LA CONFESIÓN DE JERÓNIMO
Daniel Nush
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CABEZA NEGRA EDICIONES, S. A., 2013
Manuel Doblado 222
68000 Oaxaca
Impreso y hecho en Oaxaca
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Narcissumque vocat. De quo consultus an esset
tempora maturae visurus longa senectae
fatidicus vates “si se non noverit” inquit1
OVIDIO, Metamorphoses (III, vv.344-346)
…así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar
fugó sin alas.
JOSÉ LEZAMA LIMA, “La muerte de Narciso”
1 “Y [Liríope] lo llama Narciso. Después de consultar sobre si éste
habría/ de ver una edad avanzada por mucho tiempo/ el fatídico adivino respondió: «Si no se llega a conocer a sí mismo»”
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Esta clase es aburridísima. Me largo. Qué me
importa la ridícula vida de la profesora. Es una
inepta. No deberían permitirle a este tipo de
profesores dar clases en la universidad. Mejor
me iré al cuarto. Me levanto silenciosamente.
Aunque Miss Else me mira desafiante, salgo
con un gesto franco, indiferente. Como siempre
los pasillos del College están llenos a esta hora.
Me siento inmovilizado, aprisionado. Tengo
necesidad de salir. Pienso que no estoy
encerrado en un país o en una raza sino aquí
en este tiempo, en el presente. Junto a estas
personas desconocidas que caminan a algún
lugar de su vida. Quizá eso soy. Un caminante.
Un caminante. Un hombre sobre la tierra. Un
hombre desconocido sobre la tierra. Un
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hombre desconocido sobre la tierra
desconocida. Algo me irrita. Hoy amanecí con
alegría, con ganas de practicar las sonrisas que
me hacen falta. Pero no entiendo porque me
siento tan incómodo con mi vida. No fueron las
estúpidas frivolidades de la profesora. No. Es
otra cosa ¿Acaso no estaré aprisionado en un
desconocido que disfruta hacerme perder el
sentido?
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Cuando nací me nombraron Jerónimo, como
mi abuelo Jerónimo González. Hombre íntegro,
recordado en su pueblo por sus acciones en la
comunidad y por haber sido miembro del
Consejo de Ancianos. Me pesa su nombre. Es
inexplicable que los nombres, simple emisión
arcana, a veces simple ruido, tengan una carga
familiar fuertísima. Como creían los antiguos,
te depositan un destino. Ser o no ser con el
antecesor. Esa es la pregunta. Yo elegí no
cargar con el peso de mi nombre. Elegí
abandonar mi memoria y quedarme sin
nombre aunque borrara letra a letra mi vida.
No pienso cambiar de nombre. Sólo busco huir
de él. Permanecer en el silencio. Sí. Eso hago.
Eso haces Jerónimo. Eres Jerónimo González.
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Usas anteojos y no eres un ladrón. Únicamente
compraste un cigarro después de salir de clase.
Cerca del vendedor notaste una bicicleta
abandonada. Sus ruedas seguían girando. No
lo pensaste. Tomaste la bicicleta negra y
pedaleaste con fuerza. Sólo querías huir.
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Tres momentos del día, hasta ahora, en que
perdí el sentido –o la dirección que es lo
mismo- de mí:
i. en la madrugada cuando me desperté a
tomar un vaso de agua
ii. cuando tomé el autobús
iii. los primeros veinte minutos de la estúpida
clase de Miss Else.
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Si alguien sufre de miopía, como yo, entenderá
que los espejos mienten. Quizá la imagen más
cercana a una visión miope sea un espejo
recién nublado por un baño vaporoso. Usted
que goza de una vista sana e impecable
póngase, por un momento, de pie frente a un
espejo. Preferentemente el de un baño. Mírese.
Imagine que usted acaba de tomar un baño con
agua tibia y se distingue momentáneamente en
el delicado espejo que está empañado. ¿Se ha
dado cuenta que necesitamos mirarnos y
esclarecer nuestra imagen para saber que
estamos ahí, definidos? Pues ese reflejo
engañoso y borroso, que usted imagina, es el
que veo. Un miope no alcanza a ver su reflejo a
cierta distancia. Este es su padecimiento: Una
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imagen nebulosa, una insinuación visual. En
las noches y, sobretodo, cuando leo me
arremete la imagen del espejo nublado. He
pensado que sencillamente es mi reflejo, el otro
frente a mí. ¿O es un impostor? Los espejos,
como nosotros, también mienten. Estoy seguro.
Yo nunca me he visto en el espejo porque soy
miope. Por esto y por una razón supersticiosa,
cuando me baño no esclarezco mi espejo
empañado, o no me pongo mis anteojos, para
que ese otro, mi reflejo, nunca me vea.
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La sensación de alejarse de algo es
incomparable. En la bicicleta veo cortarse el
camino frente a mi vista rápidamente. Siento la
lejanía y lo que dejo atrás. Eso es lo
incomparable. El sabor de lo que estás dejando.
Allá está el campo de entrenamiento de
beisbol. Como siempre, hay pocas mujeres
cerca y escasos escolares con mochilas. La
imagen se va quedando atrás rápidamente. El
campo de entrenamiento de tenis es distinto.
Todos lucen livianos. Como si se hubieran
despojado de todas sus cargas en las maletas.
El paisaje cambia en cada sitio de la
universidad que voy dejando. Las bibliotecas,
los comedores, el gimnasio. Dejo de pedalear.
Lanzo mi cigarro consumido al aire. Veo
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muchos estudiantes pasar. Mujeres. Parejas.
Viejos. A lo lejos observo las piscinas.
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Es imposible rescatar la memoria. Su mapa
emocional multiplica la dificultad para
indagarla. Se escapan momentos que después
recordamos y no capturamos jamás. Pienso en
mis recorridos sabatinos al Barrio Logan para
estudiar español. Nunca le mencioné a alguien
la clase, ni siquiera aludí a Jaime o Walter, ni a
la viejita que era la abuela de John y que
desapareció después de una Semana Santa.
Tampoco mencioné aquí las nalgas enormes de
la hermana mayor de John ni nuestras
discusiones sobre México. Ni nada de esa
breve etapa de mi vida. Ahora veo cómo se
desvanecen mis recuerdos que azarosamente
desentierro. Escapan como este camino que
recorro apresurado en bicicleta y fugazmente
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desaparece de mi vista. Espero que
desaparezcan lentamente. La memoria es una
sepultura a la que lentamente echamos tierra.
Al menos intento salir en las fisuras de mi
lenguaje y de mi reducida memoria. Intento
encontrarme en esas fracturas fugitivas de mi
rostro imaginado. Intento rastrearme en la
turbiedad de mi reflejo. A veces me percibo.
Me siento cerca. En las grietas de algo. En el
tiempo que siempre retoca mi memoria. En ese
instante fugaz que me vuelvo otro. Instante
que me sé, que me supe y que me olvido
pronto. Constantemente muere mi rostro.
Perviven mis sucesiones en remembranzas. La
memoria simplemente observa cadáveres,
vestigios de vida, finitud. A veces conserva
misteriosamente, como la hierba, nuevos
cimientos. Nuevos futuros.
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Dejo la bicicleta cerca de unos grandes álamos.
Las ruedas siguen girando. Camino lentamente
hacia las instalaciones. No traigo ropa de baño.
¿Qué hago aquí? Sólo veré a los nadadores.
Dejaré mis cosas en un locker e iré a las gradas.
En fin hay pocas personas dentro y en la última
piscina no hay nadie. Recuerdo un mediodía,
absurdo como hoy, en que seguía a una chica
delgada, de cabello largo, negro y bucles, me
detuve a observar el lento movimiento de la
explanada, los pocos transeúntes que
caminaban bajo el sol, las personas que
disfrutaban la generosidad de los frescos
laureles, y la llanura solitaria que me separaba
de aquella mujer que caminaba con vestido
azul. La volví a seguir. Observaba su espalda
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descubierta y su cabello al viento. De pronto
me vi caminando tras ella. Lo recuerdo
claramente. La memoria hace de nosotros un
espectador y un actor. Desde una vista
panorámica observé a dos personas
caminando. Una chica con lentes y vestido azul
delante de otro chico chaparrito con anteojos.
Así me vi durante diez segundos a lo lejos.
Había un sol luminoso sobre la plaza árida con
aires bochornosos. Me detuve de nuevo. Volví
a observar, frente a mí, a una mujer
caminando. Caminaba acompasada y
lentamente. Tuve miedo. Esperé que se
perdiera en la lejanía. Fue como ver al espejo.
Un desdoblamiento. Dos en nosotros mismos.
El espectador. El protagonista. Los mismos. Iré
a observar la última piscina. Iré a ver la
aparente quietud del agua.
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Todos en algún momento de nuestra vida
estamos tentados a cambiar de lengua. En mi
caso, mi lengua siempre me fue ajena. Nunca la
conocí. Durante mi vida, no me ha quedado
más que hablar en lengua extranjera. Cuando
llegaron mis padres aquí, a un nuevo país,
comenzaron a hospedarse en otra lengua. Y en
ésta nací. Es en esta lengua donde conozco el
mundo. ¿No es conveniente caminar en lo
extraño? ¿No es natural ser el intruso de una
lengua? Por ciertos libros tengo entendido que
han permanecido algunos nombres conocidos
que decidieron hospedarse en otra lengua.
Sobresale, como es costumbre, Homero, que
habitó una lengua nunca hablada; Livio
Andrónico, que pensó el latín y olvidó el
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griego; Cayo Lucilo, el famoso épico latino que
condenó al polvo su lengua de Campania; la
legendaria Cleopatra que simultáneamente
transitó por antiguas lenguas; Avicena, que
transcurrió la vida con su persa y su árabe; los
Bacon y Leibnitz, recordados por sus lenguas
vernáculas y por su lengua culta; también está
Conrad y su inglés; Canetti o Celan y su
alemán, Cioran y el francés, Morábito y el
español; Steiner y sus tres continentes; y así
muchos ejemplos ilustres que ahora sobreviven
en el olvido Me pregunto por qué habría que
pensar que vivimos en una lengua única,
original. Por qué no hospedarse en otra lengua.
Quizá las lenguas no son más que huellas de la
memoria y de la alteridad. Huellas de otros
otros. Por eso supongo que al elegir una lengua
ajena para habitar elegimos también sus
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vestigios, su memoria y su tiempo inconclusos.
Elementos que no cerramos nosotros. Solo
transitamos anónimamente por la hospitalidad
del lenguaje. Conocemos el mundo.
Sí.
Es en esta lengua donde conozco el mundo.
Y no es mía.
Es de otros.
Lo sé. Soy en una lengua de otros.
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Esta piscina es tan clara que no me veo.
Remembranzas. Hay una historia con un
estanque. Un estanque que creemos cristalino.
Quieto. Transparente. Y también hay un
hombre que puedes ser tú o yo, pero que ahora
llamaremos Narciso. Tiene un pasado: su
madre Liríope preguntó a un famoso adivino
llamado Tiresias si su hijo viviría hasta una
edad avanzada. El adivino le respondió que
mientras no se conociera a sí mismo su hijo
tendría larga vida. ¡Insuperable augurio!
¿Quién en este mundo llega a conocer a sí
mismo? Hay un estanque. Narciso se asoma
discreto. Calladamente se observa en el espejo.
No pronuncia algún sonido ¿Por qué tendría
que expresar lo que veía? ¿Para marcarlo en la
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memoria? Quizá querrá escribir lo que verá, en
otro soporte más frágil. Narciso, pues, se
observa en el estanque. El agua no es límpida e
inmóvil sino turbia. La impureza proviene del
fondo. Flujos de légamo habitan en el estanque.
Hay un reflejo oscuro y opaco. Narciso con
todo asombro descubre su rostro. Está definido
en la insondable turbiedad del agua. Él está en
el reflejo que le da la alteración del agua. No
pronuncia nada. Y muere sin palabras. Es
inalienable conocer tu rostro. Narciso murió
conociéndose. Traduciendo en el silencio la
escritura del olvido. Negándose al yugo
persistente de la memoria. Salió sin alas. Paso
de adentro a afuera del frágil espacio del
lenguaje. ¡Qué terrible sería ver nuestro rostro!
Esa es la historia.
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Continúo aquí frente al agua y en este punto
que comienza la línea. Dudando. Recordando
las horas. Mis impulsos. Planteo reiniciarme,
estudiar arduamente en el College y encontrar
mi rostro y, si se puede, mis gritos. Es tan
insoportable estar con uno mismo que, de
manera natural, inventándome busco a otros.
El mundo de la imaginación me da la
posibilidad de irme en otros. Imaginándome
poco a poco me voy pareciendo a mí mismo.
Me voy trazando aunque aterrado de saber
quién soy. No sé por qué pienso que el miedo
es uno de los sentimientos más humanos. He
leído en algún artículo que los animales
también padecen aquella perturbación en el
cuerpo. Me parece que el miedo es tan antiguo
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como el hombre. Quizá aún más. Esa extraña
oscuridad que se apresa de la interioridad del
cuerpo, que ata todas las fuerzas del ánimo e
inhibe toda pulsión cuando nos vemos es
miedo. Un escozor puntiagudo para la
delicadeza del alma. Es una extensión de sus
abismos. ¿Será un instinto vital de
supervivencia? ¿Será una reacción natural de
defensa o de ataque hacia uno mismo? Me
gusta pensar modestamente que el miedo
también es una facción ambigua de la
fabulación humana. Un rostro tan travieso que
juega con las debilidades más arcaicas que
heredamos. Cercano, con esa magia oculta, a
los sueños en su inmaleabilidad. Como si fuera
un hechizo efímero. Una antesala sensible a
una herida. He visto mi rostro en el agua.
Frente a la pisciana. Un inesperado
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descubrimiento que traza las líneas de mi
rostro. Me aterro. Instintivamente me lanzo a la
piscina. No me importa que esté prohibido.
Escucho el golpe de mi caída y al momento
siento la humedad en mi cuerpo. Siento como
invado, me extiendo y me hundo en el agua.
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Quiero fluir como el agua. Dejarme ir. Soltarme
para que me lleve lejos y regrese en su curso.
Quiero sumergirme profundamente en un río y
sentir en las manos las piedras pulidas,
suavizadas por los siglos. Quiero que el agua
esté fría o helada para sacudirme, para
renovarme. Incluso me aventaría de nuevo
pero de espaldas para flotar mientras cierre los
ojos o los entreabra cuando sienta el sol. No
quiero continuar sintiendo pánico. Solo pensar
con la música del rio. El sonido del viento. Sólo
Dormir. Dormir. Y despertar limpio de este
sueño.
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Bajo el agua nado con los ojos cerrados y muy
apretados. Se va terminando mi respiración.
No quiero salir pero vuelvo a la superficie. No
encuentro mis lentes. Un instructor me exige
salir inmediatamente de la piscina. Lo ignoro.
Me acerco a un extremo. El instructor furioso
grita. No escucho nada. Pienso en un mito. En
verdad me gustan los mitos. El laberinto y el
Minotauro son una reflexión antigua. A veces
visualizo el laberinto en mi cabeza y me
imagino a Teseo como un hombre cualquiera
que lucha contra el miedo de conocerse e
imagino al Minotauro como espejo replicante
de Teseo. Una bestia mítica que habita un
laberinto como nosotros habitamos en otro
laberinto. El instructor se calla y se aleja. Estoy
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empapado. No encuentro mis lentes. A veces,
cuando en las noches busco un espejo, veo el
rostro del Minotauro. Quiero pensar que los
griegos lo entendieron así: el enfrentamiento
entre Teseo y el Minotauro es en nosotros.
Alguien vence. Alguien muere. ¿A quién no le
gustaría perderse con su alteridad en un
laberinto? Mientras tanto me alejo de la
piscina. Sin lentes. Busco, como siempre, la
salida.
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Quiero hacer una confesión, al mismo tiempo,
honesta y evasiva. Ya no creo en lo que confesé con
palabras. Este tejido sonoro que se fugó de mis
manos no da realidad a lo que siento. No puedo
atrapar al mundo en esta red de palabras ni creo
que el mundo pueda atraparse en volátiles
vocablos. Las palabras comúnmente se deslizan, se
evaporan. Son escurridizas como el agua. Pocas
veces hospedan al silencio. Poseen, de alguna
manera, el rostro de Jano. Tienen una facción de
memoria y otra facción de olvido. Un vocablo
peligroso y exacto. Son cuerpos sometidos a la
acción de miradas opuestas que se atraen. Además
bajo este tejido de memoria y tiempo se oculta una
propiedad pública a la que todos accedemos: el
lenguaje. Por eso no hablo solo y no puedo
expresarme más que en esto. Por eso, ya no creo en
lo que expresé con palabras. Sé que estoy
equivocado.
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Este libro se terminó de imprimir el 4 de marzo de 2013, en el
CDXXII aniversario del día en que Pedro de Alvarado llega a
Tuxtepec, Oaxaca, y conquista Tehuantepec; en el CC aniversario de
que el general realista Félix María Calleja toma posesión del cargo de
Virrey de la Nueva España; y en el LXXXIV aniversario de que
Plutarco Elías Calles funda en Querétaro el Partido Nacional
Revolucionario (PNR) antecesor del PRI, cuyas consecuencias
dejarían una honda influencia en esta obra
La confesión de Jerónimo de Daniel Nush fue impreso en marzo de
2013 en los talleres de 8 colectivo, Callejón de los Reyes 123, barrio
del Ex-Marquezado, 68000, Oaxaca de Juárez, Oax. En su
composición se usaron tipos Palatino Lynotype 12 y Times New
Roman 10
30