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El honorable colegial john le carre

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Hay un negativo. Existe una zonade sombra, una zona de la que BillHaydon nunca se ocupó o, mejor, silo hizo fue para borrar pistas. Y BillHaydon fue el topodesenmascarado por Smiley, elhombre que desde el mismo centrode poder y decisión del ServicioSecreto británico manteníaconstantemente informados a lossoviéticos de los movimientosingleses y norteamericanos. Y laexistencia de ese negativo enExtremo Oriente tiene que probar -Smiley se aferra a la idea de que

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forzosamente tiene quedemostrarlo-, que Karla preparauna operación de envergadura enaquella zona. Tal vez por ahí podríaempezarse la reconstrucción delCircus. Pero, para ello, se necesitanagentes libres de toda sospecha,individuos que no hayan sidodetectados o conocidos por Haydon.Y Smiley cree haber dado con elhombre preciso: un aristócrata tandigno y frustrado como la propiaGran Bretaña, un honorable colegialcuya dignidad aristocrática estará apunto de dar al traste con unacontraoperación que se revela

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sucia, como todas las operacionesde espionaje, pero en la que residela gran oportunidad de que el Circusrenazca de sus cenizas.

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John Le Carré

El honorablecolegial

ePUB v1.1ErikElSueco 22/04/2012

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Para Jane, que aguantó lo peor,soportó por igual mi presencia y mi

ausencia,y lo hizo todo posible.

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El público y yo sabemoslo que aprende el colegial:que mal devuelven en pagoquienes han sufrido el mal.

W. H. AUDEN

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Prefacio

Doy las gracias más encarecidas alas muchas personas, generosas yhospitalarias, que hallaron tiempo paraayudarme en mi investigación para estanovela.

En Singapur, Aluyne (Bob) Taylor,el corresponsal del Daily Mail; MaxVanzi de la UPI; y Bruce Wilson, delMelbourne Herald.

En Hong Kong, Sydney Liu, deNewsweek; Bing Wong, de Time; HDSGreenway, del Washington Post;Anthony Lawrence, de la BBC; Richard

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Hughes, entonces del Sunday Times:Donald A. Davis y Vic Vanzi, de la UIP;y Derek Davies y su equipo, de la FarEaster Economic Review, en especialLeo Goodstadt. Quiero hacer patentetambién mi gratitud por la excepcionalcooperación del general de divisiónPenfold y su equipo del Royal HongKong Jockey Club, que me guió en laHappy Valley Racecourse y fueamabilísimo conmigo sin querer indagaren ningún momento cuál era mipropósito. Querría también mencionar alos diversos funcionarios del gobiernode Hong Kong y a los miembros de laRoyal Hong Kong Pólice, que me

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abrieron puertas con cierto riesgo demeterse en líos.

En Fnom Penh, mi cordial anfitriónel barón Walther von Marschall meatendió extraordinariamente bien yjamás podría habérmelas arreglado sinla sabiduría de Kurt Furrer y MadameYvette Pierpaoli, ambos de SuisindoShipping and Trading Co., y actualmenteen Bangkok.

Pero debo reservar mi especialagradecimiento para la persona quehubo de aguantarme más tiempo, miamigo David Greenway, delWashington Post, que me permitiórecorrer bajo su sombra distinguida

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Laos, el nordeste de Tailandia y FnomPenh. Tengo una gran deuda con David,con Bing Wong y con ciertos amigoschinos de Hong Kong, que creopreferirán permanecer en el anonimato.

He de mencionar, por último, al granDick Hughes, cuyo carácter expansivo ycuyos modales he exageradodesvergonzadamente en el papel delviejo Craw. Algunas personas, en cuantolas conoces, sencillamente se cuelan enuna novela y se sientan allí hasta que elescritor les encuentra un sitio. Dick esuna de esas personas. Sólo lamento nohaber podido obedecer su vehementeexhortación a denigrarle hasta la

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empuñadura. Mis más crueles esfuerzosno pudieron sobreponerse a la cordialnaturaleza del original.

Y puesto que ninguna de estasbuenas gentes tenía más idea de la queyo tenía por entonces de cómo resultaríael libro, debo apresurarme a absolverlesde mis fechorías.

Terry Mayers, veterano del equipobritánico de Karate, me asesoró sobreciertas técnicas inquietantes. En cuanto ala señorita Nellie Adams, no habríaalabanzas suficientes para describir susprodigiosas sesiones de mecanografía.

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Cornualles, 20 de febrero de 1977.

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Primera Parte:Dando cuerda al reloj

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1Cómo dejó la ciudad el

Circus

Más tarde, en los polvorientosrinconcitos donde los funcionarios delservicio secreto se reúnen a tomar untrago, hubo disputas sobre cuándo habíaempezado, en realidad, la historia delcaso Dolphin. Un grupo, dirigido por unreaccionario patriotero encargado de latranscripción microfónica, llegó alextremo de afirmar que la fecha correctaera sesenta años atrás, cuando «aquelsupersinvergüenza de Bill Haydon»

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llegó al mundo bajo una traidoraestrella. El solo nombre de Haydon leshacía temblar. Aún hoy les hace temblar.Pues fue a este mismo Haydon a quien,cuando aún estaba en Oxford, reclutóKarla el ruso como «topo» o«durmiente» o, en lenguaje llano, agentede penetración, para trabajar contraellos. Y quien, guiado por Karla, seincorporó a sus filas y les espió durantetreinta años, o más. Y cuyo posterior ycasual descubrimiento (tal era la líneade razonamiento) hundió hasta tal puntoa los británicos, que se vieron forzadosa una fatal dependencia respecto a suservicio secreto hermano

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norteamericano, al que, en su extrañajerga particular, llamaban «los primos».Los primos cambiaron por completo eljuego, decía el reaccionario patriotero.Lo mismo que hubiese podido deplorarel tenis fuerza. Y lo destruyerontambién, según sus ayudantes.

Para mentes menos floridas, elverdadero origen fue eldesenmascaramiento de Haydon porGeorge Smiley y el posteriornombramiento de éste como encargadojefe del servicio secreto traicionado,cosa que ocurrió a finales de noviembrede 1973. En cuanto George consiguióquitarle la careta a Karla, decían, no

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hubo nada que le parase. El resto erainevitable, decían. El pobre y buenGeorge… ¡pero qué inteligencia bajotodo aquel peso!

Un alma erudita, una especie deinvestigador, un «excavador» en lajerga, insistió incluso, algo borracho, enel 26 de enero de 1841 como fechanatural, cuando un cierto capitán Elliotde la Marina Real Inglesa condujo a ungrupo de desembarco a una rocaenvuelta en niebla llamada Hong Kongen la desembocadura del río de lasPerlas y unos días más tarde laproclamó colonia británica. Con lallegada de Elliot, decía el erudito, Hong

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Kong se convirtió en el cuartel generaldel comercio de opio de Inglaterra conChina y, en consecuencia, en uno de lospilares de la economía imperial. Si losbritánicos no hubieran inventado elmercado del opio (decía, no del todo enserio), no habría habido caso alguno, niconjura, ni dividendos: y ningúnrenacimiento, en consecuencia, delCircus, tras el traidor saqueo de BillHaydon.

En cuanto a los duros (los agentes decampo en la reserva, los preparadores ylos directores de casos, que formabansiempre un grupito aparte), veían lacuestión sólo en términos operativos.

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Señalaban el diestro juego de piernas deSmiley al rastrear al pagador de Karlaen Vientiane; cómo había manejado a lospadres de la chica; y sus maniobras ytratos con los reacios barones deWhitehall, que sostenían las cuerdas dela bolsa operativa, y controlabanderechos y permisos en el mundosecreto. Sobre todo, el maravillosomomento en que dio la vuelta a laoperación sobre su eje. Para estosprofesionales, el caso Dolphin era sólouna victoria de la técnica. Ellos veían elmatrimonio forzado con los primos sólocomo otro habilidoso ejemplo de periciaprofesional en una partida de póker

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larga y delicada. En cuanto al resultadofinal: al diablo. El rey ha muerto, viva elsiguiente rey.

La polémica se reanuda siempre quese reúnen los viejos camaradas, aunque,lógicamente, el nombre de JerryWesterby raras veces se menciona. Devez en cuando, bien es verdad, lomenciona alguien, por temeridad opasión o simple descuido; lo saca acolación y hay ambiente un instante,pero la cosa pasa. Hace sólo unos días,un joven en período de prueba, reciénsalido de la renovada escuela deadiestramiento del Circus en Sarratt (enjerga de nuevo, «La Guardería»), lo

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sacó a colación en el bar de menos detreinta, por ejemplo. Hace poco haincluido una versión aguada del casoDolphin en Sarratt como material paradiscusión de agencia, con breves puestasen escena, incluso, y al pobre muchacho,aún muy verde, le pudo la emoción,como es lógico, al descubrir que estabaen el ajo. «Pero por Dios —protestó,saboreando ese tipo de libertad estúpidaque se concede a veces a losguardamarinas en los vestuarios—. Diosmío, ¿cómo no habla nadie del papel deWesterby en el asunto? Él fue sin dudael que soportó la carga más pesada. Élfue la punta de lanza. Fue él, ¿no?… qué

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duda cabe.» Salvo, claro, que no llegó adecir «Westerby» ni tampoco «Jerry»,no porque no supiese tales nombres, nimucho menos, sino porque usó en sulugar el nombre cifrado asignado a Jerrypara el caso.

Fue Peter Guillam el que devolvió lapelota al campo. Guillam es alto y recioy apuesto y los aspirantes que aguardanel primer destino suelen mirarle como auna especie de dios griego.

—Westerby fue el leño que avivó lahoguera —declaró secamente,rompiendo el silencio—. Cualquieragente de campo lo habría hecho igual, yalgunos bastante mejor.

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Al ver que el muchacho aún nocaptaba la insinuación, Guillam selevantó y se acercó a él y, muy serio, ledijo al oído que debía tomar otro trago,si podía aguantarlo, y después cerrar elpico durante unos cuantos días, o unascuantas semanas. Tras esto, laconversación volvió de nuevo al temadel buen amigo George Smiley, sin dudael último de los auténticos grandes, y¿qué sería de su vida, ahora que estabaretirado de nuevo? Había llevado tantasvidas distintas; tenía tanto que recordaren paz, decían.

—George dio cinco veces la vueltaa la Luna por cada vuelta que dimos

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nosotros —declaró lealmente alguien,una mujer.

—Diez veces, aceptaron todos.¡Veinte! ¡Cincuenta! Con la hipérbole,el fantasma de Westerby retrocediómisericordiosamente. Y retrocediótambién, en cierto modo, el de GeorgeSmiley. En fin, George tuvo muy buenasuerte, decían. ¿Qué se podía esperar asu edad?

Quizás un punto de partida másrealista sea un cierto sábado de tifón demediados de 1974, a las tres en punto dela tarde, cuando Hong Kong yacía

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desarbolada esperando el asaltosiguiente. En el bar del club decorresponsales extranjeros, un grupo deperiodistas, casi todos de antiguasColonias británicas (australianos,canadienses, norteamericanos)bromeaban y bebían en un estado deánimo de ocio belicoso, un coro sinhéroe. Trece plantas más abajo, corríanlos viejos tranvías y autobuses de dospisos, embadurnados del pegajoso polvomarrón-cieno de las obras y del hollínde las chimeneas de Kowloon. Lospequeños estanques de las entradas delos gigantescos hoteles sufrían elaguijoneo de una lluvia lenta y

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subversiva. Y en el aseo de caballeros,que, en el Club, tenía la mejor vista delpuerto, el joven Luke, el californiano,hundía la cara en el lavabo limpiándosela boca de sangre.

Luke era un jugador de tenislarguirucho y díscolo, un viejo deveintisiete años que hasta la evacuaciónnorteamericana había sido la estrella dela cuadra saigonesa de corresponsalesde guerra de su revista. Cuando sabíasque jugaba al tenis era difícil pensar enél haciendo otra cosa, ni siquierabebiendo. Le imaginabas en la red,devolviendo todo lo que llegase hasta elDía del Juicio, o sirviendo saques

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inalcanzables entre dobles faltas.Mientras sorbía y escupía, su mentehallábase fragmentada por la bebida y laconcusión leve (probablemente Lukehubiera utilizado el término bélico«tragueada») en varias partes lúcidas.Ocupaba una parte una chica de bar deWanchai llamada Ella, por cuya causa lehabía atizado un gancho en la mandíbulaa aquel maldito policía y padecido lasinevitables consecuencias: elmencionado superintendente Rockhurst,también conocido por el Rocker, que sehallaba en aquel momento en un rincóndel bar relajándose después delejercicio, con el mínimo de fuerza

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necesario le había derribado como a unsaco y le había atizado luego una buenapatada en las costillas. Otra parte de sumente estaba en algo que su casero chinole había dicho aquella mañana cuandofue a quejarse del ruido que hacía sugramófono y se quedó a tomar unacerveza.

Una primicia informativasensacional, sin duda. Pero, ¿qué habíatras ella?

Sintió náuseas de nuevo. Luego,atisbo por la ventana. Los juncosestaban amarrados tras las barreras y eltransbordador estaba parado. Había unaveterana fragata inglesa anclada y, según

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los rumores que corrían por el club,Whitehall la había puesto a la venta.

—Debería zarpar —farfulló,recordando el poquillo de sabiduríanáutica que había adquirido en susviajes—. Las fragatas deben hacerse ala mar cuando hay tifones. Sí, señor.

Los cerros eran plomizos bajo lasmasas de nubes negras. Seis meses atrás,el cuadro le habría arrulladoplacenteramente. El puerto, el estrépito,incluso las chabolas rascacielescas quegateaban de la orilla del mar al Pico:después de Saigón, Luke se habíaentregado vorazmente a todo aquello.Pero lo único que veía ahora era un

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pulcro y rico Peñón británico dirigidopor un hatajo de comerciantes de cuellodelicado cuyos horizontes no iban másallá del perfil de sus vientres. Enconsecuencia, la Colonia se habíaconvertido para él exactamente en lo queya era para el resto de los periodistas:un aeropuerto, un teléfono, unalavandería, una cama. De vez en cuando(pero no por mucho tiempo), una mujer.Donde había que importar hasta lasexperiencias. En cuanto a las guerras,que habían sido su adicción tantotiempo, quedaban tan lejos de HongKong como de Nueva York o Londres.Sólo la Bolsa mostraba una sensibilidad

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simbólica y, de cualquier modo, cerrabalos sábados.

—¿Crees que sobrevivirás,campeón? —preguntó el desgreñadovaquero canadiense, dirigiéndose alcompartimento de al lado. Los doshabían compartido los placeres de laofensiva del Tet.

—Gracias, querido. Estoy enperfectas condiciones —replicó Luke,con su acento inglés más exaltado.

Luke decidió que era para él muyimportante recordar lo que le habíadicho Jake Chiu mientras tomaban lacerveza aquella mañana y, de pronto,como un don del cielo, le llegó el

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recuerdo.—¡Ya lo tengo! —gritó—. Dios mío,

vaquero, ¡ahora me acuerdo! ¡Lukerecuerda! ¡Mi cerebro! ¡Funciona!¡Amigos, escuchad a Luke!

—¡Olvídalo! —aconsejó el vaquero—. Anda mal la cosa ahí fuera hoy,campeón. Sea lo que sea, olvídalo.

Pero Luke abrió la puerta de unapatada e irrumpió en el bar con losbrazos abiertos.

—¡Eh, eh, escuchad todos!Ni una cabeza se volvió. Luke

abocinó las manos en la boca paraaumentar la potencia de la voz:

—Escuchad, borrachos de mierda,

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tengo noticias. Algo fantástico. Dosbotellas de whisky al día y un cerebrocomo una navaja de afeitar. Me handado un notición.

Viendo que nadie le hacía caso,agarró una jarra y martilleó en la barradel bar, derramando la cerveza. Inclusoentonces, sólo el enano le prestó unalevísima atención.

—¿Qué ha pasado, Lukie? —gimióel enano con su acento marica deGreenwich Village—. ¿Le ha dado otravez el hipo al Gran Mu? Sería horrible.

El Gran Mu era, en la jerga delClub, el gobernador, y el enano, el jefede la oficina de Luke. Era una criatura

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adusta y fofa de pelo desgreñado que lechorreaba en negras hilachas sobre lacara, que tenía el hábito de brotar depronto, silenciosamente, al lado de uno.Un año atrás, dos franceses, a los quepor otra parte raras veces se veía porallí, estuvieron a punto de matarle porun comentario de pasada que hizo sobrelos orígenes del lío de Vietnam. Lellevaron al ascensor, le partieron lamandíbula y varias costillas y le dejarontirado como un saco de patatas en laplanta baja y volvieron a vaciar suscopas. Poco después, los australianosrealizaron con él un trabajo similar,cuando hizo una estúpida acusación

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relacionada con la simbólicaparticipación militar de Australia en laguerra. Dijo que Canberra había hechoun trato con el presidente Johnson paraque los chicos australianos se quedaranen Vung Tau, que era una especie deromería campestre, mientras losnorteamericanos combatían de veras portodas partes. A diferencia de losfranceses, los australianos no semolestaron siquiera en utilizar elascensor. Se limitaron a darle una zurraal enano allí mismo donde estaba ycuando cayó añadieron un poco más delo mismo. Tras esto, aprendió amantenerse alejado de ciertas personas

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de Hong Kong. En tiempos de nieblapersistente, por ejemplo. O cuandocortaban el agua cuatro horas al día. Oun sábado de tifón.

Por otra parte, el Club estaba másbien vacío. Por razones de prestigio, losmejores corresponsales no solíanfrecuentarlo en realidad. Unos cuantoshombres de negocios, que iban por elatractivo que proporcionaban losperiodistas, algunas chicas, que iban porlos hombres. Un par de turistas deguerra de televisión con falsas ropas decampaña. Y en su rincón acostumbradoel impresionante Rocker,superintendente de policía, ex Palestina,

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ex Kenya, ex Malaya, ex Fiji, unimplacable veterano con una cerveza, unequipo de, nudillos ligeramenteenrojecidos y un ejemplar de la ediciónfin de semana del South China MorningPost. El Rocker, según decía la gente,iba por la clase. Y en la gran mesa delcentro, que en días de entre semana erala reserva de la United PressInternational, haraganeaba el ClubJuvenil de Bolos Anabaptista yConservador de Shanghai, presidido porel extravagante amigo Craw, elaustraliano, disfrutando de su torneohabitual de los sábados. El objetivo dela competición era lanzar una servilleta

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retorcida a través de la estancia yconseguir que quedara prendida en laestantería del vino. Cada vez que lolograbas, tus competidores debíanpagarte la botella y ayudarte a bebería.El amigo Craw gruñía la orden dedisparar y una madura camarerashanghainesa, su favorita, disponíacansinamente los vasos y servía lospremios. Aquel día, el juego no parecíamuy animado y algunos socios nisiquiera se molestaban en tirar. Fue éste,sin embargo, el grupo que Luke eligiócomo su público.

— ¡La mujer del Gran Mu cogióhipo! —insistía el enano—. ¡El caballo

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de la mujer del Gran Mu cogió hipo! ¡Elmozo de establo del caballo de la mujerdel Gran Mu cogió hipo! El…

Luke avanzó a grandes zancadashacia la mesa y saltó directamente a ellacon gran estrépito, rompiendo variosvasos y pegando con la cabeza en eltecho. Perfilado allí frente a la ventanasur, medio encogido, quedaba fuera deescala para todos: la niebla oscura, lasombra oscura del Pico atrás, y aquelgigante llenando todo el fondo. Perosiguieron tirando y bebiendo como si nole hubieran visto. Sólo el Rocker miróhacia él una vez, antes de lamerse unpulgar inmenso y pasar la página del

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tebeo que estaba leyendo.—Tercer turno —ordenó Craw, con

su fuerte acento australiano—. HermanoCanadá, dispóngase a disparar. Espera,patán. Fuego.

La servilleta retorcida surcó el airehacia la estantería, con trayectoria alta.Encontró una hendidura y quedóenganchada un instante, luego cayó alsuelo. A instancias del enano, Lukeempezó a pasear por la mesa y cayeronmás vasos. Por fin logró acabar con laresistencia de su público.

—Señorías —dijo el viejo Crawcon un suspiro—. Les ruego silencio yque escuchen a mi hijo. Temo que va a

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tener que parlamentar con nosotros.Hermano Luke, ha cometido usted hoyvarios actos de guerra y uno másprovocará nuestra firme hostilidad.Hable claro y concisamente, sin omitirningún detalle, por insignificante quesea, y después procure contenerse,caballero.

En la incansable búsqueda deleyendas atribuibles a cada uno, elamigo Craw era el Viejo Marinero[1].Craw se había sacudido más tierra delos pantalones, comentaban todos entresí, de la que la mayoría de ellosrecorrerían. Y tenían razón. EnShanghai, donde había iniciado su

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carrera, había sido chico de té yredactor de noticias locales del únicoperiódico de habla inglesa del puerto.Desde entonces, había cubiertoinformativamente a los comunistascontra Chang Kai Chek y a Chang contralos japoneses y a los norteamericanosprácticamente contra todo el mundo.Craw les proporcionaba un sentidohistórico en aquel lugar sin raíces. Suforma de hablar, que en períodos detifón hasta los más duros podíandisculpablemente hallar tediosa, era unagenuina resaca de los años treinta,cuando Australia proporcionaba la masaprincipal de los periodistas de Oriente;

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y el Vaticano, por alguna razón, la jergadel gremio.

Así que al fin, Luke, gracias al viejoCraw, consiguió su propósito.

—¡Caballeros! —¡Maldito enanopolaco, suéltame los pies! —Caballeros.—Hizo una pausa para limpiarse la bocacon el pañuelo—. La casa llamada HighHaven está a la venta y su gracia TuftyThesinger ha volado.

No hubo reacción, aunque, enrealidad, él no esperaba mucha. Losperiodistas no son dados aexclamaciones de asombro ni deincredulidad siquiera.

—High Haven —repitió

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sonoramente Luke—, está libre. El señorJake Chiu, el famoso y popularempresario de bienes raíces, másconocido por ustedes como mi iracundocasero particular, ha recibido encargodel mayestático gobierno de SuMajestad de disponer de High Haven.Es decir, de venderla. Déjame de unavez, polaco cabrón, ¡te mataré!

El enano le había hecho perder pie.Sólo un ágil y nervioso salto le salvó deromperse la crisma. Desde el suelo,aulló más frases ofensivas contra suatacante. Entretanto, la gran cabeza deCraw se había vuelto hacia Luke y sushúmedos ojos fijaron en él una mirada

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lúgubre, que pareció prolongarseeternamente. Luke empezó a preguntarsecontra cuál de las leyes de Craw podríahaber pecado. Bajo sus diversosdisfraces, Craw era una personalidadcompleja y solitaria, como sabían todoslos que estaban alrededor de aquellamesa. Bajo la buscada aspereza de susmodales había un amor al Oriente queparecía apretarle a veces más de lo quepodía aguantar, de modo que habíameses que desaparecía y, como unelefante taciturno, se perdía porsenderos personales hasta que se sentíade nuevo en condiciones de vivir encompañía.

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—No farfulle esas cosas. SuSeñoría, tenga la bondad —dijo al finCraw, y echó hacia atrásimperiosamente su gran cabeza—.Procure no verter esas sandeces en aguatan salobre, ¿de acuerdo, caballero?High Haven es la casa de los fantasmas.Lleva años siéndolo. La madriguera delcomandante Tufty Thesinger, de ojo delince, de los Fusileros de Su Majestad,actualmente Lestrade del Yard de HongKong. Tufty no se largaría así por lasbuenas. Es un tipo de pelo en pecho, noun mariquita. Dele un trago a mi hijo.Monseñor —esto al barman shanghainés—. Delira.

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Craw lanzó otra orden de fuego y elClub volvió a sus empresasintelectuales. La verdad era queaquellos grandes buscadores de noticiasde espías tenían muy poca fe en lo queLuke pudiera contarles. Tenía éste unalarga reputación de vigilaespíasfracasado y sus sugerencias resultabaninvariablemente falsas. Desde lo deVietnam, aquel idiota veía espías debajode todas las alfombras. Creía que eranellos quienes controlaban el mundo, ydedicaba gran parte de su tiempo libre,cuando estaba sobrio, a merodear entreel innumerable batallón de los que, sindisfraz apenas, vigilaban China desde la

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Colonia y peor, que infestaban elenorme Consulado norteamericano de lacima del Pico. Así que de no haber sidoun día tan soso, la cosa probablementehubiera quedado ahí. Pero, dadas lascircunstancias, el enano vio unaposibilidad de diversión y la aprovechó:

—Díganos, Luke —sugirió, alzandoy retorciendo las manos con gestoafeminado—. ¿Venden High Haven consu contenido o como se encuentre?

La pregunta le proporcionó unasalva de aplausos. ¿Valía más HighHaven con sus secretos o sin ellos?

—¿La venden con el comandanteThesinger? —prosiguió el fotógrafo

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sudafricano, con su soso sonsonete, yhubo más risas, aunque ya no cordiales.El fotógrafo era un inquietante personajede pelo a cepillo, muy flaco y con lapiel tan agujereada como los campos debatalla que tanto le gustaba acechar.Procedía de Ciudad de El Cabo, pero lellamaban Ansiademuerte el Huno. Sedecía que les enterraría a todos, pues losacechaba como un mudo.

Durante varios jubilosos minutos, lacuestión planteada por Luke quedó porcompleto anegada en el torrente dechistes e historias sobre el comandanteThesinger e imitaciones suyas, al que sesumaron todos salvo Craw. Se recordó

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que el comandante había hecho suaparición primera en la Colonia comoimportador, con cierta tapadera fatuaabajo, en los Muelles; sólo para pasar,seis meses después, de modocompletamente inadmisible, a la lista delos Servicios y, junto con su equipo depálidos oficinistas y blancuzcas y bieneducadas secretarias, levantar el campocamino de la mencionada casa defantasmas como sustituto de alguien. Sedescubrieron en particular sus almuerzostête—à—tête, a los que, según se supo,habían sido invitados, una u otra vez,prácticamente todos los periodistas queestaban presentes. Y que terminaban con

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laboriosas propuestas en el momento delcoñac, que incluían frases maravillosaspor este estilo: «Ahora escucha, viejo,si alguna vez te tropezaras con un chowinteresante de la otra orilla del río, yasabes (uno con acceso, ¿comprendes?),recuerda, por favor, High Haven.»Luego, el número de teléfono mágico, elque «está en mi mesa mismo, no hayintermediarios ni grabadoras, nada,¿entiendes?» que más de media docenade ellos tenían, al parecer, en la agenda:«Toma, apúntalo en el puño de lacamisa, como si fuese una cita o unachica, algo así. ¿Preparado? Hong Kong5-0-4…»

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Tras canturrear los números alunísono, todos se aplacaron. Un relojtarareó las tres y cuarto. Luke seincorporó despacio y se limpió el polvode los vaqueros. El viejo camareroshanghainés dejó su puesto junto a lasestanterías y cogió la carta con laesperanza de que alguien quisieracomer. La duda le dominó un instante.Era un día perdido. Lo había sido desdela primera ginebra. Al fondo resonó elgruñido apagado del Rocker que pedíaun generoso almuerzo:

—Y tráeme una cerveza fría, fría.¿Oyes, muchacho? Mucho fría. Chop,chop —el superintendente tenía su

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asunto con los nativos y siempre decíaesto. Volvió la calma.

—Bueno, ya está, Luke —dijo elenano, alejándose—. Con esto te ganasel Pulitzer, no hay duda. Felicidades,querido. La noticia del año.

—Aaaah, al carajo todos vosotros—dijo Luke despectivo, y se dirigió albar, donde estaban sentadas dos chicasamarillentas, hijas del ejército demerodeo—. Jake Chiu me enseñó lacarta con la orden, ¿entendéis? Delservicio secreto de Su Majestad. Lajodida corona arriba, el león tirándose ala cabra. Hola, guapas, ¿no os acordáisde mí? Soy aquel señor tan bueno que os

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compró caramelos en la feria.—Thesinger no contesta —canturreó

fúnebre desde el teléfono Ansiademuerteel Huno—. No contesta nadie. NiThesinger ni su ayudante. La línea estácortada.

Por la emoción o por aburrimiento,nadie se había dado cuenta de queAnsiademuerte se había ido.

El viejo Craw, el australiano, sehabía quedado más muerto que un pájarododó. De pronto, alzó la vista conviveza.

—Marca de nuevo, imbécil —

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ordenó, con acritud de sargentoinstructor.

Ansiademuerte encogió el hombro ymarcó otra vez el número de Thesinger ydos se acercaron a verle actuar. Crawsiguió quieto, mirándoles desde dondeestaba sentado. Había dos aparatos.Ansiademuerte probó con el segundo,pero sin mejor suerte.

—Llama al telefonista —ordenóCraw desde el fondo—. No te quedesahí como un ánima en pena preñada.¡Llama al telefonista, simio africano!

—Número desconectado —dijo eltelefonista.

—Pero desde cuándo, por favor —

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preguntó Ansiademuerte al aparato.No había información al respecto,

dijo el telefonista.—Puede que hayan pedido un

número nuevo, ¿no? —rugióAnsiademuerte por el aparato, aún alinfortunado telefonista. Nadie le habíavisto nunca tan preocupado. ParaAnsiademuerte, la vida era lo quepasaba al final del visor fotográfico: talpasión sólo podía atribuirse al tifón.

No hay información al respecto, dijoel telefonista.

—¡Llama a Shallow Throat! —ordenó Craw, totalmente furioso ya—.¡Llama a todos los funcionarios de

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mierda de la Colonia!Ansiademuerte cabeceó vacilante.

Shallow Throat era el portavoz oficialdel Gobierno, objeto de odio de todosellos. Recurrir a él para algo era un maltrago.

—Deja, yo lo haré —dijo Craw y,levantándose, les apartó para coger elteléfono y lanzarse al lúgubre cortejo deShallow Throat—. Su devoto Craw,señor, a su servicio. ¿Cómo está suEminencia de ánimo y de salud?Encantado, señor, encantado. ¿Y laesposa y la prole, cómo están, señor?Espero que todos coman bien. ¿Niescorbuto ni tifus? Bien, eso está bien. Y

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ahora, veamos, ¿tendría usted la bondadde indicarme por qué demonios se haescapado de la jaula Tufty Thesinger?

Le miraban, pero su rostro se habíainmovilizado como piedra. No habíamás que leer allí.

—¡Lo mismo digo, caballero! —resopló al fin, y devolvió bruscamenteel aparato a su soporte con tal vigor quetoda la mesa saltó. Luego, se volvió alviejo camarero shanghainés.

—¡Monseñor Goh, caballero,pídame un burro de motor y muchasgracias! ¡Muevan el culo sus señorías,todo el rebaño!

—¿Para qué demonios? —dijo el

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enano, con la esperanza de quedarincluido en aquella orden.

—Para un reportaje, cardenalillomocoso, para un reportaje lascivas yalcohólicas eminencias. ¡Para riqueza,fama, mujeres y larga vida!

Ninguno era capaz de descifrar sulúgubre humor.

—Pero, ¿qué cosa tan terrible fue laque dijo Shallow Throat? —preguntódesconcertado el desgreñado vaquerocanadiense.

El enano se hizo eco:—Sí, ¿qué fue lo que dijo, hermano

Craw?—Dijo sin comentarios —replicó

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Craw, con elegante dignidad, como sitales palabras fuesen la más vilcalumnia que pudiera arrojarse sobre suhonor profesional.

Así que se fueron al Pico, dejando ala silenciosa mayoría de bebedores ensu paz: El inquieto Ansiademuerte elHuno, Luke el Largo, luego el astrosovaquero canadiense, muy impresionantecon su bigote de revolucionariomexicano, el enano, pegándose, comosiempre, y, por último, el viejo Craw ylas dos chicas del ejército: una sesiónplenaria del Club Juvenil de BolosAnabaptista y Conservador de Shanghai,sin duda, con el añadido de las damas,

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pese a que los miembros del Club erancélibes jurados. Sorprendentemente, eljoven chófer cantonés les llevó a todos,un triunfo de la exuberancia sobre lafísica. Aceptó incluso dar tres recibospor el importe total, uno para cada unode los periodistas presentes, algo quejamás había hecho, que se supiese,ningún taxista de Hong Kong, ni antes nidespués. Era un día que echaba por laborda todo precedente. Craw se sentódelante ataviado con su famososombrero de paja liso con los colores deEaton en la cinta que le había legado unantiguo camarada en su testamento. Elenano quedó apretujado sobre la palanca

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de cambio y los otros tres se sentarondetrás y las chicas en el regazo de Luke,con lo que se le hacía difícil llevarse elpañuelo a la boca. El Rocker noconsideró oportuno unirse a ellos. Sehabía puesto la servilleta al cuellopreparándose para el cordero asado delClub, con salsa dé menta y muchaspatatas.

—¡Y otra cerveza! Pero esta vezfría, ¿has oído eso, mozo? Mucho fría, ytráela chop chop.

Pero en cuanto la línea de la costa seaclaró, el Rocker hizo también uso delteléfono y habló con Alguien deAutoridad, sólo por ponerse a cubierto,

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aunque todos estaban de acuerdo en queno había nada que hacer.

El taxi era un Mercedes rojo,nuevísimo, pero no hay nada que liquideun coche más de prisa que el Pico,escalando a toda marcha siempre, conlos acondicionadores de aire a tope. Eltiempo seguía espantoso. Mientrassubían renqueando lentamente losacantilados de hormigón, les envolvíauna niebla lo bastante espesa paraasfixiar. Cuando salieron de ella, fueaún peor. Se había extendido por el Picoun telón caliente e inamovible, que

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apestaba a petróleo y estaba atestado delestruendo del valle. La humedad flotabaen cálidos y delicados enjambres. Undía claro, habrían tenido una vista deambos lados, una de las másencantadoras de la tierra: por el norte,Kowloon y las azules montañas de losNuevos Territorios que tapiaban a losochocientos millones de chinos quecarecían del privilegio del dominiobritánico; al suroeste, las bahíasRepulse y Deepwater y el mar de China.Después de todo, High Haven había sidoconstruida por la Marina Real inglesa enlos años veinte, con toda la graninocencia de este servicio, para recibir

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e impartir una sensación de poder. Peroaquella tarde, si la casa no hubieraestado emplazada entre los árboles, y enuna hondonada donde los árboles sealzaban muy altos en su esfuerzo poralcanzar el cielo, y si los árboles nohubiesen mantenido a raya la niebla, nohabrían tenido nada que mirar, salvo lasdos columnas blancas de hormigón conlos botones que indicaban «día» y«noche» y las encadenadas puertas quelos dichos pilares sostenían. Mas,gracias a los árboles, veían claramentela casa, pese a estar situada a cincuentametros. Podían distinguir las tuberías dedesagüe, las salidas de incendios y los

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tendederos de ropa, y podían admirarasimismo la verde cúpula que habíaañadido el ejército japonés durante suocupación de cuatro años. Corriendopara situarse en primera fila en su afánde ser aceptado, el enano pulsó el botónen que decía «día». En la columna habíaun micrófono empotrado y todos lomiraban fijamente esperando que dijesealgo o, como diría Luke, echase unavaharada de humo de yerba. En lacarretera, el taxista cantonés habíapuesto a tope la radio, que emitía unaquejumbrosa canción china de amor queparecía infinita. La segunda columna eralisa, salvo por una placa de bronce que

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anunciaba al Inter-Services LiaisonStaff, la trillada tapadera de Thesinger.Ansiademuerte el Huno había sacado lacámara y estaba fotografiando tanmetódicamente como si se encontrase enuno de sus campos de batalla natales.

—Quizá no trabajen los sábados —propuso Luke, mientras todos seguíanesperando, a lo que Craw respondió queno fuera imbécil: los fantasmastrabajaban siete días a la semana y sinparar, dijo. Y además nunca comían,salvo Tufty.

—Buenas tardes —dijo el enano.Tras pulsar el botón de noche había

estirado sus labios rojos y deformes

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hacia las rejillas del micrófono,fingiendo un acento inglés clase alta quemanejaba sorprendentemente bien, justoes reconocerlo.

—Mi nombre es Michael Hanbury-Steadly-Heamoor, y soy el lacayopersonal de Gran Mu. Me gustaría, porfavor, hablar con el comandanteThesinger de un asunto de ciertaurgencia, por favor, hay una nubefungiforme en la que puede que el mayorno haya reparado, y parece estarformándose sobre el río de las Perlas yestá estropeándole al Gran Mu la partidade golf. Gracias. ¿Sería usted tan amablede abrir la puerta?

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A una de las chicas rubias se leescapó la risa.

—No sabía que fuese un Steadly-Heamoor —dijo la chica.

Tras abandonar a Luke, se habíancolgado del brazo del desgreñadocanadiense, y no hacían más quesusurrarle cosas al oído.

—Es Rasputín —decía admirada unade las chicas, dándole una palmada en elmuslo, por detrás—. He visto lapelícula. Es su vivo retrato, ¿verdad,Canadá?

Todos echaron un trago de labotellita de Luke mientras sereagrupaban y se preguntaban qué hacer.

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Del taxi aparcado seguía llegandoimpávida la canción de amor china delconductor, pero los aparatos de lascolumnas no decían nada en absoluto. Elenano pulsó ambos botones a la vez yensayó una amenaza alcaponesca.

—Bueno, Thesinger, sabemos queestás ahí dentro. Sal con los brazos enalto, sin la capa, y tira al suelo ladaga… ¡eh, cuidado, vaca estúpida!

Esta imprecación no iba dirigida nial canadiense ni al viejo Craw (que sedesviaba furtivamente hacia los árboles,en apariencia para cumplir con unimperativo de la naturaleza) sino a Luke,que había decidido abrirse paso hasta la

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casa. La entrada se alzaba en unacenagosa área de recepción protegidapor goteantes árboles. Al fondo había unmontón de desperdicios, algunosrecientes. Cuando se acercaba allí enbusca de alguna clave iluminadora, Lukehabía desenterrado un trozo de hierro enbruto en forma de ese. Tras llevarlohasta la puerta, pese a que debía pesardoce kilos o más, lo enarboló a dosmanos y empezó a pegar con él en lossoportes, con lo que la puerta repicócomo una campana rajada.

Ansiademuerte se había hincadosobre una rodilla, el rostro flacocrispado en una sonrisa de mártir

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mientras disparaba su cámara.—Cuento hasta cinco, Tufty —chilló

Luke, con otro golpe estremecedor—.Uno… —pegó de nuevo—. Dos…

Se alzó de los árboles una bandadade pájaros diversos, algunos muygrandes, que voló en lentas espirales,pero el estruendo del valle y el retumbarde la puerta ahogaban sus graznidos. Eltaxista bailoteaba por allí, batiendopalmas y riendo, ya olvidada la canciónde amor. Y, aún más extraño, dado eltiempo amenazador, apareció toda unafamilia china, empujando no uncochecito sino dos, y también ellosempezaron a reírse, hasta el niño más

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chico, tapando la boca con las manospara ocultar los dientes. Hasta que depronto, el vaquero canadiense soltó ungrito, se desembarazó de las chicas yseñaló al otro lado de las puertas.

—Por el amor de Dios, ¿quédemonios hace Craw? El viejo buitre hasaltado toda la alambrada.

Por entonces, se había desvanecidoya en ellos cualquier sensación denormalidad. Se había apoderado detodos una locura colectiva. La bebida, ellúgubre día, la claustrofobia, les habíasacado por completo de quicio. Laschicas mimaban indiferentes alcanadiense. Luke seguía su martilleo, el

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chino reía a gritos, hasta que, con unaintemporalidad divina, la niebla se alzó,se cernieron directamente sobre ellostemplos de nubes negriazul y entre losárboles atronó un torrente de lluvia. Alcabo de un segundo, les alcanzó a ellos,empapándoles en el primer chaparrón.Las chicas, semidesnudas de prontohuyeron entre risas y gritos al Mercedes,pero los varones aguantaron firmes(hasta el enano aguantó firme) viendo através de las cortinas de agua lainconfundible imagen de Craw elaustraliano, con su viejo sombrero deEaton, plantado allí, al cobijo de la casabajo un tosco porche que parecía hecho

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para bicicletas, aunque sólo un lunáticosubiría en bici hasta el Pico.

—¡Craw! —gritaron—. ¡Monseñor!¡Se nos adelantó el muy cabrón!

El repiqueteo de la lluvia eraensordecedor, las ramas parecíantroncharse con su fuerza. Luke habíatirado ya su disparatado martillo. Eldesgreñado vaquero abrió la marcha, leseguían Luke y el enano, y cerraba laprocesión Ansiademuerte, sonrisa ycámara, acuclillándose y renqueando sindejar de fotografiar a ciegas. La lluviales chorreaba a placer, borboteando enarroyuelos alrededor de los tobillos,mientras seguían el rastro de Craw

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ladera arriba hasta una loma donde a laalgarabía general se añadía el chirriarde las ranas bramadoras. Escalaron unaltozano de helechos, se detuvieron anteuna valla de alambre de púas, cruzarontorpes entre las alambradas separadas ysaltaron una zanja poco profunda.Cuando llegaron donde estaba, Crawmiraba la cúpula verde, mientras lalluvia le chorreaba a mares por lasmejillas a pesar del sombrero de paja,convirtiendo su excelente traje colorante en una túnica ennegrecida einforme. Estaba como hipnotizado,mirando fijamente hacia arriba. Luke,que era el que más le quería, fue el

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primero en hablar.—Señoría. ¡Eh, despierta! Soy yo:

Romeo. Dios santo, ¿qué bicho le hapicado?

Luke le tocó en el brazo, preocupadode pronto. Pero a pesar de ello, Crawseguía sin decir nada.

—Puede que se haya muerto de pie—propuso el enano, mientras elsonriente Ansiademuerte le fotografiabaen tan feliz e intempestiva condición.

Craw volvió en sí lentamente, comoun viejo campeón.

—Hermano Luke, le debemos unadisculpa en regla, señor mío —murmuró.

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—Hay que llevarle al taxi —dijoLuke, y empezó a abrirle camino, pero elbuen Craw se negaba a moverse.

—Tufty Thesinger. Un buen boyscout. No es de los que se fugan… no eslo bastante taimado para huir: es un buenboy scout.

—Que descanse en paz TuftyThesinger —dijo Luke impaciente—.Vamos, mueve el culo, enano.

—Está pirado —dijo el vaquero.—Analiza los datos, Watson —

continuó Craw, tras meditar un poco,mientras Luke le tiraba del brazo y lalluvia seguía cayendo aún más de prisa—. Observa primero las jaulas vacías

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en la ventana, de donde losacondicionadores de aire han sidointempestivamente arrancados. Lamoderación, hijo mío, es unaencomiable virtud, en especial, no creoque haga falta decirlo, en un fantasma.Fíjate en la cúpula, ¿te das cuenta?Estudiala con detenimiento, caballero.Mira esas marcas. No son, pordesgracia, las huellas de un sabuesogigante, sino marcas de antenasdesmontadas por una mano frenética yojirredonda. ¿Has oído hablar algunavez de una casa de fantasmas sin antena?Sería como un burdel sin piano.

El chaparrón había alcanzado su

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punto álgido. Las inmensas gotas caíancomo metralla a su alrededor. Laexpresión de Craw era una mezcla decosas que Luke sólo podía imaginar.Pensó de pronto, en el fondo delcorazón, que quizá Craw estuvieserealmente muñéndose. Luke había vistomuy pocas muertes naturales y estabamuy alerta al respecto.

—Quizá les haya entrado la fiebredel Peñón y se hayan largado —dijo,intentando de nuevo arrastrarle hacia elcoche.

—Muy posiblemente. Señoría, muyposiblemente, sin duda. Es indudableque nos hallamos en la estación de los

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actos temerarios y descontrolados.—Vamos —dijo Luke, tirándole con

firmeza del brazo—. Dejad pasar,¿queréis? Camilleros.

Pero el viejo aún se resistíatercamente y seguía echando una últimaojeada a la inglesa casa de fantasmasque iba retrocediendo en la tormenta.

El vaquero canadiense fue elprimero que envió el reportaje, ydebería haber tenido mejor suerte, desdeluego. Lo escribió aquella noche,mientras las chicas dormían en su cama.Pensó que el reportaje iría mejor como

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artículo de revista que como simpleinformación directa, así que lo tejió entorno al Pico en general, y sólo utilizó aThesinger como excusa. Explicó que elPico era tradicionalmente el Olimpo deHong Kong («cuanto más arriba vivieseuno, más alta posición ocupaba en lasociedad») y que los acaudaladoscomerciantes de opio británicos, padresfundadores de Hong Kong, habían huidoallí para evitar el cólera y las fiebres dela ciudad; que sólo un par de décadasatrás toda persona de raza chinanecesitaba aún un pase para poner lospies allí. Narró la historia de HighHaven, y explicó, por último, su

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reputación, fomentada por la Prensa enlengua china, de ser la cocina de brujasde las conjuras imperialistas británicascontra Mao. De la noche amp; lamañana, la cocina había cerrado y loscocineros habían desaparecido.

«¿Otro gesto conciliador? —preguntaba—. ¿De apaciguamiento?¿Formaba parte todo aquello de lapolítica de ir reduciendo la colonia alContinente? ¿O era sólo un indicio másde que en el Sudeste de Asia, como en elresto del mundo, los británicos teníanque empezar a bajar de la cima delmonte?»

Su error fue elegir un importante

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periódico dominical inglés que a vecesle publicaba cosas. Antes que sureportaje había llegado la ordenprohibiendo toda referencia a aquellossucesos. «Lamentamos no poderpublicar su excelente artículo»,telegrafió el director, tirándolodirectamente a la papelera. Unos díasdespués, al volver a su habitación, elvaquero se encontró con que la habíansaqueado. Además su teléfono contrajodurante varias semanas una especie delaringitis, por lo que nunca lo utilizabasin incluir un comentario obsceno sobreGran Mu y su séquito.

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Luke se fue a casa lleno de ideas, sebañó, tomó una buena dosis de café soloy se puso a trabajar. Telefoneó a laslíneas aéreas, a sus contactos oficiales ya toda una hueste de pálidos ysupercepillados conocidos delConsulado norteamericano, que leenfurecieron con astutas y deificasrespuestas. Asedió a las empresas demudanzas especializadas en loscontratos oficiales. A las diez de aquellanoche tenía, según le explicó al enano,al que también telefoneó varias veces,«pruebas irrefutables de cinco tiposdistintos» de que Thesinger, su mujer ytodo el personal de High Haven, habían

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abandonado Hong Kong en un vuelocharter a primera hora de la mañana deljueves, rumbo a Londres. El perro boxerde Thesinger, según había sabido poruna feliz casualidad, les seguiría en uncarguero aéreo a finales de aquellasemana. Tras tomar unas cuantas notas,Luke cruzó la habitación, se sentó ante lamáquina, redactó unas pocas líneas, y seestancó, tal como sabía que habría desucederle. Empezó con fluidez y brío:

«Una reciente nube de escándalopende hoy sobre el combatido y noelegido Gobierno de la única Coloniaque le queda a Inglaterra en Asia. Trasla última revelación de chanchullos en

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la policía y entre los funcionarios delGobierno, nos llega la noticia de que laagencia más secreta de la isla, HighHaven, base de las conjuras británicasde capa y espada contra la China roja,ha sido sumariamente clausurada.»

Y en este punto, con un blasfemogemido de impotencia, se detuvo ysepultó la cara en las manos abiertas.Pesadillas: ésas podía soportarlas.Despertar, después de tanta guerra,estremecido y sudoroso por visionesindescriptibles, las narices agobiadaspor el hedor del napalm sobre la carnehumana; en cierto modo, era un consuelopara él saber que después de tanta

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presión, las compuertas de sussentimientos se habían roto. Algunasveces, al experimentar aquellas cosas,anhelaba el sosiego necesario pararecuperar su capacidad de repugnancia.Si eran necesarias las pesadillas a fin dedevolverle a las filas de los hombres ymujeres normales, las abrazaría congratitud. Pero ni en la peor de suspesadillas se le, había ocurrido quedespués de haber descrito la guerrasería incapaz de describir la paz.Durante seis nocturnas horas, Lukecombatió con aquel sobrecogedorestancamiento. Pensaba a veces en elviejo Craw, inmóvil allí bajo la lluvia,

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pronunciando su fúnebre oración:¿Podría ser aquél el reportaje? Pero,¿cómo basar un reportaje en el extrañoestado de ánimo de un colega?

Tampoco tuvo mucho éxito laversión personal y minuciosa del enano,y eso le irritó en sumo grado.Aparentemente, el reportaje tenía todolo que pedían ellos. Se burlaba de losingleses, se escribía espía con todas lasletras y, por una vez, no se considerabaa Norteamérica el verdugo del Sudestede Asia. Pero lo que recibió como todarespuesta, tras cinco días de espera, fuela escueta indicación de que no sesaliese de su sitio y de que no armase

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escándalo.

Lo cual dejaba solo al viejo Craw.Aunque era sólo una atracciónsecundaria frente al interés de la acciónprincipal, el ritmo de lo que Craw hizo yno hizo sigue siendo hasta hoyimpresionante. Estuvo tres semanas sinmandar nada. Podría haber utilizadomaterial secundario, pero no se molestóen hacerlo. A Luke, que estabaseriamente preocupado por él, lepareció al principio que su misteriosodeclinar continuaba. Perdió porcompleto su brío y su afán de

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camaradería. Se volvió seco y, a veces,claramente desagradable, y aullaba enmal cantonés a los camareros; hasta aGoh, que era su favorito. Trataba a lossocios del Club de bolos como si fueransus peores enemigos, y recordabasupuestos desaires que ellos habíanolvidado hacía mucho. Sentado allí ensu asiento junto a la ventana, solo, eracomo un viejo boulevardier venido amenos, irritable, introvertido eindolente. Luego, un buen día,desapareció, y cuando Luke llamópreocupado a su apartamento, la viejaamah le dijo que «Papa Whisky ido, idoLondres rápido». Era una extraña

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criaturilla y Luke se sintió inclinado adudar de ella. Un insulso corresponsald e Der Spiegel, un alemán del norte,dijo haber visto a Craw en Vientiane, deparranda, en el bar Constellation; peroLuke seguía dudando. Vigilar a Crawhabía sido siempre una especie dedeporte para los iniciados, y habíaprestigio en lo de engrosar el fondogeneral.

Hasta que llegó un lunes y, hacia elmediodía, el buen amigo Craw entró azancadas en el Club luciendo un nuevotraje beige y con una flor de lo máselegante en la solapa, todo sonrisas yanécdotas de nuevo, y se puso a trabajar

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en el reportaje de High Haven. Gastódinero, más del que normalmente lehabría asignado su periódico. Celebróvarios joviales almuerzos con elegantesnorteamericanos de agenciasestadounidenses vagamente acreditadas,algunos conocidos de Luke. Luciendo sufamoso sombrero de paja, les fuellevando por separado a restaurantestranquilos y cuidadosamenteseleccionados. En el Club, le denigraronpor gateo diplomático, que era delitograve, y esto le complacía. Luego, unaconferencia de observadores de China lellevó a Tokio y utilizó esta visita, esjusto suponer que con inteligencia, para

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comprobar otros aspectos de la historiaque iba ya perfilándose. Pidió a viejasamistades suyas en la conferencia, quele investigaran algunos datos cuandoregresaran a Bangkok, o Singapur oTaipé o el sitio en que estuvieran, cosaque hicieron porque sabían que él habríahecho lo mismo por ellos. Él parecíasaber, de un modo extraño, lo que estababuscando antes de que ellos loencontraran.

El resultado apareció en versióníntegra en un periódico matutino deSydney que quedaba fuera del alcancedel largo brazo de la censuraanglonorteamericana. Recordaba, según

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acuerdo unánime, los mejores años delmaestro. Abarcaba unas dos milpalabras. Según su estilo característico,lo más importante no empezaba nimucho menos con la historia de HighHaven, sino con el «ala misteriosamentevacía» de la Embajada británica enBangkok, que aún un mes atrás habíaalbergado un extraño departamentollamado «Unidad de Coordinación de laSEATO», así como una sección devisados que contaba con seissubsecretarios. ¿Eran los placeres de lossalones de masaje del Soho, inquiríadelicadamente el viejo australiano, losque atraían a los tailandeses a Inglaterra

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en tal número que hacían falta seissubsecretarios para atender suspeticiones de visados? Resultabaextraño también, comentaba, que desdesu partida, y desde la clausura deaquella sección, no se hubiesen formadolargas colas de aspirantes a viajeros enla Embajada. Poco a poco (con unaprosa fácil pero no descuidada) sedesplegaba ante los lectores un cuadrosorprendente. Llamaba al serviciosecreto británico el «Circus». Decía queel nombre se derivaba de la direccióndel cuartel general secreto de laorganización, que dominaba un famosocruce de calles de Londres. El Circus no

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sólo había abandonado High Haven,decía, sino también Bangkok, Singapur,Saigón, Tokio, Manila y Yacarta. YSeúl. No se había librado siquiera ni lasolitaria Taiwan, donde se descubrióque un olvidado residente británicohabía amparado a tres chóferes-oficinistas y a dos subsecretarios sólouna semana antes de que se publicara elartículo.

«Un verdadero Dunquerque —decíaCraw —en el que los vuelos charter enDC—8 sustituyeron a las flotillaspesqueras de Kent.» ¿Qué habíaprovocado aquel éxodo? Craw exponíavarias hipótesis inteligentes. ¿Estaban

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acaso ante una reducción más en losgastos del Gobierno británico? Alperiodista le parecía poco verosímilesta hipótesis. En períodos de apuros,Inglaterra tendía a utilizar más espías,no menos. Toda su historia imperial leinstaba a hacerlo. Cuanto más sedebilitaban sus rutas comerciales, másrefinados eran sus esfuerzosclandestinos por protegerlas. Cuantomás débil era su garra colonial, másdesesperadas eran sus tentativas desubvertir a aquellos que queríanahuyentarlas. No: podía haber colas deracionamiento en Inglaterra, pero losespías serían el último lujo del que

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Inglaterra prescindiría. Craw exponíaotras posibilidades y las rechazaba. ¿Ungesto de distensión con la Chinacontinental?, sugería, haciéndose eco delcomentario del vaquero. Inglaterra haríatodo lo imaginable sin duda pormantener Hong Kong a salvo del celoanticolonialista de Mao… salvoprescindir de sus espías. Así, el viejoCraw llegaba por fin a la teoría que eramás de su agrado:

«Al otro lado del tablero de damasdel Extremo Oriente —escribía—, elCircus está realizando lo que en elmundo del espionaje se llama unazambullida de pato.»

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Pero, ¿por qué?El periodista citaba entonces las

«viejas prebendas norteamericanas delmilitante de la iglesia del serviciosecreto de Asia». Los agentes secretosnorteamericanos estaban, en general,según él, y no sólo en Asia,«enloquecidos por la falta de medidasde seguridad en las organizacionesbritánicas». Y, aún más, por el recientedescubrimiento de un importante espíaruso (utilizaba el nombre de marcacorrecto, «topo») dentro del cuartelgeneral londinense del Circus: un traidoringlés, al que no quiero nombrarsiquiera, pero que en palabras de las

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viejas prebendas había puesto en peligrotodas las operaciones clandestinasanglonorteamericanas de importancia delos últimos veinte años. ¿Dónde estabaahora el topo?, había preguntado elperiodista a sus informadores. A lo que,con invariable malevolencia, elloshabían contestado: «Muerto. En Rusia.Y ojalá ambas cosas.»

Craw nunca había querido unresumen de noticias, pero éste, a losafectuosos ojos de Luke, parecía tenerun verdadero sentido del ceremonial.Era casi una afirmación de vida por sísolo, aunque sólo fuese de la vidasecreta.

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«¿Acaso está desapareciendo parasiempre, pues, Kim, el pequeño espía,de las leyendas del Oriente? —preguntaba—. ¿Jamás volverá a teñirsela piel el pandit inglés ni a ponerseropas nativas y ocupar silencioso supuesto junto a la hoguera de la aldea?No teman —insistía—. ¡Los inglesesvolverán! ¡El tradicional deporte de lacaza del espía volverá a florecer entrenosotros! El espía no ha muerto: sóloduerme.»

Apareció el artículo. En el Club fuefugazmente admirado, envidiado,olvidado. Un periódico local de lenguainglesa con fuertes conexiones

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norteamericanas lo reprodujo íntegro,con el resultado de que la cachipolladisfrutó después de todo de un día másde vida. La función de homenaje deCraw, dijeron: un sombrerazo antes deabandonar la escena. Luego, la redultramarina de la BBC lo reprodujo, y,por último, la propia y torpe red de laColonia emitió una versión de la versiónde la BBC; durante un día entero sedebatió si el Gran Mu había decididoquitarles la mordaza a los servicios deinformación locales. Sin embargo,incluso con esta prolija jerarquía, nadie,ni Luke, ni siquiera el enano, consideróoportuno preguntarse cómo demonios

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había sabido el viejo dónde estaba elcamino secreto para entrar en HighHaven.

Lo cual simplemente demostraba, sihubiesen hecho falta pruebas de elloalguna vez, que los periodistas no sonmás rápidos que cualesquiera otros en lode percibir lo que pasa ante sus narices.Era sábado de tifón, después de todo.

Dentro del propio Circus, tal comohabía denominado correctamente Craw ala sede de los servicios secretosbritánicos, las reacciones al artículovariaban según lo mucho que supiesen

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los que sufrían la reacción. Entre loscaseros, por ejemplo, responsables delos míseros disfraces y tapaderas que elCircus era capaz de proporcionarse enlos últimos tiempos, el amigo Crawdesencadenó una oleada de furiacontenida que sólo pueden entender losque han paladeado el ambiente de undepartamento de los servicios secretossometido a asedio intenso. Hastaespíritus por otra parte tolerantes semostraban furiosamente vengativos.¡Traición! ¡Ruptura de contrato!¡Bloqueo de pensión! ¡Hay que ponerleen la lista de vigilados! ¡Un proceso encuanto vuelva a Inglaterra! Un poco más

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abajo en el escalafón, los menosangustiados por su seguridad tenían unpunto de vista más afable del asunto, auncuando siguiese adoleciendo de malainformación. Bueno, bueno, decían, unpoco pesarosos, en fin, así son lascosas: Quién no pierde el control de vezen cuando, sobre todo cuando se le hatenido olvidado tanto tiempo, como alpobre Craw. Y además no habíarevelado nada que no estuviese alalcance de todos, ¿no? En realidad, loscaseros debían mostrar un poco demoderación. Había que ver cómo sehabían lanzado la otra noche contra lapobre Molly Meakin, la hermana de

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Mike, y una hermana bastante prudente,sólo porque se dejó un poco de papelcon membrete en la papelera.

Sólo los que estaban más en el ajoveían las cosas de otro modo. Paraellos, el artículo del viejo Craw era unadiscreta obra maestra de mistificación:George Smiley en su mejor forma,decían. Evidentemente, la noticia teníaque salir a flote, y todos estaban deacuerdo en que la censura, fuese cualfuese el momento, era criticable. Muchomejor, por tanto, dejarle salir a la luz deforma prevista por nosotros. En elmomento oportuno, en la cuantíacorrecta y en el tono adecuado: una

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experiencia de toda la vida, conveníantodos, en cada pincelada; pero estepunto de vista no trascendía su círculo.

En cuanto a Hong Kong(evidentemente, decían los jugadores debolos de Shanghai, el viejo Craw, comolos moribundos, había tenido un instintoprofetice de aquello) el artículo deCraw sobre High Haven resultó ser sucanto de cisne. Un mes después de queapareciera, Craw se había retirado, node la Colonia sino de su actividad comoredactor y también de la isla. Trasalquilar una casa de campo en losNuevos Territorios, comunicó que seproponía expirar bajo un cielo de ojos

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rasgados. Para los del Club de bolos,hubiese sido igual que si dijese Alaska.Sencillamente quedaba demasiado lejos,decían, para volver luego en coche unavez borracho. Corría el rumor (falso,pues las apetencias de Craw no iban enesa dirección) de que se había llevadoconsigo como acompañante a un lindomuchacho chino. Era obra del enano: nole gustaba que un viejo le birlara unagran noticia. Sólo Luke se negaba aborrarlo de su mente. Fue a verle un díaa media mañana, tras el turno de noche.Porque le apetecía y porque el viejobuitre significaba mucho para él. Crawestaba más feliz que nunca, informó: Su

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áspero carácter de antes seguía íntegro.Pero le había desconcertado un poco lasúbita aparición de Luke allí sin avisar.Estaba con él un amigo, no un muchachochino, sino un bombero de visita al quepresentó como George: un hombrecillorechoncho y miope de gafas muyredondas que al parecer había aparecidopor allí inesperadamente. En un aparte,Craw le explicó a Luke que aquelGeorge era un pez gordo de una agenciade Prensa inglesa para la que él habíatrabajado en los tiempos oscuros.

—Es el que se encarga del aspectogeriátrico. Señoría. Está dando unavuelta por Asia.

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Fuese quien fuese, era evidente queCraw mostraba mucho respeto por elrechoncho individuo, pues hasta lellamaba Su Santidad. Luke tuvo lasensación de que estorbaba, y se fue sinllegar a emborracharse siquiera.

Y así estaban las cosas. Lamisteriosa fuga de Thesinger, la casimuerte y resurrección del viejo Craw, sucanto de cisne como un reto a tantacensura solapada; la inquieta obsesiónde Luke por el mundo de los serviciossecretos; la inteligente explotación de unmal necesario por parte del Circus.

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Nada planeado, aunque, tal como la vidadispondría, sí un alzar el telón paramucho de lo que más tarde sucedió. Unsábado de tifón; una agitación en lacharca chapoteante, fétida, hormigueantey estéril que es Hong Kong, un aburridocoro, sin héroe aún. Y, curiosamente,unos cuantos meses después, una vezmás le tocó a Luke, en su papel demensajero shakespeariano, anunciar lallegada del héroe. Llegaron las noticiasal telégrafo de la casa estando él allí ala espera y se lo comunicó a un aburridopúblico con su fervor acostumbrado:

—¡Amigos! ¡Presten atención!¡Tengo noticias! ¡Jerry Westerby vuelve

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a la carga, señores! ¡Ha salido de nuevocamino de Oriente!, ¿me oyen? ¡Paracontinuar con el mismo tebeo!

— ¡ O h , Señoría! —exclamó deinmediato el enano con burlón embeleso—. ¡Un toquecito de sangre azul, sinduda, para elevar el tono vulgar! Hurrapor la clase.

Y con un —profano juramento, lanzóla servilleta a la estantería del vino.

—Jesús —dijo después, y vació deun trago el vaso de Luke.

[1] Alude a The Rime of the Ancient

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Mariner, de S. T. Coleridge. (Nota delos Traductores.)

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2La gran llamada

La tarde en que llegó el telegrama,Jerry Westerby tecleaba en su máquinaen la parte sombreada de la terraza de sudestartalada casa de campo, el saco delibros viejos tirado a sus pies. Eltelegrama lo llevó la persona ataviadade negro de la encargada de correos, unacampesina feroz y adusta que, con ladecadencia de las fuerzas tradicionales,se había convertido en el cacique deaquella mísera aldea toscana. Era unacriatura vil, pero lo espectacular de la

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ocasión había estimulado sus mejoresinstintos y, pese al calor, subió a buenpaso el árido sendero. En su libro, elmomento histórico de la entrega se fijómás tarde en las cinco y seis minutos, locual era mentira, pero le daba fuerza. Lahora exacta fueron las cinco en punto.Dentro de la casa de Westerby, laescuálida muchacha a la que en la aldeallamaban la huérfana, aporreaba un tercotrozo de carne de cabra con vehemencia,del mismo modo que atacaba todo. Losávidos ojos de la cartera la localizaron,junto a la ventana abierta, desde bastantelejos: los codos alzados y los dientessuperiores apiñados sobre el labio

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inferior: ceñuda como siempre, sinduda.

«Puta —pensó furiosa la encargadade correos—, ¡ahora tendrás lo que hasestado esperando!»

La radio atronaba con Verdi: lahuérfana sólo oía música clásica, comohabía llegado a saber todo el pueblo porla escena que había hecho en la tabernala noche que el herrero intentó ponermúsica de rock en la máquinatragaperras. Le había tirado una jarra.Así que con el Verdi y la máquina deescribir y la cabra, decía la cartera, elestruendo era tan ensordecedor quehasta un italiano lo habría oído.

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Jerry estaba sentado como unalangosta en el suelo de madera,recordaría la cartera (quizás tuviese uncojín) y utilizaba como escabel el sacode los libros. Estaba espatarrado,escribiendo con la máquina entre lasrodillas. Tenía fragmentos de manuscritocon puntitos de moscas todo alrededor,sujetos con piedras para protegerlos delas ráfagas abrasadoras que azotaban lachamuscada cima del cerro en que vivía,y, enfundada en mimbres, una botella detinto local junto al codo, sin duda paraesos momentos, que conocen hasta losartistas más notables, en que lainspiración natural le fallase. Escribía a

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máquina al modo del águila, comentaríamás tarde la cartera entre risas deadmiración: daba muchas vueltas antesde lanzarse en picado. Y vestía lo quevestía siempre, ya estuvieseharaganeando sin propósito por sucorralito, labrando la docena de inútilesolivos que el bribón de Franco le habíaendosado, o bajase al pueblo con lahuérfana a comprar, o se sentase en unataberna delante de un vino áspero antesde lanzarse a la larga subida hacia casa:botas de cabritilla que la huérfana jamáslimpiaba, y que estaban rozadas por lapuntera, calcetines cortos que ella nuncalavaba, una camisa sucia, en tiempos

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blanca, y pantalones cortos grises queparecían haber sido destrozados porperros furiosos, y que una mujer honradahabría remendado mucho tiempo antes.Y la recibió con aquel ronco torrente depalabras habitual, tímido y entusiasta almismo tiempo, que ella no entendía endetalle, sino sólo de modo general,como una retransmisión de noticias porradio, y que podía reproducir, a travésde los negros huecos de sus dientesdecrépitos, con sorprendentesrelampagueos de fidelidad.

—Mama Stefano, Dios mío, debeestar achicharrada. Venga aquí yrefrésquese un poco —exclamó,

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mientras bajaba los escalones deladrillo con un vaso de vino para ella,sonriendo como un colegial, que era susobrenombre en el pueblo: El colegial,¡un telegrama para el colegial, urgente,de Londres! En nueve meses, nada másque una partida de libros de bolsillo y elgarrapateo semanal de su hijo, y ahora,de pronto, aquel monumento detelegrama, breve como una demanda,pero con cincuenta palabras pagadas derespuesta. ¡Imaginaos, cincuenta, sólo elcoste! Era perfectamente lógico queacudiesen todos los que pudieran paraayudar a interpretarlo.

Se habían atascado al principio con

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Honorable: «El honorable GeraldWesterby.» ¿Por qué? El panadero, quehabía sido prisionero de guerra enBirmingham, sacó un astrosodiccionario: que tiene honor, título decortesía que se da al hijo de un noble.Por supuesto. La signora Sanders, quevivía al otro lado del valle, habíadeclarado ya que el colegial era desangre noble. El hijo segundo de unbarón de la Prensa, había dicho, LordWesterby, el propietario de unperiódico, muerto. Primero había muertoel periódico, luego el propietario… Esohabía dicho la señora Sanders, unagracia, el chiste había corrido entre

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ellos. Luego lamentamos, que era fácil.Y también aconsejamos. La cartera tuvola satisfacción de descubrir, contra todaesperanza, el muy buen latín que losingleses habían asimilado, pese a sudecadencia. La palabra tutor resultómás dura, pues conducía a protector, yde ahí inevitablemente a chistes de malgusto entre los hombres, que laencargada de correos silenció conirritación. Hasta que al fin, paso a paso,se descifró el código y se aclaró lahistoria. El colegial tenía un tutor, en elsentido de padre sustituto. Este tutor sehallaba gravemente enfermo en unhospital, y quena ver al colegial antes de

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morir. No quería a nadie más, sólo alhonorable Westerby. Completaronrápidamente el resto del cuadro por sucuenta: la familia afligida alrededor dellecho, la mujer en lugar destacado,inconsolable, elegantes sacerdotesadministrando los últimos sacramentos,los objetos de valor retirados yguardados, y, por toda la casa, porpasillos, cocinas, la misma palabra ensusurros: Westerby… ¿dónde está elhonorable Westerby?

Por último, había que descifrarquiénes eran los signatarios deltelegrama. Había tres y se denominabana sí mismos procuradores, palabra que

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desencadenó una oleada más dealusiones groseras antes de que sellegase a notario y las caras se pusieranserias bruscamente. Virgen Santísima. Sihacían falta para aquello tres notarios,tenía que haber allí muchísimo dinero. Ysi habían insistido los tres en firmar, yhabían pagado la respuesta de cincuentapalabras además, entonces las sumas nodebían ser ya grandes sino gigantescas.¡Acres! ¡Carretadas! ¡No era raro que lahuérfana se hubiese agarrado así a él, lamuy puta! De pronto, todos quisieronhacer la escalada al cerro. Guido con suLambretta podía llegar hasta el depósitode agua, Mario era capaz de correr

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como un zorro, Manuela, la hija deltendero, tenía unos ojos delicados y lasombra de pesar le sentaba a las milmaravillas. Tras rechazar a todos losvoluntarios (y darle un buen revés aMario por presuntuoso), la cartera cerróel cajón y dejó a su hijo tonto al cargode la tienda, aunque significase veinteminutos asfixiantes y (si aquel malditoviento de horno soplaba allí arriba) unabocanada de polvo al rojo por suesfuerzo.

Al principio no le habían hechodemasiado caso a Jerry. Ahora, mientrassubía laboriosamente entre los olivares,lo lamentaba, pero el error tenía sus

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motivos. En primer lugar, había llegadoen invierno, que es cuando llegan losmalos compradores. Llegó solo, aunquetuviera el aire furtivo de quien se hadesprendido poco ha de mucha cargahumana, como hijos, mujeres, madres,por ejemplo; la encargada de correoshabía conocido hombres en su época, yhabía visto aquella sonrisa agraviadademasiadas veces para no identificarlaen el caso de Jerry: «Soy casado perolibre», decía la sonrisa, y ni lo uno ni lootro era cierto. En segundo lugar, lehabía traído el encoloniado comandanteinglés, un cerdo declarado que llevabauna agencia inmobiliaria para explotar

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campesinos: otra razón para desdeñar alcolegial. El perfumado comandante leenseñó varias granjas aceptables,incluyendo una en la que tenía interéspersonal la propia encargada de correos(y que era también, por casualidad, lamejor), pero el colegial se quedó con elcuchitril del marica de Franco, que sealzaba allí en la cima de aquel malditocerro al que estaba subiendo ella ahora:el cerro del diablo, le llamaban; eldiablo se iba a allá arriba cuando en elinfierno hacía demasiado frío para él. Elsinvergüenza de Franco precisamente,que echaba agua a la leche y al vino y sepasaba los domingos parloteando con

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jovencitos presumidos en la plaza delpueblo. El abultado precio fue de mediomillón de liras del que el encoloniadocomandante intentó quedarse un tercio,sólo porque mediaba un contrato.

—Y todo el mundo sabe por quéfavorece el comandante al sinvergüenzade Franco —masculló silbando entre losdientes espumeantes, y la concurrenciaemitió ruidos de asentimiento «stch,stch» hasta que ella, furiosa, les ordenóque se callaran.

Además, como mujer astuta,desconfiaba un poco del carácter deJerry. Aquella suavidad ocultaba dureza.Lo había comprobado con otros

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ingleses, pero el caso del colegial eraalgo muy especial y le inspirabadesconfianza; le tenía por peligroso acausa de su inquieta simpatía. Ahora yase podían atribuir aquellos fallos de loscomienzos, claro, a la excentricidad deun escritor inglés aristócrata, pero alprincipio, la encargada de correos nohabía demostrado tanta indulgencia conél. «Esperad al verano», había advertidoa sus clientes con un gruñido, pocodespués de que el colegial visitara porprimera vez su establecimiento: Pasta,pan, matamoscas: «En verano descubrirálo que ha comprado, el cretino.» Enverano, los ratones del sinvergüenza de

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Franco invadirán su dormitorio. Laspulgas de Franco le comerán vivo y losavispones pederastas de Franco leperseguirán por el jardín y el vientoabrasador del diablo le achicharrará laspartes. Se acabará el agua, se veráobligado a defecar en los campos comoun animal. Y cuando vuelva el inviernootra vez, el encoloniado sinvergüenzadel comandante podrá venderle la casa aotro imbécil, con pérdida para todossalvo para él.

En cuanto a distinción, en aquellasprimeras semanas, el colegial no mostróni pizca de ella. Nunca regateaba, nosabía siquiera lo que era un descuento,

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no producía la menor satisfacciónrobarle. Y, en la tienda, cuandoconseguía sacarle de sus contadas ymiserables frases de italiano de cocina,el colegial no alzaba la voz y gritabacomo un verdadero inglés sino que seencogía de hombrosdespreocupadamente y se servía élmismo lo que quería. Un escritor,decían. Bueno, ¿y quién no lo era? Muybien, sí, le compró unos cuadernillos depapel. Ella pidió más. Él compró más.Bravo. Tenía libros. Un montón delibros mohosos, por la pinta, quellevaba en un saco gris de yute como uncazador furtivo y, antes de que viniese la

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huérfana, le veían en sitios insólitos, conel saco de los libros al hombro, caminode una sesión de lectura. Guido se lohabía tropezado en el bosque de laContessa, encaramado en un troncocomo un sapo y repasando los libros unotras otro, como si fueran todos uno soloy hubiese perdido la página. Poseíatambién una máquina de escribir cuyosucio estuche era un batiburrillo deraídas etiquetas de equipaje: bravo otravez. Igual que cualquier melenudo quecompra un bote de pintura pasa allamarse pintor: un escritor de esa clase.En la primavera vino la huérfana y laencargada de correos también la odió.

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Era pelirroja, lo cual, para empezar,ya era medio camino andado para laputería. Y no tenía pecho ni paraalimentar a un conejo; y lo peor de todoera aquella vista feroz para laaritmética. Decían que la habíaencontrado en la ciudad: puta de nuevo.No le había dejado separarse de ella, yadesde el primer día. Pegada a él comoun niño. Comía con él con el ceñofruncido. Bebía con él, y con el ceñofruncido. Compraba con él, captando laspalabras igual que un ladrón, hasta queambos se convirtieron en un pequeñoespectáculo local, el gigante inglés yaquella puta espectral y ceñuda, bajando

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del cerro con su cesto de mimbre; elcolegial con los raídos pantalonescortos sonriendo a todo el mundo, lahosca huérfana con su sayal de puta sinnada por debajo, de modo que aunqueera más lisa que un escorpión, loshombres se la quedaban mirando paraver cómo se balanceaban a través de latela las duras ancas. E iba bien agarradaa su brazo, con la mejilla en su hombro,y sólo le soltaba para sacar del bolso eldinero que ahora, avarientamente,controlaba ella. Cuando se encontrabancon un rostro familiar, él saludaba porlos dos, levantando el brazo libre comoun fascista. Y que Dios protegiese al

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hombre que, las raras veces que ella ibasola, se atreviera a decirle una frescurao una obscenidad. Se volvía y escupíacomo un gato callejero y le ardían losojos como los del demonio.

—¡Y ahora sabemos por qué! —gritó la encargada de correos, muy alto,mientras, subiendo aún, superó una falsacumbre—. La huérfana va detrás de laherencia. ¿Por qué si no iba a ser fieluna puta?

Fue la visita de la Signora Sanders asu tienda lo que provocó unaespectacular reconsideración de los

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méritos del colegial y de los motivos dela huérfana por parte de Mama Stefano.La Sanders era rica y criaba caballosvalle arriba, donde vivía con una amigaconocida como la hombre—niño, quellevaba el pelo muy corto y cinturonesde cadena. Sus caballos ganabanpremios en todas partes. La Sanders eraaguda e inteligente y frugal de un modoque agradaba a los italianos, y sabía aquién merecía la pena conocer entre lospocos ingleses apolillados que vivíandesparramados por aquellos cerros.Vino, en apariencia, a comprar un jamón(debería haber sido un mes atrás), perosu objetivo real era el colegial. ¿Era

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verdad?, preguntó: «El Signore GeraldWesterby, ¿vive aquí en el pueblo? ¿Unhombre alto, de pelo entrecano, fornido,lleno de energía, un aristócrata,tímido?» Su padre el general habíaconocido a la familia en Inglaterra, dijo;habían sido vecinos en el campo unatemporada, el padre del colegial y elsuyo. La Sanders estaba pensandohacerle una visita: ¿Cuál era la situacióndel colegial? La encargada de correosmurmuró algo sobre la huérfana, pero laSanders no se inmutó:

—Oh, los Westerby siempre andancambiando de mujer —dijo, con unacarcajada, y se volvió hacia la puerta.

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La cartera la detuvo, pasmada, luegola inundó a preguntas.

Pero, ¿quién era él? ¿Qué habíahecho en su juventud? Periodista, dijo laSanders, y comunicó lo que sabía de losantecedentes familiares. El padre, unhombre llamativo de aspecto, rubio,como el hijo, tenía caballos de carreras,ella le había vuelto a ver no mucho antesde su muerte y aún era todo un hombre.No paraba nunca, igual que el hijo:mujeres y casas, cambiándolascontinuamente; tenía que hablar siemprea gritos a alguien, si no podía ser a suhijo, al vecino de enfrente. La carterapresionó más. Pero, ¿por sí mismo?, ¿se

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había distinguido por sus propiosméritos el colegial? Bueno, habíatrabajado, desde luego, para algunosperiódicos importantes, digamos,explicó la Sanders, ensanchandomisteriosamente la sonrisa.

—No es, en general, costumbreinglesa conceder mucho honor a losperiodistas —explicó, con su forma dehablar romana clásica.

Pero la cartera necesitaba más,mucho más. Lo que escribía, su libro,¿de qué trataba? ¡Tan largo! ¡Tantascuartillas desechadas y esparcidas!Cestos enteros, le había dicho elbasurero (nadie en su sano juicio

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encendería un fuego allá arriba enverano). Beth Sanders sabía la energíaque acumula la gente aislada, y sabíaque en sitios deshabitados suinteligencia debe fijarse en cuestionespequeñas. Así que ella intentócorresponder, lo intentó de veras. En fin,desde luego él había viajadoconstantemente, dijo, volviendo almostrador y depositando allí su paquete.Hoy todos los periodistas eran viajeros,desde luego, desayunar en Londres,comer en Roma, cenar en Delhi, peroaun así el Signor Westerby había sidoalgo excepcional. Por lo que quizásestuviera escribiendo un libro de viajes,

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aventuró.Pero, ¿por qué había viajado?,

insistió la cartera, para quien ningúnviaje carecía de objetivo: ¿por qué?

Por las guerras, replicó la Sanderspacientemente: por las guerras, laspestes y el hambre. «¿Qué otra cosa ibaa hacer un periodista en estos tiempos,en realidad, sino informar de lasmiserias de la vida», preguntó.

La cartera asintió prudente con lacabeza, todos los sentidos centrados enla revelación: hijo de un rubio Lordecuestre que gritaba, viajero loco,redactor de periódicos importantes. Y¿había un escenario particular, preguntó,

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algún rincón de este mundo de Dios, enel que estuviese especializado? Loestaba principalmente en Oriente, segúnopinión de la Sanders, tras un momentode reflexión. Había estado en todaspartes, pero hay un tipo de inglés quesólo se siente a gusto en Oriente. Ésa erasin duda la razón de que hubiera venidoa Italia. Hay hombres que sin el sol semarchitan.

Y también mujeres, chilló la cartera,y las dos se echaron a reír.

Y el Oriente, dijo la cartera,ladeando trágicamente la cabeza… unaguerra detrás de otra, ¿por qué no pararátodo esto el Papa? Cuando Mama

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Stefano enfiló por esta vía, la Sanderspareció acordarse de algo. Sonriólevemente al principio, y la sonrisa fuecreciendo. Una sonrisa de exilio,reflexionó la cartera, observándola: escomo un marino que recuerda el mar.

—Andaba siempre con un saco llenode libros —dijo—. Nosotros decíamosque los había robado.

—¡Pues sigue llevándolo! —chillóla cartera, y explicó que Guido se lohabía encontrado en el bosque de laContessa, que el colegial estaba allíleyendo sentado en un tronco.

—Tenía idea de hacerse novelista,según creo —continuó la Sanders,

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siguiendo con sus recuerdos personales—: recuerdo que nos lo contó su padre.E s t a b a furiosísimo. Andaba dandogritos por toda la casa.

—¿El colegial? ¿Estaba furioso elcolegial? —exclamó Mama Stefano,incrédula.

—No, no. El padre.La Sanders soltó una carcajada. En

la escala social inglesa, explicó, losnovelistas están aún por debajo de losperiodistas.

—¿Y sigue aún pintando?—¿Pintar? ¿Es pintor?—Lo intentó —dijo la Sanders, pero

el padre también le prohibió pintar. Los

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pintores eran las criaturas más viles detodas —dijo, entre nuevas risas—: sólolos que triunfaban eran remotamentetolerables.

Poco después de este bombardeomúltiple, el herrero (el mismo herreroque había sido blanco de la jarra de lahuérfana) dijo haber visto a Jerry y a lachica en la caballeriza de la Sanders,dos veces una semana, luego tres veces,y que además comían allí. Que elcolegial había demostrado mucho talentocon los caballos, y que los entrenaba ypaseaba con innata destreza, hasta a losmás indómitos. La huérfana noparticipaba, dijo el herrero. Ella estaba

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sentada a la sombra con la hombre—niño leyendo del saco de libros omirando a Jerry con aquellos ojoscelosos que no pestañeaban; esperando,como sabían ahora muy bien todos, aque el tutor muriese. ¡Y hoy eltelegrama!

Jerry había visto a Mama Stefano demuy lejos. Tenía aquel instinto, habíauna parte de él que nunca dejaba devigilar: una figura negra renqueandoinexorable por el polvoriento senderoarriba como un escarabajo cojo entrandoy saliendo de las rectas sombras de los

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cedros, por el arroyo seco de losolivares del bribón de Franco, hasta sutrocito privado de Italia, como decía él,y recorriendo luego sus doscientosmetros cuadrados, suficientes, sinembargo, para lanzar una deshilachadapelota de tenis alrededor de un poste enlos atardeceres frescos, cuando sesentían artéticos. Había visto muy prontoel sobre azul que la mujer agitaba en sumano, y había oído sus gritossobreponiéndose fraudulentamente a losotros rumores del valle: las Lambrettasy las sierras mecánicas. Y su primerareacción, sin dejar de escribir, fue mirara hurtadillas a la casa para asegurarse

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de que la chica había cerrado la ventanade la cocina para que no entrara el calorni los insectos. Luego, exactamentecomo describiría más tarde la cartera,bajó con rapidez los escalones a suencuentro, vaso de vino en mano, a finde detenerla antes de que se acercarademasiado.

Leyó el telegrama despacio, una vez,inclinándose sobre él para dar sombra alo escrito, y su expresión mientrasMama Stefano le miraba se hizo sombríay reservada; su voz adquirió unaaspereza mayor mientras ponía una manogruesa e inmensa sobre el brazo de ella.

—La sera —logró decir, mientras la

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guiaba de vuelta por el sendero.Contestaría al telegrama aquella

noche, quería decir.—Molto grazie. Mama. Super.

Muchísimas gracias. Magnífico.Cuando se separaron, ella aún

parloteaba descontroladamente,ofreciéndole todos los serviciosposibles, taxis, mozos de cuerda,llamadas telefónicas al aeropuerto, yJerry se palmeaba levemente losbolsillos de los pantalones buscandocambio, grande o pequeño: se le habíaolvidado momentáneamente, al parecer,que era la chica quien controlaba eldinero.

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El colegial había recibido lasnoticias con temple, informó la carteraen el pueblo. Amablemente, hasta elpunto de acompañarla parte del caminode vuelta; valerosamente, de modo quesólo una mujer de mundo (y queconociese a los ingleses) habría leídodebajo la dolorosa aflicción;distraídamente, hasta el punto de que sehabía olvidado de darle propina. ¿Oestaba adquiriendo ya la suma tacañeríade los muy ricos?

Pero, ¿cómo se comportó lahuérfana?, preguntaron. ¿Suspiró y lloróa la Virgen, fingiendo compartir laaflicción de él?

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—Aún no se lo ha contado —murmuró la cartera, recordandoevocadoramente el único y brevevislumbre que había tenido de ella, delado, aporreando la carne—: Él tieneque considerar aún la posición de ella.

El pueblo se aposentó, esperando elanochecer, y Jerry se sentó en el campode los avispones, contemplando el mar ydándole vueltas y vueltas al saco de loslibros, hasta que llegaba al límite y sedesenrollaba por sí solo.

Primero estaba el valle, y sobre élse alzaban los cinco cerros en un

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semicírculo, y sobre los cerros corría elmar que a aquella hora del día sólo erauna lisa mancha parda en el cielo. Elcampo de los avispones, donde estabasentado él, era sólo un largo bancalcosteado de piedras, con un granerodesmoronado en un extremo que leshabía dado cobijo para sus comidas alaire libre y sus baños de sol a cubiertode las miradas, hasta que los avisponesanidaron en la pared. Ella los habíavisto cuando estaba lavando, y entrócorriendo a contárselo a Jerry, y Jerryhabía cogido sin mes un cubo de morterode la casa del bribón de Franco y leshabía taponado todas las entradas.

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Luego, la llamó para que pudieraadmirar su obra: mi hombre, cómo meprotege. En el recuerdo, la veía con todafidelidad: temblando a su lado, losbrazos cruzados, contemplando elcemento nuevo y oyendo a losenloquecidos avispones dentro ymurmurando, «Jesús, Jesús», demasiadoasustada para moverse.

Quizá me espere, pensó.Recordó el día que la conoció. Se

contaba a sí mismo aquella historia confrecuencia, porque en su vida, la buenasuerte era algo muy raro, en lo que serefería a mujeres, y cuando aparecíaalgo así le gustaba paladearlo, como él

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decía. Un jueves. Había hecho su viajehabitual a la ciudad, con el propósito dehacer unas compras, o quizás de verunas cuantas caras nuevas y salir un ratode la novela. O quizás sólo por huir dela aullante monotonía de aquel paisajevacío, que le parecía casi siempre unaespecie de cárcel, y, además, solitaria; opuede que sólo pensara en procurarseuna mujer, lo cual lograba de vez encuando paseándose por el bar del hotelde los turistas. Así que se sentó a leer enl a trattoria de la plaza mayor (unagarrafa, una ración de jamón, aceitunas)y, de pronto, se fijó en aquella chicaflacucha y ágil, pelirroja, ceñuda y con

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un vestido castaño que parecía el hábitode un monje y, al hombro, un bolso detela de alfombra.

«Parece desnuda sin una guitarra»,pensó.

Le recordaba vagamente a su hijaCat, diminutivo de Catherine, pero sólovagamente, pues hacía diez años que noveía a Cat, los que hacía que su primermatrimonio se había hundido. La razónde que no la hubiera visto ni siquierasabría decirla con exactitud. En laconmoción primera de la separación, unconfuso sentido de la caballerosidad ledijo que era mejor que Cat se olvidasede él. «Es mejor que me borre. Que

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ponga su corazón donde está su hogar.»Cuando su madre volvió a casarse,pareció que su actitud la motivaba laabnegación. Pero, a veces, la echabamuchísimo de menos y muyprobablemente ésa era la razón por lacual, tras haber captado su interés, lachica lo mantenía. ¿Andaría dandovueltas Cat de aquel modo, sola yagobiada por el hastío? ¿Tendría ya Cataquellas pecas suyas, y aquella tez lisacomo un guijarro? Más tarde, la chica leexplicaría que se había escapado. Habíaencontrado trabajo como institutriz conuna familia rica de Florencia. La madreestaba demasiado ocupada con los

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amantes para ocuparse de los hijos, peroel marido tenía tiempo de sobra para lainstitutriz. La chica había cogido eldinero que había podido encontrar y sehabía largado y allí estaba. Sin equipaje,la policía detrás, y utilizando su últimobillete arrugado para pagarse unacomida vulgar antes de la perdición.

Aquel día no había en la plazademasiado talento (nunca lo había) ycuando se sentó, la chica habíaconseguido que le diesen el tratamientohabitual prácticamente todos loshombres capaces de la villa, de loscamareros para arriba, ronroneándole«hermosa señorita» y consideraciones

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más escabrosas de añadidura, cuyaorientación precisa Jerry no captó, peroque habían hecho reír a todos a su costa.Después, uno intentó pellizcarle elpecho, ante lo cual Jerry se levantó y seacercó a la mesa. Jerry no era un granhéroe, sino todo lo contrario según suopinión personal. Pero rondaban por sucabeza demasiadas cosas, y podríahaber sido también Cat la que estuvieseasí acorralada en un rincón cualquiera.Sí, pues: cólera. Posó una mano, en fin,en el hombro del camarero bajito que selanzaba ya a por ella, y otra en elhombro del grande, que había aplaudidola bravuconada, y les explicó, en mal

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italiano, pero de modo bastanterazonable, que debían dejar deinmediato de molestar a aquella bellaseñorita y dejarla comer en paz. En casocontrario, les rompería sus grasientoscuellecitos. El ambiente pasó a no serdemasiado agradable después de eso, yel pequeño parecía dispuesto realmentea pelear, pues no hacía más que llevarsela mano al bolsillo de atrás, y hurgar enla chaqueta, hasta que una mirada final aJerry le hizo cambiar de idea. Jerry dejósobre la mesa un poco de dinero,recogió el bolso de la chica, volvió apor el saco de los libros a su mesa yllevándola del brazo, alzándola casi en

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vilo, cruzó con ella la plaza camino delApolo.

—¿Eres inglés? —preguntó ella porel camino.

—Hasta la medula, sí —bufabafurioso Jerry, y fue la primera vez quevio su sonrisa. Era una sonrisa por laque merecía la pena trabajar, no habíaduda: su carita huesuda se iluminó comola de un pilluelo por detrás de la mugre.

Un tanto aplacado ya, Jerry laalimentó, y con el advenimiento de lacalma empezó a desplegar un poco suhistoria; después de tantas semanas sinnada en que centrarse, era lógico queintentase resultar simpático. Explicó que

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era periodista, que estaba descansando yque escribía una novela, que era suprimer intento, que estaba rascando unviejo prurito, y que tenía un menguantemontón de dinero que un tebeo le habíapagado como indemnización pordespido de personal superfluo… lo cualera muy cómico, dijo, porque él habíasido algo superfluo toda la vida.

—Es como si te dieran la mano y tela dejaran llena de dinero —dijo Jerry.

Había dedicado una pequeña parte ala casa, había haraganeado un poco yahora le quedaba ya poquísimo. En estepunto, ella sonrió por segunda vez.Alentado, mencionó él el carácter

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solitario de la vida creadora:—Pero, Dios mío, no te imaginas el

trabajo que cuesta en realidad, elconseguir realmente que el asunto salga,digamos…

—¿Esposas? —preguntó ellainterrumpiéndole.

Por un instante, él había supuestoque ella estaba interesada ya por lanovela. Entonces vio sus ojos recelososy expectantes y replicó con cautela:«Ninguna activa», como si las mujeresfuesen volcanes; y lo habían sido, sí, enel mundo de Jerry. Después delalmuerzo, mientras caminaban, algoborrachos, cruzando la plaza vacía, con

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el sol cayéndoles a plomo, ella hizo suúnica declaración de propósitos:

—Todo lo que poseo está en estebolso, ¿entendido? —preguntó. Era elbolso que llevaba al hombro, el de telade alfombra—. Y quiero que las cosassigan igual. Así que nadie debe darmenada que no pueda llevar encima.¿Entendido?

Cuando llegaron a la parada delautobús, ella se puso a pasear y cuandoel autobús llegó subió tras él y dejó quele pagara el billete, y cuando se bajó enla aldea subió al cerro con él, Jerry consu saco de libros, ella con el bolso alhombro, y así fue la cosa. Tres noches y

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la mayor parte de sus días durmió y a lacuarta noche fue a él. Él estaba tan pocopreparado para ella que hasta habíadejado cerrada con llave la puerta de sucuarto: él tenía sus manías con puertas yventanas, sobre todo de noche. Así quetuvo que aporrear la puerta y gritar:«Quiero entrar en tu maldito catre, porfavor», para que él abriese.

—No me mientas nunca —leadvirtió, metiéndose en su cama como sicompartiesen una fiesta de alcoba—. Sino se dice nada no hay mentiras. ¿Deacuerdo?

Como amante, era igual que unamariposa, recordaba Jerry: podría haber

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sido china. Ingrávida, nunca se estabaquieta; era tan frágil que le desesperaba.Cuando salieron las luciérnagas, searrodillaron ambos en el asiento de laventana y las miraron y Jerry se acordóde Oriente. Chirriaban las cigarras yeructaban las ranas, y las luces de lasluciérnagas jugueteaban alrededor de uncharco central de oscuridad y debieronestar allí arrodillados, desnudos, unahora o más, mirando y escuchando,mientras la ardiente luna se hundía entrelas cimas de los cerros. No hablaronnada ni llegaron a conclusión de ningúntipo que él supiese. Pero dejó de cerrarcon llave la puerta de su cuarto.

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La música y el martilleo habíancesado, pero se había iniciado unestruendo de campanas de iglesia, que élsupuso toque de vísperas. El valle nuncaestaba tranquilo del todo, pero lascampanas sonaban más a causa delrocío. Se acercó al swing ball, y arrancóla cuerda de la columna metálica, luegopateó con su vieja bota de cabritilla labase, recordando cómo volaba el ágilcuerpecillo de ella de tiro en tiro ycómo se hinchaba el hábito de monje.

«Tutor es la palabra clave», lehabían dicho. «Tutor significa lavuelta», dijeron. Durante un momento,

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Jerry vaciló, mirando de nuevo haciaabajo, la llanura azul donde la mismacarretera, en absoluto figurativa, llevabarielante y recta como un canal hacia laciudad y el aeropuerto.

Jerry no era lo que él habríadenominado un pensador. Toda unaniñez escuchando a su padre gritar lehabía enseñado pronto el valor de lasgrandes ideas, y también de las grandespalabras. Quizás hubiera sido eso lo quele había unido a la chica en principio,pensó. Aquella actitud suya: «No quieroque me den nada que no pueda llevarencima.»

Quizá. Quizá no. Ella encontrará a

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otro. Pasa siempre.Es el momento, pensó. El dinero

liquidado, la novela abortada, la chicademasiado joven: en marcha. Es elmomento.

¿El momento de qué?¡El momento! El momento de que

ella hallase a un joven vigoroso en vezde agotar a un viejo. El momento deceder al ansia de viajar. Levanta elcampamento. Despierta a los camellos.Sigue tu camino. En fin, Jerry lo habíahecho ya antes una o dos veces. Plantarla vieja tienda, quedarse un rato, seguir.Lo siento, querida.

Es una orden, se dijo. Entre nosotros

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hay que obedecer sin pensar. Suena elsilbato, los muchachos se reagrupan. Seacabó la discusión. Tutor.

De todos modos, era curiosa lasensación que había tenido de quellegaba, pensó, mirando aún fijamente laborrosa llanura. No un granpresentimiento, ninguna tontería así:simplemente, sí, la sensación de que erael momento. Tenía que ser. Unasensación de sazón. Pero en lugar de unalegre impulso de actividad, se apoderóde su cuerpo el torpor. Se sentía depronto demasiado cansado, demasiadogordo, demasiado soñoliento paraponerse en movimiento de nuevo. De

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buena gana se habría tumbado allímismo, donde estaba. Le habría gustadodormir sobre la áspera hierba hasta queella le despertase o llegara la oscuridad.

Tonterías, se dijo. Puras tonterías.Sacando el telegrama del bolsillo, entrócon vigorosas zancadas en la casa,gritando su nombre:

—¡Eh, querida! ¡Muchacha! ¿Dóndete escondes? Hay malas noticias —se loentregó—. ¡El Destino! —dijo, y sedirigió a la ventana en vez de mirarlamientras lo leía.

Esperó hasta que oyó el rumor delpapel al aterrizar en la mesa. Se volvióentonces porque no podía hacer otra

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cosa. Ella no había dicho nada, pero sehabía metido las manos bajo las axilas ya veces su lenguaje gestual eraensordecedor. Jerry vio que sus dedostanteaban a ciegas, intentando aferrarsea algo.

—¿Por qué no te vas una temporadaa casa de Beth? —sugirió—. A ella leencantaría tenerte en su casa, a la viejaBeth. Te estima mucho. Podrías estartodo el tiempo que quisieras en casa deBeth.

Ella siguió con los brazos cruzadoshasta que él bajó a poner el telegrama.Cuando volvió, le había sacado el traje,el azul, del que siempre se habían reído

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(ella le llamaba su uniforme depresidiario), pero temblaba y estabapálida y mortecina, la misma cara quecuando él hizo lo de los avispones.Cuando intentó besarla, estaba fría comoel mármol, así que la dejó. De noche,durmieron juntos y fue peor que estarsolo.

Mama Stefano proclamó la noticia ala hora del almuerzo, jadeante. Elhonorable colegial se había ido, dijo,llevaba puesto el traje. Llevaba elmaletín, la máquina de escribir y el sacode los libros. Franco le había llevado

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hasta el aeropuerto en la camioneta. Lahuérfana había ido con ellos, pero sólohasta el acceso a la autostrada. Cuandose bajó, ni siquiera dijo adiós: sólo sequedó allí al borde de la carretera comola basura que era. Durante un rato,después de que la descargaron, elcolegial se quedó muy callado ypensativo. Apenas atendía a lasingeniosas y agudas preguntas deFranco, y no hacía más que alisarse elpelo, aquel pelo entrecano como habíadicho la Sanders. En el aeropuerto,como faltaba una hora para que salieseel avión, se habían bebido una botella yhabían jugado una partida de dominó,

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pero cuando Franco intentó robarle conla factura, el colegial mostró una insólitadureza, regateando al fin, como los ricosde verdad.

Franco se lo había contado a ella,dijo: su amigo del alma. Franco, a quiencalumniaban llamándole pederasta. ¿Nole había defendido ella siempre, alelegante Franco, a Franco, el padre desu hijo tonto? Habían tenido susdiferencias (¿quién no?) pero ¡que lenombraran, si podían, un hombre en todoel valle más honrado, diligente,simpático y elegante que Franco, suamigo y amante!

El colegial había vuelto a por su

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herencia, dijo la encargada de correos.

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3El caballo del señor George

Smiley

Sólo George Smiley, decía RoddyMartindale, un tipo de AsuntosExteriores, gordo y avispado, podríahaber conseguido que le nombrasencapitán de un barco naufragado. SóloSmiley, añadía, podría haber agravadolas aflicciones de tal nombramientoeligiendo ese mismo momento paraabandonar a su hermosa, aunque a vecesvagabunda, esposa.

A primera, e incluso a segunda,

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vista, George Smiley era inadecuado entodos los sentidos, como Martindaleapreció en seguida. Era rechoncho, ydesesperadamente tímido en ciertossentidos. Una timidez natural le hacía devez en cuando pomposo, y para hombresde la ampulosidad de Martindale, lamodestia de Smiley era como unreproche permanente. También eramiope, y al verle en aquellos primerosdías que siguieron al holocausto, con susgafas redondas y sus prendas defuncionario, asistido por su apuesto ysilencioso copero Peter Guillam,arrastrándose discretamente por los máscenagosos senderos de la selva de

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Whitehall; o encorvado, sobre unmontón de papeles a cualquier hora deldía o de la noche en su astroso salón deltrono de la quinta planta del mausoleoeduardiano del Circus de Cambridgeque ahora dirigía, pensabas que era él, yno el difunto Haydon, el espía ruso,quien merecía el nombre de «topo».Después de tan prolongadas horas detrabajo en aquel edificio semidesierto ylúgubre, las bolsas de las ojeras sehabían vuelto cárdenas, sonreía rarasveces, aunque no careciese, ni muchomenos, de sentido del humor y habíaveces en que el mero esfuerzo delevantarse de su silla parecía dejarle sin

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resuello. Una vez alcanzada la posiciónerecta, hacía una pausa, la bocalevemente abierta, y emitía un pequeño yfricativo «uf» antes de ponerse enmovimiento. Otro hábito suyo eralimpiar las gafas con aire distraído en elextremo grueso de la corbata, con lo quele quedaba la cara tandesconcertadamente desnuda que unasecretaria muy vieja (en la jerga sellamaba a estas damas «madres») se vioasaltada en más de una ocasión por unansia casi incontenible, sobre la que lospsiquiatras habían hecho toda clase degraves pronósticos, de echarse sobre ély protegerle de la tarea imposible que

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parecía decidido a realizar.—George Smiley no está sólo

limpiando la cuadra —comentaba elmismo Roddy Martindale, en su mesa dealmuerzo del Garrick—. Sube tambiéncon su caballo cuesta arriba. Ja, ja.

Otros rumores, favorecidos sobretodo por departamentos que habíanpresentado solicitudes para obtener elprivilegio del fallido servicio eranmenos respetuosos con la tarea deSmiley.

«George está viviendo de sureputación», decían, al cabo de unosmeses. «La captura de Bill Haydon fueuna casualidad.»

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En fin, decían, después de todohabía sido un soplo de losnorteamericanos, no había sido, nimucho menos, un golpe de George:

El honor deberían habérselo llevadolos primos, pero habían renunciadodiplomáticamente a él. No, no, decíanotros. Fue el Holandés. El Holandéshabía descifrado el código del Centro deMoscú y había pasado la pieza a travésdel enlace: preguntadle a RoddyMartindale. Martindale, por supuesto,era un traficante profesional deinformaciones falsas del Circus. Y, así,los rumores iban de un lado a otromientras Smiley, aparentemente

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indiferente, guardaba silencio ydespedía a su esposa.

Era casi increíble.Estaban asombrados.Martindale, que jamás en su vida

había amado a una mujer, se sentíaespecialmente ofendido. Convirtió elasunto en una cosa positiva en elGarrick.

—¡Qué descaro! ¡Él un completodon nadie y ella una medio Sawley!Pauloviano, eso le llamo yo. Puracrueldad pavloviana. Después de añosde soportar sus pecadillos perfectamentesanos (empujándola a ellos, enrealidad), ¿qué hace el hombrecillo? ¡Se

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vuelve y, con brutalidad absolutamentenapoleónica, le atiza una patada en laboca! Un escándalo. Y estoy dispuesto adecírselo a todo el mundo. Unescándalo, sí. Soy un hombre tolerante, ami modo. Creo que no soy ningúnsanturrón, pero Smiley ha ido demasiadolejos. Desde luego que sí.

Por una vez, ocurría de cuando encuando, Martindale tenía la imagencorrecta. Las pruebas estaban allí ytodos podían verlas. Con Haydon muertoy el pasado enterrado, los Smiley habíanarreglado sus diferencias y juntos, concierto ceremonial, la reconciliada parejahabía vuelto a su casita de Chelsea, a la

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calle Bywater. Habían hecho incluso unatentativa de incorporarse a la vidasocial. Habían salido, habían recibidoinvitados de modo acorde al nuevocargo de George. Los primos, el singularmiembro del Parlamento, una serie debarones de Whitehall. Cenaron allí yvolvieron a casa llenos; durante unascuantas semanas, fueron incluso unapareja modestamente exótica querecorrió el circuito burocrático másselecto. Hasta que de pronto, conevidente pesar de su esposa, GeorgeSmiley se había apartado de ella y habíainstalado su campamento en losescuálidos desvanes que había detrás de

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su salón del trono del Circus. Pronto lalobreguez del lugar pareció actuar sobrela superficie de su rostro, como el polvosobre la piel de un preso. Y mientras,Ann Smiley se consumía en Chelsea,soportando muy mal su insólito papel deesposa abandonada.

Abnegación, decían los entendidos.Abstinencia de monje. George es unsanto. Además, a su edad…

Cuentos, replicaba la facción deMartindale. ¿Abnegación por qué? ¿Quéquedaba allí, en aquel sombrío monstruode ladrillo rojo, que pudiese exigir talsacrificio? ¿Qué había ya en ningunaparte, en el terrible Whitehall o. Dios

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nos asista, en la terrible Inglaterra quepudiese ya exigirlo?

Trabajo, decían los entendidos.¿P e r o qué trabajo?, decían las

atipladas protestas de aquellos que sehabían nombrado a sí mismos vigilantesdel Circus, exhibiendo, como gorgonas,los pequeños fragmentos de lo visto yoído. ¿Qué hacía él allá arriba, privadode las tres cuartas partes de su personal,sólo con unos cuantos vejestorios paraprepararle el té, sus redes destrozadas?¿Sus residencias extranjeras, suasignación reptil congelada porcompleto por Hacienda (se referían asus cuentas operativas) y ningún amigo

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personal en Whitehall ni en Washington,en quien poder confiar? Salvo queconsiderase amigo suyo al presumido deLacon, de la oficina del Gobierno,siempre tan dispuesto a ayudarle encualquier ocasión imaginable. Ynaturalmente Lacon lucharía por él: ¿Aquién más tenía? El Circus era la basedel poder de Lacon. Sin él, él era…bueno, lo que era ya, un capón.Naturalmente, Lacon lanzaría el grito deguerra.

—Es un escándalo —proclamóMartindale furioso, mientras a su anguilaahumada y a su filete con riñones y alclarete del Club les añadía un beneficio

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de veinte peniques—. Se lo diré a todoel mundo.

Entre los pueblerinos de Whitehall ylos de la Toscana, a veces resultabasorprendentemente difícil elegir.

El tiempo no ahogó los rumores. Porel contrario, se multiplicaron, y les diocolorido su aislamiento, al que llamaronobsesión. Se recordó que Bill Haydonno sólo había sido colega de GeorgeSmiley, sino primo de Ann y algo mástodavía. La furia de Smiley contraHaydon, decían, no se había aplacadocon la muerte de éste: no había duda de

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que estaba bailando sobre la tumba deBill. Por ejemplo, George habíasupervisado personalmente la limpiezade la famosa sala de Haydon que daba aCharing Cross Road, y la destrucción delos últimos rastros de él, desde aquellasintrascendentes pinturas al óleo, queeran obra suya, a los restos y baratijasde los cajones de su escritorio. Hastahabía ordenado serrar y quemar elmismo escritorio. Y una vez hecho eso,afirmaban, había mandado a un equipode obreros del Circus para echar abajolas paredes de separación. Sí, señor,decía Martindale.

O, como otro ejemplo, y francamente

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uno de los más inquietantes, bastaba verla fotografía que colgaba en la pared delcochambroso salón del trono de Smiley,una fotografía de pasaporte, por elaspecto, pero ampliada a mucho más desu tamaño natural, de modo que tenía unaspecto granúlenlo y, según algunos,espectral. Uno de los de Hacienda la viodurante una reunión convocada paraborrar las huellas de las cuentasbancarias operativas.

—Por cierto, ¿es ésa la foto deControl? —le había preguntado a PeterGuillam, sólo como un comentariointrascendente. No había tras la preguntaninguna intención siniestra. En fin, ¿por

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qué no?, ¿qué había de malo enpreguntar? Control, aún no se conocíanotros nombres, era la leyenda del lugar.Había sido guía y mentor de Smileydurante treinta años. Smiley le habíaenterrado, en realidad, decían: pues losmuy secretos, como los muy ricos, tienentendencia a morir sin que nadie les llore.

—No, desde luego que no es Control—había replicado Guillam el copero,con aquel tono suyo espontáneo ydesdeñoso—. Es Karla.

¿Y quién era Karla cuando estaba enla casa?

Karla, querido amigo, era el nombrede trabajo del agente soviético que

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había reclutado a Bill Haydon, enprimer término, y que había estadocontrolándole después.

«Es un tipo de leyenda,completamente distinto, eso es lo menosque podemos decir —clamabaMartindale, temblando de furia—.Parece ser que tenemos entre manos unaauténtica vendetta. ¿Podemos llegar aser tan pueriles?»

Hasta a Lacon le fastidiaba un pocoaquella foto.

—Ahora en serio, ¿por qué le tienesahí colgado, George? —preguntó, con suvoz audaz de prefecto jefe, una tarde queentró en el despacho de Smiley cuando

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iba camino de casa procedente de laoficina del Gobierno—. Me preguntoqué significa para ti. ¿Has pensado enello? ¿No crees que es un pocomacabro? ¿El enemigo victorioso? Creoque puede acabar con uno, mirándoledesde allá arriba con esa satisfacciónmalévola…

—Bueno, Bill ha muerto —dijoSmiley de aquel modo elíptico queutilizaba a veces, dando la clave de unmotivo, en vez del motivo mismo.

—Y Karla está vivo, ¿no? —dijoLacon—. Y tú prefieres tener unenemigo vivo que uno muerto, ¿es eso loque quieres decir?

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Pero las preguntas hechas a GeorgeSmiley tenían, a cierto nivel, lacostumbre de pasarle de largo; incluso,según sus colegas, de parecer de malgusto.

Un incidente que proporcionó másmaterial sustantivo en los bazares deWhitehall se refería a los «hurones» obarredores electrónicos. No serecordaba en parte alguna un caso peorde favoritismo. ¡Dios mío, qué estómagotenían a veces aquellos tipos!Martindale, que llevaba un añoesperando a tener despacho propio

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terminado, mandó una queja a susubsecretario. En mano. Para que laabriera él personalmente. Lo mismo hizosu hermano en Cristo del Ministerio deDefensa y lo mismo, casi, Hammer, deHacienda, pero Hammer olvidó echarlaal correo o se lo pensó mejor en elúltimo momento. No era sólo unacuestión de prioridades, ni muchomenos. Ni de principios siquiera. Setrataba de dinero. Dinero público.Hacienda había renovado ya lasinstalaciones de la mitad del Circus ainstancias de George. La paranoia deéste respecto a escuchas ocultas no teníalímite, al parecer. A esto se añadía el

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que los hurones andaban faltos depersonal, había habido disputaslaborales respecto a horas extrasantisociales… ¡había tantos puntos devista! Todo el asunto era dinamita.

Pero, ¿qué había pasado? Martindaletenía los detalles en la punta de susmanicurados dedos. George fue a ver aLacon un jueves (el día de la extraña olade calor, recuerdas, en la queprácticamente todo el mundo seasfixiaba, incluso en el Garrick) y elsábado (¡un sábado, imaginad las horasextras!) aquellos animales cayeron comoun enjambre sobre el Circus,enfureciendo a los vecinos con su

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estruendo y poniéndolo todo patasarriba. No se había conocido desdeentonces caso más grave de preferenciaciega… bueno, desde que le permitierona Smiley volver a disponer de aquellaespecialista en Rusia vieja y sarnosaque él tenía, Sachs, Connie Sachs,catedrática de Oxford, sin razón alguna,considerándola una madre, cuando no loera.

Discretamente, o tan discretamentecomo pudo, Martindale procuró portodos los medios enterarse de si loshurones habían descubierto en realidadalgo, pero chocó contra un muro. En elmundo secreto, información es dinero, y

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en ese sentido, al menos, aunque él no losupiera quizás, Roddy Martindale era unmendigo, pues las interioridades de estesecreto interno sólo las conocía elgrupito más íntimo. Era cierto que unjueves Smiley había ido a ver a Lacon, asu despacho revestido de madera quedaba al Parque de St. James; y que el díafue insólitamente caluroso para el otoño.Brillantes rayos de sol caían sobre laalfombra de diseño figurativo, y lasmotas de polvo jugaban en ellos comofinísimos pececitos tropicales. Lacon sehabía quitado incluso la chaqueta,aunque no la corbata, claro.

—Connie Sachs ha estado haciendo

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un poco de aritmética con la caligrafíade Karla en casos análogos —proclamóSmiley.

—¿Caligrafía? —repitió Lacon,como si caligrafía fuese contra lasnormas.

—Trucos del oficio. Los hábitostécnicos de Karla. Parece ser que dondeera aplicable, utilizaba topos yrobasonidos a la vez.

—Repítemelo ahora en inglés,George, ¿te importa?

Donde lo permitían lascircunstancias, dijo Smiley, Karla habíapreferido respaldar sus operaciones deagente con micrófonos. Aunque Smiley

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estaba seguro de que no se había dichonada dentro del edificio que pudieracomprometer cualesquiera «planesactuales», como él les llamaba, lasimplicaciones eran inquietantes.

Lacon estaba empezando a conocertambién la caligrafía de Smiley.

—¿Alguna derivación de esa teoría,un tanto académica? —preguntó,examinando el rostro inexpresivo deSmiley por encima del lápiz, quesostenía entre los dos índices, como unaregla.

—Hemos estado haciendo inventariode nuestros almacenes de material audio—confesó Smiley, arrugando la frente

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—. Falta una buena cantidad de equipode la casa. Desapareció mucho, alparecer, cuando las reformas del 66.

Lacon esperó, esforzándose porsacarle más.

—Haydon estaba en el comité deedificación que era responsable de quese hiciese el trabajo —concluyó Smiley,como obsequio final—. Él era la fuerzamotriz, en realidad. Es exactamente…bueno, si los primos llegan a enterarsealguna vez, creo que sería la última gota.

Lacon no era tonto y la cólera de losprimos, precisamente cuando todo elmundo andaba intentando alisarse lasplumas, era algo que debía evitarse a

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toda costa. De depender de él, habríadespachado a los hurones aquel mismodía. Un término medio sería el siguientesábado, por lo que llegado el día, y sinconsultar a nadie, despachó a todo elequipo, a las doce, en dos furgonesgrises que llevaban este cartel: «Controlde plagas.» Era verdad que habíanpuesto todo patas arriba, de ahí losestúpidos rumores sobre la sala deHaydon. Estaban furiosos porque era finde semana y quizá, por lo mismo,injustificadamente violemos: las horasextras las pagaban a un precio aterrador.Pero su estado de ánimo cambió muypronto cuando localizaron ocho

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radiomicrófonos en la primera pasadatodos ellos del mismo tipo de los de losalmacenes de material del Circus.Haydon los había distribuido de unaforma clásica, como aceptó Laconcuando acudió a hacer una inspecciónpersonal. Uno en un cajón de unescritorio que no se usaba, como si sehubiera dejado allí inocentemente y sehubiese olvidado, si no fuera porque elescritorio estaba casualmente en la salade codificación. Otro acumulando polvoencima de un viejo aparador metálico enla sala de conferencias de la quintaplanta, o, en la jerga, la sala de juegos.Y otro, con el típico talento de Haydon,

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metido detrás de la cisterna en el lavabode al lado, que era para altosfuncionarios. Una segunda pasada, queincluyó las paredes maestras, permitiódescubrir otros tres empotrados en laestructura durante la edificación.Sondas, con tubitos de plástico deacceso al exterior para captar sonidos.Los hurones los colocaron como sialinearan las piezas cobradas en unacacería. Muertos lo estaban, porsupuesto, como todos los aparatos, perolo cierto es que habían sido colocadosallí por Haydon, y conectados afrecuencias que el Circus no utilizaba.

—Y he de decir que mantenidos a

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costa de la Hacienda pública, además—dijo Lacon, con la más seca de lassonrisas, acariciando los hilos quehabían conectado los micrófonos sondacon la instalación general—. O así fue,al menos, hasta que George modificó lainstalación. No ha de olvidársemedecírselo al hermano Hammer. Seestremecerá.

Hammer, galés, era el enemigo máspertinaz de Lacon.

Smiley, por consejo de Lacon, montóentonces una modesta pieza teatral.Ordenó a los hurones reactivar losradiomicrófonos en la sala deconferencias y modificar el receptor de

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uno de los pocos coches de vigilanciadel Circus que quedaban. Luego, invitó atres de los jinetes de escritorio deWhitehall más inflexibles, incluido algalés Hammer, a rondar en el coche enun radio de media milla alrededor deledificio, y escuchar una discusiónpreviamente redactada entre dosimprecisos ayudantes de Smiley queestaban sentados en la sala de juegos.Palabra por palabra. Ni una sílaba fuerade su sitio.

Tras lo cual, el propio Smiley lesobligó a jurar que guardarían absolutosecreto y les hizo firmar una declaraciónpor si acaso, redactada por los caseros,

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destinada expresamente a amedrentarlos.Peter Guillam admitió que lesmantendría tranquilos un mes o así.

—O menos, si llueve —añadióacremente.

Pero si Martindale y sus colegas delcampo contiguo a Whitehall vivían en unestado de inocencia primigenia respectoa la realidad del mundo de Smiley, losmás próximos al trono se sentíanigualmente distanciados de él. A sualrededor, los círculos se iban haciendocada vez más pequeños a medida que seaproximaban, y en los primeros días,

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poquísimos llegaban al centro. Al cruzarla entrada lúgubre y marrón del Circus,con sus barreras provisionalescontroladas por vigilantes conserjes,Smiley no abandonaba nada de sureserva habitual. Durante noches y díasseguidos, la puerta de su pequeña suite—oficina, permanecía cerrada y suúnica compañía era Peter Guillam, y unomnipresente factótum de sombríamirada llamado Fawn, que habíacompartido con Guillam la tarea dehacer de niñeras de Smiley durante elacoso de Haydon. A veces, Smileydesaparecía por la puerta trasera sinmás que un gesto, llevándose consigo a

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Fawn, una criatura flaca y diminuta, ydejando a Guillam encargado decontrolar las llamadas telefónicas einformarle en caso de emergencia. A lasmadres, les gustó esta conducta hasta losúltimos días de Control, que habíamuerto al pie del cañón, gracias aHaydon, con el corazón destrozado. Porlos procesos orgánicos de una sociedadcerrada, se añadió a la jerga una palabranueva. El desenmascaramiento deHaydon se convirtió entonces en lacaída y la historia del Circus se dividióen antes de la caída y después. Para lasidas y venidas de Smiley, la caída físicadel edificio mismo, vacío en tres cuartas

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partes y, desde la visita de los hurones,en estado de desorden general, aportabauna sombría sensación de ruina que enmomentos bajos resultaba simbólicapara quienes tenían que vivir con ella.Lo que los hurones destruyen, novuelven a reconstruirlo: y creían que lomismo podía aplicarse, quizás, a Karla,cuyos rasgos polvorientos, clavados allípor su escurridizo jefe, seguíanvigilando desde las sombras de suespartano salón del trono.

Lo poco que conocían eraabrumador. Cuestiones tan vulgarescomo la del personal, por ejemplo,adquirían una dimensión aterradora.

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Smiley había invitado al personal a quese fuera y a que se desmantelaran lasresidencias; y por lo menos la del pobreTufty Thesinger, de Hong Kong, queaunque desde mucho antes alejada delescenario antisoviético fue una de lasúltimas que se cerró. Respecto aWhitehall, terreno del que ellosdesconfiaban profundamente, igual queSmiley, se supo que éste había sostenidodiscusiones extrañas y bastantetremendas sobre indemnizaciones pordespido y readmisiones. Había casos, alparecer (el pobre Tufty Thesinger deHong Kong aportaba una vez más elejemplo más directo), en que Bill

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Haydon había alentado deliberadamenteel ascenso excesivo de funcionariosquemados con los que se podría contarque no emprenderían iniciativaspersonales. ¿Debería pagárseles paraque se fueran de acuerdo con suauténtico valor, o según el valorexagerado que malévolamente les habíaasignado Haydon? Había otros casos enlos que Haydon, por su propiaseguridad, había urdido razones deexpulsión. ¿Deberían recibir la pensióncompleta? ¿Tenían derecho a pedir elreingreso? Desconcertados y jóvenesministros, nuevos en el poder desde laselecciones, elaboraban normas audaces

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y contradictorias. En consecuencia,pasaron por las manos de Smiley todauna triste corriente de frustradosfuncionarios de campo del Circus, deambos sexos, y los caseros recibieronorden de cerciorarse de que, por razonesde seguridad, y quizá de estética,ninguno de estos recién llegados deresidencias extranjeras pusiera los piesdentro del edificio principal. No queríatolerar Smiley tampoco ningún contactoentre los condenados y los amnistiadosprovisionalmente. En consecuencia, conel renuente apoyo de Hacienda en lapersona del galés Hammer, los caserosinstalaron una oficina de recepción

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provisional en una casa alquilada deBloomsbury, bajo la tapadera de unaescuela de idiomas. (Lamentamos nopoder recibir a nadie sin cita previa),controlándola con un cuarteto defuncionarios de pagos—y—personal.Este equipo se convirtió inevitablementeen el Grupo Bloomsbury, y se supo quea veces, durante una hora libre o así,Smiley procuraba escurrirse hasta allí y,en una visita más bien tipo hospital,ofrecía su pésame a rostros confrecuencia desconocidos. En otrasocasiones, según su humor, guardabasilencio absoluto, prefiriendomantenerse anónimo y silencioso como

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un buda en un rincón de la polvorientasala de entrevistas.

¿Qué le impulsaba? ¿Qué andababuscando? Si la rabia era la raíz,entonces era una rabia común a todosellos en aquellos tiempos. Podíansentarse en grupo en la sala de juegostras un largo día de trabajo y estar allícotilleando y bromeando; pero si alguiendeslizaba los nombres de Karla o de sutopo Haydon, caía sobre ellos unsilencio de ángeles, y ni siquiera laastuta y veterana Connie Sachs, laespecialista en Moscú, era capaz deromper el hechizo.

Aún más conmovedores a ojos de

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sus subordinados fueron los esfuerzos deSmiley por salvar del naufragio algo delas redes de agentes. Al día siguiente dela detención de Haydon, habían quedadoinmovilizadas las nuevas redessoviéticas y del Este europeo delCircus. Los contactos por radio separalizaron, quedaron congeladas laslíneas de comunicación y, según todoslos indicios, si quedaban en la zonaagentes que fuesen verdaderamente delCircus, se habían replegado de la nochea la mañana. Pero Smiley se opusoferozmente a ese enfoque fácil, lo mismoque se había negado a aceptar que Karlay Moscú Centro fuesen entre ellos

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insuperablemente eficientes, metódicoso racionales. Acosó a Lacon, acosó alos primos en sus grandes anexos deGrosvenor Square, insistió en que sesiguieran controlando las frecuenciasradiofónicas de los agentes y, pese a lasagrias protestas del Ministerio deAsuntos Exteriores (Roddy Martindaleen primera fila, como siempre), logróque los servicios ultramarinos de laBBC emitieran mensajes en lenguajeabierto ordenando a todo agente vivoque casualmente los oyese y conociesela clave abandonar el barco deinmediato. Y, poco a poco, ante eldesconcierto de todos, llegaron

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pequeños aleteos de vida, comoconfusos mensajes de otro planeta.

Primero los primos, en la persona desu jefe local de estación Martello,inquietantemente fanfarrón, informarondesde Grosvenor Square que una cadenade escape norteamericana estabapasando a dos agentes británicos, unhombre y una mujer, a la vieja estaciónde recreo de Sochi en el mar Negro,donde se estaba preparando una pequeñaembarcación para lo que los tranquilosagentes de Martello insistían en llamar«tarea de exfiltración». Con estadescripción se refería a los Churayev,pieza clave en la red Contemplate que

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había cubierto Georgia y Ucrania. Sinesperar el visto bueno del Ministerio deHacienda, Smiley resucitó del retiro aun tal Roy Bland, un corpulentodialéctico ex marxista y agente decampo durante algún tiempo, que habíasido el encargado de la red. A Bland,muy hundido con la caída, le confió aSilsky y a Kaspar, los dos sabuesosrusos, también en naftalina, tambiénantiguos protegidos de Haydon, comogrupo de recepción de reserva. Aúnestaban sentados en su avión detransporte de la RAF cuando llegó lanoticia de que habían matado a tiros a lapareja al salir del puerto. El plan de

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exfiltración se había desmoronado,dijeron los primos. Martello, muyconsiderado, telefoneó personalmente aSmiley para darle la noticia. Era unhombre amable por naturaleza y, comoSmiley, de la vieja escuela.

Era de noche y llovía a cántaros.—Tómatelo con calma, George —

advirtió, con su tono paternal—. ¿Meoyes? Hay agentes de campo y agentesde oficina y somos tú y yo los quetenemos que procurar que sigaexistiendo esta distinción. De locontrario, nos volveríamos todos locos.No se puede ir hasta el final por ningunode ellos en concreto. Somos como

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generales. No debes olvidarlo.Peter Guillam, que estaba junto a

Smiley cuando recibió la llamada,juraba después que Smiley no habíamostrado ninguna reacción visible. YGuillam le conocía bien. Pero diezminutos después, sin que nadie se diesecuenta, había desaparecido y faltaba dela percha su voluminoso impermeable.Volvió ya amanecido, calado hasta loshuesos, y con el impermeable aún albrazo. Después de cambiarse volvió asu mesa, pero cuando Guillam,espontáneamente, se acercó de puntillascon el té, encontró a su jefe, para sudesconcierto, sentado muy rígido ante un

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viejo volumen de poesía alemana, conlos puños cerrados a ambos lados dellibro, y llorando en silencio.

Bland, Kaspar y de Silskysuplicaron la readmisión. Alegaron queel pequeño Toby Estherhase, el húngaro,había conseguido la readmisión sinmotivo visible y exigieron en vano elmismo tratamiento. Les retiraron de lacirculación y no se volvió a hablar deellos. La injusticia pide injusticia.Aunque manchados, podrían haber sidoútiles, pero Smiley no quería ni oírhablar de ellos; ni entonces ni despuésni nunca. Ése fue el punto más bajo delperíodo que siguió inmediatamente a la

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caída. Los había que creían en serio(dentro del Circus y fuera también) quehabían oído el último latido del corazónde los servicios secretos ingleses.

Pero quiso la casualidad que a lospocos días de esta catástrofe, la suerteofrendase a Smiley un pequeñoconsuelo. En Varsovia, a plena luz deldía, un agente importante del Circus depaso recogió la señal de la BBC y se fuederecho a la Embajada inglesa. Graciasa las feroces presiones que ejercieronLacon y Smiley, lo facturaron en avión aLondres disfrazado de correodiplomático, a despecho de Martindale.Desconfiando de sus explicaciones,

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Smiley entregó al agente a losinquisidores del Circus que, privados deotra carne, estuvieron a punto deliquidarle pero que al fin le declararonlimpio. Le reasentaron en Australia.

Luego, aún en el principio mismo desu mandato, Smiley se vio obligado aemitir juicio sobre las otras estacionesnacionales del Circus. Su instinto leempujaba a desprenderse de todo: lascasas de seguridad, ya totalmenteinseguras; la Guardería de Sarratt,donde tradicionalmente se informaba yadiestraba a los agentes y a los nuevosaspirantes; los laboratoriosaudioexperimentales de Harlow; la

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escuela de pócimas y explosiones deArgyll; la escuela acuática del estuariode Helford, donde marinos endecadencia practicaban la magia negrade la navegación en pequeñasembarcaciones como si fuese el ritual deuna religión perdida; y la base detransmisiones radiofónicas de largoalcance de Canterbury. Se habríadesprendido incluso del cuartel generalque los discutidores tenían en Bath,donde se descifraban las claves.

—Liquídalo todo —le dijo a Lacon,yendo a visitarle a sus habitaciones.

—¿Y luego qué? —inquirió Lacon,desconcertado por aquella vehemencia

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suya, que desde el fracaso de Sochi eraaún más marcada.

—Empieza de nuevo.—Comprendo —dijo Lacon, lo cual

significaba, claro, que no comprendía.Lacon tenía hojas llenas de cifras de

los de Hacienda delante, y las estudiabamientras hablaban.

—La Guardería de Sarratt, poralguna razón que no consigo entender,está asignada al presupuesto militar—comentó como reflexionando—. Noestá en tu fondo reptil. El Ministerio deAsuntos Exteriores paga lo de Harlow(y estoy seguro que se han olvidado haceya mucho de ello). Argyll está bajo el

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ala del Ministerio de Defensa, que lomás seguro es que no sepa siquiera queexiste; el Departamento de Correos seencarga de Canterbury y la Marina deHelford. Me complace decirte que Bathestá subvencionado también con fondosdel Ministerio de Asuntos Exteriores, ycon la firma concreta de Martindale, quese asignó a ese presupuesto hace seisaños y que se ha desvanecido del mismomodo de la memoria oficial. Así que nonos comen nada. ¿Qué te parece?

—Que son madera muerta —insistióSmiley—. Mientras existan, jamás lossustituiremos. Sarratt se fue al diablohace mucho, Helford agoniza, Argyll

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resulta ridículo. En cuanto a loscamorristas, han estado trabajandoprácticamente a jornada completa paraKarla durante los últimos cinco años.

—Al decir Karla te refieres aMoscú Centro.

—Me refiero al departamentoresponsable de Haydon y de mediadocena…

—Sé lo que quieres decir. Pero meparece más seguro, si no te importa,hablar de instituciones. De ese modo nosevitamos el embarazo de laspersonalidades. Después de todo, paraeso son las instituciones, ¿no?

Lacon golpeaba rítmicamente la

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mesa con el lápiz. Por fin, alzó la vista ymiró quisquillosamente a Smiley.

—Bueno, en fin —dijo—, tú eres elhombre clave ahora, George. Me damiedo pensar lo que pasaría si algunavez esgrimieses tu hacha hacia mi ladodel jardín. Esas otras estacionesnacionales son acciones muy valiosas.Si te deshaces de ellas ahora, nunca lasrecuperarás. Luego, si te apetece,cuando esté ya todo encarrilado, puedesconvertirlas en efectivo y comprartealgo mejor. No debes venderlas cuandoel mercado está bajo, ya me entiendes.Tienes que esperar hasta poder sacar unbeneficio.

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Smiley aceptó el consejo aregañadientes.

Por si todos estos dolores de cabezano fuesen suficiente, una lúgubre mañanade lunes una revisión de cuentas deHacienda indicó graves discrepanciasen la utilización del fondo reptil delCircus durante el período de cinco añosanterior a su congelación por la caída.Smiley se vio obligado a celebrar unjuicio improvisado, en el que un viejofuncionario de la sección de finanzas, alque hubo que sacar de su situación deretiro, se desmoronó y confesó suvergonzosa pasión por una muchacha deRegistro que le había vuelto loco. En un

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lúgubre ataque de remordimiento, elviejo volvió a casa y se ahorcó. Contralos vehementes consejos de Guillam,Smiley insistió en asistir al funeral.

Hemos de consignar, sin embargo,que desde estos primeros pasoscompletamente decepcionantes, y enrealidad desde sus primeras semanas enel cargo, George Smiley se lanzó alataque.

La base de la que partió ese ataquefue, en el primer caso, filosófica, en elsegundo teórica, y sólo en últimainstancia, gracias a la espectacularaparición del egregio jugador SamCollins, humana.

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El principio filosófico era muysimple. La tarea de un servicio secreto,proclamó Smiley con firmeza, noconsistía en expediciones de caza sinoen informar a sus clientes. Si no lohacía, los clientes recurrirían a otros, avendedores menos escrupulosos, o, peoraún, se entregarían al autoservicioaficionado. Y el servicio secreto oficialse marchitaría. No aparecer en losmercados de Whitehall era no serquerido, continuaba. Peor: a menos queel Circus produjese, no tendría artículosque intercambiar con los primos, ni conotros servicios hermanos con los que losintercambios eran tradicionales. No

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producir era no comerciar, y nocomerciar era morir.

Amén, dijeron todos.La teoría de Smiley (él le llamaba su

premisa) de cómo podía obtenerseinformación secreta sin recursos, fuetema de una reunión informal que secelebró en la sala de juegos menos dedos meses después de su toma deposesión, y en la que participaron él y elreducido círculo íntimo que constituía,hasta cierto punto, su equipo deconfidentes. Eran cinco en total: elpropio Smiley; Peter Guillam, suescanciador; Connie Sachs, grande yexuberante, especialista en Moscú;

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Fawn, el criado para todo de ojososcuros, que calzaba zapatos degimnasia negros y manejaba el samovarde cobre estilo ruso y las galletas; y, porúltimo, el doctor di Salis, conocidocomo el Jesuita Loco, el principalespecialista en China del Circus.Cuando Dios terminó de hacer a ConnieSachs, decían los guasones, necesitabaun descanso, así que hizoprecipitadamente al doctor di Salis conlas sobras. El doctor era una criaturillairregular y desaliñada, que más parecíaun remedo de Connie que su duplicado,y su figura y sus rasgos, verdaderamente,desde el plateado pelo de punta que le

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brotaba por encima del mugriento cuelloa las húmedas y deformes yemas de losdedos que picoteaban como picos depollo cuanto había a su alrededor, teníanun indudable aire de algo malengendrado. Si le hubiese dibujadoBearsley, le habría hecho encadenado ehirsuto, atisbando por un lado delenorme caftán de Connie. A pesar deesto, di Salis era un notable orientalista,un erudito y una especie de héroetambién, pues había pasado una parte dela guerra en China, reclutando ennombre de Dios y del Circus, y otraparte en la cárcel de Changi, por gustode los japoneses. Ése era el equipo: El

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Grupo de los Cinco. Con el tiempo, seamplió, pero al principio eran sólo estoscinco los que componían el famosocuadro, y, después, haber formado partede él, como decía di Salis, era «comotener un carnet del partido comunistacon número de afiliado de una solacifra».

En primer lugar, Smiley revisó eldesastre, lo cual llevó un tiempo, comolleva un tiempo saquear una ciudad oliquidar a gran número de personas. Selimitó a recorrer todas las callejastraseras que poseía el Circus,demostrando de modo completamenteimplacable, cómo, por qué métodos, y a

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menudo exactamente cuándo, habíarevelado Haydon los secretos oficiales asus amos soviéticos. Tenía, claro, laventaja de haber interrogado él mismo aHaydon, y de haber hecho además lasprimeras investigaciones que habíanllevado a su desenmascaramiento.Conocía la pista. Sin embargo, superorata fue un pequeño tour de forcede análisis destructivo.

—Así que no hay que hacerseninguna ilusión —concluyó lisamente—.Este servicio no volverá a ser el mismo.Podrá ser mejor, pero será diferente.

Amén de nuevo, dijeron todos, y setomaron un lúgubre descanso para

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estirar las piernas.Era curioso, recordaría Guillam más

tarde, el que los acontecimientosimportantes de aquellos primeros mesesse desarrollasen todos, por Dios sabequé causa, durante la noche. La sala dejuegos era larga y de techo alto, conaltas ventanas de gablete que daban sóloal anaranjado cielo de la noche y a unbosquecillo de herrumbrosas antenas deradio, reliquias de la guerra que nadiehabía considerado oportuno quitar.

L a premisa, dijo Smiley cuandoreanudaron la sesión, era que Haydon nohabía hecho nada contra el Circus queno estuviese ordenado, y que la orden

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procedía personalmente de un hombre:Karla.

Su premisa era que, al informar aHaydon, Karla revelaba las lagunas deinformación que tenía Moscú Centro; yque al ordenar a Haydon que eliminaseciertas informaciones secretas quellegaban al Circus, al ordenarle que lesrestase importancia o las distorsionase,que las ridiculizase o incluso queimpidiese por completo su circulación,Karla indicaba los secretos que noquería que descubriesen ellos.

—Y eso nos proporciona unnegativo, ¿no es así, querido? —murmuró Connie Sachs, cuya velocidad

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de captación la situaba, como siempre,muy por delante del resto del equipo.

—Así es. Con. Eso es exactamentelo que podemos obtener —dijo Smileymuy serio—. Podemos obtener unnegativo.

Y reanudó su conferencia dejando aGuillam más desconcertado en el fondoque antes.

Rastreando minuciosamente la sendade destrucción de Haydon (sus huellas,como decía él), a base de repasarexhaustivamente su selección de losdatos; recomponiendo, tras laboriosassemanas de investigación si era preciso,las informaciones secretas recogidas de

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buena fe por las estaciones exterioresdel Circus, y comparándolas, en todoslos detalles, con las informacionesdistribuidas por Haydon a los clientesdel Circus en la plaza del mercado deWhitehall, sería posible determinar elnegativo (como tan correctamente habíadicho Connie) y determinar el punto departida de Haydon y, en consecuencia,de Karla, declaró Smiley.

Una vez adoptada la orientacióncorrecta, se abrirían sorprendentesposibilidades, y el Circus se hallaría ensituación, pese a todo, de volver a tomarla iniciativa, o, en palabras de Smiley,« d e acción, y no meramente de

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reacción».La premisa, según la gozosa

descripción que haría luego ConnieSachs, significaba: «Buscar otra malditamomia de Tutankamon, mientras GeorgeSmiley sostiene la lámpara y nosotrospobres peones manejamos los picos ylas palas.»

Por entonces, claro está, nadievislumbraba siquiera a Jerry Westerbyentre las imágenes de la futuraoperación.

Se lanzaron al combate al díasiguiente, la inmensa Connie por un lado

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y el greñudo y pequeño di Salís por elsuyo. Como decía di Salis, con una vozmodesta y nasal, que tenía un vigorferoz:

«Por lo menos sabemos al fin porqué estamos aquí.» Sus familias depálidos excavadores dividieron en dosel archivo. Para Connie y «misbolcheviques», como ella les llamaba.Rusia y los satélites. Para di Salís y sus«peligros amarillos». China y el TercerMundo. Lo que quedaba en medio,informes de fuente sobre los teóricosaliados de Inglaterra, por ejemplo,, secolocó en un cajón especial en reservapara posterior valoración. Trabajaron,

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como el propio Smiley, horasimposibles. Los de la cantina sequejaron, los conserjes amenazaron conlargarse; pero, poco a poco, la energíapura de los excavadores contagióincluso al equipo auxiliar y acabaronpor callarse. Se creó una burlonarivalidad. Bajo la influencia de Connie,los chicos y chicas del despacho deatrás a quienes hasta entonces apenas sise había visto sonreír, aprendieron depronto a parlotear entre sí en el idiomade su gran familia del mundo de fueradel Circus. Los sicarios delimperialismo zarista tomaban insípidocafé con discordantes desviacionistas

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patrioteros stalinistas y se enorgullecíande ello. Pero el acontecimiento másimpresionante fue sin duda el cambioque se operó en di Salis, queinterrumpía sus labores nocturnas conbreves pero vigorosos períodos en lamesa de ping pong, donde desafiaba atodos los que llegaban, saltando de unlado a otro, como un cazador demariposas a la caza de rarosespecímenes. Pronto aparecieron losprimeros frutos, que les proporcionaronnuevo ímpetu. Al cabo de un mes sehabían distribuido nerviosamente tresinformes, en condiciones de extremareserva, que llegaron a convencer hasta

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a los escépticos primos. Un mesdespués, salió un sumario encuadernadoen pasta dura titulado, a escalaplanetaria. Informe provisional sobrelas lagunas de los servicios soviéticosrespecto a la capacidad de ataque mar—aire de la OTAN, que logró el reacioaplauso de la sede central de Martellode Langley, Virginia, y una llamadatelefónica entusiasta del propioMartello.

—¡Ya se lo había dicho yo a esostipos, George! —gritaba, tanto que lalínea telefónica parecía unaextravagancia innecesaria—. Ya se lodije: «El Circus responderá.» ¿Crees

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que me creyeron? ¡Ni hablar!Entretanto, unas veces con Guillam

por compañía, otras con el silenciosoFawn como niñera, el propio Smileyrealizó sus oscuras peregrinaciones ycaminó hasta estar medio muerto decansancio. Y. pese a no lograrresultados positivos, siguióperegrinando. De día, y a menudotambién de noche, rastreó los condadospróximos y puntos más lejanos,interrogando a viejos funcionarios delCircus y a antiguos agentes ya retirados.En Chiswick, pacientemente apostado enla oficina de un viajante de artículos aprecio rebajado y hablando en

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murmullos con un antiguo coronel decaballería polaco, reasentado allí comoempleado, creyó ver claro al fin; pero lapromesa se disolvió como espejismocuando avanzó hacia ella. En una tiendade material de radio de segunda mano deSevenoaks, un checo de los Súdeles leinspiró la misma esperanza, pero cuandovolvió a toda prisa con Guillam aconfirmar la historia en los archivos delCircus, se encontraron con que todos losmencionados habían muerto y noquedaba nadie que les llevase más allá.En una caballeriza privada deNewmarket, ante el furor casi violentode Fawn, fue insultado por un obstinado

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escocés, un protegido de Alleline, elpredecesor de Smiley, y todo por lamisma causa escurridiza. A la vuelta,pidió los papeles, sólo para verapagarse la luz una vez más.

Porque la certeza básica noformulada que había tras la premisa quehabía esbozado Smiley en la sala dejuegos era ésta: que la trampa con la queHaydon se había atrapado a sí mismo noera irrepetible. Que en último análisis,el papeleo de Haydon no era la causa dela caída de éste, ni su manipulación delos informes, ni la supuesta «pérdida»de informes embarazosos. La causahabía sido su pánico. Su intervención

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espontánea en un campo de operaciones,donde el peligro que él mismo corría, oque corría quizás algún otro agente deKarla, se hizo de pronto tan grave que suúnica esperanza pasó a ser eliminarlo apesar de los riesgos. Éste era el trucoque Smiley ansiaba ver repetirse; y ésala cuestión que, nunca directamente, sino por deducción, Smiley y susayudantes del Centro de recepción deBloomsbury planteaban.

—¿Puedes recordar algún caso en tuperíodo de servicio en el campo en que,según tu opinión, se te impidiera sinmotivo seguir una pista operativa?

Y fue el apuesto Sam Collins, con su

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smoking, su cigarrillo negro y su bigoterecortado, con su sonrisa de caballerodel Mississippi, citado para unatranquila charla un buen día, el que llegóy alegremente dijo:

—Ahora que lo pienso, sí, amigo, sí,recuerdo una vez.

Pero detrás de esta pregunta y de larespuesta crucial de Sam se alzaba denuevo la formidable personalidad de laseñorita Connie Sachs y su persecucióndel oro ruso.

Y tras Connie de nuevo, comosiempre, se alzaba la foto de Karla,eternamente nebulosa.

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—Connie ha descubierto algo,Peter —susurraba la propia Connie aGuillam una noche, muy tarde, por elteléfono interno—. Ha descubierto algo.Seguro, seguro.

No era, en modo alguno, su primerhallazgo, ni el décimo, pero su tortuosaintuición le dijo de inmediato que setrataba de «material legítimo, querido, telo dice la vieja Connie». Así queGuillam se lo contó a Smiley y Smileycerró las carpetas, despejó la mesa ydijo:

—Está bien, que pase.Connie era una mujer inmensa,

lisiada y muy lista, hija de un

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catedrático y hermana de otro, tambiénuna especie de autoridad académica ellamisma, conocida entre los veteranoscomo Madre Rusia. Según la leyenda.Control la había reclutado en un rubberde bridge cuando estrenaba su trajelargo, la noche que Neville Chamberlainprometió «paz en nuestra época».Cuando Haydon llegó al poder en laestela de su protector Alleline, una desus primeras decisiones, y de las másprudentes, fue quitar a Connie deenmedio. Porque Connie sabía más delas artimañas de Moscú Centro que lamayoría de los pobres imbéciles, comoella les llamaba, que trabajaban allí, y el

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ejército privado de topos y reclutadoresde Karla había sido siempre sudiversión especialísima. A través de losdedos artríticos de Madre Rusia nohabía pasado, en los viejos tiempos, niun solo desertor soviético, aunque sí susinterrogatorios; ni siquiera un confidenteque hubiese logrado situarse junto aalgún cazatalentos identificado de Karla,pero Connie lo revivía todo ávidamentecon todos los detalles coreográficos dela cacería; no había ni una sola migajade rumor en sus casi cuarenta años en labrecha que no hubiese quedadosedimentada allí, en su cuerpo torturadopor el dolor, que no estuviese colocada

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allí entre la basura de su sintéticamemoria, para utilizarlo en el momentoen que lo precisase. La mente de Connie,había dicho Control una vez, con ciertadesesperación, era como un inmensocuaderno de notas. Cuando ladespidieron se volvió a Oxford y alinfierno. Cuando Smiley volvió allamarla, su único entretenimiento era elcrucigrama del Times y andaba por susdos buenas botellas al día. Pero aquellanoche, aquella noche modestamentehistórica, mientras arrastraba su enormecorpulencia por el pasillo de la quintaplanta camino del despacho particularde George Smiley, lucía un limpio caftán

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gris, se había embadurnado los labios derosa, en un tono muy parecido al natural,y no había tomado en todo el día nadamás fuerte que un mísero cordial dementa (cuyo aroma iba quedando en suestela) y llevaba estampada desde elprincipio mismo la certeza de laimportancia de la ocasión, según fueopinión unánime luego. Llevaba unabolsa de compra muy voluminosa, deplástico porque no soportaba la piel.Una planta más abajo, en su cubil, suchucho, que se llamaba Trot, reclutadoen un arrebato de remordimiento por sudifunto predecesor, gemía desconsoladodebajo del escritorio, ante la viva cólera

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del compañero de trabajo de Connie, diSalís, que solía atizarle furtivas ysecretas patadas; o, en momentos másjoviales, contentarse con recitarle aConnie los diversos y apetitososmétodos que usaban los chinos parapreparar un perro a la cazuela. Al otrolado de los gabletes eduardianos,mientras Connie los pasaba uno a uno,caía un chaparrón de fines de verano queponía punto final a una larga sequía yque a Connie le pareció (así se lo dijoluego a todos) simbólico, bíblicoincluso. Las gotas repiqueteaban comobalas sobre el tejado de pizarra,aplastando las hojas muertas que se

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habían asentado allí ya. En la antesala,las madres continuaban estólidas sutarea, acostumbradas ya a losperegrinajes de Connie, aunque no lesgustase más por ello.

—Queridas —murmuró Connie,agitando hacia ellas como una princesasu mano gorda—, sois tan leales. Tanto.

Para entrar en la sala del trono habíaque bajar un escalón (los iniciadossolían perder allí el equilibrio, pese aldescolorido letrero de aviso) y Connie,con su artritis, trató la operación comosi de una escalerilla se tratase, sujetapor Guillam de un brazo. Smileyobservó, las manos regordetas unidas

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sobre el escritorio, cómo empezaba asacar solemnemente sus ofrendas: noeran ojos de tritón, ni el dedo de unrecién nacido estrangulado (hablaGuillam una vez más); eran fichas, unmontón de fichas, etiquetadas yanotadas, el botín de otra de susdesapasionadas incursiones en elarchivo de Moscú Centro que, hasta suresurrección de entre los muertos dehacía unos meses, habían estadopudriéndose, gracias a Haydon, durantetres largos años. Mientras las sacaba ycorregía las notas orientadoras que leshabía añadido en su burocrática caza,esbozó aquella desbordante sonrisa suya

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(Guillam otra vez, pues la curiosidad lehabía forzado a abandonar el trabajo y aacercarse a observar) y murmuró «tú vasaquí, diablillo» y «¿dónde te has metidotú ahora, condenada?» no para Smiley oGuillam, por supuesto, sino dirigiéndosea los propios documentos, pues Connietenía por costumbre suponer que todoestaba vivo y podía ser recalcitrante uobstinado, fuese Trot, su perro, o unasilla que le impidiese el paso, o MoscúCentro, o, en fin, el propio Karla.

—Un viaje organizado, queridos —proclamó—. Eso es lo que ha estadohaciendo Connie. Supermagnífico. Meacordaba de Pascua, cuando mamá

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escondía los huevos pintados por la casay nos mandaba buscarlos a los niños.

Durante unas tres horas, intercaladasde café y bocadillos y otros obsequiosno deseados que el lúgubre Fawninsistió en traerles, Guillam se esforzópor seguir las vueltas y revueltas delextraordinario viaje de Connie, al que suinvestigación posterior habíaproporcionado ya una base sólida.Connie manejaba los papeles de Smileycomo si fueran cartas de una baraja, losmostraba y volvía a taparlos con susdeformes manos sin darles apenastiempo a leerlos. Y, para remate, seatenía a lo que Guillam llamaba «su

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jerga de mago de tercera fila», elabracadabra del oficio del excavadorobsesivo. En el núcleo de sudescubrimiento, según Guillam pudoentrever, yacía lo que Connie llamabauna veta de oro de Moscú Centro; unaoperación de lavado monetariosoviético para trasladar fondosclandestinos a canales abiertos. Nohabía aún un esquema completo de laoperación. El contacto israelí habíasuministrado una parte, los primos otra,Steve Mackelvore, residente jefe enParís, muerto ya, una tercera. De Parísla pista volvía a llevar a Oriente, através de la Banque de l’Indochine. En

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este punto, además, los documentoshabían sido trasladados a la EstaciónLondres de Haydon, que era el nombreasignado al directoriado operativo, conuna recomendación adjunta de ladiezmada sección de InvestigaciónSoviética del Circus de que se iniciaseuna investigación a toda escala del casosobre el terreno. Estación Londrescongeló la propuesta.

«Potencialmente perjudicial parauna fuente sumamente delicada»,escribió uno de los esbirros de Haydon,y ahí quedó la cosa.

—Archívalo y olvídalo —murmuróSmiley, pasando páginas distraídamente

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—. Archívalo y olvídalo. Siempretenemos buenas razones para no hacernada.

Fuera, el mundo estaba dormido deltodo.

—Exactamente, querido —dijoConnie hablando muy suave, como sitemiera despertarle.

Había ya fichas y carpetasesparcidas por toda la sala del trono.Parecía mucho más la escena de undesastre que la de un triunfo. Duranteotra hora más, Guillam y Connie miraronsilenciosamente al espacio o a lafotografía de Karla, mientras Smileyreseguía concienzudamente los pasos de

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Connie, el rostro anhelante inclinadohacia la lámpara de lectura, los rasgosrechonchos acentuados por el haz de luz,las manos saltando sobre los papeles, ysubiendo de cuando en cuando hasta laboca para ensalivar el pulgar. Paró unao dos veces para mirar a Connie, o abrióla boca para hablar, pero Connie teníaya lista la respuesta antes de queformulara él la pregunta. Connierecorría mentalmente a su lado todo elcamino. Cuando terminó, Smiley seretrepó en su asiento, se quitó las gafas ylas limpió, por una vez no con elextremo ancho de la corbata, sino con unpañuelo nuevo de seda que sacó del

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bolsillo de arriba de la chaqueta negra,pues había pasado casi todo el díaencerrado con los primos, reparandovallas también. Al verle hacer esto,Connie miró resplandeciente a Guillamy murmuró «¿Verdad que es unencanto?», que era una de sus frasesfavoritas cuando hablaba de su jefe, loque estuvo a punto de trastornar de rabiaa Guillam.

La siguiente declaración de Smileytenía el tono de la obsesión leve.

—De todos modos. Con, hubo unapetición oficial de investigación deEstación Londres a nuestra residencia deVientiane.

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—Fue antes de que Bill tuviesetiempo de meter su pezuña en el asunto—contestó ella.

Como si no la hubiera oído, Smileycogió una carpeta abierta y se la pasópor encima de la mesa.

—Y de Vientiane mandaron unalarga respuesta. Está todo indicado en elíndice. Y al parecer nosotros no latenemos. ¿Dónde está?

Connie no se molestó en coger lacarpeta.

—En la trituradora, querido —dijoella, y miró a Guillam muy tranquila ysatisfecha.

Había llegado la mañana. Guillam

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hizo un recorrido apagando luces. Esamisma tarde, entró en el tranquilo clubde juego del West End donde, en lanocturnidad permanente de la actividadque había elegido, Sam Collinssoportaba los rigores del retiro. AGuillam, que esperaba encontrarlesupervisando su habitual partidavespertina de chemin—de—fer, lesorprendió que le indicasen un suntuososalón con el rótulo de «Dirección». Samestaba instalado tras un excelenteescritorio, sonriendo triunfal tras elhumo de su cigarrillo negroacostumbrado.

—¿Pero, qué demonios has hecho,

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Sam? —exigió Guillam en un susurroteatral, fingiendo mirar nervioso a sualrededor—. ¿Te has metido en laMafia? ¡Dios mío!

—Oh, no, no hizo falta —dijo Sam,con la misma picara sonrisa. Y se echóuna impermeable encima del smoking ycondujo a Guillam por un pasillo y, trascruzar una puerta de incendios, salierona la calle y entraron en el asiento traserodel taxi que había dejado esperandoGuillam, aún secretamente maravilladode la nueva importancia de Sam.

Los agentes que actúan sobre elterreno tienen diversas formas de ocultarlas emociones y la de Sam era sonreír,

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fumar despacio y llenar los ojos de unbrillo sombrío de extraña complacencia,fijándolos atentamente en suinterlocutor. Sam era un especialista enAsia, un veterano del Circus con muchotiempo de trabajo de campo a susespaldas: cinco años en Borneo, seis enBirmania, cinco en el norte de Tailandiay, por último, tres en la capital laosiana,en Vientiane, todo ello bajo la razonablecobertura de comerciante al por mayor.Los tailandeses le habían interrogadodos veces, pero le habían dejado libre yhabía tenido que salir de Sarawak encalcetines. Cuando estaba de humor,tenía muchas historias que contar sobre

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sus peregrinajes por las tribusmontañesas del norte de Birmania y losShans, pero estaba de humor muy pocasveces.

Sam era una víctima de Haydon.Hubo un momento, cinco años atrás, enque aquella perezosa sagacidad de Samle convirtió en serio candidato alascenso a la quinta planta… el puesto dejefe, incluso, según algunos, si Haydonno hubiese hecho valer toda suinfluencia a la sombra del ridículo PercyAlleline. Con lo cual, en vez deconseguir poder, tuvo que quedarpudriéndose en el campo hasta queHaydon conspiró para reclamarle y

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lograr su expulsión por una infracciónde poca monta, una cosa amañada,además.

—¡Sam! ¡Cuánto me alegro de verte!Siéntate —dijo Smiley, todo cordialidadpor una vez—. ¿Querrás un trago? ¿Porqué hora del día andas? ¿Podemosofrecerte un desayuno?

Sam había obtenido en Cambridgeuna desconcertante matrícula de honorque había dejado estupefactos a sustutores que hasta entonces le habíanconsiderado poco menos que imbécil.Lo había conseguido, se decían despuéslos catedráticos para consolarse, sólo abase de memoria. Pero otras lenguas

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más duchas en las cosas del mundocontaban una historia muy distinta.Según ellas, Sam había tenido unaaventura amorosa con una chica muy feade la Oficina de Exámenes, lograndopoder echar una ojeada previa a laspreguntas del examen.

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4Despierta el castillo

Lo primero que hizo Smiley fuetantear a Sam… y Sam, al que no ledisgustaba tampoco una mano de pókerde vez en cuando, tanteó también aSmiley. Algunos agentes de campo,sobre todo los listos, tienen como aorgullo, una especie de orgulloperverso, el no conocer todo el cuadro.Su arte consiste en manejar diestramentecabos sueltos, y se paran tercamente ahí.Sam sentía también esta inclinación.Tras repasar un poco su expediente,

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Smiley le tanteó respecto a varios casosantiguos que no tenían nada especial,pero que daban un indicio de ladisposición presente de Sam yconfirmaban su capacidad para recordarcon precisión. Recibió a Sam solo,porque con más gente, habría sido unjuego muy distinto: más o menos intenso,pero distinto. Más tarde, cuando salió yaa la luz todo el asunto y quedaban sólocuestiones de relleno, mandó subir delas regiones inferiores a Connie y aldoctor di Salís, y dejó también sentarsecon ellos a Guillam. Pero eso fuedespués; de momento, Smiley sondeósólo la mente de Sam, ocultándole por

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entero el hecho de que todos losdocumentos habían sido destruidos yque, puesto que Mackelvore ya habíamuerto, él era ahora el único testigo deciertos hechos clave.

—Bueno, Sam, ¿recuerdas —preguntó Smiley cuando le pareció porfin el momento adecuado —una ordenque te llegó a Vientiane, de aquí, deLondres, de investigar ciertos girosbancarios de París? Era una ordennormal en que se pedían«investigaciones de campo noimputables, por favor, confirmar odesmentir…», algo así. ¿Te suena eso,por casualidad?

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Tenía delante una hoja con notas, loque indicaba que era sólo una preguntamás de una larga serie. Mientrashablaba, señalaba algo con el lápiz sinmirar siquiera a Sam. Pero así comooímos mejor con los ojos cerrados,Smiley percibió, pese a todo, que laatención de Sam se reforzaba: lo que setradujo en que estiró un poco laspiernas, las cruzó y redujo los gestoshasta suprimirlos casi por completo.

—Transferencias mensuales a laBanque de l’Indochine —dijo Sam, trasla pausa adecuada—. Fuertes. Pagadasdesde una cuenta exterior canadiense ala filial de París.

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Dio luego el número de la cuenta.—Pagos los últimos viernes de mes

—continuó—. Fecha de inicio juniosetenta y tres, más o menos. Me suena,desde luego.

Smiley percibió de inmediato queSam se preparaba para jugar una partidalarga. El recuerdo era claro, pero lainformación que daba escasa: parecíamás una puesta de apertura que unarespuesta franca.

Smiley, con la vista aún fija en lospapeles, dijo:

—Ahora sería bueno parar un pocoaquí, Sam. Hay ciertas discrepancias enlos datos de archivo, y me gustaría

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aclarar del todo tu parte de lainformación.

—Por supuesto —dijo Sam denuevo, chupando muy tranquilo sucigarrillo negro. Observaba las manosde Smiley y, de vez en cuando, conestudiada languidez, le miraba a losojos… aunque nunca demasiado tiempo.

Smiley, por su parte, luchaba sólopor mantener el pensamiento abierto alas tortuosas opciones que ofrecía lavida de un agente de campo. Sam podríamuy bien estar ocultando algocompletamente insignificante. Podríahaber hecho alguna trampilla con losgastos, por ejemplo, y temer que se

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descubriera. O haberse inventado lainformación en vez de salir a buscar losdatos y jugarse el cuello: Sam tenía ya laedad en que el agente de campo miraante todo por su propio pellejo, no debíaolvidarlo. O podría tratarse de lasituación contraria: Sam se habíaexcedido un poco en susinvestigaciones, más de lo que lepermitía la oficina central. Presionado,había preferido recurrir a losrevendedores en vez de no mandar nada.Había establecido un acuerdo lateralcon los primos locales. O los serviciosde seguridad locales le habíanchantajeado (en la jerga de Sarratt, los

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ángeles le habían aplicado el tizón) yhabía jugado con dos barajas a fin desobrevivir y asegurarse su pensión delCircus. Smiley sabía que, parainterpretar las actitudes de Sam, teníaque mantenerse al tanto de estasopciones y de una infinidad más. Undespacho es un lugar peligroso paraobservar el mundo.

Así que, tal como proponía Smiley,se demoraron un poco. La orden deinvestigar sobre el terreno que habíaenviado Londres, dijo Sam, le llegó enla forma oficial, ajustándose bastante ala descripción de Smiley. Se la mostróal viejo Mac, que, hasta que le

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destinaron a París, era el contacto delCircus en la Embajada de Vientiane. Enuna sesión nocturna, en su casa deseguridad. Rutina, aunque la cuestiónrusa resaltaba ya desde el principio, ySam recordó en concreto que le habíadicho a Mac ya entonces: «Londres debepensar que es dinero de la caja negra deMoscú Centro», pues había localizadoel criptónimo de la Sección deInvestigación Soviética del Circusmezclado en los preliminares de laseñal. (A Smiley no le pasódesapercibido el hecho de que Mac notenía por qué enseñarle la señal a Sam.)Y Sam recordaba también la respuesta

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de Mac a su comentario: «No deberíanhaberle dado la patada a la amigaConnie Sachs», había dicho. Sam estabaabsolutamente de acuerdo con ello.

Tal como sucedieron las cosas, dijoSam, fue muy fácil de cumplir estapetición. Sam tenía ya un contacto en elIndochine, bueno además, llamémosleJohnnie.

—¿Figura aquí, Sam? —preguntócortésmente Smiley.

Sam evitó contestar directamente aesta pregunta y Smiley respetó sureserva. Aún no ha nacido el agente decampo que comunique a la oficinacentral todos sus contactos, o que los

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mencione incluso. Lo mismo que losilusionistas se aterran a su mística, losagentes de campo, por razones distintas,son congénitamente reservados encuanto a sus fuentes.

Johnnie era de fiar, dijoenfáticamente Sam. Tenía un historialexcelente en varios casos de tráfico dearmas y de narcóticos y Sam habríarespondido por él ante cualquiera.

—Tú también trabajaste en esascosas, ¿verdad, Sam? —preguntórespetuosamente Smiley.

Así que Sam había hechopluriempleo para la oficina local denarcóticos como cosa extra, advirtió

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Smiley. Muchos agentes de campo lohacían, algunos hasta con elconsentimiento de la oficina central: ensu mundo, les gustaba hacerlo paraliquidar desecho industrial. Iba con eloficio. Nada espectacular, por tanto,pero Smiley archivó la información, detodos modos.

—Johnny era de fiar —repitió Sam,con una advertencia en la voz.

—Estoy seguro de ello —dijoSmiley, con la misma cortesía.

Sam prosiguió con su relato. Habíaacudido a Johnny, al Indochine, y lehabía largado una historia absurda paraque no se inquietase, y al cabo de unos

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días Johnny, que era sólo un modestoempleado, había investigado en loslibros y anotado los datos de lascuentas, con lo que Sam tuvo la primeraparte de la conexión lista yempaquetada. El asunto funcionaba así,según Sam:

—El último viernes de cada mesllegaba de París un giro por télex anombre de un tal Monsieur Delassus quese hospedaba en el Hotel Cóndor,Vientiane, y que debía abonarse previapresentación del pasaporte, cuyo númerose reseñaba.

Sam recitó una vez más, sinesfuerzo, las cifras.

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—El banco enviaba el aviso —continuó—, Delassus acudía el lunes aprimera hora, sacaba el dinero enmetálico, lo metía en una cartera demano y salía con él. Fin de la conexión.

—¿Cuánto?—Poco al principio, pero la

cantidad aumentó en seguida. Y siguiócreciendo; poco a poco luego.

—¿Hasta llegar a…?—Veinticinco mil americanos en

billetes grandes —dijo Sam sinpestañear.

Smiley enarcó levemente las cejas.—¿Al mes? —dijo, con cómica

sorpresa.

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—Todo un banquete —confirmóSam, y volvió a refugiarse en unlánguido silencio.

Hay una tensión especial en loshombres inteligentes que usan suscerebros por debajo de susposibilidades y a veces no puedencontrolar sus emanaciones aunquequieran. En ese sentido, son un riesgomuchísimo mayor, bajo los focos, quesus colegas más estúpidos.

—¿Estás comprobando lo que tedigo con los datos de archivo,muchacho? —preguntó Sam.

—No estoy comprobando nada,Sam. Ya sabes cómo son estas cosas

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algunas veces. Hay que agarrarse a unclavo ardiendo, hay que escuchar alviento.

—Claro, claro —dijo Samcomprensivo. Después de intercambiarmás miradas de confianza mutua, Samreanudó su relato.

En fin, se fue, según dijo, al HotelCóndor. El conserje era una subfuentehabitual en el ramo, a disposición detodo el mundo. Allí no había ningúnDelassus, pero el recepcionista admitiógozosamente una pequeña oferta porproporcionarle una dirección dehospedaje. Al lunes siguiente (quecasualmente seguía al último viernes del

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mes, dijo Sam), puntual, con la ayuda desu contacto Johnny, Sam se fue al bancoa «hacer efectivos cheques de viaje», ypudo ver directamente al dichoMonsieur Delassus entrar, mostrar supasaporte francés, contar el dinero yguardarlo en su cartera de mano y volvercon ella a un taxi que le esperaba fuera.

Los taxis, explicó Sam, erananimales exóticos en Vientiane. Todo elque era alguien tenía su coche y suchófer, así que la deducción lógica eraque Delassus no quería ser alguien.

—Hasta ese momento todo fue bien—concluyó Sam, mirando con interéscomo Smiley escribía.

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—Muy bien —corrigió Smiley.Con su predecesor Control, Smiley

nunca usaba cuaderno: sólo cuartillassueltas, una a una, y un pisapapeles decristal para sostenerlas, que Fawnlimpiaba dos veces al día.

—¿Coincide con lo que hay enarchivo, o no? —preguntó Sam.

—Yo diría que la dirección es lacorrecta, Sam —dijo Smiley—. Es eldetalle lo que saboreo. Ya sabes cómoson los archivos.

Ese mismo día por la noche,prosiguió Sam, confabulado una vez máscon su contacto, examinó despacio elarchivo de fichas de rusos residentes, y

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logró identificar los rasgos repugnantesde un secretario segundo (comercial) dela Embajada soviética, Vientiane,cincuenta y tantos, porte militar, sinantecedentes, nombre y apellidosincluidos pero impronunciables yconocidos, en consecuencia, por losbazares diplomáticos como «ComercialBoris».

Pero Sam, por supuesto, tenía elnombre y los impronunciables apellidos,presos en la memoria, y se los deletreó aSmiley lo bastante despacio para queéste los anotara en letras mayúsculas.

—¿Ya lo tienes todo? —preguntóamablemente.

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—Sí, gracias.—Alguien se olvidó el fichero en el

autobús, ¿verdad, muchacho? —preguntó Sam.

—Así es —aceptó Smiley, con unacarcajada.

Cuando un mes después volvió allegar el lunes crucial, continuó Sam,decidió operar con mucha precaución.En vez de seguir furtivamente él mismoa Comercial Boris, él se quedó en casa yencargó la misión a un par de sabuesosresidentes allí, especializados en trabajode acera.

—Trabajo de artesanía —explicó—.Ni sacudir el árbol, ni líneas laterales,

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ni nada de nada: muchachos laosianos.—¿Nuestros?—Tres años en la brecha —dijo

Sam—. Y buenos —añadió el agente decampo que llevaba dentro, para quientodos sus gansos son cisnes.

Los citados sabuesos vigilaron lacartera de mano en su viaje siguiente. Eltaxi, distinto al del mes anterior, llevó aBoris de gira por toda la ciudad y a lamedia hora volvió a dejarle junto a laplaza principal, no muy lejos del banco.Comercial Boris caminó un corto trecho,entró en otro banco, uno local, e ingresótoda la suma directamente por laventanilla en otra cuenta.

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—Así que tra—la—lá —dijo Sam, yencendió otro pitillo, sin molestarse enocultar el gozoso desconcierto que leproducía el hecho de que Smileyreconstruyese verbalmente un caso tandocumentado.

—Tra—la—lá, desde luego —murmuró éste, escribiendo afanoso.

Tras esto, dijo Sam, los muchachosvolvieron e informaron. Sam no semovió en un par de semanas, para dejarque se posase el polvo y lanzó luego asu ayudante femenino a asestar el golpefinal.

—¿Nombre?Lo dio. Una veterana con base en

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casa, adiestrada por Sarratt, quecompartía su cobertura comercial. Lachica esperó a Boris en el banco local,le dejó terminar de rellenar la hoja deingreso y luego montó un numerito.

—¿Qué hizo? —preguntó Smiley.—Exigió que la atendiesen antes —

dijo Sam con una sonrisa—. El hermanoBoris, como era un cerdo machista,creía tener los mismos derechos yprotestó. Hubo una discusión.

La hoja de ingreso estaba allíencima, explicó Sam, y la chica, a la vezque montaba su número, consiguióleerla: veinticinco mil dólaresnorteamericanos ingresados en la cuenta

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exterior de una empresa aeronáutica dechiste llamada Indocharter Vientiane, S.A.:

—Valores, unos cuantos DC3escacharrados, una choza de— lata, unmontón de papel de correspondencia conun membrete de fantasía, una rubia tontaen la oficina y un estrafalario pilotomexicano a quien en toda la ciudadllamaban Ricardo el Chiquitín por suconsiderable estatura —dijo Sam. Yañadió—: Y la anónima colecciónhabitual de diligentes chinos en eldespacho de atrás, por supuesto.

Smiley estaba tan alerta en aquelmomento que podría haber sentido caer

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una hoja. Pero lo que oyó,metafóricamente, fue estruendo debarreras alzándose y supo de inmediato,por el tono, por el endurecimiento de lavoz, por los pequeños signos del rostroy del cuerpo que indicaban exageradaindiferencia, que estaba aproximándoseal núcleo mismo de las defensas de Sam.

Anotó, pues, el dato mentalmente, ydecidió seguir un rato con la empresaaeronáutica de chiste.

—Vaya —gorjeó—, ¿así que yaconocías esa empresa? Sam puso bocaarriba una carlita.

—Bueno, Vientiane no esprecisamente una gran metrópoli, amigo.

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—Pero bueno, tú la conocías, ¿no esasí?

—Todo el mundo conocía a Ricardoel Chiquitín allí —dijo Sam; la sonrisaera más amplia que nunca y Smileyadvirtió en seguida que Sam le estabatirando arena a los ojos. Aun así, siguióel juego.

—Hablame de él entonces —propuso.

—Uno de los ex payasos de AirAmérica. Vientiane estaba lleno deellos. Lucharon en la guerra secreta deLaos.

—Y la perdieron —dijo Smiley,escribiendo de nuevo.

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—Sin ayuda de nadie —aceptó Sam,viendo cómo ponía Smiley una hoja a unlado y cogía otra del cajón—. Ricardoera una leyenda local. Había volado conel capitán Rocky y con los otros. Habíahecho un par de incursiones en laprovincia de Yunnan para los primos.Cuando acabó la guerra, anduvo unatemporada sin rumbo y luego se enrolócon los chinos. A esos grupos lesllamábamos Air Opium. Por la época enque Bill me hizo volver a casa, eran unaindustria floreciente.

Smiley siguió dándole cuerda.Mientras creyese que estabadesviándole de la pista, hablaría por los

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codos. Pero si pensaba que Smiley seacercaba demasiado al asunto, echaríael cierre de inmediato.

—Bien —dijo, pues, cordialmente,tras anotaciones aún más meticulosas—.Volvamos ahora a lo que Sam hizodespués. Tenemos lo del dinero,sabemos a quién se abona, quién lomaneja. ¿Cuál fue tu jugada siguiente,Sam?

Bueno, si no recordaba mal, habíaestudiado los datos uno o dos días.H a b í a aspectos, explicó Sam másconfiado: detalles chocantes. Primero,estaba el Extraño Caso de ComercialBoris. A Boris, como había indicado ya

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Sam, se le consideraba un diplomáticoruso de verdad, si es que los hay: no sele conocía ninguna conexión con ningunaotra empresa. Sin embargo, operabasolo, disponía en exclusiva de unmontón de dinero y, según la modestaexperiencia de Sam, cualquiera de estascosas significaba agente secreto sinlugar a dudas.

—No sólo agente, sino un malditojefazo. Un pagador inflexible y feroz,coronel o más, ¿no?

—¿Qué otros aspectos, Sam? —preguntó Smiley, manteniéndole en elmismo rumbo, sin presionarle, sin haceresfuerzo alguno aún por ir a lo que Sam

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consideraba el meollo del asunto.—El dinero no seguía la ruta normal

—dijo Sam—. Era muy raro. Lo decíaMac. Lo dije yo. Lo decían todos.Smiley alzó la cabeza más despacio aúnque antes.

—¿Por qué? —preguntó, mirando aSam muy fijo.

—La residencia soviética oficial deVientiane tenía tres cuentas bancarias enla ciudad. Los primos tenían vigiladaslas tres. Las tenían vigiladas desde hacíaaños. Sabían lo que sacaban los de laresidencia al céntimo, y sabían incluso,por el número de cuenta, si era paraobtener información secreta o para

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subversión. La residencia teníaporteadores propios y un sistema detriple firma para toda extracción defondos superior a los mil pavos. Pero,Dios santo, George, yo creo que todoeso está en archivo, ¿no?

—Sam, quiero que te imagines queno existe archivo —dijo Smiley muyserio, sin dejar de escribir—. Se teexplicará todo a su debido tiempo. Tenpaciencia.

—De acuerdo, de acuerdo —dijoSam; Smiley se dio cuenta de querespiraba mucho más tranquilo: parecíacreer que ya pisaba terreno firme.

Fue entonces cuando propuso Smiley

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que subiese la buena de Connie aenterarse, y quizá también el doctor diSalis, dado que el Sudeste Asiático eraprecisamente su especialidad. En elterreno táctico, se contentaba conesperar su oportunidad con el secretillode Sam; en el estratégico, el potencialde la historia de Sam era ya de uninterés patente. Así que allá se fueGuillam a avisarles, mientras Smileydecretaba un descanso y los dosestiraban las piernas.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntóSam muy cortés.

—Bueno, un poco estancado —admitió Smiley—. ¿Lo echas de menos?

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—¿Ése es Karla, verdad? —dijoSam, mirando la foto.

El tono de Smiley se hizo a la vezvago y pedante.

—¿Quién? Ah sí, sí que lo es. Metemo que no se parezca mucho, pero notenemos nada mejor de momento.

Era como si estuviera contemplandouna acuarela antigua.

—Tienes una cosa personal con él,¿verdad? —dijo Sam, pensativo.

En ese momento, entraban Connie, diSalis y Guillam, dirigidos por éste,mientras el pequeño Fawn sosteníainnecesariamente la puerta abierta.

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Con el enigma temporalmentemarginado, la asamblea se convirtió enuna especie de partida de guerra: sehabía iniciado la cacería. Primero,Smiley le resumió a Sam el asunto,dejando claro, sobre la marcha, por otraparte, que estaban fingiendo que nohabía datos en el archivo, lo cual erauna velada advertencia a los reciénllegados. Luego, Sam cogió el hilodonde lo había dejado: en lo de losaspectos, los pequeños detalleschocantes; aunque en realidad no había,insistió, mucho más que decir. La pistallevaba hasta Indocharter Vientiane, S.A., y luego quedaba cortada.

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—Indocharter era una empresa chinaen el extranjero —dijo Sam dirigiendouna mirada al doctor di Salis—.Básicamente swatownesa.

Al oír esto, di Salis lanzó un grito,en parte carcajada y en parte lamento.

—Ay, son las peores de todas —declaró, queriendo decir que eran lasmás difíciles de desenmascarar.

—Eran un grupo chino en el exterior—repitió Sam para los demás— y losmanicomios del Sudeste Asiático estánhasta los topes de honrados agentes decampo que han intentado aclarar quévida lleva el dinero caliente despuésque entra en el buche de los chinos que

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operan fuera.Sobre todo, añadió, de los

swatowneses, o chiu chows, que eran ungrupo aparte, y controlaban losmonopolios del arroz en Tailandia, enLaos y en otros puntos. Y, añadió Sam,Indocharter Vientiane. S. A., era unverdadero clásico del grupo. Sucobertura como comerciante le habíapermitido, claro, investigarla con ciertodetalle.

—En primer lugar, la SociétéAnonyme estaba registrada en París —dijo—. En segundo, la Société, segúninformación fidedigna, era propiedad deuna empresa mercantil shanghainesa,

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establecida en el exterior ydiscretamente diversificada, con sede enManila, propiedad a su vez de unaempresa chiu chow registrada enBangkok, que, a su vez, dependía de unaorganización totalmente amorfa de HongKong llamada China Airsea, inscrita enla Bolsa local, y que tenía de todo,desde flotas de juncos a fábricas decemento, caballos de carreras yrestaurantes. China Airsea era, dentrodel marco de Hong Kong, una empresamercantil excelente, con solera y enbuena posición, y probablemente elúnico contacto entre Indocharter y Chinafuese que el quinto hermano mayor de

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alguien tuviese una tía que había ido alcolegio con uno de los accionistas y ledebía un favor.

Di Salís dio otro cabeceo rápido yaprobatorio y tras unir sus torpes brazos,los encajó en una deforme rodilla quealzó hasta el mentón.

Smiley había cerrado los ojos yparecía adormilado. Pero estabaoyendo, en realidad, exactamente, lo queesperaba oír: cuando llegó lo delpersonal de la empresa Indocharter, SamCollins eludió con mucho tiento a ciertapersona.

—Pero creo que has mencionadoque también había dos personas no

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chinas en la empresa, Sam —le recordóSmiley—. Una rubia tonta, según dijiste,y un piloto, Ricardo.

Sam rechazó en seguida la objeción,restándole importancia.

—Ricardo era un tarambana —dijo—. Los chinos no le habrían confiado niel dinero de los sellos. El trabajo deverdad se hacía todo en la habitación deatrás. Si entraba dinero, era allí dondese manejaba, era allí donde se esfumaba.Fuese dinero ruso en efectivo, fueseopio o fuese lo que fuese.

Di Salis, tirándose frenéticamente deuna oreja, se apresuró a confirmar:

—Para reaparecer luego en

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Vancouver, Amsterdam o Hong Kong, odonde convenga al objetivo muy chinode alguien —proclamó, y se desmigajóde satisfacción ante su propiainteligencia.

Sam había conseguido una vez más,pensó Smiley, eludir el anzuelo.

—Bien, bien —dijo—. ¿Qué pasódespués, Sam, según tu autorizadaversión?

—Londres congeló el caso.Del absoluto silencio que siguió,

Sam debió deducir en un segundo quehabía tocado un nervio importante. Suactitud lo indicaba: no echó un vistazopara ver la expresión de los demás, ni

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manifestó curiosidad alguna. Por elcontrario, con una especie de teatralmodestia, se revisó los brillanteszapatos y los elegantes calcetines y diouna pensativa chupada a su pitillo negro.

—¿Y cuándo fue eso, Sam? —preguntó Smiley.

Sam dio la fecha.—Retrocede un poco. Sigamos

olvidándonos del archivo, ¿entendido?¿Cuánto sabía Londres de tusinvestigaciones según ibas haciéndolas?Explícanoslo. ¿Enviaste informes sobrela marcha, a diario? ¿Los envió Mac?

Guillam comentó luego que si lasmadres del despacho contiguo hubiesen

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tirado una bomba nadie habría apartadola vista de Sam.

Bueno, dijo tranquilamente éste,como si se burlase del capricho deSmiley, él era un perro viejo. Suprincipio sobre el terreno había sidosiempre primero actuar y luegodisculparse. Y también el de Mac. Siobrabas al revés, Londres acababa nodejándote cruzar la calle sin cambiarteprimero los pañales, dijo Sam.

—¿Entonces? —dijo pacientementeSmiley.

Pues sucedió que la primera noticiaque enviaron a Londres sobre el casofue, podríamos decir, también la última.

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Mac certificó la investigación, informódel total de datos obtenidos por Sam ypidió instrucciones.

—¿Y Londres? ¿Qué hizo Londres?—Mandarle a Mac notificación de

máxima prioridad, sacarnos a los dosdel caso y ordenarle telegrafiar deinmediato confirmando si yo habíaentendido la orden y la obedecía. Noslanzaban, por si acaso, un cohete,ordenándonos que no volviésemos aoperar por nuestra cuenta.

Guillam hacía garabatos en lacuartilla que tenía delante: una flor,pétalos luego, luego lluvia cayendosobre la flor. Connie miraba

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resplandeciente a Sam como si fuese eldía de la boda de éste y de sus ojosinfantiles brotaban lágrimasemocionadas. Di Salis trajinaba y seagitaba como siempre, igual que unmotor viejo, pero también tenía la vista,en la medida en que podía fijarla enalgún sitio, fija en Sam.

—Debisteis enfadaros mucho —dijoSmiley.

—En realidad no mucho.—¿No tenías ganas de seguir el caso

hasta el final? Habías dado un golpemagnífico.

—Bueno, sí, me enfadé un poco,claro.

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—Pero cumpliste las órdenes deLondres…

—Soy un soldado, George. Todosestamos en la misma guerra.

—Muy laudable —dijo Smiley,mirando una vez más a Sam, tan elegantey fino con su smoking.

—Órdenes son órdenes —dijo éste,con una sonrisa.

—Sí, claro. Y cuando volviste porfin a Londres —continuó Smiley, en untono controlado e interrogante— ytuviste tu sesión de «bienvenido a casabuen trabajo» con Bill, ¿le mencionasteel asunto, por casualidad?

—Le pregunté qué demonios pasaba

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con aquello, sí —aceptó Sam, con lamisma indiferencia.

—Y, ¿qué te contestó?—Acusó a los primos. Dijo que

ellos estaban metidos en el asunto antesque nosotros. Dijo que era suyo el caso,y el territorio.

—¿Tenías alguna razón paracreerlo?

—Claro. Ricardo.—¿Sospechabas que era un agente

de los primos?—Hombre, voló para ellos. Estaba

ya en sus libros. Era un candidatológico. Les bastaba con no borrarlo dela nómina.

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—Pero no habíamos quedado en queun hombre como Ricardo no teníaacceso a las verdaderas operaciones dela empresa…

—Pero no iban a dejar de usarlo poreso. Los primos son así. Aún era un casosuyo, a pesar de que Ricardo no sirviesepara nada. El pacto de manos fuera regíade todos modos.

—Volvamos al momento en queLondres se retiró del caso. Recibiste laorden: «Déjalo todo.» Obedeciste. Peroaún tardaste una temporada en volver aLondres, ¿no? ¿Hubo algún tipo decontinuación?

—No entiendo bien, George.

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En el fondo de su pensamiento,Smiley tomó escrupulosa nota, una vezmás, de la evasiva de Sam.

—Por ejemplo, tu contacto amistosoen la Banque de l’Indochine, Johnny.Seguiste relacionándote con él, ¿no?

—Claro —dijo Sam.—¿Y no te mencionó Johnny, por

casualidad, como cosa anecdótica, quéfue de la veta de oro después de querecibieses tu telegrama de manos fuera?¿Continuó llegando el dinero todos losmeses, como antes?

—La cuenta quedó congelada. Paríscerró el grifo. Ni Indocharter ni nada denada.

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—¿Y Comercial Boris, el que notenía antecedentes? ¿Vive feliz ytranquilo después de aquello?

—Volvió a casa.—¿Había cumplido el plazo?—Había hecho tres años.—Normalmente hacen más.—Sobre todo los agentes

importantes —aceptó Sam, sonriendo.—Y Ricardo, el aviador mexicano

chiflado que sospechabas que era agentede los primos, ¿qué fue de él?

—Murió —dijo Sam, sin apartar losojos de la cara de Smiley—. Se estrellóen la frontera tailandesa. Los muchachoslo achacaron a sobrecarga de heroína.

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Presionado, Sam demostró recordartambién aquella fecha.

—¿No se lamentó el suceso en elbar?

—No mucho. La opiniónpredominante parecía ser que Vientianesería un sitio mucho más seguro sinRicardo tiroteando el techo de WhiteRose de Madame Lulú.

—¿Dónde se expresaba esa opinión,Sam?

—Bueno, donde Maurice.—¿Maurice?—El Hotel Constellation. Maurice

es el propietario.—Comprendo. Gracias.

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Aquí hubo un lapso definido, peroSmiley no parecía reacio a llenarlo.Observado por Sam, por sus tresayudantes y por Fawn, el factótum,Smiley dio un tirón a las gafas, lasladeó, las volvió a colocar y volvió aapoyar las manos en la cubierta decristal de la mesa. Luego volvió a hacerrecorrer a Sam toda la historia, volvió acomprobar fechas, nombres y lugares,muy concienzudamente, como losinterrogadores especializados de todo elmundo, atento por la mucha costumbre alos pequeños fallos y las discrepanciascasuales y las omisiones, y a loscambios de tono, sin hallar nada, en

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apariencia. Y Sam, con su falsasensación de seguridad, lo repasó todo,mirando con la misma sonrisa hueca conque miraba deslizarse las cartas sobre eltapete verde o veía cómo el girar de laruleta empujaba la bola blanca de unespacio a otro.

—Sam, creo que deberías pasar lanoche aquí con nosotros… —dijoSmiley, en cuanto se quedaron otra vezlos dos solos—. Fawn se ocupará de lacama y demás. ¿Podrás soportarlo?

—Claro, hombre, por Dios —dijoSam generosamente.

Entonces, Smiley hizo algo un pocoinquietante. Tras entregarle un montón

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de revistas, telefoneó pidiendo elexpediente personal de Sam, todos losvolúmenes, y con Sam sentado allí anteél, los fue leyendo en silencio de punta acabo.

—Veo que eres un Don Juan —comentó al fin, cuando ya la oscuridadse agolpaba en la ventana.

—Pss, más o menos —aceptó Sam,aún sonriendo—. Más o menos, sí.

Pero se percibía un claronerviosismo en la voz.

Cuando llegó la noche, Smileymandó a casa a las madres y dio orden,

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a través de los caseros, de que losarchivos quedasen libres deexcavadores lo más tarde a las ocho. Nodio razón alguna. Les dejó que pensasenlo que quisieran. Sam debería estar en lasala de juegos a su disposición, y Fawnhacerle compañía y no dejarle suelto.Fawn se tomó la orden al pie de la letra.Hasta cuando las horas se arrastraban ySam parecía dormitar, permanecióencogido como un gato en el umbral, ysin cerrar los ojos ni un momento.

Luego, se reunieron los cuatro enRegistro (Connie, di Salis, Smiley yGuillam) y empezaron una larga y cautacacería de papeles. Buscaron primero

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los expedientes operativos que deberíanhaber estado archivados en el sector delSudeste Asiático, en las fechas que Samles había dado. No había ninguna fichaen el índice y no había ningúnexpediente tampoco, pero esto no erademasiado significativo. EstaciónLondres, de Haydon, había adquirido lacostumbre de apoderarse de las fichasoperativas y confinarlas a su propioarchivo interno. Así que cruzaronlentamente el sótano, entre el repiqueteode sus pisadas sobre los mosaicoscubiertos de pardo linóleo, hasta llegara una alcoba enrejada como unaantecapilla, donde descansaban los

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restos de lo que en otros tiempos habíasido archivo de Estación Londres.Tampoco allí encontraron ninguna ficha,ningún documento.

—Buscad los telegramas —ordenóSmiley, y comprobaron los libros, tantolos de entrada como los de salida y, porun momento, Guillam llegó a sospecharque Sam mentía, hasta que Connieseñaló que las hojas de comunicaciónimportantes habían sidomecanografiadas con una máquinadistinta: una máquina que, según resultómás tarde, no había sido adquirida porlos caseros hasta seis meses después dela fecha que figuraba sobre el papel.

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—Buscad boyas —ordenó Smiley.Las boyas del Circus eran las copias

duplicadas de documentos importantesque hacía Registro cuando losexpedientes amenazaban con estar enconstante movimiento. Se guardaban encarpetas de hojas sueltas como númerosatrasados de revistas, con un índice cadaseis meses. Después de mucho buscar,Connie Sachs desenterró la carpeta delSudeste Asiático que cubría el períodode seis semanas que seguíainmediatamente al comunicado deCollins. Allí no había ninguna referenciaa una posible veta de oro soviética ni aIndocharter Vientiane, S. A.

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—Probad en FP —dijo Smiley,utilizando, algo muy raro en él, iniciales,que por lo demás detestaba.

Se dirigieron, pues, a otro extremode Registro y buscaron en FichasPersonales, primero Comercial Boris,luego Ricardo, luego por el aliasChiquitín, dado por muerto, al que Samhabía mencionado, al parecer, en sudesdichado primer informe a EstaciónLondres. De vez en cuando, mandabanarriba a Guillam a preguntarle a Samalgún pequeño detalle, y Guillam leencontraba leyendo Field y dandosorbos a un buen vaso de whisky,vigilado infatigablemente por Fawn, que

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rompía la rutina (como pudo saber mástarde Guillam) con planchas, primerosobre dos nudillos de cada mano, luegosobre las puntas de los dedos. En elcaso de Ricardo, probaron con posiblesvariaciones fonéticas y las buscarontambién en el índice.

—¿Dónde están archivadas lasorganizaciones? —preguntó Smiley.

Pero el índice de organizacionestampoco contenía ficha alguna dea q ue l l a Société Anonyme llamadaIndocharter Vientiane.

—Buscad el material de enlace.Los contactos con los primos en los

tiempos de Haydon se realizaban

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exclusivamente a través delSecretariado de Enlace de EstaciónLondres, del que tenía él mismo, porrazones obvias, la dirección personal yque tenía sus fichas propias de toda lacorrespondencia interna. Volvieron a laantecapilla y salieron de nuevo con lasmanos vacías. Para Peter Guillam lanoche estaba adquiriendo dimensionessurrealistas. Smiley apenas decíapalabra. Su rostro gordinflón parecía depiedra. Connie, en su emoción, habíaolvidado las molestias y doloresartríticos y saltaba de una estantería aotra como mocita en baile. Guillam, queno era, ni mucho menos, un burócrata

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nato, se arrastraba tras ella fingiendoseguir su ritmo y secretamenteagradecido por aquellos viajes arriba aconsultar a Sam.

—Ya le tenemos, George —decíaConnie entre dientes—. Estate seguro deque hemos agarrado ya a ese sapobestial.

El doctor di Salis se había ido asaltitos en busca de los directoreschinos de Indocharter (Sam recordabaaún, sorprendentemente, los nombres dedos de ellos) y trajinó con ellos primeroen caracteres chinos, luego en alfabetolatino y, por último, en lenguajecomercial cifrado chino. Smiley estaba

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sentado en una silla leyendo las fichassobre las rodillas, como el que va en eltren, ignorando tercamente a los demáspasajeros. A veces, alzaba la cabeza,pero los sonidos que oía no procedíandel interior de la habitación. Conniehabía iniciado por propia iniciativa unabúsqueda de referencias relacionadascon las fichas con que deberían estarteóricamente ligados los expedientes delcaso. Había fichas personales demercenarios, y de aviadores autónomos.Había fichas técnicas sobre los métodosde Centro para lavar el dinero con quepagaba a los agentes, e incluso untratado, que ella misma había escrito

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hacía mucho ya, sobre el tema de lospagadores secretos responsables de lasredes ilegales de Karla que actuaban sinconocimiento de las residenciascorrespondientes a la organizacióngeneral. No se habían añadido alapéndice los apellidos impronunciablesde Boris Comercial. Había fichas deantecedentes sobre la Banque del’Indochine y sus lazos con el BancoNarodny de Moscú, fichas estadísticassobre la creciente importancia de lasactividades de Centro en el SudesteAsiático y fichas de estudio sobre lapropia residencia de Vientiane. Pero lasnegativas no hacían más que

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multiplicarse, y al multiplicarse nohacían sino confirmar lo dicho. En todasu persecución de Haydon no se habíantropezado en ninguna otra parte con unaeliminación de huellas tan sistemática ycompleta. Era la mejor orientación detodos los tiempos.

Y llevaba inexorablemente aOriente.

Sólo un dato indicaba aquella nocheal culpable. Cayeron sobre él entre elamanecer y la mañana, mientras Guillamdormitaba de pie. Fue Connie quien loolisqueó, Smiley lo posó silencioso enla mesa, y los tres juntos lo examinarona la luz de la lámpara como si fuera la

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clave del tesoro enterrado: una reseñade certificados de destrucción, unadocena en total, con el criptónimoautorizador garrapateado con unrotulador negro hacia la línea media, loque producía un agradable efecto decarboncillo. Las fichas condenadas serelacionaban con «correspondenciasumamente secreta con H/anexo»… loque quería decir, con el jefe de Estaciónde los primos, el entonces como ahorahermano en Cristo de Smiley, Martello.El motivo de la destrucción era elmismo que el que Haydon había dado aSam Collins para abandonar el campode investigaciones de Vientiane:

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«Riesgo de comprometer delicadaoperación norteamericana.» La firmaque condenaba las fichas al incineradorera el nombre de trabajo de Haydon.

Volviendo al piso de arriba, Smileyinvitó a Sam una vez más a suhabitación. Sam se había quitado lapajarita y el rastrojo de la mandíbulasobre el abierto cuello de la camisablanca le hacía parecer bastante menosfino y delicado.

Smiley envió primero a Fawn a porcafé. Dejó que llegase y esperó a que selargase otra vez, no sin servir antes dostazas, sólo para dos, azúcar para Sam,una sacarina para Smiley por lo de

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adelgazar. Luego, se acomodó en unsillón junto a Sam en vez de poner pormedio un escritorio, para crear unambiente de más intimidad.

—Creo, Sam, que deberías hablarmeun poco de la chica —dijo, con muchasuavidad, como si comunicase tristesnuevas—. ¿Fue por caballerosidad porlo que la omitiste?

A Sam pareció más bien divertirle.—¿Perdiste las fichas, verdad,

muchacho? —preguntó, con el mismotono íntimo propio de vestuario decaballeros.

A veces, para obtener unaconfidencia, uno ha de hacer otra.

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—Las perdió Bill —contestósuavemente Smiley.

Sam se sumergió, con ciertateatralidad, en meditación profunda.Encogiendo una mano de jugador,examinó las yemas de los dedos,lamentando su lastimoso estado.

—Ese club mío funcionaprácticamente solo ya —reflexionó—.Si he de serte sincero, me empieza aaburrir. Dinero, dinero. Tengo ganas decambiar, de hacer algo.

Smiley comprendió, pero tenía queser firme.

—No tengo ningún recurso, Sam.Apenas si puedo alimentar las bocas que

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ya he contratado.Sam dio un sorbo pensativo a su café

solo, sonriendo a través del vapor.—¿Quién es ella, Sam? ¿De qué

asunto se trata? Nadie va a juzgar nada.Es agua pasada, te lo aseguro.

Sam, de pie, hundió las manos en losbolsillos, movió la cabeza y, muy a lamanera de Jerry Westerby, empezó a darvueltas por la habitación, examinandolas lúgubres y extrañas cosas quecolgaban de la pared: fotos de guerra degrupo de catedráticos de uniforme; unacarta enmarcada, manuscrita, de unprimer ministro muerto; de nuevo elretrato de Karla, que ahora examinó

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desde muy cerca, una y otra vez.—«Nunca desperdicies tus

monedas» —comentó, tan cerca deKarla que su aliento empañó el cristal—. Eso es lo que mi buena madre solíadecirme. «Nunca regales tus valores.Recibimos muy pocos en la vida. Hayque ser parco a la hora de dar.» Da lasensación de que hay un plan en marcha.¿Es cierto o no? —preguntó.

Limpió luego el cristal con la mangay prosiguió:

—Parece que hay mucha hambre enesta casa vuestra. Me di cuenta nada másentrar. Está puesta la mesa grande, medije. El nene comerá esta noche.

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Y llegó hasta la mesa de Smiley, sesentó en la silla como si la probase paraver si era cómoda. La silla giraba,además de balancearse. Sam probóambos movimientos.

—Necesito una solicitud deinvestigación —dijo.

—Arriba, a la derecha —dijoSmiley, y observó cómo Sam abría elcajón, sacaba una cuartilla de papelamarillo y la colocaba sobre el cristalde la mesa para escribir.

Escribió durante un par de minutosen silencio, deteniéndose de vez encuando por consideraciones artísticas yreanudando luego la escritura.

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—Si aparece la chica, dímelo —dijo, y, con un saludo teatral a Karla, sefue.

Una vez se hubo ido, Smiley cogió elimpreso de la mesa, avisó a Guillam yse lo pasó sin decir una palabra. En laescalera, Guillam se detuvo a leer eltexto:

«Worthington, Elizabeth, aliasLizzie, Alias Ricardo, Lizzie.» Ésa erala primera línea. Luego los detalles:«Edad unos veintisiete. Nacionalidadbritánica. Estado civil, casada, datos delmarido desconocidos, nombre de solteratambién desconocido. 1972—3 esposade facto de Ricardo, Chiquitín, ya

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muerto. Ultimo lugar de residenciaconocido, Vientiane, Laos. Ultimaocupación conocida: mecanógrafa—recepcionista de Indocharter Vientiane,S. A. Empleos anteriores: camarera declub nocturno, vendedora de whisky,buscona elegante.»

Cumpliendo su decepcionante papelhabitual de aquel periodo, Registrotardó unos tres minutos en lamentar nodisponer de «ningún dato repito ningúndato sobre el sujeto». Aparte de esto, laAbeja Reina manifestó su desacuerdocon el término «elegante». Insistía enque selecta era un modo muchoadecuado de describir a aquel tipo de

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buscona.Era muy curioso que la reticencia de

Sam no hubiese disuadido a Smiley.Parecía aceptarla satisfecho como parteinevitable del asunto. Muy al contrario,pidió copias de todos los informesdirectos que Sam había enviado deVientiane o de otros lugares en losúltimos diez años y pico y que hubiesenescapado a la diestra cuchilla deHaydon. Y luego, en las horas de ocio,cuando las había, los ojeó, y dejó que suimaginación inquisitiva construyeracuadros del oscuro mundo personal deSam.

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En este momento decisivo delasunto, Smiley mostró un sentido deltacto absolutamente encantador, comotodos admitieron más tarde. Unindividuo de menos clase podríahaberse lanzado sobre los primospidiéndoles como cosa de la máximaurgencia que Martello buscase elextremo norteamericano de lacorrespondencia destruida y lepermitiese echarle un vistazo. PeroSmiley no quiso remover nada, no quisoindicar nada. Y así, en vez de elegir a unemisario más humilde, Molly Meakinera una graduada linda y primorosa, unpoco marisabidilla quizás, un poco

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introvertida, pero ya con un modestoprestigio como capacitada funcionaría, ycon raíces en el viejo Circus a través desu hermano y de su padre. En la épocade la caída, ella aún era una aspirante, yestaba perdiendo los dientes de leche enRegistro. Después la conservaron comoelemento básico de plantilla y laascendieron, si ésta es la palabra, a laSección de Reconocimiento, de dondeningún hombre, y menos aún una mujer,según la tradición, vuelve vivo. PeroMolly poseía, quizá por herencia, lo queen el gremio se llama vista natural.Mientras los que la rodeaban seguíanintercambiando anécdotas sobre dónde

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estaban exactamente y qué llevabanpuesto cuando les comunicaron lanoticia de la detención de Haydon,Molly establecía un canal extraoficial ydiscreto con su colega del Anexo deGrosvenor Square, eludiendo loslaboriosos procedimientos introducidospor los primos desde la caída. Suprincipal aliado era la rutina. Su día devisita era el viernes. Todos los viernestomaba café con Ed, que controlaba lacomputadora. Y hablaba de músicaclásica con Marge, que sustituía a Ed. Y,a veces, se quedaba para baile antiguo,o una partida de tejo o de bolos en elTwilight Club del sótano del Anexo. El

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viernes era también, por puracasualidad, el día que llevaba su listitade peticiones de datos. Si no tenía nadaimportante, procuraba inventar algo a finde mantener abierto el canal, y aquelviernes concreto, a instancias de Smiley,incluyó en su selección el nombre deRicardo el Chiquitín.

—Pero no quiero que destaque enningún sentido, Molly —dijo Smiley convehemencia.

—Por supuesto que no —dijo Molly.Como humo, según su propia

expresión, Molly eligió una docena deotros RS y cuando llegó a Ricardoescribió «Richards ver por Rickard ver

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por Ricardo, profesión profesor ver porinstructor aeronáutico», de modo quesólo apareciese el Ricardo real comouna posible identificación más.Nacionalidad mexicana ver por árabeañadía: y añadía también la informaciónextra de que quizás pudiera habermuerto.

Era de nuevo noche ya cuando Mollyregresó al Circus. Guillam estabaagotado. Los cuarenta son una edaddifícil para andar despierto, decidió. Alos veinte o a los sesenta, el cuerpo yasabe de qué va la cosa, pero loscuarenta son una adolescencia en la queuno duerme para envejecer o para

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mantenerse joven. Molly tenía veintitrés.Fue directamente a la habitación deSmiley, se sentó muy decorosa, lasrodillas muy juntas, y empezó a vaciar elbolso, observada atentamente porConnie Sachs, y aún más atentamentepor Peter Guillam, aunque por razonesdistintas. Sentía mucho haber tardadotanto, dijo con gravedad, pero. Ed habíainsistido en llevarla a una reposición deTrue Grit, gran favorita del ClubTwilight, y después había tenido quelibrarse de él, pues tampoco queríaofenderle, y menos aún aquella nocheconcreta. Luego de decir esto, entregó aSmiley un sobre que éste abrió. En él

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había una larga tarjeta de computadoracolor crema. ¿Pero le rechazó o no?deseaba saber Guillam.

—¿Cómo terminó la cosa? —fue laprimera pregunta de Smiley.

—Muy correctamente —contestóella.

—El guión tiene una pintaespléndida —exclamó luego Smiley.Pero al seguir leyendo, su expresióncambió poco a poco convirtiéndose enuna mueca lobuna y extraña.

Connie se reprimió menos. Cuandole pasó la tarjeta a Guillam, soltó unacarcajada.

—¡Oh Bill! ¡Mi querido malvado!

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¡Los has despistado a todos! ¡Ay,demonios!

A fin de silenciar a los primos,Haydon había invertido su mentiraoriginal. El largo mensaje, una vezdescifrado, narraba esta encantadorahistoria.

Temeroso de que los primospudiesen estar realizando por su cuentalas investigaciones del Circus con lafirma Indocharter, Bill Haydon, comojefe de Estación Londres, había enviadoal Anexo un aviso de manos fuerapuramente formal, conforme alcompromiso bilateral en vigor entre losdos Servicios. En él se indicaba a los

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norteamericanos que IndocharterVientiane, S. A., se hallaba por entoncesbajo la vigilancia de Londres y que elCircus tenía un agente sobre el terreno.En consecuencia, los norteamericanosaceptaron renunciar a cualquierpretensión que pudiesen tener respectoal caso, a cambio de compartir laposible información que se obtuviese.Para ayudar a los ingleses, los primosmencionaron, por otra parte, que surelación con el piloto Ricardo elChiquitín se había extinguido.

En suma, nadie había visto unejemplo más claro de lo de jugar a dosbarajas.

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—Gracias, Molly —dijocortésmente Smiley, después de quetodos tuvieron oportunidad demaravillarse—. Muchísimas gracias.

—No hay de qué —dijo Molly,decorosa como una niñera—. Y no hayduda de que Ricardo ha muerto, señorSmiley —concluyó, y citó la mismafecha de muerte que había suministradoya Sam Collins.

Y con esto cerró el broche de subolso, se echó la falda sobre lasadmirables rodillas y caminandodelicadamente salió de la habitación,bien observada una vez más por PeterGuillam.

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Se apoderó entonces del Circus unritmo diferente, un humor completamentedistinto. Había terminado la frenéticabúsqueda de una pista, de cualquierpista. Ya podían lanzarse tras unobjetivo en vez de galopar en todasdirecciones. La amistosa separación delas dos familias se desmoronó en lapráctica: los bolcheviques y los peligrosamarillos se convirtieron en una solaunidad bajo la dirección conjunta deConnie y del doctor, aunque sus tareastécnicas continuasen diferenciadas.Después de esto, a los excavadores lasalegrías les fueron llegando en pequeños

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fragmentos, como charcos en un senderolargo y polvoriento, y a veces casi todospor los bordes externos del camino.Connie no tardó más de una semana enidentificar al pagador soviético deVientiane que había supervisado latransferencia de fondos a IndocharterVientiane, S. A.: el Boris Comercial.Era el antiguo soldado Zimim, unveterano graduado de la escuela secretade adiestramiento que tenía Karla en lasafueras de Moscú. Con el anterior aliasde Smirnov, este tal Zimim figuraba enarchivo como antiguo pagador de unaparato germanooriental en Suiza seisaños atrás. Había aflorado antes de eso

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en Viena con el nombre de Kursky.Como habilidades adicionales podíaofrecer las de ladrón de sonido y«trampero», y algunos decían que era elmismo Zimim que había montado enBerlín Oeste la dulce y eficacísimatrampa en que había caído un ciertosenador francés que más tarde vendió lamitad de los secretos de su paísincurriendo en traición. Había salido deVientiane exactamente un mes despuésde que llegara a Londres el informe deSam.

Tras este pequeño triunfo, Connie selanzó a la tarea, en aparienciaimposible, de determinar qué medidas

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podría haber tomado Karla, o supagador Zimim, para sustituir la veta deoro interceptada. Connie disponía devarios hitos indicadores. Primero, elconocido conservadurismo de lasorganizaciones secretas de gran tamaño,y su adhesión a las vías de actuación yaconsagradas. Segundo, la presuntanecesidad que tenía Centro, dado que setrataba de grandes sumas, de sustituir elviejo sistema por uno nuevo y rápido.Tercero, la complacencia de Karla,tanto antes de la caída, cuando teníainmovilizado al Circus, como después,cuando el Circus yacía a sus piesjadeante y desdentado. Por último se

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basaba y confiaba sencillamente en supropio dominio enciclopédico del tema.Agrupando las montañas de materiaprima sin elaborar que habían idoamontonándose, deliberadamenteolvidadas, durante los años de su exilio,el equipo de Connie revisóconcienzudamente fichas y archivos,intercambió datos, hizo esquemas ydiagramas, rastreó la caligrafíaindividual de operadores conocidos,padeció dolores de cabeza, discutió,jugó al ping pong y, de cuando encuando, con agobiantes precauciones,con consentimiento expreso de Smiley,emprendió tímidas operaciones de

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campo. Se convenció a un contactoamistoso de la ciudad para que visitaraa un viejo conocido especializado enempresas extranjeras de Hong Kong. Unagente de Bolsa de Cheapside abrió suslibros a Toby Estorbase, elsuperviviente húngaro de aguda vistaque era todo lo que quedaba del ejércitoitinerante antaño glorioso de consejerosy artistas de acera del Circus. Así siguióel asunto, a ritmo de caracol: pero almenos el caracol sabía adonde quería ir.El doctor di Salis, a su modo distante,emprendió la ruta china ultramarina,abriéndose paso entre las conexionesarcanas de Indocharter Vientiane, S. A.,

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y sus escurridizos grupos de empresasmatrices. Sus ayudantes, tanexcepcionales como él, eran estudiantesde idiomas o antiguos agentes chinosreciclados. Con el tiempo, adquirieronuna palidez colectiva, como miembrosde un mismo y rancio seminario.

Entretanto, Smiley avanzaba, por suparte, con no menos cautela, y por rutasaún más intrincadas, cruzando aúnmayor número de puertas.

Se perdió de vista una vez más. Eratiempo de esperar y lo pasó atendiendoal otro centenar de cosas que precisabande su atención urgente. Terminado subreve período de trabajo de equipo, se

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retiró a las más íntimas regiones de sumundo solitario. Fue a Whitehall, fue aBloomsbury, fue a ver a los primos.Otras veces, la puerta de la sala deltrono permanecía cerrada días seguidos,y sólo el oscuro Fawn, el factótum, teníapermiso para entrar y salir con suszapatos de gimnasia, portandohumeantes tazas de café, platitos depastas y, de vez en cuando, informesescritos, de su jefe o para él. Smileysiempre había detestado el teléfono, yahora no aceptaba ninguna llamada,salvo que se tratase, en opinión deGuillam, de cuestiones de la máximaurgencia, y ninguna lo era. El único

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aparato que Smiley no podíadesconectar era una línea directa con elescritorio de Guillam, pero cuando ledaba la ventolera llegaba al punto deponerle una cubretetera encima, paraahogar los timbrazos. El procedimientoinvariable era que Guillam dijese queSmiley estaba fuera o conferenciando yque llamaran una hora después. EntoncesSmiley escribía un mensaje, se loentregaba a Fawn y, en caso necesario,con la iniciativa a su favor, Smileyllamaba. Conferenciaba con Connie, aveces con di Salis, a veces con ambos,pero a Guillam no se le llamaba. Elarchivo de Karla se trasladó de la

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Sección de Investigación de Connie a lacaja de seguridad personal de Smiley,por si acaso. Los siete volúmenes.Guillam certificó la entrega y se losllevó, y a Smiley, cuando alzó la vistadel escritorio y los vio, le inundó latranquilidad del reconocimiento, y seinclinó hacia ellos como si recibiera aun viejo amigo. Volvió a cerrarse lapuerta y pasaron más días.

—¿Alguna noticia? —preguntabaSmiley de vez en cuando a Guillam.Quería decir: «¿Ha llamado Connie?»

La residencia de Hong Kong seevacuó más o menos por esta época ySmiley recibió, demasiado tarde, aviso

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de los esfuerzos elefantinos de loscaseros por eliminar el artículo sobreHigh Haven. Smiley cogióinmediatamente el expediente de Craw yllamó de nuevo a Connie para consulta.Unos cuantos días después, apareció enLondres el propio Craw para una visitade cuarenta y ocho horas. Guillam lehabía oído hablar en Sarratt y ledetestaba. Un par de semanas después,vio al fin la luz del día el celebradoartículo del viejo, Smiley lo leyóatentamente, se lo pasó luego a Guillamy, por una vez, ofreció una explicaciónconcreta de su actuación: Karla debíasaber muy bien lo que perseguía el

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Circus, dijo. Los negativos eran unpasatiempo consagrado. Pero Karla nosería humano si después de cazar unapresa tan grande no se durmiese un pocoen los laureles.

—Quiero que todo el mundo le digalo muertos que estamos —explicóSmiley.

Su técnica de ala rota se extendiópronto a otras esferas, y una de lastareas más entretenidas de Guillam fuecerciorarse de que Roddy Martindaleestaba bien provisto de penosashistorias sobre el desconcierto quereinaba en el Circus.

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Y los excavadores seguían con sutarea. La llamarían, después, la falsapaz. Tenían el mapa, dijo más tardeConnie, y tenían los emplazamientos,pero aún había que trasladar montañas acucharadas. En la espera, Guillaminvitó a Molly Meakin a prolongadas ycostosas cenas, pero la cosa acabó sinque llegaran a nada definitivo. Jugó alsquash con ella y admiró su vista, nadócon ella y admiró su cuerpo, pero ella levedó un contacto más íntimo con unaextraña y misteriosa sonrisa, apartandola cabeza y bajándola aunque sin dejarleque se separara de ella.

Bajo la continua presión de la

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ociosidad, Fawn, el factótum, empezó aactuar de forma extraña. Cuandodesapareció Smiley y le dejó solo, Fawnpasó a vivir literalmente consumido,aguardando el regreso de su jefe.Guillam, que le sorprendió una noche ensu pequeña madriguera, se quedósobrecogido al verle en unacuclillamiento casi fetal, enrollando yenrollando un pañuelo al pulgar comouna ligadura, para hacerse daño.

—¡Por amor de Dios, hombre, queno es nada personal! —exclamó—.George no te necesita por ahora, no esmás que eso. Tómate unos días dedescanso o algo así. Refréscate.

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Pero Fawn siempre llamaba aSmiley el Jefe, y miraba de reojo a losque le llamaban George.

Fue hacia el final de esta fase estérilcuando apareció en la quinta planta unartilugio nuevo y maravilloso. Lotrajeron en maletas dos técnicos de peloa cepillo, y lo instalaron en tres días: unteléfono verde destinado, pese a losprejuicios de Smiley, a su escritorio, yque le conectaba directamente con elAnexo. Pasaba por la sala de Guillam, yestaba ligado a toda suerte de cajasgrises anónimas que ronroneaban sinprevio aviso. Su presencia no hizo másque intensificar el estado de ánimo

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general de nerviosismo: ¿Qué utilidadtenía una máquina, se preguntaban unos aotros, si no tenían nada que poner enella?

Pero tenían algo.De pronto, se corrió la noticia.

Connie no decía lo que habíaencontrado, pero las nuevas deldescubrimiento corrieron como fuegopor todo el edificio: «¡Connie ha dadoen el blanco! ¡Los excavadores lo hanconseguido! ¡Han encontrado la nuevaveta de oro! ¡Y la han seguido hasta elfinal!»

¿Hasta qué final? ¿Hasta quién?¿Dónde acababa? Connie y di Salis

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seguían guardando silencio. Durante undía y una noche, entraron y salieron dela sala del trono, cargados de fichas, unavez más, sin duda con el objeto demostrarle a Smiley sus trabajos.

Luego, Smiley desapareció tres díasy Guillam sólo supo mucho después que«a fin de ajustar todos los tomillos»,como dijo él, había visitado Hamburgo yAmsterdam para tratar ciertos asuntoscon determinados banqueros, muydistinguidos, que él conocía. Estoscaballeros dedicaron mucho tiempo aexplicarle que la guerra había terminadoy que no podían, en realidad, violar sucódigo de ética profesional, y luego le

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dieron la información que tantonecesitaba: que fue sólo la confirmacióndefinitiva de todo lo que losexcavadores habían deducido. VolvióSmiley pero Peter Guillam aún siguiósegregado, y podría muy bien haberseguido así indefinidamente, en aquellimbo privado, de no haber sido por lacena de los Lacon.

A él te incluyeron por puro azar. Ytambién la cena fue cosa casual. Smileyle había pedido a Lacon una cita por latarde en la oficina de la Presidencia delGobierno, y pasó varias horas deconciliábulo con Connie y di Salispreparándose para ella. Pero a Lacon le

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convocaron a última hora sus jefesparlamentarios, y propuso una comidainformal en su horrible mansión deAscott en lugar de la cita concertada. ASmiley le reventaba conducir y no habíaningún coche de servicio. Guillam seofreció al final a hacerle de chófer en suventiladísimo y viejo Porsche, trashaberle echado por encima una mantaque llevaba en el coche por si MollyMeakin aceptaba ir con él de excursión.Durante el trayecto, Smiley intentócharlar de cosas intrascendentes, cosarara en él, pero estaba nervioso.Llegaron lloviendo y hubo discusión enla puerta sobre qué hacer con el

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inesperado subalterno. Smiley insistióen que Guillam hiciese lo que lepareciese y volviese a buscarle a lasdiez y media: los Lacon insistieron enque debía quedarse. Había en realidadmontones de comida.

—Lo que tú digas —dijo Guillam aSmiley.

—Bueno, por mí no hay problema.Por mí puedes quedarte, si a los Laconno les importa, naturalmente —dijo conacritud Smiley, y entraron.

Así que pusieron un cuarto plato a lamesa y se cortó la carne demasiadohecha en trocitos hasta que parecióguisado seco, y despacharon a una hija

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en bicicleta con una libra a por unasegunda botella de vino a la taberna quehabía carretera arriba. La señora Laconera rubia, rubicunda y conejesca, unanovia—niña que se había convertido enniña—madre. La mesa era demasiadolarga para cuatro. Colocó a Smiley y asu marido a un extremo y a Guillamjunto a ella. Tras preguntarle si legustaban los madrigales, se embarcó enuna descripción interminable de unconcierto del colegio particular de suhija. Dijo que estaba absolutamenteechado a perder por los extranjerosricos que estaban admitiendo paraequilibrar el presupuesto. La mitad de

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ellos ni siquiera eran capaces de cantara la manera occidental:

—Bueno, lo que quiero decir es quea quién puede agradarle que su hijo seeduque con un montón de persas cuandoellos tienen seis mujeres cada uno —decía.

Guillam iba dándole cuerda mientrasprocuraba captar el diálogo que teníalugar al otro extremo de la mesa. Laconparecía bolear y batear a un tiempo.

—Primero, tú me haces la petición amí —decía—. Estás haciendo eso ahora,muy adecuadamente. En esta etapa, nodeberías darme más que un esbozointroductorio. Lo tradicional es que a los

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ministros no les guste todo lo que noquepa escrito en una postal. Y a serposible, una postal ilustrada —añadió,y dio un delicado sorbo a aquel tintorepugnante.

La señora Lacon, en cuyaintolerancia resplandecía una beatíficainocencia, empezó a protestar por losjudíos.

—Bueno, y además no comen lacomida que hacemos nosotros —decía—. Según Penny, toman cosasespeciales de arenque en la comida.

Guillam perdió de nuevo el hilo,hasta que Lacon alzó la voz advirtiendo:

—Procura mantener a Karla fuera de

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esto, George. Ya te lo he dicho antes.Aprende a decir Moscú en vez de Karla.¿De acuerdo? A ellos no les gustan lasalusiones personales. Por muydesapasionadamente que le odies. Ni amí.

—Moscú entonces —dijo Smiley.—No es que una los deteste —dijo

la señora Lacon—. Es sólo que sondistintos.

Lacon tomó de nuevo un temaanterior.

—Cuando dices una suma grande, ¿aqué te refieres en concreto?

—Aún no estamos en situación dedecirlo —contestó Smiley.

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—Bueno. Más tentador. ¿No tienesen cuenta el factor pánico?

Smiley no entendió la preguntamejor que Guillam.

—¿Qué es lo que más te alarma de tudescubrimiento, George? ¿Qué es lo quemás temes, en tu papel de perroguardián?

—¿La seguridad de una Colonia dela Corona Británica? —sugirió Smiley,después de pensarlo un poco.

—Están hablando de Hong Kong —explicó la señora Lacon a Guillam—.Mi tío fue secretario político. Por ellado de papá —añadió—. Los hermanosde mamá nunca hicieron nada

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inteligente.Dijo que Hong Kong era bonito pero

que olía muy mal.Lacon estaba ya algo achispado y

divagaba.—Colonia… Dios mío, ¿has oído

eso, Val? —dijo, hacia el otro extremode la mesa, aprovechando la ocasiónpara educar a su esposa—. El doble dericos que nosotros, según mi opinión, y,desde la posición que yo ocupo,envidiablemente más seguros también.El tratado aún tiene veinte años devigencia, si es que los chinos lo aplican.¡A este paso, nos acompañarían a lapuerta, con mucho gusto!

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—Olivier cree que estamoscondenados —explicó la señora Lacon aGuillam con gran vehemencia, como siestuviera haciéndole partícipe de unsecreto de la familia. Luego lanzó a sumarido una sonrisa angélica.

Lacon volvió a su tono confidencial,pero siguió hablando alto, y Guillamsupuso que estaba intentando lucirsepara su mujer.

—¿No es cierto que pretendesdecirme también (como fondo de lapostal, como si dijésemos) que unamayor presencia de los serviciossecretos soviéticos en Hong Kongconstituiría motivo de notable embarazo

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para el gobierno colonial en susrelaciones con Pekín?

—Antes de que yo llegase a eso…—De cuya magnanimidad —

prosiguió Lacon— dependecontinuamente para su supervivencia.¿No?

—Es precisamente por esas mismasimplicaciones… —dijo Smiley.

—¡Oh, Penny! ¡Estás desnuda! —gritó con indulgencia la señora Lacon.

Y, proporcionando a Guillam uncelestial respiro, se lanzó a tranquilizara una hijita rebelde que había aparecidoen la puerta. Lacon se había llenado lospulmones, entretanto, para lanzar un

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aria.—En consecuencia, no sólo estamos

protegiendo Hong Kong de los rusos (loque ya es bastante peliagudo, te logarantizo, pero quizás no lo bastantegrave para algunos de nuestros ministrosmis soñadores) sino que estamosprotegiéndole de la cólera de Pekín,que, según opinión universal, es terrible,¿no es cierto, Guillam? Sin embargo…—dijo Lacon, y para subrayar la volteface llegó al punto de inmovilizar elbrazo de Smiley con su gran mano hastahacerle posar el vaso —sin embargo—advirtió, mientras su errática voz caíay volvía a remontarse —el que nuestros

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jefes se traguen todo esto es una cuestióncompletamente distinta.

—Yo no consideraría la posibilidadde consultarles hasta haber obtenido unaconfirmación de los datos que tenemos—dijo Smiley con viveza.

—Sí, pero no puedes, ¿verdad? —alegó Lacon, cambiando los sombreros—. No puedes ir más allá de lainvestigación interior. No tienespermiso.

—Sin comprobar la información…—Bueno, ¿y qué supondría eso,

George?—Habría que colocar un agente

sobre el terreno.

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Lacon enarcó las cejas y apartó lacabeza, con lo que a Guillam le recordóirresistiblemente a Molly Meakin.

—El método no es asunto mío, ni losdetalles. Es evidente que no puedeshacer nada embarazoso puesto que notienes dinero ni recursos —sirvió másvino, derramando un poco—. ¡Val! —gritó—. ¡Un paño!

—Tengo algo de dinero.—Pero no para ese fin.El vino había manchado el mantel.

Guillam echó sal encima mientras Laconlo alzaba y metía debajo su servilleteropara salvar el barnizado.

Siguió un largo silencio, roto por el

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goteo del vino en el suelo de parquet.Por fin. Lacon dijo:

—Te corresponde por entero a tidefinir lo que puede ser cargado encuenta durante tu mandato.

—¿Puedo tener eso por escrito?—No, amigo mío.—¿Puedo tener una autorización tuya

para dar los pasos necesarios paracorroborar la información?

—No, amigo.—¿Pero tú no me bloquearás?—Puesto que no sé nada de métodos,

y no se me consulta, difícilmente puedecorresponderme dictarte lo que has dehacer.

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—Pero, si hago una consultaformal… —comenzó Smiley.

—¡Val , trae un paño! En cuantohagas una petición formal, yo me lavarélas manos por completo. Es el comité decontrol de los servicios secretos, no yo,quien determina el alcance de tuactuación. Tú harás tu discurso. Ellos teoirán. A partir de entonces, la cosaqueda entre tú y ellos. Yo sólo soy lacomadrona. ¡Val, trae un paño, se estáponiendo todo perdido!

—Sí, claro, es mi cabeza la que —corre peligro, no la tuya —dijo Smiley,casi para sí—. Tú eres imparcial. Yaconozco ese cuento.

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—Oliver no es imparcial —dijo laseñora Lacon jubilosamente, mientrasvolvía con la niña en brazos, peinada ycon el camisón puesto—. Estáterriblemente a tu favor, ¿no es así,Olly?

Y le entregó un paño a Lacon y ésteempezó a limpiar.

—Últimamente —prosiguió—, se haconvertido en un verdadero halcón.Mejor que los norteamericanos. Ahora,da las buenas noches a todo el mundo,Penny, vamos.

Y les fue ofreciendo la niña a unotras otro.

—Primero el señor Smiley… el

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señor Guillam; ahora papá… ¿qué talAnn, George, supongo que no estará otravez en el campo?

—Oh, muy bien, gracias.—Bueno, obliga a Oliver a darte lo

que quieres. Se está haciendoterriblemente pomposo. ¿No es cierto,Olly?

Y se fue, bailoteando y cantando a laniña sus rituales.

—A serrín, a serrán… a serrín, aserrán… maderitas de San Juan…

Lacon la vio salir orgulloso.—Ahora dime, George, ¿vas a meter

a los norteamericanos en el asunto? —preguntó despreocupadamente—. Ya

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sabes que significaría dinero. Si metes alos primos, arrastrarás al comité sinproblema. Los de Asuntos Exteriores tecomerían en la mano.

—Prefiero operar por mi cuenta enesto.

Ojalá no hubiese existido nunca elteléfono verde, pensó Guillam.

Lacon rumiaba, agitando el vaso.—Lástima —dijo, al fin—. Lástima.

Si no están los primos, no hay factorpánico.

Contempló a aquel individuorechoncho y vulgar que tenía ante sí.Smiley estaba sentado con las manosjuntas, los ojos semicerrados, parecía

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medio dormido.—Y tampoco credibilidad —

continuó Lacon; parecía un comentariodirecto sobre la apariencia de Smiley—.Defensa no alzará un dedo por ti, esopara empezar. Ni tampoco los deInterior. Con Hacienda hay un cincuentapor ciento de probabilidades. Y conAsuntos Exteriores… depende de aquién manden a la reunión y lo quehayan desayunado —reflexionó denuevo, y añadió:

—George.—¿Sí?—Déjame que te mande a un

abogado. Alguien que pueda defenderte,

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hacer valer tu petición, llevarla hasta lasbarricadas.

—¡Oh, no, gracias, creo que puedoarreglármelas solo!

—Hazle descansar más —aconsejóa Guillam en un susurro ensordecedor,cuando se dirigían ya hacia el coche—.Y procura que deje esas chaquetasnegras y esa ropa que lleva. Le sientamuy mal. ¡Adiós, George! Llámamemañana sí cambias de opinión y quieresayuda. Conduce con cuidado, Guillam.Recuerda que has bebido.

Cuando cruzaban las verjas, Guillamdijo algo verdaderamente muy grosero,pero Smiley estaba demasiado sepultado

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en la manta para oírle.—Así que se trata de Hong Kong…

—dijo Guillam, mientras se alejaba.No hubo respuestas, pero tampoco

desmentido.—¿Y quién es el afortunado agente?

—preguntó Guillam, poco después, enrealidad sin ninguna esperanza deobtener respuesta—. ¿O no vamos ahacer más que andar al rabo de losprimos?

—No andamos al rabo de ellos —replicó Smiley, con viveza—. Si lesmetemos en esto, nos dejarán en laestacada. Y si no lo hacemos, notenemos recursos. Se trata de una

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cuestión de equilibrio, ni más ni menos.Y volvió a sepultarse en la manta.Pero he aquí que al día siguiente ya

estaban en marcha.A las diez, Smiley convocó una

reunión de la dirección operativa. HablóSmiley, habló Connie, di Salis semanoseó y se rascó como un agusanadotutor de corte de una comedia de laRestauración, hasta que le tocó el turnoy habló, con su voz inteligente ycascada. Esa misma noche, Smileymandó su telegrama a Italia: uno deverdad, no sólo una señal, consignaTutor, copia al archivo, que crecía congran rapidez. Lo redactó Smiley y

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Guillam se lo llevó a Fawn que lotransportó triunfal a la oficina decorreos de Charing Cross, que estabaabierta toda la noche. Por el aireceremonioso con que partió Fawn,podría haberse llegado a pensar que elpequeño impreso amarillento era elpunto culminante de una vida muy pocoaventurera. No era así. Antes de lacaída, Fawn había trabajado bajo lasórdenes de Guillam como cazador decabelleras con base en Brixton. Suactividad profesional, sin embargo, erala de matador silencioso.

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5Un paseo por el parque

La despedida de Jerry Westerbytuvo un aire festivo y bullicioso, a lolargo de toda aquella semana soleada,que nunca llegó a desvanecerse. Parecíacomo si Jerry se estuviese aferrando alfinal del verano lo mismo que hacíaLondres. Madrastras, vacunas, agenciasde viaje, agentes literarios y editores deFleet Street: todo lo recorrió Jerry,aunque Londres le resultase tan odiosocomo la peste, con su paso alegre ydecidido. Tenía incluso una

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personalidad londinense a juego con lasbotas de cabritilla: su traje, noexactamente Savile Row, pero un traje,sin lugar a dudas. El uniformecarcelario, como decía la huérfana, eraun chisme lavable de un azul desvaído,obra de una sastrería de las que lo hacenen veinticuatro horas, llamada«Pontschak Happy House of Bangkok»,que lo garantizaba como inarrugable, enradiantes letras de seda, en la etiqueta.Con la suave brisa del mediodía sehinchaba, ligero como los vestidos delas damas en los muelles de Brighton. Lacamisa de seda, que era del mismoorigen, tenía un tono amarillento de

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vestuario deportivo que recordabaWimbledon o’Henley. El bronceado,aunque toscano, era tan inglés como lafamosa corbata de criquet que ondeabaen su persona como patriótica bandera.Sólo su expresión tenía, para los muyentendidos, ese claro brillo de alerta,que también había advertido MamaStefano, la encargada de correos, y queel instinto describe como «profesional»,y ahí lo deja. A veces, si preveía unaespera, llevaba consigo el saco delibros, lo que le daba un aire depalurdo: Dick Whittington llega a laciudad.

Se había instalado, más o menos, en

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Thurloe Square, donde vivía sumadrastra, la tercera Lady Westerby, enun pisito coquetón, atestado de grandesantigüedades salvadas de otros hogaresabandonados. Ella era una mujergallinesca y pintarrajeada, gruñonacomo algunas beldades viejas, que solíaacusarle de delitos reales o imaginados,como fumarle su último cigarrillo o traerbarro a casa tras sus obsesivos paseospor el parque. Jerry se lo tomaba todocon buen ánimo. A veces, cuando volvíatarde, a las tres o las cuatro de lamañana incluso, sin sueño aún,aporreaba la puerta de su dormitoriopara despertarla, aunque lo más

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frecuente era que estuviera despierta; y,una vez maquillada, le acompañaba,sentándose al borde de su cama, con sucamisón de frufrú y una crême dementhe frappée en la zarpita, mientrasJerry se espatarraba en el suelo, entreuna mágica montaña de cachivaches,trajinando con lo que él llamaba suequipaje. El montón de trastos estabaformado por cosas inútiles de lo másdiverso: viejos recortes de Prensa,montones de periódicos amarillentos,documentos legales atados con cintaverde e incluso un par de botas demontar hechas a la medida, con la hormapuesta pero verdes de moho. Jerry

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trataba de decidir, en teoría, lo quenecesitaba de todo aquello para su viaje,aunque raras veces llegaba más allá deun recuerdo de algún tipo, que lesllevaba a una cadena de evocaciones.Una noche, por ejemplo, desenterró unálbum con sus primeros artículosperiodísticos.

—¡Mira, Pet, aquí hay uno muybueno! ¡Westerby arranca la máscara alculpable! ¿Verdad que esto hace latirmás de prisa el corazón, amiga mía?¿Verdad que resucita los viejos ánimos?

—Deberías haberte metido en elnegocio de tu tío —replicó ella muysatisfecha. El tío en cuestión era un rey

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de la grava, al que Pet utilizabapródigamente para subrayar la falta deprevisión del viejo Sambo.

Otra vez, encontraron la copia de untestamento del viejo, de años atrás(«Yo, Samuel, llamado también Sambo,Westerby»), entre un montón de facturasy correspondencia de procuradores,todo dirigido a Jerry en su calidad dealbacea, y todo manchado de whisky ode quinina, y— que empezaban«Lamentamos».

—Una sorpresa este chisme, ¿eh? —murmuró incómodo, cuando era yademasiado tarde para enterrar de nuevoel sobre en el montón—. Creo que

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podríamos tirar este papelucho, ¿no teparece, querida?

Los ojos de botón de bota de sumadrastra relampaguearon furiosos.

—Léelo en voz alta —ordenó, en untono de voz teatral y retumbante, yambos se lanzaron de inmediato avagabundear por las insondablescomplejidades de legados que donabana nietos, proveían de dinero paraestudios de sobrinos y sobrinas,preveían los ingresos de su esposadurante el resto de su vida, el capitalasignado a Fulano en el caso de muerteo matrimonio, los codicilos querecompensaban favores, los que

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castigaban ofensas.—Mira, ¿sabes quién era éste?

Aquel primo terrible, Alde, el que fue ala cárcel. Santo Dios, ¿para qué querríadejarle dinero a él? ¡Para que se logastara en una noche!

Y codicilos que velaban por elfuturo de los caballos de carreras que deotro modo podrían acabar bajo lacuchilla: «Mi caballo Rosalie, deMaison Laffitte, junto con dos mil librasal año para su cuidado… Mi caballoIntruder, al que están preparando ahoraen Dublín, a mi hijo Gerald mientrasduren sus vidas respectivas, con elsobrentendido de que los mantendrá

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hasta sus muertes naturales…»El viejo Sambo, profundamente

enamorado, como Jerry, de un caballo.Y también para Jerry. Acciones.

Para Jerry sólo las acciones de laempresa. Millones. Un respaldo, poder,responsabilidad; todo un mundo inmensoa heredar y por el que brincar… unmundo ofrecido, prometido incluso, ynegado luego: «Mi hijo dirigirá todoslos periódicos del grupo de acuerdo conlos criterios y la práctica que yo utilicédurante mi vida.» Se acordaba inclusode un bastardo: una suma de veinte mil,libre de cargos, a la señorita Mary Algodel Green, Chobham, madre de mi hijo

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reconocido Adam. Sólo había unproblema: la despensa estaba vacía. Lascifras contables disminuíanprogresivamente a partir del día en queel imperio de aquel gran hombre entróen liquidación. Cambiaban luego a rojoy volvían a crecer convirtiéndose enlargos insectos chupasangre que crecíana miera por año.

—En fin, Pet —dijo Jerry, en elsilencio ultraterreno del casi amanecer,mientras volvía a tirar el sobre en lamontaña mágica—. Ya estás harta de él,¿verdad, querida?

Y se volvió hacia el montón dedescoloridos periódicos (últimas

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ediciones de los hijos de la inteligenciade su padre) y, como sólo los veteranosde la Prensa pueden hacer, se abrió pasorápidamente entre todos.

—Él, donde está ahora, ya no podráseguir cazando muñequitas, ¿eh, Pet? —gran crujir de papel—. No sé cómopodrá pasar sin ello. Porque ganas no lefaltarán, estoy seguro.

Y en tono más tranquilo,volviéndose y mirando a la muñequitainmóvil del borde de su cama, cuyospies apenas si llegaban a la alfombra,añadió:

—Tú fuiste siempre su tai—tai,querida mía, su número uno. Siempre te

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defendió. Me decía: «Pet es la chicamás guapa del mundo.» Esas mismospalabras me decía. Una vez me dijo avoces en Fleet Street: «La mejor mujerque he tenido.»

—Maldito diablo —dijo sumadrastra en un súbito y suave flujo depuro dialecto North Country, mientraslas arrugas se le amontonaban comopinzas de cirujano alrededor del rojopliegue de los labios—. Condenado. Leodio con todas mis fuerzas.

Y permanecieron así un rato, los dosen silencio, él jugueteando con sustrastos y mesándose el pelo, ellasentada, unidos en una especie de amor

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hacia el padre de Jerry.—Deberías haberte metido en el

negocio de la grava con tu tío —suspiró,con la agudeza de la mujer desengañada.

En su última noche, Jerry la invitó acenar y después, a la vuelta, ella lesirvió el café en lo que quedaba de lavajilla de Sèvres. El detalle provocó undesastre. Jerry metió su tosco índiceimprudentemente en el asa de la tacita yésta se quebró con un leve pif, que Pet,venturosamente, no captó. Con unhabilidoso manoteo, Jerry logró ocultarel desastre, ganar la cocina y hacer eltrueque. Pero nada escapa a la ira deDios. Cuando su avión hizo escala en

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Tashkent (había conseguido un pase porla transiberiana) descubrió, asombrado,que las autoridades rusas habían abiertoun bar en un rincón de la sala de espera:en su opinión, era una pruebasorprendente de la liberalización delpaís. Y cuando hurgó en el bolso de lachaqueta buscando billetes para pagarseun vodka doble, encontró en su lugar unlindo signo interrogante de porcelanacon los bordes mellados. Renunció alvodka.

Y en los negocios fue igualmentedócil, igualmente condescendiente. Suagente literario era un viejo conocidodel criquet, un pretencioso de orígenes

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inciertos que se llamaba Mencken y aquien llamaban Ming, uno de esos tontoscongénitos a quienes la sociedadinglesa, y el mundo editorial más enconcreto, están siempre dispuestos ahacer un sitio. Mencken era fanfarrón yextrovertido y lucía una barba canosa,quizás con el propósito de sugerir queescribía los libros que vendía.Comieron en el club de Jerry, un localgrande y sucio que debía susupervivencia a la asociación con clubsmás humildes y a las repetidaspeticiones de ayuda por correo.Agazapados en el comedor medio vacío,bajo los ojos marmóreos de los

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constructores del Imperio, lamentaron lafalta de jugadores rápidos en elLancashire. Jerry declaró que ojalá Kentfuese capaz «de darle como es debido aesa maldita pelota, Ming, en vez depicotearla». En Middlesex, convinieron,algunos de los jóvenes que estabanempezando eran bastante buenos: pero«Dios Santo, te has fijado cómo lespersiguen», dijo Ming, moviendo lacabeza y cortando la carne al mismotiempo.

—Lástima que te desinflases —chilló luego, para Jerry y paracualquiera que se interesase en oírle—.Nadie ha conseguido aún hacer la

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novela del Oriente de hoy, en miopinión. Greene lo consiguió, pero aGreene no hay quien le aguante, yo nopuedo, la verdad, apesta a papismo.Bueno, Malraux si te gusta la filosofía,pero a mí no me gusta. Maugham sepuede soportar, y antes de él hay que irhasta Conrad. Salud. ¿Quieres que tediga una cosa?

Jerry llenó el vaso de Ming, quecontinuó:

—Mucho ojo con el rolloHemingway. Toda esa gracia bajopresión, amor cuando te rebanan loshuevos de un zambombazo. No gusta,ésa es mi opinión. Es algo que ya está

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dicho.Jerry acompañó a Ming hasta el taxi.—¿Quieres que te diga una cosa? —

repitió Mencken—. Frases más largas.Vosotros, los periodistas, cuando osmetéis a hacer novelas, escribísdemasiado breve. Párrafos breves,frases breves, capítulos breves. Veis lascosas tamaño columna, en vez de verpáginas. A Hemingway le pasaba lomismo. Siempre intentando escribirnovelas en una caja de cerillas.

—Adiós, Ming. Y gracias.—Adiós, Westerby. Dale recuerdos

a tu padre. Debe ser bastante mayor ya,supongo. Pero eso nos pasa a todos.

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Jerry estuvo a punto de mantener elmismo buen humor hasta con Stubbs;pese a que Stubbs, como habría dichoConnie Sachs, como directoradministrativo del grupo, no era ningunaexcepción. Su escritorio estaba atestadode pruebas de imprenta manchadas de té,tazas manchadas de tinta, los restos deun bocadillo de jamón muerto de viejo.Y Stubbs miró ceñudo a Jerry allísentado, frente a él, entre todo aquello,como si Jerry fuera a quitárselo.

—Querido Stubbs. Honra de laprofesión —exclamó Jerry, abriendo lapuerta de golpe, y se apoyó en la pared,las manos a la espalda, como para que

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no se le desmandasen.Stubbs mordió con fuerza algo que

tenía en la punta de la lengua, antes devolver a la ficha que estaba estudiandoen medio de los cachivachesamontonados en su escritorio. Stubbslograba que resultaran ciertos los chistesmás manidos sobre directores. Era unhombre amargado, de gruesa papada grisy gruesos párpados que parecíanembadurnados de hollín. Seguiría con eldiario hasta que las úlceras cayesensobre él y entonces le mandarían aldominical. Al cabo de un año, lecederían a las revistas femeninas paraatender pedidos de niños hasta que le

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llegase la jubilación. Entretanto, eratortuoso y malévolo, y escuchaba todaslas llamadas telefónicas que se recibíande los corresponsales sin decirles queestaba escuchando.

—Saigón —gruñó, y con unbolígrafo mordido señaló algo en unmargen. Su acento londinense secomplicaba con otro un poco artificiosoque le había quedado de la época en queel canadiense era el acento propio deFleet Street—. Navidades de hace tresaños. ¿Te suena?

—¿Pero de qué hablas? —preguntóJerry, aún contra la pared.

—Hablo de fiestas —dijo Stubbs,

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con sonrisa de verdugo—. Camaraderíay buen humor en el despacho. Cuando laempresa era lo bastante imbécil paramantener allí a un corresponsal. Lafiesta de Navidad. La diste tú.

Leyó de una ficha:—«Para comida de Navidad, Hotel

Continental, Saigón.» Luego, enumeras alos invitados, exactamente como tepedíamos que hicieras. Periodistaslocales, fotógrafos, chóferes,secretarias, botones, yo qué sé. Setentalibras nada menos cambiaron de manoen pro de las relaciones públicas y laalegría festiva. ¿Recuerdas?

Y, sin pausa apenas, continuó:

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—Entre los invitados, incluyes aSmoothie Stallwood. Estaba allí, ¿no?Stallwood. ¿Hizo su número desiempre? ¿Lo de engatusar a las másfeas, con las palabras justas?

Mientras esperaba la respuesta,Stubbs volvió a mordisquear lo quetuviese en la punta de la lengua. PeroJerry siguió apoyado en la pared,dispuesto a esperar todo el día.

—Somos una empresa periodísticade izquierdas —dijo Stubbs, era una desus frases favoritas—. Eso significa quedesaprobamos la caza del zorro y nosbasamos, para nuestra supervivencia, enla generosidad de un millonario iletrado.

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Los archivos dicen que Stallwoodcomió aquella Navidad en Fnom Penh,derrochando hospitalidad conpersonalidades del Gobiernocamboyano, Dios le guarde. He habladocon Stallwood, y él cree que estuvo allí.En Fnom Penh, claro.

Jerry se acercó perezosamente a laventana y asentó el trasero en el viejoradiador negro. Fuera, a menos de dosmetros de él, colgaba sobre la transitadaacera un mugriento reloj, regalo delfundador a Fleet Street. Era mediamañana, pero las manecillas estabanparadas en las seis menos cinco. En elportal de enfrente dos hombres leían el

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periódico. Llevaban los dos sombrero,el periódico les tapaba la cara, y Jerrypensó en lo agradable que seria la vidasi las sombras, los que vigilan y siguenal prójimo, tuvieran aquel aspecto en lavida real.

—Todo el mundo estafa a este pobretebeo, amigo Stubbs —dijo pensativo,tras otro prolongado silencio—. Túincluido. Estás hablando de hace trescochinos años. Olvídalo ya, hombre.Ése es mi consejo. Métetelo por elpasaje trasero. Es el mejor sitio paraguardarlo.

—No es un tebeo, sino unperiodicucho. Un tebeo es un suplemento

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en colores.—Para mí es un tebeo, muchacho.

Siempre lo fue, siempre lo será.—Bienvenido —canturreó Stubbs

con un suspiro—. Sea bienvenido elfavorito del director.

Cogió un impreso de contrato.—«Nombre: Westerby, Cleve

Gerald» —declamó, fingiendo leer elimpreso—. «Profesión: Aristócrata. Seabienvenido el hijo del viejo Sambo.»

Tiró luego el contrato sobre la mesa.—Estarás en los dos. En el

dominical y en el diario. Siete días derenglón, desde guerra a pornografía. Nicontrato fijo ni pensión, gastos al nivel

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más bajo posible. Lavandería sólodurante los desplazamientos, y eso nosignifica la colada de toda la semana.Recibirás una tarjeta de crédito paramandar telegramas, pero no la usarás.Mandas simplemente por carga aérea elreportaje y por télex nos das el númerode la nota de embarque y nosotroscolgaremos tu artículo del clavo cuandollegue. Pago posterior según losresultados. La BBC se digna también,amablemente, aceptar tus entrevistas deviva voz a las ridículas tarifashabituales. El director dice que es buenopara el prestigio del grupo, aunque no sélo que pueda significar eso. En cuanto a

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sindicación…—Aleluya —dijo Jerry en un largo

susurro.Y acercándose a la mesa, cogió el

bolígrafo mordido, húmedo aún de laboca de Stubbs y, sin mirar siquiera a supropietario ni el contenido del contrato,garrapateó su firma en un lento zig—zaga lo largo del final de la última página,con una pródiga sonrisa. En aquelmismo instante, como convocada parainterrumpir el sacro acontecimiento,abrió sin ceremonias la puerta de unapatada una chica en vaqueros que lanzósobre la mesa un nuevo fajo degaleradas. Sonaron los teléfonos (quizá

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llevaran un rato sonando), se fue lachica haciendo ridículos equilibrios ensus enormes tacones de plataforma.Asomó una cabeza extraña a la puerta ygritó: «Es la hora del rezo del viejo,Stubbs.» Luego apareció un subalternoy, momentos después, Jerry se vioobligado a hacer el recorrido:administración, corresponsalesextranjeros, editorial, pagos, diario,deportes, viajes, las espectrales revistasfemeninas. Su guía era un barbudolicenciado de veinte años y Jerry lellamó «Cedric» a lo largo de todo elritual. En la acera, se detuvo,balanceándose ligeramente, de talón a

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puntera y atrás otra vez, como siestuviera borracho, o aturdido por losgolpes.

—Magnífico —murmuró, lo bastantealto como para que un par de chicas sevolviesen sobre la marcha y le mirasen—. Excelente. Super. Espléndido.Perfecto.

Y, con esto, se zambulló en la charcamás próxima, donde apuntalaba la barrauna pandilla de camaradas,principalmente del ramo político eindustrial, ufanándose de haber casiconseguido un titular en la página cinco.

—¡Westerby! ¡Es el conde enpersona! ¡Es el traje! ¡El mismo traje!

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¡Y el conde dentro, Santo Dios!Jerry se quedó hasta el final de la

función. Bebió frugalmente, sinembargo, pues le gustaba tenerdespejada la cabeza para sus paseos porel parque con George Smiley.

En toda sociedad cerrada hay undentro y un fuera, y Jerry estaba fuera.Pasear por el parque con GeorgeSmiley, en aquella época (o, dejando lajerga profesional, tener una entrevistasecreta con él o, como podría haberloexpresado el propio Jerry, si alguna vez,Dios no lo quiera, pusiera nombre a los

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acontecimientos más importantes de sudestino, «dar una zambullida en su otra ymejor vida») le exigía deambular desdeun punto de partida dado, normalmentealguna zona poco poblada, como elrecientemente extinto Covent Garden, yllegar a pie a un destino determinado unpoco antes de las seis, momento en elque, suponía él, el mermado equipo deartistas de acera del Circus hubieseechado un vistazo al terreno que éldejaba atrás y lo hubiese declaradolimpio. La primera noche, su destino erael lado del malecón de la estación delmetro de Charing Cross, como sellamaba aún aquel año, un punto de

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mucho tráfago, donde siempre parecíaque le pasaba algo raro al tráfico. Elúltimo día, fue una parada múltiple deautobús de la acera sur de Piccadilly,donde bordea Green Park. Fueron cuatroveces en total, dos en Londres y dos enla Guardería. El paso por Sarratt eraoperativo (la obligatoria «rectificación»en el oficio, a la que ha de someterseperiódicamente todo agente de campo) eincluía mucho a memorizar, comonombres de teléfono, claves de palabrasy procedimientos de contacto; frases decódigo abierto para introducir enlenguaje normal mensajes por télex altebeo; refugios y procedimientos de

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emergencia en ciertas circunstancias, seesperaba que improbables. Comomuchos deportistas, Jerry tenía unamemoria clara y ágil para los datos ycuando los inquisidores le examinaronquedaron complacidos. Tambiénhicieron con él un ensayo en el terrenode la acción violenta, cuyo resultado fueque acabó con la espalda ensangrentadade tanto pegar en la gastada esterilla.

Las sesiones de Londresconsistieron en una entrevista muysimple de información y una muy brevedespedida.

Para las recogidas se idearonmétodos diversos. En Green Park, a

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modo de señal de reconocimiento, llevóuna bolsa de viaje de Fortnum amp;Mason y logró, pese a lo larga que llegóa hacerse la cola del autobús, medianteun despliegue de sonrisas y demaniobras, permanecer limpiamente alfinal de ella. Cuando esperó en elmalecón, por otra parte, llevaba unejemplar atrasado de la revista Time(que lucía, por coincidencia, losgenerosos rasgos del presidente Mao enla portada), cuyas letras rojas y cuyoborde rojo sobre fondo blanco,destacaban vigorosamente bajo la luzoblicua. El Big Ben dio las seis y Jerrycontó las campanadas, pero el código

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ético de tales encuentros exige que no seproduzcan en las horas ni en los cuartos,sino en los vagos espacios intermedios,que se consideran menos delatores. Lasseis de la tarde era la hora otoñal de lasbrujas, cuando los aromas de todos loscampos rurales de Inglaterra, húmedos ycubiertos de hojas, se aureolaban ríoarriba de húmedos girones de laoscuridad, y Jerry pasó el rato en unagradable semitrance, oliendo esosaromas pensativo y con el ojo izquierdo,Dios sabe por qué, firmemente cerrado.Por fin apareció ante él la furgoneta, unaBedford verde destartalada, con unaescalerilla para subir al techo y «Harris

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Constructor» medio despintado, peroaún legible, en el lateral: una viejachatarra para la vigilancia, ya jubilada,con planchas de acero sobre lasventanillas. Al ver que pasaba, Jerry seacercó en el momento en que elconductor, un muchacho malhumoradode labio leporino, asomaba ya su cabezade puercoespín por la ventanilla abierta.

—¿Dónde está Wilf? —preguntó conaspereza el muchacho—. Dijeron que lotraías contigo.

—Tendréis que conformarosconmigo —gruñó Jerry—. Él tiene untrabajo pendiente.

Y, abriendo la puerta de atrás, entró

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sin dudarlo y la cerró de golpe, pues elasiento de pasajeros de la cabina estabadeliberadamente atestado de láminas decontrachapado de modo que no quedabasitio donde pudiera sentarse.

Ésa fue, en realidad, toda laconversación que sostuvieron.

En los viejos tiempos, cuando habíaen el Circus un ambiente campechano einformal, Jerry habría contado con ciertacharla amistosa, pero ya no. Cuando ibaa Sarratt, el procedimiento era muyparecido, salvo por el hecho de quetenían que recorrer más de veintekilómetros y sólo si tenían suerte y elchico se acordaba de echarle un cojín

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atrás podía acabar el viaje sin el brazodestrozado. La cabina del conductorestaba aislada de la parte de atrás de lafurgoneta, donde se acuclillaba Jerry, ysólo podía mirar, mientras sebamboleaba en el banco de madera,asido a las agarraderas, por las rejillasde los bordes de las solapas de lasventanillas de acero, que leproporcionaban como mucho una visiónrayada del mundo exterior, aunque Jerryera bastante rápido para identificar hitosy señales.

En el viaje a Sarratt pasó porbarrios empobrecidos con fábricasanticuadas que parecían cines

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pobremente encalados de los añosveinte, y por un parador de carretera deladrillo con «Banquetes de boda» enneón rojo. Pero sus sentimientos fueronmuy profundos el primer día, y elúltimo, cuando visitó el Circus. Elprimer día, cuando se aproximaba a lasfamiliares y famosas tórrelas (nuncadejaba de apreciar la importancia delmomento) se apoderaba de él unaespecie de confusa santidad: «Ésta es laesencia misma del servicio.» Alchafarrinón de ladrillo rojo siguieronlos troncos ennegrecidos de losplátanos, luego brotó una ensalada deluces coloreadas, pasaron ante él los

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portones de una verja y, por fin, lafurgoneta se detuvo bruscamente. Laspuertas se abrieron desde fuera degolpe, al mismo tiempo que oyó cerrarselas verjas y una voz masculina desargento instructor gritó: «Vamos,hombre, muévete, qué esperas», y eraGuillam, que le tomaba un poco el pelo.

—Hombre, Peter, muchacho, ¿cómovan las cosas? ¡Dios Santo!, ¡qué frío!

Peter Guillam, sin molestarse encontestar, dio una áspera palmada aJerry en el hombro, como para queiniciase la carrera, cerró la puerta enseguida, la atrancó arriba y abajo, seembolsó las llaves y le condujo en un

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trote por un pasillo que los huronesdebían haber destrozado en un acceso decólera. Había trozos de yesodesprendidos que dejaban los listones alaire; las puertas estaban arrancadas desus goznes; temblequeaban viguetas ydinteles; había capas de polvo,escaleras, y escombros por todas partes.

—¿Vino el irlandés? —gritó Jerry—. ¿O es sólo un baile para la tropa?

Sus preguntas se perdieron en elestruendo. Los dos hombres caminabande prisa y compitiendo, Guillam delantey Jerry pisándole los talones, riendo sinresuello, golpeando y raspando con lospies los desnudos escalones de madera.

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Una puerta les detuvo y Jerry esperó aque Guillam se ocupase de abrir. Luego,esperó por el otro lado a que cerrara.

—Bienvenido a bordo —dijoGuillam más quedamente.

Habían llegado a la quinta planta.Avanzaban más despacio, no iban ya algalope, subalternos ingleses llamados alorden. El pasillo giró a la izquierda,luego a la derecha, luego se elevó enunos cuantos y angostos escalones. Unespejo de ojo de pez astillado,escalones de nuevo, dos arriba, tresabajo, hasta que llegaron ante una mesade conserje, sin él. A la izquierdaquedaba la sala de juegos, vacía, con

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sillones dispuestos en un tosco círculo yun buen fuego ardiendo en la chimenea.Siguieron hasta una estancia alargada demoqueta parda rotulada «Secretariado»,pero que en realidad era la antesala,donde tres madres con sus perlasmecanografiaban apacibles a la luz delas lámparas. En el fondo lejano de laestancia, había una puerta más, cerrada,sin pintar y muy mugrienta alrededor dela manilla. No tenía chapa de protecciónni escudete para la cerradura. Sólo losagujeros de los tomillos, según advirtióJerry, y el halo que quedaba donde habíahabido uno. Abriéndola sin llamar,Guillam se asomó y dijo algo muy quedo

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hacia el interior. Retrocedió luego y,rápidamente, hizo pasar a Jerry: JerryWesterby, comparece ante el señor.

—Hombre, George, qué hay, cuántome alegro.

—No le preguntes por su mujer —leadvirtió Guillam en un suave y rápidomurmullo que canturreó en el oído deJerry después durante un buen rato.

¿Padre e hijo? ¿Ese tipo derelación? ¿Músculo y cerebro? Quizásfuera más exacto hijo y padre adoptivo,que se considera en el oficio el lazo másfuerte.

—¿Qué hay? —murmuró Jerry, conuna risa áspera.

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Los amigos ingleses no tienenninguna forma clara de saludarse, ymenos aún en una lúgubre oficina delGobierno en la que no hay parainspirarles nada más cordial que unamesa de pino. Durante una fracción desegundo, Jerry dejó su mano de jugadorde criquet pegada a la vacilante y blandapalma de Smiley; luego se arrastró trasél un trecho hasta la chimenea, donde lesaguardaban dos sillones: vetusto cuero,cuarteado, muy usados. Una vez más, enaquella errática estación, ardía un fuegoen la chimenea Victoriano, aunque muypequeño comparado con el fuego de lasala de juegos.

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—¿Y qué tal Lucca? —preguntóSmiley, sirviendo dos vasos de unagarrafita.

—Lucca ha sido algo grande.—Vaya, hombre. Supongo entonces

que fue una faena tener que dejarlo.—No, por Dios. Fue super. Salud.—Salud.Se sentaron.—¿Y por qué super, Jerry? —

preguntó Smiley, como si super fueseuna palabra con la que no estuvierafamiliarizado. En la mesa no habíapapeles y la habitación estaba vacía,resultaba aún más pobre que la suya.

—Creí que ya estaba liquidado —

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explicó Jerry—. Ya para siempre en laestantería. El telegrama me desanimópor completo. Pensé, bueno, Bill va aacabar conmigo. Acabó con todos losdemás, ¿por qué no conmigo?

—Sí —convino Smiley, como sicompartiese las dudas de Jerry, n índolede reojo un instante, en una actitudclaramente inquisitiva—. Sí, sí, claro.Sin embargo, por otra parte, nunca llegó,al parecer, a hacerlo con losOcasionales. Le hemos rastreado entodos los demás rincones del archivo,pero los Ocasionales estaban archivadosen «Contactos amistosos» en el sectorde Territoriales, en un archivo

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completamente independiente, unarchivo al que él no tenía accesodirecto. No es que no te considerase lobastante importante —se apresuró aañadir—. Es sólo que para él teníanprioridad otros asuntos.

—No voy a morirme por eso,descuida —dijo Jerry, con una sonrisa.

—Me alegro —dijo Smiley, sincazar la ironía. Tras llenar otra vez losvasos, Smiley se acercó al fuego, cogióel atizador de bronce y empezó a moverpensativo las brasas.

—Lucca —dijo—. Sí. Ann y yofuimos allí. Bueno, hace once, doceaños, quizá. Llovía.

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Soltó una risilla. En un angostocompartimiento del fondo de la estancia,Jerry vislumbró un lecho de campañaestrecho y de aspecto incómodo, con unahilera de teléfonos a la cabecera.

—Recuerdo que visitamos el bagno—continuó Smiley—. Era la cura demoda. Sabe Dios qué queríamoscuramos.

Atacó de nuevo el fuego y esta vezse alzaron las llamas con viveza,coloreando los redondeados contornosde su rostro con chafarrinonesanaranjados y formando doradoscharcos en los gruesos cristales de lasgafas.

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—¿Sabías que el poeta Heine tuvouna gran aventura allí, un romance? Creoque debió ser por eso por lo que fuimos,ahora que lo pienso. Pensamos que algose nos pegaría.

Jerry gruñó algo, no demasiadoseguro, en aquel momento, de quién eraHeine.

—Fue al bagno, tomó las aguas ycuando lo hacía conoció a una damacuyo solo nombre le impresionó tantoque obligó a su esposa a usarlo a partirde entonces —las llamas leentretuvieron un momento más—. Y tútambién tuviste una aventura allí, ¿no?

—Nada del otro mundo. Nada sobre

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lo que escribir a casa.Beth Sanders, pensó

automáticamente Jerry, mientras sumundo se tambaleaba y volvía de nuevoa asentarse. Era lo más lógico, Beth. Supadre, general retirado, gobernador delcondado. La vieja Beth debía tener unatía en cada oficina de los serviciossecretos de Whitehall.

Inclinándose de nuevo, Smileycolocó el atizador en un rincón,meticulosamente, como si colocase unacorona.

—No es que compitamosinevitablemente por afecto. Simplementenos gusta saber dónde está.

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Él no dijo nada. Smiley le miró porencima del hombro y Jerry forzó unasonrisa para complacerle.

—He de decirte que esa dama de laque Heine se enamoró se llamaba IrwinMathilde —continuó Smiley y la sonrisade Jerry se convirtió en una torpe risa—. Sí, suena muchísimo mejor enalemán, lo admito. ¿Y la novela?, ¿quétal la novela? Me fastidia pensar que tehemos espantado la musa. Creo que nopodría perdonármelo.

—No te preocupes —dijo Jerry.—¿Terminada?—Bueno, ya sabes…Por un instante, no se oyó más que el

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mecanografiar de las madres y elestruendo del tráfico abajo, en la calle.

—Entonces, ya arreglaremos esocuando termine lo de ahora —dijoSmiley—. Insisto. ¿Cómo fue lo deStubbs?

—Ningún problema —dijo de nuevoJerry.

—¿No hemos de hacer nada máspara facilitarte las cosas?

—Creo que no.De más allá de la antesala les llegó

un rumor de pisadas, todas en unadirección. Una reunión de guerra, pensóJerry, una asamblea de clanes.

—¿Y te sientes en forma y todo eso?

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—preguntó Smiley—. ¿Estás, bueno,preparado? ¿Te sientes con ánimos?

—No hay problema.¿Por qué no podré decir algo

distinto?, se preguntó. Parezco un discorayado.

—Hay mucha gente que no lo tieneen estos tiempos. El ánimo. La voluntad.Sobre todo en Inglaterra. Muchosconsideran la duda una posturafilosófica legítima. Se consideran en elcentro, mientras que, por supuesto, noestén, en realidad, en ninguna parte. Losespectadores jamás ganaron ningunabatalla, ¿no te parece? En este servicioasí lo entendemos. Tenemos suerte.

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Nuestra guerra actual empezó en 1917,con la revolución bolchevique. Aún noha cambiado.

Smiley había adoptado una nuevaposición, al otro lado de la estancia, nolejos de la cama. Tras él, brillaba con elfuego avivado, una —fotografía vieja yborrosa. Jerry se había fijado en ella alentrar. De pronto, por un instante, tuvola sensación de ser objeto de un dobleescrutinio. El de Smiley y el de losborrosos ojos de la foto que bailaban ala luz de las llamas detrás de aquelcristal. Los rumores de preparativos semultiplicaban. Se oyeron voces yráfagas de risas, arrastrar de sillas.

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—Leí una vez —dijo Smiley— a unhistoriador, creo, norteamericano,¿cómo no?, que decía que lasgeneraciones que nacen en las cárcelesde deudores se pasan la vida comprandoel camino hacia la libertad. Yo creo quela nuestra es una de esas generaciones.¿No te parece? Yo aún tengo una fuertesensación de que debo, ¿tú no? Siemprehe agradecido a este servicio el que mediese una posibilidad de pagar. ¿Sientestú lo mismo? No creo que debamos detener miedo a… consagrarnos a unacausa. ¿Soy anticuado por decir eso?

La cara de Jerry adoptó un airecompletamente inexpresivo. Siempre

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olvidaba ese aspecto de Smiley cuandoestaba lejos de él, y lo recordabademasiado tarde cuando estaba con él.En el viejo George había, algo de curafracasado, y cuanto más viejo era, máspatente se hacía. Parecía pensar quetodo el cochino mundo occidentalcompartía sus pesares y que había queexplicarlo para que la gente pensasecomo es debido.

—En ese sentido, yo creo quepodemos felicitamos por ser un poquitoanticuados…

A Jerry le pareció ya suficiente.—Amigo —objetó, con una torpe

risa, mientras se le subía el color a la

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cara—. Por amor de Dios. Dime qué hede hacer y lo haré. El sabio eres tú, noyo. Márcame las jugadas, y las haré. Elmundo está lleno de intelectuales de tresal cuarto armados con quinceargumentos contrapuestos para nolimpiarse las malditas narices. Nonecesitamos más. ¿De acuerdo? PorDios, hombre…

Un repiqueteo en la puerta anuncióla reaparición de Guillam.

—Ya están encendidas todas laspipas de la paz, jefe.

Para su sorpresa, por encima delestruendo de esta interrupción, Jerrycreyó captar el término «Don Juan»,

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pero no pudo apreciar, ni le preocupódemasiado, si se refería a él o al poetaHeine. Smiley vaciló, frunció el ceño,luego pareció despertar de nuevo a sunuevo entorno. Miró a Guillam, luegouna vez más a Jerry, luego, sus ojos seasentaron en esa distancia media que escoto especial de los académicosingleses.

—Bueno, está bien, sí, empecemos adar cuerda al reloj —dijo, con tonoremoto.

Al salir, Jerry se detuvo paraadmirar la fotografía de la pared, y, conlas manos en los bolsillos, le hizo unamueca, con la esperanza de que Guillam

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se quedase también atrás, cosa que hizo.—Parece que se hubiese tragado su

última moneda de diez peniques —dijoJerry—. ¿Quién es?

—Karla —dijo Guillam—. Reclutóa Bill Haydon. Agente ruso.

—Parece más bien un nombre demujer. ¿Cómo lo conseguisteis?

—Es el nombre en clave de suprimera red. Y hay una escuelafilosófica que afirma que es también elnombre de su único amor.

—Al cuerno con él —dijo Jerrydespreocupadamente, y, aún sonriendo,pasó ante él, camino de la sala dejuegos.

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Smiley, quizás deliberadamente, sehabía adelantado, alejándose lo bastantepara no oírles.

—¿Aún sigues con aquella chicamedio chiflada, la que toca la flauta? —preguntó Jerry a Guillam.

—Ya no está tan chiflada —dijoGuillam.

Dieron unos cuantos pasos más.—¿Se largó? —preguntó Jerry, con

simpatía.—Algo así.—¿Y él está bien? —preguntó Jerry

sobre la marcha, indicando con un gestola figura solitaria que iba delante deellos. ¿Está bien alimentado y abrigado?

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Esas cosas…—Nunca ha estado mejor. ¿Por qué?—No, por nada, sólo preguntaba —

dijo Jerry, muy complacido.

Desde el aeropuerto, Jerry llamó asu hija, a Cat, cosa que raras veceshacía, pero esta vez tenía que hacerlo.Sabía que era un error ya antes de meterla moneda, pero persistió aun así; nisiquiera la voz terriblemente familiar desu antigua esposa le disuadió de hacerlo.

—¡Qué hay! Soy yo, yo mismo.Super. Bueno, dime, ¿qué tal Phillie?

Phillie era el nuevo marido de ella,

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un funcionario del Gobierno a punto yade jubilarse, aunque más joven que Jerryen por lo menos treinta estúpidas vidas.

—Perfectamente, gracias —replicóella en el tono gélido con que las exesposas defienden a su nueva pareja—.¿Llamabas por eso?

—Bueno, se me ocurrió que podríacharlar un poco con la amiga Cat. Mevoy una temporada a Oriente; otra vez eltrabajo —dijo.

Le pareció obligado disculparse, asíque añadió:

—El tebeo necesita un corresponsalallí —dijo, y oyó el resonar del teléfonoen el arcón del recibidor. Roble,

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recordó. Patas de alfeñique. Otra de lassobras del viejo Sambo.

—¿Papi?—¡Hola! —gritó él, como si

estuviera mal la línea, como si ella lehubiera cogido por sorpresa—. ¿Cat?Hola, escucha, cariño, ¿recibiste laspostales?

Sabía que las había recibido. Se lashabía agradecido regularmente en suscartas semanales.

Al no oír más que papá repetido enun tono interrogante, Jerry preguntójovialmente:

—Aún coleccionas sellos, ¿verdad?Es que me voy a Oriente, ¿sabes?

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Avisaban la salida de unos aviones,el aterrizaje de otros, mundos enteroscambiaban de lugar, pero JerryWesterby estaba allí inmóvil en mediode aquella procesión, hablando con suhija.

—Te gustaban muchísimo los sellos—le recordó.

—Tengo diecisiete años.—Claro, claro, ¿qué coleccionas

ahora? No me lo digas. ¡Chicos!Con el humor más jovial posible,

mantuvo la pelota en movimientomientras bailoteaba, saltando de unabota de cabritilla a otra, haciendochistes y suministrando él mismo la risa.

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—Escucha, te dejo un poco dedinero, Bladd y Rodney se encargaránde eso, algo así como el cumpleaños yNavidad juntos, será mejor que hablescon mamá antes de gastarlo. O quizáscon Phillie. ¿Eh? Un tipo sólido,¿verdad? Pídele su opinión, es algo enlo que seguro que le gustará clavar eldiente.

Abrió la puerta de la cabina paraañadir una algarabía artificial.

—Me parece que anuncian ya mivuelo, Cat —gritó por encima delestruendo—. Oye, cuidado con lo quehaces, ¿me oyes? Cuidado. No te desdemasiado fácilmente. ¿Me entiendes?

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Hizo cola para el bar un rato, peroen el último momento despertó el viejooriental que había en él y se dirigió alautoservicio. Quizá tardase mucho enconseguir su próximo vaso de lechefresca de vaca. Mientras hacía cola,tuvo la sensación de que le vigilaban.No tenía nada de particular: en unaeropuerto, todos se vigilan y seobservan, así que, ¿por quépreocuparse? Pensó en la huérfana ypensó que ojalá hubiera tenido tiempode conseguirse una chica antes de partir,aunque sólo fuese para quitarse el malrecuerdo de aquella marcha inevitable.

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Smiley caminaba, hombrecilloredondo de impermeable. Periodistas deecos de sociedad con más clase queJerry, que observasen astutamente superegrinaje por los alrededores deCharing Cross Road, habríanidentificado el tipo de inmediato: lapersonificación de la brigada de los delimpermeable, carne de cañón de lassaunas mixtas y de las libreríaspornográficas. Aquellos largos paseosse habían convertido para él en unhábito. Con sus nuevas energías, podíarecorrer medio Londres sin darsecuenta. Desde Cambridge Circus, ahoraque conocía los atajos, podía tomar

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cualquiera de las veinte rutas posibles yno cruzar nunca dos veces por el mismositio. Una vez elegido el principio,dejaba que la suerte y el instinto leguiasen, mientras la otra parte de sumente recorría las más remotas regionesde su alma. Pero aquella noche su paseotenía un sentido especial, le arrastrabahacia el sur y hacia el oeste y Smileycedía a aquella atracción. El aire erafresco y húmedo, y colgaba una ásperaniebla que jamás había visto el sol.Caminando, Smiley llevaba consigo supropia isla, y ésta estaba atestada deimágenes, no de personas. Como unacapa más, las paredes blancas le

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encerraban en sus pensamientos. En unportal cuchicheaban dos asesinos dechaquetas de cuero; bajo una farola, unmuchacho de pelo oscuro aferraba confuerza el estuche de un violín. A lasalida de un teatro, la gente queesperaba ardía bajo el resplandor de lasluces de la marquesina de arriba, y laniebla se rizaba alrededor como el humode un fuego. Smiley jamás había entradoen combate sabiendo tan poco yesperando tanto. Se sentía como atraídopor un señuelo, y se sentía perseguido.Sin embargo, cuando se cansaba, y sedetenía por un momento y considerabalas bases lógicas de lo que estaba

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haciendo, se le escapaban casi. Mirabaatrás y veía aguardándole lasmandíbulas del fracaso. Miraba haciadelante y, a través de sus húmedas gafas,veía fantasmas de grandes esperanzasbailando en la niebla. Miraba alrededor,y sabía que no había nada para él dondeestaba. Avanzaba sin embargo sin plenaconvicción. De nada valía volver aensayar los pasos que le habían llevadohasta aquel punto: la veta de oro rusa,las huellas del ejército privado deKarla, la minuciosidad de los esfuerzosde Haydon para borrar todo rastro.Pasados los límites de estas razonesexteriores, percibía Smiley en sí mismo

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la presencia de un motivo más hondo,infinitamente más confuso, un motivoque su razón seguía rechazando. Lellamaba Karla, y era cierto que enalguna parte de él, como una leyendasobrante, ardían las ascuas del odiohacia el hombre que se había lanzado adestruir los templos de su fe privada, olo que pudiera quedar de ellos: elservicio que amaba, sus amigos, su país,su idea de un equilibrio razonable de losasuntos humanos. Era cierto también quehacía una vida o dos, en una asfixiantecárcel india, los dos hombres habíanllegado realmente a verse cara a cara,Smiley y Karla, con una mesa de hierro

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por medio; aunque Smiley no teníaninguna razón entonces para saber quese hallaba en presencia de su destino:Karla corría peligro en Moscú; Smileyhabía intentado atraerle a Occidente, yKarla no había contestado, prefiriendola muerte o un destino peor a unadeserción fácil. Y, sí, de vez en cuando,el recuerdo de aquel encuentro, de lacara sin afeitar de Karla y de sus ojosobservadores e introspectivos acudía aél como un espectro acusador quesurgiese de la oscuridad de su propiocuarto, mientras dormíaintermitentemente en su catre.

Pero en realidad el odio no era una

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emoción que pudiera mantener durantemucho tiempo, salvo que fuera la otracara del amor.

Se aproximaba ya a King’s Road,Chelsea. La niebla era más espesa por laproximidad del río. Los globos de lasfarolas colgaban sobre él como linternaschinas de las desnudas ramas de losárboles. El tráfico era cauto y escaso.Cruzó y siguió la acera hasta BywaterStreet y entró por ella, un callejón sinsalida, de limpias casas con galerías defachada lisa. Avanzó con mayordiscreción ahora, manteniéndose en laparte oeste y al amparo de los cochesaparcados. Era la hora del cóctel y vio

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en otras ventanas cabezas que hablabany gritaban, bocas silenciosas. Reconocióalgunas, a algunas hasta les había puestonombre ella: Félix el Gato, LadyMacbeth, el Fumador de cigarros. Llegóa la altura de su propia casa. A suregreso, ella había hecho pintar lascontraventanas de azul y aún estaban deazul. Las cortinas aún no estabanechadas; a ella no le gustaba sentirseencajonada. Estaba sentada, sola, en suescritorio, y parecía que hubieracompuesto la escena deliberadamentepara él: la bella y consciente esposa queal final de la jornada atiende lascuestiones de administración doméstica.

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Estaba escuchando música; captó su eco,portado por la niebla. Sibelius. Él notenía gran sensibilidad para la música,pero conocía todos los discos que teníaella y había alabado varias veces aSibelius por cortesía. No podía ver elgramófono, pero sabía que estaba en elsuelo, donde estaba también para BillHaydon, cuando ella arrastraba suaventura con él. Smiley se preguntó siestaría al lado el diccionario de alemán,y la antología de poesía alemana queella tenía. En la última o las dos últimasdécadas, normalmente durante lasreconciliaciones, ella, teatralmente,había hecho propósito, varias veces, de

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aprender alemán, para que Smileypudiese leerle en voz alta.

Mientras él miraba, ella se levantó,cruzó el cuarto, se detuvo frente al lindoespejo dorado para arreglarse el pelo.Las notas que solía escribirse a símisma estaban encajadas en el marco.¿Qué sería esta vez?, se preguntóSmiley. Rapapolvo al garaje. Cancelarcomida Modéleme. Destruir carnicero.A veces, cuando la situación era tensa,le había enviado mensajes de ese modo:Obligar a George a sonreír,disculparse hipócritamente por lapsus.En épocas muy malas, le escribía cartassinceras, y se las ponía allí para la

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colección que tenía él.Smiley advirtió sorprendido que

apagaba la luz. Oyó los cerrojos de lapuerta de entrada. Echa la cadena, pensóautomáticamente. El cierre doble de laBanhams. ¿Cuántas veces he de decirteque esos cerrojos son tan débiles comolos tomillos que los sostienen? Extraño,de todos modos: había supuesto, Diossabe por qué, que dejaría el cierre sinechar por si él volvía. Luego seencendió la luz del dormitorio y Smileyvio perfilarse su cuerpo en la ventanamientras, como un ángel, extendía losbrazos hacia las cortinas. Las corriócasi hacia ella, se detuvo, y Smiley

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temió por un instante que le hubieravisto, hasta que recordó su miopía y suoposición a llevar gafas. Va a salir,pensó. Ahora va a arreglarse. Vio sucabeza medio vuelta como si le hubierahablado alguien. Vio que sus labios semovían, y que se fruncían en una sonrisaanimosa mientras alzaba los brazos otravez, hacia la nuca ahora, y empezaba adesabrochar el primer botón de la bata.Y en aquel mismo instante, llenóbruscamente el vacío que había entre lascortinas la presencia de otras manosimpacientes.

O h no, pensó Smiley desesperado.¡Por favor! ¡Espera a que me vaya!

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Durante un minuto, puede que más,allí de pie, en la acera, contemplóincrédulo la ventana a oscuras, hasta quela cólera, la vergüenza y, por último, elasco, estallaron en él junto con unaangustia física y se volvió y caminó denuevo ciego, apresurado, tomandonuevamente King’s Road. ¿Quién seriaesta vez? ¿Otro bailarín de balletimberbe que realizaba algún ritualnarcisista? ¿Su miserable primo Miles,el político de carrera? ¿O un Adonis deuna noche cazado en la taberna máscercana?

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Cuando sonó el teléfono exterior,Peter Guillam estaba sentado en la salade juegos, solo, algo borracho,anhelando por igual el cuerpo de MollyMeakins y el regreso de George Smiley.Descolgó de inmediato y era Fawn,jadeante y furioso.

—¡Le he perdido! —gritó—. ¡Me haengañado!

—Eres un perfecto imbécil —replicó Guillam muy satisfecho.

—¡Nada de imbécil! Fue hacia sucasa, ¿no? El ritual de siempre: yo estoyesperándole allí, él vuelve, me mira.Como si fuese basura. Simple basura. Yde pronto me doy cuenta de que estoy

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solo. ¿Cómo lo hace? ¿A dónde va?¿Soy amigo suyo, no? ¿Quién coño secree que es? ¡Enano gordinflón! ¡Le voya matar!

Guillam siguió riéndose después decolgar.

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6El acoso de Frost

Era sábado en Hong Kong de nuevo,pero los tifones estaban olvidados y eldía ardía cálido, claro y asfixiante. En elClub Hong Kong, un reloj serenamentecristiano dio once campanadas y elrepiqueteo resonó en los cristales comocucharas que cayesen al suelo en unacocina lejana. Los mejores asientosestaban ya ocupados por lectores delTelegraph del jueves anterior, queofrecía una imagen completamentedecepcionante de las miserias

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económicas y morales de su patria.—La libra otra vez en apuros —

gruñó una voz áspera a través de unapipa—. Huelga de electricistas. Huelgade ferroviarios. Huelga de pilotos.

—¿Quién trabaja? Habrá quepreguntar eso —dijo otro, con la mismaaspereza.

—Si yo fuese el Kremlin, diría queestábamos haciendo un trabajo deprimera —dijo el que primero habíahablado, aullando la palabra trabajopara darle un tono de indignaciónmilitar, y con un suspiro pidió un par demartinis secos. Ninguno tenía más deveinticinco años, pero ser un patriota

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exiliado a la busca de fortuna rápidapuede envejecerte muy de prisa.

El Club de corresponsalesextranjeros celebraba uno de sus díaseclesiales en que los ciudadanossobrepasaban en número con mucho aperiodistas e informadores. Sin el viejoCraw para integrarlos, los del Club debolos de Shanghai se habían dispersadoy algunos habían abandonadodefinitivamente la Colonia. Losfotógrafos habían cedido al señuelo deFnom Penh, con la esperanza de quehubiese nuevos combates importantes encuanto terminase la estación de laslluvias. El vaquero estaba en Bangkok,

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donde se esperaba un recrudecimientode los motines estudiantiles, Luke en eldespacho y su jefe el enano espatarradoen el bar, rodeado de sonoros señoritosingleses de pantalones oscuros ycamisas blancas discutiendo la caja decambios del mil cien.

—Pero esta vez fría. ¿Me has oído?¡Mucho fría y tráela chop chop!

Hasta el Rocker estaba mudo. Leacompañaba aquella mañana su esposa,antigua profesora de la escuela bíblicade Borneo, una acartonada arpía de pelocasi al rape y calcetines por los tobillos,capaz de localizar un pecado antesincluso de que se cometiese.

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Y unos tres kilómetros al este, porCloudview Road, un trayecto de treintacentavos en el autobús urbano de precioúnico, en lo que se considera el rincónmás poblado de nuestro planeta, enNorth Point, justo donde la ciudad seensancha hacia el Pico, en la plantadieciséis de un alto edificio llamado 7A,tendido en un colchón donde habíadormido un ratito, aunque sin sueños,estaba Jerry Westerby cantando conletra propia la melodía de Miamisunrise y viendo cómo se desvanecíauna hermosa muchacha. El colchón teníados metros diez de longitud, y estabaproyectado para que lo utilizase en el

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otro sentido una familia china completay, por primera vez en su vida, más omenos, a Jerry no le colgaban los pies alfondo. Era más largo que el catre de Pet,un kilómetro por lo menos, más largoaún que la cama de la Toscana, aunqueen la Toscana daba igual, porque teníauna chica de verdad en la queenroscarse y con una chica al lado no teestiras tanto en la cama. Mientras seperfilaba la chica a la que estabamirando en una ventana situada frente ala suya, a diez metros o kilómetros de sualcance, y en cada una de las nuevemañanas que había despertado allí, ellase había desnudado y lavado de aquel

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modo, con considerable entusiasmo,aplauso incluso, de Jerry. Cuando teníasuerte, seguía toda la ceremonia, desdeel momento en que ella echaba la cabezahacia los lados para dejar caer el pelonegro hasta la cintura, hasta que seenvolvía castamente en una tela y volvíaa reunirse con su familia de diezmiembros en la habitación contiguadonde vivían todos. Jerry conocíaíntimamente a la familia. Sus hábitoshigiénicos, sus gustos musicales,culinarios y amorosos, sus fiestas, susescandalosas y peligrosas riñas. Noestaba seguro únicamente de si ella erados chicas o una sola.

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La muchacha se esfumó, pero élsiguió cantando. Estaba anhelante;aquello le ponía siempre así, yaestuviese a punto de adentrarse en uncallejón de Praga para dejar unospaquetitos a un tipo aterrorizado en unportal o (su mejor hora, y para unocasional algo sin precedentes) remarcinco kilómetros en un bote para sacar aun operador de radio de una playa delCaspio. En las horas difíciles, Jerrydescubría siempre en sí la mismasorprendente destreza, el mismo ánimofirme, la misma atención despierta. Y elmismo temor aullante, lo que no eranecesariamente una contradicción. Es

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hoy, pensó. Se levantó la veda.Había tres habitaciones pequeñas y

tenían todas suelo de parquet. Era laprimera cosa en que se fijaba todas lasmañanas, porque no había muebles porninguna parte, salvo el colchón y la sillade la cocina y la mesa donde tenía lamáquina de escribir, el plato de la cena,que hacía también servicio de cenicero,y el calendario con la chica, año de1960, una pelirroja cuyos encantoshabían perdido su fragancia hacía yamucho. Jerry conocía exactamente eltipo: ojos verdes, mucho temperamentoy una piel tan sensible que era como uncampo de batalla en cuanto le ponías un

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dedo encima. Añade un teléfono, untocadiscos viejo sólo para los de 78 ydos pipas de opio muy reales…suspendidas de prácticos clavos en lapared, y ése era el inventario completode las riquezas y valores deAnsiademuerte el Huno, ahora enCamboya, al que Jerry había alquiladoel apartamento. Y el saco de los libros,propiedad de este último, que estabajunto al colchón.

Se había parado el gramófono. Selevantó muy animoso ajustándose elimprovisado sarong al estómago.Mientras lo hacía, empezó a sonar elteléfono, así que se sentó de nuevo,

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cogió el cable y arrastró hacia sí por elsuelo el aparato. Era Luke, comosiempre, que quería jugar.

—Lo siento, muchacho. Estoy con unartículo. Prueba a jugar al whist tú solo.

Jerry activó el reloj parlante y oyóun graznido en chino, luego otro eninglés y puso su reloj de pulsera alsegundo. Luego se acercó al gramófonoy puso otra vez Miami sunrise, a todovolumen. Era el único disco que tenía,pero ahogaba el gorgoteo del inútilacondicionador de aire. Tarareando aún,abrió el único armario, y de un viejomaletín de piel que había en el suelosacó una amarillenta raqueta de tenis de

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su padre, cosecha de mil novecientostreinta y tantos, con S.W. en tintaindeleble en el extremo del mango.Desenroscó el mango y sacó de lacavidad cuatro tubitos de microfilms,una sucia lombriz de guata y una cámarapara microfilms con cadena graduada,que el conservador que había en élprefería a los modelos más relumbrantesque habían intentado colocarle los deSarratt. Cargó la cámara con un rollo,ajustó la velocidad de la película y tomótres lecturas de luz de muestra del pechode la pelirroja antes de dirigirse ensandalias a la cocina, donde se arrodillódevotamente ante la nevera y soltó la

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corbata Free Forresters que sujetaba lapuerta de ésta. Pasó la uña del pulgarderecho por las podridas bandas degoma, con un ruido desapacible yquejumbroso, sacó tres huevos, y volvióa colocar la corbata donde antes.Mientras esperaba a que hirvieran, seacercó a la ventana y, con los codos enel alféizar, contempló afectuosamentepor la rejilla antirrobos sus amadostejados que descendían comoestriberones gigantes hasta el borde delmar.

Los tejados eran de por sí solos unacivilización, un pasmoso cuadro desupervivencia frente a la violencia de la

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ciudad. Dentro de sus recintosalambrados, había míseros talleres quefabricaban anoraks, y en donde secelebraban servicios religiosos, sejugaba al mah—jong, y los adivinadoresdel futuro quemaban pebetes perfumadosy consultaban inmensos volúmenespardos. Delante de él, se extendía unjardín de lo más ortodoxo hecho contierra traída de contrabando. Debajo,tres viejas engordaban cachorrillos dechow para la olla. Había escuelas debaile, de lectura, de ballet, de recreo yde combate, había escuelas culturales ypara explicar las maravillas de Mao, yaquella mañana,, mientras Jerry

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esperaba que hirvieran los huevos, unviejo completaba su galimatíascalisténico antes de abrir la sillitaplegable donde realizaba su lecturadiaria de los Pensamientos del granhombre. Los pobres más prósperos, sicarecían de techo, se construían ellosmismos tambaleantes nidos de cuervo,de medio metro por dos y medio, sobrevoladizos de fabricación caseraadosados a la altura de sus salones.Ansiademuerte afirmaba que allí habíasuicidios continuamente. Eso era lo quele retenía en aquel lugar, decía. Cuandono estaba fornicando, solía asomarse ala ventana con la Nikon con la esperanza

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de cazar uno, pero nunca lo lograba.Abajo, a la derecha, había un cementerioque Ansiademuerte dijo que traía malasuerte y consiguió un descuento de cincodólares en el alquiler.

Volvió a. sonar el teléfono mientrascomía.

—¿Qué reportaje? —dijo Luke.—Las putas de Wanchai han raptado

al Gran Mu —dijo Jerry—. Se lo hanllevado a la Isla de los Picapiedra ypiden rescate.

Aparte de Luke, solían ser mujeresde Ansiademuerte quienes llamaban,pero no querían a Jerry en su lugar. Laducha no tenía cortina, así que tenía que

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acuclillarse en un rincón azulejado,como un boxer, para no inundar todo elcuarto de baño. Al volver al dormitorio,se puso el traje, cogió el cuchillo decocina y contó doce tacos de maderadesde el rincón del cuarto. Con la hojadel cuchillo extrajo el treceavo. En unespacio hueco de la superficie inferioralquitranosa había una bolsa de plásticoque contenía un fajo de billetes, dólaresnorteamericanos, pequeños y grandes; unpasaporte de emergencia, un permiso deconducir y una tarjeta de viaje aéreo anombre de Worrell, contratista; y unarma corta que, desafiando todas lasnormas imaginables del Circus, Jerry

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había conseguido a través deAnsiademuerte, que no se molestaba enllevarla en sus viajes. Extrajo de estecofre del tesoro cinco billetes de ciendólares y, dejando el resto intacto,volvió a colocar el taco de madera en susitio. Metió luego la cámara y dos rollosde reserva en los bolsillos y salió,silbando, al pequeño descansillo. Supuerta estaba protegida por un enrejadopintado de blanco que no entretendría aun ladrón decente más de minuto ymedio. Jerry la había tanteado un díaque no tenía nada mejor que hacer, y lehabía llevado ese tiempo. Pulsó el botóndel ascensor, y éste llegó lleno de

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chinos que salieron todos. Pasabasiempre. Jerry era sencillamentedemasiado grande para ellos, demasiadofeo, demasiado extranjero.

«De lugares como aquél —pensóJerry con una alegría forzada, mientrasse sepultaba en la absoluta oscuridaddel autobús que llevaba a la ciudad—,salen a salvar el Imperio los hijos deSan Jorge.»

«El tiempo dedicado a lapreparación nunca es tiempo perdido»,dice la diligente máxima decontraespionaje de la Guardería.

Jerry se convertía a veces en unhombre de Sarratt y en sólo eso. Según

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la lógica normal de las cosas, podríahaber ido directamente a su destino:nada se lo impedía, no había, según lalógica normal de las cosas, motivoalguno, sobre todo después de su juergade la última noche, para que Jerry nohubiera tomado un taxi a la puerta decasa, irrumpido allí alegremente y, trastirar de la barba a su reciente amigo delamia, resolver el asunto. Pero no eraésta la lógica normal de las cosas, y enla tradición de Sarratt, Jerry se acercabaa la hora de la verdad: al momento enque se cerraba de un portazo para él lasalida de atrás, tras lo que no quedabamás salida que seguir adelante; la hora

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en que sus veinte años de oficio, todosellos, se alzaban en él y gritaban«cuidado». Si caminaba hacia unatrampa, sería entonces cuando la trampasaltara. Aunque conociese de antemanosu ruta, habría de todos modos puestosestacionarios por delante de él, encoches y detrás de ventanas, y losequipos de vigilancia le bloquearían encaso de chapuza o de desviación. Sihabía una última oportunidad de tantearel agua antes de zambullirse, eraentonces. La noche anterior, rondandopor las guaridas, podrían haberlevigilado un centenar de ángeles localesy él no haberse dado ni cuenta de que

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era su presa. Pero ahora podía rastrear ynumerar las sombras. Ahora, en teoría almenos, tenía una posibilidad de saber.

Miró el reloj. Tenía exactamenteveinte minutos para llegar y, aun a ritmochino, y no europeo, le bastaba consiete. Así que paseó, mas no conindolencia. En otros países, casicualquier lugar del mundo que no fueseHong Kong, se habría dado mucho mástiempo. Detrás del Telón, según latradición de Sarratt, era medio día, a serposible más. Se había escrito una carta así mismo, para así poder llegar a mitadde la calle, parar en seco en el buzón ydar la vuelta y comprobar qué pies

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vacilaban, qué caras se volvían,buscando las formaciones clásicas: unapareja a un lado, tres individuos al otro,el grupo de cabeza que Bota delante deti.

Pero, paradójicamente, aunqueaquella mañana siguiese celosamente lasetapas, había otra parte de él que sabíaque no hacía más que perder el tiempo.Sabía que un ojirredondo podía vivir enOriente toda su vida en el mismoedificio y no tener nunca la más remotaidea del tic tac secreto de la entrada. Entodas las esquinas de cada una de lasatestadas calles que tendría querecorrer, habría hombres mirando,

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haraganeando, dedicados afanosamentea no hacer nada: el mendigo que estirade pronto los brazos y bosteza, ellimpiabotas tullido que se lanza a portus pies en fuga y al perderlos bate confuerza un cepillo con otro, la viejabuscona que vende pornografía birracialy que abocina la boca con la mano ylanza una palabra hacia el andamiaje debambú que hay encima; aunque Jerrytuviese registradas todas estas escenasen su mente, le resultaban ahora tantenebrosas como cuando llegó por vezprimera a Oriente. ¿Veinte años? ¡DiosSanto! Veinticinco. ¿Macarras?¿Vendedores de lotería? ¿Traficantes de

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droga ofreciendo papelines de «amarillados dólar, azul cinco dólar… para cazardragón, muy rápido»? ¿O estabanpidiendo un cuenco de arroz en lospuestos de comida de al lado? EnOriente, compadre, para sobrevivirnecesitas saber que no sabes.

Utilizaba a modo de espejos losrevestimientos de mármol de las tiendas:estanterías de ámbar, de jade, anunciosde tarjetas de crédito, aparatoseléctricos y pirámides de negras maletasque parecía que nadie llevaba nunca. EnCartier, una linda muchacha colocabaperlas en una bandejita de terciopelo,acostándolas allí para el día. Al percibir

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su presencia, alzó los ojos y le miró; yel viejo Adán se agitó brevemente enJerry, pese a sus obsesiones. Pero unaojeada a la indolente sonrisa, al trajeastroso y a las botas de cabritilla, dijo ala chica cuanto quería saber: JerryWesterby no era un posible cliente.Jerry pudo ver noticias de nuevasbatallas al pasar por un quiosco deperiódicos. La Prensa en lengua chinallevaba fotos en portada de niñosdiezmados, aullantes madres y soldadosde casco tipo norteamericano. Jerry nopudo determinar si era Vietnam oCamboya o Corea o Filipinas. Loscaracteres rojos de los titulares daban la

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sensación de salpicaduras de sangre.Quizás Ansiademuerte tuviese suerte alfin.

Sediento por los excesos de la nocheanterior, Jerry atravesó el Mandarín y sesumergió en la penumbra de Captain’sBar, pero sólo bebió agua en el lavabode caballeros. Compró al salir unejemplar de Time pero no le gustó cómole miraban los trituradores de paisano yse fue. Uniéndose de nuevo a la multitud,se dirigió tranquilamente a Correos, unedificio construido en 1911 y que habíaido deteriorándose desde entonces, peroque ahora parecía una exótica y ranciaantigüedad a la que habían hermoseado

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las masas de hormigón de los edificioscolindantes. Dobló luego, cruzó bajo losarcos y entró en Pedder Street, pasandobajo un puente verde de materialcorrugado por donde circulaban lassacas de correos como pavosdecapitados. Giró otra vez y cruzó hastael Connaught Centre, utilizando el puentede peatones para despejar más elcampo.

En el resplandeciente vestíbulo deacero, una campesina limpiaba losengranajes de una escalera automáticacon un cepillo de alambre y en el paseoun grupo de estudiantes chinoscontemplaban con respetuoso silencio

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Óvalo punteado, de Henry Moore. Jerrymiró atrás y vislumbró la cúpula pardade los Juzgados viejos empequeñecidapor las paredes colmenescas del Hilton:La Reina contra Westerby, «Y se acusaal detenido de chantaje, corrupción,afecto fingido y algunas cosas más queya iremos inventándonos antes de quetermine el día». El puerto estaba llenode embarcaciones, la mayoría pequeñas.Tras él, los Nuevos Territorios, con lascicatrices de las excavaciones,pugnaban en vano contra las cenagosasnubes de contaminación. A sus pies,nuevos almacenes y chimeneas defábricas que eructaban un humo

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parduzco.Volviendo sobre sus pasos, pasó

ante las grandes firmas comercialesescocesas. Jardines, Swire, y vio queestaban con el cierre echado. Debe serfiesta, pensó. ¿Nuestra o suya? En StatueSquare, había un tranquilo festival consurtidores, sombrillas de playa,vendedores de coca—cola y comomedio millón de chinos en grupos opasando ante él como un ejércitodescalzo, lanzando ojeadas a su estatura.Altavoces, compresores, músicaaullante. Al cruzar Jackson Road, elnivel de ruidos bajó un poco. Ante él, enuna extensión de césped inglés perfecto,

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se solazaban quince individuos vestidosde blanco. La partida de criquet de todoel día no había hecho más que empezar.En el extremo receptor, un individuoflaco y desdeñoso que llevaba una gorrapasada de moda jugueteaba con losguantes. Jerry se quedó mirandosonriente, con campechana cordialidad,e l bowler lanzó la bola. Velocidadmedia, un poco de efecto, bola segura.El bateador pegó con buen estilo, erró einició un legbye en movimiento lento.Jerry previo una partida larga y tediosa,con aburrimiento general. Se preguntóquién jugaría con quién, y decidió queera la mafia habitual del Pico que jugaba

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sola. Al otro lado de la calle, se alzabael Banco de China, un inmenso yacanalado sarcófago festoneado deconsignas púrpura alabando a Mao. Ensu base, leones de granito mirabanmiopes mientras rebaños de chinos decamisa blanca se fotografiaban unos aotros junto a sus flancos.

Pero el banco en que Jerry teníapuestos los ojos quedaba directamentedetrás del brazo del bowler. Ondeabaarriba una bandera inglesa y, para mayorseguridad, había abajo una furgonetablindada. Las puertas estaban abiertas ysus bruñidas superficies brillaban comosi fuesen de pirita. Mientras Jerry seguía

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hacia él en su errabundo arco, brotaronde pronto de la negrura del interior ungrupo de guardias de casco, amparadospor altos hindúes con rifles de elefanteque escoltaron tres cajas de dineronegras por las amplias escaleras abajo,como si contuviesen la HostiaConsagrada. El camión blindado sealejó y durante un instante angustiosoJerry tuvo visiones de las puertas delbanco cerrándose.

No visiones lógicas. Ni tampocovisiones nerviosas. Sólo que, durante unmomento, Jerry esperó el fracaso con elmismo veterano pesimismo con queprevé el hortelano la sequía o el atleta

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un estúpido esguince la víspera de lagran competición. El agente de campocon veinte años a cuestas prevé unafrustración impredecible más. Pero laspuertas siguieron abiertas y Jerry sedesvió hacia la izquierda. Da tiempo alos guardias a tranquilizarse, pensó.Proteger el dinero les habría puestonerviosos. Se fijarán mucho, recordaráncosas.

Dio la vuelta, se dirigió lento eindolente hacia el Club Hong Kong:pórticos de Wedgwood, contraventanasa rayas y un olor a comida inglesa ranciaen la entrada. La cobertura no esmentira, te dicen. Cobertura es lo que

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crees. Cobertura es lo que eres. Unamañana de domingo el señor GeraldWesterby, un periodista no demasiadonotable, se dirige a uno de susabrevaderos favoritos… En lasescaleras del Club, Jerry hizo una pausa,se tanteó los bolsillos, dio luego unavuelta completa y se dirigiódecididamente a su destino, recorriendodos lados largos de la plaza mientrascontrolaba por última vez piesvacilantes y rostros huidizos. El señorGerald Westerby, al descubrir que noanda muy bien de dinero, decide haceruna visita rápida al banco. Losguardias hindúes, con sus fusiles de

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elefante despreocupadamente colgadosal hombro, le miraron sin interés.

¡Salvo que el señor Jerry Westerbyno deba hacer eso!

Maldiciéndose por su estupidez,Jerry recordó que pasaba de las doce yque los bancos cerraban sus oficinas alpúblico a las doce en punto. Después delas doce, sólo había servicio interno enlos pisos superiores, cosa que habíatenido en cuenta para planear laoperación.

Tranquilízate, pensó. Maquinasdemasiado. No pienses: haz. En elprincipio fue la acción. ¿Quién le habíadicho esto? El viejo George, por

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supuesto, citando a Goethe. ¡Que lodijese precisamente él!

Cuando iniciaba la entrada, leinundó de pronto el desánimo, y se diocuenta de que era miedo. Tenía hambre.Estaba cansado. ¿Por qué le habíadejado George tan sólo? ¿Por qué teníaque hacerlo todo él? Antes de la caída,habrían mandado niñeras delante de él(habría habido alguien dentro del bancoincluso) sólo por ver si se ponía allover. Habría habido un equipo derecepción para coger la presa antes caside que él saliera del edificio y un cochedispuesto para la fuga, por si tenía quelargarse en calcetines. Y en Londres

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(pensó dulcemente, contestándose),estaría el bueno de Bill Haydon, verdad,pasándoselo todo a los rusos, benditosea. Pensando esto, Jerry se provocó unaextraordinaria alucinación, rápida comoel fogonazo de una cámara fotográfica, yque además se desvaneció con la mismalentitud. Dios había respondido a susoraciones, pensó. Los viejos tiemposestaban allí otra vez en realidad, y en lacalle había un equipo completo deapoyo. Tras él había aparcado unPeugeot azul con dos tipos fornidos, dosojirredondos, dentro que miraban unprograma de las carreras de HappyValley. Antena de radio, todo completo.

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A su izquierda, pasaban perezosamentematronas norteamericanas cargadas concámaras y guías de viaje y la obligaciónpositiva de observar. Y del bancomismo, cuando él avanzabatranquilamente hacia la entrada,surgieron un par de solemnes yadinerados individuos que lucíanexactamente esa mirada torva que losvigilantes utilizan a veces paradesalentar al ojo inquisitivo.

Senilidad, se dijo Jerry. Vas paraabajo, amigo, no lo dudes. La chochez yel miedo te han puesto de rodillas. Ysubió las escaleras, gallardo como unpetirrojo en un cálido día de primavera.

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El vestíbulo era tan grande como unaestación de ferrocarril, la músicagrabada igual de castrense. La zona delas ventanillas estaba cerrada y no vio anadie que atisbase, ni siquiera unfantasma escondido. El ascensor era unadorada jaula con una escupidera llena dearena para cigarrillos, pero en la novenaplanta, la amplitud de abajo habíadesaparecido por completo. Espacio eradinero— Un estrecho pasillo colorcrema conducía a una mesa de recepciónvacía. Jerry avanzó tranquilamente,fijándose en la salida de emergencia y,en el ascensor de servicio, cuyo

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emplazamiento ya le habían indicado,por si tenía que hacer una zambullida.Extraño que supieran tanto, pensó, contan pocas fuentes; deben haber sacado unplano del arquitecto de algún sitio.Sobre la mesa de recepción, un letrerode teca decía «Cuentas enadministración: información.» Al lado,un mugriento libro de bolsillo sobre lapredicción del futuro por las estrellas,abierto y muy anotado. Pero ningúnrecepcionista, porque los sábados sondistintos. Los sábados es cuando tienesmás posibilidades, le habían dicho.Miró alegremente a su alrededor, sinnada en la conciencia. Un segundo

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pasillo recorría a lo ancho el edificio,puertas de oficina a la izquierda, sólidasmamparas forradas de vinilo a laderecha. De detrás de las mamparasllegaba el lento tecleo de una máquinade escribir eléctrica en la que alguienrellenaba un formulario legal, y el lentosonsonete sabatino de secretarias chinascon poco más que hacer que esperar quellegara el almuerzo y la tarde libre.Había cuatro puertas de vidrioesmerilado con mirillas tamaño peniquepara mirar en ambas direcciones, Jerrybajó por el pasillo, y fue mirando encada una de las mirillas como si mirarfuese su recreo, manos en los bolsillos,

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una sonrisa un poco bobalicona arriba.La puerta de la izquierda, le habíandicho, una puerta, una ventana. Se cruzócon él un empleado, luego una secretariade lindos y tintineantes tacones, peroJerry, aunque astroso, era europeo yllevaba traje y nadie se metió con él.

—Buenos días, amigos —murmuró.—Buenos días, señor —le desearon

ellos a cambio.Había rejas de hierro al final del

pasillo y rejas de hierro en las ventanas.Y una luz de noche azul en el techo,supuso que por motivos de seguridad,pero cómo saberlo: fuego, protección deespacio, no sabía, no se la habían

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mencionado los instructores, y laquímica no era su especialidadprecisamente. La primera estancia erauna oficina, desocupada, a excepción deunos cuantos polvorientos trofeosdeportivos, que había en el alféizar y unescudo de armas bordado del club deatletismo del banco en la pared deltablero. Pasó ante una pila de cajas demanzanas etiquetadas «Cuentas enadministración». Debían estar llenas detítulos de propiedad y testamentos. Latradición tacaña de las viejas casascomerciales chinas se resistía a morir,al parecer. Un aviso en la pared decía«Privado» y otro «Sólo visitas

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concertadas».La segunda puerta daba a un pasillo

y a un pequeño archivo, igualmentevacío. La tercera era un lavabo, «SóloDirectivos», la cuarta tenía un tablero deanuncios para el personal justo al lado yuna luz roja sobre la jamba y un granrótulo en Letraset que decía «J. Frostcuentas en administración, sólo visitasconcertadas, no entren cuando la luz estéencendida». Pero la luz no estabaencendida y la mirilla tamaño peniquemostraba a un hombre solo en suescritorio, con la sola compañía de unmontón de carpetas y rollos de costosopapel atados con cinta de seda verde a

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la manera inglesa, y dos televisores decircuito cerrado para las cotizaciones dela Bolsa, apagados, y la vista del puerto,obligatoria para la imagen de altoejecutivo, cortada con líneas gris lápizpor las obligatorias persianas delibrillo. Un hombrecillo lustroso,gordinflón, de aire próspero, con untraje chillón de lino verde Robin—Hood, trabajaba allí, demasiadoconcienzudamente para ser sábado.Tenía la frente húmeda; negras mediaslunas en los sobacos, y (para elinformado ojo de Jerry) la plomizainmovilidad del hombre que se recuperamuy despacio del libertinaje.

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Una habitación de esquina, pensóJerry. Sólo una puerta, ésta. Un empujóny listo. Echó un último vistazo al pasillovacío. Jerry Westerby a escena, pensó.Si no sabes hablar, baila. La puertacedió sin resistencia. Penetróalegremente, con su mejor sonrisatímida.

—Vaya, Frostie, qué hay, super.¿Llego tarde o temprano? Ay, amigomío, ¿sabes?, me ha pasado la cosa másextraordinaria del mundo ahí fuera, enel pasillo, casi tropecé con ellas, con unmontón de cajas de manzanas llenas depapeluchos legales. Quién será el clientede Frostie, me pregunté, «¿Semillas de

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naranja Cox? ¿Belleza para playa?»Belleza de playa, conociéndote. Mepareció divertido, después de lascabriolas de anoche por los salones.

Lo que, por muy insustancial quepudiese parecerle al atónito Frost,permitió a Jerry entrar en el despacho,cerrar la puerta rápido, mientras susanchas espaldas tapaban la única mirillay su alma enviaba oraciones de gratituda Sarratt por un aterrizaje suave y pedíaamparo a su Hacedor.

A la entrada de Jerry siguió unmomento de teatralidad. Frost alzó la

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cabeza despacio, manteniendo los ojossemicerrados, como si la luz los dañase,lo cual era probable. Tras fijarlos enJerry, pestañeó y los desvió, luego lemiró otra vez para confirmar que era decarne y hueso. Después, se enjugó elsudor de la frente con el pañuelo.

—Dios santo —dijo—. Es suseñoría. ¿Qué demonios haces tú aquí,aristócrata repugnante?

A lo que Jerry, aún junto a la puerta,respondió con otra gran sonrisa yalzando una mano en saludo pielroja,mientras determinaba exactamente lospuntos peligrosos: los dos teléfonos, lacaja gris de comunicación interna y la

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caja fuerte del armario con cerradurapero sin combinación.

—¿Cómo te dejaron entrar? Supongoque les deslumbraste con tu condiciónilustre. ¿Qué pretendes con esto, conirrumpir aquí así?

No estaba ni la mitad de irritado delo que sus palabras sugerían, y habíaabandonado la mesa y se contoneaba porel despacho.

—Esto no es un prostíbulo, sabes —añadió—. Esto es un banco respetable.Bueno, más o menos.

Al llegar a la considerable masa deJerry, se puso en jarras y le miró,cabeceando asombrado. Luego, le dio

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unas palmadas en el brazo, un golpecitoen el estómago y siguió cabeceando.

—Alcohólico, disoluto, lujurioso,libidinoso…

—Periodista —propuso Jerry.Frost no tenía más de cuarenta, pero

la naturaleza había grabado ya en él lasseñales más crueles de la pequeñez y lainsignificancia, como un remilgo de jefede sección de grandes almacenesrespecto a los puños de la camisa y losdedos y un humedecerse los labios yfruncirlos, todo al mismo tiempo. Lesalvaba un transparente sentido de laalegría, que brotaba de sus mejillashúmedas como luz del sol.

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—Toma —dijo Jerry—, envenénate—y le ofreció un pitillo.

—Dios santo —dijo otra vez Frost,y con una llave de su llavero abrió unanticuado armario de nogal, con muchocristal de espejo e hileras de palillos decóctel con guindas artificiales y jarrasde cerveza con chicas ligeritas de ropa yelefantes rosas.

—¿Bloody Mary para ti?—Bloody Mary entrará bien, sí —

confirmó Jerry.En el llavero, una llave Chubb de

bronce. La caja fuerte era Chubbtambién, buena además, con un gastadomedallón dorado marchitándose en la

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vieja pintura verde.—He de admitir una cosa respecto a

vosotros los golfos de sangre azul —dijo Frost, mientras servía, mezclandolos ingredientes como un químico—.Conocéis los sitios. Si te dejase con losojos vendados en medio de la llanura deSalisbury, estoy seguro de queencontrarías un burdel en treintasegundos. Mi naturaleza sensible yvirginal dio anoche otro salto más haciala tumba. Se vio estremecida hasta ensus frágiles y pequeños puntales (dibasta, cuando quieras). En fin… tepediré unas cuantas direcciones, cuandome cure. Si es que llego a curarme

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alguna vez, que ya lo dudo.Acercándose despreocupadamente a

la mesa de Frost, Jerry echó un vistazo ala correspondencia y empezó luego ajugar con los mandos delintercomunicador, subiéndolos ybajándolos uno a uno con su enormededo índice, pero sin obtener respuesta.Un botón independiente decía«Ocupado». Jerry lo pulsó y vio unbrillo color rosa por la mirilla alencenderse la luz de aviso en el pasillo.

—Menudo con las chicas —decíaFrost, aún dándole la espalda a Jerrymientras agitaba la botella—. Eranterribles. Tremendas.

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Riendo satisfecho, Frost cruzó eldespacho con los vasos en la mano.

—¿Cómo se llamaban? ¡Ay querido,querido!

—Siete y veinticuatro —dijo Jerrydistraídamente.

Dijo esto inclinado, buscando elbotón de alarma que sabía que tenía queestar por la mesa, en algún sitio.

—¡Siete y veinticuatro! —repitióextasiado Frost—. ¡Qué sentido poético!¡Qué memoria!

Al nivel de la rodilla, Jerry habíadado con una caja gris atornillada a lapata de los cajones. La llave estabavertical y en posición de desconectado.

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La sacó y se la metió en el bolsillo.—Dije que qué maravillosa

memoria —repitió Frost, un pocodesconcertado.

—Ya conoces a los periodistas,amigo —dijo Jerry, levantándose—. Losperiodistas son peor que las esposas enlo de la memoria.

—Vamos. Sal de ahí. Es terrenosagrado.

Jerry cogió la gran agenda de mesade Frost y examinó el programa del día.

—Dios, Dios —dijo—. No está mal,¿eh? Oye, ¿quién es N? N, doce menosocho… ¿no será tu suegra, eh?

Frost indicó la boca hacia el vaso y

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bebió ávidamente, tragó, luego hizo lacomedia de que se ahogaba, se agitó, serecobró.

—No la metas en esto, ¿quieres?Casi me da un ataque al corazón por tuculpa. Bung—ho.

—¿N de nueces? ¿De Napoleón?¿Quién es N?

—Natalie. Mi secretaria. Muyguapa. Le llegan las piernas al trasero,según me han dicho. Yo nunca he estadoallí, no sé. Mi única regla. Recuérdameque la viole alguna vez. Bung—ho—dijo de nuevo.

—¿Está aquí?—Creo haber oído su dulce taconeo,

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sí. ¿Quieres que la convide a un trago?Me han dicho que sabe hacer un númeromuy bonito para aristócratas.

—No, gracias —dijo Jerry, y dejó laagenda para mirar a Frost cara a cara,de hombre a hombre, aunque la lucha eradesigual, pues Jerry le sacaba la cabezay era mucho más corpulento.

—Increíble —declaró reverenteFrost, mirando aún a Jerry—. Increíble,eso fue, sí.

Su actitud era devota, obsesionadaincluso.

—Chicas increíbles, compañíaincreíble. En fin, ¿por qué se fijará untipo como yo en un tipo como tú? Un

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simple Honorable, en realidad. Los demi nivel son los duques; duques y tíasbuenas. Repitamos esta noche. Venga.

Jerry se echó a reír.—Lo digo en serio. Palabra de boy

scout. Morir en la brecha antes de lavejez. Esta vez todo corre de mi cuenta.

Se oyeron en el pasillo pasosretumbantes. Se acercaban.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —seguía Frost—. Ponerme a prueba.Volveré al Meteor contigo y llamaré aMadame Whoosit e insistiré en un…¿qué bicho te ha picado? —dijo, al verla expresión de Jerry.

Las pisadas aminoraron, pararon

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luego. Una sombra negra llenó la mirillay se aposentó allí.

—¿Quién es? —dijo quedamenteJerry.

—La Láctea.—¿Quién es la Láctea?—La Vía Láctea. Mi jefe —dijo

Frost, mientras las pisadas se alejaban;luego cerró los ojos y se persignódevotamente—. Se va a casa, con suencantadora esposa, la distinguidaseñora Láctea, alias Moby Dick. Dosmetros de altura y bigote de caballería.No él, ella —soltó una risilla.

—¿Por qué no entró?—Pensó que tenía un cliente, me

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imagino —dijo, desconcertado de nuevopor la vigilancia de Jerry y por su tiento—. Aparte de eso, Moby Dick le mataríaa patadas si llegara a apreciar olor dealcohol en sus malvados labios a estashoras del día. Alégrate, yo cuidaré de ti.Ten la otra mitad. Hoy pareces un pocomojigato. Me pones nervioso.

En cuanto entres allí, vete al grano,le habían dicho los instructores. Notantees demasiado, no dejes que sesienta cómodo contigo.

—Dime, Frostie —dijo Jerry cuandolas pisadas se desvanecieron del todo—. ¿Qué tal tu mujer?

Frost había extendido la mano para

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coger el vaso de Jerry.—Tu mujer —repitió—. ¿Qué tal?—Aún estupendamente enferma,

gracias —dijo Frost, incómodo.—¿Llamaste al hospital?—¿Esta mañana? Tú estás loco. No

empecé a coordinar hasta las once. Y nodel todo. Me habría olido el aliento.

—¿Cuándo vas a ir a verla?—Oye, mira, cállate ya. No me

hables de ella, ¿quieres?Mientras Frost le miraba, Jerry se

acercó a la caja fuerte. Probó la manillagrande, pero estaba cerrada. Arriba,cubierta de polvo, había una porragrande antidisturbios. La cogió y, a dos

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manos, ensayó muy tranquilo un par degolpes de criquet, luego volvió a dejarladonde estaba, mientras losdesconcertados ojos de Frost le seguíancon recelo.

—Quiero abrir una cuenta. Frostie—dijo Jerry, aún junto a la caja.

—¿Tú?—Yo.—Por lo que me dijiste anoche, no

tienes dinero ni para una hucha. Salvoque tu distinguido papá guardara unpoco en el colchón, cosa que dudo.

A Frost se le escurría su mundo atoda prisa e intentaba desesperadamentesujetarlo.

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—Mira —continuó—, echa un buentraguete y deja de jugar a Boris Karloffen miércoles lluvioso, ¿quieres? Vamosa ver a las chicas ésas. A Happy Valley.Iremos allí. Pago la comida.

—Yo no quería decir que fuésemosa «abrir» una cuenta mía, amigo. Hablode una cuenta de otro. Y quiero abrirla yverla —explicó Jerry.

En una comedia triste y lenta, laalegría se escapó de la carucha de Frost.

—Oh no, Jerry, Dios mío —murmuró al fin entre dientes, como siestuviera presenciando un accidentecuya víctima fuera Jerry, no él mismo.Se acercaban pisadas otra vez. Una

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chica, eran breves y rápidas. Luego,llamaron a la puerta. Luego, silencio.

—¿Natalie? —dijo muy quedo Jerry.Frost asintió.—Si fuese un cliente, ¿me

presentarías?Frost negó con un gesto.—Que pase.A Frost se le asomó la lengua a los

labios como una culebra de piel encarne viva. La lengua echó un vistazo yse escondió otra vez.

—¡Adelante! —dijo, con aspereza, yuna chica china, alta, con gafas degruesos cristales, recogió de la mesaunas cartas.

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—Que pase usted un buen fin desemana, señor Frost —dijo.

—Hasta el lunes —dijo Frost.Volvió a cerrarse la puerta.Jerry cruzó la habitación y echó a

Frost un brazo por los hombros y lecondujo, sin que ofreciera resistencia,rápidamente, a la ventana.

—Es una cuenta en administración,Frostie. Puesta en tus incorruptiblesmanos. Muy hábil eres tú.

En la plaza, la fiesta seguía. En elcampo de criquet, alguien había sidoeliminado. El jugador flaco de la gorrapasada de moda, acuclillado, reparabapacientemente el campo. Los demás

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jugadores estaban tumbados allí cerca,charlando.

—Me has tendido una trampa —dijoFrost simplemente, intentando hacerse ala idea—. Creí que por fin tenía unamigo y ahora quieres joderme. Y túeres un lord.

—No deberías andar conperiodistas, Frostie. Son mala gente.Van siempre a lo suyo. No debistehablar tanto. ¿Dónde están archivadas?

—Los amigos hablan y comentan —protestó Frost—. ¡Para eso son amigos!¡Para contarse cosas!

—¡Entonces cuenta!Frost movió la cabeza y dijo

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bobaliconamente:—Soy cristiano. Voy todos los

domingos, nunca falto. Lo siento, no haynada que hacer. Preferiría perder miposición social a violar el secretobancario. Yo soy así, ¿me entiendes? Nihablar, lo siento.

Jerry se acercó más, siguiendo elalféizar, hasta que sus brazos casi setocaron. El cristal grande de la ventanavibraba por el ruido del tráfico. Lascontraventanas estaban manchadas derojo, del polvillo de las obras. En lacara de Frost se apreciaba su lastimosalucha contra la novedad que le afligía.

—El trato es el siguiente, amigo mío

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—dijo Jerry, con mucho sosiego—:Escucha con atención. ¿Me oyes? Es unasunto de palo y zanahoria. Si no quieresjugar, mi tebeo levantará la liebre sobreti. Foto en primera página, grandestitulares, sigue al dorso, col. 6, laintemerata. «¿Confiaría usted una cuentaen administración a un hombre comoéste?» Hong Kong. Sentina decorrupción, Frostie el monstruo baboso.Esos titulares. Les contaríamos cómojuegas en las musicales camasojirredondas del club de jóvenesbancarios, tal como tu me lo explicaste,y que hasta hace poco tenías unamalvada amante en Kowloonside, hasta

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que las cosas se complicaron porqueella quería más pasta. Antes de todo eso,claro, enseñarían el artículo a tu directory puede que también a tu mujer, si es queno está muy mal.

En la cara de Frost había estalladosin previo aviso una tormenta de sudor.Sus rasgos cetrinos adquirieron duranteun momento una aceitosa humedad; esofue todo. Después, aparecieronempapados y el sudor recorriódesbordante la carnosa barbilla y sederramó al traje Robin Hood.

—Es la bebida —dijoestúpidamente, intentando enjugárselocon el pañuelo—. Me pasa siempre que

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bebo. Este clima de mierda. No debíaestar aquí. Nadie. Esto es pudrirse. Esinsoportable.

—Éstas son las malas noticias —siguió Jerry.

Aún estaban en la ventana, juntos,como si estuvieran disfrutando delpanorama.

—Las buenas son quinientos dólaresnorteamericanos en tu linda manita,saludos de la Prensa, nadie sabe nada yFrostie para director. Así que, ¿por quéno volvemos a sentamos y locelebramos? ¿Entiendes lo que quierodecir?

—Y ¿puedo yo preguntar —dijo al

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fin Frost, en una desastrosa tentativa desarcasmo —con qué fin u objeto queréisexaminar esa cuenta, en primer término?

—Crimen y corrupción, querido. LaHong Kong connection. La Prensaseñala a los culpables. Número decuenta cuatro cuatro dos. ¿La tienesaquí? —preguntó, indicando la cajafuerte.

—Frost hizo un «No» con los labios,pero no emitió ningún sonido.

—Dos cuatros y luego el dos.¿Dónde está?

—Oye —murmuró Frost; suexpresión era una desesperada mezclade miedo y desengaño—. ¿Por qué no

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me haces este favor? Manténme almargen de este asunto. Soborna a uno demis subalternos chinos, ¿quieres? Eso eslo correcto. Compréndelo, yo tengo aquíuna posición.

—Ya conoces el dicho, Frostie. EnHong Kong hablan hasta las margaritas.Te quiero a ti. Estás aquí y eres el máscualificado. ¿Está en la bóveda deseguridad?

Manténle siempre en movimiento,le dijeron. Tienes que elevar el umbralsin parar. Si pierdes una vez lainiciativa ya no podrás recuperarlanunca.

Frost vacilaba y Jerry fingió perder

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la paciencia. Con una mano enormeagarró a Frost por el hombro, le volvióy le empujó hasta que le quedaronpegados los hombros a la caja fuerte.

—¿Está en la bóveda de seguridad?—¿Cómo voy a saberlo?—Yo te diré cómo —prometió

Jerry, y cabeceó con viveza hacia élagitando el flequillo. Yo te lo diré,amigo —repitió, dándole unas levespalmaditas en el hombro con la manolibre—. Porque si no, te vas a ver en lacalle con una mujer enferma y bambinosque alimentar y facturas de colegios, eldesastre. Una cosa o la otra y elmomento, ahora. No dentro de cinco

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minutos, ahora. Me da igual cómo lohagas, pero ha de parecer normal yNatalie ha de quedar al margen.

Luego, le llevó otra vez al centro deldespacho, donde estaban la mesa y elteléfono. Hay papeles en esta vida quees imposible hacer con dignidad. El deFrost aquel día era uno. Descolgó elteléfono, marcó una sola cifra.

—¿Natalie? Vaya, no se ha idousted. Bien, escuche, yo me voy aquedar una hora más, acabo de quedarpor teléfono con un cliente. Dígale a Sydque deje abierta la bóveda de seguridad.Ya la cerraré yo cuando me vaya.¿Entendido?

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Luego, se derrumbó en la silla.—Arréglate el pelo —dijo Jerry, y

volvió a la ventana, mientras esperaba.—Eso de delito y corrupción es puro

cuento —murmuró Frost—. Muy bien,sí, de acuerdo, puede que haya algúnpequeño chanchullo. Dime un chino queno los haga. O un inglés. ¿Crees que esosignifica algo en esta isla?

—¿Es chino, eh? —dijo Jerry, conviveza.

Y, volviendo a la mesa, él mismomarcó el número de Natalie. Nocontestó nadie. Ayudó gentilmente aFrost a levantarse y le acompañó a lapuerta.

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—Y no se te ocurra cerrar luego —le advirtió—. Tenemos que volver adejarlo en su sitio antes de que me vaya.

Frost había vuelto. Estabalúgubremente sentado allí a la mesa, contres carpetas delante. Jerry le sirvió unvodka. Inmóvil a su lado, mientras lobebía, Jerry explicó cómo funcionabauna colaboración de aquel tipo. Frostnunca vería nada, dijo. Lo único quetenía que hacer era dejarlo todo dondeestaba, luego salir al pasillo, cerrandola puerta con cuidado. Junto a la puertahabía un tablero de anuncios para el

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personal: Frostie lo habría leído muchasveces, sin duda. Pues debía colocarsedelante de aquel tablero y leerdiligentemente las noticias, todas, hastaque Jerry diera dos golpes en la puertadesde dentro. Entonces, podía volver.Mientras leía, debía procurar colocarsede modo que tapase la mirilla, para queJerry supiese que estaba allí y los quepasasen no pudieran ver lo que pasabadentro. Frost podía también consolarsecon la idea de que no había violadoningún secreto, le explicó Jerry. Lo másgrave que las autoridades podían llegara decir (o el cliente, en realidad) eraque al abandonar su despacho dejando a

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Jerry dentro, había incurrido en unainfracción técnica de las normas deseguridad del banco.

—¿Cuántos documentos hay en lascarpetas?

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntóFrost, algo envalentonado por suinesperada inocencia.

—Cuéntalos, ¿quieres? Sé bueno.Había cincuenta exactamente, que

eran muchos más de los que suponíaJerry. Faltaba un respaldo por si se dabael caso de que Jerry, pese a aquellasprecauciones, se viese interrumpido.

—Necesitaré impresos —dijo.—¡Qué coño de impresos! Yo no

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tengo impresos —replicó Frost—. Yotengo chicas que me traen los impresos.No, no es verdad, no las tengo, ya se hanido.

—Para abrir mi cuenta enadministración con tu honorable banco,Frostie. Colócalos aquí, en la mesa, contu pluma dorada de la hospitalidad…¿entendido? Te estás tomando undescanso mientras yo los relleno. Y éstaes la primera entrega —dijo.

Y sacó un montoncito de dólaresnorteamericanos del bolsillo delpantalón, y los tiró en la mesa con unagradable palmetazo. Frost miró eldinero pero no lo cogió.

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Solo, Jerry trabajó de prisa.Desprendió los papeles de la carpeta ylos colocó por parejas, fotografiandodos páginas por toma, los grandes codospróximos al cuerpo para permanecerinmóvil, los grandes pies un pocoseparados para mantener el equilibrio,como en un slipcath de criquet, y lacadena de medición justo rozando lospapeles para la distancia. Si no quedabasatisfecho repetía la toma. A veces,marcaba la exposición. Solía volver lacabeza de vez en cuando y mirar alcírculo verde Robin Hood de la mirillapara cerciorarse de que Frost estaba ensu puesto y no llamando a los guardias

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del blindado. En una ocasión, seimpacientó y llamó al cristal de lapuerta y Jerry le gruñó que se callara.De cuando en cuando, oía pisadas que seacercaban y lo dejaba todo en la mesacon el dinero y los impresos, guardabala máquina en el bolso y se acercaba ala ventana y contemplaba el puerto y sealisaba el pelo, como alguien queafronta las grandes decisiones de lavida. Y en una ocasión (es algo muydifícil si tienes los dedos grandes yestás nervioso) cambió el rollo,pensando que ojalá la vieja cámarafuese algo más silenciosa. Cuando llamóa Frost, los expedientes estaban de

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nuevo en la mesa, con el dinero al lado,y Jerry se sentía tranquilo, aunque unpoco asesino.

—Eres un perfecto imbécil —proclamó Frost, metiendo los quinientosdólares en el bolsillo interior de lachaqueta.

—Claro —dijo Jerry. Repasaba lamesa, limpiando las huellas.

—Has perdido el poco juicio quetenías —le dijo Frost; había en suactitud una seguridad extraña—. ¿Creesque puedes detener a un hombre comoél? Sería como intentar tomar Fort Knoxcon una palanqueta y una caja depetardos.

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—El Gran Señor en persona. Eso megusta.

—No te gustará, no. Te pareceráhorrible.

—Así que le conoces.—Somos como uña y carne —gruñó

Frost—. Entro y saleo en su casa adiario. Ya conoces mi pasión por losgrandes y poderosos.

—¿Quién abrió esta cuenta suya?—Mi predecesor.—¿Estuvo aquí él?—No desde que estoy yo.—¿Le viste alguna vez?—En el canódromo de Macao.—¿El qué?

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—En las carreras de galgos deMacao. Perdiendo hasta la camisa.Mezclándose con el pueblo. Estaba yocon mi palomita china, la anterior a laúltima. Me lo señaló ella: «¿Ése? —dije—. ¿Ése? Sí, bueno, es cliente mío.» Sequedó muy impresionada.

En el alicaído rostro de Frost huboun aleteo de su antiguo yo.

—Y una cosa más: él tampocoestaba pasándolo mal —continuó—.Llevaba una rubia muy maja.Ojirredonda. Estrella de cine, por lapinta. Sueca. Mucho trabajoconcienzudo en el lecho para el repartode papeles. Mira…

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Frost logró una sonrisa fantasmal.—Venga, hombre. Di, rápido.—Ven conmigo, muchacho. Vamos a

recorrer la ciudad. A fundir estosquinientos pavos. Tú en realidad no eresasí, ¿verdad? Lo haces sólo para ganartela vida…

Jerry hurgó en el bolsillo y sacó lallave de alarma y la depositó en lapasiva mano de Frost.

—Necesitarás esto —dijo.En la escalinata de la salida había un

joven delgado y bien vestido de ceñidospantalones norteamericanos. Leía unlibro de aspecto serio en ediciónencuadernada; Jerry no pudo ver cuál.

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No había leído mucho, pero parecíahacerlo muy atentamente, como alguiendecidido a cultivar su inteligencia.

Hombre de Sarratt una vez más, elresto suprimido.

Hay que gastar suela, decían losinstructores. Nunca vayas directamente.Si no consigues hacerte con la presa, porlo menos debes borrar el rastro. Tomótaxis, pero siempre para ir a un lugarconcreto, al muelle de la Reina, dondevio cómo se llenaban lostransbordadores y cómo se deslizabanlos juncos pardos entre los

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transatlánticos. A Aberdeen, donde vagóentre los turistas contemplando a loshabitantes de las barcas y losrestaurantes flotantes. A Stanley Village,siguiendo la playa, donde unos bañistaschinos de pálidos cuerpos, un pocoencorvados, como si la ciudad pesaseaún sobre sus hombros, chapoteabancastamente con sus hijos. Los chinosnunca se bañan después del festival dela luna, se repitió maquinalmente, perono pudo recordar cuándo era el festivalde la luna. Había pensado dejar lacámara en el guardarropa del HotelHilton. Había pensado en cajas deseguridad nocturna y en mandarse un

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paquete postal a sí mismo; enmensajeros especiales bajo coberturaperiodística. Ninguno de estosprocedimientos resultaba válido, a sujuicio… más concretamente, ningunoservía para los instructores. Es un solo,le habían dicho; o lo haces tú mismo onada. Por eso llevó algo paratransportarlo: una bolsa de compra deplástico con un par de camisas dealgodón para hacer bulto. Cuando estásen peligro, dice la doctrina, procuratener algo con qué distraer. Recurren aello hasta los vigilantes más viejos. Y site pillasen y lo soltaras, ¿quién sabe?Quizá puedas contener a los perros lo

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suficiente para salir pitando encalcetines. De cualquier modo, procuróno mezclarse mucho con la gente. Teníaun pánico mortal al simple carterista. Enel garaje de coches de alquiler deKowloonside le tenían el coche listo ya.Se sentía tranquilo (iba cuesta abajo),pero seguía alerta. Se sentía triunfante yel resto de lo que sintiese no teníaimportancia. Hay trabajos terribles.

Ya en el coche, prestó especialatención a las Hondas, que en HongKong son la infantería del pobre diablodel gremio de la vigilancia. Antes dedejar Kowloon hizo un par de pasadaspor calles secundarias. Nada. En

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Junction Road se incorporó a lacaravana de domingueros y continuóhasta Clear Water Bay durante otra hora,dando gracias porque el tráficoestuviera tan mal, pues nada hay másdifícil que seguir discretamente loscambios entre un trío de Hondasatrapado en una caravana de veinticincokilómetros. El resto fue mirar espejos,conducir, llegar, volar solo. El calor dela tarde seguía siendo feroz. Tenía elacondicionador al máximo, pero no losentía. Pasó extensiones de plantasenmacetadas, letreros Seiko, arrozales yparcelas de arbolitos destinados almercado de Año Nuevo. Vio al fin una

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faja estrecha de arena a la izquierda ygiró bruscamente hacia ella, mirandopor el espejo. Paró allí y aparcó un ratocon el capó abierto, como si estuvieraenfriando el motor. Pasó un Mercedesverde guisante, ventanas ahumadas, unconductor, un pasajero delante. Llevabadetrás de él un rato, pero siguió su ruta.

Cruzó hasta el café. Marcó unnúmero, dejó sonar el teléfono cuatroveces. Colgó. Volvió a marcar elnúmero, sonó seis veces y, cuandocontestaron, volvió a colgar. Luego,también él siguió ruta, cruzando entrelos restos de pueblos pesqueros hasta laorilla de un lago, donde los juncos

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entraban en el agua y se duplicabanrectos en su propio reflejo. Atronabanlas ranas y ligeros yates de recreoaparecían y se ocultaban en la neblinaque producía el calor. El cielo era de unblanco intenso y se perdía en el agua.Salió del coche. En ese momento, unavieja furgoneta Citroën traqueteócarretera adelante, con varios chinos abordo: gorros de coca—cola, bártulosde pesca, críos; pero dos hombres,ninguna mujer. Los hombres leignoraron. Se dirigió a una hilera decasas con balcones de madera, muyruinosas y con paredes de celosía dehormigón delante, como casas de la

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costa inglesa, pero con la pintura másdescolorida debido al sol. Sus nombresestaban escritos sobre fragmentos demadera de barco, un concienzudotrabajo de atizador: Driftwood, SusyMay, Dum—romin. Había unembarcadero al final de la carretera,pero estaba cerrado, los yates debíanamarrar en otro sitio ya. Al aproximarsea las casas, Jerry iba mirandodespreocupadamente a las ventanasaltas. En la segunda de la izquierda,había un lívido jarrón de flores secas,los tallos envueltos en papel de plata.Todo correcto, indicaba. Pasa. Abrió laverja y pulsó el timbre. El Citroën se

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había parado a la orilla del lago. Oyó elestruendo de las puertas y al mismotiempo la electrónica mal utilizada sobreel altavoz del audífono de la entrada.

—¿Quién coño llama? —exigió unavoz áspera, cuyos ricos tonosaustralianos atronaron por encuna de losruidos parásitos; pero sonaba ya elcierre de la puerta y, cuando la empujó,vio la corpulenta figura del viejo Crawque, con su quimono, se alzaba al fondode la escalera, y, muy satisfecho, lellamaba «Monseñor» y «perro ladrón» yle exhortaba a arrastrar su feo traseroaristócrata hasta allí y echarse un buentrago al coleto.

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La casa apestaba a pebeterosaromáticos. Desde las sombras de laentrada del primer piso, le sonrió unama desdentada, la misma extrañacriaturilla a la que había interrogadoLuke cuando Craw se hallaba ausente,en Londres. El salón, que estaba en elprimer piso, tenía un mugrientoempandado lleno de arrugadas fotos deviejos camaradas de Craw, deperiodistas con los que había trabajadodurante sus cincuenta años dedisparatada historia oriental. En elcentro había una mesa con unaRemington bastante cascada, donde se

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suponía que Craw estaba componiendosus Memorias. El resto de la estanciaestaba vacío. Craw, como Jerry, teníacríos y mujeres, restos de media docenade vidas, y tras atender a lasnecesidades inmediatas, apenas lequedaba para muebles.

El baño no tenía ventana.Junto al lavabo, un tanque de

revelado y pardas botellitas de fijador yrevelador. También una pequeñamontadora con una pantalla de vidrioesmerilado para los negativos. Crawapagó la luz y por espacio demuchísimos años, trabajó en totaloscuridad, gruñendo y maldiciendo y

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apelando al Papa. Jerry sudaba a sulado, intentando seguir sus actividadesbasándose en los tacos y lasinvocaciones. Ahora, teorizaba, estápasando la cinta del rollo a la bovina.Le imaginó sujetándola con muchísimotiento, para no dejar huellas en laemulsión. Llegaría un momento en queempezaría a dudar de si estabasujetándola ya o no, pensó Jerry. Tendráque obligar a los dedos a seguirmoviéndose. Se sintió mal. Lasmaldiciones del viejo Craw se hicieronmás fuertes en la oscuridad, pero no lobastante para ahogar los chillidos de lasaves acuáticas del lago. Es muy hábil,

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pensó Jerry, tranquilizándose. Es capazde hacerlo dormido. Oyó rechinar debaquelita cuando Craw atornilló la tapay un murmurado: «Tú vete a la cama,sacrílego de mierda.» Luego hubo unrepiqueteo extrañamente seco cuandocautamente expulsó las burbujas de airedel revelador. Después, se encendió laluz de seguridad con un restallar tansonoro como un disparo de pistola, yapareció allí, de nuevo, el viejo Crawen persona, rojo como un papagayo porla luz, inclinado sobre el tanque cerrado,vertiendo rápidamente el hiposulfito,luego dando vueltas muy tranquilo altanque y volviendo a colocarlo mientras

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miraba el viejo cronómetro de cocinaque tartajeaba los segundos.

Agobiado de nerviosismo y de calor,Jerry volvió solo al salón, se sirvió unacerveza y se derrumbó en un sillón demimbre, mirando al vacío, mientrasescuchaba el firme rumor del grifo. Porla ventana entraba un burbujeo de vocesen chino. Los dos pescadores habíaninstalado sus equipos al borde del lago.Los niños les miraban, sentados en elsuelo. Del baño llegó de nuevo elrechinar de la tapa, y Jerry se levantó deun salto, pero Craw debió oírle, porquegruñó «espera» y cerró la puerta.

Pilotos comerciales, periodistas,

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espías, rezaba la doctrina de Sarratt. Esla misma rutina. Una maldita esperaintercalada de arrebatos de malditofrenesí.

Está echándoles un primer vistazo,pensaba Jerry: por si es una chapuza.Según la ley del más fuerte, era Craw,no Jerry, quien tenía que vérselas conLondres. Craw, quien en el peor de loscasos, le ordenaría hacer una segundavisita a Frost.

—¿Pero qué haces ahí dentro, poramor de Dios? —gritó Jerry—. ¿Quépasa?

Quizás esté meando, pensóabsurdamente.

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La puerta se abrió muy despacio. Laseriedad de Craw resultabasobrecogedora.

—No han salido —dijo Jerry.Tuvo la sensación de que sus

palabras no llegaban a Craw. Iba arepetirlas ya más alto. Iba a ponerse adar saltos, a montar un número terrible.Pero la respuesta de Craw, cuando llegóal fin, lo hizo a tiempo justo.

—Todo lo contrario, hijo.El viejo avanzó un paso y Jerry pudo

ver entonces las películas, colgandodetrás como gusanos húmedos y negrosdel pequeño tendedero de Craw, sujetascon pinzas rosa.

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—Al contrario, caballero —dijo—.Cada toma es una audaz e inquietanteobra maestra.

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7Más sobre caballos

En el Circus, los primeros retazos denoticias de los avances de Jerry llegarona primera hora de la mañana, cuandohabía una mortal quietud, y pusieron elfin de semana patas arriba, enconsecuencia. Sabiendo lo que podíallegar, Guillam se había acostado a lasdiez y había dormitado irregularmenteentre espasmos de angustia por Jerry yvisiones francamente lujuriosas deMolly Meakin con y sin su pudorosotraje de baño. Jerry debía presentarse a

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Frost justo después de las cuatro, horade Londres, y a las tres y media Guillamtraqueteaba con su viejo Porsche por lasneblinosas calles camino de CambridgeCircus. Igual podría ser el amanecer queel oscurecer. Llegó a la sala de juegos,donde encontró a Connie terminando elcrucigrama de The Times y al doctor diSalis leyendo las meditaciones deThomas Trábeme, tirándose de la orejay moviendo los pies, todo al mismotiempo, como un hombre orquesta.Inquieto como siempre, Fawnrevoloteaba entre ellos, sacudiendo elpolvo y limpiando, como un jefe decamareros impaciente por la próxima

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sesión. De vez en cuando, se chupabalos dientes y soltaba un sonoro suspirode frustración apenas controlada. En lahabitación, un palio de humo de tabacocomo una nube cubría toda la estancia,impregnada del habitual hedor a térancio del samovar. La puerta de Smileyestaba cerrada y Guillam no vio motivoalguno para molestarle. Abrió unejemplar de Country Life. Es comoesperar al dentista, pensó, y se sentó,mirando abstraído fotos de mansioneshasta que Connie dejó suavemente elcrucigrama, se incorporó y dijo«escucha». Luego oyó un rápido gruñidodel teléfono verde de los primos antes

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de que Smiley lo descolgara. A travésde la entrada abierta de su propiahabitación, Guillam miró la hilera decajas electrónicas. En una, una luz verdede aviso permanecía iluminada mientrasdurase la conversación. Luego, en lasala de juegos sonó el pax (pax era, enjerga, teléfono interno) y esta vezGuillam lo cogió antes que Fawn.

—Ha entrado en el banco —anuncióSmiley crípticamente por el pax.

Guillam transmitió el mensaje a losreunidos.

—Ha entrado en el banco —dijo,pero era como hablar con los muertos.Nadie mostró el menor indicio de

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haberle oído.A las cinco, Jerry había salido del

banco. Considerando nervioso lasopciones, Guillam se sentía físicamenteenfermo. El acoso era un juegopeligroso y Guillam lo odiaba, comocasi todos los profesionales, aunque nopor razones de escrúpulos; primeroestaba la presa, o peor, los ángeles deseguridad locales. Segundo, el acosomismo, y no todos reaccionaban de unaforma lógica ante el chantaje. Unoencontraba héroes, mentirosos, vírgeneshistéricas que echaban la cabeza haciaatrás y soltaban por la boca sapos yculebras, aun cuando les gustase el

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asunto. Pero el verdadero peligro veníaahora, una vez terminada la operación,cuando Jerry diera la espalda a labomba de humo y echara a correr. ¿Quéharía Frost? ¿Llamaría a la policía? ¿Asu madre? ¿A su jefe? ¿A su mujer?«Querida, te lo confesaré todo, sálvamee iniciaremos una nueva vida.» Guillamni siquiera desechaba la espectralposibilidad de que Frost pudiera irdirectamente a su cliente: «Caballero, hevenido a confesarme de una graveviolación del secreto bancario.»

En el rancio sobrecogimiento deprimera hora de la mañana, Guillam seestremeció y centró resueltamente su

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pensamiento en Molly.Cuando volvió a sonar el teléfono

verde, Guillam no lo oyó. George debíaestar sentado justo encima de él. Lalucecita de aviso de la habitación deGuillam brilló de pronto y siguióhaciéndolo quince minutos. Se apagó yesperaron, todos los ojos fijos en lapuerta de Smiley, deseando que salierade su encierro. Fawn se había detenidoen mitad de un movimiento, sosteniendoun plato de emparedados de mermeladaque nadie comería. Luego, la manilla dela puerta se alzó y apareció Smiley conun impreso de solicitud de investigaciónnormal y corriente en la mano,

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cumplimentado con su clara caligrafía ymarcado con «raya», lo que significaba«urgente para el jefe» y era de máximaprioridad. Se lo dio a Guillam y le pidióque lo llevase directamente a la abejareina de Registro y permaneciese junto aella mientras miraba el nombre.Guillam, al recibirlo, recordó unmomento anterior en que le habíanentregado un impreso similar, a nombrede Worthington, Elizabeth, alias Lizzie,y terminaba «buscona selecta». Ycuando salía, oyó que Smiley invitabaquedamente a Connie y a di Salis a quele acompañasen a la sala del trono,mientras Fawn era facturado a la

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biblioteca en busca de la edición másreciente del Quién es quién en HongKong.

La abeja reina había sidoespecialmente citada para el turno delamanecer, y cuando Guillam la abordó,su guarida parecía un cuadro de Lanoche que ardió París, completado concatre metálico e infiernillo portátil, pesea que había una máquina de café en elpasillo. Sólo le faltaba un mono y unretrato de Winston Churchill, pensóGuillam. Los datos del impreso decían:«Ko nombre Drake otros nombresdesconocidos, fecha de nacimiento 1925Shanghai, dirección actual Seven Gates,

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Heath Land Road, Hong Kong,ocupación presidente y director generalde China Airsea, Ltd., Hong Kong.» Laabeja reina se lanzó a una impresionantecaza de papeles, pero lo único que sacóde ella fue la información de que Kohabía sido propuesto para la orden delImperio Británico, en la lista de HongKong, en 1966 por «servicios sociales yde caridad a la Colonia», y que elCircus había respondido «ningún dato encontra» a una investigación de veto de laoficina del gobernador, antes de que sepresentase la propuesta para suaprobación. Mientras subía a toda prisalas escaleras con su alegre secreto,

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Guillam era lo bastante consciente pararecordar que Sam Collins había dichoque China Airsea, Ltd., Hong Kong, erael último propietario de aquellas líneasaéreas de chiste de Vientiane que habíansido el beneficiario de la generosidadde Boris Comercial. Esto a Guillam leparecía una conexión de lo másreglamentario. Satisfecho de sí mismo,volvió a la sala del trono, donde lerecibió un mortal silencio. En el suelo,estaba esparcida no sólo la edición encurso de Quién es quién, sino tambiénvarios números atrasados. Fawn sehabía excedido, como siempre. Smileyestaba sentado a su mesa examinando

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detenidamente una hoja de notas de supropia mano. Connie y di Salis allí,pendientes de él, pero Fawn estaba otravez ausente, haciendo otro recado sinduda. Guillam entregó a Smiley elimpreso con los datos de la abeja reinaanotados con su mejor caligrafía. En esemismo instante, sonó de nuevo elteléfono verde. Smiley lo descolgó yempezó a tomar notas en la hoja quetenía delante.

—Sí. Gracias, ya lo tengo. Siga, porfavor. Sí, también tengo eso.

Y continuó así durante diez minutos,hasta que al fin dijo:

—Bueno. Entonces hasta esta noche

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—y colgó. Fuera, en la calle, un lecheroirlandés proclamaba con entusiasmo quejamás volvería a ser el Pirata Loco.

—Westerby ha conseguido la fichacompleta —dijo por fin Smiley, aunque,como todos los demás, se refiriese a élpor su nombre clave—. Todos los datos.

Afirmó en silencio, como diciendoque estaba de acuerdo consigo mismo,sin dejar de estudiar el documento.

—La película —continuó— noestará aquí hasta esta noche, pero elasunto ya está claro. Todo lo que sepagaba, en principio, a través deVientiane, ha ido a parar a la cuenta deHong Kong. Hong Kong era el destino

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final de la veta de oro, desde elprincipio. De todo. Hasta el últimocéntimo. Ninguna deducción, ni siquierala comisión del banco. Al principio, erauna cifra reducida, luego se elevóbruscamente; el porqué no lo sabemoscon certeza. Todo se ajusta a ladescripción de Collins. Hasta que seestabilizó en veinticinco mil al mes y ahíse quedó. Cuando terminó el asunto deVientiane, Centro no falló ni un solomes. Pasaron de inmediato a la rutaalternativa. Tienes razón. Con. Karlanunca hace nada sin una vía de escape.

—Es un profesional, querido —murmuró Connie Sachs—. Como tú.

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—Como yo, no —continuó él,estudiando sus notas—. Una cuenta enadministración —añadió en el mismotono despreocupado—. Sólo se da unnombre y es el de quien abre la cuentaen administración. Ko. «Beneficiariodesconocido», dicen. Quizá sepamospor qué esta noche. No se ha sacado niun penique —añadió, dirigiéndose enconcreto a Connie Sachs.

Luego repitió esto:—Desde que se iniciaron los pagos

hace dos años, no se ha sacado de lacuenta ni un solo penique. El saldo semantiene en el medio millón de dólaresnorteamericanos. Con interés compuesto

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está subiendo muy aprisa, claro.Para Guillam, este último dato era

una locura patente. ¿Qué objeto podíatener una veta de oro de medio millón dedólares si ni siquiera se utilizaba eldinero cuando llegaba al otro extremo?Para Connie Sachs y para di Salís, porotra parte, tenía un significado patente ymuy importante. En la cara de Connie seabría una sonrisa de cocodrilo y susojos infantiles contemplaban a Smileycon silencioso éxtasis.

—Oh, George —dijo al fin, cuandose produjo la revelación—. Querido.¡Una cuenta en administración! Bueno,eso es un asunto muy distinto. Tenía que

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ser así, claro. Todo lo indicaba. Desdeel mismísimo principio. Y si la gorda ytonta de Connie no tuviera estasanteojeras y no fuera tan vieja, senil yholgazana, hace mucho que se habríadado cuenta de ello. ¡Suéltame, PeterGuillam! Sapito lujurioso.

Y se puso de pie al mismo tiempo,aferrando con sus manos deformadas losbrazos del sillón.

—Pero, ¿quién puede valer tanto?¿Será una red? No, no, nunca lo haríanpara una red. No hay ningún precedente.No es una cosa en gran escala, esto esinsólito. Así que, ¿quién puede ser?¿Qué puede entregar que valga tanto?

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Y mientras decía esto, ibaarrastrándose hacia la puerta, echándoseel chal por los hombros, deslizándose yadel mundo de ellos hacia su mundopropio.

—Karla no paga tanto dinero.Oyeron sus propios murmullos

seguirla. Pasó la zona de máquinas deescribir tapadas de las madres,acolchados Centinelas en la oscuridad.

—¡Karla es tan tacaño que consideraque sus agentes deben trabajar para élpor nada! Eso es lo que piensa. Y lespaga miserias. Calderilla. De acuerdoque hay mucha inflación. ¡Pero mediomillón de dólares sólo para un topito!

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¡Nunca he oído nada igual!Di Salis, a su modo peculiar, no

estaba menos impresionado que Connie.Seguía allí sentado, con la parte más altade su cuerpo irregular y retorcido y sinnada hacia adelante, revolviendofebrilmente la cazoleta de su pipa con uncortaplumas, como si fuese una cacerolaque se hubiera pegado. Llevaba el peloplateado de punta, como una crestasobre el casposo cuello de la arrugadachaqueta negra.

—Bueno, bueno, no me extraña queKarla quisiera enterrar los cadáveres —masculló de pronto, como si le hubiesenarrancado las palabras—. No me

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extraña. Karla es también unespecialista en China, ¿sabéis? Estácomprobado. Connie me lo ha dicho.

Se puso en pie torpemente, condemasiadas cosas en sus manitas: lapipa, la lata del tabaco, el cortaplumas ysu Thomas Traheme.

—No de primera, por supuesto. Enfin, no podríamos esperar eso. Karla noes un erudito, es un soldado. Pero no estonto, ni mucho menos, según me hadicho ella. Ko —repitió el nombre envarios tonos distintos—. Ko. Ko. Tengoque ver los caracteres. Todo depende deellos. Altura… Árbol incluso, sí, ya,claro, árbol… ¿o quizás…? bueno,

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varios conceptos más. «Drake» es deescuela de misión, desde luego. Chicode misión shanghainesa. Bien, bien,Shanghai es en donde empezó todo,sabes. La primera de todas las célulasdel partido fue la de Shanghai. ¿Por quédije eso? Drake Ko. Me pregunto cuálesserán sus nombres reales. Pero, sinduda, lo descubriremos todo muy pronto.Sí, bueno. Bien, creo que yo tambiéndebo volver a mi trabajo. Smiley, ¿creesque podría llevarme un cubo de carbón ami cuarto? Es que sin el calentador unose congela. Se lo he dicho a los caserosuna docena de veces y no he conseguidomás que impertinencias. Anno Domini

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me temo, pero me parece que tenemos elinvierno ya casi encima. Supongo quenos enseñarás la materia prima encuanto llegue, ¿no? No es agradabletrabajar demasiado tiempo conversiones reducidas. Redactaré uncurriculum vitae. Será lo primero quehaga. Ko. Bueno, gracias, Guillam.

Se le había caído el ThomasTrábeme. Al cogerlo de manos deGuillam, se le cayó la lata de tabaco, yGuillam la recogió y se la dio también.

—Drake Ko. Shanghainés nosignifica nada, en realidad. Shanghai erael verdadero crisol. La respuesta esChiu Chow, a juzgar por lo que

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sabemos. Pero todavía no podemos tirarde pistola. Anabaptista. Bueno, loscristianos chiu chow lo son en sumayoría, ¿no? Swatownés: ¿Dóndeteníamos eso? Sí, la empresaintermediaria de Bangkok. Bueno, esoencaja bastante bien. O hakka. Una cosano excluye a la otra, ni mucho menos.

Salió al pasillo detrás de Connie,dejando solos a Guillam y a Smiley, quese levantó y, dirigiéndose a un sillón, seespatarró en él, mirando al fuego conaire abstraído.

—Extraño —comentó al fin—. Unoya no tiene capacidad parasorprenderse. ¿Por qué será eso, Peter?

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Tú me conoces, ¿por qué pasa eso?Guillam tuvo la prudencia de no

abrir la boca.—Un pez gordo. A sueldo de Karla.

Cuentas en administración, la amenazade espías rusos en el centro mismo de lavida de la Colonia. Así que, ¿por qué noexperimento ninguna conmoción?

El teléfono verde aullaba de nuevo.Esta vez lo descolgó Guillam. Alhacerlo, le sorprendió ver una carpetanueva de los informes de Sam Collinssobre el Lejano Oriente abierta en lamesa.

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Eso fue el fin de semana. Connie y diSalis desaparecieron sin dejar rastro;Smiley se puso a trabajar, preparando suinforme; Guillam se alisó las plumas,fue a ver a las madres y dispuso que sehiciese el trabajo de mecanografiadopor turnos. El lunes, meticulosamenteadoctrinado por Smiley, telefoneó alsecretario personal de Lacon. Lo hizomuy bien. «Nada de toques de tambor —le había advertido Smiley—. Muchacalma.» Y Guillam lo hizo asíexactamente. Habían estado hablando laotra noche en la cena, dijo, de hacer unareunión con el grupo de dirección de losservicios secretos para considerar

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ciertos datos prima facie.—El caso se ha asentado ya un poco,

así que quizá fuese razonable fijar unafecha. Dadnos la orden de salida yharemos circular el documento contiempo suficiente.

— ¿ U n a orden de salida?¿Asentado? ¿Dónde aprendiste a hablar?

El secretario particular de Lacon erauna voz grosera llamado Pym. Guillamno le había visto nunca, pero le odiabadel modo más irracional.

—Yo sólo puedo decírselo —advirtió Pym—. Puedo decírselo y verlo que dice él y telefonearos otra vez.Anda muy mal de tiempo este mes.

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—Sólo es un valsecito, en realidad—dijo Guillam, y colgó furioso.

Espera, imbécil, y verás lo que esbueno, pensó.

Cuando Londres está dando a luz,dice la tradición, lo único que puedehacer el agente de campo es pasear porla sala de espera. Pilotos comerciales,periodistas, espías: Jerry estaba otra vezhundido en la maldita inercia.

—Estamos en naftalina —proclamóCraw—. La consigna es bien hecho y aesperar.

Hablaban cada dos días, como

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mínimo, conversación en el Limbo pordos teléfonos neutrales, normalmente deun vestíbulo de hotel a otro. Disfrazabansu lenguaje con una mezcla de código deSarratt y jerga periodística.

—Están viendo tu artículo los jefes—decía Craw—. Cuando lleguen a unaconclusión, ya lo comunicarán, a sudebido tiempo. Entretanto, tápalo ydéjalo como está. Es una orden.

Jerry no tenía ni idea de cómohablaba Craw con Londres, y le dabaigual, siempre que fuese un métodoseguro. Suponía que habría unfuncionario nombrado sumariamente dela inmensa e intocable fraternidad de los

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servicios secretos oficiales que estabahaciendo de enlace: pero eso a él ledaba lo mismo.

—Tu tarea es fabricar material parael tebeo y tener en reserva alguna copiapara poder hacerle señas con ella alhermano Stubbs cuando llegue lapróxima crisis —le dijo Craw—. Nadamás. ¿Entendido?

Basándose en sus correteos conFrost, Jerry fabricó un artículo sobre losefectos de la evacuación militarnorteamericana en la vida nocturna deWanchai: «¿Qué fue de Susie Wongdesde que dejaron de venir infantes demarina norteamericanos cansados de la

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guerra, con las carteras llenas, buscandodiversión y descanso?» Se fabricó una«entrevista al amanecer» con una chicade bar noticia y desconsolada que seveía obligada a aceptar clientesjaponeses; mandó por vía aérea eltrabajo y consiguió enviar por télexdesde el despacho de Luke el número dela hoja de ruta, tal como le habíaordenado Stubbs. Jerry no era, en modoalguno, un mal periodista, pero, asícomo la presión hacía salir lo mejor deél, la inercia sacaba lo peor. Asombradopor la aceptación inmediata e inclusocordial de Stubbs (Luke lo calificó de«héroegrama», cuando comunicó por

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teléfono el texto desde el despacho)miró a su alrededor buscando otrospicos que escalar. Un par de juicios porcorrupción sensacionales estabanatrayendo mucho público, actuando lacolección habitual de policías no muyestimados, pero después de echarles unvistazo, Jerry sacó la conclusión de queno tenían talla suficiente para viajar.Inglaterra disponía últimamente de casospropios. Recibió orden de perseguir unahistoria sacada a flote por un tebeo rivalsobre el supuesto embarazo de MissHong Kong, pero se le adelantó unadenuncia de calumnia. Asistió a unaaburrida conferencia de Prensa del

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Gobierno, dada por el propio ShallowThroat, que era también, por su parte, elinsulso desecho de un periódico deIrlanda del Norte; perdió una mañanainvestigando artículos de éxito en elpasado que pudiesen aguantar unrecalentado. E impulsado por el rumorde cortes económicos en el Ejército,pasó una tarde de gira por unaguarnición gurkha conducido por uncomandante de relaciones públicas queaparentaba dieciocho años. Y no, elcomandante no sabía, gracias, enrespuesta a la alegre indagación deJerry, cómo solventarían sus hombressus necesidades sexuales cuando sus

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familias fueran enviadas a su tierranatal, el Nepal. Los soldados podríanvisitar sus aldeas natales una vez cadatres años, aproximadamente, pensaba. Yparecía creer que eso era más quesuficiente para cualquiera. Estirando losdatos hasta que parecía como si losgurkhas fuesen ya una comunidad deviudos militares, «duchas frías en unclima cálido para mercenariosbritánicos», Jerry consiguiótriunfalmente un artículo de interior.Archivó un par de artículos más para unmomento de apuro, se dedicó a pasar lasnoches en el club y por dentro sedevanaba los sesos esperando que el

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Circus diese a luz de una vez.—Por el amor de Dios —protestaba

a Craw—. Ese tipo es prácticamentepropiedad pública.

—Da igual —dijo con firmezaCraw.

Así que Jerry dijo «sí, señor». Y unpar de días después, por puroaburrimiento, inició su propiainvestigación, totalmente informal, sobrela vida y amores del señor Drake Ko,Orden del Imperio Británico, directivodel Royal Jockey Club de Hong Kong,millonario y ciudadano por encima detoda sospecha. Nada espectacular, nada,según las normas de Jerry, que fuese

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desobediencia; pues no hay un agente decampo nato que no sobrepase, una u otravez, los límites de su misión. Empezótanteando, como si se tratase deexpediciones furtivas a una caja degalletas. Casualmente, había estadopensando en la posibilidad de proponera Stubbs una serie en tres partes sobrelos super—ricos de Hong Kong.Curioseando en las estanterías dereferencia del club de corresponsalesextranjeros un día, antes de comer, sacóinconscientemente una hoja del libro deSmiley y apareció Ko, Drake, en laedición en curso de Quién es quién enHong Kong: casado, un hijo muerto en

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1968; estudiante de Derecho durante untiempo en Gray’s Inn, Londres, pero sinéxito, al parecer, pues no habíareferencia alguna a su licenciatura.Seguía la enumeración de susveintitantas presidencias. Aficiones:carreras de caballos, cruceros y jade. Enfin, ¿y quién no? Luego, las obras decaridad que financiaba, incluyendo unaiglesia anabaptista, un templo chiu—chow de los espíritus y el hospitalinfantil gratuito Drake Ko. Todas lasposibilidades están cubiertas, reflexionódivertido Jerry. La fotografía mostrabala habitual alma bella de veinte años ymirada suave, rico en méritos y en

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bienes, y que era, por lo demás,irreconocible. El hijo muerto se llamabaNelson. Jerry advirtió: Drake y Nelson,almirantes británicos. No podía apartarde su pensamiento que el padre sellamase por el nombre del primermarino inglés que entró en el mar deChina y el hijo por el del héroe deTrafalgar.

Jerry tuvo muchísimas menosdificultades que Peter Guillam paraestablecer la conexión entre ChinaAirsea, de Hong Kong e Indocharter, S.A., de Vientiane, y le hizo gracia lo quedecía el prospecto de China Airsea,según el cual la empresa se dedicaba a

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una «amplia gama de actividades detransporte y comercio en el marco delSudeste asiático», entre las quefiguraban arroz, pesca, artículosdomésticos, teca, inmobiliarias ycomercio marítimo.

Un día que andaba incordiando en eldespacho de Luke, dio un paso másaudaz: un levísimo accidente le pusodelante de la nariz el nombre de DrakeKo. Es cierto que él había buscado Koen el fichero. Lo mismo que habíabuscado doce o veinte nombres de otroschinos ricos de la Colonia. Lo mismoque había preguntado a la empleadachina quiénes pensaba ella sinceramente

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que eran los millonarios chinos másexóticos para incluirlos en su artículo. Yaunque Drake pudiera no haber sido unode los candidatos indiscutibles, le llevómuy poco tiempo sacarle su nombre y,en consecuencia, los documentos. Habíaalgo realmente halagador, como le habíadicho ya a Craw, por no decir fantástico,en lo de perseguir por aquellos métodosa un hombre tan públicamente notorio.Los agentes secretos soviéticos, según lalimitada experiencia de Jerry con elgénero, solían aparecer en versionesmás modestas. Ko, en comparación,parecía ampliado.

Me recuerda al viejo Sambo, pensó

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Jerry. Era la primera vez que le asaltabaesta idea.

La exposición más detalladaaparecía en una revista de papelsatinado llamada Golden Orient,actualmente fuera de circulación. En unade sus últimas ediciones, un artículoilustrado de ocho páginas titulado «Loscaballeros rojos de Nanyang» quetrataba del creciente número de chinosultramarinos con provechosas relacionesmercantiles con la China roja, a los quese llamaba comúnmente gatos gordos.Nanyang, como sabía Jerry, significabalos reinos del sur de China, y para loschinos quería decir una especie de El

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dorado de paz y riqueza. El artículodedicaba una página y una fotografía acada una de las personalidadesseleccionadas; la fotografía tenía comofondo, generalmente, las posesiones delpersonaje. El héroe de la entrevista deHong Kong (había artículos de Bangkok,Manila y Singapur también) era esa«personalidad del deporte tan estimada,y directivo del Jockey Club», el señorDrake Ko, presidente, director y primeraccionista de China Airsea, Ltd., yaparecía con su caballo Lucky Nelson alfinal de una temporada triunfal en HappyValley. El nombre del caballo retuvoinstantáneamente la atención occidental

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de Jerry. Le pareció macabro que unpadre bautizase a un caballo con elnombre de su hijo muerto.

La fotografía revelaba bastante másque la insulsa foto del Quién es quién.Parecía alegre, exuberante incluso, y sediría que, pese al sombrero,completamente calvo. El sombrero eraen realidad su detalle más interesante,pues Jerry, en su limitada experiencia,jamás había visto un chino que llevarapuesta una cosa así. En realidad, no eraun sombrero sino una boina, y la llevabainclinada, lo cual le daba un aireintermedio entre soldado inglés yvendedor de cebollas francés. Pero,

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sobre todo, tenía una cualidad muy raraen un chino: sabía reírse de sí mismo.Parecía alto, llevaba impermeable y suslargas manos salían de las mangas comoramitas. Parecía que el caballo legustaba de veras, y tenía un brazocordialmente apoyado sobre su grupa. Ala pregunta de por qué conservaba aúnuna flota de juncos cuando era criteriogeneral que no resultaban rentables,respondía: «Mi gente son los hakka dechiu—chow. Respiramos agua,cultivamos el agua, dormimos sobre elagua. Las barcas son mi elemento.»Describía también muy complacido suviaje de Shanghai a Hong Kong en 1951.

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En aquella época, aún estaba abierta lafrontera y no había impedimentosprácticos eficaces contra la emigración.Sin embargo, Ko decidió hacer el viajeen un junco de pesca, pese a los piratasy los bloqueos del mal tiempo; esto seconsideraba como mínimo algoexcéntrico.

«Soy un hombre muy perezoso —había dicho, según el artículo—. Si elviento me lleva gratis, ¿a qué caminar?Ahora tengo un yate de dieciocho metrosde eslora, y me sigue gustando el mar.»

Famoso por su sentido del humor,decía el artículo.

Un buen agente debe saber ser

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ameno, dicen los instructores de Sarratt:eso era algo que Moscú Centro tambiénentendía.

Como no había nadie mirando, Jerryse acercó al fichero y al cabo de unosminutos se había apoderado de unagruesa carpeta de recortes de Prensa, lamayoría de los cuales se referían a unescándalo financiero ocurrido en 1965en el que Ko y el grupo de swatowneseshabían jugado un oscuro papel. Como eslógico, la investigación de lasautoridades de la Bolsa no aportópruebas concluyentes y el caso searchivó. Al año siguiente, Ko obtuvo suOrden del Imperio Británico. «Si

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compras a alguien —solía decir el viejoSambo—, cómprale del todo.»

En el despacho de Luke tenían ungrupo de investigadores chinos, entreellos un jovial cantonés llamado Jimmyque aparecía a menudo en el Club y alque se pagaba con salarios chinos porser un oráculo en asuntos chinos. Jimmydecía que los swatowneses eran unagente aparte. «Como los escoceses o losjudíos», duros, muy unidos entre sí yfamosos por su frugalidad y sucapacidad de ahorro; vivían cerca delmar para poder escapar por él cuandoles persiguiesen o hubiese hambre otuviesen deudas. Decía que sus mujeres

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eran muy estimadas por bellas,diligentes, frugales y lujuriosas.

—¿Está Su Señoría escribiendo otranovela? —preguntó afanosamente elenano, que salió de su oficina paraaveriguar qué buscaba Jerry. Jerryhabría querido preguntar por qué unswatownés se había educado enShanghai, pero le pareció más prudentedesviar la atención hacia un tema menosdelicado.

Al día siguiente, tomó prestado eldestartalado coche de Luke. Armado conuna cámara de treinta y cinco milímetrosde modelo normal, se dirigió aHeadland Road, un ghetto de millonarios

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situado entre Repulse Bay y Stanley,donde se puso a fisgonearostentosamente desde fuera las villas,como hacen muchos turistas ociosos. Sucobertura seguía siendo aquel artículopara Stubbs, sobre los super—ricos deHong Kong: ni siquiera entonces, ni aunante sí mismo, habría admitido sin másque iba allí por causa de Drake.

—Está en Taipé de juerga —lehabía dicho sobre la marcha Craw enuna de sus llamadas desde el Limbo—.No volverá hasta el jueves.

Jerry aceptó una vez más sindiscusión las líneas de información deCraw.

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No fotografió la casa llamada SevenGates, pero lanzó hacia ella variasojeadas prolongadas y bobaliconas. Viouna villa baja con tejado de teja bastanteseparada de la carretera, con una granterraza por el lado del mar y una pérgolade columnas pintadas de blanco que serecortaban contra el azul horizonte.Craw le había dicho que Drake debíahaber escogido el nombre por Shanghai,donde las antiguas murallas de la ciudadestaban interrumpidas por siete puertas:«Sentimentalismo, hijo mío. Nuncasubestimes el poder del sentimentalismoen un ojirrasgado, y nunca confíes en éltampoco. Amén.» Vio pradillos, y entre

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ellos, lo cual le pareció muy curioso, uncampo de croquet. Vio una magníficacolección de azaleas e hibiscos. Vio unjunco reproducido de unos tres metros ymedio de largo sobre un mar dehormigón, y vio un bar de jardín,redondo como un quiosco de música,con un toldo a rayas azules y blancasencima, y un círculo de sillas blancasvacías presidido por un criado dechaqueta blanca y pantalones ycalcetines blancos. Era evidente que losKo esperaban visita. Vio a otros criadoslavando un Rolls Royce Phantom decolor tabaco. El amplio garaje estabaabierto, y distinguió una furgoneta

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Chrysler de tipo indefinido y unMercedes, negro, sin placas dematrícula, posiblemente retiradas parahacer alguna reparación. Pero procurómeticulosamente conceder igual atencióna las otras casas de Headland Road yfotografió tres de ellas.

Continuando hacia la Bahía DeepWater se detuvo en la orilla mirando lapequeña flota de juncos y lanchas de losagentes de Bolsa que cabeceabananclados en el picado mar, pero no pudolocalizar al Almirante Nelson, el famosoyate de Ko; la ubicuidad del nombre deNelson se estaba haciendo obsesiva. Apunto ya de ceder, oyó un grito debajo y

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vio bajando por un rechinante pantalán auna vieja en un sampán que le hacíasonrientes muecas señalándose a símisma con una amarillenta pata de polloque había estado chupando con sosdesdentadas encías. Jerry subió a bordoe indicó las embarcaciones y la vieja lellevó a hacer una gira por ellas, riendo ycanturreando mientras remaba, sin sacarde la boca la pata de pollo. ElAlmirante Nelson era elegante y de líneabaja. Tres criados más de pantalonesblancos de dril fregaban diligentementelas cubiertas. Jerry intentó calcular elpresupuesto mensual de Ko sólo para elservicio.

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En el viaje de regreso, se paró aexaminar el hospital infantil gratuitopara niños Drake Ko y llegó a laconclusión de que se hallaba también enmagnífico estado. A la mañana siguiente,temprano, Jerry llegó al vestíbulo de unllamativo edificio de oficinas de Centraly leyó las placas de bronce de las casascomerciales que tenían despacho allí.China Airsea y sus filiales ocupaban lastres plantas superiores, pero, como enparte era de suponer, no se hacíamención alguna de IndocharterVientiane, S. A., antigua beneficiaría deveinticinco mil dólares norteamericanoslos últimos viernes de cada mes.

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La carpeta de recortes del despachode Luke incluía una referenciarelacionada a los archivos delConsulado norteamericano. Jerry fue allíal día siguiente, en apariencia paracomprobar datos sobre su artículo de lastropas norteamericanas en Wanchai.Bajo control de una muchachasorprendentemente guapa, Jerry vagópor allí, cogió unas cuantas cosas, luegose aposentó con una partida de materialdel más antiguo que tenían, que databade principios de los años cincuenta,cuando Truman había decretado unembargo contra China y Corea delNorte. El Consulado de Hong Kong

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había recibido orden de informar de lasinfracciones a la orden de bloqueo, yésta era la carpeta que habíandesenterrado. El artículo favorito,después de los medicamentos y losartículos eléctricos, era el petróleo y«las agencias norteamericanas», segúnla redacción, habían ido a por él a logrande, montando trampas, sacandocañoneras, interrogando a desertores yprisioneros, y colocando, por último,inmensos dosiers ante los subcomités deSenado y Congreso.

El año en cuestión era 1951, dosdespués de que los comunistas seapoderasen de China y justamente el

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mismo que Ko dejó Shanghai para ir aHong Kong, sin un céntimo a su nombre.La operación a la que la referencia de laoficina le dirigió era shanghainesa, y deprincipio, ésa era la única relación quetenía con Ko. En aquella época vivíanmuchos emigrantes shanghainesesamontonados en un hotel de Des VoeuxRoad en deficientes condicioneshigiénicas. La introducción decía queera como una enorme familia, unidos porel sufrimiento y la miseria quecompartían. Algunos habían escapadojuntos de los japoneses antes de escaparde los comunistas.

«Después de soportar tanto de los

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comunistas —explicaba un detenido asus interrogadores—, lo menos quepodíamos hacer era ganar algo de dineroa su costa.»

Otro era más agresivo. «Los pecesgordos de Hong Kong están haciendomillones con esta guerra. ¿Quién lesvende a los rojos el equipo electrónico,la penicilina, el arroz?»

En el cincuenta y uno, disponían dedos métodos, según el informe. Uno, erasobornar a los guardias fronterizos ypasar la gasolina en camiones cruzandolos Nuevos Territorios y la frontera. Elotro era transportarla por barco, lo cualsignificaba sobornar a las autoridades

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portuarias.De nuevo un informador: «Nosotros

los hakkas conocemos el mar.Encontramos barco, trescientastoneladas, alquilamos. Llenamos contanques de gasolina, hacemosdeclaración falsa e indicamos destinofalso. Llegamos a aguas internacionales,corremos como diablos a Amoy. Rojosdicen hermano, beneficio cien por cien.Después unos cuantos viajes,compramos barco.»

«¿De dónde procede el dinero de laprimera compra?», preguntaba elinterrogador.

«Sala de baile Ritz», era la

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desconcertante respuesta. El Ritz era unsitio de chicas selecto situado debajo deKing’s Road, a la orilla del mar, decíauna nota al pie. Casi todas las chicaseran Shanghainesas. La misma notanombraba a miembros del grupo. DrakeKo era uno.

«Drake Ko era un tipo muy duro —decía un testigo cuya declaración seincluía en letra pequeña en el Apéndice—. A Drake Ko no le puedes ir concuentos. No le gustan nada los políticos.Chiang Kai—chek. Mao. Dice que soniguales. Dice que es partidario deChiang Mao—chek. El señor Ko dirigiráun día nuestra banda.»

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En cuanto a delito organizado, lainvestigación no ponía nada aldescubierto. Era un dato histórico el queShanghai, en la época en que cayó enmanos de Mao en el cuarenta y nueve,hubiese vaciado tres cuartas partes de suhampa en Hong—Kong; que la BandaRoja y la Banda Verde hubiesen libradosuficientes combates por la supremacíaen Hong Kong como para que los añosveinte de Chicago pareciesen un juegode niños. Pero no podía encontrarseningún testigo que admitiese saber algosobre sociedades secretas o cualquierotra organización ilegal.

Como es natural, al acercarse el

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sábado, cuando Jerry iba camino de lascarreras de Happy Valley, poseía unretrato bastante detallado de su presa.

El taxista cobró el doble porqueeran las carreras de caballos y Jerrypagó porque sabía que era la costumbre.Le había explicado a Craw que iba yCraw no había puesto ningún reparo. Sehabía llevado consigo a Luke, sabiendoque a veces dos resultan menosconspicuos que uno. Le ponía nerviosopensar que podría tropezarse con Frost,porque el Hong Kong ojirredondo es enrealidad un mundo muy pequeño. En la

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entrada principal, telefoneó a Direcciónpara utilizar alguna influencia, y al pocoapareció un tal capitán Grant, jovenoficial, al que Jerry explicó que aquelloera trabajo: iba a hacer un artículo sobreel lugar para su periódico. Grant era unhombre elegante e ingenioso que fumabacigarrillos turcos en boquilla y todo loque Jerry decía parecía divertirle de unmodo afable, aunque un poco distante.

—Así que tú eres el hijo —dijo alfin.

—¿Le conociste? —dijo Jerrysonriendo.

—Sólo de oídas —replicó el capitánGrant, pero se diría que le gustaba lo

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que había oído.Les dio distintivos y les ofreció una

copa después. Acababa de terminar lasegunda carrera. Conversaban, cuandooyeron el estruendo del públicoiniciarse y elevarse y morir como unaavalancha. Mientras esperaba elascensor, Jerry echó un vistazo al tablónde anuncios para ver quién habíaocupado las tribunas particulares. Susdetentadores usuales eran la mafia delPico. El Banco (como le gustaba que lellamaran al Hong Kong and ShanghaiBank) Jardine Matheson, el gobernador,el comandante, las fuerzas británicas. Elseñor Drake Ko, Orden del Imperio

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Británico, aunque directivo del Club, nofiguraba entre ellos.

—¡Westerby! ¡Por Dios, hombre!¿Quién demonios te ha traído aquí? Oye,¿es verdad que tu padre quebró antes demorir?

Jerry vaciló, sonriendo, y luego,cansinamente, sacó la ficha de lamemoria: Clive Algo, picapleitos sinescrúpulos, casa en Repulse Bay,escocés agobiante, todo afabilidad falsay reconocida fama de estafador. Jerry lehabía utilizado para respaldar unchanchullo con oro desde Macao,llegando a la conclusión de que Clive sehabía quedado con un pedazo del pastel.

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—Vaya, Clive, super, magnífico.Intercambiaron banalidades,

mientras seguían esperando el ascensor.—Ven. Trae ese impreso. Vamos.

Voy a hacerte rico.Porton, pensó Jerry: Clive Porton.

Porton arrancó el papel de la mano deJerry, humedeció su gran pulgar, pasó auna página central y rodeó con uncírculo trazado a bolígrafo el nombredel caballo.

—Número siete en la tercera, nopuedes equivocarte —susurró—. Puedesapostar la camisa. No todos los mesesregalo dinero, te lo aseguro.

—¿Qué te proponía ese subnormal?

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—preguntó Luke, cuando se hubieronlibrado de él.

—Un caballo llamado Open Space.Sus caminos se separaron. Luke fue

a hacer apuestas y luego se dirigió haciael club norteamericano de arriba. Jerry,siguiendo un impulso, apostó ciendólares a Lucky Nelson y luego sedirigió rápidamente al comedor delHong Kong Club. «Si pierdo —decidió—se lo cargaré a George.» Las puertasdobles estaban abiertas y Jerry entródirectamente. Había un ambiente deriqueza desaliñada: un club de golf deSurrey un fin de semana lluvioso, salvoque los bastante audaces como para

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arriesgarse a los carteristas llevabanjoyas auténticas. Había un grupo deesposas sentadas aparte, como equipocaro no utilizado, frunciendo el ceño ala televisión de circuito cerrado yquejándose del servicio y de ladelincuencia. Olía a humo de puro y asudor y a comida pasada. Al verleentrar, torpemente, el traje horrible, lasbotas de cabritilla, «Prensa» escrito entoda su persona, los ceños seensombrecieron. El problema para serdistinguido y selecto en Hong Kong,decían sus rostros, era que no se echabade los sitios a bastante gente. Había ungrupo de bebedores serios en la barra,

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agentes de los bancos comerciales deLondres principalmente, prematurosvientres cervecescos y gruesos cuellos.Con ellos, el equipo de segunda divisiónde Jardine Matheson, aún no lo bastantegrandes para las cacerías privadas de laempresa: acicalados, desagradablesinocentes para quienes Cielo era dineroy ascensos. Miró con recelo a sualrededor por si estaba Frostie, pero, obien los caballos no lo habían atraídoaquel día, o estaba con algún otro grupo.Tras una sonrisa y un vago gesto con lamano para todos ellos, Jerry hizo unguiño al subdirector, le saludó como aun amigo perdido, habló con

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desenvoltura del capitán Grant, ledeslizó veinte pavos, firmó por el día,desafiando todas las normas y penetróagradecido en la tribuna cuando faltabanaún dieciocho minutos para la salida dela carrera siguiente: sol, olor a estiércol,el estruendo feroz de una muchedumbrechina y el propio latir acelerado delcorazón de Jerry que susurraba«caballos».

Jerry quedó inmóvil allí unmomento, sonriendo, asimilando elespectáculo, porque cada vez que loveía era como la primera vez.

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La hierba del hipódromo de HappyValley ha de ser, sin duda, el cultivomás valioso de la tierra. Había muypoca. Un círculo estrecho rodeaba loque parecía un parque recreativo de undistrito de Londres que el sol y laspisadas hubiesen reducido a polvo.Ocho raídos terrenos de fútbol, uno derugby, uno de jockey, daban un aire deabandono municipal. Pero la estrechacinta verde que rodeaba aquel astrosoconjunto era probable que atrajese, sóloen aquel año, sus buenos cien millonesde esterlinas de apuestas legales, y lamisma cuantía extraoficialmente. Másque un valle el lugar era un cuenco

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ardiente: estadio blanco resplandecientea un lado, perros castaños al otro,mientras delante de Jerry, y a suizquierda, acechaba el otro Hong Kong:un Manhattan de castillos de naipes,grises chabolas rascacielescas tanapiñadas que parecían apoyarse unas enotras bajo el calor. De cada pequeñobalcón brotaba un palo de bambú comoun alfiler clavado allí para unir laestructura. De cada uno de estos paloscolgaban innumerables banderas deoscura colada, como si algo inmenso sehubiese restregado contra el edificio,dejando tras de sí aquellos andrajos. Erapara todos los que vivían en sitios como

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aquellos, salvo una reducida minoría,para quienes Happy Valley ofrecía aqueldía el sueño de salvación instantánea deljugador.

A la derecha de Jerry brillabanedificios más nuevos y más grandes.Allí, recordó, montaban sus oficinas loscorredores de apuestas ilegales ymediante una docena de arcanosmétodos (tic—tac, transmisores—receptores, parpadeo de luces, Sarratt sehabría quedado extasiado con ello)mantenían su diálogo con los ayudantesque estaban en la pista. Más arriba aún,corrían los lomos de las peladas cimasde los cerros, acuchilladas de terrazas y

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sembradas de la quincallería de lasescuchas electrónicas. Jerry había oídoen algún sitio que los primos habíaninstalado allí aquello para poder seguirlos sobrevueles patrocinados de los U2taiwaneses. Sobre los cerros, bolas denubes blancas que ningún cambiometeorológico parecía eliminar. Y sobrelas nubes, aquel día, el descoloridocielo de China padeciendo al sol, y unhalcón girando despacio. Jerry captótodo esto en una sola y grata ojeada.

Para la multitud era el período sinobjeto. El foco de atención, si es que secentraba en algo, era en las cuatrochinas gordas de sombreros hakkas de

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flecos y trajes negros tipo pijama querecorrían la pista con rastrillos,acicalando la preciosa hierba allí dondelos galopantes cascos la habíanaplastado. Se movían con la dignidad dela indiferencia absoluta: Era como si seretratase en sus gestos todo elcampesinado chino. Por un segundo,como suele pasar con lasmuchedumbres, se volcó sobre ellas untemblor de colectiva afinidad que seolvidó al instante.

Las apuestas daban a Open Space deClive Porton como tercer favorito.Lucky Nelson, de Drake Ko, figurabacomo los demás, cuarenta a uno, lo que

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significaba anonimato. Superando ungrupo de joviales australianos, Jerryllegó al extremo de la tribuna y,asomando la cabeza, atisbo sobre lashileras de cabezas hasta la tribuna depropietarios, separada de la gentecomún por una verja de hierro verde yun guardia de seguridad. Protegiéndoselos ojos de la luz y lamentando no haberllevado prismáticos, distinguió a unindividuo gordo de aspecto duro quellevaba traje y gafas oscuras,acompañado de una chica joven y muyguapa. Parecía medio chino mediolatino, y Jerry le clasificó como filipino.La chica era lo mejor que el dinero

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podía comprar.Debe estar con su caballo, pensó

Jerry, recordando al viejo Sambo. Lomás probable es que esté en las cuadras,dando instrucciones al preparador y aljockey.

Volviendo por el comedor alvestíbulo principal, se metió por unaamplia escalera posterior y bajó dospisos, cruzó un vestíbulo hasta la galeríade espectadores, que estaba ocupada poruna inmensa y pensativa muchedumbrede chinos, todos hombres, que mirabancon un devoto silencio un recintocubierto, el paddock, atestado deruidosos gorriones, donde había tres

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caballos, cada uno conducido por sumozo de establo, el mafoo. Los mafoossujetaban a sus encomendadostorpemente, como si estuvieran enfermosde los nervios. También estaba elelegante capitán Grant, y un viejopreparador, un ruso blanco llamadoSacha al que Jerry tenía en gran estima.Sacha estaba sentado en una sillitaplegable, un poco inclinado haciadelante, como si pescara. Sacha habíapreparado potros mongoles en la épocadel tratado de Shanghai y Jerry eracapaz de pasarse toda la nocheoyéndole: los tres hipódromos que habíallegado a tener Shanghai, el inglés, el

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internacional y el chino; los príncipesmercantiles ingleses que tenían sesenta yhasta cien caballos cada uno y losembarcaban y paseaban costa arriba ycosta abajo, compitiendo como locosentre sí de puerto en puerto. Sacha eraun individuo delicado y filosófico, conojos de un azul desvaído y una perfectaquijada de luchador. Era también elpreparador de Lucky Nelson. Estabasentado aparte, él solo, mirando lo queJerry pensó que era, desde su línea devisión, una entrada. Un súbito griterío enlas gradas hizo volverse a Jerrybruscamente hacia la claridad. Sonó unclamor y luego un chillido agudo y

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estrangulado, cuando la multitud de unahilera se ladeó para que penetrara enella una cuña de grises y negrosuniformes. Al cabo de un instante, unenjambre de policías arrastraba a algúndesdichado ratero, sangrando y tosiendo,a la escalera del túnel para unadeclaración voluntaria. Jerry,deslumbrado, volvió la mirada hacia laoscuridad interior del paddock, y tardóunos instantes en centrar la mirada en elnebuloso perfil del señor Drake Ko.

La identificación no fue inmediata,ni mucho menos. La primera persona enla que Jerry se fijó no fue Ko sino eljoven jockey chino que estaba junto al

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viejo Sacha, un muchacho alto, flacocomo un alambre donde la camisa deseda se embutía en los calzones. Segolpeaba la bota con la fusta como sihubiera visto aquel gesto en una estampadeportiva inglesa, y llevaba los coloresde Ko (azul marino y gris maracuartelado, decía el artículo de GoldenOrient) y miraba, como Sacha, algo quequedaba fuera del campo de visión deJerry. Luego, de debajo de la plataformadonde se encontraba Jerry, salió uncaballo europeo bayo conducido por unmafoo gordo y risueño de astroso monogris. Llevaba el número tapado por unamanta, pero Jerry conocía ya el caballo

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de la fotografía, y le conoció aún mejorentonces: le conoció realmente bien, dehecho. Algunos caballos sonsencillamente superiores a su clase, y aJerry Lucky Nelson le pareció uno deellos. Bocado de calidad, pensó, riendabuena y larga, un ojo audaz. No setrataba del típico caballo castañodebutante con la crin y la cola blancasque se llevaba las apuestas de lasmujeres en todas las carreras:considerando el nivel de calidad local,limitado por el clima, Lucky Nelson eralo más sólido que Jerry había visto allí.Estaba seguro. Durante un mal momento,sintió recelo por el estado del caballo:

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sudaba, demasiado brillo en los flancosy en los cuartos traseros. Luego miróotra vez los ojos audaces y aquellatranspiración levemente antinatural ycobró ánimos de nuevo: lo había hechomanguear con diabólica astucia para quetuviera aquel aspecto, pensó,recordando gozoso al viejo Sambo.

Sólo después de esta consideraciónpasó Jerry del caballo a su propietario.

El señor Drake Ko, Orden delImperio Británico, receptor hasta lafecha de medio millón de dólaresnorteamericanos de Moscú Centro,partidario declarado de Chiang Mao—chek, estaba separado de todos, a la

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sombra de una columna blanca dehormigón de tres metros de diámetro: unindividuo feo pero inofensivo a primeravista; alto, con un encorvamiento queparecía de origen profesional: dentista,o zapatero remendón. Vestía a lainglesa: pantalón gris de franela muyancho y chaqueta de lana cruzada negray demasiado larga, con lo que acentuabala incoherencia de sus piernas y daba unaire contrahecho a su cuerpo enjuto. Lacara y el cuello estaban tan brillantescomo cuero viejo e igual de lampiños, ylas arrugas parecían tan marcadas comopliegues planchados. Tenía la piel másoscura de lo que Jerry había supuesto:

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habría sospechado casi sangre árabe oindia. Llevaba el mismo sombreroimpropio de la fotografía, una boina azuloscuro, de la que sobresalían las orejascomo rosas de repostería. Sus ojos muyachinados lo parecían aún más por sutensión. Zapatos italianos de colorcastaño, camisa blanca, el cuelloabierto. Ningún accesorio, niprismáticos siquiera: pero unamaravillosa sonrisa de medio millón dedólares, de oreja a oreja, parcialmentede oro, que parecía gozar con la buenafortuna de todos así como con la propia.

Salvo que había algo en él quesugería (algunos lo tienen, es como una

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tensión: los maîtres, los conserjes y losperiodistas lo perciben en seguida; elviejo Sambo casi lo tenía) que disponíade recursos asequibles de inmediato. Sihacía falta algo, se lo traerían y porpartida doble.

El cuadro cobró vida. Por el altavozel juez del hipódromo ordenó a losjinetes montar. El mafoo risueño retiróla manta y Jerry advirtió complacidoque Ko había hecho cepillar acontrapelo al bayo para acentuar suaspecto de no estar en forma. El delgadojockey hizo el largo y torpe viaje hastala silla, y, con nerviosa cordialidad,llamó a Ko, que estaba al otro lado de

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él. Ko, que se alejaba ya, se volvió ysoltó algo, una sílaba inaudible, sinmirar hacia donde hablaba o quién lorecogía. ¿Un reproche? ¿Un aliento?¿Una orden a un criado? La sonrisa nohabía perdido nada de su exuberancia,pero la voz era dura como un trallazo.Caballo y jinete tomaron la salida. Kotomó la suya. Jerry corrió de nuevoescaleras arriba, cruzó el restaurantehasta la tribuna, se abrió paso hasta elfondo y miró abajo.

Por entonces, Ko no estaba ya solo,sino casado.

Ella era tan pequeña que Jerry nopodía saber con seguridad si habían

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llegado juntos o si le había seguido apoca distancia. Localizó un brillo deseda negra y un movimiento a sualrededor como de gente haciendo sitio(las gradas se estaban llenando), pero alprincipio miró demasiado arriba y no lalocalizó. Su cabeza quedaba a nivel delpecho de los otros. La distinguió denuevo al lado de Ko, una esposa chinainmaculada, majestuosa, mayor, pálida,tan acicalada que resultaba inconcebibleque hubiese tenido otra edad o vestidootras ropas que aquellas sedas negrasconfeccionadas en París, con tantosalamares y brocados como el traje de unhúsar. La mujer es de cuidado, le había

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dicho Craw de pronto, cuando ambosestaban sentados ante el pequeñoproyec tor. Roba en las tiendaselegantes. Tienen que ir delante losempleados de Ko y prometer pagartodo lo que ella robe.

El artículo de Golden Orient aludíaa ella como «una antigua compañera denegocios». Leyendo entre líneas, Jerrysupuso que debía haber sido una de laschicas del salón de baile Ritz.

El griterío de la multitud habíaadquirido más consistencia.

—¿Lo hiciste, Westerby? ¿Apostastepor él, amigo? —otra vez le incordiabael escocés Clive Porton, que sudaba

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copiosamente, a causa de la bebida—.¡Open Space, no lo dudes! ¡A pesar delporcentaje ganarás unos cuantos dólares!¡Vamos, amigo, es un ganador seguro!

La salida le ahorró contestar. Elestruendo se atascó, se elevó y sehinchó. A su alrededor flotaba en lasgradas un canturreo de nombres ynúmeros, los caballos brotaron de sustrampillas, arrastrados por el estrépito.Se habían iniciado los primeros yperezosos metros. Aguarda: pronto elfrenesí seguirá a la inercia. Alamanecer, cuando se entrenan, recordóJerry, suelen forrarles los cascos paraque los vecinos puedan seguir

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dormitando. A veces, en los viejostiempos, cuando descansaba entrereportajes de guerra, Jerry se levantabatemprano y bajaba allí sólo por verlos,y, si tenía suerte y encontraba un amigoinfluyente, volvía con ellos a losestablos de varios pisos con aireacondicionado en que vivían, para vercómo los cuidaban y preparaban. Perodurante el día el estruendo del tráficoahogaba su tronar por completo, y elresplandeciente racimo que avanzaba tandespacio no hacía el menor ruido, sóloflotaba sobre el delgado río coloresmeralda.

—Open Space, no lo dudes —

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proclamó vacilante Clive Porton,mirando por los prismáticos—. Elfavorito va a ganar. Espléndido. Muybien, Open Space, muy bien, caballito.

Empezaban a enfilar la larga curvaantes de la recta final.

—¡Vamos, Open Space, a por él,hombre, corre! ¡Usa la fusta, cretino!

Porton chillaba, pues ya eraevidente, incluso a simple vista, que loscolores azul marino y gris mar de LuckyNelson tomaban la delantera, y que suscompetidores les dejaban cortésmentepaso. Un segundo caballo parecióintentar competir con él, luego aflojó,p e r o Open Space estaba ya a tres

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cuerpos de distancia, aunque su jockeytrabajaba furiosamente con la fusta en elaire alrededor de los cuartos traseros desu montura.

—¡Protesto! —gritaba Porton—.¿Dónde demonios está el director? ¡Esecaballo fue desplazado! ¡Nunca en mivida he visto desplazar a un caballo contanto descaro!

Mientras Lucky Nelson continuabaairosamente a medio galope después dela meta, Jerry desvió rápidamente lamirada de nuevo hacia la derecha yhacia abajo. Ko estaba impertérrito. Noera inescrutabilidad oriental. Jerrynunca había aceptado ese mito. No era

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indiferencia, desde luego. Era sólo queestaba contemplando el satisfactoriodesarrollo de una ceremonia: el señorDrake Ko presencia el desfile de sustropas. Su mujercita loca estaba muytiesa a su lado, como si, después detodos los combates de su vida, por finestuviesen interpretando el himno suyo.Jerry se acordó por un instante de lavieja Pet en sus mejores tiempos. Eraexactamente igual que Pet, pensó,cuando el orgullo de las cuadras deSambo entraba en decimoctavo lugar. Suforma de estar, de afrontar el fracaso.

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La entrega de las copas fue unmomento de ensueño.

Aunque a la escena le faltaba untenderete de pastelillos y bebidas; laclaridad del sol era muy superior sinduda a las expectativas del organizadormás optimista de una fiesta de puebloinglesa; y las copas de plata eranbastante más lujosas que la raída jarritaque ofrenda el squire al ganador de lacarrera a tres piernas. Los sesentapolicías uniformados quizá resultasentambién un poco ostentosos. Pero lasimpática dama de turbante años treintaque presidía la larga mesa blanca era tanempalagosa y arrogante como pudiese

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haber deseado el patriota máspuntilloso. Conocía exactamente lasformas. El director le entregó la copa yella la cogió y la apartó de sí en seguidacomo si quemase. Drake Ko y su esposa,que sonreían de oreja a oreja (Ko aúncon la boina), emergieron de un grupode satisfechos partidarios y recogieronla copa, pero pasaron tan de prisa, tanalegremente cruzaron en ambasdirecciones la extensión de céspedcercado con cuerdas, que pillarondescuidado al fotógrafo que hubo derogar a los dos primeros actores querepitieran el momento cumbre. Estoirritó muchísimo a la distinguida dama, y

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Jerry captó las palabras «qué fastidio»por encima del parloteo de los mirones.La copa quedó definitivamente enposesión de Ko, la dama distinguidarecibió adusta seiscientos dólares engardenias; Oriente y Occidentevolvieron gratamente a susacuartelamientos respectivos.

—¿Ha habido suerte? —preguntócordialmente el capitán Grant. Volvíanhacia las gradas.

—Bueno, sí, he apostado por él —confesó Jerry con una sonrisa—. Unasorpresilla, ¿no?

—Bueno, era la carrera de Drake, nohay duda —dijo Grant secamente;

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caminaron un rato—. Un detalleinteligente de tu parte darte cuenta.Nosotros no nos la dimos. ¿Quiereshablar con él?

—¿Hablar con quién?—Con Ko. Mientras le dura la

emoción por la victoria. Quizá consigassacarle algo, por una vez —dijo Grantcon su cordial sonrisa—. Vamos, te lopresentaré.

Jerry no titubeó. Como periodista,tenía todos los motivos para decir «sí».Como espía… bueno, en Sarratt dicen aveces que no hay nada peligroso, que loque lo hace peligroso es el pensarlo.Volvieron al grupo. La gente de Ko

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había formado una especie de círculoalrededor de la copa y se oían risasescandalosas. En el centro, más próximoa Ko, estaba el filipino gordo con suhermosa chica, y Ko hacía el payaso conla chica, besándola en ambas mejillas,besándola después otra vez, mientrastodos reían salvo la esposa de Ko, quese retiró deliberadamente y empezó ahablar con una mujer china de su edad.

—Ése es Arpego —le dijo Grant aJerry al oído, refiriéndose al filipinogordo—. Es propietario de Manila y decasi todas las islas cercanas.

La barriga de Arpego sobresalía delcinturón como una roca embutida dentro

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de la camisa.Grant no fue directamente hacia Ko,

sino que llamó aparte a un chinocorpulento y mofletudo, de unos cuarentaaños, traje azul eléctrico, que parecíauna especie de ayudante. Jerry se quedóaparte, esperando. El chino gordo seacercó a él, con Grant a su lado.

—Éste es el señor Tiu —dijo Grantquedamente—. Señor Tiu, éste es elseñor Westerby, hijo del famoso.

—¿Quiere usted hablar con el señorKo, señor Wessby?

—Si no hay inconveniente.—Claro que no —dijo

eufóricamente Tiu.

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Sus regordetas manos flotabanincansables frente a su vientre. Llevabaun reloj de oro en la muñeca derecha.Tenía los dedos curvados, como paraachicar agua. Era pulido y lustroso ytanto podría tener treinta años comosesenta.

—Cuando el señor Ko gana unacarrera, no hay inconveniente en nada.Yo le traeré. Espere aquí. ¿Cómo sellamaba su padre?

—Samuel —dijo Jerry.—Lord Samuel —dijo Grant, con

firmeza, e inexactitud.—¿Quién es? —preguntó Jerry,

cuando el gordo Tiu volvía al ruidoso

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grupo de chinos.—El mayordomo de Ko.

Administrador, pateador jefe, criadopara todo, intermediario. Lleva con él,desde el principio. Se escaparon los dosjuntos de los japoneses cuando laguerra.

Y también su triturador jefe, pensóJerry, viendo cómo volvía Tiu con suamo.

Grant empezó de nuevo con laspresentaciones.

—Señor —dijo—, éste es Westerby,cuyo famoso padre, el Lord, teníamuchos caballos muy lentos. Comprótambién varios hipódromos por aquello

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de los apostadores profesionales.—¿Qué periódico? —dijo Ko.Tenía la voz áspera, poderosa y

profunda, aunque Jerry creyó captar,sorprendido, un rastro de acento inglésNorth Country, que le recordó a la viejaPet.

Jerry se lo dijo.—¡Ese periódico con chicas! —

exclamó alegremente Ko—. Yo solfaleer ese periódico en Londres, durantemi residencia allí con objeto de estudiarleyes en el famoso Gray’s Inn of Court.¿Y sabe usted por qué leía yo superiódico, señor Westerby? Porqueestoy convencido de que cuantos más

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periódicos publiquen fotografías dechicas guapas en vez de noticiaspolíticas, más posibilidades tendremosde conseguir un mundo mejor.

Ko hablaba con una mezcla delocuciones mal utilizadas e inglés desala de sesiones.

—Tenga la bondad decomunicárselo de mi parte a superiódico, señor Westerby. Se loofrendo como consejo gratuito.

Con una risa, Jerry abrió sucuaderno.

—Aposté por su caballo, señor Ko.¿Qué tal sienta ganar?

—Mejor que perder, creo yo.

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—¿No cansa?—Me gusta cada vez más.—¿Eso es también aplicable a los

negocios?—Naturalmente.—¿Puedo hablar con la señora Ko?—Está ocupada.Mientras tomaba notas, Jerry empezó

a sentirse desconcertado por un aromafamiliar. Era el olor de un jabón francésalmizcleño y muy acre, una mezcla dealmendras y agua de rosas favorito deuna esposa anterior: pero también, alparecer, del lustroso Tiu para aumentarsu atractivo.

—¿Cuál es la fórmula para ganar,

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señor Ko?—Trabajo duro. Nada de política.

Dormir bastante.—¿Es usted mucho más rico ahora

que hace diez minutos?—Era ya bastante rico hace diez

minutos. Puede usted decirle también asu periódico que soy un gran admiradordel estilo de vida inglés.

—¿Aunque no trabajemos duro?¿Aunque hagamos mucha política?

—Diga sencillamente eso —contestóKo, mirándole a la cara, y en tonoimperativo.

—¿Por qué tiene usted tanta suerte,señor Ko?

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Ko pareció no haber oído estapregunta, pero su sonrisa se desvaneciólentamente. Miraba a Jerry a los ojos,midiéndole con sus achinadísimos ojos;su expresión se había endurecidoperceptiblemente.

—¿Por qué tiene usted tanta suerte,señor? —repitió Jerry.

Hubo un largo silencio.—Sin comentarios —dijo Ko, aún

mirando a Jerry a la cara.La tentación de forzar la pregunta

resultaba irresistible.—Juguemos limpio, señor Ko —

urgió Jerry, con una amplia sonrisa—.El mundo está lleno de gente que sueña

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con ser tan rica como usted. Deles unapista, ¿quiere? ¿Por qué tiene usted tantasuerte?

—Métase en sus asuntos —le dijoKo y, sin la menor ceremonia, le dio laespalda y se alejó.

Al mismo tiempo, Tiu dio un lentopaso al frente, bloqueando el avance deJerry con una mano suave sobre elantebrazo de éste.

—¿Va usted a ganar la próxima vez,señor Ko? —preguntó Jerry por encimadel hombro de Tiu a la espalda que sealejaba.

—Será mejor que se lo pregunteusted al caballo, señor Wessby —

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sugirió Tiu con una sonrisa regordeta, lamano aún sobre el brazo de Jerry.

Muy bien podría haberlo hecho así,pues Ko se había reunido ya con suamigo el señor Arpego el filipino, yestaban riéndose y charlandoexactamente igual que antes. Drake Koes un tipo de cuidado, recordó Jerry. ADrake Ko no puedes contarle cuentosde hadas. Tiu tampoco lo hacía del todomal, pensó.

Mientras volvían hacia las gradas,Grant reía quedamente para sí.

—La última vez que Ko ganó nisiquiera acompañó al caballo alpaddock después de la carrera —

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recordó—. Lo despidió con un gesto. Noquería.

—¿Por qué no?—Porque no esperaba ganar, por

eso. No se lo había dicho a sus amigoschiu—chows. Era quedar mal. Quizássintió lo mismo cuando le preguntaste lode su suerte.

—¿Cómo llegó a directivo?—Bueno, mandó a Tiu que se lo

arreglara, sin duda. Lo habitual. Salud.No olvides cobrar las ganancias.

Y entonces sucedió: el fortunónimprevisto de As Westerby. Habíaterminado la última carrera, Jerrycontaba con cuatro mil dólares a su

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favor y Luke había desaparecido. Jerryprobó en el American Club, en el ClubLusitano y en otros dos, pero o no lehabían visto o le habían echado. Sólohabía una puerta para salir del recinto,así que Jerry se unió al desfile. Eltráfico era caótico. Rolls Royces yMercedes competían por espacio deaparcamiento y la multitud empujabadesde atrás. Decidiendo no incorporarsea la lucha por los taxis, Jerry inició lamarcha por la estrecha acera y vio,sorprendido, a Drake Ko, solo, quesurgía de una salida de enfrente; porprimera vez desde que Jerry le pusieralos ojos encima, Ko no sonreía. Al

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llegar al borde de la acera, pareciódudar si cruzar o no, luego se quedódonde estaba, mirando el tráfico quepasaba. Está esperando el Rolls RoycePhantom, pensó Jerry, recordando laflota del garaje de Headland Road. O elMercedes, o el Chrysler. De pronto,Jerry le vio agitar la boina y echarla enbroma hacia la carretera como paraatraer fuego de rifle. Las arrugasrevolotearon alrededor de sus ojos y desu mandíbula, relumbraron los dientesde oro en señal de bienvenida y, en vezde un Rolls Royce o un Mercedes o unChrysler, paró chirriante a su lado unlargo Haward tipo E rojo con la capota

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plegada, indiferente a los demás coches.A Jerry no podría haberle pasadodesapercibido aunque hubiera querido.Sólo el ruido de los neumáticos hizo quetodo el mundo se volviera. Sus ojosleyeron la matrícula, su mente laarchivó. Ko subió a bordo con laemoción de quien no ha montado nuncaen un descapotable y antes de quearrancara de nuevo ya estaba riendo ycharlando. Pero no antes de que Jerryhubiera visto a la conductora, el pañueloazul flotante, las gafas oscuras, el pelorubio y largo y lo suficiente de sucuerpo, cuando se inclinó por encima deDrake para cerrar la puerta, para saber

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que era una mujer impresionante. Drakehabía apoyado la mano en su espaldadesnuda, los dedos extendidos, ygesticulaba con la otra mientras le dabasin duda una versión detallada de suvictoria, y, cuando arrancaron, plantó unbeso muy poco chino en su mejilla, yluego, por sí acaso, otros dos: pero todoello, de algún modo, con mucha mássinceridad de la que había aportado alasunto de besar a la acompañante delseñor Arpego.

Al otro lado de la carretera sealzaba la puerta por la que acababa desalir. Ko y la verja de hierro aún estabaabierta. Con el pensamiento girando

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incesante, Jerry sorteó el tráfico y cruzóla verja. Y se vio en el viejo CementerioColonial, un lugar exuberante, lleno delaroma de flores y la sombra de árbolesfrondosos. Jerry nunca había estado allíy le conmovió entrar en aquel retiro. Sealzaba en una ladera opuesta querodeaba una vieja capilla que estabacayendo en gentil abandono. Suscuarteadas paredes brillaban a lachispeante luz del crepúsculo. Al lado,desde una perrera con tela metálica, unescuálido perro alsaciano le ladrófurioso.

Jerry miró a su alrededor, sin saberpor qué estaba allí ni lo que buscaba.

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Las tumbas pertenecían a gente de todaslas edades y razas y sectas. Habíatumbas de rusos blancos y sus lápidasortodoxas eran oscuras y estabanadornadas con detalles de grandeurzarista. Jerry imaginó una gruesa capade nieve sobre ellas, y su forma aúnseguía apreciándose a través de lanieve. Otra lápida describía el inquietoperiplo de una princesa rusa y Jerry sedetuvo a leerlo: Tallin a Pekín, confechas, Pekín a Shanghai, con fechastambién, a Hong Kong en el cuarenta ynueve, a morir. «Y fincas enSverdlovsk», concluía desafiante elinforme. ¿Sería Shanghai la conexión?

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Regresó con los vivos. Tres viejoscon trajes azules tipo pijama estabansentados en un banco en sombras, sinhablarse. Habían col— ̂gado sus jaulasde pájaros en las ramas, arriba, lobastante cerca para oír cada cual elcanto de los otros por encima del ruidodel tráfico y de las cigarras. Dossepultureros de casco de acero llenabanuna tumba nueva. No se veía ningunacomitiva fúnebre. Sin saber aún lo quequería, llegó a las escaleras de lacapilla. Atisbo por la puerta. En elinterior, la oscuridad era absoluta,después de la claridad del sol. Una viejale miró furiosa. Retrocedió. El perro

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alsaciano le ladró con más fuerza. Eramuy joven. Un cartel decía «Sacristán» ysiguió la dirección que indicaba. Elestruendo de las cigarras eraensordecedor, ahogaba incluso losladridos del perro. El aroma de lasflores era vaporoso y algodescompuesto. Le había asaltado unaidea, era casi una pista. Y estabadecidido a seguirla.

El sacristán era un hombre amable ydistante y no hablaba inglés. Los libroseran muy viejos, las anotacionesparecían antiguas cuentas bancarias.Jerry se sentó a la mesa despaciopasando las pesadas páginas, leyendo

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los nombres, las fechas de nacimiento,muerte y entierro; por último, lareferencia al plano: la zona y el número.Cuando encontró lo que buscaba, salióde nuevo al aire y se abrió paso por unsendero distinto, entre una nube demariposas, cerro arriba, hacia elacantilado. Desde una pasarela, riendo,le miraba un grupo de colegialas. Sequitó la chaqueta y se la echó al hombro.Pasó entre matorrales altos y entró en unsoto inclinado de hierba amarilla, dondelas lápidas eran muy pequeñas, losmontículos sólo de treinta o sesentacentímetros. Jerry pasó entre ellos,leyendo los números, hasta que se vio

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ante una verja baja de hierro con losnúmeros siete dos ocho. La verjaformaba parte de un perímetrorectangular y Jerry alzó los ojos y se viocontemplando la estatua a tamañonatural de un muchachito de bombachosVictorianos de los ceñidos bajo larodilla y chaqueta Eton, condesgreñados rizos de piedra y labios depiedra como capullos de rosa, querecitaba o cantaba leyendo de un librode piedra abierto, mientras mariposasauténticas revoloteaban frívolasalrededor de su cabeza. Era un niñototalmente inglés y la inscripción decíaNelson Ko. En amoroso recuerdo.

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Seguían un montón de fechas y Jerrytardó un segundo en entender susignificado: diez años sucesivos sinfallar ni uno; el último, 1968. Entoncescomprendió que eran los diez años quehabía vivido el niño, para saborearlosuno a uno. En el escalón del fondo delplinto había un gran ramo de orquídeas,aún envueltas en el papel.

Ko había ido a dar las gracias aNelson por su triunfo. Jerry comprendióal fin por qué no le gustaba que leatropellaran con preguntas sobre susuerte.

Existe una especie de fatiga sóloconocida por los agentes de campo: el

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sujeto siente una atracción por ladelicadeza que puede significar el besode la muerte. Jerry se demoró unmomento más contemplando lasorquídeas y al niño de piedra,grabándolo todo en su mente, junto conlo que ya había visto y leído de Ko hastaentonces. Y le embargó un abrumadorsentimiento (sólo un momento, pero erapeligroso en cualquier situación) deconsumación, como si hubiera conocidoa una familia, y hubiera acabadodescubriendo que era la suya. Tenía lasensación de culminación, de llegada.

He ahí un hombre, con una casacomo aquélla, con una esposa como la

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suya, que actuaba y jugaba de un—modo que Jerry entendía sin esfuerzo.Un hombre sin conviccionesdeterminadas; pero en aquel momentoJerry le veía más claramente de lo quenunca se hubiera visto a sí mismo. Unpobre muchacho chiu—chow que llega adirectivo del Jockey Club, con unaOrden del Imperio Británico, y queremoja a su caballo antes de una carrera.Un gitano acuático hakka que da unentierro anabaptista y una efigie inglesaa su hijo muerto. Un capitalista que odiala política. Un abogado fallido, jefe debanda, constructor de hospitales, quecontrola unas líneas aéreas que trafican

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con opio, un financiador de templos delos espíritus que juega al croquet y viajaen Rolls Royce. Un bar norteamericanoen su jardín chino y oro ruso en sucuenta en administración. Tan complejosy contradictorios descubrimientos noalarmaron lo más mínimo a Jerry enaquel momento; no presagiabanincertidumbres ni paradojas. Jerry losveía más bien soldados por el propio yáspero impulso de Ko en un hombreúnico pero polifacético no muy distintoal viejo Sambo. Aún con más fuerza(durante los pocos segundos queperduró) le asaltó la sensaciónirresistible de estar en buena compañía,

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cosa que siempre le había complacido.Volvió a la salida en un estado de ánimode plácida munificencia, como sihubiera ganado la carrera él y no Ko.Hasta que llegó a la carretera no ledevolvió la realidad a su buen juicio.

El tráfico se había despejado yencontró sin dificultad un taxi. Nollevaban recorridos cien metros cuandovio a Luke, solo, haciendo cabriolas porel bordillo. Le metió en el taxi y le dejóa la puerta del Club de corresponsalesextranjeros. Desde el Hotel Furamamarcó el número de la casa de Craw,dejó que sonara dos veces, volvió amarcar y oyó la voz de Craw

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preguntando: «¿Quién cojones es?»Preguntó por un tal señor Savage,recibió una respuesta grosera y lainformación de que se equivocaba denúmero, concedió a Craw media horapara llegar a otro teléfono y luego entróen el Hilton para la respuesta.

Nuestro amigo había aflorado enpersona, le dijo Jerry. Se había exhibidoen público con motivo de un grantriunfo. Cuando la cosa terminó, unalinda rubia le recogió en su cochedeportivo. Jerry recitó el número de lamatrícula. Estaba claro que eran amigos,dijo. Muy efusivo y muy poco chino.Amigos por lo menos, según él.

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—¿Ojirredonda?—¡Pues claro, hombre! Dónde se ha

visto que una…—Dios, Dios —dijo Craw

suavemente, y colgó, antes de que Jerrytuviera siquiera posibilidad deexplicarle lo de la tumba del pequeñoNelson.

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8Los barones conferencian

La sala de espera de la linda casa deconferencias del Ministerio de AsuntosExteriores de Carlton Garden fuellenándose poco a poco. La gentellegaba en grupos de dos y tres, que seignoraban mutuamente, como losasistentes a un funeral. Un cartelimpreso colgaba de la pared; decía: «Seadvierte que no debe tratarse ningunacuestión confidencial.» Smiley yGuillam se acomodaron muycariacontecidos bajo él, en un banco de

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terciopelo salmón. La habitación eraoval; el estilo, rococó Ministerio deObras Públicas. Por el techo pintado,Baco perseguía ninfas mucho másdeseosas de ser capturadas que MollyMeakin. Había aparatos contraincendios, vacíos, alineados contra lapared y dos mensajeros oficialesguardaban la puerta que daba al interior.Fuera de las curvadas ventanas deguillotina, la luz otoñal inundaba elparque, haciendo crujir las hojas entresí. Llegó Saul Enderby, encabezando elcontingente de Asuntos Exteriores.Guillam sólo le conocía de nombre.Había sido embajador en Indonesia, y

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ahora era la máxima autoridad de lasección de asuntos del Sudeste asiático,y se le consideraba un gran partidario dela línea dura norteamericana. Le seguíanun obediente subsecretarioparlamentario de procedencia sindical yun vistoso individuo vestidoostentosamente que avanzó hacia Smileyde puntillas, las manos en horizontal,como si le hubiesen sorprendidodormitando.

—No puedo creerlo —susurró conexuberancia—. ¿Es posible? ¡Lo es!George Smiley, con todas sus galas. Miquerido amigo, has adelgazado kilos.¿Quién es ese guapo muchacho que te

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acompaña? No me lo digas. PeterGuillam. Me han contado muchísimascosas de él. Completamente inmune alfracaso, me han dicho.

— ¡ O h no! —exclamóinvoluntariamente Smiley—. Dios mío.Roddy.

—¿Qué quieres decir con eso de«Oh no, Dios mío, Roddy»? —dijoMartindale, muy animado, en el mismovibrante susurro—. «¡Oh sí!» deberíasdecir. «Sí, Roddy. Qué alegría verte.»Dime, antes de que llegue la chusma.¿Cómo está la exquisita Ann? Ay Diossanto. ¿Me dejas que os prepare unacena para los dos? Tú elegirás los

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invitados. ¿Qué te parece? Y sí, yo estoyen la lista, si es eso lo que pasa por tucabecita ratonesca, joven Peter Guillam,he sido trasladado, soy un niño mimado,nuestros nuevos amos me adoran. No espara menos, con lo mucho que les heelogiado.

Las puertas interiores se abrieron degolpe. Uno de los mensajeros gritó:«¡Caballeros!» y los que conocían elprotocolo se quedaron atrás para dejarpasar delante a las mujeres. Había dos.Los hombres las siguieron y Guillamcerró la comitiva. Durante unos cuantosmetros, podría haber sido el Circus: unestrechamiento improvisado en el que

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los conserjes comprobaban las casas,luego un pasillo provisional que llevabaa lo que parecía un cobertizo de obraemplazado en el centro de una escaleradestripada: salvo que no tenía ventanasy estaba colgado de cables y sujeto porsogas. Guillam había perdido de vistapor completo a Smiley y, al subir lasescaleras de madera y entrar en la salade seguridad, sólo veía sombrasrevoloteantes bajo la lamparilla azul.

—Que alguien haga algo —gruñóEnderby con el tono de un comensalaburrido que se queja del servicio. Queenciendan luces, por Dios. Malditoshombrecillos.

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Cuando entró Guillam, se oyó unportazo, giró una llave en la cerradura,un ronroneo electrónico recorrió laescala y gimió más allá del umbralauditivo, tres fluorescentes resucitarontartamudeantes, cubriendo a todos con suenfermiza palidez.

—Hurra —dijo Enderby, y se sentó.Más tarde, Guillam se preguntó cómohabía estado tan seguro de que eraEnderby el que hablaba en la oscuridad,pero hay voces que se oyen antes de quehablen.

La mesa de conferencias estabacubierta por un tapete verdedeshilachado como la mesa de billar de

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un club juvenil. El Ministerio deAsuntos Exteriores se acomodó a unextremo, el Ministerio de Colonias alotro. La separación era más visceral quelegal. Los dos departamentos habíanestado oficialmente casados durante seisaños bajo el grandioso toldo delServicio Diplomático, pero nadie en susano juicio tomó en serio la unión.Guillam y Smiley se sentaron en elcentro, hombro con hombro, frente aellos quedaban dos asientos vacíos. Alexaminar el cuadro de actores, Guillamtomó conciencia, con una meticulosidadabsurda, del atuendo. El Ministerio deAsuntos Exteriores había acudido

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impecablemente vestido con trajescarbón y el plumaje secreto delprivilegio: ambos, Enderby yMartindale, llevaban corbatas de exalumnos de Eton. El atuendo de loscolonialistas tenía ese aire deconfección casera que tiene el de lagente del campo que va a la ciudad, y lomejor que podían ofrecer en cuanto acorbatas era una de artillero real: elhonrado Wilbraham, su jefe, unindividuo con aire de maestro deescuela, enjuto y sano, rosadas venas enlas atezadas mejillas. Le apoyaban unatranquila mujer vestida de un tonocastaño eclesial, y un muchacho de

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nueva hornada pelirrojo y pecoso. Elresto del comité se sentó frente a Smileyy Guillam que parecían padrinos de unduelo que desaprobaban; habían acudidoen parejas para protegerse mutuamente:el sombrío Pretorius del servicio deseguridad con una porteadora sinnombre; dos pálidos guerreros delMinisterio de Defensa; dos banquerosde Hacienda, uno de ellos el galésHammer. Oliver Lacon estaba solo y sehabía situado aparte de todos, pues erala persona menos comprometida, enrealidad. Frente a cada par de manosdescansaba el informe de Smiley en unacarpeta rosa y roja en la que se leía

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«Máximo secreto Retener»; parecía unprograma conmemorativo. Lo de«Retener» quería decir nocomunicárselo a los primos. Smiley lohabía redactado, las madres lo habíanmecanografiado, el propio Guillamhabía visto salir las dieciocho páginasde la copiadora y había supervisado elcosido a mano de los veinticuatroejemplares. Ahora, su obra artesanalyacía esparcida por aquella gran mesa,entre los vasos de agua y los ceniceros.Enderby alzó un ejemplar unoscentímetros de la mesa y luego lo dejócaer con un golpe sonoro.

—¿Lo han leído todos? —preguntó.

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Todos lo habían leído.—Entonces, adelante —dijo

Enderby y recorrió la mesa con lamirada, con ojos arrogantes e inyectadosen sangre—. ¿Quién quiere empezar lapartida? ¿Oliver? Tú nos trajiste aquí.Tira tú primero.

A Guillam se le ocurrió de prontoque Martindale, el gran azote del Circusy de su labor, estaba extrañamentealicaído. Miraba sumisamente a Enderbyy había en su boca un rictus dedesánimo.

Entretanto, Lacon preparaba sudefensa.

—Permítanme decir primero que

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estoy tan sorprendido por esto como elque más —dijo—. Esto es un golpebajo, George. Lo lógico habría sidodisponer de un poco de tiempo paraprepararse. He de confesar que a mí meresulta un poco incómodo ser el enlacecon un servicio que al parecer hacortado todos sus contactos últimamente.

Wilbraham dijo «eso, eso». Smileymantuvo un silencio de mandarín.Pretorius, de la competencia, frunció elceño apoyando aquellas palabras.

—Además llega en un momentoembarazoso —añadió engoladamenteLacon—. Me refiero a la tesis, tu tesisen sí es… bueno, grave. Es muy difícil

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aceptarla. Es muy difícil afrontarla,George.

Tras asegurar así una vía de escape.Lacon hizo la comedia de pretender quequizá no hubiera una bomba debajo de lacama.

—Permitidme que resuma elresumen. ¿Puedo hacerlo? Hablando confranqueza, George. Un destacadociudadano chino de Hong Kong essospechoso de actividades de espionajea favor de los rusos. ¿Ése es el meollodel asunto, no?

—Se sabe que recibe subvencionesrusas muy cuantiosas —le corrigióSmiley, mirándose las manos.

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—De un fondo secreto dedicado afinanciar agentes de penetración…

—Sí.—¿Solamente para financiarlos? ¿O

tiene otros usos ese fondo?—Que nosotros sepamos, no ha

tenido ningún otro uso —dijo Smiley enel mismo tono lapidario de antes.

—Como por ejemplo…propaganda… fomento extraoficial delcomercio… comisiones, ese tipo decosas… ¿no?

—Que nosotros sepamos, no —repitió Smiley.

—Sí, ¿pero hasta qué punto sabenellos? —dijo Wilbraham desde una

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posición inferior—. No han sabido grancosa en el pasado, ¿no es cierto?

—¿Te das cuenta de lo que buscoyo? —preguntó Lacon.

— Que r r í a mo s muchísima másconfirmación —dijo, con una sonrisaalentadora, la dama colonial vestida decastaño eclesial.

—También nosotros —convinosuavemente Smiley.

Una o dos cabezas se alzaronsorprendidas.

—Es para obtener confirmación paralo que pedimos autorizaciones ypermisos —continuó Smiley.

Lacon recuperó la iniciativa.

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—Se acepta tu tesis de momento. Unfondo encubierto para serviciossecretos, todo más o menos como dices.

Smiley dio un asentimiento remoto.—¿Hay algún indicio de que realice

actividades subversivas en la Colonia?—No.Lacon miró sus notas. A Guillam se

le ocurrió de pronto que había hechomuchos deberes.

—¿No está abogando, por ejemplo,por la retirada de sus reservas deesterlinas de Londres? Eso nos pondríaen novecientos millones más de librasen números rojos…

—No, que sepamos.

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—No nos dice que nos vayamos dela isla. ¿No está fomentando huelgas nipidiendo la unión con el Continente niagitando ante nuestras narices el malditotratado?

—No, que sepamos.—No es partidario de la igualdad

social. No pide sindicatos eficaces nivoto libre ni salario mínimo nienseñanza obligatoria ni igualdad racialni un parlamento independiente para loschinos en vez de sus asambleasdomesticadas, o comoquiera que sellamen…

—Legco y Exco —mascullóWilbraham—. Y no están domesticadas.

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—No, no pide nada de eso —dijoSmiley.

—¿Qué es lo que hace, entonces? —interrumpió nervioso Wilbraham—.Nada. Ésa es la respuesta, lo haninterpretado todo mal. Es todo undisparate.

—En realidad —continuó Lacon,como si no hubiera oído—,probablemente esté haciendo tanto porenriquecer la Colonia como cualquierotro hombre de negocios chino, rico yrespetable. Tanto o tan poco. Cena conel gobernador, pero supongo que no setiene noticia de que saquee el contenidode su caja fuerte. De hecho, a todos los

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efectos exteriores, es una especie deprototipo de Hong Kong: directivo delJockey Club, realiza obras de caridad,es un pilar de la sociedad integrada, unhombre de éxito, benévolo, con lariqueza de Creso y una moral comercialde prostíbulo.

—¡Eso me parece un poco duro! —objetó Wilbraham—. Calma, Oliver.Recuerda las nuevas urbanizaciones.

De nuevo Lacon prosiguió sin hacercaso de él:

—Aunque le falte la Cruz de laVictoria, una pensión por invalidez deguerra y una baronía, es difícil, pues,imaginar un individuo menos adecuado

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para el acoso del servicio secretobritánico o para que le reclute elservicio secreto ruso.

—En mi mundo, a eso le llamamosuna buena cobertura —dijo Smiley.

—Touché, Oliver —dijo Enderbymuy satisfecho.

—Sí, claro, todo es cobertura enestos tiempos —dijo lúgubrementeWilbraham, pero no liberó a Lacon delarpón.

Primer asalto para Smiley, pensóGuillam encantado, recordando laespantosa cena de Ascot: Aserrán,aserrán, maderitas de San Juan,canturreó para sí, con el reconocimiento

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debido a su anfitriona.—¿Hammer? —dijo Enderby, y

Hacienda tuvo una breve entrada en laque Smiley fue arrastrado sobre lasbrasas por sus cuentas financieras, perosólo Hacienda parecía considerarrelevante la transgresión de Smiley.

—Ése no es el objetivo por el que seos concedió un salvavidas secreto —seguía insistiendo Hammer con cóleragalesa—. Eran sólo fondospostmortem…

—Bueno, bueno, así que George hasido un chico travieso —interrumpió porfin Enderby, poniendo término al acoso—. ¿Ha tirado el dinero por el desagüe

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o ha logrado un triunfo barato? Ése es elasunto. Muy bien, Chris, le toca jugar alImperio.

Estimulado por estas palabras,Wilbraham ocupó formalmente elestrado, respaldado por su dama decastaño eclesial y su ayudante pelirrojo,cuyo joven rostro lucía ya una expresiónintrépida de apoyo a su jefe.

Wilbraham era uno de esos hombresque no se dan cuenta de cuánto tiempodedican a pensar.

—Sí —empezó después de una era—. Sí. Sí, bueno, me gustaríamantenerme firme en lo del dinero, sipudiese, lo mismo que Lacon, para

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empezar.Era ya evidente que consideraba la

petición como una invasión de suterritorio.

—Puesto que el dinero es todo loque hemos conseguido para seguir —subrayó con intención, volviendo unapágina de su carpeta—: Sí.

Luego, siguió otra pausainterminable.

—Decís aquí que el dinero llegabaen principio de París a través deVientiane. —Pausa—. Digamos que losrusos cambian luego de sistema, y quepasan a pagar a través de un canalcompletamente distinto. Digamos una

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línea de comunicación Hamburgo—Viena—Hong Kong. Complejidadesinterminables, subterfugios, todo eso…aceptaremos lo que decís… ¿deacuerdo? Digamos que es la mismacuantía con otro sombrero. De acuerdo.Ahora, veamos ¿por qué pensáis que lohicieron?

Digamos, registró Guillam, que eramuy sensible a los tics verbales.

—Es una práctica lógica variar devez en cuando la rutina —replicóSmiley, repitiendo la explicación que yahabía expuesto en el informe.

—Cosa del oficio, Chris —intercalóEnderby, al que complacía su poquito de

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jerga, y Martindale, aún piano, le lanzóuna mirada de admiración.

Wilbraham empezó a revivir otravez lentamente.

—Tenemos que guiamos por lo queKo hace —proclamó, con desconcertadofervor, golpeando con los nudillos en lamesa entapetada—. No por lo querecibe. Ése es mi argumento. Despuésde todo, en fin, no se trata del dinero delpropio Ko, ¿verdad? Legalmente notiene nada que ver con él.

Esta amonestación provocó unmomento de desconcertado silencio.

—Página dos, arriba —continuó—.El dinero está todo en depósito.

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Un rumor de hojas general como sitodos, salvo Smiley y Guillam, abriesensus carpetas.

—En fin, no sólo no se ha gastado mun céntimo de ese dinero, lo cual yaresulta bastante raro de por sí (volveréen seguida sobre esto), sino que no esdinero de Ko. Es un depósito, y cuandoaparezca el depositante, sea quien sea,el dinero será suyo. Hasta entonces,digamos que es dinero en depósito. Asíque, bueno, ¿qué mal ha hecho Ko?¿Que abrió una cuenta enadministración? No hay ninguna ley quelo prohíba. Es algo que se hace todoslos días, sobre todo en Hong Kong. El

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beneficiario de la cuenta… bueno,(podría estar en cualquier sitio! EnMoscú o en Tumbuctú. O…

Pareció incapaz de dar con un tercerlugar, así que se calló, para desazón desu ayudante pelirrojo que miraba ceñudoa Guillam, como desafiándole.

—La cuestión es: ¿Qué hay contraKo?

Enderby tenía el palito de una cerillaen la boca y lo hacía girar entre losdientes. Consciente quizá de que suadversario había lanzado un buen golpepero lo había lanzado mal (mientras quesu especialidad personal solía ser locontrario) lo sacó y contempló el

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extremo humedecido.—¡Qué demonios es todo esto de las

huellas digitales, George! —preguntó,quizás intentando deshinchar el éxito deWilbraham—. Parece una cosa dePhillips Oppenheim.

Cockney de Belgravia, pensóGuillam: la última etapa del colapsolingüístico.

Las respuestas de Smiley conteníanmás o menos la misma emoción que unreloj parlante.

—El uso de huellas dactilares es unavieja práctica bancaria en la costa china.Data de la época del analfabetismogeneralizado. Muchos chinos de

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ultramar prefieren utilizar bancosingleses en vez de los suyos, y lascaracterísticas de esta cuenta no tienennada de extraordinario. No se nombra albeneficiario, pero éste se identifica pormedios visuales, como por ejemplo, lamitad de un billete roto, o en este casola huella dactilar del pulgar izquierdo,basándose en el supuesto de que estámenos gastada por el roce que la delderecho. Es muy improbable que elbanco ponga mala cara, siempre que elque abra la cuenta haya asegurado a losdepositarios contra cargos por pagoaccidental o equivocado.

—Gracias —dijo Enderby, e inició

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más sondeo con el palito de cerilla—.Supongo que podría ser el pulgar delpropio Ko —sugirió—. Nada le impidehacerlo, ¿verdad? Entonces seria dinerosuyo sin más. Si él es depositante ybeneficiario al mismo tiempo, sin dudase trata de su propio dinero.

Para Guillam, el asunto habíatomado ya un giro completamenteridículo y erróneo.

—Eso es pura suposición —dijoWilbraham, tras el habitual silencio dedos minutos—. Supongamos que Ko estáhaciéndole un favor a un amigo.Supongámoslo por un momento. Y eseamigo se ha metido en un lío, digamos, o

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está haciendo negocios con los rusos envarios sectores. A los chinos lesencanta conspirar. Dominar todos lostrucos, hasta a los mejores les sucedeeso. Ko no es distinto, estoy seguro.

El pelirrojo, hablando por vezprimera, aventuró un apoyo directo.

—La petición se basa en una falacia—declaró audazmente, hablando máspara Guillam que para Smiley. Puritanode sexto grado, pensó Guillam: Cree queel sexo debilita y que espiar es inmoral.

—Vosotros decís que Ko está en lanómina rusa —continuó el pelirrojo—.Nosotros decimos que eso no estádemostrado. Decimos que el depósito

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puede contener dinero ruso, pero que Koy el depósito son entidadesdiferenciadas.

Arrastrado por su indignación, elpelirrojo continuó, extendiéndosedemasiado.

—Vosotros habláis de culpa.Mientras que nosotros decimos que Kono ha hecho nada malo, de acuerdo conlas leyes de Hong Kong y que debedisfrutar de los derechos quecorresponden a un súbdito colonial.

Se elevaron varias voces a la vez.Ganó la de Lacon:

—Aquí nadie habla de culpabilidad—replicó—. La culpabilidad aquí no

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interviene para nada. De lo quehablamos es de seguridad, únicamente.De seguridad, y de si es deseable o noinvestigar una aparente amenaza.

El colega de Hacienda del galésHammer era un sombrío escocés, segúnse hizo patente, con un estilo tan directocomo el del puritano de sexto grado.

—Nadie pretende violar losderechos coloniales de Ko —masculló—. No tiene ninguno. No hay ninguna leyde Hong Kong que diga que elgobernador no puede abrir con vapor lacorrespondencia del señor Ko, controlarsu teléfono, sobornar a su doncella oponer escuchas en su casa hasta el día

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del Juicio. Nada en absoluto. Hayalgunas cosas más que el gobernadorpuede hacer, si lo considera adecuado.

—Es también especulación —dijoEnderby, con una mirada a Smiley—. ElCircus no tiene servicios locales paraesas travesuras y, en cualquier caso,dadas las circunstancias, seríapeligroso.

—Sería escandaloso —dijoimprudentemente el muchacho pelirrojo,y el ojo de gourmet de Enderby, curtidopor toda una vida de banquetes, se alzóhacia él y le anotó para un futurotratamiento.

Y ésa fue la segunda escaramuza,

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que tampoco fue decisiva. Continuaronmás o menos igual, debatiendo el asuntohasta el descanso del café, sin vencedorni cadáver. Segundo asalto, empate,decidió Guillam. Se preguntódesanimado cuántos asaltos habría.

—¿Para qué sirve todo esto? —preguntó bajo el murmullo a Smiley—.No van a eliminar el problemahablando.

—Tienen que reducirlo a su propiotamaño —explicó sin reservas Smiley.Y, tras estas palabras, pareciórefugiarse en un retraimiento oriental,del que ningún esfuerzo de Guillam lesacaría. Enderby pidió nuevos

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ceniceros. El subsecretarioparlamentario dijo que tenían queintentar avanzar un poco.

—Pensemos lo que cuesta esto a loscontribuyentes, el que estemos aquísentados —urgió muy orgulloso.

Faltaban aún dos horas para lacomida.

Enderby, iniciando el tercer asalto,pasó al peliagudo tema de si debíacomunicarse al Gobierno de Hong Kongla información secreta relativa a Ko.Esto era pura picardía de Enderby,según Guillam, puesto que la posición

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de la oficina colonial fantasma (comodenominaba Enderby a sus confrères deconfección casera) aún seguía siendoque no había crisis alguna y, enconsecuencia, nada que comunicar anadie. Pero el honrado Wilbraham, sinver la trampa, se metió en ella y dijo:

—¡Claro que hay que avisar a HongKong! Tienen autogobierno. No quedaalternativa.

—¿Oliver? —dijo Enderby, con lacalma del hombre que tiene buenascartas.

Lacon alzó la vista, claramenteirritado al ver que le arrastraban acampo abierto.

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—¿Oliver? —repitió Enderby.—Siento la tentación de contestar

que es asunto de Smiley y la Colonia deWilbraham y que deberíamos dejarles aellos debatir el asunto —dijo,permaneciendo firme en la barrera.

Lo que dio paso a Smiley:—Bueno, si fuese el gobernador y

nadie más, yo no podría oponerme, claro—dijo—. Es decir, si no creéis que esdemasiado para él —añadiódubitativamente, y Guillam vio que elpelirrojo se agitaba de nuevo.

—¿Por qué demonios iba a serdemasiado para el gobernador? —exclamó Wilbraham, sinceramente

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perplejo—. Un administradorexperimentado, un hábil negociador.Capaz de salir adelante en cualquiersituación. ¿Por qué iba a ser demasiado?

Esta vez fue Smiley quien hizo lapausa.

—Tendría que codificar ydescodificar sus propios telegramas, porsupuesto —musitó, como si en aquelmomento estuviese abriéndose paso através de las posibles implicaciones—.No podríamos permitirle quecomunicase el asunto a su personal,naturalmente. Eso seria pedir demasiadoa todos. Libros de clave personales…bueno, eso podemos solucionarlo, sin

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duda, podemos proporcionárselo.Podría resolver este problema en casonecesario. Está también la cuestión,supongo, de que el gobernador se veaforzado a la posición de agentprovocateur si continúa recibiendo a Koa nivel de relaciones sociales, lo cualdeberá seguir haciendo, naturalmente.No podemos espantar la caza a estasalturas. ¿Le importaría eso a él? Puedeque no. Algunas personas se lo tomancon mucha naturalidad.

Miraba a Enderby al decir esto.Wilbraham estaba ya protestando:—Pero, por amor de Dios, hombre,

si Ko fuese un espía ruso, y nosotros

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decimos que no lo es en modo alguno, ysi el gobernador le convida a cenar, y deun modo perfectamente natural, enconfianza, comete alguna pequeñaindiscreción… bueno, me pareceabsolutamente injusto, podría destruir lacarrera de ese hombre. ¡Y no digamosya lo que podría significar para laColonia! ¡Hay que decírselo!

Smiley parecía más soñoliento quenunca.

—Bueno, claro, si es propenso a lasindiscreciones —murmuró mansamente— supongo que podríamos decir que noes persona adecuada para recibir esainformación, en realidad.

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En el gélido silencio, Enderby sesacó una vez más, perezosamente, elpalito de cerilla de la boca.

—Sería terrible, verdad, Chris —dijo alegremente desde el fondo de lamesa a Wilbraham—, que Pekíndespertase una mañana y recibiese lagrata noticia de que el gobernador deHong Kong, representante de la Reina ydemás, jefe de las tropas, etcétera, sededicaba a agasajar al espía jefe deMoscú en su propia mesa una vez almes. Y que le daba una medalla por susméri tos. ¿Qué ha conseguido hastaahora? ¿No es siquiera caballero,verdad?

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—Una Orden del Imperio Británico—dijo alguien sotto voce.

—Pobre chico. Aun así, puede llegara conseguirlo, supongo. Logrará subir,lo conseguirá, igual que todos nosotros.

Enderby era ya caballero, enrealidad, mientras que Wilbrahamestaba atrapado en el fondo del barril,debido a la creciente escasez deColonias.

—No hay caso —dijo Wilbrahamcon firmeza, y posó una mano peludasobre el sensacional informe que teníaante sí.

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Siguió un alboroto general, para eloído de Guillam un intermezzo, en elque por entendimiento tácito se permitióa los personajes secundarios intervenircon preguntas intrascendentes para queconsiguiesen una mención en losminutos. El galés Hammer quiso dejarsentado aquí y ahora lo que pasaría conel medio millón de dólares de dineroreptil de Moscú Centro si porcasualidad caía en manos inglesas.Advirtió que no podía ni plantearsesiquiera el que fuese simplementereciclado a través del Circus. Haciendatendría derechos exclusivos sobre él.¿Quedaba claro eso?

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Quedaba claro, dijo Smiley.Guillam empezó a divisar un

abismo. Algunos daban por supuesto,aunque a regañadientes, que lainvestigación era un fait accomplit; yotros seguían luchando en una acción deretaguardia contra su desarrollo.Hammer, advirtió Guillam para susorpresa, parecía aceptar lainvestigación.

Una cadena de preguntas sobreresidencias «legales» e «ilegales»,aunque tediosa, sirvió para estimular eltemor a una amenaza roja. Luff, elparlamentario, quiso que le explicasenla diferencia. Así lo hizo Smiley,

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pacientemente. Un residente «oficial» o«legal», dijo, era un funcionario delservicio secreto que vivía bajoprotección oficial o semioficial. Dadoque el Gobierno de Hong Kong, pordeferencia a los recelos de Pekínrespecto a Rusia, había consideradooportuno eliminar toda forma derepresentación soviética en la Colonia(Embajada, Consulado, Tass, RadioMoscú, Novosti, Aeroflot, Intourist y lasdemás banderas de conveniencia bajolas que navegan tradicionalmente loslegales), de ello se deducía pordefinición que cualquier actividadsoviética en la Colonia tenía que

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realizarla un aparato ilegal, oextraoficial.

Era esta presunción la que habíaencauzado los esfuerzos de losinvestigadores del Circus hacia eldescubrimiento de la vía dinerariasustituía, dijo, evitando el término «vetade oro», de la jerga profesional.

—Ah, bueno, entonces en realidadhemos obligado a los rusos a hacerlo —dijo Luff muy satisfecho—. Sólopodemos echamos la culpa a nosotrosmismos. Fastidiamos a los rusos y elloscontestan. En fin, ¿a quién puedesorprenderle? Es el último lío delgobierno que arreglamos. No nos

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corresponde a nosotros en absoluto. Siprovocamos a los rusos, recibimos loque merecemos. Natural. Estamoscosechando tempestades, como siempre.

—¿Qué han hecho los rusos en HongK o ng antes de esto? —preguntó unchico inteligente de la trastienda delMinisterio del Interior.

Los colonialistas revivieron deinmediato. Wilbraham empezó a hojearfebrilmente una carpeta, pero al ver quesu ayudante pelirrojo tiraba de la correa,murmuró:

—Eso ya lo harás luego, John,¿entendido? Bien —añadió y se retrepó,con expresión furiosa. La dama de

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castaño sonrió nostálgica aldeshilachado tapete de la mesa, como sise acordara de cuando estaba nuevo. Elpuritano de sexto grado hizo su segundasalida desastrosa:

—Consideramos los precedentes deeste caso muy iluminadores en realidad—empezó agresivamente—. Lasanteriores tentativas de Moscú Centrode lograr un punto de apoyo en laColonia han sido todas y cada una, sinexcepción, fallidas y sumamente torpes.

Enumeró una serie de aburridosejemplos:

—Hace cinco años —dijo— unfalso archimandrita ortodoxo ruso voló

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de París a Hong Kong con el propósitode establecer lazos con los restos de lacomunidad rusa blanca.

»Este caballero, intentó presionar aun anciano restaurador para que sepusiera al servicio de Moscú Centro yfue detenido en seguida. Másrecientemente, hemos tenido casos demarineros que desembarcaban decargueros rusos que habían hecho escalaen Hong Kong para reparaciones.Habían hecho torpes tentativas desobornar a estibadores y trabajadoresportuarios a los que consideraban detendencia izquierdista. Fuerondetenidos, interrogados y zarandeados

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por la Prensa; y se les obligó apermanecer en su barco durante el restode la estancia de éste en la isla.

Dio otros ejemplos igualmenteinsustanciales, todos estaban yaadormilados, esperando la últimavuelta:

—Nuestra política ha sidoexactamente la misma en todas lasocasiones. Nada más capturarlos, losculpables son puestos en la piquetapública. ¿Fotógrafos de Prensa? Puedensacar las fotos que gusten, caballeros.¿Televisión? Preparen sus cámaras.¿Resultado? Pekín nos da una amablepalmadita en la espalda por contener el

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expansionismo imperialista soviético.Totalmente dominado por la

emoción, halló fuerzas para dirigirsedirectamente a Smiley:

—Ya puedes ver, respecto a tusredes de ilegales, que en realidad lasdescartamos todas. Legales, ilegales,oficiales y extraoficiales, nos da igual.Nuestro punto de vista es: ¡El Circusestá haciendo una petición especial conobjeto de meter la nariz de nuevo en lameta!

Cuando abría la boca para emitir unarespuesta adecuada. Guillam sintió untoque moderador en el codo y volvió acerrarla.

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Hubo un largo silencio, durante elcual Wilbraham parecía másembarazado que nadie.

—A mí eso me parece humo, másque nada, Chris —dijo secamenteEnderby.

—¿Qué quiere decir? —preguntónervioso Wilbraham.

—Sólo quiero contestar a lo que haexplicado por ti tu ayudante, Chris.Humo. Engaño. Los rusos esgrimen susable donde puedas verlos, y mientrastienes la cabeza vuelta hacia donde nopasa nada, ellos realizan el trabajo suciopor el otro lado de la isla. Es decir, elhermano Ko. ¿No es así, George?

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—Bueno, sí, ése es nuestro punto devista —admitió Smiley—. E imaginoque debería recordar (en realidad estáen la petición) que el propio Haydoninsistía siempre mucho en que los rusosno tenían nada en marcha en Hong Kong.

—La comida —anunció Martindalesin gran optimismo.

Comieron arriba, sombríamente, enbandejas de plástico traídas enfurgoneta. Los compartimentos de lasbandejas tenían unas divisiones tanbajas que a Guillam las natillas se lemezclaron con la carne.

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Refrescado con esto, Smiley sesirvió del torpor de sobremesa paradespertar lo que Lacon habíadenominado el factor pánico. Buscó,más concretamente, afianzar en losreunidos una sensación de lógica detrásde la presencia soviética en Hong Kong,aun en el caso, dijo, de que Ko nosirviera de ejemplo.

Hong Kong, el mayor puerto de laChina continental, manejaba el cuarentapor ciento de su comercio exterior.

Se calculaba que uno de cada cincoresidentes de Hong Kong viajabanlegalmente a China todos los años:aunque sin duda los viajeros que lo

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hacían más veces eran los que elevabaneste promedio.

La China roja mantenía en HongKong, sub rosa, pero con la plenaconnivencia de las autoridades, equiposde negociadores, economistas y técnicosde primera fila para controlar losintereses de Pekín en el comercio, losfletes y el desarrollo; y todos ellosconstituían un objetivo lógico de losservicios secretos, para «seducción, uotras formas de persuasión secreta»,según sus propias palabras.

Las flotas de juncos y de barcospesqueros de Hong Kong gozaban dematriculación doble en Hong Kong y en

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la costa china y cruzaban libremente lasaguas chinas en uno y otro sentido…

Enderby interrumpió mascullandouna pregunta de apoyo:

—Ko es propietario de una flota dejuncos. ¿No dijiste antes que era uno delos últimos bravos?

—Sí, sí la tiene.—¿Pero él no visita personalmente

el Continente?—No, jamás. Por lo que sabemos,

va su ayudante, pero Ko no.—¿Ayudante?—Tiene una especie de

administrador llamado Tiu. Llevanjuntos veinte años. Más. Comparten un

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pasado común. Hakkas, Shanghai ydemás. Tiu es testaferro suyo en variasempresas.

—¿Y Tiu va al Continente conregularidad?

—Por lo menos una vez al año.—¿A todas partes?—Tenemos referencia de Cantón,

Pekín, Shanghai. Pero puede haber otroslugares de los que no tengamosreferencia.

—Pero Ko se queda en casa.Curioso.

No habiendo más preguntas nicomentarios sobre este aspecto, Smileyresumió su recorrido por los encantos de

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Hong Kong como base de espionaje.Hong Kong era único, afirmósimplemente. No había otro lugar en latierra que ofreciese una décima parte delas facilidades que ofrecía Hong Kongpara poner un pie en China.

—¡Facilidades! —repitióWilbraham—. Tentaciones, mejor.

Smiley se encogió de hombros.—Si lo prefieres, tentaciones —

aceptó—. El servicio secreto soviéticono tiene fama de resistirlas.

Y en medio de algunas risasperspicaces, continuó explicando lo quese sabía de las maniobras de MoscúCentro hasta el presente contra el

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objetivo chino como un todo: unresumen conjunto de Connie y di Salis.Describió los intentos de Moscú deatacar por el norte, mediante lainfiltración y el reclutamiento masivosde sus propias etnias chinas. Fallidos,dijo. Describió una inmensa red depuestos de alistamiento a lo largo de loscasi siete mil kilómetros de fronteraterrestre chino—soviética:improductivos, dijo, puesto que elresultado era militar mientras que laamenaza era política. Explicó losrumores de aproximaciones soviéticas aFormosa, proponiendo hacer causacomún contra la amenaza china mediante

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operaciones conjuntas y de participaciónen beneficios: rechazadas, dijo, ydestinadas, probablemente, a ofender, airritar a Pekín; por tanto, no debíanconsiderarse en serio. Citó ejemplos—de la utilización por parte de los rusosde buscadores de talentos entre lascomunidades chinas de Londres,Amsterdam, Vancouver y San Francisco,y mencionó las veladas propuestas deMoscú Centro a los primos unos añosatrás para la creación de un «fondocomún de informaciones secretas» adisposición de todos los enemigoscomunes de China. Infructuosas, dijo.Los primos no aceptaron. Por último,

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aludió a la larga historia de operacionesde acoso y soborno descarado de MoscúCentro contra funcionarios de Pekín enpuestos en el exterior: resultadoindefinido, dijo.

Una vez expuesto todo esto, seretrepó en su asiento y reformuló la tesisque estaba provocando todo elproblema.

—Tarde o temprano —repitió—,Moscú Centro tiene que llegar a HongKong.

Lo que les remitió de nuevo a Ko, ya Roddy Martindale, que bajo la mirada

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de águila de Enderby, protagonizó elsiguiente lance de armas auténtico.

—Bueno, ¿para qué creéis vosotros,George, que es el dinero? En fin, hemosoído todas las cosas para las que no es,y nos hemos enterado de que no se estágastando. Pero no sabemos nada más,¿verdad? No sabemos nada, segúnparece. Es la misma pregunta desiempre: ¿Cómo se gana el dinero, cómose gasta, qué debemos hacer?

—Eso son tres preguntas —dijocruelmente Enderby entre dientes.

—Es precisamente porque nosabemos —dijo Smiley impasible— porlo que estamos pidiendo permiso para

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investigar.—¿Medio millón es mucho? —

preguntó alguien desde los bancos deHacienda.

—Según mi experiencia —dijoSmiley —es algo sin precedentes.Moscú Centro —evitaba obligadamenteKarla— se resiste siempre a comprar lalealtad. Y el comprarla a esta escala esalgo insólito en ellos.

—Pero, ¿la lealtad de quién estáncomprando? —se quejó alguien.

Martindale, el gladiador, volvió a lacarga:

—No nos lo dices todo, George.Estoy seguro. Sabes más, no me cabe la

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menor duda. Vamos, infórmanos. Noseas evasivo.

—Sí, ¿no puedes explicamos algunascosas? —dijo Lacon, quejumbrosotambién.

—Seguro que puedes bajar laguardia un poco —suplicó Hammer.

Ni siquiera este ataque a tres bandashizo vacilar a Smiley. El factor pánicorendía sus frutos al fin. Lo habíadisparado el propio Smiley. Apelaban aél como pacientes asustados pidiendo undiagnóstico. Y Smiley se negaba afacilitarlo, basándose en la falta dedatos.

—En realidad, lo único que puedo

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hacer es daros los datos tal como están.En esta etapa, no me sería nada útilespecular en voz alta.

Por primera vez desde que empezóla reunión, la dama colonial de castañoabrió la boca para hacer una pregunta:

Tenía una voz inteligente ymelodiosa:

—Respecto a la cuestión deprecedentes, señor Smiley —Smileyinclinó la cabeza en una extrañareverencia—. ¿Hay precedentes de quelos rusos hayan entregado dinero secretoa un depositario? En otros lugares, porejemplo…

Smiley no contestó de inmediato.

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Sentado sólo a unos centímetros de él,Guillam juró que percibía una tensiónsúbita, como un borbotón de energía,recorriendo a su vecino. Pero cuandomiró su impasible perfil, sólo vio en sujefe una somnolencia que seintensificaba y una ligera inclinación delos cansados párpados.

—Se han dado algunos casos de losque nosotros llamamos pensiones dedivorcio —admitió al fin.

—¿Pensiones de divorcio, señorSmiley? —repitió la dama colonial,mientras su compañero pelirrojoacentuaba el ceño, como si el divorciofuese también algo que él desaprobaba.

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Smiley avanzaba por este caminocon sumo cuidado.

—Hay, claro está, agentes quetrabajan en países hostiles, hostilesdesde el punto de vista soviético, quepor razones de cobertura no puedendisfrutar de su paga mientrasdesempeñan su misión.

La dama de castaño afirmó con undelicado ademán indicando queentendía.

—La práctica normal en tales casos—continuó Smiley— es depositar eldinero en Moscú y ponerlo adisposición del agente cuando éste tienelibertad para gastarlo. O ponerlo en

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manos de las personas a su cargo…—Si él cae en el cepo —dijo

Martindale con satisfacción.—Pero Hong Kong no es Moscú —

le recordó con una sonrisa la damacolonial.

Smiley casi había hecho un alto.—En casos raros en los que el

incentivo es monetario, y el agente nodesea en realidad un posiblereasentamiento en Rusia, se sabe queMoscú Centro, si media una presiónexterna, hace algo parecido, por ejemploen Suiza.

—¿Pero no en Hong Kong? —insistió ella.

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—No. Nunca. Y resultainconcebible, por los antecedentes, queMoscú considerase la posibilidad deuna pensión de esta escala. Sería sinduda un incentivo para que el agente seretirase del terreno.

Hubo risas, pero cuando seapagaron, la dama de castaño tenía listala siguiente pregunta.

—Pero los pagos empezaron a unaescala modesta —insistió amablemente—. El incentivo es sólo de fecharelativamente reciente…

—Correcto —dijo Smiley.Demasiado correcto, pensó Guillam,

que empezaba a alarmarse.

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—Señor Smiley, si el dividendofuese de bastante valor para ellos, ¿creeusted que los rusos estarían dispuestos atragarse sus objeciones y a pagar unprecio así? Después de todo, entérminos absolutos, el dinero estotalmente intrascendente respecto alvalor de una ventaja notable en el campodel espionaje.

Smiley sencillamente se habíainmovilizado. No hacía ningún gestoconcreto. Se mantenía cortés; logróincluso una sonrisilla, pero se limitaba aponer punto final a las conjeturas.Correspondió a Enderby descartar laspreguntas.

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—Bueno, muchachos, si no noscontrolamos, nos pasaremos todo el díateorizando —exclamó, mirando el reloj—. Veamos, ¿vamos a meter en esto alos norteamericanos, Chris? Si no vamosa contárselo al gobernador, ¿se lodecimos a nuestros galantes aliados?

George se salvó por la campanilla,pensó Guillam.

Ante la mención de los primos,Wilbraham se lanzó como un torofurioso. Guillam supuso que habíapercibido que acechaba la cuestión, yque decidió liquidarla de inmediato encuanto asomase la cabeza.

—Lo siento, vetado —masculló,

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prescindiendo de su parsimonia habitual—. Absolutamente. Por una infinidad derazones. Una de ellas, la demarcación.Hong Kong es territorio nuestro. Allí notienen derecho de pesca losnorteamericanos. Ninguno. Además, Koes súbdito británico, y tiene derecho aque nosotros le protejamos. Supongoque esto es anticuado. No me importamucho, sinceramente. Losnorteamericanos se lanzarían por laborda. Ya lo han hecho antes. Dios sabedónde acabaría el asunto. Tercero:cuestión de protocolo.

Esto lo decía irónicamente. Intentabaapelar a los instintos de un ex

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embajador, con la intención de despertarsu simpatía.

—Sólo una pequeña cuestión,Enderby. Decírselo a losnorteamericanos y no decírselo algobernador… si yo fuese el gobernador,y se me pusiese en esa situación,devolvería la placa. Eso es todo lo quepuedo decir. Tú también lo harías. Séque lo harías. Tú lo sabes. Yo lo sé.

—Suponiendo que lo descubrieses—le corrigió Enderby.

—No te preocupes. Lo descubriría.Para empezar, los tendría de diez enfondo rastreando su casa conmicrófonos. Les dejamos entrar en uno o

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dos sitios de África. Desastroso.Desastre total.

Apoyó los antebrazos en la mesa,uno sobre el otro, y les miró furioso.

Un carraspeo vehemente como elrumor de un motor fueraborda proclamóun fallo en una de las pantallas acústicaselectrónicas. Quedó bloqueada, senormalizó y volvió a bloquearse otravez.

—Tendría que ser un individuo muylisto el que te engañase en eso, Chris —murmuró Enderby, con una ampliasonrisa admirativa, en el tenso silencio.

—Aprobado —masculló Lacon depronto.

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Ellos saben, pensó sencillamenteGuillam. George les ha igualado. Sabenque ha hecho un trato con Martello ysaben que no lo dirá porque estádecidido a mentir. Pero Guillam no veíanada a las claras aquel día. Mientras lascamarillas de Hacienda y de Defensacoincidían cautamente en lo que parecíaser un tema claro («mantener a losnorteamericanos al margen») el propioSmiley parecía misteriosamentecontrario a pisar la línea.

—Pero subsiste el dolor de cabezade lo que se va a hacer en concreto conlos datos secretos —dijo—. Si decidísque el servicio que propongo no

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procede, quiero decir —añadiódubitativo, a la confusión general.

Guillam sintió alivio al descubrirque Enderby estaba igualmentedesconcertado:

—¿Qué demonio quiere decir eso?—exigió, uniéndose por un momento a lajauría.

—Ko tiene intereses financieros entodo el Sudeste de Asia —les recordóSmiley—. Página uno de mi solicitud.

Actividad; rumor de papeles.—Tenemos información, por

ejemplo —continuó— de que controla, através de intermediarios y testaferros,cosas tan diversas como una red de

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bares nocturnos en Saigón, una empresaaeronáutica con sede en Vientiane, unsector de una flota de petroleros enTailandia… podría considerarse quevarias de estas empresas tienen aspectospolíticos que corresponden claramentea la esfera de influencia norteamericana.Y para ignorar nuestras obligacionespara con ellos debería disponer de unaorden escrita de ustedes según losacuerdos bilaterales existentes.

—Continúa —ordenó Enderby, ysacó una cerilla nueva de la caja quetenía ante sí.

—Bueno, creo que ya he expuesto mipunto de vista, gracias —dijo

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cortésmente Smiley—. En realidad esmuy simple. Suponiendo que noprocedamos, lo cual, según me diceLacon, es lo más probable hoy, ¿quédebo hacer yo? ¿Tirar estos datos a lapapelera? ¿O pasárselos a nuestrosaliados según los acuerdos vigentes?.

—Aliados —exclamó Wilbrahamcon amargura—. ¿Aliados? ¡Estásponiéndonos una pistola en la sien,hombre!

La férrea respuesta de Smileyresultó más sorprendente por lapasividad que la había precedido.

—Yo tengo una instrucción vigentede este comité de recomponer nuestro

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contacto con los norteamericanos. Estáescrito en mi célula de nombramiento,por ustedes mismos, que tengo que hacertodo lo posible por fomentar esarelación especial y resucitar el espíritude mutua confianza que existía antesde… Haydon. «Que volvamos arecuperar el puesto en la mesa rectora»,dijeron ustedes…

Miraba directamente a Enderby.—Mesa rectora —repitió alguien,

una voz absolutamente nueva—. El arade los sacrificios, diría yo. Yaquemamos el Oriente Medio y la mitadde África en ella, todo por la relaciónespecial.

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Pero parecía que Smiley no oyera.Había vuelto a su actitud de renuencialastimera. A veces su triste rostroexpresaba que las cargas de su oficioeran sencillamente excesivas para podersoportarlas.

Se aposentó luego un renovadoimpulso de enfurruñamiento desobremesa. Alguien se quejó del humodel tabaco. Se llamó a un ordenanza.

—¿Qué demonios pasa con losextractores? —preguntó Enderbyirritado—. Estamos asfixiándonos.

—Son las piezas —dijo elordenanza—. Las pedimos hace meses,señor. Antes de Navidades las pedimos,

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señor, casi hace un año, ahora que lopienso. Aún no se puede protestar por elretraso. ¿Verdad, señor?

—Dios santo —dijo Enderby.Se pidió té. Llegó en vasos de papel

que gotearon sobre el tapete. Guillamentregaba sus pensamientos al talle sinpar de Molly Meakin.

Eran casi las cuatro cuando Lacondesfiló desdeñoso ante los ejércitos einvitó a Smiley a exponer «qué esexactamente lo que pides en términosprácticos, George. Pongámoslo todosobre la mesa e intentemos hallar unarespuesta».

El entusiasmo habría sido fatal. Al

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parecer, Smiley así lo comprendió.—Primero, necesitamos derechos y

permisos para operar en el escenario delSudeste asiático… eso es indiscutible.Para que el gobernador pueda lavarselas manos respecto a nosotros —unamirada al subsecretario parlamentario—y para que puedan hacerlo también aquínuestros propios jefes. Segundo, realizarciertas investigaciones aquí, en estepaís.

Algunos, alzaron la cabeza. ElMinisterio del Interior se puso nerviosode inmediato. ¿Por qué? ¿Quién?¿Cómo? ¿Qué investigaciones? Si setratase de algo nacional tendría que ir a

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la competencia. Pretorius, del serviciode seguridad, estaba ya sobre ascuas.

—Ko estudió Derecho en Londres—insistió Smiley—. Tiene contactosaquí, sociales y de negocios. Es lógicoque los investiguemos.

Miró a Pretorius y luego continuó:—Enseñaríamos a la competencia lo

que descubriésemos —prometió.Luego, reanudó su exposición:—Respecto al dinero, mi solicitud

incluye una exposición detallada ycompleta de lo que necesitamos deinmediato, así como cálculossuplementarios de varias posiblescontingencias. Por último, solicitamos

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permiso, tanto a nivel local como a nivelWhitehall, para abrir de nuevo nuestraresidencia de Hong Kong, como baseavanzada de la operación.

Un pétreo silencio recibió la últimapropuesta, y a ello contribuyó eldesconcierto del propio Guillam. QueGuillam supiera, en ninguna parte, enninguna de las discusiones preparatoriasen el Circus, o con Lacon, habíaplanteado nadie, ni siquiera el propioSmiley, la cuestión de la reapertura deHigh Haven o de buscarle sucesor. Sealzó un nuevo clamor.

—Si eso no es posible —concluyó,por encima de las protestas—, si no

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podemos tener residencia propia,pedimos, como mínimo, aprobación aciegas para controlar a nuestros agentesextraoficiales en la Colonia. Ningúnconocimiento de las autoridades locales,pero aprobación y protección deLondres. Y que se legitimicenretrospectivamente las fuentes queexistan. Por escrito —concluyó, con unafirme mirada a Lacon, tras lo cual sepuso de pie.

Guillam y Smiley se sentaronlúgubremente, en la sala de espera, en elmismo banco salmón donde habíanempezado, codo con codo, comopasajeros que viajan en la misma

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dirección.—¿Por qué? —murmuró una vez

Guillam; pero hacerle preguntas aGeorge Smiley no sólo era de mal gustoaquel día; era un pasatiempoexpresamente prohibido por el letrerode aviso que colgaba sobre ellos en lapared.

Es la forma más estúpida deestropear una jugada, pensaba condesánimo Guillam. Lo has tirado todopor la borda, pensaba. Pobre tonto: alfinal se pasó de la raya. La únicaoperación que podría ponernos de nuevoen juego. Codicia, eso fue. La codicia deun viejo espía que tiene prisa. Seguiré

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con él, pensaba Guillam. Me hundirécon el barco. Abriremos los dos unagranja avícola. Molly podrá llevar lascuentas y Ann podrá tener aventurasbucólicas con los peones.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.—No es cuestión de sentimiento —

contestó Smiley.Muchísimas gracias, pensó Guillam.Los minutos llegaron a veinte,

Smiley no se había movido. Tenía labarbilla caída sobre el pecho, los ojoscerrados y podría parecer que estuvieserezando.

—Quizá debieras tomarte una tardelibre —dijo Guillam.

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Smiley se limitó a fruncir el ceño.Apareció un ordenanza, invitándoles

a volver. Lacon presidía ahora la mesa ysus ademanes eran introductorios.Enderby estaba sentado a dos asientosde él, conversando en murmullos con elgalés Hammer. Pretorius estaba sombríocomo nube tormentosa y su dama sinnombre fruncía los labios en uninconsciente beso reprobatorio. Laconhizo crujir sus notas pidiendo silencio y,como un juez quisquilloso, empezó aleer las detalladas conclusiones delcomité antes de pronunciar el veredicto.Hacienda había expuesto una seriaprotesta sobre el mal uso de la cuenta

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administrativa de Smiley. Smiley debíatener en cuenta también que cualquiernecesidad de permisos para actuardentro del ámbito nacional debíasolicitarse por anticipado al Servicio deSeguridad y no «saltar sobre ellos comoun conejo que brota de un sombrero enuna sesión de gala del comité». Nohabía ninguna posibilidad de abrir denuevo la residencia de Hong Kong. Esepaso era imposible, simplemente por elproblema del tiempo. En realidad, erauna propuesta sencillamente vergonzosa,vino a decir. Había una cuestión deprincipios, habrían de realizarseconsultas al más alto nivel, y, dado que

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Smiley se había manifestadoespecíficamente contrario a que seinformase al gobernador de sushallazgos (Lacon se quitó el sombreroaquí para Wilbraham) resultaríadurísimo defender la reapertura de laresidencia en un futuro previsible,teniendo en cuenta, sobre todo, ladesdichada publicidad que habíarodeado la evacuación de High Haven.

—Debo aceptar esa propuesta muy ami pesar —dijo Smiley muy serio.

Por amor de Dios, pensó Guillam:¡por lo menos caigamos luchando!

—Acéptalo como quieras —dijoEnderby, y Guillam habría jurado que

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había visto un brillo de triunfo en losojos de Enderby y del galés Hammer.

Cabrones, pensó simplemente. Notendréis pollos gratis. Mentalmente, sedespedía de todos ellos.

—Todo lo demás —dijo Lacon,posando una cuartilla y cogiendo otra—,con ciertas condiciones limitadoras yciertas salvaguardias respecto aconveniencia, dinero y duración de lalicencia, se concede.

* * *

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El parque estaba vacío. Los viajerosabonados menores habían dejado elcampo a los profesionales. Había unoscuantos amantes tendidos en la hierbahúmeda, como soldados después delcombate. Un puñado de flamencosdormitaban. Al lado de Guillam,mientras éste seguía eufóricamente en laestela de Smiley, Roddy Martindaleentonaba alabanzas a Smiley.

—Creo que George es sencillamentemaravilloso. Indestructible. Y elcontrol. Es algo que me entusiasma. Esmi cualidad humana favorita. George lotiene a paladas. Uno cambia de punto devista sobre estas cosas cuando le

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traducen. Uno se pone al nivel de ellas,lo admito. ¿Tu padre era arabista,verdad?

—Sí —dijo Guillam, pensando denuevo en Molly, preguntándose si aúnsería posible cenar.

—Y terriblemente Almanach deGotha. Pero, ¿era un especialista a.C. oun especialista d.C.?

Cuando Guillam estaba a punto dedar una respuesta absolutamenteobscena, se dio cuenta, justo a tiempo,de que Martindale preguntaba por algotan inofensivo como las preferenciaseruditas de su padre.

—¡Oh, a.C.!…a.C. completo —dijo

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—. Habría llegado hasta el Edén sihubiese podido.

—Ven a cenar.—Gracias.—Fijaremos una fecha. ¿Quién es

divertido, para variar? ¿Quién teagrada?

Delante de ellos, flotando en el aireimpregnado de rocío, oyeron la ásperavoz de Enderby que aplaudía la victoriade Smiley.

—Una reunión bárbara. Se haconseguido muchísimo. No se ha cedidoen nada. Una mano bien jugada. Creoque si se encaja ésta casi podremoshacer una ampliación. Y los primos

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cooperarán, ¿verdad? —gritaba, como siaún estuviesen en la sala de seguridad—. ¿Has tanteado allí? ¿Te llevarán lasmaletas y no intentarán apuntarse eltanto? Un asunto difícil ése, me parece amí, pero supongo que ya estás al tanto deello. Dile a Martello que lleve loszapatos de crepé, si tiene, o nosmeteremos en líos con los coloniales enseguida. Da pena el viejo Wilbraham.Habría gobernado la India bastante bien.

Tras de ellos de nuevo, casiinvisible entre los árboles, el pequeñoWelsh Hammer hacía enérgicos gestos aLacon, que se inclinaba para oírle.

Una linda conspiracioncita también,

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pensó Guillam. Miró hacia atrás y lesorprendió ver a Fawn, la niñera,corriendo hacia ellos. Al principio,parecía muy lejos. Las franjas de nieblaborraban totalmente sus piernas. Sólo laparte superior de él se divisaba porencima del mar. Luego súbitamente,estaba mucho más cerca, y Guillam oyósu familiar rebuzno lastimero, «señor,señor», con el que intentaba captar laatención de Smiley. Situandorápidamente a Martindale fuera delámbito auditivo, Guillam se acercó azancadas a él.

—¿Qué demonios pasa? ¿Por quégritas así?

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—¡Han encontrado a una chica! Laseñorita Sachs, señor, ella me envió adecírselo como algo especial —sus ojosbrillaban de modo intenso y un tantoalucinado—. «Dígale al jefe que hanencontrado a la chica.» Esas fueron suspalabras, personal para el jefe.

—¿Quieres decir que ella te envióaquí?

—Personal para el jefe, inmediato—replicó evasivamente Fawn.

—He preguntado si te envió ellaaquí —Guillam echaba chispas—.Contesta «no, señor, no fue ella».¡Condenada diva de opereta,recorriendo Londres a la carrera con

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esos playeros! Estás chiflado.Y arrebatándole de la mano la

arrugada nota, la leyó por encima.—Ni siquiera es el mismo nombre.

Esto es un disparate histérico. Vuelveinmediatamente a tu cueva, ¿entendido?Ya prestará atención el jefe a estocuando vuelva. No te atrevas a armar unalboroto así nunca más.

—¿Quién era? —preguntóMartindale, anhelante y emocionado,cuando regresó Guillam—. ¡Quéencantadora criaturilla! ¿Todos losespías son tan majos como ése? Esabsolutamente veneciano. Yo meapuntaría voluntario ahora mismo.

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Aquella misma noche, se celebróuna conferencia informal en la sala dejuegos, cuya calidad no mejoró laeuforia (alcohólica en el caso deConnie) aportada por el triunfo deSmiley en la conferencia con el comitéde dirección. Después de laslimitaciones y tensiones de los últimosmeses, Connie atacó en todasdirecciones. ¡La chica! ¡La chica era laclave! Connie se había desprendido detodas sus ataduras intelectuales. Hay quemandar a Toby a Hong Kong, hay queprotegerla, fotografiarla, seguirla,registrar su habitación. ¡Que venga Sam

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Collins, ya! Di Salís jugueteaba, sonreíabobaliconamente, resoplaba en su pipa yzangoloteaba los pies, pero duranteaquella velada permaneció por completobajo el hechizo de Connie. Hablóincluso una vez de «una línea natural alcorazón de las cosas»… refiriéndose denuevo a la chica misteriosa. No eraextraño que el pequeño Fawn se hubiesevisto contagiado por su celo. Guillam sesentía casi obligado a pedir disculpaspor su furia del parque. En realidad, sinSmiley y Guillam para echar el freno,muy bien podría haberse producidoaquella noche un acto de locuracolectiva que Dios sabe adonde podría

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haberles llevado. El mundo secreto tienesobrados precedentes de individuoscuerdos que se desmoronan de esemodo, pero era la primera vez queGuillam había visto la enfermedad enplena acción.

Eran pues las diez o más cuandopudo enviarse un informe al viejo Craw;y hasta las diez y media no se tropezóGuillam torpemente con Molly Meakincuando iba camino del ascensor. Acausa de esta feliz coincidencia (¿o lohabría planeado Molly? Nunca lo supo)se encendió un faro en la vida de PeterGuillam que brilló intensamente a partirde entonces. Molly, con su aquiescencia

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habitual, consintió en que la acompañasea casa, aunque vivía en Highgate, akilómetros de él, y cuando llegaron a lapuerta le invitó, como siempre, a tomarun café rápido. En previsión de lasfrustraciones habituales («No—Pete—por favor—Peter—querido—losiento»), Guillam estuvo a punto derechazar la invitación, pero algo quepercibió en la mirada de ella (unaresolución sosegada y firme, le parecióa él) le movió a cambiar de idea. Unavez en el piso, Molly cerró la puerta yechó la cadena. Luego, le condujorecatadamente a su dormitorio, donde leasombró con una concupiscencia

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refinada y gozosa.

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9El barquito de Craw

Cuarenta y ocho horas después enHong Kong, domingo por la noche.Craw caminaba cuidadosamente por lacalleja. La oscuridad había surgidopronto con la niebla, pero las casasestaban demasiado próximas unas aotras para dejarla entrar, así quecolgaba unas cuantas plantas más arriba,con la colada y los cables, escupiendogotas de lluvia calientes y contaminadasque alzaban aromas de naranja en lospuestos de comida y picoteaban el ala

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del sombrero de paja de Craw. Allíestaba en China, a nivel del mar, laChina que él más amaba, y China velabapara el festival de la noche: cantando,graznando, gimiendo, golpeando gongs,comprando, vendiendo, cocinando,tocando pequeñas melodías con veinteinstrumentos distintos o mirando inmóvildesde los portales lo delicadamente queaquel diablo extranjero de extrañoaspecto se abría camino entre ellos. ACraw le encantaba todo esto, pero loque más tiernamente amaba eran susbarquitos, como llamaban los chinos asus soplones y de ellos, la señoritaPhoebe Wayfarer, a la que iba a visitar

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en aquel momento, era un ejemploclásico, aunque modesto.

Aspiró el aire, saboreando losplaceres familiares. El Oriente nunca lehabía decepcionado. «Nosotros lescolonizamos, señorías, nosotros lescorrompemos, les explotamos, lesbombardeamos, saqueamos susciudades, ignoramos su cultura y lesconfundimos con la infinita variedad denuestras sectas religiosas. Resultamosabominables no sólo a sus ojos,monseñores, sino también para susnarices: el hedor de los ojirredondos esalgo horrible para ellos y nosotrossomos aún demasiado torpes para

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saberlo. Sin embargo, cuando hemosllegado a nuestro peor extremo, y másallá incluso, hijos míos, apenas si hemosrascado la superficie de la sonrisaasiática.»

Otros ojirredondos quizá nohubiesen estado allí tan gustosamentesolos. La mafia del Pico no habríaadmitido que aquello existía. Lasfortificadas esposas inglesas en susbarrios ghettos del Gobierno, en HappyValley, habrían hallado allí todo cuantomás odiaban de su situación. No era unaparte mala de la ciudad, pero tampocoera Europa: la Europa de Central y dePedder Street a menos de un kilómetro

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de distancia, de puertas eléctricas quesuspiraban por ti cuando te admitían alaire acondicionado. Otros ojirredondos,en su recelo, podrían haber lanzadoinvoluntarias miradas curiosas, y eso erapeligroso. En Shanghai, Craw habíasabido de la muerte de más de unhombre por una mala miradainvoluntaria. Pero la mirada y laexpresión de Craw siempre eranamables, se mostraba respetuoso, eramodesto en su actitud, y cuando sedetenía para hacer una compra, saludabacon deferencia al dueño del puesto enmalo, pero vigoroso cantonés. Y pagabasin quejarse de la sobrecarga

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correspondiente a su raza inferior.Compraba orquídeas e hígado de

cordero. Los compraba todos losdomingos, distribuyendo equitativamenteel consumo entre puestos rivales y(cuando su cantonés se agotaba) cayendoen su propia versión ampulosa delinglés.

Pulsó el timbre. Phoebe, como elpropio Craw, tenía portero automático.En la Oficina Central habían decretadoque fuesen del modelo corriente. Ellahabía deslizado unas ramitas de brezo enel buzón para que le diese buena suerte,y ésta era la señal de que no habíaproblema.

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—¿Sí? —dijo una voz femenina, porel altavoz. Podría haber sidonorteamericana o cantonesa.

—Larry me llama Pete —dijo Craw.—Sube, Larry está aquí en este

momento.La escalera estaba completamente a

oscuras y apestaba a vómito; los taconesde Craw repiquetearon como lata sobrelos escalones de piedra. Apretó élinterruptor de la luz, pero ésta no seencendió, así que tuvo que subir atientas tres pisos. Había habido unintento de encontrarle un sitio mejor,pero se había desvanecido con lamarcha de Thesinger y ahora no había

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ninguna esperanza y, en cierto modo,ninguna Phoebe tampoco.

—Bill —murmuró ella, cerrando lapuerta tras él, y besándole en ambasmejillas, como las muchachitas guapasbesan a los tíos cariñosos y amables,aunque ella no era guapa. Craw le diolas orquídeas. Su actitud era solícita ygalante.

—Querida mía —dijo—. Queridamía.

Ella temblaba. Era una especie dedormitorio—estar con un hornillo y unlavabo y había además un retreteindependiente con ducha. Eso era todo.Cruzó ante ella hasta el lavabo,

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desenvolvió el hígado y se lo dio a lagata.

—Oh, Bill, la mimas demasiado —dijo Phoebe, sonriendo a las flores.

Él había dejado un sobre castañosobre la cama, pero ninguno de los doslo mencionaba.

—¿Qué tal William? —dijo ella,jugando con el sonido de su nombre.

Craw había colgado el sombrero yel bastón en la puerta y servía whisky:sólo para Phoebe, soda para él.

—¿Qué tal Phoebe? Eso es másadecuado. ¿Qué tal han ido las cosas porahí fuera en esta semana larga y fría, ehPhoebe?

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Ella había deshecho la cama ycolocado un frívolo camisón en el sueloporque, para la vecindad, Phoebe era labastarda semi—kwailo que puteaba conel gordo demonio extranjero. Sobre losarrugados almohadones colgaba supostal de los Alpes suizos, el cuadroque al parecer tenían todas las chicaschinas, y en la mesita de noche lafotografía de su padre inglés, la únicafoto que ella había visto de él en toda suvida: un empleado de Dorking, Surrey, apoco de su llegada a la isla, cuelloredondo, bigote y unos ojos de miradafija y un tanto desquiciada. Craw aveces se preguntaba si se la habrían

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sacado después de muerto.—Ahora ya va todo bien —dijo

Phoebe—. Va todo bien ya, Bill.Estaba junto al hombro de él,

llenando el jarrón, y las manos letemblaban mucho, cosa que solía pasarlelos domingos; llevaba un vestido gristipo túnica en honor a Pekín y el collarde oro que le habían regalado paracelebrar su primera década de serviciosal Circus. En un ridículo arrebato degalantería, la Oficina Central habíadecidido encargarlo en Asbrey’s, yenviarlo luego por valija, con una cartapersonal (firmada por Percy Alleline, elinfortunado predecesor de George

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Smiley) que se le había permitido leer,pero no conservar. Tras llenar el jarrónintentó llevarlo a la mesa, pero derramóagua, así que Craw se hizo cargo de él.

—Vamos, vamos, tómatelo concalma, mujer.

Ella se quedó inmóvil un momento,aún sonriéndole; y luego, con un largo ylento sollozo de reacción, se desmoronóen un sillón. A veces, lloraba, a vecesestornudaba, o era muy escandalosa y sereía demasiado, pero siempre reservabael momento culminante para la llegadade él, fuesen cuáles fuesen lascircunstancias.

—Bill, me asusto tanto a veces.

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—Lo sé, mujer, lo sé —se sentó a sulado, cogiéndole la mano.

—Ese chico nuevo de las miradas.Me mira fijo, Bill, observa todo lo quehago. Estoy segura de que trabaja paraalguien. ¿Para quién trabaja, Bill?

—Quizás esté algo enamorado —dijo Craw, con su tono más suave,mientras le daba rítmicas palmadas en elhombro—. Tú eres una mujer atractiva,Phoebe. No lo olvides, querida. Puedesejercer una influencia sin saberlo.

Fingía una firmeza paternal.—Dime, ¿has estado coqueteando

con él? Hay otra cosa, además. Unamujer como tú puede coquetear sin darse

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cuenta de que lo hace. Un hombre demundo advierte esas cosas, Phoebe.Sabe diferenciar.

La semana anterior era el conserjede abajo. Phoebe decía que anotaba lashoras en que ella entraba y salía. Y lasemana antes era un coche que veíaconstantemente, un Opel verde, siempreel mismo. La solución era calmar sustemores sin desalentar su vigilancia:porque un día (y Craw nunca se permitíaolvidarlo), un día, ella tendría razón.Sacando un montón de notas manuscritasde la mesita, Phoebe inició su tarea dedescodificación, pero con talbrusquedad que Craw quedó

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desbordado. Phoebe tenía un rostropálido y ancho que no llegaba a serbello en ninguna de las dos razas. Teníael tronco largo, las piernas cortas, y lasmanos sajonas, fuertes y feas. Sentadaallí al borde de la cama, le pareció depronto una matrona. Se había puestounas gruesas gafas para leer. Cantónenviaba un comisario estudiantil parainformar en las reuniones de los martes,decía, así que la reunión del juevesquedaba clausurada y Ellen Tuo habíaperdido una vez más su oportunidad deser secretaria por una noche…

—Eh, calma, por favor —exclamóCraw, riéndose—. ¡Dónde está el fuego,

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por amor de Dios!Abriendo un cuaderno sobre las

rodillas, intentó seguirla en su tarea dedescodificación. Pero Phoebe no searredraba, ni siquiera ante Bill Craw,aunque le hubieran dicho que enrealidad era un coronel, más aún. Laquería detrás de toda la confesión. Unode sus objetivos habituales era un grupointelectual izquierdista de estudiantesuniversitarios y periodistas comunistasque la habían aceptado de un modo untanto superficial. Había estadoinformando sobre aquel grupo una vezpor semana sin grandes avances. Ahora,por alguna razón desconocida, el grupo

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había iniciado un período de granactividad. Billy Chan había sidollamado a Kuala Lumpur para unaconferencia especial, dijo Phoebe, y aJohnny y a Belinda Fong les habíanpedido que buscasen un almacén seguropara montar una imprenta. La noche seacercaba a toda prisa. Mientras ellacontinuaba a la carrera, Craw se levantódiscretamente y encendió la lámparapara que la luz eléctrica no la afectaraexcesivamente cuando oscureciese deltodo.

Se había hablado de reunirse con losfukieneses en North Point, dijo Phoebe,pero los camaradas universitarios se

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opusieron, como siempre.—Se oponen a todo —decía furiosa

Phoebe—, los muy pretenciosos. Y esaperra estúpida de Belinda lleva mesessin pagar las cuotas y es muy probableque la echemos del partido si no deja dejugar.

—Y con mucha razón, querida —dijo sosegadamente Craw.

—Johnny Fong dice que Belinda estáembarazada y que no es suyo. En fin,ojalá lo esté. Así tendría que callarse…—dijo Phoebe, y Craw pensó; «Tuvimosese problema un par de veces contigo,si no recuerdo mal, y no te hizo callar,¿verdad?»

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Craw anotaba obedientemente,sabiendo que ni Londres ni nadie leeríajamás una palabra de aquello. En sustiempos de prosperidad, el Circus sehabía introducido en docenas de gruposasí, con la esperanza de penetrar a sudebido tiempo en lo que estúpidamentese denominaba el tren de enlace Pekín—Hong Kong y poner así un pie en elContinente. El plan se habíadesmoronado y el Circus no tenía ordende actuar como perro guardián de laseguridad de la Colonia, papel que sereservaba celosamente para sí la RamaEspecial. Pero los barquitos, como muybien sabía Craw, no podían cambiar de

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rumbo tan fácilmente como los vientosque les impulsaban. Craw le dabacuerda a Phoebe, interviniendo conpreguntas orientadoras, comprobandofuentes y subfuentes. ¿Era puro rumor,Phoebe? Bueno, ¿dónde consiguió esoBilly Lee, Phoebe? ¿No es posible queBilly Lee estuviese bordando un poco lahistoria… adornándola un poquito, ehPhoebe? Utilizaba este términoperiodístico porque, como Jerry y elpropio Craw, la otra profesión dePhoebe era el periodismo, era cronistade sociedad independiente quealimentaba la Prensa en lengua inglesade Hong Kong con chismes sobre el

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estilo de vida de la aristocracia chinalocal.

Escuchando, esperando,improvisando como los actores, Crawse explicaba a sí mismo la historia quecontaba Phoebe, lo mismo que la habíaexplicado hacía cinco años en el cursode repaso, en Sarratt, cuando volvió allípara una rectificación en magia negra. Elacontecimiento de la quincena, ledijeron después. Lo habían convertidoen una sesión plenaria, previendo ya loque había de ser. Había acudido a oírlehasta el personal directivo. Los queestaban Ubres de servicio habían pedidouna furgoneta especial que les llevase

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desde su urbanización de Watford. Sólopara oír al viejo Craw, el agenteoriental, sentado allí bajo las astas deciervo en la biblioteca transformada,resumir toda una vida en el oficio.Agentes que se recluían a sí mismos,rezaba el título. En el pódium había unatril, pero no lo utilizó. Se sentó en unasimple silla, sin chaqueta y con labarriga colgando sobresaliente y lasrodillas separadas y sombras de sudoroscureciéndole la camisa, y se loexplicó como se lo habría explicado alos del Club de Bolos de Shanghai unsábado de tifón en Hong Kong, si lascircunstancias lo hubieran permitido.

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Agentes que se recluían a símismos, Señorías.

Nadie conocía mejor el trabajo, ledijeron… y él les creyó. Si el hogar deCraw era el Oriente, los barquitos eransu familia, y él les prodigaba todo elcariño para el que el mundo no secretono le había dado nunca un desahogo.Dios sabe por qué. Les educaba yadiestraba con un amor que habríahonrado a un padre; y el momento másduro de su vida fue cuando TuftyThesinger emprendió su fuga a la luz dela luna y le dejó sin previo aviso,temporalmente, sin un objetivo o unalínea vital de comunicación.

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Algunas personas son agentes natos.Monseñores (les dijo), destinados a latarea por el momento histórico, el lugary su propia disposición natural. En talescasos, todo es simplemente cuestión dequién llegaba primero a ellos.Eminencias.

—Si somos nosotros; si es laoposición; o si son los malditosmisioneros.

Risas.Luego, los historiales del caso con

nombres y lugares cambiados, y entreellos precisamente nombre cifradoSusan, un barquito del género femenino,señores, escenario Sudeste asiático,

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nacida en el año de la confusión, en1941, de sangre mezclada. Se refería aPhoebe Wayfarer.

—Padre un empleado pobre deDorking, Eminencias. Llegó a Orientepara incorporarse a una de las firmasescocesas que saqueaban la costa seisdías por semana y rezaban a Calvino elséptimo. Demasiado pobre paraconseguir una esposa europea,camaradas, toma a una chica chinaprohibida y la instala por unas cuantasmonedas, y el resultado es nombrecifrado Susan. Ese mismo año aparecenen escena los japoneses. Sea Singapur,Hong Kong, o Malasia, la historia es la

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misma. Monseñores. Aparecen de lanoche a la mañana. Para quedarse. En elcaos, el padre de nombre cifrado Susanhace algo muy noble: «Al diablo laprudencia». Eminencias, dice: «Es horade que los hombres buenos y fieles selevanten y se les pueda señalar.» Asíque se casa con la dama. Señorías, unaconducta que yo normalmente noaconsejaría, pero lo hace, y una vezcasado con ella bautiza a su hija nombrecifrado Susan y se incorpora a losvoluntarios, que era un magnífico cuerpode tontos heroicos que formaron unaguardia local contra las hordas niponas.Al día siguiente, como no era un soldado

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nato. Señorías, el invasor japonés levuela el culo de una andanada yrápidamente expira. Amén. Que eloficinista de Dorking descanse en paz.Señorías.

Mientras el viejo Craw se santigua,ráfagas de risa recorren la sala. Craw nose ríe con ellos, sino que se muestraserio. Hay caras nuevas en las dosprimeras filas, rostros en bruto, sinarrugas, rostros de televisión; Crawsupone que son los nuevos aspirantesllevados allí para oír al Grande. Supresencia estimula la capacidad delviejo. A partir de entonces, no pierde devista las primeras filas.

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—Nombre cifrado Susan aún está enpañales cuando su buen padre recibe eltiro de gracia, amigos, pero lo recordarátoda la vida: cuando la suerte estáechada, los ingleses responden a suscompromisos. Cada año que pasa, amaráun poco más a aquel héroe muerto.Después de la guerra, la empresa de supadre la recuerda durante un año o dos yluego convenientemente la olvida. Daigual. A los quince años, está enfermade tener que mantener a su madreenferma y trabajar en los salones debaile para financiarse los estudios. Daigual. Un asistente social establececontacto con ella; por fortuna, pertenece

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a nuestra distinguida estirpe.Reverendos; y la guía en nuestradirección.

Craw se enjuga el sudor de la frentey continúa:

—La ascensión de nombre cifradoSusan a la riqueza y la santidad hacomenzado. Señorías —proclama—.Bajo la cobertura de periodista, laponemos en juego, le damos a traducirperiódicos chinos, la mandamos a unoscuantos recados de poca monta, lacomplicamos en nuestra actividad,completamos su educación y laadiestramos en trabajo nocturno. Unpoco de dinero, un poco de protección,

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un poco de amor, un poco de pacienciay, al poco tiempo, nuestra Susan tiene asu cargo siete viajes legales a la Chinacontinental, que incluyen ciertasoperaciones bastante peligrosas.Diestramente realizadas. Eminencias.Ha hecho de correo y ha conseguidoestablecer contacto con un tío suyo dePekín, con buenos resultados. Todo esto,amigos, pese al hecho de que es mestizay de que los chinos en principio noconfían en ella.

—¿Y quién pensaba ella que era elCircus, todo ese tiempo? —gritó Craw asu embelesado público—. ¿Quién creíaella que éramos, amigos?

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El viejo mago baja un poco la voz yalza un gordo índice:

—Su padre —dice, en el silencio—.Nosotros somos el difunto oficinista deDorking. San Jorge, eso es lo quesomos. Limpiando las comunidadeschinas ultramarinas de elementosdañinos, sea eso lo que sea. Acabandocon las sociedades secretas y losmonopolios del arroz y las bandas delopio y la prostitución infantil. Nos veíaincluso, cuando tenía que hacerlo, comolos aliados secretos de Pekín, porque enel fondo nosotros, el Circus,perseguíamos los mismos intereses quetodo buen chino.

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Craw paseó una mirada feroz por lashileras de rostros infantiles queanhelaban ser duros.

—¿Veo sonreír a alguien,Eminencias? —preguntó, con voz detrueno. No veía sonreír a nadie.

—Y les diré, caballeros —concluyó—, que una parte de ella sabíaperfectamente que todo era mentira yexageración. Ahí es donde intervienestú. Ahí es donde debe estar al quitesiempre el agente de campo. ¡Sí!Amigos, nosotros somos mantenedoresde la fe. Si se tambalea, la fortalecemos.Cuando se desploma, extendemos losbrazos para sujetarla.

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Había alcanzado su cenit. Encontrapunto, bajó la voz hasta un suavemurmullo.

—Aunque la fe siempre sea lachifladura que es. Eminencias, no hayque despreciarla. Tenemos muy pocomás que ofrecer en estos tiempos. Amén.

El viejo Craw recordaría durantetoda su vida, a su maneradesvergonzadamente emotiva, elaplauso.

Terminado el trabajo dedescodificación, Phoebe se inclinó haciaadelante, los codos en las rodillas, los

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nudillos de sus grandes dedos apoyadosunos en otros como amantes cansados.Craw se levantó solemnemente, recogiólas notas que ella había dejado sobre lamesa y las quemó en el hornillo de gas.

—Bravo, querida —dijoquedamente—. Una semana magnífica, sime permites decirlo. ¿Algo más?

Phoebe negó con un gesto.—Quiero decir, para quemar —dijo

él.Ella negó de nuevo.Craw la miró detenidamente.—Phoebe, querida mía —declaró al

fin, como si hubiera llegado a unaimportante decisión—. Mueve el

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trasero. Es hora de que te lleve a cenar.Ella se volvió y le miró confusa. La

bebida se le había subido a la cabeza,como siempre.

—Me atrevo a sugerir que una cenaamistosa entre camaradas de la pluma devez en cuando, no contradice lacobertura. ¿Qué te parece?

Le hizo mirar un rato a la paredmientras se ponía un lindo vestido.Antes tenía un colibrí, pero se murió. Élle compró otro, pero también se murió,así que decidieron que el piso traía malasuerte a los colibríes y renunciaron aellos.

—Tengo que llevarte un día a

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esquiar —le dijo, mientras ella cerrabala puerta una vez ambos fuera. Era unchiste entre ellos, que se relacionabacon el paisaje nevado de la postal.

—¿Sólo un día? —contestó ella.Eso también era un chiste, parte de

la misma broma habitual.En aquel año de la confusión, como

diría Craw, aún era inteligente comer enun sampán en Causeway Bay. Loselegantes aún no lo habían descubierto,la comida era barata y difícil deencontrar en otro sitio. Craw corrió elriesgo y cuando llegaron a la orilla delmar la niebla había levantado y el cielonocturno estaba despejado. Eligió el

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sampán que quedaba más lejos de laorilla, oculto entre un racimo depequeños juncos. El cocinero estabaacuclillado ante el brasero de carbón yservía su esposa, los cascos de losjuncos se alzaban sobre ellos,bloqueando las estrellas, y los niños delas barcas correteaban como cangrejosde una cubierta a otra, mientras suspadres canturreaban lentas y extrañasletanías sobre el agua negra. Craw yPhoebe, acuclillados en taburetes demadera bajo el plegado dosel, a pocomás de medio metro del agua, comieronsalmonetes a la luz de un farol. Más alláde las barreras antitifón pasaban

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deslizándose los barcos, edificiosiluminados en movimiento, y los juncoscabeceaban en sus estelas. Hacia tierra,la isla gemía y retumbaba y palpitaba, ylas inmensas colmenas relumbrabancomo joyeros abiertos por la bellezaengañosa de la noche. Presidiéndolos atodos, vislumbrándose entre losbamboleantes dedos de los mástiles,asentada sobre el negro Pico, la ReinaVictoria, su cara tiznada amortajada devellones iluminados por la luna: ladiosa, la libertad, el señuelo de todoaquel salvaje forcejeo y ajetreo delvalle.

Hablaban de arte. Phoebe estaba

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haciendo lo que Craw consideraba sunúmero cultural. Era muy aburrido. Undía, decía Phoebe soñolienta, dirigiríauna película, quizás dos, en la Chinaauténtica, la real. Había visto hacíapoco un romance histórico, obra de RunRun Shaw, sobre las intrigas palaciegas.Consideraba la película excelenteaunque un poco demasiado… bueno…heroica. Teatro, luego. ¿Se habíaenterado Craw de la buena noticia deque los Cambridge Playera tal vezactuaran en la Colonia en diciembre? Demomento era sólo un rumor, peroPhoebe tenía la esperanza de que seconfirmara a la semana siguiente.

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—Eso sería divertido, Phoebe —dijo Craw con toda sinceridad.

—No sería en absoluto divertido —replicó Phoebe con firmeza—. LosPlayers están especializados en sátirasocial feroz.

Craw sonrió en la oscuridad y lesirvió más cerveza. Siempre podéisaprender, se dijo, siempre puedenaprender. Monseñores.

Luego, sin que ella percibieraconscientemente, ninguna incitación,Phoebe empezó a hablar de susmillonarios chinos, que era lo que Crawllevaba esperando toda la velada. En elmundo de Phoebe, los ricos de Hong

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Kong eran la realeza. Sus flaquezas yexcesos circulaban tan pródigamentecomo en otros lugares las vidas deactrices o futbolistas. Phoebe losconocía de carrerilla.

—Bueno, ¿quién es el cerdo de lasemana esta vez, Phoebe? —preguntócordialmente Craw.

Phoebe estaba indecisa.—¿A quién debemos elegir? —dijo,

afectando una frívola indecisión. Estabael cerdo PK, desde luego, su sesenta yocho aniversario era el martes, tenía unatercera mujer a la que doblaba la edad.Y, ¿cómo celebra su cumpleaños PK?Fuera de la ciudad, con una zorra de

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veinte años.Repugnante, confirmó Craw.—PK —repitió luego—. PK era el

tipo de los pilares, ¿no?Hong Kong cien por cien, dijo

Phoebe. Dragones de casi tres metros dealtura, hechos de fibra de vidrio yplástico para poder ser iluminadosdesde el interior. O tal vez el cerdo YY,reflexionó Phoebe juiciosamente,cambiando de opinión. YY era sin lugara dudas, un candidato. YY se habíacasado hacía exactamente un mes, conaquella linda hija JJ Haw, de Haw yChan, los reyes de los petroleros, millangostas en el banquete nupcial. Dos

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noches antes, apareció en una recepcióncon una nueva amante, comprada con eldinero de su esposa, un serinsignificante al que había engalanadoen Saint—Laurent y decorado con uncollar de cuatro vueltas de perlasMikimoto, alquilado, por supuesto, noregalado. A pesar de sí misma, a Phoebese le quebraba y suavizaba la voz.

—Bill —susurró—, esa chica teníaun aspecto absolutamente fantásticojunto a ese viejo sapo. Qué lástima queno lo vieses.

O quizás Harold Tan, considerósoñadoramente. Harold había sidoparticularmente repugnante. Harold

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había hecho venir en avión a sus hijosdesde sus colegios de Suiza para elfestival, viaje de ida y vuelta en primeradesde Ginebra. A las cuatro de lamañana estaban todos cabrioleandodesnudos alrededor de la piscina, loschicos y sus amigos, borrachos, echandochampán al agua, mientras Haroldintentaba fotografiar la escena.

Craw esperaba, manteniéndoleabierta de par en par la puerta, en sumente, pero ella aún no la cruzaba, yCraw era demasiado perro viejo paraempujarla. Los chiu—chow eranmejores, dijo taimadamente.

—Los chiu—chow no harían un

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disparate así, ¿eh Phoebe? Los chiu—chow tienen los bolsillos muy grandes ylos brazos muy cortos —comentó—. Loschiu—chow son capaces de hacerenrojecer de envidia a un escocés,¿verdad Phoebe?

Phoebe no tenía sensibilidad para laironía.

—No estoy de acuerdo con eso —replicó ceñuda—. Muchos chiu—chowson generosos e idealistas.

Estaba conjurando en ella al hombre,lo mismo que conjura el mago una carta,pero aun así ella vaciló, se desvió,buscó alternativas. Mencionó a uno, aotro, perdió el hilo, quiso más cerveza,

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y cuando él ya estaba a punto derenunciar, ella comentó, vagamente:

—Y en cuanto a Drake Ko, es uncordero completo. No digas nada contraDrake Ko, por favor.

Ahora le tocaba alejarse a Craw.Qué pensaba Phoebe del divorcio delviejo Andrew Kwok, preguntó.¡Demonios, eso sí debía haber costadodinero! Decían que ella se lo habíasacudido de encima hacía mucho, peroque quería esperar hasta que él reunieseun buen montón y mereciese realmente lapena divorciarse. ¿Hay algo de verdaden eso, Phoebe? Y continuó así; tres,cinco nombres. Antes de permitirse

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coger el anzuelo.—¿Sabes si es verdad lo de que

Drake Ko tiene una amante ojirredonda?Lo comentaron el otro día en el ClubHong Kong. Una rubia, dicen que es unbombón.

A Phoebe le gustaba imaginar aCraw en el Club Hong Kong. Satisfacíasus anhelos coloniales.

— Bue no , todo el mundo estáenterado —dijo cansinamente, como siCraw estuviera como siempre a años luzde la presa—. En tiempos, todos lastenían… ¿no lo sabías? PK tuvo dos, yalo sabes. Harold Tan tuvo una, hasta quese la robó Eustace Chow, y Charlie Wu

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intentó llevar a la suya a cenar a casadel gobernador, pero su tai—tai no dejóque el chófer fuera a recogerla.

—¿Y dónde demonios lasconseguían? —preguntó Craw, riéndose.

—En las líneas aéreas, dónde va aser —replicó Phoebe con evidentedisgusto—. Las azafatas que hacíanhoras extras en sus escalas, quinientosdólares norteamericanos por noche poruna puta blanca. Y las líneas aéreasinglesas también, no te creas, lasinglesas eran las peores. Luego a HaroldTan le gustó tanto la suya que llegó a unacuerdo con ella, y poco después todastenían pisos y recorrían las tiendas como

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duquesas cada vez que hacían una escalade cuatro días en Hong Kong. En fin,algo repugnante. Pero bueno lo de Liesees una cosa muy distinta. Liese tieneclase. Es muy aristocrática, sus padrestienen unas fincas fabulosas en el sur deFrancia y además son propietarios de unislote en las Bahamas. Ella se niega aaceptar su riqueza sólo por razones deindependencia moral. Bueno, no hay másque fijarse en su estructura ósea.

—Liese —repitió Craw—. ¿Liese?Alemana, ¿eh? No soporto a losalemanes. No tengo prejuicios raciales,pero a mí los alemanes no me interesan.Pero, lo que me pregunto es qué hace un

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buen muchacho chiu—chow como Drakecon una odiosa huna de concubina. Detodos modos, tú deberías saberlo, túeres la especialista, es tu jurisdicción,querida. ¿Quién soy yo para criticar?

Se habían trasladado a la parte deatrás del sampán y estaban tendidos encojines uno junto al otro.

—No seas tan ridículo —replicóPhoebe—. Liese es una chica inglesa dela aristocracia.

—Tralalalá —dijo Craw, ycontempló un rato las estrellas.

—Ella ejerce una influencia positivay educativa sobre él.

—¿Quién? —dijo Craw, como si

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hubiera perdido el hilo.Phoebe habló con los dientes

apretados.—Liese ejerce una influencia

educativa sobre Drake Ko. Escúchame,Bill. ¿Te has dormido? Bill, creo quedeberías llevarme a casa. Llévame acasa, por favor.

Craw lanzó un ronco suspiro.Aquellas riñas de amantes que teníaneran acontecimientos que se producíancomo mínimo cada seis meses, yejercían un efecto purificador en susrelaciones.

—Querida mía. Phoebe. Escúchame¿quieres? Por un momento, ¿eh? Ninguna

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chica inglesa, de alta cuna, de delicadoshuesos o patizamba puede llamarseLiese, a menos que haya un hunooperando por alguna parte. Eso paraempezar. ¿Cómo se apellida?

—Worth.—¿Worth qué? Está bien, era un

chiste. Olvídalo. Esa chica se llamaElizabeth. Cuyo diminutivo es Lizzie. OLiza. Liza de Lambeth. Oíste mal. Ahípuedes hincar el diente si quieres:Señorita Elizabeth Worth. Ahí sí quepuedo ver la estructura ósea de quehablas. Liese no, querida. Lizzie.

Phoebe se puso claramente furiosa.—¡No vengas a decirme cómo tengo

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que pronunciar las cosas! —replicó—.Se llama Liese, pronunciado Lisa yescrito L—I—E—S—E porque yo se lopregunté a ella y lo anoté y he impresoese nombre en… oh Bill —y apoyó lafrente en el hombro de él—. Oh, Bill.Llévame a casa.

Y empezó a llorar. Craw la atrajohacia sí, dándole cariñosas palmadas enel hombro.

—Oh vamos, cariño, anímate. Laculpa es mía, no tuya. Debería habermedado cuenta de que era amiga tuya. Unaelegante mujer de sociedad como Liese,una mujer bella y rica, que tiene unarelación romántica con uno de los

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miembros de la nueva nobleza de la isla:¿Cómo no iba a ser amiga suya unaperiodista diligente como Phoebe?Estaba ciego. Perdóname.

Se permitió después un intervaloaceptable, tras el cual preguntó conindulgencia:

—¿Qué pasó? La entrevistaste,¿verdad?

Por segunda vez aquella noche,Phoebe se secó los ojos con el pañuelode Craw.

—Ella me suplicó. No es amiga mía.Es demasiado importante para ser miamiga. ¡Cómo iba a serlo! Ella mesuplicó que no publicara su nombre.

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Está aquí de incógnito. Su vida dependede eso. Si sus padres supieran que estáaquí, enviarían a buscarla de inmediato.Tienen muchísimas influencias. Cogenaviones particulares, todo. En cuantosupieran que está viviendo con un chino,harían lo indecible pare conseguir quevolviera con ellos. «Phoebe —me dijo—, de todos los habitantes de HongKong puede que tú seas quien mejorcomprenda lo que significa vivir bajo lasombra de la intolerancia.» Apeló a mí.Te lo aseguro.

—Muy bien —dijo Craw confirmeza—. No rompas nunca esapromesa, Phoebe. Las promesas hay que

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cumplirlas.Lanzó un suspiro de admiración y

luego continuó:—Los atajos de la vida, yo siempre

lo digo, son aún más extraños que lasautopistas de la vida. Si publicases esoen tu periódico, el director diría queestabas chiflada, estoy seguro, y sinembargo es cierto. Y constituye por sísólo un ejemplo resplandeciente yasombroso de integridad humana.

Phoebe había cerrado los ojos, asíque Craw le dio una sacudida para quelos abriera.

—Pero, lo que me pregunto es dóndetuvo su origen un asunto como ése. ¿Qué

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estrella, qué azar feliz, puede unir a dosalmas tan necesitadas? Y además enHong Kong, Dios mío.

—Fue el destino. Ella ni siquieravivía aquí. Se había retirado porcompleto del mundo después de unadesdichada relación amorosa y habíadecidido pasar el resto de la vidahaciendo delicadas piezas de joyeríacon el propósito de dar al mundo algobello en medio de tanto sufrimiento.Vino en avión por un día o dos, sólopara comprar un poco de oro, y por puracasualidad, en una de esas fabulosasrecepciones de Sally Cale, conoció aDrake Ko; y así empezó la cosa.

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—Es decir, que a partir de entoncesse abrió la vía del verdadero amor, ¿no?

—Claro que no. Le conoció. Seenamoró de él. Pero estaba decidida ano comprometerse y volvió a casa.

—¿A casa? —repitió Craw,desconcertado—. ¿Dónde tenía su casaesa mujer tan íntegra?

Phoebe se echó a reír.—No en el sur de Francia, tonto. En

Vientiane. En una ciudad a la que nadieva. Una ciudad sin vida social, sinninguno de los lujos a los que ellaestaba acostumbrada desde pequeña.Ese fue el lugar que eligió. Su isla.Tenía amigos allí, le interesaba el

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budismo y el arte y la antigüedad.—¿Y dónde anda ahora? ¿Aún sigue

en su humilde y rústico retiro, aferrada asus ideas de abstinencia? ¿O el hermanoKo la ha inducido a seguir senderosmenos frugales?

—No seas sarcástico. Drake le hadado un apartamento maravilloso,naturalmente.

Era el límite de Craw: lo percibióde inmediato. Tapó la carta con otras,contó sus historias sobre el viejoShanghai. Pero no dio ni un paso máshacia la escurridiza Liese Worth, pese aque Phoebe podría haberle ahorradomucho trabajo de piernas.

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«Tras cada pintor —le gustaba decir— y tras cada agente de campo,camaradas, debe haber un colega de piecon un mazo, dispuesto a atizarle en lacabeza cuando ya ha ido losuficientemente lejos.»

En el taxi, camino ya de casa,Phoebe se tranquilizó de nuevo, aunquetemblaba. Él la acompañó hasta lapuerta, según las normas. Se habíaolvidado por completo de ella. En lapuerta, fue a besarla, pero ella lecontuvo.

—Bill. ¿Soy útil en realidad?Dímelo. Cuando no lo sea, debesprescindir de mí, insisto. Esta noche no

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sirvió para nada. Tú eres bueno, finges,yo me esfuerzo. Pero, de todos modos,no sirvió para nada. Si hubiera otrotrabajo para mí, lo cogería. Si no, tienesque prescindir de mí. Sincontemplaciones.

—Habrá otras noches —le aseguróél, y sólo entonces le permitió ella quela besara.

—Gracias, Bill —dijo.«Así que vean ustedes, señorías —

reflexionaba Craw muy satisfecho,mientras tomaba un taxi camino delHilton—. Nombre cifrado Susan rodabay trajinaba y valía un poco menos cadadía, porque los agentes son sólo tan

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buenos como el objetivo al que apuntan,y esa es la verdad sobre ellos. Y cuandoella nos dio oro, oro puro. Monseñores—con sus ojos mentales, alzó el mismogordo índice, un mensaje para losmuchachos bisoños que le contemplabanhechizados desde las primeras filas—,la única vez que nos lo dio, ni siquierallegó a saber que estaba haciéndolo… ¡ynunca llegaría a saberlo!

Craw había escrito una vez que losmejores chistes de Hong Kong rarasveces hacen reír, porque son demasiadoserios. Aquel año, estaba el Bar Tudor

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en un elevado edificio aún por terminar,por ejemplo, donde auténticas mozasinglesas de agrio semblante en decolletécaracterístico de la época, servíanauténtica cerveza inglesa a veinte gradospor debajo de su temperatura inglesa,mientras fuera, en el vestíbulo,vigorosos coolies de cascos amarillostrajinaban sin cesar para terminar losascensores. O podías visitar la Tabernaitaliana, donde una escalera en espiralde hierro forjado apuntaba hacia elbalcón de Julieta, pero sin llegar a él,pues terminaba en un techo blanquecinoenyesado; o la Posada Escocesa conescoceses chinos con faldas que de vez

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en cuando se sublevaban por el calor, ocuando subían los precios de los viajesen el transbordador. Craw habíavisitado incluso un fumadero de opiocon aire acondicionado e hilo musicalchorreando Greensleeves. Pero lo másextraño, lo más opuesto al dinero deCraw, era aquel bar de azotea quedominaba el puerto, con su banda chinade cuatro instrumentos tocando cosas deNoel Coward, y sus camareros chinosmuy serios con peluca empolvada ylevita que atisbaban en la oscuridad ypreguntaban en buen americachino,«¿Cuál siendo su bebida placentera?»

—Una cerveza —gruñó el invitado

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de Craw, sirviéndose un puñado dealmendras saladas—. Pero fría. ¿Me hasoído? Mucho fría. Y tráela chop chop.

—¿Le sonríe la vida a SuEminencia? —preguntó Craw.

—Deja todo eso a un lado, ¿quieres?Vamos al asunto.

El rostro adusto del superintendentetenía sólo una expresión y ésta era de uncinismo insondable. Si el hombre podíaelegir entre el bien y el mal, decía sumaléfico ceño, elegía el mal siempre: Yel mundo estaba dividido por la mitadentre los que sabían esto y lo aceptaban,y aquellos mariquitas melenudos deWhitehall que creían en los Reyes

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Magos.—¿Has encontrado ya su ficha?—No.—Dice llamarse Worth. Ha acortado

el apellido.—Sé muy bien cómo dice llamarse.

Para mí, podría decir que se llamaMatahari. Ya no hay ficha suya.

—¿Pero la hubo?—Sí, camarada, la hubo —dijo

furioso el Rocker con una sonrisabobalicona, remedando el acento deCraw—. «La hubo y ahora no la hay.»¿Me expreso con claridad o tendré queescribírtelo, con tinta invisible en elculo de una paloma mensajera,

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australiano de mierda?Craw siguió un rato allí sentado en

silencio, dando sorbos a su vaso conmovimientos firmes y repetitivos.

—¿Habrá sido obra de Ko?—¿El qué? —el Rocker se mostraba

voluntariamente obtuso.—Lo de la desaparición de la ficha.—Podría ser obra suya, sí.—Este mal de la pérdida de fichas

parece estar extendiéndose —comentóCraw, tras otra pausa de refresco—.Londres estornuda y Hong Kong cogecatarro. Mis simpatías profesionales.Monseñor. Mi fraternal compasión.

Luego bajó la voz hasta un monótono

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murmullo.—Dime —dijo—, ¿el nombre de

Sally Cale suena a música a los oídos devuestra gracia?

—Nunca he oído hablar de ella.—¿A qué se dedica?—Antigüedades Chichi sociedad

limitada, Kowloonside. Se dedican alsaqueo de obras de arte, afalsificaciones de calidad, imágenes delseñor Buda.

—¿Desde dónde?—El material auténtico procede de

Birmania, viene a través de Vientiane.Las falsificaciones son de produccióncasera. Una machorra de sesenta años

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—añadió con acritud, dirigiéndosecautamente a otra cerveza—. Tienealsacianos y chimpancés. Justo en tucalle, un poco más arriba.

—¿Buena posición?—¿Bromeas?—Me dijeron que había sido Cale

quien le había presentado la chica a Ko.—¿Y qué? Cale hace de alcahueta

de las zorras ojirredondas. Los chows laestiman por eso y yo también. Una vez lepedí que me proporcionase un apaño.Dijo que no tenía nada lo bastantepequeño. Cerda descarada.

—Nuestra frágil belleza vino aquísupuestamente para una compra de oro.

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¿Es correcto eso?El Rocker miró a Craw con nuevo

desprecio y Craw miró al Rocker, y seprodujo una colisión de dos objetosinamovibles.

—Claro que sí —dijo el Rockerdespectivamente—. Cale tenía montadoun asunto de oro desde Macao, ¿no?

—Pero, ¿cómo encaja Ko en todoesto?

—Oh, vamos, no te andes conrodeos. Cale era el hombre de paja.Todo el asunto era un apaño de Ko. Eseperro guardián gordo que tiene figurabacomo socio de ella.

—¿Tiu?

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El Rocker había caído una vez másen melancolía cervecesca, pero Craw nose arredró y acercó su cara pecosa a laabollada oreja del Rocker.

—Mi tío George agradecerá muchotodas las informaciones disponiblessobre la dicha Cale. ¿Entendido?Recompensará esos serviciosespléndidamente. Está en especialinteresado en ella desde el momentodecisivo en que presentó nuestra queridadamita a su protector chow hasta elpresente. Nombres, fechas, antecedentes,todo lo que puedas tener en la nevera.¿Entendido?

—¡Pues dile a tu tío George que me

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consiga cinco cochinos años en la cárcelde Stanley!

—No necesitará usted compañía allítampoco, ¿verdad, caballero? —dijosarcásticamente Craw.

Se trataba de una desabridareferencia a tristes y recientesacontecimientos del mundo del Rocker.Dos de sus colegas veteranos habíansido condenados a varios años de cárcelcada uno, y había otros que estabanesperando para seguir el mismo camino.

—Corrupción —murmuró furioso elRocker—. Luego nos vendrán con quehan descubierto el vapor. Malditosnovatos, me dan asco.

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Craw había oído todo aquello antes,pero volvió a oírlo porque tenía elvalioso don de saber escuchar, cosa queen Sarratt estimaban más, mucho más,que el don de la comunicación.

—Treinta mil cochinos europeos ycuatro millones de ojirrasgados, unamoral distinta, algunos de los sindicatosdel delito mejor organizados de estemaldito mundo. ¿Qué esperan que hagayo? No podemos acabar con el delito,así que ¿cómo controlarlo? Localizamosa los peces gordos y hacemos un tratocon ellos, pues claro, ¿qué podemoshacer? «Bueno, muy bien, chico. Ningúndelito accidental, nada de violaciones

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territoriales, todo limpio y decente y quemi hija pueda andar por la calle acualquier hora del día y de la noche.Quiero muchas detenciones para que losjueces estén contentos y para ganarmemi patética pensión, y Dios ampare alque viole las normas o no respete a laautoridad.» Muy bien, ellos pagan unpoquillo de dinero de sobornos. Dimeuna persona de esta isla tenebrosa queno pague también sus pequeñossobornos. Si hay gente pagándolos, tieneque haber quien los reciba. Es natural. Ysi hay gente que los recibe… además —añadió el Rocker, aburrido de prontocon su propio tema—, tu tío George ya

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lo sabe todo.La cabeza de león de Craw se alzó

despacio, hasta que sus ojos terribles sefijaron directamente en la cara desviadadel Rocker.

—¿Qué sabe George? Si se mepermite preguntarlo.

—Lo de esa maldita Sally Cale. Lehicimos un repaso completo hace unosaños para tu gente. Planeabadesestabilizar la libra esterlina o algoparecido. Invadir los mercados de orode Zurich con lingotes. Un montón deviejos chapuceros, como siempre, siquieres saber mi opinión.

Transcurrió otra media hora, tras la

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cual el australiano se levantócansinamente y deseó al Rocker largavida y felicidad.

—Y tú pon el trasero mirando alcrepúsculo —gruñó el Rocker.

Craw no se fue a casa aquella noche.Tenía amigos, un abogado de Yale y suesposa, que poseían una de lasdoscientas y pico casas particulares deHong Kong, un lugar vetusto ydestartalado en Pollock’s Path, en lacima del Pico, y le habían dado unallave. A la entrada, había aparcado uncoche consular, pero los amigos de

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Craw eran famosos por su adicción almundillo diplomático. Craw no parecióen absoluto sorprendido al encontrar ensu habitación a un respetuoso jovennorteamericano sentado en el sillón demimbre leyendo una gruesa novela: Unmuchacho rubio y pulido, de impecabletraje diplomático. Craw no le saludó, nireaccionó en absoluto ante su presencia,sino que se acomodó en el escritorio y,en una sola hoja de papel, siguiendo lamejor tradición de su mentor papalSmiley, comenzó a redactar un mensajeen mayúsculas, personal para SuSantidad, manos heréticas abstenerse.Después, en otra hoja, reseñó la clave

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correspondiente. Una vez terminada sutarea, entregó ambos papeles almuchacho que, con gran deferencia, losmetió en el bolsillo y salió rápidamentesin decir palabra. Una vez solo, Crawesperó hasta oír el gruñido del cocheantes de abrir y leer el recado que elmuchacho le había dejado. Luego loquemó y echó la ceniza por el desagüeantes de estirarse satisfecho en la cama.

Un día terrible, pero aún puedosorprenderles, pensó. Estaba cansado.Dios, qué cansado estaba. Vio losapiñados rostros de los chicos deSarratt. Pero avanzamos. Eminencias.Avanzamos inexorablemente. Aunque

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sea a ritmo de ciego, tanteando en laoscuridad. Es hora de que fume un pocode opio, pensó. Ya es hora de que tengauna linda muchachita que me anime unpoco. Dios, qué cansado estaba.

Smiley quizás estuviese igualmentecansado, pero el texto del mensaje deCraw, que recibió al cabo de una hora,le estimuló considerablemente: sobretodo porque la ficha de la señorita Cale,Sally, última dirección conocida HongKong, falsificadora de arte,contrabandista de oro en lingotes ytraficante de heroína a ratos, estaba poruna vez sana y salva e intacta en losarchivos del Circus. No sólo eso. El

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nombre cifrado de Sam Collins, en sucondición de residente extraoficial delCircus en Vientiane, aparecía por todaspartes como el emblema de un triunfolargo tiempo esperado.

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10Té y simpatía

Después de haberse puesto puntofinal al caso Dolphin, más de una vezacusaron a Smiley de que ese era elmomento, en que debía volver a visitar aSam Collins y atizarle duro y directo,justo donde podía dolerle. Georgepodría haberse ahorrado mucho trabajode este modo, dicen los entendidos,podría haber aprovechado un tiempovital.

Lo que dicen son puros disparatessimplistas.

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En primer lugar, el tiempo no tieneimportancia. La veta de oro rusa, y laoperación que financiaba, fuese la quefuese, llevaba funcionando años, yseguiría haciéndolo muchos más si nadieintervenía. Los únicos que exigíanacción eran los barones de Whitehall, elpropio Circus e, indirectamente, JerryWesterby, que tuvo que soportar dossemanas más de aburrimiento mientrasSmiley preparaba meticulosamente lasiguiente jugada. Además, se acercabaNavidad, y eso impacienta a todo elmundo. Ko, y la operación que estabacontrolando, fuese la que fuese, nomostraban signo alguno de evolución.

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«Ko y su dinero ruso se alzabaninmóviles como una montaña antenosotros», escribió más tarde Smiley, ensu documento final sobre el casoDolphin. «Podíamos contemplar el casocuanto quisiéramos, pero no podíamosmoverlo. El problema no sería cómomovemos nosotros, sino cómo mover aKo hasta el punto en el que pudiéramosdescubrirle.»

La lección era clara: mucho antesque ningún otro, salvo quizás ConnieSachs, Smiley veía ya a la chica comouna palanca potencial y, en cuanto tal, elpersonaje más importante del reparto…mucho más importante, por ejemplo, que

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Jerry Westerby, que era sustituible encualquier momento. Ésta era una de lasvarias y buenas razones de que Smileyse dedicara a acercarse a ella todo loque permitían las normas de seguridad.Otra razón era que el carácter de larelación entre Sam Collins y la chicaaún flotaba en la bruma. Es muy fácilvolverse ahora y decir «evidente», peroen aquel momento, las cosas no estabantan claras. La ficha de Caleproporcionaba un indicio. La percepciónintuitiva de Smiley permitía rellenaralgunos datos en blanco del trabajo decampo de Sam; precipitadasorientaciones de Registro

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proporcionaron claves y el lote habitualde casos análogos; la antología de losinformes de campo de Sam resultabailuminadora. Sigue en pie el hecho deque cuanto más a distancia manteníaSmiley a Sam, más se acercaba a unacomprensión independiente de lasrelaciones entre la chica y Ko y entre lachica y Sam, y más tantos acumulabapara cuando él y Sam volvieran areunirse.

Y, ¿quién demonios podría decirhonradamente cómo habría reaccionadoSam si le presionaran? Ciertamente, losinquisidores han logrado sus éxitos,pero también han tenido fracasos. Sam

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era un hueso duro de roer.También influyó en Smiley otra

consideración, aunque es demasiadocaballeroso en su documentoinformativo final para mencionarlo. Enlos días que siguieron a la caída,surgieron muchos espectros, y uno deellos era el temor a que, enterrado enalguna parte del Circus, se hallase elsucesor elegido de Billy Haydon: queBill le hubiese introducido, reclutado yeducado precisamente para el día en queél, de un modo u otro, desapareciese deescena. En principio, Sam había sidonombrado por Haydon. El que éste lehubiese sacrificado después muy bien

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podría ser puro fingimiento. ¿Quiénpodía estar seguro, en aquella atmósferainquietante, de que Sam Collins noestuviera maniobrando para que lereadmitiesen por ser el heredero elegidopara proseguir la tarea de traición deHaydon?

Por todas estas razones, GeorgeSmiley se puso el impermeable y se fuea la calle. Gustosamente, sin duda…porque en el fondo aún seguía siendo unagente. Esto lo admitían incluso susdetractores.

En el distrito del viejo Barnsbury, en

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el distrito londinense de Islington, el díaque Smiley hizo al fin su discretaaparición allí, la lluvia se estabatomando un descanso de media mañana.Los goteantes sombreretes de laschimeneas de los tejados de losa de lascasitas victorianas se apiñaban comopájaros sucios entre las antenas detelevisión. Tras ellos, sustentado por unandamiaje, se alzaba el perfil de unaurbanización pública abandonada porfalta de fondos.

—¿Señor…?—Standfast —contestó cortésmente

Smiley, debajo del paraguas.Los hombres honrados se identifican

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mutuamente por instinto. El señor PeterWorthington no tuvo más que abrir lapuerta de su casa y echar un vistazo aaquel individuo gordo y empapado deagua que estaba a la puerta (la carteraoficial negra, con EIIR[2] grabado en laabultada solapa de plástico, el aireapocado y ligeramente astroso) para quesu amable rostro alumbrase unaexpresión de amistosa bienvenida.

—Muy bien. Me parece excelenteque haya venido usted. El Ministerio deAsuntos Exteriores está ahora enDowning Street, ¿no es así? ¿Qué hizousted? Vino en metro desde CharingCross, supongo… Pase, pase,

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tomaremos un té.Era un individuo de la enseñanza

privada que se había pasado a laenseñanza pública porque era másrentable. Tenía una voz medida,confortante y leal. Incluso su ropa,advirtió Smiley, mientras le seguía porel estrecho pasillo, parecía desprenderuna especie de aire de fidelidad. PeterWorthington podría tener sólo treinta ycuatro años, pero su grueso traje demezclilla permanecería de moda (opasado de ella) durante tanto tiempocomo su propietario precisase. No habíajardines. El estudio daba por atrásdirectamente a un patio de juegos de

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suelo de cemento. Una sólida rejaprotegía la ventana, y el patio estabadividido en dos por una alta valla dealambre. Tras él se alzaba la escuelapropiamente dicha, un barroco edificioeduardiano no muy distinto al Circus,salvo por el hecho de que podía verse elinterior. En la planta baja, Smiley viodibujos infantiles colgados de lasparedes. Más arriba, tubos de ensayo enestanterías de madera. Era la hora delrecreo y, en su mitad correspondiente,corrían tras un balón chicas en traje degimnasia. Pero al otro lado de laalambrada había grupos silenciosos demuchachos, como piquetes a la puerta de

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una fábrica, negros y blancos separados.El estudio estaba inundado hasta laaltura de la rodilla de cuadernos deejercicios. Del frente de la chimeneacolgaba un gráfico de los reyes y reinasde Inglaterra. Llenaban el cielo oscurosnubarrones que daban a la escuela unaire herrumbroso.

—Espero que no le importe el ruido—dijo Peter Worthington desde lacocina—. Yo ya no lo oigo, la verdad.¿Azúcar?

—No, no. Nada de azúcar, gracias—dijo Smiley con una sonrisaconfidencial.

—¿Controlando las calorías?

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—Bueno, sí, un poquito, un poquito.Smiley se estaba interpretando a sí

mismo, pero exagerando un poco, comodicen en Sarratt. Un poco máscampechano, un poco más preocupado:el honrado y amable funcionario quehabía llegado a su techo tope a la edadde cuarenta y se quedó siempre allí.

—¡Hay limón si quiere! —dijodesde la cocina Peter Worthington, conun inexperto traqueteo de platos.

—¡Oh, no, gracias! Con leche solo.En el gastado suelo del estudio había

pruebas de que existía otro niño máspequeño: piezas de un juego dearquitectura y un cuaderno con PA

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garrapateado interminablemente. De lalámpara colgaba una estrella deNavidad de cartón. En las paredesparduscas, Reyes Magos y trineos yalgodón. Volvió Peter Worthington conuna bandeja de té. Peter era grande ytosco, tenía el pelo castaño de punta yprematuramente cano. Pese a tanto trajín,las tazas no estaban demasiado limpias.

—Ha sido usted muy inteligente alvenir en mi tiempo libre —dijo,indicando con un gesto los cuadernos deejercicios—. Si es que puedo decir eso,con tanto cuaderno por corregir.

—Creo que a ustedes se lesmenosprecia mucho —dijo Smiley,

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moviendo la cabeza suavemente—.Tengo amigos en la profesión. Selevantan a media noche, sólo paracorregir los ejercicios, o eso me dicen,y no tengo motivo para dudarlo.

—Son los concienzudos.—Estoy seguro de que usted puede

incluirse en esa categoría.Peter Worthington sonrió,

súbitamente complacido.—Me temo que sí. Puestos a hacer

algo, hacerlo bien —añadió, ayudando aSmiley a quitarse el impermeable.

—Ojalá fueran más los que piensanasí, ojalá.

—Debería haber sido usted profesor

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—dijo Peter Worthington, y los dos seecharon a reír.

—¿Y qué hace usted con su chico?—dijo Smiley, sentándose.

—¿Ian? Oh, va con su abuela. Mimadre, no la de ella —añadió mientrasservía.

Le pasó a Smiley una taza.—¿Usted es casado? —le preguntó.—Sí, sí lo soy, y estoy muy

satisfecho, si he de serie sincero.—¿Hijos?Smiley negó con un gesto,

permitiéndose además un pequeñofrunce de desilusión.

—Por desgracia no —dijo.

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—Eso es lo malo —dijo PeterWorthington, muy razonablemente.

—Sí, estoy seguro —dijo Smiley—.De todos modos, nos hubiese gustado laexperiencia. Se aprecia más a nuestraedad.

—Dijo usted por teléfono que habíanoticias de Elizabeth —dijo PeterWorthington—. Me he alegradomuchísimo al saberlo, la verdad.

—Bueno, no es nada como paraemocionarse —dijo cautamente Smiley.

—Pero esperanzador. Hay que teneresperanza.

Smiley se inclinó hacia la cartera deplástico negra de funcionario y abrió el

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débil cierre.—En fin, no sé si podrá usted

ayudarme —dijo—. No es que quieraocultarle nada, la verdad, pero nos gustaestar seguros. Soy un hombremeticuloso, no me importa confesarlo.Hacemos exactamente igual con nuestrosfallecidos extranjeros. Nunca noscomprometemos hasta no estarabsolutamente seguros. Nombres,apellidos, dirección completa, fecha denacimiento si podemos conseguirla; loinvestigamos todo. Sólo para estarseguros. No la causa, por supuesto,nosotros no nos ocupamos de la causa,eso compete a las autoridades locales.

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—Siga, siga —dijo cordialmentePeter Worthington. Advirtiendo laexageración del tono, Smiley alzó lavista, pero el honrado rostro de PeterWorthington estaba vuelto y Peterparecía estudiar un montón de viejosatriles de cuadernos de música quehabía apilados en un rincón.

Smiley se lamió el pulgar y abriólaboriosamente una carpeta, se la colocósobre el regazo y pasó varias páginas.Era la ficha del Ministerio de AsuntosExteriores, rotulada «Personadesaparecida», que Lacon habíaconseguido sacarle a Enderby con unpretexto.

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—¿Sería mucho pedir querepasáramos los datos desde elprincipio? Sólo los importantes, claro, ysólo lo que usted quiera decirme, esopor descontado, claro. Vea usted, mimayor quebradero de cabeza es que enrealidad no soy la persona que hacenormalmente este trabajo. Mi colegaWendower, al que ya conoce usted, estáenfermo, desgraciadamente… y, bueno,en fin, no siempre somos partidarios dep o n e r l o todo sobre el papel,¿comprende? Es un compañeromagnífico, pero a mí me parece un pocoescueto en sus informes. No es que seaperezoso, ni mucho menos, pero siempre

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le falta el aspecto humano del asunto.—He sido siempre absolutamente

sincero. Siempre —dijo PeterWorthington un tanto impaciente a losatriles de música—. Soy partidario de lasinceridad.

—Y por nuestra parte, se loaseguro, nosotros en el Ministeriosabemos respetar una confidencia.

Cayó sobre ellos una súbita calma.A Smiley no se le había ocurrido hastaaquel momento que los gritos de losniños pudieran ser sedantes; sinembargo, cuando cesaron y el patioquedó vacío, tuvo una sensación dedislocamiento que tardó un momento en

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superar.—Ha terminado el recreo —dijo

Peter Worthington con una sonrisa.—¿Cómo dice?—El recreo. Bollos y leche. Para

eso paga usted sus impuestos.—Bien, en primer lugar, no hay duda

de acuerdo con las notas de mi colegaWendower, no es nada contra él, se loaseguro, de que la señora Worthingtonse fue sin que la moviese a ello ningunaclase de presión… Espere un momento,déjeme que le explique lo que quierodecir con eso, por favor. Ella se fuevoluntariamente. Se fue sola. Nadie lapersuadió engañosamente, nadie la tentó,

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y no fue, en ningún sentido, víctima deninguna presión anormal. Presión que,por ejemplo, digamos, pudiera en sumomento ser objeto de una acción legalante los tribunales, que iniciase usted oiniciaran otros contra un tercero al queno se ha nombrado hasta ahora…

Como muy bien sabía Smiley, laverbosidad crea en los que debensoportarla una urgencia casiinsoportable de hablar. Si nointerrumpen directamente, responden, alfinal, con redoblada energía: y dada suprofesión de maestro, Peter Worthingtonno era, en modo alguno, un oyente nato.

—Se fue sola, absolutamente sola, y

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mi opinión sincera es, fue y ha sidosiempre, que era libre de hacerlo. Si nose hubiese ido sola, si hubiesen estadoinvolucradas otras personas, hombres,todos somos humanos, bien lo sabeDios, no habría habido ningunadiferencia. ¿Responde esto del todo a supregunta? Los niños tienen derecho aambos padres —concluyó,estableciendo una máxima.

Smiley escribía diligentemente, perocon mucha lentitud. Peter Worthington setamborileó la rodilla con los dedos,chasqueó luego los nudillos, uno a uno,en una impaciente y rápida salva.

—¿Podría decirme usted ahora,

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señor Worthington, si han dictado ya unaorden de custodia…?

—Nosotros siempre supimos queella se iría. Estaba sobrentendido. Yoera su ancla. Ella me llamaba «miancla». O eso o «maestro». No meimportaba. No lo decía con malaintención. Era simplemente que no podíasoportar decir Peter. Ella me queríacomo un concepto, no como una imagen,quizás, un cuerpo, una mente, unapersona, ni siquiera como a uncompañero. Como un concepto, unelemento necesario para su plenitudhumana, personal. Sentía una verdaderaansia de complacer, me doy cuenta de

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ello. Era parte de su inseguridad,anhelaba que la admirasen. Si hacía uncumplido, era porque quería otro acambio.

—Entiendo —dijo Smiley, y volvióa escribir, como si suscribiesematerialmente este punto de vista.

—Quiero decir que nadie podíatener a una chica como Elizabeth poresposa y esperar tenerla toda para sí. Noera natural. He llegado a aceptarlo.Hasta el pequeño Ian tenía que llamarlaElizabeth. También lo entiendo. Ella nopodía soportar las cadenas de «mami».Un niño corriendo detrás de ellallamándola «mami». No podía

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soportarlo. Era demasiado. Y, en fin,también lo entiendo. Me imagino que austed puede resultarle difícil, ya que notiene hijos, entender que una mujer, seacual sea su carácter, una madre, bienatendida y amada y cuidada, que no tieneque ganarse la vida, abandone a supropio hijo y no le haya mandado ni unapostal siquiera. Eso quizás le extrañe,puede que hasta le disguste. Bueno, mipunto de vista es muy distinto, la verdad.Aunque admito que al principio fueduro.

Miraba hacia el patio alambrado.Hablaba sin pasión, sin sombra algunade lástima de sí. Como si hablase de un

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alumno.—Aquí procuramos enseñar libertad

a la gente. Libertad dentro de un espíritucívico. Les dejamos que desarrollen supersonalidad individual. ¿Cómo podíayo decirle a ella quién era? Yo queríaestar allí, nada más. Ser amigo deElizabeth. Su parada larga; ésa era otrade las cosas que me decía. «Mi paradalarga.» El caso es que ella nonecesitaba irse. Podía haber hecho todolo que quisiera aquí, a mi lado. Lasmujeres necesitan un apoyo, sabe. Si nolo tienen…

—¿Y aún no ha recibido usted ni unanoticia directa suya? —preguntó

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suavemente Smiley—: ¿Ni una carta, nisiquiera esa postal para Ian, nada?

—Ni una letra.Smiley escribió.—Señor Worthington, que usted

sepa, ¿ha utilizado alguna vez su esposaotro nombre?

Por algún motivo, la preguntaamenazó con enojar muy patentemente aPeter Worthington. Hubo en su miradaun relampagueo furioso, como sireaccionase ante una impertinencia enclase, y su dedo saltó disparado paraexigir silencio. Pero Smiley siguió atoda marcha.

—¿Su nombre de soltera, por

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ejemplo? O una abreviatura de sunombre de casada, que en un país que nosea de habla inglesa podría crearleproblemas con los nativos…

—Nunca. Nunca, jamás. Tiene ustedque comprender la psicología básica dela conducta humana. Ella era un caso delibro de texto. Estaba deseando librarsedel apellido de su padre. Una de lasprincipales razones por las que se casóconmigo fue para tener un nuevo padre yun nuevo apellido. ¿Por qué habría dedejarlo una vez conseguido? Pasabaigual con sus fabulaciones, las historiasdisparatadas que contaba; lo que queríaera escapar de su medio. En cuanto lo

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hizo una vez conseguido, después deencontrarme a mí, y la estabilidad queyo represento, ya no necesitaba,naturalmente, ser otra persona. Era otrapersona. Estaba realizada. Así que, ¿porqué irse?

Smiley se tomó de nuevo un ratito.Miró a Peter Worthington como siestuviese indeciso, miró la carpeta,volvió al último apartado, se colocó lasgafas y lo leyó, y evidentemente no porprimera vez, ni mucho menos.

—Señor Worthington, si nuestrainformación es correcta, y tenemosbuenas razones para creerlo así, yo diríaque nuestro cálculo es como mínimo

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seguro en un ochenta por ciento,respondo hasta ahí, en la actualidad suesposa utiliza el apellido Worth. Y,curiosamente, está utilizando un nombrealemán, L-I-E-S-E, que, según me handicho, no se pronuncia Liza, sino Lisa.Yo había pensado que quizás ustedpudiera confirmar o negar este punto, ytambién el de si está o no activamenterelacionada con un negocio de relojeríaen el Extremo Oriente, cuyasramificaciones se extienden a HongKong y a otros centros importantes.Parece ser que vive en la opulencia yque goza de prestigio social y se mueveen círculos muy encumbrados.

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Al parecer, Peter Worthingtoncaptaba muy poco de todo esto. Se habíaacomodado en el suelo, pero parecíaincapaz de asentar las rodillas.Chasqueó los dedos una vez más, miróimpaciente los atriles de partiturasmusicales hacinados como esqueletos enun rincón del cuarto, e intentaba hablarantes ya de que Smiley hubieraterminado.

—Mire. Lo que yo quiero es esto.Que el que se dirija a ella plantee lascosas tal como debe ser. No quieroninguna reclamación apasionada, noquiero que se apele a su conciencia.Todo eso debe quedar descartado. Basta

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una exposición clara de lo que se ofrece;y que se la recibirá bien. Nada más.

Smiley se refugió en el impreso.—Bueno, señor Worthington, qué le

parece si, antes de llegar a eso,seguimos repasando los datos…

— N o hay datos —dijo PeterWorthington, muy irritado de nuevo—.Lo único que hay son dos personas.Bueno, tres con Ian. En un asunto comoé s t e no hay datos. En ningúnmatrimonio. Eso es lo que la vida nosenseña. Las relaciones son totalmentesubjetivas. Yo estoy sentado en el suelo.Eso es un dato. Usted está escribiendo.Eso es un dato. La madre de Elizabeth

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estaba detrás del asunto. Eso es un dato.¿Me entiende? Su padre es un chiflado yun criminal. Eso es un dato. Elizabeth noes hija de la Reina de Saba ni nietanatural de Lloyd George, diga ella loque diga. Y no se ha licenciado ensánscrito, como le explicó a ladirectora, que aún hoy en día siguecreyéndoselo. «¿Cuánto volveremos aver otra vez a su encantadora esposaoriental?» Y de joyería sabe tanto comoyo. Eso es un dato.

—Datos y lugares —murmuróSmiley mirando el impreso—. Sipudiese aunque sólo fuera comprobareso, para empezar.

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—Por supuesto —dijo Worthingtoncaballerosamente, y llenó de nuevo lataza de Smiley con una tetera de metalverde. Había tiza en las yemas de suslargos dedos. Era como el gris de supelo.

—Creo que fue la madre en realidadla que la estropeó —continuó, en elmismo tono racional y claro—. Aquelafán de que subiera a un escenario,luego el ballet, luego lo de intentarmeterla en televisión. Su madre lo únicoque quería era que admirasen aElizabeth. Como sustituía de ella misma,claro. Es algo perfectamente natural,desde un punto de vista psicológico. Lea

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usted a Berne. A cualquiera. No era másque su modo de definir su personalidadindividual. A través de su hija. Hay quetener en cuenta que esas cosas suceden.Yo ahora lo entiendo perfectamentetodo, todo eso. Ella estaba bien, elmundo estaba bien, Ian estaba bien, yluego, de pronto, se larga.

—¿Sabe usted, por casualidad, siella se comunica con su madre?

Peter Worthington negó con un gesto.—En modo alguno, creo yo. La

había calado bien. Por la época en quese fue. Había roto con ella del todo. Elúnico lío que puedo decir con seguridadque le ayudé a resolver. Mi única

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contribución a su felicidad…—Creo que no tenemos aquí la

dirección de su madre —dijo Smiley,repasando minuciosamente las páginas—. Usted no…

Peter Worthington le dio ladirección a velocidad de dictado, unpoco alto, quizás.

—Y ahora, fechas y lugares —repitió Smiley—. Por favor.

Ella le había abandonado hacía dosaños. Peter Worthington dijo no sólo lafecha sino la hora. No había habidoninguna escena; Peter Worthington noaprobaba las escenas; Elizabeth ya habíatenido bastantes con su madre. Había

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sido una velada feliz, en realidad,particularmente feliz. La había llevado,para variar, a un restaurante próximodonde hacían kebab.

—Quizás lo haya visto usted alvenir… se llama Knossos, queda juntoal Express Dairy…

Bebieron y festejaron, y, paracompletar el trío, había ido AndrewWiltshire, el nuevo profesor de inglés.Elizabeth había introducido a esteAndrew en el yoga hacía unas semanas.Habían ido juntos a clase al SobellCentre y se habían hecho muy buenosamigos.

—A ella le interesaba mucho el yoga

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—dijo Peter moviendoaprobatoriamente su cabeza cana—. Eraalgo que le interesaba de veras. Andrewera sólo el tipo de camarada capaz deanimarla. Extrovertido, irreflexivo, muyfísico… perfecto para ella —añadiótaxativamente.

Habían vuelto los tres a casa a lasdiez, por la canguro, dijo: él, Andrew yElizabeth. Él había hecho un café, luegoescucharon música, y, hacia las once,Elizabeth les dio un beso a cada uno ydijo que iba a casa de su madre a vercómo estaba.

—Creí entender que había roto consu madre —objetó suavemente Smiley,

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pero Peter Worthington prefirió no oírle.—Lo de los besos no tiene

importancia para ella, por supuesto —explicó Peter Worthington, a títuloinformativo—. Besa a todo el mundo, alos alumnos, a todas sus amistades…seria capaz de besar al basurero, acualquiera. Es muy extrovertida. Repito,tiene que conquistar a todo el mundo.Quiero decir, que toda relación ha deser una conquista. Sea su hijo, elcamarero del restaurante, etc. Luego, unavez les ha conquistado, le aburren. Esmuy lógico. Subió a ver a Ian, y estoyseguro de que utilizó ese momento pararecoger el pasaporte y el dinero de los

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gastos de la casa, del dormitorio. Dejóuna nota que decía «Lo siento» y no hevuelto a verla desde entonces. Ni yo niIan —añadió.

—Esto… ¿ha sabido Andrew algode ella? —inquirió Smiley, colocándosede nuevo las gafas.

—¿Andrew? ¿Por qué Andrew?—Usted dijo que eran amigos, señor

Worthington. En estos asuntos, a veceslas terceras personas se convierten enintermediarios.

Al decir la palabra asunto alzó lavista y se vio mirando directamente alos abyectos y honrados ojos de PeterWorthington: y, por un momento,

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cayeron a la vez las dos máscaras.¿Estaba investigando Smiley? ¿O siendoinvestigado? Quizás sólo fuera suasediada imaginación… ¿O acasopercibía, dentro de sí, y en aquelmuchacho débil que tenía ante sí, elestremecimiento de un parentescoembarazoso? «Debería existir una ligade maridos burlados que se compadecende sí mismos. ¡Todos tenéis la mismahorrorosa y aburrida bondad!» le habíadicho Ann una vez. Jamás conociste a tuElizabeth, pensó Smiley, mirando aúnfijamente a Peter Worthington: y yojamás conocí a mi Ann.

—En fin, eso es cuanto yo puedo

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recordar —dijo Peter Worthington—.Después de eso, todo está en blanco.

—Sí —dijo Smiley, refugiándoseinconscientemente en la repetidaaserción de Worthington—. Sí, yacomprendo.

Se levantó para irse. A la puerta,había un muchachito. Le miró receloso yhostil. Una mujer corpulenta y apaciblele seguía, le llevaba además con lasmanos en alto, cogido por las muñecas,como columpiándole, aunque enrealidad, el niño se sostenía por sí.

—Mira, ahí está papá —dijo lamujer, mirando con afecto aWorthington.

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—Hola Jenny. Este es el señorStandfast, del Ministerio de AsuntosExteriores.

—¿Cómo está usted? —dijo cortésSmiley y, tras unos minutos de charlaintrascendente y la promesa de másinformación a su debido tiempo, si lahabía, se apresuró a marcharse.

—Ah, y muy felices Pascuas —dijodesde la puerta Peter Worthington.

—Ah sí. Sí, claro. También a usted.A todos ustedes. Muy felices Pascuas…y muchas.

Si no les indicabas lo contrario, en

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el bar de la carretera te ponían azúcar enel café, y cada vez que la india hacía unataza, la pequeña cocina se llenaba devapor. En grupos de dos y de tres, sinhablar, los hombres desayunaban,comían o cenaban, según la etapa en laque estuviesen de sus diversos días.También allí se aproximaba Navidad.Sobre el mostrador, para dar navideñaalegría al ambiente, balanceábanse seisgrasientas bolas de cristal de colores, yuna hucha pedía ayuda para los niñosparalíticos. Smiley miraba el periódicode la tarde, pero no leía. En un rincón, amenos de cuatro metros de él, elpequeño Fawn había adoptado su

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clásica posición de niñera. Los ojososcuros miraban afables a losparroquianos y hacia la entrada dellocal. Sostenía la taza en el aire con lamano izquierda, mientras la derecha ledescansaba ociosa junto al pecho. ¿Sesentaría así Karla?, se dijo Smiley. ¿Seocultaría Karla entre los libres desospecha? Control lo había hecho.Control se había creado una segunda,tercera o cuarta vida entera para sí en unpiso de dos habitaciones, junto a la víade circunvalación del Western, bajo elmodesto apellido Matthews, que nofiguraba como alias en los archivos delos caseros. Bueno, lo de vida «entera»

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era algo exagerado. Pero había tenidoropa allí y una mujer, una señoraMatthews; un gato incluso. Y tomadoclases de golf en un club de artesanoslos jueves de mañana temprano,mientras desde su mesa del Circus seburlaba del populacho y del golf y delamor y de cualquier otro ridículoobjetivo humano que en secreto pudiesetentarle. Había alquilado incluso unhuertecito, recordó Smiley, allí abajo,junto a un desvío de los ferrocarriles. Laseñora Matthews había insistido enllevar a Smiley a verlo en su pulcroMorris el día en que él le comunicó la,triste nueva. Era el mismo revoltillo de

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los demás huertos: las rosas de siempre,verduras de invierno que no habíancomido, un cobertizo de herramientaslleno de mangueras y cajas de semillas.

La señora Matthews fue una viudadócil, pero práctica.

—Yo lo único que quiero es saber—le había dicho, tras leer la cifra delcheque—. Lo único que quiero es estarsegura, señor Standfast: ¿murió deverdad o volvió con su esposa?

—Murió de verdad —ratificóSmiley, y ella le creyó, agradecida.

No añadió que la esposa de Controlse había ido a la tumba hacía ya onceaños, aún convencida de que su marido

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tenía un cargo en el Consejo del Carbón.¿Tenía Karla que urdir y planear en

comités? ¿Tenía que combatir lascamarillas, engañar a los tontos, halagara los listos, mirar en espejosdeformantes como Peter Worthington,para hacer su tarea?

Miró el reloj, miró luego a Fawn.Junto al lavabo había una caja decambio de moneda. Pero cuando Smileypidió cambio al propietario, éste se lonegó, alegando que estaba ocupado.

—¡Dáselo, cabrón! —gritó uncamionero todo de cuero. El propietariose lo dio de inmediato.

—¿Qué tal? —preguntó Guillam,

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contestando a la llamada por la líneadirecta.

—Buen ambiente —contestó Smiley.—Hurra —dijo Guillam.Otra de las acusaciones que se

esgrimieron después contra Smiley fuela de que perdía el tiempo en tareasserviles, en vez de delegar en sussubordinados.

Hay bloques de pisos cerca delcampo de golf Town and Country, en losarrabales norteños de Londres que soncomo la superestructura de barcos ennaufragio perpetuo. Se extienden al final

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de largos campos de césped, donde lasflores no florecen nunca del todo, losmaridos se largan en los botessalvavidas, en bloque, hacia las ocho ymedia de la mañana y donde las mujeresy los niños se pasan el díamanteniéndose a flote hasta que losvarones regresan demasiado cansadosya de navegar. Estos edificios seconstruyeron en los años treinta y desdeentonces conservan su blanco mugriento.Sus oblongas ventanas de marcosmetálicos dan a las verdes y lozanasolas del campo de golf, donde esasmujeres de los días laborables vagancon sus viseras como almas perdidas.

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Uno de estos bloques se llamaMansiones Arcadia, y los Pelling vivíanen el número siete, con una angosta vistadel hoyo nueve del campo de golf que seesfumaba cuando las hayas echabanhojas. Cuando Smiley pulsó el timbre,sólo oyó el leve tintineo eléctrico: nipisadas, ni perros, ni música. Se abrióla puerta y una cascada voz de hombredijo «Sí» desde la oscuridad; pero laque habló era mujer. Una mujer alta yencorvada. Llevaba en la mano uncigarrillo.

—Me llamo Oates —dijo Smiley,ofreciendo una gran tarjeta verdeforrada en celofán. A disfraz distinto,

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nombre distinto.—Vaya, es usted, pase. Quédese a

cenar y ver el espectáculo. Parecía ustedmás joven por teléfono —atronó con unavoz ronca que pugnaba por afinarse—.Está aquí. Cree que es usted un espía —añadió, y miró bizqueando la tarjetaverde—. No lo es, ¿verdad?

—No —dijo Smiley—. Más bien no.Sólo un detective.

El piso era todo pasillo. Abriómarcha ella, dejando una vaporosaestela de ginebra. Arrastraba una piernaal andar, y tenía paralizado el brazoderecho. Smiley lo atribuyó a un ataqueapopléjico. Vestía como si nadie se

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hubiese fijado jamás en su estatura o ensu sexo. Y como si no le importara.Llevaba zapatos bajos y un jerseyvaronil con cinturón, que le hacía loshombros más anchos.

—Dice que nunca ha oído hablar deustedes. Que ha buscado el nombre en laguía telefónica y que no existe.

—Nos gusta ser discretos —dijoSmiley.

La mujer abrió una puerta.—Mira, existen —informó

sonoramente, hacia el interior de lahabitación—. Y no es un espía, es undetective.

En un sillón lejano, un hombre leía

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el Daily Telegraph y lo sostenía delantede la cara de modo que Smiley no veíamás que la cabeza calva y la bata, y lascortas y cruzadas piernas rematadas poruna chinelas de piel. Pero de algúnmodo supo de inmediato que el señorPelling era de esos hombres bajitos quesólo se casan con mujeres altas. En lahabitación había todo lo que podíanecesitar para sobrevivir él solo.Televisor, cama, estufa de gas, una mesapara comer y un caballete para pintarpor zonas numeradas. De la paredcolgaba una foto pintada de una chicamuy guapa con una inscripcióngarrapateada en diagonal en una esquina

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como hacen las estrellas de cine cuandodedican sus fotos con amor a la gentevulgar. Smiley reconoció a ElizabethWorthington. Había visto ya muchasfotos.

—Señor Oates, aquí Nunc —dijo lamujer, haciendo casi una reverencia.

E l Daily Telegraph descendió conlentitud de bandera de guarnición, yreveló una carita relumbrante y agresivacon tupidas cejas y gafas de directivo.

—Sí. Bueno, dígame quién es ustedexactamente —dijo el señor Pelling—.¿Es usted del servicio secreto o no? Noquiero cuentos. Suelte lo que sea yacabemos. No soy partidario de los

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informes, ¿comprende? ¿Qué es eso? —exigió.

— S u tarjeta —dijo la señoraPelling, ofreciéndola—. Es verde.

—Vaya, ya estamos intercambiandonotas, ¿eh? También yo necesito unatarjeta, eh, Cess, ¿verdad? Mejor algoimpreso, querida mía. Acércate tú aSmith’s, ¿quieres?

—¿Quiere usted tomar té?—preguntó la señora Pelling, volviendola cabeza y bajando los ojos haciaSmiley.

—¿Por qué le ofreces té? —gruñó elseñor Pelling, viendo que ponía ya latetera—. No tiene por qué tomar té. No

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es un invitado. Ni siquiera es delservicio secreto. Yo no pedí queviniera. Quédese a pasar la semana —dijo luego, dirigiéndose a Smiley—.Trasládese aquí, si lo desea. Ocupe lacama de ella. Asesores de SeguridadUniversal… ¡y yo Napoleón!

—Quiere hablar sobre Lizzie,querido —dijo la señora Pelling,poniendo una bandeja para su marido—.Sé padre por una vez en tu vida.

—Le iría muy bien a usted su cama,de veras —dijo en un aparte el señorPelling, alzando de nuevo el DailyTelegraph.

—Por esas amables palabras —dijo

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la señora Pelling, y soltó una carcajada.Consistió en dos notas, como un reclamode ave, y no se proponía ser graciosa.Siguió un silencio incómodo.

La señora Pelling pasó a Smiley sutaza de té. Smiley la cogió y habló luegoa la parte de atrás del periódico delseñor Pelling.

—Caballero, una importanteempresa extranjera está considerando asu hija Elizabeth para un cargoimportante. Y ha pedidoconfidencialmente a mi empresa (es untrámite normal, pero muy necesarios enestos tiempos) que contacte con amigosy parientes suyos en este país y obtenga

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referencias sobre su carácter.—Esos somos nosotros, querido —

explicó la señora Pelling, por si sumarido no había entendido.

El periódico descendió bruscamente.—¿Sugiere usted acaso que mi hija

tiene mal carácter? ¿Es lo que vieneusted a decirme a mi casa, mientras bebemi té?

—No, caballero —dijo Smiley.—No, caballero —dijo la señora

Pelling, sin propósito de ayudar.Siguió un largo silencio que Smiley

no se dio mucha prisa en romper.—Señor Pelling —dijo al fin, en

tono firme y paciente—. Tengo

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entendido que trabajó usted muchos añosen Correos, y que llegó a ocupar uncargo importante.

—Muchos, muchos años —confirmóla señora Pelling.

—Trabajé —dijo el señor Pelling,otra vez detrás del periódico—. Sehabla demasiado en este mundo. Y no setrabaja bastante.

—¿Admitió usted a delincuentes ensu departamento?

El periódico retembló y seinmovilizó luego.

—¿O a comunistas? —dijo Smiley,con el mismo sosiego.

—Cuando lo hicimos nos libramos

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en seguida de ellos —dijo el señorPelling, y ésta vez el periódico se quedóabajo. La señora Pelling chasqueó losdedos.

—Así —dijo.—Señor Pelling —continuó Smiley,

en el mismo tono confidencial—, elcargo para el que se está considerandola candidatura de su hija es para una delas empresas más importantes deOriente. Se especializará en transporteaéreo y por su trabajo conocerá deantemano todos los embarquesimportantes de oro que entren y salgande este país, así como el movimiento decorreos diplomáticos y correspondencia

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secreta. La remuneración es muyelevada. Me parece, pues, razonable, ysupongo que también se lo parecerá austed, el que su hija pase por las mismasformalidades que cualquier otrocandidato a un puesto de tantaresponsabilidad y tan deseable.

—¿Para quién trabaja usted? —dijoel señor Pelling—. Eso es lo que yoquiero saber. ¿Quién me dice a mí quees usted de fiar?

—Nunc —rogó la señora Pelling—.¿Quién dice que lo sea nadie?

—¡No me llames Nunc! Dale unpoco más de té. Tú eres la anfitriona,¿no? Pues actúa como una anfitriona. Ya

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era hora de que recompensaran a Lizziey he de decir que estoy francamenteirritado porque no haya ocurrido estoantes, debiéndole lo que le deben.

El señor Pelling reanudó el examende la impresionante tarjeta verde deSmiley.

—«Corresponsales en Asia, EstadosUnidos y Oriente Medio.» Colegas depluma, supongo que son. Sede central enSouth Molton Street. Cualquieraclaración por teléfono bla bla bla. ¿Ycon quién hablaré, entonces? Supongoque con su compañero de delito.

—Si es en South Molton Street, debeser una cosa seria —dijo la señora

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Pelling.—Autoridad sin responsabilidad —

masculló el señor Pelling, marcando elnúmero.

Hablaba como si alguien leestuviese tapándole las narices.

—Lo siento, pero es algo que no vaconmigo.

—Con responsabilidad —corrigióSmiley—. Nosotros, como empresa, noscomprometemos a indemnizar a nuestrosclientes por cualquier deshonestidad delpersonal que recomendamos. Nosaseguramos convenientemente, además.

El teléfono sonó cinco veces antesde que la centralita del Circus

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contestara, y Smiley rogó a Dios que nohubiese un lío.

—Póngame con el directoradministrativo —ordenó el señorPelling—. ¡Me da igual que estéreunido! ¿No tiene nombre? ¿Bueno, quépasa? Bien, dígale al señor AndrewsForbes—Lisle, que el señor HumphreyPelling desea hablar personalmente conél. Ahora.

Larga espera. Bien hecho, pensóSmiley. Buen detalle.

—Le habla Pelling. Tengo aquísentado frente a mí a un individuo quedice llamarse Oates. Bajo, gordo ypreocupado. ¿Qué quiere usted que haga

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con él?Smiley oyó en la lejanía el tono

sonoro y castrense de Peter Guillamprácticamente ordenando a Pellingponerse firme para hablar con él.Suavizado, el señor Pelling colgó.

—¿Sabe Lizzie que está ustedhablando con nosotros? —preguntó.

—Se le caería la cabeza de risa si losupiera —dijo su mujer.

—Puede que ni siquiera sepa queestán considerando su candidatura parael cargo —dijo Smiley—. En estostiempos, se tiende cada vez más a hacerla propuesta después de obtenido elvisto bueno.

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—Es por Lizzie, Nunc —le recordóla señora Pelling—. Ya sabes lo muchoque la quieres, aunque llevemos un añosin noticias suyas.

—¿Y no le escriben nunca ustedes?—preguntó Smiley, comprensivo.

—Ella no quiere —dijo la señoraPelling, mirando de reojo a su marido.

A Smiley se le escapó un levísimogruñido. Podría haber sido de pesar,pero en realidad era de alivio.

—Dale más té —ordenó el marido—. Ya se lo ha zampado todo.

Luego, miró quisquilloso a Smileyde nuevo.

—Aún no estoy seguro de que no

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sea del servicio secreto, ni siquieraahora —dijo—. No tiene pinta, desdeluego, pero podría ser deliberado.

Smiley llevaba impresos. Laimprenta del Circus los había fabricadola noche antes, con papel amarillo… loque fue una suerte, pues resultó que en elmundo del señor Pelling, los impresoslo legitimaban todo, y el amarillo era elcolor más respetable. Así pues, los doshombres trabajaron juntos como dosamigos haciendo un crucigrama, Smileyde pie junto al señor Pelling y éstehaciendo el trabajo de pluma, mientrassu mujer fumaba allí sentada mirandolos descoloridos visillos, dando vueltas

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y vueltas a su anillo de boda. Anotaronla fecha y lugar de nacimiento:«Carretera arriba, en la AlexandraNursing Home. La han derribado ya,¿verdad, Cess? Lo han convertido enuno de esos bloques que son comohelados.» Anotaron los datos relativos aestudios, y el señor Pelling expuso suspuntos de vista sobre tal materia:

—Nunca dejé que la tuvierandemasiado tiempo en un colegio,¿verdad, Cess? Había que mantenerle elentendimiento despierto. Que no cayeraen la rutina. Un cambio vale unavacación, le decía. ¿Verdad, Cess?

—Ha leído libros de pedagogía —

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dijo la señora Pelling.—Nos casamos tarde —dijo él,

como para explicar la presencia de ella.—Queríamos que fuese actriz —dijo

ella—. Él quería ser su representante,además.

El señor Pelling facilitó otros datos.Había habido una escuela de teatro y uncurso de secretariado.

—Formación —dijo el señor Pelling—. Preparación, no estudiosespecializados, en eso creo yo.Aprender un poco de todo. Que sea unapersona de mundo. Que tenga prestancia.

—Oh, sí, prestancia sí que tiene, sí—confirmó la señora Pelling, y con un

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clic de la garganta expulsó una granbocanada del humo del cigarrillo —ymundo:

—¿Pero no llegó a acabar susestudios de secretariado, ¿verdad? —preguntó Smiley, señalando el apartado—. Ni los de la escuela de teatro…

—No tenía por qué hacerlo —dijo elseñor Pelling.

Pasaron a empleos anteriores. Elseñor Pelling enumeró media docena enla zona de Londres, todos con unadiferencia de unos dieciocho meses.

—Asquerosos todos —dijo laseñora Pelling muy satisfecha.

—Estaba buscando —dijo

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animosamente el marido—. Tanteandoun poco antes de comprometerse. Yo leayudé, ¿verdad, Cess? Todos la querían,pero yo no acepté.

Lanzó luego el brazo hacia su mujer,y añadió, gritando:

—¡Y no digas ahora que no valió lapena! ¡Aunque no se nos permita hablarde ello!

—Lo que más le gustaba era elballet —dijo la señora Pelling—.Enseñar a los niños. Le encantan losniños. Le encantan.

Esto enojó muchísimo al señorPelling.

—Ella está haciendo una carrera,

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Cess —gritó, golpeando con el impresoen las rodillas—. Dios del cielo, estamujer cretina, ¿acaso quieres que vuelvacon él?

—Ahora, dígame, ¿qué estabahaciendo ella exactamente en el OrienteMedio? —preguntó Smiley.

—Seguía unos cursos. Unos cursosfinancieros. Aprendía árabe —dijo elseñor Pelling, adoptando de pronto unavisión amplia.

Ante la sorpresa de Smiley, selevantó incluso y, gesticulandoimperiosamente, se puso a pasear por lahabitación.

—Lo que la llevó allí en principio

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—dijo—, no me importa decírselo, fueun matrimonio desgraciado.

—Dios, Dios —dijo la señoraPelling.

De pie, el señor Pelling tenía unarobustez prensil que le hacía formidable.

—Pero la recuperamos. Oh, sí. Suhabitación sigue estando ahí dispuestapara cuando la quiera. Queda junto a lamía. Puede recurrir a mí en cualquiermomento. Oh, sí. La ayudamos a salir deese lío, ¿verdad que sí, Cess? Luego undía yo le dije…

—Vino con un profesor de inglésmuy majo, de pelo rizado —interrumpiósu esposa—. Andrew.

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—Escocés —corrigiómaquinalmente el señor Pelling.

—Andrew era un buen chico, pero aNunc no le pareció gran cosa, ¿verdad,querido?

—No era bastante para ella. Todoaquel asunto del yoga. Columpiarsecolgado del rabo, así lo llamo yo.Luego, un día, voy yo y le digo: «Lizzie:árabes. Ahí está tu futuro.»

Y chasqueó los dedos señalando auna hija imaginaria. Luego, añadió:

—«Petróleo. Dinero. Poder. Vas airte allí. Haz el equipaje. Saca el billete.Vete.»

—Le pagó el viaje un club nocturno

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—dijo la señora Pelling—. Para meterlaen un buen lío…

—¡No hubo tal cosa! —replicó elseñor Pelling, encogiendo sus anchoshombros para gritarle, pero la señoraPelling siguió, como si él no estuviese.

—Contestó a un anuncio, sabe. Unamujer de Bradford con muy buenaspalabras. Una alcahueta. «Se necesitancamareras; no es lo que usted piensa»,decía. Le pagaron el pasaje del avión yen cuanto aterrizó en Bahrein le hicieronfirmar un contrato en el que entregabatodo el sueldo por el alquiler del piso.Con eso la tenían cogida, ¿comprende?No podía ir a ninguna parte, ¿sabe? La

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Embajada no podía ayudarla, no podíaayudarla nadie. Ella es muy guapa,¿sabe?

—Esta bruja deslenguada y estúpida.¡Hablamos de una carrera! ¿Es que no laquieres, es que no quieres a tu propiahija? ¡Eres una madre desnaturalizada!¡Ay Dios mío, Dios mío!

—Ha hecho su carrera —dijo laseñora Pelling muy satisfecha—. Lamejor del mundo.

El señor Pelling se volviódesesperado a Smiley.

—Ponga «trabajo de recepción yaprendizaje del idioma» y ponga…

—Quizás pudieran decirme ustedes

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—interrumpió suavemente Smiley,mientras se lamía el pulgar y pasabapágina—, podría incluirse aquí… si ellaha tenido experiencia en la industria deltransporte.

—Ponga —el señor Pelling cerrólos puños y miró primero a su mujer,luego a Smiley, como dudando sicontinuar o no—. Ponga «Y trabajarpara los servicios secretos británicos enuna importante misión.» Confidencial.¡Vamos! ¡Póngalo! Venga. Ahora ya estádicho.

Luego, se volvió a su esposa ymasculló:

—Trabaja en seguridad, lo ha dicho,

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tiene derecho a saber, y ella tienederecho a que se sepa. Una hija mía noserá una heroína anónima si yo puedoimpedirlo. ¡O no pagada! Conseguirá lamedalla George, ya lo verás.

—Oh, vamos, no digas tonterías —dijo cansinamente la señora Pelling—.Eso no fue más que uno de sus cuentos.Lo sabes de sobra.

—¿Podríamos quizás abordar lostemas uno a uno? —preguntó Smiley,con cortés indulgencia—. Creo queestábamos hablando de experiencia en laindustria del transporte.

El señor Pelling se cogió la barbillacon el pulgar y el índice, en actitud de

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sabio pensativo.—Su primera experiencia comercial

—empezó caviloso—. Dirigiendo ellasola su propio negocio, ¿comprende?Cuando se organizó todo y empezó afuncionar y realmente empezó a rendir,aparte de la cuestión del serviciosecreto, me refiero, empleando personaly manejando grandes cantidades dedinero en metálico, y desempeñando laresponsabilidad de la que ella escapaz… fue en… ¿cómo lo pronuncias?

—Vien—tian —atronó su mujer.—Capital de La—os —dijo el señor

Pelling, pronunciándolo de modo querimase con caos.

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—¿Y cómo se llamaba la empresa,por favor? —preguntó Smiley, la plumasobre el apartado correspondiente.

—Una empresa destiladora delicores —dijo engoladamente el señorPelling—. Mi hija Elizabeth poseía ydirigía una de las principales destileríasde aquel país destrozado por la guerra.

—¿Y cómo se llamaba?—Vendía barrilitos de whisky sin

marca a los vagabundosnorteamericanos —dijo la señoraPelling, mirando a la ventana—. Conuna comisión del veinte por ciento.Compraban los barrilitos y los dejabanmadurar en Escocia como inversión para

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venderlos luego.—Dice usted compraban; ¿se refiere

usted…? —preguntó Smiley.—Luego, su amante fue y se largó

con el dinero —dijo la señora Pelling—. Una estafa. Una buena estafa.

—¡Eso es un absoluto disparate! —bramó el señor Pelling—. Esta mujerestá chiflada. No le haga caso.

—¿Y podría decirme cuál era sudirección en esa época? —preguntóSmiley.

—Ponga «representante» —dijo elseñor Pelling, cabeceando desesperado,como si todo se descontrolase—.Representante de una empresa de licores

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y agente secreto.—Vivía con un piloto —dijo la

señora Pelling—. Chiquitín, le llamabaella. De no ser por él, se habría muertode hambre. Era encantador, pero letransformó la guerra. ¡Pues claro, es loque pasa! Lo mismo que a nuestrosmuchachos, ¿verdad? Misiones nochetras noche, día tras día.

Y, echando la cabeza hacia atrás,gritó muy alto: «¡Al combate!»

—Está loca —explicó el señorPelling.

—La mitad de ellos estaban con losnervios destrozados a los dieciocho.Pero aguantaron. Querían a Churchill,

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sabe. Le querían porque tenía coraje.—Completamente loca —repetía el

señor Pelling—. Loca perdida. Comouna cabra.

—Perdone —dijo Smiley,escribiendo diligentemente—.¿Chiquitín qué? Me refiero al piloto.¿Cómo se llamaba?

—Ricardo. Ricardo el Chiquitín. Uncordero. Murió, sabe —dijo, mirando asu marido—. Lizzie quedó destrozada,¿verdad, Nunc? Pero en fin, quizá fue lomejor.

—¡Ella no vivía con nadie, monoantropoide! Era todo un amaño.¡Trabajaba para el servicio secreto

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británico!—¡Ay Dios mío! —dijo la señora

Pelling, con desespero.—Nada de Dios mío. Mellon mío.

Apunte eso, Oates. Déjeme ver cómo loescribe. Mellon. El nombre de su jefe enel servicio secreto británico era M—E—L—L—O—N. Como el fruto, perocon dos eles. Mellon. Fingía ser unsimple comerciante. Y sacaba unosbeneficios muy decentes de ello. Habíade ser así, naturalmente, siendo unhombre inteligente como era. Pero ensecreto…

Y el señor Pelling golpeó con elpuño de una mano la pahua abierta de la

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otra, produciendo un asombrosoestruendo.

—… pero en secreto, detrás de laapariencia suave y afable de un hombrede negocios inglés, ese mismo Mellon,con dos eles, libraba una guerra solitariay secreta contra los enemigos de SuMajestad. Y mi Lizzie le ayudaba enella. Traficantes de drogas, chinos,homosexuales, todo elemento extranjeroque se dedicase a conspirar contranuestra patria, era combatido por migallarda hija Lizzie y su amigo elcoronel Mellon, consagrados a impedirsus insidiosos objetivos. Esta es lahonrada verdad del caso.

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—Vamos, pregúnteme a mí en quétrabajaba —dijo la señora Pelling, y,dejando la puerta abierta, se fue pasilloadelante, mascullando entre dientes.Smiley miró, vio que paraba, queparecía ladear la cabeza, llamándoledesde la oscuridad. Se oyó luego unportazo lejano.

—Es cierto —dijo con firmezaPelling, aunque más quedamente—. Esla verdad, lo es. Mi hija era unaimportante y respetable agente denuestro servicio secreto inglés.

Smiley no contestó al principio,estaba demasiado concentrado enescribir. Así que durante un rato, no se

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oyó más que el lento rumor de la plumasobre el papel y el crujir de éste alpasar página.

—Bueno. Veamos. Tomaré… Creoque tomaré también esos datos.Confidencialmente, claro. En nuestrotrabajo, no me importa decírselo,tropezamos a menudo con datosconfidenciales de este género.

—Muy bien, muy bien —dijo elseñor Pelling, y retrepándose en unsillón tapizado de plástico, sacó unasola hoja de papel de la cartera y se lapuso a Smiley en la mano. Era una carta,manuscrita, que ocupaba cuartilla ymedia. La caligrafía era a un tiempo

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grandiosa e infantil, y el pronombre enprimera persona aparecía con trazosmuy prominentes y vistosos, mientrasque los otros signos tenían unaapariencia más humilde. Empezaba«Mis queridísimos y encantadorespapas» y concluía «Vuestra única yverdadera hija Elizabeth», y el mensajeintermedio, cuyos pormenores mássobresalientes Smiley grabó en lamemoria, era más o menos el siguiente:«He llegado a Vientiane que es unaciudad bastante sosa, un poco francesa ydescontrolada, pero no hay problema,tengo noticias importantes para vosotrosque he de comunicaros de inmediato. Es

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posible que estéis una temporada sinnoticias mías, pero no os preocupéis niaun en el caso de que oigáis cosasdesagradables. Estoy perfectamente ycuidada y trabajando por una BuenaCausa que os enorgullecería. Nada másllegar entré en contacto con el encargadode negocios inglés, el señorMackervoor, que me envió a hacer untrabajo para Mellon. No puedoexplicaros, así que tendréis que confiaren mí, pero Mellon es un hombre y es unpróspero comerciante inglés que trabajaaquí, aunque ésa es sólo la mitad de lahistoria. Mellon me envía a Hong Konga una misión en la que he de investigar

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sobre lingotes de oro y drogas, ensecreto, claro, y tiene hombres en todaspartes que me protegen y su verdaderonombre no es Mellon. Mackervoor estátambién en el asunto, pero en secreto.Aunque me sucediese algo, merecería lapena, de todos modos, porque vosotros yyo sabemos que lo que importa es lapatria y ¿qué es una vida entre tantas enAsia, donde la vida nada cuenta, enrealidad? Es un buen trabajo, papá,como los que tú y yo soñábamos, sobretodo tú, cuando estabas en la guerraluchando por tu familia y por tus seresqueridos. Reza por mí y cuida de mamá.Os querré siempre, incluso en la

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cárcel.»Smiley le devolvió la carta.—No tiene fecha —objetó, muy

tranquilo—. ¿Podría indicarme la fecha,señor Pelling? Aunque seaaproximada…

Pelling se la dio no aproximada sinoexacta. No en vano había dedicado suvida laboral a trabajar para el correodel Remo.

—No ha vuelto a escribirme desdeentonces —dijo, con orgullo el señorPelling, doblando la carta y guardándolaotra vez en la cartera—. Ni una palabra,ni una letra he recibido de ella hastahoy. Totalmente innecesario. Somos uno.

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Era cosa sabida, yo nunca aludí a ello.Ni ella. Ella me hizo un guiño. Yo supe.Ella sabía y yo sabía también. Nunca seentendieron mejor una hija y un padre.Todo lo que siguió: Ricardo, como fueseel nombre, vivo, muerto, ¿qué más da?Cierto chino con el que tuvo relación,mejor olvidarlo. Amistades masculinas,femeninas, negocios, no haga caso denada que le digan. Es todo fingimiento,todo. Les pertenece a ellos, del todo. Mihija trabaja para Mellon y quiere a supadre. Y punto final.

—Es usted muy amable —dijoSmiley, recogiendo sus papeles—. Nose preocupe, por favor, ya veré yo

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mismo de salir.—Arrégleselas como pueda —dijo

el señor Pelling con un destello de suviejo ingenio.

Cuando Smiley cerraba la puerta, elseñor Pelling había vuelto al sillón ybuscaba ostentosamente su lugar en elDaily Telegraph.

En el oscuro pasillo, el olor abebida era más fuerte. Smiley habíacontado nueve pasos antes de oír elportazo, así que había de ser la últimapuerta de la izquierda, y la más alejadadel señor Pelling. Podría haber sido el

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lavabo, pero el lavabo estaba indicadocon un letrero que decía «Palacio deBuckingham, entrada posterior». Smileydijo el nombre de ella muy suave y laoyó gritar «Salga». Él entró y se vio enel dormitorio de la señora Pelling, y vioa ésta espatarrada en la cama con unvaso en la mano, ojeando postales. Lahabitación, como la del marido, estabaprovista para la vida autónoma, conhornillo y fregadero y muchos platossucios. Por las paredes había fotos deuna chica alta, muy guapa, unas conamistades o con novios, otras sola, lamayoría con fondos orientales. En lahabitación olía a ginebra y a gas.

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—No la dejará sola —dijo la señoraPelling—. Nunc no lo hará. Nunca pudo.Lo intentó, sí, pero no pudo. Es muyguapa, comprende —explicó porsegunda vez, y se echó de espaldasalzando una postal para leerla.

—¿Vendrá él aquí?—Ni a rastras, querido.Smiley cerró la puerta, se sentó en

una silla y sacó otra vez los papeles.—Ahora tiene un chino que es un

encanto —dijo la señora Pelling,mirando aún la postal al revés—. Seentregó a él para salvar a Ricardo yluego se enamoró. Es un verdaderopadre para ella, el primero que tiene. Al

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final, todo salió bien, en realidad. Pesea las cosas malas. Se han terminado. Élla llama Liese. Cree que a ella le vamás. Curioso, ¿verdad? A nosotros nonos gustan los alemanes, no crea. Somospatriotas. Y ahora, él le está buscandoun buen trabajo, ¿verdad?

—Tengo entendido que ella prefiereel apellido Worth, en vez deWorthington. ¿Hay alguna razón paraeso, que usted sepa?

—Yo diría que lo que se propone esreducir a ese insoportable maestro deescuela a su tamaño verdadero.

—Cuando dice usted que ella lo hizopor salvar a Ricardo, quiere usted decir,

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claro, que…La señora Pelling exhaló un gruñido

apesadumbrado y teatral.—Ay ustedes los hombres.

¿Cuándo? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo?Entre los matorrales, guapito. En lacabina telefónica, querido. Ella compróla vida de Ricardo, con la única monedaque tenía. Le salvó con orgullo y leabandonó luego. Qué demonios, él eraun haragán.

La señora Pelling cogió otra postal yestudió la foto, palmeras y una playavacía.

—Mi pequeña Lizzie se fue detrásdel seto con la mitad de Asia para

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encontrar a su Drake. Pero lo encontró.Se incorporó luego con viveza,

como si oyese un ruido, y miró a Smileymás atentamente, arreglándose el pelo.

—Creo que será mejor que se vaya,querido —le dijo, en la misma voz baja,volviéndose al espejo—. Me produceusted unos escalofríos galopantes, se loconfieso. No soporto tener carashonradas cerca. Lo lamento mucho.

Ya en el Circus, Smiley tardó un parde minutos en confirmar lo que ya sabía.Mellon, con dos eles, tal como habíainsistido el señor Pelling, era el nombrede trabajo registrado y el alias de SamCollins.

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[2] Elisabeth II Regina. (Nota de losTraductores.)

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11Shanghai Express

En la relación de lo que pasó porentonces tal como se recuerda ahorainteresadamente, hay en este punto unaengañosa condensación deacontecimientos. Por estas fechas, llegóNavidad a la vida de Jerry y sesucedieron veladas de trasegar bebidaaburrido en el Club de CorresponsalesExtranjeros, y de paquetes para Cat aúltima hora, torpemente envueltos enpapel de Navidad a las tantas de lamadrugada. Se presentó oficialmente a

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los primos una petición de pesquisasrevisada sobre Ricardo que Smileyllevó personalmente al Anexo, a fin deexplicarse mejor con Martello. Pero lapetición quedó enredada en el ajetreonavideño (por no mencionar la caídainminente de Vietnam y de Camboya) yno concluyó su recorrido por losdepartamentos norteamericanos hastabien entrado el año nuevo, tal comomuestran las fechas del expedienteDolphin. En realidad, la reunión crucialcon Martello y sus amigos del GrupoAntidrogas no se produjo hastaprincipios de febrero. El desgaste quepara los nervios de Jerry significó esta

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prolongada espera se aprecióintelectualmente dentro del Circus,aunque no se sintió ni influyó dada lapermanente atmósfera de crisis. Por eso,uno puede acusar también aquí a Smiley,pero es muy difícil ver qué más podríahaber hecho él, en su posición a no sermandar a Jerry volver a casa: sobre tododado que Craw seguía informando sobresu estado de ánimo en relumbrantestérminos. La quinta planta trabajaba sinánimos y Navidad apenas se advirtió,dejando aparte una fiesta bastante tristecon jerez que hubo a mediodía delveinticinco, y un descanso más tarde enel que Connie y las madres pusieron el

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discurso de la reina muy alto para que seavergonzaran los herejes como Guillamy Molly Meakin, a quienes les pareciómuy ridículo e hicieron malasimitaciones de él en los pasillos.

La incorporación oficial de SamCollins a las diezmadas filas del Circustuvo lugar en un día totalmente gélido demediados de enero y tuvo su lado claroy su lado oscuro. El claro fue sudetención. Llegó a las diez exactamenteuna mañana de lunes, no de smoking,sino de gallardo abrigo gris con rosa enla solapa, milagrosamente juvenil enaquel frío. Pero Smiley y Guillamestaban fuera, encerrados con los

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primos, y ni los porteros ni los caserostenían orden de admitirlo, así que leencerraron tres horas en un sótano, y allíse estuvo tiritando hasta que volvióSmiley a ratificar el nombramiento.Hubo más comedia por lo del despacho.Smiley le había instalado en la plantacuarta, junto a Connie y di Salis, peroSam no aguantó allí, quiso la quintaplanta. La consideraba más enconsonancia con sus funciones decoordinador. Los pobres porterossubieron y bajaron muebles comocoolies.

El lado oscuro es más difícil dedescribir, aunque lo intentaron varios.

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Connie dijo que Sam estaba frígido, unainquietante elección adjetival. ParaGuillam, estaba ávido, para las madres,evasivo y para los excavadoresdemasiado suave. Lo más extraño, paraquienes no tenían antecedentes de él, erasu autosuficiencia. No pedía ningúnexpediente, no se esforzaba porconseguir ésta o aquéllaresponsabilidad; no usaba apenas elteléfono, salvo para apostar en lascarreras o supervisar la marcha de suclub. Pero su sonrisa le acompañaba atodas partes. Las mecanógrafasafirmaban que dormía con ella, y que lalavaba los fines de semana. Las

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entrevistas que Smiley sostenía con éltenían lugar a puerta cerrada, y, poco apoco, el resultado de las mismas fuellegando al equipo.

Sí, la chica se había largado deVientiane con un par de hippies quehabían superado la ruta de Katmandú.Sí, y cuando se deshicieron de ella, ellale había pedido a Mackelvore que leencontrase empleo. Y, sí, Mackelvore sela había pasado a Sam, pensando quesólo por su aspecto ya podía serutilizable: todo, leyendo entre líneas,muy parecido a lo que contaba la chicaen su carta a casa. Sam tenía porentonces un par de asuntillos de drogas

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enmoheciéndose en los libros y por lodemás estaba, gracias a Haydon, sinnada que hacer, así que pensó quepodría enrolarla con los pilotos y verqué pasaba. No lo comunicó a Londresporque Londres, por entonces, sededicaba a congelarlo todo. Se limitó aenrolarla a prueba y pagarle de su fondode administración. El resultado fueRicardo. También la dejó seguir unavieja pista hasta el asunto de los lingotesde oro de Hong Kong, pero todo esto fueantes de que se diese cuenta de que lachica era un desastre. Sam explicó quepara él fue un verdadero alivio queRicardo se la quitase de las manos y le

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consiguiese trabajo en Indocharter.—¿Qué más sabe él, pues? —

preguntó indignado Guillam—. No esprecisamente una buena recomendación,creo yo, para saltarse el orden naturalinmiscuyéndose en nuestras reuniones.

— É l la conoce —dijopacientemente Smiley, y reanudó suestudio del expediente de JerryWesterby, que últimamente se habíaconvertido en su principal lectura—.Tampoco nosotros renunciamos a unpequeño soborno de vez en cuando —añadió con enloquecedora tolerancia—.Y es perfectamente razonable el quetengamos que pasar por eso de vez en

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cuando.Mientras tanto, Connie, con

involuntaria aspereza, sorprendió a todoel mundo citando, según parece, alpresidente Johnson en el tema de J.Edgar Hoover: «George prefiere tener aSam Collins dentro de la tienda meandohacia fuera a que esté fuera meandohacia dentro», proclamó, y lanzó luegouna risilla de colegial, ante su propiaaudacia.

Y, más en concreto: hasta mediadosde enero, en el curso de sus continuadasexcursiones a las minucias de losantecedentes de Ko, no desveló eldoctor di Salis su asombroso

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descubrimiento de la supervivencia deun tal señor Hibbert, misionero en Chinadel gremio anabaptista al que Ko habíamencionado como referencia al solicitarel permiso para estudiar derecho enLondres.

Todo mucho más esparcido, enconsecuencia, de lo que permitenormalmente la memoriacontemporánea: y, en consecuencia, latensión de Jerry era mucho mayor.

—Existe la posibilidad de un títulode caballero —dijo Connie Sachs. Lohabían dicho ya por teléfono.

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Era una escena muy sobria. Conniese había cortado el pelo. Llevaba unsombrero castaño oscuro y un trajecastaño oscuro y un bolso castañooscuro que contenía el micrófonoradiofónico. Fuera, en la calle, en unafurgoneta azul con el motor y lacalefacción encendidos, Toby Esterhase,el artista de acera húngaro, que llevabauna gorra de pico, fingía dormitarmientras recibía y registraba laconversación en los instrumentos quehabía debajo de su asiento. Laextravagante figura de Connie habíaadquirido una decorosa disciplina.Llevaba un manejable cuaderno en la

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mano y un bolígrafo entre sus artríticosdedos. En cuanto al trasnochado diSalis, había costado trabajomodernizarle un poco. Llevaba, pese asus protestas, una de las camisas a rayasde Guillam, con una corbata oscura ajuego. El resultado fue bastanteaceptable, para sorpresa de todos.

— E s sumamente confidencial —dijo Connie al señor Hibbert, hablandoalto y claro. También se lo había dichoya por teléfono.

—Enormemente —murmuróconfirmatorio di Salis, y movió losbrazos, hasta que le quedó un codotorpemente asentado en la huesuda

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rodilla, y una retorcida mano encapsulóel mentón y luego lo frotó.

El gobernador había recomendado auno, dijo Connie, y ahora dependía delConsejo decidir si pasarían o no aPalacio la recomendación. Y con lapa l abr a Palacio lanzó una miradacontenida a di Salis, que esbozó deinmediato una sonrisa luminosa aunquemodesta, de celebridad entrevistada enla tele. Sus mechones de pelo grisestaban fijados con crema, y parecían(diría Connie más tarde) dispuestos parael homo.

—Así que comprenderá usted —dijoConnie con los tonos precisos de

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locutora de telediario— que paraproteger nuestras más noblesinstituciones contra un posible error, hade hacerse una investigaciónescrupulosa.

— E n Palacio —repitió el señorHibbert, con un guiño a di Salis—. Enfin, estoy abrumado. Palacio, ¿has oído,Doris?

El señor Hibbert era muy viejo. Laficha decía ochenta y uno, pero susrasgos habían alcanzado la edad en queeran ya de nuevo ajenos al paso deltiempo. Llevaba su alzacuello y unjersey tostado con coderas de cuero y unchal por los hombros. El fondo de mar

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gris formaba un halo alrededor de sucabello blanco.

—Sir Drake Ko —dijo—. Nuncaimaginé una cosa así, se lo confieso.

Su acento norteño era tan puro que,como su blanco cabello, parecía falso.

—Sir Drake —repitió—. En fin,estoy asombrado. ¿Verdad, Doris?

Estaba allí sentada con ellos su hija,una rubia de treinta a cuarenta y tantos;vestía un traje amarillo y llevabacolorete, pero los labios sin pintar.Nada parecía haberle sucedido a aquellacara desde la mocedad, aparte de unprogresivo marchitarse de todaesperanza. Se ruborizaba al hablar, pero

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hablaba muy poco. Había hecho pastas yemparedados, finos como pañuelos, yhabía una torta de semillas sobre untapetito. Para colar el té utilizaba untrozo de muselina con cuentas en losbordes para mantenerlo tenso y fijo.Colgaba del techo una pantalla delámpara de pergamino agujereada enforma de estrella. Arrimado a una paredhabía un piano vertical con la partiturad e Lead kindly light abierta. Sobre larejilla de la chimenea vacía colgaba unejemplar del If de Kipling, y las cortinasde terciopelo que colgaban a amboslados de la ventana que daba al mar erantan gruesas que parecían estar allí para

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ocultar una parte de vida no usada. Nohabía libros, no había siquiera unaBiblia. Había un televisor en color, muygrande, y una hilera larga de tarjetas deNavidad que colgaban de un cordel, lasalas hacia abajo, como aves heridas envuelo a punto de caer a tierra. No habíanada que recordase la costa china, salvoque fuese la sombra de un mar invernal.Era un día sin viento ni mal tiempo. Enel jardín, aguardaban dóciles en el fríocactos y arbustos. Pasaban por el paseoapresurados caminantes.

Les gustaría tomar notas, añadióConnie: en el Circus existe la tradiciónde que cuando se roba sonido deben

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tomarse notas, como reserva y comocobertura.

—Oh, escriban ustedes —dijocordial el señor Hibbert—. No todossomos elefantes, ¿eh Doris? Doris tiene,bueno, una memoria magnífica; sí, tanbuena como la de su madre.

—Bueno, lo que nos gustaría hacerantes que nada —dijo Connie, queprocuraba a toda costa adaptarse alritmo del viejo—, si fuese posible, es loque hacemos siempre con los testigos dela persona, como le llamamos nosotros:nos gustaría determinar exactamentecuánto hace que conoció al señor Ko ylas circunstancias de su relación con él.

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Describa su acceso a Dolphin,estaba diciéndole Connie, con unlenguaje algo distinto.

Los viejos, cuando hablan de otro,hablan de sí mismos, estudian su propiaimagen en borrosos espejos.

—Nací para la vocación —dijo elseñor Hibbert—. Mi abuelo, la siguió.Mi padre, tenía una parroquia grande enMacclesfield. Mi tío murió a los doceaños, pero ya había hecho sus votos,¿verdad, Doris? Yo ingresé en unaescuela de misioneros a los veinte. Alos veinticuatro, zarpé para Shanghai

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destinado a la misión Vida del Señor.Empire Queen se llamaba el barco.Llevaba más camareros que pasajeros,si no recuerdo mal. Ay, sí, querida.

Se proponía pasar unos años enSaigón dando clases y aprendiendo elidioma, explicó, y luego tener la suertede que le trasladasen a la misión de laChina continental y pasar al interior delpaís.

—Me hubiese gustado. Me gustabala causa. Siempre me han gustado loschinos. Nuestra misión no era muy rica,pero hacía una tarea. En fin, esasmisiones católicas, bueno, eran másparecidas a sus monasterios, y con todas

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esas vinculaciones —dijo el señorHibbert.

Di Salis, que había sido jesuita entiempos, esbozó una leve sonrisa.

—Bueno, nosotros teníamos queconseguir a nuestros chicos por lascalles —dijo—. Shanghai era unbatiburrillo extraño, se lo aseguro.Había toda clase de cosas y de gente.Bandas, corrupción, prostitución a todopasto, teníamos políticos, dinero ycodicia y miseria. Todas las formas devida humana estaban allí, ¿verdad,Doris? Ella no puede acordarse, enrealidad. Volvimos después de laguerra, ¿verdad?, pero pronto nos

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echaron otra vez. Ella no tenía más deonce, por entonces, ¿verdad? Despuésde aquello, ya no había plazas, ya no eraShanghai, así que volvimos aquí. Peronos gusta aquello, ¿verdad, Doris? —dijo el señor Hibbert, muy consciente dehablar para ambos—. Nos gusta el aire.Eso es lo que nos gusta.

—Muchísimo —dijo Doris, ycarraspeó en un puño muy grande.

—Así que nos las arreglábamos conlo que podíamos conseguir, esa es laverdad —siguió el viejo—. Teníamos ala buena de la vieja Fong. ¿Te acuerdasde Daisy Fong, Doris? Cómo no vas aacordarte… ¿Te acuerdas de Daisy y de

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su campanilla? Bueno, quizá no seacuerde. Ay, cómo pasa el tiempo,caramba. Una flautista de Hamelin, esoera Daisy, salvo que ella con unacampanilla, y no era un hombre, ytrabajaba para Dios, aunque luegocayese. La mejor conversa que tuvimos,hasta que llegaron los japoneses. Se ibapor las calles, Daisy, haciendo milagroscon aquella campanilla. A veces, se ibacon ella el buen Charlie Wan, a vecesiba yo, preferíamos los puertos o laszonas de los clubs nocturnos… detrásdel Bund, por ejemplo,…CallejónMaldito llamábamos a aquello, ¿teacuerdas, Doris?… No puede acordarse,

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en realidad… y la buena de Daisytocaba su campanilla, ¡ring ring ring!

Se echó a reír al recordarlo: laestaba viendo ante sí allí con todaclaridad, porque su mano hacíainconsciente los vigorosos movimientosde la campanilla. Di Salis y Connie seunieron corteses a la risa, pero Doris selimitó a fruncir el ceño.

—La Rue de Jaffe, ese era el peorsitio. En la parte francesa estaba, claro,que era donde estaban las casas depecado. Bueno, en realidad, en Shanghaihabía en todas partes. Todo Shanghaiestaba lleno. Ciudad Pecado, lellamábamos. Y con mucha razón. En fin,

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acudían los niños y ella les preguntaba:«¿Alguno de vosotros ha perdido a sumadre?» Y cogíamos una pareja. Nomuchos a la vez, uno aquí, otro allá.Algunos probaban, en fin, por el arrozde la cena, luego teníamos quemandarles a casa con una bofetada. Perosiempre encontrábamos unos cuantosbuenos, verdad que sí Doris, y poco apoco pusimos en marcha una escuela,cuarenta y cuatro teníamos al final,¿verdad?, algunos a pensión, todos no.La Biblia, las cuatro reglas, algo degeografía y de historia. Tampocopodíamos hacer más.

Di Salis, conteniendo su

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impaciencia, había fijado la vista en elgrisáceo mar y no la apartaba de allí.Pero Connie había inmovilizado su caraen una firme sonrisa de admiración y noapartaba los ojos del viejo ni uninstante.

—Así fue como Daisy encontró a losKo —continuó, sin retomar el erráticohilo de la narración—. Fue abajo en losmuelles, verdad, Doris, buscaban a sumadre. Venían de Swatow, los dos.¿Cuándo fue eso? 1936, creo. Elpequeño Drake tenía diez u once, y suhermano Nelson tenía ocho. Flacoscomo el alambre, estaban. Llevabansemanas sin una comida decente. ¡Se

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hicieron cristianos de arroz en un día, selo aseguro! Y bueno, por entonces ellosno tenían nombre, nombres ingleses, merefiero. Eran chiu—chows, de los queviven en las barcas. Nunca llegamos aencontrar a su madre, ¿verdad Doris?«Muerta de bombas», decían. «Muertade bombas». Pudieron haber sido losjaponeses, o los de la Kuomintang.Nunca llegamos a saberlo, nunca, y paraqué, en realidad… se la llevó el Señor,eso fue todo. Pero será mejor que dejeeso y que vaya al asunto. En fin, elpequeño Nelson tenía el brazodestrozado. Una cosa espantosa deverdad. El hueso roto le salía por la

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manga, supongo que había sido de lasbombas. Drake tenía cogido a Nelsonpor la mano buena y no le soltaba ni poramor ni por dinero ni por nada, alprincipio, ni siquiera para dejarlecomer. Nosotros solíamos decir quetenían una mano buena entre los dos, ¿teacuerdas, Doris? Drake se sentaba allí ala mesa sujetándole, y dándole arroz sinparar. Teníamos un médico allí: nisiquiera él podía separarles. Teníamosque transigir con aquello. «Tú serásDrake», le dije. «Y tú serás Nelson,porque sois dos valientes marinos, ¿quéos parece?» Fue idea de tu madre ¿ehDoris? no te acuerdas. Ella siempre

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había querido tener chicos.Doris miró a su padre y empezó a

decir algo, pero cambió de idea.—Solían acariciarle el pelo, sí —

dijo el viejo, en un tono comomisterioso—. Le acariciaban el pelo a tumadre, sí, y tocaban la campanilla de lavieja Daisy, era lo que más les gustaba.Hasta entonces, nunca habían visto unpelo rubio. Oye, Doris, ¿qué te pareceun poquito más de saw? A mí se me haquedado frío y estoy seguro de quetambién a ellos. Saw es como se dice téen shanghainés —explicó—. En Cantónd i c e n cha. Aún seguimos utilizandoalgunas palabras de allá, no sé por

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qué…Con un cuchicheo irritado, Doris

salió del cuarto y Connie aprovechó laoportunidad para hablar.

—Escuche, señor Hibbert, verá,nosotros no teníamos, hasta ahoranoticia de un hermano —dijo, en tono deleve reproche—. Era más joven, diceusted… ¿dos años menos? ¿Tres?

—¿Qué no tenían noticia de Nelson?—dijo el viejo asombrado—. ¡Vaya,con lo que él le quería! Era toda su vida,Nelson, sí. Hacía lo que fuera por él.¿No tenían noticia de Nelson, Doris?

Pero Doris estaba en la cocina,preparando saw.

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Al referirse a sus notas, Connieutilizaba una escueta sonrisa.

—Me temo, señor Hibbert, que laculpa sea nuestra. Aquí veo que los deldepartamento del gobierno han dejadoun espacio en blanco frente a hermanosy hermanas. Alguien lo lamentará enHong Kong dentro de poco, se loaseguro. Supongo que usted norecordará la fecha de nacimiento deNelson… sólo por abreviar los trámites.

—¡No, Dios mío! Daisy Fong seguroque la recordaría, pero murió hacemucho. Les daba a todos fecha denacimiento ella, Daisy, hasta cuando niellos la conocían.

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Di Salis tiró del lóbulo de una oreja,hacía abajo bajando la cabeza.

—¿O sus nombres chinos? —masculló, con voz destemplada—.Podrían ser útiles, para lacomprobación…

El señor Hibbert seguía moviendo lacabeza.

—¡No tenían noticia de Nelson!¡Bendito sea Dios! Si no se puedepensar siquiera en Drake sin el pequeñoNelson al lado. Iban tan juntos como elpan y el queso, eso solíamos decir…siendo huérfanos es natural.

Oyeron el teléfono en el recibidor y,con oculta sorpresa de Connie y de di

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Salis, un claro «Maldita sea» de Dorisen la cocina, al descolgar paracontestarlo. Oyeron retazos de belicosaconversación por encima del crecienterumor de la tetera, «Bueno, y por quéahora no… si eran los malditos frenos,p o r qué dice ahora que es elembrague… No, no queremos un cochenuevo. Queremos que nos reparen elviejo, que demonios.» Con un sonoro«Cristo», colgó y volvió a la silbantetetera.

—Los nombres chinos de Nelson —instó Connie, con suavidad, sonriendo,pero el viejo hizo un gesto negativo.

—Eso tendrían que preguntárselo a

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la vieja Daisy —dijo—. Ya hace muchoque está en el cielo. Dios la bendiga.

Di Salis parecía a punto de negar lapretensión de ignorancia del viejo, peroConnie le hizo desistir de ello con unamirada. Dale cuerda, le decía en ella. Sile fuerzas, lo perderemos todo.

El viejo se mecía en la silla.Inconscientemente, había dado unavuelta completa y ahora hablaba al mar.

—Eran el día y la noche —decía elseñor Hibbert—. Nunca vi hermanos tandistintos, ni tan fieles, ésa es la verdad.

—¿Diferentes en qué sentido? —preguntó invitadoramente Connie.

—Bueno, el pequeño Nelson se

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asustaba hasta de las cucarachas. Esafue la primera cosa, sí. Entonces noteníamos instalaciones sanitarias comoes debido, naturalmente. Teníamos quemandarles al cobertizo y, ay Dios,aquellas cucarachas, ¡volaban por todaspartes en aquel cobertizo, como balas!Nelson no quería ni acercarse allí. Subrazo iba curando bastante bien, comíaya como un gallito de pelea, pero elmuchachito prefería contenerse durantedías antes que entrar allí. Tu madre leprometía la luna si lo hacía. Daisy Fongle dio un palo y aún puedo ver sumirada, a veces te miraba y cerraba lamano buena y era como si te volviese de

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piedra, aquel Nelson era rebelde denacimiento, sí. Luego, un día, nosasomamos a la ventana y allí estaban.Drake cogiendo al pequeño Nelson porel hombro, y conduciéndole hacia elcobertizo para acompañarle mientrashacía sus cosas. ¿Se ha fijado quecaminan distinto los niños de lasbarcas? —preguntó con viveza, como siestuviera viéndoles en aquel momento—. Tienen las piernas arqueadas devivir en las barcas.

De pronto, se abrió la puerta yapareció Doris con una bandeja de térecién hecho, que ruidosamente posó.

—Y cantando igual —dijo, y volvió

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a quedarse callado, mirando hacia elmar.

—¿Cantando himnos? —instóanimosamente Connie, mirando hacia elbruñido piano con sus candelabrosvacíos.

—Drake, canturreaba cualquier cosasiempre que tu madre se ponía al piano.Villancicos. «Hay una verde colina.»Drake era capaz de hacer cualquier cosapor tu madre, lo que fuese. Pero elpequeño Nelson, nunca le oí cantar niuna nota.

—Ya le oíste luego bastante —lerecordó acremente Doris, pero élprefirió no oírlo.

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—Tomaba la comida, la cena, peroni decía amén siquiera. Tuvo unaverdadera lucha con Dios desde elprincipio —se echó a reír de pronto muyanimado—. Pero, yo siempre lo digo,esos son los verdaderos creyentes. Losotros son sólo corteses. Sin eseenfrentamiento no hay una verdaderaconversión.

—Esos condenados del garaje —murmuró Doris, furiosa todavía por lallamada telefónica, mientras cortaba untrozo de torta de semillas.

—Un momento… su chófer espersona decente, supongo —exclamó elseñor Hibbert—. ¿Les parece que salga

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Doris a decirle que entre? ¡Debe estarmuñéndose de frío ahí fuera! ¡Tráele,vamos, Doris!

Pero antes de que ninguno de los dospudiera contestar, el señor Hibberthabía empezado a hablar de su guerra.No de la guerra de Drake ni de la deNelson, sino de la suya, endescoyuntados retazos de gráficamemoria.

—Fue algo muy curioso, muchospensaban que hacía falta que llegasenlos japoneses. Para enseñarles lo que esbueno a esos chinos nacionalistasadvenedizos. Y no digamos a loscomunistas, claro. Y tardaron en darse

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cuenta, le advierto. Ni siquiera cuandoempezaron los bombardeos seconvencieron. Los establecimientoseuropeos cerraron, los taipansevacuaron a sus familias. El Club deCampo se convirtió en hospital. Peroaún había gente que decía «no hay queasustarse». Luego, un día, bang, se nosecharon encima, ¿verdad, Doris?Matando a tu madre de paso. No teníafuerzas ya, la pobre, después de latuberculosis. De todos modos, esoshermanos Ko estaban en mejorescondiciones que la mayoría…

—¿Ah, sí?… ¿por qué? —preguntóConnie muy interesada.

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—Conocían a Jesús y Él podíaconsolarles y guiarles, ¿no es cierto?

—Desde luego —dijo Connie.—Qué duda cabe —canturreó di

Salis, juntando dos dedos y tirando deellos—. Por supuesto que sí —añadióuntuosamente.

Así que con los nipones, como él lesllamaba, la misión cerró y Daisy Fongllevó con su campanilla a los niños aunirse a las columnas de —refugiadosque en carretones, autobuses o trenes,pero a pie sobre todo, tomaron la ruta deShangjao y por último la de Chungking,donde habían instalado temporalmentesu capital los nacionalistas de Chiang.

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—No puede hablar mucho tiemposeguido —advirtió Doris endeterminado momento, en un aparte aConnie—. Chochea.

—Oh, sí que puedo, querida —corrigió el señor Hibbert con unasonrisa afectuosa—. Ya he tenido micuota de vida. Puedo hacer lo quequiera.

Bebieron el té y hablaron del jardín,que había sido un problema desde quese habían instalado allí.

—Nos dijeron, cojan las de hojasplateadas que aguantan la sal, no sé,

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verdad, Doris, no parecen prender,verdad Doris.

El señor Hibbert vino a decir pocomás o menos que desde la muerte de suesposa también había acabado su propiavida: estaba esperando ya el momentode reunirse con ella. Habían vivido unatemporada en el norte. Después habíatrabajado una temporada en Londres,propagando la Biblia.

—Luego, nos vinimos al sur ¿verdadDoris? No sé bien por qué.

—Por el aire —dijo ella.—Habrá una fiesta, ¿verdad? En

Palacio… —preguntó el señor Hibbert—. Quizás Drake nos incluya como

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invitados. Te imaginas, Doris. A ti tegustaría. Una fiesta en los jardinesreales. Sombreros.

—Pero volvieron ustedes a Shanghai—le recordó por fin Connie, moviendosus papeles para que atendiese—. Losjaponeses fueron derrotados, se liberóShanghai y volvieron ustedes. Sin suesposa ya, claro, pero de todos modosvolvieron.

—Oh sí, allá nos fuimos.—Y vieron otra vez a los Ko.

Volvieron a encontrarse y tuvieron unamaravillosa charla, supongo. ¿Fue eso loque pasó, señor Hibbert?

Pareció, por un momento, no haber

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captado la pregunta. Pero de pronto, enacción retardada, se echó a reír.

—Dios santo, sí, y por entonceseran, además, unos hombrecitos— ¡Eranya unos mozos! Y andaban ya detrás delas chicas, excusa el comentario, Doris.Yo siempre dije que Drake se habríacasado contigo, querida, si le hubierasdado alguna esperanza.

—Oh vamos, papá —murmuróDoris, hacia el suelo, ceñuda.

—Y Nelson, ay Dios mío. ¡Era elrevolucionario! —tomaba el té acucharadas, meticulosamente, como siestuviera alimentando a un pájaro—.«¿Dónde señora?», ésa fue su primera

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pregunta, la de Drake. Quería mucho a tumadre. «¿Dónde señora?» Habíaolvidado el inglés, y Nelson igual. Tuveque darles lecciones luego. Así que leexpliqué. Él había visto muchas muertesya por entonces, desde luego. Y le costócreerlo. «Señora muerta», le dije. Nohabía más que decir. «Ha muerto, Drake,y está con Dios.» No le había vistollorar nunca ni volví a verle nuncadespués. Pero aquel día lloró. Le quisemucho por aquello. «Perdí dos madres»,me dice. «Madre muerta, ahora señoramuerta.» Rezamos por ella, ¿qué otracosa podíamos hacer? El pequeñoNelson no lloraba ya ni rezaba. Él no.

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Nunca la quiso como Drake. No eranada personal. Pero era su enemiga.Todos lo éramos.

—¿A quién se refiere cuando dicetodos, señor Hibbert? —preguntó diSalis, engatusador.

—Los europeos, los capitalistas, losmisioneros: todos los que habíamos idoallí a por sus almas, o a por su trabajo opor su plata. Todos nosotros —repitió elseñor Hibbert, sin la menor huella derencor—. Explotadores, así nos veía.Era verdad, en cierto modo, además.

La conversación quedó colgandoembarazosamente un instante, hasta queConnie volvió a hilvanarla con mucho

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cuidado.—Así que, en fin, volvieron ustedes

a abrir la misión y allí estuvieron hastaque llegaron los comunistas en elcuarenta y nueve, y durante esos cuatroaños, por lo menos, pudieron velarpaternalmente por Drake y Nelson. ¿Fueasí, no, señor Hibbert? —preguntó, conla pluma preparada.

—Oh sí, volvimos a colgar lalámpara en la puerta. En el cuarenta ycinco estibamos entusiasmados, comotodo el mundo. Había acabado la guerra,los japoneses habían perdido, losrefugiados podían volver a sus hogares.Había alegría y abrazos por las calles.

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En fin, lo habitual en tales casos.Teníamos dinero, indemnización,supongo, una subvención. Volvió DaisyFong, aunque no por mucho tiempo.Durante el primero o los dos primerosaños, se mantuvieron las apariencias,pero ni siquiera eso, en realidad, ni esosiquiera. Estaríamos allí mientrasChiang—Kai—Chek pudiesegobernar… en fin, nunca fue muy capazde hacerlo, ¿verdad? En el cuarenta ysiete, ya teníamos a los comunistas enlas calles… y en el cuarenta y nueveestaban instalados allí ya para quedarse.El Acuerdo Internacional habíadesaparecido hacía mucho, por

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supuesto, y también las concesiones, yfue una cosa buena. El resto llegó poco apoco. Había gente ciega, como siempre,que decía que el viejo Shanghai nomoriría nunca, lo mismo que pasócuando los japoneses. Shanghai habíacorrompido a los manchúes, decían; alos señores de la guerra, a laKuomintang, a los japoneses, a losingleses. Ahora corrompería a loscomunistas. Se equivocaban, claro.Doris y yo… bueno, nosotros nocreíamos en la corrupción, ¿verdad?, nocreíamos que fuera una solución para losproblemas de China, tu madre tampocolo creía. Así que nos volvimos a casa.

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—¿Y los Ko? —le recordó Connie,mientras Doris sacaba ruidosamente lalabor de una bolsa parda de papel.

El viejo vaciló y esta vez quizás nofuera la senilidad lo que frenaba sunarración, sino la duda.

—Bueno, sí —concedió, tras unintervalo inquietante—. Sí, aventurasraras sí tuvieron los dos, sí, de eso nocabe duda.

—Aventuras —repitió Doris furiosa,sin dejar la labor—. Destrozos yalborotos más bien.

La luz se pegaba ya al mar, perodentro de la habitación agonizaba y elfuego de gas petardeaba como motor

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lejano.Drake y Nelson, al escapar de

Shanghai, quedaron separados variasveces, contó el viejo. Y se buscarondesesperados hasta encontrarse. Nelson,el joven, consiguió llegar hastaChungking sin un rasguño,sobreviviendo al hambre, al agotamientoy a los infernales bombardeos aéreos enque murieron miles de personas. Pero aDrake, como era mayor, le alistaron enel ejército de Chiang, aunque Chiang nohacía más que escapar y correr con laesperanza de que los comunistas yjaponeses se matasen entre sí.

—Removió cielo y tierra, Drake,

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intentando llegar al frente ypreocupadísimo por Nelson. Y, porsupuesto, Nelson, bueno, estaba enChungking perdiendo el tiempo, verdad,entregado a sus lecturas ideológicas.Tenían allí hasta el New China Daily,me contó más tarde. Y publicado conpermiso de Chiang ¡imagínese! Habíaunos cuantos más de sus mismas ideasallí, y se unieron y se dedicaron aestudiar cómo habría que organizar lascosas cuando terminara la guerra. Y porfin, gracias a Dios, terminó.

En 1945, dijo el señor Hibbertsencillamente, la separación de los doshermanos concluyó por un milagro:

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—Una posibilidad entre miles, esofue, entre millones. La carretera estabaliteralmente llena de ríos de camiones,carretas, soldados, cañones, todo haciala costa, y allí estaba Drake corriendoarriba y abajo como un loco: «¿Habéisvisto a mi hermano?»

El dramatismo del momento afectóde pronto al predicador que había en ély alzó más la voz.

—Y un tipejo sucio le puso a Drakela mano en el brazo. «Oye. Tú. Ko.»Como si estuviese pidiéndole fuego. «Tuhermano está dos camiones más atrás,hablando por los codos con una pandillade hakkas comunistas.» Al momento

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estaban abrazados y Drake no perdió devista a Nelson ya hasta que volvieron aShanghai y ni siquiera entonces.

—Entonces fueron a verle a usted —sugirió afablemente Connie.

—Cuando Drake volvió a Shanghai,tenía una cosa en la cabeza y sólo una:el hermano Nelson tenía que estudiar.No había otra cosa en esta buena tierrade Dios que le interesase más a Drakeque los estudios de Nelson. Nada:Nelson tenía que estudiar.

La mano del viejo golpeteó el brazodel asiento.

—Uno de los dos hermanos almenos tenía que terminar los estudios.

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¡Oh, sí, Drake fue inflexible en eso! Y loconsiguió —dijo el viejo—. Drake loconsiguió. Tenía que conseguirlo. Era unmuchacho muy listo ya por entonces.Tenía diecinueve años, más o menos,cuando volvió de la guerra. Nelsonandaba por los diecisiete. Y trabajabanoche y día también… en sus estudios,claro. Lo mismo que Drake. Pero Draketrabajaba con su cuerpo.

—Era un delincuente —dijo Dorisentre dientes—. Se metió en una banda yrobaba. Cuando no andabamanoseándome a mí.

No quedó claro si el señor Hibbertla había oído o si simplemente

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respondía a una objeción habitual deella.

—Vamos, Doris, tienes que juzgaraquellas sociedades secretas con algunaperspectiva —corrigió—. Shanghai erauna ciudad—estado. Dirigida por unpuñado de príncipes comerciantes,barones ladrones y sujetos de peorcalaña aún. No había sindicatos, ni leyni orden. La vida era barata y dura. Ydudo que Hong Kong sea muy distintohoy si rascas un poco la superficie.Algunos de aquellos supuestoscaballeros ingleses habrían hechoparecer a los fabricantes de Lancashireun resplandeciente ejemplo de caridad

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cristiana, por comparación.Una vez administrado el suave

correctivo, volvió a Connie y a sunarración. Connie le resultaba familiar:la dama arquetípica del primer banco:grande, atenta, de sombrero, escuchandoindulgente sin perderse una sola palabra.

—Venían a tomar el té, ¿verdad?, alas cinco, los hermanos. Yo lo tenía todolisto, la comida en la mesa, la limonadaque a ellos les gustaba, llamémoslesoda. Drake venía de los muelles,Nelson de sus libros, y comían sinhablar apenas, y luego volvían altrabajo, ¿verdad, Doris? Desenterraronde no sé dónde a un héroe legendario, el

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estudiante Che Yin. Che Yin era tanpobre que tuvo que aprender a leer y aescribir él solo a la luz de lasluciérnagas. Y ellos hablaban de queNelson le emularía. «Vamos, Che Yin—le decía yo—, toma otro bollo parareponer fuerzas.» Se estaban un rato yvolvían a marcharse. «Adiós, Che Yin,adiós.» Nelson de vez en cuando, si notenía la boca demasiado llena, mesoltaba un discurso político. ¡Diossanto, qué ideas tenía! Nada quepudiéramos haberle enseñado nosotros,se lo aseguro, no sabíamos tanto. Eldinero raíz de todo mal, ¡bueno, eso noiba a negárselo! ¡Llevaba años

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predicándolo yo! Amor fraterno,solidaridad, la religión el opio de lasmasas, bueno, eso yo no podíaaceptarlo. Pero lo del clericalismo, lasmentiras del alto clero, el papismo, laidolatría… en fin, en eso no andaba muydescaminado tampoco, en mi opinión.También hablaba mal de nosotros losingleses, pero, en fin, no es que no lomereciésemos, desde luego.

—Pero eso no le impedía comerse tucomida, ¿verdad? —dijo Doris en otroaparte—. O abjurar de sus ideasreligiosas. O destrozar la misión.

Pero el viejo se limitó a sonreírpacientemente.

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—Doris, querida mía, te lo he dichoantes y te lo diré siempre. El Señor tienemuchas formas de manifestarse.Mientras haya hombres buenosdispuestos a salir a buscar la verdad y lajusticia y el amor fraterno. Él no sequedará esperando demasiado tiempo ala puerta.

Doris se refugió ruborosa en lalabor.

—Ella tiene razón, desde luego.Ne l s on destrozó la misión. Abjuróademás de su religión.

Una nube de pesar amenazó su viejorostro un instante, hasta que, de pronto,triunfó la risa.

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—¡Dios mío!, ¡y cómo le hizo sufrirDrake por eso! ¡Qué riña le soltó! ¡Santocielo! «¡La política!», decía Drake. «Lasideas políticas no puedes comerlas, nivenderlas y, que me perdone Doris, ¡niacostarte con ellas! ¡Sólo sirven paradestrozar templos y matar inocentes!»Nunca le había visto yo tan furioso. ¡Yqué tunda le dio! ¡Drake habíaaprendido unas cuantas cosas abajo enlos muelles, se lo aseguro!

—Y usted debe —silbó di Salis,como una serpiente en la oscuridad—,debe contárnoslo todo. Es su deber.

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—Una manifestación de estudiantes—continuó el señor Hibbert—. Conantorchas, después del toque de queda,un grupo de comunistas que habíansalido a la calle a alborotar. Principiosdel cuarenta y nueve, debía ser,supongo, primavera, las cosasempezaban ya a calentarse.

El estilo narrativo del señorHibbert, en contraste con susdivagaciones anteriores, se había vueltoinesperadamente conciso.

—Estábamos sentados junto alfuego, ¿no es verdad Doris? Catorcetenía Doris ¿O quince? Nos gustabamucho tener fuego, aunque no hiciese

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falta, nos recordaba Macclesfield. Yoímos el alboroto y los cánticos fuera.Címbalos, silbatos, gongs, campanillas,tambores, oh, un estrépito horrible. Yoya sabía que podría pasar algo así. Elpequeño Nelson andaba siempreavisándome en la clase de inglés.«Vuelva a su tierra, señor Hibbert.Usted es un hombre bueno», solíadecirme. Dios le bendiga. «Usted es unabuena persona, pero cuando estallen lascompuertas, el agua arrastrará a buenosy malos.» Sabía hablar bien cuandoquería, Nelson. Era porque tenía fe, sí.No era una cosa inventada, no, erasentida. «Daisy», dije… Daisy Fong,

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quiero decir, estaba allí sentada connosotros e iba a tocar la campanilla…Daisy, tú y Doris id al patio de atrás.Creo que vamos a tener visita. Y enseguida, zas, alguien había tirado unapiedra a la ventana. Oímos voces, en fin,gritos, y reconocí la del joven Nelson, leconocí la voz. Hablaba chiu chow yshanghainés, por supuesto, pero con susamigos, naturalmente, hablabashanghainés. «¡Fuera los perrosimperialistas!», gritaba. «¡Abajo lashienas religiosas!» ¡Oh, las consignasque inventaba! En chino suena muy bien,pero al pasarlo al inglés suena a basura.Luego, abrieron el portón y entraron.

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—Destrozaron la cruz —dijo Doris,mirando furiosa a la labor.

Esta vez le tocó a Hibbert, no a suhija, sorprender a su público por sumundanidad.

—¡Destrozaron bastante más queeso, Doris! —prosiguió animoso. Lodestrozaron todo. Los bancos, la mesa,el piano, las sillas, lámparas, himnarios,biblias. No dejaron títere con cabeza, selo aseguro. Unos buenos cerditos, esofueron. «Adelante», les digo. «Haced loqueráis. Lo que ha hecho el hombreperecerá, pero no podréis destruir lapalabra de Dios, ni aunque lodestrozaseis todo y lo hicieseis

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astillas.» Nelson no se atrevía amirarme siquiera, pobre muchacho, dabapena verle. Cuando se fueron, me volvíy vi a la vieja Daisy Fong allí en lapuerta y a Doris detrás. Daisy habíaestado viéndolo todo, sí, y disfrutando.Se le veía en la cara. Era una de ellos enel fondo. Estaba feliz. «Daisy —dije—.Recoge tus cosas y vete. En esta vidauno puede darse o no según su deseo,querida mía, pero no hay que prestarse.Si no, es uno peor que un espía.»

Mientras Connie asentíaresplandeciente, di Salis soltó undiscordante e irritado gruñido. Pero elviejo estaba disfrutando de veras.

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—En fin, Doris y yo nos sentamosallí y estuvimos llorando, no me importadecirlo, ¿verdad que sí, Doris? No meavergüenzan las lágrimas, no me hanavergonzado nunca. Ay, cuántoechábamos de menos a tu madre. Nosarrodillamos y rezamos. Luego, nospusimos a arreglar aquello. Lo malo eraque no sabíamos por dónde empezar. Yentonces aparece Drake.

El viejo cabeceó asombrado, luegocontinuó:

—«Buenas noches, señor Hibbert»—dice, con aquella voz profunda quetenía, con su toque de mi acento norteñoque tanta gracia nos hacía siempre. Y,

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tras él, el pequeño Nelson con unaescobilla y un caldero en la mano. Aúntenía el brazo torcido, supongo que aúnlo tiene, el brazo que le destrozaron lasbombas cuando era pequeño, pero esono le impidió limpiar, se lo aseguro.¡Entonces fue cuando Drake se le echóencima, sí, maldiciendo como unjornalero! Nunca le había oído hablarasí. En fin, la verdad es que era unjornalero, en cierto modo…

Miró a su hija sonriendoserenamente, y añadió:

—Menos mal que hablaba en chiuchow, ¿eh Doris? Yo sólo le entendí lamitad de lo que dijo, menos aún, pero…

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Dios mío… echaba por aquella bocasapos y culebras como no sé qué.

Hizo una pausa y cerró los ojos unmomento, rezando o por cansancio.

—No era culpa de Nelson, claroestá. Eso ya lo sabíamos nosotros muybien. Pero él era un dirigente, tenía quesalvar la cara. Habían iniciado lamanifestación sin pensar en ningún sitioen concreto y de pronto alguien dijo:«¡Eh, niño de misión! ¡Demuéstranosahora de que lado estás!» Y lo hizo.Tenía que hacerlo. Pero claro, eso noevitó que Drake le diera una paliza. Enfin, limpiaron aquello, nosotros nosfuimos a la cama y los dos muchachos

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durmieron en el suelo de la iglesia porsi volvía la gente. Cuando bajamos porla mañana, allí estaban todos loshimnarios en su sitio, los que habíansobrevivido, y las biblias, habíancolocado arriba una cruz, la habíanhecho ellos mismos. Habíanrecompuesto incluso el piano, aunquequedó desafinado, claro, naturalmente.

Retorciéndose en un nuevo nudo, diSalís formuló una pregunta. Tenía elcuaderno abierto, como Connie, peroaún no había escrito nada en él.

—¿Cuál era la disciplina de Nelsonpor entonces? —exigió en su tonoagresivo y nasal, la pluma lista para

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escribir.El señor Hibbert frunció el ceño

desconcertado.—Bueno, el partido comunista,

naturalmente.Mientras Doris murmuraba, «oh

papá», mirando a su labor, Connietradujo precipitadamente.

—¿Qué estaba estudiando Nelson,señor Hibbert, y dónde?

— A h , disciplina. ¡Esa clase dedisciplina! —dijo el señor Hibbertvolviendo a su estilo más sencillo.

Conocía exactamente la respuesta.

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¿De qué otra cosa iban a hablar Nelsony él en sus lecciones de inglés, apartedel evangelio comunista, preguntó, sinode las ambiciones de Nelson? La pasiónde Nelson era la ingeniería. Nelsoncreía que a China la sacaría delfeudalismo la tecnología, no las biblias.

—Astilleros, carreteras,ferrocarriles, fábricas: eso era Nelson.El Arcángel San Gabriel con una reglade cálculo, una chaqueta y un título. Esoera él, en su fantasía.

El señor Hibbert no se quedó enShanghai lo suficiente para ver a Nelsonalcanzar este feliz estado, dijo, porqueNelson no se graduó hasta el cincuenta y

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uno…La pluma de di Salis rayaba veloz

las hojas del cuaderno.—… pero Drake, que había bregado

y trajinado por él aquellos seis años —dijo el señor Hibbert, ahogando lasrepetidas referencias de Doris a lassociedades secretas—, Drake aguantó ytuvo su recompensa, lo mismo que latuvo Nelson. Pudo ver aquelimportantísimo trozo de papel en lamano de Nelson y supo al fin que habíahecho su tarea y que podía irse,exactamente como había planeado.

Di Salis parecía, en su nerviosismo,cada vez más ávido. En su feo rostro

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habían brotado nuevas manchas rojizas yse agitaba desesperado en su asiento.

— ¿Y después de graduarse? ¿Quépasó entonces? —dijo, con urgencia—.¿Qué fue lo que hizo? ¿Qué fue de él?Siga, por favor. Por favor. Siga.

Divertido ante tal entusiasmo, elseñor Hibbert sonrió. Bueno, segúnDrake, dijo, Nelson había entradoprimero en los astilleros comodibujante, y trabajó allí con planos yproyectos y aprendió como un loco todolo que pudo de los técnicos rusos quehabían venido en masa desde la victoriade Mao. Luego, en el cincuenta y tres, sino le fallaba la memoria al señor

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Hibbert, Nelson alcanzó el privilegio deque le eligiesen para ampliar suformación en la Universidad deLeningrado, en Rusia, y allí estuvo, enfin, hasta cerca del año 1960.

—¡Oh, era como un perro con dosrabos, Drake, por lo que decía! El señorHibbert no podría haber parecido másorgulloso si hubiese estado hablando desu propio hijo.

Di Salís se inclinó de pronto haciaadelante, osando incluso, pese a lasmiradas de aviso de Connie, señalar conla pluma en la dirección del viejo.

—Así que después de Leningrado:¿Qué hicieron con él después?

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—Bueno, volvió a Shanghai, claro—dijo el señor Hibbert con unacarcajada—. Y le ascendieron,naturalmente, después de todos losconocimientos que había adquirido y desu historial: Constructor de barcos,formado en Rusia, tecnólogo,administrador. ¡Oh, cómo quería aaquellos rusos! Sobre todo después delo de Corea. Tenían máquinas, ideas,poder, filosofía. Para él. Rusia era latierra prometida. Bueno, le parecían…

Su voz y su celo se apagaron.—Oh, querido —murmuró, y se

detuvo, sin confianza en sí mismo, porsegunda vez, en el tiempo que llevaban

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escuchándole—. Pero eso no podíadurar siempre, ¿verdad? Admirar aRusia: ¿Cuánto tiempo estuvo de modaeso en el nuevo paraíso de Mao? Doris,querida, tráeme un chal.

—Ya lo tienes puesto —dijo Doris.Sin tacto, estridentemente, di Salis

volvió a la carga. Ya no le importabanmás que las respuestas: ni siquieraatendía el cuaderno que tenía en elregazo.

—Volvió —chilló con voz aflautada—. Muy bien. Subió en la jerarquía. Sehabía formado en Rusia, era partidariode Rusia. Muy bien. ¿Y qué vieneluego?

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El señor Hibbert miró a di Salis unlargo rato. No había ningún sentido deculpa en su expresión ni en su mirada.Le miraba como podría hacerlo un niñolisto, sin el obstáculo de la complejidad.Y se hizo patente, de pronto, que elseñor Hibbert ya no confiaba en di Salisy que, además, no le agradaba.

—Murió, joven —dijo al fin elseñor Hibbert, y giró la silla y se quedómirando al mar. En la habitación era yacasi semioscuridad y la mayor parte dela luz llegaba del fuego de gas. La playagris estaba vacía. En la verja de laentrada, había una gaviota posada negrae inmensa contra las últimas hebras de

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cielo vespertino.—Usted dijo que aún tenía el brazo

torcido —replicó inmediatamente diSalis—. Dijo usted que suponía que lotendría aún torcido. ¡Hablaba usted deahora! ¡Lo percibí en su voz!

—Bueno, ya está bien, creo quehemos molestado ya bastante al señorHibbert —dijo animosamente Connie, ycon una áspera mirada a di Salis seagachó a por su bolso.

Pero di Salis no quiso saber nada.—¡No le creo! —gritó con su

vocecilla aguda—. ¿Cómo? ¿Cuándo

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murió Nelson? ¡Denos las fechas!Pero el viejo se limitó a taparse más

con el chal y siguió con los ojos fijos enel mar.

—Estábamos en Durham —dijoDoris, sin dejar de mirar su labor,aunque ya no había luz suficiente paratejer—. Drake apareció un buen día consu gran coche con chófer. Traía con él asu guardaespaldas, ése al que él llamaTiu. Habían sido compinches enShanghai. Quería presumir. A mí metrajo un encendedor de platino y dejómil libras en metálico para la iglesia depapá y nos enseñó su Orden del ImperioBritánico en su estuche, y me llevó

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aparte a un rincón y me pidió que fuesecon él a Hong Kong para ser su amante,allí mismo delante de las narices depapá. Maldita sea. Quería que papáfirmase no sé qué. Una garantía. Dijoque iba a venir a estudiar Derecho aGray’s Inn. ¡A su edad, digo yo!¡Cuarenta y dos! ¡Hablan de estudiantesmaduros! Él no lo era, claro, era sólofachada y charla como siempre. Papá ledijo. «¿Qué tal Nelson?» Y…

—Un momento, por favor —di Salíshabía hecho otra interrupciónimprudente—. ¿La fecha? ¿Cuándosucedió todo eso, por favor? Tengo quetener fechas.

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—El sesenta y siete. Papá estabacasi retirado, ¿verdad, papá?

El viejo no se movió.—Bien, bien, sesenta y siete. ¿Qué

mes? ¡Sea precisa, por favor!Estuvo casi a punto de decir «sea

p r e c i s a , mujer». Connie estabaseriamente preocupada. Pero cuandointentó de nuevo contenerle, él la ignoró.

—Abril —dijo Doris, después depensarlo un poco—. Acabábamos decelebrar el cumpleaños de papá. Por esoél trajo las mil libras para la iglesia.Sabía que papá no las aceptaría para élporque no le gustaba cómo ganabaDrake su dinero.

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—Muy bien. Magnífico. De acuerdo.Abril. Así que Nelson murió antes deabril del sesenta y siete. ¿Qué detallesaportó Drake sobre las circunstancias?¿Recuerda eso?

—Ninguno. Ningún detalle. Ya se lodije. Papá preguntó y él sólo dijo«muerto», como si Nelson fuese unperro. Vaya amor fraterno, Papá nosabía dónde mirar. Casi se le destroza elcorazón y allí estaba Drake tantranquilo, no le importaba un pito. «Notengo hermano. Nelson ha muerto.» Ypapá aún rezaba por Nelson, ¿no esverdad, papá?

Esta vez, el viejo habló. Con la

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oscuridad, su voz había aumentadoconsiderablemente de potencia.

—Rezaba por Nelson y aún rezo porél —dijo bruscamente—. Cuando estabavivo, rezaba para que de un modo u otrohiciese el trabajo de Dios en estemundo. Estaba convencido de queNelson haría grandes cosas. Drake,bueno, sabe arreglárselas en cualquiersitio. Es duro. Pero yo solía pensar quela luz de la puerta de la misión no habríaardido en vano si Nelson Ko lograbaayudar a echar los cimientos de unasociedad justa en China. Nelson podríadecir que era comunismo. Podríadefinirlo como más le gustase. Pero

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durante tres largos años, tu madre y yole dimos nuestro amor cristiano, y nopuedo aceptar, Doris, ni por ti ni pornadie, que la luz del amor de Dios puedadesaparecer para siempre. Ni por lapolítica ni por la espada.

El viejo lanzó un largo suspiro ycontinuó:

—Y ahora ha muerto, y yo rezo porsu alma lo mismo que rezo por la de tumadre —añadió, pero en un tonoextrañamente menos firme—. Si eso espapismo, que lo sea.

Connie se había levantado para irse.Conocía los límites, era perspicaz yestaba asustada por la actitud de di

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Salís. Pero di Salís, una vez que selanzaba a la caza, no conocía límites.

—Así que fue una muerte violenta,¿eh? La política y la espada, dijo usted.¿Qué política? ¿Le habló Drake de eso?Porque las ejecuciones materiales sonrelativamente raras, sabe. ¡Creo que estáusted ocultándonos algo!

Di Salis también se había puesto depie, pero al lado del señor Hibbert, yformulaba estas preguntas mirando lablanca cabeza del viejo como siestuviera actuando en un ensayo deinterrogatorio de Sarratt.

—Han sido ustedes muy amables —dijo efusivamente Connie a Doris—.

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Tenemos ya todo lo que podríamosnecesitar y más. Estoy segura de que leconcederán el título de caballero —añadió, en un tono preñado de mensajespara di Salís—. Y ahora, nos vamos,muchísimas gracias.

Pero esta vez fue el viejo el quefrustró sus propósitos.

—Y al año siguiente, perdió tambiéna su otro Nelson, Dios nos valga, suhijito —dijo—. Será un hombresolitario, Drake. Esa fue la última cartaque nos escribió, ¿verdad, Doris? «Recepor mi pequeño Nelson, místerHibbert», me decía. Y lo hicimos.Quería que yo cogiese el avión y fuese

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allí a dirigir el funeral. Yo no podíahacerlo. No sé muy bien por qué, perono podía. Nunca me ha parecido bienque se gaste tanto dinero en funerales, laverdad.

Al oír esto, di Salís, saltó,literalmente: y con un entusiasmoverdaderamente terrible. Se plantó anteel viejo y tan animado estaba que asióen su manecita febril un puñado de chal.

—¡Ah! ¡Vaya! Pero no le pidió austed que rezase por su hermanoNelson, ¿verdad? Respóndame a eso.

—No —dijo sencillamente el viejo—. No me lo pidió, no.

—¿Y por qué no? ¡Quizá porque en

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realidad no estaba muerto, claro! ¡Haymás de un modo de morir en China, sí, yno todas las muertes son irremediables!Caer en desgracia: ¿No es ésa unaexpresión mejor?

Sus estridentes palabras volaron porla habitación iluminada por el fuegocomo malos espíritus.

—Tienen que irse, Doris —dijotranquilamente el viejo, mirando al mar—. Vete a ver a ese chófer, a ver si estábien, querida… Estoy convencido deque deberíamos haberle mandado pasar,pero en fin ya no importa.

Se despidieron en el recibidor. Elviejo se quedó sentado junto a la

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ventana y Doris había cerrado la puertadel cuarto. El sexto sentido de Connieresultaba a veces estremecedor.

—¿No le dice nada el nombre deLiese, señorita Hibbert? —preguntó,mientras se abrochaba su enormeimpermeable de plástico—. Tenemosreferencia de una tal Liese en la vida delseñor Ko.

La cara sin pintar de Doris sefrunció en un gesto irritado.

—Era el nombre de mamá. Eraluterana alemana. Ese cerdo robótambién eso, ¿verdad?

Con Toby Esterhase al volante,Connie Sachs y el doctor di Salis

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volvieron rápidamente a comunicar aGeorge las asombrosas nuevas. Alprincipio, en el camino, riñeron por lafalta de control de di Salis. TobyEsterhase estaba muy afectado, y Connietenía serios temores de que el viejopudiera escribir a Ko. Pero pronto laimportancia de sus descubrimientoseclipsó sus inquietudes, y llegarontriunfantes a las puertas de su ciudadsecreta.

Una vez a salvo tras sus muros, llególa hora de gloria de di Salis. Convocóuna vez más a su familia de peligros

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amarillos e inició una serie de pesquisasque les hizo dispersarse por todoLondres con un falso pretexto u otro, yllegar incluso hasta Cambridge. DiSalis, en el fondo, era un solitario.Nadie le conocía, salvo quizás Connie,y, si Connie no se cuidaba de él, nadiemás lo hacía. Resultaba incongruente enlas relaciones sociales, y, confrecuencia, absurdo. Pero nadie dudabade su voluntad de cazador.

Repasó viejas fichas de laUniversidad de comunicaciones deShanghai, en chino la Chia Tung (la cualtenía fama por la militancia comunistade sus estudiantes, a partir de la guerra

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del treinta y nueve al cuarenta y cinco).Y concentró su interés en elDepartamento de Estudios Marítimosque incluía en su curriculum tanto laadministración como la construcción debuques. Hizo listas de miembros de loscuadros del partido de antes y despuésdel cuarenta y nueve y examinó losescasos datos de aquellos a quienes seconfió la dirección de las grandesempresas, en las que se exigíaconocimiento tecnológico, en especiallos astilleros de Kiangnan, grandesinstalaciones en las que habían sidopurgados repetidas veces elementos delKuomintang. Después de componer

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listas de varios miles de nombres, hizofichas de todos los que se sabía quehabían continuado sus estudios en laUniversidad de Leningrado y habíanreaparecido luego en los astilleros enpuestos mejores. Un curso de ingenieríanaval en Leningrado duraba tres años.Según los cálculos de di Salis, Nelsondebía haber estado allí del cincuenta ytres al cincuenta y seis y debía habersido destinado luego oficialmente aldepartamento municipal de Shanghaiencargado de ingeniería naval, el cualdebía haberle devuelto luego aKiangnan. Considerando que Nelson nosólo poseía un nombre chino que aún no

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habían descubierto, y que era muyposible, además, que hubiese elegido unnuevo apellido, di Salis advirtió a suscolaboradores que la biografía deNelson muy bien podría estar divididaen dos partes, cada una de ellas con unnombre distinto. Tenían que tener encuenta el posible ensamblaje. Preparólistas de graduados y listas deestudiantes que habían estado en ChiaTung y en Leningrado y fue comparando.Los especialistas en China son unahermandad aparte, y sus interesescomunes trascienden el protocolo y lasdiferencias nacionales. Di Salis no sólotenía relaciones en Cambridge y en

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todos los archivos orientales, sinotambién en Roma, en Tokio y en Munich.Escribió a todos ellos, ocultando suobjetivo con un revoltillo de otraspreguntas. Según trascendió más tarde,hasta los primos le abrieroninvoluntariamente sus archivos. Yrealizó otras investigaciones aún másarcanas. Envió excavadores, a losanabaptistas, para revisar fichas deantiguos alumnos de las misiones, por silos nombres chinos de Nelson habíansido por casualidad consignados yarchivados. Repasó todos los datos demuertes de funcionarios de nivel mediode Shanghai incorporados a la industria

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naval.Esa fue la primera parte de sus

trabajos. La segunda empezó con lo queConnie llamaba la gran revolucióncultural bestial de mediados de los añossesenta y los nombres de losfuncionarios shanghaineses que, por susaviesas tendencias prorrusas, habíansido oficialmente purgados, humilladoso enviados a una escuela del Siete deMayo a redescubrir las virtudes deltrabajo agrícola. Consultó también listasde los enviados a los camposcorreccionales de trabajo, pero sinningún resultado. Buscó algunareferencia en las arengas de los guardias

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rojos ala malvada influencia de unaeducación anabaptista en éste o aquélfuncionario caído en desgracia, y realizócomplicadas combinaciones con elnombre de KO. Pensaba en el fondo queNelson, al cambiar de nombre, podríahaber recurrido a un carácter distintoque conservara algún parentesco internocon el original, homosónico osinfonético. Pero cuando intentóexplicarle esto a Connie, la perdió.

Connie Sachs estaba siguiendo unavía completamente distinta. Su interés secentraba en las actividades delocalizadores de talentos adiestradospor Karla identificados que hubiesen

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trabajado entre los estudiantesextranjeros de la Universidad deLeningrado en los años cincuenta; y encomprobar los rumores, nuncaconfirmados, de que Karla, cuando eraun joven agente de la Commintern, habíasido prestado a la organizacióncomunista clandestina de Shanghaidespués de la guerra, para ayudarles areconstruir su aparato secreto.

Y en medio de todas estas nuevasinvestigaciones, llegó de GrosvenorSquare una auténtica bomba. Los datosproporcionados por el señor Hibbertaún estaban frescos de la imprenta, enrealidad, y los investigadores de ambas

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familias aún estaban trabajandofrenéticamente, cuando Peter Guillamentró en el despacho de Smiley con unmensaje urgente. Smiley estaba, comosiempre, profundamente enfrascado ensus lecturas, y cuando Guillam entrómetió una carpeta en el cajón y lo cerró.

—Es de los primos —dijoafablemente Guillam—. Sobre elhermano Ricardo, tu piloto preferido.Quieren verse contigo en el Anexo, tanpronto como sea posible. Tengo quecontestarles ayer.

—¿Qué es lo que quieren?—Verte. Pero lo dijeron así.—¿De veras? ¿Dijeron eso? Dios

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santo. Debe ser la influencia alemana.¿O será inglés antiguo? Verse contigo.En fin, qué le vamos a hacer —y sedirigió al baño a afeitarse.

Cuando volvía a su despacho,Guillam se encontró a Sam Collinssentado en el sillón, fumando uno de susabominables cigarrillos negros yluciendo su sonrisa lavable.

—¿Alguna novedad? —preguntóSam, muy tranquilo.

—Tú lárgate de aquí ahora mismo—replicó Guillam.

Sam andaba husmeando demasiadopor allí, para gusto de Guillam, peroaquel día, éste tenía una razón sólida

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para desconfiar de él. Al ir a ver aLacon a la Oficina del Gabinete, paraentregar la cuenta del anticipo mensualdel Circus para inspección, se habíaquedado atónito al ver salir a Sam deldespacho particular de Lacon,bromeando tranquilamente con él y conSaul Enderby, de Asuntos Exteriores.

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12La resurrección de Ricardo

Antes de la caída, se celebraban unavez al mes reuniones estudiadamenteinformales entre los asociados de losdos servicios secretos que compartían la«relación especial», que iban seguidasde lo que Alleline, el predecesor deSmiley, se complacía en llamar «unalboroto». Si les tocaba a losnorteamericanos hacer de anfitriones,Alleline y sus cohortes, entre ellos elpopular Bill Haydon, eran conducidos aun inmenso bar de azotea, al que en el

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Circus conocían como el Planetario,donde se les obsequiaba con martinissecos y una vista de Londres que nuncapodrían haberse permitido de otromodo. Si les correspondía a losingleses, se instalaba una mesadesmontable en la sala de juegos, se leponía por encima un mantel de damascozurcido y se invitaba a los delegadosnorteamericanos a rendir homenaje alúltimo bastión del espionaje en la patriadel club, y al mismo tiempo lugar denacimiento de su propio servicio,mientras sorbían jerez sudafricanodisfrazado en garrafas de cristal talladobasándose en que no sabrían apreciar la

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diferencia. No había agenda alguna paralas discusiones y no se tomaban, portradición, notas. No tenían, en realidad,necesidad alguna de tales instrumentos,sobre todo considerando que losmicrófonos ocultos se manteníansiempre sobrios y hacían el trabajomejor.

Después de la caída, estasdelicadezas desaparecieron durante untiempo. Por órdenes del cuartel generalde Martello en Langley, Virginia, el«contacto británico», que era como ellosllamaban al Circus, quedó emplazado enla lista de los que había que mantener auna distancia prudencial, equiparado a

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Yugoslavia y al Líbano, y los dosservicios estuvieron, en realidad,paseando por aceras opuestas unatemporada sin apenas mirarse. Erancomo una pareja separada en trámite dedivorcio. Pero en aquella gris mañanade invierno en que Smiley y Guillam,con cierta precipitación, se presentaronante la puerta de entrada del Anexo deasesoría legal de Grosvenor Square, eraya perceptible un patente deshielo, hastaen los rostros rígidos de los dos infantesde Marina que les cachearon.

Las puertas, por otra parte, erandobles, con rejas negras sobre hierronegro, y rebordes dorados en las rejas.

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Sólo su coste habría mantenido enmarcha a todo el Circus durante un parde días más, por lo menos. Una veztraspasadas, ambos tuvieron lasensación de pasar de una aldea a unametrópoli:

El despacho de Martello era muygrande. No tenía ventanas y podría habersido media noche. Sobre un escritoriovacío, una bandera norteamericana,desplegada como por el viento, ocupabala mitad de la pared del fondo. En elcentro del despacho, había arracimadoun círculo de sillones de líneas aéreasalrededor de una mesa de palo de rosa,y en uno de ellos estaba sentado el

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propio Martello, un hombre de Yale,corpulento y animado, con un trajecampestre que siempre parecía fuera detemporada. Le flanqueaban dos hombressilenciosos, a cual más cetrino y tosco.

—George, cuánto te agradezco quehayas venido —dijo Martellocordialmente, con su tono cálido yconfidencial, mientras se apresuraba alevantarse para saludarle—. No hacefalta que te lo diga. Sé lo ocupado queestás. Lo sé. Sol…

Se volvió a los dos desconocidosque estaban sentados en frente y quehasta el momento habían pasadoinadvertidos; el joven era parecido a los

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hombres silenciosos de Martello,aunque menos suave; el otro erarechoncho y malencarado, y muchomayor, con cicatrices en la cara y elpelo a cepillo. Veterano de algo.

—Sol —repitió Martello—. Quieroque conozcas a una de las auténticasleyendas de nuestra profesión. Sol: elseñor George Smiley. George, éste esSol Eckland, que ocupa un alto cargo ennuestro departamento antidroga, queantes se llamaba oficina de narcóticos ydrogas peligrosas, y que ahora hanrebautizado, ¿no, Sol? Sol, saluda a PeteGuillam.

El más viejo de los dos hombres,

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extendió una mano y Smiley y Guillamse la estrecharon, y era como cortezaseca.

—Bueno —dijo Martello, con lasatisfacción de un casamentero—.George, bueno, ¿te acuerdas de EdRistow, también de narcóticos, George?¿Recuerdas que te hizo una visita decortesía hace unos meses? Bueno, puesSol ha sustituido a Ristow. Tiene la zonadel Sudeste asiático. Y aquí Cy está conél.

Nadie recuerda tan bien nombrescomo los norteamericanos, pensóGuillam.

Cy era el más joven de los dos.

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Tenía patillas, un reloj de oro, y parecíaun misionero mormón: cordial pero a ladefensiva. Sonrió como si sonreírformase parte del cursillo, y Guillamsonrió también.

—¿Qué le pasó a Ristow? —preguntó Smiley, sentándose.

—Trombosis coronaria —mascullóSol, el veterano; tenía la voz tan ásperacomo la mano. Y el pelo como lana dealambre rizada en pequeñas trincheras.Cuando se lo rascaba, lo que hacía conmucha frecuencia, chirriaba y todo.

—Cuanto lo siento —dijo Smiley.—Podía hacerse crónico —dijo Sol,

sin mirarle, y dio una chupada al

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cigarrillo.Fue entonces cuando se le ocurrió a

Guillam, por primera vez, la idea de quehabía en el aire algo muy importante.Captó una tensión palpable entre los doscampos norteamericanos. Lassustituciones no pregonadas, con laexperiencia que tenía Guillam con losnorteamericanos, raras veces se debíana algo tan intrascendente como unaenfermedad. Y pasó a preguntarse dequé modo habría emborronado elcuaderno de los deberes el predecesorde Sol.

—Los del Ejecutivo, bueno, como eslógico, tienen mucho interés en nuestro,

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bueno, en nuestra pequeña aventuraconjunta, George —dijo Martello, y conesta fanfarria tan poco prometedora,anunció indirectamente la conexiónRicardo, aunque Guillam captó quehabía algo más, una misteriosa tensión,del lado norteamericano, la pretensiónde fingir que la reunión tenía un motivodistinto… lo indicaban los vacuoscomentarios iniciales de Martello.

—George, nuestra gente de Langleyes partidaria de trabajar en estrecharelación con sus buenos amigos denarcóticos —declaró, con la calidez deuna note verbale diplomática.

—La cosa funciona en ambos

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sentidos —masculló Sol, el veterano,confirmatoriamente, y expulsó más humode cigarrillo y se rascó aquel pelo grisacero. A Guillam le parecía en realidadun hombre tímido, que no se sentía allínada cómodo. Cy, su joven ayudante,estaba muchísimo más tranquilo que él:

—Son parámetros, comprende,señor Smiley. En un asunto como éste,hay algunos sectores que se superponendel todo —la voz de Cy era una pizcademasiado alta para su estatura.

—Cy y Sol han cazado ya antes connosotros, George —dijo Martello,ofreciendo aún más seguridades—. Cy ySol son de la familia, puedes creerme.

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Langley da acceso al Ejecutivo y elEjecutivo de acceso a Langley. Así escómo funciona la cosa, ¿verdad Sol?

—Verdad, sí —dijo Sol.Si no se acuestan juntos pronto,

pensó Guillam, es muy posible queacaben sacándose los ojos. Miró aSmiley y vio que también él se dabacuenta de la atmósfera tensa. Estabasentado como una estatua de sí mismo,las manos en las rodillas, los ojos casicerrados, como siempre, y parecíaquerer hundirse en la invisibilidad,mientras los otros le daban todasaquellas explicaciones.

—Puede que lo mejor sea que nos

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pongamos todos al día respecto a losúltimos detalles antes de nada —sugirióMartello, como si estuviera invitando atodo el mundo a someterse a examen.

¿Antes de qué?, se preguntó Guillam.Uno de los hombres silenciosos

utilizaba el nombre de trabajo deMurphy. Murphy era tan rubio que casiparecía albino. Cogió de la mesa depalo de rosa una carpeta y empezó a leerde ella en voz alta con un tono de vozmuy respetuoso. Cogía cada hoja, una auna, entre sus limpios dedos.

—Señor, el lunes el sujeto voló aBangkok con Cathay Pacific Airlines, seadjuntan los datos del vuelo, y fue

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recogido en el aeropuerto por Tan Lee,según la referencia dada, en su cocheparticular. Se dirigieron luegoinmediatamente a la suite permanente deAirsea en el Hotel Erawan —miró a Soly continuó—: Tan es director ejecutivode Asian Rice and General, señor, quees la subsidiaria que Airsea tiene enBangkok, se añaden las referencias dearchivo. Pasaron en la suite tres horasy…

—Oiga, Murphy —dijo Martello,interrumpiéndole.

—¿Señor?—Todo eso de «se añaden

referencias», «según nuestras

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referencias», etc., déjelo usted,¿entendido? Ya sabemos todos que hayfichas de esos tipos, ¿de acuerdo?

—Entendido, señor.—¿Ko sólo? —preguntó Sol.—No señor, Ko llevó consigo a su

ayudante, Tiu. Tiu va con él casi a todaspartes..

Aquí Guillam, al mirar porcasualidad a Smiley, interceptó unamirada inquisitiva de éste a Martello. AGuillam se le ocurrió la idea de queSmiley pensaba en la chica (¿había idoella también?) pero la sonrisa indulgentede Martello no se alteró y, tras unosinstantes, Smiley pareció aceptarlo y

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volvió su actitud atenta.Sol se había vuelto, entretanto, a su

ayudante y ambos tuvieron un brevecoloquio privado:

—¿Por qué demonios no colocóalguien escuchas en la habitación delhotel, Cy? ¿Por qué nadie hizo nada?

—Ya sugerimos eso a Bangkok, Sol,pero tuvieron problemas con lostabiques, no había huecos adecuados, oalgo así.

—Esos payasos de Bangkok estánatontados de tanto joder. ¿Es el mismoTan al que intentamos pillar el añopasado por heroína?

—No, ése era Tan Ha, Sol. Este es

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Tan Lee. Hay muchos Tans allí. Tan Leees sólo una pantalla. Hace de contactopara Hong el Gordo de Chiang Mai. Elque tiene las relaciones con losproductores y los mayoristas es Hong.

—Debería ir alguien hasta allí apegarle un tiro a ese cabrón —dijo Sol.No estaba claro del todo a qué cabrón serefería.

Martello indicó al pálido Murphyque siguiese.

—Señor, los tres hombres bajaronluego al puerto de Bangkok, es decir Koy Tan Lee y Tiu, señor, y estuvieronviendo veinte o treinta embarcacionespequeñas de cabotaje que había en el

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muelle. Luego, volvieron al aeropuertode Bangkok y el sujeto voló a Manila,Filipinas, para una conferenciaconfirmatoria en el Hotel Edén y Bali.

—¿Tiu no fue a Manila? —preguntóMartello, comprando tiempo.

—No, señor. Volvió a casa —contestó Murphy, y Smiley miró una vezmás a Martello.

—Qué confirmatoria ni qué ochocuartos —exclamó Sol—. ¿No son esoslos barcos que hacen el transporte aHong Kong, Murphy?

—Sí, señor.—Conocemos esos barcos —dijo

Sol—. Llevamos años detrás de ellos.

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¿Verdad, Cy?—Verdad, sí.Sol había atacado a Martello, como

si fuese personalmente culpable.—Dejan el puerto limpios. No suben

la mercancía a bordo hasta que están enalta mar. Nadie sabe qué barco va allevarla. Ni siquiera el capitán del navíoelegido, hasta que la lancha se le pone allado, y pasa la mercancía. Cuandoentran en aguas de Hong Kong, la echanpor la borda con señales y los juncossalen a buscarla.

Hablaba despacio, como si lehiciese daño hablar. Empujandoásperamente las palabras.

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—Llevamos años —continuó—diciéndoles a los ingleses que acaben deuna vez con esos juncos, pero loscabrones andan todos al quite.

—Eso es todo lo que tenemos —dijoMurphy, y posó el informe.

Volvieron a las pautas embarazosas.Una linda muchacha, armada con unabandeja de café y pastas, proporcionó unalivio fugaz, pero en cuanto se fue, elsilencio se hizo aún peor.

—¿Por qué no se lo dices ya? —masculló al fin Sol—. Si no se lo digoyo.

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Y fue entonces cuando, como habríadicho Martello, pasaron por fin al quiddel asunto.

La actitud de Martello se hizo almismo tiempo seria y confidencial: elabogado de la familia que lee eltestamento a los herederos.

—Bueno, George, a petición nuestra,aquí los del Ejecutivo echaron unaespecie de segundo vistazo a losantecedentes y al historial deldesaparecido piloto Ricardo y, tal comonosotros medio suponíamos, handescubierto mucho material que hasta

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ahora no había visto la luz y que deberíahaberla visto, debido todo ello a variosfactores. De nada vale, según miopinión, señalar con el dedo a nadie yademás Ed Ristow es un hombreenfermo. Digamos simplemente que,prescindiendo de lo que haya podidopasar, el asunto Ricardo cayó en unpequeño hueco entre el Ejecutivo ynosotros. Ese hueco ha ido cubriéndosedespués y nos gustaría facilitarte lanueva información.

—Gracias, Marty —dijo Smileypacientemente.

—Parece ser que Ricardo está vivoen realidad —declaró Sol—. Parece ser

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que se trataba de un snafu de primeramagnitud.

—¿Un qué? —preguntó Smiley conviveza, antes quizás de que hubiesepodido asimilarse por completo el plenosignificado de la declaración de Sol.

Martello se apresuró a traducir:—Error, George, error humano. Es

algo que nos pasa a todos. Snafu.Incluso a ti, ¿no?

Guillam estudiaba los zapatos de Cy,que tenían un brillo gomoso y gruesasviras. Smiley tenía la vista alzada haciala pared lateral, donde los rasgosbenevolentes del presidente Nixoncontemplaban alentadores la unión

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triangular. Nixon había dimitido susbuenos seis meses atrás, pero Martelloparecía conmovedoramente decidido amantener la llama encendida. Murphy ysu nuevo acompañante seguían sentadose inmóviles como confirmantes ante unobispo. Sólo Sol permanecía enconstante movimiento, rascándose larizada cabellera o dándole al pitillocomo una versión atlética de di Salís.Nunca sonríe, pensó de pasada Guillam:ya ni se acuerda de cómo se hace.

Martello continuó:—La muerte de Ricardo está

oficialmente reseñada en nuestrosarchivos sobre el 21 de agosto, más o

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menos, ¿no, George?—Sí, eso es —dijo Smiley.Martello resopló e inclinó la cabeza

hacia el otro lado, sin dejar de leer.—Sin embargo, en septiembre,

bueno, sí, dos… un par de semanasdespués de su muerte, ¿no?… pareceser, bueno, que Ricardo estableciócontacto personal con una de lasoficinas de narcóticos del sector deAsia, que se llamaba entonces BNDD.Pero en el fondo la misma casa,¿entendido? Aquí Sol, bueno, preferiríano mencionar qué departamento, y yo lorespeto.

El latiguillo bueno, decidió Guillam,

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era la forma que tenía Martello de seguirhablando mientras pensaba.

—Ricardo ofreció sus servicios aldepartamento —continuó Martello—,sobre la base de compra e informaciónrespecto a una, bueno, un transporte deopio que le habían ofrecido, tenía quepasar la frontera y llevarlo, bueno, a laChina roja.

En este momento, una mano fríapareció agarrar a Guillam por elestómago y aposentarse allí. Laimpresión que le produjo el hecho fuemucho mayor por llegar poco a poco

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después de tanto detalle inconexo. AMolly le contaría más tarde que fue paraél como si «todos los hilos del caso sehubieran enrollado de pronto en unamadeja». Pero esto era unaconsideración retrospectiva y, enrealidad, presumía un poco. Sinembargo, la impresión súbita (despuésde tanto andar de puntillas y tantaespeculación y tanto papeleo), la simpleimpresión de verse casi físicamenteproyectado al interior de la Chinacontinental: esto fue indudablementealgo real, que no precisaba ningunaexageración.

Martello hacía de nuevo el papel de

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abogado solícito.—George, tengo que ponerte en

antecedentes, bueno, decirte algo más,sobre las actividades de la familia.Durante el asunto de Laos, la Compañíautilizó a unas cuantas tribus montañesasdel norte con objetivos bélicos, puedeque ya lo sepas. Justamente allí enBirmania, no sé si conoces esa zona, losShans. Voluntarios, ¿me entiendes?Muchas de esas tribus eran comunidadesde monocultivo, bueno, comunidadesdedicadas al cultivo del opio y, eninterés de la guerra, la Compañía tuvoque, bueno, tuvo que hacer un poco lavista gorda ante lo que no podíamos

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cambiar. Esa buena gente tiene que viviry muchos no sabían hacer otra cosa y noveían nada malo en, bueno, en cultivarese producto. ¿Me entiendes?

—Dios mío —dijo Sol entre dientes—. ¿Has oído eso, Cy?

—Lo he oído. Sol.Smiley dijo que sí, que entendía.—Esta política, seguida, bueno, por

la Compañía, dio lugar a desavenencias,muy breves y muy fugaces entre laCompañía por un lado y él, bueno, lagente del Ejecutivo, el antiguodepartamento de narcóticos, porque,bueno, en fin, mientras los muchachos deSol estaban allí para acabar con el

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abuso de drogas, y con toda la razón delmundo además, y para cortar lossuministros, que es su trabajo, George, ysu deber, a la Compañía le interesaba,por el bien de la guerra, es decir, enaquel momento concreto, comprendes,George… bueno, interesaba hacer unpoco la vista gorda…

—La Compañía hizo de Padrinopara los montañeses —masculló Sol—.Los hombres estaban todos luchando enla guerra y los agentes de la Compañíaiban a las aldeas, compraban lamercancía, se jodían a las mujeres ysacaban de allí el material.

Martello no se dejaba marginar tan

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fácilmente.—Bueno, nosotros consideramos

que eso es exagerar un poco las cosas.Sol, pero, en fin, el caso es que habíadesavenencias y eso es lo único que leimporta a nuestro amigo George.Ricardo, en fin, es un tipo muy especial.Hizo muchos vuelos para la Compañíaen Laos y cuando terminó la guerra laCompañía le dejo otra vez en tierra, ledio el beso de despedida y recogió laescalerilla. Nadie quiere saber nada deesos tipos cuando ya no hay una guerrapara ellos. Así que, bueno, quizá por esoél, bueno, Ricardo el guardabosques seconvirtió en, bueno, en Ricardo el

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furtivo, supongo que me entiendes…—Bueno, no del todo —confesó

suavemente Smiley.Sol no tenía tantos escrúpulos para

decir verdades desagradables.—Mientras duró la guerra, Ricardo

estuvo transportando droga para laCompañía, para mantener encendidoslos hogares en las aldeas de losmontañeses. Cuando la guerra terminó,se dedicó a transportarla por su cuenta.Tenía los contactos y sabía dóndeestaban enterrados los cadáveres. Seestableció por su cuenta, eso es todo.

—Gracias —dijo Smiley, y Solvolvió a rascarse el pelo a cepillo.

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Martello retrocedió por segunda veza la historia de la embarazosaresurrección de Ricardo.

Deben haber hecho un trato entreellos, pensó Guillam. Martello seencarga de la charla. «Smiley es uncontacto nuestro», debía haber dichoMartello. «Le manejamos a nuestromodo.»

El día 2 de septiembre del setenta ytres, dijo Martello, un agente denarcóticos no especificado del área delSudeste asiático, como insistió endescribirle, «un joven completamentenuevo en el campo, George», recibió ensu casa una llamada telefónica nocturna

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de un supuesto capitán Ricardo elChiquitín, hasta entonces dado pormuerto, que había sido mercenario enLaos con el capitán Rocky. Ricardoofreció una cantidad considerable deopio en crudo al precio normal demercado. Además del opio, ofrecíainformación secreta: un precio de saldopor una venta rápida según sus palabras.Esto quería decir cincuenta mil dólaresnorteamericanos en billetes pequeños, yun pasaporte de Alemania Occidentalválido para una sola operación. Elagente de narcóticos no especificado seentrevistó con Ricardo aquella mismanoche en un aparcamiento y cerraron en

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seguida la operación del opio.—¿Quieres decir que lo compró?

—preguntó Smiley, sorprendidísimo.—Sol me dice que hay una, bueno,

tarifa fija para estos tratos… ¿no, Sol?… es algo que todo el mundo que está enel ajo sabe, George, y, bueno, se basa enun porcentaje del valor del cargamentopuesto en la calle, ¿no?

Sol emitió un gruñido afirmativo.—Él, bueno, el agente no

especificado tenía autorizaciónpermanente para comprar a ese precio ycompró. Ningún problema. El agentetambién, bueno, manifestó deseos,pendientes del visto bueno de sus

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superiores, de proporcionar a Ricardola documentación que él pedía,George… que era, según resultó mástarde, un pasaporte de la AlemaniaOccidental con sólo unos días devigencia, en el caso, George… en elcaso aún no comprobado,¿comprendes…? de que la informaciónde Ricardo resultase ser un valoraceptable, dado que la política que sesigue es alentar a los informadores atoda costa. Pero dejó claro, el agente,que todo el trato, el pasaporte y el pagopor la información, dependía de suratificación por la autoridad superior…la gente de Sol del cuartel general. Así

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que compró el opio, pero en lo de lainformación esperó. ¿No, Sol?

—Sí, eso es —gruñó Sol.—Oye, Sol, mira, quizá debieses

manejar tú esta parte —dijo Martello.Sol, al hablar, mantuvo inmóvil por

una vez el resto de su persona. Sólomovía la boca.

—Nuestro agente le pidió a Ricardouna muestra para que pudieran valorar lainformación en casa. Lo que nosotrosllamamos trasladarla a primera base.Ricardo sale con la historia de que lehan mandado pasar la droga a la Chinaroja y volver luego con una carga noespecificada como pago. Eso fue lo que

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dijo. Su muestra. Dijo que sabía quiénestaba detrás del asunto. Dijo queconocía al mayor Pez Gordo de todoslos peces gordos. Todos lo dicen. Dijoque conocía toda la historia. Perosiempre dicen eso. Dijo que habíainiciado el viaje al continente, pero quele había entrado miedo y había vuelto acasa pasando a baja altura sobre Laospara evitar el radar. Dijo que debía unfavor a la gente que le envió y que si leencontraban le harían tragarse losdientes a patadas. Eso es lo que está enel informe, palabra por palabra.Tragarse los dientes. Así que tenía prisay por eso daba aquel precio tan bajo de

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cincuenta billetes. No dijo quién era lagente, no aportó ni una pizca deinformación relacionada positiva apartedel opio, pero dijo que aún tenía elavión, escondido, un Beechcraft, yofreció enseñárselo a nuestro agente lapróxima vez que se vieran, lo quedependía de que hubiese verdaderointerés en el cuartel general. Eso es todolo que tenemos —dijo Sol, y pasó aconsagrarse al cigarrillo—. El opio eranun par de cientos de kilos. Buenacalidad.

Martello recuperó diestramente lapelota:

—Entonces el agente de narcóticos

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no especificado redactó su informe,George, e hizo lo que haríamos todos.Cogió la información y la envió alcuartel general y le dijo a Ricardo queno se dejase ver hasta que él tuvieranoticias de sus superiores. Dijo que levería en unos diez días, catorce quizás.Aquí está tu dinero del opio, pero eldinero de la información tendrá queesperar un poco. Hay normas,¿entiendes?

Smiley afirmó comprensivo yMartello afirmó a su vezrespondiéndole, mientras seguíahablando.

—Así que en esto estamos. Aquí es

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donde interviene el error humano, ¿no?Podría haber sido peor, pero no mucho.En nuestro equipo, hay dos visiones delasunto: conspiración y cagada. Aquí esdonde tenemos la cagada, de eso no hayduda. El predecesor de Sol, Ed, queahora está enfermo, valoró el material y,basándose en los datos… bueno, tú leconoces, George, Ed Ristow, un buenchico, sensato… y basándose en losdatos de que disponía, Ed decidió,comprensible, pero erróneamente, noproceder. Ricardo quería cincuentabilletes. En fin, por un buen botín, unacosa importante, comprendo que no esnada. Pero Ricardo, quería pago

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inmediato. Un sólo pago y fuera Y Ed…bueno, Ed tenía responsabilidades, ymuchos problemas de familia, ysencillamente no le pareció razonableinvertir esa suma de dinero delcontribuyente norteamericano en unpersonaje como Ricardo, cuando nohabía ningún botín garantizado, un tipoque se las sabe todas además, que sabetodas las triquiñuelas, y que podía estarpreparándole a aquel agente de campode Ed, que es sólo un chaval, un viajeinfernal. Así que Ed le dio carpetazo.Asunto cerrado. Archivado y olvidado.Asunto concluido, compra el opio, perodel resto nada.

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Quizá fuese trombosis coronaria deverdad, pensó Guillam, maravillado.Pero otra parte de él sabía que podríahaberle pasado a él también e inclusoque le había pasado: el buhonero que veante sí la gran pieza y que la dejaescapar de entre los dedos.

En vez de perder el tiempo enrecriminaciones, Smiley había pasadotranquilamente a considerar las restantesposibilidades.

—¿Dónde está ahora Ricardo,Marty? —preguntó.

—No se sabe.Su siguiente pregunta tardó mucho

más en llegar, y no era tanto una

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pregunta como una meditación en vozalta.

—Para volver con un cargamentono especificado como pago —repitió—.¿Hay alguna teoría sobre el tipo decargamento que podría ser?

—Sospechamos que oro. No somosmagos, lo mismo que no lo eres tú —dijo ásperamente Sol.

Aquí, Smiley dejó simplemente departicipar en el proceso durante un rato.Su expresión se inmovilizó, parecíainquieto y, para cualquiera que leconociese, retraído, y de pronto le tocóa Guillam mantener en juego la pelota.Para hacerlo, como Smiley, se dirigió a

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Martello.—¿No dio Ricardo ninguna pista del

sitio dónde tenía que llevar la carga devuelta?

—Ya te lo dije. Pete. Eso es todo loque tenemos.

Smiley seguía siendo nocombatiente. Estaba quieto, mirandomuy fijo, lúgubremente, sus manosenlazadas. Guillam buscó afanoso otrapregunta:

—¿Y ninguna pista del peso quepodría tener la carga de vuelta tampoco?—preguntó.

—Dios santo —dijo Sol, einterpretando erróneamente la actitud de

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Smiley, afirmó despacio asombrado deltipo de gentuza que se veía obligado atratar.

—¿Pero vosotros estáisconvencidos de que fue Ricardo el quese puso en contacto con vuestro agente?—preguntó Guillam, aún al ataque,lanzando golpes.

—Al cien por cien —dijo Sol.—Sol —sugirió Martello,

inclinándose hacia él—. Sol, ¿por quéno le das a George una copia en limpiodel informe original? Así tendrá lomismo que nosotros.

Sol vaciló, miro a su ayudante, seencogió de hombros y, por último, a

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regañadientes, sacó de una carpeta quetenía en la mesa, al lado, una cuartilla dela que arrancó solemnemente la firma.

—Extraoficial —masculló, y en estemomento, Smiley revivió de pronto y,recogiendo el informe de manos de Sol,lo estudió por ambos lados un ratoatentamente en silencio.

—Y dónde está, por favor, el agentede narcóticos no especificado queredactó este documento —preguntó alfin, mirando primero a Martello y luegoa Sol.

Sol se rascó el cuero cabelludo. Cyempezó a mover la cabeza irritado. Losdos hombres silenciosos de Martello no

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mostraban la menor curiosidad, sinembargo. El pálido Murphy seguíaleyendo en sus notas y su colega mirabacon los ojos en blanco al ex presidente.

—Se fue a vivir a una comuna hippyal norte de Katmandú —gruñó Sol,soltando un chorro de humo de cigarrillo—. Se pasó al enemigo el muy cabrón.

El alegre remate de Martelloresultaba maravillosamenteintrascendente:

—En fin, bueno, ésa es la razón,George, por la que nuestra computadoratenía a Ricardo muerto y enterrado,George, cuando los datos de que sedispone, que han vuelto a estudiar

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nuestros amigos del Ejecutivo, no danverdaderos motivos para, bueno, parasuponerlo.

A Guillam le había parecido hastaentonces que la bota estaba toda en elpie de Martello. Los muchachos de Solhabían hecho el ridículo, venía a decir,pero los primos eran después de todomagnánimos y estaban deseando dar elbeso y hacer las paces. En la calmapostcoito que siguió a las revelacionesde Martello, prevaleció un poco másesta falsa impresión.

—En fin, bueno, George, yo diría

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que a partir de ahora, podemos contar…vosotros, nosotros, aquí Sol… con lacooperación sin reservas de todasnuestras agencias. Yo diría que estotiene un aspecto muy positivo. ¿No,George? Constructivo.

Pero Smiley, en su renovadadistracción, se limitó a enarcar las cejasy a fruncir los labios.

—¿Estás pensando algo especial,George? —preguntó Martello—. Quierodecir, ¿te preocupa algo?

—Oh. Gracias, sí. Beechcraft —dijoSmiley—. ¿Es un avión de un solomotor?

—Dios santo —dijo Sol entre

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dientes.—De dos, George, de dos —dijo

Martello—. Es un aparato pequeño, unmodele de ejecutivo…

—Y según el informe el cargamentode opio pesaba cuatrocientos kilos.

—Casi media tonelada, George —dijo Martello muy solícito—. Toneladamétrica —añadió dubitativo, ante laexpresión sombría de Smiley—. Novuestras toneladas inglesas, George,naturalmente. Métrica.

—¿Y dónde debía llevarse? El opio,quiero decir…

—En la cabina —dijo Sol—. Lomás probable es que fuese debajo de los

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asientos de reserva. Ese tipo de avionesno tienen todos la misma forma. Nosabemos de qué tipo era éste porque nollegamos a verlo.

Smiley examinó una vez más lacuartilla que aún tenía en su manoregordeta.

—Sí —murmuró—. Sí, supongo queharían eso.

Y con un lapicero dorado escribióun pequeño jeroglífico en el margenantes de volver a hundirse en su ensueñoprivado.

—Bueno —dijo animosamenteMartello—. ¿Qué os parece si nosotros,buenas abejitas obreras volvemos a

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nuestras colmenas y miramos a dóndenos lleva todo esto, ¿eh, Pete?

Guillam estaba ya poniéndose en piecuando habló Sol. Sol tenía el don raro,y más bien terrible, de la rudeza natural.Nada había cambiado en él. No se habíaalterado lo más mínimo. Aquél era sumodo de hablar, era así como hacíanegocios y tratos, y era evidente que losotros métodos le fastidiaban:

—Pero hombre, por Dios, Martello,¿a qué clase de juego estamos jugando?Esto es el gran golpe, ¿no? Hemospuesto el dedo en lo que puede que seael objetivo más importante en el campode narcóticos de todo el sector del

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Sudeste asiático. Muy bien, de acuerdo,hay una relación, un contacto. LaCompañía se ha ido al fin a la cama conel Ejecutivo porque tenía que compensarel asunto de las tribus. No creas que esome pone caliente a mí. En fin, muy bien,tenemos un trato de manos fuera con losingleses en Hong Kong. Pero Tailandiaes nuestra. Y las Filipinas también. YTaiwan. Y en realidad todo el malditosector. Y la guerra, y los ingleses nomueven el culo para nada. Vinieron hacecuatro meses e hicieron su discurso.Muy bien, bárbaro. Metimos a losingleses en el ajo. ¿Qué han hecho entodo este tiempo? Enjabonarse la carita.

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¿Cuándo demonios van a empezar aafeitarse, Dios santo? Tenemos dinerometido en esto, tenemos toda unaorganización preparada paradesarticular todas las conexiones de Ko,en todo el hemisferio. Llevamos añosdetrás de un tipo como ése. Y podemosengancharle. Tenemos legislaciónsuficiente para hacerlo… ¡tenemoslegislación hombre! ¡La suficiente parameterle de diez a treinta y más! Tenemoslas drogas, tenemos las armas, losbienes embargados, tenemos el mayorcargamento de oro rojo que le hayapasado Moscú a un solo hombre en lavida, y tenemos la primera posibilidad

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de conseguir una prueba, si es verdad loque está contando ese tal Ricardo, de unprograma de subversión con drogaspatrocinado por Moscú, que estádeseando llevar la lucha al interior de laChina roja, que tiene la esperanza dehacerles a ellos lo mismo que ya estáhaciéndonos a nosotros.

La explosión había despertado aSmiley como una ducha de agua fría. Sehabía incorporado en el asiento, elinforme del agente de narcóticosarrugado en la mano, y miró asombradoprimero a Sol y luego a Martello.

—Marty —murmuró—. Oh, Diosmío, no.

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Guillam mostró más presencia deánimo. Por lo menos lanzó una objeción:

—Hay que repartir mucho mediatonelada para dejar colgados aochocientos millones de chinos, ¿nocrees, Sol?

Pero a Sol no le hacían mella lasironías ni las objeciones y menos aún siprocedían de un niño bonito inglés.

—¿Y nos lanzamos a su yugular? —preguntó, sin desviarse de su curso—.Las narices. Andamos con rodeos.Andamos por las ramas. «Hay queactuar con delicadeza. El campo es delos ingleses. Es territorio suyo. Es unapieza suya, la fiesta es suya. Así que nos

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dedicamos a hacer filigranas, a bailaralrededor. Revoloteamos comomariposillas y actuamos con la mismaenergía que si lo fuéramos. Dios santo,si hubiéramos manejado este asuntonosotros, ya tendríamos bien agarrado aese cabrón hace meses.

Tras decir esto, dio un golpe con lapalma de la mano abierta en la mesa yutilizó la artimaña retórica de repetir suargumento con distinto lenguaje:

—¡Es la primera vez en la vida quele echamos la vista encima a un tiburóncorruptor comunista soviético que estápasando droga y desestabilizando lazona y recibiendo dinero ruso, y que

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podemos demostrarlo!Todo iba dirigido a Martello. Como

si Smiley y Guillam no estuviesen allí.—Y no olvides otra cosa —le

advirtió a Martello, como punto final—.Tenemos a mucha gente gorda que estádeseando que esto salga a la luz. Genteimpaciente. Influyente. Gente que estámuy enfadada por el dudoso papel queha estado jugando vuestra Compañía enel suministro y la distribución denarcóticos entre nuestros chicos enVietnam, que es el primer motivo por elque nos habéis informado. Así que serámejor que expliques a esos liberales desalón de Langley, Virginia, que ya va

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siendo hora de que suelten la mierda odejen el orinal. Lo de mierda lo digo enl o s dos sentidos —remató, con uninsulso juego de palabras.

Smiley se había puesto tan pálidoque Guillam se asustó de veras. Sepreguntaba si no le habría dado unataque al corazón, si no estaría a puntode desmayarse. Desde donde estabaGuillam, las mejillas y la tez de Smileyse convirtieron de pronto en las de unviejo y en sus ojos, cuando se dirigiósólo a Martello también, había el ardorde un viejo.

—De cualquier modo hay unacuerdo. Y mientras esté vigente, confío

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en que lo cumpliréis. Tenemos vuestradeclaración general de que osabstendréis de operar en territoriobritánico salvo que se os hayaconcedido permiso. Tenemos vuestrapromesa concreta de que nos dejaréismanejar a nosotros solos este caso,vigilancia y comunicación aparte,independientemente de adonde noslleve en su evolución. Ése fue elacuerdo. Manos fuera por completo acambio de un examen completo delproducto. Para mí, eso quiere decir losiguiente: que Langley no actuará y queno actuará tampoco ningún otroorganismo norteamericano. Considero

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que eso es vuestra promesa sincera. Yconsidero que esa promesa aún está enpie y para mí el acuerdo es invariable.

—Explícale —dijo Sol, y salió,seguido por Cy, su cetrino ayudantemormón. En la puerta se volvió yamonestó con un dedo en dirección aSmiley.

—Tú guías el carro, nosotros tedecimos dónde hay que apearse y dóndehay que quedarse arriba —dijo.

El mormón asintió: «Eso es», dijo ysonrió a Guillam, como invitándole. Aun gesto de Martello, Murphy y susilencioso colega le siguieron, saliendodel despacho.

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Martello estaba sirviendo bebidas.También en su oficina eran las paredesde palo de rosa (un contrachapado deimitación, comprobó Guillam, no la cosaauténtica) y cuando Martello pulsó unapalanca apareció una máquina de hieloque vomitó un firme chorro de píldorasen forma de balones de rugby. Martellosirvió tres whiskies sin preguntar a losdemás qué querían. Smiley lo mirabatodo. Aún tenía las manos regordetasapoyadas en los extremos de los brazosdel sillón de líneas aéreas, pero estabaretrepado y desmadejado como unboxeador exhausto entre asalto y asalto,

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mirando fijamente al techo, perforadopor luces parpadeantes. Martello pusolos vasos en la mesa.

—Gracias, señor —dijo Guillam. AMartello le gustaba un «señor» de vezen cuando.

—De nada —dijo Martello.—¿A quién más se lo han dicho

vuestros jefes? —dijo Smiley, a lasestrellas—. ¿A la inspección deHacienda? ¿Al servicio de aduanas? ¿Alalcalde de Chicago? ¿A sus docemejores amigos? ¿Os dais cuenta de queni siquiera mis jefes saben que estamoscolaborando con vosotros? ¡Dios santo!

—Vamos, George, hombre. Nosotros

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tenemos política, lo mismo quevosotros. Tenemos que cumplirpromesas. Que comprar bocas. Los delEjecutivo andan a por nosotros. Eseasunto de la droga armó mucho revueloen el Congreso. Senadores, subcomités,toda esa basura. El chico vuelve a casade la guerra yonqui perdido y lo primeroque hace el padre es escribir a surepresentante en el Congreso. A laCompañía no le entusiasman todos esosrumores. Le gusta tener a sus amigos desu parte. Hay que cuidar la imagen,George.

—¿Podrías decirme, por favor, cuáles el trato? —preguntó Smiley—.

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¿Podrías explicármelo con palabrasclaras, de una vez?

—Oh, vamos, George, no hay ningúntrato. Langley no puede disponer de loque no le pertenece, y este caso esvuestro. Es propiedad vuestra… Iremospor él… lo haréis vosotros, puede quecon algo de ayuda nuestra… haremostodo lo posible, pero en fin, bueno, si noobtenemos resultados, pues entoncesintervendrán los del Ejecutivo y, de unmodo muy fraternal y muy controlable,van a ver qué pueden hacer.

—¿Cuándo debo abrir mi coto? —dijo Smiley—. Qué modo de llevar uncaso, Dios mío.

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A la hora de la pacificación,Martello era realmente un zorro viejo.

—George. George. Supongamos queellos enganchan a Ko. ¿Y qué? A lomejor se le echan encima la próxima vezque salga de la Colonia. Si Ko va atener que morirse de asco en Sing—Singcon una condena de diez a treinta, porejemplo, ¿qué importa que le cojamosahora o más tarde? ¿Por qué es eso tanterrible de pronto? Sí que lo es, ymucho, pensó Guillam. Hasta que cayóen la cuenta, con un gozo de lo másmaligno, de que ni siquiera Martelloestaba enterado del asunto del hermanoNelson, y que George se había guardado

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en la manga la carta mejor.

Smiley se había incorporado en suasiento. El hielo de su whisky habíapuesto una escarcha húmeda por elborde exterior del vaso y se quedó unrato mirando cómo se deslizaban lasgotas hasta la mesa de palo de rosa.

—¿Cuánto tiempo nos queda, pues, anosotros solos? —preguntó Smiley—.¿Cuánto falta para que los de narcóticosse nos echen encima?

—No es una cosa rígida, George.¡No es eso! Son parámetros, como dijoCy.

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—¿Tres meses?—Eso es generoso, demasiado.—¿Menos de tres meses?—Tres meses, más o menos, diez o

doce semanas… una cosa así, George.Pero se trata de algo fluido. Entreamigos. Tres meses máximo, diría yo.

Smiley exhaló un suspiro largo ylento.

—Ayer teníamos todo el tiempo delmundo.

Martello dejó caer el velo uncentímetro o dos:

—Sol no sabe tanto, George —dijo—. Sol, bueno, tiene zonas en blanco —añadió, en parte como una concesión—.

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No les echamos toda la osamenta,¿entiendes?

Luego hizo una pausa y continuó:—Sol llega hasta el primer escalón.

No más. Créeme.—¿Y qué significa eso del primer

escalón?—Sabe que Ko recibe fondos de

Moscú, sabe que trafica con opio. Nadamás.

—¿Sabe de la chica?—Mira, ésa es una cuestión

interesante, George, esa chica. La chicafue con él en el viaje a Bangkok.¿Recuerdas que Murphy habló del viajea Bangkok? Y se quedó con él en la

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habitación del hotel. Fue con él aManila. Ya me di cuenta de que meentendías. Capté tu mirada. Pero lehicimos eliminar a Murphy esa parte delinforme. Para que Sol no lo supiera.

Smiley pareció revivir, aunque muypoco.

—El trato sigue en pie, George —aseguró generosamente Martello—. Nose añade ni se quita nada. Tú enganchasel pez, nosotros te ayudaremos acomerlo. Y te ayudaremos también en loque haga falta, no tienes más que cogerese teléfono verde y dar una voz.

Llegó hasta el punto de posar unamano consoladora en el hombro de

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Smiley, pero al percibir que a éste no legustaba el gesto la retiró con ciertaprecipitación.

—Sin embargo, si en algún momentoquieres pasarnos los remos, bueno, notendríamos más que invertir el acuerdoy…

—Si nos estropeáis la operaciónseréis expulsados de la Colonia deinmediato —dijo Smiley, terminando lafrase por él—. Quiero dejar clara otracosa: lo quiero por escrito. Quiero quesea el tema de un intercambio de cartasentre nosotros.

—La partida es tuya, tú eliges —dijo cordialmente Martello.

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—Mi servicio pescará el pez —insistió Smiley, en el mismo tono directo—. Lo sacaremos a tierra también, si esasí como dicen los pescadores. No soyun deportista, la verdad.

—A tierra, a playa, a cubierta, claroque sí.

La buena voluntad de Martello,desde la recelosa perspectiva deGuillam, iba gastándose un poco por losbordes.

—Insisto en que sea una operaciónnuestra. Nuestro hombre. Insisto ennuestros derechos prioritarios. Tenerle yretenerle, hasta que consideremosoportuno pasarle.

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—No hay problema, no hay ningúnproblema. Tú lo subes a bordo, es tuyo.En cuanto quieras compartirlo, llamas.Así de simple.

—Ya mandaré una confirmaciónescrita por la mañana.

—No te molestes en hacerlo,George, hombre. Nosotros tenemosgente. Ya mandaremos a recogerla.

—Os la haré llegar yo —dijoSmiley.

Martello se levantó.—George, has conseguido un buen

trato.—Ya tenía un trato —dijo Smiley—.

Langley no lo ha cumplido.

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Se dieron la mano.

El historial del caso no tuvo otromomento como éste. En el ambiente sedescribe con varias frases elegantes. «Eldía que George invirtió los controles»es una… aunque le llevó una buenasemana, aproximando mucho más elplazo indicado por Martello. Pero paraGuillam, hubo en aquel proceso algomucho más majestuoso, mucho máshermoso que una mera reorganizacióntécnica. A medida que fue entendiendomejor, poco a poco, la intención deSmiley, a medida que contemplaba

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fascinado cómo Smiley trazabameticulosamente cada línea, convocabaa uno u otro colaborador, tiraba de ungancho aquí, metía una cuña allá,Guillam tenía la sensación decontemplar el girar y el maniobrar de ungran trasatlántico cuando se le induce,encamina y persuade a volver a enfilarsu propio curso.

Lo que entrañaba, sí, poner patasarriba todo el caso, o invertir loscontroles.

Regresaron al Circus sin habercruzado una palabra. Smiley subió elúltimo tramo de escaleras lo bastantedespacio para reavivar los temores de

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Guillam por su salud, de modo que encuanto pudo, telefoneó al médico delCircus y le hizo una relación completade los síntomas, tal como él los veía,con el único resultado de que le dijeseel médico que Smiley había estado averle un par de días antes por un asuntosin relación con aquello y que mostrabatodos los indicios de ser indestructible.La puerta de la sala del trono se cerró yFawn, la niñera, tuvo una vez más paraél solo a su amado jefe. Las necesidadesde Smiley, cuando trascendían, tenían uncierto deje de alquimia. AvionesBeechcraft: Smiley quería planos ycatálogos, y también (siempre que

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pudiesen obtenerse de modo anónimo)cualquier dato sobre propietarios,ventas y compras en la zona del Sudesteasiático. Toby Esterhase se adentródiligente por las sombrías espesuras dela industria de ventas aeronáuticas ypoco después Fawn le entregó a MollyMeakin un montón impresionante denúmeros atrasados de un periódicol l a m a d o Transport World, coninstrucciones manuscritas de Smiley, enla tinta verde tradicional que se utilizabaen su oficina, de marcar cualquieranuncio de aviones Beechcraft quepudiese haber atraído la atención de unposible comprador en el período de seis

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meses que precedió a la fallidaexpedición del piloto Ricardo con elopio a la China roja.

También por órdenes escritas deSmiley, Guillam visitó discretamente avarios de los excavadores de di Salis y,sin que tuviese de ello conocimiento sutemperamental superior, llegó a laconclusión de que aún estaban lejos deponer el dedo sobre Nelson Ko. Unveterano llegó al punto de sugerir queDrake Ko no había dicho más que laverdad en su última entrevista con elviejo Hibbert, y que el hermano Nelsonestaba muerto realmente. Pero cuandoGuillam llevó la noticia a Smiley, éste

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movió impaciente la cabeza y le entregóun mensaje para Craw, en que le decíaque obtuviese de su fuente policiallocal, con cualquier pretexto, cuantosdatos hubiese en archivo sobre losmovimientos viajeros del administradorde Ko, de Tiu, de sus entradas y salidasde la China continental.

La larga respuesta de Craw llegó ala mesa de Smiley cuarenta y ocho horasdespués, y pareció proporcionarle unraro instante de placer. Mandó avisar alchófer de servicio e hizo que le llevaraa Hampstead, donde paseó solo por elHeath una hora, entre la escarchailuminada por el sol, y, según Fawn, se

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pasó el rato mirando boquiabierto lasrojizas ardillas y luego regresó a la saladel trono.

—¿Pero no te das cuenta? —le dijoa Guillam, en un arrebato de excitaciónigualmente raro, aquella tarde—. ¿Nocomprendes, Peter?

Y le enseñó los datos de Craw, lepuso delante de las narices el papel,señalando concretamente un apartado.

—Tiu fue a Shanghai seis semanasantes de la misión de Ricardo. ¿Quétiempo estuvo allí? Cuarenta y ochohoras. ¡Eres un animal!

—Nada de eso —replicó Guillam—. Lo que pasa es que no tengo una

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línea directa de comunicación con Dios.Smiley, se encerró en los sótanos

con Millie McCraig, el escucha jefe, yvolvió a oír los monólogos del viejoHibbert, frunciendo el ceño de vez encuando (según Millie) por la torpeavidez de di Salís. Por lo demás, leyó yvagó y tuvo con Sam Collins algunascharlas breves y apasionadas. Estosencuentros, advirtió Guillam, lecostaban a Smiley muchas energías, ysus explosiones de mal humor (bien sabeDios que no eran muchas para unhombre que soportaba tantas cargas)ocurrían siempre después de irse Sam. Eincluso después de desahogar, Smiley

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parecía más tenso y solitario que nunca,hasta que daba uno de sus largos paseosnocturnos.

Luego, hacia el cuarto día, que en lavida de Guillam fue un día de crisis,Dios sabe por qué (probablemente ladiscusión con los de Hacienda, que noquerían pagarle un extra a Craw), TobyEsterhase consiguió colarse por la redde Fawn y de Guillam y llegar sin servisto a la sala del trono, donde ofrendóa Smiley un montón de fotocopias decontratos de venta de un Beechcraft decuatro asientos, de una nueva marca, a laempresa Aerosuis and Co, de Bangkok,inscrita en Zurich, detalles pendientes.

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Smiley se alegró sobre todo por elhecho de que el aparato tuviera cuatroasientos. Los dos de atrás eranplegables, pero los del piloto y elcopiloto eran fijos. En cuanto a la ventaconcreta del avión, se habíacumplimentado el veinte de julio; un mesescaso antes, por tanto, del locodespegue de Ricardo para violar elespacio aéreo de la China roja, y luegocambiar de propósito.

—Hasta Peter puede establecer esaconexión —proclamó Smiley, con unafrivolidad notoria—. ¡Explícalo, Peter,hombre!

—El avión se vendió dos semanas

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después de que Tiu volviese deShanghai —contestó Guillam aregañadientes.

—¿Y qué? —insistió Smiley—. ¿Yqué? ¿Después qué?

—Nos preguntamos quién es elpropietario de la empresa Aerosuis —replicó Guillam, bastante irritado.

—Exactamente. Muchas gracias —dijo Smiley, con burlón alivio—.Restauras mi fe en ti, Peter. Veamos. ¿Aquién encontramos al timón deAerosuis? ¿A quién crees tú? Alrepresentante de Bangkok, ni más nimenos.

Guillam echó una ojeada a las notas

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que había en la mesa de Smiley, peroSmiley fue demasiado rápido y las tapócon las manos.

—Tiu —dijo Guillam,ruborizándose de veras.

—Hurra. Sí. Tiu. Muy bien.Pero cuando Smiley mandó avisar

otra vez a Sam Collins aquella tarde, lassombras habían vuelto a su rostrooscilante.

Aún estaba el sedal en el agua. TobyEsterhase, después de su éxito en laindustria aeronáutica, fue traspasado algremio del licor y voló hasta las islas

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Western de Escocia, con la cobertura deinspector de tasas de valor añadido, yallí pasó tres días haciendo unacomprobación in situ de los libros deuna casa de destilerías de whiskyespecializada en la venta para entregafutura de barrilitos sin curar. Volvió(según Connie) riendo entre dientes cualbígamo triunfante.

El múltiple apogeo de toda estaactividad fue un mensaje sumamenteextenso a Craw, redactado después deuna solemne reunión del directoriooperativo, los dorados vejestorios, denuevo según Connie, con el añadido deSam Collins. A la reunión siguió una

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sesión ampliada sobre vías y medioscon los primos, en la que Smiley seabstuvo de mencionar al escurridizoNelson Ko, pero solicitó ciertosservicios complementarios de vigilanciay comunicación sobre el terreno. A suscolaboradores, Smiley les explicó susplanes del siguiente modo.

La operación se había limitado hastaentonces, a la obtención de informaciónsecreta sobre Ko y las ramificaciones dela veta de oro soviética. Se habíantomado todas las precauciones para queKo no se diera cuenta de que el Circusandaba tras él.

Smiley resumió luego la información

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recogida hasta entonces: Nelson,Ricardo, Tiu, el Beechcraft, los datos,las deducciones, la empresa aeronáuticalegalizada en Suiza… que no tenía, alparecer, ni más locales ni más aviones.Smiley dijo que habría preferido esperara una identificación segura de Nelson,pero toda la operación estabacomprometida y el tiempo, gracias a losprimos en parte, se estaba agotando.

No hizo la menor mención de lachica, y no miró ni una sola vez a SamCollins mientras leía su informe.

Luego, llegó a lo que modestamentedenominó la próxima fase.

—Nuestro problema es romper la

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situación de tablas. Hay operaciones quevan mejor si no se aclaran. Hay otrasque no valen nada hasta que se aclaran,y el caso Dolphin es una de éstas.

Y, tras decir esto, frunció el ceñosolícito y pestañeó y se quitó las gafasluego y, con secreto gozo de todos,confirmó inconsciente su propia leyendalimpiándolas con la punta más ancha dela corbata.

—Me propongo conseguir estoinvirtiendo nuestra táctica. En otraspalabras, demostrándole a Ko queestamos interesados en sus asuntos.

Fue Connie, como siempre, quienpuso fin al silencio, adecuadamente

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sobrecogedor, que siguió. Su sonrisa fuetambién la primera… y la que indicabamás sabiduría.

—Quiere ahumarle para que salga—cuchicheó extasiada—. ¡Lo mismoque le hizo a Bill, el perro listo! Le haceuna hoguera a la puerta de casa, verdad,querido, para ver hacia qué lado corre.¡ O h , George, eres un hombreencantador, el mejor de todos mischicos, te lo aseguro!

Smiley utilizó en su mensaje a Crawuna metáfora distinta para describir elplan, más del gusto del agente de campo.Aludió a sacudir el árbol de Ko, y erapatente, por el resto del texto que, pese a

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los considerables peligros, se proponíautilizar para ello las anchas espaldas deJerry Westerby.

Como nota al pie de todo esto, unpar de días después, Sam Collinsdesapareció. Se alegraron todos. Dejóde aparecer y Smiley no volvió amencionarle. Su despacho, cuandoGuillam se coló en él furtivamente aechar un vistazo, no contenía nadapersonal de Sam, salvo un par depaquetes de naipes sin abrir y unoschillones estuches de cerillas quepromocionaban un club nocturno del

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West End. Cuando sondeó a los caseros,se mostraron por una vez insólitamenteafables. El precio de Sam había sido unagratificación de despedida, dijeron, y lapromesa de que se reconsideraría suderecho a una pensión. En realidad, Samno tenía tampoco mucho que vender.Como una llamarada, dijeron, y para novolver.

De todos modos, Guillam no podíalibrarse de un cierto desasosiegorespecto a Sam, que le transmitió amenudo a Molly Meakin en las semanassiguientes. No era sólo por habérselotropezado en la oficina de Lacon. Leinquietaba el asunto del intercambio

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epistolar de Smiley con Martelloconfirmando su acuerdo verbal. En vezde dejar que los primos vinieran a por lacarta, con el consiguiente desfile de uncoche grande e incluso un motorista deescolta por Cambridge Circus, Smileyhabía ordenado a Guillam que la llevaseél mismo a Grosvenor Square, con Fawnde niñera. Pero Guillam estabaabrumado de trabajo por entonces, comosolía pasarle, y Sam estaba, comosiempre, libre. Así que cuando seofreció voluntario para llevar la cartaél, Guillam se la dio y luego pensó queojalá no lo hubiese hecho nunca. Aúnseguía pensándolo, encarecidamente.

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Porque en vez de entregarle la cartade George a Murphy o a su anónimocompañero Sam, según Fawn, habíainsistido en entrar a dárselapersonalmente a Martello. Y se habíapasado más de una hora a solas con él.

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Segunda Parte:Sacudiendo el árbol

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13Liese

Star Heights era el bloque másnuevo y más alto de los Midlevels, teníaforma circular, y de noche brillaba comoun inmenso lapicero iluminado en lasuave oscuridad del Pico. Conducíahasta él una tortuosa carretera, pero suúnica acera era una hilera de piedras, deunos quince centímetros de ancho, entrela carretera propiamente dicha y elacantilado. En Star Heights, los peatoneseran de mal gusto. Era ya anochecido yse acercaba a su apogeo el ajetreo

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social. Mientras Jerry recorría elcamino siguiendo la acera, pasabanrozándole los Mercedes y los RollsRoyce en su prisa por dejar y recoger.Jerry llevaba un ramo de orquídeasenvuelto en papel de seda: mayor que elque Craw le había regalado a PhoebeWayfarer, más pequeño que el que lehabía ofrendado Drake Ko al niñoNelson muerto. Aquellas orquídeas noeran para nadie. «Cuando se tiene miestatura, amigo, hay que tener muybuenas razones para hacer lo que sea.»

Se sentía tenso, pero tambiénaliviado de que hubiera terminado al finla larguísima espera.

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E s una operación directa de pie—en—la—puerta. Señoría, le habíaadvertido Craw en la prolongadareunión informativa del día antes.Ábrete camino hasta allí y empieza yno pares hasta el final.

A la pata coja, pensó Jerry.Una marquesina a rayas llevaba al

vestíbulo de entrada e impregnaba elaire aroma de mujeres, como un anticipode su tarea. Y no se te olvide que Ko esel propietario del edificio, habíaañadido con aspereza Craw, comoregalo de despedida. La decoracióninterior no estaba terminada del todo.Faltaban placas de mármol alrededor de

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los buzones. En una fuente de terrazodebería haber estado escupiendo agua unpez de fibra de vidrio, pero aún nohabían conectado las tuberías y habíasacos de cemento amontonados en lapila. Enfiló hacia los ascensores. Habíauna cabina de cristal con el letrero«Recepción» y desde allí le miraba elportero chino. Jerry sólo veía un borrónindefinido. Estaba leyendo al llegarJerry, pero ahora le miraba fijo, sindecidirse a pararle, tranquilizado unpoco por las orquídeas. Llegaron dosmatronas norteamericanas con toda lapintura de guerra y tomaron posicionesjunto a él.

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—Que flores tan bonitas —dijeron,atisbando en el papel de seda.

—Estupendas, ¿verdad? Tomen,tomen. ¡Un regalo! Vamos, muyadecuadas para una mujer guapa. ¡Lasmujeres bellas parecen desnudas sinflores!

Risas. Los ingleses son una razaaparte. El portero volvió a su lectura yJerry quedó legitimado. Llegó unascensor. Irrumpieron en el vestíbulo,hoscos y enjoyados, una horda dediplomáticos y hombres de negocios consus esposas. Jerry cedió el paso a lasmatronas norteamericanas. Humo depuro mezclado con perfume, música

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enlatada tarareando melodías olvidadas.Las matronas pulsaron el botón de laplanta doce.

—¿Va usted también a visitar a losHammerstein? —preguntaron, sin dejarde mirar las orquídeas.

Jerry bajó en la planta quince y sedirigió a la escalera de incendios.Apestaba a gato y a basura. Bajando seencontró con una amah que llevaba uncubo lleno de panales. Frunció el ceñoal verle, pero cuando él la saludó seechó a reír ruidosamente. Siguióbajando hasta que llegó a la planta ocho,donde entró en la opulencia del rellanode residentes. Estaba al final de un

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pasillo. Había una pequeña rotonda quedaba a dos puertas de ascensor doradas.Había cuatro pisos y cada uno de ellosocupaba un cuadrante del edificiocircular, y todos tenían pasillo propio.Se situó en el pasillo B, sólo con lasflores como protección. Vigiló larotonda, la atención fija en la entradadel pasillo C. El papel de seda queenvolvía las orquídeas estaba húmedodonde él lo sujetaba, demasiado fuerte.

«Es una cita fija semanal», le habíaasegurado Craw. «Todos los lunes,arreglo de flores en el ClubNorteamericano. Puntual como el reloj.Se encuentra allí con una amiga, Nellie

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Tan, trabaja para Airsea. Van a lo de lasflores y luego se quedan a cenar.»

«¿Y dónde anda Ko entretanto?»«En Bangkok, negocios.»«Bueno, pues esperemos que no le

dé por volver.»«Amén, señor, amén.»Con un chirrido de goznes nuevos

sin engrasar, se abrió una puerta al ladoy salió al pasillo un norteamericanojoven y delgado, de smoking, que sequedó mirando a Jerry y a las orquídeas.Tenía los ojos firmes y azules y llevabacartera.

—¿Está usted buscándome a mí conesas cosas? —preguntó, con el acento de

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la buena sociedad bostoniana. Parecíarico y seguro de sí. Jerry pensó quedebía ser un diplomático o un bancariode alto nivel.

—Bueno, no sé, la verdad —contestó Jerry, interpretando el papeldel inglés tonto—. Cavendish —dijo.

Por encima del hombro delnorteamericano, Jerry vio que la puertase cerraba suavemente, ocultando unaestantería llena de libros.

—Es que un amigo mío me pidió quese las llevase a la señorita Cavendish al9D. Él se fue a Manila y me dejó con lasorquídeas… En fin, no sé.

—Se ha equivocado de planta —

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dijo el norteamericano dirigiéndose alascensor—. Eso es arriba. Y también seha equivocado de pasillo. El D queda alotro lado. Por allí.

Jerry se colocó a su lado, fingiendoesperar el ascensor de subida. Llegóprimero el de bajada, y el jovennorteamericano entró tranquilamente enél y Jerry volvió a su puerta. Se abrió lapuerta C, la vio salir y cerrar con llave.Llevaba ropa de diario. Tenía el pelolargo y de un rubio ceniza, pero lollevaba recogido en la nuca en una colade caballo. El traje era sencillo, sinespalda, y calzaba sandalias, y aunqueJerry no pudo verle la cara, supo de

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inmediato que era guapa. Se dirigió alascensor, sin verla aún, y Jerry tuvo lailusión de que estaba mirándola por unaventana, desde la calle.

En el mundo de Jerry, había mujeresque llevaban sus cuerpos como si fueranciudadelas que sólo los más valientespudieran tomar, y Jerry se había casadocon varias. O quizá se hicieran así, porsu influencia. Había mujeres queparecían decididas a odiarse, y queencorvaban la espalda y encogían lascaderas y había otras que con sólocaminar hacia él ya le ofrendaban unregalo. Éstas eran muy pocas y paraJerry, en aquel momento, ella pasó a la

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cabeza de todas. Se había parado antelas puertas doradas y miraba losnúmeros iluminados. Jerry llegó a sulado cuando llegaba el ascensor y ellano advirtió aún su presencia. Elascensor estaba lleno, tal como Jerryesperaba. Entró de espaldas, por lasorquídeas, disculpándose, sonriendo ymanteniéndolas aparatosamente en alto.Ella quedó de espaldas a él, y le rozabacon un hombro. Era un hombro fuerte, yquedaba al descubierto por ambos ladosde la tira del cuello que sujetaba elvestido sin espalda, y Jerry pudo verpuntitos de pecas y una pelusilla dediminuto vello dorado que se perdía por

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la espalda abajo. La chica quedaba deperfil, por debajo de él. La miró.

—¿Lizzie? —dijo, titubeante—.Hola, Lizzie, soy yo, Jerry.

La chica se volvió con viveza y alzóla vista hacia él. Jerry lamentó no haberpodido colocarse más lejos de ella,porque sabía que la primera reacciónsería de miedo físico por su estatura. Yasí fue. Lo percibió un instante en susojos grises, que chispearon antes deabarcarle con la mirada.

—¡Lizzie Worthington! —proclamóél, más confidencial—. ¿Qué tal elwhisky, nena, te acuerdas de mí? Soyuno de tus orgullosos inversores. Jerry.

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Amigo de Ricardo el Chiquitín. Unbarrilito de cincuenta galones con minombre en la etiqueta. Todo pagado,todo legal.

No había alzado mucho la voz,suponiendo que quizá pudiese revelar unpasado que ella quería repudiar. Habíahablado tan bajo que los demás oíanbien «sigue cayendo la lluvia sobre micabeza» por encima del hilo musical, oel gruñido de un viejo griego que sesentía encajonado.

—Claro que sí, por Dios —dijoella, con animosa sonrisa de azafata—.¡Jerry!

Se le cortó la voz, como si lo tuviese

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en la punta de la lengua.—Jerry… —frunció el ceño y alzó

la vista hacia él como una actrizinterpretando Olvido. Paró el ascensoren la sexta planta.

—Westerby —dijo él, solícito,sacándola del apuro—. Periodista. Mediste el sablazo en el bar delConstellation. Yo buscaba amorosososiego y lo que conseguí fue unbarrilito de whisky.

Alguien rió al lado.—¡Pues claro! ¡Mi querido Jerry!

¡Cómo iba yo a…! ¿pero qué andashaciendo tú en Hong Kong? ¡Dios santo!

—Lo de siempre. Fuego y peste y

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hambre. ¿Y qué tal tú? Retirada,supongo, con tus métodos de venta.Nunca me apretaron tanto las clavijas entoda mi vida.

Ella se echó a reír, encantada. Seabrieron las puertas en la planta tercera.Entró una anciana con muletas.

Lizzie Worthington vendió en totalcincuenta y cinco barrilitos de la rojizahipocrene, Señoría, había dicho el viejoC r a w . Todos ellos a compradoresmasculinos y una buena cantidad,según mis asesores, con servicioincluido. Lo que da un nuevosignificado a la expresión «ungeneroso whisky», me atrevo a sugerir.

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Llegaron a la planta baja. Salióprimero ella y él la siguió y se le puso allado. Por las cristaleras de la entrada,Jerry vio el coche deportivo, la capotabajada, esperando, embutido entre lasresplandecientes limusinas. Debiótelefonear abajo, sin duda, para que selo tuviesen listo, pensó Jerry: Si Ko esel propietario del edificio, procurará,claro, que la traten como es debido.

La chica se dirigió a la ventanilladel portero. Mientras cruzaban elvestíbulo, ella seguía charlando,volviéndose para hablarle, un brazo muyseparado del cuerpo, la palma haciaarriba, como una modelo. Le habré

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preguntado si le gusta Hong Kong, sedijo Jerry, aunque no podía recordarhaberlo hecho:

—Me parece adorable, Jerry,sencillamente adorable. Vientiane meparece… bueno, a siglos de distancia.¿Sabes que murió Ric?

Lanzó esto heroicamente, como siella y la muerte no fueran extraños entresí.

—Después de lo de Ric, creí que noiba a interesarme nunca ningún otrositio. Estaba equivocada del todo, Jerry.Hong Kong es la ciudad más divertidadel mundo. Laurence, querido, hoynavego en mi submarino rojo: reunión de

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señoras en el club.Laurence era el portero, y la llave

del coche colgaba de una gran herradurade plata que a Jerry le recordó elhipódromo de Happy Valley.

—Gracias, Laurence —dijo elladulcemente, ofrendándole una sonrisaque le duraría toda la noche—. La genteaquí es tan maravillosa. Jerry —leconfió, en un susurro escénico, caminoya de la salida principal—. ¡Y pensar loque solíamos decir de los chinos allá enLaos! Sin embargo aquí, son siempre lagente más maravillosa y más animada yde más inventiva.

Jerry percibió que había pasado a un

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acento extranjero apátrida. Debe haberlotomado de Ricardo y debe mantenerloporque le parece elegante.

—La gente piensa: «Hong Kong —Compras fabulosas —Cámaras libres deimpuestos —Restaurantes», pero,sinceramente, Jerry, cuando profundizasmás y conoces el verdadero Hong Kongy conoces a la gente… es como siconsiguieses de pronto todo lo quehubieses podido desear de la vida. ¿Note parece adorable mi nuevo coche?

—Vaya, así que en eso gastaste losbeneficios del whisky.

Jerry extendió la palma abierta yella dejó caer en ella las llaves, para

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que pudiera abrirle la puerta. En elmismo tono teatral, él le pasó lasorquídeas para que las sostuviera.Detrás del negro Pico, brillaba comofuego de bosque una luna llena que aúnno se había alzado del todo. La chicasubió al coche, él le pasó las llaves yesta vez apreció el contacto de su manoy recordó de nuevo Happy Valley, y elbeso de Ko mientras se alejaban.

—¿Te importa que monte en lagrupa? —preguntó Jerry.

Ella se echó a reír y le abrió lapuerta del asiento de pasajero.

—¿Y a dónde vas con esasespléndidas orquídeas? —le preguntó.

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Luego, puso el motor en marcha.Pero Jerry lo apagó de nuevosuavemente. La chica le miró,sorprendida.

—Camarada —dijo quedamente—.Yo no sé mentir. Soy una víbora en tunido, y antes de que me lleves a ningúnsitio, será mejor que te abroches elcinturón y oigas la espantosa verdad.

Había elegido cuidadosamente aquelmomento, porque no quería que sesintiese amenazada. Estaba sentada alvolante de su propio coche, bajo lamarquesina iluminada del edificio dondetenía su apartamento, a unos veintemetros de Laurence, el portero, y él

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interpretaba el papel de pecadorhumilde a fin de aumentar la sensaciónde seguridad.

—Nuestro encuentro casual no fuecasual del todo. Esta es la primeracuestión. La segunda, y no te preocupesdemasiado por eso, es que mi periódicome mandó localizarte y asediarte contodas las preguntas imaginables respectoa tu difunto camarada Ricardo.

Ella seguía mirándole, esperandoaún. En la punta de la barbilla tenía dospequeñas cicatrices paralelas, como dosarañazos muy profundos. Jerry sepreguntó quién se las habría hecho y conqué.

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—Pero Ricardo ha muerto —dijoella, con demasiada rapidez.

—Claro —dijo Jerryconsoladoramente—. No hay duda. Peroel tebeo ha recibido lo que ellos secomplacen en llamar un «chivatazo»,según el cual está en realidad vivo y,bueno, mi trabajo es seguirles lacorriente y tenerles contentos.

—¡Pero eso es completamenteabsurdo!

—De acuerdo. Totalmente. Estánchiflados. El premio de consolación sondos docenas de orquídeas bienescogidas y la mejor cena de la ciudad.

La chica apartó la vista de él y miró

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por el parabrisas, la cara iluminada porla luz de arriba, y Jerry se preguntócómo sería lo de habitar en un cuerpotan bello, vivir en él las veinticuatrohoras del día. La chica abrió un pocomás sus ojos grises y Jerry tuvo la sutilsospecha de que debía percibir lágrimasque afluían y fijarse en cómo apretaba elvolante para sostenerse.

—Perdóname —murmuró la chica—. Pero es que… cuando quieres a unhombre… cuando lo das todo por él… ymuere… y luego de pronto, así por lasbuenas…

—Claro, mujer —dijo Jerry—.Perdona.

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Ella puso en marcha el motor.—¿Por qué habías de sentirlo? Si

está vivo, tanto mejor. Si muerto, nadaha cambiado. Estamos preocupándonospor nada.

Luego, se echó a reír y añadió:—Ric siempre decía que él era

indestructible.Es como robarle a un mendigo ciego,

pensó Jerry. No deberían dejarla suelta.La chica conducía bien, pero con

poca soltura y Jerry supuso (porque ellainspiraba suposiciones) que debía habersacado el carnet hacía poco y que elcoche era el premio por lograrlo. Era lanoche más plácida del mundo. Mientras

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se hundían en la ciudad, el puerto eracomo un espejo perfecto en el centro deun estuche de joyas. Hablaron de sitios adonde ir. Jerry propuso el Península,pero ella rechazó la propuesta.

—Vale. Primero vamos a echar untrago —dijo Jerry—. ¡Venga,corrámonos una juerga!

Para su sorpresa, la chica se inclinóhacia él y le apretó la mano. Jerry seacordó entonces de Craw. Se lo hace atodo el mundo, le había dicho.

La chica estaba libre por una noche:Jerry tenía esa abrumadora sensación.

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Se acordó de cuando sacaba a Cat, suhija, del colegio, cuando era pequeña,de cómo tenía que hacer un montón decosas distintas para que la tardepareciera más larga. En una oscuradiscoteca de Kowloonside bebieronRémy Martin con hielo y soda. Jerrysupuso que era la bebida de Ko y queella había adquirido la costumbre debeber lo mismo que él. Era temprano yno había más de doce personas en ladiscoteca. La música era muy estridentey tenían que gritar para oírse, pero lachica no mencionó a Ricardo. Preferíaoír la música, y la escuchaba echando lacabeza hacia atrás. A veces, le apretaba

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la mano, y en una ocasión le apoyó lacabeza en el hombro y en otra leestampó un beso distraído y salió a lapista a ejecutar una danza lenta ysolitaria, los ojos cerrados, una levesonrisa. Los hombres ignoraron a susacompañantes femeninas y se dedicarona desnudarla con los ojos, y loscamareros chinos traían cenicerosnuevos cada tres minutos para poderbajar la vista hacia ella. Después de lasegunda ronda y de media hora, la chicaproclamó sentir pasión por Duke y lamúsica de orquesta, así que volvieron atoda prisa a la Isla a un sitio queconocía Jerry donde tocaba un grupo

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filipino que hacía una versión bastanteaceptable de Ellington. Cat Andersonera lo mejor del mundo desde que sehabían inventado las tostadas, dijo lachica. ¿Había oído Jerry a Armstrong ya Ellington juntos? ¿Había algo superiora eso? Mis Rémy Martin mientras lachica le cantaba Mood Indigo.

—¿Bailaba Ricardo? —preguntóJerry.

—¿Que si bailaba? —contestósuavemente ella, mientras taconeaba ychasqueaba levemente los dedos,siguiendo el ritmo.

—Yo creí que Ricardo cojeaba —objetó Jerry.

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—Eso nunca le contuvo —dijo ella,absorbida aún por la música—. Nuncavolveré con él ¿comprendes? Nunca.Ese capítulo está terminado. Del todo.

—¿Cómo lo consiguió?—¿Aprender a bailar?—Lo de la cojera.Con el dedo curvado alrededor de

un gatillo imaginario, ella disparó untiro al aire.

—Fue en la guerra o un maridofurioso —dijo. Jerry se lo hizo repetir,la boca próxima a su oído.

Ella conocía un restaurante japonésnuevo, donde servían una carne de Kobefabulosa.

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—Explícame dónde te hiciste eso —le preguntó mientras iban en el cochecamino del restaurante; señaló su propiabarbilla—. Las dos, la de la izquierda yla de la derecha. ¿Cómo fue?

—Oh, cazando zorros inocentes —dijo ella, con una alegre sonrisa—. A miquerido papá le volvían loco loscaballos. Bueno, le vuelven, supongo.

—¿Dónde vive?—¿Papá? En su destartalado castillo

de siempre, en Shropshire. Es inmenso,pero no quieren dejarlo. Sin servicio,sin dinero, helándose tres cuartas partesdel año. Mamá no sabe ni siquierahervir un huevo.

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Él estaba dando vueltas aún cuandoella recordó un bar donde daban unoscanapés al curry que eran una gloria, asíque buscaron hasta encontrarlo y ella ledio un beso al camarero. No habíamúsica pero, por Dios sabe qué razón,Jerry se sorprendió de prontohablándole a la chica de la huérfana,hasta que llegó a los motivos de suseparación, que él deliberadamenteoscureció.

—Vamos, Jerry, querido —dijo ellamuy sagaz—. ¿Qué otra cosa podíasesperar con veinticinco años dediferencia entre tú y ella?

¿Y con diecinueve años y una esposa

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china entre tú y Drake Ko, qué demoniospuedes esperar tú?, pensó él, un pocoirritado.

Salieron de allí (más besos alcamarero) y Jerry no estaba tanembriagado por la compañía de la chicani por los brandis con soda como parano haberse dado cuenta de que ellahabía hecho una llamada telefónica, enteoría para cancelar su cita, que lallamada había sido larga y que al volverde ella la chica parecía un tantosolemne. Ya de nuevo en el coche, lamiró a los ojos y creyó leer en ellos unasombra de desconfianza.

—¿Jerry?

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—Sí…Ella movió la cabeza, soltó una

carcajada, le pasó la palma de la manopor la cara y luego le besó.

—Es curioso —dijo.Jerry supuso que se preguntaba cómo

podría haberle olvidado tan porcompleto si le hubiese vendidorealmente aquel barrilito de whisky sinmarca. Supuso que se preguntabatambién si, a fin de venderle el barril,habría incluido además otros plusesadicionales de aquellos a los que tangroseramente había aludido Craw. PeroJerry se dijo que aquello era problemade la chica. Lo había sido desde el

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principio.

En el restaurante japonés les dieronuna mesa de rincón, gracias a la sonrisay a otros atributos de Lizzie. Esta sesentó mirando hacia el local, y él sesentó mirando hacia ella, lo que estabamuy bien para Jerry, pero habríacausado escalofríos en Sarratt. A la luzde las velas, le veía claramente la cara ypercibió por primera vez las huellas deldesgaste: no sólo las cicatrices de labarbilla, sino las huellas de los viajes yde la tensión, que para Jerry tenían unacualidad determinada, como honrosas

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cicatrices de las muchas batallas quehabría tenido que librar contra su malasuerte y su mal juicio. La chica llevabaun brazalete de oro, nuevo, y un reloj delatón abollado con esfera Walt Disney yuna mano rayada y enguantada quemarcaba las horas. La fidelidad de lachica a aquel viejo reloj le impresionó yquiso saber quién se lo había dado.

—Papá —dijo ella, sin darleimportancia.

Había un espejo empotrado en eltecho sobre ellos, y Jerry pudo ver elpelo dorado de la chica y la turgencia desus pechos entre los cueros cabelludosde los otros clientes, y contempló cómo

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le caía el manto dorado del cabellosobre la espalda. Cuando intentó atacarcon Ricardo, ella se mostró recelosa:Jerry debería haber tenido en cuenta,pero no lo tenía, que la actitud de lachica había cambiado desde la llamadatelefónica.

—¿Qué garantía tengo yo de que nova a salir mi nombre en el periódico? —preguntó ella.

—Sólo mi promesa.—¿Pero y si tu director se entera que

yo fui la chica de Ricardo? ¿Qué leimpedirá incluirlo por su cuenta?

—Ricardo tuvo montones de chicas.Lo sabes muy bien. De todas las formas

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y tamaños y muchas a la vez.—Pero sólo hubo una como yo

—dijo la chica con firmeza, y Jerry sedio cuenta de que miraba hacia laentrada. Pero en fin, la chica teníaaquella costumbre, fuese a donde fuese,siempre andaba mirando como sibuscara a alguien que no estuviese allí.La dejó tomar la iniciativa.

—Dijiste que tu periódico habíatenido un chivatazo —dijo—. ¿Quéquieres decir con eso?

Jerry había preparado la respuestacon Craw. Lo habían ensayadoconcienzudamente. Habló, por tanto, sino con convicción, sí por lo menos con

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firmeza.—Ric se estrelló hace dieciocho

meses en las montañas, cerca de Pailing,en la frontera de Tailandia y Camboya.Esa es la versión oficial. Nadie encontróel cadáver, nadie encontró los restos delavión y corren rumores de que lo quetransportaba era opio. La compañía deseguros no pagó un céntimo y laempresa, Indocharter, no les hademandado siquiera. ¿Por qué? PorqueRicardo tenía un contrato en exclusivapara volar con ellos. En realidad, dime,¿por qué no demanda nadie aIndocharter? Tú, por ejemplo. Eras sumujer. ¿Por qué no pides una

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indemnización?—Es una sugerencia muy vulgar —

dijo ella, en su tono de duquesa.—Aparte de esto, corren rumores de

que se le ha visto hace poco rondandopor aquí. Se ha dejado barba, pero esono le cura la cojera, según dicen, ni lacostumbre de beber una botella dewhisky al día ni, con perdón, de andardetrás de todo lo que lleve faldas en unradio de ocho kilómetros de dondepueda estar.

Ella se disponía a replicar, peroJerry decidió decirlo todo de una vez.

—El jefe de conserjes del HotelRincone, Chiang Mai, confirmó la

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identificación por una foto, a pesar de labarba. De acuerdo, los ojirredondos lesparecemos todos iguales. Pero, estabamuy seguro. Luego, el mes pasado sin irmás lejos, una chica de quince años deBangkok, tengo los datos, fue alConsulado mexicano con su hatillo ydijo que Ricardo era el afortunado padrede la criatura. Yo no creo en embarazosde dieciocho meses, y supongo quetampoco tú. Y no me mires así a mí,querida. No fue idea mía, ¿entiendes?

Fue idea de Londres, podría haberañadido, una limpia mezcla de realidady ficción, ideal para sacudir un árbol.Pero ella no le miraba a él, en realidad,

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miraba de nuevo hacia la puerta.—Otra cosa que tengo que

preguntarte es lo de la estafa aquella delwhisky —le dijo.

—¡No era ninguna estafa, Jerry, erauna empresa mercantil perfectamenteválida!

—Amiga mía. Tú eras muy legal,legal del todo. No hay la menorsospecha de estafa, etc. Pero si Ric hizoalgunas chapuzas, ese podría ser elmotivo de que decidiese desaparecer,¿no?

—Ric no era así —dijo ella al fin,sin convicción—. A él le gustaba que leconsideraran un gran hombre en la

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ciudad. No era de los que escapan.Jerry lamentaba sinceramente la

desazón de la chica. Era algocompletamente distinto a lossentimientos que hubiera queridoinspirarle, en otras circunstancias. Laobservaba y se daba cuenta de queaquella chica perdía siempre en unadiscusión; las discusiones la llenaban dedesesperanza; la inundaban deresignación a la derrota.

—Por ejemplo —continuó Jerry,mientras la cabeza de la chica caía haciaadelante en actitud sumisa—, quizáspudiésemos demostrar que tu Ric, alfacturar sus barrilitos, se quedaba con el

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dinero en vez de remitirlo a ladestilería… es pura hipótesis, no hayninguna prueba… En cuyo caso…

—Cuando deshicimos nuestrasociedad, todos los inversores tenían uncontrato certificado con intereses apartir de la fecha de compra. Remitimosabsolutamente todo lo que nos prestaronde la forma correcta.

Hasta entonces, todo había sidojuego de piernas. Ahora Jerry veíaalzarse su objetivo, y se lanzó rápido apor él.

—No del modo correcto, amiga mía—replicó él, mientras ella continuabacon la vista baja, fija en su comida

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intacta aún—, ni mucho menos. Lasoperaciones se realizaron seis mesesdespués de la fecha debida,Incorrectamente. Esto es una cuestiónmuy interesante en mi opinión. Pregunta:¿Quién pagó las deudas de Ric? Segúnnuestra información, todo el mundoandaba a por él. Las destilerías, losacreedores, la policía, la comunidadlocal. Todos habían afilado el cuchillopara clavárselo. Hasta que un día:¡bingo! La amenaza se esfuma, lasombra de las rejas de la cárcel sedesvanece. ¿Cómo? Ric había dobladola rodilla ya. ¿Quién fue el ángelmisterioso? ¿Quién pagó sus deudas?

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Ella había alzado la cabeza mientrasél hablaba, y, ante el asombro de Jerry,una sonrisa radiante iluminó de prontosu rostro y Jerry vio que hacía señas aalguien detrás, alguien al que él nopodía ver hasta que alzó la vista hacia elespejo del techo y captó el brillo de untraje azul eléctrico y una cabeza denegro pelo bien engrasado, y entreambos, en escorzo, un rostro chinorechoncho asentado en un par depoderosos hombros, y dos manosdobladas y extendidas en un saludo deluchador. Y Lizzie le pedía que subiesea bordo.

—¡Señor Tiu! ¡Qué maravillosa

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coincidencia! ¡Es el señor Tiu!Acérquese, por favor. Pruebe la carne.Es tá espléndida. Señor Tiu, éste esJerry, de la Prensa. Jerry, éste es un granamigo mío que ayuda a cuidar de mí. ¡Élestá entrevistándome, señor Tiu! ¡A mí!Es emocionantísimo. Me estápreguntando cosas de Vientiane y de unpobre piloto a quien yo intenté ayudarhace cien años. Jerry conoce toda mivida. ¡Es un milagro!

—Nos conocemos —dijo Jerry, conuna amplia sonrisa.

—Claro —dijo Tiu, igualmentefeliz, y Jerry captó una vez más el aromafamiliar a almendras y agua de rosa

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mezcladas, el que tanto le gustaba a suantigua esposa.

—Claro —repitió Tiu—. Tú elescritor de caballos, ¿no?

—Sí —aceptó Jerry, estirando lasonrisa hasta casi quebrarla.

Luego, claro está, su visión delmundo experimentó varios cambios ypasó a tener muchísimas cosas de quépreocuparse: Como, por ejemplo,parecer tan satisfecho como el que máspor la asombrosa buena suerte que habíasido aquella súbita aparición de Tiu;como, por ejemplo, estrecharse las

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manos, lo cual era como una mutuapromesa de ajustar cuentas; como, porejemplo, acercar un asiento y pedirbebidas, carne y chuletas y todo lodemás. Pero lo que seguía en supensamiento, mientras hacía todo estoincluso (el recuerdo que se alojó allí tanpermanentemente como lo permitieronlos acontecimientos posteriores) teníapoco que ver con Tiu, o con suprecipitada aparición. Y era laexpresión de Lizzie cuando vio a Tiupor vez primera, una fracción desegundo antes de que las arrugas delvalor hicieran brotar la alegre sonrisa.Aquello explicaba mejor que nada las

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contradicciones que la oprimían: sussueños de prisionera, suspersonalidades prestadas que eran comodisfraces con que podía eludirmomentáneamente su destino. Ella habíallamado a Tiu, por supuesto. No teníaotra elección. A Jerry le sorprendió elque ni él ni el Circus lo hubieranprevisto. La historia de Ricardo, fuesecual fuese la verdad del caso, era algodemasiado serio para que pudieramanejarlo ella sola. Pero cuando Tiuentró en el restaurante en sus ojos grisesno había alivio sino resignación: laspuertas se habían cerrado de nuevo anteella, había terminado la alegría. «Somos

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como esos malditos gusanos de luz», lehabía susurrado en una ocasión lahuérfana, hablando de su niñez, «quearrastramos la maldita luz por ahí a laespalda».

Desde un punto de vista operativo,como Jerry percibió de inmediato, laaparición de Tiu era, desde luego, undon de los dioses. Si lo que interesabaera remitir información a Ko, Tiu era uncanal infinitamente más impresionantepara tal fin de lo que hubiese podido sernunca Lizzie Worthington.

Lizzie había terminado el besuqueode Tiu, así que se lo pasó a Jerry.

—Señor Tiu, es usted mi testigo —

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declaró Lizzie, en tono de granconspiración—. Debe usted recordartodo lo que yo diga palabra por palabra.Jerry, continúa, como si no estuvieraaquí él. En fin, el señor Tiu essilencioso como una tumba, ¿verdad?Querido —añadió, y le besó otra vez—.Esto es tan emocionante —repitió, y lostres se acomodaron para una charlaamistosa.

—¿Qué buscar usted, señor Wessby?—preguntó Tiu muy afable, lanzándose ala carne—. Usted un escritor decaballos, ¿por qué molestar chicas

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guapas? ¿Eh?—¡Buena pregunta, amigo! ¡Eso es

muy bueno, sí! Los caballos son muchomás seguros, ¿verdad?

Rieron generosamente los tres,procurando no mirarse a los ojos.

El camarero le puso media botellade un whisky etiqueta negra delante. Tiula descorchó y la olió críticamente antesde servir.

—Está buscando a Ricardo, señorTiu. ¿Comprende usted? Él cree queRicardo está vivo. ¡Qué maravilla!¿verdad? Yo no siento ya absolutamentenada por Ricardo, claro, pero seríaestupendo volver a tenerle con nosotros.

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¡Menuda fiesta íbamos a hacer!—¿Liese decir eso a ti? —preguntó

Tiu, sirviéndose varios dedos de whisky—. ¿Ella decir a ti Ricardo vivo?

—¿Quién, amigo? No te entiendo.No entendí el primer nombre.

Tiu señaló a Lizzie con una costilla.—¿Ella decir tú él vivo? ¿Ese tipo

piloto? ¿Ese Ricardo? ¿Liese decir túeso?

—Yo nunca revelo mis fuentes,señor Tiu —dijo Jerry, con la mismaafabilidad—. Bueno, eso es lo quedecimos los periodistas cuando noshemos inventado algo —explicó.

—Los escritores de caballos, ¿eh?

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—¡Eso, sí! ¡Eso es!Tiu rió de nuevo, y esta vez Lizzie

rió más ruidosamente todavía. Estabaperdiendo el control otra vez. Quizá seala bebida, pensó Jerry; o puede que aella le guste algo más fuerte y la bebidahaya avivado el fuego. Y si este tipovuelve a llamarme escritor de caballos,puede que actúe en legítima defensa.

Lizzie, de nuevo en su papel deanimadora de la fiesta:

—¡Oh, señor Tiu, Ricardo tuvo tantasuerte! Hay que ver todo lo que tenía.Indocharter… yo… todo el mundo. Allíestaba yo, trabajando para esaspequeñas líneas aéreas… de una gente

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china a la que conocía papá… y Ricardocomo todos los pilotos era un financierodesastroso… contrajo unas deudasaterradoras —introdujo en el asunto aJerry con un manoteo—. Dios mío,intentó incluso meterme a mí en uno desus planes, ¡se imagina!… venderwhisky, nada menos… y de pronto, mistontos y cordiales amigos chinosdecidieron que necesitaban otro piloto.Pagaron sus deudas, le pusieron unsueldo, le dieron un viejo trasto paravolar…

Jerry dio entonces el primero devarios pasos irrevocables.

—Ricardo no llevaba en su último

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vuelo un viejo trasto, amiga. Pilotaba unBeechcraft recién comprado —corrigióparsimoniosamente—. Indocharter nuncatuvo a su nombre un aparato de ese tipo.Ni siquiera lo tienen ahora. Mi directorcomprobó todo eso perfectamente, nome preguntes cómo. Indocharter nuncajamás alquiló un aparato de esos, ni loprestó ni lo estrelló jamás.

Tiu soltó otro alegre clamoreo decarcajadas.

Tiu es un obispo de mucho temple.Eminencia, le había advertido Craw.Dirigió la diócesis de San Francisco deMonseñor Ko con una eficacia muyeficaz cinco años y lo más grave que

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pudieron colgarle los artistas denarcóticos fue lavar su Rolls Royce endía de fiesta.

—¡Eh, señor Wessby, quizá Lieseles robó uno! —gritó Tiu, con su acentoseminorteamericano—. ¡Puede ella saliónoche robar aviones otras compañías!

—¡Es una canallada que diga ustedeso, señor Tiu! —exclamó Lizzie.

—¿Qué parecer eso, escritor decaballos? ¿Gustar eso?

La algarabía de la mesa resultaba tanescandalosa para ser tres sólo, quevarias personas volvieron la cabezapara mirarles. Jerry lo vio por losespejos, donde medio esperaba localizar

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al propio Ko, con su andar patizambo deniño de las barcas, avanzando haciaellos tras cruzar la puerta de mimbre dela entrada. Lizzie continuó,descontroladamente ya.

—¡Oh, fue un completo cuanto dehadas! Llegó un momento en que Ric notenía ni para comer… Y nos debíadinero a todos, dinero de los ahorros deCharlie, de la asignación que me envíapapá… Ric prácticamente nos arruinó atodos. Por supuesto, era como si eldinero de todos le perteneciese… y depronto, Ric tenía trabajo, no teníadeudas, y la vida volvía a ser una fiesta.Todos los demás pilotos en tierra y Ric

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y Charlie volando sin parar como…—Como mosquitas de culo azul —

propuso Jerry, ante lo que Tiu explotóen una hilaridad tal que hubo desujetarse en el hombro de Jerry paraseguir a flote… y Jerry tuvo la incómodasensación de que estaban midiéndolefísicamente para el cuchillo.

—¡Ah, sí, esa sí que es buena!¡Moscas de culo azul! ¡Mi gustar eso!¡Tú muy divertido, escritor de caballos!

Fue en ese momento, bajo la presiónde los alegres insultos de Tiu, cuandoJerry utilizó un juego de piernasrealmente bueno. Craw comentó luegoque había sido lo mejor. Ignoró por

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completo a Tiu y se agarró al otronombre que Lizzie había dejado escapar.

—¿Qué fue del amigo Charlie,Lizzie? —dijo, sin tener la menor ideade quién era Charlie—. ¿Qué fue de élcuando Ric se montó el número de ladesaparición? No me digas que sehundió también con el barco…

Lizzie se alejó flotando una vez másen una nueva ola de explicaciones, y Tiudisfrutaba pacientemente de cuanto oía,riendo entre dientes y asintiendo con lacabeza sin dejar de comer.

Él está aquí para descubrir elmotivo, pensó Jerry, Es demasiado listopara echarle el freno. Soy yo el que le

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preocupa, no ella.—Oh, Charlie es indestructible,

absolutamente inmortal —proclamóLizzie, utilizando una vez más comoapoyo a Tiu—: Charlie Mariscal, señorTiu —explicó—. Oh, deberíasconocerle, un mestizo chino fantástico,todo piel y huesos y opio, y un magníficopiloto. Su padre un veterano delKuomintang, un bandido aterrador quevive por los Shans. Su madre era unapobre chica corsa (ya sabes que loscorsos vinieron en rebaño a Indochina),pero es realmente un personajefantástico. ¿Sabes por qué se hacellamar Mariscal? Su padre no quiso

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ponerle su propio apellido. ¿Y sabes loque hizo Charlie? Pues darse lagraduación más alta que hay en elejército. «Mi padre es general, pero yosoy mariscal», dijo. ¿Verdad que tienegracia? Y es muchísimo mejor quealmirante, creo yo.

—Super —admitió Jerry—.Maravilloso. Charlie es un príncipe.

—Liese también personaje bastantefantástico, señor Wessby —comentóafablemente Tiu, así que a petición deJerry brindaron por eso: por lafantástica personalidad de Lizzie.

—¿Pero qué es en realidad todo esteasunto de Liese? —preguntó Jerry

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posando el vaso—. Tú eres Lizzie.¿Quién es esa Liese, señor Tiu? Yo noconozco a esa dama. ¿Por qué no se mepermite participar en la broma?

Aquí, Lizzie se volvió claramente aTiu pidiendo instrucciones, pero Tiuhabía pedido un poco de pescado crudoy estaba comiéndolo con mucha rapidezy con dedicación total.

—Algún escritor de caballos hacerpreguntas condenadas —comentó con laboca llena.

—Otra ciudad, otra página, otronombre —dijo al fin Lizzie, con unasonrisa nada convincente—. Meapetecía un cambio, así que elegí un

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nombre nuevo. Algunas chicas cambiande peinado. Yo cambié de nombre.

—¿Conseguiste un hombre nuevo ajuego con el nombre? —preguntó Jerry.

Ella negó con la cabeza, los ojosbajos, mientras Tiu soltaba un chorro decarcajadas.

—¿Qué es lo que pasa en estaciudad, señor Tiu? —preguntó Jerry,ayudando instintivamente a la chica—.¿Es que los hombres están ciegos? PorDios, yo cruzaría el continente por ella,¿usted no? Se llamase como se llamase,¿verdad que sí?

—¡Mi ir de Kowloon a Hong Kong yno más! —dijo Tiu, muy contento de su

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chiste—. ¡O quizás quedar en Kowloony llamarla, decirle venir verme unahora!

Ante lo cual, Lizzie no alzó siquieralos ojos y Jerry pensó que tenía queresultar muy agradable, en otra ocasiónen que todos tuviesen más tiempo,romperle a Tiu aquel cuello gordo portres o cuatro sitios.

Pero, por desgracia, romperle elcuello a Tiu no figuraba de momento enla lista de compras de Craw.

* * *

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El dinero, había dicho Craw.Cuando llegue el momento oportuno,abre un extremo de la veta de oro y éseserá tu gran final.

Así que empezó a hablarle deIndocharter. ¿Quiénes eran, qué tal setrabajaba con ellos? Ella se metió en lacosa tan de prisa que Jerry empezó apreguntarse si no le gustaría de verdadlo de vivir al borde del abismo más delo que él había supuesto.

—¡Oh, fue una aventura fabulosa,Jerry! No puedes ni imaginártelosiquiera, te lo aseguro —de nuevo elacento multinacional de Ric—; ¡Líneasaéreas! Eso resulta absurdo ya. Bueno,

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mira, no pienses ni por un instante enaviones nuevos y resplandecientes yazafatas bellísimas y champán y caviar ytodo eso. Aquello era trabajo. Untrabajo de pioneros, que fue por loprimero que me atrajo el asunto. Yopodía perfectamente bien haber vividosimplemente de papá. O de mis tías,porque, gracias a Dios, soy totalmenteindependiente. Pero ¿quién puederesistir un reto así? Empezamos con unpar de DC3 horriblemente viejos…es taban literalmente sostenidos concuerdas y chicle. Tuvimos incluso quecomprar el certificado de seguridad.Nadie quería dárnoslo. Después de eso,

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transportamos literalmente de todo.Motos Honda, verduras, cerdos… oh,qué historia la de aquellos pobrescerdos. Se soltaron, Jerry, se metieronen primera, se metieron incluso en lacabina, ¡imagínate!

—Como pasajeros —explicó Tiu,con la boca llena—. Ella volar cerdosprimera clase, ¿okey, señor Wessby?

—¿Qué rutas? —preguntó Jerry, unavez repuestos de las risas.

—¿Ve usted como me interroga,señor Tiu? ¡Nunca creí ser taninteresante! ¡Tan misteriosa! Puesíbamos a todas partes, Jerry. Bangkok,Camboya a veces. Battambang, Fnom

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Penh, Kampong Chan cuando estabaabierto. A todas partes. A sitioshorrorosos.

—¿Y qué clientes teníais?¿Comerciantes? ¿Hacíais servicio detaxi…? ¿Quiénes eran vuestros clienteshabituales?

—Llevábamos lo que podíamosconseguir, cualquier cosa. Cualquieraque pudiera pagarnos, a ser posible poradelantado, claro.

Dejando por un momento su carne deKobe, a Tiu le apeteció un poco dechismorreo social.

—¿Tu padre gran Lord, eh, señorWessby?

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—Más o menos, sí —dijo Jerry.—Un Lord ser tipo muy rico. ¿Por

qué acabaste de escritor de caballos,eh?

Sin hacer ningún caso de Tiu, Jerryjugó su mejor carta y esperó luego a queel espejo del techo se estrellase sobre sumesa.

—Corre el rumor de que vosotrosteníais un contacto con la Embajada rusa—dijo muy tranquilo, directamente aLizzie—. ¿No te suena eso a nada, amigamía? ¿No tenéis ningún rojo debajo dela cama, si se me permite la expresión?

Tiu estaba dedicado a su arroz, teníael cuenco bajo la barbilla y paleaba sin

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parar. Pero esta vez, significativamente,Lizzie ni le miró siquiera.

—¿Rusos? —repitió, desconcertada—. ¿Por qué demonios iban a acudir losrusos a nosotros? Tenían vuelosregulares de Aeroflot que entraban ysalían de Vientiane todas las semanas.

Jerry habría jurado, entonces y mástarde, que la chica decía la verdad. Peroaun así fingió no quedar satisfecho deltodo.

—¿Ni siquiera vuelos locales?—insistió—. ¿Trayendo y llevandocosas, servicio de correo, o algo así?

—Nunca. ¿Cómo íbamos a hacereso? Además, los chinos desprecian a

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los rusos, ¿verdad, señor Tiu?—Rusos muy mala gente, señor

Wessby —confirmó Tiu—. Ellos olermuy mal.

También tú, pensó Jerry, captandode nuevo aquel perfume de su primeraesposa.

Jerry se echó a reír ante su propiodisparate:

—Ya sé que los directores deperiódico tienen manías como todo elmundo —alegó—. Pero el mío estáconvencido de que podemos tener un líode rojos debajo de la cama. «Lospagadores soviéticos de Ricardo»…«¿Hizo Ricardo un viaje para el

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Kremlin?»—¿Pagador? —repitió Lizzie,

totalmente desconcertada—. Ric norecibió nunca un céntimo de los rusos.¿Pero de qué hablan?

Jerry de nuevo:—Pero Indocharter sí, ¿verdad?… A

menos que mis señores y amos hayancomprado un simple bulo, lo quesospecho que es verdad, como siempre.Al parecer, sacaban dinero de laEmbajada local y lo pasaban a HongKong en dólares norteamericanos. Esaes la información de Londres y ellosinsisten en que es cierto.

—Pues están locos —dijo ella

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confidencialmente—. Nunca oí disparateigual.

A Jerry le pareció que la muchachase mostraba aliviada incluso al ver quela conversación había tomado aquel giroinesperado. Ricardo vivo bueno, aquellopodía ser para ella cruzar un campominado. Ko amante suyo ese secretocorrespondía a Ko o a Tiu revelarlo, noa ella. Pero dinero ruso: Jerry estaba tanseguro como podía atreverse a estarlode que ella no sabía nada de aquello yque tampoco temía nada al respecto.

Se ofreció a volver con ella a StarHeights, pero Tiu vivía por allí, segúndijo ella.

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—Ver tú muy pronto, señor Wessby—prometió Tiu.

—Ojalá sea así, hombre —dijoJerry.

—Tú mejor seguir de escritor decaballos, ¿entenderme? Yo pensar que túganar más así, señor Wessby, ¿eh?

No había en su voz ninguna amenaza,ni tampoco en la cordial palmada que ledio en el brazo. Tiu ni siquiera hablabacomo si esperase que su consejo setomara como algo más que una confianzaentre amigos.

Luego, de pronto, terminó todo.Lizzie le dio el beso al jefe decamareros, pero no a Jerry. Mandó a por

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su abrigo a Jerry, no a Tiu, para noquedarse a solas con él. Apenas le miróal despedirse.

Tratar con mujeres hermosas.Señoría, le había advertido Craw, escomo tratar con delincuentesconocidos. Y la dama a la que vas acortejar cae, sin duda, dentro de esacategoría.

Mientras volvía a casa por las callesiluminadas por la luna (y pese a la largacaminata, los mendigos, los ojos quebrillaban en los portales), Jerry sometióa un examen más detenido las palabrasde Craw. De lo de delincuente no podíadecir nada, en realidad: delincuente

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parecía una unidad de medida muyimprecisa en el mejor de los casos, y niel Circus ni sus agentes estaban encondiciones de apoyar un conceptoparroquial de la justicia. Craw le habíadicho que en períodos difíciles, Ricardole había hecho pasar por aduana para élpaquetes pequeños. Vaya cosa. Eso eraasunto de los sabihondos. Perodelincuente conocido era una cosa muydistinta. Con lo de conocido estabatotalmente de acuerdo. Recordando elbrillo encarcelado de los ojos deElizabeth Worthington al ver a Tiu, creíareconocer aquella expresión, aquellamirada y aquella dependencia, que

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conocía con un disfraz u otro, de toda suvida de vigilia.

Ciertos adversarios superficiales deGeorge Smiley han aducido a veces queGeorge debería haber visto en este puntode algún modo de qué lado soplaba elviento con Jerry, y que debía haberlesacado del terreno. Smiley era el oficialdel caso. Era el único que controlaba elexpediente de Jerry y se cuidaba de suestado y de informarle. Si Georgehubiese estado en su mejor momento,decían, en vez de haber iniciado ya ladecadencia, habría percibido las señales

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de aviso que incluían entre líneas losinformes de Craw y habría retirado aJerry a tiempo. Podrían haberse quejadotambién de que Smiley fuese unadivinador del futuro de segunda fila.Los hechos, tal como llegaron a Smiley,son éstos:

La mañana que siguió a la pasadaque hizo Jerry a Lizzie Worth oWorthington (la jerga no tieneconnotación sexual), Craw estuvorecibiendo información de él más de treshoras en una furgoneta, y describe aJerry en su informe diciendo que sehallaba en un estado de «decepcionadapesadumbre», cosa muy razonable.

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Parecía tener miedo, según Craw, deque Tiu, o incluso Ko, pudiesenensañarse con la chica por su«conocimiento culpable» e inclusoponerle la mano encima. Jerry aludiómás de una vez al patente desprecio quesentía Tiu hacia la chica (y hacia él, ysospechaba que hacia todos loseuropeos) y repitió su comentario de queviajaría por ella de Kowloon a HongKong y no más lejos. Craw contestóindicando que Tiu podría haber hechocallar a la chica en cualquier momento;y lo que la chica sabía, según el propiotestimonio de Jerry, no llegaba siquieraa la veta rusa, no digamos ya al hermano

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Nelson.Jerry mostraba, en suma, las típicas

reacciones postoperativas del agente decampo. Sensación de culpabilidad,unida a presagios, una tendenciainvoluntaria de solidaridad hacia lapersona que había sido el objetivo de suactuación: síntomas tan predeciblescomo el arrebato de llanto en un atletadespués de la gran carrera.

En su contacto siguiente (unaconversación telefónica desde el Limbo,muy larga, al segundo día, en la que,para animarle, Craw le transmitió lascálidas felicitaciones personales deSmiley un poco antes de recibirlas del

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Circus), Jerry parecía hallarse muchomejor, pero estaba preocupado por suhija Cat. Se había olvidado de sucumpleaños (dijo que era al díasiguiente) y quería que el Circus lemandase en seguida un magnetofónjaponés con cassettes para que iniciarasu colección. El telegrama de Craw aSmiley enumera las cassettes, pideacción inmediata de los caseros ysolicita que la sección de zapatería (enotras palabras, los falsificadores delCircus) redacten una tarjeta adjunta conletra de Jerry y con este texto: «QueridaCat: le pedí a un amigo que te mandaseesto desde Londres. Cuídate, cariño, te

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quiere y te querrá siempre. Papá.»Smiley autorizó la compra, dandoinstrucciones a los caseros para quedescontasen el coste de la paga de Jerryen origen. Revisó personalmente elpaquete antes de que se enviase, y dio elvisto bueno a la tarjeta falsificada.Comprobó también lo que él y Craw yahabían sospechado: que no era, ni muchomenos, el cumpleaños de Cat. Jerrysintió sencillamente una necesidadimperiosa de hacer una demostración deafecto: lo que era un síntoma normal másde una pasajera fatiga de campo. Georgepuso un telegrama a Craw indicándoleque no se apartase de él, pero la

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iniciativa correspondía a Jerry y Jerryno volvió a establecer contacto hasta lanoche del quinto día, en que pidió (yconsiguió) una reunión de emergencia enel plazo de una hora. La reunión tuvolugar en su punto habitual de encuentrosde emergencia de noche, en un cafénocturno de carretera de los NuevosTerritorios, bajo el disfraz de unencuentro casual entre viejos colegas.La carta de Craw, en la que se indicaba«Personal, sólo para Smiley», era unacontestación a su telegrama. Llegó alCircus de mano del correo de los primosdos días después del episodio quedescribe, el séptimo día, por tanto.

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Craw, suponiendo que los primosintentarían leer el texto pese a los sellosy a otros artilugios, lo enmascaró conevasivas, nombres supuestos yseudónimos, que se han eliminado en eltexto que damos a continuación:

Westerby estaba muy enfadado.Exigió que se le dijera qué demonioshace en Hong Kong Sam Collins y enqué medida está envuelto en el casoKo. Nunca le había visto tan alterado.Le pregunté qué le hacía pensar queCollins estaba aquí. Contestó que lehabía visto aquella misma noche, a las

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once y cuarto exactamente, dentro deun coche que estaba aparcado en losMidlevels, en una explanada que hayjusto debajo de Star Heights, bajo unafarola, leyendo un periódico. Laposición que Collins había elegido,dijo Westerby, le permitía verclaramente las ventanas de LizzieWorthington en la octava planta deledificio, y Westerby supuso que estabaallí en una especie de servicio devigilancia. Westerby, que iba a pie,insiste en que «estuvo a punto deacercarse a Sam y preguntárselodirectamente», pero prevaleció ladisciplina de Sorra» y siguió cuesta

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abajo, por su lado de la calle. Aun así,dice que Collins puso el coche enmarcha en cuanto le vio y desapareciócuesta abajo a toda prisa. Tiene elnúmero de la matrícula, y, porsupuesto, es el correcto. Collinsconfirma el resto.

De acuerdo con la táctica queacordamos para esta contingencia (tuMensaje de 15 de febrero) di aWesterby las respuestas siguientes:

1) Aunque fuera Collins, el Circusno tiene control alguno sobre susmovimientos. Collins dejó el Circusdesacreditado, antes de la caída; eraun jugador conocido, una persona sin

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rumbo, metido en trapicheos, etc., y elOriente es su terreno natural. Le dijeque era un estúpido al suponer queCollins pudiera seguir en nómina o,peor, tener algún papel en el caso Ko.

2) Collins es, facialmente, unindividuo típico, le dije: rasgosregulares, bigote, etc., tiene el mismoaspecto que la mitad de los macarrasde Londres. Puse en duda, además, elque pudiera hacer una identificaciónsegura desde el otro lado de la calle, alas once y cuarto de la noche. Mecontestó que tiene una visión A—1 yque Sam tenía el periódico abierto porla página de las carreras.

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3) Y, de cualquier modo, ¿quédemonios hacía el propio Westerby,pregunté, rondando a la luz de la lunapor Star Heights a las once y cuarto dela noche? Respuesta: volvía de tomarunas copas con la gente de la UPI yandaba buscando un taxi. Ante esto,fingí explotar y dije que nadie quehubiera estado con la gentuza de laUPI podría ver un elefante a cincometros, no digamos ya a Sam Collins aveinticinco, en un coche, en plenanoche. Y asunto concluido… espero.

Ni que decir tiene que Smiley se

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quedó muy preocupado por esteincidente. Sólo sabían lo de Collinscuatro personas: Smiley, Connie Sachs,Craw y el propio Sam. El que Jerry lehubiera visto añadía un problema a unaoperación cargada ya de imponderables.Pero Craw era hábil, y creía haberconvencido a Jerry, y Craw era elhombre que estaba sobre el terreno.Habría sido posible, claro, en un mundoperfecto, que Craw hubiese consideradooportuno investigar si había habidorealmente una fiesta de la UPI aquellanoche en los Midlevels… y alcomprobar que no la había habido,podría haberle pedido a Jerry de nuevo

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que explicase su presencia en la zona deStar Heights y, en tal caso,probablemente a Jerry le hubiese dadouna pataleta y hubiese inventado algunaotra historia no comprobable: que habíaestado con una mujer, por ejemplo, yque Craw se metiese en sus asuntos. Elresultado neto de lo cual habría sidomala sangre innecesaria y la mismasituación lo—tomas—o—lo—dejas deantes.

También habría sido tentador,aunque no razonable, esperar queSmiley, con tantas otras presionesencima (la continuada e infructuosabúsqueda de Nelson, las sesiones

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diarias con los primos, las acciones deretaguardia por los pasillos deWhitehall), hubiese sacado laconclusión más próxima a su propiaexperiencia solitaria: es decir, queaquella noche Jerry no tenía sueño ydeseaba estar solo, así que había vagadopor las calles hasta hallarse de prontoante el edificio donde vivía Lizzie y quehabía rondado por allí, tal como hacíaSmiley en sus vagabundeos nocturnos,sin saber exactamente qué quería, apartede la posibilidad de echarle la vistaencima por casualidad a Lizzie.

El alud de acontecimientos quearrastraba a Smiley era demasiado

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intenso para permitir tan fantásticasabstracciones. El hecho de que hubieraque esperar a que llegase el octavo díapara que el Circus se pusiera en pie deguerra se debe, además, a la disculpablevanidad del hombre solitario que tiendea creer que el suyo es un caso único.

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14El octavo día

El optimismo que imperaba en laquinta planta era un gran alivio tras ladepresión de la reunión anterior.Guillam lo calificó de una luna de mielde los excavadores, y aquella noche fuesu punto álgido, el apogeo de suexplosión estelar atenuada y, en lacronología que más tarde impondrían loshistoriadores a las cosas se produjoexactamente ocho días después de queJerry, Lizzie y Tiu hubiesen tenido suamplio y franco intercambio de puntos

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de vista sobre el tema de Ricardo elChiquitín y la veta de oro rusa… paragran satisfacción de los planificadoresdel Circus. Guillam había tenidoespecial interés en llevar a Molly.Aquellos sombríos animales nocturnoshabían corrido en todas direcciones porsenderos viejos y senderos nuevos, yotros olvidados ocultos ya yredescubiertos; y ahora, al fin, tras susgemelos paladines Connie Sachs aliasMadre Rusia y el nebuloso di Salis aliasel Doctor se apretujaban todos, losdoce, en la sala del trono, bajo el retratode Karla, rodeando en obedientesemicírculo a su jefe, bolcheviques y

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peligros amarillos juntos. Una sesiónplenaria pues y, para gentes nohabituadas a tal espectáculo, sin duda unmonumento histórico. Y Mollydecorosamente sentada junto a Guillam,el pelo cepillado y suelto para ocultarlas marcas de mordiscos en el cuello.

Di Salís es quien lleva la vozcantante. Los demás lo consideranperfectamente lógico. Después de todo,Nelson Ko es terreno del Doctor: chinohasta la punta de las anchas mangas desu túnica. Procurando frenarse, elmojado pelo de punta, las rodillas, lospíes y los nerviosos dedos casiinmóviles por una vez, todo a un ritmo

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mesurado y casi despectivo, cuyainexorable culminación resulta, enconsecuencia, más emocionante. Y laculminación tiene incluso un nombre. Yeste nombre es Ko Sheng—Hsiu, aliasKo, Nelson, también conocido más tardepor Yao Kai—cheng, nombre bajo elcual caería más tarde en desgracia en laRevolución Cultural.

—Pero dentro de estas cuatroparedes, caballeros —dice con vozaflautada el Doctor cuya conciencia delsexo femenino es algo incoherente—seguiremos llamándole Nelson.

Nacido en 1928 en Swatow, dehumilde origen proletario (y citamos las

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fuentes oficiales, dice el Doctor), setrasladó poco después a Shanghai. Nohay mención, ni en informes oficiales nien los extraoficiales, de la escuela de lamisión del señor Hibbert, salvo unatriste referencia a «explotación a manosde imperialistas occidentales en laniñez», que le envenenó con ideasreligiosas. Cuando los japonesesllegaron a Shanghai, Nelson se unió a lacaravana de refugiados camino deChungking, tal como había explicado elseñor Hibbert. Nelson, desde tempranaedad, de nuevo según los informesoficiales, continúa el Doctor, seconsagró secretamente a la lectura de

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los textos revolucionarios fundamentalesy tomó parte activa en las tareas de losgrupos comunistas clandestinos, pese ala opresión de la despreciable chusmade Chiang Kai—chek. En la caravana derefugiados intentó también, «en variasocasiones, escapar para unirse a lastropas de Mao, pero se lo impidió suextrema juventud. Al volver a Shanghaise convirtió, ya como estudiante, encuadro dirigente del ilegal movimientocomunista y realizó misiones especialesen los astilleros de Kiangnang paracontrarrestar la perniciosa influencia delos elementos fascistas de la KMT. Enla Universidad de Comunicaciones

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defendió públicamente un frente unidode estudiantes y campesinos. Se graduócon excelentes notas en 1951…»

Di Salis se interrumpe, y unaliberación súbita de tensión le obliga aalzar un brazo y tirarse del pelo de lanuca.

—El almibarado retrato habitual,Jefe, de un héroe estudiantil que ve laluz antes que sus contemporáneos —canturrea.

—¿Y de Leningrado qué? —pregunta Smiley desde su mesa mientrastoma esporádicas notas.

—De mil novecientos cincuenta ytres a mil novecientos cincuenta y seis.

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—¿De acuerdo, Connie?Connie está de nuevo en la silla de

ruedas. Echa la culpa conjuntamente algélido mes y al sapo de Karla.

—Tenemos un hermano Bretlev,querido. Bretlev, Ivan Ivanovitch,académico. Facultad naval deLeningrado, veterano de China,reclutado en Shanghai por los sabuesosde Centro en China. Activistarevolucionario, cazador de talentosentrenado por Karla para rastrear entrelos estudiantes extranjeros buscandoposibles amigos y amigas.

Para los excavadores del lado chino(los peligros amarillos) esta

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información es nueva y emocionante, yproduce un nervioso rumor de sillas ypapeles, hasta que, a una seña deSmiley, di Salis se deja la cabeza ysigue hablando.

—En mil novecientos cincuenta ysiete volvió a Shanghai, donde lepusieron al frente de unos talleresferroviarios…

De nuevo Smiley:—Pero las fechas de Leningrado

eran del cincuenta y tres al cincuenta yseis, ¿no?

—Exactamente —dice di Salis.—Entonces parece haber un año en

blanco.

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No hay rumor de papeles ahora, nide sillas tampoco.

—La explicación oficial es una girapor los astilleros soviéticos —dice diSalis, con una presuntuosa sonrisilla aConnie y una misteriosa y maliciosacontorsión del cuello.

—Gracias —dice Smiley, y tomaotra nota—. Cincuenta y siete —repite—. ¿Fue antes o después de que seiniciase el conflicto chino—soviético,Doctor?

—Antes. La escisión empezó amanifestarse claramente en el cincuentay nueve.

Smiley pregunta aquí si se menciona

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en algún sitio al hermano de Nelson: ¿Oes Drake tan repudiado en la China deNelson como Nelson en la de Drake?

—En una de las primeras biografíasoficiales se alude a Drake, pero no porel nombre. En las posteriores, se hablade un hermano que murió cuando eltriunfo comunista del cuarenta y nueve.

Smiley hace entonces un insólitochiste, al que sigue una risa densa dealivio.

—Este caso está lleno de gente quefinge estar muerta —se lamenta—. Seráun alivio para mí si encontramos uncadáver de verdad en algún sitio.

Unas horas más tarde, se recordaría

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esta broma con un escalofrío.—Tenemos también noticia de que

Nelson fue un estudiante modelo enLeningrado —continúa di Salis—. Almenos, en opinión de los rusos. Ledevolvieron a China con las mejoresreferencias.

Connie se permite otra intervencióndesde su silla de ruedas. Ha traídoconsigo a Trod, su escuálido chuchocastaño. Yace grotescamente sobre elinmenso regazo de Connie, apestando, ylanzando de vez en cuando un gruñido,pero ni siquiera Guillam, que odia a losperros, se atreve a echarle.

—Claro, querido, ¿cómo no iban a

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hacerlo? —exclama Connie—. Losrusos tenían que poner a Nelson por lasnubes, pues claro, ¡sobre todo si lehabía metido en la Universidad elhermano Bretlev Ivan Ivanovitch, y losamiguitos de Karla le habían llevado ensecreto a la escuela de adiestramiento ytodo! ¡A un topito inteligente comoNelson había que proporcionarle unaposición decente en la vida para cuandollegase a China! Pero luego no le sirvióde mucho, ¿verdad Doctor? ¡No lesirvió de gran cosa cuando laAbominable Revolución Cultural leagarró por el cuello! La generosaadmiración de los sicarios del

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imperialismo soviético no era ni muchomenos lo que se llevaba entonces en lagorra, ¿verdad?

Sobre la caída de Nelson, proclamael Doctor, hablando más alto enrespuesta al estallido de Connie, setienen pocos datos.

—Hemos de suponer que fueviolenta y, como ha señalado Connie,los que gozaban de mayor prestigio entrelos rusos fueron los que llevaron la peorparte.

Echa luego un vistazo a la hoja depapel que sostiene torpemente ante sucara congestionada.

—No enumeraré todos sus cargos en

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la época en que cayó en desgracia,porque en realidad los perdió todos,jefe. Pero es indudable que tuvo ladirección práctica de casi todas lasinstalaciones astilleras de Kiangnan y,en consecuencia, la de gran parte deltonelaje naval de China.

—Comprendo —dice quedamenteSmiley. Mientras toma notas, frunce loslabios como en un gesto desaprobatorio,y enarca mucho las cejas.

—El puesto que ocupaba enKiangnan le proporcionó también unaserié de cargos en los comités deplanificación naval y en el campo de lascomunicaciones y de la política

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estratégica. En el sesenta y tres, sunombre empieza a aparecerconstantemente en los informes de losespecialistas de los primos en Pekín.

—Bien hecho, Karla —dice Guillamquedamente, desde su sitio junto aSmiley y éste, que sigue escribiendo, sehace eco del tal sentimiento con un «Sí».

—¡El único, querido Peter! —gritaConnie, súbitamente incapaz decontenerse—. ¡El único de todosaquellos sapos que le vio venir! Una vozen el desierto, ¿verdad, Trod? «Ojo conel peligro amarillo —les dijo—. Un día,se volverán contra nosotros, morderán lamano que les alimenta, no os quepa

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duda. Y cuando eso suceda, habráochocientos millones de nuevosenemigos golpeando en la puerta deatrás. Y todos vuestros cañones estaránapuntando en la otra dirección. Noolvidéis mis palabras.» Se lo dijo, sí —repite Connie, tirándole de la oreja alchucho, emocionada—. Lo escribió todoen un documento: «Amenaza dedesviacionismo en el nuevo colegasocialista.» Circuló entre todos losanimalitos del Cuerpo Colegiado deMoscú Centro. Lo estructuró palabra porpalabra en su despierta inteligenciamientras estaba haciendo unalocalización en Siberia para el tío Joe

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Stalin, bendito sea. «Espía a tus amigoshoy porque sin duda serán tus enemigosmañana», les dijo. El aforismo másviejo del oficio, el favorito de Karla.Cuando le dieron otra vez su puesto,prácticamente lo colgó en la puerta enPlaza Dzerzhinsky. Nadie le hizo caso.Nadie. Cayó en terreno estéril, queridosmíos. Cinco años después, se vio quetenía razón, y los del Cuerpo Colegiadono se lo agradecieron no, os loaseguro… ¡Había tenido razóndemasiadas veces para que les gustase,los muy bobos, verdad, Trod! ¡Tú sabes,verdad, querido, tú sabes lo que quieredecir esta vieja tonta!

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Y, acto seguido, levanta al perrounos centímetros en el aire cogido porlas patas delanteras y lo deja caer otravez en el regazo.

Connie no puede soportar que elbuen doctor acapare los focos. Aunqueen el fondo esté de acuerdo. Connie veperfectamente la racionalidad del hecho,pero la mujer que hay en ella no puedesoportar la realidad.

—Bueno, veamos, fue purgado, ¿no,doctor? —dice Smiley quedamente,restaurando la calma—. Volvamos alsesenta y siete, ¿de acuerdo?

Y vuelve a colocar la mano en lamejilla.

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El retrato de Karla les miraindiferente desde la sombra, mientras diSalís toma de nuevo la palabra.

—Bueno, la triste historia desiempre, como es de suponer, jefe, —canturrea—. La caperuza de burro, sinduda. Escupitajos en la calle. Puntapiésy golpes a su esposa y sus hijos. Camposde adoctrinamiento, educación por eltrabajo «a una escala proporcional aldelito». Se le insta a reconsiderar lasvirtudes campesinas. Según un informe,se le envía a una comuna rural paraprobarle. Y cuando vuelve a Shanghai,le obligan a empezar de nuevo desdeabajo. A colocar traviesas en una vía

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férrea, o algo parecido. En cuanto a losrosos… si nos referimos a ellos —seapresura a decir antes de que Conniepueda interrumpirle otra vez—, era unfracasado. Ya no tenía acceso niinfluencia ni amigos.

—¿Cuánto tiempo tardó en volver asubir? —pregunta Smiley, con unabajada de párpados característica.

—Hace unos tres años, empezó denuevo a ser útil. En realidad tiene lo quemás necesita Pekín: inteligencia,conocimientos técnicos, experiencia.Pero su rehabilitación oficial no seprodujo realmente hasta principios delsetenta y tres.

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Mientras di Salis continúadescribiendo las etapas de larehabilitación ritual de Nelson, Smileyle pasa una carpeta y alude a ciertosdatos distintos que, por razones aún noexplicadas, le parecen de prontosumamente importantes.

—Los pagos a Drake se inician amediados del setenta y dos —murmura—. Crecen notablemente a mediados delsetenta y tres.

—Con la posible— entrada deNelson, querido —murmura tras élConnie, como un apuntador en el teatro.Cuanto más sabe, más cuenta y cuantomás cuenta más recibe. Karla sólo paga

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por cosas buenas, y aun así le cuestamucho pagar bien.

En el setenta y tres, dice di Salis,tras hacer todas las confesionescorrespondientes, Nelson queda incluidoen el comité revolucionario municipalde Shanghai y se le nombra responsablede una unidad naval del Ejército deLiberación del Pueblo. Seis mesesdespués…

—¿Fecha? —interrumpe Smiley.—Julio del setenta y tres.—¿Cuándo fue rehabilitado

oficialmente Nelson, entonces?—El proceso se inició en enero del

setenta y tres.

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—Gracias.Seis meses después, continúa di

Salis, se comprueba que Nelson actúa,con una función no especificada, en elComité Central del Partido ComunistaChino.

—Puro humo —dice en voz bajaGuillam, y Molly Meakin le aprieta lamano, disimuladamente.

—Y en un informe de los primos —dice di Salis—, sin fecha, comosiempre, pero bien respaldado, Nelsonaparece como asesor informal delComité de Municiones y Pertrechos delMinisterio de Defensa.

En vez de orquestar esta revelación

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con su serie de muecas y gestoshabituales, di Salis consigue permanecerinmóvil como una piedra,espectacularmente.

—En términos de elección, jefe —continúa tranquilamente—, desde unpunto de vista operativo, nosotros,desde el sector chino de la casa,consideraríamos ésta una posición claveen el conjunto de la administraciónchina. Si pudiésemos elegir un puestopara un agente dentro de la Chinacontinental, el de Nelson quizás fuese elmejor.

—¿Razones? —inquiere Smiley, aúnalternando entre las notas y la carpeta

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abierta que tiene delante.—La Marina china está aún en la

edad de piedra. Nosotros tenemos uninterés oficial en los secretos técnicoschinos, naturalmente, pero en realidad lomás importante para nosotros, como sinduda para Moscú, son los datosestratégicos y políticos. Aparte de esto,Nelson podría suministrarnosinformación sobre la capacidad globalde los astilleros chinos. Y, por otraparte, podría informarnos del potencialchino en cuanto a submarinos se refiere,que es un tema que lleva años aterrandoa los primos. Y añadiría que también anosotros, un poco.

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—¡Pues imaginad lo que sentiráMoscú! —murmura inopinadamente unviejo excavador.

—Teóricamente, los chinos estáncreando una versión propia delsubmarino ruso tipo G—2 —explica diSalis—. Nadie sabe gran cosa alrespecto. ¿Tienen un modelo propio?¿Con cuatro cámaras o con dos? ¿Vanarmados con proyectiles mar—aire omar—mar? ¿Qué asignación financieratienen para esto? Se habla de un modelotipo Han. Nos dijeron que habíanproyectado uno en el setenta y uno.Nunca hemos tenido confirmación. Sedice que en Dairen, en el sesenta y

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cuatro, construyeron un modelo tipo Garmado con proyectiles balísticos, peroaún no ha habido confirmación oficial.Y así sucesivamente —dice di Salisdespectivamente, pues, como la mayoríade los del Circus, siente una profundaantipatía por las cuestiones militares ypreferiría objetivos más artísticos—.Los primos pagarían una fortuna pordatos rápidos y seguros sobre estostemas. En un par de años, Langleypodría gastar en eso cientos de millonesen investigación, vuelos de espionaje,satélites, instrumentos de escucha y sabeDios qué… y aun así no obtener unarespuesta que fuese ni la mitad de buena

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que una foto. Así que si Nelson…El doctor deja la frase en el aire, lo

cual resulta muchísimo más eficaz queconcluirla.

—Bi en hecho, doctor —murmuraConnie, pero aun así, durante un rato,nadie habla.

El que Smiley siga tomando notas, ysus constantes consultas a la carpeta, lesfrena a todos.

—Tan bueno como Haydon —murmura Guillam—. Mejor. China es laúltima frontera. El hueso más duro deroer.

Smiley, una vez terminados, alparecer, sus cálculos, se retrepa en su

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asiento.—Ricardo hizo su viaje unos meses

después de la rehabilitación oficial deNelson —dice.

Nadie se considera en condicionesde poner esto en duda.

—Tiu va a Shanghai y seis semanasdespués, Ricardo…

En el lejano fondo, Guillam oyeladrar el teléfono de los primosconectado a su despacho, y, segúndeclararía más tarde con la mayorfirmeza (quién sabe si fue verdad o fuepercepción retrospectiva), ladesagradable imagen de Sam Collinsbrotó conjurada entonces de su recuerdo

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subconsciente, como el genio de unalámpara, y una vez más se preguntócómo habría cometido la imprudencia dedejar que Sam Collins le entregara aMartello aquella carta decisiva.

—Nelson tiene otra alternativa, jefe—continúa di Salís, en el momento enque todos suponían que había terminadoya—. No hay ninguna prueba, pero,dadas las circunstancias, creo que debomencionarlo. Es un informeintercambiado con los alemanesoccidentales, con fecha de hace pocassemanas. Según sus fuentes, Nelson esdesde hace poco miembro de lo que, porfalta de información, hemos denominado

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El Club de Té de Pekín, un organismoembrionario que pensamos que ha sidocreado para coordinar las tareas de losServicios Secretos chinos. Se incorporóa él en principio como asesor devigilancia electrónica, y ha pasado luegoa ser miembro de pleno derecho.Funciona, por lo que hemos podidodeducir, como nuestro Grupo deDirección, más o menos. Pero he desubrayar que se trata de un tiro a ciegas.No sabemos absolutamente nada de losservicios chinos, y los primos tampoco.

Falto de palabras por una vezSmiley mira fijamente a di Salís, abre laboca, la cierra, luego se quita las gafas y

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las limpia.—¿Y el motivo de Nelson? —

pregunta, sin advertir aún el terco ladrardel teléfono de los primos—. Un tiro aciegas, doctor, ¿qué opina de eso?

Di Salis encoge teatralmente loshombros, y su pelo seboso corcoveacomo un estropajo.

—Oh, cualquiera sabe —diceirritado—. ¿Quién cree en motivos enestos tiempos? Quizás sea muy naturalque reaccionara favorablemente a lastentativas de reclutamiento deLeningrado, por supuesto, siempre quelas hiciesen como es debido. No se tratade una deslealtad, ni nada parecido, al

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menos doctrinalmente. Rusia era elhermano mayor de China. Bastaba conque le dijesen que le habían elegidocomo miembro de una vanguardiaespecial de supervisores. No me parecetan difícil.

Fuera de la sala del trono, elteléfono verde sigue sonando, lo queresulta notable. Martello no suele ser taninsistente. Sólo les está permitidocontestar a Guillam y a Smiley. PeroSmiley no lo ha oído y Guillam no estádispuesto a moverse mientras di Salisimprovisa sobre los posibles motivos deNelson para convertirse en topo deKarla.

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—Muchas personas que estaban enla misma posición que Nelson creyeronque Mao se había vuelto loco cuando laRevolución Cultural —explica di Salis,aún reacio a teorizar—. Hasta algunosde sus generales llegaron a pensarlo.Las humillaciones que sufrió Nelson lehicieron someterse exteriormente, perosupongo que en su interior debió sentirmucha rabia y muchos deseos devenganza… ¿quién sabe?

—Los pagos a Drake empezaroncuando la rehabilitación de Nelson eraya casi completa —objeta Smileysuavemente—. ¿Qué piensa de esto,doctor?

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Pero, sencillamente es ya demasiadopara Connie, que estalla una vez más.

—Oh, George, ¿cómo puedes ser taningenuo? Tú mismo puedes ver elmotivo, querido, puedes verlo de sobra.¡Esos pobres chinos no puedenpermitirse colgar a un técnico deprimera línea en el armario la mitad dela vida sin utilizarlo! Karla vio lo queiba a pasar, ¿no, doctor? Vio ladirección que llevaba el viento y lasiguió. Mantuvo al pobrecillo Nelsonsujeto a la cuerda y en cuanto empezó asalir otra vez del anonimato, le echóencima a sus hombres: «Somosnosotros, ¿te acuerdas? ¡Tus amigos!

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¡Nosotros no dejamos que te hundas!¡Nosotros no te escupimos por la calle!¡Volvamos al trabajo!» ¡Tú harías lamisma jugada, lo sabes de sobra!

—¿Y el dinero? —pregunta Smiley—. ¿El medio millón?

—¡Palo y zanahoria! Chantajeimplícito, recompensa enorme. Nelsonestá atrapado por los dos lados.

Pero es di Salis, pese al exabruptode Connie, quien tiene la última palabra:

—Él es chino. Es pragmático. Eshermano de Drake. No puede salir deChina…

—Por ahora —dice Smileysuavemente, mirando de nuevo la

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carpeta.—… y sabe muy bien cuál es su

valor de mercado para los ServiciosSecretos rusos. «Las ideas políticas nopueden comerse, no puedes acostartecon ellas», decía Drake, así que por quéno ganar dinero con ellas…

—Para el día en que puedas dejarChina y gastarlo —concluye Smiley y,mientras Guillam sale de puntitas deldespacho, cierra la carpeta y toma lahoja de notas—. Drake intentó sacarleuna vez y fracasó. Así que Nelsonrecogió el dinero de los rusos esperandoque… ¿esperando qué? Que Drake tengamás suerte, quizás. Al fondo había

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cesado al fin el insistente aullar delteléfono verde.

—Nelson es un topo de Karla —subraya por último Smiley, casi para síuna vez más—. Está sentado sobre untesoro de secretos chinos de valorincalculable. Eso es todo lo quetenemos. Está a las órdenes de Karla.Las órdenes en sí son para nosotros deun valor incalculable. Pueden indicamosexactamente lo que saben los rusos de suenemigo chino e incluso lo que seproponen respecto a él. Podríamosobtener muchos negativos. ¿Sí, Pete?

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No hay una transición en latransmisión de noticias trágicas. Hay unaidea en pie y al minuto siguiente yacedestruida, y, para los afectados, elmundo ha cambiado irrevocablemente.Guillam había utilizado, sin embargo, amodo de almohadilla, papel timbradooficial del Circus y la palabra escrita.Escribiendo su mensaje a Smiley en unimpreso esperaba que sólo el verlo lepreparase por adelantado. Se acercóquedamente a la mesa con el impreso enla mano, lo dejó sobre el cristal de lamesa y esperó.

—Charlie Mariscal, el otro piloto,vamos a ver… —dijo Smiley, aún sin

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darse cuenta. ¿Le han localizado ya losprimos, Molly?

—Su historia es muy parecida a lade Ricardo —replicó Molly Meakin,mirando extrañada a Guillam.

Guillam, inmóvil junto a Smiley, sehabía puesto de pronto pálido y parecíamayor y enfermo.

—Voló igual que Ricardo para losprimos en la guerra de Laos, señorSmiley. Fueron condiscípulos en laescuela de aviación secreta de Langley,en Oklahoma. Prescindieron de élcuando terminó lo de Laos y no havuelto a saberse nada. Los del Ejecutivodicen que ha estado transportando opio,

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pero dicen lo mismo de todos los pilotosde los primos.

—Creo que deberías leer esto —dijo Guillam, señalando con firmeza elmensaje.

—Mariscal debe ser el próximopaso de Westerby. Hay que seguirpresionando —dijo Smiley.

Y, cogiendo al fin el impreso, lopuso críticamente a la izquierda, dondela lámpara daba más luz. Leyó,enarcadas las cejas y fruncidos loslabios. Leyó dos veces, como siempre.No cambió de expresión, pero los queestaban cerca dijeron que desapareciótodo movimiento de su rostro.

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—Gracias, Pete —dijo quedamente,posando de nuevo el papel—. Gracias atodos los demás. Me gustaría que sequedasen Connie y el doctor un momentomás. A los demás les deseo una buenanoche de descanso.

Entre los más jóvenes se recibió estedeseo con alegres risas pues ya pasabamucho de la media noche.

La chica del piso de arriba, unalimpia muñeca de piel tostada, dormíaparalela a una de las piernas de Jerry,rolliza e inmaculada frente a la luznocturna anaranjada del cielo de Hong

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Kong, empapado de lluvia. Roncaba conla cabeza fuera, y Jerry miraba a laventana pensando en Lizzie Worthington.Pensaba en aquellas dos cicatricesgemelas que tenía en la barbilla y sepreguntó de nuevo quién se las habríahecho. Pensó en Tiu, se lo imaginó comoel carcelero de Lizzie, y se repitió lo deescritor de caballos hasta sentirserealmente furioso. Se preguntó cuántotendría que esperar, y si al final podríatener una oportunidad con ella, que eratodo lo que pedía: una oportunidad. Lachica se movió, pero sólo para rascarsela rabadilla. De la puerta contigua lellegó el tintineo ritual de los de la fiesta

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acostumbrada de mah—jong quelavaban las piezas antes de mezclarlas.

Al principio, la chica no había sidodemasiado sensible al galanteo de Jerry(un chorro de notas desapasionadas,introducidas en el buzón de la chica atodas horas en los días anteriores), peronecesitaba pagar la factura del gas.Oficialmente, era propiedad de unhombre de negocios, pero últimamentelas visitas de éste se habían idoespaciando más hasta cesar del todo,con el resultado de que la muchacha nopodía permitirse ni las consultas a laadivinadora del futuro ni el mah—jong,ni las elegantes ropas en que había

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puesto el corazón para el día en que depronto apareciese en las películas dekung fu. Así que sucumbió, pero sobreuna base claramente financiera. Suprincipal temor era que se supiese quehacía de consorte del odioso kwailo.Por esta razón, se había puesto todo suequipo de calle para bajar una planta;impermeable castaño con hebillas detrasatlántico de bronce en lashombreras, botas amarillas de plástico yun paraguas de plástico con rosas rojas.Todo este equipo yacía ahora esparcidopor el suelo cual armadura después de labatalla, y la chica dormía con el mismonoble agotamiento. Así que cuando sonó

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el teléfono, su única reacción fue unsoñoliento taco en cantonés.

Jerry lo descolgó, albergando laestúpida esperanza de que fuera Lizzie.Pero no era Lizzie.

—Mueve el culo, rápido —le dijoLuke—. Y Stubbsie te amará. Ven aquí.Estoy haciéndote el favor másimportante de nuestra carrera.

—¿Dónde es aquí? —preguntó Jerry.—Te estoy esperando abajo, animal.Hubo de quitarse a la chica de

encima para salir, pero la chica nisiquiera despertó.

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Brillaban las calles con la lluviainesperada y la luna tenía un espesohalo. Luke conducía como si fuese en unjeep, en primera, con cambios bruscosen las curvas. El coche estaba empapadodel aroma del whisky.

—Pero qué has conseguido, poramor de Dios, dime —preguntaba Jerry—. ¿Qué pasa?

—Buena carne. Tú calla.—No quiero carne. Estoy servido.—Esta la querrás. Claro que la

querrás.Iban hacia el túnel del puerto. De un

lateral salió bamboleándose un grupo deciclistas que iban sin luces y Luke tuvo

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que subirse al arcén central para noatropellarles. Busca un edificio grande,le dijo a Jerry. Les pasó un cochepatrulla, con todas las lucesparpadeando. Creyendo que iban apararle, Luke bajó el cristal de laventanilla.

—Somos de la Prensa, idiotas —chilló—. Somos estrellas, ¿me oís?

Dentro del coche patrulla vieron, depasada, fugazmente, a un sargento chinocon su chófer y a un europeo de airemajestuoso que iba atrás retrepado comoun juez. Delante de ellos, a la derecha,apareció de pronto el edificioprometido, una jaula de amarillas

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jácenas y andamiaje de bambú lleno des u d o r o s o s coolies. Las grúas,resplandecientes por la lluvia, sebalanceaban sobre ellos como látigos.La iluminación partía del suelo y sedesparramaba inútil en la niebla.

—Busca un edificio bajo —ordenóLuke, reduciendo a sesenta—. Está muycerca. Blanco. Busca un sitio blanco.

Jerry lo señaló, un recinto de dosplantas de goteante estuco, ni nuevo niviejo, con una plataforma de bambú deunos siete metros junto a la entrada y unaambulancia. La ambulancia estabaabierta y los tres enfermeros mataban eltiempo, fumando y mirando a los

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policías que andaban por el patio deentrada como si se tratase de un motín.

—Está regalándonos una hora deventaja sobre los demás.

—¿Quién?—El Rocker. ¿Quién iba a ser?—¿Por qué?—Porque me pegó, supongo. Y me

ama. Y a ü también. Dijo que no meolvidase de traerte.

—¿Por qué?La lluvia caía inexorable.—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—remedó Luke furioso—. ¡Date prisa ycalla!

La plataforma de bambú era

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desproporcionada, más alta que la paredde fachada. Había un par de sacerdotescon hábito color naranja cobijados enella, tocando címbalos. Un tercerosostenía un paraguas. Había puestos deflores, caléndulas sobre todo, y cochesfúnebres, y de un lugar no visiblellegaban rumores de pausado exorcismo.El vestíbulo de entrada era un selváticopantano que apestaba a formol.

—Enviado especial del Gran Mu —dijo Luke.

—Prensa —dijo Jerry.El policía les hizo señal de que

pasaran, sin mirar los carnets.—¿Dónde está el Superintendente?

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—dijo Luke.El olor a formol era espantoso. Les

guió un joven sargento. Cruzaron unapuerta de cristal y pasaron a una sala,donde ancianos de ambos sexos, unostreinta, en pijama casi todos, esperabanflemáticos como si se tratara de un trende madrugada, bajo lámparas de neónsin pantalla y un ventilador eléctrico. Unviejo carraspeó, y escupió en el suelo demosaico verde. Sólo el yeso lloraba. Alver a aquellos kwailos gigantes, loscontemplaron con cortés desconcierto.El consultorio del patólogo era amarillo.Paredes amarillas, postigos amarillos,cerrados. Un aparato de aire

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acondicionado que no funcionaba. Losmismos mosaicos verdes, fáciles delavar.

—Un olor maravilloso —dijo Luke.—Como en casa —subrayó Jerry.Jerry deseaba que fuese combate. El

combate siempre resultaba más fácil. Elsargento les dijo que esperasen unmomento a que él saliera. Oyeronrechinar de camillas de ruedas, vocesapagadas, el golpe de la puerta delrefrigerador, pausado siseo de suelas degoma. Junto al teléfono había unvolumen de la Anatomía de Gray. Jerryse puso a hojearlo, mirando lasilustraciones. Luke se instaló en una

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silla. Un ayudante de botas de gomacortas y mono trajo té. Tazas blancas,círculos verdes y el monograma de HongKong con una corona.

—¿Puede usted decirle al sargentoque se dé prisa, por favor? —dijo Luke—. Dentro de un minuto estará aquí todala ciudad.

—¿Por qué nosotros? —dijo denuevo Jerry.

Luke vertió parte del té en el suelode mosaico y mientras el té corría haciael desagüe, rellenó la taza con subotellita de whisky. Volvió el sargentoal fin, y les hizo una rápida seña con sudelgada mano. Volvieron a seguirle por

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la sala de espera. Por aquel lado nohabía ninguna puerta, sólo un pasillo yun recodo que parecía un urinariopúblico, y allí estaban. Lo primero quevio Jerry fue una camilla de ruedas todadesportillada. No hay nada que dé tantasensación de vejez y abandono como elequipo hospitalario en mal estado,pensó. Las paredes estaban cubiertas deun moho verde, colgaban del techoverdes estalactitas y en un rincón habíauna escupidera desconchada llena depañuelitos de papel. Jerry recordó queles limpiaban las narices antes delevantar la sábana para enseñarlos. Esuna cortesía para que no te impresiones

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demasiado. Los vahos del formol leirritaban los ojos. Había un patólogochino sentado junto a la ventana tomandonotas en un cuaderno. Había tambiénotros dos ayudantes y más policías.Parecía flotar en el ambiente un deseogeneral de disculparse. Jerry no podíaentenderlo. El Rocker les ignoraba.Estaba en un rincón cuchicheando con elcaballero de aire majestuoso que iba enla parte trasera del coche patrulla, peroel rincón no estaba muy lejos y Jerry oyó«una mancha para nuestra reputación»dos veces, en tono nervioso e iracundo.El cadáver estaba tapado con una sábanablanca con una cruz azul en ella de

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brazos iguales. Así pueden utilizarse enambos sentidos, pensó Jerry. Era laúnica camilla que había en la habitación.La única sábana. El resto de laexposición estaba dentro de los dosgrandes refrigeradores de puertas demadera, lo bastante grandes para poderentrar sin agacharse, grandes como elalmacén de una carnicería. Luke estabafuera de sí de impaciencia.

—¡Rocker, por Dios! —gritó—.¿Cuánto tiempo piensas tenernos aquí?Tenemos cosas que hacer.

Nadie le prestó atención y, cansadoya de esperar, levantó la sábana. Jerrymiró y apartó la vista. La sala de

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autopsias estaba en la puerta de al lado,y podía oír el ruido de la sierra como elgruñir de un perro.

No es extraño que todos estén tanavergonzados, pensó tontamente Jerry.Traer un cadáver ojirredondo a unsitio como éste.

—D i o s santo —decía Luke—.Válgame Dios. ¿Quién pudo hacérselo?¿Cómo se hacen esas marcas? Esto escosa de una sociedad secreta. Jesús.

La goteante ventana daba al patio.Jerry pudo ver cómo se balanceaba elbambú en la lluvia y pudo ver laslíquidas sombras de una ambulancia quetraía otro cliente, pero dudaba que

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hubiese otro con el aspecto de aquél.Había llegado un fotógrafo de la policíay estaba tomando fotos. Había unteléfono en la pared. El Rocker hablabapor él. Aún no había mirado siquiera aLuke. Ni a Jerry.

—Quiero que lo saquen de aquí —dijo el augusto caballero.

—En cuanto usted quiera —dijo elRocker.

Luego, se volvió al teléfono y dijo:—En la Ciudad Amurallada,

señor… Sí, señor… en una calleja,señor. Desnudo. Mucho alcohol… Elmédico forense le reconoció en seguida,señor. Sí señor, han llegado ya del

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Banco, señor.Colgó y gruñó para sí:—Sí señor, no señor, a sus pies,

señor. Luego marcó un número. Luketomaba notas.

—Dios mío —decía sobrecogido—.Dios mío. Deben haber estado semanasmatándole. Meses.

Le han matado dos veces, enrealidad, pensaba Jerry. Una parahacerle hablar y otra para hacerle callar.Las cosas que le habían hecho primerose veían por todo el cuerpo, en señalesgrandes y pequeñas, era como cuandocae fuego en una alfombra, hace unagujero y luego, de pronto, desaparece.

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Después, estaba lo del cuello, unamuerte distinta, más rápida, diferentepor completo. Eso se lo habían hecho alfinal, cuando ya no le necesitaban.

Luke se dirigió al forense.—Dele la vuelta, ¿quiere? ¿Le

importaría darle la vuelta, por favor?El Superintendente había colgado el

teléfono.—¿Qué historia es ésta? —le dijo

directamente a Jerry—. ¿Quién es?—Se llama Frost —dijo el Rocker,

mirando a Jerry con su párpado caído—.Empleado del South Asian and China.Departamento de Cuentas enAdministración.

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—¿Quién le mató? —preguntó Jerry.—Sí, ¿quién lo hizo? Ésa es la

cuestión —dijo Luke escribiendoafanosamente.

—Los ratones —dijo el Rocker.—En Hong Kong no hay sociedades

secretas, ni comunistas, ni Kuomintang.¿Eh, Rocker?

—Ni putas —gruñó el Rocker.El augusto caballero le ahorró al

Rocker una respuesta más amplia.—Un caso cruel de atraco —

proclamó, por encima del hombro delpolicía—. Un atraco despiadado einhumano que demuestra que hace faltauna vigilancia pública constante. Era un

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empleado leal del Banco.—Eso no fue un atraco —dijo Luke,

mirando de nuevo a Frost—. Eso fue unafiesta.

—El hombre tenía algunas amistadesmuy raras, desde luego —dijo elRocker, mirando aún a Jerry.

—¿Qué quiere decir con eso? —dijoJerry.

—¿Qué se sabe hasta el momento?—dijo Luke.

—Estuvo en la ciudad hasta medianoche. De fiesta con dos chinos. Unburdel tras otro. Luego le perdimos.Hasta anoche.

—El Banco ofrece una recompensa

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de cincuenta mil dólares —dijo elhombre augusto.

—¿Hong Kong o USA? —dijo Luke,escribiendo.

El hombre de aire augusto dijo«Hong Kong», en un tono muy agrio.

—Ahora, muchachos, calma —advirtió el Rocker—. Hay una esposaenferma en el Hospital Stanley y haychicos…

—Y está la reputación del Banco —dijo el hombre augusto.

—Ésa será nuestra principalpreocupación —dijo Luke.

Salieron al cabo de media hora, aúncon ventaja de sobra sobre sus colegas.

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—Gracias —le dijo Luke alSuperintendente.

—De nada —dijo el Rocker.Jerry se dio cuenta de que al Rocker

cuando estaba cansado le lagrimeaba elpárpado caído.

Hemos sacudido el árbol, pensó,mientras se alejaban. Sí, amigo, lohemos sacudido a conciencia.

Estaban sentados en las mismasposturas, Smiley en el escritorio, Connieen su silla de ruedas, di Salis mirando laespiral de humo que salía de su pipa.Guillam estaba de pie junto a Smiley,

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aún con el rechinar de la voz deMartello en los oídos. Smiley limpiabalas gafas con el extremo de la corbata,con un lento movimiento circular delpulgar.

Di Salis, el jesuita, fue quien hablóprimero. Era quizás el que tenía quedefenderse más.

—No hay ninguna razón lógica pararelacionarnos con este incidente. Frostera un libertino. Tenía mujeres chinas.Era abiertamente corrupto. Cogiónuestro dinero sin remilgos. Dios sabecuántas veces habrá cogido propinasparecidas. No me consideroresponsable.

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—Oh, vamos —murmuró Connie.Estaba sentada, con cara

inexpresiva, con el perro durmiendo ensu regazo. Las manos agarrotadasapoyadas en los lomos del animal por elcalor. Al fondo, el oscuro Fawn servíaté.

Smiley habló mirando el impreso.Nadie le había visto la cara desde que lahabía inclinado para leerlo.

—Connie, quiero los datos —dijo.—Sí, querido.—¿Quién sabe, fuera de estas cuatro

paredes, que presionamos a Frost?—Craw. Westerby. El policía de

Craw. Y si tienen un poco de

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inteligencia, los primos lo deducirán.—No Lacon ni Whitehall.—Ni Karla, querido —proclamó

Connie, mirando de reojo el oscuroretrato.

—No. Karla no. Estoy convencido.Pero todos percibían en su voz la

intensidad del conflicto, el esfuerzo desu intelecto por forzar a la voluntad asobreponerse a la emoción.

—Para Karla —continuó— seríauna reacción demasiado exagerada. Sise descubre una cuenta bancaria secreta,lo único que pasa es que hay que abrirotra en otro sitio. Él no necesita haceresto.

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Alzó en las puntas de los dedos elimpreso unos centímetros del cristal.

—El plan salió como esperábamos.La reacción fue simplemente… —empezó de nuevo—. La reacción fuemás de lo que esperábamos. Desde elpunto de vista operativo no hayproblema. Operativamente hemosavanzado en el caso.

—Les hemos arrastrado, querido —dijo Connie, con firmeza.

Di Salis se descompuso porcompleto:

—Insisto en que no debes hablarcomo si todos fuésemos cómplices deesto. No se ha demostrado que exista

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ninguna relación y considero denigranteque sugieras que la hay.

Smiley se mostró distante en surespuesta.

—Yo consideraría denigrante decirotra cosa. Fui yo quien ordenó tomaresta medida. Me niego a no asumir lasconsecuencias sólo porque seandesagradables. Asumo laresponsabilidad. Lo importante es queno nos engañemos a nosotros mismos.

—El pobre infeliz no sabía bastante,¿eh? —musitó Connie, aparentementepara sí. Al principio, nadie la entendió.Luego, Guillam dijo: ¿Qué quiso decircon eso?

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—Frost no tenía nada que contar,querido —explicó Connie—. Eso es lopeor que puede sucederle a uno. ¿Quépodía decirles él? Un agresivoperiodista llamado Westerby. Eso ya lotenían ellos, querido. Así que, claro,siguieron. Y siguieron.

Se volvió hacia Smiley. Era el únicoque compartía tanta experiencia comoella.

—Recuerdas, George, loconvertimos en una norma, cuando loschicos y las chicas tenían que actuar.Siempre les dábamos algo que pudieranconfesar, pobrecillos.

Fawn posó con amoroso cuidado una

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taza de té de papel en la mesa deSmiley, con una rodaja de limónflotando en el té. Su sonrisa de calaveradespertó la furia reprimida de Guillam.

—Cuando hayas acabado con eso,lárgate —le dijo al oído. Aún sonriendo,Fawn se fue.

—¿Qué estará pensando Ko en estemomento? —preguntó Smiley, mirandotodavía el impreso. Tenía las manosunidas bajo la barbilla, como siestuviera rezando.

—Temor y desconcierto —proclamóConnie, muy segura—. La Prensa alacecho, Frost muerto y aún no ha podidodescubrir nada más.

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—Sí. Sí, tiene que estar nervioso.«¿Podrá impedir que explote el dique?¿Podrá tapar las filtraciones? Además,¿dónde están esas filtraciones?…» Estoes lo que queríamos, lo hemosconseguido.

Hizo luego un levísimo movimientocon la cabeza inclinada y señaló haciaGuillam.

—Peter —dijo—, les pedirás porfavor a los primos que aumenten suvigilancia de Tiu. Puestos estáticos sólo,diles. Nada de trabajo de calle. No hayque espantar la caza, no quierodisparates de ese tipo. Teléfono, correo,sólo las cosas fáciles. Doctor, ¿cuándo

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hizo Tiu su última visita al Continente?Di Salis aportó con acritud el dato.—Hay que determinar la ruta que

siguió y dónde compró el billete, por sivuelve a hacerlo.

—Ya está en archivo —replicómalhumorado di Salís, con un gruñidomuy desagradable, mirando al cielo yencogiendo los hombros y los labios.

—Entonces, tenga la bondad deanotármelo en un papel aparte —replicóSmiley, con infatigable entereza.

Luego, continuó en el mismo tonoliso:

—Westerby —dijo, y por unsegundo, Guillam tuvo la angustiosa

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sensación de que Smiley sufría algúntipo de alucinación y creía que Jerryestaba allí también en la habitación,dispuesto a recibir sus órdenes, comotodos los otros—. Puedo sacarle…puedo hacerlo. Puede llamarle elperiódico. ¿Por qué no? ¿Qué pasaríaentonces? Ko espera. Escucha. No oyenada. Se relaja.

—Y entran en escena los héroes denarcóticos —dijo Guillam, mirando elcalendario—. Sol Eckland cabalga denuevo.

—O le saco y le sustituyo, ycontinúa la tarea otro agente de campo.¿Correría menos riesgo que el que corre

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ahora Westerby?—Eso no resulta nunca —murmuró

Connie—. Lo de cambiar caballos.Jamás. Lo sabes de sobra. Información,adiestramiento, nuevas relaciones.Jamás.

—¡Yo no veo que corra tantopeligro! —afirmó nervioso di Salis.

Guillam se volvió furioso, dispuestoa hacerle callar, pero Smiley se leadelantó.

—¿Por qué no, doctor?—Si aceptamos su hipótesis (yo no

la acepto), Ko no es un hombre violento.Es un hombre de negocios que hatriunfado y sus máximas son prestigio,

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sentido de la oportunidad, valía ytrabajo duro. Nadie ha dicho que sea unasesino. Desde luego, admito que tienegente y que quizás esa gente sea menosamable que él en lo tocante a métodos.Es algo muy parecido a nuestra relacióncon Whitehall. Y yo creo que eso noconvierte a los de Whitehall en gorilas.

Déjalo ya, por amor de Dios, pensóGuillam.

—Westerby no es un Frostcualquiera —insistió di Salis en elmismo tono nasal y didáctico—.Westerby no es un empleado deshonesto,Westerby no ha traicionado la confianzade Ko ni se ha embolsado el dinero de

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Ko ni el del hermano de Ko. Para Ko,Westerby representa a un granperiódico. Y Westerby ya le ha hechosaber (a través de Frost y a través deTiu, según tengo entendido) que elperiódico posee muchos más datossobre el asunto de los que tiene él. Kosabe cómo funciona el mundo.Eliminando a un periodista, no eliminaráel riesgo. Por el contrario, se echaráencima a todo el equipo.

—¿Qué piensa él entonces? —dijoSmiley.

—No está seguro. Más o menos loque dice Connie. No puede calibrar laamenaza. Los chinos hacen poco caso de

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las ideas abstractas, y menos aún de lassituaciones abstractas. Le gustaría que laamenaza se materializase. Y si nosucede nada concreto, supondrá que yalo ha hecho. Éste no es un hábito que selimite a Occidente. Amplío su hipótesis—se levantó—. No es que la apoye. Meniego a hacerlo. Me mantengo totalmenteal margen de ella.

Y, tras decir esto, salió. A una señade Smiley, Guillam le siguió. Sólo sequedó Connie.

Smiley había cerrado los ojos ytenía la frente crispada en un rígido nudoen el entrecejo. Connie guardó silenciolargo rato, Trot yacía como muerto en su

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regazo, y ella le miraba, acariciándolela tripa.

—A Karla no le importaría nada,¿verdad, querido? —murmuró—. Ni unFrost muerto, ni diez. Ésa es ladiferencia, en realidad. No podemosdefinirla con más amplitud, eh, en estosmomentos… ¿Quién era el que decía«nosotros luchamos por lasupervivencia del Hombre Racional?»¿Steed—Asprey? ¿O era Control? Megustó esa frase. Lo incluía todo. Hitler,la nueva cosa. Eso es lo que somosnosotros. Racionales. ¿Verdad que sí,Trot? No sólo somos ingleses, somosracionales.

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Bajó un poco la voz y añadió:—¿Qué me dices de Sam, querido?

¿Has pensado algo?Smiley tardó aún un buen rato en

hablar, y cuando lo hizo su tono eraáspero, un tono como para mantener aConnie a distancia.

—Tiene que seguir igual. No debehacer nada hasta que tenga luz verde. Éllo sabe. Tiene que esperar luz verde.

Luego, hizo una profunda inspiracióny expulsó el aire lentamente.

—Quizás no le necesitemos —continuó—. Puede que consigamosarreglarlo todo perfectamente sin él.Depende más que nada de lo que haga

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Ko.—George querido, querido George.En un silencio ritual, Connie se

acercó a la chimenea, cogió el atizadory, con un inmenso esfuerzo, movió lasbrasas, sosteniendo al perro con la manolibre.

Jerry estaba de pie en la ventana dela cocina, viendo cómo la amarillentaaurora se abría paso en la niebla delpuerto. La noche anterior había habidotormenta, recordó. Debía haberempezado una hora antes de quetelefonease Luke. Jerry la había seguido

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desde el colchón, mientras la chicaroncaba a su lado. Primero el olor de lavegetación, luego el viento resollandoculpable en las palmeras, como el frotarde dos manos secas. Luego, el silbar dela lluvia, como toneladas de perdigonesfundidos echados al mar. Por último, lalluvia y los relámpagos estremeciendoel puerto en largas y lentas bocanadas,mientras retumbaban sobre losbamboleantes tejados salvas de truenos.Yo le maté, pensó. Se mire como semire, fui yo quien le dio el empujón.«No son sólo los generales, sino cadahombre que empuña un fusil.» Citarfuente y contexto.

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Sonó el teléfono. Que suene, pensó.Probablemente Craw, que se ha meadoen los pantalones. Descolgó el aparato.Luke parecía más norteamericano quenunca:

—¡Eh, amigo! ¡La gran función!Stubbsie acaba de cablegrafiar. Personalpara Westerby. Prepárate. ¿Quieres quete lo lea?

—No.—Un paseíto por la zona de guerra.

Las líneas aéreas de Camboya y laeconomía de asedio. ¡Nuestro hombre enmedio de las bombas y la metralla!¡Estás de suerte, marinero! ¡Quieren quete vuelen el culo de un zambombazo!

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Y que deje a Lizzie para Tiu, pensó,colgando.

Y, sin duda alguna, también para esecabrón de Collins, que andaacechándola en la sombra como untratante de blancas. Jerry habíatrabajado para Sam un par de vecescuando Sam era sólo el señor Mellon deVientiane, un astuto y prósperocomerciante, cabecilla de los timadoresojirredondos de la localidad. Era elsinvergüenza más desagradable quehabía visto en su vida.

Volvió a su puesto en la ventanapensando de nuevo en Lizzie, alláarriba, en su frívola azotea. Pensando en

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el buen Frost, y en su amor a la vida.Pensando en el olor que le habíarecibido al regresar allí, a su piso.

Estaba en todas partes. Por encimadel hedor del desodorante de lamuchacha, del olor a cigarrillos ranciosy a gas y del olor al aceite con quecocinaban en el piso de al lado losjugadores de mah—jong. Al percibirlo,Jerry había trazado en su imaginación laruta que había seguido Tiu en suincursión: dónde se había entretenido ydónde se había apresurado en surecorrido por las ropas de Jerry, lasdefensas de Jerry y las escasasposesiones de Jerry. Aquel olor a agua

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de rosas y almendras, que era elpreferido de su antigua esposa.

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15Ciudad sitiada

Cuando sales de Hong Kong, éstadeja de existir. Cuando has dejado atrásal último policía chino con botas ypolainas inglesas y retienes el alientomientras corres a veinte metros porencima de los grises y míseros tejados,cuando las islas próximas se hanachicado en la niebla azul, sabes que hacaído el telón, que han desaparecido lossoportes y que la vida que allí vivías erapura ilusión. Pero esta vez, de pronto,Jerry no pudo experimentar esta

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sensación. Llevaba consigo el recuerdodel asesinado Frost y el recuerdo de lachica, viva aún, y seguían con él cuandollegó a Bangkok. Le llevó, comosiempre, todo el día encontrar lo queandaba buscando. Como siempre, estuvoa punto de renunciar. Según su opinión,esto le pasaba en Bangkok a todo elmundo: al turista que buscaba una wat,al periodista que buscaba un reportaje…o a Jerry, que buscaba al amigo y sociode Ricardo, a Charlie Mariscal. Lo quebuscas está sentado al fondo de algunacondenada calleja, encostado entre uncenagoso klong y un montón deescombros, y te cuesta cinco dólares

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norteamericanos más de lo queesperabas. Además, aunqueteóricamente estaban en la estación secade Bangkok, Jerry no recordaba haberestado allí sin que la lluvia cayera ensúbitas cascadas del cielo contaminado.Luego, la gente siempre le decía que lehabía tocado el día de lluvia.

Empezó en el aeropuerto porqueestaba ya allí y porque pensó que en elSudeste nadie puede volar mucho tiemposin pasar por Bangkok. Charlie ya noestaba por allí, le dijeron. Alguien leaseguró que Charlie había dejado devolar después de la muerte de Ric. Otrodijo que estaba en la cárcel. Otro dijo

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después que lo más probable era queestuviese en «uno de los escondrijos».Una encantadora azafata de Air Vietnamdijo con una risilla que Charlie estabahaciendo viajes de opio a Saigón. Ellasólo le había visto en Saigón.

—¿Desde dónde? —preguntó Jerry.—Quizás Fnom Penh, quizás

Vientiane —dijo ella… pero el destinode Charlie, insistió la azafata, erasiempre Saigón y nunca paraba enBangkok. Jerry comprobó en la guíatelefónica y no apareció Indocharter. Porprobar, buscó también Mariscal, yencontró uno (era incluso Mariscal, C),llamó, pero tuvo que hablar no con el

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hijo de un señor de la guerra delKuomintang que se había autobautizadocon un título militar de elevado rango,sino con un desconcertado comercianteescocés que le decía «escuche, pásesepor aquí». Fue a la cárcel, dondeencierran a los farangs cuando nopueden pagar o han sido groseros con ungeneral, y comprobó las listas. Recorriólas galerías y miró por las rejas y hablócon un par de hippies enloquecidos.Pero éstos, aunque tenían mucho quedecir sobre su encarcelamiento, nohabían visto a Charlie Mariscal y nohabían oído hablar de él y, paraexpresarlo delicadamente, no les

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preocupaba lo más mínimo. De malhumor, se dirigió al supuesto sanatoriodonde los adictos disfrutaban de su«pavo frío»[3], y había mucho revueloporque un hombre que tenía puesta lacamisa de fuerza había conseguidosacarse los ojos con los dedos, pero noera Charlie Mariscal, no; y no teníanningún corso, ningún chico—corso y,desde luego, ningún hijo de un generaldel Kuomintang.

Así que Jerry empezó a revisar loshoteles en los que podían parar pilotosen tránsito. No le gustaba la tareaporque era agotadora y, másconcretamente, porque sabía que Ko

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tenía allí mucha gente a su servicio.Estaba convencido de que Frost lo habíacontado todo; sabía que los chinosultramarinos más ricos disponían devarios pasaportes legítimos y losswatowneses más aún. Sabía que Kotenía un pasaporte tailandés en elbolsillo y probablemente un par degenerales tailandeses además. Y sabíaque los tailandeses, cuando seenfadaban, mataban bastante másdeprisa y más concienzudamente quecasi todos los demás, aunque cuandocondenasen a un hombre a morirfusilado disparasen a través de unasábana extendida para no contravenir las

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leyes de Nuestro Señor Buda. Por estarazón, entre unas cuantas más, Jerry sesentía más bien incómodo voceando elnombre de Charlie Mariscal por losgrandes hoteles.

Probó en el Erawan, en el Hyatt, enel Miramar y en el Oriental y en unostreinta más. Y en el Erawan entróespecialmente animado, recordando queChina Airsea tenía una habitación allí, yque Craw decía que Ko la utilizaba confrecuencia. Se formó una imagen deLizzie con su pelo rubio haciendo deanfitriona para él o tendida junto a lapiscina bronceando su cuerpo esbeltomientras los ricachos sorbían whiskies y

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se preguntaban cuánto valdría una horade tiempo de aquella muchacha.Mientras hacía su recorrido, una súbitatormenta volcó gruesas gotas tan llenasde hollín que ennegrecían el dorado delos templos de las calles. El taxistaconducía su vehículo como un hidropatínpor las calles inundadas, eludiendo porcentímetros a los búfalos; lospintarrajeados autobuses tintineaban yles embestían; carteles de kung fuempapados de sangre les gritaban, peroMariscal, Charlie Mariscal, capitánMariscal no significaba nada para nadie,pese a que Jerry fue muy liberal con eldinero. Se ha conseguido una chica,

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pensó. Tiene una chica y utiliza la casade la chica, lo mismo que haría yo. En elOriental dio una buena propina alportero y se puso de acuerdo con él paraque recogiese cualquier recado y utilizóel teléfono y, sobre todo, obtuvo unrecibo por dos noches de estancia paraburlar a Stubbs. Pero su recorrido porlos hoteles le había asustado, se sentíaexpuesto y en peligro, así que paradormir cogió una habitación que tuvoque pagar por adelantado, un dólar pornoche, en un fonducho sin nombre de unacallejuela, donde no tenían en cuenta lasformalidades de la inscripción: Un lugarque era como una hilera de casetas de

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playa, donde todas las puertas de lashabitaciones se abrían directamente a laacera, para que la fornicación resultaramás fácil, donde había garajes abiertoscon cortinas de plástico que tapaban elnúmero de la matrícula del coche. Por latarde, se vio obligado a recorrer lasagencias de transporte aéreo,preguntando por una empresa llamadaIndocharter, aunque no lo hacía ya condemasiado entusiasmo, y se preguntabamuy en serio si no debería creer lo quele había dicho la azafata de Air Vietnamy seguir la pista hasta Saigón, cuandouna chica china de una de las agenciasdijo:

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—¿Indocharter? Esa es la línea delcapitán Mariscal.

Y le dio la dirección de una libreríadonde Charlie Mariscal compraba suliteratura y recogía la correspondenciacuando estaba en la ciudad. La libreríala llevaba también un chino, y cuandoJerry mencionó a Mariscal, el viejorompió a reír y dijo que hacía meses yaque Charlie no aparecía por allí. Elviejo era muy pequeño y tenía unosdientes postizos que parecían moversesolos.

—¿Él debe tú dinero? ¿CharlieMariscal debe tú dinero? ¿Estrellóavión de ti? —y rompió a reír de nuevo.

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Jerry rió con él.—Super. Bárbaro. Super, ¿qué es lo

que haces con toda la correspondenciacuando no viene él por aquí? ¿Se laenvías?

—Charlie Mariscal no recibirninguna correspondencia —dijo elviejo.

—Bueno, amigo, sí, pero si mañanallegase una carta, ¿adonde se lamandarías?

—A Fnom Penh —dijo el viejo,guardándose los cinco dólares, ycogiendo un papel de la mesa para queJerry pudiera anotar la dirección.

—Voy a comprarle un libro —dijo

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Jerry, echando un vistazo a lasestanterías—. ¿Qué es lo que le gusta aél?

—Flancés —dijo maquinalmente elviejo, y llevó a Jerry al piso de arriba yle enseñó su santuario de culturaojirredonda. Para los ingleses,pornografía impresa en Bruselas. Paralos franceses, hileras e hileras declásicos raídos: Voltaire, Montesquieu,Hugo. Jerry compró un ejemplar deCándido y se lo metió en el bolsillo.Los que visitaban aquella sección, eranal parecer celebridades ex—officio,pues el viejo sacó un libro de visitantesy Jerry firmó en él, J. Westerby,

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periodista. La columna de comentariosse prestaba a la burla, así que escribió«un elegantísimo establecimiento».Luego repasó las páginas anteriores ypreguntó:

—¿Firmó también aquí CharlieMariscal, amigo?

El viejo le enseñó la firma deCharlie Mariscal, un par de veces;«dirección: aquí», había escrito.

—¿Y su compañero?—¿Compañelo?—Capitán Ricardo.Al oír esto, el viejo se puso muy

solemne y le quitó el libro de la mano.

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Volvió al Club de CorresponsalesExtranjeros, al Oriental, y estaba vacío,a excepción de un grupo de japonesesque acababan de volver de Camboya. Leexplicaron la situación allí tal como lahabían visto el día anterior, y seemborrachó un poco. Y cuando se iba,ante su súbito horror, apareció el enano,que estaba en la ciudad para evacuarconsultas con la oficina local. Llevabaal rabo a un muchacho tailandés, lo quehacía que estuviera especialmenteanimado y vivaz:

—¡Vaya, Westerby! ¿Qué tal andahoy el Servicio Secreto?

Le gastaba esta broma a casi todo el

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mundo, pero, desde luego, no colaborócon ella a restablecer la paz mental deJerry. En el fonducho, bebió mucho máswhisky, pero los ejercicios de suscolegas de hospedaje le mantuvierondespierto. Por fin, por pura autodefensa,salió y se buscó una chica, unacriaturilla suave de un bar que quedabacalle arriba, pero cuando se quedó otravez sólo, sus pensamientos volvieron acentrarse en Lizzie. Le gustase o no, ellaera su compañera de lecho. ¿Hasta quépunto tendría conciencia de que estabacolaborando con ellos?, se preguntaba.¿Sabía lo que hacía en realidad cuandoavisó por teléfono a Tiu? ¿Sabía lo que

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le habían hecho a Frost los muchachosde Drake? ¿Sabía lo que podrían hacerlea Jerry? Se le había ocurrido incluso laidea de que ella pudiese haber estadoallí mientras lo hacían, y estepensamiento le abrumaba. No habíaduda, el cadáver de Frost aún estabafresco en su memoria. Era uno de susproblemas más graves.

A las dos de la madrugada, decidióque iba a darle un ataque de fiebre,sudaba y daba continuas vueltas en lacama. En una ocasión, oyó rumor deleves pisadas dentro de la habitación yse lanzó rápido a un rincón, arrancandouna lámpara de mesa de su

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portalámparas. A las cuatro, le despertóla asombrosa algarabía asiática:carraspeos cerdunos, campanas, gritosde viejos in extremis, cacarear de unmillar de gallos repiqueteando en lospasillos de mosaico y cemento. Luchócon las herrumbrosas cañerías e inicióla laboriosa tarea de librarse del goteopersistente del agua fría. A las cinco,sonó a todo volumen una radio que lesacó de la cama, y un quejido de músicaasiática anunció que había empezado eldía. Por entonces, se había afeitadocomo si fuera el día de su boda, y a lasocho, telegrafió sus planes al periódicopara que el Circus lo interceptara. A las

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once, cogió el avión para Fnom Penh.Cuando subía a bordo del Caravelle delas Líneas Aéreas Camboyanas, laazafata de tierra volvió hacia él surostro encantador y, en su inglés másmelodioso, le dijo:

—Que viaje asusto, señor.—Gracias. Sí. Super —dijo él, y

eligió un asiento del ala que es dondeuno tiene más posibilidades. Mientrasdespegaban lentamente, vio a un grupode gordos tailandeses jugandopésimamente al golf en un céspedperfecto, justo al lado de la pista.

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Había ocho nombres en la lista depasajeros cuando Jerry la leyó en laventanilla, pero sólo subió al avión otroviajero, un muchacho norteamericanovestido de negro, con una cartera. Elresto era carga, almacenada atrás ensacos de arpillera y cajas de junco. Unavión de asedio, pensó automáticamenteJerry. Entras con carga y sales consuerte. La azafata le ofreció un númeroatrasado del Jours de France y unabarrita de caramelo. Leyó el Jours deFrance para refrescar un poco sufrancés y luego recordó el Candide y sepuso a leerlo. Había traído un libro deConrad porque en Fnom Penh siempre

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leía a Conrad, le ayudaba a acordarse deque estaba en el último de los auténticospuertos fluviales conradianos.

Para aterrizar, entraron volando altoy luego bajaron a través de las nubes, enuna incómoda espiral para evitar elposible fuego de armas cortas quepudiera llegar de la selva. No habíaningún control de tierra, pero Jerrytampoco lo esperaba. La azafata nosabía lo cerca que podían estar de laciudad los khmers rojos, pero losjaponeses habían dicho quincekilómetros por todos los frentes, y dondeno había carreteras menos. Losjaponeses habían dicho que el

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aeropuerto se hallaba bajo fuegoenemigo, pero sólo de cohetes, yesporádicamente. Nada decientocincos… aún no, pero siempre hayun principio, pensó, Jerry. Las nubescontinuaban y Jerry pidió a Dios que elaltímetro funcionase bien. Luego, saltóhacia ellos la tierra color aceituna yJerry vio los cráteres de bombasesparcidos por doquier y las líneasamarillas de las huellas de las llantas delos convoys. Mientras aterrizaban congran ligereza sobre la pista agujereada,los inevitables niños desnudoschapoteaban alegremente en un cráterlleno de barro.

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El sol había surgido entre las nubesy, pese al estruendo del aparato, Jerrytuvo la ilusión de salir a un tranquilo díade verano. No había estado en su vidaen ningún sitio en que la guerra sedesarrollase en una atmósfera tal de pazcomo en Fnom Penh. Recordó la últimavez que había estado allí, antes de quecesaran los bombardeos. Unos pasajerosde Air France que iban camino de Tokiohabían estado haraganeando curiosospor la explanada, sin darse cuenta deque habían aterrizado en un campo debatalla. Nadie les dijo que seresguardaran. No había nadie con ellos.Los proyectiles aullaban sobre el

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aeropuerto, salían del perímetro, loshelicópteros de Air América posaban alos muertos en redes como aterradorascapturas de algún rojo mar, y el Boeing707 tuvo que arrastrarse por todo elaeropuerto en cámara lenta paradespegar. Jerry contempló hechizadocómo salía brincando del radio dealcance del fuego enemigo, esperandoconstantemente el zambombazo que ledijese que había sido alcanzado en lacola. Pero el avión siguió como si losinocentes fuesen inmunes, y desapareciódulcemente en el plácido horizonte.

Ahora, irónicamente, con el final tanpróximo, Jerry se dio cuenta de que se

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insistía sobre todo en la carga desupervivencia. Al fondo del aeropuerto,había inmensos aviones de transportenorteamericanos alquilados, Boeing 707y cuatrimotores turbopropulsados C—130, con la marca Transworld o BirdAirways o sin marca alguna. Aterrizabany despegaban en un torpe y peligrosotrasiego, trayendo municiones y arroz deTailandia y Saigón y combustible ymuniciones de Tailandia. En surecorrido apresurado hacia la terminal,Jerry vio dos aterrizajes, y en ambasocasiones contuvo el aliento esperandoel resollar final de los reactores aldebatirse y estremecerse para frenar

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dentro del revêtement, de cajas demuniciones rellenas de tierra en elextremo blando de la pista de aterrizaje.Antes incluso de que se detuvieran,grupos de servicio provistos dechaquetas antibalas y cascos se habíanconcentrado allí como pelotonesdesarmados para sacar de las cabinas decarga los preciosos sacos.

Pero ni siquiera los malos presagiospudieron destruir el placer que sentía alverse allí de vuelta.

—Vous restez combien de temps,Monsieur? —preguntó el funcionario deinmigración.

—Toujours, amigo —dijo Jerry—.

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Mientras me admitáis. Mes aún.Pensó en preguntar allí mismo por

Charlie Mariscal, pero el aeropuertoestaba lleno de policías y espías de todotipo y mientras no supiera contra lo quetenía que luchar, consideraba que eramás prudente no proclamar lo queperseguía. Había una variopintacolección de viejos aviones con nuevasinsignias, pero no pudo ver nada queperteneciese a Indocharter, cuyosdistintivos registrados, según le habíadicho Craw en la reunión informativa dedespedida, justo antes de salir de HongKong, eran, al parecer, los colores de lacuadra de Ko: gris y azul claro.

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Cogió un taxi y subió delante,rechazando cortésmente las amablesofertas de chicas, espectáculos, clubs ymuchachos, del taxista. Los flamboyantsformaban una deliciosa arcada de colornaranja contra el pizarroso cielomonzónico. Paró en una tienda deprendas de caballero para cambiarmoneda au cours flexible, una expresiónque le encantaba. Los cambistas demoneda, solían ser chinos, recordóJerry. Aquel era indio. Los chinos seiban antes, pero los indios se quedabana recoger la osamenta. Ciudades dechozas se extendían a derecha eizquierda de la carretera. Había

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refugiados acuclillados por todas partes,cocinando, dormitando en silenciososgrupos. Vio un círculo de niños sentadosque se pasaban un cigarrillo.

—Nous sommes un village avec unepopulation des millions —dijo eltaxista, en un francés de escolar.

Avanzó hacia ellos un convoy delejército, los faros encendidos, pegado alcentro de la carretera. El taxista semetió dócilmente en el barro. Cerraba lamarcha una ambulancia, ambas puertasabiertas. Los cadáveres estabanapilados con los pies hacia fuera, laspiernas parecían patas de cerdo,marmóreas y magulladas. Muertos o

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vivos, qué más daba. Pasaron ante ungrupo de casas construidas sobre pilaresdestrozadas por los cohetes, y entraronen una plaza francesa de provincias: unrestaurante, una épicerie, unacharcutería, anuncios de Byrrh y deCoca—cola. En la acera, niñosacuclillados, guardando botellas de vinode a litro llenas de gasolina robada.Jerry recordó también aquello: lo quehabía pasado en los bombardeos. Lasbombas hacían explotar la gasolina y elresultado era un baño de sangre.Volvería a pasar esta vez. Nadieaprendía nada, nada cambiaba, sebarrían los restos por la mañana.

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—¡Alto! —dijo Jerry, y le pasóinmediatamente al taxista el trozo depapel en el que había escrito ladirección que le habían dado en lalibrería de Bangkok. Había pensadoaparecer en la plaza de noche, y no aplena luz del día, pero le pareció quedaba igual ya.

—Yaller? —preguntó el taxista,mirándole sorprendido.

—Eso mismo, amigo.—Vous connaissez cette maison?—Son amigos míos.—A vous? Un ami à vous?—Periodista —dijo Jerry, con lo que

quedaba explicada cualquier locura.

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El taxista se encogió de hombros yenfiló el coche por un largo bulevar,pasó ante la catedral francesa y entrópor una calle cenagosa a cuyos lados sealineaban villas con patio que fueronhaciéndose más míseras a medida que seaproximaban a las afueras de la ciudad.Jerry le preguntó dos veces al taxistaqué tenía de especial aquella dirección,pero el taxista había perdido su simpatíay no quiso contestar a sus preguntas.Cuando se detuvo, insistió en que lepagase y se alejó a toda prisa, con unestruendo de cambios de marcha queparecía de repulsa. Era simplemente unavilla más, la mitad inferior oculta tras un

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muro interrumpido por unas verjas dehierro forjado. Pulsó el timbre y no oyónada. Intentó forzar la verja, pero nocedía. Oyó abrirse una ventana y creyóver, al alzar rápidamente la vista, cómodesaparecía tras la rejilla un rostromoreno. Luego, sonó la señal deapertura de la verja y ésta se abrió yJerry subió unos cuantos escalones,hasta un mirador de mosaico y otrapuerta, ésta de sólida teca, con unamirilla para mirar desde el interior, perono desde fuera. Esperó, luego accionócontundentemente el picaporte, y oyórepicar sus ecos por toda la casa. Lapuerta, era doble, con una juntura en el

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centro. Apretó la cara contra la juntura ypudo ver una franja de suelo de mosaicoy dos escalones, que parecían losúltimos de un tramo de escaleras. En elúltimo había dos delicados piesmorenos, descalzos, y dos desnudasespinillas, pero no podía ver más arribade la rodilla.

—¡Hola! —gritó, aún a la juntura—.Bonjour! ¡Hola!

Y al ver que las piernas seguían sinmoverse, añadió:

—Je suis un ami de CharlieMariscal! Madame. Monsieur, je suisun ami anglais de Charlie Mariscal! Jeveux lui parler.

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Y sacó un billete de cinco dólares ylo metió por la rendija pero nadie locogió, así que lo volvió a sacar yarrancó un trozo de papel de su agenda.Dirigió su mensaje «al capitán C.Mariscal» y se presentó con su nombrecomo «un periodista inglés con unapropuesta de interés mutuo», y añadió ladirección de su hotel. Metió la nota porla rendija, y miró de nuevo las piernasmorenas, pero habían desaparecido, asíque caminó hasta encontrar un ciclo yanduvo en él hasta que encontró un taxi:Y no, gracias, no, gracias, no quería unachica… salvo que, como siempre, laquería.

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El hotel se llamaba antes el Royal.Pero ahora era el Phnom. Ondeaba unabandera en la punta del mástil, pero sugrandeur parecía ya desesperada. Seinscribió en el hotel y vio carne frescatomando el sol alrededor de la piscina ypensó una vez más en Lizzie. Para laschicas, aquella era la escuela dura, y sile había llevado pequeños paquetes aRicardo, entonces diez a uno a que habíapasado por ella. Las más guapaspertenecían a los más ricos y los másricos eran los comerciantes timadoresde Fnom Penh: los contrabandistas deloro y del caucho, los jefes de policía,los duros corsos que hacían tratos con

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los khmers rojos en plena batalla. Habíauna carta esperándole, un sobre sincerrar. El recepcionista, tras leerla élmismo, observó cortésmente a Jerrymientras éste la leía también. Era unainvitación de bordes dorados con unemblema de Embajada invitándole acenar. Su anfitrión era un individuo delque jamás había oído hablar.Desconcertado, dio vuelta a la tarjeta.Detrás había un texto garrapateado quedecía: «Conocí a su amigo George delGuardian» y. Guardian era la palabraclave. Cena y cartas perdidas, pensó; loque Sarratt llamaba mordazmente la grandesconexión del Ministerio de Asuntos

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Exteriores.—Téléphone? —preguntó Jerry.—Il est foutu, Monsieur.—Electricité?—Aussi foutue, Monsieur, mais

nous avons beaucoup de l’eau.—¿Keller? —dijo Jerry, con una

mueca.—Dans la cour, Monsieur.Entró en los jardines. Entre la carne

había un grupo de corresponsales deguerra, los duros de Fleet Street,bebiendo whisky e intercambiandohistorias terribles. Eran como lospilotos imberbes de la Batalla deInglaterra luchando una guerra prestada,

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y le miraron con colectivo menospreciopor sus aristocráticos orígenes. Uno deellos llevaba un pañuelo blanco y elpelo lacio garbosamente peinado haciaatrás.

—Dios mío, el Duque —dijo—.¿Cómo has llegado aquí? ¿Caminandopor el Mekong?

Pero Jerry no les quería a ellos,quería a Keller. Keller era un residente.Era norteamericano y Jerry le conocíade otras guerras. Más en concreto,ningún periodista uitlander venía a laciudad sin poner su causa a los pies deKeller y si Jerry quería credibilidad, elsello de Keller se la suministraría y la

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credibilidad le era cada vez másquerida. Encontró a Keller en elaparcamiento: anchos hombros, pelocanoso, una manga de la camisa subida yotra bajada. Estaba allí de pie, con lamano de la manga bajada en el bolsillo,contemplando cómo el chófer de unMercedes le echaba agua con una mangade riego al interior del coche.

—Max. Super.—Estupendo —dijo Keller, después

de mirarle, y luego volvió a sucontemplación. A su lado había un parde delgados khmers que parecíanfotógrafos de moda, botas altas,pantalones acampanados y cámaras que

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colgaban sobre resplandecientescamisas desabotonadas. Mientras Jerrymiraba, el chófer dejó la manga yempezó a frotar la tapicería con un rollode gasas del ejército que fueronennegreciéndose a medida que limpiaba.Otro norteamericano se unió al grupo yJerry supuso que era el corresponsallocal de turno de Keller. Kellerconsumía bastante aprisacorresponsales.

—¿Qué pasó? —dijo Jerry.—Un héroe de dos dólares al que

alcanzó un proyectil bastante más caro—dijo el corresponsal—. Eso pasó.

Era un pálido sureño que parecía

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muy divertido con aquello y Jerry sesintió predispuesto a detestarle.

—¿De verdad, Keller? —dijo Jerry.—Un fotógrafo —dijo Keller.La agencia de Keller tenía siempre

un grupo de fotógrafos. Como todos lasagencias grandes. Muchachoscamboyanos, como aquellos dos queestaban allí. Les pagaban dos dólaresnorteamericanos por ir al frente y veintepor cada foto publicada. Jerry habíaoído que Keller estaba perdiéndolos aun ritmo de uno por semana.

—Le entró por el hombro cuando ibacorriendo y agachándose —dijo elcorresponsal—. Le salió por la parte

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baja de la espalda. Le atravesó como sifuera manteca.

El corresponsal parecíaimpresionado.

—¿Y dónde está? —dijo Jerry, pordecir algo, mientras el chófer seguíalimpiando y echando agua.

—Muriéndose allá arriba en lacarretera. Resulta que hace un par desemanas esos cabrones de la oficina deNueva York se metieron con lo delservicio médico. Antes los mandábamosa Bangkok. Ahora no. Sí, amigo, ahorano. Allá arriba están tirados en el sueloy tienen que dar propina a losenfermeros para que les lleven agua.

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¿Verdad que sí, muchachos?Los dos camboyanos sonrieron

cortésmente.—¿Quieres algo, Westerby? —

preguntó Keller.Keller tenía una cara grisácea

marcada de viruelas. Jerry le conocíasobre todo de los años sesenta, delCongo, donde Keller se había quemadouna mano sacando a un chico de uncamión. Ahora tenía los dedos pegadoscomo una pata palmeada, pero, por lodemás, parecía el mismo. Jerryrecordaba muy bien aquel incidente,porque él sostenía al chico por el otrolado.

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—El tebeo quiere que eche unvistazo —dijo Jerry.

—¿Te atreves, todavía?Jerry se echó a reír y Keller rió

también y bebieron whisky en el barcharlando de los viejos tiempos hastaque el coche estuvo listo. En la entradaprincipal recogieron a una chica quellevaba esperando todo el día,precisamente a Keller, una altacaliforniana con demasiada cámara yunas piernas largas e inquietas. Como nofuncionaban los teléfonos, Jerry insistióen parar en la Embajada británica parapoder dar respuesta a la invitación.Keller no fue muy cortés.

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—Tú, Westerby, últimamente, eresuna especie de espía, o algo así, amañaslos reportajes, andas besando el culo ala gente por información confidencial ypor una pensión complementaria, ¿eh?

Había quien decía que esa era más omenos la posición de Keller, pero lagente siempre dice cosas.

—Claro —dijo amistosamente Jerry—. Ya llevo años en eso.

Los sacos terreros de la entrada erannuevos y resplandecían a la desbordanteluz del sol nuevas alambradasantigranadas. En el vestíbulo, con esaespeluznante improcedencia que sólopueden lograr los diplomáticos, habían

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puesto un cartel doble que recomendaba«Coches Ingleses de Gran Rendimiento»a una ciudad sedienta de gasolina, conalegres fotos de varios modelosinasequibles.

—Le diré al Consejero que haaceptado usted la invitación —dijosolemnemente el recepcionista.

En el Mercedes, aún había un tibioaroma a sangre, pero el chófer habíapuesto en marcha el aire acondicionado.

—¿Qué es lo que hacen ahí dentro,Westerby? —preguntó Keller— ¿Hacenpunto, o algo así?

—Algo así —dijo Jerry, sonriendo,para la californiana sobre todo.

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Jerry se sentó delante, Keller y lachica atrás.

—Bien. Ahora escucha —dijoKeller.

—De acuerdo —dijo Jerry.Jerry tenía abierto el cuaderno y

escribía mientras Keller hablaba. Lachica llevaba falda corta y Jerry y elconductor podían verle los muslos en elespejo. Keller le tenía apoyada la manobuena en la rodilla. La chica se llamabanada menos que Lorraine y, como Jerry,estaba oficialmente dándose una vueltapor las zonas de guerra para su cadenade diarios del Medio Oeste. Prontofueron el único coche. Pronto

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desaparecieron incluso losciclomotores, quedando campesinos ybicicletas y búfalos y las floridasespesuras del campo que ya seaproximaba.

—Hay mucha lucha en todas lasrutas principales —salmodió Keller,casi a velocidad de dictado—. Ataquescon cohetes de noche, plásticos de día,Lon Nol aún cree que es Dios y laEmbajada norteamericana las pasacanutas apoyándole y luego intentandoecharle.

Dio estadísticas, datos depertrechos, bajas, la cuantía de la ayudanorteamericana. Nombró generales de

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quienes se sabía que estaban vendiendoarmas norteamericanas a los khmersrojos y a generales que dirigían ejércitosfantasmas para apropiarse la paga de lossoldados, y a otros generales que hacíanambas cosas.

—El lío habitual. Los malos sondemasiado débiles para tomar lasciudades, los buenos están demasiadoasustados para tomar el campo y sóloquieren luchar los comunistas. Losestudiantes están dispuestos a prenderfuego a la ciudad si intentan alistarlespara ir al frente, hay motines por lacomida todos los días ya, corrupcióncomo si no hubiese futuro, nadie puede

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vivir con su sueldo. Se hacen fortunas yel país se desangra y muere. Palacio noexiste y la Embajada es un manicomio,hay más espías que gente normal y todospretenden haber descubierto un secretodecisivo. ¿Quieres más?

—¿Qué tiempo le das al asunto?—Una semana. Diez años.—¿Y qué me dices de las líneas

aéreas?—Las líneas aéreas son lo único que

tenemos. El Mekong no sirve de nada ylas carreteras tampoco. Tienen quecubrir todo el campo las líneas aéreas.Hicimos un reportaje sobre eso. ¿Loviste? Lo hicieron pedazos. Dios mío —

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le dijo a la chica—. ¿Por qué tengo yoque hacer este resumen para losingleses?

—Sigue —dijo Jerry, escribiendo.—Hace seis meses, había en la

ciudad cinco líneas aéreas registradas.En los últimos tres meses se hanconcedido treinta y cuatro nuevaslicencias y hay una docena, más omenos, en trámite. El precio vigente esde tres millones de riels para elministro, personalmente, y dos millonesa repartir entre su gente. Menos si pagasen oro, y menos aún si pagas en elextranjero. Vamos por la carretera trece—le dijo a la chica—. Me pareció que

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te gustaría echarle un vistazo.—Magnífico —dijo la chica, y

apretó las rodillas, atrapando la manobuena de Keller.

Pasaron ante una estatua que teníalos brazos arrancados y, tras ella, lacarretera seguía la curva del río.

—Bueno, eso es si aquí Westerbypuede aguantarlo —añadió Kellerpensativo.

—Oh, creo que estoy en excelenteforma —dijo Jerry y la chica se echó areír, cambiando de bando por unmomento.

—Los khmers rojos han conseguidouna nueva posición allí, en aquella

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orilla, pequeña —explicó Keller,hablando preferentemente para la chica.

Al otro lado de la rápida y suciacorriente, Jerry vio un par de T28,buscando algo que bombardear. Habíaun fuego, bastante grande, y la columnade humo se elevaba recta al cielo comouna piadosa ofrenda.

—¿Y dónde están los chinosultramarinos? —preguntó Jerry—. EnHong Kong no se oye hablar de esto.

—Los chinos controlan el ochentapor ciento de nuestro comercio, y esoincluye las líneas aéreas, viejas ynuevas. Los camboyanos son perezosos,¿sabes, pequeña? El camboyano se

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contenta con sacar provecho de la ayudanorteamericana. Los chinos no soniguales. No, señor, no. A los chinos lesgusta trabajar, a los chinos les gustasacar beneficio de su dinero. Son losque controlan el mercado monetario,tienen el monopolio del transporte,manejan el índice de inflación y manejannuestra economía de guerra. La guerra seestá convirtiendo en una empresasubsidiaria propiedad exclusiva de loschinos de Hong Kong. Oye, Westerby,¿aún tienes aquella mujer de la que mehablabas, aquella tan guapa, la de losojos?

—Siguió otro camino —dijo Jerry.

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—Qué lástima, parecía cosa buena.Él tenía una mujer estupenda —dijoKeller.

—¿Y qué tal tú? —preguntó Jerry.Keller afirmó y sonrió mirando a la

chica.—¿Te importa que fume, pequeña?

—preguntó, confidencialmente.En la palmeada extremidad de

Keller había un hueco que parecíapracticado concretamente para sujetar elcigarrillo, con los bordes ennegrecidosde nicotina. Keller volvió a ponerle a lachica en el muslo la mano buena. Lacarretera se convirtió en un camino yaparecieron rodadas profundas por

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donde habían pasado los convoys.Penetraron en un corto túnel de árbolesy, al hacerlo, a su derecha empezó atronar la artillería, y se arquearon losárboles como por un tifón.

—Vaya —gritó la chica—.¿Podemos ir un poco más despacio?

Y empezó a tirar de las correas de lacámara.

—Como quieras. Artillería dealcance medio —dijo Keller—. Nuestra—añadió, como un chiste.

La chica bajó el cristal de laventanilla e hizo unas tomas. Seguía elfuego, bailaban los árboles, pero loscampesinos del arrozal ni siquiera

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levantaban la cabeza. Cuando cesó elfuego, siguieron tintineando como un ecolos cencerros de los búfalos acuáticos.

El coche continuó. En la cercanaorilla del río había dos chicos con unamoto vieja, cambalacheando viajes. Enel agua, había un montón de chavalesentrando y saliendo de un flotador, loscuerpos morenos resplandecientes. Lachica los fotografió también.

—¿Aún hablas francés, Westerby?Wester y yo hicimos una cosa juntos enel Congo hace una temporada —leexplicó a la chica.

—Lo sé —dijo la chica.—Los ingleses reciben todos una

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buena educación, pequeña —explicóKeller.

Jerry no le recordaba tan parlanchín.—Les educan muy bien, sí —añadió

—. ¿Verdad que sí, Westerby? Sobretodo a los lores ¿eh? Westerby es unaespecie de lord.

—Sí, tienes razón, muchacho. Somostodos muy cultos. No como vosotros quesois unos patanes.

—Bueno, entonces habla tú con elchófer. Cuando tengamos que decirlealgo, se lo dices tú. Aún no le ha dadotiempo a aprender inglés, Dile que gire ala izquierda.

—A gauche —dijo Jerry.

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El conductor era un muchacho, perohabía ya en él ese aburrimiento típicodel guía.

Jerry vio por el espejo que a Kellerle temblaba la mano quemada al llevarseel cigarrillo a la boca. Se preguntó si letemblaría siempre. Pasaron por un parde aldeas. Todo estaba muy tranquilo.Jerry pensó en Lizzie y en las cicatricesque tenía en la barbilla. Sintió grandesdeseos de hacer algo sencillo con ella,como dar un paseo por los camposingleses. Craw había dicho que la chicaera una suburbanita sin educación. AJerry le parecía que la chica tenía unafantasía especial con los caballos.

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—Westerby.—¿Sí, amigo?—Esa cosa que haces con los dedos,

lo de tamborilear con ellos. ¿Teimportaría dejar de hacerlo? Me saca dequicio. Es algo represivo.

Luego, se volvió a la chica y añadió:—Llevan años machacando este

sitio, pequeña —dijo animadamente—.Años.

Luego, soltó una bocanada de humo.—Respecto a eso que me decías de

las líneas aéreas —sugirió Jerry,disponiéndose a escribir de nuevo—.Dame más datos, anda.

—La mayoría de las empresas

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operan desde Vientiane, con esoscontratos que llaman de ala seca.Incluyen mantenimiento, piloto,desvalorización, pero no combustible.Puede que ya estés enterado de esto. Lomejor es tener un avión propio. Asítienes las dos cosas. Ordeñas la guerra ypuedes largarte cuando llegue el final.Tú fíjate en los chicos, pequeña —ledijo a la californiana, mientras daba otracalada al cigarrillo—. Si hay chicos, nohay problema. Cuando desaparezcan loschicos, mala cosa. Significa que los hanescondido. No hay que perder nunca devista a los críos.

La chica utilizó de nuevo la cámara.

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Habían llegado a un rudimentario puestode control. Un par de centinelas seasomaron al pasar ellos, pero el chóferni siquiera aminoró la marcha. Luegollegaron a una encrucijada, y el chóferparó.

—El río —ordenó Keller—. Dileque siga por el río.

Jerry se lo dijo. El chico pareciósorprenderse: pareció incluso a punto deponer objeciones, pero cambió de idea.

—Chicos en los pueblos —ibadiciendo Keller—. Chicos en el frente,no hay ninguna diferencia, sea donde sealos chicos son una especie de veleta.Los khmers rojos llevan a la familia

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consigo a la guerra como lo más naturaldel mundo. Si muere el padre, no habránada para la familia de todos modos, asíque si están allí, pueden quedarse conlos militares, y donde están los militareshay comida. Y otra cosa, pequeña, lasviudas deben estar cerca para exigir quese certifique la muerte del padre. Es unacosa de interés humano para ti, ¿no,Westerby? Si no el oficial al mando nonotifica la muerte y se queda con la pagadel fiambre. Apunta, apunta —añadió,viéndola escribir—. Pero no te creasque va a publicarlo nadie. Esta guerraestá liquidada. ¿Verdad, Westerby?

—Finito —convino Jerry.

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Resultaría divertida aquí también,decidió. Si Lizzie estuviese aquí, sinduda le vería el lado alegre y se reiría.En algún punto, entre tantos personajesfalsos, se dijo, tenía que haber unoriginal perdido; se propusoencontrarlo. El chófer paró junto a unavieja y le preguntó algo en khmer, perola vieja se tapó la cara con las manos yvolvió la cabeza a un lado.

—¿Pero por qué demonios hace eso?—gritó furiosa la chica—. ¡Noqueremos hacerle nada malo!

—Vergüenza —dijo Keller, en untono liso.

Tras ellos, la artillería disparó otra

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salva, y fue como un portazo que cerraseel camino de vuelta. Pasaron un wat yentraron en una plaza de mercado hechade casas de madera. Monjes con túnicasde color azafrán les miraron, pero laschicas que atendían los puestos lesignoraron y los niños siguieron jugandocon los gallos.

—¿Para qué está entonces el puestode control? —preguntó la chica mientrasfotografiaba—. ¿Estamos ya en lugarpeligroso?

—Llegando, pequeña, llegando. Ycállate ya.

Delante de ellos, Jerry podía oír elrumor de fuego de armas automáticas, M

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—16 y AK47 mezclados. De entre losárboles brotó un jeep que enfiló haciaellos y se desvió en el último segundo,tropezando y saltando en las rodadas. Enel mismo momento, se apagó el sol.Hasta entonces, lo habían aceptadocomo derecho propio, una luz líquida yvivida lavada por las lluvias. Estaban enmarzo y era la estación seca; y aquelloera Camboya, donde la guerra, como elcriquet, sólo se hacía si el tiempo eradecente. Pero se amontonaron de prontonubes negras, se cerraron los árboles asu alrededor como si fuese invierno ylas casas de madera se sumergieron enla oscuridad.

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—¿Y cómo visten los khmers rojos?—preguntó la chica, con voz másapagada—. ¿Tienen uniformes?

—Van con plumas y taparrabos —gruñó Keller—. Los hay que van hastacon el culo al aire.

En la risa de Keller, Jerry percibióla misma tensión que en su voz, yvislumbró la mano temblona sosteniendoel pitillo.

—Por Dios, pequeña, visten comolos campesinos, sabes. Llevan sólo esospijamas negros.

—¿Siempre está así de vacío esto?—Según —dijo Keller.—Y sandalias Ho Chi Minh —

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añadió Jerry, distraído.A un lado del camino, se alzaron en

vuelo dos pájaros acuáticos verdes.Sonó como una descarga de la artillería.

—¿Tú tenías una hija, eh Westerby?¿Qué fue de ella? —dijo Keller.

—Está bien. Perfectamente.—¿Cómo se llamaba?—Catherine —dijo Jerry.—Me parece que estamos

alejándonos de donde está la cosa —dijo Lorraine, desilusionada.

Pasaron ante un cadáver viejo sinbrazos. Se le habían amontonado lasmoscas en las heridas de la cara en unalava negra.

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—¿Hacen siempre eso? —preguntóla chica intrigada.

—¿El qué, pequeña?—Quitarles las botas…—A veces se las quitan, sí, pero

otras veces no son de su número —dijoKeller, en otro extraño exabrupto decólera—. Unas vacas tienen cuernos,otras no, y algunas vacas son caballos.Y ahora cállate, ¿quieres? ¿De dóndeeres tú?

—De Santa Bárbara —dijo la chica.Bruscamente, terminaron los

árboles. Doblando una curva, salieronde nuevo a campo abierto, con el ríorojizo justo al lado. El chófer paró

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espontáneamente y luego retrocediópoco a poco hacia los árboles.

—¿Pero dónde va? —preguntó lachica—. ¿Le hemos dicho nosotros quehaga esto?

—Creo que le preocupan susneumáticos, pequeña —dijo Jerryconvirtiéndolo en chiste.

—A treinta pavos diarios no meextraña —dijo Keller, haciendo suchiste también.

Habían encontrado una pequeñabatalla. Ante ellos, dominando la curvadel río, se alzaba una aldea destruida enuna calcinada elevación sin un árbolvivo alrededor. Las paredes derruidas

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eran blancas y sus desmoronados bordesamarillos. Con tan poca vegetación,parecían los restos de un fuerte de laLegión Extranjera y quizás no fueransino eso. Dentro de las murallas seapiñaban camiones como ante una obra.Oyeron unos cuantos disparos, un levematraqueo. Parecían cazadoresdisparando a una bandada de pájaros alatardecer. Parpadearon trazadoras,cayeron tres bombas de mortero, seestremeció el suelo, vibró el coche y elchófer bajó silenciosamente el cristal dela ventanilla de su lado, mientras Jerrybajaba la del suyo. Pero la chica habíaabierto la puerta de su lado y salía, una

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pierna clásica tras la otra. Hurgando enuna bolsa negra, sacó unas lentes detelefoto, las atornilló en la cámara yestudió la imagen ampliada.

—¿No hay más que eso? —dijo,titubeante—. ¿No vamos a ver tambiénal enemigo? Yo veo sólo a los nuestrosy mucho humo sucio.

—Bueno, pero ellos están allí, alotro lado, pequeña —empezó Keller.

—¿Y no podemos verlos? —hubouna breve silencio mientras los doshombres conferenciaban sin palabras.

—Mira —dijo Keller—. Sóloestamos echando un vistazo general¿vale, pequeña? Verlo en detalle es muy

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distinto. ¿Entendido?—Pues yo creo que estaría muy bien

ir a ver al enemigo. Quiero comparar,Max, de veras. Me gusta.

Empezaron a caminar.A veces, lo haces por no quedar mal,

pensaba Jerry. Otras sólo porque escomo si no hubieras cumplido tu tarea sino te obligas a pasar un miedo mortal.Otras, vas para recordarte a ti mismoque el sobrevivir es pura suerte. Perosobre todo vas porque van los demás,por machismo, y porque para pertenecertienes que compartir. En los viejostiempos, Jerry quizás lo hubiese hechopor razones más sublimes. Para

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conocerse: el juego de Hemingway. Paraelevar el umbral del miedo ya que en laguerra, como en el amor, el deseo seintensifica. Cuando te han ametrallado,los tiros de fusil parecen una broma.Cuando te han machacado a bombazos,son un juego de niños lasametralladoras, aunque sólo sea porqueel impacto de las balas te deja los sesosen su sitio, mientras que con un bombazoestallan y te salen por las orejas. Y lapaz: también recordaba eso. En lostragos amargos de la vida (dinero, hijos,mujeres, todo a la deriva) había retenidola sensación de paz que procedía desaber apreciar que su única

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responsabilidad era la de seguir vivo.Pero esta vez (pensaba), esta vez lohago por la razón más estúpida yabsurda de todas, por localizar a unpiloto drogadicto que conoce a unhombre que fue amante de LizzieWorthington. Iban despacio porque lachica, con su falda corta, no podía andarmuy bien por las resbaladizas rodadas.

—Gran chica —murmuró Keller.—Tiene madera —convino Jerry,

obediente.Jerry recordó con embarazo que en

el Congo solían hacerse confidencias,confesándose sus amores y debilidades.Para no caer, por lo accidentado del

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terreno, la chica extendió los brazos,equilibrándose con ellos.

No apuntes, pensó Jerry, noapuntes, por amor de Dios. Por eso lesdisparan a los fotógrafos.

—Sigue andando, pequeña —chillóKeller—. Tú no pienses en nada. Túcamina. ¿Tú quieres dar la vuelta,Westerby?

Pasaron junto a un muchachito quejugaba solo con unas piedras en latierra. Jerry se preguntó si sería sordo alas bombas. Miró atrás. El Mercedesaún seguía aparcado allí junto a losárboles. Delante, distinguió hombres enposiciones de fuego bajas entre los

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escombros, más de los que habíasupuesto. El estruendo aumentó depronto. En la otra orilla explotaron dosbombas en medio del fuego. Los T28intentaban extender las llamas. Unaandanada de rebote cortó la riberadebajo de ellos, levantando polvo ybarro. Un campesino les pasó delante,muy tranquilo, en su bicicleta. Entró enla aldea, la atravesó y salió de ella,dejando atrás lentamente las ruinas yperdiéndose de nuevo entre los árboles.Nadie le disparó, nadie le detuvo. Podíaser nuestro o ser suyo, pensó Jerry. A lomejor estuvo anoche en la ciudad, y tiróun plástico en un cine y ahora se vuelve

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a casa.—Dios santo —dijo la chica, con

una carcajada—. ¿Por qué no pensamosnosotros en las bicicletas?

Con estruendo de ladrillos que caenretumbó cerca una ráfaga deametralladora. Debajo, en la orilla delrío, por gracia de Dios, se alineaba unahilera de manchas de leopardo vacías.Las manchas de leopardo son pozos detirador de poca profundidad excavadasen el barro. Jerry las había localizadoya. Cogió a la chica y la echó a tierra.Keller ya estaba tumbado. Tendido juntoa ella, Jerry sintió una profundaindiferencia. Mejor una o dos balas allí

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que lo de Frost. Los proyectiles alzabancortinas de barro y saltaban aullando enel camino. Quedaron allí tumbados,esperando que el fuego cesase. La chicamiraba muy entusiasmada a la otraorilla, sonriendo. Tenía los ojos azules yera rubia y aria. Tras ellos, al borde delcamino, cayó una bomba de mortero yJerry hubo de echarla al suelo, porsegunda vez. La explosión barrió sobreellos y cuando pasó, cayeron plumas detierra como en sacrificio propiciatorio.Pero ella se levantó con la mismasonrisa. Cuando el Pentágono piensa encivilización, pensó Jerry, piensa en ti.En el fuerte, se había recrudecido de

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pronto el combate. Habían desaparecidolos camiones y se había formado unadensa nube, los fogonazos y el estruendode los morteros no cesaban, el fuegoligero de ametralladora lanzaba retos yse les respondía con rapidez creciente.La cara picada de viruelas de Kellersalió blanca como la muerte por elborde del pozo de tirador.

—Los khmers rojos los tienen biencogidos —gritó—. Están en la otraorilla, allí delante, y ahora aparecen porel otro flanco. ¡Deberíamos haberseguido la otra ruta!

Dios mío, pensó Jerry, al volver a éllos demás recuerdos. Keller y yo, se

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dijo, luchamos en una ocasión tambiénpor una chica. Intentó acordarse dequién era la chica y quién había ganado.

Esperaron, cesó el fuego. Volvieronal coche y retrocedieron hasta laencrucijada a tiempo de encontrarse conla columna en retirada. A los lados delcamino había muchos muertos y heridos,y entre ellos mujeres acuclilladas,abanicando con ramas de palma losinmóviles rostros. Salieron otra vez delcoche. Los refugiados tiraban de búfalosy carretillas y unos de otros, chillando asus cerdos y a sus niños. Una vieja lanzóun grito al ver que la enfocaba la chicacon su cámara, creyendo que era un

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arma. Había sonidos que Jerry no podíasituar, como el ring ring de los timbresde las bicis, y algunos gemidos ysonidos que sí podía situar, como elhúmedo llanto de los moribundos y elestruendo del fuego de mortero, cadavez más próximo. Keller corrió junto aun camión, intentando dar con un oficialque hablase inglés. Jerry corrió a sulado, gritando las mismas preguntas enfrancés.

—Al carajo —dijo Keller, aburridode pronto—. Volvamos a casa.

Luego, en su versión de inglésseñoril:

—Esta gente, este ruido.

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Volvieron al Mercedes.Siguieron con la columna un rato; los

camiones les echaban del camino y losrefugiados golpeaban cortésmente en loscristales de las ventanillas para que lesllevaran. Jerry en una ocasión creyó vera Ansiademuerte el Huno en el asientode atrás de una moto del ejército. En labifurcación siguiente, Keller ordenó alchófer girar a la izquierda.

—Más íntimo —dijo, y volvió aponerle la mano buena en la rodilla a lachica. Pero Jerry pensaba en Frost en eldepósito de cadáveres, en la blancura desus desencajadas mandíbulas.

—Mi buena madre siempre me lo

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decía —proclamó Keller, con acentorústico—. Hijo, nunca salgas de la selvapor el mismo camino que entraste.¿Pequeña?

—¿Sí?—Pequeña, acabas de perder el

virgo. Mis humildes felicitaciones —ymetió la mano un poco más arriba.

A su alrededor, surgió, por todaspartes, el estruendo del agua cayendocomo si hubiesen estallado muchascañerías. Cayó un torrente súbito deagua. Pasaron un poblado lleno degallinas que corrían aturdidas. Había unsillón de barbero vacío allí en medio,bajo la lluvia. Jerry se volvió a Keller.

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—Oye, lo de la economía de guerra—dijo, retomando el hilo, mientras losdos se apaciguaban otra vez—; lo de lasfuerzas del mercado y demás.¿Recuerdas la historia?

—Podría hacerse ese reportaje, sí—dijo animoso Keller—. Ya se hahecho unas cuantas veces. Pero siguemereciendo la pena hacerlo.

—¿Cuáles son las principalescompañías? Keller nombró unas cuantas.

—¿Indocharter?—Indocharter es una —dijo Keller.Jerry lanzó un tiro largo.—Hay un payaso, un tal Charlie

Mariscal, que vuela para ellos. Es

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medio chino. Me dijeron que hablaría.¿Le conoces?

—Ca.Se dio cuenta que no podía ir más

lejos.—¿Qué aparatos usan, en general?—Lo que consiguen. Dececuatros, lo

que sea. No basta con uno, claro.Necesitas dos por lo menos, uno paravolar y el otro para repuestos. Es másbarato dejar un aparato en tierra e irdespiezándolo que sobornar a losaduaneros para que te den las piezas derepuesto.

—¿Y los beneficios?—Impublicables.

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—¿Corre mucho opio?—Hay una refinería completa en el

Bassac, nada menos. Es como entiempos de la Prohibición. Puedoprepararte un viaje allí, si andas detrásde eso.

La chica miraba por la ventanilla,contemplaba la lluvia.

—Ya no veo niños, Max —dijo—.Dijiste que había que tener cuidadocuando no hay niños, ¿no? Bueno, puesllevo un rato mirando y handesaparecido.

El chófer paró.—Está lloviendo —siguió la chica

— y a mí me dijeron que a los niños

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asiáticos les gusta salir a jugar cuandollueve. Así que, dime, ¿dónde están losniños?

Pero Jerry no atendía a la chica.Agachándose y mirando por elparabrisas, todo al mismo tiempo, vio loque el chófer había visto, y sintió que sele secaba la garganta.

—Tú eres el jefe, amigo —le dijomuy quedo a Keller—. Es tu coche, tuguerra y tu chica.

Jerry vio angustiado por el espejoque en el rostro de piedra pómez deKeller luchaban la realidad y laincapacidad.

—Hay que seguir hacia ellos

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despacio —dijo Jerry, cuando ya nopudo esperar más—. Lentement.

—Eso es —dijo Keller—. Que hagaeso.

A unos cincuenta metros por delantede ellos, envuelto por la lluviatorrencial, había un camión grisatravesado que bloqueaba el camino. Ypor el espejo retrovisor, se vio aparecerun segundo camión por detrás,cortándoles la retirada.

—Será mejor que enseñemos lasmanos —dijo Keller en áspero susurro.

Con su mano buena, bajó el cristalde la ventanilla. La chica y Jerryhicieron lo mismo. Jerry limpió de vaho

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el parabrisas y puso las manos sobre laguantera. El conductor conducíacogiendo el volante por la parte dearriba.

—No hay que sonreírles ni quehablarles —ordenó Jerry.

—¡Dios santo! —dijo Keller—.¡Dios santo!

Todos los periodistas de Asia,pensó Jerry, tenían su historia favoritasobre lo que te hacían los khmers rojos ycasi todas eran ciertas. Hasta Frost sehabría sentido agradecido en aquelmomento de su final comparativamenteapacible. Jerry conocía periodistas quellevaban veneno, que llevaban hasta un

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arma oculta, para salvarse precisamentede aquel momento. Si te cogían, sólopodías escapar la primera noche,recordó. Antes de que te quitasen loszapatos y la salud y Dios sabe qué otraspartes de ti. Tu única oportunidad, segúnel folklore, era la primera noche. Sepreguntó si debería explicárselo a lachica, pero no quiso herir lossentimientos de Keller. Seguíanavanzando en primera, el motorgimiendo. La lluvia caía a chorros sobreel coche, atronaba en la capota,repiqueteaba en el capó, entraba por lasventanillas abiertas. Si nos atascamosestamos perdidos, pensó. El camión que

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estaba atravesado delante aún no sehabía movido y no había hasta él más dequince metros. Era un monstruoresplandeciente bajo el chaparrón.Desde la oscuridad de la cabina lesobservaban flacos rostros. En el últimominuto, el camión dio marcha atrás y semetió en el follaje, dejando espaciosuficiente para que pasaran. ElMercedes se inclinó. Jerry hubo deagarrarse a la puerta para no caerencima del chófer. Dos ruedas de unlado patinaron, gimieron, se balanceó elcapó y estuvieron a punto de chocar conla defensa del camión.

—No tiene matrícula —murmuró

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Keller—. Dios santo.—No corra —le dijo Jerry al chófer

— . Toujours lentement. No enciendalos faros.

Jerry seguía mirando por el espejo.—¿Y ésos eran los pijamas negros?

—dijo la chica muy emocionada—. ¿Nisiquiera me habéis dejado que les hagauna foto?

Nadie contestó.—¿Qué querían? ¿A quién querían

tender una emboscada? —insistió.—A otros —dijo Jerry—. A

nosotros no.—A algún vagabundo que viene

siguiéndonos —dijo Keller—. Qué más

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da…—¿Y no deberíamos avisar a

alguien?—No disponemos de teléfono —dijo

Keller.Oyeron disparos detrás, pero

siguieron su camino.—Esta lluvia de mierda —masculló

Keller, medio para sí—. ¿Por qué coñose pone a llover tan de repente?

La lluvia había cesado casi del todo.—Por amor de Dios, Max —

protestó la chica—, dime, si nos teníantan atrapados, ¿por qué no nosliquidaron?

Antes de que Keller pudiera

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contestarle, lo hizo por él el chófer enfrancés, con suavidad y cortesía, aunquesólo Jerry le entendió.

—Cuando quieran venir, vendrán —dijo, sonriéndole a la chica por elespejo—. Cuando llegue el mal tiempo.Cuando los norteamericanos añadanotros cinco metros de hormigón al tejadode su Embajada y los soldados esténacuclillados bajo los capotes debajo delos árboles y los periodistas bebiendowhisky y los generales en la fumerie, loskhmers rojos saldrán de la selva y noscortarán el cuello a todos.

—¿Qué dijo? —preguntó Keller—.Traduce, Westerby.

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—Sí. ¿qué fue lo que dijo? —dijo lachica—. Parecía algo muy bueno, comouna proposición, o algo así.

—No pude cubrirme a tiempo —bromeó Jerry—. Disparó demasiadorápido.

Se echaron todos a reír, demasiadoruidosamente, el chófer también.

Y Jerry cayó en la cuenta de que enmedio de todo aquello sólo habíapensado en Lizzie. Sin olvidar por elloel peligro… más bien al contrario.Como la nueva y gloriosa claridad queahora les envolvía, Lizzie era el premiode la supervivencia.

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En Fnom Penh doraba alegre lapiscina el mismo sol. En la ciudad, nohabía llovido, pero un fatídico cohetehabía matado a ocho o nueve niñas juntoa la escuela femenina. El corresponsalsureño acababa de volver de contarlas.

—¿Qué tal se portó Maxie en eljaleo? —le preguntó a Jerry cuando seencontraron en el vestíbulo—. Pareceque tiene un poco flojos los nerviosúltimamente.

—Quita esa cara de mi vista —ledijo Jerry—. Si no, voy a tener quepartírtela.

El sureño se fue, sin dejar desonreír.

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—Podríamos vernos mañana —ledijo la chica a Jerry—. Mañana tengotodo el día libre.

Keller subía tras ella lentamente lasescaleras, una figura encorvada, lacamisa con una sola manga remangada,apoyándose en la barandilla.

—Podríamos vemos de nocheincluso, si tú quieres —dijo Lorraine.

Jerry estuvo un rato sentado en lahabitación escribiéndole postales a Cat.Luego fue a la oficina de Max. Tenía quehacerle algunas preguntas más sobreCharlie Mariscal. Además, tenía laimpresión de que el buen Maxagradecería su compañía. Después de

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cumplir con su deber, cogió unciclomotor y se acercó otra vez a la casade Charlie Mariscal, pero aunqueaporreó la puerta y gritó, sólo pudo verlas mismas piernas morenas desnudas einmóviles al fondo de las escaleras, estavez a la luz de una vela. Pero la páginaque había arrancado de su agenda habíadesaparecido. Volvió a la ciudad y,como le quedaba una hora en blanco, sesentó en la terraza de un café, en una delas cien sillas vacías, y bebió unpernaud largo, recordando otros tiemposen que las chicas de la ciudad pasabanpor allí delante en sus carritos demimbre, murmurando tópicos amorosos

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en melodioso francés. Aquella noche, laoscuridad sólo se estremecía por algotan poco amoroso como el esporádicoestruendo de la artillería, mientras laciudad se agachaba esperando el golpe.

Pero lo que mayor temor causaba noeran las bombas, sino el silencio. Comola propia jungla, aquel silencio, y no laartillería, era el elemento natural deaquel enemigo cada vez más próximo.

Cuando un diplomático quierehablar, en lo primero que piensa es encomidas, y en los círculos diplomáticosse cenaba pronto por el toque de queda.

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No era que los diplomáticos estuvieransometidos a tales horrores, pero todoslos diplomáticos del mundo caen en laencantadora presunción de suponer queconstituyen un ejemplo… para quién ode qué es algo que ni el propio diablodebe saberlo.

La casa del Consejero estaba situadaen una zona llana y frondosa próxima alpalacio de Lon Nol. Cuando Jerry llegó,había en la entrada un coche oficialgrande descargando a sus ocupantes,vigilado por un jeep lleno de milicianos.O realeza o religión, pensó Jerrymientras salía; pero no eran más que undiplomático norteamericano y su mujer

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que llegaban para el banquete.—Vaya, usted debe ser el señor

Westerby —dijo su anfitriona.Era alta y elegante y parecía

divertirle la idea de un periodista, lomismo que le divertía cualquiera que nofuese un diplomático, con el rango deConsejero además.

—John se estaba muriendo de ganasde conocerle a usted —proclamóalegremente, y Jerry supuso que era parahacerle sentirse cómodo. Continuóescaleras arriba. Su anfitrión estaba alfinal de las escaleras y era un hombreenjuto de bigote, un poco encorvado ycon un aire juvenil que Jerry solía

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asociar al clero.—¡Oh, qué bien! Magnífico. Usted

es el jugador de criquet, ¿eh? Muy bien.Amigos comunes, ¿verdad? Esta nocheno nos permiten utilizar la terraza, losiento —dijo lanzando una miradamalévola hacia el rincón norteamericano—. Al parecer, la buena gente escasea.Tendremos que cenar bajo techo.¿Quiere usted comprobar cuál es susitio?

Y señaló con dedo imperativo unplano de placement con marco de pielque indicaba los sitios asignados a loscomensales.

—Pase y conocerá a algunas

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personas. Pero espere un momento.Y le desvió ligeramente a un lado,

pero sólo ligeramente.—Todo pasa a través de mí,

¿entendido? He dejado esoabsolutamente claro. No permita que learrinconen, ¿entendido? Parece que hayun pequeño alboroto, no sé si meentiende. Una cosa local. No esproblema suyo.

El norteamericano parecía bajo aprimera vista, y era moreno y pulcro,pero cuando se levantó para darle lamano a Jerry, tenía casi su mismaestatura. Vestía una chaqueta de tartánde seda cruda y llevaba en la otra mano

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un radiotransmisor manual en un estuchenegro de plástico. Sus ojos castañosreflejaban inteligencia, pero también unrespeto excesivo, y cuando se dieron lamano, una voz interior le dijo a Jerry:«Primo».

—Me alegro de conocerle, señorWesterby. Tengo entendido que vieneusted de Hong Kong. El gobernador quetienen ustedes allí es muy buen amigomío. Beckie, éste es el señor Westerby,un amigo del gobernador de Hong Kongy un buen amigo de John, nuestroanfitrión —e indicó a una mujer grande,embridada en plata opaca del mercadolocal labrada a mano. Sus ropas claras

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flotaban en una mezcolanza muy asiática.—Oh, el señor Westerby —dijo—.

De Hong Kong. Qué tal.Los demás invitados eran un

batiburrillo de comerciantes locales.Sus mujeres eran eurasiáticas, francesasy corsas. Un criado hizo sonar un gongde plata. El techo del comedor era dehormigón, pero Jerry percibió quevarios ojos se alzaban al entrar paraasegurarse. Un tarjetero de plata leindicó que era El «Honorable G.Westerby»; la carta, también enmarcadaen plata, le prometió le roast beef àl’anglaise; los candelabros de platasostenían largas velas de aire eclesial;

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sirvientes camboyanos revoloteaban ydesaparecían medio agachados, conbandejas de comida preparada por lamañana, cuando había electricidad. Unabeldad francesa muy viajada se sentó ala derecha de Jerry con un pañuelo deencaje entre los pechos. Llevaba otro enla mano y cada vez que comía o bebía selimpiaba con él la boquita. Su tarjeta ladeclaraba condesa Sylvia.

—Je suis très, très diplomèe —lesusurró a Jerry, mientras mordisqueabay se limpiaba—. J’ai fait la sciencepolitique, mécanique et l’éléctricitégénérale. En enero me puse mal delcorazón. Ahora estoy curada.

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—Oh, bueno, yo, yo no estoycualificado en nada —insistió Jerry,exagerando excesivamente la notairónica—. Sabelotodos que no sabemosnada, eso somos.

Poner esto en francés le llevó unbuen rato y aún estaba trabajándolocuando de algún lugar bastante próximollegó el estruendo de una ráfaga deametralladora, demasiado prolongadapara la seguridad del ametrallador. Nohubo disparos de respuesta. Laconversación quedó colgando en el aire.

—Algún imbécil que dispara contralos pecos, seguro —dijo el Consejero ysu esposa se echó a reír cordialmente,

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desde el otro lado de la mesa, como sila guerra fuese un pequeño espectáculoque hubieran organizado ellos paradivertir a sus invitados.

Volvió el silencio, más profundo ymás preñado de presagios que antes. Lapequeña condesa posó el tenedor en elplato y resonó como un tranvía en lanoche.

—Dieu —dijo.Todos empezaron a hablar de

inmediato. La americana le preguntó aJerry dónde se había educado y una vezaclarado esto, dónde tenía su casa, yJerry dio la dirección de ThurloeSquare, la casa de la buena de Pet,

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porque no le apetecía hablar de laToscana.

—Nosotros tenemos un terreno enVermont —dijo ella con firmeza—. Peroaún no hemos construido.

Cayeron dos cohetes a la vez Jerrycalculó que habían caído hacia el este, amenos de un kilómetro. Al echar unvistazo para ver si estaban cerradas lasventanas, notó que los ojos castaños delmarido norteamericano se centraban enél con misteriosa urgencia.

—¿Tiene usted planes para mañana,señor Westerby?

—Nada en especial.—Si podemos hacer algo por usted

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dígamelo.—Gracias —dijo Jerry, pero tenía la

sensación de que ése no era el asuntoconcreto.

Un comerciante suizo de inteligenterostro tenía una historia curiosa quecontar. Aprovechó la presencia de Jerrypara repetirla.

—No hace mucho, toda la ciudadentera se llenó de explosiones, señorWesterby —dijo—. Íbamos a morirtodos. Oh, sí, no había duda: ¡Estanoche morimos! No faltaba nada:bombas, proyectiles trazadores, todoresplandecía en el cielo, un millón dedólares en municiones, según se supo

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más tarde. Horas y horas sin parar.Algunos amigos míos se dedicaron a vera todas sus amistades para despedirsede ellas.

De debajo de la mesa surgió unejército de hormigas que empezó adesfilar cruzando el mantel de damascoperfectamente lavado, haciendo uncuidadoso giro alrededor de loscandelabros de plata y del florero llenode malvaviscos.

—Los norteamericanos utilizabanincesantemente la radio, saltaban de unlado a otro, todos comprobamos conmucho interés nuestro puesto en la listade evacuación, pero sucedía una cosa

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curiosa, ¿sabes?: que funcionaban losteléfonos y que teníamos inclusoelectricidad. ¿Cuál era en realidad elobjetivo? —Todos reían yahistéricamente—. ¡Ranas! ¡Ciertas ranasglotonas!

—Sanos —corrigió alguien, peroesto no interrumpió las risas. Eldiplomático norteamericano, un modelode cortés autocrítica, aportó elsimpático epílogo.

—Los camboyanos tienen unasuperstición antigua, ¿sabe usted, señorWesterby? Cuando hay eclipse de lunahay que hacer mucho ruido. La gentedispara cohetes y petardos, aporrea

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cubos y latas o, mejor aún, quema unmillón de dólares en municiones. Porquesi no se hace esto, en fin, resulta que lasranas se comen la luna. Tendríamos quehaberlo sabido, pero no lo sabíamos, y,en consecuencia, hicimos el ridículo, unridículo horrible —dijo orgullosamente.

—Sí, me temo que cometieronustedes un grave error, amigos —dijomuy satisfecho el Consejero.

Pero aunque la sonrisa delnorteamericano seguía siendo franca yabierta, sus ojos seguían impartiendoalgo mucho más agobiante: era como unmensaje entre profesionales.

Alguien habló de los criados, de su

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asombroso fatalismo. La representaciónterminó con una deformación aislada,ruidosa y aparentemente muy próxima.La condesa Sylvia buscó la mano deJerry y la anfitriona sonrióinterrogativamente a su marido.

—John, querido —preguntó, en sutono más hospitalario—. ¿Ese proyectilentraba o salía?

—Salía —contestó él con unacarcajada—. Oh sí, salía, no hay duda.Si no me crees, pregúntale a tu amigo elperiodista. Él ha pasado por unascuantas guerras, ¿no es así, Westerby?

Y, con esto, volvió el silencio aellos como un tema prohibido. La dama

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norteamericana se aferró a aquel terrenosuyo de Vermont. Quizás, después detodo, deberían construir. Quizás era, enrealidad, el momento.

—Quizás debiésemos escribir enseguida a aquel arquitecto —dijo.

—Quizás debiéramos hacerlo, sí —convino su marido, y en ese mismoinstante, se vieron sumergidos en unaauténtica batalla. Sonó muy cerca unprolongado estruendo de artillería ligeraque iluminó la colada del patio y ráfagasde un grupo de ametralladoras, veintepor lo menos, atronaron con su fuegosostenido y desesperado. Con losfogonazos, vieron cómo corrían a

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refugiarse en la casa los criados y porencima del estruendo oyeron órdenesdadas y contestadas, grito por grito, y elenloquecido tintineo de los gongsmanuales. Dentro de la estancia, sólo semovió el diplomático norteamericano,que se llevó el transmisor—receptor alos labios, y sacó una antena y murmuróalgo antes de llevárselo al oído. Jerrybajó la vista y vio la mano de la condesaconfiadamente apoyada en la suya.Sintió luego en el hombro el roce de lamejilla de la condesa. El fuegodisminuyó en intensidad. Se oyóretumbar cerca una bomba pequeña.Ninguna vibración, pero las llamas de

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las velas se inclinaron en un saludo y dela repisa de la chimenea cayeron un parde voluminosas invitaciones que, con ungolpe sordo, quedaron inmóviles en elsuelo, únicas víctimas identificables.Luego, como un ruido independiente yfinal, se oyó el estruendo de un avión deun solo motor que despegaba y fue comoel llanto lejano de un niño. Le sucedió,como coronación, la tranquila risa delConsejero que le decía a su esposa:

—En fin, esto no fue el eclipse, metemo, ¿verdad, Hills? No es ningunaventaja tener a Lon Nol como vecino.De vez en cuando, uno de sus pilotos seharta de que no le paguen y coge un

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avión y se lanza a ametrallar Palacio.Querida, ¿por qué no acompañas a lasseñoras a empolvarse la nariz o a lo quehagáis las señoras?

Está enfadado, concluyó Jerry,percibiendo de nuevo la mirada delnorteamericano. Es como un hombre quetiene una misión entre los pobres y tieneque perder el tiempo con los ricos.

* * *

Jerry, el Consejero y elnorteamericano estaban ya abajo, en el

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estudio. El Consejero mostraba ahorauna cautela lobuna.

—Bueno, en fin —dijo—. Ahora queles he puesto a los dos en contacto, creoque lo más oportuno es que les dejesolos. Hay whisky en el aparador,¿entendido, Westerby?

—De acuerdo, John —dijo elnorteamericano, pero el Consejeropareció no oír.

—Y no olvide, Westerby, que elmandato nos corresponde a nosotros,¿entendido? Nosotros somos los quemantenemos la cama caliente, ¿deacuerdo? —y, con un ademán,desapareció.

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El estudio estaba iluminado porvelas, y era una habitación masculina ypequeña sin espejos ni cuadros, sólo untecho de teca acanalado y un escritorioverde metálico, y de nuevo la sensaciónmortecina y quieta de la negruraexterior, aunque los gecos y las ranastoro habrían desbaratado hasta elmicrófono más sutil y perfecto.

—Déjeme eso a mí —dijo elnorteamericano, interrumpiendo elavance de Jerry hacia el aparador.

Luego, pareció querer demostrarmucho interés en preparar la bebidaexactamente al gusto de Jerry:

—Agua o soda, no vaya a

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estropeárselo —dijo, y añadió, en untono nervioso y parlanchín, desde elaparador, mientras servía—: Es darmuchos rodeos para poner en contacto ados amigos, ¿no le parece?

—Sí, más bien.—John es un gran tipo, pero es

demasiado estricto con el protocolo. Sugente no tiene recursos aquí en estemomento, pero tienen ciertos derechos,así que a John le gusta cerciorarse deque no se le escapa la pelota del campodefinitivamente. Entiendo perfectamentesu punto de vista. Pero las cosas, aveces, se retrasan un poco.

Y, tras decir esto, sacó de la

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chaqueta de tartán un sobre grande y,con la misma significativa atención deantes, observó cómo Jerry lo abría. Elpapel tenía una textura aceitosa yfotográfica.

Se oyó gemir a un niño cerca, perole hicieron callar en seguida. El garaje,pensó Jerry: los criados han llenado elgaraje de refugiados y no quieren que losepa el Consejero.

EJECUTIVO SAIGÓN informaCharlie MARISCAL rpt MARISCALtiene previsto volar a Battambang ETA1930 mañana vía Pailin… DC4 Carvair

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modificado, insignias Indocharterdeclaración menciona carga diversa…seguirá ruta a Fnom Penh.

Luego leyó hora y fecha detransmisión y le azotó una sorda cólera.

Recordó sus paseos del día anteriorpor Bangkok y su excursión de aquelmismo día con Keller y la chica y, conun «Dios santo», arrojó el papel denuevo sobre la mesa.

—¿Cuánto tiempo hace que sabenesto? Eso no es mañana. ¡Es esta noche!

—Por desgracia, nuestro anfitrión nopudo preparar antes la boda. Tenía unprograma social muy apretado. Buenasuerte.

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Y cogió de nuevo el mensaje, tanfurioso como Jerry, se lo guardó en elbolsillo de la chaqueta y desaparecióescaleras arriba a reunirse con su mujer,que por entonces admiraba afanosa lainsulsa colección de budas robados dela anfitriona.

Jerry se quedó allí sentado, solo.Cayó un cohete, y esta vez era cerca. Seapagaron las velas y el cielo de la nochepareció estallar al fin con la tensión deaquella guerra ilusoria y gilbertiana. Lasametralladoras se incorporaronindiferentes al estruendo. El cuartitovacío con su suelo de mosaico, retumbóy resonó como una caja de resonancia.

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Pero cesó el estruendo de nuevo conla misma brusquedad, dejando la ciudaden silencio.

—¿Algún problema, muchacho? —preguntó cordialmente el Consejerodesde la puerta—. Le ha irritado,¿verdad? Últimamente quieren dirigir elmundo ellos solos, por lo que parece.

—Necesitaré opciones de seis horas—dijo Jerry.

El Consejero no entendía del todo.Después de explicarle de qué se trataba,Jerry se lanzó rápidamente a la noche.

—Consígase un medio de transporte,muchacho, ¿no lo tiene? Es la forma. Sino, dispararán contra usted. Mire por

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dónde va.

Jerry caminaba de prisa, impulsadopor el disgusto y por la rabia. Pasaba yamucho del toque de queda. No habíafarolas en las calles ni estrellas. Habíadesaparecido la luna y el rechinar de lassuelas de crepé iba con él como uncompañero invisible y molesto. La únicaluz era la que salía del recinto delPalacio, que quedaba al otro lado de lacalle, pero que no llegaba hasta la acerade Jerry. Bloqueaban el interior delrecinto altos muros, coronados de altasalambradas, y los cañones antiaéreos

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brillaban con resplandor de broncefrente al cielo negro y silencioso.Jóvenes soldados dormitaban en grupo yal pasar Jerry junto a ellos resonó unnuevo redoble de gong: el jefe de laguardia mantenía así despiertos a loscentinelas. No había tráfico pero losrefugiados habían instalado sus propiasaldeas nocturnas entre los puestos devigilancia, en una larga columna que ibasiguiendo la acera. Algunos se habíanenvuelto en tiras de lona oscura, otrostenían catres de tablas y algunoscocinaban con llamitas, aunque sóloDios sabe qué podrían haber encontradopara comer. Algunos se sentaban en

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ordenados grupos, unos frente a otros.En un carro de bueyes había una chicatumbada con un muchacho, niños de laedad de Cat la última vez que la habíavisto en carne y hueso. Pero de cientosde ellos no surgía ni un sonido y,después de haber recorrido un buentrecho, se volvió y miró para asegurarsede que estaban allí. Si estaban, lesocultaban la oscuridad y el silencio.Pensó en la cena. Había tenido lugar enotro país, en otro universocompletamente distinto. Él era allíintrascendente, y, sin embargo, de algúnmodo, había contribuido al desastre.

Y no olvide que el territorio nos

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corresponde a nosotros, ¿entendido?Nosotros somos los que mantenemos lacama caliente.

Empezó a sudar a mares, sin razónaparente, el aire de la noche no lerefrescaba en absoluto. La noche eraigual de cálida que el día. Delante de él,en la ciudad, estallódespreocupadamente un cohete perdido,luego otros dos. Vienen por losarrozales hasta que nos tienen a tiro,pensó. Se tumban, con sus trozos detubería y sus pequeñas bombas, luegodisparan y corren como diablos hacia laselva. El Palacio quedaba a su espalda.Una batería disparó una salva y por unos

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segundos pudo ver el camino gracias alos fogonazos. La calle era ancha, unbulevar, y él procuraba seguir por laparte de arriba. De vez en cuando,aparecían los vacíos de las calleslaterales que se reproducían conregularidad geométrica. Si se agachaba,podía ver incluso las copas de losárboles retrocediendo en el pálido cielo.Pasó traqueteando un ciclomotor, que seinclinó tambaleante en la curva ytropezando con el bordillo,estabilizándose luego. Pensó en gritarlepara que parara, pero prefirió seguircaminando. Una voz masculina le hablódubitativa desde la oscuridad:…un

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susurro, nada indiscreto.—Bon soir? Monsieur? Bon soir?Había centinelas cada cien metros en

parejas o aislados, las carabinas sujetascon ambas manos. Sus murmullosllegaban hasta él como invitaciones,pero Jerry era siempre cuidadoso ymantenía las manos bien separadas delos bolsillos, donde pudieran verlas.Algunos, al ver a aquel ojirredondoenorme y sudoroso, se reían y lesaludaban con gestos. Otros le paraban apunta de pistola y le mirabanconcienzudamente a la luz de los farosde las bicis, mientras le hacíanpreguntas a fin de practicar un poco su

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francés. Algunos le pedían cigarrillos, yJerry se los daba. Se quitó la empapadachaqueta y se abrió la camisa hasta lacintura, pero, aún así, el aire no lerefrescaba y se volvió a preguntar si notendría fiebre y si, como la nocheanterior en Bangkok, no despertaría ensu habitación acuclillado en laoscuridad dispuesto a abrirle la cabezaa alguien con una lámpara de mesa.

Apareció la luna, envuelta en laespuma de las nubes. A su luz, el hotelparecía una fortaleza cerrada. Llegó porfin al muro del jardín y lo siguió por laizquierda, por donde los árboles, hastaque el muro giró otra vez. Tiró la

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chaqueta por encima y, con dificultad, loescaló y saltó tras ella. Cruzó el céspedhasta las escaleras, abrió la puerta delvestíbulo y retrocedió con unaexclamación de disgusto. El vestíbuloestaba absolutamente a oscuras, salvopor un rayo de luna que iluminaba comoun foco una inmensa crisálida tejidaalrededor de la morena larva desnuda deun cuerpo humano.

—Vous désirez, Monsieur?—preguntó suavemente una voz.

Era el vigilante nocturno en suhamaca, dormido bajo un mosquitero.

El muchacho le entregó una llave yuna nota y aceptó silencioso la propina.

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Jerry encendió el mechero y leyó lanota.

«Querido, estoy en la habitación28, en soledad completa. Ven a verme.L.»

Qué demonios, pensó: puede que esome tranquilice y me serene otra vez.Subió las escaleras hasta la segundaplanta, olvidando la terrible banalidadde la chica, pensando sólo en sus largaspiernas y en su balanceante traserocuando caminaba entre las rodadas porla orilla del río; recordó sus ojos clarosy su seriedad vulgar tan norteamericana,cuando estaba tendida en el pozo detirador; pensó sólo en su propio anhelo

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de contacto humano. ¿Qué le importabaa él Keller? Abrazar a alguien es existir.Quizás ella esté asustada también.Llamó a la puerta, esperó, la empujó.

—¿Lorraine? Soy yo. Westerby.Nada. Avanzó hacia la cama,

percibiendo la ausencia de aromafemenino, no olía siquiera a colorete o adesodorante. Mientras avanzaba, vio, ala misma luz de la luna, el cuadroaterradoramente familiar de unosvaqueros, unas pesadas botas y unadestartalada Olivetti portátil, no muydistinta de la suya.

—Da un paso más y será un delitode violación —dijo Luke, descorchando

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la botella que tenía en la mesita.

[3] Cura de desintoxicaciónmediante privación drástica de la drogay los desagradables síntomas queprovoca la abstinencia en el adicto.(Nota de los Traductores.)

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16Amigos de Charlie Mariscal

Se fue antes de que amaneciese, trashaber dormido en el suelo de lahabitación de Luke. Se llevó la máquinade escribir y una bolsa, aunque esperabano utilizar ninguna de las dos. Le dejóuna nota a Keller, pidiéndole quecomunicase a Stubbs por cable que seproponía seguir la historia del asedio enlas provincias. Le dolía la espalda dedormir en el suelo y la cabeza de lo quehabía bebido.

Luke había ido a cubrir la guerra: le

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habían dado un descanso del Gran Muen el despacho. Además, Jake Chiu, suiracundo casero, le había echado al findel apartamento.

—¡Estoy en la indigencia, Westerby!—le había dicho, y se había puesto a darvueltas por la habitación, gimiendo «enla indigencia», hasta que Jerry, parapoder dormir un poco y para que losvecinos no aporreasen las paredes, sacóde la arandela la otra llave de lahabitación y se la entregó.

—Hasta que yo vuelva —le advirtió—. Entonces te largas. ¿Entendido?

Le preguntó por el asunto de Frost.A Luke se le había olvidado del todo y

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tuvo que recordárselo. Ah, aquél, dijo.Aquél. Sí, bueno, decían que habíaintentado engañar a las sociedadessecretas, quizás en unos cien años seaclarase el asunto, aunque, en realidad,¿qué demonios importaba?

Pero el sueño no había abrazado aJerry tan fácilmente, ni siquieraentonces. Discutieron el plan del día.Luke se había propuesto hacer lo queJerry estuviese haciendo. Morir solo eramuy aburrido, había insistido. Lo mejorera que se emborrachasen y se buscasenunas putas. Jerry le contestó que tendríaque esperar un rato para que los dospudieran salir juntos, porque él pensaba

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pasarse el día de pesca, y tenía que irsolo.

—¿Y qué demonios andaspescando? Si hay un reportaje, tenemosque compartirlo. ¿No te di yo lo de Frostgratis? ¿Adónde puedes ir tú que no seadmita la presencia del hermano Lukie?

Está bien, había dicho Jerry conacritud. Luego consiguió salir sindespertarle.

Fue primero al mercado, y tomó unasoupe chinoise, examinando los puestosy los escaparates de las tiendas. Eligió aun joven indio que sólo ofrecía cubos deplástico, botellas de agua y escobas,pero que parecía un comerciante

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próspero.—¿Qué más vende usted, amigo?—Yo, señor, vendo todas las cosas

a todos los caballeros.Estuvieron un rato tanteándose. No,

dijo Jerry, no era nada para fumar lo quequería, ni para tragar, nada para esnifarni para las muñecas tampoco. Y no,gracias, con todos los respetos a lasmuchas bellas hermanas y primas, y alos jóvenes de su círculo, las otrasnecesidades de Jerry también estabancubiertas.

—Entonces, señor, es usted unhombre muy feliz, de lo que me alegro.

—Ando buscando en realidad una

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cosa para un amigo —dijo Jerry.El muchacho indio miró

detenidamente arriba y abajo de la calley dejó de tantear.

—¿Un amigo amistoso, señor?—No mucho.Compartieron un ciclomotor. El

indio tenía un tío que vendía budas en elmercado de la plata, y el tío unahabitación trasera con cerrojos ycandados en la puerta. Por treintadólares norteamericanos, Jerry compróuna Walther automática con municiónsuficiente. La gente de Sarratt, se dijomientras subía de nuevo en elciclomotor, caería en colapso profundo

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si se enterara. Primero, por lo que ellosllamaban atuendo impropio, el másgrave de todos los delitos. Segundo,porque ellos sostenían la absurda tesisde que las armas cortas daban másproblemas que beneficios. Pero habríansufrido un colapso aún mayor si Jerryhubiese pasado su Webley de HongKong por aduana a Bangkok y de allí aFnom Penh, así que creía que podíanconsiderarse afortunados, porque él noestaba dispuesto a meterse en aquellodesnudo, fuese cual fuese su doctrinafavorita de la semana. En el aeropuertono había ningún avión para Battambang,pero no había nunca avión para ningún

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sitio. Allí estaban los reactores delarroz todos plateados, que entraban ysalían aullando por la pista, y estabanconstruyendo nuevos revetêments tras lalluvia de cohetes de la noche. Jerry viocómo llegaba la tierra en camiones y vioa los coolies que llenaban afanosamentecon ella unas cajas de municiones. Enotra vida, decidió, me meteré en elnegocio de la arena y me dedicaré avendérsela a las ciudades sitiadas.

En la sala de espera, había un grupode azafatas tomando café entre risas, yse unió jovialmente a ellas. Una chicaalta que hablaba inglés hizo un gesto deduda y desapareció con cinco dólares y

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el pasaporte de Jerry.—C’est impossible —le aseguraron

todos, mientras esperaban a sucompañera—. C’est tout occupé.

La chica volvió sonriendo.—El piloto es muy quisquilloso —

dijo—. Si usted no le hubiese gustado,no le llevaría. Pero le enseñé su foto yha aceptado sobrecargar. Sólo lepermiten llevar treinta y una personas,pero, de todos modos, le llevará a usted.Lo hará por amistad si usted le da milquinientos riels.

El avión estaba vacío en dos tercios.Y los agujeros de balas de las alaslloraban rocío como si fuesen heridas

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sin vendar.

Battambang era, por entonces, laciudad más segura que quedaba en elmenguante archipiélago de Lon Nol, y laúltima granja de Fnom Penh. Volarondurante una hora sobre territoriosupuestamente infestado de khmers rojossin ver un alma. Mientras daban vueltassobre el aeropuerto, alguien disparóperezosamente desde los arrozales y elpiloto hizo un par de protocolariasmaniobras para evitar los proyectiles,pero a Jerry le interesaba más observarla disposición del terreno antes del

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aterrizaje; los aparcamientos, las pistasciviles y las militares, el recintoalambrado donde estaban los cobertizosde carga. Aterrizaron en una atmósferade bucólica prosperidad. Crecían lasflores alrededor de los puestosartilleros, corrían entre los agujeros delas bombas gordas gallinas, abundabanel agua y la electricidad, aunque untelegrama a Fnom Penh tardase ya unasemana.

Jerry actuó muy cautelosamente. Sutendencia instintiva al disimulo era másfuerte que nunca. El honorable GeraldWesterby, el distinguido plumífero,informa sobre la economía de guerra.

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Cuando se tiene mi estatura, amigo, hayque tener muy buenas razones para hacerlo que uno haga. Así que, como se diceen la jerga, soltó humo. En la sección deinformación, observado por varioshombres silenciosos, preguntó losnombres de los hoteles mejores de laciudad y anotó un par de ellos mientrasseguía examinando la distribución deaviones y edificios. En su recorrido deuna oficina a otra fue preguntando quéservicios había para enviar partes deprensa por vía aérea a Fnom Penh ynadie tenía la menor idea. Prosiguiendocon su discreto reconocimiento delterreno, esgrimió generosamente su

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tarjeta cablegráfica e inquirió cómo seiba al palacio del gobernador, indicandoimplícitamente que quizás tuviesenegocios que tratar con el gran hombreen persona. Era ya por entonces elperiodista más distinguido que habíaaparecido por Battambang. Al mismotiempo, fue fijándose en las puertas quetenían el letrero de «personal» y las quetenían el de «privado», y la situación delos servicios de caballeros, para poderluego, una vez fuera de allí, trazar unplano esquemático de toda la zona,determinando en especial las salidas quedaban a la parte alambrada delaeropuerto. Preguntó, por último, qué

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pilotos estaban en aquel momento en laciudad. Tenía amistad con varios, dijo,así que el plan más simple (en caso deque resultase necesario) probablementefuera pedirle a uno de ellos que llevasesu artículo en la valija de vuelo. Unaazafata dio nombres de una lista ymientras lo hacía, Jerry giró un poco lalista y leyó el resto. Estaba incluido elvuelo de Indocharter, pero no semencionaba ningún piloto.

—¿El capitán Andreas siguevolando aún para Indocharter? —preguntó.

—Le capitaine qui? Monsieur?—Andreas. Le llamábamos André.

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Un tipo bajo, llevaba siempre gafasoscuras. Hacía la ruta de KampongCham.

La azafata negó con un gesto. Losúnicos que volaban para Indochartereran el capitán Mariscal y el capitánRicardo, dijo, pero el capitán Ric habíamuerto en un accidente. Jerry fingió unaabsoluta indiferencia, pero se cercioró,de pasada, de que el Carvair del capitánMariscal debía despegar por la tarde, talcomo se indicaba en el mensaje de lanoche anterior, pero no había espacio decarga disponible, estaba todo ocupado,como pasaba siempre con Indocharter.

—¿Sabe dónde puedo localizarle?

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—El capitán Mariscal no vuelanunca por la mañana, Monsieur.

Cogió un taxi para ir a la ciudad. Elmejor hotel era una especie de cobertizoinfestado de pulgas, situado en la calleprincipal. La calle, por su parte, eraestrecha, hedionda y ensordecedora, unaarteria principal de ciudad asiática encrecimiento, machacada por la algarabíade las Hondas y atestada de frustradosMercedes de los nuevos ricos.Siguiendo con su cobertura, cogió unahabitación y la pagó por adelantado,incluyendo el «servicio especial», queera algo tan poco exótico como sábanaslimpias y no las que llevaban aún las

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señales de otros cuerpos. Al taxista ledijo que volviese al cabo de una hora.Por puro hábito, se procuró una facturahinchada. Se duchó, se cambió yescuchó cortésmente al botones que leexplicó por dónde habría de subir paraentrar después del toque de queda, luegosalió a desayunar, porque aún eran sólolas nueve de la mañana.

Llevó consigo la máquina deescribir y la bolsa. No veía a ningúnojirredondo. Vio cesteros, vendedoresde pieles y vendedores de fruta y, unavez más, las inevitables botellas degasolina robada alineadas en la aceraesperando que un ataque las hiciera

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estallar. En un espejo que colgaba de unárbol, vio a un dentista extraer dientes aun paciente atado a una silla alta, y vioque el dentista añadía un diente de rojizapunta, con la mayor solemnidad, al hiloen que se exhibía la pesca del día. Jerryanotó ostentosamente todas estas cosasen su cuaderno, como un celoso cronistadel panorama social de la ciudad. Ydesde un café de acera, mientras tomabacerveza fría y pescado fresco, vigiló lassucias oficinas semiencristaladas quehabía al otro lado de la calle, y quelucían el letrero «Indocharter»,esperando que llegara alguien y abrierala puerta. Nadie lo hizo. El capitán

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Mariscal nunca vuela por la mañana,Monsieur. En una botica especializadaen bicis para niños, compró un rollo deesparadrapo y volvió a la habitación delhotel, donde se sujetó con elesparadrapo la pistola a las costillaspara no llevarla balanceándose en elcinturón. Equipado así, el intrépidoperiodista se lanzó a ampliar sucobertura… lo cual a veces, en lapsicología de un agente de campo, no esmás que un acto gratuito deautolegitimación, cuando empieza aacechar el peligro.

El gobernador vivía en las afuerasde la ciudad, tras un mirador y pórticos

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coloniales franceses, y disponía de unsecretariado de setenta individuos, porlo menos. El inmenso vestíbulo dehormigón daba a una sala de espera aúnno terminada, y a unas oficinas muchomás pequeñas que había detrás, a una delas cuales le llevaron, tras una espera decincuenta minutos, a la diminutapresencia de un camboyano chiquitínvestido de negro enviado por Fnom Penhpara tratar con los apestososcorresponsales. Se decía que era hijo deun general y que manejaba la sucursal deBattambang del negocio de opio de lafamilia. El escritorio era demasiadogrande para él. Había por allí varios

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ayudantes, todos muy serios. Unollevaba un uniforme con muchasmedallas. Jerry pidió información yescuchó una retahíla de sueñosencantadores: que el enemigo comunistaestaba casi derrotado; que se estabahablando muy en serio de abrir otra veztoda la red viaria nacional; que elturismo era la industria más florecientede la provincia. El hijo del generalhablaba despacio, en un hermoso francésy era evidente que le proporcionabagran placer oírse a sí mismo puesmantenía los ojos semicerrados ysonreía mientras hablaba, como siescuchase una música muy querida.

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—Y debo terminar, Monsieur, conunas palabras de advertencia a su país.¿Es usted norteamericano?

—Inglés.—Es lo mismo. Dígale usted a su

Gobierno, señor, que si no nos ayudan aseguir la lucha contra los comunistas,recurriremos a los rusos y les pediremosque les sustituyan a ustedes en nuestralucha.

Ay madre, pensó Jerry. Ay,muchacho. Ay Dios.

—Transmitiré ese mensaje —prometió, y se dispuso a irse.

—Un instant, Monsieur —dijo elalto funcionario con viveza, y hubo un

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pequeño revuelo entre sus adormiladoscortesanos. Abrió un cajón y sacó unavoluminosa carpeta. El testamento deFrost, pensó Jerry. Mi sentencia demuerte. Sellos para Cat.

—¿Es usted escritor?—Sí.Ko me está echando el guante. Esta

noche el calabozo, y mañana despertarécon el cuello rebanado.

—¿Fue usted a la Sorbona,Monsieur? —inquirió el oficial.

—A Oxford.—¿Oxford está en Londres?—Sí.—Entonces habrá leído usted a los

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grandes poetas franceses, Monsieur.—Con profundo placer —replicó

fervorosamente Jerry.Los cortesanos tenían un aire

sumamente grave.—Entonces quizás quiera usted

favorecerme con su opinión sobre lossiguientes versos, Monsieur.

Y el diminuto oficial empezó a leeren voz alta, en su majestuoso francés,dirigiendo lentamente con la mano.

Deux amants assis sur la terreRegardaient la mer,

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empezó, y continuó con unos veintepenosísimos versos más que Jerryescuchó perplejo.

—Voilà —dijo al fin el oficial,dejando a un lado la carpeta—. Vousl’aimez? —preguntó, fijando la miradaseveramente en una zona neutral de laestancia.

—Superbe —dijo Jerry en unarrebato de entusiasmo—. Merveilleux.Una gran sensibilidad.

—¿De quién diría usted que son?Jerry asió un nombre al azar.—¿De Lamartine?El funcionario negó con un cabeceo.

Los cortesanos miraban a Jerry aún más

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atentamente.—¿Victor Hugo? —aventuró Jerry.—Son míos —dijo el oficial, y con

un suspiro volvió a colocar los poemasen el cajón.

Los cortesanos se relajaron.—Procuren que este literato

disponga de todas las facilidades en sutarea —ordenó.

Jerry volvió al aeropuerto y seencontró con un caos peligroso ydesconcertante. Los Mercedes corríanarriba y abajo por la vía de accesocomo si alguien hubiera invadido su

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nido, la parte frontal del recinto era unremolino de faros, motos y sirenas; y elvestíbulo, cuando consiguió que ledejaran pasar los del puesto de control,estaba atestado de individuos asustadosque pugnaban por leer los tableros deavisos, se gritaban unos a otros yescuchaban los atronantes altavoces,todo al mismo tiempo. Jerry logróabrirse paso hasta la oficina deinformación y la encontró cerrada. Saltóal mostrador y vio las pistas a través deun agujero que había en el tableroprotector. Por la pista vacía corría unpelotón de soldados armados hacia ungrupo de mástiles blancos de los que

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colgaban banderas nacionales,inmóviles en el aire quieto. Bajaron dosa media asta y, dentro del vestíbulo, losaltavoces se interrumpieron a sí mismospara lanzar unos cuantos compasesatronadores del himno nacional. Jerrybuscó entre las inquietas cabezas alguiencon quien poder hablar. Eligió al fin aun flaco misionero de amarillento pelo acepillo y gafas que llevaba una cruz deplata de unos quince centímetrosprendida al bolsillo de su camisaoscura. Tenía al lado a un par decamboyanos de aire triste y cuelloclerical.

—Vous parlez français?

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—¡Sí, pero también inglés!Un tono correctivo y melodioso.

Jerry pensó que debía ser danés.—Soy periodista. ¿Qué es lo que

pasa? —tuvo que decirlo a voz en grito.—Han cerrado el aeropuerto de

Fnom Penh —aulló en respuesta elmisionero—. No pueden salir ni entraraviones.

—¿Por qué?—Los khmers rojos han volado el

depósito de municiones del aeropuerto.La ciudad quedará incomunicada hastamañana por lo menos.

El altavoz empezó a parlotear denuevo. Los dos sacerdotes escucharon.

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El misionero se inclinó casi hastadoblarse por la mitad para captar sucuchicheada traducción.

—Han causado grandes daños y yahan destrozado media docena deaviones. ¡Oh sí! Los han destruido porcompleto. Las autoridades sospechantambién sabotaje. Puede que hayancogido además algunos prisioneros.Pero bueno, ¿por qué han instalado undepósito de municiones en elaeropuerto? Era algo peligrosísimo.¿Cuál es el motivo?

—Buena pregunta —convino Jerry.Cruzó el vestíbulo. Su plan maestro

quedaba abortado, como solía pasar con

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todos sus planes maestros. La puerta de«sólo personal», estaba guardada por unpar de trituradores muy serios y, dada latensión, no vio posibilidades de abrirsecamino por allí. La multitud empujabahacia la salida de pasajeros, donde elacosado personal de tierra se negaba aaceptar las tarjetas de embarque y laacosada policía se veía asediada concartas de Laissez passer destinadas aponer a las personas importantes fuerade su alcance. Jerry se dejó arrastrar. Aun lado, chillaba un grupo decomerciantes franceses pidiendo elreembolso del dinero de los billetes, ylos más veteranos empezaban a

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acomodarse para pasar allí la noche.Pero el centro empujaba y vigilaba eintercambiaba nuevos rumores, y elimpulso fue llevándole con firmezahacia adelante. Al llegar al fondo, Jerrysacó discretamente su tarjetacablegráfica y saltó la improvisadabarrera. El policía jefe era delgado yestaba a cubierto y miró desdeñoso aJerry mientras sus subordinadostrabajaban. Jerry se fue recto hacia él,balanceando la bolsa en una mano y lepuso la tarjeta cablegráfica en lasnarices.

—Securité americaine —gritó en unfrancés horrible, y con un bufido a los

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dos hombres de las puertas de batientes,se lanzó hacia la pista y siguiócaminando, mientras su espaldaesperaba continuamente una orden dealto o un tiro de aviso o, en la atmósferadespreocupada de la guerra, un tiro queno fuese siquiera de aviso.

Caminaba con denuedo, con agriaautoridad, balanceando la bolsa, estiloSarratt, para distraer. Delante de él(sesenta metros, pronto cincuenta) habíauna hilera de aviones militares deentrenamiento, de un solo motor, sininsignias. Más allá, estaba el recintoenrejado y los cobertizos de carga,numerados del nueve al dieciocho, y,

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más allá de los cobertizos de carga,Jerry vio un grupo de hangares y dezonas de aparcamiento, con el letrero deprohibido el paso prácticamente entodos los idiomas salvo el chino.Cuando llegó donde estaban los aparatosde entrenamiento, siguió caminando anteellos con paso imperioso, como siestuviera haciendo una inspección.Estaban inmovilizados con ladrillossobre cables. Reduciendo el paso, perosin detenerse, tanteó malhumorado unladrillo con la bota de cabritilla, tiró deun alerón y movió la cabeza. Un grupode artilleros antiaéreos le mirabanindolentes desde su puesto, rodeado de

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sacos terreros, a la izquierda.—Qu’est ce que vous faîtes?Jerry se volvió a medias y haciendo

bocina con las manos gritó: «¡Mirad alcielo, por amor de Dios!», en buennorteamericano, señalandomalhumoradamente el cielo y siguióandando hasta llegar a la zona enrejada.Estaba abierta y vio ante sí loscobertizos. En cuanto los pasara,quedaría fuera del campo de visión de laterminal y de la torre de control.Caminaba sobre un suelo de hormigóndesmigajado con hierba en las fisuras.No se veía a nadie. Los cobertizos erande tablas, unos diez metros de largo por

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tres de alto, con techos de palma. Llegóal primero. Sobre las ventanas había unletrero que decía «Bombas defragmentación sin espoleta». Un caminode tierra apisonada llevaba a loshangares que había al otro lado. Através del hueco, Jerry atisbo loscolores chillones de los aviones decarga que estaban aparcados allí.

—Te cacé —murmuró Jerry, cuandoya llegaba al lado seguro de loscobertizos, porque allí, ante él, clarocomo el día, como una visión delenemigo tras meses de marcha ensolitario, vio un destartalado CarvairDC4 gris y azul, gordo como una rana,

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aposentado sobre el desmigajado asfaltocon el cono del morro abierto. Goteabael aceite en una lluvia negra y rápida deambos motores de estribor y había unchino larguirucho de gorra de marinerollena de insignias militares fumandodebajo del compartimiento de cargamientras hacía inventario. Dos cooliesiban y venían con sacos y un terceromanejaba el viejo montacargas. A suspies, escarbaban malhumoradas lasgallinas. Y en el fuselaje, en un rojollameante sobre los desvaídos coloreshípicos de Drake Ko, se veían las letrasOCHART. Las demás habíandesaparecido en un trabajo de

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reparación.¡Oh, Charlie es indestructible,

a b s o l uta me nte inmortal! CharlieMariscal , señor Tiu, un individuofantástico, medio chino, todo pielhuesos y opio, y un piloto de primera…

Mejor que lo sea, amigo, pensó Jerrycon un escalofrío, mientras los cooliescargaban saco tras saco, por el morroabierto, en la abollada panza del avión.

El Sancho Panza de toda la vida delreverendo Ricardo, Señoría, habíadicho Craw, ampliando la descripciónde Lizzie. Es medio chow como ya os hadicho esa buena señora, y un orgullosoveterano de varias guerras inútiles.

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Jerry se quedó quieto, sin hacertentativa alguna de ocultarse,balanceando la bolsa y con la mueca dedisculpa de pobre inglés perdido. Loscoolies parecían converger ahora en elavión desde varios puntos distintos a lavez: había bastante más de dos.Dándoles la espalda, Jerry repitió surutina de caminar siguiendo la hilera decobertizos, lo mismo que habíacaminado antes ante la hilera de avionesde adiestramiento, o por el pasillocamino del despacho de Frost, atisbandopor las rendijas de las tablas y noviendo más que alguna caja rota de

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cuando en cuando. El permiso paraoperar desde Battambang cuesta mediomillón de dólares norteamericanas,renovables, había dicho Keller. ¿Quiénpuede pagarse una nueva decoración trasesos precios? La hilera de cobertizos seinterrumpió y Jerry se encontró concuatro camiones del ejército cargadoshasta arriba de fruta, verdura y sacos dearpillera sin etiquetar. Había dossoldados en cada camión que lespasaban los sacos de arpillera a loscoolies. Lo razonable habría sidoarrimar la parte trasera de los camionesal aparato, pero prevalecía unaatmósfera de discreción. Al ejército de

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tierra le gusta participar en las cosas,había dicho Keller. La marina puedesacar millones de un convoy delMekong, las fuerzas aéreas estánbastante bien surtidas; losbombarderos transportan fruta y loshelicópteros pueden sacar por víaaérea a los chinos ricos de lasciudades cercadas en vez de sacar a losheridos. Los chicos que combatenandan con un poco de hambre porquetienen que aterrizar donde despegan.Pero los del ejército de tierra han dearañar lo que pueden para poder vivir.

Jerry estaba ya más cerca del avióny podía oír los chillidos de Charlie

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Mariscal dando órdenes a los coolies.Empezaron otra vez los cobertizos.

El número dieciocho tenía puertasdobles y el nombre Indocharter escritocon pintura verde en vertical, de modoque, a cierta distancia, las letrasparecían caracteres chinos. En elsombrío interior, había una pareja decampesinos chinos acuclillados en elsuelo de tierra. Sobre el tranquilo piedel viejo se apoyaba la cabeza de uncerdo atado. Sus otras posesiones eranun largo paquete de juncosmeticulosamente atados con cuerdas.Parecía un cadáver. En un rincón habíauna jarra de agua con dos cuencos de

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arroz al lado. No había más cosas en elcobertizo. «Bienvenido a la sala deespera de Indocharter», pensó Jerry.Con las costillas empapadas de sudor,fue siguiendo la hilera de coolies hastaque llegó adonde estaba CharlieMariscal, que seguía gritando en khmer,mientras con temblorosa pluma reseñabacada paquete de carga en el inventario.

Llevaba una camisa de manga cortade un blanco aceitoso con suficientestiras doradas en las hombreras comopara hacerle general de cualquier fuerzaaérea. Llevaba prendidas en el peto dela camisa dos insignias de combatenorteamericanas, en medio de una

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asombrosa colección de medallas yestrellas rojas comunistas. Una de lasinsignias decía: «Mata a un comunistapor Cristo» y la otra: «Cristo era, en elfondo, un capitalista.» Tenía la cabezavuelta hacia abajo y la cara oscurecidapor la sombra de su inmensa gorramarinera, que le caía libremente sobrelas orejas. Jerry esperó a que alzara lavista. Los coolies estaban ya gritándoleque continuase, pero Charlie Mariscalmantenía la cabeza tercamente baja,mientras cotejaba y escribía en elinventario y les chillaba furioso.

—Capitán Mariscal, estoy haciendoun reportaje sobre Ricardo para un

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periódico de Londres —dijotranquilamente Jerry—. Quiero ir conusted hasta Fnom Penh y hacerle algunaspreguntas.

Y, mientras le decía esto, posósuavemente el volumen de Candideencima del inventario, con tres billetesde cien dólares saliendo del libro en undiscreto abanico. Cuando quieras que unhombre mire hacia un lado, dicen en laescuela de ilusionistas de Sarratt, has deseñalarle siempre al otro.

—Me dijeron que le gustaba a ustedVoltaire —añadió.

—A mí no me gusta nadie —replicóCharlie Mariscal en un áspero falsete,

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mirando el inventario, mientras la gorrase le bajaba aún más sobre la cara—.Odio a todo el género humano, ¿me haentendido?

Su vituperio, pese a su cadenciachina, era inconfundiblemente franco—norteamericano.

—¡Dios mío, odio tanto a lahumanidad que si ella no se da prisa enhacerse pedazos sola me comprarépersonalmente unas cuantas bombas eiré a por ella yo mismo!

Había perdido su público. Jerry ibaya por la mitad de la escalerilla deacero antes de que Charlie Mariscalhubiese terminado de exponer su tesis.

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—¡Voltaire no sabía nada de nada!—gritó, dirigiéndose al coolie siguiente—. Combatió en una guerra equivocada,¿me oyes? ¡Ponlo allí, idiota perezoso, ycoge otro puñado! Dépèche—toi, crétin,oui?

Pero, de todos modos, se metió aVoltaire en el bolsillo de atrás de susanchos pantalones.

El interior del avión era oscuro yespacioso y fresco como una catedral.Habían quitado los asientos y habíanadosado a las paredes estanterías verdesperforadas como de mecano. Colgaban

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del techo cerdos en canal y gallinas deGuinea. El resto de la carga estabaalmacenado en el pasillo, desde elextremo de la cola, lo que produjo ciertaaprensión a Jerry pensando en eldespegue, y consistía en frutas yverduras y los sacos de arpillera queJerry había visto en los camiones delejército, etiquetados como «grano»,«arroz» y «harina», en letras lo bastantegrandes para que pudiese leerlo hasta elagente de narcóticos más iletrado. Peroel pegajoso olor a levadura y melazasque llenaba ya la cabina de carga nonecesitaba ninguna etiqueta. Algunos delos sacos habían sido colocados en

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círculo para dejar una zona donde loscompañeros de viaje de Jerry pudieransentarse. Los principales eran doschinos austeros, vestidos de gris, muypobremente, y, por su similitud y sutímida superioridad, Jerry dedujo deinmediato que eran especialistas dealgún tipo. Recordó los especialistas enexplosivos y los pianistas a los quehabía transbordado algunas veces,ingratamente, introduciéndolos enterreno peligroso o sacándolos de él.Junto a ellos, pero respetuosamenteaparte, fumaban sentados, y comían desus cuencos de arroz, cuatro montañesesarmados hasta los dientes. Jerry los

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supuso meos o de alguna de las tribusshanes de las fronteras norte, dondetenía su ejército el padre de CharlieMariscal, y. por su aire despreocupado,dedujo también que debían formar partedel servicio de guardia permanente. Enuna clase completamente independiente,se sentaba gente de más calidad: elpropio coronel de artillería que habíasuministrado atentamente el medio detransporte y la escolta, y su compañero,un alto funcionario de aduanas, sin loscuales, no habría podido hacerse nada.Estaban majestuosamente acomodadosen el pasillo, en sillas especiales,observando orgullosos cómo se

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desarrollaba la operación de carga, yvestían sus mejores uniformes, tal comola ceremonia exigía.

Había un miembro más del grupo yestaba solo, acechando encima de lascajas de cola, la cabeza casi pegándoleen el techo, y resultaba imposibledistinguirle con detalle. Estaba sentadoallí con una botella de whisky para élsolo, y un vaso incluso. Llevaba unagorra tipo Fidel Castro y barba cerrada.En los brazos oscuros le brillabancadenillas de oro, de las que porentonces llamaban (todos, salvo los quelas usaban) brazaletes de la CIA, enbase al feliz supuesto de que un hombre

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aislado en un país hostil podía comprarel camino hacia la seguridad dando unacadenilla cada vez. Pero había en susojos, mientras observaban a Jerry a lolargo del cañón bien aceitado de un rifleautomático AK47, un brillo fijo. «Estabacubriéndome por el cono del morro»,pensó Jerry. «Me tenía encañonadodesde el momento en que salí delcobertizo.»

Los dos chinos eran cocineros,decidió en un momento de inspiración:cocineros era el equivalente en jerga aquímico. Keller había dicho que laslíneas aéreas del opio habían pasado aintroducir el material en crudo para

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retinarlo en Fnom Penh, pero que leshabía costado muchísimo trabajoconvencer a los cocineros para quefuesen a trabajar allí en condiciones deasedio.

—¡Eh tú! ¡Voltaire!Jerry se apresuró a acercarse al

borde de la cabina de carga. Miró haciaabajo y vio a la pareja de viejoscampesinos de pie al fondo de laescalerilla y a Charlie Mariscalintentando sujetarles el cerdo mientrasempujaba a la vieja escalerilla arriba.

—Cuando llegue arriba, échale unamano, ¿me oyes? —dijo, sosteniendo elcerdo en los brazos—. Si cae y se

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rompe el culo, tendremos muchos másproblemas con esos cabrones. ¿Eres unode esos héroes chiflados de narcóticos,Voltaire?

—No.—Bueno, cógela bien, ¿me has oído?La vieja empezó a subir la

escalerilla. Cuando llevaba subidosunos cuantos escalones, empezó a croary Charlie Mariscal consiguió meterse elcerdo debajo del brazo y darle un buenempujón en el trasero mientras lechillaba en chino. El marido subió trasella y Jerry ayudó a ambos a alcanzar laseguridad de la cabina. Por último,apareció la cabeza de payaso del propio

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Charlie Mariscal y, aunque estabaanegada por la gorra, Jerry tuvo laprimera visión de la cara que ibadebajo: esquelética y oscura, consoñolientos ojos chinos y una gran bocafrancesa que se retorcía en todasdirecciones cuando gritaba. Empujóadentro el cerdo, Jerry lo cogió y se lollevó, chillando y debatiéndose, a losviejos campesinos. Luego Charlie aupóa bordo su enjuta figura, como una arañaque saliera de un desagüe.Inmediatamente, el funcionario deaduanas y el coronel de artillería selevantaron, se limpiaron los traseros deluniforme y avanzaron con viveza por el

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pasillo hacia el individuo de la gorraestilo Fidel Castro que estabaacuclillado en las sombras sobre lascajas de la carga. Llegaron hasta dondeestaba y esperaron respetuosos comoacólitos que llevasen la ofrenda al altar.

Relumbraron los brazaletes, unbrazo descendió, una vez, dos, y cayó undevoto silencio mientras los doshombres contaban cuidadosamente unmontón de billetes de Banco y todo —elmundo observaba. Casi al unísono,volvieron a la escalerilla, donde lesesperaba Charlie Mariscal con ladeclaración de carga. El funcionario deaduanas la firmó, el coronel de artillería

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echó un vistazo aprobatorio y luegoambos saludaron y desaparecieronescalerilla abajo. El cono del morrogiró vibrante hasta una posición de casicierre, Charlie Mariscal le dio unapatada, echó una esterilla por encima dela rendija y se dirigió luegorápidamente, pasando sobre las cajashasta una escalerilla interior que llevabaa la cabina. Jerry escaló tras él ydespués de acomodarse en el asiento delcopiloto, resumió silenciosamente susbendiciones. «Llevamos una sobrecargade unas quinientas toneladas. Perdemosaceite. Llevamos un cuerpo de guardiaarmado. Tenemos prohibido despegar.

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Tenemos prohibido aterrizar, elaeropuerto de Fnom Penh probablementetenga un agujero del tamaño deBuckinghamshire. Tenemos hora y mediade khmers rojos entre nosotros y lasalvación. Y si alguien se enfada connosotros en el otro lado, habrán pilladoal super agente Westerby con las bragasen los tobillos y con unos doscientossacos de opio en crudo en las manos.»

—¿Sabes pilotar esto? —gritóCharlie Mariscal, mientras golpeaba unahilera de mohosos conmutadores—.¿Eres por casualidad un gran héroe delaire, Voltaire?

—No me gusta nada volar.

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—Tampoco a mí.Charlie Mariscal acertó a una

inmensa mosca que zumbaba alrededordel parabrisas, luego encendió uno a unolos motores, hasta que todo el aparatoempezó a traquetear y temblequear comoun autobús de Londres en su último viajede vuelta Clapham Hill arriba. Gorjeó laradio y Charlie Mariscal se tomó unminuto para dar una orden obscena a latorre de control, primero en khmer yluego, según la mejor tradiciónaeronáutica, en inglés. Se dirigieronluego hacia el lejano final de la pista,pasaron ante un par de instalacionesartilleras y, por un momento, Jerry

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esperó que alguien abriese fuego contrael fuselaje hasta que recordó, congratitud, al coronel del ejército y suscamiones y su pago. Apareció otramosca y esta vez Jerry se encargó deliquidarla. El avión no parecía adquirirvelocidad alguna, pero la mitad de losinstrumentos marcaban cero, así que nopodía estar seguro. El estruendo de lasruedas sobre la pista parecía másescandaloso que los motores. Jerryrecordó al chófer del viejo Sambocuando le llevaba al colegio; el avancelento e inevitable por la vía decircunvalación hacia Slugh y finalmenteEton.

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Dos de los montañeses habíanacudido a ver la diversión y se moríande risa. Avanzó hacia ellos saltando ungrupo de palmeras pero el aviónmantuvo firmemente asentados los piesen el suelo. Charlie Mariscal echó haciaatrás la palanca con aire ausente y retiróel tren de aterrizaje. Dudando si sehabía alzado realmente el morro, Jerrypensó de nuevo en el colegio, y encuando competía en el salto de longitud,y recordó la misma sensación de noelevarse y, sin embargo, de dejar deestar sobre la tierra. Sintió el impacto yoyó el chasquido de hojas cuando laparte inferior del aparato rebanó las

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puntas de los árboles. Charlie Mariscalinsultaba al avión chillándole que seelevase de una vez en el aire, y durantesiglos no tomaron altura alguna, sino quesiguieron colgando y retumbando a unosmetros por encima de una serpenteantecarretera que subía inexorable hacia unacordillera. Charlie Mariscal estabaencendiendo un cigarrillo, así que Jerryse encargó del volante que tenía frente así y sintió el impacto vivo del timón.Charlie Mariscal recuperó los controlesy enfiló el aparato hacia un suave taludque ascendía por el punto más bajo de lacordillera. Mantuvo el giro, coronó lacordillera y continuó hasta hacer un

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círculo completo. Cuando miraron haciaabajo, hacia los oscuros tejados y haciael río y el aeropuerto, Jerry calculó quese hallaban a una altura de unostrescientos metros. Para CharlieMariscal era una cómoda altitud decrucero, pues se quitó por fin la gorra y,con el aire del hombre que ha hechobien un buen trabajo, se premió con ungran vaso de whisky de la botella quetenía a sus pies. Bajo ellos, se agolpabala oscuridad, y la tierra parda sedesvanecía suavemente en tonos malva.

—Gracias —dijo Jerry, aceptandola botella—. Sí, creo que me apetece.

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Jerry empezó con una pequeñacharla… si es posible tal cosa cuandouno tiene que hablar a gritos.

—Los khmers rojos acaban de volarel depósito de municiones delaeropuerto —aulló—. No se puedeaterrizar ni despegar.

—¿Han hecho eso? —por primeravez desde que Jerry le conocía, CharlieMariscal parecía a la vez impresionadoy complacido.

—Dicen que Ricardo y tú fuisteisgrandes camaradas.

—Lo bombardeamos todo. Matamosya a la mitad del género humano. Vemosmás gente muerta que gente viva: La

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llanura de los Jarros. Da Nang, somosunos héroes tan magníficos que cuandonos muramos bajará Jesucristopersonalmente con un helicóptero parasacarnos de la selva.

—¡Me dijeron que Ricardo era muybueno para los negocios!

—¡Cómo no! ¡No hay nadie mejorque él! ¿Sabes cuántas compañíasllegamos a tener, Ricardo y yo? Seis.Teníamos fundaciones en Liechtenstein,empresas en Ginebra, conseguimos undirector de Banco en las Antillasholandesas, abogados, Jesús. ¿Sabescuánto dinero gané? —se dio unapalmada en el bolsillo de atrás—.

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Trescientos dólares norteamericanos,exactamente. Charlie Mariscal yRicardo mataron los dos solos a lamitad del género humano. Nadie nos daun céntimo. Mi padre mató a la otramitad y consiguió hacer mucho dinero,muchísimo. Ricardo siempre andaba conplanes locos, siempre. Casquillos debala. Dios mío. ¡Vamos a pagarle a lagente para que recoja todos loscasquillos y a venderlos para la guerrasiguiente!

El morro se inclinó hacia abajo yCharlie volvió a elevarlo con unobsceno taco en francés.

—¡Látex! ¡Íbamos a robar todo el

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látex de Kampong Cham! Vamos aKampong Cham. En grandeshelicópteros, con cruces rojas. ¿Y quéhacemos? Sacamos a los condenadosheridos. Estate quieto, cabrón demierda, ¿me has oído?

Hablaba de nuevo para el aparato.Jerry vio de pronto en el cono del morrouna larga hilera de agujeros de bala nodemasiado bien tapada. Rasgue poraquí, pensó absurdamente.

—Cabello humano, íbamos ahacernos millonarios vendiendo pelo.Todas las chicas tontas de las aldeas ypueblos se dejaban el pelo muy largo ynosotros se lo cortaríamos y lo

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llevaríamos a Bangkok para hacerpelucas.

—¿Quién pagó las deudas deRicardo para que pudiera volar conIndocharter?

—¡Nadie!—A mí me dijeron que había sido

Drake Ko.—Jamás he oído hablar de Drake

Ko. En mi lecho de muerte se lo digo ami madre, a mi padre: «Charlie elbastardo, el chico del general, no haoído hablar de Drake Ko en toda suvida.»

—¿Qué hizo Ricardo por Ko tanespecial para que Ko pagara todas sus

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deudas?Charlie Mariscal bebió un trago de

whisky directamente de la botella yluego se la pasó a Jerry. Sus manosdescamadas temblabanescandalosamente siempre que lasseparaba de la palanca, y le manaba lanariz constantemente. Jerry se preguntópor cuántas pipas al día andaría. EnLuang Prabang había conocido a unhotelero corso pied—noir quenecesitaba sesenta para hacer una buenajornada de trabajo. El capitán Mariscalnunca vuela por las mañanas, pensó.

—Los norteamericanos siempretienen prisa —se quejó Charlie Mariscal

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con un cabeceo—. ¿Sabes por quétenemos que llevar este material ahora aFnom Penh? Porque todo el mundo andaimpaciente. En estos tiempos, todo elmundo quiere un efecto rápido. Nadiepierde el tiempo fumando. Todosquieren conectarse en seguida. Si unoquiere matar al género humano, tiene quetomarse su tiempo, ¿me oyes?

Jerry probó otra vez. Uno de loscuatro motores se había parado, perootro había iniciado un aullido como deun silenciador roto, así que tuvo quechillar aún más fuerte que antes.

—¿Qué hizo Ricardo para quepagasen por él todo aquel dinero? —

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repitió.—Oye, Voltaire, mira, a mí no me

gusta la política, soy sólo un simpletraficante de opio, ¿me entiendes? Si tegusta la política, vuelve allá abajo yhabla con esos shanes locos. «Las ideaspolíticas no se pueden comer. Nopuedes acostarte con ellas. No puedesruinártelas.» Él se lo dijo a mi padre.

—¿Quién?—Drake Ko se lo dijo a mi padre,

mi padre me lo dijo a mí ¡y yo se lo digoa todo el maldito género humano! DrakeKo es un filósofo, ¿me oyes?

El avión había empezado adescender de modo constante por

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razones propias, hasta llegar a menos decien metros de los arrozales. Vieron unaaldea y fuegos de cocinas y aldeanoscorriendo precipitadamente hacia losárboles, y Jerry se preguntó muy en seriosi Charlie Mariscal se habría dadocuenta. Pero en el último minuto, comoun paciente jockey, tiró y se encorvó ylogró al fin que el caballo alzase lacabeza y los dos tomaron más whisky.

—¿Tú le conoces bien?—¿A quién?—A Ko.—No le he visto en mi vida,

Voltaire. Si quieres hablar de Drake Ko,vete a preguntarle a mi padre. Te corta

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el cuello.—¿Y qué me dices de Tiu? Dime,

¿quiénes son esa pareja del cerdo? —gritó Jerry, para mantener viva laconversación mientras Charlie volvía acoger la botella para echar otro trago.

—Son haws, de allá, de Chiang Mai.Estaban muy preocupados por el piojosode su hijo que está en Fnom Penh. Creenque está muñéndose de hambre y por esole llevan el cerdo.

—¿Y qué me dices de Tiu?—No he oído hablar en mi vida del

señor Tiu, ¿entendido?—A Ricardo le vieron en Chiang

Mai hace tres meses —gritó Jerry.

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—Sí, bueno, Ric es un imbécilrematado —dijo Charlie Mariscal concierto apasionamiento—. Ric tiene quelargarse de Chiang Mai porque si no lesacarán a tiros de allí. Si alguien estámuerto, tiene que mantener la bocacerrada, ¿me entiendes? Siempre se lodigo: Ric, tú eres mi socio. Mantén laboca cerrada y no alces el culo, porquesi no, cierta gente va a enfadarse muchocontigo.

El avión penetró en una nube einmediatamente empezaron a perderaltura muy de prisa. La lluvia corríasobre el techo de hierro y bajaba por elinterior de las ventanillas. Charlie

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Mariscal accionó arriba y abajo algunaspalancas. Brotó un pitido del cuadro demandos y se encendieron un par delucecitas, que los tacos que soltó elpiloto no pudieron apagar. Para asombrode Jerry, empezaron a subir de nuevo,aunque, como estaban metidos enaquella nube en movimiento, no podíadeterminar con exactitud el ángulo. Miróhacia atrás para comprobar a tiempo devislumbrar la barbuda figura del morenopagador de la gorra a lo Fidel Castroque bajaba por la escalerilla de lacabina, sujetando su AK47 por el cañón.Siguieron subiendo, cesó la lluvia y lesrodeó la noche como otro país. Brotaron

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de pronto las estrellas arriba,traquetearon por encima de lashendiduras de las cimas de las nubesiluminadas por la luna, se elevaron denuevo, la nube desapareciódefinitivamente y Charlie Mariscal sepuso la gorra y comunicó que los dosmotores de estribor habían dejado ya dejugar papel alguno en las festividades.En ese momento de respiro, Jerryformuló su pregunta más disparatada:

—¿Y dónde está ahora Ricardo,amigo? Tengo que encontrarle, ¿sabes?Prometí a mi periódico que hablaría conél. No puedo desilusionarles,¿comprendes?

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Charlie Mariscal tenía casi cerradoslos soñolientos ojos. Estaba sentado enun semitrance, la cabeza apoyada en elasiento y la gorra sobre la nariz.

—¿Cómo, Voltaire? ¿Has dichoalgo?

—¿Dónde está ahora Ricardo?—¿Ric? —repitió Charlie Mariscal,

mirando a Jerry con expresión deasombro—. ¿Dónde está Ricardo,Voltaire?

—Eso es, amigo. ¿Dónde está? Megustaría tener una charla con él. Para esoeran los trescientos billetes. Hay otrosquinientos si puedes encontrar tiempopara presentármelo.

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Reviviendo bruscamente, CharlieMariscal sacó el Candide y lo posó confuerza en el regazo de Jerry mientras seentregaba a un furioso arrebato.

—Yo no sé nunca dónde estáRicardo, ¿me has oído? No quiero tenerun amigo en toda mi vida. Si viese a esechiflado de Ricardo, le metería un parde balas en los huevos en la mismacalle. ¿Me has entendido? Él, muerto.Así que puede seguir muerto hasta quese muera. Le explicó a todo el mundoque le habían matado. ¡Así que meparece que por una vez en mi vida, voy acreer lo que dice ese cabrón!

Enfilando furioso el avión hacia la

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nube, lo dejó descender hacia los lentosfogonazos de las baterías artilleras deFnom Penh para hacer un perfectoaterrizaje de tres puntos en lo que paraJerry era total oscuridad. Esperó elestruendo del fuego de ametralladora delas defensas de tierra, esperó ladesagradable caída libre al meterse demorro en un cráter gigantesco, pero todolo que pudo ver, súbitamente, fue unrevêtement recién colocado de las cajasde municiones rellenas de barrohabituales, brazos abiertos pálidamenteiluminados, esperando para recibirles.Mientras avanzaban hacia él, un jeeppardo se plantó ante ellos con una luz

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verde parpadeando en la parte trasera,como una luz intermitente que seapagase y encendiese a mano. El aviónsaltaba ya sobre la hierba. Junto alrevêtement, Jerry distinguió un par decamiones verdes y un prieto círculo deindividuos que esperaban, y que mirabanávidos hacia ellos, y detrás, la oscurasombra de un bimotor deportivo.Pararon y Jerry oyó a la vez elchasquido del cono de morro al abrirse,que llegaba de la cabina de carga,debajo de su ático, seguido delrepiqueteo de pies en la escalerilla dehierro y rápidas voces llamando ycontestando. La rapidez de su

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desembarco le cogió por sorpresa. Perooyó algo más que le hizo estremecerse ybajar a toda prisa las escaleras hacia lapanza del avión.

—¡Ricardo! —gritó—. ¡Para!¡Ricardo!

Pero los únicos pasajeros quequedaban era la pareja de viejoscampesinos aferrados a su cerdo y a supaquete. Se lanzó por la escalerilla, sedejó caer y sintió un estremecimiento enla columna al llegar al asfalto. El jeephabía salido ya con los cocineros chinosy su cuerpo de guardia montañés.Mientras corría Jerry pudo ver cómo eljeep salía hacia una de las salidas del

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recinto del aeropuerto. La cruzó, doscentinelas cerraron las verjas yvolvieron a situarse en la mismaposición que antes. Tras él, el personalde tierra de casco se acercaba ya alCarvair, Aparecieron un par decamiones con policías y, por un instante,el occidental tonto que había en Jerry sesintió tentado por la idea de que podríanestar jugando algún papel represor,hasta que se dio cuenta de que eran laguardia de honor que se utilizaba enFnom Penh para recibir un cargamentode opio de tres toneladas. Pero su vistase centraba en un solo individuo, y ésteera el hombre alto y barbudo de la gorra

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Fidel Castro y el AK47 y la marcadacojera que resonó como un redoble detambor irregular cuando la suela degoma de sus botas de vuelo repiqueteóescalerilla abajo. Jerry le vio justo unosinstantes. La puerta del pequeñoBeechcraft le esperaba abierta y habíados miembros del personal de tierrapreparados para ayudarle a entrar.Cuando llegó junto a ellos, extendieronlas manos para sostenerle el rifle, peroRicardo les apartó. Se había vuelto yestaba buscando a Jerry. Por un segundo,se miraron. Jerry estaba cayendo yRicardo alzaba el rifle, y durante unosveinte segundos, Jerry revivió su vida

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desde el nacimiento hasta aquel mismoinstante mientras unos cuantosproyectiles más rasgaban y gemían porel aeropuerto asolado por la guerra.Cuando Jerry alzó de nuevo la vista, elfuego había cesado. Ricardo estabadentro del avión y sus auxiliaresretiraban ya las cuñas. Mientras elpequeño aparato se elevaba entre losfogonazos, Jerry corrió como un diablohacia la parte más oscura del recintoantes de que algún otro decidiese que supresencia obstaculizaba el buencomercio.

Sólo una riña de amantes, se dijo,sentándose en el taxi, mientras sostenía

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las manos sobre la cabeza e intentabaeliminar el desacompasado temblor delpecho. Eso es lo que sacas en limpio porintentar andar jugando con un viejoamante de Lizzie Worthington.

Cayó un cohete cerca, pero Jerry nohizo el menor caso.

Le concedió a Charlie Mariscal doshoras, aunque se daba cuenta de que unaera ya un plazo generoso. Aunquepasaba ya del toque de queda, la crisisdel día no había concluido con laoscuridad, había controles de tráfico entoda la ruta hasta Fnom Penh y los

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centinelas empuñaban las metralletasdispuestos a disparar en cualquiermomento. En la plaza, dos hombres segritaban uno al otro a la luz de unasantorchas ante una multitud. Por elbulevar, un poco más abajo, unossoldados rodeaban una casa iluminadacon reflectores, y estaban apoyadoscontra la pared de la misma casa, conlas armas dispuestas. El taxista dijo quela policía secreta había hecho unadetención allí. Un coronel y susayudantes estaban aún dentro con unsupuesto agitador. Había tanques en elpatio del hotel y Jerry se encontró en sudormitorio a Luke tumbado en la cama,

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bebiendo tranquilamente.—¿Hay agua? —preguntó Jerry.—Sí.Abrió los grifos del baño y empezó

a desvestirse hasta que recordó lapistola.

—¿Cablegrafiaste? —preguntó.—Sí —dijo Luke—. Y tú también.—Ja, ja.—Yo le envié un cable a Stubbie a

tu nombre, a través de Keller.—¿El reportaje del aeropuerto?Luke le entregó una hoja suelta.—Añadí un poco de auténtico

colorido Westerby. Cómo florecen loscapullos en el cementerio, cosas así.

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Eso a Stubbie le encanta.—Gracias, hombre.En el baño, Jerry se quitó la pistola

y la guardó en el bolsillo de la chaquetapara tenerla más a mano en caso de quetuviera que utilizarla.

—¿A dónde vamos esta noche? —dijo Luke, a través de la puerta cerrada.

—A ningún sitio.—¿Qué coño quieres decir con eso?—Tengo una cita.—¿Una mujer?—Sí.—Llévate a Lukie. Tres en una

cama.Jerry se sumergió gratamente en el

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agua tibia.—No.—Llámala. Dile que busque una puta

para Lukie. Oye, tenemos a esa zorra deabajo, la de Santa Bárbara. Yo no soyorgulloso. La llevaré.

—No.—Por amor de Dios —gritó Luke, ya

en serio—. ¿Por qué coño no quieresque vaya?

Se había acercado a la puertacerrada para manifestar su protesta.

—Amigo, tienes que dejarme en paz—le aconsejó Jerry—. De veras, tequiero mucho, pero no lo eres todo paramí, ¿entendido? Así que déjame en paz.

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—Tienes una espina en el trasero,¿eh? —largo silencio—. Bueno, estábien, procura que no te vuelen el culo deun zambombazo, socio, está la nochemuy terrible fuera.

Cuando Jerry volvió al dormitorio,Luke estaba en la cama en posición fetalmirando a la pared y bebiendometódicamente.

—Sabes que eres peor que unamaldita mujer —le dijo Jerry, parándosea la puerta para mirarle.

Toda aquella conversación puerilhabría quedado por completo olvidadade no ser por el giro que tomarían luegolos acontecimientos.

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Esta vez, Jerry no se molestó enutilizar el timbre de las verjas. Trepópor la pared y se arañó las manos en lostrozos de cristal de arriba. Tampoco sedirigió a la puerta de entrada de la casa,ni cumplió con el rito de contemplar laspiernas morenas en el fondo de laescalera. Se quedó, por el contrario, enel jardín, y esperó a que se desvanecieseel ruido de su pesado aterrizaje y a quesus ojos y oídos captasen algún signo devida en la gran villa que se perfilabasombría sobre él con la luna detrás.

El coche llegó sin luces y salierondos individuos de él, camboyanos por su

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estatura y su calma. Pulsaron el timbrede las verjas y, en la puerta de entradade la casa, murmuraron la consignamágica por la rendija y fueroninstantánea y silenciosamente admitidos.Jerry intentó determinar la distribución.Le desconcertaba el que no le llegaseningún aroma delator ni de la partefrontal de la casa ni por la parte deljardín, donde estaba. No había viento.Jerry sabía que el secreto era algo vitalpara un gran diván, no porque la leyfuese punitiva, sino porque lo eran lossobornos. La villa poseía una chimeneay un patio y dos plantas: Una casa paravivir cómodamente como colon francés,

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con una pequeña familia de concubinas yde niños mestizos. La cocina, calculó,debía destinarse a la preparación. Ellugar más seguro para fumar sin dudasería el piso de arriba, en lashabitaciones que daban al patio. Y dadoque no llegaba olor alguno de la puertade entrada, Jerry llegó a la conclusiónde que utilizaban la parte trasera delpatio en vez de las alas o la fachadaprincipal.

Caminó silenciosamente hasta llegara la valla que marcaba el límiteposterior. Estaba muy frondosa, llena deflores y enredaderas. Una ventanaenrejada le proporcionó un primer

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apoyo para su bota de cabritilla, unacañería que sobresalía el segundo, y elventilador de un extractor el tercero, ycuando escaló por encima de él hasta lagalería superior, captó el olor queesperaba: cálido y dulce y tentador. Enla galería, no había luz alguna aún,aunque las dos chicas camboyanas queestaban acuclilladas allí se veíanclaramente a la luz de la luna, y Jerrypudo ver sus ojos asustados clavarse enél cuando apareció como caído delcielo. Les hizo señas de que selevantaran, las hizo caminar delante deél, guiado por el olor. Había cesado elbombardeo, dejando la noche para los

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gecos. Jerry recordó que a loscamboyanos les gustaba jugar y hacercálculos y pronósticos basándose en elnúmero de veces que piaban: mañanaserá un día de suerte; mañana no;mañana me echaré novia; no, pasadomañana. Las chicas eran muy jóvenes ydebían estar esperando allí a que losclientes mandaran a por ellas. En lapuerta de juncos vacilaron y volvieronla vista hacia él, acongojadas. Jerry leshizo una seña y empezaron a apartarcapas de esterillas hasta que brilló en lagalería una luz no más fuerte que la deuna vela. Jerry entró, con las chicasdelante.

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La estancia debía haber servidoantes como dormitorio del amo, con unasegunda habitación, más pequeña, que secomunicaba con ella. Le echó la manopor el hombro a una chica. La otra lessiguió sumisa. En la primera habitaciónhabía doce clientes, todos hombres.Entre ellos habían algunas chicasc uc hi c he a nd o . Coolies descalzosservían, moviéndose con muchaparsimonia, yendo de un cuerporeclinado al siguiente, formando unabolita en la aguja, encendiéndola ysosteniéndola sobre la cazoleta de lapipa mientras el cliente aspiraba firme yprolongadamente y la bolita se

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consumía. La conversación era lenta yen murmullos, muy íntima, quebrada porsuaves rizos de gratas risas. Jerryreconoció al suizo de cara inteligenteque estaba en la cena del Consejero.Charlaba con un camboyano gordo.Nadie se interesó por Jerry. Las chicasle legitimaban, lo mismo que lo habíanhecho las orquídeas en el bloque deapartamentos de Lizzie Worthington.

—Charlie Mariscal —dijoquedamente Jerry.

Uno de los coolies señaló lahabitación contigua. Jerry pidió a lasdos chicas que se fueran. La segundahabitación era más pequeña y Mariscal

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estaba tumbado en el rincón, con unachica china de complicado cheongsan,acuclillada sobre él, preparándole lapipa. Jerry supuso que era la hija deldueño del establecimiento y que CharlieMariscal recibía un tratamiento especialdebido a que era a la vez un habitué yun suministrador. Se arrodilló al otrolado de él. Un viejo miraba desde lapuerta. La chica también miraba, con lapipa aún en la mano.

—¿Qué quieres, Voltaire? ¿Por quéno me dejas en paz?

—Sólo un paseíto, amigo. Luegopuedes volver.

Jerry le alzó con suavidad,

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cogiéndole del brazo, ayudado por lachica.

—¿Cuánto ha tomado? —le preguntóa la chica. La chica alzó tres dedos.

—¿Y cuántas suele fumar? —preguntó Jerry.

La chica bajó la cabeza, sonriendo.Muchísimo más, quería decir.

Charlie Mariscal caminabatemblequeante al principio, pero cuandollegaron a la galería, ya estaba encondiciones de discutir, así que Jerry lecogió en brazos, llevándole como sifuera la víctima de un incendio por lasescaleras de madera abajo y cruzando elpatio con él. El viejo les hizo una

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diligente reverencia desde la puertaprincipal, un sonriente coolie les abriólas verjas que daban a la calle y eraevidente que los dos estaban muyagradecidos de que Jerry mostrase tantotacto. Habían recorrido unos cincuentametros cuando de pronto aparecieron unpar de muchachos chinos que se echaronsobre ellos gritando y esgrimiendo paloscomo pequeños remos. Jerry puso de piea Charlie Mariscal, sujetándole con lamano izquierda con fuerza, y dejó alprimer chico que golpeara, desvió elpalo y luego le pegó no muy fuerte justodebajo de un ojo. El chico escapócorriendo y su amigo tras él. Sin soltar a

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Charlie Mariscal, Jerry siguiócaminando hasta que llegaron al río, y enuna zona bastante oscura, hizo que sesentase como una muñeca en la orilla,sobre la hierba seca y cenagosa.

—¿Vas a volarme los sesos,Voltaire?

—Eso se lo dejaremos al opio,amigo —dijo Jerry.

A Jerry le agradaba CharlieMariscal y en un mundo perfecto lehabría gustado pasar la velada con él enl a fumerie y oír la historia de sudesdichada pero extraordinaria vida.

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Pero ahora su puño asía implacable eldelgado brazo de Charlie Mariscal porsi se le pasaba por la hueca cabeza laloca idea de salir por piernas. PuesJerry tenía la sensación de que Charliepodía correr muy deprisa si se veía enuna situación desesperada. Se mediotumbó, por tanto, de modo muy parecidoa como lo había hecho entre la montañamágica de posesiones en la casa de lavieja Pet, sobre la cadera izquierda y elcodo izquierdo, inmovilizando en elbarro la muñeca de Charlie Mariscal,que estaba tumbado de espaldas. Lesllegaba del río, a sólo unos diez metrospor debajo de ellos, el cuchicheante

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rumor de los sampanes que sedeslizaban como largas hojas sobre eldorado sendero lunar del agua. Del cielollegaban (por detrás unas veces y otraspor delante) los fogonazos esporádicosque lanzaba la artillería de defensacuando algún comandante aburridodecidía justificar su existencia. De vezen cuando, de mucho más cerca, llegabael zambombazo más agudo y brillante dela respuesta de los khmers rojos, peroeran de nuevo únicamente pequeñosintermedios a la algarabía de los gecos yal silencio más profundo de después. Ala luz de la luna, Jerry miró el reloj yluego el rostro enloquecido de Charlie

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Mariscal, intentando calcular laintensidad de su angustia. Es como lahora de comer de un bebé, pensó. SiCharlie fumaba de noche y dormía demañana, sus necesidades tendrían quehacerse patentes en seguida. La humedadde su rostro resultaba ya ultraterrena.Fluía de los gruesos poros, de los ojosrasgados, de la manante y gimiente nariz.Se canalizaba meticulosamentesiguiendo los marcados surcos,estableciendo netas— reservas en lascavernas.

—Dios santo, Voltaire. Ricardo esamigo mío. Un gran filósofo, ese tipo, sí.Tú quieres oírle hablar, Voltaire.

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Quieres conocer sus ideas.—Sí —confirmó Jerry—. Quiero.Charlie Mariscal asió la mano de

Jerry.—Voltaire, son buena gente, ¿me

oyes? El señor Tiu… Drake Ko. Noquieren hacer daño a nadie. Quierenhacer un negocio. ¡Tienen algo quevender y consiguen gente que lo compre!¡Es un servicio! No le rompen a nadie elcuenco del arroz. ¿Por qué quieresfastidiarles? Tú eres también un buenmuchacho. Me di cuenta. Cogiste elcerdo del viejo, ¿no? ¿Quién ha vistoque un ojirredondo coja el cerdo de unojirrasgado? Dios mío, si me sacas eso,

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ellos te matarán concienzudamente,porque ese señor Tiu, es un caballeromuy práctico y muy filosófico, ¿meoyes? ¡Ellos me matan a mí, matan aRicardo, te matan a ti, ellos matan atodo el maldito género humano!

La artillería disparó una andanada yesta vez la selva contestó con unapequeña salva de proyectiles, unos seiso así, que silbaron sobre sus cabezascomo los silbantes pedruscos de unacatapulta. Momentos después, oyeron lasdetonaciones hacia el centro de laciudad. Después, nada. Ni el gemir deun coche de bomberos, ni la sirena deuna ambulancia.

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—¿Por qué iban a matar a Ricardo?—preguntó Jerry—. ¿Qué es lo que hahecho Ricardo?

—¡Voltaire! ¡Ricardo es amigo mío!¡Drake Ko es amigo de mi padre! Losviejos son hermanos del alma,combatieron en una sucia guerra los dosjuntos allá en Shanghai hace unosdoscientos cincuenta años,¿comprendes? Yo voy a ver a mi padre.Le digo: «Padre, tienes que creermealguna vez. Tienes que dejar dellamarme araña bastarda, y tienes quedecirle a tu buen amigo Drake Ko quedeje en paz a Ricardo. Tienes que decir«Drake Ko, ese Ricardo y mi Charlie

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son igual que tú y yo. Son hermanos,como nosotros. Aprendieron a volar losdos juntos en Oklahoma, matan juntos algénero humano. Y son unos amigosexcelentes. Y no hay más que hablar».Mi padre me odia profundamente,¿entiendes?

—Vale.—Pero envía a Drake Ko un largo

mensaje personal, de todos modos.Charlie Mariscal inspiró aire,

inspiró e inspiró como si su pechoapenas pudiese contener lo suficientepara alimentarle.

—Esa Lizzie. Una mujer notable, sí.Lizzie va personalmente a ver a Drake

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Ko. También de un modo muy personal.Y le dice: «Señor Ko, tiene que dejar enpaz a Ric.» Es una situación muydelicada, Voltaire. Tenemos queapoyarnos mucho unos a otros o noscaeremos de la cima de la montaña,¿entiendes? Voltaire, déjame marchar.¡Te lo suplico! Te lo suplico, por amorde Dios, je m’abîme, ¿me oyes? ¡Eso estodo lo que sé!

Jerry, observándole, oyendoaquellos atormentados arranques, cómose desplomaba y se reanimaba y sederrumbaba de nuevo y volvía areanimarse, pero menos, tenía lasensación de estar presenciando el

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último espasmo torturado de un amigo.Su instinto le decía que debía guiar aCharlie poco a poco, dejarle divagar. Sudilema era que no sabía cuánto tiempofaltaba para que pasara lo que le pasa aladicto. Formulaba preguntas peromuchas veces Charlie parecía no oírlas.Otras, parecía responder a preguntas queJerry no había hecho. Y, a veces, unmecanismo de acción retardada lanzabauna respuesta a una pregunta que Jerryhabía abandonado ya hacía mucho. Losinquisidores de Sarratt decían que unhombre hundido era peligroso porque tepagaba dinero que no tenía para comprartu amor. Pero durante preciosos minutos

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enteros, Charlie no pudo pagar nada.—¡Drake Ko no ha ido a Vientiane

en toda su vida! —gritó de pronto—.¡Estás chiflado, Voltaire! ¿Crees que unpez gordo como Ko se va a interesar porun sucio pueblucho asiático? ¡Drake Koes un filósofo, Voltaire! ¡Tienes queandarte con mucho cuidado con ese tipo,con muchísimo!

Todos eran filósofos, al parecer… otodos salvo Charlie Mariscal.

—¡Nadie ha oído el nombre de Koen Vientiane! ¿Me oyes, Voltaire?

En otro momento, Charlie rompió allorar y le cogió las manos a Jerrypreguntándole entre sollozos si también

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él había tenido padre.—Sí, amigo, lo tuve —dijo

pacientemente Jerry—. Y a su modo,también él era un general.

Dos blancos fogonazos iluminaron elrío con una claridad asombrosa,inspirándole a Charlie recuerdos de lasaflicciones de su primera época enVientiane. Se incorporó de pronto ydibujó esquemáticamente una casa en elbarro. Allí era donde vivían Lizzie, Ricy Charlie Mariscal, dijo orgulloso: enuna apestosa choza de pulgas de lasafueras de la ciudad, un sitio tan

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inmundo que hasta a los gecos les dabaasco. Ric y Lizzie ocupaban la suiteregia, que era la única habitación queaquella choza de pulgas poseía, yCharlie tenía la misión de no estorbar yde pagar la renta y de llevar bebida.Pero el recuerdo de su terrible penuriaeconómica desencadenó en Charliebruscamente una nueva tormenta delágrimas.

—¿Y de qué vivíais, amigo? —preguntó Jerry, sin esperar respuesta—.Vamos, ahora ya pasó. ¿De qué vivíais?

Entre más lágrimas, Charlie confesóuna asignación mensual de su padre, aquien él amaba y respetaba.

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—Esa chiflada de Lizzie —dijo, enmedio de su aflicción—. La muychiflada va y se pone a hacer viajes aHong Kong para Mellon.

Jerry logró a duras penas contenersey no desviar a Charlie de su camino.

—Mellon. ¿Quién es ese Mellon? —preguntó. Pero el tono suave adormiló aCharlie, que se puso a jugar con la casade barro, añadiéndole una chimenea yhumo.

—¡Vamos, maldito! Mellon.¡Mellon! —le gritó en la cara, paraasustarle y que contestara—: ¡Mellon,ruina miserable! ¡Viajes a Hong Kong!

Y, poniéndole de pie, le zarandeó

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como a una muñeca de trapo, pero hizofalta mucho más zarandeo paraconseguir respuesta, y, durante él,Charlie Mariscal imploró a Jerry queintentase entender lo que era estarenamorado, enamorado de veras, de unaputa ojirredonda chillada y saber quenunca ibas a poder tenerla, ni por unanoche siquiera.

Mellon era un misteriosocomerciante inglés, nadie sabía quéhacía. Un poco de esto, otro poco deaquello, dijo Charlie. La gente le temía.Mellon dijo que podía meter a Lizzie enel tráfico de heroína a alto nivel. «Contu pasaporte y tu cuerpo —le había

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dicho—, puedes entrar y salir de HongKong como una princesa.» Agotado ya,Charlie se echó al suelo y se acuclillódelante de su casa de barro. Sentándosea su lado, Jerry le encajó la mano en elcogote, procurando no hacerle muchodaño.

—Así que hizo eso para él, ¿eh,Charlie? ¿Lizzie transportó paraMellon?

Y con la palma giró suavemente lacabeza de Charlie hasta que los ojosextraviados de éste quedaron frente a lossuyos.

—Lizzie no transporta para Mellon,Voltaire —le corrigió Charlie—. Lizzie

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transporta para Ricardo. No quiere aMellon. Quiere a Ric. Y me quiere a mí.

Y mirando lúgubremente la casa debarro, rompió de pronto en unas ásperasrisotadas, que se desvanecieron luegosin la menor explicación.

—¡Tú lo estropeaste, Lizzie! —dijoretadoramente Charlie, hundiendo undedo en la puerta de barro—. ¡Tú loestropeaste todo como siempre, querida!Hablas demasiado. ¿Por qué tienes queexplicarle a todo el mundo que eres lareina de Inglaterra? ¿Por qué les dices atodos que eres una espía de primera?Mellon se ha enfadado muchísimocontigo, muchísimo, Lizzie. Mellon te

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echa, con cajas destempladas. Ric seenfadó también muchísimo, ¿teacuerdas? Ric te pegó una buena zurra yCharlie tuvo que llevarte al médico enplena noche, ¿recuerdas? Eres unabocazas, Lizzie. ¿Entiendes? ¡Eres mihermana pero no sabes mantener la bocacerrada!

Hasta que se la cerró Ricardo, pensóJerry, recordando las cicatrices de labarbilla. Cuando estropeó el negocioque tenían con Mellon.

Agachado aún al lado de Charlie, yaún sujetándole por el cogote, Jerry vioque se desvanecía el mundo que lerodeaba y en su lugar veía a Sam Collins

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sentado en su coche en Star Heigths, conuna ciará visión de la planta octava,leyendo las páginas de las carreras en elperiódico, a las once de la noche. Nisiquiera el estruendo de un cohete quecayó muy cerca pudo distraerle deaquella visión congelante. Oyó tambiénla voz de Craw por encima del fuego demortero, hablando del tema de lacriminalidad de Lizzie. Cuando andabanbajos de fondos, había dicho Craw,Ricardo le hacía pasar por aduanapaquetitos.

¿Y cómo llegó a saber Londres eso,Señoría, habría querido preguntarle alviejo Craw, si no a través del propio

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Sam Collins, alias Mellon?

Un chaparrón de tres segundos habíabarrido la casa de barro de Charlie, quese puso furioso. Chapoteaba a cuatropatas buscándola, llorando ymaldiciendo frenéticamente. Perocuando pasó el arrebato se puso a hablarotra vez de su padre y de cómo el viejohabía encontrado empleo para su hijonatural en unas determinadas líneasaéreas de Vientiane de lo másdistinguido… aunque Charlie estabadeseando dejar de volar definitivamentepor entonces por creer que había

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perdido el valor.Al parecer, el general perdió la

paciencia con Charlie un buen día.Convocó a su guardia personal y bajó desu montaña de los Shans a un pequeñopueblo de la ruta del opio llamado Fang,pasada la frontera tailandesa, pero nomuy lejos. Allí, a la manera de lospatriarcas de todo el mundo, el generalreprochó a Charlie su vida disipada.

Charlie tenía un chillido especialpara imitar a su padre y una formaespecial de hinchar las chupadasmejillas en un gesto de desaprobaciónmilitar.

—«Así que es mejor que pienses en

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trabajar como es debido, para variar,¿entiendes, kwailo, araña bastarda»? Esmejor que dejes de jugar a los caballos,me oyes, y que dejes la bebida fuerte yel opio. Y será mejor también que tequites esas estrellas comunistas deencima de las tetas y eches a eseapestoso amigo tuyo, ese Ricardo. Y quedejes de mantener a su mujer, ¿me hasoído? ¡Porque yo no estoy dispuesto amantenerte a ti ni un día más, ni unahora, araña bastarda, y te odio tanto quete mataré un día por recordarme a laputa corsa de tu madre!

Luego, el trabajo en sí y el padre deCharlie, el general, que seguía hablando:

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—«Ciertos caballeros chiu—chowsmuy distinguidos, muy buenos amigos demuy buenos amigos míos, ¿me oyes?,tienen casualmente el control de unacompañía aérea. Yo también tengoalgunas acciones en esa compañía. Yesa compañía lleva el distinguidonombre de Indocharter. ¿De qué te ríestú, mono kwailo? ¡No te rías de mí! Yesos buenos amigos me hacen el favorde ayudarme en mi desgracia por estehijo, esta araña bastarda de tres patas, yyo rezaré sinceramente porque caigasdel cielo y te rompas ese cuello dekwailo.»

Y así Charlie transportó el opio de

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su padre en Indocharter: Uno, dos vuelospor semana, en un principio, pero untrabajo honrado y regular. Y le gustó.Recuperó el temple, se tranquilizó y sesintió verdaderamente agradecido a supadre. Intentó, por supuesto, conseguirque los chiu—chows aceptaran tambiéna Ricardo, pero no quisieron. Al cabode unos meses, aceptaron pagarle aLizzie tres pavos por semana porsentarse allí en la oficina y endulzarlesla boca a los clientes. Aquellos habíansido los buenos tiempos, venía a decirCharlie. Él y Lizzie ganaban el dinero.Ricardo lo gastaba en negociosabsurdos, todos estaban contentos, todos

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tenían trabajo. Hasta que apareció unanoche Tiu como un emisario del destinoy lo desbarató todo. Apareció justocuando cerraban las oficinas de laempresa, y entró directamente de lacalle sin cita previa, y preguntó porCharlie Mariscal y dijo ser un miembrode la dirección de la empresa enBangkok. Los chiu—chows salieron dela oficina de atrás, le echaron un vistazo,certificaron su autenticidad ydesaparecieron.

Charlie se interrumpió para llorar enel hombro de Jerry.

—Ahora escúchame con atención,amigo mío —le urgió Jerry—: Escucha.

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Ésta es la parte que quiero, ¿entiendes?Me explicas esta parte con cuidado y yote llevo a casa. Prometido. Por favor.

Pero Jerry no entendía el asunto. Noera ya cuestión de hacer hablar aCharlie. La droga de la que CharlieMariscal dependía ahora era el propioJerry. No hacía ya falta sujetarle,tampoco. Charlie Mariscal se aferrabaal pecho de Jerry como si fuese unsalvavidas, el único madero de su marsolitario, y la conversación se habíaconvertido en un desesperado monólogodel que Jerry robaba sus datos mientrasCharlie Mariscal se humillaba ysuplicaba y aullaba para conseguir la

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atención de su torturador, haciendochistes y riéndolos él mismo entrelágrimas. Río abajo, una ametralladorade Lon Nol que aún no había sidovendida a los khmers rojos, disparabatrazadoras hacia la selva a la luz de otrofogonazo. Corrieron por el agua, arribay abajo, largos relámpagos dorados, queiluminaron la pequeña cueva en quedesaparecieron, entre los árboles.

A Jerry le molestaba en la barbillael pelo de Charlie empapado de sudor,de Charlie que graznaba y babeaba almismo tiempo.

—El señor Tiu no quiere hablar enninguna oficina, Voltaire. ¡Oh, no, que

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va! El señor Tiu no viste demasiadobien, tampoco. Tiu es muy chiu—chow.Utiliza pasaporte tailandés como DrakeKo, usa un nombre falso y procura pasardesapercibido cuando viene a Vientiane.«Capitán Mariscal», me dice, «¿Queríaganarse usted un buen extra en efectivopor un trabajo interesante y divertidofuera de las horas en que trabaja para laempresa, dígame? ¿Le gustaría hacer unvuelo para mí? Me han dicho que esusted un piloto magnífico, muy seguro.¿Le gustaría ganarse cuatro o cinco milbilletes, por lo menos, por un día detrabajo, ni siquiera completo? ¿Leparece una proposición interesante,

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capitán Mariscal?» «Señor Tiu», le digo—Charlie grita ahora histéricamente—,«sin perjudicar por ello en modo algunomi posición negociadora, señor Tiu, yopor cinco mil dólares norteamericanos,sereno como estoy en este momento soycapaz de bajar al infierno por usted ytraerle los huevos del propio diablo». Elseñor Tiu dice entonces que ya volveráotro día y que mantenga la boca cerrada.

De pronto, Charlie pasósorprendentemente a la voz de su padrey empezó a llamarse araña bastardo ehijo de una puta corsa: y Jerry fuedándose cuenta, poco a poco, de queestaba describiendo el episodio

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siguiente de la historia.Y, sorprendentemente, resultó que

Charlie había guardado para sí elsecreto de la oferta de Tiu hasta la vezsiguiente que vio a su padre, que fue enTiang Mai, en la fiesta china de AñoNuevo. No se lo había dicho a Ric, nose lo había contado a Lizzie siquiera,quizás porque por entonces ya no sellevaban demasiado bien, y Ric teníamuchas mujeres además de ella.

El consejo del general no fuealentador.

—«¡Apártate de ese caballo! EseTiu tiene contactos a muy alto nivel, yson todos demasiado especiales para

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una arañita bastarda como tú, ¿me oyes?Dios del cielo, ¿dónde se ha visto queun swatownés le dé cinco mil dólares aun piojoso mestizo kwailo para que seilustre viajando?

—Así que tú le pasaste el asunto aRic, ¿no? —dijo rápidamente Jerry—.¿Verdad, Charlie? Tú le dijiste a Tiu:«Lo siento, pero prueba con Ricardo.»¿Fue así como pasó?

Pero Charlie Mariscal se habíaquedado como muerto. Había caídocomo un saco del pecho de Jerry yestaba tendido en el barro con los ojoscerrados y sólo jadeos esporádicos(unas inspiraciones roncas y ávidas) y el

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latir desacompasado de su pulso en lamuñeca que le sujetaba Jerry,testificaban que había vida dentro deaquel organismo.

—Voltaire —murmuró Charlie—.Sobre la Biblia, Voltaire. Tú eres unbuen hombre, llévame a casa. Llévame acasa, Voltaire, por Dios.

Jerry contempló sobrecogido aquelcuerpo postrado y desmadejado y se diocuenta de que tenía que hacer unapregunta más, aunque fuese la última dela vida de ambos. Se agachó, levantó aCharlie por última vez. Y debatiéndoseallí, durante una hora, en la carretera, aoscuras, sujeto por Jerry, mientras más

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andanadas sin objetivo taladraban laoscuridad, Charlie Mariscal gritó ysuplicó y juró que amaría siempre aJerry si no le obligaba a revelar elacuerdo que había hecho su amigoRicardo para seguir vivo. Pero Jerryexplicó que si no lo hacía el misterio nose desvelaría ni siquiera a medias. Yquizás Charlie Mariscal comprendiese,en su ruina y en su desesperación,mientras contaba entre sollozos lossecretos prohibidos, el razonamiento deJerry: en una ciudad a punto de serdevuelta a la selva, no había destruccióna menos que fuese completa.

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Jerry transportó lo mejor que pudo aCharlie Mariscal carretera abajo, volviócon él a la villa y subió, con él lasescaleras; le recibieron afablemente losmismos rostros silenciosos. Deberíahaberle sacado más, pensó. Deberíahaberle contado más también: noestablecí el tráfico en ambasdirecciones, tal como me ordenaron. Meentretuve demasiado en el asunto deLizzie y de Sam Collins. Lo hice alrevés, desbaraté la lista de compras, loestropeé todo, como Lizzie. Intentólamentarlo, pero no podía, y las cosasque mejor recordaba eran las que nofiguraban en la lista, y eran las mismas

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que se alzaban en su pensamiento comomonumentos mientras mecanografiaba sumensaje al buen George.

Lo hacía con la puerta cerrada y lapistola en el cinturón. No había rastro deLuke, así que Jerry supuso que se habíaido a un prostíbulo en su murria beoda.Fue un mensaje largo, el más largo de sucarrera: «Enteraos de todo esto por si novolvéis a tener noticias mías.» Informóde su contacto con el consejero,comunicó su siguiente escala y dio ladirección de Ricardo, e hizo unadescripción de Charlie Mariscal y delhogar de los tres de la choza de pulgas,pero sólo en los términos más

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protocolarios, y dejó completamente almargen el dato recién descubierto delpapel que había jugado el detestableSam Collins. Después de todo, si ellosya lo sabían, ¿qué objeto teníadecírselo? Dejó fuera los nombres delugares y los nombres propios e hizopara ellos una clave independiente.Luego le llevó una hora pasar losmensajes a un código de primera baseque no engañaría a un criptógrafo másde cinco minutos, pero que superaba losconocimientos de los mortalesordinarios y de mortales como suanfitrión el Consejero británico.Terminaba recordándoles a los caseros

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que debían comprobar si Blatt andRodney habían hecho la última entregade dinero a Cat. Quemó luego los textosen clair y enrolló las versionescodificadas en un periódico; luego setumbó sobre el periódico y dormitó, conla pistola al lado. A las seis, se afeitó,trasladó los mensajes a un libro debolsillo que se sentía capaz de llevar enla mano, y salió a dar un paseo matutino.El coche del Consejero estaba aparcado,ostentosamente en la place. ElConsejero mismo estaba tambiénostentosamente aparcado en la terraza deun lindo bar, luciendo un sombrero depaja Riviera que recordaba a Craw, y

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deleitándose con un croissant caliente ycafé au lait. Al ver a Jerry, le dirigió unceremonioso saludo. Jerry se acercó aél.

—Buenos días —le dijo.—¡Ah, lo ha conseguido! ¡Que bien!

—exclamó el Consejero, levantándosede un salto—. ¡No se imagina las ganasque tenía de leerlo desde que salió!

Al separarse del mensaje, conscientesólo de sus omisiones, Jerry tenía unasensación de fin de curso. Podía volver,o no, pero las cosas jamás volverían aser exactamente igual.

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Las circunstancias exactas de lasalida de Jerry de Fnom Penh sonimportantes por lo de Luke, lo dedespués.

Durante la primera parte de lo quequedaba de mañana, Jerry prosiguió suobsesiva búsqueda de cobertura, quequizás fuera el antídoto natural a sucreciente sensación de desnudez. Acudiódiligente a buscar noticias de refugiadosy huérfanos que envió a través de Kelleral mediodía, junto con un reportajeambiental muy decente sobre su visita aBattambang, que, aunque nunca fueutilizado, ocupa al menos un lugar en sudosier. Por entonces, había dos campos

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de refugiados, florecientes los dos. Unoen un enorme hotel del Bassac, el sueñopersonal e inconcluso de paraíso deSijanuk. Otro en los campos demaniobras próximos al aeropuerto, doso tres familias embutidas en cadabarracón. Los visitó ambos y eran lomismo: jóvenes héroes australianosluchando con lo imposible, sólo aguasucia, una entrega de arroz dos vecespor semana y los niños gorjeando trasél, mientras seguía al intérpretecamboyano arriba y abajo, acosando atodo el mundo con preguntas,procurando hacerse ver y buscando esealgo extra que enterneciese el corazón

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de Stubbsie.En una agencia de viajes encargó

ostentosamente un pasaje para Bangkoken una insulsa tentativa de borrar sushuellas. De camino hacia el aeropuerto,tuvo una súbita sensación de déjà vu. Laúltima vez que estuve aquí hice esquíacuático, pensó. Los comerciantesojirredondos tenían casas flotantesancladas a lo largo del Mekong. Y, porun instante, se vio a sí mismo (y vio laciudad) en los tiempos en que la guerracamboyana aún tenía una ciertainocencia espectral: el valeroso agenteWesterby, arriesgándose al monopatínpor vez primera, saltando juvenilmente

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sobre el agua parda del Mekong,arrastrado por un jovial holandés en unalancha rápida que consumía gasolinasuficiente para alimentar una semana auna familia entera. El mayor peligro erala ola de medio metro, recordó; quebajaba río abajo cada vez que losguardias del puente soltaban una cargade profundidad para impedir que losbuceadores khmers lo volasen. Peroahora el río era suyo, y también la selva.Y mañana o pasado mañana lo seríatambién la ciudad.

En el aeropuerto, tiró la pistola auna papelera y en el último minutoconsiguió, con sobornos, subir a un

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avión que iba a Saigón, su destino. Aldespegar, se preguntó quién tendríamejores perspectivas de supervivencia,si la ciudad o él.

Luke, por otra parte, probablementecon la llave del piso de Jerry de HongKong en el bolsillo (o, másconcretamente, el piso deAnsiademuerte el Huno) voló aBangkok, y quiso el azar que lo hicieseinvoluntariamente con el nombre deJerry, que estaba incluido en la lista deembarque, mientras que Luke no, y losdemás asientos estaban ocupados. En

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Bangkok, asistió a una precipitadaconferencia en la oficina, en la que sedistribuyó al personal de la revista enlos diversos sectores del disperso frentevietnamita. A Luke le tocaron Hue y DaNang, y salió para Saigón, enconsecuencia, al día siguiente y luegohacia el norte, tomando el avión delmedio día.

En contra de lo que afirmaronrumores posteriores, los dos hombres nose vieron en Saigón.

Ni se encontraron tampoco durantela retirada del ejército en el norte.

La última vez que Jerry y Luke sevieron, en un sentido verdaderamente

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recíproco, fue aquella última noche deFnom Penh en que Jerry se había sacadoa Luke de encima sin contemplaciones yLuke se había enfurruñado; es un hechocierto, artículo que posteriormente seríamuy difícil conseguir.

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17Ricardo

En ninguna de las etapas del casomantuvo George Smiley el tipo con taltenacidad como en ésta. Los nerviosestaban muy tensos en el Circus, a puntode estallar. La endemoniada inercia ylos arrebatos de frenesí contra los quehabitualmente advertía Sarratt, seconvirtieron en una y la misma cosa.Cada día que pasaba sin recibir noticiasconcretas de Hong Kong era un día másde desastre. El largo mensaje de Jerry seanalizó al microscopio y se consideró

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ambiguo, neurótico incluso. ¿Por qué nohabía presionado más a Mariscal? ¿Porqué no había esgrimido de nuevo elespectro ruso? Debería haberle dicho aCharlie lo de la veta de oro, deberíahaber continuado el asunto donde lohabía dejado con Tiu. ¿Había olvidadoacaso que su tarea principal era sembrarla alarma y sólo secundariamenteobtener información? En cuanto a suobsesión con aquella condenada hijasuya… ¿es que no sabía lo que costabanlos mensajes, Dios santo? (Parecíanolvidar que eran los primos quienespagaban la factura.) ¿Y qué era todoaquello de que no quería saber nada más

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de los funcionarios de la Embajadabritánica que sustituían al inexistenteresidente del Circus? De acuerdo, habíahabido un retraso en la línea decomunicación al transmitir el mensaje delos primos. De todos modos, Jerry habíaconseguido localizar a Charlie Mariscal,¿no? No correspondía en absoluto a unagente de campo dictar a Londres lo quehabía que hacer y lo que no. Loscaseros, que habían organizado elasunto, querían que se le censurase porello.

El Circus recibía una presiónexterior aún más feroz. La facción delcolonial Wilbraham no había

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permanecido inactiva, y el Grupo deDirección, en un sorprendente viraje,decidió que el gobernador de HongKong debía estar informado de todos losdetalles del caso y en seguida, además.Se habló incluso a alto nivel de llamarlea Londres con cualquier pretexto. Sehabía desencadenado el pánico porqueKo había sido recibido una vez más encasa del gobernador, esta vez en una delas cenas íntimas de éste a la queasistieron chinos influyentes paraexponer sus opiniones de modoconfidencial.

Saul Enderby y sus camaradas de lalínea dura, por el contrario, tiraban por

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el lado opuesto: «Al diablo elgobernador. ¡Lo que queremos esasociación plena con los primosinmediatamente!» George debería ir aver a Martello hoy, decía Enderby, yexponer claramente todo el caso einvitarles a hacerse cargo de la últimaetapa del asunto. Tenía que dejar dejugar al escondite con lo de Nelson,tenía que admitir que no disponía derecursos, debía dejar que los primoscalculasen el posible dividendo eninformación secreta que lescorrespondía, y si ellos remataban elcaso, tanto mejor: que se atribuyesenluego la gloria en la colina del

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Capitolio, para confusión de susenemigos. El resultado de este gestogeneroso y oportuno, argumentabaEnderby (al producirse en medio deldesastre de Vietnam) sería unaasociación indisoluble de los serviciossecretos para años futuros, punto devista que Lacon parecía apoyar, pese asu actitud vacilante. Cogido entre dosfuegos, Smiley se vio de prontoencorsetado con una reputación doble.El equipo de Wilbraham le calificaba deanticolonial y pronorteamericano,mientras que los hombres de Enderby leacusaban de ultraconservador en elmanejo de la relación especial. Pero era

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mucho más grave, de cualquier modo, laimpresión que tenía Smiley de que, porotros caminos, Martello había recibidoinformación del asunto, y que seríacapaz de explotarla. Las fuentes deMolly Meakin, por ejemplo, hablaban deuna creciente relación entre Enderby yMartello a nivel personal y no sóloporque todos sus hijos estudiasen en elLycée de South Kensington. Al parecer,últimamente iban a pescar los fines desemana los dos juntos a Escocia, dondeEnderby tenía un poco de agua. Martelloponía el avión, según los rumores, yEnderby suministraba la pesca. Smileyse enteró también por entonces, a su

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manera fantasmal, de lo que todos losdemás sabían desde el principio ysuponían que él también sabía. Latercera y última esposa de Enderby eranorteamericana. Y rica. Antes decasarse, había sido anfitriona conocidade la buena sociedad de Washington,papel que estaba reproduciendo ahoraen Londres con cierto éxito.

Pero la causa fundamental de laagitación general era, en el fondo, lamisma. En el frente Ko, no habíasucedido nada de particularúltimamente. Peor aún, había unaangustiosa escasez de informaciónoperativa. Smiley y Guillam se

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presentaban en el Anexo cada día, a lasdiez en punto, y salían cada día menossatisfechos. La línea telefónicaparticular de Tiu estaba controlada, y lade Lizzie Worthington también. Lasgrabaciones se supervisaban in situ yluego se enviaban a Londres para unestudio detallado. Jerry había ordeñadoa Charlie Mariscal un miércoles. Elviernes, Charlie estaba lo bastanterecuperado del mal trago como paratelefonear a Tiu desde Bangkok y abrirlesu corazón. Pero, después de escuchardurante menos de treinta segundos, Tiule cortó ordenándole que se pusiera «encontacto con Harry inmediatamente», lo

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que dejó desconcertado a todo elmundo: nadie tenía ningún Harry porningún sitio. El sábado, hubo dramaporque los que controlaban el teléfonopersonal de Ko le oyeron cancelar supartida de golf habitual de los domingospor la mañana con el señor Arpego. Kopretextó un importante compromiso denegocios. ¡Ya estaba! ¡Había llegado elmomento! Al día siguiente, conconsentimiento de Smiley, los primos deHong Kong situaron una furgoneta devigilancia, dos coches y una Hondadetrás del Rolls Royce de Ko en cuantoentró en la ciudad. ¿Qué misión secreta,a las cinco y media de una mañana de

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domingo, era tan importante para que Koabandonase su partida semanal de golf?La respuesta resultó ser su adivinadordel futuro, un venerable ancianoswatownés que operaba en un míserotemplo de los espíritus en una callejuelalateral de Hollywood Road. Ko pasómás de una hora con él y luego volvió acasa, y aunque un muchacho concienzudode una de las furgonetas de los primoscolocó un micrófono dirigido oculto enla ventana del templo y lo dejó allí todala sesión, los únicos sonidos queregistró, aparte de los del tráfico, fueronlos cacareos del gallinero del viejo.Cuando volvieron al Circus, convocaron

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a di Salis. ¿A qué demonios podía iralguien a un adivinador del futuro a lasseis de la mañana, y menos aún unmillonario?

Muy satisfecho de su perplejidad, diSalis se rascó la cabeza, encantado. Unindividuo de la posición de Ko eralógico que desease ser el primer clientedel día del adivinador, explicó, cuandola mente del gran hombre estaba aúndespejada y clara para recibir losmensajes de los espíritus.

Luego, no pasó nada en cincosemanas. Nada. Los controles delteléfono y del correo proporcionarongran cantidad de materia prima

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indigerible que una vez cribada noproporcionó ni un solo dato interesante.Entretanto, se aproximaba cada vez másel plazo artificial impuesto por los delEjecutivo, y pronto se abriría la veda deKo para cualquiera que pudiese echarlealgo encima.

Sin embargo, Smiley se mantuvofirme. Soportó todas lasrecriminaciones, tanto por su manejo delcaso como por la actuación de Jerry.Habían sacudido el árbol, sostenía. Koestaba asustado, el tiempo demostraríaque tenían razón. No se dejó empujar aun gesto dramático con Martello, ypermaneció resueltamente fiel a los

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términos del acuerdo que habíaesbozado en su carta, y del que habíauna copia en poder de Lacon. Se negótambién, tal como le permitía suacuerdo, a cualquier discusión dedetalles operativos, ni sobre Dios nisobre las fuerzas de la lógica, ni menosaún sobre las de Ko, salvo en lo relativoa temas de protocolo o de jurisdicciónlocal. Ceder en esto, lo sabía muy bien,no habría significado más queproporcionar a los que dudaban nuevasmuniciones con que liquidarle.

Mantuvo esta actitud cinco semanasy el día trigesimosexto Dios o lasfuerzas de la lógica o, mejor, las fuerzas

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de la química humana de Ko, ofrendarona Smiley un consuelo notable, aunquemisterioso. Ko se hizo a la mar.Acompañado de Tiu y de un chinodesconocido, identificado más tardecomo el capitán de su flota de juncos,Ko se pasó la mayor parte de los tresdías siguientes recorriendo las islaspróximas a Hong Kong, regresandotodos los días al oscurecer. No se supoen principio adonde iba. Martellopropuso una serie de vuelos dehelicóptero para rastrear su ruta, peroSmiley rechazó de plano tal propuesta.La vigilancia estática desde el muelleconfirmó que parecían salir y volver por

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una ruta distinta cada día, nada más. Yel último, el cuarto, el barco no volvió.

Pánico. ¿Dónde estaba el barco? Losjefes de Martello de Langley, Virginia,perdieron el control por completo ydecidieron que Ko y el AlmiranteNelson se habían extraviadodeliberadamente, penetrando en aguaschinas. Incluso que habían sidosecuestrados. No volverían a ver a Ko, yEnderby, que se desmoronaba a todaprisa, llegó incluso a telefonear aSmiley y a decirle que sería «culpa tuyasi Ko aparece en Pekín gritando queestaban acosándole los ServiciosSecretos». Hasta Smiley, durante un día

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torturante, se preguntaba en secreto si,contra toda lógica, Ko habría decididorealmente ir a reunirse con su hermano.

Luego, claro, a la mañana siguientetemprano, apareció de nuevo la lanchatranquilamente en el puerto principal,con aspecto de regresar de una regata, yKo bajó la pasarela muy contentoseguido de su hermosa Liese, cuyo pelode oro brillaba a la luz del sol como unanuncio de jabón.

Fue esta información la que, trasmucho pensar y tras una nueva ydetallada lectura de la ficha de Ko (porno mencionar el tenso y prolongadodebate con Connie y di Salis) impulsó a

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Smiley a tomar dos decisiones a la vez,o, en jerga de jugador, a jugar las dosúnicas cartas que le quedaban.

Uno: Jerry debía pasar a la «últimaetapa» con lo que se refería a Ricardo.Esperaba que este paso mantuviese lapresión sobre Ko, y proporcionase aéste, si es que la necesitaba en realidad,la prueba definitiva de que debía actuar.

Dos: Sam Collins debía «entrar».A esta segunda decisión llegó tras

consultar únicamente con Connie Sachs.No se menciona esto en el expedienteprincipal de Jerry, sino sólo en unapéndice secreto entregado más tarde,con supresiones, para un examen más

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amplio.Los efectos negativos que en Jerry

tuvieron estas dilaciones y dudas sonalgo que ni el mejor jefe de serviciossecretos del mundo podría haberincluido en sus cálculos. El tenerconciencia del asunto es algo muydistinto… y Smiley la tenía, sin duda, yhasta tomó ciertas medidas preventivas.Pero guiarse por él, situarlo en el mismoplano que los factores de alta políticacon que le asediaban día tras día, habríasido totalmente irresponsable. Sinprioridades, un general no es nada.

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Sigue en pie el hecho de que Saigónera el peor lugar del mundo para que sepasease Jerry. Periódicamente, a medidaque las dilaciones se prolongaban, sehablaba en el Circus de enviarle a otrositio menos insalubre, a Singapur, porejemplo, o a Kuala Lumpur, pero losargumentos de conveniencia y coberturasiempre le dejaban donde estaba:además, todo podía cambiar al díasiguiente. Estaba, por otra parte, lacuestión de su seguridad personal. EnHong Kong no podía ni pensarse, y tantoen Singapur como en Bangkok eraseguro, que la influencia sería fuerte.Luego, de nuevo la cobertura: con el

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derrumbe próximo, ¿qué sitio más lógicoque Saigón? Sin embargo, Jerry vivíauna semi vida en una semi ciudad.Durante cuarenta años, más o menos, laguerra había sido la principal industriade Saigón, pero la retiradanorteamericana del setenta y tres habíaprovocado una depresión económica dela que, al final, nunca llegó arecuperarse del todo, de modo queincluso este acto final tan esperado, consu reparto de millones de actores, estabarepresentándose para un público muyescaso. Incluso cuando hacía susexcursiones obligatorias al extremoactivo de la lucha, Jerry tenía la

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sensación de contemplar un partido decriquet estropeado por la lluvia cuyosparticipantes sólo querían volver alpabellón. El Circus le prohibió salir deSaigón basándose en que podríanecesitársele en otro sitio en cualquiermomento, pero la orden, si la hubiesecumplido literalmente, le habría hechoparecer ridículo, y se la saltó. Xuan Locera un aburrido pueblo del caucho—francés situado a unos setenta y cincokilómetros, en lo que era ya el perímetrotáctico de la ciudad. Pero aquélla erauna guerra completamente distinta de lade Fnom Penh, más técnica y máseuropea en la inspiración. Los khmers

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rojos no tenían ejército, pero losnorvietnamitas tenían tanques rusos yartillería de ciento treinta milímetrosque manejaban siguiendo la pauta rusaclásica, rueda con rueda, como siestuviesen a punto de lanzarse sobreBerlín a las órdenes del mariscalZhukov, y nada hubiese de moversehasta que estuviese montado y cargadoel último cañón. Encontró el pueblosemidesierto y la iglesia católica vacía,salvo por un sacerdote francés.

—C’est terminé —le explicó, consencillez el sacerdote. Lossudvietnamitas harían lo que siemprehabían hecho, dijo. Detendrían el avance

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y luego darían vuelta y echarían acorrer.

Tomaron vino juntos, contemplandola plaza vacía.

Jerry hizo un artículo explicando quela descomposición era irreversible estavez y Stubbie lo colgó del clavo con unlacónico: «Prefiero gente a profecías.Stubbs.»

De vuelta a Saigón, en las escalerasdel Hotel Caravelle, niños mendigosvendían inútiles guirnaldas de flores.Jerry les dio dinero y aceptó las florespara no ofenderles, luego las tiró en lapapelera de su habitación. Se sentóabajo y picaron en el cristal de la

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ventana y le vendieron Stars andStripes. En los bares vacíos dondebebía, las chicas se amontonaban a sualrededor desesperadas como si él fuesela última oportunidad antes del fin. Sólola policía estaba en su elemento.Aparecían por todas las esquinas, consus cascos blancos y sus flamantesguantes blancos, como si esperasen yadirigir el tráfico del enemigo victoriosocuando llegase. Iban en jeeps blancoscomo monarcas entre los refugiados delas aceras, con sus jaulas de gallinas.Jerry volvió a la habitación del hotel yllamó Hercule, el vietnamita favorito deJerry, al que había procurado evitar por

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todos los medios. Hercule, como sehacía llamar, era contrario alconservadurismo del orden establecidoy anti—Thieu y había estado ganándosebastante bien la vida suministrandoinformación a los periodistas británicossobre el Vietcong, basándose en eldudoso argumento de que los británicosno estaban implicados en la guerra.

—¡Los británicos son amigos míos!¡Sácame de aquí! Necesito documentos.¡Necesito dinero! —suplicó porteléfono.

—Prueba con los norteamericanos—dijo Jerry, y colgó, desesperado.

La oficina de la Reuter, a la que

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Jerry fue a facturar su pobre artículo,nacido muerto, era un monumento a loshéroes olvidados y al romanticismo delfracaso. Bajo los cristales de las mesasyacían las cabezas fotografiadas demuchachos desgreñados, en las paredeshabía comunicados de rechazo deartículos y muestras de la cólera de losdirectores; en el aire, un hedor a papelde periódico viejo y la sensación Algún—lugar—de—Inglaterra de habitaciónprovisional que encierra la nostalgiasecreta de todo corresponsal exiliado.Había una agencia de viajes justo a lavuelta de la esquina, y luego resultó queJerry había encargado dos veces en

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aquel período billetes para Hong Kongallí y que no había aparecido despuéspor el aeropuerto. Atendía a Jerry unafanoso y joven primo llamado Pike quetenía cobertura de Información y que ibade vez en cuando al hotel con mensajesen sobres amarillos, en los que decíaPrensa Urgente para autenticidad. Peroel mensaje que iba dentro era siempre elmismo: Ninguna decisión, esperar,ninguna decisión. Leyó a Ford MadoxFord y una novela verdaderamentehorrible sobre el viejo Hong Kong. Leyóa Green y a Conrad y a T. E. Lawrence,y seguía sin llegar ninguna noticia. Losbombardeos eran más desagradables de

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noche, se respiraba el pánico por todaspartes, como una plaga en expansión.

Atendiendo al «gente sí, profecíasno» de Stubbie, bajó hasta la Embajadanorteamericana, donde había más dediez mil vietnamitas aporreando laspuertas e intentando demostrar suciudadanía norteamericana. Mientras élestaba allí mirando, apareció en un jeepun oficial sudvietnamita que se bajó deun salto y empezó a gritar a las mujeres,llamándolas putas y traidoras…eligiendo, en realidad, a un grupo deauténticas esposas norteamericanas quehubieron de soportar la peor parte.

Jerry envió otro artículo y de nuevo

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Stubbs lo rechazó, lo cual aumentó, sinduda, la depresión de Jerry.

Unos cuantos días después, losplanificadores del Circus perdieron laserenidad. Al ver que el derrumbecontinuaba y empeoraba, dieron orden aJerry de coger de inmediato un aviónpara Vientiane y permanecer allí sindejarse ver hasta que el cartero de losprimos le dijese otra cosa. Y allá se fuey cogió una habitación en elConstellation, donde tanto le habíagustado alternar a Lizzie y bebió en elbar donde tanto le había gustado beber aLizzie, y charló con Maurice, elpropietario, y esperó. El bar era de

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hormigón, de sesenta centímetros deespesor, de modo que en caso denecesidad podría servir como refugioantiaéreo o posición de tiro. Todas lasnoches, en el lúgubre comedor contiguo,comía y bebía melindrosamente un viejocolon, la servilleta al cuello. Jerry sesentaba en otra mesa y leía. Eransiempre los únicos comensales y nohablaban jamás. En las calles, los pathetlaos (que habían bajado hacía poco delas montañas) caminaban muydisciplinados en parejas, con gorras yguerreras maoístas, evitando las miradasde las chicas. Les habían cedido elcontrol de las villas de la carretera y las

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de las esquinas, hasta el aeropuerto.Acampaban en tiendas inmaculadas quesobresalían por los muros de losdescuidados jardines.

—¿Resultará la coalición? —preguntó Jerry a Maurice en unaocasión.

Maurice no era un político.—Las cosas son como son —

contestó, con un acento francés teatral, yentregó en silencio a Jerry un bolígrafocomo consuelo. Tenía escrito en él unapalabra: Lowenbräu. Maurice tenía laexclusiva de la marca para todo Laos, yvendía, al parecer, varias botellas alaño. Jerry procuró por todos los medios

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no pasar por la calle donde estaban lasoficinas de Indocharter, lo mismo que nose permitía echar un vistazo, siquierapor curiosidad, a la choza de pulgas delas afueras de la ciudad, que, segúntestimonio de Charlie Mariscal, habíaalbergado su ménage à trois. Mauricedijo, cuando Jerry se lo preguntó, quequedaban ya muy pocos chinos en laciudad. «A los chinos no les gusta»,dijo, con otra sonrisa, indicando con lacabeza al pathet lao que había fuera, enla acera.

Sigue en pie el misterio de lastranscripciones telefónicas. ¿LlamóJerry a Lizzie desde el Constellation o

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no? Y si la llamó, ¿se proponía hablarcon ella o sólo oír su voz? Y si seproponía hablar con ella, ¿qué pensabadecirle? ¿O era el acto de llamar en sí,como el de encargar pasajes de avión enSaigón, catarsis suficiente para sacarlede la realidad?

Lo que es seguro es que a nadie, ni aSmiley ni a Connie ni a ningún otro delos que leyeron las importantestranscripciones puede considerársele enserio responsable de no cumplir con sudeber, pues el comunicado era, comomínimo, ambiguo:

«0055hrs tiempo HK. Conferenciaultramarina, personal para el sujeto.

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Telefonista en la línea. Sujeto aceptallamada. Dice ¿Diga? varias veces.

Telefonista: ¡Hable usted, por favor!Sujeto: ¿Diga? ¿Diga?Telefonista: ¿Me oye usted? ¡Hable,

por favor!Sujeto: ¿Diga? Aquí Liese Worth.

¿Quién llama, por favor?Llamada desconectada en origen.»La transcripción no menciona en

ninguna parte Vientiane como lugar deorigen y es dudoso incluso el que Smileyla viera, porque no aparece sucriptónimo entre las firmas.

De cualquier modo, fuese Jerryquien hizo la llamada o fuese otro, al día

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siguiente, un par de primos, no uno solo,le llevaron la orden de salida y, por fin,el tan esperado alivio de la acción. Lamaldita inercia, tras tantas semanasinterminables, había terminado al fin…y tal como rodaron las cosas, parasiempre.

Pasó la tarde preparándose losvisados y el pasaporte y a la mañanasiguiente al amanecer, cruzó el Mekonghacia el nordeste de Tailandia, con labolsa y la máquina de escribir. El grantrasbordador de madera estaba atestadode campesinos y cerdos escandalosos.En la cabaña que controlaba el punto decruce, prometió volver a Laos por la

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misma ruta. En caso contrario, leadvirtieron severamente losfuncionarios, no podrían darledocumentación. Si vuelvo, pensó Jerry.Mirando cómo se alejaban las costas deLaos, vio un coche norteamericanoparado en el camino y a su lado dosindividuos delgados e inmóvilesobservando. Los primos que siemprellevamos con nosotros.

En la ribera tailandesa, todo parecíaimposible al principio. El visado nobastaba, no se parecía a la fotografía,toda la zona estaba prohibida a losfarangs. Diez dólares permitieron unarectificación. Después del visado, el

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coche. Jerry había insistido en un chóferque hablara inglés, y el precio se ajustóteniendo esto en cuenta, pero el viejoque le esperaba hablaba sólo tailandés ypoco. Gritando frases en inglés en unalmacén de arroz cercano, Jerry logrólocalizar al fin a un muchacho gordo eindolente que sabía algo de inglés ydecía saber conducir. Le redactó unlaborioso contrato. El seguro del viejono cubría a otro chófer y, de cualquiermodo, estaba caducado. Un agente deviajes exhausto extendió una nuevapóliza mientras el muchacho se iba acasa a por sus cosas. El coche era unFord rojo destartalado con los

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neumáticos gastados. Una de las formasde muerte que Jerry no estaba dispuestoa sufrir en los próximos días eraprecisamente ésta. Regatearon, Jerryañadió otros veinte dólares. En ungaraje lleno de gallinas siguiódetenidamente todas las operaciones delos mecánicos hasta que estuvieroncolocados los neumáticos nuevos.

Tras perder una hora en esto,salieron a una velocidad aterradora endirección sudeste por un territorioagrícola llano. El muchacho interpretóThe lights are always out inMassachussetts cinco veces y Jerry tuvoque decirle que se callara.

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La carretera estaba asfaltada perodesierta. De vez en cuando, aparecíabamboleante cuesta abajo un autobúsque enfilaba hacia ellos y el chóferaceleraba de inmediato y se mantenía sindesviarse hasta que el autobús cedíamedio metro y pasaba atronando. En unaocasión en que Jerry estaba dormitando,le despertó de pronto el estruendo deuna valla de bambú y pudo ver unsurtidor de astillas alzarse en la claridaddel día justo delante de él, y unafurgoneta rodando en movimiento lentohacia la zanja. Vio flotar hacia arriba lapuerta como una hoja y vio al braceante

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conductor seguirla a través de la vallahacia la hierba. El muchacho no habíaaminorado siquiera la marcha, aunque surisa les hizo dar un brusco viraje en lacarretera. «¡Para!», gritó Jerry, pero elmuchacho no quiso saber nada.

—¿Quieres manchar traje de sangre?Déjales eso a los médicos —aconsejó,con dureza—. Yo velar por ti, ¿no? Esmuy mala tierra. Muchos comunistas.

—¿Cómo te llamas? —preguntóJerry, resignado.

Era impronunciable, así quequedaron en Mickey.

Tardaron dos horas más aún enllegar al primer control. Jerry se

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adormiló de nuevo, repasando su papel.Siempre hay una puerta más en la quetienes que meter el pie, pensó. Sepreguntaba si llegaría un día (en elCircus, en el tebeo) en que el viejoanimador no fuese ya capaz de poner enpráctica los trucos, en que la simpleenergía necesaria para andar así con elculo al aire por encima del umbral deresistencia fuese demasiado para él, y sequedase allí plácido, con su amistosasonrisa de comerciante, mientras laspalabras se le morían en la garganta.Esta vez no, pensó rápidamente. Diosmío, por favor, esta vez no.

Pararon y un joven monje se

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descolgó de los árboles con un cuencode wat en la mano y Jerry le echó unosbaht en él. Mickey abrió el maletero. Uncentinela de la policía atisbo dentro yluego ordenó a Jerry que le siguiera aver al capitán, que estaba sentado en unasombreada cabaña, toda para él solo. Elcapitán tardó un buen rato en advertir supresencia.

—Él preguntar tú norteamericano —dijo Mickey.

Jerry enseñó los documentos.Al otro lado de la valla corría la

carretera perfectamente alquitranada,recta como un lápiz por un terreno lisode matojos.

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—Dice qué buscar tú aquí —dijoMickey.

—Asuntos con el coronel.Siguieron ruta, pasaron una aldea, un

cine. Aquí arriba son mudas hasta laspelículas más recientes, recordó Jerry.Había hecho un reportaje sobre el temauna vez. Hacían las voces los actoreslocales, e inventaban el argumento quese les ocurría. Recordó a John Waynecon una chillona voz tailandesa, y alpúblico extasiado, y al intérpreteexplicándole que estaban oyendo unaimitación del alcalde del pueblo que eraun marica famoso. Pasaban por una zonaboscosa, pero a ambos lados de la

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carretera quedaba una zona despejadade unos cincuenta metros, para reducirel riesgo de emboscada. De vez encuando, encontraban unas líneas blancasmuy marcadas que nada tenían que vercon el tráfico terrestre. Losnorteamericanos habían hecho aquellacarretera teniendo muy en cuenta pistasde aterrizaje auxiliares.

—¿Tú conoces ese coronel? —preguntó Mickey.

—No —dijo Jerry.Mickey se echó a reír, encantado.—¿Por qué tú querer él?Jerry no se molestó en contestar.El segundo control quedaba unos

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treinta kilómetros después, en el centrode un pueblecito entregado a la policía.Había un grupo de camiones grises en elpatio del wap, y cuatro jeeps aparcadosjunto al puesto de control. El puebloquedaba en un cruce de caminos.Haciendo ángulo recto con la carretera,cruzaban la llanura y culebreaban hacialos cerros, por ambos lados,amarillentos senderos. Esta vez, Jerrytomó la iniciativa y se bajó del cocheinmediatamente con un alegre grito de«¡Llévenme a ver a su jefe!». Su jeferesultó ser un joven y nervioso capitáncon el angustiado ceño del hombre queintenta mantenerse a nivel en cuestiones

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que están por encima de susconocimientos. Estaba sentado allí en lacomisaría con la pistola sobre la mesa.La comisaría era provisional, segúnpudo advertir Jerry. Por la ventana, violas ruinas bombardeadas de lo quesupuso que había sido la últimacomisaría.

—Mi coronel es un hombre ocupado—dijo el capitán, por mediación deMickey, el chófer.

—Es también un hombre muyvaleroso —dijo Jerry.

Hubo signos y gestos hasta quequedó claro lo de «valeroso».

—Ha matado a muchos comunistas

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—dijo Jerry—. Mi periódico quiereescribir sobre este valeroso coroneltailandés.

El capitán habló un buen rato yMickey empezó de pronto a reírse acarcajadas.

—¡El capitán decir nosotros no tenercomunistas! ¡Nosotros sólo tenerBangkok! Aquí gente pobre no sabenada, porque Bangkok no les daescuelas, así que comunistas vienen ahablarles de noche y les dicen todos sushijos ir Moscú. Aprender, ser grandesdoctores, y ellos volar comisaríapolicía.

—¿Dónde puedo encontrar al

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coronel?—Capitán decir esperemos aquí.—¿Le pedirá al coronel que venga a

vemos?—Coronel hombre muy ocupado.—¿Dónde está el coronel?—En próximo pueblo.—¿Cómo se llama el próximo

pueblo? El chófer se echó a reír denuevo.

—No tener ningún nombre. Pueblomuerto, todo muerto.

—¿Cómo se llamaba el pueblo antesde morir?

Mickey dijo el nombre.—¿Está abierta la carretera hasta

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ese pueblo muerto?—Capitán decir secreto militar. Eso

significar no sabe.—¿Nos dejará pasar el capitán a

echar un vistazo?Siguió un largo diálogo.—Sí —dijo al fin Mickey—. Él

decir nosotros ir.—¿Hablará el capitán por radio con

el coronel y le dirá que vamos?—Coronel hombre muy ocupado.—¿Le hablará por radio?—Claro —dijo el chófer, como si

sólo un repugnante farang pudieseinsistir en un detalle tan claramenteobvio.

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Subieron de nuevo al coche. Alzaronla barrera y ellos siguieron por lacarretera perfectamente asfaltada conlos lados despejados y señales deaterrizaje de cuando en cuando.Continuaron durante veinte minutos sinver un ser vivo, pero a Jerry no leconsolaba aquel vacío. Había oído quepor cada guerrillero comunista quecombatía con un arma en la mano en lasmontañas, había cinco para producir elarroz, las municiones y lainfraestructura, y ésos estaban en losllanos. Llegaron a un sendero que sedesviaba a la derecha y el asfalto de lacarretera estaba manchado de tierra

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junto a él por uso reciente. Mickey entróen él, siguiendo las anchas rodadas, einterpretando, a pesar de Jerry, Thelights are always out inMassachussetts, muy alto, además.

—Así los comunistas pensar quenosotros muchos —explicó entre másrisas, haciéndole imposible a Jerrycualquier objeción. Y luego, parasorpresa de Jerry, sacó una pistola delcuarenta y cinco de cañón largo de labolsa que tenía debajo del asiento. Jerryle ordenó con aspereza que la guardaraotra vez. Minutos después olieron aquemado y luego pasaron por humo demadera y luego llegaron a lo que

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quedaba del pueblo: grupos deindividuos aterrorizados, un par deacres de árboles de teca quemados queparecían un bosque petrificado, tresjeeps, veintitantos policías y en sucentro un fornido coronel. Tanto losaldeanos como los policíascontemplaban un sector de humeanteceniza situado a unos sesenta metros enel que unas cuantas vigas chamuscadasperfilaban la silueta de las casasquemadas. El coronel les miró mientrasaparcaban y siguió mirándoles mientrascaminaban hacia él. Era un luchador.Jerry se dio cuenta en seguida. Eraachaparrado y fornido y ni sonreía ni

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fruncía el ceño. Era moreno, tenía elpelo canoso y podría haber sido malayo,salvo por la corpulencia del tronco.Llevaba insignias de paracaidista y de laaviación y un par de hileras de cintas demedallas. Llevaba el uniforme decampaña y una automática reglamentariaen una pistolera de cuero sobre el musloderecho, y llevaba las tiras de sujeciónsueltas.

—¿Tú eres el periodista? —lepreguntó a Jerry en un norteamericanoliso y militar.

—El mismo.El coronel miró entonces al chófer.

Dijo algo y Mickey volvió rápidamente

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al coche, se metió dentro y allí se quedó.—¿Qué quiere?—¿Murió alguien aquí?—Tres personas. Acabo de

matarlas. Tenemos treinta y ochomillones. —Su inglés norteamericanofuncional, casi perfecto, era unacreciente sorpresa.

—¿Por qué los mató?—De noche dan clases aquí los CT.

La gente viene de toda la zona dealrededor a oír a los CT.

Comunistas Terroristas, pensóJerry. Tenía la sensación de que la fraseera de origen inglés. Aparecieron por elsendero varios camiones. Los aldeanos,

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al verlos, empezaron a recoger suscamas portátiles y sus niños. El coroneldio una orden y sus hombres colocaron ala gente en una fila irregular mientras loscamiones daban la vuelta.

—Les encontraremos un sitio mejor—dijo el coronel—. Empiezan denuevo.

—¿Y a quién mató usted?—La semana pasada bombardearon

a dos de mis hombres. Y los CToperaban desde este pueblo.

Eligió a una mujer ceñuda que subíaen aquel momento al camión y la llamópara que Jerry pudiese echarle unvistazo. La mujer se quedó allí con la

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cabeza baja.—Ellos van a su casa —dijo—. Esta

vez maté a su marido. La próxima vez lamato a ella.

—¿Y los otros dos? —preguntóJerry.

Preguntó, porque seguir preguntandoes seguir golpeando, pero era Jerry, noel coronel, el sometido a interrogatorio.Los ojos castaños del coronel tenían unbrillo duro y calculador y revelabanmucho recelo. Miraban a Jerryinquisitivos, pero sin ansiedad.

—Uno de los CT duerme aquí conuna chica —dijo, sencillamente—.Nosotros no somos sólo la policía.

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Somos también el juez y los tribunales.Aquí no hay nadie más. A Bangkok no lepreocupa demasiado que haya juiciospúblicos aquí arriba.

Los aldeanos habían subido a loscamiones. Se alejaron sin mirar haciaatrás. Sólo los niños decían adiós congestos desde las casas. Los jeeps lessiguieron, dejándoles a los tres, a losdos coches, y a un muchacho de unosquince años.

—¿Y él quién es? —dijo Jerry.—Él viene con nosotros. Al año que

viene le mataré a él también, o quizás alsiguiente.

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Jerry subió al jeep al lado delcoronel, que conducía. El muchacho ibasentado atrás, impasible, murmurando síy no, mientras el coronel le adoctrinabaen tono firme y mecánico. Mickey lesseguía en el taxi. En el suelo del jeep,entre el asiento y los pedales, el coronelllevaba cuatro granadas en una caja decartón. En el asiento trasero había unaametralladora pequeña, y el coronel nose molestó en quitarla de allí por elmuchacho. Sobre el espejo retrovisorjunto a los cuadros votivos colgaba unretrato de postal de John Kennedy con laleyenda «No preguntes lo que tu paíspuede hacer por ti. Pregunta más bien

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qué puedes hacer tú por él». Jerry habíasacado el cuaderno. El adoctrinamientodel muchacho proseguía.

—¿Qué está usted diciéndole?—Le explico los principios de la

democracia.—¿Y cuáles son?—Ni comunismo ni generales —

contestó, con una carcajada.Giraron a la derecha en la carretera

principal y siguieron más hacia elinterior; Mickey les seguía en el Fordrojo.

—Tratar con Bangkok es comogatear a ese árbol grande —le dijo elcoronel a Jerry, interrumpiéndose para

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señalar el bosque—. Gateas hasta unarama, subes un poco, vas cambiando derama, la rama se rompe, subes otravez… un día puede que llegues hasta elgeneral en jefe. O puede que no lleguesnunca.

Dos niños pequeños les hicieronseñas para que pararan y el coronel paróy les dejó subir atrás, al lado delmuchacho.

—No lo hago muchas veces —dijo,con otra súbita sonrisa—. Lo hago parademostrarle a usted que soy buenapersona. Si los CT saben que paras parallevar a los chicos, ponen chicos parapararte. Tienes que variar. Así puedes

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seguir vivo.Había girado de nuevo hacia el

bosque. Recorrieron unos kilómetros ydejaron a los críos, pero no al ceñudomuchacho. Cesaron los árboles yempezó un terreno desolado de matojos.El cielo se hizo blanco y las sombras delos cerros asomaban entre la niebla.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Jerry.—¿Él? Es un CT —dijo el coronel

—. Le capturamos.Jerry vio un relampagueo dorado en

el bosque, pero era sólo un wat.—La semana pasada —continuó el

coronel—, uno de mis policías se hizoconfidente de los CT. Le mandé de

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patrulla, le liquidé y le convertí en ungran héroe. A su mujer le asigno unapensión, compro una bandera grandepara el cadáver, hago un gran funeral yel pueblo se hace un poco más rico. Eseindividuo ya no es un confidente. Es unhéroe popular. Hay que conseguir ganarel corazón y el pensamiento de la gente.

—Sin duda —confirmó Jerry.Habían llegado a un campo seco y

amplio; dos mujeres cavaban en elcentro y no había nadie más a la vista,salvo un seto lejano y un rocosoterritorio de dunas que se desvanecía enel cielo blanco. Dejando a Mickey en elFord, Jerry y el coronel empezaron a

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cruzar el campo, con el muchachoceñudo tras ellos.

—¿Usted es inglés?—Sí.—Yo estuve en la academia

internacional de policía de Washington—dijo el coronel—. Un sitio bárbaro.Estudié procedimiento ejecutivo en laUniversidad estatal de Michigan. Fue uncurso magnífico. ¿Quiere ustedsepararse un poco de mí? —pidiócortésmente, mientras seguían conmucho cuidado por un surco—. Medisparan a mí, no a usted. Si le tiran a unfarang, se echan encima demasiadosproblemas. Y ellos no quieren eso. En

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mi territorio, nadie le tira a un farang.Había llegado adonde estaban las

mujeres. El coronel les habló, caminó untrecho, se detuvo, volvió la vista haciael muchacho ceñudo y volvió a lasmujeres y les habló por segunda vez.

—¿Qué pasa? —dijo Jerry.—Les pregunto si hay por aquí algún

CT. Me dicen que no. Luego yo pienso:quizás los CT quieran rescatar a estemuchacho. Así que doy vuelta y lesdigo: «Si hay algún problema, matamosprimero a las mujeres, a vosotras.»

Habían llegado al seto. Delante deellos se extendían las dunas, salpicadasde grandes matorrales y palmas como

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hojas de espada. El coronel abocinó laboca con las manos y gritó hasta quellegó la respuesta.

—Aprendí esto en la selva —explicó, con otra sonrisa—. Cuandoestás en la selva, hay que llamar primerosiempre.

—¿Qué selva fue ésa? —preguntóJerry.

—No se separe de mí ahora, porfavor. Cuando me hable, sonría. Lesgusta ver que uno está tranquilo.

Llegaron a un riachuelo. A sualrededor cien hombres y muchachos, oquizás más, picaban piedra indiferentescon picos y azadas, o transportaban

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sacos de cemento de un gran montón aotro. Un puñado de policías armados lesvigilaban perezosamente. El coronelllamó al muchacho y le habló y elmuchacho bajó la cabeza y el coronel lepegó un buen cachete. El muchachomurmuró algo y el coronel volvió apegarle. Luego, le dio una palmada en elhombro, tras lo cual se escabulló, comoun pájaro liberado, pero tullido, y fue areunirse con los demás trabajadores.

—Tú escribes sobre los CT. Escribetambién sobre mi presa —ordenó elcoronel, mientras iniciaban el paseo devuelta—. Vamos a convertir todo esto enpastos excelentes. Le pondrán mi

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nombre.—¿En qué selva luchó usted? —

repitió Jerry mientras regresaban.—Laos. Una guerra muy dura.—¿Voluntario?—Claro. Tenía hijos, necesitaba

dinero. Fui PARU. ¿Sabe lo que es? Lollevaban los norteamericanos. Lo hacíanellos. Yo escribo una carta dimitiendode la policía tailandesa. Ellos la metenen un cajón. Si me matan, sacan la cartay demuestran que dimití antes de ir dePARU.

—¿Fue allí donde conoció aRicardo?

—Claro. Ricardo amigo mío.

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Combatimos juntos, matamos a muchamala gente.

—Yo quiero verle —dijo Jerry—.Conocí a una chica suya en Saigón. Ellame dijo que él vivía por aquí. Quieroproponerle un negocio.

Pasaron de nuevo delante de lasmujeres. El coronel les dijo adiós, peroellas le ignoraron. Jerry estabamirándole a la cara, pero era como simirase una de las piedras de las dunas.El coronel subió al jeep. Jerry subió trasél.

—Pensé que quizás usted pudierallevarme hasta él. Podría incluso hacerlerico por una temporada.

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—¿Esto es para el periódico?—Es particular.—¿Un asunto particular? —preguntó

el coronel.—Eso mismo.Cuando volvían por la carretera,

aparecieron dos camiones amarillos conhormigoneras y el coronel tuvo que darmarcha atrás para dejarles paso. Jerry sefijó, automáticamente, en la inscripciónque llevaban en los laterales amarillos.Y, al hacerlo, advirtió que el coronel leobservaba. Siguieron hacia el interior, atodo lo que daba el jeep, para frustrarlas malas intenciones de cualquiera a lolargo del camino. Mickey les seguía

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fielmente.—Ricardo es amigo mío y éste es mi

territorio —repitió el coronel en suexcelente norteamericano.

Aunque familiar, la frase esta vezera una advertencia clara y explícita.

—Vive aquí bajo mi protección —continuó el coronel—. Por un acuerdoque tenemos. Aquí eso lo sabe todo elmundo. Lo saben los aldeanos, y losaben los CT. Si alguien se metiese conRicardo, yo liquidaría a todos los CTque trabajan en la presa.

Al desviarse de la carreteraprincipal y entrar en el camino de tierra,Jerry vio en el asfalto las huellas de las

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ruedas de un avión pequeño.—¿Es aquí dónde aterriza?—Sólo en la temporada de las

lluvias.El coronel siguió bosquejando su

posición ética en aquel asunto.—Si Ricardo le mata a usted, es

asunto suyo. Un farang mata a otro en miterritorio Eso es natural.

Era como si estuviera explicandoaritmética elemental a un niño.

—Ricardo es amigo mío —repitió,sin embarazo—. Camarada mío.

—¿Le espera?—Préstele atención, por favor. El

capitán Ricardo a veces es un hombre

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enfermo.

Tiu le proporcionó un sitioespecial, había dicho Charlie Mariscal.Un sitio a donde sólo pueden ir loslocos. Tiu va y le dice: «Tú sigues vivo,tienes el avión, haces de vigilante paraCharlie Mariscal siempre que quieras.Llevas dinero para él, le cubres lasespaldas, si eso es lo que quiereCharlie. Ese es el trato y Drake Konunca rompe un trato», le dice. Pero siRic causa problemas, o si estropea elasunto, o si se va de la lengua sobreciertos asuntos, Tiu y su gente matan a

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ese chiflado cabrón tanconcienzudamente que jamás volverá asaber quién es.

«¿Y por qué no coge Ric el avión yescapa?», había preguntado Jerry.

Tiu le quitó el pasaporte, Voltaire.Tiu paga las deudas de Ric y le comprasus empresas y su ficha policial. Tiu lecuelga unas cincuenta toneladas deopio y tiene las pruebas listas para losde narcóticos por si las necesitaalguna vez. Ric puede irse cuandoquiera. Tienen cárceles esperando porél en todo el mundo.

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La casa se alzaba sobre pilares en elcentro de un camino de tierra ancho yestaba rodeada de una galería y tenía allado un arroyuelo; abajo había dosmuchachas tailandesas, una alimentaba asu bebé mientras la otra revolvía unaolla. Detrás de la casa, había un campoliso y pardo, con un cobertizo en unextremo lo bastante grande para albergarun avión pequeño (un Beechcraft, porejemplo) y al fondo del campo había unrastro plateado de hierba aplastada,donde podría haber aterrizado uno hacíapoco. No había árboles cerca de la casa,que se alzaba sobre una pequeñaelevación del terreno. Tenía vistas a

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todo alrededor y anchas ventanas, nomuy altas, que Jerry sospechómodificadas para que hubiese buenángulo de tiro desde el interior. Cercade la casa, el coronel le dijo a Jerry quese fuera y volvió con él hasta el cochede Mickey. Habló con éste y Mickeysalió rápidamente del coche y abrió elmaletero. El coronel buscó debajo delasiento y sacó la pistola de Mickey y latiró despectivamente al interior del jeep.Hizo una seña a Jerry, luego a Mickey yluego revisó el coche. Luego les dijo alos dos que esperasen y subió lasescaleras hasta la primera planta. Laschicas le ignoraron.

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—El buen coronel —dijo Mickey.Esperaron.—Inglaterra país rico —dijo

Mickey.—Inglaterra es un país muy pobre

—replicó Jerry, mientras seguíanobservando la casa.

—País pobre, gente rica —dijoMickey.

Aún seguía estremeciéndose de risapor tan excelente chiste, cuando elcoronel salió de la casa, subió al jeep yse alejó.

—Espera aquí —dijo Jerry.Y caminó despacio hasta el pie de

las escaleras, hizo bocina con las manos

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en la boca y dijo, hacia arriba:—Me llamo Westerby. Quizás

recuerdes que disparaste contra mí enFnom Penh hace una semana. Soy unperiodista pobre con ideas caras.

—¿Qué quieres, Voltaire? Medijeron que ya estabas muerto.

Una voz latinoamericana, profunda yvivaz, desde la oscuridad de arriba.

—Quiero chantajear a Drake Ko.Estoy seguro de que entre los dospodríamos sacarle un par de millones ytú podrías comprar tu libertad.

Jerry vio en la oscuridad de latrampilla que había sobre él, un cañónde fusil, como el ojo de un cíclope, que

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pestañeó y luego asentó su mirada en élde nuevo.

—Cada uno —dijo Jerry—. Dospara ti, dos para mí. Lo tengo todopreparado. Con mi inteligencia, tuinformación y la figura de LizzieWorthington, estoy seguro de que nohabrá problema.

Empezó a subir las escaletasdespacio. Voltaire, pensó. CharlieMariscal no se dormía a la hora decorrer la voz. En cuanto a lo de estar yamuerto… démosle un poco de tiempo,pensó.

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Mientras subía por la trampilla,Jerry pasó de la oscuridad a la luz, y lavoz latinoamericana dijo: «Quieto ahí.»Jerry hizo lo que le decían y pudo echarun vistazo a la habitación, que era unamezcla de pequeño museo militar y unPX norteamericano. En la mesa central,sobre un trípode, había un AK47 similaral que había utilizado ya Ricardo paradisparar contra él, y tal como habíasospechado Jerry, cubría los cuatroángulos a través de las ventanas. Por siacaso no los cubría, había un par dereserva, y junto a cada arma, unaaceptable reserva de municiones. Porallí había granadas como fruta, en

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grupos de tres y cuatro, y en elespantoso mueble bar de nogal, bajo unaefigie en plástico de la Virgen, había unacolección de pistolas y automáticassuficiente para cubrir cualquiereventualidad. Sólo había una habitación,pero era grande, con una cama baja quetenía los extremos lacados y Jerryperdió tontamente unos instantespreguntándose cómo demonios habríapodido meter Ricardo todo aquello en suBeechcraft. Había dos neveras y unamáquina de hacer hielo y cuadros alóleo laboriosamente pintados detailandesas desnudas, trazados con esetipo de inexactitud erótica que

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normalmente proviene de un escasísimoconocimiento del tema. Había unarchivador con una Luger encima y unaestantería con libros sobre derechomercantil, tasas internacionales y técnicasexual. De las paredes colgaban variosiconos, de santos, de la Virgen y delNiño Jesús, sin duda tallados en lalocalidad. En el suelo, había un artilugiode acero que sostenía una barca deremos, con asiento móvil paramantenerse en forma.

En el centro de todo esto, en unaactitud muy parecida a aquella con queJerry le había visto por primera vez, sesentaba Ricardo en un sillón giratorio de

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alto ejecutivo, con sus brazaletes de laCIA y un sharong y una cruz de orosobre el hermoso pecho desnudo. Notenía la barba tan tupida como cuando lehabía visto Jerry y sospechó que laschicas se la habían recortado. Ibadescubierto y llevaba recogido con unanillito dorado en la nuca el pelo, negroy rizado. Era ancho de hombros ymusculoso, de piel tostada y aceitosa ypecho velludo.

Tenía también una botella de whiskyal lado y una jarra de agua, pero no teníahielo, porque no había electricidad paralas neveras.

—Quítate la chaqueta, Voltaire, por

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favor —ordenó Ricardo.Jerry lo hizo y Ricardo se levantó

con un suspiro y cogió una automática dela mesa y dio una vuelta despacioalrededor de Jerry, examinando sucuerpo mientras le tanteaba suavementebuscando armas.

—¿Juegas al tenis, eh? —comentó,pasándole una mano muy levemente porla espalda—. Charlie dijo que teníasmúsculos de gorila.

Pero en realidad Ricardo sólohablaba para sí mismo.

—A mí me gusta muchísimo el tenis.Soy un jugador buenísimo. Siempregano. Por desgracia, aquí tengo pocas

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ocasiones de jugar.Y, tras decir esto, volvió a sentarse.—A veces —continuó—, uno tiene

que esconderse con el enemigo paralibrarse de los amigos. Yo monto acaballo, boxeo, tiro. Tengo títulosuniversitarios, piloto un avión, sé unmontón de cosas de la vida, soy muyinteligente; pero, a causa decircunstancias imprevistas, vivo en laselva igual que un mono.

Tenía la automáticadespreocupadamente asida con la manoizquierda.

—¿Eso es lo que tú llamas unparanoico, Voltaire? ¿Llamas paranoico

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al que cree que todos son enemigossuyos?

—Hombre, yo creo que es eso, enrealidad.

Para pronunciar la frase trillada quesiguió, Ricardo puso un dedo sobre suaceitoso y bronceado pecho.

—Pues este paranoico tieneenemigos reales —dijo.

—Con dos millones de billetes —dijo Jerry, aún sin moverse de donde lehabía dejado Ricardo— estoy seguro deque podrían desaparecer la mayoría.

—Voltaire, debo decirtehonradamente que considero tuproposición puro cuento.

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Y a continuación soltó unacarcajada. Es decir, hizo un magníficodespliegue de sus blancos dientes quecontrastaban con la barba reciénrecortada, y flexionó un poco losmúsculos del estómago, mantuvo fijoslos ojos, inmóviles, sobre la cara deJerry, mientras daba un sorbo a su vasode whisky. Le han dicho lo que tenía quehacer, pensó Jerry, igual que a mí.

Si aparece, déjale hablar, le habíadicho Tiu, sin duda. Y en cuantoRicardo oyese lo que tenía que decir…¿qué pasaría entonces?

—Tenía entendido que habías tenidoun accidente, Voltaire —dijo Ricardo

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con tristeza, y cabeceó como si sequejase de la escasa calidad de suinformación—. ¿Quieres un trago?

—Me lo serviré yo mismo —dijoJerry.

Los vasos estaban en un armario ytodos eran de colores y tamañosdistintos. Jerry se acercó muy tranquiloal armario y eligió un vaso largo decolor rosa que tenía una chica vestidapor fuera y otra desnuda por dentro. Sesirvió dos dedos de whisky, añadió unpoco de agua y se sentó a la mesa frentea Ricardo, mientras éste le estudiaba,muy interesado.

—¿Haces ejercicio, levantamiento

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de pesos, o algo? —preguntó,confidencialmente.

—Sólo le doy a la botella —dijoJerry.

Ricardo se rió exageradamente, sindejar de examinarle con muchodetenimiento con sus grandes ojoschispeantes.

—Estuvo muy mal lo que le hicisteal pequeño Charlie, ¿sabes? No megusta que te sientes en la cabeza de miamigo en la oscuridad mientras él estácon el pavo frío. Charlie tardará unabuena temporada en recuperarse. Ésa noes forma de hacer amistad con losamigos de Charlie, Voltaire. Dicen que

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has sido grosero hasta con el señor Ko.Que sacaste a cenar a mi Lizzie. ¿Esverdad eso?

—La saqué a cenar.—¿Jodiste con ella?Jerry no contestó. Ricardo soltó otra

carcajada que se cortó con la mismabrusquedad con que había empezado.Bebió un buen trago de whisky ysuspiró.

—Bueno, ojalá ella esté agradecida,no puedo decir más.

Jerry le interpretó mal, claro está.—La perdono —dijo—. ¿De

acuerdo? Si ves otra vez a Lizzie dileque yo, Ricardo, la perdono. Yo la

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enseñé. Yo la puse en el buen camino.Le expliqué muchísimas cosas, de arte,de cultura, de política, de negocios, dereligión, le enseñé a hacer el amor yluego la mandé al mundo. ¿Dóndeestaría ella sin mis relaciones? ¿Dónde?Viviendo en la selva con Ricardo, comoun mono. Me lo debe todo. Pigmalión:¿Conoces esa película? Pues bien, yosoy el profesor. Yo le explico las cosas,¿me entiendes? Le explico cosas que nopuede explicarle ningún otro hombremás que Ricardo. Siete años en Vietnam.Dos años en Laos. Cuatro mil dólares almes de la CIA y soy católico. ¿Creesque no puedo explicarle algunas cosas a

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una chica así, una chica sin raíces, unafregona inglesa? Ella tiene un niño, ¿losabías? Tiene un chico pequeño enLondres. Lo abandonó, ¿te imaginas?Menuda madre, eh. Peor que una puta.

Jerry no encontraba nada útil quedecir. Contemplaba los dos grandesanillos de los dedos medios de la gruesamano derecha de Ricardo, y loscomparaba en el recuerdo con lascicatrices gemelas de la barbilla deLizzie. Fue un golpe hacia abajo,decidió, un golpe cruzado de derechacuando ella estaba debajo de él. Erararo que no le hubiese roto lamandíbula. A lo mejor se la había roto y

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se la habían curado bien.—¿Te has quedado sordo, Voltaire?

Te dije que me explicaras tuproposición. Sin prejuicios,comprendes. Aunque no me creo unapalabra de ella.

Jerry se sirvió un poco más dewhisky.

—Pensé que quizá si me explicaraslo que Drake Ko quería que hiciesesaquella vez que volaste para él, y siLizzie pudiera ponerme en contacto conKo y los tres actuásemos de acuerdo ysin engaños, tendríamos una buenaoportunidad de sacarle jugo.

Ahora que lo había dicho, sonaba

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aún peor que cuando lo había ensayado,pero no le importaba demasiado.

—Tú estás loco, Voltaire. Loco.Estás haciendo castillos en el aire.

—No si Ko te pidió que volasespara él a la China continental. En esecaso no. No importa que Ko sea el amode Hong Kong; si el gobernador seenterase de esa pequeña aventura, estoyseguro de que él y Ko dejaríaninmediatamente de besarse. Eso paraempezar. Hay más.

—¿Pero de qué me hablas, Voltaire?¿China? ¿Qué disparate es ése? ¿LaChina continental?

Y encogió sus relumbrantes hombros

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y bebió, sonriendo al vaso.—No te entiendo, Voltaire —añadió

—. Hablas por el culo. ¿Cómo puedeocurrírsete que haga yo un vuelo a Chinapara Ko? Ridículo. Cómico.

Ricardo, como mentiroso, pensóJerry, quedaba muy por debajo deLizzie, y era decir mucho.

—El director de mi periódico así melo hace pensar, amigo. Ese director esun tipo muy listo. Tiene muchísimosamigos influyentes y conocidos. Lecuentan cosas. Ahora, por ejemplo, mieditor tiene la bien fundada sospecha deque poco después de que murieses tantrágicamente en aquel accidente aéreo,

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vendiste un buen cargamento de opio encrudo a un amistoso compradornorteamericano dedicado a la represiónde las drogas peligrosas. Mi directortambién me dijo que ese opio era de Ko,que tú no podías venderlo y que estabadestinado a la China continental. Sóloque tú decidiste operar por tu cuenta.

Y continuó directamente, mientrasRicardo le miraba por encima del bordede su vaso de whisky.

—Si eso es cierto, y si lo que seproponía Ko —continuó Jerry— era,digamos, reintroducir el hábito del opioen el Continente, despacio, pero creandopoco a poco nuevos mercados, no sé si

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me entiendes, en fin, estoy seguro de queharía muchas cosas por impedir que esainformación saliera en las primeraspáginas de la Prensa mundial. Y eso noes todo, además. Hay otro asunto aúnmás lucrativo.

—¿De qué se trata, Voltaire? —preguntó Ricardo, y continuó mirándolecon la misma fijeza que si le tuvieseencañonado con el rifle—. ¿A qué otrosaspectos te refieres? Sé amable yexplícamelo, por favor.

—Bueno, creo que eso me loguardaré —dijo Jerry con una francasonrisa—. Creo que será mejor que lotenga en reserva hasta que me des algo a

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cambio.En ese momento, una chica subió las

escaleras con cuencos de arroz y pollohervido. Era esbelta y muy hermosa. Seoían voces debajo de la casa, entre ellasla de Mickey, y las risas del bebé.

—¿A quién tienes ahí, Voltaire? —preguntó perezosamente Ricardo, mediodespertando de su ensueño—. ¿Te hastraído algún chino guardaespaldas?

—No es más que el chófer.—¿Trajo armas?Al no recibir respuesta, Ricardo

cabeceó asombrado.—Estás completamente chiflado,

amigo —comentó, mientras indicaba a la

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chica que se fuera—. Estás loco, sí, nohay duda.

Luego, le pasó un cuenco y palillos.—Virgen santa —añadió—. Ese Tiu

es un tipo muy peligroso. Y yo tambiénlo soy. Pero esos chinos pueden llegar aser muy jodidos, Voltaire. Si andas conbromas con un tipo como Tiu, puedestener problemas muy graves.

—Les derrotaremos en su propiocampo —dijo Jerry—. Utilizaremosabogados ingleses. Llevaremos la cosatan arriba que no podrá echarla abajo niun consejo de obispos. Reuniremostestigos. Tú, Charlie Mariscal, todos losdemás que conozcas. Daremos datos y

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fechas de lo que hizo y dijo. Leenseñaremos a él una copia y meteremoslas otras en un Banco y haremos uncontrato con él. Firmado, sellado yentregado. Absolutamente legal. Eso eslo que a él le gusta. Ko es muy legalista.He estado repasando sus negocios. Hevisto sus declaraciones bancarias, suscuentas. La historia está muy bien así.Pero con los otros aspectos de que tehablo, estoy seguro de que cincomillones es muy poco dinero. Dos parati, dos para mí. Uno para Lizzie.

—Para ella nada.Ricardo estaba inclinado sobre el

archivo. Abrió un cajón y empezó a

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buscar, examinando folletos ycorrespondencia.

—¿Has estado alguna vez en Bali,Voltaire?

Ricardo sacó solemnemente unasgafas y se sentó otra vez a la mesa yempezó a examinar los papeles delarchivo.

—Compré un poco de tierra haceunos años. Un trato que hice. Yo hagomuchos tratos. Anduve por allí, monté acaballo, tenía una Honda 750, una chica.En Laos matamos a todo el mundo. EnVietnam incendiamos todo el país, asíque me compré aquel terreno en Bali, unpoco de tierra que por una vez no

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achicharramos y una chica que nomatamos, ¿me entiendes? Cincuentaacres. Ven, ven aquí.

Mirando por encima del hombro deRicardo, Jerry vio la copia del plano deun istmo dividido en solares numerados,y en el ángulo izquierdo, abajo, laspalabras «Ricardo y Worthington LTD.,Antillas Holandesas».

—Tú entras conmigo en el negocio,Voltaire. Vamos a hacer esto juntos, ¿deacuerdo? Construir cincuenta casas, unapara cada uno, buena gente, CharlieMariscal como encargado, se consiguenunas cuantas chicas, puede hacerse unacolonia, artistas, algún concierto, ¿te

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gusta la música, Voltaire?—Yo necesito datos concretos —

insistió Jerry con firmeza—. Datos,fechas, lugares, declaraciones detestigos. Cuando me lo hayas dicho todo,trataremos eso. Te explicaré esos otrosaspectos…, los lucrativos. Te explicarétodo el negocio.

—Sí, claro —dijo Ricardodistraído, estudiando aún el plano—.Vamos a joderle. Como está mandado.

Así es cómo vivían, pensó Jerry: conun pie en el país de las hadas y el otroen la cárcel, estimulándose unos a otroslas fantasías. Una ópera de mendigoscon tres actores.

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Ricardo se enamoró entonces,durante un rato, de sus pecados y Jerryno pudo hacer nada para detenerle. En elmundo simple de Ricardo, hablar de unomismo era llegar a conocer mejor a laotra persona. Así que habló de su grancorazón, de su gran potencia sexual y delo que le preocupaba su mantenimiento,pero, sobre todo, habló de los horroresde la guerra, tema en el que seconsideraba excepcionalmente bieninformado.

—En Vietnam me enamoré de unachica, Voltaire. Yo, Ricardo, meenamoré. Es una cosa muy rara y para míes sagrada. Pelo negro, esbelta, cara de

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virgen, las tetitas pequeñas. Por lamañana, yo paro el jeep cuando la veocamino de la escuela y ella me dicesiempre «no». «Escucha —le digo—,Ricardo no es norteamericano, esmexicano.» Ella no ha oído hablarsiquiera de México. Yo me vuelvo loco,Voltaire. Durante semanas, yo, Ricardo,vivo como un mono. A las otras chicasya no las toco. Todas las mañanas.Luego, un día, voy ya en primera y ellaalza la mano… ¡alto! Se pone a mi lado.Deja la escuela, va a vivir a unkampong, no recuerdo el nombre. Lleganlos B52 y destrozan el pueblo. Un héroeque no leyó bien el plano. Las ciudades

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pequeñas, las aldeas, son como piedrasen la playa, todas son iguales. Yo estoyen el helicóptero detrás. Nada medetiene. Charlie Mariscal está conmigoy me grita que estoy loco. Me da igual.Bajo, aterrizo, la busco. Toda la aldeaha muerto La encuentro. También ellaestá muerta, pero la encuentro. Vuelvo ala base, la policía militar me pega, sietedías de reclusión en solitario, medegradan. A mí. A Ricardo.

—Eres un pobrecillo —dijo Jerry,que había jugado antes aquel juego y loodiaba… podías creer o no creer en él,pero lo odiabas siempre.

—Tienes razón —dijo Ricardo,

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agradeciendo con una inclinación elhomenaje de Jerry—. Pobre es lapalabra correcta. Nos tratan como a losaldeanos. Charlie y yo hacemoscualquier porte. Nunca nos pagaron loque merecíamos. Heridos, muertos,fragmentos de cadáveres, droga. Pornada. Dios mío, aquello sí que era serio,aquella guerra. Entré dos veces en laprovincia de Yunnan. Yo no tengomiedo. Ninguno. Ni siquiera mi buenaplanta me hace temer por mí.

—Contando el viaje de Drake Ko —le recordó Jerry—, habrías estado allítres veces, ¿no?

—Instruyo pilotos para las fuerzas

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aéreas camboyanas. Por nada. ¡Lasfuerzas aéreas camboyanas, Voltaire!Dieciocho generales, cincuenta y cuatroaviones… y Ricardo. Si terminas elperíodo acordado, te consigues unseguro de vida, ése es el trato. Cien mildólares norteamericanos. Sólo para ti.Si Ricardo muere, sus parientes noreciben nada. Ése es el acuerdo.Ricardo lo hace, lo acepta todo. Hablocon unos amigos de la legión extranjerafrancesa y resulta que ellos conocen eltruco, me avisan. «Cuidado, Ricardo.Pronto empezarán a mandarte a lospeores sitios para que no puedas volver.Y así no tendrán que pagarte.» Los

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camboyanos quieren que vuele con lamitad del combustible que necesito. Yoconsigo depósitos de ala y me niego.Otra vez me estropean los frenoshidráulicos. Cuido yo mismo el aparato.Así no te matan. Escucha, si le hago unaseña, Lizzie vuelve conmigo,¿entiendes?

Había terminado la comida.—¿Y cómo te fue luego con Tiu y

Drake? —interrumpió Jerry. En unaconfesión, decían en Sarratt, lo únicoque tienes que hacer es desviar un pocola corriente.

A Jerry le parecía, por primera vez,que Ricardo le miraba con toda la

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intensidad de su estupidez animal.—Me desconciertas, Voltaire. Si te

digo demasiado, tengo que matarte. Yosoy muy hablador, ¿me entiendes? Aquíestoy muy solo, parece que estoycondenado a estar siempre solo. Megusta tener a alguien, hablar, y luego mearrepiento. Recuerdo mis compromisos,¿entiendes?

Entonces se apoderó de Jerry unagran calma interior; el hombre de Sarrattse convirtió en el ángel memorizador deSarratt, sin más papel a jugar que recibiry recordar. Operativamente, sabía que

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estaba cerca del final de la ruta: aunqueel camino de vuelta fuese, en el mejor delos casos, indeterminable.Operativamente, por todos losprecedentes de que disponía deberíanhaber sonado en sus oídos sobrecogidosmudas campanadas de triunfo. Pero nohabía sido así. Y este hecho era unatemprana advertencia de que suinvestigación ya no coincidía, en ningúnaspecto, con la de los planificadores deSarratt.

Al principio, la historia (conconcesiones a la desmesurada vanidadde Ricardo) se ajustaba bastante a loque había contado Charlie Mariscal. Tiu

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llegó a Vietnam vestido como un cooliey oliendo a gato y preguntó por el mejorpiloto de la ciudad y, naturalmente, leremitieron de inmediato a Ricardo que,casualmente, se hallaba descansandoentre dos compromisos de trabajo ydisponible para determinadas tareasespecializadas y muy bien pagadas delcampo de la aviación.

Ricardo, a diferencia de CharlieMariscal, contaba su historia con unafranqueza estudiada, como si creyeseestar tratando con intelectos inferiores alsuyo. Tiu se presentó como un individuocon amplias relaciones en la industriaaeronáutica, mencionó su imprecisa

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relación con Indocharter y pasó alterreno que ya había cubierto conCharlie Mariscal. Aludió por último alproyecto concreto que tenía entremanos… lo que significaba, según elestilo sutil de Sarratt, proveer a Ricardode una historia de cobertura. Ciertaimportante empresa mercantil deBangkok, con la que tenía el orgullo deestar relacionado, explicó Tiu, estaba apunto de llegar a un acuerdo,absolutamente legítimo, con ciertosfuncionarios de un país vecino y amigo.

—Yo le pregunté, Voltaire, muy enserio: «Señor Tiu, me parece que hadescubierto usted la luna. Jamás supe

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que hubiese un país asiático con unvecino amigo.» A Tiu le hizo muchagracia el chiste. Lógicamente, le parecióuna aportación ingeniosa —dijo Ricardomuy serio, en uno de sus arranques deinglés de escuela de comercio.

Pero antes de consumar suprovechoso y legítimo trato, explicó Tiu,en palabras de Ricardo, sus socios seenfrentaban con el problema de tenerque pagar a determinados funcionarios ya otras partes interesadas dentro deaquel país amigo, que tenían queeliminar ciertos obstáculos burocráticosmolestos.

«¿Y por qué era eso un problema?»,

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había preguntado Ricardo, con bastantelógica.

Supongamos, dijo Tiu, que el paísfuese Birmania. Es un suponer. En laBirmania actual no se permitíaenriquecerse a los funcionarios, y éstosno podían ingresar directamente eldinero en un banco. Debido a ello, habíaque encontrar otros medios de pago.

Ricardo propuso pagar con oro. Tiu,dijo Ricardo, lo lamentaba mucho, peroen el país al que él se refería resultabadifícil negociar incluso el oro. Lamoneda elegida en este caso había deser, por tanto, opio; dijo: cuatrocientoskilos. La distancia no era grande. En un

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día, podía ir y volver; el precio erancinco mil dólares, y los demás detallesse le comunicarían antes de despegar,para evitar «un desgaste innecesario dela memoria», como dijo Ricardo, en otrode los extraños floreos lingüísticos quedebían haber sido, sin duda, parteesencial de la educación de Lizzie.Cuando Ricardo volviese de lo que Tiuestaba seguro que sería un vuelocómodo e instructivo, tendría a sudisposición cinco mil dólaresnorteamericanos en billetes de un valoradecuado… siempre, claro está, queRicardo presentase, del modo que sejuzgase conveniente, una confirmación

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de que el cargamento había llegado a sudestino. Un recibo, por ejemplo.

Mientras describía su propio juegode piernas, Ricardo mostró una granastucia en sus tratos con Tiu. Le dijo quese pensaría la oferta. Habló de otroscompromisos urgentes y de su propósitode formar unas líneas aéreas propias.Luego, se puso a trabajar para descubrirquién demonios era Tiu. Y descubrió enseguida que, después de la entrevista,Tiu no había vuelto a Bangkok sino aHong Kong en un vuelo directo. Hizoque Lizzie sonsacara a los chiu—chowsde Indocharter, y a uno de ellos se leescapó que Tiu era un pez gordo de

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China Airsea, porque cuando estaba enBangkok paraba en la suite que teníaChina Airsea en el Hotel Erawan.Cuando Tiu volvió a Vientiane parasaber la respuesta de Ricardo, éste yasabía mucho más de él… sabía incluso,aunque sirvió de poco, que Tiu era elbrazo derecho de Drake Ko.

Cinco mil dólares norteamericanospor un viaje de un día, le dijo a Tiu enesta segunda entrevista, era o muy pocoo demasiado. Si el trabajo era tan fácilcomo decía Tiu, era demasiado. Si erala locura que Ricardo sospechaba, muypoco. Ricardo propuso un acuerdodistinto: «Un compromiso mercantil»,

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dijo. Explicó (con una frase que sinduda debía utilizar a menudo) que estabapasando por «un problema temporal deliquidez». En otras palabras(interpretación de Jerry), estaba sin uncéntimo, como siempre, y los acreedoresle andaban persiguiendo. Lo quenecesitaba de inmediato era un ingresoregular, y el mejor modo de obtenerloera que Tiu consiguiese que lecontrataran en Indocharter como asesorpiloto durante un año, con un sueldo deveinticinco mil dólares norteamericanos.

A Tiu no pareció sorprenderledemasiado la idea, dijo Ricardo. Alláarriba en la casa, sobre los pilares, la

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habitación iba llenándose de quietud ycalma.

En segundo lugar, en vez de pagarlecinco mil dólares al entregar lamercancía, quería que le pagasen unadelanto de veinte mil dólaresnorteamericanos inmediatamente paraliquidar sus compromisos más urgentes.Diez mil se considerarían ganados encuanto hubiese entregado el opio y losotros diez mil serían descontables «enorigen» (otro nom de guerre deRicardo) de su sueldo en Indocharterdurante los meses restantes de sucontrato. Si Tiu y sus socios no podíanaceptar esto, explicó Ricardo,

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desgraciadamente tendría que abandonarla ciudad antes de poder hacer la entregadel opio.

Tiu aceptó las condiciones al díasiguiente, con ciertas variantes. En vezde adelantarle los veinte mil dólares, ély sus socios proponían la compra de lasdeudas de Ricardo directamente a susacreedores. De este modo, explicó, sesentirían mucho más cómodos. Aquelmismo día se «santificó» (lasconvicciones religiosas de Ricardo sehacían patentes a cada paso) el acuerdo,mediante un contrato impresionante,redactado en inglés y firmado por ambaspartes. Ricardo (grabó silenciosamente

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Jerry) acababa de vender su alma.—¿Y qué pensaba Lizzie del trato?

—preguntó.Ricardo encogió sus relumbrantes

hombros.—Mujeres —dijo.—Claro —dijo Jerry, devolviéndole

su sonrisa sabedora.Asegurado así el futuro de Ricardo,

éste reanudó, según sus propiaspalabras, «un estilo de vida profesionaladecuado». Reclamaba por entonces suatención el proyecto de crear unafederación de fútbol para toda Asia, asícomo una chica de catorce años deBangkok llamada Rosie, a la que,

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respaldado por su sueldo de Indocharter,visitaba periódicamente con elpropósito de educarla para el gran teatrodel mundo. De vez en cuando, pero nomuy a menudo, hacía algún vuelo paraIndocharter, aunque sin agobios.

—Chiang Mai un par de veces.Saigón. Dos veces a los Shans a visitaral padre de Charlie Mariscal, coger unpoco de mierda[4], llevarle riflesnuevos, arroz, oro. A Battambang,también.

—¿Y dónde estaba Lizzieentretanto? —preguntó Jerry en elmismo tono directo de antes, de hombrea hombre.

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El mismo gesto despectivo.—Pues en Vientiane. Haciendo

punto. Puteando un poco en elConstellation. Es una mujer muy viejaya, Voltaire. Yo necesito juventud.Optimismo. Energía. Gente que merespete. Yo, por mi carácter, tengo quedar. ¿Qué puedo darle a una mujervieja?

—¿Hasta? —preguntó Jerry.—¿Eh?—¿Que cuando se acabaron los

besos?Ricardo interpretó mal la pregunta, y

de pronto parecía muy peligroso; bajó lavoz en una sorda advertencia.

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—¿Qué coño quieres decir?Jerry le suavizó con la más cordial

de las sonrisas.—¿Cuánto tiempo estuviste

cobrando y paseando sin que Tiu tepidiese que cumplieras el contrato?

Seis semanas, dijo Ricardo,recuperando la compostura. Ocho,quizás. El viaje se programó dos veces yluego se canceló. En una ocasión, alparecer, le mandaron a Chiang Mai yallí estuvo un par de días hasta que Tiullamó para decir que la gente del otrolado no estaba preparada.Progresivamente, Ricardo iba teniendola sensación de que estaba metido en

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algo muy serio, dijo, pero la historia,insinuó, siempre le adjudicaba losgrandes papeles de la vida y al fin sehabía librado de los acreedores.

Sin embargo, interrumpió de prontosu narración y examinó una vez másatentamente a Jerry, rascándose labarba. Suspiró al fin y, tras servir unwhisky para cada uno, empujó el vasoen la mesa hacia Jerry. Debajo de ellos,aquel día perfecto se preparaba para sulenta muerte. Los verdes árbolesparecían más frondosos y sólidos. Elhumo del fuego donde cocinaban laschicas tenía un olor pegajoso.

—¿A dónde vas a ir cuando salgas

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de aquí, Voltaire?—A casa —dijo Jerry.Ricardo soltó una nueva carcajada.—Tú te quedas aquí a pasar la

noche. Ya te mandaré una de mis chicas.—Yo haré lo que me parezca, amigo

—dijo Jerry.Los dos hombres se estudiaron,

como animales en lucha, y durante uninstante, la chispa del combate estuvo apunto de saltar.

—Eres un loco, Voltaire —murmuróRicardo.

Pero prevaleció el hombre deSarratt.

—Luego, un día hubo viaje,

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¿verdad? —dijo Jerry—. Nadie locanceló. ¿Qué pasó entonces? Vamos,hombre, cuenta la historia.

—Sí —dijo Ricardo—. Claro quesí, Voltaire —y bebió, sin dejar demirarle—. Bueno… escucha, te contarélo que pasó, Voltaire.

Y luego te mataré, decían sus ojos.Ricardo estaba en Bangkok. Rosie

estaba poniéndose muy exigente. Tiuhabía insistido en que Ricardo estuviesesiempre donde se le pudiera localizar yuna mañana temprano, sobre las cinco, asu nido de amor llegó un mensajero quele citó inmediatamente en el Erawan. ARicardo le impresionó muchísimo la

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suite. Le habría gustado para él.—¿Has estado alguna vez en

Versalles, Voltaire? La mesa era tangrande como un B52. Tiu era unindividuo muy distinto al coolie que olíaa gato de Vientiane, comprendes. Tiu esuna persona muy influyente. «Ricardo —me dice—, esta vez es seguro. Esta vezentregamos.»

Las instrucciones eran muy simples.En cuestión de unas horas, había unvuelo comercial a Chiang Mai. Ricardodebía cogerlo. Ya tenía habitaciónreservada en el Hotel Rincome. Debíapasar la noche allí. Solo. Nada de beberni de mujeres ni de relaciones sociales.

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—«Será mejor que lleve cosas paraleer, señor Ricardo», me dice. «SeñorTiu —le digo yo—. Usted dígameadonde tengo que volar, pero no me digadónde tengo que leer. ¿Entendido?» Eltipo estaba muy engreído detrás deaquella mesa tan grande, ¿comprendes,Voltaire? Yo estaba obligado aenseñarle educación.

A la mañana siguiente, alguien iría abuscar a Ricardo a las seis al hotel,presentándose como amigo del señorJohnny. Ricardo debía acompañarle.

Las cosas salieron según loplaneado. Ricardo voló a Chiang Mai,pasó una noche abstemia en el Rincome

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y a las seis en punto de la madrugadafueron a buscarle dos chinos, no uno, yle condujeron en dirección norte variashoras hasta que llegaron a una aldeahaka. Allí dejaron el coche y caminaronmedia hora hasta llegar a un campovacío con una cabaña en un extremo. Enella había «un pequeño Beechcraftprecioso», nuevo flamante, y dentroestaba Tiu con un montón de mapas ydocumentos, en el asiento contiguo aldel piloto. Los asientos de atrás habíansido eliminados para dejar espaciodonde colocar los sacos de arpillera.Había además dos trituradores chinos devigilancia y, por lo que indicó, a

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Ricardo no le gustó gran cosa elambiente que imperaba allí.

—Primero tuve que vaciar losbolsillos. Mis bolsillos son algo muypersonal para mí, Voltaire. Son como elbolso de una dama. Recuerdos. Cartas.Fotografías. Mi virgen. Me lo retienentodo. El pasaporte, la licencia de vuelo,el dinero… hasta los brazaletes —dijo,y alzó los brazos morenos, de modo quelos eslabones de oro tintinearon.

Tras esto, dijo, con un agrio ceño,aún tuvo que firmar más documentos.Tuvo que firmar un poder, cediendo lospocos fragmentos de vida que lequedaban después de su contrato con

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Indocharter. Tuvo que hacer variasconcesiones de «tareas anteriorestécnicamente ilegales», varias de ellas(afirmó Ricardo muy irritado) realizadasal servicio de Indocharter. Uno de lostrituradores chinos resultó ser inclusoabogado. A Ricardo esto le parecióespecialmente impropio.

Sólo entonces desveló Tiu los mapasy las instrucciones, que Ricardo pasó adescribir en una mezcla de su propioestilo y del de Tiu:

—«Va usted hacia el norte, señorRicardo, sin desviarse. Puede atajar porLaos, puede seguir los Shans, a mí meda igual. El que tiene que volar es usted,

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no yo. Setenta y cinco kilómetros en elinterior de la China roja, debe ustedcoger el Mekong y seguirlo. Luego siguehacia el norte hasta encontrar unpueblecito montañés que se llamaTienpao, situado en un afluente de esefamoso río. Entonces debe seguir haciael este treinta kilómetros y encontraráuna pista de aterrizaje una bengalablanca, una verde, hágame un favor:aterrice allí. Habrá un hombreesperándole. Habla muy mal inglés, perolo habla. Aquí tiene medio billete dedólar. Ese hombre tendrá la otra mitad.Usted descarga el opio. Ese hombre ledará un paquete y ciertas instrucciones

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determinadas. El paquete es su recibo,señor Ricardo. Tráigalo de vuelta yobedezca exactamente todas lasinstrucciones, sobre todo en lo que serefiere a su lugar de aterrizaje. ¿Meentiende usted bien, señor Ricardo?»

—¿Qué clase de paquete? —preguntó Jerry.

—No me lo dice y a mí me da igual.«Haga usted eso —me dice—, y no abrala boca, señor Ricardo, y mis sociosvelarán por usted toda la vida como sifuera un hijo. Cuidarán de sus hijos, desus chicas, de su chica de Bali. Leestarán agradecidos toda la vida. Pero siles engaña, o si anda dándole por ahí a

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la lengua, le matarán, no le quepa duda,señor Ricardo. Créame. Quizás nomañana, ni pasado mañana, pero no lequepa duda de que le matarán. Tenemosun contrato, señor Ricardo. Mis socioscumplen siempre sus contratos. Songente muy legal.» Yo empecé a sudar,Voltaire. Estaba en magnífica forma, soyun excelente atleta pero sudaba. «No sepreocupe usted, señor Tiu —le digo—.Señor Tiu, siempre que quiera introduciropio en la China roja. Ricardo es suhombre.» Estaba muy preocupado.Voltaire, puedes creerme.

Se frotó la nariz como si le hubieraentrado en ella agua de mar y le

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escociese.—Escucha esto, Voltaire. Escucha

con la mayor atención. Cuando yo erajoven y estaba loco, volé dos veces a laprovincia de Yunnan para losnorteamericanos. Para ser un héroe, unotiene que hacer algunas locuras. Y si teestrellas, puede que un día te saquen deallí. Pero siempre que vuelo, miro esapiojosa tierra parda y veo a Ricardo enuna jaula de madera. Sin mujeres, unacomida asquerosa, sin un sitio dondesentarse, sin poder ponerme de pie nidormir, cadenas en los brazos, sin quese me conceda ningún estatus, ningunaposición. «Ved al sicario y espía

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imperialista.» Voltaire, esa visión no megusta. Verme encerrado toda la vida enChina por introducir opio… no meentusiasma la idea, no. «¡Muy bien,señor Tiu! ¡Adiós! ¡Esta tarde le veré!Tengo que considerarlo muy en serio.»

La parda niebla del sol ponientellenó de pronto la estancia. En el pechode Ricardo, pese a su perfectacondición, había brotado el mismosudor. Yacía en gotas sobre el negrovello y sobre sus brillantes hombros.

—¿Y dónde estaba Lizzie durantetodo ese tiempo? —volvió a preguntarJerry.

La respuesta de Ricardo reflejaba

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nerviosismo e irritación ya.—¡En Vientiane! ¡En la luna! ¡En la

cama con Charlie! ¡Qué coño meimporta a mí!

—¿Estaba enterada del trato conTiu?

Ricardo frunció el ceño despectivo.Hora de irse, pensó Jerry. Hora de

encender la última mecha y correr.Abajo, Mickey tenía gran éxito con lasmujeres de Ricardo. Jerry oía su charlacantarina, quebrada por agudas risas,como las de toda una clase de unaescuela femenina.

—Así que allá te fuiste —dijo.Esperó, pero Ricardo seguía perdido

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en sus pensamientos.—Despegaste y te dirigiste hacia el

norte —dijo Jerry.Ricardo alzó la vista un poco,

dirigió una mirada hostil y furiosa aJerry y siguió mirándole hasta que lainvitación a describir su propia hazañaheroica despertó por fin lo mejor de él.

—En toda mi vida volé tan bien.Nunca. Fue algo magnífico. Aquelpequeño Beechcraft negro. Cientocincuenta kilómetros al norte porque yono confío en nadie. ¿Y si aquellospayasos me tenían localizado en unapantalla de radar en algún sitio? No megusta correr riesgos. Luego hacia el este,

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pero muy despacio. Muy bajo, pegado alas montañas, Voltaire. Soy capaz depasar volando entre las patas de unavaca, ¿entiendes? En la guerra tenemospocas pistas de aterrizaje allá arriba,absurdos puestos de escucha en mediode territorio hostil. Yo volé hasta esossitios, Voltaire. Los conozco. Encuentrouno justo en la cima de una montaña,donde sólo se puede llegar por aire.Echo un vistazo, veo el depósito decombustible, aterrizo, reposto, echo unsueño; es una locura. Pero, demonios,Voltaire, no es la provincia de Yunnan,¿entiendes? No es China, y Ricardo, elcriminal norteamericano de guerra y

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contrabandista de opio, no va a pasarseel resto de su vida colgado en un ganchode gallinas en Pekín, ¿no? En fin, volvíotra vez al sur con el avión. Conozcositios, conozco sitios en los que podíaperder toda una fuerza aérea, créeme.

Ricardo pasó a mostrarse de prontomuy impreciso respecto a los mesessiguientes de su vida. Había oído hablardel holandés errante y explicó que eneso se había convertido. Volaba, seescondía otra vez, volaba. Repintó elBeechcraft, cambiaba una vez al mes lamatrícula, —vendió el opio en partidaspequeñas para que no se notase, un kiloaquí, cincuenta allá; le compró un

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pasaporte español a un indio, pero notenía ninguna fe en él; se apartó de todala gente que conocía incluyendo a Rosiede Bangkok, y a Charlie Mariscal. Jerryrecordó, de la sesión informativa delviejo Craw, que aquélla era también laépoca en que Ricardo había vendido elopio de Ko a los héroes del Ejecutivonorteamericano, pero no había logradocolocarles la historia. Por órdenes deTiu, explicó Ricardo, los muchachos deIndocharter le declararon rápidamentemuerto, y cambiaron su ruta de vuelohacia el sur, para desviar la atención.Ricardo oyó esto y no puso objeciónalguna a lo de estar muerto.

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—¿Y qué hiciste respecto a Lizzie?—preguntó Jerry. Ricardo se pusofurioso otra vez.

—¡Lizzie, Lizzie! Estás obsesionadocon esa zorra, Voltaire. ¿Por quédemonios me lanzas Lizzie a la cara acada instante? Jamás conocí a una mujermás insignificante que ella. Escucha, sela di a Drake Ko, ¿entendido? Yo labrésu fortuna.

Y cogió el vaso de whisky y bebióde él, furioso aún.

Lizzie estaba presionando en favorde él, pensó Jerry. Ella y CharlieMariscal. Intentando por todos losmedios comprar la cabeza de Ricardo.

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—Aludiste rimbombantemente aotros aspectos lucrativos del caso —dijo Ricardo, retomandoimperativamente su inglés de escuela decomercio—. ¿Tendrías la bondad deindicarme cuáles son, Voltaire?

El hombre de Sarratt recibió lapalmada en el hombro.

—Número uno: Ko está recibiendograndes sumas de la Embajada rusa deVientiane. El dinero se canalizó a travésde Indocharter y acabó en una cuentabancaria muy especial de Hong Kong.Tenemos pruebas. Tenemos copias delas declaraciones bancarias.

Ricardo hizo un mohín de disgusto,

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como si el whisky supiera mal, y luegosiguió bebiendo.

—Aún no sabemos si el dinero erapara reavivar el hábito del opio en laChina roja o por algún otro servicio —dijo Jerry—. Pero lo sabremos. Segundacuestión: ¿Quieres oírlo o no te dejodormir?

Ricardo había bostezado.—Segunda cuestión —continuó Jerry

—. Ko tiene un hermano más pequeñoque él en la China roja. Antes sellamaba Nelson. Ko dice que ha muerto,pero en estos momentos es un pez gordodel Gobierno de Pekín. Ko lleva añosintentando sacarle. Tu trabajo consistía

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en llevar el opio y sacar un paquete. Elpaquete era el hermano Nelson. Por esoKo te querría como a su propio hijo sicumplías la misión. Y te mataría si no lohacías. ¿No crees que todo esto muybien vale cinco millones de dólares?

La reacción de Ricardo no era muynotable; Jerry le observaba a lavacilante luz, esperando que el animaldormido que había en él despertasevisiblemente. Se inclinó hacia adelantedespacio para posar el vaso, pero nopodía ocultar la tensión de los hombrosni la crispación de los músculos delestómago. Para lanzarle a Jerry unasonrisa de buena voluntad excepcional,

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se volvió muy sosegadamente, pero ensus ojos había un brillo que era comouna señal de ataque; así que cuando seinclinó más y le dio a Jerry unaafectuosa palmada en la mejilla con lamano izquierda, Jerry estaba preparadopara lanzarse hacia atrás cogiendoaquella mano, en caso necesario, eintentar voltearle.

—¡Cinco millones de billetes,Voltaire! —exclamó Ricardo con unacerado relampagueo de emoción—.¡Cinco millones! Oye…, tenemos quehacer algo por el pobre CharlieMariscal, ¿entendido? Por cariño.Charlie siempre está sin blanca.

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Podíamos ponerle al cargo de lafederación de fútbol. Un momento: Voya por más whisky para celebrarlo.

Se levantó, ladeando la cabeza, yabriendo los desnudos brazos.

—Voltaire —dijo suavemente—.¡Voltaire!

Y, muy cariñosamente, cogió a Jerrypor las mejillas y le besó.

—¡Oye, vaya investigación quehicisteis! Tu director hizo un trabajoestupendo. Eres mi socio. Como dijiste.¿De acuerdo? Necesito tener un inglésen mi vida. Voy a hacer lo que hizoLizzie una vez, casarse con un maestro.¿Harás eso por Ricardo, Voltaire?

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¿Podrás esperar un momento?—No te preocupes —dijo Jerry,

sonriendo también.—Puedes jugar un poco con las

armas, ¿quieres?—Bueno.—Tengo que decirle unas cosillas a

las chicas.—Claro, hombre.—Una cosa personal, familiar.—Aquí estaré.Desde lo alto de la trampilla, Jerry

miró con ansiedad hacia abajo en cuantoRicardo salió. Mickey, el chófer, mecíaen brazos al niño y le acariciaba elcuello. En un mundo loco, hay que

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mantener la ficción en movimiento,pensó. Hay que aferrarse a ella hasta elamargo final y dejarle a él el primermordisco. Jerry volvió a la mesa y cogióla pluma de Ricardo y cogió papel yanotó una dirección inexistente de HongKong donde podrían localizarle encualquier momento. Ricardo aún nohabía vuelto, pero cuando Jerry selevantó le vio salir de entre los árboles,de detrás del coche. Le gustan loscontratos, pensó. Hay que darle algopara que lo firme. Cogió otra hoja. Yo,Jerry Westerby, juro solemnementecompartir con mi amigo el capitánRicardo Chiquitín, todos los beneficios

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procedentes de la explotación conjuntade la historia de su vida, escribió, yfirmó con su nombre. Ricardo subía yalas escaleras. Jerry pensó si proveersede un arma del arsenal privado, perosospechó que Ricardo esperaba quehiciera exactamente eso. MientrasRicardo servía más whisky, Jerry leentregó las dos hojas de papel:

—Redacté una declaración legal —dijo, mirando directamente a losrelampagueantes ojos de Ricardo—.Tengo un abogado inglés en Bangkok,del que me fío mucho. Le diré quecompruebe esto y lo repase y que te lomande para que lo firmes. Después

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planearemos la ruta a seguir y yohablaré con Lizzie. ¿De acuerdo?

—Claro, hombre. Escucha. Ya haanochecido. Ese bosque está lleno degente peligrosa. Quédate a pasar lanoche. Ya hablé con las chicas. Lesgustas. Dicen que eres un hombre muyfuerte. No tanto como yo, pero fuerte.

Jerry dijo que no quería perdertiempo. Dijo que le gustaría estar enBangkok al día siguiente. Sus palabrasle parecieron tan inconsistentes a élmismo como una muía de tres patas.Válidas para entrar, quizá, pero nuncapara salir. Aun así, Ricardo parecíasatisfecho hasta el punto de la serenidad.

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Quizá sea una emboscada, pensó Jerry.Quizás el coronel la esté preparando.

—Que te vaya bien, entonces,escritor de caballos. Que te vaya bien,amigo mío.

Y puso ambas manos en el cogote deJerry y asentó los pulgares en lasmandíbulas de éste y acercó la cabezapara otro beso y Jerry se resignó.Aunque le galopaba el corazón y sentíaun escalofrío en la columna vertebral,Jerry se resignó. Fuera era ya casi denoche. Ricardo no les acompañó hasta elcoche, pero se quedó mirándolesindulgente desde los pilotes. Las chicasestaban sentadas a sus pies, mientras él

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agitaba ambos brazos desnudos. Jerry sevolvió desde el coche y le dijo adióstambién con un gesto. El sol agonizabaentre las tecas. Hasta nunca, pensó.

—No pongas el motor en marcha —le dijo quedamente a Mickey—. Quierocomprobar el aceite.

Quizás esté loco sólo yo. Tal vezhayamos hecho de verdad un trato,pensó.

Mickey se sentó tras el volante, tiróde la palanca del capó y Jerry lo abrió;no había ningún plástico, ningún regalode despedida de su nuevo amigo y socio.

Sacó la varilla del aceite y fingióexaminarla.

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—¿Quieres aceite, escritor decaballos? —gritó Ricardo al fondo delsendero.

—No, estamos bien de aceite.¡Adiós!

—Adiós.No tenía linterna, pero cuando se

acuclilló y tanteó debajo del chasis en laoscuridad, tampoco encontró nada.

—¿Has perdido algo, escritor decaballos? —dijo Ricardo de nuevo,abocinando la boca con las manos.

—Arranca —dijo Jerry, y subió alcoche.

—¿Enciendo los faros, señor?—Sí, Mickey. Enciéndelos.

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—¿Por qué llamarte escritor decaballos?

—Amigos comunes.Si Ricardo hubiese sobornado a los

CT, pensó Jerry, daría igual de todosmodos. Mickey encendió los faros y enel interior del coche el cuadro demandos norteamericano se iluminó comouna pequeña ciudad.

—Vamos, en marcha —dijo Jerry.—¿Rápido—rápido?—Sí, rápido—rápido.Recorrieron unos ocho kilómetros,

nueve, diez. Jerry iba siguiendo ladistancia que recorrían en el indicador,recordando los treinta que había hasta el

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primer puesto de control y los setentahasta el segundo. Mickey iba ya a cien yJerry no estaba de humor para quejarse.Iban por el centro de la carretera y lacarretera era recta y tras las zonasdespejadas para evitar emboscadas sedeslizaban las altas tecas comoanaranjados espectros.

—Hombre estupendo —dijo Mickey—. Muy bueno amante. Las chicas decirmuy bueno amante.

—Cuidado con los alambres —dijoJerry.

Desaparecieron los árboles a laderecha y apareció un camino de tierrarojizo que se perdía a lo lejos.

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—Él pasa muy bien ahí —dijoMickey—. Chicas, niños, whisky. Muybuena vida.

—Para, Mickey. Aparca ahí. Ahí enmedio de la carretera, donde está llano.Para en seguida, Mickey.

Mickey se echó a reír.—Chicas pasar estupendo también

—dijo Mickey—. ¡Chicas tener dulces,niños tener dulces, todo el mundo tenerdulces!

—¡Para de una vez!Mickey detuvo el coche sin darse

demasiada prisa, riéndose aún por laschicas.

—¿Va bien eso? —preguntó Jerry,

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señalando el indicador de gasolina.—¿Que si va bien? —repitió

Mickey, desconcertado por el inglés.—La gasolina. ¿Lleno? ¿O a

medias? ¿O tres cuartas partes? ¿Ha idobien todo el viaje?

—Sí. Bien.—Mickey, cuando llegamos a la

aldea quemada estaba a la mitad. Aúnsigue a la mitad.

—Sí.—¿Echaste más? ¿De una lata?

¿Echaste?—No.—Fuera.Mickey empezó a protestar, pero

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Jerry le empujó, abrió la puerta de sulado, le echó fuera, tirándole sobre elasfalto, y le siguió. Luego le agarró porun brazo y se lo echó a la espalda ycorrió al galope, cruzando la carreterahacia la parte despejada de árboles y, aunos veinte metros, le arrojó entre losmatorrales y cayó a su lado, casi sobreél, de modo que Mickey se quedó sinresuello en un hipido asombrado, y tardópor lo menos medio minuto en poderformular un indignado «¿por qué?»; peroentonces Jerry estaba ya aplastándole lacabeza contra el suelo de nuevo paraprotegerle del impacto. Dio la impresiónde que el viejo Ford ardía primero y

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explotaba después, alzándose por últimoen el aire en una afirmación final devida, antes de desplomarse llameante ymuerto de costado. Mientras Mickeyabría la boca asombrado, Jerry miró sureloj. Habían transcurrido dieciochominutos desde que salieron de la casa depilotos, quizá veinte. Debería habersucedido antes, pensó. Ahora entendíapor qué tenía Ricardo tantas ganas deque se fuera. En Sarratt no lo habríanimaginado siquiera. Era algo típico deOriente y el alma natural de Sarratt eraeuropea y estaba unida a los buenostiempos ya pasados de la guerra fría:

Checoslovaquia, Berlín y los viejos

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frentes. Jerry se preguntó de qué marcasería la granada. El Vietcong prefería eltipo norteamericano. Les encantaba lode la doble acción. Bastaba que eldepósito de gasolina del vehículotuviese un tubo de entrada ancho. Sesaca la clavija, se coloca una gomasobre el muelle, se desliza la granada enel depósito de gasolina y no hay más queesperar pacientemente que la gasolina sevaya abriendo paso a través de la goma.El resultado era una de las invencionesoccidentales que le tocó descubrir alVietcong. Ricardo debe haber utilizadocintas de goma gruesa, decidió.

Tardaron cuatro horas en llegar al

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primer puesto de control, siguiendo apie por la carretera. Mickey estaba muycontento pensando en el seguro,suponiendo que, como Jerry habíapagado la póliza, podría disponerautomáticamente del dinero. Jerry nologró quitarle esta idea de la cabeza.Pero Mickey también estaba asustado,primero los CT, luego los fantasmas,luego el coronel. Así que Jerry leexplicó que ni los fantasmas ni los CTse aventurarían cerca de la carreteradespués de aquel pequeño episodio. Encuanto al coronel, aunque Jerry no se lomencionó a Mickey, en fin, era padreademás de soldado y tenía que construir

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una presa: por algo estaba haciéndolacon cemento de Drake Ko y utilizandolos medios de transporte de ChinaAirsea.

En el puesto de control, encontraronpor fin un camión que llevara a Mickeya casa. Jerry fue un trecho con él,prometió que el tebeo le apoyaría encualquier problema que tuviera con elseguro, pero éste, en su euforia, semantenía sordo a cualquier duda. Entremuchas risas, intercambiarondirecciones y cordiales apretones demanos; luego, Jerry se quedó en un caféde carretera donde hubo de esperarmedio día el autobús que le llevaría

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hacia el este, hacia un nuevo campo debatalla.

En primer lugar, ¿había sidonecesario que Jerry fuera a ver aRicardo? ¿Habría sido distinto elresultado para él de no haberlo hecho?¿O aportó Jerry, tal como aún hoyafirman los defensores de Smiley, al ir aver a Ricardo, el último impulsodecisivo que sacudió el árbol e hizocaer el fruto anhelado? Para el Club dePartidarios de Smiley está clarísimo: Lavisita a Ricardo fue la gota que colmó elvaso e hizo que Ko se desmoronase. Sin

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ella, podría haber seguido a cubiertohasta que se levantase la veda y elpropio Ko, y la información secreta conél relacionada, quedase a disposición decualquiera. Y nada más. Y en vista deesto, los hechos demuestran unamaravillosa relación de causa—efecto.Porque esto fue lo que pasó. Sólo seishoras después de que Jerry y Mickey, suchófer, hubiesen salido del polvo deaquella carretera del nordeste deTailandia, toda la quinta planta delCircus estalló en una llamarada deextasiado júbilo que sin duda habríaeclipsado la pira del Ford prestado deMickey. En la sala de juegos, donde

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Smiley comunicó la noticia, el doctor diSalis llegó incluso a iniciar un torpebaile, y sin duda Connie se le habríaunido si la artritis no la hubiera tenidoatada a aquella maldita silla de ruedas.Trot aullaba, Guillam y Molly seabrazaron y entre tanto júbilo sóloSmiley conservaba su aire habitual deleve desconcierto, aunque Molly juróque le había visto ruborizarse mientrascontemplaba con los ojos entornados ala concurrencia.

Acababa de llegar la noticia, dijo.Un mensaje rápido de los primos.Aquella mañana a las siete, hora deHong Kong, Tiu había telefoneado a Ko

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a Star Heights, donde éste había pasadola noche relajándose con Lizzie Worth.Atendió el teléfono en principio lapropia Lizzie. Pero Ko descolgó el otroaparato y ordenó a Lizzie que colgarainmediatamente, cosa que hizo. Tiu lehabía propuesto desayunar juntos en laciudad en seguida: «En casa deGeorge», dijo Tiu, para diversión de lostranscriptores. Tres horas después, Tiuhablaba con su agente de viajes y hacíarápidos preparativos para un viaje denegocios a la China roja. Su primeraparada sería en Cantón, donde ChinaAirsea tenía un representante, pero sudestino sería Shanghai.

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¿Cómo se había puesto en contactoRicardo con Tiu tan deprisa sinteléfono? La teoría más probable eraque había utilizado el contacto de lapolicía del coronel con Bangkok. ¿Ydesde Bangkok? Dios sabe. Telex, la redde cotizaciones, cualquier cosa. Loschinos tienen medios propios para haceresas cosas.

Por otra parte, podía sersimplemente que la paciencia de Kohubiera elegido aquel momento parahundirse por decisión propia… y aqueldesayuno «en casa de George» podíatener como fin algo completamentedistinto. De cualquier modo, era el

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acontecimiento que llevaban esperandomucho tiempo, la triunfal justificaciónde toda la tarea de Smiley. A la hora decomer. Lacon había llamadopersonalmente para dar la enhorabuena,y al atardecer Saul Enderby había tenidoun gesto que jamás había mostradoningún componente del grupo malo deTrafalgar Square. Había enviado unacaja de champán de Berry Brothers anaRudd, de excelente cosecha, unaauténtica joya. La acompañaba una notadirigida a George que decía: «Para elprimer día de verano.» Y realmente,pese a ser finales de abril, lo parecíaexactamente. Los plátanos estaban ya

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con hojas tras las gruesas cortinas de lasplantas bajas. Más arriba, en lajardinera de la ventana de Connie,habían florecido los jacintos. «Rojos —dijo Connie, mientras bebía a la saludde Saul Enderby—. El color favorito deKarla, bendito sea.»

[4] Droga

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18El recodo del río

La base aérea no era ni bella nivictoriosa. Teóricamente estaba bajomando tailandés. Pero, en la práctica, alos tailandeses les dejaban recoger labasura y ocupar los barracones quehabía cerca del perímetro. El puesto decontrol era una ciudad aparte. En mediode olores de carbón, orina, pescado ensalmuera y gas butano, hileras dedestartalados cobertizos metálicosrealizaban las funciones históricas de laocupación militar. Los burdeles estaban

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regidos por rufianes lisiados, lassastrerías ofrecían smokings de boda,las librerías, pornografía y libros deviaje, los bares se llamaban SunsetStrip, Hawaii y Lucky Time. En elbarracón de la policía militar, Jerrypreguntó por el capitán Urquhart, derelaciones públicas, y el sargento negro— se dispuso a echarle en cuanto dijoque era periodista. En el teléfono de labase, Jerry oyó mucho repiqueteo antesde que una voz lenta con acento sureñodijese:

—Urquhart no está aquí en estemomento. Me llamo Master. ¿Quiénhabla?

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—Nos conocimos el verano pasadoen la conferencia del general Crosse —dijo Jerry.

—Vaya, hombre, así que nosconocimos allí —dijo la misma voz,asombrosamente lenta, que le recordó aAnsiademuerte—. Pague el taxi ydespídalo. Y espere ahí fuera. Llegaráun jeep azul. Aguárdelo.

Siguió un largo silencio; debíanestar comprobando a qué clavescorrespondían Urquhart y Crosse en ellibro.

Entraba y salía de la base un flujocontinuo de personal de las fuerzasaéreas, blancos y negros, en grupos

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ceñudos y separados. Pasó un oficialblanco. Los negros le hicieron el saludodel poder negro. El oficial lo devolviócautamente. Los soldados llevabaninsignias como las de Charlie Mariscalen el uniforme, la mayoría de ellasalabando las drogas. El ambiente erahosco, de derrota y absurdamenteviolento. Los soldados tailandeses nosaludaban a nadie. Nadie les saludaba aellos tampoco.

Apareció un jeep azul con lucesintermitentes y la sirena en marcha, quederrapó con estrépito al otro lado delbarracón. El sargento hizo una seña aJerry. Instantes después, receñían la

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pista a toda velocidad, camino de unalarga hilera de cobertizos blancos ybajos que había en el centro del campo.El chófer era un muchacho larguiruchoque mostraba todos los indicios de serun novato.

—¿Eres tú Masters? —preguntóJerry.

—No señor. Yo sólo le llevo losbultos al comandante —dijo.

Pasaron ante un astroso campo debéisbol, la sirena aullando, las lucesintermitentes parpadeando aún.

—Estupenda cobertura —dijo Jerry.—¿Cómo dice, señor? —gritó el

muchacho, por encima del estruendo.

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—Nada, nada.No era la base más grande que Jerry

había visto. Había visto otras mayores.Pasaron ante hileras de Phantoms y

de helicópteros y cuando ya seacercaban a los cobertizos blancos Jerryse dio cuenta de que constituían uncomplejo independiente con antenas deradio propias y un grupo independientede aviones pequeños pintados de negro(fantasmas, solían llamarles) que antesde la retirada habían soltado y recogidoa Dios sabe quién en Dios sabe dónde.

Entraron por una puerta lateral queabrió el muchacho. El corto pasilloestaba vacío y silencioso. Al fondo,

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había una puerta entornada, deltradicional palo de rosa falso. Mastersllevaba uniforme de las fuerzas aéreas,de manga corta, con pocas insignias.Llevaba medallas y los galones decomandante y Jerry dedujo que era eltipo paramilitar de primo, quizás nisiquiera de carrera. Era cetrino y flaco,con un rictus de resentimiento en losfinos labios y las mejillas chupadas.Estaba de pie ante una falsa chimenea,bajo una reproducción de AndrewWyeth y tenía un aire extraño, como dedesconexión. Era como si fuesedeliberadamente lento porque todo elmundo tenía prisa. El muchacho hizo las

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presentaciones y se quedó allí indeciso.Masters le miró fijamente hasta que sefue y luego volvió su mirada incolorahacia la mesa de palo de rosa, dondeestaba el café.

—Parece que necesita desayunar —dijo Masters.

Sirvió el café y le pasó un platitocon donuts, todo en movimiento lento.

—Instrumentos —dijo.—Instrumentos —repitió Jerry.En la mesa, había una máquina de

escribir eléctrica y papel normal allado. Masters se dirigió torpemente a unsillón y se aposentó en el brazo. Luego,cogió un ejemplar de Stars and Stripes

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y se puso a leerlo ostentosamentemientras Jerry se acomodaba en la mesa.

—Tengo entendido que va arecuperarlo todo usted sólito —dijoMasters, mirando la revista—. Estábien, adelante.

Jerry prefirió su máquina portátil ala eléctrica. Se lanzó a teclear suinforme en una serie de arrebatosrápidos que a él mismo le sonaban cadavez más fuerte a medida que avanzaba.Quizás le pasase igual a Masters puesalzaba la vista con frecuencia, aunquesólo hasta las manos de Jerry y hasta ladestartalada máquina portátil.

Jerry le pasó su copia.

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—Las órdenes son que permanezcaaquí —dijo Masters, articulando laspalabras concienzudamente—. Lasórdenes son que permanezca aquímientras transmitimos su mensaje. Sí,amigo, nosotros transmitiremos sumensaje. Sus órdenes son permaneceraquí esperando confirmación y másinstrucciones. ¿Entendido? ¿Estáentendido, Sir?

—Entendido —dijo Jerry.—¿Se ha enterado de las buenas

noticias, por casualidad? —inquirióMasters.

Estaban frente a frente. A menos deun metro de distancia. Masters miraba el

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mensaje de Jerry, pero sus ojos noparecían recorrer las líneas.

—¿Qué noticias son ésas, amigo?—Acabamos de perder la guerra,

señor Westerby. Sí, Sir. Los últimosvalientes han escapado por el tejado dela Embajada de Saigón en helicópterocomo un puñado de reclutas cogidos conel culo al aire en una casa de putas.Puede que a usted eso no le afecte. Elperro del embajador sobrevivió,supongo que le alegrará saberlo. Losperiodistas se lo llevaron en su lindoregazo. Quizás eso no le afecte a ustedtampoco. Tal vez no le gusten losperros. Puede que sienta por los perros

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lo mismo que siento yo personalmentepor los periodistas, señor Westerby, Sir.

Jerry ya había percibido porentonces el olor a brandy del aliento deMasters, olor que ninguna cantidad decafé podía ocultar; y supuso que llevababebiendo mucho tiempo sin conseguiremborracharse.

—¿Señor Westerby, Sir?—Sí, amigo.Masters extendió la mano.—Amigo, quiero que me dé la mano.La mano quedó en el aire entre

ambos, el pulgar hacia arriba.—¿Por qué? —dijo Jerry.—Quiero que me dé un apretón de

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manos de bienvenida, Sir. Los EstadosUnidos de Norteamérica acaban desolicitar el ingreso en el club depotencias de segunda fila, del que, segúntengo entendido, su propia y magníficapatria es presidente, director y miembromás antiguo. ¡Chóquela!

—Es un orgullo tenerles a bordo —dijo Jerry y estrechó dócilmente la manodel comandante.

Le recompensó de inmediato unaluminosa sonrisa de falsa gratitud.

—Vaya, Sir, es un magnífico detallede su parte, señor Westerby. Cualquiercosa que podamos hacer para que estémás cómodo con nosotros, no tiene más

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que decirlo. Si quiere alquilar esto, nose rechaza ninguna oferta razonable, enserio.

—Podría pasarme un poco dewhisky a través de las rejas —dijoJerry, con una mueca mortecina.

—Con sumo placer —dijo Masters,arrastrando tanto las palabras que fuecomo un puñetazo lento—. Conmuchísimo gusto, cómo no, Sir.

Masters le dejó con media botella deJ amp; B, que sacó del mueble bar, yunos números atrasados de Playboy.

—Siempre los tenemos a mano paralos caballeros ingleses que noconsideraron oportuno alzar ni un dedo

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para ayudarnos —explicó,confidencialmente.

—Muy considerado por su parte —dijo Jerry.

—Ahora enviaré su carta a casa, amamá. Por cierto, ¿qué tal está la reina?

Masters no cerró con llave, perocuando Jerry tanteó el pomo de lapuerta, comprobó que estaba cerrado.Las ventanas que daban al campo deaterrizaje eran de vidrios doblesahumados. En la pista, aterrizaban ydespegaban los aparatos sin un sonido.Así es como intentaban ganar, pensóJerry: desde despachos insonorizados, através de cristal ahumado, utilizando

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máquinas a distancia. Así es comoperdieron. Bebió, sin sentir nada. Asíque ya terminó todo, pensó, se acabó.¿Cuál sería su siguiente etapa? ¿El padrede Charlie Mariscal? ¿Un paseíto porlos Shans, y una charla íntima con elcuerpo de guardia del general? Esperó,los pensamientos acumulándoseinformes. Se sentó, luego se tumbó en elsofá y durmió un rato, nunca supocuánto. Despertó bruscamente al oírmúsica grabada interrumpida de vez encuando por un anuncio de hogareñaseguridad. ¿Haría el capitán Fulano estoy esto? En una ocasión, el locutorofreció educación superior, luego,

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lavadoras rebajadas. Luego, oraciones.Jerry paseó por la habitación, nerviosopor la calma de crematorio y por lamúsica.

Se acercó a la otra ventana y vio quela cara de Lizzie se posaba,mentalmente, en su hombro, tal como sehabía posado una vez la de la huérfana,pero nada más. Bebió más whisky.Debería haber dormido en el camión,pensó. Tengo que dormir más. Así queal fin han perdido la guerra. El sueño nole había hecho ningún bien. Tenía lasensación de que hacía mucho tiempoque no dormía como a él le gustabadormir. El buen Frostie había puesto

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punto final a aquello. Le temblaba lamano. Dios santo, te das cuenta. Pensóen Luke. Una vez estuvimos juntos en unlugar como éste. Debe estar ya devuelta, si no le han volado el trasero deun zambombazo. Tengo que parar lamáquina de pensar un poco, se dijo.Pero últimamente la vieja máquina aveces operaba por su cuenta.Demasiado, en realidad. Tengo quecontrolarla, se dijo con firmeza. Amigo.Pensó en las granadas de Ricardo. Deprisa, pensó. Vamos, tomemos unadecisión. ¿Adónde tendré que ir ahora?¿A ver a quién? Sin porqués. Tenía lacara seca y le ardía. Notaba las manos

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húmedas. Sentía un dolor sordo justosobre los ojos. Maldita música, pensó.Maldita, maldita música de fin delmundo. Se puso a buscar angustiado unsitio donde desconectarla, pero depronto vio a Masters plantado en lapuerta con un sobre en la mano y nada enlos ojos.

Jerry leyó el mensaje. Masters seacomodó de nuevo en el brazo delsillón.

—«Ven a casa, hijo» —canturreóMasters, remedando su propio acentosureño—. «Ven directamente a casa. Note entretengas. No te preocupes por eldinero.» Los primos te llevarán en avión

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hasta Bangkok. De Bangkok seguirásinmediatamente a Londres, Inglaterra,no, repito no Londres Ontario, en elvuelo que tú elijas. No debes volver porningún motivo a Hong Kong. ¡No lohagas! ¡No, Sir! Misión cumplida, hijito.Gracias y bien hecho. Su Majestad estáemocionadísima. Así que date prisa yven a cenar a casa, tenemos pavo conmaíz y pastel de arándanos. Oiga, amigo,da la sensación de que trabaja para unapandilla de maricas.

Jerry volvió a leer el mensaje.—El avión sale para Bangkok a la

una —dijo Masters.Masters llevaba la esfera del reloj

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en la parte interna de la muñeca, demodo que su información era sólo parasí.

—¿Me oye? —añadió.Jerry esbozó otra mueca.—Perdone, amigo. Soy muy lento

leyendo. Gracias. Demasiadas palabrasrimbombantes. Tengo muchas cosas quehacer. ¿Puede encargarse de que llevenmis cosas al hotel?

—Mis criados están a sus realesórdenes.

—Gracias, pero si no le importapreferiría evitar la conexión oficial.

—Como guste, Sir, como guste.—Cogeré un taxi a la salida. Vuelvo

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dentro de una hora. Gracias —repitió.—Gracias a usted.El hombre de Sarratt tuvo un detalle

final de despedida.—¿Le importa si dejo esto aquí? —

preguntó, señalando la destartaladamáquina portátil de escribir, colocadajunto a la IBM de bola de golf deMasters.

—Será nuestra posesión máspreciada, Sir.

Si Masters se hubiera molestado enmirar a Jerry en aquel momento, puedeque hubiese vacilado al percibir elrelampagueo decidido de sus ojos. Sihubiese conocido mejor la voz de Jerry,

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quizás también hubiera vacilado; o sihubiera advertido su asperezaparticularmente cordial. O si hubiesevisto cómo se alisaba el pelo Jerry,extendiendo el brazo en actitud deocultamiento instintivo, o si hubieserespondido a la mueca bovina de Jerrydando las gracias cuando el reclutavolvió para llevarle hasta la salida en eljeep azul; también, si se hubiese fijadoen esto, habría tenido sus dudas. Pero elcomandante Masters era sólo unprofesional amargado, con muchasdesilusiones encima. Era un caballerosureño que estaba sufriendo el aguijónde la derrota a manos de salvajes

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ininteligibles; y no tenía demasiadotiempo, en aquel momento, para fijarseen los gestos y actitudes de un inglésagotado e insoportable que utilizaba suagonizante casa de fantasmas comooficina postal.

La salida del grupo de operacionesde Hong Kong del Circus fueacompañada de una atmósfera festivaque el secreto de los preparativos nohizo sino enriquecer. La desencadenó lanoticia de la reaparición de Jerry. Laintensificó el contenido de su mensaje, ycoincidió con la noticia transmitida por

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los primos de que Drake Ko habíacancelado todos sus compromisossociales y de negocios y se habíarecluido en su casa de Seven Gates, enHeadland Road. Una foto de Ko, tomadadesde lejos, desde la furgoneta devigilancia de los primos, le mostraba deperfil, de pie en su gran jardín, al fondode una glorieta de rosales, mirandohacia el mar. No se veía el junco dehormigón, pero Ko llevaba su enormeboina.

—¡Cómo un Jay Gatsby moderno,querido! —exclamó Connie Sachsencantada, cuando todos se precipitaronsobre la foto—. ¡Contemplando la

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maldita luz al final del puerto o lo quehiciera el muy papanatas!

Cuando la furgoneta volvió a pasarpor allí dos horas más tarde, seguía enla misma postura, así que no semolestaron en hacer otra toma. Era aúnmás significativo el hecho de que Kohubiera dejado de utilizar el teléfono…o, por lo menos, las líneas que losprimos tenían controladas.

También Sam Collins envió uninforme, el tercero de una serie, perocon mucho el más extenso hasta la fecha.Llegó, como siempre con una coberturaespecial, dirigido personalmente aSmiley, y éste, como siempre, sólo

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analizó su contenido con Connie Sachs.Y en el mismo instante en que el gruposalía hacia el aeropuerto de Londres, unmensaje de Martello, de última hora, lesindicó que Tiu había regresado de Chinay estaba en aquel momento encerradocon Ko en Headland Road.

Pero la ceremonia más importante enel recuerdo de Guillam, entonces ydespués, y la más inquietante, fue unapequeña asamblea celebrada en eldespacho de Martello, en el Anexo, a laque, excepcionalmente, no sólo asistióel quinteto habitual de Martello, sus doshombres silenciosos, Smiley y Guillam,sino también Lacon y Saul Enderby, que

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llegaron, significativamente, en elmismo coche oficial. El objetivo deaquella ceremonia (convocada porSmiley) era la entrega oficial de lasclaves. Martello debía recibir un cuadrocompleto del caso Dolphin, incluyendoel importantísimo enlace con Nelson.Debía informársele, con ciertasomisiones secundarias que sólo serevelarían más tarde, como socio depleno derecho en la empresa. Guillamnunca llegó a saber del todo cómohabían conseguido Lacon y Enderby queles incluyesen en el asunto, y,comprensiblemente, Smiley se mostródespués reticente al respecto. Enderby

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declaró lisamente que había acudido allíen «pro del buen orden y de ladisciplina militar». Lacon parecía máspálido y desdeñoso que nunca. Guillam,tuvo la clara impresión de queperseguían algo y lo fortaleció el hechode la compenetración que pudo observarentre Enderby y Martello. En resumen,aquellos flamantes camaradas secompenetraban hasta tal punto que aGuillam le recordaron dos amantessecretos en desayuno comunal en unacasa de campo, situación en la que élmismo se había encontrado muchasveces.

Enderby explicó en determinado

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momento que lo básico era el volumendel asunto. El caso estaba creciendotanto que creía que tenía que haber unascuantas moscas oficiales en la pared:Era el grupo de presión colonial,explicó en otro momento. Wilbrahamestaba armando un verdadero escándalocon Hacienda.

—Está bien, ya hemos oído el asunto—dijo Enderby, en cuanto Smileyconcluyó su extenso sumario, y lasalabanzas de Martello estuvieron casi apunto de hacer que el techo cayera sobreellos; luego exigió—: Primera cuestión,George: ¿De quién es el dedo que estáen el gatillo ahora?

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Tras esta pregunta, la reunión seconvirtió en gran medida en asunto deEnderby, como solía suceder en todaslas reuniones con Enderby.

—¿Quién dirigirá los tiros cuando lacosa se caliente? ¿Tú, George?¿Todavía? En fin, creo que has hecho untrabajo de planificación excelente, te loconcedo, pero ha sido aquí el amigoMarty quien ha proporcionado laartillería, ¿no?

Ante lo cual, Martello tuvo otroataque de sordera, mientras contemplabaembelesado a los ingleses importantes yencantadores con los que tenía elprivilegio de relacionarse, y dejó que

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Enderby siguiera haciendo por él latarea de abrir trocha.

—¿Cómo ves tú este asunto, Marty?—presionó Enderby, como si enrealidad no tuviera ni idea; como sijamás hubiese ido a pescar con Martelloni le hubiera invitado a opíparosbanquetes, ni discutido extraoficialmentecon él cuestiones secretas.

En ese momento, Guillam tuvo unaextraña intuición, aunque después se tiróde los pelos por haber sacado tan pocoprovecho de ella: Martello sabía. Lasrevelaciones sobre el asunto de Nelson,ante las que Martello había fingidoasombrarse, no eran revelaciones, ni

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mucho menos, sino confirmaciones deuna información que él y sus silenciososayudantes ya tenían. Guillam lo vioclaramente en sus rostros cetrinos einexpresivos y en sus vigilantes ojos. Lopercibió en la actitud hipócrita deMartello. Martello sabía.

—Bueno, Saul, técnicamente es unasunto de George —recordó lealmenteMartello a Enderby, en respuesta a supregunta, pero subrayando técnicamentelo bastante como para poner en duda elresto—. George es el que está en elpuente de mando, Saul. Nosotrosestamos sólo para alimentar los motores.

Enderby exhibió un mohín triste y se

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metió una cerilla entre los dientes.—¿Qué piensas tú de esto, George?

Te sentirías aliviado, ¿no? ¿No prefieresdejar que Marty se encargue de lacobertura, la organización allí, lascomunicaciones, todo el asunto de capay espada, la vigilancia, el control deHong Kong y demás, mientras tú dirigesla jugada? ¿Qué te parece? Es un pococomo llevar puesto el smoking de otro,en mi opinión.

Smiley fue bastante firme, pero, enopinión de Guillam, se preocupó quizásdemasiado del asunto y no lo suficientede la casi palpable connivencia.

—Nada de eso —dijo Smiley—.

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Martello y yo tenemos un acuerdo muyclaro. La punta de lanza de la operaciónla manejaremos nosotros. Si hace faltatarea de apoyo, Martello la suministrará.Luego, compartiremos el producto. Laresponsabilidad de obtenerlo siguesiendo nuestra —concluyó con firmeza—. La carta del compromiso queestablece todo esto está en archivo hacemucho.

Enderby miró a Lacon.—Oliver, tú dijiste que me la

mandarías, ¿dónde está?Lacon ladeó la cabeza y esbozó una

sonrisa deprimente sin dirigirse a nadieen concreto.

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—Debe andar por tu tercerdespacho, imagino, Saul.

Enderby probó de nuevo.—Y vosotros dos consideráis que el

acuerdo sigue en pie en cualquiercircunstancia, ¿no? Quiero decir, ¿quiénestá manejando las casas francas y todoeso? ¿Quién está enterrando el cadáver,como si dijésemos?

Smiley de nuevo:—Los caseros han alquilado ya una

casa de campo, y están preparándolotodo para la ocupación —dijo sintitubear.

Enderby sacó la cerilla húmeda dela boca y la rompió en el cenicero.

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—Podríais haber ido a mi casa si melo hubieseis dicho —murmuró con aireausente—. Hay sitio de sobra. Nuncahay nadie allí. Hay equipo. Todo —peroseguía preocupado por su tema—.Veamos, un momento. Contéstame aesto. Imagina que tu agente pierde elcontrol. Va a Hong Kong y se dedica aandar por allí. ¿Quién juega a policías yladrones para traerle otra vez a casa?

¡No contestes!, suplicó Guillam. ¡Notiene el menor sentido aceptar talesconjeturas! ¡Mándale a paseo!

La respuesta de Smiley, aunqueeficaz, careció del vigor que Guillamdeseaba.

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—Bueno, creo que siempre podemosinventarnos hipótesis —objetósuavemente—. Creo que lo mejor quepuede decirse es que en tal caso,Martello y yo combinaríamos ideas yacciones lo mejor que pudiéramos.

—George y yo tenemos unaexcelente relación de trabajo, Saul —proclamó Martello gallardamente—.Excelente.

—Sería mucho más limpio, George,comprendes —resumió Enderby,provisto ya de una nueva cerilla—.Muchísimo más seguro, si lo hicierantodo ellos. Si la gente de Marty mete lapata, lo único que tienen que hacer es

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disculparse ante el gobernador, facturara un par de tipos para Walla—Walla yprometer no volver a hacerlo. Nada más.De cualquier modo, es lo que todo elmundo espera de ellos. Es la ventaja detener una reputación tan mala, ¿verdad,Marty? A nadie le sorprende que ostiréis a la criada.

—Por Dios, Saul —dijo Martello yrió generosamente ante el gran sentidodel humor británico.

—Sería mucho más peliagudo si loschicos traviesos fuésemos nosotros—continuó Enderby—. O si fueseisvosotros, más bien. Tal como están lascosas en este momento, el gobernador

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podría echarte todo el tinglado abajo deun plumazo. Wilbraham no para de darvoces.

Pero ante la despreocupadaobstinación de Smiley fue imposiblecualquier progreso, así que, durante unrato, Enderby bajó la cabeza y volvierona discutir «la carne y las patatas» queera la curiosa frase que utilizabaMartello para referirse a métodos. Peroantes de que terminasen, Enderby lanzóun último tiro para desalojar a Smileyde su primacía, eligiendo de nuevo eltema del eficiente manejo y el controlposterior de la presa.

—George, ¿quién va a encargarse de

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interrogatorios y demás? ¿Vas a utilizara ese extraño jesuita tuyo, ese que tieneun apellido tan elegante?

—Di Salís será el encargado de losaspectos chinos de la descodificación: ydel lado ruso, nuestra sección deinvestigación soviética.

—¿Te refieres a esa catedráticalisiada, no, George? ¿A la que elmaldito Billy Haydon echó por beber?

—Ellos dos, sí, ellos son los quehan conseguido aclarar hasta ahora elcaso —dijo Smiley.

Martello se lanzó inevitable a labrecha.

—¡Oh, vamos, George, eso no lo

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admito! ¡No, señor! Saul, Oliver, quieroque sepáis todos que considero el casoDolphin, en todos sus aspectos, Saul,como un triunfo personal de George, ysólo de George.

Tras un apretón de manos de todosal buen amigo George, regresaron aCambridge Circus.

—¡Pólvora, traición y conjura! —exclamó Guillam—. ¿Por qué estávendiéndote Enderby? ¿Qué asunto esése de que ha perdido la carta?

—Sí —dijo Smiley al fin, pero en untono muy remoto—. Sí, es un descuidomuy grave. Yo creí que les habíaenviado realmente una copia. Cerrada, a

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entregar en mano, sólo comoinformación. Enderby se mostró muyimpreciso, ¿verdad? ¿Quieresencargarte de ese asunto, Peter? Ydíselo a las madres.

La mención de la carta (bases deacuerdo, como había dicho Lacon)reavivó los peores recelos de Guillam.Recordó que había permitido tontamenteque Sam Collins fuera su portador y que,según Fawn, éste había pasado más deuna hora encerrado con Martello con elpretexto de entregársela. Recordótambién a Sam Collins cuando le habíavisto en la antesala de Lacon, elmisterioso confidente de Lacon y de

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Enderby, haraganeando por. Whitehallcomo un maldito gato de Cheshire.Recordó la afición de Enderby alchaquete, en el que apostaba sumasaltísimas, y se le pasó por la cabezaincluso, mientras intentaba olisquear laconspiración, que Enderby pudiese sercliente del club de Sam Collins. Prontoabandonó la idea, desechándola pordemasiado absurda. Pero, irónicamente,más tarde resultaría verdad. Y Guillamrecordó su fugaz certeza (basada sólo enla fisonomía de los tres norteamericanosy desechada en seguida, enconsecuencia) de que ya sabían lo queSmiley les había ido a decir.

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Pero Guillam no abandonó la ideade que Sam Collins era el fantasma deaquella fiesta matutina, y cuando subió abordo del avión en el aeropuerto deLondres, exhausto por la larga yagotadora despedida de Molly, el mismoespectro le miró sonriente a través delhumo de los infernales pitillos negros deSam.

Fue un vuelo sin incidencias, salvoen un aspecto. Eran un equipo de tres yen la distribución de asientos Guillamhabía ganado una pequeña batalla en laguerra que sostenía con Fawn. Guillam ySmiley, tras pasar por encima delcadáver de los caseros, lograron ir en

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primera clase, mientras que Fawn, laniñera, cogió un asiento de pasillo en laparte delantera de la sección turística, allado mismo de los guardias de seguridadde la empresa, que se pasaron la mayorparte del viaje durmiendo inocentementemientras Fawn iba allí mohíno y ceñudo.No había habido ninguna propuesta,afortunadamente, de que Martello y sussilenciosos ayudantes volasen con ellos,pues Smiley estaba decidido a que esono sucediese de ningún modo. Enrealidad, Martello voló hacia el oeste,deteniéndose en Langley para recibirinstrucciones, y continuó luego haciendoescala en Honolulú y en Tokio, para

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estar a mano en Hong Kong cuando ellosllegasen.

Como pie de páginainvoluntariamente irónico de su partida,Smiley dejó una larga nota manuscritadirigida a Jerry, para que se laentregasen cuando llegara al Circus,felicitándole por su magnífica labor. Lacopia de esta carta aún figura en elexpediente de Jerry. A nadie se le haocurrido citarla. Smiley habla de la«firme lealtad» de Jerry y de «lacoronación de más de treinta años deservicios». Incluye un mensaje apócrifode Ann «que también quiere desearteuna carrera igual de brillante como

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novelista». Y acaba, con cierta torpeza,con el sentimiento de que «uno de losprivilegios de nuestro trabajo es el quenos proporcione compañeros tanmagníficos. Debo decirte que todospensamos de ti en estos términos».

Algunas personas se preguntan aúnpor qué nadie se había mostradoinquieto por las andanzas de Jerryanteriores a la salida de la expedición.Después de todo, llevaba varios días deretraso. Estas personas buscan, tambiénen este caso, echarle la culpa a Smiley,pero no hay prueba alguna de

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negligencia por parte del Circus. Paratransmitir el informe de Jerry desde labase aérea del nordeste de Tailandia (suúltimo mensaje) los primos habíanmontado una línea a través de Bangkokdirectamente al Anexo de Londres. Peroesta línea sólo era válida para unmensaje y una respuesta, no estabaprevista una continuación del contacto.En consecuencia, cuando llegó el avisose encauzó primero hacia Bangkok porla red militar, luego a los primos deHong Kong en su red (dado que HongKong tenía derecho absoluto sobrecualquier material relacionado con elcaso Dolphin) y sólo entonces, y con el

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comentario de «Rutinario» fue enviadodesde Hong Kong a Londres, dondeanduvo por varias bandejitas decorrespondencia con contrachapado depalo de rosa, hasta que alguien advirtiósu importancia. Y hemos de admitir queel lánguido comandante Masters habíaprestado muy poca atención a la noaparición, como diría más tarde, decierto marica inglés en tránsito.«suponemos tendréis explicación ahí»,termina su mensaje. El comandanteMasters vive ahora en Norman,Oklahoma, donde dirige un pequeñonegocio de reparación de automóviles.

Y tampoco los caseros tenían motivo

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—alguno para asustarse… o al menoseso es lo que siguen alegando. Lasinstrucciones de Jerry, al llegar aBangkok, eran buscarse un vuelo,cualquiera, utilizando su tarjeta deviajes aéreos, y plantarse en Londres.No se mencionaba ninguna fecha, niningunas líneas aéreas. El objetivo eradejar que las cosas fluyesen. Lo másprobable era que se hubiera quedado enalgún sitio a divertirse un poco. Sonmuchos los agentes de campo que lohacen cuando vuelven a casa, y en elexpediente de Jerry figuraba elcomentario de que era muy vorazsexualmente. Así que siguieron con su

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revisión habitual de las listas de vuelo ehicieron una inscripción provisional enSarratt para la ceremonia de reciclaje ysecado de dos semanas, y luegocentraron su atención en el asunto muchomás urgente de organizar la casa francadel asunto Dolphin. Era una casa decampo encantadora, bastante aislada,aunque dentro de un pueblo ferroviariode Maresfield, en Sussex, y casi todoslos días hallaban una razón para bajarhasta allí. Había que acomodar en ellano sólo a di Salís y a una buena parte desu archivo chino sino a un pequeñoejército de intérpretes y transcriptores,además de los técnicos, las niñeras y un

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doctor que hablaba chino. Los habitantesdel lugar empezaron a quejarse enseguida ruidosamente a la policía de laafluencia de japoneses. El periódicolocal publicó un reportaje explicandoque eran una compañía de baile de visitaen el país. La filtración había sido obrade los caseros.

Jerry no tenía nada que recoger en elhotel, y en realidad ni siquiera hotel,pero sabía que tenía una hora paralargarse, quizá dos. Estaba seguro deque los norteamericanos teníancontrolada toda la ciudad y sabía que si

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Londres lo pedía, el comandanteMasters no tendría problema para radiarel nombre y la descripción de Jerrycomo desertor norteamericano queviajaba con pasaporte de otranacionalidad. En cuanto el taxi salió delas verjas, por tanto, le ordenó dirigirseal extremo sur de la ciudad, esperó yluego cogió otro taxi y se encaminó endirección norte. Sobre los arrozaleshabía una niebla húmeda y la carreteracorría recta e interminable entre ella. Laradio emitía voces tailandesasfemeninas como un poema infantilinacabable en cámara lenta. Pasaron pordelante de una base de material

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electrónico norteamericano, unaalambrada circular de medio kilómetrode ancho flotando en la niebla, a la queen la ciudad llamaban la Jaula delElefante. Punzones gigantescosdelimitaban el perímetro y, en medio,rodeada de redes de alambre nudosa,ardía, como la promesa de una guerrafutura, una sola luz infernal. Había oídoque había allí mil doscientos estudiantesde idiomas, pero no se veía un alma.

Necesitaba tiempo; en realidad,necesitaba más de una semana. Ahoraincluso, necesitaba todo ese tiempo parallegar al punto de destino, porque Jerryen el fondo era un soldado y votaba con

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los pies. En el principio era la acción,solía decirle Smiley, en su actitud desacerdote fracasado, citando a uno desus poetas alemanes. Jerry habíaconvertido esta simple máxima en pilarde su sencilla filosofía. Lo que unhombre piensa es asunto suyo. Loimportante es lo que hace.

Llegó al Mekong al atardecer, eligióuna aldea y paseó perezosamente un parde días por la orilla del río, con la bolsaal hombro y dando patadas a una latavacía de coca—cola con la puntera desu bota de cabritilla. En la otra orilla,tras pardos montes como hormigueros,corría la ruta Ho Chi—Minh. Jerry

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había visto en una ocasión caer un B52desde aquel mismo punto, a tres millasde Laos Central. Recordaba cómo sehabía estremecido la tierra a sus pies,cómo se había vaciado el cielo y sehabía incendiado, y había sabido lo queera estar en medio del asunto; lo suporealmente por un instante.

La misma noche, utilizando suanimosa frase, Jerry Westerby se corrióla gran juerga, muy en la línea de lo quelos caseros esperaban de él, aunque noen las mismas circunstancias exactas. Enun bar de la ribera donde tocaban viejasmelodías en un gramófono automático,bebió whisky del mercado negro y se

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sepultó noche tras noche en el olvido,conduciendo a una risueña chica trasotra por las escaleras a oscuras a unamísera habitación, hasta que por fin sequedó allí durmiendo y no volvió abajar. Despertó sobresaltado, con lacabeza despejada, al amanecer, al cantarde los gallos y al traqueteo del tráficofluvial. Se obligó a pensar larga ygenerosamente en su camarada y mentorGeorge Smiley. Fue un acto de lavoluntad lo que le empujó a hacerlo,casi un acto de obediencia.Sencillamente, quería repasar losartículos de su credo y hasta entonces sucredo había sido el buen George. En

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Sarratt, tienen una actitud muy mundanay tranquila respecto a las motivacionesde un agente de campo, y no tienen lamenor paciencia con el fanático de ojosrelampagueantes que rechina los dientesy dice «odio el comunismo». Si tanto loodia, dicen ellos, lo más probable esque ya esté enamorado de él. Lo que enrealidad les gusta (y lo que poseía Jerry,lo que Jerry era, en realidad) es el tipoque no tiene demasiado tiempo parapalabras y lisonjas, pero al que le gustael servicio y sabe (aunque no hagaostentación de ello) que nosotrostenemos razón. Nosotros era,necesariamente, una idea flexible, pero

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para Jerry significaba George y eso eratodo.

El buen George. Super. Buenos días.Le vio tal como más le gustaba

recordarle: la primera vez que sevieron, en Sarratt, poco después de laguerra. Jerry era aún un subalterno delejército, estaba terminando ya superiodo de servicio y Oxford se alzabafrente a él, y le resultaba todoterriblemente aburrido. El curso erapara Ocasionales de Londres: gente quehabía hecho alguna cosilla sinpertenecer oficialmente a la nómina delCircus, a la que se preparaba comoreserva auxiliar. Jerry se había ofrecido

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ya como voluntario para un empleo fijoallí, pero el personal del Circus le habíarechazado, con lo que no mejoróprecisamente su estado de ánimo. Asíque cuando apareció Smiley en el localde conferencias, calentado conkeroseno, con su grueso abrigo y susgafas, Jerry gruñó para sí y se dispuso asoportar otros chirriantes cincuentaminutos de aburrimiento (sobre sitiosbuenos para buscar buzones seguros, lomás probable), seguidos de una especiede paseo clandestino por el campo a labusca de árboles huecos en cementerios.Hubo comedia mientras el personal dedirección forcejeó para bajar el podio

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de modo que George pudiera ver porencima de él. Al final, se colocó unpoco melindrosamente a un lado yanunció que el tema de aquella tarde era«Problemas que se plantean paramantener líneas de correo dentro deterritorio enemigo». Jerry advirtió enseguida que no hablaba basándose en ellibro de texto sino en la experiencia: queaquel pedantuelo sabihondo de tímidavoz y ademanes apocados se habíapasado tres años trabajando en unremoto pueblo alemán, sosteniendo loshilos de una red muy respetable,mientras esperaba la bota que atravesarael panel de la puerta o la culata de una

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pistola en la cara que le introducirían alos placeres del interrogatorio.

Terminada la reunión, Smiley quisoverle. Se entrevistaron en un rincón deun bar vacío, bajo las astas de ciervo,donde colgaba el tablero de los dardos.

—Siento mucho que no pudiésemosincluirte —dijo—. Creo que todospensamos que primero necesitas un pocode tiempo fuera.

Era su forma de decir que aún estabaverde. Jerry recordó, demasiado tarde,que Smiley era uno de los miembros sinvoz del comité de selección que le habíarechazado.

—Tal vez si te licencias y te

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introduces en alguna actividad distinta,cambien de modo de pensar. No pierdascontacto, ¿quieres?

Y después de aquello, de un modo uotro, el amigo George había estadosiempre presente. El buen George, quenunca se sorprendía ni perdía la calma,había encauzado con suavidad pero confirmeza la vida de Jerry hasta que éstapasó a ser propiedad del Circus. Elimperio de su padre se desmoronó:George estaba allí esperando con lasmanos abiertas para coger a Jerry. Susmatrimonios se desmoronaron: Georgese pasaba la noche con él,sosteniéndole.

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—Siempre he agradecido a esteservicio el que me diese unaoportunidad de pagar —había dichoSmiley—. Estoy seguro de que uno debesentir eso. No creo que debamos tenermiedo a… consagramos a una causa.¿Soy anticuado por decir esto?

—Tú dime lo que tengo que hacer ylo haré —había contestado Jerry—.Dime cuál es la jugada y la haré.

Aún tenía tiempo. Lo sabía. Un trenhasta Bangkok, luego un avión y a casa,y lo más que podía pasarle era unapequeña bronca por retrasarse unosdías. A casa, repitió para sí. Todo unproblema. ¿Era su casa la Toscana y el

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terrible vacío de la cima de aquellacolina sin la huérfana? ¿O la vieja Pet,tras pedirle disculpas por lo de la taza?¿O el amigo Stubbsie, y elnombramiento como plumífero de mesa,con responsabilidad especial derechazar artículos? ¿O era su casa elCircus?: «Pensamos que lo que más tegustaría sería la Sección de Banca.»Incluso (gran idea) podía ser Sarratt,tarea de adiestramiento, ganar elcorazón y el pensamiento de nuevosaspirantes mientras hacía su peligrosorecorrido diario desde su dúplex deWatford.

La tercera o cuarta mañana despertó

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muy temprano. Estaba amaneciendosobre el río, que se volvió primero rojo,luego anaranjado, color castaño luego.Un grupo de búfalos de agua serevolcaba en el barro, tintineaban suscencerros. En medio del río había tressampanes unidos por una red barrederalarga y complicada. Oyó un silbido y viouna red curvarse y caer luego comogranizo en el agua.

Sin embargo, no es por falta de unfuturo por lo que estoy aquí, pensó. Espor falta de un presente.

Tu casa es donde vas cuandoescapas de otras casas, pensó. Lo cualme lleva a Lizzie. Terrible problema. Al

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desván con él. Hay que desayunar.Sentado en la galería de teca,

comiendo huevos y arroz, Jerry recordócómo le había comunicado George lanoticia de lo de Haydon. Bar El Vino,Fleet Street, un mediodía lluvioso. AJerry nunca le había sido posible odiar aalguien mucho tiempo y, tras la sorpresainicial, en realidad no había habidomucho más que decir.

—Bueno, no tiene objeto llorar poralgo que ya ha pasado, ¿verdad, amigo?No podemos dejar el barco a las ratas.Hay que seguir con el servicio, ése es elasunto.

Smiley estaba de acuerdo con esto.

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Sí, el asunto era ése, el servicio,agradecer la oportunidad de pagar. Jerryhabía experimentado una especie dealivio extraño por el hecho de que Billfuera miembro del clan. Él nunca habíadudado en serio, a su modo impreciso,de que su país se hallaba en un estado dedecadencia irreversible, ni de que supropia clase fuese la responsable.«Nosotros hicimos a Bill —rezaba suargumento—, así que es razonable quetengamos que cargar con lasconsecuencias.» Pagar, en realidad.Pagar. Lo que pretendía el amigoGeorge.

Paseando por la orilla del río de

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nuevo, respirando el aire cálido y libre,Jerry se dedicó a tirar piedras cortandoel agua.

Lizzie, pensó. Lizzie Worthington,suburbanita renegada. Pupila y saco degolpes de Ricardo. Hermana mayor ymadre tierra y puta inalcanzable deCharlie Mariscal. Pájaro enjaulado deDrake Ko. Mi compañera de cenadurante cuatro horas completas. Y, paraSam Collins (por repetir la pregunta),¿qué había sido ella para él? Para elseñor Mellon, el «sospechosocomerciante inglés» de Charliedieciocho meses atrás, Lizzie había sidoun correo que trabajaba en la ruta de la

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heroína de Hong Kong. Pero era más queeso. En determinado momento, Sam lehabía enseñado un poco de tobillo y lehabía contado que estaba trabajando enrealidad por la reina y la patria.Estupenda noticia que Lizzie se apresuróa comunicar a su admirado círculo deamistades. Para cólera de Sam, que sedeshizo de ella soltándola como siquemara. Asentándola como una especiede tonta a quien utilizar. Una confidenteen período de prueba. De algún modo,esta idea le resultó muy divertida aJerry, pues Sam tenía fama de agente deprimera, mientras que LizzieWorthington podría muy bien servir en

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Sarratt como el arquetipo de Mujer AQuien Jamás Debe Reclutarse MientrasPueda Hablar o Respirar.

Era menos divertida la cuestión delo que Lizzie significaba ahora paraSam. ¿Qué era lo que mantenía a ésteacechándola en la sombra como pacienteasesino, con su agria y acerada sonrisa?Esta cuestión preocupaba muchísimo aJerry. A decir verdad, le obsesionaba.No deseaba en modo alguno que Lizziedesapareciera otra vez. Si decidíaabandonar la cama de Ko, sería parameterse en la de Jerry. Había pensadovarias veces (desde que la habíaconocido, en realidad) lo bien que le

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vendría a Lizzie el tonificante aire de laToscana. Y aunque ignoraba el cómo yel porqué de la presencia de SamCollins en Hong Kong, y hasta lo quetenía previsto el Circus a la larga paraDrake Ko, tenía la más firme impresión(y aquí estaba el meollo del asunto) deque si salía para Londres en aquelmomento lejos de sacar a Lizzie en sucaballo blanco, Jerry la dejaba sentadasobre una inmensa bomba.

Y esto le parecía inadmisible. Enotros tiempos, podría haber aceptadodejar ese problema a los sabihondos, talcomo había dejado muchos otrosproblemas. Pero ya no eran otros

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tiempos. Ahora era una cuestión de losprimos, en realidad, y aunque Jerry notenía ningún pleito personal con losprimos, su presencia convertía el juegoen algo mucho más duro. Enconsecuencia, no podían aplicarse lasvagas ideas que él tuviese sobre elhumanitarismo de George.

Además, le preocupaba Lizzie.Urgentemente. No había nada imprecisoen sus sentimientos. La deseabaprofundamente, con aceituna y todo.Lizzie era su tipo de fracasada, y laamaba. Había estado dándole vueltas y,tras varios días de cavilaciones, aquéllaera su conclusión clara e inalterable. Le

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había sobrecogido un poco, pero estabamuy satisfecho de ella.

Gerald Westerby, se decía. Estuvistepresente en tu nacimiento. Estuvistepresente en tus diversos matrimonios yen algunos de tus divorcios, y sin dudaestarás presente en tu entierro. Ya ibasiendo hora, según tu meditado punto devista, de que estuvieses presente enotros determinados momentos crucialesde tu historia.

Cogió un autobús que le llevó ríoarriba unos cuantos kilómetros, caminóde nuevo, utilizó ciclomotores, se sentóen bares, hizo el amor a las chicaspensando sólo en Lizzie. La posada en

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que paraba estaba llena de niños y unamañana despertó y se encontró a dossentados en su cama maravillados de laenorme longitud de las piernas delfarang y de cómo colgaban sus piesdesnudos al final de la cama. Tal vez lomejor fuera quedarme aquí, pensó. Peroera una broma sólo, porque sabía quetenía que volver y preguntárselo; aunquela respuesta de ella resultara un fiasco.Desde la galería lanzó aviones de papelpara los niños, que bailaban y aplaudíanviéndoles planear.

Encontró a un barquero y, al

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anochecer, cruzó el río hasta Vientiane,evitando las formalidades burocráticasde inmigración. A la mañana siguiente,también sin formalidad alguna, logrósubir a bordo de un Royal Air Lao DC8no programado, y por la tarde estabavolando y en posesión de un delicioso ycálido whisky y charlando alegrementecon un par de cordiales traficantes deopio. Cuando aterrizaron, caía una lluvianegra y las ventanillas del autobús delaeropuerto estaban llenas de polvo. AJerry no le importó lo más mínimo. Porprimera vez en su vida, en realidad elvolver a Hong Kong era exactamentecomo volver a casa.

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Pero en la zona de recepción delaeropuerto, Jerry jugó sus cartas contoda cautela. Nada de trompetas, se dijo:evidentemente, unos días de descansohabían hecho maravillas en lo relativo asu presencia de ánimo. Tras echar unvistazo al panorama, se dirigió alservicio de caballeros en vez dedirigirse a las ventanillas deinmigración y allí se quedó hasta quellegó un grupo de turistas japoneses yentonces se lanzó sobre ellos y empezó apreguntar quién hablaba inglés. Logrósegregar a cuatro, les enseñó el carnetde Prensa de Hong Kong y mientrashacían cola esperando que les sellaran

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el pasaporte les asedió a preguntas depor qué estaban allí y qué se proponíanhacer y con quién, anotandodiligentemente en su cuaderno; eligióluego a otros cuatro y repitió laoperación. Esperaba a que los policíasde servicio terminasen el turno. Lohicieron a las cuatro e inmediatamenteJerry se dirigió a una puerta con unletrero de «Prohibida la entrada» en laque se había fijado antes. Llamó hastaque le abrieron y se lanzó por ella haciala salida.

—¿Adónde demonios va usted? —preguntó un ofendido inspector depolicía escocés.

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—Al periódico, hombre. Tengo queentregarles esta mierda sobre nuestrosqueridos visitantes japoneses.

Enseñó el carnet de Prensa.—Pues vaya usted por la puerta

como todo el mundo.—¿Estás loco? No he traído el

pasaporte. Por eso tu distinguido colegame dejó entrar por aquí cuando vine.

Su envergadura, la voz ronca, laapariencia claramente británica, suconmovedora sonrisa, le proporcionaronespacio en un autobús que iba a laciudad cinco minutos después. Enfrentede su edificio de apartamentos dio unascuantas vueltas sin ver nada sospechoso;

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pero como aquello era China, ¿quiénpodría asegurarlo? El ascensor estabavacío para él, como siempre. Subiendotarareó el único disco de Ansiademuerteel Huno anticipando un baño caliente yun cambio de ropa. En la puerta deentrada, tuvo un momento de angustia aladvertir que las pequeñas cuñas quehabía dejado colocadas estaban en elsuelo, hasta que al fin recordó a Luke, ysonrió ante la perspectiva de verle.Abrió la puerta antirrobo y al hacerlooyó un rumor dentro, un ruido monótono,que podía ser de un acondicionador deaire, pero no del de Ansiademuerte, queera demasiado inútil e ineficaz. El

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imbécil de Luke se había dejado puestoel gramófono, pensó. Y debe estar apunto de estallar. Luego pensó: soyinjusto con él, es la nevera. Luego abrióla puerta y vio el cadáver de Luketendido en el suelo, con la mitad de lacabeza destrozada y la mitad de lasmoscas de Hong Kong amontonadas enella y a su alrededor; y lo único que sele ocurrió hacer, mientras cerraba a todaprisa la puerta y se llevaba el pañuelo ala boca, fue correr a la cocina, por siaún había alguien allí. Volvió al salón,empujó a un lado los pies de Luke y alzóel trozo de parquet donde teníaescondida la pistola prohibida y el

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equipo de emergencia y se lo guardótodo en el bolsillo antes de vomitar.

Claro, pensó. Por eso Ricardoestaba tan seguro de que el escritor decaballos había muerto.

Ya estás en el club, pensó, mientrassalía de nuevo a la calle, con la rabia yla aflicción palpitando en sus ojos y ensus oídos. Nelson Ko está muerto, peroestá dirigiendo China. Ricardo estámuerto, pero Drake Ko dice que puedeseguir vivo siempre que no salga dellado oscuro de la calle. Jerry Westerbyel escritor de caballos también estácompletamente muerto, salvo que esecabrón pagano imbécil que está al

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servicio de Ko, el maldito señor Tiu, fuetan torpe que liquidó al ojirredondo queno era.

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19Preparando la pesca

El interior del Consuladonorteamericano de Hong Kong parecíacopiado del interior del Anexo, desde elomnipresente palo de rosa falso a lainsípida cortesía y a los sillones deaeropuerto y al confortante retrato delpresidente, aunque esta vez fuese Ford.Bienvenidos a vuestra casa de fantasmasde Howard Johnson, pensó Guillam. Lasección en la que ellos trabajaban sedenominaba pabellón de aislamiento, ytenía entrada propia por la calle,

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vigilada por dos infantes de marina.Tenían pases con nombres falsos (el deGuillam era Cordón) y durante suestancia allí, salvo por teléfono, nohablaban con nadie del interior deledificio, salvo entre sí. «No sólo somosnegables, caballeros —les había dichomuy satisfecho Martello en la reunióninformativa—. También somosinvisibles.» Así se iban a jugar lascartas, dijo. El Consulado generalnorteamericano podía poner la mano enla Biblia y jurar ante el gobernador queellos no estaban allí y que su personalnada tenía que ver con aquello, dijoMartello. «No lo sabe nadie.» Después

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de esto, entregó el mando a Georgeporque: «Este asunto es tuyo, George, decabo a rabo.»

Tenían que dar un paseo cuestaabajo de cinco minutos para llegar alHilton, donde Martello les habíareservado habitaciones. Cuesta arriba,aunque les habría resultado duro subir,había diez minutos andando hasta elbloque de apartamentos de Lizzie Worth.Llevaban allí cinco días y, en aquelmomento, atardecía, pero ellos no teníanmedio de saberlo porque en la sala deoperaciones no había ventanas. En sulugar había mapas y cartas marinas. Y unpar de teléfonos controlados por los

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hombres silenciosos de Martello,Murphy y su amigo. Martello y Smileytenían una mesa—escritorio grande cadauno. Guillam, Murphy y su amigocompartían la mesa de los teléfonos yFawn se sentaba ceñudo en el centro deuna hilera de butacas de cine vacías, dela pared del fondo, como un críticoaburrido en el avance de una película,hurgándose los dientes unas veces ybostezando otras, pero negándose a salirde allí, como repetidamente leaconsejaba Guillam. Habían habladocon Craw y le habían dado orden deocultarse por completo. Una zambullidatotal. Smiley temía por él desde la

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muerte de Frost, y hubiese preferidoevacuarle, pero el amigo Craw no lohabría aceptado.

Era también, por una vez, elmomento de los hombres silenciosos:«Nuestra última sesión informativadetallada —había dicho Martello—.Bueno, si tú estás de acuerdo, George.»El pálido Murphy, con camisa blanca ypantalones azules, estaba de pie sobreuna tarima y ante una carta marinacolocada en la pared, entregado a unsoliloquio con sus notas. Los demás,incluidos Smiley y Martello, estabansentados frente a él y escuchando casisiempre en silencio. Era como si

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Murphy estuviese describiendo unaaspiradora, y para Guillam este hechohacía que su monólogo resultase aúnmás hipnótico. En la carta se veía sobretodo mar, pero en la parte de arriba y ala izquierda, colgaba un perfil como deencaje de la costa sur de China. Detrásde Hong Kong, los salpicados bordes deCantón se veían apenas por debajo dellistón que sujetaba la carta, y al sur deHong Kong, en el punto medio mismo dela carta, se extendía el verde perfil de loque parecía una nube, dividida en cuatropartes denominadas A, B, C y Drespectivamente. Murphy dijo reverenteque eran los bancos pesqueros y la cruz

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del centro Centre Point, señor. Murphyhablaba sólo para Martello, aunquefuese un asunto de George de cabo arabo.

—Señor, basándonos en la últimavez que Drake salió de la China roja yponiendo al día nuestra valoración de lasituación tal como está ahora, nosotros ylos servicios secretos de la Marina,ambos, señor…

—Murphy, Murphy —cortó Martellocon mucha amabilidad—. Abrevia unpoco, ¿quieres? No estamos ya en laescuela de adiestramiento, ¿entendido?Afloja un poco el cinturón, hijo.

—Señor. Uno. Tiempo —dijo

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Murphy, a quien no había afectado en lomás mínimo la interrupción—. Abril ymayo son los meses de transición, señor,entre los monzones del nordeste y elinicio de los monzones del sudoeste. Lascondiciones climatológicas sonimpredecibles en un día concreto, señor,pero no se prevén condiciones extremaspara el viaje en general.

Utilizaba el puntero para indicar lalínea desde la parte sur de Swatow hastalos bancos pesqueros, luego desde losbancos pesqueros hacia el noroeste,pasando Hong Kong y subiendo por elRía de las Perlas hasta Cantón.

—¿Niebla? —dijo Martello.

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—La niebla es tradicional en laestación y se prevén nubes entre seis ysiete oktas, señor.

—¿Qué demonios es una okta,Murphy?

—Una okta es un octavo de área decielo cubierta, señor; las oktas hansustituido a los antiguos décimos. Hacecincuenta años que no se produce untifón en abril, y los servicios secretos dela Marina comunican que es muyimprobable que haya tifones. El vientoes de dirección este, de nueve a dieznudos, pero cualquier nota que lo sigadebe contar con períodos de calma ytambién de vientos contrarios, señor. La

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humedad es de un ochenta por cientoaproximadamente, y la temperatura dequince a veinticuatro gradoscentígrados. La condición del martranquilo, con escaso oleaje. Lascorrientes suelen seguir en Swatow ladirección nordeste cruzando el estrechode Taiwan, unas tres millas marinas pordía, aproximadamente. Pero más aloeste… por este lado, señor…

—Eso ya lo sé, Murphy —interrumpió Martello con viveza—. Sédonde está el oeste, demonios.

Luego miró a Smiley con unasonrisa, como diciendo «estosjovenzuelos mequetrefes».

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Tampoco esta vez la interrupciónafectó a Murphy lo más mínimo.

—Tenemos que estar en condicionesde calcular el factor velocidad, y, enconsecuencia, el avance de la flota encualquier punto de su ruta, señor.

—Claro, claro.—La luna, señor —continuó Murphy

—. Suponiendo que la flota haya salidode Swatow la noche del veinticinco deabril, viernes, habrán pasado tres nochesdesde la luna llena…

—¿Por qué supones eso, Murphy?—Porque fue entonces cuando salió

de Swatow la flota, señor. Hace unahora que el servicio secreto de la

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Marina nos confirmó ese dato. Selocalizaron columnas de juncos en elextremo este del banco pesquero C, quese dirigieron hacia el este, siguiendo elviento, señor. Hay identificaciónpositiva del junco que dirige la flota.

Hubo una espinosa pausa. Martellose ruborizó.

—Eres un chico listo, Murphy —dijo, en tono de advertencia—. Perodebías haberme dado esa información unpoco antes.

—Sí, señor. Suponiendo tambiénque la intención del junco de Nelson Koes entrar en aguas de Hong Kong lanoche del cuatro de mayo, la luna estará

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en cuarto menguante, señor. Si tenemosen cuenta los precedentes…

—Los tenemos —dijo con firmezaSmiley—. La fuga debe ser unarepetición exacta del viaje del propioDrake en el cincuenta y uno.

Guillam percibió que, una vez más,nadie dudaba de él. ¿Por qué no?Resultaba absolutamente desconcertante.

—…entonces, nuestro junco llegaríaa la isla situada más al sur, la isla de PoToi a las veinte horas mañana, y sereincorporaría a la flota por el Río delas Perlas arriba, a tiempo para llegar alpuerto de Cantón entre diez treinta ydoce horas del día siguiente, cinco de

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mayo, señor.

Mientras Murphy continuaba,Guillam mantenía la mirada furtivamentefija en Smiley, pensando, como pensabamuchas veces, que no le conocía mejorahora que cuando se vieron por vezprimera allá por los oscuros días de laguerra fría en Europa. ¿Dónde andabadurante todas aquellas horasintempestivas? ¿Pensando en Ann? ¿EnKarla? ¿En compañía de quién estabaque volvía a traerle al hotel a las cuatrode la madrugada? No me digas queGeorge anda con la segunda primavera,

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pensó. La noche anterior a las oncehabía llegado una noticia importante deLondres, así que Guillam había subidohasta allí para descifrarla. Westerby hadesaparecido, decían. Estaban aterradospensando que quizás Ko le hubieseasesinado o, peor aún, raptado ytorturado y que la operación quedaseabortada por ello. Guillam pensó que lomás probable era que Jerry estuvieraentretenido con un par de azafatas enalgún lugar de su ruta a Londres, perodado que el mensaje tenía carácterprioritario no tenía más remedio quedespertar a Smiley para decírselo.Llamó por teléfono a su habitación y no

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contestaba nadie, así que se vistió yestuvo aporreando la puerta hasta que alfin se vio obligado a utilizar la ganzúa,pues el asustado ahora era él: pensabaque Smiley podría estar enfermo.

Pero la habitación estaba vacía y lacama hecha, y cuando Guillam examinósus cosas comprobó fascinado que elviejo agente había llegado hasta abordarse el nombre falso en las camisas.Pero eso fue todo lo que descubrió. Asíque se acomodó en el sillón de Smiley yallí estuvo dormitando hasta las cuatro,en que oyó un leve rumor y abrió losojos y vio a Smiley inclinado ante él aunos quince centímetros de distancia,

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mirándole. Sólo Dios sabe cómo pudoentrar tan silenciosamente en lahabitación.

—¿Gordon? —dijo suavementeSmiley—. ¿Qué puedo hacer por ti? —pues estaban en situación operativa y,claro, daban por supuesto que lashabitaciones estaban controladas. Por lamisma razón, Guillam guardó silencio,limitándose a entregarle el sobre quecontenía el mensaje de Connie; Smileylo leyó y lo releyó y luego lo quemó. AGuillam le impresionó lo en serio que setomaba la noticia. Pese a ser la hora queera, insistió en ir directamente alConsulado a atender aquel asunto, así

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que Guillam le acompañó para llevarlelas maletas:

—¿Una noche instructiva? —preguntó alegremente, mientras hacían elbreve paseo cuesta arriba.

—¿Lo dices por mí? Bueno, sí,gracias, hasta cierto punto —contestóSmiley, y pasó luego a su número dedesaparición, y eso fue todo lo quepudieron sacarle Guillam o cualquierotro sobre sus merodeos nocturnos y nonocturnos. Al mismo tiempo, sin lamenor explicación de cuál era su fuente,George aportaba firmes datos operativosde un modo que no permitía preguntas denadie.

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—Oye George, podemos contar coneso, ¿no? —preguntó Martellodesconcertado, la primera vez que pasóesto.

—¿Cómo? Ah sí, sí, claro quepodéis.

—Estupendo. Un buen trabajo,George. Te admiro —dijo cordialmenteMartello, tras otro desconcertadosilencio, y, a partir de entonces, tuvieronque acostumbrarse a ello, no teníanelección, pues nadie, ni Martellosiquiera, llegó a atreverse a desafiar suautoridad.

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—¿Cuántos días de pesca significaeso, Murphy? —preguntaba Martello.

—La flota tendrá siete días depesca, y ojalá lleguen a Cantón con lasbodegas llenas, señor.

—¿Esa cifra, George?—Oh sí, sí. Nada que añadir,

gracias.Martello preguntó a qué hora tendría

que salir la flota de los caladeros paraque el junco de Nelson pudiese llegar atiempo al encuentro del día siguiente porla tarde.

—Yo he calculado las once demañana por la mañana —dijo Smiley,sin levantar la vista de sus notas.

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—Yo también —dijo Murphy.—Me refiero a ese junco concreto,

Murphy —dijo Martello, con otramirada respetuosa a Smiley.

—Sí señor —dijo Murphy.—¿Puede separarse de los demás tan

fácilmente? ¿Cuál sería su coberturapara entrar en aguas de Hong Kong,Murphy?

—Es algo que sucede continuamente,señor. Las flotas de juncos de la Chinaroja operan con un sistema de capturascolectivas, sin motivación de beneficioseconómicos, señor. En consecuencia,hay juncos aislados que salen de noche yentran sin luces y venden la pesca por

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dinero a los isleños de los alrededores.—¡Hacen horas extra! —exclamó

Martello, muy divertido por suingenioso comentario.

Smiley se había vuelto a mirar elmapa de la isla de Po Toi, que estaba enla otra pared y tenía la cabeza inclinadapara potenciar la capacidad de aumentode sus gafas.

—¿Podéis decirme de qué tamaño esel junco del que hablamos? —preguntóMartello.

—Es uno de los de larga travesía, deveintiocho hombres, para la pesca deltiburón y el congrio.

—¿Utilizó también Drake uno de ese

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tipo?—Sí —dijo Smiley, sin dejar de

mirar el mapa—. Sí, del mismo tipo.—¿Y pueden acercarse tanto?

Siempre que el tiempo lo permita,claro…

Fue de nuevo Smiley quien contestó.Guillam jamás le había oído hastaentonces hablar tanto de un barco.

—El calado de un junco de esos delarga travesía es de menos de cincobrazas —subrayó—. Puede acercarse,tanto como quiera, siempre que el marno esté muy agitado.

Fawn soltó una irrespetuosacarcajada desde el banco de atrás.

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Guillam se volvió en su asiento y lelanzó una mirada furiosa. Fawn soltóuna risilla bobalicona y movió lacabeza, maravillándose de laomnisciencia de su amo.

—¿De cuántos juncos se componeuna flota? —preguntó Martello.

—De veinte a treinta —dijo Smiley.—Correcto —dijo mansamente

Murphy.—¿Qué tiene que hacer entonces

Nelson, George? ¿Situarse en lasinmediaciones del grupo y esperar unpoco?

—Se quedará rezagado —dijoSmiley—. Las flotas suelen ir en

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columna. Nelson le dirá al capitán queocupe la posición de retaguardia.

—Eso hará, claro —murmuróMartello entre dientes—. ¿Quéidentificaciones son las tradicionales,Murphy?

—Se sabe muy poco en ese campo,señor. La gente de las barcas es muyreservada. No tienen ningún respeto porlas normas navales. Cuando salen al marno encienden ninguna luz,principalmente por miedo a los piratas.

Smiley se había perdido de nuevo.Estaba sumido en una pétreainmovilidad y, aunque mantenía lamirada fija en la gran carta marina,

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Guillam sabía que su pensamientoestaba en otra parte y no en la aburridaenumeración de estadísticas de Murphy.No así Martello.

—¿Qué cuantía de comercio costerotenemos en conjunto, Murphy?

—No hay controles ni datos, señor.—¿No hay revisiones de cuarentena

para los juncos que entran en aguas deHong Kong, Murphy? —preguntóMartello.

—En teoría, todas lasembarcaciones deben parar y sometersea revisión, señor.

—¿Y en la práctica, Murphy?—Los juncos tienen normas propias,

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señor. En teoría, a los juncos chinos lesestá prohibido navegar entre IslaVictoria y Punta Kowloon, señor, perolos ingleses no quieren de ningunamanera discutir con los chinoscontinentales sobre derechos de paso.Disculpe, señor.

—No hay de qué —dijo cortésmenteSmiley, sin dejar de mirar la cartamarina—. Ingleses somos e inglesesseguiremos siendo.

Es su expresión con Karla, decidióGuillam: la que se le pone siempre quemira la foto. La mira, le sorprende y,durante un rato parece estudiarla, suscontornos, con su mirada opaca y sin

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vista: Luego, poco a poco, se apaga laluz en sus ojos y, de algún modo,también la esperanza, y te das cuenta deque está mirando hacia el interior,alarmado.

—Murphy, ¿ha hablado usted deluces de navegación? —inquirió Smiley,volviendo la cabeza, pero aún con lamirada fija en la carta marina.

—Sí, señor.—Espero que el junco de Nelson

lleve tres —dijo Smiley—. Dos lucesverdes en vertical en el mástil de popa yuna luz roja a estribor.

—Sí, señor.Martello intentó captar la mirada de

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Guillam, pero Guillam no quiso jugar.—Pero quizás no —advirtió Smiley,

pensándoselo mejor, al parecer—.Quizás no lleve ninguna luz y se limite ahacer una señal cuando esté cerca.

Murphy prosiguió. Un nuevocapítulo: Comunicaciones.

—Señor, en la zona de lascomunicaciones, señor, pocos juncostienen transmisores propios, pero casitodos tienen receptores. De vez encuando, hay un capitán que compra untransmisor—receptor de una milla dealcance más o menos, para facilitar eltrabajo con las redes, pero llevan tantotiempo haciéndolo que no tienen que

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decirse gran cosa, supongo. En cuanto alo de orientarse en el mar, en fin, losservicios secretos de la Marina dicenque eso es casi un misterio. Hayinformación fidedigna de que muchas delas embarcaciones de larga travesíaoperan con una brújula primitiva, a basede cuerda y plomada, e incluso con undespertador mohoso, para determinar elnorte auténtico.

—¿Y cómo demonios puedentrabajar con eso, Murphy, por amor deDios? —exclamó Martello.

—Una cuerda con un plomoencerado, señor. Sondean el fondo ysaben dónde están por las cosas que

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quedan adheridas a la cera.—Pues sí que se complican la vida

—declaró Martello.Sonó un teléfono. El otro hombre

silencioso de Martello atendió lallamada; escuchó, tapó el teléfono con lamano y dijo a Smiley:

—La presa Worth acaba de volver,señor. El grupo ha paseado en coche unahora y ahora ella ha vuelto alapartamento en su coche. Mac dice queparece como si fuera a darse un baño yque puede que piense salir otra vez.

—Y está sola —dijo Smileyimpasible. Era una pregunta.

—¿Está sola allí, Mac? —soltó una

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áspera carcajada—. Estoy seguro de quelo harías, sucio cabrón. Sí, señor. Laseñora está completamente solabañándose, y aquí Mac dice que cuándovamos a utilizar video también. ¿Laseñora está cantando en el baño, Mac?—colgó—. No está cantando.

—Murphy, sigamos con la guerra —masculló Martello.

Smiley dijo que le gustaría repasaruna vez más los planes de intercepción.

—¡Vamos, George! ¡Por favor! ¿Norecuerdas que el asunto es tuyo?

—Quizás pudiésemos echarle otrovistazo al mapa grande de la isla de PoToi, ¿no crees? Y luego Murphy podría

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desmenuzar la cosa para todos, ¿teimporta?

—¡En absoluto, George! —exclamóMartello, así que Murphy empezó otravez, utilizando ahora el puntero.

Los puertos de observación de losservicios secretos de la Marina estánaquí, señor… comunicación constante enambos sentidos con base, señor…ninguna presencia en un radio de dosmillas marinas de la zona deaterrizaje… Los servicios secretos de laMarina avisarán a base en el momentoen que la lancha de Ko inicia el regresohacia Hong Kong, señor… laintercepción la realizará una

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embarcación normal de la policíainglesa, cuando la lancha de Ko entre enel puerto… los serviciosnorteamericanos sólo suministraráninformación y se mantendrán al margen ya la espera por si la situación exigeapoyo…

Smiley confirmaba cada detalle conun escrupuloso gesto de asentimiento.

—Después de todo, Marty —intervino, en determinado momento—,en cuanto Ko tenga a Nelson a bordo, alúnico sitio al que puede llevarle es ahí,¿no? Po Toi está justo en el límite de lasaguas jurisdiccionales chinas. Somosnosotros o nadie.

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Un día, pensó Guillam, mientrasseguía escuchando, le sucederá a Smileyuna de dos cosas. O dejará depreocuparse o la paradoja le matará. Sideja de preocuparse, será la mitad delagente que es. Si no lo hace, esepequeño pecho estallará en la lucha porintentar hallar la explicación para lo quehacemos. El propio Smiley, en unadesastrosa charla extraoficial paraoficiales de alto nivel, había puestonombres a su dilema, y Guillam, concierto embarazo, aún seguíarecordándolos. Ser inhumanos endefensa de nuestra humanidad, habíadicho, implacables en defensa de la

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compasión, ser unilaterales en defensade nuestra disparidad. Habían salido deallí en un auténtico fermento de protesta.¿Por qué no se limitaba George a hacerel trabajo y a callarse en vez de exhibirsu fe y limpiarla en público hasta quesus fallos se hacían patentes? Conniehabía murmurado incluso un aforismoruso en el oído de Guillam que insistióen atribuir a Karla.

—No habrá ninguna guerra, ¿verdad,Peter, querido? —había dicho Connietranquilizadoramente, apretándole lamano mientras le conducía por el pasillo—. Pero en la lucha por la paz noquedará piedra sobre piedra. Dios

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bendiga al viejo zorro. Apuesto a quetampoco le agradecerán eso los delCuerpo Colegial.

Guillam se volvió sobresaltado porun ruido. Fawn estaba cambiando denuevo de asiento. Al ver a Guillam,hinchó las narices en una risillainsolente.

«Está chiflado», pensó Guillam conun escalofrío.

También Fawn, por distintasrazones, provocaba ahora la angustia deGuillam. Dos días atrás, en compañía deéste, había sido autor de un incidentemuy desagradable. Smiley había salidosolo, como siempre. Para matar el rato,

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Guillam había alquilado un coche yhabía llevado a Fawn hasta la fronterachina, donde éste se había dedicado areír bobaliconamente contemplando losmisteriosos cerros. Cuando volvían,estaban esperando ante un semáforocuando un muchacho chino se puso a sulado en una Honda. Conducía Guillam.Fawn ocupaba el asiento de pasajero asu lado. Tenía el cristal bajado, se habíaquitado la chaqueta y tenía el brazoizquierdo en la ventanilla para poderadmirar de vez en cuando el reloj de oronuevo que se había comprado en elcentro comercial del Circus. Cuandoarrancaron, el muchacho chino tuvo la

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desdichada idea de intentar robarle elreloj, pero Fawn fue demasiado rápidopara él. Le agarró por la muñeca y no lesoltó, arrastrándole al lado del coche,pese a los esfuerzos del muchacho porliberarse, y Guillam no advirtió lo quepasaba hasta que llevaban recorridosunos cincuenta metros o así. Paróentonces el coche de inmediato, que eralo que Fawn estaba esperando. Antes deque Guillam pudiese impedirlo, se bajóde un salto, desmontó al muchacho de suHonda, le llevó a un lado de lacarretera, le rompió los dos brazos yregresó sonriendo al coche. Aterradopor la posibilidad de un escándalo,

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Guillam se alejó a toda prisa del lugar,dejando al muchacho dando gritos ymirando sus balanceantes brazos. Llegóa Hong Kong decidido a informarinmediatamente a George del asunto,pero, por fortuna para Fawn, Smiley noapareció hasta ocho horas después ypara entonces Guillam hubo de admitirque George ya tenía bastantespreocupaciones.

Sonaba otro teléfono, el rojo.Atendió la llamada el propio Martello.Escuchó un momento y luego soltó unasonora carcajada.

—Le encontraron —le dijo aSmiley, pasándole el teléfono.

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—¿Encontraron a quién?El teléfono quedó en el aire entre los

dos.—A tu hombre, George. Tu

Weatherby…—Westerby —le corrigió Murphy, y

Martello le lanzó una mirada venenosa.—Le encontraron —dijo Martello.—¿Dónde está?—¡Dónde estaba! querrás decir.

George, ha estado corriéndose la granjuerga en dos prostíbulos en el Mekong.¡Si nuestra gente no exagera, es el tipomás caliente que se ha visto desde quela cría de elefante de Barnum dejó elpueblo en el cuarenta y nueve!

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—¿Dónde está ahora, por favor?Martello le pasó el teléfono.—¿Por qué no escuchas tú mismo el

mensaje? Tienen información de que hacruzado el río.

Luego, se volvió a Guillam y le hizoun guiño.

—Me dijeron que hay un par desitios en Vientiane donde podríadivertirse un poco también —dijo, ysiguió riéndose mientras Smiley sesentaba pacientemente con el teléfono enel oído.

Jerry eligió un taxi con dos espejos

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retrovisores y se sentó delante; enKowloon alquiló un coche del modelomayor que pudo encontrar, utilizando elpasaporte y el permiso de conducir deemergencia, porque pensó que el nombrefalso era más seguro, aunque sólo fuesepor poco tiempo. Cuando se dirigióhacia los Midlevels estaba oscureciendoy aún llovía. De las luces de neón queiluminaban la ladera colgaban halosinmensos. Pasó ante el Consuladonorteamericano y por delante de StarHeights dos veces, medio esperando vera Sam Collins, y la segunda vez tuvo laseguridad de haber localizado el piso deLizzie y de que el piso tenía la luz

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encendida: una artística lámpara italianaal parecer, que colgaba en medio de laventana panorámica en un graciosoángulo, trescientos dólares depresunción. También había luz tras elcristal esmerilado del baño. Cuandopasó por tercera vez, la vio echándosealgo por los hombros y el instinto o algoen la formalidad de su gesto, le indicóque se disponía a salir de nuevo peroque esta vez estaba vistiéndose paramatar.

Cada vez que se permitía recordar aLuke, le cubría los ojos como unaoscuridad y se imaginaba haciendocosas nobles e inútiles, como telefonear

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a California, a la familia de Luke, otelefonear al enano a la oficina, oincluso al Rocker, sin saber muy biencon qué propósito. Más tarde, pensó.Más tarde, se prometió, lloraré a Lukecomo es debido.

Se desvió despacio por el camino decoches que llevaba a la entrada, hastaque llegó a la rampa que conducía alaparcamiento. El aparcamiento ocupabatres sótanos y anduvo dando vueltas porél hasta localizar el jaguar rojo deLizzie emplazado en un rincón seguro,tras una cadena, para que los vecinosdescuidados no se atreviesen aaproximarse a su pintura sin par. Lizzie

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había puesto un forro de piel deleopardo de imitación en el volante. Nosabía qué hacer ya con aquel malditocoche. Quédate embarazada, pensó, enun ataque de rabia. Cómprate un perro.Ten ratones. Poco le faltó paradestrozarle el morro al coche, peropocos como aquél habían contenido aJerry más veces de las que le gustabacontar. Si no lo utiliza es que él mandauna limousine a buscarla, pensó. Quizáscon Tiu al volante, incluso. O puede quevenga él mismo. O quizás estéengalanándose para el sacrificio de lanoche y no piense salir. Ojalá fuesedomingo, pensó. Recordaba que Craw le

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había dicho que Ko pasaba losdomingos con su familia, y que entoncesLizzie tenía que arreglárselas por sucuenta. Pero no era domingo y tampocotenía al lado al buen amigo Craw paraexplicarle (y Jerry adivinaba cómo lohabía averiguado) que Ko estaba fuera,en Bangkok, o en Tombuctú, controlandosus negocios.

Agradeciendo que la lluvia seestuviera convirtiendo en niebla, enfilóde nuevo por la rampa hacia el caminode coches y en el punto de uniónencontró un pequeño ensanchamientodonde, si aparcaba bien pegado a labarrera, el otro tráfico podía protestar

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pero pasar. Rozó la barrera pero no sepreocupó por ello. Desde donde estabaahora, podía ver entrar y salir a lospeatones bajo la marquesina a rayas deledificio de apartamentos, y los cochesque salían a la vía principal o laabandonaban. No tenía la menorsensación de peligro. Encendió uncigarrillo y las limousines pasaban juntoa él en ambas direcciones, pero ningunapertenecía a Ko. De vez en cuando, alpasar un coche a su lado, el conductorparaba y tocaba la bocina o le gritaba,pero Jerry no hacía caso. Sus ojos seposaban cada pocos minutos en losespejos y en una ocasión en que un

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individuo grueso que le recordó a Tiu sesituó culpablemente detrás de él, llegóincluso a accionar el seguro de lapistola que llevaba en el bolsillo de lachaqueta hasta que hubo de admitir queaquel hombre carecía de la envergadurade Tiu. Probablemente estuvieracobrando deudas de juego a losconductores de pak—pai, pensó, cuandoel individuo pasó a su lado.

Se acordó de cuando estaba conLuke en Happy Valley. Recordó cuandoestaba con Luke.

Aún seguía mirando por el espejocuando el jaguar rojo apareció en larampa tras él, sólo con el conductor y

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con la capota cerrada, sin pasajero, y loúnico que no se le había ocurrido habíasido que ella pudiera bajar en elascensor hasta el aparcamiento yrecoger el coche ella misma en vez dedecirle al portero que se lo subiese a lacalle, como hacía antes. Enfiló tras ellay alzó la vista y vio que aún había lucesen la ventana del apartamento. ¿Habríaquedado alguien allí? ¿O quizás ella sepropusiese volver en seguida? Luegopensó: No seas tan listo. Lo que pasa esque a ella le da igual dejar las lucesencendidas.

La última vez que hablé con Luke,fue para decirle que me dejara en paz,

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pensó, y la última vez que él hablóconmigo fue para decirme que me habíacubierto las espaldas con Stubbsie.

Ella había girado cuesta abajo haciala ciudad. Jerry enfiló tras ella y,durante un rato, nada le seguía; parecíaextraño, pero eran horas extrañas, y elhombre de Sarratt moría en él más deprisa de lo que podía controlar. Lizziese dirigía hacia la parte más alegre de laciudad. Él suponía que aún la amaba,aunque en aquel momento estabadispuesto a sospecharlo todo de todos.La seguía de cerca recordando que ellararas veces miraba por el espejoretrovisor. Además, con aquella niebla

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oscura sólo vería los faros. La nieblacolgaba en parches y el puerto parecíaincendiado, con los haces de las lucesde las grúas jugando como casasflotantes sobre el lento humo. EnCentral, ella se metió en otro garajesubterráneo, y él siguió derecho tras ellay aparcó a seis lugares de distancia, sinque ella lo advirtiera. Se quedó en elcoche arreglándose el maquillaje y Jerryla vio concretamente frotarse la barbilla,empolvándose las cicatrices. Luego,salió y pasó por el ritual del cierre delcoche, aunque un niño con una hoja deafeitar podría cortar la blanda capota sinproblema. Lizzie llevaba una capa y un

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vestido largo de seda, y mientras sedirigía a la escalera de piedra enespiral, alzó ambos brazos y se levantócuidadosamente el pelo, que estabarecogido en el cuello, y colocó la colade caballo por la parte de fuera de lacapa. Jerry salió tras ella y la siguióhasta el vestíbulo del hotel y se desvió atiempo de evitar que le fotografiase unrebaño bisexual de parloteantesperiodistas del mundo de la moda, conpajaritas y trajes de satén.

Demorándose en la relativaseguridad del pasillo, Jerry recompusola escena. Era una gran fiesta privada yLizzie entraba en ella por la puerta de

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atrás. Los otros invitados estabanllegando por la entrada principal, dondehabía tantos Rolls Royces que nadieresultaba especial. Presidía una mujerde pelo grisazulado, que andabatambaleante por allí, hablando unfrancés empapado en ginebra. Formabanel grupo de recepción una relacionespúblicas china, con un par de ayudantes,y cuando los invitados llegaban, la chicay sus cohortes se adelantaban aterradoray cordialmente y preguntaban losnombres y a veces pedían lasinvitaciones antes —de consultar unalista y decir: «Oh, sí, por supuesto.» Lamujer del pelo grisazulado sonreía y

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refunfuñaba. Las ayudantes entregabanalfileres de solapa a los hombres yorquídeas a las mujeres, luego pasaban alos siguientes invitados.

Lizzie Worthington pasó impasiblepor este escrutinio, Jerry le dio unminuto para orientarse, la vio cruzar laspuertas dobles en que decía soirée conun arco de cupido, luego se colocó éltambién en la cola. La relacionespúblicas se mostró molesta por susbotas de cabritilla. El traje era bastanteastroso pero lo que a ella le molestabaeran las botas. En su curso de formaciónprofesional, decidió Jerry mientras lachica las miraba, le habían enseñado a

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dar mucha importancia al calzado. Losmillonarios pueden ser vagabundos delos calcetines para arriba, pero unosbuenos Gucchis de doscientos dólaresson un pasaporte que no debe olvidarse.La chica frunció el ceño mirando sucarnet de Prensa, luego comprobó en lalista de invitados, luego volvió a mirarel carnet y una vez más sus botas y lanzóuna mirada perdida a la beoda del pelogrisazulado, que seguía sonriendo ygruñendo. Jerry sospechó que estabaabsolutamente drogada. Por fin, la chicaesbozó su sonrisa especial para elconsumidor marginal y le entregó undisco del tamaño de un platito de café

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pintado de un rosa fluorescente conPRENSA en blanco y en letras de unosdos centímetros y medio de altura.

—Esta noche estamosembelleciendo a todo el mundo, señorWesterby —dijo la chica.

—Pues conmigo tendréis buentrabajo, amiga.

—¿Le gusta a usted mi parfum,señor Westerby?

—Sensacional —dijo Jerry.—Se llama «Zumo de la vid», señor

Westerby, cien dólares de Hong Kongpor un trasquilo, pero esta noche la casaFlaubert da muestras gratis a todosnuestros invitados. Madame

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Montifiori… oh, claro, bienvenida a lacasa Flaubert. ¿Le gusta mi parfum,madame Montefiori?

Una chica euroasiática decheongsam acercó una bandeja ymurmuró:

—Flaubert le desea una nocheexótica.

—¡Dios santo! —exclamó Jerry.Pasadas las puertas dobles, había un

segundo grupo de recepción controladopor tres lindos muchachos traídos enavión desde París por su encanto, y ungrupo de agentes de seguridad quehabría enorgullecido a un presidente.Por un instante, Jerry pensó que le

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cachearían y se dio cuenta de que si lointentaban echaría el templo abajo.Miraron a Jerry sin cordialidad,considerándole parte del servicio, perotenía el pelo claro y le dejaron pasar.

—La Prensa está en la tercera filadetrás de la pasarela —dijo unhermafrodita rubio de traje vaquero decuero, entregándole la tarjeta de Prensa—. ¿No lleva usted cámara, Monsieur?

—Yo sólo hago los pies —dijoJerry, señalando con el pulgar porencima del hombro—. Las fotos las haceaquí Spike —y entró en una sala derecepción mirando a su alrededor,sonriendo extravagantemente, saludando

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con gestos a los que veía.La pirámide de copas de champán

tenía uno ochenta de altura conescalones de satén negro para que loscamareros pudiesen cogerlas de lacúspide. En profundos ataúdes de hieloyacían botellas de dos litros esperandoel entierro. Había un carrito lleno delangostas hervidas y un pastel de bodad e paté de foie gras con MaisonFlaubert en gelatina encima. Se oíamúsica de ambiente que permitía inclusohablar, y se oían conversaciones, aunqueera el aburrido sonsonete de lossumamente ricos. La pasarela seextendía desde el pie del largo ventanal

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al centro de la habitación. El ventanaldaba al puerto, pero la niebla quebrabala vista en parches y retazos. Estabapuesto el aire acondicionado para quelas mujeres pudiesen llevar los visonessin sudar. Casi todos los hombres ibande smoking, pero los jóvenes playboyschinos lucían pantalones y camisasnegras estilo Nueva York y cadenas deoro. Los taipans ingleses permanecíanaparte en lánguido círculo, con susmujeres, como aburridos oficiales enuna fiesta de guarnición.

Jerry sintió una mano en el hombro yse volvió rápido, pero sólo encontrófrente a sí a un mariquita chino llamado

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Graham que trabajaba para uno de lospapeluchos de chismorreo sociallocales. Jerry le había ayudado en unaocasión con un artículo que intentabavender al tebeo. Hileras de butacasmiraban a la pasarela en tosca herraduray Lizzie estaba sentada en la primera filaentre el señor Arpego y su esposa oamante. Jerry recordó que les habíavisto en Happy Valley. Daba lasensación de que estuviesen oficiandode carabinas para Lizzie en la fiesta. Lehablaban, pero Lizzie parecía no oírles.Estaba muy erguida, y muy guapa; y sehabía quitado la capa y, desde dondeestaba Jerry, podría haber estado

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absolutamente desnuda salvo por elcollar y los pendientes de perlas. Almenos, aún está intacta, pensó. No se hadescompuesto ni ha contraído el cólerani le han volado la cabeza. Recordó lahilera de vello dorado que corría por sucolumna vertebral abajo y que habíacontemplado cuando la vio aquel primerdía en el ascensor. Graham, elmariquita, se sentó junto a Jerry yPhoebe Wayfarer se sentó dos asientosmás allá. Sólo la conocía vagamente,pero la saludó.

—Vaya. Super. Phoebe. Estástremenda. Deberías salir tú a lapasarela, amiga, a enseñar un poco de

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pierna.Le pareció que estaba un poco

borracha y quizás ella pensase que loestaba él, aunque Jerry no había bebidonada desde el avión. Sacó un cuaderno yescribió en él, haciéndose elprofesional, intentando controlarse.Calma. No espantes la caza. Cuandoleyó lo que había escrito, vio laspalabras «Lizzie Worthington» y nadamás. Graham el chino lo leyó también yse echó a reír.

—Es mi nueva firma —dijo Jerry, yambos se rieron, demasiado alto, demodo que los de delante se volvieronmientras las luces empezaban a

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apagarse. Pero Lizzie no se volvió,aunque Jerry pensó que podría haberreconocido su voz.

Estaban cerrando las puertas trasellos y cuando bajaron las luces, Jerrytuvo miedo de quedarse dormido enaquella butaca suave y cómoda. Lamúsica de ambiente dio paso a un ritmoselvático producido por un címbalo,hasta que sólo parpadeó un candelabrosobre la negra pasarela, contestando alas luces del puerto que en la ventanadel fondo giraban y se mezclaban. Elritmo se elevó en un lento crescendodesde amplificadores situado por todaspartes. Continuó largo rato, sólo

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tambores, muy bien tocados, muyinsistentes, hasta que poco a poco sehicieron visibles frente al ventanal quedaba al puerto grotescas sombrashumanas. Pararon los tambores. En eláspero silencio, descendieron por lapasarela dos muchachas negras flancocon flanco, que no llevaban más quejoyas. Ambas tenían la cabeza afeitada yllevaban pendientes redondos de marfily collares de diamantes que eran comolas argollas de las esclavas. Suslustrosas extremidades brillabancubiertas de racimos de diamantes,perlas y rubíes. Eran altas y hermosas yágiles y absolutamente inesperadas y,

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por un instante, arrojaron sobre todo elpúblico el hechizo de la sexualidadabsoluta. Los tambores volvieron y serecobraron y ascendieron, los focosbrillaron sobre joyas y miembros. Lasmuchachas salieron del humeante puertoy avanzaron hacia los espectadores conla furia del esclavizamiento sensual. Segiraron y se alejaron despacio,desafiando y desdeñando con suscaderas. Se encendieron las luces, huboun estruendo de nerviosos aplausosseguidos de risas y tragos. Todo elmundo hablaba a un tiempo y Jerry eraquien hablaba más fuerte: para laseñorita Lizzie Worthington, la famosa

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beldad aristocrática cuya madre nosabía siquiera cocer un huevo, y para losArpego, que eran propietarios de Manilay de una o dos islas próximas, según lehabía asegurado en una ocasión elcapitán Grant, del Jockey Club. Jerrysostenía el cuaderno como un camarero.

—Lizzie Worthington, caramba, todoHong Kong está a sus pies, Madame,disculpe mi atrevimiento. Mi periódicoestá haciendo un reportaje en exclusivasobre este acontecimiento. Miss Worth,o Worthington, y esperamos poderincluirla a usted, incluir su vestido, sufascinante estilo de vida. Y a susamigos, aún más fascinantes. Tengo a

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los fotógrafos cubriendo la retaguardia—hizo una reverencia a los Arpego—.Buenas noches, señora. Caballero. Es unorgullo tenerles con nosotros, no mecabe duda. ¿Es ésta su primera visita aHong Kong?

Estaba haciendo su número de granpisaverde, el alma juvenil de la fiesta.Un camarero trajo champán y Jerryinsistió en pasarles las copas en vez dedejar que las cogieran ellos mismos. Alos Arpego parecía divertirles aquello.Craw había dicho que eran estafadores.Lizzie le miraba fijamente y en sus ojoshabía algo que Jerry no podía descifrar,algo real y sobrecogedor, como si ella,

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no Jerry, acabase de abrir la puerta yver a Luke.

—El señor Westerby ha hecho ya unreportaje sobre mí, según tengoentendido —dijo ella—. Creo que no seha publicado, ¿verdad, señor Westerby?

—¿Para quién escribe usted? —preguntó de pronto el señor Arpego. Yano sonreía. Parecía peligroso ydesagradable, y era evidente que Lizziele había hecho recordar algo que habíaoído al respecto y que no le gustaba.Algo de lo que Tiu le había advertido,por ejemplo.

Jerry se lo dijo.—Entonces vaya a escribir para

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ellos. Deje en paz a esta señora. Noconcede entrevistas. Tiene usted trabajoque hacer, vaya a hacerlo a otra parte.Usted no ha venido aquí a jugar. Gánesesu dinero.

—Un par de preguntas para usted,entonces, señor Arpego, antes de irme.¿Cómo quiere que le describa, señor?¿Cómo un tosco millonario filipino? ¿Osólo como un medio millonario?

—Dios santo —murmuró Lizzie, ypor suerte, las luces volvieron aapagarse, volvió el tamborileo, todosregresaron a sus puestos y una voz demujer con acento francés dirigió unsuave comentario por el altavoz. Al

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fondo de la pasarela, las dos muchachasnegras ejecutaban largas e insinuantesdanzas de sombras. Cuando apareció laprimera modelo, Jerry vio que Lizzie selevantaba en la oscuridad, se echaba lacapa por los hombros y enfilaba por elpasillo, pasaba ante él y se dirigía hacialas puertas, con la cabeza baja. Jerry lasiguió. En el vestíbulo, ella medio sevolvió, como para ver si él venía ycruzó el pensamiento de Jerry la idea deque le esperaba. La expresión de Lizzieera la misma que reflejaba el estado deánimo del propio Jerry. Parecía acosaday cansada y absolutamentedesconcertada.

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—¡Lizzie! —gritó Jerry, como siacabase de ver a una vieja amiga, ycorrió a su lado antes de que ella llegaraa la puerta del tocador—. ¡Lizzie! ¡Diosmío! ¡Cuántos años! ¡Toda una vida!¡Super!

Un par de agentes de seguridadmiraron mansamente como Jerryabrazaba a la chica para el beso deviejos amigos. Jerry deslizó al mismotiempo la mano izquierda por debajo dela capa y al inclinar su rostro sonrientehacia el de ella, apoyó el pequeñorevólver en la piel desnuda de suespalda, el cañón justo debajo de lanuca, y de este modo, ligado a ella por

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lazos de viejo afecto, la condujo a lacalle, charlando alegremente todo elrato; llamó a un taxi. Habría preferidono tener que sacar el revólver, pero nopodía arriesgarse a tener quemaltratarla. Así son las cosas, pensó.Vienes para decirle que la amas, yacabas llevándotela a punta de pistola.Lizzie temblaba de cólera, pero Jerry nocreyó que estuviera asustada, y no se leocurrió siquiera pensar que pudieseafligirle tener que abandonar aquellaespantosa fiesta.

—Esto es precisamente lo que yonecesito —dijo Lizzie, mientras subíanotra vez entre la niebla—. Perfecto.

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Absolutamente perfecto.Llevaba un perfume que a Jerry le

resultaba extraño, pero de todos modos,le pareció que olía muchísimo mejor queel Zumo de la vid.

Guillam no estaba exactamenteaburrido, pero su capacidad deconcentración no era tampoco infinita,como parecía ser la de George. Cuandono se preguntaba qué demonios andaríahaciendo Jerry Westerby, se sorprendíarecreándose en la privación erótica deMolly Meakin o bien recordando a aquelmuchacho chino con los brazos

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descoyuntados gritando y gimiendocomo una liebre herida al coche que sealejaba. El tema de Murphy era ahora laisla de Po Toi y estaba extendiéndose enél despiadadamente.

Volcánica, señor, decía.La roca más dura de todo el grupo

de islas de Hong Kong, señor, decía.Y la isla situada más al sur, decía, y

justo allí en el límite de las aguaschinas.

Doscientos cuarenta metros dealtura, señor, los pescadores la utilizancomo punto de referencia cuandonavegan en altar mar, señor, decía.

Desde el punto de vista técnico, no

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es una isla sino un grupo de seis islas,aunque las otras son estériles, sinárboles, y están deshabitadas.

Un templo magnífico, señor. Demucha antigüedad. Unas tallas enmadera excelentes, pero poca aguanatural.

—Por Dios, Murphy, que no vamosa comprarlas —exclamó Martello.

En opinión de Guillam, con laacción próxima y Londres lejos,Martello había perdido gran parte de sulustre y todo su aire inglés. Los trajestropicales que utilizaba erannorteamericanos hasta los tuétanos, ynecesitaba hablar con gente, a ser

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posible de la suya. Guillam sospechabaque hasta Londres era una aventura paraél y Hong Kong era ya territorioenemigo. Smiley, por su parte,reaccionaba de forma totalmente opuestaante la tensión: se volvía reservado y deuna cortesía rígida.

Po Toi tenía una poblacióndecreciente de ciento ocho campesinos ypescadores, la mayoría comunistas, tresaldeas habitadas y tres muertas, señor,decía Murphy. Seguía con su cantinela.Smiley seguía escuchando atentamente,pero Martello garrapateaba impacienteen su cuaderno.

—Y mañana, señor —decía Murphy

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—, mañana por la noche se celebra elfestival anual de Po Toi, en el que serinde homenaje a Tin Hau, la diosa delmar, señor.

Martello dejó de escribir.—¿Esa gente cree realmente tales

tonterías?—Todo el mundo tiene derecho a su

religión, señor.—¿Te enseñaron eso en la academia

de instrucción, Murphy? —dijoMartello, volviendo a su cuaderno.

Hubo un incómodo silencio hastaque Murphy asió valerosamente elpuntero y posó su extremo en el bordesur de la costa de la isla.

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—Este festival de Tin Hau, señor, seconcentra en el puerto principal, señor,justo aquí, en la punta sudoeste que esdonde está situado el antiguo templo.Según la informada predicción del señorSmiley, la operación de desembarco deKo se producirá aquí, lejos de la bahíaprincipal, en una pequeña cala de laparte este de la isla. Desembarcando enesta zona de la isla, que no estáhabitada, y que no tiene un accesodirecto fácil por el mar, en un momentoen que la distracción del festival de laisla en la bahía principal…

Guillam no llegó a oír el teléfono.Sólo ovó la voz del otro hombre

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silencioso de Martello contestar lallamada:

—Sí. Mac.Luego, el chirrido de su sillón al

incorporarse mirando a Smiley.—Bien, Mac. Claro, Mac. Ahora

mismo. Sí. Espera. A mi lado. Unmomento.

Smiley estaba ya junto a él, con lamano extendida para coger el teléfono.Martello observaba a Smiley. Murphy,en el podium, había vuelto la espalda yseñalaba otras interesantescaracterísticas de Po Toi, sin advertirdel todo la interrupción.

—Los marinos también llaman a esta

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isla Roca Fantasma, señor —explicó,con la misma voz monótona—. Peroparece que nadie sabe por qué.

Smiley escuchó un momento y colgó.—Gracias, Murphy —dijo cortés—.

Ha sido muy interesante.Se quedó quieto un momento, los

dedos en el labio de arriba, en un gestopickwickiano de reflexión.

—Sí —repitió—. Sí, mucho.Caminó luego hasta la puerta, pero

se detuvo otra vez.—Perdóname, Marty, tengo que

dejaros un rato. No más de una o doshoras, espero. En cualquier caso, yatelefonearé.

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Estiró la mano hacia el pomo de lapuerta. Se volvió luego y se dirigió aGuillam.

—Peter, creo que será mejor quevengas tú también, si no te importa.Quizá necesitemos un coche y a ti pareceque no te afecta gran cosa el tráfico deHong Kong. Vi hace un momento a Fawnpor algún sitio… ah, estás ahí.

En Headland Road, las flores teníanun brillo velludo, como helechospintados para Navidad. La acera eraestrecha y se utilizaba raras veces, sólola usaban las amahs para pasear a los

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niños, cosa que hacían sin hablarles,como si paseasen perros. La furgonetade vigilancia de los primos era unafurgoneta Mercedes deliberadamentegris e insignificante, bastantedestartalada, con manchas de polvo ybarro en los lados y las letras H. K.ESTUDIOS DE PROM. Y CONSTR. aun lado. Una vieja antena de la quecolgaban banderolas chinas se inclinabasobre la cabina, y cuando pasabalúgubremente ante la residencia de Kopor segunda vez, (¿o era por cuarta?)aquella mañana, nadie se fijó en ella. EnHeadland Road, como en todo HongKong, siempre hay alguien construyendo.

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Estirados dentro de la furgonetasobre bancos de cuero de imitacióndispuestos para tal fin, dos hombresobservaban atentamente entre un bosquede lentes, cámaras y radioteléfonos.También para ellos se estabaconvirtiendo en una especie de rutinapasar por delante de Seven Gates.

—¿Ningún cambio? —dijo elprimero.

—Ninguno —confirmó el segundo.—Ningún cambio —repitió el

primero, por el radioteléfono, y ovó lavoz tranquilizadora de Murphy al otroextremo, certificando la llegada delmensaje.

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—Quizá sean figuras de cera —dijoel primero, aún observando—. Quizádebiésemos darles un tiento y ver sigritan.

—Quizá debiéramos hacerlo —dijoel segundo.

Los dos estaban de acuerdo en queen toda su carrera profesional nuncahabían controlado algo que estuviese tanquieto. Ko estaba donde siempre, alfondo de la enramada de rosas, dándolesla espalda, y mirando hacia el mar. Supequeña esposa, que vestía comosiempre de negro, estaba sentadaseparada de él, en una butaca blanca dejardín; parecía mirar fijamente a su

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marido. Sólo Tiu hacía algúnmovimiento. También estaba sentado,pero al otro lado de Ko, y masticaba loque parecía un buñuelo.

Tras llegar a la carretera principal,la furgoneta enfiló hacia Stanley,prosiguiendo por razones de coberturasu ficticio reconocimiento de la zona.

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20El amante de Liese

Su piso resultaba grande eincongruente: una mezcla de sala deespera de aeropuerto, suite de ejecutivoy boudoir de buscona. El techo del salónestaba inclinado hasta el punto de laasimetría, como la nave de una iglesiaque se estuviese hundiendo. El suelocambiaba de niveles incesantemente, laalfombra tenía el espesor de la hierba yal pasar por ella fueron dejandopequeñas huellas. Las enormes ventanasproporcionaban vistas ilimitadas pero

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solitarias, y cuando cerró los postigos ycorrió las cortinas, los dos se vieron depronto en un chalet suburbano sin jardín.L a amah se había ido a su habitacióndetrás de la cocina y cuando apareció,Lizzie le mandó que volviera allí. Saliórefunfuñando ceñuda. Espera que se locuente al amo, iba diciendo.

Jerry echó los cierres de la puerta deentrada y tras ello la llevó consigo,conduciéndola de habitación enhabitación, haciéndola caminar unospasos por delante y a su izquierda, yabrirle las puertas e incluso losarmarios. El dormitorio era un montajetelevisero de femme fatale con una cama

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redonda cubierta de edredones y unbaño hundido y redondo tras un enrejadoespañol. Jerry revisó los armarios quehabía junto a la cama buscando un armacorta, porque aunque en Hong Kong nosuelen abundar las armas, la gente queha vivido en Indochina suele tenerarmas. El vestidor daba la impresión deque Lizzie había vaciado en Central unade las elegantes tiendas de decoraciónestilo escandinavo por teléfono. Elcomedor era de cristal ahumado, cromopulido y cuero, con falsos antepasadosgainsboroughnianos que mirabanpastosamente los vacíos sillones: todaslas momias que no sabían cocer un

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huevo, pensó Jerry. Negros escalones depiel de tigre conducían al cubil de Ko yallí Jerry se demoró, examinándolotodo, fascinado a su pesar, viendo entodo a su rival, y comprobando suparentesco con el viejo Sambo. Elescritorio tamaño regio con las patasbombé y los extremos de bola y garra, lacuchillería presidencial. Los tinteros, elabrelibros envainado y las tijeras, lasobras jurídicas de referencia intactas,las mismas que el viejo Sambo llevabade un lado a otro: el Simons deimpuestos, el Charles Worth de derechomercantil. Los testimonios enmarcadosen la pared. La citación para su Orden

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del Imperio Británico que empezaba«Isabel Segunda por la gracia deDios…» La medalla misma,embalsamada en satén, como los brazosde un caballero muerto. Fotografías degrupos de chinos ancianos en lasescaleras de un templo de los espíritus.Caballos de carreras victoriosos. Lizzieriendo para él. Lizzie en traje de baño,sensacional. Lizzie en París.Suavemente, abrió los cajones de lamesa y descubrió el papel con membreteen relieve de una docena de empresasdistintas. En los armarios, carpetasvacías, una máquina de escribireléctrica IBM sin enchufe, una agenda

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de direcciones sin ninguna direcciónescrita. Lizzie desnuda de la cintura paraarriba, vuelta mirándole sobre su largaespalda. Lizzie, Dios nos asista, con untraje de novia, y un ramo de gardeniasen la mano. Ko debió mandarla a unestudio de fotos de boda para aquello.

No había ninguna foto de sacos dearpillera con opio.

El santuario del ejecutivo, pensóJerry, allí quieto, de pie. El viejo Sambotenía varios: chicas que tenían pisos deél, una tenía incluso una casa, y sinembargo sólo le veían unas cuantasveces al año. Pero siempre estahabitación especial y secreta, con el

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escritorio y los teléfonos sin utilizar ylos recuerdos de un instante, un rincónmaterial tallado en la vida de otro, unrefugio de los otros refugios.

—¿Dónde está él? —preguntó Jerry,acordándose otra vez de Luke.

—¿Drake?—No, Papá Noel.—Dímelo tú.La siguió hasta el dormitorio.—¿Es frecuente que no sepas dónde

está? —preguntó.Ella se estaba quitando los

pendientes, metiéndolos en un joyero.Luego el broche, el collar y las pulseras.

—Él me llama desde donde esté, sea

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de noche o de día, nos da igual. Esta esla primera vez que no llama.

—¿Puedes llamarle tú a él?—Siempre que quiera —replicó ella

con fiero sarcasmo—. Por supuesto. Laesposa número uno y yo lo pasamos engrande. ¿No lo sabías?

—¿Y en la oficina?—Él no va a la oficina.—¿Y qué me dices de Tiu?—Maldito Tiu.—¿Por qué?—Porque es un cerdo —masculló

ella, abriendo un armario.—Él podría transmitirle tus

mensajes.

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—Si le apeteciese, pero no leapetece.

—¿Por qué no?—¿Cómo demonios voy a saberlo

yo? —sacó del armario un jersey y unosvaqueros y los echó en la cama—.Porque me odia. Porque no confía en mí.Porque no le gusta que los ojirredondosse relacionen con el Gran Señor. Ahorasal que voy a cambiarme.

Jerry pasó de nuevo al vestidor,dándole la espalda, oyendo el rumor deseda y piel.

—Vi a Ricardo —dijo—. Tuvimosun sincero y completo intercambio depuntos de vista.

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Necesitaba saber si se lo habíandicho a ella. Desesperadamente.Necesitaba absolverla de lo de Luke.Escuchó; luego continuó:

—Charlie Mariscal me dio sudirección, así que fui hasta allí y tuveuna charla con él.

—Bárbaro —dijo ella—. Así que yaeres de la familia.

—Me hablaron de Mellon. Medijeron que pasaste droga para él.

Ella no hablaba, así que Jerry sevolvió para mirarla y estaba sentada enla cama, con la cabeza entre las manos.Con vaqueros y jersey aparentaba unosquince años, y ser mucho más baja.

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—¿Qué demonios quieres tú? —murmuró al fin, tan quedo que muy bienpodría estar formulándose a sí misma lapregunta.

—A ti —dijo él—. De verdad.Jerry no sabía si le había oído,

porque lo único que hizo ella fue lanzarun largo suspiro y murmurar luego «ay,Dios mío».

—¿Mellon es amigo tuyo? —preguntó al fin.

—No.—Lástima. Necesita un amigo como

tú.—¿Sabe Arpego dónde está Ko?Ella se encogió de hombros.

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—¿Entonces cuánto hace que nosabes nada de él?

—Una semana.—¿Qué te dijo?—Que tenía cosas que hacer.—¿Qué cosas?—¡Deja de hacer preguntas, por

amor de Dios! Todo el mundo andahaciendo preguntas, así que no te pongastú también a la cola, ¿entendido?

Jerry la miró y vio que en sus ojosbrillaban la cólera y la desesperación.Abrió la puerta de la terraza y saliófuera.

Necesito una sesión informativa,pensó con amargura. ¿Dónde estáis

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ahora que os necesito, planificadores deSarratt? Hasta entonces no había caídoen la cuenta de que al cortar el cabletambién se desprendía el piloto.

La terraza daba a tres fachadas. Laniebla había levantado de momento.Tras él, se alzaba el Pico, sus hombrosfestoneados de luces doradas. Bancos demóviles nubes formaban cambiantescavernas alrededor de la luna. El puertohabía desenterrado todas sus galas. Ensu centro, dormitaba como una mujermimada un portaviones norteamericano,inundado de luz y engalanado, en mediode un grupo de lanchas auxiliares. En lacubierta del portaviones una hilera de

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helicópteros y de cazas pequeños lerecordaron la base aérea de Tailandia.Una columna de juncos pasaba junto a élcamino de Cantón.

—¿Jerry?Ella estaba en la puerta abierta de la

terraza, observándole al fondo de unahilera de árboles enmacetados.

—Pasa dentro. Tengo hambre —ledijo.

Era una cocina en la que nadiecocinaba ni comía, pero tenía un rincónbávaro, con bancos de pino, fotosalpinas y ceniceros que decíanCarlsberg. Le sirvió café de unacafetera eléctrica, y él percibió que ella,

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cuando estaba en guardia, echaba loshombros hacia adelante y cruzaba losbrazos tal como solía hacer la huérfana.También advirtió que temblaba. Pensóque debía estar temblando desde que lehabía puesto la pistola en la espalda ypensó que ojalá no lo hubiera hecho,porque empezaba a darse cuenta de queella estaba tan mal como él, y tal vezmucho peor incluso, y que la atmósferaque predominaba entre ellos era la dedos personas después de un desastre,cada una de ellas en su propio infierno.

Le sirvió un brandy con soda y sesirvió lo mismo, e hizo que se sentara enel salón, que estaba más caliente, y la

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observó mientras ella se encogía y bebíael brandy, con la vista en la alfombra.

—¿Música? —le preguntó.Ella dijo que no con un gesto.—Yo me represento a mí mismo —

dijo Jerry—. No tengo relación conninguna otra empresa.

Quizá no le hubiese oído.—Estoy libre y dispuesto —dijo—.

Lo único que pasa es que ha muerto unamigo mío.

Vio que ella asentía, pero sólo porsimpatía; estaba seguro de que aquellono le recordaba nada.

—Lo de Ko está poniéndose muysucio —dijo Jerry—. No va a resultar

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bien. Estás mezclada con gente muydesagradable, incluido Ko. Fríamenteconsiderado, es un enemigo públiconúmero uno. Pensé que quizá te gustasesalir de todo esto. Por eso volví. Minúmero de Galahad. Es que no sé quéestá ocurriendo exactamente a tualrededor. Mellon, todo eso. Quizádebiéramos examinarlo juntos y ver dequé se trata.

Y tras esta explicación, nadacoherente, sonó el teléfono. Tenía unode esos graznidos estranguladosdestinados a no irritar los nervios.

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El teléfono quedaba al otro lado dela habitación en una especie de carritodorado. A cada sorda nota, pestañeabaen él una lucecita y las estanterías decristal ondulado captaban el reflejo.Ella miró el teléfono, luego a Jerry y sepintó en su cara de inmediato unaexpresión viva de esperanza. Jerry selevantó con presteza y le acercó elcarrito, cuyas ruedas temblequeabansobre la gruesa alfombra. El cable fuedesenroscándose tras él mientrascaminaba, hasta ser como el garrapateode un niño a lo largo de la habitación.Ella descolgó rápidamente y dijo«Worth», con ese tono un poco áspero

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que adoptan las mujeres cuando vivensolas. Él pensó en decirle que la líneaestaba controlada pero no sabía contraqué estaba previniéndola: ya no teníaposición, no estaba de éste ni de aquellado. No sabía qué significaba cadalado, pero de pronto su cabeza volvió allenarse de Luke y el cazador que habíaen él despertó del todo. Ella tenía elteléfono pegado al oído, pero no habíavuelto a hablar. Dijo «sí» una vez, comosi estuviera recibiendo instrucciones,dijo «no» otra vez, con firmeza. Su cararesultaba inexpresiva y a Jerry su voz nole decía nada. Pero éste percibíaobediencia, y percibía ocultamiento y, al

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percibirlo, se encendió en él porcompleto la cólera y nada más leimportó.

—No —dijo ella al teléfono—. Mefui de la fiesta pronto.

Jerry se arrodilló a su lado,intentando escuchar, pero ella mantuvoel teléfono bien pegado a la oreja.

¿Por qué no le preguntaba dóndeestaba? ¿Por qué no le preguntabacuándo le vería? ¿Si estaba bien? Porqué no había telefoneado. Por quémiraba así a Jerry, sin mostrar alivioalguno.

Jerry la cogió por la mejilla y laobligó a volver la cabeza y le susurró al

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otro oído.—¡Dile que debes verle! Irás a verle

tú, adonde sea.—Sí —dijo ella, de nuevo al

teléfono—. Está bien. Sí.—¡Díselo! ¡Dile que debes verle!—Debo verte —dijo ella al fin—.

Iré yo misma adonde estés.Aún tenía el receptor en la mano. Se

encogió de hombros, pidiendoinstrucciones y aún tenía los ojosvueltos hacia Jerry… no como su SirGalahad, sólo como una parte más delmundo hostil que la rodeaba.

—¡Te quiero! — cuchicheó él—. ¡Dilo que suelas decirle!

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—Te quiero —dijo ella brevemente,con los ojos cerrados, y colgó, antes deque él pudiera impedírselo.

—Viene hacia aquí —dijo—.Maldito seas.

Jerry estaba aún arrodillado a sulado. Ella se levantó para librarse de él.

—¿Lo sabe? —preguntó Jerry.—¿Si sabe qué?—Que estoy aquí.—Puede —dijo ella, y encendió un

cigarrillo.—¿Y dónde está ahora?—No lo sé.—¿Cuándo llegará aquí?—Dijo que pronto.

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—¿Está solo?—No lo dijo.—¿Lleva un arma?Ella estaba al otro lado de la

habitación. Sus tensos ojos grises aún lemiraban furiosos y asustados. Pero aJerry no le afectaba ya su estado deánimo. La febril urgencia de acciónhabía desbordado los demássentimientos.

—Drake Ko. El amable individuoque te instaló aquí. ¿Lleva un arma?¿Disparará sobre mí? ¿Está Tiu con él?Sólo son preguntas, nada más.

—En la cama no la lleva, la verdad.—¿A dónde vas tú?

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—Me parece que los dos preferiréisque os deje solos.

Llevándola de nuevo al sofá, laobligó a sentarse frente a las puertasdobles, al fondo de la habitación. Laspuertas eran de cristal esmerilado y trasellas estaba el vestíbulo y la puerta deentrada. Jerry las abrió, para ver sinobstáculos a cualquiera que entrara.

—¿Tenéis normas sobre la gente quepuede venir aquí? —ella no atendió a supregunta— Hay una mirilla, ¿te obliga éla comprobar cuando llaman, antes deabrir?

—Él llama desde abajo por elteléfono interior. Luego utiliza su propia

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llave.La puerta de entrada era de madera

dura laminada, no demasiado sólida,pero sí lo suficiente. Según la tradiciónde Sarratt, si quieres coger por sorpresaa un intruso solitario, no te pongasdetrás de la puerta porque no podrásvolver a salir. Jerry se sintió inclinadopor una vez a aceptarlo. Sin embargo,mantenerse en el lado abierto era ser unblanco fácil para todo aquel que llegaracon intenciones agresivas, y Jerry noestaba seguro, ni mucho menos, de queKo no sospechase que él estaba allí, nilo estaba tampoco de que fuera a llegarsolo. Consideró la posibilidad de

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esconderse detrás del sofá, pero noquería que la chica quedara en la líneade fuego si había tiroteo. No podíaadmitir tal cosa. La copa de brandy de élestaba junto a la de ella en la mesa, asíque la retiró silenciosamente,colocándola detrás de un jarrón deorquídeas de plástico. Vació el ceniceroy colocó un ejemplar abierto de Vogueen la mesa, delante de Lizzie.

—¿Pones música cuando estás sola?—A veces.Jerry eligió a Ellington.—¿Demasiado alto?—Más alto —dijo ella.Receloso, Jerry bajó el sonido,

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mirándola. Al hacerlo, sonó dos vecesen el vestíbulo el teléfono interior.

—Ten cuidado —le advirtió, y,revólver en mano, se encaminó hacia ellado de la puerta de entrada que seabría, en posición de tiro, a un metro delarco, lo bastante cerca para saltar haciaadelante, lo suficientemente lejos paradisparar y tirarse, que era lo que teníapensado al colocarse medio acuclilladoallí. Sostenía el revólver en la izquierday nada en la derecha, porque a aquelladistancia no podía errar con ningunamano, mientras que si quería golpearprefería tener libre la derecha.Recordaba cómo llevaba las manos Tiu

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y se dijo que no podía dejar que se leacercara. Hiciese lo que hiciese, teníaque hacerlo a distancia. Una patada en laentrepierna y luego fuera. Mantenerselejos de aquellas manos.

—Tú di «adelante» —le dijo.—Adelante —repitió Lizzie por

teléfono. Colgó y quitó el cierre de lapuerta.

—Cuando entre, sonríe para lacámara. No grites.

—Vete al infierno.Del hueco del ascensor llegó hasta

su oído sensibilizado el rumor de unascensor subiendo y el monótono «ping»del timbre.

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Oyó pasos acercándose a la puerta,sólo de una persona, firmes, y recordó elpaso cómico y un poco simiesco deDrake Ko en Happy Valley, cómo se lemarcaban las rodillas en los pantalonesde franela. Una llave se deslizó en lacerradura, giró, y el resto siguió sinvisible premeditación. Por entonces,Jerry había saltado con todo su peso,aplastando contra la pared el cuerpoindefenso. Cayó un cuadro de Venecia.El cristal se rompió, Jerry cerró lapuerta de golpe, todo ello en el mismoinstante en que encontraba una gargantay hundía el cañón de la pistola en lacarne. Luego, la puerta se abrió por

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segunda vez desde fuera, muy deprisa,Jerry perdió el resuello, sus piesvolaron hacia arriba, un dolorinmovilizante brotó de sus riñones, seexpandió y le lanzó sobre la gruesaalfombra; un segundo golpe le alcanzóen la entrepierna y le hizo jadear y alzarlas rodillas hasta el mentón. Sus ojosextraviados vieron ante sí de pie alpequeño y furioso Fawn, la niñera,disponiéndose a asestar un tercer golpe,y vieron la rígida sonrisa de SamCollins que atisbaba tranquilo porencima del hombro de Fawn evaluandolos daños. Y quieto en el umbral, conexpresión muy preocupada, mientras se

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ajustaba el cuello de la camisa trasaquel asalto inesperado de Jerry, elseñor George Smiley, el que en tiemposhabía sido su guía y mentor, conteníajadeante y muy aturdido a sus ayudantes.

Jerry podía sentarse, pero sólo sipermanecía inclinado hacia adelante.Tenía las manos inmóviles delante, loscodos sobre los muslos, le dolía todo elcuerpo; era como un veneno que seextendiese desde una fuente central. Lachica le miraba desde la puerta delvestíbulo. Fawn estaba al acecho,deseoso de tener otra excusa para

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atizarle. Al otro extremo de la estancia,estaba Sam Collins, sentado en un sillónde orejas, con las piernas cruzadas.Smiley le había servido a Jerry unbrandy solo y estaba inclinado sobre él,poniéndole la copa en la mano.

—¿Qué estás haciendo aquí, Jerry?—dijo Smiley—. No entiendo.

—Cortejando —dijo Jerry, y cerrólos ojos, mientras le asolaba una nuevaoleada de lúgubre dolor—. Le cogí unafecto imprevisto aquí a nuestraanfitriona. Lo siento.

—Hiciste algo muy peligroso, Jerry—objetó Smiley—. Pudiste haberestropeado toda la operación. Supón que

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yo hubiese sido Ko. Las consecuenciashabrían sido desastrosas.

—Te aseguro que lo habrían sido, sí—dijo, y tomó otro trago—. Luke hamuerto. Está tirado en mi piso con lacabeza rota.

—¿Quién es Luke? —preguntóSmiley, olvidando que se habían vistoen casa de Craw.

—Nadie. Sólo un amigo —bebió denuevo—. Un periodista norteamericano.Un borracho. Nadie ha perdido nada.

Smiley miró a Sam Collins, peroSam se encogió de hombros.

—Nadie que conozcamos nosotros—dijo.

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—Llámales de todos modos —dijoSmiley.

Sam cogió el teléfono móvil y saliócon él de la habitación, porque conocíala distribución del piso.

—¿Le habéis apretado las clavijas,,eh? —dijo Jerry, indicando con un gestoa Lizzie—. Creo que no queda nada enel libro que no le hayáis hecho.

Luego, dirigiéndose a ella, añadió:—¿Qué tal te va, amiga? Perdona el

jaleo. No rompimos nada, ¿verdad?—No —dijo ella.—Te han apretado las clavijas

utilizando tu pasado culpable, ¿verdad?El palo y la zanahoria. ¿Te prometieron

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dejar limpia la pizarra? Eres una tonta,Lizzie. En este juego no se permite tenerun pasado. Y tampoco se puede tener unfuturo. Verboten.

Se volvió de nuevo a Smiley:—No pasó más que eso, George. No

hay ninguna filosofía especial en elasunto. Sólo que la amiga Lizzie entrómuy dentro de mí.

Y echó la cabeza hacia atrás y mirófijamente a Smiley con los ojossemicerrados. Con la claridad que aveces proporciona el dolor, se diocuenta de que con su acción había puestoen peligro hasta la existencia misma deSmiley.

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—No te preocupes —dijosuavemente—. A ti no te pasará, puedesestar seguro.

—Jerry —dijo Smiley.—Señor —dijo Jerry, adoptando una

postura teatral de atención.—Jerry, no entiendes lo que pasa.

Hasta qué punto pudiste estropearlotodo. Miles de millones de dólares ymiles de hombres que no habríanobtenido nada de lo que nos proponemosconseguir con esta operación. Ungeneral en guerra se moriría de risapensando en un sacrificio tan pequeñopor un dividendo tan enorme.

—No me pidas a mí que te saque del

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apuro, amigo —dijo Jerry mirándole denuevo a la cara—. El sabihondo eres tú,¿recuerdas? No yo.

Volvió Sam Collins. Smiley le miróinterrogante.

—No es uno de los suyos tampoco—dijo Sam.

—Iban a por mí —dijo Jerry—.Pero cogieron a Lukie. Es un gran tipo.O lo era.

—¿Y está en tu piso? —preguntóSmiley—. Muerto. De un tiro. ¿Y en tupiso?

—Lleva allí tiempo.Smiley se dirigió a Collins:—Tenemos que limpiar todas las

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huellas, Sam. No podemos arriesgarnosa un escándalo.

—Volveré a llamarles ahora —dijoCollins.

—Y entérate de los vuelos —dijoSmiley cuando el otro ya salía—. Dos.De primera.

Collins asintió.—No me gusta ni pizca ese tipo —

confesó Jerry—. Nunca me gustó. Debeser el bigote.

Luego, señaló a Lizzie.—¿Qué tiene ella para ser tan

importante para todos vosotros, George?Ko no le cuchichea sus más íntimossecretos. Ella es una ojirredonda —se

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volvió a Lizzie—. ¿Verdad que no?Ella movió la cabeza.—Si lo hiciese, ella no se acordaría

—continuó Jerry—. Es muy torpe paraesas cosas. Probablemente nunca hayaoído hablar de Nelson.

Volvió a dirigirse a ella:—Tú. ¿Quién es Nelson? Vamos,

¿quién es? El hijito muerto de Ko,¿verdad? Eso es. Le puso su nombre albarco, ¿verdad? Y a su caballo.

Luego, se volvió a Smiley:—¿Ves? Es muy torpe. Te aconsejo

que la dejes fuera del asunto.Collins había vuelto con una nota de

horarios de vuelos. Smiley la leyó

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ceñudo.—Tenemos que enviarte a casa

inmediatamente, Jerry —dijo—.Guillam está esperando abajo con uncoche. Fawn también irá.

—Tengo ganas de vomitar otra vez,si no te importa.

Jerry se incorporó, se apoyó en elbrazo de Smiley e inmediatamente Fawnse adelantó, pero Jerry esgrimió hacia élun dedo amenazador, mientras Smiley leordenaba retroceder.

—No te acerques a mí, gnomovenenoso —le advirtió Jerry—. Tuvisteuna ocasión y se acabó. La próxima vez,no será tan fácil.

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Avanzaba encogido, despacio,arrastrando los pies, con las manos en elvientre. Al llegar junto a la chica, sedetuvo.

—¿Tenían sus reuniones aquí Ko ysus amiguitos, querida? Ko subía aquí asus muchachos para charlar con ellos,¿verdad?

—A veces…—Y tú ayudabas con los micros,

¿eh? Como una buena ama de casa.Dejabas entrar a los chicos de sonido,sostenías la lámpara… Claro que lohacías, sí…

Ella asintió.—Aún no es suficiente —objetó

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Jerry, mientras continuaba renqueantehacia el baño—. Aún no contesta eso ami pregunta. Debe haber más cosas,muchas más.

En el baño, puso la cara bajo el aguafría, bebió un poco e inmediatamentevomitó. Al volver, miró de nuevo a lachica. Ella estaba en el salón y, al igualque la gente que cuando está tensa sepone a hacer cosas triviales se habíapuesto a ordenar los discos y colocarlosen su funda correspondiente. En unrincón distante, Smiley y Collinsconferenciaban en voz baja. Cerca yalerta, esperando junto a la puerta,estaba Fawn.

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—Adiós, amiga —le dijo a la chica.Y poniéndole la mano en el hombro, lahizo volverse hasta que sus ojos grisesle miraron de frente.

—Adiós —dijo ella, y le besó, noexactamente con pasión, pero al menosmás concienzudamente que a loscamareros.

—Yo fui una especie de accesorioantes de la acción —explicó—. Losiento. Pero no lamento ninguna otracosa. Será mejor que tengas cuidadotambién con ese maldito Ko. Porque siellos no consiguen matarle, puede que lohaga yo.

Y le acarició las cicatrices de la

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barbilla y luego se arrastró hacia lapuerta, donde esperaba Fawn, y sevolvió para despedirse de Smiley, queestaba solo de nuevo. Collins había sidoenviado al teléfono. Smiley estaba comomejor le recordaba Jerry: los brazoscortos ligeramente alzados de loscostados, la cabeza un poco hacia atrás,la expresión como de disculpa y deinterrogación al mismo tiempo, comoquien acaba de dejarse el paraguas en elmetro. La chica se había apartado deambos y aún seguía ordenando losdiscos.

—Recuerdos a Ann —dijo Jerry.—Gracias.

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—Estás equivocado, amigo. No sécómo, no sé por qué, pero estásequivocado. Aunque, de todos modos,imagino que es demasiado tarde paraeso.

Se sintió mal otra vez y le aullaba lacabeza por los dolores que sentía en elcuerpo.

—Si te acercas más a mí —le dijo aFawn— te romperé ese cochino cuello,¿entendido?

Se volvió de nuevo a Smiley, queseguía en la misma postura y nomostraba indicio alguno de haberleoído.

—Así que os queda el campo libre

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—dijo Jerry.Con un último gesto de despedida

para Smiley, pero ninguno para la chica,Jerry salió cojeando al descansillo,seguido de Fawn. Cuando esperaba elascensor, vio al elegante norteamericanode pie a la entrada de otro piso abierto,observándole.

—Hombre, me había olvidado de ti—dijo ruidosamente—. Tú eres el quecontrola los aparatos de su piso, ¿eh?Los ingleses la chantajean y los primosle ponen escuchas en casa, es una chicacon suerte, recibe de todas partes.

El norteamericano desapareció,cerrando rápidamente la puerta. Llegó el

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ascensor y Fawn le empujó al interior.—No hagas eso —le advirtió Jerry

—. Este caballero se llama Fawn —dijo, dirigiéndose a los otros ocupantesdel ascensor en voz muy alta.

La mayoría de los ocupantes delascensor llevaban smoking y trajes delentejuelas.

—Pertenece al Servicio Secretobritánico y acaba de darme una patadaen los huevos. Vienen los rusos —añadió, a sus rostros inexpresivos eindiferentes—. Se van a llevar todovuestro dinero.

—Está borracho —dijo Fawnirritado.

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En el vestíbulo, Laurence, elportero, les observó con gran interés.Delante del edificio esperaba un sedánPeugeot azul. Sentado al volante estabaPeter Guillan.

—Adentro —masculló.La puerta delantera estaba cerrada.

Jerry subió atrás, seguido de Fawn.—¿Qué demonios te has creído tú?

—exigió Guillam furioso—. ¿Desdecuándo los ocasionales de Londrespueden tomar una iniciativa así en plenaoperación?

—No te acerques —advirtió Jerry aFawn—. Al más mínimo movimiento, teatizo. Te lo digo en serio. Te aviso.

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Oficial.Había vuelto la niebla baja, rodaba

sobre el capó. La ciudad parecía alpasar como una serie de vistasenmarcadas de un depósito de chatarra:un letrero pintado, el escaparate de unatienda, ramales de cables siguiendo lasluces de neón, una masa de asfixiadofollaje; el inevitable edificio enconstrucción inundado de luz. En elespejo, Jerry vio que le seguía unMercedes negro. Pasajero varón, chófervarón.

—Los primos vienen siguiéndonosla retirada —anunció.

Un espasmo de dolor en el abdomen

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estuvo a punto de hacerle perder elconocimiento y por un instante pensóque Fawn había vuelto a pegarle, perofue sólo un recuerdo de la primera vez.En Central, hizo parar a Guillam yvomitó en la calle a la vista de todo elmundo, sacando la cabeza por laventanilla, mientras Fawn acechabatenso. El Mercedes paró también, trasellos.

—No hay nada como un buen dolor—exclamó, acomodándose de nuevo enel coche—, para despejar la sesera depolillas por una temporada. ¿Eh, Peter?

Guillam, que estaba furioso, contestócon un taco.

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No entiendes lo que pasa, habíadicho Smiley. Hasta qué punto pudisteestropearlo todo. Miles de millones dedólares y miles de hombres que nohabrían obtenido nada de lo que nosproponemos conseguir…

¿Cómo? se preguntaba insistente.Conseguir ¿qué? Tenía una idea muyesquemática de la posición de Nelsondentro del gobierno chino. Craw sólo lehabía dicho lo imprescindible. Nelsontiene acceso a las joyas de la Coronade Pekín, Señoría. El que le eche elguante a Nelson, ganará honra y famapara toda la vida para sí mismo y parasu noble casa.

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Iban bordeando el puerto, caminodel túnel. Desde el nivel del mar, elportaviones norteamericano parecíaextrañamente pequeño contra el alegretelón de fondo de Kowloon.

—¿Y cómo le va a sacar Drake? —preguntó tranquilamente a Guillam—.No intentará sacarle volando otra vez,claro. Ricardo acabó con esaposibilidad para siempre, ¿no?

—Succión —masculló Guillam… locual fue una estupidez de su parte, pensójubiloso Jerry. Debería haber mantenidola boca cerrada.

—¿Nadando? —preguntó Jerry—.Nelson cruzando la bahía Mirs. Drake

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no puede hacer eso. Nelson esdemasiado viejo. Moriría de frío, si esque no le cogían antes los tiburones.¿Qué te parece el tren de los cerdos,sacarle con los puercos? Lamento que tepierdas el gran momento, amigo, porculpa mía.

—Yo también lo lamento, puedesestar seguro. Me gustaría atizarte unapatada en la boca.

La dulce música del regocijoresonaba en el cerebro de Jerry. ¡Escierto! se decía. ¡Eso es lo que pasa!Drake va a sacar a Nelson y ellos estánhaciendo cola esperando su llegada.

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Tras el lapsus de Guillam (sólo unapalabra, pero para Sarratt un error claray totalmente imperdonable) había unarevelación tan desconcertante comotodas las que Jerry soportaba entonces,y. en algunos aspectos, muchísimo másamarga. Si algo podía mitigar el delitode indiscreción (y para Sarratt nada lomitiga) no hay duda de que podríanalegarse justificadamente lasexperiencias de Guillam en la últimahora: media hora conduciendofrenéticamente para Smiley en la horapunta y la otra media esperando en elcoche, en desesperada indecisión, frentea Star Heights. Todo lo que había

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temido en Londres, sus más lúgubresrecelos respecto a la conexión Enderby—Martello, y los papeles de apoyo deLacon y de Sam exactos por encima decualquier duda razonable, y ciertos yjustificados, y si podía poner algunaobjeción a sus previsiones era la de queen ellas había subestimado el asunto.

Habían ido primero a Bowen Roaden los Midlevels, a un edificio deapartamentos tan neutro y anodino ygrande que hasta los que vivían allídebían de tener que mirar dos veces elnúmero para asegurarse de que entrabanen el debido. Smiley pulsó un botón quedecía Mellon y Guillam fue tan idiota

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que preguntó: «¿Quién es Mellon?» en eljusto instante en que recordaba que erael nombre de trabajo de Sam Collins.Luego hizo una toma doble y se preguntó(a sí mismo, no a Smiley, estaban ya enel ascensor por entonces) a qué chifladopodría ocurrírsele, tras los estragos deHaydon, utilizar el mismo nombre detrabajo que había usado antes de lacaída. Luego, Collins les abrió la puerta,ataviado con su bata de seda tailandesa,un pitillo negro en la boquilla, y susonrisa lavable e inarrugable; y actoseguido estaban ya todos en un salón deparquet con sillones de bambú y Samhabía conectado dos transistores en

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distintas emisoras (en una se oía a unlocutor y música en la otra), comorudimentario sistema de seguridadantiescuchas mientras hablaban. Samescuchaba, ignorando por completo aGuillam; luego se apresuró a telefoneara Martello directamente (Sam tenía unalínea directa con él, date cuenta, notenía que marcar ni nada, comunicacióninmediata, al parecer) para preguntarlevoladamente «cómo andan las cosas conel amiguito». Lo de «amiguito» (Guillamse enteró más tarde) era, en la jerga deljuego, un sinvergüenza. Martellocontestó que la furgoneta de vigilanciaacababa de informar El amiguito y Tiu

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estaba en aquel momento sentados en labahía de Causeway a bordo delAlmirante Nelson, según los vigilantes,y los micros de dirección (comosiempre) estaban recogiendo tantosruidos producidos por el agua que lostranscriptores necesitarían días, quizássemanas, para eliminar los sonidosextraños y descubrir si los dos hombresse habían dicho algo interesante.Entretanto, habían destacado un vigilantefijo junto al muelle, con órdenes deavisar inmediatamente a Martello si laembarcación levaba anclas o alguna delas dos presas desembarcaba.

—Entonces debemos ir allí de

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inmediato —dijo Smiley, así quevolvieron al coche y mientras Guillamconducía el breve trayecto que lesseparaba de Star Heights, furioso yescuchando impotente la tensaconversación de los otros, fueconvenciéndose cada vez más de queestaba contemplando una tela de araña yque sólo George Smiley, obsesionadopor lo que prometía el caso y por laimagen de Karla, era lo bastante miope ylo bastante confiado, y a su modoparadójico lo bastante inocente, parameterse de cabeza y enredarse en ella.

La edad de George, pensó Guillam,las ambiciones políticas de Enderby, su

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proclividad a la postura belicista ypronorteamericana… por no mencionarla caja de botellas de champán y susdescarados galanteos a la planta quinta.El tibio apoyo de Lacon a Smiley,mientras por detrás buscaba en secretoun sucesor. La parada de Martello enLangley. La tentativa de Enderby, hacíasólo días, de sacar a Smiley del caso yentregárselo a Martello en bandeja. Yahora, lo más elocuente y amenazador detodo, la reaparición de Sam Collinscomo comodín del caso con una líneaprivada de comunicación conMartello… Y Martello, Dios nos asista,haciéndose el tonto como si no supiese

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de dónde sacaba George la información,a pesar de la línea directa:

Para Guillam todo esto se resumíaen una sola cosa, y estaba impacientepor coger a Smiley a solas y, porcualquier medio posible, apartarle losuficiente de la operación, sólo por unmomento, para que pudiera ver a dóndese encaminaba. Para explicarle lo de lacarta: Lo de la visita de Sam a Lacon yEnderby en Whitehall.

¿Pero qué hacía en lugar de eso?Tenía que volver a Inglaterra. ¿Por quétenía que volver a Inglaterra? Porque unnecio escritorzuelo llamado Westerbyhabía tenido el descaro de soltarse de la

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traílla.Guillam apenas habría podido

soportar la decepción ni aun en el casode no tener tan clara conciencia de undesastre inminente. Había soportadomucho hasta aquel momento. Elostracismo y el exilio en Brixton cuandoHaydon, el andar al rabo del viejoGeorge en vez de volver al campo,soportando la obsesión de George por elmisterio y el secreto que Guillamconsideraba, en privado, humillante ycontraproducente y, cuando al fin habíaemprendido un viaje con un destino, elmaldito Westerby, precisamente, learrebataba incluso eso. Pero volver a

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Londres sabiendo que por lo menosdurante las veintidós horas siguientesdejaba a Smiley y al Circus en poder deuna manada de lobos, sin tener siquieraposibilidad de advertirle… era paraGuillam la crueldad que coronaba unafrustrada carrera, y si acusar a Jerry detodo le ayudaba, qué demonios, acusaríade todo a Jerry o a quién fuese.

—¡Que vaya Fawn!Fawn no es un caballero, habría

contestado Smiley… o cualquier otracosa que vendría a significar lo mismo.

Y que lo digas, pensó Guillam,recordando los brazos rotos.

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También Jerry tenía conciencia deabandonar a alguien a los lobos, aunqueese alguien fuese Lizzie Worthington yno George Smiley. Mientras miraba porla ventanilla trasera del coche, leparecía que el mundo mismo que estabarecorriendo también había sidoabandonado. Los mercados callejerosestaban desiertos, las aceras, losportales incluso. El Pico se alzaba sobreellos con su cima cocodrilescapintarrajeada por una luna astrosa. Es elúltimo día de la Colonia, decidió. Pekínha hecho su llamada proverbialtelefónica. «Fuera, se acabó la fiesta.»El último hotel estaba cerrando. Vio los

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Rolls Royces vacíos abandonados comodesechos alrededor del puerto, y laúltima matrona ojirredonda cargada consus pieles y joyas libres de impuestos,subiendo la pasarela del últimotrasatlántico. Vio al último especialistaen asuntos chinos echandofrenéticamente sus últimos cálculoserróneos en la trituradora, las tiendassaqueadas, la ciudad vacía esperandocomo una res muerta a que llegaran lashordas. Por un instante, todo pasó a serun mundo que se desvanecía… aquí, enFnom Penh, en Saigón, en Londres, unmundo en precario, con los acreedoresesperando a la puerta; y hasta el mismo

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Jerry, de algún modo indefinible, eraparte de la deuda que había que pagar.

Siempre he agradecido a esteservicio el que me diese la oportunidadde pagar. ¿Es eso lo que sientes tú?¿Lo que te sientes ahora? ¿Una especiede superviviente?

Sí, George, pensó. Pon las palabrasen mi boca, amigo. Eso es lo que siento.Pero quizás no exactamente en el sentidoen que lo dices tú, amigo. Vio la caritacordial y alegre de Frost cuando bebía ybromeaba. Le vio la segunda vez, vio laespantosa mandíbula desencajada, sintióla mano afectuosa de Luke en el hombro,y vio la misma mano abierta en el suelo,

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sobre la cabeza, para coger una pelotaque nunca llegaría, y pensó: Elproblema, amigo, es que quienes enrealidad pagan son los otros pobresinfelices.

Como Lizzie, por ejemplo.Un día se lo diría a George, si

volvían a encontrarse alguna vez,tomando una copa, y volvían amencionar aquel espinoso tema de porqué santa razón escalaban la montaña. Einsistía entonces (sin agresividad, nocon el propósito de hundir el barco,amigo) en la forma egoísta y fervientecon que sacrificamos a otras personas,como Luke y Frost y Lizzie. George le

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daría una respuesta perfectamenteválida, por supuesto. Razonable.Medida. Exculpatoria. George tenía unavisión general del cuadro. Comprendíalos imperativos. Por supuesto que sí. Élera un sabihondo.

Se acercaban al túnel del puerto yJerry recordó el último beso temblorosode Lizzie, y recordó al mismo tiempo superegrinación al depósito de cadáveres,porque ante ellos se alzaba de entre laniebla el andamiaje de un nuevo edificioiluminado por los focos como elandamiaje que vieron yendo al depósitode cadáveres; resplandecientes cooliesse apiñaban en él con sus cascos

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amarillos.A Tiu tampoco le gusta ella, pensó.

No le gusta que los ojirredondos revelenlos secretos del Gran Señor.

Forzando el pensamiento en otrasdirecciones, intentó imaginar lo queharían con Nelson: sin patria, sin hogar;un pez al que devorar o arrojar de nuevoal mar, según conviniese. Jerry habíavisto antes algunos de estos peces: habíaestado presente en su captura; en surápido interrogatorio; y había conducidode nuevo a más de uno a la frontera paraque retomase el camino que habíacruzado hacía poco en direccióncontraria, para rápido reciclaje, como

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tan deliciosamente se decía en la jergade Sarratt: «Rápido, antes de que se dencuenta de que ha salido.» Y ¿si no lehacían regresar? ¿Si le retenían yconservaban, si conservaban aquellagran presa anhelada por todos?Entonces, tras los años de interrogatorio(dos, tres incluso, él había oído dealgunos casos en que habían sido cinco),Nelson se convertiría en un judío errantemás del mundo del espionaje al quehabría que ocultar y trasladar de nuevo yocultar, al que no querrían ni aquellos alos que había revelado sus secretos.

¿Y qué hará Drake con Lizzie, sepreguntó, mientras se desarrolla este

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pequeño drama? ¿Qué basurero leespera esta vez?

Llegaba a la boca del túnel y habíanaminorado la velocidad hasta casidetenerse del todo: El Mercedes seguíadetrás de ellos. Jerry echó la cabezahacia adelante. Se sujetó la entrepiernacon ambas manos y se balanceó,gruñendo de dolor. Desde unaimprovisada caseta de policía que eracomo el puesto de un centinela,observaba curioso un policía chino.

—Si se acerca, dile que se trata deun borracho —masculló Guillam—.Enséñale la vomitada del suelo.

Entraron lentamente en el túnel. Dos

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carriles de dirección norte estabanllenos de coches que iban a pasos detortuga, defensa con defensa, debido almal tiempo. Guillam había tomado elcarril de la derecha. El Mercedes secolocó junto a ellos a la izquierda. En elespejo, con los ojos semicerrados, Jerryvio un camión gris que bajaba tras ellosrechinante.

—Dame cambio —dijo Guillam—.Lo necesitaré a la salida.

Fawn hurgó en los bolsillos, peroutilizando sólo una mano.

El túnel vibraba por el estruendo delos motores. Se inició un desafío debocinazos. Se incorporaron a él más

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vehículos. A la niebla se añadía elhedor de los tubos de escape. Fawncerró la ventanilla. El estruendoaumentó y resonó hasta que el cocheempezó a estremecerse. Jerry se tapó losoídos.

—Lo siento, amigo. Me parece quetengo que vomitar otra vez.

Pero esta vez se inclinó hacia Fawn,que murmurando «sucio cabrón» seapresuró a bajar el cristal de laventanilla de nuevo, hasta que Jerry legolpeó con la cabeza en la parte interiorde la cara y le hundió el codo en laentrepierna. Para Guillam, cazado en eldilema de seguir conduciendo o

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defenderse, Jerry tenía reservado ungolpe en el punto en que el hombro seencuentra con la clavícula. Jerry inicióel golpe con el brazo completamenterelajado, convirtiendo la velocidad enpotencia en el último instante posible. Elgolpe hizo a Guillam gritar «Dios» ysaltar en el asiento mientras el cocheviraba hacia la derecha. Fawn tenía unbrazo alrededor del cuello de Jerry ycon la otra mano intentaba echarle lacabeza hacia atrás, con lo que sin dudale habría desnucado. Pero en Sarrattenseñan un golpe para cuando hay pocoespacio donde maniobrar que se llamael zarpazo del tigre y que consiste en

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lanzar la palma de la mano hacia arribay hundirla en la tráquea del adversario,manteniendo doblado el brazo y losdedos arqueados hacia atrás, paraaumentar la tensión. Jerry hizoexactamente eso y la cabeza de Fawnchocó con la ventanilla de atrás con talfuerza que el vidrio de seguridad seastilló. Los dos norteamericanos seguíanen el Mercedes, mirando hacia adelante,como si se dirigieran a unas exequiasnacionales. Pensó en apretar la tráqueade Fawn con el índice y el pulgar, perono lo creyó necesario. Tras recuperar surevólver, que Fawn llevaba en lacintura, Jerry abrió la puerta de la

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derecha. Guillam hizo una tentativadesesperada de detenerle, y le rasgóhasta el codo la manga de la chaquetadel traje azul, fiel pero muy viejo. Jerryle golpeó con el revólver en el brazo yvio que se le crispaba la cara de dolor.Fawn logró sacar una pierna, pero Jerrycerró la puerta con fuerza cogiéndoselacon ella y le oyó gritar «¡cabrón!» denuevo, tras lo cual, echó a correr haciala ciudad, en dirección contraria altráfico. Saltando y zigzagueando entrelos vehículos casi inmóviles, logró salirdel túnel y subir ladera arriba hasta unapequeña cabaña de vigilancia. Creyó oírgritar a Guillam. Creyó oír un disparo,

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pero muy bien podría haber sido el tubode escape de un coche. Le dolíamuchísimo el vientre, pero parecíacorrer más deprisa empujadoprecisamente por el dolor. Un policía legritó desde la acera, otro alzó losbrazos, pero Jerry les ignoró y leconcedieron la indulgencia final delojirredondo. Corrió hasta encontrar untaxi. El conductor no hablaba inglés, asíque tuvo que indicarle la ruta hasta quellegaron al edificio del apartamento deLizzie.

—Por ahí, amigo. Subiendo. A laizquierda, animal, eso es.

Jerry no sabía si Smiley y Collins

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seguirían allí o si Ko habría vuelto,quizás con Tiu, pero tenía muy pocotiempo para intentar averiguarlo. Nollamó al timbre porque sabía que losmicros lo registrarían. En vez de eso,sacó una tarjeta de la cartera, garrapateóen ella un mensaje, la metió por laranura del buzón de la puerta y esperóacuclillado, temblando y sudando yresollando como un caballo de tiro,mientras oía los pasos de ella y sefrotaba el vientre. Esperó un siglo y alfin la puerta se abrió y allí estaba ellamirándole mientras él intentabaincorporarse.

—Dios santo, pero si es Galahad —

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murmuró Lizzie.No llevaba maquillaje y las

cicatrices del golpe de Ricardodestacaban en su barbilla, rojas yprofundas. No lloraba. Jerry no «habíapensado que pudiera hacerlo, pero, detodos modos, su cara parecía más viejaque el resto de su persona. La sacó aldescansillo para hablar y ella no opusoresistencia. La llevó hasta la puerta quedaba a la escalera de incendios.

—Reúnete conmigo al otro lado deesta puerta dentro de cinco segundos,¿entendido? No telefonees a nadie. Nometas ruido al salir y no hagas ningunapregunta tonta. Trae ropa de abrigo. De

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prisa. No pierdas tiempo. Por favor.Ella le miró, miró su manga rasgada,

su chaqueta empapada de sudor; miró elmechón de pelo que le caía sobre losojos.

—O yo o nada —dijo Jerry—. Ycréeme, se trata de una nada grandísima.

Ella volvió sola al piso, dejando lapuerta entornada. Pero salió muy deprisay por si acaso ni siquiera cerró lapuerta. Él bajó delante, por la escalerade incendios. Lizzie llevaba un bolso yun chaquetón de cuero. Había cogidotambién un jersey para que él pudieradeshacerse de la chaqueta rota; Jerrysupuso que sería de Drake, porque le

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quedaba pequeñísimo, pero logróencajárselo. Vació los bolsillos de lachaqueta en el bolso de ella y tiró lachaqueta al conducto de la basura.Lizzie le seguía tan silenciosa que éltuvo que volverse dos veces paraasegurarse de que aún estaba allí.Cuando llegaron abajo, Jerry atisbo porla ventana reticulada y retrocedió al veral Rocker en persona acompañado de uncorpulento subordinado, que seencaminaba hacia el compartimiento delportero y le mostraba su carnet depolicía. Siguieron por la escalera hastael aparcamiento y ella dijo:

—Cojamos la canoa roja.

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—No seas tonta, la dejamos en laciudad.

La condujo por entre los cocheshasta un escuálido solar lleno dedesperdicios y material de desecho,como el patio trasero del Circus. Deallí, entre muros de goteante hormigón,bajaba vertiginosamente una escalerahacia la ciudad, sombreada de negrasramas y cortada en secciones por laserpeante carretera. La bajada poraquella escalera tan pendiente leresultaba muy penosa, le dolía mucho elvientre. La primera vez que llegaron a lacarretera, Jerry la cruzó sin detenerse.La segunda, alertado por el parpadeo

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rojo sangre de una luz de alarma que seveía a lo lejos, metió a Lizzie entre losárboles para evitar las luces de un cochede la policía que bajaba aullando cuestaabajo a toda velocidad. En el pasosubterráneo encontraron un pak—pai yJerry dio la dirección.

—¿Qué demonios es eso? —dijoella.

—Un sitio donde no tendremos queinscribimos —dijo Jerry—. Pero calla ydéjame dirigir, ¿quieres? ¿Cuánto dinerotienes?

Ella abrió el bolso y contó lo quellevaba en una gruesa cartera.

—Se lo gané a Tiu jugando al mah—

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jong —dijo, y Jerry percibió que estabafantaseando.

El taxista les dejó al fondo de lacalleja y recorrieron a pie la cortadistancia que había hasta la puerta. Lacasa no tenía luces, pero al aproximarsea la puerta de entrada, ésta se abrió yotra pareja se cruzó con ellos y seperdió en la oscuridad. Entraron en elvestíbulo y la puerta se cerró tras ellos;siguieron la luz de una linterna a travésde un corto laberinto de paredes deladrillo hasta llegar a un eleganterecibidor en el que se oía músicagrabada. En el sinuoso sofá que había enel centro estaba sentada una flaca dama

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china con un lápiz y un cuaderno en elregazo; tenía el aire de una castellanamodelo. Sonrió al ver a Jerry, y al ver aLizzie su sonrisa se amplió.

—Para toda la noche —dijo Jerry.—Por supuesto —contestó ella.La siguieron escaleras arriba hasta

un pequeño pasillo. Las puertas abiertasaportaban fugaces visiones decobertores de seda, luces bajas, espejos.Jerry eligió la menos sugestiva, rechazóla oferta de una segunda chica paracompletar la sesión, dio dinero a lamujer y pidió una botella de RémyMartin. Lizzie le siguió al interior, dejóen la cama el bolso y, con la puerta aún

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abierta, soltó una nerviosa carcajada dealivio.

—Lizzie Worthington —exclamó—.Aquí es donde te dijeron que acabarías,zorra desvergonzada; y ya ves que teníanrazón.

Había un diván con cabecera y Jerryse tendió en él, mirando al techo, lospies cruzados, la copa de brandy en lamano. Lizzie ocupó la cama y, duranteun rato, ambos guardaron silencio. Ellugar era silencioso y tranquilo. De vezen cuando, les llegaba del piso de arribaun grito de placer o una risa apagada, yen una ocasión, un grito de protesta.Lizzie se acercó a la ventana y miró

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afuera.—¿Qué se ve por ahí? —preguntó

él.—Una pared de ladrillo, unos treinta

gatos y cajas y envases amontonados.—¿Hay niebla?—Mucha.Luego, se dirigió al baño, estuvo allí

un rato, salió.—Amiga —dijo quedamente Jerry.Lizzie se detuvo, súbitamente

cautelosa.—¿Estás sobria y en tu sano juicio?—¿Por qué?—Quiero que me cuentes todo lo que

les contaste a ellos. Una vez que lo

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hayas hecho, quiero que me cuentes todolo que ellos te preguntaron, aunque tú nopudieras contestarles. Y una vez hechoesto, intentaremos extraer una cosillaque se llama un negativo y descubrirdónde están todos esos cabrones dentrodel esquema del universo.

—Es una repetición —dijo ella alfin.

—¿De qué?—No lo sé. Todo tiene que ser

exactamente del mismo modo que la vezanterior.

—¿Y qué paso la vez anterior?—Pasase lo que pasase —dijo ella

cansinamente—, va a repetirse.

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21Nelson

Era la una de la madrugada. Ella sehabía bañado. Salió del baño con unabata blanca y descalza, el pelo envueltoen una toalla, de modo que susproporciones pasaron a ser de prontocompletamente distintas.

—Tienen incluso esos trozos depapel cruzados encima del water —dijo—. Y equipo para lavarse los dientesenvuelto en celofán.

Ella se echó a dormitar en la cama yél en el sofá, y ella en una ocasión dijo:

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«Me gustaría hacerlo, pero no esposible», y él contestó que cuando a unole pegaban una patada donde Fawn se lahabía pegado a él, la libido solíainmovilizarse un poco. Ella le habló desu maestro (el señor MalditoWorthington, le llamaba) y «su intentode vida respetable», y del niño que lehabía dado por cortesía. Habló de susterribles padres y de Ricardo y de lomiserable que era y de lo que le habíaamado, y de que una chica del bar delConstellation la había aconsejado que leenvenenase con codeso y que al díasiguiente de haber estado a punto dematarle de una paliza, le echó una

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«dosis enorme» en el café. Pero quizásno le hubieran dado el material exacto,dijo, porque todo lo que pasó fue queRicardo estuvo varios días malo y «sólohabría algo peor que Ricardo sano, y eraRicardo al borde de la muerte». Explicóque otra vez había llegado a clavarlerealmente un cuchillo cuando él estabaen el baño, pero que Ricardo se habíalimitado a ponerse una venda y a darleotra paliza.

Explicó que cuando Ricardodesapareció, ella y Charlie Mariscal senegaron a aceptar que estuviera muerto ymontaron una campaña Ricardo Vive,según su propia expresión, y Charlie fue

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e importunó a su padre, todoexactamente como él se lo había contadoa Jerry. Le explicó que había cogido sumochila y había bajado hasta Bangkok, yse había encaminado allí directamente al a suite que tenía China Airsea en elErawan, con el propósito de tirarle delas barbas a Tiu, y se había encontradocara a cara con Ko, al que sólo habíavisto antes en una ocasión, muybrevemente, en una fiesta de Hong Kongque daba una tal Sally Cale, unamachorra que llevaba el pelo teñido deazul y estaba metida en el comercio deantigüedades y en el tráfico de heroínaal mismo tiempo. Y describió también la

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escena que siguió, después de que Ko leordenase salir inmediatamente de allí, yque concluyó «siguiendo todo su cursonatural», tal como ella lo expresóalegremente: «Un paso más en la rutainevitable de Lizzie Worthington haciala perdición.» Y así, lenta ytortuosamente, bajo la presión del padrede Charlie Mariscal y «también bajo lade Lizzie, podríamos decir», elaboraronun contrato muy chino, cuyos principalessignatarios fueron Ko y el padre deCharlie, y las mercancías a intercambiarfueron, por una parte Ricardo y por otrasu compañera, recientemente retirada,Lizzie.

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En cuyo mencionado contrato, pudosaber Jerry sin demasiada sorpresa,tanto ella como Ricardo convinieron debuen grado.

—Deberías haber dejado que sepudriera —dijo Jerry, recordando losdos anillos de la mano derecha deRicardo y el Ford hecho pedazos.

Pero Lizzie no veía las cosas de esemodo por entonces; ni ahora.

—Era uno de los nuestros —dijo—.Aunque fuese un cerdo.

Y tras comprar su vida, Lizzie sesintió liberada de Ricardo.

—Los chinos no se plantean ningúnproblema para casarse. ¿Por qué no iban

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a hacerlo entonces Drake y Liese?¿Qué era aquel asunto de Liese?, se

preguntó Jerry. ¿Por qué Liese en lugarde Lizzie?

No lo sabía. Algo de lo que Drakeno hablaba, dijo. Había habido, según leexplicó, una Liese en su vida. Y suadivino le había prometido que un díatendría otra, y había pensado que Lizziese parecía bastante, así que hicieron unpequeño cambio y ella pasó a llamarseLiese; y, metidos en faena, redujotambién su apellido a un simple Worth.

El cambio de nombre tenía ademásun objetivo práctico, explicó. Trasescogerle un nuevo nombre, Ko se tomó

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la molestia de hacer que desaparecierala ficha policial de la anterior.

—Hasta que aparece ese cerdo deMellon y dice que volverán a ficharme,mencionando en especial los pases deheroína que hice para él —dijo Lizzie.

Lo que les llevó de nuevo a dondeestaban. Y por qué.

Para Jerry, sus soñolientasdivagaciones tenían a veces la calma delpostcoito. Estaba tendido en el diván,medio despierto, pero Lizzie hablabaentre sueño y sueño, reanudandocansinamente la historia donde la habíadejado al quedarse dormida, y Jerrysabía hasta qué punto ella le estaba

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diciendo la verdad porque no había yanada de ella que él no conociese yentendiese. Se daba cuenta también deque, con el tiempo, Ko se habíaconvertido en un ancla para ella. Leproporcionaba la autoridad desde lacual podía examinar su odisea, de formaparecida al maestro.

—Drake no ha roto una promesa ensu vida —dijo una vez, mientras sevolvía y se hundía de nuevo en uninquieto sueño. Jerry recordó a lahuérfana: no me engañes nunca.

Horas, vidas después, Lizziedespertó sobresaltada por un gemidoextasiado de la habitación contigua.

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—¡Dios santo! —exclamóapreciativamente—. ¡Qué barbaridad!

Se repitió el grito. «¡Vaya! Estáfingiendo.» Silencio.

—¿Estés despierto? —preguntó.—Sí.—¿Qué vas a hacer?—¿Mañana?—Sí.—No sé —dijo él.—Incorpórate al club —murmuró

ella, y pareció caer dormida otra vez.Necesito una nueva sesión

informativa de Sarratt, pensó Jerry. Mehace mucha falta. Podría hacer unallamada al limbo a Craw, pensó. Pedirle

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al buen amigo George un poco de esafilosofía que se dedica a repartirúltimamente. Debe andar por ahí. Enalgún sitio.

Smiley estaba por allí, pero en aquelmomento, no podría haber ayudado ennada a Jerry. Habría cambiado toda susabiduría por un poco de comprensión.En el pabellón de aislamiento no habíahoras de noche y se tumbaban uholgazaneaban bajo las luces del techo,los tres primos y Sam a un lado de lahabitación, Smiley y Guillam al otro, yFawn paseaba de arriba abajo ante la

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hilera de butacas de cine, como unanimal enjaulado y furioso, apretando loque parecía una pelota de frontón encada pequeño puño. Tenía los labiosamoratados e hinchados y un ojocerrado. Tenía también debajo de lanariz un coágulo de sangre que senegaba a desaparecer. Guillam tenía elbrazo derecho vendado y sujeto alhombro y no apartaba la vista de Smiley.Pero nadie la apartaba de Smiley, omejor dicho todos miraban a Smileysalvo Fawn. Sonó un teléfono, pero erala sala de comunicaciones de arriba;comunicaron que Bangkok habíainformado que se había rastreado la ruta

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de Jerry con seguridad hasta Vientiane.—Diles que eso se acabó, Murphy

—ordenó Martello, sin dejar de mirar aSmiley—. Diles cualquier cosa. Peroquítatelos de encima. ¿No, George?

Smiley asintió.—Sí —dijo Guillam, con firmeza,

hablando por Smiley.—Eso ya está resuelto, querido —

dijo Murphy al teléfono.Lo de querido resultaba una

sorpresa. Murphy no había mostradohasta entonces en ningún momento talesindicios de ternura humana.

—¿Quieres transmitir el mensaje oquieres que lo haga yo por ti? No nos

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interesa ya, ¿entendido? Olvídalo.Y colgó.—Rockhurst ha encontrado el coche

de la chica —dijo Guillam por segundavez, mientras Smiley seguía mirandofijamente al frente—. En unaparcamiento subterráneo de Central.Hay un coche de alquiler también allí.Lo alquiló Westerby. Con su nombre detrabajo. ¿George?

Smiley asintió tan levemente que sediría era sólo un gesto para sacudirse elsueño.

—Al menos él está haciendo algo,George —dijo Martello con aspereza,desde el fondo de la habitación, donde

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formaba un pequeño grupo con Collins ysus silenciosos ayudantes—. Algunospiensan que con un elefante salvaje lomejor es liquidarlo.

—Primero hay que encontrarlo —masculló Guillam, que tenía los nerviosa flor de piel.

—Ni siquiera estoy convencido deque George quiera hacer eso, Peter —dijo Martello, tomando de nuevo suestilo paternal—. Creo que George noquiere considerar esto detenidamente,con grave peligro para nuestra comúnempresa.

—¿Pero qué quieres que hagaGeorge? —dijo Guillam con aspereza

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—. ¿Salir a la calle y ponerse a pasearhasta que lo encuentre? ¿Hacer queRockhurst facilite su nombre y unadescripción y lo haga circular para quetodos los periodistas de la ciudad sepanque estamos de cacería?

Smiley seguía encogido e inertecomo un viejo junto a Guillam.

—Westerby es un profesional —insistió Guillam—. No es un agentenato, pero es bueno. Puede estarescondido meses en una ciudad comoésta sin que Rockhurst logre dar con él.

—¿Ni siquiera con la chica detrás?—dijo Murphy.

Pese a su brazo en cabestrillo,

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Guillam se inclinó hacia Smiley.—La operación es nuestra —

murmuró con ansiedad—. Si tú dicesque tenemos que esperar, esperaremos.Basta con que des la orden. Todo lo quequiere esta gente es una excusa paratomar el mando. Cualquier cosa espreferible a un vacío. Cualquier cosa.

Fawn, que seguía paseando ante lasbutacas de cine, emitió un sarcásticomurmullo.

—Hablar, hablar, hablar. Eso es loúnico que saben hacer.

Martello lo intentó de nuevo.—George. ¿Esta isla es inglesa o no

lo es? Vosotros podéis poner la ciudad

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patas arriba cuando queráis —señalóuna pared sin ventanas—. Hay ahí unhombre, un agente vuestro, que parecedispuesto a armarla. Nelson Ko es lamejor presa, la más importante que tú yyo podemos conseguir. Es lo másimportante de mi carrera, y por eso, soycapaz de arriesgar a mi mujer, a miabuela, y los títulos de propiedad de miplantación; éste también es el caso másimportante de tu carrera.

—No se acepta la puesta —dijo SamCollins, el jugador, con una sonrisa.

Martello siguió atacando.—¿Vamos a permitir que nos roben

esto, George, quedándonos aquí de

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brazos cruzados preguntándonos unos aotros cómo fue que Jesucristo nació eldía de Navidad y no el veintiséis oveintisiete de diciembre?

Smiley miró al fin a Martello, luegomiró a Guillam, que seguía a su lado, loshombros hacia atrás por el cabestrillo;por último, bajó la vista y contempló suspropias manos unidas y durante un rato,temporalmente sin contenido, se estudióa sí mismo mentalmente y repasó supersecución de Karla, a quien Annllamaba su grial negro. Pensó en Ann yen sus repetidas traiciones en nombre desu propio grial, al que ella llamabaamor. Recordó cómo había intentado,

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contradiciendo su propio criterio,compartir el credo de Ann, y renovarlodías tras día como un verdadero amante,pese a las anárquicas interpretacionesque Ann hacía de su significado. Pensóen Haydon, al que Karla empujó haciaAnn. Pensó en Jerry y en la chica ypensó en el marido de la chica, en PeterWorthington, y en el aire perruno deparentesco que Worthington le habíatransmitido, cuando le fue a ver a la casade Islington: «Tú y yo somos los queellas dejan atrás», era el mensaje.

Pensó en los otros inciertos amoresde Jerry a lo largo de su desordenadavida, pensó en las facturas medio

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pagadas que el Circus había tenido quecubrir por él, y en que habría sido fácilincluir a Lizzie con ellas como una más;pero no podía hacerlo. Él no era SamCollins, y no le cabía la menor duda deque lo que Jerry sentía por la chica enaquel momento era una causa que Annhabría abrazado ardientemente. Pero noera Ann tampoco. Durante un cruelinstante, sin embargo, allí sentado,inmovilizado aún por la indecisión, sepreguntó sinceramente si Ann tendríarazón, y su lucha se habría convertidotan solo en un viaje personal más entrelas bestias y los villanos de su propiaincapacidad, en la que implacablemente

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envolvía a mentalidades simplistascomo la de Jerry.

Estás equivocado, amigo. No sécómo, no sé por qué, pero estásequivocado.

El que yo esté equivocado, le habíacontestado en una ocasión a Ann, enmedio de una de sus interminablesdiscusiones, no significa que tú tengasrazón.

Oyó de nuevo a Martello, hablandoen tiempo presente.

—George, hay gente que espera conl o s brazos abiertos lo que podemosentregarles. Lo que Nelson puedeentregarles.

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Sonó el teléfono. Contestó Murphy ytransmitió el mensaje a la silenciosaestancia.

—Línea directa desde elportaviones, señor. El servicio secretode la Marina dice que los juncos siguenel curso previsto, señor. Viento surfavorable y buena pesca en ruta. Señor,ni siquiera creo que Nelson vaya conellos. No veo por qué habría de hacerlo.

El foco de atención se centróbruscamente en Murphy, a quién jamásse le había oído expresar una opinión.

—¿Qué demonios quieres decir coneso, Murphy? —dijo Martello,completamente atónito—. ¿Te has vuelto

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adivino, hijo?Señor, estuve esta mañana en el

barco y esa gente tiene un montón dedatos. No pueden entender que alguienque vive en Shanghai quiera salir porSwatow. Ellos lo harían de otra forma,señor. Irían en avión o en tren a Cantóny luego cogerían el autobús hastaWaichow, por ejemplo. Dicen que esmuchísimo más seguro, señor.

—Ese es el pueblo de Nelson —dijoSmiley, y todas las cabezas se volvieroncon viveza hacia él de nuevo—. Son suclan. Él prefiere estar con ellos en elmar, aunque sea más arriesgado. Confíaen ellos.

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Luego, se volvió a Guillam, yañadió:

—Haremos lo siguiente: dile aRockhurst que distribuya unadescripción de Westerby y de la chica.¿Dices que alquiló un coche con sunombre de trabajo? ¿Utilizó sudocumentación de emergencia?

—Sí.—¿Worrell?—Sí.—Entonces la policía anda buscando

al señor y la señora Worrell, ingleses.No hay fotografías, y cerciórate de quelas descripciones son lo bastanteimprecisas para que nadie sospeche.

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Marty.Martello era todo oídos.—¿Sigue Ko en su barco? —

preguntó Smiley.—Allí está con Tiu, George.—Existe la posibilidad de que

Westerby quiera llegar hasta él.Vosotros tenéis un puesto de vigilanciafijo junto al muelle. Poned más hombresallí. Y que estén atentos a lo que puedavenir por atrás.

—¿Y qué tienen que vigilar?—Por si hay problemas. Lo mismo

digo en cuanto a la vigilancia de la casade él. Dime… —se hundió un momentoen sus pensamientos, pero Guillam no

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tenía por qué preocuparse—. Dime…¿podéis simular algún fallo en la líneatelefónica de casa de Ko?

Martello miró a Murphy.—Señor, no tenemos el aparato a

mano —dijo Murphy—. Pero supongoque podríamos…

—Entonces hay que cortarla —dijosencillamente Smiley—. Hay que cortartodo el cable si es necesario. Investigady hacedlo cerca de alguna obra.

Dadas las órdenes, Martello cruzó lahabitación y se sentó junto a Smiley.

—Oye, George, de lo de mañana,vamos a ver. ¿Tú crees que podríamos,bueno, llevar un poquito de chatarra por

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sí acaso, también?Guillam observaba muy atentamente

el diálogo desde la mesa donde estabatelefoneando a Rockhurst. También SamCollins observaba, desde el otro lado dela habitación.

—Al parecer —continuó Martello—, no hay modo de saber lo que puedehacer tu agente Westerby, George.Tenemos que estar preparados paracualquier emergencia, ¿no?

—Por supuesto, se puede tener amano cualquier cosa. Pero cuando llegueel momento, si no te importa, dejaremoslos planes de intercepción tal comoestán. Y la decisión me corresponderá a

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mí.—Claro, George. Por supuesto —

dijo hipócritamente Martello, y, con elmismo recato eclesial volvió de puntitasa su propio campo.

—¿Qué quería? —preguntó Guillamen voz baja, acuclillándose junto aSmiley—. ¿De qué intenta convencerte?

—No estoy dispuesto a aguantaresto, Peter —le advirtió Smiley, tambiénen voz baja.

De pronto, parecía muy furioso.—No quiero volver a oír

comentarios de ese tipo —añadió—. Novoy a tolerar tus ideas bizantinas de unaconjura palaciega. Estas personas son

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huéspedes y aliados nuestros. Tengo unacuerdo escrito con ellos. Ya tenemosbastantes preocupaciones sin necesidadde esas fantasías grotescas y, te lo digosinceramente, paranoicas. Ahora, porfavor…

—¡Te aseguro! —empezó Guillam,pero Smiley le hizo callar.

—Quiero que localices a Craw.Vete a verle si hace falta. Quizás tevenga bien el viaje. Cuéntale lo deWesterby. Él nos dirá inmediatamente sisabe algo de él. Sabrá qué hacer.

Fawn, que aún seguía paseandodelante de la hilera de butacas, viomarcharse a Guillam mientras seguía

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apretando incansable lo que tenía dentrode los puños.

También en el mundo de Jerry eranlas tres de la mañana, y la Madame lehabía encontrado una navaja de afeitar,pero no camisa nueva. Se había lavado yse había afeitado lo mejor posible, peroaún le dolía todo el cuerpo, de la cabezaa los pies. Se plantó ante Lizzie, queseguía en la cama, y prometió estar devuelta en un par de horas, pero dudabaincluso de que le hubiera oído. S»hubiese más periódicos que publicasenfotos de chicas en vez de noticias,

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recordó, el mundo sería mucho mejorde lo que es, señor Westerby.

T o m ó pak—pais, sabiendo queestaban menos controlados por lapolicía. Y caminó también, y el caminarayudó a su cuerpo y a su proceso místicode toma de decisiones, pues allá en eldiván se le había hecho súbitamenteimposible decidir. Necesitaba moversepara encontrar la dirección. Se dirigía ala bahía Deep Water, y sabía que eraterreno peligroso. Ahora que andabasuelto él, estarían pegados a aquellalancha como sanguijuelas. Se preguntó aquién tendrían, qué estarían utilizando.Si se trataba de los primos, tendría que

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ver dónde había demasiada chatarra ydemasiada gente. Llovía y temía que lalluvia despejase la niebla. Sobre él, laluna ya estaba parcialmente despejada, ymientras bajaba silencioso la laderapodía distinguir, a su pálida luz, losjuncos más próximos que crujían y sebalanceaban en el amarradero. Hayviento del sudeste y arrecia, pensó. Si esun puesto de observación fijo, habránbuscado un sitio alto y losuficientemente seguro. En elpromontorio que quedaba a su derecha,vio una furgoneta Mercedes bastantedestartalada entre los árboles y la antenacon las banderolas chinas. Esperó,

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viendo rodar la niebla, hasta que bajó uncoche con las luces encendidas, y, encuanto pasó, se lanzó a cruzar lacarretera, sabiendo que ni con toda lachatarra del mundo podrían verle detrásde los faros. Al nivel del agua, lavisibilidad se reducía a cero, y tuvo queir tanteando para localizar la rechinantepasarela de madera que recordaba de sureconocimiento previo. Entoncesdescubrió lo que estaba buscando. Lamisma vieja desdentada sentada en susampán, sonriéndole entre la niebla.

—Ko —murmuró—. AlmiranteNelson. ¿Ko?

El eco de su cacareo llegó por

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encima del agua.—¡Po Toi! —chilló—. ¡Tin Hau!

¡Po Toi!—¿Hoy?—¡Hoy!—¿Mañana?—¡Mañana!Le echó un par de dólares y la risa

de la vieja le siguió mientras se alejaba.Yo tengo razón, Lizzie tiene razón,

nosotros tenemos razón, pensó. Él irá alfestival. Pensó que ojalá Lizzie no semoviese. Si despertaba, la creía capazde salir.

Caminaba intentando borrar el dolorde la entrepierna y de la espalda. Hay

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que hacerlo poco a poco, pensaba. No alo grande. Abordar las cosas segúnvienen. La niebla era como un pasilloque conducía a habitaciones distintas.En una ocasión, se encontró con uncoche de inválido que subía por la aceramientras su propietario paseaba a superro alsaciano. Luego, dos hombres enropa deportiva realizando sus ejerciciosmatutinos. En un jardín público, unosniños le miraron desde un parterre derododendros que parecían haberconvertido en su hogar, pues tenían laropa colgada de las ramas y ellosestaban tan desnudos como losmuchachos refugiados de Fnom Penh.

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Cuando regresó Lizzie estabasentada, esperándole y tenía un aspectohorrible.

—No vuelvas a hacerme esto —leadvirtió, cogiéndole del brazo cuandosalían a buscar algo que desayunar y unaembarcación—. No te vayas nunca sinavisarme.

Al principio, parecía no haber ni unaembarcación disponible en Hong Kongpara aquel día. Jerry no podíaconsiderar siquiera los transbordadoresgrandes que iban a las islas próximas yque eran los que cogían los turistas.

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Sabía que el Rocker los tendríacontrolados. Se negó también a bajar alos muelles y a realizar investigacionesque pudiesen levantar sospechas.

Telefoneó a las empresas de taxisacuáticos que estaban en la guía y todolo que tenían estaba alquilado o erademasiado pequeño para el viaje. Luegose acordó de Luigi Tan, que era unaespecie de mito en el Club deCorresponsales Extranjeros: Luigi podíaconseguir cualquier cosa, desde ungrupo coreano de baile a un billete deavión a precio rebajado, más de prisaque cualquier otro agente de la ciudad.Cogieron un taxi hasta el otro extremo

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de Wanchai, donde Luigi tenía suguarida; luego caminaron. Eran las ochode la mañana, pero la cálida niebla aúnno se había levantado. Los letrerosapagados se alzaban en los estrechosjardincillos como amantes agotados:Happy Boy, Lucky Place, Americana.Los concurridos puestos de comidaañadían sus cálidos aromas al hedor delos humos de la gasolina y al hollín. Através de fisuras de la pared,vislumbraban a veces un canal.«Cualquiera puede decirte dondeencontrarme —le gustaba decir a LuigiTan—. Pregunta por el grandullón deuna sola pierna.»

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Le encontraron en su tienda, detrásdel mostrador y alcanzaba justo a podermirar por encima de él, un mestizoportugués vivaz y chiquitín, que en otrostiempos se había ganado la vidaboxeando al estilo chino en losmugrientos barracones de Macao. Lafachada de la tienda tenía unos dosmetros de anchura. Los artículos eranmotos nuevas y reliquias del antiguoChina Service, que él llamabaantigüedades; daguerrotipos de damascon sombrero en marcos de carey, unaastrosa caja de viaje, una bitácora de unclipper del opio. Luigi ya conocía aJerry, pero le gustó muchísimo más

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Lizzie e insistió en que pasase delantepara poder estudiar sus cuartos traserosmientras les hacía cruzar por debajo deun tendedero de ropa, hasta otro edificiopequeño con el letrero de «Privado» yen el que había tres sillas y un teléfonoen el suelo. Luigi se acuclilló y seencogió hasta convertirse en una bola yse puso a hablar en chino por teléfono yen inglés para Lizzie. Era ya abuelo,dijo, pero muy viril, y tenía cuatro hijos,todos buenos. Hasta el número cuatroestaba ya fuera de casa. Todos buenosconductores, buenos trabajadores ybuenos maridos. Además, le dijotambién a Lizzie, tenía un Mercedes

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completo con estéreo.—Puede que algún día te lleve en él

—dijo.Jerry se preguntó si ella se daba

cuenta de que el viejo le estabaproponiendo matrimonio, o quizás unpoco menos.

Y sí, Luigi creía que también teníauna embarcación.

Después de dos llamadastelefónicas, supo que tenía unaembarcación, que él no prestaba másque a los amigos, a un coste nominal. Lepasó a Lizzie su caja de tarjetas decrédito para que contase el número detarjetas que tenía y luego su cartera para

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que admirase las fotos de la familia, enuna de las cuales se veía una langostacapturada por el hijo número cuatro eldía de su reciente boda, aunque al hijono se le veía en la foto.

—Po Toi mal sitio —dijo Luigi Tana Lizzie, aún con el teléfono—. Sitiomuy sucio. Mala mar, mal festival, malacomida. ¿Por qué quieres ir allí?

—Tin Hau, por supuesto —dijoJerry pacientemente, contestando porella—. Por el templo famoso y elfestival.

Luigi Tan prefirió seguir hablandopara Lizzie.

—Tú ir Lantau —aconsejó—.

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Lantau buena isla. Buena comida, buenpescado, buena gente. Yo les digo que túvas Lantau, comer en casa de Charlie,Charlie amigo mío.

—Po Toi —dijo Jerry con firmeza.—Po Toi muchísimo dinero.—Tenemos muchísimo dinero —

dijo Lizzie con una cordial sonrisa, yLuigi volvió a mirarla,contemplativamente, de arriba abajo.

—Puede yo vaya contigo —le dijo.—No —dijo Jerry.Luigi les llevó hasta la bahía

Causeway y les acompañó hasta elsampán. La embarcación era una barcade motor de catorce pies, de lo más

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corriente, pero Jerry comprobó que erasólida y Luigi dijo que tenía una quillaprofunda. Había un muchachoharaganeando a popa, metiendo los piesen el agua.

—Mi sobrino —dijo Luigi,acariciando el pelo al muchacho, muyorgulloso—. El tener madre en Lantau.Él llevaros Lantau, comer casa Charlie,pasarlo bien. Pagarme luego.

—Vamos, amigo —dijo Jerrypacientemente—. Por favor. Noqueremos ir a Lantau. Queremos ir a PoToi. Sólo Po Toi. Po Toi o nada.Déjanos allí y vete.

—Po Toi mal tiempo. Mal festival.

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Mal sitio. Demasiado cerca aguaschinas. Mucho comunista.

—Po Toi o nada —dijo Jerry.—Barca demasiado pequeña —dijo

Luigi, e hizo falta todo el encanto deLizzie para convencerle.

La tripulación se pasó otra horapreparando la embarcación y Jerry yLizzie estuvieron sentados en elsemicamarote, procurando mantenerseinvisibles y bebiendo juiciosos tragosde Rémy Martin. Periódicamente, uno delos dos se hundía en un ensueño privado.Cuando lo hacía Lizzie, cruzaba losbrazos y se balanceaba lentamente sobreel trasero, con la cabeza baja. Jerry, por

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su parte, se tiraba del mechón que lecaía sobre la frente, y en una ocasión setiró con tal fuerza que ella le tocó en elbrazo para que lo dejara, y él se echó areír.

Salieron del puerto casi sin darsecuenta.

—Procura que no nos vean —ordenóJerry, y por razones de seguridad larodeó con un brazo para mantenerla enel magro cobijo del camarote abierto.

El portaviones norteamericano sehabía desprendido de sus galasornamentales y yacía gris y amenazadorsobre el agua, como un cuchillodesenvainado. Al principio, siguieron

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con la misma calma pegajosa. En lacosta, capas de niebla apelotonadassobre los grises promontorios ycolumnas de pardo humo se deslizabanen un cielo blanco e inexpresivo. En elagua lisa, su embarcación parecíaelevarse como un globo. Pero cuandosalieron a mar abierto y se dirigieronhacia el este, las olas empezaron achocar en los costados con fuerzasuficiente para mover la embarcación; laproa crujía y se inclinaba, y tuvieron quesujetarse para mantenerse erguidos. Conla pequeña proa alzándose yarrastrándose como un caballo malo,pasaron ante grúas y almacenes y

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fábricas y ante los muñones de arrasadasladeras. Navegaban contra el viento y elagua les salpicaba por todas partes. Eltimonel iba riéndose y hablando a gritoscon su compañero, y Jerry imaginó quese reían de aquellos ojirredondoschiflados que habían elegido para susamores una bañera alquitranada comoaquélla. Les pasó un gigantescopetrolero que ni siquiera parecíamoverse; pardos juncos corrían en suestela. En los astilleros, donde estabareparando un carguero, les hacían señaslos blancos relampagueos de las pistolasde los soldadores por encima del agua.La risa de los marineros se disipó y

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empezaron a hablar razonablemente,porque estaban en el mar. Mirando haciaatrás entre las balanceantes masas debarcos de transporte, Jerry vio dibujarselentamente la isla a lo lejos, cortadacomo en una meseta por una nube. HongKong dejaba de existir una vez más.

Pasaron otro cabo. Al embravecerseel mar, el crujir se hizo continuo y lanube que había sobre ellos descendióhasta que su base quedó sólo a unosmetros por encima del mástil, y duranteun rato permanecieron en este mundomás bajo e irreal, avanzando bajo lacobertura de su capa protectora. Laniebla levantó de pronto y les dejó

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bailando en la claridad del sol. Hacia elsur, sobre colinas de violentafrondosidad, pestañeaba un faro colornaranja en el aire claro.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntóella suavemente, mirando por la portilla.

—Sonreír y rezar —dijo Jerry.—Yo sonreiré y tú rezarás —dijo

ella.La lancha del práctico del puerto se

acercó a ellos y, por un momento, Jerryesperó ver el rostro odioso del Rockercontemplándole, pero la tripulación lesignoró por completo.

—¿Quiénes son? —cuchicheó ella—. ¿Qué se proponen?

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—Es pura rutina —dijo Jerry—. Notiene importancia.

La lancha se alejó. Ya está, pensóJerry, sin preocuparse demasiado, noshan localizado.

—¿Estás seguro de que era purarutina? —preguntó ella.

—Al festival van cientos deembarcaciones —dijo él.

La embarcación corcoveóviolentamente, y siguió corcoveando. Esmuy marinera, pensó él, apoyándose enLizzie. Una buena quilla. Si esto sigue,no tendremos que decidir nada. Decidiráel mar por nosotros. Era uno de esosviajes que si los hacías con éxito nadie

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se daba cuenta, y si no lo lograbas,decían que habías muerto estúpidamente.El viento del este podía girar sobre símismo en cualquier momento, pensó.Nada era seguro en aquella estación,entre monzones occidentales. Iba muypendiente del errático galopar delmotor. Si falla, acabaremos contra lasrocas.

De pronto, sus pesadillas semultiplicaron irracionalmente. Elbutano, pensó. ¡El butano, Dios santo!Mientras los marineros preparaban laembarcación, él había visto doscilindros colocados en la bodegadelantera, junto a los depósitos de agua,

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probablemente para hervir las langostasde Luigi. Y había sido tan tonto que nohabía pensado en ello hasta ahora. Se loimaginó todo en seguida. El butano esmás pesado que el aire. Esas bombonaspierden todas. Es sólo cuestión degrados. Con este mar, perderán más deprisa, y el gas que ha escapado debeestar ahora acumulado en la sentina amedio metro de la chispa del motor, conuna buena mezcla de oxígeno parafacilitar la combustión. Lizzie se habíaseparado de él y estaba de pie a popa.El mar se llenó de repente. Como de lanada, brotó una flota de juncospesqueros y todos les miraban

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ávidamente. Jerry la cogió del brazo y lavolvió a poner a cubierto.

—¿Dónde te crees que estamos? —gritó—. ¿En Cowes?

Ella le miró un momento y luego lebesó suavemente, luego le volvió abesar.

—Cálmate —le advirtió.Luego, le besó por tercera vez y

murmuró «sí», como si sus deseos sehubiesen cumplido, luego se quedó unrato sentada en silencio, mirando acubierta, pero sujetándole la mano.

Jerry calculó que iban a cinco nudoscontra el viento. Pasó sobre ellos unavión pequeño. Manteniendo a Lizzie a

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cubierto, miró con viveza, pero ya erademasiado tarde para identificar lasletras.

«Y buenos días a vosotros», pensó.Rodeaban el último promontorio,

crujiendo y arrastrándose entre laespuma. En una ocasión, las hélicessalieron del agua con un rugido. Cuandovolvieron a tocarla, el motor falló,resolló, y decidió luego seguir vivo.Jerry tocó a Lizzie en el codo y señalódelante, donde aparecía la isla peladade Po Toi recortándose contra el cielosalpicado de nubes: dos picos, brotandodel agua, el mayor hacia el sur y unadepresión en medio. El mar se había

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vuelto de un azul acero y el viento loondulaba, cortante, ahogándoles elaliento y rodándoles de duchas de aguaque eran como granito. En la portilla deproa se alzaba la isla de Beaufort: unfaro, un muelle y ningún habitante. Elviento cesó como si nunca hubiesesoplado. Ni una brisa les saludó cuandoentraron en el agua lisa ya de la entradade la isla. El sol caía directo y áspero.Ante ellos, a kilómetro y medio quizás,yacía la boca de la bahía principal dePo Toi, y tras ella, los pardos yachatados espectros de las islas deChina. Pronto pudieron distinguir todauna desordenada flota de juncos y

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cruceros apiñados en la bahía, mientrasel primer estruendo de tambores ycímbalos y cánticos desacompasadosllegó flotando hacia ellos por encimadel agua. En el cerro de atrás seextendía la aldea de casuchas, con sustechos metálicos centelleantes, y en supequeño promontorio se alzaba unsólido edificio, el templo de Tin Hau,con un andamiaje de bambú alrededorformando una rudimentaria tribuna y unagran multitud con una capa de humoencima y brochazos de oro en medio.

—¿En qué lado era? —preguntóJerry.

—No sé. Subimos hasta una casa y

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luego caminamos desde allí.Siempre que hablaba con ella la

miraba, pero ahora ella evitó su mirada.Tocó al timonel en el hombro y le indicóel curso que quería que siguiese. Elmuchacho empezó a protestar. Jerry seplantó delante de él y le enseñó un fajode billetes, casi todo lo que le quedaba.Con torpe gracia, el muchacho cruzó laboca del puerto, zigzagueando entre lasotras embarcaciones hacia un pequeñopromontorio de granito donde un muelledestartalado ofrecía un arriesgadodesembarco. El estruendo del festivalera mucho más escandaloso ahora. Lesllegaba el olor del carbón y del

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cochinillo asado, y oían concertadasexplosiones de risas, pero de momentono podían ver a la gente ni eran vistospor ella.

—¡Aquí! —gritó—. Desembarcaahí. ¡Venga! ¡Ya!

El muelle se balanceó beodamentecuando entraron en él. Apenas pisarontierra, la embarcación se alejó. Nadiedijo adiós. Fueron subiendo, cogidos dela mano, y se encontraron con un juegoque presenciaba una multitud grande yjubilosa. En el centro, había un viejocon aire de payaso que llevaba unabolsa de monedas e iba tirándolas una auna, mientras muchachos descalzos

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corrían tras ellas empujándose en suavidez unos a otros casi hasta el bordedel acantilado.

—Cogieron una embarcación —dijoGuillam—. Rockhurst ha hablado con elpropietario. El propietario es muy amigode Westerby y, sí, era Westerby y unachica muy guapa y querían ir a Po Toi,al festival.

—¿Y qué hizo Rockhurst? —preguntó Smiley.

—Dijo que en ese caso no era lapareja que él buscaba. Decepción.Desilusión. La policía del puerto ha

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comunicado también con retraso que leshan visto camino del festival.

—¿Quieres que mandemos un aviónde localización, George? —preguntónervioso Martello—. Los serviciossecretos de la Marina los tienen de todasclases allí mismo.

Murphy aportó una inteligentesugerencia.

—¿Por qué no vamos allí de una vezcon helicópteros y sacamos a Nelson deese junco? —exigió.

—Cállate, Murphy —dijo Martello.—Van hacia la isla —dijo Smiley

con firmeza—. Lo sabemos seguro. Nocreo que necesitemos que nos lo

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confirmen desde un avión.Martello no se daba por satisfecho.—¿Por qué no enviamos entonces a

un par de individuos a esa isla, George?Quizás tengamos que interferir un pocopor fin.

Fawn estaba allí al lado, quieto ysilencioso. Hasta sus puños habíandejado de moverse.

—No —dijo Smiley.La sonrisa de Sam Collins, que

estaba al lado de Martello, se hizo unpoco más sutil.

—¿Alguna razón? —preguntóMartello.

—Ko tiene posibilidad de cortar el

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asunto hasta el último minuto. Puedehacer señas a su hermano de que nodesembarque —dijo Smiley—. Estoyseguro de que lo hará si ocurre lo másmínimo en la isla.

Martello lanzó un suspiro irritado ynervioso. Había dejado la pipa quefumaba a veces y se proveía cada vezmás liberalmente de la reserva decigarrillos negros de Sam, que parecíainterminable.

—George, ¿qué quiere este hombre?—exigió exasperado—. ¿Es cuestión dedinero o es un sabotaje? No entiendo loque pasa.

De pronto, le asaltó un pensamiento

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aterrador. Bajó la voz y señaló con todoel brazo extendido al otro lado de lahabitación.

—¡Por favor, no me digas quetenemos que vérnoslas con uno de losnuevos! No me digas que es uno deaquellos conversos de la guerra fría quedeciden de pronto limpiar su alma depecados en público. Porque si es eso yvamos a leer la historia sincera de lavida de este tipo en el Washington Postla semana que viene, George, yopersonalmente voy a meter a toda laQuinta Flota en esa isla si no hay otraforma de detenerle.

Se volvió a Murphy y añadió:

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—Los imprevistos me correspondena mí, ¿no?

—Exactamente.—George, quiero que esté a punto un

grupo de desembarco. Vosotros podéissubir a bordo o quedaros aquí. Lo quequeráis.

Smiley miró fijamente a Martello.Luego, miró a Guillam, con su brazoinútil en cabestrillo. Luego a Fawn, quese había colocado como si fuese atirarse de un trampolín, los ojossemicerrados y los talones juntos, y alzólos brazos lentamente, y los bajó hastatocarse la punta de los pies.

—Fawn y Collins —dijo Smiley al

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fin.—Vosotros dos, muchachos, bajad

con ellos hasta el portaviones yentregádselos a la gente de allí. Túvuelve, Murphy.

Una nube de humo indicaba el lugardonde había estado sentado Collins.Donde había estado Fawn, dos pelotasrodaron lentamente un trecho antes dedetenerse.

—Dios nos ayude a todos —murmuró fervientemente alguien. EraGuillam, pero Smiley no le hizo caso.

El león tenía tres metros de longitud

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y la gente se reía mucho porque se lesechaba encima y porque picadoresespontáneos le azuzaban con palosmientras retozaba en paso de danza porel estrecho sendero abajo entre elrepiqueteo de tambores y címbalos.Cuando llegó al promontorio, laprocesión dio vuelta despacio y empezóa volver sobre sus pasos, y, en esemomento, Jerry metió a Lizzierápidamente entre el gentío,agachándose un poco para pasar másdesapercibido. El sendero estaba todoembarrado y lleno de charcos. Pronto ladanza les fue llevando más allá deltemplo y por unas escaleras de cemento

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abajo hacia una playa donde estabanasando lechones.

—¿Por qué lado? —preguntó Jerry.Ella le guió rápidamente hacia la

izquierda, fuera del baile, siguiendo laparte de atrás de la aldea de chozas ycruzando luego un puente de maderasobre una cala. Subieron a continuaciónsiguiendo una hilera de cipreses, Lizziedelante, hasta verse solos de nuevo,dominando la bahía que era unaherradura perfecta y contemplando elAlmirante Nelson de Ko, anclado en elmismo centro, como una gran dama entrelos cientos de embarcaciones de recreoy juncos que lo rodeaban. No se veía a

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nadie en cubierta, ni siquiera a losmiembros de la tripulación. Más lejos,hacia mar abierta ya, estaba anclado ungrupo de embarcaciones grises de lapolicía, unas cinco o seis.

¿Y por qué no?, pensó Jerry.Aquello era un festival.

Ella le había soltado la mano ycuando Jerry se volvió, la vio mirandoel barco de Ko y advirtió la sombra dela confusión en su rostro.

—¿Fue por aquí de verdad pordonde te trajo? —le preguntó.

Aquél era el camino, dijo ella, y sevolvió a mirarle, para confirmar osopesar las cosas que pensaba. Luego,

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con el dedo índice le acarició muy seriaen los labios, en el centro de ellos,donde le había besado.

—Dios mío —dijo, y con la mismaseriedad, movió la cabeza.

Empezaron a subir de nuevo. Jerrymiró hacia arriba y vio engañosamentepróximo el pardo pico de la isla, y en laladera grupos de bancales de arrozabandonados. Entraron en una pequeñaaldea sólo poblada de hoscos perros, yperdieron de vista la bahía. La escuelaestaba abierta y vacía. Desde la puertavieron láminas de aviones en plenocombate. En los escalones habíacántaros. Ahuecando las manos, Lizzie

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se enjuagó la cara. Las cabañas estabansujetas con alambre y ladrillo paraanclarlas contra los tifones. El caminose hizo de arena y la subida másempinada.

—¿Seguimos yendo bien? —preguntó Jerry.

—Hay que subir —dijo ella, comosi estuviese ya harta de decírselo—.Hay que seguir subiendo y nada más, yluego la casa y ya está. Qué demonios,¿te crees que soy tonta?

—Yo no digo nada —dijo Jerry.Le echó un brazo por el hombro y

ella se apretó contra él, entregándoseexactamente como lo había hecho en la

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pista de baile.Oyeron una algarabía de música que

llegaba del templo, donde probaban losaltavoces, y tras ella el plañido de unalenta melodía. La bahía volvió aaparecer debajo de ellos. Había unamultitud a la orilla del mar. Jerry viohumaredas y, en el calor sin viento deaquella parte de la isla, les llegaron losolores de los pebeteros. El agua era azuly clara y quieta. Alrededor, brillabanluces blancas en postes. La embarcaciónde Ko no se había movido ni tampocolas de la policía.

—¿Lo ves? —preguntó Jerry.Ella miraba a la gente. Negó con un

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gesto.—Probablemente se haya echado a

dormir un poco después de comer —dijo tranquilamente.

El sol caía implacable. Cuandollegaron a la sombra de la ladera fuecomo un súbito oscurecer, y cuandollegaron a la claridad les picaba en lacara como el calor de un fuego próximo.El aire estaba lleno de libélulas, laladera salpicada de grandes morrillos,pero, donde crecían, los matorrales seenredaban y extendían por todas partes,y brotaban frondosos jazmines, rojos yblancos y amarillos. Por todas parteshabía latas tiradas por excursionistas.

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—¿Y ésa es la casa a la que tereferías?

—Ya te lo dije —contestó ella.Estaba en ruinas: una destartalada

villa enyesada en un color pardo con lasparedes medio derrumbadas y una vistapanorámica. Había sido construida concierta pretenciosidad sobre un arroyoseco y se llegaba a ella por unpuentecillo de cemento. El barro hedía yzumbaban en él los insectos. Entrepalmas y helechos, los restos de unmirador proporcionaban una ampliavista del mar y de la bahía. Cuandocruzaban el puentecillo, Jerry cogió aLizzie del brazo.

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—Vamos a repetirlo desde aquí —dijo—. Sin interrogatorios. Sólocontarlo.

—Subimos andando hasta aquí,como dije. Yo, Drake y el maldito Tiu.Los criados traían un cesto y la bebida.Yo dije «¿Adónde vamos?» y él dijo«De excursión». Tiu no quería que yofuese, pero Drake dijo que podía ir. «Ati no te gusta nada andar —dije—. ¡Note he visto nunca cruzar siquiera unacalle!» «Hoy andaremos», dijo él,montándose su número de capitán de laindustria. Así que les seguí y no abrí laboca.

Una espesa nube oscurecía ya la

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cima sobre ellos y rodaba lentamenteladera abajo. El sol había desaparecido.En unos instantes, se vieron solos en elfin del mundo, incapaces de distinguirsiquiera lo que había a sus pies.Llegaron a tientas hasta la casa yentraron. Ella se sentó separada de él,en una viga rota. Había frases chinasescritas con pintura roja en las columnasde la puerta. El suelo estaba lleno dedesechos de los excursionistas y rolloslargos de papel aislante.

—Él les dice entonces a los criadosque se larguen y ellos se largan; él y Tiusostienen una charla larga y animadasobre el tema del que llevaban hablando

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toda la semana, y a mitad de la comida,él se pone a hablar en inglés y meexplica que Po Toi es su isla. Es laprimera tierra en que desembarcócuando dejó China. La gente de losbarcos le dejó aquí. «Mi gente», lesllamó. Por eso viene al festival todoslos años y por eso da dinero para eltemplo, y por eso tuvimos que subir aaquel maldito cerro de excursión. Luegovuelven al chino y yo tengo la sensaciónde que Tiu está riñéndole por hablardemasiado, pero Drake está muyemocionado, como un niño, y no le hacecaso. Luego, ellos siguen subiendo.

—¿Subiendo?

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—Hasta la cima. «Las costumbresantiguas son las mejores —me dice—.Hemos de atenemos a lo que estádemostrado.» Luego, su rolloanabaptista: «Hay que aferrarse a lo quees bueno, Liese. Eso es lo que quiereDios.»

Jerry miró hacia el banco de nieblaque había sobre ellos, y habría juradoque oía el rumor de un pequeño avión,pero en aquel momento no le importabademasiado si había o no un avión allí,porque tenía las dos cosas que másnecesitaba. Tenía consigo a la chica ytenía la información. Ahora comprendíaexactamente lo que había valido ella

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para Smiley y Sam Collins; les habíarevelado inconscientemente la clavevital de las intenciones de Ko.

—Así que siguieron hasta la cima.¿Fuiste tú con ellos?

—No.—¿Viste adónde fueron?—Hasta la cima. Ya te lo dije.—¿Y luego qué?—Miraron hacia abajo, hacia el otro

lado. Hablaban. Señalaban. Más charla,señalaron más, luego, bajaron otra vez yDrake estaba aún más excitado, tal comose pone cuando logra concertar una granoperación y no está el Número Uno paracerrar el trato. Tiu tenía un aire muy

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solemne. Siempre se pone así cuandoDrake se muestra cariñoso conmigo.Drake quiere quedarse y tomar unascopas, así que Tiu vuelve a Hong Kongfurioso. Drake se pone amoroso ydecide que pasaremos la noche en elbarco y regresaremos a casa por lamañana. Así que eso es lo que hacemos.

—¿Dónde está amarrado el barco?¿Aquí? ¿En la bahía?

—No.—¿Dónde?—Junto a Lantau.—Fuisteis directamente allí, ¿no?Ella negó con un gesto.—Dimos una vuelta a la isla.

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—¿A esta isla?—Había un sitio que él quería

examinar de noche. Un trocito de costaque quedaba al otro lado. Los criadostuvieron que encender lámparas parailuminarlo. «Allí fue dondedesembarqué en el cincuenta y uno —dijo—. La gente de los barcos estabaasustada y no quería entrar en el muelleprincipal de la isla. Tenían miedo a lapolicía y a los fantasmas y a los piratasy a los aduaneros. Decían que losisleños les cortarían el cuello.»

—¿Y de noche? —dijo suavementeJerry—. ¿Mientras estabais ancladosjunto a Lantau?

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—Él me explicó que tenía unhermano y que le quería mucho.

—¿Era la primera vez que te loexplicaba?

Ella afirmó con la cabeza.—¿Te dijo dónde estaba su

hermano?—No.—¿Pero tú lo sabías?Esta vez, ni siquiera contestó.De abajo, se elevó informe a través

de la niebla la algarabía del festival.Jerry la hizo levantarse.

—Malditas preguntas —murmuróella.

—Ya estamos terminando —le

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prometió él.La besó y ella le dejó hacer, pero sin

participar.—Vamos hasta arriba a echar un

vistazo —dijo él.Al cabo de diez minutos, la luz del

sol volvió y se abrió sobre ellos uncielo azul. Escalaron rápidamente,Lizzie delante, varias falsas cimas haciala depresión que había entre los dospicos. Los rumores de la bahía cesaron yel aire, más frío, se llenó de loschillidos de las gaviotas. Se acercaban ala cima, el sendero se ensanchó,caminaban hombro con hombro. Unoscuantos pasos más y el viento les golpeó

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con una fuerza tal que les hizo jadear yretroceder. Estaban en el mismo bordeque daba al abismo. A sus pies, elacantilado caía vertical a un marrugiente, y la espuma cubría lospromontorios. Por el este avanzaban lasnubes y tras ellas el cielo era negro.Unos doscientos metros más abajo habíauna cala que no cubría el oleaje. A unoscincuenta metros de ella, se veía unbajío pardusco de roca que contenía lafuerza del mar, y la espuma lo lavabaformando anillos blancos.

—¿Es ahí? —gritó él por encima delviento—. ¿Desembarcó ahí? ¿En esetrocito de costa?

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—Sí.—¿Enfocó las luces hacia ahí?—Sí.La dejó donde estaba y subió

despacio hasta el borde del acantilado,agachándose todo lo posible mientras elviento aullaba sobre sus oídos y lecubría la cara de un sudor pegajoso ysalino y su estómago gritaba por lo queJerry suponía una víscera dañada o unahemorragia interna, o ambas cosas.Desde otro punto más resguardado, miróotra vez abajo y creyó distinguir unsendero casi imperceptible, quesemejaba a veces una rugosidad de laroca, o un reborde de áspera yerba, que

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se abría paso cautamente hacia la cala.En la cala no había arena, pero algunasrocas parecían secas. Volvió junto a ellay la apartó del precipicio. Cesó elviento y de nuevo oyeron la algarabíadel festival, mucho más escandalosa queantes. Los fuegos artificiales parecíanuna guerra de juguete.

—Es su hermano Nelson —explicóJerry—. Por si no lo sabes, Ko le quieresacar de China. Esta nocheprecisamente. El problema es que haymucha gente que le quiere agarrar.Mucha gente que quiere charlar con él.Ahí es donde entra Mellon.

Jerry tomó aliento y prosiguió:

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—Mi opinión es que tú debíaslargarte de aquí, ¿qué te parece? Drakeno te quiere por aquí, de eso no hayduda.

—¿Y acaso te quiere a ti por aquí?—preguntó ella.

—Creo que deberías volver alpuerto —dijo Jerry—. ¿Me oyes?

—Claro que te oigo —logró decirella.

—Te buscas una buena familiaojirredonda que parezca simpática. Poruna vez, dedícate a la mujer y no al tipo.Dile que te has peleado con tu novio yque si pueden llevarte a casa en suembarcación. Si aceptan, pasa la noche

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con ellos, si no, vete a un hotel.Cuéntales una de tus historias, eso no esproblema, ¿verdad?

Pasó sobre ellos en un largo arco unhelicóptero de la policía, posiblementepara controlar el festival.Instintivamente, Jerry la cogió por loshombros e hizo que se arrimase a laroca.

—¿Recuerdas el segundo sitio al quefuimos, donde había la orquesta grande?—aún la sujetaba.

—Sí —dijo ella.—Te recogeré allí mañana por la

noche.—No sé —dijo ella.

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—De todos modos, estate allí a lassiete. A las siete, ¿entendido?

Ella le apartó suavemente, comodecidida a quedarse sola.

—Dile que cumplí mi palabra —dijo—. Es lo que más le preocupa a él.Cumplí el trato. Si le ves, díselo. «Liesecumplió el trato.»

—Seguro.—Nada de seguro. Sí. Díselo. Él

hizo todo lo que prometió. Dijo que secuidaría de mí. Lo hizo. Dijo que dejaríaen paz a Ric. También lo hizo. Siemprecumple lo que promete.

Jerry le alzó la cabeza con ambasmanos, pero ella insistía en seguir.

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—Y dile… dile… dile que elloshicieron que fuese imposible. Ellos meobligaron.

—Estate allí a las siete —dijo él—.Espérame aunque tarde un poco. Ahoravamos, vete, no tendrás problemas,¿verdad? No necesitas un títulouniversitario para conseguir que telleven.

Intentaba amansarla, luchaba por unasonrisa, pugnaba por una complicidadfinal antes de separarse.

Ella asintió con un gesto.Quiso decir algo más, pero no lo

consiguió. Dio unos cuantos pasos, sevolvió y le miró, y él hizo un gesto de

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despedida… alzó torpemente el brazo.Ella dio unos pasos más y siguiócaminando hasta perderse más allá de lalínea del cerro, pero él la oyó gritar «alas siete entonces». O creyó oírlo. Trasverla perderse de vista, Jerry volvió alborde del acantilado, donde se sentó adescansar un rato antes del númeroTarzán. Le vino a la memoria unfragmento de John Donne, una de laspocas cosas que le quedaban de laescuela, aunque nunca recordaba lascitas literalmente, o así lo creía:

En un inmenso cerro

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fragoso y escarpado, se alza laVerdad, y el que quiera

alcanzarla, hasta allí, hasta allí hade llegar.

O algo parecido. Una hora estuvoensimismado en sus pensamientos, doshoras allí al abrigo de la roca, viendocómo iba declinando la luz del día sobrelas islas chinas que quedaban a unascuantas millas en el mar. Luego, se quitólas botas de cabritilla y ató los cordonesen punto de espina, tal como solíahacerlo en las botas de criquet. Luego selas puso otra vez y las ató lo más fuerte

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que pudo. Aquello podía ser de nuevo laToscana, pensó, y los cinco cerros quesolía contemplar desde el campo de losavispones. Salvo que esta vez no seproponía abandonar a nadie. Ni a lachica. Ni a Luke. Ni a sí mismo siquiera.Aunque exigiese mucho juego depiernas.

—El servicio secreto de la Marinaha localizado a la flota de juncosnavegando a unos seis nudos y en elcurso previsto —anunció Murphy—.Dejaron los caladeros justo a la una,exactamente como si estuviesen

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siguiendo el esquema que hicimos.Había sacado de algún sitio una

serie de barquitos de juguete debaquelita que podía fijar en el mapa. Depie, los señalaba orgulloso en una solacolumna junto a la isla de Po Toi.

Murphy había vuelto, pero su colegase había quedado con Sana Collins yFawn, así que eran cuatro.

—Y Rockhurst ha encontrado a lachica —dijo quedamente Guillam,colgando el otro teléfono. Tenía elhombro encogido y estaba sumamentepálido.

—¿Dónde? —dijo Smiley.Aun junto al mapa, Murphy se

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volvió. Martello, que estaba en suescritorio redactando un diario de losacontecimientos, posó la pluma.

—La localizó en el puerto deAberdeen cuando desembarcó —continuó Guillam—. Consiguió que latrajesen de Po Toi un empleado delBanco de Hong Kong y Shanghai y sumujer.

—¿Y cuál es la historia? —exigióMartello antes de que Smiley pudierahablar—. ¿Dónde está Westerby?

—Ella no lo sabe —dijo Guillam.—¡Por Dios, hombre! —protestó

Martello.—Dice que discutieron y que se

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fueron de allí en distintasembarcaciones. Rockhurst dice que ledejemos otra hora con ella.

Entonces habló Smiley:—¿Y Ko? —preguntó—. ¿Dónde

está Ko?—Su embarcación está todavía en el

puerto de Po Toi —contestó Guillam—.Casi todos los otros barcos se han idoya. Pero el de Ko sigue donde estabaesta mañana. En el mismo sitio y nadieen cubierta, según Rockhurst.

Smiley examinó la carta marina,luego miró a Guillam y luego pasó almapa de Po Toi.

—Si la chica le dijo a Westerby lo

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mismo que le contó a Collins —explicó—, entonces Westerby se ha quedado enla isla.

—¿Con qué intención? —exigióMartello, en voz muy alta—. Dime,George, ¿con qué intención se haquedado ese hombre en esa isla?

Transcurrió un siglo para todosellos.

—Está esperando —dijo Smiley.—¿Qué está esperando, puedes

decírmelo? —exigió Martello en elmismo tono imperativo.

Nadie podía verle la cara a Smiley.Ésta parecía haber encontrado unasombra propia. Veían sus hombros

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encogidos. Vieron que alzaba una manohacia las gafas, como para quitárselas, yque la bajaba luego, vacío y derrotada,posándola sobre la mesa de palo derosa.

—Hagamos lo que hagamos,tenemos que dejar desembarcar aNelson —dijo, con firmeza.

—¿Y qué vamos a hacer? —exigióMartello, levantándose y dando unavuelta a la mesa—. Weatherby no estáaquí, George. No entró nunca en laColonia. ¡Puede irse por la misma ruta!

—No me grites, por favor —dijoSmiley.

Martello no le hizo caso.

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—¿Qué va a ser esto, pues? ¿Unaconspiración o un desastre? Guillam sehabía plantado en medio, cortándole elpaso, y durante un momento terriblepareció que se proponía, pese al hombroroto, contener materialmente a Martelloe impedirle acercarse más a Smiley.

—Peter —dijo Smiley muy quedo—,veo que hay un teléfono detrás de ti,¿tienes la bondad de pasármelo?

Con la luna llena, había cesado elviento y el mar se había calmado. Jerryno había bajado hasta la misma cala,sino que había hecho una última

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acampada unos diez metros más arriba,al resguardo de unos matorrales, que leservían de protección. Tenía las manos ylas rodillas destrozadas y una rama lehabía arañado la mejilla, pero se sentíabien; hambriento y alerta. Con el sudor yel peligro del descenso se habíaolvidado del dolor. La cala era mayorde lo que le había parecido desdearriba, y los acantilados de granitoestaban taladrados de cuevas al niveldel mar. Intentaba imaginar el plan deDrake… pues desde que Lizzie le habíacontado todo aquello pensaba en élcomo Drake. Llevaba todo el díapencando aquello. Lo que Drake se

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propusiese hacer, tendría que hacerlodesde el mar porque era incapaz derealizar aquel descenso de pesadilla porel acantilado. Jerry se había preguntadoal principio si Drake no se propondríainterceptar a Nelson antes de quedesembarcase, pero no conseguía vercómo podría Nelson separarse de latiota y encontrarse con su hermano sinriesgos.

Se oscureció el cielo, salieron lasestrellas y la luz de la luna se hizo másbrillante. ¿Y Westerby?, pensó, ¿quéhace ahora A? A estaba a una distanciainfernal de las soluciones en serie deSarratt, de eso no había duda.

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Drake sería también un imbécil siintentaba llevar su lancha hasta aquellado de la isla, decidió. La lancha era dedifícil manejo y de excesivo calado paradesembarcar allí, a barlovento. Erapreferible una embarcación pequeña, ymejor un sampán o una lancha de goma,Jerry siguió bajando por el acantiladohasta que sus bolas empezaron a pisarguijarros y entonces se agazapó detrásde la roca, observando cómo rompía eloleaje allá abajo y cómo brillaban entrela espuma las chispas de fósforo.

«A estas horas ella ya estará devuelta —pensó—. Con un poco desuerte habrá conseguido meterse en casa

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de alguien y debe estar contándolescosas a los niños y tomándose una tazade caldo.» Dile que cumplí mi palabra,había dicho.

Se elevó la luna y Jerry siguió alacecho, procurando adiestrar la vistamirando hacia las zonas más oscuras.Luego, por encima del estruendo del marcreyó oír el torpe lamer de agua sobreun casco de madera y el breve ronroneode un motor que se encendía y seapagaba. No vio ninguna luz. Siguiendola roca en sombra, se acercó lo másposible a la orilla del agua y una vezmás se acuclilló, esperando. Mientrasuna ola le empapaba los muslos, vio lo

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que estaba esperando. Iluminadas por laluna, a menos de veinte metros de él,distinguió la cabina y la curvada proa deun sampán que se balanceaba anclado.Oyó un chapoteo y una orden apagada, ymientras se agachaba todo lo que lepermitía el declive, distinguió, contra elcielo salpicado de estrellas, lainconfundible figura de Drake Ko con suboina anglofrancesa, chapoteandocautamente hacia tierra, seguido de Tiu,que llevaba una metralleta M16 sujetacon ambas manos. Así que estáis ahí,pensó Jerry, hablando para sí mismomás que para Drake Ko, Era el final deun largo camino. El asesino de Luke, el

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asesino de Frostie (fuese por delegacióno fuese con sus propias manos, lo mismodaba), el amante de Lizzie, el padre deNelson, el hermano de Nelson.Bienvenido sea el hombre que nunca ensu vida incumplió una promesa.

Drake llevaba también algo en lamano, pero menos feroz, y mucho antesde verlo Jerry supo que se trataba de unalinterna y de una batería, muy parecidasa las que él había utilizado en los juegosacuáticos del Circus en el estuario deHelford, salvo que el Circus prefería laluz ultravioleta y las gafas de montura dealambre y de mala calidad, queresultaban inútiles con la lluvia o las

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salpicaduras del agua.En cuanto llegaron a la playa, los

dos hombres se abrieron caminojadeantes entre los guijarros hasta llegaral punto más alto, y luego, como élmismo, se fundieron en la negra roca.Jerry sabía que estaban a unos veintemetros. Oyó un gruñido y vio la llama deun encendedor y luego el brillo rojo dedos cigarrillos seguido del murmullo devoces que hablaban en chino. No meimportaría fumarme uno, pensó Jerry.Alargó un brazo y empezó a cogerguijarros; luego avanzó lo másfurtivamente que pudo, siguiendo la basede la roca hacia las dos ascuas rojas.

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Según sus cálculos, estaba a unos ochopasos de ellos. Tenía la pistola en lamano izquierda y los guijarros en laderecha, y escuchaba el retumbar de lasolas, cómo se henchían, se tambaleabany rompían; decidió que sería muchísimomás fácil tener una charla con Drakequitando a Tiu de en medio.

Muy despacio, en la postura clásicadel lanzador en el béisbol, se echó haciaatrás, alzó el codo izquierdo frente a sí ydobló el brazo derecho a la espalda,preparándose para lanzar. Rompió unaola, Jerry escuchó el rumor de la resaca,el gruñir de otra ola que se hinchaba.Esperó aún más, el brazo derecho atrás,

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la palma de la mano en que sujetaba losguijarros sudorosa. Luego, cuando la olaalcanzó su cima, lanzó los guijarroshacia el acantilado con todas sus fuerzasy después se encogió y se agazapó, conla mirada fija en las brasas de los doscigarrillos. Esperó, oyó cómorepiqueteaban los guijarros en la roca ycómo caían después como unagranizada. Al instante siguiente, oyó labreve maldición de Tiu y vio que una delas brasas volaba en el aire y Tiusaltaba con la metralleta en la mano, elcañón apuntando hacia el acantilado ydándole la espalda a Jerry. Drakeintentaba ponerse a cubierto.

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Jerry golpeó primero a Tiu muyfuerte con la pistola, procurando que losdedos quedaran protegidos. Luegovolvió a pegarle con la mano derechacerrada, un golpe de dos nudillos con lamáxima potencia, el puño hacia abajo ygirando, como decían en Sarratt. Tiu seagachó y Jerry le alcanzó en el pómulocon toda la fuerza de la bota derecha yoyó el crujir de la mandíbula alcerrarse. Y mientras se agachaba arecoger la M16, golpeó con la culata deésta a Tiu en los riñones, pensando muyfurioso en Luke y en Frost, pero tambiénen aquel chiste barato que había hechosobre Lizzie, lo que había dicho de que

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no merecía más que el viaje deKowloon a Hong Kong. Saludos delescritor de caballos, pensó.

Luego miró a Drake, que, como sehabía alejado hacia el mar, no era másque una oscura silueta recortada contraéste: una silueta encorvada con lasorejas brotando como costra de pastelbajo la extraña boina. Se había alzadode nuevo un fuerte viento, o quizás sólofuese que Jerry lo percibía ahora.Retumbaba tras ellos en las rocas yhacía que se hinchasen los anchospantalones de Drake.

—¿Es usted el señor Westerby, elperiodista inglés? —preguntó, en el

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mismo tono áspero y profundo que habíautilizado en Happy Valley.

—El mismo —dijo Jerry.—Es usted un hombre muy político,

señor Westerby. ¿Qué demonios quiere?Jerry estaba recuperando el aliento

y, por un instante, no se sintió encondiciones de contestar.

—El señor Ricardo le dijo a migente que usted se proponíachantajearme, ¿es dinero lo que busca,señor Westerby?

—Un recado de su chica —dijoJerry, sintiendo que debía cumplirprimero aquella promesa—. Dice quecumple su palabra, que está de su parte.

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—Yo no tengo ninguna parte, señorWesterby. Soy un ejército de un solohombre. ¿Qué quiere usted? El señorMariscal le explicó a mi gente que erausted una especie de héroe. Los héroesson personas muy políticas, señorWesterby. No me interesan los héroes.

—Vine a prevenirle. Quieren aNelson. No debe usted llevarle a HongKong. Lo tienen todo previsto. Tienenplanes para mantenerle ocupado duranteel resto de su vida. Y también a usted.Están haciendo cola para cogerles a losdos.

—¿Qué quiere usted, señorWesterby?

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—Hacer un trato.—Nadie quiere un trato. Ellos

quieren una mercancía. El trato lesproporciona la mercancía. ¿Usted qué eslo que quiere? —repitió Drake, alzandola voz imperativamente—. Dígamelo,por favor.

—Usted compró la chica con la vidade Ricardo —dijo Jerry—. Pensé que yopodría comprársela a usted con la deNelson. Hablaré con ellos por usted. Sélo que quieren. Aceptarán el trato.

Es el último pie en la última puerta,para mí, pensó.

—¿Un acuerdo político, señorWesterby? ¿Con su gente? Hice varios

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acuerdos políticos con ellos. Me dijeronque Dios amaba a los niños. ¿Ha vistousted alguna vez que Dios ame a un niñoasiático, señor Westerby? Me dijeronque Dios era un kwailo y que su madretenía el pelo amarillo. Me dijeron queDios era un hombre pacífico, pero unavez leí que nunca ha habido tantasguerras civiles como en el Reino deCristo. Me dijeron…

—Su hermano está justo detrás deusted, señor Ko.

Drake se volvió. A su izquierda,llegando del este, una docena de juncoso más iban con las velas desplegadas endirección sur cruzando en una columna

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irregular las aguas iluminadas por laluna, punzando el agua con sus luces.Drake cayó de rodillas y empezó atantear frenéticamente, buscando lalinterna de señales. Jerry encontró eltrípode, lo abrió, Drake colocó encimala linterna, pero le temblaban mucho lasmanos y Jerry tuvo que ayudarle. Jerrycogió los cordones eléctricos, encendióuna cerilla y fijó los cables en losextremos. Miraban hacia el mar, hombrocon hombro. Drake hizo parpadear lalinterna una vez, luego repitió elparpadeo, primero rojo, verde después.

—Espere —dijo suavemente Jerry—. Lo hace demasiado aprisa.

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Tranquilícese o lo estropeará todo.Apartándole, Jerry se inclinó y, por

el ocular examinó la hilera deembarcaciones.

—¿Cuál es? —preguntó.—El último —dijo Ko.Jerry enfocó entonces el último

junco que se veía, aunque era tan sólouna sombra todavía, e hizo de nuevo lasseñales, una roja, una verde, y, al cabode unos instantes, oyó que Drake lanzabaun grito de alegría cuando cruzaba sobreel agua hacia ellos un parpadeo derespuesta.

—¿Le bastará con esto? —dijoJerry.

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—Claro —dijo Ko, aún mirando almar—. Por supuesto. Le bastará conesto.

—Entonces no hagamos más señales,dejémoslo así.

Ko se volvió hacia Jerry y Jerry viola emoción en su rostro y comprendióque ahora Drake dependía de él.

—Señor Westerby. Le hablo contoda sinceridad. Si me ha engañadousted para apoderarse de mi hermanoNelson, su infierno cristiano anabaptistaserá un lugar muy cómodo encomparación con lo que le hará migente. Pero si me ayuda usted, se lo darétodo. Ése es mi contrato y yo he

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cumplido siempre mis contratos. Mihermano también cumple todos susacuerdos.

Y, dicho esto, volvió a mirar al mar.Los juncos que iban en cabeza se

habían perdido ya de vista. Sólo seguíanviendo a los últimos. Jerry creyó oír a lolejos el ronroneo irregular de un motor,pero pensó que estaba excitado y que elruido bien podría ser el rumor de lasolas. La luna se ocultó tras la cima y lasombra de la montaña cayó como unanegra punta de cuchillo sobre el mar,plateando los campos lejanos. Drake,inclinado sobre la linterna de señales,lanzó otro grito de alegría.

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—¡Mire! ¡Mire! Eche un vistazo,señor Westerby.

Jerry divisó por el ocular un solojunco fantasma que avanzaba hacia ellossin luces, salvo tres pálidas lámparas,dos verdes en el mástil, una roja aestribor. Pasó del plata a la negrura yJerry lo perdió. Oyó un gruñido de Tiu.Sin prestarle atención, Drake siguiómirando por el ocular, un brazoextendido como un fotógrafo antiguo,mientras empezaba a llamar suavementeen chino. Jerry corrió por entre losguijarros y sacó la pistola del cinturónde Tiu, cogió la M16 y se acercó conambas a la orilla del agua y las tiró al

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mar. Drake se disponía a repetir la señalotra vez, pero, por fortuna, no podía darcon el botón y Jerry llegó a tiempo paraimpedírselo. Jerry creyó una vez más oírel rumor, no de un motor sino de dos.Corrió hacia el promontorio y miróanhelante al norte y al sur en busca de unbarco patrulla, pero tampoco esta vezvio nada y lo achacó de nuevo al oleajey a su nerviosismo. El junco estaba máscerca, se dirigía hacia la isla, su pardavela de ala de murciélago súbitamentealta y terriblemente escandalosa frenteal mar. Drake había corrido hasta elborde del agua y hacía señas y gritabahacia el mar.

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—¡No dé voces! —cuchicheó Jerrya su lado.

Pero Jerry se había convertido enalgo irrelevante. Toda la vida de Drakese concentraba en Nelson. Desde elcobijo del promontorio próximo, elsampán de Drake se arrastró a lo largodel balanceante junco. Salió la luna desu escondite y, por un instante, Jerryolvidó su angustia cuando un individuobajo y vestido de gris, fornido, laantítesis de Drake en estatura, con unachaqueta acolchada y una voluminosagorra proletaria, bajó por el costado ysaltó a los brazos de la tripulación delsampán. Drake lanzó otro grito, el junco

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hinchó las velas y se deslizó detrás delpromontorio hasta que sólo fueronvisibles las luces verdes de sus topespor encima de las rocas, y luegodesapareció. El sampán se dirigía haciala playa y Jerry pudo distinguir lacorpulenta figura de Nelson, de pie en laproa haciendo señas con ambas manosmientras Drake Ko agitaba enloquecidosu boina en la playa, bailando como unloco.

El estruendo de motores fuehaciéndose más intenso, pero Jerry aúnno podía situarlos. El mar estaba vacío yal mirar hacia arriba sólo veía elacantilado y su negro pico recortado

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contra las estrellas. Los hermanos seabrazaron y quedaron así abrazados einmóviles. Jerry los cogió a ambos, lesgolpeó, gritando con todas sus fuerzas.

—¡Vuelvan a la embarcación! ¡Deprisa!

Pero sólo tenían oíos paracontemplarse. Jerry corrió hasta la orilladel agua y asió la proa del sampán y losujetó, gritándoles aún, mientras veíaque detrás del picacho el cielo setomaba amarillo y se iluminabarápidamente, mientras el palpitar de losmotores se convertía en estruendo y trescegadores focos caían sobre ellos desdelos ennegrecidos helicópteros. Las rocas

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bailaban revueltas por las luces deaterrizaje, el mar se arrugaba y losguijarros saltaban y volaban entormentas. Durante una fracción desegundo Jerry vio la cara de Drake quese volvía a él suplicando ayuda: como sihubiera comprendido, demasiado, tarde,quién podía ayudarle. Murmuró algo,pero el estruendo apagó su voz. Jerrycorrió hacia ellos. No por Nelson ymenos aún por Drake; sino por lo queles ligaba y lo que le ligaba a él conLizzie. Pero mucho antes de llegar a sulado, un oscuro enjambre se abatiósobre los dos hombres, los separó ylanzó a Nelson a la cabina del

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helicóptero. En la confusión, Jerry habíasacado su revólver y lo esgrimía en lamano. Gritaba, aunque no se oía a símismo por encima de los huracanes dela guerra. El helicóptero se elevaba. Enla portilla había una sola persona quemiraba hacia abajo, quizá fuese Fawn,pues tenía un aire sombrío y loco.Después, restalló un fogonazoanaranjado en la puerta, luego otro yotro, y tras eso Jerry ya no pudo contarmás. Alzó las manos furioso, la bocaabierta aún clamando, la cara aúnimplorando silenciosamente. Luego,cayó y quedó allí tendido hasta que nose oyó más que el rumor del agua sobre

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la playa y el llanto desesperado deDrake Ko ante los victoriosos ejércitosde Occidente, que le habían robado a suhermano y habían dejado muerto a suspies a su exhausto soldado.

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22Nacido otra vez

En el Circus se extendió una oleadade optimismo triunfal al llegar la grannoticia a través de los primos. ¡Nelsonen el saco! ¡Y absolutamente ileso!Durante dos días, se especuló muchosobre medallas, títulos de caballero yascensos. ¡Tenían que hacer algo porGeorge, al fin! Estaban obligados. Nadade eso, dijo Connie astutamente, desdela línea lateral. Nunca le perdonaránhaber descubierto a Bill Haydon.

La euforia fue seguida de ciertos

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rumores sorprendentes. Connie y eldoctor di Salis, por ejemplo, queestaban concienzudamente protegidos enla casa franca de Maresfield, que habíapasado a llamarse el Delfinario,esperaron toda semana que llegara supresa; y esperaron en vano. Lo mismolos intérpretes, transcriptores,inquisidores, niñeras y oficiosrelacionados que componían el resto dela unidad de recepción e interrogatorio.

La lluvia había estropeado elpartido, decían los caseros. Se fijaríaotra fecha. Esperad, dijeron. Pero prontoun agente inmobiliario del vecinopueblo de Uckfield reveló que los

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caseros estaban intentando rescindir elcontrato de arrendamiento. No habíaduda, al cabo de otra semana sedispersó el equipo «hasta que se tomendecisiones políticas». Nunca volvió aformarse.

Luego se filtró la noticia de queEnderby y Martello conjuntamente (lacombinación parecía extraña inclusoentonces) estaban presidiendo un comitéde control anglonorteamericano. Estecomité se reuniría alternativamente enWashington y Londres y tendría laresponsabilidad de la distribuciónsimultánea del producto Dolphin, cuyonombre en código era caviar, a ambos

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lados del Atlántico.Por otra parte, pudo saberse que

Nelson estaba en un lugar indeterminadode Estados Unidos, en un recintoprotegido por el ejército y ya preparadopara él en Filadelfia. La explicacióntardó aún más en llegar. Alguien creía alparecer (pero las creencias de estegénero son difíciles de rastrear entretantos pasillos) que Nelson estaría másseguro allí. Físicamente seguro. Pensaden los rusos. Pensad en los chinos.Además, insistían los caseros, lasunidades de valoración y transformaciónde los primos tenían una entidad más enconsonancia con aquella presa sin

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precedentes. Además, decían, losprimos podían permitirse el coste.

Además…—¡Además, mentiras y cuentos! —

chilló Connie, cuando se enteró de lasnoticias.

Ella y di Salís esperaron sombríos aque les invitasen a unirse al equipo delos primos. Connie llegó incluso aponerse las inyecciones para estar lista,pero la llamada no llegó.

Más explicaciones. Los primostenían un hombre nuevo en Harvard,dijeron los caseros, cuando Connieacudió a verles en su silla de ruedas.

—¿Quién? —exigió, furiosa.

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—Un profesor no sé cuantos, joven,un especialista en Moscú. Habíaconvertido en especialidad de su vida elestudio del lado oscuro de MoscúCentro, dijeron y había publicadorecientemente un trabajo, sólo paradistribución privada, pero basado enarchivos de la Compañía, en el que serefería al principio del topo, e incluso,en términos velados, al ejército privadode Karla.

—¡Claro, cómo no, el muy gusano!—masculló, entre amargas lágrimas defrustración—. Y todo lo sacó de losmalditos informes de Connie, ¿verdad?Culpepper se llama el tipo, y sabe tanto

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de Karla como mi pie izquierdo…Pero a los caseros no les conmovió

lo más mínimo la comparación. Quientenía el voto del nuevo comité eraCulpepper y no Sachs.

—Ya veréis cuando vuelva George—les advirtió Connie con voz de trueno.La amenaza les dejó extrañamenteimpávidos.

A di Salís no le fue mejor. Losespecialistas en China andaban a dos elpenique en Langley, le dijeron. Unexceso de oferta en el mercado, amigo,lo siento. Pero son órdenes de Enderby,dijeron los caseros.

¿Enderby?, repitió di Salís.

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Del comité, dijeron ellos vagamente.Era una decisión conjunta.

Así que di Salis fue a reclamar aLacon, a quien le gustaba creerse unaespecie de defensor público en talescuestiones, y Lacon por su parte llevó adi Salis a comer, aunque pagaron lacuenta a medias porque Lacon no erapartidario de que los funcionarios seconvidasen unos a otros a costa deldinero de los contribuyentes.

—¿Qué es lo que sentís todosrespecto a Enderby, dime? —le preguntóen determinado momento de la comida,interrumpiendo el quejumbrosomonólogo de di Salis sobre sus

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conocimientos de los dialectos chiu—chow y hakka; el sentimiento estabajugando un papel muy importante enaquel preciso momento—. ¿Encaja bienallí? Me pareció que a ti te gustaba suforma de enfocar las cosas. Es bastantefirme, ¿no crees?

Firme en el vocabulario deWhitehall de aquel periodo significabahalcón.

Di Salis volvió apresuradamente alCircus e informó de este sorprendenteasunto a Connie Sachs (que era lo queLacon quería, claro) y a partir deentonces, se vio muy poco a Connie. Sepasaba el tiempo preparando «el baúl»,

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como ella decía. Es decir, preparandosu archivo de Moscú Centro para laposteridad. Había un nuevo excavadorjoven que era su favorito, un jovencitolascivo pero servicial llamadoDoolittle. Le hacía sentarse a sus pies yle impartía su sabiduría.

—El viejo orden se va —advertía aquien la escuchase—. Ese tipejo,Enderby, está engrasando la puertatrasera. Esto es un pogrom.

Al principio, la trataron con elmismo menosprecio de que fue objetoNoé cuando empezó a construir su arca.Mientras aún seguía entregada a sutrabajo, Connie tuvo una charla secreta

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con Molly Meakin y la convenció paraque dimitiese. «Diles a los caseros queestás buscando algo más satisfactorio,querida —le aconsejó, con muchosguiños y pellizcos—. Te darán unascenso inmediatamente.»

Molly tenía miedo a que la cogieranpor la palabra, pero Connie conocía eljuego demasiado bien. Así que escribióla carta c inmediatamente la ordenaronque se quedase al terminar la jornada.Había ciertos cambios en el aire, ledijeron muy confidencialmente loscaseros. Existía el propósito de crear unservicio más joven y más dinámico quetuviera unos lazos más estrechos con

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Whitehall. Molly prometiósolemnemente reconsiderar su decisióny Connie Sachs reanudó su trabajo deempaquetado con nuevos bríos.

¿Pero dónde estaba George Smileydurante todo este tiempo? ¿En el LejanoOriente? ¡No, en Washington!¡Tonterías! Había vuelto a casa y estabarumiando en el campo, en algún sitio(Cornualles era su zona favorita),tomándose un bien merecido descanso yarreglando sus asuntos con Ann.

Luego, uno de los caseros dejó caerque George podría estar sufriendo unpoco de agotamiento, y esta fraseprodujo escalofríos a todos, pues hasta

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el más insignificante gnomo de laSección Bancaria sabía que elagotamiento, como la vejez, era unaenfermedad para la que sólo existía unremedio conocido, que no entrañabarecuperación.

Guillam volvió al fin, pero sólo parallevarse a Molly de permiso, y se negó ahacer comentarios. Los que le vieron ensu rápido paso por la quinta plantadijeron que parecía muy deprimido yque era evidente que necesitaba undescanso. Parecía haber tenido tambiénun accidente en la clavícula. Llevaba elbrazo derecho en cabestrillo. Por loscaseros se supo que había pasado un par

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de días al cuidado del matasanos delCircus en su clínica particular deManchester Square. Pero seguía sinsaberse nada de Smiley, y los caserossólo mostraban una inflexible afabilidadcuando les preguntaban cuándo volvería.En estos casos, los caseros seconvertían en la santa inquisición,temida pero indispensable. El retrato deKarla desapareció misteriosamente;según los enterados, se lo habíanllevado para limpiarlo.

Lo que era extraño, y en cierto modobastante terrible, era que ninguno deellos pensó en dejarse caer por la casade Bywater Street y sencillamente

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llamar al timbre. Si lo hubiesen hecho,habrían encontrado allí a Smiley, muyprobablemente en bata, bien recogiendoplatos o bien preparando comida queluego no comía. A veces, normalmenteal oscurecer, salía a dar un solitariopaseo por el parque y miraba a la gentecomo si medio la reconociese, de modoque la gente también le miraba a él, yluego bajaban la cabeza. O iba asentarse en uno de los cafés baratos deKing’s Road, con un libro por compañíay té dulce como refresco… pues habíaabandonado sus buenos propósitos detomar sólo sacarina para rebajar lacintura. Se habrían dado cuenta de que

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se pasaba mucho tiempo mirándose lasmanos y limpiándose las gafas con lacorbata, o leyendo la carta que le habíadejado Ann, que era muy larga, perosólo por las repeticiones.

Lacon iba a verle, y Enderbytambién, y en una ocasión les acompañóMartello, vestido de nuevo de acuerdocon su personaje londinense, pues todosestaban de acuerdo, y ninguno mássinceramente que Smiley, que en interésdel servicio el traspaso debería hacersecon la mayor suavidad e inocuidadposible. Smiley hizo ciertas peticionesrespecto al personal, que Lacon anotómeticulosamente, explicándole que la

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actitud de Hacienda hacia el Circus(sólo hacia el Circus) era, de momento,bastante generosa. En el mundo de losservicios secreto al menos, la esterlinaestaba en alza. No era sólo el éxito delasunto Dolphin lo que explicaba estecambio de actitud, dijo Lacon. Elentusiasmo de los norteamericanos porel nombramiento de Enderby había sidoabrumador. Se había sentido incluso alos niveles diplomáticos más altos.Aplauso espontáneo, así es como lodescribió Lacon.

—Saul sabe exactamente cómo hayque hablar con ellos —dijo.

—¿Ah sí? Bueno, bueno. Muy bien

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—dijo Smiley y cabeceó asintiendo,como hacen los sordos.

Ni siquiera cuando Enderby leconfió a Smiley que se proponíanombrar a Sam Collins jefe deoperaciones, mostró Smiley nada másque cortesía hacia la sugerencia. Samera un vivales, explicó Enderby. Y loque más les gustaba en Langleyúltimamente eran los vivales. El grupode la camisa de seda estaba en alza,explicó.

—Sin duda —dijo Smiley.Los dos hombres se mostraron de

acuerdo en que Roddy Martindale,aunque tuviese bolsas de valor

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representativo, no estaba hecho a lamedida del juego. En realidad, el viejoRoddy era demasiado raro, dijoEnderby, y al ministro le daba muchomiedo. Además, no se llevabademasiado bien con losnorteamericanos, ni siquiera con los queeran de su mismo estilo. Además,Enderby no quería coger más etonianos.No producían buena impresión.

Una semana después, los caserosabrieron el viejo despacho de Sam de laquinta planta y retiraron los muebles. Elfantasma de Collins desaparecía parasiempre, dijeron ciertas vocesimprudentes con alivio. Luego, el lunes,

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llegó una mesa escritorio muy adornada,con cubierta de cuero rojo, y variosgrabados de caza falsos procedentes delas paredes del club de Sam, que iba aser adquirido por uno de los grandessindicatos del juego, para satisfacciónde todo el mundo.

Nadie volvió a ver al pequeñoFawn. Ni siquiera cuando revivieronvarias de las estaciones exteriores deLondres más musculosas, ni siquiera loscazadores de cabelleras de Brixton a losque había pertenecido él antes, ni losfaroleros de Acton, bajo las órdenes deToby Esterhase. Pero nadie le echó demenos tampoco. Como Sam Collins,

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había intervenido en el asunto sinpertenecer nunca del todo a él. Pero, adiferencia de Sam, permaneció en laespesura cuando el asunto terminó y novolvió a reaparecer nunca.

Y sobre Sam Collins también, en suprimer día de vuelta al trabajo, recayóla responsabilidad de comunicar la tristenueva de la muerte de Jerry. Lo hizo enla sala de juegos, sólo un pequeñodiscurso, muy sencillo, y todo el mundoadmitió que lo había hecho muy bien. Nole suponían capaz de aquello.

—Sólo para oídos de la quintaplanta —les dijo.

Su público quedó sobrecogido;

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luego se sintió orgulloso. Connie lloró eintentó que se le considerara otravíctima más de Karla, pero la obligarona volverse atrás en este punto por faltade información respecto a qué o quién lehabía matado. Fue en acto de servicio,dijeron, una muerte generosa.

Allá en Hong Kong, el Club deCorresponsales Extranjeros mostró alprincipio gran preocupación por sushijos perdidos, Luke y Westerby.Gracias a la mucha presión queejercieron sus miembros, se organizó,bajo la presidencia del siempre

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vigilante superintendente Rockhurst, unainvestigación confidencial en granescala para resolver el doble enigma desu desaparición. Las autoridadesprometieron plena difusión pública decuanto se descubriese y el cónsulgeneral de los Estados Unidos ofreciócinco mil dólares de su propio dinero acualquiera que facilitase informaciónútil. Con vistas a la sensibilidad local,incluyó en la oferta el nombre de JerryWesterby. Pasó a conocérseles comoLos Periodistas Desaparecidos ycorrieron rumores de una desdichadarelación entre ambos. La oficina de Lukeofreció otros cinco mil dólares, y el

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enano, aunque estaba afligidísimo, hizotodo lo posible por lograr que esedinero se lo pagaran a él. Y fue élprecisamente quien, trabajando enambos frentes a la vez, supo porAnsiademuerte que el apartamento deCloudview Road que había utilizadoúltimamente Luke había sido reformadode arriba abajo antes de que los agudosojos de los investigadores del Rockerllegasen a examinarlo. ¿Quién ordenóesto? ¿Quién lo pagó? Nadie lo sabía.Fue el enano también quien recogióinformes de primera mano de que sehabía visto a Jerry en el aeropuerto deKai Tak entrevistando a grupos de

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turistas japoneses. Pero el comité deinvestigación del Rocker se vioobligado a rechazarlos. Los japonesesaludidos eran testigos voluntarios perono fidedignos, dijeron, para identificar aun ojirredondo que aparecía de prontoante ellos después de un largo viaje. Encuanto a Luke: en fin, tal como andabaúltimamente, dijeron, era indudable quese encaminaba a un desastre de uno uotro género. Los que sabían hablaban deamnesia producida por el alcohol y lavida disipada. Al cabo de un tiempo,hasta las mejores historias se enfriaron.Corrieron rumores de que habían visto alos dos hombres cazando juntos durante

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el hundimiento de Hue (¿o era Danang?)y bebiendo juntos en Saigón. Otroshablaban de que se les había vistohombro con hombro en el paseomarítimo de Manila.

—¿Cogidos de la mano? —preguntóel enano.

—Peor —fue la respuesta.El nombre del Rocker circuló

también mucho, gracias a su éxito en unespectacular juicio por narcóticosmontado con la ayuda del departamentoantidroga norteamericano. Participaronen él varios chinos y una atractivaaventurera inglesa, una porteadora deheroína, y aunque, como siempre, el Pez

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Gordo no compareció ante la justicia, sedecía que el Rocker había estado apunto de engancharle. «Nuestro duropero honrado vigilante —escribía elSouth China Morning Post en uneditorial en el que alababa su astucia—.Harían falta más hombres como él enHong Kong.»

Para otras distracciones, el Clubpodía recurrir a la espectacularreapertura de High Haven, tras unperímetro alambrado e iluminado confocos patrullado por perros guardianes.Pero no hubo más almuerzos gratis y elchiste pronto se marchitó.

En cuanto al viejo Craw, pasaron

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meses sin que apareciera y sin que nadiehablase con él. Hasta que apareció unanoche, muy avejentado y sobriamentevestido, y se sentó en su antiguo rincónmirando al vacío. Aún quedaban unoscuantos que le reconocieron. El vaquerocanadiense sugirió una sesión de bolosde Shanghai, pero Craw no aceptó.Luego sucedió algo muy raro. Surgió unadiscusión respecto a una cuestión tontade protocolo del Club. Nada grave: siaún seguía siendo útil para la marchadel Club cierta formalidad tradicionalrelacionada con las firmas de los vales.Algo tan sin importancia como esto.Pero, Dios sabe por qué, el asunto sacó

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de quicio al viejo por completo. Selevantó, y salió hacia los ascensores,llorando a lágrima viva mientras leslanzaba un insulto tras otro.

—No cambiéis nada —les advirtió,esgrimiendo furioso el bastón—. «Elviejo orden no cambiarás», dejad quetodo siga igual. ¡No pararéis la rueda, niunidos ni divididos, novicios mocosos ylameculos! ¡Sois una pandilla deimbéciles sólo por intentarlo!

Ya se le pasará, dijeron todos, y laspuertas se cerraron tras él. Pobre tipo.Qué embarazoso.

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¿Hubo realmente una conspiracióncontra Smiley de la escala que suponíaGuillam? Y si la hubo, ¿hasta qué puntole afectó la intervención disidente deWesterby? No se dispone deinformación, y ni siquiera los que setienen mutua fe están dispuestos adiscutir el caso. Es indudable que huboun entendimiento secreto entre Enderbyy Martello para que los primos pudieranecharle un primer tiento a Nelson (ycompartir méritos por obtenerlo) acambio de que apoyasen la candidaturade Enderby para jefe. Y es evidente queLacon y Collins, dentro de sus esferas,tan distintas, participaron en ello. Pero

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es probable que nunca sepamos en quépunto propusieron reservarse a Nelsonpara ellos y por qué medios (porejemplo, el recurso más convencional deu n a démarche concertada a nivelministerial en Londres). Pero tal comoresultaron las cosas, sin duda Westerbyfue una bendición disfrazada. Les dio laexcusa que andaban buscando.

¿Y conocía Smiley la conspiraciónen realidad? ¿Tenía conciencia de ella yaceptaba satisfecho incluso en secreto lasolución? Peter Guillam, que ha pasadodespués tres años completos de exilio enBrixton, durante los cuales ha tenidotiempo para considerar su opinión,

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insiste en que la respuesta a ambaspreguntas es un rotundo sí. Hay una cartaque George escribió a Ann Smiley, diceGuillam, en el punto álgido de la crisis,quizás en uno de los largos períodos deespera en el pabellón de aislamiento.Guillam se apoya sobre todo en ellapara fundamentar su teoría. Ann se laenseñó cuando fue a visitarla a Wiltshirecon la esperanza de conseguir unareconciliación, y aunque la misiónfracasó, Ann sacó la carta del bolso enel curso de su charla. Guillam memorizóuna parte según dice, y la escribió encuanto volvió al coche. El estilo vuelamuchísimo más alto, desde luego, que

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cualquier cosa a la que Guillam pudieseaspirar por sí mismo.

Me pregunto sinceramente, sindesear ser mórbido, cómo llegué a estepaso que estoy dando. Por lo que de mijuventud puedo recordar, elegí la víadel Servicio Secreto porque parecíaconducir en línea recta y más de prisahacia el objetivo de mi patria. Enaquellos tiempos podíamos señalar alenemigo con el dedo y podíamos leercosas de él en los periódicos. Hoy, loúnico que sé es que he aprendido ainterpretar toda la vida como una

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conspiración. Esa es la espada por laque he vivido, y al mirar a mialrededor ahora veo que también es laespada por la que moriré. Esta genteme aterra, pero yo soy uno de ellos. Sime ensartan por la espalda, se trataráal menos del juicio de mis pares.

Como dice Guillam, la carta erabásicamente del periodo azul de Smiley.

Últimamente, dice, el viejo es muchomás él mismo. De vez en cuando, comecon Ann, y personalmente Guillam estáconvencido de que un día acabaránjuntos sin problemas. Pero George

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jamás menciona a Westerby. NiGuillam: por George.

FIN