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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno Malin Fors 01 Agradecimientos Quiero expresar mi gratitud por la ayuda prestada en el trabajo con este libro a las siguientes personas: A Bengt Nordin y a Maria Enberg, por su aliento y su implicación. A Nina Wadensjö y a Petra König, por su perspicacia y su celo. A Rolf Svensson, por echarme una mano con el papeleo, entre otras cosas. A mi madre, Anna-Maria, y a mi padre, Björn, por la investigación detallada de la región de Linköping. Asimismo le doy las gracias a Bengt Elmström, sin cuyo sentido común y sensibilidad no habría surgido ninguno de mis libros, seguramente. Y la mayor gratitud de todas es para mi mujer, Karolina, que, en más de un sentido, me ha resultado imprescindible para el proceso de creación de Sacrificio de invierno. ¿Qué habrían sido Malin Fors, su familia y sus colegas sin Karolina? La narración ha constituido mi prioridad en todo momento y, por esa razón, me he tomado ciertas libertades, aunque nimias, en lo relativo al trabajo policial, a la ciudad de Linköping, a su entorno geográfico y a sus habitantes. MONS KALLENTOFT © Mons Kallentoft, 2007. Título original: Midvinterblod Traducción: Carmen Montes Cano © Maeva Ediciones, 06/10/2010 ISBN: 978-84-92695-70-6

Malin Fors, Sacrificio De Invierno - Kallentoft, Mons

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Page 1: Malin Fors,  Sacrificio De Invierno - Kallentoft, Mons

Mons Kallentoft

Sacrificio De Invierno

Malin Fors 01

AAggrraaddeecciimmiieennttooss

Quiero expresar mi gratitud por la ayuda prestada en el trabajo con este libro a las siguientes

personas:

A Bengt Nordin y a Maria Enberg, por su aliento y su implicación. A Nina Wadensjö y a Petra König,

por su perspicacia y su celo. A Rolf Svensson, por echarme una mano con el papeleo, entre otras cosas. A mi

madre, Anna-Maria, y a mi padre, Björn, por la investigación detallada de la región de Linköping.

Asimismo le doy las gracias a Bengt Elmström, sin cuyo sentido común y sensibilidad no habría

surgido ninguno de mis libros, seguramente.

Y la mayor gratitud de todas es para mi mujer, Karolina, que, en más de un sentido, me ha resultado

imprescindible para el proceso de creación de Sacrificio de invierno. ¿Qué habrían sido Malin Fors, su

familia y sus colegas sin Karolina?

La narración ha constituido mi prioridad en todo momento y, por esa razón, me he tomado ciertas

libertades, aunque nimias, en lo relativo al trabajo policial, a la ciudad de Linköping, a su entorno

geográfico y a sus habitantes.

MONS KALLENTOFT

© Mons Kallentoft, 2007.

Título original: Midvinterblod

Traducción: Carmen Montes Cano

© Maeva Ediciones, 06/10/2010

ISBN: 978-84-92695-70-6

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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PPRRÓÓLLOOGGOO

[En la oscuridad]

Götaland Oriental, martes, 31 de enero

No me golpeéis.

¿Me oís? Dejadme en paz.

No; dejadme entrar. Las manzanas, el aroma de las manzanas. Lo percibo.

No me dejéis aquí, en medio de esta fría blancura. El viento arrastra alfileres

afilados, que me devoran manos y cara hasta que no queda nada de piel

congelada, nada de carne, nada de grasa en los huesos, en el cráneo.

¿No os dais cuenta de que desaparezco? No podría importaros menos,

¿verdad?

Los gusanos serpean por el suelo de tierra.

Los oigo. Y a los ratones, que copulan y se despedazan enloquecidos por el

calor. «Deberíamos estar muertos a estas alturas —susurran—, pero tú has

encendido la estufa y nos mantienes con vida. Somos tu única compañía en este

frío.» Aunque qué compañía, en realidad. ¿Hemos estado vivos alguna vez o

morimos hace ya mucho tiempo, en una habitación tan estrecha que no cabía en

ella ni un ápice de amor?

Me cubro el cuerpo escuálido con un paño húmedo, veo arder el fuego por la

ventana de la estufa, noto que el humo se eleva por mi agujero negro y sale hacia

los pinos dormidos, los abetos, el musgo y la piedra gris, el hielo que cubre el lago.

¿Dónde está el calor? Sólo en el agua que hierve. Si me duermo, ¿despertaré?

No me golpeéis.

No me dejéis aquí en la nieve. Fuera.

Me volveré azul y luego blanco, como todo lo demás.

Aquí puedo estar solo.

Me duermo y, en mis sueños, vuelven las palabras: mierda de niño, que se

mea en la cama, no eres de verdad, no existes.

Pero ¿qué os he hecho yo? Decidme sólo eso: ¿qué he hecho yo? ¿Qué

sucedió?

¿Y de dónde procedía el aroma a manzanas la primera vez? Las manzanas

son redondas, pero estallan, desaparecen en mis manos.

Migas de galleta en el suelo bajo mis pies.

Y no sé quién es, pero resulta que hay una mujer desnuda flotando sobre mí.

Y dice: «Yo me ocuparé de ti, tú existes para mí, somos seres humanos, estamos

unidos», pero de pronto la arrancan de allí, el techo de mi agujero se retuerce al

empuje de un viento negro y oigo que algo se anilla alrededor de sus piernas y ella

grita y guarda silencio. Luego vuelve, pero es otra. La sin rostro a la que he

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añorado toda mi vida, ¿escapó?, ¿me golpeó?, ¿quién es en realidad?

La bandeja de entrada parpadea. Está llena. Bandeja de salida, vacía.

Puedo exterminar la añoranza. Puedo pasar de respirar.

Si la añoranza y la respiración desaparecen, la unidad hará acto de presencia,

¿verdad?

Me he despertado. He envejecido muchos años, pero mi agujero, el frío, la

noche invernal y el bosque son los mismos. Debo hacer algo. Ya lo he hecho. Algo

ha sucedido.

¿De dónde procede la sangre que cubre mis manos?

Y los sonidos.

¿Qué problema tienen?

Con tanto ruido no se oye ni a los gusanos ni a los ratones.

Tu voz. El aporreo sobre los tablones claveteados que son la puerta de mi

agujero. Y ya vienes tú, vosotros, venís por fin.

El aporreo. No bebas tanto.

¿Sois vosotros? ¿O son los muertos?

Quienesquiera que estéis ahí fuera, decidme que venís con buenas

intenciones. Decidme que venís con amor.

Prometédmelo.

Prometédmelo de verdad.

Prometed.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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PPRRIIMMEERRAA PPAARRTTEE

DDiicchhoo AAmmoorr

Capítulo 1

Jueves, 2 de febrero

El amor y la muerte son vecinos.

Ambos comparten un único rostro. El hombre no tiene que dejar de respirar

para morir. Y tampoco debe respirar para vivir.

No existen garantías, ni cuando se trata de la muerte, ni cuando se trata del

amor.

Dos personas se conocen.

Amor.

Aman.

Aman y siguen amando hasta que, un día, se acaba el amor de forma tan

repentina como apareció; su fuente huraña estrangulada, por circunstancias

externas o internas.

También puede ocurrir que continúe hasta el fin de los tiempos o que sea

imposible desde el principio y, aun así, inevitable.

¿Es dicho amor más bien una fuente de inconveniencias?

Sí que lo es, se dice Malin Fors mientras, de pie junto al fregadero, recién

salida de la ducha y en albornoz, unta mantequilla en una buena rebanada de pan

con una mano y, con la otra, se lleva la taza de café a los labios.

El reloj de Ikea que cuelga de la pared blanca indica las 6.15. Al otro lado de

la ventana, del resplandor de las farolas, el aire parece petrificado y convertido en

hielo. El frío abraza los muros grises de la iglesia de Sankt Lars y se diría que las

ramas blancas de los arces se han rendido hace tiempo: «Ni una sola noche más a

veinte grados bajo cero; preferimos que acabéis con nosotros, que nos dejéis caer

muertas al suelo».

¿A quién puede gustarle un frío como éste?

Un día como hoy no es para los vivos, piensa Malin.

Linköping está paralizada, las calles de la ciudad se extienden lánguidas

sobre una costra de tierra y el vaho de las ventanas ciega las casas.

La gente no se sintió con fuerzas ni para ir al Cloetta Center a ver jugar al

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LHC ayer por la tarde; tan sólo acudieron unas dos mil personas cuando, por lo

general, suele haber lleno.

Me pregunto cómo le habrá ido a Martin, piensa Malin. Martin es el hijo de

su colega Zeke, un producto local, un goleador que aspira a la selección nacional y

a una carrera profesional. A Malin le cuesta interesarse por el equipo de hockey,

pero viviendo en esa ciudad resulta imposible ignorar los destinos de los

protagonistas del hielo.

Apenas si hay cuatro gatos en movimiento.

La agencia de viajes de la esquina de Sankt Larsgatan con Hamngatan exhibe

tentadores carteles con destinos exóticos. Sol, playas, cielos de un azul irreal…

todo eso pertenece a otro planeta, a un planeta habitable. Una madre arrastra un

cochecito de gemelos ante la puerta del banco Ostgötabanken; lleva a los niños

bien abrigados en sacos de color negro, invisibles, indolentes, fuertes pero, al

mismo tiempo, infinitamente vulnerables. La madre resbala sobre las placas de

hielo ocultas bajo una capa de nieve, tropieza pero sigue adelante como si no

hubiese más remedio.

—¡Joder con los inviernos de este país!

Malin oye resonar en su interior las palabras de su padre. Ésa fue la razón

por la que, años atrás, compró un búngalo de tres habitaciones en Playa de la

Arena, una de las zonas residenciales para jubilados de Tenerife, al norte de la

Playa de las Américas.

¿Cómo lo estarán pasando ahora?, se pregunta Malin.

El café la caldea por dentro.

Seguro que aún estáis dormidos y, cuando os despertéis, lucirá el sol y hará

calor.

Aquí reina el hielo, continúa para sus adentros.

¿Debería despertar a Tove? Las chicas de trece años pueden dormir mucho,

las veinticuatro horas, si se les presenta la ocasión. Y en un invierno como éste no

estaría mal hibernar unos meses, librarse de salir al frío y despertarse lozano

habiendo dejado atrás los grados bajo cero.

Dejará dormir a Tove. Permitirá que descanse ese cuerpo larguirucho y

desgarbado.

No tiene clase hasta las nueve. Malin se la imagina. Se imagina perfectamente

a su hija esforzándose por salir de la cama a las ocho y media, dando traspiés

hasta el cuarto de baño, duchándose, vistiéndose. No se maquilla nunca. Y luego

la ve saltarse el desayuno, pese a sus constantes advertencias. Quizá debería

probar una nueva táctica, se dice Malin. «Tove, desayunar es perjudicial. Hagas lo

que hagas, no desayunes nunca.»

Malin apura el último sorbo de café.

Las escasas ocasiones en que Tove se levanta temprano es para terminar de

leer alguno de los libros que devora de forma casi obsesiva. Tiene un gusto notable

y avanzado para su edad. Jane Austen, recuerda Malin. ¿Qué niña de trece años

lee cosas así, salvo Tove? Pero, por otro lado… Tove no es exactamente como las

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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niñas de su edad. No necesita hacer ningún esfuerzo por ser la primera de la clase.

Quizá sería mejor que tuviera que esforzarse, que hallase algún tipo de resistencia

real…

Los minutos pasan y Malin quiere llegar pronto al trabajo, no desea perderse

esa media hora, entre las siete menos cuarto y las siete y cuarto, en la que casi

siempre está sola en la comisaría y puede preparar la jornada sin que la molesten.

Va al cuarto de baño, se quita el albornoz y lo deja caer al suelo de linóleo

amarillo.

El cristal del espejo que cuelga de la pared está un poco inclinado y, pese a

que eso hace que su metro setenta aparezca encogido, su aspecto es esbelto,

atlético y fuerte, preparado para comerse cualquier marrón que le venga encima.

Ya le ha ocurrido antes: se ha topado con el marrón, ha aceptado comérselo, ha

madurado y ha seguido adelante.

No está nada mal para una mujer de treinta y tres años, piensa Malin. Y tiene

confianza en sí misma. No hay nada que yo no sea capaz de hacer. Y luego, la

duda, la certeza: no he llegado a nada en la vida, no he sabido seguir adelante y es

culpa mía, sólo mía.

Su cuerpo.

Malin se concentra en su cuerpo.

Se da unas palmaditas en la barriga, saca los pulmones y sus pechos

pequeños se elevan; pero, en cuanto ve los pezones apuntando al aire, se detiene.

Se agacha rápidamente y recoge el albornoz. Se seca la melena corta y rubia y

deja que los dos mechones de los lados le caigan sobre los pómulos salientes pero,

al mismo tiempo, delicados y le cubran la frente como un manto por encima de las

cejas rectas que, como bien sabe, realzan sus ojos azul celeste. Malin arruga los

labios; le gustaría tenerlos más carnosos, pero quizá entonces no encajasen con su

nariz breve y un tanto regordeta.

Va al dormitorio y se pone unos vaqueros, una camisa blanca y un grueso

jersey de lana de color negro.

Se atusa el cabello en el espejo de la entrada y se dice que las patas de gallo

no se aprecian, seguramente. Se calza las botas Caterpillar.

Porque… ¿quién sabe lo que le espera?

Quizá tenga que ir al campo. El grueso anorak de relleno acrílico que compró

en el Stadium del centro comercial de Tornby por ochocientas setenta y cinco

coronas la hace sentirse como un astronauta reumático de movimientos torpes y

lentos.

¿Lo llevo todo?

El móvil y el monedero, en el bolsillo. La pistola. Ese apéndice permanente.

Sigue colgada del respaldo de la silla, junto a la cama sin hacer.

En el colchón caben dos cuerpos, y aún quedaría espacio en medio, una

distancia para el sueño y la soledad en las horas más negras de la noche; pero

¿cómo encontrar a alguien que te aguante, si ni tú misma te aguantas a veces?

Junto a la cama tiene una foto de Janne. Suele decirse que la puso para

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contentar a Tove.

En esa foto, Janne está bronceado y ríe con la boca, pero no con los ojos

verdiazules. A su espalda se ve un cielo despejado y, a su lado, una palmera se

mece despacio al viento. La selva se atisba al fondo. Janne lleva un casco azul claro

de las Naciones Unidas y una cazadora de algodón color camuflaje con la insignia

de Räddningsverket, la agencia de salvamento sueca. Se diría que quiere girarse a

mirar, asegurarse de que no se acerca ningún depredador surgido del denso

follaje.

Ruanda.

Kigali.

Janne le contó que los perros devoraban a personas que aún no estaban

muertas.

Janne se fue, se va, siempre lo ha hecho, como voluntario. O, al menos, ésa es

la versión oficial.

Se va a la jungla de oscuridad tan espesa que se intuyen los latidos del

corazón del mal; se va por los caminos ensangrentados y cuajados de minas de los

Balcanes, transitados por camiones que, con su carga de sacos de harina, retumban

al pasar junto a las fosas comunes mal disimuladas bajo fango y arena.

Y voluntario fue lo nuestro al principio.

La versión abreviada:

Una chica de diecisiete conoce a un chico de veinte en una discoteca

cualquiera de una ciudad cualquiera de provincias. Dos individuos sin planes,

iguales pero distintos y con un olor y unos presentimientos mutuamente

aceptables. Dos años más tarde, ocurre lo que no debe ocurrir. Se rompe la

membrana de goma y empieza a formarse un bebé.

—Tenemos que deshacernos de él.

—No; es lo que siempre deseé.

Sus palabras se cruzan sin encontrarse, pasa el tiempo y nace la pequeña, la

niña de los ojos de todos, y juegan a ser una familia. Así pasan un par de años,

algo enmudece, no resulta como habían pensado, o quizá no habían pensado en

absoluto, y sus cuerpos adquieren voluntad propia más allá de todo límite

razonable.

Nada de explosiones, sino un pinchazo diminuto que conduce lejos, muy

lejos en la tierra y mucho más lejos en el alma.

La cualidad existencial del amor, piensa Malin.

Dulcemente amargo. Como pensaba cuando se separaron, cuando el camión

de mudanzas llegó a Estocolmo y a la Escuela Superior de Policía, cuando Janne

huyó a Bosnia: si me convierto en el mejor combatiendo el mal, el bien vendrá a

mí.

Puede ser así de sencillo, ¿verdad?

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Entonces, el amor volverá a ser posible, ¿verdad que sí?

Se dispone a salir del apartamento y nota la pistola presionándole las

costillas. Abre la puerta de Tove con cuidado. Distingue las paredes en la

oscuridad, las hileras de libros en las estanterías, presiente el cuerpo adolescente y

desproporcionado bajo la sábana turquesa. Tove duerme sin hacer apenas ruido,

es así desde que tenía dos años. Antes tenía un sueño inquieto, se despertaba

varias veces todas las noches, pero luego fue como si hubiese comprendido que la

oscuridad y el silencio eran necesarios, al menos de noche, como si aquella

pequeña de dos años supiese de forma instintiva que el ser humano necesita la

noche libre para soñar de vez en cuando. Malin sale del apartamento.

Baja despacio las tres plantas hasta la entrada del edificio. Siente a cada paso

cómo se acerca al frío. El rellano está casi bajo cero.

Ojalá arranque el coche. Hace tanto frío que la gasolina podría haberse

congelado.

Vacila un instante ante la puerta. Siente deseos de subir corriendo las

escaleras, de volver al apartamento, quitarse la ropa y meterse de nuevo en la

cama. Luego vuelve el otro deseo, el de estar en la comisaría. Así que abre el

portal, corre hasta el coche, trata de atinar con la llave, abre la puerta, métete

dentro, arranca y ponte en camino.

El aire gélido se aferra a ella en cuanto sale. Incluso cree oír cómo le crujen

los pelos de la nariz al respirar y siente que las lágrimas se le acumulan en los ojos;

aun así es capaz de leer la inscripción de las puertas laterales de la iglesia de Sankt

Lars: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

¿Dónde está el coche? El Volvo plateado modelo 2004 está en su sitio, claro,

enfrente de la galería Sankt Lars.

Los brazos abultados.

Malin mete con dificultad la mano en el bolsillo en el que cree haber

guardado las llaves. No están ahí. El siguiente bolsillo. Y el siguiente. Joder. Debe

de habérselas olvidado arriba. Pero entonces lo recuerda: están en el bolsillo

delantero de los vaqueros.

Tiene los dedos rígidos y le duelen cuando los obliga a meterse en el bolsillo.

Sí, ahí están las llaves.

—Ábrete ya, puta puerta.

El hielo ha perdonado el agujero de la cerradura y Malin no tarda en sentarse

al volante, maldiciendo. Maldiciendo el frío, el motor que se gripa y se resiste a

arrancar.

Lo intenta una y otra vez.

Pero el coche se niega.

Malin sale. Piensa: tendré que tomar el autobús, pero ¿dónde está la parada?

Mierda, qué frío hace, mierda de coche de mierda. Y entonces suena el

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teléfono.

Busca indignada el estruendoso chisme de plástico. No se detiene a mirar

quién es.

—Aquí Malin Fors.

—Soy Zeke.

—El puto coche no arranca.

—Tranquila, Malin. Tranquila. Escucha. Ha ocurrido algo terrible. Te lo

contaré cuando llegue. Estoy en tu casa dentro de diez minutos.

Las palabras de Zeke parecen quedar flotando en el aire. Por su tono de voz,

Malin deduce que ha sucedido algo grave, que el invierno más frío hasta donde

alcanza la memoria del hombre acaba de convertirse en un invierno varios grados

más imperdonable, que ha mostrado su verdadero rostro.

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Capítulo 2

La música coral alemana retumba en el coche y Zeke, Zacharias Martinsson,

sujeta bien el volante mientras pasa ante la zona residencial de Hjulsbro. Entrevé

por la ventanilla el hastial rojo y verde de las amplias casas adosadas. La pintura

de los listones está cubierta de escarcha y los árboles que han crecido enhiestos en

los treinta años largos que han pasado desde que construyeron la urbanización

aparecen ahora desnutridos y esquilmados por el frío. Aun así toda la zona

presenta un aspecto curiosamente cálido y habitable, saludable.

Un gueto para médicos, piensa Zeke. Así lo llaman en la ciudad. Y, de hecho,

es un barrio muy solicitado por los médicos del hospital. Enfrente, al otro lado de

la autopista Stureforsleden, más allá del aparcamiento, se ven los edificios blancos

no demasiado altos de Ekholmen, hogar de varios miles de inmigrantes y de

suecos nativos de las clases sociales más bajas.

Malin sonaba cansada, aunque no recién levantada. Quizá había dormido

mal. Debería preguntarle si le pasa algo. O no, déjalo. Suele irritarse cuando le

preguntas cómo se encuentra.

Zeke trata de mantener la mente alejada del lugar al que se dirigen. No

quiere ni saber qué aspecto tendrá. Ya lo verá en su momento; pero los chicos del

coche patrulla sonaban espantados y sólo faltaba que fuese tan terrible como

contaban. Con el transcurso de los años, se ha convertido en un experto en diferir

los marrones, en postergarlos, aunque a veces le caigan justo encima.

El barrio de Johannelund.

El campo de fútbol del equipo juvenil, cubierto de nieve junto al río Stångån.

Martin jugó allí en el equipo de Saab antes de decidirse y apostar por el hockey

exclusivamente. Nunca fui un padre muy involucrado en el asunto del fútbol,

observa Zeke para sí. Y ahora que al chico empieza a irle bien de verdad, apenas

soporto los partidos. Ayer por la tarde fue un suplicio. Pese a que ganaron al

Färjestad por cuatro a tres. No puedo, por mucho que quiera, no me gusta ese

deporte. Su brutalidad ridícula.

El amor, piensa Zeke, o existe o no existe. Como el que yo siento por la

música coral.

Ensaya dos veces por semana en el coro Da Capo, del que forma parte desde

el día que se atrevió a aparecer por allí hace ya cerca de una década. Un concierto

al mes, quizá. Un viaje al año a algún festival.

A Zeke le gusta la ausencia de condiciones y exigencias en la relación con los

demás miembros del coro. A ninguno le interesa lo que hace el otro fuera de allí.

Quedan, hablan y, por supuesto, cantan. A veces, cuando está con los demás,

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rodeado de canto en una iglesia iluminada, siente que es posible pertenecer a algo,

formar parte de algo más grande que su insignificante persona. Como si en el

canto hubiera una sencillez y una alegría incapaces de dar cabida a ningún mal.

Porque se trata de eso, de mantener el mal a raya en la medida de lo posible.

Ahora, en cambio, van camino del mal. De eso no hay duda.

El estadio de Folkungavallen.

El siguiente paso en la jerarquía del balón. Un campo de fútbol abandonado

y pidiendo a gritos una remodelación. El equipo femenino del Linköpings FF se

cuenta entre los mejores del país, un grupo de chicas a las que han comprado,

muchas de ellas jugadoras de la selección nacional, que nunca consiguen seducir a

los habitantes de la ciudad. Luego, la piscina cubierta. Las casas nuevas junto al

edificio del aparcamiento. Gira para entrar en la calle Hamngatan, deja atrás el

supermercado Hemköp y el centro comercial Åhléns y enseguida ve a Malin

tiritando delante de su portal. ¿Por qué no lo habrá esperado dentro?

Ve que se encoge pero, al mismo tiempo, parece imbatible mientras aletea

con los brazos flexionados, como si toda su persona estuviese anclada a la tierra

por el frío, por la certeza de que aquí empieza un nuevo día en que podrá

dedicarse a aquello para lo que es apta.

Y sí que es apta para el trabajo policial. Si yo cometiera algún delito, no me

gustaría que me persiguiera ella, piensa Zeke al tiempo que susurra:

—Coño, Malin, no sé qué nos deparará este día.

La música coral al mínimo. Cien voces susurrantes en el coche.

¿Qué nos dice de una persona su voz?, se pregunta Malin. ¿Su brío, su

ronquera, el modo de, por así decirlo, ahogar las palabras? La voz de Zeke es

bronca como ninguna voz que Malin haya oído jamás, con un tono pretencioso y

penetrante que desaparece cuando canta, pero que se volvió más obvio si cabe

mientras le contaba lo sucedido:

—Según he oído, debe de ser un espectáculo aterrador —dijo. La ronquera

recrudeció sus palabras—. Eso dijeron los chicos cuando llamaron. Pero, claro,

¿cuándo no lo es?

—¿El qué?

—Un espectáculo aterrador.

Zeke está sentado a su lado, al volante del Volvo, mirando de hito en hito la

carretera brillante. Los ojos.

Confiamos en ellos. El noventa por ciento de las impresiones con las que

formamos nuestra imagen del entorno se lo debemos a los ojos. Lo que no vemos

no existe. Casi. Cualquier cosa puede esconderse en un armario, por ejemplo, y

desaparece. Problema resuelto, así, sin más.

—Jamás —responde Malin.

Zeke asiente con la cabeza rapada al cero. Unida al cuerpo por un cuello

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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extraordinariamente largo, la cabeza no parece corresponderse con ese cuerpo

breve y nervudo. Tiene la piel tirante en los pómulos.

Malin no lo ve desde su sitio. Pero confía en su memoria.

Conoce los ojos de Zeke. Sabe que se asientan, hundidos, en el cráneo y que

no suelen moverse. En su color gris verdoso siempre hay un brillo, casi una llama

eterna, dura y blanda a la vez.

A sus cuarenta y cinco años, tiene la seguridad que le otorga la experiencia,

al tiempo que los años lo han convertido en un ser desasosegado, implacable o,

como él mismo le advirtió a Malin en una ocasión, después de varias cervezas y

unas copas de más, en la fiesta de Navidad:

«Somos nosotros contra ellos, Malin. A veces, por triste que suene, tenemos

que recurrir a sus métodos. Es el único idioma que entienden algunos», lo dijo sin

amargura ni satisfacción; era una mera constatación.

La desazón de Zeke no se ve, pero ella la siente. ¿Cómo debe de sufrir en los

partidos de Martin?

—… un espectáculo aterrador.

Desde que Zeke la llamó hasta que la recogió en su casa habían pasado once

minutos. Cuando Malin entró en el coche y oyó aquella descripción sucinta, se

estremeció pero, al mismo tiempo y curiosamente, se puso de buen humor.

Linköping a través de la ventanilla.

Una población ambiciosa, pese a su insignificancia, tan sólo con una fina

capa de barniz sobre su historia.

Lo que fue en su día un núcleo industrial y centro de comercio para los

campesinos, no tardó en convertirse en una ciudad universitaria, y la mayoría de

las fábricas cerró. Los vecinos competentes entraron a presión en los estudios

académicos, en las escuelas técnicas, en la universidad, y no tardó en convertirse

en la ciudad más infructuosa y con los habitantes más raros del país.

Linköping. Una ciudad en los cuarenta, como un académico inseguro cuyo

pasado ha de barrerse bajo la alfombra a cualquier precio. Una población que

desea ser elegante y que se atavía con vestidos y trajes para ir a tomar café al

centro los sábados.

Linköping.

Una ciudad perfecta para ponerse enfermo.

O, mejor aún, para sufrir quemaduras.

En el Hospital Universitario se encuentra la principal unidad de quemados

del país. Malin estuvo allí una vez, por un caso que estaba investigando, vestida

de blanco de pies a cabeza. Los pacientes que estaban despiertos gritaban o se

quejaban; los sedados soñaban con no tener que despertar.

Linköping.

Paraíso de aviadores. Cuna de la industria aeronáutica. Las cornejas de acero

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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graznan en el cielo. Tunnor, Drakar, Viggen, Las. La cosa se dispara y, de repente,

hay un montón de ricos por las calles: han vendido sus empresas y su tecnología a

Estados Unidos.

Y luego están las llanuras y los bosques de alrededor. Hogar de todos

aquellos cuyos genes no resisten los cambios rápidos, aquellos cuyos códigos

protestan, se niegan. La imposibilidad de llegar a ningún fondo.

Janne, ¿eres tú uno de ellos?, se pregunta Malin.

¿Es sólo un problema de códigos genéticos que no resisten el mismo ritmo?

Los indios de las selvas vírgenes. Gente de pueblos como Ukna, Nykil y

Ledberg. Los sábados, en Ikea, se ve a los indios con chándal y zuecos junto a los

médicos y los ingenieros y los pilotos de pruebas. Los seres humanos han de vivir

unos junto a otros. Pero ¿y si el código protesta? ¿Y si el casi amor es imposible? En

el punto de ruptura entre el entonces y el ahora, entre el ahí y el aquí, entre dentro

y fuera, nace a veces la violencia como única posibilidad.

Dejan atrás el barrio de Skäggetorp.

Un proyecto urbano millonario de edificios de ladrillo blanco en torno a un

centro desierto; en las casas de alquiler viven los que vienen de muy lejos. Los que

saben qué se siente cuando el torturador uniformado llama a la puerta de noche;

los que han oído el subido de los machetes cortando el aire justo cuando el alba

despierta a la jungla; aquellos por cuya expulsión no han brindado todavía en el

Ministerio de Inmigración1.

—¿Vamos por el convento de Vreta o cogemos la carretera de

Ledbergsvägen?

—Pues es que éste no es precisamente mi terreno —responde Malin.

—Decide tú. Rápido.

—Deberíamos tomar el camino recto. Por cierto, ¿qué tal el partido de ayer?

—No me hables. Esos asientos rojos del centro deportivo son una auténtica

tortura para las partes blandas.

Zeke pasó de largo ante la salida a la carretera de Ledbergsvägen y continuó

rumbo al convento.

Hacia el este se extiende el lago Roxen. Cubierto de hielo, se asemeja a un

glaciar despistado y, justo enfrente, en la otra orilla del lago, se encaraman en la

pendiente que desciende hasta los juncos de la orilla los soberbios chalets de las

inmediaciones del convento. Las esclusas del canal Göta aguardan a los veleros

que acuden en verano y a los transbordadores rebosantes de turistas americanos

con la cartera bien repleta.

El reloj del salpicadero.

Las siete y veintidós.

Un espectáculo aterrador.

1En diciembre de 2005, un grupo de funcionarios del Ministerio de Inmigración sueco celebró en sus

oficinas la expulsión de una familia rusa con un hijo gravemente enfermo. El escándalo —que no era un hecho

aislado—generó un intenso debate tanto en los medios de comunicación como en el seno de la sociedad sueca.

(Todas las notas pertenecen a la traductora.)

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 14 -

Malin piensa en decirle a Zeke que pise el acelerador, pero sigue en silencio y

cierra los ojos.

A aquella hora empiezan a llegar todos a la comisaría y, en condiciones

normales, Malin estaría saludando al resto de componentes del Grupo de

Investigaciones de la brigada de delincuencia especializada de Linköping,

dándoles los buenos días desde detrás de su escritorio en la oficina diáfana de la

comisaría. Y desde allí podría detectar de qué humor están, decidir qué tono es el

adecuado para hoy. Malin diría, o pensaría:

—Buenos días, Börje Svärd. Esta mañana has salido a pasear a los perros. Ni

por todo el frío del mundo dejarías de demostrarles tu amor a esos pastores

alemanes, ¿verdad? Tienes los jerséis, la cazadora y hasta tu cabello, cada vez más

escaso, llenos de pelos de los perros. Sus ladridos son voces para ti. Y me pregunto

cómo sigues teniendo fuerzas. Cómo es ver sufrir a la persona que amas como tú

ves sufrir a tu mujer cada día.

—Buenos días, Johan Jakobsson. Anoche no fue fácil meter a los niños en la

cama, ¿verdad? ¿O es que están enfermos? Hay un brote de gastroenteritis. ¿Os

habéis pasado la noche despiertos tu mujer y tú, limpiando vomitonas? ¿O acaso

habéis gozado de la plácida alegría que dan los hijos cuando se duermen

temprano y de buen humor? Hoy los lleva tu mujer y tú los recoges, ¿no? Llegáis

puntuales. Tú siempre llegas a tiempo, Johan, aunque nunca haya tiempo

suficiente. Y la preocupación, Johan. Se te ve en los ojos, se te oye en la voz. Nunca

desaparece; sé lo que implica, porque yo también la siento.

—Buenos días, jefe. ¿Cómo se encuentra hoy el comisario Sven Sjöman? Ten

cuidado. Tienes una barriga poco saludable, demasiado gorda. Barriga de infarto,

como la llaman los médicos del Hospital Universitario. La típica barriga de viudo

de la que se ríen en la UCI antes de las operaciones de baipás. No me mires con

tanta exigencia, Sven, ya sabes que siempre hago todo lo que puedo. Ten cuidado.

Necesito personas que estén dispuestas a creer en mí, porque es muy fácil dudar,

aunque nuestras fuerzas sean mucho mayores de lo que creemos. Y sus palabras,

sus consejos: «Tienes talento para esto, Malin. Verdadero talento. Aprovéchalo.

Hay montones de talento en el mundo, pero es mucho el que se desaprovecha.

Observa lo que tienes delante, pero no confíes sólo en los ojos; confía en tu

instinto, Malin. Confía en tu instinto. En toda investigación resuenan un montón

de voces, voces que son audibles y voces que no lo son. Las nuestras y las de los

demás. Y se trata de oír las voces mudas, Malin. En ellas se esconde la verdad».

—Buenos días, Karim Akbar. Sabes que incluso el jefe más joven del país, el

más mediático, tiene que estar a bien con sus peones, ¿verdad? Te paseas por las

oficinas con tus flamantes trajes italianos y nunca sabemos qué camino vas a

tomar. Jamás hablas de tu barrio de Skäggetorp, de las casas de fachada de latón

color naranja de Nacksta, en Sundsvall, la ciudad donde creciste solo con tu madre

y seis hermanos, después de haber huido del Kurdistan turco y de que tu padre se

quitara la vida, desesperado ante la imposibilidad de encontrar su sitio en el

nuevo país.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿En qué estás pensando, Malin? Estás como ida.

La pregunta de Zeke surte el efecto de un látigo y Malin abandona su juego

de saludos matinales y vuelve al coche, acercándose al suceso, a la violencia que

existe en los puntos de ruptura, al paisaje presa del invierno.

—No es nada —responde Malin—. Estaba pensando en lo calentitos que

deben de estar ahora en la comisaría.

—Oye, Malin, a ti el frío te ha absorbido el cerebro.

—¿Cómo iba a absorberme el cerebro, hombre?

—Enfréntate a él y desaparecerá.

—¿El frío?

—No; la idea del frío.

Pasan por delante de la plantación hortofrutícola de Sjövik. Malin señala por

la ventanilla los invernaderos helados.

—Ahí puedes comprar tulipanes en primavera. Tulipanes de todos los

colores imaginables —asegura.

—Vaya, vaya —responde Zeke—. Me muero de emoción.

Las luces de emergencia del coche patrulla parecen estrellas de colores

parpadeantes en contraste con el cielo y los campos blancos.

Se acercan despacio, se diría que el coche va arrastrándose metro a metro a

causa del frío, de los campos cubiertos de nieve, de lo adecuado que aquel lugar

resulta para la soledad. Metro a metro, cristal a cristal se van acercando al objetivo,

un rodeo, un abultamiento en la atmósfera, un suceso que se deriva de otro suceso

que se deriva de otro suceso que reclama la atención del momento presente. El

viento azota la ventanilla.

Las ruedas del Volvo giran sobre el camino cubierto de arena y a unos

cincuenta metros se perfila borroso contra el horizonte un roble solitario,

tentáculos grisáceos se convierten en arañas venenosas que trepan por el cielo

blanco, el hermoso follaje es una red de recuerdos y presentimientos. Las ramas

más gruesas del roble, vencidas hacia la tierra; el frío va soltando los velos que,

hasta el momento, han ocultado la carga a los ojos de Zeke y de Malin.

Hay una figura delante del coche patrulla. A través de la luna trasera se

divisan dos cabezas. Un Saab verde se ha detenido en seco ante ellos, a un par de

metros.

Los cordones policiales rodean el árbol y llegan casi hasta la carretera.

Y, en el árbol, ese espectáculo no tan agradable. Algo que hace dudar a los

ojos. Algo que hace hablar a las voces.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 3

En cierto modo es agradable estar colgado aquí arriba. La vista es hermosa y mi

cuerpo helado se mece apacible al viento. Puedo dejar que las ideas fluyan a su antojo.

Reina aquí una paz que nunca había experimentado y cuya existencia ni siquiera había

sospechado. Tengo una voz nueva, al igual que la mirada. Quién sabe si no seré ahora la

persona en la que nunca tuve oportunidad de convertirme.

Ya empieza a clarear por el horizonte y la llanura de Götaland Oriental presenta un

color blanquecino y parece infinita, sólo interrumpida por manojos de árboles que rodean

las pequeñas fincas. La nieve arrasa los campos y plantaciones en oleadas, los prados se

mezclan con zonas sin cultivar y allá abajo, lejos de mis pies colgantes, junto a un coche de

policía, hay un hombre joven vestido con un chándal gris que, nervioso y esperanzado, casi

aliviado, se diría, observa el coche que se acerca. Entonces vuelve la vista hacia mí con

cautela, como si yo fuese a salir huyendo.

La sangre se me ha coagulado en el cuerpo. Mi sangre se ha coagulado en el cielo y en

las estrellas y allá lejos, en las galaxias más remotas. Aun así, aquí estoy. Pero ya no

necesito respirar, y no sería fácil, teniendo en cuenta la cuerda que llevo alrededor del

cuello. Cuando salió del coche y se acercó con la cazadora roja, Dios sabe qué estaría

haciendo aquí tan temprano, rompió a gritar. Luego, en un susurro, exclamó: «¡Joder,

joder, joder, por Dios santo!».

Después se apresuró a llamar y ahora está en el coche moviendo la cabeza, abrumado.

Dios, claro. Bueno, yo lo intenté con Él en una ocasión, pero ¿qué podía ofrecerme?

Lo veo por doquier: la súplica desesperanzada a la que se entregan los seres humanos en

cuanto se las ven con lo que ellos creen que es oscuridad.

No estoy solo. Hay muchísimos como yo a mi alrededor y, pese a todo, no estamos

apretados, tenemos sitio de sobra, aquí, en mi universo expandido hasta el infinito, donde

todo se encoge, paradójicamente. Se va despejando, aunque aún está turbio.

Claro que dolió.

Claro que tuve miedo.

Claro que intenté huir.

En lo más hondo de mi ser sabía que había dejado de vivir. No es que estuviera

satisfecho, pero sí cansado; cansado de moverme en círculos en torno a lo que se me negaba

y que yo, también en lo más hondo, deseaba tener, deseaba participar de ello.

Los movimientos de las personas.

Nunca mis movimientos.

Por eso es agradable estar aquí colgado, desnudo y muerto en un roble solitario de

una de las tierras más fértiles del país. Las dos luces del coche que se acerca me parecen

hermosas.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Lo hermoso antes no existía.

¿Tal vez sólo exista para nosotros, los muertos?

Es agradable, muy agradable, no tener todas esas preocupaciones de los vivos.

El frío es inodoro. El cuerpo desnudo y ensangrentado que cuelga sobre la

cabeza de Malin se balancea despacio adelante y atrás; el roble es una percha que

cruje a su pesar y su sonido se mezcla con el zumbido del motor del coche. La piel

se ha desprendido en grandes zonas del abultado abdomen y de la espalda, y la

carne expuesta, congelada, es un batiburrillo de apagados tonos rojos. Aquí y allá,

en las extremidades, en orden aleatorio, se aprecian heridas profundas, cóncavas,

como cortadas a rodajas con un cuchillo. El sexo parece intacto. El rostro carece de

contorno, es una masa de grasa machacada, helada, violácea v negruzca. Sólo los

ojos desorbitados e inyectados en sangre, casi sorprendidos y hambrientos pero, al

mismo tiempo, llenos de un miedo vacilante, desvelan que la cara es de un ser

humano.

—Debe de pesar ciento cincuenta kilos, por lo menos —observa Zeke.

—Por lo menos —subraya Malin, pensando que ha visto antes esa mirada en

las víctimas de asesinato. Todo vuelve al origen cuando nos enfrentamos a la

muerte; regresamos al hombre nuevo que fuimos un día. Amedrentados,

hambrientos, pero capaces de sorprendernos desde el primer instante.

Es lo que suele hacer cuando se enfrenta a escenas como ésta. Se abstrae de

ellas pensando, se sirve de la memoria y de lo que ha estudiado, intenta que las

teorías encajen con lo que ve.

Los ojos de la víctima.

En ellos ve ira, más que nada. Y desesperación.

Los demás esperan junto al coche patrulla. Zeke le dijo al del uniforme que se

sentara a esperar dentro.

—No tienes por qué quedarte helado aquí fuera. Está colgado y colgado

seguirá.

—¿No vais a interrogar al que lo encontró?

El policía uniformado se volvió a mirar por encima del hombro.

—Ese fue el que lo encontró.

—Bueno, vamos a echar un vistazo primero.

Y ahí está, un cuerpo congelado y tumefacto que pende del roble solitario.

Un bebé gigantesco y desproporcionado al que alguien, una o varias personas, ha

arrancado la vida a pedazos.

¿Qué quieres de mí?, se pregunta Malin. ¿Por qué me has traído aquí esta

mañana olvidada de Dios?

¿Qué quieres contarme?

Los pies, de un azul oscuro con las uñas renegridas, se balancean sobre lo

blanco.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Esos ojos, piensa Malin. Tu soledad. Es como un movimiento sobre los llanos

y sobre la ciudad que se prolonga hasta mi interior.

Primero, lo evidente.

La rama está a cinco metros del suelo, no hay ropa ni sangre en la nieve, no

hay huellas en la capa nada espesa que se extiende alrededor del árbol, salvo unas

muy recientes de unas botas. Del hombre del coche que te encontró, concluye

Malin. Una cosa es segura, tú no pudiste llegar ahí solo, y las heridas que cubren

tu cuerpo ha debido de causártelas alguien. Y, seguramente, no te las hizo aquí. De

ser así, el suelo estaría manchado de sangre. No; te has pasado un tiempo

congelándote en otro sitio, hasta que se te ha coagulado la sangre en el cuerpo.

—¿Has visto las marcas que hay en la rama? —pregunta Zeke, levantando la

vista hacia el cadáver.

—Sí —responde Malin—. Es como si hubiesen arrancado la corteza.

—Apuesto lo que quieras a que el que hizo esto utilizó una polea para izarlo

hasta ahí arriba y después le puso la cuerda.

—O los que lo hicieron —apunta Malin—. Pueden haber sido varios.

—No hay huellas que conduzcan hasta aquí desde la carretera.

—No; pero esta noche ha soplado el viento. La superficie del terreno cambia

de aspecto a cada momento. Nieve en polvo, hielo duro. Se va modificando todo el

rato. ¿Cuánto tiempo dura una huella? Un cuarto de hora, una hora. No más.

—De todos modos, tendremos que llamar a los de la Científica para que

despejen el terreno.

—Necesitarán el equipo calefactor más grande del mundo —señaló Malin.

—Pues que lo busquen.

—¿Cuánto tiempo crees que lleva ahí?

—Es imposible decirlo. Pero seguro que, como máximo, desde anoche. De

día lo habrían visto.

—Puede que llevara muerto mucho tiempo antes de que lo colgaran —dijo

Malin.

—Eso es cosa de Johannisson.

—¿Algún tipo de agresión sexual?

—¿No es todo una agresión sexual, Fors?

El apellido. Es lo que utiliza Zeke cuando bromea, cuando responde a una

pregunta que considera innecesaria o tonta o tontamente formulada.

—Vamos, Zeke, hombre.

—No, no creo que haya agresión sexual ni que tenga nada que ver con eso.

—Bien; entonces, estamos de acuerdo.

Volvieron a los coches.

—El que hizo esto —continúa Zeke— debe de estar poseído por una obsesión

diabólica. Porque, como quiera que lo haya hecho, no ha debido de ser fácil traer

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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ese cuerpo hasta aquí y subirlo al árbol —y al cabo de un rato añade—: Hay que

estar bien furibundo para hacer algo así.

—O bien triste —observa Malin.

—Sentaos en nuestro coche, aún está caliente.

Los uniformados salen penosamente del coche patrulla.

El hombre de mediana edad que está en el asiento trasero mira inquisitivo a

Malin y hace amago de levantarse.

—Tú puedes quedarte —le advierte ella. El hombre se desploma en el

asiento, pero sigue tenso y las finas cejas se le arquean nerviosamente. Todo su

cuerpo parece expresar una única cosa: ¿cómo demonios voy a explicar esto?, ¿qué

demonios hacía yo aquí, en esta época del año?

Malin se sienta a su lado. Zeke, en el asiento delantero.

—Bien —dice Zeke—. Se está mejor aquí que ahí fuera.

—Yo no lo hice —farfulla el hombre, mirando a Malin con los ojos húmedos

de miedo—. No debí detenerme, joder, qué imbécil, debí seguir adelante.

Malin posa la mano sobre el brazo del hombre. Bajo el tejido rojo, las plumas

se hunden ante la presión de sus dedos.

—Hiciste lo correcto.

—A ver, yo venía de…

—Vamos, vamos —lo interrumpe Zeke, volviéndose hacia el asiento

trasero—. Tómatelo con calma. Empieza por decirnos cómo te llamas.

—¿Cómo me llamo?

—Exacto —asiente Malin.

—Mi amante…

—El nombre.

—Liedbergh. Peter Liedbergh.

—Gracias, Peter.

—Ahora ya puedes hablar.

—Pues venía de casa de mi amante, que vive en Borensberg, y tomé esta

carretera para volver a casa. Vivo en Maspelösa y por aquí el trayecto es más

corto. Eso sí lo admito, pero yo no he tenido nada que ver con esto. Podéis

preguntarle a ella. Se llama…

—Sí, le preguntaremos —vuelve a interrumpir Zeke—. O sea, que volvías a

casa después de una noche de amor, ¿no?

—Sí. Y tomé esta carretera. Además, la limpian de nieve. Y de pronto vi algo

raro en el árbol y me detuve. Salí del coche y… joder, joder, ni más ni menos. Dios

santo.

Los movimientos de las personas, piensa Malin. Los faros de un vehículo

brillando en la noche, puntos parpadeantes. Luego dice:

—Y cuando llegaste aquí, ¿no había nadie? ¿Viste a alguien?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Más desierto que un cementerio.

—¿Te cruzaste con algún coche?

—Por aquí no, pero unos kilómetros antes del acceso a la carretera me crucé

con un monovolumen familiar, no recuerdo la marca.

—¿Y la matrícula?

La voz bronca de Zeke.

Peter Liedbergh menea la cabeza despacio.

—Podéis hablar con mi amante. Se llama…

—Sí, hablaremos con ella.

—Ya sabéis… Al principio no pensé más que en salir corriendo, pero luego,

bueno, yo sé qué es lo correcto en estas situaciones. Lo juro, yo no he tenido nada

que ver.

—Ni nosotros lo creemos —lo tranquiliza Malin—. Yo, bueno, nosotros

consideramos inverosímil que nos llamaras si hubieras tenido algo que ver.

—¿Y mi mujer? ¿Tendrá que enterarse?

—¿De qué? —pregunta Malin.

—Le dije que iba a trabajar. En la panadería de Karlsson, trabajo allí por las

noches, pero el camino es otro.

—Nosotros no tenemos que decirle nada —asegura Malin—. Pero terminará

sabiéndolo.

—Pero ¿qué voy a decirle?

—Dile que diste un rodeo porque te apetecía.

—No se lo va a creer. Siempre estoy supercansado. Y con estas

temperaturas…

Malin y Zeke se miran.

—¿Algo más que pudiera ser importante para nosotros?

Peter Liedbergh menea la cabeza.

—¿Puedo irme ya?

—No —responde Malin—. Antes los técnicos tendrán que echarle un vistazo

a tu coche y tomar las huellas de tus suelas. Hemos de comprobar que las que se

ven bajo el árbol son tuyas y no de otra persona. Y tienes que darles a los colegas

el nombre y el número de tu amante.

—No debería haber parado —se lamenta Peter Liedbergh—. Habría sido

mejor que lo hubiese dejado ahí, colgado. Quiero decir que, tarde o temprano,

alguien lo habría descubierto.

El viento arrecia, atraviesa el relleno acrílico del anorak de Malin, le traspasa

la piel, la carne y continúa hasta alcanzar cada molécula de sus huesos. La

adrenalina se pone en marcha, ayuda a los músculos a enviar señales de dolor al

cerebro y, de hecho, le duele todo el cuerpo. Malin piensa en cómo será morir

congelado. No te mueres a causa del frío, sino de estrés, del dolor que el cuerpo

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experimenta cuando no puede mantener la temperatura y se acelera y se engaña a

sí mismo. Cuando empiezas a helarte se extiende un calor por todo el cuerpo. Es

un placer engañoso, los pulmones ya no son capaces de oxigenar la sangre y te

asfixias y te duermes al mismo tiempo, pero te sientes caliente, y los que se han

recuperado de ese estado lo describen como si de un ahogamiento se tratase;

cuentan que se hunden y se hunden para luego subir sobre nubes tan blandas,

blancas y cálidas que el miedo se desvanece. Eso de la blandura es una ilusión

fisiológica, piensa Malin. Es la muerte que nos engatusa para que la aceptemos.

A lo lejos se oye un coche que se acerca.

¿Ya está aquí la Científica?

Poco probable.

Serán más bien las hienas del diario Östgöta Correspondenten, que se han olido

que aquí está la Imagen del Año. ¿Será él?, acierta a pensar Malin antes de oír un

crujido ominoso procedente de la copa del roble. Se da la vuelta y ve que el cuerpo

se estremece. Y se dice: no puede ser muy agradable estar ahí colgado. Espera un

poco y te ayudaremos a bajar de ese árbol.

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Capítulo 4

—Malin, Malin, ¿qué me tienes preparado?

El frío parece devorar las palabras de Daniel Högfeldt, como si las ondas

sonoras enmudecieran a lo largo de su recorrido por el aire. Pese a que lleva un

anorak de plumón con el cuello de piel, hay algo elegante en el modo en que su

cuerpo se desplaza, en su manera de poseer y de pisar el suelo por el que camina.

Sus miradas se cruzan y Malin advierte una sonrisa socarrona, un destello

burlón, un relato más allá de aquel instante, una historia secreta que él sabe que

ella no quiere que los demás sepan. Y Malin lo ve calcular: yo lo sé, lo sabes, y

pienso utilizarlo para obtener lo que quiero aquí y ahora. Chantaje, se dice Malin.

Eso no funciona conmigo. ¿Cuándo vas a jugar tu carta, Daniel? ¿Ahora? ¿Por qué

no? Es un buen momento. Pero no cederé. Tenemos la misma edad, pero no la

misma naturaleza.

—¿Lo han asesinado, Malin? ¿Cómo fue a parar al árbol? Algo TIENES QUE

darme.

De repente, Daniel Högfeldt está muy cerca, su nariz recta casi roza la de ella:

—¿Malin?

—No des un paso más. Y no pienso decirte nada, NO TENGO QUE hacer nada.

La sonrisa burlona se evidencia aún más en los ojos, pero Daniel decide

retroceder.

La cámara de la fotógrafa dispara mientras se mueve detrás del cordón

policial, alrededor del árbol y del cadáver.

—¡No tan cerca, imbécil! —grita Zeke. Malin ve por el rabillo del ojo a los dos

policías uniformados corriendo hacia la fotógrafa que, muy despacio, baja la

cámara y se dirige hacia el coche del periódico.

—Malin, dime, lo han asesinado, ya que queréis mantener esto limpio; debe

de haber algo que me puedas decir. Si quieres mi opinión, no parece un suicidio.

Malin aparta a Daniel, siente cómo se rozan sus codos, quiere volver, repetir

el movimiento, pero entonces oye que la está llamando y piensa: ¿cómo demonios

pude? ¿Cómo pude ser tan tonta?

Luego se vuelve hacia el periodista del Correspondenten:

—Ni un solo paso hacia la plantación. Volved al coche y quedaos ahí o, mejor

aún, largaos de aquí. Lo único que cogeréis es frío y ya habéis sacado fotos del

muerto, ¿no?

Daniel sonríe con una sonrisa infantil estudiada que, a diferencia de sus

palabras, sí sabe cortar el frío.

—Pero, Malin, yo hago mi trabajo, nada más.

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—Ya, pero aquí no va a pasar nada, llegarán los de la Científica y se pondrán

a hacer su trabajo y ya está. Y nos lo llevaremos todo de aquí.

—Lo tengo —grita la fotógrafa, y Malin piensa que no puede ser más de ocho

o nueve años mayor que Tove y que deben de dolerle los dedos de frío.

—Tiene frío —dice Malin.

—Seguro que sí —responde Daniel. Luego pasa por delante de Malin camino

del coche sin mirar a su alrededor.

En cuanto lo pensé, en cuanto pensé que ella me ayudaría a bajar del árbol, me sentí

harto de estar aquí colgado. Tal es mi estado. Voy flotando Y me encuentro en un sitio

concreto. Me encuentro en un lugar y en todos. Pero este árbol no es adecuado para el

reposo; un reposo que quizá no llegue nunca. Aún no lo sé.

Fíjate en todas esas personas que se protegen con ropa acolchada.

¿No saben lo ridículas que son?

¿Creen que pueden mantener el frío a raya?

¿No podríais bajarme ya?

Empiezo a estar muy harto de seguir colgado, de ese juego al que os entregáis en el

suelo helado, debajo de mí. Pero, claro, es entretenido ver cómo vuestros pasos dejan huellas

en la nieve; unas huellas que yo puedo seguir después, dispersas por todas partes como

recuerdos agazapados en sinapsis inaccesibles.

—No lo soporto —asegura Zeke mientras ve desaparecer el coche del

Correspondenten—. Es como una lapa cocainómana con hiperactividad.

—Claro, por eso es tan bueno en su trabajo —responde Malin.

Zeke y sus metáforas de inspiración norteamericana. Las suelta cuando uno

menos se lo espera y Malin se pregunta a menudo de dónde las saca. Por lo que

ella sabe, a Zeke nunca le ha gustado la cultura popular estadounidense,

seguramente ni siquiera sabe quién es Philip Marlowe.

—Y si es tan bueno, ¿qué hace en un periódico local?

—Supongo que se encuentra a gusto aquí.

—Ya, seguro.

Malin mira hacia el lugar donde está el cadáver.

—¿Cómo crees que será estar colgado ahí arriba?

Sus palabras se ralentizan en el aire gélido.

—Ahora no es más que un trozo de carne —responde Zeke—. Y la carne no

siente nada. Quienquiera que fuese en vida esa persona, ese ser humano, ya ha

dejado de serlo.

—Ya, pero aún puede contarnos cosas —objeta Malin.

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Karin Johannisson, analista, forense e investigadora del Laboratorio Estatal

de Investigaciones Criminológicas (SKL) con un contrato de media jornada en la

policía de Linköping como investigadora de los escenarios del crimen, aprieta

frenéticamente los brazos alrededor de su cuerpo y del anorak de plumón con que

se protege del frío, en un movimiento nada elegante dentro de su elegancia.

Pequeños restos de plumas revolotean en el aire como copos de nieve deformes y

Malin piensa que el anorak rojo que lleva debe de ser carísimo, a juzgar por lo que

abulta el acolchado.

Incluso con el gorro de piel y las mejillas rosadas por el frío de febrero, Karin

parece una princesa de la Riviera entrada en años, como una Françoise Sagan

madura, sin una sola nube en su cielo y demasiado guapa para la profesión que

tiene. Su piel aún conserva el bronceado del viaje a Tailandia de la Navidad

pasada y Malin piensa: a veces he deseado ser como tú, Karin, y haberme casado

con un rico y tener una vida sencilla.

Se acercan al cadáver despacio, caminando sobre las huellas ya estampadas

en la nieve.

Karin actúa como un ingeniero, evita el cuerpo desnudo del hombre que

cuelga del árbol, delante de ellos, rehúye la visión de la grasa, de la piel, de lo que

en su día fue una cara, reprime todos los presentimientos que alguna vez pasaron

por el cerebro de aquel cuerpo hinchado y que ahora se propagan despacio por la

cuidad, por el llano, por los bosques, como un murmullo siniestro, un lamento que

quizá sólo pueda acallarse de un modo, respondiendo a la pregunta:

¿Quién lo hizo?

¿Qué ves, Karin?

Ya sé, se responde Malin. Ves un objeto, un tornillo o una tuerca, un sistema

narrativo que has de analizar, que te contará la historia que lleva dentro.

—Es imposible que él mismo se haya subido ahí —observa Karin, que se ha

colocado justo debajo del cuerpo. Acababa de fotografiar las pisadas de alrededor,

las midió con una regla porque, aunque lo más probable es que sean de ellos y de

Peter Liedbergh, tienen la obligación de comprobarlo.

Malin no responde, sino que le pregunta a su vez:

—¿Cuánto tiempo crees que lleva muerto?

—Imposible saberlo a simple vista. Tendré que proceder sin considerar

ninguna hipótesis previa. La autopsia nos proporcionará esa información.

La respuesta esperada. Malin piensa en el bronceado de Karin, en su anorak

enguatado y en cómo el viento atraviesa el tejido del suyo, un modelo barato de la

tienda Stadium.

—Tenemos que examinar el suelo antes de bajarlo —dice Karin—. Pediremos

que manden el equipo calefactor que el ejército tiene en Kvarn y montaremos una

tienda, a ver si nos quitamos de encima toda esta nieve.

—¿No se convertirá esto en un lodazal? —pregunta Malin.

—Sólo si usamos el calefactor demasiado rato —responde Karin—. Creo que

no tardarán más de unas horas en traerlo, a menos que lo estén usando en otro

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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lugar.

—No debería seguir ahí colgado mucho más tiempo —observa Malin.

—Estamos a treinta bajo cero —responde Karin—. Con este frío, al cadáver

no le pasará nada.

Zeke ha dejado el motor encendido y entre el interior de su coche y el

exterior debe de haber una diferencia de cuarenta grados. El aliento se convierte

en cristales diminutos sobre las ventanillas laterales.

Malin se acomoda en el asiento del acompañante.

—Cierra rápido —la apremia Zeke—. La señora Johannisson, ¿tiene la

situación controlada?

—De Kvarn. Van a traer el equipo calefactor de Kvarn.

Han llegado dos patrullas más y, a través del follaje dibujado por los cristales

de agua que cubren las ventanillas, Malin ve cómo Karin da instrucciones a los

policías uniformados.

—Ya podemos irnos —dice Zeke.

Malin asiente.

Cuando vuelven a pasar por los huertos de Sjövik, Malin sintoniza la P4 en la

radio. Una antigua amiga suya presenta un programa diario, de siete a diez de la

mañana.

El reloj del salpicadero indica las 08.38 horas.

La voz suave de su amiga se deja oír al tiempo que se van apagando los

acordes de A Whiter Shade of Pale.

—Mientras sonaba este tema, he entrado en la página del Corren2. Queridos

oyentes, hoy no es un día normal para la ciudad de Linköping. Y no me refiero al

frío. La policía ha encontrado a un hombre desnudo colgado de un roble en medio

del llano, en dirección al convento de Vreta.

—Vaya, sí que se han dado prisa —comenta Zeke, imponiendo su voz a la

voz de la radio.

—Daniel no pierde el tiempo —responde Malin.

—¿Daniel?

—Si queréis empezar el día con un plato fuerte —vuelve a resonar la voz—,

entrad en la web del Corren. En el árbol de esas fotos se ve un pájaro diferente.

2 Denominación abreviada y popular del diario Östgöta Correspondenten.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 5

Daniel Högfeldt se retrepa en la silla de su oficina y el respaldo flexible se

inclina voluntarioso hacia el suelo.

Se balancea adelante y atrás como hacía en la mecedora de su abuelo cuando

visitaba la cabaña que tenían en la península de Vikbolandet, la misma que se

quemó poco después de que la abuela se durmiese por fin del todo en el hospital

de Vrinnevi. Daniel mira en primer lugar por las ventanas que dan a la calle de

Hamngatan, luego el paisaje diáfano de la redacción, a sus colegas, encorvados

ante el ordenador, la mayoría indiferentes a su trabajo, satisfechos con lo que

tienen y cansados, muy cansados. El peor veneno para un periodista es el

cansancio, se dice Daniel.

Yo no me siento cansado. Para nada.

Nombró a Malin en su artículo sobre el hombre del árbol. «Malin Fors, de la

Policía de Linköping, se negó a ofrecer ningún tipo de…» Una y otra vez.

Exactamente igual que en la mayoría de las investigaciones de asesinato que

ha cubierto hasta ahora.

El repiqueteo de los teclados, voces dispersas aquí y allá y el aroma a café

agrio.

Varios de sus viejos colegas hacen gala de un cinismo improductivo. Él no. Se

trata de conservar una suerte de respeto por las personas cuya historia y tragedia

constituyen su medio de vida.

Un hombre desnudo en un árbol. Colgado. Una bendición para aquel que

tiene páginas de periódico que llenar y que vender. Pero también algo más. La

ciudad despertará. Eso es seguro.

Yo soy bueno en lo mío porque se me da bien jugar al juego del

«periodismo», pero también porque sé mantener la distancia y cómo

aprovecharme de la gente.

¿Cínico?

Hamngatan allá abajo, vestida de invierno.

Sábanas arrugadas en el apartamento de Malin Fors. A tan sólo dos

manzanas de aquí.

Sven Sjöman y su frente surcada de arrugas. Su estómago prominente y el

faldón de la camisa vaquera mal recogido por dentro del pantalón de lana marrón.

Su semblante, tan exánime y gris como la chaqueta que lleva. Su escaso cabello,

tan blanco como la pizarra blanca ante la que se encuentra. Sven prefiere celebrar

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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las reuniones con grupos reducidos y pasar luego la información al resto de las

secciones implicadas. Las reuniones masivas como las que suelen celebrar en los

demás distritos policiales no son, en su opinión, tan productivas como éstas.

Comienza como acostumbra a hacer en las primeras reuniones sobre un caso

de envergadura. Deben hallar respuesta a la pregunta «¿quién?», y su misión

consiste en poner la pregunta en movimiento, otorgarle una dirección que, al

menos eso esperan, los conduzca a la respuesta «él», «ella», «ellos».

Reina en la sala de reuniones un vacío equívoco, una ponzoña que se va

filtrando. Y la razón es que los cinco policías allí congregados saben que cuando el

signo de interrogación queda flotando en el aire puede afectar y alterar a todo un

pueblo, a una comarca, a un país o al mundo entero.

La sala se encuentra en la planta baja, en uno de los viejos barracones

militares de la zona A1 que se reconvirtió en comisaría hace un decenio, cuando

trasladaron al regimiento. Salió el ejército, entraron las fuerzas del orden.

Al otro lado de las ventanas de palillería se extiende una alfombra blanca de

diez metros de anchura, después un parque desierto y desolado. Los columpios y

las atracciones de madera para los niños están pintados de colores vivos, pero la

blanca escarcha los convierte en un batiburrillo de tonos grises. Más allá del

parque, al otro lado del gran ventanal de la guardería, Malin ve jugar a los niños,

corren de un lado a otro haciendo lo que corresponde a su mundo.

Tove.

Hace ya mucho tiempo tú corrías así.

Malin la había llamado desde el coche. Tove estaba a punto de salir cuando

le respondió:

—Por supuesto que me he levantado.

—Abrígate bien.

—¿Es que crees que soy tonta?

Zeke: adolescentes. Son como caballos en una pista de carreras. Jamás hacen

lo que quieres.

A veces, cuando tienen entre manos investigaciones de delitos violentos y

llenan de fotografías las paredes de la sala de reuniones, bajan las persianas para

proteger a los niños de la guardería, para evitarles la contemplación de unas

imágenes que, seguramente, verán a diario en la tele, cuando la dejan encendida

sin darse cuenta en alguna habitación de la casa y una imagen se suma a la

siguiente y los niños aprenden a confiar en sus ojos.

Una garganta degollada. Un cadáver carbonizado que cuelga de un poste de

teléfono, un cuerpo tumefacto en una ciudad inundada.

Y la voz de Sjöman. La misma voz de siempre, esa voz bronca:

—Y bien, ¿qué creéis que tenemos aquí? ¿Alguna idea? No había ninguna

denuncia por desaparición y, si fuera una desaparición, ya nos habrían llamado.

De modo que, ¿qué pensáis? —Una pregunta lanzada al aire, un hombre que está

de pie pregunta a un grupo de personas que están sentadas en torno a una mesa

alargada, como si un dedo hubiera pulsado la tecla de «Reproducir», palabras

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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como música, como tonos, frágiles y duras entre esas cuatro paredes.

Johan Jakobsson toma la palabra y se nota que tenía ganas de oírse, que

quería decir algo, cualquier cosa, aunque sólo fuese para poner fin a su cansancio.

—Lleva el sello de un ritual.

—Ni siquiera tenemos la certeza de que lo hayan asesinado —ataja Sven

Sjöman—. No lo sabremos con seguridad hasta que Karm Johannisson haya

terminado su parte. Pero podemos partir de la base de que lo asesinaron. Eso está

claro.

Nunca sabemos nada seguro, Malin. Hasta que lo sabemos. Y hasta entonces: la

virtud de la ignorancia.

—Parece un ritual.

—Tenemos que comenzar sin ideas preconcebidas.

—No sabemos quién es —apunta Zeke—. Saber quién es sería un buen

comienzo.

—Quizá llame alguien. Las fotos ya han salido en los periódicos —dice

Johan. Y Börje Svärd, que ha permanecido en silencio hasta entonces, deja escapar

un suspiro.

—¿Esas fotos? Pero si no se le ve la cara.

—Ya, pero ¿cuántos hombres tan obesos pueden vivir en la zona? Muy

pronto alguien empezará a preguntarse dónde se habrá metido aquel tío tan

gordo…

—No estés tan seguro, Johan —interviene Malin—. La ciudad está llena de

personas a las que nadie echaría de menos si desaparecieran.

—Ya, pero él tiene una pinta tan particular… Ese cuerpo…

—Si tenemos suerte —lo interrumpe Sven—, alguien llamará. Para empezar,

tendremos que esperar los resultados del examen del lugar del crimen y de la

autopsia, y haremos una ronda por la vecindad para comprobar si alguien ha visto

u oído algo, si alguien sabe algo que también nosotros deberíamos saber. Como de

costumbre, tenemos una pregunta a falta de respuesta.

Sven Sjöman, piensa Malin.

A cuatro años de los sesenta y cinco, cuatro años de riesgo de infarto, cuatro

años de horas extras, cuatro años de las comidas de su mujer, excelentes y

cuidadosamente elaboradas pero, por desgracia, demasiado grasas. Cuatro años

sin hacer ejercicio. Barriga de viudo. Pero Sven es, pese a todo, la voz de la sensatez

en aquella sala, el eco de la experiencia; una voz que, sin embargo, nunca busca el

protagonismo que transmite sabiduría y un método de trabajo generoso y maduro.

—Malin, Zeke y tú seréis los responsables de la investigación —dice Sven—.

Me encargaré de que dispongáis de los recursos necesarios para el trabajo de

campo. Los demás les ayudáis cuanto sea posible.

—A mí me habría gustado hacerme cargo de este caso —comenta Johan.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Johan, tenemos otros asuntos —observa Börje—. Y no podemos

permitirnos el lujo de concentrarnos en un solo caso.

—¿Ha terminado la reunión? —pregunta Zeke, levantándose de la silla.

Y justo cuando todos se han puesto de pie, se abre la puerta de la sala.

—Podéis volver a sentaros.

Karim Akbar pronuncia esas palabras con todo el peso de su musculoso

cuerpo de treinta y siete años y se coloca junto a Sven Sjöman, esperando a que los

cuatro policías vuelvan a ocupar sus sillas.

—Ya sabéis lo importante que es —comienza Karim. Y Malin piensa que no

existe el menor indicio de acento extranjero en su forma de hablar, pese a que llegó

a Suecia a la edad de diez años. Habla un sueco estándar neutro y puro—. Ya

sabéis lo importante que es —repite Karim— que organicemos esto como es

debido. —Y suena exactamente igual que si hablase de una tesis doctoral que

hubiera que reestructurar antes de su lectura.

Celo y empeño.

Cuando se parte de menos de cero y se quiere llegar al máximo, no hay que

dejar nada al azar. Karim ha escrito artículos de debate muy controvertidos, tanto

en el Dagens Nyheter como en el Sveitska Dagbladet. Perfectamente labrados y

pulidos según las exigencias del momento. Sus ideas han suscitado multitud de

protestas: hay que exigirles más requisitos a los inmigrantes; las subvenciones

dependerán de los conocimientos de sueco que adquieran tras un año de estancia

en el país; la alienación sólo puede convertirse en inserción mediante el esfuerzo.

Su cara en la pantalla del televisor durante un programa de debate. Imponer

exigencias, liberar la fuerza interior de las personas. Miradme a mí: es posible

conseguirlo, soy un ejemplo vivo.

Pero y los timoratos, ¿qué?, se pregunta Malin.

¿Los inseguros de nacimiento?

—Ya sabemos que ése es nuestro trabajo. Poner orden en este tipo de cosas —

interviene Zeke, y Malin se percata de que Johan y Börje sonríen solapadamente al

mismo tiempo que Sven adopta una expresión que significa: tranquilo, Zeke, deja

que largue su discurso; que no busques el enfrentamiento no implica que te esté

manipulando. Me imagino que ya te has hecho mayor, ¿no, Martinsson?

Karim le dice a Zeke con la mirada: más respeto, no utilices ese tono

conmigo. Pero Zeke no se arredra. Y Karim continúa:

—Los periódicos, los medios de comunicación le prestarán toda su atención

al caso y yo tendré que responder a un sinfín de preguntas. Hemos de resolverlo

con rapidez, tenemos que demostrar la eficacia de la policía de Linköping.

Malin piensa que las palabras de Karim parecen manar de una máscara,

nadie habla así en la realidad; se dice que el individuo competente que tiene

delante desempeña el papel de individuo competente, cuando lo que de verdad

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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querría es relajarse y desvelar su… ¿su qué? Sí, su vulnerabilidad.

Luego Karim se dirige a Sven.

—¿Cómo has distribuido los recursos?

—Fors y Martinsson son los responsables. Tienen a su disposición todos los

recursos. Jakobsson y Svärd les ayudarán tanto como puedan. Andersson está de

baja y Degerstad… bueno, ella se encuentra en Estocolmo en un curso. Así están

las cosas.

Karim respira hondo, retiene el aire un buen rato en sus pulmones espaciosos

antes de expulsarlo de nuevo.

—Bien, pues vamos a hacer lo siguiente. Sven, tú serás el responsable de los

preliminares de la investigación, como siempre, y vosotros cuatro formáis equipo.

Dejad todo lo demás. Esto tiene la máxima prioridad.

—Pero…

—Lo haremos así, Martinsson. No dudo de tu capacidad, y tampoco de la de

Fors, pero ahora tenemos que concentrar las fuerzas.

La barriga de Sven parece hincharse más aún, las arrugas de su frente se

vuelven más profundas.

—¿Os parece que llame a la policía judicial central? Desde un punto de vista

formal, aún no sabemos si lo asesinaron.

Karim ya se dirige a la puerta.

—Nada de eso, esto lo solucionamos nosotros solos. Tú me informarás cada

tres horas o cada vez que haya una novedad.

El portazo retumba en la sala.

—Ya lo habéis oído. Distribuid las tareas entre los cuatro y mantenedme

informado.

Ya no se ve a los niños al otro lado de la ventana de la guardería. Un móvil

estilo Calder se mece entre las cortinas estampadas como un tablero de ajedrez.

Piel azulada mantecosa a reventar.

¿Quién eras?, pregunta Malin para sus adentros.

Vuelve y cuéntame quién eras.

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Capítulo 6

Ya habéis montado una tienda bajo mis pies. Sus tonos verdes se vuelven grises al

atardecer y sé que ahí dentro estáis calentitos, pero a mí no me llega nada del calor que

disfrutáis vosotros.

¿Acaso podría sentir el calor ahora? ¿Acaso pude sentirlo alguna vez en mi vida? Yo

vivía en una tierra ajena a la vuestra, libre de vuestro mundo, en cierto modo, pero, claro,

vaya clase de libertad.

De todas maneras, ya no necesito vuestro calor, no en el modo en que vosotros lo

entendéis. El calor existe ahora a mi alrededor, no estoy solo, o quizá solo es lo único que

estoy, soy la soledad, su esencia. La materia más genuina de la soledad, el misterio a cuya

solución nos aproximamos, la reacción química, el proceso, seguramente sencillo pero total,

que experimentan nuestros cerebros y que provoca las alertas que, a su vez, nos hacen

conscientes y constituyen la condición de la realidad que conocemos como propia. La luz

del esfuerzo brilla en los laboratorios de los investigadores. Cuando hayamos descifrado ese

código, los habremos descifrado todos. Entonces podremos descansar. Reír o gritar Cesar.

Pero ¿hasta entonces?

Vagar, trabajar, buscar respuestas a todo tipo de preguntas.

No es de extrañar que hagáis lo que hacéis.

Se derrite la nieve, fluye y desaparece, pero no encontraréis nada, así que recoged la

tienda, traed aquí una grúa y bajadme del árbol. Soy una fruta foránea, no es éste mi sitio,

esta situación altera el equilibrio y las ramas han empezado a crujir, hasta el árbol protesta,

¿no lo oís?

Sí, exacto, estáis todos sordos. Es admirable lo rápido que olvidamos, en realidad, lo

que el vagar de los pensamientos puede hacer con nosotros, adonde puede llevarnos.

—Mamá, ¿has visto mi sombra de ojos?

La voz de Tove suena desesperada, iracunda y resignada a un tiempo, pero

también llena de resolución terca, controlada y casi aterradora.

¿Sombra de ojos? Vaya, pues sí que hacía tiempo. Malin no recuerda cuándo

fue la última vez que Tove se maquilló y se pregunta qué tendrá esta tarde de

especial.

—¿Te vas a poner sombra de ojos? —pregunta Malin a gritos desde el sofá.

Acaba de empezar el informativo Rapport y el hombre del árbol es la tercera

noticia, después de una intervención del primer ministro y de una breve entrevista

a un meteorólogo que asegura que el frío actual puede tomarse como la prueba

definitiva de la ruptura de una tendencia, de que estamos entrando en una nueva

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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glaciación que enterrará al país entero bajo placas cristalinas de varios metros de

grosor, duras como el granito.

—¿Por qué crees que la busco si no?

—¿Has quedado con un chico?

No hay respuesta desde el cuarto de baño hasta que resuena un desolado

«joder»: el neceser de encima del armario se ha caído al suelo. Y después:

—Aquí está. ¡Mamá, ya la he encontrado!

—Bien.

Un reportero de la redacción de la cadena de televisión Östnytt aparece en el

sombrío lugar del crimen; sólo gracias a los focos se distingue al fondo la tienda y

en el árbol se entrevé el cadáver, pero únicamente si uno sabe que está ahí.

—Aquí estamos, en un campo gélido a varias decenas de kilómetros de

Linköping. La policía ha…

Gente de toda la región está viendo las mismas imágenes que yo, se dice

Malin. Y se estarán haciendo las mismas preguntas: ¿quién es ese hombre? ¿Quién

lo hizo?

A los ojos de los telespectadores, yo soy un proveedor de la verdad que ha de

velar por que los malos queden encerrados a cal y canto. Soy la que transforma el

temor en confianza, sólo que en la realidad nunca es tan fácil como en la pantalla.

Ahí siempre hay imágenes de prueba, muchos matices inabarcables, significados

en todas partes y en ninguna y, por supuesto, un reloj que avanza con su tictac y

todo el mundo espera que aparezca algo nuevo, más evidente y mejor.

—Mamá, ¿me prestas un poco de tu colonia?

¿Colonia?

Tiene una cita, concluye Malin. Si es así, debe ser la primera. Y luego se

pregunta: ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo? Mil preguntas, sospechas e inquietud bajo

cientos de formas distintas la sacuden en una fracción de segundo.

—¿Con quién has quedado?

—Con nadie. ¿Me dejas la colonia?

—Claro.

… el cuerpo sigue ahí colgado.

La cámara se mueve hacia un lado y, por encima de la tienda, el cadáver se

balancea en la inhóspita oscuridad y Malin desea cambiar de canal pero, al mismo

tiempo, quiere seguir mirando. Fragmento de la rueda de prensa del mediodía.

Karim Akbar aparece con su traje impecable en la gran sala de reuniones de la

comisaría, el cabello negro repeinado hacia atrás, el semblante grave, pero sus ojos

no pueden ocultar hasta qué punto disfruta siendo el centro de atención de las

cámaras, hasta qué punto las cámaras parecen otorgarle peso a su persona.

—Aún no sabemos si se trata de un asesinato.

Se ven en primer plano los micrófonos del canal TV4. Alguien de entre la

masa de periodistas formula una pregunta. Malin reconoce la voz de Daniel

Högfeldt.

—¿Por qué no han bajado aún el cuerpo?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 33 -

Daniel.

¿Qué es de tu vida ahora?

Karim responde como si fuera obvio:

—Por la investigación técnica. En principio, aún no sabemos nada.

Trabajamos sin hipótesis previas.

—Mamá, ¿has visto mi polo rojo? —La voz de Tove suena ahora desde su

dormitorio.

—¿Has mirado en la cajonera?

Transcurren unos segundos, hasta que se oye la voz triunfal de Tove:

—¡Aquí está, sí!

Bien, se dice Malin antes de reflexionar sobre lo que ha implicado hasta

ahora y lo que implicará en lo sucesivo trabajar sin hipótesis previas: ir de finca en

finca y de cabaña en cabaña en un radio de tres kilómetros alrededor del árbol; ir

de puerta en puerta preguntando a los campesinos de la zona, a los que transitan

la carretera para acudir al trabajo y volver a casa y a los que estén de baja por

enfermedad y se hayan quedado en casa.

«Ajá, es eso. No, yo no he visto nada. Yo a esas horas estoy durmiendo.»

«Con este frío, no salgo de casa.» «Yo me ocupo de mis asuntos, es lo mejor.»

Lo mismo les sucederá a Johan y a Börje, igual que a ella y a Zeke, nadie sabe

ni ha visto nada, es como si un cuerpo de ciento cincuenta kilos hubiese subido

volando hasta la cuerda amarrada al árbol, como si se hubiese instalado solo en el

ojo de la soga para llamar la atención.

De vuelta a las noticias.

—Naturalmente, seguiremos la evolución del caso de Linköping —pausa—.

En Londres…

Y Tove aparece en la puerta de la sala de estar.

—Lo he leído en Internet —le dice—. ¿Estás tú en ese caso?

Pero Malin no puede responder a la pregunta de su hija. Lo que sí hace es

quedarse boquiabierta al verla. La niña a la que vio durmiendo en la cama esa

misma mañana, la pequeña que entró en el baño hace tan sólo quince minutos, ha

sufrido una inesperada transformación. Se ha maquillado y se ha recogido el pelo

y algo… algo ha pasado, un atisbo de mujer asoma en su persona.

—¿Mamá? Oye, mamá.

—¡Qué guapa estás!

—Voy al cine.

—Sí, estoy trabajando en ese caso.

—Ah, pues qué bien que mañana estoy con papá, así podrás hacer horas

extra.

—Tove, por favor, no digas eso.

—Bueno, me voy. Volveré sobre las once. Es cuando acaba la última sesión.

Vamos a tomarnos algo antes.

—¿Con quién vas?

—Con Anna.

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—¿Y si te digo que no te creo?

Tove se encoge de hombros.

—Vamos a verla última película de Tom Cruise. —Tove menciona el título de

la película, pero a Malin no le suena de nada. Su hija es tan selectiva para los libros

como flexible con el cine.

—No la conozco.

—Pero, mamá, si tú nunca sabes nada de esas cosas.

Tove se da media vuelta, desaparece del campo de visión de Malin, que la

oye trajinar en el vestíbulo. Le pregunta en voz alta:

—¿Necesitas dinero?

—No.

Y Malin siente la tentación de seguirla. No la cree, pero sabe que no es lo

apropiado, que no puede, que no debería. ¿O será al contrario y sí debería?

—Hasta luego.

Temor.

Johan Jakobsson, Börje Svärd, Zeke, todos los padres sienten ese temor.

Hace frío fuera.

—Hasta luego, Tove.

Y el apartamento se le viene encima.

Malin apaga el televisor con el mando a distancia.

Se recuesta en el sofá y da un trago al tequila que se ha servido después de la

cena.

Ella y Zeke fueron a Borensberg para interrogar a la amante de Liedbergh.

Una mujer de unos cuarenta, ni guapa ni fea, una más del montón de mujeres

corrientes con deseos que vivir, que cumplir. Los invitó a café y a bollos caseros.

Les contó que estaba sola y desempleada y que intentaba pasar el tiempo, aunque

sin dejar de solicitar aquellos trabajos en los que creía tener una oportunidad.

—Es difícil —dijo la amante de Peter Liedbergh—. O eres demasiado mayor

o no tienes la titulación adecuada. Pero ya saldrá algo.

La mujer confirmó la declaración de Liedbergh. Luego meneó la cabeza:

—Suerte que Peter tomó ese camino. De lo contrario, quién sabe cuánto

tiempo más habría permanecido allí el cadáver, con este frio.

Malin contempló las figuras de porcelana que, alineadas, adornaban el

alféizar de la ventana de la cocina. Un perro, un gato, un elefante. Un pequeño

parque zoológico de porcelana como compañía.

—¿Lo amas? —preguntó Malin.

Zeke meneó la cabeza de forma instintiva.

Pero la mujer no se tomó a mal la pregunta.

—¿A quién? ¿A Peter Liedbergh? No, en absoluto —respondió riendo—.

Pero, ya sabes, me da eso que todas las mujeres necesitamos, ¿no? Un poco de

compañía.

Malin se hunde más aún en el sofá. Piensa en Janne, en lo mal que se le dan

las palabras, en que a veces lo siente como un contorno negro que se posa pesado

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sobre el de ella. Ve por la ventana la torre de la iglesia de Sankt Lars, espera las

campanadas, intenta oír si hay voces susurrantes en la oscuridad.

Si no estuvierais sordos, oiríais que las ramas se están quebrando. Oiríais su sonido

al troncharse y cómo mi cuerpo rasga el frío y el aire. Tú, que estás justo debajo de donde

estoy colgado, te apartarías enseguida al verme caer. Pero nada de eso sucede, y todos mis

kilos se desploman sobre la tienda, parten las varillas de aluminio como si fueran de madera

y toda esa construcción vuestra se viene abajo y tú, el que está justo donde yo caigo, tú,

pobre policía uniformado, sientes primero que algo choca contra ti, luego mi peso y,

después, que mi masa congelada te aplasta contra el suelo y algo en tu interior, no sabes

dónde, se rompe. Pero tienes suerte, no es más que un hueso del brazo, nada que los

doctores no puedan sanar, tu brazo se recuperará, incluso en mi condición de muerto soy

inocuo, en un sentido amplio.

Ya que no me habéis bajado, pese a mis ruegos, he tenido que convencer al árbol y,

para ser sincero, él también estaba harto de tenerme colgado de la más vieja de sus ramas.

El roble me dijo que estaba listo para deshacerse de ella, de modo que, ¡hala!, ¡abajo

contigo!, ya te puedes caer al suelo encima de la tienda y armar un poco de alboroto.

Y aquí estoy ahora, tendido sobre un policía que no deja de gritar, en medio de una

algarabía monumental y enredado en las varillas y la tela de la tienda. El calefactor me

ruge en el oído, no siento su calor, pero sé que está ahí. Siento la tierra bajo mis manos, el

calor la ha humedecido. Húmeda y agradable al tacto, como el interior de algo, de cualquier

cosa.

La voz de Tove despierta a Malin.

—Mamá. ¡Mamá! Ya estoy en casa. ¿No estarías mejor en la cama?

¿Dónde estoy? ¿Se ha terminado el programa? ¿Tove? ¿Has estado fuera?

—¿Qué?

—Te has quedado dormida en el sofá. He venido a casa directamente

después de la película.

—Ah, sí, eso.

Malin va despertándose despacio, llena de dudas. Cuando ella hacía alguna

tontería, despertaba a su padre para demostrarle que todo estaba en orden. Pero

antes de que Malin tenga tiempo de seguir dudando de Tove, su hija le dice:

—Mamá, ¿has bebido?

Malin se frota los ojos.

—No; sólo un tequila.

A la botella que tiene delante —medio litro de tequila de barril adquirido en

el Systembolaget de camino desde la comisaría— solamente le queda un tercio.

—Vale, mamá —responde Tove—. ¿Quieres que te ayude a meterte en la

cama?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Malin niega con la cabeza.

—Tove, eso sólo ha pasado una vez. Una sola vez tuviste que ayudarme a

meterme en la cama.

—Dos.

Malin asiente.

—Dos.

—Buenas noches —dice Tove.

—Que duermas bien —responde Malin.

El reloj que hay en la mesa del rincón indica las doce menos cuarto. Malin ve

a Tove de espaldas y se da cuenta de que lleva el pelo suelto y de que ahora

vuelve a ser la niña de antes.

Un dedo de tequila en el vaso. Mucho en la botella. ¿Un poquito más? No.

No hace falta. Malin se levanta con esfuerzo y va tambaleándose hacia el

dormitorio.

No tiene fuerzas para quitarse la ropa. Se desploma en la cama.

Sueña sueños que no deberían haberse soñado.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 7

Viernes, 3 de febrero

La jungla es más densa de noche.

La humedad, los insectos, tanto coñazo, las hojas puntiagudas, las serpientes,

las arañas, los ciempiés y el moho que crece por las noches en el saco de dormir.

Por fin llegan al aeropuerto, cantidades infinitas de lucecitas, un firmamento

en el suelo y el avión ruso Topolev se hunde como un helicóptero, se resienten las

alas y su espíritu revolotea en el reducido espacio. La niña y la madre están por

allí. Tova, una niña pequeña entonces; ahora: «¿Qué haces aquí, papá? Deberías

estar en casa conmigo». «Iré; llegaré pronto.» Y entonces descargan, se abren paso

desde el interior del avión: comida, tuberías para las letrinas, y se les acercan en la

noche, sólo se les ven los ojos, miles de ojos en la noche, ojos en los que confiar, y

el murmullo hambriento y temeroso y las salvas de las armas automáticas,

retrocede, de lo contrario remataremos lo que los hutus empezaron a hacer con

vosotros. Retrocede y el ciempiés se arrastra por mi pierna, el moho crece Kigali,

Kigali, Kigali, el mantra inevitable del sueño. Quítame ese maldito ciempiés.

«¡Janne!», grita alguien. ¿Tove? ¿Malin? ¿Melinda? ¿Per?

Quítame…

Alguien le corta una pierna a alguien que aún vive, la arroja en una olla de

agua hirviendo y empieza a comer el primero, antes de que otro permita que sus

hijos se repartan los restos. A nadie le importa, pero si les robas leche a los que

aún están completamente vivos, te castigan con la muerte.

No le dispares.

Te digo que no le dispares.

Tiene hambre, tiene diez años, tiene los ojos grandes y ambarinos, las pupilas

crecen al ritmo de la certeza de que todo acabará aquí y ahora. Tampoco a ti podré

salvarte.

Y entonces disparáis.

Perro, perro, perro, hutu, hutu, hutu, ladran vuestros gritos, y vuestra

codicia, vuestra puta humanidad hace que sienta deseos de ahogaros a todos en

las letrinas que hemos venido a construir para vosotros, para que el tifus y el

cólera y toda la mierda restante no os mate masivamente, lo que ni siquiera los

hutus consiguieron hacer.

«Janne. Papá. Vuelve a casa.»

¿Se ha roto la lona impermeable?

Está todo tan mojado, mierda. Ni los ciempiés podrán con tantas gotas.

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Mierda, cómo escuece, mierda de negros, qué manera de buscarse

problemas.

No levantes ese machete contra mí, no me golpees, no me golpees, no, no, no;

y ahora el grito se encuentra en la habitación, fuera de la ensoñación, fuera del

sueño, en la vigilia de su dormitorio, en la soledad y en las sábanas húmedas de

sudor.

Se incorpora en la cama.

El grito retumba entre las paredes.

La mano sobre la tela.

Encharcada. Por mucho frío que haga ahí fuera, aquí dentro parece hacer el

calor suficiente para que el sudor mane de todos los poros y con toda su fuerza.

Algo le corre por la pierna.

El último residuo del sueño, piensa Jan-Erik Fors, antes de levantarse a

buscar una sábana limpia del armario del pasillo. Es un armario heredado. La

casa, un tanto aislada y situada en medio de un claro del bosque a un par de

kilómetros de Linköping en dirección a la llanura de Malinslätt. Él y Malin la

compraron poco después de que naciera Tove.

Los listones del suelo crujen a su paso cuando sale del dormitorio y camina

por la casa.

Los perros ladran saltando alrededor de las piernas de Börje Svärd.

No existe el frío matinal para los pastores alemanes, ni siquiera a las cinco de

la mañana; simplemente se alegran de verlo, están ansiosos y quieren correr por el

jardín detrás de los palos que él les arroja a un lado y a otro.

Completamente despreocupados.

Ignorantes de la existencia de hombres mutilados muertos colgados de un

árbol. Infructuosas todas las conversaciones mantenidas ayer con la gente de la

comarca. El silencio y la ceguera. Como si la gente no agradeciese que sus sentidos

funcionen.

El barrio de Valla.

Una zona residencial de chalets construida en los años cuarenta y cincuenta;

las casas, cajones de madera con anexos dispares, son testimonio de cómo la gente

iba mejorando su situación más y más y más. Cuando esta ciudad aún valía para

la gente normal, antes de que los trabajadores de las fábricas se viesen obligados a

obtener un título universitario para manipular un robot.

Pero ciertas cosas sí funcionan.

En estos momentos, los cuidadores están con ella en la casa. Van una vez

cada noche para darle la vuelta y, además, se pasan allí los días, en casa de Börje y

Anna, en su hogar, todo el día hasta última hora de la tarde, como algo cada vez

más natural y tan poco natural como los muebles, el papel de las paredes y los

suelos.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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EM. Esclerosis múltiple. Unos años después de casarse, Anna empezó a

tartamudear. A partir de ahí, todo fue muy rápido. ¿Y ahora? Los

inmunodepresores llegaron tarde para ella. Ya no le queda un solo músculo que le

responda y Börje es el único que entiende lo que intenta decir.

Querida Anna.

En realidad esto de los perros es una locura. Pero ha de existir un respiro,

algo que sólo sea de uno, algo sencillo, una fuente de alegrías. Limpio. Los vecinos

han protestado por la perrera, por los ladridos.

Que protesten.

¿Y los niños? Mikael se mudó a Australia hace un decenio. Karin se fue a

Alemania. ¿Para librarse? Seguro. ¿Quién resiste ver a su madre en ese estado?

¿Cómo resisto yo?

Pero uno resiste.

El amor.

Claro que me han dicho: «Tendrá una plaza en una residencia cuando

quieras».

¿Cuando yo quiera?

Perros, pistolas. Concentración en plena diana. El campo de tiro funciona

como una catarsis.

Pero, Anna, para mí tú eres tú, todavía. Y mientras lo sigas siendo para mí,

quizá aguantes siéndolo para ti también.

—Venga, abrimos la boquita, abrimos la puerta del garaje.

La cuchara de papilla no termina de encontrar la boca del niño de un año y

Johan Jakobsson se muestra brusco, le agarra la cabeza al pequeño y la cuchara

entra en la boca reacia y el niño traga.

Eso es.

Su casa adosada está en Linghem. Era lo que se podían permitir y,

comparada con las demás ciudades dormitorio de las inmediaciones de

Linköping, Linghem no es mala alternativa. Barriada de clase media homogénea.

Nada extraordinario, pero tampoco nada de miseria a la vista.

—¡Pi piiii, que viene el camión!

Desde el cuarto de baño oye a su mujer lavándole los dientes a la hija de tres

años. La pequeña grita y se resiste y la voz de su mujer revela que está a punto de

perder la paciencia.

Ayer le preguntó si él trabajaba en el caso del hombre del árbol y ¿qué iba a

responder? ¿Iba a mentirle diciendo que no para tranquilizarla? ¿O debería decirle

la verdad: «Sí, claro, estoy trabajando en ese caso»?

—Parece tan solo ahí arriba en la copa del árbol… —le había dicho su

mujer—. «Solo», dijo. Y él no tuvo fuerzas para comentar sus palabras. Porque,

claro, más solo que aquel hombre no se puede estar, seguramente.

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—Brum brum. Aquí viene un Passat.

Luego, su mujer se enfadó porque él no quería hablar. Los niños estaban

cansados, alborotando antes de caer rendidos. Niños.

Me hacen sentir exhausto, su voluntad acaparadora me cansa, me cansa

tanto… Al mismo tiempo, con ellos me siento vivo y adulto. En cierto modo, la

vida en sí discurre paralelamente a la familia. Como si los delitos que investigan

no tuvieran nada que ver con los niños. Pero sí tienen que ver. Los niños son

miembros del conjunto de la sociedad en que esos delitos se han cometido.

—Abre la boquita…

El programa televisivo de las mañanas suena de fondo. El primer

informativo. Mencionan el caso de pasada.

Echaré de menos estos momentos, se dice Sven Sjöman mientras se toma un

descanso del trabajo de ebanistería con el que se entretiene en el taller del sótano

de su casa, en Hackefors. Echaré de menos el olor a madera por las mañanas

cuando me jubile. Claro que también después de la jubilación podré disfrutar de

ese aroma, pero no será el mismo cuando ya no me espere un día de trabajo como

policía. Lo sé. Para mí tiene sentido ver a los demás. Es muy agradable

relacionarse con policías jóvenes como Johan y Malin, que aún no están totalmente

formados y en los que sé que puedo influir. Sobre todo en Malin, que es capaz de

asimilar lo que digo y sacarle partido.

Suele bajar al taller por las mañanas, antes de que se despierte Elisabeth. Se

pone a lijar un poco la pata de una silla, a lacar una superficie. Algo insignificante

y sencillo para comenzar el día antes de tomarse el primer café.

La madera es sencilla y clara. Con su destreza, Sven Sjöman es capaz de

hacer con ella lo que quiera, no como con el resto de la realidad.

El hombre del árbol. El cadáver lacerado que cae sobre un colega. Es como si

todo fuese a peor a cada momento. Como si el límite de la violencia se desplazase

cada vez más lejos y como si la gente, desesperada y aterrada y furiosa, fuese

capaz de hacer cualquier cosa con sus semejantes. Como si cada vez más gente se

sintiera fuera de sí misma y de los demás.

Es fácil sentir amargura cuando uno decide lamentar que la decencia y la

dignidad hayan desaparecido en la oscuridad de la Historia, al menos

aparentemente, se dice Sven.

Pero no cabe lamentar algo así. Más bien habría que alegrarse de cada nuevo

día, de que la diligencia y la solidaridad aún mantengan a raya el cinismo más

salvaje, al menos aparentemente.

Máscaras.

Tantas máscaras como he de llevar.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Karim Akbar está recién afeitado ante el espejo del cuarto de baño. Tal y

como suele hacer, su mujer se ha marchado a la escuela con el hijo de ambos, de

ocho años.

Yo puedo ser muchos, piensa Karim. Según exija la situación.

Hace una mueca. Consigue que la ira asome a su semblante, sonríe, adopta

una expresión de sorpresa, de expectación, de duda, de alerta.

De todos esos, ¿quién soy yo en realidad?

¡Qué fácil resulta perderse de vista a uno mismo, cuando sientes que puedes

ser cualquiera!

Puedo ser un jefe de policía duro, un inmigrante que ha triunfado, un

domador mediático, un padre tierno, un hombre capaz de acurrucarse junto a su

mujer, sentir el calor de su cuerpo bajo las sábanas.

Sentir el amor.

En lugar del frío.

Puedo ser el hombre que finge que el tipo gordo del árbol no ha existido

nunca; pero ahora mi misión es otra: hacerle justicia. Aunque sea después de

muerto.

—¿Qué planes tenéis?

A Malin le retumba en la cabeza la pregunta que ha dirigido a Janne y a

Tove.

Son las ocho pasadas. El día ya ha despertado del todo.

Aún no le han avisado, pero Malin espera la llamada en cualquier momento.

El Correspondenten trae en primera página la debacle del día anterior en el

escenario del crimen, cuando el cadáver cayó sobre la tienda.

Esto parece una farsa, pensó Malin mientras hojeaba el periódico un cuarto

de hora antes, demasiado dormida para leer los artículos enteros.

Janne está en el vestíbulo, con Tove. Parece cansado, todo su cuerpo alto y

musculoso parece colgado de una frágil percha y tiene la piel tensa en los

pómulos. ¿Habrá adelgazado? ¿No tiene más canas mudas en las sienes,

entremezcladas con su reluciente cabello color ámbar?

Tove no tiene clase, día de claustro, recogerla temprano en lugar de tarde el

viernes. Cambios de turno. Encajar en la planificación.

Le escribió una carta a Janne cuando estaba en Bosnia el día que hicieron el

equipaje y se mudaron a un pequeño apartamento de la ciudad, una escala camino

a Estocolmo.

Puedes quedarte con la casa. De todos modos, a ti te va más que a mí, tendrás

espacio para los coches. En realidad, a mí nunca me ha atraído demasiado el campo.

Espero que te vaya bien y que no tengas ni que presenciar ni que sufrir ningún

horror. Ya resolveremos el resto más adelante.

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Y él respondió con una postal.

Gracias, cuando vuelva a Suecia pediré un préstamo y te compro tu parte. Tú

haz lo que quieras.

¿Haz lo que quieras?

Yo habría querido vivir como antes. Como al principio. Antes de que todo

fuese rutina. Porque hay sucesos y días capaces de provocar que las personas se

separen, que alcancen puntos de ruptura. Éramos jóvenes, jóvenes. El tiempo…

¿qué sabíamos de él entonces, salvo que nos pertenecía?

Malin piensa en los sueños de Janne, aquellos de los que siempre está

dispuesto a hablar cuando se ven, los mismos que ella nunca tiene ganas de

escuchar y los mismos que él no encuentra palabras para expresar cuando ella se

presta por fin a eso, a escucharlos.

Pero ahora, la voz de Janne:

—Pareces cansada, Malin. ¿Verdad que sí, Tove?

Tove asiente.

—Trabajo demasiado —responde Malin.

—¿El tío del árbol?

—Ajá.

—Entonces tendrás tarea este fin de semana.

—¿Has venido en el Saab?

—No; cogí el Volvo. Tiene ruedas de clavos. No he tenido ganas de

cambiárselas a los demás.

Los hombres son fanáticos de los coches. La mayoría. Y, sobre todo, Janne.

—¿Y qué planes tenéis?

—No sé —responde Janne—. No se puede hacer mucho con este frío. ¿Tú

qué dices, Tove? ¿Qué te parece si alquilamos unas películas, compramos

golosinas y tiramos la llave al mar? ¿O prefieres leer?

—Lo de las pelis suena bien, aunque llevo algunos libros.

—Intentad salir un poco, de todos modos —recomienda Malin.

—Mamá, no eres tú quien decide.

—Podemos ir al trabajo —sugiere Janne—. Y jugar al unihockey con los

bomberos. ¿Verdad, Tove? ¡Eso podemos hacer!

Tove pone los ojos en blanco y añade, como si no confiase del todo en la

ironía de su padre:

—Jamás en la vida.

—Vale; entonces, las pelis.

Malin lo mira con expresión cansina y los ojos castaños de Janne se detienen

en su mirada, sin rehuirla, como siempre hizo. Cuando se marcha, Janne se lleva

consigo su físico perfecto y su alma y se retira a lugares donde alguien necesite

toda esa ayuda que él considera imprescindible dar para sobrevivir.

Ayuda.

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Una palabra que Janne ha asimilado a la huida.

Cuando el apartamento, la casa, todo resultó demasiado pequeño. Y luego

una y otra vez.

Malin abrazó hoy a Janne cuando llegó, lo abrazó fuerte contra su pecho, y él

le correspondió, siempre lo hace. Y ella quería retenerlo, apretarlo más tiempo

contra sí, pedirle que aguardase con ellas en casa hasta que se marchara el frío,

rogarle que se quedara, que esperase.

Sin embargo, logró contenerse, halló un modo de liberarse de él que lo turbó,

exactamente igual que si hubiese sido él quien inició el abrazo. Un modo de

preguntar tranquilamente con los músculos: pero ¿qué haces? Ya no estamos

casados y sabes tan bien como yo que es imposible.

—Y tú, ¿has dormido bien?

Janne asintió, pero Malin se percató de que su gesto ocultaba una mentira.

—Es sólo que sudo tan condenadamente…

—¿A pesar del frío que hace?

—A pesar del frío.

—¿Lo tienes todo, Tove?

—Sí, todo.

—Procurad salir un poco.

—Mamá…

Y ya se han ido. Janne la traerá mañana, el sábado por la noche, así que

estaremos juntas el domingo. ¿Qué voy a hacer ahora?

¿Esperar a que suene el teléfono? ¿Leer el periódico?

¿Pensar?

No. Los pensamientos se convierten fácilmente en un bosque intrincado.

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Capítulo 8

—Murió de los golpes en el cráneo, el agresor utilizó un objeto romo y, una y

otra vez, como en un ataque de cólera, le golpeó el cráneo y la cara, hasta que

quedaron reducidos a la masa amorfa de carne que son ahora. Estaba vivo cuando

le agredieron, pero lo más probable es que quedara inconsciente bastante rápido.

Seguramente, el agresor o los agresores utilizaron además un cuchillo.

Karin Johannisson se encuentra junto al cuerpo cianótico que descansa sobre

la fría superficie de la mesa de autopsias. Los brazos, las piernas y la cabeza

sobresalen de la camilla como tocones burdos e irregulares. El abdomen abierto en

canal, con la piel y la grasa dobladas en cuatro picos, cada uno hacia un punto

cardinal, los intestinos, una maraña. El cráneo aserrado, como es debido, por la

parte posterior.

El conjunto presenta un aspecto metódico y arbitrario a un tiempo, piensa

Malin. Como si alguien hubiese seguido un plan bien madurado que hubiese

abandonado de repente.

La mañana se había convertido en mediodía cuando se produjo la llamada

del forense.

—Tuve que dejar que se descongelara antes de empezar —le explicó Karin al

teléfono—. Pero cuando por fin pude ponerme manos a la obra, fue pan comido.

Zeke está inmóvil junto a Malin, impertérrito en apariencia; ha visto la

muerte muchas veces y ha tomado conciencia de que es imposible de aprehender.

Karin trabaja con la muerte, pero no la comprende. Quizá nadie la

comprenda, se dice Malin, aunque la mayoría de nosotros intuye lo que implica.

Karin, piensa Malin, no entiende casi nada de en qué consiste lo que sucede en

aquel sótano, pero es útil, funcional, exactamente igual que los instrumentos que

utiliza en su trabajo, exactamente igual que la propia sala de autopsias.

De todos los rostros de la muerte, ése es el más práctico.

Paredes blancas, ventanas pequeñas a la altura del techo, armarios de acero

inoxidable y estanterías cuyo espacio se disputan los textos especializados y las

cajas de cartón con gasas, guantes quirúrgicos y otros materiales. El suelo de

linóleo es de un leve tono azul, fácil de limpiar, resistente y económico. Malin no

consigue acostumbrarse a aquella sala, a su objetivo y a su función y, aun así, se

siente atraída por ella.

—No murió ahorcado —continúa Karin—. Ya estaba muerto cuando lo

colgaron del árbol. De haber muerto por ahorcamiento, la sangre no habría subido

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al cerebro como vemos aquí. Cuando se ahorca a alguien, las arterias se colapsan

inmediatamente, por decirlo de forma comprensible para un profano; los golpes

en la cabeza, en cambio, aceleraron el corazón, de ahí lo desproporcionado de las

hemorragias.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto? —pregunta Malin.

—¿Te refieres a ahora?

—No; antes de que lo colgaran.

—Yo diría que cinco horas, como mínimo, quizá algo más. Teniendo en

cuenta que las piernas no presentan hematomas, pese a que estaba colgado.

—¿Y los golpes que le asestaron en el cuerpo? —pregunta Zeke?

—¿Qué pasa con ellos?

—Que si tienes algo que decir al respecto.

—Seguramente fueron un tormento si estaba consciente, pero no letales. Los

arañazos de las piernas indican que lo trasladaron, que alguien arrastró el cuerpo

sobre una superficie de tierra empapada. Las heridas están llenas de barro y hay

restos de tejido. Alguien lo desnudó después de agredirle y trasladó el cuerpo.

Creo que eso fue lo que ocurrió. La verdadera causa de la muerte fueron las

puñaladas.

—¿Y las huellas de los dientes? —continúa Zeke.

—Tan deficientes que resultan inútiles; los dientes en su mayoría estaban

rotos.

Karin agarra el cadáver por la muñeca.

—¿Veis estas marcas?

Malin asiente.

—Son de cadenas. Las utilizaron para izar el cadáver al árbol.

—¿Las utilizaron?

—Bueno, no lo sé, pero ¿creéis que un hombre podría hacer esto solo, con

toda la fuerza física que se requiere?

—No es imposible.

Zeke menea la cabeza.

—Aún no lo sabemos. En la nieve no había pistas.

Lo único que encontraron Karin y sus colegas fueron unas colillas, un

paquete de galletas vacío y un envoltorio de helado que parecían fuera de lugar.

¿Helado? ¿En aquella época del año? Improbable. Además de que tanto los

papeles como las colillas parecían más antiguos, como si llevaran allí varios años.

Ellos, o él, o ella, no habían dejado el menor rastro en el suelo.

—¿Has encontrado alguna otra cosa?

—Nada bajo las uñas. Ningún signo de lucha. Lo que apoya la tesis de que

debieron de cogerlo por sorpresa. Y vosotros, ¿tenéis alguna llamada? ¿Algo a lo

que sacar partido?

—Silencio total —responde Malin—. Nada3, niente.

3 En español en el original.

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—Nadie lo ha echado de menos, en otras palabras —apunta Karin.

—Eso tampoco lo sabemos por ahora —observa Zeke.

Si aún pudiera hablar a vuestra manera, si pudiera levantarme y explicaros lo

ocurrido, sanar vuestra sordera, os diría que dejarais de haceros esas preguntas.

¿Qué utilidad tienen?

Las cosas son como son y han resultado como han resultado. Yo sé quién o quiénes

me hicieron esto, tuve ocasión de verlo por el rabillo del ojo, de ver cómo se acercaba la

muerte, tan lenta como rauda y negra.

Luego, la muerte se volvió blanca.

Blanca como nieve recién caída. Blanco, el color con el que se apaga el cerebro, una

esperanzadora exhibición de pirotecnia, más breve que un suspiro. Y luego, cuando recobré

el sentido, lo vi todo, estaba libre y no lo estaba al mismo tiempo.

Así que, ¿queréis saberlo de verdad?

¿De verdad queréis que os cuente esta historia? No lo creo. Es peor, más horrible,

más negra, más inexorable de lo que sois capaces de sospechar. Si comenzáis a caminar

desde aquí, elegís un sendero que conduce al corazón del lugar donde sólo el cuerpo, que no

el alma, puede respirar y vivir, al lugar donde somos química, código, al lugar fuera del

cual la palabra «sensación» no existe.

Al final de ese sendero, en una oscuridad vestida de blanco y envuelta en el aroma de

los manzanos, encontraréis ensoñaciones tan negras que este invierno os resultará cálido y

acogedor Pero yo sé que elegiréis ese sendero. Porque sois seres humanos. Y los seres

humanos sois así.

—¿Cuánto tardarás en arreglarlo?

—¿Cómo que arreglarlo?

—Nos vendría bien que le recompusieras la cara —explica Malin—. Para que

le pasemos una foto a la prensa. Así quizá haya alguien que lo eche en falta o, al

menos, que lo reconozca.

—Comprendo. Llamaré a Skoglund, el de la funeraria Fonus. Seguro que

puede ayudarme a efectuar una reconstrucción rápida. Debería quedar bastante

decente.

—Sí, llama a Skoglund. Cuanto antes tengamos una foto, mejor.

—Nos vamos —dice Zeke. Por el tono áspero de su voz, Malin comprende

que está harto. Harto del cadáver, de aquella sala estéril, pero, sobre todo, de

Karin Johannisson.

Malin sabe que Zeke piensa que Johannisson se da mucha importancia, que

se considera elegante, y quizá también le moleste un poco que ella no se interese

por Martin, mientras que todos los demás no dejan de preguntarle a todas horas.

La falta de interés que Karin muestra por su hijo, por la estrella del hockey, es a los

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ojos de Zeke una prueba más de su soberbia. Resulta evidente que está cansado de

que siempre anden preguntándole por Martin, pero se disgusta si no lo hacen.

—¿Te das duchas de sol? —le pregunta Zeke a Karin cuando están a punto

de salir de la sala de autopsias.

A Malin se le escapa una risita.

—No; tomo el sol en el solárium, para mantener el bronceado que adquirí en

Tailandia la Navidad pasada —responde Karin—. Hay un centro en la calle

Drottninggatan donde puedes tomar duchas solares, pero no sé. Me parece tan

vulgar. Aunque quizá sólo en la cara…

—¿En Tailandia? ¿Estuviste en Tailandia en Navidad? —pregunta Zeke—.

¿No es la época más cara? He oído decir que los expertos eligen otras fechas.

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Capítulo 9

—Malin, ¿has regado las plantas? De lo contrario, no aguantarán el invierno.

La pregunta es tan obvia, piensa Malin, que no habría tenido que formularla.

Y la explicación, igual de superfina: es su tendencia a ser más pedagógico de lo

necesario cuando quiere favorecer sus propios intereses.

—Justo me dirigía a vuestro apartamento para regarlas.

—¿Y no lo has hecho hasta ahora?

—Desde que hablamos la última vez, no.

La llamó cuando acababa de salir de la comisaría y, en la esquina del

cementerio con el viejo parque de bomberos, esperaba a que el semáforo se pusiera

en verde. Su Volvo ha tenido a bien arrancar esa mañana, pese a que el frío sigue

siendo el mismo.

Era como si Malin hubiese oído por el timbre del teléfono que era su padre

quien llamaba. Irritado, amable, exigente, egocéntrico, bueno: «Atención absoluta

a mi persona. No dejaré de incordiar hasta que cojas el teléfono. No te molesto,

¿verdad?».

La reunión del grupo de investigación que se celebraba en la comisaría había

tratado de esperar.

Esperar a Börje Svärd, que se retrasaba: algo le pasaba a su mujer.

Esperar a que alguien preguntase por el brazo que Nysvärd se había

fracturado cuando el cadáver se desplomó del árbol.

—Estará de baja dos semanas y media —anuncia Sven Sjöman—. Parecía

animado cuando hablé con él, aunque aún se lo veía asustado.

—Es macabro que te caiga encima un cadáver congelado de ciento cincuenta

kilos. Podría haber sido peor —observa Johan Jakobsson.

Luego, esperar a que alguien dijera lo que todos sabían: que no tenían nada

con lo que trabajar. Esperar a que el embalsamador Skoglund terminase su trabajo,

tomaran la fotografía, la revelasen y la enviasen.

Börje:

—¿Qué os decía yo? Nadie iba a reconocerlo por esas fotos.

Esperar a la espera misma, un puñado de policías cansados, rendidos al

desaliento, que saben que el caso es urgente pero que no pueden hacer mucho más

que encogerse de hombros y decir: «Ya veremos cuando todos, todos los

ciudadanos, todos los periodistas puedan oír: “Así fue como ocurrió, sabemos qué

sucedió y quién lo hizo”».

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Esperar a Karim Akbar, que también llegaba tarde, aunque a atender el

teléfono en su casa de Lambohov. Esperar a que su hijo bajase el volumen del

equipo que sonaba de fondo; luego, esperar a que la voz de Karim desapareciera a

través del altavoz del teléfono.

—Esto no puede ser y lo sabéis. Sven, tendrás que convocar una nueva rueda

de prensa para mañana, cuando tengamos confirmado lo que sabemos, a ver si los

tranquilizamos.

Y así tendrás ocasión de salir en la tele, pensó Malin. Aunque luego: de todos

modos, es a ti a quien dirigen las preguntas, tú eres quien se enfrenta a la

agresividad y quien consigue que podamos trabajar tranquilos. Y representas algo,

Karim. Porque tú conoces la fuerza que tiene este equipo cuando cada integrante

toma conciencia de su papel.

La voz cansada de Sven cuando Karim cuelga por fin.

—Tendríamos que trabajar como en Estocolmo y tener un jefe de prensa

propio.

—Pues tú eres el que hizo el curso de relaciones con los medios de

comunicación —observa Zeke—. Tú podrías encargarte, ¿no?

Risas en la sala. Liberador. Sven:

—¿A punto de jubilarme y quieres arrojarme a las hienas, Zeke? Muy

simpático.

El semáforo se pone en verde, el Volvo vacila pero rueda finalmente calle

Drottninggatan abajo.

—Bueno, papá, ¿y cómo se encuentra mamá? Las plantas están

estupendamente, te lo aseguro.

—Está durmiendo la siesta. Tenemos veinticinco grados y hace un sol

radiante.

Y ahí, ¿qué tiempo hace?

—No creo que quieras saberlo.

—Que sí, claro que quiero.

—Pues no te lo voy a contar, papá.

—Bueno, aquí en Tenerife hace sol. ¿Cómo está Tove?

—Está con Jan-Erik.

—Malin, voy a colgar, si no me saldrá muy caro. No te olvides de las plantas.

Las plantas, piensa Malin al tiempo que se detiene junto al edificio ocre fin de

siglo de la calle Elsa Brännström, donde sus padres tienen un apartamento de

cuatro habitaciones. Las plantas no pueden esperar.

Malin se mueve por el apartamento de sus padres como un espectro en su

propio pasado. Los muebles entre los que creció.

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¿Tan vieja soy?

Los aromas, los colores, los perfiles, todo me activa, evoca un recuerdo que

evoca otro recuerdo.

Cuatro habitaciones: un salón, un comedor, una sala de estar y un

dormitorio. No existe posibilidad alguna de que su única nieta se quede a dormir.

Consiguieron el apartamento cuando vendieron la casa de Sturefors, hace ya trece

años. Por aquel entonces, el mercado inmobiliario era distinto en Linköping. Si

uno tenía la vida organizada y podía pagar un buen alquiler, había posibilidades.

Hoy la cosa está parada. Sólo con dinero negro puede conseguirse un contrato de

alquiler. O teniendo un capital increíble.

Malin mira por la ventana de la sala de estar.

Desde el tercer piso se disfruta una buena vista del Infektionsparken, así

llamado por la clínica cuyas dependencias se alojaban antiguamente en los

edificios ahora convertidos en viviendas.

El sofá en el que no le permitían sentarse.

La piel, marrón, reluce aún hoy como nueva. La mesa, entonces una

maravilla, resulta hoy ampulosa. La estantería llena de libros de la colección Bra

Böcker. Maya Angelón, Lars Järlestad, Lars Widding, Anne Tyler.

La mesa del comedor, y las sillas. Cuando los amigos venían de visita, los

niños tenían que comer en la cocina. No había nada raro en ello. Todos lo hacían y,

además, a los niños les cuesta quedarse sentados a la mesa.

Papá, soldador, ascendido a jefe de equipo, propietario a la sazón de una

empresa de instalación de tejados de chapa. Mamá, secretaria en el gobierno civil.

El olor a persona mayor. Aunque Malin hubiese abierto la ventana para

airear, no habría desaparecido. En el mejor de los casos, cabe la posibilidad de que

el frío convierta el apartamento en un lugar inodoro, se dice.

Las plantas están mustias, pero no muertas. Ella no permite que la cosa

llegue tan lejos. Mira las fotos enmarcadas que hay en el aparador; ninguna es de

ella o de Tove, sólo de los padres en distintos lugares: una playa, una ciudad, una

montaña, una jungla. ¿Irás a regarnos las plantas?

Por supuesto que sí.

Podéis venir cuando os vaya bien.

¿Y con qué dinero?

El sillón del vestíbulo. Se sienta en él y constata que su cuerpo aún recuerda

la mudez de los muelles; una vez más, tiene cinco años, da pataditas en el aire con

las sandalias que lleva en los pies, hay agua a lo lejos y, a su espalda, oye la voz de

su madre y la de su padre, no están discutiendo, pero se percibe el abismo en su

tono, en los espacios que quedan entre sus palabras existe el dolor, lo que la niña

de cinco años que ocupa la silla junto al mar conoce, aunque aún no sabe ponerle

nombre.

El amor imposible. El frío que reina entre ciertas parejas.

¿Recibirá nombre algún día esa sensación?

Y regresa al presente. La regadera en la mano.

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Planta por planta. En orden riguroso, como le gustaría a su padre, el jefe de

equipo.

Lo que no pienso hacer es pasar la aspiradora, se dice Malin. Hay pelusas en

el suelo. Cuando pasaba la aspiradora de niña, una de sus tareas semanales a

cambio de las golosinas de los sábados, su madre la iba siguiendo por la casa para

comprobar que no golpeaba los listones ni los marcos de las puertas. Cuando

Malin terminaba, su madre pasaba la aspiradora una vez más, la pasaba por

donde ella acababa de hacerlo y en su presencia, como si fuese la cosa más natural

del mundo.

¿Qué sabe hacer un niño?

¿Qué sabe un niño?

A un niño se le da forma.

Y listo.

Ya están todas regadas. Ahora podrán seguir viviendo un tiempo.

Malin se sienta en la cama de sus padres.

Marca Dux. La tienen desde hace decenios, pero ¿serían capaces de dormir

en ella si supieran lo que había ocurrido en esa cama? ¿Si supieran que fue allí

donde Malin perdió, o más bien procuró perder la virginidad?

No con Janne.

Con otro.

Antes. Tenía catorce años y se encontraba sola en casa porque sus padres

habían asistido a una fiesta en casa de unos conocidos de Torshälla, donde iban a

pasar la noche.

No importa lo que ocurriera en aquella cama, no es suya. No es capaz de

recorrer el apartamento, ni sola ni en compañía de otras personas, sin sentir

nostalgia. Se levanta de la cama y se obliga a cruzar las densas capas de añoranza

que parecen fundidas con el aire. ¿Qué es lo que falta?

Mis padres en las fotos enmarcadas.

En tumbonas ante la casa de Tenerife. Hace tres años que la compraron, pero

Tove y ella no han estado allí todavía.

Irás a regar, ¿verdad?

Pues claro que iré.

Malin ha convivido con esas dos personas, es fruto de ellos dos y, aun así, le

parecen extraños. Sobre todo su madre.

Vierte el agua de la regadera en el fregadero de la cocina.

Incuban secretos las gotas, las puertas verdes de los armarios, el congelador

que zumba y conserva los rebozuelos de la temporada anterior.

¿Y si me llevo una bolsa…?

No.

Lo último que ve antes de cerrar la puerta son las grandes y gruesas

alfombras orientales auténticas que cubren el suelo de la sala de estar. Las ve a

través de la puerta de doble hoja del vestíbulo. Y ve que son de calidad media. No

tan buenas como su madre siempre quiso dar a entender. Toda la habitación, toda

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la casa está llena de objetos que son algo distinto de lo que han de ser, barniz para

esconder otro barniz.

Aquí impera la sensación de que nada es nunca lo bastante bueno, de que

nada es nunca lo bastante elegante. De que nosotros, o de que yo no soy lo

bastante elegante, piensa Malin.

Aún hoy se siente insegura ante la elegancia, ante las personas que se supone

que son elegantes de verdad y no sólo algo adineradas como Karin Johannisson,

sino médicos, nobles, abogados, esa clase de elegancia. Ante esas personas nota

que cobran vida sus prejuicios y sus complejos de inferioridad. Tiene decidido de

antemano que siempre miran por encima del hombro a la gente como ella, de

modo que adopta una postura defensiva.

¿Por qué?

¿Para evitar la decepción?

En el trabajo es más llevadero, pero en la vida privada puede resultar

agotador.

Las ideas cruzan por su mente al tiempo que baja a la carrera los peldaños

para salir a la repugnante noche de viernes, que parece haberse adelantado.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 10

Viernes por la noche, sábado, 4 de febrero

Sólo una cervecita, una sola cervecita, me lo merezco, quiero ver unas gotas

de vaho a punto de convertirse en hielo sobre la superficie de un vaso helado. El

coche puedo dejarlo aquí.

Ya lo recogeré mañana.

Malin odia esa voz. Para acallarla, se dice que no hay nada más desagradable

que una resaca. Es más sencillo así. Pero a veces tiene que dejarse llevar. Sólo una

cervecita, sólo una…

Quiero poder estrujarme como un trapo. Y para eso necesito alcohol.

El restaurante Hamlet está abierto. ¿A cuánto está? Joder, qué frío. Si voy

medio corriendo, tardo tres minutos. Malin abre la puerta del bar.

Bullicio y humo la reciben. Huele a carne asada, pero a lo que más huele es a

promesas y a paz.

Suena el teléfono.

¿O no?

¿Será otra cosa? ¿Será el televisor? ¿Será el reloj de la iglesia? ¿El viento?

Socorro. La cabeza. Tengo algo en la parte anterior de la cabeza y vuelve a sonar el

teléfono y la boca, con la que se supone que tengo que hablar, está reseca. ¿Dónde

estoy?

No estoy en la cama, esto no son sábanas. ¿El sofá, quizá? No, no es el sofá.

¿Qué es entonces? ¿El periódico? No, tampoco es el periódico.

Y deja de sonar.

Gracias a Dios.

Pero vuelve a empezar.

Lo bastante despierta ya para reconocer el sonido del móvil. El suelo del

vestíbulo. La jarapa. ¿Cómo he venido a parar aquí? El anorak está en el suelo, a

mi lado. ¿O es la bufanda? La ranura del correo vista desde abajo. El anorak. El

bolsillo. El teléfono. La boca como una lija. El pulso, la pulsión de un quiste, un

globo eléctrico en la parte anterior de la cabeza. Malin hurga en el bolsillo. Aquí,

sí, aquí está. Se sujeta la cabeza con la otra mano, presiona a ciegas, el auricular

hacia la oreja, apenas audible:

—Aquí Fors, Malin Fors.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Aquí Sjöman. Ya sabemos quién es.

¿Quién es? Tove, Janne. El hombre del árbol: nadie lo echa en falta.

—Malin, ¿estás ahí?

Sí, puede. Pero no sé si quiero.

—¿Estás bien?

No, bien no. Ayer me dejé llevar.

—Sí, Sven, aquí estoy. Recién despierta. Espera un momento.

Mientras se incorpora como puede y pasa de estar tumbada a la posición de

sentada, oye unas palabras: «¿Tienes resaca?». La cabeza bien recta, una bruma

negra se extiende ante sus ojos, desaparece, vuelve a surgir como una presión

vibrante en la frente.

—¿Que si tengo resaca? Sí, bueno, tengo un poco de resaca. Lo normal los

domingos por la mañana.

—Es sábado, Malin. Y ya sabemos de quién se trata.

—¿Qué hora es?

—Las siete v media.

—Mierda, Sven. Mierda. ¿Y?

—Terminaron la reconstrucción ayer. El tal Skoglund, el de la funeraria, hizo

un buen trabajo. Enviamos la foto al Correspondenten y a la agencia TT. El diario la

puso en su web hacia las once, ayer mismo llamó una persona y esta mañana han

llamado muchas más. Todos coinciden en el nombre, de modo que debe de ser

cierto. Se llama Bengt. Andersson de apellido. Pero, y esto es lo más curioso, todos

lo llaman por su apodo, tan sólo uno conocía su verdadero nombre.

La cabeza. El pulso. No enciendas ninguna luz pase lo que pase. Céntrate en

el dolor de otra persona en lugar de en el propio. Dicen que eso ayuda. Terapia de

grupo. ¿O dónde lo oíste? El dolor es siempre nuevo y propio. «¿Personal?»

—Bollbengan4. Lo llamaban Bollbengan. Por lo que la gente nos ha contado

hasta ahora, su vida parece haber sido tan espantosa como su muerte. ¿Puedes

estar aquí dentro de media hora?

—Dame cuarenta y cinco minutos —responde Malin.

Un cuarto de hora después, recién salida de la ducha, con ropa limpia y un

Panodil efervescente en el estómago, Malin enciende el ordenador. Deja la

persiana bajada aunque fuera aún está oscuro. El ordenador está en la mesa del

dormitorio, y el teclado, oculto bajo una maraña de camisetas y bragas sucias, de

facturas pagadas y sin pagar, de nóminas burlonas. Malin espera, teclea su clave,

espera, abre el navegador y escribe www.corren.se.

La cabeza le martillea a la luz de la pantalla.

4 De boll, «balón, pelota», y Bengan, hipocorístico de Bengt.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Daniel Högfeldt ha hecho su trabajo.

El hombre del árbol. Su cara bien grande en el mejor sitio de la web. Parece

un ser humano. En la foto en blanco y negro, las tumefacciones y los hematomas

adquieren tonos grises, como lesiones maquilladas en lugar de indicios de golpes

mortales. Skoglund, quienquiera que sea, casi puede resucitar a los muertos. La

grasa desdibuja el contorno de Bengt Andersson, alias «Bollbengan». La barbilla,

las mejillas y la frente cuelgan en bultos suaves y redondos en torno a los huesos y

forman una gran masa rolliza. Ojos cerrados, boca como un pequeño signo de

interrogación, labio superior carnoso, el inferior no. Sólo la nariz sobresale dura,

recta, noble, el único golpe de suerte de Bollbengan en la lotería genética.

¿Seré capaz de leerlo?

La lengua de Daniel Högfeldt.

Lengua viva. Nada apropiado para el mareo y el dolor de cabeza.

Él sabe más que nosotros, seguro. La gente llama primero a los diarios.

Atraídos por el dinero. Atraídos por la posibilidad de sentirse mejores personas.

Pero ¿quién soy yo para censurarlos?

El Ostgöta Correspondenten les desvela hoy la identidad del hombre que…

Las letras se convierten en flechas ardientes clavadas en su corazón.

Bengt Andersson, de cuarenta y seis años, respondía al apodo de «Bollbengan».

En Ljungsbro, donde residía, se lo consideraba un tipo raro y retraído. Vivía solo en

un apartamento de la zona de Härna, sufría problemas psíquicos a causa de los

cuales no podía desempeñar ninguna actividad laboral y, desde hacía seis años,

percibía ayudas sociales. Bengt Andersson solía apostarse en la calle Cloettavägen,

detrás de la verja del estadio Cloettavägen, cada vez que el Ljungsbro IF jugaba un

partido, a la espera de que a alguno de los dos equipos se le escapara el balón al otro

lado de la verja. De ahí el apodo.

Balones, se dice Malin. Ahora están en mi cabeza.

Papá, sé chutar al balón. ¡Lo mando hasta el manzano de una patada! La voz

de mamá: ¡nada de pelotas en el jardín, Malin! Puedes tronchar los escaramujos.

A Tove no le interesa el fútbol.

Una mujer que desea permanecer en el anonimato declaró a fuentes del

periódico que «se trataba de una de esas personas a las que todo el mundo conocía,

aunque nadie sabía quién era», los hay en todos los pueblos.

El viernes pasado encontraron a Bengt Andersson…

Citas literales, no reconstruidas. La especialidad de Daniel para crear un

ambiente tenso y directo.

Reiteraciones. Repeticiones.

¿Cuándo se acabará la muerte?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Malin sale del portal. Hoy hace tanto frío como ayer. El muro de la iglesia se

le antoja un espejismo lejano, muy lejano.

Pero hoy agradece el frío, que se extiende como una neblina sobre sus ideas,

la envuelve en una bruma calmante.

El coche no está donde debería.

Lo han robado, es lo primero que piensa.

Hasta que lo recuerda. El apartamento de sus padres.

¿Irás a regar?

El Hamlet.

¿Me pones otra cerveza? Anónima en aquel lugar, un público algo mayor y

yo.

¿Taxi? No, demasiado caro.

Si aprieto el paso, llego a la comisaría en diez minutos.

Malin comienza a caminar.

El paseo me hará bien, se dice. La gravilla esparcida sobre la nieve de la acera

cruje bajo sus pies. Ve escarabajos. La grava son escarabajos, una invasión de

insectos que Malin intenta aplastar con sus botas Caterpillar.

Piensa que el hombre del árbol ya tiene nombre. Que su trabajo podrá

empezar en serio y que deben andarse con cuidado. No es una violencia común y

corriente la que se encontraron en el llano, sino algo distinto, algo digno de

inspirar miedo.

El frío hiere los ojos. Cortante, afilado.

¿Son saltamontes esas cosas que bailan dentro de mi retina?, se pregunta. O

es el frío que me congela las lágrimas en los ojos… Igual que te ocurrió a ti,

Bollbengan. Quienquiera que seas.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 11

¿Qué hace este mundo con el ser humano, Tove? Yo tenía veinte años.

Y tu padre y yo éramos felices. Éramos jóvenes y felices y nos amábamos.

Con el amor de la gente joven, limpio y sin complicaciones, claro y físico; y luego

viniste tú, la niña de nuestros ojos.

No había nada más que nosotros.

Y yo no sabía qué otra cosa hacer en la vida, salvo amaros a los dos. Podía

pasar por alto los coches, su parsimonia, nuestras diferencias. Se me había

concedido el amor, Tove, no cabían dudas, ni esperas, pese a que eso me decían

todos, esperad, tomáoslo con calma, no os encerréis el uno en el otro, vivid antes la

vida cada uno por su lado; pero yo estaba ya tras la pista de la vida, percibía su

aroma en mi amor por ti, en mi amor por Janne y por nuestra existencia. Quería,

ingenua de mí, tener más de lo mismo y creí que podría durar siempre. Porque,

¿sabes qué, Tove?, yo creía en el amor, y aún hoy creo, lo cual es un milagro. Pero

entonces creía en el amor en su formato más sencillo; creo que podría llamarlo

amor familiar, el amor de la caverna en la que nos damos calor mutuo porque

somos seres humanos y estamos juntos. Dicho amor.

Claro que discutíamos. Claro que yo echaba de menos cosas. Claro que no

teníamos ni idea de qué hacer con todo nuestro tiempo. Y claro que lo comprendí

cuando me dijo que se sentía como encerrado en un subterráneo, aunque se tratase

de un subterráneo paradisíaco.

Y así, un día llegó a casa con la carta de los servicios de protección civil

según la cual debía acudir al aeropuerto de Arlanda la mañana siguiente para

tomar el vuelo a Sarajevo.

Me enfadé tanto con él, con tu padre. Le dije que si se marchaba, no

estaríamos aquí cuando volviera. Le dije que uno no deja a su familia así, por

nada.

Mi pregunta es, Tove:

¿Eres capaz de comprender que tu padre y yo no tuviéramos fuerzas para

seguir entonces?

Sabíamos mucho y nada al mismo tiempo.

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Capítulo 12

No hay niños en la guardería el sábado.

Columpios vacíos. Ni trineos ni pelotas. La luz apagada tras los cristales.

Nada de juegos un día como hoy.

—¿Aguantarás esto, Malin? Pareces destrozada.

Deja de dar la murga, Sven.

Estoy trabajando, ¿no?

Zeke hace una mueca desde su puesto en la mesa de enfrente. Börje Svärd y

Johan Jakobsson parecen demasiado satisfechos; no es ésa la cara que hay que

tener en el trabajo un sábado a las ocho de la mañana.

—Estoy bien. Ayer hubo fiesta.

—Yo también estuve de fiesta: gusanitos de queso, patatas fritas y una

película de Pippi Calzaslargas —comenta Johan.

Börje guarda silencio.

—Aquí tengo una lista —dice Sven agitando en el aire un documento. Hoy

no se ha colocado en el lateral de la mesa, sino que se ha sentado en una silla—.

Una relación de las personas que han llamado para darnos el nombre de Bengt

Andersson o su apodo. Contiene nueve nombres, todos de Ljungsbro y

alrededores. Börje y Johan se encargarán de los cinco primeros. Malin, tú y Zeke,

de los cuatro restantes.

—¿Y el apartamento? Me refiero al suyo.

—Los técnicos ya están ahí. Por lo que se apreciaba a simple vista, allí no

ocurrió nada. Terminarán hacia primera hora de la tarde. Podéis ir luego, si

queréis. Pero no antes. Cuando hayáis acabado con los nombres de la lista,

empezad con los vecinos. Vivía de la ayuda social, así que habrá algún asistente

que sepa algo de él. Aunque no será fácil localizarlo antes del lunes.

—¿No se puede acelerar?

—La muerte de Bengt Andersson aún no se ha certificado y tampoco está

oficialmente identificado —responde Sven—. Y mientras sea así, hemos de tener

una orden para acceder a los registros e historias clínicas donde aparezcan los

nombres de sus médicos y su asistente social. Pero esas formalidades deberían

concluirse a lo largo del lunes.

—Entonces, en marcha —dice Johan, poniéndose de pie.

Yo quiero irme a dormir, piensa Malin. Tan profundamente como sea

posible.

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Mi habitación es negra, hermética. Aun así, lo veo todo.

Aquí dentro hace frío, pero no tanto como en el árbol, en medio de la llanura. Claro

que, ¿qué me importa a mí el frío? Además, aquí no hay viento, ni tormenta, ni nieve. A

veces echo de menos el viento y la nieve, pero prefiero la clarividencia procedente de un

estado como el mío. Lo mucho que sé, lo mucho que conozco. El modo en que soy capaz de

hallar palabras como nunca antes.

¿Y no es cómico ver cuánto se preocupan todos por mí ahora? ¿Y cómo, al ver mi

cara, quieren dar a entender que me conocían? Antes, antes de esto, se apartaban cuando

bajaba al centro, daban rodeos para no tener que cruzar su mirada con la mía, para evitar la

proximidad de mi cuerpo, mi ropa, que creían sucia y apestando a sudor, a orina.

Deprimente y repugnante.

Y los niños, que no me dejaban en paz. Que me martirizaban, me molestaban, me

hacían trastadas sin cesar. Sus madres y padres dejaban que brotaran las mil flores de

maldad de sus hijos.

Ni siquiera servía para que se rieran de mí. Ya en vida, yo era un duelo.

Las chimeneas de la fábrica de chocolate de Cloetta.

No se ven desde la rotonda del antiquísimo convento de Vreta, pero se

distingue el humo que, más blanco que el blanco, asciende hacia el cielo de un azul

ficticio. Las nubes matinales que colgaban bajas han desaparecido a hurtadillas, el

invierno azulea, el mercurio desciende; es el precio que hay que pagar por la luz.

—¿Tomamos ésta?

El letrero indica Ljungsbro hacia los dos lados.

—No sé —responde Malin.

—Pues tomamos ésta —dice Zeke, girando el volante—. Cuando lleguemos

al centro miramos el GPS.

Malin y Zeke cruzan el convento de Vreta. Pasan por delante de las esclusas

en reposo, de las piscinas vacías. Bares cerrados durante el invierno. Casas en cuyo

interior trajina la gente, árboles que han podido crecer en paz. Un supermercado

ICA. No resuena la música en el coche. Zeke no ha insistido y Malin agradece el

silencio relativo.

Después de la parada del autobús, se extienden los edificios hacia la

izquierda, las casas desaparecen por la pendiente y al otro lado se encuentra el

lago Roxen. El coche desciende, pasa por delante de una zona boscosa y enseguida

se abre una plantación a la derecha y a unos cientos de metros se divisa otra

pendiente escarpada a cuya loma se encaraman más casas.

—Barrio de postín —declara Zeke—. Médicos.

—¿Tienes envidia?

—No exactamente.

Kungsbro en otro indicador, Stjärnorp, Ljungsbro.

Giran a la altura de un establo pintado de rojo Falun, el típico color de las

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casas suecas, anexo a un cobertizo con la base de piedra. Pero no se ven caballos;

tan sólo unas chicas con ropa térmica y botas de montar que llevan balas de paja

de un edificio a otro.

Se acercan a las casas del barrio de postín.

Suben una pendiente desde cuya cima divisan la chimenea de Cloetta.

—¿Sabes? —dice Zeke—. Te juro que hoy se nota en el aire el olor a

chocolate. De la fábrica.

—Voy a encender el GPS. Así encontraremos el lugar. El domicilio del primer

nombre de la lista.

La mujer no quería dejarlos entrar.

Pamela Karlsson, treinta y seis años, melena corta y rubia, soltera,

dependienta de H&M. Vive en un edificio de alquiler justo detrás del horripilante

centro comercial de Hemköp. Sólo hay cuatro apartamentos en el edificio de

madera pintado de gris, y la mujer habla con ellos sin quitar la cadena de

seguridad, muerta de frío con una camiseta blanca y en bragas; es obvio que el

timbre la ha despertado.

—¿Tenéis que pasar dentro? Está todo tan desordenado…

—Hace frío en el rellano —dice Malin. Y piensa: han encontrado a un

hombre muerto colgado de un árbol y ésta se preocupa porque tiene la casa

desordenada. Aunque… al menos, llamó.

—Ayer di una fiesta.

—Otra —murmura Zeke.

—¿Cómo?

—Nada —interviene Malin—. A nosotros nos da igual que esté desordenado.

No tardaremos mucho.

—En ese caso… —La mujer cierra la puerta, trastea un poco con la cadena y

vuelve a abrirla.

—Adelante.

Un estudio, la cama hace de sofá, una mesa pequeña, una cocina diminuta.

Muebles de Ikea, cortinas de encaje y un banco de madera lijada de estilo rústico,

seguramente heredado. Cajas de pizza, latas de cerveza, una caja de vino blanco.

En el alféizar de la ventana, un cenicero colmado de colillas.

La mujer ve que Malin se fija en el cenicero.

—Normalmente no dejo que fumen aquí, pero no iba a obligarlos a salir

anoche…

—¿A quiénes?

—A mis amigos. Nos pusimos a mirar en Internet en plena fiesta y entonces

lo vimos y leímos el llamamiento de la policía. Llamé de inmediato, o casi.

Se sienta en la cama. No está gorda, pero bajo la camiseta se adivinan unos

michelines.

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Zeke se acomoda en un sillón.

—¿Qué sabes de él?

—No mucho, salvo que vive en el pueblo. Y el apodo. Por lo demás, nada.

¿Es él?

—Sí, estamos casi seguros.

—Joder, ayer en la fiesta todo el mundo hablaba de lo mismo.

Recuerdos deformes, piensa Malin. El recuerdo de alguien se convierte en un

tema de conversación obsceno en una fiesta: «Pues escucha y verás lo que le pasó a

un amigo de un amigo mío… ».

—O sea, que no tienes ni idea de quién era, ¿no?

—No mucha. Creo que cobraba una pensión por enfermedad. Y lo llamaban

Bollbengan. Yo creía que era por lo increíblemente gordo que estaba, pero, según

el Corren, era por otra historia.

Dejan a Pamela Karlsson con su desorden y su dolor de cabeza y ponen

rumbo a una dirección de la calle Ugglebovägen, una casa de diseño de cuatro

plantas y en la que cada habitación parece tener vista panorámica de las

plantaciones y más allá, hasta el lago Roxen. Después de llamar con una aldaba

dorada en forma de cabeza de león, les abre la puerta un agente de seguros ojeroso

llamado Stig Unning.

—Fue mi hijo quien llamó. Pueden hablar con él, está en el sótano.

El hijo, Fredrik, delante de la consola. Trece años, quizá, delgado, con la cara

invadida por el acné, con unos pantalones demasiado grandes y una camiseta

naranja. Enanos y elfos mueren a centenares en la pantalla.

—Nos llamaste por teléfono, ¿no? —pregunta Zeke.

—Sí —responde Fredrik Unning sin apartar la vista del juego.

—¿Por qué?

—Porque reconocí al hombre de la foto. Creía que habría alguna recompensa.

¿La hay?

—No; lo siento —dice Malin—. Nadie cobra por reconocer a una víctima de

asesinato.

Revienta un ñu, a un trol le arrancan las extremidades.

—Tendría que haber llamado al periódico Aftonbladet.

¡Bang! Dead, dead, dead.

Fredrik Unning levanta la cabeza y los mira.

—¿Lo conocías? —pregunta Malin.

—No. De nada. Sólo sabía su apodo y que apestaba a pis. Sólo eso.

—¿Ningún otro detalle que debiéramos conocer?

Fredrik Unning parece dudar y Malin percibe un atisbo de miedo en su

mirada, antes de que el muchacho vuelva a concentrarse en la pantalla moviendo

frenéticamente el ratón de un lado a otro.

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—No —responde Fredrik Unning.

Tú sabes algo, se dice Malin. O será sólo que acabas de comprender por qué

estamos aquí, lo que ha ocurrido.

—¿Estás completamente seguro de que no tienes nada más que contar?

Fredrik Unning niega con la cabeza.

—Ni una mierda. Nada de nada.

Un lagarto de color rojo deja caer un pedrusco en la cabeza de un monstruo

parecido al Increíble Hulk.

La tercera persona de la lista, Sven Garplöv, pastor de la Iglesia de

Pentecostés, cuarenta y siete años, vivía en una casa sencilla al otro lado del río

Motala, a las afueras de Ljungsbro. Teja blanca, madera blanca, esquinas blancas,

blanco sobre blanco, como para ahuyentar el pecado. De camino hacia allí, pasaron

por delante de la fábrica de Cloetta; el tejado rugoso era una furiosa serpiente de

azúcar y la chimenea exhalaba promesas de una vida dulce.

—Ahí dentro fabrican el chocolate para las galletas —dijo Zeke.

—Pues yo no rechazaría un chocolate ahora —respondió Malin.

Ingrid, la mujer del pastor, los invitó a café pese a que tenían prisa. Y allí

estaban los cuatro sentados en los sofás de piel color verde de la blanca sala de

estar, comiendo galletas, siete clases distintas, todas caseras.

Las calorías de las galletas.

Justo lo que Malin necesitaba.

La mujer del pastor guardaba silencio; él hablaba.

—Hoy tengo servicio, pero los fieles tendrán que esperar. Un pecado de tan

grave naturaleza como éste debe tener prioridad. Y toda espera es poca si lo que

espera es rezar. ¿No es así, Ingrid?

La mujer asintió. Y luego hizo un gesto hacia la bandeja de galletas.

Zeke y Malin se sirvieron por segunda vez.

—Desde luego, era un espíritu atormentado. Uno de esos a los que Dios ama

de un modo muy particular. Un día hicimos un comentario sobre él en la iglesia y

alguien, no recuerdo quién, mencionó su nombre. Coincidimos en que estaba muy

solo. Le habría ido bien tener un amigo como Jesús.

—¿Hablaron con él alguna vez?

—¿Perdón?

—Sí, que si lo invitaron a acudir a la iglesia.

—No; creo que a ninguno de nosotros se nos ocurrió. Nuestras puertas están

abiertas a todo el mundo, aunque quizá más para algunos, lo admito.

Y por fin se encuentran ante la puerta de un tal Conny Dyrenäs, treinta y

nueve años, vive en un apartamento de la calle Cloettavägen, justo detrás del

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campo de fútbol Cloettavallen, y desde que llaman hasta que les abre la puerta no

transcurren más que unos segundos.

—Los he oído venir —dice el hombre.

El apartamento está lleno de juguetes, montones de juguetes por todas

partes. De plástico y de colores vivos.

—Los niños —explica Conny Dyrenäs—. Este fin de semana lo pasan con su

madre. Estamos separados. De lo contrario, suelen estar conmigo. Es increíble lo

que puedes llegar a echarlos de menos. Esta mañana pretendía quedarme

durmiendo, pero me desperté a la hora de siempre. Estuve mirando en Internet.

¿Quieren un café?

—No, gracias, ya hemos tomado —responde Malin—. ¿Está completamente

seguro de que el hombre de las fotos es Bengt Andersson?

—Sí, sin duda.

—¿Lo conocía? —pregunta Zeke.

—No, pero, de todos modos, formaba parte de mi vida.

Conny Dyrenäs se dirige a la puerta del balcón y les hace una seña con la

mano para que lo sigan.

—¿Ven aquella valla y la portería? Allí esperaba él a que cayeran los balones

cuando el Ljungsbro IF jugaba un partido. Le daba igual que lloviese a cántaros o

que hiciese frío o calor. Siempre estaba allí. A veces lo veía en invierno, mirando el

campo de fútbol desierto. Supongo que sentía nostalgia. Era como si se hubiese

buscado una misión, un lugar que ocupar en este mundo. Cuando un balón

saltaba la valla, él echaba a correr para cogerlo. Bueno, correr, lo que se dice

correr… Más bien lo intentaba. Y luego arrojaba las pelotas al campo. La gente se

reía en las gradas. Desde luego, resultaba cómico, pero a mí se me helaba la risa al

verlo.

Malin mira la valla, blanca en medio del frío, las gradas cubiertas y las

oficinas al fondo.

—Había pensado invitarlo algún día a tomar un café —dice Conny

Dyrenäs—. Pero ya, a buenas horas.

—Da la impresión de que estaba muy solo. Debería haberlo invitado —

observa Malin.

Conny Dyrenäs asiente, hace amago de decir algo, pero guarda silencio.

—¿Sabe algo más de él? —pregunta Malin.

—Saber, lo que se dice saber… Circulaban rumores.

—¿Rumores?

—Sí, que su padre era un loco. Y que vivían en una casa y que, una vez, le

asestó un hachazo a su padre en la cabeza.

—¿Un hachazo en la cabeza?

—Eso dicen.

¿Y Daniel Högfeldt no se había enterado de aquello?

—Pero, claro, puede que no sean más que habladurías. Debe de hacer veinte

años de eso. O incluso más. Seguro que era un buen tío. Tenía una mirada cálida.

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Se le notaba desde aquí. En cambio, en las fotos del Corren no se apreciaba,

¿verdad?

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Capítulo 13

Malin se encuentra delante de la valla, mira el campo de fútbol, un campo

gris blancuzco y, detrás, los edificios de la escuela, más grises aún. A la izquierda,

el club, un edificio de color rojo Falun con una escalinata de hormigón ante la

puerta pintada de verde, un quiosco de perritos con el logotipo de Cloetta en la

parte superior.

Malin olisquea el aire. ¿Quizá percibe cierto aroma a cacao? Detrás del

quiosco, unas instalaciones de tenis, un templo para un deporte elegante. Malin

agarra la valla.

A través de los guantes negros de Thinsulate no experimenta el frío del

metal, que se convierte en alambre burdo e inerte. Tira un poco de la valla, cierra

los ojos y ve el verdor, siente el denso olor a césped recién cortado, la expectación

que flota en el ambiente cuando el Equipo A entra a la carrera en el campo,

animado por los lugareños de ocho, nueve y diez años y los jubilados con sus

termos de café, y allí estás tú, Bollbengan, solo detrás de la valla, fuera.

¿Cómo es posible llegar a estar tan solo?

Un hacha en la cabeza.

Buscarán tu nombre en los viejos archivos, seguro que aparece. Las señoras

del archivo son minuciosas, eficaces, así que daremos contigo. Nosotros te vemos.

Tenlo por seguro.

Malin extiende los brazos en el aire. Atrapa la pelota con las manos,

enseguida se siente pesada y torpe, y está a punto de caerse hacia atrás y resbala

hacia un lado y piensa: se burlaban de ti, pero no todos, tú y tus lamentables

intentos por atrapar la pelota, tus intentos por formar parte de los sucesos sin

importancia, de los presentimientos e incidentes que constituyen la vida de un

pueblo como éste. En cierto modo, todos ellos comprendían que tú eras una de las

personas que convertían este núcleo urbano en lo que era. Debiste de ser una

constante en la vida de muchos convecinos, visible pero invisible, conocido pero

desconocido; un espectáculo trágico y ambulante que, al repetirse una y otra vez,

otorgaba esplendor a vidas anodinas.

Cuando llegue la primavera, te echarán de menos. Se acordarán de ti.

Cuando la pelota sobrevuele el campo y salte la valla, querrán que vuelvas. Quizá

comprendan que ése es el motivo por el que tienen esa sensación desagradable en

la boca del estómago.

¿Se puede estar más solo que tú? Objeto, en vida, de las burlas de todos,

inconscientemente añorado una vez muerto.

De repente, suena el teléfono que Malin lleva en el bolsillo.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Oye la voz de Zeke a su espalda.

—Seguro que es Sjöman.

Y, en efecto, es Sjöman.

—No ha llamado nadie más, pese a que era una especie de famoso local. Y

vosotros, ¿habéis sacado algo?

—Bueno, circulan rumores sobre un episodio de un hacha —responde Malin.

—¿Cómo dices?

—Parece ser que le atizó a su padre con un hacha en la cabeza, hace veinte

años aproximadamente.

—Pues empezaremos a mirar —resuelve Sjöman, antes de añadir—: Ya

podéis ir a su apartamento si queréis, los técnicos han terminado. Y pueden

asegurar con absoluta certeza que no lo asesinaron allí. Teniendo en cuenta la

violencia de que fue víctima, habrían encontrado rastros de sangre, pero el test con

Luminol no dio nada. Edholm y algunos más están recorriendo el barrio y

preguntando de casa en casa. La dirección: Härnavägen 21, b, planta baja.

Cuatro barras de pan Skogaholm, en rebanadas, sobre una encimera de

formica moteada de gris. Los fluorescentes del techo otorgan un aspecto aguado y

enfermizo al envoltorio de plástico del pan, como si ingerir su contenido pudiese

resultar letal.

Malin abre la puerta del frigorífico. Hay por lo menos veinte tripas de

salchichón muy graso, leche entera y varios paquetes de mantequilla sin sal.

Zeke mira por encima del hombro de Malin.

—Un verdadero gourmet.

—¿Crees que se alimentaba sólo de esto?

—Sí —asegura Zeke—. No es imposible. El principal constituyente de ese

pan es el azúcar. Y ese embutido tiene mucha grasa, así que no me extrañaría. La

dieta típica de un soltero.

Malin cierra la puerta del frigorífico. A través de las persianas echadas

adivina las figuras de unos niños que desafían al frío intentando construir algo en

la nieve. Una empresa imposible, pues es una masa que se resiste a cualquier

intento de que la moldeen. Todos son hijos de inmigrantes. Estas casas de dos

plantas de hormigón blanqueado y madera de vieja pintura marrón deben de ser

lo peor de Ljunsgbro.

Fuera se oyen risas ahogadas. Y, aun así, relajadas, como si fuera posible

domeñar el frío.

Tal vez no sea tan malo, después de todo.

La gente vive su vida. Estalla la alegría, puntos luminosos de magma en el

día a día.

Un sofá jaspeado estilo años setenta contra una pared empapelada de un

color mostaza. Una mesa de juego con tablero de fieltro verde, un par de sillas de

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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madera endebles, una cama con el colchón deformado en un rincón, la colcha

naranja bien alisada y remetida por los cuatro lados.

Espartano, pero no sórdido. Ni cajas de pizza, ni colillas, ni basura

amontonada. Orden y concierto en su soledad.

En una de las ventanas de la sala hay tres pequeños orificios cubiertos con

cinta adhesiva. También las ramificaciones que discurren desde los agujeros están

cuidadosamente protegidas con cinta adhesiva.

—Parece que alguien ha arrojado piedrecitas contra su ventana —observa

Zeke.

—Sí; no parece nada mejor.

—¿Crees que será importante?

—En estas barriadas hay muchos niños que siempre andan haciendo

travesuras. Quizá le arrojaron unos puñados de grava con más fuerza de lo que

pretendían.

—O quizá recibió una visita amorosa.

—Seguro, Zeke. Mejor será que los técnicos examinen a fondo el cristal, si no

lo han hecho ya —opina Malin—. Ya veremos si pueden averiguar lo que causó

los agujeros.

—Me sorprende que no se lo hayan llevado —asegura Zeke—. Pero

seguramente fue Johannisson la que estuvo, y no tendría ganas.

—Si Karin hubiese estado aquí, ese cristal se encontraría ahora en el

laboratorio —sostiene Malin mientras se dirige a un armario que hay en el

dormitorio.

Pantalones de gabardina, enormes todos, de distintos colores apagados,

colgados en una hilera de perchas bien ordenadas, lavados y planchados.

—Esto no encaja —observa Zeke—. Quiero decir, tanto orden y la ropa tan

limpia no encaja con que apestara a orina y a suciedad.

—No —admite Malin—. Pero ¿cómo sabemos que apestaba? Quizá era lo

que la gente esperaba, que apestara. Y alguien se lo dijo a otro alguien que, a su

vez, transmitió el mismo mensaje a otro alguien, hasta que la suposición se

convirtió en verdad. Bollbengan apesta a pis, Bollbengan no se lava…

Zeke asiente.

—O bien alguien vino después a limpiar y ordenar.

—Los técnicos se habrían dado cuenta.

—¿Seguro?

Malin se frota la frente.

—No, claro, puede que resulte imposible saberlo.

—¿Y los vecinos? ¿Ninguno vio nada raro?

—Según Edholm, que fue el que hizo la ronda por las casas, no.

Ya no queda rastro del dolor de cabeza. Ahora sólo experimenta la sensación

de estar hinchada y sucia; la sensación que nos invade cuando el alcohol

desaparece del cuerpo.

—¿Cuánto dijo Johannisson que llevaba muerto? ¿De dieciséis a veinte

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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horas? Sí, puede que, en ese tiempo, haya venido alguien. O que lo de la mugre

fuese un mito.

El guiso hindú está hirviendo en el fogón, el aroma a curry, ajo, jengibre y

cúrcuma se expande por el apartamento y Malin siente el hambre con todo el

cuerpo.

Trocear, cortar, hacer rodajas. Freír y cocer.

Se ha servido una cerveza de baja graduación. Nada le va más a un guiso de

curry que la cerveza.

Janne acaba de llamar. A las siete menos cuarto. Ya están en camino. Oye la

llave en la cerradura y Malin los recibe en el vestíbulo. Tove notoriamente

animada, como si se fuese a representar una escena.

—¡Mamá, mamá! Hemos visto cinco películas. Cinco. Y todas buenas menos

una.

Janne detrás de la animada Tove, en el vestíbulo. Con semblante culpable y,

aun así, con seguridad en sí mismo. Cuando está conmigo soy yo quien decide, ya

lo sabes. Esa discusión la zanjamos hace mucho.

—¿Qué películas habéis visto?

—Todas de Ingmar Bergman.

Así que ésa era la escena, la variante de turno de las pequeñas

representaciones teatrales a las que suelen someterla.

Malin no puede contener la risa.

—Ajá.

—Y estuvo fenomenal.

Janne:

—¿Estás haciendo un guiso con curry? Es perfecto para el frío.

—Hemos visto El fresal.

—Tove, se llama Fresas salvajes. Y no me lo creo.

—Vale. Vimos La noche de los muertos vivientes.

¿Cómo? ¿Janne? ¿Estás loco? Pero retrocede en su conciencia. Y piensa:

muertos vivientes.

—Y también estuvimos en el parque de bomberos —interviene Janne—.

Hicimos pesas.

—¿Pesas?

—Sí, quería probar —asegura Tove—. Para ver si comprendía por qué te

parece tan divertido, mamá.

—Ese guiso huele de maravilla.

Horas y horas en el gimnasio de la comisaría. Ejercicios de fuerza sobre un

banco. Johan Jakobsson por encima de la barra: «Venga, Malin, ánimo, estás hecha

una flacucha».

Sudar. Elevar. Volverse más explícita. Nada mejor que el entrenamiento

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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físico para renovar la energía.

—Y tú, mamá, ¿qué has hecho?

—¿Tú qué crees? Trabajar.

—¿Trabajas esta noche?

—No, que yo sepa. Y, además, he preparado la cena.

—¿El qué?

—¿No lo hueles?

—Curry. ¿Con pollo?

Tove no consigue disimular su entusiasmo.

Janne con los hombros caídos.

—Bueno, pues yo me voy. Nos llamamos durante la semana.

—Sí, hablamos —responde Malin.

Janne abre la puerta.

Y justo cuando está a punto de irse, Malin añade:

—¿No quieres quedarte a cenar curry Janne? Hay bastante para los tres.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 14

Lunes, 6 de febrero

Malin se frota los ojos para ahuyentar el sueño.

Quiere empezar el día con un clic.

Muesli, fruta y yogur. Café, café, café.

—Hasta luego, mamá.

Tove, forrada de ropa en el vestíbulo, algo más temprano que de costumbre,

y Malin, algo más tarde. Ayer pasaron todo el día en casa, horneando pan,

leyendo. Malin tuvo que reprimir el impulso de ir a la comisaría, pese a que Tove

le dijo que, si quería, podía irse.

—Hasta luego. ¿Estarás en casa cuando vuelva por la tarde?

—Puede.

Una puerta se cierra. La meteoróloga del canal cuatro, ayer: «… y soplará un

viento más frío, sí, han oído bien, un viento más frío procedente del mar de

Barents que se extenderá por todo el país, Escania incluida. De modo que

abríguense bien si tienen que salir».

¿Si tenemos que salir?

Yo quiero salir. Quiero seguir adelante con esto.

Bollbengan.

¿Quién eras, en realidad?

La voz de Sjöman en el móvil. Malin conduce con una sola mano en el

volante helado.

Gente con cara de lunes camino al trabajo, tiritando en las paradas de

autobús de la plaza Trädgårdstorget, el vaho que sale de sus bocas y asciende en

volutas por el aire, en torno al conjunto abigarrado de los edificios que rodean la

plaza. Bloques de los años treinta con apartamentos muy atractivos; edificios de

los años cincuenta con bajos comerciales, y la impresionante casona de la esquina,

que alojó durante decenios una tienda de discos ya cerrada.

—Llamaron de Vretaliden, una residencia de ancianos de Ljungsbro. Parece

que tienen a un abuelo de noventa y seis años que les ha contado un montón de

historias sobre Bollbengan y su familia. Le leyeron el periódico, porque ve muy

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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mal, y empezó a hablar en cuanto oyó el nombre. Fue la jefa de las enfermeras de

la sección quien llamó pensando que sería mejor que habláramos con él. Yo creo

que podéis poneros en marcha ahora mismo, ¿no?

—Pero ¿el abuelo querrá recibirnos?

—Eso parece.

—¿Cómo se llama?

—Gottfrid Karlsson. Y la enfermera, Hermansson.

—¿Y el nombre?

—Se presentó así, la enfermera Hermansson. Creo que lo mejor será que os

pongáis en contacto con ella.

—¿Vretaliden, dices? Salgo ahora mismo.

—¿Y no vas a llevarte a Zeke?

—No; iré sola.

Malin frena, da un giro de ciento ochenta grados y evita por poco la colisión

con el autobús doscientos veintiuno, que va camino del Hospital Universitario.

El conductor le pita y le hace un gesto conminatorio con la mano.

Sorry, piensa Malin.

—¿Han encontrado algo en los archivos?

—Malin, acaban de empezar con eso. Ya sabes que no lo teníamos en la base

de datos del ordenador, pero estamos buscando por otro lado. Ya veremos qué

pasa a lo largo del día. Llama en cuanto puedas si averiguas algo.

Unas frases de cortesía y, luego, silencio en el coche; sólo se oyen los

esfuerzos del motor cada vez que Malin cambia de marcha.

Vretaliden.

Residencia de ancianos y centro de servicios sociales todo en uno, ampliado y

renovado con el transcurso de los años, la arquitectura sobria de los años

cincuenta en forzado maridaje con el posmodernismo de los años ochenta. El

complejo se halla situado en una hondonada a unos cien metros de una escuela,

con tan sólo un par de tramos de calle y unas casas de ladrillo rojo entre una

institución y otra. Se extienden al sur los fresales del huerto de Wester, a los que

ponen brusco final un par de invernaderos.

Pero ahora todo está blanco.

El invierno es inodoro, se dice Malin mientras cruza encogida y medio a la

carrera el aparcamiento de la residencia en dirección a la entrada, una jaula de

cristal cuya puerta giratoria se mueve con lentitud exasperante. Malin duda. El

verano que cumplió los dieciséis, un año antes de conocer a Janne, trabajó en la

residencia sanitaria de Åleryd. No estaba a gusto y, mucho después, se lo explicó

diciéndose que era demasiado joven para asimilar la debilidad y la indefensión de

los mayores; demasiado inexperta para cuidar a nadie. Y gran parte del trabajo de

tipo práctico era repugnante. Sin embargo, le gustaba hablar con los ancianos.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Hacer de dama de compañía, puesto que tenía tiempo, y escuchar mientras le

contaban sus vidas. Muchos, aquellos que conservaban la capacidad de hablar,

querían desahogarse, adentrarse en sus recuerdos. Una pregunta para arrancar y

se ponían en marcha; luego, alguna que otra réplica para mantener el relato con

vida.

Un mostrador de recepción de color blanco.

Unos abuelos en sillas de ruedas que parecen sillones. ¿Apoplejía?

¿Alzheimer en estado avanzado? «Irás a regar, ¿verdad?»

—Hola, soy de la policía de Linköping. Busco a la enfermera Hermansson.

La vejez huele intensamente a química y a jabón sin perfume. La joven

recepcionista, que tiene la piel grasa y el cabello recién lavado y teñido de un color

parduzco, le dedica a Malin una mirada compasiva.

—Sección tres, coja el ascensor del fondo. Debería estar en la oficina de la

enfermería.

—Gracias.

Mientras espera el ascensor, Malin observa a los abuelos en silla de ruedas; a

uno de ellos le caen hilillos de saliva por la comisura de los labios. ¿Los van a dejar

ahí sentados sin más?

Malin se acerca a las sillas de ruedas, saca un pañuelo de papel del bolsillo

interior del anorak. Extiende el brazo hacia el anciano y le seca la saliva de la

comisura y de la barbilla.

La recepcionista se queda mirándola, aunque sin enojo, y luego sonríe.

Suena la campanilla del ascensor.

—Eso es —le susurra Malin al hombre—. Así está mejor.

El anciano emite un leve sonido gutural a modo de respuesta.

Malin posa una mano en el hombro del abuelo y se apresura hacia el

ascensor. Se cierran las puertas antes de que entre. Mierda, ahora tendré que

esperar a que baje otra vez.

La enfermera Hermansson lleva el pelo corto y rizado de permanente, y los

bucles que adornan su cráneo huesudo son como hilo de acero retorcido. Tiene

una mirada severa detrás de las gafas negras de culo de vaso.

¿Tendrá cincuenta, sesenta años?

La encuentra con la bata blanca en la sala de enfermería, un pequeño espacio

situado entre dos pasillos con habitaciones a ambos lados, con las piernas un poco

abiertas y los brazos cruzados: «Mi territorio».

—Vaya, una mujer —dice Hermansson—. Yo me esperaba un hombre.

—Hoy en día hay mujeres comisarias.

—Ya. Creía que llevaban uniforme. ¿No hay que tener un cargo superior

para trabajar de paisano?

—¿Gottfrid Karlsson?

—En realidad yo estoy totalmente en contra de esto. Es muy mayor. Y ahora,

con este frío tan intenso, con cualquier cosa se ponen nerviosos. Y eso no es bueno

para los mayores.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Agradecemos toda la ayuda que nos puedan prestar. Y, al parecer, el

hombre tiene un montón de cosas que contar.

—No lo creo. Pero la auxiliar que le leyó el Corren insistió tanto…

Hermansson pasa por delante de Malin y echa a andar pasillo abajo. Malin la

sigue, hasta que la enfermera se detiene frente a una puerta, y lo hace de forma tan

brusca que las suelas de sus sandalias Birkenstock protestan con un chirrido.

—Es aquí.

Luego llama a la puerta.

Un «Entre» débil, pero muy claro.

Hermansson señala la puerta.

—No tiene más que entrar en el territorio de Karlsson.

—¿No entra conmigo?

—No, Karlsson y yo no nos llevamos demasiado bien. Además, es cosa suya,

no mía.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 15

Es agradable esperar aquí tumbado, no tener ningún anhelo, sólo contemplar el

tiempo, ser tan pesado como yo y, aun así, flotar.

Así que ahora me elevo, salgo volando del angosto nicho del depósito, salgo de la

habitación por la ventana del sótano (me gusta ese camino, aunque las paredes no suponen

un obstáculo para mí). ¿Y los demás?

Sólo nos vemos unos a otros si todos lo deseamos, de modo que, por lo general, estoy

solo; pero yo los siento a todos como moléculas de un cuerpo gigantesco y difuso.

Quiero ver a mi madre, aunque quizá ella no sepa todavía que estoy aquí. Y quiero

ver a mi padre. Quisiera hablar con los dos, explicarles que sé que nada es fácil, hablarles de

mis pantalones, de mi apartamento y de lo limpio que lo tenía todo, de las mentiras, y de

que, pese a todo, yo era alguien.

¿Mi hermana?

Ella tenía bastante con lo suyo. Yo lo comprendía, lo comprendo.

De modo que voy flotando sobre los campos, sobre el lago Roxen, doy un rodeo por la

playa y el camping de Sandvik, sobre el castillo de Stjärnorp, cuyas ruinas despiden

blancos destellos a la luz del sol.

Voy flotando como un canto, como la alemana Nicole en el festival de la canción, Ein

bisschen Frieden, ein bisschen Sonne, das wünsch' ich mir5.

Y luego por el bosque, oscuro y denso y cuajado de los secretos más horribles. ¿Aún

seguís ahí?

Os he advertido. Una serpiente se arrastra por las piernas de una mujer, sus dientes

venenosos le muerden el sexo ensangrentado.

Un invernadero, una plantación de flores, un fresal gigantesco que yo solía

frecuentar cuando era un cachorro.

Y sigo flotando hacia el sur, por delante de la casa de los niños crueles; no quiero

demorarme ahí sino que continúo hasta la habitación en chaflán de Gottfrid Karlsson, en la

tercera planta de la parte más antigua del edificio de Vretaliden.

Y allí está Gottfrid, en la silla de ruedas. Viejo y satisfecho con la vida que ha vivido

y con la que podrá vivir aún durante unos años.

Malin Fors está sentada frente al anciano al otro lado de una mesa. Está un poco

desconcertada, no sabe si la vista del abuelo es lo bastante buena como para mirarla a los

ojos.

No te creas todo lo que diga Gottfrid, aunque la mayoría funciona como «verdad» en

vuestra dimensión.

5 Un poco de paz, un poco de sol, eso es lo que deseo.

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El hombre que hay enfrente de Malin.

Tiene la nariz ancha, hinchada y roja por la creatina, las mejillas grisáceas y

hundidas y, pese a todo, llenas de vida. Y las piernas, escuálidas bajo la gruesa tela

de algodón de los pantalones del hospital, la camisa blanca y bien planchada.

Sus ojos.

¿Cuánto ve? Ciego.

El instinto del abuelo. Sólo la vida puede enseñarnos. Al verlo acuden a la

memoria de Malin los recuerdos de aquel verano en la residencia de ancianos.

Cómo algunos de ellos se reconciliaban en cierto modo con la idea de que habían

dejado atrás la mayor parte de sus vidas y se sentían en paz, mientras que otros

parecían completamente fuera de sí ante la certeza de que todo estaba a punto de

acabar.

—No se preocupe, señorita Fors. Porque es usted señorita, ¿verdad? A estas

alturas sólo distingo entre luz y oscuridad, así que no tiene por qué mirarme a los

ojos.

Este es uno de los que han encontrado el sosiego, se dice Malin inclinándose

hacia él. Articula, habla más alto de lo normal.

—Entonces, Gottfrid, usted sabe por qué estoy aquí, ¿no?

—Oigo perfectamente, señorita Fors.

—Perdón.

—Me leyeron el periódico y así supe lo que le había ocurrido al hijo de Kalle

el de la Curva.

—¿Kalle el de la Curva?

—Sí, era el apodo del padre de Bengt Andersson. Había sangre mala en esa

familia, sangre mala. El niño no tenía culpa de nada, pero ¿qué iba a hacer con esa

sangre, con ese horrible estigma?

—Si quiere, puede seguir hablándome de Kalle el de la Curva.

—¿De Kalle? Con mucho gusto, señorita Fors. Los cuentos son lo único que

me queda.

—Pues cuénteme.

—Kalle el de la Curva era una leyenda en este pueblo. Dicen que era

descendiente de los gitanos a los que se solía ver en un territorio desierto que se

extendía al otro lado del río Motala, allá por Ljung, cerca de la casa solariega. Pero

qué se yo, tal vez fuera verdad lo que decían otros, que era hijo de los hermanos

de la casa solariega de Ljung, que todo el mundo sabía que estaban juntos. Y que

les pagaron a los gitanos para que lo criasen y que por eso Kalle el de la Curva era

como era.

—¿Y cuándo sucedió eso?

—Creo que Kalle nació en los años veinte, o a principios de los treinta.

Entonces esta región era diferente. Entonces estaba la fábrica. Y las granjas y los

caseríos. Y nada más. Kalle resultó ser distinto de todos nosotros desde el

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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principio. Porque, cómo te diría, era el más negro de todos los niños negros, pero

no por fuera sino en su interior. Como si la duda lo condenase, como si la

inseguridad se hubiese transformado en un dolor que lo volvía loco; un dolor que

a veces lo hacía perder la noción del tiempo y del espacio. Dicen que fue él quien

prendió fuego al cobertizo de la casa solariega, aunque nadie lo sabe con certeza.

Con trece años cumplidos, no sabía ni leer ni escribir, el maestro lo expulsó de la

escuela de Ljung, y entonces el gobernador lo sorprendió por primera vez robando

huevos del gallinero de Tureman.

—¿Trece años?

—Sí, señorita Fors, supongo que tendría hambre. Quizá los gitanos se habían

cansado de él. O los señores de la casa solariega se cansaron de pagar. Qué sé yo,

no era tan fácil como ahora averiguar ese tipo de cosas.

—¿Ese tipo de cosas?

—La paternidad, la maternidad.

—¿Y después?

—Desapareció. Kalle desapareció y no regresó hasta un montón de años

después. Circulaban rumores de que había estado en alta mar, en la isla de

Långholmen; de cosas horribles. Asesinatos, violaciones a niños. Pero ¿qué

sabíamos nosotros? Marinero no era; eso lo habría sabido yo.

—¿Cómo?

—Pasé unos años en la marina mercante durante la guerra. Y sé cómo es un

marino. Kalle el de la Curva no era marino.

—¿Qué era, entonces?

—Ante todo era un mujeriego. Y un borrachín.

—¿Cuándo volvió al pueblo?

—Debió de ser a mediados de los años cincuenta. Estuvo un tiempo

trabajando de mecánico en el garaje de la fábrica, pero no duró mucho. Luego

anduvo ayudando como sustituto en las granjas. Mientras estaba sobrio, trabajaba

como dos, así que lo dejaban seguir con lo suyo.

—¿Con qué?

—Con las mozas y con el alcohol. No creo que hubiera muchas trabajadoras,

ni criadas, ni señoras, por cierto, que no conociesen a Kalle el de la Curva. Era el

rey de la pista de baile del Folkets Park. Era tan inútil para las letras y los números

como habilidoso con el cuerpo. Se las llevaba a todas de calle en el baile. Las

conquistaba como un diablo. Conseguía a la que más le apeteciera.

—¿Qué aspecto tenía?

—Pues seguramente ahí estaba el secreto, señorita Fors. Ese era el secreto de

que no se le resistieran las mujeres. Era un depredador en la piel de un hombre,

era como el deseo físico: ancho, robusto, ojos negros muy juntos y el mentón como

esculpido en mármol de Kålmorden.

Gottfrid Karlsson guarda silencio como para que la joven señorita Fors tome

conciencia de la imagen de masculinidad que le acaba de describir.

—Ya no se hacen hombres así, señorita Fors. Aunque aún hay gente en bruto

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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en el pueblo.

—¿Y por qué lo llamaban Kalle el de la Curva?

Gottfrid apoya las manos pecosas y desgastadas en el brazo de la silla de

ruedas.

—Debió de ser a principios de los años sesenta. Yo trabajaba como capataz en

Cloetta. Kalle había conseguido no se sabe cómo una buena cantidad de dinero y

compró un terreno con una vieja cabaña de color rojo Falun abajo, junto a la finca

de Wester, a tan sólo unos doscientos metros de aquí, en la curva que hay junto al

túnel, debajo de la calle principal, la que hoy se llama calle Anders. Entonces no

existía el túnel y, en el lugar de la calle, había una dehesa. Yo mismo quise

comprar la casa, por eso lo sé. Costaba mucho dinero para aquella época. En

Estocolmo habían robado un banco y corría el rumor de que de ahí procedía el

dinero de Kalle. Había conocido a una mujer, Elisabeth Teodorsson, la madre de

Bengt, una mujer tan vinculada a la tierra que parecía de una solidez inalterable,

como capaz de sobrevivir a la tierra misma. Pero no fue así.

El anciano suspira, cierra los ojos.

Se diría que se le han agotado las palabras.

Quizá esté cansado por el esfuerzo de hurgar en la memoria. O por el

contenido de su relato. Pero entonces vuelve a abrir los ojos y la luz se refleja clara

en sus pupilas empañadas.

—Desde que compró la casa, empezaron a llamarlo Kalle el de la Curva.

Hasta aquel momento, todo el mundo lo conocía como Kalle, pero entonces le

dieron a su nombre ese añadido. Yo creo que aquella casa fue para él el principio

del fin. Kalle no estaba hecho para lo que se entiende por una vida ordenada.

—¿Y luego nació Bengt?

—Sí, en 1961, lo recuerdo muy bien. Pero antes de que naciera, Kalle el de la

Curva estuvo encerrado.

Gottfrid Karlsson cierra los ojos de nuevo.

—¿Está cansado?

—En absoluto, señorita Fors. Aún no he terminado con lo que quería

contarle.

Camino de la salida, Malin se detiene en la sala de enfermería. Hermansson

está sentada en un banco sujeto a la pared, anotando letras con una pluma azul en

una especie de diagrama.

La mujer levanta la vista.

—¿Qué tal?

—Bien —responde Malin—. Ha ido bien.

—¿Ha averiguado algo?

—Sí y no.

—Todos los cursos que Gottfrid Karlsson siguió en la universidad después

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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de jubilarse lo han convertido en un hombre extraño. Así que entiendo si la ha

vuelto un poco loca. Le hablaría de sus cursos, ¿verdad?

—No —contesta Malin—. De eso no me dijo nada.

—Bien, entonces me callo —concluye Hermansson, antes de volver a

concentrarse en sus diagramas.

Los viejos de las sillas de ruedas ya no están en la entrada.

Cuando Malin cruza la puerta giratoria y el frío le golpea el rostro, las

palabras de Gottfrid Karlsson vuelven a resonar en su mente, tal y como harán,

bien lo sabe, una y otra vez a partir de ahora.

Estaba a punto de irse, cuando Gottfrid Karlsson posó la mano en su brazo.

—Y ahora, señorita Fors, tenga cuidado.

—¿Cómo dice?

—Recuerde una cosa, señorita Fors: lo que mata es el deseo. Siempre.

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Capítulo 16

El solar donde aquella casa, la cabaña de la curva, estuvo en su día.

El ambiente ahora: lujo de clase media, tristeza de casas estándar. ¿Cuándo

se construiría la casa rosa con decoración en madera fabricada en serie? ¿En 1984?

¿En 1990? Por ahí, más o menos. El que le compró la casa a Bollbengan sabía lo

que hacía, seguro que la compró barata, aguardó la coyuntura favorable, la

derribó, construyó una casa prefabricada nueva y la vendió.

¿Hiciste daño a alguien?

No.

Porque, ¿qué es una casa sino una propiedad? ¿Y qué hace una propiedad

sino crearnos obligaciones? Vive de alquiler, no tengas ninguna propiedad. El

mantra de los conscientes, de los pobres.

Malin ha salido del coche. Ventea como un animal el aire irrespirable. Detrás

de las coronas de los robles rígidos intuye la existencia de un pasadizo bajo la

carretera de Linköpingsvägen. Un agujero negro donde la pendiente del otro lado

se convierte en una pared impenetrable.

La casa que hay enfrente es una construcción ampliada de los años cincuenta,

como la del vecino de la izquierda. ¿Quiénes viven hoy aquí? Nadie como Kalle el

de la Curva. Ningún borracho. ¿Algún mujeriego? ¿Algún gordo abandonado

cuyo espíritu no pudo crecer jamás?

Seguro que no.

Comerciales, médicos, arquitectos, gente así.

Malin pasea de un lado a otro junto al coche.

La voz de Gottfrid Karlsson:

—Kalle el de la Curva le agredió a un tipo en el Folkparken. Lo hacía a

menudo. Para él las peleas eran como un alimento. Pero en aquella ocasión, el

hombre quedó ciego de un ojo. Y a Kalle le cayeron seis años.

Malin sube hacia el túnel y la carretera trepa por una pendiente a través de

un carril bici que no han cubierto de sal ni de arena. El acueducto, que se divisa a

lo lejos, no existía entonces. Los coches emergen de la neblina cuajada de polvo de

nieve y vuelven a desaparecer. Malin imagina el verdor, el esplendor del verano,

las barcazas de los canales que, en la época estival, se deslizan por el agua al hilo

de la carretera. ¡Por ahí llega el mundo! Pero ese mundo no es tuyo, no es tuyo. Tu

mundo seguirá siendo este pueblo, tu soledad, las risas de la gente cuando te ve

perseguir un balón perdido.

—Elisabeth se ganaba la vida cosiendo. Hacía arreglos de ropa de señora y

de caballero para la firma Slott, en la calle Vasagatan. Cada mañana tomaba el

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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autobús con Bengt en brazos e iba a recoger la ropa, y por la tarde la llevaba en el

mismo autobús. Los conductores le permitían viajar gratis. Fue entonces cuando

Bengt empezó a ponerse obeso. Decían que Elisabeth le daba mantequilla con

azúcar para que la dejara coser.

Malin se coloca junto a la barandilla que hay por encima del túnel, contempla

la casa, la cabaña de color rojo que se alzó allí en su día. Tan pequeña y, para un

niño, todo un universo en cuyo cielo las estrellas le recordaban su propia

condición efímera.

—Tan sólo unas semanas después de que Kalle saliera de la cárcel, Elisabeth

se quedó embarazada. Él siempre estaba ebrio, ya sin dientes, como quien ha

envejecido prematuramente. Dicen que en la cárcel recibía palizas de sus

compañeros por algo que había hecho en Estocolmo. Decían que había delatado a

alguien en una ocasión. Pero las mujeres estaban tan locas por él como siempre.

Solía andar por el parque los sábados. Faldas y peleas.

Tejados negros. Humo saliendo de las chimeneas. Del fuego del hogar,

seguramente.

—Y luego nació su hermana Lotta. Y así siguieron. Kalle se emborrachaba y

se liaba a palos con todos, también con su mujer y su hijo e incluso con la niña,

cuando no paraba de llorar; pero, de algún modo extraño, aquello se mantenía. De

algún modo extraño. Kalle solía apostarse ante la puerta de la pastelería a

vociferarle a la gente que pasaba. La policía no lo molestaba. Ya era un hombre

mayor.

Malin vuelve a la casa, duda antes de cruzar la entrada del garaje.

Un roble centenario en el rincón más alejado del solar. Ya debía de estar ahí

cuando tú eras niño, ¿verdad, Bollbengan? ¿Estaba ahí?

Sí, allí estaba cuando era niño.

Yo solía correr con mi hermana alrededor del roble. Nos refugiábamos allí para

mantenernos apartados de mi padre, para obligarlo a quedarse lejos con la sola ayuda de

nuestras risas, nuestro griterío, nuestra exaltación infantil.

Y lo que yo comía…

Mientras comía, existía una esperanza. Mientras hubiera comida, había fe; mientras

estaba comiendo, la comida era la única realidad existente; mientras estaba comiendo, el

dolor de lo que nunca llegó a ser quedaba retenido en su oscuro agujero.

Pero ¿de qué servía tanto juguetear y tanto comer?

Finalmente, fue mamá quien desapareció. El cáncer le invadió el hígado en primer

lugar y, luego, toda su persona; se nos escurrió de las manos en poco más de un mes, y

después… ¿Qué ocurrió después? Pues que comenzó una noche eterna.

—Los servicios sociales deberían haberse llevado a los niños cuando

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Elisabeth murió, ¿no cree, señorita Fors? Pero no pudieron hacer nada. Kalle los

quería consigo y la ley lo amparaba. Bengt tendría unos doce años y Lotta, la

pequeña, seis. Para Bengt aquello fue el fin. Mercancía dañada, lista para el

desguace. Era el más solitario de los solitarios, el niño de la curva, un monstruo

del que más valía mantenerse alejado. ¿Cómo se le habla a la gente que lo mira a

uno como si fuera un monstruo? Yo lo veía desde la distancia. Y si algún pecado

he cometido en la vida, es ése: haber pasado de largo cuando Bengt aún existía de

verdad, no sé si me entiende, señorita Fors. Cuando aún nos necesitaba a mí y al

pueblo.

Pero ¿y la madre? Elisabeth. Cuando levantar la mano para detener un golpe

requiere las únicas fuerzas que quedan… Cuando te han aporreado las manos

tanto que ya no puedes seguir cosiendo… ¿qué hacer?

Malin rodea la casa.

Siente los ojos en el interior. Cómo la miran fijamente, cómo se preguntan

quién será. Seguid mirando. Manzanos recién plantados, un idilio floral. ¿Sabéis lo

pronto que se hacen añicos, lo pronto que se desvanecen para no surgir nunca

más?

Mamá, aunque no tenías fuerzas, ¡vuelve!

¿Era eso lo que suplicabas, Bengt?

No tengo fuerzas para seguir hablando ahora.

También nosotros, también yo tengo un límite.

Ahora quiero flotar.

Flotar y arder.

Pero la echaba de menos, sí, y cuidaba de mi hermana, quizá por eso me peleaba,

quién sabe, para que aquello tuviese sentido o algo por el estilo. Ya ves las casas que hay

alrededor de la nuestra. En ellas veía yo cómo debían ser y cómo podían ser las cosas.

Yo quería a mi padre, lo quería, por eso levanté el hacha contra él aquella noche.

Niños que huelen a pis, niños mugrientos. Niños muertos de miedo, niños

acosados. Niños-que-no-van-al-colegio. Niños de borrachos.

Una niña, una Lotta pequeñita que deja de hablar, que huele a pipí, que

apesta a esa miseria que se supone que no debe existir en los hogares recién

abrillantados de la socialdemocracia.

Dos botas Caterpillar que quiebran la dura costra de la nieve en la parte

trasera del jardín de una casa de ensueño, una puerta que se abre, la voz suspicaz

de un hombre:

—Perdón, ¿puedo ayudarle en algo?

La joven policía le muestra la placa.

—De la policía. Sólo estaba mirando el solar. Estamos investigando a una

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persona que vivió aquí hace muchos años.

—¿Cuándo? Nosotros llevamos aquí desde 1999.

—No se preocupe. De eso hace muchos, muchos años. Antes de que se

construyera esta casa.

—¿Puedo cerrar? Entra un aire muy frío.

El típico vendedor. Lleva reflejos en el pelo, pese a que ya pasa de los

cuarenta.

—Claro, cierre. No tardaré mucho.

Una madre a la que se lleva el cáncer, un padre que destroza todo lo que cae

al alcance de su brazo. Un alarido lleno de deseo que resuena como un eco

procedente de la historia de esta región, de este bosque, de estos campos.

La voz de Gottfrid:

—Echó mano del hacha, señorita Fors. No tenía ni quince años cumplidos.

Aguardó en la casa hasta que Kalle el de la Curva volviera de alguna de sus

borracheras y en cuanto abrió la puerta, la dejó caer. El muchacho la había afilado,

pero no acertó del todo. La hoja dio en la oreja, que seccionó de la cabeza casi por

completo en un corte limpio. La dejó colgando como el extremo de un tendón,

decían. Y Kalle salió corriendo de la cabaña con la sangre chorreándole por el

cuello y por el cuerpo. Aquella noche, sus gritos resonaron por todo el pueblo.

La nieve es blanca, pero Malin siente el aroma de la sangre alcoholizada de

Kalle el de la Curva. Siente el aroma de la desesperación adolescente de

Bollbengan, ve a su hermana Lotta en la cama manchada de orines, con la boca

abierta y un miedo indeleble en los ojos.

—Él jamás la tocó, aunque la gente también difundía ese rumor.

—¿Quién no la tocó?

—Ni Kalle ni Bengt. Estoy convencido; pero ninguno de los dos quedó libre

de sospecha.

Rastros de sangre a través de la historia.

La niña, entregada en adopción. Bengt, en una casa de acogida un año o dos,

luego de nuevo a casa, con Kalle, al que le faltaba una oreja, con una venda en la

cabeza y un parche blanco en el agujero donde la tuvo en su día.

Hasta que el hombre murió una víspera de verano. Después de unos años

espantosos en los que Bengt y él se dedicaron a vigilarse mutuamente. Al final, le

falló el corazón. Encontraron a Bollbengan, no tendría ni dieciocho años. Se había

pasado más de un mes solo en la casa con el cadáver. Al parecer, solamente había

salido para comprar pan.

—¿Y después?

—Los servicios sociales se encargaron de la venta de la casa. La derribaron,

señorita Fors. Y metieron a Bengt en un apartamento de Härna, con la idea de

crear «el gran olvido».

—¿Y usted cómo sabe todo eso, Gottfrid?

—No es mucho lo que sé, señorita Fors. Todos los del pueblo sabían lo que

acabo de contarle. Pero la mayoría están muertos o lo han olvidado. ¿Quién quiere

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recordar el sufrimiento? ¿Los locos? En opinión de la mayoría, esos sucesos y esas

personas pertenecen a lo marginal, señorita Fors. Claro que los vemos, pero nunca,

o rara vez, los recordamos.

—Y luego, cuando lo instalaron en el apartamento, ¿qué pasó?

—No lo sé. Los últimos diez años me he dedicado a lo mío. Y él, a cazar

balones. Pero las veces que lo vi, estaba limpio y aseado, así que alguien debía de

preocuparse por él.

Malin se acomoda en el coche, gira la llave de encendido.

En el retrovisor, el túnel no tarda en convertirse en un agujero negro que va

encogiéndose. Malin inspira y espira despacio.

Quizá alguien se preocupaba por él. Pero ¿quién?

Cierro los ojos y siento las manos cálidas de mi madre sobre mi cuerpo de tres años,

me pellizca los michelines y el pecho regordete, hunde la nariz en mi barriguilla y me hace

cosquillas y es cariñosa y yo deseo que no pare nunca.

Sigue buscando, Malin, sigue buscando.

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Capítulo 17

Zeke, con los ojos fríos, irritados, la reprende cuando la ve en la entrada de la

comisaría, mientras caminan los pocos pasos que los separan del escritorio de

Malin, en el paisaje abierto de los despachos. Johan Jakobsson asiente a modo de

saludo desde su puesto. El de Börje Svärd está vacío.

—Malin, ya sabes que me encanta que te largues tú sola, ¿verdad? He

intentado llamarte, pero tenías el móvil apagado.

—Tenía la sensación de que era urgente.

—Vamos, Malin, no tardas en recogerme aquí más de lo que se tarda en

recoger a una puta en Reeperbahn. ¿Cuánto te habría costado pasar a buscarme?

¿Cinco minutos? ¿Diez?

—¿Una puta en Reeperbahn? Zeke, ¿qué dirían las damas del coro si te

oyeran? No te pongas de morros, siéntate y escucha. Escucha, porque te va a

encantar.

—Suéltalo, Malin. ¿Qué me ibas a contar?

Después, una vez que Malin le hubo hablado de Kalle el de la Curva, el

padre de Bengt Andersson, y del mundo que había creado, Zeke meneó la cabeza

y comentó:

—El ser humano. Un hermoso animal, ¿no?

—¿Han encontrado algo en los archivos?

—No, todavía no. Pero ahora será más fácil. Ya tienen un número limitado

de años en los que buscar. Su hoja de antecedentes estaba limpia, pero, claro, eso

es porque cuando aquello ocurrió no tenía más que catorce años. Sólo necesitamos

verificar lo que dijo el viejo, pero ahora todo irá más rápido. Y, por cierto, la

muerte se certificó esta mañana. Además, ya tengo un nombre de los servicios

sociales de Ljungsbro, una tal Rita Santesson.

—¿Has hablado con ella?

—Un minuto, por teléfono.

—¿No has ido a verla? Me podías haber venido a buscar. Ahora tendré que ir

a Ljungsbro otra vez.

—Y una mierda, Malin. Tú sí que vas por tu cuenta, pero yo no soy de ésos.

Vamos a hacer esto juntos, ¿no? Y, además, ir a Ljungsbro es divertido.

—¿Y los demás?

—Están haciendo el seguimiento después de la ronda de interrogatorios por

el barrio y, además, están ayudando al equipo de robos en la investigación del

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atraco del fin de semana al chalet de un director de Saab. Al parecer, robaron un

cuadro, uno americano, de un tal Harwool, creo, que vale millones.

—Warhol. De modo que un robo en la casa de un director es más importante

que esto, ¿no?

—Bueno, ya sabes cómo son las cosas, Malin. Bollbengan no era más que un

mantenido del Estado, obeso y solo. No era ministro de Asuntos Exteriores,

precisamente.

—¿Y Karim?

—Los medios de comunicación se han calmado, así que él también. Y el robo

de un Warhol puede ocupar un espacio en el Dagens Nyheter.

—Anda, vamos a hablar con Rita Santesson ahora mismo.

Rita Santesson parece estar a punto de desmoronarse ante ellos. El jersey de

ganchillo de color verde le cuelga en torno al torso escuálido y las piernas no son

más que dos palillos envueltos en unos pantalones de pana beis. Tiene las mejillas

hundidas, los ojos llorosos por la luz del fluorescente y el cabello ha perdido el

color de antaño. En las paredes empapeladas de amarillo cuelgan reproducciones

de Bruno Liljefors. Un corzo en la nieve, un zorro que captura a una corneja. Las

persianas están bajadas, como para mantener a raya a la realidad.

Rita Santesson tose y, sin embargo, arroja con una fuerza asombrosa sobre la

superficie desgastada de la mesa de pino la carpeta negra con el nombre y el

número de identidad de Bengt Andersson.

—Es cuanto puedo ofreceros.

—¿Podemos llevarnos una copia?

—No, pero podéis tomar notas.

—¿En tu despacho?

—No; lo necesito para atender a los usuarios. Podéis sentaros en la sala de

descanso.

—Ya, pero después tendremos que hablar contigo.

—Podemos hacerlo ahora. Como os decía, no tengo mucho que contar.

Rita Santesson se hunde en una de las sillas acolchadas. Hace un gesto hacia

las sillas de plástico naranja, obviamente destinadas a las visitas.

Rita tose desde el fondo de sus pulmones.

Malin y Zeke se acomodan en las sillas.

—Y bien, ¿qué queréis saber?

—¿Cómo era? —pregunta Malin.

—¿Que cómo era? No lo sé. Las escasas ocasiones en que vino a verme,

siempre se mostró ausente. Tomaba antidepresivos. No hablaba mucho. Más bien

parecía querer estar solo. Intentamos que le dieran la jubilación anticipada por

enfermedad, pero se negó en redondo. Supongo que se figuraba que, en algún

sitio, había un puesto para él. Ya sabéis, la esperanza es lo último que pierde el ser

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humano.

—¿Eso es todo? ¿Tenía enemigos? ¿Amigos?

—No, nada de eso. Yo creo que no tenía ni lo uno ni lo otro. Como ya he

dicho…

—¿Nada más? Trata de recordar. —La voz forzada de Zeke.

—Sí, de hecho, quería saber de su hermana. Pero no teníamos permiso para

ello. Me refiero a que no podíamos indagar sobre sus familiares para contárselo a

él. Creo que no se atrevía a ponerse en contacto con ella.

—¿Dónde vive ahora su hermana?

Rita Santesson señala el acta.

—Ahí está todo.

Luego se levanta y les indica la puerta.

—Tengo una visita dentro de unos minutos. La sala de descanso está al final

del pasillo. Si no tenéis más preguntas.

Malin mira a Zeke, que niega con la cabeza.

—Bueno.

Malin se levanta.

—¿Estás segura de que no hay nada más que debiéramos saber?

—Nada en lo que quiera entrar.

El cuerpo de Rita Santesson cobra una fuerza inesperada, como un tigre

enfermizo soberano de su jaula.

—¿Nada en lo que quieras entrar? —repite Zeke, marcando cada sílaba—. Lo

han asesinado. Lo han colgado de un árbol como a un negro linchado. ¿Y hay

asuntos en los que tú no quieres «entrar»? No creo que sea la expresión adecuada,

por favor.

Rita Santesson cierra el pico, se encoge de hombros y todo su cuerpo se

estremece.

Tú odias a los hombres, ¿verdad?, piensa Malin antes de preguntar:

—¿A qué asistente veía antes de empezar contigo?

—No lo sé, supongo que estará en los papeles. Somos tres en estas oficinas. Y

los tres empezamos el año pasado.

—¿Puedes darnos los teléfonos de los anteriores?

—Pregunta en recepción. Seguro que ellos los consiguen.

Un hedor agrio a cafeína requemada y a comida de microondas. Un hule con

flores estampadas sobre una mesa ovalada.

Una lectura amarga. Se van pasando los papeles, se turnan para leer, toman

notas.

Bengt Andersson. Entradas y salidas de diversos psiquiátricos, solitario,

varios asistentes, una estación de paso para trabajadores sociales en escalada

laboral.

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Hasta que, en 1997, algo sucede.

Cambia el tono de los informes.

Aparecen palabras como «solo» al lado de «búsqueda de contacto».

La misma asistente social durante todo aquel período: Maria Murvall.

Escribe:

Bengt pregunta por su hermana. Estuve mirando en los archivos. Lotta,

primero en una casa de acogida, luego entregada en adopción a una familia de

Jönköping. Su nuevo nombre: Rebecka Stenlundh.

Así que Lotta se convirtió en Rebecka, piensa Malin. Y Andersson pasó a ser

Stenlundh.

Rebecka Stenlundh, cambio de nombre, como un gato del que alguien se

hace cargo cuando su antiguo dueño se ha cansado de él.

Y nada más acerca de la hermana salvo esto: «Bengt teme el contacto con su

hermana». Un número, una dirección de Jönköping anotada a mano en el margen.

Luego, una reflexión impensable: «¿Por qué me involucro tanto?».

Maria Murvall.

Me resulta familiar ese nombre. Lo he oído antes.

—Zeke, ¿no te suena el nombre de Maria Murvall?

—Sí, me suena conocido. Sin duda.

Más palabras.

De buen humor. Después de mis visitas y de mi insistencia incansable, he

conseguido imponer cierto orden en la higiene y la limpieza. Ahora, ejemplar.

Luego, un final abrupto.

Maria Murvall, sustituida primero por una tal Sofia Svensson, luego por Inga

Kylborn y, finalmente, por Rita Santesson.

Todas hacen la misma valoración.

«Cerrado, agotador, difícil comunicarse con él.»

La última sesión, hace tres meses. Ninguna novedad.

Dejaron la carpeta en recepción. Una joven con un aro en la nariz y con el

pelo negro como la noche les sonríe y contesta «Pues claro» a su petición de los

números de teléfono de las asistentes sociales de Bengt Andersson.

Cinco nombres.

Diez minutos después, la joven les entrega una lista.

—Aquí tenéis. Espero que os sea útil.

Antes de salir, Zeke y Malin se abrochan bien las cazadoras, se ponen los

guantes, el gorro y la bufanda.

Malin mira el reloj de la pared. De tipo institucional, con manecillas negras

sobre una esfera grisácea.

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15.15.

Suena el móvil de Zeke.

—Sí… Sí… Sí… Sí.

Con el teléfono aún en la mano, Zeke le dice:

—Era Sjöman. Quiere que nos reunamos ahora, a las cinco menos cuarto.

—¿Ha habido alguna novedad?

—Sí, al parecer ha llamado un tipo del Departamento de Historia de la

universidad. Por lo visto tiene una teoría acerca de lo que habría podido inspirar

el asesinato.

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Capítulo 18

Sven Sjöman respira hondo al tiempo que echa una rápida ojeada a Karim

Akbar, que está a su lado junto a la pizarra blanca de la sala de reuniones.

—Midvinterblot6 —dice al cabo de un rato y hace una larga pausa antes de

continuar—: Según Johannes Söderkvist, catedrático de Historia de la universidad,

era una especie de ritual en el que, hace mucho tiempo, se sacrificaban animales

para ofrecérselos a los dioses. Colgaban a las víctimas de los árboles, de modo que

la conexión con nuestro caso es clara.

—Pero aquí se trata de una persona —observa Johan Jakobsson.

—Sí, a eso iba. También se producían sacrificios humanos.

—Es decir, que puede que estemos ante un asesinato ritual, ejecutado por

una especie de secta contemporánea de culto a los dioses Ases —asegura Karim—.

Tendremos que trabajar partiendo de esa teoría como una más de nuestras

hipótesis.

¿Qué hipótesis?, se pregunta Malin, que ya se imagina los titulares:

«¡ASESINADO POR UNA SECTA! LA LIGA DE LOS ASES. VÉANLO».

—Lo que yo dije —apunta Johan—. Que tiene pinta de ser un ritual.

Ni rastro de triunfo en su voz, sólo una fría constatación.

—¿Conocemos a alguna de esas sectas de los Ases?

Börje Svärd deja caer la pregunta.

Zeke se retrepa. Malin advierte el escepticismo que lo invade, que se apodera

de todo su ser.

—No, hasta ahora no tenemos conocimiento de la existencia de ninguna de

esas sectas —responde Sven—. Pero eso no significa que no las haya.

—Si existen, las encontraremos en Internet, sin lugar a dudas —observa

Johan.

—Pero… es increíble que hayan llegado tan lejos —apunta Börje.

—Ya, bueno, esta sociedad presenta aspectos cuya existencia preferimos

ignorar —interviene Karim—. Yo tengo la sensación de haberlo visto casi todo.

—Johan y Börje —comienza Sven—, vosotros dos empezaréis a seguirle la

pista a este asunto de los sacrificios y las sectas en la Red. Malin y Zeke irán a

hablar con el doctor Söderkvist, a ver qué cuenta. Esta tarde está disponible en su

despacho de la facultad.

—De acuerdo —asiente Johan—. Puedo dedicarme a eso en mi casa esta

6 Del nórdico antiguo blót, rito que incluía el sacrificio de animales o de personas en señal de gratitud a

los dioses Ases o para aplacar su ira. Midvinterblot es el sacrificio de pleno invierno, la época más fría y oscura

del año.

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tarde. Creo que nos será posible averiguar bastante sólo navegando un poco. Si es

que hay algo, claro. Pero, entonces, tendremos que dejar lo del robo del cuadro.

—Sí, dejadlo —confirma Karim—. Esto es más importante.

—Sin hipótesis previas, ése es el mejor modo de abordar esto —observa

Sven.

—¿Algo más?

Karim apremiante, casi paródico.

—El cristal de su apartamento está ya en manos del SKL para su análisis —

informa Malin—. Queremos saber, si es posible, cómo se produjeron los agujeros.

Según Karin Johannisson, las marcas de los bordes de los orificios pueden darnos

la respuesta.

Karim asiente.

—Bien. Hemos de escudriñar en todos los rincones. ¿Algo más?

Malin da cuenta de lo que ella y Zeke han averiguado a lo largo del día;

concluye diciendo que, cuando volvían de las oficinas de Asuntos Sociales de

Ljungsbro, llamaron a tres de los números de la lista, sin obtener respuesta en

ninguno de ellos.

—Deberíamos hablar con su hermana, que en la actualidad se llama Rebecka

Stenlundh.

—Id a Jönköping mañana. Tratad de dar con ella.

—Pero no esperéis mucho —añade Sven—. Teniendo en cuenta el infierno

que vivió los primeros años de su vida, puede haberle ocurrido cualquier cosa.

—¡Empléate a fondo, joder!

Johan Jakobsson está junto a ella tamborileando con los dedos bajo la barra.

Setenta kilos.

Tantos como pesa ella. La espalda bien pegada al banco, la barra que tira

hacia abajo, abajo y abajo, y ella va cediendo ante su peso. El sudor.

—Debilucha, venga, empléate a fondo.

Ella misma le ha pedido que le grite «debilucha». De no ser así, a él no se le

pasaría por la cabeza decírselo. De hecho, le costaba un poco las primeras veces.

Malin se dio cuenta. Ahora, en cambio, lo dice como lo más natural del mundo.

… tres veces, cuatro, cinco, empuja y siete, ocho…

Se le han agotado las fuerzas, que hace un momento parecían enteras y

obvias.

La armazón circular del techo que tiene justo encima estalla, la sala se vuelve

blanca, los músculos, blancos, mudos. La voz de Johan:

—¡Empléate a fondo!

Y Malin empuja pero, por más que empuja, la barra vuelve a descender hacia

su garganta.

Hasta que la presión cede, el peso que abruma su cuerpo desaparece y de

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nuevo distingue la pared empapelada de celeste y el techo amarillo, las máquinas

del gimnasio del sótano sin ventanas, el olor a sudor.

Malin se incorpora. Están solos en la sala. Los policías, en su mayoría,

entrenan en el centro: «Los aparatos son mejores».

Johan sonríe burlón.

—La octava parece imposible.

—No tendrías que haberme ayudado —se queja Malin—. Lo habría

conseguido sola.

—Te habrías aplastado la garganta si llego a esperar un segundo más.

—Te toca.

—No, yo ya voy servido —responde Johan, despegándose del pecho la

camiseta azul de Adidas empapada de sudor—. Los niños.

—Sí, claro, tú culpa a los niños.

Johan se marcha riéndose.

—No es más que un poco de entrenamiento, Malin. Sólo eso.

Se queda sola en el gimnasio.

Se coloca en la cinta, sube el ritmo casi al máximo y corre hasta que vuelve a

verlo todo blanco, hasta que el mundo entero desaparece.

Cálidos rayos de agua sobre la piel.

Ojos cerrados, todo oscuro a su alrededor.

La llamada a Tove, unas horas antes.

—¿Quieres calentar algo del congelador? Si no, aún queda guiso de curry del

fin de semana. Papá no se lo comió todo.

—No importa, mamá. Ya me preparo algo.

—¿Estarás en casa cuando llegue?

—Puede que me vaya a estudiar a casa de Lisa. El jueves tenemos examen de

geografía.

Estudiar, pensó Malin. ¿Desde cuándo necesitas tú estudiar?

—Si quieres te pregunto el examen.

—No es necesario.

Champú en el pelo, gel en el cuerpo, los pechos, sin usar.

Malin cierra el grifo de la ducha, se seca, deja la toalla en la cesta de la ropa

sucia antes de sacar la ropa del armario. Se viste, se pone el Swatch rojo y amarillo

que Tove le regaló la Navidad pasada. Indica las siete y media. Zeke la estará

esperando en el aparcamiento. Más vale darse prisa. El catedrático que va a

explicarles lo de los rituales no querrá pasarse la tarde esperándolos.

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Capítulo 19

Aprietan el paso por entre las fachadas de ladrillo rojo. Cruje bajo sus suelas

la arena cuidadosamente esparcida por el empedrado gris que, pese a todo,

presenta islotes de hielo aquí y allá. El paso entre los edificios mudos y alargados

se convierte en un túnel huracanado donde el frío se concentra y cobra velocidad

en dirección a sus cuerpos. Los conos de las farolas llamean a merced del viento.

La universidad.

Como una ciudad rectangular dentro de la ciudad, como si la hubiesen

dejado caer entre el barrio de Valla, el campo de golf y Mjärdevi Science Park.

—No sabía que el conocimiento pudiera provocar una sensación tan tétrica

—observa Zeke.

—Esto no es tétrico —replica Malin—. Es correoso.

Durante dos años estuvo liada con el preparatorio de derecho, Tove

correteando alrededor de sus piernas, Janne en la jungla o en una carretera

sembrada de minas Dios sabía dónde y, luego, las patrullas, servicio de noche,

guardería de noche, sola, sola contigo, Tove.

—¿Dijiste el edificio C?

La letra C reluce sobre la puerta más próxima. La voz de Zeke suena

esperanzada.

—Sorry, es el F.

—Joder con este frío.

—Sí, apesta.

—Y eso que en realidad no huele a nada.

Una ventana solitaria brilla en la segunda planta del edificio F. Como una

estrella demasiado vieja en un cielo hostil.

—Dijo que marcásemos el código b tres mil doscientos sesenta y siete y nos

abriría.

—Pues tendrás que quitarte los guantes —observa Zeke.

Un minuto después, están en el ascensor. La voz del doctor Johannes

Söderkvist resulta difícil de calificar, suena huidiza en el altavoz.

—¿Es la policía?

—Sí, comisarios Fors y Martinsson. Un zumbido y, luego, el calor.

¿Qué me había esperado?, se pregunta Malin mientras, ya en el despacho del

catedrático de Historia, ocupa una silla bastante incómoda. ¿A un vejete

cascarrabias con chaqueta de punto? Los catedráticos de Historia no se cuentan

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entre la gente elegante ante la que ella se siente insegura; aun así, ¿qué clase de

persona es este hombre?

Es joven, no más de cuarenta, y guapo, quizá una barbilla demasiado blanda,

pero los pómulos y los ojos azules, fríos, son impecables. Hola, catedrático, piensa

Malin.

Está sentado, algo recostado en un sillón, delante de un escritorio

exageradamente ordenado y limpio salvo por un paquete de galletas abierto sin

ningún método. La habitación tiene unos diez metros cuadrados, está llena de

estanterías y las ventanas dan al campo de golf, silencioso y desierto al otro lado

de la carretera.

Sonríe, pero sólo con la boca y las mejillas, no con los ojos.

Tiene una mano escondida, piensa Malin, la mano con la que no ha saludado.

La mantiene debajo de la mesa. ¿Por qué, doctor Söderkvist?

—Parece que hay algo que quieres explicarnos, ¿no es cierto? —pregunta

Zeke.

—Midvinterhlot —dice el profesor, retrepándose más aún—. ¿Sabéis lo que

es?

—Vagamente.

Zeke menea la cabeza y le indica con un gesto que continúe.

—Un ritual pagano, algo que los pueblos que vosotros llamáis vikingos

practicaban una vez al año, más o menos por esta época. Ofrecían un sacrificio a

los dioses para pedirles felicidad y bienestar. O para que los sanasen. Para que

limpiaran su sangre. Para reconciliarse con los muertos. No lo sabemos con

certeza. La documentación, la única fidedigna sobre ese ritual, es fragmentaria,

pero podemos estar seguros de que se sacrificaba tanto a animales como a seres

humanos.

—¿A seres humanos?

—A seres humanos. Y a las víctimas las suspendían de un árbol, a menudo

en lugares despejados, para que los dioses pudiesen verlas con claridad. En todo

caso, eso es lo que creemos.

—Lo que quieres decir es que el hombre del árbol del llano de Ostgötaslätten

pudo morir víctima de uno de esos rituales, sólo que contemporáneo —aventura

Malin.

—No, no es eso lo que digo. —El profesor sonríe—. Quiero decir que existen

similitudes incuestionables entre las características de los escenarios. Permitidme

que os cuente una cosa: existen en este país hoteles y locales donde se organizan

cursos en los que se celebran ese tipo de sacrificios, aunque de forma inofensiva,

en esta época del año. Sin relación alguna con las facetas más oscuras de la

tradición, programan conferencias sobre cultura nórdica antigua y sirven platos

cuyas recetas, aseguran, proceden de aquellos tiempos. Montajes comerciales. Pero

puede que haya otros que sientan un interés menos sano por esa época, por así

decirlo.

—¿Un interés menos sano?

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—Sí, me he topado con ellos en alguna conferencia. Una especie de tipos a los

que les cuesta vivir en nuestra era y que se identifican con la historia.

—¿Que viven en la historia?

—Sí, algo así.

—¿Estamos hablando de gente que practica el culto a los Ases?

—Yo no lo llamaría así. Se trata más bien de la antigüedad nórdica.

—¿Sabes dónde encontrar a esas personas?

—No conozco ninguna asociación en concreto. Nunca me han interesado,

pero seguro que existen, seguro que algunos de esos botarates han venido a mis

conferencias. Si yo estuviera en vuestro lugar, empezaría por Internet. Escribir en

la Red les gusta tanto como fingir que viven en otra época.

—¿De verdad que no conoces a ninguno?

—No, a ninguno en concreto. En esas conferencias no se confeccionan listas

de participantes. Son como el cine o los conciertos. La gente llega, mira y escucha y

luego se marcha.

—Pero sí sabes que son aficionados a escribir en Internet.

—¿No lo es acaso toda esa gente?

—¿Y en tus cursos de la facultad?

—Esa gente no vendría aquí nunca. Y el sacrificio de invierno no es más que

una anécdota de todo el conjunto.

El doctor saca la mano que había tenido oculta bajo la mesa y se la pasa por

la mejilla y entonces Malin ve las heridas que, en furioso zigzag, cruzan el dorso

de la mano.

El doctor se da cuenta de su despiste y vuelve a esconderla enseguida.

—¿Estás herido?

—Sí, tenemos varios gatos. Uno de ellos, una gata, se volvió loca el otro día

mientras jugábamos. La llevamos al veterinario y resulta que tenía un tumor

cerebral.

—Lo siento —dice Malin.

—Gracias. Para Magnus y para mí, los gatos son como nuestros hijos.

—¿Crees que nos ha mentido sobre la mano?

Malin apenas oye la voz de Zeke en el vendaval del túnel que forman los

edificios.

—No lo sé —dice, levantando la voz Malin.

—¿Deberíamos investigarlo?

—Le pediremos a alguien que haga un control rápido del doctor.

Mientras grita estas palabras, su teléfono comienza a sonar en el bolsillo.

—¡Mierda!

—Déjalo que suene, ya devolverás la llamada cuando estemos en el coche.

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Justo cuando pasan por delante del McDonald's de la rotonda de

Rydrondellen, Malin llama a Johan Jakobsson, sin importarle que quizá su mujer

esté atareada acostando a los niños y que el timbre del teléfono podría desvelarlos.

—Aquí Johan Jakobsson.

Niños chillando de fondo.

—Soy Malin. Desde el coche de Zeke.

—Ah, sí —responde Johan—. No he encontrado ninguna secta, pero el

concepto de sacrificio de invierno aparece en varios sitios web, sobre todo en casas

rurales acondicionadas para impartir cursos…

—Eso ya lo sabemos. ¿Alguna otra cosa?

—Sí, ahí quería llegar. Además de las casas rurales, encontré un sitio web de

alguien que se hacía llamar sejdare. Al parecer, sejd es una suerte de magia

practicada por los antiguos pueblos nórdicos; el sejdare sería su artífice. Bueno,

pues ahí dice que, según esas tradiciones, se celebraba un sacrificio de invierno

cada mes de febrero.

—Te escucho.

—Vale, pues de ahí pasé a un grupo Yahoo que hablaba de esas prácticas de

brujería.

—¿Un qué?

—Un grupo de debate en la Red.

—Ah, vale.

—No constaba de muchos miembros, pero el administrador del grupo indica

una dirección de los alrededores de Maspelösa como domicilio.

—¿Maspelösa?

—Sí, Fors. A tan sólo unos kilómetros del escenario del crimen.

—¿Vais a interrogarlo esta tarde?

—¿Por qué? ¿Por tener una página web? No; tendremos que esperar a

mañana.

—No sé si es sensato.

—Sensato o no, ¿vosotros tenéis ganas de ir a Maspelösa ahora?

—Podríamos hacerlo, Johan.

—Malin, estás loca. Vete a casa con Tove, anda.

—Tienes razón, Johan. Supongo que puede esperar. Encargaos de eso

mañana.

La encimera de la cocina está fría, pero su mano la siente cálida.

Sejd.

Arte de brujería entre los antiguos pueblos nórdicos.

Agujeros en un cristal, hasta ahora sin explicar.

¿Estará todo eso relacionado?

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Culto a los dioses Ases.

Zeke se rió al principio, pero su rostro adquirió enseguida una expresión de

inseguridad, como si hubiese caído en la cuenta de que, si es posible que un

hombre desnudo aparezca colgado de un árbol una gélida mañana de invierno,

puede haber «botarates» que viven su día a día según la mitología nórdica.

Como quiera que sea, ellos deben mantener abiertas varias líneas de

investigación, escudriñar en cada rincón en el que exista la posibilidad de hallar

algo relevante. Son muchas las investigaciones policiales que han quedado en

punto muerto sólo porque los policías se obsesionan o, peor aún, se entusiasman

con su propia teoría.

Malin se come un par de rebanadas de pan ácimo con queso antes de

sentarse para iniciar la ronda de llamadas a las personas que figuran en la lista que

le facilitaron en Asuntos Sociales de Ljungsbfo.

El reloj del ordenador indica las 21.12 horas. No es tarde para llamar.

Una nota de Tove en el vestíbulo: «Estoy en casa de Filippa estudiando para

el examen de mates de mañana. Llegaré a las diez como muy tarde».

¿Mates? ¿No era geografía? ¿En casa de Filippa?

No responden en ningún sitio. Malin deja mensajes, su nombre y su número,

el motivo de su llamada. «Llámeme esta misma noche o mañana por la mañana,

en cuanto escuche este mensaje.» ¿Cómo narices está la gente tan ocupada un

lunes por la noche? Aunque, claro, ¿por qué no?

El teatro, el cine, un concierto en el auditorio, un curso, el gimnasio.

Todas esas cosas que la gente hace para mantener a raya el hastío.

En el número de Maria Murvall salta un mensaje de desvío de llamada: el

abonado ha dado de baja la línea y en los servicios de información telefónica no

existe ningún nuevo número.

Las nueve y media.

Malin siente el cansancio en el cuerpo después del entrenamiento, nota la

protesta y, al mismo tiempo, el crecimiento de las fibras musculares. Y toma

conciencia de que, tras la reunión en la universidad, su cerebro está exhausto.

Quizá pueda disfrutar de una noche tranquila. Nada mejor que el gimnasio y

la concentración para ahuyentar las pesadillas y, aun así, siente el desasosiego y la

preocupación, la imposibilidad de permanecer en el apartamento, pese al frío que

hace fuera.

Se levanta, se pone el anorak como quien se enfunda un hábito, y vuelve a

salir del apartamento. Sube por la calle Hamngatan en dirección a la plaza de

Filbytertorg y sigue hacia el palacio y de ahí al cementerio; tumbas cubiertas de

nieve protegen los secretos de sus propietarios. Malin alza la vista hacia el parque

de las cenizas, adonde acude a veces para sentarse entre las flores y sentir la

presencia de los muertos, oír sus voces, fingir que es ella quien puede neutralizar

las dimensiones, que es una superheroína que posee una fuerza increíble.

El rumor del viento.

El jadeo del frío.

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Malin permanece inmóvil en el parque de las cenizas.

Los robles están mustios. Sus ramas heladas cuelgan en el aire como una

negra lluvia rígida. Unas cuantas velas arden a sus pies, y una corona de flores,

como un anillo gris sobre la nieve.

¿Estáis aquí?

Pero todo es silencio y calma y vacío.

Yo sí estoy aquí, Malin.

¿Bollbengan?

Y la noche es de una dureza y un frío devastadores. Malin deja atrás el

parque de las cenizas, camina a lo largo del muro del cementerio y llega hasta la

calle Vallavägen antes de dirigirse al depósito de agua y al centro sanitario

Infektionskliniken.

Pasa por delante del apartamento de sus padres.

Irás a regar, ¿verdad?

Hay algo que no encaja. Hay una luz rojiza en una de las ventanas del

apartamento. ¿Por qué hay luz en casa de mis padres?

Siempre se me olvida regar.

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Capítulo 20

En el rellano, deja la luz encendida.

Saca el móvil, marca el número de sus padres. Quienquiera que esté allí

arriba, desea desconcertarla. Pero, antes de llamar, cae en la cuenta de que sus

padres dieron de baja la línea.

No coge el ascensor. Sube tan en silencio como puede con sus botas

Caterpillar los peldaños de los tres pisos, nota el sudor corriéndole por la espalda.

La puerta no está forzada, no hay señales evidentes.

El resplandor a través de los cristales de la puerta.

Malin aplica el oído a la puerta y escucha. Nada. Mira por la ranura del

correo: la luz parece proceder de la cocina.

Presiona la manilla de la puerta.

¿Saco la pistola?

No.

Crujen los goznes de la puerta cuando Malin la abre hacia fuera. Voces

ahogadas desde el dormitorio de sus padres.

De pronto guardan silencio y se oye, en cambio, el ruido de cuerpos al

moverse. ¿La habrán oído?

Malin entra decidida en el vestíbulo y cruza volando el pasillo hasta el

dormitorio de sus padres.

Abre la puerta de golpe.

Tove sobre la colcha de color verde. Como yo. Tove trajina con los

pantalones, intenta abrochar los botones pero no le obedecen los dedos.

—Mamá…

Al lado de la cama, un joven escuálido de larga melena trata de ponerse una

camiseta negra con una serigrafía de rock duro. Tiene la piel de un blanco

antinatural, como si no hubiese visto el sol en su vida.

—Mamá, yo…

—Ni una palabra, Tove. No digas ni una palabra.

—Yo… —balbucea el chico con voz quebrada, como si aún le estuviera

cambiando—. Yo…

—Y tú también, a callar. A callar los dos. Y vestíos.

—Pero si estamos vestidos, mamá.

—Tove, te lo advierto.

Malin sale del dormitorio, cierra la puerta, grita:

—Cuando os hayáis vestido, id saliendo.

Desea gritar muchas cosas, pero ¿cuáles? No puede gritar: Tove, fuiste un

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error, un condón que se rompió, y ahora tú vas a hacer lo mismo, ¿no? ¿Crees que

es agradable ser madre adolescente, por mucho que quieras a tu hijo?

Susurros, risitas desde el dormitorio.

Dos minutos más tarde salen los jóvenes. Malin está en el vestíbulo, señala

los sofás del salón.

—Tove, tú siéntate ahí. Y tú, ¿quién eres?

Es guapo, se dice Malin, pero muy pálido. Pero, por Dios, si no tiene más de

catorce años. Y Tove… Tove es una niña.

—Soy Markus —dice el joven ojeroso apartándose el pelo de la frente.

—Mi novio —grita Tove desde el sofá.

—Sí, eso ya me lo había figurado —responde Malin—. No soy tan torpe.

—Voy a la escuela de Ånestad —explica Markus—. Nos conocimos en una

fiesta, hace varios fines de semana.

¿En qué fiesta? ¿Has estado en una fiesta, Tove?

—¿Tienes apellido, Markus?

—Stenvinkel.

—Puedes irte, Markus. Ya veremos si volvemos a vernos.

—¿Puedo despedirme de Tove?

—Ponte el anorak y márchate.

—Mamá, estoy enamorada de él de verdad.

La puerta se cierra mientras Tove pronuncia las palabras:

—Es un poco en serio.

Se sienta en el sofá que hay enfrente de Tove. Las rodea la penumbra del

salón. Malin cierra los ojos, exhala un suspiro. Y luego la invade de nuevo la ira.

—¿Enamorada? Tove, tienes trece años. ¿Qué sabrás tú de esas cosas?

—Lo mismo que tú, evidentemente.

El enojo de Malin desaparece tan pronto como surgió.

—Así que a estudiar a casa de Filippa, ¿no? Tove… ¿por qué tuviste que

mentirme?

—Creí que te ibas a enfadar.

—¿Por qué? ¿Porque querías tener un novio?

—No, porque no te había dicho nada. Y por haber venido aquí. Y, bueno,

también porque yo tengo algo que tú no tienes.

Las últimas palabras le llegan a lo más hondo, no estaba preparada, y las

aparta de su conciencia; en lugar de pensar, le advierte a Tove:

—Debes tener cuidado. Estas cosas pueden traerte todo tipo de problemas.

—Eso es lo que me temía, mamá, que sólo vieses los problemas. ¿Crees que

soy tan tonta que no he comprendido ya que papá y tú me tuvisteis por algo así

como un error? ¿Quién es lo bastante idiota como para tener hijos tan joven? No

soy tan torpe.

—Pero ¿qué dices, Tove? Tú no fuiste ningún error. ¿Qué te hace pensar tal

cosa?

—Lo sé, mamá. Pero yo tengo trece años y a los trece años, las chicas tienen

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ligues.

—Ya, ya. Al cine con Sara, a estudiar con Filippa… ¿Cuánto tiempo lleváis

saliendo?

—Pronto hará un mes.

—¿Un mes?

—No es extraño que no hayas notado nada.

—¿Por qué?

—Pero, mamá, ¿qué te crees?

—No sé qué creer. Cuéntamelo, Tove.

Pero Tove no responde a la pregunta, sino que dice:

—Se llama Stenvinkel, Markus Stenvinkel.

Luego permanecen un rato en silencio, una junto a otra, a oscuras.

La noche invernal se bambolea al otro lado de la ventana.

—Markus Stenvinkel —ríe Malin finalmente—. Menudo paliducho. ¿Sabes a

qué se dedican sus padres?

—Son médicos.

Elegantes.

La idea cruza la mente de Malin sin que ella misma lo sepa.

—Maravilloso.

—No te preocupes, mamá. Por cierto, tengo hambre.

—Pizza —responde Malin, dándose una palmada en las rodillas—. Yo sólo

he comido pan con queso.

Shalom, en la calle de Trägårdsgatan, tiene las pizzas más grandes de la

ciudad, la salsa de tomate más rica y la decoración más abominable: paredes

recubiertas de yeso y adornadas con ninfas pintadas por un aficionado acogen

unas mesas de plástico de cabaña de veraneo barata.

Malin y Tove comparten una calzone.

—¿Lo sabe tu padre?

—No.

—Vale.

—¿Por qué?

Malin da un sorbo de su cuba-cola.

Vuelve a sonarle el móvil. Ve el número de Daniel Högfeldt en la pantalla.

Duda un instante, rechaza la llamada.

—¿Era papá?

—Me parece importante que no se lo hayas contado ni a él ni a mí.

Tove adopta una actitud reflexiva. Da un mordisco a la calzone antes de

responder:

—Qué raro.

El fluorescente parpadea sobre sus cabezas.

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Se puede competir en el amor, Tove, piensa Malin. Se puede competir y

perder en todo.

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Capítulo 21

Martes, 7 de febrero

Es poco después de medianoche. Daniel Högfeldt pulsa el botón de apertura

y la puerta de entrada del edificio del Correspondenten se abre con un rechinar de

maníaco. Está satisfecho, ha hecho un buen trabajo.

Mira la calle de Hamngatan al tiempo que se llena los pulmones de aire

helado.

Llamó a Malin para interesarse por el caso y para preguntarle si… Sí, ¿qué

era lo que iba a preguntarle?

Pese a que lleva el grueso anorak abrochado hasta la barbilla, el frío gana la

batalla en tan sólo unos segundos y atraviesa el tejido.

Caminar a buen paso hacia la calle Linnégatan, hacia su casa.

Cerca de la iglesia de Sankt Lars, levanta la vista a las ventanas del

apartamento de Malin, que está a oscuras. Piensa en su cara y en sus ojos y en lo

poco que sabe de ella y en cómo lo verá: como a un periodista condenadamente

pesado, un tío cerdo con algo así como un encanto y un sex appeal irresistibles. Un

cuerpo que vale para usarlo cuando el propio reclama lo que necesita.

Follar.

A lo bestia o dulcemente.

Pero hay que follar.

Pasa por delante de H&M y piensa en la construcción impersonal de «hay

que follar». Follar no es algo que hagamos tú o yo; es algo que hace «la gente». Un

ser extraño separado del cuerpo.

La conversación de hoy con Estocolmo.

Loas y alabanzas, promesas.

A Daniel no le sorprendió.

¿Puedo dar por terminada mi vida en este agujero?

La primera página del Correspondenten recibe a Malin desde el suelo de la

entrada cuando, recién duchada y vestida, se tambalea hacia la cocina con paso

rígido y cansado.

Pese a la penumbra, puede leer el titular que, con el formato del diario

vespertino, lleva la firma inconfundible de Daniel.

«LA POLICÍA SOSPECHA QUE SE TRATA DE UN ASESINATO RITUAL.»

Te llegaste el número uno, Daniel. Estarás satisfecho.

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Una foto de archivo de Karim Akbar muy serio, una declaración obtenida

por teléfono, a última hora de la tarde: «No puedo ni confirmar ni desmentir que

estemos investigando redes secretas de fieles al culto de los dioses Ases».

¿Redes secretas? ¿Culto de los dioses Ases?

Daniel ha entrevistado al doctor Söderkvist, que le comunica que la policía lo

ha interrogado después de su llamada a la comisaría para advertirles de lo del

ritual.

Luego, una captura de pantalla de un sitio sobre el culto a los Ases y la

fotografía del pasaporte de un tal Rickard Skoglöf, residente en Maspelösa, que

parece ser la figura central de los círculos de dicho culto. «Anoche fue imposible

localizar a Rickard Skoglöf para entrevistarlo».

Un cuadro informativo sobre el sacrificio de invierno.

Luego, nada más.

Malin dobla el periódico, lo deja en la mesa de la cocina y pone el café.

El cuerpo. Los músculos, los ligamentos, los huesos y las articulaciones. Todo

le duele.

De repente, suena un claxon en la calle.

Zeke. ¿Ya estás aquí?

«Jönköping. Saldremos temprano.»

Las últimas palabras de Zeke la noche anterior, antes de dejarla en la puerta

de su apartamento.

El reloj de Ikea indica las siete menos cuarto.

Vaya, soy yo la que llega tarde.

¡Pero, bueno! ¿Qué está haciendo conmigo este invierno?

Zeke al volante del Volvo de color verde. Hombros abatidos, manos muertas.

La música coral en tono menor inunda la cabina del coche y los dos están igual de

cansados. La E4 sesga los campos vestidos de blanco y un paisaje helado y llano.

A las afueras de Mantorp, Mobilia, un cubo comercial, la excursión favorita

de Tove, la pesadilla de Malin. Mjölby, Gränna, el lago Vättern como una estela de

blanca esperanza ante un horizonte donde los tonos grises se encuentran con otros

tonos grises y forman un remolino de frío y oscuridad, una falta eterna de luz. La

voz de Zeke como una liberación, alta para acallar la música.

—¿Qué opinas tú de lo de la antigua tradición nórdica?

—Karim pareció aceptarlo, en cierto modo.

—Mister Akbar. Qué sabrá de nada un pollo de matadero como él.

—Zeke, Karim no es tan malo.

—No, supongo que no. Supongo que Mister Akbar tiene que dar la

impresión de que hemos avanzado algo en la investigación. Y los agujeros en la

ventana, ¿tienes alguna idea nueva sobre ellos hoy, después de haber dormido un

poco?

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—Ninguna. Pero puede que resulten ser la clave de algo, aunque no sé de

qué.

Y Malin piensa que les está ocurriendo lo mismo que en todas las

investigaciones de envergadura: que hay conexiones evidentes y, al mismo

tiempo, ocultas, muy cerca de ellos pero aún inaccesibles, burlonas.

—¿Cuándo dijo Karin que tendría listo el análisis del cristal?

—Hoy o mañana.

—Pero, una cosa —dice Zeke de pronto—. Cuanto más pienso en

Bollbengan, ahí colgado en el árbol, tanto más intensa es la sensación de que todo

esto es una especie de conjuro.

—Sí, a mí también me lo parece —afirma Malin—. Sólo falta comprobar si

tiene alguna relación o no con la Valhalla o si se trata de otra historia.

Malin llama al timbre de Rebecka Stenlundh. Su apartamento está en el

segundo piso de un bloque de alquiler de ladrillo amarillo construido en la colina

que se alza al sur de Jönköping. Debe de tener una vista maravillosa desde allí y,

en verano, los alrededores aparecerán totalmente cuajados de frondosos abedules

en flor. Incluso los garajes, unos metros más abajo, tenían un aspecto acogedor,

con sus puertas pintadas de naranja y rodeadas de arbustos bien cuidados.

La casa de Rebecka Stenlundh se encuentra en una zona que no es ni buena

ni mala. No es maravillosa, pero sí agradable, un aquí donde los niños pueden

crecer con orden y concierto.

No un barrio de inmigrantes lleno de casos registrados en Asuntos Sociales,

sino un lugar donde la gente vive su existencia de forma inadvertida, olvidada de

muchos y solicitada de pocos, pero en razonable bienestar. Una existencia justo en

el límite del punto de ruptura, en un margen sano en medio de lo disfuncional.

Malin siempre se sorprende cuando se ve en uno de esos barrios; se sorprende de

que aún existan. La felicidad del sueco medio. Dos coma tres balancines y

toboganes por niño.

Nadie les abre.

Son las nueve pasadas. Quizá deberían haber llamado para avisar de su

llegada, pero ¿acaso tiene idea de lo que le ha ocurrido a su hermano?

—No, nos presentamos allí y punto.

En palabras de Zeke.

—Puede que tengamos que informarla del fallecimiento.

—¿No la informaron antes de que se hiciese pública su identidad?

—Entonces nadie tenía ni idea de que tuviese una hermana y, además, hace

ya mucho que los periódicos no tienen esos miramientos.

Malin llama por segunda vez.

Se oye crujir la cerradura del vecino.

Aparece la cara amable, sonriente, de una anciana.

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—¿Buscan a Rebecka?

—Sí, somos de la policía de Linköping —dice Malin mientras Zeke le

muestra la placa.

—¿De la policía? ¡Dios nos proteja! —La anciana parpadea aterrada—. No se

habrá metido en ningún lío, ¿verdad? Me costaría creerlo.

—No, no hay por qué preocuparse —responde Zeke con el tono más

sosegado de que es capaz—. Sólo queremos hablar con ella.

—Trabaja en el supermercado ICA de más abajo. Inténtelo allí. Es la jefa. El

suyo es el mejor de todos los ICA que hayan visto. Se lo aseguro, comisarios. Y

tendrían que conocer a su hijo. No hay niño más bueno. A veces me ayuda a

reparar alguna que otra cosa.

A punto están de cruzar las puertas automáticas del ICA cuando suena el

teléfono de Zeke.

Malin se detiene a su lado, lo oye hablar, lo ve fruncir el entrecejo.

—Ajá. Sí. O sea que era verdad.

Zeke cuelga.

—Han encontrado en los archivos el informe del incidente del hacha —le

dice—. Es cierto lo que te contó el abuelo. Lotta, es decir, Rebecka, lo vio todo.

Entonces tenía ocho años.

La verdura y la fruta están colocadas en hileras perfectas y todo exhala un

aroma a comida que despierta el hambre de Malin. Letreros de hermosa tipografía,

luz en cada rincón, como para demostrar: ESTO ESTÁ LIMPIO.

La anciana tenía razón, se dice Malin. Nada del aire rancio de los

supermercados; tan sólo la voluntad de otorgar al día a día de la gente algo de

decencia. La presencia de alguien que quiere esforzarse un poco más por el

prójimo. La delicadeza debe de ser un buen negocio. Y la gente vuelve a comprar

aquí, seguro.

Una mujer de mediana edad en la caja, rechoncha, con el pelo teñido de rubio

y con una permanente exagerada.

—¿Rebecka?

La voz de Zeke:

—Perdón, queríamos hablar con Rebecka Stenlundh.

—La jefa. Probad allí, en charcutería. Está actualizando las etiquetas de la

carne.

En el mostrador de la charcutería ven acuclillada a una mujer menuda, con el

cabello negro recogido en una red. La espalda parece curvarse bajo la bata blanca

con el logotipo rojo del ICA.

Se diría que usa la bata como protección, piensa Malin, como si temiese que

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alguien viniera a atacarle por la espalda, como si el mundo entero quisiera su mal

y sintiera que toda precaución es poca.

—¿Rebecka Stenlundh? —pregunta Malin.

La mujer se gira sobre los zuecos de madera. Tiene un rostro agradable:

rasgos suaves, ojos castaños con mil matices amables, la piel de las mejillas irradia

salud y un leve bronceado.

Rebecka Stenlundh los observa.

Arquea las cejas y sus ojos se vuelven aún más claros y limpios.

—Los estaba esperando —les dice al fin.

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Capítulo 22

—¿Crees que nos espera?

Johan Jakobsson deja que sus palabras floten sueltas en el aire al tiempo que

entra en el coche que tienen aparcado en la explanada.

—Seguro —responde Börje Svärd, abriendo las aletas de la nariz de tal modo

que hace temblar los pelos castaños del bigote—. Sabe que iremos.

Tres casas de piedra gris en medio de la llanura de Östgötaslätten, a varios

kilómetros de una Maspelösa que se despereza entre el trajín de las cocinas. Las

casas parecen asfixiadas por la nieve que se amontona hasta la altura de las

minúsculas ventanas. Los tejados de paja se hunden bajo el blanco peso y en casa

de la izquierda brilla una luz. Entre dos robles magníficos hay un garaje recién

construido flanqueado de arbustos.

Tan sólo hay un fallo: Maspelösa no despierta nunca, se dice Johan.

Varias fincas, unas casas de los años cincuenta y pequeños edificios de

alquiler salpican el paisaje aquí y allá, una de las aldeas del llano a las que la vida

parece haber dado la espalda.

Detienen el coche, salen, llaman a la puerta.

Dentro de la casa se oye un mugido. Luego, el ruido de golpes sobre algo de

metal. Börje se da la vuelta.

Y se abre la puerta baja y torcida.

Una cabeza casi totalmente recubierta de pelo asoma de oscuridad que reina

dentro.

—¿Y quién cojones sois vosotros?

La barba asilvestrada amenaza con adueñarse de toda la cara. La mirada

azul, sin embargo, es tan afilada como la nariz.

—Somos Johan Jakobsson y Börje Svärd, de la policía de Linköping.

¿Podemos entrar? Supongo que eres Rickard Skoglöf.

El hombre asiente.

—Primero identificaos.

Los dos rebuscan en los bolsillos, se ven obligados a quitarse los guantes y

desabotonarse la cazadora para sacar la placa de identificación.

—¿Satisfecho? —pregunta Börje.

Rickard Skoglöf hace un gesto con el brazo mientras abre la puerta con la

otra mano.

—Se nace con ese don. Aterriza en nuestra carne en el instante en que

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nacemos a esta dimensión.

La voz de Rickard Skoglöf es clara como el hielo.

Johan se frota los ojos, mira a su alrededor en la cocina de la casa. De techo

bajo. El fregadero está abarrotado de platos sucios, cajas de pizza. En las paredes,

láminas de Stonehenge, de signos de nórdico antiguo, de runas. Y la ropa de

Skoglöf pantalones de ante negro claramente confeccionados a mano y un sayo

más negro aún que, como un caftán, le cuelga sobre la oronda barriga.

—¿Ese don?

Johan oye la duda en las palabras de Börje.

—Sí, el poder de ver, de alterarlo todo.

—¿El poder de practicar la brujería de la antigüedad nórdica, sejd?

La casa está fría.

Una vieja finca del siglo XVIII que Rickard Skoglöf reformó, según él mismo

dijo: «La conseguí barata, pero, joder, qué fría es».

—Sí, se trata de brujería, pero hay que tener cuidado a la hora de utilizar ese

poder. Es capaz de quitar tanta vida como puede dar.

—¿Y por qué crear un sitio web sobre tu brujería?

—Sobre mi capacidad para hacer magia. En nuestra cultura ha perdido lo

auténtico de nuestro origen. Pero hay camaradas.

Rickard Skoglöf se tiene que agachar para pasar a la otra habitación de la

casa. Ellos lo siguen.

Un sofá viejo contra una pared y la pantalla gigantesca de un ordenador

apagado sobre una mesa de cristal reluciente, discos duros zumbando en el suelo,

una silla de escritorio moderna con el respaldo tapizado de piel negra.

—¿Camaradas? —pregunta Johan.

—Sí, hay personas que se interesan por las prácticas del, y por nuestros

antepasados nórdicos.

—¿Y celebráis reuniones?

—Unas cuantas veces al año. Entre tanto, nos mantenemos en contacto en los

foros de debate y por correo electrónico.

—¿Cuántos sois?

Rickard Skoglöf deja escapar un suspiro y los mira.

—Si queréis seguir hablando, tendréis que venir al cobertizo. He de dar de

comer a Särimner7 y a los demás.

Las gallinas corretean cacareando en una sala aún más fría y con las paredes

mal rematadas. Un par de esquís de fondo flamantes apoyados contra la pared en

una esquina.

—¿Te gusta esquiar? —pregunta Johan.

7 Sæhrímnir en nórdico occidental antiguo: jabalí que, según la mitología nórdica, conducía a los

guerreros a la Valhalla.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—No; a mí no.

—Ajá, y aun así tienes ahí un par de esquís nuevos.

Rickard Skoglöf no hace el menor comentario y se encamina hacia los

animales.

—Joder, aquí estamos a varios grados bajo cero —observa Börje—. Se te van

a congelar los animales.

—No hay peligro —responde Rickard Skoglöf mientras les arroja a puñados

a las gallinas el pienso que lleva en el cubo.

Hay dos pocilgas en una de las paredes.

Un cerdo gordo y negro en una, una vaca salpicada de manchas marrones y

blancas en la otra. Ambos animales comen. El cerdo gruñe satisfecho al ver las

manzanas de invierno que le acaban de servir.

—Si creéis que voy a daros los nombres de los compañeros que suelen acudir

a las asambleas, estáis muy equivocados. Tendréis que buscarlos. Pero no sacaréis

nada en limpio.

—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunta Johan.

—No son más que jóvenes inofensivos y gente mayor sin vida propia, sólo a

ellos les interesan esas cosas.

—¿Y tú? ¿No tienes vida propia?

Rickard Skoglöf señaló los animales con un gesto.

—La granja y estos pilluelos tienen mucha más vida que la mayoría, ¿no?

—No me refería a eso.

—Yo tengo el don —afirma Rickard Skoglöf.

—¿Y qué es el don, Rickard? ¿Qué es, en concreto?

Börje clava una mirada interrogante en el hombre vestido de pieles.

Rickard Skoglöf deja en el suelo el cubo del pienso. Cuando levanta la vista,

tiene el rostro desfigurado por una expresión de desprecio que subraya con un

gesto indolente de la mano.

—De modo que el poder del sejd da vida pero también la quita —observa

Johan—. ¿Por eso hacéis sacrificios?

El semblante de Rickard Skoglöf expresa más cansancio aún.

—¡Ah! —exclama al cabo de unos instantes—. Lo que ocurre es que creéis

que fui yo quien colgó del árbol a Bengt Andersson. Ni siquiera el periodista que

se os adelantó parecía creérselo.

—No has respondido a mi pregunta.

—¿Si hago sacrificios? Sí, los hago. Pero no como vosotros creéis.

—¿Y qué es lo que creemos?

—Que mato animales. Y quizá también a personas. Pero lo que cuenta es el

gesto. La voluntad de dar. El tiempo, el fruto. La unión de los cuerpos.

—¿La unión de los cuerpos?

—Sí, el acto puede ser una ofrenda. Si uno se abre.

Igual que hacemos mi mujer y yo cada tres semanas, piensa Johan. ¿Es eso lo

que quieres decir? Pero no es ésa la pregunta que formula.

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—¿Y qué hiciste la noche del miércoles?

—Se lo podéis preguntar a mi novia —responde Rickard Skoglöf—. Ahora ya

se las apañarán un tiempo. Los animales soportan el frío. No son tan débiles como

otros.

Cuando salen al patio, se encuentran con una joven que, descalza en la nieve,

tiene los brazos extendidos al cielo. El frío no parece afectarle, sólo lleva unas

bragas y una camiseta y tiene los ojos cerrados, la cabeza también vuelta hacia el

cielo, y el cabello moreno como una larga sombra de oscuridad sobre su espalda

blanca.

—Es Valkyria —explica Rickard Skoglöf—. Valkyria Karlsson. Meditación

matinal.

Johan se percata de que Börje ha perdido los estribos.

—¡Valkyria! —grita su colega—. Oye, Valkyria, ha llegado la hora de

terminar con esas chorradas. Queremos hablar contigo.

—Börje, joder.

—Grita todo lo que quieras —dice Packard Skoglöf—. No servirá de nada.

Dentro de diez minutos habrá terminado. No tiene sentido intentar distraerla

ahora. Podemos esperarla en la cocina.

Pasan por delante de Valkyria.

Sus ojos castaños, ahora abiertos, siguen sin ver nada. Está a millones de

kilómetros de distancia, se dice Johan. Luego piensa en «el acto», en abrirse a otra

persona, a otra cosa.

Valkyria Karlsson tiene la piel rosada por el frío y los dedos translúcidos

como cristal. Sostiene ante la nariz una taza de té ardiendo y aspira el aroma.

Rickard Skoglöf está sentado a la mesa y sonríe satisfecho, como si disfrutase

de habérselo puesto difícil a los policías.

—¿Qué hicisteis ayer noche? —pregunta Börje.

—Estuvimos en el cine —responde Rickard Skoglöf.

Valkyria Karlsson deja la taza.

—La última de Harry Potter —añade con voz dulce—. Un rollo entretenido.

—¿Alguno de vosotros conocía a Bengt Andersson?

Valkyria menea la cabeza, luego mira a Rickard.

—No había oído hablar de él hasta que lo leí en el periódico. Tengo un don,

eso es todo.

—Y la noche del miércoles, ¿qué hicisteis?

—Hicimos una ofrenda.

—Nos abrimos aquí, en casa —susurra Valkyria. Johan le mira los pechos,

pesados y ligeros al mismo tiempo, flotando en el aire como un reto a la ley de la

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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gravedad.

—En otras palabras, no conocéis a nadie de vuestro círculo que haya podido

hacerlo, ¿no es eso?

Rickard Skoglöf rompe a reír.

—Creo que es hora de que os marchéis.

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Capítulo 23

El comedor de los empleados del ICA tiene una decoración agradable bajo la

luz tenue de la lámpara de techo. Inunda la sala el aroma a café recién hecho, y el

bizcocho Tosca produce una sensación placentera al adherirse a los dientes.

Rebecka Stenlundh está sentada enfrente de Malin y Zeke, al otro lado de

una mesa de laminado gris.

Bajo esta luz parece mayor de lo que es, piensa Malin. De algún modo

inexplicable, la luz y las sombras ponen en evidencia su edad y marcan unas

arrugas casi imperceptibles. Pero a algún sitio ha de ir a parar todo lo que ha

sufrido. Nadie sale ileso de esa experiencia.

—La tienda no es mía —explica Rebecka—. Por si es eso lo que creéis. Sin

embargo, el propietario me permite hacer y deshacer a mi antojo. De las tiendas de

las mismas proporciones, la nuestra es la más rentable de toda Suecia.

—Retail is detail —observa Zeke.

—Exacto —responde Rebecka y Malin baja la vista y se concentra en la mesa.

Rebecka hace una pausa.

Estás haciendo acopio de fuerzas, constata Malin. Respiras hondo y te

preparas para hablar.

Tú nunca te vienes abajo, Rebecka. ¿Verdad que no? ¿Cómo lo consigues?

¿Cómo logras mantener el rumbo?

Al cabo de un rato, la mujer retoma la conversación.

—En un momento dado, decidí dejar atrás todo lo relacionado con mis

padres y con mi hermano Bengt. Decidí que yo era más grande que todo aquello.

Aunque odiaba a mi padre por muchas razones, un buen día, justo después de

cumplir los veintidós, comprendí que él no podía poseer mi vida, que no tenía

derecho sobre ella. En aquella época caí en brazos de muchos hombres, ninguno

adecuado, bebía, fumaba, esnifaba, comía demasiado y, al mismo tiempo,

entrenaba tanto que tenía la sensación de estar a punto de romperme. Si no

hubiera tomado la decisión, seguro que habría empezado a meterme heroína. No

podía seguir enfadada, asustada o triste. Eso habría acabado conmigo.

—Tomaste la decisión. Así, sin más.

Malin se sorprende ante el modo en que las palabras salen de su boca como

iracundas y envidiosas. Rebecka se sobresalta.

—Perdón —se apresura a decir Malin—. No era mi intención sonar tan

agresiva.

Rebecka aprieta las mandíbulas antes de proseguir:

—Creo que no hay otro modo salvo ése. Tomé esa decisión, Malin. En mi

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opinión, no hay otro modo.

—¿Y tus padres adoptivos? —pregunta Zeke.

—Dejé de tratarme con ellos. Formaban parte del pasado.

Adondequiera que nos lleve este caso, todo guardará relación con la lógica

inversa de los sentimientos, se dice Malin. La lógica que mueve a una persona a

torturar a otra y luego colgarla desnuda de un árbol en medio del llano y del frío.

Rebecka vuelve a apretar los dientes antes de relajarse.

—Es injusto, claro. Lo sé. Ellos no tienen culpa de nada, pero era una

cuestión de vida o muerte y yo tenía que seguir adelante.

Vaya, así, sin más, piensa Malin. ¿Cómo era el verso de T. S. Elliot?

Not with a bang but a whimper8.

—¿Tienes familia?

La pregunta adecuada, se dice Malin. Aunque se la hago por la razón

equivocada.

—Un hijo. Tardé mucho en tener hijos. Ahora tiene ocho años y él le da

sentido a mi vida. ¿Tú tienes hijos?

Malin asiente.

—Una hija.

—Entonces, ya lo sabes. Pase lo que pase, queremos seguir existiendo por

ellos.

—¿Y el padre?

—Estamos separados. Me pegó una vez. Por error, más que nada, me figuro.

Nada, que se le escapó la mano una noche, después de una fiesta del cangrejo,

pero fue suficiente.

—¿Tenías contacto con Bengt?

—¿Con mi hermano? No, en absoluto.

—Y él, ¿intentó ponerse en contacto contigo?

—Sí, me llamó una vez, pero colgué en cuanto me di cuenta de quién era.

Para mí existían el pasado y el presente como dos compartimentos estancos que

nunca, jamás debían entrar en contacto. Ridículo, ¿no?

—No, no mucho —responde Malin.

—Unas semanas después de su llamada, se puso en contacto conmigo una

asistente social. Creo que se llamaba Maria. Me pidió que hablara con Bengt, si no

quería verlo. Me habló de sus depresiones, de su soledad; parecía abrigar una

preocupación sincera por él, no sé si me explico.

—¿Y?

—Le pedí que no volviera a llamarme nunca más.

—Una respuesta un tanto brusca —interviene Malin—. ¿Abusó tu padre de ti

o de Bengt en alguna ocasión?

Rebecka Stenlundh muestra una extraña calma.

—No, jamás hubo nada de eso. A veces me he preguntado si no habré

8 No con un estruendo, sino con un sollozo.

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limpiado mi memoria de cosas así; pero no, no hubo nada de eso.

Sigue un largo silencio.

—Pero, claro, ¿qué sé yo, en realidad?

Zeke se muerde los labios.

—¿Sabes si Bengt tenía enemigos? ¿O algo que debiéramos saber nosotros?

Rebecka Stenlundh niega con un gesto.

—Vi la foto en el periódico. Sentí que todo lo que se decía trataba de mí, lo

quisiera o no. Es imposible zafarse, ¿verdad? Hagas lo que hagas, el pasado

termina por alcanzarte, ¿no? Es como si estuvieras encadenado a un poste con una

cuerda. Puedes moverte, pero no puedes liberarte.

—Bueno, tú pareces haber salido a flote muy bien —observa Malin.

—Era mi hermano. Tendríais que haber oído su voz cuando me llamó.

Sonaba como la persona más solitaria del mundo. Y yo le cerré la puerta.

Se oye una voz por megafonía.

Rebecka, acuda a caja. Rebecka, acuda a caja.

—¿Qué hiciste el miércoles por la noche?

—Estaba en Egipto con mi hijo. En Hurgada.

Ah, de ahí el bronceado, concluye Malin.

—Compré unos billetes a última hora. El frío me vuelve loca. Regresamos el

viernes.

Malin apura el café y se levanta.

—Creo que eso es todo —asegura—. Sí, creo que eso es todo.

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Capítulo 24

¿Que si te he perdonado, hermana?

La cosa no empezó contigo y tampoco termina contigo. De modo que, ¿qué tengo que

perdonarte?

Dedícate a ordenar tus manzanas en hileras y a educar a tu hijo como nunca nos

educaron a nosotros. Dale amor. Marca con él la carne de tu carne.

No puedo protegerte, pero sí que puedo flotar y verte allí donde decidas huir.

Yo me alimentaba de la amabilidad de Maria Murvall en forma de pan Skogaholm, de

salchichón, de mantequilla. Me lavaba como ella me indicaba, me planchaba los pantalones,

escuchaba lo que tuviese que decirme, creía en sus teorías sobre la dignidad. Pero ¿fue

digno lo que sucedió en el bosque?

¿Fue limpio?

¿Fue claro?

Deberías poder flotar conmigo, Maria, en lugar de pasarte la vida donde estás.

¿A que sí?

¿No deberíamos flotar todos, deslizarnos como ese Volvo verde por la autopista?

El concesionario de Huskvarna.

Cortacéspedes y mecanismos para ahuyentar a los alces. Escopetas para todo

tipo de cacerías y un trol hecho con cerillas de madera que contempla el lago

Vättern desde la puerta. El lago en cuyas aguas se ahogó John Bauer9 cuando

naufragó el barco en el que viajaba. Ningún trol vino a rescatarlo. ¿Descansará su

alma ahora en uno de los densos bosques que pintó?

No hay música en el coche. Malin se ha negado. Y el ronroneo del motor le

recuerda que debe encender el móvil.

La llama el servicio de telerrespuesta.

«Tiene un mensaje nuevo… »

«Hola, soy Ebba Nilsson, asistente social. La policía me llamó ayer. Estaré en

casa toda la mañana, por si desean hablar conmigo.»

Utilizar información, marcar número.

Un tono, dos, tres.

Tampoco en esta ocasión hay respuesta, ¿no? Ah, sí.

9 John Bauer (Jönköping, 1882-1918), ilustrador sueco miembro de la Real Academia Sueca de Bellas

Artes. Destacan entre sus obras las ilustraciones de Bland tomtar och troll (Entre enanos y trols), una antología

de cuentos de hadas de autores suecos.

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—Sí, hola, ¿con quién hablo?

Una voz aflautada, como si una masa grasa presionara las cuerdas vocales.

Malin se imagina a Ebba Nilsson: una señora baja y regordeta cerca de la

jubilación.

—Soy Malin Fors, de la policía de Linköping. Parece que nuestras llamadas

se han cruzado.

Silencio.

—¿Y qué quería?

—Bengt Andersson. Fue su asistente social durante un tiempo.

—Así es.

—Y se habrá enterado de lo sucedido, ¿no?

—No he podido evitarlo.

—¿Podría hablarme de Bengt?

—Me temo que no mucho —afirma Ebba Nilsson—. Por desgracia, en la

época en que yo trabajaba en Ljungsbro sólo me visitó una vez. Era muy callado,

pero, claro, no me extraña. No puede decirse que lo hubiera tenido fácil… y con el

aspecto que tenía…

—¿No se le ocurre nada que debamos saber?

—No, no se me ocurre. Sin embargo, la chica que me sustituyó sí que

estableció con él una buena relación, según me han dicho.

—¿Se refiere a Maria Murvall?

—Sí.

—Hemos intentado localizarla, pero el número que tenemos nos da error.

¿Sabe dónde se encuentra ahora?

Silencio en el auricular.

—¡Por Dios santo! —exclama al fin Ebba Nilsson.

—¿Perdón?

Zeke aparta la vista de la carretera.

—Iba a decir algo, ¿no?

—A Maria Murvall la violaron hace unos años en el bosque cercano al lago

Hultsjön. ¿No lo sabían?

Las palabras de Rita Santesson: «Nada en lo que quiera entrar».

Maria.

Murvall.

El nombre les resultaba familiar.

Un caso que llevó la policía de Motala. Ahora lo recuerdo. Debería haber

caído.

Maria Murvall.

¿Fue ella la única que se preocupó por ti, Bengt?

Incluso tu hermana te dio la espalda.

La lógica de los sentimientos.

La carretera se inunda de polvo de nieve.

¿Fue ella la única que se preocupó por ti, Bengt?

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Y resulta que la violaron.

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Capítulo 25

Bosque del lago Hultsjön

Finales de otoño de 2001

¿Qué haces en medio del bosque completamente sola?

¿Y a estas horas, muchacha?

No hay setas en esta época, y también es tarde para las bayas.

Está anocheciendo.

Los troncos de los árboles, los brotes, las ramas, las copas, las hojas, el musgo

y los gusanos. Todos se preparan para el paso primordial.

Asesinos de niños. Violadores. ¿Es un hombre o son varios? ¿Alguna mujer,

mujeres?

Te espían mientras atraviesas el bosque, silbando. Los ojos. Te ven. Pero tú

no los ves a ellos.

¿O acaso te esperan los ojos más adelante?

La noche cae rápidamente, pero tú no tienes miedo, eres capaz de recorrer

este sendero con una venda en los ojos, de orientarte sólo por el olfato.

Las serpientes, las arañas, lo que se pudre.

¿Un alce?

¿Un gamo?

Te das la vuelta, tranquilidad, el silencio que se extiende por el bosque.

Continuar andando. Tu coche está en la carretera; pronto verás Hultsjön

brillando a la luz de los últimos rayos del sol vespertino.

Luego, todo queda a oscuras.

Pasos en el sendero, detrás de ti.

Alguien te aprisiona las piernas, te aplasta contra la tierra empapada, te

respira en el cuello su aliento cálido y dulzón. Tantas manos, tanta fuerza.

No importa en absoluto lo que hagas. Los dedos de serpiente, las patas de

araña atraviesan tu ropa a mordiscos, las raíces negras de los árboles ahogan tu

grito, te atan para siempre al silencio de la tierra.

Los gusanos se arrastran por el interior de tus muslos, sacan sus púas, te

cortan la piel y las entrañas.

¿Cómo de grueso y de duro es el tronco de un árbol?

Carne y piel y sangre. ¿Cómo de duro?

No.

No, eso no.

Nadie oye tus gritos en medio de la oscura vegetación. Y si oyeran tus gritos,

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¿acudirían? Nadie escucha. No hay salvación.

Sólo la humedad, el frío y el dolor, la dureza incondicional que arde dentro

de ti, que despedaza todo aquello que eres.

Por siempre muda.

Dormir, soñar, despertar.

Ese aliento dulzón es el aire que respiras en la noche del bosque. Cuerpo

desnudo, cuerpo ensangrentado, condenado a vagar por el soto que rodea

Hultsjön.

Debes de haber caminado mucho.

Aumenta la luz, ciega, corroe.

¿Es la muerte que viene? ¿El mal?

¿Una vez más?

Si ya vino ayer, corriendo hasta mí con paso presuroso, oculta como estaba

detrás de una fronda llena de cicatrices.

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Capítulo 26

—Maria Murvall.

Zeke frota los dedos contra el volante.

—Sabía que había oído ese nombre. Mierda. Lo mío con los nombres… Fue la

mujer a la que violaron hace cuatro años en Hultsjön. Muy mal asunto.

—Se encargó la policía de Motala.

—Estaba justo en la frontera y lo cogieron ellos. La encontraron vagando por

una carretera, casi a diez kilómetros del lugar en que la violaron. Un camionero

que iba con material a una obra en Tjällmo. La encontró totalmente destrozada,

herida por todas partes.

—Nunca lo atraparon.

—No, si es que fue uno solo. Creo que incluso salió en Efterlyst10. Encontraron

su ropa y el lugar donde debió de ocurrir, pero nada más.

Malin cierra los ojos.

Escucha el sonido del motor.

Un hombre colgado de un árbol.

Su asistente social, muy implicada en su caso, violada cuatro años atrás.

Vagando por el bosque.

Kalle el de la Curva. El padre loco que vivía la vida a tope. El mujeriego.

Y todo va surgiendo desordenadamente en la investigación y, en cierto

modo, todo está relacionado.

¿Una casualidad?

Prueba tu hipótesis con Zeke.

—Bengt Andersson debió de salir a relucir en esa investigación. Si es que

Maria Murvall se preocupaba tanto por él como sostienen todos.

—Seguro —afirma Zeke al tiempo que señala el coche que acaba de pasar.

—Un Seat como ése había pensado comprarme. Ahora es de Volkswagen.

Ya lo sé, Zeke, se dice Malin. Janne me lo ha repetido mil veces cada vez que

habla de sus coches.

—Y este coche, ¿no está bien?

—Murvall —murmura Zeke—. ¿No te suena el nombre de algo más?

Malin niega con un gesto.

—Lo mío con los nombres, Malin… —se lamenta Zeke.

—Voy a llamar a Sjöman para pedirle que se haga con el informe de la

investigación de la policía de Motala. Nordström trabaja allí y lo arreglará en un

10 Efterlyst (en búsqueda y captura). Programa de uno de los canales suecos de televisión privada. Los

ciudadanos llaman al programa para informar y ofrecer pistas sobre sospechosos de diversos delitos.

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abrir y cerrar de ojos.

Justo cuando giran para acceder a la entrada de la comisaría, llama la tercera

asistente social que figura en la lista, la que sucedió a Maria Murvall.

—Repugnante. Lo que ocurrió fue repugnante. Terrible. Bengt Andersson

sufría depresión, era reservado. En una de las citas que tuvimos murmuraba todo

el rato: «¿Qué importa la limpieza? ¿Qué importa la limpieza?». Si he de ser

sincera, jamás relacioné sus palabras con la violación. Claro que, ¿quién sabe si no

había una conexión? Pero… ¿Bengt Andersson, un violador? Él no era de ésos. Eso

lo nota una mujer enseguida.

Malin sale del coche; se le encoge la cara en una mueca involuntaria cuando

el frío le da de lleno.

—En cualquier caso, yo nunca tuve un contacto tan estrecho con él como

Maria Murvall. Al parecer, ella se preocupaba por él más allá de sus obligaciones,

le enseñó a llevar una vida ordenada. Casi como si hubiera sido su hermana

mayor, por lo que tengo entendido.

Malin y Zeke entran en la comisaría.

Sjörnan está junto a la mesa de Malin, agitando en el aire un puñado de

faxes.

Parece que al colega de Motala le faltó tiempo.

Sven Sjöman habla con voz forzada. Malin y Zeke están a su lado. Mahn

siente deseos de pedirle que se tranquilice, que piense en su corazón.

—Bengt Andersson se encuentra entre las personas a las que los colegas de

Motala interrogaron en relación con la violación de Maria Murvall. No tenía

ninguna coartada para la noche del delito, pero ninguno de los indicios hallados

en el lugar del crimen ni ningún otro lo involucraba. Fue uno de los veinticinco

pacientes de Maria Murvall a los que interrogaron.

—Una lectura nada recomendable —asegura Sjöman, señalando a Zeke con

los documentos.

—La realidad siempre supera la ficción.

—Esa mujer era, bueno, es hermana de los Murvall —prosigue Sjöman—.

Una panda de pirados de la llanura que dio problemas. Aunque de eso hace ya

mucho tiempo.

—¡Los Murvall! ¡Lo sabía! —exclamó Zeke.

—Debió de ser antes de mi incorporación —observa Malin.

—Unos tipos duros —explica Zeke—. Unos tipos malos de verdad.

—Encontraron la ropa en el bosque y lograron aislar restos de ADN de los

Murvall, pero no suficientes para obtener un perfil.

—¿En el cuerpo de Maria Murvall?

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—Aquella noche estuvo lloviendo —explica Sjöman—. El agua borró todas

las huellas y, al parecer, ejecutaron la violación con una rama gruesa. Estaba llena

de heridas y de astillas por dentro… según dice aquí. No se sabe si la penetraron

también de otra manera. Jamás lograron averiguarlo.

Malin siente el dolor.

Alza las manos para hacer callar a Sven.

Piensa: ya basta.

Maria Murvall.

El ángel de las personas solas.

Vaya cita se te presentó.

Malin oye las palabras en su interior. Siente deseos de azotarse, nada de

cinismos ahora, Fors, nada de cinismos, nunca, el cin… ¿Estoy siendo cínica?

¿Cínica?

—Nunca volvió a ser la que era —prosigue Sjöman—. Según las últimas

anotaciones, antes de archivar el caso, Maria Murvall cayó en una especie de

estado psicótico. Al parecer, se encuentra en el hospital de Vadstena, en la sección

de enfermos aislados. Esa es la dirección que figura aquí.

—¿Lo hemos comprobado? —pregunta Malin.

—Todavía no, pero es fácil —asegura Zeke.

—Di que se trata de un caso policial urgente si los médicos empiezan a poner

pegas.

—Ah, y tenemos un mensaje de Karin —añade Sven—. Dice que tendrá algo

claro sobre los agujeros de la ventana a última hora de la mañana.

—Bien, seguro que llama cuando haya terminado. ¿Cómo va lo del nórdico

antiguo? —pregunta Malin.

—Böge y Johan siguen en ello. Mientras vosotros estabais en Jönköping, ellos

interrogaron a un tal Rickard Skoglöf y a su novia, Valkyria Karlsson. Continúan

trabajando en el asunto.

—¿Sacaron algo del interrogatorio?

—Nunca se sabe —asegura Sjöman—. Cuando se escucha con atención… a

veces la gente dice más de lo que ella misma sabe. Ahora los investigaremos más a

fondo.

La voz de una doctora al otro lado del hilo telefónico.

—Sí, tenemos a una paciente llamada Maria Murvall. Pueden verla, pero, si

puede ser, no muchas personas a la vez y, preferentemente, ningún hombre. Ah,

puedes venir tú sola. Estupendo.

Luego, una larga pausa.

—Pero no esperes que Maria diga una sola palabra.

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Capítulo 27

La llamada de Karin Johannisson llega justo cuando Malin se ha sentado en

el coche y ha puesto el motor en marcha.

—¿Malin? Soy Karin. Creo que ya sé lo que causó los agujeros en el cristal de

la ventana.

Malin se hunde en el frío asiento. En apenas unos segundos, siente que el aire

gélido invade el vehículo y desea con todas sus fuerzas que el calor empiece a

circular libremente.

—Sorry, tenía que poner en marcha el motor. Bien, ¿y a qué conclusión has

llegado?

—Puedo afirmar con seguridad que los bordes de los agujeros son

demasiado regulares para pensar que los provocaron arrojando grava o una

piedra. Por otro lado, esos orificios han causado unas grietas demasiado

pronunciadas para su tamaño, de modo que considero imposible que nadie haya

arrojado nada al interior a través del cristal.

—A ver, ¿qué me quieres decir?

—Son agujeros de bala, Malin.

Agujeros en un cristal.

Una nueva puerta se abre.

—¿Estás segura?

—Segurísima. Un arma de calibre muy fino. No hay ni hollín ni pólvora en

los agujeros, pero en el cristal no siempre queda ese rastro, ni mucho menos. Sin

embargo, sí que podría tratarse de una escopeta de aire comprimido.

Malin guarda silencio. Mil ideas le rondan por la cabeza.

Un arma de bajo calibre.

¿Intentaría alguien dispararle a Bengt Andersson?

Escopeta de aire comprimido.

Travesuras de muchachos.

Y los técnicos no encontraron nada digno de mención en el apartamento de

Bengt Andersson. Ningún agujero de bala en su cuerpo.

—Pero, en ese caso, debieron de usar proyectiles de goma. ¿Podría ese tipo

de munición haber causado algunas de las lesiones de Bengt Andersson?

—No. Las balas de goma dejan unos hematomas muy característicos. Me

habría dado cuenta.

El ruido del motor.

Malin, sola, en el coche, a punto de visitar a una mujer violada y muda.

—Malin, te has quedado muy callada —oye la voz de Karm en el auricular—.

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¿Te has salido de la carretera?

—Yo no; sólo mi cerebro —responde Malin—. ¿No podrías volver al

apartamento de Bengt Andersson para ver si encuentras alguna otra pista? Ve con

Zeke.

Karin deja escapar un suspiro y luego añade:

—Malin, sé lo que busco. Confía en mí.

—¿Se lo comunicas tú a Sven Sjöman?

—Ya le he enviado un correo.

¿Qué es lo que no veo? ¿Qué es lo que no vemos?, se pregunta Malin pisando

el acelerador.

Esta policía… piensa la jefa de planta, Charlotta Niima. Debe de ser diez

años más joven que yo. Y cómo me mira, me atraviesa con la mirada, alerta pero,

al mismo tiempo, como cansada, como si deseara tomarse unas largas vacaciones

de todo este frío. Y lo mismo parece ocurrirle a su cuerpo: atlético y, aun así, un

tanto pesado al moverse, vacilante ante mi persona, en cierto modo. Se esconde

detrás de la objetividad.

Es mona, pero seguramente ella detesta esa palabra. Y, más allá de su afán

por el análisis, ¿qué veo? ¿Tristeza? Claro que eso guardará relación con su

trabajo. ¿Qué no verá en el ejercicio de su profesión? Igual que yo. Se trata de

compartimentar la existencia, de encenderse y apagarse, como cualquier aparato.

La montura negra de las gafas le otorga a Charlotta Niima un aspecto severo,

pero en combinación con la abundante melena roja y rizada, las gafas añaden al

mismo tiempo un vago indicio de locura.

Tal vez haya que estar loco para poder trabajar con los locos, razona Malin.

¿O hay que estar totalmente cuerdo?

La doctora Niima tiene algo de maniática, como si utilizara la enfermedad de

sus pacientes para tener bajo control su propio adormilamiento.

Prejuicios.

El hospital consta de tres edificios blancos de los años cincuenta, construidos

sobre un solar vallado a las afueras de Vadstena. A través de las ventanas del

despacho de la doctora Niima ve Malin el lago Vättern, cubierto de hielo,

congelado casi hasta el fondo. Peces rígidos que jadean bajo el hielo, que intentan

obligar a sus cuerpos a moverse por una masa densa, engañosa. Pronto no

podremos respirar aquí.

A la izquierda, al otro lado de la valla, se adivina el muro rojo del convento

de monjas.

Birgitta. Oración. Santos. Vida monacal.

Acudió allí sola. De mujer a mujer. Zeke no protestó.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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El viejo manicomio, conocido en la zona como una especie de vertedero de

descarriados, se convirtió en vivienda. Malin dejó atrás el edificio modernista de

color blanco y entró en la ciudad. La fachada blanca del manicomio estaba gris, y

en el parque cercano colgaban mustias las ramas negras de árboles que habían

oído gritar por las noches a más de mil dementes.

¿Cómo es posible que haya gente que quiera vivir en un edificio así?

—Maria lleva aquí cerca de cinco años. Y, en todo ese tiempo, no ha dicho

una palabra.

La voz de Niima, compasiva, íntima y, al mismo tiempo, distante.

Un ser sin voz, sin palabras.

—No expresa ningún deseo en absoluto.

—¿Se ocupa de sí misma, de su higiene?

—Sí, come y se lava sola. Va al baño. Pero no habla, y se niega a salir de su

habitación. El primer año la teníamos vigilada, intentó ahorcarse varias veces, pero

ahora, por lo que hemos podido concluir, ha abandonado la actitud suicida.

—¿Sería capaz de vivir en un apartamento, fuera del hospital, aunque con

asistencia?

—Cada vez que intentamos sacarla de la habitación, sufre espasmos. Jamás

he visto nada igual. Es totalmente incapaz, según nuestra opinión, de vivir en

sociedad. Es como si, para ella, su cuerpo entero fuera una prótesis, un sustituto

de algo que perdió. Es metódica en su higiene diaria, se pone la ropa que le

preparamos.

La doctora Niima hace una pausa antes de proseguir:

—Y come, tres veces al día, pero no tanto como para engordar. Control total.

Pero no conseguimos conectar con ella. Nuestras palabras, nosotros, es como si no

existiéramos. Los casos extremos de autismo presentan los mismos síntomas.

—¿Medicamentos?

—Lo hemos intentado, pero ninguno de nuestros medicamentos ha logrado

vencer el hermetismo de Maria Murvall.

—¿Y por qué no podía venir un hombre?

—Porque le dan espasmos. No siempre, a veces. Sus hermanos vienen a

visitarla a veces. Y funciona. Los hermanos no son hombres.

—¿Alguna otra visita?

La doctora Niima menea la cabeza.

—Su madre no viene por aquí. Y su padre murió hace mucho.

—¿Y las lesiones físicas?

—Sanaron. Pero hubo que operarla y extirparle el útero. Lo que le

introdujeron en él aquella noche en el bosque lo destrozó.

—¿Sufre algún dolor?

—¿Dolor físico? No lo creo.

—¿Sigue alguna terapia?

—Hay algo que debes comprender, comisaria Fors: es prácticamente

imposible hacer terapia con una persona que no habla. El silencio es el arma más

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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poderosa del espíritu.

—En otras palabras, crees que ella se aferra a sí misma mediante el silencio,

¿no es así?

—Sí. Si hablara, no cabría en sí de ira.

—Esta es la habitación de Maria.

La auxiliar abre despacio la puerta, la tercera de siete que hay en un pasillo

de la segunda planta del edificio. Los fluorescentes del techo del corredor arrancan

destellos al suelo de linóleo y de una de las habitaciones sale el débil resonar de un

lamento. Huele a un detergente distinto al de la residencia. Aquí es perfumado.

Hierba y limón. Exactamente igual que en el spa del hotel Ekoxen.

—Permíteme que entre yo primero y le avise de quién viene a verla.

A través de la puerta entreabierta, Malin oye la voz de la auxiliar. Suena

como si le hablase a un niño.

—Ha venido una chica de la policía a la que le gustaría hablar contigo. ¿Te

parece bien?

Sin respuesta.

Al cabo de unos instantes, vuelve la auxiliar.

—Puedes entrar.

Malin abre del todo la puerta, cruza un pequeño vestíbulo en el que ve

entreabierta la puerta de un baño con ducha.

Sobre una mesa hay una bandeja con un plato del que Maria sólo ha comido

la mitad, una tele encima de un banco de madera, una jarapa verdiazul en el suelo,

varias láminas de motos y de dragsters en las paredes.

Y en la cama, en un rincón de la habitación, Maria Murvall. Se diría que su

cuerpo no existe; toda ella no es más que un semblante en vías de desaparición,

rodeado de mechones rubios y bien peinados.

Te pareces a mí, piensa Malin. Te pareces mucho a mí.

La mujer que está en la cama no advierte en absoluto la entrada de Malin.

Permanece sentada, inmóvil, con las piernas colgando fuera de la cama y unos

calcetines largos de color amarillo en los pies, la cabeza laxa sobre el pecho. Tiene

los ojos abiertos: una mirada vacía y, aun así, de una claridad sorprendente, fija en

algún punto impreciso del aire que llena la habitación.

Cascadas de nieve caen contra los cristales. Ha empezado a nevar de nuevo.

Tal vez la temperatura suba por fin unos grados.

—Me llamo Malin Fors. Soy comisaria de la policía judicial de Linköping.

Ninguna reacción.

Sólo calma y silencio en el cuerpo de Maria Murvall.

—Hace frío fuera. Y sopla el viento —comenta Malin.

Idiota.

No paro de hablar.

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Mejor ir al grano. Pase lo que pase.

—Hemos encontrado el cadáver de uno de tus pacientes de la oficina de

Asuntos Sociales de Ljungsbro.

Maria Murvall parpadea, permanece en la misma posición.

—Bengt Andersson. Lo hallaron colgado de un árbol. Desnudo.

Maria respira. Parpadea de nuevo.

—¿Fue Bengt la persona con la que te encontraste en el bosque?

Un pie se mueve envuelto en algodón amarillo.

—Tengo entendido que ayudaste a Bengt. Que te esforzaste más de lo

habitual para que estuviera bien atendido. ¿Es eso cierto?

Nuevas cascadas de nieve fina.

—¿Por qué te interesabas por él? ¿Por qué él era distinto? ¿O eras así con

todos?

Las palabras existen en el silencio:

Vete, no vengas a hacerme preguntas, ¿no comprendes que muero si les presto

atención? O más bien al contrario, que me veo obligada a vivir si las respondo… Respiro,

pero eso es todo. Y qué significa respirar en esas circunstancias.

—¿Tienes alguna información acerca de Bengt Andersson que pudiera sernos

de utilidad?

¿Por qué sigo con esto? ¿Porque sé que tú lo sabes?

Mana Murvall levanta las piernas, desplaza su cuerpo escuálido hasta

adoptar la posición horizontal. Su mirada se mueve al mismo tiempo que el

cuerpo.

Como si fuera un animal.

Cuéntame lo que sabes, Maria. Recurre a las palabras. Un depredador oscuro

en un bosque. ¿El mismo hombre que operó en el llano azotado por el viento?

¿Quizá?

No.

¿O sí?

En cambio, pregunto:

—¿Por qué crees que alguien querría colgar a Bengt Andersson de un árbol

en los llanos de Götaland Oriental en el invierno más frío que hemos conocido?

¿Por qué, Maria? ¿No tenía ya bastante?

¿Y quién disparó contra el cristal de su ventana?

Maria cierra los ojos, los abre de nuevo. Respira resignada, como si respirar o

no respirar hubiesen perdido su significado hace mucho. Como si todo aquello no

tuviese la menor importancia.

¿Intentas consolarme?

¿Qué es lo que ves tú, Maria, que no ven los demás? ¿Qué oyes?

—Bonitas láminas —observa Malin antes de salir de la habitación.

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En el pasillo detiene a la auxiliar que pasaba con una pila de toallas de felpa

de color naranja.

—Las láminas de las paredes parecen un tanto fuera de lugar. ¿Se las trajeron

sus hermanos?

—Sí. Supongo que deberían recordarle a su casa.

—Y los hermanos, ¿vienen a menudo?

—Sólo Adam, el menor. Viene de vez en cuando, como si tuviera

remordimientos de ver aquí a su hermana.

—La doctora Niima me dijo que venían varios de sus hermanos.

—Pues no, sólo viene uno. Estoy segura.

—¿Tenía mejor relación con él?

—Eso no lo sé, pero es posible, puesto que es el único que viene a verla. En

una ocasión vino otro, pero no pudo ni entrar en la habitación. Dijo que ella era

demasiado hermética, que no lo soportaba. Que era exactamente igual que un

armario. Eso mismo dijo, ni más ni menos. Y luego se marchó.

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Capítulo 28

¿Eres tú, Bengt?

Aquí estoy, Maria. ¿Me ves?

No, no te veo, pero te siento flotando en el aire.

Y yo que creía que me desplazaba tan en silencio…

Sí, así es, pero, ¿sabes?, yo oigo aquello que pasa inadvertido a los demás.

¿Tuviste miedo?

¿Y tú?

Eso creo, pero al cabo de un rato, uno comprende que el miedo no sirve de nada y,

entonces, desaparece de un plumazo. ¿A que sí? ¿A que es así?

Sí.

Todo guarda relación.

Esto desprende un aroma a soledad. ¿Eres tú o soy yo?

¿Te refieres al olor a manzanas? No somos ni tú ni yo. Es otra persona.

¿Quién?

Ellos, él, ella, todos nosotros.

¿También el que disparó contra el cristal de tu ventana?

Recuerdo que llegué a casa tarde, muy tarde, y vi los agujeros. Y sabía que eran

agujeros de bala.

Pero ¿quién disparó?

Creo que dispararon todos.

¿Son varios?

Si todos estamos implicados, siempre somos varios, ¿no, Maria?

Zeke se encuentra a tres metros de Karin Johannisson, en el umbral de la

puerta entre la cocina y la sala de estar del apartamento de Bengt Andersson.

Tiene la cazadora bien abrochada, ya que la calefacción está al mínimo, sólo lo

suficiente para evitar que el agua se congele y revienten las tuberías. Ya ha

sucedido en varios barrios de la ciudad este invierno, sobre todo cerca de

Navidad, cuando la gente elegante se fue a Tailandia y a todos esos lugares a los

que suele viajar, mientras sus calderas se paraban y, ¡pan!, con las consiguientes

fugas de agua.

Supongo que mi recompensa es la bonificación del seguro, piensa Zeke.

Karin está arrodillada en el suelo, se inclina por encima del sofá, hurga con

unas pinzas en un agujero de la tapicería.

Zeke no puede evitarlo; cuando se agacha así, y vista desde detrás, es

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bastante soportable, por no decir deseable. Bien torneada. Sin duda.

Habían recorrido el trayecto hasta allí en silencio. Él le hizo saber con su

postura y su expresión que se las arreglaría sin ningún tipo de charla. Y Karin se

concentró en la carretera, pero parecía querer hablar, como si hubiese estado

esperando una oportunidad así para estar a solas con él.

El agujero en el que Karin está hurgando se encuentra alineado con las

ventanas, pero puede proceder de cualquier punto.

De pronto, Karin mueve la mano de un lado a otro, dice:

—Eso es, muy bien —y luego, con gesto triunfal, saca la pinza.

Se da la vuelta, le muestra la pinza, añade:

—Si busco un poco más, te apuesto lo que quieras a que encontraremos otras

dos bellezas como ésta.

Malin está en la cocina de su apartamento. Intenta ahuyentar la imagen de

Maria Murvall en la cama de la sórdida habitación del hospital.

—Sigue con Zeke en la línea de investigación Murvall. Pero si la pista de la

secta de los Ases de repente exige mucho trabajo, nos centraremos en ella.

La voz de Karim Akbar en la supervisión, como si toda la cadena hasta llegar

a Maria Murvall hubiese sido idea suya. Bueno, después de todo, está bien

concentrar el trabajo.

Sven Sjöman:

—Bien, tendremos que sacar los antecedentes de los hermanos Murvall.

Johan, tú y Börje, seguid trabajando con la pista de la secta nórdica. Mirad debajo

de cada runa que veáis. Y también debemos volver a interrogar a los vecinos de

Bengt Andersson, preguntarles si vieron u oyeron algo extraño, ahora que

sabemos que lo del cristal de la ventana son agujeros de bala.

Balas de goma.

Karin y Zeke habían encontrado tres de esas balas de color verde en el sofá.

Seguramente, una por cada agujero. El tamaño justo para entrar en un arma de

bajo calibre, un rifle monotiro, con toda probabilidad.

Balas de goma.

Demasiado serio para ser una travesura de muchachos. Aunque quizá

tampoco totalmente en serio. Sí, tal vez para provocar dolor. Hacer sufrir. Tal y

como te hicieron sufrir a ti, Bengt.

Balas de goma.

Imposible asegurar con qué tipo de arma se dispararon, según Karin:

—Los relieves del cañón no se aprecian con la claridad suficiente. La goma es

más flexible que el metal.

Malin echa un poco de vino tinto en la olla que tiene hirviendo en el fogón.

Johan Jakobsson:

—Hoy hemos estado interrogando a unos fanáticos del Ásatrú en la zona de

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Kinda. Por lo que pudimos observar, eran inofensivos, gente… interesada por la

Historia, diría yo. El catedrático de la universidad debe de ser el mayor

chupacámaras que he conocido jamás. Y parece limpio. El novio, un tal Magnus

Djupholm, nos confirmó el incidente de los gatos.

Chupacámaras.

Karim enarcó una ceja al oír la palabra, como si, de repente, hubiera tomado

conciencia de que padecía una enfermedad.

Malin, en cambio, se rió para sus adentros.

Johan se había llevado a la reunión tanto el diario Aftonbladet como el

Expressen. Nada en primera página. Sólo páginas enteras con una gran foto del

catedrático, «experto en antiguos rituales vikingos», que explicaba en qué consistía

un sacrificio de invierno, e insinuaciones de que creía que volvería a suceder.

Sven, en silencio durante casi toda la reunión.

Malin remueve el contenido de la olla, aspira el aroma a pimienta blanca y a

laurel.

Su asesinato desaparece de la conciencia general. Nuevos asesinatos, nuevos

escándalos de personas que salen en televisión, maniobras políticas, bacterias

asesinas en Tailandia.

¿Qué vale un cuerpo colgado de un árbol cuando ha dejado de ser «nuevo»?

Bollbengan, has dejado de ser noticia.

La puerta que se abre en el pasillo.

Tove.

—Mamá, ¿estás en casa?

—Estoy en la cocina.

—¿Has preparado algo de comer? Me muero de hambre.

—Sí, guiso de carne.

Las mejillas de Tove, sonrosadas, hermosas; las mejillas más hermosas del

mundo.

—He visto a Markus. Hemos merendado algo en su casa.

Una casa blanca, grande, de médicos, del barrio de Ramshäll. El padre,

cirujano, vestido de blanco y verde; la madre, especialista de la unidad de

Otorrinolaringología. Dos médicos: una combinación habitual en la ciudad.

Y entonces, suena el teléfono.

—Cógelo tú —dice Malin.

—No; mejor contesta tú.

Malin levanta el auricular del soporte de la pared.

—Malin, soy papá. ¿Qué tal estáis por ahí?

—Bien. Pero hace frío. He ido a regar las plantas.

—No llamo por eso. Hace frío por allí, ¿verdad? Hemos visto en las noticias

por satélite que en Estocolmo se ha congelado el agua de los radiadores en las

casas.

—Sí, aquí también.

Algo quiere, piensa Malin. Me pregunto cómo me lo soltará.

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—¿Llamabas por algo en concreto?

—Pues era sólo que… Bueno, déjalo, ya lo hablaremos otro día.

No tiene ganas de ser amable, no tiene ganas.

—Como quieras.

—¿Está Tove en casa?

—Acaba de entrar en el baño.

—Bueno, da igual, no era nada importante. Ya hablaremos. Adiós.

Malin se queda con el auricular en la mano. Nadie es capaz de concluir una

conversación de forma tan brusca como su padre. Está ahí y, de repente, ya no

está.

Tove vuelve a la cocina.

—¿Quién era?

—El abuelo. Sonaba algo raro.

Tove se sienta a la mesa, mira por la ventana.

—Toda la ropa que hay que ponerse en esta estación hace fea a la gente —

observa—. La hace gorda.

—¿Sabes? —responde Malin—. Hay comida suficiente para Janne. ¿Lo

llamamos por si le apetece venir?

Un deseo repentino de verlo. Tocar algo. Sentirlo. Así, sin más.

A Tove se le ilumina la cara.

—Llámalo —le dice Malin. Y la sonrisa de Tove se extingue tan rápido como

surgió.

—No, mamá, tienes que llamarlo tú.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco tonos de llamada. No hay respuesta.

Puede que tenga guardia en el parque de bomberos.

Pero la telefonista le dice:

—Hoy tenía el día libre.

El móvil.

Salta el contestador de Janne: «Hola, soy Janne. Deja un mensaje después de

la señal y te llamaré en cuanto pueda».

Ningún mensaje.

—¿No has podido hablar con él?

—No.

—Bueno, mamá, pues vamos a comer nosotras.

Tove está durmiendo en su cama.

Son más de las once y media. Malin, totalmente despabilada en el sofá.

Se levanta, va a la habitación de Tove y la contempla, su cuerpo perfecto de

muchacha bajo la sábana, el tórax que asciende y desciende…

Los hermanos no son hombres.

Un exceso de vidas.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Un flujo sanguíneo cálido, muy cálido. Otro cuerpo en otra cama.

Janne, Janne, ¿dónde estás? Ven aquí. Vuelve. El guiso de carne está en el

fuego.

No puedo. Transporto sacos de harina por una montaña de Bosnia, la

carretera está minada. Aquí me necesitan.

Nosotras te necesitamos.

Malin entra en su dormitorio. Está sentada en el borde de la cama, cuando

suena el móvil.

Sale corriendo hacia el vestíbulo, encuentra el aparato en el bolsillo de la

cazadora.

—Hola, soy Daniel Högfeldt.

Lo primero, ira. Después, resignación. Finalmente, esperanza.

—¿Tienes algo para mí?

—No, ninguna novedad. ¿Tú qué crees?

—Creo que, si quieres, puedes venir.

—¿Estás en casa?

—Sí. ¿Vienes?

Malin se mira en el espejo de la entrada, observa cómo el contorno de su cara

va difuminándose mientras la contempla.

¿Por qué resistirse?

Malin susurra al teléfono:

—Voy, voy, voy.

Se toma un vaso grande de tequila antes de salir del apartamento. En el suelo

de la entrada, una nota.

«Tove, me llamaron del trabajo. Estoy en el móvil. Mamá».

SSEEGGUUNNDDAA PPAARRTTEE

HHeerrmmaannooss

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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[En la oscuridad]

¿Sois vosotros?

¿Venís con amor?

Bocetos, apuntes, mi pequeño libro negro lleno de pequeñas palabras negras,

imágenes de ahora, del futuro, del pasado, de la sangre.

No estoy loco. Sólo una parte de mí ha cedido, ha soltado las riendas. ¿De

qué sirvió hablar con la psicóloga?

Allí está el libro de apuntes, en el armario de casa; aquí sólo hay migas de

galleta, manzanas, un buzón que vaciar y lo que hay que hacer, lo que ya se ha

hecho y debe hacerse otra vez.

Soltadme, ¿me oís? Vuestras risas me rompen.

Esto está frío y húmedo.

Quiero irme a casa. Aunque, seguramente, ahora ésta es mi casa.

Sólo quiero participar en el juego.

Que me den amor.

Eso es todo.

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Capítulo 29

Miércoles, 8 de febrero

El dormitorio de Daniel Högfeldt. ¿Qué hago aquí?

¿Son suyas esas manos sobre mi cuerpo? Es ansioso, decidido, abraza,

pellizca, palmea. ¿Azota también? Déjalo que azote. Deja que te arañe un poco,

bien puede hacerte algo de daño.

Me rindo. Permito que suceda. Su cuerpo es duro y eso basta, me la sopla

quién sea.

Las paredes grises. Mis manos cerca del larguero cromado de la cama, Daniel

me mordisquea los labios, mete la lengua en mi boca y empuja, empuja.

Sudor. Treinta y cuatro grados bajo cero.

Tove, Janne, mi padre, mi madre. Bollbengan. Maria Murvall.

Daniel Högfeldt sobre mí. Ahora es él quien decide. ¿Crees que soy tuya,

Daniel? Podemos fingir que así es, si tú quieres.

Duele. Y produce placer.

Ella toma el mando, rueda sobre la cama, se aleja de él, le empuja contra el

colchón. Se encarama encima, dentro.

Ahora, Daniel, ahora.

Me pierdo en ese dolor placentero. Y es maravilloso.

¿No es eso todo lo que necesitamos?

Malin está tumbada junto a Daniel, se incorpora y queda sentada en la cama.

Contempla el cuerpo musculoso y durmiente que tiene a su lado. Se levanta, se

viste, se marcha.

Son las cinco. Linköping está desierta. Se dirige a la comisaría.

Te he oído marcharte, Malin, estaba despierto, pero tú no te diste cuenta.

Quería que te quedaras, sí, eso quería, con el maldito frío que hace ahí fuera;

quería decirte que quiero que te quedes. Incluso el tipo más valiente de persona, el

más duro en apariencia, necesita calor, todo el mundo lo necesita.

No hay nada de original en el calor.

Aun así, lo es todo.

Yo me dedico a indagar y a hurgar en las vidas de la gente, trato de desvelar

sus secretos. No existe un ápice de calor en ese oficio y, pese a todo, me gusta.

¿Cómo llegué a ser así?

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Los hermanos Murvall.

Adam, Jacob, Elias.

Malin tiene delante sus informes, sobre la mesa. Los hojea distraída, lee,

toma café.

Tres personas. Engendradas en el mismo molde, o casi.

Los antecedentes penales de los tres hermanos pueden leerse como la

descripción de un combate de boxeo.

Primera ronda: hurtos, hachís, motos amañadas, conducción sin permiso,

entorpecimiento del ejercicio de la ley, atracos a gasolineras, robos a los camiones

de Cloetta.

Segunda ronda: malos tratos, peleas callejeras.

Tercera ronda: perseguidos por robo, chantaje, robo de un barco, tenencia

ilícita de armas. Rifle monotiro, Husqvarna.

Luego es como si el combate hubiese terminado.

Las últimas anotaciones en los informes de los tres hermanos se hicieron hace

diez años.

Es decir, ¿qué ocurrió con los hermanos Murvall? ¿Se reformaron? ¿Crearon

una familia? ¿Iniciaron una vida decente? ¿Se volvieron más inteligentes? Esto

último, nunca. Eso no sucede jamás. Una vez gánster, siempre gánster.

¿Quién es peor?

Observaciones, extractos de interrogatorios.

Adam, el hermano menor. Un fumador de hachís violento y loco por los

motores, sí damos crédito a los informes. Agredió e hirió a un conductor de

Mantorp porque lo venció en una carrera que él tenía esperanzas de ganar.

¿Apuestas? Seguro. Tres meses en la prisión de Skänninge. Dos alces cazados

en febrero. Un mes en Skänninge. Maltrato a su pareja. Supuesto intento de

violación. Seis meses.

Jakob, el mediano. Analfabeto, según la documentación. Disléxico. Proclive a

la ira. ¿Qué hace un tipo así? Golpea a un maestro en séptimo curso, le arranca el

brazo a patadas a un niño de su misma edad delante del quiosco de Ljungsbro.

Granja de atención a la juventud. Venta de hachís en el patio del colegio cuando

volvió; le fracturó la mandíbula a un policía que intentaba detenerlo. Seis meses en

Norrköping, extorsión a propietarios de diversos negocios en Borensberg,

conducción en estado de embriaguez. Un par de años en Norrköping. Luego,

nada. Como si la desviación de su conducta hubiese enmudecido.

Elias, el hermano mayor. Un ejemplar magnífico. Algo así como un talento

para el fútbol, pero en la segunda división, hasta que a los trece años cometió un

atraco en el quiosco de la asociación deportiva de Ljungsbro. Homicidio

preterintencional al estrellarse contra un árbol mientras conducía ebrio. Seis meses

en Skänninge. Agresión con lesiones graves en el restaurante Hamlet. Golpeó a un

cliente con una jarra de cerveza en la cabeza. El hombre perdió la vista de un ojo.

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«Torpe para pensar, fácil de persuadir, vacilante.» Palabras del psicólogo.

¿Torpe para pensar? ¿Cómo pudo escribir una cosa así?

La hermana pequeña, Maria.

Así que estos son tus hermanos, ¿no, Maria? Los que colgaron las láminas en

la pared de tu habitación. ¿Fue Adam? Me figuro que en su lengua, en la lengua

de Adam, eso es tener consideración.

El cadáver violáceo de Bengt en el árbol.

¿La venganza de tres hermanos?

Cuarta ronda: ¿asesinato?

Malin se frota los ojos. Da sorbitos a su tercer café. Oye que abren la puerta

de la oficina, siente un golpe de aire frío.

La voz de Zeke, bronca y cansada:

—Has venido temprano hoy, ¿no, Fors? ¿O es que ha sido una noche muy

larga?

Zeke pone la radio.

El volumen bajo.

—Deliciosa lectura, ¿verdad?

—Bueno, parece que ya se han moderado —responde Malin.

—O quizá se hayan vuelto más habilidosos.

Zeke va a decir algo más, pero su voz queda acallada por el ruido de la radio.

La canción va apagándose, una musiquilla irritante, luego la voz suave de la

amiga de Malin, «era… »

Helen.

Ella se crió por esa zona, recuerda Malin. Y tiene casi la misma edad que los

hermanos. ¿Y si los conociera? Podría llamarla. La llamo.

—Hola, Malin.

Esa voz, tan sexy y acariciante al teléfono como por la radio.

—¿Puedes hablar?

—Tenemos tres minutos y veintidós segundos, hasta que acabe la canción. Y

puedo sacar otro tanto si paso de la presentación de la siguiente.

—Bien, pues iré al grano: ¿conoces a los hermanos Murvall de cuando vivías

cerca del convento de Vreta?

—¿Por qué?

—Sabes que no puedo decírtelo.

—Los hermanos Murvall. Claro, todo el mundo los conocía.

—¿Eran famosos?

—Sí, podría decirse que sí. Se los conocía por el sobrenombre de «los locos de

los hermanos Murvall». Daban un poco de miedo, pero, bueno, también

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inspiraban cierta compasión. Ya sabes, eran de esos niños que todos saben que no

llegarán a nada bueno en la vida, pero que protestan a gritos contra el orden

establecido. Ya sabes, esos que, en cierto modo, se encuentran algo marginados

desde el principio. De los que, bueno, no sé, quizá están condenados desde el

principio a llamar a la puerta de la gente normal, pero a los que nadie deja entrar.

Los que están algo así como marcados. Vivían en Bläsvädret, el agujero más

infernal y expuesto al viento de toda la llanura. Eran los dominios de la familia

Murvall. No me sorprendería que aún vivieran allí.

—¿Recuerdas a Maria Murvall?

—Sí, ella era la que sí llegaría a algo. Estaba en mi curso.

—¿Erais amigas?

—No; en cierto modo, ella también estaba un poco marginada. Como si

llevase la misma marca, como si sus buenas notas no fueran más que… uf, suena

horrible, lo sé, pero como si no fueran más que una rebeldía absurda. Los

hermanos la protegían. Había un chico que intentaba hacerle la vida imposible por

algo, no recuerdo qué, y ellos le rasparon las mejillas con una lija y le causaron dos

heridas enormes. Pero no se atrevió a contar quién se lo había hecho.

—¿Y el padre?

—Hacía todo tipo de trabajos. Lo llamaban Svarten, el Negro. Era bastante

claro de piel, pero aun así, ése era su apodo. Sufrió un accidente y se fracturó la

columna, lo que lo condenó a una silla de ruedas. A partir de ahí, se mató a

borracheras, aunque hacía ya tiempo que había empezado a beber mucho. Al

parecer, se rompió el cuello un día en que la silla rodó por las escaleras de su casa.

—¿Qué me dices de la madre?

—Corría el rumor de que era una especie de bruja, pero supongo que era un

ama de casa normal y corriente.

—¿Bruja, dices?

—Habladurías, Malin. Un pueblo tan miserable como Ljungsbro vive de las

habladurías.

La voz en la radio.

—El próximo tema se lo dedico a mi buena amiga Malin Fors, la estrella más

rutilante de la policía de Linköping.

Zeke exhibe una sonrisa burlona.

—Sigue brillando, Malin. Pronto serás famosa en el mundo entero. Por ahora,

Malin Fors se dedica a investigar el caso de Bengt Andersson, que ha suscitado el

interés de todos en esta ciudad. Si sabéis algo al respecto, llamad a Malin Fors, de

la policía de Linköping. Cualquier información puede resultar útil.

Zeke sonríe más aún.

—Ahora te freirán a llamadas.

Empieza a sonar la música.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Esta es mi canción de amor, mi paso por este mundo…

La voz del cantante Plura vibrando de sed y sentimentalismo.

«… soy lo que soy… un muchacho de pueblo, así podéis llamarme, un

muchacho de pueblo… »

¿Y qué soy yo?, se pregunta Malin.

¿Una chica de pueblo?

No por amor. Quizá por obligación.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 30

En el preciso momento en que terminó la canción que emitía la radio, sonó el

teléfono que Malin tenía sobre el escritorio.

—Joder, ahí lo tienes —dice Zeke.

—Anda ya, puede ser cualquiera —responde Malin—. No tiene por qué tener

que ver una mierda con el caso.

El auricular parece vibrar cuando suena otra vez, incitando a que se lo tome

en serio.

—Malin Fors, policía de Linköping.

Silencio en el auricular.

Respiración.

Malin hace un gesto de advertencia a Zeke, alza la mano. Entonces se oye

una voz grumosa, como recién salida de la adolescencia.

—Soy el del videojuego.

¿El videojuego?

Malin rebusca febrilmente en su memoria.

—El de los Gnu Warriors.

—¿Perdón?

—Me interrogasteis sobre…

—Ah, sí, ahora me acuerdo —dice Malin, recreando en su mente la imagen

de Fredrik Unning, mando en mano, en el sótano de la opulenta casa burguesa. Y

recuerda cómo lo miraba su padre, con cierta distancia.

—Te pregunté si conocías algún dato que nosotros debiéramos saber.

—Sí, eso. Pues es que estaba escuchando la radio.

Ahora se percibe en su voz el mismo miedo que reflejaron sus ojos el día del

interrogatorio en su casa. Una sensación breve y ardiente, que desaparece tan

pronto como ha llegado.

—¿Y sabes algo?

—¿Podéis venir aquí hoy, tú y el otro policía?

—Hoy tenemos que ir a Ljungsbro. Es posible que tardemos un buen rato,

pero iremos después.

—Nadie tiene por qué saberlo, ¿verdad? Me refiero a que habéis estado aquí.

—No, qué va, eso puede quedar entre nosotros —dice Malin. Y piensa:

aunque, como es natural, depende de lo que nos cuentes. Y acto seguido se

sorprende de la ligereza con la que le miente al joven en beneficio de la

investigación, su único objetivo. Sabe que ella detestaría que la trataran de esa

forma. Aun así, es lo que hace:

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Quedará entre nosotros.

—Vale.

Luego se oye el clic al colgar y ve la expresión inquisitiva de Zeke al otro

lado del escritorio.

—¿Quién era? —pregunta.

—¿Te acuerdas de Fredrik Unning? El chico al que interrogamos mientras

jugaba a un videojuego en su inmenso chalet.

—¿Era él?

—Sí, parece que tiene algo que contarnos. Pero primero vamos a ver a los

Murvall. ¿O tú qué dices?

—Los Murvall —responde Zeke, señalando la puerta—. Vaya, ¿y qué será lo

que le tiene preocupado al joven Unning?

—Al otro lado de esta calle, el precio de la vivienda es un treinta por ciento

más bajo —dice Zeke mientras, a la altura de una hamburguesería Preem desierta,

gira para acceder a la calle que conduce al grupo de casas que forman el barrio de

Bläsvädret. El frío cruje rabioso fuera del coche. Se diría que los grados bajo cero

se retuercen al viento; las ráfagas alborotan la nieve de los montones inertes y su

materia barre la luna delantera en oleadas transparentes.

—Joder, qué viento —protesta Malin.

—Y el cielo está blanco.

—Cállate, Zeke, cierra el pico.

—Malin, me encanta cuando dices banalidades. Me encanta.

Un lugar que infunde temor. Esa es la primera sensación.

Es perfecto ir allí con Zeke porque, si ocurre algo, él es capaz de cambiar el

chip en una fracción de segundo. Como aquella vez en Lambohov, cuando un

drogadicto sacó una jeringa y se la puso a Malin en el cuello. Ni siquiera se dio

cuenta de cómo lo hizo, pero Zeke giró el brazo en un movimiento inesperado y le

quitó la jeringa al drogadicto. Luego lo derribó y se puso a darle patadas en el

estómago.

Malin tuvo que sujetarlo para que parase.

—No pasa nada, Fors, parecerán puñetazos normales y corrientes. Sólo que

esto duele más. Joder, quería matarte, ¿no? Y eso es algo que no podemos permitir,

¿verdad?

Una nueva ráfaga, más fuerte esta vez.

—Joder, qué extraño. Apenas si soplaba el viento por el camino. ¿Qué pasa

en este barrio?

—Bläsvädret es un triángulo de las Bermudas —asegura Zeke—. Aquí puede

pasar cualquier cosa.

Una sola calle.

La calle Blåsstigen.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Cinco casas pintadas de rojo a un lado, garajes y talleres al otro, una casa de

ladrillo de silicato con las persianas echadas. Una casa blanca de mayor tamaño

más adelante, allí donde termina la calle, casi invisible entre el polvo de nieve.

Las casas de Blåsvädret que no son las de la familia Murvall están silenciosas;

sus habitantes deben de hallarse en el trabajo. El reloj del salpicadero indica las

once y media; pronto será la hora del almuerzo y Malin siente que le ruge el

estómago.

Comida, por favor, café no.

Los hermanos Murvall son vecinos. Las dos últimas casas de madera y la

casa de ladrillo son las suyas. La casa blanca, de la madre. Las ventanas de las

casas de madera se ven negras, coches desguazados aquí y allá en las parcelas,

medio cubiertos de nieve y hielo. Pero tras las ventanas de la casa de ladrillo brilla

la luz y una verja de hierro negra y abombada oscila al viento. El edificio del taller

de enfrente tiene puertas pesadas de hierro negro, y delante hay estacionado un

Range Rover verde de un modelo antiguo.

Zeke detiene el coche.

—Es la casa de Adam —dice.

—Pues vamos a llamar.

Se abrochan bien las cazadoras, salen. Más coches desguazados. Pero no

como los de Janne. Estos coches escapan a toda salvación: ninguna mano amorosa

está dispuesta a encargarse de ellos. En la entrada del garaje, una furgoneta Skoda

de color verde. Zeke mira el maletero, pasa la mano enguantada por la nieve,

menea la cabeza.

El viento alcanza unos niveles ya indescriptibles, intensas ráfagas iracundas

con pequeños remolinos de frío ártico que atraviesan fácil y burlonamente el tejido

de la cazadora, la lana del jersey de cuello alto.

Arena en la escalinata de hormigón. El timbre no funciona, Zeke aporrea la

puerta, pero el interior de la casa está en silencio.

Malin mira a través del gran cristal verde de la puerta. La imagen

desdibujada de un vestíbulo, ropa de niño, juguetes, una vitrina con armas,

desorden.

—No hay nadie en casa.

—A estas horas, estarán en el trabajo —observa Malin. Zeke asiente.

—Puede que se hayan vuelto gente decente.

—Es raro —dice Malin—. ¿Te das cuenta de que, en cierto modo, las casas

parecen formar parte de un todo?

—Es que son sólo una y la misma casa —responde Zeke—. No físicamente,

pero si las casas tienen espíritu, éstas comparten el mismo.

—Vamos a la de la madre.

Pese a que la casa blanca no está a más de setenta y cinco metros calle abajo,

resulta imposible distinguir nada salvo el contorno de la fachada y la madera

blanca que, de vez en cuando, se atisba entre la blancura de alrededor.

Se encaminan hacia la casa.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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A medida que se acercan, se desvanecen el humo de la nieve y la neblina del

frío y ven que todo el jardín está lleno de manzanos enhiestos. Las ramas negras y

tiesas al viento. Malin toma aire, cierra los ojos por un instante y trata de sentir el

aroma de la flor del manzano y de la fruta que deberán dar los árboles en

primavera y a finales de verano.

Pero el mundo aquí carece de aroma.

Abre los ojos.

La fachada de la casa está torcida, se ha asentado sobre el terreno irregular y

sus maderos amorfos parecen cansados y, al mismo tiempo, rebeldes. La luz sale a

raudales de las ventanas.

—Parece que la madre sí está en casa —apunta Zeke.

—Sí —responde Malin, que se ve interrumpida sin poder continuar.

Un hombre alto y con barba de una semana en torno a una boca bien

perfilada. Lleva un mono de trabajo verde y ha abierto la puerta de la casa blanca.

El hombre se queda mirándolos fijamente desde el porche.

—¿Y quién demonios sois vosotros? Si se os ocurre entrar en la parcela, saco

el rifle y os vuelo la cabeza.

—Bienvenida a Bläsvädret —dice Zeke con una sonrisa esperanzada.

—Somos de la policía.

Malin se acerca al hombre del porche sosteniendo la placa en alto.

—¿Podemos entrar?

Y entonces los ve.

A todos, toda la familia mirándolos a través de las ventanas de la casa blanca:

mujeres cansadas, niños de distintas edades, una señora con una pañoleta, ojos

hundidos y negros sobre una nariz afilada y unos mechones de cabello liso y gris

que le caen sobre la piel cristalina de las mejillas. Malin mira sus rostros, los torsos

al otro lado de la ventana y piensa que esas personas parecen estar unidas como

siameses por la parte de sus cuerpos que queda oculta a su vista. Que los muslos,

las rodillas, las pantorrillas y los pies de toda la familia están juntos, inseparables,

diferentes pero, al mismo tiempo, superiores.

—¿Qué queréis de nosotros?

El hombre del porche parece escupir las palabras.

—¿Con quién tenemos el honor de hablar?

El tono directo de Zeke surte efecto, al parecer.

—Elias Murvall.

—Muy bien, Elias, invítanos a entrar, no nos dejes aquí plantados con este

frío.

—Aquí no invitamos a entrar a nadie.

Desde el interior de la casa se oye la voz cortante de una mujer, que suena

como la de una persona acostumbrada a salirse con la suya:

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—Que entre la policía, muchacho.

Elias Murvall se aparta y los sigue hasta la entrada, donde los recibe un olor

intenso a col requemada.

—Y ya podéis quitaros los zapatos —resuena de nuevo la voz femenina.

El vestíbulo está atestado de abrigos, de cazadoras infantiles de colores

chillones, anoraks baratos, un abrigo del ejército. Enfrente, Malin ve una sala de

estar. Muebles tradicionales sobre alfombras Wilton, reproducciones de Johan

Krouthén con prados de Götaland Occidental bañados por el sol. Una pantalla de

ordenador de último modelo, el más plano, desentona en el conjunto.

Malin se quita las Caterpillar y se siente vulnerable al verse descalza entre

aquellas personas.

La cocina.

En torno a una gigantesca mesa extensible colocada en el centro de la

habitación y preparada para el almuerzo están sentados quienes supone que son

todos los miembros de la familia Murvall, en silencio y expectantes. Son más de

los que acaba de ver por la ventana y no crecen como siameses. Malin cuenta hasta

tres mujeres con niños pequeños, bebés que sostienen en el regazo y, al otro lado,

sillas con niños de distintas edades. ¿No deberían estar en la escuela? ¿Reciben

instrucción domiciliaria? ¿O acaso son aún demasiado pequeños?

Dos hombres más en la habitación, uno con la barba recortada y el otro recién

afeitado. Llevan un mono de trabajo parecido al de Elias, el que los recibió en la

puerta, y presentan el mismo aspecto burdo y vigoroso. El que está recién afeitado,

que parece también el más joven, debe de ser Adam. Da golpecitos sobre la

servilleta que está en la mesa como si ésta fuese una puerta; tiene los ojos de un

azul tan oscuro que resultan casi negros, como los de su madre. El mediano, Jakob,

de pelo ralo, está sentado ante los fogones, se aprecia claramente su barriga bajo el

mono y les dedica una mirada turbia, como si se las hubiese visto con la policía

miles de veces, las mismas que los ha mandado al infierno.

La madre está junto al fuego. La mujer, delgada y de baja estatura, lleva una

falda roja y una rebeca gris. Se dirige a Malin.

—En esta familia se come budín de col los miércoles.

—Muy rico —observa Zeke.

—¿Qué sabrás tú? —le espeta la mujer—. ¿Has probado el mío?

Pronuncia estas palabras al tiempo que le hace a Elias un gesto que significa:

«Venga, siéntate a la mesa. Ahora».

Algunos de los niños pierden la paciencia, se levantan de la silla y salen

corriendo de la cocina hacia la sala de estar y de ahí a la escalera que conduce a la

primera planta.

—¿Y bien?

La mujer mira a Malin. Luego a Zeke.

Zeke no vacila. Antes al contrario, exhibe una leve sonrisa, preludio de su

anuncio a todos los presentes:

—Hemos venido por el asesinato de Bengt Andersson, cuyo nombre aparece

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mencionado en el caso de la violación de su hija, Maria Murvall.

Y Malin experimenta un breve instante de calidez interior pese a los actos a

que aluden las palabras de su colega. Así es como debe ser, ni más ni menos. Zeke

no siente el menor temor, entra de cabeza en el avispero. Se gana el respeto. Sé

muy bien por qué lo admiro, aunque a veces se me olvide.

Ninguna de las personas sentadas a la mesa pestañea siquiera.

Jakob Murvall extiende el brazo sobre la mesa con actitud indolente, coge un

cigarrillo de un paquete de Blend y lo enciende. Uno de los bebés refunfuña un

poco en el regazo de su madre.

—No sabemos nada de eso —dice la mujer—. ¿A que no, chicos?

Los hermanos menean la cabeza.

—Nada —repite Elias, burlón—. Nada.

—Violaron a vuestra hermana. Y una de las personas cuyo nombre figura en

los documentos de la investigación aparece asesinada —explica Zeke.

—¿Qué hicisteis la noche del miércoles? —pregunta Malin.

—No tenemos por qué contaros una mierda —responde Elias.

Malin piensa que su hosquedad es exagerada, como si no quisiera mostrarse

débil ante los demás.

—Sí, claro que sí. Tenéis que hacerlo —objeta Zeke—. Vuestra hermana…

Adam Murvall se incorpora y grita agitando los brazos:

—Ese cerdo pudo muy bien haber violado a Maria. Ahora está muerto y me

parece perfecto.

El color de sus ojos pasa de azul a negro mientras escupe las palabras.

—Quizá ahora Maria estará tranquila.

—Hijo, siéntate.

La voz de la madre desde la hornilla.

A estas alturas varios de los niños han empezado a gritar, las mujeres tratan

de apaciguarlos y Elias Murvall obliga a su hermano a sentarse.

—Venga, hombre —dice la madre cuando por fin todo vuelve a quedar en

silencio—. Creo que el budín está listo. Y las patatas también.

—Ásatrú, el culto a los dioses Ases, ¿vosotros lo practicáis?

Risas dispersas de los adultos en torno a la mesa.

—Somos tíos de verdad —asegura Jakob Murvall—. No somos vikingos.

—¿Tenéis armas en casa? —pregunta Malin.

—Sí, todos tenemos armas de caza —responde Elias Murvall.

—¿Cómo obtuvisteis la licencia para ello, con el historial que tenéis?

—Pecados de juventud. Ya ha pasado mucho tiempo.

—¿Tenéis rifles monotiro?

—Eso debería daros exactamente igual.

—O sea, que no fuisteis vosotros quienes disparasteis contra la ventana de

Bengt Andersson, ¿no? —continúa Malin.

—Ah, ¿pero es que alguien ha disparado contra su ventana? —pregunta Elias

Murvall—. Bueno, eso a él ya no creo que le importe, ¿no?

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—Nos gustaría ver las armas que tenéis en las vitrinas —interviene Zeke—.

Porque seguro que tenéis vitrinas para las armas, ¿verdad? Y tenemos muchas

preguntas que haceros. Queremos hablar con vosotros tres, uno por uno. Aquí

mismo o en la comisaría, vosotros elegís.

Las mujeres me miran, piensa Malin, intentan averiguar con los ojos lo que

pretendo, como si yo fuera a arrebatarles algo que, en el fondo, no desean tener

pero que defenderían hasta la muerte.

—Pueden citar a mis hijos para interrogarlos. Y si quieren ver las armas,

vuelvan con una orden judicial —dice la mujer—. Pero ahora los hermanos

Murvall van a comer, así que venga, fuera de aquí.

—También queremos hablar con usted, señora Murvall —advierte Zeke.

Rakel Murvall les apunta con la barbilla.

—Elias, acompaña a los policías a la salida.

Malin y Zeke se detienen en medio del frío delante de la casa, miran la

fachada, las formas que se adivinan tras los cristales cada vez más cubiertos de

vaho. Malin siente el placer de llevar puestos los zapatos.

—Y pensar que hay gente capaz de vivir así hoy, en Suecia —observa—.

Fuera de toda norma social, por así decirlo. Es de un anacronismo anómalo, diría

yo.

—Pues no sé —responde Zeke, antes de soltar lo que parece ser la primera

explicación que se le ha pasado por la cabeza—. Son las ayudas —afirma—. Es

culpa de las malditas ayudas. Apuesto lo que quieras a que todos ellos cobran el

paro y ayudas sociales y todo lo demás. Y la pensión de los niños, con tantos como

tienen, debe de suponer una pequeña fortuna al mes.

—No estoy muy segura de que sean las ayudas —dice Malin—. Puede que

no perciban ninguna. Pero aun así. Estamos en el segundo milenio. En Suecia. Y

ante una familia que parece vivir por completo según sus propias reglas.

—Se pasan la vida arreglando coches, cazando y pescando mientras nosotros

curramos. ¿Quieres que me inspiren compasión?

—Los niños, quizá. ¿Quién sabe qué vida llevan?

Zeke se detiene, como si reflexionara.

—Vivir al margen de la sociedad no es nada inusual, Malin. Nada raro en

estos tiempos, en realidad. Mira la peña de Borlänge, de Knutby, de Sheike y,

joder, la mitad de la región de Norrland. Es lógico, coexisten con nosotros y,

mientras no alteren el orden público, a nadie le importa. Deja que arrastren en paz

su mísera existencia mientras la gente normal vive la suya. Pobres, tarados,

inmigrantes, minusválidos. A nadie le importa, Malin. Salvo para ver confirmada

la normalidad de su propia existencia. Y, en realidad, ¿quiénes somos nosotros

para decidir cómo deben vivir los demás? Incluso puede que sean más felices que

nosotros.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—No me lo creo —insiste Malin—. Y en lo relativo a Bengt Andersson, tienen

un móvil.

Caminan hacia el coche.

—Sí, buena pandilla son los Murvall —dice Zeke mientras enciende el motor.

—Ya has visto la frialdad que reflejaban los ojos de Adam Murvall —observa

Malin.

—Sí, y son varios, así que podrían haberlo hecho juntos. Y lo de disparar

balas de goma contra su ventana era pan comido para estos caballeros. Tendremos

que pedir una orden e inspeccionar sus armas. Aunque, claro, cabe la posibilidad

de que tengan armas sin licencia, seguro que no les faltan contactos para resolver

ese tema y conseguir balas de goma.

—¿Crees que tenemos bastantes pistas para que nos concedan la orden? En

realidad, desde el punto de vista legal, no hay nada concreto que los implique,

¿no?

—Puede que no. Ya veremos lo que dice Sjöman.

—Hay que ver lo indignado que estaba Adam Murvall.

—Malin, imagínate que fuera tu hermana: ¿no estarías indignada?

—Yo no tengo hermanos —responde Malin, antes de añadir—: Pero estaría

fuera de mí.

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Capítulo 31

A distancia y, desde una colina, el lago Roxen parece un edredón de plumas

grisáceo. Los árboles y los arbustos parecen atormentados, oprimidos junto a la

orilla del lago; y los campos que se extienden delante, rapados, destrozados por el

viento y a la espera de un calor cuya llegada resulta difícil imaginar.

Ladrillo blanco y ventanas marrones, un cajón tras otro, al más puro estilo de

los setenta, cuatro viviendas privilegiadas en una loma, sobre una pendiente

escarpada.

Han llamado a la puerta con la cabeza de león, mandíbulas relucientes

descubren su caverna.

Cuando hablaron con Fredrik Unning la vez anterior, Malin quedó

convencida de que tenía algo que contarles pero que lo callaba por miedo, sí, está

segura, y a medida que se van acercando a la casa, aumenta su esperanza. ¿Qué se

esconde ahí dentro?

Deben andarse con cuidado. Zeke está impaciente, sale vaho de su boca, lleva

la cabeza descubierta, a merced del frío, que le clava sus garras irregulares,

infectas.

Ruido al otro lado de la puerta.

Una rendija que se amplía hasta convertirse en una abertura, el rostro

adolescente de Fredrik Unning aparece detrás y también su cuerpo algo hinchado

y mal entrenado, con una camiseta Carhartt de color celeste y pantalón de chándal

gris, como los del ejército.

—¡Cuánto habéis tardado! Por fin estáis aquí —exclama—. Creí que

vendríais enseguida.

Fredrik, si tú supieras hasta qué punto tus palabras resumen a la perfección

los sentimientos de muchos ciudadanos ante la policía, piensa Malin.

—¿Podemos entrar? —pregunta Zeke.

La habitación de Fredrik Unning se halla en la tercera planta de la casa y

tiene las paredes cubiertas de láminas de skateboard. Bam Marcera, de Jackass, flota

suspendido en el aire muy alto, por encima de un muro de hormigón, y en una

reproducción de una lámina antigua, un joven Tony Alva avanza deslizándose por

una calle de Los Ángeles. Las delicadas cortinas blancas impiden apreciar las

vistas a través del inmenso ventanal que ocupa gran parte de la pared, del suelo al

techo, y la moqueta rosa está salpicada de manchas aquí y allá. En un rincón hay

un equipo de música que parece recién comprado y, en el suelo, un televisor de

pantalla plana de cuarenta y cinco pulgadas como mínimo.

Fredrik Unning sentado en el borde de la cama, mirándolos a los dos, ni

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rastro de su indiferencia de la vez anterior, ni rastro de sus padres. Su padre, el

agente de seguros, ha llevado a su mujer, propietaria de una boutique, de viaje a

París.

—Van allí de vez en cuando. A mi madre le gusta ir de compras y a mi padre

le gusta comer bien. Es guay poder estar solo.

Cajas de pizza vacías, empanadillas Gorby a medio comer, botellas de

refresco y, en medio de la habitación, una bolsa de basura a rebosar.

Malin al lado de Fredrik Unning, en la cama; Zeke junto a la ventana más

grande de la habitación, como un perfil negro a contraluz.

—¿Tienes alguna información sobre Bengt Andersson que debiéramos

conocer nosotros?

—Si lo cuento, nadie más sabrá que he sido yo, ¿verdad?

—No —responde Malin, y Zeke asiente con un cabeceo, antes de añadir:

—Quedará entre nosotros. Nadie tiene por qué saber de dónde procede la

información.

—No lo dejaban en paz nunca —desvela Fredrik Unning finalmente, con la

mirada clavada en las cortinas—. Siempre andaban acosándolo, era como una

obsesión.

—¿A Bengt Andersson?

Zeke, desde la ventana:

—¿Quiénes lo acosaban?

Y Fredrik Unning vuelve a estar asustado, con el cuerpo abatido, se aparta de

Malin, que piensa en el modo en que el miedo se ha ido manifestando en los

últimos años como un fenómeno cada vez más frecuente a su alrededor; en cómo

el ser humano parece comprender que el silencio es siempre más seguro, que cada

palabra pronunciada constituye un peligro potencial. ¿Y quién sabe si no tiene

razón?

—Por fin estáis aquí. ¡Cuánto habéis tardado!

—¿Quién? No te preocupes —le aconseja Malin—. Sé valiente, Fredrik.

Y el adjetivo «valiente» hace que Fredrik se relaje un poco.

—Jocke y Jimmy. Ellos siempre andaban molestando a Bollbengan.

—¿Jocke y Jimmy?

—Sí.

—¿Cómo se llaman esos chicos?

Vacilación renovada. Renovado temor.

—Joakim Svensson y Jimmy Kalmvik.

Fredrik Unning pronuncia sus nombres con voz firme.

—¿Y quiénes son?

—Están en noveno curso, son unos auténticos cerdos. Grandullones y muy

malos.

¿Y tú? ¿No deberías estar en la escuela?, se pregunta Malin, pero se guarda la

duda para sí.

—¿Qué le hacían a Bollbengan?

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—Lo perseguían, se burlaban de él, lo insultaban a gritos. Y, además, creo

que fueron ellos los que le rompieron la bicicleta. Le arrojaban bolsas de agua

congelada, piedras y cosas así. Diría que, alguna vez, hasta le echaron un potingue

asqueroso en el buzón.

—¿Un potingue asqueroso?

Zeke, inquisitivo.

—Harina, basura, agua, kétchup, un revoltijo con un poco de todo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—A veces me obligaban a ir con ellos. Si no lo hacía, me pegaban.

—¿Te pegaron alguna vez?

Vergüenza, miedo en los ojos de Fredrik.

—Ellos no tienen por qué saber nunca que os lo he contado, ¿verdad? ¡Esos

tíos torturan a los gatos, joder!

—¿A los gatos? ¿Y qué les hacen?

—Los atrapan y les embadurnan el rabo con mostaza.

Vaya, qué chicos más valientes, piensa Malin.

—¿Tú los has visto hacerlo?

—No, pero me lo han contado otros.

Zeke, desde la ventana, restalla su voz como un látigo lento.

—¿Crees que podrían haber disparado contra su ventana con un rifle? ¿Has

estado con ellos también cuando han hecho ese tipo de cosas?

Fredrik Unning menea la cabeza.

—No, yo nunca he participado en nada de eso. Y ¿de dónde iban a sacar un

rifle?

Ya en el exterior, la capa de nubes se ha resquebrajado un poco y. a través de

los escasos claros, se filtran vacilantes los rayos de luz para incidir directamente en

la tierra blancuzca que se vuelve clara y vibrante. Malin recrea mentalmente cómo

se verá el Roxen en verano desde allí arriba, a la cálida luz estival, cuando los

rayos tienen campo libre para verterse sobre la brillante superficie del lago. Pero,

por desgracia, un invierno como éste no suscita en absoluto imágenes de calor

estival.

—Joder —dice Zeke—. Vaya piezas esos dos, Jocke y Jimmy. De lo mejorcito.

—A mí me da pena Fredrik Unning —reconoce Malin.

—¿Pena?

—Te habrás dado cuenta de lo solo que se encuentra, ¿no? Debe de haber

hecho cualquier cosa por estar en compañía de esos dos gallitos.

—¿Quieres decir que no lo obligaron?

—Sí, seguro que sí, pero no es tan sencillo.

—De todos modos, parece que tienen una familia normal.

Las palabras de Fredrik Unning:

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—El padre de Jimmy trabaja en plataformas petrolíferas y su madre es ama

de casa. El padre de Jocke está muerto y creo que su madre es secretaria.

Suena el teléfono de Malin.

El número de Sven Sjöman en la pantalla.

—Aquí Malin.

Le refiere brevemente la visita a los Murvall y lo que Fredrik Unning les ha

revelado.

—Pensábamos ir ahora mismo a ver a Jimmy Kalmvik y a Joakim Svensson.

—Hemos de reunirnos —objeta Sven—. Tendréis que esperar una o dos

horas para hablar con ellos.

—Pero…

—El grupo de investigación se reúne dentro de media hora, Malin.

Los niños le plantan cara al frío.

El parque que hay frente a la ventana de la sala de reuniones está lleno de

pequeñas figuras de movimientos torpes que van tambaleándose de un lado a otro

con sus monos enguatados. Niños azules, niños rojos y un niño vestido de alarma

color naranja: «Cuidado conmigo, soy pequeño, puedo romperme». Las

puericultoras llevan pantalones de forro polar gris azulado y castañetean los

dientes, el vaho sale denso de sus bocas. Dan saltitos sin moverse del sitio, cuando

no están ayudando a algún pequeño que se ha caído, y cruzan los brazos bien

apretados.

Si el frío no remite, hay que aprender a vivir con él. Como con una columna

vertebral fracturada.

El relato de Börje Svärd, las ramificaciones de Rickard Skoglöf. Interrogatorio

con jóvenes que parecen vivir delante del ordenador o como personajes de un

juego de rol. Cualquier cosa, con tal de no vivir la propia vida.

Todo el cuerpo de Börje expresa duda. Malin la ve, la huele. Como si la vida

le hubiese dado una única lección: «Nunca des nada por sentado».

El balance de las investigaciones.

Rickard Skoglöf parecía haber tenido una vida normal en el seno de una

familia trabajadora de Åtvidaberg. Su padre trabajó en la editorial Facit hasta su

cierre, y luego en las plantaciones hortofrutícolas de Adelsnäs, donde también su

hijo trabajó durante las vacaciones estivales cuando iba al instituto. Bachillerato de

dos años. Luego, nada. Vallkyria Karlsson creció en una finca de Dalsland y

estudió ciento veinte créditos de Antropología en la Universidad de Lund,

después del instituto en Dais Ed.

Karim Akbar. También vacilante, pero aun así:

—La línea del culto a los Ases. Perseverad en ella. Ahí hay gato encerrado.

Demasiada convicción en la voz, como si su propietario asumiera el papel del

convencido, del motor.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Johan Jakobsson, ojeroso. Gastroenteritis, noches en vela, cambio de sábanas.

Unas arrugas nuevas en la frente cada mañana, cada vez más profundas. «Papá,

¿dónde estás? No quiero, no quiero.»

Malin cierra los ojos.

No tiene fuerzas para aguantar la reunión. Quiere salir a trabajar. Interrogar

a los teenage bullies de Ljungsbro, averiguar lo que saben. Puede que eso les

permita avanzar, puede que los dos gamberros consiguieran un arma y que sean

los responsables del tiroteo en el apartamento de Bollbengan, puede que se les

haya ido de las manos alguna de sus travesuras. ¿Quién sabe de lo que son

capaces dos quinceañeros ingeniosos?

Tove y Markus en el apartamento de sus padres.

En la cama.

Malin recrea la imagen de ambos.

—Y luego tenemos a los dos adolescentes que parecen haber estado acosando

a Bengt Andersson —continúa Sven Sjöman—. Tú y Zeke iréis a interrogarlos. Id

al colegio después de la reunión. Supongo que a esa hora estarán allí.

Seguro, Sven, seguro que sí, piensa Malin. Y dice:

—Y si no están en el colegio, tendremos que averiguar dónde viven.

Tenemos su número de móvil.

Después de hablar con los muchachos, Malin quiere llamar a los hermanos

Murvall para interrogarlos, traer a la madre, presionarla. Escuchar lo que tienen

que decir las mujeres.

Los hermanos.

Las miradas de las mujeres.

Ni rastro de amabilidad, sólo suspicacia ante el extraño. Solas a pesar de estar

unidas.

¿En qué consiste esa clase de soledad? ¿De dónde nace? ¿De las maldades

reiteradas del entorno? ¿De haberse topado siempre con un «no» por respuesta?

De todo eso a la vez. ¿O se trata de una soledad que nos es dada? ¿Existe en el

interior de todos nosotros, atenta a la oportunidad de crecer hasta superarnos?

La certeza de la soledad. El miedo.

¿Cuándo vi yo esa soledad por primera vez, la hostilidad en la mirada de

Tove? ¿Cuándo fue la primera vez que vi en sus ojos algo más que puro cariño,

alegría?

Tove tendría dos años y medio. De pronto advertí en su inocencia y su

encanto infantil una actitud calculadora y también angustiada. La niña se había

convertido definitivamente en un ser humano.

La soledad. El miedo. La mayoría logra conservar parte de la alegría infantil,

la imprevisibilidad en el encuentro con otro ser humano, en la sensación de

unidad. Superar la soledad quizá dada. Como Fredrik Unning intentó hacer hoy,

en definitiva. Tender una mano, como si hubiese tomado conciencia de que él vale

lo bastante como para que sus padres no lo dejen desamparado y como para no

verse obligado a hacer de lacayo de unos chicos que, en realidad, nada quieren de

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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él. La alegría es un imposible.

Como le ocurre a Tove. Como le ocurre a Janne, después de todo. Y como me

ocurre a mí.

Pero ¿y las mujeres que había en torno a la mesa de la familia Murvall? ¿Qué

se hizo de su sincera alegría? ¿Se esfumó? ¿Se habrá agotado para siempre? ¿Será

eso?, se va preguntando Malin mientras Sven sintetiza el estado de la

investigación. ¿Será que la alegría sin astucia es tal que, cuando se pierde, se

pierde para siempre y es reemplazada por el silencio y la agresividad?

¿Y qué sucede si uno se ve obligado a ceder a la soledad?

¿Qué violencia se genera entonces en ese punto de ruptura, en la

marginalidad definitiva?

Un niño extiende los brazos hacia su madre, hacia una de las cuidadoras.

Cógeme, llévame.

Claro que te llevo en brazos.

No pienso dejarte desamparado.

—Mamá, esta noche había pensado quedarme en casa de papá, ¿te parece

bien?

El mensaje de Tove en el contestador. Malin lo escucha mientras cruza el

espacio abierto de la oficina.

Malin la llama.

—Hola, soy mamá.

—Hola, ¿has oído mi mensaje?

—Sí, y me parece bien. ¿Cómo vas a ir a su casa?

—Iré al parque de bomberos. Termina el turno a las seis. Cuando acabe, nos

vamos juntos.

—Vale. De todos modos, yo tendré que quedarme trabajando hasta tarde.

Las palabras de Sjöman en la reunión:

—Ya los he llamado para interrogarlos. Si la familia Murvall no se presenta

aquí al completo mañana voluntariamente, podremos obligarlos. Pero me temo

que, respecto a las armas, no contamos con material suficiente para una orden de

registro.

Concluida la conversación con Tove, llama a Janne. Salta el contestador.

—¿Es verdad que Tove va a dormir en tu casa esta noche? Sólo quería

comprobarlo.

Después, se sienta ante el escritorio. Espera. Al fondo de la sala ve a Börje

Svärd retorciéndose los bigotes hecho un mar de dudas.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 32

La fachada del edificio principal del colegio de Ljungsbro es gris mate. El

tejado de teja roja está cubierto de una fina capa de nieve. Pequeños remolinos

congelados, movimientos circulares detenidos sobre diversas superficies.

Aparcan cerca de las salas de manualidades. Acuarios artesanales en hilera

en las casas de una sola planta que flanquean la carretera hacia el centro.

Malin mira a través de las ventanas el interior de las salas, desiertas, con

sierras inactivas, tornos y equipamiento para quemar y soldar. Pasan por delante

de lo que debe de ser una sala de tecnología: barras y cadenas cuelgan del techo

solitarias, listas para ser utilizadas. Mira al lado opuesto; casi se adivina el edificio

de la residencia de Vretaliden. Recrea en su interior la figura de Gottfrid Karlsson

sentado en la cama, bajo una manta de color naranja hospital y apremiándola

tranquilo: «¿Qué le ocurrió a Bengt Andersson? ¿Quién lo mató?».

Malin y Zeke van paseando hasta el edificio principal y dejan atrás el

comedor del centro. Al otro lado de las ventanas escarchadas, el personal limpia

los calientaplatos y los fregaderos. Ansioso por librarse del frío, Zeke abre de un

tirón la puerta de la entrada y, en la dependencia a la que entra, espaciosa como

una gran sala, unos cincuenta alumnos hablan todos a la vez. El vaho ciega espeso

las ventanas que dan al patio del colegio.

Nadie se percata de la llegada de Malin y Zeke, ocupados como están en sus

conversaciones adolescentes. El mundo de Tove.

Así es.

Malin se fija en un chico muy delgado con el pelo largo y negro y la mirada

inquieta que está hablando con una muchacha rubia muy bonita.

Al otro lado de la estancia, un letrero sobre la puerta anuncia: «Dirección».

—Vamos11—dice Zeke al ver el letrero.

Britta Svedlund, directora del colegio de Ljungsbro, los recibe enseguida.

Quizá era la primera vez que la policía visitaba la escuela durante su mandato.

Pero seguramente no.

Es un centro célebre por problemático y, todos los años, varios de sus

alumnos van a parar a un centro de atención especial en algún rincón remoto, en el

campo, para que puedan seguir formándose en el crimen a pequeña escala.

Britta Svedlund cruza ahora las piernas, la falda se le sube un poco por el

muslo, deja al descubierto una porción mayor de lo habitual de unas medias

negras de nailon y Malin nota que a Zeke le cuesta mantener la mirada bajo

11 En español en el original.

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control. No es posible que la mujer que tienen delante le resulte atractiva,

arrugada, ajada y canosa como es.

La maldición masculina, se dice Malin intentando colocarse bien en la

incómoda silla de las visitas.

Las paredes del despacho se hallan cubiertas de estanterías y de

reproducciones de cuadros de Bruno Liljefors. Domina el escritorio un ordenador

anticuado. Después de haber escuchado la explicación de Malin y Zeke, Britta

Svedlund toma la palabra:

—Jimmy Kalmvik y Joakim Svensson, Jimmy y Jocke, terminan en el centro

este año. Sólo les quedan unos meses y será un placer librarse de ellos. Todos los

años tenemos unos cuantos huevos podridos. A algunos podemos mandarlos a

otros centros. Joakim y Jimmy son bastante más astutos, pero hacemos lo que está

en nuestra mano para que se conviertan en personas decentes.

Malin y Zeke deben de haber adoptado una expresión inquisitiva, porque

Britta Svedlund continúa:

—Nunca hacen nada fuera de la ley y, si lo han hecho, nunca los han pillado.

Proceden de familias normales, lo cual es mucho más de lo que puede decirse de

todos los alumnos del colegio. Y, bueno, lo que hacen es acosar a alumnos o

profesores. Además practican artes marciales y les aseguro que todas las lámparas

que se han roto en esta escuela las han destrozado ellos.

—Necesitamos el número de sus padres —dice Zeke—. Y sus direcciones.

Britta Svedlund teclea algo en el ordenador antes de anotar en un papel

nombre, dirección y número de teléfono.

—Aquí están. —Y le entrega el papel a Malin.

—Gracias.

—¿Y Bengt Andersson? —pregunta Zeke—. ¿Sabe algo de lo que le hicieron

esos chicos?

Britta Svedlund adopta de pronto una actitud reservada.

—¿Cómo han conseguido esa información? No dudo de que sea cierta, pero

¿por qué vía les llegó?

—No nos está permitido revelarlo —responde Malin.

—A decir verdad, lo que hagan fuera del recinto escolar después del horario

lectivo no me interesa lo más mínimo. Si me preocupara de lo que los alumnos

hacen en su tiempo libre, me volvería loca.

—O sea, que no lo sabe —apunta Zeke.

—Exacto. Lo que sé es que no faltan a clase más que lo justo para no perder

el derecho a que se los evalúe y se les den sus calificaciones que, por cierto, son

sorprendentemente buenas.

—¿Están en el colegio ahora?

Britta Svedlund vuelve a teclear algo en el ordenador.

—Tienen suerte. Están a punto de empezar la clase de manualidades. Y no

les gusta perdérsela.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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En la sala de manualidades huele a madera quemada y recién cepillada, pero

en la mezcla de olores de la sala se percibe también cierto aroma a pintura y a

disolvente.

Al verlos entrar, el profesor, un hombre de unos sesenta años con una

chaqueta de punto gris y la cara cubierta de una barba igual de gris, deja al

alumno que está con el torno y se acerca a ellos.

Les tiende la mano llena de virutas y de polvo, la retira y sonríe, y Malin

advierte que tiene unos ojos de un azul cálido que no han perdido su esplendor

con los años. Finalmente, el hombre los saluda levantando un poco la mano.

—¡Uf. —exclama el hombre. Malin nota que le huele el aliento a cafeína y a

tabaco, el clásico aliento del profesor—. Tendremos que saludarnos como los

indios. Soy Mats Bergman, profesor de manualidades. Y ésta es la clase de noveno

b. Supongo que son de la policía, ¿no? Britta ha llamado para avisarme de que

vendrían.

—Exacto —responde Malin.

—En ese caso, ya sabe a quiénes buscamos. ¿Están aquí? —pregunta Zeke.

Mats Bergman asiente.

Al fondo de la sala. En la sección de pintura. Han lacado diversos motivos en

el depósito de combustible de una moto.

Malin ve la sección de pintura detrás del profesor. Se encuentra en un rincón

con estanterías llenas de botes grisáceos de pintura detrás de unas paredes de

cristal totalmente arañadas. Y allí dentro, dos chicos sentados, de modo que Malin

sólo ve sus rubias cabelleras.

—¿Cree que puede haber problemas?

—Aquí no —asegura Mats Bergman, sonriendo de nuevo—. Sé que pueden

ser difíciles, pero aquí se portan bien.

Malin abre la puerta de cristal de la sección de pintura. Los chicos, que están

sentados en sendos taburetes, levantan la vista, primero con desgana, luego más

alerta, tensos e inquietos.

Ella los mira con toda la autoridad que es capaz de demostrar. Ve una

calavera roja pintada en el depósito de color negro.

¿Acosadores?

Sí.

¿Capaces de disparar?

Puede.

¿Asesinos?

¿Quién sabe? Esa cuestión ha de quedar abierta por ahora.

Ambos chicos son musculosos y dos palmos más altos que Malin, y llevan

vaqueros muy anchos de estilo rapero y sudaderas con el logotipo de WE.

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Caras adolescentes invadidas por el acné, extrañamente similares en su

condición de cachorros, pómulos salientes, narices demasiado grandes, los

vapores del deseo que empieza a despertar y exceso de testosterona.

—¿Quiénes sois vosotros? —pregunta uno de ellos.

—Siéntate —masculla Zeke, que se ha quedado detrás de Malin—, ahora.

Y, exactamente igual que si se le hubiese caído el techo encima, el muchacho

vuelve a sentarse en el taburete manchado de pintura que había ocupado hasta

hacía un instante. Zeke cierra la puerta de la sección y ambos policías hacen una

pausa consciente, que Malin termina rompiendo:

—Soy Malin Fors, policía, y éste es mi colega Zacharias.

Malin saca la placa del bolsillo trasero de los vaqueros.

Se la muestra a los chicos, que parecen cada vez más nerviosos, como si

temieran las consecuencias de todo un océano de agravios.

—Bengt Andersson. Sabemos que le hicisteis la vida imposible, que os

burlabais de él y lo insultabais. Y ahora queremos saber qué hicisteis la noche del

miércoles pasado.

El terror en los ojos de los muchachos.

—¿Quién es quién? ¿Quién es Jimmy?

El que lleva la sudadera azul hace un gesto de asentimiento.

—Muy bien —dice Malin—. Pues cuéntanos.

El que se supone que es Joakim Svensson empieza a excusarse.

—¡Qué pasa, joder! Si sólo fue un poco de cachondeo. Nos metíamos con él

porque estaba gordo. No tiene nada de extraño.

Jimmy Kalmvik toma el relevo.

—Si estaba como una cabra, con el rollo ese de los balones cuando había

partido. Y olía mal. A pis.

—Y por eso podíais hacerle la vida imposible, ¿no?

Malin es incapaz de disimular su rabia.

—Justamente —sonríe burlón Jimmy Kalmvik.

—Tenemos testigos que aseguran que destrozasteis la casa de Bengt

Andersson, y que le agredisteis arrojándole piedras y bolsas llenas de agua. Y

ahora resulta que lo han asesinado. Si no habláis, puedo llevaros a la comisaría

ahora mismo —dice Malin, que guarda silencio para que continúe Zeke.

—Se trata de un asesinato. ¿Es posible que os entre en esas molleras tan

duras que tenéis?

—Vale, vale.

Jimmy Kalmvik levanta los brazos en actitud resignada y mira a Joakim

Svensson, que le hace un gesto de asentimiento.

—¿Que le agredimos? Le tiramos piedras y le cortamos la luz del

apartamento y sí, bueno, le metimos un montón de basura en el buzón, pero ahora

está muerto, así que ya no importa, ¿no?

—Puede tener toda la importancia del mundo —asegura Zeke con voz

serena—. ¿Quién dice que no os pasasteis un día? Que no os acercasteis

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demasiado. Que no se produjo un enfrentamiento. Y que no lo matasteis sin

querer, ¿eh? Intentad ver el asunto desde nuestro punto de vista, chicos. ¿Qué

hicisteis la noche del miércoles?

—¿Y cómo íbamos nosotros a llevarlo allí? —dice Joakim Svensson, antes de

añadir—: Estuvimos en casa de Jimmy viendo una película de DVD.

—Sí, mi madre estaba en casa de su maromo. Mi padre está muerto, así que

se ha echado otro. Un tío razonable.

—¿Puede confirmarlo alguien? —pregunta Malin.

—Sí, nosotros —responde Joakim Svensson.

—¿Alguien más?

—¿Es que hace falta?

Adolescentes, se dice Malin. Pasan de la soberbia al miedo en cuestión de

segundos. Una mezcla peligrosa de duda y una imagen grandiosa de sí mismos. Y

aun así, el Markus de Tove parecía totalmente distinto. ¿Qué pensaría Tove de

estos dos? No son precisamente dos caballeros al estilo Jane Austen.

—Menudo listillo estás tú hecho —suelta Malin—. Estamos hablando de

asesinato. ¿Te has enterado? Nada de maltrato a unos pobres gatos. Será necesario

que alguien lo confirme, puedes jurarlo. ¿Qué película visteis?

—Lords of Dogtown —responden los dos muchachos al unísono.

—Una película de puta madre —continúa Jimmy Kalmvik—. Trata de unos

tíos que son tan chulos como nosotros. Joakim Svensson sonríe.

—Y nosotros no hemos torturado nunca a ningún gato, para que lo sepas.

Malin mira hacia atrás.

En el resto de la sala funcionan los tornos y las fijadoras como si nada

hubiese ocurrido. Alguien clava un clavo martilleando febrilmente en lo que

parece una caja de madera. Malin se dirige de nuevo a los chicos.

—¿Habéis disparado alguna vez contra la casa de Bengt Andersson?

—¿Nosotros? ¿Disparar, nosotros? ¿Y de dónde íbamos a sacar las armas?

Inocentes como corderos.

—¿Os interesa el culto a los dioses Ases? —pregunta Zeke. Los muchachos lo

miran desconcertados. Tontos o culpables, imposible decirlo.

—¿Si nos interesa qué?

—El culto a los dioses Ases.

—¿Y eso qué coño es? —pregunta Jimmy Kalmvik—. Que si creemos en los

ases, ¿no? Sí, claro que sí.

Unos cerdos de pura cepa ya antes de dejar de mearse en los pantalones.

Fastidiosos, alborotadores. Pero ¿también peligrosos?

—¿Torturadores de gatos? O sea, que Unning se ha chivado —concluye

Jimmy Kalmvik al cabo de un rato—. Gilipollas de mierda. No aguanta nada.

Zeke se le acerca, sus ojos se vuelven como los de una serpiente, Malin sabe

qué aspecto tienen. Oye la voz de Zeke, bronca y tan gélida como la tarde que se

aproxima al otro lado de las ventanas.

—Si se os ocurre tocar a Fredrik Unning, yo mismo me ocuparé de que os

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comáis vuestros propios intestinos en salsa blanca. Con heces incluidas. Que lo

sepáis.

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Capítulo 33

«Sí, puede dormir aquí.»

El mensaje corto de Janne llega a las ocho y cuarto. Malin está cansada,

vuelve a casa en el coche después de una sesión en el gimnasio del trabajo,

necesitaba limpiar el cerebro después de un día lleno a rebosar de mierda humana.

Volvieron a la comisaría después de haber hablado con los acosadores de

Ljungsbro y, sentada al lado de Zeke mientras éste conducía. Malin sintetizó

mentalmente la situación:

Bengt Andersson, ridiculizado y maltratado, y quizá alguna cosa más, por un

par de chavales perversos cargados de testosterona. Mañana veremos qué nos

dicen sus padres. Veremos lo que podemos sonsacarles. En realidad, por ahora no

tenemos nada por lo que retenerlos. Las fechorías contra Bengt Andersson, las que

han admitido, prescribieron al morir él y, seguramente, eran gamberradas y poco

más.

Los disparos en el cristal de la sala de estar. Pirados por el culto a los dioses

vikingos pululan por todas partes. El asesinato se efectuó claramente según un rito

pagano.

Y, por último, la familia Murvall, que se cierne como una gran sombra sobre

toda la investigación. Armas en la vitrina.

Maria Murvall, muda y silenciosa, violada. ¿Por quién? ¿Bengt?

Malin no deseaba responder a esa pregunta, pero sabía que aún no podía

cerrar del todo ninguna puerta de acceso a ningún espacio. Antes al contrario,

debía intentar abarcar lo inabarcable. Prestar atención a las voces de la

investigación.

¿Qué más puede surgir de la llanura y de la oscuridad del bosque?

«Sí…»

Malin contempla la primera palabra del mensaje.

Aparta la atención de la carretera un instante.

Sí.

Eso fue lo que nos prometimos un día, Janne, pero no supimos desenredar lo

que teníamos por delante. ¿Cuál es el límite de nuestra soberbia?

Malin aparca el coche, se apresura a subir al apartamento. Se fríe un par de

huevos, se desploma en el sofá y enciende el televisor. Se queda mirando un

programa de unos americanos triviales que compiten por ver quién es capaz de

montar la moto más chula y perfecta.

El programa le infunde alegría sin más complicaciones y, tras un par de

pausas publicitarias, comprende el porqué.

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Janne podría ser uno de esos americanos, alegre hasta el extremo cuando por

fin se le presenta la ocasión de alejarse de lo cotidiano, de los recuerdos, y

dedicarse a lo que constituye su verdadera pasión.

Malin ve en la mesa la botella de tequila.

¿Cómo ha llegado hasta ahí?

Tú la trajiste, Malin, cuando te levantaste a retirar el plato con lo que has

dejado de los huevos fritos.

Un líquido de ámbar.

¿Y si me tomo un poco?

No.

El programa de las motos ha terminado.

Y en ese momento, llaman a la puerta. Malin se dice que quizá sea Daniel

Högfeldt que, sobrepasando todos los límites, se presenta en su casa sin avisar,

como si su relación fuese oficial.

Qué va, seguro que no es Daniel. Aunque quizá…

Malin se dirige al vestíbulo, abre la puerta sin comprobar quién es por la

mirilla.

No.

No es Daniel.

Sino un hombre con los ojos de un azul muy oscuro, olor a aceite de coches, a

grasa y a sudor y a loción para el afeitado. Ojos ardientes. Que le gritan casi

coléricos.

El hombre permanece en la puerta, Malin sondea su interior: ¿ira,

desesperación, violencia? Es mucho más grande de lo que le pareció en la cocina.

¿Qué demonios hace en mi casa? Zeke, ahora sí que deberías estar aquí. ¿Querrá

entrar?

Se le encoge el estómago, está asustada, en una fracción de segundo se pone

a temblar de forma imperceptible. Los ojos del hombre. La puerta, tengo que

cerrar la puerta. Ni rastro de ingenuidad en la resolución de este hombre.

Y Malin cierra la puerta, pero no, una gran bota negra se interpone, una bota

de mierda. Pégale, patéala, pisotéala, pero el revestimiento de acero de la suela

tiene inmovilizados los pies de Malin, sólo protegidos por los calcetines, y es ella

la que siente un dolor desnudo.

El hombre es fuerte. Pone las manos en el canto de la puerta y empuja.

No tiene sentido oponer resistencia.

Maria Murvall. ¿Me pasará lo mismo que a ti?

Asustada.

Y ahora, una idea, más que sólo una sensación.

Adam Murvall.

¿Le hiciste daño a tu hermana? ¿Por eso tienes esa mirada? ¿Por eso te

enfadaste tanto hoy?

Sólo un temor. Liberarse de ese temor.

¿Y dónde está la cazadora, en uno de cuyos bolsillos está la pistola? Él sigue

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mirándome, sonríe burlón y de pronto asoma el desconcierto a su mirada, retira el

pie, no empuja para entrar, aparta las manos, da media vuelta y se marcha como

llegó.

Mierda.

Le tiemblan las manos, el cuerpo bombea adrenalina, tiene el corazón

desbocado.

Malin observa la escalinata. Hay una nota en uno de los peldaños. Caligrafía

irregular.

«Deja en paz a los Murvall. Dedícate a lo tuyo y no nos molestes.»

Como si todo esto fuese un filete, una masa de harina, un hombre viejo y

cansado. Y luego, una amenaza velada. «Dedícate…»

Malin lo siente de nuevo, el miedo que hierve al tiempo que la adrenalina

fluye y se esfuma de su cuerpo; y el miedo se transforma en terror y deja de

respirar aguadamente y de jadear. Si Tove hubiese estado en casa. Después, la

rabia del terror.

¿Cómo demonios ha podido ser tan tonta?

El hombre que llamó a la puerta.

Pudo haberme llevado así, sin más. Haberme reducido.

Estaba sola.

Vuelve sobre sus pasos en dirección al sofá. Se desploma sobre él. Resiste la

tentación de tomarse un tequila. Pasan cinco minutos, diez, quizá media hora,

hasta que recobra la serenidad necesaria para llamar a Zeke.

—Acaba de estar aquí.

—¿Quién?

De repente, Malin no recuerda su nombre.

—El de los ojos azul oscuro.

—¿Adam Murvall? ¿Quieres que mandemos a alguien?

—No, joder, si ya se ha ido.

—Mierda, Malin, mierda. ¿Qué ha hecho?

—Creo que podría decirse que ha venido a amenazarme.

—Lo llevamos a la comisaría ahora mismo. Y ven cuando te hayas calmado.

¿O quieres que te recoja?

—No, gracias, me las arreglaré.

Tres coches con luces de emergencia, dos más que hace unas horas. Adam

Murvall los ve a través de la ventana, se detienen delante de su casa, Adam se

prepara, sabe por qué han venido, y por qué él hizo lo que hizo.

—Tenemos que hacerle frente.

Y, además, mil cosas más. Tu hermana pequeña, el hermano mayor, los

sucesos del bosque. Si uno se persuade de una cosa, quizá las demás no existan,

¿no?

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—Vete a ver a esa cerda de mujer, Adam. Dale la nota y márchate.

—Mamá, yo…

—Ve ahora mismo.

Llaman a la puerta. Anna y los niños duermen arriba, sus hermanos

duermen en sus casas. Cuatro policías uniformados en el porche.

—¿Puedo ponerme el anorak?

—¿Nos tomas el pelo, hijo de perra?

Y enseguida los tiene encima. El lucha por respirar, tendido en el suelo, ellos

lo tienen reducido y lo sujetan, y Anna y los niños aparecen en la escalera del piso

de arriba, gritan y lo llaman, papá, papá, papá.

En el jardín, otros policías sujetan a sus hermanos mientras a él se lo llevan

como a un perro amarrado al coche patrulla que los espera.

Más allá, ante la ventana iluminada, está su madre. Él la ve, pese a que lo

llevan con la cabeza gacha.

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Capitulo 34

El frío consume el último rastro de preocupación y de miedo, y el efecto de la

adrenalina va mitigándose. Cuanto más cerca está de la comisaría, más preparada

se siente para enfrentarse a Adam Murvall. A los demás hermanos, mañana.

Porque, por muy apartados de la sociedad que quieran vivir, ahora han entrado en

ella y, una vez dentro, no hay vuelta atrás, si es que la vuelta atrás existe en algún

caso.

Al pasar por delante del viejo parque de bomberos y sin saber por qué, Malin

piensa en sus padres. En la casa de ladrillo visto de Sturefors en la que creció. Y

cómo, más tarde, comprendió que su madre siempre se esforzó por que su casa

pareciera más elegante de lo que en realidad era, pero que los pocos ojos expertos

que la visitaron debieron de ver enseguida que las alfombras eran auténticas, pero

de mala calidad, y que las litografías de las paredes no eran originales. Que todo

aquel hogar no era más que la pretensión de sentirse importante. ¿O se trataba

quizá de otra cosa?

Puede que te lo pregunte la próxima vez que te vea, mamá. Claro que tú

ignorarías mi pregunta, aunque sabrías perfectamente de qué te hablo.

—Menudo pirado —dice Zeke.

Malin deja la cazadora en la silla que hay ante su escritorio. Se respira

expectación en toda la comisaría y el aroma a café recién hecho se percibe de un

modo que sólo es habitual por las mañanas.

—No ha sido muy listo, ¿verdad?

—Pues no sé, qué quieres que te diga —responde Malin.

—¿A qué te refieres?

—Son ellos quienes deciden el curso de la investigación. ¿No te das cuenta?

Zeke menea la cabeza.

—No lo hagas más complicado de lo que es. ¿Estás bien?

—Sí, me encuentro bien.

Dos policías uniformados entran en el comedor de la comisaría con las

mejillas encendidas después del café caliente.

—Eh, Martinsson —dice uno de ellos—. ¿Qué tal tu hijo? ¿Marca algún tanto

contra el Modo?

—En el partido contra Färjestad estuvo de puta madre —apunta el otro.

Zeke hace caso omiso de los comentarios de los colegas, finge no haberlos

oído, intenta parecer ocupado.

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Karim Akbar viene a salvar a Zeke. Se coloca entre él y Malin.

—Vamos a traerlo —anuncia Karim—. Sjöman ya se ha encargado de que lo

recoja un coche patrulla. Deberían negar en cualquier momento.

—¿Qué podemos aducir para retenerlo? —quiere saber Malin.

—Molestó a una policía en su domicilio.

—Llamó a mi puerta y me dejó una nota.

—¿La tienes?

—Por supuesto.

Malin rebusca en el bolsillo de la cazadora, saca el papel doblado, se lo

entrega a Karim, que lo despliega despacio y lo lee.

—Claro como el agua —declara después—. Un caso clarísimo de obstrucción

al curso de una investigación de asesinato, rayano en la amenaza y el acoso.

—Así es —confirma Zeke.

—¿Y por qué crees que va dirigido a ti personalmente, Malin?

Malin deja escapar un suspiro.

—Porque soy mujer. Así de sencillo. «Emplearos con la mujer, que es fácil de

amedrentar». Agotador.

—Los prejuicios son agotadores —responde Karim—. ¿No podría ser por

otra razón?

—A mí no se me ocurre.

—¿Dónde está Sjöman? —pregunta Zeke.

—Acaba de llegar.

Tumulto en la recepción.

¿Ya están aquí? No, no encendáis las luces de emergencia aquí.

Entonces lo ve.

Daniel Högfeldt gesticula, habla enojado, pero a través del cristal blindado

que separa los despachos de la entrada no se filtra el sonido, sólo su cara tan

familiar, un cuerpo con cazadora de piel que quiere algo, que sabe algo, que

parece serio pero que, en cierto modo, se entrega a un juego.

Al lado de Daniel se encuentra la joven fotógrafa. No deja de tomar

instantáneas de Ebba, la recepcionista, y Malin se pregunta si el aro de la nariz

podría engancharse en la cámara, si las rastas podrían enroscarse alrededor del

objetivo. Börje Svärd trata de calmar a Daniel, pero al cabo de un rato menea la

cabeza resignado y se marcha.

Daniel lanza una mirada hacia donde se halla Malin. Su semblante irradia

autosuficiencia. Pero ¿también deseo? ¿Un aire juguetón? Difícil de interpretar

como pocos.

Fijar la vista, piensa Malin.

—Meet the press —sonríe Karim, y la piel de su cara parece transformarse en

la de otra persona. Luego añade—: Por cierto, Malin, pareces afectada. ¿Estás

bien?

—¿Afectada? A un colega que fuese hombre nunca le dirías eso —replica

Malin dirigiendo la vista a su ordenador, tratando de parecer ocupada.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Karim vuelve a sonreír.

—Pero, Fors, preguntaba con la mejor intención.

Börje se les acerca. La mirada risueña, como si tuviese algo que los demás

quisieran conseguir, pero que no van a conseguir.

—El orgullo del colectivo de los periodistas. Quería saber si Adam Murvall

es sospechoso del asesinato, o si lo hemos traído para interrogarlo por otro motivo.

Se ha enfadado cuando le he dicho: «No hay comentarios».

—No irrites a la prensa sin necesidad —advierte Karim—. Ya son lo bastante

coñazo —y luego—: ¿Cómo ha sabido que estaba pasando algo en estos

momentos?

—Ocho policías, ocho teléfonos móviles —explica Zeke.

—Y diez más —apunta Malin.

—Y unos salarios ridículamente bajos —añade Karim antes de dejarlos para

dirigirse a hablar con Daniel.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Börje—. ¿Un amago de empatía por la gente

de a pie?

—Quién sabe —responde Zeke—. Puede que haya tenido una revelación más

allá de la exposición de su propia jeta ante las cámaras.

—No es mala gente —dice Malin—. Dejad de hacer el ganso.

Y en ese momento, las luces de emergencia empiezan a girar frenéticamente

delante de la entrada y unos colegas hinchados a base de gimnasio abren las

puertas del coche patrulla blanco.

Músculos.

Puños de acero en torno a los brazos de Adam Murvall, que los sujetan

detrás y tiran de ellos hacia arriba y el metal de las esposas se le clava en las

muñecas. Los tirones y el cuerpo que, instintivamente, se lanza hacia delante para

protegerse. Le hunden la cabeza y tiran de él. Las piernas de los policías vestidas

de azul, botas negras y la luz reflectante, también azul, asemejan el asfalto cubierto

de nieve bajo un cielo estrellado. El flash de las cámaras. Puertas automáticas que

se abren. Un frío se cambia por otro.

Una voz chillona. ¿De mujer o de hombre?

—Adam Murvall, ¿sabes por qué te hemos detenido?

—¿Crees que soy imbécil?

Después una puerta, un dibujo azul y beis bajo los pies, voces, caras, la joven

fotógrafa, un par de bigotes.

—Llevadlo a la sala de interrogatorios directamente.

—¿A cuál?

—A la uno.

—¿Quién?

—Esperamos a Sjöman.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Una voz firme de hombre. Creerá que no se le nota el acento. Pero no deja de

ser un cabeza negra asqueroso.

A través de la ventana de la sala de interrogatorios, Malin ve que Sven

Sjöman pone en marcha la grabadora, lo oye decir la fecha y la hora, su nombre y

el del sujeto al que van a interrogar y el número de registro del caso.

Ve que Sjöman se acomoda en la silla de metal lacada en negro.

La sala.

Cuatro metros por cuatro.

Paredes grises forradas de placas acústicas perforadas. Un espejo enorme que

a nadie engaña. Detrás de él me observan. El techo pintado de negro con

iluminación halógena: hay que crear confianza, traicionarla; la culpabilidad ha de

demostrarse, admitirse. Va a salir a relucir la verdad, y la verdad necesita calma y

silencio.

Nadie es más tranquilo que Sven.

Él tiene ese don.

La capacidad de conseguir que los extraños se confíen, de hacer que el

enemigo se convierta en amigo. Un repaso: ¿cómo es el lugar donde viven? ¿Cómo

es su casa? Detalles, quiero detalles.

Al otro lado de la mesa se halla Adam Murvall.

Tranquilo.

Las manos esposadas sobre la superficie lacada en plata de la mesa,

cardenales incipientes justo encima de los aros metálicos. En la relativa penumbra

se aplaca el color de sus ojos y, por primera vez, Malin se fija en su nariz, en cómo

arranca vacilante de la raíz para terminar en una punta afilada que se desliza hacia

dos orificios bien perfilados.

No es una nariz campesina, precisamente.

No es una grúa, como dicen en la región.

—Así que no has podido resistirte, ¿no, Adam? —pregunta Sven.

Adam Murvall no se inmuta, se retuerce las manos y el roce del metal contra

metal provoca un ruido estridente.

—No tenemos por qué hablar de ello ahora mismo. Y tampoco de tu

hermana. Podemos hablar de coches, si lo prefieres.

—No tenemos que hablar y punto —declara Adam Murvall.

Sven se inclina sobre la mesa. En un tono de voz que es la quintaesencia de la

amabilidad y la confianza, le dice:

—Vamos, háblame de los coches que tenéis en el jardín. Me figuro que ganáis

un buen puñado de dinero desguazándolos, ¿no?

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Capítulo 35

La vanidad, Malin. Halla el camino hasta sus relatos a través de la vanidad.

Entonces se te abrirán. Y una vez que se abren, casi todo se arregla, por lo general.

Sven Sjöman.

Un maestro en el arte de manipular, de hacer hablar a la gente.

Adam Murvall piensa que este policía lleva muchos años en el oficio, pero no

en la ciudad. En ese caso, debería acordarse de mí. No es posible que me haya

olvidado. Ellos no suelen olvidar. ¿O estará fingiendo? Ahora estarán todos detrás

del espejo, mirándome. Mirad lo que queráis, ¿a mí qué me importa? ¿Creéis que

pienso hablar? No sé por qué creéis tal cosa. No te preocupes por los coches,

pero… claro, si me preguntas por ellos, puedo decirte algo. ¿Qué secreto guardan

los coches?

Adam siente que, muy a su pesar, su resistencia ha cedido un poco.

—Tú no estabas aquí hace diez años —dice Adam Murvall—. ¿Dónde

trabajabas entonces?

—Créeme, mi carrera profesional es muy aburrida —asegura Sven—. Hace

diez años era inspector de la policía judicial en Karlstad, pero entonces mi mujer

encontró trabajo aquí, así que tuvimos que mudarnos.

Adam Murvall asiente y Malin se percata de que ha quedado satisfecho con

la respuesta. ¿Por qué le interesa el currículo de Sjöman? Entonces cae en la

cuenta: si Sjöman llevase mucho tiempo en la comisaría, se acordaría de los

hermanos.

La vanidad, Malin, la vanidad.

—¿Y los coches?

—¿Los coches? Son sólo algo a lo que nos dedicamos.

Adam Murvall suena seguro de sí mismo, su voz ronronea como un motor

recién lubricado.

—Los desmontamos y vendemos las piezas que están en buen estado.

—¿Y vivís sólo de eso?

—Bueno, también tenemos la gasolinera. La que está en la carretera que lleva

al acueducto, una de Preem.

—¿Y con eso os arregláis?

—Eso parece, ¿no?

—¿Conocías a Bengt Andersson?

—Sabía quién era. Todos lo sabían.

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—¿Crees que él tuvo algo que ver en la violación de vuestra hermana?

—Tú deja ese asunto en paz. Ni lo menciones.

—Tengo que preguntarte, Adam. Ya lo sabes.

—No hables de Maria. Tus gruñidos no son aptos para pronunciar su

nombre.

Sven se reacomoda en la silla. Ninguno de sus movimientos desvela el menor

enojo por el insulto.

—¿Mantienes una buena relación con tu hermana? Tengo entendido que, de

todos los hermanos, tú eres el único que va a visitarla.

—No hables de Maria. Hay que dejarla en paz.

—¿Y por eso escribiste la nota?

—Esto no es asunto vuestro. Lo resolveremos nosotros solos.

—Y dime, ¿qué hiciste la noche del miércoles?

—Comimos en casa de mi madre. Luego me fui a casa con mi familia.

—Ajá, así que eso hiciste, ¿verdad? Y entonces no colgasteis a Bengt del

árbol, ¿verdad? Para resolverlo vosotros solos, ¿no?

Adam menea la cabeza.

—Cerdo.

—¿Quién? ¿Bengt o yo? Y dime, ¿fuiste tú o fue alguno de tus hermanos

quien disparó contra el cristal de la ventana? Os acercasteis por allí una noche,

igual que hoy a la casa de la comisaria Fors, ¿eh? ¿Para dejarle un mensaje?

—Yo no sé nada de ningún disparo en ninguna puta ventana. Y no pienso

decir nada más. Ya puedes seguir toda la noche, a partir de ahora guardaré

silencio.

—¿Como tu hermana?

—¿Qué sabréis vosotros de mi hermana?

—Sabemos de su buen corazón. Todo el mundo lo cuenta.

Los músculos de la cara de Adam Murvall se relajan un poco.

—Sabes que estás en una situación delicada, ¿verdad? Amenazas a un

funcionario, resistencia a la autoridad, coacción. Es grave, teniendo en cuenta tus

antecedentes.

—Yo no he amenazado a nadie. Sólo he dejado una nota.

—Sé cómo te pones cuando te enfadas de verdad, Adam. ¿Estabas enfadado

con el asqueroso de Bengt el gordo? ¿El que violó a tu hermana? El que malogró

su buen corazón, ¿eh? Adam, ¿fuiste tú quien colgó…?

—Debí hacerlo.

—De modo que…

—Tú te crees que lo sabes todo.

—¿Y qué es lo que no sé?

—Vete al infierno.

Adam Murvall susurra la imprecación antes de llevarse el índice a la boca

muy despacio.

Sven apaga la grabadora, se levanta. Abandona la sala, deja solo a Adam

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Murvall, que está sentado con la espalda tan derecha que parece imposible, como

si su columna se compusiera de una única viga muy sólida, hecha de acero,

imposible de quebrantar.

—¿Qué creéis?

Sven Sjöman los mira inquisitivo.

Karim Akbar aguarda junto a la puerta.

—Hay algo que no encaja —opina Malin—. Algo hay.

Pero su cerebro no detecta lo que es.

—No ha negado las acusaciones —observa Johan Jakobsson.

—Son una pandilla de chicos duros —interviene Zeke—. ¿Negar o confesar?

Jamás en la vida. Cualquiera de las dos opciones sería una concesión.

Sencillamente, no son de ésos.

—Sven ha decidido arrestarlo. Esta noche lo meteremos en el calabozo más

frío, así quizá se ablande —dice Karim. Todo el grupo calla, nadie sabe si está

bromeando o si habla en serio.

—Estaba bromeando —explica al cabo de unos segundos—. ¿Qué os habéis

creído? ¿Que voy a convertir la comisaría en una cárcel turca?

Karim rompe a reír. Los demás sonríen.

El reloj de la sala contigua a la de interrogatorios. Las manecillas negras

indican las once y veinte.

—Yo creo que puede valer la pena que hablemos con toda la familia Murvall.

—dice Malin—. Eso es lo que creo. Mañana mismo.

—Podemos retenerlo aquí una semana. Los hermanos y la madre están

citados para mañana. Incluso podemos citar a sus mujeres —asegura Karim.

Detrás del cristal de insonorización, Malin ve a dos policías uniformados, los

del coche patrulla, que conducen a Adam Murvall fuera de la sala de

interrogatorios para llevarlo al calabozo.

El cielo está despejado.

La Vía Láctea sonríe a los humanos. Su luz remota es desapacible pero, al

mismo tiempo, fuente de consuelo y de calidez.

Malin está con Zeke en el aparcamiento, justo al lado del Mercedes negro de

Karim Akbar.

Pronto será medianoche.

Está filmando uno de sus cigarrillos tan exclusivos. Se diría que tiene los

dedos azules por el frío, pero a él no parece importarle.

—Deberías tomártelo con más calma, Fors.

La luz de las estrellas se atenúa.

—¿Tomarme con calma el qué?

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—Todo.

—¿Todo?

—Bastaría con que redujeras el ritmo, el número de revoluciones.

Malin se queda en silencio, a la espera de que vuelva el calor del instante,

pero tarda, nunca volverá.

Zeke tira la colilla, busca las llaves del coche.

—¿Te llevo?

—No, me iré andando —responde Malin—. Necesito pasear un poco.

Adam Murvall está tumbado en el catre del calabozo. Se ha cubierto con la

manta el cuerpo musculoso y piensa en las palabras que Svarten andaba

repitiendo siempre, una y otra vez, como un mantra, cuando se emborrachaba

sentado en la silla de ruedas en la cocina de su casa.

«El día que aflojes, será el fin. El fin, ¿te enteras?»

Svarten aflojó. Y ni él mismo comprendió por qué.

Después, Adam Murvall piensa en su madre, en que puede confiar en él

igual que él siempre ha podido confiar en ella. En cierto modo, ella siempre se ha

interpuesto entre ellos y todos los cerdos, como un muro.

Adam no es de los que lo largan todo. Los niños ahora estarán durmiendo,

aunque a Anna debe de haberle llevado tiempo tranquilizarlos.

Adam Murvall se imagina el torso escuálido de Anneli, su hija de siete años,

subiendo y bajando al respirar. Se imagina a Tobias, de tres años, su cabello rubio

y ondulado sobre una sábana estampada de barquitos de vela de color azul, y al

pequeño de ocho meses boca abajo en la cuna. Luego se duerme, sueña con un

perro que vigila delante de una puerta en pleno invierno. Hace una noche clara y

el perro ladra tan alto que la puerta se estremece en los goznes oxidados que la

sujetan. Y Adam sueña que él mismo está sentado a la mesa de la cocina de una

gran casa blanca y que una mano cubierta de las venas más finas y delicadas coge

la pata de uno de los pollos asados y que esa misma mano le arroja la pata al perro

por la ventana.

El animal sigue fuera, ladrando en la nieve.

La pata de pollo lo hace callar.

Luego reanuda los ladridos. Y ahora, una voz:

Dejadme entrar.

No me dejéis aquí fuera.

Tengo frío.

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Capítulo 36

Jueves, 9 de febrero

No es un mal sueño.

Es el que es, sin más.

Janne va y viene por la sala de estar de la casa. Los muchachos del campo de

refugiados de Kigali han vuelto a acudir a su lado esa noche, hace un momento.

Llevaban en las palmas de las manos los pies amputados, se acercaron a su cama

llevándolos como trofeos sangrientos. La sangre negruzca goteaba en su cama,

humeaba y emanaba un olor fresco a hierro.

Lo despertó la humedad de la cama.

El sudor.

Como de costumbre.

Es como si el cuerpo conservase la memoria de las húmedas noches de la

jungla y se adaptase a ese recuerdo más que al presente.

Sube por la escalera, entreabre la puerta del dormitorio de Tove. Ahí está,

dormida, protegida del frío.

En la habitación de invitados duerme Markus. Un chico legal, por lo que

Janne ha podido ver durante la cena, antes de que Tove lo llevase a su habitación.

No le había dicho a Malin que Markus también dormiría allí. Ella no parecía

saber nada y siempre podría decirle que creía que sí lo sabía. Y Malin protestaría,

pero bueno, se dice Janne, al tiempo que baja de nuevo la escalera. Mejor que los

vigile yo que no al contrario, que no tengan que andar a escondidas en casa del

suegro.

¿Suegro?

¿Es eso lo que he pensado? ¿Suegro?

De todos modos, llamé al padre de Markus para preguntarle si daba el visto

bueno.

Parecía amable. Ningún señorón con ínfulas, como la mayoría de los médicos

que uno se topa en el hospital cuando llegamos con la ambulancia.

Por la mañana se presentó en la comisaría la familia Murvall.

Llegaron en el Range Rover verde y en un minibus Peugeot poco después de

las ocho.

El sol reverberaba sobre la chapa lacada de los coches y los vehículos

vomitaban gente. O, al menos, eso le pareció a Malin.

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El clan Murvall: maridos, mujeres, un niño tras otro fueron tomando el

vestíbulo de la comisaría.

Charla nerviosa.

Gente que se encuentra en el punto de ruptura.

Esperando no hacer lo que las autoridades les pedían que hicieran: hablar.

Una mezcla consciente de rebeldía y resignación en cada movimiento, en cada

gesto, en cada parpadeo. La ropa ajada, los vaqueros desgastados, los jerséis y las

cazadores de colores chillones, nada modernos, conjuntados de cualquier manera,

la suciedad, las manchas, los mocos de los niños uniéndolo todo como una masilla.

—Gitanos —le susurró Börje Svärd al oído mientras Malin y él observaban la

escena desde la oficina—. Son como una banda de gitanos.

En el centro del grupo estaba la madre.

Como sola entre los demás.

—Tiene usted una familia estupenda —dice Sven Sjöman, tamborileando con

los dedos sobre la mesa de la sala de interrogatorios.

—Nos mantenemos unidos —constata la madre—. Como se hacía antaño.

—Hoy en día no es muy común.

—No, pero nosotros nos mantenemos unidos.

—Y tiene muchos nietos y muy guapos.

—Nueve, en total.

—Seguramente, podrían haber sido más. Si Maria no…

—¿Maria? ¿Qué pasa con Maria?

—¿Qué hizo la noche del miércoles de la semana pasada?

—Dormir. Es lo que una abuela suele hacer por las noches.

—¿Y sus hijos?

—¿Los chicos? Lo mismo, que yo sepa.

—¿Conocía a Bengt Andersson?

—¿Bengt qué? He leído sobre él en la prensa, si se refiere al que colgaron del

árbol.

—¿Colgaron? ¿Ellos?

—Sí, por lo que decía el periódico, debieron de ser varios.

—Varios, como sus hijos, ¿no?

—Vergüenza debería darle, señor inspector. Vergüenza.

Malin mira a los ojos a Sofia Murvall. La mujer tiene unas profundas ojeras

que se extienden hasta las mejillas, pero su cabello castaño parece recién lavado y

lo lleva recogido en una pulcra coleta en la nuca. Tienen que usar la sala de

reuniones para el interrogatorio.

Mujer de Jakob, el mediano de los tres hermanos. Cuatro hijos, de entre siete

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meses y diez años. Seca de tanto amamantar niños, ojerosa de tantas noches en

vela, consumida hasta la médula.

—Cuatro hijos —dice Malin—. Puedes considerarte afortunada. Yo sólo

tengo una hija.

—¿Se puede fumar aquí dentro?

—No, lo siento. Son muy estrictos al respecto. Pero puedo hacer una

excepción —asegura Malin al tiempo que le ofrece la taza de café vacía—. Puedes

echar la ceniza aquí.

Sofia Murvall rebusca en los bolsillos de la sudadera verde, saca un paquete

de Blend mentolado y un encendedor de propaganda de una empresa de

transportes. Enciende el cigarrillo. El humo dulzón y mentolado le da náuseas,

pero Malin hace un esfuerzo y sonríe.

—Debe de ser duro vivir en la llanura.

—Bueno, no siempre es fácil y agradable —responde Sofía Murvall—. Pero

¿quién dijo que iba a serlo?

—¿Cómo os conocisteis Jakob y tú?

—Eso a ti no te importa.

—¿Sois felices?

—Mucho, muy felices.

—¿Incluso después de lo que le sucedió a Maria?

—Eso no cambió nada.

—Me cuesta creerlo —replica Malin—. Jakob y sus hermanos debieron de

sentir una gran frustración.

—Ellos protegían a su hermana, si es a eso a lo que te refieres. Y lo siguen

haciendo.

—¿Y se encargaron del que la violó? ¿Y por eso colgaron del árbol a Bengt

Andersson?

Unos toquecitos en la puerta.

—¡Adelante! —responde Malin. Una policía en prácticas llamada Sara asoma

la cabeza por la abertura.

—Hay un niño llorando aquí fuera. Dicen que le toca el pecho. ¿Lo traigo?

Sofia Murvall no se inmuta.

Malin asiente.

Una mujer, que debe de ser la esposa de Adam Murvall, entra en la

habitación con un bebé que llora amargamente y se lo da a Sofia. El pequeño abre

la boca, trepa hacia el pezón más cercano, y Sofía Murvall apaga el cigarrillo, se

sube la sudadera y deja al descubierto un pecho desnudo, un pezón rosa que el

pequeño muerde y atrapa enseguida.

¿Eres consciente de tu buena suerte? ¿Es que no lo ves?

Sofia acaricia la cabeza del niño.

—¿Tienes hambre, chiquitín? —y luego dice—: Jakob no puede estar

mezclado en eso. Imposible. Ha dormido en casa todas las noches. Y se ha pasado

los días en el taller. Lo veo desde la ventana de la cocina.

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—¿Y tu suegra? ¿Te llevas bien con ella?

—Sí —sostiene Sofia Murvall—. No existe una persona más buena.

Elias Murvall, hermético. Sus recuerdos son como una perla en su concha.

—No pienso decir nada. Yo dejé de hablar con la policía hace quince años.

La voz de Sven Sjöman:

—Tan peligrosos no somos. Y menos para un tío duro como tú, ¿no?

—Si no digo nada, ¿cómo vais a averiguar lo que hice o dejé de hacer?

¿Acaso me creéis tan débil como para ceder ante vosotros?

—Precisamente —replica Sven—. No creemos que seas débil. Pero si no dices

nada, se nos complicará la cosa, claro. ¿Es eso lo que pretendes, que se nos

compliquen las cosas?

—¿Tú qué crees?

—¿Fuiste tú quien disparó…?

Pero los labios de Elias Murvall están sellados con un hilo de sutura invisible;

la lengua, paralizada, descansa relajada en la boca. No se oye el menor ruido salvo

el zumbido del aparato de ventilación.

Malin no oye el ruido desde la antesala, pero sabe que ahí dentro resuena un

ronroneo sordo y mecánico: aire fresco para los seres humanos.

Jakob Murvall se ríe al oír la pregunta:

—¿Insinúas que nosotros estamos implicados en eso? Estáis locos. Ahora

somos ciudadanos observantes de la ley, llevamos mucho tiempo así, sin

sobrepasar los límites de la ley, somos como cualquier otro mecánico.

Börje Svärd dice:

—Vale. Y del rumor según el cual anduvisteis amenazando a los posibles

compradores de casas en Bläsvädret, ¿qué me dices? ¿Y de que incluso habéis

amenazado al agente inmobiliario?

—Habladurías. Esos son nuestros dominios y, si presentamos la mejor oferta

para una casa, podemos comprarla, ¿no?

—…

—¿Que dónde estaba la noche del miércoles? En la cama con mi mujer.

Bueno, no me pasé la noche entera durmiendo, pero sí la pasé en la cama.

—…

—Maria… No eres digno ni de mencionar su nombre siquiera. ¿Me oyes,

policía de mierda? Bengt Andersson… Maria… Bollbengan, ese monstruo… Maria

debería haber pasado de él.

Jakob Murvall se levanta bruscamente.

Luego, su virilidad se desmorona, sus músculos pierden toda la fuerza.

—Ella se ocupaba de Bollbengan. Es la persona más tierna y más buena que

Dios puso en este planeta. Lo único que ella hacía era cuidar de él un poco, ¿no lo

entiendes, policía de mierda? Ella es así. Nadie puede disuadirla de ser así. Y si él

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se lo agradeció haciéndole lo que le hicieron en el bosque, merecía morir y volver

al infierno al que pertenece.

—Ya. Pero vosotros no lo hicisteis, ¿no?

—¿Tú qué crees, poli? ¿Tú qué crees?

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Capítulo 37

—El regreso de un ejército, piensa Malin.

El clan Murvall abandona el vestíbulo de la comisaría y, tiritando de frío,

cada uno ocupa su lugar en los coches.

Elias y Jakob ayudan a su madre a subir al asiento delantero del minibús,

aunque está claro que la abuela se las arreglaría sola.

Estaba en la entrada hace un minuto, con la cabeza cubierta por un pañuelo,

los ojos tan desorbitados que parecían querer huir de las cuencas.

Se enfrentó a Karim Akbar.

—Pienso llevarme a Adam a casa.

—El jefe de la investigación preliminar…

Karim queda desconcertado ante la rabia de aquella señora mayor; una rabia

tan repentina como tabú para Karim, educado en el respeto a los mayores.

—Mi hijo vuelve a casa. Ahora.

El resto de la familia se alinea como un muro detrás de la mujer. La esposa de

Adam, la primera, con los niños moqueando a su alrededor.

—Pero…

—Tengo que hablar con mi hijo.

—Señora Murvall, su hijo no puede recibir visitas. Sven Sjöman, el jefe de la

investigación preliminar…

—Me importa un comino el jefe de la investigación preliminar. Tengo que

ver a mi hijo, he dicho.

La mujer exhibe una sonrisa que enseguida se transforma en una mueca. Los

dientes de la prótesis son de un blanco imposible.

La rebeldía como espectáculo teatral, como un juego.

—Veré lo que puedo…

—Tú no puedes hacer nada, ¿a qué no? —Rakel Murvall se da media vuelta,

levanta el brazo y el ejército se pone en marcha.

El reloj de la entrada indica las 14.50.

La sala de reuniones. Hace demasiado frío para abrir las ventanas y ventilar

el hedor a humo mentolado, que aún persiste.

—Lisbeth Murvall le ha dado una coartada a Elias, su marido —dice Malin.

—Sí, todos se cubren unos a otros —protesta Zeke—. Como sea, todos se

protegen.

Johan Jakobsson:

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—Y no parece existir otra conexión entre ellos y Bengt Andersson que el

hecho de que él era paciente de su hermana y de que el nombre de Bengt aparecía

en el informe de su violación.

—De todos modos, deberíamos efectuar un registro en la casa de Blåsvädret

—interviene Sven Sjöman—. Yo quiero saber lo que hay en sus casas.

—¿Tenemos bastante material para obtener la orden? —pregunta Karim

Akbar, vacilante—. Un móvil, algún indicio… No tenemos más.

—Ya sé lo que tenemos y lo que no, pero eso bastará.

—Lo único que vamos a hacer es echar un vistazo —apunta Börje Svärd—.

Tampoco será para tanto, ¿no?

No, sólo vamos a ponerlo todo patas arriba, piensa Malin. Por lo demás, no

es para tanto, ¿no? Y luego dice:

—Pide la orden de registro.

—Vale —responde Karim.

—Y quiero oír a los padres de Joakim Svensson y Jimmy Kalmvik —continúa

Malin—. Alguien tiene que confirmarnos lo que hicieron la noche del miércoles. Y

quizá averigüemos más detalles de cómo torturaban a Bengt Andersson.

—Y los disparos —señala Zeke—. Seguimos sin saber quién disparó.

—Haremos lo siguiente —resuelve Sven—. En primer lugar, el registro. Y

después habláis con los padres de esos dos chicos.

Malin asiente, opina que sí, que necesitarán a todos los efectivos para operar

en Blåsvädret. Quién sabe qué se le puede ocurrir a esa panda de locos.

Resuena en su cabeza el miedo de Fredrik Unning: «Esto quedará entre

nosotros, ¿verdad?». Y piensa que tiene la maldita obligación de agotar esa línea

de investigación tanto como pueda.

—Vamos a Blåsvädret —dice Johan, poniéndose de pie.

—Si rastreas en el lodo, siempre encuentras algo —sentencia Börje.

El lodo, Börje. Tú sabes mucho del lodo, ¿verdad? Has estado inmerso en él cada vez

que te has despertado en la cama junto a tu mujer y la has oído respirar con dificultad

porque su diafragma debilitado no es capaz de sostener los pulmones.

Has sentido que te cubría el fango cuando trajinabas por la noche con el tubo de

succión, a la débil luz del dormitorio, cuando quería que la cuidases tú, y no uno de los

enfermeros sin nombre.

Sí, tú sabes mucho del lodo, Börje, pero también sabes que existe algo más que el lodo.

A tu manera, tú también has esperado que los balones saltaran la valla para poder

devolverlos. Sólo que nadie se ha reído nunca de tus movimientos.

Nunca has tenido que pasar hambre, Börje. Hambre de verdad. Nunca has estado solo

de verdad. Peligrosamente solo. Tan solo como para levantar un hacha contra la cabeza de

tu padre.

Voy flotando por encima de la llanura, voy acercándome a Blåsvädret. Desde aquí

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arriba, el pequeño grupo de casas es una serie de puntitos negros en un manto blanco

infinito; el árbol del que me colgaron es una bandera de cenizas a unos kilómetros al oeste.

Me hundo, veo los coches, a los policías ateridos, y veo a los Murvall, reunidos en la cocina

de Rakel. Oigo sus maldiciones, su ira mal dominada. ¿No comprendéis los principios de la

olla a presión? ¿El reactor sin refrigerar que termina explotando? Sólo de ese modo puede

quedar encerrada la violencia. Y ahora os estáis moviendo a ras de ese límite. ¿Creéis que

los cuatro policías de uniforme apostados ante su puerta serán capaces de contener esa

agresividad?

En el taller, en la casa blanca, la más grande.

Malin y Zacharias, que es su nombre, abren la puerta de una de las habitaciones del

fondo. Hace frío allí dentro, sólo diez grados, y aun así notáis el olor.

La vanidad os ha llevado hasta allí.

¿O ha sido la curiosidad?

¿O quizá una penitencia, Malin?

Os preguntaréis por qué los Murvall no han limpiado allí un poco mejor, y esa

pregunta sembrará en vosotros la duda. ¿Qué es esto? ¿Cuál es el animal que no se

doblega?

Veréis las cadenas que cuelgan del techo, los travesaños que sirven para que una

persona ice hacia el techo o hacia el cielo objetos más pesados de lo que sería posible sin ese

apoyo.

Veréis las huellas cuajadas.

Percibiréis el olor.

Y empezaréis a intuir.

—¿Has visto esto, Zeke?

—Lo he visto. Y noto el olor.

El intenso olor a aceite de coche que dominaba la gran entrada del taller se

esfuma una vez dentro.

—A ver, necesitamos más luz.

Las gigantescas correderas de hierro bien lubricadas que separan los dos

espacios se abren sin dificultad. No se siente el peso, piensa Malin mientras

observa las rodadas que conducen hasta la puerta.

El reino de lo liviano. Una puerta bien lubricada.

Y una habitación sin ventanas. El suelo de hormigón, lleno de manchas, las

cadenas que cuelgan inmóviles de las vigas pero que ella casi oye crujir como

serpientes de cascabel que se mueven con las poleas, como pequeños planetas

preciosos en lo alto, en el techo. Hay bancos de acero a lo largo de todas las

paredes que despiden vagos destellos en la oscuridad, y también está el hedor a

sangre y muerte.

—Ahí.

Zeke señala el interruptor de la luz que hay en la pared.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Unos segundos después, la luz inunda la habitación. Zeke y Malin ven la

sangre coagulada en el suelo, en las cadenas, las hileras de cuchillos bien

ordenados en uno de los bancos de trabajo.

—¡Qué cojones!

—Llama a los técnicos.

—Vamos a salir de aquí con mucho cuidado.

Malin, Zeke y Johan Jakobsson están en la casa de Adam Murvall, junto al

fregadero de la cocina. Los policías uniformados vacían los cajones de la sala de

estar, cuyo suelo se ve ya atestado de periódicos, fotografías, manteles y cubiertos.

—De modo que el interior del taller parece un matadero, ¿no? ¿Es posible

que lo hicieran ellos? —pregunta Johan.

Zeke asiente.

—Y vosotros, ¿qué habéis encontrado? —pregunta Malin.

—El sótano está lleno de carne. Y de congeladores de gran tamaño. Con

bolsas marcadas con el año y los detalles del despiece: «carne picada 2001, magro

2004, ciervo 2005». Las hay parecidas en las tres casas. Seguramente también las

encontraremos en la casa de la madre.

—¿Nada más?

—Sólo una cantidad ingente de basura. No hay muchos papeles. No parecen

muy dados a documentar lo que hacen.

Los interrumpen unos gritos desde el garaje de cuatro plazas de Elias

Murvall.

—¡Eh! Aquí tenemos algo.

La voz triunfal de los gallitos más jóvenes. ¿Sonaría yo así hace nueve años?,

se pregunta Malin. Cuando acababa de salir de la Escuela Superior de Policía e

hice mi primera ronda de seguridad ciudadana después de volver a mi provincia

natal… ¿Después de volver para siempre?

Malin, Zeke y Johan se apresuran a salir de la cocina de Adam Murvall,

cruzan el jardín corriendo, llegan a la carretera y continúan hacia el garaje.

—¡Aquí! —grita uno de los jóvenes uniformados gesticulando para llamar su

atención. Le brillan los ojos de euforia cuando señala la plataforma de carga de

una furgoneta Skoda.

—Esto parece bañado en sangre —dice el joven—. Es increíble.

De increíble nada, piensa Malin antes de advertirles:

—No toquéis nada.

No se da cuenta de cómo el semblante del joven pasa de irradiar orgullo y

alegría a ensombrecerse por ese tipo de rabia molesta que sólo la arrogancia de un

superior puede provocar.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Börje Svärd camina con los abdominales tensos, siente su fuerza expandirse

por todo el cuerpo.

La gasolinera está bien cuidada, al menos eso ha de reconocerle a esa

pandilla de chalados. No hay nada extraño en el local, nada en los talleres. Todo

bien mantenido y con algo así como un sello de gente competente. El mismo se

atrevería a dejar allí el coche para su reparación.

Detrás de la tienda hay una pequeña oficina, varios archivadores en una

estantería, un fax. Y otra puerta. Dos grandes candados en una regleta, pero no

son lo bastante seguros.

En el taller, Börje encuentra una barra de hierro que parece resistente. Vuelve

a la oficina y la mete por detrás del listón, se cuelga de ella con todo su peso y no

tarda en oír las protestas de los candados. Luego empuja con el pecho una vez más

y dobla el metal hasta que salta el listón.

Observa el interior de la habitación. En primer lugar, siente el olor familiar a

lubricante de armas. Luego, ve los rifles alineados en las paredes.

Hay que joderse, piensa. Luego cae en la cuenta de que las gasolineras son

objeto constante de atracos. Y si uno tiene las armas en su gasolinera, será porque

no teme que lo atraquen. De lo contrario, las guardaría en otro lugar.

Sonríe burlón.

Se imagina perfectamente la consigna entre los ladronzuelos: «Haced lo que

queráis, pero no toquéis la gasolinera de Blåsvädret. Los hermanos Murvall están

locos de atar, que lo sepáis».

Empieza a caer la noche en el horizonte. Hay todo un despliegue alrededor

de Malin. Uniformes, civiles, sangre, armas, carne congelada. La familia se

encuentra reunida en la cocina de Adam Murvall ahora que están registrando la

casa de la abuela.

Malin siente que falta algo. Pero ¿qué? De pronto, cae en la cuenta. Daniel

Högfeldt. Debería estar aquí.

En cambio, sí que ha venido otro foliculario cuyo nombre desconoce. La

fotógrafa es la misma, con su aro en la nariz y toda la parafernalia.

Malin se sorprende pensando en preguntar por Daniel, pero eso sería

imposible. ¿Qué razón podría aducir para ello?

Suena el teléfono.

—Hola, mamá.

—Tove, cariño, no tardaré en llegar a casa. Hoy han sucedido muchas cosas

en el trabajo.

—¿No me vas a preguntar si lo pasé bien ayer en casa de papá?

—Sí, claro, ¿lo pasaste bien?

—¡Sí!

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿Estás en casa?

—Sí. Estaba pensando en coger el autobús para ir a casa de Markus.

Johan anuncia por radio:

—Börje ha encontrado montones de armas en la gasolinera.

Malin inspira hondo el aire frío.

—¿A casa de Markus? Qué bien… Entonces igual puedes cenar allí, ¿no?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 38

Las mejillas de Karin Johannisson parecen engullir la luz de los focos y el

tono bronceado de su piel destaca sobre el fondo brillante de su elegante anorak

color vino. No es el mismo que el día del árbol. Es otro.

Bordeaux, piensa Malin. Así llamaría Karin a ese color.

Karin va meneando la cabeza mientras se acerca a Malin, que está dando

pataditas en el suelo ante la entrada del garaje.

—Por lo que hemos podido comprobar, sólo hay sangre de animales, pero

nos llevará varios días revisar cada centímetro cuadrado. Si quieres saber lo que

opino, yo creo que ahí dentro sacrifican animales.

—¿Lo han hecho hace poco?

—Como mucho, hace unos días.

—Pues ésta no es temporada de caza de muchos animales que digamos.

—Yo de eso no entiendo —responde Karin.

—Aunque esa circunstancia no les impide a algunos cazar todo el año.

—¿Caza furtiva?

Karin frunce el entrecejo, como si la sola idea de corretear por el bosque a

treinta grados bajo cero con una escopeta al hombro le resultara espantosa.

—No es imposible —afirma Malin—. Se gana dinero. Cuando vivía en

Estocolmo me preguntaba cómo era posible que los mercados ofreciesen carne de

alce fresca todo el año.

Karin desplaza la mirada hacia el garaje.

—Pues parece que lo que hay en la furgoneta es lo mismo. Aunque aún no lo

sabemos.

—¿Sangre de animal?

—Sí.

—Gracias, Karin —concluye Malin con una sonrisa que ni ella misma se

explica.

Karin se queda desconcertada.

Se encaja el gorro de modo que se le levantan los lóbulos de las orejas. Los

discretos pendientes cóncavos con tres diamantes engastados cada uno despiden

destellos en la oscuridad.

—¿Desde cuándo nos damos las gracias por hacer cada una su trabajo? —

pregunta Karin.

Las armas están alineadas sobre sacos de basura negros, en el suelo de la

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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tienda de la gasolinera.

No es una tienda normal y corriente, con salchichas y alimentos frescos, sino

un quiosco de gasolinera con material potente, se dice Malin. Las consabidas

chocolatinas y un viejo frigorífico oxidado con bebidas que ronronea en un rincón

son las únicas concesiones a la civilización, aparte de los aceites de motor, los

repuestos y los accesorios de vehículos.

A Janne le gustaría este lugar.

Rifles monotiro de Husqvarna.

Grabados de gamos y alces, de hombres vigilantes en los sotos, de flores.

Escopetas de perdigones Smith & Wesson.

Pistolas: Luger, Colt y una SigSauer P225, el arma reglamentaria en la policía.

Ningún Mauser. Ninguna escopeta de aire comprimido. Ningún arma que

pueda haberse utilizado en la ventana de Bengt Andersson, constata Malin. En las

vitrinas de las viviendas sólo encontraron escopetas de perdigones y rifles.

¿Tendrán los tres hermanos un escondite en otro lugar? O quizá, no tengan nada

que ver con los disparos, tal y como ellos afirman, a pesar de ser propietarios de

tantas armas.

Lo más extraño: dos pistolas automáticas del modelo usado por el ejército y

una granada de mano.

Parece una manzana, piensa Malin; una manzana deforme con mutación de

color.

—Te apuesto lo que quieras a que las armas automáticas y la granada de

mano proceden del robo cometido hace cinco años en el arsenal de Kvarn —dice

Börje—. Robaron diez automáticas y una caja de granadas de mano. Me apuesto la

cabeza a que éstas han salido de allí.

Börje tose y pasea de un lado a otro de la habitación.

—Casi podrían iniciar una guerra con lo que tienen —constata Zeke.

—Quién sabe si no la han empezado ya —apunta Börje—. Al colgar a Bengt

Andersson de aquel árbol.

Jakob y Elias Murvall están sentados junto a su madre, cada uno a un lado,

ante la mesa de la cocina de su casa. Se ven al fondo los cajones abiertos, la vajilla

amontonada en pilas encima de las alfombras.

Los hermanos están concentrados, como si aguardasen órdenes que han de

ejecutar a cualquier precio. Como si estuvieran en guerra, piensa Malin, justo lo

que dijo Börje, como si fuesen a salir trepando de una trinchera para precipitarse

hacia las líneas enemigas. Rakel Murvall, la madre, parece una matrona entre los

dos, con la mandíbula inferior un tanto adelantada, el cuello ligeramente hacia

atrás.

—Zeke, Malin, encargaos vosotros —les había ordenado Sven Sjörnan—.

Presionad. Amenazad.

Fuera, en el vestíbulo, y en la sala de estar, unos policías uniformados. «Por

si intentan algo.»

Zeke al lado de Malin, enfrente del trío. Lo decidieron antes: adoptarían la

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fórmula de interrogatorio más antigua del mundo: una de cal y otra de arena. Los

ojos de Zeke, el lobo que, en la llanura, ventea sangre congelada.

—Yo me encargo de los golpes bajos.

—Vale. ¿Aguantarás?

—Si estás a mi lado, resisto cualquier cosa.

Malin se inclina sobre la mesa, observa primero a Jakob, luego a Elias y,

finalmente, a la madre.

—Os ha caído encima una avalancha de problemas.

Ninguno reacciona. Sólo respiran despacio y rítmicamente, como si los

pulmones y el corazón tuviesen la misma cadencia.

Zeke continúa:

—Cinco años por barba. Como mínimo. Atraco, robo y tenencia ilícita de

armas, caza furtiva y, si encontramos sangre humana, se os acusará de asesinato.

Si encontramos la sangre de Bengt Andersson.

—¿Atraco? ¿De qué atraco hablas? —pregunta Elias Murvall.

Y su madre lo reconviene:

—Ssss. Ni una palabra.

—¿Creéis que no podemos cogeros por las armas automáticas?

—Ni lo sueñes —murmura Elias—. Nunca.

Malin nota que el tono de Elias Murvall exaspera a Zeke, que está a punto de

sobrepasar el límite. Ya lo ha visto antes, ha visto cómo ceden sus barreras y todo

él se convierte en acción, una mezcla instantánea de músculos y adrenalina. Zeke

rodea la mesa de un salto. Agarra a Elias Murvall de la garganta y aprieta, le

estrella la cabeza contra la mesa, presiona tan fuerte que la mejilla aplastada se

pone blanca.

—Primitivo indio de mierda —le susurra Zeke—. Voy a arrancarte las

plumas del culo y te las haré tragar.

—Tranquilo, Jakob —le advierte la madre al hermano—. Tranquilo.

—¿Lo mataste, cabrón? ¿Lo matasteis? En el taller, ¿no? Como si fuera un

perro. Y luego lo colgasteis del árbol para que todo el mundo lo viera, para

demostrarle a la llanura en pleno lo que ocurre cuando uno se enfrenta a la familia

Murvall, ¿a que sí?

—¡Suéltame! —masculla Elias Murvall. Pero Zeke empuja más—. Suéltame

—vuelve a decir con voz lastimera y esta vez Zeke lo suelta y echa los brazos hacia

atrás.

Corazón de hierro, piensa Malin. Serías capaz de acabar con los tres

hermanos al mismo tiempo tú solo, ¿verdad?

—Lo comprendo —interviene Malin tranquilamente, una vez que Zeke ha

vuelto a su silla—. Comprendo que no pudierais quitaros de la cabeza la idea de

que fue Bengt quien violó a vuestra hermana, que queríais hacer algo sólo por eso.

La gente lo entenderá.

—¿Qué nos importa lo que piense la gente? —suelta Jakob Murvall.

La madre se retrepa en la silla y se cruza de brazos.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Ni una palabra, mamá —advierte Elias Murvall.

—¿No habéis tenido suficiente? —dice Zeke—. Vamos a encontrar sangre de

Bengt en la furgoneta, seguro. Y entonces podremos acusaros.

—Ahí no encontraréis sangre suya.

—Estaríais coléricos, ¿no? ¿Cedisteis a vuestra rabia el jueves pasado? ¿Llegó

el momento de la venganza? —Malin, con el tono de voz más suave de que es

capaz, con la mirada más compasiva.

—Cogedlos por caza furtiva y por tenencia de armas —propone la madre de

repente—. De lo otro no saben nada.

«Pero tú sí», piensa Malin.

—Pero tú sí, ¿verdad?

—¿Yo? Yo no sé nada. Chicos, contadle lo de la caza furtiva y habladle de la

cabaña del lago. Contádselo, a ver si nos dejan en paz de una vez.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 39

La cabaña, Malin.

El bosque.

Lo que se arrastra entre los troncos de los árboles en medio del frío.

Los hermanos y la madre.

¿Qué fue lo que me hizo daño, Malin? ¿Qué fue lo que atravesó mi ventana? Lo que

me colgó del árbol. Lo que me provocó todas estas heridas…

Se resisten. Intentan conservar lo que les pertenece.

¿O fueron los chicos?

¿Los creyentes?

Una serie interminable de preguntas.

Malin, habla con los padres de los chicos, sé que Zacharias y tú pensáis hacerlo. Que

aclararéis las cosas. Que conseguiréis estar más cerca de la verdad que tú crees estar

buscando.

Ahí fuera, en algún lugar, está la respuesta.

En algún lugar, Malin.

Sigue el plan.

Muévete según el patrón. No dejes escapar nada hasta que tengas la certeza

de que puedes.

«Con imparcialidad, Malin.»

La expresión favorita de Sven Sjörnan.

Puertas abiertas de par en par, puertas cerradas como la que ahora tiene

delante.

El dedo de Zeke en el timbre. El techo de la entrada del apartamento del bajo

está pintado de rojo. Se ve luz en la ventana que hay justo al lado de la puerta. Y

una cocina. Sólo que allí no hay nadie.

Calle Pallasvägen.

Unos treinta apartamentos de una sola planta construidos hacia finales de los

setenta, a juzgar por el estilo, como si los hubieran colocado en una parcela

olvidada de la llanura, justo detrás de los baños municipales de Ljungsbro, paseos

helados pero bien rociados de arena, ribeteados de arbustos muertos por el

invierno, con una pequeña alfombra de hierba cubierta de nieve ante la entrada.

Como si fueran casas, aunque no lo son, se dice Malin. Como casas de

mentira para aquellos que no pueden permitirse una de verdad. Un tipo de

vivienda que no es ni lo uno ni lo otro. ¿Y las personas? ¿Se convertirán también

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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en algo intermedio entre lo uno y lo otro en esos apartamentos? Incluso las plazas

de aparcamiento delimitadas por arbustos causan una impresión dispersa y

marchita.

La madre de Joakim Svensson. Margaretha.

Está en casa, constata Malin. Pero ¿por qué no nos abre?

Zeke vuelve a tocar el timbre. El aliento sale de su boca en forma de nubes de

vaho blanco en medio de la negrura de la noche inminente.

El reloj del coche indicaba las 17.15 horas cuando se detuvieron en el

aparcamiento. La tarde, quizá la noche, se presenta larga.

Los hermanos, en el calabozo.

La cabaña del bosque.

En ese momento, Malin oye el retumbar de pasos por la escalera. Tras un

leve chirrido de la cerradura, se entreabre la puerta.

Todas estas personas, se dice Malin. Que entrevén el mundo por una rendija

de la puerta. ¿De qué tenéis miedo?

Entonces, recuerda el cuerpo de Bengt Andersson en el árbol.

Los hermanos Murvall.

Rakel. Malin piensa: seguramente tienes razón, Margaretha, mejor será que

mantengas la puerta cerrada. Y dice:

—¿Margaretha Svensson? Somos de la policía de Linköping. Venimos a

hacerle unas preguntas sobre su hijo. ¿Podemos entrar?

La mujer asiente y abre la puerta un poco más. Va envuelta en una toalla

blanca, tiene el pelo mojado y unas gotas diminutas caen al suelo desde sus

mechones rubios y rizados. Presentaciones y apretones de manos.

—Estaba en la bañera —explica Margaretha Svensson—. Pero entren. Pueden

esperarme en la cocina mientras me visto.

—¿Está Joakim en casa?

—No; ha salido no sé adónde.

La cocina está pidiendo una renovación. La pintura blanca de las puertas de

los armarios está descascarillada, y las placas de la encimera, desgastadas. Aun

así, produce una sensación agradable; la mesa lacada en marrón y las sillas

dispares le otorgan una apacible dignidad a la sencillez, y cuando el frío empieza a

darle tregua a su nariz, Malin percibe un claro aroma a pimienta.

Se quitan las cazadoras y se sientan a esperar en la cocina. En el fregadero

hay una botella de aceite de oliva y un frutero con galletas de varias clases.

Cinco minutos.

Diez.

Y entonces vuelve Margaretha Svensson. Lleva una sudadera roja y

zapatillas de deporte blancas, va maquillada y no puede tener más de treinta y

ocho, cuarenta, como mucho, sólo unos años mayor que Malin. Es guapa y tiene

buen tipo, seguro que hace deporte.

Se sienta a la mesa, mira inquisitiva a Malin y a Zeke.

—La directora del colegio me llamó y me dijo que habían estado allí.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Sí. Como quizá sepa, parece ser que su hijo y su amigo Jimmy Kalmvik

acosaron a Bengt Andersson, que ha sido víctima de un asesinato —comienza

Malin.

Margaretha Svensson deja que las palabras de la policía alcancen su

conciencia.

—Sí, eso me contó la directora. No tenía ni idea, pero no diré que sea

imposible. Cualquiera sabe lo que son capaces de idear los dos juntos.

—¿Salen juntos? —pregunta Zeke.

—Sí, son como hermanos —contesta Margaretha Svensson.

—¿Y no sabe nada de lo que pudieron hacerle a Bengt Andersson?

Margaretha Svensson menea la cabeza.

—¿Cabe la posibilidad de que hayan tenido acceso a algún arma?

—¿Se refieren a cuchillos y cosas así? Pues… los cajones de la cocina están

llenos.

—Armas de fuego —puntualiza Malin.

Margaretha Svensson responde llena de asombro:

—No, eso sí que no. En absoluto. ¿De dónde iban a sacarlas?

—Dígame —interviene Zeke—. ¿Ha mostrado Joakim interés por el culto a

los dioses Ases?

—Le garantizo que de eso no sabe una palabra. De taekwondo y del

monopatín, en cambio, lo sabe todo.

—¿Sabe conducir? —pregunta Malin.

Margaretha Svensson se pasa la mano por el pelo mojado y suspira hondo.

—Tiene quince años, pero… ¿quién sabe lo que esos dos son capaces de

hacer?

—Nos dijeron que el jueves pasado estuvieron aquí viendo una película, pero

que usted no estaba en casa. ¿Es eso cierto?

—Cuando yo me fui, a eso de las siete, los dejé aquí a los dos. Y cuando

regresé, Jocke estaba durmiendo. La película seguía puesta. La misma de siempre,

sobre skateboard.

—¿Dónde…?

—Primero en clase de aquagym, en la piscina. Luego fui a casa de mi amigo.

Puedo darles el número si quieren. Volví sobre las once y media.

—¿Su amigo?

—Mi amante. Se llama Niklas Nyrén. Puedo darles el número.

—Bien —dice Zeke—. ¿Tiene alguna relación con su hijo?

—Lo intenta. Seguramente piensa que el chico necesita un modelo

masculino.

—El padre de Joakim murió, ¿no es así? —pregunta Malin.

—Sí, murió en un accidente de tráfico cuando Joakim tenía tres años.

Margaretha Svensson se yergue en la silla y añade:

—He hecho todo lo posible por educarlo yo sola, trabajando a jornada

completa como auxiliar en una maldita constructora, y me he esforzado por hacer

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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de él una persona decente.

Pues no lo has conseguido, piensa Malin. Más bien parece un delincuente en

potencia, un acosador. Como si la mujer le hubiese leído el pensamiento, añade:

—Sé que no es el mejor hijo de Dios y que puede resultar insoportable. Pero

es valiente, y yo lo he alentado a serlo, no permite que nadie lo pisotee, y

aprovecha las oportunidades, de modo que está bien equipado para todo lo que le

espera, ¿no?

—¿Podemos ver su habitación?

—En la primera planta, al fondo.

Zeke se queda en la cocina mientras Malin sube a inspeccionar el dormitorio.

Huele a cerrado. A soledad. Láminas de skateboard. Estrellas de hip-hop.

Tupac, Outkast.

Una cama hecha sobre una moqueta azul celeste, paredes azul celeste. Una

mesa con cajonera. Malin abre los cajones. Bolígrafos, papeles, un bloc sin estrenar.

Mira bajo la cama, pero no hay nada, tan sólo unas pelusas en el rincón.

Una casa dormitorio, deduce Malin.

Luego piensa que es una suerte que Tove no esté saliendo con un chico como

Joakim Svensson, que su hijo de médicos es un sueño comparado con el chico

duro de la llanura.

La siguiente casa es otro mundo.

Pese a que se encuentra tan sólo a quinientos metros de la de Margaretha

Svensson.

Una gran casa de ladrillo estilo años setenta, con garaje de dos plazas,

situada justo en una pendiente que desemboca en el canal Gota, una de las cerca

de diez que encuadran un parque infantil impecable. Hay un Subaru cuatro por

cuatro de color negro aparcado en la calle junto a un arbusto.

El dedo de Malin en un timbre blanco y negro del modelo más habitual.

Debajo del pulsador hay una funda de plástico tras la cual se ve el nombre que

una mano temblorosa ha estampado en un papel.

Kalmvik.

Ya está oscuro, el ocaso ha aterrizado en Ljungsbro y, con el tiempo, va

filtrándose la noche, que trae consigo un frío aún más devastador.

Joakim Svensson y Jimmy Kalmvik estuvieron solos en el apartamento desde

las siete de la tarde hasta las once y media de la noche. ¿Cómo saber si de verdad

estuvieron allí todo ese tiempo? ¿Y si salieron para hacer alguna gamberrada?

¿Tuvieron tiempo de hacerle daño a Bengt Andersson en esas cuatro horas y

media? ¿O de llevarlo hasta el árbol? ¿O quién sabe si Joakim Svensson no salió

después de que su madre regresara?

Nada es imposible, se dice Malin. Y quién sabe cuántas películas han visto

para inspirarse… ¿Habrá sido todo una gamberrada que se les fue de las manos?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Henrietta Kalmvik abre la puerta de par en par.

No una rendija indecisa.

—Son de la policía, ¿verdad?

Una frondosa melena rojiza, ojos verdes, rasgos definidos. Una elegante

blusa blanca y unos elegantes pantalones azul marino; una mujer de unos cuarenta

y cinco años que sabe cómo sacarle partido a su físico.

—¿Es ése su coche? —pregunta Malin—. Me refiero al que está aparcado en

la calle.

—Pues sí. Bonito, ¿verdad?

Henrietta Kalmvik encabeza la marcha hacia el interior, los invita con un

gesto a quitarse el anorak en el segundo de los dos vestíbulos que hay en la casa.

Cuando Malin consigue zafarse del anorak y colgarlo en la percha, ve que la mujer

se desliza por el parqué y continúa hacia una sala de estar dominada por dos sofás

de piel blanca situados ante una mesa cuyas patas parecen gruesas garras de león

talladas en mármol rojo.

Henrietta Kalmvik los espera sentada en el más pequeño de los sofás.

Una alfombra china de color rosa en el suelo. En la pared, sobre el más

grande de los sofás, cuelga un cuadro pintado en tonos naranjas que representa a

una pareja en la playa ante la puesta de sol. Al otro lado de la ventana se distingue

una piscina cubierta de nieve e iluminada por un foco. Malin piensa en lo

agradable que debe de ser bañarse en ella las mañanas de verano.

—Siéntense.

Malin y Zeke se sientan uno junto al otro en el gran sofá, cuya piel se hunde,

y Malin tiene la sensación de ir a desaparecer engullida por el blando relleno del

cojín. Se fija en un frutero de madera tallada que hay sobre la mesa, lleno de

manzanas verdes.

—Supongo que la directora del colegio la habrá llamado —comienza Zeke.

—Sí —responde Henrietta Kalmvik.

Le hacen las mismas preguntas que acaban de hacerle a Margaretha

Svensson.

Y obtienen las mismas respuestas, aunque no del todo.

Los ojos verdes de Henrietta Kalmvik, fijos en la piscina que hay al otro lado

de la ventana. Contesta:

—Me rendí con Jimmy hace mucho tiempo. Es un chico imposible pero,

mientras se mantenga dentro del marco de la ley, puede hacer lo que quiera. Tiene

su habitación en el sótano, con entrada propia, y puede entrar y salir cuando

quiera. Y si me dicen que anduvo acosando a Bengt Andersson… pues sí, claro,

seguramente. ¿Si tiene armas? Podría ser. Dejó de escucharme cuando tenía nueve

años. Me llamaba «vieja de mierda» cada vez que le negaba lo que quería. Hasta

que, al final, opté por dejar de intentarlo. Ahora viene a casa a comer. Poco más. Y

yo me dedico a otras cosas. Soy miembro del club de Leones y del club de jazz de

la ciudad.

Henrietta Kalmvik guarda silencio, como si hubiese dicho cuanto tenía que

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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decir.

—Sospecho que querrán ver su habitación, ¿no?

La señora Kalmvik se levanta y se dirige a la escalera que conduce al sótano.

Malin y Zeke la siguen de nuevo.

Una vez en el sótano, cruzan el lavadero, una habitación con sauna y un gran

Jacuzzi, hasta que la mujer se detiene ante una puerta.

—Aquí está.

Se hace a un lado.

Deja que Zeke abra la puerta.

La habitación está desordenada, la cama, de ciento veinte de ancho, sin hacer,

extrañamente colocada en el centro de la pequeña estancia; hay prendas de ropa

desperdigadas por el suelo de piedra moteada de gris, mezcladas con tebeos y

envoltorios de caramelos y latas vacías de refresco. Las paredes, blancas, sin

adornos. Malin piensa que no es probable que entre nunca mucha luz por las

ventanas.

—Lo crean o no, aquí él se encuentra a gusto —asegura Henrietta Kalmvik.

Miran en los cajones del único mueble, rebuscan entre lo que hay por el

suelo.

—Aquí no hay nada raro —concluye Zeke—. ¿Sabe dónde está Jimmy ahora?

—Ni idea. Estará por ahí con Jocke. Son como hermanos.

—¿Y el padre de Jimmy? ¿Podríamos hablar con él?

—Trabaja en el mar del Norte, en una plataforma petrolífera próxima a

Narvik. Por cada tres semanas de trabajo, pasa dos en casa.

—Vaya, qué soledad, ¿no? —dice Zeke, cerrando la puerta de Jimmy.

—No tanto —responde Henrietta Kalmvik—. Los dos agradecemos no tener

que estar siempre uno encima del otro. Y, además, gana mucho.

—¿Tiene móvil?

—No, pero es posible llamar a la plataforma, si se trata de algo urgente.

—¿Cuándo vuelve?

—El sábado, en el tren de la mañana procedente de Oslo. Pero llámenlo a la

plataforma si es necesario.

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Capítulo 40

Una voz al otro lado del hilo telefónico; su noruego suena ininteligible a

causa de las interferencias. Zeke gira y se aleja de la entrada del garaje de los

Kalmvik.

—Sí, hola. Preguntaban por Goran Kalmvik, ¿no? Pues lleva más de una

semana fuera. Terminó el turno el martes pasado y no lo esperamos hasta dentro

de dos semanas. Lo oigo fatal, muy mal… ¿Que dónde puede estar? Pues en

casa… Ajá, que no está en casa… Pues en ese caso, no tengo ni idea… Sí, trabaja

dos semanas y libra tres.

—Ésta sí que es buena —dice Malin después de colgar—. El padre de

Kalmvik no está en la plataforma. Desde hace más de una semana.

—Pues Henrietta no parecía saberlo —comenta Zeke—. ¿Tú qué crees que

significa?

—Puede significar un montón de cosas. Que estuvo en casa la semana

pasada, cuando asesinaron a Bengt Andersson, y quizá ayudó a los chicos si se

pasaron de la raya con sus gamberradas contra Bollbengan. O puede que esté

engañando a su mujer y tenga una amante o algo aún más disparatado en otro

lugar. O también puede que haya decidido tomarse unas vacaciones por su

cuenta.

—¿No volvía el sábado?

—Sí.

—Pues será difícil dar con él antes. ¿Tú crees que Henrietta miente? ¿Que

finge no saberlo? ¿Quizá para protegerlos a él y a su hijo?

—No me lo pareció —responde Malin.

—No, no me lo pareció.

—Bueno, Fors, vamos a dejar a los Kalmvik. Vamos a echar un vistazo a la

cabaña de los Murvall, enfrentándonos al frío y a la oscuridad. Más vale que

avancemos un poco.

Más vale, piensa Malin. Y cierra los ojos, descansa y deja que las imágenes

desfilen a placer por su cabeza.

Tove en el sofá de casa.

Daniel Högfeldt con el torso desnudo.

Janne en la foto del dormitorio.

Y, finalmente, la imagen que desplaza a todas las demás, que se expande y se

graba a fuego en la conciencia; una imagen imposible de desechar: Maria Murvall

en la cama de su habitación del hospital, Maria Murvall entre troncos negros de

árbol una noche húmeda y fría.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 194 -

Los faros del coche iluminan el camino del bosque. Los árboles que los

rodean parecen monstruos helados; las cabañas vacías se convierten en contornos

oscuros, en sueños rígidos con buenos momentos junto al mar, ahora congelado,

como una perla gris a la débil luz de la luna que se filtra por entre los velos de

nubes.

La descripción de Elias Murvall en la casa de su madre:

—Al lago Hultsjön, después de Ljungsbro, subid hacia Olstorp, luego

continuad en dirección al campo de golf hasta que lleguéis a la carretera a

Tjällmovägen. Diez kilómetros después, veréis el lago. El camino hasta las cabañas

está limpio de nieve. El último trecho tendréis que recorrerlo a pie. Está

señalizado. Pero allí no encontraréis nada.

Y antes de eso Jakob Murvall, muy locuaz de repente, como si su madre

hubiese pulsado un botón debajo del cual se leyese «palabras», les habló sobre su

caza furtiva organizada, sobre la venta de carne y las pieles de gamo, que los

millonarios rusos están como locos con las pieles de gamo.

—Iremos esta misma tarde. Ahora. Sjöman tendrá que conseguir la orden de

registro.

Zeke vacila.

—¿No podemos esperar hasta mañana? Los hermanos estarán en el calabozo

y no podrán hacer nada.

—Ahora.

—Pero, Fors, tengo ensayo con el coro esta tarde.

—¿Qué?

—Vale, Malin, vale. Pero antes vemos a los padres de Joakim Svensson y

Jimmy Kalmvik —dice Zeke. Y en esta ocasión, su voz bronca desvela la certeza de

que Malin pensaba pasarse meses burlándose de que hubiera querido anteponer

un ensayo con el coro Da Capo a la investigación de una pista recién descubierta.

Consiguieron la orden, Sven Sjöman llamó para confirmarlo.

Así que ahora Zeke maneja el volante mientras Kjell Lönnå dirige a una tropa

coral que ensaya a pleno pulmón Swing it, magister. El canto coral, la condición

indispensable para que fueran a la cabaña. Zeke evita que las ruedas resbalen,

obliga al coche a avanzar acelerando y frenando y acelerando de nuevo. Los

arbustos de la cuneta se perfilan a su lado como un abismo ribeteado de blanco y

Malin otea a un lado y a otro en busca de un par de ojos relucientes: un gamo, un

alce o un ciervo que, de repente, crucen la carretera a su paso. Pocas personas

conducen como Zeke, sin la seguridad irrespetuosa del conductor profesional,

sino más bien con cautela y el objetivo en mente: llegar a su destino.

Van bordeando el lago, pero saben que sus aguas congeladas se adentran en

el corazón del bosque, se estrechan hasta convertirse en algo parecido a un río que

desemboca en el corazón mismo de la noche y de la oscuridad.

El reloj del salpicadero indica las 22.34 horas. Una hora infernal para el

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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trabajo que van a realizar.

Y Tove en casa, al final no fue a casa de Markus: «Me calenté el resto del

guiso de carne. No te preocupes, mamá, me las he arreglado bien».

«En cuanto las cosas se normalicen en el trabajo, haremos algo divertido

juntas».

¿Divertido?, se pregunta Malin cuando ve la montaña de nieve que se divisa

al final del camino y en cuya loma alguien ha labrado una hendidura, y los reflejos

prendidos de los árboles despiden destellos como estrellas que se desvanecen en el

punto de fuga.

¿A ti qué te parece divertido, Tove? Cuando eras pequeña, resultaba más

fácil. Antes solíamos ir a la piscina. Y al cine, pero ahora prefieres ir con tus

amigas. Ir de compras sí te gusta, aunque no tanto como a otras chicas de tu edad.

Podríamos ir a Estocolmo, a un concierto, eso te agradaría. Hemos hablado de ello;

sin embargo, nunca lo hemos hecho. O ir a la Feria del Libro de Gotemburgo.

Aunque eso es en otoño, ¿no?

—Tiene que ser aquí —dice Zeke al tiempo que para el motor—. Espero que

no haya que andar mucho. Joder, esta noche hace casi más frío.

La geografía del mal.

¿Qué aspecto tiene? ¿Cuál es su topografía?

No muy lejos de aquí encontraron indicios de la agresión a Maria Murvall, a

cinco kilómetros al oeste. Ninguno de los hermanos sabía qué estaba haciendo

Maria en el bosque; ninguno habló entonces de la cabaña, de la casita que el

agricultor Kvarnström les cede gratuitamente por razones sobre las que nadie

quiere indagar.

«A cambio se la cuidamos. No tiene nada de extraño.»

Maria en el bosque.

Toda desgarrada por dentro.

Una noche de frío otoñal.

Un mundo empapado de humedad.

Bollbengan en el árbol.

El frío de la llanura.

Ramas como serpientes, hojas y setas podridas como arañas y, además, los

gusanos bajo tus pies, garras afiladas que te cortan las plantas. ¿Quién vive

colgado del árbol? ¿Murciélagos, lechuzas, una nueva maldad?

¿Qué es la geografía del mal? ¿Pequeñas protuberancias montañosas y

hondonadas nada profundas? Un bosque joven, una mujer con jirones de ropa

negra que se arrastra al alba por un camino del bosque desierto.

Y la bestia, ¿estará en el bosque?

En todo eso va pensando Malin mientras avanza a buen paso con Zeke por la

nieve camino de la cabaña de los hermanos Murvall. Van alumbrando las copas de

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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los árboles con sus linternas, los reflejos titilan, hacen vibrar la negra corteza en la

noche muda y los cristales de nieve del suelo relucen como ojos de lemino,

pequeños faros para la navegación en pos de lo desconocido.

—¿Cuánto falta, Fors? Seguro que estamos a quince grados bajo cero, como

mínimo, y ya estoy empapado de sudor.

Zeke va primero, abriéndose paso entre la nieve; nadie ha transitado por allí

desde la última nevada, aunque hay señales que seguir: las huellas de un scooter de

nieve en un lado del sendero.

Los animales, se dice Malin. Así será como los hacen salir de sus escondites y

madrigueras, con el scooter.

—Sí, es una mierda —responde Malin con la intención de infundirle ánimos

a Zeke al compartir con él la tortura—. Yo diría que llevamos recorrido un

kilómetro.

—¿A cuánto estaba la cabaña?

—No nos lo quisieron decir.

Se detienen a tomar aliento en silencio.

—Quizá deberíamos haber esperado y haber venido mañana —admite

Malin.

—Bueno, ya que estamos aquí, seguimos —decide Zeke.

Después de treinta minutos de lucha contra la nieve y el frío se abre por fin el

bosque y da paso a un claro en cuyo centro ven lo que parece una cabaña de varias

centurias de antigüedad, seguramente, rodeada de nieve amontonada hasta la

altura de los ventanucos.

Enfocan la casa con las linternas. El haz de luz desvela sombras alargadas y

los árboles del bosque se convierten en un cortinaje de tonos negros detrás del

tejado cubierto de nieve.

—Vamos a entrar, ¿no? —pregunta Zeke.

Encuentran la llave donde dijeron los hermanos, colgada de un clavo bajo el

saliente. La cerradura helada chirría.

—Seguro que no hay electricidad —dice Zeke cuando se abre la puerta—. No

tiene sentido buscar ningún interruptor.

Los haces de luz bailan por una habitación vacía y gélida. Está ordenado,

piensa Malin. Jarapas en el suelo, una cocina de gasoil sobre un sencillo banco de

madera, una mesa de camping en el centro, cuatro sillas, velas, ninguna lámpara y

tres camas de matrimonio alineadas contra las dos paredes sin ventanas.

Malin se acerca a la mesa.

Tiene la superficie manchada de aceite de color claro.

—Lubricante de armas —afirma Zeke.

En el aparador que hay junto a la encimera guardan latas de conserva que

contienen sopa de guisantes, raviolis, albóndigas. Al lado del aparador, en una

caja, se ven botellas de diversos licores.

—Es extraño, pero me recuerda a un vestuario —comenta Zeke.

—Sí, tiene un carácter neutro, insensible.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿Y qué te esperabas, Fors? Nos hablaron de su existencia para que

viniéramos y no encontráramos nada.

—No lo sé. Es tan sólo una intuición. Una habitación sin sentimientos. ¿Qué

habrá fuera de sus límites?

Hermanos Murvall, si en el fondo de vuestros corazones reina la maldad, si

es así, ¿cuál es el daño que habéis causado?

Zeke le indica que guarde silencio y Malin se da la vuelta. Entonces ve que

Zeke se lleva la mano enguantada a la boca, señala la puerta y ambos cubren el

foco de sus linternas con la mano.

Lo que sigue es una oscuridad imperturbable.

—¿Has oído algo? —pregunta Malin.

Zeke asiente y ambos guardan silencio sin moverse lo más mínimo y aguzan

el oído. Algo se arrastra hacia ellos. ¿Un animal que serpea? ¿Un animal herido

que se desliza hacia el soto? De nuevo se hace el silencio. ¿Se habrá detenido? Los

hermanos Murvall están en el calabozo. ¿La vieja? No, a esas horas no. ¿Tendrá

varias apariencias? ¿Los acosadores? Pero ¿qué harían allí en plena noche?

Malin y Zeke se dirigen cautos hacia la puerta abierta, se colocan cada uno a

un lado, se miran y, en ese momento, vuelve a sonar el ruido, sólo que más lejano

ahora, y ellos se lanzan, enfocan con las linternas el lugar del que procede el ruido.

Un bulto negro avanza y desaparece hacia el lindero del bosque con un

movimiento flotante y meditativo. ¿Un ser humano?

¿Una mujer?

¿Un muchacho? ¿Dos muchachos?

—¡Alto! —grita Zeke—. ¡Detente!

Malin lo persigue a la carrera, sigue las huellas negras pero, al correr, sus

botas resquebrajan la dura capa de nieve y se cae, se levanta, reanuda su carrera,

vuelve a caer, se levanta, persigue al desconocido, grita:

—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto! ¡Vuelve aquí!

La voz de Zeke a su espalda, muy seria:

—Detente o disparo.

Malin se da la vuelta. Ve a Zeke delante del porche de la cabaña con la

pistola en la mano, apuntando a la oscuridad.

—Es absurdo —dice Malin—. Lo que quiera que fuese, estará ya muy lejos de

aquí.

Zeke baja el arma. Asiente.

—Y llegó hasta aquí esquiando —deduce, y señala con la linterna las huellas

delgadas de los esquís en la nieve.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 41

Viernes, 10 de febrero

Tove sobre el regazo de Malin.

¿Cuánto pesas ahora?

¿Cuarenta y cinco kilos?

Suerte que mamá va al gimnasio a veces, ¿no?

Me duelen las piernas, pero al menos los pies empiezan a recuperar el calor.

Siguieron las huellas durante dos kilómetros. Entre tanto, se desató una

tormenta sobre los bosques del lago Hultsjön y para cuando se terminó el rastro,

los dos estaban prácticamente ocultos bajo un polvo blanco. El rastro iba a morir

cerca de un sendero del bosque y resultaba imposible distinguir si había habido

allí un coche aparcado. No se veían restos de aceite en el suelo. Las posibles

señales de las ruedas del coche estaban cubiertas de nieve.

—Tragado por el bosque —dijo Zeke.

Después calculó su posición con el móvil.

—Sólo estamos a cinco kilómetros. Tardaremos menos en llegar al coche de

lo que les llevaría enviarnos uno de la comisaría.

Tove dormía en el sofá cuando Malin llegó a casa. El televisor parpadeaba y

el primer pensamiento de Malin fue despertarla para que se fuese a la cama.

Pero al ver aquel cuerpo tendido en el sofá, larguirucho y demasiado

delgado para su edad, el fino cabello rubio esparcido sobre el cojín y los ojos

cerrados, la boca apacible… quiso sentir el peso de su hija, la carga del amor vivo.

Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para levantarla, creía que se

despertaría, pero al final lo consiguió y allí estaba, en la oscura y tranquila sala de

estar del apartamento, con Tove en brazos. Y ya empieza a caminar por el pasillo,

abre la puerta de la habitación de Tove con el pie.

Y la mete en la cama. Pero Malin pierde el equilibrio a causa del peso

lánguido de Tove, siente que disminuye el calor que emana de él cuando cae con

un golpe sordo en el colchón.

Tove abre los ojos.

—¿Mamá?

—Sí.

—¿Qué haces?

—Nada, te he traído en brazos a la cama.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Ajá. —Tove cierra los ojos, vuelve a dormirse.

Malin va a la cocina. Se coloca delante del fregadero y se queda mirando el

frigorífico. Su zumbido resuena en la oscuridad y un goteo cansino cae del sistema

de refrigeración.

¿Cuánto pesaste al nacer, Tove?

Tres kilos doscientos cincuenta y cuatro gramos.

Cuatro kilos, cinco, y así sucesivamente. Por cada kilo, menos dependencia,

menos niña, más adulta.

Puede que la haya llevado a la cama por última vez, se dice Malin mientras

escucha los sonidos de la noche con los ojos cerrados.

Es el teléfono. ¿Suena en mis sueños? ¿O es ahí fuera, en la habitación?

Como quiera que sea, está sonando y Malin extiende la mano hacia la mesilla

de noche y tantea el lugar donde debería hallarse el teléfono, al otro lado del vacío

donde se encuentra en estos momentos, la frontera entre el sueño y la vigilia,

donde cualquier cosa puede suceder, donde, por un instante, nada se da por

sentado.

—Aquí Malin Fors.

Logra sonar firme, aunque con voz bronca, muy bronca.

La caminata nocturna ha debido de afectarle a las vías respiratorias, pero, por

lo demás se encuentra bien, el cuerpo está en su sitio, y la cabeza, también.

—¿Te he despertado?

Reconoce la voz, aunque al principio no la identifica. ¿Quién es? La oigo a

menudo, pero no en una conversación.

—Malin, ¿estás ahí? Te estoy llamando entre canción y canción y no tengo

mucho tiempo.

Ah, la locutora de radio. Helen.

—Sí, estoy aquí. Un tanto adormilada.

—Bien, entonces iré al grano. ¿Recuerdas cuando me llamaste para

preguntarme por los hermanos Murvall? Pues hay algo que olvidé contarte y que

quizá quieras saber. Esta mañana leí en el periódico que los habéis detenido a los

tres, aunque no quedaba claro si la detención está relacionada o no con el

asesinato. Pero entonces me acordé de que hay otro hermano, un medio hermano,

creo. Era un poco mayor, un tipo raro y solitario. Por lo visto, hijo de un marinero

que se ahogó. En fin, recuerdo que los demás hermanos estaban muy unidos, pero

él iba por su cuenta.

Otro hermano, un hermano de madre.

Silencio. Ni las moscas se oyen.

—¿Sabes cómo se llama?

—Ni idea. Ya te digo que era algo mayor que los demás. Seguramente por

eso lo recuerdo como desvinculado de ellos. Apenas se lo veía por la ciudad. Hace

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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tanto tiempo… Puede que esté mezclando unas cosas con otras.

—Es una información muy útil —afirma Malin—. ¿Qué haría yo sin ti? ¿No

es hora de que nos tomemos una cerveza un día de éstos?

—Sí, Malin, estaría bien. Pero ¿cuándo, si siempre estamos trabajando?

Concluyen la conversación. Malin oye a Tove en la cocina, se levanta con un

deseo repentino de estar con su hija.

Tove sentada a la mesa de la cocina, tomando leche agria y leyendo el

Correspondenten.

—Mamá, esos tres hermanos… parece que están locos de remate —dice con

el ceño fruncido—. ¿Lo hicieron ellos?

Blanco o negro, piensa Malin.

Hecho o sin hacer.

En cierto modo, Tove tiene razón, es así de sencillo. Y sin embargo y al

mismo tiempo, resulta tan complicado, difuso y ambiguo…

—No lo sabemos.

—Ah, vaya. Pero supongo que irán a la cárcel por lo de las armas y la caza

furtiva, ¿no? ¿Y la sangre? ¿Era sólo sangre de animales, como dice la médica esa?

—Todavía no lo sabemos. El laboratorio sigue trabajando en ello.

—Y aquí pone que habéis interrogado a unos chicos. ¿Quiénes son?

—No puedo hablar de eso, Tove. ¿Lo pasaste bien con papá la otra noche?

—Sí, ya te lo dije por teléfono, ¿no te acuerdas?

—¿Qué hicisteis?

—Pues cenamos Markus, papá y yo y luego vimos una película antes de

irnos a dormir.

Malin siente que se le encoge el estómago.

—Ah, pero ¿Markus también estuvo?

—Sí, se quedó a dormir.

—¿SE QUEDÓ A DORMIR?

—Sí, pero no te creas que dormimos en la misma cama ni nada de eso, como

comprenderás.

Tanto Tove como Janne hablaron con ella aquella tarde. Ninguno de los dos

mencionó a Markus. Ni dijeron que se quedaría a dormir, ni que se quedaría a

cenar, ni que Janne supiera de su existencia.

—Yo ni siquiera sabía que papá conocía a Markus.

—¿Y por qué no iba a conocerlo?

—Me dijiste que no lo conocía.

—Pues sí, pero ahora ya lo conoce.

—¿Y por qué nadie me ha dicho nada? ¿Por qué no me lo contasteis?

Malin oye lo ridículas que suenan sus preguntas.

—Podías haber preguntado —responde Tove.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Malin menea la cabeza.

—Mamá —añade Tove—, a veces eres de lo más infantil.

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Capítulo 42

—Tienen otro hermano.

Johan Jakobsson agita un documento desde su escritorio en dirección a

Malin, que acaba de entrar en las oficinas de la comisaría. La conversación

mantenida con Janne por el móvil sigue zumbándole en la cabeza.

—Podrías haberme dicho que el chico iba a quedarse a dormir.

Janne adormilado, acababa de conciliar el sueño después de la guardia de

aquella noche. Aun así, le habla muy claro.

—Malin, lo que sucede en mi casa es asunto mío. Y si andas tan despistada

con respecto a Tove como para que consiga ocultarte ese tipo de cosas, creo que

deberías reflexionar un poco sobre cuáles son tus prioridades en la vida.

—¿Pretendes darme una lección moral?

—No; voy a colgar, ¿me oyes?

—En otras palabras, quieres decir que era responsabilidad de Tove, no tuya,

¿no es eso?

—No, Malin. Era TU responsabilidad, que tú te empeñas en hacer recaer

sobre Tove. Hasta luego. Llama cuando te hayas tranquilizado.

—¡El censo! —exclama Johan—. Me llegó la copia del censo. Aquí dice que

Rakel Murvall tiene cuatro hijos; el primero, Karl Murvall, debe de ser hermano de

madre de los otros. Pone «padre desconocido». Lo he encontrado en la guía. Vive

en la calle Tanneforsvägen.

—Sí, ya lo sé —afirma Malin—. Habrá que interrogarlo lo antes posible.

—Hay reunión dentro de tres minutos —avisa Johan, señalando la puerta de

la sala de reuniones.

Malin se pregunta si los niños estarán jugando fuera. Ojalá. ¿No tenemos hoy

unos grados más?

No hay niños en el parque que se extiende ante la guardería, sino balancines

vacíos, redes y arañas, areneros y toboganes.

Karim Akbar asiste a la reunión; ahí está con su sobrio traje de color gris,

sentado a un extremo de la mesa, al lado de Sven Sjöman.

—Nada más que sangre de alce y de gamo —explica Sven—. Pero en el

laboratorio siguen trabajando a toda máquina. Hasta que no hayan terminado,

mantendremos todas las puertas abiertas en lo que a los hermanos Murvall se

refiere. En el peor de los casos, al menos habremos desvelado algún asuntillo

sucio.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Las armas automáticas y la granada de mano no son un asuntillo sucio —

observa Börje Svärd.

—A propósito de las armas —responde Sven—. Según la unidad de balística

del SKL, ninguna de las armas que encontramos en la casa de los Murvall pudo ser

la utilizada para acribillar la ventana de Bengt Andersson con balas de goma.

—Las armas automáticas y las granadas de mano no son un asuntillo sucio

—reitera Karim—. Pero tampoco nuestro enfoque es ninguna tontería. Los de

criminalística están trabajando en ello.

—Me pregunto quién sería la persona que entrevisteis en el bosque —dice

Sven.

—No lo sabemos —reconoce Malin.

—Pero, quienquiera que fuese, tiene algo que ver con el caso —observa Zeke.

—Johan, hablamos del cuarto hermano —ordena Sven.

Cuando Johan termina de exponer lo que sabe, se hace el silencio en torno a

la mesa y las preguntas quedan flotando en el aire, hasta que Zeke afirma:

—Ninguno de los Murvall ha mencionado ni una sola vez a ningún hermano

por parte de madre. ¿Se crió con ellos?

—Eso parece —responde Malin—. Por lo menos, eso creía Helen.

—Quizá se apartó de ellos voluntariamente —dice Johan.

—Sí, claro, es normal querer llevar una vida distinta a la de los Murvall —

añade Börje.

—¿Sabemos algo más sobre el tal Karl Murvall? —pregunta Karim—. Dónde

trabaja, por ejemplo.

—Todavía no —contesta Malin—. Pero lo averiguaremos hoy mismo.

—Y, claro está, también podemos preguntarles a los hermanos Murvall y a su

encantadora madre —bromea Zeke.

—Sí, yo me encargo —se ofrece Sven entre risas.

—¿Y la línea del culto a los Ases? —Karim dedica al grupo una mirada

intimidatoria—. Teniendo en cuenta el escenario del crimen, no podemos dejarla

de lado.

—En honor a la verdad —reconoce Johan—, hemos estado ocupados con

otros asuntos, pero, desde luego, pensamos seguir indagando al respecto.

—Bien, continuad avanzando todo lo que podáis —dice Sven—. Malin y

Zeke, ¿cómo fue la conversación con los padres de Joakim Svensson y Jimmy

Kalmvik?

—Sólo las madres —precisa Malin—. El padre de Joakim Svensson murió y

Göran Kalmvik trabaja en una plataforma petrolífera. En realidad, no sacamos

nada nuevo. La coartada de los chicos para la noche del miércoles sigue sin estar

clara. Y hemos detectado algunas irregularidades en relación con el paradero del

padre de Jimmy Kalmvik.

—¿Irregularidades? —pregunta Sven—. Ya sabes lo que pienso al respecto.

Malin procede a explicar por qué es dudosa la coartada de los chicos, ya que

estuvieron solos en el apartamento de Svensson; y que Göran Kalmvik está

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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desaparecido, pero que su mujer cree que sigue en el mar del Norte, en la

plataforma.

—En cualquier caso, vuelve a casa mañana. Temprano. Así que pensábamos

interrogarlo.

—¿Y el amante de Margaretha Svensson? Quizá pueda aportar algo sobre lo

que Joakim Svensson se trae entre manos. Después de todo, decís que ha intentado

entablar una relación más estrecha con el muchacho.

—Sí, interrogaremos a Niklas Nyrén hoy mismo. Ayer tarde le concedimos

prioridad a la cabaña de los Murvall.

—Bien. Pero conceded prioridad también al cuarto Murvall. Le preguntaré a

la familia —concluye Sven.

—¡Ah, Karl! Sí, bueno, Karl se mudó al centro.

La voz de Rakel Murvall al teléfono.

¿Que se mudó al centro? Bueno, no está a más de diez kilómetros de

distancia, pero al oírla se diría que se fue a las antípodas, piensa Sven Sjöman.

—No hay nada que decir sobre él —asegura Rakel Murvall antes de colgar.

—Es aquí —anuncia Zeke al tiempo que aparca el coche delante del edificio

blanco de tres plantas de la calle Tanneforsvägen, cerca de la fábrica de Saab. Una

construcción de los años cuarenta, seguramente, en el momento de mayor

expansión de la marca, cuando en la ciudad se fabricaron centenares de aviones de

guerra. En los bajos del bloque, una pizzería anuncia la Capricciosa por treinta y

nueve coronas y el supermercado ICA de enfrente tiene el café Classic en oferta. El

letrero amarillo de la pizzería está descascarillado y a Malin le cuesta leer el

nombre: Conya.

Recorren la amplia acera apremiados por el frío. Abren la puerta y entran en

el portal. Leen en el panel: «Tercer piso, Andersson, Rydgren, Murvall».

No hay ascensor.

En el segundo rellano de la escalera, Malin nota que el corazón le late con

fuerza y que empieza a jadear. Cuando llegan al tercer piso, casi le cuesta respirar.

Zeke resopla a su lado.

—Siempre sorprende comprobar lo que cuesta subir escaleras —asegura

tomando aire.

—Sí, la caminata de ayer por la nieve no fue nada comparada con esto.

Murvall.

Llaman al timbre, oyen su resonar al otro lado de la puerta. El silencio de lo

que parece un apartamento vacío. Vuelven a llamar, pero nadie acude a abrirles.

—Estará trabajando —sugiere Zeke.

—¿Llamamos a la puerta del vecino?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Rydgren.

Después de dos timbrazos, les abre un hombre de edad avanzada, con la

nariz demasiado grande y los ojos hundidos, que los mira suspicaz.

—No me interesa —les suelta el hombre.

Malin se identifica.

—Estamos buscando a Karl Murvall, pero no está en casa. ¿Usted no sabrá

dónde trabaja?

—No sé nada.

El hombre se mantiene alerta.

—¿No sabe…?

—No.

Y cierra la puerta.

La tercera vecina del rellano, que también está en casa, es una señora mayor

que cree que son de los servicios sociales, que ya han llegado con su cena.

Los tres hermanos van saliendo de los calabozos a la sala de interrogatorios

para someterse a las preguntas de Sven Sjöman.

—Yo no tengo ningún hermano llamado Karl —sostiene Adam Murvall,

pasándose la mano por la frente—. Vosotros diréis que somos familia. Y será

verdad según vuestro modo de verlo, pero no según el mío. Él eligió su camino, y

nosotros, el nuestro.

—¿Sabes dónde trabaja?

—A esa pregunta no tengo por qué contestar, ¿verdad?

—¿Tú qué opinas, Malin? Podemos esperarlo mientras almorzamos en la

pizzería y ver si viene a comer a casa.

Están delante del coche. Zeke juguetea con las llaves mientras habla.

—Y, además, hace siglos que no me como una pizza.

—Pues por mí, vale. Incluso puede que ahí sepan dónde trabaja.

En la pizzería Conya huele a levadura y a orégano seco. No está decorada

con el habitual papel de entramado, sino con un papel textil de color rosa moteado

de verde, sillas estilo Bauhaus y mesas de pino lacadas. Un hombre negro con las

manos increíblemente limpias toma nota de su pedido.

¿Será suyo el local?, se pregunta Malin. No es ningún mito eso de que los

inmigrantes tienen que poner su propio negocio para sobrevivir. ¿Qué diría Karim

de ti? Supongo que te consideraría un inmigrante ejemplar. Un hombre que no

encomienda la responsabilidad de su sustento a manos ajenas, sino que sólo se fía

de sí mismo.

El movimiento circular en el que debemos confiar. Tus hijos, continúa

razonando Malin, se encontrarán seguramente entre los mejores de su clase en la

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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universidad. Eso espero.

—¿Qué queréis beber? Va incluido en el menú.

—Una coca-cola —dice Malin.

—Yo tomo lo mismo —responde Zeke que, al sacar la cartera para pagar,

aprovecha para identificarse.

—¿Conoces a un tal Karl Murvall? Vive en este mismo bloque.

—No —responde el pizzero—. No lo conozco. ¿Ha hecho algo malo?

—No tenemos motivos para creerlo —asegura Zeke—. Sólo queremos hablar

con él.

—Pues lo siento.

—¿Es tuyo el restaurante? —pregunta Malin.

—Sí, ¿por qué?

—Nada, por curiosidad.

Escogen una mesa con vistas al portal del edificio. Cinco minutos más tarde,

el dueño les planta sendas pizzas cubiertas de queso fundido que flota en

charquitos por encima de la salsa de tomate, el jamón y los champiñones.

—Buen provecho —les desea el propietario.

—Qué buena pinta —observa Zeke.

Se ponen a comer y, de vez en cuando, echan una ojeada a la calle

Tanneforsvägen, a los coches que circulan por ella y a los nubarrones de humos

grisáceos que se desploman pesadamente sobre el asfalto.

¿Qué puede abrir un abismo entre personas de la misma sangre?, se pregunta

Sven Sjöman.

Acaba de terminar el interrogatorio con Jakob Murvall, cuyas palabras han

quedado grabadas en su cabeza:

—Él vive su vida; nosotros, la nuestra.

—¡Pero si sois hermanos!

—Un hermano no siempre es un hermano, ¿no?

¿Qué impulsa a personas que deberían ayudarse y disfrutar unas de otras a

darse la espalda por completo? ¿A convertirse en enemigos? Es posible que surjan

desavenencias por dinero, por amor, por las creencias, bueno, por casi todo. Pero

¿la familia? ¿En el seno de una familia? Si ni siquiera podemos mantenernos

unidos en ese pequeño ámbito, ¿cómo vamos a conseguir organizamos en un

macrocontexto?

Es la una y media.

La pizza se les ha apelmazado en el estómago como una placa de hormigón

flotante y ambos se retrepan apoyándose en el flexible respaldo de mimbre.

—No vendrá —augura Malin—. Tendremos que volver esta tarde.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Zeke asiente.

—Yo estaba pensando en acercarme a la comisaría y terminar el informe de

ayer. ¿Te importa ir sola a Ljungsbro para hablar con Niklas Nyrén?

—Vale. Además, hay un par de cosas que quiero comprobar —acepta Malin.

—¿Necesitas ayuda?

—No, prefiero hacerlo sola.

Zeke asiente de nuevo.

—¿Igual que hiciste con Gottfrid Karlsson en la residencia de ancianos?

—Ajá.

Al salir, le dan las gracias al pizzero con un gesto.

—No estaba mal esa pizza —comenta Zeke.

Karl Murvall es un ser humano pero, en el mejor de los casos, un humano

nada interesante para su familia, de eso están bastante seguros.

—¿Karl?

Elias Murvall mira con resignación a Sven Sjöman.

—No me hables de ese lameculos remilgado.

—¿Os ha hecho algo?

Elias Murvall parece reflexionar, su expresión se suaviza ligeramente. Y

añade:

—Él siempre ha sido diferente, no es como nosotros.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 43

El espectáculo se evidencia ante los ojos de Malin cuando se acerca un poco

más al árbol en medio del campo.

Y se resiste a creer lo que se presenta ante su vista.

El árbol solitario no está ya tan solo. Aparcado en la carretera se ve un

monovolumen de color verde con un cofre en el techo, y en la nieve, justo en el

lugar donde debió de caer el cuerpo de Bengt Andersson, hay una mujer vestida

con una sábana blanca o… no, no está vestida en absoluto. Tiene los brazos

extendidos y los ojos cerrados.

No los abre cuando se acerca el coche de Malin.

Ni un músculo de la cara mueve la mujer, y tiene la piel más blanca que la

nieve, el vello púbico de un negro irreal, y Malin detiene el coche y la mujer sigue

sin reaccionar.

¿Congelada?

¿Muerta?

Totalmente de pie y derecha, en tal caso; pero entonces Malin se da cuenta de

que el pecho de la mujer se mueve un poco hacia arriba y hacia abajo y la ve

balancearse ligeramente a merced del viento.

Al salir del coche, Malin ha sentido que el rigor del invierno abría la puerta

de par en par, que la estación del año dominaba los sentidos, como si pusiera el

cuerpo a cero, reduciendo la distancia entre impresión, pensamiento y acción. Una

mujer desnuda en medio de una plantación. Esto es cada vez más disparatado.

La puerta del coche se cierra de golpe, pero es como si no fuese la fuerza de

su brazo la que hubiese ocasionado el ruido.

La mujer debe de tener frío y Malin se le acerca en silencio.

Cada vez más cerca, hasta que se encuentra a tan sólo unos metros de la

desconocida, que sigue respirando con los brazos extendidos y los ojos cerrados.

Tiene la expresión impasible y el cabello negro como la noche, recogido en una

trenza que le cuelga sobre la espalda.

Está rodeada por el llano.

Sólo hace poco más de una semana que encontraron a Bollbengan, pero han

arrancado el precinto policial y la nieve que ha caído desde entonces no ha

logrado ocultar la porquería que los curiosos han dejado tras de sí: colillas,

botellas, envoltorios de caramelos, envases de hamburguesas.

—¡Hola! —grita Malin.

Ninguna reacción.

—¡Hola!

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Calma total.

Y Malin se cansa del juego, sabe quién es la mujer que tiene delante, recuerda

lo que le contó Börje Svärd, después de la visita que él y Johan Jakobsson le

hicieron a Rickard Skoglöf.

Pero ¿qué estará haciendo aquí?

Malin se quita el grueso guante que le protege la mano y pellizca a la mujer

en la nariz. Muy fuerte y dos veces, con lo que la mujer da un respingo, salta hacia

atrás y grita:

—¿Qué coño haces?

—¿Valkyria? Soy Malin Fors, de la policía de Linköping. ¿Qué haces tú aquí?

—Estoy meditando. Y acabas de interrumpirme antes de que haya

terminado. ¿No te das cuenta de lo irritante que es?

Es como si Valkyria Karlsson tomase de repente conciencia del frío. Sortea a

Malin y comienza a caminar hacia su coche. Malin la sigue.

—Pero ¿por qué aquí precisamente, Valkyria?

—Porque fue aquí donde lo encontraron muerto. Porque este lugar tiene

energía propia. Seguro que tú también la sientes.

—Ya, pero es un tanto extraño, ¿no, Valkyria? Admítelo.

—No. No tiene nada de extraño —sostiene Valkyria Karlsson mientras se

sienta en su cuatro por cuatro verde, un Peugeot, y envuelve su cuerpo desnudo

en un abrigo largo de piel vuelta.

—¿Tuvisteis algo que ver con esto tú y tu novio?

Una pregunta tonta, se dice Malin. Pero las preguntas tontas pueden

provocar buenas respuestas.

—Si así fuera, no te lo contaría, ¿no crees?

Valkyria Karlsson cierra la puerta del coche y, poco después, Malin ve el

humo del tubo de escape ascender despacio hacia el cielo, mientras el coche se

pierde en el horizonte.

Malin se vuelve hacia el árbol.

A treinta y cinco metros de allí.

Se obliga a borrar la imagen de Valkyria desnuda, ya se ocupará de ella más

adelante, ahora debe hacer lo que tenía pensado.

¿Estás ahí, Bengt?

Y se imagina el cuerpo tumefacto, destrozado, meciéndose solo al viento.

¿Qué esperaban ver todos los curiosos que han estado aquí? ¿Un espíritu

flotando en el aire?

¿Un cadáver? Notar el hedor a violencia, a la muerte tal como aparece en sus

peores pesadillas. Turistas en la cámara de los horrores.

Malin se acerca de nuevo al árbol muy despacio, deja que su pulso recobre el

ritmo, se aísla de todos los sonidos y se olvida del día transcurrido para

concentrarse en lo que sucedió allí, intenta fijar la escena en su mente. Un ser sin

rostro que arrastra un trineo pesado, cadenas alrededor del cuerpo, de los pies,

travesaños como lunas negras recortadas contra el cielo estrellado.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 210 -

Malin se encuentra justo donde se quebró la rama, donde Valkyria Karlsson

estaba meditando hacía unos minutos.

Alguien ha dejado un ramo de flores en el suelo, con una tarjeta en una

funda de plástico grapada al ramo.

Malin coge las flores, grises por la escarcha, y lee:

«¿Qué vamos a hacer ahora que nadie recoge nuestros balones? Firmado: El

club Ljungsbro IF.»

Así que ahora lo echáis de menos.

A la hora de la muerte vienen los agradecimientos; y después de los

agradecimientos, ¿el fuego?

Malin cierra los ojos.

¿Qué pasó, Bengt? ¿Dónde te llegó la muerte? ¿Por qué? ¿Quién te odiaba

hasta ese punto? Si es que fue por odio…

Por más que grite, no me oirás, Malin Fors, de modo que no pienso intentarlo

siquiera. Pero aquí me tienes, a tu lado, y escucho tus palabras y te agradezco tanto

esfuerzo y tanta molestia como te estás tomando. Pero ¿de verdad es tan importante?

¿No tienes otra cosa mejor que hacer?

Su cuerpo desnudo y blanco.

Ella es capaz de hacerse inmune al frío. Yo nunca lo conseguí.

Yo sé quién abrigaba tanto odio.

Pero ¿era odio?

Sí, tu pregunta es pertinente.

¿Quizá fue desesperación? ¿Soledad? ¿O ira? ¿O curiosidad? ¿Un sacrificio? ¿Un

error?

O quizá algo totalmente distinto, mucho peor.

¿Podría hacer que mis palabras te alcanzasen? ¿Una sola palabra? En tal caso,

querría que fuera ésta:

Oscuridad.

La oscuridad que surge cuando el espíritu no puede ver la luz de otro ser humano,

cuando se debilita y, finalmente, trata de salvarse a sí mismo.

Malin se balancea al compás del viento, se estira hacia la rama quebrada,

pero no la alcanza y en el resquicio, en el espacio que media entre lo que quiere y

lo que es capaz de conseguir, lo ve claro.

Para ti esto no ha terminado, ¿verdad? ¿Verdad?

Quieres algo, quieres obtener algo, y lo demuestras de este modo.

¿Qué es lo que quieres? ¿Qué queréis?

¿Qué esperas o qué esperáis sacar de un cuerpo desnudo colgado de un árbol

en medio de un llano asolado por el viento?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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¿Qué puede desearse con tanta intensidad?

Enfrente del paraíso del chocolate, del imponente frontal de ladrillo amarillo

de la fábrica Cloetta, enfrente de un parquecillo, se extiende una hilera de casas

construidas en los años treinta, chalets mezclados con bloques blancos de alquiler

de pocos pisos, donde cada apartamento tiene su entrada por una escalera

independiente.

Niklas Nyrén vive en la última casa de la calle, en un apartamento situado

entre otros dos.

Malin llama una vez, dos veces, tres, pero nadie acude a abrirle. En el coche,

cuando se marchó del llano donde se yergue el árbol, lo llamó tanto al móvil como

a casa y no consiguió hablar con él. Aun así, quiso probar suerte.

No tiene sentido.

No está en casa.

Margaretha Svensson les explicó que trabajaba como comercial de galletas,

que era representante de la compañía Cloettabolaget Kakmästaren.

Estará visitando a algún cliente, concluye Malin. Y tendrá el móvil apagado.

Deja un mensaje en el contestador:

«Hola, soy Malin Fors, de la policía de Linköping. Necesitaría hacerle un par

de preguntas. Llámeme al cero, siete, cero, tres, uno, cuatro, dos, cero, dos, dos en

cuanto oiga el mensaje.»

De regreso al centro de la ciudad, Malin sintoniza la emisora P3 en la radio.

La televisiva Agneta Sjödin ha escrito un libro más sobre un gurú de la India

que ha significado mucho para ella.

—En su compañía —asegura Agneta Sjödin— me convertí en un ser

completo. Conocerlo fue como abrir una puerta de acceso a mí misma.

El periodista, un macho alfa bastante agresivo, a juzgar por su voz, se burla

de Agneta sin que ella se dé cuenta.

—¿Y a quién viste en la sala cargada de humo, Agneta? ¿Al equivalente de

Runar12 en la India, quizá?

Y suena la música.

Linköping se extiende ante su vista como quejándose en la temprana

negrura. Destellos de luces cálidas en el horizonte, promesas de protección, de un

lugar seguro en el que puedan crecer los hijos.

Y existen lugares peores, ciudades peores, se dice Malin. Esto es lo bastante

pequeño como para ser tan seguro como se pueda desear y, al mismo tiempo, lo

12 Runar Devik Søgaard (Noruega, 1967) fue asesor espiritual, predicador y sanador de la Iglesia de

Pentecostés, y vivió muchos años en Suecia.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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bastante grande para mí, a la larga. Pero ¿una madre policía sola en Estocolmo?

Sin mis padres, con el padre y los abuelos de mi hija a doscientos kilómetros, sin

un amigo de verdad.

Los barracones comerciales junto a Ikea. Babyland, Biltema, BR Leksaker, el

letrero indicador del barrio de Skäggetorp. Luz que se aferra en mi interior; una

luz que, a mi pesar, se convierte en una sensación de hogar.

Malin y Zeke llaman a casa de Karl Murvall poco después de las siete. En la

comisaría, Malin habló con Johan Jakobsson y Börje Svärd de su visita al lugar del

crimen y les contó que se encontró a Valkyria Karlsson meditando allí a la

intemperie.

Luego llamó a Tove:

—Hoy también llegaré tarde.

—¿Puede venirse Markus?

—Claro, si quiere.

No quiero estar aquí, delante de esta puerta, piensa Malin. Quiero ir a casa,

con el ligue de mi hija. ¿Se atreverá a venir a casa? La única vez que me ha visto

fue en el apartamento de mis padres y no puede decirse que estuviera muy

simpática. Y ahora quizá haya oído la opinión que Janne tiene de mí. ¿Y cuál será

esa opinión?

Sigue sin oírse nada en el interior del apartamento. No hay ningún móvil al

que poder llamar, ni siquiera un contestador en el que dejar un mensaje.

Sven Sjöman nos habló de sus interrogatorios:

«Niegan su existencia, sencillamente. Sea lo que sea lo que lo haya

provocado, ha despertado lo peor de los Murvall. Quiero decir, ¿qué puede haber

hecho para que una madre reniegue de su propio hijo? Es antinatural.»

—Puede estar en cualquier parte —dice Zeke mientras esperan en el rellano,

delante de la puerta.

—¿De vacaciones?

Zeke hace un gesto de resignación.

Se dan la vuelta y no han empezado a bajar por la escalera, cuando oyen el

ruido de un coche que está aparcando frente al portal.

Malin se asoma por una de las ventanas del rellano, echa una ojeada al coche,

un Volvo Combi de color verde oscuro con un cofre para esquís de un rosa irreal a

la luz de la farola. Un hombre de pelo ralo con cazadora negra abre la puerta del

vehículo, sale y se apresura a entrar en el portal.

La puerta se cierra y el hombre sube la escalera con pie raudo, un, dos, y a la

de tres lo ven, el hombre los mira, se detiene, hace amago de dar media vuelta,

pero continúa caminando hacia ellos.

—¿Karl Murvall? —dice Zeke al tiempo que se identifica—. Somos de la

policía y querríamos hablar contigo, si no hay inconveniente.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 213 -

El hombre se detiene a su lado. Sonríe.

—Sí, yo soy Karl Murvall. Claro, pasad.

Karl Murvall tiene la misma nariz poderosa que su medio hermano, Adam,

sólo que más afilada.

Es de baja estatura, con una barriga incipiente, y todo su aspecto parece

querer fundirse con la escalera, al tiempo que irradia una fuerza extraña,

primitiva.

Karl Murvall mete la llave en la cerradura, abre la puerta.

—Ya he leído lo de mis hermanos en el periódico —explica—. Y sabía que,

tarde o temprano, querríais hablar conmigo.

—¿Y no podías habernos llamado tú mismo? —pregunta Zeke. Pero Karl

Murvall no le hace el menor caso.

—Venga, ya podéis entrar, adelante —dice con una sonrisa.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 44

El apartamento de Karl Murvall.

Dos habitaciones.

Increíblemente ordenadas. Mobiliario espartano.

Se asemeja a la casa de Bengt Andersson, piensa Malin. Igual de funcional,

con estantería, sofá y una mesa de escritorio junto a la ventana.

Nada de adornos, ni flores, ni otro tipo de decoración, nada que perturbe la

sencillez o quizá el vacío aparte de un frutero lleno de aromáticas manzanas de

invierno, rojas y amarillas, que tiene sobre el escritorio.

Libros de programación informática y matemáticas, Stephen King. La librería

de un ingeniero.

—¿Café? —pregunta Karl Murvall, y Malin constata que tiene la voz más

clara que sus hermanos, que produce una impresión más suave y, aun así y en

cierto modo, más dura que ellos. Como de alguien que se ha curtido, que lo ha

visto y oído casi todo. Algo así como Janne, como su mirada cuando alguien

alardea de los apuros pasados en sus vacaciones en la montaña, esa mezcla de

desprecio y compasión, y la sensación de ya-podéis-estar-contentos-de-no-saber-

lo-que-decís.

—Demasiado tarde para mí —responde Zeke—. Pero la comisaria Fors

seguro que acepta una taza.

—De mil amores.

—Sentaos mientras lo preparo.

Karl Murvall señala el sofá. Ellos se sientan y lo oyen trajinar en la cocina.

Unos cinco minutos más tarde, vuelve con una bandeja y unas tazas humeantes.

—He puesto una taza más, por si acaso —dice Karl Murvall, dejando la

bandeja sobre la mesa, antes de sentarse en la silla de oficina que tiene delante del

escritorio.

—Bonito apartamento —observa Malin.

—¿Qué puedo hacer por vosotros?

—¿Has estado trabajando todo el día?

Karl Murvall asiente.

—¿Es que habéis venido a verme antes?

—Sí —responde Malin.

—Trabajo mucho. Soy responsable de telecomunicaciones e informática en

Vikingstad, en los talleres Collins. Trescientos cincuenta empleados y todo cada

vez más informatizado.

—Un buen trabajo.

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—Sí. Estudié ingeniería informática en la universidad, y me ha dado buen

resultado.

—O sea que podrías permitirte una vivienda más grande —apunta Malin.

—No me interesan las cosas materiales. Las propiedades implican

obligaciones, y no necesito una casa más grande.

Karl Murvall toma un sorbo de café antes de continuar:

—Pero me figuro que no habéis venido para hablar de eso.

—De Bengt Andersson —dice Zeke.

—Ah, el del árbol —contesta Karl Murvall con calma—. Una atrocidad.

—¿Lo conocías?

—Lo conocía del tiempo que pasé en Ljungsbro. Allí todo el mundo sabía

quiénes eran él y su familia.

—¿Sólo eso?

—Sí, sólo eso.

—¿Y no sabías que figuraba en el informe de la violación de tu hermana?

Sin que se le altere un ápice el tono de voz, Karl Murvall responde:

—Ya, bueno, pero eso era lógico. Él era uno de sus pacientes y ella se

preocupaba mucho por todos sus pacientes. Fue ella quien lo convenció de que era

imprescindible observar la higiene personal.

—¿Tenéis una relación estrecha, tu hermana y tú?

—Resulta difícil tener una relación estrecha con ella.

—Ahora, pero ¿y antes?

Karl Murvall aparta la mirada.

—¿Vas a visitarla de vez en cuando?

Una vez más, el silencio por respuesta.

—Tus hermanos y tú no parecéis llevaros en absoluto —dice Zeke.

—Mis hermanos de madre —corrige Karl Murvall—. Así es, no tenemos

ningún contacto.

—¿Por qué? —pregunta Malin.

—Yo estudié. Tengo un buen trabajo y pago mis impuestos. Y eso no encaja

bien con mis hermanos. Supongo que están enfadados conmigo por esa razón.

Que creen que me considero superior o algo así.

—¿Y tu madre piensa lo mismo? —insiste Zeke.

—Quizá la que más.

—Sois hermanos de madre. En la partida de nacimiento dice que eres hijo de

padre desconocido.

—Soy el primer hijo de Rakel Murvall. Mi padre era un marinero que murió

en un naufragio cuando ella estaba embarazada. Es cuanto sé. Y después, mi

madre conoció a Svarten, el padre de todos ellos.

—¿Cómo era Svarten?

—Al principio, un borrachín. Al cabo de un tiempo, un borrachín inválido. Y

al final, un borrachín muerto.

—Pero se hizo cargo de ti, ¿no?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—La verdad, comisaria Fors, no comprendo qué tiene que ver mi infancia

con este caso. No lo comprendo en absoluto.

Entonces, Malin se percata del cambio en la mirada de Karl Murvall: la

objetividad da paso al dolor, primero; después, a la rabia.

—Quizá deberíais cambiar vuestra profesión por la de terapeutas. Las

personas de las que habláis, los Murvall que viven en la llanura… ellos viven su

vida. Y yo la mía. No hay más, ¿lo entendéis?

Zeke se inclina para hablarle desde más cerca.

—Sólo por rutina: ¿qué hiciste la noche del miércoles de la semana pasada?

—Estuve trabajando. Tenía pendiente una actualización de los sistemas que

debía efectuarse por la noche. El vigilante de Collins puede confirmarlo. Pero ¿de

verdad es necesario?

—Eso es algo que aún no sabemos, aunque… No, no creo que haga falta.

—¿Estabas solo en el trabajo?

—Sí, como siempre que se trata de proyectos complejos. Sinceramente, nadie

más tiene ni idea y, la verdad, no hacen más que estorbar. Pero el vigilante puede

confirmar que estuve allí toda la noche.

—¿Qué sabes de los negocios de tus hermanos?

—Nada. Y si supiera algo, no os lo contaría. Después de todo, son mis

hermanos. Y si no nos protegemos unos a otros entre familiares, ¿quién lo hará?

Se están poniendo las cazadoras y se preparan para salir del piso, cuando

Malin se da la vuelta y se dirige a Karl Murvall:

—Me he fijado en el cofre que tienes en el techo del coche. ¿Practicas el

esquí?

—No, lo tengo para llevar chismes —contesta Karl Murvall, antes de

añadir—: Yo no salgo a esquiar nunca. El deporte no es lo mío.

—Vale. Gracias por el café —responde Malin.

—Gracias —dice Zeke.

—Pero si tú no has tomado —observa Karl Murvall.

—Bueno, gracias por el ofrecimiento.

Malin y Zeke se detienen junto al coche de Karl Murvall. El maletero está

cubierto con unas mantas sobre las que ha colocado una caja de herramientas

gigantesca.

—No creo que tuviera una infancia fácil —adivina Malin.

—Pues no. Sufro pesadillas sólo de pensarlo.

—¿Vamos a ver a Niklas Nyrén?

—Malin, lo hemos llamado diez veces como mínimo y nada. Tendremos que

dejarlo para mañana. Vete a casa y descansa. Vete a casa con Tove.

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Capítulo 45

Sábado, 11 de febrero

El tren avanza.

Göran Kalmvik yace tumbado en la litera de su vagón. Deja vagar los

pensamientos.

¿Cuándo empieza a dejar de existir aquello a lo que regresas cuando vuelves

a casa?, se pregunta. Uno llega a estar fuera tanto tiempo, que ese «fuera» se

convierte en su casa. Y, después de todo, uno va recogiendo cosas por el camino.

Aún reina la noche al otro lado de la ventanilla del tren, pero él no puede

conciliar el sueño pese a que está solo en un vagón de primera clase y pese a que

las sábanas están crujientes, cálidas y suaves y su olor a limpio invita al sueño.

Statoil paga el billete.

Se pregunta cuánto más aguantará.

Es hora de elegir. Tiene cuarenta y ocho años y pronto hará diez que lleva

una doble vida. Le miente a Henrietta en la cara cada vez que vuelve a casa.

Pero ella no parece sospechar nada.

Es como si el dinero fuese suficiente, como si pensara que es estupendo no

tener que trabajar y poder consumir sin más. Lo del chico es peor. Más distante

cada vez que se marcha.

Y luego están las historias del colegio. ¿Es posible que él, su hijo, se comporte

como dicen?

Dichoso niñato, se dice Göran Kalmvik, dándose media vuelta en la litera.

¿Tan difícil es comportarse como la gente normal? Ya tiene quince años y siempre

le ha dado todo lo que ha pedido. ¿No será mejor hacer la maleta y largarse?

Mudarme a Oslo. Probar.

En esta época del año el trabajo es espantoso. Hace tanto frío que sientes que

se te congela algo por dentro para siempre cuando vas de un lado a otro de la

plataforma, expuesto al viento gélido en lo más alto de la perforadora. El cuerpo

no alcanza a entrar en calor entre turno y turno y los miembros del equipo no

tienen fuerzas ni para hablar unos con otros.

Pero pagan bien.

Resulta rentable contar con gente experimentada, teniendo en cuenta a

cuánto ascienden las pérdidas cuando se detiene la producción. Las mangueras

son como serpientes frías llenas de sueños negros.

Pronto estaremos en Norrköping. Y luego, Linköping.

Y después, en casa.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Las seis menos cuarto.

Henrietta no va a esperarlo a la estación. Hace ya mucho que dejó de hacerlo.

En casa.

Si no se ha convertido ya en todo lo contrario.

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Capítulo 46

Los vagones litera de Oslo siguen hasta Estocolmo y de allí a Copenhague,

un tren tranquilo lleno de gente que sueña o que está a punto de despertarse.

Son las 06.15 horas. A y dieciséis minutos el tren entrará en la estación y la

mañana no ha hecho más que empezar a anunciar su llegada. Hace casi más frío

que ayer, pero aun así se obliga a levantarse. Quiere saber si Göran Kalmvik llega

con el tren que dijo y, de ser así, averiguar cuáles son sus secretos.

Llamó al vigilante de Collins. Comprobaron los registros y constataron que

Karl Murvall había estado en la fábrica desde las 19.15 del miércoles hasta las

07.30 de la mañana siguiente. Estuvo trabajando en una actualización profunda

que se desarrolló según los planes. Ella le preguntó si había otra salida o si podía

haberse marchado sin que él lo advirtiese, pero el vigilante respondió totalmente

seguro:

—Estuvo en su puesto toda la noche. Sólo se puede salir por la cancela

grande. Y la valla tiene sensores que nosotros controlamos desde la cabina. Si

alguien la hubiese manipulado, nos habríamos dado cuenta enseguida. Y

habríamos detectado el lugar. Cuando hacíamos nuestras rondas, veíamos a

Murvall en la sala de los servidores.

Ayer, cena con Tove. Hablaron de Markus. Luego vieron diez minutos de

una película de la Pantera Rosa, hasta que Malin se quedó dormida en el sofá.

Ya divisa el tren por el puente sobre el río Stångån.

Enfrente y a la izquierda, el Cloetta Center como una nave espacial, y las

chimeneas de las plantas de la fábrica empecinadas en luchar contra el humo, las

letras del logotipo brillan rojas como ojos en una mala fotografía.

El tren va creciendo a medida que se acerca, el primer vagón ya está

entrando en el andén, un proyectil grandioso creado por un ingeniero.

Malin está sola en la estación. Se abraza al anorak, se encaja bien el gorro.

Ni rastro de Henrietta Kalmvik, se dice Malin. Yo soy la única que espera a

alguien. Y a quien busco es un asesino.

En el tren tan sólo se abre una puerta, dos vagones más allá, y Malin se

apresura a acercarse, siente el aire frío desgarrándole los pulmones. Tan sólo un

hombre baja al andén, con dos maletas grandes de color rojo, cada una en una

mano.

Una cara estragada por el frío y el cuerpo pesado y, al mismo tiempo,

musculoso. Toda su persona irradia su hábito al frío y a las penalidades, ni

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siquiera se ha abrochado el abrigo azul marino.

—¿Göran Kalmvik?

El hombre se sorprende.

—Sí. ¿Y usted quién es?

La puerta del vagón se cierra, resuena un silbato que casi ahoga la voz de

Malin cuando se presenta y se identifica. Una vez extinguido el ruido del silbato y

con el tren ya alejándose del andén, le explica para qué ha ido a buscarlo.

—¿Así que ha intentado localizarme?

—Sí —responde Malin—. Para que nos aclare un par de cosas.

—En ese caso, sabe que no estaba en la plataforma, ¿no?

Malin asiente.

—Podemos hablar en mi coche —le dice—. Ahí no pasaremos frío. He dejado

el motor en marcha.

Göran Kalmvik asiente con expresión de alivio y de culpa. Un minuto

después, está sentado junto a Malin, en el asiento del acompañante. El aliento le

huele intensamente a café y a pasta de dientes y empieza a hablar sin que Malin le

haga ninguna pregunta.

—Sí, tengo una amante en Oslo. Desde hace diez años. Llevo diez años

mintiéndole a Henrietta. Ella sigue creyendo que trabajo en la plataforma tres

semanas y que libro dos, pero es al contrario. Esa otra semana la paso en Oslo, con

Nora y su hijo. Me gusta el chico, es mucho más fácil de tratar que Jimmy. A mi

hijo jamás lo he entendido.

Porque nunca has estado en casa, piensa Malin.

—¿Posee armas? ¿Cree que Jimmy ha podido tener acceso a alguna?

—No, jamás me han interesado las armas.

—Y tampoco sabe lo que le hizo a Bengt Andersson, ¿no?

—No, por desgracia.

Porque nunca has estado en casa, se repite Malin.

—Necesito el número de la mujer de Oslo.

—¿Tiene que enterarse Henrietta? No sé qué hacer. He intentado contárselo,

pero ya sabe cómo son estas cosas. Así que si tiene que enterarse…

Malin menea la cabeza. A modo de respuesta, como un intento por hacer

callar a Göran Kalmvik, y como si estuviese reflexionando sobre la debilidad a

veces incurable del sexo opuesto.

Desde el coche, Malin ve cómo el taxi de Göran Kalmvik se aleja hacia

Ljungsbro pasando por delante de los lamentables cubos de ladrillo de los

comercios. Malin piensa.

Permite que todas las posibilidades vaguen libremente por su cabeza y coge

el móvil, llama a los diversos números de Niklas Nyrén. Pero Nyrén no contesta,

no les ha devuelto la llamada y se le ocurre que quizá esté en casa de Margaretha

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Svensson. Marca el número que tiene en la agenda, pero se detiene al ver la hora.

Las 06.59.

Sábado por la mañana. Tendrán que esperar.

También una investigación de asesinato debe observar cierta decencia. Deja

que la pobre madre sola y exhausta duerma un poco más.

Y Malin se va a casa. Se tumba en la cama después de haberle echado un ojo

a Tove. Y antes de dormirse, le viene a la memoria la imagen de Valkyria Karlsson

desnuda en el campo, como un ángel, un ángel diabólico.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 47

¿Cuándo se convierte un caso en un sueño negro en la vigilia?

¿Cuándo empieza la búsqueda de la verdad a llevarnos en círculos? ¿Cuándo

se suscita la primera duda entre los policías que trabajan en la investigación, la

sensación de que puede que jamás logremos resolver esto, de que, en esta ocasión,

se nos escapará la verdad?

Malin lo sabe.

Puede producirse al inicio de la investigación, o cuando ya está avanzada;

puede existir como una sospecha desde la primera llamada telefónica. Puede

suceder de forma repentina o ir filtrándose poco a poco. Puede ocurrir una fría

mañana cansina, en una sala de reuniones donde cinco policías agotados que

trabajan en sábado y que, en lugar de estar durmiendo, se toman un café aguado

mientras comienzan el día con una mala noticia.

—Acaba de llegarnos el informe definitivo del SKL sobre los análisis de los

hallazgos en casa de los Murvall. Se han pasado las veinticuatro horas trabajando,

pero ¿de qué nos sirve?

Sven Sjöman parece resignado en su puesto ante la mesa.

—No han encontrado nada —prosigue—. Tan sólo sangre de alces, de

gamos, de jabalíes y de liebres. Pelos de animales en el taller. Nada más.

Mierda, piensa Malin. Aunque, en el fondo, ella lo supo desde el principio.

—Entonces, estamos atascados —concluye Johan Jakobsson.

Zeke asiente.

—Como en un bloque de hormigón endurecido, diría yo.

—Bueno, tenemos otras líneas de investigación abiertas. La historia del culto

a los Ases. ¿Börje? —pregunta Sven—. ¿Alguna novedad? ¿Habéis vuelto a hablar

con Valkyria Karlsson después de que Malin se la encontrara junto al roble?

—Hemos intentado localizarla por teléfono y hoy trataremos de verla —

responde Börje Svärd—. Y hemos interrogado a unas veinte personas relacionadas

con Rickard Skoglöf, pero ninguna parece tener la menor conexión con Bengt

Andersson. Claro que deberíamos hacernos estas preguntas: ¿qué hacía ella en el

lugar del crimen? De esa guisa, además. ¿Y por qué?

—Conducta escandalosa —apunta Johan—. ¿No podría calificarse así el

hecho de ponerse a meditar desnuda en la calle?

—No estaba molestando a nadie —objeta Malin—. Yo llamé a la mujer que

Göran Kalmvik tiene en Oslo y me confirmó su versión. Y pienso intentar hablar

con Niklas Nyrén hoy mismo. Él es el último resquicio que queda o, al menos, así

lo veo yo.

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—Sencillamente, tendremos que seguir adelante —dice Börje. No acababa de

pronunciar esas palabras, cuando llaman a la puerta y, sin que nadie hubiese dado

permiso, la ayudante de policía Marika Gruvberg la abre y asoma la cabeza.

—Perdonad la interrupción. Un agricultor ha encontrado unos animales

muertos colgados de un árbol en una plantación. Acaba de llamar.

Círculos, recuerda Malin.

Siete circuitos.

Todos llevan hacia abajo.

Los tonos grisáceos se superponen, se vuelven imprecisos a la vista y resulta

difícil distinguir cielo y tierra.

Los animales cuelgan de uno de los tres pinos que se yerguen en una

pequeña arboleda en medio de una plantación, entre el canal Göta y la iglesia de

Ljung. Cerca del canal se ven los tres árboles desnudos, oscuros y alineados como

en posición de firmes y unos ochocientos metros al este se pierde de vista el

edificio blanco de la iglesia, que es como un ataúd, desaparece como si se

esfumara en la atmósfera, sólo retenido por los colores vacilantes de los edificios

que la rodean. La escuela, color ocre; la vivienda de los maestros, color botón de

oro.

Se diría que han vaciado de sangre los cuerpos, colgados como están por la

garganta en la rama más larga del pino más pequeño. La nieve aparece

parcialmente teñida de rojo por la sangre reseca que debe de haber manado a

borbotones de los cortes practicados a los animales, no sólo en el cuello sino por

todo el cuerpo. Un dóberman, un lechón y un cordero de apenas un año. El perro

tiene la boca sellada con cinta adhesiva negra y amarilla.

Debajo del árbol, entre la sangre y la nieve, hay colillas y desperdicios y

Malin aprecia las huellas de una escalera.

El agricultor, un tal Mats Knutsson, está a su lado enfundado en su mono

verde.

—Decidí dar una vuelta en coche por la finca, como suelo hacer en esta época

del año, sólo para echar un vistazo, y al pasar por aquí, lo vi. Desde lejos noté que

había algo raro.

—No habrás tocado nada, ¿verdad?

—Ni me he acercado a los animales.

Zeke, cada vez más suspicaz con todo bicho viviente de la llanura.

—Parecen todos fruto de uniones consanguíneas… —masculló en el coche

mientras se dirigían al lugar del crimen—. ¿Qué coño significa todo esto?

—Sí, bueno, los hermanos Murvall no pueden haber sido.

—No, claro, están en el calabozo.

—¿Podrían haber sido Jimmy Kalmvik y Joakim Svensson?

—Podrían. Según Fredrik Unning, se han dedicado a torturar gatos.

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—Pues tendremos que volver a hablar con ellos.

—Y con Skoglöf y Valkyria Karlsson.

A unos metros de la rama de la que cuelgan los animales alguien ha escrito

en la nieve las palabras «sacrificio de invierno» con letra temblona. Quien lo haya

hecho, ha utilizado un aerosol, como Malin constata con un simple vistazo. Karin

Johannisson, que acaba de llegar, está peinando la zona junto con una colega a la

que Malin no conoce de nada, una joven con la cara llena de grandes pecas y el

cabello rojo enmarañado medio oculto por un gorro turquesa.

Más allá de las palabras en rojo, han orinado formando el vocablo «val», pero

se ve que la vejiga se vació enseguida.

Cerca de los árboles, Zeke señala los animales.

—Los han degollado para desangrarlos.

—¿Crees que estaban vivos cuando lo hicieron?

—El perro, no creo. Cuando se les despierta el instinto, arman una buena.

—Hay huellas de una escalera —dice Malin—. Entre los cadáveres. Deben de

ser de una escalera metálica. Y los agujeros que hay en la costra de nieve serán de

las patas.

Börje Svärd va de un lado a otro hablando por el móvil.

Concluye la conversación.

—¿Veis el perro del árbol? Al final estaría totalmente indefenso. Ni siquiera

pudieron dejarle en paz la boca. Por lo que estoy viendo, es un ejemplar magnífico

de su raza. Seguro que comprado a un criadero y marcado. De ser así, podemos

dar con el dueño. Así que venga, bajadlo ya. ¡Ahora mismo!

—Antes debo terminar con esto —le responde Karin Johannisson,

mirándolos con una sonrisa.

—Pues procura que vaya rápido —dice Börje—. No tiene por qué seguir ahí

colgado, pobre animal.

—¿Tendremos que usar el equipo térmico esta vez también? —pregunta

Karin.

—¡Nada de equipos térmicos, joder! —grita Börje.

—No, para los animales no —contesta Zeke—. O bueno, ¿a ti qué te parece,

Fors?

Malin niega con un gesto.

—No. Yo diría que sacaremos lo que necesitamos tal y como está.

En ese momento oyen un coche que se aproxima. Todos reconocen el sonido

del motor de un celular, se dan la vuelta. El coche se acerca tanto como puede y,

desde donde están, ven en la carretera a Karim Akbar, que se ha apeado y les grita

algo.

—Lo sabía, lo sabía. Sabía que algo había en esa línea de investigación, en el

culto a los Ases, en las historias del catedrático ese, en los círculos de ese culto.

Alguien le da a Malin unos toquecitos en la espalda, y se da la vuelta.

El granjero Knutsson está detrás de ella, aparentemente impertérrito ante la

aparición del jefe.

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—¿Me necesitáis aquí o puedo irme ya? Las vacas…

—No; puedes irte —responde Malin—. Ya te llamaremos si es preciso.

—¿Y los animales?

El hombre señala el árbol.

—Vamos a bajarlos de ahí.

No acaba de terminar la frase, cuando ve acercarse el coche del

Correspondenten.

Daniel, se dice Malin. ¿Dónde te habías metido?

Sin embargo, no es Daniel quien se baja del vehículo, sino la fotógrafa del aro

en la nariz y un periodista canoso y ajado por la nicotina cuyo apellido Malin

conoce, un tal Bengtsson, un tipo curtido que da la imagen completa: fuma en pipa

y siente un desprecio absoluto por los ordenadores y los procesadores de textos.

Pues que se encargue de él Karim, ya que se ha tomado la molestia de venir

hasta aquí, piensa Malin.

¿Qué hago? ¿Pregunto por Daniel?, continúa. Pero, una vez más, rechaza la

idea. ¿Qué pensarían? Y ¿cuánto me importa?

—Venga, bajad al perro ya —insiste Börje.

Malin advierte la ira y la frustración reflejada en toda la persona de su

colega, toda esa sensibilidad que ahora derrocha en el cadáver del animal que está

colgado del árbol.

Quisiera decirle: «Tómatelo con calma, no siente nada». Pero guarda silencio

y piensa: ese animal dejó de sentir lo que sintió hace ya bastantes horas.

—Ya hemos terminado —anuncia Karin. Malin oye a su espalda el clic de la

cámara de la reportera y la voz bronca de Bengtsson, que está entrevistando a

Karim.

—¿Qué establecen como…?

—Grupos de… conexión… Unos adolescentes…

De pronto, Börje se lanza en dirección al árbol del que cuelgan los animales,

toma impulso y salta para coger al perro, pero no alcanza ni las patas, lánguidas y

salpicadas de coágulos de sangre.

—Börje, joder —grita Malin, pero Börje sigue saltando una y otra vez, como

si tratara de oponerse a la ley de la gravedad en sus esfuerzos por salvar al perro

de su desvalimiento.

—Börje —le recrimina Zeke—. ¿Estás loco? No tardarán en traer la escalera y

entonces podremos bajarlo.

—Cierra el pico.

En uno de los saltos, Börje consigue agarrarse a una de las patas traseras del

perro, se diría que las manos se le han adherido a ella, no deja de tironear y el

perro termina por ceder al peso de Börje, la rama se curva en un arco amorfo y la

cuerda que sujeta al animal se rompe. Börje deja escapar un grito, gime al caer

sobre la nieve enrojecida.

El perro aterriza a su lado con los ojos abiertos y exánimes.

—Este invierno nos volverá locos a todos —susurra Zeke—. Pero locos de

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atar.

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Capítulo 48

Desde la plantación, Malin divisa el bosque en el que atacaron y violaron a

Maria Murvall; el confín es como una estela negra en contraste con el cielo. No se

distingue el agua, pero ella sabe que el río Motala discurre a lo lejos, caracoleando

como un arroyo crecido bajo la capa de hielo.

Visto en un mapa, ese bosque no parece tan imponente, no es más que un

cinturón de treinta o cuarenta kilómetros de anchura que se extiende desde el lago

Roxen hasta Tjällmo y Finspång y hacia Motala, al otro lado. Pero en el corazón de

ese bosque puede uno desaparecer, extraviarse, toparse con lo inaprehensible para

los mortales. Uno puede quedar aniquilado entre el lodo y las hojas podridas, las

setas no recogidas que se encuentran en proceso de descomposición, como si

estuviesen pasando a formar parte de la corriente subterránea del bosque.

Antiguamente, la gente de la región creía en los trols, en los elfos, en trasgos y

seres con pezuñas de cabra; y creían que esos seres deambulaban por entre los

troncos de los árboles intentando seducir a los humanos para destruirlos.

¿En qué creerá la gente hoy en día?, se pregunta Malin, observando la torre

de la iglesia en lugar de mirar al bosque. ¿En el hockey y el Festival de Eurovisión?

Luego lanza otra ojeada a los cadáveres de los animales sobre la nieve.

Börje Svärd con el auricular en el oído. Garabatea un número de teléfono en

un papel y llama enseguida desde el móvil.

Zeke también está hablando por teléfono.

Un granjero, un tal Dennis Hamberg, de las inmediaciones de Klockrike, ha

denunciado un robo en su cobertizo, absolutamente desesperado: «Dos animales

de cría ecológica robados, un lechón y un cordero de un año. Me mudé aquí desde

Estocolmo para dedicarme a una actividad agropecuaria responsable y resulta que

me roban».

El bosque.

Oscuro y lleno de secretos. Una muchacha como las de John Bauer, que

contempla el lago y, en su espejo, la imagen de sí misma. ¿La acecha alguien por

detrás?

Allí están todos, sentados en el celular, con el sordo zumbido del motor en

marcha de fondo, en medio de un calor engañoso que los mueve a desabrocharse

las cazadoras enguatadas, los descongela, los transforma de nuevo en seres

abiertos. Una reunión súbitamente convocada allí mismo, en el llano. Malin, Zeke,

Johan, Börje y Karim. Sven Sjöman está en la comisaría, ocupado con el papeleo.

—¿Y bien? —comienza Karim—. ¿Cómo continuamos ahora?

—Yo me encargo de rastrear la procedencia del perro —dice Börje—. No me

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llevará mucho tiempo.

—Un par de policías uniformados puede ir a preguntar de casa en casa por la

zona —sugiere Zeke—. Y Malin y yo iremos a visitar al agricultor ecológico y a

hacerles otra visita a los Kalmvik y a los Svensson para ver qué hicieron anoche los

dos muchachos. Todavía no podemos abandonar ninguna línea de investigación.

—Bueno, yo creo que la conexión es evidente —observa Karim desde el

asiento del conductor—. El ritual es cada vez más claro en los indicios y cada vez

menos cuidado en los detalles.

—En estos casos, la violencia suele incrementarse gradualmente —apunta

Malin—. Eso es al menos lo que indica la experiencia. Y en el paso de ser humano

a animal hay una gradación, pero inversa.

—¿Y por qué? —interviene Börje—. ¿Quién sabe lo que tienen algunos en la

cabeza?

—No olvidéis a Rickard Skoglöf y a Valkyna Karlsson —les recuerda

Karim—. Aquí es obvio el sello del culto a los Ases.

Concluida la reunión, Malin vuelve a dirigir la vista al bosque. Cierra los

ojos, se imagina un cuerpo inerme y desnudo sobre las aristas del musgo.

Malin abre los ojos, quiere borrar la imagen.

Karin Johannisson pasa por delante de ella con una gran bolsa de deporte de

color amarillo.

Malin la detiene.

—Karin, las posibilidades de analizar ADN de un resto de sangre han

mejorado mucho en los últimos años, ¿verdad?

—Malin, eso ya lo sabes tú, no tienes que fingir que no para adularme. En

Birmingham, donde se halla el principal laboratorio británico, han alcanzado unos

niveles increíbles. No te imaginas lo que son capaces de extraer de la nada.

—¿Y nosotros?

—Bueno, aquí aún no disponemos de esos recursos, pero a veces les

enviamos material para que lo analicen.

—Y, dime, si yo tuviera una prueba, ¿podrías encargarte de que la

analizaran?

—Por supuesto. Tengo un contacto en ese laboratorio. John Stuart,

intendente, al que conocí en Colonia, en un congreso.

—Vale, pues volveré sobre ello.

—Claro —le responde Karin antes de reanudar la marcha por la nieve

intransitable, cargada con la bolsa. Aun llevando tanto peso, se mueve con la

misma elegancia que una modelo en la pasarela.

Malin se aleja del grupo unos metros, coge el teléfono, llama a la centralita:

—¿Puedes ponerme con Sven Nordström, de la policía de Motala?

—Claro —responde la telefonista.

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Tres tonos de llamada y enseguida se oye la voz de Nordström:

—Aquí Nordström.

—Hola, soy Fors, de Linköping.

—Hola, Malin. ¡Cuánto tiempo!

—Sí, es verdad. Bueno, verás, necesito que me eches una mano. ¿Te acuerdas

del caso de violación de Maria Murvall? Es la hermana de los implicados en la

investigación que tenemos en curso. ¿Llevaba algo de ropa cuando la

encontrasteis?

—Sí, algo llevaba. Pero las manchas de sangre estaban tan sucias que los

técnicos no lograron sacar nada de ellas.

—Según Johannisson, nuestra forense, hoy contamos con nuevas técnicas y

parece que tiene un contacto en Birmingham, donde asegura que hacen milagros.

—O sea, que quieres enviar a Inglaterra los restos de su ropa, ¿no es eso?

—Sí. ¿Podrías mandárselos a Karin Johannisson, al SKL?

—Bueno, en realidad, debería ir por la vía oficial.

—Díselo a Maria Murvall.

—Tenemos las pruebas en el archivo. Karin las recibirá hoy mismo.

—Gracias, Sven.

Acaba de colgar cuando ve pasar a Karin en su coche. Malin le pide que se

detenga. Karin baja la ventanilla.

—Nordström, de la policía de Motala, te hará llegar hoy cierto material.

Mándalo a Birmingham tan pronto como puedas. Es urgente.

—¿Y qué es?

—La ropa de Maria Murvall. O lo que quedó de ella.

Margaretha Svensson abre la puerta de su apartamento con aspecto cansado.

No parece sorprendida al ver a Malin y a Zeke, sino que les indica con la mano

que pasen y se sienten a la mesa de la cocina. Procedente de la cocina llega hasta la

entrada un agradable aroma a café recién hecho.

¿Estará aquí Niklas Nyrén?, se pregunta Malin. Claro que, si estuviera aquí,

lo habrían encontrado sentado a la mesa o por lo menos en la sala de estar. Ya

habría aparecido.

—¿Quieren café?

Malin y Zeke se quedan en el pasillo tras haber cerrado la puerta.

—No, gracias —responde Malin—. Sólo serán un par de preguntas.

—Pues adelante.

—¿Sabe qué hizo su hijo ayer y anoche?

—Sí, estuvo en casa. Niklas, él y yo cenamos juntos y luego vimos una

película hasta tarde.

—¿Y no salió para nada?

—No, de eso estoy segura. Ahora está durmiendo, pueden despertarlo y

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preguntarle.

—No hará falta —interviene Zeke—. Y Niklas, ¿está también en casa?

—Está en la suya. Anoche se fue tarde.

—Lo he llamado y le he dejado mensajes pidiéndole que me devuelva la

llamada.

—Sí, me lo dijo, pero ha estado muy liado en el trabajo.

Una investigación de asesinato, se dice Malin. Una puta investigación de

asesinato y la gente no tiene un minuto para devolver una llamada. Y luego se

quejan de que la policía es lenta. En ocasiones le gustaría que la gente

comprendiese que la policía no es más que el conjunto de las últimas

ramificaciones de ese tronco que es la sociedad, en el que todos, todos y cada uno

de nosotros debemos procurar que se cumplan la ley y el orden.

Pero, claro, todos confían en que los demás harán su parte mientras ellos no

hacen nada.

PRODO, como lo llaman en La vida, el universo y todo lo demás. «Problema de

Otro.»

—¿Tú qué crees? —pregunta Zeke mientras van caminando de vuelta al

coche.

—Creo que dice la verdad. El chico estuvo ayer en casa. Y Jimmy Kalmvik no

pudo hacerlo solo. Ahora, a por el granjero.

El grupo de casas de un llano a las afueras de Klockrike aparece enterrado en

nieve y frío, y las arboledas de abedules circundantes, junto con el bello muro de

piedra, resguardan del viento el jardín de la vivienda de construcción reciente.

Es de arenisca y tiene las ventanas de color verde. Delante del porche

pintado de azul intenso, se ve aparcado un Range Rover.

Allí debería oler a lavanda, tomillo y romero, pero sólo se percibe olor a

hielo. En la entrada del paseo que lleva hasta la casa hay un arco en el que alguien

ha colgado un cartel con la leyenda: «Finca de Hambergo».

Se abre la puerta de la casa, pintada de verde, y asoma la cabeza un hombre

de unos cuarenta años de edad teñido de rubio.

—Qué bien que hayáis venido tan rápido. Adelante.

Toda la planta baja es una única habitación con vestíbulo, cocina y sala de

estar. Al ver las paredes de piedra, los azulejos decorados, los muebles sin puertas

de la cocina y el suelo de terracota y de colores naturales, Malin se siente

transportada a la Toscana o a Mallorca. ¿O será a Provenza?

Ella sólo conoce Mallorca, pero la casa no era como aquélla. El apartahotel

donde se alojaron Tove y ella parecía más bien una ampliación de una casa de

alquiler de Skäggetorp. Aun así, sabe por las revistas de decoración que para

muchos el sueño de los países mediterráneos tiene ese aspecto precisamente.

Dennis Hamberg se percata del asombro de los dos policías.

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—Queríamos que pareciera una mezcla de finca andaluza y casa rural de la

Umbría. Dejamos Estocolmo y nos mudamos aquí para poner en marcha una

granja ecológica. En realidad, nos habríamos ido más lejos, pero los niños deben ir

a un colegio sueco, claro. Cursan los últimos años de la enseñanza obligatoria en

Ljungsbro. Y mi mujer consiguió un buen trabajo en Linköping, como relaciones

públicas de la firma de diseño Nygårds Anna. Yo anduve viajando en los noventa

y quería tranquilidad.

—¿Dónde está su familia?

—De compras en el centro.

Ya, y como vives en un llano desierto, hablas como una cotorra, se dice

Malin.

—¿Y el robo en el cobertizo?

—Sí, venid por aquí.

Dennis Hamberg se pone una parka negra Canadian Goose y los guía por la

explanada en dirección a un edificio pintado de rojo Falun, en cuya puerta les

señala las marcas de la palanca que utilizaron para entrar.

—Se colaron por aquí.

—¿Fueron varios?

—Sí, hay montones de huellas de zapatos ahí dentro.

—Ah, pues debemos evitar pisarlas —advierte Zeke.

Pisadas de zapatillas de deporte y de botas de suela muy gruesa. ¿Botas

militares?, se pregunta Malin.

En el cobertizo hay varias jaulas con conejos. En un establo se ve un único

cordero, y en una pocilga de hormigón, una cerda amamantando a una decena de

lechones.

—Ibérico. Pata negra13 de Salamanca. Tengo intención de curar jamón.

—¿El cerdo se lo llevaron de aquí?

—Sí. Se llevaron un cerdo joven y un cordero.

—¿Y no oísteis nada?

—Ni una mosca.

Malin y Zeke echan un vistazo a su alrededor antes de salir a la explanada

seguidos por Dennis Hamberg.

—¿Creéis que podré recuperar los animales? —pregunta.

—No —responde Zeke—. Los hallamos muertos esta mañana, colgados de

un árbol a las afueras de Ljungsbro.

Los músculos de la cara de Dennis Hamberg parecen debilitarse de pronto y

un temblor recorre todo su cuerpo. Sin embargo, se serena enseguida como

intentando entender algo que se le antoja incomprensible.

—¿Qué habéis dicho?

Zeke repite la información.

—Pero… ¿esas cosas pasan aquí?

13 En español en el original.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Eso parece —contesta Malin.

—Traeremos a nuestros técnicos para que lo examinen todo.

Dennis Hamberg dirige la mirada a los campos y se pone la capucha.

—Antes de mudarnos aquí, no tenía ni idea de lo fuerte que podía soplar el

viento —comenta—. Claro que también sopla en Egipto y en las islas Canarias y

en Tarifa… pero nunca como aquí.

—¿Tenéis perro? —pregunta Malin.

—No, pero para el verano queremos hacernos con un gato. —Dennis

Hamberg reflexiona un instante, antes de preguntar—: ¿Tendré que identificar a

los animales?

Malin desvía la mirada hacia las plantaciones y oye a Zeke, aguantándose la

risa.

—Tranquilo, Dennis —le responde—. Damos por hecho que son tuyos. Pero

si tú quieres, seguro que no habrá problema.

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Capítulo 49

Börje Svärd cierra los puños en los bolsillos, siente que algo se aproxima, algo

intangible. Está en el aire que respira y lo reconoce. En realidad, es una sensación

de que algo se avecina, el presentimiento de un suceso que tendrá para él una

repercusión que ni él mismo será capaz de comprender.

El cristal de la ventanilla se va cubriendo de vaho a cada suspiro.

Según el registro de la Agencia Tributaria, el dueño del dóberman se llama

Sivert Norling y vive en Ljungsbro, en el número 39 de la calle Olstorpsvägen, en

la ribera del río cuyas carreteras desembocan en los bosques del lago Hultsjön. No

tardó más que unos minutos en obtener el nombre del amo del perro, gracias a la

diligencia del personal de la administración de Estocolmo.

Empezar por ahí.

Su instinto policial se lo hace saber. Lo más cerca, lo más posible. Skoglöf y

Valkyria Karlsson tendrán que esperar.

Así que Johan Jakobsson y él ya están ahí. Quiere verle la cara a ese tío, si es

que fue el dueño quien lo hizo. En cualquier caso, uno debe cuidar mejor de su

perro y no permitir que caiga en manos de unos chalados.

La casa de madera pintada de blanco está encajada entre otras similares,

todas de los años setenta. Tiene manzanos y perales adultos y en verano los

arbustos estarán altos y protegerán el jardín de las miradas curiosas.

—No podemos obviarlo —dice Börje—. Nunca se sabe, puede que estemos

cerca de la solución.

—¿Qué hacemos? —pregunta Johan.

—Llamar a la puerta.

—Vale, supongo que es lo mejor.

Salen del coche, abren la verja de la valla y suben la escalinata. Llaman al

timbre.

Tres, cuatro veces, hasta que oyen unos pasos cansinos al otro lado.

Un muchacho que no ha cumplido los veinte les abre la puerta. Lleva

pantalones de cuero negros, como el pelo, cuyos mechones le caen sobre los

piercings de los pezones. Tiene la piel tan blanca como la nieve del jardín y el frío

no parece afectarle.

—¿Qué?

Dice mirando indolente a Börje y a Johan.

—¿Qué? —repite Börje—. ¿Eres Sivert Norling? —pregunta al tiempo que se

identifica.

—No. Es mi padre.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿Y tú cómo te llamas?

—Andreas.

—¿Podemos entrar? Hace demasiado frío fuera.

—No.

—¿Que no?

—¿Qué queréis?

—Vuestro perro. Un dóberman. ¿Se ha escapado, quizá?

—Yo no tengo ningún perro.

—Según el registro de la Agencia Tributaria sí lo tenéis.

—Es el perro de mi padre.

—Pero… acabas de decir que no tenéis perro.

Johan observa las manos del joven. Pequeñas manchas de salpicaduras de

color rojo.

—Creo que vas a tener que venirte con nosotros —le dice.

—¿Puedo ponerme un jersey?

—Sí…

Sin previo aviso, el joven da un paso atrás y cierra la puerta de golpe con

todas sus fuerzas.

—¡Mierda! —grita Börje, tironeando de la puerta.

—Vete a vigilar la parte trasera y yo me quedo en la fachada principal.

Ambos sacan sus armas, se dividen, van apartándose de la puerta muy

pegados a la pared, oyendo el roce de las cazadoras según avanzan.

Johan se agacha para pasar bajo las ventanas de la terraza, los listones crujen

bajo sus pies, extiende el brazo, tantea la manivela de la puerta de la terraza.

Está cerrada con llave.

Pasan cinco minutos, diez. Silencio en el interior de la casa, no se oye a nadie

allí dentro.

Börje saca la cabeza, intenta mirar por la ventana de lo que parece un

dormitorio. Está oscuro.

Entonces, oye el crujido de la puerta contigua a la del garaje, que se abre de

repente y el joven sale a la carrera con algo negro en la mano. ¿Le disparo?, se

pregunta Börje, pero no lo hace, sino que comienza a perseguir al muchacho en su

huida por la calle que discurre entre las casas.

Börje lo persigue por el centro y en dirección al río Motala hasta que gira por

una perpendicular a la izquierda. Unos niños bien abrigados con sus buzos juegan

en un jardín. El corazón está a punto de salírsele del pecho, pero a cada paso que

da se encuentra un poco más cerca.

El chico parece crecer ante su vista. Las casas parecen crecer y hundirse

alternativamente a ambos lados. Sus zapatos resuenan contra las calles llenas de

arena, izquierda, derecha, izquierda. El joven conoce el barrio como la palma de su

mano.

Está cansado.

Ambos corren ahora más despacio.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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De pronto, el muchacho se detiene.

Se da la vuelta.

Le apunta a Börje con el objeto negro que lleva en la mano y el policía se

arroja al suelo sobre un montón de nieve.

¿Qué demonios está haciendo este insensato? ¿No sabe lo que me obligará a

hacer?

La nieve está fría y cortante.

Börje Svärd evoca la figura de su mujer, inmóvil en la cama; se imagina a sus

perros, ansiosos al verlo llegar; recrea en su mente la imagen de su casa y la de sus

hijos, que están en países lejanos.

Y ve ante sí a un joven que le apunta con una pistola.

Torturadores de animales. Niños. La boca del dóberman amordazada con

cinta adhesiva.

Unos dedos que se cierran sobre el gatillo. Los del chico, los suyos.

Apúntale a la pierna. A la pierna. Así caerá al suelo. Por ahí no pasa ninguna

vena que puedas perforar de modo que se desangre.

Börje aprieta el gatillo y el arma emite un sonido breve y poderoso, y ante él,

en medio de la calle, el joven se desploma como si alguien le hubiese dado un

manotazo en las piernas.

Johan, que había oído el alboroto en la fachada principal de la casa, sale

corriendo hacia allí.

¿Dónde se han metido?

Dos direcciones.

Johan corre calle arriba y luego toma una perpendicular a la izquierda.

¿Estarán a la vuelta de esa esquina?

Respiración jadeante.

Frío en los pulmones cuando oye el disparo.

Mierda.

Entonces echa a correr hacia el lugar de la detonación.

Ya ha llegado y ve a Börje acercándose a un cuerpo que yace en plena calle.

Al joven le corre la sangre por la pierna, revuelve la nieve con la mano,

buscándose la herida. La melena negra parece un abanico de sombras en contraste

con el blanco de la nieve.

Börje se levanta, da una patada al objeto que hay junto al muchacho.

En ese momento, el cuerpo del joven empieza a emitir sonidos. Un grito de

dolor, de desesperación y miedo, quizá mezclado con un hondo desconcierto,

atraviesa las paredes de todo el barrio.

Johan se acerca corriendo a Börje.

—Se detuvo y me apuntó —jadea Börje, intentando hacerse oír entre los

gritos. Luego, señala el arma que yace en la nieve—. Una puta pistola de plástico.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 236 -

De esas que se pueden comprar en mil sitios web. Pero, claro, ¿cómo coño iba yo a

saberlo?

Börje se agacha junto al joven y le dice:

—Cálmate. Todo saldrá bien.

Pero el joven sigue gritando y agarrándose la pierna herida.

—Tendremos que llamar a una ambulancia —decide Johan.

Malin contempla el parque desierto.

Piensa: ¿qué es lo que emanan estas tierras? ¿Por qué está sucediendo todo

esto ahora? Y no sabe por qué, pero quizá se haya alcanzado un punto de ruptura

y algo se haya fragmentado justo ahora; algo que se ha quebrado y ha estallado en

violencia y desconcierto.

Los jóvenes.

Montones de jóvenes desconcertados.

Y ni siquiera parece guardar relación con ellos.

—Lo han operado. Podremos interrogarlo más adelante.

La voz cansada de Sven Sjöman.

—Su padre nos ha confirmado que el perro era de la familia, que se lo había

comprado al chico.

—¿Qué más dijo el padre? —pregunta Zeke.

—Que su hijo no pasó la noche en casa, que durante los últimos años ha

vivido en su mundo particular de videojuegos, Internet, dead metal… y, según sus

palabras, «un interés indiscriminado por lo oculto».

—Pobre padre —opina Zeke. Malin advierte que su colega parece

reflexionar; quizá esto le ayude a adquirir cierta sana perspectiva y a pensar que

su angustia por los partidos de su hijo Martin es ridícula, que sabe que es una

angustia totalmente absurda y que quizá debería intentar olvidarla de una vez por

todas. Existen en Linköping diez mil padres que querrían tener un hijo como

Martin. Y, a propósito, ¿cuándo se celebra el próximo partido en casa?

Seguramente, Zeke no tiene ni idea.

Y seguramente le duele el trasero sólo de pensar en los bancos del Cloetta

Center.

—El padre es comercial de Saab —añade Sven—. Lo más probable es que se

pase trescientos días al año viajando. A sitios como Pakistán o Sudáfrica.

—¿Algún amigo? —pregunta Malin.

—No que el padre conozca.

—¿Y Börje?

Johan Jakobsson, con voz preocupada.

—Pues ya sabéis cómo es esto. Suspendido de sus funciones hasta que se

aclare el tiroteo.

—Pero si está más claro que el agua —dice Malin—. Disparó en defensa

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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propia. Esos artilugios son como las armas de verdad.

—Lo sé, Fors —tercia Sven—. Pero ¿desde cuándo las cosas son tan fáciles?

La habitación número 10 de la sección 5 del Hospital Universitario de

Linköping está prácticamente a oscuras a la sola luz de la lamparita para leer que

hay sobre la cama.

Sivert Norling está sentado en un sillón verde que hay junto a la ventana, en

semipenumbra. Es un hombre alto, desgarbado, y Malin distingue la dureza de

sus ojos azules incluso a la luz tenue de la habitación. Lleva el pelo muy corto y

tiene las piernas estiradas. A su lado se encuentra su mujer, Birgitta. Es rubia, lleva

vaqueros y una camisa roja que acentúa la hinchazón de su cara enrojecida por el

llanto.

Andreas Norling, el hijo de ambos, está en la cama.

A Malin le resulta vagamente conocido, pero no logra situarlo.

El muchacho tiene la pierna estirada y colgada de un suspensorio y la mirada

acuosa de tanto analgésico, pero, según los médicos, aguantará un breve

interrogatorio.

Zeke y Malin están junto a la cama. Un policía uniformado vigila en el

pasillo.

El muchacho se negó a saludar cuando entraron y ahora les vuelve la cara en

actitud rebelde. Su negra cabellera dibuja iracundas pinceladas sobre la almohada

blanca.

—Tienes algo que contarnos, ¿no? —comienza Malin.

El muchacho persiste en guardar silencio.

—Estamos investigando un asesinato. No insinuamos que lo hayas cometido

tú, pero necesitamos saber lo que sucedió anoche junto al árbol.

—Yo no sé nada de ningún árbol.

El padre del joven se levanta. Y le grita:

—Vas a hacer el puto favor de contar todo lo que sepas. Esto va en serio, no

es un videojuego de mierda.

—Tu padre tiene razón —lo anima Malin con tranquilidad—. Te has metido

en un montón de problemas, pero si nos lo cuentas todo, quizá las cosas resulten

más fáciles para ti.

El joven se dirige por fin a Malin, que intenta calmarlo con la mirada,

convencerlo de que todo se arreglará, y parece que el muchacho la cree, como si

hubiera decidido que nada importa lo más mínimo.

Y entonces empieza a hablar.

Y cuenta cómo leyeron en el periódico la noticia del cadáver en el árbol y

sobre el sacrificio de invierno y que parecía emocionante, que la noche en que

debió de cometerse el asesinato él estaba en casa con su madre, ellos no tuvieron

nada que ver con eso, joder, eso era un asesinato; que él estaba harto de aquel

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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perro apestoso y que su chica, Sara Hamberg, le dijo que podían robar unos cerdos

de su casa; que su amigo Henkan Andersson tenía una furgoneta que podrían

utilizar y que encontró en la Red un sitio web donde hablaban de los sacrificios del

antiguo culto nórdico, y que Rickard Skoglöf, al que también mencionaba el

periódico, era el creador de la página. Era una especie de mago del culto a los Ases

y los incitó en varios correos muy raros, y lo uno llevó a lo otro, ya no podían

parar, era como si los empujase una fuerza extraña.

—Estuvimos bebiendo cerveza y llevábamos cuchillos. Yo nunca creí que la

sangre correría de aquel modo. Fue como, ¡guau!, o sea, tanta sangre. Una pasada.

Pero, joder, qué frío.

La madre del muchacho empieza a llorar otra vez.

El padre parece querer machacar a su hijo.

La noche pende negra al otro lado de la ventana de la habitación del hospital.

—¿Y Rickard Skoglöf estuvo con vosotros?

El chico niega con la cabeza.

—No. El sólo nos escribió esos correos tan raros.

—¿Y Valkyria Karlsson?

—¿Y ésa quién es?

—¿Por qué huiste? —pregunta Malin—. ¿Y por qué le apuntaste con la

pistola al inspector Svärd?

—No lo sé —responde el joven—. No quería que me pillaran. ¿No es eso lo

que se suele hacer?

—Deberían bombardear todo Hollywood —masculla Zeke.

—¿Qué has dicho?

El chico se interesa de repente.

—Tengo otra pregunta que hacerte —dice Malin—. Jimmy Kalmvik y Joakim

Svensson, ¿los conoces?

—¿Que si los conozco? ¿A Jocke y a Jimmy? No, pero sé quiénes son. Dos

cerdos.

—¿Tuvieron algo que ver con esto?

—Para nada. Yo nunca tendría nada que ver con esos dos.

Mientras bajaban en el ascensor, Malin le pregunta a Zeke:

—¿Citamos a Skoglöf?

—¿Por qué? ¿Por incitación a la tortura de animales?

—Tienes razón. Mejor lo dejamos en paz por ahora. Pero creo que

deberíamos mantener otra charla, tanto con él como con Valkyria Karlsson, ¿no?

—Sí. Y Johan tendrá que encargarse de interrogar a los demás chicos

implicados.

—Bueno, hoy sólo nos queda una cosa por hacer —observa Malin.

—¿El qué?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Ir a casa de Börje.

Las puertas lacadas en blanco de la cocina relucen recién abrillantadas y un

mantel de Marimekko negro y naranja cubre la mesa, sobre la que cuelga una

lámpara de la firma PH.

Todo en la cocina de Börje Svärd irradia tranquilidad y la estancia es de una

calidad estética muy superior a lo que Malin se considera capaz de crear a su

alrededor. En realidad, toda la casa de Börje es así. Pensada, relajante y hermosa.

Börje está sentado ante un extremo de la mesa. Anna, su mujer, se encuentra

a su lado y parece estar colgada de la silla de ruedas azul, con los rasgos de la cara

como rígidos. Su respiración jadeante inunda, torturada y pertinaz, toda la cocina.

—¿Qué coño iba a hacer? —pregunta Börje.

—Hiciste lo correcto —responde Zeke.

—Desde luego —confirma Malin.

—¿Y decís que saldrá de ésta sin secuelas?

—Por supuesto, Börje. La bala se incrustó justo donde debía.

—De todos modos, vaya mierda —masculla Börje—. Mira que ensañarse así

con unos pobres animales.

Malin menea la cabeza.

—Una locura.

—Supongo que tendré que quedarme en casa un par de semanas —añade

Börje—. Esas cosas suelen llevar tiempo.

Un sonido gutural, seguido de unos tonos más agudos, surgen de la mujer

que está en la silla de ruedas.

¿Es eso lenguaje?

Nuevos sonidos, ruidos que parecen ir adquiriendo la forma de palabras.

—Dice que ya es hora de que acabemos con estos horrores —explica Börje.

—Sí, desde luego que ya es hora —asiente Malin.

—¿Qué tal te ha ido hoy en el trabajo, mamá? —pregunta Tove—. Pareces

agotada.

Tove extiende el brazo hacia el cuenco del puré de patatas que está en la

mesa.

—¿Que cómo ha ido? Pues unos chicos, tan sólo unos años mayores que tú,

han hecho un montón de cosas malas.

—¿El qué?

—Cosas malas, Tove, muy malas.

Malin toma un bocado de puré de patatas antes de continuar:

—Prométeme que tú no harás maldades, Tove.

Tove asiente.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿Qué les pasará ahora?

—Pues los citaremos de inmediato para interrogarlos y, después, se

encargarán los servicios sociales.

—¿Cómo?

—No lo sé, Tove. Simplemente se encargarán de ellos, supongo.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 50

Domingo, 12 de febrero

La campana de la iglesia da las once, once campanadas y empezará a sonar. Sonará

por mí, anunciando a los vecinos que ahora, ya, vamos a inhumar a Bollbengan Andersson,

y en el resonar de las campanadas se oye el relato de mi vida, ese malogrado conjunto de

suspiros que fueron los míos. Pero, ¡ay, qué equivocados estáis! Yo sí sentí el amor, por lo

menos alguna vez, aunque no sabía muy bien cómo reaccionar ante él.

Es cierto: yo, un ser solitario, sólo que no el más solitario de todos.

Y ahora se habla de mí. Luego me incinerarán. ¡En domingo y todo! Hicieron una

excepción conmigo, por lo violenta que fue mi muerte.

Eso ya no importa, esa parte de mí ha quedado atrás, sólo permanece el misterio y por

eso aún se conservan partes de mí, soy un grupo sanguíneo, un código completo. Soy el que

yace en el ataúd blanco de pino, en el revuelo de la capilla de color naranja, más allá del

barrio de Lambohov, camino de Slaka.

A un centenar de metros, por un pasaje subterráneo, me esperan los hornos, pero no

temo el fuego, no es ni eterno ni ardiente, sólo una moda pasajera.

Tampoco estoy ya enfadado con nadie, aunque me gustaría que Maria disfrutara de

algo de paz. Es buena conmigo, y alguna trascendencia ha de tener eso.

Parecéis tan serios ahí sentados en los bancos. Sólo dos personas, Malin Fors y un

representante de la funeraria Fonus, el tal Skoglund, que me adecentó para la foto del

Correspondenten. Junto al ataúd hay una mujer, el cuello de la sotana le roza la piel y

sólo piensa en terminar cuanto antes con la ceremonia, la muerte y la soledad que me

rodean la asustan. O sea, que no confía mucho en su dios, en su bondad.

Venga, empezad, acabad de una vez.

Yo sigo flotando.

El dolor no se ha desvanecido del todo, y es tan misterioso como siempre, pero una

cosa he aprendido: En la muerte, soy dueño de la lengua.

Puedo susurrar cien palabras, gritar miles y miles de palabras. Puedo optar por

permanecer en silencio. Por fin soy dueño del relato sobre mí mismo. Vuestro balbuceo no

significa nada.

Así que ya lo sabéis.

Malin saludó a Conny Skoglund, el representante de la funeraria, antes de

entrar en la capilla. Se dieron los buenos días bajo el arco de terracota y, tras las

consabidas frases de cortesía, se quedaron de pie, conscientes de la situación, hasta

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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que empezaron a sonar las campanas y entraron en la amplia sala. La luz

inundaba la estancia de un modo casi indecente al entrar a raudales por las

ventanas que, como seguras de sí mismas y atentas a las vistas que ofrecían del

parque, se extendían desde el suelo hasta el techo. Debe de ser hermoso cuando

todo está verde, se dice Malin. Ahora es de una luminosidad irreal.

Se sentaron cada uno a un lado, como para rellenar de alguna manera el

espacio vacío.

Solo en la vida.

Más solo aún en la muerte.

Poco más de una semana ha transcurrido desde que hallaron el cadáver de

Bengt Andersson, y ahora van a enterrarlo. Un domingo. Una corona solitaria

sobre el ataúd, de la comunidad pastoral de Ljungsbro. Al club de fútbol se ve que

le pareció bastante con la que dejó en el lugar del crimen. Malin lleva en la mano

un clavel blanco y las campanas tañen sin cesar y Malin piensa que, si siguen

tañendo un poco más, tanto ella como el agente funerario Skoglund terminarán

por quedarse sordos. Y la pastora, también. Tiene unos treinta y cinco años, es

pelirroja y muy pecosa. Pero ya dejan de resonar las campanas y las sustituye un

salmo y, una vez concluido el salmo, comienza a hablar la pastora.

Dice lo que tiene que decir y cuando llega a la parte más personal del

discurso, declara: «Bengt Andersson era un hombre normal muy poco común…».

Y Malin siente deseos de levantarse y taparle la boca para que deje de decir

bobadas. Sin embargo, desconecta y, sin saber cómo, se ve dejando el clavel blanco

sobre el ataúd de Bollbengan y pensando: los cogeremos, los cogeremos. Podrás

descansar en paz, te lo prometo.

Malin Fors, si crees que necesito «la verdad» para descansar en paz, te equivocas. La

buscas porque te interesa a ti, ¿verdad?

Tú eres quien necesita paz y tranquilidad, no yo.

Pero no importa, tú y yo podemos sincerarnos, no tenemos por qué fingir que

abrigamos esta o aquella intención ni otras cosas por el estilo, todo eso es agotador.

Ahora me llevan por el pasadizo. En el ataúd está oscuro y hace calor y pronto hará

aún más.

Se llama David Sandström, tiene cuarenta y siete años y todos se preguntan cómo es

posible que tenga ese trabajo. Incinerador de cadáveres… No es de lo mejor visto, tanto

como los gordos que dan hachazos en la cabeza a su padre. Pero a él le gusta su trabajo, es

solitario, no tiene que vérselas con los vivos y tiene varias ventajas que no voy a mencionar

ahora.

Ya hemos llegado a la sala del horno, es grande y espaciosa, tiene las paredes pintadas

de azul celeste y está situada bajo tierra, con tan sólo unos ventanucos en lo alto de la

pared, pegando al techo. El horno es automático, el incinerador sólo tiene que impulsar el

ataúd por una cinta. Entonces se abre la portezuela que da paso a un hogar que se enciende

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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apretando un botón.

Y entonces empiezo a arder.

Bueno, todavía no.

David Sandström tendrá que empujar antes el ataúd por la cinta, algo que sólo

consigue con mucho esfuerzo.

Joder, cómo pesa. El último tramo desde el carrito hasta la cinta hay que

empujar y no suele costar tanto, pero éste… joder, cómo pesa.

Bengt Andersson.

David sabe cómo murió y no levanta la tapa del ataúd, prefiere no verlo. Es

mejor cuando son jóvenes; los jóvenes son los que más le gustan, infunden sosiego.

Eso es. Ya tiene el ataúd en la cinta.

Pulsa el botón del control, la portezuela se eleva; pulsa el siguiente botón y

enseguida arden las llamas, lamiendo ávidas la madera.

Un poco más, sólo un poco.

El fuego se aferra a la madera y, en diez segundos, las llamas abrazan el

ataúd por completo y la portezuela desciende despacio a su posición inicial.

David Sandström saca un bloc de notas del bolsillo interior de la chaqueta.

Coge el bolígrafo específico y anota meticuloso en una de las últimas páginas:

«Bengt Andersson, número de identificación personal 611015-1923.

Incinerado número 12.349.»

Noto el fuego.

Es todos los sentimientos que existen. Ahora me estoy transformando. Me vaporizo,

me convierto en el humo que asciende por la chimenea del crematorio, en las aromáticas

partículas quemadas que se expanden sobre Linköping y por el aire que Malin Fors respira

con avidez cuando cruza el aparcamiento de la comisaría.

Quedan las cenizas que esparcirán en el parque junto a la capilla del viejo

cementerio.

Las cenizas de todos nosotros son allí marcas de navegación para los recuerdos y mis

cenizas permanecerán en el parque para que si, contra todo pronóstico, alguien desea ir a

recordarme, tenga adonde dirigirse.

Caminamos hacia nuestros recuerdos, visitamos nuestras vidas.

Un desconsuelo, ¿verdad?

Pero así son las costumbres de los vivos.

TTEERRCCEERRAA PPAARRTTEE

LLaass ccoossttuummbbrreess ddee llooss vviivvooss

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 51

Flores que regar, correo que clasificar, grifos por los que ha de correr el agua.

Polvo que limpiar, congeladores que descongelar, una colcha que estirar sobre la

cama, y los recuerdos que hay que inhibir, sucesos que olvidar, sospechas que

negar, promesas incumplidas que se han de perdonar y amor que recordar

eternamente.

¿Es posible?

Las 13.45, unas horas después del entierro de Bengt Andersson.

Malin va de un lado a otro por el apartamento de sus padres. Recuerda la

última vez que estuvo. Tove, exactamente igual que ella en la cama de sus padres,

la misma resolución incauta, la misma apertura ingenua para con su propio

cuerpo.

Y aun así.

Malin se ríe para sus adentros. Tendrá que alentar a Tove y a Markus en su

búsqueda de un nido de amor en medio del frío. Ahora están en el cine, sesión

matinal, viendo una nueva película de acción basada en las aventuras ya

olvidadas de un héroe de tebeos de los años cincuenta, adaptada al gusto de

nuestros tiempos: más violencia, más sexo, aunque igual de casto y un final más

obvio y más feliz. La ambigüedad es enemiga de la tranquilidad y ésta es necesaria

para el éxito comercial.

Cada época tiene los relatos que se merece, piensa Malin.

El aroma del apartamento de sus padres.

Huele a secretos.

Del mismo modo que la cabaña de cazadores del bosque, aunque allí, en la

noche del bosque, era más patente y más frío, no tan inaccesible y tan personal

como aquí. Uno gira sobre su propio eje si se refugia demasiado en lo que

pertenece al pasado, se dice Malin. Al mismo tiempo, no querer abordarlo te

destruye. Los psicoterapeutas lo saben todo al respecto.

Malin se desploma en el sofá del salón.

Se siente agotada de tanto trabajar. Y también sedienta: papá guarda el

alcohol en la cocina, en el armario que hay encima del frigorífico.

Precipitar el alma.

Muebles elegantes que no lo son tanto.

«Irás a regar las plantas, ¿verdad?»

Ya las he regado.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Flores. Olores. El olor a budín de col.

A mentiras. ¿Aquí también? Igual que en Blåsvädret, en casa de Rakel

Murvall. Aunque más débil, aquí es más débil. Tengo que volver allí, se dice

Malin. Tengo que volver y hacer salir los secretos de debajo del parqué y del

interior de las paredes.

Suena el móvil en el pasillo.

Está en el bolsillo del anorak y Malin se levanta del sofá, corre hacia el

sonido, tantea hasta encontrarlo. Un número del extranjero.

—Sí, aquí Malin.

—Malin, soy papá.

—Hola, estoy en vuestro apartamento, acabo de regar las plantas.

—Sí, claro, gracias, pero no te llamo por eso.

Quiere algo, pero no se atreve a expresarlo, la misma sensación que en la

conversación anterior. Entonces, su padre toma aire, lo expulsa de forma audible,

antes de empezar a hablar.

—Pues mira —comienza—. Ya sabes que hemos hablado de que Tove se

venga unos días con nosotros. Pronto tendrá las vacaciones de la semana blanca,

en febrero, ¿no? Quizá podría venir entonces.

Malin se aparta el auricular, mira atónita el teléfono, menea incrédula la

cabeza.

—Sí, dentro de dos semanas.

—¿Dos semanas?

—Sí, sus vacaciones empiezan dentro de dos semanas. Sólo hay un problema.

—¿Cuál?

—Que no tenemos dinero para el billete de avión. No tengo ni una corona

ahorrada y Janne cambió la caldera justo antes de Navidad.

—Sí, bueno, de eso también hemos hablado tu madre y yo. Nosotros le

pagamos el billete. Hoy mismo hemos estado en la agencia y hay billetes a precio

reducido, vía Londres. Quizá tú también podrías tomarte esos días, ¿no?

—Imposible —responde Malin—. Con tan poca antelación. Y además, ahora

tenemos la cosa complicada.

—¿Entonces?

—Pues a mí me parece fenomenal, pero tendrás que preguntarle a Tove.

—Aquí podrá bañarse en el mar y montar a caballo.

—Ella sabe muy bien lo que quiere y lo que no, tenlo por seguro.

—¿Hablarás con ella?

—Mejor será que la llames tú. Ahora está en el cine, pero la encontrarás en

casa más tarde.

—Vale, vale. Hablaré con ella. La llamo yo. Mañana.

—No esperes demasiado o se agotarán los billetes.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 52

Las voces.

Déjalas volar.

Escucha a todos los de la investigación.

Permíteles que se expresen. Y te conducirán al objetivo.

En el vestíbulo del apartamento de Niklas Nyrén hay tarros de cristal llenos

de galletas redondas de frambuesa envueltas en plástico, nubes bañadas en

chocolate, bolas de coco y chocolate, y la alfombra verde está llena de migas de

galleta. Ante la entrada hay un Volvo Combi azul oscuro, aparcado demasiado

cerca de un buzón.

Cuidado, Malin, se dijo cuando llamaba a la puerta. Si los chicos son

culpables, él pudo ayudarles a trasladar el cadáver.

Niklas Nyrén encabeza la marcha por el pasillo, hasta que llegan a una sala

de estar muy ordenada en la que domina un sofá tapizado de rojo colocado

enfrente de un televisor de plasma montado en la pared.

Nada de lo que ve contradice la impresión de que Niklas Nyrén sea un

hombre de mediana edad normal y corriente.

Lleva vaqueros y un jersey de cuello alto de color verde, tiene la cara

redonda y una barriga que sobresale por encima del cinturón. Una vida

demasiado sedentaria. Demasiado coche y demasiada afición a probar galletas.

—Pensaba llamarte —dice Niklas Nyrén, y su voz suena extrañamente grave

para pertenecer a una persona de obesidad tan obvia. De hecho, debería ser más

clara, más quebrada.

Malin no responde, se sienta en una silla copia de la marca Myran ante la

mesita que hay junto a la ventana, con vistas a la fábrica de Cloetta.

—Creo que querías hacerme unas preguntas, ¿no? —añade Niklas Nyrén,

sentándose en el sofá.

—Como sabes, el nombre de Joakim Svensson ha aparecido relacionado con

la investigación del asesinato de Bengt Andersson.

Niklas Nyrén asiente.

—A mí me cuesta creer que el chico esté implicado en ese asunto. Lo único

que necesita es aprender a comportarse y tener un modelo masculino.

—¿Tú te llevas bien con él?

—Lo intento —responde Niklas Nyrén—. Lo intento. Yo también tuve una

infancia desastrosa y quiero ayudar al muchacho. Tiene un juego de llaves de mi

apartamento. Quiero que comprenda que confío en él.

—¿En qué sentido fue desastrosa?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Pues… No es un tema en el que tenga ganas de profundizar, pero mi padre

bebía como una esponja, por ejemplo. Y mi madre no era un modelo de mujer

cariñosa.

Malin asiente.

—Dime, ¿qué hiciste la noche del miércoles de la semana pasada?

—Margaretha vino a mi apartamento y estoy seguro de que Jocke y Jimmy se

quedaron viendo la película, tal como dijeron.

—¿Jimmy? ¿Conoces a Jimmy Kalmvik?

Niklas Nyrén se levanta y se acerca a la ventana y contempla la fábrica.

—Esos dos siempre andan juntos. Si quieres mantener una relación normal

con uno de ellos, has de tenerlos en cuenta a los dos. Suelo proponerles

actividades que puedan interesarles a ambos.

—¿Y qué actividades les interesan?

—¿Qué les interesa a los chicos de su edad? Los llevé a una exhibición de

skate en Norrköping. Hemos estado en MantorpPark. Los dejé conducir mi coche

por la explanada de gravilla de la vieja carretera 14. Joder, si hasta los llevé un día

al campo de tiro el verano pasado.

No creo que tengas que andarte con cuidado, se dijo Malin. Este hombre

irradia ingenuidad. ¿O tal vez finge ser ingenuo?

—¿Eres cazador?

—No, pero hubo un tiempo en el que practicaba el tiro deportivo. Con rifle

monotiro. ¿Por qué?

—No me habré metido en problemas, ¿verdad? —Niklas Nyrén rebusca en

un armario de su dormitorio pintado de blanco—. No hay que tener ninguna

vitrina especial para guardar un rifle monotiro, ¿no?

—Me temo que sí —responde Malin.

—Aquí está.

Niklas Nyrén le muestra un rifle negro, fino, casi delicado. Y Malin cae en la

cuenta, mientras lo contempla, de que, en realidad, nadie debe tocarlo antes de

que lo analice el SKL.

—Déjalo en la cama —le pide. Niklas Nyrén parece desconcertado, pero

obedece.

—¿Tienes bolsas para congelar alimentos? —pregunta Malin.

—Sí, en la cocina. Allí tengo también la munición.

—Bien —dice Malin—. Tráetelo todo. Yo te espero aquí.

Malin se sienta en la cama, junto al arma. Respira el aire viciado y añejo y

contempla los cuadros de las paredes: láminas de Ikea con peces diversos y en

marcos baratos.

Malin cierra los ojos, deja escapar un suspiro.

Joakim Svensson tiene llave del apartamento.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Él y Jimmy Kalmvik debieron de coger el rifle en algún momento en que

Niklas Nyrén estaba fuera, haciendo su ruta. Luego fueron a casa de Bengt

Andersson y efectuaron los disparos para asustarlo. Menudos cerdos, se dice

Malin, aunque enseguida se recrimina el insulto. La testosterona y las

circunstancias pueden complicarles mucho las cosas a los adolescentes, y aquel

que se siente abandonado y pisoteado, se dedica a pisotear a los demás.

Malin abre los ojos y ve que Niklas Nyrén vuelve de la cocina por el pasillo.

En una mano lleva un paquete de bolsas para congelar, y en la otra, una caja

de munición.

—Suelo utilizar balas de goma —explica—. Mierda. Estoy completamente

seguro de que esta caja estaba sin empezar. Pero alguien ha debido de abrirla.

Faltan tres balas.

La decepción transforma la expresión de Niklas Nyrén en la mueca de una

máscara.

¿Presionar a los acosadores de Ljungsbro y obligarlos a admitir que fueron

ellos quienes dispararon contra la ventana de Bengt Andersson? ¿Presionarlos y

obligarlos a que cuenten más aún?

Si es que hay algo más que contar.

Por más que yo quiera encauzarlo todo en una dirección, todavía es

demasiado pronto.

Pisa a fondo el acelerador cuando se dirige a la llanura nevada de Maspelösa,

ya tiene decidido esperar, ver qué huellas encuentra Karin en el rifle que lleva

envuelto en una manta en el maletero. Pero Malin acaricia la idea, pese a todo.

¿Qué hago? ¿Doy la vuelta y pongo rumbo a la casa de Jimmy Kalmvik y lo

presiono un poco? Eso puedo hacerlo yo sola, es un juego de niños comparado con

los Murvall. No, mejor dejar que Karin haga su trabajo, determine si las bolas de

goma halladas en el apartamento de Bengt Andersson proceden del rifle de Niklas

Nyrén y, entonces, que los chicos se enfrenten a los hechos. Una pareja de policías

puede tomarles las huellas y Karin podrá contrastarlas con las que haya

encontrado.

Lleva la dirección de Rickard Skoglöf en el móvil, no resulta fácil encontrar la

casa y Malin da unas cuantas vueltas por los alrededores antes de dar con la

pequeña finca.

Se detiene.

Los edificios de piedra gris se agazapan ante el frío, la nieve cubre los tejados

de paja y hay luz en las ventanas de la vivienda.

Los chalados del culto a los Ases, se dice Malin, de ésos también puedo

encargarme yo sola.

El hombre que debe de ser Rickard Skoglöf no tarda más que unos segundos

en abrir, vestido con un caftán y el cabello y la larga barba enmarañados. Detrás

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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de él se mueve un cuerpo de mujer vestida de blanco que debe de ser Valkyria

Karlsson.

—Malin Fors, de la policía de Linköping.

—Al otro lo han suspendido de sus funciones, ¿verdad? Después del tiroteo,

me refiero —dice Rickard Skoglöf con una sonrisa al tiempo que la invita a entrar.

Un calor húmedo azota a Malin, pese a que se oye el chisporroteo de una

chimenea de leña en algún lugar de la casa.

—Pasa por aquí.

Rickard Skoglöf le señala a la izquierda, una sala de estar donde parpadea

sobre la mesa una pantalla de ordenador gigantesca.

Valkyria Karlsson se sienta en el sofá con las piernas flexionadas debajo de

un camisón largo y blanco.

—Ajá, tú —dice al ver entrar a Malin—. La que vino a interrumpirme.

En ese momento aparece Rickard Skoglöf con tres tazas humeantes en una

bandeja.

—Una tisana —explica—. Es buena para los nervios. Si es que uno está

nervioso.

Malin no responde, toma su taza y se acomoda en una de las sillas negras de

oficina que hay delante del ordenador. Rickard Skoglöf permanece de pie después

de haberle dado una taza a Valkyria.

—¿Os sentís a gusto haciéndolo? —suelta Malin—. Me refiero a lo de incitar

a unos muchachos a que cometan estupideces.

—¿De qué hablas? —pregunta Rickard Skoglöf entre risas.

Malin siente el impulso de arrojarle a la cara el contenido hirviendo de la

taza, pero consigue contenerse.

—No te hagas el tonto. Sabemos que has estado escribiéndole correos

electrónicos a Andreas Norling, y quién sabe qué más habrás inducido a hacer y a

quién.

—¡Ah, eso! Sí, lo leí en el Corren. Jamás creí que fueran a hacerlo.

—¿Has tenido algún contacto con Jimmy Kalmvik? Un tal Joakim…

—No conozco a ningún Jimmy Kalmvik. Supongo que es uno de los dos

adolescentes de los que habla el periódico, los que acosaban a Bengt Andersson.

Quisiera dejar claro de una vez por todas que yo, que nosotros dos no tenemos

nada que ver con eso.

—Nada —repite Valkyria, estirando las piernas en el sofá. Malin advierte que

tiene las uñas de los pies pintadas de un color naranja fosforescente.

—Pues pienso llevarme tu disco duro ahora mismo —dice Malin—. Si

opones resistencia, pido una orden de registro que me concederán de inmediato.

Rickard Skoglöf deja de sonreír. Ahora parece asustado.

Valkyria mira a Malin con los ojos desorbitados y masculla:

—Buuu buuu. Nunca nos atraparás, puta policía.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Tove llega a casa poco después de las seis. Cierra de un portazo, imposible

discernir si de alegría o de rabia.

Un domingo aceptable, piensa Malin mientras espera a que Tove llegue a la

sala de estar.

Ha enviado el rifle al SKL. Lo primero que harán Karin y sus colegas mañana

será examinarlo. El disco duro de Rickard Skoglöf se encuentra a buen recaudo en

la comisaría: los informáticos de Johan Jakobsson lo escanearán de inmediato y

comprobarán si ese cerdo de profeta nórdico ha inducido a algún otro joven a

cometer algo más que una tontería, como matar a Bengt Andersson. En ese caso,

debería quedar algún rastro en su ordenador, mensajes y cosas así. ¿Quién sabe

cuánta mierda pueden traernos aún este invierno y este paisaje?

Tove aparece en la sala de estar y se planta delante de Malin. Tiene el

semblante y la mirada tranquilos, sin el menor indicio de rebeldía o de

preocupación.

—¿Ha estado bien la película? —pregunta Malin desde el sofá.

—Una porquería —responde Tove.

—Pero tú pareces contenta.

—Sí, Markus viene a cenar mañana. ¿Te parece bien?

Tove se sienta en el sofá y coge una patata del cuenco que hay en la mesa.

—Claro.

—¿Qué estás viendo?

—Un documental sobre Israel y Palestina y agentes dobles y esas cosas.

—¿No hay otra cosa?

—Seguro que sí. Busca algo tú.

Malin le pasa el mando a Tove, que empieza a cambiar de canal hasta que se

detiene en uno de televisión local. El LHC le ha ganado al Modo en su casa con

tres goles de Martin Martinsson y corre el rumor de que había ojeadores de la liga

nacional de hockey.

—Hoy he estado en casa de los abuelos.

Tove asiente.

—El abuelo llamó mientras estaba allí. Me preguntó si te gustaría pasar con

ellos las vacaciones de febrero.

Malin espera a que se produzca alguna reacción, quiere ver cómo la cara de

Tove se ilumina con una amplia sonrisa; sin embargo, su hija parece preocupada.

—Ya, pero no tenemos dinero para sacar los billetes, ¿no?

—Los pagan ellos.

Tove parece más preocupada aún.

—Pues, mamá, no sé si quiero ir. ¿Crees que se pondrán tristes si les digo que

no voy?

—Puedes hacer lo que quieras, Tove. Exactamente lo que quieras.

—Pues no lo sé.

—Consúltalo con la almohada, hija. No tienes que tomar ninguna decisión

hasta mañana, o el martes a lo sumo.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Allí hace calor, ¿verdad?

—Veinte grados como mínimo —responde Malin—. Como aquí en verano.

Un árbol cargado de manzanas y un niño, dos niños, tres niños, cuatro niños

corretean en un jardín florido. Caen y la hierba les mancha de verde las rodillas, y

ya sólo queda uno de los niños, también se cae, pero se levanta y echa a correr.

Corre hasta que llega a un lindero del bosque. Allí duda un instante hasta que se

arma de valor y se adentra en la oscuridad.

Sigue corriendo por entre los troncos de los árboles y las ramas picudas que

cubren la tierra le destrozan los pies, pero él no se permite sentir el menor dolor,

no se detiene para combatir a los monstruos que rugen desde las raíces retorcidas

de los árboles.

De repente, el niño aparece en la cama de Malin. Le empuja rítmicamente el

pecho de arriba abajo, le ayuda a respirar el aire amarillo de la mañana.

Y le susurra en el oído dormido y soñador:

«¿Cómo me llamo? ¿De dónde soy?»

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Capítulo 53

Lunes, 13 de febrero

La bruma matinal se cierne pertinaz sobre la ciudad y los campos.

Estancamiento casi total en la investigación. Han de examinar las armas.

Han de comprobar la información del disco duro mañana temprano.

No sopla el viento en las plantaciones, nada sucede, sólo que unos policías

exhaustos duermen o están despiertos. Börje Svärd se encuentra en la cama solo,

bajo una sábana de flores desgastadas de tanto uso. Sus dos pastores alemanes, a

los que ha dejado entrar en la casa, se han tumbado uno a cada lado de la cama. En

la habitación del fondo del pasillo, los dos asistentes del servicio domiciliario le

dan la vuelta a su mujer y él se esfuerza por no oír los ruidos que provocan esos

movimientos.

Johan Jakobsson, en la casa adosada de Linghem, dormita en el sofá con su

hija de tres años sobre el regazo, Loranga & Mazarin en la pantalla del televisor, la

pequeña con los auriculares puestos. ¿Cuándo vas a aprender lo agradable que es

dormir? Ayer me pasé el día hablando con los otros chicos involucrados en el

sacrificio de los animales. Tenían coartada para la noche en que asesinaron a Bengt

Andersson; andaban despistados, como les suele ocurrir a los jóvenes a esa edad.

Un día más de trabajo en que dejó a su familia a toda prisa.

Zacharias Martinsson duerme muy pegado a su mujer, que está helada

porque tienen la ventana entreabierta; una corriente que promete resfriados. Sven

Sjöman descansa boca arriba en su cama, ronca alto y fuerte. Su mujer está en la

cocina y tiene una taza de café en la mesa, lee muy interesada el Svenska Dagbladet;

a veces se levanta antes que Sven, aunque no muy a menudo.

También Karim Akbar está durmiendo en su cama. Tumbado de lado sobre

la sábana, respira despacio y tose y extiende el brazo en busca de su mujer, pero

no la encuentra, porque su mujer está en el cuarto de baño, se tapa la cara con las

manos y se pregunta cómo va a arreglarlo todo y qué pasaría si Karim supiera…

La forense Karin Johannisson está despierta, sentada encima de las piernas

de su marido, agitando la melena, disfrutando con su propio cuerpo y, debajo de

él, se lo va comiendo, lamiendo esa carne que es más suya que de él. ¿Para qué

otra cosa lo necesita, en realidad?

También Malin Fors está despierta.

Va conduciendo.

Resuelta.

Hay que seguir la tercera línea de la investigación del asesinato de Bengt

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Andersson, azotarla, arrancarle la piel.

Malin tiene frío.

El coche no termina de calentarse por dentro en una mañana así. Ve por la

ventanilla la alta torre de piedra del convento de Vreta y más allá se encuentra

Blåsvädret y allí, sola en su cocina, Rakel Murvall toma una taza de café y mira

por la ventana mientras sonríe y piensa que lo mejor será que los chicos vuelvan

pronto a casa, que no es bueno que un taller esté vacío y sin usarse.

Malin aparca delante de la casa de Rakel Murvall. Su fachada blanca parece

más fatigada que la vez anterior, como si hubiese empezado a ceder, tanto al frío

como al ser que la habitaba. El camino hasta la entrada está limpio de nieve, muy a

conciencia, como si estuvieran pensando en extender una alfombra roja.

Seguro que está levantada, se dice Malin. Sorpréndela. Preséntate cuando

menos se lo espere.

Igual que Tove, también ella cierra de un portazo, pero ella sabe por qué:

pretende acumular resolución, agresividad, indignación, sentimientos que

ablanden a la madre, que la hagan abrirse, contarle las historias que Malin sabe

que tiene que contar.

Y llama a la puerta.

Hace como que Zeke está a su lado.

Pasos ligeros y, al mismo tiempo, pesados al otro lado de la puerta, hasta que

aparece la madre; sus mejillas enjutas y grises sustentan los ojos más duros que

Malin haya visto jamás en un ser humano. Se diría que su mirada la agota, la deja

exhausta, sin voluntad, muerta de miedo.

Esa mujer tiene más de setenta años. ¿Qué puede hacerme?, se pregunta

Malin. Pero sabe que se equivoca: puede hacer cualquier cosa.

—Comisaria Fors —dice solícita Rakel Murvall al verla—. ¿Qué puedo hacer

por usted?

—Invitarme a pasar, hace mucho frío fuera. Y tengo algunas preguntas más.

—Pero ¿cree usted que yo tengo más respuestas?

—Creo que tiene todas las respuestas del mundo.

Rakel Murvall se hace a un lado y la deja entrar.

El café está caliente y en su punto.

—Sus hijos no son ningunos benditos, precisamente —comenta Malin,

acomodándose en la silla.

Advierte primero el orgullo y, luego, la rabia que asoma a los ojos de Rakel

Murvall.

—¿Qué sabrá usted de mis hijos?

—En realidad, he venido para hablar del cuarto de sus hijos.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Malin deja la taza, mira a Rakel Murvall sin apartar la vista.

—Karl —precisa Malin.

—¿Quién ha dicho?

—Su hijo Karl.

—No sé mucho de él.

—¿Quién es su padre? No es el mismo que el de sus otros hijos. Eso sí lo sé.

—Vaya, veo que ha hablado con él.

—Sí, he hablado con él. Me dijo que su padre era marinero y que su barco

naufragó cuando usted estaba embarazada.

—Eso es —confirma Rakel Murvall—. Cerca de Cabo Verde, el 18 de agosto

de 1961. El MS Dorian se hundió con tripulación y todo.

—Creo que miente —dice Malin. Rakel Murvall sonríe, antes de proseguir:

—Peder Palmkvist. Así se llamaba aquel marinero.

Malin se pone de pie.

—Eso era cuanto quería saber por ahora —zanja Malin. La mujer se levanta y

Malin se percata de que es ella quien tiene el mando en aquella habitación.

—Si vuelve a aparecer por aquí, le denuncio por acoso.

—Sólo intento hacer mi trabajo, señora Murvall, eso es todo.

—Los barcos se hunden —sentencia Rakel Murvall—. Se hunden como las

piedras.

Malin pasa por delante de la gasolinera de la familia Murvall. El letrero

luminoso con el nombre de Preem está apagado, las ventanas, a oscuras y la

fundición que hay en el terreno que se extiende a la espalda del edificio parece

pedir a gritos que la derriben.

Malin deja atrás Brunnby y Härna, no quiere ver el edificio donde

Bollbengan tenía su hogar. Desde la carretera sólo se distingue el tejado, pero ella

sabe cuál es.

Seguro que el casero ha limpiado el apartamento, tus cosas, las pocas que

pudieran venderse, las han sacado a subasta y el dinero irá a parar al fondo

general de herencias. Rebecka Stenlundh, tu hermana de sangre, aunque no

jurídicamente, no puede heredar lo poco que tenías.

¿Se habrá mudado ya alguien a tu apartamento, Bollbengan? ¿O estarán las

habitaciones vacías, esperando que vuelvas? Quizá ahora estés por fin en casa. Se

acumula el polvo en el alféizar de las ventanas, se oxidan los grifos despacio, muy

despacio.

Malin pasa bajo el acueducto, por delante de la escuela, y coge el teléfono.

Piensa: ¿y si me salto la reunión matinal?

—¿Johan? Soy Malin.

—¿Malin?

La voz de Johan Jakobsson suena adormilada en el móvil, seguro que acaba

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de llegar para presentarse a tiempo en la reunión.

—¿Puedes comprobar una cosa antes de empezar a trabajar con el disco duro

de Rickard Skoglöf?

Malin le pide que compruebe el naufragio del barco y el nombre del

marinero.

—Es un asunto demasiado antiguo para figurar en la base de datos del

Ministerio de Marina —asegura Johan.

—Bueno, pero seguro que hay algún sitio web de algún grupo de gente

interesada en el tema, ¿no?

—Seguro que sí. Los héroes de la marina mercante tendrán sus admiradores,

que procurarán que sus héroes no caigan en el olvido. O puede que la Asociación

de la Marina disponga de esa información.

—Gracias, Johan. Te debo un favor.

—No prometas nada hasta que encuentre algo. Luego será la hora de ponerse

con el disco duro.

Malin cuelga al tiempo que toma la curva de la residencia de ancianos de

Vretaliden.

Malin no se detiene en recepción y, pese a que cruza aprisa el vestíbulo de la

entrada, nota de nuevo el olor a detergente sin perfume, y que la química de esa

característica antinatural hace que el edificio entero resulte deprimente. En las

casas la gente usa detergentes que huelen a limón o a flores, se dice Malin. Pero

aquí no. Y éste es el hogar de mucha gente que merece un olor distinto del que

ahora disfrutan.

Toma el ascensor hasta la sección tres y recorre el pasillo hasta la habitación

de Gottfrid Karlsson.

Llama a la puerta.

Una voz débil y potente a un tiempo.

—Adelante.

Malin abre la puerta, entra despacio, ve el cuerpo escuálido tumbado en la

cama bajo una manta amarilla. Antes de que diga nada, el viejo la saluda:

—Señorita Fors. Esperaba que volviera.

Malin piensa que todos esperan que la verdad vaya a buscarlos, que nadie va

con la verdad o le ayuda siquiera a salir a la luz. Pero quizá la naturaleza de la

verdad sea ésa: una serie de sucesos huidizos y evasivos, más que una aseveración

firme. Tal vez, en el fondo, sólo exista un quizá.

Malin se aproxima a la verdad. Gottfrid Karlsson da unas palmaditas en la

cama.

—Siéntese aquí, señorita Fors, cerca de este pobre viejo.

—Gracias —responde Malin obedeciendo.

—Me han ido leyendo las noticias del caso —dice Gottfrid Karlsson, mirando

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a Malin con sus ojos casi ciegos—. ¡Qué cosas más horribles! Y los hermanos

Murvall parecen ser unas joyas. Debí de perdérmelos justo cuando me vine a la

residencia. Claro que a su padre y a su madre sí los conocí.

—¿Cómo es la madre?

—Una mujer discreta, no hacía mucho ruido, pero recuerdo que al ver sus

ojos pensaba: ahí va Rakel Karlsson, con esa mujer no se juega.

—¿Karlsson?

—Sí, el mismo apellido que yo. Creo que es el más común en esta región. Sí,

era su apellido de soltera, el que tenía antes de casarse con Svarten Murvall.

—¿Y Svarten?

—Un bebedor y un fanfarrón, pero en su fuero interno estaba asustado. No

era como Kalle el de la Curva. Estaba hecho de otra pasta.

—¿Y el hijo? ¿Sabe si tenía hijos antes de casarse con Svarten?

—Sí, algo de eso recuerdo, aunque su nombre lo he olvidado. Creo que se

llamaba… No, no hay manera. Algunos nombres desaparecen de la memoria, es

como si el tiempo me borrara cosas del cerebro. Pero hay algo que sí recuerdo: el

padre del chico se ahogó en un naufragio cuando ella estaba embarazada.

—¿Y cómo le fue a ella con el niño? Debió de ser difícil.

—A ese niño no lo vio nunca nadie.

—¿Que nadie lo vio?

—Sí, todos sabíamos que existía, pero no lo veíamos por ninguna parte. Ella

nunca lo sacaba a la calle.

—¿Y después?

—Debía de tener dos años cuando ella se casó con Svarten Murvall. Pero, ya

sabe, corrían rumores…

—¿Qué rumores?

—De eso es mejor no hablar conmigo, sino con Weine Andersson.

Gottfrid Karlsson descansa su mano venosa sobre la de Malin.

—Vive en la residencia de Stjärntorp. Él iba en el Dorian cuando se hundió.

Seguro que sabe más de una cosa.

En ese momento, se abre la puerta de la habitación y Malin se da la vuelta.

Es la enfermera Hermansson.

El cabello corto y rizado parece erizársele hasta el techo. En lugar de las gafas

de gruesos cristales lleva lentillas, y parece diez años más joven.

—Comisaria Fors, ¿cómo se atreve?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 54

—Nadie, ni siquiera la policía, visita sin avisar a ninguno de mis residentes.

—Pero…

—Nadie, comisaria Fors, nadie. Usted tampoco.

La enfermera Hermansson se lleva a Malin a la pequeña sala de enfermeras

que hay en el pasillo.

—Nuestros residentes pueden parecer más fuertes de lo que son, pero en su

mayoría están muy débiles y en esta época del año, cuando el frío es más fiero,

suelen morir varios, uno detrás de otro, y entonces se ponen nerviosos…

Al principio, Malin se enoja un poco. ¿Qué es eso de «residentes»? ¿No es

aquélla su casa? ¿No pueden hacer lo que quieran? Pero enseguida comprende

que la enfermera Hermansson tiene razón, que si ella no se preocupa por proteger

a aquellos ancianos, ¿quién lo hará?

Malin se excusa antes de marcharse.

—Acepto sus disculpas —dice Hermansson, obviamente satisfecha.

—Y cambien de detergente —añade Malin.

Hermansson la mira extrañada.

—Sí, usan uno inodoro. Pero los hay perfumados y antialergénicos que

huelen muy bien y no creo que cuesten mucho más.

Hermansson reflexiona unos segundos.

—Me parece una buena idea —afirma al cabo de un rato, antes de ponerse a

hojear unos documentos, como para indicar que da por concluida la conversación.

Y Malin va caminando hacia el coche, que tiene en el aparcamiento, cuando

suena el teléfono.

Vuelve a entrar corriendo en el vestíbulo, al calor de olor químico de la

residencia, antes de contestar.

—Es cierto. La Asociación de la Marina tenía la información en su base de

datos.

Johan Jakobsson suena satisfecho.

—Es decir, que es verdad que un barco llamado MS Dorian naufragó y que

había un Palmkvist a bordo, ¿no?

—Exacto. No se encontraba entre los que se salvaron en los botes.

—O sea, que hubo quien sí se salvó, ¿cierto?

—Sí, eso parece.

—Gracias, Johan. Ahora sí que te debo un favor.

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Ruinas.

Y un lago donde el hielo parece haberse instalado de forma permanente.

Malin aparta un segundo la vista de la carretera y la dirige al lago Roxen. Los

coches, que circulan por una carretera cubierta de una capa de arena bajo la que se

extiende otra de hielo de un metro de grosor, patinan un poco, la seguridad es sólo

relativa y, en la otra orilla del lago, muy lejos, humean las chimeneas de cabañas

del tamaño de un sello.

El palacio de Stjärntorp.

Ardió en el siglo XVIII, se reconstruyó y sigue siendo la residencia de la

familia Douglas y apestando a dinero.

El palacio no podría ofrecer un aspecto más lúgubre. Un edificio gris de

piedra construido en dos plantas, con ventanas encogidas delante de una

explanada sin decoración alguna y unos humildes graneros a los lados. La ruina

del viejo palacio se atisba a su lado como un recordatorio perpetuo de lo mal que

pueden ir las cosas.

La residencia de ancianos se encuentra en las inmediaciones del palacio, justo

después de la curva donde la carretera se libera por completo del bosque y se abre

al panorama del lago.

El edificio, de tres plantas, está pintado de blanco y Malin piensa que allí no

pueden vivir más de treinta abuelos y en lo tranquilo que debe de ser, pues sólo

algún que otro coche pasa por allí.

Aparca delante de la entrada.

¿Qué variante de Hermansson me recibirá aquí?

Luego piensa en la noche, en que Tove ha invitado a cenar a Markus, espera

que no se le estropee la cosa. Contempla el edificio, piensa: Weine Andersson.

Existe el riesgo de que se malogre la cena.

Weine Andersson está en una silla de ruedas, junto a la ventana con vistas al

Roxen.

Cuando Malin se presentó en la recepción, la enfermera de cierta edad

pareció alegrarse de su visita. No se la veía preocupada ni inquieta cuando se

enteró que Malin era policía y que iba a interrogar a Andersson. Al contrario, le

dijo:

—Vaya, Weine se va a poner muy contento. No suele recibir visitas. —Tras

una pausa—: Y le gustan las personas jóvenes.

¿Persona joven?, piensa Malin. ¿Se me cataloga aún como tal? Tove es una

persona joven, no yo.

—Está paralítico del lado derecho. Una apoplejía. No ha perdido el habla,

pero se entristece con facilidad.

Malin asiente y entra.

El hombre calvo que tiene delante lleva los tatuajes típicos de los marineros

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en ambas manos. En la mano inmóvil que descansa sobre una barra grabó alguien

un ancla que luego rellenó de tinta.

Tiene la cara surcada de arrugas, la piel cubierta de lunares y un ojo ciego,

aunque el sano parece el doble de perspicaz.

—Pues sí —asegura con el ojo clavado en Malin—. Yo iba a bordo de aquel

barco. Y compartía camarote con Palmkvist. Decir que éramos amigos sería

exagerar, pero sí de la misma región, así que era normal que anduviésemos juntos.

—¿Se ahogó?

—Nos sorprendió una tormenta cerca de Cabo Verde. No era peor que otras,

pero una ola gigantesca golpeó el barco. Volcamos y no tardamos ni media hora

en hundirnos. Yo conseguí llegar a nado a uno de los botes salvavidas. La

tormenta duró cuatro días y hasta que no amainó, no nos rescató el MS Franscisca.

Nos mantuvimos con agua de lluvia.

—¿Y no pasaron frío?

—No, no hacía frío. Sólo estaba oscuro. Ni siquiera el agua estaba fría.

—¿Y Palmkvist?

—No lo vi. Creo que se quedó atrapado en el casco con la primera ola que

llenó la embarcación de agua. Yo tenía guardia y estaba en el puente.

Malin se lo imagina perfectamente.

El barco se estremece.

El movimiento despierta al joven. Luego todo se vuelve negro y el nivel del

agua sube sin cesar; la puerta del camarote, inamovible por la presión exterior; la

boca, la nariz y la cabeza entera quedan bajo el agua hasta que él se rinde. Respira

el agua y se deja arrastrar a una blanda bruma en la que sólo existen amabilidad y

sueño y una oscuridad más cálida que la que acaba de abandonar.

—¿Sabía Palmkvist que iba a ser padre?

Weine Andersson no puede contener una risita.

—Sí. Cuando volví a casa oí lo que la gente andaba rumoreando. Pero le

aseguro que Palmkvist no era el padre del hijo de Rakel Karlsson. A él no le

interesaban las mujeres de ese modo.

—¿No quería tener hijos?

—Comisaria Fors, era marinero. ¿Quiénes se enrolaban y se convertían en

marinos en aquel tiempo?

Malin asiente y espera un poco, antes de continuar con sus preguntas.

—¿Y entonces, si no fue Palmkvist, quién era el padre del pequeño?

—Yo bajé a tierra después de aquello. La tercera noche de tormenta, justo

cuando pensábamos que empezaría a amainar, arreció de nuevo. Yo intenté

agarrar bien a mi compañero, pero se me escurrió. Era de noche y estaba oscuro y

el viento soplaba como en la más fiera noche de invierno. El mar abría sus fauces

para engullirnos, nos retenía, quería devorarnos, y pese a…

A Weine Andersson se le quiebra la voz. Se lleva la mano sana a la cara, baja

la cabeza y llora.

—… pese a que lo agarré con todas mis fuerzas, se me escurrió, vi el horror

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en su mirada, vi cómo desaparecía en la negrura… No había nada que yo pudiera

hacer…

Malin aguarda.

Deja que Weine Andersson se tranquilice, pero justo cuando cree que ya está

listo para la siguiente pregunta, el anciano reanuda su llanto.

—… yo viví… solo después de aquello. No existía para mí otra posibilidad…

creo…

Malin espera en silencio.

Advierte que la tristeza va abandonando el semblante de Weine Andersson.

Luego, sin que ella le haya preguntado, le dice:

—A Palmkvist le molestaban las habladurías sobre Rakel Karlsson.

Empezaron antes de que zarpáramos, pero, como tantos otros, yo sabía quién era

el padre del hijo que esperaba.

—¿Quién? Cuénteme, ¿quién?

—¿Ha oído hablar de un hombre al que llamaban Kalle el de la Curva? Él era

el padre. Y dicen que fue él quien golpeó a Svarten y lo dejó en una silla de ruedas.

Malin siente un calor que la inunda por dentro. Un calor capaz de helarla por

completo.

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Capítulo 55

Parque municipal de Ljungsbro

Comienzos del verano de 1958

Mira como se mueve.

Los músculos tensos, la mirada sombría.

Cómo los demás se apartan, cómo se hacen a un lado instintivamente cuando

se acerca con ésta, con ésa, con aquélla o con la otra.

Mira a Kalle, es infinito.

Cómo el dulce aroma de la noche estival se mezcla con el sudor de los

cuerpos en el baile, para exorcizar las penurias de la semana, el ansia de la carne,

la sangre que bombea por el cuerpo que duele de deseo.

Me ha visto.

Pero prefiere esperar.

Baila para estar preparado. Erguida, Rakel, bien erguida. Los músicos en el

escenario, el olor a salchichas y a aguardiente y a deseo. Las chicas, en su mayoría,

están gordas por el chocolate que van cogiendo de la cinta en la fábrica, pero tú

no, Rakel, tú no. Tú tienes las carnes justo donde deben estar, así que ponte

derecha, saca el pecho sólo para él cuando pase delante de ti bailando con ésta o

con aquélla.

Él simboliza lo animal.

El deseo puro y duro.

La violencia. El golpe inopinado, primigenio, el que no conoce la huida, el

que permanece y se resiste, el que no tiene voz ni espacio en la región del

chocolate.

Y esta noche, Rakel, Kalle bailará contigo. Figúrate, bailar con Kalle… Esta

noche será Rakel la que baile el último baile con Kalle, el baile que olerá al sudor

de su camisa.

Llega el descanso. La gente hormiguea como ratones en la noche, las farolas

estridentes y la cola ante el quiosco de las salchichas, tercio va y tercio viene, las

motos en la entrada del recinto, los casi valientes y sus mozas y Kalle que pasa por

delante de la cola, lame la mostaza de la salchicha y traga, la gorda golosa va a su

lado dando saltitos y entonces él me mira, se libera de ella y se dirige hacia mí.

Pero aún no, aún no. Me doy la vuelta y me encamino a los servicios de señoras,

entro abriéndome camino y sintiendo en todo momento sus pasos, su aliento

ansioso y oscuro detrás de mí.

Todavía no, Kalle.

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No pienso contonearme ante nadie.

«Baile democrático», reza el letrero luminoso.

Y las mujeres están a su alrededor, alrededor del hombre. El único en la sala

que merece ese título.

Pero él las rechaza.

Me mira.

¿Cedo? Jamás. No me contoneo ante nadie. Y Kalle vuelve a la pista de baile,

lleva en sus brazos otro cuerpo, pero es a mí a quien lleva en volandas por la

tarima.

De los señores.

Le digo que no a éste, a ése y al otro.

Y entonces viene Kalle.

Me quedo pegada a la pared revestida de madera. Me coge la mano. Ni

siquiera pregunta, simplemente me coge la mano, y yo meneo la cabeza.

Él tira de mí.

—Kalle, lo de bailar déjalo para las demás chocolateras —le digo.

Él me suelta la mano, agarra a la que tiene al lado y a bailar, a bailar hasta

que cesa la música y yo me quedo en la entrada del parque, lo veo venir, lo veo

pasar con ésta, ésa o la otra.

«Kalle», le susurro en voz baja, muy callandito, para que nadie me oiga.

Me quedo rezagada, el sonido de las motos alejándose, de embriaguez que se

aleja para refugiarse en sueños y dolor de cabeza. Se apagan las farolas, la banda

guarda sus instrumentos en el autobús.

Sé que volverás, Kalle.

El canal fluye en rumoroso silencio, ahora está oscuro, es de noche, y no hay

estrellas; alto, muy alto, las nubes velan el cielo atenuando la luz de las estréllasela

luz de la luna.

¿Cuánto tiempo ha pasado?

¿Una hora?

Vendrás.

¿Has terminado con ella, Kalle?

Sí, porque ahí vienes por la curva. Pareces tan pequeño mientras te acercas

dejando atrás la fachada amarilla de la casa del guarda del puente.

Pero de niño no tienes nada.

Por eso estoy esperando al fresco húmedo de esta noche de junio; por eso

siento este calor tan intenso cuando te veo crecer ante mis ojos.

Llevas la camisa abierta.

El vello del pecho, los ojos negros y toda la fuerza de tu cuerpo dirigida a mi

persona.

—Así que estabas esperando.

—Aquí estoy.

Y me coges la mano, me llevas por el arcén de la carretera, pasamos las

pequeñas casas nuevas y giramos a la izquierda para tomar el sendero del bosque.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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¿Y qué creo yo que va a ocurrir?

¿Qué espero que ocurra?

Tu mano.

De repente me resulta extraña. Tu olor, tu sombra son extraños. No quiero

estar aquí, en el bosque. Contigo. Quiero que me sueltes. Suéltame.

Pero me agarras aún más fuerte y yo te sigo al corazón de lo oscuro, Kalle,

pese a que ya no estoy segura de que sea eso lo que quiero hacer.

Tú vas gruñendo.

Hablas de aguardiente, mascullas las palabras y tus humores se mezclan con

el olor del bosque, que está lleno de nueva vida, pero también de lo que se pudre,

de lo que va desapareciendo.

Suelta, suéltame.

Ahora lo digo en voz alta, pero tú tiras de mí, me arrastras y eres fuerte, tan

rudo como yo esperaba que fueras.

¿Eres un león? ¿Un leopardo? ¿Un cocodrilo? ¿Un oso?

Quiero irme.

Soy Rakel.

La orgullosa.

Tus gruñidos.

De pronto te detienes, lazos negros nos rodean, te das la vuelta y yo intento

escabullirme, pero tú me atrapas con la otra mano, me levantas en el aire, y no hay

ya en ti rastro de humanidad. Ni rastro de luz, ni rastro del sueño.

Calla, zorra, calla.

Ahora estoy en el suelo, no, no, no, ni así ni ahora, y entonces me abofeteas la

boca y empiezo a gritar, pero lo único que siento es el sabor a hierro y que algo

duro, fuerte y largo se abre camino hacia arriba.

Eso es, y ahora quietecita, que ya viene Kalle.

La tierra me hiere y me quema.

¿Era esto lo que yo quería? ¿Lo que ansiaba?

Después de todo, soy Rakel, la que no se contonea ante nadie.

Kalle.

Me volveré como tú, pero más astuta.

Me revientas por dentro, pero ya he dejado de protestar, me quedo quieta y

resulta asombroso hasta qué punto soy capaz de reducir estos minutos y

convertirlos en nada.

Me rompo, me desgarro, y tu peso me impide respirar y, a pesar de todo, no

existes.

Ya has terminado.

Te levantas. Te veo abrocharte el pantalón, te oigo mascullar: «Zorra, zorra.

Sois todas unas zorras».

Ramas que se quiebran, tropiezas, murmuras, hasta que el silencio me dice

que te has ido.

Pero la noche no ha hecho más que empezar.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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La noche se concentra en mis entrañas, dos manos se alzan en el aire, rasgan

la clara membrana reluciente y deciden que aquí, aquí se engendrará una vida.

Puedo sentirla ya.

Siento que en mis entrañas crece todo el dolor y el tormento que implica la

condición de ser humano.

Gateo por la tierra húmeda.

Las ramas se enroscan, los troncos de los árboles se burlan, me devoran las

pinochas, las hojas, el musgo.

Y yo me arrastro. Hasta que me levanto.

Me pongo de pie.

Y bien erguida.

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Capítulo 56

Tarde del lunes, martes, 14 de febrero

—¿Un apretón de manos?

Markus le ofrece la mano y Malin se la estrecha. Es un apretón firme y

resuelto, intencionado pero no demasiado fuerte.

Bien ensayado, se dice Malin. Se imagina al padre con la bata blanca

practicando el apretón de manos con el que lo convertirá en el hijo perfecto.

—Bienvenido.

—Gracias por invitarme.

—Nuestra casa no es tan grande como me figuro que es la tuya —añade

Malin, señalando el pequeño vestíbulo y preguntándose al mismo tiempo por qué,

de un modo casi instintivo, se disculpa ante el novio de su hija.

—Es un apartamento muy bonito —responde Markus—. A mí también me

gustaría vivir en un lugar así de céntrico.

—Espero que me perdones…

Malin quiere morderse la lengua, guarda silencio, pero comprende que tiene

que terminar la frase.

—… por haberme enfadado la primera vez que nos vimos.

—Bueno, yo también me habría enfadado —contesta Markus con una

sonrisa.

Tove sale de la cocina.

—Mi madre ha preparado espaguetis con pesto casero. ¿Te gusta el ajo?

—El verano pasado alquilamos una casa en la Provenza y en el huerto había

ajos frescos.

—Nosotras hacemos excursiones en verano —dice Malin, y añade

enseguida—: ¿Nos sentamos a comer ya o quieres beber algo antes? ¿Un refresco?

—La verdad es que tengo hambre —responde Markus—. Mejor vamos

directos al papeo.

Malin lo observa mientras come.

El muchacho intenta resistirse, comportarse según las normas que sus padres

habrán intentado sin duda inculcarle, pero Malin advierte que el chico pierde la

batalla contra su hambre adolescente.

—Puede que le haya puesto demasiado parmesano…

—Está buenísimo —la interrumpe Markus—. Superbueno.

Tove carraspea antes de hablar.

—Mamá, he estado pensando en la propuesta del abuelo. Me parece genial.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Me parece supergenial, pero ¿no podría venirse Markus también? Hemos hablado

con sus padres y ellos sacarían su billete.

Espera, espera.

¿Qué es esto?

Luego se ve a sí misma y a Janne. Ella tiene catorce; él, dieciséis. Tumbados

en la cama de una habitación cualquiera, toqueteándose mutuamente los botones

de la camisa. ¿Cómo íbamos a estar separados más de un par de horas? Imposible.

Y en los ojos de Tove se aprecia ahora el mismo sentimiento.

Esperanzada, pero con el presentimiento de que el tiempo es limitado.

—Me parece una buena idea —concede Malin—. Los abuelos tienen dos

dormitorios libres.

Malin sonríe.

Una pareja de adolescentes enamorados. Con mis padres. En Tenerife.

—Por mí no hay problema —continúa—. Pero tenemos que preguntarle al

abuelo.

Y Markus dice:

—Mis padres querían invitaros a cenar una noche de éstas.

Socorro.

No. No.

Dos batas blancas y una dama orgullosa sentados a la mesa. Prácticas de

apretón de manos. Excusas.

—¡Qué amables! —responde Malin—. Diles que iré encantada.

Cuando Markus se va, Malin y Tove se quedan un rato hablando en la

cocina. Sus cuerpos se convierten en dos contornos oscuros al reflejarse en la

ventana que da a la iglesia.

—¿A que es un encanto?

—Es muy educado.

—Pero sin pasarse.

—Sí, Tove, sin pasarse. Pero ya puedes andarte con cuidado. Los que son tan

educados son los peores a la hora de la verdad.

—¿Qué quieres decir, mamá?

—Cosas mías, Tove. Es un buen chico.

—Mañana llamo al abuelo.

Suena una alarma interna y Malin se despierta, está despejadísima pese a que

el reloj de la mesilla indica las 02.34 y todo su cuerpo pide descanso a gritos.

Malin se retuerce en la cama, intenta volver a conciliar el sueño y consigue

dejar de pensar en la investigación, en Tove, en Janne y todos los demás, pero el

sueño la rehúye.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Tengo que dormir, tengo que dormir.

Se obsesiona y se despabila más aún hasta que se levanta, va a la cocina y

bebe un poco de leche directamente del cartón y entonces recuerda lo mucho que

se enfadaba con Janne por hacerlo, y que lo encontraba repugnante, inadmisible; y

en otra casa, a las afueras de la ciudad, Janne yace despierto en la cama

preguntándose si dejará de soñar algún día y después, para ahuyentar los

recuerdos de la jungla y los caminos de montaña, evoca las caras de Malin y de

Tove y entonces se siente sereno y alegre y triste a un tiempo, y piensa que sólo las

personas a las que uno ama de verdad son capaces de despertar sentimientos tan

encontrados, y se levanta, se dirige a la habitación de Tove, contempla la cama

vacía y finge que su hija está ahí dormida, piensa en cómo está creciendo y

alejándose de ellos y que no querría que se le escapara nunca; y en el apartamento

del centro, en ese mismo momento, Malin se encuentra junto a la cama de Tove y

se pregunta si las cosas podrían haber sido distintas o si todo estaba ya, o está,

predeterminado.

Siente el impulso de acariciar el pelo de Tove.

¿Y si la despierta? No quiero despertarte, Tove, pero sí retenerte a mi lado.

Ayer se suspendió la reunión semanal: «No tiene sentido si faltas tú, Fors», le

dijo Sven Sjöman por teléfono.

El aliento de los colegas carga el aire de la sala. Todos parecen más

despabilados que ella.

¿Quizá porque han llegado los resultados del SKL?

Las balas de goma halladas en el apartamento de Bengt Andersson se

dispararon con el rifle monotiro de Niklas Nyrén; en el gatillo había huellas de

Joakim Svensson y de Jimmy Kalmvik.

—Ahí lo tenemos —dice Sven—. Ya sabemos quiénes dispararon contra la

ventana de Bengt Andersson. Malin y Zeke, ya podéis presionar a fondo a ese par

de sinvergüenzas y comprobar si ocultan algo más. Poneos a ello en cuanto

podáis. A estas horas deberían estar en el colegio.

Acto seguido Malin les refiere lo que ha averiguado sobre los Murvall.

Nota el escepticismo de Karim Akbar cuando habla de la conexión entre

Kalle el de la Curva y la familia Murvall. Y si él fue el padre de Karl Murvall, ¿qué

importa? ¿Qué aporta a la investigación? ¿Qué información hay ahí que no

tengamos ya, que no sepamos?

—La línea de investigación de los Murvall es un callejón sin salida. Ahora

hemos de centrarnos en otras pistas. Encontrar nuevos indicios en lo del culto a los

Ases. Tiene que haber algo en ese disco duro. Johan, ¿qué tal va eso? Ajá, habéis

solventado lo de la contraseña, humm, ya veo. Así que un montón de ficheros con

clave de acceso, ¿no?

Pero Malin insiste:

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Eso convierte a Karl Murvall en hermano de Bengt Andersson. Algo que él

mismo seguramente ignora.

—Si es que el viejo de Stjärntorp dice la verdad —objeta Karim.

—Bueno, es fácil de averiguar. Tenemos el ADN de Bengt, y si tomamos una

muestra de Karl Murvall, lo sabremos enseguida.

—Alto ahí —replica Karim—. No podemos dedicarnos a hacer sin ton ni son

pruebas que atentan contra la integridad de las personas basándonos sólo en lo

que dice un anciano. Sobre todo cuando la relevancia que pueda tener para el caso

es, cuando menos, dudosa.

El día anterior, Malin había llamado a Sven después de la cena para contarle

lo que le había revelado Weine Andersson.

Sven la escuchó atento, pero Malin no supo si estaba más satisfecho que

irritado al ver que había trabajado un domingo por su cuenta. Sin embargo,

cuando terminó de referirle los pormenores, Sven le dijo:

—Bien, Fors. Aún no hemos cerrado esa línea de investigación. Y los

hermanos Murvall siguen detenidos y encerrados por los demás delitos.

Quizá por esa razón, Sven interviene ahora:

—Malin, tú y Zeke interrogáis otra vez a Karl Murvall a fin de sonsacarle

información. Tiene coartada para la noche de autos, pero intentad averiguar si

sabe algo de esta historia. Puede que os mintiera la vez anterior. Empezad por ahí.

Luego, id a presionar a Kalmvik y a Svensson.

—¿Y la prueba de ADN?

—Cada cosa a su tiempo, Malin. Id a verlo, a ver qué sacáis. Y vosotros,

mirad en cada rincón, encontrad todos los ángulos posibles que no hayamos

investigado aún. El tiempo pasa y ya sabéis que, cuanto más se prolongue la

investigación, menos posibilidades hay de dar con el asesino.

Zeke se acerca a la mesa de Malin.

Está enfadado, tiene las pupilas contraídas y afiladas.

Está indignado porque ayer me fui sin él. ¿Llegará a acostumbrarse algún

día?

—Podrías haberme llamado, Malin. ¿Crees que Karl Murvall lo sabe? ¿Que

sabe lo de Kalle el de la Curva?

—Yo también me lo he preguntado. Puede que lo sepa, pero no del todo, no

sé si me explico.

—Eres demasiado profunda para mí, Fors. Bueno, vamos a la planta de

Collins a mantener una charla con él. Es martes, seguro que está en el trabajo.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 57

«Collins Mekaniska AB», a las afueras del barrio de Vikingstad.

El aparcamiento asfaltado tiene más de cien metros cuadrados de extensión,

desde el lindero del bosque hasta la caseta del vigilante y la cancela, la única

abertura en la valla de diez metros de altura coronada por una espiral perfecta de

alambre de púas.

Collins es uno de los proveedores de Saab General Motors. Una de las pocas

empresas que van bien en la llanura; trescientos empleados trabajan en el montaje

automatizado de piezas de vehículos. Hace tan sólo un par de años eran

setecientos, pero resulta imposible competir con China.

Ericsson, NAF, Saab, BT-Trucos, Printcom… todas han reducido plantilla o

desaparecido. Malin ha ido notando la transformación que acarrea el cierre de

cada fábrica: aumentan los delitos violentos y también el maltrato familiar. La

desesperación, por mucho que digan ciertos políticos, es vecina del puñetazo.

Sin embargo, después de un tiempo y de un modo extraordinario, todo

vuelve a ser lo que era. Hay quienes encuentran otro trabajo. Otros entran en

planes diversos, en cursos de formación, los obligan o los convencen para que

acepten la jubilación anticipada… Son gente artificialmente necesaria o

finiquitada, quedan en un punto de ruptura, al margen de la sociedad a la que la

familia Murvall no quiere pertenecer cueste lo que cueste. Salvo que sea según sus

condiciones.

Comprender que ya no eres útil, piensa Malin. No puedo ni imaginar cómo

me sentiría si tuviera esa certeza. Que no me quisieran, que no me necesitaran.

Más allá de la impenetrabilidad de la valla alambrada se alzan los edificios

blancos de las fábricas, como hangares sin ventanas.

Parece una prisión, se dice Malin.

El guarda de la caseta lleva el uniforme azul de la compañía Falk y no se

aprecia en su cara el tránsito natural de las mejillas a la barbilla y la garganta. En

medio del amasijo de piel, el engendro tiene incrustados dos ojos acuosos y

grisáceos que miran con escepticismo tanto a Malin como la identificación policial

que ella le está mostrando.

—Buscamos a Karl Murvall. Se supone que es el jefe del servicio informático

de la fábrica.

—¿Por qué motivo?

—Eso no importa —ataja Zeke.

—Tienen que decirme un…

—Asunto policial —lo corta Malin. El de mirada acuosa aparta la vista, hace

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una llamada, asiente un par de veces y cuelga.

—Los esperan en recepción —afirma.

Malin y Zeke caminan por el paseo que conduce hasta la entrada. Pasan

delante de los talleres de montaje, que están cerrados; un paseo de varios cientos

de metros y, a medio camino, ven unas puertas abiertas. Travesaños desgastados

cuelgan de centenares de vigas del techo, como si llevaran mucho tiempo

descansando y estuviesen listos para su uso. Una puerta giratoria de vidrio

templado bajo un techo sostenido por vigas de acero los conduce a la recepción.

Hay dos mujeres sentadas detrás de un mostrador de caoba; ninguna de ellas

parece advertir su llegada. A la izquierda arranca una amplia escalera de mármol.

Toda la sala huele a detergente de limón y a piel lustrada.

Se acercan al mostrador. Una de las recepcionistas levanta la vista.

—Karl Murvall está en camino. Pueden esperarlo en los sillones que hay

junto a la ventana.

Malin se da la vuelta. Tres sillones rojos modelo Agget sobre una alfombra

marrón.

—¿Tardará mucho en bajar?

—Unos minutos.

Veinticinco minutos más tarde aparece por la escalera Karl Murvall, con una

chaqueta gris, una camisa amarilla y unos vaqueros de color azul marino que le

quedan algo cortos. Malin y Zeke se levantan al verlo y se dirigen hacia él.

Karl Murvall les da un apretón de manos con cara inexpresiva.

—Señores agentes, ¿a qué debo el honor?

—Necesitamos hablar contigo a solas —explica Malin. Karl les indica los

sillones con un gesto.

—¿Ahí, quizá?

—Mejor en una sala de reuniones —sugiere Malin.

Karl Murvall se da media vuelta y comienza a subir la escalera, mira hacia

atrás para asegurarse de que Zeke y Malin lo siguen.

Teclea el código en la cerradura de una puerta de cristal que se desplaza

hacia un lado, permitiendo el acceso a un largo pasillo.

Desde el interior de una de las habitaciones ante las que pasan se oye el

intenso zumbido de un ventilador detrás de una puerta de cristal rugoso. Y, tras la

puerta, asoma una sombra.

—La sala de servidores. El corazón de toda la producción.

—¿Y tú eres el responsable?

—Es mi sala —responde Karl Murvall—. Desde ahí lo controlo todo.

—¿Y ahí era donde estabas trabajando cuando asesinaron a Bengt

Andersson?

—Exacto.

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Karl se detiene ante otra puerta de cristal, marca otro código. La puerta se

desplaza a un lado y, en torno a una mesa de roble de unos diez metros de

longitud ven doce sillas negras modelo Myran y, en el centro de la mesa, una

bandeja con manzanas de invierno.

—La sala del consejo de administración —explica Karl—. Debería valer.

—¿Y bien?

Karl Murvall se sienta frente a ellos, con la espalda pegada al respaldo de la

silla.

Zeke se retuerce en la suya.

Malin se inclina hacia Karl Murvall.

—Tu padre no era marinero.

Karl Murvall permanece impasible, no mueve ni un músculo, ni una sombra

de inquietud altera su mirada.

—Fue una leyenda en Ljungsbro. Se llamaba Karl Andersson, más conocido

como Kalle el de la Curva —continúa Malin—. ¿Lo sabías?

Karl Murvall se incorpora en la silla. Le sonríe a Malin pero no con una

mueca burlona, sino con una expresión de vacía soledad.

—Absurdo —declara al fin.

—Y, de ser eso cierto, Bengt Andersson y tú sois, o, mejor dicho, erais

hermanos de padre.

—¿Él y yo?

Zeke asiente.

—Sí, él y tú. ¿No te lo contó tu madre?

Karl Murvall se controla.

—Absurdo.

—¿Quieres decir que no sabes nada al respecto? ¿Que tu madre tuvo una

relación con Kalle…?

—Me da igual quién fue mi padre. Ya no pienso en ello. Tenéis que

comprenderlo. Tenéis que entender que he luchado mucho para llegar hasta aquí.

—¿Podemos hacerte una prueba de ADN para compararlo con el de Bengt

Andersson? Así podremos cerciorarnos.

Karl Murvall niega con un gesto.

—No me interesa.

—¿En serio?

—Sí, porque ya lo sé. No es necesario hacer ningún análisis. Mi madre me lo

contó. Pero puesto que me he esforzado por olvidarme de mis otros medio

hermanos y de sus vidas, esto no me interesa lo más mínimo.

—O sea que eres medio hermano de Bengt Andersson, ¿no?

—Bueno, ya no. Está muerto, ¿no? ¿Alguna cosa más? Tengo una reunión.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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De regreso al coche, Malin mira hacia el lindero del bosque, sumido en

sombras.

Karl Murvall no quiso hablarles de su padrastro, ni de cómo fue su infancia

en Blåsvädret, ni de la naturaleza de su relación con sus hermanos y con su

hermana. «Ni una palabra más. Ya tenéis lo que necesitáis. ¿Qué sabréis vosotros

lo que es ser yo? Si no tenéis más preguntas, lo siento, el deber me llama.»

—¿Y Maria?

—¿Qué pasa con Maria?

—¿Se portaba contigo tan bien como con Bollbengan? ¿Mejor que Elias,

Adam y Jakob? Por lo que hemos podido entender, tenía muchas atenciones con

Bengt. ¿Sabía ella que erais hermanos de padre?

Silencio.

Karl Murvall, sus mejillas pálidas, un leve tic en la comisura de los labios.

La cancela de la entrada se abre y Malin y Zeke salen de la fábrica.

Adiós, cárcel, piensa Malin.

El deber.

¿Hasta qué punto puede el deber ensombrecer un lugar?

Karl Murvall también es medio hermano de Rebecka Stenlundh, y ella, su

medio hermana.

Pero ése no es mi deber, se dice Malin. Eso tendrán que descubrirlo ellos

solitos, si es que no lo saben aún. Me imagino que Rebecka Stenlundh quiere que

la dejen en paz.

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Capítulo 58

—¿Tú crees que Maria Murvall sabía que Bengt Andersson y su hermano por

parte de madre eran hijos del mismo padre? ¿Y que quizá por eso se ocupaba de

él?

La voz de Zeke resuena turbia cuando habla con la boca llena.

Malin se lanza sobre el chorizo14 que ha pedido.

El quiosco de la rotonda de Vallarondellen. Las salchichas más ricas de toda

la ciudad.

El coche está parado con el motor en marcha y la calefacción puesta y detrás

de ellos se ven las garitas de alquiler de ladrillo naranja y los edificios de

estudiantes de Ryd, discretos, como conscientes del lugar que ocupan en la

jerarquía inmobiliaria: aquí dentro sólo viven aquellos que andan cortos de pasta,

por un tiempo limitado o de por vida, a menos que se les cruce una lotería en el

camino.

Al otro lado, la autopista, y más allá de los escasos arbustos del bosque se

hallan los edificios de la universidad. Qué burlones deben de antojárseles a

muchos de los habitantes del barrio de Ryd, piensa Malin. Cada día los ven como

la viva imagen de sueños inalcanzables, de oportunidades perdidas, de elecciones

erróneas y de limitaciones. La construcción arquitectónica de la amargura, quizá.

Pero no para todos. Nada más lejos.

—No has contestado a mi pregunta.

—No lo sé —responde Malin—. Puede que, de forma instintiva, sintiese que

existía un lazo. O quizá lo supiera.

—¿Intuición femenina?

Zeke rompe a reír.

—En cualquier caso, a ella no le podemos preguntar —observa Malin.

Si juegas con un escorpión, terminará picándote. Si metes la mano en una

tejonera, te morderá el tejón. Si provocas a la serpiente de cascabel, te morderá. Lo

mismo ocurre con la oscuridad: si la acorralas en un rincón, acabará mordiéndote.

La verdad.

¿Cuál es la verdad?

Susurra la palabra para sus adentros mientras ella y Zeke cruzan la

explanada en dirección a la casa de Rakel Murvall. A su espalda se pone el sol

14 En español en el original.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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sobre el horizonte; el tránsito de la luz a la oscuridad se produce raudo y frío.

Llaman a la puerta.

La madre los habrá visto acercarse. Piensa: otra vez no.

Pero les abre.

—¿Vosotros otra vez?

—Queremos entrar —dice Zeke.

—Ya habéis pasado aquí bastante tiempo.

Rakel Murvall desplaza su cuerpo escuálido, retrocede y se queda en el

vestíbulo con los brazos caídos y, pese a todo, en clara actitud de rechazo: hasta

aquí, ni un metro más.

—Iré al grano —comienza Malin—. Kalle el de la Curva era el padre de tu

hijo Karl.

La mirada de la mujer se ensombrece, se ilumina.

—¿De dónde has sacado esa historia?

—Hay pruebas —responde Malin—. Lo sabemos.

—Lo que lo convierte en medio hermano de la víctima —aclara Zeke.

—¿Qué queréis saber? ¿Que me inventé la historia del marinero sodomita

que se hundió con el barco? ¿Que me entregué a Kalle el de la Curva una noche en

el parque? No fui la única, desde luego.

Rakel Murvall mira a Zeke con desprecio apacible, luego se da la vuelta,

entra en la sala de estar. Ellos la siguen y la oyen pronunciar aquellas palabras

como si de latigazos se tratara:

—Kalle jamás lo supo, nunca supo que era el padre; pero le puse Karl al niño

para que nunca se me olvidara cuál era su origen.

No, piensa Malin, no permitiste que el pequeño lo olvidara nunca. A tu

manera.

Ahora habla con los ojos cargados de frialdad.

—¿Cómo creéis que lo pasé yo sola con el niño en este pueblo? El hijo del

marinero, es el hijo del marinero. Las chocolateras se tragaron esa historia.

—¿Como lo supo Karl? —pregunta Zeke—. Y tus demás hijos y Svarten, ¿se

portaban mal con él?

—El día que cumplí setenta años vino con un collar impresionante. Se creía

alguien. Pero entonces le dije que su padre era Kalle el de la Curva, eso le dije.

Ingeniero, ¿eh? Ahí estaba, ahí, en el mismo lugar donde estáis vosotros ahora.

La mujer retrocede. Mueve la mano hacia Malin y Zeke, la agita como

espantando a un animal: fuera, fuera, fuera.

—Y si les decís algo a mis muchachos, os perseguiré hasta que deseéis no

haber nacido.

Vaya, no se lo piensa dos veces a la hora de amenazar a la policía, constata

Malin. Son espectros que hay que ahuyentar a cualquier precio. Y tú, Rakel, sigues

siendo la que controla el curso de la investigación. ¿Qué puede significar eso?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Desde la ventana de la cocina, Rakel Murvall ve a los dos policías

encaminarse al coche. Desandan el camino andado. Siente que la ira va cediendo,

que la agresividad se convierte en reflexión. De pronto, se dirige al pasillo y coge

el teléfono que hay en la mesita.

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Capítulo 59

Britta Svedlund se ha puesto de pie, clava la mirada en Joakim Svensson y

Jimmy Kalmvik, que acaban de entrar en su despacho del colegio de Ljungsbro. La

sala se estremece al son de su ira y el olor a café y a nicotina es denso allí dentro.

Seguro que fuma aquí de vez en cuando, piensa Malin nada más entrar.

Al ver a Malin y a Zeke en el despacho, los chicos retrocedieron, intentaron

huir a la carrera, pero la mirada férrea de la directora los retuvo, los retiene aún.

Antes, mientras esperaban a que Joakim y Jimmy salieran de la clase de

inglés para bajar al despacho, Britta Svedlund les explicó la filosofía que había

inspirado siempre su labor docente.

—Comprenderéis que no se puede ayudar a todo el mundo. Yo siempre me

he centrado en aquellos que de verdad se interesan, no necesariamente los más

inteligentes, sino los que quieren aprender. Uno puede conseguir que los alumnos

aspiren a llegar más lejos de lo que ellos mismos creen posible. Pero los hay que

son un caso perdido y con ellos no malgasto mi tiempo.

Ya. Sin embargo, con Joakim y Jimmy aún no te has dado por vencida,

adivina Malin al ver que Britta Svedlund domina a los dos muchachos con la

mirada. ¿A pesar de que terminan esta primavera? ¿Pese a que tienen edad

suficiente para ser responsables de todo lo que hacen?

—Sentaos —les ordena Britta.

Los chicos obedecen sumisos, encogidos al oír su voz.

—Con lo que yo os he apoyado… ¿y en qué lío os habéis metido ahora?

Malin corre un poco la silla para que los muchachos puedan verle la cara.

—Miradme —les dice fría como el hielo—. Se acabaron las mentiras.

Sabemos que fuisteis vosotros quienes disparasteis contra la ventana de Bengt

Andersson.

—Nosotros no hemos…

La voz de Britta Svedlund desde el otro lado del escritorio:

—¡COMPORTAOS!

Y Jimmy Kalmvik empieza a hablar con voz chillona, angustiada, como si no

le hubiese cambiado todavía, o hubiese vuelto a la de una edad más inocente.

—Sí, disparamos con el rifle contra su apartamento. Pero él no estaba en casa.

Cogimos el rifle y fuimos allí en bicicleta y disparamos. Estaba oscuro, pero él no

estaba en casa. Lo juro. Nos fuimos enseguida. Fue muy desagradable.

—Es cierto —dice Joakim Svensson con calma—. Y no tenemos nada que ver

con eso tan raro que le pasó a Bollbengan después.

—¿Y cuándo hicisteis los disparos? —pregunta Malin.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 277 -

—Poco antes de Navidad, un jueves.

—¿Vamos a ir a la cárcel? Sólo tenemos quince años.

Britta Svedlund menea la cabeza con gesto cansino.

—Depende de si colaboráis o no —explica Zeke—. Contadnos todo lo que

consideréis importante para nosotros. Y cuando digo todo quiero decir eso, todo.

—¡Pero… si no sabemos más!

—Ni idea.

—O sea que, después de aquello, no volvisteis a molestar a Bengt Andersson,

¿no es eso? La cosa no se os fue de las manos aquella noche, ¿eh?

—Decid la verdad —los anima Malin—. Tenemos que aclararlo.

—Pero es que no hicimos nada más.

—¿Y la noche del miércoles, antes de que encontráramos el cadáver?

—Ya hemos dicho que estuvimos viendo Lords of Dogtown. ¡Es la pura

verdad!

Desesperación en la voz de Joakim Svensson.

—Podéis marcharos —dice Zeke. Y Malin asiente con apenas un murmullo.

—¿Quiere decir que somos libres?

La voz ingenua de Jimmy Kalmvik.

—Quiere decir que volveréis a saber de nosotros llegado el momento —

puntualiza Zeke—. No es fácil disparar contra la ventana de otra persona sin

asumir las consecuencias.

Britta Svedlund parece cansada, parece necesitar un whisky y un cigarrillo,

parece alegrarse de que los chicos se hayan marchado de su despacho.

—Bien sabe Dios que con esos dos lo he intentado.

—Quizá aprendan algo de todo esto —sugiere Malin.

—Esperemos que sí. ¿Falta mucho para que atrapéis al culpable?

Zeke menea la cabeza.

—Seguimos varias líneas de investigación —explica Malin—. Tenemos que

considerar todas las posibilidades, todas las probabilidades, por improbables que

parezcan.

Britta Svedlund mira por la ventana.

—¿Qué les pasará a los chicos?

—Recibirán por correo una citación a interrogatorio, si el jefe de la

investigación estima que vale la pena.

—Esperemos que sí —dice Britta Svedlund—. Tienen que comprender que

han actuado mal.

De vuelta en la comisaría, Malin se encuentra con Karim Akbar en la

recepción.

La furia le rodea la cabeza como una nube tangible.

—¿Qué habéis estado haciendo vosotros dos?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Hemos…

—Sí, ya lo sé. Habéis ido a acosar a Rakel Murvall y a preguntarle con quién

se acostó hace cuarenta y cinco años.

—No hemos acosado a nadie —replica Zeke.

—Pues eso es lo que ella sostiene. Ha llamado a la comisaría y ha interpuesto

una demanda formal. Y ahora piensa llamar «al periódico», según dijo.

—Ella no es…

—Fors —la interrumpe Akbar—, ¿cómo crees que sonará? Ella quedará como

una anciana indefensa, y nosotros, como una pandilla de monstruos.

—Pero…

—Nada de peros. No tenemos nada real en lo que basarnos para seguir

investigándola. Tenemos que dejar en paz a los Murvall. Si no lo haces, o si no lo

hacéis, pondré a Jakobsson en vuestro lugar.

—Mierda —protesta Malin en un susurro.

Karim se adelanta hasta quedar muy cerca de ella.

—Un día de tranquilidad, Fors. Es cuanto pido.

—Mierda.

—Fors, ya no bastan las suposiciones. Pronto habrán pasado dos semanas.

Tenemos que encontrar algo concreto. No un montón de basura sobre quién es

hermano de quién, ni que nos dediquemos a acosar a una pobre anciana, a falta de

nada mejor que hacer.

Se abre la puerta de la oficina. Sven Sjöman. Con el semblante abatido.

—No hay pruebas suficientes para encerrar a los hermanos Murvall por el

atraco al arsenal de Kvarn. Tenemos que soltarlos.

—Pero si tenían en casa granadas de mano procedentes de ese arsenal, joder.

Granadas de mano.

—Claro, pero ¿quién sabe si no las compraron en los bajos fondos? Caza

furtiva y tenencia ilícita de armas no son acusaciones suficientes para que se los

condene a prisión. Además, han confesado.

De repente, unas voces desde recepción:

—Malin, te llaman al teléfono.

Atiende la llamada desde su mesa. Siente el auricular frío y pesado en la

mano.

—Sí, aquí Fors.

—Hola, soy Karin Johannisson.

—Hola, Karin.

—Oye, acabo de recibir un correo electrónico de Birmingham. No han

conseguido sacar nada de la ropa de Maria Murvall, demasiado turbio todo, pero

van a realizar una prueba más, una técnica totalmente nueva.

—Vaya, ¿nada? Bueno, esperemos que el nuevo test funcione.

—Suenas cansada. ¿Os sirvieron de algo los hallazgos del rifle monotiro?

—Sí; en principio, gracias a ellos podemos cerrar una de las líneas de

investigación.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿Y?

—Pues qué quieres que te diga, Karin. Niños o adolescentes dejados de la

mano de Dios. Eso nunca sale bien.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 60

—¡Mamá! ¡Mamá!

Malin oye a Tove, que la llama desde la cocina, supone que ha terminado los

deberes de matemáticas. Piensa en términos matemáticos, ¡uf! Puede que las

matemáticas sean la lengua de los objetos, pero desde luego no es la mía.

—Mamá, ven.

La adolescente.

La niña.

La casi adulta.

La adulta.

Las cuatro variantes en la misma persona, y la voluntad de definir su lugar

en un mundo que no te espera y que sólo muy a regañadientes te deja un espacio.

Tove, ni siquiera una carrera te garantizará un puesto de trabajo. Estudia

medicina, hazte profesora, algo seguro. Claro que, ¿existe algo seguro? Sigue tu

corazón. Haz cualquier cosa, con tal de que sea lo que quieres tú. Tu respuesta por

ahora: no lo sé. Quizá escribir libros. Algo tan poco acorde con los tiempos. Escribe

textos para videojuegos, Tove. Haz lo que sea, pero no tengas prisa, conoce el

mundo, espera un poco antes de tener hijos…

Aunque, en cierto modo, tú ya sabes todo eso. Eres más sensata de lo que yo

lo fui jamás.

—¿Qué pasa, Tove?

Malin se incorpora en el sofá, baja el volumen del televisor y el periodista

que está dando las noticias mueve la boca sin que se oiga ni una palabra.

—¿Has llamado al abuelo?

Mierda.

—No. ¿No habíamos quedado en que lo llamarías tú?

—Yo creía que ibas a llamarlo tú.

—No lo sé, pero, en cualquier caso, hemos de hacerlo ahora mismo.

—Ya lo llamo yo —resuena la voz de Tove desde la cocina. Malin oye cómo

coge el auricular, marca el número, aguarda unos instantes…

—Abuelo, soy Tove… sí, sí, genial… los billetes… ¿cuándo?… ¿el

veintiséis?… y oye, abuelo, hay una cosa… verás, tengo un novio… que se llama

Markus… dos años mayor que yo… y, bueno… había pensado que podría venir

conmigo… sí, claro, a vuestra casa de Tenerife, sus padres están de acuerdo…

vaya… ah, no… bueno, mejor que hables con mamá… ¡MAMÁ! ¡MAMÁ! EL ABUELO

QUIERE HABLAR CONTIGO.

Malin se levanta y va a la cocina, donde aún persisten los olores de la cena.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Coge el auricular que le da Tove y se lo lleva a la oreja.

—Malin, ¿eres tú?

Suena alterado y le dice casi chillando:

—¿Qué has hecho, Malin? ¿Cómo va a venirse ese tal Markus? ¿Es cosa tuya?

Siempre tienes que abusar de la confianza que se te brinda. ¿No entiendes que lo

has estropeado todo? Ahora que queríamos darle a Tove la oportunidad de

conocer Tenerife…

Malin mantiene el auricular apartado de la oreja. Aguarda. Tove está a su

lado, esperanzada, pero Malin menea la cabeza abatida, tiene que prepararla para

lo inevitable. Ve los hombros hundidos de Tove, la expresión de decepción que

domina todo su cuerpo.

Cuando vuelve a acercarse el auricular, no se oye nada.

—¿Papá? ¿Sigues ahí? ¿Has terminado?

—Malin, ¿cómo se te ocurre meterle a Tove esas ideas en la cabeza?

—Papá, Tove tiene trece años. Las niñas de trece años tienen novios con los

que quieren pasar su tiempo libre.

Entonces se oye un clic.

Y Malin cuelga también.

Le pone a Tove la mano en el hombro y le susurra:

—No estés triste, cariño, pero al abuelo no le ha parecido muy buena idea

que Markus vaya contigo.

—Pues entonces me quedo en casa —responde Tove. Malin reconoce la

rebeldía, tan intensa y definitoria como lo fue la suya a esa edad.

Hay noches en que la cama se le antoja de una anchura infinita, noches en

que la cama acoge toda la soledad del mundo. Hay noches en que es blanda y rica

en promesas, y la espera del sueño se convierte en la mejor parte del día que se ha

ido. Hay noches, como ésta, en que la cama es dura, y el colchón, un enemigo que

se empeña en retener los pensamientos en el lugar equivocado, como si quisiera

burlarse de una al verla allí sola, sin otro cuerpo en el que descansar y contra el

que descansar.

Malin extiende el brazo y nota el espacio frío como la noche al otro lado de la

ventana, lo siente el doble de grande, puesto que sabe que ese vacío existe ahí en el

momento de alargar la mano para tocarlo.

Janne.

Piensa en Janne.

En que empieza a hacerse mayor, en que ambos se están haciendo mayores.

Siente deseos de incorporarse y llamarlo, pero sabe que está dormido o en la

central de bomberos, o quizá… Daniel Högfeldt. No; la de esta noche no es esa

clase de soledad, sino otra mucho peor. Es la soledad auténtica.

Malin retira el edredón.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Se levanta de la cama.

El dormitorio está a oscuras, inundado de una oscuridad absurda y vacía.

Trajina con el reproductor de CD portátil que tiene en el escritorio. Sabe qué

disco tiene puesto. Se coloca los auriculares. Después se tumba otra vez y la voz

dulce de Margo Timmins no tarda en resonar en su cabeza.

Cowboy Junkies. Antes de que se volvieran tristes.

La mujer abandonada, nostálgica pero triunfal en el último verso: «… kind of

like the feel of this extra few feet in my bed…»

Malin se quita los auriculares, echa mano del teléfono, marca el número de

Janne, que responde después de cuatro tonos.

Silencio.

—Malin, sé que eres tú.

Su voz es la única necesaria, dulce y tranquila, infunde seguridad. Su voz es

un regazo.

—¿Te he despertado?

—No importa. Ya sabes que no duermo bien.

—Yo tampoco.

—Una noche muy fría, ¿verdad? Quizá la más fría hasta el momento.

—Sí.

—Por suerte, la nueva caldera funciona muy bien.

—Me alegro. Tove está dormida. Lo de Markus y Tenerife no salió.

—¿Se enfadó tu padre?

—Sí.

—Si es que no aprenden.

¿Y nosotros? ¿Aprendemos nosotros?

Pero no es eso lo que sale de sus labios, sino:

—Seguro que este invierno gastas un montón de combustible para la

calefacción.

Janne lanza un suspiro. Y dice:

—Vamos a dormir, Malin. Buenas noches.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 61

Miércoles, 15 de febrero

En cierto modo, la iglesia parece haberse habituado al frío, reconciliada con

la idea de tener su fachada gris cubierta de una fina capa de escarcha. Los árboles,

en cambio, siguen protestando, y las fotos del escaparate de la agencia de viajes,

esas fotos de playas y cielos azules, siguen resultando igual de burlonas.

Huele a pan recién horneado. Malin se ha levantado temprano y ha tenido

tiempo de meter en el horno las baguettes precocidas. Se ha comido dos, con

mermelada de melocotón y queso Västerbotten, y ahora está mirando por la

ventana.

A su espalda, sobre la mesa de la cocina, tiene el Correspondenten. No ha

tenido fuerzas de abrirlo siquiera. Todo aparece en la primera página.

«LA POLICÍA, DEMANDADA POR ACOSO EN UN CASO DE ASESINATO.»

El titular es una burla, piensa Malin mientras da un sorbito de café y dirige la

vista hacia el centro comercial Åhléns, donde están colocando cartelería con

anoraks y gorros.

Pero si el titular es una burla, el artículo es una broma de mal gusto, una

patraña.

… a pesar de que la policía carecía por completo de pruebas de la implicación

de la familia Murvall en el asesinato de Bengt Andersson, ha acudido en no menos

de siete ocasiones a interrogar a Rakel Murvall, de setenta y dos años, en su propia

casa. Rakel Murvall sufrió un ataque leve de apoplejía el año pasado… Parece una

persecución pura y dura por parte de la policía…

Firmado: Daniel Högfeldt. Así que ha vuelto. En plena forma. En plan duro.

¿Dónde habrá estado?

Junto a la gran noticia, un breve artículo en el que se explica que el asunto de

los disparos contra el apartamento de Bengt Andersson está resuelto, pero que la

policía no relaciona a sus autores con el asesinato. Cita de Karim Akbar: «O al

menos es más que inverosímil que exista ningún vínculo…».

Malin se sienta a la mesa.

Abre el periódico.

Rakel Murvall los nombra a ella y a Zeke.

«Han estado aquí siete veces y han entrado por la fuerza. La policía no tiene el

menor respeto, ni siquiera por una anciana… Pero mis muchachos están en casa otra

vez…»

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Los muchachos a los que se refiere la señora Murvall son sus hijos Elias, Adam

y Jakob, que ayer quedaron libres de la prisión preventiva a la que estaban

sometidos, dado que las acusaciones que pesaban sobre ellos no se consideraban

suficientes para la privación de libertad…

Karim en la foto.

Su cara captada en una pose un tanto distorsionada. Su mirada inmutable y

directa a la cámara: «Por supuesto que nos tomamos la demanda muy en serio».

Esa foto no va a gustarle nada, piensa Malin.

Por lo demás, se diría que la policía se ha estancado en la investigación del

asesinato. El jefe de policía Karim Akbar no quiere comentar el estado de la cuestión

y asegura que no puede pronunciarse al respecto precisamente a causa de lo

«delicado de la situación». Según las fuentes policiales del Correspondenten, la

investigación se halla en punto muerto, ya que la policía carece por completo de

nuevas pistas sobre las que efectuar sus pesquisas.

Malin apura el café.

¿Fuentes policiales? ¿Quién? Pueden ser varios.

Contiene el impulso de arrugar el periódico, sabe que Tove querrá leerlo. En

la encimera sigue la bandeja con las baguettes. Dos para Tove. Se pondrá muy

contenta cuando las vea.

El diario matinal de la provincia.

Amado por casi todos los habitantes, como saben por los sondeos entre los

lectores y por las protestas que se producen las escasas mañanas en que el diario

no sale por problemas en la imprenta. A veces es como si la gente se abrazase al

Correspondenten como si le fuese la vida en ello, no sabe distanciarse de lo que allí

se escribe ni comprende que el periódico no es un órgano que rija sus vidas.

Daniel Högfeldt está ante su ordenador en la redacción.

La devoción, la respuesta de los lectores es casi siempre positiva. Cuando

escribe algo bueno, recibe enseguida una decena de mensajes que se lo reconocen.

Está satisfecho con los artículos de hoy, se premia a sí mismo con un bollo de

canela recién hecho que ha comprado en Schelins, en la plaza Trädgårdstorget. Al

viejo figura, su colega Bengtsson, no le queda ya energía que infundir a sus

artículos; y para narrar un delito como el asesinato de Bengt Andersson se

requiere energía. Una energía bien canalizada que potencie el aspecto dramático

intrínseco. La ciudad parece abatida, muda por el frío. Pero en los mensajes que

recibe después de los artículos sobre el caso, advierte la inquietud, el miedo que se

ha despertado en Linköping, y ahora también la rabia incipiente ante el hecho de

que la policía esté dando palos de ciego.

—En este país pagamos un cincuenta por ciento de los ingresos en impuestos

y resulta que la policía no hace su trabajo…

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Daniel ha pasado dos días en Estocolmo.

Se alojó en el nuevo hotel Anglais de la plaza de Stureplan, con vistas a la

ridícula construcción que llaman Svampen15 y a todos los pijos que bajo ella se

refugian.

El diario Expressen.

Incluso el redactor jefe, ese psicópata adulón, lo recibió. Pero aquello no es lo

suyo. Claro, un periódico más grande, un salario mejor, pero aun así.

El Expressen.

Estocolmo.

No, ahora no. Todavía no.

Primero tiene que hacer como la periodista del Motala Tidning, que

desentrañó el escándalo del ayuntamiento local y ganó el Gran Premio de

Periodismo.

Si me voy a Estocolmo, lo haré como un rey, o por lo menos como un

príncipe. Como lo que soy aquí, ni más ni menos.

Me pregunto qué estará haciendo ahora Malin Fors.

No me importaría verla.

Seguro que está agotada, rabiosa y caliente. Exactamente igual que yo

cuando trabajo demasiado y duermo poco. Muy humano. El Expressen.

Hoy mismo le mandaré un mensaje al redactor jefe y le diré que no acepto.

La pequeña de tres años patalea cuando Johan Jakobsson intenta que abra la

boca. Las baldosas azules del baño parecen venírseles encima, pero hay que abrir

esa boquita.

—Hay que cepillarse los dientes —le dice—. Si no vendrá el trol de los

dientes.

Johan intenta sonar firme y contento al mismo tiempo, pero se da cuenta de

que suena más bien pesado y cansino.

—Abre la boca —insiste. Pero la niña hace amago de salir corriendo, de

modo que Johan la sujeta y le aprieta las mejillas con los dedos, aunque no

demasiado fuerte.

Entonces la pequeña se zafa de su mano. Huye corriendo del cuarto de baño

y Johan se queda sentado en la tapa del retrete. A la mierda el trol de los dientes.

El trabajo. ¿Cuándo empezará a esclarecerse la investigación que tienen entre

manos? Pronto habrán escaneado entero el disco duro de Rickard Skoglöf y siguen

sin encontrar una mierda. Sí, bueno, los mensajes a los chicos que colgaron a los

animales y otros muy raros aunque no ilegales, dirigidos a otras personas

15 Literalmente, «La seta». Obra del arquitecto Holger Blom, es una construcción de hormigón

consistente en una gran techumbre circular sustentada por una gruesa columna de 3,3 metros de altura. Se

encuentra en la céntrica plaza de Stureplan y es, desde su inauguración en 1937, un lugar habitual de

encuentro en la capital sueca.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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relacionadas con el culto a los Ases, pero nada más. Sólo falta por comprobar un

par de ficheros con clave de acceso.

Toda su vida es como una boca que se niega a abrirse. Y Malin y Zeke

parecen cada vez más frustrados. Y Börje, suspendido de sus funciones. Estará con

su mujer, o con los perros, o en el campo de tiro. Aunque, desde luego, disparar

debe de ser lo último que quiera hacer en estos momentos.

Karim Akbar entrega el billete de quinientas coronas en la tintorería. Acude a

la del centro de Ryd por dos razones: porque abren temprano y porque lo hacen

muy bien.

El centro queda a su espalda. Ruinoso y pequeño. Un supermercado

Konsum, una papelería, un local que hace copias de llaves y reparación rápida de

calzado, y una tienda de regalos en la que nadie parece haber entrado desde que

quebró.

Tres trajes en bolsas de plástico colgados de perchas endebles. Un Corneliani,

dos Hugo Boss, diez camisas blancas apiladas.

El hombre del otro lado del mostrador coge el billete, le da las gracias y está a

punto de darle el cambio, cuando:

—Quédate con el cambio —dice Karim.

Sabe que el hombre que regenta la tintorería es iraquí, se refugió en

Linköping con su familia durante el mandato de Saddam Hussein. ¿Quién sabe los

horrores que habrá vivido? En una ocasión en que Karim fue a llevar unos trajes,

el hombre quiso hablarle de sí mismo, de sus estudios de ingeniería, de la persona

que podría haber sido, pero Karim fingió tener prisa por marcharse. Por mucho

que él admire a ese hombre y su lucha por sacar adelante a su familia, ese hombre

es parte del problema, de aquello que hace que él y casi todos los que tienen

origen extranjero sean considerados ciudadanos de segunda, gente que vale para

hacerse cargo de esos negocios de servicios con los que ningún sueco quiere tener

nada que ver. Deberían prohibirles a los inmigrantes que abran pizzerías o

tintorerías, piensa Karim. Así podremos desterrar esa imagen. La gente

políticamente correcta protestaría, pero la realidad es la que es. Aunque, claro,

sería imposible. ¿Y yo? Yo no soy mejor que él, ni una pizca, aunque digan que sí.

La alienación genera marginación.

La marginación genera violencia.

La violencia genera… ¿Qué genera?

La distancia infinita entre las personas. La familia Murvall, que no desea

nada más que quedar al margen, que la dejen en paz y, junto a ellos, todos

aquellos que sueñan con estar dentro y sentirse partícipes. No son muchos los que

consiguen ver sus sueños hechos realidad.

Mi padre, recuerda Karim mientras sale de la tintorería. Una violencia pasiva

lo llevó a la muerte.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Pero yo nunca hablo de él con nadie. Ni siquiera con mi mujer.

El frío le sale al encuentro en cuanto abre la puerta.

El Mercedes negro reluce incluso a la mortecina luz invernal.

Y entonces piensa en los asesinos a los que persiguen. O en el asesino. ¿Qué

quieren crear ellos? ¿Qué quieren construir?

Zeke abre la puerta de la comisaría.

Entra en la recepción, huele a sudor y a radiadores a la máxima potencia.

Uno de los colegas uniformados que está en la escalera que conduce al sótano le

pregunta:

—Oye, ¿qué tal está Martin? ¿Va a jugar el próximo partido? Algo le pasaba

en la rodilla, ¿no?

El padre del jugador de hockey.

¿Es así como me ven?

—Por lo que yo sé, sí jugará.

A Martin le han hecho propuestas de clubes de la liga nacional de hockey,

pero ninguna ha llegado a concretarse. Es como si no quisieran dejarlo entrar aún.

Zeke sabe que tarde o temprano el hockey hará millonario a su hijo, tanto que

cuesta imaginarlo.

Pero ni siquiera el tesoro de un capitán pirata lo haría sentir más respeto por

el juego en sí. El equipo de protección, los placajes, todo mentira.

Bengt Andersson no es de mentira. Tampoco el mal que palpita ahí fuera.

No hay protección que valga cuando te enfrentas a la peor cara del ser

humano, piensa Zeke. Lo que nosotros hacemos no es un juego.

—¿Pero has visto cómo me han sacado?

Karim Akbar está junto a la encimera de la sala de descanso y sostiene en alto

el periódico con la instantánea.

—¿No han podido escoger otra foto?

—Venga, no está tan mal —dice Malin—. Podría haber sido peor.

—¿Cómo que no? ¿No has visto la pinta que tengo? Han elegido esa imagen

sólo para que parezca que estamos desesperados.

—Olvídalo, Karim. Seguro que mañana te sacan en el periódico otra vez. Y

no estamos desesperados. ¿O sí lo estamos?

—Desesperados, nunca, Malin. Nunca.

Malin entra en su correo electrónico. Varios mensajes de carácter

administrativo, spam, pero también uno de Johan Jakobsson.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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«Nada en el disco duro por ahora. Sólo me quedan unos ficheros por

revisar.»

Y también un mensaje marcado en rojo.

«LLÁMAME.»

De Karin Johannisson.

¿Y por qué no me ha llamado ella?

Pero Malin sabe lo que pasa. A veces es más fácil enviar un mensaje,

simplemente. Le responde:

«¿Has averiguado algo?»

Pulsa el botón de «Enviar» y su bandeja de entrada no tarda ni un minuto en

avisarle de que acaba de recibir un mensaje. Abre el nuevo mensaje de Karin.

«¿Podrías venir?»

Respuesta:

«Estaré en el laboratorio dentro de diez minutos.»

El despacho de Karin Johannisson en el SKL no tiene ventanas; salvo la pared

de cristal que da a un pasillo, las demás están cubiertas del suelo al techo de

estanterías sencillas, y la mesa, atestada de carpetas. Cubre el suelo amarillo de

linóleo una alfombra oriental auténtica de tonos rojizos. Malin sabe que Karin se la

trajo de su casa. Gracias a esa alfombra y a pesar del desorden, el despacho tiene

un toque noble y acogedor.

Karin está sentada ante el escritorio, tan extraterrestremente lozana como

siempre.

Invita a Malin a sentarse y ella obedece ocupando el pequeño taburete que

hay junto a la puerta.

—Tengo noticias de Birmingham —anuncia Karin—. Y he comparado la

respuesta con el perfil de Bengt Andersson. No coinciden. No fue él quien violó a

Maria Murvall en el bosque.

—¿Fue un hombre o una mujer?

—Es imposible saberlo; sólo sé que no fue él. ¿Tú llegaste a creerlo?

Malin menea la cabeza.

—No, pero ahora tenemos la certeza.

—Sí —confirma Karin—. Y los hermanos Murvall también la tendrán. ¿Crees

que alguno de ellos mató a Bengt Andersson? ¿Y que ahora admitirán que estaban

equivocados?

Malin sonríe.

—¿De qué te ríes?

—A ti se te da bien la química, Karin, pero las personas no —responde

Malin.

Las dos mujeres guardan silencio.

—¿Por qué no quisiste decírmelo por teléfono? —pregunta Malin.

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—No sé, prefería decírtelo cara a cara —contesta Karin—. Me parecía lo

mejor.

—¿Por qué?

—Eres un poco cerrada a veces, Malin, te pones un tanto tensa. Y tú y yo

solemos tener roces en el trabajo. Creo que está bien que nos veamos así de vez en

cuando, en un ambiente más relajado. ¿No te parece?

Cuando sale del SKL, suena el teléfono.

Malin va hablando mientras cruza el aparcamiento, pasa delante de un garaje

cuyas puertas están cerradas y continúa hacia las plazas que hay delante de unos

arbustos, en una de las cuales dejó aparcado su Volvo, junto al Lexus gris plateado

de Karin.

Tove.

—Hola, mi niña.

—Hola, mamá.

—¿Estás en el colegio?

—En la pausa entre mates e inglés. Mamá, ¿recuerdas que los padres de

Markus querían invitarte a cenar?

—Sí, claro.

—¿Podrías esta noche? Quieren que sea esta noche.

Médicos elegantes.

Quieren.

Esta misma noche.

¿Acaso ignoran que los demás también tenemos montones de cosas que

hacer?

—Claro, Tove. Sí que puedo. Pero no antes de las siete. Dile a Markus que

será estupendo.

Cuelgan.

Al tiempo que abre la puerta del coche, Malin piensa:

—¿Qué pasa cuando les mentimos a nuestros hijos? ¿Cuando les causamos

algún mal? ¿Se apagará una estrella en el cielo?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 62

—¿Nos queda algún rincón por escudriñar? —pregunta Zeke.

—No lo sé —responde Malin—. Ahora mismo no veo clara la imagen

completa. Veo todas las piezas, pero no encajan.

El reloj que cuelga de la pared de ladrillo resuena despacio. Pronto serán las

doce.

La oficina diáfana de la comisaría está casi desierta. Zeke está ante su

escritorio y Malin a su lado, en una silla.

¿Desesperados? ¿Nosotros?

No, desesperados no, pero sí a tientas.

Cuando Malin volvió del SKL comenzó una reunión interminable a lo largo

de la cual repasaron el estado de la investigación.

En primer lugar, las malas noticias.

La voz desanimada de Johan Jakobsson:

—Los penúltimos ficheros del ordenador de Rickard Skoglöf contenían unas

putas fotos porno normales y corrientes, estilo Hustler. Muy duras, pero nada

raro. Nos queda un fichero protegido por una puta clave de lo más intrincada,

pero estamos en ello.

—Confiemos en que contenga algún secreto —dice Zeke y Malin percibe en

su tono de voz una leve esperanza de que todo acabase con ese fichero.

Luego lo intentan todos juntos. Tratan de encontrar la voz unificadora y

común de la investigación. Pero, por más que se esfuerzan, vuelven al punto de

partida. El hombre del árbol y las personas que lo rodean, los Murvall, Maria,

Rakel, Rebecka. El ritual, las creencias paganas. Valkyria Karlsson, Rickard

Skoglöf y lo inverosímil que resulta que Jimmy Kalmvik y Joakim Svensson

hubiesen hecho algo realmente grave en las pocas horas en que la única coartada

que tenían era la de haber estado juntos.

—Todo eso ya lo sabemos —dice Sven Sjöman—. La cuestión es si hay algo a

lo que podamos sacar más partido. ¿No existe ningún otro camino por el que

avanzar? ¿No vemos ninguna otra vía?

Silencio en la sala. Un silencio largo y tortuoso.

Hasta que habla Malin:

—Después de todo, quizá debamos contarles a los hermanos Murvall que

Bengt Andersson no fue el que violó a su hermana. Quién sabe si no nos dicen

algo más en un nuevo interrogatorio cuando se enteren.

—Difícil, Malin. ¿Tú lo crees posible? —pregunta Sven.

Malin se encoge de hombros.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Y, además, ya están libres —observa Karim Akbar—. No podemos volver a

citarlos sólo por eso. Y si vamos a hablar con ellos ahora sin tener nada más, estoy

convencido de que reiterarían las acusaciones de acoso a la familia. Lo último que

necesitamos es ese tipo de publicidad.

—¿Ninguna pista de las llamadas de los ciudadanos? —se interesa Johan.

—Nada —responde Sven—. Ni una noticia.

—Podemos hacer una nueva petición pública —sugiere Johan—. Alguien

tiene que haber oído algo.

—Los medios de comunicación ya se ensañan con nosotros —les recuerda

Karim—. Tendremos que arreglárnoslas sin otra petición, por ahora. Sólo nos

daría peor prensa de la que tenemos.

—¿Y la policía judicial central? —pregunta Sven—. Quizá sea el momento de

pedirles ayuda. Hemos de admitir que estamos dando palos de ciego y no

avanzamos.

—Todavía no, todavía no —resuena segura, pese a todo, la voz de Karim.

Abandonaron la sala de reuniones con la sensación compartida de que todos

esperaban que ocurriese algo, de que, en realidad, lo único que podían hacer era

seguir el desarrollo, aguardar a que quienes habían colgado a Bengt Andersson

diesen el siguiente paso.

Pero ¿y si no lo hacían? ¿Y si se trataba de una operación única y ya

concluida?

En ese caso, estarían estancados.

Las voces de la investigación habrían enmudecido.

Pero Malin recordaba la sensación que experimentó en el árbol, la sospecha

de que algo había quedado inconcluso, de que algo se había puesto en marcha en

los bosques y también en la llanura hostigada por el frío.

Y ahora, la manecilla del reloj que cuelga de la pared de ladrillo resuena

silenciosa y pronto serán las doce. Y en el preciso momento en que dan las doce,

dice Malin:

—¿Almorzamos?

—No —responde Zeke—. Tengo ensayo con el coro.

—¿Ahora? ¿A la hora del almuerzo?

—Sí, tenemos concierto en la catedral dentro de unas semanas y hemos

metido un par de pases extra.

—¿Un concierto? No lo habías mencionado. ¿Pases extra? Suenas como un

jugador de hockey.

—No quiera Dios —bromea Zeke.

—¿Puedo apuntarme?

—¿Al ensayo del coro?

—Sí.

—Claro —asiente Zeke desconcertado—. Sure, Malin.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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La sala de reuniones del museo municipal huele a cerrado, pero los

componentes del coro parecen encontrarse a gusto en la espaciosa estancia. Hoy se

han reunido veintidós personas. Malin las ha contado: trece mujeres, nueve

hombres. La mayoría tiene más de cincuenta años y todos van bien vestidos y con

la ropa bien planchada, como es típico de una ciudad de provincias. Camisas y

blusas de colores, chaquetas, faldas.

Los miembros del coro se reúnen, se colocan en tres filas sobre el escenario. A

sus espaldas cuelgan grandes paños con pájaros bordados, que parecen querer

levantar el vuelo y flotar bajo el techo abovedado de la sala.

Malin se sienta en una silla de la última fila, junto a los paneles de roble, y

oye a los integrantes del coro cantar, carcajearse, cuchichear y reír. Zeke habla

entusiasmado con una mujer alta de su edad, con el pelo largo y un vestido azul.

Bonita, piensa Malin. Tanto ella como el vestido.

De pronto, una mujer habla en voz alta:

—Bien, manos a la obra. Empezamos con People get ready.

Como obedeciendo órdenes, los cantantes se yerguen y se colocan bien en las

filas, se aclaran la garganta una última vez y todos adoptan una expresión de gran

concentración.

—Un, dos, tres.

El canto, un murmullo unívoco, llena la sala y Malin se sorprende de la

fuerza apacible que irradia y de lo hermoso que suena cuando las veintidós voces

se unen en una sola: … you don't need no ticket, you just get on board… Malin se

recuesta en la silla. Cierra los ojos, se deja abrazar por la música y cuando vuelve a

abrirlos, ya han comenzado con la segunda partitura y se da cuenta de que Zeke y

los demás están felices allí arriba, de que, de alguna manera, se sienten unidos en

el canto, en la sencillez.

Y de pronto siente una soledad imperiosa. Ella no forma parte de aquello, y

siente que esa soledad tiene un significado, que la alienación que experimenta

tiene un sentido más allá de aquella sala.

Allá al fondo hay una puerta.

Una abertura en una sala cerrada.

Intuición, se dice Malin. Voces. ¿Qué tratan de decirme?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 63

Fechorías.

¿Cuándo empiezan, Malin? ¿Cuándo terminan? ¿Va por ciclos? ¿Son más a medida

que pasa el tiempo o acaso es constante el mal que se inflige? ¿Se diluye o se adensa con

cada nuevo ser que viene al mundo?

Ésas son mis cavilaciones mientras me desplazo por el paisaje.

Voy a ver el roble del que me colgaron.

Un lugar solitario. Quizá el árbol apreciase mi compañía. Los balones. Yo los cogía y

los arrojaba de nuevo al campo y volvían a salir saltando la valla una vez y otra y otra.

¿Maria?

¿Tú lo sabías?

¿Era ésa la explicación de tu amabilidad? ¿El vínculo que nos unía? ¿Acaso

importa? No lo creo.

Hay aire por encima y por debajo de mí. Descanso en mi propio vacío. Todos los

muertos que me rodean susurran: «Sigue adelante, Malin, sigue adelante».

Aún no ha terminado.

Vuelvo a tener miedo.

¿Hay alguna salida?

Tiene que haberla.

Si no, pregúntale a esa mujer. La mujer a cuya espalda se aproxima ese ser vestido de

negro, oculto detrás de una hilera de arbustos.

Es primera hora de una tarde silenciosa, fría y oscura. La puerta del garaje se

resiste a abrirse, chirría y se atasca y el ruido parece materializarse en el aire

denso. La mujer pulsa de nuevo el botón que hay en la pared, la llave está bien

metida y hay corriente, de eso no hay duda.

Detrás de ella están las casas, la vegetación congelada, luz en la mayoría de

las ventanas. Casi todos han vuelto del trabajo. La puerta del garaje se resiste.

Tendrá que abrirla manualmente. Ya lo ha hecho en otras ocasiones. Pesa mucho,

pero puede con ella y hoy tiene prisa por salir.

Un crujido entre los arbustos, a su espalda. Puede tratarse de un pájaro. ¿En

esta época del año? ¿Un gato, tal vez? Claro que los gatos estarán en sus casas, con

el frío que hace.

Se da la vuelta y entonces la ve, ve la sombra negra que se precipita hacia

ella, da una, dos, tres, cuatro zancadas y se le viene encima, ella manotea, grita,

pero no se oye nada, le meten en la boca algo que tiene un sabor químico, ella

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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araña y da puñetazos, pero lleva las manos enguantadas y sus golpes resultan

caricias.

Mirad por las ventanas.

Ved lo que está ocurriendo.

Él, porque debe de ser un hombre, ¿no?, lleva una capucha negra y ella le ve

los ojos de color castaño oscuro, la rabia y el dolor reflejados en la mirada; el olor

químico de antes le ha llegado ya al cerebro, es blando y claro y, aun así, la hace

desvanecerse, se relaja y ya no es capaz de sentir su cuerpo.

Aún ve, pero ve doble.

Ve a la persona, a las personas que la miran desde arriba. ¿Sois varios?

No, parad, así no.

Pero es inútil resistirse. Como si todo hubiese sucedido ya. Como si ya

estuviese vencida. Los ojos.

¿De él, de ella, de ellos?

Esos ojos no están aquí, se dice. Se encuentran en otro lugar, muy lejos.

Un aliento dulce y cálido que debería resultarle extraño, pero no lo es.

Luego, la sustancia química alcanza los ojos; después, las orejas. Y las

imágenes y los sonidos desaparecen y ella no sabe si está durmiéndose o

muriéndose.

Todavía no, piensa. Aún me necesitan, ¿no? Su cara, que me espera en casa;

mi cara.

Todavía no, no, no, no…

Está despierta.

Lo sabe porque tiene los párpados abiertos y le duele la cabeza, aunque está

totalmente oscuro. ¿O estará dormida? Pensamientos confusos.

¿Estoy muerta?

¿Será esto mi tumba?

No quiero estar aquí. Quiero ir a mi casa con los míos. Sin embargo, no tengo

miedo. ¿Por qué no tengo miedo?

Eso debe de ser el ruido de un motor. Un motor en buen estado que hace su

trabajo con alegría pese al trío. Me escuecen las muñecas y los tobillos. Imposible

moverlos, pero puede patalear, tensar el cuerpo en forma de arco y aporrear las

cuatro paredes del espacio minúsculo en el que se encuentra.

¿Y si grito?

Claro. Pero alguien, él, ella, ellos, le ha sellado la boca con cinta adhesiva y le

ha metido un trapo en el paladar. ¿A qué sabe? ¿A galletas? ¿A manzana? ¿A

aceite? Seco, muy seco, sequísimo.

Puedo pelear.

Como he hecho siempre.

No estoy muerta. Estoy en el maletero de un coche y tengo frío y pataleo y

protesto.

Pum-pum-pum.

¿Me oye alguien? ¿Existo?

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Yo te oigo.

Soy tu amigo, pero no puedo hacer nada. O, por lo menos, no mucho.

Quizá nos veamos después, cuando haya pasado todo. Podemos flotar juntos.

Podemos congeniar. Correr por ahí, por los manzanos aromáticos en una estación que

quizá sea un verano eternamente largo.

Pero antes…

Un coche avanza con tu cuerpo en el maletero. El coche se detiene en un área de

descanso desierta y te vuelven a drogar, dabas demasiadas patadas. El coche continúa su

marcha por entre los campos y se adentra en la más densa oscuridad.

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Capitulo 64

El barrio de Ramshäll.

El lado más vistoso de Linköping.

Tal vez el más elegante de la ciudad, cuya puerta está cerrada para la

mayoría, pues ahí es donde vive la gente más importante.

Porque quién sabe si no es así, se dice Malin. Todo el mundo, de forma

consciente o inconsciente, se pone el traje de ser importante en cuanto se presenta

la ocasión, ya sea para cosas grandes o pequeñas.

¡Mira, aquí es donde vivimos!

Podemos permitírnoslo, somos los reyes del área con prefijo telefónico 013.

La casa de los padres de Markus está en Ramshäll, entre viviendas habitadas

por directivos de Saab, empresarios de éxito, médicos bien situados desde el

principio y pequeños empresarios que han hecho fortuna.

Las casas se hallan casi en el centro de la ciudad, encaramadas a una loma

con vistas al estadio de Folkungavallen y al Tinnis, un gran recinto municipal con

piscina al aire libre a cuyo solar lanzan miradas codiciosas promotores

inmobiliarios de todos los rincones del país. Allí donde termina la ladera

desaparecen las casas que se pierden hacia el interior del bosque o salpican las

calles estrechas que bajan hacia el arroyo Tinnerbäcken, donde comienzan a

dominarlos edificios como cajones de color amarillo sucio del hospital. Lo mejor es

vivir en la loma misma, la zona con vistas más próxima al centro, y allí es donde se

encuentra la casa de los padres de Markus.

Malin y Tove caminan juntas bajo el resplandor de las farolas y sus cuerpos

arrojan sombras alargadas sobre la acera bien cubierta de arena. Seguro que los

residentes querrían cercar toda la zona, o poner una valla electrificada con

alambre de púas, y que hubiese un guarda en la puerta. La idea de gated

communities no es ajena a ciertos elementos moderados del Ayuntamiento, de

modo que levantar una valla alrededor de Ramshäll no es tan impensable como

podría parecer.

Alto. Hasta aquí, pero no más. Nosotros y ellos. Nosotros contra ellos.

Nosotros.

No les lleva más de quince minutos recorrer a pie la distancia que separa el

apartamento del barrio de Ramshäll, de modo que Malin decide enfrentarse al frío

e ir caminando pese a las protestas de Tove:

—Yo voy a acompañarte, ¿no? Pues tendrás que venir andando tú también.

—Creí que dijiste que te encantaría.

—Y me encanta, Tove.

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De camino a casa de los padres de Markus pasan por delante de la casa de

Karin Johannisson, un chalet de los años treinta con terracita y la fachada de

madera pintada de amarillo.

—Mamá, hace frío —se queja Tove.

—Es sano —replica Malin. A cada paso que da, siente que el desasosiego

disminuye y que se va preparando para salir airosa de la cena.

—Mamá, estás nerviosa —declara Tove de pronto.

—¿Nerviosa?

—Sí, por la cena.

—Qué va. ¿Por qué iba a estar yo nerviosa?

—Porque a ti suelen ponerte nerviosa estas cosas. Lo de cenar en casa de

gente. Y, además, son médicos.

—Como si eso tuviera la menor importancia.

—Es ahí —dice Tove, señalando calle arriba—. La tercera casa a la izquierda.

Malin ve la casa de dos plantas y ladrillo blanco, rodeada de una valla de

poca altura y con arbustos recortados en el jardín.

Y la ve crecer en su interior hasta que se convierte en una villa toscana

amurallada, imposible de tomar para un único soldado de infantería.

Dentro de la casa huele a calor y a laurel y al grado de limpieza que sólo una

asistenta polaca es capaz de conseguir con su meticulosidad.

Los Stenvinkel están en el vestíbulo, saludan a Malin con un apretón de

manos. Casi se marea, ya que no está preparada para tanta amabilidad.

La madre, Birgitta, jefa de planta de otorrinolaringología, quiere que la

llamen Biggan y está «taaaaaaaan contenta de conocer por fiiiiiiiiiiin» a Malin, de

la que tanto han leído en el Correspondenten. El padre, Hans, cirujano, quiere que lo

llamen Hasse y «espero que te guste el faisán, porque conseguí comprar unos

ejemplares estupendos en el Lucullus». Estocolmenses de clase media alta,

arrastrados hasta este rincón perdido por su carrera, adivina Malin.

—Vaya, si no me equivoco, sois los dos de Estocolmo, ¿no? —pregunta

Malin.

—¿De Estocolmo? ¿Tenemos ese acento? No, no. Yo soy de Borås —explica

Biggan—, y Hasse, de Enköping. Nos conocimos cuando estudiábamos en Lund.

Ya me sé la historia de sus vidas y aún no hemos pasado de la entrada,

constata Malin.

Markus y Tove han entrado en la casa y Hasse lleva a Malin a la cocina.

Sobre una encimera reluciente de acero inoxidable ve una coctelera con la

superficie empañada y Malin se rinde, no piensa ni intentar resistirse.

—¿Un martini? —pregunta Hasse.

Y Biggan añade:

—Cuidado, los prepara very dry.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Con Tanqueray —matiza Hasse.

—Sí, gracias —responde Malin. Y al minuto siguiente están brindando los

tres y el martini es perfecto y Malin piensa que Hasse sabe lo que se hace con los

cócteles, por lo menos.

—Solemos tomar el aperitivo en la cocina —explica Biggan—. Se crea un

ambiente muy agradable.

Hasse está junto a la encimera. Con una mano, le indica a Malin que se

acerque mientras, con la otra, levanta la tapa de una cazuela de hierro fundido

tiznada por el uso.

Una mezcla de aromas envuelve a Malin mientras se dirige a la cazuela.

—Mira —exclama Hasse—. ¿Has visto algo más rico?

Dos faisanes flotan en una salsa burbujeante de color amarillo y Malin toma

conciencia de que el puño del hambre ha hecho presa de su estómago.

—¿Qué me dices? —insiste Hasse.

—Tienen una pinta estupenda.

—Huy, pues sí que ha desaparecido rápido —comenta Biggan. Malin no

comprende en un principio a qué se refiere, hasta que ve su copa vacía.

—Te preparo otro —se ofrece Hasse. Mientras él agita la coctelera en el aire,

Malin pregunta:

—¿Markus tiene hermanos?

Hasse baja la coctelera enseguida. Biggan sonríe, antes de responder:

—No. Lo intentamos durante mucho tiempo, pero al final tuvimos que

rendirnos.

Y entonces vuelven a tintinear los cubitos en la coctelera.

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Capítulo 65

Su cabeza.

Le pesa y el dolor es como si le hubieran clavado entre los lóbulos del

cerebro un cuchillo para la fruta. En los sueños no existe el dolor físico, por eso nos

gustan.

No, no, no.

Ahora lo recuerda.

Pero ¿dónde está el motor? ¿Dónde está el coche? Ya no está en el coche.

Venga. Soltadme. Hay personas que me necesitan.

Quitadme esta venda de los ojos. Quitádmela. Tal vez podamos hablar, ¿no?

¿Por qué yo, precisamente?

¿Huele a manzanas? ¿Hay tierra bajo mis dedos, tierra fría y caliente al

mismo tiempo? ¿Migas de galleta?

Se oye el chisporroteo de una chimenea.

Ella da una patada hacia el lugar del que viene el calor, pero no se oye

ningún sonido metálico. Se apoya en la espalda y empuja, pero no se mueve ni un

milímetro. Sólo se oye un golpe sordo. Una vibración le recorre todo el cuerpo.

Estoy… ¿Dónde estoy?

Tendida directamente en la tierra. ¿Es esto una tumba? ¿Estoy muerta,

después de todo? Ayudadme. Ayudadme.

Sin embargo, me encuentro en un lugar cálido y, si fuera un ataúd, tocaría

madera por algún sitio.

Quitadme las cuerdas, joder.

Y el trapo de la boca.

Tira. Quizá se rompan. Retuerce las muñecas.

De pronto, se le cae la venda de los ojos.

Un resplandor que parpadea. ¿Estaré en un sótano abovedado? ¿Son de

tierra las paredes? ¿Dónde estoy? ¿Qué es eso que se mueve a mi alrededor?

¿Arañas y serpientes?

Un rostro. ¿Varios?

Con pasamontañas.

Los ojos. La mirada está y no está al mismo tiempo.

Ahora desaparecen otra vez, las caras.

Me duele todo el cuerpo. Pero es ahora cuando empieza el verdadero dolor,

¿no es así?

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Quisiera poder hacer algo. Pero soy impotente.

Lo único que puedo hacer es mirar, y pienso hacerlo, porque quizá mi mirada te

reporte algún consuelo.

Me quedaré, aunque lo que en realidad deseo es apartar la vista y marcharme a todos

esos lugares a los que puedo acceder.

Pero me quedaré en el miedo y el amor y en todos los demás sentimientos. Aún no ha

terminado, pero ¿tienes que comportarte así? ¿Crees que los vas a impresionar?

Duele, lo sé, yo tuve ocasión de sentir lo mismo. Déjalo, déjalo, te grito, pero ya sé, no

puedes oírme. ¿Crees que el dolor de ella mitigará otro dolor? ¿Que abrirá las puertas? El

mío no lo hizo.

De modo que te lo ruego:

Déjalo, déjalo, déjalo.

¿He dicho «déjalo»?

¿Y cómo puede mi boca amordazada, con este retazo de tela contra el

paladar, emitir un solo sonido?

Ya está desnuda. Alguien le arrancó la ropa, rasgó las costuras con un

cuchillo, y ahora le acercan una vela a los hombros y tiene miedo, una voz que

murmura: «Esto tiene que suceder, tiene que suceder».

Y grita.

Le acercan la luz mucho, muchísimo, y el calor la hiere y ella grita como si no

supiera gritar, como si el chisporroteo de su piel ardiendo y el dolor que le

produce fuesen una sola cosa. Se retuerce de un lado a otro, pero no consigue

zafarse.

—¿Te quemo la cara entera?

¿Es eso lo que ha dicho la voz susurrante?

—Quizá así sea suficiente. Entonces no tendría que matarte, porque sin cara

es como si no existieras, ¿no?

Ella grita, grita. En silencio.

La otra mejilla. Le quema el hueso. Movimientos circulares, rojo, negro, rojo,

el color del dolor. Huele a piel carbonizada, la suya.

—Mejor voy por el cuchillo, ¿verdad?

Espera.

—No te desmayes, mantente despierta —murmura la voz. Pero ella sólo

desea desvanecerse.

La hoja brilla bajo el resplandor de la vela, ha desaparecido el dolor, la

adrenalina le bombea por todo el cuerpo y lo único que existe es el miedo a no

salir nunca de allí.

Quiero irme a casa con los míos.

Él debe de estar preguntándose dónde me encuentro. ¿Cuánto tiempo llevo

aquí? A estas alturas, me habrán echado de menos.

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El cuchillo es frío y caliente. ¿Y qué es esa cosa caliente que me corre por los

muslos? Un picapinos con pico de acero me picotea los pechos y me corroe hasta

las costillas. Dejadme ir. Me arde la cara cuando me abofetean en un vano intento

por mantenerme despierta.

Pero no funciona.

Me desvanezco.

Queráis o no.

¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé.

¿Son cadenas eso que se oye?

Ahora estoy colgada de un poste.

Rodeada de bosque.

Estoy sola.

¿Te has ido? ¿Os habéis ido? No me dejéis sola aquí.

Me estoy lamentando. Lo oigo.

Pero no tengo frío y me pregunto cuándo dejará de ser frío el frío, cuándo

dejará de doler el dolor.

¿Cuánto llevo aquí colgada?

El bosque que me rodea es denso, oscuro, pero blanco de nieve, un claro

talado, una puerta que conduce a un agujero.

Mis pies no existen. Ni mis brazos, mis manos, mis dedos o mis mejillas.

Estas son agujeros en llamas y todo lo que me rodea carece de olor.

Ya no tengo recuerdos, no existen otras personas, ningún pasado ni futuro,

sólo un presente obvio en el que tengo una única misión.

Irme.

Irme de aquí.

Es lo único que queda.

Irme, irme, irme.

A cualquier precio. Pero ¿cómo voy a correr si no tengo pies?

Algo se acerca de nuevo.

¿Es un ángel?

No, imposible en esta oscuridad.

No, lo que se acerca es algo negro.

«¿Qué he hecho?»

¿Es esa cosa negra la que lo pregunta?

«Tengo que hacerlo.» Eso es lo que dice la cosa negra.

Trata de levantar la cabeza, pero nada sucede. Toma impulso y entonces

puede alzarla muy despacio. Lo negro está muy cerca ahora y lleva hacia atrás una

cacerola con agua hirviendo y ella intenta no pensar, y luego, el ruido, cómo

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alguien deja escapar un alarido cuando la cosa negra le vierte el agua encima.

Pero no la alcanza. No llega a quemarse, tan sólo siente unas gotas de calor.

Y ahora vuelve sólo lo negro.

¿Con una rama en la mano?

¿Qué hará con ella?

¿Y si grito?

Grito.

Pero no porque nadie vaya a oírme.

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Capítulo 66

En el comedor arden las velas y de la pared, detrás de Hasse y de Tove,

cuelga un gran óleo de un artista llamado Jockum Nordström que, según Biggan,

ha sido un bombazo en Nueva York. El cuadro representa a un hombre negro

vestido con ropa de niño sobre un campo azul y Malin piensa que tiene un aspecto

ingenuo y maduro al mismo tiempo, el hombre está solo pero anclado en cierto

contexto en ese campo azul, y en el cielo flotan guitarras y tacos de billar.

Los faisanes están ricos, pero el vino está aún mejor, un tinto de alguna

región de España que Malin no conoce; tiene que concitar toda su fuerza de

voluntad para no empezar a beber sin ton ni son de lo bueno que está.

—¿Un poco más de faisán, Malin? —pregunta Hasse, haciendo un gesto

hacia la cacerola.

—Ponte más —la anima Markus—. Que mi padre se pondrá contento.

A lo largo de la velada han conversado sobre todo lo habido y por haber,

desde el trabajo de Malin hasta el levantamiento de pesas, la reorganización en el

hospital y la política municipal o los «aburridííísimos» programas del auditorio de

la ciudad.

Hasse y Biggan. Educados y honradamente interesados por todo, y por más

esfuerzos que ha hecho, Malin no ha detectado ni rastro de falsedad. Parece que

les gusta tenernos aquí, no estamos molestando. Malin toma un trago de vino. Y

saben hacer que me sienta relajada.

—Ah, qué bien lo de Tenerife —dice Hasse.

Malin mira a Tove, que baja la vista.

—¿Tenéis ya los billetes? —pregunta Hasse—. Antes de que os vayáis, tienes

que darme un número de cuenta en el que ingresar el dinero. Recuérdamelo,

¿vale?

—Es que… —comienza Tove.

Malin se aclara la garganta.

Biggan y Hasse la miran inquietos y Markus se vuelve hacia Tove.

—Mi padre ha cambiado de idea —explica Malin—. Por desgracia, han

recibido una visita inesperada.

—¡A su propia nieta! —exclama Biggan.

—¿Por qué no me lo habías contado? —pregunta Markus a Tove.

Malin menea la cabeza.

—Mis padres son algo peculiares.

Tove respira aliviada y Malin nota que es gracias a sus mentiras, pero, al

mismo tiempo, se lamenta de no ser capaz de decir la verdad pura y dura: que no

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querían que fuera Markus.

¿Por qué miento?, se pregunta Malin.

¿Para no decepcionar a nadie?

¿Porque me avergüenza la incompetencia social de mis padres? ¿Porque la

verdad duele?

—¡Qué raro! —insiste Hasse—. ¿Qué visita puede ser más agradable que la

de su propia nieta y un amigo?

—Bueno, es un viejo conocido del trabajo.

—De todos modos, casi mejor —resuelve Biggan—. Así vosotras dos podréis

venir con nosotros a Åre a esquiar, como habíamos planeado desde un principio,

¿no? Con todos mis respetos por Tenerife, ¡en invierno lo que hay que hacer es

esquiar!

Malin y Tove vuelven a casa dando un paseo por las calles iluminadas.

Un coñac después de la cena y Malin se suelta a hablar.

Biggan bebió, pero Hasse se abstuvo porque tenía que trabajar al día

siguiente. «Un martini, una copa de vino, pero nada más cuando tengo que coger

el bisturí.»

—Deberías habérselo dicho a Markus.

—Sí, pero…

—Me has hecho mentir. Y ya sabes lo poco que me gusta. Y lo de Åre, ¿te han

invitado a ir a Åre? Podías habérmelo contado. ¿Quién soy yo, en realidad, tu…?

—Mamá. ¿Por qué no te callas un rato?

—¿Por qué? Quiero hablar.

—Pero dices tonterías.

—¿Por qué no me dijiste lo de Åre?

—Pero, mamá, deberías saberlo. ¿Cuándo querías que te lo dijera? Casi

nunca estás en casa, siempre estás trabajando.

No. Malin quiere gritarle a Tove que no es así. No. Te equivocas, Tove. Pero

se calma y piensa: ¿tan grave es?

Caminan en silencio, pasan por delante del Tinnis y el hotel Ekoxen.

—Bueno, ¿no me vas a decir qué te han parecido? —pregunta Tove, a la

altura del mercadillo de la asociación evangélica Stadsmissionen.

—Son simpáticos —reconoce Malin—. No como me los esperaba.

—Sí, mamá, tú siempre andas imaginando cosas de la gente.

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Capítulo 67

La sangre mana de mi cuerpo.

Algo me iza del poste y me tumba en un lecho peludo. Estoy viva.

El corazón me late en el pecho.

Y lo negro está por todas partes, me pone un paño, un paño de lana por el

cuerpo, la tela es calentita y la voz, las voces de lo negro dicen:

«Él murió demasiado pronto, pero tú estarás colgada como es debido.»

Luego, los árboles por encima de mí, me muevo por el bosque. ¿Me han

tumbado en un trineo? ¿Es el ruido de esquís sobre la costra de hielo lo que oigo?

Estoy cansada, muy cansada. Y hace calor.

Es un calor verdadero.

Existe en el sueño y en la realidad. Pero he de alejarme del calor. El calor

mata.

Y yo no quiero morir.

Otra vez el ruido del motor. Ahora estoy en un coche.

En el ruido del motor, en su ronroneo pertinaz late un presentimiento: mi

cuerpo tiene otra posibilidad, aún no ha terminado todo.

Respiro.

Le doy la bienvenida al dolor de cada parte destrozada de mi cuerpo, al

desgarro de mi interior sangrante.

Ahora existo en el dolor. Y el dolor me ayudará a sobrevivir.

Aquí estoy, flotando.

En campo abierto. Entre Maspelösa, Fornåsa y Bankeberg, al final de un camino

cubierto por una fina capa de nieve, hay un árbol solitario como aquel del que me colgaron

a mí.

El coche que lleva a la mujer encerrada en el maletero se ha detenido ahí.

Me gustaría poder ayudar.

Pero lo tiene que hacer ella sola.

Lo negro tendrá que abrir. Tendrá que ayudarme a salir. Luego me

convertiré en un motor. Explotaré, me iré, viviré.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 306 -

Lo negro abre el maletero, iza mi cuerpo por encima del borde y caigo en la

nieve, junto al tubo de escape.

Y ahí me deja.

Un tronco de árbol, grueso, a diez metros.

La piedra está cubierta de nieve, pero la veo de todos modos. ¿Son mis

manos estas que están libres, es ésta mi mano, este muñón tumefacto y rojo que

veo a mi izquierda?

Lo negro está ahora a mi lado. Me susurra algo sobre sangre. Sobre

sacrificios.

Si me giro a la izquierda, cojo la piedra y la estampo contra lo que debe de

ser la cabeza. Puede funcionar. Eso puede sacarme de aquí.

Soy un motor. Y ahora giro la llave.

Ya estallo.

Vuelvo a existir y agarro la piedra y cesa el susurro. Golpeo, me iré lejos de

aquí a golpes, y no intentéis oponer resistencia, que ya veis que golpeo. Mi

voluntad es mayor, mi voluntad es lo que tengo en lo más hondo, es más luminosa

que la negrura que es capaz de crear la oscuridad.

No lo intentéis.

Doy golpes contra lo negro y rodamos sobre la nieve y el frío no existe y lo

negro me agarra con fuerza, pero yo exploto una vez más y vuelvo a golpear. La

piedra contra el cráneo y lo negro se vuelve laxo, se desliza de entre mis manos a

la nieve.

Me incorporo gateando.

El campo abierto, en todas direcciones.

Me levanto.

En la oscuridad, ahí es donde he estado.

Camino trastabillando hacia el horizonte.

Estoy a punto de alejarme de aquí.

Y yo voy flotando a tu lado mientras tú vas errante por el llano. A algún lugar

llegarás y, vayas donde vayas, allí estaré para recibirte.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

- 307 -

Capítulo 68

Jueves, 16 de febrero

Johnny Axelsson pone las manos sobre el volante, siente las vibraciones del

coche y cómo el frío altera el ritmo del motor.

Primera hora de la mañana.

El polvo de nieve se acerca rodando desde campos y dehesas, rodando por la

carretera en bandadas de nubes intermitentes y casi cegadoras.

Se tardan cerca de cincuenta minutos en cubrir el trayecto desde Motala

hasta Linköping y, en esta época del año, resulta peligroso, por la inseguridad del

piso, la posibilidad de derrape en la carretera, por más que la rocíen de sal.

No. Es mejor tomárselo con calma. Siempre coge la carretera de Fornåsa, le

gusta más que la que cruza Borensberg.

Uno nunca sabe lo que puede surgir del bosque. En varias ocasiones ha

estado a punto de atropellar a un gamo o a un alce.

Pero por lo menos son carreteras rectas, ya que las construyeron con la idea

de que pudieran funcionar como pistas de aterrizaje en caso de guerra.

Pero ¿es verosímil que haya una guerra?

Bueno, quizá ya estemos en guerra.

Motala. La capital sueca de las drogas.

Poco empleo, por no decir ninguno, a menos que uno quiera trabajar en el

sector público.

Sin embargo, Johnny Axelsson nació y creció en Motala, y allí desea vivir. Y,

además ¿qué son un par de horas de viaje entre el hogar y el lugar de trabajo? Es

un precio que él paga de buen grado por vivir allí donde se siente en casa. Cuando

vio en el periódico el anuncio de un puesto en Ikea, no se lo pensó dos veces. Y

tampoco cuando le dieron el trabajo. No ser una carga. Contribuir. Cumplir como

contribuyente. ¿Cuántos de sus viejos amigos no viven de las subvenciones? Se

benefician del subsidio del paro pese a que perdieron sus trabajos hace más de

diez años. ¡Por Dios santo! Si tenemos treinta y cinco, ¿cómo pueden consentirlo

siquiera?

Ir a pescar.

Salir de caza.

Jugar a las quinielas. Ver las carreras de caballos. Algún trabajo de

ebanistería cobrado en negro.

Johnny Axelsson pasa por delante de una finca de color rojo. Está casi al

borde de la carretera y dentro ve a un matrimonio mayor. Están desayunando y

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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bajo la luz de la lámpara de la cocina se los ve como si tuvieran la piel ambarina,

como dos peces de acuario, bien protegidos e instalados en la llanura.

Mira hacia delante, se recrimina Johnny, a la carretera, eso es en lo que debes

concentrarte.

Al llegar a la comisaría, Malin va directamente a la sala de descanso. El café

está recién hecho.

Se sienta en una silla cercana a la mesa, justo al lado de la ventana que da al

patio interior.

En esta época del año no es más que una masa blanca de nieve, un pequeño

espacio pavimentado con algo así como un seto en primavera, verano y otoño.

En la mesa hay una revista.

La coge.

Amelia.

Un número atrasado.

Titular: «¡Vales tal como eres!».

Titular de la página siguiente: «¡Reportaje especial Amelia sobre la

liposucción!».

Malin cierra la revista, se levanta y se encamina a su puesto.

Ve encima un post-it amarillo, como un signo de exclamación entre el

batiburrillo de papeles. De Ebba, la recepcionista:

«Malin, llama a este número: 013-173928. La mujer dijo que era importante.»

Sólo eso.

Malin coge la nota y se dirige a recepción, pero Ebba no está detrás del

mostrador, donde sólo ve a Sofia.

—¿Has visto a Ebba?

—Ha ido por café a la cocina.

Malin encuentra a Ebba en la cocina, sentada ante una de las mesas

redondas, hojeando un periódico. Malin le muestra la nota.

—¿Qué es esto?

—Una señora que llamó.

—Eso ya lo veo.

Ebba arruga la nariz.

—Pues es que no quiso explicar el motivo de su llamada, pero comprendí

que era muy importante.

—¿Cuándo llamó?

—Justo antes de que llegaras.

—¿Nada más?

—Pues sí —dice Ebba—. Sonaba asustada. Y dudaba. Más que hablar,

susurraba.

Malin busca el número en las páginas amarillas, para localizar el nombre.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Secreto.

Debe de estar protegido, ni la policía conseguirá averiguarlo sin un montón

de papeleo.

Llama a la mujer.

No hay respuesta, ni siquiera un contestador.

Un minuto después, suena el teléfono de su mesa.

Coge el auricular. Responde:

—Aquí Malin Fors.

—Soy Daniel. ¿Tienes alguna novedad para mí sobre la investigación de

Andersson?

Malin se enfurece, luego siente una calma insólita, como si hubiera estado

deseando oír su voz, hasta que se desprende de esa sensación.

—No.

—Y sobre la demanda por acoso, ¿algún comentario?

—Daniel, ¿es que te has vuelto idiota?

—He estado fuera unos días. ¿No vas a preguntarme dónde?

—No.

Quiere y no quiere preguntar.

—Pues he estado en Estocolmo, en el Expressen. Me quieren allí, pero les he

dicho que no.

—¿Por qué?

Se le escapa la pregunta.

—Así que, después de todo, sí te importa, ¿eh? Uno nunca debe hacer lo que

los demás esperan, Malin. Nunca.

—Adiós, Daniel.

Cuelga el teléfono, que vuelve a sonar enseguida. ¿Daniel? No. Un número

desconocido en la pantalla. Silencio al otro lado del hilo telefónico.

—Aquí Fors. ¿Quién es?

La respiración, la duda. Quizá el miedo. Y, finalmente, una voz de mujer,

suave pero preocupada, como si supiera que está pronunciando palabras

prohibidas.

—Pues sí… —dice la mujer. Malin aguarda.

—Me llamo Viveka Crafoord.

—Viveka, yo…

—Soy psicoanalista aquí, en Linköping. Y llamaba por uno de mis pacientes.

Instintivamente, Malin siente deseos de pedirle a la mujer que calle, que no le

cuente más, que ni ella debe escuchar información sobre un paciente, ni la

psicoanalista revelarla.

—Lo he leído —continúa la mujer—. He leído acerca del caso en el que estáis

trabajando, el asesinato de Bengt Andersson.

—Has mencionado…

—Creo que uno de mis pacientes… Bueno, creo que hay algo que debéis

saber.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿Qué paciente?

—Como sabes, eso es algo que no puedo revelarte.

—Pero quizá podamos hablar, ¿no?

—Me temo que no, pero puedes venir a mi consulta hoy a las once. Está en la

calle Drottninggatan, número tres, enfrente del McDonald's. El código del portal

es nueve, cuatro, nueve, cero.

Y Viveka Crafoord cuelga.

Malin mira la hora en la pantalla del ordenador.

Las 07.44. Quedan tres horas y cuarto.

El martini, el vino y el coñac. Se siente hinchada.

Se levanta y se dirige a la escalera que conduce al gimnasio.

¿Cuánto tiempo llevo caminando?

Ya ha llegado el alba, aunque aún no es de día. Me muevo por los campos sin

tener ni idea de dónde estoy.

Soy una herida abierta, pero el frío hace que no reconozca mi propio cuerpo.

Voy poniendo un pie delante del otro, no puedo alejarme lo suficiente. ¿Me

persiguen? ¿Y lo negro? ¿Se habrá despertado? ¿Estará cerca de aquí?

¿Es un color esa cosa negra que va en el coche? ¿Es el motor de la oscuridad?

Apaga la luz.

Me ciega. Ten cuidado con mis ojos.

Puede que sean lo único que me queda entero.

Los ojos en la carretera, se dice Johnny Axelsson.

Los ojos. Úsalos y verás como llegas a buen puerto.

Venga, ahora, a salir de la zona de bosques.

Qué alivio llegar a campo abierto. Pero el frío y el viento entorpecen la

visibilidad más que de costumbre, como si la tierra respirase y su aire se llenase de

vapor al contacto con la fría atmósfera.

Los ojos.

¿Un gamo?

No.

Pero…

¿Qué demonios es eso?

Johnny Axelsson reduce la marcha, da unos fogonazos con las luces largas

para espantar al gamo de la cuneta. Pero qué coño va a ser eso un gamo, es…

¿Qué es?

El coche parece quedarse pegado al asfalto.

¿Es un qué?

¿Una persona? ¿Una persona desnuda? Joder, joder, en qué estado se

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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encuentra. Pero ¿qué hace aquí?

En la llanura. En esas condiciones. Y por la mañana.

Johnny Axelsson sigue adelante, se detiene y ve por el retrovisor que la

mujer va tambaleándose y que no se percata de la presencia del coche sino que

sigue adelante sin más.

Espera, se dice Johnny Axelsson.

Quiero llegar a tiempo al trabajo en el almacén de Ikea, pero no puedo

dejarla caminando así por la carretera. Eso estaría muy mal.

Abre la puerta del coche, su cuerpo recuerda enseguida el frío que hace

fuera, duda antes de echar a correr hacia la mujer.

Le pone la mano en el hombro y la mujer se detiene, se da la vuelta. ¿Y las

mejillas?, ¿qué se ha hecho en las mejillas?, ¿se las ha quemado o se le han puesto

así por el frío? La piel del abdomen, ¿dónde está? ¿Y cómo es capaz de andar con

esos pies, negros como la grosella negra que tengo en el jardín?

La mujer tiene la mirada perdida.

Luego lo mira a los ojos.

Sonríe.

Brilla una luz en su mirada.

Y cae en sus brazos.

La pesa de doce kilos tiende a caer al suelo por más que Malin se empeña en

levantarla.

Mierda, cómo pesa. Debería poder con diez levantamientos por lo menos.

Johan Jakobsson está a su lado, bajó poco después que ella y ahora la anima

como si quisiera que, entre los dos, espantasen con el esfuerzo las malas noticias.

Johan había conseguido abrir el último fichero del disco duro de Rickard

Skoglöf el día anterior, en casa, mientras los niños dormían. Lo único que halló fue

otra serie de fotografías en las que aparecía el propio Skoglöf con Valkyria

Karlsson sobre una gran alfombra de piel, en diversas posturas de coito y con el

cuerpo pintado con unos dibujos que hacían pensar en tatuajes tribales.

—Venga, Malin.

Malin levanta la pesa, empuja hacia arriba.

—¡Venga, joder!

Pero no puede más.

Malin deja caer el peso en el suelo.

Un golpe sordo.

—Voy a correr un poco —le dice a Johan.

Tiene la frente empapada en sudor. El alcohol de la cena de la noche anterior

va saliendo a medida que aprieta el paso en la cinta.

Malin se ve en el espejo mientras corre, el sudor que le cae por la frente, su

palidez pese a que la carrera le ha encendido las mejillas. La cara. La cara de una

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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mujer de treinta y tres años. Los labios, que parecen más carnosos por el esfuerzo.

En los últimos años, su cara parece haberse encontrado a sí misma, como si la

piel se hubiese terminado de acomodar a sus mejillas. Un rasgo infantil que ella

creía desaparecido para siempre y sin dejar rastro, tras las semanas de desgaste en

el trabajo. Mira el reloj de la pared.

Las 09.24.

Johan acaba de irse.

Sí, es hora de ducharse antes de ir a ver a Viveka Crafoord.

Suena el teléfono interno.

Malin cruza corriendo la sala y coge el teléfono.

Zeke al otro lado. Nerviosísimo.

—Acaban de llamar de urgencias del hospital. Un tal Johnny Axelsson ha

llevado a una mujer a la que encontró en la carretera de la llanura, desnuda y

herida.

—Voy ahora mismo.

—Está muy mal, pero, según el médico con el que hablé, les susurró tu

nombre, Malin.

—¿Qué dices?

—Que la mujer susurraba «Malin».

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 69

Viveka Crafoord tendrá que esperar.

Todos los demás tendrán que esperar.

Todos salvo ellos tres.

Bengt Andersson.

Maria Murvall.

Y esta mujer, a la que han encontrado casi en las mismas circunstancias y

condiciones.

Las víctimas surgen de la negrura del bosque y salen a los blancos campos

nevados. ¿Dónde se halla la fuente de la violencia?

Zeke va a setenta kilómetros por hora, cuarenta más de lo permitido. El

estéreo apagado. Sólo el sonido protestón y estresado del motor. Tienen que dar

un rodeo: están arreglando un tramo, unas tuberías se han resquebrajado al

congelarse el agua que canalizaban.

La calle Djurgårdsgatan, los árboles de la Asociación de Jardinería, grisáceos

pero relucientes. La calle Lasarettsgatan y los bloques de apartamentos de alquiler

de color rosa construidos en los años ochenta.

Posmodernismo.

Malin había leído el artículo en el Correspondenten, en la serie que publicó

sobre la arquitectura de la ciudad. El uso de ese término podía resultar ridículo,

pero Malin entendía lo que el periodista había querido decir.

Giran para subir hacia el hospital. Las fachadas de latón amarillas de las

fábricas han palidecido por efecto del sol, pero el dinero municipal hace falta para

otros menesteres. Atajan por el terreno de un refugio, saben que no está permitido

conducir por ahí, que hay que rodearlo, es un rodeo muy largo, y hoy,

precisamente, no tienen tiempo.

Finalmente, llegan a la entrada de urgencias frenan levemente antes de girar

en la rotonda. Aparcan y salen corriendo hacia la recepción.

Los recibe una enfermera, una mujer robusta, de baja estatura, con los ojos

tan juntos que hacen sobresalir más aún la nariz fina.

—El doctor quiere hablar con vosotros —dice al tiempo que los guía por un

pasillo, por delante de varias consultas vacías.

—¿El doctor qué? —pregunta Zeke.

—El doctor Stenvinkel, el cirujano que va a operarla.

Hasse, piensa Malin. En un primer momento, siente cierta aversión ante la

idea de ver al padre de Markus en el ejercicio de su profesión, pero luego piensa

que, en realidad, no tiene la menor importancia.

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—Lo conozco —le susurra Malin a Zeke mientras siguen a la enfermera.

—¿A quién?

—Al médico. Te lo digo para que no te sorprenda. Es el padre del ligue de

Tove.

—Está bien, Malin.

La enfermera se detiene ante una puerta cerrada.

—Podéis pasar. No tenéis que llamar a la puerta.

Hans Stenvinkel es una persona distinta a la de la noche anterior. Nada

queda del animado anfitrión, que ha sido sustituido por un hombre estricto, serio

y sereno. Toda su persona, enfundada en el uniforme verde, irradia

profesionalidad. Saluda a Malin de un modo cálido y formal al mismo tiempo,

como con el subtítulo: «Tú y yo nos conocemos, pero tenemos por delante un

trabajo muy serio».

Zeke se retuerce en la silla, manifiestamente incómodo por la autoridad que

se respira en la consulta. Por cómo aquel hombre vestido de verde otorga cierta

dignidad al papel blanco de la pared, a la estantería de melamina de color roble y

a la superficie desgastada del sencillo escritorio de madera.

Así era antes, se dice Malin, cuando la gente sentía respeto por el médico,

antes de que Internet nos convirtiese en expertos en nuestras enfermedades.

—Podréis verla enseguida —dice Hans—. Está consciente, pero hay que

anestesiarla cuanto antes para que podamos curarle las heridas. Tenemos que

practicarle un trasplante de piel. De eso sabemos aquí. Somos el mejor hospital del

país en quemaduras.

—¿Y en heridas causadas por el frío?

—También. Desde un punto de vista médico, se parecen a las quemaduras,

así que me atrevería a afirmar que no puede estar en mejores manos.

—¿Quién es?

—No lo sabemos. Lo único que ha dicho es que quiere verte a ti, Malin. De

modo que puede que tú sepas quién es.

Malin asiente.

—Bien. En ese caso, lo mejor será que la vea. Si tiene fuerzas. Tenemos que

averiguar quién es.

—Yo diría que es capaz de mantener una conversación breve.

—¿Son graves las lesiones que presenta?

—Sí —responde Hans—. Es impensable que se las haya causado ella misma.

Ha perdido mucha sangre, pero estamos haciéndole una transfusión. Hemos

revertido la conmoción con adrenalina. Quemaduras, lesiones cutáneas

producidas por el frío, como decía, y también pinchazos, cortes, lesiones por

presión y, además, tiene la vagina destrozada. Es un milagro que no perdiera el

conocimiento. Y que la hayan encontrado a tiempo. Pero cabe preguntarse qué

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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clase de monstruos andan sueltos por la llanura.

—¿Cuánto tiempo puede haber estado deambulando así?

—Seguramente lleva en ese estado toda la noche. Las lesiones provocadas

por el frío son graves, pero creo que salvaremos la mayoría de los dedos de pies y

manos.

—¿Se han documentado las heridas?

—Sí, exactamente como queréis que se haga.

Se nota en su tono de voz que es algo que ha hecho más veces. ¿Con Maria

Murvall?

—Bien —asiente Zeke.

—¿Y el hombre que la trajo?

—Dejó su número. Trabaja en Ikea. Tratamos de retenerlo, pero nos dijo que

«al espíritu de Ingvar» lo contrariaba que la gente llegase tarde. Y no pudimos

convencerlo.

Hans la mira a los ojos.

—Te lo advierto, Malin, es como si esa mujer hubiese atravesado el

purgatorio. Es aterrador. Se precisa una voluntad inmensa para haber pasado lo

que ella ha debido de pasar.

—La gente tiene, por lo general, una voluntad de locos cuando se trata de

sobrevivir —observa Zeke.

—No todos la tienen, no todos —responde Hans en un tono sombrío y triste.

Malin asiente como confirmándole que sabe a qué se refiere. Pero ¿lo sé de

verdad?, se plantea enseguida.

¿Quién será?, se pregunta Malin mientras abre la puerta de la habitación.

Zeke se queda fuera esperándola.

Una única cama contra la pared, sólo unos destellos de luz se abren paso por

las rendijas de la persiana, vertiéndose sobre el suelo grisáceo. Se oye el ronroneo

sordo y rítmico de un monitor, en cuya pantalla brillan dos luces rojas, como los

ojos de un tejón en la penumbra. Goteros con bolsas de sangre y otros fluidos, una

sonda y, en la cama, una figura cubierta con una fina manta amarilla y la cabeza

sobre el almohadón.

¿Quién es?

La mejilla que Malin ve desde donde se encuentra está vendada.

¿Quién será?

Malin se acerca despacio y el ser que descansa en la cama emite un quejido,

gira la cabeza y… se diría que esboza una sonrisa en el espacio que queda entre las

vendas.

Las manos protegidas por gasas.

Los ojos.

Me resultan familiares.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Pero ¿quién?

La sonrisa se ha borrado. Aun así, la nariz, los ojos y el pelo se concretan en

el recuerdo de una imagen.

Rebecka Stenlundh.

La hermana de Bengt Andersson.

La mujer levanta la mano vendada y le indica a Malin que se acerque a la

cama.

Y hace acopio de todas sus fuerzas, todas las palabras deben surgir cíe golpe,

debe dejar dicha la frase completa, como si fuera la última.

—Si no salgo de ésta, tienes que cuidar de mi niño. Procura que vaya a parar

a un buen sitio.

—Saldrás de ésta.

—Hago lo que puedo, créeme.

—¿Qué pasó? ¿Te sientes con fuerzas para contármelo?

—El coche.

—¿El coche?

—En el que me llevaron.

Rebecka Stenlundh gira la cabeza y acomoda la mejilla vendada en el

almohadón.

—Luego, un agujero. Y un poste. En el bosque.

—¿Un agujero? ¿Dónde?

—En la oscuridad.

—¿Dónde en la oscuridad?

Rebecka cierra los ojos y expresa con ello una negativa: «No tengo ni idea».

—¿Y después?

—El trineo y otra vez el coche.

—¿Quién?

Rebecka Stenlundh menea despacio la cabeza.

—¿No lo viste?

Vuelve a negar con un gesto.

—Querían colgarme, como a Bengt.

—¿Eran varios?

Una vez más, otra negativa.

—No lo sé, no lo vi bien.

—¿Y el hombre que te trajo?

—Me ayudó.

—Es decir, que no viste…

—Yo le di un golpe a lo negro, le di un golpe a lo negro, yo…

Rebecka empieza a desvanecerse, cierra los ojos, murmura:

—Mamá, mamá, ¿podemos correr por entre los manzanos?

Malin se acerca a su boca.

—¿Qué has dicho?

—Quédate, mamá, quédate, no estás enferma…

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—¿Me oyes, Rebecka?

—Mi niño, encárgate…

Rebecka enmudece pero respira, el tórax se mueve, duerme o está

inconsciente; y Malin se pregunta si estará soñando, espera que Rebecka tarde

muchas noches en soñar, aunque sabe que lo hará.

La máquina que tiene al lado parpadea.

Como dos ojos rojos.

Malin se pone de pie.

Aguarda un instante junto a la cama, antes de salir de la habitación.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 70

Zeke rumbo a Ikea. Malin sube las escaleras del edificio número 3 de la calle

Drottninggatan, cuyos peldaños de piedra están salpicados aquí y allá de

incrustaciones de fósiles milenarios. Viveka Crafoord tiene la consulta en la tercera

de cuatro plantas.

No hay ascensor en el edificio.

«Crafoord Psicoterapia», anuncia en refinada caligrafía una placa de bronce

colocada en el centro de la puerta marrón. Malin empuja la manivela, pero la

puerta está cerrada con llave.

Llama al timbre.

Una vez, dos y hasta una tercera.

Entonces se abre la puerta, por la que asoma una mujer de unos cuarenta

años, con el pelo negro y lanoso y una cara redonda y afilada al mismo tiempo.

Los destellos de sus ojos castaños revelan inteligencia pese a estar medio ocultos

tras unas gafas con la montura puntiaguda en los extremos.

—¿Viveka Crafoord?

—Llegas una hora tarde.

La mujer abre la puerta un poco más y Malin toma nota de su vestimenta: un

chaleco de piel sobre una blusa vaporosa de color lila azulado que le cae sobre una

falda larga de terciopelo verde.

—¿Puedo entrar?

—No.

—Dijiste que…

—Ahora tengo un paciente. Baja al McDonald's y te llamo dentro de media

hora.

—¿No puedo esperar aquí?

—No quiero que te vea nadie.

—¿Tienes…

En ese momento, se cierra la puerta de la consulta.

—…mi número de teléfono?

Malin se queda sin respuesta, se dice que es hora de almorzar y que acaban

de darle la excusa perfecta para favorecer al puto coloso norteamericano de la

comida rápida.

En realidad, a ella no le gusta el McDonald's. Y ha llevado a rajatabla lo de no

ir a ninguno con Tove.

Minizanahorias y zumo.

Asumimos nuestra responsabilidad en el fenómeno de la obesidad infantil.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Pues dejad de vender patatas fritas, hombre. Y bebidas carbónicas. Una

responsabilidad a medias. ¿Qué valor puede tener eso?

Azúcar y grasa.

Malin abre la puerta, aunque a disgusto.

A su espalda, justo en ese momento, un autobús entra en la plaza de

Trädgårdstorget.

Después de un Big Mac y una Cheeseburguer, siente unas náuseas

acuciantes. Los colores chillones del establecimiento y los vapores de la fritura la

hacen sentirse aún peor.

¡Llama ya!

Veinte minutos. Treinta. Cuarenta.

Y suena el teléfono.

Contesta enseguida.

—¿Malin?

¡Papá! Ahora no, ahora no…

—Papá, estoy ocupada.

—Hemos estado pensándolo.

—Papá…

—Y, bueno, Tove puede venir con su novio, por supuesto.

—¿Cómo? Pero si ya le he dicho…

—Así que puedes preguntarles si aún quieren venir…

Una llamada entrante.

Malin corta la llamada de Tenerife y acepta la nueva llamada.

—Sí.

—Ya puedes subir.

La consulta de Viveka Crafoord está decorada como la biblioteca de una casa

de techos altos del siglo XIX. Libros, Freud, metros de nuevos volúmenes

encuadernados en piel. Una foto de Jung en blanco y negro en un robusto marco

dorado, alfombras orientales, un escritorio de caoba y un sillón tapizado con tela

escocesa delante de un diván de piel de color sangre de toro.

Malin se sienta en el diván, tras haber rechazado la invitación a tumbarse,

pensando que a Tove le habría encantado aquella habitación, su atmósfera de

estilo Jane Austen actualizado.

Viveka se sienta en el sillón con las piernas cruzadas.

—Lo que te voy a contar debe quedar entre tú y yo —le advierte—. No

puedes revelárselo a nadie. No debe figurar en ningún informe policial ni quedar

documentado de ningún modo. Esta reunión no se ha celebrado. ¿Estamos de

acuerdo?

Malin asiente.

—Las dos arriesgamos nuestro honor profesional si algo saliera a la luz. O si

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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se supiera que partió de mí.

—Si actúo a partir de lo que me cuentes, puedo aducir que lo hice siguiendo

mi intuición.

Viveka Crafoord sonríe.

Pero no muy convencida.

Luego vuelve a adoptar una expresión más grave y comienza a hablar.

—Hace ocho años se puso en contacto conmigo un hombre de treinta y siete

que aseguraba que quería reconciliarse con su infancia. Eso no tenía nada de raro.

Lo extraño de este caso es que, durante los cinco primeros años, no hizo ningún

progreso en absoluto. Venía un día a la semana, tenía una buena posición, un buen

trabajo. Decía que quería hablar sobre cómo había transcurrido su niñez, pero

luego me contaba todo tipo de cosas que no guardaban relación alguna con ella.

Me hablaba de programas de ordenadores, de esquí, del cultivo del manzano, de

cultos religiosos. De todo salvo de aquello sobre lo que dijo que quería hablar.

—¿Cómo se llamaba?

—Lo diré en su momento, si es necesario.

—Creo que sí.

—Pero entonces, hace cuatro años, sucedió algo. Se negó a contármelo, pero

yo creo que un familiar suyo fue víctima de una agresión, la violaron y, en cierto

modo, fue como si aquel suceso lo hubiese impulsado a cambiar de idea.

—¿A cambiar de idea?

—Sí, a empezar a desahogarse. Al principio no lo creí, pero luego… Pudo

haber algo más.

—¿Luego?

—Cuando vi que insistía.

Viveka Crafoord menea la cabeza.

—A veces me pregunto por qué ciertas personas tienen hijos —añade.

—Yo también me lo pregunto.

—Su padre fue un marinero que murió antes de que él naciera.

Eso no es correcto, piensa Malin.

Pero calla y deja que Viveka Crafoord continúe.

—El primero de sus recuerdos que pudimos rescatar juntos fue cómo su

madre lo encerraba en el armario cuando él tenía unos dos años. No quería que la

vieran con un niño. Luego, la madre se casó con un hombre violento y tuvo tres

hijos y una hija. El nuevo marido y los hijos empezaron a torturarlo como si ésa

fuese su misión primordial en la vida y, al parecer, su madre los animaba. En

invierno lo dejaban fuera, en medio de la nieve, totalmente desnudo, de modo que

se moría de frío mientras ellos cenaban en la cocina. Si protestaba, le propinaban

una paliza más salvaje de lo normal. Lo golpeaban, lo rajaban con navajas, le

echaban encima agua hirviendo y migas de galleta. Creo que los hermanos

sobrepasaron el límite incitados por el padre. Los niños pueden llegar a ser

extremadamente crueles si se los alienta. No saben que está mal. Violencia

selectiva. Al final, resulta casi como una secta. Él era el hermano mayor, pero ¿de

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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qué le servía? Niños y adultos, todos contra él solo, un niño. Se ve que los

hermanos también sufrieron algún tipo de trauma a raíz de la situación, se

convirtieron en chicos desorientados, duros, inseguros y, al mismo tiempo, firmes,

forjados en aquello que, en lo más hondo de nuestro corazón, sabemos que está

mal.

Tú crees en la bondad, constata Malin para sí. Pregunta:

—¿Cómo sobrevivió?

—Recurrió a mundos fantásticos. Se creó un universo propio. En algún

cuchitril en el bosque, no me dijo dónde. Los programas de ordenador, el interés

por cultos raros, todas esas cosas a las que los humanos nos entregamos para

controlar la existencia. Estudió. Hasta conseguir alejarse de ellos. Y lo logró. Debió

de emplear una fuerza interior impresionante. Y luego estaba la hermana, que

parecía preocuparse por él, aunque no pudiese hacer nada por ayudarle. Me

hablaba de ella, pero de forma bastante incoherente, y de algo que había sucedido

en el bosque. Era como si viviese en un mundo paralelo. Había aprendido a

separar ambos mundos. Pero después los sufrimientos de la infancia empezaron a

cobrar más protagonismo cada vez que nos veíamos. Se enfadaba con facilidad.

—¿Se ponía violento?

—Conmigo, nunca. Pero quizá fuera de aquí, sí. Lo quemaban con velas. Me

describió una cabaña en el bosque donde lo ataban a un árbol y luego le hacían

quemaduras y le echaban encima agua hirviendo.

—¿Cómo eran capaces?

—Las personas pueden hacer cualquier cosa con otro ser humano cuando,

por alguna razón, dejan de verlo como tal. La historia está plagada de ejemplos.

No es nada extraordinario.

—¿Y cómo empieza?

—No lo sé —responde Viveka Crafoord con un suspiro—. En este caso, con

la madre. O antes incluso. El hecho de que no lo quisiera sumado a la necesidad

que tenía de él. No me explico por qué no lo dio en adopción. Quizá necesitara

algo que odiar. Algo contra lo que canalizar su rabia. Su odio fue, seguramente, el

caldo de cultivo del desprecio del marido y de los hermanos.

—Pero ¿por qué no quería a su hijo?

—No lo sé. Algo debió de ocurrir.

Viveka hace una pausa.

—El último año se tumbaba en ese diván donde estás tú ahora y a ratos

lloraba, a ratos estallaba en ataques de ira. Y susurraba: «Dejadme entrar, dejadme

entrar, tengo frío».

—¿Y tú qué hacías?

—Intentaba consolarlo.

—¿Y ahora?

—Dejó de venir hace un año. La última vez que nos vimos, se disparó. Perdió

los nervios de nuevo. Se puso a gritar que las palabras no ayudaban, que sólo la

acción podría restituirlo todo a su lugar, que sabía, ahora sabía, había averiguado

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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algo. Gritaba y aseguraba que ya sabía qué había que hacer.

—¿Y no volviste a ponerte en contacto con él?

A Viveka Crafoord le sorprende la pregunta.

—Todos mis tratamientos son voluntarios —explica—. Los pacientes acuden

a mí libremente. Pero… tenía el presentimiento de que esto quizá le interesara.

—¿Tú qué crees que ha sucedido?

—Se colmó el vaso. Sus mundos terminaron enfrentándose. Podría suceder

cualquier cosa.

—Gracias —dice Malin.

—¿Quieres saber su nombre?

—No lo necesito.

—Justo lo que yo pensaba —constata Viveka Crafoord, mirando por la

ventana.

Malin se levanta, dispuesta a marcharse. La doctora le pregunta sin mirarla:

—¿Y tú? ¿Cómo te encuentras?

—¿Por qué?

—Lo llevas escrito. No es frecuente verlo tan claro, pero es obvio que

arrastras un dolor aún sin procesar o quizá un deseo.

—Sinceramente, no sé de qué me hablas.

—Bueno, aquí estoy, si quieres hablar.

Los copos de nieve descienden lentos hasta posarse sobre la tierra. Parecen

polvo, se dice Malin, partículas de hermosas estrellas que, hace millones de años,

se pulverizaron en algún punto del espacio.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 71

Ljungsbro, 1961

Pequeño cerdo repugnante.

Le voy a poner un pañal de tela.

He cubierto las paredes del armario con colchones, puede que le arroje una

manzana, algo de pan reseco. Pero ya ha dejado de gritar. Si abofeteas a un niño

en la boca varias veces seguidas, al final aprende que si grita, sólo obtendrá dolor

y que no le servirá de nada.

Así que lo encierro.

Llora sin hacer ruido cuando levanto su cuerpo de dos años y medio y lo

meto en el armario.

Psicosis de la lactancia.

Sí, señores, gracias.

Pensión infantil.

Sí, señores, gracias.

El padre murió en un naufragio. Mil seiscientas ochenta y cinco coronas al

mes. Las autoridades se lo tragaron puesto que era una historia tan triste…

Huérfano. Pero yo no quería darlo en adopción y quedarme sin los cuartos.

Mis mentiras no son mentiras porque son sólo mías. Yo creo mi propio

mundo. Y el intruso del armario lo hace realidad.

Así que cierro con llave.

Y me marcho.

Me despidieron de la fábrica cuando me vieron la barriga, no podían tener a

mujeres embarazadas delante de la cinta transportadora de galletas de chocolate,

dijeron.

Y ahora cierro con llave y él llora y yo quiero abrir y decirle que está ahí sólo

porque no existe, atragántate con la manzana, deja de respirar y puede que así te

liberes. Hijo de un polvo rápido. Pero qué va.

Mil seiscientos ochenta y cinco reales al mes.

Voy arrastrándome por el pueblo hasta la tienda de ultramarinos y llevo la

cabeza muy alta, pero sé que murmuran: «¿Dónde tendrá al pequeño? ¿Dónde

estará el pequeño?», porque saben que existes, y yo quisiera detenerme, saludar a

las damas y decirles que al pequeño, al hijo del marinero, lo tengo encerrado en un

armario oscuro, húmedo y aislado con un colchón, incluso he instalado una

válvula exactamente igual que la que utilizaron para la caja en la que mantuvieron

secuestrado al hijo de Lindbergh, como habréis visto en el reportaje de la revista

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Veckojournalen.

Nunca hablo con ese niño, pero aun así, de alguna manera, las palabras

llegan a su cabeza.

Mamá, mamá

mamá

mamá

y su sonido me repugna, es como serpientes húmedas sobre la tierra de un

bosque encharcado.

A veces veo a Kalle. Al niño lo llamé Kalle por él.

Me mira.

Tiene un aspecto torpe subido en la bicicleta y se ha dado a la botella

últimamente, y su mujer, la sumisa, le ha dado un hijo. ¿Qué va a hacer él con un

hijo? ¿Acaso cree que su sangre dará algo bueno? He visto al muchacho. Hinchado

como un globo.

El secreto es mi venganza, el beso que lanzo al aire.

No creas que me tienes, Kalle. Que me tuviste. Nadie somete a Rakel.

Nadie, nadie, nadie.

Abro el armario.

Y el niño sonríe.

Ese hijo de un polvo rápido.

Y entonces lo azoto para borrar la sonrisa de sus labios.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 72

Voy deslizándome por el frío, un día tan blanco como los campos a mis pies. La torre

del convento de Vreta es una punta ajilada en mi camino hacia Blåsvädret y el bosque de

Hultsjön.

Las voces me rodean por completo. Todas las palabras que han pronunciado a lo largo

de los años aparecen entrecruzadas formando una red hermosa y aterradora.

He aprendido a distinguir las voces que deseo oír, y las comprendo todas, aunque

mucho más allá del significado evidente de las palabras.

¿Y a quién oigo, pues?

Oigo las voces de esos hermanos: Elias, Jakob y Adam. Oigo cómo se resisten y, al

mismo tiempo, quieren hablar. Empiezo contigo, Elias, y presto oídos a lo que tienes que

decir.

Jamás te muestres débil.

Nunca, jamás.

No hagas como él, el bastardo. Era mayor que yo, que Jakob y que Adam y,

aun así, gritaba en la nieve como una mujer, como un gallina. Si te ven débil, te

tienen.

¿Y quiénes?

Esos cerdos.

Todos los que están fuera del círculo.

Aunque no se me ocurrirá jamás decírselo a mi madre ni a mis hermanos, me

he preguntado en alguna ocasión qué mal habría hecho. Por qué lo odiaba tanto

nuestra madre, por qué teníamos que maltratarlo. Veo a mis propios hijos y me

pregunto qué mal pueden hacer ellos, qué mal pudo haber hecho Karl, en

realidad. Qué nos obligó a hacer nuestra madre. Es posible que a los niños se los

pueda convencer de que cometan cualquier atrocidad.

Sé que yo no soy débil. Me veo con nueve años delante del edificio recién

pintado de blanco y recién lustrado del colegio de Ljungsbro, a primeros de

septiembre. Brilla el sol y Broman, el profesor de manualidades, está fuera

fumando un cigarrillo. Ya ha sonado el timbre y todos los niños se abalanzan

corriendo hacia la entrada, yo el primero, pero cuando voy a abrir la puerta,

Broman pone una mano encima de la mía y, con la otra en alto, me grita: «ALTO,

AQUÍ NO ENTRA NINGÚN APESTOSO». Lo grita en voz alta, muy alta, y sus palabras

hacen que la multitud de niños detenga su carrera, sus pequeños músculos

parecen congelados. Broman sonríe burlón. Todos creen que ellos son unos

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apestados, y entonces Broman grita que «AQUÍ APESTA A MIERDA. ELIAS MURVALL

APESTA A MIERDA», y empiezan las risitas, que se convierten en risas explícitas entre

los gritos broncos de Broman: «APESTADO». Y luego me aparta a un lado, me

empuja fuerte, muy fuerte contra el cristal de la puerta con su brazo peludo al

tiempo que abre la otra puerta para dejar entrar a los demás niños, que pasan

riendo y susurrando: «Apestado, mierda, aquí huele a mierda». Y yo no me

resigno, exploto, abro la boca y luego muerdo, muerdo hasta que mis colmillos se

clavan a fondo en el brazo de Broman, noto cómo la carne se aparta al paso de mis

dientes, y justo cuando él empieza a gritar, noto en la boca un sabor ferruginoso.

¿Quién es el que grita ahora, so cerdo?, ¿quién es el que grita ahora, eh?

Aflojo el mordisco.

Querían que mi madre fuese a la escuela para hablar de lo ocurrido.

Menudo cerdo, me dijo abrazándome en la cocina. Nosotros no nos hablamos

con esa gentuza, Elias.

Aquí sigo yo escuchando mientras levito. Voy flotando muy alto, a una altura en la

que el aire es demasiado tenue para los humanos y donde el frío destruye en un segundo.

Pero tu voz resuena aquí bien clara, Jakob, tan pura y clara y reluciente, transparente como

el marco de una ventana sin cristales.

Atízale a ese cerdo, Jakob, gritaba mi padre.

Atízale.

Él no es uno de nosotros por más que lo crea.

Estaba escuálido, muy flaco y, pese a que era el doble de alto que yo,

alcanzaba a darle patadas en el estómago mientras Adam lo sujetaba. Adam, que

era cuatro años menor y, aun así, más fuerte, salvaje.

Mi padre en el porche en su silla de ruedas.

¿Que cómo pudo pasar?

No lo sé.

Lo encontraron en el parque una noche. Tenía la espalda destrozada, y la

mandíbula, también. Mi madre decía siempre que debía de haberse topado en el

parque con un hombre de verdad y que Svarten estaba acabado, y le daba otra

copa, deja que reviente bebiendo, decía, ya es hora, con lo que ha bebido. Le

dábamos vueltas y vueltas en la silla alrededor de la casa y él deliraba en medio de

la borrachera e intentaba levantarse.

Fui yo quien lo encontró el día que se cayó por las escaleras. Entonces tenía

trece años. Volvía del huerto, donde había estado cogiendo manzanas verdes para

arrojárselas a los coches que pasaran por la carretera.

Sus ojos.

Me miraban fijamente, blancos y muertos, y tenía la piel de color gris en

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lugar del rojo habitual.

Me asusté. Quería gritar.

Pero, en lugar de gritar, le cerré los ojos.

Mi madre bajó desde el piso de arriba, recién bañada.

Pasó por encima del cadáver, extendió los brazos hacia mí, tenía el cabello

húmedo y templado y le olía a flores y a hojas, y me susurró al oído:

Jakob. Mi querido Jakob.

Y luego: si hay algo que debas hacer, no dudarás, ¿verdad? Entonces me

abrazó fuerte, muy fuerte, y después recuerdo las campanas y la gente vestida de

negro en la explanada, ante la iglesia del convento de Vreta.

Esa explanada.

Rodeada de un muro lleno de recuerdos del siglo XII.

Ahí acabo de aterrizar y veo lo que debiste de ver tú, Jakob. ¿Cómo te afectó esa

visión? Claro que, seguramente, todo había ocurrido muchísimo antes, ¿no? Y creo que

harás lo que haya que hacer, exactamente igual que yo lo hago ahora.

Pero no, la voz más potente aquí no es la tuya, sino la de Adam. Y lo que él dice

suena sensato y absurdo al mismo tiempo, tan desesperado y obvio como el frío invernal.

«Tenemos lo que nos pertenece, Adam, y nadie podrá arrebatárnoslo.»

La voz de mamá, sin dejar espacio para mí mismo.

Creo que tenía dos años la primera vez que comprendí que papá le pegaba,

que allí había alguien que estaba siempre, pero exclusivamente para que le

pegaran.

Existe en la violencia una obviedad que sólo la violencia posee. Beber hasta

romperse la cabeza en pedazos, golpear hasta romper la cabeza en pedazos,

romper a golpes, romper para ensamblar.

Eso es.

Yo rompo para ensamblar.

Mamá.

A ella también le gusta la claridad.

La vacilación, dice siempre, no va con nosotros.

Con el nuevo era distinto.

Él no sabía.

Un turco. Llegó al colegio en quinto. De Estocolmo. Sus padres habían

conseguido trabajo en el paraíso del chocolate. Pensaría que iba a tenerme

aperreado. Yo era el enano aquel, el que siempre estaba solo, con la ropa llena de

manchas, aquel con el que uno podía hacer… bueno, un poco lo que quisiera, para

ser alguien en el nuevo colegio.

Así que me pegaba.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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O lo intentaba.

Utilizó una puta llave de yudo y me abatió y después me dio puñetazos

hasta hacerme sangrar por la nariz y luego, cuando iba a abalanzarme sobre él,

vinieron la maestra y el conserje y Björklund, el profesor de gimnasia.

Se enteraron mis hermanos.

El turco vivía en Härna. Lo esperamos en el dique del canal, debajo de los

abedules de la orilla, escondidos en la pendiente, detrás de un tronco. Jönsen solía

tomar ese camino para ir a casa.

Y por allí apareció, tal como mis hermanos esperaban.

Se abalanzaron sobre él y lo derribaron de la bicicleta sobre la gravilla, al

lado del canal, y gritaba y señalaba los nuevos agujeros de sus vaqueros.

Jakob lo miraba fijamente, Elias lo miraba fijamente y yo observaba desde un

abedul, y recuerdo que me pregunté qué ocurriría después, aunque lo sabía.

Elias le dio una patada a la bicicleta del turco y cuando éste intentó

levantarse, Jakob le dio una patada a él, primero en el estómago y luego en la boca,

y el turco gemía mientras la sangre le manaba por la comisura de los labios.

Entonces doblé el cuadro de la bicicleta y la arrojé al canal. Luego corrí a

patear al turco yo también.

Lo pateé.

Y lo pateé.

Y lo pateé.

Sus padres ni siquiera lo denunciaron a la policía.

Se mudaron unas semanas más tarde. En el colegio nos dijeron que habían

vuelto a Turquía, pero yo no lo creo. Eran kurdos. Qué coño iban a volver a

Turquía.

De vuelta a casa después del canal.

Yo iba sentado detrás, en la Puch Dakota de Elias. Me agarraba a su barriga y

todo su cuerpo vibraba. Jakob iba en el arrastre.

Me sonreía. Yo notaba el calor de Elias.

Éramos y somos hermanos.

Todos somos uno.

Es normal.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 73

Hace calor aquí. Aquí nadie me encontrará.

El techo de tierra que tengo sobre mí es mi firmamento. Migas de galletas

bajo mi cuerpo.

Ella… ¿me golpeó?

¿Llegué a colgarla?

De no ser así, pienso intentarlo una vez, y otra, y otra. Porque si la vacío de

sangre, tenéis que permitirme que entre; si os la ofrezco en sacrificio, tenéis que

dejarme entrar.

Con Bengan fue más fácil. Pesaba mucho, pero no demasiado, y lo drogué en

Härna, en el aparcamiento, cuando pasó por allí. Llevaba el otro coche, el que

tengo con un maletero normal. Y luego, como con ella, usé el trineo para traerlo

hasta aquí.

Pero él murió demasiado pronto.

Los travesaños me los llevé de la fábrica, recorté un agujero en la valla de

alambre; había desconectado los sensores de la sala de servidores. No fue nada

fácil. Y una bata colgada en una percha hizo creer a los vigilantes que yo estaba allí

dentro; no se veía bien a través de las ventanas cubiertas de escarcha.

Por la noche, en el bosque, lo cogí, lo desangré, le saqué toda la sangre, para

que me dejarais entrar. Lo hice limpiamente.

Las cadenas, la cuerda. Arriba contigo, gordo ruinoso.

El sacrificio.

Os he hecho un sacrificio.

Pero ¿qué ha sido de ella?

Recuerdo que me desperté en el llano y ya no estaba, me arrastré hasta el

coche, conseguí entrar y me las arreglé para arrancarlo. Y aquí estoy de vuelta.

Pero ¿la dejé colgada del árbol?

¿O estaba en otro lugar?

Sí, debe de estar colgada. He enmendado los errores, he ofrecido el sacrificio.

Así que ahora no tardaréis en abrir la puerta.

Y lo haréis con amor, ¿verdad?

¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que está hecho?

En mi agujero huele a manzanas. Manzanas, migas y humo.

El letrero de la iglesia de Filadelfia está encendido en pleno día, como si

anunciara: «¡Aquí está Dios! No tienes más que entrar a verlo». El edificio del

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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templo se encuentra justo al lado del McDonald's, al final de la calle

Drottninggatan, y cuenta con un público fiel y pudiente. Malin recuerda de la

época del instituto a los fieles de las iglesias protestantes libres. Se comportaban

con educación y vestían a la moda, pero eran rarísimos, o al menos así los veía

ella. Como si les faltase algo. Como si existiera una dureza peculiar en tanto

melindre y tanta blandura.

Como algodón de azúcar con clavos dentro.

Malin otea la calle.

¿Dónde está Zeke?

Lo llamó hace un momento y le dijo que la recogería delante de la iglesia, que

irían juntos a Collins a buscar a Karl Murvall.

Por ahí viene el Volvo.

Zeke aminora la marcha y, antes de que se haya detenido del todo, Malin

abre la puerta y se sienta a su lado. Zeke, ansioso:

—¿Qué te ha contado la psicóloga?

—He prometido no revelarlo.

—Malin —le insiste Zeke con un suspiro.

—Fue Karl Murvall quien mató a Bengt Andersson e intentó asesinar a

Rebecka Stenlundh. De eso no cabe la menor duda.

—¿Y cómo lo sabes? ¿No tenía una coartada?

Zeke empieza a subir por la calle Drottninggatan.

—Intuición femenina. De todos modos, ¿qué le habría impedido desconectar

los sensores manipulando el sistema informático y practicar una abertura en la

valla metálica que rodea las instalaciones de Collins para salir por ella durante la

noche? ¿Cómo sabemos que no había terminado el trabajo de actualización antes

de aquella noche?

Zeke acelera.

—Sí, por qué no. Puede que los sensores se controlen desde la sala de

servidores —admite—. ¡Pero es que lo vieron en esa sala!

—Sí, bueno, pero los cristales estaban cubiertos de escarcha —le recuerda

Malin.

Zeke asiente, añade:

—La familia es lo peor, ¿verdad?

La verja de la entrada a los talleres de Collins parece haber crecido desde la

última vez que estuvieron allí y el bosque contiguo al aparcamiento da la

impresión de ser más denso, como si se hubiera cerrado sobre sí mismo. Los

edificios de la fábrica parecen perezosos, como deprimidos barracones de

internado al otro lado de la valla, como habitáculos listos para ser trasladados a

China el día menos pensado y alojar a trabajadores que ganan una centésima parte

de lo que perciben quienes ahora trabajan en ellos.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Otra vez vosotros, parece pensar el vigilante en su garita. No os cansáis de

venir, de obligarme a abrir la ventanilla y dejar que entre el frío.

—Venimos a ver a Karl Murvall —explica Malin.

El vigilante sonríe y menea la cabeza.

—Pues habéis venido al sitio equivocado —asegura—. Lo despidieron

anteayer.

—Así que lo despidieron…Y tú no sabrás por qué, ¿verdad? No son cosas de

las que tú te enteres, seguramente —interviene Zeke.

El vigilante se siente ofendido.

—¿Por qué lo despiden a uno?

—¿Y yo qué sé? Cuéntanos —lo anima Zeke.

—En su caso, porque se comportó de un modo extraño y amenazador con

sus compañeros. ¿Quieres saber más?

—Es suficiente —ataja Malin, sin ganas de preguntar por la noche del

asesinato y por la valla. Está claro que, de alguna manera, Karl Murvall salió de la

fábrica aquella noche.

—¿Podernos emitir una orden de búsqueda y captura?

Malin le hace la pregunta a Zeke mientras se dirigen en coche desde la

fábrica Collins rumbo a la carretera principal. Se cruzan con un camión cuya carga

se bambolea peligrosamente.

—No. Para eso hay que tener algo concreto.

—Lo tengo.

—Ya, pero algo que no puedes revelar.

—Sé que es él.

—Debes tener algo más, Fors. Siempre podemos pedirle que venga para

interrogarlo.

Salen a la carretera principal y tienen que hacerse a un lado para dejar paso a

una Cruiser BMW que supera la velocidad permitida en cuarenta kilómetros por

lo menos.

—Pero para eso tenemos que dar con él.

—¿Crees que estará en su casa?

—Podemos probar.

—¿Te importa que ponga música?

—Como quieras, Zeke.

Unos segundos después, cien voces alemanas inundan el coche. Ein bisschen

Frieden, ein bisschen Sonne…

—Versión coral de éxitos populares —grita Zeke—. Es algo que siempre

anima, ¿verdad?

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Han dado ya las tres y media, cuando llaman a la puerta del apartamento de

Karl Murvall en la calle Tannerforsvägen. El barniz de la puerta está

descascarillado y, por primera vez, Malin advierte que la escalera necesita una

reparación, que nadie parece haberse preocupado por mantener en condiciones las

zonas comunes.

Nadie abre.

Malin mira por la ranura del correo. Ve diarios y cartas en el suelo.

—Ni siquiera podemos pedir una puta orden de registro —se lamenta

Malin—. No puedo aducir lo que me contó Viveka Crafoord, y el hecho de que

hayan atacado a Rebecka Stenlundh no nos autoriza a irrumpir aquí.

—¿Dónde estará? —pregunta Zeke como para sí.

—Rebecka Stenlundh mencionó algo de un agujero en el bosque.

—No estarás insinuando que tenemos que internamos en el bosque otra vez,

¿verdad?

—¿A quién vimos, si no, aquella noche? Era él. Seguro.

—¿Crees que se refugia en la cabaña de caza?

—Lo dudo. Pero algo hay en el bosque. Lo siento y lo presiento.

—Entonces, ¿a qué esperamos? —dice Zeke.

El mundo se encoge expuesto al frío. Se reconcentra en un espacio oscuro que

contiene todo cuanto se halla bajo la atmósfera. Se hace un paquete y se reduce a

un agujero negro intransitable.

Tú, bosque tenebroso de Götaland Oriental, guardas secretos, se dice Malin.

La nieve se ha endurecido desde la última vez y la costra de hielo resiste el peso.

Quizá el río haya convertido la nieve en hielo. Una edad del hielo que irrumpe en

tan sólo unos meses y que transforma para siempre la vegetación, el paisaje, el

tono del bosque. Los árboles los rodean como gruesas columnas antiguas.

Un paso detrás de otro.

De todos los niños que nadie ve, de aquellos niños abandonados de los que

no se preocupan ni padres di madres, de los que el mundo se desentiende,

siempre hay alguno que vulnera la norma, alguno que llega a actuar fuera de sí, y

el mundo que lo ignoró deberá asumir las consecuencias.

En la Tailandia de Karin.

En la Bosnia y la Ruanda de Janne.

En Estocolmo.

En Linköping.

En Ljungsbro, en Blåsvädret.

Es así de sencillo, concluye Malin. Cuidar de los pequeños, de los débiles.

Demostrarles cariño. La maldad no puede darse por supuesta, no existe de forma

natural. La maldad se genera. En cambio, sí creo que existe una bondad natural.

Aunque no ahora, no en este bosque; de aquí ha huido la bondad hace ya tiempo.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Aquí sólo existe el instinto de supervivencia.

Dedos doloridos enfundados en guantes imposibles de fabricar lo bastante

gruesos.

—Joder, qué frío —se queja Zeke y a Malin le da la impresión de haber oído

esas palabras mil veces en las últimas semanas.

Las piernas se vuelven menos dóciles a medida que se impone la oscuridad,

a medida que el frío se cuela en el cuerpo. Los dedos de los pies han desaparecido.

Y los de las manos. Ni dolor sienten ya.

La cabaña de los Murvall está helada y desierta. La nevada ha cubierto las

huellas de los esquís.

Malin y Zeke se han detenido delante de la cabaña.

Aguzan el oído, pero no se oye nada, sólo el bosque invernal sin aromas ni

sonidos que los rodea.

Pero yo lo siento, lo siento. Ahora estás cerca.

Me habré quedado dormido. La chimenea está fría, no arden los troncos,

tengo frío, he de encenderla otra vez para que esté caldeado cuando vengan a

dejarme entrar. Mi agujero es mi hogar.

Siempre ha sido mi único hogar. El apartamento de la calle Tanneforsvägen

nunca fue mi hogar. Era sólo una habitación donde dormía y pensaba, intentando

comprender.

Preparo la leña, enciendo, pero falla.

Tengo frío.

Pero tiene que estar caldeado cuando me dejen entrar, cuando ella venga a

darme su cariño.

—Aquí no hay nada, Fors. Hazme caso.

El claro que precede a la cabaña. Un lugar totalmente mudo, rodeado de

árboles, de bosque y de una oscuridad impenetrable.

—Te equivocas, Zeke.

Aquí hay algo. Algo que se mueve. ¿Es el mal? ¿El diablo? Percibo el olor.

—Dentro de cinco minutos nos quedaremos totalmente a oscuras. Yo me

vuelvo al coche.

—Adentrémonos sólo un poco más —dice Malin al tiempo que comienza a

caminar.

Se adentran unos cuatrocientos metros en el denso bosque, cuando Zeke

estalla:

—¡Nos damos la vuelta ahora mismo!

—Un poco más.

—No.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Y Malin se da la vuelta, emprende el regreso al coche y no alcanza a advertir

el claro que hay a tan sólo cincuenta metros bosque adentro, donde un tenue

humo ceniciento empieza a ascender despacio por la pequeña chimenea del tejado

de un subterráneo.

El motor ruge cuando el coche se acelera mientras pasan por delante del

campo del club de golf cercano al convento de Vreta.

Curioso, piensa Malin. Dejan fuera las banderas durante el invierno. No me

había fijado antes. Es como si estuvieran ahí para alguien.

Y al cabo de un rato dice:

—Vamos a ver a Rakel Murvall. Ella sabe dónde está.

—Estás loca, Malin. No te acercarás a más de quinientos metros de esa

señora. Ya me ocuparé yo.

—Pero ella sabe dónde está.

—Me da igual.

—Pues que no te dé.

—He dicho que no. Te ha demandado por acoso. Ir allí ahora sería un

suicidio profesional.

—Mierda.

Malin estrella la mano contra el salpicadero.

—Llévame adonde tengo el coche. Lo dejé en el aparcamiento del

McDonald's.

—Vaya, mamá, ¡qué animada se te ve! —dice Tove desde el sofá al tiempo

que levanta la vista del libro de bolsillo que tiene entre manos.

—¿Qué estás leyendo?

—Espectros. Ibsen. Una obra de teatro.

—¿No es contradictorio leer teatro? Lo que hay que hacer es verlo, digo yo.

—Funciona si tienes imaginación.

La tele está encendida: el programa Jeopardy. El presentador de Gran

Hermano, Adam Alsing, tan gordo, embutido en un traje amarillo.

¿Cómo es posible que Tove lea esa clase de literatura, teniendo estos

antecedentes?

—¿Has estado fuera, mamá?

—Sí, en el bosque.

—¿Y eso?

—Zeke y yo estábamos buscando una cosa.

Tove asiente, no le preocupa lo más mínimo si encontraron o no lo que

buscaban y vuelve a centrarse en su libro.

El asesinó a Bengt Andersson. E intentó asesinar a Rebecka Stenlundh.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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¿Quién es Karl Murvall? ¿Dónde estará?

Mal rayo parta a Rakel Murvall.

Y a sus hijos.

En la mesa, delante de Tove, hay un libro de ciencias sociales abierto. Formas

de gobierno, reza el título, ilustrado con una foto de Göran Persson y otra de un

imán desconocido para Malin. A la gente se la puede moldear para lo que sea. Ni

más ni menos.

—Tove, el abuelo me ha llamado hoy. Al final resulta que no les importa y

podéis ir a Tenerife los dos, Markus y tú.

Tove aparta la vista del televisor.

—Ya no me apetece —responde—. Además, no será fácil explicarle al abuelo

que tendrá que seguirnos el rollo de la mentira sobre la otra visita.

—¡Dios! Es verdad —recuerda Malin—. ¿Cómo puede complicarse tanto algo

tan sencillo?

—Yo no quiero ir, mamá. ¿Tengo que decirle a Markus que el abuelo ha

cambiado de opinión?

—No.

—Pero ¿y si vamos en otra ocasión y el abuelo empieza a hablar de que no

quisimos ir la vez anterior pese a que nos dijeron que sí?

Malin exhala un suspiro.

—¿Y por qué no decirle a Markus la pura verdad?

—Pero ¿cuál es la verdad?

—Pues que el abuelo ha cambiado de opinión pero que tú no quieres ir.

—¿Y la mentira? ¿No importa?

—No lo sé, Tove. Una mentira tan insignificante no puede tener

consecuencias graves.

—Pues ya está. Entonces podemos ir.

—¡Pero yo creía que no querías ir!

—Y no quiero, pero podría, si quisiera. Es mejor que el abuelo sufra una

decepción. Así aprenderá.

—O sea que quieres ir a Åre, ¿no?

—Ajá.

Tove se da la vuelta y alarga el brazo hacia el mando a distancia.

Cuando Tove se va a dormir, Malin se sienta un rato en el sofá. Luego se

levanta, se dirige al vestíbulo, se cuelga la funda con la pistola y se pone el anorak.

Antes de salir, revuelve en el primer cajón del mueble de la entrada. Encuentra lo

que busca y se lo guarda en el bolsillo del vaquero.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 74

Viernes, 17 de febrero

Linköping en la medianoche del jueves de un febrero helador. Los letreros

luminosos de los comercios del centro compiten con las farolas por bañar de un

calor imaginario las calles, donde los que están sedientos y solos y ávidos de

diversión deambulan por bares y restaurantes como investigadores polares de

abultados abrigos en busca de compañía.

Ni una cola ante ningún local.

Hace demasiado frío.

Las manos de Malin en el volante.

La ciudad al otro lado de las ventanillas del coche.

Los autobuses rojos y naranjas, parados con el motor en marcha en la plaza

Trädgårdstorget, llenos de jóvenes que vuelven a casa con las mejillas encendidas,

cansados, pero con la mirada esperanzada.

Gira el volante y entra en la calle Drottninggatan camino del río Stångån,

pasa ante las ventanas de la inmobiliaria Svensk Fastighetsförmedling.

El sueño de un hogar.

De unas bonitas vistas al despertar.

La ciudad está llena de sueños, por mucho frío que haga. Pase lo que pase.

Y yo, ¿con qué sueño?, se pregunta Malin.

Con Tove. Con Janne. Daniel.

Mi cuerpo puede soñar con él.

Pero ¿qué espero yo? ¿Qué deseos comparto con los jóvenes del autobús?

Abre el portal del bloque de alquiler, que ni siquiera de noche cierran con

llave.

Malin sube despacio las escaleras, de puntillas. No quiere desvelar a nadie su

presencia.

Se detiene ante la puerta del apartamento de Karl Murvall.

Aguza el oído.

Pero la noche está muda y al otro lado de la puerta, debajo de la ranura del

correo, el suelo sigue cubierto de periódicos y cartas que nadie ha recogido.

Da unos golpecitos en la puerta.

Espera.

Luego, introduce la ganzúa por la cerradura. Forcejea hasta que se abre con

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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un leve clic.

Rancio olor a cerrado, pero no hace frío, los radiadores estarán encendidos

para evitar que se congelen los tubos. La previsión del ingeniero, la rebelión ante

la certeza que sin duda tiene Karl Murvall: «Nunca volveré a vivir aquí, de modo

que, ¿qué importa que se congelen los radiadores?».

Claro que podría encontrarse aquí. Existe una posibilidad remota.

Malin se queda inmóvil.

Aguza el oído.

¿Debería sacar el arma?

No.

¿Y encender la luz?

Tengo que encender la luz.

Malin pulsa el interruptor que hay junto a la puerta del baño y la entrada se

ilumina. Tiene los anoraks y los abrigos colgados en una hilera perfecta bajo el

estante de los sombreros.

Aguza el oído.

Sólo silencio.

Se desplaza rápido de una habitación a otra y luego vuelve a la entrada.

All clear, se dice.

Mira a su alrededor, abre los cajones del mueble del recibidor. Guantes, un

gorro, papeles.

Una nómina.

Cincuenta y siete mil coronas.

Fantasía informática. Pero ¿qué significa un poco de dinero?

Malin se dirige a la cocina. Rebusca en los cajones, observa las paredes

desnudas salvo por el cuco que adorna una de ellas.

El reloj marca casi la una. No te asustes si canta el cuco. No tardará en

hacerlo. La sala de estar. Cajones atestados de papeles: notificaciones bancarias,

publicidad, nada fuera de lo normal.

De pronto, Malin repara en un detalle. No hay armarios en el apartamento.

La entrada debería tener alguno, pero no es así.

Malin vuelve al recibidor.

Sólo ve las marcas que en su día dejó un armario, disimuladas bajo una capa

de pintura.

«… lo encerraba en el…»

Malin entra en el dormitorio. Pulsa el interruptor de la luz, pero la habitación

sigue a oscuras. Hay una lámpara sobre un escritorio, junto a la ventana. El

dormitorio da a un patio trasero y la luz de un farol de jardín arroja un resplandor

grisáceo sobre las paredes del edificio.

Enciende la lámpara.

Un cono de luz desvaído baña la mesa, en la que alguien ha raspado con un

cuchillo.

Se da la vuelta.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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El ruido de un vehículo que se detiene ante el edificio. La puerta del coche

que se cierra. Se toca la funda con la mano. La pistola, que por lo general detesta

llevar, le parece ahora una maravilla. Se oye el golpe de la puerta del portal al

cerrarse. Malin se dirige a la entrada mientras los pasos se acercan por la escalera.

Y resuena la llave en la cerradura del piso de abajo.

Alguien cierra la puerta despacio.

Malin respira aliviada.

Vuelve al dormitorio y entonces ve el armario. Está a los pies de la cama.

Malin enciende el aplique que hay fijado a la pared para ver mejor y advierte que

el armario está montado de modo que la luz incida directamente sobre él.

Hay un candado en el tirador.

Algo tiene ahí encerrado.

¿Un animal?

Con mano experta, introduce la ganzúa. Es un modelo complicado y tres

minutos más tarde empieza a sudar.

Pero el candado cede por fin con un clic y, ¡ya está!, abierto. Malin abre la

puerta y mira en el interior.

Te veo, Malin. ¿Qué ves? ¿La verdad? ¿Te infunde seguridad o miedo lo que tienes

delante? ¿Dormirás mejor por las noches a partir de ahora?

Míralo, mírame, mira a Rebecka, o a Lotta, como siempre se llamará para mí.

Estamos solos.

¿Podrá tu verdad remediar nuestra soledad?

Malin ve las paredes interiores del armario forradas de un papel estampado

con un árbol estilizado cargado de manzanas verdes. En el fondo, junto a un

paquete de galletas Maria, varios libros sobre el culto vikingo a los dioses Ases y

sobre psicoanálisis, una Biblia y un ejemplar del Corán. Y un cuaderno con las

tapas negras.

Malin lo hojea.

Un diario.

Una letra pulcra y tan pequeña que apenas puede leerse.

Sobre el trabajo en Collins.

Las sesiones con Viveka Crafoord.

Más adelante, a juzgar por el cambio de letra, se diría que algo deja de

funcionar en quien escribe, como si fuera otra la mano la que sostiene el bolígrafo.

Es una letra nerviosa, ya no figuran las fechas, el estilo se vuelve fragmentario.

«… en febrero estaremos en pleno invierno…»

«… ya lo sé, ya sé a quiénes hay que sacrificar…»

Y una y otra vez: «Dejadme entrar».

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Al final del diario hay un mapa detallado. Blåsvädret, una plantación y, en

medio, un árbol, cerca del lugar donde hallaron el cadáver de Bollbengan, y

también se ve marcada una zona del bosque, próxima a la cabaña de los Murvall.

Habló con nosotros tranquilamente.

Con este diario a la espalda, con todo esto en su interior.

Tuvimos delante al mundo entero en su peor faceta y todos lograron

representar su papel, todos consiguieron permanecer en la realidad tal y como la

conocemos.

Malin oye el aullido de todas las voces de Karl Murvall. Surgen del armario,

del dormitorio y llegan hasta el fondo de su ser. Una corriente fría la atraviesa, un

frío mucho peor que el de los grados bajo cero que pueda hacer fuera.

Puntos de ruptura.

Por dentro y por fuera.

El mundo imaginario.

El mundo real.

Ambos se encuentran. Y en lo más hondo de su conciencia, Karl Murvall sabe

cuáles son las condiciones. Juega al juego. Y se dice: me libraré, como último

resquicio al que la razón se aferra antes de que la conciencia y el instinto se hagan

uno.

Otro mapa.

Otro árbol.

En el que ibas a colgar a Rebecka, ¿verdad?

No desesperes, Malin. Aún no ha terminado.

Veo a Rebecka en la cama. Está dormida. La operación de trasplante de piel a las

mejillas y al abdomen ha salido muy bien, no quedará tan guapa como antes,

probablemente, pero hace ya mucho tiempo que no piensa en estar guapa. No sufre ningún

dolor. Por sus venas corre sangre nueva y su hijo duerme en la cama de al lado.

Karl lo tiene peor.

Lo sé. Sé que debería estar enfadado con él por lo que me hizo. Pero también sé que

está en su frío agujero subterráneo, envuelto en mantas delante de una chimenea donde el

fuego se extingue y no veo nada salvo que es el hombre más solo del planeta. Apenas se

tiene a sí mismo siquiera, cosa que hasta yo tuve, incluso cuando más desesperado me

sentía y llegué a cortarle la oreja a mi padre.

Así que no puedo estar enfadado con esa soledad, porque sería tanto como enfadarse

con la humanidad, y eso es, si no imposible, al menos sí desesperanzador. En el fondo

somos buenos, bienintencionados, ¿verdad?

Otra vez sopla ese viento frío.

Malin.

Debes continuar.

No alcanzaré el sosiego hasta que ese viento amaine.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Malin deja el diario donde lo encontró.

Se maldice por haber dejado en él sus huellas dactilares, pero ya no importa.

¿A quién llamo?

¿A Zeke?

¿A Sven Sjöman?

Malin coge el móvil, marca un número. Cuatro tonos de llamada y alguien

responde.

La voz somnolienta de Karin Johannisson.

—Aquí Karin.

—Soy Malin. Perdona que te moleste a estas horas.

—No pasa nada, Malin. Tengo el sueño ligero.

—¿Puedes venir a un apartamento de la calle Tanneforsvägen, número 34?

Ultimo piso.

—¿Ahora?

—Sí.

—Estaré ahí dentro de quince minutos.

Malin examina la ropa de Karl Murvall. Encuentra varios cabellos.

Los mete en una bolsa para congelados que encuentra en la cocina.

Oye otro coche que se detiene delante del portal. La puerta que se cierra. Se

asoma al rellano y susurra: «Karin, estoy aquí arriba».

—Estoy subiendo.

Malin le enseña el piso.

De nuevo en la entrada, Karin le dice:

—Tendremos que examinar el armario y todo el apartamento.

—No es ésa la razón por la que te he llamado a ti primero, sino por esto.

Quiero una prueba de ADN de esto.

Malin le entrega la bolsa donde ha guardado los cabellos.

—Inmediatamente —añade—. Y contrástalos con el perfil del que violó a

Maria Murvall.

—¿Son de Karl Murvall?

—Sí.

—Si me voy ahora mismo al laboratorio, estará listo para mañana temprano.

—Gracias, Karin. ¿Tan pronto?

—Con un pelo intacto es pan comido. No somos unos pardillos totales,

¿sabes? Pero ¿por qué es tan importante?

—Pues no lo sé, pero es importante.

—¿Y todo esto?

Karin abarca el resto del apartamento con un gesto de la mano.

—Están tus colegas, aunque no sean tan agudos como tú, ¿no?

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Cuando Karin gira y desaparece, Malin llama a Sven Sjöman. Transmite el

mensaje. Pone en marcha lo que se ha de poner en marcha.

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Capítulo 75

El dormitorio del apartamento está iluminado por los focos de los técnicos.

Sven Sjöman y Zeke miran con gesto cansino mientras revisan el armario.

Antes, por teléfono, Sjöman le preguntó a Malin por qué había ido al apartamento

y cómo había entrado. «Una intuición. Y la puerta estaba abierta», le respondió

ella. Y Sven no insistió.

Zeke se pone unos guantes de látex, coge el diario, lo hojea y lo lee por

encima, lo vuelve a dejar.

Malin se lo mostró a Sven y a Zeke en cuanto llegaron, los textos y los mapas,

sumó uno más uno, conectó unas cosas con otras, les explicó las medidas que

había adoptado y que Karin ya había estado allí, les expuso una imagen completa

de lo que debió de ocurrir, de los sucesos que condujeron al punto en el que se

encontraban. Notó que los cansaba con su relato más de lo que ya estaban, que su

adormilamiento se interponía entre ellos y las palabras de Malin y que no eran

capaces de asimilar lo que les decía, aunque Sven asentía todo el rato como para

confirmar que le parecía verosímil.

—Joder —masculla Zeke mirando a Malin, que está sentada delante del

escritorio pensando en una taza de café.

—¿Dónde crees que se encuentra ahora?

—Creo que está en el bosque. En algún lugar próximo a la cabaña.

—Pues nosotros no lo encontramos.

—Puede hallarse en cualquier sitio.

—Está herido, eso lo sabemos. Rebecka Stenlundh dijo que lo había

golpeado.

Un animal herido.

—Hemos dado la alarma en todo el país —observa Sven—. Existe la

posibilidad de que se haya suicidado.

—¿Mandamos al bosque una patrulla canina? —pregunta Malin.

—Esperaremos hasta mañana a primera hora. Ahora está demasiado oscuro.

Y los perros no huelen nada con tanto frío, así que no sé si es muy buena idea. Los

de la brigada canina están avisados —señala Sven—. Lo están buscando todos los

coches. Y lo único que apunta a que se encuentra en el bosque son los puntos

marcados en los mapas del diario.

—Eso es mucho —objeta Malin.

—Ayer tarde no estaba en la cabaña. Si está herido, se habrá ido derecho a un

lugar en el que refugiarse y allí seguirá. O sea, que es bastante improbable que esté

en la cabaña ahora.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Pero puede hallarse en las inmediaciones.

—Eso tendrá que esperar, Fors.

—Malin —dice Zeke—, yo estoy con Sven. Son las cinco de la mañana y no se

encontraba en la cabaña ayer por la tarde.

—Fors, vete a casa a dormir —le aconseja Sven—. Será mejor para todos que

descanses un poco. Mañana pensaremos dónde puede estar, sin ideas

preconcebidas.

—No, yo…

—Malin —insiste Sven—, ya te has pasado de la raya, tienes que descansar.

—Tenemos que encontrarlo. Yo creo…

Malin deja la frase inconclusa, consciente de que no entenderían su modo de

razonar.

De modo que se levanta y sale de la habitación.

Al bajar la escalera se cruza con Daniel Högfeldt.

—¿Karl Murvall es sospechoso del asesinato de Bengt Andersson y de la

agresión a Rebecka Stenlundh? —Como si nada hubiera ocurrido.

Malin no le contesta.

Lo aparta y continúa bajando la escalera.

Está cansada y estresada, piensa Daniel mientras sube los últimos peldaños

hacia el apartamento cuya puerta vigilan dos policías uniformados.

Puede que no sea tan fácil entrar.

Pero no seré yo quien no lo intente.

A Malin no parece importarle que haya rechazado la oferta del Expressen.

¿Acaso lo esperaba? Ninguno es para el otro más que un buen rollo de vez en

cuando, ¿no? Algo para el cuerpo, más que para el alma.

Qué guapa estabas, Malin, cuando me has apartado para pasar.

Terriblemente guapa, cansada y hecha polvo.

El último peldaño.

Daniel sonríe a los policías.

—Ni lo sueñes, Högfeldt —le dice el más alto, devolviéndole la sonrisa.

A veces, cuando Malin cree que el sueño tardará en apoderarse de ella, la

sorprende venciéndola en tan sólo unos minutos.

La cama está caliente bajo su cuerpo mientras duerme.

El lecho es el blando suelo de una habitación blanca de paredes traslúcidas

que se mece al ritmo de una brisa cálida.

Al otro lado de las paredes los ve a todos como sombras desnudas: mamá,

papá, Tove, Janne, Zeke también está, y Sven Sjöman y Johan Jakobsson, Karim

Akbar y Karin Johannisson, y Börje Svärd y Anna, su mujer. Los hermanos

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Murvall, Rebecka y Maria y un ser grande y gordo que juguetea con un balón

entre las manos. Markus también aparece, y Biggan y Hasse, y el vigilante de la

garita de la fábrica Collins, y Gottfrid Karlsson, Weine Andersson y la enfermera

Hermansson, y los acosadores de Ljungsbro, Margaretha Svensson, Göran

Kalmvik y Niklas Nyrén, y muchos, muchos más, todos se encuentran en el sueño,

como combustible para sus recuerdos, como una carta náutica para guiar su

conciencia. Todas las personas implicadas en los sucesos de las últimas semanas

son boyas ancladas en un espacio iluminado que puede ser cualquier cosa. Y en

medio de ese espacio reluce Rakel Murvall. Un resplandor negro palpita en su

sombra.

Suena el despertador de la mesilla de noche que tiene a su lado. Una señal

digital chillona y penetrante. Son las 07.35.

Una hora y media más tarde, habrá pasado el momento de soñar.

El Correspondenten en el suelo del vestíbulo.

No trae ninguna novedad, por una vez, pero seguramente se debe al retraso

de la imprenta.

Lo han sacado todo sobre Rebecka Stenlundh, que es hermana del asesinado

Bengt Andersson, pero nada sobre Karl Murvall, ni tampoco que anoche

efectuaron un registro en su apartamento.

Para entonces, el diario estaría ya imprimiéndose. Sin embargo, seguro que

lo recogen en la versión digital. No tengo ganas de mirar ahora y, además, ¿qué

puede decir que yo no sepa ya?

Daniel Högfeldt firma algunos de los artículos.

Como de costumbre.

¿Fui demasiado antipática con él anoche? Tal vez debería darle una

oportunidad sincera para que demuestre quién es.

Siente el calor del agua de la ducha en el cuerpo y empieza a despertar. Se

viste. De pie, junto al fregadero, se toma una taza de Nescafé descafeinado que se

ha preparado con agua templada en el microondas.

Ojalá encontremos hoy a Karl Murvall, se dice. Vivo o muerto.

¿Se habrá quitado la vida?

Todo es posible en la situación en que se encuentra.

¿Sería capaz de cometer otro asesinato?

¿Fue él quien violó a Maria Murvall? Karin tendrá la prueba hoy por la

mañana.

Malin suspira y contempla la iglesia de Sankt Lars y los árboles desde la

ventana. Las ramas no han cedido ante el frío y se encrespan rebeldes en todas

direcciones. Exactamente igual que las personas de estas latitudes, se dice Malin al

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ver las fotos del escaparate de la agencia de viajes. Esto no es habitable y, aun así,

aquí es donde nos hemos creado un hogar.

Malin vuelve a su cuarto y se ajusta la funda con la pistola.

Abre la puerta del dormitorio de Tove.

La más bonita del mundo entero.

Y la deja dormir.

Karim Akbar lleva bien cogido de la mano a su hijo, siente a través del

guante los dedos del pequeño de ocho años.

Caminan rumbo al colegio por el sendero cubierto de arena. Los bloques de

alquiler de Lambohov, de tres y cuatro plantas, parecen estaciones lunares

dispuestas al azar en una llanura desierta.

En condiciones normales, es su mujer la que lleva al colegio al pequeño, pero

hoy le dolía la cabeza y no ha sido capaz de levantarse.

El caso está resuelto. Sólo tienen que coger al asesino. Y luego todo habrá

terminado, ¿no?

Malin ha hecho bien su trabajo. Y Zekejohan y Börje. Sven representa la

firmeza. ¿Qué haría yo sin ellos? Mi papel consiste en animarlos, en mantenerlos

contentos. ¡Qué misión más insignificante en comparación con lo que hacen ellos!

En comparación con el modo en que se ocupan de las personas.

Malin. Ella es, en más de un sentido, el investigador ideal. Intuitiva,

emprendedora y no poco maniática. ¿Inteligente? Por supuesto. Pero de la mejor

manera. Sabe encontrar atajos, se atreve a correr riesgos. Aunque nunca es

temeraria. O, al menos, no suele serlo.

—¿Qué haréis hoy en el colegio?

—No lo sé. Lo de siempre.

Luego, Karim y su hijo continúan caminando en silencio. Una vez delante del

edificio de ladrillo blanco de la escuela, Karim le abre la puerta al pequeño, que

desaparece como engullido por el pasillo escasamente iluminado.

El Correspondenten está junto al buzón, en la carretera.

Rakel Murvall abre la puerta de su casa y sale al porche, constata que hace

un frío húmedo, de ese que afecta a las articulaciones. Pero ella se ha visto libre de

esa clase de tormentos físicos, se dice: yo moriré de golpe y porrazo, no pienso

verme en la cama de un hospital gimiendo, incapaz de contener mi propia mierda.

Camina por la nieve con cautela, le preocupan sus huesos.

El buzón parece muy lejano, pero se va acercando a cada paso que da.

Sus hijos duermen todavía, pronto despertarán. Ella prefiere leer el diario ya

en lugar de esperar a que se lo lleven, o de leer las últimas noticias en el teletexto,

en la sala de estar.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Levanta la tapa del buzón y allí está el periódico, encima de unas tijeretas

muertas que sólo se distinguen a medias.

Una vez dentro, se sirve una taza de café recién hecho y se sienta en la

cocina.

Lee los artículos del asesinato de Bengt Andersson y de la agresión, los lee

una y otra vez.

¿Rebecka?

Comprendo lo sucedido.

No soy tan tonta.

Los secretos. Las sombras del pasado. Mis mentiras… empiezan a filtrarse

por las rendijas de sus cofres agrietados. «Su padre era marinero.» Como siempre

les dije a los chicos.

«¿Su padre era Kalle el de la Curva? ¿Nos has mentido todos estos años?

¿Qué más nos has ocultado? ¿Por qué nos obligasteis papá y tú a torturarlo así? A

odiarlo. A nuestro propio hermano…»

Y quizá incluso a más personas.

«¿Cómo se cayó papá por las escaleras? ¿Le empujaste? ¿Nos has mentido

también sobre lo que ocurrió aquel día?»

Hay que sofocar las verdades. No hay que sembrar la duda. Aún no es

demasiado tarde. Veo la posibilidad.

Ella, Rebecka, anduvo vagando por la llanura desnuda, igual que Maria.

—¡Bravo, Malin!

Karim Akbar le aplaude al verla entrar en la comisaría. Malin sonríe.

Piensa: «¿bravo? ¿Bravo por qué? Aún no hemos terminado».

Se sienta ante su escritorio.

Entra en la página web del Correspondenten.

Han colgado un breve artículo sobre el registro en la casa de Karl Murvall,

donde también explican que se ha emitido una orden de búsqueda. No extraen

conclusiones, pero mencionan la conexión con la investigación por asesinato y con

la demanda de acoso contra la policía presentada por su madre.

—Magnífico trabajo, Malin.

Karim se coloca junto a su mesa. Malin levanta la vista.

—No ha sido totalmente conforme a la norma establecida, pero, entre tú y yo,

lo que cuenta es el resultado, y, claro, a veces, para conseguir algo, tiene uno que

aplicar sus propias reglas.

—Tenemos que encontrarlo —señala Malin.

—¿Qué quieres hacer?

—Quiero acosar a Rakel Murvall.

Karim observa a Malin de hito en hito, y ella le corresponde mirándolo a los

ojos con toda la gravedad de que es capaz.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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—Ve —responde el jefe de policía al fin—. Yo asumiré las posibles

consecuencias. Pero ve con Zeke.

Malin contempla las mesas de la gran oficina. Sven Sjöman no ha llegado

aún. Sin embargo, Zeke despliega un nervioso vaivén delante de su escritorio.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 76

Reina el silencio en el coche.

Zeke no ha expresado su deseo de poner música y a Malin le gusta el sonido

monótono del motor.

La ciudad es la misma de hace dos semanas, tan voraz como siempre:

Skäggetorp, lleno de vida estática; los cubos comerciales de Tronby, igual de

burdos; el lago Roxen, cubierto de nieve, tan compacto como de costumbre, y las

casas de la ladera cercana al convento de Vreta, con su atractivo bienestar habitual.

Nada ha cambiado, se dice Malin. Ni siquiera el tiempo. Pero de pronto cae

en la cuenta de que Tove sí parece haber cambiado. Tove y Markus. Tove empieza

a mostrar un nuevo tono, menos rebelde e introvertido, más comunicativo y

abierto, más seguro. Y te sienta muy bien, Tove, piensa Malin. Estoy convencida

de que te convertirás en una adulta de lo más agradable.

Y yo, por mi parte, le daré a Daniel Högfeldt la oportunidad de ser algo más

que un toro de monta.

Hay luz en los hogares de Blåsvädret. Los hermanos y sus familias están en

casa. La vivienda blanca de Rakel Murvall se alza al final de la calle

Blåsvädersvägen, solitaria allí donde termina la calzada.

El humo que brota de la nieve acaricia las fachadas y tras los pálidos velos

del invierno hay secretos aún por desvelar, se dice Malin. Tú harías cualquier cosa

por salvaguardar tus secretos, ¿verdad, Rakel?

Pensión infantil.

Un niño con el que te quedaste sólo por el dinero. Una suma insignificante.

Pero quizá no tan nimia para ti. Lo suficiente para vivir, o casi.

¿Y por qué lo odiabas tanto? ¿Qué hizo contigo Kalle el de la Curva? ¿Te hizo

algo en aquella ocasión en el bosque, igual que alguien se lo hizo a Maria? ¿Acaso

te tomó por la fuerza? ¿Fue así como te quedaste embarazada? Y por eso odiabas

al niño que nació. Quizá habrías querido darlo en adopción, ¿no? Pero entonces se

te ocurrió aquella brillante idea y te inventaste la historia del marinero y así te

dieron la pensión infantil. Sí, así fue, seguramente. Kalle te violó. Y el niño fruto de

esa violación tuvo que pagar las consecuencias.

De lo contrario, ¿por qué ibas a odiar así a tu propio hijo? Es un modelo que

se repite en la historia moderna. Malin ha leído que las alemanas violadas por

soldados rusos en las postrimerías de la guerra rechazaban a sus hijos. Otro tanto

ha ocurrido en Bosnia. Y, evidentemente, en Suecia.

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O quizá amabas a Kalle el de la Curva y él te trató como a una más de sus

mujeres. Como si fueras una cualquiera. Y eso bastó para que odiaras a tu hijo.

Pero me atrevería a apostar por la primera posibilidad.

¿O acaso la maldad es algo natural en ti, Rakel?

Desde los orígenes.

¿Existe una maldad de tales proporciones?

Y el dinero. El ansia de dinero como de un sol negro iluminando toda la

existencia de esa calle abandonada donde siempre sopla el viento.

Debiste permitir que el pequeño viviese con otra familia, Rakel.

Entonces la ira y el odio habrían visto el fin, así tal vez tus otros hijos habrían

sido diferentes. Y puede que tú también.

—¡Qué lugar más espantoso! —exclama Zeke cuando suben hasta la puerta

del garaje de la casa—. ¿Te lo imaginas de niño, junto al manzano, muerto de frío

en medio de la nieve?

Malin asiente.

—Si existe el infierno… —dice Malin.

Medio minuto más tarde llaman a la puerta de Rakel Murvall.

La ven en la cocina, cómo se dirige a la sala de estar.

—No piensa abrir —adivina Malin.

Zeke vuelve a llamar.

—Un momento —se oye desde el interior.

Se abre la puerta y los recibe la sonrisa de Rakel Murvall.

—Vaya, los señores agentes. ¿A qué debo la visita?

—Pues tenemos unas preguntas, si es posible…

Rakel Murvall interrumpe a Zeke.

—Adelante. Si es por mi demanda, olvidadla. Perdonad el arrebato de ira de

una anciana. ¿Un café?

—No, gracias —responde Malin.

Zeke niega sin pronunciar palabra.

—Pero sentaros.

Rakel Murvall les indica con un gesto la mesa de la cocina.

Ellos se sientan.

—¿Dónde está Karl? —pregunta Malin.

Rakel Murvall la ignora.

—No está en su apartamento ni tampoco en el trabajo, del que, por otro lado,

lo han despedido —explica Zeke.

—¿Se ha metido en algún lío ese hijo mío?

«Ese hijo mío». Nunca antes la he oído llamar así a Karl, piensa Malin.

—Ya has leído el periódico —constata Malin, posando la mano sobre el

ejemplar del Correspondenten que hay encima de la mesa.

—Y habrás sumado dos y dos.

La anciana sonríe, pero no contesta.

—No tengo la menor idea de dónde puede estar el muchacho —contesta al

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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cabo de un rato.

Malin mira por la ventana de la cocina. Ve a un niño desnudo en la nieve

gritando con las mejillas enrojecidas por el llanto, lo ve caer en el hielo,

manoteando y agitando los pies. Un ángel helado sobre la tierra nevada.

Malin se muerde la lengua.

Quiere decirle a Rakel que merece arder en el inframundo, que hay acciones

que no tienen perdón.

Según la visión oficial de la sociedad, sus delitos han prescrito hace ya

mucho tiempo, pero ¿y según la de la comunidad de los hombres? Existen actos

que ésta nunca perdona.

Las violaciones.

La pederastia.

El maltrato infantil.

La falta de amor para con los pequeños. La pena en esos casos es cadena

perpetua. Y el amor de los niños es sin duda el principal amor.

—¿Qué ocurrió en realidad entre tú y Kalle el de la Curva, Rakel?

Rakel se vuelve hacia ella, la mira de hito en hito y se le dilatan las pupilas,

que se ven grandes y negras, como si intentaran transmitirle mil años de

experiencia y de tormentos de mujer. Al cabo de un instante, Rakel parpadea, deja

los párpados cerrados unos segundos, antes de responder:

—Eso ocurrió hace mucho tiempo. Ni siquiera lo recuerdo. He tenido tanto

en lo que pensar todos estos años, y en mis hijos también.

Ahí se abre una puerta para la siguiente pregunta, piensa Malin.

—¿Y nunca te preocupó que tus hijos averiguasen que el padre de Karl era

Kalle el de la Curva?

Rakel Murvall se sirve un poco de café.

—Ya lo saben.

—¿Ah, sí? ¿De verdad que lo saben, Rakel? Escudarse tras mentiras puede

arruinar todas las relaciones que uno tiene —continúa Malin—. ¿Y qué poder

posee en realidad aquel que debe mentir?

—No sé de qué me estás hablando —ataja Rakel Murvall—. No estás

diciendo más que bobadas.

—¿Estás segura de que son bobadas, Rakel? —pregunta Malin—. ¿Estás

segura?

Rakel Murvall cierra la puerta cuando se marchan.

Se sienta en la silla pintada de rojo del vestíbulo y mira la fotografía que hay

en la pared: ella en el jardín, rodeada de sus hijos cuando eran pequeños. Svarten

también está, sin silla de ruedas.

Hijo de un polvo rápido. Esa foto debiste de hacerla tú.

Si desapareces, si te esfumas definitivamente, se dice, mis mentiras podrán

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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ser sólo mías.

Si desaparece, sólo quedará algún que otro rumor, de esos de los que yo me

olvido encerrándolos en un armario oscuro. Tiene que desaparecer, simplemente.

Debe ser eliminado. Además, estoy cansada de que exista.

Coge el teléfono.

Llama a Adam.

El pequeño de los hijos de Adam atiende la llamada con su voz infantil, clara

e inocente.

—¿Diga?

—Hola, Tobias. Soy la abuela. ¿Está tu padre?

—Hola, abuela.

Luego se hace el silencio en el auricular, hasta que oye una voz de más edad,

más ruda y oscura:

—¿Madre?

—Tienes que venir, Adam. Y trae a tus hermanos. Tengo algo muy

importante que contaros.

—Voy ahora mismo, madre. Avisaré a los demás.

Yo solía venir aquí en bicicleta.

El bosque era mío.

A veces cazabais por donde yo estaba, oía vuestros disparos en todas las

épocas del año y ya entonces deseaba que vinierais a mí.

Mamá.

¿Por qué estabas tan enfadada?

¿Qué había hecho yo? ¿Qué he hecho?

Imágenes y calor. Soy un ángel bajo un manzano de migas de galleta. El

fuego vuelve a calentar. No se oye nada salvo el crepitar en el hogar. Se está a

gusto en este agujero, aunque muy solo. Claro que a mí no me asusta la soledad,

porque uno no puede tener miedo de quien es, ¿no?

Puedo dormir un poco más en esta oscuridad mía, ¿a que sí? Luego vendréis

a buscarme, me dejaréis entrar. Y entonces me convertiré en otra persona,

¿verdad? Cuando me dejéis entrar.

—¿Qué hacemos ahora?

Zeke conduce en dirección al convento de Vreta. La iglesia es como una

antigua fortaleza encaramada a una colina, a un kilómetro aproximadamente de

donde se encuentran. Los establos del club hípico Heda Ridklubb a un lado de la

carretera y, al otro, campo abierto.

Malin quería ir a ver a los Murvall y preguntarles si sabían quién era el padre

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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de su hermano Karl, pero Zeke la hizo reconsiderarlo.

—Si no lo saben, esa mujer tiene derecho a sus secretos, Malin. No podemos

entrar a saco en su historia y removerlo todo.

Sabía que Zeke tenía razón, con independencia de los posibles efectos si se

abstenían de ir a visitarlos. Si dejaban de tener consideración con las personas, con

quienquiera que fuese, ¿cómo podrían exigir consideración de los demás?

Responde a la pregunta de Zeke:

—Esperaremos a las patrullas de búsqueda de Sjöman. Están dándose mucha

prisa en prepararse para rastrear el bosque, pero hace demasiado frío para los

perros. De todos modos, creo que iban a traerse una pareja. Podríamos ir allí un

poco antes, ¿no?

—No, Malin. Ayer no encontramos nada, así que ¿por qué íbamos a

encontrar algo hoy?

—No lo sé —contesta Malin—. Podemos darnos una vuelta por el lugar del

crimen y por la zona del otro árbol. Más o menos por donde debería estar.

—Un coche lleva recorriendo el área desde anoche. Si hubieran encontrado

algo, ya nos habríamos enterado.

—¿Tienes una propuesta mejor?

—En absoluto —admite Zeke antes de dar un giro de ciento ochenta grados y

volver por el mismo camino. Al pasar de nuevo por Blåsvädret, ven que los

hermanos se dirigen a la casa de Rakel Murvall.

—¿Cuánto crees que tardará Karin en tener los resultados de la prueba de

Karl Murvall? —pregunta Malin—. Me gustaría saber si fue él quien violó a Maria

Murvall.

—¿Crees que fue él?

—No, pero quiero tener la certeza. Creo que la abuela nos ha engañado. Creo

que no nos habría dejado entrar si no tuviera nada que ganar con ello. Ella sigue

gobernando la nave. Y echará mano de lo que haga falta para proteger lo que

considera suyo.

Malin respira hondo.

—Y de proteger sus secretos.

Adam, Elias y Jakob Murvall están sentados en torno a la mesa, en la cocina

de la casa de su madre. Toman café recién hecho y las galletas que su madre acaba

de calentar en el horno después de sacarlas del congelador.

—¿Están ricas las galletas, hijos?

Rakel Murvall está junto a la encimera de la cocina, con el Correspondenten en

la mano.

Ellos asienten desde la mesa y escuchan lo que su madre les cuenta a

continuación, lo que no quería contarles hasta que no se hubiesen sentado con una

taza de café delante.

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—Martinsson y Fors —declara al cabo de unos segundos—. Acaban de estar

aquí. Vinieron a preguntar por Karl. Si no fue él quien torturó y violó a la mujer

del periódico, la que encontraron en la carretera, ¿por qué iban a venir, después de

mi demanda, además? ¿Por qué iban a arriesgarse?

La mujer sostiene el Correspondenten ante sus hijos.

Se lo muestra para que lean el titular y vean la instantánea de la carretera.

—La policía está buscando a Karl. Y el periódico dice que la mujer tenía

exactamente las mismas lesiones que Maria. Y si miráis en el ordenador, veréis que

la policía registró anoche la casa de Karl.

—O sea, que fue él quien violó a Maria en el bosque, ¿no?

Adam Murvall escupe la pregunta.

—¿Quién más pudo ser? —pregunta a su vez Rakel Murvall—. Ahora está

escondido. Tuvo que ser él, puesto que le ha hecho lo mismo. Exactamente lo

mismo.

—A su propia hermana.

—Cerdo asqueroso.

—Un monstruo. Siempre lo ha sido.

—Pero ¿por qué iba a hacer tal cosa?

La voz de Elias Murvall refleja cierta duda.

—¿Y por qué lo odiamos tanto? ¿Os lo habéis preguntado alguna vez?

Rakel hace una pausa y continúa en voz más baja.

—Era un monstruo desde el principio, no lo olvidéis nunca. Y la odiaba

porque era de los nuestros, mientras que él no lo era. Y porque está loco. Ya sabéis

cómo se refugió solo en el bosque, ¿no? Y su agujero no está a más de diez

kilómetros del lugar donde encontraron a Maria, así que tiene que ser él. Todo

encaja.

—Diez kilómetros de bosque son muchos, madre —observa Elias—. Claro

que alguna vez lo hemos pensado, pero no lo creo.

—Todo encaja, Elias. Él violó a vuestra hermana en el bosque como si nada.

Él fue quien la destrozó.

—Madre tiene razón, Elias —replica Adam tranquilo antes de dar un sorbo

de café.

—Es cierto —tercia Jakob—. Tiene sentido.

—De modo que ahora tenéis que hacer lo que se espera que hagáis. Por

vuestra hermana. ¿No, Elias? Venga, muchachos.

—Pero ¿y si la policía se equivoca?

—La policía se equivoca a menudo, Elias. Pero esta vez no, esta vez no. Deja

ya de dudar. ¿Qué te pasa? ¿Estás de su parte?

Rakel Murvall agita el diario en el aire, reconviniéndolo.

—Estás de su parte, ¿eh? ¿Quién más podría ser? Encaja perfectamente.

Tenéis que darle paz a vuestra hermana. Quién sabe si no la recuperaremos en

cuanto sepa que ya no existe el que tanto mal le causó.

—Nos cogerán, madre, nos cogerán —se obstina Elias—. Y todo tiene un

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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límite, no podemos hacer lo que se nos antoja.

—Qué va, hijo —responde Rakel Murvall—. Incluso las gallinas son más

listas que la policía. Vosotros sabéis dónde está. Si hacéis lo que os digo… Veréis,

escuchad…

De no ser por la rama quebrada, el roble del llano donde estaba colgado

Bengt Andersson habría tenido el mismo aspecto que cualquier otro.

Pero ese roble quedará por siempre asociado a lo que sucedió en este mes de

febrero, uno de los más fríos. Para la primavera, el granjero talará el árbol, no

querrá ver más flores en el suelo, no querrá ver a más vecinos curiosos ni señoras

meditando. Desenterrará todas las raíces a las que consiga llegar, no se detendrá

hasta tener la certeza de que en la tierra no queda ningún resto del roble. Pero en

las profundidades del subsuelo quedará una raíz, y esa raíz empezará a crecer y

llegará un día en que otro árbol surgirá en la llanura; un árbol que susurrará los

nombres de Bollbengan, de Kalle el de la Curva y de Rakel Murvall por toda

Götaland Oriental.

Malin y Zeke están en el coche, mirando el árbol de hito en hito.

El motor está en marcha.

—Aquí no —dice Zeke.

—Una vez estuvo aquí —responde Malin.

El interior del Range Rover huele a aceite y a grasa de motor y la carrocería

traquetea cuando el coche se dirige a Ljungsbro a toda velocidad, deja atrás el

supermercado Vivo, la pastelería y el almacén de cacao de Cloetta en la pendiente,

justo al lado del puente sobre el río.

Elias Murvall va solo en el asiento trasero, se retuerce las manos y oye su

voz, aunque él no quiere pronunciar esas palabras:

—¿Y si madre se equivoca? ¿Y si él no lo hizo? Entonces nos arrepentiremos

para toda la vida. ¿Qué derecho tenemos nosotros…?

Adam Murvall se da la vuelta en el asiento del acompañante.

—Él lo hizo, ese cerdo. Violó a Maria. Todo encaja. Vamos a hacer lo que

tenemos que hacer. ¿Qué es lo que siempre dices, Elias? Que no puedes mostrarte

débil, ¿no? ¿Y no es eso lo que estás haciendo ahora? Ten cuidado.

Y el coche sigue avanzando, patina y se va hacia la cuneta justo antes de la

curva de Olstorp.

—Tienes razón —grita Elias—. Yo no soy débil.

—¡Ya está, cojones! —vocifera Jakob Murvall—. Vamos a hacerlo y no

diremos una palabra más. ¿Está claro?

Elias se recuesta en el asiento, inspira la seguridad que infunde la voz de

Jakob pese a su ira.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Elias respira pesadamente y siente la firmeza de los movimientos del coche,

como si hubiese estado en camino hacia ese destino incluso antes de que

empezaran a construirlo.

Elias se da la vuelta.

Mira hacia el maletero del vehículo.

Hay una caja de madera sucia y, dentro de ella, tres granadas procedentes

del atraco a un arsenal, recién sacadas de un escondite practicado en el subsuelo

de uno de los talleres. Un lugar que la policía no descubrió en el registro de hacía

una semana.

—Menuda suerte que la policía no encontrara las granadas —había dicho

Jakob cuando madre les contó su plan en la cocina.

—Qué razón tienes Jakob —convino madre—. Menuda suerte.

Malin y Zeke vagan por el llano en busca de otro árbol solitario.

Pero los árboles que encuentran no presentan indicios de que allí haya

ocurrido nada, son sólo árboles solitarios, azotados por el viento y dañados por el

frío.

Zeke va al volante mientras circulan en dirección a Klockrike por una

carretera muy mal cuidada que discurre junto a un campo blanco aparentemente

infinito. Entonces suena el teléfono de Malin.

El número de Karin Johannisson aparece en la pantalla.

—Aquí Malin.

—Negativo, Fors —afirma Karin—. Karl Murvall no violó a Maria Murvall.

—¿Ninguna coincidencia?

—Él no lo hizo. Te lo aseguro.

—Gracias, Karin.

—¿Tan importante era, Malin? ¿De verdad creías que había sido él?

—No sé qué creía, pero ahora ya estoy tranquila. Gracias otra vez —dice

antes de colgar.

—No fue él quien violó a Maria Murvall —le explica a Zeke, que recibe la

información sin apartar la vista de la carretera.

—Entonces, ese caso sigue aún sin resolver —responde Zeke con la voz

ronca.

Los hermanos que iban a casa de Rakel justo después de que ella y Zeke se

marcharan.

Unos hermanos que ignoran que Karl no violó a Maria.

Que escuchan a su madre. Le obedecen.

Una madre que tiene secretos que guardar.

Y sólo un modo de guardarlos.

Zeke detiene el coche delante de otro árbol.

Raíces, piensa Malin. Sangre que erradicar de la faz de la tierra. Cuentas que

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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ajustar. Así actuamos.

Por eso tiene que exterminarlo a él. Rakel no sabe que tenemos el ADN de

Karl, que todo se averiguará.

O quizá lo sepa en el fondo, pero se obliga a ignorarlo, se aferra a un último

clavo ardiendo imaginario.

Si acorralas al mal en un rincón, te morderá…

—¡Ya lo sé! —grita Malin justo cuando Zeke abre la puerta del coche—. Ya sé

por qué nos invitó a entrar. Vuelve a la cabaña del bosque a toda la velocidad de

que seas capaz.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Capítulo 77

Las casas de las inmediaciones del convento de Vreta ribetean la carretera.

El bienestar reposa al otro lado de las fachadas, cerca y, aun así, tan lejos.

Después de esta vez, no querrá transitar por esa carretera hasta dentro de mil

años.

Cruzan el puente a la altura de Kungsbro y giran en dirección a Olstorp, por

delante de la escuela Montessori de Björkö, donde las casas pintadas de azul y

rosa, construidas en un estilo antroposófico, parecen tan apabulladas por el frío

como las demás.

Espero que ahí dentro los eduquen para ser buenas personas.

A Janne se le ocurrió en su día llevar a Tove a una escuela Montessori, pero

Malin se negó porque había oído que los niños que se educaban en un ambiente de

tanta protección, no solían superar la competencia reinante fuera de la seguridad

de aquellas paredes.

Recortar muñecos.

Fabricar sus propios libros.

Aprender que el mundo está lleno de amor.

¿Cuánto amor hay aquí, aquí, en el bosque? ¿Cuánto odio contenido?

El coche patina de un lado a otro por la carretera resbaladiza cada vez que

Zeke pisa el acelerador.

—Sigue, Zeke, hay prisa. Te garantizo que está ahí, en algún lugar.

Zeke no hace preguntas, va concentrado en el coche y en la carretera, cuando

pasan delante de la entrada a Olstorp y continúan hacia Hultsjön.

Dejan atrás el campo de golf, donde siguen las banderas. Malin se imagina

que son las figuras de los hermanos que ondean al viento: el aliento de la madre,

con poder suficiente para mandarlos adonde desee.

Jakob Murvall se agarra más fuerte al volante, gira por la carretera que

conduce hasta las cabañas de veraneo de Hultsjön, pequeños cubos con el tejado

blanco en una bruma de algodón.

El Range Rover de color verde se desliza sobre la nieve, cristales de hielo se

arremolinan en la cuneta como fragmentos cortantes de una bomba de racimo,

pero logra no salirse de la carretera.

Elias no ha vuelto a abrir la boca.

Y Adam, con semblante resuelto, calla en su asiento.

Sólo tenemos que hacer lo que hay que hacer, piensa Jakob. Que es lo que

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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hacemos siempre. Lo que siempre hemos hecho. Lo que hice cuando encontré a mi

padre en la escalera. Me serené, aunque quería gritar. Le cerré los párpados, para

que madre no tuviese que ver el horror en sus ojos.

Hacemos lo que debemos. Porque si dejamos que alguien viole a nuestra

hermana sin hacer nada al respecto, ¿qué clase de personas somos? No habría

manera de poner fin a tanta porquería. Y eso es lo que vamos a hacer ahora: decir

basta, hasta aquí hemos llegado.

Pisa el acelerador, aprieta el pedal a fondo y continúa hasta que llegan al

final de la carretera. Entonces detiene el coche y gira la llave hasta que el motor

enmudece.

—¡Fuera! —les grita a los hermanos, que salen del coche de un salto.

De la duda que antes abrigaba Elias no queda ya ni rastro.

Llevan anorak verde y pantalones de color azul oscuro.

—Vamos —dice Jakob. Adam abre el maletero del coche y saca la caja, la deja

en el suelo y cierra el maletero.

—Listo —responde. Luego coge la caja con cuidado, se la coloca bajo el brazo

y los tres empiezan a caminar sobre el montículo de nieve para adentrarse en el

bosque.

Jakob va el primero.

Luego, Elias.

Y, con la caja, en último lugar, Adam.

Jakob ve los árboles a su alrededor, el bosque donde tantas veces ha cazado.

Ve a su madre junto a la mesa. A Maria en la cama la única vez que tuvo valor

para ir a verla a Vadstena.

Piensa: mierda, cerdo asqueroso.

Sus hermanos van detrás.

Maldicen cada vez que sus botas resquebrajan la costra de hielo, que se abre

bajo sus pasos pesados y presurosos.

Que tres granadas pesen tanto, se dice Adam y, al mismo tiempo, tan poco,

teniendo en cuenta el daño que pueden causar.

Piensa en Maria allá en su habitación. Cómo siempre se aparta cuando él va a

verla, cómo se acurruca en un rincón de la cama y él tiene que susurrar su nombre

una y otra vez para que se relaje. Ni siquiera sabe si lo reconoce. Nunca ha dicho

una sola palabra, pero al menos lo dejan entrar y, al cabo de un rato, ya no tiene

miedo y acepta que él esté en la habitación.

¿Y después?

Después se quedan ahí sentados, en medio de todo el dolor de Maria.

Mierda.

La bota atraviesa la costra de hielo y se hunde bastante, hasta una raíz, y

Adam tiene que tirar fuerte para sacarla.

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Fue ese cerdo el que lo hizo.

A su propia hermana.

No existe otra posibilidad. Fuera, fuera, hay que eliminarlo. No hay nada

sobre lo que dudar. La duda no es para nosotros.

La caja bajo el brazo. La lleva bien sujeta. Cualquiera sabe lo que puede pasar

si se le cae.

Jadea. Ve a sus hermanos caminando delante, siente el frío y recuerda aquel

día, junto al dique del canal, cuando le dieron su merecido al puto turco, cuando

demostraron que ningún cerdo se crea que puede achantarnos, nosotros nos

mantenemos unidos, y eso te incluye a ti, Maria, y por eso tenemos que hacerlo.

Patear, patear, patear.

Mucho más aún.

Somos adultos. Y debemos comportarnos como tales.

Elias está a unos diez metros y, aun así, Adam siente su cuerpo, el viento en

el pelo. Todavía va subido a una Puch Dakota. Siempre será así.

Ahí está el coche.

El Range Rover de los hermanos Murvall está junto al montículo de nieve y

Zeke aparca justo detrás, procurando no bloquear el paso.

Han dado el aviso, un helicóptero está en camino. Malin a Sven Sjöman:

«Confía en mí, Sven».

Pero lleva tiempo sacar el helicóptero y conseguir que se eleve con el frío, de

modo que tendrán que confiar en sí mismos, en sus piernas. Las patrullas caninas

acaban de salir de la comisaría.

Trepan por el montículo de nieve siguiendo las huellas de los hermanos

Murvall. Se adentran por entre los árboles, corren, pisan tan fuerte que rajan la

capa de hielo, tropiezan, reemprenden la carrera. Les bombea el corazón en el

pecho, les duelen los pulmones del esfuerzo y de la sobredosis de ese aire blanco y

frío y sus cuerpos quieren continuar adelante, adelante; pero ni siquiera la

adrenalina es infinita y no tardan en ir dando trompicones más que corriendo, sin

dejar de prestar atención a los ruidos del bosque, por si oyen a los hermanos, por

si oyen alguna señal de acción, de vida, pero todavía no han oído nada.

—¡Joder! —jadea Zeke—. ¿Hasta dónde crees que se han adentrado?

—Mucho —dice Malin—. Debemos continuar.

Y Malin comienza a correr hacia el interior del bosque; pero la costra de hielo

no resiste sus pasos duros y pesados, se cae, se levanta y sigue corriendo.

Su campo de visión se reduce hasta formar un túnel.

No fue él quien violó a vuestra hermana, es lo que desea gritarles a través de

los árboles.

No creáis a vuestra madre. Él no la violó, ha cometido acciones horribles,

pero eso no lo hizo; por más que ella os lo haya metido en la cabeza, él es vuestro

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hermano. ¿Me oís? ¿Me oís? Es vuestro hermano. Y no violó a vuestra hermana,

estamos seguros.

El túnel se cierra.

Tengo que llegar a tiempo, se dice Malin.

Y grita:

—¡Él no violó a vuestra hermana! —Pero le cuesta tanto respirar que ni ella

misma oye su voz.

Nunca mostrar debilidad, nunca mostrar debilidad, nunca…

Elias va salmodiando las palabras en voz baja como si de un mantra se

tratara, piensa en todas las ocasiones en que ha mostrado fortaleza, en cómo le

atizó al maestro Boman en la boca cuando lo llamó «basura del barrio de

Blåsvädret».

A veces ha pensado en por qué eran así las cosas, por qué estaban

marginados, y la única respuesta que puede darse es que así fue desde el

principio. Estaban todos los que tenían trabajo, una vida de verdad, casas

decentes, y ni uno solo de ellos, ni una sola vez, era uno de nosotros, y el mundo

no nos permitió ignorarlo.

Adam a su espalda.

Elias se detiene, se da la vuelta. Piensa en lo bien que su hermano aguanta el

peso, le brilla la frente rosa al frío y a la luz invernal, como si la piel se elevara.

—Sujeta bien la caja, Adam.

—La tengo bien sujeta —responde sin resuello.

Jakob camina en silencio delante de él.

Avanza con paso resuelto, los hombros caídos bajo el anorak, caídos hacia la

tierra.

—Vaya mierda —protesta Adam—. No puede uno fiarse de la nieve.

Su bota ha atravesado el hielo una vez más.

—Vamos, más rápido —dice entonces—. A ver si terminamos con esto de

una vez.

Elias guarda silencio.

No hay nada más que hablar. Sólo algo que hacer. Pasan por delante de la

cabaña.

La dejan atrás sin detenerse, continúan por la explanada y hacia el corazón

del bosque, más negro aún, más denso al otro lado, y allí la costra de hielo es más

espesa, más resistente, aunque de vez en cuando también cede bajo su peso.

—Está allí, en el agujero —señala Elias—. Estoy convencido.

—Huelo el humo de la chimenea —asegura Adam.

Adam siente calambres en los dedos de la mano en la que lleva la caja y

tamborilea con ellos en la madera de forma incontrolada. Se la cambia de brazo,

estira los dedos para que remita el calambre.

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—Un agujero de mierda. No es mejor que un animal —murmura Jakob. Y

luego añade en voz alta—: Ahora le toca a Maria.

Grita las palabras al bosque, pero el sonido muere al estrellarse contra los

troncos de los árboles. El bosque no cede ningún espacio a las voces que quieren

abrirse paso entre su espesura.

Continúa, Malin, continúa. Aún no es demasiado tarde. El helicóptero ha dejado los

campos de Malinslätt y ahora avanza batiendo el aire sobre la llanura hacia vuestro

agujero. Los perros de las patrullas resoplan, ladran, sus sentidos anestesiados buscan con

desesperación.

Yo pienso como tú, Malin. Ya es suficiente.

Pero al mismo tiempo…

Quiero que Karl esté aquí a mi lado.

Quiero flotar con él.

Llevármelo de aquí.

¿Cómo se puede estar tan cansado?

Malin rebosa ácido láctico y pese a que ven que las huella de los tres

hermanos siguen bosque adentro, ella y Zeke tienen que sentarse en el porche de

la cabaña a descansar.

El rumor del viento.

Un susurro que aviva la alarma en su interior.

Le hierve la cabeza pese al frío. El aliento de Zeke flota come una nube de

humo procedente de un fuego que se extingue.

—¡Joder! ¡Joder! —rezonga Zeke mientras recobra el resuello—. Ahora

estaría bien tener el aguante de Martin.

—Hemos de seguir —jadea Malin.

Se levantan.

Prosiguen la persecución por el bosque.

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Capítulo 78

¿Venís ya?

¿Habéis venido para dejarme entrar?

No me golpeéis.

¿Sois vosotros? ¿O son los muertos?

Quienquiera que esté ahí fuera, decidme que venís con bondad en el ánimo.

Decidme que venís con amor.

Prometédmelo.

Prometédmelo de verdad.

Prometed.

Os oigo. Aún no estáis aquí, pero no tardaréis. Estoy tumbado en el suelo,

oigo vuestras palabras ahí fuera como gritos sordos.

Ahora lo dejaremos entrar, gritáis. Ahora será uno de los nuestros. Ahora lo

dejaremos entrar. Es muy tranquilizador.

He hecho tantas cosas. La segunda sangre ya no existe. La que corre por mis

venas no cuenta, ¿verdad?

Ya estáis más cerca.

Venís con el amor de ella.

Sólo dejadme entrar. La puerta de mi agujero no está atrancada.

Elias Murvall ve el humo que asciende por la pequeña chimenea de la

protuberancia que hay en la nieve. Se imagina perfectamente a Karl allí dentro, en

la oscuridad, asustado y absurdo.

Tuvo que ser él quien lo hizo.

La duda es una debilidad.

Le morderemos, lo patearemos, todo eso haremos.

Debe ser como dice madre: que era un monstruo desde el principio, que los

tres lo sabíamos, que él había violado a Maria.

Karl encontró solo el subterráneo, cuando tenía diez años, un día en que fue

en bicicleta a la cabaña sin que nadie lo supiera, y luego se lo enseñó a los tres

muy orgulloso, como si los fuese a impresionar con una mierda de agujero.

Svarten lo dejaba allí encerrado días y días cuando iban a la cabaña, sólo con agua.

No le importaba la estación del año. Al principio, Karl protestaba y había que

obligarlo a bajar, entre el padre y los hermanos lo obligaban, pero luego fue como

si se hubiese acostumbrado al agujero, lo convirtió en su pocilga y su escondite.

Cuando le empezó a gustar ya no era tan divertido encerrarlo allí y hasta pensaron

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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cegar el agujero rellenándolo de tierra, pero ninguno quiso hacer un trabajo tan

pesado.

—Dejad en paz la tumba de ese cerdo —vociferaba el padre desde la silla de

ruedas. Y nadie protestaba. Sabían que aún seguía utilizando el subterráneo y

veían las huellas de los esquís hasta la cabaña. A veces no había huellas de esquís

y entonces suponían que habría llegado desde otro lugar.

Elias y Jakob se acercan un poco.

Ese hijo de perra. Hay que acabar con él.

La caja pintada de verde que lleva Adam pesa, pero él sigue resuelto las

huellas a través del paisaje en blanco y negro.

—¿Lo oyes, Zeke?

—¿El qué?

—¿No oyes voces ahí delante?

—Yo no oigo nada.

—Que sí, se oye la voz de alguien hablando.

—Pues no hables, Fors. Sigue caminando.

¿Qué decís?

Estáis hablando de abrir, eso lo he entendido. Abrir y dejarme entrar.

Tú abres, Jakob, y yo lo dejo entrar. Eso es lo que dice Elias. Entonces es

verdad. Lo he conseguido. Lo logré. Por fin he conseguido algo.

Pero ¿a qué esperáis?

Primero, dice, dejas caer una, enseguida las otras dos y, al final, la caja.

Malin corre como un rayo, ahora oye las voces, pero más como susurros cuyo

significado es imposible arrancar de las ondas sonoras que se mueven por entre

los árboles.

Murmullos.

Historias de hace milenios y agravios invocados para este instante.

¿Será verdad que el bosque se divide en dos? Zeke no es capaz de seguir su

ritmo. Va rezagado, jadeando, y Malin cree que terminará por caerse. Pero ella

hace un último esfuerzo, como un rayo por entre los árboles, y se diría que la

nieve desaparece bajo sus pies, que flota al saber lo cerca que se halla la verdad.

Elias Murvall saca de la caja la primera granada. Ve a Jakob junto a la

entrada del subterráneo, el humo de la chimenea como un velo a su espalda, el

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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bosque como un ejército en posición de firmes, todos los troncos exhortándolo:

«Hazlo, hazlo, hazlo».

Mata a tu propio hermano.

Él ha destruido a tu hermana.

No es un ser humano.

Pero Elias duda.

—Joder, Elias —grita Jakob—. Es el momento. Arrójalas dentro. ¡Arrójalas

dentro! ¿A qué coño esperas?

Elias, en un susurro:

—Sí, ¿a qué cojones estamos esperando?

—Arrójalas dentro. Arrójalas dentro —brama la voz de Adam.

Y justo cuando Elias tira de la anilla de la primera granada, abre Jakob la

puerta de madera del subterráneo.

Ya abrís, veo la luz. Ahora soy uno de los vuestros.

Por fin.

Sois buenos.

Primero una manzana, porque sabéis que me gustan. La veo bajar rodando

hacia mí, verde a la suave luz grisácea.

La cojo, está fría y es verde, y luego dos más, que llegan rodando por el suelo

de tierra junto con una caja de madera.

¡Qué amables!

Cojo una manzana fría y dura.

Ya estáis aquí.

Después se cierra la puerta y desaparece la luz. ¿Por qué?

Dijisteis que me dejaríais entrar.

Me pregunto cuándo volverá la luz. ¿De dónde sale toda esta luz atronadora?

Zeke ha caído a su espalda.

¿Qué ve Malin allí delante? Su campo de visión es como una cámara de vídeo

en una mano temblorosa, la imagen se mueve adelante y atrás. ¿Y qué es lo que

ve?

¿Tres hermanos?

¿Qué hacen?

Se echan a tierra sobre la nieve.

Y entonces retumba una explosión, y otra y otra más, y una llamarada surge

de un elevamiento del terreno nevado, y Malin también se tira al suelo, siente el

frío penetrándole todos los huesos.

Armas de un arsenal.

Granadas de mano.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Joder.

Ya no queda nada de él, piensa Elias Murvall. Ya no existe. Y no mostré ni

rastro de debilidad.

Elias se incorpora a gatas, el ruido atronador de las explosiones resuena aún

en sus oídos, su cabeza es un hervidero de sonidos y ahora ve que Adam y Jakob

también se levantan, que la puerta del subterráneo ha salido volando y que la

nieve que lo cubría describe en el aire remolinos de polvo de un blanco infinito.

¿Cómo habrá quedado todo ahí dentro?

Haz estallar un petardo en un puño cerrado…

Pónselo a un gato en el culo… Nieve ensangrentada.

El hedor a sudor, a carne carbonizada. A sangre.

¿Quién grita? ¿Una mujer?

Se da la vuelta.

Y ve a una mujer que se acerca desde el lindero del bosque con un arma en la

mano.

¿Ella? ¿Cómo demonios ha dado tan rápido con el lugar?

Malin se ha incorporado y camina apuntando con la pistola hacia los tres

hombres, que se ponen de rodillas, se levantan, ponen las manos en la nuca.

—¡Habéis matado a vuestro propio hermano! —les grita—. ¡Habéis matado a

vuestro propio hermano! Creéis que violó a vuestra hermana, pero él no tiene

nada que ver con eso, desgraciados. Habéis matado a vuestro propio hermano.

Entonces se le acerca Jakob Murvall.

Y le grita:

—No hemos matado a nadie. Íbamos a llevarlo a casa, sabíamos que lo

buscaba la policía, y cuando nos acercábamos al agujero, oímos la explosión.

Jakob Murvall sonríe.

—Él no violó a vuestra hermana —insiste Malin a gritos.

Se borra entonces la sonrisa de los labios de Jakob, que ahora parece

desconcertado, burlado, y Malin agarra la pistola por el cañón y, tan rápido como

le es posible, corta el aire con la culata, que aterriza en la nariz de Jakob.

Jakob Murvall pierde el equilibrio y de su nariz comienza a brotar la sangre,

que mancha la nieve de un rojo intenso. Malin cae de rodillas y grita al aire, grita

una y otra vez, pero nadie oye sus gritos, que poco a poco se transforman en un

alarido, justo cuando un helicóptero desciende sobre el soto ahogando el sonido

que emana de sus pulmones. La desesperación y el tormento y los fragmentos de

vidas humanas que contiene ese grito ahogado resonarán para siempre en los

bosques de Hultsjön.

¿Oís el murmullo?

El inquieto rumor.

El susurro del musgo.

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Son los muertos que cuchichean, que vienen a narrar la leyenda. Los muertos

y los muertos aún vivientes.

EEPPÍÍLLOOGGOO

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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Mantorp, miércoles, 2 de marzo

Ya no tengo miedo.

Yo tampoco.

No existe rencor alguno. Ni desesperación, ni agravios que perdonar.

Aquí sólo existe el aroma de las manzanas, y balones que vuelan ingrávidos por un

espacio que no acaba nunca.

Ahora flotamos codo con codo Karl y yo, como debe ser entre hermanos. Ya no vemos

la tierra, pero lo vemos casi todo y estamos bien.

Rakel Murvall se encuentra sentada a la mesa de la cocina, de espaldas al

horno donde el budín de col, casi listo, difunde por todas partes un aroma dulzón.

Elias es el primero en levantarse.

Luego, Jakob. Y Adam, el último.

—Nos mentiste, madre. Esos artículos en el periódico. Él era hermano de…

—Tú lo sabías.

—Después de todo, era nuestro hermano.

—Nos mentiste… nos empujaste a matar a nuestro hermano.

Uno tras otro, los tres hermanos van abandonando la cocina.

La puerta de la casa se cierra.

Rakel Murvall se retira la larga melena blanca.

—Volved —susurra—. Volved.

¿Que cómo sucedió?

Malin está mirando ropa en el H&M del centro comercial Mobilia, a las

afueras de Mantorp, y está segura.

Arrojaron las granadas de mano en el agujero y fue la madre la que los

instigó.

Pero la versión de los tres hermanos no presenta fisuras, es imposible

demostrar que no fue el propio Karl quien tiró de la anilla de las granadas, con las

que se hizo no se sabe cómo. Les caerán unos meses en Skänninge, hasta el verano,

por la práctica de la caza furtiva y por tenencia ilícita de armas, y eso será todo.

Tove sostiene un vestido rojo con estampado de flores. Inquisitiva, sonriente.

Malin niega con la cabeza.

El caso del asesinato de Bengt Andersson se considera resuelto, al igual que

el secuestro y la agresión a Rebecka Stenlundh. El autor fue, en ambos casos, el

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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medio hermano de las víctimas, que se voló en mil y un pedazos en el interior de

un subterráneo que fue lo más parecido a un hogar que llegó a tener en este

mundo.

Esa es la verdad oficial: «No podía vivir con el peso de sus acciones».

Jakob Murvall demandó a Malin por agresión, pero Zeke apoyó la versión de

su colega: «No sucedió nada de eso. Jakob debió de resultar herido a causa de la

explosión». Y ahí quedó la cosa.

Queda por resolver una cuestión:

¿Quién violó a Maria Murvall?

Malin está estudiando un mono celeste.

¿Acaso deben hallar respuesta todas las preguntas?

Fuera, el frío ya ha empezado a remitir; por más que la capa de nieve siga

cubriendo la tierra, la blanca membrana se vuelve más fina cada día, y bajo la

corteza terrestre, las primeras campanitas de nieve se preparan ya para atravesar

la oscuridad. Se mueven bajo el suelo, dispuestas a saludar al sol en breve.

Libros Tauro

http://www.LibrosTauro.com.ar

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Mons Kallentoft Sacrificio De Invierno

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RREESSEEÑÑAA BBIIBBLLIIOOGGRRÁÁFFIICCAA

Mons Kallentoft

Mons Kallentoft creció en la pequeña ciudad obrera de

Linköping, en Suecia. Pasó su infancia completamente ajeno a la

literatura hasta que, a los catorce años, los libros irrumpieron en su

vida para no abandonarlo nunca más. Admirador de escritores de

la talla de Kafka, Hemingway y Orwell, Mons Kallentoft se ha

decantado por la novela negra, a la que imprime un estilo muy

particular.

Su primera novela, Pesetas, describía el turbio mundo del

tráfico de drogas en Madrid, ciudad en la que residió el autor. Tras la buena

acogida recibida, Mons Kallentoft publicó cuatro títulos más, en los que la

tradición de la novela negra sueca se ve enriquecida por influencias tales como el

cine de los hermanos Coen. Sacrificio de invierno, primera entrega de la serie

protagonizada por la comisaria Malin Fors, ha obtenido un éxito espectacular en

Suecia, donde se ha mantenido durante tres meses como el libro más vendido, y

está triunfando ya en toda Europa.

Sacrificio de invierno

Malin Fors, una comisaria intuitiva, sensible y sagaz.

En la pequeña ciudad sueca de Linköping, Malin Fors, una joven comisaria

de policía, debe hacerse cargo de un espantoso caso de asesinato. Un hombre ha

aparecido colgado de un árbol, con signos evidentes de haber sufrido una terrible

tortura.

La identificación del cadáver permite revelar que la víctima es Bengt

Andersson, un personaje marginal que sobrevivía gracias a las ayudas sociales.

Malin Fors descubre que la víctima sufría el acoso y las burlas de sus vecinos en

una de las zonas más deprimidas de la ciudad. Bengt Andersson no contaba con

ningún apoyo familiar ya que su madre murió, su hermana Rebecka fue dada en

adopción y él mismo atacó a su padre con un hacha tras años de maltrato.

A lo largo de su investigación, la joven comisaria tendrá que barajar varias

pistas: la de un antiguo y cruel ritual vikingo, la de dos adolescentes conflictivos

que maltrataban a Bengt Andersson y la de la familia Murvall, cuya hija fue

presuntamente violada por el primero.