198
Cuentos malévolos Palma, Clemente Publicado: 2012 Categoría(s): Etiqueta(s): "Narrativa modernista" 1

cuentos malévolos de Clemente Palma

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: cuentos malévolos de Clemente Palma

Cuentos malévolosPalma, Clemente

Publicado: 2012Categoría(s):Etiqueta(s): "Narrativa modernista"

1

Page 2: cuentos malévolos de Clemente Palma

A mi padreD. Ricardo Palma

2

Page 3: cuentos malévolos de Clemente Palma

Prólogo

El viaje singular del señor Palma

R ecuerdo exactamente los hechos. Leíamos una traducciónde Tomás de Quincey y habíamos fumado cigarrillos egip-

cios con exageración.Detrás de la espalda de mi amigo, se alineaban infolios de

pasta roja y pergaminos con gruesas letras negras. Hasta unaconfusa lejanía se abrían nichos como bocas dispuestas a mor-der el pensamiento de los hombres, en aquel cementerio de li-bros. Se había agitado el pavimento.

–Es un temblor –aseguré.Y caímos derribados con violencia; al levantarnos, sólo vimos

unos prados pálidos y verdes, lustrados por el alba lenta. Porun instante pensé que habíamos salido algo febriles al jardín.Pero la luz era extraña, de otro cielo. Al fin de una alameda viun templo abierto con bajorrelieves de amor en el arquitrabe.Sentada en las gradas de mármol estaba una adolescente des-nuda, con los cabellos a lo largo del cuerpo como estrías dora-das en un vaso puro. Cerca retozaba un faunillo, muy parecidoal señor Renán.

Mi amigo me tocó el brazo diciendo:–No es aquí.A la sazón caminábamos por un país escueto y crepuscular.

Los ruiseñores enronquecían de cantar a una aurora que no lle-gaba. Los ramajes, amarillos y empolvados como en Versallescuando el otoño amaga, hacían llover sus hojas lentas, sobreraros caminantes. En un banco de piedra, circular y esculpido,una mujer sentada parecía muerta. Singularmente contrasta-ban la fatigada gracia del rostro con las manos entretejidas pa-ra formar un nido. Yo toqué sus cabellos. Eran sedosos comoalas. Y bajo el rostro cárdeno de muerta ideal, el violeta y elverde de su manto componían una armonía rara.

Por una alameda sombrosa ambulaban –hermanos unidos porun dolor igual– Dante y Dante Gabriel. Tenía el florentino su bi-rrete escarlata, como en el cuadro del Giotto, y palidecía surostro de haber visto, con ojos mortales, infinitos tormentos eimponderables gozos. Ambos le preguntamos por aquella «dol-ce Donna» que el mundo llamó Beatriz. Pero él me hizo

3

Page 4: cuentos malévolos de Clemente Palma

advertir a la beata dormida y su dedo afilado sobre los labios fi-nos indicaba que los recuerdos inefables deben callarse.

Me estremecieron gritos estridentes. Un loco, vestido de ter-ciopelo, con un extraño parecido a Mounet-Sully, se lamentabafrente a un lago en el cual afloraba una cabeza blanca. El locotenía en las manos un cráneo convertido en vaso de whisky.

–Ofelia, Ofelia –gritaba.Pero cuando emergía la pálida cabeza como una flor hincha-

da, se alejaba para beber y nos decía con una pálida sonrisa:–El peor defecto de los sueños, es que a veces se cumplen.Después nos señaló su manicomio. Y vimos detrás de su ges-

to burlón a una multitud que la penumbra nos había celado.Eran hombres de todos los países, con clámides o vestidos

modernos, casi todos con los cabellos un poco largos. Declama-ban frases cortas y aunque las lenguas eran diferentes, las ca-dencias componían un concierto… Éste tenía cráneo de mongoly rodaba su cabeza embriagada sobre la faldas de una prostitu-ta a quien llamaba ángel. Aquél arrullaba en brazos a unahotentote:

–Mon enfant, ma soeurSonge a la douceurD’aller là-bas vivre ensembleAu pays qui te ressemble.

Por un instante pasaba por su cuerpo un escalofrío de horror.Entonces sacaba pastillas de opio de una cajita versallesca encuya esmaltada pintura sonreía Pandora. Mi amigo me dijo aloído:

–Baudelaire.Pero un hombre vestido de luto estaba inmóvil mirándonos y

el paisaje cambió. Vimos a la virgen de hielos, y al imán terri-ble como el destino y a aquella marca del maëlstrom en que segira sin saberse cuando viene la muerte como en la rueda delmundo. Estaba más pálido que el Dante porque había peregri-nado más allá del Infierno, a los parajes ásperos y estérilesdonde yerguen los cactus sus falos espinosos y hay una sed de-vorante porque se bebe alcohol. Vimos entonces los horroresdel mundo que existe seguramente y sólo vislumbramos en eldelirio. Estrangulados maullaban como gatos y náufragos se

4

Page 5: cuentos malévolos de Clemente Palma

repartían un cadáver. Y puras como estelares vírgenes, en me-dio del fango humano, vagaban Leonora, Ligeya, Morela, cria-turas de neblina y de fiebre.

Al verlas nosotros creímos conocerlas. Tenían los rostros denuestros sueños, se parecían a las imprecisas Verónicas denuestro deseo y de nuestra agonía. Pero se disiparon comoirreales consuelos y el poeta nos dijo: Nevermore. Enfermos deun desesperado anhelo, nos volvimos hacia aquellos rostros va-gos y lejanos, opacados en la luz crepuscular y otra vez comoen las horas cenicientas, otra vez como en la noches de nostal-gias y saudades, quisimos ver un rostro puro iluminar, y conlenta, isócrona y severa voz humana, cual la voz de una campa-na –de una campana que doblase por el amor– el poeta nos di-jo: Nevermore.

–Venid, venid, los sensibleros, aquí está la óptima Eva, la fa-bricación de «Yo te amo» y «Sin ti no puedo vivir».

El señor Villiers de l’Îsle Adam nos mostraba sus ojos fatiga-dos de contemplara los viajes de las nubes y las fantasmagoríasde los crepúsculos… O crux, ave, spes única.

Era su voz la que resonaba en las tinieblas. Ovejas cándidas,con un balar pueril, parecían traer la luz enhebrada en sus ve-llones. Pronto vimos al pastor de dulces silbos y barba rubia.Todo el rebaño tenía las cuencas de los ojos vacías. El pastorse veía y lo guiaba. Y expresaban sus pupilas una agónica an-gustia y con voz suave –suave como el murmullo del mar sobrela arena–, decía al viento de Dios:

–Señor, muestra a mi corazón que todo lo que he soñado esverdad. Si existes, Padre mío si no fuiste una ilusión de mi de-seo, ¿por qué me has abandonado?

Harapientos, lastimosos, mendicantes, vimos pasar a quienesno tuvieron religión o lirismo para engañar la miseria terrena,los que tomaron alcohol, y opio, y éter, y hachisch, y se crucifi-caron con agujas de morfina, y Cabet, Moro y Campanella, losinventores de utopías, los que sufrieron hambre infinito y per-donable de paraísos.. Fue entonces, como en la eclosión de unhuevo hacia la luz, cuando los paisajes humanos nos parecie-ron ruinas pedregosas y un inmenso gemido desgarraba las ho-ras y el sollozo de Job pasaba sobre el infame estercolero delmundo…

5

Page 6: cuentos malévolos de Clemente Palma

Súbitamente vi palidecer a mi amigo. Habíase quedado ama-rillo como los santos de Ribera, cuyo esqueleto vivo roen lassombras, y los ojos se le agrandaron extáticos, fosforescentes,desolados como los de los San Antonios que vieron desfilarcuerpos suavísimos y chacales inmundos. Una mujer avanzabacon los ojos sin pupilas, de los cuales chorreaba sangre. Pero élme dijo, humanizado y sonriente:

–No tema usted, estamos en mi tierra natal. Es Lina, mi ami-ga. Véala usted. Se ha arrancado los ojos por amor. ¿No es esouna historia perfectamente absurda? Yo sólo amo lo que llamanlos hombres absurdo e inverosímil, pero que sucede en algunaparte, en Marte o en la Luna, en Aldebarán tal vez…

¿Fue aquella dulce imagen de mujer? ¿fue voz grave y bonda-dosa de mi amigo? No lo sé. Pero se serenaron aquellas ansiasmías. Circulaba en el paisaje una luz buena y mitigada. Pasó unfauno llevando a una abadesa en los brazos como en una viñetadel siglo galante. Venía el diablo patizambo, pero era un dulcey pobre diablo. No el que autores graves como Juan Wier o Pse-llus en sus tratados sobre la «impostura y engaño de los demo-nios» llamaron El Tenebroso, para aludir a sus obscuros vesti-dos y sutiles designios. ¡Figuraos! No sabía aconsejarle a la«última rubia», la tintura de henné… Pero sentimos olor decarne chamuscada y un hombre vestido como un aldeano rusovino gritando:

–Padrecito, te reconozco. Eres más cruel que los judíos. Note bastó quemar a la anciana en esa granja, cuando pasaba micarro por el puente, viste caer al río los canastos de peces,sonriendo.

Contemplé el rostro de mi amigo, pensando que verdadera-mente parecía un malvado implacable, un español seco y ente-co de aquellos que torturaban en calabozos y daban en vengan-za de unos celos el corazón del traidor a los lebreles.

Pero del techo cayó riendo nuestro amigo Pierrot:–Voy a visitar el blanco abuelo –dijo.

Estábamos en la Biblioteca –creo que en Lima– y era domin-go. Tres lindos pimpollos –lindos como pintados por Reynolds–,gritaban:

–¡Papá, una vuelta más!

6

Page 7: cuentos malévolos de Clemente Palma

Y vi entonces un «capricho» de Goya, vi al diablo, al asesinode viejas, al bebedor de hachisch, al malvado y al cínico, lo viempujar –ogro serio y silente– en una carretilla de libros, almás lindo paquete de carne humana. Y era como un ermitañoque se ha encontrado rosas. Y era como un ogro que no se co-me a los niños. Y era como un don Quijote evangélico, que esbueno, bueno, tierno, a pesar de la fosca figura en agraz.

* * *En Lima he frecuentado últimamente al señor Clemente Pal-

ma, que se parece como un hermano a mi compañero de viajeen el rato país. Es la primera y más gloriosa autoridad en lasletras. Dirige la revista Variedades: allí reúne las misiones con-trarias de flagelo de políticos y providencia de literatos en cier-ne. Y en la Biblioteca que regenta su ilustre padre, el blancoabuelo de las tradiciones y las consejas, tiene él su rincón dis-creto y laborioso como una colmena de arte1. Pero yo creo quees el mismo de mi relato. Cuando le quise hablar de nuestroviaje, enmudecía. Después he leído sabios libros de Rochas,Elijas Levi y Pierre Janet.

Allí he aprendido que los hombres pueden desdoblarse y si-multáneamente vivir en dos países. Todo se explica. El señorClemente Palma, de Lima, no es sino la forma astral de mi que-rido guía, en el país de los sueños donde fui en su compañía, enuna noche de verano, por Aladino transportado y donde obser-vamos juntos extrañas visiones y paisajes lunares. Por eso el deLima escribe cuentos que son sólo recuerdos de otra vida, ypor eso también tiene la palabra tan sobria, las mejillas tan pá-lidas y los ojos tan tristes.

VENTURA GARCÍA CALDERÓN

1.Se escribió este prólogo en 1912.

7

Page 8: cuentos malévolos de Clemente Palma

Cuentos de la primera edición

Los canastos

E ntre hacer un pequeño servicio que apenas labre huellaen la memoria del beneficiado o un grave daño que le deje

profundo recuerdo, elegid lo segundo. Os contaré lo que mesucedió una tarde de invierno con un pobre hombre llamadoVassielich.

Os juro que yo soy bueno, que soy un buen padre de familia,pero coló en la época en que hay sol en este cielo brumoso.¡Oh!, la bruma invernal me hace daño y me convierte en malva-do. Si yo fuera, poppe, en verano rendiría culto a Dios, pero eninvierno le volvería la espalda y me entregaría a darle gusto aldiablo. En el invierno le amo, siento que se introduce en miser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis malos ins-tintos; entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y ase-sino;, lo rojo me excita, y lo afilado y lo agudo me fascinan.Cuando llega la época de las primeras nevadas, mi mujer me.dice: "Marcof, padrecito mío, ya las malas ideas comienzan afulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que no vives sinogruñendo y blasfemando, en que nos aporrea a tus hijos y a mí.Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo te hace malva-do… " Pero decía hace poco que iba a referiros una aventuraque tuve: ya lo había olvidado. Escuchadme:

Iba yo una tarde caminando, con 'mi pipa en la boca, por unlargo y estrecho puente. Un carretero sordo llamado Vassielichseguía el mismo camino que yo, conduciendo en su carro másde veinte canastos de pescado fino, que diferentes dueños lehablan comisionado que llevara al mercado para la venta del si-guiente día. El carro, a causa de la curvatura del puente, se in-clinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro de quecayese, porque el pretil era suficientemente alto para impedirla caída. Con todo, hubiera querido darle un buen susto a Vass-ielich. Creedme que no soy malo, pero deseaba con toda mi al-ma darle un susto, aunque no fuera sino arrojarle con carreta ytodo al río, De repente, la cuerda que sujetaba los canastosrompió o desató… A fe que sentí un vuelco en el corazón. Elpuente es estrecho y largo, el carro caminaba despacio y salta-ba mucho, el suelo del puente tiene una inclinación sensible

8

Page 9: cuentos malévolos de Clemente Palma

del centro hacia los bordes… A los pocos segundos, ¡pum!, unode log canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pre-til y desde allí se precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débilmurmuraba dentro algo así como: "avisa a ese infeliz carreteroque su carga se va al río". Pero el invierno me gritaba más alto:"cállate, hombre, y limítate a mirar, ¿no es curioso y entreteni-do ver caer veinte canastos, uno detrás de otro, como una ma-nada de estúpida; carneros?" Y la verdad es que preferí esto.Cierto que Vassielich, un buen hombre que jamás me había he-cho daño alguno, iba a sufrir mucho con esta desgracia, pero¿a mí qué me importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre deVassielich? No; al contrario, ganaba una diversión durante eltrayecto del puente, que tiene unos cien metros de largo–. Ca-llé y vi caer la segunda canasta, luego la tercera y la cuarta, yla quinta y otras muchas. El pobre Vassielich, sea porque fuerasordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido delicioso delos canastos al romper la superficie ondulosa del río, haciendosaltar chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pa-saba, pues, al sentir el carro menos pesado, aligeró el paso.Cuando llegamos al término del puente, corrí hacia la carreta:

–¡Eh, Vassielich, amiguito!El carretero no me oía; tuve que avanzar más y tocarle la

pierna con el extremo de mi pipa, gritándole:–¡Vassielich! ¡Vassielich!–¡Eh!, ¿qué deseas? Tengo prisa…–¡Ay, padrecito, no la tengas ya! Voy a comunicarte una gran

desgracia.–¡Dios de Dios! ¿Ha muerto Ivanowna, mi mujer?–No, te juro que no; es algo peor y de más trascendencia

social.–¿Ha muerto el Zar?–¿Eh? ¡así reventara!…–Habla, habla…–Pues, detén el carro, que es algo grave lo que voy a decirte.–Pero… está anocheciendo y tengo prisa de llegar a la

ciudad.–No la tengas ya.–¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! –exclamó Vassielich impac-

iente deteniendo el carro.Yo encendí lentamente mi pipa, que se había apagado:

9

Page 10: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Te decía, padrecito, que no tuvieras ya prisa en ir a la ciu-dad… Verás si tengo razón.

–¡Maldición! Pero ¿por qué?–Porque… Créeme que me duele decírtelo, padrecito. Óyeme

bien: no debes apresurarte, porque, porque el señor río se haengullido, bocado tras bocado, tus canastos de peces. Soy tes-tigo ocular. Te aconsejo que otro día hagas uso de cuerdasmás fuertes.

Vassielich volvió el rostro violentamente y al asegurarse desu desgracia se puso horriblemente pálido, luego enrojeció yapeándose de la carreta se asomó al río.

¡Eh, amigo!, ¿buscas los agujeros que hicieron los canas, tosal atravesar la superficie? Ya se taparon.

Vassielich se puso a llorar; no tenía dinero con qué pagar; leembargarían sus cosas. Ivanowna y sus hijos sufrirían miseriasespantosas, y si no alcanzaba a pagar toda la deuda, le meterí-an en la cárcel. ¡Y el invierno que era tan crudo! El pobre sor-do lloraba amargamente. ¡Era cosa de matarse!

–¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! –afirmé yo con acentofilosófico.

Y, en efecto, creí que iba a arrojarse al río de cabeza,pues asomó el cuerpo por el pretil. Abrí los ojos desmesurada-mente para ver con toda mi alma el chapuzón. Quizás el caba-llo por una de esas asombrosas fidelidades de que hablanlas historias se precipitaría también arrastrando consigo el ca-rro. Y si no lo hacía yo le obligaría a ello. El puente estaba soli-tario y la ciudad distaba dos verstas. Pero no, lo que hizo Vass-ielich fue ponerse a gritar y a maldecir su suerte… Se "desva-neció mi esperanza, e irritado por la estupidez de ese carreteroque por un cobarde amor a la vida no cumplía con su deber, ledije sonriéndome:

–Pude avisarte, padrecito, desde que vi caer el primer canas-to. Mas ¿para qué? Mañana habrías olvidado el favor que te ha-cía: en cambio, cuando te lleven a la cárcel, y tu mujer y tus hi-jos lloren en la miseria, te acordarás de mí, cierto que paramaldecirme, pero te acordarás…

Vassielich no me respondió, sea porque no me oyera, seaporque estaba aturdido con su desastre. Me encogí de hombrosy proseguí mi camino, fumando mi pipa. Después de todo, el

10

Page 11: cuentos malévolos de Clemente Palma

sitio de los peces era el río y no los canastos. He restablecido,pues, el equilibrio de la naturaleza.

11

Page 12: cuentos malévolos de Clemente Palma

Idealismo

U na noche encontré en un asiento de un coche de ferroca-rril un cuadernito de cuero de Rusia, que contenía un

diario. En las páginas finales estaba consignado el extraño dra-ma, que trascribo con toda fidelidad:

Noviembre 14Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere. Luty era hasta

hace poco una muchacha rozagante; –alegre y que ofrecía vivirmucho. ¡Quién la reconocería hoy en esta jovencita pálida, del-gada y nerviosa! ¡Cuán hermosos eran sus grandes ojos azulesy su amplia cabellera de color de champaña! Mi novia se mue-re y afirman los sabios que ello es debido a la doble acción deuna aguda neurastenia y de una clorosis invencible.

Hoy la he visto; tenía la cabeza entre los almohadones de fi-no encaje, parecía una flor de lis desfallecida. Luty me mirócon los ojos brillantes de fiebre y me tendió su mano alba y en-flaquecida me estrechó la mía con misteriosa intención. Me pa-reció comprender su pensamiento: "No olvides, amigo mío, deponer en mi ataúd pensamientos y gardenias, esas flores ama-das que yo he colocado tantas veces en tu pecho; no olvides,amigo mío, mientras los que velen mi cadáver dormiten rendi-dos por el cansancio y el dolor, no olvides el darme un besomuy largo y apretado en los pálidos y rígidos labios". ¡Pobreamada mía! Se moría sin guardarme rencor, y, sin embargo,era yo quien la mataba, yo, que la adoraba. Vosotros, los espíri-tus burgueses, si leyerais estas páginas no podríais compren-der jamás que la muerte de mi adorada prometida, de mi ino-cente Luty, pudiera alegrarme profundamente. Al contrario,sentiríais hacia mi viva repulsión y gran horror por mi cruel-dad. ¡Bah, pobres hombres!, no pensáis ni amáis como yo, sinoque sois simplemente ridiculos sentimentales. Quiero a mi nov-ia con todas las energías de mi juventud, –y oídme bien, que es-to os espeluznará, como si sintieseis pasar rozando vuestro pe-cho una serpiente fría, viscosa y emponzoñada: –si el beso quehe de dar a su cadáver pudiera resucitarla… no se lo darla.

Noviembre 18

12

Page 13: cuentos malévolos de Clemente Palma

Cuando comenzaba Luty su adolescencia le hablé de amor.¡Pobre nerviosa! El primer amor fue penetrando paulatinamen-te hasta ¡o más profundo de su ser. La gestación de su alma, elmodelado de su corazón y de su cerebro se realizó conforme ami deseo, formé su alma como quise, en su corazón no dejé quese desarrollaran sino sentimientos determinados, y su cerebrono tuvo sino las ideas que me plugo. ¡Oh!, ¡no sé qué prestigiotan diabólico, qué cohibimiento tan absoluto, qué influencia tanpoderosa llegué a ejercer y ejerzo aun sobre Luty! Era tangrande la sugestión que obraba mi alma sobre la suya, que po-día hacer llorar a Luty como una chiquilla o enfurecerla, hacer-la gozar las mayores delicias ideales o mortificarla con las máshorribles torturas y casi sin necesitar hablarla. Cuando yo ibadonde ella, mortificado por algún pensamiento doloroso o poralguna pesadumbre, la pobre muchacha palidecía como un ca-dáver, como si sintiera súbitamente la repercusión centuplica-da de mis angustias íntimas. Asimismo sentía resonar en suespíritu la jovialidad y la ventura con que el amor inundaba mialma. A pesar de la temprana perversión con que estaban con-taminadas mi filosofía y mi vida íntima, jamás había tratado depervertir el alma de Luty, ni de poner en juego sus energíassensuales. Luty era pura aún, sin malicia, sumida en la igno-rancia más profunda de las miserias e ignominias del amor.

Una noche de insomnio, sentí rebullir en mi cerebro la tenta-ción inicua, y como un escarabajo de erizadas antenas, el de-seo de corromper la inocencia de mi Luty. ¡Ah!, ¡maldito in-somnio! Felizmente, vi con colores sombríos el derrumbe es-pantoso de la pureza moral de mi prometida, vi la explosión defango salpicando la albura incólume de su alma. Yo era el amoabsoluto de Luty, el tirano de su vida interior, ¿para qué some-terla a una nueva tiranía, a la tiranía innoble de la carne?; ¿pa-ra qué someterla a esa inicua autocracia, en la que el dogalacaba & la postre por estrangular el cuello del mismo tirano?Ya era yo bastante infame con haber esclavizado el alma deLuty. Más de una vez sentí, en las agitaciones del insomnio, lasimpulsiones malvadas de mis instintos, y más de una vez mevencí. Pero ¿podría vencerme siempre? Mi deber era libertarla.¿Cómo? Casarme con mi novia era sujetarla para siempre entremis garras; y mi dignidad, en una violenta sublevación, recha-zaba con horror ese anonadamiento del alma de Luty, esa

13

Page 14: cuentos malévolos de Clemente Palma

absorción de su ser por el mío, ese nirvana de la voluntad, delpensamiento y del deseo revelados en esa sumisión incondicio-nal, en esa fe irreflexiva y confiada que había nacido entre lasinocentes expansiones del amor puro y había de terminar enlas ignominias carnales de la vida conyugal, en las que mueretoda ilusión y todo encanto, para ceder el sitio a una amalgamade animalidad y respeto. Yo la amaba, la amo con todas lasfuerzas de mi alma y me horrorizaba, por ella y por mí, el inevi-table desencanto, el rebajamiento del espíritu de Luty y al mis-mo tiempo el remache de esa cruel tiranía de mi alma. Mi de-ber era libertarla de la demoníaca influencia que yo ejercía so-bre Luty, libertarla por un último acto de la tiranía moral, quehabía de ser la única forma noble posible de mi absolutismo;crear la libertad por un acto de opresión, puesto que ya el re-greso a la primitiva independencia era imposible; esto os pare-ce, señores burgueses, una absurda paradoja. Y desde ese mo-mento toda una labor sugestiva fue la de imponer al alma deLuty la necesidad de morir, la necesidad dulce y tranquila dedesaparecer del mundo, de este mundo ignominioso, –Te amo–la decía mentalmente a mi Luty, –te amo y eres mi esclava. Lamayor prueba de amor que te doy as la de romper la cadenaque te une a mi ser, envileciéndote; muere, Luty mía, mueresin sufrir, muere de un modo paulatino, como por una lecobra-ción lenta e inconsciente de tu dignidad moral…

Noviembre 19No hay temor de que mi Luty se salve. Se muere, se muere.

Apenas tienen fuerzas sus grandes ojos azulea para mirarme yabsorber la matadora influencia de mi amor. Luty, con mis ca-ricias apasionadas, con mis frases de amor tóxico, se estreme-ce y cada emoción de Luty es un salto que tía la muerte haciaella. Bien claro lo dijo el médico: "Evitadla emociones fuertes,que le son mortales… "

Noviembre 21Siento la necesidad de evocar recuerdos. Mi obra, desde ha-

ce tiempo, ha sido imbuir en Luty cierto pesimismo celestial, irmatándola moralmente con nociones ideales mortíferas. Laconvencí de que la muerte es una dulce ventura, un premioinefable de los amores profundos y castos, el nudo infinito del

14

Page 15: cuentos malévolos de Clemente Palma

amor. Todas mió palabras y mis caricias llevaban escritas concaracteres invisibles, pero hipnóticos, la orden: –"Muere, Lutymía, muere". –Y yo sentía que desde el fondo de su ser había al-go que me respondía: –"Se te obedece como siempre".– La ideade la muerte era el sedimento impalpable que quedaba en el al-ma de Luty después 'de todas nuestras conversaciones, aun delas más apasionadas.

¡Oh!, lo recuerdo muy bien. Una noche estrellada estuve has-ta muy tarde conversando con Luty en la terraza y haciendoobservaciones con el telescopio. ¡Qué paseos tan hermosos di-mos con la imaginación por los mundos astrales! ¡Todo ellosentaba la premisa de la muerte de ambos! Nuestras almas conformas imponderables, unidas en abrazo estrechísimo, cruza-ban los espacios planetarios, como visiones del Párate deAlighieri. Yo, con amoroso desvarío, prendía a Aldebarán, rojocomo un rubí incendiado, en los rubios cabellos de mi amada;arrancaba perlas a la Vía Láctea y formaba collares para lagarganta de Luty. Luego seguíamos en maravillosos ziszás re-corriendo eternamente mundos encantados en donde los serestenían sentidos nuevos, en donde la corporeidad desaparecía ylas formas se esfumaban entre gasas sutiles y tules lumino-sos… En Urano vimos una flora colosal, en que las rosas erancomo catedrales y entre los pétalos vagaban microzoarios hu-manos, de formas vaporosas, repartidos en enamoradas pare-jas, que se entregaban a deliquios sublimes, aspirando delicio-sas fragancias. Luego seguíamos subiendo; siempre teníamosdelante mundos nuevos, y a cada instante encontrábamos ennuestro camino amantes, como nosotros, que hacían la mismaperegrinación. La ruta era interminable, eterna; la creación in-finita. Con frecuencia nos deteníamos para ver algo esplendo-roso: ya era un cometa que surcaba el abismo, ya la explosiónde una estrella. Vimos llegar a Venus trayendo sus idilios deamor: pequeñita, lejana primero, creció luego, creció hasta quepercibimos sus enormes bosques perfumados, poblados porhermosas jóvenes, bellos mancebos y niños alados que atrave-saban las praderas bailando bulliciosas farándulas y luego seperdían en la poética umbría de una selva. Pasó Venus antenuestros ojos deslumbrados con tanta dicha, y bien pronto seconfundieron los suspiros, los besos y los cantares de ese mun-do feliz, con el estallido de un bólido chispeante o con el

15

Page 16: cuentos malévolos de Clemente Palma

zumbido de algún cometa que pasaba agitando su deslumbra-dora cauda…

Para ver esto era necesario morir: morir joven, morir antesde que la vida nos encenagara y obturase nuestra facultad deapreciar las bellezas del ideal; cortar a tiempo la cuerda quesujetaba el globo cautivo de nuestra alma a las miserias de latierra. Luty, entusiasmada, anhelosa, viajaba conmigo por lasprofundidades insondables del Cosmos. Temblorosa, cogida ami cuello, me escuchaba desvanecida, como si sintiera el vahí-do de lo infinito, sin sospechar que detrás de mi narración es-taba embozado, como un bandido hidalgo, mi deseo de verlamuerta, de verla libre de esa tiranía infernal a que la tenía;sujeta.

Poco después Luty cayó enferma, con gran contentamientomío, y entonces continué con más bríos mi obra matadora. Laanemia, esa enfermedad romántica, acudió en auxilio de misdeseos y de mi trabajo sordo. Luty se muere; sus nervios, en-fermos y espoleados por mí, contribuyen eficazmente a estran-gular, en una red de emociones vivísimas y de extravaganciasincreíbles^ esa vida que yo deseo aniquilar. Hoy Luty está ago-nizando, es decir, está reconstituyendo su dignidad moral depersona; resucita…

Noviembre 21 (3 de la madrugada)Todo ha terminado, Luty ha muerto; ha muerto tenuamente,

como yo deseaba, contenta, feliz, satisfecha de mi amor, sospe-chando acaso en la lucidez de los postreros instantes, mis es-crúpulos por su esclavitud y mi alegría profunda y noble por sumuerte. Creo que me agradece mi conducta. Guardo en mis la-bios, como un tesoro, su último bese: el de la cita para la eter-nidad venturosa.

¡Pobre Luty! Siento alegría melancólica de haberla libertadoy, además, la satisfacción de haber creado su alma y haberlaextinguido. ¿Contribuye esto a hacer impura mi alegría? No sé;pero pienso que quizá la felicidad es, más que el poder de cre-ar, el placer de destruir.

Ahora comprenderéis espíritus burgueses, que desear y coo-perar en la muerte de una novia joven, bella, inocente, amada yamanté, no es en ciertos casos, una paradoja espeluznante, ni

16

Page 17: cuentos malévolos de Clemente Palma

mucho menos una crueldad espantosa, sino un acto de amor,de nobleza y de honradez.

17

Page 18: cuentos malévolos de Clemente Palma

El último fauno

T odo lo había invadido la religión cristiana desde hacía mu-cho tiempo. Los dioses del Olimpo habían renunciado hon-

rosamente a la inmortalidad en la Tierra. El orgulloso Júpiter¿para qué había de vivir si no había de reinar? Y lo mismo Ve-nus, Saturno, Diana y Marte. Toda la excelsa raza abandonó laTierra; unos dioses se embarcaron en el navío de Argos y fue-ron a cruzar los negros mares del abismo; otros fueron a llorarsu destierro, sentados en el carro de la Osa, recorriendo el am-plio camino de la Vía Láctea; y no pocos ocuparon un sitio en labarca de Carón, el viejo bogador de la Estigia.

Los sátiros, envejecidos y degenerados, en vano trataron desostenerse en las umbrías de los bosques; la nueva mitologíatriunfaba en todo el orbe; los pobrecillos eran arrojados haciael Bóreas por la invasión. Algunos, en un arranque de altivez,se ahorcaron en las encinas de un monasterio. Otros quisieroncapitular, y se pusieron al habla con San Antonio; le enviaronun mensajero que dijo al santo: –«Yo soy un mortal como tú yuno de los habitadores de los bosques que los paganos adoranbajo el nombre de faunos, sátiros e íncubos. Vengo en este mo-mento a ti, enviado por mis semejantes, para suplicarte que in-tercedas por nosotros al Dios común.» Nada. Fue en vano esteintento de conciliación, que enterneció a San Antonio «hastahacerle derramar lágrimas». En la nueva religión eran detesta-dos, y las cándidas vírgenes del cristianismo los rechazaron.¿Cómo admitir a esos lúbricos profanadores de la virginidad, aesos verdugos de la castidad, a esos silvestres y brutales apolo-gistas de las glorias rojas del Falo? Los pobres faunos, empuja-dos por la repugnancia del nuevo espiritualismo, fueronsubiendo hasta el polo y allí murieron ahogados entre lostémpanos, devorados por los osos blancos, y no pocos asesina-dos por los runoyas, que no podían ver, dada su sangre fría deanfibios, las picaras costumbres y desenfrenos de esos hijos delSur.

Las ninfas de Diana encontraron refugio en las poéticas sel-vas de la Germania y cambiaron de nombre. ¿No conocéis a Lo-reley, no conocéis a las hadas? Pues son ellas…

Las ondinas, sirenas y nereidas se ocultaron en sus palaciosde nácar y perlas. De vez en cuando, alguna ondina se asoma a

18

Page 19: cuentos malévolos de Clemente Palma

una ventana y mira hacia arriba, creyendo ver a través de lasaguas glaucas la quilla del barco de Ulises… Y cómo se truecaen iracunda la curiosa mirada al ver la hélice rugiente de unsteamer, y, asomando por las bordas, la cara placentera de unalady o la faz rojiza de un contramaestre fumando en pipa…

De esa gran catástrofe, que convirtió el Olimpo en una mon-taña solitaria, quedó un faunillo que contaba dieciséis años, qu-ien, por razones que no es del caso referir, no pudo seguir lavertiginosa carrera de los dioses y se vio obligado a quedarseen la tierra, en medio de los intrusos. A medida que el tiempopasaba, crecía su odio hacia aquellos invasores que le dejaronhuérfano, que sacrificaron su juventud anhelosa de amores,condenándole al aislamiento, a la vida oculta y a las fugas pre-cipitadas. Las pastoras huían de él haciéndose cruces; los guar-dadores de ganado le perseguían, como se persigue al lobo,agitando los cayados y tirándole piedras. El faunillo recordabaaquellas alegres cacerías de ninfas y de pastoras, aquellas glo-riosas fiestas de Baco, aquellas saturnales, en las que en locaronda, danzaban en torno de la estatua de Sueno. ¡Qué hermo-sos tiempos aquellos! Nocherniego y solitario, cruzaba las cam-piñas, atravesaba desiertos, ascendía montañas y vadeaba ríosbuscando a sus hermanos, que habían desaparecido para siem-pre. Y los siglos corrían…

En su peregrinación veía a veces cruzar por las ventanas dealgún castillo feudal a las hermosas castellanas, y una fulgura-ción de cólera y deseo brotaba de sus ojos. Otras noches se ha-bía detenido por un rato para contemplar desde una colina lassiluetas vaporosas de las monjas de algún convento gótico, pro-yectadas por la luz sacra del coro. Más de una vez, alguna pas-tora desvelada había visto asomarse por la ventana de su caba-ña una cara hermosamente diabólica en la que brillaban unosojos encandilados. –¡El lobo! –había exclamado, ocultándoseentre las sábanas. No, no era el lobo, era el pobre fauno erran-te, el expulsado de la nueva civilización, que acechaba el sueñode las mujeres jóvenes y bellas. Al día siguiente los gañanes,armados de picos y horquillas, salían a perseguir al imaginariolobo. En muchas ocasiones estuvo el faunillo a punto de pere-cer entre los dientes de una jauría o de caer atravesado por elvenablo de algún caballerete entregado a los placeres

19

Page 20: cuentos malévolos de Clemente Palma

cinegéticos, que le había tomado por un venado o jabalí. Sólola rapidez de su carrera pudo salvarle.

Así, en esta vida aventurera y nocturna, comiendo dátiles enlos desiertos y bellotas en los bosques, bebiendo la leche de lascabras montaraces y el agua de los arroyos, cruzando sierras,bosques y llanuras, costeando las ciudades, pasando a nuevoscontinentes, huyendo de los hombres y persiguiendo a las mo-zas incautas que tenían la imprudencia de salir de noche (élfue el padre de esa generación de íncubos que alarmaba a losteólogos de la Edad Media), vio transcurrir cerca de treintasiglos.

Por fin, una tarde llegó a la orilla del mar y vio frente a lacosta un islote. De pronto tuvo una agradable sorpresa: vio enél formas humanas que le recordaron las antiguas fábulas yhasta creyó oír el inolvidable ¡Evohé! de Anacreonte… Se arro-jó al mar y fue nadando, como cuando cruzaba los lagos de laArcadia. Efectivamente, debajo del islote vivían muchas ondi-nas que recibieron locas de alegría al joven rezagado de lamuerta Mitología.

****Las ursulinas, huyendo de los calores ciudadanos, habían ido

a pasar el verano a un monasterio de la orden, que tenían a ori-llas del mar. ¡Qué batahola formaban las jóvenes novicias, reto-zando alegres sobre la playa solitaria! Las muchachas dabantregua a las maceraciones y severidades de la vida mística, ysentían hervir bulliciosa en sus venas la sangre inquieta de unainfancia no lejana. Figuraos que la mayor de las novicias no te-nía veinte años. Vestidas de baño bajaban la pequeña colina.Albas como las santas hostias, parecían una resurrección delos tiempos del peplo. Las habríais creído, al verlas bajar enformación, serias y púdicas, catorce Cimodeceas conducidas alcirco para que sus carnes vírgenes fueran devoradas por los le-ones. Pero una vez en la playa, las hubierais tomado por cator-ce vestales que hubieran enloquecido por habérseles extingui-do el sagrado fuego del ara. La hermana Ágata de la Cruz (en-tre ellas se denominaban con los nombres que pensaban adop-tar el día de la profesión), rubia, resplandeciente, con sus vein-te años de pureza dedicados a los santos ensueños, era la másendiablada y juguetona. Toda la playa parecía alegrarse con

20

Page 21: cuentos malévolos de Clemente Palma

sus carcajadas cristalinas, con sus bromas inocentes, sus carre-ras y movimientos llenos de gracia y ligereza. Sus carnes,castamente veladas por la capa de baño, se estremecían al en-trar en el agua con la ascensión paulatina del frío. ¡Qué hermo-sa se ponía cuando cruzaba las manos y apretaba los dientes acada caricia brutal de la ola! Y la pálida Lucía del Sagrario,siempre con los ojos bajos, pero fulgurantes, como si llevaradetrás de las pupilas una luminosa visión beatífica. Y Ana delCorazón de Jesús con sus ojazos negros, profundos y apasiona-dos, y unos labios que parecían hechos con sangre de fresas ygranadas. Y Rosa del Martirio, un poco gorda, pero admirable-mente modelada, rebosando salud por sus frescas mejillas. YTeresa de los Dolores, nerviosa, enfermiza, pero expresiva ygraciosa en todos sus movimientos. Y todas, todas eran hermo-sas, la que no con la hermosura prestigiosa del rostro, con labelleza del cuerpo o con la gracia del movimiento; todas eranbellas con el perfume inefable de la pureza, con el atractivo in-comparable de la juventud. Nada más adorable que ese grupode niñas saltando, riendo, gritando, chapalateando entre lasolas, burlándose de las caricias del mar, que salpicaba con susespumas todos esos encantos ofrendados piadosamente a la Di-vinidad. Las hermanas Ágata, Rosa y Ana eran las más valien-tes y atrevidas, pues se aventuraban a alejarse de la playa enpeligrosos ejercicios de natación, seguras de domar con su au-dacia, las audacias del Océano.

Entretanto, la madre Clara, sentada a la sombra de una roca,leía devotamente en su libro de horas, y levantaba con frecuen-cia la cabeza, bien para sonreír a alguna de las novicias que ledirigía alguna zalamería, bien para reprender suavemente aotra que había dicho algo vagamente pecaminoso, bien paraobservar con inquietud a las atrevidas nadadoras o bien paraconsultar la hora en un modesto relojillo de acero.

El joven fauno, desde su lejano islote, veía la agitación de to-dos estos cuerpos puros y bellos. Las caricias de las ondinas,frías como peces, helaban todo apasionamiento. ¡Oh, cómo ha-bían cambiado! No eran ya las amorosas y vehementes siervasde Calipso. No eran siquiera como esas cristianas, cuya auste-ra religión le había dejado huérfano. A la vista de ellas, toda lasangre que fermentaba en él hacía veinte siglos le habló al oídoinspirándole innobles deseos: todas las truhanadas de su

21

Page 22: cuentos malévolos de Clemente Palma

estirpe le acudieron a la cabeza y recordó los raptos fáunicosen las penumbras del bosque.

Una mañana vio a las tres nadadoras cerca del islote. El fau-no cogió un pulpo y nadó por debajo del agua hacia el sitio enque, tranquilas y descuidadas, nadaban charlando y riéndoselas tres jóvenes religiosas.

De pronto, Ágata vio una sombra que se movía debajo deella, se volvió asustada, quiso huir, llamó a sus compañeras,pero ya era tarde. Unos brazos viscosos y fríos se prendieron asus lozanas pantorrillas, impidiéndola todo movimiento; gritódesesperada, hizo esfuerzos inauditos, se debatió con toda laenergía que da la perspectiva de una muerte horrible en plenajuventud, todo fue en vano. Los tentáculos, sembrados de ven-tosas de los pulpos, seguían subiendo y entorpeciéndole todomovimiento. Loca de terror, comenzaba a sentir el desfallecim-iento de la muerte, cuando una faz hermosa y joven, como la deun Cristo marino, se juntó a su rostro. Volvió Ágata a la vida, y,llena de esperanza, se confió a su salvador, acallando con cier-to íntimo goce el pudor que sentía de verse en brazos de unhombre. ¡Qué diría la madre Clara! Pero cuando la impresiónmortal que recibiera se fue desvaneciendo un poco, notó que eljoven la llevaba mar adentro. Quiso detener a su guía: –¿A dón-de me llevas?–. El faunillo contestó: –Cristiana, bajo esta faz ju-venil llevo veinte siglos de desesperación. Mírame bien: soy unfauno, el último de mi raza. Durante veinte siglos he buscadovanamente una mujer amable. No ha llegado… hasta hoy. Tehe espiado, cristiana, te he espiado, y al verte tan hermosa seha incendiado mi corazón en amor. Te amo, cristiana, te amo;eres más bella que las hijas de la Grecia difunta. Eres mía, ybendigo los veinte siglos de sufrimiento que he pasado; te hesorprendido en el mar, como sorprendían mis hermanos a laspastoras en la selva. Te llevaré a una isla solitaria; arrullaré tusueño con las canciones del viejo Anacreonte… ¡Ámame, crist-iana, ámame!

¿Qué pensó la espiritual hermana Ágata de la Cruz? Se en-contraba en medio del mar. Allá, muy lejos, estaba la madreClara, rodeada de las novicias, a quienes habían llevado susdos compañeras la noticia de su muerte, devorada por unmonstruo marino; las veía pequeñitas, las cabezas no másgrandes que cabezas de alfileres… Veía sobre la colina el mo-

22

Page 23: cuentos malévolos de Clemente Palma

nasterio, la casa de Jesús, el Bien Amado. Aquí, junto a ella, es-taba el fauno, apasionado, hermoso, tembloroso de amor conlágrimas en los ojos, ofreciéndole un cariño que había fermen-tado veinte siglos… Los faunos no pertenecían a la raza de losjudíos. Se habría dejado morir mil veces antes que consentirque la tocaran un cabello las manos de un judío, manos asesi-nas, manos enrojecidas con la sangre divina del Salvador. ¿Quémás pensó la espiritual hermana Ágata de la Cruz?… Despuésde un rato de silencio y de reflexión, la novicia comprimió lige-ramente el hombro del fauno, y con voz tímida, que traducíasus escrúpulos, le dijo: –Júrame, fauno, que creerás en la divi-nidad de Nuestro Señor Jesucristo. –Te lo juro, cristiana–. Y elfauno, con su valiosa carga, loco de alegría, siguió nadando ha-cia una isla que vagamente se bosquejaba en el horizonte. Me-dia hora después habían perdido de vista la tierra, pero llegó alos oídos de Ágata el sonido lúgubre de la campana delmonasterio que doblaba por ella. Entonces oró, y dos lágrimasardientes cayeron sobre la espalda blanca y tersa del faunillo.Y siguieron nadando.

****El Gulf of Christhiania, de la P.S.N.C., de 7.000 toneladas de

desplazamiento, capitán Pfeiffer (noruego), dos máquinas, 18millas de andar, 104 metros de eslora y 19 de manga, llevabaun cargamento de carbón para California, e iba a todo vaporconduciendo a su bordo 183 pasajeros. Entre ellos se contabaSara Bernhardt, la egregia artista, una compañía de saltimban-quis, seis sacerdotes, y una pareja de recién casados. He aquílo que pasó:

Turanio, el clown, un clown francés que había hecho furor enNueva York por la donosura de sus saltos mortales y lo estram-bótico de sus gestos, había cogido uno de los anteojos, y, recos-tado sobre la barandilla, escudriñaba el mar imitando los ges-tos del piloto. Sara Bernhardt leía, por centésima vez, Las me-morias de Sara Barnum, libelo que escribió contra ella MaríaColombier… ¡Qué gracioso era Turanio! La recién casada se re-ía hasta derramar lágrimas. De pronto, Turanio, haciendo unapirueta de terror cómico, exclamó:

–¡Un tiburón blanco!…

23

Page 24: cuentos malévolos de Clemente Palma

En efecto, allá lejos, se veía algo que vagamente parecía eldorso de un pez blanco, que aparecía y se ocultaba constante-mente. Stirno, el otro clown, llegó con una nariz descomunal,armado de una carabina inglesa de balas explosivas. Las carca-jadas atronaron el buque: se entabló la disputa. Turanio afir-maba haber visto un tiburón blanco, y Stirno juraba como uncondenado que aquello era un lobo viejo, que estaba blanco decanas. El modo de convencerse era darle caza (Sara Bernhardtlo propuso); Stirno se echó la carabina a la cara y estuvo ace-chando el momento en que apareciera el monstruo. Todos lospasajeros rodearon al tirador. A Sara le brillaban los ojos deentusiasmo; la recién casada se tapó los oídos y parpadeabanerviosamente, esperando la detonación. Pasaron cinco, diez,quince segundos.

–¡Pum!…Hubo un hurra formidable y la ilustre actriz aplaudió frenéti-

camente al ver agitarse la mancha blanca. Pero después llegóel vapor al sitio y todos los pasajeros se inclinaron sobre lasbordas para ver al lobo o tiburón. Cuando llegaron, encontra-ron dos cuerpos humanos atravesados por la bala explosiva delgracioso Stirno. ¡Pero qué ojazos de asombro y espanto abrie-ron la afamada Sara y los pasajeros! De todos los labios salióeste grito:

–¡¡Oh!!…Así fue como murieron la hermana Ágata de la Cruz y el últi-

mo fauno.

24

Page 25: cuentos malévolos de Clemente Palma

Parábola

M i tío, el prior de loe Camaldulenses, era hombre de muybuen humor, a pesar de vivir entregado a la lectura de

viejas hagiografías, vetustos cronicones y apergaminados infol-ios, de los que sacaba datos para la historia de la Orden, que,desde hacía mucho tiempo, estaba escribiendo. Yo pasaba en-tonces por una dolorosa crisis moral, debida no sé si a la serie-dad con que tomé ciertas lecturas filosóficas, o al pesar que meprodujo la muerte de mi Susana, una novia un poco diabólicaque tuve, y a la que, probablemente por eso, amé con pasión,lo cierto es que tuve una racha de misticismo y acudí en confe-sión donde mi buen tío, quien, con gran afabilidad, descargó miconciencia del peso de algunos miles de gordos pecados, come-tidos durante muchos años de descreimiento e impiedades. Nose contentó mi buen tío, quien con gran afabilidad, descargómi conciencia que mi estado moral y nervioso me ponían en pe-ligro de caer en uno de estos dos abismos: la locura o el suicid-io, me lleva al convento a fin de que las lecturas piadosas, lameditación y la paz de la celda contribuyeran a devolverme lapaz del espirita. En un principio la tranquilidad conventual mepermitió concentrarme, y fueron más agudos mis dolores y másmortificantes mis recuerdos y meditaciones. Pero, poco a poco,la paz exterior fue invadiendo mi alma. Mi virtuoso tío acudíaen las noches a la biblioteca del convento, en donde yo me ha-bía instalado, y entre la lectura de dos enrevesados capítulos,disertaba conmigo sobre alguna cuestión architeológica; me re-fería anécdotas y curiosidades históricas o me hacía alguna re-lación, mística con sus puntas de picardía profana. A los dosmeses mi espíritu estaba ya curado y me parecían cortas lasnoches para escuchar la a-legre charla de mi tío y sus claras yprofundas disertaciones. No olvidaré decir que cada velada ter-minaba con una buena jícara de chocolate, como saben tomar-los los priores, toda vez que León Pinelo, teólogo y bibliófilo in-signe, ha probado que el chocolate no quebranta el ayuno pres-crito por el ritual para la Consagración. Después, mi tío se ibaa maitines.

Sin embargo de que no me quedaba de Susana sino un re-cuerdo melancólico de sus malignidades y de su amor extraño;sin embargo de que de mis negras meditaciones filosóficas sólo

25

Page 26: cuentos malévolos de Clemente Palma

conservaba un dejo ligeramente amargo, tenía a veces mis re-crudescencias por obra y gracia de la luna o de mi crónica dis-pepsia. Una noche me puse a porfiar a mi tío que Leibnitz ha-bía sido un solemne bellaco, al asegurar que este mundo era elmejor de los mundos posibles. En mi concepto, Dios era un ti-rano cruel, que se complacía en las angustias de los hombres, ycualquier pelagatos que hubiera asesorado a Dios, le habría he-cho indicaciones acertadas para hacer un mundo mejor. Enton-ces mi tío, después de sermonearme de lo lindo, llamarme san-dio y desahogarse contra el siglo, los filósofos y darle la grantostada al archihereje Voltaire, me refirió la siguienteparábola:

Después de diez y nueve siglos de redención, tuvo el Salva-dor la peregrina ocurrencia de dar un paseo por la tierra, conel objeto de ver en qué estado se encontraba el mundo bajo elimperio de las caritativas doctrinas que él había predicado, yde las que la Iglesia había quedado depositaria. Como era natu-ral, había traído Jesús plenas poderes de su Padre para hacer ydeshacer, y hasta para repetir, si lo creía conveniente, la trage-dia del Calvario. Jesús encontró esta tierra más pervertida ymalvada que antes; sin gran trabajo habría encontrado muchosJudas que le vendieran y Pilatos que le condenaran de nuevo.Inmensa pena tuvo el buen Jesús al ver que su sacrificio habíasido inútil. Pero comprendió que gran parte de la culpa de esedesastre moral y del fracaso de la buena nueva se debía, ya ala solapada intoxicación de las almas, realizada por unos maloshombres llamados filósofos, ya a la errónea manera como habí-an popularizado sus doctrinas de fe, de piedad y de consueloalgunos de los encargados de la propaganda evangélica. (Debodecirte que los Camaldulenses no estaban comprendidas entreéstos). En cierto modo, los hombres eran inculpables, y por esoel corazón de Jesús se llenó de amargo desconsuelo y tiernacompasión; y ni un momento fulguraron sus ojos azules un des-tello de cólera o despecho. ¡Qué hacer! Nada; dejar que elmundo siguiera rodando y el demonio engulléndose las almas amás y mejor. No había remedio. Y dos lágrimas fueron a per-derse entre los rizos de su barba castaña.

Jesús comenzó a ascender una montaña para lanzarse al cie-lo desde la cumbre, cuando encontró a un viejo ermitaño querecogía hierbas medicinales. El viejo, a pesar de sus setenta y

26

Page 27: cuentos malévolos de Clemente Palma

ocho años, tenía muy buena vista, y se fijó en que las manos deese joven estaban perforadas y en que algo como un nimbo deluz muy tenue circundaba su cabeza. Inmediatamente corrió,dejando su atado de hierbas sobre una roca, alcanzó al Salva-dor y se echó a sus pies derramando abundantes lágrimas.

–¡Ah, mi buen viejo, me has reconocido!– le dijo Jesús levan-tándole afablemente. –¿Qué gracia quieres que te haga?

–Para mí ninguna, Señor, pero sí para la humanidad.Bien quisiera yo llevarme a la humanidad al cielo, pero no es

posible, anciano… Están muy malogrados los hombres y meconvertirían el cielo en un infierno.

–¡Oh, Señor! –siguió el anciano con candorosa ingenuidad,–la humanidad ha sufrido mucho por él pecado del primer hom-bre, que dio, entrada al infortunio sobre la tierra. Si volvieras aella tu mirada de perdón, volvería la felicidad a acariciar las al-mas; la fe y la ventura correrían como un río apacible por !asconciencias, y se apaciguaría para siempre, al soplo de tu infi-nita misericordia, la tormenta espantosa en que tantos hijos tu-yos sucumben y se hunden por una eternidad en los abismosdel infierno.

–¡Pobre anciano! Eres el portador de las angustias humanas,de los arrepentimientos tardíos y de las plegarias de los desdi-chados… Pero ¿no sabes acaso qué el mal y el dolor son florac-iones inevitables del pecado?

–¡Oh, Señor!, pero tú podrías cegar una de las muchas fuen-tes del pecado.

Jesús no respondió. El viejo era testarudo y siguió exigiendo:–Si suprimieras la enfermedad, Señor… la enfermedad en-

gendra la desesperación, Señor, y ella es el asidero del demon-io para conducir a las almas a su horrible imperio.

–Bien, compasivo anciano; voy a complacerte: desde hoy nohabrá enfermedades. Dentro de algún tiempo nos veremos eneste mismo lugar y me referirás cómo le va a la humanidad go-zando de salud.

El cuerpo de Jesús se deshizo como un jirón de niebla súbita-mente besado por un rayo de sol canicular, quedando en el es-pacio que ocupó su cuerpo un perfume superior al de todas lasflorestas. Desde ese día sanaron los enfermos de todos los hos-pitales, como por ensalmo; las heridas cerraron inmediatamen-te; los médicos y boticarios se dedicaron a otras profesiones, y

27

Page 28: cuentos malévolos de Clemente Palma

las Facultades de Medicina de todos los países se clausuraronpor inútiles. La enfermedad llegó a ser una tradición, y laterapéutica se convirtió en un estudio de mera erudición, comoel viejo sánscrito. La gente se moría dulcemente al llegar a losnoventa años. Pero el número de condenados no disminuyó.

Al cabo de algún tiempo volvieron a encontrarse Jesús y elermitaño.

–¿Y bien, buen anciano? –interrogó el Salvador con sonrisaenigmática, que iluminó su rostro melancólico con fulgores, debondadosa picardía.

–¡Oh, Señor!, los hombres se condenan lo mismo que antes,pero yo sé por qué es: por la miseria, Señor; por la miseria sedesesperan y condenan. Suprime la miseria, Jesús mío.

–Sea, –contestó Jesús.Inmediatamente se llenaron de oro las gavetas de los comer-

ciantes quebrados, que estaban a punto de suicidarse. Losarbolas hacían alarde de derrochar sus frutos, y los campos detrigo dieron abundantes cosechas^ Todo el mundo tuvo conqué satisfacer ampliamente sus necesidades, y Roschildt, porun capricho de archimillonario, ofreció obsequiar con la mitadde su fortuna al que le llevara un mendigo. ¡Qué deliciosaabundancia la de la tierra! Y, sin embargo, en la teneduría deldemonio la lista de ingresos permanecía inalterable.

Al año siguiente se repitió la entrevista.–Señor, es el odio de unos hombres a otros lo que les hace in-

felices y les arrastra al pecado y del pecado a la condenación.Si los hombres se vincularan por una confraternidad dulce ytranquila, si se sintieran instintivamente impulsados al mutuoamor, se habría salvado la humanidad. ¡Oh, Señor, apaga contu divino aliento la tea roja del odio, extingue la sangrientallamarada de la guerra, y verás cómo el ángel de la felicidadcierra las puertas del infierno!

–Anciano, lo que me pides es más difícil… . En fin, sea.Desde ese día no hubo celos, porque los hombres se amaban

y respetaban tanto, que no deseaban la mujer del prójimo y evi-taban toda convergencia de amor. La pólvora adquirió la buenapropiedad de no arder, y, por consiguiente, perdieron su objetolas fundiciones de cañones y las fábricas de armas de fuego.Las espadas y los puñales se volvieron quebradizos y se rompí-an al menor golpe; de modo, pues, que no habiendo ya el medio

28

Page 29: cuentos malévolos de Clemente Palma

de hacer eficaz y activo un odio, éste tuvo que desaparecer,como desaparecería el sentido de la vista si desapareciera laluz. Era de verse cómo todos los hombres se hablaban y se aca-riciaban con sincera cordialidad. Todos los asuntos se arregla-ban tan satisfactoriamente, que, cuando más, había que recu-rrir a los amigables componedores. Los abogados, jueces y es-cribanos tuvieron que dedicarse a dormir, para ocuparse enalgo.

Durante varios años no volvió a aparecerse Jesús al buen er-mitaño, ¿qué más podía desear éste para la humanidad? Eraseguro que el demonio estaría mesándose los chamuscadoscabellos y dando cornadas de impaciencia contra la puerta delinfierno, puesto que era probable que nadie se condenaría.¿Quién iba a pencar en condenarse gozando de perfecta salud,sintiendo, como inefable caricia del alma, esa fraternidad uni-versal, y, para colmo de dichas, de despreocupación del porve-nir? Había pan, amor y salud para todos, y era indudable queen esta apacible y tranquila condición la vida sería una bendi-ción de Dios…

Pues, no, señor; a los tres años de esta vida los hombres secondenaban tanto como antes. Como nada se puede tener ocul-to llegaron los hombres a saber que debían ese delicioso esta-do de fácil bienaventuranza a nuestro buen ermitaño, y un díaenviaron delegados al anciano con una plegaria tan extrañaque éste se horrorizó. Cuando estuvo solo el ermitaño se pusoa llorar de vergüenza y conmiseración hacia ésa humanidadtan ingrata como ingobernable, tan insaciable como loca. Espe-raba con tristeza y desconsuelo el día de la entrevista con elSeñor.; ¡Cuál no sería su asombro al entrar un día en su grutay ver: resplandeciente el cuerpo de un tosco crucificado quehabía en el fondo de su alcoba de piedra! La faz del Cristo te-nía una ex-i presión de cariñosa ironía. El ermitaño cayó en tie-rra acongojado por la humillación y el dolor.

–¡Señor, Señor, –murmuró; –muérame yo de vergüenza! sivolviera a interesarme por una humanidad tan ingrata e inicua;no hay salvación para los hombres: el vicio está muy arraigado;en sus almas!

–¿Qué pasa, buen anciano? ¿No están contentos con la paz,la salud y la holgura?… No te desconsueles, que les concede-ré la nueva gracia que me pidas. Habla.

29

Page 30: cuentos malévolos de Clemente Palma

La vergüenza y (sufrimiento del ermitaño crecieron.–¡Oh, Señor!…–Habla.–Señor, los mortales de la tierra están desesperados con su

felicidad y quieren que te dirija en su nombre esta plegaria:Señor, vuélvenos a nuestra primitiva condición de víctimas delmal y del dolor, porque ella es infinitamente preferible a estabuenaventuranza fácil, que extingue el deseo y que no es obradel esfuerzo.

–Tienen mucha razón los hombres, –respondió Jesús.Esto era tan incomprensible para el ermitaño, que si lo hu-

biera escuchado de otros labios que no fueran los divinos, ha-bría pensando que oía la más espantosa herejía. No se atrevióa interrogar, pero en sus labios palpitaba la pregunta.

–¿Por qué? –prosiguió el Salvador, sonriéndose, –porque su-primiendo la enfermedad, la miseria y la lucha hemos creado,buen anciano, la inercia y el hastió; es decir, el mayor pecado yla mayor condenación.

Y nuevamente los tres suprimidos flagelos cayeron sobre laTierra.

30

Page 31: cuentos malévolos de Clemente Palma

Una historia vulgar

U n joven médico francés me refirió una historia trágica deamor, que se quedó vivamente grabada en mi memoria y

que hoy refiero casi en los mismos términos en que la escuché:Hela aquí:Ernesto Rousselet era un muchacho que intimó conmigo en

virtud de no sé qué misteriosas afinidades. Era lorenés y deuna familia protestante. Fui el único amigo a quien amó y conquien tuvo verdadera intimidad. Era, sin embargo, de una edu-cación, de un carácter y de un modo de pensar muy distintos alos míos; más aún, completamente opuestos. Ernesto era unpuritano: por nada del mundo dejaba de ir los viernes a los ofi-cios y los domingos a oír la lectura de la Biblia en una capillaluterana. A veces le acompañaba yo, y, a pesar de mi espírituburlón, no podía menos de respetar la honradota fe de mi buenamigo. Ernesto era serio, incapaz de una deslealtad, y su almanoble de niño grande, se transparentaba en todos sus actos ybrillaba en la mirada de sus grandes ojos azules, en sus francosapretones de mano, y en la dulzura y firmeza de su voz. Nadade esto quiere decir que Ernesto fuera bisoño y meticuloso, nique se asustara con las truhanadas propias de los mozos, nique fuera un mal compañero de diversiones. Cierto es que amuchas asistía sólo por complacerme. Uno de los grandes pla-ceres de Ernesto era hacer conmigo excursiones en bicicleta,de la que era rabioso aficionado.

Por más que me esforcé en convencer a Ernesto de que elhombre era ingénitamente perverso y de que la mujer, cuandono era mala por instinto, lo era por dilettantismo, no lo conse-guí. El buen Ernesto no creía en el mal; decía que los hombresy las mujeres eran inmejorables, y que la maldad se revelabaen ellos como una forma pasajera, como una condición fugaz,como una crisis efímera, debida a una organización social defi-ciente; como una ráfaga que pasaba por el alma humana sindejar huellas; la maldad era, según él, un estado anormal comola borrachera o la enfermedad.

Nada más curioso que las discusiones que teníamos, ya en micuarto, ya en el suyo; él, queriendo empapar mi alma en sucondescendiente optimismo; yo, tratando de atraerle a mi hu-morismo, o mejor dicho, a mi pesimismo complaciente también.

31

Page 32: cuentos malévolos de Clemente Palma

La conclusión era que nos convencíamos de la ineficacia de losesfuerzos de nuestra dialéctica, y que encima de nuestras di-vergencias brillaba más que nunca la luz pura de nuestraamistad.

Jamás se permitió Ernesto el lujo de tener una querida. Pen-saba que ello era vincular demasiado a una mujer con nosotrospor medio de lazos inicuos, y una vez dentro del laberinto im-puro, ya no había más puerta de salida que la infamia del aban-dono. No se cansaba de censurarme que yo tuviera una amiga.

–Eres un loco –me decía,– en amar así con tanta prodigali-dad. Llegarás a viejo con el alma brumosa y el cerebro y losnervios agotados; llegarás a viejo sin conocer amor puro, elverdadero amor con sus delectaciones espirituales, más dura-deras, más hondas y más nobles que el amor epidérmico deque hablaba Chamfort. Conocer mucho a la mujer en ese as-pecto es aprender a despreciarla.

–Conocer el alma de la mujer –le respondía yo,– es desprec-iarla más aún. Pero ¿crees tú, Ernesto, que una amiga es sóloun animal de lujo, una muñeca con la que se simula el amor?He ahí tu error. Quizá lo que menos huella hace en un hombre,es lo que tú consideras como principal fin de este género de re-laciones. El verdadero goce es el mero convencimiento de laposesión absoluta de una mujer; es saber que somos amados ydeseados; es sentir, mientras estudiamos (Ernesto y yo éramosentonces estudiantes de medicina), el pasito menudo de unamujer joven y hermosa, que voltejea en torno de nuestra mesade trabajo; es la satisfacción que sentiría un cazador de raza aldormitar con las manos metidas dentro de las lanas de su pe-rro; es un placer psíquico, aquel de sentir, en medio de una di-sertación sobre un cistosarcoma o una mielitis, que unos bra-zos sedosos enlazan nuestro cuello, y una boca, sabia en amor,nos besa en los labios; es reñir y hasta injuriar a una mujer osufrir sus genialidades y sus nervios, y satisfacer sus caprichosy exigencias; y más que todo eso, es tener la conciencia de quetodo ello lo soportamos porque nos da la gana, y en cualquiermomento que se nos antoje podemos poner a esa mujer de pa-titas en la calle. Todo esto y mucho más es el goce que nos pro-porciona la querida, y que tú no conoces, Ernesto. Crees queesto es el amor incompleto y deformado, porque no tiene lainefable ternura, la fe, el respeto mutuo, el cariño espiritual…

32

Page 33: cuentos malévolos de Clemente Palma

Convengo en algo de lo que me dices, por más que esos ele-mentos inmateriales del amor a la amada, no sean completa-mente ajenos al amor por la querida. Pero a mi vez te preguntoyo: ¿ese cariño que tú preconizas es completo, careciendo deaquello que censuras? Indudablemente que no. Y entre dosamores incompletos, prefiero aquel en que lo que falta es el en-sueño a aquel en que lo que falta es la realidad.

–Es que casándote después de haber amado con el corazón,obtienes el complemento perfecto, salvándote de las infamiasde la inmoralidad y de los inconvenientes del vicio.

–Te agradezco, Ernesto, el buen deseo, pero pienso no seg-uirlo en mucho tiempo. Opto por mi sistema, que tiene los go-ces del amor y carece de los horrores de la vinculación legal.

A pesar de la intimidad que nos unía, jamás había querido Er-nesto explayarse conmigo sobre sus relaciones con unas mu-chachas que vivían en la misma casa que él, en la calle Marb-euf. Probablemente temía que yo formulara algún juicio torcidoo arriesgara alguna broma subida que le habría hecho sufrir.Una noche, un amigo le hizo al respecto no sé que alusión, yErnesto se ruborizó como una niña.

Estaba yo una tarde escribiendo a mi familia, mientras quemi arpista, una buena muchacha que me hacía compañía, ensa-yaba en la alcoba un trozo difícil de Tristán e Isolda, cuandoentró Ernesto pálido y convulso. Me echó los brazos al cuello yse puso a llorar. Nunca he oído sollozosos más angustiosos yque expresaran un dolor más agudo.

–¿Qué es eso, Ernesto, amigo mío?.. ¿Qué tienes? ¿Cartas deLorena?.. ¿Alguna mala noticia sobre tus padres? –le preguntéconsternado.

–No, no…Hizo un poderoso esfuerzo para tranquilizarse y, cuando lo

consiguió, me refirió en voz baja que a ratos se enronquecía, elmotivo de su desesperación.

Hacía siete años que era amigo íntimo de dos muchachas lla-madas Margot y Suzón Gerault, muchachas muy dignas que vi-vían con cierta comodidad, debido a una renta de 8,000 fran-cos anuales que producía un inmueble rústico que tenía su pa-dre. Este era un buen señor que, desde que cegó, no quiso salira la calle, y la vida sedentaria le había hecho engordar hasta laobesidad. Sus hijas le adoraban, y su esposa era una señora

33

Page 34: cuentos malévolos de Clemente Palma

muy pequeñita y activa. Ernesto había ido a vivir al piso super-ior y todas las mañanas, al dirigirse al Liceo primero, y a la Fa-cultad después, veía a las niñas alegres y cariñosas mirando alpobre enfermo. Al poco tiempo ya era amigo de la familia Ger-ault y pronto intimó. Posteriormente, iba Ernesto todas las no-ches a leerle el periódico al papá ciego. Cada vez quedaba Er-nesto más hechizado de la sencillez de esa familia, de la since-ra cordialidad con que le trataban y de la ingenuidad e inocen-cia de Margot y Suzón. Ernesto no tenía hermanos y se encon-tró con que París le ofrecía un hogar, donde halló afectos queno tuvo en su fría Lorena.

Margot y Suzón le consultaban todo; a veces salían con él ahacer compras, y algunos domingos iban con él y varias amigasa jugar el cricket a una pradera en Neuilly. Margot era seria;Suzón alegre y bulliciosa, una locuela, un ángel lleno de diablu-ra. Margot era una rubia reflexiva de carácter enérgico; teníaunos ojos verdes, misteriosos, de mirada dura que siempre pa-recían investigar la intención recóndita de cada fraseescuchada.

Como Margot tenía un criterio frío y sereno, la consultabansus padres para todo: era en realidad el ama de la casa. Suzón,no tan rubia, tenía dos años menos, y era alocada y precipitadaen todo: tenía encantadoras vehemencias que le iluminaban lacara y le hacían brillar los ojos de cervatilla. A cada momentoSuzón estaba haciendo jugarretas a Ernesto, y nada había másdelicioso que sus carcajadas cristalinas.

Una noche, Ernesto se sintió enfermo; pero como estaba tanacostumbrado a ir al departamento de la familia Gerault a leerel periódico al anciano ciego, fue también esta vez. Estaba páli-do y febril, pero procuraba ocultar su malestar. Margot le ob-servaba atentamente y le dijo en voz baja a su hermana:

–Mira, Suzón, Ernesto está enfermo y, sin embargo, ha veni-do a leerle el periódico a papá…

Suzón se levantó, corrió donde estaba Ernesto, y dándole unsonoro beso en la frente le dijo con adorable vehemencia:

–¡Qué bueno eres, Ernesto!..El pobre mozo desde este momento se sintió realmente en-

fermo, o, mejor dicho, comprendió que su dolencia física erainsignificante al lado de la dolencia moral que desde hacíatiempo le aquejaba sin que ello hubiera notado: el amor; estaba

34

Page 35: cuentos malévolos de Clemente Palma

enamorado, no de Margot, cuyo carácter tenía más afinidadescon el suyo, sino de Suzón, la vivaracha y revoltosa. Aquello dela fraternidad que la unía con las hermanas Gerault, era unasuperchería que su pasión había inventado solapadamente pa-ra penetrar de un modo artero en su corazón, con el objeto deprevenir los reproches que le hubiera hecho su honradez. Sí, élamaba a Suzón, no como a hermana, sino como a amante, laadoraba como novia, la deseaba como mujer…

En los cinco días que duró su enfermedad, y en los que tuvoque guardar cama, la señora y las señoritas Gerault le cuidaroncon cariño y asiduidad. Cuando se levantó, ya Suzón y él se ha-bían confesado mutuamente su amor; él, con el respeto y tími-da ternura de su alma honrada; ella, con la vehemencia de sucarácter, con el fogoso apasionamiento con que lo hacía todo.

Suzón adoraba los niños; dos o tres chicuelos que vivían enuno de los pisos de la casa, la llevaban confites al regreso de laescuela, y Suzón les correspondía con sonoros besos en las me-jillas, y llevándoles a su cuarto a jugar. Suzón y Ernesto erannovios; se casarían cuando él se recibiera de médico. Por aque-lla época llegó a París una tía de Suzón que venía de una ciu-dad de Auvernia. Era una señora que hablaba un patois incom-prensible. Se alojó en casa de los Gerault con sus tres hijos:una niña de doce años, un mozalbete de quince y otro de trece.Estos huéspedes fueron una contrariedad para Ernesto, pueslos tres muchachos no estaban sino adheridos a las faldas desu prima Suzón, cuyo carácter jovial y travieso les encantaba, ypor tanto dejaban a los novios muy pocas ocasiones de hablarde su amor y de sus proyectos. Los tres muchachos eran algopervertidos para su edad, pues, apenas veían que Suzón y Er-nesto conversaban en voz baja, se hacían guiños maliciosos,por lo que éste les profesaba muy cordial antipatía.

Una noche, mientras Ernesto leía el periódico al ciego, oyóque las señoras y las niñas concertaban una visita al Louvre yal Luxemburgo; la provinciana quería conocer algunas de lasmaravillas de París para embobar allá, en su caserío de un rin-cón de Auvernia, al cura, al alcalde y al boticario. Ernesto oyócon gran gusto que su novia se quedaría con el ciego.

A las dos de la tarde del día siguiente bajó Ernesto para char-lar un rato con Suzón. Ya habían salido la provinciana con laseñora Gerault, Margot y la primita, y probablemente los dos

35

Page 36: cuentos malévolos de Clemente Palma

muchachos. Ernesto entró a la sala: allí estaba el ciego dormi-tando en un diván. Ernesto no quiso despertarle y penetró enlas habitaciones interiores. Llegó a la habitación de Suzón; su-puso que ella estaría también recostada dormitando. Pensó vol-ver más tarde en consideración a su sueño; pero ¡bah!, Suzónpreferiría conversar. Empujó la puerta y entró… ¡Ojalá se hub-iera caído muerto en el umbral! Regresó, pasó nuevamentecerca del ciego que dormía, bajó las escaleras y salió a la callecomo si nada hubiera pasado. Sentía, sin embargo, que algo lehervía sordamente dentro de su ser, sentía como si algo se lehubiera muerto y podrido en un segundo. ¡Oh puerilidades dela imaginación que evoca asociaciones a veces ridículas hastaen las situaciones más amargas! Ernesto recordaba persisten-temente una ocasión en la que fue al gabinete de un dentistapara que le hicieran una pequeña operación en la mandíbulainferior, en donde se le había producido una exóstosis en la ra-íz de un diente. El cirujano le inyectó una buena dosis de cocaí-na que le anestesió completamente la región enferma. Ernestosabía que el bisturí y la sierra le destrozaban los huesos y losmúsculos y, sin embargo, no sentía dolor alguno. Ese mismo fe-nómeno, pero en el orden moral, se realizaba en él. Sabía quetodas sus ilusiones las había destrozado esa mujer, y no sentíael dolor. Y mientras Ernesto iba a la calle Marbeuf, a mi casa,pensaba en banalidades, deteniéndose en las tiendas, obser-vando a los ciclistas y atendiendo a los incidentes mil que serealizan en las calles, y que en otra ocasión le encontraban dis-traído. Al llegar a la puerta de mi casa, sintió como una bofeta-da en medio del corazón, y su alma, en una espantosa reacciónde dolor, se dio cuenta completa del cataclismo de su amor.

Después de haber sollozado un rato en mis brazos y de ha-berse repuesto, me contó lo que acabo de referir. Su rostro pá-lido y noble tenía la expresión de una infinita tristeza.

Durante tres días durmió Ernesto en mi casa, y obligué a miarpista a que no viniera por algún tiempo. Ernesto tenía horrora su cuartito del tercer piso de la calle Marbeuf. Una noche medecía:

–¿Quién le leerá el periódico al pobre viejo?.. Pero no, no qu-iero ir, porque siento que la amo y que la perdonaría a pesarde todo; bastaría que la viera para que este maldito amor mehiciera ver como cosa inocente la infamia que ha cometido. Me

36

Page 37: cuentos malévolos de Clemente Palma

volvería sutil para perdonar. Ella me diría con ese aire de inge-nua pasión: "Te amo, Ernesto, y lo que tanto te ha hecho sufrirfue una calumnia de tus sentidos". Y yo pensaría que realmentesoy un calumniador. No, no quiero verla más.

¡Pobre Ernesto! No hay mayor infortunio que amar a una mu-jer a quien se desprecia. Una noche no fue a dormir a casa.Pensé que mi buen amigo había optado por creer que el almade su novia continuaba inmaculada, a pesar de lo que había su-cedido, y que al fin había regresado a leerle el periódico al cie-go. –La cree un cisne, cuyas alas blancas y oleosas ni se mojanni se manchan en el fango. ¡Bah! ¡Debilidades humanas! Proba-blemente mañana escribiré a Ivette que ya puede regresar.–Mas no había sido así. Ernesto, antes que transigir con suamor, había optado por el medio más tonto, es cierto, pero elmás sencillo y eficaz para extinguirlo: matarse. Se encerró unanoche en una casa de huéspedes, tapó las rendijas de las puer-tas y ventanas, puso bastante carbón en la estufa e interrumpióel tiro de la chimenea. No le bastó eso, porque estaba resueltoa poner fin a su pasión y tomó una buena dosis de láudano yatropina; tampoco le satisfizo: quería morir del modo más dul-ce posible: colgó de la cabecera de la cama un embudo con al-godones empapados en cloroformo; puso su aparato de modoque cada 15 o 20 segundos cayera una gruesa gota en un lien-zo que ató sobre sus narices; la absorción del líquido mortíferofue continua durante el sueño de Ernesto, ese sueño que era laprimera página de la muerte… ¡Pobre Ernesto! ¡Qué uso tantriste hizo de la terapéutica estudiada en la facultad; qué apli-cación tan extraña a la curación de las dolencias del alma, suoptimismo tan brutalmente herido, la honrada rectitud de sucorazón, su idealismo sentimental le mataron más que la lujur-ia hipócrita de su novia. Le enterramos en Montparnasse.

Seis años más tarde, supe que Suzón se había casado con unoficial francés, que fue después a San Petersburgo de agrega-do militar en la embajada. Un día que me engañó una mujer, seme agrió el espíritu y sin más razón que el deseo de vengarmeen el sexo, escribí al esposo de Suzón una pequeña esquela enque decía lo siguiente:

"M. LUOIS HERBART.San Petersburgo.

37

Page 38: cuentos malévolos de Clemente Palma

"Soy un antiguo conocido de usted y de su estimable esposa,y, en previsión de posibles desavenencias conyugales, me per-mito dedicarle un aforismo que, probablemente, no se le ocu-rrió a Claude Larcher al escribir su Fisiología del amor moder-no. Helo aquí: "Los pilluelos son menos inofensivos de lo queparecen". No consienta usted que madame Herbart acariciemás chicuelos que los propios. Madame Herbart sabe por quédoy a usted este consejo, que me lo inspiran los manes de miinfortunado amigo Ernesto Rousselet. Créame afectísimo servi-dor de usted y de su esposa".

38

Page 39: cuentos malévolos de Clemente Palma

Los ojos de Lina

E l teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo.Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veía-

mos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegrefrancachela. Jym había pasado gran parte de su juventud enNoruega, y era un insigne bebedor de wisky y de ajenjo; bajo laacción de estos licores le daba por cantar con voz estentórealindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Unatarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día sig-uiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía can-tar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por ra-zones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refirién-donos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las re-laciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la maña-na cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relacio-nes; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym searrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeñabotella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió unpuro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, comoen otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de unepisodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dosaños, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, peromi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi es-posa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando ten-gáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi ca-sa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.

Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extraña-mente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yoestaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odiomás rabioso que puede caber en corazón de hombre. CuandoLina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inq-uieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien mevaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían alo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por misarterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la gene-ralidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchasal tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al ro-zar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda

39

Page 40: cuentos malévolos de Clemente Palma

o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experi-mentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médi-cos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha da-do la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no mepreocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé quéotras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exas-peración, con locura, a pesar del efecto desastroso que me ha-cían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgidade mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y esque cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por cier-tos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupi-las, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugiti-vas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, señores, lasideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos to-dos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la ca-beza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresa-bles. He dicho sombras porque es la palabra que más se acer-ca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y alllegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en elfondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de lascélulas, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.

Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la clara-boya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a lospeces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafa-larias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor yconvexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vezque veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decíayo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atrave-saban de un modo misterioso la pupila de mi amada y forma-ban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sinhaberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es mo-rena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca contan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna mesedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse enla sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casisiempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio su-perior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fre-sas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores;probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se

40

Page 41: cuentos malévolos de Clemente Palma

encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unosdientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina,cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una deli-cia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera deja-do morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos en-demoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito,es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubieraisvisto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿De quécolor creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guia-dos por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me ha-bríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; losojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistasdel mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determi-narlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte per-fecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azuladaformaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largaspestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eranlos ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos ylucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitaráde la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo de-trás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entretodos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. Aveces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas pordetrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas yrojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban pormil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un co-lor indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en mediopalpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los to-nos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangrede Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres,los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciabanpor el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.

Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo losbrillores múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de mu-chacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celosamarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efectode estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperiohorrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humilladacon esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi al-ma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que

41

Page 42: cuentos malévolos de Clemente Palma

tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentíaque me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entredos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el al-ma ardiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, por-que sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones des-garradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, co-mo un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se dabacuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos.

Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadiecausaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constit-uido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgu-llo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía so-bre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi digni-dad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginariosfueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exi-giéndola sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En elfondo había una intención que yo trataba de realizar disimula-damente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía deesas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo ¡orar a Li-na la hacía cerrar los ojos, y cerrados .os ojos me sentía librede mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible quetenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha teníaun corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curiosoes que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que laquería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a lu-char contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer.¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron elefecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Poramor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución como la tienentodos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último eraimposible, luego tenía que casarme con Lina. Lo que me ate-rraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos quetenían que alumbrar terriblemente mí vejez. , Cuando se acer-caba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre,un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insopor-table. De noche los veía fulgurar como ascuas en la oscuridadde mí alcoba; veía al techo y allí estaban terribles y porfiados;miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos ylos veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad

42

Page 43: cuentos malévolos de Clemente Palma

luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterías y ve-nillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas deLina llenaban mí sueño de redes que se apretaban y me estran-gulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé sípor orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada enmí espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.

El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómobrillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en misbrazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y ti-bios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.

–¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descom-

puesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:–¿Qué tienes, Jym?… Habla. ¡Dios Santo¡… ¿Estás enfermo?

Habla.–No… perdóname; nada tengo, nada… –le respondí sin

mirarla.–Mientes, algo te pasa…–Fue un vahído, Lina… Ya pasará…–¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te

mire, bien mío.No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos

terribles, con todos sus insoportables chísporroteos de sorpre-sa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mí turbado silencio,se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mí cabezaentre sus manos y me dijo con violencia:

–No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hacealgún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienenun peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo teconoceré en los ojos, mírame, mírame.

Cerré los ojos y la besé en la frente.–No me beses, mírame, mírame.–¡Oh, por Dios, Lina, déjame!…–¿Y por qué no me miras? –insistió casi llorando.Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha ver-

güenza de confesarle mí necedad: –No te miro, porque tus ojosme asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me ex-plico, ni puedo reprimir–. Callé, pues, y me fui a mí casa, des-pués que Lina dejó la habitación llorando.

43

Page 44: cuentos malévolos de Clemente Palma

Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a sualcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia es-taba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegréde esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionada-mente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pen-sado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar misridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo…Usando anteojos negros… quizá. Después que le referí mis do-lores, Lina se quedó un momento en silencio.

–¡Bah, que tontería! –fue todo lo que contestó.Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden

del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina selevantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra bo-da, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y pa-rientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares,que le habían traído durante su enfermedad, así como los obse-quios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbraen la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de es-paldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme braza-letes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, di-jes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí estaba el regalode su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate depaseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propie-dad; mis regalos también estaban y también el que Lina me ha-cía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada conterciopelo rojo.

Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galanteríade enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzóla cajita.

–Mírala a la luz –me dijo– son piedras preciosas, cuyo brilloconviene apreciar debidamente.

Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaronlos cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente páli-do. Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fi-jamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonri-sa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, he-chos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogíviolentamente a Lina de la mano.

–¿Qué has hecho, desdichada?–¡Es mi regalo de boda! –respondió tranquilamente.

44

Page 45: cuentos malévolos de Clemente Palma

Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en lascuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esosojos extraños que me habían mortificado tanto, me mirabanamenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con lamisma mirada endiablada de siempre…

Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profunda-mente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jymtomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos mi-ró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, eluno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bam-boleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una car-cajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en mediode nuestras meditaciones.

–¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz delsacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacendaño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancándoos losvuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os hereferido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor depresentaros.

Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, queparecía una solución concentrada de esmeraldas.

45

Page 46: cuentos malévolos de Clemente Palma

Cuento de marionetes

I

M omo, Arlequín y Pulcinella, grandes chambelanes deSM. Pierrot IV, hacían inauditos esfuerzos para distraer

la inmensa e inexplicable tristeza del rey. –¿Qué tiene su ma-jestad? –era la pregunta que, llenos de estupor, se hacían unosa otros los cortesanos. Fue en vano que las sotas de oros, decopas, de espadas y de bastos, ministros del rey, intentaran mildiversiones para disipar su misteriosa congoja: el gorro de Pie-rrot ya no se agitaba alegremente haciendo sonar los cascabe-les do oro. Ni Colombina cuando saltaba en su jaca blanca, através del aro de papel, lograba conmover la apatía del pobremonarca.

–No hay duda de que el rey está enamorado… ¿pero dequién? –se preguntaban los palaciegos.

Pierrot subía todas las noches a la terraza y pasaba allí lar-gas horas contemplando el cielo y sumido en incomprensibleéxtasis. Pasaba la media noche iba a su alcoba a acostarse; enel vestíbulo encontraba a Colombina, quien le aguardaba con laesperanza de que Pierrot la arrojara el pañuelo al pasar. El reyparecía inorar hasta el uso de esta prenda, y cruzaba ante lahermosa con la mayor indiferencia. Toda la noche se la pasabaColombina llorando como una loca, y al día siguiente formabaun escándalo en palacio, azotaba a SUS perros sabios, abofete-aba los pajes, consultaba la buenaventura los gitanos, hablabade incendiar el palacio y comerse una caja de cerillas, se desm-ayaba cada cinco minutos, y concluía por encerrar se en sushabitaciones, en donde se emborrachaba con champaña ykirshenwasser.

Corrían mil conjeturas en palacio respecto a la persona quetan profundamente había impresionado al rey. Unos asegura-ban que Pierrot había perdido su ecuanimidad desde que missFuller, la Serpentina, se había ido a Cracovia; para otros no ca-bía duda de que el rey estaba enamorado de Sara Bernhardt, ala que habla visto hacer la Cleopatra; no faltaba quien jurasepor Melecarte y los Siete Cabires, que la mortal afortunada eraIvette Guilbert, la deliciosa Y picaresca chanteuse, que habíasido el encanto de la ciudad en el pasado invierno; por último,

46

Page 47: cuentos malévolos de Clemente Palma

había individuo, para quien era cosa tan digna de fe como elcredo, que quien había turbado la paz del corazón de Pierrotera nada menos que la princesa de Caramán Chimay. Lo ciertoes que todas estas conjeturas tenían visos de probabilidad y na-da más; que las rabietas de Colombina eran más frecuentes, yque el rey estaba cada día más mustio y entristecido.

47

Page 48: cuentos malévolos de Clemente Palma

II

Y nunca se hubiera sabido en la corte quién era la personacuyos encantos tenían a Pierrot con el ceso sorbido, si él

mismo no se lo hubiese dicho a maese Triboulet, su camarero ysecretario de asuntos reservados.

–¡Hay, mi buen Triboulet! –dijo el rey bizcando los ojos y en-tornándolos para ver mejor, pues era extremadamente miope.–¡Ay, ay, ay!

TriboUlet, que en ese momento le ponía las calzas a la realpersona, alzó la cabeza alarmado:

–Qué tiene vuestra majestad? ¿Algún dolor?…–Sí, Triboulet, un dolor.–Avisaré al maese Althotas…–No, Triboulet; mi dolor no se cura ni se alivia con tisanas.–¡Ah, ya! –dijo el camarero guiñando un ojo, –vuestra majes-

tad sufre del corazón… dolor de amores.El rey no contestó: se limitó a dar un profundo suspiro.–¿Y quién es esa persona que hace sufrir a vuestra majestad?

Por Hércules, que debía considerarse muy honrada de quevuestra majestad se haya dignado en bajar a ella sus ojos!…

–¡Ay, Triboulet! es persona muy alta…Triboulet se puso a pensar en las princesas y reinas de Euro-

pa, Asia, África y Oceanía.–¿Será acaso la princesa de Asturias? –preguntó.–¡Oh, no!–¿La reina de Taití, Pomaré IV?–¡Bah!–¿La emperatriz de la China?–¡Más alta, Triboulet, más alta!–¿La zarina?–Más…–¿La reina de Inglaterra?–¡Más arriba, hombre!–¿Más arriba? La hija del Fjord de Islandia.–Pues sube más.–¿Más arriba aún? ¿Será la reina de los esquimales?–Más, más.–¡Caracoles! Más altas están las nubes.

48

Page 49: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Cien ducados de multa por la interjección… Más arriba,Triboulet.

–¡Diablo! ¿Estará vuestra majestad enamorado de la luna?–¡Doscientos!… Exactamente, mi buen amigo.–¡Hum!Y Triboulet se rascó la nariz, tomó un polvo de rapé con el

asentimiento del rey, estornudó, se volvió a rascar la nariz to-mó otro polvo, volvió a estornudar y se preparaba a volver arascarse y así sucesivamente, hasta que se realizara aquellodel jinete en un caballo macilento, del libro de las siete cabe-zas, de que nos habla San Juan en el Apocalipsis; pero Pierrotno tuvo paciencia para esperar el Juicio Final.

–¡Eh! ¿Y qué te parece?–Nada…–Cómo nada?.–Es decir… casi nada.–¿Cómo, es decir casi nada?–Pues, vamos… que me parece vuestra majestad un solemne

majadero.–Mira, en cuanto acabe] de vestirme te haré ahocar, por be-

llaco; pero antes, explícate.–No reflexiona vuestra majestad que ese amor es un imposi-

ble? Primero saldrá pelo a las ranas que ver satisfechas susamorosas ansias.

–¡Ay, Triboulet!, pues no me queda más recurso que dejarmemorir de pena, si no consigo poseer a mi dulce y desdeñosa ti-rana, –murmuró Pierrot con tono lacrimoso,

Hubo un rato de silencio, interrumpido por los suspiras delrey. Por fin, Pierrot despidió al secretario, diciéndole:

–Te prohíbo severamente que refieras a nadie mis cuitasamorosas.

Naturalmente, diez minutos después, gracias a la reserva delconfidente de asuntos reservados, todo el mundo había en pa-lacio que Pierrot estaba enamorado de la pálida e inaccesibleSelene.

49

Page 50: cuentos malévolos de Clemente Palma

III

L a corte de su majestad Pierrot IV estaba consternada: elrey había resuelto dejarse morir al no se encontraba med-

io de traerle a la dama de sus cavilaciones y ensueños. Y todoslos palaciegos se imaginaban que el rostro de Selene sería ma-ravillosamente hermoso, puesto que había cautivado tan hon-damente el corazón del rey. Colombina se puso furiosa al saberquién era su rival, y se pasaba largas horas de la noche escup-iendo al cielo, diciendo desvergüenzas a la luna y disparandolos corchos de sendas botellas de “Veuve Cliquot”. Intertanto,Pierrot en la terraza se deshacía de amor entregado a su apas-ionada contemplación. Y cada día que pasaba se desmejoraba yempalidecía más.

Pero una tarde, el duque’ de Egipto, viejo gitano, marrulleroy truhán, que en las ferias tragaba algodones encendidos y semetía en el gaznate luengas espadas de resorte, con gran estu-pefacción de los bobos; que recorría los campos vendiendo alos labriegos pomada de oso blanco y filtros de amor, el duquede Egipto, repito, pidió una conferencia a Colombina la cual ac-cedió y quedó contentísima, pues el gitano la había ofrecido, acambio de veinte libras tornesas y el monopolio de la venta deraíz de mandrágora, curar, radicalmente al rey de su extrava-gante amor.

se la pasaba Colombina llorando como una loca, y al día sigu-iente formaba un escándalo en amor.

50

Page 51: cuentos malévolos de Clemente Palma

IV

E l duque de Egipto subió una noche a la terraza del palacioencontró al rey sumido en su acostumbrado éxtasis. Se

acercó, sin que Pierrot notara la presencia, y le tocó en el hom-bro. Pierrot se volvió penosamente.

–Duque, has entrado sin mi permiso. Mañana haré que teazoten en el vientre con colas de cerdos y que en seguida teme amorosas metan dentro de un saco con siete gatossarnosos.

Señor, he venido a poner fin a vuestras cuitas amorosas y,sin embargo, vuestra majestad me recibe de un modo pocoamable.

–¿Qué es lo que has dicho, duque?… Me enajenas de gozo…¡Oh!, con que al fin voy a tener la ventura de… Mira, duque, teperdono y te haré chambelán y ministro, y príncipe heredero,si quieres.., todo por tener cerca a mi pálida y desdeñosa ado-rada. Me vuelves la vida. Te advierto que si mientes, mi furorno tendrá limites Y te haré descuartizar por cuarenta onagrossalvajes. ¡Habla, por Júpiter, habla!

–Estáis enamorado, señor, de la pálida Selene; pues bien, yopuedo ponérosla al alcance de las manos sumisa y obediente.

–¡Cuándo, duque, cuándo?–Ahora mismo.–Tienes ciento diez y nueve segundos de plazo para realizar

mi felicidad, so pena de que te desnuque con el as de bastos.Y Pierrot alzó amenazador el as que le servía de cetro. Al

mismo tiempo el duque de Egipto sacó de debajo de su capaandrajosa un canuto de cobre como de un metro de longitudque podía alargarse hasta el doble, Acomodó su aparato sobrela balaustrada de la terraza, lo orientó y luego llamó al rey, quele miraba hacer boquiabierto y alelado.

–Mirad, señor.Pierrot, dando traspiés y tembloroso por la emoción, se acer-

có, y miró y dio un grito, poniéndose espantosamente pálido,tambaleándose como si hubiera sentido dentro de sí la muertesúbita de algo. Dos o treo veces se separó del tubo para ver ala luna a la simple vista. A poco volviéronle los colores al rostroy reapareció en él la expresión truhanesca y alegre, que hacíatiempo había desaparecido. Por fin, estalló el rey en una

51

Page 52: cuentos malévolos de Clemente Palma

carcajada burlona e inextinguible que resonó por todos los ám-bitos de palacio. ¿Qué había sucedido? Sencillamente, que allídonde él había visto, a causa de su miopía, un rostro pálido devirgen, divinamente bella, veía ahora una cara chata, una carade vieja, una cara ridícula y abominable, llena de protuberanc-ias y verrugones. Estaba deshecha la ilusión. Al ruido acudie-ron los ministros, los chambelanes y los cortesanos, y unos trasotros fueron mirando por el ocular del anteojo, y todos se sepa-raban desternillándose de risa, señalando burlonamente conuna mano la ancha faz de Selene, mientras con la otra se apre-taban el vientre en las sacudidas nerviosas de una risa inconte-nible. Colombina, que también había acudido, estaba lindísimacon su vestido rojo y negro de ecuyere y su rubia cabellera,que se escapaba bajo el tricornio de incroyable. Cuando Pierrotse retiró a su alcoba encontró en el vestíbulo a Colombina, lacual tenía expresión tan picaresca y adorable, que no tuvo másremedio que arrojarla el pañuelo.

A pesar de que su majestad Pierrot IV, debía al duque deEgipto su curación y la tranquilidad del Estado, le tomó tal oje-riza que, en una ocasión, por una falta leve, cual era la de co-mer huevos sin sal, cosa prohibida por las leyes del Reino, ledesterró por vida lejos, muy lejos, creo que a las Molucas o alas islas Marquesas. ¡Misterios del corazón!

Pierrot y Colombina son actualmente muy felices. En las no-ches de luna suben a la terraza y, entre carcajadas y besos, ledisparan a la pálida Selene una serie de arcabuzazos con lasbotellas de “Veuve Cliquot’, que se beben hasta emborrachar-se. Triboulet afirma que varias veces, al llevar cargado al rey asu lecho, en completo estado de embriaguez, ha observado quelos ojos del rey estaban llenos de’ lágrimas, Pierrot no ha que-rido mar anteojos.

52

Page 53: cuentos malévolos de Clemente Palma

Envío

Q uería usted que yo escribiera un cuento con moraleja,pues opina usted que la mayoría de lo que he escrito ca-

recen de ella o tienen lo que usted, con mucho esprit, llama in-moraleja. Creo haberla complacido con el cuento de marione-tes que acaba de leer. La moraleja es fácil de desentrañar: enamor no debe llegarse a la posesión, a la apreciación exactadel objeto amado. Poseer o conocer es matar la ilusión; es od-iar, es encontrar ridículo el objeto alnado, es hacerle perder to-do el prestigio y encanto que tenía para nuestra imaginación.Una insigne amadora, Liane de Pougy, termina un libro delicio-so con esta frase: Rien ici bas ne vaut qu’un baiser. En, amorno debe basarse del beso, ro pena de que nuestra alma se pon-ga a mirar por el anteojo del duque de Egipto. Y ¡adiós la ilu-sión! ¡Pero el amor así es una horchata idealista! –pensará us-ted sin decirlo, corno lo pienso yo y lo digo, como lo piensan to-dos los que son jóvenes de cuerpo y alma y ven en el matrimon-io, o en lo que lo valga, la coronación razonable del amor. –¡Escierto! –la respondo desconcertado, –y confieso a usted con to-da ingenuidad que la moraleja idealista de mi cuento… no re-sulta, ¿Sabe usted por qué, amiga mía? Porque la vida y, porconsiguiente, el amor no tienen moraleja.

53

Page 54: cuentos malévolos de Clemente Palma

El quinto evangelio

E ra de noche. Jesús, enclavado en el madero, no habíamuerto aún; de rato en rato los músculos de sus piernas

se retorcían con los calambres de un dolor intenso, y su hermo-so rostro, hermoso aun en las convulsiones de su prolongadaagonía, hacía una mueca de agudo sufrimiento… ¿Por qué suPadre no le enviaba, como un consuelo, la caricia paralizadorade la muerte?… Le parecía que el horizonte iluminado por roji-za luz se dilataba inmensamente. Poco a poco fue saliendo laluna e iluminé con sarcástica magnificencia SUS carnes enflaq-uecidas, las oquedades espasmódicas que se formaban en suvientre y en sus flancos, sus llagas y sus heridas, su rostro de-sencajado y angustioso… –Padre mío, ¿por qué me has abando-nado? ¿Por qué esta burla cruel de la Naturaleza?

Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, yestaban rígidos y helados, expresando en sus rostros la últimasensación de la vida; el uno tenía congelada en los labios unamueca horrorosa de maldición; el otro una sonrisa de esperan-za. ¿Por qué habían muerto ellos, y él, el Hijo de Dios, no? ¿Sele reservaba una nueva expiación? ¿Quedaba aún un resto deamargura en el cáliz del sacrificio?…

En aquel momento oyó Jesús una carcajada espantosa quevenía de detrás del madero. ¡Oh! esa risa, que parecía el aulli-do de una hiena hambrienta, la había él oído durante cuarentanoches en el desierto. Ya sabia quién era el que se burlaba desu dolorosa agonía: Satán, Satán que infructuosamente le ha-bía tentado durante cuarenta días, estaba allí a sus espaldas,encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo le que-maba el hombro martirizando las desolladuras con la accióndolorosa de un ácido. Oyó su voz burlona que le decía al oído:

–¡Pobre visionario! Has sacrificado tu vida a la realización deun ideal estúpido e irrealizable. ¡Salvar a la Humanidad! ¿Có-mo has podido creer, infeliz joven, que la arrancarías de misgarras, si desde que surgió el primer hombre, la Humanidadestá muy a gusto entre ellas? Sabe, ¡oh desventurado mártir!que yo soy la Carne, que yo soy el Deseo, que yo soy la Ciencia,que yo soy la Pasión, que yo soy la Curiosidad, que yo soy todaslas energías y estímulo de la naturaleza viva, que yo soy todo loque invita al hombre a vivir… ¡Loco empeño y necia vanidad es

54

Page 55: cuentos malévolos de Clemente Palma

el querer aniquilar en el futuro lo que yo sabiamente he labra-do en un pasado eterno!…

La lengua de Jesús estaba ya paralizándose, y el frío de lamuerte le invadía como una marea… Hizo un poderoso esfuer-zo para hablar:

–El que oyere mis palabras y creyere en el que me envió, ten-drá vida eterna y no vendrá a juicio y pasará de muerte a vida.

–Sí, pasará a la vida estéril y fría de la Nada… La vida es her-mosa, Y tu doctrina es de muerte Nazareno, Tu recuerdo per-durará entre los hombres; los hombres te adorarán y ensalza-rán tu doctrina; pero tú habrás muerto, y yo, que siempre vivoque soy la Vida misma, malograré tu divina urdimbre deslizan-do en ella astutamente uno solo de mis cabellos… ¡Oh, maes-tro!, no es eso lo que tú querías, por cierto; tú querías salvar ala Humanidad y no la salvarás; porque la salvación que tu ofre-ces es la muerte y la Humanidad quiere vivir, y la vida es mi al-iento. La vida es hermosa, iluso profeta… ¿Quieres vivir paravelar tú mismo por la integridad y pureza de tu Buena Nueva?Yo te daré la vida con todas sus glorias, venturas y placeres: yote la daré de mis manos…

El pecho de Jesús se convulsionaba en los últimos estertoresde la agonía, sus párpados se cerraban como si los pecados detodo los hombres gravitaran sobre ellos con el peso de gigan-tescos bloques de piedra; quiso responder con una enérgicanegativa, no pudo; su garganta se había helado.

–Todo ha concluido, –murmuró Satén con rabia sorda. –¡Ah,no! Aún tienes un segundo de vida para que contemples tuobra a través de los siglos. Mira, Nazareno, mira…

En el espasmo supremo del último instante, Jesús abrió des-mesuradamente los ojos y vio, y vio a ambos lados de su cabezalos brazos extendidos de Satán evocando sobre el cielo grisuna visión desconsoladora. Vio en el cielo, hacia el Oriente, supropia persona orando en el huerto de Gethsemaní; copioso su-dor bañaba su rostro y su cuerpo; de pronto, una aparición sú-bita y luminosa le llenó de congoja y de placer un ángel envia-do por su Padre le ofreció un cáliz cíe oro lleno de acíbar hastalos bordes: “¡Padres Mío, lo beberé hasta las heces!”, y lo be-bió, sellando así el compromiso de redimir a la Humanidad. Yla viva luz que despedía el enviado de su Padre le arrancabadel cuerpo una sombra inmensa, una larga y obscura cauda

55

Page 56: cuentos malévolos de Clemente Palma

que llegaba hasta el cielo de Occidente, a través de muchos si-glos, de muchas razas, de muchas ciudades. Y lo primero queaparecía bajo esa enorme sombra que cubría el tiempo y el es-pacio, fue la cumbre de un monte en donde él, Jesús, moríacrucificado entre dos ladrones. Y seguían después infinidad deperfidias, de luchas, de cismas, persecuciones y controversiasentre los que creían entender su hermosa doctrina y los que nola entendían. Y vio transportarse a Roma, la Eterna Ciudad, elnúcleo de los adeptos a la Buena Nueva. Y vio un larga serie deciudades irredentes, la que, a pesar de que ostentaban eleva-das al cielo isa agujas de mil catedrales, eran hervidero de losvicios más infames y de las pasiones más bajas. Y en todas par-tes veía pulular, no ya como símbolos, sino como seres reales,reproducidos hasta el infinito, pero con rostros distintos, a esasdos mujeres de Ezequiel: Oolla y Oolliba. Las veía en los con-ventos, en las cortes, en las calles, en los templos. Y todas lle-vaban’ al cuello collares, cintas o hilos que sostenían una cruz.Y vio abadías que parecían colonias de Gomorra, y vio fiestasreligiosas que parecían saturnales. Y guerras, matanzas y ase-sinatos que se hacían en su nombre, en nombre de la paz, delamor al prójimo, de la piedad, de esa piedad infinita que le lle-vó al sacrificio. Y así como sus compatriotas se burlaban de él,cuando Anán le condenó a ser azotado y cuando el Procónsul leenvió a la muerte, así también las nuevas ciudades se burlabande su doctrina, sólo que lo hacían en unos idiomas extraños, enlos que las palabras tenían cuerpo de plegaria y alma de ironía.En los confines últimos del horizonte vio levantarse una ciudadllena dé cúpulas, de chimeneas fumantes, de alambres, de to-rres altas, como la de Babel, y de construcciones extrañas: esaciudad era Lutecia; de allí salía un murmullo de hervidero. Unsumo sacerdote, que era el mismo Satán disfrazado, subió auna torre cristiana y dirigiéndose a él dijo: –“Nazareno, has si-do un sublime visionario, creíste redimirnos y no nos has redi-mido. S. M. el Pecado reina hoy tan omnipotente como antes ymás que antes. El pecado original, de cuya mancha quisiste la-varnos, es nuestro más deleitoso y adorado pecado. Ya no eressino un nombre convencional, Nazareno…” Y un inmenso ru-mor de risas de placer y de locura extinguió la voz del orador.Más allá había otra ciudad: Londres; un sacerdote semejante alanterior repitió las mismas palabras; y la Ciudad Eterna,

56

Page 57: cuentos malévolos de Clemente Palma

Berlín, San Petersburgo, Madrid, Washington y mil ciudadesmás le repitieron lo mismo en mil lenguas distintas. De pronto,las ciudades se iluminaron como incendiadas; se oyó el estam-pido de los cañonazos y el ruido ensordecedor de un jolgorioloco. Era que la Humanidad despedía al siglo XX y saludaba lavenida del siglo XXI. Jesús no quiso o le faltaron las fuerzas pa-ra ver el futuro afrentoso de las razas. Levantó la mirada al cie-lo, y en vez de ver allí proyectada la silueta de su cuerpo oran-do en el momento en que bebía el cáliz del sacrificio, vio la sil-ueta extraña de un individuo escuálido, armado de lanza y es-cudo y cabalgando en macilento caballo… ¿Era el ángel de laMuerte que describía después Juan en el Apocalipsis?…

Pronto lo supo. Satán, con burlona sonrisa e irónico acerito,le dijo inclinándose a su oído:

–He aquí, Maestro, que además de los Evangelios que escri-birán Mateo, Marcos, Lucas y Juan, se escribirá dentro de diezy seis siglos otro que comenzará así: –“En un lugar de la Man-cha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiem-po que vivía un hidalgo de los de lanza en artillero, adarga an-tigua, rocín flaco y galgo corredor…

Pero Jesús ya había muerto y no oyó la inicua burla del geniodel mal; sus hermosos ojos claros quedaron desmesuradamen-te abiertos, y en sus pupilas se reflejaba duplicado aquel vastopanorama de la ironía de su sacrificio a través del tiempo y delespacio. Bajó Satán del madero y todo ello desapareció; peroen las azules pupilas del Salvador permaneció estereotipado elcuadro cruel.

¿Fue piedad o impiedad? Satán volvió a encaramarse en elmadero, y con su oprobiosa mano cerró los párpados de la divi-na víctima.

Y luego huyó dejándose rodar sobre las peñas del Calvario enlas que rebotaba como una pelota de goma.

57

Page 58: cuentos malévolos de Clemente Palma

La última rubia

A don Antonio Rubió y Lluch

E l oro se había agotado absolutamente en las entrañas y enla superficie de la tierra. Era tal la escasez de este precio-

so metal que sólo uno que otro erudito tenía noticias de quehubiera existido. En un museo de Chicago había dos monedasde diez dólares, guardadas en una urna de cristal, que se consi-deraban como una de las más valiosas curiosidades. En otromuseo de Papeete (Taití), se conservaba un idolillo primitivo,tallado en la extinguida sustancia; en París, Tombuctú, Río Jan-eiro, Estokolmo, guardaban los museos, con extrema vigilancia,dos luises, una moneda de 50 paras, una de 10,000 reis y unade 20 kroners respectivamente. Si no hubiera sido por todosestos museos la antigua palabra oro, auro, en esperanto, ha-bría sido una palabra inútil, aún para expresar el recuerdo deuna substancia que, repito, sólo conocían unos cuantos erudi-tos. En cambio, la elaboración del diamante se había perfeccio-nado tanto, que por cincuenta francos se conseguía en el año3025 uno del tamaño de una naranja.

La investigación de la piedra filosofal se hacía con muchomayor furor que en la remota Edad Media. Un alquimista logróobtener en unas cajas de uranio fosforescente, un depósito derayos de sol, que sometidos a una presión de12.000.000.000.000.000.000.000.813 atmósferas, daba unapasta dorada que podía substituir al oro: tenía su consistencia,su peso atómico, sus propiedades químicas y podría tener lasmismas aplicaciones industriales si no tuviera la detestablepropiedad de liquidarse con el frío y evaporarse; esperaba elquímico que, añadiendo tres o cuatro billones de presión, ob-tendría una sustancia más durable. Otro alquimista machacabaen un mortero los estambres de la flor de lis, adicionaba bilisde oso polar, y espolvoreaba la mezcla con granalla de selenioo molibdeno. En seguida envolvía este menjurje en barro de co-ke, y lo sometía a las descargas eléctricas de una bobina deRumkffork de 20 metros de largo, y obtenía una substanciaamarilla y metálica que decía ser oro, pero que tenía el incon-veniente de oxidarse con la sangre, y disolverse en elamoniaco.

58

Page 59: cuentos malévolos de Clemente Palma

Pero yo, que adoraba el arte y la ciencia antiguos, que habíaleído los libros vetustísimos de Flamel, Paracelso, CornelioAgrippa y otros muy notables alquimistas, sabía una receta se-gura para obtener el oro, receta que leí en uno de esos librosen nota marginal manuscrita, que traduzco del latín para queel lector, caso de encontrar el principal ingrediente, la aprove-che si quiere hacerse rico: “Tomarás un cabello de mujer rubia(rubicunda fomine capellae) y lo pondrás durante cinco lunac-iones a remojar en un matraz con una dracma de ácido muriáti-co; cuando se haya disuelto pondrás el matraz al sol, pero sóloen la época en que Venus es estrella matutina (venere stellematutinae esse) para evitar que sus rayos nocivos (letalium) to-quen el matraz. En seguida echarás en el líquido media dracmade sangre de drago, media dracma del licor que resuda el lau-rel, y llenarás por fin el matraz con agua marina (aquae maris).El todo lo dejas a evaporar en lo más obscuro de una cueva sa-litrosa (cava nitrosas) y al cabo de un mes encontrarás la mitaddel matraz lleno de un polvillo de la color del licopodio, que esoro puro (aureum vere) y que fundido en un crisol te podrá darhasta el peso de cinco ducados”.

Figuraos qué enorme fortuna representaba la cabeza de unamujer rubia. Pero es el caso que así como se había acabado eloro, se habían acabado las rubias. En el año 2279 los mongolesy los tártaros, esas malditas razas amarillas, habían inundadoel mundo y malogrado las razas europeas y americanas con lamezcla de su sangre impura. No había rinconcillo del mundo adonde esa gente no hubiera llegado y estampado la huella desu maldición étnica: no había un rostro que no condujera unpar de ojillos sesgados y una nariz chata; no había cabeza queno estuviera cubierta de cerdosa y negra cabellera. Con verda-dera rabia esos salvajes macularon la belleza europea, comopara anonadar lo que ellos no podían producir. Quizá para ase-gurarse así las victorias del porvenir. Esa raza se extendió porel mestizaje, como una hiedra inmensa que hubiera cubierto elmundo, y al cabo de tres siglos apenas había uno que otroejemplar de raza pura. La belleza germana, el tipo griego, lagentileza italiana, la elegancia francesa, la corrección británi-ca, la gracia española son hoy meras tradiciones de las que só-lo en los libros antiguos se encuentran relaciones. Unas queotras familias de montañeses habían conservado los rasgos

59

Page 60: cuentos malévolos de Clemente Palma

primitivos de las razas europeas, que el inmundo mestizaje ma-logró. Así, por ejemplo, mi familia había conservado, hasta ha-cía cuatro generaciones, la pureza de su raza; pero mi bisabue-la se había casado morganáticamente con un acaudalado fabri-cante de aeroplanos eléctricos, de perfecto origen afgán. Por li-bros y papeles de familia sabía que mis ascendientes habían si-do rubios como el sol, que de las cuatro ramas, tres se habíanmezclado: una, la mía, con sangre afgana, otra con las de unmestizo chino y la otra con la de un sastre samoyedo de origenmanchú. La cuarta rama se ignoraba qué suerte había corrido.Mi padre me decía, cuando yo le hablaba de la rama perdida:

–Esos parientes son unos estúpidos que tienen la chifladurade la pureza de la sangre.

Me lo decía en esperanto, que es el idioma universal. Yo, apesar de ser mestizo de afgán, a pesar de mi color bronceado,sentía en el fondo de mi sangre el aristocrático orgullo y elamor a la belleza de esas razas añejas que la ola asiática envol-vió y anonadó para siempre; y aplaudía íntimamente el aislam-iento de esa rama que había ido a esconder, en oculta cueva oinexpugnable montaña, los últimos rezagos de su estirpe. ¡Po-bres pueblos europeos! Un tiempo fueron formados por razasviriles y dominadoras, cuyas energías, en constante acción, sedesgastaron y decayeron rápidamente: ese fue el momento enque la raza amarilla invadió el mundo, como un alud gigantes-co se amalgamó, se fundió con las razas vencidas y extinguiópara una eternidad el espíritu antiguo. Todo lo que habían pro-gresado las ciencias, habían retrocedido las artes, pero no hac-ia Grecia sino hacia la caverna del troglodita o al kraal de latribu salvaje. En ese cataclismo de los bellos ideales y de lasbellas formas substituidos por nociones utilitarias y concepcio-nes monstruosas, sólo en uno que otro espíritu retrógrado, co-mo el mío, había un regreso psicológico a las nociones antig-uas, un sentido estético añejo, un salto atrás en el gusto por losideales y las formas que la ola de sangre infecta había sumergi-do en el olvido. Tenía la obsesión de buscar por todas las regio-nes de la tierra la rama perdida o ignorada de mi ascendencialatina, en donde aún se conservaban los rasgos de la antiguabelleza. Sentía vivo, avasallador deseo de contemplar una deesas cabezas rubias, que sólo podía ver en los grabados de al-gunos libros de la biblioteca de curiosidades de Tombuctú;

60

Page 61: cuentos malévolos de Clemente Palma

pero debo declarar, en honor de la verdad, que gran parte demi afán era debido al deseo de realizar el experimento de alq-uimia que había de hacerme uno de los hombres más ricos.

Una mañana me lancé por los aires en mi aeroplano, llevandobuena provisión de carnalita o esencia de carne, legumina, airelíquido, etc., todo lo que necesitaba para proveer a mi vida du-rante un mes. Crucé e investigué prolijamente las serranías yvalles de Afganistán y la Tartaria, las islas de la Polinesia, lasselvas y cordilleras de la América austral, todos los vericuetosde la accidentada Islandia: en todas partes encontraba la mal-dita raza amarilla que había inficionado a la mía, y se había ex-tendido sobre el mundo como una mancha de aceite. En lagran ciudad de Upernafich, fue donde encontré la primera hue-lla de esa familia que yo buscaba. Por los vetustos papeles dela familia sabía que mis antecesores europeos se llamabanHoulot. En un paradero aéreo de Upernawick (sic) oí en el librofónico de pasajeros este nombre pronunciado por una voz ex-traña. En varios paraderos oí la misma palabra. Y aun en unhotel más adelantado vi, en el espejo fotogenófono en que seinscriben la imagen y la voz de los pasajeros, vi, repito, la figu-ra de un hombre de unos cincuenta años y de dos mujeres, y oí,al tocar el registro, lo siguiente: “Jean Houlot, mujer e hija (es-to en esperanto), últimos vástagos de la raza gala (esto en fran-cés), pasaron por aquí el 18 de marzo de 3028, con dirección acabo Kane, orillas del mar Paleochrístico, 87 paralelo”. Me pu-se loco de contento y al día siguiente, a primera hora, me dirigíal lugar indicado, a donde llegué cuatro horas después.

En la puerta de una casucha embadurnada de sulfuro de rad-io, que la hacía en extremo fosforescente, había un hombre cu-yo rostro era el que yo contemplé en el espejo–registro del ho-tel. Yo había aprendido tres lenguas muertas: el español, el la-tín y el francés. Me acerqué al solitario individuo y le dije eneste último idioma:

–Señor Houlot, vos sois mi tío, y vengo desde Tombuctú, sólopor conoceros y saludar en vos al último vástago de nuestragloriosa y malograda raza.

–Bien venido seas… sobrino,–me respondió, con aire huraño ydesconfiado. –Ya me conoces… pero dime, pues si eres de miraza lo disimulas, ¿por qué tu rostro es bronceado?

61

Page 62: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Mi padre es afgán; mi madre era una Houlot. Cifro todo miorgullo en la porción de sangre materna que corre por mis ve-nas. Dejadme, tío, vivir cerca de vos para que seamos los últi-mos jirones de esa raza que muere con nosotros.

–¡Bah!… no reflexionas que ya en tu sangre hay la manchaasiática.

–¡Oh tío!, pero conservo sin mancha el espíritu de vuestraraza.

–Bueno, quédate si quieres…; pero te advierto que en mi ca-sa no hay sitio para ti.

Y me quedé efectivamente. Hice que unos samoyedos meconstruyeran una casa a unas cincuenta leguas, o sea trescuartos de hora de viaje en aeroplano. Houlot era muy pobre yyo continuamente le hacía obsequios valiosos de carnalita yoxígeno para calentarse, pues el frío que hacía encima del 85paralelo era terrible, y se sentía debajo de las pieles de oso yde foca que vestíamos, dejando al descubierto las facciones so-lamente. Houlot y yo llegamos a intimar, y se admiraba de quesiendo yo rico sacrificara mi bienestar en los países del Sur pormera fantasía. Houlot era muy avaro y exageraba su pobrezapara explotarme a su gusto. Un día, a pesar de sus precaucio-nes, nos encontramos su hija y yo sobre un témpano. Era unajoven de unos 25 años, blanca, pálida, de aspecto enfermizo, deojos y sonrisas picarescos y con algo de esa belleza perdidaque yo había contemplado en las estampas de Tombuctú.

Desde ese día nos amamos locamente al parecer: durantetres meses nos vimos en el mismo sitio y a la misma hora.¡Cuánto hablamos de amor, iluminados por la luz violácea de laaurora boreal! Y, sin embargo, yo no sabía si era rubia: nuncahabía visto sus cabellos, pues su vestido de piel de zorro azul,sólo permitía verla el rostro y las manos.

–¡Oh, si fueras rubia, hermosa niña, te amaría más si cabe, teadoraría con delirio y… harías mi fortuna!

–Rubia soy, –me respondió con adorable mohín de picardía.Poco después salimos Houlot y yo a coger morsas en un ban-

co de hielo, situado a 68 leguas más al Norte, y durante el ca-mino aproveché esta circunstancia para exponer mis pretensio-nes sobre mi prima.

–Mi buen tío, es probable que jamás encontréis, para maridode vuestra Suzón, un hombre de su raza. Yo la amo y soy

62

Page 63: cuentos malévolos de Clemente Palma

correspondido. Concedédmela, que al fin y al cabo de vuestraraza soy.

– Tú no eres sino un mestizo infame… Primero os mataré aambos que consentir en esa unión que ha de mancillar el últi-mo resto de sangre noble que hay sobre la tierra. Ruín asiático,ruín asiático… –murmuraba enfurecido.

Yo, que conocía la avaricia de mi tío, no hice caso de sus inju-rias y añadí:

–Estoy en posesión de un secreto industrial que me haráriquísimo. Si me concedéis a Suzón, os haré mi socio, y os daréun tercio de mi fortuna actual y de la futura.

Mi tío se ablandó; a poco accedió y al fin quedó convenido enque Suzón y yo nos casaríamos dentro de seis meses.

Al mes siguiente nos dirigimos a Terranova a pasar el vera-no. Poco después de nuestra llegada, pedí a mi novia un rizo desus cabellos. Suzón se sonrío: quitóse la toca de piel y expusoante mis ojos una hermosa cabellera rubia como ámbar.

–Escógelo tú…Caí extasiado de rodillas, y con mano temblorosa escogí diez

o doce hebras, que guardé cuidadosamente en mi cartera.En una habitación tenía preparados mis matraces y retortas.

Bajé a la cueva e hice con los cabellos de Suzón las preparacio-nes convenientes, con estricta observancia de la fórmula alqui-mista. Cuando saqué en la época oportuna el matraz, estabaéste tan empañado y cubierto de mitro, que no podía verse elinterior. Lleno de impaciencia vacié el contenido: era un polvi-llo rojizo entremezclado de cristalitos de sal marina y pedaci-llos de resina. En medio de todo estaban unas cuantas hebrasde cabello negruzco y sin lustre. De oro no había el menor ras-tro. Quedé profundamente desconsolado y caviloso. Fui a casade Suzón para pedirle nuevamente cabello, y repetir la exper-iencia con mayores precauciones. Entré, y no encontrando alviejo tío en la casa, llegué de puntillas hasta el tocador de Su-zón. Ella estaba de espaldas a la puerta con la cabeza sumergi-da en una jofaina.

–Padre, –dijo al sentir mis pasos.–No es tu padre, soy yo – contesté cariñosamente.Suzón dio un grito de sorpresa y se volvió: sus cabellos gote-

aban una agua de color indefinible.–¡Ah, pícaro, me has sorprendido!

63

Page 64: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Si… perdóname… pero ¿qué agua verduzca es esa?…–Eso es… ¡Bah! ¿Por qué no decírtelo, si no es un crimen?

¿No me dijiste que me amarías con delirio si yo fuese rubia?…–Si, ¿y qué? – espondí pálido, con el rostro contraído por la

rabia, pues comenzaba a comprender.–Que todas las mañanas me tiño el cabello para que me quie-

ras más, –contestó, y con cariñosa coquetería me tendió losbrazos húmedos al cuello.

Yo sentí como si me hubieran dado un hachazo. Y, rechazán-dola violentamente, exclamé vibrante de cólera:

–¡Bestia! ¡Lo que yo amaba en ti era a la rubia auténtica, a laúltima rubia, a la que murió con tu abuela!…

Y, sin perder más tiempo, regresé a Tombuctú, donde revi-sando mejor los papeles de familia he venido a saber que allápor los años 2222, un Houlot había ejercido en Iquitos (granciudad de 2.500.000 habitantes, en la Confederación Sud–Ame-ricana), la profesión de peluquero perfumista y tintorista decabelleras.

Probablemente no volverá a existir oro en el mundo, y másprobablemente aún, tendré que casarme en Tombuctú con al-guna joven de ojillos oblicuos, tez amarillenta y cabellos negrosa hirsutos.

64

Page 65: cuentos malévolos de Clemente Palma

El hijo pródigo

N éstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagan-cias, nos refirió un día en su taller la idea que había con-

cebido para pintar un gran cuadro, El hijo pródigo, que fue ex-comulgado y, in embargo, obtuvo un gran éxito por la maestríaen la ejecución, la novedad y rareza de la factura, y, sobre to-do, por la extravagancia o humorismo de la composición, queagradó hasta el entusiasmo a los exquisitos del arte, a los gour-mets del ideal, a los hijos trastornados de este fin de siecleque, fríos e impasibles ante los lienzos del período glorioso delarte, vibran de emoción ante las coloraciones exóticas, los sim-bolismos extrañamente sugestivos, las figuras pérfidas, las car-nes mórbida y voluptuosamente malignas, los claroscuros enig-máticos, las luces grises o biliosas y las sombras fosforescen-tes, en una palabra, ante todo lo que significa una novedad,una impulsión será que mortifique el pensamiento y sacudaviolentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y de to-do esto había en El hijo pródigo.

Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos, Luzbel, elÁngel caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron la cóleradel Padre Eterno y el terror y la execración de la Humanidad;ese Maligno, que llevó visiones infamemente voluptuosas a losojos del anciano San Antonio en su retiro de la Tebaida, queenciende las malas pasiones de las hombres y atiza en el almade las mujeres las pequeñas perfidias y las bajas que turba loscerebros, que juega inicuamente con los nervios y produce lasexacerbaciones más concupiscentes, las irritaciones máslibidinosas.

Sólo un loco, un de arreglado, podía tener la idea de hacerde Satén el protagonista simpático do un cuadro; sólo un dese-quilibrado, un neurótico podría tener la idea de arrancar al Re-belde do su mansión detestable para conducirle al cielo, intere-sante y hermoso, con los mágicos recursos del colorido y de laexpresión

Néstor nos mostró infinidad de bocetos de su cuadro y frag-mentos en los que estudiaba una actitud, la expresión de unafaz o un detalle importante. Repito, la idea era execrable, dia-bólica. ¡Luzbel redimido!, ¡Luzbel regresando al Cielo!,¡Luzbel, como el hijo pródigo, volviendo al seno de su padre!

65

Page 66: cuentos malévolos de Clemente Palma

¡Qué horror! Bien hizo Su Ilustrísima en conceder Néstor eltriste honor de ver excomulgado su cuadro. Lo que no obstópara que fuera de una ejecución maravillosa

He aquí cómo nos historió Néstor su cuadro, que encerrabauna teología infernal. ¡Nos horrorizó!…

****Siempre he creído que Luzbel será algún día rehabilitado y

conducido en hombros al Cielo por la Humanidad. Durante mi-les de siglos ha vivido desterrado de la gloria, y su sitio, a ladiestra de Dios Padre, ha sido indebidamente ocupado por alg-uien representa un principio inferior (la humildad, la manse-dumbre indudablemente significan fuerzas pasivas, inferioreslas fuerzas activas de la rebeldía y el orgullo), por alguien queno ha cumplido sus ofertas de felicidad Y salvación, por alguienque tuvo la vanidad de creer que con su altruismo evangélicopodría hacer una revolución moral que arrancara a la Humani-dad del mal, rompiendo los lazos que la unían a las manos deLuzbel. No cumplió: el triunfo de sus doctrinas fue aparente.Jesús reiné, pero no dominé, desgraciadamente… ¿Por qué?Fue una simple cuestión de estrategia filosófica y más que filo-sófica, fisiológica. El ángel caído aceptó la lucha y con la luchaha crecido su poder. Jesús subió a las cumbres luminosas delalma, coronó las alturas de la vida moral; Luzbel descendió alos sombríos misterios de la carne, a los rojos abismos de lasangre, a los intrincados laberintos de los nervios, y con estaastuta estrategia pudo manejar los verdaderos y ocultos resor-tes de la vida. No importa que la filosofía evangélica de la cari-dad alumbre vivamente desde el Calvario los sistemas éticosmás grandes de la Moral moderna. ¿Qué importa que el cauda-loso río de la moral cristiana envuelva entre sus aguas el pen-samiento moderno? No; lo que importa es ese hilito de agua co-rrosiva que tiene sus fuentes en la carne, se ramifica por todoslos filetes nerviosas y remata en los sentidos; lo que importanno son lo grandes sistemas filosóficos, no; son esos pequeñitosmóviles, esas pequeñitas y sucesivas aspiraciones, esos peque-ñitos deseos, esos pequeñitos ideales, esos pequeñitos instin-tos, esas pequeñitas voliciones, esos pequeñitos actos sin tras-cendencia aparente, en una palabra, todo aquello que no tienefuerza cohesiva para formar un sistema filosófico, un cuerpo de

66

Page 67: cuentos malévolos de Clemente Palma

especulaciones, porque fluctúa entre la lucubración abstracta,la sensación deleitable y la pasión instintiva. Y, sin embargo,todo eso constituye la filosofía íntima, la filosofía de cada uno,la filosofía activa, la filosofía sin palabras, la filosofía inconsc-iente. Eso es lo que maneja Luzbel. Ese arroyito nervioso es elOcéano turbulento que boga, con la proa al Infierno, la triunfa-dora flota de Satán. Desde allí reina y domina con todo el impe-rio de un emperador absoluto, a pesar de la religión y de ladoctrinas de los moralistas; desde allí es el verdadero padre yseñor de los cuerpos y de las almas todas, aunque éstas se cu-bran con la blanca veste de la milicia cristiana; de de allí impri-me en todos los hombres la huella de su formidable garra… Envano la caridad, el ascetismo y la fe, en vano; en vano la pugnadel espíritu para escapar a la caricia de esa mano candente:nada, ni los santos escaparon. Al que fue casto, tentó el orgu-llo; al caritativo, la gula; al severo moralista adormeció la indo-lencia física: al incendiado por la fe más ardiente, manchó laira ciega la intransigencia apasionada, y en casi todos hizo Luz-bel fulgurar la purpúrea llama de la sensualidad, que chispea-ba bien como extravío, locura o debilidad de las carnes mortifi-cadas, maceradas, aniquiladas por la penitencia, el tormento oel ayuno; bien como una incontenible efervescencia como unagran palpitación de la vida en los cuerpos robustos. Todos, to-do con esclavos del pecado físico o ideológico, todos vasallosde Luzbel, aunque el pensamiento se eleve por leo regiones ce-lestiales, aunque las almas se alleguen en las claridades prísti-nas de la contemplación mística o se sumerjan en las misterio-sas penumbras de la metafísica teológica. ¡Oh, la pureza de pe-cado, la emancipación del vasallaje satánico es imposible! ¡En-tre la Pureza y nosotros está, interceptando las radiaciones di-vinas, la enorme a la abierta del Rebelde triunfante!…

Luzbel había sido el hijo predilecto de Dios: de ahí su espan-toso poder sobre la Creación. Dios, corno buen padre, amaba asu hijo; estaba orgulloso de ver en él e a rebeldía infinita, esaaltivez indomable propia de un Dios. Más que un castigo fueuna prueba la que le impuso. Pasaron un millón, cien, mil millo-nes de siglos, y el hijo expulsado no tuvo un segundo de desma-yo, de debilidad, de arrepentimiento. ¿El odiaba a su padre?No. Le amaba; precisamente porque le amaba no cedía: cederera renegar de su estirpe, era anonadar de un golpe la

67

Page 68: cuentos malévolos de Clemente Palma

Creación de su padre, era hundir en el nirvana obscuro las as-piraciones de perfección de la Humanidad y el Universo. Luz-bel sabía que toda la Gloria de su Padre divino la sostenía élsobre sus hombros malditos, Todo el Cielo descansaba cobresus dos brazos fornidos: el derecho, el Mal; el izquierdo, el Do-lor. Luzbel amaba a u padre. El Universo entero tendía a Diosporque él, el Mal; él, el Dolor: él, atán; él, el Maligno; él, el Re-belde; él, el Expulsado; él, el Bajísimo, aguijoneaba, pinchaba,tentaba, mortificaba, hería a la Humanidad, y como expresiónde ese sufrimiento surgía el himno de adoración, la súplica demisericordia, la plegaria sempiterna de dolor, la oración palpi-tante de fe y de esperanzas de todos los doloridos, de todos losque se retorcían en la tierra atenaceados por Satán, de todoslos que alzaban las marlos al cielo en la aspiración de la felici-dad suprema. Luzbel amaba a Dios; era el Divino Pastor, quehincando los ijares de le manada humana la conducía al Cielo.El era el padre de la actividad y el esfuerzo, porque el era elpadre del Dolor y del Mal. Lubrificaba las almas, las bonificabapara la conquista de las alturas excelsas. Luzbel amaba a supadre, por eso su maldad era infinita y su obcecación fue indo-mable; por eso pasaron millones de siglo; y él seguía tan altivo,tan orgulloso, tan resuelto como el primer día, como el día delcastigo en que los arcángeles blandieron flamígeras espadas, yle expulsaron de la Diestra de Dios Padre y le despeñaron enlas tenebrosidades del abismo.

Luzbel estaba probado y había llegado el momento del per-dón. Jesús mismo, el que luchó con él cuarenta días en el des-ierto, le perdonaba el haber vencido después en la campañaentre la carne y el alma. Jesús, las vírgenes, los santos, los án-geles, arcángeles, serafines, dominaciones, tronas y demás po-testades que forman la blanca jerarquía, dijeron al Padre:

–Padre común, que estás en el Cielo, santificado sea tu nom-bre, te suplicamos que venga Luzbel a tu reino, y así como no-sotros perdonamos a nuestros ofensores de la tierra, perdonatú, ¡oh, Padre amantísimo!, a Luzbel en el. Cielo.

El Buen Dios le había perdonado; le perdonó desde el mo-mento de la prueba, y a la plegaria de sus hijos quiso manifes-tar ostensiblemente su misericordia infinita para con el predi-lecto, para con el hijo que más se asemejara a él, para con elhijo que con la infinidad de su orgullo ponía en relieve la

68

Page 69: cuentos malévolos de Clemente Palma

Divina Grandeza de su estirpe. Y Luzbel, no domado, volvió alseno de su padre. ¡Hacía tanto tiempo que los resplandores dela gloria no herían sus ojos hechos ya para las tinieblas; comolo; de ciertas aves nictálopes!… Conmovido, pero altivo siem-pre, siempre orgulloso, recibió el beso del perdón, sin que sufaz revelare ni asombro ni enternecimiento…

Y se sentó a la Diestra de Dios Padre. Y desde allí miró entorno suyo. Y una sonrisa triunfante alborozó su alma sin quesubiera a sus labios: su mirada penetrante veía bajo las albas yluminosas túnica de los santo, mártires, ascetas y demás quefueron en la tierra ejemplos de virtudes, vio, repito, la huellarojiza de su mano candente, impresa en el momento de la ten-tación voluptuosa o de la efervescencia de alguna pasión atiza-da por él… Y ni el Omnipotente ostentaba el blanco deslumbra-dor de las almas absolutamente puras… Y sólo una mujer se al-zaba prístina e inmarcesible: la Virgen Madre… Y no hubo yamás distinción, ni de forma ni de esencia, entre el Bien y elMal, entre la Virtud y el Pecado… Y fue el Gran Cataclismo dela Creación: faltando Luzbel en el Universo, el Universo murió:le faltaba el alma… Y volvió a ser la Nada…

69

Page 70: cuentos malévolos de Clemente Palma

La Granja Blanca

I

¿ Realmente se vive o la vida es una ilusión prolongada? ¿So-mos seres autónomos e independientes en nuestra existen-

cia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida osomos tan sólo personajes que habitamos en el ensueño de alg-uien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas ogrotescas que ilustramos lar pesadillas o los sueños alegres dealgún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos y gozar-nos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensi-bles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al so-ñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representarnosnuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas.

Siempre le exponía yo estas ideas pirronianas a mi viejo ma-estro de filosofía, quien se reía de mis descarríos y censurabacariñosamente mi constante tendencia a desviar las teorías fi-losóficas, haciéndolas encaminarse por sendero: puramenteimaginativos. Más de una vez me explicó el sentido verdaderodel principio hegeliano: todo lo real es ideal, todo lo ideal es re-al, principio que, según mi maestro, yo glosaba e interpretabainicuamente para aplicarlo a mí: conceptos ultrakantianos. Elfilósofo de Koenisberg afirmaba que el mundo, en nuestra re-presentación, era una visión torcida, un reflejo inexacto, unnoumeno, una sombra muy vaga de la realidad. Yo le sostenía ami maestro que Kant estaba equivocado, puesto que admitíauna realidad mal representada dentro de nuestro yo; no hay talmundo real: el mundo es un estado intermedio del ser colocadoentre la nada (que no existe), y la realidad (que tampoco exis-te); un simple acto de imaginación, un ensueño puro en el quelos seres flotamos con apariencias de personalidad, porque asíes necesario para divertir y hacer sentir más intensamente e.ese soñador eterno, o ese durmiente insaciable, dentro de cuyaimaginación vivimos. En todo caso, El es la única realidadposible…

El buen anciano y yo pasábamos largas horas discutiendo103 más arduos e intrincados problemas ontológicos. La con-clusión de nuestros debates era mi maestro quien la sentabaen términos más o menos parecidos a éstos: que yo jamás sería

70

Page 71: cuentos malévolos de Clemente Palma

un filósofo, sino un loco; que yo retorcía toda teoría filosóficapor clara que fuera, la dislocaba y deformaba, como si fueranpelotas de cera expuestas al calor de un sol de extravaganciaque no tenía la serenidad necesaria para seguir con paso firmeun sistema o teoría, sino que, muy al contrario, se me exaltabala fantasía y trocaba las ideas más transparentes, y hasta losaxiomas, en cuestiones intrincadas: hacía rocas gigantescas delos guijarros del camino, a fuerza de sutilezas absurdas e inag-uantables. Y, añadía mi maestro, que yo le parecía bien una deesas flores de ornamentación que comienzan siendo correcta-mente vegetales y terminan en cuerpos de grifos, cabezas desilvanos o disparatadas bestias, bien un potro salvaje y ciego,que galopara desaforadamente en medio de una selva incendia-da. Nunca quiso admitir que sus filósofos eran los imaginativosy fantaseadores, los potros salvajes y desenfrenados, y que yoera el sereno y clarividente. Sin embargo, mi caso, en el cualfue un poco actor, creo que le hizo modificar un tanto sus ideasfilosóficas…

71

Page 72: cuentos malévolos de Clemente Palma

II

D esde que yo tenía ocho años me había acostumbrado aver en mi prima Cordelia, la mujer que debía ser mi espo-

sa. Sus padres y el mío habían concertado este enlace, apoyadopor el cariño que nos unía y que más tarde había de convertir-se en un amor loco y vehemente. Cordelia, que era pocos me-ses mejor que yo fue la compañera de mi infancia; con mi pri-ma pasé el dolor de la muerte de mis padres, y adolescentesya, fuimos mutuamente maestros el uno del otro. De tal modollegamos a compenetrarse nuestros espíritus que experimentá-bamos las mismas impresiones ante las mismas lecturas y antelos mismos objetos. Yo era su maestro de matemáticas y de fi-losofía, Y ella me enseñaba la música y el dibujo. Naturalmentelo que yo enseñaba a Cordelia era una detestable tergiversa-ción de la ciencia de mi maestro.

En las noches de verano subíamos Cordelia y yo a la terrazaa discutir a la luz de la luna.

Era Cordelia alta, esbelta y pálida, sus cabellos abundantes,de un rubio de espigas secas, formaban contraste con el rojoencendido de sus labios y el brillo febril de sus ojos pardos. Nosé qué había de extraño en la admirable belleza de Cordelia,que me ponía pensativo y triste. En la catedral de la ciudad ha-bía un cuadro, La resurrección de la hija de Jairo, de un pintorflamenco; la protagonista era una niña de cabellos descoloridoscuyo rostro era muy semejante al de Cordelia, así como la ex-presión de asombro al despertar del pesado sueño de la muer-te: se veía que en aquellos ojos no se había borrado la huellade los misterios sondeados en las tinieblas de la tumba… Siem-pre que estaba con Cordelia recordaba tenazmente el cuadrode la doncella vuelta a la vida.

Cordelia discutía conmigo serenamente, recostaba su pálidacabeza de arcángel sobre mi hombro. Las ideas de Cordelia se-guían un su cerebro el mismo proceso mental que seguían lasideas en el mío, y se desbordaban en un raudal delicado y purode idealismo; entonces nuestras almas, ligeramente separadasal comenzar la discusión, se unían nuevamente como viejos ca-maradas que se encontraran en la encrucijada de un camino yprosiguieran juntos la jornada. Ya en este punto de conjunción

72

Page 73: cuentos malévolos de Clemente Palma

dejábamos la conversación filosófica o artística y hablábamossólo de nuestro amor.

El amor es vida. ¿Por qué, adorando ciegamente a Cordelia,percibía como un hálito impalpable de muerte? La sonrisa lu-minosa de Cordelia era vida; la íntima felicidad que nos enaje-naba llenando de alegría y fe nuestras almas, era vida; y, sinembargo, sentía la impresión de que Cordelia estaba muerta,de que Cordelia era incorpórea. En el invierno, mientras afueracaía la nieve, pasábamos largas veladas tocando las más bellassonatas de Beethoven y los apasionados nocturnos de Chopin.Esa música brotaba impregnada del sentimiento que nos unía,y, sin embargo, al mismo tiempo que experimentaba inefablefelicidad, sentía como si algo de la nieve que caía fuera se infil-trara en mi alma, como si en el admirable tejido de armonías sehubiera deslizado un pedazo del hilo ya cortado, de la madejade las parcas; sentía una impresión triste e indefinible de pesa-dez de losa sepulcral…

73

Page 74: cuentos malévolos de Clemente Palma

III

C ordelia y yo debíamos casarnos después de cumplida laedad de veintitrés años, y aún nos faltaba uno.

Las tierras del mayorazgo me producían cuantiosa renta.Una de mis posesiones rústicas era la Granja Blanca, que pri-mitivamente fue ermita y uno de mis antepasados convirtió enpalacio. Se encontraba en el fondo de un inmenso bosque, fue-ra del tráfico humano. Hacía dos siglos que nadie la habitaba:nada tenía de granja, pero en el testamento de mi padre y enlos papeles y libros de familia se la designaba con el nombre dela Granja Blanca. Allí resolvimos Cordelia y yo radicar nuestravida, para gozar de nuestro amor, sin testigos, frente a la liber-tad de la naturaleza. Cada tres o cuatro meses hacíamos excur-siones a la Granja Blanca Cordelia, mi maestro y yo. Con gran-des dificultades había logrado cambiar el vetusto mobiliario dela granja por muebles nuevos, y mi novia presidía el arreglo delas habitaciones con el gusto exquisito que la caracterizaba.Qué hermosa me parecía con su túnica blanca y su sombrerode amplias alas plegadas sobre sus mejillas, encerrando su ros-tro pálido en una penumbra en la que fulguraban sus grandes ymisteriosas pupilas Con infantil alegría, apenas descendíamosdel carricoche, corría Cordelia por el bosque y llenaba su de-lantal de lirios, clavellinas y rosas silvestres. Las mariposas ylibélulas revoloteaban traviesas en torno de su cabecita, comosi acecharan el momento de caer golosas sobre sus labios, tanfrescos y tan rejos como las fresas. La muy picaruela procura-ba extraviarse en el bosque para que yo fuera a buscarla, y alencontrarla, ya a la sombra de unos limoneros, ya al pie de unarroyo, ya oculta entre un grupo de rosales, la cogía en misbrazos o le daba un beso largo, muy largo, en los labios o enlas pálidas mejillas, tan pálidas y tan tersas… Y, sin embargode mi felicidad, sentía de un modo lejano e indefinible, despuésde esos ósculos tan puros y apasionados, la impresión de haberbesado los sedosos pétalos de una gran flor de lis nacida en lasjunturas de una tumba.

74

Page 75: cuentos malévolos de Clemente Palma

IV

F altaba próximamente un mes para que se realizara nues-tro enlace. Cordelia y yo habíamos convenido hacer la últi-

ma excursión a la Granja Blanca. Fui una mañana con el coche,acompañado del maestro, a buscarla. Cordelia no podía salir,porque se sentía enferma. Entré a verla; la pobre no se habíalevantado: apenas entré en su alcoba se sonrió para tranquili-zarme y me tendió la mano para que se la besara. ¡Cómo ardíasu mano y cuán grande era la semejanza del rostro de Cordeliacon el de la hija de Jairo! En los días siguientes creció la fiebrede la enferma. ¡Cordelia tenía la malaria! Sus manitas ardíanhorriblemente y mis labios se quemaban al posarse sobre supálida frente. ¡Qué hacer, Dios mío! Cordelia se me moría; ellalo sentía, ella sabia que pronto la encerrarían en una caja blan-ca y se la llevarían para siempre, lejos, muy lejos de mí; lejosmuy lejos de la Granja, que ella había arreglado para que fuerael nido misterioso de nuestra felicidad; lejos, muy lejos de esebosque ella cruzaba vestida de blanco como un gran lirio quecruzara entre las rosas y las clavellinas. ¿Por qué esa injustic-ia? ¿Por qué me la arrebataban de mi lado? ¿Podría mi virgen-cita ser feliz en el cielo sin mis besos? ¿Podría encontrar allíuna mano que acariciara con más ternura sus cabellos pálidosy vaporosos?… La más espantosa angustia se apoderaba de míal oírla delirar con la Granja Blanca. Las maldiciones y las sú-plicas, las blasfemias y las oraciones se sucedían en mis labios,demandando la salud cíe mi Cordelia. Diéramela Dios o el dia-blo, poco me importaba. Yo lo que quería era la salud de Cor-delia. La habría comprado con mi alma, mi vida y mi fortuna;habría hecho lo más inmundo y lo más criminal; me habríaatraído la indignación del Universo y la maldición eterna deDios; habría echado en una caldera la sangre de toda la huma-nidad, desde Adán hasta el último hombre de las generacionesfuturas, y hecho un cocimiento en el Infierno con el fuego des-tinado a mi condenación, si así hubiera podido obtener unadroga que devolviera a mi Cordelia la salud. No una, sino milcondenaciones eternas habría soportado sucesivamente, comoprecio de esa ventura que con implacable malignidad me arre-bataba la naturaleza. ¡Oh, cuánto sufrí!

75

Page 76: cuentos malévolos de Clemente Palma

Una mañana amaneció Cordelia mejor. Yo no había descansa-do en cuatro noches y me retiré a mi casa a dormir. Despertéal día siguiente por la tarde. ¡Qué tarde tan horrible! Al llegara la calle de la casa de Cordelia vi la puerta cerrada y grangentío. Pregunté el motivo, lívido de ansiedad, loco de angust-ia; un imbécil me respondió

–¡La señorita Cordelia ha muerto!Sentí un agudo dolor en el cerebro y caí al suelo,.. No sé

quiénes me socorrieron, ni cuánto tiempo, horas, años o siglosestuve sin sentido. Cuando volví en mí me encontré en la casade mi maestro, situada a poca distancia de la casa de Cordelia.Volé a la ventana y la abrí de par en par: la casa de Cordeliaestaba como de costumbre. Salí corriendo como un loco, y en-tré en la casa de mi novia…

76

Page 77: cuentos malévolos de Clemente Palma

V

L a primera persona a quien encontré fue a la madre deCordelia. La cogí la mano lleno de ansiedad:

–¿Y Cordelia, madrecita mía?–Ve a buscarla, hijo, en el jardincillo… debe estar allí, regan-

do sus violetas y heliotropos.Acudí conmovido al jardín y encontré efectivamente a Corde-

lia, sentada en un banco de mármol, regando sus flores. La be-sé, delirante de amor, en la frente, y luego, rendido por la emo-ción, me puse a llorar como un niño con la cabeza recostada ensus rodillas. Largo rato estuve así, sintiendo que las manos deCordelia acariciaban mis cabellos, y oyéndola murmurar a mioído, con voz dulce y mimosa, frases de consuelo:

–Creíste que me moriría, ¿verdad?–Sí… te he creído muerta, más aún, he creído ver tu entierro,

ángel mío. ¡Oh, qué infamia tan grande hubiera sido el robar-me la luz, la única luz de mi vida!

–¡Qué loco eres! ¡Morirme sin que hubiéramos sido felices!Dicen que la malaria no perdona, y ves, me ha perdonado enconsideración a nuestro amor: se ha conformado con robarmeun poco de sangre.

Y realmente los labios de Cordelia estaban casi blancos, y engeneral la piel, especialmente en las manos y en el rostro, te-nía una palidez y una transparencia extremadas. Pero a pesarde que la malaria la había debilitado tanto, estaba más bella sicabe que antes.

Un mes después Cordelia y yo nos casábamos con gran boa-to, y, el mismo día de nuestras nupcias, fui a encerrarme conmi tesoro en la solitaria Granja Blanca.

77

Page 78: cuentos malévolos de Clemente Palma

VI

C on la rapidez de una estrella fugaz transcurrió el primeraño de nuestra felicidad. No concibo que haya habido

mortal más venturoso de lo que yo fui durante ese año con miCordelia en la tranquila y aislada morada que habíamos escogi-do. Muy de tarde algún extraviado cazador o algún aldeano cu-rioso pasaba por delante de la Granja. Por toda servidumbreteníamos una anciana sorda como un ladrillo. Otro habitanteque no debo olvidar era mi fiel perro Ariel. A fines del año fuiuna vez a la ciudad y conduje a la Granja Blanca a una coma-drona. Cordelia dio a luz una hermosa niña que vino a colmarde ventora nuestro hogar novel.

Creo haber dicho que Cordelia era una hábil dibujante. Enlos momentos en que los cuidados de nuestra hija la permitíanalgún descanso, se propuso hacer un retrato mío. ¡Qué hermo-sas mañanas pasábamos en mi gabinete de trabajo, yo leyendoen alta voz y mi mujer reproduciendo mi efigie en el lienzo! Laobra se hizo larga, porque continuamente la paralizábamos pa-ra entregarnos a las locuras y ensueños de nuestro cariño. Alos tres meses estuvo concluida, pero debo confesar que si bienera irreprochable como factura, era mediocre como parecido.Lo que yo deseaba ardientemente era que Cordelia me hicieraun retrato suyo. Ella se resistió varios meses a hacerlo, pero alfin una mañana me ofreció darme gusto. Me sorprendió elacento extraño y melancólico de su voz al hacerme su ofrecim-iento: tenía la voz que debió tener la hija de Jairo. Me suplicóque, mientras estuviera haciendo su retrato, no penetrara en elgabinete, ni intentara ver el lienzo hasta que estuvieraconcluido.

–Eso es inicuo, reina mía. Dejar de verte dos o tres horas aldía! Mira, renuncio a mi pretensión; prefiero quedarme sin elretrato a tener que privarme de tu presencia. Después de todo,¿para qué necesito la imagen si poseo el original para siempre?

–Escúchame –respondió colgándose a mi cuello, –no pintarésino un día a la semana; en cambio de lo que te robe, sabré pa-garte de la privación que sufras. ¿Verdad que accedes?

–Que conste que lo hago de mala gana y sólo por interés dela recompensa.

78

Page 79: cuentos malévolos de Clemente Palma

Desde esa semana, todos los sábados por las mañanas ence-rrábase Cordelia en mi gabinete durante dos horas, al cabo delas cuales salía agitada, pálidas las mejillas, indo de lo que yaeran, y los ojos encendidos como si hubiera llorado. Cordeliame explicaba que ello era debido al estado de atención y abs-tracción sumas en que ce ponía para coger del espejo su ima-gen y reproducirla en el lienzo con la mayor fidelidad.

¡Oh vida mía, eso te hace daño!… Te declaro que renunciocon gusto al retrato.

–¡Es imposible! –murmuraba con voz sorda, como si hablaraconsigo misma –¡Si pudiera durar su ejecución un año más! ¡Elplazo es fatal!

En seguida me hacía objeto de las manifestaciones de cariñomás extremadas; en todo el día no se separaba de mí un segun-do ni de nuestra hija, como si quisiera reponer con exceso deamor las horas que había estado separada de nosotros.

79

Page 80: cuentos malévolos de Clemente Palma

VII

Ll egaba a su término el segundo año de nuestra perma-nencia en la Granja Blanca. Cordelia estaba concluyen-

do su retrato. Una mañana tuve la imprudencia de atisbar porel ojo de la cerradura de mi gabinete, y lo que vi me hizo estre-mecer de angustia: Cordelia lloraba amargamente; tenía lasmanos cobre el rostro, y su pecho se levantaba a impulsos delos sollozos ahogados… A veces oía un ligero murmullo de sú-plica: ¿quién? No lo se. Me retiré lleno de ansiedad. Nuestrahijita lloraba. Consolé a la pequeña Cordelia, y esperé la salidade mi esposa. Al fin salió; tenía esa expresión cíe secreta, pro-funda tristeza, que yo había observado muchos sábados, peroreaccionando Cordelia sobre sí, estuvo cariñosa, alegre y apas-ionada como de costumbre. Nos colmó de caricias a la niña y amí. La senté en mis rodillas, y cuando tuvo su rostro bien cercadel mío, la pregunté mirándola fijamente en los ojos:

–Dime, Cordelia de mi alma, ¿por qué llorabas en migabinete?

Cordelia se turbó y reclinó su cabeza sobre mis hombros.Ah, me has visto Me habías ofrecido no mirar mi modo de

trabajar. ¡Informal! Yo amanecí hoy muy nerviosa y me dio mu-cha pena ver que faltabas a tu palabra. Lloré en cuanto sentíque te acercabas a la puerta.

Por el acento tembloroso y turbado con que me hablaba Cor-delia comprendí que mentía; pelo como en realidad yo habíafaltado a mi compromiso, no quise insistir.

–¡Perdóname, Cordelia!…–Ya lo creo; te perdono, te perdono, dueño mío, te perdono

con todo el corazón, –y cogiendo mi cabeza entre sus manos,me besó en los ojos.

El sábado siguiente se cumplían dos años de nuestro matri-monio. Apenas se levantaba Cordelia tenía la costumbre de ve-nir a despertarme. Ese día estaba yo despierto, y cuando Cor-delia se inclinó sobre mí frente la cogí de la cintura.

–¿Sabes qué día es hoy?… es el día de nuestro cumpleaños.El cuerpo de Cordelia se estremeció, y a través de las ropas

sentí en mis manos como si una corriente de sangre helada hu-biera pasado por las venas de mi esposa.

80

Page 81: cuentos malévolos de Clemente Palma

A las diez de la mañana Cordelia me llamó desdé mi gabinetedando voces de alegría. Acudí corriendo: Cordelia abrió las doshojas de la puerta, y llena de un alborozo infantil, me condujode la mano hasta el caballete, sobre el cual había un bastidorcubierto por una tela roja. Cuando quitó ésta di un grito deasombro. La semejanza era maravillosa; era imposible trasla-dar al lienzo con mayor fidelidad y arte la expresión de amor ymelancolía que hacían a Cordelia tan adorable. Allí estaba supalidez sobrenatural, sus ojos obscuros y brillantes, como dia-mantes brunos, su boca admirable… Un espejo habría reprodu-cido con igual fidelidad el rostro de Cordelia, pero no habríacopiado el reflejo sugestivo de su alma, ese algo voluptuoso ytrágico, esa chispa de amor y de tristeza, de pasión infinita, demisterio, de idealismo extraño, de ternura extrahumana no ha-bría copiado esa indefinible semejanza de almas entre Cordeliay la hija de Jairo, que yo percibía, sin que pudiera indagar cuálrasgo fisonómico preciso, cuál expresión determinada eran lasque provocaban en mi alma el recuerdo, o mejor, la idea de laresucitada de la leyenda evangélica.

Y ese día nuestro amor fue una locura, un desvanecimientoabsoluto; Cordelia parecía querer absorber toda mi alma y micuerpo. Y ese día nuestro amor fue una desesperación volupt-uosa y amarga: fue algo así como el deseo de derrochar en undía el caudal de amor de una eternidad. Fue corno la acción deun ácido que nos corroyera las entrañas. Fue una demencia,una sed insaciable, que crecía en progresión alarmante y extra-ña. Fue un delirio divino y satánico, fue un vampirismo ideal ycarnal, que tenía de la amable y pródiga piedad de una diosa yde los diabólicos ardores de una alquimia infernal…

81

Page 82: cuentos malévolos de Clemente Palma

VIII

S ería la una de la mañana cuando desperté sobresaltado ensueños había tenido la impresión fría de una boca de már-

mol que me hubiera besado en los labios, de una mano heladaque hubiera arrancado el anillo de mi dedo anillar; de una vozapagada y triste que hubiera murmurado a mi oído esta desola-dora palabra: ¡Adiós! Unos segundos después oí el estallido deun beso y un grito agudo de la pequeña Cordelia, que en sulenguaje incipiente llamaba a su madre.

–¡Cordelia! –llamé con voz débil procurando ver a través dela obscuridad el lecho de mi esposa, y escuchar el más peque-ño ruido. Nada.

–¡Cordelia! –repetí en voz alta e incorporándome. El mismosilencio. Un sudor frío bañó mis sienes, y un escalofrío de te-rror sacudió mi cuerpo. Encendí luz y miré el lecho de mi espo-sa. Estaba vacío. Loco de terror y de sorpresa salté de micama.

–¡Cordelia! ¡Cordelia!…Abrí las puertas y salí llamando a ml esposa, ronco de dolor.¡Cordelia!Recorrí todas las habitaciones, todos los rincones de la Gran-

ja Blanca. En el corredor, Ariel, con el rabo entre las patas yerizados los pelos, aullaba, y los lobos del bosque respondíanlúgubremente.

–¡Cordelia!Conduje a Ariel a la alcoba, le hice callar y le encomendé el

cuidado de la pequeña Cordelia. En seguida cogí en la cuadrael primer caballo que encontré, un potro negro; de un salto lemonté y le sumergí al galope en la espesa tiniebla del bosque.

–¡Cordelia! ¡Cordelia!Me respondían los furiosos aullidos de los lobos, cuyos ojos

veía brillar a ambos lados de la vereda como salpicaduras he-chas sobre el césped con aceite fosfórico. Cegado, enloquecidopor el dolor, no reflexionaba en el peligro que corría. Los lobos,envalentonados por el vertiginoso galope de mi caballo, se lan-zaron en perseepción nuestra aullando de un modo ensordece-dor. Detrás del potro se extendía una larga mancha movediza ynegra sembrada de puntos luminosos.

–¡Cordelia! ¡Cordelia!

82

Page 83: cuentos malévolos de Clemente Palma

Y me respondían el aire zumbando entre las hojas, el vuelode las aves nocturnas asustadas, el golpe seco del casco en elcésped y el aullido hambriento e hidrófobo de las bestias salva-jes. No sé cuántas leguas me alejé de la Granja Blanca. Mi po-tro, guiado por el instinto, dio un inmenso rodeo, y cuando yael alba espolvoreaba el cielo de oriente Con sutil polvillo de ná-car, me devolvió a la desolada Granja, rendido ele angustia yvencido por la inexorable crueldad del destino. Largo rato estu-ve echado sobre la escalinata, mientras las avecillas saludabanla aurora con su entupida y hermosa plegaria…

83

Page 84: cuentos malévolos de Clemente Palma

IX

V olví a buscar a Cordelia en todas las habitaciones; volví aver el lecho vacío; las almohadas conservaban aún el per-

fume de su cabellos y la huella de la presión, La pequeña Cor-delia dormía en la cuna vigilada por el buen Ariel. ¡Pobrecilla!Para no despertarla fui al estudio. Levanté el lienzo que cubríael retrato de Cordelia y mis cabellos se erizaron de espanto. ¡Ellienzo estaba en blanco! En el lugar que ocupaban los ojos enel retrato que yo había visto, había dos manchas, dos imper-ceptibles manchas que simulaban dos lágrimas! Sentí que micerebro vacilaba, me parecía que mi inteligencia se ponía a ca-minar como un funámbulo sobre la arista de un camino hechoal borde del abismo: la menor impulsión la habría precipitado.La Muerte y la Locura tiraban de mí. Necesitaba llorar paraque no triunfara alguna de ellas; oí llorar en este momento ami hija y me salvé: lloré también…

Después se verificó en mí un fenómeno extraño: una invasiónde indiferencia, de estoicismo, de olvido, que subía como unamarca de atonía. Me parecía que surgía dentro de mí un nuevoindividuo, que se había roto la identidad de mi yo con la super-posición o intromisión de una nueva personalidad. Estaba con-vencido, con seguridad inamovible, de que no vería más a Cor-delia; hacia pocas horas que se había realizado una tragediamisteriosa y sobrenatural y no me asombraba ya de ello, comosi una larga serie de siglos se hubieran interpuesto entre el pa-sado y el presente. Me parecía que entre el momento actual yla terrible noche hubiera un inmenso cristal deslustrado queapenas me dejara percibir vagamente los contornos de los su-cesos y de mis emociones. Sobre mi escritorio estaba el retratoque me hiciera Cordelia; en la otra habitación estaba nuestrahija y el lecho de mi esposa, y en todas partes había objetosque ella había usado, flores que había ella arrancado, todo loque había rodeado nuestra vida: sólo ella, mi Cordelia, no esta-ba. Y, sin embargo, la situación psíquica en que me encontrabame hacía sentir la impresión de que nada había cambiado y deque nada había existido nunca.

A poco sentí el galope de un caballo; me asomé y reconocí umi viejo maestro que, vestido de negro, se dirigía a la GranjaBlanca.

84

Page 85: cuentos malévolos de Clemente Palma

X

V enía trayéndome una carta de la madre de Cordelia:“Se han cumplido dos años desde que murió la que era

luz de mi vida, la adorada hija mía, mi Cordelia, tu prometida,a la que tanto amabas. Pocos minutos antes de expirar encargóque el día en que se cumplieran do] años de la fecha que tú yella habíais determinado para vuestra unión, te enviara el ani-llo de los esponsales, la cruz de marfil que se había de ponersobre su ataúd y la miniatura que le pintó Stein. Cumplo el en-cargo de la pobre hija mía. Sé que tu dolor ha sido inmenso, yque has vivido hasta hoy, solitario y huraño, en tu retiro de laGranja Blanca, acompañado del recuerdo de tu novia. Llórala,hijo mío, porque Cordelia era digna de tu amor. Recibe un besomaternal de esta pobre vieja, que no tiene más consuelo que laesperanza de reunirse pronto con su hija”.

Por una coincidencia singular, el cofrecillo que contenía losobjetos indicados estaba envuelto en una hoja de la Gaceta, dela fecha en que fue inhumada mi Cordelia. Bajo una cruz negraleí la invitación a la fúnebre ceremonia. Leí tranquilamente lacarta y la Gaceta; luego abrí el cofre y vi minuciosamente losobjetos que contenía. ¡Cuántos besos había dado al magníficoretrato de Cordelia hecho por el primoroso Stein! Recordé lanoche en que Cordelia y yo cambiamos los anillos esponsalic-ios; ¡qué bella estaba vestida de blanco y con sus cabellos, deun rubio mortecino, que caían profusamente en rizos sobre loshombros! El Cristo de marfil nada me recordó; sentí disgusto alver la expresión fría de dolor convencional que había en surostro…

Intertanto, el maestro me observaba, un poco asombrado deno verme hacer la más pequeña manifestación de dolor. Huboun largo rato de silencio.

–¿Insiste usted, maestro, en creer en la realidad de la vida yde la muerte? ¡Bah! Pues yo le digo a usted que no existen ni launa ni la otra. Ambas son ilusiones, ensueños episódicos, queno se diferencian sino en la conciencia de ese gran durmienteen cuya imaginación vivimos una vida fantástica… Dirá usted,mi querido maestro, que sigo siendo el loco de las fantasías fi-losóficas de antaño…

85

Page 86: cuentos malévolos de Clemente Palma

–No; lo que digo es que no me explico tu cariño a Cordelia yel respeto a su memoria. Me hablas de necedades filosóficascuando todos tus pensamientos, con motivo de estos sagradosrecuerdos que te traigo, debían dirigirse hacia esa niña tan be-lla como infeliz que te amaba y murió ha dos años…

–Que murió anoche, –interrumpí fríamente.–¡Que murió para ti hace cincuenta años! –rectificó con

amarga ironía el anciano.–¡Ah, maestro! ¿Usted, con sus sesenta y cinco años, me da

lecciones de amor? ¿Usted a mí? Le diré lo que Hamlet a Laer-tes, en el entierro de Ofelia: “Amé a Ofelia; cuarenta mil her-manos no habrían podido quererla tanto como yo. ¿Qué haríastú por ella?” Pero no se violente usted, maestro: iba a hablarlede Cordelia. Tanto usted como la carta de mi suegra y la Gace-ta me traen la peregrina noticia de que Cordelia ha dos añosque murió. Pues bien, si hubiera usted venido ayer, Cordelia yyo le habríamos recibido con carcajadas de alegría; si hubierausted venido anoche, nos habríamos usted y yo encontrado enel bosque que acaba de atravesar, si e que antes no le habíandevorado los lobo. Ha venido usted hoy y simplemente le digoque Cordelia no murió hace dos años, que Cordelia ha sido miesposa, mi adorada esposa, que Cordelia ha vivido aquí hastaacoche… Son curiosas las evoluciones del rostro de usted; an-tes expresaba la indignación por mi indolencia ante el recuerdode esa bella e infeliz niña, que tanto me amé, y ahora expresatodo lo contrario: el temor de que el sufrimiento me haya ena-jenado el juicio. ¡Oh!, no ponga usted esa cara apenada, maes-tro querido, no estoy loco. Escuche usted esto; aunque no locrea, acéptelo como una hipótesis cuya comprobación harédespués:

Cordelia ha habitado la Granja Blanca, la ha habitado encuerpo y alma. Si Cordelia murió, como usted me asegura, ha-ce dos años, la vida y la muerte son iguales para mí, y comoconsecuencia, se derrumba la filosofía positivista de usted.

–¡Pobre hijo mío! Tú desvarías… lo que me dices es unabsurdo.

–Pues entonces, maestro, el absurdo es la realidad.–¡Las pruebas… las pruebas!…–¿Recuerda usted la letra de Cordelia?–Sí; reconocería sin vacilar algo escrito por ella.

86

Page 87: cuentos malévolos de Clemente Palma

Fui a mi escritorio y cogí un libro copiador de mi correspon-dencia. Muchas de mis cartas las había escrito Cordelia y lashabía formado yo. Se las mostré al maestro.

–Sí, sí… es su letra, muy bien imitada.., perdona, no digo quequieras engañarme.., pero inconscientemente puedes haberteasimilado la forma de letra de tu novia, y de ahí que esos ca-racteres sean como los suyos. Además, tu escribiente.

–No lo tengo. Ya sabía yo que había usted de dudar. ¿Recuer-da usted los dibujos de Cordelia, su estilo? Mire usted este re-trato que me hizo mi esposa a principios de este año.

El maestro se estremeció al ver el trabajo de Cordelia. Peroal fin, aunque no me lo dijo, vi cruzar por u cerebro la persis-tente idea de una superchería. Le rogué que me esperase unmomento. Regresé seguido cíe Ariel y trayendo en mis brazos ala niña.

–Aquí tiene usted, maestro, la prueba más convincente: ¡heaquí la hija de nuestro amor!

–¡Cordelia! –exclamó el anciano, lívido de terror. Sus ojosquerían salírsele de las órbitas y sus manos se agitabantemblorosas.

–Sí… la pequeña Cordelia, maestro.–Es su rostro… su expresión.–Sí, la misma expresión de Cordelia y de la hija de Jairo.Y el buen viejo parecía hipnotizado por la mirada curiosa, in-

teligente y dulce de la niña, la cual, como si alguien le hubieradicho al oído que ese hombre era un antiguo amigo, le tendiósonriendo los bracitos. El maestro, temblando como un azoga-do, la tomó en sus brazos.

–¡Es Cordelia, es Cordelia! –murmuraba, mientras yo, impla-cable en mis argumentaciones, seguía:

–Ergo, maestro, he sido el esposo de la muerta durante dosaños; ergo, la muerte de Cordelia ha sido, a pesar de usted, delmédico que la asistió en los últimos instantes, del sepultureroque la inhumó, un incidente sin realidad positiva en el ensueñode alguien. La vida de usted, maestro, la mía, la de todos, sonilusiones aéreas, sombra que sin lógica ni firmeza cruzan la re-gión del ideal, buques-fantasmas que sin rumbo fijo surcan elmar agitado del absurdo, y cuyas olas no han azotado jamás lascostas de la realidad, por más que nos imaginemos ver desta-carse en el horizonte, ya extensas playas, ya abruptos

87

Page 88: cuentos malévolos de Clemente Palma

acantilados. Sí, maestro, no existe la realidad, o en otros térmi-nos, la realidad es la nada con formas.

–¡Calla… calla! Mi razón se turba ante este absurdo tangible,ante este misterio que vive aquí, en mis brazos. No, no mien-tes, no puedes mentir… Esta niña es Cordelia de un año… deigual modo exactamente me miró y me tendió los brazos… EsCordelia que vuelve a la vida… ¡es Cordelia que renace ¡Diossanto! ¡Yo estoy loco, tú lo estás!… ¡Pero es ella, es ella!…

Las incoherencias del aterrado maestro y una frase que ex-clamó: “¡es Cordelia que renace!”, abrieron ante mis ojos unhorizonte inmenso, terrible… Si la ilusión de la vida puede re-petirse, también la ilusión de la felicidad puede volver… “EsCordelia que renace”, exclamaba yo, y mi alma entera se trans-portaba al futuro, y allí veía fundirse en una sola entidad a lamadre y la hija.

–¡Es Cordelia que renace! –repetí con la voz tan ronca y alte-rada, que el maestro me miró. ¿Qué vio en mi semblante? No losé.

–¿Qué piensas hacer? No has de quedarte en la Granja Blan-ca. Has de educar a tu hija…

–Me quedo –respondí como si hablara conmigo mismo; –el al-ma de mi Cordelia vive en el alma de esta niña, y ambas son in-separables de la Granja. Aquí moriremos, pero aquí seremosfelices. ¿Por qué no continuar estos ensueños da vida, felicidady muerte, Cordelia mía? ¡Oh, Cordelia!, la ilusión de tu vida co-mienza nuevamente…

–¡Desgraciado! –interrumpió el maestro, mirándome con es-panto, –¿piensas hacer tu esposa a tu hija?

Sí –contesté lacónicamente.Entonces el anciano, sin que yo pudiera impedirlo, acercóse

con la niña a la ventana, la dio un rápido beso en la frente y laarrojó de cabeza sobre la escalinata de piedra de la Granja. Oíel ruido seco del pequeño cráneo al estrellarse… ¿Creéis quemi desesperación pidió venganza, que cogí al maestro por elcuello y le hice añicos? Nada de eso. Le vi alejarse, montar acaballo y perderse en la sombra fatídica del bosque. Me quedérecostado en la ventana. Me parecía estar vacío, sin el más in-significante de lo elementos que constituyen la personalidadhumana. La vieja sirviente vino a llamarme varias veces, y porsignos la hice comprender que Cordelia y la niña se habían

88

Page 89: cuentos malévolos de Clemente Palma

ausentado que yo no quería comer. Allí, a diez pies bajo mi ven-tana, estaba muerta la pequeña Cordelia; allí estaba, sobre uncharco de su propia sangre, la que más tarde habría reproduci-do mi perdida felicidad. Allí estaba y yo nada sentía, estaba va-cío; no sufría, no gozaba, y ni siquiera una idea cruzaba mi ce-rebro, Así transcurrieron la tarde y la noche. Largo rato estuvoAriel guardando en medio de las tinieblas el cadáver de la niña.El pobre animal aullaba y ladraba. Los lobos olieron la sangre ypoco a poco fueron acercándose, se colaron por la verja, y has-ta que vino el alba no estuve oyendo otra cosa que gruñidossordos y trituraciones de huesos entre los dientes agudos y for-midables de las bestias feroces,

Apenas amaneció, me dediqué mecánicamente, sin darmecuenta de ello, a empapar el mobiliario y los muros de la Gran-ja Blanca con substancias combustibles, y antes de que el solresplandeciera sobre las copas de los árboles del bosque, pren-dí fuego a la Granja por sus cuatro costados. Monté mi potronegro, y espoleando cruelmente sus ijares, me alejé para siem-pre en desenfrenado galope de esa región maldita. Olvidabadecir que, cuando incendié la Granja, estaba dentro la pobrevieja sorda.

89

Page 90: cuentos malévolos de Clemente Palma

La leyenda del hachisch

I

L eticia tenía unos ojos negros de los que siempre fluía unamirada cariñosa e interrogadora de animal doméstico.

¡Qué hermosa era ¡Qué delicioso bienestar me producía el ver-la cerca de mí, mientras yo llenaba cuartillas de papel en mimesa de trabajo Alta, delgada, pálida, extremadamente pálida,venía a sentarse frente a mí con un libro sobre las faldas, en elcual leía, en tanto que no se oía más que el febril galope de mipluma sobre las cuartillas. Cuando en mi trabajo se abría unasolución de continuidad y levantaba y la cabeza, me encontra-ba con la mirada dulce de Leticia que intentaba indagar la cau-sa de mi interrupción… Otras veces entraba furtivamente enmi gabinete, y recostándose obre el espaldar de mi sillón, leíalos cuentos de amor que yo escribía. El perfume de sus cabe-llos me denunciaba la presencia de mi amada, pero entoncesfingía yo no haberla advertido, y escribía en el papel una frasede amor de aquellas que a ella, sólo a ella decía, una de aque-llas solicitudes ardientes y apasionadas que sólo a ella dirigía.Al verse descubierta, Leticia enlazaba sus brazos a mi cuello yme besaba en los ojos y en los labios… ¡Pobre reina mía!

Recuerdo muy bien las claras noches de verano en que subía-mos a la terraza y pasábamos dos o tres horas interrogando alcielo con nuestro pequeño telescopio, bañados por la luz astralque nos cubría como si fuera el sutil polvillo blanco desprendi-do de las alas de una enorme mariposa pálida. Leticia parecíaentonces albergar en su alma, el alma casta de las estrellas. Unambiente de amor místico nos saturaba, y nuestros besos tení-an entonces una extraña pureza como si tradujeran el espíritumisterioso que animaba ese infinito abismo abierto encima denuestras cabezas. Y nos desagradaban y nos avergonzaban losrecuerdos impuros de nuestras locuras pasionales, de las exq-uisiteces y refinamientos en que nos desvanecíamos y aniquilá-bamos nuestra vida. En esos momentos nuestro amor era unculto: nos sentíamos impregnados del alma serena del Cosmos:nuestras miradas vagaban por las comarcas siderales, por Sirioy Canopo, por la Vega y Betelgeuse y por la amplia cabellerade Berenice y el inmensurable chorro lácteo que parte del seno

90

Page 91: cuentos malévolos de Clemente Palma

de Juno. Nos creíamos acaso andróginos y cruzábamos los mis-terios de la noche vinculados por una entrañable fraternidadasexuada… Después, cuando el frío de la noche nos obligaba aretiramos al lecho, venían las exasperantes exigencias de nues-tros temperamentos, y la reacción impura de nuestro amorcontra las Idealidades de nuestras divagaciones astrales.

Viajé mucho para debilitar el recuerdo de la delicada Leticia.Nuestras locuras Y caprichos debían matarla y así fue. Su cuer-po anémico había nacido para el amor burgués metódico, sere-no, higiénico, y no para el amor loco, inquieto y extenuante exi-gido por nuestros cerebros llenos de curiosidades malsanas,por nuestras fantasías bullentes y atrevidas por nuestros nerv-ios siempre anhelantes de sensaciones fuertes Y nuevas… Lesviajes y las distracciones que me procuré para debilitar el rec-uerdo, la nostalgia de mi Leticia, fueron inútiles. En mis horasde disolución y en las de descanso persistía en ml retina laImagen de la amada, ida para siempre; sentía el vacío de lainolvidable pálida, lo sentía en medio de la insensata embriag-uez a que recurría, lo sentía cuando besaba los labios de otrasmujeres, lo sentía cuando meditaba, cuando escribía en mi yasolitaria estancia… ¡Cuán desoladas eran mis noches, cuán an-gustiosos mis insomnios durante los cuales, con la mirada hun-dida en las tinieblas creía ver bocetarse, con líneas difusas, lacurva de su cuerpo palpitante y febril, esa curva moderada ynoble, esa línea elegante, sin las osadías que crea el artificio;esa curva mística que, en los cuerpos de las santas jóvenes dealgunas vidrieras góticas, expresa mejor la exaltación del fuegointerior. El cuerpo de Leticia tenía la delicada pureza de unavirginidad cristalizada, el encanto infantil y la gracia de unaadolescencia detenida en los músculos antes de la expansiónque experimentan éstos, cuando una joven ha visitado la isla deCiteres… Creía oír el crujido de mi almohada bajo el peso de laadorable cabeza, creía sentir en mis mejillas el leve roce de susnegros cabellos, tan negros como el dolor de la ausencia de miamada, creía sentir la tibia mirada de sus ojos cariñosos y apa-cibles de cierva doméstica.

Una noche, en la que no podía dormir hostigado cruelmentepor la visión de la inolvidable, recordó que tenía en mi escritor-io una cajita de palma, primorosamente labrada y ornada conarabescos. Me la había enviado del Cairo un antiguo amigo que

91

Page 92: cuentos malévolos de Clemente Palma

desempeñaba un consulado. La caja contenía el misteriosomanjar del Viejo de la Montaña, el hachisch divino… Me levan-tó del lecho, toqué el botón eléctrico de la luz con una pequeñaplegadera de plata, corté un pedazo de la pasta y comí. En seg-uida me senté a esperar los efectos. He aquí las impresionesque experimenté y las extravagancias que vi durante las variashoras que estuve sumergido en extraño ensueño.

92

Page 93: cuentos malévolos de Clemente Palma

II

R esidía yo en la antigua Trapobana, haciendo vida errante,cuando sentí que se apoderaba de mi alma el más ardien-

te fuego místico; tuve súbitamente, la noción clara de la vani-dad de las cosas humanas y resolví entregarme a la vida con-templativa. Recorriendo una selva, mientras mi pensamiento sedeleitaba en altas concepciones teológicas, encontré un ancia-no fakir llamado Djolamaratta, muy austero y muy erudito enlas ciencias teológicas, y profundo conocedor de las propieda-des ocultas e íntimas de las cosas. Djolamaratta había leído yescoliado todos los libros sagrados de la India. A fuerza de me-ditación habla llegado a vislumbrar, como a través de una es-pesa niebla, la infinitud de Brahma; y esa aproximación al granSer en una pulgada más que el reato de los mortales le hacíainfinitamente superior a éstos en ciencia y en poder. El rostrode Djolamaratta era del color del cedro húmedo; sus blancasbarbas le llegaban a las rodillas y en su enredado vellón se en-roscaban cariñosamente los cobracapellas anidaban negrosalacranes y reposaban tranquilamente infinidad de pequeñasalimañas, cuyo simple contacto podía producir la muerte. Djo-lamaratta estaba siempre desnudo, porque Brahma no gusta delos atavíos, y porque el viejo fakir quería que el aliento formi-dable de la Gran Causa le penetrara libremente por todo; losporos del cuerpo. El anciano, desde su primera contemplación,tenía lar manos perforadas como las de un crucificado. Hacíacincuenta años (y ya era anciano) se había hecho inhumar; dis-puso que le enterraran con la lengua doblada hacia el paladar,los ojos vueltos hacia arriba y los puños cerrados. Ocho moscapermaneció así y la humedad de la tierra hizo crecer de tal mo-do sus uñas que le perforaron las manos. En ese lapso, y du-rante el tiempo que dura el pestañeo de una estrella, vio lasombra de Brahma, y eso sólo le produjo una felicidad tangrande e indescriptible, que toda frase sánscrita y sacerdotalde encomio es infinitamente pálida, la más aproximada es op-uesta, y solamente en uno de los Puranas había encontrado unapalabra que muy remotamente pedía expresar la suprema ven-turanza que experimentó.

Djolamaratta me recibió afablemente como discípulo, y du-rante dos años recibí sus sabias lecciones.

93

Page 94: cuentos malévolos de Clemente Palma

Nada más terrible que sus éxtasis: los ojos se le saltaban, susvenas se inyectaban hasta casi estallar; su respiración se para-lizaba, abundosa espuma salía de sus labios y copioso sudorbrotaba de su cuerpo. De pronto, el maestro se elevaba en elaire como si terribles poderes le subyugaran; las cobras se po-nían a danzar debajo de él, parados sobre la cola y recibiendoen sus lenguas bífidas las gotas de sudor que caían del cuerpodel sabio. En cuanto Djolamaratta volvía en sí, corría como unloco a precipitarse en un arroyo en el que abrevaban leones,hipopótamos y elefantes salvajes; allí hundía Djolamaratta lacabeza, pasando antro las feroces bestias que se separaban deé1, como amedrentadas, y bebía, bebía basta hartarse.

Con frecuencia hacíamos largas excursiones por las selvas yel maestro me instruía en los misterios sagrados, en los secre-tos más recónditos de la naturaleza, en la razón de los malesde esto mundo, en los conjuros para atraer el auxilio do los po-deres sobrenaturales; me refería los pensamientos de las best-ias y de las flores y me traducía al más puro y noble palí laspalpitaciones más sutiles do la vida, del dolor y cíe la alegríade la naturaleza.

Un día me llevó Djolamaratta a un valle obscuro rodeado depardas montañas tan altas como el Himalaya.

Por todas partes se veían las enmarañadas copas de árbolesextraños, cuyos troncos estaban llenos de pústulas. El aire teala un olor repugnante, corno el de la sala de un hospital degangrenados. Las aves, que cruzaban el espacio, tenían loscuerpos purulentos, con una que otra pluma desmalazada: vo-laban tardamente, lanzando graznidos lastimeros; las fierascruzaban nuestro camino con paso dificultoso de bestias balda-das por la elefantiasis, tiñosa la piel y los ijares hundidos, comointeriormente corroídos por un mal implacable Las flores, ape-nas abiertas, calan moribundas sobre el césped raquítico ygris; sus pétalos ardían en violenta fiebre, y sus estambres seestremecían y retorcían en las convulsiones de intenso dolor.Las sabandijas ponzoñosas se arrastraban con dificultad, pre-sas de una horrorosa enfermedad. Las serpientes no tenían esaagilidad vibrante que las caracteriza; muy al contrario, suscuerpos glutinosos reptaban en lentos ziszás, dejando en elsuelo una huella húmeda como la de las babosas, y pasaban mi-rándonos lánguidamente con sus ojillos sanguinolentos y

94

Page 95: cuentos malévolos de Clemente Palma

lacrimosos. Una leona, con su cría reposaba echada en mediodel camino; estaba desfallecida y con el cuerpo cubierto depústulas sobre las que saltaban moscas verdes, saltaban, porq-ue no podían volar. La pobre bestia yacía con la lengua fuera,jadeante y quejumbrosa, mientras sus cachorros, flacos comogalgos, con la desvencijada columna dorsal rompiéndoles lapiel, se afanaban por mamar de unas ubres vacías y lacias delas que no manaba sino sangre viciada…

–Maestro, ¿qué tierra de desolación es ésta? –pregunté ate-rrado a Djolamaratta, –¿es el país de la muerte acaso?, ¿el rei-no maldito de Siva?

–Hijo mío –me respondió el anciano con cierta expresión desorna que no le conocía y que me pareció como un reflejo delespíritu de otra raza distinta de la suya, –aquí estuvo no tiempoel reino de la Felicidad: aquí vivió Adima, el primer hombre y elprimer malvado… Cuando murió, los genios arrojaron su cadá-ver en aquel lago que ves a tu izquierda. La mujer de Adima vi-ve aún y reina en esta región de la putrefacción y la enferme-dad. De este lago salen cinco ríos que riegan todas las comar-cas de la tierra. Mira, hijo mío…

Miré el lago. Flotaban en la superficie enormes cuerpos delagartos con la panza arriba, roída por los gusanos. Por todaspartes subían vahos infectos y calientes como el aliento de unhorno en que se asaran tarántulas. A flor de agua vi pasar algu-nos peces escuetos, casi sin escamas, con los ojos velados veruna nube y asomando por el dorso las espinas astilladas y car-iadas. En las peñas de las orillas se formaban escoriaciones enlas que crecían repugnantes hongos y asquerosos helechos queparecían quistes. Los anfibios habían perdido sus formas primi-tivas, porque la gangrena había devorado sus miembros dejan-do un muñón no cicatrizando donde hubo antes una pata o unacola.

–Dime, ¡oh maestro!, ¿dónde está esa mujer tantas veces mi-lenaria, obligada por Visnú a reinar en medio de tanta desola-ción y miseria? Muéstramela y dime su nombre…

Apenas hecha esta pregunta se verificó una transformaciónmuy rara en el rostro de Djolamaratta su cabeza se trucó conla cabeza de Ovidio Naso, tal como la había visto yo reproduci-da en una colección de estampas titulada: Effigies vivorum ilus-tribus antiquitate, editado en 1692. Una sonrisa burlona y

95

Page 96: cuentos malévolos de Clemente Palma

perversa vagaba en sus labios y, con acento de iniquidad per-fectamente latina, respondió a mi pregunta:

–Venus, Syphilie, regina urbis… Videor, filimihi!Y vi, vi en el centro del lago un islote en el que se alzaba un

gigantesco hongo de forma obscena, a cuya sombra estaba sen-tada esa extraña reina en la actitud de los ídolos orientales. Pa-recía meditar y no tenía más adorno que una corona de adel-fas. De pronto, levantó la cabeza y me miró… Sentí que un fríoespantoso me helaba hasta la médula de los huesos y que elasombro más doloroso paralizaba mi vida… Eran el rostro y elcuerpo de mi Leticia, de mi pura e inolvidable Leticia. Ella, miamada, mi esposa, reinaba allí, solitaria y melancólica, en med-io de tanta desolación y espanto, reinaba desde la aurora de laHumanidad sobre esta Naturaleza corroída por la fiebre y laputrefacción…

Y sus grandes ojos negros me dirigieron una mirada bonda-dosa y apacible de pálido animal doméstico… Y todo el aterra-dor paisaje se desvaneció… .

96

Page 97: cuentos malévolos de Clemente Palma

III

T uve una reacción momentánea en mi cerebro, extraviadoen las regiones extraordinarias del ensueño; ase vi senta-

do junco a mi escritorio; frente a mí estaba el retrato de Letic-ia, el retrato de cuerpo entero que pintó con singular acierto elgran Carolus.

A poco me pareció que el aire se hacía muy ligero, muy sutil,como si sus átomos se hubieran reducido en número y amplia-do enormemente en dimensiones; veía el aire como si lo percib-iera a través de una poderosa lente biconvexa. Volví mi obser-vación hacia mí y noté que estaba dotado de unas fuerzas des-mesuradas, hiperbólicas, todo en mí era fuerza; yo era el nú-cleo de donde partían impulsiones en todo sentido. Hablé, y mipalabra resonaba con la intensidad de cien cañonazos. Estabaseguro de que fuera de mi casa, en las calles de la ciudad, enlos bosques y en las ciudades vecinas, mi voz pasaba como unatromba sonora, como una ola de ruido que ensordecía a la gen-te, rompía los cristales y hacía vibrar, como cuerdas de guita-rras, los hilos telegráficos. Y no era una presunción, sino queveía los efectos de mi voz, pues las paredes no oponían obstá-culos a la fuerza de mi visión; todos mis sentidos superaban enenergía, en proporción inmensurable, a los que la naturalezaha puesto en la normalidad do los hombres, mis miradas atra-vesaban paredes, cuerpos y montañas, y la fuerza visual, cabal-gada en un rayo vibrante del éter, se hundía sin agotarse en losinfinitos y obscuros abismos del espacio. Yo estaba asombrado,pero después quedé tranquilo al encontrar en mi cerebro la ex-plicación científica del fenómeno: “En la Naturaleza no hayfuerza detenida, ni impulsión perdida, ni energía esterilizadaporque todo es movimiento y transformación. Un movimientode mi mano por ligero que sea, empuja y pone en movimientolas moléculas del aire que la rodea, a su vez estas moléculaspresionan a las siguientes, a las de la pared, a las que están alotro lado, y así el movimiento va transmitiéndose de moléculaen molécula a través de los obstáculos que se interpongan ycontinúa por el éter a través de los cuerpos planetarios y side-rales”. Y con movimientos de mi puño hacía vibrar la creaciónentera –¡Qué divertido era para mí hacer vacilar a voluntad aMarte primero, luego a Júpiter, a Saturno, a Urano y a

97

Page 98: cuentos malévolos de Clemente Palma

Neptuno y la infinidad de astros que pueblan el Cosmos! Todoen mí era potencia extraordinaria, no había obstáculo para misojos, como si llevara en ellos poderosos aparatos deradiografía.

Observé mi propio organismo con la facilidad que tendríacualquiera persona cuyo cuerpo fuera hecho de límpido cristalde roca. Todas las vísceras me revelaron su funcionamiento ve-ía el corazón repartiendo la sangre por todo el cuerpo con laregularidad e isocronismo de una máquina a vapor; veía la fer-mentación de los mil jugos, la actividad torpe e irregular delsistema digestivo; veía la rígida gravedad del esqueleto sopor-tando, como un apuntalamiento complicado ideado por extravagante arquitecto, las mil maquinarias, cuyo trabajo simultá-neo constituye la vida; veía, como el cordaje de una extraña ga-lera, el conjunto de venas, arterias y filetes nerviosos, que seanudaban aquí y se separaban allá. Me parecía que mis ojos es-taban montados en ejes y podían volverse hacia adentro. Asífue como pude observar la vida cerebral. El cerebro era unapasta tenue que tenía de la gelatina y del ópalo. En el centrohabía una pequeña caldera con un líquido en ebullición; subíanlas burbujas a la superficie, unas burbujitas delicadas y llenasde cambiantes e irisaciones, como las pompas de jabón; antesde que estallaran, unos pequeñitos gnomos las cazaban conesas canastillas con mango que se usan para coger mariposas;en seguida las cogían y las arrojaban a diversos compartimen-tos que se abrían por todos lados al modo de un panal circularde abejas.,. ¡Pero cuántas burbujas estallaban antes de ser co-gidas y colocadas en su sitio! debían ser las ideas que abortan,las ideas que no llegan a surgir. Encima de todo se extendía ili-mitada la piamater, llena de constelaciones, a semejanza delcielo de la tierra.

98

Page 99: cuentos malévolos de Clemente Palma

IV

C uando volví de esta segunda crisis de mi ensueño, penséhaber vivido cincuenta aúna. Creía estar blanco de canas,

pero pronto me di cuenta de que ello era una ilusión provocadapor el hachisch, No sé por qué encontré esto excesivamentegracioso; me reí, y mi peonia risa me excitaba cada vez más, alextremo de estallar, por fin, en una hilaridad ruidosa e inconte-nible. Con las carcajadas me parecía que me salía algo de laboca, y, en efecto, fijando mi atención observé que salían insec-tos alados Cada nota de mi risa era un animal: zancudos, gri-llos, avispas, mariposas y parvadas infinitas de otros muchosinsectos salían. Pero lo más curioso es que, en el tórax o cose-lete, llevaban todos cinco líneas negras paralelas y en ellas unaflotación musical. Todos aquellos bichos en desaforada parran-da, daban vueltas por mi cuarto yendo, por fin, a alinearse enapretadas filas sobre los estantes, las sillas y los demás mue-bles de la estancia; una serie de libélulas blancas se posaronsobre el marco del retrato de Leticia. Entonces callé, porque almismo tiempo llegaron a mis oídos de un modo confuso losacordes lejanos de un clavicordio. Nuevos instrumentos fueroninterviniendo: primero un violoncello, luego un contrabajo, enseguida una viola, a continuación una arpa, y, por último; unaflauta. A medida que estos instrumentos tomaban parte, oíamás distintamente la melodía ejecutada por ellos. Primero fueun aire de Paisiello, que se fue transformando en una sonata deCimarosa; de pronto, las frases musicales se hicieron graves yeruditas, y surgió un quinteto de Bach lleno de gravedad místi-ca. Cada melodía me producía una impresión hondísima, comosi mi alma tradujera en cuadros sugestivos o en frases narrati-vas los sonidos. Por ejemplo, en un momento en que la mister-iosa orquesta tocó La estepa de Borodino, la música tuco paramí el relieve de una visión: veía una ilimitada llanura pedrego-sa de horizontes desiguales y obscuros, y cubierta por un cielogris. En medio, un perro asmático aullaba junto al cadáver desu amo… A lo lejos cruzaban cabalgatas de calmucos, vestidoscon pieles de lobo, con los ojos encendidos por la voluptuosi-dad de la carrera y las ansias de rapiña. Caía la noche, y elviento boreal jugaba con la nieve y el granizo; una turba dehienas con los lomos erizados acudía a rodear el cadáver,

99

Page 100: cuentos malévolos de Clemente Palma

riéndose con risas lúgubres de hambre y ferocidad; luego, elfestín de la carroña… Después de La estepa, la música se hizosuave, dulce, cristalina melancólica. Era un andante pianissimotan misterioso, tan tristemente apasionado, que mi alma se im-pregnó de una angustia agradable y honda, semejante a esasdulces e inusitadas tristezas que se apoderan a veces de lasmuchachas románticas y nerviosas en la edad de la ilusiones ydel primer amor. Mis ojos se llenaron de lágrimas, en tanto quela melodía parecía hundirse en el pavimento y los insectos sedesvanecían. Yo no podía contener mi tristeza, y por más esf-uerzos que hacía para reprimir las lágrimas, corrían abundosaspor mis mejillas, produciéndome una gran vergüenza este ras-go de sentimental doncella. ¡Qué tontería!, ¡qué tontería! mur-muraba yo; pero mis lágrimas seguían saliendo con una abun-dancia bochornosa…

–¡No ha habido ser humano que haya llorado tanto!–pensaba, aterrado, al ver que el suelo de mi cuarto estabainundado, y mis lágrimas seguían corriendo. El agua me llega-ba a la cintura y los muebles flotaban como balsas. Cuandoamaneció, abrí la ventana de mi habitación y miré hacia la ca-lle. ¡Qué horror! Por mi necio sentimentalismo toda la ciudadestaba sumergida. Sobre el mar de mis lágrimas destacábanselos pisos superiores de las casa, veía los tejados y terrazasatestados de gente que me dirigía amenazadora los puños, veíapobres perros que nadaban desesperadamente; caballos en-ganchados a los carros, pugnando por flotar, y arrastrados porel peso de la carga, se hundían al fin alborotando la superficiecon millares de burbujas, portadoras de su cruel agonía; veía lacúpula del Observatorio, los dombos y las torres de los tem-plos. El ángel dorado que coronaba un hermoso monumento,reflejábase invertido sobre la inmensa y serena superficie delagua: así, cabeza abajo, diríase un Luzbel de oro arrojado des-de el cielo al abismo… Volví medroso los ojos a mi escritorio:abierto al azar tenía una edición antigua de la Cosmographiade Munster: era un final de capítulo adornado con una viñeta,que representaba una bella cabeza de ninfa, coronada de pám-panos y mirtos que se prolongaban a ambos lados de la cabeza,resolviéndose en retorcidos acantos de ornamentación que a suvez se convertían en cabezas de grifos, de hipocampos y degnomos… De pronto, la viñeta comenzó a fundirse como si

100

Page 101: cuentos malévolos de Clemente Palma

fuera una figura de cera expuesta al calor de un sol de canícu-la. La viñeta fundida se derramé por un borde de la mesa chirr-iando como un hierro candente que se sumergiera en el agua.Me levanté presuroso para ver lo que sucedía: al pie de mi es-critorio había una galera de plata bruñida tachonada de esme-raldas: el mástil era de oro y la vela fenicia de tela blanca he-cha con hilos de seda, de cristal y de plata. Sobre el banco depopa, formado por una lámina de azabache, estaba, en acritudde espera, una damna vestida a la usanza griega, cuyo rostroera el de la ninfa de la viñeta… –¡Ven! –me dijo. Me senté en lapopa del esquife en un alto sillón de ónix, sostenido por cariáti-des de acero azul; y mi conductora comenzó a bogar. A nuestropaso, de todas las terrazas nos dirigían maldiciones e injurias.Pronto abandonamos la ciudad y nos vimos en medio de un marsereno, inmenso, sobre el que se deslizaba el misterioso barcosilenciosamente. De vez en cuando veía, junto a las bordas dela galera, el dorso de un delfín, la cabeza azorada de un tritón,el cuerpo híbrido y voluptuoso de alguna sirena que se oculta-ba rápidamente haciendo un elegante escorzo, y dirigiéndomeuna sonrisa provocativa y medrosa.

–¿A dónde vamos? –pregunté a mi guía, –¿al infierno o al pa-raíso? El Cerón femenino no me respondió limitándose a indi-carme con un signo que debía confiarme a su pericia. Muchotiempo estuvimos así, hasta que vi aparecer en el horizontegrandes bloques de hielo. La mar se endurecía a medida que lagalera avanzaba, y entramos, por fin, en una zona silenciosa yhelada, alumbrada solamente por la aurora boreal. En una cos-ta vi un triste caserío, habitado por unos cuantos hombres fo-rrados de pieles.

–¿En dónde estamos? –pregunté con angustia a mi calladopiloto.

–¡Upernawick! –me contestó secamente, Y seguimos. La bar-ca de plata resbalaba sobre los hielos y a nuestra aproximaciónhuían manadas de focas a esconderse entre las grietas. Arriba,en medio de la gris noche semestral, brillaba el carro de la Osay el Boyero con fulgores intensos. Y seguimos; estábamos másallá del 85 paralelo. Los bosques de pinos escuetos habían que-dado ya muy atrás, y la flora de esta región de las penumbras yde los hielos –algunas especies de hongos, helechos, musgos ylíquenes– se hacía cada vez más escasa. De vez en cuando

101

Page 102: cuentos malévolos de Clemente Palma

aparecía sobre algún flint glass un reno escuálido escarbandola nieve con la pezuña, o alguna osa que, navegando sobre al-gún carámbano, enseñaba a su cría la caza de la marsa. Enotra comarca vi unos hombrecillos espantables con grandes ca-bezas erizadas. –¿Los demonios del Dante? –pregunté horrori-zado. –No, son los runoyas. –Y seguimos. Más adelante vi pasarunas mujeres envueltas en blancos peplos de lino; parecíanbuscar afanosamente algo perdido entre las grietas del hielo;iban de un lado a otro, regresaban, se inclinaban al suelo, endonde pegaban el oído como si quisieran oír los pasos de losantípodas. Pálidas, esqueléticas y llorosas expresaban en sustristes caras y en sus ojos, que brillaban de fiebre, la ansiedadmás vehemente. Cuando se aproximó nuestra galera, dieron to-das un aullido y corrieron al borde del carámbano para mirar-nos con ojos de locura y de dolor. –¡Son las novias difuntas quebuscan a sus amantes infieles! –murmuró mi compañera, –Oh,ninfa mistariosa! –la dije, –¿a dónde me llevas?, ¿terminaráacaso esta lúgubre peregrinación en el país de la Muerte?

–No me respondió; –¡vamos al país de la viñeta! Y seguimos.Llegamos a un mar amplio, negro como de tinta china, un marlibre sin bloques de hielo. La naturaleza parecía reanimaras,volver a latir con la vida exuberante de los trópicos. Lejos seveía una isla parda, coronada por penachos de abundante ve-getación. La faz de mi guía se animó; con mano ágil hizo en lavela la maniobra necesaria para que el esquife se dirigiera a laisla. Por todas partes se observaba el regreso la vida; pero, noa la vida natural, sino a una vida nueva, desconocida y extraña.El color del cielo era rojizo semejante al tono que colore lospárpados, cuando, cerrados los ojos, se aproxima una luz ti lamembrana. Las aves que cruzaban el espacio eran muy raras:tenían cabezas de sierpes y por colas y alas ramos de lis. Llega-mos a una costa en que las peñas eran de cristal opaco. Desem-barcamos, y ti poco nos hundimos en un bosque de hongos gi-gantescas, que vertían sangre cuando se les hería en el tronco;las flores y les frutos eran animados, y las panzas de los árbo-les se agitaban como a impulsos de la respiración. No menoscuriosos eran los animales; además de los centauros, faunos,esfinges e hipogrifos, observé otros muchos seres híbridos: pe-rros cubiertos de hojas y con las extremidades de aves palmí-pedas, serpientes con cabezas humanas, salamandras que

102

Page 103: cuentos malévolos de Clemente Palma

comenzaban siendo campánulas. Había violetas, heliotropos ycamelias aladas que, como mosquitos, chupaban, no el jugo ynéctar de las flores, sino la sangre-savia de lodos aquellos ani-males ambiguos de ornamentación. En un bosque de tulipanesgrandes como hoteles, vi seres humanos que paseaban sobrelos pétalos: eran mujeres, las mujeres más idealmente bellasque se puede concebir, envueltas en tules de rocío hilado. Suscarnes eran como de marfil y nácar blandos, sus ojos azules di-rigían miradas candorosas y angelicales, sus labios parecíanimpregnados en la sangre de las granadas, y sus cabelleras, ru-bias como el Jerez pálido, descendían en apretadas guedejashasta más abajo de los muslos… Apenas me vieron me rodea-ron con adorable gracia y ternura. Sus inocentes caricias, des-provista del menor impudor, me causaron un placer purísimade niño acariciado por los serafines; sentí por una de ellas unamor típico, sin deseos, sin turbaciones, una especie de amorapasionadamente místico e inefable, que me habría hecho que-dar allí una eternidad si mi guía no me hubiera arrancado vio-lentamente de mi éxtasis tirándome de un brazo a la vez quelas miraba con despreciativa sarna. –¿Son los ángeles esos se-res divinos? –la pregunté suspirando. –No –me respondió conirónica sonrisa; –son mujeres sin sexo… su amor es el amor delLimbo, desgraciado. –Substraído por mi guía de la influenciade esos seres, llegamos a una llanura cubierta de polvo y arenade oro, en el centro de la cual había un disco de plata bruñidaenclavado al suelo. Entonces el guía volvióse a mí y quedé des-lumbrado: su rostro había adquirido la belleza ilustre y triunfa-dora de Helena, y de sus ojos de admirable brillo salía un fuegode orgullo divino, a la vez que de compasión y complacencia;me encontré turbado y caí de rodillas mientras ella me decía:–Mírame… Yo soy el Amor con todas las energías… yo soy laeterna pasión con todos sus misterios de p1acer y de vida. Yosoy el delirio loco del amor de las almas vibrando en los nerv-ios más sutiles y en la más pequeña gota de sangre viva… Áma-me, que yo soy el Supremo Espasmo, en la doble ventura de lasalmas y de los cuerpos… Mírame, tal como en la aurora delmundo nací en el Egeo… ¡Yo soy la Forma Pura, la BellezaInmortal!

Sus blancas vestiduras cayeron, y quedó ante mis ojos des-lumbrados desnuda, alba, sublime, triunfal… Se inclinó sobre

103

Page 104: cuentos malévolos de Clemente Palma

mi frente y besó mis labios. ¡Oh, divina Afrodita! Quise estre-charla en mis brazos para morir allí, y la diosa retrocedió y seelevó al cielo lentamente. Su cuerpo níveo y moldeado, comojamás lo fuera cuerpo de mujer, se deshacía en el espacio cor-no si fuera de niebla y se descongelara. Yo avanzaba angustia-do, sin mirar el camino, con los brazos extendidos, loco, hipno-tizado por la sublime visión… ¡Adiós, espérame, que algún díanos volveremos a ver… adiós –me dijo. Di un salto desesperadoy logré coger un rizo de sus cabellos, que quedó en mis manos.Pero había puesto el pie, al caer, en el disco de plata, en el Po-lo del mundo. Mi cuerpo, adherido al disco por extraño magne-tismo, se puso a girar vertiginosamente. Sentí un mareo agudo,y en mis angustias veía a mi amada perderse en el éter, mien-tras el carro de la Osa y el Boyero describían en torno de ellapequeños y rápidos círculos. El dolor en mis sienes era cadavez más agudo, una nube sangrienta cubrió mis ojos y caí des-mayado en el momento en que, desde la Estrella Polar, veníahasta mí el último adiós de la inmortal Afrodita.

104

Page 105: cuentos malévolos de Clemente Palma

V

E staba sentado junto a mi escritorio, tenía en las manos unrizo de los finos cabellos de Leticia, sobre mi escritorio

estaba un ejemplar de una vieja edición de la Cosmographia deMunster, abierto en un final de capítulo engalanado con una vi-ñeta; en frente de mí, el retrato al óleo de la implacable amadadifunta, cuyo amor me perseguía hasta en mis ensueños. Allíestaba ella, la triunfadora anémica, la pálida e inolvidable, mi-rándome con esa mirada bondadosa y apacible de animaldoméstico.

105

Page 106: cuentos malévolos de Clemente Palma

Cuentos de la segunda edición

Tengo una gata blanca

T engo una gata blanca, sobre cuya cabeza se extiende unamancha que inunda su lomo, como la cabellera de una

mujer en deshabillé. Ha pocos años era un gracioso trocillo decarne dócil, cuando Astarté me obsequió con ella. Ocupó holga-damente el bolsillo de mi gabán; había nacido en un rincón delboudoir de Astarté, y como yo deseara un recuerdo la pedí eseanimalejo, al que puse el mismo nombre de esa virgen pérfiday frívola. Mi gata blanca ha crecido entre mis papeles y mis li-bros, ha perseguido los bicharracos de los rincones, ha desga-rrado las hojas de mis libros en sus traviesas correrías infanti-les, y más de una vez me ha hecho trizas apuntaciones, cartasy originales. ¡Ah, bestia hermosa e inicua, menos inicua y her-mosa que su primitivo dueño! ¡En cuántas ocasiones he desea-do matarte a palos, porque he visto asomando por tus ojos,porque he visto palpitar bajo tus musculitos ágiles, dentro detus curvas elegantes, el espíritu de la hipocresía amable y sola-pada que anima a la Humanidad! ¡Cuántas veces en horas deamargura he acariciado nerviosamente tu hermosa cabeza,mientras tú ronroneabas tu oración bestial, que parecía el ecosordo de las dolorosas reflexiones y penosas miserias que tur-baban la serenidad glacial de mi vida interior!…

En las noches de luna he pensado en ti, Astarté, mi hermosagata blanca. Desde mi ventana hemos contemplado juntos a Se-lene, la pálida diosa que surca los cielos en su carabela de pla-ta. Yo he pensado que tu eras el símbolo más perfecto delamor: te veía contemplando beatíficamente la luna, con los ojosentornados, con expresión de mansedumbre; y, sin embargo,eres cruel, voluptuosamente cruel. En vano he tratado de de-sentrañar, esfinge doméstica, el extraño enigma de sangre y deamor, de odio y de caricias, de complacencias perversas y deinfames delectaciones que te embarga misteriosamente, mien-tras en el alféizar de la ventana nos miras a la luna y a mí alter-nativamente. ¿Por dónde se perderán tus divagaciones cuandosigues, con miradas apagadas, las volutas de humo de mi ciga-rro que suben hacia la pálida Selene? ¿Qué rojos ensueños devoluptuosidad feroz provocarán en ti, mi hermosa gata, los

106

Page 107: cuentos malévolos de Clemente Palma

inquietos centelleos de las estrellas?… A menudo la fierecilla,con mimosa timidez de mujer, roza su cabecita y su lomo con-tra mis piernas, y viendo mi taciturna indiferencia, sube a unsillón vecino, y desde allí fija en los míos sus redondos ojos, ysus pupilas se dilatan, y brillan con las mil facetas de un calei-doscopio que tuviera un abismo en el centro. Parece que micompañera quisiera sugestionarme las extravagantes dilapida-ciones de su fantasía cruel que me interroga sobre mis calladastristezas o sobre el dolor de mis aspiraciones abortadas, cuyassombras ve acaso pasar por mi frente, como ratoncillos queprovocaran sus instintivas ferocidades y su pasión por las asechanzas. Me imagino que mi gata me ama, y me imagino quealberga, dentro de su diminuta y esbelta carnación, el almade alguien, de Astarté acaso; esa alma dura y amable, inflexi-ble y sutil… Cuando acaricio la piel de mi gata siento correrbajo el suave pelaje un estremecimiento intermitente de malig-na fruición, que recorre su espina dorsal, desde el cuello a lacola, como la ondulación viajera de un espasmo de nervios; depronto revuélvese animal con chisporroteos eléctricos en losojos e hinca brutalmente sus garras en mi mano, o huye comopresa de súbita locura y se esconde huraña bajo un mueble,desde donde atisba la impresión de có1era o curiosidad quesus perfidias o esquive s me producen.

Mi gata tiene la coquetería de la limpieza: su preocupaciónconstante en las horas cálidas y luminosas del día, es alisar laseda de sus garras y acicala su cabeza: tiene e1 instinto de suhermosura y procura mantener incólume la albura de su piel.En sus sanguinarias y frecuentes aventuras de cacerías, que-branta los huesos, desgarra las carnes, se burla con mil ardi-des dolorosos de los sufrimientos de sus victimas, pero librahábilmente su piel de las manchas rojas de la- sangre.

¡Cuanto goza la bestia blanca con el dolor de los bichos quecoge, con la defraudación de la libertad que maliciosamente lesconcede, con los chillidos que les arranca! ¡Cuánto ingeniodespliega su cruel inventiva para retardar la muerte y cómo setransparenta en sus ojos la voluptuosa fruición del triunfo!Hasta creo ver dibujarse en el pequeño triangulo de su barbillauna sonrisa humana de alegría intensa y malsana Después deestas escenas de perversidad y astucia, viene a mi con maulli-dos de complacencia beatifica, como si sintiera el bienestar de

107

Page 108: cuentos malévolos de Clemente Palma

haber cumplido con un rito sagrado de maldad implacable y decoquetería. Y yo acaricio a mi gata blanca, porque veo como untrasunto del alma pérfida de Astarté; la acaricio porque veo enla bestia esa crueldad instintiva, inconsciente y poderosa queha puesto Dios en la Naturaleza, como para indicamos que lacrueldad es una hebra inevitable entremezclada en el arduo te-jido de la vida. Y siento que con la inflexión de los maullidos deAstarté, con sus alegres cabriolas y con sus saltos llenos degracia y elegancia, quisiera decirme: «Soy mala, soy cruel, soysanguinaria, pero ¿qué te importa si mi piel no se mancha?» Yentonces, en el fondo de sus glaucos ojos, en el negro abismode boca contráctil que forma el centro de sus pupilas, creo verpasar hierática, sonriente y maligna la sombra de Astarté, de laAstarté siríaca, la otra…

108

Page 109: cuentos malévolos de Clemente Palma

Ensueños mitológicos

«…El mundo no se salvará sino volviendo a ti,repudiando sus aficiones bárbaras. ¡Corramos,vengamos unidos! Qué hermoso día aquel en quetodas las ciudades que se han apoderado de trozosde tu templo, Venecia, París, Londres, Copenhague,reparten sus robos, formen teorías sagradas paradevolverte los trozos que poseen, diciendo:“¡Perdonad, diosa; fue para salvarlos de los malosGenios de la noche!” y reconstruyen tus murosal son de la flauta, para expiar el crimen deLisandro…»

RENÁN, Plegaria en la Acrópolis

Y después de leer esas hermosas líneas del herético, impío yapóstata sabio quedó fijo en mi imaginación el concepto

de un encantador regreso de los dioses. La diabólica influenciaque turbara malignamente la ortodoxia de mi encandilada fan-tasía en la vigilia, persistió más intensa en las horas del sueño.He aquí cómo mi indomable imaginación forjó el pecaminosoensueño en momentos de inculpable efervescencia. Relato elcuadro como una expiación pública, como una humilde confe-sión de las miserias y debilidades de esa facultad libérrima queno cede ante los horrores de una condenación, que con frec-uencia pobló de ignominiosas visiones las meditaciones de lossantos y que turba diabó1ica y deliciosamente las noches delos jóvenes subdiáconos.

… Hallábase desgajada la gran puerta de oro de los cielos, yuna de sus hojas había aplastado al anciano portero. Los cent-auros, al empuje de sus pesados cascos, y Hércules, a los gol-pes de su formidable clava, las habían arrancado de sus goznesdiamantinos; el buen semidiós atleta había aprendido de San-són, durante su larga estada en los infiernos, el arte de derri-bar las grandes puertas. Los antiguos dioses se habían precipi-tado en tropel devastador en el Empíreo. Los ojos de los inva-sores tenían el brillo sanguinaria de las venganzas, y por todoslados se había entablado la lucha.

109

Page 110: cuentos malévolos de Clemente Palma

Los ángeles blandían desesperadamente sus flamígeras espa-das sobre los antiguos despojados, y estos atacaban y se defen-dían con espadas cortas y anchas, como los héroes de la Ilíada,y con pequeños broqueles de bronce que tenían grabadas tes-tas de Medusa. Más allá luchaban los arcángeles contra loscentauros, y el suelo estaba lleno de grandes manchas sangr-ientas y de miembros amputados de divinidades moribundas yde cuerpos de bestias: híbridas que se retorcían en los esterto-res de dolorosas agonías…

Las furias, las estinfálidas, las oceánidas, se hallaban en rev-uelta confusión con los mártires, santos, dominaciones y tro-nos. Saturno, Minerva, Vulcano y Marte se repartían en los di-versos grupos asaeteando y recibiendo heridas. i Oh, Dioses!Iban a ser vencidos por segunda vez y ya la alegría del triunfose pintaba en los rostros de los celestiales moradores. Jove ya-cía agonizante a los pies del Padre Eterno. En aquel momento,varios coros de vestales asomaron sus cabezas curiosas por lasderruidas puertas, y entonaron los canticos de Tirteo. A1 oírlo,los desalentados dioses paganos se entusiasmaron, duplicaronsu esfuerzo y a poco lanzaron un grito ·de triunfo que repercu-tió formidable por todos los ámbitos del cielo. ¡Oh inmensadesventura! El Divino Padre había rodado la escalinata del em-píreo traidoramente asesinado por el dios mío, el niño al querinden culto todos los seres vivos, Cupido, que había disparadocertera saeta a las sienes del Ser Supremo… El pérfido disparóa la cabeza y no al corazón, porque bien sabia el traidor que elamor que mata es el amor cerebral.

También Jesús, el buen Jesús se veía amenazado de muerte;rotas sus armas y rodeado de enemigos expresaba en su her-mosa y divina cabeza la resignación tranquila y el valor serenode las grandes almas. Apolo, el no menos bello Dios, de pie ensu carro tirado por alborotada cuadriga de caballos blancos,ensangrentados por las heridas de los flancos, preparaba sulanza para matar cobardemente al desarmado Maestro, cuyahermosura serena y dulce le exasperaba… En ese momentoAfrodita, alba, resplandeciente, admirable de gracia y hermo-sura, se interpuso entre el irritado vencedor y el bello vencido,se interpuso protectora y benévola, deteniendo con ademan im-perioso la vengativa acción del padre de las musas. El águila

110

Page 111: cuentos malévolos de Clemente Palma

de Jove había desgarrado con su formidable pico al Paracletoque era presa de los perros que devoraron a Acteón.

Pero la más inicua y despiadada represalia se verificaba de-trás del desierto trono, en el sitio en que las angustiadas vírge-nes y santas contemplaban con desolado rostro la derrota delas divinas legiones. Los faunos y los sátiros, como jauría de ca-nes rabiosos, se precipitaron sobre ellas encendidos los ojospor innobles pasiones y las raptaban sobre sus hombros mus-culosos con el fin de llevarlas a las escondidas: florestas y pe-numbrosos bosques de la Arcadia. Pero de pronto, hubo un es-tallido formidable que estremeciólos cielos, e hizo que los sáti-ros soltaran sus presas para huir aterrados en desbandada. Sa-tanás –que había sido quien puso en libertad a los antiguos dio-ses y atizado en sus espíritus el ansia de la reconquista de loscielos, a fin de vengarse del Padre Eterno–, había comprendidoque en el nuevo reinado no tendría sitio, que su nombre servi-ría de burla a los niños de las nuevas generaciones, y que suprestigio moriría con el culto vencido. Carón le expulsaría desu puesto y a la menor demostración de hostilidad o rebeliónseria arrojado como carroña inmunda a las fauces del Cancer-bero. Entonces, tardíamente arrepentido de su error, hizo unenorme conjunto de todos los pecados, vicios y pasiones de laHumanidad y les prendió fuego. El estallido fue espantoso y noquedó ser viviente en la superficie de la tierra. El mismo Sata-nás quedó muerto entre las ruinas de la Humanidad. Los tita-nes volvieron entonces a levantar hasta el cielo las cumbres delOlimpo y del Parnaso y reedificaron la morada de los Diosesbajo los insuperables modelos antiguos… Fue necesario crearuna nueva Humanidad y surgió sana, fresca y viril de los flan-cos de la Diosa del amor y la belleza.

Sobre los escombros de las iglesias, sinagogas, pagodas ymezquitas se alzaron de nuevo los eurítmicos temples a Venus.

Quinientos siglos después de la catástrofe del cielo cristianoencontró un sacerdote del nuevo Partenón, entre unas excavac-iones, un libro en cuya tapa había grabada una cruz de acero yen una de cuyas primeras paginas decía:

«Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es conti-go, y bendita tu eres entre todas las mujeres… »

111

Page 112: cuentos malévolos de Clemente Palma

Repitió una y diez veces la lectura y no comprendió lo que enella se quería expresar.

–Debe de ser una invocación a Venus –exclamó indeciso.Pero un viejo sabio, una especie de filósofo cínico que sabía

todo lo que era inútil saber y al cual enseñó la enigmática pagi-na, después de mucho cavilar expuso su opinión:

–No es una invocación a Venus. Allá en mi lejana infancia leoí decir a mi bisabuela que a la bisabuela de su bisabuelo le ha-bía referido un sabio sacerdote de Palas que antes de que exis-tieran nuestros Dioses los hombres estaban en estado de bar-barie, y adoraban a un Dios que al mismo tiempo era hombre, yadoraban también ala madre de este Dios, la cual no era diosay no obstante de ser madre era virgen. Esta mujer se llamabaMaría y el Dios, hombre, se llamaba Kreiston…

El sacerdote de Venus, por toda respuesta, soltó una carcaja-da de incredulidad y exclamó alejándose:

–¡Pobre Dyonisos! ¡Has bebido mucho!

112

Page 113: cuentos malévolos de Clemente Palma

El príncipe Alacrán

M i hermano Feliciano no había regresado a dormir y re-solví acostarme sin esperarlo más tiempo. En esa época

aun vivíamos juntos. Seguramente el muy borracho se habíaquedado dormido bajo algún banco de la taberna a la que acos-tumbraba ir. Ya me tenían desesperado sus vicios y pensabaarrojarlo de casa al siguiente día, pues se hacía imposible la vi-da común, llevando él, como llevaba, una vida tan desastrada yescandalosa.

Creo haber dicho en alguna ocasión que Feliciano y yo éra-mos gemelos. ¡Malhaya la hora en que fuimos engendrados!¡Desventurada ocurrencia de la Fatalidad de traernos al mundocon pocas horas de intervalo, y, lo que es peor, con rostros ycuerpos tan semejantes! Los sabios que se dedican a estudiosde psico-fisiología no consideran entre las causales que puedenromper la identidad del yo la semejanza absoluta de dos cuer-pos. Antes de seguir la relación de un extraño episodio denuestra vida, voy a explicar brevemente uno de los muchos fe-nómenos psicológicos que se realizaban en mí, con lo cual creoprestar un positivo servicio a la ciencia. Un actor contraído alestudio de un carácter que necesita interpretar, puede preocu-parse tanto de su asimilación que llegue a sentir realmente ensu alma el yo del personaje que estudia. Entre mi hermano y yose realiza frecuentemente, y sin propósito intencionado, estefenómeno, debido sin duda no sólo a la identidad de nuestraspersonas físicas, sino también a la confusión de nuestros espí-ritus en las tenebrosidades de nuestra vida fetal común. Desdepequeños éramos tan semejantes de cuerpo y de rostro que anosotros mismos nos era absolutamente imposible distinguir-nos. Cuando estábamos igualmente vestidos y en una situaciónincolora de espíritu, la semejanza de los cuerpos y la entona-ción idéntica de las voz nos causaban el afecto de que amboséramos incorpóreos. ¿Por qué? Porque ambos teníamos conc-iencia de la distinción de nuestra persona interna, pero no asíde la nuestros cuerpos. A la muerte de nuestro padre (nuestramadre murió al darnos luz) heredamos una cuantiosa fortunaconsistente en dinero depositado en bancos, acciones de variasempresas florecientes, una fábrica de telas de seda acreditada,y varios inmuebles urbanos. Continuamos viviendo en la casa

113

Page 114: cuentos malévolos de Clemente Palma

paterna y sucedía que cuando Feliciano o yo teníamos que salira nuestros personales asuntos me invadía de pronto la mortifi-cante duda sobre mi personalidad: ignoraba cuál de los doscuerpos, el que se iba o el que se quedaba, era el mío. –¿Quérasgo distintivo y personal me puede garantizar que yo soy Ma-cario y no Feliciano? me preguntaba yo lleno de angustia, y só-lo porque comprendía que se reirían de mí no detenía al primertranseúnte para decirle: –Me he perdido dentro de mí mismo;ayudadme a encontrarme. –La duda y la angustia crecían con-templando un gran retrato fotográfico que nos habíamos hechojuntos: –¿Soy yo el de la derecha, o el de la izquierda? El mis-mo rostro tienen ambos, la misma actitud, la misma expresión.–Y si yo no podía distinguir las imágenes ¿había acaso algúndato nuevo tratándose de las personas mismas? –Feliciano seemborrachaba y yo no –me decía procurando serenarme; –lue-go no soy Feliciano sino Macario. –¿Y por qué ha de ser Felicia-no y no Macario quien bebe? Y aunque así fuera ¿quién te ase-gura que el que ha salido es el uno y non el otro? –Hombre…vamos, porque tengo conciencia de no beber. Perfectamente,amigo; pero ¿de quién es esa conciencia? –Mía. –Sí, ya lo sé¿pero tú quién eres? –Macario –¿Y por qué no Feliciano? –Y asíseguía dialogando conmigo mismo y regresando siempre a lamisma duda, y era tal la excitación nerviosa que experimenta-ba que al fin me sentía borracho. Y entonces ¡cosa extraña! envez de ser mayores mis confusiones y tormentos me tranquili-zaba, me convencía, me resignaba a ser Feliciano y, rendidopor la fatiga, quedábame dormido. Es ocioso referir las confus-iones, cómicas muchas veces, en que incurrían nuestros ami-gos… Un día, por común acuerdo, pues convenía a nuestros in-tereses, fuimos donde un notario público y en presencia de var-ios testigos nos hicimos tatuar, mi hermano y yo, una F y unaM respectivamente, en el brazo, cerca de la mano. En seguidapublicamos en los diarios de la localidad un anuncio para quelos que por cualquier asunto quisieran verificar nuestra identi-dad nos exigieran les mostráramos la marca que llevábamos enel brazo derecho. Pero esto en nada resolvía el problema psico-lógico, la duda íntima, porque ¿quién podía asegurarme que eltatuaje no había sido hecho equivocadamente y que la M gra-bada en mi brazo no correspondía a Feliciano?… Lo más que

114

Page 115: cuentos malévolos de Clemente Palma

podía deducirse es que para los negocios y el contacto con elmundo teníamos personalidad convencional, de adopción.

Reanudemos nuestro relato. Decía que Feliciano probable-mente se había embriagado y dormía encima o debajo de al-gú8n banco de su taberna favorita. Y decía también, que ya metenía desesperado su desastrosa vida. Constantemente teníaque interesarme por él y pagar gruesas multas y fianzas, queluego, a principios de trimestre, me reembolsaba de la buenaparte de rente que le correspondía…

En muchas cosas diferíamos de gustos y opiniones y contin-uamente estábamos disputando, terminando por lo generalnuestras reyertas en mutuas burlas y hasta en mutuos insultos.Imposible discutir serenamente con Feliciano: era intratable.Cuando yo le llamaba: ¡borracho! él me decía en el mismo tonoirritado: ¡morfinónamo! Y los dos teníamos razón en esto, pueslo confieso, si mi hermano se embriagaba por la boca yo meembriagaba por la piel. De todos modos, con mi vicio o maníayo no provocaba escándalos y, aun cuando amaba entrañable-mente a mi hermano, me era imposible seguir viviendo con él.Resolví que nos separáramos.

Con estos pensamientos me quedé dormido esa noche, no sinhaberme dado antes una inyección con mi fina jeringuilla dePravaz. Comenzaba a quedarme dormido cuando sentí en midespacho un ligero ruido. No hice caso al principio. En el sueloy junto al escritorio tenía varias docenas de libros para el enc-uadernador. Estaban en revuelta confusión los autores más op-uestos en inspiración y en épocas: el Orestes de Sófocles y unaedición antigua de la Vida de la beata Cristina de Stolhemm;una edición de 1674 de la Vida y hechos del Ingenioso Hidalgo,que faltaba en mi colección de Quijotes; el Wilhem Meister deGoethe, y L’Animale de Rachilde; las Disquisitione Magicarum,de Martín del Rio y Zo’Har de Méndez; la Parerga de Shopenh-auer y un ejemplar de la Justina del divino marqués: To Solitu-de de Zinmermann y muchos libros más que no recuerdo. Lapersistencia del ruido comenzó a irritar mis nervios: parecíacomo si un pequeño gnomo se entretuviera en saltar entre loslibros, rascar las cubiertas y trasportar las letras de una obra aotra.

Me imaginaba yo, arrastrado por mi excitada fantasía, que elcaballero manchego se había empeñado en desaforada batalla

115

Page 116: cuentos malévolos de Clemente Palma

con algún súcubo del libro del Del Río; o que la protagonista deL’Animale había seducido al vengador Oresters o al desventu-rado La Roquebrusanne de Zo’Har. Cánseme al fin de idearextravagancias

116

Page 117: cuentos malévolos de Clemente Palma

Un paseo extraño

(Extravagancias de mi hermano Feliciano)

U na mañana fui a visitar a mi hermano Feliciano para quehiciéramos el arreglo y partición de una fuerte suma que

constituía la renta anual de un vasto inmueble que por unacláusula del testamento de nuestra madre debíamos conservarindiviso.

Encontré a mi hermano en su gabinete, muy ocupado en ha-cer abrir unos cajones que le habían llegado. Después de salu-darle comprendí que Feliciano no encontraba muy oportuna mivisita de sus acostumbradas extravagancias y a él le gustabaprepararlas misteriosamente y realizarlas solo en unión de per-sonas de su calaña nerviosa.

–Vengo a hablarte de negocios –le dije sentándome junto auna mesa de lectura y fingiendo no prestar atención a sustrabajos.

–Hermano, si es algo que se puede aplazar, te confieso quepreferiría que nos ocupáramos de ellos cualquier otro día… Yaves, hoy estoy distraído con esto que acaba de llegarme… ade-más, he dormido poco y no tendría cabeza para cálculos ycombinaciones.

–Oh, no te preocupes de eso; el asunto que me trae no es demuchas cavilaciones, esperaré a que acabes de despachar tuasunto. Después almorzaremos; me invito, y de sobremesa ha-blaremos. Sigue, pues, que yo no te estorbo.

Bien sabía que mi hermano hubiera preferido que me larga-ra. Me puse a hojear los libros que había sobre la mesa. Esta-ban una curiosa edición del Gentibus Septentrionibus de OlausMagnus, llena de candorosos grabados en madera representan-do hombres, países y monstruos; la Cosmographia de Munster,edición de 1596; la edición latina de 1570 de Dioscórides; otrade los Viajes de Marco Polo; el Hortus Malabaricus, de Rhede;el libro de los Monstruos, de Aldobrandí; antiquísimas cartasgeográficas y derroteros seguidos por infinidad de navegantesde antaño inclusive el Periples, de Hannon el Cartaginés, y co-lecciones de vetustas láminas de orquídeas, criptógamas, mo-luscos y animales de los dibujantes primitivos.

117

Page 118: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Cualquiera diría que piensas hacer algún viaje ideal a la an-tigua Trapobana o a las tierras del preste Juan de las Indias. Laverdad es que el viajero moderno estaría lucido si fuera a creeren todas estas paparruchas y se guiara por estas narracionesfabulosas y derroteros tan inexactos como enrevesados.

–Efectivamente, pienso hacer un viaje –me respondió mi her-mano un tanto turbado o, mejor dicho, fastidiado con mi mal di-simulada curiosidad–, voy a recorrer un país no menos extrañoy curioso que los que describen Olaus, Munster y Marco Polo, yen el que seguramente encontraré una flora y una fauna másinteresante que la descrita por Rhede y Aldobrandí. No aceptotu desdén por los antiguos viajantes; más fe me merecen las re-ferencias que ellos hacen de sus andanzas que las ridículas yfalsas descripciones de los viajes modernos.

Mientras miraba yo los libros de mi hermano y éste hablabacon su mayordomo, me fijaba de reojo en las diversas piezasque sacaban de las cajas. Al principio creé que se trataba deuna armadura de caballero medioeval, pero fijándome mejor vique se trataba de una escafandra. Después del almuerzo pudehablar con Feliciano del asunto que me había llevado, asuntoque, como era natural, se arregló satisfactoriamente. Antes dedespedirme de mi hermano procuré indagar algo sobre su pró-ximo viaje, pues la curiosidad a la vez que el temor me teníaninquieto. Probablemente sería una humorada de hacer el Ro-binson por algún tiempo en alguna isla desierta, en las condic-iones más peligrosas y extravagantes, como era todo lo que mihermano ideaba en el delirio de sus estupendas borracheras.Nada pude obtener y sólo llegué a arrancarle la promesa de re-ferirme, a su regreso, las aventuras que hubiera tenido.

Al cabo de un mes, durante el cual nos vimos tres o cuatroveces, recibí una esquelita de Feliciano pidiéndome órdenes. Ala mañana siguiente fui a su casa para averiguar el día de supartida y poder acompañarle hasta el vapor o lo que fuera. Ibaconmovido porque dados el carácter y la imaginación estram-bóticas de mi hermano y dada su afición a la bebida, era muyposible que tuviera alguna ventura que le costara la vida. Elmayordomo me advirtió que mi hermano estaba durmiendo,pues se había acostado de madrugada. Esperé hasta las doceleyendo en su gabinete un curioso libro titulado Cosas admira-bles y más admirables elogios de ellas, publicado en el año

118

Page 119: cuentos malévolos de Clemente Palma

1679 por la casa impresora de Reineri Smeti. Entre los elogioshabía uno titulado Elogio de las pulgas por Celio Calcagnini;otro de las moscas por Francisco Scriban; otro de la fiebre, porJuan Menap; otro de las sombras, por Juan Dansa, y finalmenteuno de la sordera por M. Schecki. Cuando entró mi hermanome saludó muy cariñosamente.

–¿Cuándo es tu viaje? Recibí ayer tu esquela.–Mi viaje pertenece ya a la historia antigua.–Ah, comprendo… fue un proyecto al que has renunciado; sin

embargo, tu arrepentimiento es muy reciente, pues ayer pensa-bas emprenderlo.

–Te engañas, hermano, mi viaje ya se realizó.–¿Cuándo?–Ayer.–En sueños, probablemente.–No, de un muy efectivo; y para que te convenzas te cumpliré

la promesa que te hice de referirte las peripecias.Encendimos los cigarros y Feliciano me refirió poco más o

menos lo que en seguida paso a narrar:El mismo día en que Feliciano recibió su escafandra quiso

probarla, y para ello hizo llenar de agua la amplia tina de már-mol en que se bañaba. En los primeros ensayos no estuvo feliz,pues, a veces, la cantidad de aire respirable que se producía enel depósito no era suficiente, y el nuevo buzo se veía acometidopor las angustias de la sofocación. Pero al fin logró normalizarla producción de oxígeno. Durante dos semanas transformó sucuarto de baño en alcoba, en la alcoba más estrambótica delmundo. Hizo introducir en la tina un colchón de algodón y unaalmohada, y por un mecanismo semejante al de las incubado-ras de microbios, logró mantener la temperatura del agua en-tre 30 y 38 grados de calor. Respiraba el aire atmosférico pormedio de tubos de caucho que remataban en flotadores. De no-che se desnudaba gravemente como si estuviera en su domicil-io, se ponía su casco de buzo, encima una camisa de dormir,cogía un libro ·y se acostaba. La luz de la palmatoria le llegabaa través de las capas liquidas con una gran fuerza. Las imáge-nes de todos los objetos del cuarto tomaban proporciones enor-mes, y cuando agitaba la superficie del agua con una chapotea-da, las imágenes de los objetos se entregaban a una danza in-fernal, en la que las líneas y colores de un objeto se

119

Page 120: cuentos malévolos de Clemente Palma

precipitaban sobre las del otro, se enredaban, se anudaban sinconcierto, hundiendo por ejemplo el lavatorio deformado den-tro de las carnes destroza das de una Niobe de mármol. Encuanto Feliciano se acostaba se ponía a leer hasta que le veniael sueño, y entonces, con un abanico apagaba la luz, arrojabael libro convertido en una papilla y dormía como unbienaventurado.

Un día se le ocurrió exagerar su invento e hizo traer una do-cena de barbos, peces rojos, ranas y otros animales de rio, pa-ra darse el placer de verles pasar entre sus ojos y las páginas.Por fin, Feliciano se canso de esta diversión, y una mañanadespidió bonitamente a las ranas y peces por el ancho desagüede la tina. Además, una de aquellas había tenido la desver-güenza de devorarle una parte del colchón y de morderle lostubos de caucho que conducían el aire exterior y en una oca-sión se despertó ahogándose con el agua que se le introducíapor la boca y la nariz.

Pero Feliciano no había hecho traer su escafandra para dor-mir con ella, sino con otro objeto. Una noche, alas dos, salió desu casa vestido con la escafandra bien provista de oxígeno, doslámparas y una piqueta. Levantó la tapa del buzón que habíaen el centro de la calle, y por media de una escalera de cuerdase sumergió en el obscuro reino de las alcantarillas, en esa redsinuosa de callejas de un metro de ancho, que constituye todoun mundo subterráneo, toda una ciudad con sus calles y sus

habitantes. A modo de un turista se había provisto mi hermanode un plano del alcantarillado. Camino algunos pasos y se vioenvuelto en una obscuridad espesa, dura, que apenas podíaromper la luz de la linterna. El agua le llegaba en algunos sit-ios a la rodilla yen otros hasta el vientre. Su entrada produjouna verdadera revolución. Millones de cucarachas rojas se pus-ieron en movimiento: estaban azoradas con la luz y muchas seprecipitaban locas sobre Feliciano, pataleando para impedirleque avanzara. Se oía el zumbido de su torpe vuelo como el so-plo de una tormenta ligera. Feliciano veía brillar sus microscó-picos ojillos preñados de ira y estupefacción. La pared estabatachonada de puntitos que tenían el brillo de la miel y todo esose agitaba, subía, bajaba, huía, atacaba, se desplomaba sobreel agua y volvía a subir para volver a caer sobre el importuno.Había sitios en los que el muro se había derrumbado y formado

120

Page 121: cuentos malévolos de Clemente Palma

pequeños montes de barro y piedras, y sobre los que tenia quepasar Feliciano; allí tenían los sapos su madriguera; allí tam-bién había culebras inofensivas y lombrices, que al ser pisadaspor Feliciano se enroscaban a sus pies en los estertores de laagonía. En otros lugares, la bóveda estaba tachonada de unaspequeñas masas colgantes que parecían higos: eran murciéla-gos que dormitaban, y al despertar observaban inquietos lasmaniobras de mi hermano, al que luego seguían dando torpesvuelos, cegados por la luz y chocando frecuentemente contra elcasco y la linterna.

Sobre una piedra saliente estaba el cuerpo de un perro; bri-llaba desde lejos por efecto de la putrefacción, como si estuvie-ra bañado de fósforo liquido. El cuerpo del animal estaba cub-ierto de innumerables bestiecillas asquerosas que pululaban,se introducían en las entrañas y salían por la boca, las vacíascuencas ó por las devoradas ancas. ¡Qué horribles bichos!Sembrados de pelos y con los cuerpos glutinosos los unos, concaparazones y antenas los otros, estos largos como anguilas,aquellos cortos y con los ojos saltados como cangrejos; conventosas los de aquí, a modo de pulpos, los de mas allá negrosy pesados y con alas, como pequeños cerdos o pequeñas tortu-gas que intentaran transformarse en mariposas. Todo aquelloera una sorda labor de vida monstruosa, un reino de pesadillacon una fauna grotesca y liliputiense que hervía en el misterio.De vez en cuando pasaba rápidamente un murciélago y se lle-vaba a la más rolliza y entretenida alimaña. Al separarse Felic-iano de ese sitio ensartó al perro en la piqueta y lo arrojó el ag-ua con su hervidero de comensales.

En otra calle, en una hondonada de la piedra del muro vio unanimalejo del tamaño de un puño; dirigió la linterna hacia él:era una enorme araña en cuyo vientre podía caber un colibrí.La araña le miraba con sus ocho ojillos fulgurantes y emponzo-ñados, como las puntas de ocho flechas empapadas en curare.Estaban erizados sus pelos, y sobre el coselete se veía la palpi-tación ansiosa de un luchador que espera la agresión; el meca-nismo de sus colmillos se agitaba pausadamente. La araña re-posaba sobre los restos de otros animaluchos que habían caídoen sus estrategias feroces. Feliciano la contempló un rato, re-flexionando en toda la crueldad de ese animalejo que en mediode ese mundo tenebroso era un tigre, con todas las astucias y

121

Page 122: cuentos malévolos de Clemente Palma

ferocidades de un felino. Feliciano le azuzó con la punta de sudedo enguantado, la bestezuela mordió y entonces mi hermanola atravesó con su pica.

En otro lugar encontr6 un matrimonio de escuerzos; la enor-me bocaza de los dos animales parecía contraída por una sem-piterna sonrisa, en tanto que las miradas de sus ojos parecíanperderse en ensueños de una voluptuosidad estúpida. Los chu-pos y vejigas de sus cuerpos trasudaban una especie de resinaasquerosa. De un puntapié les arrojó mi hermano al agua y allíse sumergieron alegremente, para posar después sus amoressobre otra piedra.

Feliciano continuo su paseo entre una nube de cucarachas ymurciélagos, despertados por el ruido de una carreta que pasóestremeciendo la bóveda. En aquel sitio las aguas infectasarrastraban inmundicias y detritus de formas y coloraciones in-finitas. El agua le llegaba allí hasta el pecho. Parecía aceite, talera su densidad saturada con el deshecho de miles de organis-mos humanos. La vida y la muerte tenían allí su factoría miste-riosa, entre esas masas que flotaban cubiertas de hongos y ra-ras herborizaciones engendradas por la tiniebla y la humedad.De esa obscura alquimia de la descomposición y de la podresurgían millones de organismos vegetales y animales, que alavez que eran formas de la vida contenían todos los poderes dela muerte. Una gota de esas aguas infiltrada en una vena hu-mana habría producido el tifus, la tubercu1osis, el cólera, la vi-ruela, el cáncer o la lepra. Había allí todo un mundo de seresindescriptibles, seres con órganos atrofiados o con nuevos ór-ganos que parecían creados por la fantasía de un loco o por elenlace sexual de anfibios con plantas acuáticas, al modo de esafauna extravagante de las viñetas. Las piedras estaban cubier-tas de hongos y líquenes de variadísima coloración. Las habíagrises que pared.an una cabeza tiñosa; las había amarillas quesimulaban purulencias; otras suavemente purpureas, que hací-an el efecto de quistes cancerosos; blancas y apelotonadas co-mo desborde de sesos. Todo alii tenia la coloración de la feroci-dad; así, los bongos tenían la corteza con jaspes, como la pielde una serpiente o de un tigre real; los helechos parecían ma-nojos de víboras y el rojo de los musgos, al bordear los hoyos,parecía sangrienta presa retenida en las sombrías fauces deuna: fiera…

122

Page 123: cuentos malévolos de Clemente Palma

Al dirigir Feliciano la luz de la linterna por las paredes obser-vo que había varios agujeros, disimulados bajo las herborizac-iones. Vio relucir dos puntitos luminosos: al principia creyó queeran dos gotas de agua: eran los ojos de una rata; luego asoma-ron otras y de todos los huecos salieron las cabezas de estosroedores. De improvise salto una rata que chocó contra el cas-co de Feliciano, y otra, y otra, y cien mas que le atacaron converdadera sana. De todas partes salían ratas que se precipita-ban a morder el caucho de sus pantalones. Feliciano se diocuenta del inminente peligro que corría de ser devorado poresas feroces bestiecillas, colocó1a linterna entre dos piedras yblandió la pica; de cada golpe mataba cinco o seis, hasta quecomprendieron lo infructuoso de su ataque y huyeron a susmadrigueras.

Uno de los buzones estaba abierto, y al pasar por debajo Feli-ciano había dos perros curiosos que atisbaban ladrando; al ver-le, huyeron dando aullidos lastimeros, espantados de su extra-ño aspecto.

En seguida regresó Feliciano, ya la luz del alba se veía pro elbuzón. Cuando llegó a su casa se desvistió, se bañó y se acostócon la imaginación llena de visiones. Le parecía que había he-cho con Virgilio la travesía de los siete círculos del infierno, deun infierno acuático, en el que las sabandijas eran las almaspenadas; Paolo y Francesca, esos dos inmundos escuerzos aquienes arrojó de una patada, y Ugolino, el conde antropófagoa quien el hambre hizo devorar los cadáveres de sus hijos, esaaraña gigantesca que le miraba con sus ocho ojillos relucientescomo las cabezas de ocho alfileres de oro.

123

Page 124: cuentos malévolos de Clemente Palma

El nigromante

R esidía en un castillo de Suabia un viejo conde que desdeque su mujer le engañó con un caballero cruzado y huído-

se con él, se encerró en su señorial morada resuelto a rompertodo vínculo con la humanidad. El hombre, pensaba, era el másinicuo de los seres; la mujer la más despreciable y ruin de lasbestias hermosas. Todos los años el escudero del conde salíadel castillo la noche de pascua y regresaba el primero de enerocon acémilas cargadas de víveres y provisiones para todo elaño. Una vez surtida la despensa del castillo, alzábase el puen-te levadizo, llenábanse los fosos y no volvía a bajarse el puentehasta la noche de pascua siguiente. Rotas las relaciones conlos hombres, el conde se había entregado al estudio de la ni-gromancia, la cábala, la alquimia y demás ciencias que lo poní-an en contacto con el diablo.

Era Edwis, la hija del conde, una linda doncella de quinceaños, a la que el desventurado caballero tenía encerrada consus camareras en una torrecilla, la más alta del vetusto casti-llo, tal alta y escarpada que desde sus ventanas era imposibledistinguir las facciones de los labriegos y peregrinos que pasa-ban cerca de los fosos. No quería el conde que su hija viera alos hombres ni escuchara sus fementidas palabras, para que sucorazón no latiera un día a impulsos de la pasión amorosa –¡Se-ría adúltera, como su madre! –exclamaba con pena e ira–. ¡Queame a Dios o al diablo, porque estos no se dejan engañar y tie-ne siempre a su alcance el goce supremo de la venganza! Peromejor es que no ame a nadie, a ni a mí…

En un viejo palimpsesto arábigo, había encontrado el condeuna obscura y cabalística fórmula para la elaboración del filtrode la felicidad. Había conseguido algunos de los ingredientesindicados en la fórmula por medio de los cuales se producíanen el alma humana y en el juego mismo de la vida los elemen-tos indispensables para la felicidad; pero desgraciadamente, enla hoja del libro había caído una cantidad de un licor corrosivoque había destruido gran parte del pergamino, precisamenteen la porción correspondiente a la fórmula para obtener el olvi-do de las penas pasadas, sin lo cual no hay felicidad posible.Sólo el diablo podía darle la fórmula completa y resolvió acudira sus consejos, como había ocurrido otras veces en sus

124

Page 125: cuentos malévolos de Clemente Palma

investigaciones sobre la piedra filosofal o el homunculus. Unanoche, el conde –después de ordenar a su escudero que dispa-rase algunos ballestazos a un necio juglar o trovador que desdehacía varios días turbaba el silencio de las cercanías entonandoestúpidos serventesios–, hizo sus sabios conjuros a la luz deuna lámpara con azufre y apareciósele complaciente el diablo.

–Heme aquí, ¿para qué me llamas, conde? ¿qué necesita tuciencia vacilante y mezquina de la infinita sabiduría infernal?

–Oh, rey mío y señor de mi alma: quiero… te suplico, un chis-pazo de tu ciencia inmortal para alumbrar mis pobresinvestigaciones.

–Habla…–Señor, busco el secreto de la felicidad, el filtro de la

ventura.–Pides demasiado. No te diré el secreto, pero sí quién pueden

revelártelo. Llama a tu hija y pregúntaselo.–¡Oh, señor, pero al verte, el terror paralizará sus labios!–No, porque su inocencia y su ignorancia de las cosas de este

mundo y del otro la defienden del terror.El conde llamó a Edwis. Cuando entró la bellísima niña, el

diablo hablaba, y cuál no sería el asombro de la doncella al re-conocer en la voz del maligno espíritu, la voz suave y armonio-sa del juglar que, frente a su ventana, entonaba hermosas can-ciones en lengua francesa sobre algo muy dulce, muy bello,muy noble, muy agradable, que llamaba el amor. Y, efectiva-mente, como el diablo esperaba, Edwis no experimentó al verleespanto alguno; toda su impresión al encontrarse frente a fren-te del demonio se reveló en un estremecimiento.

–Dime, hija mía, ¿cuál es el secreto de la felicidad?Extraña pregunta para la infeliz doncella que, encerrada se-

veramente en las habitaciones de la torre, no tenía conceptosde la vida, sino a través de las leyendas heroicas que le referíael viejo escudero del conde. Al escuchar la inusitada preguntade su padre le miró estupefacta, meditó un segundo, y siguiósu pensamiento que, como ave atraída por la luz y el espacio,se dirigió a esa ventana de cruzados hierros de su alcoba quele permitía ver, desde muy arriba, abajo el abismo de rocas, yallá, lejos, los bosques, las montañas, el cielo azul, los caminan-tes, los juglares que entonan, al son del bandolín, serventesiosde amor…

125

Page 126: cuentos malévolos de Clemente Palma

–No sé, padre mio, el significado de la palabra que dices… sies algo bello, si es algo agradable… qué sé yo, padre mio…, se-rá acaso el amor la felicidad…

–¡Mientes! Necia y depravada criatura; el amor es la mentiraeterna y la suprema desventura. ¡El amor! ¿Cómo hablas, des-dichada, de lo que ignoras, de lo que ignorarás siempre?…

El diablo despareció como por encanto en las sombras de lacolosal estufa y el conde, furioso, ordenó de nuevo el encierrode la hermosa Edwis. Muchos meses pasaron, años, y el condecontinuó en su misteriosa y amarga investigación. Y volvió atropezar con su impotencia para concluir la elaboración del de-licioso filtro. Resolvió evocar de nuevo al diablo para que lediera la última clase del secreto. Y la respuesta del maligno es-píritu fue la misma: que la revelación del secreto saldría de loslabios de la joven Edwis. Hízola venir el conde. La niña desco-lorida y tímida era ya una rozagante joven de ojos brillantes yluminosos. Al preguntársele su padre: –¿Qué es la felicidad?–contestó, no ya con las vacilaciones y rubores de antaño, sinocon la voz firme de la convicción.

–Padre mío, la felicidad, para mí, creo que consistirá en sermadre.

–¡Condenación y miseria! –rugió el conde–, ¿cómo suponesque la felicidad pueda ser el ignominioso vínculo del que resul-ta la maternidad…? Tu madre fue la causa de mi deshonra y demi dolor que no he podido vengar. ¡Maldita sea tu madre, milveces maldita! Maldita sea su alma, ya continúe enfangándoseen el oprobio del adulterio, ya haya acudido a responder la ine-xorable justiciad del Eterno!… ¡Ser madre, desventurada!¿Acaso podrías serlo honradamente tú, que en tus venas tienesla madre impura de esa húngura sin fe y sin honra a la que ele-vé, por su belleza, belleza maldita como la tuya, a mi tálamo?…Déjame, loca, y no turbes mi trabajo con vocablos absurdos eideas necias que, aunque hijas de tu inexperiencia, son burbu-jas que sube a la superficie inocente de tus labios desde el fon-do de tu ser en donde obscura y fangosa palpita el ánima de sudepravada madre. Vete, infeliz, capullo de adúltera, botón deimpurezas, germen de desventuras y deshonras, vete…

Pasáronse varios años y el conde continuó su labor de alqui-mista y nigromante. Las misteriosas ciencias a que se dedicabacon ahínco, y el tiempo, le encanecieron y avejentaron,

126

Page 127: cuentos malévolos de Clemente Palma

debilitando su vista, haciendo vacilante sus miembros y desen-cantándole no poco de los resultados obtenidos y de la buenavoluntad del diablo para ayudarle, a pesar de haberle vendidosu alma. No obstante, el filtro de la felicidad seguía entusias-mándole porque era muy poco lo que faltaba: la fórmula caba-lística, el ingrediente misterioso que produciría el olvido de losdolores, ingrediente encontrado por el sabio árabe, consignadoen su manuscrito, pero destruido por la diabólica fatalidad quehizo caer el líquido corrosivo en la parte más preciosa del im-portante pergamino. Quizá sería algo de uso frecuente, lago delas muchas piedras y polvos que tenía en los recipientes, ma-traces y potes. La acción de los astros y de las cosas de la natu-raleza sobre las acciones y la vida del hombre es tan decisivacomo secreta para el vulgo. Todos los sentimientos y apetitosde los hombres obedecen a la influencia de los astros y de lasvirtudes ocultas de las cosas. ¿No es sabido que la sardóniceda castidad, que la golotides, enloquece; que la querina haceindiscretos a los hombres, la silueta reconcilia amantes y la ori-ta hace estéril a la mujer? ¿Por qué no ha de existir alguna pie-dra o planta que engendre la felicidad o el olvido? ¡Y pensarque el diablo podía darle el secreto, más aun, que estaba obli-gado a revelárselo porque era dueño de su alma a cambio desu cooperación en la obra en que estaba empeñado! ¡Olvidar!Él olvidaría también la traición de la infame que hacía más deveinte años huyó del castillo. Resolvió evocar al diablo por últi-ma vez. Y así lo hizo una noche de tempestad furiosa que hacíaestremecer el castillo con el estampido de los truenos y las bru-tales sacudidas del huracán. Apareció el genio maligno al con-juro del conde.

–Señor, por última vez te ruego que me reveles el secreto dela felicidad.

–Y por última vez te digo que se lo preguntes a tu hija; ella telo dirá, porque a mí me está vedado hacerlo. Si buscas el filtroque hará felices a todos los hombres, buscas algo imposibleaun para el orgulloso y omnipotente señor de las alturas. Cadahombre necesita un filtro especial. Tu hija te dirá la fórmuladel tuyo.

El conde llamó a su hija y entró Edwis. La joven adelantó conpaso firme y ademán respetuoso hasta su padre; con ambasmanos cogió los flancos de su vestidura y al modo de un blanco

127

Page 128: cuentos malévolos de Clemente Palma

arcángel que cogiera las extremidades de sus alas en reposo,se inclinó esperando que su padre hablara. El rostro fresco,terso, sonrosado de Edwis expresaba la mayor felicidad moraly la mejor salud física. El conde miró a su hija con asombro ypena: la joven era el vivo retrato de la esposa infiel; una ráfagade recuerdos punzantes activó en su alma dolorida la hoguerade odio y rencor a la mala esposa…

–¿Cuál es el secreto de la felicidad, hija mía?… Tú tienes as-pecto de ser feliz en este encierro, en esta soledad agreste, de-bes saberlo, dímelo.

–La felicidad para ti, padre mío, que fuiste desventurado es-poso y padre severo es… perdonar y amar; perdonar y amar;perdonar a tu hija y amar a… tus nietos.

En ese momento se oyó un ruido espantoso de crisoles rotos.Iba el anciano a contestar con una imprecación las palabras desu hija y acaso a matarla; pero el ruido volvióse instintivamen-te hacia sus crisoles y matraces rotos y he aquí lo que vio a laluz de la lámpara de aceite: un niño de siete años que encara-mado sobre una mesa intentaba encasquetarse un pesado yel-mo de combate; otro niño de cinco años que daba furiosos ga-rrotazos a un feo caimán y a un hosco búho disecados, testigosburlones de las afanosas investigaciones cabalísticas del con-de; y por último, una linda chiquilla de tres años, de azules ojosy rubios cabellos que le tiraba suavemente de la barba y estira-ba la fresca boquita para darle un beso.

Varios años después, un viejecito, una tarde de primavera,sentado a la puerta del castillo, refería a unos niños historias ycuentos de encantamiento y les decía:

«…y entonces el trovador, de acuerdo con la joven, con laque se había casado secretamente, se disfrazó de diablo y des-lizándose desde la torre por el tiro de la estufa apareciósele alhuraño castellano que buscaba la felicidad y el olvido de losdolores.»

–¿Y los encontró, abuelo?En aquel momento, una paloma que se posaba en una venta-

na del castillo, ventana de la que fue alcoba de la infiel esposa,arrancó el vuelo hacia el oriente. El anciano siguió por un ratoel vuelo del ave, hasta que la perdió de vista. Quedóse un mo-mento ensimismado y una lágrima se deslizó por sus rugosas

128

Page 129: cuentos malévolos de Clemente Palma

mejillas. Los niños le repitieron la pregunta y contestódistraído:

–La felicidad si, esa sí la encontró.

129

Page 130: cuentos malévolos de Clemente Palma

Las vampiras

I

H ubo un tiempo en que enflaquecí extremadamente. Misbrazos y mis piernas se adelgazaron de una manera des-

consoladora, y mi busto, antes musculoso y fuerte, degeneró detal modo que se diseñaba claramente, bajo la piel lívida y pega-josa, la maquinaria ósea de mi tórax. Mi pobre madre me decíadesconsolada:

–Stanislas, hijo mío, ¿qué mal misterioso es el que te consu-me? Tu enflaquecimiento no es natural, y precisa que un médi-co estudie estado. ¿Qué dolor te aqueja? ¿Qué es lo que sientesde anormal? Refiéremelo todo y no te detenga el temor de oca-sionarme sacrificios. Irás a Niza, al Adriático, a Suiza, a dondesea necesario, a fin de que recobres tu perdida salud y tusfuerzas. Temo, hijo mío, que la tuberculosis haya hecho presaen tus pulmones… Y, sin embargo, no te oigo toser. ¿Verdadque no toses, luz de mi alma?

Mi prometida, la pequeña y esbelta Natalia, besaba descon-solada mis manos.

–Tus labios arden, Stanislas mío, como si el Etna estuviese entus entrañas y caldeara tu boca y tu aliento. ¿Por qué esa fie-bre que te mata, ese fuego que te consume la vida y evapora tusangre? Diérate la mía para volver a regocijar mis ojos con loscolores que ostentaban antes tus mejillas llenas de frescura yencanto… ¿Es alguna preocupación lo que destruye tu ser?…Pero no; tú conservas tu espíritu alegre y apasionado. ¡Y elmuy ingrato, se impacienta y se burla del testimonio de nues-tros ojos amantes! Estás enfermo, Stanislas, estás gravementeenfermo y pronto dormirás en el sepulcro, y se morirá tu ma-dre de pena y me moriré yo de desesperación…

Y la pobre doncella se arrodillaba ante mí y mojaba con suslágrimas mis manos. Yo la levantaba bromeando y burlándomede sus terrores; pero, tanto insistieron las dos mujeres, que alfin llegué a alarmarme. Realmente, me veía algo enjuto y nadamás. La jovialidad de mi carácter no había desaparecido. Mesentía extenuado; un poco fatigado y débil en las mañanas, pe-ro pronto me reponía, me sentía nuevamente fuerte y ágil, tan-to que me imaginaba que de un alto formidable podría llegar al

130

Page 131: cuentos malévolos de Clemente Palma

cielo, coger al sol y traérmelo al caer para hacer una diademaque colocaría en la frente de mi pequeña y esbelta Natalia.

–Pero si nada tengo, ningún sufrimiento físico ni moral –decíayo a las dos mujeres, cuando con voz lacrimosa comentaban misupuesta dolencia, –¿no veis que mi vida continúa igual que an-tes? Hasta como con mejor apetito, y duermo más profunda-mente; no siento dolor alguno, y sólo podéis fundar vuestros te-mores en la circunstancia de estar ahora más pálido y enjuto…Bueno ¿y qué? Hay épocas en que los hombres y las mujeresnos desmejoramos algo. Será acaso porque, por circunstanciasignotas, hay un mayor trabajo de desasimilación orgánica. De-jad, pues, obrar mi organismo, y, sobre todo, dejadme en pazcon vuestros augurios y desconsuelos que van a enfermarmerealmente…

Pero tanto hicieron, repito, que un día, por complacerlas, fuia la ciudad donde mi sabio y aun joven amigo el doctor MaxBing.

–Celebro infinito verte –exclamó al verme entrar en su estud-io. Y luego, calándose los anteojos y fijando su escrutadora mi-rada en mi persona hizo un gesto asombroso. –¡Hombre! ¿Quéenfermedad ha hecho en ti tales estragos?… ¡Pero si estás casidesagradable! Veamos, siéntate y dime qué es lo que te trae.¿Vienes como cliente o como amigo?

–En primer lugar, no he estado enfermo, doctor, y creo alcontrario haber gozado de inmejorable salud. Pero, a pesar deestar sano, vengo donde usted para que me diga qué es lo quetengo a pesar de estar sano.

–Pues, el aspecto que traes es el de una persona que ha esta-do o está gravemente enferma. Entra a mi gabinete.

Examinóme el doctor de diferentes maneras y con diversosaparatos, me pulsó, me colocó en variadas posturas, me auscul-tó e hizo cuanto le indicaba su ciencia para observar lo que pormí pasaba. Y cada examen noté que crecía su alarma. Por fin,con voz un poco alterada, me dijo:

–Estás muy engañado, querido Stanislas, al creer que estássano. Eres presa de una consunción violenta que podría sermortal si no la atacáramos con rapidez y energía. No es porcierto tu caso el primero que se me presenta, y todos los sínto-mas que observo me hacen presumir que tienes lo que mató aHansen, un joven robusto y hermosote que murió ha dos

131

Page 132: cuentos malévolos de Clemente Palma

meses. ¿Tienes algún dolor sordo? ¿Has observado algunaanormalidad funcional en tus órganos? ¿Tienes mareos en lamañana, pesadez en la cabeza, sueño profundo o ensueñosmortificantes?

El acento del doctor Bing quería ser tranquilo, pero yo nota-ba que había una inquietud mal disimulada. Él me amaba tier-namente; nuestras familias cultivaron leal amistad, y él era es-tudiante de medicina cuando yo chiquillo, y más de una vez metuvo en sus rodillas. La alarma del médico me hizo sentir unfrío de muerte en las venas: temí morirme y pensé en mi madrey en mi pequeña Natalia. Procuré serenarme y dije al doctor loque había dicho ya tantas veces: que sentía un ligero desvane-cimiento al despertar, desvanecimiento que pasaba en cuantobebía el gran vaso de leche cocida con que acostumbraba desa-yunarme. Después me sentía ágil, desaparecía todo malestar,comía con apetito y dormía profundamente. Respecto a ensue-ños, no recordaba de un modo preciso si los tenía, pero si mequedaba como un sombra de recuerdo de haberlos tenido.

–¡Lo mismo que Hansen! –decía el médico pensativo.En seguida me hizo quitar la camisa y la camiseta y con una

lente poderosa examinó el cuello y el pecho.–¡Exactamente igual que Hansen! –repitió varias veces a me-

dida que avanzaba en su examen.–Doctor –exclamé impaciente; –poco me importa ese señor

Hansen, y me tendría sin cuidado así resucitara cien veces yotras tantas se muriera. Cualquiera que sea el mal de que mu-rió ese señor: tisis, hidrofobia, cáncer o meningitis, ni ha sidoel primero ni será el último.

–¡Eh, eh, joven irascible! Si recuerdo al pobre Hansen, esporque tuvo el más extraño de los males; la más inverosímil,pero también la más terrible de las causas, fue la que le llevó ala tumba. Y seguramente, amiguito, tendrías igual fin que Han-sen si yo no te defendiera. No hay sino dos caminos: o te entre-gas incondicionalmente a mí o te entregas a tu suerte.

–Tiene usted razón, amigo mío. No quiero morirme y a ustedme entrego. Dispénseme mis majaderías. Prosiga usted su exa-men y sálveme.

El doctor continuó atentamente sus observaciones y se abs-trajo tanto en ellas que hablaba en voz baja como si dialogara

132

Page 133: cuentos malévolos de Clemente Palma

consigo mismo, a medida que encontraba bajo su lente datosque le llamaban la atención:

–Sí; aquí están las huellas muy borradas de las mordeduras yde la succión… Los poros se han dilatado aquí en un radio tresveces mayor que el natural… Oh, percibo perfectamente la pro-fundidad de esta ruptura vascular. La carótida seriamentecomprometida por la equimosis provocada por formidable ven-tosa. ¡Qué terrible gasto inútil de vida!… Seguramente hayotras pérdidas nerviosas, egresos forzados de energía, aprove-chados o transformados en misteriosas regiones…. ¡Ah, maldi-tas; ah, insaciables!… Felizmente, hay aun gran reserva defuerzas para la lucha; no es el caso perdido. ¡Qué fuerza tanvasta es la de la personalidad@.

Luego, volviéndose a mí, me ordenó que me vistiera.–Amigo mio, si hubieras retardado tu visita quince días o un

mes, te aseguro que todo hubiese sido inútil, y sin remedio em-prenderías el gran viaje sin sentirlo y sin darte cuenta de ello.Estarías agonizando, verías a tu madre desesperada, verías alpastor prestándote los últimos auxilios, y creerías que todo erauna broma de mal gusto, una pesadilla, una locura de tus senti-dos. Eres un hombre y te lo puedo decir: eres víctima de sorti-legios misteriosos. Te mueres en sueños y tus enemigos te ata-can dormido. Aún hay, en este siglo de las luces y de la incre-dulidad, fuerzas misteriosas, poderes ocultos, supervivenciasde la energía, malignidades activas de voluntades secretas, ra-diaciones psíquicas desconocidas, fuerzas no estudiadas, espí-ritus, como se dice vulgarmente, espíritus de muertos o de vi-vos que obran, hieren, y aun matan en la sombra. El radio deacción de estas fuerzas extrañas, su ley, no ha entrado todavíaen el dominio de la ciencia oficial: son negados por ella porqueno son cosas verificables por las leyes científicas, no se puedenestudiar bajo el ocular del microscopio. Y, sin embargo, son co-sas que existen, fenómenos que se realizan y que traen consec-uencias positivas. Quizá todo sea natural y racionalmente expli-cable dentro de las leyes biológicas y psíquicas conocidas, ydentro de la hipótesis aceptadas, pero lo cierto es que aun nose ha acertado el mecanismo y la ley de esto que, por su apar-iencia extranatural y maravillosa, corresponde más bien a lamitología popular. Tú habrás oído entre los aldeanos, y segura-mente te habrá reído, mil historias y leyendas de vampirismo y

133

Page 134: cuentos malévolos de Clemente Palma

de sucubato. Pues bien, esas paparruchas, esas leyendas de co-madres, esos cuentos de viejos para asustar a los arrapiezos,son los que vinieron a entretejerse en la vida de Hansen y lomataron; son las que han intervenido también en tu vida y lasque te llevarían a una muerte segura, si yo no estuviera resuel-to a librarte de ellas con todo el esfuerzo de mi cariño y de misestudios… ¿Continúas amando a Natalia? Sí, ya lo veo en tusojos. Cásate con ella lo más pronto posible. Créeme que ellocontribuirá notablemente a nuestra victoria. No te asombres nime mires con ese aire de incredulidad. Yo sé lo que digo. Lasviejas refieren que para espantar y alejar los fantasmas y apa-recidos no hay nada mejor que el llanto de un niño: tengo paramí que para alejar las vampiras y súcubas nada mejor que unpilluelo de seis meses con sangre de nuestras venas.

A pesar del modo semi-en-broma con que me hablaba el doc-tor, sentí que un frío de espanto helaba el doctor, sentí que unfrío de espanto helaba mis huesos y que una palidez mortal su-bía a mi rostro.

–Eh, hombre, no te alarmes, que yo me comprometo a arran-car tu cuerpo de esa obscura y siniestra devoración de tu vida.Por lo pronto, hoy comes conmigo y duermes aquí. Escribe a tumadre, y mi paje llevará tu carta. Pasa a mi biblioteca, si quie-res, o sal a pasear si te agrada. Aun tengo que dedicar hora ymedia a mis clientes. Cuando hayas escrito, toca el timbre paraque ordenes al paje montar a caballo e ir a la casa de tu madre.

Mientras el doctor atendría a sus consultas, procuré distraer-me de mis dolorosas preocupaciones hojeando los libros de subiblioteca y viendo sus extraños y curiosos aparatos. Remití lacarta a mi madre, y a poco, cuando ya empezaba a fastidiarme,entró el doctor. Conversamos un rato, y pasamos al comedordonde, a pesar de la amenaza de muerte que tenía suspendidasobre mi cabeza, ataqué las viandas con verdadero apetito.Mucho rió el doctor por ello.

–Esa hambre que sientes es el desquite de la naturaleza: esel afán vital del organismo por recobrar las fuerzas agotadas;es la vida buscando el equilibrio perdido por la acción turbado-ra de poderes ocultos.

Cuando acabamos de comer, le supliqué que me refiriera elcaso de Hansen y lo hizo de modo siguiente:

134

Page 135: cuentos malévolos de Clemente Palma

II

U na noche, ya muy tarde, cuando hacía varias horas queestaba entregado al sueño, sonó precipitadamente el tim-

bre anunciándome un caso urgente. Ordené al mayordomo queabriera, e inmediatamente me puse una bata para recibir al im-portuno cliente. Entró un jovenzuelo pálido y lloroso a suplicar-me de rodillas que acudiera en el acto a socorrer a su hermanoque se moriría sin mi auxilio. Le hice entrar a mi dormitorio y,mientras me vestía, me refirió que su hermano, desde hacía va-rios meses, se enflaquecía día a día de un modo lastimoso: lehabían visto varios médicos y curanderos y nadie acertaba adetener los estragos de la misteriosa dolencia: todos habían re-cetado poderosos tónicos y reconstituyentes, pero había sidoen vano porque la caquexia era progresiva, y, lo que es peor, elenfermo no sentía incomodidad ni dolor alguno que pudiesenorientar a los facultativos.

Esa noche se sintió ruido en la habitación de Hansen, y lamadre, temiendo algún accidente, entró en la habitación y en-contró al joven agitado, hinchado, bañado en sudor y con unapequeña herida en el pecho. Lo despertaron, y era tal su debili-dad que no podía hablar. La familia de Hansen vivía en el cam-po, en aquella hermosa granja cuyo bosque de tilos corta el ca-mino que conduce de esta ciudad a tu casa. Despedí al jovenasegurándole que iría inmediatamente que estuviese ensilladomi caballo. Así lo hice, y durante el camino creí oír gritos y au-llidos extraños, y supuse que serían lobos que estarían devo-rando en algún bosque vecino a alguna ovejuela descarriada.También creí observar que mi caballo intentaba encabritarse yque se estremecía como si manos invisibles le pincharan y lepresentaran obstáculos. Atribuí toda esta agitación a genialida-des del animal, disgustado con este trote nocturno. Llegué a lagranja y me llevaron varias mujeres desconsoladas a la habita-ción del enfermo. Encontré un joven sumamente enflaquecido ypálido, que parecía dormido o desfallecido. A poco de exami-narle observé que tenía manchas rojas en el cuello y en el pe-cho, y en este último sitio había una que sangraba ligeramente.A la inspección de ellas comprendí inmediatamente que eranresultado de una succión brutal. Más de una vez habían tenidoocasión de encontrar en los hospitales hombres y mujeres

135

Page 136: cuentos malévolos de Clemente Palma

succionados, en virtud de ese salvaje sadismo en que degenerael amor en ciertos temperamentos groseros. No es raro que elamo y los instintos sanguinarios y feroces evolucionan parale-lamente; y en muchas especies animales el amor es el antece-dente de la muerte o, mejor dicho, ésta es la consecuencia deaquél. Como era natural suponer, esas manchas de Hansen te-nían algún origen y esto acaso podría orientarme sobre las cau-sas de ese estado comatoso y de ese debilitamiento general delpobre joven. Esto era en primer lugar lo que necesitaba averig-uar. Rogué a la señora que hiciera salir a sus hijas y al jovenz-uelo que fue a buscarme. Una vez que estuvimos solos, le dije:

–Señora, su hijo presenta huellas de haber sido succionadopor alguien que ha estado con él, bien aquí, bien fuera de lagranja. ¡Oh, señora!, comprendo su sorpresa: hay cosas que ig-nora usted, que no puede concebir un alma sencilla y que no esnoble descubrir: no obstante, debo advertirle que observo entorno de su hijo, que presiento cerca de él la nociva influenciade algún ser perverso. Dígame usted, pues, señora, si ademásde usted y de sus hijos viven otras personas aquí.

–Mi marido, ausente por pocas semanas, una doncella de mishijas y dos viejos sirvientes más.

–¿Tienes usted fe en la moralidad de la doncella?–Oh, sí señor; fe absoluta…–Es mucho decir, señora… Perdóneme usted este interroga-

torio sobre la intimidades de su casa, pero créame que necesi-to enterarme de ciertas cosas para diagnosticas la enfermedadde su joven hijo y fijar el tratamiento. Dígame si el joven Han-sen es aficionado a… a los amores ligeros, a los pasatiemposgalantes, vamos, si comete calaveradas como la mayoría de losjóvenes de su edad; si bebe, si se recoge tarde y cuáles son suscostumbres.

–Hansen no vive sino para su novia, así como ella no vive sinopara él. Ignoro si comete las calaveradas a que usted alude; pe-ro no lo creo, porque todo el tiempo le es corto para visitar asu Alicia. En las mañanas pasea con ella por los bosques consus hermanos, por la tarde reemplaza a su hermano en el tra-bajo de vigilar los sembríos; en las noches vuelve donde su no-via. Advertiré a usted que estas entrevistas son siempre en pre-sencia de mis hijos o de los padres y hermanos de Alicia. A lasdiez de la noche se acuesta Hansen.

136

Page 137: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Una última pregunta, señora: ¿tiene usted seguridad de quedespués de esa hora nadie se ve con Hansen, y de que el jovenno sale furtivamente de casa? Nada me oculte usted, señora,porque a pesar de los buenos informes que me da, puedo ase-gurarle que algo misterioso pasa por las noches, algo que estámatando a su hijo.

La señora, llorando, me aseguró la moralidad de su hijo, quela puerta se cerraba en cuanto Hansen llegaba, que la doncelladormía en la habitación contigua a la de sus hijas, que el perrodormía junto al cuarto de Hansen. Tantas seguridades me dioque vacilé en el concepto que tenía formado sobre las causasde la consunción del joven enfermo.

Le hice dar un enérgico cordial y a poco Hansen despertó,expresando su rostro un gran asombro.

–¿Qué sucede, madre? ¿Por qué me rodeáis?Cogí el brazo izquierdo del joven y mostrándole una de las

manchas rojizas que cruzaba una arteria le pregunté mirándolefijamente.

–¿Quién he hecho esto? ¿Y esta… contusión del cuello? ¿Y és-ta del pecho?

Hansen pareció estupefacto con mis preguntas. Luego, comoquien recuerda, me respondió:

–Ah sí, sí… Ya había yo observado esto en las mañanas al ba-ñarme, pero no me ocasionaba dolor ni molestia alguna, no hevuelto a acordarme de ello.

Y al notar la consternación y tristeza de su madre, se incor-poró en el lecho:

–¿Pero acaso es algo grave, doctor?… ¿Serán viruelas? ¿Quées de Alicia? Que no venga Alicia.

Era tan sincera su ignorancia, tan noble el acento de su voz,que no me quedó ya duda de que Hansen no tenía la menorculpabilidad de su mal.

Al cabo de un rato de conversar con Hansen y su madre, medespedí. Dejé un régimen reparador. Hice cerrar bien una ven-tanilla alta que se había entreabierto, y encargué a la señoraque velara atentamente el sueño del joven. Prometí volver aldía siguiente.

Al salir y montar mi caballo noté que el animal estaba asusta-dísimo. En muchos sitios del camino percibí aullidos y gritos le-janos de mujeres y en dos o tres ocasiones sentí como el

137

Page 138: cuentos malévolos de Clemente Palma

zumbido de piedras que manos invisibles disparaban contra mí.Largo rato medité en mi cama sobre el caso extraño del jovenHansen.

Al día siguiente fui en las primeras horas de la noche a ver ami enfermo. Su semblante estaba mejor. La señora me refirióque siguiendo mi prescripción había velado el sueño de su hijoy que constantemente tuvo que levantarse a cerrar hermética-mente la ventana de la habitación, porque el aire con furia inu-sitada había estado empujando las hojas. ¡Y esa noche no habíacorrido viento!

A las nueve hice acostar en mi presencia al joven Hansen.Ordené que le dieran de beber leche, huevos crudos y una copade Oporto. Poco después se durmió. Entonces colgué paralela asu cama una cortina negra que había llevado, apagué la luz,abrí un poco la ventana y me escondí en un rincón bien obscu-ro tras de unos muebles para observar a mi enfermo. Pasáron-se más de dos horas. No llegaban a mis oídos más ruidos que eltranquilo de la respiración de Hansen, el canto de los gallos dela vecindad y el mugido de las vacas de la granja. Oí sonar lasdoce en un reloj de cuco. Esperé más.

De pronto oí lejanas voces de mujeres mezcladas con aulli-dos. Levanté sigilosamente la cabeza hacia la ventanilla. Vi unanube informe que se agitaba entre las rejas, una especie de re-molino de líneas tenues, de formas vagas y deshechas, de cuer-pos aéreos indecisos; poco a poco todo fue definiéndose, losruidos se convirtieron en cuchicheos y las formas vagas con-densándose en cuerpos de mujeres. Como aves carniceras sedejaron caer sobre los armarios y muebles. Eran mujeres blan-cas de formas nerviosas y cínicas; tenían los ojos amarillos yfosforescentes como los de los búhos; los labios de un rojo san-griento, eran carnosos y detrás de ellos, contraídos en perver-sas sonrisas, se veían unos dientecillos agudos y blancos comolos de los ratones. Los cuerpos de esas mujeres tenían el brillooleoso de superficies barnizadas y la transparencia lechosa delópalo. La primera que bajo se precipitó ansiosa sobre el jovendormido y le besó rabiosamente en la boca; luego, con una con-tracción infame de sus labios, cogió entre los dientes el labioinferior de Hansen y le mordió suavemente, y siguió succionan-do su sangre, mientras su cuerpo se agitaba diabólicamente ysus ojos despedían un fulgor verdoso que alumbraba la cara

138

Page 139: cuentos malévolos de Clemente Palma

del dormido. Bajaron al lecho otras dos: parecían hambrientasde sangre y placer; una se apoderó de una oreja, otra sentóseen el suelo, y con la punta de la lengua, que debía ser ásperacomo la de los felinos, se puso a acariciar la planta de los piesde Hansen. Éstos contraíanse como electrizados. Otra, sinies-tramente, hermosa, se arrodilló en la cama y, con la espinadorsal encorvada, con los cabellos echados sobre la frente,adhirió su boca al pecho de Hansen: parecía una hiena devo-rando un cadáver. Todo el cuerpo del joven se retorció con unadesesperación loca que tanto podía ser la contracción de unplacer agudo o de un violento dolor: agitábase con la inconc-iencia de un pedazo de carne puesto en las brasas. Y otra yotras más, diabólicas, hermosas, perversas, bajaron y adhirie-ron sus cabezas a diferentes partes del cuerpo de Hansen. Loscuerpos opalinos de esas malditas se destacaban sobre la telanegra con toda la precisión. Veía pasar gota a gota la sangresuccionada por esas bocas infernales, veía correr esa sangrepálida por las venas, subirles al rostro y colorear esas lívidasmejillas de un rosado tenue… El terror me había paralizado ymis esfuerzos por gritas eran vanos. A los cinco o diez minutosde esa horripilante escena de vampirismo, me repuse algo: diun salto brusco como si tuviera en mi cuerpo muelles súbita-mente libertados de un obstáculo que les impidiera la disten-sión. Las vampiras huyeron dando aullidos tan espantosos quemis cabellos se erizaron. De un s alto o vuelo se precipitaron ala ventanilla y escaparon chillando.

La puerta se abrió y entró la madre de Hansen aterrada, amedio vestir. Aún se oía el lejano aullido de esas mujeressiniestras.

–¿Qué ha sido eso? –me preguntó temblando de terror y páli-da como un muerto.

–Señora, son las vampiras, que desde hace tiempo están ase-sinando al hijo de usted. Al verse sorprendidas en su infameobra han huido.

La madre de Hansen cayó desmayada de espanto. Cuantovolvió en sí, se arrodillo a mis pies y cogiéndome las manos medijo:

–Salve usted a mi hijo, doctor, sálvele del poder de esas fur-ias infernales…; mi vida, la de mi esposo, a de mis hijos, será

139

Page 140: cuentos malévolos de Clemente Palma

consagrada al servicio de usted, nuestra fortuna será suya,doctor…

Ofrecí a la señora agotar los recursos de la ciencia para sal-var a Hansen. Pero era tarde; todo mi esfuerzo fue inútil. Dosdías después murió el pobre joven, alegre, sin darse cuenta, cr-eyéndose sano, como te has creído tú, amigo mío. Un dato:Hansen había cortejado a muchas jóvenes antes de amar a sunovia. Y muchas de las bellas aldeanas se morían de amor porel galán, quien enamorado profundamente de Alicia en los últi-mos tiempos, las desdeñaba.

140

Page 141: cuentos malévolos de Clemente Palma

III

A l día siguiente me esperaban mi madre y la pequeña Na-talia, llenas de ansiedad. En cuanto llegué a mi casa ob-

servaron la mejoría que yo había experimentado, pero se alar-maron al ver que un pensamiento sombrío vagaba por mis ojos.Las tranquilicé asegurándoles que pronto estaría sano y fuertecon el régimen curativo que me había trazado el médico. La pe-queña y esbelta Natalia saltó a mis brazos palmoteando de ale-gría; en un momento en que estuvimos solos, me besó en losojos con tal ahínco y amor que mis carnes se estremecieron…¡Así debían de besar las vampiras!

Toda la tarde dormí con la cabeza reclinada sobre las rodillasde mi novia, quien había obtenido permiso de su familia parapasar el día en mi casa.

En la noche no pude dormir. A las tres de la mañana tenía losojos cerrados; ero no dormía. Oí de repente pequeños ruidos,ligeros crujidos, y luego el deslizamiento de algo impalpablesobre la alfombra. El cabello se me erizó de espanto. Sentí queel aliento tibio y perfumado de unos labios de mujer me acaric-iaba la sien, y una voz sin ruido me murmuró al oído candentesfrases de amor, promesas de infinita dicha. Luego sentí que uncuerpo duro y ardoroso, que no pesaba, tomaba sitio a mi ladoy que unos labios se adherían a mi cuello. Loco de terror me in-corporé dando un grito ahogado; y tratando de asir y estrangu-lar a la maldita vampira sólo logré morderla en el brazo. Y co-mo si en mis dientes y en mi lengua tuviera yo los ojos y la con-ciencia; como si alguna vez hubiera yo probado su sangre, tuve–sin ver ese cuerpo que huyó o se desvaneció– la sensación deque esa carne que mordía era la de la pequeña y esbelta Natal-ia. Toda la mañana estuve preocupado; por la tarde, en cuantovi a mi novia, le supliqué me enseñara el brazo a la altura delcodo… ¡Tenía una lastimadura reciente! No averigüé más. Meseparé bruscamente de mi novia, y montando en mi caballo fuia ver al doctor, a quien referí con aire sombrío lo que me habíapasado, y mi resolución de desenmascarar a esa infame bruja,que se dedicaba a satisfacer sus innobles instintos vampíricos,y fingiéndome el más apasionado amor me estaba asesinando.

–El doctor me escucho con profunda atención, reflexionó unrato y luego se echó a reír:

141

Page 142: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Lo que me has referido comprueba algo que me ha preocu-pado constantemente… No debes tener ninguna idea depresivasobre tu novia, la cual merece tu amor y respeto, porque es pu-ra como los ángeles. Lo que hay es que no porque sea pura,inocente y buena, deja de ser mujer, y como tal tiene imagina-ción, deseos, ensueños y cálculos de felicidad; tiene nervios,tiene ardores y vehemencias naturales, y, sobre todo, te amacon ese amor equilibrado de las naturalezas sanas. Son sus de-seos, sus curiosidades de novia, su pensamiento intenso sobreti, los que han ido a buscarte anoche. Los pensamientos, enciertos casos, pueden exteriorizarse, personalizarse, es decir,vivir y obrar, por cierta energía latente en inconsciente que losacompaña, como seres activos, como entidades sustantivas, co-mo personas. Toda ello es obra de la fuerza psíquica que tieneun radio de acción infinito y cuyas leyes son aún misteriosas. Sipreguntas a tu prometida qué hacía anoche, a la hora en quetuviste la visión, te responderá que pensaba en ti, que soñabacontigo. Quizá nada de esto, porque el fenómeno misterioso severifica también en la más absoluta inconciencia, y acaso conmás fuerza. Créeme, Stanislas, es muy vasto el poder de la per-sonalidad humana. Ahora, he aquí el régimen terapéutico quete prescribo: cásate con tu novia. Cásate hoy mismo; si no eshoy, mañana; y si no es mañana, lo más pronto que te sea posi-ble. Ese es tu remedio. Y… el de tu novia.

142

Page 143: cuentos malévolos de Clemente Palma

IV

E l doctor Max Bing es indudablemente un sabio. ¡Y cuánhermosa e inofensiva mi vampira! Os deseo cordialmente

una igual.

143

Page 144: cuentos malévolos de Clemente Palma

El día trágico

I

A Ventura García Calderón

L a edición de la tarde El Comercio del 27 de abril de 1910,traía estas sensacionales noticias en su sección cablegráfi-

ca, con grandes caracteres:

EL COMETA HALLEY Y LA TIERRAEL OBSERVATORIO DE LOWEEL HACE ALARMANTES

OBSERVAIONES.LO QUE DICEN FLAMMARION Y BOBE.

TERRIBLES EXPECTATIVAS.

París, abril 26. – Una comisión de astrónomos ha estadohaciendo en el curso de la semana última importantes ob-servaciones celestes con motivo de la aproximación del co-meta Halley a la Tierra, y con las cuales ha formulado unamemoria que acaba de ser presentada a la Academia deCiencias. Una de las observaciones más interesantes anota-das en esa memoria es la relativa al aumento de extensiónque se ha podido observar en la cauda o zona gaseosa quearrastra el cometa, pues pasa de cincuenta millones dekilómetros.

París, abril 26. – El profesor Todd, de Lowell Observatory,ha enviado un despacho telegráfico al director del observa-torio de Juvissy, Mr. Camilo Flammarion, anunciándole quedesde hace mes y medio se han estado haciendo en aquelobservatorio y en el de Cambridge detenidos análisis espec-trales del núcleo y la cola del cometa Halley, y se ha encon-trado insistentemente la raya característica del cianógeno.También se ha notado en esos observatorios el aumento delongitud de la cauda, así como el mayor brillo del núcleo, loque hace suponer que le cometa es su última revolución pa-rabólica ha incrementado su masa sólida con agregacionesde cuerpos celestres.

París, abril 26. – El cometa es visible a la simple vista. En-tre doce y una de la mañana se le ve muy próximo al

144

Page 145: cuentos malévolos de Clemente Palma

horizonte por el lado del Meudón. Las revistas publican gra-bados y artículos humorísticos burlándose de las trágicasprevisiones de los astrónomos y aseguran que una vez másquedarán burlados estos nietos de Casandra. Sin embargo,comienza a notarse alarma general.

Londres, abril 27. – Ha cundido el pánico en la ciudad. ElMorning Post publica un artículo del sabio profesor Bodeque ha causado gran sensación. Según el profesor, la inmer-sión de la Tierra durante varias horas en la cauda del come-ta es fatal. Añade que esa inmersión se verificará en una zo-na más densa que la que, en otros contactos con la Tierra,ha dejado a ésta indemne, por haber sido la atmósfera te-rrestre suficientemente densa para impedir la intoxicación.En esta ocasión –añade– es de esperar que la coraza atmos-férica continúe defendiendo la vida terrestre, pero si no lofuera, pasaría la humanidad por una situación muy crítica.

Washington, abril 27. – El Daily Mirror y el Herald publi-can simultáneamente un alarmante despacho del directordel Observatorio, en el que manifiesta que no queda dudade que el 18 de mayo, entre las seis de la tarde y las dos dela mañana, la tierra atravesará la cauda del cometa Halley apoco más de la mitad de su longitud. Como en esa región ladensidad del gas envenenado es mucho mayor que la de latierra, se juzga que es muy posible que el contacto traigaconsecuencias fatales. El despacho es lacónico y terrible, yel terror que la producido es inmenso. El ejército de salva-ción y los metodistas, calvinistas, presbiterianos y demássectas han producido procesiones para implorar la miseri-cordia divina. En los templos se hacen rogativas con igualobjeto.

París, abril 27. – Flammerion ha publicado en La Matin unartículo tranquilizador, pero se sabe de fuente autorizadaque la dirigido al Eliseo y a la Academia de Ciencias, unamemoria en la que confirma dos despachos de Washington,sin más modificación que la de la hora, pues dice que el fe-nómeno tendrá lugar entre las tres de la tarde y nueve de lanoche. Los valores en la Bolsa han sufrido una fuerte baja,así como ha subido enormemente el tipo de descuento de le-tras. Éste es el indicio más alarmante de la inquietud que

145

Page 146: cuentos malévolos de Clemente Palma

reina no sólo en entre el pueblo, sino en la alta sociedad y elcomercio.

Bien se comprenderá cuán grande sería la impresión queproducirían estas terribles noticias en la pacífica ciudad de losvirreyes. Los muchachos pregonaban: «¡El Comercio!, con elfin del mundo. El choque con el cometa.» Aun cuando hacíatiempo que se venía hablando en todas partes de la próxima vi-sita del fatídico cuerpo celeste y de su probable contacto con laTierra, a nadie preocupó gran cosa el asunto; pero la atenciónprestada en las últimas semanas por los sabios, y sus augurioscada más alarmantes, contribuyeron para que las muchedum-bres comenzaran a inquietarse seriamente. De modo que lostelegramas publicados por El Comercio en su número del 27 deabril produjeron una ansiedad indescriptible. Los vendedoresdel periódico se aprovecharon de ella para hacer un negociopingüe, cobrando un real, dos reales y hasta cinco reales porejemplar. Las calles de Mercaderes, Espaderos y demás centra-les presentaban nutridas agrupaciones de personas que co-mentaban la próxima catástrofe mundial, y la relacionaban conuna serie de observaciones sobre sucesos realizados en el añoy aun en años anteriores.

Podía leerse en los rostros de muchas personas la consterna-ción producida por los despachos publicados. Sin embargo, nofaltaban incrédulos que se rieran e hicieran chistosas chirigo-tas sobre el miedo universal.

–Todo esto será sino el parto de los montes– decían unos.–Bueno –decían los individuos de espíritu tranquilo–, de algu-

na manera tenía que acabar la Tierra. ¿Qué más da que sea porenvenenamiento, por choque o por reventazón interior? Loshombres debemos felicitarnos y no asustarnos: nos toca unamuerte épica que no soñaron ni Homero ni el Dante: la reali-dad va a ser infinitamente superior a la fantasía de los genios.Más vale morir en el cataclismo de un mundo que estarnos ma-tando tristemente unos a otro. ¡Qué hermoso momento el deesta próxima y gigantesca agonía universal! ¡Cuán sublime elalarido supremo de toda la humanidad! ¡Si hay Dios, por sordoque sea, tendrá que oírlo!

Muchas personas sesudas y graves, de aquellas que juzganque la discreción y la reserva deben ser las más bellas virtudes

146

Page 147: cuentos malévolos de Clemente Palma

de los hombres, censuraban con acritud que El Comercio hub-iera dado publicidad a estos telegramas, pues divulgando lagravedad de la situación no se lograba ningún remedio y sí seengendraba un terror inmenso, cuyas consecuencias haríanmás triste y espantosa la poca vida que nos quedaba. Ya se ha-blaba en algunos círculos populares de hacer un saqueo gene-ral en las tiendas y bodegas de los comerciantes. En los hoga-res católicos no se ponía en duda la inminencia de la catástrofemundial. No podía ser de otro modo. La corrupción de la huma-nidad había llegado a su máximo grado; se había colmado lapaciencia divina, y se hacía necesario un castigo inmenso a loshombres cuyas perversidades e impiedades ya no reconocían lí-mite. Una vez sacrificó Dios a su propio hijo y ese sacrificio ha-bía sido estéril. Esta vez ya no tenía otro hijo que sacrificar ysu inexorable justicia iba a obrar de un modo terrible. Si habíapermitido a los hombres que supieran su suerte con anticipa-ción, era para que tuvieran tiempo de salvar sus almas.

En cambio los herejes, los impíos, los liberales y los incrédu-los procuraban manifestarse optimistas y juzgaban que los tele-gramas publicados y los trágicos anuncios no eran sino petu-lancias científicas, palanganadas de los sabios, que con el pre-texto del cometa satisfacían el malsano y pueril afán de hacersensación. Los cometas son unos buenos sujetos que con nadiese meten. Inofensivas mariposas de la noche cósmica, atraídaspor la luz del sol, corrían rápidas por los espacios siderales aprecipitarse en el inmenso luminar de nuestro sistema. ¡Cuánlejos estarían de pensar que su apasionada peregrinación cau-saba terrores en la Tierra, que inmortal e indestructible! LaTierra se salvará de choques y encuentros como se ha salvadotantas veces, porque su marcha y su evolución son eternas.

Seria interminable el relatar los diversos comentarios que sehacían en todas partes con motivo de los sensacionales telegra-mas. La mayor inquietud se traslucía a través de los juiciosmás optimistas, pues, por grande que fuera la convicción quetuvieran mucho de la ley de la vida, de la providencia y del pre-cedente de haber salido la tierra libre de las asechanzas cósmi-cas, no podía dejarse punzar en el espíritu el temor a las suspi-cacias de los sabios preocupados en sondear los misterios delespacio. Las leyes astronómicas son de una gran precisión.Cierto es que son frecuentes los errores de cálculo. Un

147

Page 148: cuentos malévolos de Clemente Palma

segundo de error, una equivocación en un metro, era suficientepara que toda previsión resultara falsa… Pero ¿y si no habíaerror?

Esa noche, los terrados y azoteas de las casas se llenaron depersonas que con anteojos de teatro, telescopios, anteojos ma-rinos y la mayor parte sin más instrumento de investigaciónque los propios ojos, recorrían ansiosamente la bóveda estre-llada en busca del fatídico astro. Pero éste aún no era visible.Los teatros y cinematógrafos tuvieron poca concurrencia. Lascalles estaban desiertas y silenciosas. De rato en rato se escu-chaban el paso de una patrulla de gendarmes montados. Noobstante la preocupación general por el cometa Halley, el gob-ierno no descuidaba sus medidas de previsión política. Hacíaalgún tiempo que se hablaba de una revolución que estaba ger-minando y que de un momento a otro debía estallar. Juzgóse enel ministerio de gobierno que el estado de inquietud en que es-taba la ciudad podía ser aprovechado por los facciosos para re-alizar alguna espantosa maquinación. En las puertas de El Co-mercio había una gran aglomeración de gente ansiosa de notic-ias. Las redacciones de los diarios estuvieron toda la noche vi-sitadas por multitud de personas que deseaban conocer extrao-ficialmente los nuevos telegramas que vinieran de Europa yAmérica relativos al palpitante asunto. Pero nada lograron sa-ber, y a las doce o una de la noche tuvieron que disolverse losgrupos, más que por iniciativa propia por insinuaciones un po-co bruscas de las patrullas. El consejo de ministros había teni-do una reunión a las ocho y media de la noche para resolver loque convenía hacer. A las diez de la noche fueron llamadospresurosamente los directores de los diarios al despacho delministro de gobierno de acuerdo con el alto funcionario se con-vino en que durante una semana no publicarían los diarios lostelegramas que vinieran relatando las nuevas observaciones delos sabios mientras éstas pudieran contribuir a aumentar laexasperación y el terror de la gente. Entretanto, el gobiernoconsultaría con los más conspicuos miembros de la Universi-dad y de las instituciones científicas sobre el modo de procederpara hacer frente al grave momento de la crisis mundial.

Efectivamente, al siguiente día, los diarios publicaban notic-ias tranquilizadoras. El Observatorio de París, según decían lostelegramas, había encontrado un sensible error en los cálculos

148

Page 149: cuentos malévolos de Clemente Palma

que permitía asegurar que el cometa cruzaría la órbita de laTierra antes de la época que se había fijado y por consiguienteno se realizaría la temida conjunción. También se publicó otrotelegrama anunciando que nuevos análisis espectrales manifes-taban que la parte de la cauda que atravesaría la Tierra posi-blemente contenía cianógeno en proporción muy reducida. Ensuma, los telegramas que, en el curso de la semana publicaronlos diarios, contribuyeron a calmar notablemente a la excita-ción pública. Era tema de conversación la plancha de los sabiosy se consideraba que el peligro de un desastre universal no te-nía mayor fundamento que los anunciados en otras épocas, to-da vez que la base científica en que se apoyaba se iba desmoro-nando con las observaciones recientes de que daban cuenta losperiódicos. Conviene decir que esos telegramas publicadosdesde el jueves 28 de abril hasta el martes 3 de mayo fueronarreglados en Lima. Y algunas personas observadoras no deja-ron de extrañar cierta incongruencia que notaron entre las no-ticias relativas al cometa y las referentes a sucesos de otro or-den, que resultaban inexplicables. Así por ejemplo, se publica-ron telegramas sobre quiebras importantes en Londres, NuevaYork, París y Berlín; de suicidios colectivos en Italia, de gravesdesórdenes religiosos en Aragón, de huelgas en todas partes,de asesinatos de judíos en Francia y en Rusia; y no se dabanexplicaciones muy claras sobre las causas de estos sucesos oesas causas eran explicadas en forma poco satisfactoria.

El gobierno y los directores de los diarios, sin embargo, sabí-an la verdad de las cosas. Desde el día 3, algo muy grave yalarmante comenzó a traslucirse al público. Por lo pronto, sesupo que los diarios habían ocultado la verdad y que esa ver-dad debía ser terrible, puesto que se había ocultado. Se supoque en los ministerios de Fomento y de Gobierno se habían ce-lebrado constantes sesiones con asistencia de las personasconsagradas a estudios científicos. A las cinco de la tarde unagran muchedumbre se congregó en la plaza de armas a pediral gobierno que dijera lo que había. El ministro salió el balcóny arengó a la multitud recomendando el orden, había de la du-ra prueba a que podría someternos la fatalidad y de la conve-niencia de que hubiera serenidad y resignación para no agra-var un momento del que no había por que desesperar, puestoque muchas veces se había presentado en la historia del globo.

149

Page 150: cuentos malévolos de Clemente Palma

Bien se vería que el ministro vacilaba en decir francamente laverdad. El pueblo lo comprendió así. Una compañía de gendar-mes los esparció. Pero volvieron a reunirse y recorrieron lascalles, sonando piedras y gritando: «¿Por qué nos engañan?¡Queremos saber la verdad! ¡Abajo los diarios! » En el Comerc-io y en el Diario tiraron piedras y fue preciso disparar al airepara dispersarlos de nuevo. No era posible ya, ni era prudenteseguir callando la verdad. El Comercio tuvo que retardar suedición hasta las nueve de la noche. Los primeros muchachosque salieron a esa hora por las calles vendiendo el diario y gri-tando: «¡El Comercio, con la declaración oficial del próximo finde la Tierra!» fueron casi asfixiados por la gente que se preci-pitó frenética de terror a arrancarles las hojas. En su primerapágina y con grandes letras se leía lo siguiente:

EL COMETA CUBRE GRAN PARTE DEL CIELOASESINATO DE CLEMENCEAU POR LOS FANÁTICOS.

LA COMUNE EN PARÍS.ÚLTIMO DESPACHO DEL OBSERVATORIO DE

GREENWICH.

París, 4 de mayo. – El cometa Halley ocupa 30 grados enel cielo y cada día se le ve más luminoso y amenazador. Lacola tiene un tono verdoso. Es inmenso el terror de los fran-ceses. Clemenceau, que se preparaba para ir próximamentea Buenos Aires, ha sido asesinado por una turba de fanáti-cos que atribuían a la expulsión de las comunidades religio-sas la ira de Dios. Una columna de la guardia nacional dis-paró contra los asesinos. Hay más de cuarenta muertos. Unbatallón se ha unido al pueblo y se ha proclamado laCommune.

París, 4 de mayo. – Los fanáticos han incendiado la Óperay el teatro de la Porte Saint-Martin. Se ha declarado el esta-do de sitio. Un comité nacionalista intenta proclamar la mo-narquía, llamando al príncipe Bonaparte y ofreciendo resta-blecer la unión de la Iglesia y el Estado. Ha habido más ase-sinatos de judíos.

París, 4 de mayo. – El Observatorio de Greenwich ha pasa-do al gobierno inglés un despacho en el que se confirmanlos anteriores graves pronósticos. Ya no cabe la más ligera

150

Page 151: cuentos malévolos de Clemente Palma

esperanza de error después de la rectificación de fechas. El12 de mayo a las nueve de la noche entrará la Tierra en elsegmento intoxicado de la cauda y como el cianógeno esávido de oxígeno la mezcla mortífera en la atmósfera se ve-rificará fatalmente. La rapidez con que la Tierra avanza ensu órbita, lejos de hacer de la cubierta atmosférica una co-raza defensiva, como se creía, producirá la combustión delcianógeno y precipitará la combinación química mortal.

París, 4 de mayo. – Ante la inminencia de la catástrofe, seestán habilitando los túneles del Metropolitano y poniendocierres herméticos al exterior y abriendo cavernas lateralespara contener a los habitantes de la ciudad. Se juzga inútilla medida, pues fácilmente se comprende que las galeríassubterráneas son insuficientes para contener la poblaciónde París. Además, de todos los departamentos llegan mu-chedumbres aterrorizadas. Se ha ordenado la paralizaciónde los ferrocarriles, pero los paisanos se vienen a pie y encarros y cabalgaduras. Los desórdenes y combates en lascalles se repiten constantemente. En Londres, Nueva York,Berlín y demás capitales se está procediendo de modo se-mejante para el salvamento.

Puede imaginarse el horror y el pánico que estos telegramasproducirían en la ciudad. De todas las casas salían alaridos delas mujeres y plegarias en voz alta invocando la misericordiade Dios. Rápidamente, las hermandades católicas y cofradíasorganizaron a las once y media de la noche una procesión derogativas.

En los rostros de todos los fieles de los que presenciaron lalúgubre procesión de cirios, en la Plaza de Armas, se veía este-reotipado el espanto del próximo desastre mundial. Un murmu-llo plañidero y triste salía de esa multitud doliente respondien-do a las oraciones que con voz clara pronunciaban los sacerdo-tes. De rato en rato era turbada la monotonía de la plegariapor los gemidos desgarradores de alguna mujer presa de unviolento ataque de histerismo. Alguien propuso que la proce-sión cruzara el puente para implorar ante la cruz protectora dela ciudad que corona el Cerro de San Cristóbal. La multitud sedirigió por la Calle de Palacio, y cuando cruzaba el puente depiedra, un grito de inmenso terror se escuchó: un hombre del

151

Page 152: cuentos malévolos de Clemente Palma

pueblo había señalado con mano temblorosa el cielo hacia el la-do de Ancón:

–¡El Cometa! ¡El Cometa!En efecto, casi tocando el horizonte, se veía en el cielo una

estrella con una larga y tenue cauda de un vago color verdoso.El hombre que dio la alerta, en seguida se puso a reír y dar sal-tos como un frenético. El desgraciado había enloquecido de te-rror y, antes de que se le pudiera contener, se precipitó de ca-beza al río. La procesión se disolvió y hombres y mujeres corr-ieron desalados gritando:

–¡El Cometa! ¡El Cometa!

152

Page 153: cuentos malévolos de Clemente Palma

II

T odos estos acontecimientos que he relatado me hicieronreflexionar seriamente sobre la inminencia del peligro de

muerte inevitable que corríamos mi novia Gladys Harrington yyo. Porque debo declarar que para mí todo el mundo se reducea las dos personas citadas. Y, a propósito, creo oportuno referirlas razones en que me fundo para limitar a tan corto radio miconcepto sobre el mundo. Me llamo Oliverio Stuart, debido ano sé qué circunstancias; presumo que, si tuve padre, éste hadebido apellidarse Stuart: no lo conocí. Menos conocí a mi ma-dre: no tengo inconveniente alguno en adoptar para mi uso laleyenda de los católicos sobre la ascendencia materna de SanSilvestre, de quien se dice que tuvo por madre una planta. Mismás remotos recuerdos llegan a las épocas en que yo tenía seisaños, y recuerdo que mi lejana niñez tuvo por marco los robus-tos paisajes de los campos próximos a Los Ángeles, en Californ-ia. Toda mi infancia y mi primera juventud las he pasado allí.He sido vendedor de frutas, mozo de cuadras, cuidados de ove-jas, mensajero, ladronzuelo de gallinas… ¡Qué sé yo! Cuandotenía 15 años, un pastor protestante se encariñó conmigo, meadoptó por hijo, me educó, me hizo estudiar la ingeniería. Te-nía 25 años cuando murió mi padre adoptivo: con mi profesiónganaba yo mi vida holgadamente y aún me alcanzaba para pro-porcionar al pobre viejo todos los meses de 150 a 200 dólares.Hace tres años hice levantar en la tumba de mi padre adoptivoun monumento que me costó 20.000 dólares y que juzgo es pr-ueba elocuente de que alguna gratitud he tenido para el bonda-doso anciano que supo hacerme un ciudadano útil. He viajadopor todo el mundo. He venido al Perú contratado por la «Cerrode Pasco Mining Co.» por cinco años desde hace un año. Tengodoscientos mil dólares adquiridos con mis economías y con laventa de una patente de una máquina de escribir que a la vezefectúa operaciones de cálculo. Mi edad: 34 años.

Hace poco menos de un año, vino a Lima mistress Ruth Ha-rrington, natural de Boston (Massachusetts), viuda, con dos hi-jos: Archibald y Gladys. Archibald es cajero en una de las su-cursales de la Casa Grace Co.; Gladys es mi novia. ¿Qué decirde Gladys? Claro es que ha de parecerme la más bella, la másvirtuosa y la más inteligente, en una palabra, la más adorable

153

Page 154: cuentos malévolos de Clemente Palma

de las mujeres, desde que he resuelto unir mi vida con la deella para siempre. Como he dicho, todo el universo se reducepara mi a estas dos personas cuya pérdida juzgaría irrepara-ble: Gladys y yo. Debíamos casarnos en junio. Para vivir losaños que faltan a la terminación de mi contrato he hecho cons-truir en la Avenida de la Magdalena una villa o chalet que reú-ne todas las comodidades apetecibles. No contaba con que elcometa Halley había de hacer perfectamente inútiles misprevisiones.

Al día siguiente de los acontecimientos que he referido fui enla mañana a casa de Gladys. La bellísima joven me dio a besarsu mejilla. Estaba muy pálida y aun cuando en sus grandes ojosazules brillaba amor, en el fondo de ellos vi la sombra de lapreocupación universal.

–¿Es cierto, Oliverio, que hemos de morir en breve? ¿Es cier-to que todo nuestro ensueño de amor está condenado a desa-parecer en medio de las sombrar y el espanto de una muertetrágica?

–No, amiga mía, nada de eso es cierto porque el amor de dosespíritus fuertes no puede morir…

–Sí, ya sé… el más allá, la perduración del amor en el mister-io de las tumbas… Pero no es eso lo que puede atenuar la tris-teza de morir antes de que recorramos la vida en el cielo de ladicha. ¡Oh! ¡Qué hacer para vivir!… ¿No es triste morir a losveinte años? Toda la ciudad está aterrada. Desde anoche es yavisible el fatídico verdugo de la humanidad. Mi madre está co-mo loca con la preocupación de que esta muerte temprana delos hombres es el castigo de sus faltas y que la ira de Dios hade ir más allá. Salió temprano para ponerse de acuerdo con elcomandante de la «Salvation Army» para organizar una granprocesión de afiliados que implore la salvación de las almas.

–Bueno, pero yo creo que tu salvación y la mía serán debidasa mis esfuerzos más que a la compasión divina.

–¿Tienes algún proyecto? –me preguntó Gladys con el rostroiluminado por la esperanza de que nuestro amor se salvara delnaufragio de la vida.

–¡Oh, sí!… es claro. A un ciudadano de la gran república nole faltan ideas nunca –respondí con ese orgullo que en nosotrosdista mucho de ser la fanfarronería de los latinos. Y, en efecto,yo tenía mi idea.

154

Page 155: cuentos malévolos de Clemente Palma

En aquel momento entró mistress Ruth Harrington. Sus ver-des ojos fulguraban el ardor místico de que estaba arrebatadala pobre señora. Por la calle pasaba en ese momento un tumul-to de gente cantando oraciones católicas. Gladys tenía su manoentre las mías cuando entró mistress Ruth quien al notarloarrugó el entrecejo.

–No son estos momentos, hijos míos, de pensar en las dulzu-ras terrenales que pronto veréis convertidas en pavesas. Feliz-mente para la humanidad, va a terminar su peregrinación dolo-rosa para entrar, si se arrepiente de sus maldades, en posesiónde la única felicidad verdadera y durable del eterno reposo.

–Francamente, mistress, no me entusiasma ese programa.–¡Oh, mamá, mejor sería pensar en salvarnos!…–Sería una iniquidad burlar los designios de Dios y una torpe-

za evadir la adquisición de la suprema ventura. Yo jamás haríatal cosa, aun cuando fuera posible. Felizmente no lo es y la hu-manidad toda perecerá.

–Pues bien, mistress –exclamé colérico–, yo no sé si la cosa esposible o no; lo que sé es que cuando se tiene 34 años y unanovia a quien se adora, cuando se tiene miles de dólares y fuer-za en los músculos y en el alma, no se quiere morir. Créameque en lo que menos pienso es en ir a las beatíficas regionesdel reposo eterno y en que procuraré con todo el esfuerzo demi inteligencia y de mi amor a la vida el salvar a Gladys y austed…

–No… a mí no –interrumpió la anciana con horror–; a mí no,ni a Gladys, que prefiere la inmensa felicidad de salvar su almapura, no contaminada con las infamias de la concupiscencia, agozar de la engañosa felicidad mundanal. Felizmente, repito,todo es inútil.

–Perfectamente, mistress, si usted quiere muérase en buenahora, pero esté usted segura de que trataré de salvar a miGladys a pesar de usted, de ella y de todos los demonios juntos.

La escena iba a agriarse: mi cólera iba a desbordarse en to-das esas frases duras e impropias que acuden a los labios delas personas más cultas en momentos de irritación, sobre todocuando son de carácter violento como yo; pero Gladys, cuyosojos se habían llenado de lágrimas, me cubrió la boca con el lir-io de su mano y me contuve. Me suplicó con la mirada que ca-llara y al mismo tiempo leía que pensaba como yo y que me

155

Page 156: cuentos malévolos de Clemente Palma

secundaría en mis proyectos, cualquiera que ellos fueran, porq-ue amaba la vida, como yo, y la encontraba bella por el amor.Balbucí algunas excusas y salí de la casa.

Entre las comodidades de mi casa había hecho construir unavasta cava para depósito de los vinos. Yo no soy borracho, perome gusta beber buenos vinos y no concibo la casa de un gentle-man, por modesto que sea, que no tenga una cava para deposi-tar licores directamente importados de las fábricas y dejarlosenvejecer metódicamente para tener en cualquier momentoesos añejos vinos que son el galardón de toda mesa bienpuesta.

La cava de mi casa era una vasta bóveda subterránea deunos diez metros de largo por cinco metros de ancho, perfecta-mente aislada del ambiente exterior, con muros y techos de ci-miento romano. Sólo el suelo era de tierra salitrosa. La entradase hacía pro la despensa, en uno de cuyos rincones se abría enel suelo la boca del sótano. Este sótano o cava era el lugar endonde yo había pensado salvarme con Gladys. La tapa que cu-bría la entrada era una plancha de hierro con una argolla queencajaba perfectamente en la boca del pasadizo subterráneo,pero comprendiendo que necesitaba que el cierre fuera hermé-tico le adicioné unas fajas gruesas de caucho que hacían impo-sible la entrada del aire exterior. Es sabido que los vinos sufrencon la luz blanca. La luz roja o verde es la que mejor favoreceel envejecimiento de los vinos y por esto hice abrir en el techode la bóveda una claraboya de un metro cuadrado cubierta conun grueso cristal pintado en la parte interior de verde obscuro.Bien se comprende que siendo yo ingeniero me había de darcuenta exacta de todo lo que convenía hacer para aislar la cavadel exterior en condiciones que permitieran la conservación dela vida por algún tiempo, teniendo en cuenta el natural agota-miento del oxígeno, la formación del ácido carbónico, la necesi-dad de luz, de fuego, de agua, de alimento, etcétera. Desde el 4de mayo despedí a mis sirvientes para tener libertad de proce-der yo solo a las obras de mi salvamento. No necesitaba de na-die, y además, si se hubiera sospechado la forma en que yopensaba proceder habría tenido, por humanidad, que socorrera los tres individuos de mi servidumbre y a sus familias; y laverdad es que no había sitio para tantos, ni tenía yo positivo in-terés en hacer de providencia. En una semana terminé la

156

Page 157: cuentos malévolos de Clemente Palma

instalación del que debía ser mi nido nupcial durante la muertede la humanidad. Porque debo decir que Gladys y yo, en las po-cas conferencias rápidas que logramos tener y en las cartasque nos cruzamos habíamos convenido en unir, ante Dios y pa-ra siempre, nuestro destino antes de que viniera la catástrofe.No podíamos pensar en el matrimonio ante la ley, porque nohabía oficinas municipales en esos días de incontenible terror,ni mistress Ruth daría su consentimiento. Nuestro enlace debíaser el primitivo de la humanidad, sin testigos ni más ceremon-ias que la voluntad del varón que toma la esposa y la mujer quese entrega al varón fuerte. Es así como en las edades opuestasdel globo, su aurora y su ocaso, el amor, sacudiendo el formu-lismo social, recurre a la eterna fórmula, simple y santa, quesanciona de hecho la unión de los cuerpos y de las almas.

El 11 de mayo estaban terminados mis arreglos. Seis balonesde oxígeno y el aparato para producirlo en cantidad con la des-composición del peróxido de manganeso, las cubas de agua po-table, la cocinilla eléctrica y las pilas y acumuladores para laluz, las conservas, los utensilios necesarios para poder vivir unmes, todo estaba allí en la cava ordenado y dispuesto paraprestar servicios.

¿Qué decir del aspecto de la ciudad? El terror había tomadouna forma tétrica y silenciosa, más terrible que la angustia dol-iente y expresiva que había antes. En todas partes había perso-nas a quienes el espanto había enloquecido y eran frecuenteslos suicidios. Los bancos habían cerrado sus operaciones y ha-bían declarado que sólo las continuarían después del 18 de ma-yo, si la Tierra salía libre de la desventura que la amenazaba.

El día 16 el terror de todos era indescriptible. Desde hacíavarios días, de la una de la madrugada hasta las siete de la ma-ñana era visible el cometa Halley. La gente se pasaba las no-ches en los terrados y azoteas contemplando azorados el astroterrible cuya aproximación era bien perceptible, puesto que elarco de la bóveda que ocupaba era más grande cada vez. Lascalles de la ciudad eran poco frecuentadas durante el día; entodas las casas la gente estaba preocupada en la obra de pro-curarse el salvamento, aislando más o menos imperfectamentealguna habitación del contacto del ambiente exterior. La opi-nión general era que durante el paso de la Tierra por la caudadel astro se produciría la contaminación de la atmósfera que

157

Page 158: cuentos malévolos de Clemente Palma

habría de extinguir la vida animal y vegetal. La miseria más es-pantosa había seguido al terror general. Desde hacía cuatro dí-as no había transacciones comerciales de ningún género. Pormás esfuerzos que hicieron el gobierno y el municipio no seconsiguió que en los mercados hubiera la venta de comestiblesacostumbrada: el dinero había dejado de tener valor. Per nopor eso el estómago perdió sus fueros, y el hambre comenzó ahacer su obra destructora. Todas las bodegas fueron saquea-das casi sin defensa de los propietarios. Los perros, los gatos,los caballos, las ratas y todos los animales comenzaron a se ob-jeto de la más espantosa cacería. Desde el mes de abril habíaestallado una guerra absurda entre Perú y el Ecuador provoca-da por este país. De común y tácito acuerdo los gobiernos beli-gerantes se habían dado una tregua en sus operaciones milita-res y probablemente existía en los respectivos ejércitos la mis-ma hambruna y el mismo terror frente al peligro universal. Nohabía noticias. Las últimas que se tenían eran del día 12 porlas que se sabía que después de la derrota de un cuerpo deejército ecuatoriano, cerca de Loja, las tropas peruanas avan-zarían sobre Cuenca cuando la situación de universal alarma seresolviera. Sabíase también que el desconcierto del enemigoera grande; que todos los días había deserciones de soldadosque atribuían la cólera de Dios a la iniquidad de la guerra quehabían provocado.

El cuadro de las casas era desolador. Todo el día las mujeresy los niños permanecían arrodillados ante las imágenes mur-murando oraciones en cuya eficacia ya no tenían fe. Bien se ve-ía en esas caras desencajadas y pálidas que movían maquinal-mente los labios y que era muy débil la esperanza que los ani-maba de que la misericordia divina detuviera el cataclismo dela humanidad. Cada noche era más grande y la trágica la apro-ximación de ese cometa fatídico que tenía la forma de una hozvengadora manejada por el brazo de un segador implacable.

En la noche del 16, después de las dos de la mañana, puse enejecución el plan que había combinado con Gladys. Salí de micasa en el automóvil, arreglado para que hiciera marcha silenc-iosa. El amenazador cometa se destacaba claramente en el cie-lo ocupando su cola un extenso arco. La luz que manaba erasuficientemente intensa para proyectar la sombra de las cosas.

158

Page 159: cuentos malévolos de Clemente Palma

La buena Gladys no se resignaba a dejar a su madre abando-nada a su suerte y a su demencia y convinimos en salvarla a supesar. En efecto, en un momento en que mistress Ruth se rin-dió al sueño, leyendo en voz alta los versículos del libro de Job,Gladys la hizo aspirar un anestésico. A las dos y media llegué acasa de Gladys y encontré a mi amada arrodillada a los pies desu madre dormida. Apenas entré, Gladys se precipitó en misbrazos, llena de fe y esperanza en mis previsiones. En breve es-tuvo dispuesta a acompañarme en este viaje misterioso y lúgu-bre a las playas en la vida. Coloqué a mistress Ruth lo más có-modamente posible en el suelo del automóvil. En los asientosde atrás puse varios paquetes que contenían objetos amadosde Gladys, y entre ellos el más adorable: su vestido de novia.También quiso salvar Gladys dos animales que yo le había re-galado: un jilguero y un perrillo de San Bernardo. Decía Gladysque si habíamos de sobrevivir convenía que perdurasen sobrela tierra la alegría y la lealtad. Yo me reía de su simbólica in-tención, pues juzgaba que si la cosa apuraba nos habríamos decomer al perro y al jilguero, aparte de que esa perduración aque se refería Gladys no había de ser muy larga puesto queesos animales no encontrarían hembras para la conservaciónde la especie. Nuestro papel de Noés modernos estaba conde-nado a fracasar respecto a la conservación de las especies ani-males porque no habíamos tomado muy en serio este aspectode la cuestión que probablemente preocuparía a los Noés deEuropa y Estados Unidos: yo me conformaba con ser el Noé delamor.

Poco después de las tres de la mañana llegamos a mi casa, ala que casa que con tanto entusiasmo y cariño había hechoconstruir para instalar en ella a Gladys en junio. Por un refina-miento de mi afecto, no había querido que Gladys visitara lamorada que había de ser suya.

Aunque ella me insinuó la idea de pasear la casa en cuantoamaneciera, me opuse afectuosamente a ello.

–La pasearás cuando seas mi esposa ante Dios; entonces loharás por derecho propio. Por ahora, y hasta que sea posible,sólo conocerás el subterráneo.

Entramos a la despensa por la puerta del jardín, y allí levantéla tapadera de hierro que daba acceso a la escalinata y al largopasadizo que conducía a la cueva. Nada más fantástico que

159

Page 160: cuentos malévolos de Clemente Palma

nuestro ingreso al subterráneo a la luz de las lámparas eléctri-cas alimentadas por acumuladores y la pequeña dínamo quehabía instalado en el pasadizo. La vasta bóveda estaba situadabajo el jardín, y, por la claraboya, a la que había quitado la ca-pa de barniz verde transparente, se percibía la luz amarillentaque despedía el cometa. La cava estaba dividida, por biombos ytabiques, en varios compartimentos, destinados a diversos ob-jetos. Gladys y su madre tenían su departamento en el últimotercio de la bóveda; seguía lo que estaba destinado a ser come-dor, cocina, sala de tertulia y gabinete de observación; por últi-mo venía mi departamento en el que estaban instalados losaparatos para la producción de oxígeno. En pasadizo quedó ha-bilitado como despensa y fábrica de electricidad. Instalada mis-tress Ruth en el lecho y entregada a un sueño profundo, tuvoGladys una crisis nerviosa que pasó largo rato después con misatenciones y la poción antinerviosa que le hice tomar.

A las cinco de la mañana, un hermoso gallo que yo había ata-da en el jardín, junto a la claraboya, comenzó a cantar su vi-brante nota de desafío y de bienvenida al sol. Toby, el perrillo,se puso a ladrar desafortunadamente y el jilguero insinuó susprimeros gorjeos. Era trágica y crónica esa repercusión de lavida exterior en el recinto obscuro del subterráneo. La clarina-da de Chantecler con toda su alegría de saludo y toda altivezde reto a la muerte, encontraba eco en los que, en el fondo dela cava, procuraban huir de ella.

–Así, con el desdén inconsciente y fiero de ese gallo, debieramorirse –exclamó Gladys pensativa.

–No, –le respondí dándole un beso en la frente –¡así es cómose debe vivir!

160

Page 161: cuentos malévolos de Clemente Palma

III

A un cuando estaban tomadas todas las medidas que juzguénecesarias para establecer el más perfecto aislamiento de

nuestra morada, no las tenía todas conmigo. Podría Haber al-guna ignorada vía de comunicación con el ambiente exteriorque permitiera la entrada, aunque fuera muy lenta o insignifi-cante, de los gases deletéreos, lo que sería suficiente para quela muerte viniera a reinar en nuestro retiro preparado con tan-to cuidado. A cada rato me parecía sentir pequeños soplos deaire exterior: pero seguramente no era sino ilusión engendradapro mis nervios excitados. Tenía la seguridad de haber trabaja-do concienzudamente. Gladys pasó la noche del 17 tranquila: lasentía moverse en su compartimiento y aun levantarse para ob-servar el sueño de su madre. En medio del silencio de la nochellegaban hasta mi desvelado espíritu los ruidos misteriosos yvagos de la ciudad angustiada. Todo el terror de la humanidadcondenada por la fatalidad de las leyes cósmicas me parecíacondenarse en un susurro de oración y en un gemido intermi-nable que flotaba en el ambiente exterior, como una vibraciónsostenida y grave, como un estremecimiento ilimitado y peren-ne. Y en el jardín, las frondas se agitaban al soplo de la brisa,mientras en el arroyo los bichos, inconscientes del peligro, en-tonaban su monótona frotación de élitros. Y yo pensaba en miGladys tan pura y tan bella que se debatía cerca de mí, en sulecho, junto a su madre, angustiada con el hondo pesar del finpróximo de la especie. En la tarde de ese día debíamos unirnuestros destinos junto al cementerio inmenso de nuestros se-mejantes. ¿Llegaríamos a ser el renuevo de la vida? ¿No mori-ríamos también nosotros? ¿No vendría el desastre del aire at-mosférico acompañado de otras perturbaciones espantosas pa-ra las que mis previsiones serían ineficaces? ¿Sería ímproba lalucha que yo sostenía enérgicamente contra el cometa? ¿Ven-cería la muerte al amor y a la voluntad vivir? La claraboya es-taba trágicamente iluminada por el verdoso efluvio de la caudadel cometa. Si la rudeza de mi voluntad y la fe en mi destinono me sostuvieran creo que habría sido una víctima más de lalocura universal, al contemplar esos gruesos cristales de la bó-veda que tomaban, a la luz del astro amenazador, la livideztrasparente de la muerte de las cosas. A las tres de la mañana

161

Page 162: cuentos malévolos de Clemente Palma

me levanté y colocando bajo la claraboya una escala, subí parajuntar mi rostro al frío cristal y atisbar un momento la agoníadel mundo exterior. Solo vi los arbustos moviéndose tranquila-mente por el soplo del aire y en el cielo el extremo de la lumi-nosa cauda del cometa. Junto a la claraboya, sobre una estaca,reposaba Chantecler y su silueta de luchador destacaba sobreel claro estucado de un ala del muro de mi casa. Pronto el ani-mal comenzó a saludar con su sonoro cantar la luz nacarada dela aurora última del planeta. Me vestí y acababa de hacer mitoilette cuando entró en mi compartimiento la gentil Gladys.Pálida y con un surco violado bajo sus grandes ojos azules, de-nunciaba en su rostro las angustias de una noche de insomnio.La estreché en mis brazos y besé apasionado sus manos. Merefirió la pobre niña sus terrores nocturnos: a cada momentocreía percibir los alaridos de la humanidad sofocándose en elambiente letal del cometa. Su imaginación excitada le presen-taba los cuadros de horros que debían realizarse fuera del reti-ro salvador que le había realizado la devastación humana: pro-bablemente, muchos no sufrirían porque la locura del terrorhabría turbado los cerebros de tal modo que la muerte vendríapara ellos cuando la demencia los hubiera embotado o destrui-do la percepción exacta del cataclismo fatal. Procuré reconfor-tarla despertando en su alma esa resignación firme y sereneque tenemos los yanquis frente a los hechos inevitables, e ins-pirándole convicción de que la muerte no nos alcanzaría en es-ta crisis mundial. Para mí todo el universo era ella: para ella to-do el universo debía ser yo. El amor engendra estos egoísmosque son fuerza y responden a ese altruismo del futuro en quela especie venidera se aferra a la vida dentro de dos organis-mos y dos almas que se complementan y cargan con gusto y va-lor la responsabilidad de renovar las generaciones. Esa eranuestra misión, como lo será de los demás espíritus sanos yfuertes que, como nosotros, se hayan ingeniado la manera deconservar las simientes del porvenir. Gladys me comprendió ysupo sentir como yo el brioso orgullo de nuestra misión. La vi-da secar sus lágrimas con mano firme y brillar en sus ojos azu-les y dulces la fiera mirada de fe y esperanza que brillaba segu-ramente en mis ojos. Con ademán resuelto fue a realizar, comosi ya fuera mi mujer, los quehaceres de inmediata urgencia.

162

Page 163: cuentos malévolos de Clemente Palma

Sobre la mesa, que para el efecto tenia, procedió en la cocinillaeléctrica a la confección del desayuno.

De pronto, y cuando bebíamos la lecha caliente, oímos en elcompartimento de Gladys unos gritos de desesperación. Eramistress Ruth, que vuelta de su sopor hacía rato había escu-chado entre sueños acaso nuestra conversación, habíala re-compuesto y dádose cuenta al fin de la situación. Acudimos averla: la pobre señora, desencajada y con los ojos extraviados,nos miraba con horror. Nos aproximamos para saludarla, peronos rechazó espantada vociferando necedades religiosas y hu-yendo la contaminación de nuestras manos pecadoras. En unacceso de furor místico quiso matarse y acompañar a sus her-manos que, según creía, ya debían gozar de la presencia deDios. Fue preciso proceder con energía y sumir a la fuerza a laenloquecida mujer en nuevo sopor. También fue preciso ali-mentarla, pues hacía más de un día que no probaba bocado. Lahicimos beber medio litro de leche.

En la tarde, a la luz de la claraboya por la que entraba lafranca caricia de un solo espléndido, efectuamos nuestro enla-ce. Gladys vistió su traje de novia y la conduje así ante un grancrucifijo de marfil colocado sobre una mesa cubierta de pañonegro, sobre la que estaba abierta la Biblia, nuestro sublime li-bro, compendio de todo lo que hay de bello y sabio en las al-mas, como que fue inspirado por el alma divina. Yo no sé si se-ría grotesca o sublime esta ceremonia sencilla de nuestraunión en una catacumba, sin más testigos que una vieja enloq-uecida e inconsciente y la mirada de Dios. Fuera de esa mora-da subterránea, la locura y el espanto, y encima, atisbando cur-ioso por entre los cristales, mientras picoteaba su grano y lorodeaban algunas gallinas sueltas, Chantecler, el animal indife-rente para la muerte y bravo para la vida. También Toby y elcanario eran testigos de la ceremonia. Conduje a Gladys antelos cojines puestos delante del improvisado y sencillo altar yarrodillándome con ella le dije:

–Gladys Harrington, amada mía, el Señor ha dispuesto quelos hombres y las mujeres se unan en unión eterna por el amorpara conservar el legado de la vida y poblar la tierra con sudescendencia. Yo te amo, Gladys, y el Señor, que lee las conc-iencias y los corazones sabe que no te miento. En este supremoinstante en que la humanidad va a desaparecer, quiero

163

Page 164: cuentos malévolos de Clemente Palma

consagrar ante la imagen del Señor este amor imperecedero ysuperior a la muerte misma, y te digo con el alma en los labios:¿quieres unirte en lazo indisoluble conmigo? ¿quieres aceptar-me, ¡oh elegida de mi corazón! por esposo y marido tuyo? ¿qu-ieres ser esposa y mujer para compartir mis dolores y alegrías,para acompañarme en todas las vicisitudes de mi destino en losdías que me permita vivir el Señor?

Gladys meditó un breve momento y me respondió:–Oliverio Stuart, amado mío, sé que la afección que nos une

es entrañable, sincera e inmutable, y creo que si el Señor queguía los destinos humanos la ha puesto en nuestros corazoneses porque le es grata nuestra unión. Yo te acepto por esposo ymarido, quiero ser tu compañera para consolar tus tristezas,unir mi alborozo a tus alegrías y acompañarte en la senda de tudestino. Que el Señor bendiga nuestra unión.

Puse mi anillo en la mano de la que era ya mi mujer, ella pu-so el suyo en mi mano: le di un beso en la frente y nos levanta-mos con el alma henchida de una alegría pura y noble, a la quese entretejió un hilillo de melancolía por la suprema desgraciaque amenazaba a la humanidad y acaso a nosotros mismos.

A las cinco de la tarde de ese memorable día 18 pude obser-var a través de los cristales de la claraboya que, de pronto, laluz del sol poniente se hizo opaca y que por el cielo, repentina-mente brumoso, surcaban ráfagas luminosas como bólidos,Toby en ese momento empezó a aullar con desesperación y adar carreras locas, notando yo que constantemente iba a unrincón del pasadizo en que había habilitado la despensa. Seguíal animal y celebro haberlo hecho porque a ello debo quizá elpoder escribir este relato que Gladys lee sobre mi hombro. Enafecto, por ese rincón vi aparecer una rata y luego otra y otrasmás. El instinto de esos animales les había hecho construir unagalería hasta nuestro retiro bordeando la bóveda y terminándo-la bajo el piso que, como he dicho, era de tierra. Comprendí enel acto todo el peligro que traía para nosotros esa vía de comu-nicación con el ambiente exterior y procedí activamente a ta-parla con yeso y arena de los que tenía dos barriles. A las seisde la tarde la atmósfera había tomado una coloración amari-llenta y formaba una niebla tan espesa que no se percibía nadaa través de ella. Indudablemente, la tierra había entrado ya enel sector mortífero de la cola del cometa, y ese vapor opaco

164

Page 165: cuentos malévolos de Clemente Palma

que se percibía en el exterior era el cianógeno. Yo esperabaque llegara hasta nuestro retiro el clamor de angustia y de esoescuché. Al contrario, no oíamos sino el silencio universal. Laúnica expresión sensible del desastre del mundo que tuvimosfue el desesperado aleteo de Chantecler que intentó cantar,soltó una nota ronca y cayó sin mayores estremecimientos so-bre el cristal de la claraboya. Gladys, que no quería convencer-se, puesto que no oía nada revelador, del fin del mundo, cuan-do levantó la cabeza y vio la forma obscura del gallo muerto so-bre el cristal comprendió que todo había concluido. Lívida deconmiseración, se arrodilló en el cojín en que pocas horas an-tes había estado arrodillada por el amor y se puso a orar conte-niendo los sollozos que subían de su pecho. Yo hubiera queridoacompañarla, pero el momento era grave y yo no podía hacerotra cosa que vigilar con toda la atención posible que no faltarael oxígeno y que no se fuera a abrir la más pequeña vía de co-municación con el exterior. Era verdaderamente espantoso esode sentir la muerte de la humanidad sin alaridos ni exasperac-iones ruidosas. Mi casa no estaba alejaba de la ciudad, sino alcontrario, bien próxima a una arteria de gran movimiento, co-mo es el paseo Colón. Dentro de la cava, en días normales sepercibía, aunque de un modo lejano, el bullicioso movimientode las agentes, se oía el grito de los vendedores, el rodad delos carruajes y tranvías, y yo creía que en el momento de la an-gustia suprema llegaría perfectamente a nuestros oídos el cla-mor de espanto, el doloroso grito de los seres queriendo afe-rrarse a la vida y protestando de la impresión que tuve, y sólopude creer en la ruina de la vida por la muerte casi tranquilode mi pobre gallo.

La noche, opaca y no obscura, vino a envolver toda esa sin-iestra desolación. Y así fue cómo, en medio del profundo silenc-io de muerte, transcurrió en la subterránea modada de salva-ción mi noche nupcial, lúgubre idilio de un amor fuerte y sano,al borde del inmenso sepulcro de ciento cincuenta mil seresque también amaron.

****Seis día después cayó una copiosa lluvia, lo que pude obser-

var en el cristal de la claraboya, que quedó totalmente cubiertopor el agua, la cual se evaporó completamente en el transcurso

165

Page 166: cuentos malévolos de Clemente Palma

de cuatro horas. El cielo estaba sereno y hermoso: también co-mo en los tiempos de Noé apareció el arco iris en señal de pazy de perdón. El movimiento de las nubes y el de las frondasmustias y amarillentas del jardín me hicieron comprender quede nuevo el aire había recuperado su constitución normal. Peroaun no podía convencerme, es decir, no tenía medios para adq-uirir la certeza de que el aire fuera respirable sin peligro.Gladys no me dejaba salir a comprobar por propia experiencialas condiciones del aire.

Resolví entonces enviar a Toby, así como Noé envió la palo-ma. En efecto, con grandes precauciones entreabrí la salida dela cava y puse a Toby fuera. Durante largo rato le oí corretearpor la despensa, salir al jardín y ladrarle con insolencia triunfa-dora al gallo muerto que estaba sobre la claraboya. Despuésvolvió a aullar en la puerta de la cava para que le dejásemosentrar.

En día 26 de mayo, Gladys y yo, vestidos de luto, hicimosnuestra primera salida. El espectáculo que se ofreció a nuestravista cuando recorrimos las calles era de indescriptible horror.Por todas partes se veían hombres, mujeres, niños, ancianos yanimales muertos en actitudes de un espanto infinito. Y lo másmacabro no era la visión misma de esa muerte sino el silencioprofundo que envolvía esa desolación. En las escaleras de lascasas, en los balcones de las azoteas no se veían sino cadáve-res, ya aislados, ya en aglomeraciones confusas de padres ehijos y parientes. Un acre olor de almendras amargas se perci-bía en las partes cerradas en donde las corrientes de aire nohabían hecho la renovación completa de la atmósfera. Algunasveces sentimos Gladys y yo el vértigo de una ligera intoxica-ción. Y lo más admirable y trágico era que ninguno de esos ca-dáveres presentaba signos de descomposición, como si la satu-ración del veneno hiciera las veces de las sustancias que seemplean en los embalsamientos. Renunció a hacer el cuadro dehorror que ofrecía la ciudad porque creo que no hay frases po-sibles para traducir la lúgubre sublimidad de ese espectáculode la humanidad muerta… Todo el día lo invertimos en estetrágico paseo entre los escombros humanos, sin encontrar nin-guna señal de vida. Ya iba a anochecer cuando regresamos anuestra morada tristes y abrumados por el inmenso horror delcataclismo. Evidentemente sólo nosotros quedábamos como

166

Page 167: cuentos malévolos de Clemente Palma

dos espigar tenaces en medio del campo segado por un destinoinclemente….

Al cabo de dos meses, Gladys me dio la noticia más hermosaque podía venirme después de la muerte de la humanidad. Enlos tiempos en que el pudor enrojecía las mejillas de las jóve-nes esposas, Gladys me habría comunicado, sonrojándose, labuena nueva; pero ahora, como si resurgiera en nosotros elsentido de la fiereza primitiva y de la sencillez antigua en quelas leyes de la vida se cumplían sin que el artificio falseara lossentimientos y los despojara de su perfume de salud, me dijoGladys brillándole los ojos de alegría franca y sincera:

–Amigo mío: mi vientre ha sido fecundado y siento en mi serel resurgimiento de la vida. Bendigamos al Señor que me haescogido para que nazcan de mí renuevos de la humanidad.

Loco de alegría levanté en mis brazos a Gladys, que se reíade mi felicidad y entusiasmo, y la llevé al jardín; allí, frente a lacaricia ardiente del sol, me arrodillé, y besando con beso castolos flancos nobles de mi esposa, murmuré esta oración:

–¡Bendito sea el fruto de tu vientre! ¡Yo te saludo, Eva Mater!¡Yo te saludo, humanidad futura!

167

Page 168: cuentos malévolos de Clemente Palma

IV

A sí se sueña cuando el desequilibrio nervioso y la fatiga co-mienzan a hacer presa en el espíritu de un imaginativo. El

cometa Halley será tan inofensivo como todos los demás come-tas. Será una lástima.

168

Page 169: cuentos malévolos de Clemente Palma

Las mariposas

Cuento para mi hijita Edith

Y o no sé, pequeñina, quién ha inculcado en tu cabecita deembuste de que tu papá ha cuentos y originado así el gra-

cioso capricho de que te cuente uno. Tu tenaz insistencia, queno acepta disculpas y amenaza con lágrimas, me obliga a dartegusto, previa una explicación. Cierto es que he escrito cuentos,pero han sido cuentos grandes, cuentos amargos que si tú loscomprendieras sentirías tu pequeña almita desolada y triste alaspirar el vaho deletéreo que desprenden esas floraciones demi escepticismo desconcertante y de mi bonachona ironía. Labelleza en la perversidad, en la tristeza, en la amargura, en losdesalientos y fracasos humanos, han sido las bellezas que haninformado pálidamente mis cuentos, y las almitas infantiles,simples, primitivas, como la tuya, no pueden ni deben com-prenderlas… ¡Ojalá que nunca sientas ni entiendas esas belle-zas! Quede eso para los que, dotados de perspicacias malsa-nas, desencantados de la eterna ironía de las cosas, desviadospor la filosofía del concepto sano de las vida, instigados por cu-riosidades morbosas y por las intuiciones hermosamente malig-nas de la neurosis, puedan ver debajo de las tersas y brillantessuperficies, en los subsuelos de la vida normal, bellezas recón-ditas y sutiles, que a ti te parecerían sombras aterradoras ycomplejidades brutales e incomprensibles de pasiones, instin-tos y perversidades antiestéticas. ¡Cuán bochornosos y pesti-lenciales subirían a las blancas regiones en que se abre a la vi-da la flor blanca de su alma, los vahos húmedos que se des-prenden de esas sedimentaciones subterráneas!… Esos cuen-tos inspirados en los bajos fondos del espíritu humano son losúnicos que sé hacer, cuentos de pasiones complicadas y anor-males, cuentos de fantasía descarriada, de ironía amarga y re-signada, que si alguna belleza tuvieran no estarían al alcancede tu graciosa precocidad y de tu pequeño espíritu que tanbien reproduce el alma noble y hermosa de tu madre. ¿Quieresun cuento, ángel mío? Para hacerlo escogería flores azules,gracias de tu sonrosada boquita, destellos de tu alma en bo-tón… con todo eso procuraría que mi fantasía agotada laborasealgo que se deslizara por tu alma blanca sin dejar sedimentos

169

Page 170: cuentos malévolos de Clemente Palma

de impiedad ni heces de tristeza, sino más bien frescores salu-dables de vida, perfumes primaverales de floresta, deliciososensueños de inocencia, como los que embellecieron el encanta-do letargo de la bella del bosque durmiente. Eso quisiera ha-cer… ¡Ah! ¿te has dormido, picaruela, con la gravedad delexordio? Despierta, que allá va el cuento solicitado… Primeroun beso. Escucha ahora con toda formalidad.

Este era un rey de… ¿qué reino era?… vamos, un rey deTransilvania que gobernaba a sus vasallos con sabiduría y cari-ño. Ya vez, hija mía, que se trata de un reinado de cuentos. Lareina era una señora muy buena y todo el mundo la quería por-que socorría a los pobres, tomaba parte en sus desgracias y en-señaba a su hija… (mira qué casualidad, la princesita se llama-ba como tú, Edita) a acariciar a los niños pobres y a que les ob-sequiara en vez de romperlos, o tirarlos, los juguetes que ya te-nían algún tiempo de uso y la habían cansado. Sucedió que elrey y la reina, viendo que la princesita se aburría, porque notenía un compañero de travesuras con quien jugar y charlas atodas horas, resolvieron encargar a París un niño –porque hasde saberte que en París hay un gran bazar en que se confeccio-nan niños de todas clases y colores–. La princesita Didy se pusocontentísima con la noticia y sólo se fastidiaba de dos cosas:primero, de la demora, porque como París está tan lejos, el en-cargo no podría llegar antes de nueves meses, y después porq-ue los reyes habían olvidado indicar en la carta el sexo del ni-ño. Edita quería que viniera una hermanita.

Los niños, antes de los siete años, gozan de un privilegio queno tienen las personas mayores, y es el de entrar en el cielo,durante el sueño, con toda libertad, sin que santo ni santa niDios mismo puedan oponerse a este derecho inseparable de lainocencia. Desde las ocho de la noche hasta la ocho de la ma-ñana la puerta del cielo está franca para los niños, quienes en-tran y salen como Pedro por su casa. El portero, que es un se-ñor muy viejecito, con una gran barba blanca, es la víctima deesta facultad infantil, porque no siempre el espíritu de esa tur-ba de pequeños es reposado y respetuoso; con frecuencia esachiquillería es traviesa y bullanguera, y hace rabiar al ancianocon sus diabluras no dejándole dormir en su gran sillón debaqueta.

170

Page 171: cuentos malévolos de Clemente Palma

¿Querrás creer que más de una vez esos picaruelos se han di-vertido en hacer oler rapé al viejito para que atronara los cie-los ruidosos estornudos; o le han hecho cosquillas en las orejasy en la calva con alguna pluma desprendida de las alas de unserafín con el objeto de que el santo ilustrara sus sendos cabe-ceos con manotazos el aire, dados instintivamente para espan-tar imaginarias moscas? No creas que San Pedro se irritabacon estas tunantadas de los niños; les regañaba, fingía incomo-darse seriamente, y hasta llegó a poner un látigo cerca de susmanos para asestarle un azotazo a esos pilletes; pero en el fon-do se divertía y sentía cierta compasiva ternura hacia esos tra-viesos chiquitines. ¡Cuántos de ellos serían desgraciados con elcurso del tiempo, cuántos no volverían a pisar el cielo porqueel demonio enfangaría esa alegre inocencia y cuántos, cuántospor el contrario vendrían al cielo definitivamente sin realizarsu misión de vida, hundiendo en el dolor a sus padres! El fondode tristeza que observaba el buen viejecito debajo de esa trave-sura inconsciente y de esa alegría sana y pura, le hacían com-pasivo y condescendiente con la turba de chiquitines.

Sucedió que en sueños la princesita Didy fue al jardín de Pa-lacio y con unas tijeritas se puso a cortas rosa y jazmines,cuando encima de su cabecita un gran ruido, como de canto deavecillas; creyó que realmente eran jilgueros y gorriones quecharloteaban en su lengua, y no hizo caso.

–Pst, pst, Didy…Alzó la cabeza y vio varios niños, con los que ella había juga-

do alguna vez, que la llamaban, y que se sostenían en el airecomo si pisaran en tierra.

–¿Eh? ¿qué me queréis?–Oye, princesita, ¿quieres venir al cielo con nosotros?–Bueno, pero ¿cómo haré para subir? Yo no tengo alas como

los pajaritos…–No seas tonta, princesita; salta y verás cómo el aire te

sostiene.La princesita guardó en el bolsillo de su delantal el montón

de flores que había cortado y en otro su tijerita. Saltó y, enefecto, el aire al sostuvo perfectamente. Riéndose a carcajadascorrieron los niños, divirtiéndose al tener que caminar sobrelas nubes, porque allí los pies se les hundían como si pisaransobre el algodón. Por fin llegaron a la puerta del cielo y vieron

171

Page 172: cuentos malévolos de Clemente Palma

al buen San Pedro dando cabezadas y roncando como un ben-dito que era. Durante el camino, los niños refirieron a la prin-cesita todo lo que sabían de San Pedro, de las travesuras queacostumbraban hacerle y de la benevolencia con que el santoles celebraba sus tunantadas. En cuanto llegaron, los niños,que ya estaban cansados de bromear con el anciano portero, serepartieron por las luminosas galerías en las que infinidad deangelitos les proporcionaban juguetes. Pero Didy, al ver talcantidad de serafines, se imaginó que el cielo era París y pensóhablar con San Pedro para que mandase una chiquitina a suspapás. Regresó a la puerta. San Pedro seguía dormitando.

–Señor viejecito, señor viejecito…Nada: San Pedro contestó con un ronquido aflautado. Enton-

ces, una luz de picardía brilló en los ojos azules de la primera.Sacó del bolsillo de su delantal las tijeritas que se había traídoy con la mayor suavidad, como quien corta heliotropos blancos,se puso a cortar copos de la respetable barba del santo porte-ro. Y ¡oh prodigio! los copitos apenas cortados se convertían enblancas mariposas, que se pusieron a revolotear en torno delramo que tenía Didy en el bolsillo. Media barba, es decir, med-ia cara del santo quedó depilada, y la venerable faz del porterotan cómica que la princesa se vio acometida de una risa incon-tenible. A las carcajadas que dio la niña se despertó San Pedro.

–Eh, gorgojo… ¿qué haces aquí? ¿Qué tunantada has hechoque así te ríes?…

–¡Ja, ja, ja! San Pedro… Qué divertido estás. Tienes media ca-ra vieja y media cara joven, ¡ja, ja, ja!

San Pedro no tenía un espejo a mano, como es de suponer: sepasó ésta por la cara y al sentir que una gran parte de su her-mosa y venerable barba había desaparecido comprendió latruhanada de la chiquilla.

–¡Ah, pícara! –exclamó medio enojado–, ¡ya esto pasa de cas-taño obscuro! ¿Por qué te has permitido desbarbarme, irrespe-tuosa y desvergonzada muñeca? Ya verás la azotaina que tevoy a dar…

–Oye, San Pedro, si me dices esas cosas y si me pegas se lodiré a mi papá, que es rey –replicó Didy haciendo pucheros.

–Poco me importa tu padre; el muy bellaco ha debido empe-zar por enseñarte a respetar a los mayores. Y a todo esto¿quién es tu padre? ¿rey de dónde?…

172

Page 173: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Es el dueño de es palacio que se ve desde aquí, allá abajo.–¡Ah, ya! Tengo buenas referencias de él; es caritativo y en

gracia de ellos te perdono los azotes… Ahora devuélveme misbarbas.

–Con mucho gusto lo haría, señor San Pedro, pero… no pue-do, porque tus barbas se ha vuelto mariposas. Si quieres,cógelas.

–Bueno; yo las trocaré nuevamente en barbas.San Pedro cogió una mariposa, le dijo no sé qué cosa en la-

tín, y la acercó a su rostro. Pero, al contrario de lo que espera-ba, la mariposa, en vez de convertirse en blanco vellón regresóa voltejear con sus compañeras en torno del ramo de rosas, jaz-mines y violetas.

–¿Qué diablos tienes en el bolsillo que atrae a las mariposas?–Es mi ramo de flores.–Dámelo.–Eso sí que no, San Pedro. Cada uno con lo suyo. Coge tú tus

mariposas y déjame a mí mi ramo, que es para la virgen deloratorio de mamá.

–¿Pero no comprendes, testaruda, que mis barbas, digo, mismariposas, mientras permanezcas aquí estará inquietas con turamo?

–Bueno, me iré.La princesita comenzó a alejarse y las mariposas tras ella.–Eh, princesita… óyeme… se van mis barbas, regresa… te da-

ré una cosa a cambio de tu ramo.–Bueno, ¿qué me vas a dar, San Pedro?–¿Qué quieres? Pide.La princesita reflexionó gravemente varios segundos. Una pí-

cara sonrisa apareció en sus labios:–Tú conoces Paris, San Pedro.–Sí, haz cuenta que sí.–¡Claro, como que París está allí dentro! –dijo señalando ma-

liciosamente las galerías celestiales cuajadas de angelitos y se-rafines. –Papá y mamá han encargado a París a una niñita paraque sea mi compañera, pero no se acordaron de poner en lacarta que fuera mujercita como yo. Si tú me ofreces, pues, queme mandarás una hermanita, fíjate bien, San Pedro, her-ma-ni-ta, te regalo mi ramo.

–Aceptado

173

Page 174: cuentos malévolos de Clemente Palma

–¿Palabra de honor?–¡Vaya con la desconfianza! ¡Palabra de honor!Sellado el pacto con un apretón de manos, Didy sacó de su

bolsillo el ramito y se lo entregó a San Pedro, quien en un peri-quete, después de frotarse el rostro con las perfumadas flores,convirtió las mariposas en la media barba de que le había des-pojado la traviesa princesita.

Una mañana, la condesa Eulalia, aya de la princesa Didy, sellegó al lecho de ésta llevándole el vaso de leche caliente y losbizcochuelos con que se desayunaba.

–¿Sabe Vuestra Alteza lo que ha sucedido anoche?–No, Eulalia.–Pues que su mamá, la reina, ha dado… digo, ha recibido el

encargo de París… Ya tiene este país un monarca futuro yVuestra Alteza un hermanito.

–¿Cómo has dicho? ¿Un qué…?–Un hermanito.–¿Hermanito hombre o mujer?–Hombre.La princesita se quedó pensativa; mientras tomaba la leche,

sus grandes y expresivos ojos azules miraban al espacio; pocoa poco fueron expresando faena y, con los ojos velados por laslágrimas y la voz temblorosa, exclamó:

–¿Sabes Eulalia, una cosa?–¿Qué cosa, Alteza?–¡Que San Pedro es un canalla!

174

Page 175: cuentos malévolos de Clemente Palma

Cuentos no recogidos en el libro

La Walpurgis

E ra un sábado. Los estudiantes como las brujas, celebra-mos los sábados con un festín en la taberna Hop-Frog.

Creéis que libamos vino dulce como los presbíteros, que discu-timos a Platón y a Aristóteles como los estudiantes cogullas delsiglo XV o que hablamos del arte griego como los discípulos deVinci, Ruysdael y Rembrandt? ¡Bah! Os engañáis; bebemos ple-nos vasos de cerveza y de ajenjo, hablamos de las bellezas ínti-mas de nuestras novias y nuestras queridas y hacemos versos agritos; y cuando de la mezcla del ajenjo y la cerveza, en nues-tros vientres, suben al cerebro los humos fermentados de unaembriaguez diabólica, nos tiramos las botellas a la cabeza y es-candalizamos el barrio con el estruendo de nuestras blasfemiasy carcajadas, de nuestros cantos obscenos elaborados frente albusto de Allan Poe. A más de una hermosa, adolescente y cas-ta, hacemos estremecer en su lecho, en las altas horas de lanoche, con nuestras canciones voluptuosas. Nosotros somos losque hacemos las Margaritas y las Julietas, las Miguones y lasDoroteas, los que hacemos florecer todos los amores bajo estecielo gris de nuestra Colonia gótica…

****Era un sábado. Habíamos ya bebido muchos vasos Goetz can-

taba una imitación de la «Copa de rey de Theule.» Henry na-rraba una aventura macábrica. Mi hermano Prauz, sentado jun-to a mí, hablaba de amores a la hija del tabernero, una mozaque tenía dorados los cabellos como si los hubiera sumergidoen mi vaso de cerveza. Mis demás compañeros, unos cantaban,otros hacían versos, jugaban al sacanete montados sobre lasbancas, enamoraban a las criadas, decían chistes al tabernero,en fin, cada uno hacía cosa distinta a lo que hacía el otro. Sóloestábamos acordes en hacerlo todo a gritos y en beber sin ce-sar. Los transeúntes trasnochados se detenían a la puerta deHop-Frog y nos miraban sonrientes y curiosos los mendigos ylos pilluelos, adustos e irritado los burgueses de vida arregla-da, y luego continuaban su camino con las manos metidas enlos bolsillos.

175

Page 176: cuentos malévolos de Clemente Palma

****La noche estaba negra. Sobre un tejado vecino, en un acumu-

lamiento de nubes pardas, había sin embargo, una gran man-cha luminosa, como si un gigante de fuego hubiera lanzado alcielo un chispazo de luz verdosa. Iba a aparecer la luna. Enefecto, a las once salió larga y arqueada. Estaba pálida y fría,como una agonizante y tenía el brillo mate y siniestro del hue-so seco; Franz se estremeció, y la moza a quien acariciaba ledijo: –Franz mío, ¿te aterra la luna de la Walpurgis? Hoy es 30de Marzo y hay parranda de magos y brujas –Franz la besó yfingiendo incredulidad respondió: –No, hermosa, no temo. LaWalpurgis sólo existe en las leyendas de los trovadores antig-uos del Rhin.

–Te engatas –repuso la joven– yo he visto una noche detrásde los calados de la catedral el cortejo fantástico que acudía ala diabólica ceremonia. Iban en brillante cabalgata los caballe-ros Nibelungos… –y continuó en actitud sofiado1a, viendo ensu imaginación el séquito de fantasmas .que pueblan las tradic-iones y leyendas del Rhin.

–¡La Walpurgis! ¡Pues quisiera verla! ¡Buena paparrucha!–dije yo, para infundir valor en Franz, que es muysupersticioso.

****Los estudiantes seguían cantando y bebiendo. De pronto

Henry se levantó, copa en mano, y propuso que brindáramostodos a la Luna, por su restablecimiento, porque se redondearasu faz de ético.

–¡Apagad las linternas! –gritó Goetz.La habitación quedó alumbrada únicamente por el astro; to-

dos a pesar de los colores que la embriaguez pintara en los ros-tros, estaban amarillentos como cadáveres. La luminosa cariciade la Luna era fría y espeluznante como la caricia sudosa de unmoribundo. Henry se adelantó con el vaso lleno de ajenjo ybrindó:–.

Brindo porque en tus pálidas mejillas ¡oh fría diosa! vuelva lavida a reanimar los colores; por que alegres el cielo y opaques lestrellas con los fulgores de tu luz azul, y por que en lugar delas tocas de viuda con que, te ciñen las pardas nubes, vistas el

176

Page 177: cuentos malévolos de Clemente Palma

manto de claridad con que te adornas en las voluptuosas no-ches de Verano.

–Uno tras otro fueron brindando todos. Sólo mi hermano y yono brindamos. No, esa luna era una ramera que iba a prostituirsus rayos en la satánica ceremonia de la Walpurgis. Los caba-lleros del Grial no hubieran brindado… De pronto Franz se pu-so más pálido que un muerto y me apretó el brazo.

–¡Mira! –me dijo– ¿has oído?Sobre el tesado de enfrente, un gato erizado nos miraba con

encandilados ojos y se puso a maullar. Su cabeza quedaba pre-cisamente sobre la comba de la Luna. Nuestros compañerossoltaron la carcajada. Ya tienes argumento Goetz –dijo uno– pa-ra unos versos titulados EL GATO DE LOS CUERNOS DELUZ…

–¿Has oído? –insistió Franz– ¡el gato nos ha llamado!–Mira, bebe otro vaso y salgamos –le dije.Franz temblaba de miedo, pero me obedeció. Los compañe-

ros quisieron detenernos, nos disculpamos y salimos emboza-dos en las capas. El animal nos seguía por los tejados y arras-traba como adherida a la cabeza el arco lunar. Los dientes deFranz castañeteaban. Acabaron la calle; Franz tenía la espe-ranza de que el gato no pudiera saltar de una calle a otra, y enefecto, no saltó, pero al entrar en la calle siguiente, vi a Franzcon los cabellos erizados y que tenía en los ojos una mirada deloco. El gato estaba allí espeluznado, maullando palabras, sí,palabras que perfectamente comprendimos mi hermano y yo:–¡Seguidme a la Walpurgis!

Sentí como una corriente de hielo en mis nervios.–Vamos –dije a Franz, dominando mi terror.–Sólo muerto me llevarían –contestó apretándose a mí.–¡Ah! pues yo voy. Te dejaré en casa con madre y regresaré.Así lo hice, dejé a mi hermano acostado y salí. Extrañé no en-

contrar a mi madre ni a mi hermana Leuben.El gato me esperaba. –Guía –le dije–. Entonces el animal me

alargó su cola, que descendió desde el tejado hasta mí. Meagarre a ella y cruzamos los aires. El gato maullaba alagremen-te y mi capa ondeaba y golpeaba azotada por todos los vientos.Las agujas de las torres, los observatorios, los altos edificios,todo lo dejábamos debajo de nosotros negro y silencioso.

177

Page 178: cuentos malévolos de Clemente Palma

Esos espesos nubarrones que veíamos desde la taberna, eranejércitos de asistentes a la Walpurgis. En nutrido grupo, ibanlas brujas montadas en escobas, desnudas y los senos secos ylaxos, brillaban extrañamente a la luz verdosa de la Luna y seagitaban en los movimientos desordenados del vuelo. Repug-nantes arrugas untadas de una grasa misteriosa las surcabanen todo el cuerpo. ¡Ah cuantas comadres muy conocidas en Co-lonia vi! Risas cascadas salían de sus mandíbulas sin dientes, alyerme colgado del gato. Mozas bellísimas iban también, caba-lleras en escobas y animales de un hibridismo monstruoso, cu-lebras con cabeza de bueyes –perros con rabos de lagarto y ca-bezas de grillo, –cucarachas enormes con patas de cabra, –ara-ñas gigantescas y aladas. Las mozas lúbricas y chillonas iban ala fiesta satánica, desnudas también y ebrias, y entonando can-ciones más obscenas aún que las que cantábamos al salir de lataberna, se abrazaban delirantes de voluptuosidad a sátiros o ahombres con cabezas de asnos. Había uno entre estos que eraigual, corno una gota de agua a otra –a nuestro profesor deMetafísica en Gothinga.

Sentí a veces como una bofetada de viento: era alguna ban-dada de mariposas ligeras, grandes como buitres, que pasaba,o alguna turba de cuervos y murciélagos que revoloteaban yme rozaban en la frente con sus alas frías y aterciopeladas. Ca-da uno de los nubarrones era un gremio que iba a la Walpur-gis. Por un lado iba Lascaro con su cohorte de caballeros, ger-manos a la cacería del oso Atta-Troll, quien con un venablo cla-vado en el pecho llamaba a la negra Mumma… ; Uraka, la bru-ja maligna se reía Mas allá Wottan y sus hijas, las Walkirias, ro-deados de grifos y dragones galopaban haciendo brillar las co-razas y los plateados yelmos… ; Barbazul, el ogro francés queultrajaba doncellitas y comía carne humana, iba también, soli-tario, y pensativo. ¡A cuánta gente vi!

Al fin apareció la montaña Brockeu. Allí estaba el Diablo –ha-bía un ruido ensordecedor de danzas en torno a fuegos fatuosenormes, de hervores en anchas calderas en que bullían cuer-pecillos de infantes. Luego un festín horrible en que se comíacarroña y se bebía sangre; los esqueletos hacían de lacayos yescanciaban en jarrones robados a las tumbas… Las mujeres,los monstruos, las viejas y los viejos, todos mezclados, se

178

Page 179: cuentos malévolos de Clemente Palma

retorcían como borrachos epilépticos en las ansias de placeresbestiales.

El gato negro me cogió de la mano y me llevó donde Satán; ycon que voz me heló, porque la reconocí, le dijorespetuosamente:

–Presento a Vuestra Infernal Majestad a mi hijo mayor, Sil-ker; mi otro hijo, Franz es un cobarde, y a mi hija Leuben ya laconoce Vuestra Majestad: es aquella joven que charla con eldoctor Fausto.

Busqué con la vista a mi hermana Leuben y la vi en los bra-zos del viejo. Me volví el gato se había transformado y era… .era mi madre. No sé qué pasaría después

****Al día siguiente, 1ro de abril, amanecí debajo de la cama. Oí

los pasos de mi madre que trajinaba en la vecina habitación yla llamé: –¡Madre! ¡madre!– Entró pálida y ojerosa como si hu-biera llorado.

–Madre ¿he soñado o sois una vieja bruja y mi hermana Leu-ben una mujer perdida? –Mi madre me contestó con la voz ge-mebunda e irritada.–Eres un infame, Silker; anoche te ha traí-do cargado tu hermano Franz, que estaba menos borracho quetú, y toda la noche has estado gritando; ni tu hermana ni yo he-mos podido dormir.–Y salió dejándome como quien ve visiones.Llamé a Leuben. –¿Cómo has dejado a tu amigo el doctor Faus-to –la pregunté con sorna.– Le dejarías en la taberna, borrachoescandaloso –me dijo y se fue calzándose los guantes para ir amisa. Despertó a Franz que roncaba estruendosamente.

–Oye –¿recuerdas el gato de los cuernos de luz?–Pero, hombre, ¿todavía te dura la embriaguez? Estás ha-

blando disparates.Salté de la cama irritado:–El borracho eres tú, cobarde, que anoche temblabas como

un azogado y tuve que traerte a tu cama ¡como a una doncelli-ta asustada!

–¡Ja! ¡ja! Hombre de Dios; si yo soy quien te ha traído en bra-zos fi las tres de la mañana. Te encontré bajo una banca en lataberna Hop-Frog.

–No, esclaro que no.

179

Page 180: cuentos malévolos de Clemente Palma

Pues sí, sí he estado –le interrumpí y le dejé mirándome azo-rado. Me vestí, prendí la pipa y me asomé a la ventana. Dabanlas ocho. San Gereón y Santa María del Capitolio llamaban amisa y los burgueses vestidos con sus ropas domingueras acu-dían al santo oficio.

180

Page 181: cuentos malévolos de Clemente Palma

Floreal o El carnaval de las flores

Había gran alboroto entre las flores del jardín de la marquesitaElodia.

Durante la noche había venido su majestad el rey Momo,acompañado de sus consejeros Arlequín y Pierrot, las habíadespertado a todas y ordenándoles celebrar las Carnestolen-das. Esto, después de bromear un rato, de piropearlas y de ha-cer picarescas alusiones a la linda marquesita, chanzas queaplaudían Pierrot y Arlequín soltando grandes risotadas y agi-tando endemoniadamente los cascabeles.

Todas hablaban a la vez. La rosa bachillera charlaba hastapor las espinas; la camelia ensartaba discurso tras discurso; eljazmín se reía a caquinos; el nardo hacía enrojecer a su compa-ñeras con sus bromas de color subido; la traviesa peonía searrastraba cautelosamente y pellizcaba los tallos a las floresvecinas; el muy mentecato de narciso hablaba distraídamente,porque toda su atención la ponía en acicalarse con las gotasdel rocío; las buenas tardes querían seguir durmiendo, pero lostunantes claveles, apenas las veían dormitando, las daban inso-lentes besos en los pétalos; el heliotropo hablaba al oído deuna margarita no sé qué cosas, que la turbaban y hacían reír;la azucena recitaba oraciones matinales (¡a la muy tonta se lehabía metido entre hoja y hoja ser monja!); la violeta era la úni-ca que no hablaba ni se movía: soñaba en las frases de amorque, en voz baja, la venía murmurando, desde hacía tiempo, unapuesto galán de noche… ¡Pobrecilla! ¡Ya no resistiría más ypronto cedería!…

–¡Qué batahola!–Celebremos el Carnaval con un fastuoso baile –propuso la

coquetuela de la rosa.–¡Bravo! ¡Bravo! –gritaron las flores.–¡Mejor sería una bacanal! –apuntó maliciosamente el nardo.–¡Grosero! ¡Insolente! ¡Satírico! –apostrofó irritada una dalia

marisabidilla.–Sátiro, habréis querido decir, mi furiosa amiga –corrigió con

sorna el nardo.–¿Y qué es eso de bacanal? –preguntó una clemátide

inocentona.–Es… lo que no puede decirse –contestó riéndose la rosa.

181

Page 182: cuentos malévolos de Clemente Palma

–Señoras y caballeros, propongo un simbólico baile de disfra-ces –dijo un lirio que la daba de poeta decadente; –disfracémo-nos, por ejemplo, de gente honrada.

–Perfectamente, señor mío, pero sepamos antes cómo es esedisfraz.

–No había caído en el inconveniente… Entonces de pícaros.–Pues yo declaro que prefiero a todo eso pasar una cuantas

horas en el teatro prendida al «smoking» de un gallardo y aris-tocrático joven.

–Yo –dijo tímidamente la azucena –quisiera estar en el altarde la Virgen, iluminada por la luz de los cirios y envuelta por ti-bias y fragantes nubes de incienso.

–Sí, ¿eh? –dijo el incorregible nardo. –Yo no aspiro a deliciastan celestiales: me conformo con estar en un «bouquet» rodea-do de mis amiguitas las rosas, bien apretado con ellas…

–¡Libidinoso! ¡Concupiscente! ¡Pillo! –interrumpieron éstas,pinchando al pícaro nardo con las espinas.

–¡Ay tirana!… ¡Ay! ¡ay!… ¡Qué os beso!… ¡Ay!…–¡Callaos, bachilleras del demonio! –exclamó un viejo cuervo

desde un abeto próximo. –No me habéis dejado meditar en to-da la noche con vuestra insulsa charla. Ya os quisiera ver a to-das dentro de la panza de un buey. ¡Vaya con las charlatanadasy con la disparidad de las opiniones! ¡Malhaya lasCarnestolendas!

–Usted dispense, señor cuervo, que le hayamos turbados susmeditaciones; no le habíamos visto… Tenga usted en cuentaque la alegría es patrimonio de la juventud y no de ancianos ysabios como usted.

–¡Ea! En suma, ¿lo que vosotros queréis es diversión? ¿No esverdad? –preguntó con maligna sonrisa.

–Sí, señor.–¿Y queréis mucho a la marquesita, esa damisela tan frívola,

tan charlatana y tan loca como vosotros, mala pécora?–¡Oh, sí señor; ella es buena; con frecuencia nos riega, nos

cuida y nos acaricia con sus lindas manos.–Perfectamente, pues ella os va dar hoy diversión –dijo el

cuervo con cachaza, y remontó el vuelo.Las flores se pusieron contentísimas. Ya maliciaban de qué

se trataba. Ese feo cuervo aludiría probablemente a la fiestaque la marquesita daba todos los años en Carnestolendas.

182

Page 183: cuentos malévolos de Clemente Palma

…Efectivamente, pocas horas después el jardinero, vestidode negro, arrancó todas las flores para adornar el ataúd de lamarquesita, que había muerto esa noche, mientras su majestadel rey Momo, borracho como una cuba decía chuscadas queaplaudían sus consejeros Pierrot y Arlequín, soltando grandesrisotadas y agitando endemoniadamente los cascabeles…

183

Page 184: cuentos malévolos de Clemente Palma

El mejor regalo

E n el fondo de la choza humilde estaba la cama tosca de lacampesina enferma… Su pálida cabeza se perdía entre las

almohadas y, amorosa, con la santa ternura de todas las hem-bras por sus cachorros, amamantaba al recién nacido, hermosoy robusto, como un San Juan.

El padre se vestía con sus ropas domingueras. Su mujer lemiraba fijando en él sus ojos de expresión laxa y luego besabasonriendo al pequeñuelo. Nevaba; la noche era oscura a pesarde la gris fosforescencia de la escarcha y sin embargo el buenlabrador se acicalaba cuidadosamente, como un mozo galánque se prepara a la cita de una amada aristocrática. Era queiba a buscar a la Reina de las Hadas quien le había ofrecido serla madrina de su hijo.

****Cinco meses antes, una tarde en que fue, como de costumbre

al bosque a cortar encinas, salvó a una cierva perseguida decerca por un lobo, con destreza tiró su hacha a la cabeza de lafiera y la tendió muerta. Grande fue su asombro al ver que lacierva se convirtió en una dama hermosísima, ricamente vesti-da, que se le acercó y le dijo:

–Te agradezco, leñador, el servicio que me has prestado. Soyla Reina de las Hadas. Cuando nazca tu hijo; seré su madrina ymis compañeras y yo le haremos dones. Toma esta ramita desaúco y cuando nazca el niño, ven en la noche a este mismobosque y golpea con la rama en cada árbol. Saldrá un Hada.Aquella más robusta y añosa tocarás para llamarme. Adiós.

El leñador refirió a su mujer lo que le había pasado. Pasaronlos cinco meses y una mañana nació su hijo.

****Regresó del bosque contentísimo: había tocado multitud de

encinas y habían salido innumerables Hadas. Solo que tocó eq-uivocadamente un pino; también salió una Hada negra, peromuy bella y ricamente vestida. Apenas cabían en la cabaña. Hi-cieron cumplidos a la enferma y se agruparon en tono a su le-cho. La Hada negra permaneció inmóvil en un rincón.

184

Page 185: cuentos malévolos de Clemente Palma

–¡Yo le haré amado de las mujeres! –dijo la Reina de las Ha-das y dio un beso en la frente al niño.

–Le daré Riquezas.–Le haré Rey–Le daré la Fuerza–Yo, el valor.Todas obsequiaban al niño con un don y le besaban. Sólo la

Hada negra se mantuvo inmóvil en su rincón.–Señora –dijo el leñador suplicante– ¿vos no queréis favore-

cer a mi hijo?–Mira, buen hombre –contestó con voz lúgubre; los ojos le

brillaban extrañamente– yo puedo dar a tu hijo la Dicha, la Fe-licidad, dones que no le han obsequiado mis colegas; puedo im-pedir que sufra las mordeduras del Dolor, puedo hacerle el ob-sequio más valioso para un hombre… ¿Quieres que lo haga?¿Lo exiges?

–¡Oh señora, os lo pido de rodillas!–Bueno, voy a complacerte –dijo sonriéndose el Hada negra,

acercándose al niño.Las demás Hadas le abrieron paso. Entonces tomó al infante

que al sentir el frío de sus manos lloró. Le besó en la frente yluego… luego le estranguló.

Había hecho al niño el mejor regalo: la muerte.

185

Page 186: cuentos malévolos de Clemente Palma

Las queridas del humo

I

C uando nadie me rodea es cuando estoy más acompañado.Repantigado en un sillón de mi alcoba y fumando un ciga-

rrillo, mientras se afanan en llegar hasta mí los ruidos de la vi-da comercial, me encuentro entre una sociedad exquisita, evo-cada por mis ensueños siempre en parranda. Entre las nebulo-sidades del humo, vaporosas y sutiles vienen a mí en larguísi-mo cortejo, las visiones que han vivido alguna vez en mi fanta-sía efervescente…

Recibo. Pálida y con los ojos secos viene Ofelia, la rubia,arrojando en su camino, los pétalos de las rosas que su manoalba arrancó en el jardín. Sí, la veo vagando loca entre las on-dulaciones del humo de mi cigarro. Delira y me ofrece sonrien-do una campánula. Acércase en su amable demencia a ponerlaen un ojal de mi vestido. ¡Oh, cómo brillan sus ojos! La inocen-te niña está muy pálida, pero sus labios son rojos; su complac-iente sonrisa despierta en mi organismo a los enanillos de lamaldad que bailan furiosos por toda mi espina dorsal y pinchanmis nervios. Luego se arremolinan en torno de mi cerebro yatizan la maldita llama con sus murmuraciones insolentes ymaliciosas. Mis ojos brillan también. Bajo la fina túnica danesapresiento la hermosura delicada y nerviosa del cuerpo de Ofel-ia. Extiendo los brazos para estrechar en ellos a la virgen locay saciar en sus labios purpurinos la sed de amor que me morti-fica; pero el beso queda tembloroso en mis labios. La hija dePolonio huye. La canastilla de flores se vuelva, y entre las espi-rales de humo, veo las rosas, campánulas y gardenias cayendoen el espacio, como mariposas muertas… La ceniza de mi ciga-rro se ha caído.

186

Page 187: cuentos malévolos de Clemente Palma

II

V ienen lejos aún. Vagamente escucho el hallalí de los cara-coles y el ladrido de los perros. Es el conde Lascaro que

va a la cacería del oso Atta-Troll. Al fin se acercan. En rápidoscorceles que briosamente galopan vienen damas y caballerosbizarramente vestidos. Las jabalinas y los cuchillos de cazadespiden brillores de plata bruñida. Pasan junto a mí resuelvotomar parte en la cacería. Monto en un caballo que un pajeconduce. La hija del conde, desdeñosa y altiva, a mi lado enobediente hacanea… El humo de mi cigarro se espesa y formainmensos bosques y montañas rocallosas. La hija morena delconde apoya imperiosamente su mano sobre mi hombro con lainsultante familiaridad que se tiene con la servidumbre. Sordacólera me hace palidecer, a la vez que el intenso deseo de hu-millar la altivez de la dama y ser amado por ella. Nos apeamos,porque el terreno se hace difícil… Allá lejos vemos al condeLascaro blandiendo la jabalina. El oso Atta-Troll cae herido yruge espantosamente…

Eglantina se apoya en mi hombre de nuevo, y yo, más atrevi-do, la cojo por la cintura y estampo un rápido beso en sus lab-ios. Un latigazo crúzame el rostro. La dama ha castigado miosadia:

–¡Os amo!–¡Lacayo insolente y cobarde!–Os amo, no soy lacayo; ¿por qué me humilláis?–¡Mal caballero!Eglantina levanta nuevamente el fuete.–Te amaré si me vences, me dice furiosa arremetiendo contra

mí.¿Qué hacer? ¿No es ridículo luchar con una dama? ¿Herirla,

verter su sangre?¡Qué hermosa está! Parece una Walkiria.Un nuevo fuetazo me hiere y veo a Eglantina preparándose a

lanzarme la jabalina. No reflexiono ya. Lucho. Repetimos elcombate de Günther y Brunequilda, de que habla la leyenda delos Nibelungos. Varias veces estoy a punto de ser atravesadopor la jabalina de Eglantina, quien la maneja con la destreza deun montero, pero mi agilidad me salva y al fin hiero lentamenteen el cuello y en la mano a mi adorable enemigo. Suelta el

187

Page 188: cuentos malévolos de Clemente Palma

arma y cae en mis brazos llorando como una niña. Sus ropas deseda se han desceñido en la lucha…

–Me has vencido, te amo –me dice pegando sus labios a losmíos.

El cutis suavísimo y perfumado de Eglantina, sus ojos negrosde gitana enamorada me enloquecen. Tomo en mis brazos, pe-ro… el conde Lascaro regresa triunfalmente; el oso Atta-Trollcuelga sangrando de las ancas de su caballo. De pronto todoempieza a esfumarse y a desaparecer: el bosque, la cabalgata,los perros, el conde Lascar, Atta-Troll, Eglantina… nada. Quie-ro atraer a la doncella para darle un último beso, largo, muylargo…

Mi cigarro se ha apagado, el humo se ha desvanecido y chu-po, chupo en vano la colilla. Vuelvo a encenderla.

188

Page 189: cuentos malévolos de Clemente Palma

III

T odos al verla pasar dicen con terror.–¡Es la Reina!

–¿Quién es esta Reina a la que todos temen y señalan? –mepregunto, y la curiosidad me arrastra a seguirla.

Voy detrás de ella. Su cintura es esbelta; su vestido es riquí-simo, blanco y ceñido; su andar rápido, pero majestuoso. Todosal verla palidecen. Los señores y la gente del pueblo al encon-trarse con la «Reina» se estremecen, se descubren medrosos yprocuran no tocarla. Pero, ¿quién es esta Reina? me digo cienveces. Pasa un poeta morfinómano y la saluda con cariñosorespeto. Al fin nota la misteriosa reina que yo la sigo. ¡Oh Diossanto! ¡no he visto mujer más extrañamente seductora! Es casiuna niña, de cabellera y cejas negras como la noche, pero susojos son verdes; en sus labios hay palpitaciones como de besosque pugnan por salir. Pálida, pálida como una viuda joven yadolorida, tiene, sin embargo, en sus pupilas chispeos de sens-ualidad y alegría. Su rostro me ha conmovido hondamente. Sedetiene al oír mis pasos tras ella.

–¿Por qué me sigues, joven? ¿No sabes quién soy?–Sé que eres Reina, la Reina de la hermosura y de la gracia.

Sé que te temen o respetan todos, viejos y mozos, mujeres y ni-ños. Quiero saber quién eres, niña gentil. No sé si eres malignay pérfida, y me importa poco porque te veo con los ojos de lapasión.

–¡Ah! te lo han dicho… No, no lo soy. Soy buena y amable conlos poetas. Soy la querida de todos los hombres, a unos tratobien, y a otros mal; eso es todo.

–Pero ¿quién eres? Dímelo, adorada niña. ¡Querida de todoslos hombres! Mientes, a fe; eres muy joven para ser corrompi-da. No, tú eres pura y virgen como un ángel.

–¡Iluso! me encuentras joven y bella: Tú debes de ser poeta,¿lo eres?

–Sí.–Entonces, sígueme. Sígueme, te amo.La noche avanza. Llegamos a un palacio blanco que hay en

las afueras de la ciudad. Es todo de mármol y parece estadeshabilitado, pues no se oye el menor ruido. La luna tiñe conluz amarillenta la callada mansión. La joven loca en la puerta

189

Page 190: cuentos malévolos de Clemente Palma

que inmediatamente se abre. Entro en un vasto salón lujosa-mente ornado. Están llenos de sofás, las sillas, las ventanas depersonas ilustres. Hay baile. Un melodium toca los acordes pri-meros de una cuadrilla triunfal. En cuanto entramos todos seponen de pie para saludar a la Reina. Mozart es quien toca, Go-ethe y Heine saludan familiarmente a mi guiadora, varios tro-vadores provenzales se inclinan ante ella y ella les sonríe. Conla punta de los dedos envía un beso a un joven que está de pieen un rincón; pregunto cómo se llama: Gérard de Nerval. Ladama me sigue de largo y yo, ebrio de amor y curiosidad, la si-go. Penetro en su alcoba en donde hay un amplio lecho de ex-traña forma. Estamos solos: ella se desciñe la cabellera y unamuda cascada de ébano cae sobre sus hombros:

–Dime, ¡oh Reina amada! ¿qué lecho es aquél?–Es el ataúd, mi lecho de desposada. Ven, te amo.Un estremecimiento frío me sacude y estruja los nervios, al

paso que una dolorosa voluptuosidad me incita a entrar en esaenorme caja negra.

–¿Quién eres, novia mía? –le pregunto con ansiedad.–Soy la Muerte, ¡la Reina Muerta!…Nos unimos en un estrecho abrazo…–Dame un beso –le digo suplicante.Entonces ella junta sus labios a los míos y siento un dolor de

muerte agudo y terrible que me hace gritar…Equivocadamente me había llevado el cigarro a los labios…

por el lado del fuego…

190

Page 191: cuentos malévolos de Clemente Palma

El dios Pan

E s la Tesalia florida y alegre. Mil mariposas de ropajes or-ientales giran ebrias y voluptuosas en torno a las campá-

nulas rebosantes de néctar a manera de repletas ánforas de or-gía. Por todas partes trasuda la selva el vaho delicioso de la vi-da exuberante. Como racimos de labios henchidos de besoscuelgan las cerezas de copudos árboles y cada brisa, cada ar-monía vibrátil y fugitiva, arranca un ósculo de perfume a latentadora fruta. Por los claros del ramaje penetran las lumino-sas miradas del padre Febo y a la caricia de luz, el césped sealegra, las rosas se ruborizan como púdicas doncellas a los ha-lagos de un mancebo atrevido y en las amplias hojas de nenú-far resalta su musculatura complicada como la de un brazo deatleta…

Allí esté el Dios pastoril, en medio de las flores y las maripo-sas, abstraído en la música de su flauta típica. Los antílopes, decuyos cuerpos se hacen cítaras, pasaban veloces y elegantes,pero al oír al dios se detienen a escucharle; –las libadoras abe-jas acallan el zumbido de sus alas sutiles y, prendidas a los pé-talos de las flores, siguen atentamente la melodía divina;– de-trás de cada árbol y entre las grietas de los troncos añosos,asoman sus cabezas, conmovidas y sonrientes, la dríadas, coro-nadas con verdes hojas de encina; –nubes de silfos vagaban en-tre las arboledas, pero impresionadas detenías su traviesacharla y cabalgando en las espadañas y en las hojas espigadasque se doblaban con el peso de sus diminutos cuerpecillos– ro-daban atentos y formales al dios músico.

El dios, sereno e impasible, sentado sobre una piedra –mon-tadas una sobre otra, sus piernas peludas de macho cabrío, na-de ve; en su abatimiento artístico, toca, toca…

De pronto, un silfo travieso arroja un puñado de tierra dentrode los canutillos de la flauta y ¡horror! La melodía se descom-pone –se rompe–, –se hace chillona–, –ronca, –asmática, –lasnotas se resquebrajan agonizadotas y el divino encanto sedeshace. Sale un rugido de cólera de los labios del dios. Lasdríadas huyen asustadas con la cabellera suelta, por las pe-numbras del bosque– las flores cierran su broche perfumado…los antílopes medrosos huyen luciendo sus torneados correjo-nes desplegados en una carrera vertiginosa –las abejas

191

Page 192: cuentos malévolos de Clemente Palma

zumbadoras e irritadas se alejan y mientras Pan furioso e ira-cundo arroja la flauta contra el suelo, se escucha en los linde-ros de la selva la carcajada infantil de los silfos que huyen es-tremeciéndoseles los cuerpecillos, al volar con las convulsionesnerviosas de una risa picaresca e inextinguible…

192

Page 193: cuentos malévolos de Clemente Palma

Los funerales del Sol

E l crepúsculo. Honda melancolía acongoja a los cielos: hamuerto el Sol. No paró mientes en la proximidad del mar

y de pronto se vio que caía en él sin poderse contener. ¡Hamuerto el Sol! ¡El rey de la luz se ha ahogado! Las naves levan-tan al cielo sus antenas en actitud de viudas dolientes que oranpor el alma del esposo difunto. Corporaciones de nubes acudenal entierro del Rey Sol. Esas blancas son coros de vírgenes quevan a poner albas rosas en su tumba, la línea brillante que lasperfila es el oro de sus rubios cabellos. Aquellas pardas, queavanzan lentamente, son caducos ermitaños, que van a recitarante la fosa gangosas preces. Esa nube de brillos acerados estáformada por la mesnada de un caballero de Malta que a va for-mar la guardia de honor: por eso ha bruñido las alabardas y lascotas. Aquella nube que avanza mostrando un extraño barajam-iento de combas, estrías y colores: el rojo y la gualda, el verdey la púrpura, es una corte medioeval con sus damas, meninas ypajes, sus bufones, juglares y trovadores, sus doseles, pena-chos y oriflamas, que se traslada en confusa banda para asistira los funerales del Sol.

Empieza la fúnebre ceremonia. El mar con enronquecida vozcanta el Miserere. De las naves de guerra disparan el cañonazodel crepúsculo. Las cigarras entonan su monótona elegía; to-can a oración los templos y las gentes se descubren. Un incóg-nito sepulturero arroja grandes paletadas de sombra en la reg-ia tumba y, cuando la tiniebla lo envuelve todo, surge la luna.Es la lápida que una larga caravana de estrellas conduce a latumba del Sol. Sólo los poetas pueden descifrar el cabalísticoepitafio escrito en su marfilina superficie.

193

Page 194: cuentos malévolos de Clemente Palma

Miedos

E l salón estaba obscuro, muy obscuro. Los espejos, cega-dos por la obscuridad, no reflejan en sus colosales pupilas

los buques chinos de marfil, los dorados muebles, las sedosascortinas ni las caprichosas licoreras y chucherías que adorna-ban los chineros.

En la puerta del salón, como dos ujieres medioevales, esta-ban reflexionando de pie, sobre sus pedestales de mármol, env-ueltos en la gasa intangible de las tinieblas, Dante, en su acti-tud hierática, con el dedo sobre los labios, y Petrarca recostadosobre su lira. La araña, como una inmensa plomada de cristal,se descolgaba largamente del techo, y cada vez que un carrua-je estremecía el salón con su escandaloso rodar sobre las pie-dras de la calle, interrumpía el silencio con el tintineo de susprismas sonoros. El riquísimo Pleyel, abierta su bocaza de ma-dera, reía sin ruido, haciendo jugar sobre su larga hilera dedientes ese átomo de luz que siempre existe disuelto en todaobscuridad. Parecía una inmensa cabeza de hotentote risueño.Lejanos relojes daban campanadas y ventanas, y resbalando so-bre la alfombra de Bruselas iban a perderse en las demás habi-taciones. Luego… nuevamente el silencio.

Dieron las tres y una de las puertas se entreabrió y penetróen el salón una sombra, lentamente, arrastrándose como ungnomo curioso que camina con precaución para no hacer rui-do. Subió al piano, y caminando sobre el teclado, produjo unaescala imperfecta. Probablemente le disgustó al gnomo su pocadisposición para la música, porque inmediatamente se alejó yfue a esconderse a uno de los sillones.

Poco después se estremeció el aire encajonado del salón conunos ruidos extraños que venían del sitio en que se había ocul-tado el gnomo: un frou frou constante y desesperado, sollozosahogados, gritos de dolor que se resolvían en un gruñido sor-do. Se hubiera creído que el gnomo, herido de muerte, se re-volcaba sobre la seda en una agonía lenta y dolorosa. Dantehundió su mirada de águila es la obscuridad y Petrarca levantótambién la cabeza, pero no se veía nada. El sillón estaba de es-paldas a ellos y en la imposibilidad de ver, volvieron a su acti-tud meditabunda.

194

Page 195: cuentos malévolos de Clemente Palma

En la habitación contigua una muchacha, rubia como los tri-gos, estaba en un lecho adornado con angelitos, temblando demiedo. Se despertó a los gritos del piano mortificado con las pi-sadas del gnomo. ¡Oh, Dios mío –pensó– ladrones! Y se quedófría, inmóvil, conteniendo la respiración, sin atreverse a hacerel menor movimiento para no atraer la atención de los ladro-nes. ¡Si se movía, la matarían para que no avisase!

De pronto, llegó a sus oídos un prolongado gemido, extrahu-mano, como los que la imaginación popular supone que salgande los labios de las almas en pena. La muchacha se estremeció,presa de indecible espanto; quiso grita:

–¡Abuela, abuela… luz… están penando en el salón!Pero se le ahogó la voz, movió los labios, mas la lengua ni la

garganta quisieron obedecerla. Con los cabellos erizados y losojos desmesuradamente abiertos, esperaba a cada segundosentir la impresión de frialdad de una calavera que se acostarasobre su misma almohada: veía en el aire canillas que se cruza-ban, largas túnicas por cuyas mangas voladas salían brazos ymanos óseas. Aterrorizada se tapó la cabeza y se estuvo así, es-cuchando gemidos y rodeada de horribles visiones, hasta quepor el tejido de la sobrecama vio colarse un estirado rayito deluz matinal como un alambre de oro.

Eran las seis de la mañana. Se destapó medrosa aún, peropoco a poco se tranquilizó: de día las ánimas en pena vuelvenal cementerio. A las siete, su abuela, una viejecita de andar li-gero, a pesar de sus 70 años, estaba ya levantada y caminandopor toda la casa.

–Buenos días, hija, a levantarse.–Buenos días, abuelita –contestó la linda rubia, besando la

mano de la anciana. Tenía la muchacha quince años y unos lab-ios frescos y rosados, bajo los que había una nidada simétricade perlas. Sus senos virginales, duros y redondos, comenzabana darle aspecto de mujer y levemente levantaban la alba cami-sa de dormir, menos blanca que su piel suavísima. El miedo yel insomnio de la pasada noche habían dejado una línea azula-da bajo sus rasgados ojos de cielo. La abuela notó ojeras de ladoncella y se lo dijo; ella iba a referirla lo de las penas, pero secontuvo; sabía que su abuela se reiría de sus miedos y no lacreería…

195

Page 196: cuentos malévolos de Clemente Palma

Levantóse, y después de bañarse, entró al salón a repasaruna lección de piano…

****El salón estaba claro, muy claro. Grandes haces de luz se

precipitaban por las ventanas teatinas en el afán de penetrartodos a la vez. Luego se desbandaban sobre los muebles hac-iendo brillar la seda. Los espejos se hacían todos ojos y, ansio-sos de ver, reflejaban en las lunas venecianas los buques chi-nos, las mesas, las camisas, las chucherías que llenaban loschineros, todo, todo cuanto podía caber en sus colosales pupi-las. Dante, bañado en esa inundación de luz que daba tintes ybrillores amarillentos a su gran túnica de bronce, continuabaen su actitud hierática, con el índice recostado en su labio infe-rior, y Petrarca se preparaba a tañer la lira. Sobre los cuadrosde las paredes, sobre las alfombras y los muebles celebraban lafiesta de la luz, la apoteosis del Sol, una infinidad de espectri-llos solares, despedidos de los irisados prismas de la araña,que revoloteaban inquietos como alegres pajecillos de Febovestidos con túnicas policrómicas, en tanto que el piano con larisa congelada, dejaba juguetear francamente sobre sus dien-tes de marfil la luz que se precipitaba de las ventanas…

Entró la rubia con la cabecita despeinada y húmeda, de laque caía sobre sus espaldas una catarata de oro. Había olvida-do ya sus temores y sólo pensaba en repasar su lección: unalinda melodía de Godefroi, que debía saber a los once, cuandoviniera el profesor. Se sentó en el banquillo de altura variable,recorrió el teclado y comenzó a brotar del marfil un raudal dearmonías encantadoras. ¡Oh! el hotentote estaba contentísimoy al sentir la caricia de esos blancos dedos diminutos y ágiles,rompía en la más melodiosa de sus risas.

–¡Miau, miau! –oyó la rubia a sus espaldas y giró rápidamen-te, luego dio un grito de repugnancia y sorpresa y corriógritando:

–¡Abuela, abuela, venga Ud. a ver… esta Mirra ha parido enel salón… cochina… parecen ratas!

Sobre el sillón estaba echada una gata, dirigiendo a todaspartes la mirada de sus redondos ojazos amarillos; había enellos expresión de enfermedad tan clara, tal laxitud en la pos-tura del animal, que instintivamente pensábase en el rostro

196

Page 197: cuentos malévolos de Clemente Palma

pálido de las mujeres después de un alumbramiento. A un ladodel salón estaban estereotipadas las angustias la naturalezadurante el doloroso momento de la reproducción, en una granmancha de sangre coagulada que teñía la seda del asiento.Tres gatitos con los ojos cerrados, grises, cabezones, estabanprendidos por el hociquito rosáceo, de las hinchadas ubres dela Mirra. Uno de los michines, panza arriba, lucía su vientre ca-si sin pelo, del que salía la tripilla umbilical.

Regresó la rubia con su abuela y una sirvienta. La señora re-funfuñó, riñó a la Mirriña por sucia y sin vergüenza, como si lagata pudiera comprenderla; la amenazó con arrojarle los hijosa la alcantarilla y a punto seguido la buena viejecita ordenó ala sirvienta que la llevara a otro cuarto con sillón y todo paraque no se maltrataran los hijuelos. Al pie del sillón había un ga-tito abortado, deforme. El lujoso asiento de valiosa seda, y ta-lladuras trabajosas, sirvió en delante de lecho mullido a laMirriña.

Siguió la doncella tocando su melodía de Godefroi, despuésdel incidente, y mientras sus dedos recorrían el teclado, su lin-da cara de virgen púber hacía mohines de asco. De pronto laidea de la gata dando a luz se asoció al recuerdo de las penas yterrores que no la dejaron dormir: entonces se sonrió y dos hi-leras de perlas se reflejaron en la charolada caja del piano…

197

Page 198: cuentos malévolos de Clemente Palma

www.feedbooks.comFood for the mind

198