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Gunter Grass, Mi siglo, Alfaguara, 1999 www.mundocontemporaneo.es 1932 Tenía que ocurrir algo. En cualquier caso, las cosas no podían seguir así, con decretos de urgencia y elecciones continuas. Sin embargo, en principio, hasta hoy no ha cambiado mucho. Bueno, estar sin trabajo entonces y parado ahora no es exactamente lo mismo. En aquella época no se decía “estoy sin trabajo”, sino “voy a que me estampillen”. Por alguna razón, eso parecía más activo. La verdad es que nadie quería reconocer que no tenía trabajo. Se consideraba una vergüenza. En cualquier caso, cuando en el colegio o en la catequesis me preguntaba el reverendo Watzek, yo decía: “Mi padre va a que lo estampillen”, mientras que mi nieto dice ahora tranquilamente: “Vivo del subsidio”. Es verdad, cuando Brüning estaba en el poder, eran unos seis millones, pero ahora estamos otra vez en cinco, bien contados. Por eso hoy se escatima el dinero y se compra sólo lo más necesario. En principio, las cosas no han cambiado. Sólo que en el treinta y dos, cuando llevaba ya tres inviernos yendo a que lo estampillaran, a Padre hacía tiempo que le estaba descontando, y le reducían la asistencia social cada dos por tres. Tres marcos cincuenta a la semana cada vez. Y como mis hermanos iban los dos a que los estampillaran, y sólo mi hermana Erika, vendedora en Tietz, traía a casa un verdadero salario, Madre no llegaba a reunir siquiera doscientos marcos semanales para la casa. Eso no bastaba en absoluto, pero en nuestra vecindad ocurría lo mismo por todas partes. ¡Ay de quien agarraba la gripe o lo que fuera! Sólo por el certificado había que apoquinar cincuenta ‘pfennig’. Echar medias suelas a los zapatos abría un agujero en las finanzas. El carbón comprimido costaba unos dos marcos el quintal. Sin embargo, en las cuencas los montones aumentaban. Naturalmente, estaban vigilados, estrictamente además, con alambre de espino y perros. Y el colmo eran las patatas de invierno. Tenía que ocurrir algo, porque el sistema entero estaba podrido. En principio, hoy ocurre lo mismo. También las esperas en la oficina de empleo. Una vez, mi padre me llevó con él: “Para que veas cómo funciona esto”. Ante la oficina había dos policías que velaban por que nadie perturbase el orden, porque delante había una cola y dentro estaban de pie también, ya que no había asientos suficientes. Sin embargo, tanto fuera como dentro todo estaba muy tranquilo, porque todos andaban meditando sólo para sus adentros. Por eso se podía oír tan bien el ruido de las estampillas. Un chasquido seco. Estampillaban en cinco o seis ventanillas. Todavía hoy lo oigo. Y veo muy bien las caras cuando rechazaban a alguien. “¡Ha pasado el plazo!”, o “faltan papeles”. Padre lo llevaba todo: hoja de inscripción, último certificado de trabajo, declaración de pobreza e impreso de giro postal. Porque, desde que sólo recibía beneficencia, comprobaban la necesidad, hasta en nuestra casa. Ay, si había muebles demasiado nuevos o una radio. Y además olía a ropa húmeda.

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Gunter Grass, Mi siglo, Alfaguara, 1999

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1932

Tenía que ocurrir algo. En cualquier caso, las cosas no podían seguir así, con decretos de urgencia y elecciones continuas. Sin embargo, en principio, hasta hoy no ha cambiado mucho. Bueno, estar sin trabajo entonces y parado ahora no es exactamente lo mismo. En aquella época no se decía “estoy sin trabajo”, sino “voy a que me estampillen”. Por alguna razón, eso parecía más activo. La verdad es que nadie quería reconocer que no tenía trabajo. Se consideraba una vergüenza. En cualquier caso, cuando en el colegio o en la catequesis me preguntaba el reverendo Watzek, yo decía: “Mi padre va a que lo estampillen”, mientras que mi nieto dice ahora tranquilamente:

“Vivo del subsidio”. Es verdad, cuando Brüning estaba en el poder, eran unos seis millones, pero ahora estamos otra vez en cinco, bien contados. Por eso hoy se escatima el dinero y se compra sólo lo más necesario. En principio, las cosas no han cambiado. Sólo que en el treinta y dos, cuando llevaba ya tres inviernos yendo a que lo estampillaran, a Padre hacía tiempo que le estaba descontando, y le reducían la asistencia social cada dos por tres. Tres marcos cincuenta a la semana cada vez. Y como mis hermanos iban los dos a que los estampillaran, y sólo mi hermana Erika, vendedora en Tietz, traía a casa un verdadero salario, Madre no llegaba a reunir siquiera doscientos marcos semanales para la casa. Eso no bastaba en absoluto, pero en nuestra vecindad ocurría lo mismo por todas partes. ¡Ay de quien agarraba la gripe o lo que fuera! Sólo por el certificado había que apoquinar cincuenta ‘pfennig’. Echar medias suelas a los zapatos abría un agujero en las finanzas. El carbón comprimido costaba unos dos marcos el quintal.

Sin embargo, en las cuencas los montones aumentaban. Naturalmente, estaban vigilados, estrictamente además, con alambre de espino y perros. Y el colmo eran las patatas de invierno. Tenía que ocurrir algo, porque el sistema entero estaba podrido. En principio, hoy ocurre lo mismo. También las esperas en la oficina de empleo. Una vez, mi padre me llevó con él:

“Para que veas cómo funciona esto”. Ante la oficina había dos policías que velaban por que nadie perturbase el orden, porque delante había una cola y dentro estaban de pie también, ya que no había asientos suficientes. Sin embargo, tanto fuera como dentro todo estaba muy tranquilo, porque todos andaban meditando sólo para sus adentros.

Por eso se podía oír tan bien el ruido de las estampillas. Un chasquido seco. Estampillaban en cinco o seis ventanillas. Todavía hoy lo oigo. Y veo muy bien las caras cuando rechazaban a alguien. “¡Ha pasado el plazo!”, o “faltan papeles”. Padre lo llevaba todo: hoja de inscripción, último certificado de trabajo, declaración de pobreza e impreso de giro postal. Porque, desde que sólo recibía beneficencia, comprobaban la necesidad, hasta en nuestra casa. Ay, si había muebles demasiado nuevos o una radio. Y además olía a ropa húmeda.

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Porque fuera hacían cola bajo la lluvia. No, no había apreturas ni alborotos, ni siquiera políticos.

Bueno, porque todo el mundo estaba harto y todos lo sabían: así no se puede seguir. Tiene que ocurrir algo. Sin embargo, después mi padre me llevó a la autoayuda de los desempleados, en el edificio del sindicato. Allí había carteles y llamamientos a la solidaridad. Y había también algo que comer, un plato único, la mayoría de las veces una sopa. Madre no debía saber que habíamos estado allí: “Os sacaré a todos adelante”, decía ella y, cuando me frotaba en el bocadillo del colegio un poco de manteca, se reía; o cuando sólo había pan:

“Hoy a palo seco”. Bueno, las cosas no son ahora tan malas, aunque pueden empeorar. En cualquier caso, entonces había ya algo así como el servicio social para los llamados desempleados de la beneficencia. En nuestro caso, en Remscheid, tenían que apencar en la presa, construyendo caminos. Padre también, porque vivíamos de la beneficencia. En aquella época, como los caballos eran demasiado caros, enganchaban a unos veinte hombres a una apisonadora de no sé cuántos quintales y, a la voz de “¡arre!”, arrancaban. A mí no me dejaban ir a mirar, porqué Padre, que en otro tiempo fue maquinista jefe, se avergonzaba ante su hijo. Sin embargo, en casa lo oía llorar cuando, en la oscuridad, estaba echado junto a Madre. Ella no lloraba, pero al final, poco antes de la toma del poder, no hacía más que decir: “Peor no puede ser”. Una cosa así no puede pasarnos hoy, he dicho a mi nieto para tranquilizarlo, cuando se dedica como siempre a hablar mal de todo.

—Tienes razón –me respondió el rapaz–, por muy mal que esté lo del trabajo, las acciones de la Bolsa no hacen más que subir.

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