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Rainer María Rilke (Praga, 1875 - Suiza, 1926) Las elegías de Duino 1922

Rainer Maria Rilke: Las elegías de Duino

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Rainer María Rilke

(Praga, 1875 - Suiza, 1926)

Las elegías de Duino1922

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Introducción

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Cómo olvidar aquel humilde y altivo epitafio que en 1911 Rilke vio en la iglesia de Santa MaríaFormosa en Venecia, sobre la tumba de un completo desconocido para la historia (en estos casos se antepone al nombre de estos Nadie el triste eufemismo “un tal”), Hermann Wilhelm o Hermanus Gulielmus, muerto en 1593. El epitafio contiene esta línea: “En vida viví para los demás; ahora, después de la muerte, no he perecido, sino que vivo en mármol frío para mí mismo”. Rilke (1987) lo mencionaría, estremecido, en la Primera elegía de Duino (1923), en donde agrega:

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Realmente es extraño ya no habitar la tierra,no seguir practicando las costumbres apenas aprendidas,no dar el significado de un porvenir humano a las rosasy a tantas otras cosas llenas de promesas;no seguir siendo lo que uno eraen unas manos infinitamente angustiadaso incluso dejar de lado el propio nombrecomo un juguete roto.Es extraño no seguir deseando los deseos. Es extrañover ondear libre en el espacio todo lo que antes tenía sus propias relaciones.

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Y el estar muerto es doloroso y tan lleno de recuperaciónque sólo lentamente percibe uno algo de eternidad. Pero los vivoscometen todo el error de diferenciar demasiado tajantemente.Los ángeles (se dice) no sabrían a menudosi andan entre los vivos o los muertos.A través de ambas regiones la corriente eterna arrastra siempre consigoa todas las edades, y acalla a ambas zonas.

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Rilke escribiría su propio epitafio con la misma fuerza e idéntico sentido: “Oh, Rosa, pura contradicción / Deseo de no ser sueño de nadie / Bajo tantos párpados”. La palabra “extraño” se repite a lo largo de la literatura de Nadie, y a tal grado, que acaso Nadie se perfila justamente por eso, por su profunda, indoblegable extrañeza; lo atestigua Virginia Woolf (1982) en sus diarios:

Rose, oh reiner Widerspruch, Lust,Niemandes Schlaf zu sein unter sovielLidern.

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Casi todo me atrae. Sin embargo, se alberga en mí algún buscador infatigable. ¿Por qué no hay un descubrimiento de la vida? Algo para ponerle las manos encima y exclamar: “¿Es esto?” Mi depresión es un sentirme acosada. Estoy buscando: pero no, no es eso... no es eso. ¿Qué es entonces? ¿Tendré que morir sin haberlo encontrado?

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Y luego (como anoche, cuando atravesaba Russell Square) veo las montañas en el cielo: las grandes nubes, y la luna que se está alzando sobre Persia; tengo una grande, sorprendente impresión de que hay algo allí, ¿qué es “eso”? No es exactamente la belleza a lo que me refiero. Quiero decir que la cosa en sí basta: es satisfactoria; acabada. También una impresión de mi propia rareza, de la rareza de estar caminando sobre la tierra.

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También está ahí, la infinita extrañeza de la posición humana; estar atravesando Russell Square, con la luna ahí arriba y las nubes como montañas. Quién soy yo, qué soy, y todo elresto; preguntas que siempre flotan en torno: y de pronto doy de narices con algún hecho concreto —una carta, alguien— y vuelvo a ellos con un gran sentimiento de frescura. Y así continúa. Suelo toparme frecuentemente con este “eso”, y experimento entonces un gran reposo.

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Innumerables personajes de la historia de la literatura viven para sí mismos en el mármol que los reviste en vida. Un lector angélico no sabría a qué “zona” pertenecen. Enla Segunda elegía de Duino, Rilke define a este Nadie como un proceso de evaporación, de desgaste a través del sentimiento:

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“Porque nosotros, siempre que sentimos, nosevaporamos; / ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos, / nos disipamos”.

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Como la piel de zapa imaginada por Balzac (la obra cuenta la historia de un joven que recibe un pedazo de piel o cuero mágico que satisface cada uno de sus deseos. Sin embargo, por cada deseo concedido la piel se encoge y consume una porción de su energía vital), el hombre se va haciendo Nadie, se va reduciendo, se va exhalando a sí mismo a medida que vive. Y, continúa la Segunda elegía,

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“Sólo nosotros pasamos / delargo sobre todas las cosas como un cambio / de vientos.Y todo se une para acallarnos, mitad / por vergüenza quizás,y mitad por esperanza indecible”.

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En la Séptima elegía, Rilke sugiere lo que hay de luz en la atracción por el abismo:

“¡Oh, ya estar muerto,y conocerlas interminablemente, / todas las estrellas: pues cómo, cómo, cómo olvidarlas!”.

En la trascendencia de lo humano está el conocimiento, vedado al hombre por el simple hecho de haber nacido. Es por ello que:

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Cada sorda vuelta del mundo tiene tales desheredados, a quienes no pertenece ni lo anterior ni, todavía, lo venidero. Pues aun lo venidero más cercano está lejos de los hombres. Y esto no debe desconcertarnos, sino fortalecernos en la conservación de la forma aun reconocida. Esto estuvo en pie alguna vez entre los hombres, estuvo en mitad del destino.

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Y ese destino no estuvo sólo en el principio de laraza sino en el de cada individuo: “No crean ustedes

que el destino es más de lo que cupo / en la infancia”.

Y de ahí acaso la diferenciación que se establece, en la Décima elegía, entre dolores comunes y sublimes:

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Que mi rostro fluido me haga más resplandeciente: que el llanto imperceptible florezca. Oh, entonces, cómome serán queridas ustedes, noches de aflicción.Cómo no me arrodillé más ante ustedes, hermanasinconsolables, para recibirlas; cómo no me abandoné a mí mismo, más suelto todavía, en su suelto cabello.Nosotros, derrochadores de dolores.

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El hombre que pasa de largo como acallado por la eternidad, el que se va exhalando, el que en cada aliento se disipa un poco más, corresponde acaso al testimonio de una Creación inversa, es decir de una que va de más a menos. Quizás es ese el sentido de dos extraños versos del poeta español Claudio Rodríguez (2000): “¿Quién hace menos creados / cada vez a los seres?”

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Rainer Maria Rilke: Elegías de Duino

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Finalizadas en 1922, las Elegías de Duino son fruto de más de diez años de trabajo creador. Deben su nombre a la localidad donde Rilke las inició, Duino (cerca de Trieste), en el castillo de su protectora la princesa Marie von Thurn und Taxis; las continuó escribiendo en Paris, Munich, Venecia, Ronda; y las concluyó en el castillo de Muzot, en Suiza.

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Castillo de los Thurn und Taxis en Duino, desde el Norte.

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Sierre, Switzerland: Château de Muzot.

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Elegía Primera

La Elegía I se inicia con una interrogación.

“¿Quién si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los

ángeles?”

Ya están presentes en ella los símbolos de todas las demás: el ángel, el animal, la amante repudiada, el espacio, el viento, la noche... La idea del libro es que la misión del poeta es salvar con su palabra todas las cosas.

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Mas afirma que

“todo ángel es terrible”,

así que al hombre le queda como recurso

“algún árbol en la ladera”, “la calle de ayer”, “la noche”... “las primaveras”.

Se pregunta si

“¿No es tiempo de que amando / nos libremos del ser amado y resistamos [los

dolores] estremecidos?”,

en una propuesta de abandonar el amor posesivo.

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No escuchan nuestras voces ni los santos, ni los muertos, para quienes es extraño

“no habitar ya la tierra /.... / e incluso el propio nombre / dejarlo a

un lado, como un juguete roto”.

Los ángeles –tan ajenos están– que no saben si andan entre vivos o muertos; y, agrega el poeta, si

“¿podríamos ser sin ellos?”

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Elegía Segunda

En la Elegía II incide sobre los temas del ángel, el hombre y el amante. Ellos, los ángeles son

“los mimados de la creación”

y, por tanto,

“líneas de altura, crestas de todo lo creado... quicio de la luz, pasadizos,

escalas, tronos...”

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Pero nosotros nos evaporamos, nos disipamos y, duda Rilke, de que los ángeles tomen algo de nosotros

(“¿Sabe a nosotros / el espacio del mundo en el que nos

disolvemos?”),

o si sólo tomen lo “Suyo”

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Afirma que los amantes que se prometen eternidad

–“os eleváis uno a la boca / del otro y os disponéis a beber: bebida

junto a bebida” –,

se pierden a sí mismos, no son capaces de recogerse de nuevo en sí como los ángeles.

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Elegía Tercera

Ha sido considerada la Elegía III como el poema que indaga en los íntimos fundamentos del amor. El joven amante se preguntará por los elementos luminosos del

“semblante / de su amada”,

así como sobre la conmoción que en él origina la amada, aunque

“miedos más viejos, no obstante, / irrumpieron en él de este empuje”.

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Refiere cuáles son los miedos de la madre por el destino del niño, al que protege, aunque su protección llegue sólo a los umbrales del sueño, puesto que en el sueño

(“¿quién impedirá, dentro, en él las aguas del origen?”);

solo, pues, se debe enfrentar a su origen. Y de esa selva de su interior, el niño debe salir amando su interior

(“saliendo de sus propias raíces”),

es decir, abandonando su individualidad.

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Se ve abocado así al abismo, a lo Terrible:

“lo Horrible sonreía”.

Porque lo que se le ha adelantado a la amada, es todo lo que ha sido antes que ellos, la estirpe que les ha precedido; bien que ella, sin saberlo, haya conjurado esos tiempos remotos que surgen en el amante.

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Elegía Cuarta

Se expresa la unión entre la vida y la muerte en la Elegía IV, pues ambos están presentes simultáneamente:

“El florecer y el secarse están presentes a un tiempo en nuestra

conciencia”.

Los animales no saben del envejecimiento y la muerte. Sin embargo, el hombre piensa en algo y su contrario; incluso entre los amantes ocurre.

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Muestra Rilke el espectáculo del corazón, y rechaza las

“máscaras a medio llenar”,

prefiriendo al

“muñeco”

que observa la desaparición de los seres amados. Aparece la imagen del padre, a quien apela:

“tú, padre mío, que, desde que estás muerto, a menudo / en mi esperanza, dentro de mí, tienes miedo / y serena

indiferencia...”

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También recuerda a las mujeres que le amaron. Pero la presencia del ángel hace que surja

“el ciclo de toda la transformación”.

Rememora la infancia, en la que el niño está

“en el espacio intermedio entre mundo y juguete”.

Pero se pregunta

“¿Quién hace la muerte de los niños / con pan gris...?”

La muerte es quien está antes de la vida y quien la seguirá.

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Elegía Quinta

La Elegía V está dedicada a una troupe de saltimbanquis, a los juglares portavoces de relatos, tomando a esos acróbatas como símbolo de lo perecedero:

“¿Pero quiénes son ellos, los ambulantes, esos un poco / más

fugaces aún que nosotros mismos?”

El hombre va también, como ellos, de un lado a otro, tal que nómada.

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Esos seres marginales actúan en los suburbios, fuera de la ciudad (signo de lo artificial, enfrentada a la naturaleza). Aunque, en torno a ellos, también florece la falsa flor de la aparente sonrisa, ya que la contemplación del espectáculo impide que

“se te haga más claro un dolor en las cercanías del corazón”.

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Solamente el ángel sería el artífice de poder trocar lo visible en invisible. Hay una referencia a París, lugar donde se identifican la moda y la Señora Muerte. Ante el ángel, ¿lanzarían sus monedas el corro de espectadores, muertos callados, a la pareja que ha ejecutado felizmente su número?

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Elegía Sexta

En la Elegía VI se representa la figura del héroe. Éste, de entre los humanos, es el más próximo a atravesar el umbral de lo invisible. Recurre el poeta a la figura de la higuera, puesto que es un árbol que ofrece su fruto sin que haya floración, o sea, que ofrece su

“puro secreto”

sin pasar por estadios intermedios inesenciales.

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Hay también una analogía entre la higuera y la fuente, símbolos ambos tanto del nacimiento como de la muerte.

“Nosotros en cambio nos demoramos”,

el hombre se entretiene en su florecer, y

“nuestro fruto finito”

(la muerte) se intenta retrasar.

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Sin embargo, el héroe, y los que mueren jóvenes, están cercanos y se enfrentan a

“quien nos silencia oscuramente”,

es decir, el destino. El héroe concretado en este poema es Sansón, que ya lo era en el seno de su madre.

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Mas el héroe, en general, es aquel que

“se lanzó a través de las estancias del amor”

(cada mujer que lo amó le hizo perseverar en su empresa), y así, al final,

“se erguía en el límite de las sonrisas, diferente”.

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Elegía SéptimaLa Elegía VII presenta al hombre como próximo al ángel. La actividad poética salva las cosas:

“voz emancipada / sea la naturaleza de tu grito”.

El canto del poeta,

“la solicitación”,

está dirigido, en principio, a cualquiera.

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La primavera es la época de iniciar este canto, pues en ella no hay lugar que no pueda ser glorificado

(“un día puro que afirma”).

Y, a partir de entonces, las mañanas, los días, los caminos, el fervor… del verano llevan a la

“noche”.

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Y en ella, las estrellas

“estar muerto un día y saberlas infinitamente, a todas”.

La amante o el niño, que poseen una relación con las cosas distinta a la del adulto, son signos de la interiorización en la noche. No así el vecino, que representa lo mundano, lo que

“queremos que se vea, /… cuando en realidad la más visible dicha sólo / se nos da a conocer cuando la transformamos

por dentro”.

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Critica la técnica:

“Donde una vez hubo una casa estable /

se propone un producto del pensamiento. Pero donde

“aún una cosa resiste… se ofrece ya a lo invisible”.

Insta a contemplar las cosas del pasado de forma reverencial, mundo que

“Ángel, / a ti te lo muestro aún”,

deseando que en

“tu mirar / esté salvado al fin”.

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El poeta solicita al Ángel, aunque, con su mano abierta,

“como defensa y aviso”

(a pesar de que le pide que salve las cosas, tema su llegada destructora).

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Elegía OctavaSe plasma en la Elegía VIII una meditación melancólica sobre el ser humano y diversos animales.

”Lo que hay fuera lo sabemos por el semblante / del animal solamente,

porque al temprano niño / ya le damos la vuelta y le obligamos a que

mire / hacia atrás”:

Tanto el animal como el niño están libres de la muerte.

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“A ella sólo nosotros la vemos”

El hombre no tiene ante sí

“el espacio puro”.

Es ante la muerte cuando el moribundo

“mira fijamente hacia fuera”

e interioriza la vida que recuerda:

“Vueltos siempre a la creación, vemos / sólo sobre ella el reflejo de lo libre, /

oscurecido por nosotros”

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Allí donde nosotros vemos futuro, es decir, destino, el animal ve el Todo. Distingue Rilke entre varios animales: vivíparos, insectos y aves. El murciélago, como híbrido, es el que más se acercaría al ángel

(“la huella / del murciélago raja la porcelana de la tarde”).

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El hombre es un espectador, nunca está fuera, en lo Abierto. El hombre está

“en la actitud / de uno que se marcha”;

siempre atravesando sucesivos estadios, y siempre

“despidiéndonos”,

sin vuelta atrás.

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Elegía Novena

El tema de la Elegía IX es el quehacer poético. Lo de aquí, lo de la vida, nos concierne a nosotros,

“los más efímeros”.

Insiste en que nada vuelve; ese

“haber sido una vez”

no es revocable.

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Pero a la muerte el hombre no se puede llevar lo que ha hecho en el mundo, ni el mirar, ni lo aprendido; sólo puede llevarse los dolores, la pesadumbre, es decir,

“lo inefable sólo”,

lo que puede transformar. Porque estamos aquí para

“decir”

palabras que nombran,

“como ni las mismas cosas nunca / en su intimidad pensaron ser”.

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La Tierra sirve para la interiorización de las cosas; pero aquí, en la vida,

“es el tiempo de lo decible”.

Entre los

“martillos”

(lo externo), es nuestro corazón el que

“celebra”.

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El hombre debe mostrarle al ángel lo sencillo, decirle esas cosas que

“viven del marcharse”,

para que así

“las transformemos del todo en el corazón invisible”.

De este modo, lo invisible surgirá en nosotros, la Tierra se transformará en una unidad interior, y así una

“Existencia rebosante / surge en mi corazón”.

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Elegía Décima

La Elegía X, la última, es de carácter épico, y narra un viaje al reino de la muerte (simbolizado en ese Valle de los Muertos egipcio). En realidad, es un viaje a la fuente de la alegría, ya que, al afrontar la muerte, el hombre, el poeta, se halla ante el umbral del mundo de lo invisible.

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Nuestros dolores son

“lugar, asentamiento, lecho, suelo, residencia”.

Ante el falso dolor hecho de ruido y no de silencio, el ángel pisotearía

“el mercado de consuelos”.

En esa falsa Ciudad del Dolor todas las imágenes engañan, como en una feria.

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A ir más allá de la ciudad de lo espurio se siente impelido el muchacho, acompañado de una queja joven que lleva

“perlas del dolor y los finos / velos de la paciencia.

Al llegar al valle [Valle de los Muertos], una queja vieja se hace cargo del muchacho, y le dice:

”encontrarás de vez en cuando un trozo de dolor afilado”,

que es el dolor verdadero.

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Y

“le muestra los grandes / árboles de lágrimas y los campos de la melancolía

en flor”

que serían los auténticos consuelos. Le lleva ante la

“esfinge sublime”

(del valle de Gizeh). La contempla el muchacho

“en el vértigo de la muerte temprana”

(aquí sabemos que está realmente muerto).

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La queja le nombra las estrellas: el Jinete, la Cuna, el Camino, la Ventana…

”Pero el muerto tiene que seguir, y en silencio le lleva la queja / más vieja hasta

el barranco, / donde brilla la Luna: / la fuente de la alegría”.

Esta es la meta de su viaje. Él irá subiendo

“a los montes del protodolor”;

y, en esta ascensión,

“los muertos despertarán en nosotros un símbolo”.

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Y nosotros

“sentiríamos la emoción / que casi nos abruma / cuando cae

algo feliz”.

Entonces es cuando se funden la vida y la muerte en el territorio de lo invisible, cuando se alcanza la interiorización de toda la realidad.

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CODAUna figura preside y fundamenta en gran medida estos poemas, el ángel. Más para Rilke el ángel no es un mediador entre Dios y los hombres, como en la teología cristiana (o semita). Tampoco un ser que proteja a los humanos. Es, en palabras del poeta,

“aquel ser en el que la transformación de lo visible en invisible que nosotros

llevamos a cabo aparece como realizada ya de un modo real”.

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El ángel de las Elegías no tiene que ver con la tradición religiosa bíblica, sino con una especie de símbolo de la totalidad: no distingue entre el reino de los vivos y de los muertos, estando presente en su seno la totalidad de las obras del hombre, tanto las del pasado como las del futuro. Acoge, pues, en su seno la totalidad de la vida, de la historia y de la cultura, y en él sucede todo, “belleza y horror”.

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Se lee ya en la primera elegía:

“Sí, es verdad, las primaveras te necesitaban. Te pedían, por encima de sus fuerzas, / algunas estrellas que las

percibieras…”

La obra se constituye como una propuesta total, como una misión

(“Todo esto era misión”).

Lo que estructura estas elegías es esa misión, y los diversos estadios que va atravesando el hombre a lo largo de esa peripecia vital para llevarla a cabo es la esencia de las Elegías.

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Quiere el libro vehicular la aventura de la interiorización de la realidad, puesto que ese es su fundamento. Para Rilke, se debe intentar acceder al estado de lo invisible, de lo inefable, donde la totalidad reine al presentarse simultáneas todas las cosas y todas las épocas, lo que el hombre ha sido y será en comunión con lo natural.

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Otro de los elementos que contribuyen a la consecución de ese objetivo es el amor intransitivo, que no es aquel que sienten entre sí los amantes (recíproco o transitivo), sino el que posibilita ir más allá de uno mismo, impulsado por lo que el otro le da.

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El amor verdadero, según Rilke, debe hacer de la persona amada sólo un pretexto, un punto de apoyo para el enriquecimiento personal. Enlazando con el símbolo angélico, aquel sería la consagración del “amor intransitivo”, en el que el amor queda absorbido “en el torbellino del regreso a sí mismo”.

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Las Elegías de Duino son, pues, la articulación del itinerario que llevaría al hombre de la lamentación al júbilo, de la ajenidad del ángel hasta su proximidad, desde los quehaceres diarios a la contemplación y celebración de la totalidad de la vida y el mundo, desde el temor a la muerte a la indistinción entre vida y muerte como constitutivos de un continuo.

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Rilke postula abandonar el estado de engaño en que uno se encuentra (lo cotidiano), para acceder a una realidad auténtica que sería la que el ser forjaría en su labor de interiorización. Las cosas que vemos en el estado externo se transforman en el interior para obtener una interrelación entre ellas, formando ese continuo de una corriente universal, donde todo formase parte del Todo, y la simultaneidad aboliese el tiempo.