y la Newberry Library, desenvolviéndome entre archivos, físicos o de ordenador. Estas experiencias me han generado un profundo y permanente respeto por las bibliote-cas. Actualmente enseño historia de Europa y la historia de la ciencia en la University of Southern California de Los Ángeles.

Mis anteriores libros incluyen dos libros de no ficción: John Dee’s Conversations with Angels: Cabala, Alchemy, and

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the end of Nature (Cambridge University Press, 1999) y The Jewel House: Elisabethan London and the Scientific Revolution (Yale University Press, 2007). Ha sido un privilegio recibir becas del American Council of Learned Societies, la Guggen-heim Fundation, la National Science Foundation y la National Humanities Center. Y he sido galardonada por mis trabajos de historia por la History Science Society, la North American Conference on British Studies y el Logman’s/History Today Prize Committee.

En 2006 cogí mi teclado y entré en el mundo de los blogs y Twitter. Mi blog de vinos, Good wine under $20, es un ar-chivo online acerca de mi búsqueda de los vinos asequibles de mejor calidad. Estos esfuerzos han sido aplaudidos por los Ame-rican Wine Blog Awards, saveur.com y las revistas Wine & Spi-rits y Food & Wine. Mis textos sobre el vino han aparecido tam-bién en la página web Serious Eat y en la revista Wine & Spirits.

Mi carrera dentro de la ficción comenzó en 2008 cuando empecé a preguntarme: «Si realmente hubiera vampiros en el mundo, ¿qué harían para ganarse la vida?». El descubrimiento de las brujas es la respuesta inesperada a esa cuestión.

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