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Justiniana,
la
ventera
Hernando Vanegas Toloza
Nadie sabe cuando llegó al pueblo. Ni
cuando ni cómo. Apareció un día
caminando sus callecitas polvorientas y lo
recorrió todo. Se extasió contemplando el
discurrir del anchuroso río que allí
pareciera que fuese más ancho y más
caudaloso. Observó sus corrientes y sus
remolinos. Miró admirada el muelle
colonial, con sus escalinatas y la
plataforma que sirve de embarcadero.
Imaginó cuánto sudor le costaría a los
pobres negros e indios que esclavizados
trabajaron en su construcción, cuánta
sangre, cuántos muertos... Caminó
oliendo, impregnándose del olor del río y
sudó el sudor frío y pegajoso que produce
el calor canicular del mediodía. Subió las
escalinatas una a una, hasta completar las
cincuenta y dos. Una vez arriba se sintió
empequeñecida por la inmensidad y la
solemnidad de la Iglesia de la Virgen de la
Candelaria, la patrona del pueblo. Al
carajo!, ella no era mujer de creencias ni
supersticiones. No entró a la Iglesia y
siguió caminando. Bajó por la calle y
llegó al nivel bajo del pueblo. Conoció o
reconoció el comercio, el mercado público
y el puerto de las chalupas. Vio
amontonadas como objetos sin valor
montañas de piñas. La piña más dulce y
sabrosa del mundo, la de hojas dentadas,
que se produce en el entorno del pueblo y
pueblos vecinos. Siguió caminando más
allá del mercado y conoció los barrios
pobres, los que cada año con la creciente
se inundan. Todos los años lo mismo:
invierno-creciente-inundación-
damnificados. Y la pobre gente
soportando sin hacer nada por remediar
esa situación. Ni el pobre protesta, ni los
gobiernos previenen nada. Solo sirven
para robarse la plata, es el decir. Caminó
por las calles arenosas y salió hacia donde
viven los ricos del pueblo. Ah!, casas de
material, grandes, espaciosas, frescas,
contrastan con las que vió antes,
casuchas de bahareque y paja, de cartón,
de cualquier material. Y allí, como
protegiendo a los que tienen, el Puesto de
Policía. Vio amodorrados a varios tombos
sentados sin camisa y abanicándose con
abanicos de palma tejida. Sudaban la
gota gorda por el calor. Siguió en su
recorrido y vio el Correo Aéreo y
Telecom. "-De qué me sirve si no tengo a
quien escribir ni a quien mandarle
marconi. Bueno, importa, así es la vida"-
pensó. Al azar escogió una calle y caminó
hacia arriba varias cuadras. De pronto se
topó con el Colegio de las Monjas. Le dio
la vuelta a la manzana. Observó el
colegio, su construcción, las niñas y
jóvenes que en algarabía corrían,
caminaban, jugaban. Se detuvo en su
recorrido como si un imán gigantesco allí
la retuviera. Se sentó en el pretil de la
casa de enfrente y allí dejó transcurrir
una, dos horas, meditó y meditó pero no
ha habido fuerza terrenal que haya sido
capaz de arrancarle el secreto de sus
pensamientos. Por fin salió de su letargo
y siguió caminando hacia arriba. Llegó a
la Mobil, en donde la compañía petrolera
tenía su base. Un inmenso campo lleno
de terraplenes que iban formando
cuadros en donde se almacenaba un
líquido negro y hediondo. Y en pleno
frente, la Planta, en donde se generaba la
energía eléctrica que alumbraba el pueblo
de 6 a 9 de la noche y más ná. Conoció el
río Cesar y alcanzó a vislumbrar a lo lejos
su desembocadura en el Magdalena. Giró
hacia la izquierda, caminó, caminó,
caminó. Pasó por una zona enmontada y
vió a unos muchachos mamando burra a
plena luz del día. Meses después supo
que uno de ellos era Edgar Mozo, el hijo
de Doromilda, la maestra de
Tamalamequito, considerado el campeón
en el arte de mamar burras ya que las
hipnotizaba y con un siseo silbado las
dejaba quietecitas y así podía hacerles la
gracia a los animalitos. Vió un edificio
blanco, en mal estado. Carcomidas sus
paredes por el paso de los años y la
desidia oficial. Un letrero le dijo que era
el Hospital de la Candelaria. Vió a gente
vestida de blanco que andaban siempre
presurosos. Dos cuadras más hacia la
izquierda se veía un campo de fútbol
grande, y a la derecha, la salida de la
carretera que va a Chimichagua y Santa
Marta. -"Y qué me importa carretera, si
de aquí más nunca voy a salir.- Se metió
en una cantidad de calles, estrechas unas,
anchas otras, polvorientas todas. El
barrio Pueblo Nuevo. Lo recorrió palmo a
palmo. Se encontró con un conjunto de
casas de material con un letrero que
rezaba: Barrio Juan José Vanegas. Siguió
caminando y llegó a la trocha que va al
Salto. Siguió caminando y encontró una
enorme tapia blanca y un olor que le
pareció a carne podrida, a mortecina.
-"Vaya llegué al cementerio". Entró en él
y lo recorrió con ojo analítico, como
cuando uno va a comprar una casa. -"Me
gusta, es espacioso y cómodo." Salió
caminó ahora sí dirigiendo sus pasos.
Llegó a la piecita que había alquilado, en
la que a duras penas cabía una de camita
de spring y una mesa. En el patio común
estaba la letrina y el baño, una alberca en
donde se almacenaba el agua negruzca y
llena de barrio que el acueducto
bombeaba dos horas al día, sin ningún
tratamiento. -"Bueno, ya estoy aquí.
Llegué a mi pueblo. Mañana a trabajar".
Se acostó en la camita y la pobre protestó
con miles de chirridos al soportar el peso
de un cuerpo de mujer morena, pero no
del moreno pálido de muchos, sino de un
moreno negruzco de una piel negruzca
sin llegar a negra, limpia, reluciente,
bella, que cubría un cuerpo enjuto de
carnes, sin un ápice de grasa, sin libras
de más, con las rotundeces típicas de las
negras pero sin llegar a las
extravagancias de las nalgas de las
pilanderas. Su cabellera negra,
ensortijada, que cubría siempre con una
pañoleta, solo alcancé a vérsela una vez y
era realmente hermosa, le daba una
elegancia sin igual a su cuerpo de 1.75
mts y a su cara algo escasa de carnes sin
ser cadavérica, y a unos ojos negros,
penetrantes, llameantes, que hablaban sin
decir palabra.
Pasaron los días y al tercero apareció
Justiniana radiante, vestida con un
vestido floreado de flores rojas y fondo no
definido, bien maquillada, sus labios
gordezuelos pintados de rojo encendido,
su cabellera negra cubierta por una
pañoleta que hacía juego con el vestido y
de la cual emanaba el inconfundible y
delicioso olor del aceite de corozo. Sobre
la cabeza un trapo enrollado y sobre él
una chaza con tapa que en cada uno de
sus cuatro lados llevaba impreso un
proverbio. Recuerdo el impacto que me
causó. -"Dulces, dulces, llevo dulces!
Arequipe, meche, chiricanas,
almojábanas, cocadas, panelitas de leche,
delicados de piña! "- y los niños salíamos
gritando: -"Yo quiero, yo quiero!" Los
niños estábamos felices y emocionados.
Íbamos a comer dulces cada vez que
Justiniana pasara!"- Los viejos alelados
por la majestuosidad de Justi que iba
cargando su enorme chaza, sin apoyo de
las manos, y cuando tenía un pedido la
bajaba de su cabeza y la colocaba en un
trípode. -"A ver qué quiere... Mirábamos
embriagados de contento tanta variedad
de dulces. -A mi una cocada. -"A mi un
arequipe." -"A mi una almojábana..."
Leíamos maravillados los mensajes que
traían sus proverbios. Nunca olvidaré los
primeros cuatro que leí en la chaza: "El
que critica sufre", "Camarón que se
duerme se lo lleva la corriente", "No
mires la paja en el ojo ajeno...", "Haz el
bien y no mires a quien". Después fueron
miles los proverbios que leíamos en su
chaza y no sabemos de dónde los sacaba.
De ahí en adelante Justiniana, la ventera,
se convirtió en parte de nuestra vida.
Todos los días pasaba majestuosa,
imperturbable, con su chaza en la cabeza,
como si el calor y el polvo no la afectaran.
Si tú salías tarde y había pasado por tu
casa no regresaba a venderte. -"Venga
acá que yo ya pasé por allí". Y tocaba ir si
querías comer dulces. Ella decía que el
único que la hacía regresar era mi papá.
"Si es José la Paz, si voy". No sé la razón
de su comportamiento con mi viejo. Y así
trabajando día a día, con tesón,
justamente fue conociendo la vida de
todos y cada uno de los pueblerinos.
Conoció de chismes, de las infidelidades,
de las golpizas -que daban los maridos a
sus mujeres y algunas mujeres a sus
maridos-, quién era o no señorita, quién
era maricón y se las tiraba de macho... "-
mira, más bien no me hagas hablar
porque todo el mundo va saber que a tí te
desvirgaron en el paseo al Salto el día de
la Candelaria”, o, "vacio, gordo no seas
tan hablador y jactancioso que tu mujer te
está poniendo los cachos con Joselito"; o
“Váchere, Emilito, ahora como te ganaste
la lotería te crees de la jaig, jaig", o "no
crea que su hija está estudiando en
Bogotá, está es en una putiadero de la
décima" o el de “Juá, tú no hables mucho
que cuando te emborrachas se te moja la
canoa”. En fin, Justiniana llegó a conocer
profundamente la vida de cada uno de los
banqueños. Era la vox populi. Tenía más
audiencia que la Voz de El Banco. Y fue
creciendo su fama. Cada día eran más y
más los que temían la lengua de Justi. No
tenía rabo de paja. Nunca se le conoció
marido, por los menos públicamente, aun
cuando tuvo un hijo. Nosotros nos fuimos
encariñando con ese personaje. -"Justi,
déjenos unas almojábanas y se las cobras
a mi papá". "Está bien, pero ese vergajo
nunca me las va a pagar!". A la par iba
creciendo su fama de bailarina. No había
cumbión, cumbiamba, fandango o fiesta
popular a la que no asistiera Justiniana.
-"En este pueblo no hay mejor bailarina
que yo "-decía a gritos en la rueda de
bailadores. De esa manera descalificaba
bailarinas excelsas como Genoveva, la
mejor de toda la Costa, a la Copona, que
vivía de vender cucas, caballitos y
alegrías; a Juana Rosa Manzano, la
cumbiambera soberana, inmortalizada
por José Benito Barros en una cumbia que
decía:
“Juana Rosa, Manzano Juana Rosa
Juana Rosa, Manzano Juana Rosa,
era noche de diciembre, noche hermosa,
cuando el círculo de fuego ya giraba,
deslizaba ante los piés de Juana Rosa
una hembra que a los hombres
embrujaba
y su cuerpo se envolvía en el lamento
que del millo y la tambora se escapaba
y el trigal de sus cabellos, fuego al
viento,
con la brisa de diciembre jugueteaba.
Juana Rosa Manzano, cumbiambera
soberana,
Juana Rosa Manzano, estrella de la
mañana.(bis)
Juana Rosa, Manzano Juana Rosa
Juana Rosa, Manzano Juana Rosa,
y la cumbia carrusel de inspiraciones,
bajo el suave parpadear de los luceros
incendiaba con su magia las pasiones
de los bogas, pescadores y vaqueros,
pero el gallo dio las cuatro y Juana Rosa
a su rancho se marchó por el sendero,
muy cansada, sigue errante, sudorosa,
las palomas de su pecho se fundieron.
Juana Rosa, cumbiambera soberana,
Juana Rosa, estrella de la mañana. (bis).
Fandango o Cumbiamba sin Justiniana, no
era fiesta. Así como la lucha por la vara
de premios, la competencia de nado en el
río Magdalena, los torneos de boxeo y la
carrera de sacos que se hacían en las
fiestas paganas de la celebración del día
de la Virgen de la Candelaria, eran
apenas competencias de aficionados sin la
Caneca o Machorra, así cualquier fiesta
popular era una danza sin velas
encendidas sin Justiniana. -"La buena
bailarina de cumbia avanza en su danza
sin levantar los pies del suelo y moviendo
cadenciosamente la cadera, en la mano el
paquete de esperma encendido y un aire
de majestuosidad que no se aprende, sino
que nace con una "- decía a cuantos la
quisieran escuchar, -"Miren estos
movimientos, miren esta cadera, miren mi
cara... "- enseñaba Justiniana a todos los
que quisieron aprender a bailar con ella.
Era incansable. Bailaba toda la noche sin
descansar, consumiendo paquete de
esperma tras paquete
de esperma. Yo no sé
si la esperma derretida
que caía en sus manos
la quemaba o no. Ella
bailaba extasiada por
el llamador, por el
tambor mayor, por el
guache y,
especialmente, por la
flauta´e millo que la
transportaba yo no se
adonde. Si era
elegante llevando su
chaza en la cabeza, en la cumbiamba era
majestuosa, inconmensurable...
Los muchachos íbamos a todos estos
eventos, además de a verrochar, a ver
bailar a Juana Rosa, a Genoveva, a
Justiniana, a la Copona, a Juanchito- el
cumbiambero del barrio El Banquito- al
burrito Arias, Amaranto de León, el único
magnífico acordeonero del pueblo, a Félix
Mozo y a otros que no recuerdo su
nombre. Allí aprendíamos los secretos de
nuestros bailes y nuestra música.
Transcurrieron años y años. Fuimos
creciendo. Siempre le comprábamos
dulces a Justiniana. Ella vivía de su
negocio y nosotros éramos felices. Su
fama de peleadora parlanchina fue
creciendo hasta el punto que en la plaza
del Palacio Municipal levantaron en
granito pulido un obelisco que la gente
dice es la lengua de Justiniana y llega más
arriba del cuarto piso. Seguimos
creciendo y salimos del pueblo a seguir
nuestros estudios. Unos a Bogotá, otros a
Tunja, Ocaña, Barranquilla. Mis
hermanos y yo, a Santa Marta. Después
de muchos años sin ir al pueblo, regreso y
lo primero que se me ocurre preguntar a
mi hermano es: -"Joselito, qué hay de
Justiniana?" -"Por ahí está. Ya no vende
dulces. Ahora tiene una casa de putas".