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JESÚS SIEMBRA UN GRANO DE TRIGO - Biografía de Victorine Le Dieu 2

ADOLFO L’ARCO

JESÚS SIEMBRA

UN GRANO DE TRIGO

Biografía de Victorine Le Dieu (Sor Marie Joseph de Jésus)

Fundadora de las Religiosas de Jesús Redentor

MONTE CARMELO

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JESÚS SIEMBRA UN GRANO DE TRIGO - Biografía de Victorine Le Dieu 3

TÍTULO ORIGINAL: Gesù sotterra un chicco di grano TRADUCIDO POR:

María Ángeles Nistal García

Con la licencia eclesiástica del Arzobispo de Burgos

(4 de noviembre de 2004)

© 2004 by Editorial Monte Carmelo P. Silverio, 2; Apdo. 19 - 09080 - Burgos Tfno.: 947 25 60 61; Fax: 947 25 60 62 http://www.montecarmelo.com [email protected] Impreso en España. Printed in Spain I.S.B.N.: 84 - 7239 - 837 - 4 Depósito Legal: BU - 38 - 2004 Impresión y Encuadernación:

“Monte Carmelo” - Burgos

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PRESENTACIÓN

El mérito de este trabajo es de Mons. Galliano Moncelsi que ha hecho el archivo de Madre Le Dieu, además de traducir y ordenar sus escritos. Este sacerdote, formado en la escuela de la Fundadora, conoce de maravilla la vida cuyo estudio constituye el hobby de su existencia.

El recopilador simplemente ha hecho saltar la chispa de la síntesis del material amplísimo y excepcionalmente analítico, que ha sido preparado para la causa de beatificación.

En su diario, la Madre, no sin humorismo, dice que habría preferido inventar una historia más divertida que la suya. En realidad su diario es una lista interminable de tentativas fallidas que desaniman al lector; pero en aquella serie de derrotas se descubre una mujer majestuosa, santa y excepcionalmente simpática. Ella, bajo una lluvia obstinada de dificultades, camina hacia el ideal orando, sonriendo, cantando: su cristianismo, para nada fácil, es exquisitamente feliz.

El autor ha estudiado la manera de evidenciar la simpatía que irradia de esta hermana de Job e iluminarle el hermoso rostro con la luz del Concilio Vaticano Segundo.

Años felices

La gran dama

28 de julio de 1957. Dos religiosas de Jesús Redentor entrevistan en Aulnay a una viejecita que ha conocido a su Fundadora: Céline Page, pequeña de estatura, delgada, con dos ojos vivaces que brillan en el rostro arrugado y rosado; tiene 91 años pero conserva un recuerdo muy vivo de todo.

–Conocí a Madre Le Dieu cuando tenía 8 años. Ella vino a Aulnay con tres niños y dos hermanas. La llamaban “la gran dama” porque era muy buena y todos querían conocerla. “¡Ella era buena, era buena!”. Esta exclamación sale de los labios de la viejecita como un estribillo durante toda la conversación.

–Señora Céline, descríbanos la figura de la Madre.

–Oh, sí; era alta, majestuosa, con ojos azules y muy expresivos, pero muy dulce. Vivía en la planta baja de la casa donde trabajaba mi madre. En la iglesia se ocupaba de los niños. Nos enseñaba a rezar y acompañaba nuestros cantos con el armonio. A mí me preparó para la primera comunión junto a mis compañeras y compañeros. Si cometíamos alguna travesura, ella nos hablaba dulcemente y el castigo consistía siempre en una pequeña oración a los pies de la Virgen. Como premio nos llevaba a dar un paseo en barca por el canal y ella misma la conducía. Éramos muy felices cerca de la buena Madre.

Además Céline habla de la gran devoción de Madre Le Dieu al Santísimo Sacramento. “Preparaba con alegría y entusiasmo los altares, que adornaba con manteles y flores con ocasión de la Procesión del Corpus Christi y una vez preparó una carroza de honor para llevar al Santísimo Sacramento, tirada por los jóvenes. Ante la Custodia iba el párroco en adoración”.

Mientras habla, Céline dice cosas que revelan las óptimas cualidades de Madre Le Dieu como experta educadora: “Trataba a los niños con dulzura y con el diálogo lograba que los más rebeldes tuvieran mejores sentimientos”.

Y he aquí la caridad que salía de su corazón como una ola de amor inmenso. “Apenas oía que había un enfermo, iba personalmente a interesarse por su salud. Daba a los enfermos pobres todas las medicinas necesarias y pedía a las hermanas que tuvieran con ellos las máximas atenciones”.

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“Mi padre estuvo enfermo durante seis meses y, gracias a la buena Madre, no nos faltó de nada. Nosotros éramos pobres. Mi madre trabajaba en el campo, yo cuidaba de mis hermanos y hermanas, pero la buena “gran dama” nos proporcionó de todo”. La viejecita emocionada por la dulce evocación concluye: “El amor a la Eucaristía y la bondad hacia los niños y los enfermos han hecho de la gran dama una santa”.

Victorine Le Dieu, después Sor Marie Joseph de Jésus, era realmente una majestuosa dama de Jesús; sobre su rostro rosado brillaban dos ojos celestes y resplandecía la nobleza intrépida de su estirpe normanda.

Las generaciones de conquistadores habían impreso en aquellos rostros la huella del valor y la aventura; los años y las fatigas no han podido con su dulzura evangélica, ya que ésta había permanecido siempre en su rostro. En tanta compostura religiosa la maternidad espiritual se manifestaba y se afirmaba solemne.

Su primo Mons. Du Manoir, estudioso serio y apreciado corresponsal de la Semana Religiosa, revela con cinco adjetivos el perfil de Madre Le Dieu: alta, distinguida, instruida, activa, enérgica. Sor San Paul, que fue una de sus primeras hijas, nos dice que era también muy guapa.

En la parte Nor-occidental de Francia destaca la península de Cotentin que se prolonga hacia la Mancha, formando a la izquierda el amplio golfo de San Malo: al fondo del golfo se abre una pequeña bahía de cuyas aguas aflora el Monte San Miguel. De frente a este histórico Monte surge la ciudad de Avranche, donde nació Victorine Le Dieu de la Raudière, Fundadora de las Religiosas de Jesús Redentor. Avranche fue fundada por los romanos que la llamaron Ingena, nombre que fue sustituido por el de Abricantui cuando en la Edad Media se convierte en fortaleza. Juan sin Tierra la destruyó en el año 1203. Luego renace con la llegada de S. Luis, rey de Francia, pero cae bajo el dominio inglés hasta el 1450. Cinco siglos después revive los horrores de la guerra: de hecho se encontró en medio del famoso desembarco de los aliados en Normandía y desde allí inició la marcha hacia Berlín la división acorazada del general Patton. Ahora las heridas han cicatrizado y la ciudad se presenta bella y risueña.

En la época de Victorine, Avranche tenía cerca de ocho mil habitantes y entre las familias más ilustres estaba la suya.

Félix, el padre, funcionario de Hacienda, era un burgués muy distinguido y la madre, María Teresa de Cantilly, pertenecía a la más alta nobleza.

Cuatro hermanos Cantilly habían tomado parte activa en los motines de la revolución, y uno de ellos había perdido la vida.

Eterno idilio

El matrimonio entre Félix y María Teresa resultó un eterno idilio. Aquellas dos vidas, hechas realmente una para la otra, se unieron en el amor y en la fe para formar una familia cristiana donde se armonizaban la bondad, el trabajo y la paz.

El primer fruto de aquel amor fue Victorine que el día 22 de mayo de 1809 se encontró por primera vez en el regazo de su madre en medio de la alegría de los familiares. Al día siguiente fue bautizada.

Esta santa mujer ha escrito un diario de casi seis mil páginas, lleno de fechas y de nombres. Pues bien, entre las fechas, se distingue por su precisión y constancia la del matrimonio de sus padres.

La criatura se dio cuenta muy pronto que su felicidad nacía de aquella fuente. El Papa Juan XXIII, que también festejaba con veneración el aniversario del matrimonio de sus padres, diría: “Cuando la raíz es sana, el árbol crece aun entre las piedras”.

“9 de agosto de 1808: fecha que nunca olvido: aniversario de la unión, tan acertada, de mis santos padres. Ellos no me pueden ser indiferentes, sobre todo cuando llega este día. Ciertamente gozan del premio de sus virtudes. Sin embargo no dejaré de rezar por ellos.

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El Vicario General de Fréjus, que durante muchos años fue el confesor de mi padre, viéndolo adormecerse en el Señor, me dijo que tuviera la seguridad de que recibiría de él abundantes gracias. Lo mismo hubiera dicho de mi madre, si la hubiera conocido”.

“Fecha muy querida e importante, de la que he hablado muchas veces y nunca lo he hecho sin sentirme fuertemente emocionada. He rezado a mis queridos padres para que me concedan la gracia de formar nuestra familia religiosa sobre principios sólidos y cristianos de los que ellos nos han dado un constante ejemplo”.

“Mis padres me habían hablado muchas veces de la alegre circunstancia de su matrimonio por lo que me resultaba fácil reconstruir con alegría las imágenes del acontecimiento”. Y la reconstrucción no debía resultarle difícil, porque en ella la poesía había nacido gemela de la santidad.

Su madre, la señora Mª Teresa, conservaba una poesía que la pequeña había compuesto cuando apenas tenía cinco años. En ella, Victorine, cantaba el nacimiento de los gatitos. A los diez años, formuló en graciosos versos una felicitación para los miembros de la familia. Las expresiones más cariñosas se comprende que eran para el hermanito que apenas tenía un año. Su primo Mons. Du Manoir escribe en la Semana Religiosa: “Victorine hablaba con ardor, y con Ovidio podía repetir: Quidquid tentabam dicere versus erat: “todo lo que decía eran muchos versos”. Ella, un día, me confiaba que en algunos momentos le parecía que habría hablado más fácilmente en verso que en prosa. El devoto y elocuente padre Aurevilly no paraba de elogiar su ingenio y su inspiración poética”.

Sí, su espíritu se conservará afable y simpático hasta el final de su vida, sin ser acallado en absoluto por su perfecto autocontrol.

Leyendo su largo diario, se tiene la convicción de que, si la autora hubiera querido, habría llegado a ser una célebre escritora de comedias brillantes.

Si la poesía es, como dice Pascoli, recuerdo de cosas buenas grabadas en almas buenas, Victorine escribió y vivió espléndidamente la poesía.

Amor, alegría y poesía crearon el ambiente vital en el que nace, crece y se afirma, sanísima, la persona de Victorine, que nunca tuvo complejo alguno.

De niña, ya dialogaba con la madre con la que se sentía en perfecta sintonía. En ella admiraba e imitaba un modelo de comportamiento. En su padre, la pequeña veía al hombre más guapo y más bueno del mundo. El señor Félix a su vez era muy feliz de tener por hija a aquella criatura. Según su padre, en aquel capullo humano, la belleza, la poesía y la bondad se habían encarnado y hablaban con el encanto de la infancia. Victorine gozaba también del cariño de sus hermanos, amaba y era amada por Eduardo, que tenía sólo un año menos que ella. Eran compañeros de juego; en aquella naturaleza grandiosa y bajo la protección y guía de sus padres, que estaban muy bien preparados, Victorine prodigaba sus cuidados y éste le concedía su caballeresca protección.

A su hermano Augusto lo acogió muy bien, hizo de mamá juiciosa porque ya había cumplido los diez años. Guardó en el desván su última muñeca y comenzó a ayudar a su madre en los quehaceres de la casa.

La familia Le Dieu estaba muy unida, pero también abierta a una extensa parentela y a numerosas amistades. Mantenían buenas relaciones con sus familiares y el padre poseía el arte de hacer amigos. Su profesión le obligaba a continuos cambios de residencia, por lo que se multiplicaban las relaciones humanas y se abrían más los horizontes en la mente de los niños.

Los juegos, el estudio y la piedad se alternaban y se armonizaban muy bien en aquella casa verdaderamente alegre. De adulta recordará su infancia como la época de los años risueños y la definirá como la edad de oro. También fue afortunada por los maestros que tuvo. En una carta escribía a Mons. Du Manoir: “Para mi consolación, todavía veo a la señorita Audran con aspecto venerable y dulce, y a la que amaba con mi corazoncito de cinco años”.

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O esposa de Jesús o la muerte

A los doce años, después de una esmerada preparación y una ardiente espera, recibió la Primera Comunión y se sintió toda de Jesús. Hubiera podido decir con San Pablo: “he sido tomada por Cristo”. Su ardor Eucarístico se concretó en este propósito: “o esposa de Jesús o la muerte”.

En su alma la vocación religiosa resplandecía como el sol, pero se presentaba bivalente: de hecho la adolescente se sentía atraída simultáneamente a la vida contemplativa y a la vida misionera. Los padres eran excelentes cristianos, pero querían que su hija inteligente, rica y guapa brillase en la sociedad y por eso estaban dispuestos a ponerle cualquier obstáculo para impedirle que se “encerrara” en un monasterio. Especialmente su padre, sin ella, hubiera sentido faltarle la vida. Por temor a que un instituto religioso hubiera podido ofrecer un ambiente favorable a la vocación, decidieron hacerle estudiar en un colegio laico y eligieron el de Rennes, donde tuvo por compañeras a dos hermanas del futuro general Ridouahle, que estaría al mando de las tropas francesas en Roma.

El tesoro de su corazón, que era la Eucaristía, se encontraba también en Rennes y junto al Sacramento de la Confirmación avivaron la llama del amor de Dios.

A los dieciocho años, en la lozanía de su primavera, está de nuevo con la familia, pero con la juventud ha florecido también la vocación, que una sólida cultura ha hecho más consciente.

Los padres son inamovibles, pero ella logra que le prometan que cumplidos los veinte años la dejarán libre. El padre adoptó la táctica del temporizador, pero Victorine emitió los votos privados e inició la práctica de la comunión cotidiana que era muy rara en aquella época. Los enfermos y los niños gozaban del cuidado de aquella joven consagrada. En París pasó las fiestas de Pascua de 1829, pero la magia de la capital no tuvo ninguna influencia en ella. Sólo recordará el comportamiento religioso de algunas personas de la corte que seguían la solemne procesión del Corpus Cristi.

El año siguiente lo pasó en Poitiers, donde sufrió bastante cuando tuvo que asistir a los sacrílegos atentados contra las iglesias, a la profanación del crucifijo que fue tirado y pisoteado en las calles. Aquel fue el dolor más grande de su primera juventud.

Con el corazón dolorido participó de las ceremonias religiosas, que fueron organizadas para reparar el sacrilegio. En aquel fervor popular sintió nacerle en el corazón la vocación de alma reparadora. En Poitiers conoció a la Condesa Lusignano e hizo grandes amistades con todas las religiosas de la ciudad, de manera especial con las del Carmelo, por las que se sentía atraída. Allí le llegó la noticia de que la Virgen se había aparecido a Sor Caterine Labouré.

El futuro se quiebra

La nueva ola de fervor mariano la preparó a la muerte de su hermano Eduardo, que murió el 18 de diciembre de 1830. A este joven universitario le fue truncada la vida a sus veinte años, cuando tenía un futuro lleno de promesas y esperanzas. Para confortar a sus padres, abatidos por el dolor, tuvo que olvidarse del suyo, que la acompañó durante toda la vida. Medio siglo después, el sentimiento será tan vivo que escribe: “Querido hermano, pide por mí, que nunca he dejado de amarte. Ayúdame y protégeme, como lo hacías siempre. Hace más de cincuenta años que te he perdido y mi cariño hacia ti está siempre vivo. San Bernardo también amaba a su hermano Gérard; Dios no condena el afecto que no nos aleja de Él”.

Menos mal que su fe, que había crecido más que ella, le daba mucho consuelo. El final de Eduardo la confortó tanto que la impulsaba a pensar que partía para gozar de una vida mejor.

La muerte de su hermano la hacía más alérgica a las cosas de la vida mundana, pero al mismo tiempo “su futuro se había quebrado”. Con la desaparición de Eduardo termina el vía lucis y comienza el vía crucis. Las fiestas le gustan cada vez menos. De niña huía de ellas por instinto, ahora las evita por convicción.

La nobleza de la familia, la cultura, y el encanto llaman la atención del mundo que le sonríe y le ofrece a manos llenas sus favores. Muchos años después anotará en su diario: “Se me

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presentaban perspectivas muy seductoras, que no se podían imaginar ni siquiera en una situación como la mía. Pero yo no tenía ningún mérito en rechazarlas, porque me sentía inclinada a pasar por alto, de manera natural todas las alegrías terrenas”. Así se explica la opinión poco favorable a propósito de una poesía amorosa que un joven maestro compuso para ella: “Yo creo que es bastante ridícula. El pobre maestro cree que ha compuesto una poesía maravillosa”.

Jesús era el dueño absoluto de su corazón y ella, a toda costa, quería permanecer en su seguimiento, pero ¿de dónde sacar fuerza para tocar el corazón de los padres, ya que había sido roto por la muerte de Eduardo? Encontró un aliado en la persona del misionero padre Mesnildot, que dirigía el instituto de Sta. Clotilde y había abandonado París por las revueltas políticas que ocasionaron la caída de Carlos X.

El óptimo sacerdote había llegado a ser padre espiritual de la familia Le Dieu. El padre, después de tantas esperanzas y desilusiones, y viendo que su hija pierde la salud, le promete un retiro breve en el Carmelo pero luego se arrepiente. Victorine está decidida a marchar sin su permiso, cuando se presenta la ocasión de acompañar a su madre, que tiene que ir a París para algunos asuntos. Y así, después de tantos anhelos, Victorine puede cruzar los umbrales de una casa religiosa y retirarse algunos meses en las Agustinas de la calle des Sévres. El 28 de agosto de 1833, la Virgen Morena, consoladora de los afligidos, la ve postrada a sus pies, renacida y feliz.

Flor blanca para la Virgen Morena

La Virgen de Bonne Délivrance o Virgen Morena tiene una historia que Victorine conocía muy bien. Ya en el siglo XI, en la Iglesia de San Etienne des Grès de París, una gran afluencia de fieles se acercaban a la estatua milagrosa. Esta escultura parece de madera y, sin embargo, es de piedra pintada, de un metro y medio de alta, tiene un velo blanco, un amplio vestido rojo y el cetro en la mano. Con la mano izquierda sostiene al Niño Jesús, que apoya la manita sobre el cuello de la Madre y con la derecha sostiene el mundo sobre el que se apoya una cruz.

Ante esta estatua se postraron Santo Domingo, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Sales. Este último, todavía estudiante de teología, turbado por una duda que lo llevó casi a la muerte. Con la fuerza especulativa de su talento se había enredado en el océano sin límites de la predestinación, que constituía el principal problema de la teología de la época. El joven santo, que estudiaba la teología para vivirla, amenazó naufragar en la tormentosa duda: “¿Me salvaré o me condenaré?”. Después de haber llorado muchas lágrimas ante aquella estatua, formuló esta oración con mucho amor: “Virgen santa, Madre de Jesús y Madre mía, si está predestinado que yo me condene, que se haga la voluntad de Dios, pero tú concédeme la gracia de que aún en las penas eternas, yo continúe amando al Señor con todas las fuerzas de mi alma”. Terminada la oración, el joven santo sintió circular por sus miembros un nuevo vigor y se levantó completamente curado y sano.

A los pies de aquella estatua muchos fundadores habían sido inspirados para crear su obra. A los pies de aquella estatua se levantaron animosos el venerable Olier para fundar el seminario de San Sulpicio, el Padre Charles Poullard para dar vida a los Padres del Santo Espíritu, San Vicente de Paúl para lanzar a la conquista del mundo las Religiosas de la Caridad y los Lazaristas. También Don Bosco vendrá a tomar fuerzas a los pies de la Virgen Morena.

A la revolución no se le podía escapar la importancia de la estatua, que fue subastada públicamente. La Condesa de Carignan, S. Maurice, la rescató comprándola como si fuera mármol y la escondió en su casa, en la calle Notre Dame des Champs. Una vez pasada la revolución, la Condesa donó la estatua a las Agustinas, que la entronizaron en su capilla el 1 de julio de 1806.

Victorine derrama su perfume virginal a los pies de la Madre del Santo Amor. El capellán de las Agustinas, que a menudo contemplaba en oración a su hermana Sofía Barat, se conmovió del ardor místico de nuestra joven, le concedió el permiso de emitir los votos perpetuos y la encomendó a las religiosas, que le confiaron el oficio de ayudar a la sacristana.

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Bajo la mirada de la Virgen Morena, sirviendo a su Esposo Divino, Victorine se sintió la reina del universo: había encontrado su Tabor del cual sus padres habían intentado hacerla bajar.

Los superiores le propusieron la vestición dos veces y ella hubiera aceptado si sus padres no se hubieran opuesto por enésima vez. El padre, para hacerla volver, le prometió que, al cabo de seis meses, la dejaría libre para seguir su vocación. No podían resistir vivir por más tiempo sin Victorine. El Padre Barat le escribió un atestado en el que afirmaba “estar plenamente convencido de que aquel viaje entraba dentro de los designios de Dios; que su vocación era segura y que, cuando terminara la prueba, sólo una orden de los Superiores o la clausura de la casa religiosa, a causa de la revolución, habría podido retenerla en el mundo”.

Le dan con la puerta en las narices

La joven, después de siete meses de vida religiosa, volvió con la familia, pero también con la angustia en el corazón. La esperanza de que sus padres se rindieran de una vez a la voluntad de Dios la mantenía en pie. Pasados los seis meses atendiéndolos con mucho cariño, Victorine vuelve a la carga, y con gran consternación tuvo que leer una carta que le habían escrito las Agustinas. En ella, las religiosas afirmaban que Victorine no tenía vocación, ni para su Instituto religioso ni para ningún otro, “que si tuviera la ocasión buscara pronto un marido”. Esta última frase revelaba que quien escribía debía tener una buena dosis de aspereza. Probablemente este cambio de actitud de las religiosas fue debido al miedo. De hecho, un viento fuerte de tormenta se hacía sentir contra las congregaciones religiosas y el padre de Victorine, que por su posición social, tenía grandes amistades en muchos lugares, podía hacerles mucho daño.

Ciertamente el señor Félix había escrito y mandado escribir cartas amenazantes. Victorine quiere interesarse personalmente de la situación: afrontó un viaje clandestino, sufriendo los rigores del invierno y la tortura de las carrozas, y se presentó en la calle des Sèvres.

El encuentro, que debería haber sido una confrontación, ella lo describe así: “La Superiora General que yo conocía ya no estaba; la que la sustituía se estaba muriendo, la maestra de novicias que me había dirigido era superiora en una casa bastante lejos. Mandaron al recibidor a una consejera que me recibió con una frialdad increíble; le expresé mi sincera intención por la Congregación. “Si su director cree que usted está llamada a la vida religiosa que os lleve donde quiera, pero aquí no será admitida”, así respondió la religiosa y, dándome la espalda, se fue. Profundamente dolorida me arrodillé, pidiendo al buen Dios que me dijera Él mismo dónde tenía que ir. Entré en la capilla... encontré de nuevo una gran paz y tuve la inspiración de ir a las Carmelitas de la calle Vaugirard; pero, mientras iba caminando, pensé que sin una recomendación no me recibirían; entonces recurrí al misionero francés Mesnildot, quien habiendo vuelto a París vivía allí mismo y con el que mantenía una asidua correspondencia. Se sorprendió mucho de lo sucedido, pero comprendió que el Señor no me llamaba a aquella Congregación; me desaconsejó el Carmelo, pensando que mi familia se iba a oponer. “Dios la llama ciertamente, hija mía, me dijo; y es necesario que se entregue totalmente a Él sin tardar. Pero los tiempos que atravesamos exigen el consenso, al menos tácito de los padres. Conozco un santo lugar que no les asustará tanto como la Clausura del Carmelo y ellos podrán verla y usted, si es necesario, podrá salir. Yo les escribiré, torne a casa y prepárese para volver dentro de tres meses, porque yo tendré que ausentarme; a mi vuelta la presentaré yo mismo”.

Victorine comienza así el arte de saber esperar en oración, arte en el que será especialista de excepción.

¿No tenía corazón?

El Padre Mesnildot, haciendo uso de sus dotes de persuasión y de la autoridad espiritual de que gozaba, les escribió una carta de súplica, pero los padres de Victorine fueron inamovibles; sintieron alargarse un poco más la herida en su corazón. Victorine, aprovechando un viaje de su madre, afrontó a su padre, que sin el apoyo de la mujer le parecía más débil. Sin embargo él se revistió de autoridad para resistir mejor el ataque, y recurriendo al código civil, en el que se sentía

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competente, respondió en términos fríos: ”La ley ya no me da ningún derecho sobre ti. Puedes irte de casa, pero debes saber que actúas contra la voluntad de tu padre”.

La pobre Victorine se sirvió de dos amigas de su madre, pero ésta, por carta rogó a su hija que esperara al menos hasta su vuelta para no dejar solo a su padre. Cuando la madre volvió, ella estaba preparada para marcharse.

Dios atrae con fuerza irresistible; después la gracia perfecciona, pero no debilita absolutamente el vigor de la naturaleza, por eso el alma de Victorine estaba rota por dos fuerzas que en aquel momento actuaban en sentido contrario.

La madre abraza a su hija y con lágrimas y gemidos capaces de conmover los corazones más duros, suplica a Victorine que no la abandone. De sus labios temblorosos emanan las invocaciones más bellas, las mismas que usaba cuando de niña le sonreía en la cuna. La pobre joven, que siente las lágrimas de su madre en sus inflamadas mejillas, se deshace del abrazo para precipitarse por las escaleras, pero Augusto la frena. De hecho, su hermano con el vigor de sus 17 años la coge por el brazo, chillando, llorando, invocando piedad. La pobre Victorine, que siente en sus miembros un frío de muerte, retoma todas las fuerzas físicas y morales de las que dispone en aquel momento de angustia suprema, se deshace de su hermano y sale precipitada hacia la estación. ¿Y el padre? Se ha cerrado en su habitación y, en su dolor, rehusa ver a su hija y le lanza una sonora maldición en lugar de la bendición que la pobrecilla ha implorado con lágrimas. La hija, después de la muerte del padre, hace un comentario simpático recordando la escena. “Pobre papá, es la única maldición que pronunció en toda su vida, porque era un santo; me quería muchísimo”.

Después de una noche entera de viaje llegó a París. ¡Qué noche aquella! En la diligencia, que corría en la oscuridad, le venían a la mente imágenes cariñosas de sus seres queridos, escenas muy bellas de su infancia. Los gemidos y llantos continuaban lacerando su alma, el futuro perdía su encanto, la voz de Dios su vigor, y afloraba el remordimiento de haber sido cruelmente inhumana. ¿No tenía corazón? Se podría decir que éste se había quedado en Avranches. Bajó de la diligencia tambaleándose.

Era el atardecer del 22 de mayo de 1836.

El año de la esperanza y la desilusión

Victorine comenzaba sus 27 años de edad en la calle, entre los relinchos de los caballos, en la confusión ensordecedora de los pasajeros ajetreados e indiferentes unos de otros. Comenzaba su cumpleaños mientras sus seres queridos gemían de dolor por su culpa. El Padre Mesnildot, que la esperaba en la estación, la llevó a Santa Clotilde.

Los primeros tiempos que Victorine pasó aquí no han dejado huella. Pero hay un detalle que ilumina este período. Una gran cruz de madera extendía sus brazos sobre el verde del bosque en el fondo del camino. Al lado de aquella cruz, la aspirante sacaba fuerzas para llevar la suya. La hija, implorando el consentimiento, había escrito cartas llenas de ternura a sus adorables padres, pero éstos se habían atrincherado en el silencio.

El 2 de julio tuvo lugar la vestición religiosa que, para ella, estuvo envuelta en una profunda tristeza y tuvo también un toque de tinte teatral.

Evidentemente la tristeza derivaba de la ausencia querida por sus padres, que en aquella ceremonia veían más que nada un funeral. Los colores del escenario estaban llenos de una práctica muy en boga en aquel momento, pero que a Victorine no le gustaba. A menudo, las aspirantes venían de familias más bien modestas y aquella renuncia tan lujosa resultaba falsa. La aspirante se tenía que presentar delante del altar con trajes lujosos para manifestar mejor todo aquello que dejaba. Victorine, que desde la Primera Comunión se vestía sencilla y modesta, se tuvo que presentar ataviada de seda y oro, con vestidos y joyas de una señora más bien desconocida. Pero bajo aquellos vestidos fingidos, había mucha sinceridad en la donación.

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La íntima unión con Dios, el espíritu de mortificación y por supuesto el silencio cada vez más angustioso de sus padres, hacen mella en el buen corazón y en el sistema nervioso, que también puede quebrarse.

La naturaleza se venga

Cuatro días después de la vestición, la naturaleza se vengó. Una fiebre cerebral redujo a Victorine casi a la muerte. Ella, con su estilo vivaz, escribe en su diario: “Enseguida avisaron a mi familia. Mi pobre madre acudió a verme llevándome el voto positivo de mi padre, de no oponerse más a mi vocación si Dios me conservaba la vida”. El primer peligro pasó. El señor Félix había dicho burlándose: “Mejor muerta que monja”. Ahora, ante la muerte, exclama: “Jesús, cúramela y yo te la doy”. Pero le costó.

Ésta es la carta que, escrita por el marido, la madre entregó a su hija postrada en la cama donde se debatía entre la vida y la muerte:

“Le Havre, 17 de Julio de 1836.

Mi querida Victorine, en este momento recibo una carta del capellán Faure en la que me informa que estás enferma. Como sabes, estoy trabajando en Le Havre, y no pudiendo ir yo, tu buena madre saldrá esta tarde en el primer coche para ir a verte y prestarte todos los cuidados que necesites.

Cuando te fuiste, nos dejaste a todos consternados, hiciste derramar muchas lágrimas a tu madre, que nunca se resignará a tu ausencia. Tú conoces su gran sensibilidad y el apego ilimitado a sus hijos.

No te hablaré de mí: tu marcha me ha destrozado. Pero ahora quiero olvidar el pasado y pedirte, si es posible, que tú hagas lo mismo. Por eso, mi querida Victorine, ahora sólo deseo que estés tranquila y calmes tu ánimo para que se restablezca tu salud tan necesaria para nuestra felicidad.

Espero que Dios tenga piedad de nosotros; tu sacrificio no está todavía cumplido. Cualquier cosa que ocurra, sea según su Voluntad.

Te doy mi bendición, querida hija, y hoy te doy el beso que te negué cuando dejaste esta casa.

Mi querida Victorine, te abrazo con todo mi corazón.

Tu afligido y siempre cariñoso padre Le Dieu”.

Cuando la hija superó la crisis, la madre volvió a casa y se preparó para un nuevo sacrificio. Para dar una sólida educación a su hijo Augusto lo llevó a un colegio; pero esta vez habían escogido un Instituto religioso. No había peligro que en aquella cabeza loca despuntara una vocación religiosa.

La santa mujer, que había ido a París para acompañar a Augusto al colegio, fue a ver a su hija para darle la alegría del consenso perfecto, se mostró animada y alegre, pero de vuelta a casa el 23 de octubre fue truncada por una apoplejía fulminante. El pobre padre comunicó a los superiores de Sta. Clotilde la enorme desdicha y se apresuró a decirles que, para no faltar a la promesa que había hecho al Señor durante la enfermedad de su hija renunciaba, incluso, a verla. Las religiosas, ante tan heroica renuncia y emocionadas por su gran dolor, animaron a la hija a ir con el padre y quedarse algunos meses a su lado. Ella tiene la alegría de poder llevar en su casa el hábito religioso. ¿Pero podría esto sustituir a la madre? ¿Y acaso el trauma de la separación había sido extraño a aquella muerte repentina?

El horóscopo

Victorine recordará “de qué lágrimas mana” su vocación y “de qué sangre”, y por eso cada día la vivirá más heroicamente.

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Los superiores comprensivos le prolongaron el permiso para asistir a su padre hasta que éste no se trasladara a París. Luego, viendo su rostro marcado por el dolor, decidieron que la hija se quedara definitivamente a su lado a no ser que quisiera casarse una segunda vez, cosa que él no quería porque nutría un verdadero culto por la esposa fallecida.

Así terminó el período tormentoso de una vida religiosa hecha de experiencias y pruebas. La pobre Victorine tuvo que quitarse el hábito religioso, pero se llevó consigo el horóscopo que había recibido en Sta. Clotilde la mañana en que, ya curada, se levantó de aquella cama en la que esperaba la muerte. Ella llama horóscopo al texto de la Imitación de Cristo que había meditado aquella mañana y que marcó uno de los períodos más fuertes de su existencia, que será modelada perfectamente por aquella regla de vida. El horóscopo dice así: “Tú has de ser probado aún en la tierra y ejercitado en muchas cosas. Algunas veces serás consolado, pero no te será dada satisfacción cumplida.

Esfuérzate, pues, y aliéntate así a hacer como a padecer cosas repugnantes a la naturaleza. Conviene que te vistas de un hombre nuevo y te vuelvas un varón constante.

Es preciso hacer muchas veces lo que no quieres y dejar lo que quieres.

Lo que agrada a otros, progresará; lo que a ti te contenta, no se hará.

Lo que dicen otros, será oído; tú pedirás y no alcanzarás.

Otros serán grandes en boca de los hombres; de ti no se hará cuenta.

A otros se encargará este o aquel negocio; tú serás tenido por inútil.

Por eso se contristará alguna vez la naturaleza; y no harás poco si lo sufres callando. En estas y otras cosas semejantes es probado el siervo fiel del Señor, para ver cómo sabe ganarse y mortificarse en todo.

Apenas se hallará cosa en que más necesites morir a ti mismo, que en ver y sufrir cosas repugnantes a tu voluntad, principalmente cuando parece conforme y menos útil lo que te manden hacer.

Y porque tú, siendo inferior, no osas resistir a la voluntad de tu superior, por eso te parece cosa dura andar pendiente de la voluntad de otro y dejar tu propio parecer.

Mas considera, hijo, el fin cercano de estos trabajos, el fruto de ellos y su grandísimo premio; y no te serán pesados, sino un gran consuelo de tu paciencia. Pues por esta poca voluntad, que ahora dejas de grado, poseerás para siempre tu voluntad en el cielo. Allí, pues, hallarás todo lo que quisieres y cuanto pudieres desear. Allí tendrás en tu poder todo el bien, sin miedo a perderlo. Allí, tu voluntad, unida con la mía para siempre, no apetecerá cosa alguna contraria o propicia. Allí, ninguno te resistirá, ninguno se quejará de ti, nadie turbará o se opondrá a tu deseo; sino que todas las cosas que apetezcas las disfrutarás juntas, y llenarán y colmarán tus deseos. Allí te daré honor por la afrenta padecida, vestidura de gloria por la aflicción, y por el ínfimo lugar la silla del reino eterno. Allí se verá el fruto de la obediencia, aparecerá muy alegre el trabajo de la penitencia, y la humilde sumisión será gloriosamente coronada”. Después de una experiencia de pocos meses la vida religiosa se desvaneció como un sueño matutino. A los tres años de asistencia filial y de intensa vida de oración, la salud de Victorine reclama el aire nativo. La joven tuvo que dejar al padre en París para ir a Avranches. El Obispo quiere nombrarla superiora de una nueva obra de caridad que aparentemente era muy interesante, pero poco consistente. Victorine, de acuerdo con su padre y con los superiores de Sta. Clotilde, a los que quería siempre obedecer, y cumplidos los treinta años, comenzó un nuevo estilo de vida.

Ecce ancilla Domini

Victorine tenía que dirigir un Instituto de Enseñanza y Educación para las hijas del pueblo, Instituto que dependía contemporáneamente de las autoridades civiles y religiosas. La obra, por tanto, sufría conflictos de dos poderes y terminó por deshacerse. Durante este tiempo ella preparaba la vestición de tres aspirantes.

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Como recuerdo de aquel intento le quedó el anillo bendecido por el Obispo, en el que había hecho grabar su lema: “¡Ecce ancilla Domini. Fiat!”.

Recordando este período, ella escribirá en su diario: “Continuos sacrificios, sacrificios bajo todas las formas y maneras”. Mientras tanto, pudo reunirse con su padre en Avranches donde su abuela materna, que esperaba en oración a la hermana muerte, necesitaba de muchos cuidados.

Victorine se transformó así en enfermera doméstica y tuvo para la anciana cuidados maternos. A diario las dos compartían sus dones.

La joven prodigaba cuidados y atenciones y la anciana los pagaba con oraciones, bendiciones y sabiduría.

Pasados algunos años de alegre y tierna confianza, la dulce abuela, rica en méritos y años, entregó el alma a Jesús. Victorine la llora y la añora. Decenas de años después, hablaba de ella en estos términos: ”Santa mujer, cuya virtud fuerte y pura ha sido y será siempre un ejemplo eficaz”. Muerta su abuela, se dedicó en cuerpo y alma a crear la obra de la adoración que le confió el Obispo de la diócesis, Mon. Robiou.

Mientras tanto las espinas crecían más que las rosas. La vida de su hermano Augusto se había reducido a una gran zarza llena de espinas. Éste, que había sido el ojo derecho de mamá y seguía siendo el de papá, se había dado a la buena vida, y este hecho resultaba demasiado amargo para los familiares. Dilapidaba el patrimonio entero, prometiendo un cambio que no llegaba nunca, cuando fue herido por una enfermedad violenta y larga.

Victorine, preocupada por la salud del cuerpo y del alma, fue a verle a Le Havre y estando permanentemente junto al enfermo hizo el papel de hermana y sustituyó a la madre, que ya había muerto: lo cuidó durante ocho semanas enteras sin descansar.

Dos meses de sacrificios, de ternura y oraciones llevaron de nuevo el sol a aquella conciencia caída en las tinieblas de muerte. A la santa enfermera doméstica, que tanto amaba a Augusto, le pareció haberlo regenerado. Y de hecho, lo había regenerado a la gracia. El 30 de diciembre de 1846 la muerte alcanzó a Augusto purificado ante Dios y pacificado con los hombres. La oveja negra, convertida en ángel blanco.

La concha y la perla

La muerte de Augusto deja como única heredera del patrimonio a Victorine. Ella, que se ha consagrado al Señor, desea ardientemente entregarle también sus bienes. Compra una bonita casa, que debe ser como la concha que protege la perla, y la perla es para ella la capilla que será destinada a la Adoración Eucarística. La casa está en función de la capilla y ésta, a su vez, en función de la Adoración Reparadora.

Los familiares no le ahorran críticas y burlas, y diversas personas de negocios, con los que tuvo contacto por sus adquisiciones, hicieron grandes especulaciones comprendiendo que la señorita cedía evangélicamente el vestido a quien le pedía el manto.

La enfermedad del padre y las obras de caridad, que aumentaban de día en día, la obligaron a renunciar a la Tercera Orden Carmelita, en la que había hecho la profesión.

Acogió en casa a un tío enfermo. Era un buen hombre, pero se había formado una filosofía y una religión a su uso y consumo.

Los cuidados cariñosos y la piedad radiante de la sobrina trajeron luz y pusieron orden en el caos mental por el que atravesaba aquel pobre hombre que reconoció sus errores y recibió la comunión. Pocos días después, guiado por la oración de su sobrina, se presentaba sereno en la casa del Padre.

En este período de tiempo entró en la casa Le Dieu como sirvienta una joven y fue para ella como la hermana menor. Su nombre, que no debemos olvidar, es Josephine James. Ahora el único fin y la única ocupación existencial de la vida de Victorine era la Adoración Reparadora, pero también trabajaba mucho en las obras de apostolado, colaborando de lleno con su prima Águeda, con quien congeniaba muy bien.

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Victorine, habiendo perdido ya toda esperanza de entrar en una congregación religiosa, aspiraba sólo a tener el Santísimo Sacramento en su oratorio y, en todo caso, vestir un hábito discreto y de corte religioso.

Animada por el Obispo y los párrocos se dedicó en cuerpo y alma a organizar en la diócesis un gran movimiento de Adoración Eucarística. Su oratorio debería ser el núcleo central, mejor dicho, el corazón del fervor eucarístico a escala diocesana.

Pero la salud del padre hizo que no pudiera realizar este proyecto. El Señor Félix necesitaba aire cálido y por eso Victorine lo acompañó a Hyères en el sur de Francia a finales de 1853.

El milagro firma el mensaje

El clima mediterráneo de aquella ciudad resultó muy beneficioso para el padre pero inclemente para la hija, que muy pronto estuvo a punto de perder la vida. Desde el lecho, que creía de muerte, escribió al Obispo para encomendarle su proyecto de la Adoración Reparadora perpetua y le suplicó que confiara esta tarea a las religiosas de la Esperanza.

Después de casi cuatro meses de tratamiento los médicos le aconsejaron el aire de montaña. ¿Qué mejor ocasión para visitar la Salette que, a pesar de las luchas y contradicciones, atraía cada vez a más gente??

El 19 de septiembre de 1846 la Virgen se había aparecido en el monte de la Salette a dos pastorcillos. Los dos niños, al describir a la Virgen, se expresaban así: “Parece una madre derrotada por sus hijos y huida al monte”. Sería difícil expresar mejor la angustia que la Virgen siente ante el aumento del mal moral en el mundo.

Por eso la Virgen, entre lágrimas, exhortaba a la conversión y a la penitencia. La autoridad eclesiástica diocesana reconoció el carácter sobrenatural de la aparición, edificó en el monte un santuario, y para su servicio, fundó la Congregación de los Misioneros de la Salette.

El 20 de junio de 1854 Victorine, desahuciada por los médicos, emprende la peregrinación a la Santa Montaña. Ella misma nos lo describe en su pequeña autobiografía:

“El 20 de junio de 1854 me vistieron, me pusieron en una carroza, junto con mesas, colchones y almohadas. Mi padre subió con la religiosa que me asistía desde el comienzo de mi enfermedad y con otra persona muy querida. En la primera parada de Toulón a Marsella me levanté y me sentí curada.

Soporté el viaje, que duró dos días y una noche, y, llegada a la santa Montaña me encontraba tan bien que ya no necesitaba de los cuidados de quienes me asistían, y así pude volver a casa sola.

En el otoño siguiente tuvimos que volver al sur. Estando mi padre en peores condiciones, mi trabajo se duplicó y enfermé de nuevo.

Durante los cinco meses que estuve enferma recibí varias veces la santa comunión por viático.

Los médicos probaron varios tratamientos y se vieron obligados a suspenderlos, ante mi extrema debilidad. Desde hacía más de dos años tenía dañado el pulmón derecho y expectoraciones de sangre, que me producían a menudo una fuerte anemia. Mis piernas, cubiertas de sudor, estaban frías y como paralizadas. Mi voz, apagada casi totalmente y, a pesar del régimen alimenticio tónico y reconstituyente observado día y noche, el pulso era muy débil.

Decidimos un segundo viaje a la Salette y partimos hacía la mitad de julio de 1855. A duras penas pude dar algunos pasos hasta el coche. Era por la tarde y temía una noche de fatiga, pero la buena Madre no me hizo esperar su ayuda: desde el primer momento del viaje desaparecieron la debilidad, los dolores y la expectoración de sangre de tal manera que al día siguiente, al llegar a San Maximino, pude hacer la peregrinación a la gruta de Santa María Magdalena. Desde las tres de la mañana hasta las diez de la noche he podido caminar, hablar y hasta cantar sin sentir ningún malestar ni en el corazón ni en los pulmones y desde entonces ninguno de estos síntomas

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han vuelto a aparecer. Y como prometí en ese momento, volví nueve veces a la Salette en acción de gracias. Transcurridos dos meses de estancia en ese santo lugar regresamos al sur”.

Victorine, que había heredado de su madre la devoción a la Virgen, en el mensaje de la Salette vio aprobada y confirmada su intuición fundamental: con Jesús Reparador reparamos los pecados de los hombres. Y la Virgen, que ella sentía siempre cerca como Madre amantísima, se le muestra como Reconciliadora.

Con los pulmones nuevos respiraba el aire místico que emanaba de la Salette, cuando el mundo católico fue inundado de un gran fervor mariano: Pío IX, el 8 de diciembre de 1854 había proclamado el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios. Victorine, que se encontraba en Hyères, no fue ajena a este gran fervor. Narramos el fragmento de sus memorias en el que nos recuerda aquel acontecimiento, porque esto nos muestra la dialéctica dogmática de la que Victorine estaba dotada.

“Grandes fueron las fiestas y la alegría de aquel día cuando espontáneamente se iluminaron todas las ventanas de las casas. Incluso algunos protestantes participaron en esta demostración para honrar a la Madre de Dios.

El mensaje de la Salette, aureolado por el entusiasmo místico de la proclamación del dogma, se convirtió en el alma de su alma. De ahora en adelante la vida de Victorine será la encarnación de este ideal: Reparación. “Sentí la necesidad de una inmensa reparación”.

El amor de Dios puede renovar la tierra

La dialéctica teológica, que funcionaba muy bien en el cerebro volcánico de nuestra apóstol, cumplió este proceso lógico. La Virgen nos exhorta a la reparación, pero sólo Jesús es el verdadero Reparador; por eso nosotros sólo podemos ser reparadores si nos unimos a Él. Él ha reparado la humanidad pecadora mediante el misterio pascual que se representa y se ritualiza únicamente en el Sacrificio Eucarístico. Por tanto sólo participando de forma consciente y activa en el misterio eucarístico, podemos convertirnos en perfectos reparadores. La reparación reclama el sacrificio y éste alcanza valor redentor sólo si se une al sacrificio de Jesús. Nosotros participamos en el sacrificio de Jesús con la Santa Misa, que así viene a ser el centro del que se irradia toda reparación y en el que convergen todos nuestros sacrificios cotidianos.

Victorine descubre, adora y vive el enlace vital que media entre la reparación y la Eucaristía, hasta el punto de instituir la Misa Reparadora. En realidad, toda Misa es reparadora, pero Victorine, en el Sacrificio Eucarístico, quiere poner en evidencia el papel que cada fiel desea asumir, participando activamente de la pasión de Jesús. Este movimiento de caridad reparadora, que en la esperanza de Victorine está destinado a extenderse en la Iglesia entera, debe tener como centro la Misa Reparadora cotidiana y ésta, a su vez, debe tener un santuario o al menos una capilla.

El alma eucarística se da cuenta de que la Eucaristía no se confía a cualquiera, por eso comprende que, junto al oratorio, es necesaria también la comunidad que lo cuide.

En otras palabras, la reparación exige la Misa, la Misa supone el oratorio y el oratorio requiere la comunidad religiosa. En este orden de ideas, Victorine está dispuesta a establecer el centro del Movimiento de Reparación Eucarística en la comunidad de las religiosas ya existente.

Todas pueden participar en el movimiento, con tal que sepan adorar la Eucaristía y tengan un corazón para amar y voz para implorar piedad. Sin distinción de sexo, edad, clase social o profesión, todos pueden formar parte del movimiento eucarístico. La sirvienta puede arrodillarse al lado del ministro, la virgen puede unirse a la madre, el sacerdote al peón, el religioso al banquero, el viejo al joven, el abuelo a los nietos. Uno sólo es el denominador común: fervor que estimula a la adoración de Jesús Eucarístico para reparar con Él, por Él y en Él. Para los que quieren unirse a la cruzada eucarística, Victorine encuentra el nombre de: Hijos e Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora. Con este proyecto del Movimiento Eucarístico en el corazón, Victorine visitó al Cura de Ars, al que se acercaba mucha gente atraída por lo sobrenatural.

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El sacerdote no tardó en percibir en aquella criatura un alma predestinada, lo escuchó con mucha atención y se recogió más de lo habitual, levantó los ojos al cielo, llenos de inocencia, y profetizó: “La obra, hija mía, será bendecida más de lo que uno puede pensar”.

Por consiguiente, la realidad ¿hubiera superado la esperanza que en su alma era ilimitada? ¡El santo con más renombre de la época, con la fuerza de la profecía, había reconocido su carisma! Victorine irá todavía dos veces más a ver al santo para buscar seguridad, y conseguirá del Vicario Toccanier este certificado: “Misioneros de Ars por Trévoux (Ain). El que subscribe declara haber procurado una audiencia a la señorita Le Dieu con el santo Cura, que benignamente ha bendecido el proyecto de la Obra aprobada seis años después por el Sumo Pontífice Pío IX”.

Ars, 13 de Agosto de 1871

Ab. Toccanier mis.párr.

En diciembre de 1856 el Vicario del Cura de Ars le confirmará una vez más: “El santo Cura pide por usted y por sus obras. Su corazón, tan inflamado de amor a Dios y al prójimo, goza con el pensamiento del bien que son llamadas a hacer para mayor gloria de Dios y la edificación del prójimo”.

Victorine comenta: “¿Cuándo? ¿cómo? ¿con quién? No me hago ninguna pregunta. No busco nada extraordinario ni siquiera el bien”. Pero cuando su obra corría peligro de muerte y el desánimo llamaba a la puerta, la señorita Le Dieu sacaba fuerza del documento, afirmando con vehemencia: “Los amigos de Dios no se confunden”. Durante la estancia en el sur el fervor eucarístico relumbraba siempre más y Victorine consideraba la Obra Reparadora como el único fin de su existencia.

El verde eterno cubre el campo del Señor

Se quedó a vivir en Fréjus con su padre donde surgió una profunda amistad con dos familias: la de la señora Lagostena y la del Vicario general Barnieu. Estas amistades fueron de gran consuelo para el anciano padre. En el jardín de su casa prepararon un oratorio, donde los dos, padre e hija, pasaban largas horas en oración y contemplación. En este período de tiempo se enfermó la chica que tenían con ellos, Josephine James y Victorine fue hermana y madre para ella.

No le resultó muy difícil presentarse al Vicario General e incluso al Obispo que se entusiasmó de la obra y exhortó a Victorine a comenzar enseguida. Pero Victorine quiere caminar siempre con pies de plomo.

En 1856 se distinguen dos períodos: uno de desánimo y otro de entusiasmo. El primero lo describe así: “He tenido que resignarme a la vegetación triste de una planta en suelo extranjero, al cautiverio de un pájaro nacido libre al que encierran en una jaula estrecha. Me ha costado mucho, pero me he sometido. Mi corazón se ha encogido y la lucha me ha vuelto el ánimo débil y desconfiado; pero la gracia divina me ha dado una gran luz y me ha hecho comprender mi nulidad y la de las criaturas. El amor de Dios puede renovar la tierra”.

El período de entusiasmo fue animado por la carta apostólica, que Pío IX había enviado a todos los Obispos del mundo. Las expresiones que más gustaban a Victorine eran las siguientes: “El Señor cumple un designio lleno de sabiduría y la caridad cristiana se derrama siempre más abundantemente; se manifiesta con esplendores siempre más fuertes, por medio de otras obras que crea; piedras preciosas que cubren el campo del Señor como un verde eterno. Pero sólo crecerán, se desarrollarán y producirán sus frutos si se nutren y fortifican en el espíritu de unidad, que es propio de la religión católica.

Para conservar esta unidad es necesario que dependan del Romano Pontífice, el cual desde su cátedra suprema, regula y dirige las diferentes obras, de modo que, quedando cada una libre de gobernar y administrar los propios asuntos, aprenda del Padre común lo que debe ser una ventaja para la Iglesia universal, de la que Dios mismo le ha confiado el cuidado”. “Estos santos y

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nobles pensamientos han orientado constantemente todas mis acciones, antes y después de aquel tiempo”.

Esta exhortación pontificia multiplicó en el corazón de Victorine la pasión de la catolicidad que se irradia de la cátedra del Vicario de Cristo. Su lema de alma reparadora será: nada sin el Papa. Sí, su existencia ve desarrolladas en su integridad las tres dimensiones que la caracterizan: Adoración Reparadora a Jesús Sacramentado; devoción filial a la Virgen Reconciliadora; obediencia incondicional al Vicario de Jesucristo.

En la montaña de la Salette, peregrina hacia la luz

El 11 de junio de 1860 llegó la hora fatal: la muerte del padre. Después de una larga y penosa enfermedad, el anciano patriarca, a la edad de ochenta años, con la bendición del Obispo, acompañado por los amigos, confortado por la familia, pasó de la Iglesia que cree a la Iglesia que ve. Él había servido y amado al Señor con todas sus fuerzas en la escuela de la hija que se había convertido en madre espiritual. En los amigos dejó un recuerdo imborrable, en Victorine una fuerte esperanza.

El padre, que adora en el cielo, ahora está más cerca de la hija, que repara en la tierra. Esto no quita que, abriendo nuevamente la tumba, se abrieran de nuevo los problemas; de hecho tres meses después de la muerte del padre, Victorine escribe una poesía con título moderno “angustia”. Siente una gran tristeza por encontrarse todavía en el mundo y es asaltada por un deseo ardiente de entrar en algún convento de clausura. Tenía que reemprender el camino, pero ¿en qué dirección? Los superiores de Santa Clotilde la hubieran acogido con los brazos abiertos, pero ella tenía la obligación de cuidar a dos huérfanas que habían estado al servicio de la familia.

Una vez más subió al monte de la Salette, peregrina hacia la luz.

El Superior, que la conocía desde hacía mucho tiempo, le había dicho: “No dude, usted encontrará en la Salette un camino seguro porque Dios, que, en su bondad, a menudo se manifiesta claramente también a los que huyen, no puede negarle esta gracia a usted, que lo busca con tanto ardor y resignación”.

Allá arriba, un joven sacerdote, al que todos veneraban y que también había sido curado por la Virgen, la acogió con estas palabras: “La esperaba; desde hace muchos días el buen Dios me pide una cosa por lo que he pensado enseguida en usted y he deseado verla. Por eso, creo que la ha conducido hasta aquí. ¿Es libre y está dispuesta a abrazar la cruz y la locura de la cruz?”

Victorine describe así la reacción que le produjo la llamada a subir al Calvario: “Mi corazón y mi alma exultaron de alegría por esta invitación inesperada. Pareció que el velo estuviera finalmente por rasgarse; que tendría que seguir a un nuevo apóstol. Con alegría y prontitud respondí con mi estribillo: que era la esclava del Señor y que se cumpliera en mí su Palabra”.

El santo sacerdote, de acuerdo con el Superior, le aconsejó un “retiro de amor y abandono”.

Victorine, con la máxima generosidad, aceptó la prueba, que recuerda en su autobiografía: “De nuevo me sometí al retiro más riguroso posible; también tuve el permiso de comer yo sola. En completo silencio hice la oferta absoluta y resignada de todo mi ser, como si no hubiera tenido ni pasado ni futuro, como si hubiera tenido que morir aquellos días. Terminado el retiro, la palabra del ministro de Dios fue ésta: “Mi primer pensamiento, querida hija, ha sido el de haceros quedar aquí, donde podría poner en práctica la Adoración Reparadora. Pero creo que estoy plenamente convencido que Dios quiere que usted tome el camino donde lo ha dejado hace diez años, es decir, ver si es posible establecer esta obra en vuestro pueblo, porque allí se difundirá la gloria de Dios.

No le mando que lo logre, sino que lo intente con su entrega generosa y con su obediencia a la autoridad eclesiástica, cuya aprobación o rechazo serán para usted una señal clara de la voluntad divina”.

Creí que era mi deber recordarle las objeciones, en apariencia muy razonables para esta obra y ante todo la debilidad física que a menudo traicionaba mi alma. “Esto no la incumbe, prosiguió, Dios romperá el instrumento cuando no quiera servirse de él. Poco importa cuándo,

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poco importa dónde: ¡si los santos se hubieran quedado en consideraciones humanas no hbrían hecho nada! Nadie mejor que usted es libre de consagrarse a Dios. Él la llama: camine valientemente en paz, en su voluntad”.

Bajó de la montaña con mucha luz en el corazón porque allí había recibido un mandato claro y preciso.

Sola solita a los pies del buen Jesús

Pasando por París se encontró con S. Julián Eymard.

Estas dos almas, abrasadas de amor eucarístico tanto una como otra, no podían no entenderse.

Jesús es Víctima y Sacerdote. San Paulino de Nola decía: “Víctima de su sacerdocio y sacerdocio de su Víctima”. Estas dos almas eucarísticas eran a la vez también ellas víctimas y sacerdotes; pero mientras en S. Julián primaba el carisma del sacerdote, en Victorine se acentuaba claramente el de víctima. Cuando su lenguaje no era común, sin duda resultaba complementario. La simple presencia de una, era muy elocuente para la otra alma eucarística. Sea como fuere, el santo formuló su pensamiento también en términos de lenguaje común: “Hija mía -dijo– usted está preparada espiritualmente para comenzar esta santa obra. Pida a su Obispo únicamente el Smo. Sacramento para su oratorio y luego sola solita, a los pies del buen Jesús, déjelo actuar. Él llamará a quien tenga que unirse a usted. No es usted quien tiene que recoger todos los materiales para esta obra: dé solamente lo que tenga sin reserva. Aunque se quede sola para dar gracias, habrá hecho lo que tenía que hacer, quizá Dios no cumpla su obra hasta después de su muerte”. La respuesta de S. Julián Eymard parece más iluminadora que la del Cura de Ars. Estaríamos tentados de afirmar que también en la santidad se necesita un poquito de suerte. San Julián no había dado en el clavo: para realizar la obra de la Adoración Reparadora, como primera condición se requería el permiso del Obispo para tener el Santísimo. Él había sido muy explícito: “Pida al Obispo el Santísimo para su oratorio”. Victorine, sin poner impedimentos, se presentó ante el Obispo, que desgraciadamente había sufrido una parálisis. Él se limitó a bendecir y a confiar esto a su Consejo. En aquella época era muy difícil obtener el permiso para tener el Santísimo en un oratorio privado.

Los párrocos vieron con simpatía la obra de la Adoración Reparadora y apoyaron con entusiasmo la petición. Pero la barca fue empujada hacia atrás en alta mar justo cuando creía tocar la orilla. Los responsables, más o menos, razonaron así: El Obispo está a punto de morir y no sabemos si la obra que estamos estudiando será del agrado de su sucesor, el cual podría pensar que, durante la enfermedad de su predecesor, nosotros hemos abusado de nuestro poder.

El segundo Vicario General le sugirió que estableciera la obra en las Carmelitas de Avranches, como una rama de su Instituto, pero la Congregación, aún sin rechazar la idea, propuso a Victorine que por el momento comenzara la experiencia en su oratorio.

Roma la llama

En aquella época se había anunciado la canonización de los mártires japoneses y se estaban organizando peregrinaciones a Roma.

A Victorine se le despertó el deseo de visitar al Papa. El Vicario, que la estimaba mucho y además sentía algún remordimiento por no haberla contentado, le sugirió que pidiera directamente a Roma el permiso para tener el Santísimo en casa. La peregrina nos cuenta:

“Valiéndome de gente que conocía al embajador francés en Roma, me decidí a hacer este viaje que, a causa de una fuerte prueba, tuve que hacer sola pero con mucha alegría, esperanza y abandono. Hubiera sido muy feliz de poderme arrojar como S. Ignacio a los pies del S. Padre, renovar mis votos en sus manos y recibir de Él mi misión”.

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A finales de mayo se fue a Roma. Para obtener la aprobación de su proyecto, ella tenía dos caminos: el ordinario o el extraordinario. El ordinario consistía en presentar a la Congregación competente la petición con el visto bueno del Obispo; pero este camino fue rechazado de entrada porque Victorine sólo poseía recomendaciones, que no tenían nada que ver con el documento episcopal que se requería de las congregaciones romanas. Quedaba el camino extraordinario: pedir directamente al Papa la aprobación de la obra. Esta hipótesis contrariaba a Victorine, la cual era alérgica por naturaleza a las recomendaciones que consideraba como una pantalla interpuesta entre la libertad humana y la voluntad divina. El Carmelita, padre Eliseo, la animó en este sentido: “Hay que ver si la idea viene de Dios; si viene de Dios, Él se la inspirará al Santo Padre, sin que nadie le influya para bien o para mal”.

Después de varias peripecias, Victorine envió la petición que, firmada por un sacerdote francés, pasó a la mesa de Mons. Pacca.

El cardenal Villecourt, para apoyar la petición, le escribió una recomendación, pero le rogó que la usará sólo en caso de extrema necesidad. La nota decía graciosamente así: “La pía suplicante merece, bajo todos los aspectos, que su petición sea escuchada”.

Victorine, después de haber rezado mucho, escribió esta petición:

Beatísimo Padre, dedicada completamente a la Adoración Reparadora, a la que he consagrado la casa y una renta perpetua para mantenerla como mejor se pueda, la señorita Le Dieu de la Ruaudière de la diócesis de Coutances y Avranches, humildemente postrada a los pies de Su Santidad, osa pedir el Smo. Sacramento para el oratorio de su casa, la facultad de celebrar el Santo Sacrificio todos los días del año con la bendición de la Píxide y la indulgencia plenaria cotidiana para vivos y difuntos. Desea poder instituir la misma Obra con los mismos privilegios y donde sea posible para la mayor gloria de Dios, la conversión de los pecadores y la liberación de las almas del Purgatorio, y suplica a Su Santidad que, no obstante haya alguna dificultad, la presente sea por usted aprobada y válida en perpetuo.

Roma, 26 de Noviembre del año de gracia 1862.

El día más hermoso de su vida

Con aquella petición en la carpeta y con mucha esperanza en el corazón, después de algunos meses de espera, el 15 de enero de 1863 subía las escaleras del Vaticano. A este punto es importante ceder la pluma a la protagonista porque se trata del origen de su Congregación y es justo que ella misma cuente cómo fue su nacimiento. Por otra parte el acontecimiento de este día constituirá para ella la estrella polar de su borrascosa navegación.

“A las tres de la tarde subía los peldaños de la sala de espera y los guardias de turno me recogían el billete para la audiencia particular del Sumo Pontífice Pío IX.

Desde el día antes, perfectamente tranquila, no hacía más que repetir al Señor que quería obedecer incondicionalmente al veredicto que habría sido pronunciado sobre mi único deseo, veredicto que lo habría realizado o lo habría hecho desaparecer como un sueño: ¡y este sueño duraba más de treinta años! Ninguna prevención podía influenciar al juez supremo; nada había llegado a él sino un simple nombre, completamente desconocido y que nadie había recomendado. Yo iba a descubrir la voluntad del Maestro Jesús a los pies de su Vicario. Hay muchas cosas que no se pueden explicar; no intentaré hacerlo, pero referiré simplemente palabras y gestos grabados en mi memoria. No exagero nada: transcribo al pie de la letra las palabras que hemos intercambiado; repito todo lo que he dicho ante Dios y por Dios. No había preparado ninguna frase; mi confianza estaba puesta en el poderoso protector San José y, contra toda esperanza, esperaba que mi petición fuera aceptada.

Cuando se abrió el último portón todavía no había podido tener una visión del uso del ceremonial. Pero mi alma lo habría adivinado aunque no hubiera tenido ni la mínima idea. Cualquier corazón cristiano comprende que debe inclinarse ante el Sumo Pontífice. Yo habría hecho más de las tres genuflexiones obligatorias si hubiera tenido que dar algún paso más.

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Pero había llegado a los pies del Santo Padre y me estaba inclinando un poco más para besárselos cuando él extendió su mano hacia mí, de tal modo que mis labios pudieron posarse por un instante sobre el anillo del pescador y esto fue para mí un signo claro de la benevolencia del Sumo Pontífice. Estaba muy emocionada, pero no turbada. Sin embargo, al principio, no pude decir más que estas palabras: ”¡Santísimo Padre. Santísimo Padre!”

–“Levántese, hija mía”, me dijo dándome una vez más a besar su mano.

–“¿Tiene usted esposo?”

–“No, santísimo Padre, Dios sólo”.

–“Bien, hija mía, feliz usted por haberlo elegido”.

–“No lo he elegido yo, santísimo Padre, sino que ha sido Él quien me ha llamado desde mi infancia”.

–“Bien, hija mía, séale fiel”.

–“Santísimo Padre, sólo la obediencia a su voz, y a la de los guías que Él me ha dado, me ha conducido hasta aquí”.

“Sí, santísimo Padre, –continué con mayor confianza–, si hubiera seguido mi razón, desde hace mucho tiempo, me hubiera refugiado en los Claustros del Carmelo; pero mi salud y mis deberes familiares no lo permitieron al principio; y cuando me quedé más libre, la dirección espiritual que Dios me ha dado, me ha impulsado a las obras de caridad en el mundo”.

–“Sí, sí, a las obras de caridad en el mundo –replicó vivamente Su Santidad–, a las obras de caridad”.

–“Santísimo Padre, usted tiene el derecho de ordenármelo, he venido a sus pies para obedecerlo como a Dios mismo”.

Entonces le di una idea general de mi vida y de mi abandono a la santa obediencia, y añadí:

“Santísimo Padre, yo puedo asegurar los medios para la Santa Misa, la bendición reparadora y fondos para las personas que se encarguen de la Obra, pero teniendo ya una edad avanzada y poca salud, siento la necesidad de retirarme para orar solamente”.

“No, hija mía, –me dijo con mayor energía–, a las obras de caridad en el mundo. Es necesario trabajar hasta el fin y probar nuestra fe con nuestra caridad”.

Entonces, cada vez más llena de fe, de abandono y de caridad, sintiendo que tenía que dejar aparte todo motivo personal y humano, ante la voluntad de Dios, respondí:

“Santísimo Padre, entre Dios y yo no hay nadie sino usted y usted es la vía segura. Si es necesario que renuncie al deseo de encerrarme en un claustro, usted concédame las gracias que me podrán fortificar y ayudar para salvar almas”. Y diciendo esto, le presenté mi súplica.

–“¿Sois muchas con esta idea? –me dijo–”.

“Santísimo Padre, todavía estoy sola en mi casa, no habiendo querido recibir a nadie antes de tener el Santísimo, base y vínculo de toda vida religiosa”.

Su Santidad dio de nuevo una ojeada a mi petición desde su sitio, luego se acercó a una ventana y la leyó por segunda vez con gran atención. Enseguida volvió a su escritorio, un mueble bastante alto sobre el que el Santo Padre estaba antes apoyado y escribía al final de mi petición, despacio y extensamente... Su sonrisa era tan benévola durante este acto que no pude pensar en un rechazo. Y me devolvió el folio sonriendo aún.

–“Santísimo Padre, –le dije–, veo que no me niega nada. Dígnese, pues, bendecir también estas insignias de mi entrega al buen Dios: el anillo que lleva mi lema, y la cruz preparada por mandato del Obispo. Le suplico enriquezca esta cruz con todas las gracias que usted concede a las de los Misioneros. Que ella pueda ayudar a todos los fieles, a todos los moribundos que yo pueda asistir en el futuro”.

Hice observar a Su Santidad las palabras grabadas en la cruz en agradecimiento a Nuestra Señora de la Salette por mi curación, y le dije que las reiteradas promesas del buen Cura de Ars

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me hacían esperar que la Obra, que Su Santidad bendecía en ese momento, se establecería también en la santa montaña. Le hablé del deseo que siempre había tenido, aunque me consideraba indigna, de consagrarme especialmente a las misiones extranjeras.

–“Siento verdaderamente en mi corazón –le dije– el valor, el abandono de S. Francisco Javier, y desearía como S. Ignacio renovar mis votos a sus pies, porque como él, también yo recibo del Sumo Pontífice mi misión. Me atrevo a suplicarle, santísimo Padre, que los reciba en nombre del buen Dios, en el sentido más amplio”. Entonces tras una señal que hizo con la mano, me arrodillé y los resumí en la misma fórmula de consagración de S. Ignacio que me vino a la mente: “Recibid, oh mi Dios, toda mi libertad, mi memoria, mi inteligencia, mi voluntad, todo lo que tengo. Todo lo que poseo es don de vuestra liberalidad; os lo ofrezco sin reserva, os dejo el dominio; vuestro amor y vuestra gracia me enriquecen, no pido nada más”.

Ya que Su Santidad parecía escucharme con caridad y con complacencia, le pedí poder vestir el hábito religioso, preparado desde varios años como signo de mi consagración total a la Adoración Reparadora. El Santo Padre me lo concedió.

–“¡Santísimo Padre –dije finalmente llena de agradecimiento–, no creo tener nada más que pedirle!”

Su Santidad, sonriendo siempre como un buen padre, haciéndome una señal para retirarme, me dio su última bendición y a besar prolongadamente su mano. Yo la tomé entre las mías con una gran emoción y una dicha indecibles, y mis labios se posaron durante algunos segundos sobre el santo anillo y en la venerable mano del Pontífice.

Saliendo de allí me dirigí a la tumba de San Pedro, sobre la que deposité los muchos y preciosos favores concedidos para tantas almas.

Todavía sentía la necesidad de renovar mis votos y de encontrar ánimo para mi nueva tarea, santa y difícil para mi debilidad y tan contraria a mi deseo de obedecer antes que mandar. Sólo el buen Jesús puede guiarme y sostenerme. Su Sangre divina será ofrecida cada día y en perpetuo con mis pobres medios. Él sólo puede dar gloria a Dios.

Regresando de la audiencia, pegué el precioso pergamino sobre un papel y me dirigí a la Cancillería a ver a Mons. Defallous para rogarle que pusiera en este documento los sellos que probaran su autenticidad. “No tenemos este derecho –dijo, admirado por tales privilegios–, para esto son necesarios los sellos de Su Santidad mismo”. Y me indicó a Mons. Pacca, como el único que podía hacerlo. Volví al Vaticano: Mons. Pacca examinó durante largo tiempo el Rescripto y me lo restituyó sellado con el doble sigilo pontificio.

Mientras iba triunfante a ver y a dar gracias al buen padre Eliseo, al entrar en el Carmelo, encontré al padre Domingo, teólogo riguroso y ordinariamente poco cortés, se sorprendió, y me felicitó sinceramente y, emocionado, fue él mismo a buscar al Rvdo. padre General, llamándolo en voz alta, para que viniese a compartir la alegría del suceso. También el buen padre José, otro dignatario del Carmelo, me manifestó su sincera satisfacción y me dijo: “Quiero dar gracias a Dios, celebrando siete veces el Santo Sacrificio por esta Obra”. Y me regaló un rosario, diciéndome: “He aquí su primer rosario como Superiora General”.

El Vicario General de Coutances, que al principio me había recomendado oficiosamente, había escrito para que detuvieran todas mis gestiones. Mucha gente, sabiendo lo difícil que es iniciar y sobre todo llevar a cabo estos asuntos, se maravillaron y se alegraron. Volví a ver al cardenal Vicario y le dije: “Eminencia, sus oraciones han sido escuchadas”. Ante aquel acto del Pontífice él se levantó con estupor y respeto.

“¿Quién le ha dictado esta súplica? –preguntó–. Este Rescripto le concede todo cuanto es posible conceder a una mujer. Con él se aprueba un Instituto con Superiora General, con facultad reservada a los ordinarios, sin depender de otra congregación ya existente. No creo que haya muchas comunidades con tantos privilegios concedidos por el Sumo Pontífice y escritos por la mano de Pío IX. No creo que haya ningún obispo que rechace estos privilegios. No deje nunca –dijo– el Breve en ninguna Curia: es el tesoro de su Congregación”.

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El cardenal Villecourt, como todas las personas citadas anteriormente, reconoció esta vía como providencial; luego, con una firmeza y una convicción cuyo recuerdo aún me conmueve, añadió: “Recuerde, querida hija, que si usted, si yo, o cualquier otra persona, llamada a trabajar en esta obra se considerara un miserable gusano de tierra, se verá anonadada. Dios sólo la quiere y puede hacerla realidad. El cardenal Barnabo tomó la obra bajo su protección. “Nosotros la favoreceremos en todo lugar” –me dijo Su Eminencia–, el cual, como un verdadero padre, tuvo la bondad de recibirme y de discernir las ideas que había tenido sobre esta obra. Me animó a iniciarla en Roma. Respondí: “aquí no tengo ningún medio, mientras en Francia ya tengo un pequeño santuario y algunas amigas que me esperan para trabajar conmigo”.

“Bien, dijo, conseguiremos del Santo Padre un edificio para esto”. El padre Villefort, después de haber leído el Breve del Santo Padre, me dijo: “Cuando Su Santidad habla, y especialmente cuando escribe, está muy inspirado. Esta aprobación es extraordinaria y es necesario comenzar el trabajo. Siembre este granito, que se transformará en un gran árbol, en la tierra preparada desde hace tiempo; más tarde usted trasplantará un ramito a Roma y quizá más lejos”.

Él no quería que la Obra se iniciase en Roma porque Italia estaba muy agitada por movimientos revolucionarios. Sin embargo, yo la habría comenzado, pero la malaria que me había atacado de nuevo me obligó a volver a Francia. Pero siento siempre vivo en mí el deseo de fundarla en Roma para depender directamente del Santo Padre.

También fui presentada al cardenal Clarelli, prefecto de la Congregación de los Clérigos y los Regulares. Me dijeron que el estudio de la situación, si bien muy temido, era indispensable para poner en regla todas las gestiones. Él estudió con seriedad aquel documento, quizá el único entre los que ordinariamente acostumbraba autentificar. Me lo devolvió diciendo: “Con este Rescripto, el Sumo Pontífice concede todos los favores pedidos. Las obispos son libres de acogerla en sus diócesis, pero no pueden impedirle que vaya a otro lugar. Su Santidad no fuerza su voluntad ni su juicio, pero ellos no tienen nada que decir sobre el Breve, no pueden modificar absolutamente vuestras Constituciones. ¡Es providencial! Hace dos años que Su Santidad no aprueba ninguna institución nueva y ahora remite la vuestra a la prudencia del ordinario, en cualquier lugar, siempre y con autorización. Si los obispos aceptan están dispensados de los trámites requeridos para obtener estos mismos privilegios. Adelante, pues, dijo Su Eminencia con mucha alegría, y nosotros, cuando llegue el momento, daremos nuestra aprobación”.

Una canonización que precede al nacimiento

El documento, que suscitó tanta admiración entre prelados y expertos, en un primer momento parecía sencillo, y todavía más sencillas sonaban las palabras que Pío IX había escrito de su puño y letra a la petición: “Devolvemos la petición con las facultades al juicio y a la prudencia del Obispo, siempre que se trate de mujeres que vivan en comunidad”.

Pero en realidad, para los expertos en derecho, aquellas expresiones eran también la solemne aprobación de una congregación religiosa de mujeres. Se obtuvo así un hecho muy raro y quizá único en la historia: la suprema aprobación de una congregación religiosa antes de que naciera. El hecho hace pensar en lo que le sucedió a S. Juan Bautista, que fue canonizado antes de su nacimiento.

Por este motivo, aquellos dignatarios y aquellos expertos daban vueltas y vueltas al documento que tenían en sus manos, leían y releían sin dar crédito a lo que veían, luego se lo devolvían a la neofundadora con rostro estupefacto. Mons. Pacca fue el primero en maravillarse antes de poner dos sigilos lacrados sobre la cinta que sujeta el breve al cartón: Sigillum Bartholomaei Pacca. A la mirada de la neofundadora, aquellos circulitos de lacra tenían que aparecer más hermosos que cualquier piedra preciosa. Ella se llevará el Breve siempre consigo y lo amará quizá como ninguna mujer haya amado tanto la alianza matrimonial. En su escala de valores, después de la Eucaristía y el Evangelio, estaba el Breve.

En términos sencillos, en el coloquio con el Papa se había desatado este proceso lógico confirmado por el soberano documento. Para la Obra de la Adoración Reparadora se necesita el Santísimo, y para tener el Santísimo tiene que haber una comunidad de mujeres. Por tanto, se

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debe fundar esta comunidad. Pero como es necesario expresar la fe con obras de caridad, estas religiosas no se limitarán solamente a la Adoración, sino que extenderán la reparación también a las obras de caridad, según los tiempos y los lugares. Por consiguiente, su característica consistirá en impregnar las obras caritativas del espíritu de reparación que toman de la Eucaristía. El proyecto de Victorine había sido ampliado y concretado por el Vicario de Jesucristo.

Ella quería la aprobación de la gran familia eucarística compuesta por Hijos e Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora, que constituían una especie de cruzada de oración, abierta a todos los fieles; también deseaba el permiso de tener el Santísimo en diversos oratorios que se abrirían como centros del movimiento. Sin embargo, Pío IX concede también la facultad de fundar una congregación religiosa que presida el vasto movimiento eucarístico, y quiere que las religiosas expresen la reparación eucarística también mediante obras de caridad, que deben ser abiertas para adaptarse a las exigencias de la sociedad contemporánea. Victorine pensaba sólo en una reparación contemplativa, Pío IX quiere que a la reparación contemplativa se añada una reparación activa. Sin embargo, una y otra, deben salir de almas eucarísticas.

Ahora, en el espíritu de la neofundadora, resplandecía con luz sobrenatural el proyecto que había surgido de la síntesis armónica entre la espiritualidad de Victorine y la de Pío IX. Por eso, Madre Le Dieu veneraba a Pío IX como fundador, o al menos como cofundador de su Obra.

Ella comprendió muy bien que para fundar la Obra de la Adoración Reparadora no bastaba con el Santísimo, sino que se necesitaban también religiosas que prodigaran cuidados de esposas a Jesús Eucarístico. El Breve requería mujeres que vivieran una vida en común. De acuerdo con esto, este proyecto no podía ser realizado por un Santo, como por ejemplo S. Julián Eymard, porque se necesitaban religiosas y no religiosos.

Madre Le Dieu era simpática cuando, con ojos llenos de entusiasmo y con acento catedrático, repetía la frase del Breve: “mientras se trate de mujeres”.

Todas las cosas de este mundo tienen sus límites, por eso también el Breve que, aún siendo excepcional, tenía los suyos propios. Iniciaba una obra comenzando desde el tejado y otorgaba distintivos de generalísimo cuando no había ni siquiera un soldado.

Todos los privilegios que el Breve concedía a Madre Le Dieu, poniéndola bajo la dependencia directa de la Santa Sede, en gran parte la hacía exenta de la autoridad de los obispos. Esto estaba destinado a suscitar perplejidad o irritación en Francia, donde algunos obispos respiraban aire galicano y por eso eran celosos de su autonomía.

En la audiencia papal, Victorine había pedido y obtenido de Pío IX el permiso de vestir el hábito religioso. La ceremonia fue celebrada por el padre Régis, procurador de los Trapenses, en la capilla de las Religiosas de San José de la Aparición, como se revela en la declaración que seguidamente éste le otorgó.

¡Gloria a Dios sólo!

Todo por medio de María y San José

Roma, 16 de Abril de 1863

Revestida por el santo hábito religioso y por las insignias bendecidas por el Sumo Pontífice Pío IX en la audiencia particular el 15 de enero de 1863,

y autorizada verbalmente por Su Santidad a conservarlo y llevarlo como testimonio de mi consagración total a la Obra de la Adoración Reparadora perpetua,

he recibido con este hábito la preciosa bendición de mi Padre espiritual, que representa para mí a Dios mismo, el Revd. Padre Régis, procurador de los Trapenses en Roma:

He ido a la tumba de los santos apóstoles Pedro y Pablo para renovar el voto positivo hecho a los pies del Santo Padre, el Papa, voto de abandono a la voluntad divina y de entrega absoluta

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a todas las obras de fe y de caridad que me sean posibles, bajo la obediencia de los obispos católicos, para la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Sr. M. J. de J. Le Dieu

De todo lo cual doy fe y firmo la presente en la Trapa de Mortagne

(Orne), 12 de Agosto de 1869.

Fr. Régis Ab. Proc. Gen. de la Trapa.

Nido en el mar

Bajo las alas del arcángel

Rica por su “tesoro”, la piadosa peregrina volvió a su Patria.

Le parecía que había perdido una decena de años y tenía la impresión de caminar con el sol bajo el brazo. Los hombres parecían más buenos, la creación más hermosa; hubiera dicho con Dante: ”Incipit vita nova”, comienza una vida nueva.

Con una carta de recomendación, escrita por el padre Eymard, se presentó enseguida al nuevo Obispo; el anterior había fallecido.

El santo sacerdote, entregándole la carta, le había descrito así a Mons. Bravard, su amigo: “Es un hombre de buen corazón, un hombre decidido; pero hágale escribir todo lo que promete, la memoria le puede traicionar”.

A Mons. Bravard no le gustaba mucho el triunfalismo romano, del cual aquel Breve le parecía bastante impregnado, y por eso la neofundadora tuvo una acogida más bien fría. Era la primera helada que caía sobre las flores. De cualquier modo, el Obispo consultó a sus consejeros y en enero de 1864, sin previo aviso, se presentó en el oratorio de Madre Le Dieu. Claro que el Obispo había visto cientos de capillas más bonitas y más artísticas, pero una tan exquisita y tan acogedora no la había visto nunca. Al encontrar todo en orden, él le dio vía libre.

La Fundadora replica: “Excelencia, no sólo esperamos esto, sino que le pedimos que nos indique el camino”.

“Muy bien, pronto lo conocerá”.

El día 31 de enero, el Obispo mandó el decreto de la fundación y un pequeño reglamento que había redactado con diminuta caligrafía. Dos días después, conmemorando la Presentación de la Virgen María al templo, Victorine inició la vida religiosa en el pequeño oratorio con una postulante.

El minúsculo brote tardaba en despuntar sobre el terreno, es decir, las vocaciones tardaban en venir, porque al temor que la Madre tenía de asumir la guía de las almas se unía la frialdad que mostraba el Obispo en relación a la Obra.

De hecho, en aquel tiempo se presentaron jóvenes y nos ofrecieron casas.

Madre Le Dieu informó al Obispo, rogándole que le dijera claramente si autorizaba la Obra, porque desde hacía varias semanas esperaba su contestación a este respecto.

El Obispo, molesto, respondió: “Yo deseo que sus designios sean los designios de Dios y que se mantenga siempre fiel a la gracia divina para no desmerecer la predilección de la cual usted cree ser objeto”. ¡Qué punzante aquel se “cree”! Luego intenta despedirla más suavemente: “Si tiene prisa para decidir, le repetiré lo que ya he tenido el honor de decirle: vaya a Roma o a cualquier otra diócesis de la que ya se ha hablado, si cree que allí las cosas serán

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según sus deseos. En cuanto a mí, tengo necesidad de ver bien claro en un tema tan importante; para esto espero a que me venga la luz de lo alto”.

Como se ve, “el Obispo no rechazaba nada, pero tampoco se concluía nada porque no nos daba apoyo. Por miedo a carecer de paciencia, de resignación o de prudencia, esperaba entre un paso y otro hasta que podía. ¡Cuánta lentitud, cuántos desengaños, cuántas pruebas de todos los estilos!

Pero, ¿qué hace? –me decía una persona que se interesaba por nosotras– ¿qué tengo que decir a quien me pregunta por el sentido de su vida solitaria?

“Diga que me preparo para morir”, y era verdad; durante todo el día sólo hacía esto, abandonada cada vez más en la Divina Providencia”.

El 7 de diciembre de 1864 salió a la luz otro documento que salpicaba destellos eucarísticos: la ficha de inscripción de la Asociación de los Hijos de Jesús Redentor y María Reconciliadora.

Los asociados se comprometían a recitar todos los días el Padre Nuestro y el Ave María o las oraciones de la ficha y hacer una oferta para la Misa Reparadora. Ellos participaban de todas las oraciones y de los méritos de los asociados y de muchas órdenes religiosas como los Carmelitas, los Dominicos, los Franciscanos, los Cistercienses, los Trapenses. De alguna manera la ficha era una especie de carnet que concedía el derecho de pertenecer a un grupo eucarístico.

Hacia finales de año una joven, que había oído hablar de la nueva institución, entró a formar parte de la pequeña comunidad.

Vestición y votos

El año 1865 se inició con la misma fidelidad y abandono. El Obispo fue a visitar la casa y prometió que entregaría el hábito religioso el día de la Purificación, pero, teniendo que ausentarse, dio el encargo al párroco Barenton, que era el director. La ceremonia fue anticipada al día 1 de febrero por la tarde. En ella participaron las religiosas del Carmelo y la familia; alrededor de treinta personas llenaron el oratorio.

Madre Le Dieu, que había recibido el hábito religioso de manos del padre Régis, pronunció los votos con la fórmula que ella misma había preparado como expresión de la finalidad de su Instituto.

¡Gloria a Dios sólo!

Todo por el amor de Jesús.

Todo por el honor de María.

Todo bajo el patrocinio de San José.

Yo, Victorine Le Dieu, en religión Sor Marie Joseph de Jésus, revestida hoy de las insignias de Jesús Redentor y María Reconciliadora, quiero consagrarme de nuevo, en espíritu de justicia y reconocimiento para toda la vida, con los votos constitutivos de la santa Congregación de la Adoración Reparadora perpetua.

Por esto prometo libremente y con todo el corazón y en las manos de nuestro director Mons. Barenton, párroco de la Iglesia de la Virgen de los Campos, representante del romano Pontífice Pío IX y de Dios mismo:

1) los votos simples de pobreza, castidad y obediencia contenidos en el voto de obediencia a nuestras Constituciones según la regla de San Agustín aprobada por la Santa Iglesia romana;

2) el voto de absoluto abandono a los sagrados Corazones de Jesús y de María, de todos los méritos y satisfacciones que podré adquirir con la gracia de Dios en la vida y en la muerte, para que dispongan según su voluntad para la conversión de los pecados y el sufragio de las almas del Purgatorio.

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3) finalmente intento demostrar, franca y sinceramente, la más perfecta devoción y el amor más filial a la cátedra de San Pedro, centro y vida de la fe católica y apostólica, rechazando con horror la sombra de las herejías que se multiplican y disimulan de un modo tan deplorable bajo diversas formas.

Casa de S. José, Avranches, 1 de Febrero de 1865

Sor Marie Joseph de Jésus Le Dieu

Barenton can. párr. de la Virgen de los Campos

Una maravilla del occidente

Cuando en el Canal de la Mancha el cielo está sereno, a doce kilómetros de Avranches, emergiendo del mar, se eleva la punta rocosa del Monte San Miguel.

Como flores que brotan de la roca, anhelan al cielo de zafiro los cien pináculos de la basílica, que es abrazada por la Abadía.

En torno al solemne monumento, como arrodilladas en el verde, humildes y bonitas se extienden las casitas de los pescadores. Cuando sube la marea, que en el Canal de la Mancha alcanza los doce metros, la corta tira de tierra que une el Monte al continente queda casi sumergida y entonces San Miguel emerge de las aguas aún más bello; entre los colores del cielo y del mar brilla como una joya flotante. La deliciosa unión entre arte y naturaleza, la amplitud del panorama, la magia de los colores del cielo, de la tierra y del mar hacen de San Miguel la maravilla de Occidente.

Victorine, tras cerrar los ojos a la luz de Avranches, entre las primeras imágenes, en su fantasía poética, se graba aquella visión de ensueño.

Desde el año 965 los Benedictinos de aquel Monte elevaban al cielo la oración litúrgica; la revolución transformó la Abadía en un penal, primero para el clero que no había querido prestar juramento a la República, y luego, para los presos civiles. Cuando en octubre de 1863 los presidiarios fueron trasladados a las colonias, Madre Le Dieu pidió al gobierno la Abadía para que fuera la cuna de la Obra Reparadora. Habló con su obispo, Mons. Bravard, que obtuvo del Estado el Monumento en alquiler, pagando una cantidad puramente simbólica.

Evidentemente, el Obispo creyó que aquel complejo de edificios tan amplios era demasiado grande para una comunidad de pocas hermanas, y pensó llevar el Monumento al antiguo esplendor benedictino. Según su objetivo allí debían surgir muchas obras, y el lugar restaurado debería ser lugar de peregrinación y de turismo. Ciertamente las hermanas eran necesarias, pero la señorita Le Dieu con pocas compañeras, ¿habría podido hacer frente a las necesidades que para el nacimiento de aquel centro histórico se presentaban tan enormes?

Con este fin él había fundado una Congregación de Misioneros Diocesanos. Las religiosas eran indispensables allá arriba, pero era necesario un Instituto bien consolidado.

¿Cuáles eran las energías de las que disponía Sor Le Dieu con pocas compañeras que parecían tener escasos recursos?

Él llamo a la puerta de varias congregaciones obteniendo siempre resultados negativos.

Ninguna superiora quería poner en peligro a sus hijas entre las murallas de un viejo penal, por lo que el Pastor se replegó sobre Sor Le Dieu.

Así se explican las largas y duras negociaciones entre la Fundadora y el Obispo.

Unir el oficio de Marta con el de María

Madre Le Dieu está convencida que el Monte San Miguel es el lugar más apto para su Instituto, pero el Pastor duda que aquel Instituto sea de verdad querido por Dios. Él necesita una

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comunidad religiosa en el interior del castillo para realizar diversas obras, pero Madre Le Dieu, ¿acaso no es una contemplativa que desea pasar su vida de rodillas ante el sagrario? Por eso le escribe más bien en términos desalentadores: “Si voy al Monte San Miguel, como es probable, necesitaré religiosas para la dirección: 1) de un albergue para mendigos; 2) de un orfanato para chicos; 3) de una casa de ejercicios para mujeres”.

Pero la Fundadora no es una mujer que pierde el ánimo; y así responde al Obispo: “Ya que nuestra Obra puede prestarse tanto a la reparación de las almas y de los cuerpos como a la reparación a Dios, nosotras estamos a su disposición, Excelencia, para las obras de caridad... Distribuyendo oportunamente al personal podemos asegurar el cuidado y la atención a los niños y ancianos”.

Y en otra carta escribe: “Estaré contenta de poder liberaros del gasto del personal y de ver a nuestra querida Congregación unir el oficio de Marta al de María, en lo que sea posible.

La santa mujer quiere dejar bien claro las condiciones económicas antes de aceptar, porque sabe que puede encontrarse sobre arenas movedizas, pero en el corazón tiene esta certeza: “El buen Dios quiere que sea aquí la sede más importante de la Adoración Reparadora en Francia, aquí deben nacer las dos bellas obras que faltan en la diócesis: los retiros particulares y el albergue para los pobres. Sin embargo, Dios conoce la hora y los medios”. Esta certeza le lleva a minimizar las dificultades: “Yo siempre pienso que el Monte sea la digna sede diocesana de la Adoración Reparadora; que sea la primera obra que se instituya y que no será obstáculo para ninguna otra. Es tan poco el espacio que ocuparemos en ese inmueble tan grande que pasaremos desapercibidas. Una habitación para la cocina, una para el refectorio y el trabajo, una para el dormitorio, un pequeño oratorio si no fuera posible ir a la Iglesia para el culto; esto es todo”.

El Obispo puede creer que Sor Le Dieu será capaz de unir el oficio de Marta y María, pero nunca llegará a comprender que la primera obra que quiere implantar en el Monte San Miguel sea la Adoración Reparadora. El proyecto del Obispo era bien diferente y la Fundadora, muy inteligente, lo comprendió demasiado bien, lo expresa con tono irónico: “Pensó fundar una congregación él mismo, hacer muchas especulaciones artísticas para restituir el lugar al primitivo esplendor”. Claro que el Monte podía ofrecer buenas entradas de dinero para las obras de caridad de la diócesis. Y de esto no se podía culpar al Obispo Mons. Bravard, que aceptó la colaboración de Madre Le Dieu sólo cuando no le quedó más remedio. Por otra parte hubiera sido deshonesto dejar fuera a quien antes había tenido la idea de rescatar a la fe al Monte San Miguel.

La Fundadora cuenta cómo fue la llegada a la nueva sede: ”El 15 de junio de 1865 dejamos Avranches; estaba contenta, no obstante los obstáculos que ya preveía, pero que intentaba manifestar lo menos posible a mis compañeras, las cuales, por su inexperiencia, hubieran podido turbarse sin poder impedirlo.

Ellas compensaban los defectos involuntarios con una voluntad verdaderamente dócil y con una entrega verdaderamente heroica.

Las dos primeras pueden ser definidas con estas palabras: un conjunto de sublime y de absurdo.

Sólo éramos cuatro, como había dicho el Obispo, pero la primera volvió a Avranches para terminar la mudanza, así que me quedé con las otras dos durante muchas y muchas noches; solas en aquel inmueble completamente aislado y sin puertas externas. Sólo Dios era nuestro guardián, y Él nos preservó de ser molestadas. Lo primero que hicimos fue preparar la capilla en el local más bonito. Con el mobiliario y los ornamentos del primer oratorio la preparamos tan bien que el Obispo, que vino unos días después, quedó maravillado, la bendijo, celebró la primera Misa y nos dejó el Santísimo. Para el servicio religioso fue encargado el antiguo capellán.

Con mucha fatiga se desalojó y se limpió el resto del penal. Los malos olores, de los que se habían impregnado las paredes y el suelo que, durante casi medio siglo, habían hospedado doscientos hombres dedicados al humo y al vino, hacían que la casa fuera casi inhabitable, por lo que se tuvo que echar cal y los locales tuvieron que estar abiertos hasta que fue posible, a pesar

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de los fuertes vientos que soplaban a menudo en este lugar, vientos que no llevan el nombre de Mistral, pero que no por eso son menos molestos. Había ambientes bien arreglados, pero de difícil acceso, especialmente durante la reparación de la Abadía, porque los obreros tenían que pasar por nuestro apartamento; sólo Dios sabe cuánto hemos tenido que sufrir y temer por esta dependencia”.

Visualizar la caridad

En aquel Monte, bajo las alas del Arcángel –como se expresaba la Madre– nació una comunidad modelo que vivía de la Eucaristía y del trabajo. Junto a una gran regularidad reinaba en todo una perfecta unión.

En el histórico diálogo con Pío IX, la Fundadora dejó una expresión densa de significado bíblico y cargada de una espiritualidad del todo moderna: “La Eucaristía es base y vínculo de toda vida religiosa”.

Cada comunidad, bajo el vínculo de la caridad, debe llegar a ser comunión; comunión de almas y de corazones. Si la Iglesia es por su naturaleza comunión de los santos, las comunidades religiosas representan los lugares privilegiados donde la comunión es más visible para llegar a ser creíbles. La comunión eucarística está llamada a crear la comunión de los santos. La vida en comunión de los bautizados que profesan los consejos evangélicos, tiene que maravillar tanto a quienes los observan, que éstos deben preguntarse: ¿pero cómo lograr amarse como hermanos, si son de diferente raza, edad, condición social, cultura?

A tal pregunta se debe dar una sola respuesta: “Estos son familiares de primer grado, de hecho se nutren cada día de la Sangre de Jesús: por tanto son consanguíneos”. La caridad vivida intensamente debe lograr que se experimente esta consanguineidad eucarística. Los religiosos, que viven la Eucaristía, deben visualizar la verdad que expresa S. Pablo: “Los que nos nutrimos del mismo Pan Eucarístico somos una sola persona”. Cuando quienes observen el fenómeno sublime vean que los componentes de la comunidad son un solo corazón y una sola alma, comprenderán bien que Jesús es Dios. Ésta es la dialéctica que el Redentor usa en el discurso sacerdotal que tiene con los apóstoles poco antes de la Institución de la Eucaristía: “Padre, que ellos sean una cosa sola, como Tú y yo somos uno, para que el mundo crea que Tú me has enviado”.

Esta riqueza de valores sublimes está muy bien sintetizada por el Concilio Vaticano II: “La Eucaristía se presenta como fuente y culmen de toda la evangelización” .

“Con el Sacramento del Pan Eucarístico viene representada y se cumple la unidad de los fieles que constituyen un solo cuerpo de Cristo”. “La unidad es significada y actuada por la Eucaristía”. “Participando en el Sacrificio Eucarístico, fuente y culmen de toda vida cristiana, los fieles ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella”.

La comunidad se alcanza cuando todos los bautizados, que se unen, marcan el ritmo de su vida al mismo tiempo y en el mismo espacio. La comunión, sin embargo, existe cuando los miembros de la comunidad tienen un solo corazón y una sola alma, es decir, cuando cada uno llora con quien llora y se alegra con quien se alegra. La comunidad es como el cuerpo de la vida religiosa, la comunión, sin embargo, constituye el alma. La perfecta salud de la vida religiosa consiste en tener un alma sana en un cuerpo sano, o sea, óptima comunión en buena comunidad.

La Fundadora comprendió de maravilla esta verdad y, como un alma excepcional, se dio cuenta de que sólo la comunión eucarística crea la comunión de los santos. O sea, que las religiosas viven como hermanas en la medida en que se nutren de la Eucaristía. Pero la comunión de sus religiosas tiene que tener un tono particular: tiene que ser reparadora. La acción reparadora, como se ha dicho, es correlativa al sacrificio; no se repara sin sacrificarse. ¿Pero de qué sirve el pobre sacrificio humano si no está integrado en el de Jesús? Por eso, sólo siendo hostias con Jesús Hostia se puede realizar en el mundo la reparación. Por tanto, cada día las religiosas deben ofrecerse sobre el altar junto a Jesús, pero, además, como víctimas deben ser inmoladas. ¿Cómo? En este caso viene en ayuda de la Fundadora el Fundador (mejor dicho el

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cofundador) Pío IX, que desea las obras de caridad, “debemos trabajar hasta el fin y probar nuestra fe con la caridad”.

Lacta adurat caritas. La caridad urge, apremia, empuja hacia el apostolado y es por su naturaleza operativa y nos hace trabajar hasta el fin, como dice Pío IX. La Madre y sus hijas, en la comunidad-comunión del Monte San Miguel, descubrieron y experimentaron, en la alegría del Espíritu, el valor redentor del trabajo apostólico: “Cuando en la vida activa se es ordenado es mucho más fácil mantener alto el espíritu, que no tiene tiempo de replegarse en sí mismo”. El trabajo serio y responsable, generalmente, es muy necesario y para muchos indispensable; tengo muchas pruebas. ¡Cuántas cosas me enseña la experiencia, tanto en la vida espiritual como en la material!, y todo esto da fuerza a nuestra santa Obra. El oro pasa por el crisol y lo separa de aquello falso.”

La Hostia Divina, fuente de toda vida

La síntesis armoniosa entre reparación contemplativa y reparación apostólica, vivida en un clima gozoso en la familia, sugirió a la Fundadora la feliz fórmula que caracteriza y caracterizará en el futuro la espiritualidad de Madre Le Dieu.

“El triple fin de nuestra querida Obra en el Monte, santificado por el santo Arcángel, potente patrón de las obras reparadoras, se encuentra al completo: Reparación a Dios con la Adoración; Reparación de las almas con el retiro; Reparación de la sociedad con la educación de los niños pobres. ¡Que Dios sea bendito por la parte que nos ha reservado a nosotras, pobres obreras de la undécima hora!”

La Hostia Divina, fuente de vida, crea en la comunidad la comunión apostólica que Madre Le Dieu describe en estos términos: “Nuestra vida debe expresar mucha sencillez, dulzura, equidad; un solo corazón, una sola alma. La unión sincera de la caridad perfecta; la unión con Dios: he aquí el fin al que las verdaderas adoradoras deben continuamente tender. Si este camino no fuera seguido al pie de la letra, nuestro Instituto sería del todo inútil y yo aceptaría gustosa su completa desaparición, Dios lo sabe: ésta es mi fuerza, ésta es mi paz, y la paz reinará y brillará cuando llegue la hora de Dios. ¡Cuánta confianza y cuánta alegría me produce este pensamiento día y noche! ¿Podrá el buen Dios abandonar sus promesas y sus gracias? Él ha venido a traer fuego a la tierra y, ¿qué desea sino que se encienda?”.

Con inmensa alegría, la Fundadora, en la cuna de su Obra ve realizado su ideal: “He sido seguida por mis buenas hijas, que tienen un espíritu de sacrificio verdaderamente admirable, que dan a Dios todo lo que poseen, es decir, el tiempo y las fuerzas.

Las hermanas, que tenían en mí una confianza filial, evitaron con la gracia divina muchos peligros. Era Dios verdaderamente el que las conducía por medio de esta confianza. Durante dos años tuvimos seis confesores, nada más contrario para la unión de los corazones y de las almas. Sin embargo, no obstante los caracteres tan diferentes, el buen espíritu las mantenía a todas unidas y era para mí un gran aliento, porque este hecho constituía una prueba clara de una verdadera vocación”.

La Fundadora que, como ella misma dice, no se contenta fácilmente, exige en sumo grado la buena voluntad, que llama vestidura nupcial. “Es nuestro deber recibir, soportar, iluminar y sostener con la paciencia y la caridad del corazón de Jesús a todas las almas débiles, enfermas y rechazadas por los demás. Pero de ellas se debe pretender la buena voluntad, es la vestidura nupcial obligatoria; sin ella sería imposible hacerles el bien, mientras ellas podrían hacerse daño a sí mismas y a los demás”.

El espíritu de San Francisco de Sales, que difunde dulzura evangélica, hizo su ingreso triunfal en la comunidad eucarística del Monte San Miguel. La Fundadora escribe: “Me puse en la presencia de Dios con mi compañera para ver lo que podíamos seguir de las Constituciones de San Francisco de Sales e integrarlo en nuestras obras, tan diferentes de las suyas. Tomamos al pie de la letra todo lo que fue posible y enviamos al Obispo una copia, escrita según nuestra conciencia, para someterlo a su aprobación.

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Pero a la Fundadora, que tenía grandes proyectos, no le bastaba un solo doctor de la Iglesia, necesitaba al menos dos; por eso adoptó la Regla de San Agustín.

Madre Le Dieu descubre en el Monte San Miguel el valor ascético del trabajo apostólico y comprende que, para cumplirlo bien, el primer medio es la cultura.

Ella había estudiado hasta los 18 años y luego siempre se había instruido con lecturas seleccionadas. Para nosotros, que vivimos en el siglo de la democratización de la cultura, es verdaderamente sorprendente leer esta noticia: “Dos religiosas se dedican a estudiar y, teniendo en cuenta el poco tiempo disponible, hacen notables progresos”. Además, estas hermanas, para mantener limpios los locales, tan sucios y desordenados, y sobre todo para el cuidado de los niños, como veremos, hacen un trabajo superior a sus fuerzas: “No se echan atrás y no pierden ni un minuto”.

El fiat absoluto es el compendio de mis ideas

La humildad es otra de las bellas dimensiones de la espiritualidad de Madre Le Dieu. Las palabras que el cardenal Villecourt pronunció, cuando con estupor advirtió el valor del Breve de Pío IX, le resonaron siempre en el alma, suscitando en ella una emoción siempre nueva: “Hija mía, acuérdese bien que si usted, o yo, o cualquier otra persona llamada a trabajar en esta Obra nos consideráramos más que un gusano, seríamos anulados porque sólo Dios es quien la quiere”. “El recuerdo de estas palabras todavía me emociona”. Ella ha comprendido perfectamente que su alabanza eucarística es como el canto del ruiseñor entre los espinos, y repite este estribillo: “El fiat absoluto es el compendio de todas mis ideas y de todos mis deseos, sin embargo estos deseos son continuos e inmensos, creo que sean una parte de mi purgatorio”. Escribe al Obispo con mucha sinceridad: “Ya que la Providencia le empuja a ver con benevolencia esta obra, yo estaré a disposición de Su Excelencia hasta que usted lo desee. Lo que tengo es bien poco; lo que soy todavía menos; pero Dios sabe que mi entrega es sincera y mi abandono completo”.

Ella desea abandonarse como un niño en brazos del Padre Celestial. Tiene la misma intuición que Santa Teresita: Dios es papá y nosotros somos sus hijos. No por nada Jesús invocaba a su Padre con el vocablo típico de los niños hebreos: “Abbá”, que no se traduce como Padre, sino como Papá.

De un espíritu incondicional y un completo abandono nace la esperanza, virtud tan apreciada en nuestros días y de la que Madre Le Dieu era experta.

Ella escribe con estas palabras tan actuales: “La Providencia no muere. Dios nos puede probar de mil formas, pero hasta que Él viva entre nosotros, me parecería blasfemar si perdiera la esperanza. Sin embargo, en este momento la esperanza es contra toda esperanza. Muchas veces he sentido las divinas atenciones de la Bondad infinita, que prueba pero sostiene”.

Como el pez en el agua, el pájaro en el aire, el ave en el cáliz de la flor

El espíritu de fortaleza, que tan bien se adaptaba a la estirpe normanda, se suavizó mucho bajo la influencia del pensamiento de San Francisco de Sales. Ella solía decir: “Un animal atado no puede caminar ni avanzar”. Y comprendió que las religiosas no tenían que darse aires pero que tenían necesidad de mucho aire. Su ardor apostólico se intensificó tanto que para ella no había confines en el mundo. En su espiritualidad, la dimensión misionera se desarrollaba a la par que la de la reparación. En 1867 Madre Le Dieu escribió una larga exposición de la Obra para el cardenal Barnabo, Prefecto de la Congregación de la Fe.

Entre otras cosas escribe: “Es nuestro deseo que Su Eminencia, y luego los cardenales que le sucederán, sea nuestro cardenal Protector. Nosotras queremos tener como nuestro Superior al cardenal de la Propagación de la Fe; necesitamos esto porque la caridad de Jesús Redentor y de María Reconciliadora nos empuja a abrazar la gloria de Dios y la salvación de las almas en todo el mundo.

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Nosotras todavía somos tan pocas que una idea como ésta podría pasar por una previsión verdaderamente ridícula, si no hubiéramos sido ya llamadas en otros lugares. Si el cardenal de la Propagación de Fe fuera nuestro Superior General nosotras podríamos ir, sin obstáculos, por el mundo entero”.

Sor San Paul, que fue una de las primeras seguidoras, nos explica el motivo profundo de tanto ardor apostólico cuando escribe: “Madre Le Dieu era un alma generosa, llena de entusiasmo, de entrega y amor a su Dios, en cuyo seno ella se sumergía como el pez en el agua, el pájaro en el aire y el ave en el cáliz de una flor”. Esta espiritualidad creaba la atmósfera en la que respiraban, operaban y gozaban las religiosas del Monte San Miguel. Su casita, situada en el monumento milenario, brillaba como una joya eucarística y zumbaba como una colmena de Dios.

En aquel ambiente de adoración, de reparación y de trabajo toma forma nítida el proyecto del movimiento eucarístico.

La galaxia eucarística y su núcleo

La Fundadora quería formar una especie de ejército de la Reparación en el que hubiera almas eucarísticas que adoraran a tiempo pleno, y almas que adoraran a tiempo parcial. De esta forma llegan a reunirse en torno al Santísimo cuatro categorías de adoradores, ordenados en cuatro círculos concéntricos.

Partiendo de los más alejados del altar están:

1) Los asociados al movimiento de Reparación, los cuales están unidos sólo a través de la oración.

2) Los benefactores, que tienen que hacer alguna ofrenda, al menos la de una Misa anual.

Estas dos categorías, evidentemente, están compuestas por bautizados que adoran a tiempo parcial. Sin embargo, las dos categorías siguientes están compuestas por bautizados que quieren adorar a tiempo pleno:

3) Reparadores libres que, privadamente o por un tiempo limitado, hacen algún voto requerido por el movimiento de Reparación.

4) Finalmente, los Hijos e Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora, los cuales, para dedicarse mejor a la Obra Reparadora, emiten tres votos:

Primero: voto de obediencia a las Constituciones.

Segundo: voto de abandono a los Sagrados Corazones de Jesús y de María.

Mediante este voto los Hijos e Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora se despojan de todos los méritos y los ofrecen a los Sagrados Corazones para la conversión de los pecadores y el sufragio de las almas del Purgatorio.

Tercero: voto de devoción a la cátedra de San Pedro. Esta obra, que se presenta como un vasto movimiento que debe conquistar el mundo católico entero, necesita de un núcleo dinámico que lo estimule, lo organice y lo dirija. En el pensamiento de la Fundadora el núcleo central de esta galaxia de almas reparadoras está constituido por las religiosas que están siempre en primera línea entre las almas dedicadas a la Adoración Eucarística a tiempo pleno.

Al lado de estas religiosas, que viven intensamente la vida de comunidad y el espíritu de comunión, colaboran las religiosas libres. Según el pensamiento de Madre Le Dieu estas hermanas libres dan vida a una institución que está a mitad de camino entre la tercera Orden de los religiosos y los Institutos seculares modernos. Para integrarse en este grupo de religiosas libres no existen obstáculos ni de salud ni de edad; ancianos y enfermos pueden vivir intensamente, y quizá mejor que otros, el espíritu de almas reparadoras. Las religiosas libres pueden vivir en residencias con horarios flexibles que, mientras son lugares seguros para la salud, ofrecen todas las facilidades para una vida devota que se centre en la Adoración Reparadora ante Jesús Eucaristía. Para estas religiosas libres Madre le Dieu tiene expresiones

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que parecen dictadas directamente por el Sagrado Corazón: “Venid, hermanas, refugiaos aquí y no temáis; seréis amadas hasta el fin”.

Gran misterio, no suficientemente meditado

El Espíritu que debe animar el movimiento de la Reparación eucarística, destinado a conquistar la Iglesia Católica entera, se podría resumir en estas sublimes expresiones que Pío XII escribirá en la encíclica sobre el Cuerpo Místico: “Es un misterio ciertamente grande que la salvación de muchos dependa de la oración y de la mortificación voluntaria para este fin, emprendidos por los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo”.

Con el bautismo hemos sido configurados con vínculos orgánicos y vitales a Jesús, por tanto, somos miembros del Cuerpo Místico. Es decir, con el bautismo hemos sido hechos “Carne del Crucificado”, así se expresa con una vigorosísima frase San León Magno. Si los cristianos, por exceso de amor infinito, son insertados en el Cuerpo Místico deben ser conforme a su Cabeza: “Los que pertenecen a Cristo han crucificado la carne con sus deseos y llevan siempre en todas partes en su cuerpo la Pasión de Jesús”.

Cada uno de nosotros debe repetir con el apóstol: “Completo en mi cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo”. San Agustín, meditando esta expresión de San Pablo, pensaba en las palabras dichas por Jesús en la cruz: “Todo está cumplido”.

Si la redención ha sido cumplida en el Gólgota, ¿cómo es que el cristiano puede, mejor dicho tiene, que completarla? El santo nos responde así: “Cristo sufrió todo lo que tenía que sufrir y no le faltó ningún padecimiento. Por tanto, los sufrimientos están cumplidos, pero en la Cabeza; sin embargo, los sufrimientos de Cristo quedan todavía por cumplirse en el cuerpo”. Ya San Pedro exhortaba: “Cristo ha sufrido por nosotros dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas”.

También nosotras tenemos que “ser piedras vivas, sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios en Cristo Jesús”.

Y la Fundadora, queriendo explicar el modo, escribe: “El espíritu de penitencia y de sacrificio es absolutamente necesario para todas las almas, pero generalmente es poco comprendido. San Pablo dice que “debemos completar en nosotros lo que falta a la Pasión de Jesucristo. Palabras en un cierto sentido extrañas, porque es de fe que el Salvador ha cumplido con creces lo que era necesario para nuestra salvación. Pero, para aprovechar sus gracias, tenemos que mantenernos unidos a Él y asemejarnos a Él; Él ha trabajado, ha sufrido, ha muerto, y para participar de su gloria es necesario que también nosotros trabajemos, suframos y muramos”.

Que yo sea para Jesús como una nueva humanidad

Si la intimidad y la unión vital entre Jesús y los cristianos es tal, es bastante obvia la exhortación del Apóstol: “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. La doctrina de San Pablo exige nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, de modo que podamos decir: “Estoy crucificado con Cristo en la cruz”.

Para quien forma parte de un cuerpo cuya Cabeza está coronada de espinas, sería vergonzoso vivir como un miembro delicado; por eso todo bautizado debería orar así: “Oh Fuego Consagrador, Espíritu de Amor, ven a mi alma para que se haga como una encarnación del Verbo; que yo sea para Él como una humanidad añadida en la que Jesús renueve todo su Misterio”.

Todo su Misterio Pascual, que no consta sólo del Viernes Santo, sino también de la mañana de la Resurrección.

El Misterio Pascual es el drama de amor de cuatro actos: Pasión y Muerte de Jesús, Resurrección, Ascensión y Misión del Espíritu Santo, el Consolador que obra en nosotros la primavera de las Bienaventuranzas.

Precisamente dice un poeta que Dios es alegría y por eso ha puesto el sol ante su morada.

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Nosotros somos templo del Espíritu Santo y Él no pone ante su morada un sol, sino que dentro de estos templos se coloca a sí mismo como el sol de los gozos eternos.

El Espíritu Consolador inunda nuestras almas de las alegrías del Resucitado y nos obliga a exclamar como San Pablo: “Sobreabundo de gozo en todas mis tribulaciones”. La expresión del apóstol en boca de la Fundadora suena así: “Inspirada en estas palabras: está escrito, he aquí que vengo para hacer tu voluntad, el alma que las ha comprendido sigue con alegría la Palabra Divina y todo lo abandona para seguir al Divino Maestro allí donde la llame”.

“¡Fiat! Repetiré esta palabra hasta el último respiro: es el latido de mi corazón”.

“Es justo completar lo que falta a la Pasión del Salvador, como dice San Pablo, es decir, nuestros sacrificios personales, por eso Fiat”.

En esta esfera de los gozos del Espíritu Santo se incluyen las alegrías de la maternidad espiritual. Con la virginidad la religiosa no renuncia a la maternidad: ella, ofreciendo al Señor la descendencia física, obtiene de su Esposo Divino el don sublime de generar almas. Amando con corazón indiviso a Jesús, la casta esposa consigue la suma fecundidad: regenerar las almas a la vida de la gracia. A imitación de la Virgen de la vírgenes armoniza también ella el esplendor de la virginidad con las alegrías de la maternidad. Pero lo que mayormente embriaga a la esposa de Jesús es la alegría que, con su fecundidad espiritual, ella procura al Señor. Así, puede hacer suya la expresión: “La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”.

Madre Le Dieu anhela también una arquitectura eucarística.

El Sagrario sea el corazón de la casa, por eso todos los locales converjan en la capilla, a la que tengan acceso rápido y fácil.

La colmena de Dios zumbaba feliz y las vírgenes generosas ardían del deseo de consagrarse al Esposo Divino. Como en todos los acontecimientos solemnes debemos ceder la pluma a la protagonista de esta historia.

El mar viene al encuentro de las esposas

“Pasamos ocho meses hasta el día en que el buen Dios, finalmente, permitió que el 19 de marzo de 1866, bajo la protección de San José, hiciéramos los votos en las manos del Obispo, que adoptó para esta fiesta las bellas ceremonias del Pontifical Romano. Él, siguiendo su buen corazón, como así lo creo, hizo este acto con mucha seriedad. Durante casi cuatro horas estuvo en el altar con el báculo pastoral en la mano y la mitra en la cabeza, en la celebración de la entrega del hábito a dos religiosas y de nuestra profesión, y mostró una fe admirable y una plena esperanza para nuestra Obra. Si Dios no la hubiera querido no habría permitido un inicio tan bello.

La fiesta, en su sencillez, resultó emocionante, bella y majestuosa. Una docena de distinguidos sacerdotes muy devotos ayudaban al Obispo. La capilla estaba llena de familiares; también ellos, muy recogidos, unían sus oraciones y sus esperanzas. Un espléndido día de primavera hacía resplandecer nuestras bellas murallas llenas de flores; y la playa, tan abierta y preciosa, vio venir a su encuentro el mar en el momento en que, postradas, hacíamos a Dios nuestra ofrenda total. Noté una intensa emoción al sentir el ruido de aquellas olas en el momento tan importante y solemne de nuestra consagración, de la que el gran obediente era como uno de los principales testigos. Cada día, fiel a la orden recibida desde miles de años, a la hora establecida, viene a mojar el grano de arena que le ha sido dado como confín y que no sobrepasa nunca, ni siquiera en su furor. ¡Cuántas lecciones me ha dado! ¡Cómo me ha animado a la obediencia y a la humildad el recuerdo y el ejemplo de este noble y potente elemento! ¡Cuántas veces su contemplación ha sostenido y engrandecido mi ánimo! No me hubiera contentado con nada menos grandioso para aliviar un poco mi corazón oprimido por las pequeñeces que a menudo lo han circundado en este lugar.

El Obispo quiso que participáramos de la alegría de nuestras familias durante el banquete en una sala preparada para la fiesta.

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Una amiga muy cercana a nosotras hacía los honores de casa. Todo parecía presagiar un feliz porvenir. Me parece un deber citar aquí el artículo de la Semana Religiosa que refirió este hecho tan importante para nosotras: “El 19 de marzo, fiesta de San José, quedará memorable en la historia del Monte San Miguel, porque desde aquel día, data la fundación religiosa de una nueva Congregación cuyas murallas son la cuna. No estamos aquí para hacer un elogio, el elogio está en su nombre: Adoración Reparadora perpetua, y en su aprobación, después de ser bendecida por el Cura de Ars, el Sumo Pontífice Pío IX ha autorizado personalmente esta obra con un breve escrito de su puño y letra. Esta es la obra que Mons. Bravard ha autorizado de una manera solemne, recibiendo los votos y entregando el santo hábito a las primeras religiosas que se han consagrado a esta Obra.

“Yo espero –dijo el Obispo– que Dios bendiga esta Obra porque está llamada a trabajar para su mayor gloria. Por el momento es una pequeña semilla, pero fructificará y producirá un árbol magnífico que adornará el vasto campo de la Iglesia en la que las obras de Dios, aun siendo numerosas, todas encuentran su lugar. Desde hoy Él será alabado, bendecido y adorado donde estaba abandonado, despreciado y ultrajado por la blasfemia. En todo esto reconozcamos el dedo de Dios y adoremos los designios de la Providencia siempre buena y siempre paterna”.

Éstas son las palabras que dijo el Obispo y aquel día noté su corazón emocionado por la verdad y por la fe. Junto a las profesiones tuvo lugar también la ceremonia de la vestición que se desarrolló seria y digna”.

Diez piedras vivas

“Al dar el hábito a la tercera y a la cuarta religiosa habíamos evitado la ceremonia de una vestición mundana, a la que no estaban acostumbradas, y tomamos la decisión de permitirla sólo a las que, teniendo que renunciar a los vestidos del mundo, se los habrían puesto aquel día por última vez. Porque las buenas hijas, no estando acostumbradas a tales vestidos, no los saben llevar, no sienten dejarlos y a menudo en lugar de edificar parece una gala ridícula, sin embargo, no sucede así para aquellas que habiendo encontrado satisfacción en llevarlos, en ese momento hacen verdadero sacrificio dejándolos. Las hermanas de las que he hablado habían llevado con gran modestia su devoto hábito de postulante y cambiaron con alegría el pequeño velo de la primera consagración por el gran velo blanco, primicia de un compromiso más serio. Así se hizo entonces y así se hará en el futuro para permanecer en la sencillez y en la verdad. En dos años, el Obispo ha bendecido y consagrado (dos veces), él mismo o por medio de algún delegado suyo, a diez piedras vivas del edificio que Dios, en su bondad suprema, destina al servicio de Jesús Redentor y María Reconciliadora bajo el patrocinio de San José”.

Como se ha intentado explicar, el nombre de “Hijas de Jesús Redentor y María Reconciliadora” era dado a todas las mujeres, aunque fueran adolescentes o esposas, que se unían al movimiento de Adoración Reparadora, por eso resultaba un nombre genérico que no caracterizaba a las hermanas que, viviendo en comunidad, debían constituir el núcleo organizador, animador y directivo de la Obra de reparación. El Obispo, que había estudiado bien el estatuto redactado por la Fundadora, se dio cuenta de esto y por eso en los documentos diocesanos y en el registro de fundación denominó a aquellas vírgenes “Religiosas de San José de la Adoración”. La Madre llamó a la obra del orfanato con el nombre de Protectorado de San José.

La aparición de San José fue una sorpresa para Madre Le Dieu, no se dio por ofendida, con el ya sabido humor que nunca la abandonaba. Después de las pruebas sufridas anotó: “Nosotras hemos mantenido fielmente el nombre de Religiosas de San José y, no obstante las pruebas, queremos mantenerlo aunque el buen padre no nos parece tan favorable como lo es para otros que le son devotos y que llevan su nombre; sin embargo creo que le debo muchas gracias. Él permite que nos traten como ha sido tratado Él, y todo esto no es ninguna prueba de abandono”.

Más tarde, cuando Madre Le Dieu quiere que sus obras externas, como los orfanatos, sean reconocidas por el Estado, se da cuenta que aquella denominación de “Religiosas de San José” es demasiado devocional y poco viable para la mentalidad cívica y para sus hijas; escogerá el nombre de “Auxiliares Católicas”.

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Fervor de abejas reinas

En el mes de abril de 1866 llegaron al Monte los primeros huérfanos y así comenzó la asistencia a los niños pobres. Esto era una novedad absoluta, porque las leyes eclesiásticas prohibían a las religiosas cuidar de los niños; tenían que cuidar exclusivamente a las niñas. La Fundadora comenta: “Esta obra entra en los fines de la reparación. No se trata de nutrir e instruir a los niños, como se hace en las escuelas, sino de darles una sólida educación cristiana, de plasmar esta pasta blanda sobre el modelo de los santos. La Providencia ha querido que esta obra fuera la segunda, y en cualquier forma complemento de la primera, porque se ocupa de la educación de los que son llamados a influir en la sociedad y en la religión de un modo positivo. En efecto, de los niños educados en la piedad nacen las verdaderas vocaciones”. También el orfanato tenía como fin la Obra Reparadora. De hecho se podían educar niños inocentes en el espíritu de Adoración Eucarística y entre ellos era fácil elegir y cuidar vocaciones, también eclesiásticas, que hubieran promovido la obra con competencia.

Otra novedad en la pedagogía de Madre le Dieu consiste en el hecho de que no quiere abandonar a aquellos niños cuando todavía son adolescentes, sino que quiere integrarlos en la sociedad sólo cuando estén formados. Por eso tuvo que afrontar grandes problemas, pero la Madre no era una mujer que se dejara desanimar ante las dificultades. El propósito que se había formulado, siendo todavía joven, estaba siempre presente en su vida: “Para reparar, vivir a los pies de María con los ojos fijos en sus manos. Cuando necesite luz y fuerza me elevaré con confianza hasta su Corazón, refugio de pecadores, camino seguro para ir al Corazón de Jesús”.

“El 18 de abril de 1866 finalmente llegaron los primeros niños.

Sólo por amor a Dios aceptamos esta misión, sabiendo de antemano que iba a ser muy ardua, que seríamos poco apoyadas, que encontraríamos dificultad en educar a algunos ya mayores en edad. Sin embargo, los acogimos muy contentas, y aquella noche tuvimos que pasarla en vela para prepararles la ropa necesaria, porque más de la mitad de aquellos niños no tenía nada para cambiarse. Sinceramente, no se puede negar que el buen Dios ha ayudado a estas buenas hijas, porque trabajaron casi día y noche con un ánimo y con una alegría ciertamente extraordinaria. Y fue necesario casi un año para llevar a cabo el trabajo más indispensable”.

Nido al sol

Aquellas hermanas se sintieron madres para los huerfanitos y como tales los amaban, los cuidaban y los formaban; para educar bien es necesario tener mucha alegría y mucho amor, y aquellas vírgenes valientes, guiadas por la Fundadora, entregaban la vida para crear un ambiente acogedor y lleno de calor familiar. Los rostros de aquellos necesitados aparecían serenos y no tenían ningún signo de nostalgia familiar, ellos se encontraban en familia. Cada religiosa, después del Santísimo, amaba a aquellos niños.

Al cabo de dos años el orfanato está a pleno ritmo y el periódico del Avranchin ya se interesa por él: “Domingo, 5 de Julio de 1868, el obispo de Coutances y Avranches había interrumpido las visitas pastorales en nuestros pueblos para tomarse unos días de descanso entre sus queridos niños del Monte San Miguel, porque el trabajo en medio de ellos es un descanso para el corazón. Él mismo había querido recoger las primicias de la dorada mies, que sus religiosas de San José de la Adoración cultivaban para el cielo con una incansable dedicación. El Obispo distribuyó el Pan Eucarístico a los niños que hicieron la Primera Comunión en aquella casa, y por la tarde les administró la Confirmación. El sereno recogimiento de los pequeños, la alegría del Padre Bourbon, que los había preparado con tanta ilusión, y la de las hermanas que habían colaborado con todo el corazón como verdaderas madres, el fervor que reinaba en la humilde capilla preparada para la ocasión, todo esto, incluido el esplendor de un precioso día de verano, que se irradiaba en el maravilloso panorama del Monte y de la playa, todo, digo, contribuía a suscitar en las almas una dulce y profunda emoción. También el Obispo lo compartía: De hecho, cada vez que tomaba la palabra, se reflejaba la emoción. Al ver los buenos resultados todos tomábamos parte de sus esperanzas. Padre Hémain, cura del Monte San Miguel, aprovechó la ocasión para ofrecer la gracia de la Confirmación a aquellos feligreses que todavía no habían recibido este

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Sacramento. Ellos se arrodillaron al lado de los niños del orfanato y cuando éstos, al final de aquella bonita jornada, expresaron su agradecimiento al Obispo, al Abad Tanquerel, a todos los benefactores, también un niño del Monte se dirigió al Obispo con palabras de agradecimiento”.

La piedad eucarística en el Monte San Miguel era ardiente. Una segunda lámpara, que la Madre llamaba reparadora, se consumía ante el Santísimo como signo del alma que adora reparando. Las lámparas de aceite, junto a las lámparas vivas, se consumían iluminando el Sagrario, y el trabajo formativo crecía armoniosamente cuando se condensaron los nubarrones y se desencadenó el temporal que destruyó el nido de las palomas.

Reverencias a los que están en alto, pisotones a los que están abajo

Presentamos a los dos actores principales del drama:

Mons. Bravard y el Padre Robert. El segundo estaba unido al primero por vínculos doblemente filiales. Mons. Bravard, junto a otro eclesiástico, había fundado la Congregación de Pontigny en la cual primaba el Padre Robert. Por eso éste estaba dos veces unido al Obispo: como sacerdote al Pastor y como religioso al Fundador. Era lógico que el Obispo tuviera plena confianza en su hijo espiritual. Mons. Bravard había fundado una segunda Congregación de Misioneros, que debía cuidar el renacimiento del Monte San Miguel y realizar en aquel monumento un apostolado específico que hiciera nacer y prosperar allá arriba obras religiosas, destinadas a dar gloria a la Iglesia de Francia. Por consiguiente, no sólo Madre Le Dieu era Fundadora, sino que también Mon. Bravard era Fundador, mejor dicho, dos veces Fundador y además de eso había puesto la cuna de la segunda fundación precisamente allí. ¡Dos cunas una al lado de la otra se molestaban! El Obispo no tuvo acierto en elegir a los primeros misioneros que debían prepararse para el apostolado requerido en el Monte San Miguel. El superior estaba casi ciego y no veía ni las especulaciones que se hacían del edificio ni el precioso material que era robado. El Obispo, muy pronto tuvo que mandarles marchar, entonces pensó sustituirlos con los misioneros de su primera fundación, llamados de Pontigny. Fue entonces cuando llamó al Padre Robert, hombre de confianza para él. Con esta sustitución ganaron mucho las construcciones materiales pero perdieron las obras espirituales. Padre Robert era un hábil constructor de grandes tendencias especulativas, pero poco respetuoso de los derechos y de las personas. Conocía de maravilla el arte de hacer reverencias a los que están en alto y pisar a los que están abajo. Las tentaciones del dictador podían más que él. En el Monte no se mueve ni una hoja que el Padre Robert no quiera. Según él la unidad de la obra requiere también la misma dirección y aquella señora, excesivamente devota, es demasiado para él. Allá arriba las religiosas son necesarias y las que están son insustituibles, por consiguiente, que se queden las hermanas y que se vaya la superiora. Él mismo la sustituirá y será el fundador en lugar de la Fundadora. ¡En el Monte ha estallado la epidemia de los Fundadores!

El brazo de hierro

Doblegar a la Fundadora no será tarea fácil, pero el Padre Robert, con naturaleza de luchador, toma gusto en doblar a aquella mujer que, según él, es una testaruda y enseguida comienza el brazo de hierro. Puesto que él dispone de la economía, comienza a disminuirles los alimentos y obliga a Madre Le Dieu a endeudarse para que puedan vivir las hermanas y los huérfanos. ¿Y el Obispo? Mons. Bravard se inclina por tener confianza en su lugarteniente, que está dispuesto a realizar su proyecto: hacer renacer arquitectónicamente el milenario monumento y llevarlo al antiguo esplendor especialmente con las peregrinaciones y el turismo. Por otro lado, el Obispo no cree excesivamente en el carisma de Madre Le Dieu y no tiene en cuenta que la Obra de la Reparación sea la primera del Monte San Miguel. Lo que interesa no es la cuna de la Obra sino la asistencia que las religiosas prestan a las obras que surgen allá arriba. A él más que la reparación le urge el trabajo. Por tanto, la mentalidad del Obispo y la de Madre Le Dieu son contrapuestas. Si el Pastor hubiera tenido que hacer triunfar personalmente la suya habría sido indudablemente más delicado con la Fundadora. Pero a su lado estaba el Padre Robert, quien veía en el proyecto del Obispo la voluntad de Dios, aunque en él había una buena dosis de maquiavelismo que le hacía instrumentalizar cosas y personas con tal de lograr su objetivo. En

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relación con Su Excelencia siempre tenía en los labios la clásica exhortación: ”Déjeme hacer a mí”. El Obispo dejaba hacer todo, pero el Padre Robert no le informaba de todo. Mons. Bravard era indudablemente un hombre de buen corazón aunque tuviera un carácter repentino e impulsivo.

Que se escuche también a la otra parte

El Obispo, dotado de espíritu apostólico, era un hombre bastante iluminado. De hecho, él, como secretario, eligió un hombre con cultura y distinguido escritor. Éste era Mons. Du Manoir, primo de Madre Le Dieu, de la que, ciertamente, más de una vez habló bien de ella a su superior.

El Obispo se hará acompañar al Concilio por Mons. Du Manoir, el cual presentará a Pío IX una brillante monografía que había escrito en el Monte San Miguel.

Madre Le Dieu reconoce méritos en el Obispo y los subraya con alegría: “Nuestro Pastor es un hombre prudente y al mismo tiempo profundamente piadoso. La justicia y el buen corazón le hacían volver a nosotras. Él se veía obligado a admitir que nosotras éramos fieles a los compromisos tomados, más de lo debido y, a veces, era muy feliz de hacernos el bien o de contentarnos”. Mons. Bravard tiene expresiones sabias como éstas: “No se puede decir que la señorita Le Dieu haya soñado todo”. ”El Monte San Miguel no se hizo en un día, ni en un año ni en dos. Para rehacerlo también se necesita mucho valor. Por tanto tenga paciencia, procure ir adelante con los medios que tenga; en lo sucesivo quizá pueda hacer como mejor quiera”. “Querida hija, cuatro personas son suficientes para comenzar, en adelante si fuera necesario podrá admitir alguna otra postulante. Siga esta regla y dude siempre de su celo, que es demasiado ardiente, y sería peligroso si faltase una perfecta obediencia. La bendigo y le deseo que todo esto le ayude para el tiempo y para la eternidad”.

Madre Le Dieu, que ha recibido una educación refinada antes de hacer juicios molestos a cuenta de su Pastor, hace esta premisa: “Es difícil que en mi alma y en mi conciencia forme un juicio temerario, y más difícil aún que condene sin una certeza absoluta, pero nada me impide llamar blanco al blanco y negro al negro. El Obispo me escribió una carta que rompí para no ponerlo en ridículo y para no mostrar la injusticia de su conducta. Poco después vino al Monte y asustó y espantó de tal manera a Sor San Augustin, que la pobrecilla se echó a sus pies llorando y, creyendo que todo estaba perdido, intentó defenderme”.

La Fundadora atribuye a su carácter impetuoso y a la mala educación estos arrebatos que asustaban a las hermanas.

“Las palabras del Obispo confirman mi primera impresión sobre su carácter que era difícil por falta de una buena educación. Pero yo debía considerarlo como Superior absoluto de su diócesis y, por consiguiente, como el que me manifestaba la Voluntad divina, si bien en un modo poco gentil ni deseado. Él nunca ha tenido una palabra amable o alentadora para nosotras y nunca se ha ahorrado los reproches. Por todas estas pruebas, bendito sea el Señor, al cual todas nuestras fatigas iban dirigidas”.

Madre Le Dieu confiesa con honestidad: “A menudo una cosa me llama la atención: el Obispo se ha interesado por nosotras sin escuchar las malas lenguas. Él confesaba que se sentía obligado a ayudarnos, no obstante sus prevenciones y sus temores. Creo sinceramente que el Obispo tenía momentos de buena voluntad y si no se hubiera dejado llevar por influencias falsas y tristes hubiera logrado su intención, y además muy pronto”.

Madre Le Dieu escribe acerca de la personalidad y la conducta del padre Robert: “En noviembre de 1868 hice imprimir boletines de adhesión y suscripciones a favor de nuestra obra.

Muchas razones me aconsejaban a servirme de ellas para fundar una granja agrícola a nombre nuestro y para obtener el terreno de la playa. Pero esto aumentaba los celos del Padre Robert, que deseaba el monopolio de todas las obras del Monte San Miguel para su Congregación, y viendo que los visitantes se interesaban más por nuestro orfanato que por todas sus obras, quería absolutamente convertirse en jefe. Si él hubiera compartido nuestro modo de

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ver los intereses civiles, y sobre todo religiosos, de aquellos niños que nosotras aceptábamos sólo por la gloria de Dios y para su salvación, la cosa habría sido muy diferente”.

Ropas toscas y corazón de reina

En aquel Monte los niños atraían la atención de los forasteros, sobre todo porque estaban bien cuidados. Las ofertas que hacían al orfanato le venían muy bien al director-empresario y por eso se las quitaba a las hermanas. Además veía en la Madre una rival demasiado peligrosa y mucho más afortunada que él. Con aquellas ropas toscas, pero limpias, caminaba majestuosamente la noble señora, sobre cuyo rostro resplandecía la nobleza de la familia y la nobleza eucarística. El trato señorial y la maternidad espiritual conquistaban a los niños y a los visitantes. Ella tenía para su orfanato proyectos grandiosos: quería crear una granja escuela modelo, en la cual los niños pudieran aspirar a ser ingenieros agrarios para luego integrarse felizmente en la vida. También quería un trozo de playa donde los huerfanitos pudieran corretear a su gusto, acunados por el mar y acariciados por el sol.

Al Padre Robert, que era bastante déspota, aquella mujer tenía que parecerle un ministro con falda larga, y por eso muy peligrosa. Para deshacerse de ella la única cosa era quitarle los alimentos materiales y espirituales. De hecho, impidió que otros sacerdotes vinieran a dar conferencias y a confesar a las hermanas. La Fundadora,refiriéndose al hecho de que él, único predicador, pertenecía a los religiosos de Pontigny, anota con amarga ironía: “Tuvimos que contentarnos del único pan de Pontigny”.

Cuando la Madre fue a París para obtener la aprobación del Gobierno y subsidios para su orfanato, el Padre Robert se adueñó de todas las riendas. La Madre escribe: “Sabía que el Padre Robert podía hacer cualquier cambio en las prácticas de piedad en las Constituciones, según la facultad que yo le había dado; pero no me podía esperar que tan pronto se adueñara no sólo de toda la dirección, sino de la obra misma, de sus medios y de todas sus entradas, como supe por carta”. Y él presentó a la Superiora al Obispo como una mujer despreocupada, por lo que cuando ella volvió de París, con los favores obtenidos, tuvo del Pastor una acogida casi insolente. Ella misma nos describe la escena dramática.

Resplandor de los sigilos imperiales

“Volví con muchos sigilos imperiales y muchos documentos que aprobaban la utilidad de nuestra querida obra. El Obispo en lugar de participar de la alegría común estuvo extrañamente enojado: ”¿Cómo es que vosotras, siendo tan pocas, sin un nombre, sin dinero, obtenéis el reconocimiento con tanta facilidad? Y yo, que he hecho todo lo posible para que se reconozca civilmente una congregación mejor formada, mucho más seria, no lo he logrado. Váyase al diablo; yo no firmaré”. Y, sin ni siquiera dar una ojeada a los documentos resplandecientes de sigilos imperiales, me mandó tres veces al diablo sin quererme escuchar. No exagero nada y relato todo al pie de la letra. El buen Dios me concedió la gracia de mantener la paciencia y el buen comportamiento ante un Obispo que, sin embargo, rebajaba su dignidad hasta tal punto.

Me contuve, sobre todo para que él no llegase a destruir injustamente el camino religioso, que yo había hecho a costa de tantos sacrificios. Le dejé desahogarse bien, en un silencio que él hubiera querido que rompiera para encontrar el pretexto de culparme de algo; pero no me retiré porque pensaba que podía escuchar antes una palabra sensata. Después de media hora recapacitó y, para reparar su actitud hacia mí, me dijo: “En fin, os daré un buen superior que os cuidará; yo aprobaré lo que él quiera”. “Gracias, respondí, nosotras esperamos siempre en su bondad y en su justicia”. Y me arrodillé para pedirle la bendición que, muy conmovido y quizá todavía confuso, dudó un poco en darme. Luego añadió: “Hoy no se vaya, hija mía, descansará en el Obispado y nuestras hermanas la atenderán”. Le di las gracias diciéndole que iría a la casa del Sagrado Corazón; él insistió y entonces me quedé para que se calmara y reflexionara. Me hizo acomodar en un bonito apartamento; el sirviente y las religiosas que atendían el palacio vinieron varias veces a visitarme. Al día siguiente renovó las promesas de su paterno interés, pero yo no insistí en la petición de su firma para el reconocimiento civil. Dios tenía sus motivos

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para inspirarme en esto”. Es gracioso que esta mujer provoque envidia en un Obispo. Sin embargo, él no sabe que aquella mujer fue recibida con todos los honores por el cardenal de París Bonnechose y por el Nuncio Chigi. Podemos escucharla contando con mucha vitalidad las dos visitas: “Su Eminencia, demostrando el más vivo interés, me pidió poner bajo su control todas las gestiones en relación al asunto, prometiendo que las apoyaría con su autoridad religiosa y civil, es decir, como cardenal, como Arzobispo y como miembro del gobierno de Francia. “Esté segura, hija mía, –dijo– que el Breve del Santo Padre le permite regularizar su obra como desee. Su Obispo puede quererla o no en su diócesis, pero no tiene derecho a cambiar ni una coma”.

No soy la encargada de lograrlo sino de hacer todo lo posible

“Me dirigí al Nuncio apostólico, el cual, al oír que pertenecía a la diócesis de Coutances, me acogió con estas palabras textuales: “Bien, hija mía, ¿qué tal con su Obispo?” “En realidad, respondí, no vamos muy de acuerdo”. “No es usted la primera que viene a quejarse, querida Madre, ¿qué pasa?”.

Con ciertas personas no son necesarias muchas palabras; por tanto brevemente le expliqué el caso. Su respuesta fue idéntica a la del arzobispo Bonnechose: me aseguró que ningún obispo tenía derecho a cambiar las Constituciones, que podía y debía actuar como me indica el Breve, sin tener necesidad de ningún permiso. Lo que escuchaba me lo habían repetido otras veces, pero aquellas palabras, como nuevas aprobaciones, eran mi luz y mi apoyo.

Entonces decidí retomar las gestiones para obtener un simple reconocimiento civil. Siento que nada podrá destruir esta Obra, a pesar de no saber quién la sostendrá conmigo o después de mí. No soy la encargada de lograrlo, pero sí de hacer todo lo posible; una vez más repito estas palabras y las repetiré quizá muchas más, porque en ellas encuentro luz, fuerza y ánimo”.

En París Madre Le Dieu también se había movido, para abrir otras dos casas en dos diócesis diferentes, para obtener que el Gobierno la reconociera como Fundadora y Superiora General de una congregación, de hecho, para obtener este reconocimiento, el Instituto tenía que estar presente en tres diócesis, pero una grave enfermedad, que cogió en la capital subiendo y bajando innumerables escaleras para llamar a las puertas doradas, acabó con sus planes. Las fuerzas se debilitaron y el monedero se aflojó. Como hacía siempre durante la enfermedad, aumentó su espíritu de alma reparadora y sonrió al dolor. En su diario nos describe esta graciosa escena: “Cuando no me veía obligada a hablar me mantenía retirada, muy tranquila y feliz: sí, feliz, porque, como se me había repetido en la Salette, Dios romperá el instrumento cuando no quiera servirse de él y yo no debo preocuparme”. “Un día el doctor me dijo maravillado y casi enfadado por la paciencia y la alegría que mostraba: “Querida Madre, si yo estuviera en su lugar, me habría comido media sábana”. “De poco me serviría, respondí, porque probablemente tendría que acostarme en la otra mitad”. No podía aguantarse de risa. Me demostró un sincero interés por curarme y lo hizo con mucha cordialidad”.

Eminencia gris y guerra fría

Después de pocos días de convalecencia y mucha nostalgia volvió con sus hijas, donde encontró todo cambiado, excepto el ánimo que se había mantenido sano y devoto. “El Padre Robert quería suprimir los puntos fundamentales de la Obra Reparadora y las Constituciones. Presentando las reglas de su Congregación de Pontigny, que le parecían más razonables, consideraba muy fácil y justo hacernos Pontignanas y declararse abiertamente superior general. Nunca he pensado en ceder ante estas pretensiones: es a la única cosa a la que no me he sometido, porque no quiero destruir la Obra de Dios”. El Padre Robert en relación con el Obispo asumió el papel de eminencia gris y declaró la guerra fría hasta el punto de controlar las confesiones. La Fundadora, con su estilo natural, anota: “Con el tiempo, esperamos poder calmar un poco y cambiar la mente y el corazón de los habitantes del Monte, injustamente enfadados contra el Obispo. Ellos nos habían acogido con alegría y contaban con nosotras para cuidar de sus enfermos y de sus niños; era el único medio para ganarnos su afecto, pero se nos prohibió acercarnos y tratar con ellos. Sometiéndonos a esta prohibición, éramos también nosotras objeto

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del odio que ellos habían jurado y que cada día crecía contra la Administración de la Abadía; todo esto nos alejaba de la misión reparadora que habríamos podido realizar con éxito”.

También fue lugar de choque violento el orfanato, al que Madre Le Dieu había dado un estilo evangélico, el cual era contrario a los intereses económicos que en aquel período estaban salvaguardados, ya que las restauraciones tragaban francos a millares. Madre Le Dieu escribe a Mons. Bravard: “Por ahora no podemos contar con el trabajo de los niños; no les dejamos nunca desocupados, pero pensamos que su inteligencia y sus fuerzas se deben desarrollar. Nuestro modo de actuar lo ha aprobado mucha gente y ya se ven óptimos resultados. Esperamos que tomen el relevo otros jóvenes sanos e inteligentes. Ellos ya nos ayudan en todos los trabajos externos y lo hacen con gusto, sin dejar aparte sus deberes escolares. Casi todos se comportan bastante bien, y en general estamos satisfechas. Hemos cogido en alquiler un pequeño terreno en la playa para que las vacas y los niños se expansionen.

Nos han aconsejado que pidamos en concesión una parte de la playa para el orfanato; esto nos aseguraría su continuidad y nos permitiría tener un mayor número de niños y mantenerlos hasta la juventud. Muchos, creyendo que ayudaban a nuestra Obra, llevaban dones y ofertas a la Abadía, que se mostraba unida a nosotras para sacar provecho del interés que inspiraba el orfanato; pero no nos daban nada o casi nada. Dios ha permitido estas pruebas y Él mismo ha sostenido nuestro ánimo. Al principio del invierno hice unas compras de vestuario y alimentos, segura de que la Providencia me lo habría compensado. Tuve que anticipar ocho mil francos para mantener la Obra del orfanato y la del retiro. En aquel momento hice también una adquisición bastante buena para la pequeña propiedad de Avranches, que nos podría ser útil si Dios nos llamase a abrir una casa en nuestro pueblo”. En el Monte San Miguel no faltaron los desprecios. La Madre anota: ”El agua potable que antes teníamos en abundancia, comenzaba a escasear: se prefería que otros se la llevaran antes que nosotros”. Una de las espinas más dolorosas para la Fundadora era la antipatía que allá arriba los habitantes nutrían por las personas del culto, en las que veían amos y competidores. No toleraban el mercadeo religioso que, a veces, surge en los alrededores de los santuarios.

Única ganancia: servir a Jesús en los niños pobres

“Otro motivo que nos hacía antipáticos ante la población del Monte era la venta de juguetes ridículos a la entrada de la Abadía. Este comercio perjudicaba a los pobres habitantes, a los que quitaban la única ganancia. Y aunque esto no nos concernía personalmente, sí nos apenaba, porque la gente se lamentaba justamente contra los religiosos, los cuales no tenían que tener abierta aquella venta de objetos inútiles. Yo siento repugnancia hacia todo lo que no es justo, generoso y noble. Obligada por el mandato preciso de Pío IX a trabajar en las obras de caridad, no podemos renunciar a la educación de los niños pobres. ¡Ésta es la Obra más necesaria! Pero nosotras nos debemos ocupar solamente de esta Obra según nuestro espíritu de reparación: debemos ser las verdaderas madres de estos niños y no sus criadas, es decir debemos cuidar a los niños para educarlos en la sencillez, manteniendo nuestra influencia materna y no sólo en su infancia sino también en su juventud. De aquí la idea de una granja escuela modelo, que nos permita tenerlos por lo menos hasta los 18 años bajo la dirección de maestros especializados, en lugar de mandarlos al mundo antes que hayan podido formarse y adquirir unos valores.

El método beneficiaría a la mayor parte de ellos, y nuestro esfuerzo sería inútil si se tuvieran que ir en la edad que más nos necesitan, antes de que hayan podido comprender el verdadero bien que la caridad nos inspira hacia ellos. Pero nuestras ideas no eran las ideas del Obispo; él me había dicho, de viva voz y por escrito, que intentara sacar provecho de los niños, que los trataba demasiado bien, que no los empleábamos en un trabajo lucrativo, que había que cogerlos más grandes para que se ganaran antes el pan. Todo era desgraciadamente verdad; no teníamos el mismo objetivo y no caminábamos en el mismo camino. Y esto me confirmaba lo que nunca había querido creer: que el Obispo, aún condescendiendo a los deseos que yo le había manifestado, sólo pensaba en la suma de dinero de la que podía disponer para ayudar a sostener sus obras, y luego... adiós.

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La cosa está tan clara que yo no puedo ni debo esconderlo: a cada uno lo suyo. Pero si tengo que hablar con justicia, quiero que también vosotras, queridas hermanas, encontréis en esto un motivo para rezar y perdonar sinceramente, porque así como tratemos a los demás de la misma forma nos tratarán”. En esta página vibra toda la ternura de la Madre hacia los huérfanos: El Obispo aumenta la confianza en el obrar de su lugarteniente y pasa por alto, promesas, amenazas en su nombre, contentísimo del manejo que su delegado hacía para dispensarlo de sus obligaciones de hombre honesto y de Obispo. Estas palabras no son demasiado fuertes en relación con lo que él decía y con lo que él hacía. Sucedió que en aquel tiempo alguien le dijo: “Pero el Breve del Sumo Pontífice autoriza y regula el camino de esta Obra y Madre Le Dieu, en conciencia, está obligada a mantenerla”. “Que se vaya al diablo con su S. Padre”, respondió Mons. Bravard. Y en lo sucesivo ha quedado claro delante del mundo católico el respeto y el amor que profesaba al Sumo Pontífice.

En aquel tiempo hubo una reunión del Consejo General del Departamento. El Prefecto siempre bien dispuesto pregunta con interés al Obispo: “¿Cómo va la Obra de la que me ocupo?”. Y el Obispo responde rotundamente que no vale la pena ocuparse, que la señorita Le Dieu es una loca, una mujer sin cerebro. Hubo un silencio de sorpresa y de indignación entre los reunidos; pero los que conocían lo que pasaba y sabían lo que yo estaba soportando en silencio para evitar un escándalo, se callaron y así evitaron una discusión que habría aliviado a otros”.

Ésta es la reacción que siente Madre Le Dieu ante la guerra fría que le hace irrespirable el aire del Monte San Miguel y que le habría tenido que destrozar el sistema nervioso. ”Nuestra casa no tiene gran importancia, pero el cuidado que debo dedicarle ocupa todo mi tiempo y mis fuerzas, que pronto se agotarán. El Señor sostiene esta querida Obra: Él la quiere, es celoso y mantendrá las promesas y las bendiciones de sus santos siervos. Para demostrar que Él es el Fundador se sirve de los instrumentos más débiles. Si hubiera querido habría podido suscitar santos y santas para fundarla. Cuanto más aumentan las pruebas más crecen en mí la confianza, la fe y la paz. Comienzo a comprender cómo los santos sobreabundan de alegría en sus tribulaciones y mi abandono en la Providencia es cada vez más pleno y gozoso. En esto no me puedo engañar porque, con el gran apóstol, me alegro de mis debilidades, las cuales manifiestan claramente la misericordia de Dios sobre mí y sobre las almas pobres y débiles que ha llamado, y todavía llama, por caminos que sólo Él conoce”.

Un féretro adornado como un altar

Entre tantas espinas se abre al cielo una rosa: Sor Rosa se duerme en el beso de su Esposo. Madre Le Dieu nos evoca la figura de madre y de artista. Sus palabras quieren ser flores que no se marchitan y que ella, con lágrimas en los ojos, derrama abundantemente sobre aquel féretro que está adornado como un altar. “Golpeada por una cruel enfermedad se encontraba en la cama desde hacía varias semanas, edificando a todos con su resignación, como ya lo había hecho con su ánimo. Ella había sido la primera en ofrecerse para los trabajos nocturnos y para los servicios del orfanato. Su buen corazón y la perfecta abnegación le habían ganado la estima de todos y todos le prodigaban los cuidados más afectuosos. Habiendo perdido la esperanza de verla curada perfectamente, pedían la curación o la adoración eterna. Esta última oración, la más deseada por aquella alma, fue atendida el día 16 por la tarde. El 18 por la mañana, durante la Misa del funeral, fue expuesta en la capilla con su hábito de postulante. En sus rasgos, verdaderamente rejuvenecidos como por un sueño dulcísimo, todavía se reflejaban la paz y la alegría. Todo lo que se puede encontrar de pompa religiosa en el Monte San Miguel, reunido espontáneamente en torno al humilde féretro, era un homenaje obligado a la sierva de los huérfanos, la amiga de todo el pueblo. El sonido de las campanas de la Abadía y de la parroquia se unieron aquella mañana al lúgubre tintineo del modesto campanil del Monasterio. Todo el clero se había reunido para la triste ceremonia. El cadáver de la buena religiosa, precedido de las piadosas personas de la ciudad, rodeado de los pequeños huérfanos muy tristes y tan recogidos que no se podía esperar más dada su corta edad, llevado y seguido por sus queridas compañeras, pasó por la Iglesia parroquial del Monte, donde fue cantado un solemne “Libera”, luego fue a reposar en un lugar escogido que las autoridades locales, con mucha bondad, habían preparado.

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En el momento de la separación muchas lágrimas fueron derramadas por quienes habían vivido con ella y también por personas extrañas a la Obra; luego tuvimos que resignarnos.

Una coincidencia sencilla pero conmovedora enternecía los corazones: esta primera flor de la Congregación confiada a la tierra del Monte San Miguel se llamaba Rosa y deseaba, con el santo hábito, tomar el nombre de Sor San Michel. Parecía que la buena hermana hubiera dejado la cama, donde tenía necesidad de tantos cuidados, para dejarnos libres en la fiesta del patrón.

Nos unimos también al día siguiente para honrar a San José e implorar su poderoso patrocinio por los vivos y difuntos, pero se sentía la nostalgia y la tristeza del día anterior y sólo se oían cantos religiosos. Por la tarde fuimos procesionalmente a los pies de la estatua, puesta ya para ser venerada, si bien se esperara a Mon. Bravard para bendecirla solemnemente. Se habían aplazado también para aquel día las ceremonias de la vestición y profesión, ordinariamente fijadas para la fiesta de San José, aniversario de cuando había sido erigido canónicamente este Instituto, tan maravillosamente bendecido y tan fuertemente protegido. Ahora la Obra de San José, teniendo personas dispuestas a todo, tiene un sólido fundamento. Se puede decir que ha echado raíces en el Monte del Santo Arcángel confiándole los restos mortales de la que fue la primera religiosa llamada a la Adoración eterna”.

Operación rechazo

En 1868, Madre Le Dieu, con la ayuda de su amiga Lagostena y con el beneplácito del obispo de Fréjus, Mons. Jordany, después de muchas dificultades, logra comprar un local en San Maximino, donde quiere abrir una segunda casa. Al P. Robert, déspota y aspirante fundador, le parece muy propicia la ocasión para quitarse del medio la formidable concurrencia y, una vez más, logra obtener la aprobación de Mons. Bravard. Por eso es necesario preparar una trampa a la dama con hábitos monacales. Que vaya al sur y abra una casa en San Maximino. Una vez que se haya ido se romperán los puentes y las religiosas, cuando se hayan quedado solas, tendrán que doblegarse. La operación rechazo comenzó suavemente y terminó con lágrimas. El Obispo animó a la Madre a que se fuera, diciéndole: “Cuando esté preparada pídame la carta de obediencia”; y ésta enseguida fue redactada pero de forma claramente ambigua: “Nos, Juan Pedro Bravard, etc. a todos los que lean la presente, salud y bendiciones en Jesucristo Nuestro Señor. Sor Marie Joseph, en el siglo Victorine Le Dieu de la Ruaudière de Avranches, nuestra diócesis, habiéndonos pedido el permiso de abrir una casa religiosa en San Maximino, en la diócesis de Fréjus, consideradas las ventajas e inconvenientes de estos propósitos, no nos hemos opuesto al proyecto y hemos autorizado a Sor Marie Joseph de Jésus a dejar la comunidad de las Religiosas de San José del Monte San Miguel, si bien ella haya emitido los votos temporales religiosos. Encomendamos a dicha hermana Sor Marie Joseph a la bondad de Monseñor, el obispo de Fréjus y a la caridad de todos a los que ella pedirá ayuda.

Fechado en Coutances el 22 de Agosto de 1869

J. P. Obispo de Coutances y Avranches”.

En la hierba florida anida la serpiente, y la víbora se esconde en esta expresión de aire ingenuo: hemos autorizado a dejar la comunidad.

La santa mujer no quería absolutamente dejar nada: ella, como una abeja reina, sólo quería enjambrar, fundar una segunda casa y de ningún modo abandonar la primera.

Ahora jurídicamente había quedado fuera.

El carnet de identidad es espléndido

Madre Le Dieu acusó el golpe y salió en defensa del Instituto. Escribió un documento al que llamó símbolo, porque constituía como el carnet de identidad del grupo compacto, unificado por el amor a la Eucaristía, por el Espíritu de la Fundadora y por la caridad fraterna. “Domingo, 25 de

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julio de 1869. Los Apóstoles de Jesús inspirados por el Espíritu Santo, antes de separarse fijaron su símbolo de unión perfecta en la fe y en las obras. Así también nosotras, antes de extender nuestras obras, debemos en justicia, prudencia y sabiduría establecer claramente los fines principales del Instituto, reconocerles de hecho y derecho, y dar a este acto una fecha real con la firma de todas. Ninguna dirá: yo soy de Pablo, yo de Cefas, pero todas diremos: yo soy de Jesús. Por eso, nosotras, las que suscribimos, siervas indignas de la adorable majestad de Dios, hijas de Jesús Redentor y de María Reconciliadora, del Instituto erigido canónicamente por el obispo de Avranches y Coutances bajo el título de Religiosas de San José del Monte San Miguel, declaramos firme y libremente, en la amplitud que el Breve autógrafo del Sumo Pontífice Pío IX da a nuestro Instituto comprometernos a tener y seguir en el futuro: La Regla de San Agustín y las Constituciones de San Francisco de Sales, modificadas necesariamente según nuestras posibilidades y necesidades actuales, cuando estas modificaciones sean aprobadas por la Sagrada Congregación de Ritos. Éstas serán presentadas, finalizado el Consejo General, que se abrirá el próximo 8 de diciembre. Hasta ese día nada será cambiado en las Constituciones recibidas del obispo de Coutances y Avranches y confiadas a nuestro capellán según las cuales hemos obrado y hecho nuestros votos, escritos y recibidos por el Obispo mismo. Este compromiso sagrado para todas, lo firmamos nosotras, que tenemos la suerte de ser llamadas las primeras a esta Obra de Adoración Reparadora, querida y bendecida por la Providencia. Tomamos este compromiso en el Consejo General en la presencia de Dios, de nuestros santos patronos y de la corte celeste. Esto nos obliga:

1) A la obediencia a nuestra Fundadora y primera Superiora General y a aquellas que le sucederán canónicamente.

2) Un voto especial de obediencia al Jefe Supremo de la Santa Iglesia Apostólica Romana.

3) Nuestra dirección es confiada siempre y en cualquier lugar a los Obispos católicos romanos.

Escrito, leído y suscrito en doble copia en la fecha arriba indicada”.

Ahora la permanencia para Madre Le Dieu se había vuelto imposible. Antes de que ella partiera, el Obispo viene a visitarla, pero el encuentro fue algo brusco. El diario narra el dramático diálogo:

–Bien, hija mía, ¿qué es de vuestra casa de San Maximino?

–Excelencia, se encuentra como yo, en las manos de Dios.

–Es necesario que se vaya, y se lleve algunas novicias y algún niño.

Le hice notar que no podía hacerlo en aquel momento por falta de medios. Él sabía muy bien que todo de lo que yo podía disponer lo había empleado en el orfanato bajo sus promesas, que las hermanas no podían ayudarme, y que me sentía obligada a ayudarles yo a ellas, ya que no había recibido nada de lo prometido.

–Haga, sin embargo todo lo posible para marchar cuanto antes, de lo contrario, el Padre Robert dejará de ocuparse en adelante de vuestra casa.

–Desde hace mucho tiempo, Excelencia, sufrimos sin lamentarnos. Si el buen Dios permite que Su Excelencia nos separe completamente de la Abadía, nosotras estamos contentas.

Y brevemente, teniendo las pruebas en las manos, le manifesté los motivos justos de nuestras quejas. El Obispo pareció reflexionar durante algún minuto sobre la idea de dar otra dirección a la Obra. El Padre Robert, impaciente, recorría con grandes pasos el pasillo de la capilla. Se hizo anunciar ante el Obispo para interrumpir la conversación de la que temía el éxito que muy probablemente nos hubiera favorecido si se hubiera prolongado.

El Obispo estaba conmovido, visiblemente turbado: el alma y el corazón lo daban por vencido, pero él estaba preocupado de sus intereses, y para no ceder del todo, quería encontrar en mí algo de qué culparme por no permitir al Padre Robert dirigir a su gusto nuestra Institución.

–Usted falta a la obediencia, me dijo el Obispo.

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–No es posible demostrarlo, Excelencia, sin embargo, ante Dios tendré que temer por no haber caminado en muchas cosas más prontamente, y de no haberme mantenido suficientemente fuerte para asegurar aquella independencia que es un deber muy importante y una condición indispensable para llevar adelante esta Obra.

En un viaje anterior que hizo el Obispo al Monte se le escaparon estas palabras: “Me han asegurado que la señorita Le Dieu había ido a Roma a pedir la autorización para no depender de mí”. Si bien el Obispo en aquel momento estaba alterado, no pude por menos que sonreír y demostrarle con una prueba clara la falsedad de la acusación: “No creo que Su Excelencia lo pueda creer, recordando que todavía no se hablaba de que usted fuera a venir a la diócesis, porque cuando partí para Roma todavía vivía Mons. Daniel”. Así la acusación cayó por sí sola. Para volver a nuestro asunto, de pie como me encontraba, porque el Obispo se había quedado de pie o paseaba muy nervioso, dije: “Excelencia, por lo que personalmente se refiere a mí, estaría dispuesta a ceder; Su Excelencia en su diócesis es muy dueño de querer o no esta Obra, de dirigirla o hacerla dirigir a su gusto, pero yo no puedo aceptar un superior general, especialmente tratándose de un hombre cuyos principios son del todo opuestos a los que Dios nos pide”. Como he dicho, el Padre Robert hacía lo posible para que el Obispo se fuera; yo no insistía para que se quedara y controlara mis cuentas; hice mal, pero pensaba que podía volver a verlo con mayor libertad.

Me marcharé sin ruido, pero a la luz del día

Al día siguiente el Padre, contra su costumbre, se presentó sin decir nada:

–¿Ha oído al Obispo, señora? ¿Qué ha decidido?

–Todavía nada: No hay prisa. Y si he hecho mal en no tomar precauciones hasta este momento, de ahora en adelante tendré que tomarlas. Arreglaré mis cuentas, haré valorar los bienes que dejo, y nombraré un Procurador legal.

–Bien, pero hágalo pronto.

–Muchas personas de mi familia se han apuntado para el retiro, para los baños y las visitas; no me es posible marchar antes de finales de agosto.

–Esto se está alargando demasiado.

–No, respondí, y el Padre se fue muy molesto.

Este fue el último ataque del Padre Robert.

–Señora superiora, tienen que arreglar sus asuntos; es hora de acabar.

–Pero, Padre, sabe bien que en todo este tiempo no he tenido un minuto libre y no creo poder dejar este lugar antes de finales de septiembre; hasta ahora se me ha aconsejado siempre el aire del mar, también cuando estaba lejos tenía que procurármelo. Éste no es el momento de ir al sur, sobre todo cuando uno ya no está aclimatado. Iré hacia la mitad de septiembre, y deseo acercarme antes a la Santa Montaña donde me fue indicado el camino. Espero obtener del Señor allá arriba nuevas gracias de las que tengo necesidad.

–Obstinándose a permanecer aquí usted perderá su comunidad. Tengo muchas personas que quieren entrar, pero no lo harán hasta que usted no se vaya. Si a pesar de todo, se queda, retiraré al capellán, y el Obispo os quitará el Santísimo.

–El Obispo no me ha dicho nada de todo esto, pero ya que os ha dejado como superior, usted es el dueño, y responderá ante Dios y ante los hombres. Una madre está dispuesta a sacrificar todo por sus hijos; por tanto me iré cuanto antes para dejar a mis hijas con Jesús Eucarístico. Y usted, Padre mío, dirigirá como más le guste nuestra querida Obra según los favores acordados. Dios puede servirse de usted como de otro en cualquier lugar.

No tardaré mucho en irme.

–Usted puede marcharse sin que nadie la vea.

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–No, Padre, yo me iré sin ruido, pero a la luz del día, cuando haya pagado todo lo que hemos comprado a mi nombre para el orfanato.

–No es necesario que se preocupe; se pagará.

–Claro, para que se pueda reprochar a mi honorable familia y a la pequeña comunidad, diciendo que me fui para no pagar las deudas. No, esto no se dirá, porque no es verdad. No tengo suficiente dinero para pagar el grano, la carne, el vestuario de los niños y de las hermanas, dinero que tiene que pasar el Obispo; pero como todo ha sido comprado a mi nombre, pediré un préstamo; así se verá que en cuanto a sacrificios y a delicadezas he hecho más de lo que tenía que hacer.

El reverendo Padre se molestó mucho de esta determinación y quiso oponerse.

–Necesitará todavía unos cuatro mil francos que no recobrará nunca.

–Si no los tendré aquí abajo, poco importa; antes o después Dios hará justicia.

¡La profecía que ciertamente se cumpliría no le gustó nada! Una hermana tuvo una idea; darme amplios poderes para los asuntos de la comunidad y para el testamento otorgado en su favor. El ejemplo fue seguido por todas las profesas y novicias que podían tener algún derecho de herencia. Así, mientras mi corazón estaba naturalmente herido por la vileza y por la injusticia, Dios le aplicaba el bálsamo dulcísimo del ánimo y de la generosidad de aquellos óptimos corazones. Todas se manifestaron decididas a soportar hasta el exilio y un trabajo redoblado con tal de mantenerse fieles a la propia conciencia. El 10 de septiembre de 1869, fiesta de San Aubert, fundador del Monte San Miguel, me acerqué una vez más a su pobre capilla y le pedí su protección para la Obra Reparadora. Me fui tranquila, abandonada en Dios, pero sentí un desgarro en el corazón al abandonar aquel lugar, a aquellas hermanas y a aquellos niños que tanto quería y por los que hubiera deseado consumar mi vida”.

Para reconstruir la cuna

La santa mujer había entrado muy rica entre aquellas paredes y salía llena de deudas. Para el alquiler de la casa de San Maximino había tenido que contraer una gran deuda. Le vino al encuentro la viuda, Aline Lacorne Delongrais, que con su generosidad, típica de los pobres, le había prestado todo lo que tenía: doce mil francos. Esta deuda constituirá la soga al cuello que la pobre Madre Le Dieu llevará durante toda la vida. La Fundadora emprende el viaje para reconstruir el nido. Esta caminante de excepción era alérgica a los viajes. Ella nos lo confía: “Cada vez que tengo que salir de casa, siento un gran malestar. Desde los dieciocho años este malestar es tan fuerte en mí que puedo afirmar que nunca me he puesto el hábito para salir sin una cierta fiebre. Cuando lo he hecho ha sido por necesidad, por obediencia o por caridad. Sin embargo, a menudo, se ha dicho que no podía estar en casa, que quería viajar. Confieso que esta pequeña calumnia me ha causado muchas impaciencias. ¡Es tan feo e injusto no querer admitir la buena fe del prójimo! Mi inclinación siempre me ha llevado a vivir sola, verdaderamente sola, el celo y la caridad han tenido que combatir mucho contra esta inclinación y sólo la obediencia me ha hecho ceder y salir. A los pies del Santo Padre, donde esperaba obtener el permiso de una vida retirada, he tenido que renunciar a este querido ideal y resignarme a no vivir más para mí. A menudo siento pena, porque la necesidad de la soledad completa brota espontánea de mi naturaleza”.

El viaje era muy doloroso porque había sido echada fuera de casa y separada de las hermanas y de los niños; ella se sentía madre de unas y de otros. El Obispo también se fue, pero para el Concilio. Madre Le Dieu, ahora ya prófuga, escribe una nota de condena por la actuación del Obispo: ”Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar: el Obispo, a menudo, olvidaba mis deberes personales y del todo excepcionales y providenciales; o mejor dicho, no los conocía o no quería conocerlos, porque se habría visto obligado a actuar diversamente. Repito que esto no dependía de su corazón, sino desgraciadamente de una triste y gran irreflexión capaz de todo con tal de alcanzar sus fines. Mis palabras eran desdichadamente verdaderas debido a su conducta durante el Concilio, ante el universo católico”.

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La santa mujer, intransigente, ortodoxa y católica romana hasta en lo blanco de los ojos, aborrece el espíritu galicano y tiene la certeza de que en el Concilio su pastor se ha puesto a la fila contra la infalibilidad pontificia.

Acerca de la infalibilidad del Romano Pontífice, los Padres del Concilio Vaticano I se habían dividido en tres bandos: El primero sostenía: “El Papa es infalible”. El segundo objetaba: “El Papa es falible”. El tercero distinguía: “El Papa es infalible, pero en este momento histórico no es oportuno proclamar la definición dogmática”

El obispo de Coutances, Mons. Bravard, pertenecía al tercer grupo.

El cuervo alborota las palomas cuando grazna

El Padre Robert, quedándose dueño absoluto del campo, “el 29 de septiembre reunió en capítulo a las profesas, les dijo que había pedido y obtenido del Obispo un cambio completo de todos los cargos y en un abrir y cerrar de ojos nombró una superiora, una maestra de novicias y el Consejo. Si hubiera caído un rayo en medio del pequeño rebaño no habría causado tanto desconcierto. Todas protestaron con energía y sin ponerse de acuerdo previamente. Todo lo que sucedió entonces entre el dueño absoluto y aquellas pobres hijas a las que tiranizó, aterrorizó con amenazas e intentó ganárselas con promesas, sería increíble y muy largo de contar. Nuestra correspondencia se hizo entonces diaria y activísima”. Como prueba narramos una sola de aquellas cartas, escritas más con las lágrimas que con la tinta: “Reverendísima Madre, ¿es verdaderamente necesario que Dios nos someta a una prueba tan grande? Sí, Madre mía, la prueba es grande. Esta tarde el Padre Robert ha venido a saludarnos, luego nos convocó a las profesas en capítulo. Nos leyó la carta que él escribió al Obispo: “Excelencia, después de que se fuera la superiora para San Maximino, la comunidad se encuentra sin superiora; quiera usted concederme la facultad de nombrar a Sor Santa Philomène como superiora, a Sor San Augustin como primera consejera y a Sor San Pierre como maestra de novicias y segunda consejera”. ¡Reverenda Madre, qué golpe para nosotras! No sé cómo me he quedado. Al principio me dije: Éste, ciertamente se equivoca. Pero, no, Madre, ¿es esto justo? ¿es ésta la voluntad de Dios? No. ¡Qué prueba, primero para usted y luego para nosotras que nos encontramos aquí! ¿Cómo terminaremos? ¡Pobre de mí! Poniéndome este peso en las espaldas sabía bien que no tengo ni carácter, ni juicio, ni inteligencia; no encuentro en mí ninguna actitud; y con todo esto a él le gustaría que no os reconociera para nada. ¿Puedo yo abandonarla? ¡Ah, no! No he querido aceptar el cargo; es imposible que las cosas puedan ir adelante así, ¡oh, es imposible, Madre mía! Yo he perdido la cabeza, ya no entiendo nada. Si él no quiere nombrar a otra, prefiero irme por la noche del Monte San Miguel, Madre mía; esto no me impedirá ser su hija. No me marearé en el viaje a San Maximino. Dios me ayudará; Él no hace faltar el pan a los pájaros, por eso tengo confianza. Yo no estoy preocupada, pero ¿y las que se quedarán en casa? ¡Oh, Madre mía, cuánto valor y cuánta confianza se necesita! Esta tarde no podemos darle más noticias. Él volverá mañana; nosotras nos mantendremos con ánimo y con la gracia de Dios, Madre mía, no la abandonaremos aunque nos cueste la vida. Sor Santa Philomène (y ella pensaba como escribía)”.

Mientras las pobres hermanas se resignaban y se preparaban para seguir a la Madre a San Maximino, una de ellas, Sor San Joseph, sube al cielo. Fue otro golpe terrible para la Madre. Sin duda este dolor no fue la causa menos importante de aquella muerte. El 3 de diciembre de 1869, Sor Le Dieu escribe al Obispo esta carta en la que refleja su dolor de madre noble: “En este momento el silencio absoluto de Su Excelencia sobre mis justas observaciones y sobre mis peticiones parece indicar que, no teniendo el valor de sostener nuestra santa Obra en nuestra querida diócesis, su corazón ya no tiene el valor de quitarla, pero deja este triste encargo a quienes lo han preparado desde hace tanto tiempo en el silencio. Hoy el buen Dios permite que en el Monte del Santo Arcángel se ponga una segunda piedra de engranaje: el cuerpo de nuestra primera y querida Sor San Joseph, cerca del cuerpo de la también querida Sor Rosa, que fue la primera en hacer ante Dios la Adoración Perpetua, que amaba con toda su alma”.

En aquella difícil situación más de una religiosa envidió a la hermana que había partido para hacer la adoración eterna.

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Del calvario al cielo no hay más que un paso

El 15 de diciembre de 1869 las religiosas se reunían con la Madre para reconstruir el nido y, con amargura en el corazón, se separaron de los niños, que llorando volvían a ser huérfanos por segunda vez. De la cuna destruida por la tormenta, allá arriba sólo quedaban unos sencillos restos, pero excepcionalmente elocuentes: los restos mortales de las dos hermanas que subieron al cielo. En las tumbas se leía: “Nosotras esperamos a nuestras hermanas en la paz y en la justicia”.

Madre Le Dieu, antes de tomar posesión de la nueva casa de San Maximino, fue a París a visitar al Cardenal y al Nuncio Apostólico. Una vez más dejamos en sus manos la pluma, ella que sabe evocar los acontecimientos con mucha gracia: “El Cardenal, al verme, retomó la conversación de nuestros asuntos en el mismo punto donde la habíamos dejado el año anterior.

–Pero, yo tendría que haberla visto mucho antes, hija mía, –dijo–.

–Eminencia, respondí, al día siguiente en que tuve el honor de conocerlo, me puse enferma y pasé muchos meses sin salir de casa. Cuando pude, usted ya no estaba en París y tuve que ir enseguida al Monte, que en este momento dejo para ocuparme de una fundación en el sur.

Y con mucha sencillez le conté nuestra situación.

A él, como a nuestro Arzobispo, le enseñé los documentos más importantes. Su Eminencia me escuchó con mucha atención y visible interés, dándome todo el tiempo para que me explicara. Me prometió que apoyaría la Obra, me dio la esperanza de verla aprobada y con mucha seguridad me dijo estas palabras: “Vuestra misión, verdaderamente apostólica, ahora se hace realidad por el Breve del Sumo Pontífice. El mundo se abre ante usted; como los apóstoles sacuda el polvo de sus pies, si no es recibida en nombre de Dios. Anime a las religiosas, escriba a menudo a aquellas queridas hijas, sosténgalas: Dios le ayudará”.

Me parece que todavía oigo sus palabras. El Señor, ¿podría permitir que expresiones semejantes hayan salido de la boca de nuestro cardenal Arzobispo para engañarme a mí y engañar a las almas de buena fe que aman y respetan esta Obra? Mientras recogía los diversos documentos que enseñé a Su Eminencia y los envolvía en un papel limpio, pero sencillo, junto al Breve del Sumo Pontífice, Su Eminencia se detuvo: “Mi querida hija, para este documento tan fundamental y venerable es necesaria una custodia apropiada y sólida”. Al día siguiente me procuró una.

Luego vi al Nuncio Apostólico quien expresó los mismos sentimientos y cuando le dije que me amenazaban con anular el Breve del Consejo, que es el fundamento de nuestros privilegios y de la Voluntad divina, el Cardenal dijo decididamente: “Que vengan, que vengan estos “galicanos” y verán si el Obispo de Roma es algo más que un simple Obispo”.

La custodia de la que habla es el relicario de zinc que protege el Breve que siempre llevará con ella como una reliquia preciosa. Esta pobre de excepción viajará siempre con su tesoro. En el corazón lleva un tesoro mucho más grande: el espíritu de alma reparadora que a menudo le hace exclamar: “Del calvario al cielo no hay más que un paso, que se supera victoriosamente diciendo con sencillez: ¡Fiat!”.

En el naufragio resplandece el sol

A los pies de la amante de Jesús

El 6 de noviembre, Madre Le Dieu toma posesión de la nueva casa de San Maximino, y enseguida se preocupó de vestirla de fiesta para acoger a sus hijas que habían sido expulsadas del Monte San Miguel. Las pobres hijas llegaron durante la novena de Navidad precisamente el 20 de diciembre de 1869. El encuentro fue sereno y cargado de esperanza. Parecían náufragos

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atracados en la orilla. En aquel ambiente navideño la angustia se dejaba a los pies de Jesús Sacramentado. De hecho, formada de nuevo la comunidad, Madre Le Dieu había obtenido el permiso para la exposición del Santísimo todos los días desde las seis de la mañana a las seis de la tarde. El día de Navidad se celebró la primera Misa en la capilla, que había sido bendecida el día anterior. La Fundadora comenta: “Como mi intención era en aquel momento la institución de la Adoración Reparadora, tenía todo lo que necesitaba”. El nido eucarístico estaba reconstruido.

Para la asistencia religiosa se ofrecieron los sacerdotes de la parroquia; el párroco aceptó el cargo de confesor ordinario y el Padre Cornier, dominico, el de confesor extraordinario. Parecía que todo iba sobre ruedas.

Madre Le Dieu siempre había soñado crear un oasis de Adoración Reparadora en las cercanías de la gruta donde, según la tradición, se había refugiado la primera reparadora de la historia cristiana: Santa Magdalena. “Muchas veces, tiempo atrás, el pensar en los pecados me habría desanimado para trabajar por la salvación, perdiendo la esperanza de alcanzar el cielo, si no hubiera sido por la palabra alentadora del buen Maestro en relación a la Magdalena convertida: “Se le han perdonado muchos pecados porque ha amado mucho”. Y no sólo le permitió estar a sus pies, sino también seguirlo siempre con constancia y amor. El evangelio no teme el llamar “la amante de Jesús” a esta alma purificada y apasionada. Por eso fue para mí una gran alegría cuando en 1855 visité por primera vez la gruta de la penitencia y el sepulcro de Santa María Magdalena. En aquel lugar, sentí con más fuerza el deseo de la soledad absoluta y “de la parte mejor”. Entonces no podía imaginar cómo hubiera sido posible vivir en aquellos lugares, pero yo lo deseaba ardientemente. Sentí este deseo al recibir la bendición del Cura de Ars; en mi mente señalé el norte, el sur, el centro y Roma, y esperaba ver la Obra en otros lugares”.

Ahora, ella era feliz de poder abrir una segunda casa para la Adoración Reparadora a los pies de la amante de Jesús, como había abierto la primera bajo las alas del Santo Arcángel. Naturalmente se había apresurado para obtener la autorización del obispo de Fréjus para abrir en su diócesis la casa de San Maximino. El 3 de febrero de 1869 había enviado esta carta: “Excelencia, enseguida contesto a sus preguntas:

1) nuestra casa, cuando está al completo, debe tener de 25 a 30 miembros,

2) los medios de subsistencia son la dote y el trabajo de las mismas religiosas. Cada casa se administrará según el propio balance, dependiendo de la casa madre y en caso de necesidad, será ayudada por ésta,

3) el primer fin de la Obra es la Reparación a Dios con la Adoración Perpetua de la Sma. Eucaristía; el segundo es la Reparación de las almas por medio de todas las obras de caridad posibles según la necesidad, los tiempos y los lugares.

En todas nuestras casas instituiremos la Adoración Perpetua y los retiros particulares. Junto a estas obras fundamentales podremos hacer otras de carácter externo con las debidas autorizaciones y con los medios necesarios.

De momento, para San Maximino está en programa la Adoración y el retiro. Para ayudar a los peregrinos que acuden a la tumba de Santa Magdalena y a la santa gruta podremos acoger, como lo hacemos aquí, a personas que conocemos y a las que nos sean recomendadas”.

Cinco años antes, nada más venir de Roma, Madre Le Dieu había expresado a Mons. Jordany la alegría que inundaba su corazón: el Breve-tesoro que Pío IX le había entregado. El Obispo le había respondido con esta carta donde se nota su entusiasmo: “Me alegro con usted por los resultados que ha obtenido, bien sea de Roma que de Coutances. La Obra que ha comenzado, con la aprobación del Santo Padre, es excelente según las necesidades y los tiempos.

Esta Obra ha sido fundada también por el Padre Eymard, religioso marista; hay sacerdotes que predican la Adoración del Stmo. Sacramento; esta Obra está unida a la de la comunión reparadora que ha sido adoptada en muchas diócesis, especialmente en la de Autun.

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La Obra que quiere fundar tendría como fin específico la adoración hecha en comunidades religiosas. Pero para esto, sería necesario adoptar las Constituciones de una orden religiosa que ya exista, que aceptara la Adoración Reparadora o fundar una congregación nueva con Constituciones propias; pero esto sería demasiado. Sin embargo, no quiero disuadirla de hacer una experiencia bajo la dirección del obispo de Coutances, donde tendrá que encontrar un mayor número de vocaciones religiosas; aquí no creo que se pueda hacer; las vocaciones son pocas y poca la perseverancia en las que parece que tienen mejor disponibilidad. Pero estoy dispuesto a daros la autorización si quiere reunir algunas personas en la casa donde vivía antes, pero no puedo darle una ayuda directa para la fundación de la Obra, ya que encuentro dificultad para mantener las ya existentes. No obstante bendigo el ardor de vuestro celo para la gloria de Nuestro Señor, asegurándole mis devotos sentimientos.

+ “J. E. Obispo de Fréjus y Tolone”

Pero yo no he pagado las bendiciones del Cura de Ars ni el Breve de Pío IX

Cuando la Fundadora abrió la casa en San Maximino, en lugar de fuego, sólo encontró cenizas calientes. ¿Qué había pasado? El Obispo había dado la autorización de abrir una casa en San Maximino a una comunidad de religiosas muy ricas. Madre Le Dieu comprendió al vuelo que las religiosas Dominicas tenían preferencia, porque tenían consistencia económica, y exclamó: “Pero yo no he pagado al Cura de Ars por sus bendiciones y apoyos ni a Pío IX por el Breve del 15 de enero de 1863. Y el Padre Eymard, cuando me dio su bendición, me dijo que se alegraba porque sólo tenía lo suficiente para no ser de peso a esta santa Obra, y no la riqueza que hubiera hecho atribuirme el mérito de la Obra”.

La Fundadora tiene mil razones de tejas arriba, pero de tejas abajo, aunque sea en las obras de fe, se da preferencia a las que ofrecen mayor garantía de lograr el objetivo. Ahora las Dominicas se habían llenado de gloria y, en un cierto sentido, venían a su casa porque desde hacía siglos los Padres Dominicos las esperaban.

Monseñor Jordany, según la costumbre, había pedido información a Mons. Bravard, que ciertamente había pintado con carbón a la “señorita” Le Dieu. El Obispo, con sorprendente dulzura, le respondió que había informado al párroco de San Maximino y pedía información precisa sobre el número de las religiosas, de los medios de que disponían y de lo que querían hacer; él, después, habría hablado con el Prior de los Dominicos.

Del siguiente diálogo entre la Fundadora y el Prior de los Dominicos es fácil deducir el tenor de las referencias que fueron enviadas al Obispo desde el Monasterio de Sto. Domingo.

“El Padre Prior, con un aire y un tono verdaderamente extraños, me dijo: “Pero usted debe saber que el obispo de Fréjus ha concedido el permiso de venir aquí a una comunidad de Dominicas y ha anunciado la noticia durante el retiro. Estas religiosas, muy ricas, ya han adquirido un terreno donde construir una clínica para personas incurables. Ellas, en lugar de pedir dan, así que...”, una sonrisa embarazosa e irónica terminó su frase. Las primeras palabras me sorprendieron, porque hasta ese momento nada, absolutamente nada, me había hecho sospechar una cosa así. Pero mientras iba hablando, y sobre todo al final, entendí muchas cosas, mientras, el buen Dios me concedió la gracia de no perder la tranquilidad y de reconocer en todo esto la mano de la Providencia. Entonces respondí con sencillez, que todo esto me resultaba nuevo, que a Dios no le faltaban los medios para sostener muchas otras obras, pero que esto no cambiaba nada mis relaciones con el obispo de Fréjus; y que, si el Obispo estaba dispuesto a recibirnos en su diócesis, podríamos organizar diversamente nuestro servicio religioso, ya que los Padres, no obstante sus promesas, no podían encargarse. Luego me retiré”.

Aquella conversación con el Padre Prior dio la impresión que era bastante borrascosa, evidentemente Madre Le Dieu no dijo nada a las religiosas para que no desapareciera la alegría que de nuevo había florecido en aquel nido. “Muchas veces he tenido que tener mis impresiones guardadas en mi corazón, sabiendo que antes de que estallara todo, sería inútil manifestarlas. Mis pobres y buenas hijas no siempre tienen la gracia de comprender y aceptar las

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contrariedades sin desanimarse. Personalmente me gustaría retirarme en soledad, pero el voto de obediencia y abandono hecho al Sumo Pontífice lo tengo siempre presente”.

La Fundadora retoma de nuevo su navegación con el fervor de siempre. He aquí su brújula: La prueba no es la muerte. Dios conoce su hora. La benevolencia y la caridad no me exigen ningún esfuerzo. Esta noble en decadencia, prodigiosamente rica de esperanza y de entusiasmo, reconstruye una comunidad ideal.

Engrasad bien las ruedas

Ella misma nos describe el fervor de las hermanas: “El espíritu de sacrificio y el ánimo de nuestras hermanas es admirable; el buen Dios las renueva con la gracia de cada día. La paciencia, la paz, la confianza y la alegría sobreabundan en medio de las fatigas y de las pruebas. Las previsiones del Cura de Ars y el Breve del Santo Padre no nos pueden defraudar”.

La comunidad, mediante la vida eucarística, ha florecido en admirable comunión de alma y corazón. Aquellas pobres de Jesús son ricas en alegría. Como ejemplo referimos esta carta que expresa al mismo tiempo el relato de un viaje y el espíritu de familia que vive la comunidad: “Engrasad bien las ruedas, queridas hijas, porque la máquina se ha reducido al extremo. Sin embargo hemos tenido un bellísimo inicio: el buen Dios nos había procurado una gran sombrilla y un apacible viento para el viaje desde San Maximino hasta la estación, también teníamos la compañía del Rvdo. Padre Pradel; ¡en caso de accidente nunca se sabe! Además nos acompañaba un excelente Padre, el cual sólo quería hablar pero nosotras hemos observado el silencio muy bien.

Gracias al muy Rvdo. A. Auriol la suerte ha cambiado un poco: hemos entrado en un vagón lleno hasta arriba, donde había dos chicos y un gracioso animal que, escapándose descaradamente entre los pies de Sor San Michel, le hizo gritar asustada. Era un aturdido conejo que se paseaba entre los pies hasta que la propietaria ha conseguido atraparlo. Cuando llegamos a la estación de Marsella, tuvimos que resignarnos a esperar tres horas y media. Tomando con filosofía la cosa, decidimos comer el pollo y el pescado que nos quedaba. Nos acomodamos en un refectorio de al menos 20 metros de largo y estábamos solamente nosotras. Comimos con toda la amplitud de nuestras Constituciones; bebiendo de las excelentes aguas de San José de San Maximino y con el zumo de sus cubas hicimos, como podéis imaginar, una comida exquisita. Finalmente salimos de Marsella a las cinco y media, y en lugar de llegar a las cuatro, como nos habían dicho, llegamos a Aix hacia las siete y media de la tarde. Contando con los empleados del señor Dejean no quisimos a los botones de la estación, pero pusieron a nuestra disposición a un joven de unos 18 ó 20 años, era un mocetón sin estilo y sin cortesía. Sin ver o haciendo que no veía que estábamos exhaustas y tan cargadas que ya no podíamos más y cansadas de tenerlo detrás de nosotras, nos dejó andar sin mover una pluma, luego, cuando llegó la noche, en un cruce de calles, con la mayor sencillez, nos dijo que fuéramos todo recto, que luego torciéramos a la derecha, es decir que diéramos la vuelta al fondo, etc. y con esto se fue. La pobre Sor San Michel intentaba animarse, aunque esto no le impedía tener los huesos rotos.

Caminábamos casi a tientas, preguntando a unos y a otros por la casa de las religiosas de Santo Tomás, sólo cuando encontrábamos alguna cara católica, para no parecer aventureras. Finalmente llegamos cuando daban las ocho. Estamos solas, y únicamente después de haber llamado tres o cuatro veces, se abre una ventana y nos dicen que sigamos más adelante porque ésa no es la entrada. Tenemos que girar a la izquierda por una calle todavía más desierta. Finalmente abren, pero sólo para decirnos que no nos pueden acoger, haciéndonos ver que no se fían de nosotras. Nos consuelan prometiéndonos que nos acompañarán al hospicio, que está a un cuarto de hora de camino. El futuro conductor, que está cenando tranquilamente, no se inmuta y a las nueve menos cuarto nos viene a remolcar. Como estaba preocupado de llegar a las nueve nos invita a darnos prisa, se encarga de una parte de nuestro equipaje, pero no se encarga de mis setenta y dos años y de mis bronquios enfermos, así que, cuando llegamos al hospicio, un reguero de sudor me resbalaba de la cabeza a los pies. Como alivio encontramos un vaso de vino y una cama con montes y valles que me produjeron, desde las dos de la mañana, unos calambres tan molestos que me han estropeado completamente el descanso del que tenía

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verdaderamente necesidad. Esta mañana, sin embargo, he dado alas al viento y hemos ido a Misa de las seis. Conocimos a dos religiosas y tomamos una buenísima taza de café que me ha restablecido un poco físicamente; moralmente estoy siempre bien. La primera salida que hicimos fue al Obispado, pero como no podíamos ver a nadie antes de las diez, fuimos a otros sitios, y también allí las puertas estaban cerradas. Finalmente encontramos al bueno y santo individuo que buscábamos, pero estaba tan ocupado que nos prometió él una visita y por cierto fue larga y agradable.

Se mostró muy interesado. Nos dicen que es un santo varón y no lo dudo. Está entusiasmado de las gracias que nos han sido concedidas y de las pruebas que el Señor nos da. Ha hablado al Obispo de nosotras, pero éste hoy se encuentra muy mal y no puede recibirnos. Por la tarde no he salido. La religiosa que se ocupa de nosotras quiere que coma en la habitación. Sería una buena cosa. Tenemos que viajar mañana a las cuatro. Esta tarde no me encuentro bien.

Rezad mucho, hijas mías, observad el silencio, la fidelidad y la obediencia perfecta para llegar a la unión con Dios. Yo solamente os he hablado de nosotras, y vosotras, habladme mucho de vosotras; como siempre, que cada una se sienta libre de decirme todo lo que quiera. Desde ayer hay una tormenta con truenos y relámpagos, pero sin lluvia, así que el aire está saturado de electricidad.

Es hora de que os despida a todas siempre con el mismo y sincero afecto, porque ya se hace de noche y por suerte me llevan la cena a la habitación. Buenas noches a todas; Sor San Michel está feliz con su gorrito de noche, parece una verdadera Breton.

Buenas noches, hijas mías, dormid, comed, trabajad, orad y estad alegres. ¡Que Dios os bendiga!”.

La Fundadora, como está trabajando para poner en marcha un orfanato, que desgraciadamente no llegará a abrir, dicta a sus hijas este secreto de la más afortunada pedagogía. “Orad y preparaos para recibir al Niño Jesús en los niños que nos confiarán”. El fervor es como el fuego: cuando se enciende en una casa no se puede esconder. El fuego, que había traído Jesús a la tierra, se encendió realmente en la casa de las pobres religiosas de San Maximino y se notó en cualquier punto de la ciudad. La pobreza voluntaria, que se expresa mediante las bienaventuranzas evangélicas y el fervor eucarístico, que se manifiesta mediante la liturgia, crean una simpatía irresistible. Y así sucede en la casa de San Maximino. Aquellas adoradoras sonrientes llegarán a ser las predilectas de la ciudad. He aquí una documentación que se refiere a un período de carestía a causa de la guerra francoprusiana.

Lavad la ropa del Niño Jesús

“Nuestros proveedores, de manera sorprendente, siguen sirviéndonos anticipadamente, con más cortesía que antes, aunque aumenten las necesidades, disminuyan las entradas y los peligros sean siempre más amenazantes. He aquí un episodio maravilloso que quiero resaltar sin comentario porque no tengo tiempo y además habla por sí mismo. Dos o tres días después de Navidad, una joven que trabajaba en el campo, a la que no conocía, quiere hablar conmigo: “Madre, me dice, perdone, desde hace tiempo deseo verla. Me parece que el buen Dios me dice: Vete y haz un pequeño donativo a aquellas buenas religiosas de San José como los pastores fueron al portal. Ellas te acogerán bien. De esta forma me he permitido traer un poco de aceite para la capilla y un poco de fruta para ustedes”. Y se le llenaron los ojos de lágrimas; yo también me emocioné. Acepté con agrado aquella oferta que llegaba justo a tiempo para alimentar la lámpara que alguno quería apagar por falta de medios. Yo, sin embargo, deseaba que nunca se apagara”.

Poco después, Madre Le Dieu anota: “Continúan las ofrendas para el pesebre; también nos han traído jabón, diciendo: para lavar la ropa del Niño Jesús”. Aquellas buenas mujeres del pueblo intuyen que allí Jesús está en casa. La excelente organización de la comunidad, los actos religiosos que se celebraban, el espíritu evangélico que se vivía, crearon un centro de elevada

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espiritualidad, pero también suscitaron gran envidia: ésta, como polvo finísimo entra por todos los rincones hasta en los más protegidos.

Si crecía el fervor, también se recrudecía la pobreza, menos mal que no nos faltaba la caridad de los buenos y la paciencia de los proveedores.

“Debo hacer resaltar de manera especial la delicadeza verdaderamente admirable de aquellas personas que naturalmente deberían sentirse menos implicadas, es decir, nuestros acreedores. La señora Pirol, la panadera, a la que desde hace cuatro meses no hemos podido pagar y que no es muy rica, cuando supo que iba a ir de viaje al norte para arreglar nuestros asuntos y además los problemas que podría encontrar, vino muy preocupada para suplicarme que aplazara el viaje.

–Pero yo necesito dinero, estoy en deuda con usted y con otra gente.

–Oh, me interrumpió ella, no se exponga al peligro por esto; nosotros os daremos pan hasta que sea necesario y Dios nos ayudará.

Gasp, el carpintero (cito nombres como reconocimiento), no ha querido hacer ningún papel escrito y firmado por los casi 100 francos de crédito. “Nosotros tenemos confianza en ustedes, me dijo, no se preocupe; nosotros podemos esperar”. Y cuando insistí para dejarme un certificado escrito, me dijo emocionado: “Por favor, no se hable más, esté tranquila; si ustedes pierden, perderemos también nosotros”.

Así mismo Hiallard el herrero y los albañiles Blanc a los cuales debemos al menos 1.500 francos por el muro de la cerca”.

A primeros de agosto, para hacernos más difícil la vida, sobrevino la guerra del 70 entre Francia y Prusia. Las derrotas sufridas por los franceses hicieron caer el segundo imperio. Surgió la tercera república y su presidente fue el célebre e histórico Adolfo Thiers. Después de un asedio horrible, que duró cuatro meses y medio, París se rindió y abrió sus puertas a los horrores de la Comuna.

Finalmente, el 20 de mayo se firmó la paz en Francfourt.

Qué pena que en el gran mar de sus escritos, la Fundadora, con su estilo notarial, no hace casi ninguna alusión al período tan terrible que unió los horrores de la guerra civil a los de la guerra extranjera. Y, sin embargo, a sus 61 años cumplidos, con mucha desenvoltura, pasa el frente en busca de ayuda para su Obra. Esta gran alma pareció no tener límite: todas sus ener-gías, sin excepción, las dedica plenamente a la consecución de su ideal: la Reparación. Para ella, fuera de este ideal, nada tiene valor y pierde interés.

La miseria y el miedo acompañan la guerra

La guerra muerde con todas sus restricciones y obligaciones también políticas. No sin humor, Madre Le Dieu escribe: “Se ha dicho con mucha seriedad que sin duda todas nosotras éramos mujeres prusianas unidas en sociedad y en correspondencia con el enemigo; y porque se sabía muy bien que nosotras recibíamos a nuestros maridos contra la seguridad de la patria, se había decidido montar guardia día y noche alrededor de la casa. Y esto ya dura casi un mes. El día de la conversión de San Pablo nos hemos sentido edificadas por el fervor que ha habido en nuestro oratorio, durante la Exposición a los pies de Jesús. La gente de las mejores familias de San Maximino estaba recogida y emocionada, animada por un triple motivo que se leía en sus rostros: sincera devoción, amargo dolor por el sacrificio de los llamados al frente y un verdadero interés por nosotras.

Desde que se han cerrado las escuelas cristianas con tanta violencia, muchas familias nos han pedido que cogiéramos a sus hijos para no mandarles a las escuelas públicas, en las que se trabaja para acabar con todo principio religioso. Es un trabajo arriesgado y, en este momento, sujeto a muchos inconvenientes, pero no somos nosotras quien lo vamos a buscar. Si Dios nos lo da no nos faltará su gracia”.

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Para proteger la casa, la buena Madre tuvo el valor de levantar una pared alrededor de su propiedad. Ciertamente aquella valla no la defendía de la miseria; ella escribe: “En el mes de junio de 1870 he tenido que suspender los pagos ordinarios del carnicero, del panadero y de algún otro, como también de los albañiles. Me he dirigido a muchas personas ordinariamente dispuestas a ayudarnos, pero las circunstancias actuales paralizan todo; ni ventas ni préstamos son posibles, yo no sé cómo afrontar las pequeñas provisiones cotidianas, que hay que pagar en el momento.

Si no fuera por las personas que nos pagan anticipadamente algún trabajillo, estaríamos sin blanca. Mientras por una parte me disgusta esta situación, sobre todo por las molestias causadas a los proveedores y especialmente a los obreros, por otro lado estoy completamente tranquila y con mucha confianza en Dios, segura de que nada perderá esta buena gente, también ella tranquila y admirable por la paciencia y por los cuidados que tienen hacia nosotras, conociendo nuestra buena fe.

Muchos dones sencillos vienen de ellos: fruta, legumbres; todo ayuda y lo recibo con agradecimiento, como una limosna que Dios nos hace por las necesidades presentes y un testimonio precioso de benevolencia y afecto, que parecen una garantía de seguridad, difícil de imaginarse ahora que ya no existe para nadie.

Los acontecimientos que suceden fuera son tan rápidos y extraños que uno se puede esperar cualquier cosa.

El Padre Provincial, que vino el 10 de septiembre, nos aconsejó que estuviéramos preparadas, como hacían la mayor parte de las religiosas, para quitarnos el hábito y huir evitando así posibles maltratos, si el Señor deja dominar el mal aquí como ha ocurrido en otros lugares.

Ninguna de nosotras quiere resignarse a esta idea y estamos decididas a morir con el santo hábito antes que dejarlo, pero seguiremos las medidas necesarias de prudencia para evitar males, quizá mayores que la muerte misma. Nos preocuparemos, por tanto, de llevar a cabo algún cambio en el hábito con mucho disgusto y solamente por una fuerza mayor.

La superiora de las religiosas del Buen Pastor ha preguntado si nos prestamos para atender a los heridos. Le respondí que lo haremos con agrado y que ya teníamos el permiso del Superior.

También había otro tema que me preocupaba: garantizar y salvar las Sagradas Especies en caso de una invasión improvisada. Me preguntaba si todavía estaba permitido, como antiguamente, consumir las Sagradas Especies uno mismo para evitar una eventual profanación”.

¿Quién es? A esta hora no se abre

“4 de octubre de 1870. Ha sucedido un hecho importante, digno de ser mencionado y que nos da nueva confianza en la ayuda de Dios y en la benevolencia de la que generalmente nos rodea.

Hacia las dos de la madrugada sentimos un fuerte timbrazo en la puerta de fuera; la religiosa que estaba en adoración venía muy preocupada para avisarme, cuando se oyó un ruido más fuerte, y la puerta la sacudían tan violentamente que parecía que se iba a romper. También se oyen gritos, pero no sabiendo quién podría ser, decido no abrir. Si hay algún peligro recurriremos a la oración, que representa la fuerza mayor. Si se trata de amigos, vigilarán, ayudarán desde fuera, si son enemigos dejemos que usen la fuerza y no les facilitemos la entrada. Tratándose de pocas mujeres y solas, no era prudente abrir a 25 ó 30 hombres armados, que veíamos de acá para allá sin saber sus intenciones.

Hice levantar a todas las hermanas, que ya estaban despiertas y asustadas y nos reunimos en la capilla. Desde las dos a las cuatro, al menos veinte veces se repitió este estruendo; habían observado todos los accesos a la casa, así que no había ninguna duda de que querían hacer al menos una visita al domicilio.

El hecho de que no intentaban saltar el muro, me tranquilizó un poco y me dejó tiempo para recoger las cosas más valiosas: documentos y vasos sagrados para llevárnoslos con nosotras, si

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podíamos. Rezamos toda la noche recitando el rosario perpetuo hasta casi las seis de la mañana. Mientras tanto, se hizo de día y comenzó a circular gente por la calle. A una nueva señal de aquellos hombres, yo misma fui a abrir junto con otra religiosa; las otras preocupadas, pero resignadas a todo, continuaban rezando.

–¿Quién es? –dije con voz decidida–, a esta hora no se abre.

–Abrid, respondieron varias voces de hombre, pero con tono muy aplacado.

No tenemos nada con vosotras, pero queremos coger a un hombre herido que ha entrado en vuestro jardín.

–Entrad y buscad, pero yo creo que aquí no hay ningún extraño herido.

–El soldado que estaba de guardia cerca de la capilla ha visto a un hombre saltar el muro. Él ha preguntado, ¿quién está ahí? y como nadie ha contestado, disparó. El hombre ha desa-parecido y debe estar escondido en el jardín.

–Buscadlo; nosotras sentimos tales golpes que no creímos oportuno abrir.

–Hemos golpeado y vigilado sólo por vuestra seguridad, dijeron aquellos hombres cada vez más apurados por su conducta ilegal.

–Quiero creerlo, respondí, pero todo esto me obligará a pedir ayuda en caso de verdadero peligro.

Los acompañé al jardín y nos dimos cuenta que un árbol cerca del muro, quizá movido por el viento, fue la causa de aquella maniobra hecha por gente de buena voluntad, pero ignorantes en la disciplina militar. Ahora tenían miedo de ser reprendidos si les hubiéramos denunciado. Les aseguré que no lo haría, y aproveché la ocasión para pedir ante las autoridades civiles salvaconductos y recomendaciones, por si los necesitábamos en el futuro.

Hubiera ido al ayuntamiento el mismo día, pero no estaba el alcalde. Al día siguiente vino él mismo con el secretario; estuve muy contenta de recibirlo en casa, mejor que en otro sitio. Se disculpó por el modo de actuar de aquellos hombres todavía poco instruidos; acepté las disculpas, rogándole que para otra vez usaran formas diferentes para no asustar a mujeres inofensivas y dispuestas a hacer todo lo posible por el bien de San Maximino. Le advertí que nuestra campana, que nunca toca de noche, hubiera podido servir como señal en caso de necesidad, pero que se evitase repetir lo de la noche anterior, porque no era eso una señal de paz y de ayuda. El alcalde me preguntó nuestros nombres y lugar de nacimiento para dotarnos de salvaconductos con que poder circular. Le pedí su protección para la casa que habíamos comprado, dedicada a orfanato para niños pobres.

Le hice visitar la casa, diciéndole que, si la administración civil hubiera dado su apoyo como deseaba el alcalde precedente, y dada nuestra buena voluntad, hubiéramos podido dedicarnos enseguida a esta Obra, ahora tan urgente y tan necesaria; y añadí que no dudaba absolutamente de su interés.

Pareció interesarse por el asunto considerándola necesaria, porque además de los huérfanos mantenidos por la Obra de la adoración y por las ayudas surgidas a partir de la guerra, también habríamos podido ocuparnos de otros niños, si nos hubieran dado los medios. La visita se alargó por su parte y por la mía, porque quería demostrarle que no sólo no temía su presencia, sino que me sentía feliz de que conociera la casa y nuestros proyectos. Antes de marcharse visiblemente emocionado, dijo:

–¡Es verdad que la mujer o es un ángel o es un demonio!

-–No, señor alcalde, queremos ser ángeles, y usted nos ayudará a hacer el bien.

Su saludo fue muy cortés y nos prometió su ayuda.

Generalmente se tiene miedo de este hombre, pero el Divino Maestro, si quiere, puede servirse de él”.

A la Madre le fue sugerido abrir una hospedería, o bien escuelas públicas, en sustitución de las comunidades religiosas que habían sido expulsadas. El Obispo, temiendo la competencia con

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las religiosas en las que tenía mayor confianza, se lo prohibió explícitamente. La pobrecilla pidió el permiso para hacer al menos una suscripción pública y también la rechazaron, alegando como motivo que “habría dañado las obras diocesanas”. La Adoración Reparadora es la más sublime de las acciones humanas pero sola, no da para vivir.

El 13 de octubre se comunica a las religiosas que tendrían Misa en casa sólo para renovar las Especies Eucarísticas, y por supuesto no sería el domingo. Y a finales de octubre se vieron obligadas a frecuentar la Iglesia del pueblo. En su diario, Madre Le Dieu, escribe con tristeza: “Hace un año que Mons. Jordany ha bendecido la Obra durante la primera visita, renovando con todo el corazón la aprobación y los privilegios: ¿quién hubiera podido sospechar nunca lo que ha sucedido?”. El año se cierra con la negativa de la Exposición perpetua y Barnieu añade que si el Obispo hubiera conocido sus condiciones, no habría permitido la apertura de la casa.

Monseñor Jordany primero las acogió y luego las dejó solas.

Nos resulta enigmática la figura del Vicario General Barnieu, que había sido íntimo amigo del padre de la Fundadora, y por la que siempre había manifestado una gran estima. ¿Tuvo miedo de que, si la hubiera apoyado, habría perdido la simpatía del Obispo? ¿Fue sensible a las críticas de los religiosos que no toleraban aquella naciente Congregación? ¿Tenía estima, quizá, de esa mujer, pero no creía en su carisma de fundadora? Lo cierto es que le hizo sufrir mucho.

El episodio que sigue, narrado por la misma protagonista, nos da una prueba del espíritu de aventura con el que ella afronta la vida.

Bajo la luna, jadeando detrás de un rocín

“Diciembre de 1870. Este mes nos recuerda muchos incidentes; narraré uno. Una buena persona se había interesado por mí y me había prometido muchas ayudas. Yo le había escrito para que viniera y se pusiera de acuerdo con nosotras; ella me respondió que no sabía cuándo podría venir y me invitaba a que fuera yo. Ya que me sentía bien y el tiempo era magnífico, el 28 de noviembre, hacia medio día, me puse en camino. Sabía que podía hacer a pie algún kilómetro pero pensaba llegar en pleno día. Un retraso inesperado, debido al servicio postal, nos dejó al atardecer, en medio de montañas del todo desconocidas y completamente desiertas. Nos dijeron que todavía faltaban dos horas de camino, las mismas que habían transcurrido desde el punto de partida: proseguimos. La localidad era pobre e inculta, la luna comenzaba a dibujar sombras fantásticas. Yo estaba sola con una joven hermana en aquella localidad montañosa, de bonito aspecto, pero triste. La situación era difícil. Nuestro corazón se dirigió al Señor. Con nosotras teníamos al ángel del Señor pero no veíamos ni casas, ni personas: Caminábamos lentamente, subiendo una cuesta con mucha pendiente y rezábamos el rosario con gran confianza y alegres por sufrir de verdad las dificultades de la pobreza, mientras íbamos en busca de ayuda. Mi corazón ahora comienza a comprender cómo los santos sobreabundan de alegría en medio de las tribulaciones. Un poco después en el camino, pero todavía muy lejos, vemos un carro lleno de paja y muebles; apretamos el paso para alcanzarlo, pensando que es más oportuno viajar en compañía, cuando la hermana me hace notar el ruido de una carroza que avanza velozmente por la colina opuesta. Una curva del camino nos impide verla, luego vemos a un hombre que se da prisa para alcanzarnos.

Cuando está cerca se para y dice:

–¿Las esperan quizá esta tarde en Roquebrusanne?

–No, reverendo, sólo estamos invitadas por una persona conocida; ¿va usted para allá?

–Sí, pero todavía hay dos horas de camino y casi es todo en subida; mi pobre caballo está cansado, pero ustedes podrían montar una cada vez; yo haré gustoso el camino a pie. ¡Providencia Divina, he aquí otra vez una sorpresa tuya!

Damos gracias a Dios y al sacerdote y retomamos el ánimo para afrontar las dos horas de camino que nos quedaban. Habíamos hecho otras tantas y estaba muy cansada; sentía los zapatos rotos, los pies hinchados, pero no podíamos permitirnos subir al carruaje que nos habían ofrecido: cada poco teníamos que tirar de la carreta y del caballo; la pobre bestia tenía necesidad

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de todos los estímulos para seguir caminando. Así que nos tomamos la cosa con alegría y además nuestro compañero era un parlanchín sincero y lleno de fe, que nos hacía olvidar los inconvenientes del viaje. Había estado en Roma y había conocido al Padre Eymard que realizaba obras de caridad como la nuestra. Hablaba como si fuera un hermano, así que las dos horas de subida, aunque fatigosa, las hicimos como por encanto.

Mientras caminábamos, supimos que las personas con quien nos íbamos a encontrar, habían cogido a unas religiosas para sustituir a las que el ayuntamiento, aprovechando la situación, había echado fuera. Si lo hubiéramos sabido, no habríamos hecho este viaje: ¡cómo se divierte el Señor! Ciertamente la Providencia tenía algún motivo para permitir este encuentro: no es fácil encontrar personas con tanta simpatía como la de aquel joven sacerdote, pero muy maduro. Dios quería que hiciera este viaje y más tarde me dirá por qué. ¡Providencia Divina, nunca como ahora me abandono a tu querer! ¡Nunca he sido tan feliz como ahora! ¡No me puedes engañar!

Finalmente llegamos a Roquebrusanne, Elisa y su hermana, a las que aún no conocíamos nos acogieron muy bien, y pocos minutos fueron suficientes para reconocer sus buenas cualidades. Hablamos muy cordialmente y enseguida nos dimos cuenta de qué se trataba: las señoritas habían acogido a las religiosas en su casa con la intención de donarles la propiedad: verdaderamente es una buena manera de servirse de los bienes de los antepasados . Y quedamos muy edificadas de la organización de la casa”.

Dios no puede desmentir al profeta ni a su Vicario

Pasada la Navidad en la guerra y en el fervor lleno de miedo, nació el año 1871, para las pobres religiosas nació mal.

El 17 de enero, Madre Le Dieu tuvo un encuentro con el Provincial de los Dominicos, el Padre Cornier.

La Fundadora, durante su larga vida se acercó a muchos siervos de Dios, y todos la exhortaron a proseguir su camino. Sin embargo nos disgusta tener que resaltar que este Dominico, también, siervo de Dios, no la comprendió. El Padre Cornier, Provincial de la Provenza, era muy apreciado por sus hermanos y hasta le eligieron General de la Orden. Murió en 1916 en concepto de santidad.

La incomprensión tiene su explicación. Él, aunque con sentido crítico, tenía que tener en cuenta los juicios que sus hermanos formulaban sobre aquellas religiosas; por otra parte, inconscientemente, sentía más simpatía por las religiosas Dominicas, las cuales estaban muy preparadas para afrontar el problema de la escuela y merecían toda la gratitud por la asistencia que dedicaban a los Padres Dominicos, que oficiaban en la Basílica de San Maximino.

Madre Le Dieu, con gran ironía, escribe:

“El Padre Provincial se ha tomado el empeño de la dirección extraordinaria y ha venido sólo una vez. Como decía el Padre Lacordaire, Dios tiene sus ideas; también los Padres tienen las suyas y para nosotras están bastante claras.

Últimamente, hablando con el padre Provincial y recordándole, con toda sinceridad, las promesas que nos había hecho, le dije que también él creía que nosotras estábamos destinadas a la quiebra sólo porque no teníamos grandes medios. Él respondió con una sonrisa bastante expresiva y añadí:

–Santo Domingo, ¿era rico cuando comenzó la Obra?

Sorprendido por la pregunta, me respondió dudando:

–Pero ellos eran doce y con la gracia de Dios.

–Y bien, yo era sola y el Sumo Pontífice me aseguró la gracia de Dios con su Breve y me dio la orden de trabajar. ¿No tenemos que estar seguras de que todo saldrá bien? Santa Teresa, Santa Chantal y otras muchas, no tenían tantos bienes espirituales como nosotras; ¿a qué debemos temer?”

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El diálogo continuó un poco más:

–Usted se interesa muy poco por nuestra Obra, Padre mío.

–Pero, ¿esta Obra es verdaderamente voluntad de Dios?

–Yo estoy y estaré siempre muy tranquila por todo lo que sucede, porque Dios no puede desmentir a su profeta, al Cura de Ars y a su Vicario, Pío IX. Y si nuestra indignidad personal nos privase de la alegría de llevar a cabo esta Obra tan santa y necesaria, como la veo yo, Dios elegirá a otras personas para llevarla a cabo, porque ha sido autorizada para siempre.

Y dicho esto, me fui a la capilla donde el Padre me concedió la gracia de la absolución, confesó a una hermana enferma y como se hacía tarde, se fue, diciendo que volvería por la tarde: ¡las religiosas todavía le están esperando!

Al día siguiente recibí esta carta:

“Rvda. Madre, la conversación de esta mañana y las explicaciones que usted me ha dado, confirman cada vez más mi convicción: no tengo luces sobre su Obra ni fuerza para ayudarla. Nuestro Señor tiene sus miras superiores a las nuestras, por tanto puede concederle bendiciones más grandes de las que le han prometido, yo se lo pido con toda el alma; pero estos deseos nada quitan a mi incapacidad. Por tanto, mi intención, salvo que el parecer del obispo de Fréjus fuera diverso, sería dejar el encargo de confesor extraordinario, aunque estaré siempre dispuesto a escuchar a las religiosas en nuestra Iglesia como a los demás fieles. Estoy seguro que usted perdonará esta decisión; cuando estamos convencidos tenemos la fuerza, cuando nos falta la convicción estamos inciertos y dejamos a los demás en la incertidumbre.

Le deseo que encuentre un director que esté mejor dispuesto que yo para vuestro fin y que pueda apreciar vuestros medios. Por mi parte no creo ser suficientemente experto en los caminos del Señor; retirándome, lo que hago es ponerme en mi sitio. La seguiré, como mejor pueda, con mis oraciones, yo le pido las suyas.

Con el más profundo respeto.

Humildísimo en Jesucristo

Fr. Jacintyo Cornier, Prov. Dominicos

P.D. Le ruego acepte este pequeño detalle de Dominico”.

Una caja de higos y de óptima uva acompañaba la carta. Con su estilo de sana diplomacia, la carta está dictada desde la humildad de un alma noble.

La confianza era lo único que tenía

Uno de los puntos cardinales de Madre Le Dieu era éste:

“Las tentaciones no nos impiden ir al cielo, pero el desánimo conduce al infierno. Si os sucediera, nunca os quedéis en este triste estado. Con fe llamad a la corte celestial para que os ayude; enseguida os levantaréis”.

Al ver disminuir la confianza de un siervo de Dios de la categoría del Padre Cornier, había motivos para desanimarse, pero la Fundadora rezó una vez más: “¡Nuestros pecados, oh Señor, no impidan derramar tus gracias sobre Sión; haz que podamos reconstruir los muros de Jerusalén!”.

Madre Le Dieu, para proporcionar ayuda espiritual a la comunidad, fue a la Abadía de San Miguel en Tarascona.

El Padre Edmond la acogió muy bien. “Su respeto y admiración por el Breve del S. Padre, demostraron que no tenía ninguna duda sobre la continuidad de la Obra”.

–Pero, Rvda. Madre, me dijo, ¿Qué medios tenéis?

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–En este momento ninguno, acepto la Providencia; por ahora sólo tengo deudas y cargas.

–Mucho mejor; mientras tengáis la confianza en Dios tenéis cuanto os sirve para lograrlo. Cuando contamos con un presupuesto o con medios humanos, Dios se retira. Mire lo que he hecho aquí desde hace doce años. Justamente porque la confianza era lo único que tenía. ¿Por qué no me ha escrito?

Hubiera ido a verla con mucho gusto. Ahora rezaremos e intentaremos ayudaros. No es fácil encargar a un religioso, no obstante, mandaré al Padre José para que vea la casa y tome visión de vuestra situación; luego decidiremos lo que se puede hacer”.

El buen Padre vino, se interesó por todo y examinó “con atención las piedras vivas del edificio”. La impresión del santo anciano fue tan buena que decidió mandar como capellán al sacerdote inglés Smith. La verdad es que en aquella inestabilidad política y en aquella tensión de guerra un extranjero no estaba muy bien visto por los franceses y por eso la Curia no lo vio con buenos ojos. Luego tuvo lugar el agravante: el Padre Smith llegó a San Maximino tan repentinamente, que la Madre no tuvo tiempo de pedir permiso en la Curia.

El Obispo indignado negó toda facultad y a la petición de abrir un asilo, escribió tajante: “Este no es el mejor momento para una nueva institución, ya que apenas es posible mantener en pie a las comunidades que subsisten en la enseñanza”.

Cuando la Madre aclaró este asunto hasta en los más mínimos detalles al segundo Vicario General Maunier, que le habían mandado a inspeccionar la casa, el Obispo se mostró dispuesto a conceder las debidas facultades a un Padre de la Abadía. Pero ya era demasiado tarde: el Padre Smith estaba enfermo y el Padre José había sido trasladado.

La pequeña comunidad se resintió por la incertidumbre del momento: una jubilada se fue, privándola de una dote de 12.000 francos que había prometido; la familia de una religiosa que había muerto le hizo perder otros dos mil; dos religiosas tuvieron que irse a casa y las que quedaron comenzaron a desanimarse por falta de un guía espiritual.

El 21 de mayo, el Padre José nos prometió que en septiembre nos haría una visita de dos o tres días. “Pero hasta que llegue ese día, anota Madre Le Dieu, ¡cuánta agua pasará bajo el puente! Nuevas murmuraciones, desconsuelos, temores. ¡Parecía que para vivir hubiéramos tenido que hacernos robertinas en 1869, onorinas en 1870 y norbertinas en 1871!”.

Los síntomas de una crisis eran evidentes y la Madre, para resolver los problemas de supervivencia, tuvo que afrontar un largo viaje.

Escribe el testamento ológrafo y la petición al presidente de la República

“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Yo, la que subscribe, Victorine Marie Le Dieu de la Ruaudière, en religión Sor Marie de Jésus, propietaria y Superiora de la Congregación de las Religiosas de San José de la Adoración, con domicilio en San Maximino (Var), con el presente escrito deseo renovar la declaración verbal, hecha otras veces, de mis últimas voluntades.

Nuestra Congregación, no estando reconocida por el Estado, no puede recibir donaciones y legados con testamento ordinario.

Por tanto, para simplificar inconvenientes y gastos, he tenido que nombrar ante la ley a una legataria universal; pero verdaderamente la persona nombrada sabe que, lo que yo poseo, nunca pertenecerá ni a ella ni a su familia y que tiene libertad únicamente para el bien de la Obra. Ella no debe usar estos bienes si no es para la fundación perpetua de la Misa y la bendición cotidiana reparadora (esto, si cuando yo muera aún no se ha hecho). Y para la dote de las tres religiosas, también en perpetuo, si el legado, quitando los gastos de sucesión, fuera suficiente.

Hasta que no sea posible y necesario hacer esta donación ante la ley, cada superiora general transmitirá el uso, con el mismo procedimiento, a quien la suceda canónicamente junto al

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Breve autógrafo del Sumo Pontífice, Pío IX, del 15 de enero de 1863, el cual le concede en cualquier lugar y siempre los privilegios religiosos.

Cada superiora general debe conservar las notas y los consejos que he tenido que escribir para que quede de manifiesto lo que Dios, desde hace tiempo, me ha pedido y que ha bendecido ampliamente sin posibles fantasías ilusorias, habiéndolo hecho en un primer momento por medio del gran siervo Juan María Vianney, Cura de Ars y luego por medio de su Vicario infalible Pío IX sin ninguna influencia humana.

¡El Señor sea bendito! ¡Venga su reino! ¡Hágase su voluntad! Es lo único que busco y quiero, teniendo abierto este asilo de caridad, paciencia y misericordia para los cuerpos, los corazones y para las almas débiles, pero justas y revestidas de la buena voluntad, verdadera vestidura nupcial, única dote que pedimos, pero indispensable. Que sólo se busque el reino de Dios y su justicia. Se pague continuamente a Jesús amor por amor, vida por vida, muerte por muerte; esto es lo que cada superiora general, con la gracia de Dios, debe dejar a quien la suceda.

La Santísima Virgen, San José y Jesús Redentor serán sus modelos.

Hecho por triplicado en S. Maximino, el 27 de Mayo de 1871.

Sor Marie Joseph de Jésus, Le Dieu”.

En realidad, en este testamento, las únicas riquezas de las que habla se reducen a la que la testadora llama vestidura nupcial, o sea la buena voluntad.

En el verano de 1870 la señorita Villette, viuda rica y sin hijos, había pedido a Madre Le Dieu dos o tres religiosas para un orfanato que ella quería abrir en Neuve Lyre.

En otoño, la Curia de Fréjus escribió una carta de obediencia, pero las religiosas no pudieron ir porque Neuve Lyre fue ocupada por las tropas prusianas.

Cuando en Villafranca se firmó la paz entre Francia y Prusia, el Vicario Maurier le concedió la prórroga, escribiendo en la misma carta del año anterior: “Para todo el tiempo que Sor Marie de Jésus necesite para viajar al norte con el mismo fin”.

En agosto de 1871, Madre Le Dieu, en compañía de Sor San Michel, viajó hacia lo desconocido aunque su meta era Evreux. Pasando por París se acercó a Versailles donde el conde de S. Germain le aconsejó que hiciera las gestiones para obtener el reconocimiento civil de la Obra.

El imperio de Napoleón III había caído y Thiers gobernaba los destinos de la nueva república. Madre Le Dieu encabezó la petición al Presidente:

“Excelencia, he recibido del Sumo Pontífice Pío IX un Breve autógrafo que me permite establecer, según mis posibilidades, en cualquier lugar y en perpetuo los beneficios de nuestro Instituto, cuyo fin principal es la caridad y la educación de los niños pobres.

Espero que usted me conceda la autorización para abrir libremente nuestras casas del Patrocinio de San José, según los estatutos adjuntos, en toda Francia y en cualquier lugar bajo el patronato francés, quedando sometidas a las leyes del Estado como ciudadanas, de la misma manera que estamos bajo la jurisdicción episcopal como religiosas.

Teniendo la posibilidad de abrir en mi propiedad personal a la que tengo destinada esta Obra (en San Maximino –Var–) una casa para niños pobres con capacidad de 100 a 500 plazas, pido en este momento vuestra ayuda para sufragar los gastos necesarios y espero de su benevolencia la cantidad de 150.000 francos para los niños huérfanos de guerra y otras causas, con este dinero podremos asistir enseguida a 100 desde los tres a los cinco años para formarlos hasta los dieciocho-veinte años. Y le pido también una subvención de 50.000 francos anuales para asegurarles una educación completa desde los dos años a los veinte según sus fuerzas y capacidades.

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Con respeto a Su Excelencia tengo el honor de ser su humildísima sierva

Sor Marie Joseph de Jésus, Le Dieu”.

Tuvo muchas recomendaciones: de hecho se interesaron el conde de S. Germain, muchos diputados de la Manga y algunos miembros de la Asamblea Nacional.

La Madre, siempre en compañía de Sor San Michel, fue a Evreux y entregó los documentos al Obispo, el cual la autorizó para ponerse de acuerdo con la señora Villette y bendijo la Obra.

La pobre viajera prosiguió para Avranches. El préstamo de Aline resultaba insoportable y las deudas de San Maximino la oprimían.

Madre Le Dieu escribió una carta al Obispo suplicándole para que le restituyera lo suyo, pero el pastor se limitó a devolvérsela.

Carta de ida y vuelta

“Al obispo de Coutances, 21 de Abril de 1871.

Para hacer frente a la prueba que Su Excelencia me ha obligado a hacer, he empleado todos mis recursos; y gracias a Dios, todavía no he perdido la paciencia ni la esperanza. Pero ya no puedo dejar pasar más tiempo sin pedirle de nuevo lo que he anticipado para el mantenimiento del orfanato del Monte San Miguel durante cinco años. Yo lo he hecho con mucho gusto viendo los excelentes resultados y animada por sus promesas verbales y escritas.

Cuando momentáneamente dejé el Monte San Miguel, tan bien organizado, para venir con gran confianza a abrir una casa para nuestra Congregación, nunca pensé verme obligada a causa de bajos e indignos embrollos, a llamar a aquellas buenas hijas, únicamente culpables de ser fieles a su vocación, para protegerlas como era mi deber.

No es posible valorar el daño causado por nuestra partida ni lo que se ha hecho, obstaculizando con el engaño a tantas vocaciones. Dios ha permitido todo lo que ha sucedido, un día reparará todas las injusticias. También se debe computar como daño real el saldo que justamente yo debiera haber recibido por la Administración del Monte San Miguel.

De mis cuentas, de las que tengo documentación válida, resulta claramente que yo, sin tener ninguna obligación, he empleado más de dos mil francos para gastos indispensables, transportes, reparaciones, mantenimiento y cuidados para los niños y las religiosas que día y noche se ocupaban de ellos.

Si a esto se añade el sueldo prometido a las religiosas, se puede decir que lo que se nos debía haber aportado llegaba a treinta mil francos. De hecho, las religiosas debían recibir dos mil francos al año o más, si pensamos en los sacrificios realizados en un principio, y en el trabajo de ocho o diez religiosas desarrollado con empeño e inteligencia durante ocho o diez horas al día. Y si queremos deducir, al menos cinco mil francos al año por mi mantenimiento personal, al que tenía derecho, y otro tanto por la recuperación del mobiliario prestado y por algún reembolso, todavía estaremos en deuda en casi veinte mil francos.

Si no hubiera siempre esperado en la lealtad de Su Excelencia, antes de marchar hubiera hecho valer mis derechos para los que tenía testigos. Muchas veces me aconsejaron hacerlo: confieso que, si hubiera imaginado el trato que hemos recibido, hubiera reclamado a las autoridades superiores y no hubiera perdido una cantidad tan elevada para mí, porque constituye casi todo lo que poseo.

Una persona honesta no haría perder a pobres y débiles mujeres tantos sacrificios y tanto dinero, especialmente cuando no tienen otros recursos. Yo nunca quise llevar esta causa ante los Tribunales. Quiero todavía creer que el retraso en saldar esta deuda de conciencia y de honor sea debido sólo a los tiempos difíciles por los que atravesamos. Y, ¿cómo podría dudar si Su Excelencia, en una carta pastoral, señala: Las injusticias antes o después se pagan, si no se reparan? Su Excelencia, por tanto, no podrá demorar hasta el infinito la reparación de las

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injusticias cometidas en su nombre, no obstante las promesas renovadas también de Roma, el 10 de diciembre de 1869. Entonces me decía: “Quiero, mi querida hija, ser siempre su principal protector”. Nosotras recordamos siempre su generosidad y su corazón paterno cuando nada se interponía entre nosotras y su justicia. Hasta ahora he mantenido silencio, pero ahora, que me siento obligada a rendir cuentas a nuestro Obispo para preparar el balance y dar a conocer lo que me falta sobre lo que tendría que llevar a San Maximino, le diré lo que en justicia espero de vuestra Excelencia de la que soy humildísima sierva”.

El Padre Robert había dejado un recibo falso legalizado por el notario Voicin, según el cual, la deuda resultaba completamente saldada.

El Obispo no podía más que enojarse ante aquel documento del que no conocía su falsedad.

Nos ayudaremos mutuamente

Estipulado el acuerdo con la señora Villette, el 24 de octubre de 1871, Sor San Michel y la postulante Eugenia abrieron el orfanato de Neuve Lyre. Poco después se les unió Sor Francisca Legros, que había dejado la Congregación y arrepentida había obtenido el permiso para volver.

La Madre, a propósito de estos arrepentimientos, observa: “estas pobres hijas, que en cualquier sitio se encuentran a disgusto, dan pena. Ellas sufren mucho por el remordimiento y el desprecio del mundo. De todas las que nos han dejado o que hemos tenido que mandar, sólo dos han pedido volver”.

La señora Villette se comprometió a dar a las religiosas 800 francos y otros 2.400 para doce niños que tenían que ser preparados para trabajos agrícolas.

Organizada ya la casa de Neuve Lyre y habiendo encomendado calurosamente sus hijas a la rica señora, Madre Le Dieu volvió a París para continuar con las gestiones que había comenzado. Logró obtener el apoyo del director de la obra de adopción. En la post-guerra, París era un hormiguero de niños abandonados que para el gobierno constituían un verdadero problema. No faltaban religiosas que se ocuparan de las niñas, pero como se ha dicho, las leyes eclesiásticas les prohibían ocuparse de los niños. El director le dijo: “No sabemos dónde llevar a los niños de dos a seis años. Nos vemos obligados a confiarlos a familias de agricultores donde a menudo mueren por falta de cuidados o, aún peor, porque aprenden el mal; de esta manera nos ayudaremos mutuamente”.

El Ministro del Interior también se mostró favorable, pero el Comité de Asistencia a los huérfanos de guerra se opuso porque quería que los niños fueran adoptados por familias particulares y posiblemente parisinas.

Durante esta ausencia tan larga, la Madre intentaba acompañar a la comunidad de San Maximino mediante cartas que están llenas de sabiduría sobrenatural, rebosantes de amor materno y sentido del humor. Resaltamos algún fragmento.

El colchón es un buen invento

“Versailles, 15 de Agosto de 1871

Para todas. Recreo de media hora.

Queridísimas hijas, antes de nada me gustaría veros a todas, abrazaros a todas y hablaros a todas. Y luego desearía deciros algo a cada una en particular. Como esto no lo puedo hacer desde lejos, os diré al menos lo que pueda. La primera carta os la mandé desde Rognac, donde hemos hecho un alto, dejando Aix, antes de continuar viaje en tren; nuestra querida Sor San Michel llama a esta localidad Rognorac, me hace descoyuntar de risa.

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Nosotras nos reímos cuando tenemos ocasión; yo río aún encontrándome en medio de las miserias; pero mi querida hermana se queja y como de costumbre, invoca “al gran Dios del cielo”. No logro que evite este modo de hablar, pero mejor así que pedir ayuda al diablo.

Volvimos a Aix, donde cené tranquilamente en la habitación y me acosté. Mientras estaba en la cama vino a visitarme la superiora y tres o cuatro religiosas, que fueron muy amables y no quisieron nada por habernos alojado, dado de comer y cargado de cosas para el viaje. Entonces les prometí que os pediría a cada una de vosotras una comunión y una hora de adoración por ellas y por su querida Congregación y les prometí una Misa y una bendición reparadora.

Me he comprometido a hacer lo mismo con las religiosas de San José de Ars, que han tenido con nosotras la misma cortesía y caridad. Por tanto, cuanto antes, empezad a saldar la deuda con una comunión y dos horas de adoración cada una y que el Padre celebre dos Misas según las intenciones de las casas de Aix y de Ars.

Dejando Aix, me senté en mi colchón, que es un buen invento cuando se viaja en tercera. ¡En tercera clase!”. En su juventud la señorita Le Dieu creía que no podía soportarla, pero ahora la anciana Madre se encuentra de maravilla.

“Ciertamente la compañía es menos agradable que en segunda y primera clase, pero tratándose de necesidad, está muy bien. Y nosotras lo haremos siempre así a no ser que estemos seriamente enfermas.

Os he hablado de Ars antes de contaros el viaje, porque no hemos tenido ninguna novedad salvo un calor más que meridional; yo he continuado como un río de agua, tanto que, si seguimos a este paso, tengo la intención de que me entierren en el huerto de San Maximino, ¡así tendréis una fuente que brote hasta la vida eterna!

Había hecho el billete hasta Villafranca para no viajar el domingo e hice bien, porque, encontrándonos con retraso a causa del tren, que era larguísimo y estaba muy lleno, logramos acostarnos sólo después de las once de la noche. Sin embargo, a las cinco de la mañana estaba despertando ya a nuestra hermana, que dormía en un baño de sudor. Hicimos nuestros rezos en Ars, felicísima de pasar allí el domingo y además con el Padre Toccanier. El santo hombre, ¡qué bien sabe imitar la caridad de su Cura! Él, con su gran bondad, me ha dado el documento más importante para nuestra querida Obra, después del Breve del Santo Padre, es decir, la declaración de haberme presentado él mismo a su Santo Cura cuando éste bendijo la idea de nuestra Obra y predijo que sería aprobada y extendida seis años antes de la aprobación solemne. El documento, tan precioso ahora, está guardado con gran veneración y confianza en la custodia. Es el segundo testimonio de la misión providencial que nos ha sido confiada. ¡Ojalá que podáis comprenderlo vosotras, queridas hijas, vosotras que fuisteis llamadas las primeras a corresponder a las grandes gracias concedidas, a las maravillosas bendiciones y también a las grandes pruebas, verdadero sigilo divino!

¡Ánimo y confianza!, ahora no me río, pero soy feliz en esta noble empresa. Sufrimos con alegría, vendrá el tiempo de poder gozar.

En este momento me encuentro en el despacho del Ministerio del Interior, donde estoy esperando a un empleado y mientras, he rezado el rosario en medio de muchas personas y ninguna de ellas se ha reído. Yo ejercía la profesión religiosa como ellos la de escribanos y de secretarios. Aprovechaba para reposar mis pies que en los últimos días se me han congelado, por lo que se han hecho muy sensibles al contacto con las medias de lana, es decir, que me resulta difícil caminar”.

Los zapatos rozan los pies, pero el corazón rejuvenece

“Mis pobres zapatos están rotos y entra el agua, así que me veo obligada a comprarme otro par; pero, como no están hechos a medida, me rozan los pies. De llevar la bolsa me he tenido que parar al menos veinte veces, invocando a todos los santos. Tengo que añadir que tenía la capa y el paragüas, pero caía una lluvia fina que penetraba, helaba y hacía resbalar.

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Queridas hijas, ¡cuántas cosas tendría que deciros!, quiero que sepáis que me alegro de ver la disposición de vuestro corazón. Dios lo ve todo, os oye y os ama, estad seguras; no os olvidéis de su corazón y esperad hoy más que nunca.

Mi querida Sor San Pierre (Piedra), sé muy dulce con todas, ten cuidado de no rodar y de no ser aplastada por algún pedrusco, cuidado no te hundas en las arenas movedizas.

Ante las debilidades tened entrañas de madre, con los vicios sed firmes y exigentes.

Por tanto, ¡ánimo! Alegrémonos porque hemos sido encontradas dignas de sufrir por el nombre de Jesús. ¿Y no es siempre necesario que el grano de trigo caiga en la tierra y muera para producir fruto? El Evangelio es siempre actual, ¡ánimo!

Si es voluntad del Señor que seamos todavía probadas, injustamente expropiadas, despreciadas, traicionadas, ¡tanto mejor! Las bienaventuranzas son para nosotras y nunca seremos confundidas. Mi pobre cuerpo envejecido está cansado, pero mi corazón rejuvenece.

Vivimos en un tiempo tormentoso que sólo Dios puede calmar, por tanto, recemos mucho. Mantengamos nuestro corazón unido a la cruz, dejémonos crucificar con valor, no bajemos del calvario; sólo después de la muerte resucitaremos para no morir.

Desde hace más de treinta años atormentada por grandes deseos, continuamente reprimidos, he tenido que reconocer que la Divina Providencia logra consolidar sus obras a pesar de los retrasos y pruebas, mucho mejor que nosotras con todos nuestros cuidados.

Nunca como ahora he deseado abrazaros y hablar tranquilamente con vosotras.

Paciencia, ánimo y alegría siempre ante todo lo que suceda. Yo hago mi deber viviendo en cada momento lo que me depara cada día, Dios hará el resto. En Él os dejo y os amo.

El Señor me mira y yo lo miro: amad cada vez más nuestra querida y preciosa Vida: Jesús. Yo lo amo en nuestro pequeño Tabernáculo por todos los que lo han abandonado y por todos los que no lo aman.

Os abrazo, queridas hijas, y os llevo en mi corazón más que materno. No os pido que recéis por mí: rezad para que Jesús sea bendecido, amado, adorado por todos, si es que no lo quiere por medio nuestro en esta tierra; pero Él sabe muy bien que en el otro mundo yo quiero la parte mejor”.

Está amenazada de arresto

“20 de Marzo de 1873.

Hoy esperaba vuestra respuesta para saber si habéis recibido la tarjeta que os mandé el 12 del corriente. Las cartas del 16 y del 17 contienen nuevas amenazas, pero ninguna respuesta a lo que pido. Estoy esperando una que me permitirá pagar, al menos en parte, la cuenta de la señorita Flavia.

Espero que la carta enviada u otra que le mandaré enseguida, logre calmarla y le lleve a reflexionar antes de que me haga arrestar en Marsella. Un abogado serio, que me ha asesorado, me ha dicho que el tribunal no aprobaría un acto así. Aún desestimando todo lo que poseo, ciertamente encontraré con qué pagarle, antes de vender mi última camisa.

Hablad con Jourdan, que debe haber recibido mi carta, y espero que os dé algún buen consejo; al mismo tiempo le pido que diga a los proveedores que tengan paciencia. Podréis comprender que la señora Planque no consentirá la venta de la casa. Si el coste hubiera sido superior a veinte mil francos, quizá lo hubiera permitido.

Hoy no he podido salir a causa del mal tiempo y del catarro que he cogido. Yo rezo con serenidad, y la paz que Dios me da es mi fuerza. Aquí he encontrado un buen punto de apoyo, pero necesito paciencia y prudencia. No debemos desesperarnos, Dios permite estas pruebas únicamente para purificarnos. Él pronto tomará en mano su causa.

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Por medio de vosotras mandaré a Flavia unas líneas, porque creo que no sepa leer. ¡Que Dios os bendiga!; no hay nada fuera de Él, que Él pueda llevar a término esta triste crisis; yo no pierdo la esperanza. No obstante vuestras debilidades y defectos, que percibo desde aquí, os abrazo a todas en el santo amor de Dios. Os amo a todas en Dios y por Dios. Las que me conocen saben que digo la verdad; las que dudan o continúan dudando, no podrán caminar santamente en el camino de misericordia abierto para ellas. Hasta luego, no adiós”.

Orar es lo único razonable

“Sí, nuestra causa es hermosa, es la de Jesús Redentor.

Cuando vino por primera vez a redimir el mundo no fue tratado mejor que nosotras. Él es la verdad y la vida, que Él sea, por tanto, nuestra vía. El mundo pasa y nosotras también pasamos, pero Él queda inmutable y por toda la eternidad tendrá en cuenta un vaso de agua fresca dado en su nombre. Sí, hija mía, nosotras hemos elegido la mejor parte y nos alegraremos cuando llegue nuestra hora y nadie nos quitará nuestra alegría.

Abrazo con vosotras también a Sor Santa Philomène. Si puedo la escribiré. Esto se entiende tan bien que, si yo no dijera nada, ella debería creer igualmente en mi afecto inalterable; el amor de una madre hacia su hija y de una hija hacia su madre no puede ponerse en duda, especialmente cuando se está unidas por la caridad, que es mucho más fuerte que la sangre.

Sólo tengo que decir que si las pruebas son grandes, la gracia de Dios sobreabunda.

Ofrezco con agrado a Dios todas mis fuerzas, mis sudores y mi misma sangre (y en cierto modo es así). Encuentro estímulo para superar la triste crisis que atravesamos. Dios conoce el porvenir, pero ciertamente tiene en cuenta los buenos deseos y los sufrimientos que soportamos para servirlo: un día nos lo pagará.

Si el viaje de París a San Maximino y de San Maximino a París no fuera tan caro y fatigoso, especialmente en esta época, hubiera ido más veces. Para mí es un verdadero sacrificio no poder estar cerca de vosotras en este momento y además no saber con precisión el momento del retorno.

La provisionalidad es una cosa terrible, ordinariamente una cruz y una situación dolorosa y costosa.

Parece que todo está en calma cuando una circunstancia lo cambia todo; y esto sucede muy a menudo.

“Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”. La comunidad no es una nave espacial que pueda ser teledirigida.

Madre Le Dieu lo reconoce con profunda amargura: “Después de casi cinco meses de mi ausencia y confiadas las riendas en unas manos y en una cabeza demasiado débiles, incapaces de sostener el peso de nuestro pequeño Instituto, que fue arrastrado a la deriva por quien quiso dirigirlo según sus ideas, no obstante las orientaciones que yo había dado, vislumbrando el mal. No anduve con rodeos y volví a San Maximino sin anunciar mi llegada. Me di cuenta enseguida de cuán necesario era esto, y si no hubiera dedicado mi tiempo tan concienzudamente en París y en Versailles, me habría pesado mucho haber prolongado mi ausencia”.

Sus mentes habían cambiado mucho

“Algunas habían cambiado por su amor propio, otras por haberse dejado llevar, sin tener a nadie cerca que las orientase. También tengo que decir que encontré una extraordinaria sinceridad que me hizo tener esperanza en sus almas, y en varias, el arrepentimiento sincero por haber seguido consejos totalmente contrarios a nuestra regla. Puesto que es más fácil caer en el orgullo que levantarse, estas pobres hijas tuvieron grandes luchas interiores. Una por una me confesó lo que había hecho contra nuestro modo de vivir las reglas y las predisposiciones que sus palabras habían provocado necesariamente en los superiores, los cuales, no viendo, sólo po-dían juzgar en base a lo que oían”.

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En el Monte San Miguel la comunidad, guiada por la Fundadora, había adquirido un equilibrio admirable entre trabajo y oración y su instinto materno había sido sublimado por la caridad educativa que había aceptado como hijos a aquellos niños huérfanos. La educación nunca va en sentido único; el auténtico educador da y recibe. Allí, las religiosas daban energía materna y los niños devolvían frescura de vida. Aquí, en San Maximino, se rompió el equilibrio entre oración y trabajo por el simple hecho de que les fue prohibido cualquier apostolado.

De la armonía que se establece entre Ora et Labora brota una fuente de alegría. Oración, trabajo y alegría son los tres pilares de toda comunidad religiosa. En San Maximino, por la ausencia de la superiora y más aún por la falta de trabajo, fue disminuyendo la armonía familiar y las religiosas, de ser envidiadas, pasaron a ser envidiosas. Sí, envidiosas de la comunidad de Dominicas que caminaba segura y con plena confianza en el futuro.

En las comunidades religiosas, las lenguas se vuelven tijeras si no hay un empeño en la oración y en el trabajo, y entonces, sálvese quien pueda.

Madre Le Dieu, encontrándose ante tal desorden, intentó poner freno y desplegó toda su fortaleza normanda; les dijo: “Si hasta hoy única y constantemente he usado la dulzura para que se realizara esta Obra, ahora usaré la firmeza y si es necesario la justicia, porque ya es hora de que la vida se tome en serio. Y en estas circunstancias espero tener almas con las que pueda contar”.

Pero las tijeras de la lengua ya habían cortado irremediablemente la vestidura de la caridad. El 11 de julio de 1871, a las dos de la mañana, dos religiosas abandonaron la casa; esta salida, al haber sido de noche, pareció una verdadera fuga. Y el día 20 otra hermana, después de dos años de vida religiosa y oprimida por el desánimo, quiso volver a su casa. En la insatisfecha comunidad había una religiosa de nombre Juana, a quien se le podía dar el sobrenombre que se había dado a la famosa reina Juana: la loca.

A esta pobre alma en pena no le bastaba la dirección de un simple sacerdote, sino que necesitaba la del Obispo y al Obispo fue para hablarle con su enferma fantasía.

Juana la loca sin ser reina

De esta religiosa, la Fundadora da el siguiente perfil:

“Desde hacía seis años teníamos a una pobre y débil criatura, nutrida de romances, únicamente para impedirle que se perdiera en el mundo.

Ella lo pedía con lágrimas y promesas, y nosotras teníamos misericordia para no apagar el pábilo vacilante. Durante mi ausencia creyó hacerse la interesante ante el Obispo y encontró una buena excusa para una dirección extraordinaria. Como ellas sabían que yo me habría opuesto a favorecer una tal fantasía la llevaron a Fréjus sin decirme nada. Yo había dejado como superiora a Sor San Pierre que, dejándose llevar del propio juicio y cediendo ante quien quería guiarla, se fue a la deriva.

La joven habló con el Obispo y con Barnieu. El demonio les inspiró una triste y gran desconfianza. Ellos quedaron tan sorprendidos que, ocultándome todo, se ofrecieron a colocar a las religiosas en los Institutos de la diócesis, creyéndolas víctimas del hambre, ofendidas en la conciencia y expuestas a las seducciones más deplorables. A ellos les parecía mejor suprimir la Obra que ayudarla a extenderse. No digamos nada, dijeron ellos, y todo caerá por sí mismo”. Una prueba tan terrible nunca la habíamos tenido. Es necesario que no falte nada a esta santa Obra. El dicho infernal “calumniemos que algo quedará”, siempre lo ha logrado Satanás y también en esta circunstancia ha obtenido sus frutos”.

Y eso que la Madre había tenido sus atenciones con Sor San Jean.

Para saberlo, basta este texto de una carta suya: “Abrazo a Sor San Jean con gran afecto; a usted como a las demás les recomiendo no ser melindrosas sino comer para mantenerse y estar bien. Dios no está obligado a hacer milagros en esto. El señor Madon debe saber que casi todas vuestras debilidades dependen del hecho de que no queréis nutriros convenientemente”.

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Sor San Jean, con su cabecita alborotada, había exclamado con altanería: “Hay tela en mí”. La Fundadora respondió: “La pobre hija lleve a otro lugar su tela, que ahora es muy buena y encuentre un sastre que la sepa usar”.

Pero ya era demasiado tarde. La comunidad iba a la deriva bajo la presión de fuerzas externas que la Fundadora define con expresiones candentes: “En efecto, amenazada por una invasión extranjera, que es peor que una guerra civil, no podemos tener entre nosotras a las pobres criaturas que nos habían mostrado tanta maldad y traición. Tenía que estar más segura de las que dejaba en la casa que de las que llevaba a París, donde cuidándolas yo misma, las tendría conmigo o mandaría a otro lugar”.

Las voces que venían de fuera, aunque se trataba de gente de buena fe, generaban desaliento. “Vuestra Fundadora es una santa mujer, pero no llegará a ningún sitio. Es cabezota y se enfrenta hasta con los obispos. Vosotras no tenéis ni arte ni parte y es vergonzoso que tengáis que vivir de limosnas, vosotras que estáis dotadas de tanta energía. Pero, ¿qué hacéis allá adentro? Disfrutad de vuestra juventud. Y para adorar a Jesús Sacramentado, ¿no hay otros Sagrarios?, ¿no os dais cuenta de que no lográis estar de acuerdo ni siquiera entre vosotras?”.

A las pobres hijas, que no tenían el temple firme de Madre Le Dieu, aquellas preguntas las bombardeaban día y noche actuando sobre ellas como ácido corrosivo.

Coge de nuevo la vieja maleta

Aquella comunidad, que había irradiado tanta bondad y simpatía hasta suscitar envidia, una vez disgregada movía a la compasión. Los proveedores perdieron la paciencia y las personas piadosas dejaron de ser generosas. El desacuerdo y la miseria caminaban a la par.

Para saldar las cuentas de la casa de San Maximino quedaba de pagar la renta (1.200 francos al año) que la anterior propietaria comenzó a exigir. La señora Planque temió acabar como la pobre Aline, que había quedado en la miseria porque todo lo suyo lo había prestado a las religiosas. La barca hacía aguas por todas partes y antes de que se hundiera, la viuda Planque quería lo suyo y por eso se alborotaba. ¿Cómo saldar tantas deudas? La pobre Fundadora, una vez más, tuvo que hacer la vieja maleta.

Fue a Marsella para buscar ayuda, después de haber empeñado los pocos objetos preciosos que le habían quedado como recuerdo de familia. El Obispo, movido por la compasión, le había concedido el permiso de abrir un asilo.

Por lo demás, estaban de acuerdo las Religiosas del Buen Pastor, ya que en este asilo se habrían preparado a los niños pequeños de ambos sexos que luego habrían pasado con ellas.

Desafortunadamente el decreto quedó en letra muerta, y esta vez por culpa de sus hijas.

Cuando el 20 de noviembre Madre Le Dieu partió con Sor Santa Philomène para Marsella, dejó a Sor San Pierre y a Sor Mª de los Ángeles en San Maximino. La fuga de ésta obligó a Sor Santa Philomène a volver. Mientras, Sor San Pierre escribe a la Fundadora: “le aseguro que mi afecto hacia usted crece de día en día y se cambia en veneración y en algo que no sé expresar, pero que es tan fuerte que nada me podrá separar de usted. Bendígame. Su respetuosa e indigna hija”.

El 3 de marzo de 1873, Sor San Pierre, aturdida por los gritos de la señora Planque y asustada por los proveedores, cometió un grave error: firmó una letra de cambio con el vencimiento a sólo quince días. Y, sin embargo, sabía que la Madre estaba clavada en la cama en una humilde pensión de Marsella. Al día siguiente la enferma le mandó una carta para entregar al notario; en ella se comprometía a vender la casa si en el mes de mayo no hubiera pagado las deudas. Sor San Pierre, añadiendo estupidez tras estupidez, no entregó la carta y escribió a la superiora muy melosa: “Lo que me dice de la vida que lleva en la pensión me hace sentir mal, sólo de pensarlo, y Dios sabe que daría hasta la vida para poder darle los cuidados que necesita en este momento”.

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La tinta cambia de color

Madre Le Dieu, para reprender su imprudencia, escribió palabras duras a las religiosas, las cuales, deprimidas por la preocupación, asustadas por las amenazas y seducidas por la ilusión de una vida más relajada, perdieron la poca paciencia que les quedaba y se rebelaron.

La Madre, con su estilo de artista, resume la revuelta con esta expresión: El 7 de marzo su tinta cambió de color. “Me amenazaron con informar al Obispo y con marcharse a otro lugar, si en tres días no solucionaba mis asuntos”.

El día 9, otra carta: “Si el martes no tenemos la seguridad plena de que usará todos los medios a su disposición para arreglar las cuentas, escribiremos a la Curia; lo que tenga que suceder, que suceda”. Y firman: sus respetuosas y devotas. El 16, nuevas cartas, el 17, ídem; según ellas la persona a la que había firmado la letra de cambio tenía que detenerme en Marsella: “respuesta inmediata, vuestra devota”.

Pero una simple carta al notario calmó las aguas.

El 23 una Carta de Sor San Pierre renueva las disculpas de la gente junto con las nuevas amenazas de una persona, decidida a retirar el Santísimo.

El día 27 las dos me comunicaron con énfasis su decisión de marcharse. Contentas por el deseo de ir al santo asilo donde Jesús las esperaba, como decía una de ellas vanagloriándose de recibir y llevar consigo las últimas partículas del Tabernáculo, se preparaban para marchar enseguida, y sólo preguntaban dónde tenían que dejar la llave de casa. Sor San Pierre Legrand había escrito a su familia, por supuesto en secreto, para no interrumpir los negocios de los que su padre estaba encargado; era precisamente aquel hábil mandatario, que una vez advertido vende, siempre en gran secreto, mi casa y me deja sin nada. ¡El diablo ha jugado la mejor carta agarrándose a Dios mismo, a Jesús tan paciente y amable en nuestro pobre y pequeño Tabernáculo!

Despreciar los votos emitidos con serenidad, reflexión, ánimo y hechos para toda la vida... y todo esto porque, después de haber actuado con tanta imprudencia, prefieren romper con todo, abandonar todo, antes que sentir y reconocer sus culpas y tantos años de sacrificios, de amor sincero que para ellas no cuentan nada, y en el momento en el que busco todo para remediar y consolidar ellas trabajan para destruir... ¡fiat!

Hace tiempo decía a estas pobres hijas que se hubiera podido esperar de Garibaldi o de la Comuna el cierre de nuestro querido oratorio, pero no de ellas.

Respondí que me parecía poco prudente el superior que exigía una partida rápida y que comprometía todo; que yo no las habría retenido pero que esperaran mi regreso para no dejar la casa sola.

He sabido que Barnieu no ha querido mezclarse en esto, dejándolas libres de hacer lo que quisieran; de hecho, han preparado sus maletas y han esperado.

A mi llegada (después de más de cuatro meses de ausencia), su conducta ha sido repugnante; las he soportado tres días. El domingo cerraron sus maletas, diciéndome que se marcharían sin decirme dónde. Yo las dejé, pero al momento de marcharse su corazón se emocionó, y una se hubiera quedado si le hubiera dicho algo.

Explotando en llanto, confesaron sus culpas y dijeron que ellas mismas habían provocado los consejos que les habían dado y que, reconociéndose culpables, no tenían derecho a quedarse.

Actuando de un modo más que materno, no les deseé la desesperación sino el remordimiento por su apostasía. La hija del procurador, finalmente se levantó y arrastró a la otra. ¡Pobres hijas que no podrían encontrar el cielo allí donde iban –tan bien recomendadas–, y huyendo de mí, su madre, fiel a ellas desde hace ocho años! Ellas habían tenido amigas que las habían animado; vinieron a buscarlas y a acompañarlas.

Me ocultaron el lugar donde iban, aunque era un secreto a voces. Pero al ser mayores de edad, no era mi deber informarme, y no quise darles la satisfacción.

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Concluiré sobre lo que sé de su historia. Al cabo de apenas quince días pasados en el lugar donde habían sido tan deseadas y recomendadas, tenían pruebas suficientes para mandarlas a sus familias por motivos de salud.

Escribieron nuevas injurias contra mí y suplicaban a la religiosa que me había sido fiel para que siguiera su ejemplo, abandonando el falso camino en el cual la retengo.

Sola con su esperanza

¿También tú, hija mía?

Estas pobres infelices hirieron a Madre Le Dieu, pero el golpe más fuerte fue el de Sor San Augustin James. Esta pobre criatura había sido acogida por la familia Le Dieu, era como la hermana menor de Victorine; siempre le había procurado todo tipo de cuidados. Había sido la primera profesa, y con Victorine Le Dieu había compartido pan, oración, ideal, alegría y dolor.

Ahora también ella la abandonaba: “¡También tú, hija mía!”, le repetía con la mirada de la que ella huía: En su corazón dolorido resuenan las palabras de la liturgia que aquella alma contemplativa tantas veces había meditado.

“¡Si hubiera sido un enemigo a ultrajarme, lo hubiera soportado, pero precisamente tú, mi confidente y mi familiar, con quien viví en dulce intimidad: íbamos juntas a la casa de Dios! ¿qué debería haber hecho que no hice?”.

Desde hacía tiempo se había preparado para perder todos sus bienes.

Durante las fiestas de Navidad de 1871, escribía: El día uno del próximo enero se llegará a la expropiación. Dios lo sabe todo; como él lo permite y nosotras, verdaderamente lo hemos merecido, es necesario que lo aceptemos generosamente; es la única manera de ganar; hagamos, al menos, de la necesidad, virtud. El que se hace daño sabrá también curarse.

Por tres veces he querido hacer un poco de economía en la comida, pero me he arriesgado a no poderme levantar al día siguiente. Y pronto no tendré dinero conmigo. Sí, éste es el momento de fortalecer la confianza y aceptar que pase esta hora casi incomprensible. ¡Y pensar que todavía tenemos cien mil francos de valor real y no encontrar a nadie que nos dé un crédito! Pero no estamos sólo nosotras en estas condiciones, sino todas las personas honestas y piadosas; esto nos consuela”.

Estas contrariedades no logran quitarle su paz en la Navidad, “os aseguro que mi corazón tiene una paz que sólo puede venir del cielo! Y esto, porque todos los días he podido recibir el Pan de los fuertes”.

Ella saca de la Eucaristía una fuerza inagotable, “nunca he dejado la Misa ni la comunión, excepto dos veces por estar de viaje y durante el tiempo que he tenido que guardar cama”.

“Es la tercera mañana que atravieso la plaza de S. Sulpicio, todavía débilmente iluminada por las lámparas que se apagan y por la luz del día que empieza a salir; sobre la nieve caída durante la noche voy con agrado a encontrarme con el Buen Jesús y a poner en sus manos todo lo que tengo y todo lo que soy”.

El 11 de abril de 1873 es Viernes Santo. La Madre ha sido abandonada por sus hijas, se siente gravemente enferma y espera la expropiación. En su diario gime así: “Esta mañana no puedo salir para ir a adorar la cruz con todos los fieles. Pero la abrazo en mi corazón. Dios sabe qué cruz puedo unir a la de Jesús en este momento”.

Para pagar las deudas e impedir la expropiación, había publicado el 2 de abril en la Gaceta de Marsella un artículo donde anunciaba que el orfanato se abriría en San Maximino. Las religiosas todavía no la habían abandonado, lo harán unos días después. El artículo suscitó más envidia que simpatía, de manera que la Semana Religiosa sintió la necesidad de advertir al

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público que estuviera atento a las personas que hacían colectas “aunque llevaran hábito religioso”. No se mencionaban nombres pero se sabía bien a quién iba dirigida la indirecta. Para agravar el daño, el 9 de mayo, la Gaceta anulaba el artículo precedente, escribiendo: “Hace tiempo hemos anunciado a nuestros lectores la Obra de la Adoración Reparadora fundada en San Maximino. Hemos sabido ahora de buenas fuentes que dicha Obra no ha sido aprobada por la diócesis de Fréjus y que la inscripción y la colecta iniciadas en nuestra ciudad, con el fin de ayudar la Obra, no han obtenido la aprobación”.

El 11 de mayo, Madre Le Dieu, bajo el pseudónimo de J. de Vrai, envió al director de la Gaceta un artículo, diciendo que debía rectificar las falsas afirmaciones. No fue publicado.

El obispo ya no la considera religiosa

Parecía imposible que esta vez el ataque de la prensa hubiera precedido al eclesiástico, por eso la Curia de Fréjus empezó a actuar. La pobre perseguida, el 14 de mayo, hizo otra tentativa: pidió a la Curia el permiso para hacer una lotería. Con la ganancia hubiera pagado sus deudas. Aprovechaba la ocasión para pedir también el nombramiento del confesor. Para colmo, tuvo esta respuesta: “Reverenda superiora, nosotros no tenemos facultad para autorizar loterías; solamente el Prefecto puede dar estos permisos.

En cuanto a la carta de obediencia, el Obispo no quiere que la mande, porque él ya no la considera religiosa de su diócesis. Me confía el triste encargo de deciros que Él ya no considera como casa religiosa la de San Maximino y retira todas las concesiones que habían sido acordadas. Para la confesión se puede dirigir al sacerdote que prefiera. Vuestro respetuosísimo servidor Barnieu. Vic. Gen”.

La señora Planque, exasperada por los artículos de los periódicos, inducida por las malas lenguas, no quiere quedar en segundo plano; el 15 de agosto dio el ultimátum a Madre Le Dieu: si dentro de un mes no salda la deuda, ella procederá a la expropiación de la casa.

El 25 de septiembre la Madre, perseguida por la desventura, parte de San Maximino para hacer una enésima tentativa de procurarse dinero, pero le llega la siguiente notificación.

“José Antonio Enrique Jordany, por la gracia de Dios y de la Santa Sede obispo de Fréjus y Tolone, Asistente del Solio Pontificio, viendo el estado de miseria en la que se encuentra la comunidad de San José de la Adoración de San Maximino (VAR), autorizamos a la Madre Marie Joseph de Jésus y a su compañera Sor San Michel, a dejar la casa y a entrar en otra comunidad o a secularizarse. En este caso, las dispensamos de los votos, excepto el voto de castidad perpetua.

Durante el tiempo que han permanecido en esta diócesis, declaramos que su conducta ha sido siempre religiosa.

Fréjus, 11 de Octubre de 1873

Barnieu. Vic. Gen.”.

Indudablemente este documento sonaba como un certificado de muerte religiosa. Cualquier persona en esta situación se hubiera quebrado, sin embargo, Madre Le Dieu, se limita a comentar: “Si para la diócesis de Fréjus todo ha terminado, mi misión no ha terminado. En esta nueva persecución yo siento un nuevo entusiasmo. Dios me da una paz y una alegría cada vez más grande”.

Ante una fe tan fuerte se nos ocurre comparar su ideal a un diamante de proporciones excepcionales que los chicos, creyéndolo una piedra común, se divierten tirándola al suelo sin lograr partirla lo más mínimo.

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La jauría de los acreedores furiosos

Apenas volvió a San Maximino, la Madre fue asaltada por los acreedores famélicos. A falta de dinero buscaron hacerse con lo que pudieron. La maldita hambre del oro nivela las clases mejor que cualquier partido político: se convierten todos en plebeyos.

“El doctor se quedó como garantía el piano que le habíamos prestado. El comerciante de telas dijo que se conformaba con tener en depósito algún mueble; insensible a la protesta de que todavía nos servían mandó a tres hombres para llevárselos.

Tuve que entregar el escritorio y el bufete de mi padre con dos sillas tapizadas, los muebles más bonitos de la casa. Visto esto, una persona fue a decir al panadero: “Vaya a que le paguen, buen amigo, vaya enseguida, si no quiere perder todo”.

Una segunda persona, igualmente de buen corazón, se dio prisa a advertir a otros acreedores. Sólo llegan dos mujeres, la panadera y la carnicera, van a buscar a los peritos y no quieren dejar el mobiliario en nuestra casa bajo llave ni un día más; parecen fieras: tiran todo, para elegir lo que les gusta, quitan cortinas, etc. y después de escoger durante al menos seis horas, se van triunfantes con el botín. El Señor me ha concedido la gracia de no perder la paz y la alegría interior ni por un instante y de compadecer a aquellas pobres criaturas más que a mí misma.

La cama, que la ley me concedía, es lo único que quedó en la casa después del último saqueo. Esta cama no la hemos encontrado... aún tenemos derecho de reclamarla; ¡no se habrá evaporado! ¡Qué pena siento por los que actúan injustamente! ¡Cuánto agradezco a Dios por haberme dado la generosidad y la prudencia! Sí, lo que nos ha tocado vivir es hermoso. Y con la gracia de la perseverancia, las verdaderas bienaventuranzas un día serán nuestras. Hemos encontrado y tomado de nuevo algunos restos de lo que quedó, he aquí la palabra justa; porque aquellos preciosos grabados, que no podían servir a nadie, han sido arrancados de sus marcos, que también han sido embargados.

Todos los utensilios de nuestra capilla, estatuas, vía crucis, como también paramentos religiosos, hasta purificadores y corporales, todo se lo han llevado o adjudicado al precio más bajo por quienes no deberían haberlo cogido sino para guardarlo para nosotras... Ahora hacen una bella exposición. He visto nuestra preciosa y dulce Virgo Fidelis, que se pudo ver en mi primer santuario, que había brillado en el segundo y nos había seguido en la casa del sur. El anónimo calumniador (que se ha apoderado de muchas otras cosas), la ha dejado en el presbiterio de San Maximino. Está honorablemente colocada en su pedestal en la sala del cura actual. ¡Ojalá que nunca llegue a ser profanada. Quizá algún día nos la restituyan!

Para asegurarse de que donde yo había guardado nuestros vasos sagrados no hubiera alguna cosa de valor, han roto los sigilos con los que yo había cerrado las cajas. Hemos recuperado nuestras cruces de la profesión. Una de estas cruces la llevó dignamente nuestra querida Sor San Joseph, que con valentía ha bebido el cáliz de la primera persecución. Las otras han sido vilmente depuestas por las hermanas, una por envidia, otra por insensatez, otras en la noche para seguir malos consejos que han dado buen fruto. ¡Ojalá que estas pobres cruces puedan decorar en el futuro sólo corazones generosos y perseverantes!

Hoy repito lo que he dicho siempre; antes preferiría la muerte de la Obra que personas tristes. No hay nada que pueda hacer tanto daño. Hemos tomado nota exacta de lo que falta por pagar a nuestros proveedores. La venta a subasta nos ha costado tanto, que quedan pérdidas (de casi 1.200 francos). Si hubiéramos sabido cuándo se hacía y cuánto iba a durar, hubiéramos venido a poner fin. Sólo puedo repetir: “Dios lo ha permitido”.

En este momento la casa está todavía desierta. No vive nadie y se está estropeando, sin producir nada a su propietaria. Los gastos que allí hemos hecho no han servido para nada. ¡Si esta pobre señora nos la hubiera dejado gozar, sin duda, hubiera ganado y Dios todavía viviría en ella!

Pero los designios de la Providencia son difíciles de entender y esto puede ser tanto por castigo como por prueba.

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Probablemente es por una cosa y por otra. Por tanto repitamos desde lo profundo de nuestro corazón: ”¡Que nuestros pecados, Señor, no detengan vuestra bondad en Sión. Haced que podamos reedificar los muros de Jerusalén!”.

Así nuestra propiedad ha sido realmente saqueada tres veces. ¿Y quién la saqueaba? Dios lo sabe; Roma lo sabrá, pero gracias al cielo yo no tengo rencor, y podría recitar con confianza el Padre Nuestro hasta el final”.

La señora tenía pocas ideas, de las cuales varias eran equivocadas

Ni siquiera en el norte sopla el aire tranquilo. La señora Villette, rica de buenas promesas, no fue igualmente fiel en mantenerlas, así que en julio de 1872 Sor San Michel se había quedado sola con algunos niños; y en enero de 1873, ésta, después de la fuga de las religiosas fue llamada a San Maximino y mandaron a Sor San Paul para sustituirla.

A los incumplimientos de la señora Villette se añadían ideas extrañas llenas de herejías, por lo que las religiosas estaban consideradas como asistentes a sueldo.

El carácter de la señora Villette hace pensar a la señora Prassede, mujer manzoniana que tenía pocas ideas, de las cuales varias eran equivocadas.

¡Es una mujer que lleva la cabeza en procesión! Después de haber tenido una gran paciencia, Madre Le Dieu escribió en términos decisivos: “si la señora no hubiera concedido a las religiosas la libertad de educar a los niños según sus principios y sus métodos, yo las habría retirado”. La incomparable dueña responde: “Señora, yo quiero ser la dueña absoluta de mi Instituto. Esta obra es completamente mía, porque no hay ninguna igual, nunca he imitado a nadie; mi obra es esencialmente caritativa, nadie puede convencerme de lo contrario; finalmente mi firme intención es fruto de mi experiencia. Puesto que esto no es de su agrado, hoy mismo hacemos la colada para que Sor San Paul vaya con la ropa limpia.

Quiera agradecer mi profundo respeto.

Viuda Villette”

La Fundadora llamó enseguida a Sor San Paul que se encontró con ella en París. La casa de Neuve Lyre no había resultado inútil, de hecho, había salvado del naufragio a Sor San Michel y a Sor San Paul, que desgraciadamente, a efectos jurídicos quedarán eternas novicias, y habían hecho mucho bien en el pueblo. El párroco Mailloc, en agradecimiento a la Fundadora por la obra que ellas habían prestado, declaraba: “Nos alegramos de poder afirmar que Sor San Michel y Sor San Paul, durante todo el tiempo transcurrido en mi parroquia, siempre han dado muestra de una sólida piedad y de una entrega total”.

La Obra ha sido aniquilada, pero el ideal no puede ser destruido. La Fundadora, para expresar su fe que espera contra toda esperanza, recurre a una alegoría poética: “Yo veo la querida Obra siempre bajo las figuras más valientes. Así, con ocasión de esta aparente destrucción, he visto moverse dos vasijas en una amplia extensión de agua: una grande de hierro y otra pequeña de arcilla y cerrada. Un fuerte viento ha agitado las aguas y ha empujado a las dos vasijas una contra otra. Naturalmente el golpe ha roto a la más pequeña, pero el bálsamo del que estaba llena ha perfumado todo el agua. No puedo evitar referir esta imagen a nuestra querida Obra: la pobre vasija que la lleva ha sido rota, pero ella es el perfume dulce y fuerte que se extenderá y se hará reconocer, porque la vasija despreciable ha sido rota”.

La ingenua emotiva y la voluntariosa sagaz

A la Fundadora, que ha perdido todo, sólo le han quedado dos novicias, Sor San Michel y Sor San Paul. Sor San Michel es una joven muy femenina, muy cariñosa y bastante extrovertida. Cuando el sentimiento se sienta en el timón se le puede pedir cualquier cosa. Es más bien ingenua, fácilmente pasa de la sonrisa al llanto. No obstante, no deja de repetir a la Fundadora: “Te seguiré siempre donde vayas”.

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Sin embargo, Sor San Paul es un carácter difícil, demasiado segura de sí; siente que ha nacido para mandar y no advierte la necesidad ni de confiarse ni de abandonarse. Tiene una seguridad exterior casi ostentosa, contrasta con una inseguridad interior hábilmente escondida. Pero tanto ella como Sor San Michel, han decidido amar a Jesús con un corazón indiviso e inmolar por Él su exuberante juventud.

En el cuaderno de la Fundadora van dirigidas a Sor San Paul expresiones de singular ternura materna: “Querida hija, pienso que el santo anillo, el cual le recuerda su profesión y sus compromisos, puede ser incómodo en algunos trabajos, por ejemplo cuando se trata de ordeñar las vacas. Si causara alguna herida quíteselo durante ese trabajo; pero, si es posible, no se lo quite nunca porque podría perderlo. Tenga la buena costumbre de besarlo todos los días, encomendándose a la Sma. Virgen para ser, como Ella, una sierva del Señor.

Mi buena Sor San Paul conténtese, si es posible, con ser enfermera sin estar enferma; porque no depende absolutamente de usted, ánimo y confianza”.

Cuando Sor San Paul sufría por la enfermedad de sus familiares, Madre Le Dieu le escribía: “No puedo más que abrazarme especialmente al corazón de Sor San Paul en su sufrimiento”.

La Fundadora, para animar a las dos jóvenes, inventó este apólogo que las narraba en forma poética: “A propósito de las tristes luchas que mantienen los que se disputan lo que sobra de mi pequeña fortuna, esta mañana, al despertarme, veía un corderito despedazado por los lobos que se disputaban los trozos de su carne; pero en medio había un pequeño corazón de oro puro sobre el que sus dientes no podían hacer presa, y por medio del cual, el cordero tenía que nacer más hermoso y más fuerte”.

¿No podían ser aquellas dos jóvenes el corazón de oro?

Con la miseria somos cuatro

Se podría pensar que son tres las que forman la comunidad:

Madre Le Dieu, Sor San Paul y Sor San Michel, sin embargo son cuatro, porque se ha añadido otro miembro que no quiere absolutamente separarse de ellas; es la santa miseria que no se aparta de su lado ni siquiera por una hora.

En el diario se lee: “Durante cuatro meses hemos vivido de lentejas y alubias del año pasado; desde hace unos días tenemos algunos higos del huerto que salieron casi a la fuerza; tenemos algún racimo de uvas, también míseras, porque las pocas cepas no han sido cuidadas. Una mujer nos ha traído un plato de cerezas; no hemos comprado nada, contentas de tener pan. El buen Dios nos manda un cestito de uvas por una persona que nunca nos había dado nada; aceptamos con agradecimiento las pequeñas y grandes ayudas que nos llegan”.

Ya que la Providencia no resolvía todos los problemas, me vi obligada a recurrir a la venta de objetos: “He hecho un nuevo sacrificio; lo comento porque es una pequeña piedra del edificio que el Señor parece pedirme. Para procurar el pan he mandado vender o empeñar muchos objetos, entre ellos el vestido de novia de mi tatarabuela paterna, un precioso damasco bordado, cosa inútil para mí, pero de gran valor para los entendidos. No sé qué sucederá, pero mi corazón expía ahora aquel poquito de vanidad o de complacencia demasiado natural que quizá he probado en conservarlo y en mostrarlo a los demás.

Sí, Dios me pide todos estos recuerdos de mi familia, tan preciosos y queridos como todo lo demás, y yo he cantado de nuevo: ¿para qué llorarles, alma mía? Llegará el día en que tengamos que dejarlos. Desgraciadamente de los 1.500 francos que valían, la religiosa encargada de gestionarlos no logró sacar ni cinco céntimos: por suerte volvió con cuarenta francos que le ofrecieron tres personas”.

Otra vez, para restituir un préstamo, tuvo que afrontar un nuevo sacrificio. “Tenía tres objetos para mí del todo inútiles, pero justamente muy queridos: el anillo de compromiso de mi madre que mi padre había llevado siempre desde su muerte, un anillo con un poquito de pelo de mi hermano mayor y un dedal de oro de mi madre, que su hermano más querido le había regalado siendo todavía niña; desde la muerte de mi madre nunca me había despojado de aquel

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dedal, sin embargo, ya había cambiado dos sin ningún pesar. La necesidad de pagar la deuda, y especialmente de marchar, me hicieron ceder estos recuerdos casi sagrados de personas tan queridas.

En un primer momento me hice fuerte, se trataba desgraciadamente de una necesidad. Pero cuando luego me encontré sola en la Iglesia para rezar fervorosamente, me pareció que el corazón se me rompía, como nunca me había pasado; me dirigí a estas personas tan santas y nobles: padre, madre, hermano que tanto me han amado y a los que he correspondido con el mismo amor. Los he invocado para que, si Dios quiere, me ayuden y me hagan fuerte en esta prueba. Mi corazón estaba emocionado y las lágrimas me oprimían”.

Las privaciones no le hacían olvidar a otros que creía más necesitados que ella: “Durante una visita a la capilla de las Carmelitas metí en el cepillo los dos últimos céntimos que me quedaban y, aunque estaba cansada, tuve que ir y volver a pie por no tener con qué pagar la carroza. En este momento Dios provee el alojamiento y el alimento; sólo tenemos que rezarle, amarlo y obrar por Él”.

Lo que más hacía sufrir a Madre Le Dieu no era tanto la incomodidad material cuanto la espiritual.

“Ayer, durante la visita al Tabernáculo vacío, pensaba que si estuviera allí todavía el buen Jesús no lo habría dejado para ir a Roma, y que Él, momentáneamente, se había retirado para darme esta posibilidad”.

Cada vez que piensa cuándo y cómo el buen Jesús fue quitado del Tabernáculo se le rompe el corazón.

Desde octubre de 1873 a octubre de 1874, Madre Le Dieu vivió una vida errante, que definiríamos de mendicante si no nos lo impidiera aquella nobleza de trato y aquella fuerza del Espíritu que se irradia suavemente de su comportamiento. La sonrisa que anuncia la paz interior no es en absoluto oscurecida por la miseria más negra.

Entre las angustias, que se suceden con el ritmo de las horas, la santa mujer lleva dentro una gran luz.

“Ahora parece que nos faltan todas las ayudas humanas, ¿pero no es quizá en casos parecidos cuando he recibido las mejores gracias?

La gracia de una paz constante y confiada no me abandona nunca, ella constituye mi vida. Quizá Dios nos llama a escavar una de las fuentes de gracias reparadoras que nadie podrá desecar.

Y doy gracias a Dios que me sostiene en esta idea sin ninguna incertidumbre. Sí, os doy gracias sinceramente, Dios mío, os ruego me conservéis la calma y la voluntad decidida de serviros y haceros amar, aunque esto me tenga que costar la vida, y, lo que es peor, el martirio de las contradicciones cotidianas como estoy probando desde hace tiempo, no importa dónde yo esté, no importa a causa de quién”.

Gran cena de Navidad

Estamos en la novena de Navidad de 1873, contemplamos el misterio de Jesús Niño; ella lo ve sufrir en tantos niños pequeños que han sido víctimas de la guerra y de los tumultos políticos. Escribe: “Dios mío, todo contribuye a obstaculizar vuestra santa Obra; sin embargo, cuanto más obstaculizada es tanto más es necesaria.

Nos quejamos de que no haya vocaciones religiosas, pero ¿por qué no usar medios más sencillos y adaptados para salvar al menos alguna?

Si no encuentro aquí un poco de paja para el pesebre iré a buscarla a otro sitio hasta que la encuentre para Jesús, que en los niños es inmolado del modo más infernal. ¡Buena Madre, San José, ayudadnos! Nosotras no buscamos un palacio, sino un refugio para estas almas que un día podrán serviros fielmente, si nosotras les enseñamos. Bendecid el asilo donde nos habéis traído, y que enseguida se abra a los alegres cantos de Navidad”.

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Finalmente pudo abrazar a Sor San Michel que viene de Marsella, donde la habían dejado en las Religiosas de la Aparición. Le ha hecho venir para pasar en la intimidad la Santa Navidad, pero la incomodidad es absoluta.

“Vivimos como peregrinas, escribe Madre Le Dieu, comemos en platos y cubiertos de cartón; el día 18, como pudimos, pusimos en orden los muebles y los utensilios que nos habían prestado.

Estamos muy lejos del lujo y aún de lo necesario. La historia de nuestras miserias sería muy larga de contar; la pobre religiosa se quedó emocionada hasta derramar las lágrimas; por mi parte me he reído con todo el corazón. Quizá pronto nos encontremos como Job, entonces espero que el Señor se nos mostrará, porque Él lleva todo por cuenta... Hemos recibido en préstamo dos camas, dos mesas, cuatro sillas, un sillón apolillado y un escritorio ídem: éste es nuestro mobiliario. Con algunos clavos que encontramos en una caja he colgado sobre la chimenea un pequeño crucifijo, una imagen de la Virgen de Pontmain y algunas reliquias del Cura del Ars.

Somos suficientemente ricas y quizá demasiado; estamos atentas a gastar bien el dinero; buscaremos un trabajo para procurarnos un poco de pan sin tener que recurrir a los préstamos o a las limosnas.

Me encuentro en esta situación por la misericordia de Dios, porque en su justicia quizá podría estar en el infierno”.

Madre Le Dieu, que en aquella Navidad hubiera querido acoger al Niño Jesús en la persona de cada niño pobre, no quería hacerlo sufrir en la hija que le había permanecido fiel, en la querida Sor San Michel que inmolaba al Señor su juventud.

No logró prepararle ni siquiera una comida de pobres; ¡como para pensar en una cena de Navidad!

“En estos días, en los que se intenta que hasta los mismos pobres tengan la posibilidad de alegrar la mesa, nosotras tendremos como plato especial el resto de una pobre sopa y las sobras de carne y de cebolla de cuatro céntimos; para dar un poco de gusto añadiremos algunos higos secos y duros. Yo no añoro en absoluto las comodidades de un tiempo, sino que doy gracias al Señor, de todo corazón, por obligarme a una penitencia que probablemente no habría tenido el valor de hacer en medio de la abundancia y de los cuidados que antes me rodeaban. Todas estas renuncias, y también inconvenientes, expiarán en parte las comodidades y el cariño del que quizá me he complacido demasiado”.

Invierno cruel para las olvidadas de Dios

En enero de 1874 Madre Le Dieu escribe al cardenal de Rouen: “Dios me concede la esperanza, la paz y también la alegría en las pruebas incesantes desde hace diez años”.

Algún día antes, sin embargo, el célebre Padre Hamón le había dicho con gran franqueza: “En la Curia de París les han prevenido en contra suya y no logrará establecerse en esa ciudad.

Usted ha estado ya en muchas diócesis: en Marsella, en Coutances; en todos los sitios ha sido considerada una persona con buenas intenciones, pero incapaz de mantener una obra estable. Su Obra es excelente, puede realizarla en otros Institutos que tengan una base sólida; usted no tiene noviciado y por tanto no puede seguir adelante”. “Yo escuchaba con mucha tranquilidad y de igual manera respondía; fácilmente imaginé quién le había hablado así y él me lo confesó”.

Esta versión del Padre Hamon explica muy bien la causa de tantas incomprensiones, pero los golpes, aún cuando se dan con palo dulce, son igualmente amargos.

La esperanza de Madre Le Dieu ilumina su rostro cuando se apagan las luces de todas las esperanzas humanas. Ella espera en Dios y desconfía de las observaciones de los hombres, por eso no se hace ilusiones.

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Al inicio del nuevo año de 1874, escribe: “Nada es imposible para Dios, pero confieso que en las condiciones en las que nos encontramos, nuestro proyecto debe parecer verdaderamente absurdo”.

En el mismo mes de enero escribe en su diario:

“Veré al arzobispo de Rouen, veré también si es necesario al Nuncio Apostólico, y al Abogado para que defienda nuestros intereses, si después de todo no logramos nada seguro, probablemente me veré obligada a dejar París, pero sin saber a dónde ir ni qué hacer. Sólo Dios lo sabe y yo no tengo la mínima preocupación, ni siquiera la sombra de la preocupación. Es evidente que esta disposición que tengo no es absolutamente natural, teniendo en cuenta que no tengo nada de lo que antes me daba seguridad. Muy a menudo me levanto y me acuesto sin calor, con las manos y los pies helados, en una cama fría. Sin embargo, mi alma se alegra en la paz”.

Un Padre armenio, viéndola en estas condiciones tan lamentables, exclama: “He pensado que si yo fuese usted, ante el fracaso, me retiraría a una hermosa comunidad para dedicarme sólo a la oración”. “No, usted no lo haría. Si como yo hubiera recibido del Santo Padre la orden de trabajar hasta el final, no pensaría así. Él se emocionó y, con mucha devoción, me dio la bendición que le pedí”.

El 15 de enero escribe en su cuaderno personal: “Ayer me recibió el arzobispo de Rouen, cardenal de Bonnechose, que me acogió con la misma benevolencia que la primera vez, y me dijo que como Arzobispo metropolitano él mismo se habría encargado de hacer llegar al obispo de Coutances mi petición, y si no me hubiera quedado satisfecha me podría dirigir al Papa; me dijo que, cuanto antes, le presentara la súplica y de nuevo bendijo el camino indicado por el Rescripto del Santo Padre”.

Pero aquel rayo de sol que ha perforado las espesas nubes pronto se apagará.

“Esta mañana he retomado nuevamente las grandes caminatas, como las de ayer, pero con más fatiga por el mal tiempo y las calles resbaladizas. De nuevo he visto al Padre Hamon, el cual me ha dicho explícitamente que el arzobispo de París había pedido información a los obispos de Coutances y de Fréjus y al recibir su contestación estaba decidido a no recibirme en la diócesis. Era natural que la cosa hubiera terminado así”.

El invierno de 1874, más que crudo fue cruel para nuestras olvidadas de Dios.

No tenemos ni un céntimo, el fuego está apagado, pero el amor arde

“Esperamos la hora de Dios en una situación de penuria que hace un año no podía imaginar. Y el buen Dios multiplica sus gracias para sostener día a día el cuerpo y el alma. Nunca hubiera creído poder soportarla, teniendo en cuenta todas las comodidades que desde hace tanto tiempo eran para mí como una segunda naturaleza; así que nada de calor en la habitación a excepción de una estufa vieja que nos ha prestado una buena señora, pero que es demasiado alta para mí; sólo me sirve para calentarme las manos cuando se me inflaman por el frío y no quieren trabajar. Tampoco tenemos vino, ni café, ni caldo; pasamos las semanas con unas pocas legumbres y con sesenta u ochenta céntimos de carne y pescado. Y tanto la religiosa que está conmigo como yo tenemos las mismas fuerzas que antes, y aún más. Es verdaderamente un pequeño milagro, más aún, se trata de una visible protección de nuestra querida Obra.

Hace unos días, no teniendo literalmente ni un céntimo para comprar un poco de pan, escribí a una señora muy buena y rica, que había sido siempre muy amable con nosotras, para pedirle ayuda al menos con un préstamo de cincuenta francos. Estamos muy contentas de no estropear ni una cerilla, y yo me propongo hacer siempre así durante toda la vida aunque tuviera la posibilidad de poder gastar. No creo haber hecho compras que no haya creído necesarias, pero quizá en la abundancia se exagera.

Es necesario huir de la avaricia porque es un defecto muy feo y malo, debemos amar la economía que es buena virtud y hermana de la prudencia; ella es una ayuda grande a la caridad.

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Tengo un poco de fiebre que combate el frío de la estación en que estamos, pero mi corazón está muy tranquilo y a menudo lleno de alegría, pensando que a mi alrededor no hay nada inútil.

Las provisiones de carne en esta semana han sido verdaderamente curiosas. La religiosa había visto en una carnicería menudos y asadurillas de todas las clases, donde había comprado dos filetes. Los menudos costaban veinte céntimos medio kilo, ella se permitió comprar un kilo y volvió triunfante, teniendo así el primer plato y la carne para toda la semana por 80 céntimos.

El Señor nos conceda no pecar nunca contra su Santa Voluntad. Nosotras nos nutrimos alegremente del alimento de los pobres y yo, no obstante el constipado y el catarro tan molesto, no me siento más débil que cuando tenía tónicos y reconstituyentes. Recuerdo estos pequeños detalles únicamente para la gloria de Dios que me sostiene con su gracia más que con los medios naturales. Espero que pronto Él querrá también la justicia y la realización de su Obra Reparadora.

Quiero anotar los gastos del 20 de enero: de los 50 francos recibidos como préstamo me queda uno con el que compraremos el pan mañana y pasado mañana. Quitando 4 francos para sellos de correos y algunas provisiones, en dos meses y medio hemos gastado cada una la mitad de los francos: 11,50 para comer, lavar, la luz y la estufa. Ciertamente no he engordado, pero camino más ligera y estoy mucho mejor que antes. Las privaciones no matan a nadie cuando se afrontan con ánimo por amor a Dios.

Nos ha tocado pasar de todo, pero Dios hasta ahora no nos ha hecho faltar el pan de cada día; es doloroso no tenerlo anticipadamente, aflige el corazón. Pero, ¿dónde estaría el mérito de la pobreza si no la probáramos?

Ayer una señora rechazó conceder a la religiosa un préstamo de 10 francos para algún día, otra no parecía muy dispuesta a hacernos un favor, otras dos estaban ausentes.

Nos encontrábamos sin nada cuando recibo un billete de 20 francos con el que no contaba en absoluto. El transporte de los muebles me cuesta la mitad de lo previsto y aún menos que la vez anterior, aunque ha subido. ¡Gracias, Dios mío!”.

Llegan las golondrinas, pero no traen buenas noticias

El buen humor nunca falta ni siquiera en cuaresma. Tiene la ocasión de ver a su médico y le dice bromeando: “Hace tiempo no me permitía el ayuno, ahora lo practico”. Como médico me respondió: “A su edad y con su trabajo queda dispensada”. “Verdaderamente creo que no podré soportarlo por mucho tiempo”.

¡Finalmente llega la primavera, pero las golondrinas, para la Madre no traen buenas noticias! Al contrario, llega una que la deja de piedra. Ha muerto en un manicomio Mons. Bravard, privado de la luz de la razón. Ella escribe en su cuaderno: “Hoy recibo una dolorosa noticia: Mons. Bravard debe estar en Sens muy enfermo ya que le han dado los últimos Sacramentos. Nunca le he deseado ningún mal. El Señor haga todo para nuestro bien y me conserve la paz inalterable y preciosa que sobrepasa todo sentimiento y me sostiene en todas las pruebas”.

Llega el verano sofocante de la metrópolis, pero más que el bochorno lo que hace sufrir es la situación de provisionalidad, que debilita y exaspera a tanta gente. Pero ella puede escribir: ”Para mí es una gracia grande que no me falte la paciencia”.

En aquella situación de provisionalidad, sin ninguna claridad sobre el horizonte, de día en día florece la juventud de Sor San Michel y de Sor San Paul. Estas pobres criaturas son felices cuando pueden asistir a algún enfermo. El 12 de julio, Madre Le Dieu escribe: “Ayer por la tarde hacia las ocho y media estábamos las tres en la cama; porque nos sentíamos algo cansadas, habíamos anticipado la hora del descanso cuando oímos llamar a la puerta. De parte de la Condesa Ducatel se pedía con urgencia una asistente para un señor anciano y enfermo en Ternes. Las buenas hermanas se levantaron y una se fue valientemente; ellas están muy contentas de poder trabajar para tener alguna ayuda; ¡pobres hijas!, ¿qué querrá el buen Dios con todo esto?”.

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Si no se conociera la fe ilimitada de la Madre y el amor que aquellas dos jóvenes tienen a Jesús, uno estaría tentado de gritarle a la cara: “¡Usted es una gran cabezota!”. Pero en aquella habitación escuálida, donde falta todo lo necesario, está entronizado el crucifijo.

También en una montaña rocosa puede florecer una flor. “Me han pedido que me interese por un huerfanito que destaca por su buen comportamiento; tiene unos siete años, parece muy débil, pero es inteligente; está muy contento de ser monaguillo, en el altar parece un ángel, por eso siento que le quiero. Tiene gran confianza en San José, espero que sea uno de nuestros primeros niños”.

18 de julio: fiesta de Nuestra Señora de la Bonne Délivrance.

El pasado revive en la miseria extrema del presente. La Madre repasa su vida a los pies de la Virgen Negra, aquellos momentos en los que su juventud se abría ante ella como una flor. “Tuve la idea de pedir a la Superiora General un trozo de pan para comer y así celebrar la fiesta, como hace cuarenta años, en espíritu de abandono a la Providencia. Desde entonces mi vida ha sido un continuo acto de obediencia, es decir, de sumisión del corazón y de la Obra a todo lo que la autoridad me ha pedido sacrificar”.

Lleva a Jesús a un anciano enfermo y lleno de miserias

Madre Le Dieu, que normalmente en su diario escribe las noticias escuetas, se explaya describiendo en varias páginas la conversión de un pobre anciano, privado de afecto y lleno de miserias.

“Dios, ten piedad de todas las miserias, especialmente de la que tenemos ante nuestros ojos en la casa donde habitamos. Al día siguiente de llegar aquí me he encontrado con un anciano que no ha contestado al saludo. No hice caso, pensando que se tratara de algún huésped pobre como nosotras.

Ayer nos han dicho que es el tío del dueño de esta casa y que, a consecuencia de una caída, ha enfermado seriamente.

Me he informado sobre sus ideas religiosas. ”No es por cierto amigo de los curas”, me respondieron. Éste es un motivo más que nos empuja a ayudarlo”. El P. Robillard le dice: “Aquel desgraciado es mi primo, pero me detesta y me injuria y, más aún, injuria a Jolicler, es un gran impío; no creo que logre hacer que se confiese”. “Nosotras haremos todo lo posible rezando y velando día y noche para salvar esta alma”. “Hágalo, buena Madre, aunque será imposible”.

“Pero nosotras por lo menos habremos demostrado nuestro interés”. ¿Cómo acercarlo? Nos hemos ofrecido para lo que necesite; nos lo agradecen pero no aceptan; insistiré y rezaré.

Ayer me presenté muy amablemente, contra el parecer de los que pensaban que nos rechazaría, tanto por las condiciones de la chabola como por el rechazo que el pobre anciano tiene hacia las personas de iglesia. Contra toda expectativa, mi gesto fue bien acogido por el enfermo. Amablemente me dijo: ”Hasta luego”. Y dos horas después me llamó para que lo cuidara por la noche.

Notamos que cada vez se iba fatigando más y escupía sangre abundante. Como temíamos que se tratara de la rotura de un tumor interno o cualquiera otra cosa grave llamamos al médico. El médico nos tranquilizó pero nos exhortó a avisar a la familia.

Me levanté hacia las diez y volví a la cama pasadas las doce, dejando a una religiosa con el enfermo. Aunque he estado de pie desde las cuatro de la mañana, no tengo más sueño ni más cansancio de cuanto he tenido en estos últimos días. El enfermo me ha hablado de la religión como quien no la conoce en absoluto; pero no ha puesto ninguna objeción a mis razonamientos y creo que llegaremos a prepararlo mejor de lo que se esperaba.

20 de julio de 1874. Esta mañana he llevado a la habitación del enfermo agua bendita y una medalla de la Virgen de Lourdes; él cogió la medalla y la tuvo en la mano durante un rato. Llegó un sobrino suyo y se maravilló de verlo tan sereno con nosotras. Pronto le hablaré del sacerdote. Otro obstáculo: su hermana que acaba de llegar no quiere que se le hable del cura; esperaba

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encontrar su ayuda, pero ella piensa que la enfermedad no sea grave. Volví a ver a su primo, que se quedó sorprendido de saber que el enfermo nos mira con buenos ojos. ¡Dios mío, danos esta alma!

21 de julio de 1874. Ayer vino su primo; el enfermo lo recibió como familiar, pero como cura lo asaltó con injurias y blasfemias. Por su parte el criado, que es un sectario, se ha enfurecido y va gritando: “¡Han dejado entrar a un cura! Había prometido a este hombre que los mandaría a todos fuera como hice yo cuando estuve enfermo; lo matarán; no quiero cuidarlo; no respondo de lo que pueda pasar; yo quería mucho a este pobre viejo, mi religión es la estima por la vejez”. El enfermo ha tenido gestos de amabilidad hacia mí; quería hacerle un pequeño servicio y me ha dicho: “No se moleste, no se moleste”. Hasta aquel momento parecía que nunca había hecho caso a cuanto hacía por él. Es necesario aumentar la oración porque el diablo está haciendo su labor. Dios mío, danos la alegría de verlo volver a Ti, bendice nuestra presencia con este prodigio que nadie de los que lo conocen puede esperar.

Lo he recomendado a la oración de 16 Congregaciones religiosas.

Su serenidad asombra a cuantos lo conocen. Ésta, creo que sea ya una gracia, porque según sus costumbres debería imprecar todo el día, sin embargo, no le he oído ni un solo despropósito. Un familiar suyo temía que los de su secta intentaran adueñarse de él al menos después de la muerte. Sólo Dios sabe lo que puede pasar, incluso a nosotras; en cuanto a esto yo estoy tranquila y pienso que seríamos verdaderamente afortunadas si podemos trabajar y morir por el Señor. En este momento me dicen que el enfermo acepta con agrado la confesión; no debemos impacientarnos por nada, cuando sabemos que es el Corazón de Jesús quien se encarga.

Después de tantas oraciones y tantos cuidados inesperadamente llega un comentario: “Es más fácil que se convierta un pecador encallecido que una beata. El buen Jesús, la Verdad misma, ha dicho muy claramente que los pecadores y las mujeres de mala vida entrarían en el reino de los cielos antes que los fariseos. El publicano fue justificado y el fariseo condenado no obstante sus buenas obras. Por eso esperamos lo mejor para este pobre anciano educado en los errores del último siglo. Dios, que a él le ha dado menos, también le pedirá menos”.

En julio de 1874 en París, la Madre asiste consternada a una escena muy extraña, que describe alternando expresiones piadosas y estremecedoras. La transcribimos porque ella, en su inmediatez, experimenta que la salvación de las almas constituye el pensamiento dominante, mejor, la pasión dominante de Sor Le Dieu:

“Caminaba sola, porque la religiosa que me acompañaba se había quedado para hacer las compras, cuando pasé cerca de una mujer fatigada que se apoyaba en un hombre muy joven. La pobrecilla se agachaba exhausta sin dejar de gritar. Pensando que sufría una crisis nerviosa me paré para ayudarla, cuando la vi que se levantaba. Había dejado en el suelo a una criaturita quizá ahogada porque no daba señales de vida. Pedí un poco de agua al menos para bautizarla bajo condición, pero no la encontraron. Una mujer que se había acercado con otras personas recogió a la criatura en el delantal diciendo que estaba muerta y que era necesario llevarla con su madre a un café cercano mientras venía un guardia.

Me retiré muy disgustada por no haber encontrado una gota de agua; en aquel momento en el arroyo sólo había un poco de barro negro. Aquello me emocionó y me sorprendió porque era la primera vez que veía una criaturita tan pequeña. Ha sido cuestión de un momento, sin embargo, me disgusta no haber insistido para mojar la pequeña cabecita: Pensé que estaba muerta; si hubiera hecho el más pequeño movimiento la hubiera bautizado; sin embargo siento dolor en mi corazón por no haber insistido. Y su madre ¿qué será de ella?, ¿quién era? No lo sé, hay que rezar sobre todo por ella”.

Dos espiritualidades se confrontan

En 1874 Madre Le Dieu tuvo la suerte de encontrarse con uno de los mejores hijos de la Iglesia francesa. Éste era Mons. Mauricio La Sage d´Hauteroche, Conde de Hulst, que dejó un buen recuerdo en la historia de la Iglesia y en la literatura francesa. Fue un conferenciante de

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excepción que sucedió a Monsabré en Notre Dame y fue rector de la Universidad Católica de París.

Cuando recibió a Madre Le Dieu sólo tenía 33 años, pero ya tenía mucha fama. Fue capellán en Sédan, en el momento de la capitulación, y atendió a los heridos con una caridad heroica.

Con una dialéctica que nada perdonaba y nada tenía que hacerse perdonar, había defendido a la iglesia en la Cámara de los Diputados.

Mente iluminada que sabía asimilar lo que de bueno y verdadero ofrecía el liberalismo, pero sabía rechazar con extraordinaria energía el agnosticismo y el hedonismo burgués. Mente moderna que combatía con fervor la indiferencia, la incredulidad y el odio antirreligioso, florecientes en los disturbios políticos, que en aquella época se aproximaban. Mons. de Hulst leía muy bien no sólo en los libros sino también en el rostro humano, por eso, cuando vio ante sí a aquella anciana religiosa, que se presentaba como una mezcla extraña de nobleza y de miseria, la escrutó hasta el fondo. Madre Le Dieu, que podría ser su madre e incluso su abuela, no se dejó impresionar por aquella mirada hipnotizadora que sentía y que la escrutaba dentro. En aquel joven Monseñor resplandecía su ser como sacerdote en toda su dignidad y creaba aquel clima en el que la anciana religiosa se sentía a gusto. Monseñor intuyó que en aquel general sin ejército brillaba un heroísmo en la derrota, y en los diversos signos de nobleza decaída se anunciaba la riqueza del Evangelio vivido. Nada más empezar a hablar comprendió que aquella testarudez estaba fundamentada en la esperanza y que la obstinada anciana consideraba realmente secundario lo que estaba en segundo lugar: ella confiaba sólo en Dios.

El diálogo entre estas dos almas grandes es de muy alto nivel, aunque sí su tono dramático nos invita a ver la imagen de un duelo enfrentado entre dos habilísimos caballeros.

“Esta mañana, cansada por una doble carrera, y no teniendo otro tiempo disponible, he ido al Promotor.

–Ya sabe lo que he escrito, me ha dicho el Arzobispo, firme en sus ideas, que no la recibirá; ya tiene muchas comunidades a sus espaldas y no puede ocuparse de la suya. En las condiciones en las que está, esto es imposible.

–Yo no he dado ningún paso, dije con toda serenidad, he confiado al arzobispo de Rouen este asunto que me ha traído hasta aquí, es decir recuperar mis bienes. Su Eminencia se ha interesado, pero como no ha sido suficiente su intervención, me dirigí al Nuncio que se encarga de llevar la causa a Roma.

No cabe duda de que para los asuntos de la justicia se ocupa la Congregación de los Obispos Ordinarios; esto requerirá la investigación de nuestra situación, que es lo que deseo. Lo que me trae a usted, añadí, es ver si en los planes del Arzobispo existe la posibilidad de encontrar un modesto asilo en los suburbios de París.

Ah, dijo, se necesitan religiosas para escuelas, pero ésta no es su obra.

–No rechazaremos esta obra, porque podemos prestarnos a todas las obras de apostolado.

–Vosotras habéis sido florecientes, pero luego habéis decaído y ésta parece ser la prueba de que Dios no quiere vuestro Instituto, tan reducido en este momento.

–Monseñor, eso se puede recuperar, ya que tenemos todas las facultades y las promesas más inalienables de los testigos de Dios.

–¡Ah!, continuó, el Santo Padre bendice todas las buenas intenciones. Basta que haya personas medio locas que vayan a verlo, para que diga “muy bien” a todo lo que pidan. Pero cuando los obispos ven que es imposible, que faltan medios, no están obligados a aceptar las buenas intenciones.

–Muy bien, Dios nos ha dado todas sus gracias con una amplitud que para nosotras no tiene límites. Iremos adelante, y aún después de mí se seguirá adelante. Quizá Dios sólo quiera esto de nosotras, pero ciertamente lo quiere. El párroco de San Sulpicio, que me había aconsejado abrir una casa en París, me dijo que no podía conseguirlo por las advertencias que se habían

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hecho en contra nuestra. Dios lo ha permitido, yo estoy perfectamente tranquila. En la espera sufriremos con esperanza.

Entonces le dije algunas cosas sobre cómo habíamos pasado el invierno; se conmovió varias veces y me hizo comprender que, si hubiera dependido de él, hubiera vuelto sobre sus decisiones; parecía muy turbado al verme tan serena. Pero quizá en este momento Dios no nos quiere en París, porque se podría atribuir este acontecimiento a la intervención del Promotor.

Sin embargo, no haré nada que me permita quedarme, aunque yo no cuente en absoluto.

Dije, concluyendo, que si mi director no me encomendara continuar las gestiones para la fundación de esta Obra Reparadora le pediría entrar en la Congregación a la que usted tiene predilección. Pero tengo que seguir adelante, por eso rece por mí y me bendiga.

Visiblemente emocionado me bendijo, y al despedirme murmuraba: ¡este Obispo!”.

La fuerte normanda se había quedado insensible, mejor dicho, no se había sentido dolida por los argumentos de aquel honesto Monseñor, por eso, como para desintoxicarse, fue a ver a su padre espiritual, Padre Petitot, que era muy enérgico.

“Le confié que Mons. Hulst intentaba persuadirme para que entrara en alguna congregación donde podía igualmente pedir justicia. El buen Padre, muy sorprendido, me dijo vivamente:

–Nunca he tenido una idea parecida. ¡Abandonar su camino porque Dios la prueba! Siga hasta el final y no piense en eso absolutamente.

–He dicho, el final, y esto es hasta el final del mundo.

–Es verdad, dijo sonriendo, adelante y ánimo.

Diálogo sincero

Recobra su enérgico ánimo.

“Yo he dado todo y abandono todo sin añoranza para contribuir, con todos los medios, a la salvación de las almas y al bien de toda la sociedad. Si mis pequeños esfuerzos fueran proporcionalmente apoyados por quien tiene en sus manos el tener y el poder, Francia en poco tiempo tendría un remedio santo y saludable; pero unos por un motivo y otros por otro se oponen; se desprecia una modesta experiencia.

Se desearía que todo estuviera claro desde el principio, olvidando el pesebre y los pescadores de Nazaret; cada uno quería dar importancia a la propia intervención. ¡Piedad, piedad, oh Dios mío, para los que sintiéndose demasiado débiles para poner en práctica sus ideas no tienen suficiente fe ni valor para seguir las vuestras con sencillez!”.

Algún mes después volví a hablar con Mons. de Hulst con el mismo tono dramático:

“He encontrado al Promotor en la Curia; le he rogado para que retome la petición y me responda, pero sólo he obtenido un rechazo completo.

Sin embargo, en París, todos los días hay obras de fuera que vienen recomendadas.

– Puede ser, pero ésas tienen un fin.

–De acuerdo, también nosotras tenemos uno muy necesario para París. Usted lo ha reconocido y me ha prometido todo su apoyo.

–Sí, si el Arzobispo os hubiera acogido.

–Pero, podría dejarnos trabajar por nuestra cuenta sin asumir responsabilidad alguna. De esta forma usted podría cerciorarse, en lugar de creer lo que se dice. Es muy necesario que vayamos a Roma para regularizar nuestra situación y para que sea reconocido lo que hemos hecho y lo que podemos hacer.

Por el contrario si en el norte, en el centro y en el sur se pide información sobre nosotras a quien nos ha engañado, a quien se ha dejado engañar en lo que se refiere a nosotras y a quien

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no quiere tomarse la molestia de conocernos, no sé verdaderamente cuándo podrá establecerse esta santa Obra.

–El hecho es que si en Coutances os hubieran apoyado lo hubierais conseguido.

–Sí, y lo mismo en Fréjus; antes de la calumnia estábamos muy bien, pero no se dan a razones. Sin embargo, tengo una gran confianza en las promesas hechas a esta obra.

–De las promesas yo no me fiaría.

–De todas no, pero de las del Cura de Ars, sí.

–¡Bah! El Cura de Ars, como otro cualquiera.

–Para mí la cosa es distinta.

–Podéis recoger ofertas entre vuestros conocidos.

–¡Muchísimas gracias! No faltaría más prohibir a los nuestros que nos ayuden. Nos han ofrecido la asistencia a los enfermos. ¡También para esto se necesitará una autorización especial!

–Si se apoya en alguna comunidad, no es cosa mía.

–Bien, esto también puede significar una ayuda, si bien no sea nuestro fin específico. Después de todo, al menos rece por nosotras y nos bendiga.

¡Cómo! Me ha dicho emocionado y sorprendido. Yo me niego y usted me pide la bendición.

–Sí, y con toda sinceridad; el hombre administrativo me rechaza pero el sacerdote y hombre de fe aceptará bendecirme y rezar por mí.

–Sí, os bendigo de corazón, me dijo, ¡y que Dios os bendiga también!

–Adiós. Cuando Él quiera, hará ver que la obra es suya.

Tercera parte del diálogo sin medias tintas

En agosto de 1874 se desenvuelve la tercera y última parte del diálogo entre una noble normanda y un brillante Monseñor.

“Me acerqué al Arzobispado; me presenté al Abad de Hulst, desde hacía poco Vicario General y director de todas las obras.

–Reverenda Madre, el Consejo General se ha pronunciado sobre vosotras; vuestra Obra es muy bonita, se la podrá ayudar, pero Su Excelencia no quiere recibiros personalmente. No se puede pensar en una religiosa apoyada en otra que está enferma y que no tiene ni cinco céntimos.

–El párroco de St. Médard, respondí tranquilamente, se sorprendió de que el Consejo se haya ocupado del asunto antes de hacer un serio estudio, que consideraba oportuno para sí y para nosotras.

–Dígale que se podrán llevar a cabo sus planes, pero no con ustedes; ustedes no tienen medios.

–Que sea lo que Dios quiera; para mí es lo mismo trabajar en París o en otro lugar. Bendígame de nuevo, Señor Vicario General, y me arrodillé. ¡Qué raro!, dijo.

–No. Yo le pido con fe su bendición; más adelante verá lo que ahora no conoce.

Me bendijo muy emocionado como la vez anterior. ¡Estoy segura de que él ve en mi empeño y en mi paciencia algo que no es precisamente testarudez!”.

Aquella alma generosa, que vivía de la fe y actuaba sostenida por una fuerte esperanza, tuvo que recordar a Monseñor la imagen de su hermana religiosa de la que él mismo había escrito su biografía. Aquel espíritu de Esposa de Jesús estaba allí delante de él y cantaba en

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medio de las dificultades. La emoción se dibujó en su rostro y Madre Le Dieu advirtió en él una bondad maternal.

Desde el Arzobispado fue a visitar a la marquesa de Aulan, de la que admiró la sencillez de su persona y de su casa. Sin embargo, en el cuaderno anota: “La pequeña baronesa estaba todavía en cama entre almohadas adornadas con bordados y con cintas.

Al médico que la atiende no le parece oportuno desentenderse de ella y le aconseja que se recupere bien. Con el tiempo tan espléndido que hace, esto la entristece. ¡Pobres mujeres del mundo, empeñadas en tomarse el pulso! También yo lo he pasado y sé que la fuerza y la energía contribuyen mucho a la salud; si no hubiera tenido pérdidas de sangre nunca me hubiera creído enferma y tuve que someterme por un tiempo al médico; pero hasta que se pueda hay que contentarse con una cura razonable y hacer a menos de estos señores médicos”.

Hacia la mitad de este mismo mes de agosto de 1874 encontramos a Madre Le Dieu en Lourdes.

Claro que la Salette, donde la Virgen la ha curado y le ha dado el mensaje de la reparación, ocupa el primer lugar entre sus santuarios marianos, pero Lourdes también tiene para ella su fascinación.

La Fundadora quería abrir allí, a los pies de la Virgen, un orfanato, un seminario eucarístico y un noviciado y comenzó las gestiones con mucha esperanza, apenas su antiguo amigo Mons. Langénieux fue consagrado obispo de Tarbes, diócesis a la que Lourdes pertenece.

En septiembre del año precedente, no pudiendo participar en la peregrinación, en su lugar mandó una oración poética que el superior de los Misioneros depositó en la gruta. Entre otras invocaciones el texto rezaba así:

Gruta de Massabielle,

repetidle mis suspiros.

Tengo una inextinguible sed de almas

para llevarlas a mi Dios.

Quisiera que su hermoso amor

doquiera abrasara.

Pero antes de otra cosa,

bien sea riqueza que pobreza,

nada quiero hacer

que la Santa Voluntad.

Regalo de la fiesta: embargo de la cama

En octubre fue a visitar al Padre Thenon que le habló con sinceridad evangélica:

–Buena Madre, me dijo, nada hará con todas estas gestiones. Lo que impresiona y convence al Arzobispo es ver la Obra. Hubiera querido que acogiese dos o tres niños de la vía Vaugirard. Cuando yo salí del seminario comencé así y en seis meses al menos tenía quince.

Cuando el Arzobispo me llamó le dije que tenía una pequeña obra a la que no se debía dejar morir. Bien, dijo el Arzobispo, hazla vivir. Y hemos seguido adelante.

–Si hace seis meses me hubiera hablado así, Padre, hubiéramos hecho lo mismo; pero probablemente Dios ha querido que yo no dé ni un paso sin un mandato o permiso, y esto durante medio siglo.

Haré enseguida lo que me dice; si el día siete estoy segura de tener la casa, el ocho comienzo.

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–Quizá sea una decisión precipitada.

–No, Padre, desde hace diez años estoy decidida a hacer todas las obras de apostolado posibles, porque se me ha encomendado esta misión y he hecho el voto. Sería un buen augurio comenzar de nuevo el Protectorado de los niños pobres el día de la Natividad de María Santísima.

Hace mucho tiempo que deseo combatir el mal y hacer el bien, y sólo el temor a contrariar la Voluntad de Dios me ha detenido para comenzar la Obra, antes de tener una explícita autorización.

–La Curia no puede autorizar lo que no existe; es necesario ver los hechos en lugar de programas y deseos.

–No he pedido aprobación, sino un examen serio y el permiso de vivir en París bajo una buena dirección. Usted sabe la respuesta que he tenido.

–A menudo llegan a la Curia proyectos y nuevas constituciones, pero no hay tiempo de ocuparse de ellos; se necesitan los hechos. ¿Con qué niños comenzaréis?

–Con los pequeños y abandonados; ya tengo tres previstos, que me han ofrecido hace tiempo; uno muy piadoso y modesto, tiene seis años; el otro de cuatro o cinco es mudo; el tercero tiene apenas cuatro años. Con nuestro cuidado preservaremos del mal a estos pequeños seres; y si formamos en la virtud a estos tres habremos salvado tres almas”.

–Muy bien, pronto podrá volver al Arzobispo y decirle: ésta es nuestra Obra. Ir antes sería del todo inútil.

Pero, ¿cómo es posible que esta mujer tan inteligente no se dé cuenta de que la aprobación sigue a la Obra y no la precede? La respuesta es bien sencilla. Antes de comenzar una obra quiere estar segura de hacer la Voluntad de Dios.

En septiembre llega el embargo que su notario, con un poco de buena voluntad, podría haber evitado. Ella habla en términos humorísticos: “Y así el día ocho de septiembre la Madre (la Virgen), como regalo para su fiesta y para honrar su cuna, permite el embargo de mi cama”.

Pero el hecho de que a la Fundadora le hubiera sido embargada también la cama pone en tensión a sus novicias, especialmente a Sor San Paul que no sabía qué hacer si marcharse o quedarse.

Madre Le Dieu comenta: “Aunque me quede sola espero no temer y esperaré a que el Señor quiera dar vida a la Obra. ¡Fiat! No conozco nada más, ni sé repetir otra cosa durante el día y durante mis caminatas; es mi objetivo; sin embargo, siento los golpes de las diversas pruebas y percibo sus mínimos detalles. Ninguna oscuridad en mis recuerdos, ninguna confusión en mis proyectos, ningún cambio en mi firme voluntad de seguir adelante, hasta que pueda”.

El amanecer del día 1 de octubre de 1874 puso fin a una vida de ayuno forzado y de búsquedas inútiles. El nuevo horizonte tenía por nombre Aulnay.

La tempestad no apaga la estrella polar

Siempre he tomado la vida en serio

Madre Le Dieu escuchaba a menudo este estribillo:

“Comenzad, comenzad, comenzad; cuando se vea la Obra en marcha encontrará ayuda; una casa, un trocito de tierra cerca de París y adelante”.

Animada por estas exhortaciones, el 12 de septiembre de 1874 escribió al Vicario General, Mons. de Hulst, que, aunque sin quererlo, le inspiraba confianza:

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“Siempre he tomado la vida en serio, especialmente a la edad de 18 años, cuando hice el voto de obediencia y nunca me he permitido un acto ni interno ni externo sin que se me haya ordenado o permitido por la autoridad superior, cualquiera que sea, y tampoco he actuado cuando he creído que sus deseos fueran distintos a los míos. Por esto es por lo que sufro de muchas formas desde hace más de un año, esperando que Dios me muestre dónde debo plantar mi tienda. Comprendo la prudencia de la Curia y por eso no oso insistir para obtener la autorización oficial; la paciencia y el ánimo que Dios me conserva harán que pueda obtenerla un día u otro.

Mi situación oficial me aconseja, o mejor me obliga, a quedarme en París donde, procurándome los medios para vivir, puedo realizar el encargo que me ha sido confiado de hacer todo lo posible por la salvación de las almas.

En este momento me sugieren que adquiera una casa para acoger a algunos pobres huérfanos, ya que ahora hay personas que pueden asegurar su sustento; comenzando sin pretensiones, puedo esperar en adelante encontrar un apoyo sólido; Dios ve mi deseo de hacer el bien.

Para seguir el camino indicado quiero advertir a Su Excelencia y pedir no la aprobación, que podría comprometerle, sino la ayuda de sus oraciones y su mirada benévola.

Monseñor responde a vuelta de correo.

“No puedo dar a su proyecto la aprobación que solicita porque una de dos: o usted comienza la obra como superiora de una comunidad religiosa, y entonces actuaría directamente contra la voluntad del cardenal Arzobispo, o actúa como una persona seglar que quiere hacer una buena obra, y entonces no necesita nuestra aprobación”.

En esta carta, graciosa hasta no más, se puede leer entre líneas: “Pero, también para hacer el bien, ¿se necesitan tantos permisos?

¡Vaya en paz!

El 24 de septiembre de 1874, la Madre encontró al Jesuita Bienville, el cual la orientó para que fuera a ver al párroco de Sévran, y añadió: “Si no hubiera nada que hacer en Sévran, vaya a Aulnay”.

Como el párroco de Sévran necesitaba tiempo para reflexionar sobre el tema, la Madre se dirigió a Aulnay, pero no encontró al párroco, el cual, apenas llegó, enseguida se dio que hacer para abrir un asilo en su parroquia. Rápidamente fue a París para ponerse de acuerdo con ella y decidieron abrir cuanto antes la obra en la casa de una viuda que, en espera de venderla, se la prestaba gustosamente.

Esta mujer tuvo una expresión exquisitamente cristiana: “Lo que yo doy a los niños pobres, Jesús se lo restituirá igualmente a mis hijos”.

El trabajo del joven párroco Ireneo Coullemont fue rápido y concluyente.

Tres niños y ocho francos

Una vez resuelta la cuestión de la casa, no fue difícil reunir a los tres primeros niños del mismo París: dos vinieron acompañados de sus padres y sus tíos, y uno por su madre; y ellos mismos resolvieron la cuestión económica: en casa no había más que ocho francos y pocos céntimos; en tres años trajeron a casa sesenta francos.

“No sé lo que pasará, anota Madre Le Dieu, sólo sé que estaremos bien durante ocho días con los cuarenta céntimos de compra que hemos hecho en el mercado”. La noche antes de trasladarse las religiosas tuvieron que trabajar preparando ropa para que los niños pudieran cambiarse. Al amanecer del día uno salieron. Conduce la caravana la lechera de Aulnay. El viaje, a pesar de lo incómodo, resulta muy pintoresco y hace pensar en las caravanas de los gitanos. Pero para los pequeños aquel aglomerado de cosas y de personas sobre un carrito tambaleante, y además bajo la lluvia, es una fiesta.

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Madre Le Dieu cuenta con agrado: “Amontonados los seis con todos nuestros enseres sobre el carro, además de la lechera, su hijo y el equipaje, con el peligro de que se derrumbara todo de un momento a otro, bajo la lluvia y un temporal que no nos quería dejar, tomamos el camino indicado y después de tres horas llegamos a Aulnay”. En el umbral de la casa estaban para acogerlos la piadosa viuda, el párroco sonriente y el trabajo esperando. La casa había servido como cuartel a los prusianos y había que limpiarla. La Madre escribe bromeando: “Sólo se cierra una puerta, las otras, interiores y exteriores, se quedan siempre abiertas. Por la noche nos atrincheramos un poco, pero bastaría un empujón para derribar nuestra fortaleza”.

La Madre enseguida comenzó a hacer las gestiones para poder aprobar la naciente Obra, pero el párroco la entretuvo. Con ese descuido o superficialidad o lo que se quiera decir, él privó a la Congregación del acta de nacimiento en Francia, que aseguraría la posición jurídica. Sólo después de medio siglo se obtuvo el reconocimiento legal.

La casa muy pronto resonó como una colmena

Los cantos litúrgicos, las risas infantiles y el ruido de los trabajadores se alternaban con el ritmo de la respiración. Cuando la Madre estaba presente todo lo preveía, todo lo animaba, todo lo reordenaba; ella sola llenaba la casa como la atmósfera misma. Ella escribe: “Rezar es mi luz y mi fuerza. Esto me reanima el corazón y también el cuerpo”.

“Las fuerzas que el buen Dios da a nuestras hermanas y a mí son verdaderamente sobrehumanas. Yo estoy en el cincuentenario de mi profesión religiosa (y en el sesenta y ocho de edad), y nunca me he sentido tan fuerte en el cuerpo y en el espíritu. Simple máquina que funciona solamente por Dios; yo repito únicamente una palabra: ¡Fiat!

Y finalmente he aquí una noticia que hace olvidar la miseria: “En casa tenemos varios centenares de francos que nos aseguran el pan para algunos meses, en el caso de que no se pudiera continuar con estas colectas. Por lo menos tendremos un trimestre tranquilo.

Cada semana una religiosa sale durante alguna hora con un niño y de vez en cuando trae dones en especies”.

Evidentemente, el paraíso aquí abajo existió una vez, pero ya no volverá nunca más; las dificultades llaman a la puerta de casa y alguna vez entran.

He aquí los apuntes de un día cualquiera:

“El día ha estado lleno de incidentes. Una religiosa, tropezando en la escalinata de la entrada, se cayó de cabeza.

Dos niños que la vieron dieron un grito desgarrador. La religiosa, muy valiente, se levantó llena de contusiones y magulladuras y ha continuado atendiendo a los niños. Le hubiera venido muy bien un poco de aceite árnica y de té suizo si hubiera tenido tiempo de curarse. Está más pálida que de costumbre y, sin embargo, la pobre hija tiene que trabajar el doble. Una religiosa tuvo que ir a hacer la colecta.

La señora que nos ayuda en las labores de la casa se ha sentido mal y está en la cama. La colada todavía no está hecha y tendremos que prepararla mientras nuestros cuarenta niños estén en la escuela y durante la comida. Un niño que llegó el otro día, ayer tenía nostalgia de su madre y comenzó a andar hacia la estación. Lo encontró el párroco y con dulzura le convenció para que volviera. Es sorprendente que esto no suceda diez veces al día con todas las puertas abiertas del parque sin que ninguna esté custodiada. Dios los sostiene como a las olas en el mar. Él sabe el número de niños y los cuida. Nuestras buenas hermanas se han fatigado mucho pidiendo limosna. Pero el resultado es bueno ya que la gente ayuda y se muestra interesada por nuestra Obra, y esto anima mucho. En este momento aprovechan de un intervalo para retomar el trabajo de casa. Desde las cuatro o las cinco de la mañana hasta las diez o las once de la noche remiendan la ropa de los niños. Es realmente maravilloso observar su santidad y su devoción”.

Mientras había una cierta serenidad económica la abeja reina estaba en la colmena y todo funcionaba maravillosamente. Pero cuando entraba el fantasma del hambre la Madre tenía que salir.

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Mientras, la buena viuda había tenido que poner en venta la casa que acogía a los niños. Madre Le Dieu pensó comprarla y por eso pidió un préstamo pero no lo obtuvo.

Quien compró la casa había prometido dejarla al orfanato en alquiler, pero luego no mantuvo la promesa.

Los revoltosos en el invernadero de naranjas

Finalmente el alcalde, aunque por motivos políticos, tuvo piedad de nosotras: ofreció a los sin techo algunos locales que se encontraban en la planta baja del invernadero de naranjas del castillo.

Estábamos en enero y la calefacción estaba por llegar.

A estos nobles, que también eran políticos, les gustaba dar limosna, pero pretendían que fuera muy vistosa y poco costosa.

La santa mujer había intuido que el corazón de Mons. Hulst era muy generoso, aunque el cargo que desempeñaba le hacía parecer como un hombre de rigor jurídico, y una vez más recurrió a él.

La respuesta fue la siguiente:

“Me encantaría poder daros una autorización explícita para que algún párroco de París hable de vuestra excelente Obra del orfanato de Aulnay le Bondy, pero las colectas que se hacen en París aumentan continuamente y nos obligan a ser cada vez más cautos en relación a las obras de la provincia. No obstante, y tratándose de una casa cerca de nuestra diócesis y que podrá acoger a nuestros huérfanos, me tomo la responsabilidad de deciros que, si algún párroco estuviera dispuesto a ayudaros, no tendríais que temer ninguna oposición por parte de la Curia”.

La Madre, como siente que la Virgen está en casa más presente que todos los presentes, la ve interesada hasta en la economía doméstica, y por eso con mucho humor, dice: “La religiosa me asegura que en el mes de octubre ha gastado para nosotros (cinco niños y tres religiosas) menos de sesenta francos.

Es una suerte, porque en este momento no preveo ninguna entrada, y sólo tengo cincuenta francos; y esto porque la Virgen Santa me ha prestado veinte francos. Sí, es así, y no es ningún milagro.

Un alma buena tenía guardado algún dinero para la asociación de la Virgen de los Ángeles del P. Bray y como sabía que yo tenía pocos fondos, me ha ofrecido aplazar el envío del dinero, diciéndome con mucha delicadeza: en este momento, la buena Madre no tiene dificultades como usted; lo restituirá cuando pueda... o de lo contrario San José pronto tendrá que prestaros algo para pagar la deuda. La señora, que ciertamente no nadaba en la abundancia, viendo mi pobre monedero todo roto, me dio el suyo con unos cincuenta céntimos; era el óbolo de la viuda; a cambio ella recibirá muchas bendiciones. Dios ha visto todas sus intenciones, que me compensan un poco de los desprecios y de la poca delicadeza de algunas personas. Hoy, más que nunca, doy gracias a Dios que me da tanta serenidad y tanto ánimo cuando soy maltratada”.

¡Qué vida!

Para hacer conocer la Obra, el 15 de enero llevó a imprimir un nuevo programa en el que, entre otras cosas, se puede leer: “En este momento la Obra está apoyada particularmente por todas las autoridades competentes, religiosas y civiles, testigos del bien que ya ha realizado.

El prefecto de Versailles y el de la Seine permiten con agrado alguna suscripción para ayudar a la Obra dirigida por el sacerdote Coullemont, párroco de Aulnay y provisionalmente situada en un local propiedad del Alcalde, Conde de Gourgne.

El fin de la Obra es recoger el mayor número posible de niños abandonados, sin distinción de religión o de nacionalidad y asegurarles todos los cuidados necesarios y la mejor educación desde la infancia hasta su juventud”.

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Para llevar a cabo todas estas gestiones tuvo que buscar alojamiento en París, en la calle Vaugirard, donde permanecía el martes, miércoles, jueves y viernes de cada semana. La vida solitaria de París, impuesta por la necesidad, ciertamente no era la ideal. El 30 de enero, anota en su diario: “Esta tarde, al volver a casa, sentía en el corazón la nostalgia por la vida vivida con regularidad durante tantos años. ¿Cuándo podré volver a sentir cada media hora la llamada a la adoración, a la humildad, a la unión íntima de la comunión espiritual? Estas calles empedradas de París, estas travesías producen una continua disipación y cansancio.

¡Me siento tan feliz cuando logro un poco de descanso! El otro día, mientras esperaba a la esposa del Prefecto, recé tranquilamente el Oficio; a veces lo rezo en el ómnibus; pero a menudo tengo que contentarme con sustituirlo por los Pater de la regla, cuando por la tarde ya no se ve nada en las iglesias. ¡Qué vida!

A primeros de marzo de 1875, Madre Le Dieu fue a la Oficina de la Asistencia Pública y consiguió entusiasmar al director, el Sr. Lambert, el cual, en el mismo momento, le propuso abrir una sucursal de Aulnay en S. Claud, en la propiedad de una viuda sin hijos.

“Los niños no faltan, le dijo el Sr. Lambert, pero necesito religiosas, almas dispuestas al sacrificio”. “Dios mío, anota la Fundadora, sería precisamente lo ideal. ¿Será, quizá, fruto de mi imaginación?

Apenas me hablan de una posibilidad, la loca imaginación se adueña y construye, construye... palacios verdaderamente hermosos.

¡Si dependiera de nosotros poner en práctica nuestros deseos! Yo veo enseguida lo más conveniente y lo primero que hago es elevar el trono del Divino Maestro, que domine todo y al que puedan acceder fácilmente los enfermos y las personas ajenas a la Obra, las cuales a sus pies, podrían encontrar edificación y fuerza. ¿Esta imaginación será del todo inútil? Yo me siento muy feliz cuando pienso que en la eternidad iremos de esplendor en esplendor a través de las bellas construcciones del universo y de las esferas celestes que no nos separarán de Dios, sino que nos harán gozar de sus obras magníficas... Mientras tanto estoy en la buhardilla, lavando la ropa con un vaso de agua, porque no tengo para cambiarme. ¡Ésta es la cruda realidad! ¡Gracias, Dios mío, por la paciencia y el ánimo que me das!”.

Pequeños artistas

El Sr. Lambert no pierde tiempo. Después de haber pedido información al P. Petitot, pasa inmediatamente a la acción. “El día 9 por la mañana, anota Madre Le Dieu: “Se presentan dos chicos en la estación, uno de 14 años, que no sabe leer y que aceptamos sólo para prepararlo a la Primera Comunión; él tiene que ayudar a su hermano de 10 años, que va atrasado en la escuela.

Después de una larga espera llega una mujer con sus dos hijos; es la que manda el Sr. Lambert con algún otro niño para comenzar la Obra; por su aspecto parece una buena mujer.

Tomamos la calle fuera de las murallas y llegamos hasta la Aurore; allí encontramos un carro alquilado por el Sr. Lambert, el más destartalado que uno se pueda imaginar, tirado por un asno y guiado por una chica. Montamos todos en él, pero en la larga y pendiente subida de S. Claud, algunos tienen que bajarse. Luego, según las indicaciones del recorrido, tuvimos que bajar y subir a través de valles y colinas, y volviendo finalmente al camino, después de casi cuatro horas de viaje, llegamos al destino”.

¡Éste es un asno afortunado: en llanura ayuda, y en la subida es ayudado! La nueva casa de S. Claud enseguida toma consistencia y se produce una especie de milagro pedagógico. De hecho el orfanato está abierto desde hace apenas 80 días y los chicos junto con los de Aulnay están en grado de presentarse en público como pequeños artistas. El 30 de mayo se inauguró la estación de trenes a la que asistieron el Obispo, el Prefecto y otras autoridades civiles y militares.

Madre Le Dieu también mandó venir a los niños de S. Claud.

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Por la tarde los niños entretuvieron a la gente con ejercicios de gimnasia, marchas militares y cantos preparados para la ocasión dirigidos por un compañero de tan sólo nueve años. Todos fueron admirados y aplaudidos.

Con las alegrías se alternan los dolores

La casa de S. Maximino, que antes había sido saqueada y luego secuestrada, fue subastada. Pero como nadie concurre, la casa vuelve de nuevo a la señora Planque que así termina de protestar. A Madre Le Dieu no le falta su comentario ascético: “Dios lo ha permitido, Él también ha tenido que repartir sus vestiduras y echar a suerte su túnica. No hay que hacer más que un acto de completo abandono.

Los hombres se empeñan en destruir, pero la Providencia es fiel en todo momento”.

Escribe Madre Le Dieu: “Ayer el buen Dios me mandó a Sor San Michel muy preocupada por mi salud. Así pudimos cortar los pantalones para los niños. Parece que se ha multiplicado la tela, pues no creíamos que hubiera tanta, pero Dios sabe que la necesitamos. Desde que nos regalaron la tela han venido al menos diez niños más. Todos estos niños, pequeños y grandes, me demuestran su cariño y yo también los quiero.

Todavía no he dicho el nunc dimittis, pero lo diré con agrado cuando Dios quiera. Él sólo puede obrar y llevar adelante esta Obra, Él es nuestro único objetivo”.

Y algún día después, confirma: “Ayer el buen Dios nos mandó cuarenta francos cuando ya ni siquiera teníamos diez. Pero, ¿qué es este dinero para dar de comer cada día a más de cincuenta personas? Puesto que todo esto constituye un milagro evidente de la multiplicación del pan, desde hace dos años hasta ahora, no tengo ninguna preocupación”.

Tuvo que combatir la calumnia

Cuenta Madre Le Dieu: “En 1875, hacia la fiesta de todos los Santos, sabiendo que el Obispo se había quedado en Aulnay, pensé que era mi deber asegurarme qué intenciones tenía a nuestro respecto.

El Obispo me recibió más mal que bien por las referencias que le habían llegado desde Coutances y de Fréjus; era realmente extraño que después de todo lo sucedido nos dejase continuar. “Yo ya no os considero religiosas, dijo; el Conde Gourgne es muy libre de tener en casa a quien quiera, pero esto no me obliga a admitir a personas forasteras que no son bien vistas; yo iré a Aulnay, pero usted no me verá porque para mí no existe; nada he sabido de la apertura de la casa de San Claud y no os permitiré hacer ninguna colecta en mi diócesis”.

Le di las gracias por habernos dejado vivir libres no obstante las advertencias en contra nuestra, y le rogué que volviera a revisar nuestra situación pasada y presente.

“Usted, le dije, nos ha bendecido para ir a Aulnay, exhortándonos a buscar un medio para vivir; hemos ido a San Claud porque un empleado de la asistencia pública nos ha asegurado un alquiler que nos permite encontrar el lugar conveniente donde establecernos; bendígame de nuevo”. Y me puse de rodillas. El Obispo, emocionado, me dio su bendición.

La señora De T. ha recibido una carta de su tío que la advierte que no se mezcle en nuestros asuntos, “porque –le dice– nosotras hemos sido secularizadas y echadas de la diócesis de Coutances”.

“No debe tardar en combatir esta calumnia, me dijo Mons. de Sussex; porque hace imposible cualquier fundación pasando de Obispado en Obispado. Mientras no sea aclarada no querrán autorizaros en ningún sitio”.

¡Lo creo! ¡Esto no me turba absolutamente; sin embargo creo que es necesario trabajar para acabar con ella!”.

Pero el director de la asistencia pública, el Señor Lambert, que se ha mostrado tan entusiasmado de la Obra, ¿no le ayuda?

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La diplomacia no es su fuerte

Desgraciadamente la antipatía, como todos los fenómenos vitales, está destinada a crecer y la del Señor Lambert creció hasta la guerra fría. La diplomacia, que en aquella coyuntura se habría vuelto oportuna, ciertamente no era el fuerte de Madre Le Dieu.

La Fundadora, en sus memorias, da este juicio del Señor Lambert: “Hemos recibido una nueva carta del Señor Lambert en la que dice que se niega a pagar las cuentas.

Nuestra directora le contesta a sus palabras con mucha serenidad y sin muchos miramientos. ¡Pobre hombre! ¡Qué pena da verlo en esta actitud! Él puede hacernos mucho daño dada su buena posición y su reputación de benefactor que goza de mucho crédito, hasta que no se le conoce a fondo”. Este burócrata no se limita sólo a recortar los víveres, que a pesar de todo debe a los huerfanitos, los cuales figuran como sus protegidos, sino que denigra con la lengua, que la tiene bastante expedita. Leamos este otro texto del diario: “El Señor Lambert, que había estado mirando al alcalde mientras me despedía le hizo creer que había obtenido cien francos para mí y que no era agradecida..., que no era la superiora, porque tres personas no formaban comunidad..., que mis cálculos no eran los suyos..., que el año pasado había pagado 1.500 francos de mis deudas, que nosotras deberíamos unirnos a una comunidad más importante; todo esto con un aire de ingenuidad y de benevolencia que fácilmente hace comprender cómo un hombre rico tenga incontestablemente que tener razón:

Yo hablé francamente al Señor Conde de mi relación con este individuo y he visto que él me creía más a mí que a él, así me ha parecido”.

Mientras tanto, Madre Le Dieu, para procurar el pan a sus hijos, tiene que afrontar viajes incómodos y llenos de aventuras.

Una extraña compañía

“Hace algún tiempo me he encontrado con una extraña compañía. Llovía y, como no tenía paraguas, creí oportuno aprovechar la carreta de la lechera para no mojarme desde Sévran a Aulnay; me sorprendí cuando vi que cambiaba de camino, y después de dar un giro a la izquierda, me encontré en el mercado de los cerdos.

Nunca había oído una música tan infernal. Los pobres animales, sabiendo “que eran buenos para comer” como en el tiempo de La Fontaine, gritaban en todos los tonos “adiós casa mía”. Tuve que bajar de la carreta para que subiera “uno cubierto de largas cerdas”, enorme y un poco engreído por nuestra presencia. Como todavía quedaba sitio para nosotras, subí de nuevo al carro resignada a soportar durante casi dos horas esta compañía; pero “don cerdo”, enfadado por culpa de una cuerda que lo tiene atado por una pata, tira lo que encuentra a su paso e intenta salir del vehículo. Como no le ayudaban, se puso tan furioso que yo nunca había visto una cosa igual. Por miedo a que con sus sacudidas rompiera la endeble cuerda que lo tenía atado, me arrollara y me tirara bajo las patas del caballo, creí oportuno cederle el sitio. Me encontraba apenas fuera del recinto aduanero y tuve que andar 10 km. a pie y sola, con un viento fuertísimo que me venía de frente y me enredaba tanto el hábito que lo tuve que levantar hasta media pierna para poder caminar.

Un balín sería una píldora indicada

En aquel tiempo de fervor anticlerical, no todos respetaban a las religiosas y Madre Le Dieu, en sus peripecias, tenía su ración cotidiana de insultos: “Hace poco tiempo, en pleno día, iba por la calle de Bac entre mucha gente. Un individuo se puso delante de mí con gesto amenazante y con una voz feroz, me dice: “Pronto tendrás un balín”. Yo levanté los ojos al cielo sonriendo; un balín sería la mejor píldora para una pronta curación y el medio para pagar enseguida la deuda a la divina justicia. He rezado por él, porque, como tantos otros, no saben lo que hacen”.

El viernes santo de 1876, la santa mujer puede hacer el Vía Crucis participando en grado sumo en la pasión de Jesús.

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“Cuando estaba haciendo el Via Crucis me sentía cada vez más tranquila y feliz de parecerme al buen Jesús. Sí, como Jesús, he sufrido toda clase de ultrajes: traicionada, abandonada, calumniada, despojada”.

Una velada musical

En los primeros meses del año de 1877 dos artistas, Petit y Duprez, sin renunciar a sus propios intereses, dieron un concierto de ópera en una velada musical. Después de descontar sus gastos, el resto se destinaría para el orfanato. Los dos artistas, para asegurar el éxito querían inflar la propaganda, presentando la Obra como internacional e interconfesional. Madre Le Dieu, que aborrecía la mentira y el triunfalismo, les escribe esta carta educada pero firme: “Quiero expresaros nuevamente mi reconocimiento por la generosidad y la colaboración que nos habéis ofrecido, pero permitidme que os repita que vuestro programa es muy hermoso y nuestra Obra muy buena para tener necesidad de una publicidad inflada. El benévolo artículo del Fígaro explica perfectamente lo que hacemos y lo que vosotros de verdad queréis hacer. Esto bastará para el éxito de unos y de otros. No debemos desconfiar de la Providencia, que nos ha procurado esta relación y os confieso que no deseamos figurar con estos pomposos anuncios: “Obra internacional para todas las religiones”. Nosotras estamos dispuestas a practicar la caridad sin distinción de religión ni de patria y nuestro Instituto, que ha sido fundado sobre las reiteradas órdenes del Pontífice Pío IX, posee un Rescripto, fechado, escrito y firmado de su puño y letra con los mayores favores que uno puede desear para extenderse en cualquier lugar y siempre; pero en este momento es todavía un pequeño grano de mostaza, puesto a prueba como todas las grandes obras religiosas, y nosotras no queremos que se nos conozca si no es por la sencillez cristiana. Por tanto no nos deis otro nombre sino el nuestro. Atengámonos a este excelente artículo del Fígaro que, espero, se completará con las suscripciones que nosotras le rogaremos que haga, y así quedarán satisfechos todos nuestros deseos.

Los términos de la carta del Señor Ministro del Interior, que aprueba la idea de una suscripción nacional, son muy favorables para no desear otras recomendaciones. Mientras tanto, nosotras nos esforzaremos para que todo salga bien esta tarde del 24 de febrero y os agradezco anticipadamente todo lo que haréis por nosotros”.

Madre Le Dieu tenía que asistir personalmente al concierto, aunque esto no le agradaba mucho: “Se me dice que estoy obligada a asistir personalmente con, al menos, una religiosa y algún niño. Este pensamiento no me entusiasma en absoluto. ¡Es ya suficientemente duro hacer todas las gestiones indispensables! El hecho de estar en el punto de mira de toda esta reunión mundana es para mí un suplicio”.

El 26 de marzo, la Madre anota en su cuaderno:

“El concierto resultó espléndido pero, como estuvo mal organizado, todos dicen que han perdido dinero. Esto nos ha costado 700 francos y nosotras hemos cobrado apenas 400 de los que el maestro Petit reclama no sé cuánto. Quién sabe cómo terminará todo este asunto que nos debía dar un beneficio de más de 1.000 francos”.

Todos podían creer en un orfanato del Estado, pero pocos podían comprender el estado del orfanato.

Un fundador al lado de la fundadora

En este orden de cosas toma forma la figura del párroco Don Ireneo Coullemont. Él todavía es joven, emprendedor y con muy buen espíritu, pero no logra comprender cómo Madre Le Dieu tenga que tener su aposento general en París, cuando en Aulnay urge tanto su presencia.

A él lo que le interesa es el orfanato de Aulnay y no piensa absolutamente en la Obra de la Adoración Reparadora. Trabaja para que el orfanato, que siente como suyo, prospere. Y en realidad su aportación de hombre práctico no es indiferente. Da conferencias a las religiosas y con ellas comparte alegrías y penas sobre todo en ausencia de la superiora. La seguridad que inspira, la convivencia en el trabajo y la comprensión conquista la confianza de las religiosas y él,

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quizá sin quererlo, se convierte en fundador al lado de la Fundadora. Mientras tanto el orfanato de Aulnay permanecía acampado en el invernadero de naranjas del Conde, y sin duda necesitaba que le asignara un domicilio fijo. Para comprar un viejo molino, Madre Le Dieu, hizo alguna gestión con el dueño, que era el conde alcalde

Éste quería un anticipo de 10.000 francos sin precisar el precio total y ponía algunas condiciones por el curso de agua que atravesaba el terreno. La Madre, como educadora y poeta, no quería resignarse a perder el riachuelo, por eso escribe al notario, que era el encargado de la gestión: “Nosotras compramos el terreno en vista del riachuelo para disfrutar de él de modo absoluto y total; derecho al baño, a la pesca, a la toma de agua y a la cascada.

Por tanto, las palabras “riachuelo no incluido” hay que estudiarlas bien”. Y así, como Dios quiso, se llegó a un acuerdo, se firmó el acta notarial y se comenzaron los trabajos de rehabilitación.

El día 1 de marzo de 1879, la algarabía del grupo de niños compite con la armonía de la cascada.

No la conoce, pero quien la suceda ya está preparada

Mientras tanto en octubre de 1876 se tuvo que dar por finalizada la corta experiencia de San Claud porque las promesas del Sr. Lambert se disiparon y Sor San Paul tuvo que partir para asistir a su abuela y a su madre.

En el ánimo de la Fundadora los fracasos no quebraban en absoluto la certeza de que la Obra se consolidaría espléndidamente.

El 1 de abril de 1877 escribe en su diario estas palabras proféticas: “veo que pasaré la fiesta de Pascua en la habitación, donde me encuentro desde hace diez días a causa de un ataque de lumbago que me ha obligado a suspender toda actividad. Dios me sostiene con la paz y la completa resignación. Todas las cosas que me ocurren las veo como queridas por Él y espero firmemente que, si Él permite pruebas y castigos personales justamente merecidos, no quiera destruir la Obra de misericordia y la pondrá sobre cimientos más dignos y más sólidos.

Me siento muy feliz al constatar que, si por una parte los ánimos dejan mucho que desear, se nota una mayor unidad en los deseos y en las actitudes del personal. Con relación a mi salud hemos estado preocupadas. No sé cuándo Dios me llevará con él.

Yo estoy siempre preparada, segura, sin ningún temor, porque Él ya sabe quién va a sustituirme y a cimentar la Obra. Quiero decir que en este momento no la conozco y no pienso que se trate de nadie que me esté cerca, porque en ninguna veo el signo distintivo del maestro que especialmente debe distinguir a las auxiliares Católicas: la dulzura y la caridad perfecta e inalterable”.

Cuando Madre Le Dieu escribía estas palabras, la huerfanilla Tarsilla Morichelli se encontraba en Arpino, en la Congregación de las Hijas del Sagrado Corazón y se preparaba inconscientemente para la futura misión.

A sus quince años no pensaba absolutamente que siete años más tarde y con el nombre de Madre Rafaela, recibiría en custodia la Obra de Madre Le Dieu.

Mientras en la urbe católica preparaban la fiesta de las bodas de oro de Pío IX, el Vicario del Santo Cura de Ars, dijo a Madre Le Dieu: “Es necesario que cuanto antes pongáis en regla la Obra con la aprobación de la Curia Romana”. También en aquel año, con ocasión de las bodas de plata de los primeros votos que emitió a los 18 años, pensó ir a Roma y combinar las dos fiestas: una del padre y otra de la hija.

En aquella ocasión habría concluido las gestiones en los Dicasterios Pontificios. Como si se quisiera entrenar para las caminatas que le esperaban en Roma se ejercitó muy bien, recorriendo París a pie. “No hay día en que cogiendo al menos dos o tres ómnibus, yo no deba todavía caminar dos o tres horas. ¡Nunca hubiera pensado en esta vida tan activa; e indudablemente no la podría soportar si Dios no la quisiera para mí!”.

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Como Job, ¿dónde podré tomar aliento?

“No trago la saliva, y por el contrario expectoro abundantemente; y mi pobre garganta sangra a menudo. Laringitis, bronquitis y catarro se divierten con frecuencia con mi persona como en el año 1868; si no he estado en cama durante este invierno es porque estoy mejor que hace diez años.

Corro como una liebre: la prueba es la caminata que hice el otro día. Me paro en San Felipe de Roule (había cogido el ómnibus porque al principio me fatigaba al caminar). Al no encontrar al señor Cura de Roule, tomo de nuevo el vehículo hasta la estación de Lyon, donde me informaron que las oficinas de esta administración están en la calle San Lázaro. Entonces, encontrándome en ese barrio, aprovecho para ver un momento al señor Cura de Bercy. Voy a pie a la Iglesia de Bercy. Y otra vez a pie me acerco a la Virgen de la Paz.

Un vieja amiga me acompaña a través de los largos jardines. Al encontrar a la señorita C. en cama, no acepto un pequeño tentempié y después de una brevísima parada en la Iglesia de los Mártires, entro en una fábrica de tapicerías, luego voy al Hospicio de Enghien para desayunar; como no estaba la superiora, recurro a una lechería pero, como era día de abstinencia, sólo tomo una pequeña tortilla. De nuevo cojo el tranvía hasta la calle Coumartin; luego doy unas vueltas para encontrar la dirección de la estación de Lyon donde me conducen, por desgracia, al director en persona. Él me dice que no tenemos derecho a medio billete: “Lo sé, señor, pero le pido este favor como una excepción”. Pero él se negó rotundamente.

Después de todo esto retomo el camino a pie con mis piernas ya muy inflamadas para ahorrar al menos algún céntimo, porque, lo repito para quienes me seguirán, yo ahora sé lo que vale un céntimo; con esto no se muere de hambre. Cojo la calle de Rocher y después de una breve parada en la calle Logier, finalmente entro de nuevo en las Ternes...

Por hoy basta.

“Con las pocas provisiones que tenía del día anterior hice una cena muy ligera, es decir, un poco de pan, medio vaso de vino y mermelada.

Me quedé con un poco de apetito porque tenía que guardar íntegros los últimos treinta céntimos que me bailaban en el bolsillo.

El día anterior había comprado media libra de pan.

(Que me perdone el sistema decimal por la verdadera estima que nutro por él en muchas cosas, pero todavía recuerdo con más familiaridad los antiguos términos de pesos y medidas que sus gramos y kilos).

Con el estómago más vacío de lo habitual y el corazón más ligero por la nueva esperanza que nos han ofrecido, he dormido muy bien y me he despertado sin ningún cansancio”.

En busca de una comida

“He calculado lo que tenía que hacer para obtener gratis el desayuno y la comida y así poder ahorrar los treinta céntimos, yendo a pie desde Ternes al Panteón ya que sólo podía permitirme pagar la ida o la vuelta”.

Comienza entonces la peregrinación: el hambre le hace recurrir a la Religiosas de la Caridad, donde encuentra una buena taza de café y excelente pan para comer a discreción. La Superiora de la Adoración está ocupada y por eso recurre a la señora R. que quizá podría invitarla a comer; pero tiene que contentarse sólo con otro café. Luego va a casa de la señora Caraman, “sencilla, simpática, atenta a mis palabras, pero en cuanto al bolsillo nada, absolutamente nada; su nombre no cuenta nada y nada puede hacer; habitualmente se dice que nunca rechaza a nadie.

El paseo nada molestó a mis treinta céntimos, pero me guardé bien de no sacarlos por ningún motivo y continué el viaje para encontrar qué comer. No me permití pedirlo a quien, otras

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veces, me lo había ofrecido, pero no creo que hoy se encuentre en condiciones de dármelo. Fui a la calle Tournefort; la señora M. todavía no había vuelto de París; en la Visitación de la calle Enfer no era la hora para poder ver a una persona, otra se encontraba en la calle Port-Royal, 70; esto me obliga a bajar a la calle de la Ourcine pero tenía la dirección equivocada; mientras tanto sentía que las tazas de café habían llegado al fondo.

Llamo a una antigua casa donde siempre había encontrado algo de beber; me mandan entrar, están a la mesa con invitados y no me dan nada..., amablemente me acompañan a la puerta y me dan las gracias por la visita, pero con esto no se contenta ni el bolsillo ni el estómago. Me dirijo a una casa de beneficencia donde, sin querer recriminar nada, había hecho algún acto de caridad; digo claramente que hubiera agradecido un poco de pan para merendar (eran casi las cuatro de la tarde). Me responden que no pueden molestar a la superiora, que está ocupada desde hace casi una hora y no tienen el valor de darme un poco de pan; me dan un poco de chocolate. Yo sabía que aquel chocolate me irritaría la garganta y no me haría ningún bien, sin embargo, lo cogí”. Siguen otras visitas. “Pero ya era hora de comer algo y aunque creí que no era el momento de ponerme a pedir sola, pensé que tenía que hacerlo para poder obtener algo de pan.

Por eso consulto mis notas y llamo a tres puertas del paseo San Miguel; en la primera me responden que la baronesa todavía no ha vuelto de vacaciones; la segunda: la señora se había muerto hacía un año; la tercera: los señores han salido y no vuelven antes de las siete y además, sólo reciben por la mañana. Eran las cinco de la tarde, y se hacía de noche: sin comer desde las once de la mañana y todo el día de pie sin tener otra perspectiva para descansar que en casa, donde no hubiera encontrado nada”. Ahora llama a una puerta más modesta, abre la misma dueña, escucha la historia, pero no encuentra nada en su monedero, nada tampoco en el de la doméstica, y nada en la habitación. Muy mortificada estaba a punto de despedirla cuando entra el marido y la señora le informa. Él saca el monedero: tiene sólo dos francos y se los da de muy buena gana. Una religiosa de caridad se ofrece para pagarle el billete del ómnibus y le da dos francos para la Obra.

“Y así hacia las siete vuelvo a casa con mis treinta céntimos y cuatro francos que me proporcionan pan, vino y un filete de ternera lleno de sebo.

No es tarde, apenas son la siete; pero estoy cansada, tengo frío, no tengo la posibilidad de obtener carbón, mi apartamento da al norte: voy a la cama. La noche pasada no lograba dormirme porque tenía los pies muy fríos. Esto será un estímulo para las que me seguirán, sin sufrimiento nada se obtiene: ésta es la ley”.

Cada uno toma gusto donde lo encuentra, el mío está ahí

Dios conoce todas las cosas y ve lo más íntimo de mi corazón. La hermosa palabra del profeta siempre es verdadera: todas tus perfecciones, Señor, son infinitas, pero tu misericordia las sobrepasa a todas.

¡Qué consoladoras y qué alentadoras son estas palabras para un miserable, porque son los miserables el objeto de la misericordia! Por eso espero y estoy segura de esta misericordia hacia mí.

Sé muy bien lo que desearía y serían cosas muy hermosas, pero lo único que quiero es que se haga la Voluntad de Dios, porque esto es lo mejor.

Repetiré con San Juan hasta cansarme: no deseo sino la caridad, la caridad que nace de la fe. Nada me resulta más doloroso que ver cómo se ignora y especialmente cómo se violan estas dos virtudes; creo que sea esto, lo que mayormente haya hecho sufrir al buen Jesús. Él podría convertir los corazones, pero no lo hace con la fuerza, como tampoco lo hizo cuando estaba en la tierra; por tanto soportemos como Él ha soportado a sus discípulos que fueron tan rudos hasta Pentecostés. ¡Jesús mío, dadme vuestra paciencia, vuestra adorable dulzura! Puesto que he sido formada con la mejor educación y en la caridad más sincera, todo esto lo considero tan sencillo y natural, que las faltas y los vicios me parecen imposibles; y siempre soy víctima de la buena fe.

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“Usted será castigada por su bondad –me decían últimamente–. Usted pretende que todos sean como usted”. Sí, y tanto peor para quien no imite al buen Jesús, dulce y humilde de corazón. Cada uno toma gusto donde lo encuentra, el mío está ahí.

Las religiosas quieren comprarme un hábito nuevo, verdaderamente no se trata de un gasto de lujo sino de absoluta necesidad. No tengo tiempo de arreglar el único habito que tengo y que llevo puesto todos los días desde hace casi cuatro años.

El tiempo pasa y todo se acaba; luego, como las estaciones, todo comienza de nuevo en el momento querido por Dios, gran artífice de las obras reparadoras. Yo ahora pongo mi confianza en todas las demoras, en todas las contrariedades; y espero tranquilamente la muerte, quizá como el fundamento más sólido de nuestra santa misión. No cesaré de trabajar con todos los medios y con todas las fuerzas, pero me abandono sólo en Dios que tiene en sus manos los corazones de los hombres y dispone de todas las riquezas. Las riquezas del príncipe de este mundo no son nada comparándolas con las de Dios; no quiero sino su gracia, su sabiduría y religiosas según su corazón. Estos son los votos que formulo para el nuevo año ante el pesebre.

Devota peregrina en la ciudad eterna

En junio de 1877 Madre Le Dieu, devota peregrina, estaba ya en Roma.

Su primer pensamiento fue el de ver de nuevo a los amigos del año 1862: Padre Régis, el cardenal Defalloix, Mons. Boseredon, Secretario del cardenal Villecourt, los cuales se mostraron favorables a la apertura de una casa en Roma. El 13 de junio llevó la solicitud al cardenal Vicario Monaco la Valleta.

“La santa misión que hemos recibido de las repetidas órdenes del Sumo Pontífice Pío IX, especialmente desde hace más de diez años, lleva el sigilo divino de las más grandes y continuas pruebas que, sin embargo, no nos han hecho perder la paz y la esperanza, fundada en el testimonio de dos de los más grandes siervos de Dios de nuestro tiempo, el venerable Vianney, Cura de Ars, que más de una vez la ha profetizado y bendecido, y el Santo Padre que la ha autorizado con su maravilloso e inalienable Rescripto autógrafo del 15 de enero de 1863, el cual concede los más amplios beneficios religiosos en cualquier lugar y en perpetuo. La salud no me permitió entonces abrir una casa en Roma como me pedían los protectores, los eminentísimos cardenales Villecourt, Barnabo y muchas otras relevantes personalidades.

Nosotras hemos entregado con alegría todos nuestros bienes a las primeras casas. La Providencia nos muestra claramente, con la simpatía, el apoyo moral y con la colaboración que generalmente obtenemos, que quiere y puede sostener a las que todavía se deben abrir.

Nuestro trabajo, nuestras cualidades y las ofertas siempre serán suficientes. Nunca seremos un peso en los lugares donde podremos vivir bajo la dirección de buenos superiores porque caminamos con sencillez, prudencia y caridad.

Nuestros antiguos y buenos amigos, el eminentísimo cardenal Defalloux, el Rvdmo. Padre Régis, Abad de la Trapa, y Mons. Boseredon nos aseguran con mucho gusto su consejo y su asistencia con el beneplácito de Su Eminencia, para establecer en Roma, en cuanto sea posible, la Obra que tanto desea ayudar a las almas piadosas, procurándoles cobijo y asistencia para santificar su peregrinación. Obedientes en todo a las leyes canónicas, nosotras seguimos la regla de San Agustín y las Constituciones aprobadas desde hace más de veinte años por los obispos de Coutances y de Fréjus como experiencia del Instituto.

Por eso le suplicamos humildemente nos conceda su protección para la apertura de una casa en Roma. Nosotras estamos dispuestas a renovar en sus manos nuestros votos de obediencia y de entrega total”.

Cuando la carta ya estaba sobre la mesa del Cardenal, la Fundadora se presenta personalmente al purpurado, y le propone abrir una casa en el nuevo barrio de Santa María Mayor, donde ya se habían establecido los protestantes. El Cardenal respondió complacido: “Bien, diga al Padre Régis que venga a verme y nos pondremos de acuerdo”.

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El huevo de avestruz

Monseñor de Luca, Secretario de la Congregación de los Obispos y Regulares de la que dependían las casas religiosas, se manifestó a favor. “En cuanto sea posible, nos interesaremos con mucho gusto de su gestión porque en este momento estoy solo. Un compañero está enfermo, otro está ausente; por tanto no puedo ocuparme antes del final de las próximas vacaciones, es decir hasta octubre. Pero puede venir igualmente para poner el fundamento de su Instituto en Roma. Le aseguro que no encontrará obstáculos. Sus proyectos son verdaderamente interesantes, venga si usted lo desea”.

Madre Le Dieu, demasiado ocupada en consolidar la casa de Aulnay, tuvo que contentarse con las buenas disposiciones y promesas como en 1863.

–“Mi querida Madre, le dice jocosamente el Padre Régis, si desea dejar Roma antes de haberse establecido definitivamente, no imite al avestruz que pone el huevo y luego se olvida de él.

–No tenga miedo, Padre; si tuviera que morir por esto, abriríamos muy pronto el huevo, con la gracia de Dios. Muchas veces he sonreído ante este pensamiento. Sí, construiremos con empeño nuestro nido”.

Ella, tanto en París como en Roma, está siempre en oración.

Llena de oración los tiempos muertos como se rellenan los rincones de la maleta. El rosario y el libro de las Horas no le abandonan nunca. Usa uno u otro en la antesala de un cardenal como en el ómnibus. “Continúo mis prácticas piadosas y finalmente me han admitido a la presencia del cardenal Barnabo. Él es muy amable, muy accesible y me dice textualmente: “Con mucho gusto ayudaré a su Obra, no sólo en Roma, sino en cualquier lugar, para que podáis tener muchas personas dispuestas a entregarse y ayudar a nuestras misiones.

Será para nosotros una reliquia

Madre Le Dieu, en su segunda estancia en Roma, no tuvo la suerte de obtener una audiencia particular con Pío IX, pero lo vio varias veces.

El 25 de julio, día antes de marchar, pudo asistir a la audiencia general del Papa. “Su aspecto, escribe, era muy vivaz y la voz la tenía mejor que en el mes de junio; su modo de andar me pareció el mismo que en 1863. Cuando estuvo cerca, le rogué que diera una bendición especial al libro de las Horas; ¡qué pena que no era nuevo!

El Papa lo cogió por un momento en sus manos. ¡Qué suerte! Él ha tocado la pobre funda; será una reliquia para nosotras”.

Madre Le Dieu volvió a Francia en barco. En Marsella la esperaba Sor San Michel muy emocionada, y apenas la localizó entre los pasajeros, comenzó a hacer gestos de alegría. “Le hice una señal para que no me esperara bajo el sol durante todo el trámite del desembarque y que fuera a esperarme a la aduana. Creyendo que tenía que personarse enseguida, desplegó sus alas tan rápidamente que dos sacerdotes, que estaban a mi lado, comenzaron a reírse con todas las ganas, diciéndome que, a pesar de la circunstancia atenuante de la alegría que le causaba mi retorno, como es natural, yo le debía castigar por haber faltado a la seriedad religiosa de ese modo. Yo comprendía el estado de ánimo de la buena religiosa; la alegría de volverme a ver, evidentemente dominaba todo. Dado mi ligerísimo equipaje, ahorramos el ómnibus hasta la Cannebrière, y esto fue una suerte porque encontramos una iglesia abierta por el camino y entramos justo a tiempo para cantar con mucha devoción el Tantum ergo y el Laudate Dominum Omnes Gentes, que siempre repito con mucha alegría, sobre todo en tierra extranjera”.

En Roma, la pobre Madre, visitando las basílicas y subiendo y bajando las escaleras de los dicasterios eclesiásticos, había dado una buena paliza a su cuerpo, al que ella llamaba graciosamente “Martín”, como los leñadores normandos llamaban a su asno.

Por eso ahora habla de él con ternura.

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La montaña de la Salette es como un imán

“Ciertamente, Martín no está obligado a hacer todo lo que no ha hecho en su juventud. ¡Pobre animal! siempre con más ánimo que fuerza. La alegría lo sigue por donde va. Y se siente feliz de estar al servicio del buen Dios. Aunque a veces duda, nunca se resiste.

Llegando a Grenoble intenté hacerlo descansar en la casa de la Providencia, pero estaba llena, así como el albergue donde me acompañó una religiosa. Entonces pensé que una antigua conocida de la Salette, una buena mercera que vivía muy cerca de allí, me habría indicado un alojamiento decoroso y más barato que al que yo iba otras veces. Ella me ofreció la comida y la cama. Con agradecimiento lo acepté, y al día siguiente más cansada aún que el anterior me encaminé poco a poco al Obispado. Encontré tan amable a Monseñor que mis piernas se restablecieron algo. Él me prometió su aprobación, luego añadió: “Sería necesaria vuestra Obra en mi diócesis. Hay personas que asisten a las niñas, pero no hay nadie que se ocupe de la asistencia de los niños”. “Bien, respondí. Si Su Excelencia nos ayuda, nosotras intentaremos venir lo antes posible”.

El calor del mes de agosto no le impidió hacer una visita a los lugares que habían acogido a su padre enfermo. “La anciana y buena superiora de Laus, me recibió con gran alegría. Tanto ella como las demás religiosas, no sólo se acordaban de mis visitas a Laus, sino también de la estancia de mi padre. Me atendió muy bien y me acomodó en la habitación que había ocupado mi querido padre. Tanto aquí como en Fréjus el recuerdo de este buen anciano todavía es venerado. Todo me hablaba de él con gran ternura, y he tenido la dicha de encontrar respetada su tumba. Han hecho ya dos exhumaciones alrededor de ella y no han tocado la cruz que lleva sus iniciales y la verja que la rodea. Creo que esto es un detalle de la Providencia que quizá, nos llamará allí un día. No he tenido medios económicos para comprar este lugar y la tradición lo custodia respetuosamente, mientras de ordinario, se quitan todas las cruces y las letras de los nombres, cuando los sepultureros vuelven a enterrar nuevamente en ese mismo lugar. La tumba está más baja que las demás y la verja enterrada hasta la mitad porque han echado dos veces tierra alrededor. Pero nadie ha tocado las cenizas benditas de mi padre”.

Evidentemente la montaña de la Salette que estaba tan cerca le atraía como un imán, y en la vigilia de la Asunción, la subió mientras caía un fuerte temporal.

Cuenta en el diario: “En la cima de la montaña llovió a cántaros. Mi paraguas se rompió por el fuerte viento y estuve a punto de caer con el asno por un precipicio: una lluvia fortísima me penetraba hasta los huesos. Cuando llegué, me tuve que cambiar de la cabeza a los pies. Allí me refresqué de mi viaje de Roma: y es sorprendente que no me haya puesto enferma por haber tomado este baño de agua tan fría cuando estaba sudando. Verdaderamente me constipé un poco pero se me pasó durante la fiesta del día siguiente, que por cierto fue muy bonita. Hubo numerosos peregrinos y procesiones con antorchas; no faltaba nada”.

En Aulnay encontró flores, pero de papel

Se había abierto un establecimiento de flores artificiales. El propietario Boidin, en el verano de 1876, había pedido religiosas al párroco Coullemont. Él hubiera hecho un gran negocio porque las religiosas habrían sido escrupulosas directoras y la mano de obra de los chicos hubiera supuesto cuatro perras. El párroco, que dudaba bastante del carisma de la Fundadora, vio en aquella propuesta una solución para el orfanato. Asegurada la consistencia económica, quedaba por garantizar la permanencia de las religiosas. ¿Pero, no eran pocas las vocaciones? La anciana Le Dieu, tan mal vista por algunos obispos, ¿lograría hacer sobrevivir su Congregación nacida bajo tan mal signo? Él, que se sentía el fundador del orfanato y se había encariñado con las religiosas, creyó hacer sus intereses y los de ellas, agregando la Obra a otra, según él, más consistente, por eso mantuvo contactos con el Padre Faller, director de las Religiosas Alsacianas e intentó fusionar las dos congregaciones. Este suplantar a la Fundadora era claramente deshonesto, pero él sentía poco remordimiento porque creía así beneficiar al orfanato y a las religiosas. Sor San Paul había escrito al Padre Petitot.

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La Madre describe la escena que tuvo lugar cuando el cartero entregó la carta de contestación. “Durante nuestra conversación, el cartero llama y dice que trae una carta para Sor San Paul. Es del Revdo. padre Petitot, exclama ésta, abalanzándose hacia el mensajero. Y de hecho, ella trae la carta temblando.

–Y bien, le digo, lea esta carta, hija mía. Usted puede escribirle directamente y recibir sus consejos, ha hecho bien en dirigirse a él, para este asunto como para cualquier otra dirección extraordinaria.

–Madre, el sábado por la tarde, ya no podía más y después del trabajo, a la una de la mañana, le escribí unas líneas diciendo que el párroco y usted no iban de acuerdo sobre lo que él la aconsejaba, y como sé que él la conoce perfectamente le he preguntado a quién hay que creer y qué hay que hacer.

–El Padre es tan sobrio en escribir, que en ocho años me ha mandado sólo unas líneas para decirme amablemente que el Padre Hamon es suficientemente competente para dirigirme él sólo. Por eso me quedé tan sorprendida como feliz. Y mientras decía esto, yo entregaba la carta a la religiosa. Ella me suplicó que la leyera en voz alta. “Yo nada temo, dijo, todo lo que le pregunté estará explicado ahí”.

Temblaba: y yo leí las siguientes palabras: “Mi querida hermana, he dicho que afiliarse a otra congregación es una cosa poco agradable y es necesario evitarla mientras se pueda; pero si no se puede, conviene someterse como a una necesidad dolorosa, poniendo las condiciones más favorables con el fin de hacerla lo menos penosa posible.

Pienso que no deba separarse de su superiora y que es necesario esperar a ver cómo se desarrollan las cosas. En la espera, ore”.

Ceguera fulminante

Además del juicio tan categórico del P. Petitot, a Madre Le Dieu también le daba garantía un hecho que ella consideró como una señal del cielo.

El párroco Coullemont ya había preparado la fusión, pero a la hora de firmar el acta le sobrevino una ceguera fulminante y no pudo firmar el documento. Pasadas unas horas, el párroco recobró la vista, pero ya no deseaba firmar.

Mientras tanto, en el corazón de la condesa se había encendido un gran deseo de prestigio. Para hacer competencia al señor Boidin, también ella quiere abrir una fábrica de flores; ofrecería los locales del molino y cedería el invernadero de naranjas para los talleres de los chicos. Madre Le Dieu no confiaba en esta caridad que se alimentaba de prestigio y temía que los niños fueran explotados, por eso pensó cambiarse a Versailles.

El director de las Religiosas Alsacianas no había perdido ni el deseo ni la esperanza de firmar el acta de fusión: lo que más llama la atención de este asunto es que el conde y la condesa, que hasta ahora habían sido dispensadores de beneficencia, ven con buenos ojos la fusión. Ellos no tienen nada que perder. Madre Le Dieu, como si la hubieran quitado veinte años de su edad avanzada, con gallardía juvenil, sale en defensa de la Obra y muestra la fiereza de los antiguos caballeros.

Da rienda suelta a su carácter normando

La Fundadora, segura de sí misma, afirma: “Hay momentos en los que, sin sombra de vanidad, hay que mantener la dignidad personal”. Por eso pone sobre aviso al conde-alcalde. Ella cuenta muy simpática: “Vimos aparecer, con solemnidad, al párroco y al alcalde, y sonriendo dentro de mí, al verlos uno al lado del otro, les esperé sin pestañear. El señor alcalde, al verme completamente serena, dudó por un momento y luego se decidió a preguntarnos qué queríamos: “Señor conde, venimos para saber qué desea de nosotras. Usted tiene la potestad para aceptarnos o no en su Ayuntamiento; pero querer unirnos a una congregación completamente

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desconocida para nosotras es otra cosa. Podemos cederle el sitio, si usted quiere; pero para comprometernos con ella, tendríamos que tener claro unas ventajas que no vemos en absoluto. Y desde el momento en que recibimos directamente de Roma la protección especial, no podemos enredarnos con un superior extraño”.

Personas muy cercanas, incómodas ante esta sincera declaración, han intentando convencernos de que querían nuestro bien. Continuamente nos metían por los ojos los beneficios que habríamos de recibir y también la imposibilidad de seguir adelante solas, siendo tan pocas y con tan escasos recursos; por el contrario estas buenas religiosas, numerosas y ricas, de un golpe nos habrían podido ayudar a construir un hermoso edificio para doscientos niños.

Nosotras tendríamos cargos honoríficos y un futuro asegurado; también me habrían dejado, muy generosamente, el título de Fundadora. Sólo teníamos que tragar la píldora bien azucarada y dorada.

Confieso que varias veces estuve tentada a entrar en el juego de sus propuestas y de sus palabras; pero me contuve y, según mi costumbre, respondí muy educadamente y sin cambiar mi modo de hablar. Sor San Paul, interpelada también ella, dio francamente las mismas respuestas que yo. Finalmente levanté la sesión. Sentía pena del pobre cura, casi ciego y del conde, inducido por los caprichos de su propia mujer”.

Aquel “finalmente levanté la sesión”, revela todo el carácter de la noble normanda. Hay que tener presente que ella se encontraba en el despacho del alcalde.

“Recordando esta escena, me venía a la mente el Evangelio: “En aquel tiempo los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se reunieron entre ellos para coger en fallo a Jesús, por sus palabras”. El buen Jesús no cayó en la trampa. Yo me sentía fuerte en su fuerza porque Dios y el derecho estaban de nuestra parte.

El señor conde, al marchar, nos dijo que lo pensaría. Ya no estaba tan brusco como al principio”.

Convencido el conde, ahora era necesario intentarlo con su dulce esposa, pero ésta, con un temperamento entre visceral y emotivo, era bastante alérgica a la lógica y, por tanto, más que convencerla había que dejarla desahogarse.

He aquí la táctica distinta que usa Madre Le Dieu: nosotras os dejaremos decir, vosotros nos dejaréis hacer.

“Recibí la invitación para volver a visitar a la condesa de Gourgnes, que deseaba verme. “Déjela que diga todo lo que quiera, me dijo una persona que intervenía con benevolencia. De hecho fuimos recibidas después de varias horas de nuestra llegada. Digo “fuimos”, porque fui a ver a la condesa con todas mis religiosas y la dejamos hablar cuanto quiso. Durante una hora y media, afirmó: que ella había actuado mirando nuestros intereses, porque nosotras éramos incapaces de mantenernos solas, que había tenido que sufrir mucho para sostenernos hasta el día de hoy, que evidentemente estaba demostrado que no podíamos conseguir nada, que teníamos que estar muy agradecidas y que teníamos que asegurar nuestro futuro, anulándonos completamente mediante la fusión que ella nos proponía.

Como aquel día no respondimos absolutamente nada, la dejamos muy contenta por su modo de razonar y con mucha esperanza de que nos someteríamos”.

Choque frontal

¡Qué lástima que el enfrentamiento con el Superior de las Alsacianas sólo fue epistolar!

“El 23 de octubre recibía la siguiente carta: Reverendísima Madre, ya nos conocemos un poco; ¿nos conocemos suficientemente como para hacernos una recíproca confidencia? ¡Dios lo sabe! ¡Que se haga su Voluntad! Ustedes lo dicen todos los días y nosotros también. Esté segura de que nadie en el mundo compadece sus duras pruebas mejor que yo, que también conozco un poco lo que son las desilusiones, el vacío que producen en el corazón. El bálsamo más saludable es siempre aquella palabra tan pequeña y a la vez tan grande y sobre todo tan meritoria: “¡Que se

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haga su Voluntad!”. También el pobre, y al mismo tiempo tan rico, Cura de Ars la ha experimentado cuando se le quitaba su casa de “Providencia”, su querido orfanato. ¡Nosotros no probamos menos desgarro que el santo Cura de Ars cuando nos arrebatan nuestras pequeñas “providencias”! Pero con la fe que nos queda vemos la gran Providencia que colma felizmente los terribles abismos que las pruebas producen en nuestro pobre corazón.

Por lo que me han dicho, usted ama la Adoración Perpetua, nosotros también la amamos hasta la locura; usted ama a los niños, y nosotros también; usted quiere glorificar a Dios, y también nosotros. Y bien, usted sabe que la unión hace la fuerza y que la Sagrada Escritura nos dice: “¡ay del que está solo!”. Por tanto, ¿no habría posibilidad de fortificarnos recíprocamente por medio de una santa unión? Unión de oraciones, unión de pruebas, unión de dolores, unión de experiencias. Oremos, y después de un período de reflexión quiera honrarme con una pequeña palabra de respuesta. Su humildísimo siervo Faller”.

Respuesta: “Señor Superior, hace unos días he recibido su carta, sin embargo no quiero tardar en agradecerle las ofertas que me hace. No arriesgamos nada ni usted ni yo con una sincera unión de oraciones; por lo demás, habiendo recibido la orden formal de nuestro primer cardenal Protector “de no comprometer mi libertad de acción antes de tener un superior nombrado directamente por la Curia de Roma, por temor de ver que se apague la luz que se me ha dado a mí hasta este momento para este Instituto”, no debo, como no lo he hecho en el pasado, comprometer esta libertad sin una decisión superior y suprema. Siempre he ido derecha a Dios a través de las autoridades competentes, sometiendo humildemente mi razón y mis deseos a las circunstancias tan difíciles que han obstaculizado nuestra iniciativa, y últimamente las circunstancias me han impulsado fuertemente a poner este granito de mostaza bajo la inmediata protección de la Santa Sede, que es camino seguro y sin falsas ilusiones. Cuanto antes se debe examinar nuestra situación para nombrar un cardenal como Superior General de esta querida misión, tan admirablemente aprobada y probada. Quizá podremos ayudarnos recíprocamente para la gloria de Dios y la salvación de las almas, como parece que usted desea, si Dios quiere concedernos los grandes proyectos que dio al Padre Noailles, el cual ha dividido las obras de su Instituto con reglamentos totalmente diferentes para mantener intacto el espíritu de cada una. Solamente de esta forma podría abrazar, sin limitarla en nada, la gran misión que nos ha confiado el Sumo Pontífice Pío IX, misión a la que Su Santidad ha concedido los beneficios más deseados en un inalienable Rescripto de su puño y letra, para sostenerla a través de los siglos, en todo lugar y siempre.

En este caso os recibiría con mucho gusto en París, calle Demours, 19; sin ninguna influencia por parte de nadie podremos recíprocamente entendernos ante Dios y sólo por Él. Es necesario que esto se haga lo antes posible, porque las circunstancias actuales acosan de tal forma que no debo tardar en tomar una decisión seria y firme a este respecto. Durante éstas y otras grandes pruebas no he perdido la paz del perfecto abandono ni he deseado otra cosa sino su Santa Voluntad y no la mía; por eso tengo la confianza puesta en Dios para el presente y para el futuro. Tenga la bondad, señor Superior, de decirme si le puedo esperar aquí y qué día”.

Usted es demasiado honrada

3 de Noviembre.

“Reverenda Madre, su honrada carta expresa claramente su punto de vista o mejor dicho sus firmes decisiones. Pero este modo de ver, estas resoluciones no las manifiesta de un modo explícito: se limita a decir que no cambiaría absolutamente nada; y que es ésta la voluntad de vuestro primer cardenal Protector; que espera un superior directamente nombrado por la Curia de Roma; en fin, que manifiesta la idea de un nuevo Instituto para el que solamente usted tiene la luz. Me pide que tenga amplitud de miras, que no decida nada y que en todo esté subordinado.

Yo también, Reverenda Madre, me he dirigido a la Iglesia, también mis proyectos han sido alabados y se me ha prometido la aprobación. El difunto cardenal Mattieu ha escrito a nuestra Superiora General que hubiera sido feliz de obtener antes de morir los privilegios de la Santa Sede que deseaba solicitar para ella. Pero, ¿qué consigue con todo esto? Consigue que aprueben nuestro deseo de desempeñar una obra para la gloria de Dios y la salvación de las

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almas; consigue también que nos pongamos manos a la obra y nos dejemos guiar por la Providencia como los niños. Consigue, finalmente, que después de haber luchado, hecho, deshecho y vuelto a hacer, podamos y debamos presentar a la Iglesia la obra, y entonces la Iglesia juzgará si es o no digna de usted. Por tanto, Reverenda Madre, creo que su Obra, todavía en germen, se debilitará y morirá lo mismo que muere la semilla a la que le falta la lluvia y el aire. Usted es demasiado honrada, rehúsa la ayuda que la Providencia le manda, pide la acción inmediata de Dios y olvida que Dios elige lo pequeño y débil para confundir lo que es fuerte.

Sí, Pío IX no es absolutista como usted cree; al contrario, él invita a todos los buenos a una santa alianza, como hacen los malvados para conseguir sus tristes fines. ¿No es por esto por lo que Francia va mal? Cada uno quiere seguir sus ideas y rechaza las de los demás.

En Aulnay se me presiona para que tome una determinación con respecto al orfanato del castillo; pienso que Sor Ana no rechace mis orientaciones. No deseo, Reverenda Madre, actuar sin usted y menos aún en contra suya. Juntos podríamos conseguir la Obra tan hermosa de la Adoración Perpetua. Podremos aumentar el número de los alumnos, etc. El párroco lo desea, el señor Conde, hombre de Dios, lo desea también. Así que dígame francamente cuáles son sus sentimientos a este respecto. Actualmente me ofrecen tres nuevos edificios; no tema actuar contra la voluntad de Dios...

San José también es nuestro Patrón. No solamente unión de oraciones, sino también unión de acción. Por otra parte, nosotros no rechazaremos sus puntos de vista y sus proyectos; dígnese comunicárnoslo. Su Obra podría ser muy útil para nosotros, y cuando digo “nosotros”, entiendo nuestra obra que se resume en estas palabras: Adoración perpetua, cuidado a los enfermos y educación. Nosotros tenemos religiosas en América dedicadas a las personas de color, y dentro de poco tendremos otra misión entre los indígenas. Sus méritos no quedarán ocultos y a la hora de la muerte será feliz de poder bendecir a sus religiosas y a sus niños.

Dígnese, Reverenda Madre, honrarme con una nueva y pronta respuesta y de aceptar nuevamente la confirmación de mis devotos sentimientos. Su servidor Faller”.

Esta unión no se hará ni ahora ni nunca

6 de Noviembre de 1877.

“Señor superior, es evidente que una simple carta no puede ni debe concluir este asunto tan importante que usted propone. Con mucho gusto le entregaré nuestras Constituciones en la próxima visita, visita indispensable si queremos entendernos; a estas Constituciones están unidos los preciosos beneficios y es mi estricto deber conservarlos; usted verá si su obra puede aceptar estas Constituciones.

Me he expresado muy francamente. Señor Superior, tenga la bondad de notar que no limito ninguna de sus ideas y no le pido ninguna concesión. La fusión solamente sería conveniente en caso de que nos apoyara sin hacernos desaparecer y nos ayudásemos recíprocamente sin confundirnos. Usted no tiene necesidad de nosotras para ir adelante, y nosotras sin embargo, tenemos paciencia y ánimo esperando extendernos cuando Dios quiera. No queremos que esto suceda antes de que lo quiera Roma, que se pronunciará sobre este Instituto después de haber examinado hechos concretos.

Roma verá nuestra perfecta sumisión a su suprema dirección, porque nosotras, al depender directamente de ella, queremos proceder bajo su mirada, siguiendo así el deseo del Sumo Pontífice, deseo expresado sin sombra de duda en su admirable Breve dirigido a todos los obispos católicos en 1856. Breve bastante lejano de las ideas que ahora le quieren atribuir. En 1856 tenía ya cuatro aprobaciones episcopales, el apoyo de varios fundadores, y las bendiciones proféticas y reiteradas del venerable Cura de Ars. En 1863 recibía directamente con las órdenes y favores del Sumo Pontífice, la vida de este Instituto; las largas pruebas ocultas ya me habían preparado a las pruebas evidentes que se sucedieron sin tregua desde aquella época.

Todas estas dificultades, que desde el principio me han causado grandes dolores morales y también físicos, continuamente han producido en mí la resignación, la esperanza y la alegría,

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porque la gracia divina me ha hecho morir totalmente a mí misma. Especialmente desde hace quince años ya no vivo para mí y no me considero, literalmente, nada. Por tanto, ahora vea, señor superior, lo que crea que tenga que hacer y tenga la bondad, por la verdad y la justicia, de no considerarme absolutista y cabezota en mis ideas, sino firme en una línea de conducta sin ilusiones falsas, ya que ella ha sido siempre confirmada por la legítima autoridad”.

¡Esta unión no se debe hacer ni ahora ni nunca! ¡Y no se hará!

Madre Le Dieu está matemáticamente segura de que su proyecto, que lleva en el ánimo desde hace medio siglo, se realizará; pero no nutre la misma confianza por su comunidad a la que ve bastante claudicante.

Toda su esperanza irradia de la Eucaristía, que para ella es también viático en su peregrinación terrena. Es muy significativo este episodio que sucedió en Aulnay la mañana de Navidad de 1877: “Como el párroco distribuía la Santa Comunión a las seis y media, me levanté hacia las cinco y, dejando a nuestra gente en brazos de Morfeo, me dirigí a la Iglesia. Paseé a la luz de la luna hasta casi las siete y luego seguí al maestro del pueblo que venía corriendo a tocar el Ángelus. Confieso, con un poco de egoísmo, que me sentí feliz de encontrarme la primera en la fiesta de la aurora. El sacristán vino a romper mi alegría tocando el Ave María. Ya había hecho tres toques de campana, cuando le pregunté si era él el encargado de tocar dos veces el Ave María en esta solemnidad: no había oído el primer toque. Esta llamada quizá sirvió para que finalmente viniera el párroco, que viéndome a los pies del altar donde estaba haciendo la comunión espiritual pensando que no podía comulgar sacramentalmente, abrió el Tabernáculo y así recibí a Jesús, totalmente sola”.

Un nuevo protector en el cielo

El 9 de febrero de 1878, Madre Le Dieu sufre un nuevo luto en la familia. Ha muerto su segundo padre, su dulce Cristo en la tierra. El que ella consideraba su fundador, ha subido al cielo, el Papa Pío IX.

“Hoy tenemos la confirmación de la noticia que nos dieron ayer sobre la muerte del Sumo Pontífice Pío IX. ¡Dios sea bendito! ¡Hágase su Voluntad! Ahora podemos tenerlo como un nuevo protector en el cielo, para el mundo, para Francia y yo, recordando las bendiciones y el mandato que me ha dado, estoy convencida que él protegerá nuestra querida misión.

14 de febrero. Desde hoy hasta la Pascua intentaremos sensibilizar a los niños de la muerte del Sumo Pontífice Pío IX, y tendremos un acto de acción de gracias porque, lo digo y lo diré siempre, que él es el fundador del Patrocinio de San José. Sin su mandato reiterado y las gracias inmensas que nos ha concedido, nosotras no podríamos dedicarnos a las obras de caridad en el mundo. Esto explica nuestra existencia religiosa y nuestra perseverancia en el martirio que soportamos mediante la persecución abierta o velada que se nos ha hecho y que todavía no se ha terminado. La religión cristiana ha necesitado tres siglos para reinar en pleno día. Por tanto, paciencia para esta Obra Reparadora.

Si es necesaria, Dios permitirá que sea conocida. Él conoce nuestra espera y aprecia nuestros esfuerzos; esto me basta. Yo deseo que el espíritu de entrega y de sacrificio perfecto sea el distintivo de esta misión pequeña o grande.

Una mezcla de ficción y de locura

En la comunidad, ya de por sí mal provista, entró una visionaria que las alborotó a todas. A esta pobrecilla, si la vida y la moral se lo hubieran permitido, se la tendría que haber dividido en dos, una para mandarla al manicomio y la otra a la cárcel.

De hecho había en ella una mezcla de ficción y de locura. Evidentemente el demonio no estaba del todo ausente. La visionaria se presentaba como un sagrario viviente de la Sma. Eucaristía. Ella se mantenía sólo con un fragmento de Hostia consagrada. Pobrecilla, no podía recibir una entera porque no hubiera podido tragarla, de hecho un estómago tan místico debía llevar la mortificación angelical hasta en las especies eucarísticas, salvo cuando por la noche

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comía a escondidas todo lo que encontraba a su paso. Con una actitud hierática y con el rostro histérico, lleno de lágrimas, la presunta beata transmitía a las religiosas las órdenes que supuestamente Dios le daba. Indudablemente tenía que recitar bien su parte ya que embelesaba tanto al párroco Coullemont como a Sor San Paul, que era bastante astuta.

¡Ésta sí que es santa, no Madre Le Dieu, que, aparte del Breve de Pío IX y las palabras del Cura de Ars, no ha recibido ningún signo de lo alto!

En los momentos de inseguridad el alma humana va buscando milagros y por eso las pobres religiosas cayeron en la trampa.

Madre Le Dieu, que se encontraba en París, en un primer momento no fue informada de nada, pero cuando se trató de admitir a la vestición a la pobre joven, se dio cuenta de lo que pasaba. Parecía que el párroco era el más convencido de la santidad carismática y por eso exponía tranquilamente el Sacramento a la profanación. La visionaria también intentó engañar a Madre Le Dieu, afirmando que tenía revelaciones muy importantes que habrían iluminado su futuro.

La anciana asceta, que se había adentrado mucho en el camino del espíritu, responde: “Yo sólo recibo órdenes de mis superiores”.

La pobre Sor San Paul se vio obligada a elegir entre el carisma y la jerarquía, es decir, entre la visionaria o Madre Le Dieu; optó por la primera, en parte porque ésta, llena de vanidad, había profetizado: “El cielo me dice con claridad: Tú serás el jefe de la Obra y bajo tu guía florecerá, como la vara de San José”.

La visionaria muerde

La comedia puede durar horas, pero no meses enteros, porque el sistema nervioso no resiste y de hecho el de la visionaria se había quebrado desde enero de 1879. Pasados los primeros fervores, los éxtasis se habían transformado en crisis que se multiplicaban de forma espantosa. En una de esas crisis monta en cólera, grita como una fiera herida y se lanza contra una religiosa mordiéndola varias veces.

El Padre Haza, jesuita, encargado por la Curia para los obsesos y que ya la había exorcizado, aconsejó mandarla fuera, y Madre Le Dieu enseguida fue a Aulnay. “La visionaria, acorralada por mi firmeza, llora, suplica, hace que todos y todas, a los que ha seducido, se interesen por ella para obtener una prórroga. Si esto vuelve a repetirse, dice sollozando, écheme fuera, quíteme también el hábito, mándeme lo que usted quiera, incluso los trabajos más duros en el último rincón de la casa, pero tenga piedad de mi alma; si tuviera que volver a París estaría perdida; ¡piedad, misericordia!

Madre Le Dieu todavía habría probado, pero el padre Haza fue inamovible: mandadla fuera inmediatamente. Y así, Madre Le Dieu, después de haberse dirigido a varios Institutos, pudo entregarla a las religiosas Agustinas, como asistenta, el 18 de febrero de 1879.

Pero la cizaña sembrada por la visionaria había ya crecido.

Psicosis colectiva

El interés del párroco y la admiración de Sor San Michel estimulaban a Sor San Paul a la que continuamente alababan para que actuara como superiora. Se vivía una vida agitada y falsa cuando se verificaron fenómenos extraños que asustaban a todas. De día y de noche, en cualquier momento y a cualquier hora, se oían en las puertas y en las ventanas golpes fuertes que hacían salir el corazón del pecho y cortaban la respiración. Alguna se sentía golpeada violentamente en la espalda.

Los niños, asustados, veían moverse figuras borrosas en varias habitaciones. Una religiosa se sentía como clavada en el suelo y cuando consiguió soltar los pies como de una mordaza, tuvieron que agarrarla. Se trataba, indudablemente, de un típico fenómeno de psicosis colectiva. Pero, ¿el papel de Satanás estaba del todo ausente?

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Finalmente llegó el drama que se desencadenó en la tarde del 11 de enero de 1880 en Aulnay.

Paroxismo, congestión y parálisis

Madre Le Dieu está sola en la habitación. Sor San Paul y otra religiosa entran repentinamente y la atacan con una ráfaga de improperios.

Pasadas algunas horas la religiosa se desengaña y se pone de parte de la Fundadora, mientras Sor San Paul, impasible, continúa maldiciendo desde las cinco a las siete. Se espera que la cena traiga la paz, pero ella sigue atacando a la pobre religiosa que sirve a la mesa y que ciertamente no merece un trato así. Luego, para colmo del paroxismo, asalta de nuevo a Madre Le Dieu, la apunta con el dedo y le grita desgañitada: ¡El diablo es quien la trae! A los improperios sucede un silencio lleno de misterio y de miedo: Sor San Paul tiene el rostro congestionado y parece quedarse paralizada. Debemos leer la historia como la narra Madre Le Dieu, porque el estilo, más que nada, revela su carácter. Ella se expresa, dada su vena poética, con un lenguaje cargado de imágenes a las que llena de una ironía inteligente, noble y desprendida. Se diría que el drama apenas le ha hecho mella:

“Sólo Dios sabe lo que sucedió ayer por la tarde y lo que sucederá. Yo estaba sola y había sufrido terribles golpes por todos los lados.

Al cabo de una hora la batería cesa el fuego, y me encuentro con una ayuda a mi lado. Siguiendo la misma táctica “Jesús callaba”, no abrimos la boca durante la tormenta que continúa incesante desde las cinco a las siete. Llega la hora de la cena: no tengo ganas de comer, pero espero que, al menos, cese el fuego. La ilusión no dura dos minutos. No tiene intención de callarse y por tanto no se puede preveer el final. En algún momento usa la cuchara casi en silencio, mientras ataca a una persona del todo inofensiva que va y viene.

Sin argumentos, apuntándome con el dedo, y con voz amenazante e irónica, grita: “¡Ah, usted lo que quiere es mandar! ¡Es el diablo el que la trae, usted está con el diablo!”. Sigue un gran silencio. La sombra del candelabro se proyecta en su rostro. Yo miro hacia otro lugar; sin embargo aquel silencio me maravilla. Le ofrezco una cosa y luego otra, pero ella ni acepta ni rechaza. Me levanto preocupada: la pobrecilla está muy colorada y paralizada.

Pasada una media hora y viendo que no vuelve en sí, mando a llamar al médico y al párroco. El médico, que no estaba en casa, llega después de dos horas, le saca mucha sangre y ella comienza de nuevo a hablar; pero el médico, al marchar, advierte al párroco que quizá haya que administrarle los últimos sacramentos.

Hoy, todavía no ha pasado el peligro y la pobrecilla no parece acordarse de nada. Para ella todo lo que dijo ayer, como lo que ha venido diciendo desde hace dos años para acá, es la cosa más normal”.

La enferma, durante mucho tiempo, estuvo sujeta a delirios y desmayos. Todavía debía estar en un estado tóxico cuando el 3 de marzo tuvo otro ataque de neurastenia y lanzó este insulto a la cara de la Fundadora: “Algunas señoras, que la conocen bien, han comprendido que la edad la hace más imbécil. Yo no lo hubiera creído si no lo hubieran visto mis ojos”.

Y es tal la convicción de la pobre criatura, anota tristemente Madre Le Dieu, que sufre por todo lo que se imagina respecto a mí. Es la compasión que la empuja, porque está convencida de que me quiere”.

El apólogo de la anarquía

Madre Le Dieu, para describir la anarquía que se había creado en Aulnay, hizo este apólogo.

“Durante varios años la máquina ha funcionado perfectamente: todas las piezas estaban bien ordenadas cada cual en su lugar. Esta máquina se parecía a un cuerpo humano y obtenía excelentes resultados en cualquier trabajo. Algunos enemigos del mecánico, viendo los

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beneficios que producía, intentaron destruir esta máquina, unas veces abiertamente y otras a escondidas; y lograron dañarla.

Quedaban sólo la cabeza, las manos y los pies que durante mucho tiempo funcionaron de tal manera, que mantuvieron los primeros resultados y el interés por ella de muchas personas importantes. Estas personas consideraron oportuno poner la máquina en su sitio y extender el empleo. Entonces sucedió un fenómeno extraño: cada parte de la máquina pareció animarse con su propio espíritu.

Los pies dijeron: si me mandan en esa o aquella dirección, yo no me muevo. Las manos dijeron: desde hace mucho tiempo parece que manda la cabeza porque tiene ojos para ver y oídos para oír; también nosotros queremos ver y oír.

Entonces las manos se llenaron de barro y lo lanzaron al rostro; luego cerraron los ojos, taparon los oídos y llenaron la boca de hiel. Si el mecánico no hace algo para defender y reparar la cabeza, en poco tiempo la máquina se estropeará toda.

La aplicación es fácil: la cabeza se mantiene serena; compartiendo su impotencia, espera tranquila y confiada en la bondad y poder del mecánico”.

Pero M. Le Dieu, sabía muy bien, que en todas las casas hay una cruz, y con un tono realista y sin pesimismo, escribe: “¿Esto retrasa la Obra? Sólo Dios lo sabe. Él la querrá o la permitirá. He aquí la verdad, he aquí nuestra vida: prueba tras prueba, fatiga tras fatiga, desilusiones, miserias de todo tipo. Sí, esto es lo único cierto en este valle llamado tierra que atravesamos para ir al cielo según el deseo de Dios, el cual quiere nuestra salvación y nos da los medios necesarios, si nosotros unimos nuestra voluntad a la Suya. ¡Dios mío concede a todos esta gracia!”.

Sólo este deseo de identificarse con la Voluntad de Dios le daba ánimo para caminar sobre espinas en la noche.

Muy a menudo piensa en unas palabras que le había dicho un hombre de gran espíritu cuando volvió de Roma: “Querida prima, recuerda que Nuestro Señor Jesucristo murió antes de ver prosperar su Obra”.

“Dios como testigo, Jesús como modelo, María como ayuda, y luego sólo el amor y el sacrificio”; y siempre adelante en el Señor.

¿Monja? ¿Señora? ¿Señora monja?

Acercándose la fiesta de San José, Madre Le Dieu, pensó en dar el hábito religioso a algunas postulantes y obtener así el reconocimiento canónico rechazado hasta ahora por la Curia de Versailles.

Entre las postulantes había una mujer casada, que se había puesto de acuerdo con el marido para iniciar un camino en la vida religiosa; el buen hombre, a su vez, se había prestado para cuidar a los niños mayores. Madre Le Dieu, antes de aceptar esta posibilidad, había pedido la opinión del Padre Albert, Provincial de los Carmelitas, que conocía a los esposos. Él le respondió que los señores Hils eran personas dignas de estima. “El señor Hild es una persona competente y la señora podrá ser admitida a la vestición, pero no a la profesión sin la autorización canónica”.

Madre Le Dieu, no quedando satisfecha con esto, informa de la vestición a la Curia de Versailles. El Promotor responde: “El Obispo podrá permitir el hábito religioso que llevan sus religiosas, pero no tiene por qué autorizarlo”.

Para evitar cualquier dificultad que pudiera surgir, Madre Le Dieu se puso de acuerdo con el párroco, que sin hacer ninguna distinción entre la señora Hild y las demás, el 17 de marzo, bendijo los hábitos y se los entregó a las postulantes, evitando el ritual de la ceremonia de la vestición religiosa.

La cosa, a pesar de haber sido tan sencilla, enojó a Sor San Michel, que había jurado que se opondría a la vestición de la señora Hild; el párroco se dejó llevar de la religiosa, tanto que

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provocó la visita del promotor, el cual ordenó que se quitaran el hábito religioso todas las que se habían vestido.

Madre Le Dieu, con la serenidad que la caracterizaba y con la paciencia a la que se había entrenado durante decenios, intentó convencer a Monseñor de su posición canónica.

–Si el Obispo no acepta sus razonamientos, le dijo, estas pobres hijas tendrían que dejar el hábito o la casa.

–Si abro otra casa, ¿el Obispo puede prohibirme llevarlas allí?

–Fuera de la diócesis, el Obispo no tiene ningún derecho.

–Entonces, probablemente me decida a abrir una casa si me da el tiempo necesario.

–De acuerdo.

Sor San Paul estaba de acuerdo en que había que buscar una casa en la diócesis de París; Madre Le Dieu, que tenía correspondencia con el párroco de Le Vallois Perret, para abrir en esa ciudad una casa para niños, decidió destinarla al noviciado y llevó consigo a Sor San Joseph, a Sor San François Xavier y a la señora Hild que había tomado el nombre de Sor Teresa.

La décima estación del Via Crucis

Pero la Curia de París no quiso ser menos que la de Versailles.

El 11 de mayo, el Promotor Quinard, escribió a Madre Le Dieu: “No obstante la prohibición que se os ha hecho precedentemente y que yo mismo he renovado hace casi dos años, he sabido que ha abierto una casa religiosa en Le Vallois, Su Eminencia me encarga de notificarla nuevamente la prohibición de llevar y permitir llevar el hábito religioso en toda la diócesis de París. Si inmediatamente no obedece a esta orden, sintiéndolo mucho, me veré forzado a tomar otros medios para obligarla”.

“Hasta ahora, anota Madre Le Dieu, nadie nos había prohibido vestir el hábito religioso y yo he venido a París sólo para formar a las pobres perseguidas para la casa que pronto quiero abrir en Roma”.

Aconsejada por el cura de Le Vallois, fue a ver a Quinard y logró obtener un mes de prórroga. El párroco no sabía qué hacer con un permiso oral, él lo quería escrito, pero no llegó a tiempo a causa de los retrasos. El día de Pentecostés, la pobre Madre, fue a la Iglesia con el mismo hábito que llevaba siempre como bandera sagrada, y al momento de la comunión se puso en fila entre los fieles para recibir la Eucaristía.

Estaba absorta en su contemplación, cuando un hecho extraño llamó su atención a una cruda realidad. Ella misma nos lo cuenta: “Yo estaba en un rincón y una silla entorpecía el paso. El sacerdote pasa. Yo me pongo a la balaustra: nada le impide, esta vez, llegar hasta mí; pero él se aleja en lugar de acercarse. Es evidente que no me quiere dar la comunión; yo me retiro con sencillez y sin sombra de emoción, y hago una de las mejores comuniones espirituales de mi vida”.

Un alma eucarística, como Madre Le Dieu, no puede sentir una pena más grande, y sin embargo conserva la paz.

Después de otras amenazas y cartas sin respuesta, la Madre deja su querido hábito: “Nosotras hemos dejado el hábito religioso. Nos hemos vestido a la francesa para hacer el bien en Francia, como nuestros misioneros se visten a lo chino para hacer el bien en China.

Los mandarines de nuestro país son terribles como los de China y Dios permite que en este momento nosotras suframos aquí un verdadero martirio.

“Bienaventurados los que sufren por la justicia”, esto es lo que repito siempre para mantenernos fuertes en todos los acontecimientos”.

El tener que dejar el hábito causa problemas de supervivencia.

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La Madre confía a Sor Teresa a una comunidad religiosa y exhorta a las otras dos a procurarse el pan cotidiano asistiendo a los enfermos y velando a los muertos. Este pan amargo hace que Sor San François Xavier se canse y se marche. Sólo queda Sor San Joseph, que la Madre, para elogiar su fidelidad, llamaba mi monaguilla.

Ella, que había estudiado mucho en su juventud, ahora a la edad de setenta años consiguió el diploma de:

Mujer que hace de todo

“Por la mañana me siento muy cansada, no obstante voy a Misa, aunque por esto tenga que comer más tarde.

Cuando me veo obligada a ser mi cocinera, mi camarera, mi secretaria y mi portera se me va un tiempo considerable y me canso hasta tal punto que se me quita el apetito. Es una cruz grande y pesada que llevo a menudo. ¡Bendito sea el Señor!; de esta forma expío las muchas comodidades de mi vida pasada”.

Como desgraciadamente sucede en la vida, a las contrariedades, ciertamente le siguen las burlas.

“Ayer me contaron que hace tiempo el Superior de Citeaux en París se había divertido mucho a cuenta mía. Si lo hizo, tuvo que haber sido provocado. Yo no le doy ninguna importancia y me río de estas pequeñeces. Ríe bien quien ríe el último. En el valle de Josafat veré a todos los que ríen, a los que se burlan de aquello que no conocen, y a los que han querido conocer, examinar y estudiar a fondo lo que se censura con tanta ligereza; allí veré especialmente al Cura de Ars y al Santo Padre Pío IX. Confieso que solamente estas aprobaciones de personas competentes me han recompensado de los vulgares ultrajes prodigados por toda esta gente que no se avergüenza en absoluto de insultar a una mujer sola, que según ellos no puede tener razón ya que las cosas no le salen bien.

Yo encuentro un gran consuelo en decir de corazón el Padre Nuestro todos los días, y lo repito: creo que los demás tienen más necesidad de compasión que yo”.

Gracias a Dios, en su incruento martirio, no le falta la alabanza y el ánimo de almas nobles.

“Las personas respetables que me orientan no dudan en absoluto de que yo me encuentre en el camino justo y seguro, y ellos, sin saberlo, están perfectamente de acuerdo; todos querrían que quitara y rompiera ciertas telas de araña que en este momento tanto dañan nuestro trabajo. Sin embargo, si es posible, yo preferiría domesticar las arañas antes que matarlas”. Esta expresión tan simpática nos recuerda a la del papa Juan: “si para resolver un problema tuviera que matar una hormiga, estad tranquilos: yo no la mataría”.

De tanto en tanto un rayo de luz rompe la monótona neblina:

Es la fiesta de un chico, al que ella invita a su mesa, que es pobre pero tiene calor familiar. “Un pobre chico, que nos vimos obligadas a mandar a casa a causa de su comportamiento, ha venido a vernos porque tiene unos días de permiso y nos ha abrazado feliz y contento de volvernos a ver. Con mucho gusto le hemos invitado a comer para demostrarle nuestro afecto. Quería quedarse algunos días, pero como no estaba solo sino que lo acompañaba un pequeño bribonzuelo, mayor que él, por prudencia no hemos aceptado. ¡Pobres chicos! Sería bueno que pudieran volver de vez en cuando a la colmena. Tengo en proyecto preparar un centro donde puedan permanecer hasta que se defiendan por sí mismos”.

El alma de la educadora está siempre vigilante.

“Hace unos días encontré a un pobre chico que había estado con nosotros en Aulnay, transportando plantas de estelaria para pájaros; estaba sucio y andrajoso; vivía cerca de noso-tros. Su presencia es una prueba de la necesidad de tener a los niños hasta la mayoría de edad y de no aceptarles si son incorregibles.

Este chico había sido perezoso y huidizo, yo lo considero poco responsable. Me reconoció y vino a abrazarme. En este momento no sabría qué hacer por él; si puedo hablaré a uno de los

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Vicarios de la parroquia que me parece muy caritativo. ¡Dios mío, Tú puedes lo que no puedo yo. Cambia los corazones si es tu Voluntad!”.

Buen humor en las preocupaciones

Es el 13 de julio de 1880, vigilia de la fiesta nacional de Francia.

“Me he reído con todas las ganas mientras iba caminando cerca de un pastor, el cual había adornado a su perro con dos banderas tricolor. Y no era yo sola la que me reía porque todos encontraban ridícula aquella vestimenta. El pobre animal, poco halagado por el insólito ornamento, intentaba liberarse de él rascando las orejas y caminando de mala gana”.

¡Sin embargo, las condiciones económicas no impiden dar rienda suelta a la risa! La pobrecilla lleva una vida de mendicante. Ella misma nos lo dice: “Entré en S. Clotilde para comer y encontré a la compañera del 2 de julio de 1836 más amable que nunca. Desde allí fui a visitar a otra buena y santa mujer que todavía vive y trabaja con incesante caridad.

Afortunadamente me ayudaron a recuperar un poco mis fuerzas porque sólo tenía 20 céntimos en el bolsillo y en casa nada para cenar.

¡Gracias, Dios mío. Tú nunca has permitido que me falte el pan de cada día! Como dice Santa Teresa, estaría bien tener pequeñas provisiones para hacer más segura la vida de los monasterios, pero la Divina Providencia nos indica, más bien, la vía de San Francisco de Asís: somos mendicantes. Confieso que esta situación me cuesta terriblemente y ni siquiera los préstamos me gustan; muchas veces he renunciado a cosas necesarias, antes que recurrir a este medio”.

Al hambre se añade también el miedo a las sublevaciones políticas. El 4 de octubre de 1880, escribe: “Tengo prisa por dejar París donde el terrible canto de la Marsellesa suena cada vez más amenazante. Ayer por la noche una gran muchedumbre se dirigía a la logia masónica con este fúnebre acompañamiento. Yo perdono anticipadamente mi muerte, no importa a manos de quién y cómo, pero es probable que suceda durante alguna revuelta. Ayer, volviendo a casa, no obstante nuestras vestimentas, hemos sido consideradas, por lo menos, como personas sospechosas.

Algunos ciudadanos, mientras pasábamos, decían: ¡Mirad, otras tres! Con la gracia de Dios espero no tener miedo del martirio, que no sería más doloroso que los golpes tan tristes y continuos que provienen de quien menos te lo esperas”.

Vivo yo, pero no soy yo

A mediados de octubre de 1880, la Madre todavía está en París y se mueve por la ciudad en compañía de Sor San Joseph, que comparte las muchas oraciones, el poco pan y el excesivo cansancio.

“Nos paramos en la basílica de S. Dénis con el corazón agradecido, luego tomamos enseguida el tren para ir a comer a París, porque la persona a quien quería ver no estaba. Cogimos dos céntimos de pan y algunos céntimos de fiambres, que comimos sin una gota de líquido, y volvimos a casa hacia las siete.

–¡Pasar todo el día sin beber, madre mía!

–¿Y no piensa, querida hija, que esta mañana hemos bebido usted y yo la Sangre del buen Jesús?

–¡Ah, es verdad!”.

Este episodio desvela el secreto de una existencia. Su vida eucarística nos explica su sublime identificación con la voluntad de Dios. Aún cuando las horas de la noche son más oscuras, ella conserva el querido fiat en toda su fuerza y en la sinceridad más perfecta.

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También ahora, que se encuentra en el ojo del huracán, tiene tanta esperanza en la confirmación de su Obra, que se permite el lujo de pensar en las misiones extranjeras. “Ayer el señor H. me dio un programa de la colonia de Port Breton. Él organiza todo por su cuenta y después me invita a ocuparme de esta Obra.

Hablaré con el párroco de la Virgen de la Victoria y con el P. Petitot; es un tema muy importante para nosotras y está en los designios de Dios.

Las condiciones parecen óptimas y ventajosas. Yo no temería arriesgar mi vieja piel, si encontrara una ayuda, aunque siempre me sienta llamada a poner el centro de la Obra en Roma donde está la Sede Apostólica. Quisiera tener asegurado el servicio religioso para las nuevas casas de Francia. Así yo estaría tranquila; confío a Dios la misión como todo lo demás”.

Durante la novena de Navidad de 1880 la pobre mártir experimenta también una fuerte tentación contra la fe. “¿Por qué no referir aquí un pensamiento probablemente fruto de un tiempo negativo, que me acosaba el mes pasado? Nunca se me había pasado por la cabeza, y me ha hecho sufrir mucho. Entonces comprendí la tentación de San Francisco de Sales. Me pareció que ya no creía en el buen Jesús ni en la Santísima Virgen y que en realidad nunca habían existido.

Me preguntaba: ¿qué significado tienen entonces todas las Iglesias, todas las imágenes piadosas? No sentía nada, absolutamente nada, solo el sufrimiento de tanto vacío. No obstante he seguido recitando las oraciones de costumbre, y recibiendo la Santa Comunión. Deseaba ardientemente ser liberada de estos tristes pensamientos y no creía que todo esto pudiera acabar. En fin, no sé cómo, pero todo se ha disipado; la dulce fe ha vuelto, y doy gracias a Dios”.

También la dulce Francia se le presenta amarga

El nuevo gobierno establece un nuevo impuesto a cada uno de los niños del orfanato. Ella lo cuenta con una cierta ironía:

“Hace unos días los alguaciles o agentes del gobierno actual han venido a poner un impuesto a cada uno de nuestros pobres huérfanos. Hasta ahora, a nadie se le había ocurrido esta idea. Ya veréis que llegarán a despellejar las pulgas para vender la piel. Dios mío, ten piedad de nuestra pobre Francia, caída casi completamente en manos de la masonería. Exorciza a estos poseídos por espíritus injustos y malignos. Aplácales con tu misericordia para que reparen el mal en lugar de aumentarlo y libera a las almas que te aman de su deplorable tiranía que quiere materializar todo”.

El mes de febrero de 1887 fue especialmente cruel con los pobres y llevó a Madre Le Dieu a sufrir los rigores del invierno. La pobrecilla combate como puede el hambre y el frío y algunas de sus exclamaciones nos recuerdan a Job: “Justicia de Dios, contentaos!”.

A medida que envejece se parece cada vez más al personaje bíblico.

“¿Cuánto durará este alojamiento provisional? ¿Quién sabe dónde se encontrará la muerte, cuándo y a qué hora? ¿Por qué? Como ha dicho el Maestro vigilemos y oremos.

Yo creo que este invierno, Él no quiera otra cosa de mí al menos durante alguna semana más. En este momento me encuentro sin almohada y con un plumón menos. En la cama extenderé algún trapo y en la cabecera meteré la estufilla que levantará un poco el colchón de crin.

¡Ánimo, contentaos justicia de Dios, por las delicadezas pasadas. Lo acepto todo sin quejarme!”.

Después de tantas y tan grandes tribulaciones, el 26 de marzo, está preparada para entonar el Magníficat. “Durante el día he pensado varias veces en el misterio que celebramos ayer, y con este motivo me he preguntado: ¿Para qué buscar mi justificación? La Virgen Santa no lo hizo y todos los que tenían interés por conocer su maternidad divina, lo han podido descubrir con una seguridad mayor de cuanto Ella habría podido probar. Yo imitaré a María en su completo silencio,

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mientras Ella responde sólo con el Magníficat. Si Dios no construye la casa, el obrero trabaja inútilmente”.

Inmersión en el pasado

Durante un viaje entre Grauville y Avranches, la Madre tiene la posibilidad de volver a los lugares de su afortunada infancia y de oxigenarse los pulmones con el aire nativo, lleno de bálsamo. Los recuerdos la envuelven y la emoción le llena su corazón de poeta:

“No puedo atravesar, sin antes emocionarme, aquellos lugares recorridos tantas veces con las personas que tanto amaba en la infancia y en la juventud. ¡Oh, recuerdos imborrables de aquella ternura que nunca más volverá y que me lleva a sueños nocturnos! ¡Bréhol, Condeville, St. Pair, Avranches!, donde mis queridos antepasados reposan desde hace tantos siglos. Dios mío, atravesando aquellos lugares nada humano he concedido a mis pensamientos concentrados todos en Ti, pidiendo por los que viven y por los que han muerto. ¡Esta vida no es la Vida! En estos días he tenido sueños felices, porque mi primera edad ha sido ciertamente la edad de oro. Familia paterna y materna, numerosos amigos, sociedad verdaderamente hermosa y cristiana!

¡Oh, no se puede prohibir al alma religiosa consagrar algún pensamiento de afecto y gratitud, especialmente si es para unirnos más fuertemente a Dios. Sí, yo espero veros de nuevo a todos en un mundo mejor, porque os habéis dormido en la fe, esperanza y caridad!”.

Esta inmersión en el delicioso pasado da vigor a las alas de su esperanza y ella desea que todas sus futuras religiosas alarguen su corazón al mundo entero. “Sería bueno que en su entrega abrazaran el universo. Dios, ciertamente, lo permitirá a su tiempo, porque quizá yo gozaría demasiado de este acontecimiento que a Él le pertenece”.

La trampa

El día 24 de junio llamó a la puerta un niño de Aulnay acompañado por San Michel; ésta, viendo a la Madre, se echó a sus pies y rompió a llorar desesperadamente.

–Reverenda Madre, le dijo, no quiero que se vaya a Roma sin antes pedirle perdón.

–Tiene razón, hija, yo la perdono; el Señor os ilumine a todas.

–Ah, Reverenda Madre, usted no tiene el hábito y no nos ha dicho nada.

–Sor San Paul había jurado que esto sucedería, porque se haría todo lo posible para conseguir este fin; cuando se toman los medios que ella ha tomado, la cosa no es difícil.

Las lágrimas no cesaban y entrecortaban sus palabras, pero ella sostenía su argumento y yo el mío. Es imposible decir cuántas palabras hemos intercambiado en una media hora.

La invité a comer conmigo para continuar la conversación y para escuchar todos los particulares que me confiaba.

Yo, con mucha claridad, le decía lo que quiero que todos sepan. También le leí la carta que envié al obispo de Versailles haciendo el comentario de algunas frases.

–Vuelva, vuelva Reverenda Madre, humíllese un poco y el párroco procurará obtener del Obispo que usted se quede con nosotras. De lo contrario nadie la escuchará. Todos han escrito contra usted. Y la consideran una rebelde.

–Yo mantendré mis derechos y mis deberes...

–Nadie le hará caso; la estiman, pero se dice que ha actuado según sus propias ideas.

–Bien, veremos lo que sucederá.

–Me han dicho quién será la superiora de Aulnay, pero es secreto y no puedo decirlo.

–Guarde el secreto, yo iré si me conviene.

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–Vaya, vaya un día con el hábito... Allí podrá dormir y hablar con el señor Cura párroco.

–Hija mía, todo esto póngamelo por escrito y me comunique qué día el párroco podrá ir a verme a Aulnay. Escríbame que puedo ir a Aulnay con el hábito religioso. Hágalo esta misma tarde. Luego veré lo que tengo que hacer.

–No sé si iré a ver al señor párroco.

–Iré a Aulnay cuando esté preparada, pero no iré a verle. Que venga él a hablar conmigo o que me invite para que yo vaya a hablar con él.

–¡Oh, quizá ha sido L. P. o Le C. quien ha metido en la cabeza al cura estas cosas!

–Bien. Esto no sorprenderá a nadie y una vez más será la prueba de todos los injustos procedimientos que se han usado contra mí. Yo perdono. Dígale cómo hago mi vía crucis.

Y así la pobre hija se fue.

El cartero me trae una carta: “Reverenda Madre, el señor cura me dice que cerraría los ojos y usted podría venir a dormir una noche aquí. Ayer por la noche me decía Sor San Paul que si hubiera venido, hubiera ido ella misma a ver a Monseñor”.

El resto de la carta, sin fecha, no era más que un montón de tonterías contra una religiosa de aquí. Termina diciendo: “Sor San Paul me dice que, si usted no hubiera hecho caso de los malos consejos que le han dado, no se habría encontrado en esta situación. Devotísima Sor San Michel”.

Después de esta carta, con toda seguridad, me esperarán esta noche para acusarme hoy más que nunca, si no respondo a la invitación.

No tengo ninguna gana. Ya veré un poco más tarde. Con ánimo esperaré en el Señor y no seré confundida eternamente.

El pasado jueves fui a Aulnay para ver lo que sucedía. Encontré espléndida la pequeña propiedad y la rebelión proporcionada. Sería difícil explicar la arrogancia de la pobre soberana de dicho lugar. Le dije pocas palabras, previniéndola que no tardaría en regularizar la situación. Yo dejo hacer. No obstante, si Dios quiere que yo lleve la peor parte en este asunto, con tal que me dé la gracia y la seguridad de mi recta conciencia, me basta por ahora; no se debe pedir justicia si no es para la eternidad. De lo contrario no se tendría la ocasión de practicar las virtudes de la paciencia, la misericordia y otras muchas.

Puesta bajo la vigilancia de la policía

Las autoridades de Aulnay me hicieron notar su gran enfado porque no me presenté con el hábito religioso. “Usted debía haber cogido un carruaje para venir desde la estación. El señor párroco habría cerrado los ojos, como le habíamos escrito”.

–Muy bien. Pero yo, por principio, tengo la costumbre de actuar con franqueza y en pleno día. Retomaré mi santo hábito a su tiempo y en su lugar.

–Usted nunca lo retomará, me respondieron.

–Veremos.

Aseguran que había sido preparado un golpe magnífico por si llegaba a Aulnay vestida de religiosa. El cura habría cerrado los ojos para no ver nada... y el señor Alcalde o el vice-alcalde se debían encontrar a mi paso para despojarme públicamente y tratarme de rebelde. Rebelde, ¿contra quién? Yo no he recibido ninguna orden de no llevar el hábito.

Todo se sabrá y se descubrirá a todos los que pretenden adueñarse de la Obra. “Veremos”, es siempre mi estribillo. Veremos si Roma juzga sin escuchar.

Todo esto me asemeja cada vez más al Divino Maestro: puesta bajo la vigilancia de la policía. “Jesús puesto en el rango de los malvados”; se me prohíbe llevar el hábito religioso. “Jesús despojado de sus vestiduras”. Sólo queda la condena a muerte y una muerte infame.

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Para quedarse tranquilamente y gozar de la posesión de la casa bastaría con probar que estoy loca. Y el organizador de todo esto no hace ninguna gestión al respecto porque le han dicho que sólo mis familiares pueden hacerlo, pero no entiendo qué interés pueden tener.

Todos estos hechos, estas hermosas ideas, aparecen desde el momento en que la vidente me declaró incapaz de ser superiora y nombró a quien según ella sabe arreglárselas mejor, apoyada por las autoridades competentes. Yo estoy segura de que Dios me purifica con estas pruebas casi inimaginables y que nuestra santa misión se extenderá y se establecerá sobre los fundamentos de la contradicción y el sufrimiento, los cuales llegan porque ella es agradable a Dios. ¡Fiat!”.

Excluyen a toda costa a la fundadora

Quizá más que la visionaria, quien ha actuado es el párroco, ganándose la confianza de las religiosas y desautorizando a la Fundadora. Ahora él reconoce a Sor San Paul como superiora de la Obra, de la que se siente director. Iluminan este tema los apuntes de un diálogo que el 3 de enero de 1879 tuvo Madre Le Dieu primero con el párroco y luego con Sor San Paul.

“El Señor cura entra en mi habitación con aire desenvuelto. Yo le saludo y le digo:

–Usted me ha escrito...

–Sí, interrumpe, y usted no me ha contestado.

–Es verdad, respondí, he ido al Obispado para pedir una revisión de la situación y protección para nuestra Obra a causa de la triste orientación que usted le da. Bien, señor cura, yo quiero que se dé otra dirección distinta a la que usted le está dando. En lugar de ayudar a las religiosas para que tengan confianza y afecto hacia mí, mantiene encendida la revuelta que usted me había prometido aplacar. No puedo tolerar por más tiempo los desórdenes que se están generando; disolveré esta organización y hablaré directamente con el Obispo.

El cura aceptó todo lo que le dije y se retiró. Después viene el turno de Sor San Paul. Ella no tomó la cosa como el pastor y, entrando en el paroxismo de la cólera, y delante de una religiosa que yo había llamado intencionadamente, me dijo que yo ya no era nadie y que ella había recibido el encargo del Obispo de vigilarme e impedirme continuar destruyendo el Instituto. Creo que la escena duró, sin exagerar, más de una hora. Yo ni por un instante perdí la calma, sintiendo mucha pena por aquella pobre naturaleza generosa y piadosa, pero en ese momento perturbada por el orgullo y por los peligros de un cargo que, con toda evidencia, era incapaz de realizar”.

El Obispo, que también estaba prevenido contra Madre Le Dieu, sabía que Sor San Paul y el párroco colaboraban unidos y estaban decididos a excluir a la Fundadora a toda costa; se lo dijo abiertamente:

–Usted tiene a Sor San Paul, que apoya al párroco de manera admirable.

–Es precisamente a causa de esta pobre hija, rebelde desde hace más de un año, y tristemente sostenida en esta revuelta por lo que insisto que se haga una revisión de la situación. Su Excelencia debe estar al corriente de los abusos de poder que destruyen el bien y hacen temer, no tardando, los escándalos más deplorables.

Entonces, en pocas palabras, le relaté los incontestables hechos que suceden ahora en este lugar y le manifesté que la dirección era equivocada. Sólo hablé de una persona, y la verdad es que habría sido suficiente para motivar mis justos temores. Su Excelencia cambió visiblemente la actitud que había tenido hasta entonces, es decir, la de una persona a la que habían prevenido, y yo lo sabía. Mi declaración y la gravedad de los hechos que le estaba manifestando hicieron que él estuviera muy atento y distinto”. Desgraciadamente, Su Excelencia dejó correr el agua por su cauce.

Madre Le Dieu, para salvar los bienes económicos de los embargos que el gobierno laicista hacía, a menudo, a las casas religiosas, había constituido una sociedad civil de 20 acciones, atribuidas en partes iguales a cuatro religiosas inscritas con el nombre de pila.

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En agosto de 1880, los dirigentes del orfanato de Aulnay, realizando modificaciones al reglamento de la sociedad, quisieron introducir en ella al párroco para hacer de menos a Sor Le Dieu.

La Fundadora sufre aún más porque han cambiado el semblante al orfanato que ya no es la casa de los niños pobres.

Aquí explota con toda la fuerza la ironía de la Madre. Según ellos, el orfanato, que es una obra de misericordia, sería preciso sustituirlo “por un pensionado donde paguen bien, en el que las almas de los ricos, gratas a Dios más que las de los pobres (palabras textuales), serán acogidas y tratadas según lo que paguen: “¡Viva la prudencia humana! ¡Abajo la Providencia que no viene en ayuda, si no es con un duro trabajo! ¡Atrás los pobres!, que sirven todavía como pretexto para obtener las subvenciones necesarias para la fundación.

Me abstengo de narrar otras cosas verdaderamente absurdas e incluso blasfemas, que tienden a destruir completamente el espíritu de fe y de caridad, que son los fundamentos de la Obra”.

La calumnia y las falsas informaciones contra mí, me siguen

Dado que están cerrados todos los caminos para obtener la justicia tantas veces reclamada, Madre Le Dieu, el 12 de agosto, se dirigió al Nuncio apostólico:

“Desde hace diez años la calumnia y las prevenciones contra mí me siguen. Si se tratase de mí con mucho gusto me habría anonadado del todo, como es mi constante deseo; pero las repetidas órdenes del Sumo Pontífice Pío IX me señalaron el camino del que nunca me he apartado, no obstante las persecuciones incesantes y sutiles. Siempre he manifestado el deseo de querer poner en Roma el centro de la misión de las Auxiliares Católicas bajo la obediencia inmediata del Sumo Pontífice, para evitar herejías, hoy más que nunca amenazantes. Una persona muy respetable me envía a usted para obtener el informe preciso de mi conducta que me ha sido rechazado en el norte, en el sur y en el centro. Por eso, le ruego quiera indicarme el camino a seguir en este caso”.

El Nuncio la recibió muy amable y le dijo: no hay nada que hacer sino recurrir directamente a la “Congregación para los Ritos”.

Madre Le Dieu, decidida a retomar la dirección de la casa y a reparar los desórdenes, el 21 de febrero de 1881, escribe a la directora de Aulnay diciendo que no quiere vender la casa sino que quiere volver a ocupar su puesto y asumir sus responsabilidades espirituales y materiales. La respuesta, ciertamente dictada, no podía ser más extraña e inesperada: “Acusamos recibo de su carta, que nos trae más de una sorpresa. Usted habla de venir a dirigirnos en la parte espiritual y en la material. Usted no puede dirigirnos en la parte espiritual porque lo tiene prohibido; ya no es ni siquiera religiosa, es una laica cualquiera y debe llevar el hábito laico: una laica no puede ser superiora de personas religiosas. Usted no puede soñar en retomar el hábito religioso porque la policía la arrestaría inmediatamente. Tampoco tiene ni el derecho ni el poder de la dirección material. Es verdad que es la directora inamovible y tiene el poder y el deber de reunir el Consejo, pero aquí termina todo su poder. El poder administrativo pertenece al Consejo que delega en un administrador.

Usted sólo sabe cometer imprudencias, pedir préstamos que no puede restituir; y ¿no es éste un fraude del que quizá tendrá que dar cuenta en los tribunales? Nosotros la respetamos, no obstante sus culpas; usted nos trata en todos los sitios como rebeldes y, desgraciadamente, le hemos dejado demasiada libertad de la que ha abusado en contra nuestra y en contra de la Obra. Quiera agradecer nuestros humildes respetos en nombre de la (palabras borradas). Sor San Paul, Directora del Protectorado de San José”. Madre Le Dieu escribe: “Habría hecho mejor firmando: secretaria del párroco, porque en la carta no se ve para nada su estilo y tampoco la ortografía”. Y luego añade: He ido tranquilamente a comer”.

Para completar la escena llega esta carta de la Curia de Versailles: “El Obispo no ha contestado y no contestará al informe que yo le he presentado. Por tanto, los intereses del

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Protectorado de San José requieren irremediablemente que las religiosas que allí se encuentran en este momento, se agreguen a otra comunidad. Gastineau c.s.c.”.

No hay otra solución. El 10 de abril se cierra también la casa de Le Vallois. Madre Le Dieu, liberada, injusta e involuntariamente de toda atadura en tierra francesa, puede emprender definitivamente el camino hacia Roma. Le han roto el nido en Francia y quiere reconstruirlo a la sombra de San Pedro, en Roma. Una vez más se dice a sí misma: “La prueba no es el final”.

Todo está perdido excepto la esperanza, que está a salvo

“Hágase la Voluntad de Dios; esto es lo único que deseo con mi entrega sincera y sin reserva a esta fundación. Yo me mantengo firme porque considero esta Obra, querida por la Santísima Virgen, por el Corazón del buen Jesús y por San José, que la han tomado bajo su protección. Si Dios no la quisiera, ¿por qué me ha dado estos deseos que duran más de cincuenta años?, ¿por qué me ha curado la Virgen de la Salette?, ¿y por qué el Sumo Pontífice ha concedido gracias tan grandes e inalienables? Sí, yo creo que Dios la quiere, no obstante mis miserias, por eso sigo adelante sin sombra de dudas y sin temor”.

Despojada de los bienes materiales, burlada por quien debía ayudarla, despreciada por sus propias hijas, esta mujer de fuerza sobrehumana no pierde el ánimo.

El sol sale al atardecer

El arca llega a la alta montaña

Madre Le Dieu no se distingue por el carisma de las profecías, pero hizo una que se cumplió con precisión bíblica: “Yo soy el arca que navega siempre hasta que se pare en la alta montaña de Roma, donde comenzará una nueva era”.

Sin embargo, cuando profetizaba así era una locura para quien veía todo bajo la óptica humana. Los bienes, muebles e inmuebles de la herencia paterna se habían perdido; los bienes de Aulnay se los llevó la entidad civil que ella misma había constituido. Sólo y exclusivamente suyo había quedado la deuda contraída con la viuda Lacorne de Avranches, que le había prestado dinero para la compra de la casa de San Maximino. ¿Y la familia religiosa? Las religiosas del Monte San Miguel habían partido todas o para el mundo o para el cielo. Las dos últimas novicias la habían abandonado para seguir al párroco Coullemont. Sólo una postulante, Sor San Joseph Richard, se había quedado con ella en París. Ahora las raíces que la tenían arraigada en la tierra de Francia se habían secado todas, unas detrás de otras.

El 12 de abril de 1881 la Fundadora, despojada de todo, escribe: “La Obra no se realizará en Aulnay. Pero está en la mente de Dios, en el Rescripto y en mí; se extenderá cuando la Providencia lo quiera”.

El 31 de mayo, con Dios en el corazón y el Rescripto bajo el brazo, deja París para siempre. El hábito seglar que lleva puesto es un regalo de una persona amiga, y 150 francos, que guarda en un bolsillo seguro, son un préstamo de Sor San Joseph.

El 3 de junio está en Roma y ya escribe con aire de triunfo: “He venido con confianza y sencillez a ver a León XIII como vine a ver a Pío IX. Quiero ponerme bajo la alta protección de Roma para hacer aquí el centro de nuestra misión”. Lo primero que hizo fue vestir el hábito religioso, “aquí se es verdaderamente católico y se sabe que el Rescripto es inalienable”.

Desde el día 3 al 20 de junio vivió en el Sagrado Corazón, Calle Lungara, donde la polaca, madre Mongiska, le aseguró comida, alojamiento y sonrisa. Todo gratis. El 5 de junio, fiesta de Pentecostés, con su vena poética escribe:

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“Un solo deseo tiene el corazón y el alma

un sólo pensamiento;

vivir y morir al servicio de Dios.

Dolorosos fracasos en el camino yo veo,

pero siempre y en cualquier lugar, a Dios la vida inmolo.

Éste es mi lema: abandono, puro amor,

y con fe camino por el penoso sendero;

me basta que la mano de Jesús me guíe

y el Espíritu divino totalmente me cubra.

¿Qué más puedo decir? Esto es todo.

Si cayera, defendiendo mi derecho,

el deber habría cumplido;

se escavaría en Roma una tumba modesta,

un poco aún: el cielo; allí lo veré todo”.

“Me dicen –escribe el 11 de mayo– que las variaciones atmosféricas, tan molestas aquí como en Francia, se deben al paso de una cometa que debería aparecer el mes que viene; en Francia creo que no se vea. Ciertamente se notan muchos cambios de estación cuando estas señoras van de paseo. Dios las ve correr y permite su peregrinación que no perturba el orden de los astros. ¡Oh Dios todopoderoso y único, rector general del universo, protege a las almas, mucho más preciosas que todos los astros, las cuales son víctimas del torbellino de iniquidad que las envuelve; haz que las Auxiliares Católicas, guías seguras y fieles, instrumentos de tu misericordia, puedan iluminar y salvar a un gran número de ellas!”.

En el ánimo de la anciana asceta se atisba el espíritu franciscano y la poeta invita a las “hermanitas” lagartijas a formar parte del coro que canta las alabanzas al Creador.

El 19 de junio, escribe: “Las pequeñas lagartijas se ponen en movimiento apenas ven un poco de sol. Pero ha dicho Madre Moginska que, cuando las oyen cantar, ellas se detienen y escuchan. Las hermanitas de San Francisco de Asís no huyen del hombre. Admirable variedad de las obras de Dios en todos los animales de cuya existencia no comprendemos el porqué. Ellos, según su naturaleza, obedecen al instinto que han recibido; no razonan como los hombres, pero tampoco se rebelan como hacen éstos; sufren la muerte, pero para ellos no existe una pena eterna. ¡Oh criaturas todas del Señor, bendecid al Señor!”.

Del 20 al 28 de junio, la Madre fue huésped de las religiosas de Caridad en S. María en Capilla, también aquí firmando la letra de cambio la Divina Providencia. Sin embargo, no era excesivamente providencial la pedrada de un golfillo.

El 24 de junio anota: “Ayer un golfillo tiró un proyectil que me golpeó en plena cara; si hubiera tenido dientes, verdaderos o postizos, me los hubiera roto; me salió sangre de la mejilla. Cuando me volví estaba caído en el suelo empujado por otro; pensé que el golpe no iba dirigido a mí”.

Pobrecilla, ha perdido los dientes, pero no ha perdido la esperanza. No todos los chicos son granujas y ella queda admirada de la cantidad y de la índole de los niños romanos: “¡Cuántos pequeños por la calle, vestidos sólo con una camiseta! Se pelean, pero no gritan como en nuestras tierras; no he oído todavía la voz de un niño. La plaza Nova está llena, al menos hasta las once. Hablan, se divierten igualmente, sin el estrépito que hacen en Francia”.

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Quita el hambre con la poesía

Del 28 de junio al 27 de agosto vive en la plaza Navona, en casa de la familia Rolli; pero los ochenta escalones son demasiados para una mujer de 72 años, y para una pobre como ella las cien liras de alquiler son demasiado.

Desde el 27 de agosto al 6 de noviembre está de nuevo en la Lungara con las Religiosas Sacramentinas; aquí la peregrina de Dios, aunque tenga que vivir de limosna, quita el hambre con la poesía. El pensamiento de los niños no la abandona.

“¡Qué diferencia entre el horizonte actual y el de la plaza Navona! En lugar del resplandeciente y tan cercano Palacio Doria, está la colina con un verde maravilloso que sube dulcemente y se pierde en el cielo. Esta vista da reposo a mis ojos, corazón y alma. Un poco a la izquierda está San Pedro Montorio, que destaca del verde. Estas bellas perspectivas me gustan más que el aspecto normal de la plaza. No obstante, quizá, me divertía más por la gente original que allí había, por los niños tan animados en sus juegos que hacían volteretas que era un gusto porque rebotaban en las caídas como pelotas de goma; no tocaban el suelo y ya estaban de pie, y alegremente se ponían de nuevo a correr.

¡Feliz infancia, libre de cualquier preocupación!”.

“Ayer por la mañana, a través de una pequeña rendija del postigo de la ventana, vi brillar una estrella. Aquella vista me hizo subir al cielo con ardientes deseos y me hizo pensar en la eternidad que ahora siento tan cerca; aunque tuviera que vivir tanto como mi abuela materna, conservando toda mi inteligencia, veinte años pasarían rápido”.

Como no domina la lengua italiana, le resulta muy difícil el diálogo con la gente, pero en el cuaderno escribe sus confidencias. Los comensales le dan a entender que no es bueno ponerse a escribir enseguida después de comer. Ella anota: “Para mí no es molestia sino un alivio. Siento el corazón explayado cuando me desahogo escribiendo estas notas en este cuaderno que no se opone a nada. Puedo decirle lo que pienso, lo que quiero. ¡Pobres páginas que, quizá, nunca seréis leídas! Vosotras sois mis confidentes: yo os digo todo y vosotras guardáis fielmente todo. Si uno quisiera leeros atentamente podría saber con facilidad cuánto he sufrido”.

Desde noviembre de 1881 hasta abril de 1882, Madre Le Dieu está alojada en familias particulares.

O el nido o la tumba

Mientras, han pasado varios meses sin concluir nada; sin embargo ella ha decidido: Roma será su nido o su tumba.

El 20 de junio anota en su diario: “La pasada noche me parecía abrir una casa muy grande no sé dónde. Habían entrado muchas personas mayores y yo mantenía con ellas una seria conversación, daba avisos particulares, trabajaba mucho. Esto duró bastante; había muchos niños y crecían muy bien. ¡Ha sido un sueño!”.

No es un sueño, sino que hace falta darse prisa. El movimiento se acelera cada vez más a medida que pasa el tiempo. Esto lo sabe por experiencia ella, que es el movimiento en persona.

Se presenta en la Cancillería. “Monseñor Luca está fuera desde hace dos años; me quedo un poco asustada al verme sola y sin una carta de recomendación. El secretario al principio se muestra muy frío y casi ofensivo.

–Querida hermana, creo que debe haber alguna diligencia abierta hecha sobre usted.

–Más bien en contra que a favor; por eso deseo vivir en Roma para que se me juzgue por las obras y no por las habladurías.

–Entonces debe dirigirse al cardenal Vicario de quien depende su residencia en Roma.

–Sí, Monseñor, es lo que pienso hacer. Si puedo ver al cardenal Borromeo espero encontrar apoyo en Su Eminencia.

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Monseñor, en esto no he seguido mi vocación sino la obediencia, y nosotras amamos este trabajo porque conocemos los buenos frutos que puede dar.

–Bien –me ha dicho el secretario, demostrándome un cierto interés– hágalo y veremos.

Me ha dado su bendición y yo volví a casa”.

Bajo el consejo del P. Laurençot prepara la solicitud para el cardenal Vicario, Rafael Monaco de la Valletta.

“30 de Junio de 1881.

Eminentísimo Cardenal,

habiendo tenido el honor en 1877 de serle presentada y recomendada por mi director espiritual, el Rvdo. P. Francisco Régis, de honrada memoria, obtuve de Su Eminencia el permiso de residir en Roma para establecer aquí el centro de nuestra misión, bajo la inmediata protección de la Santa Sede. Entonces, obligada a volver a Francia, he tenido que aplazar la realización de este deseo. Hoy vengo para ponerlo en práctica, segura de encontrar el beneplácito de Su Eminencia.

Os ruego que tengáis a bien acoger mis sentimientos de agradecimiento y de alta consideración”.

A la carta del Cardenal añadí la solicitud para el Santo Padre.

Santísimo Padre,

El 15 de enero de 1863, en una audiencia particular con el S. Padre Pío IX, junto a los preciosos favores para la vida religiosa, recibí directamente de Su Santidad la orden insistente de trabajar en las obras de apostolado en el mundo.

Orientada entonces por los Eminentísimos Cardenales Villecourt y Barnabo, con mucho gusto hubiera puesto el Instituto en Roma, pero la salud me lo impidió. Ahora parece que ha llegado el momento de poner a las Auxiliares Católicas bajo la suprema autoridad de la Santa Sede. Su misión, según las enérgicas palabra de Pío IX, que en paz descanse, es la de trabajar hasta el fin y probar la fe con la caridad, sin límites de obras y de lugares.

Su Santidad ha escrito, firmado y datado un Rescripto que acuerda todas las bendiciones que en aquel momento le pedía.

Muchas veces el venerable Juan María Vianney, Cura de Ars, me había asegurado que “todos mis deseos habrían sido bendecidos en la amplitud deseada”. Los ánimos recibidos de estos dos siervos de Dios me han confortado en todas las pruebas y me hacen esperar que Su Santidad quiera concederme poner el centro de nuestra misión en Roma, y también renovar en vuestras manos para el futuro nuestro voto especial de devoción al Sumo Pontífice”.

8 de julio: Visita al Cardenal. “Monseñor Philippes, secretario particular, ha estado amabilísimo y me ha dicho que Su Eminencia me recibiría enseguida, por eso he esperado con ánimo renovado. Pero el calor y la espera de casi dos horas me debilitaron de tal forma que cuando pude abordar al cardenal Monaco de la Valletta estaba extenuada. El buen Dios, que conocía la urgencia de este tema, me ha dado una vez más un poco de ánimo y así he podido explicarme con suficiente franqueza. “¿Pero tiene la aprobación?”, me preguntaba el Cardenal.

“Eminencia, me han animado y voy adelante; deseo caminar bajo su dirección; pido el favor que me concedió, hace cuatro años, de residir en Roma; en lugar del P. Régis que el Señor ha llamado a sí, está el P. Laurençot como superior. Viviremos con sencillez y nuestro número aumentará bajo su protección”.

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Ha leído con mucha atención la solicitud dirigida al Santo Padre, también mis votos, y la copia de los beneficios concedidos por Pío IX. Ha doblado los documentos y me ha dicho: “Hablaré con el Santo Padre”.

El 9 de julio, el Cardenal debe presentar la súplica al Papa. Madre Le Dieu se pregunta: “¿Qué pasará? Yo estoy tranquila como hace veinte años. El Cardenal, que me conoce poco, si, como parece, no ha tenido ninguna recomendación sobre mí, no hará sino aplicar las líneas generales sobre las nuevas Congregaciones.

Yo no tengo el encargo de conseguir aquí mejores resultados que en otro lugar; he hecho lo que he podido y Dios me ve como me ha visto siempre. Por tanto, ¡fiat!, para hoy y para siempre”.

El 10 de julio escribe: “No sé si ayer el Sumo Pontífice habrá visto o escuchado mi carta. Yo he expresado lo que sentía mi corazón”.

Algunos días después acude de nuevo a ver al Cardenal para el responso. “Antes paso para hablar con el secretario del Cardenal.

–Vaya a ver a Su Eminencia, me dice.

–Pero, ¿no seré indiscreta?

–No, vaya.

El corazón me latía; ¿soy conocida suficientemente? ¿y sobre todo comprendida? El secretario va adelante y me hace entrar antes que a mucha gente que está esperando la audiencia. El Cardenal me devuelve las solicitudes: “El Santo Padre le concede la residencia en Roma, puede alquilar una casa, y si hiciera alguna petición le ayudaremos”.

El Papa, cuando leyó la solicitud, había dicho al Cardenal: “Esta obra no la tenemos en Roma y hará mucho bien”.

¡Oh bondad infinita! Me ha parecido, y aún me parece, un hermoso sueño. El Cardenal estaba mucho más afable que la primera vez que me recibió y parecía feliz de hacerme este favor. Le he dicho que las religiosas del Sagrado Corazón y las Religiosas de la Caridad verían con agrado nuestra Obra en Roma. He aquí el poder y el querer: ¡Dios mío, dame el tener!”. Madre Le Dieu resalta dos cosas: “El Sumo Pontífice León XIII es ahora el primer benefactor. Si hace algunos años me hubiera concedido quedarme en Roma habría evitado mi ruina y la de la pobre viuda víctima, como yo, de la caridad”.

Después, finalmente, dice: “Todo se verá claro a la luz de Roma que ya brilla sobre mí”.

El permiso era la vida, pero Madre Le Dieu no se fiaba de las respuestas verbales, por eso corrió a casa y preparó la solicitud para disponer de un documento escrito.

19 de Julio de 1881.

Eminentísimo Cardenal,

Le suplico quiera declarar el insigne favor que nos concede el Sumo Pontífice León XIII, de establecer en Roma nuestro Instituto, ya tan privilegiado por su predecesor Pío IX, que en paz descanse.

Contenta de obrar bajo la dirección inmediata de la Santa Sede y de su benevolencia, tengo el honor de ser, con el más respetuoso reconocimiento,

su humildísima

Sor Marie Joseph, Le Dieu

Unos días después llegó la respuesta del cardenal Vicario concediéndole el permiso para abrir una casa en Roma donde se pueda “ampliar y consolidar su Instituto”.

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Con aire de triunfo, justamente merecido, la Fundadora afirma: “Así queda asegurado el trípode sobre el que se apoyará la santa misión, de la que soy una pobre servidora: las profecías del Cura de Ars, el Breve de Pío IX y la autorización de León XIII”. Al leer las palabras “ampliar y consolidar” llaman la atención porque el Instituto estaba representado por la sola y única Fundadora, ya anciana y privada de cualquier recurso material. Madre Le Dieu siente que el grano de trigo sembrado por Jesús en la tierra húmeda se ha deshecho totalmente; ya despunta el brote que mañana será espiga.

Año nuevo, vida nueva

El día de la Epifanía de 1882 el canónigo Lazzareschi, párroco de San Lorenzo en Dámaso, enviado por el cardenal Vicario, vino a inspeccionar la Obra para luego comunicar su andadura, pero, ¿qué obra, si ésta se centraba y se acababa en aquella anciana mal vestida e incluso mal nutrida?

Un astrofísico respondería que en el principio también el universo estaba dentro de una especie de átomo cósmico. El buen canónigo, dotado de una luz sobrenatural, descubrió un brote que germinaba de aquella tierra arada y atormentada desde hacía decenas de años, y por eso hizo una relación milagrosamente positiva.

El 25 de febrero, la general de las hipotéticas Auxiliares Católicas dirigió esta solicitud a Lazzareschi: “Acostumbrada a no hacer nada importante sin el permiso o al menos sin el consejo de los superiores, ya que la Divina Providencia nos pone bajo su protección, le ruego fije usted mismo el día en el que podremos abrir el asilo, tan deseado, del Protectorado de San José para los niños pobres.

Vuestra humildísima y obedientísima,

Sor Marie Joseph de Jésus, Le Dieu,

Superiora de las Auxiliares Católicas

El canónigo Lazzareschi contesta: 19 de Marzo de 1882, día de San José.

“Si desea abrir la casa para comenzar la Obra puede hacerlo”.

Madre Le Dieu, a la edad de 72 años, podía reemprender su trabajo como educadora, porque desde París Sor San Joseph había acudido en su ayuda. Esta criatura, amasada en el sacrificio, nunca se había sentido alejada de ella y siempre le había enviado el poco dinerillo que había logrado reunir. La Fundadora la recibió con el afecto y el cariño de una madre.

¡Qué lástima que la pobreza fuera extrema! El 8 de enero de 1882 anota en su cuaderno: “ Si la pobre religiosa llega hoy no encontrará sino un poco de caldo con un trocito de pavo cocido y la mitad de mi cama para dormir o bien el diván si le gusta más; en este caso yo estaría más contenta por ella y por mí; el Señor nos dará una cama cuando Él quiera”.

Con la llegada de Sor San Joseph las condiciones económicas no cambiaron nada. Cuando la madre y la hija terminaron de explayar sus corazones, la religiosa vació sus bolsillos ante los ojos de la Fundadora, en un primer momento esperanzados y luego desilusionados. De aquellos bolsillos remendados aparecieron apenas 12 francos. Pero, ¿qué importa si tiene a su lado a una hija que la comprende y está dispuesta a reemprender por las calles de Roma la vida de sacrificio que durante años había llevado en París? El Señor, que viste los lirios del campo y alimenta las aves del cielo, cuidará también de ellas. Y, de hecho, la generosa Sor Carolina, superiora del asilo de las Zoccolette, les manda una cama para descansar.

Lo que no faltaba eran los niños de los que nadie se ocupaba. El gobierno tenía problemas más importantes que resolver, especialmente después de la unidad de Italia, y las religiosas se ocupaban solamente de las niñas.

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La fórmula justa para el momento justo

La Fundadora, si hubiera tenido varias decenas de Auxiliares Católicas, hubiera resuelto en Roma el problema de la infancia abandonada. Ella poseía la fórmula justa para el momento justo, por eso, superadas las primeras dificultades, comenzó a trabajar.

El Padre Giordani de la Obra Apostólica y director del Monitor Romano y del Amigo de los Niños, el 17 de abril, le confió dos niños. Éste escribió a Madre le Dieu: “Para apartarlos de un ambiente peligroso los he acogido de momento con nosotros; pero siendo demasiado pequeños para nuestra Obra, le ruego los acepte provisionalmente en su Instituto”.

Y así, Augusto Mengolini y Jacinto Leonardi ingresaron en la Lungara. El personal asistente estaba constituido por Madre Le Dieu, por Sor San Joseph Richard y por la postulante Schenetti, la cual muy pronto regresó con su familia.

Fueron rechazadas otras solicitudes porque el cardenal Vicario exigía garantías que no podían ofrecer en aquel momento. Y faltaban también las cosas necesarias. “La tapadera de una caja me sirve de mesa y de escritorio, dice Madre Le Dieu. Los cuadernos y los libros están sobre una cama que de momento está vacía hasta que llegue algún niño; esta cama también me sirve de diván. Durante casi todo el día me veo obligada a sentarme en una silla alta y dura. Pero tiene una ventaja inestimable: sin ningún impedimento contemplo el cielo por tres sitios”.

El último día de abril de 1882, Madre Le Dieu goza de una alegría que esperaba desde hacía años. Para comprender su intensidad sería necesario tener su misma sensibilidad de alma eucarística.

Ella cuenta: “La capilla de las Mantellate se abría para la bendición; entramos con gran deseo. El sacristán me pidió que mandara a los dos niños sujetar las antorchas. Me preocupé porque su ropa no estaba en buenas condiciones, pero me alegré de verlos caminar tan contentos con aquel relativo peso. Yo pensaba que así estaban más cerca del buen Jesús y verdaderamente servían al triunfo y al amor de la divina Eucaristía. Para mí fue un momento de gran alegría. La bendición que recibimos la mandé sobre Aulnay y sobre nuestros perseguidores”.

Esta santa mujer, que vive de la Eucaristía, cuando ve que alrededor del altar hay niños que dan señales de vocación sacerdotal goza como si viera ángeles en torno al trono del Eterno. El Señor, después de su muerte, premiará este celo dando a sus religiosas muchas vocaciones sacerdotales.

Sor San Joseph hace milagros con sus pies

Damos rápidamente una ojeada a la hermosa figura de su primera Auxiliar en la Urbe.

Ella, más bien joven, está dispuesta a todo; como la Madre, hizo el callo óseo a las innumerables fracturas y como buen borriquillo tira por la carreta sin jamás lamentarse. Madre Le Dieu le dice bromeando: “Tú haces milagros con tus pies”. El carácter de la fiel religiosa queda reflejado, aunque indirectamente, en esta carta que la Madre le escribe para invitarla a ir a Roma. “Queridísima hija, no se quede con San Juan a los pies de la cruz; hay sitio para usted en ella, sea valiente y venga para quedarse. No pierda sus fuerzas y energías al lado de quien abusa tan claramente. Los primeros días viviremos, quizá, con lo que no tenemos, pero Dios nos ayudará, esté segura. Sin usted, aquí no haré nada. Al principio nos podremos valer por nosotras mismas. Para comenzar la Obra, algunos niños son suficientes.

Yo estoy bien y Dios me sostiene de un modo maravilloso.

Creamos, esperemos, amemos al Señor y no seremos confundidas. Los misioneros, ¿no sufren, quizá, más que nosotras para ganar almas para Dios? Ríe mejor quien ríe el último. Dejemos que digan y redigan. Dios nos invita a escoger la mejor parte, que es trabajar sólo para su gloria. La eternidad será suficientemente larga para descansar bien.

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He pasado la noche y el día de Navidad en el Sagrado Corazón; pero las religiosas no han comprado ningún rosario-pulsera porque tenían muchos gastos y cuarenta huerfanitos que mantener. Mañana no sé qué haré con mis sesenta céntimos.

¡Fiat! El ánimo sostiene el corazón pero no el estómago.

El Padre celeste sabe lo que más necesitamos; y puesto que el ánimo me ha sido suficiente hasta hoy, ¡viva el ánimo! Todo se lo ofrezco a Dios.

Si hoy estuvieras conmigo iríamos a ver el Belén de la Basílica de Santa María Mayor; pero yo no me puedo permitir este lujo, teniendo razonablemente que ahorrar esta caminata al pobre Martín.

Cada día, como usted, ahorro las patas de los caballos de Roma más que las suyas (las de Martín) y el pobre animal se resiente; por otra parte, es justo que aproveche del descanso del Señor.

Aquí, durante estas fiestas, se acostumbra a hacer visitas para desear un feliz año. Puede creerlo, yo se lo he deseado con fervor a usted, a los amigos y a los que nos persiguen. Vivamos y muramos en la caridad, hija mía; aunque tuviéramos que reducirnos a nada, sería mucho mejor que hacer el mal al más pequeño de los seres.

La abrazo con la esperanza de vernos pronto”.

Ahora que hemos visto llegar a puerto la barca que ha afrontado tantas tempestades en el mar, durante medio siglo de navegación, detengámonos a observar la vida que la Madre tuvo en Roma.

No hago sino sembrar pasos

Esta sorprendente coleccionista de fracasos, ¿cómo se las arregla para seguir su camino, aún cuando todo se derrumba alrededor y sólo queda la muerte que avanza? Su vida, medida con el parámetro de la lógica humana, sin duda, resulta absurda, más bien una locura. Y si del grano de trigo deshecho no hubiera nacido la espiga, que ahora hace más bella a la Iglesia, nadie podría afirmar que Madre Le Dieu haya tenido una mente sana. Las almas santas, cuando se dejan guiar por el Espíritu Santo, actúan de manera sobrehumana aunque a menudo parece deshumana. Entre la gran multitud de santos, Madre Le Dieu no es la primera ni la última en ser considerada una loca.

Ella fue la primera en darse cuenta de que su modo de actuar no se dejaba encasillar en la categoría de la lógica humana y que ante el tribunal de los hombres sería juzgada por loca. Sin embargo, ella estaba más que segura que el tiempo de Dios no coincide con el de los hombres y esperó contra toda esperanza.

Ella, con la seguridad de la evidencia, afirma: Claro, hay tanta desproporción entre lo que quiero y lo que puedo que con razón juzgan locas mis ideas; pero, ¿acaso actúo yo para mí y me fío de mí misma? ¿Qué quiero? A mí no me preocupa lo que se dice o lo que se piensa. Si uno no conoce mi vida comprendo muy bien lo difícil que sea imaginar lo compleja que es.

Parece una cosa clarísima que yo esté equivocada porque no tengo éxito; pero puedo responder victoriosamente: “¿Qué hizo el buen Jesús e incluso los apóstoles y todos los mártires?”.

Bien, sus culpas también son mías; ellos han permanecido fieles a sus ideas, se verá quién reirá el último; y lo digo muy seriamente. Humanamente hablando ni siquiera tengo la mínima posibilidad a mi favor, y si alguien viera el fondo de mi bolsa me acusaría de temeridad.

El cielo parece amenazante y todo conjura contra mí”.

Madre Le Dieu llega incluso a creer que sus religiosas de Aulnay son más útiles que ella: “¿Qué utilidad podrán tener mi vida y mis ideas?

Nuestras hermanas trabajan; es verdad que tienen niños a quien atender, mientras yo, a los ojos del mundo, no hago sino sembrar pasos.

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Si Dios no quiere aumentar el número de vocaciones y asegurarnos una buena dirección, mi vida será completamente inútil porque yo no puedo volver a Francia, especialmente a Aulnay, agotada como estoy hasta el extremo. Ahora sabrán que me encuentro en Roma y Grippetto (el diablo), incluso, continuará haciéndonos sufrir”.

No se maravilla de que hombres tan estimados por ella, como Laurençot, rehúsen avalar con su firma una súplica ante la Santa Sede. Todos se limitan a dar ánimos, porque “los ánimos no cuestan nada”.

“Creo que el P. Laurençot no firmará nunca. Nadie da el primer paso, yo lo comprendo; probablemente será como la primera vez: entre el Sumo Pontífice y yo sólo estará el buen Dios. Éste es mi deseo; así nada humano se mezclaría en este asunto”. Sin embargo, esta sembradora de pasos, aparentemente inútiles, está segurísima de que llegará la hora de Dios, y por eso continúa con sus sueños.

Esta pobre excluida, que se ve obligada a ahorrar un vaso de agua, sueña con sembrar el mundo entero de centros de Adoración Reparadora.

Cada día florece la esperanza

La esperanza, que tiene su fundamento en el Corazón de Jesús, no se marchita jamás; Madre Le Dieu tiene preparada la fórmula de los votos que desea renovar en las manos de León XIII. Después de Jesús la Virgen es la razón y la causa de su indomable esperanza.

Con San Bernardo, la Madre repite siempre: “Acordaos, piadosísima Virgen, que jamás se ha oído decir, que ninguno de los que han acudido a Vos haya sido abandonado. ¡Tú sabes todo lo que pido!”.

“Cada día me trae su dolor;

pero cada día florece la esperanza.

Por ti, Madre dulcísima de amor,

que escuchas al alma que gime.

Y en la hora que el corazón está más dividido,

desde la cumbre del dolor,

cuando cada rayo de luz se apaga,

tu materno rostro

me sonríe y me da aliento y ánimo”.

Cada día, veo a mi alrededor las mismas cosas: los niños son siempre niños y las madres o las niñeras tienen que ocuparse de ellos hoy, como ayer y mañana; así pasa con nuestra obra: está en la infancia y como recién nacida.

Casi todos los grandes fundadores han encontrado obstáculos en su camino y yo no soy más que un gusano perseguido. Por tanto el Señor, cuando Él quiera, permitirá que crean lo que digo y lo que quiero únicamente para Él”.

Ella, abandonada en la divina Providencia, ha descubierto esta ley que se convierte en la brújula de su navegación: las intervenciones divinas son inversamente proporcionales a los medios humanos, por eso ella espera en las primeras en la medida que disminuyen los segundos.

“Dios mío, sólo cuento contigo, porque yo sola no tengo ninguna posibilidad, más bien, todo parece acabado”.

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Después de Dios espera en la Iglesia de Roma; ella, en el mejor sentido de la palabra, es una ardiente papista.

“El Cardenal me ha dicho que recurriera a la Congregación de los Obispos y de los Regulares. Es precisamente esto lo que deseo, pero antes me gustaría tener el domicilio en Roma para ser bien conocida y protegida por la suprema autoridad”.

“Atravesando la plaza del Jesús he visto al cardenal Borromeo; ha sido amabilísimo conmigo y me he animado: “Comience, comience; usted no está encargada del éxito, pero Dios la ayudará. Acoja a los niños; sea dulce pero firme con ellos y especialmente con las familias. Tenga ánimo y todo irá bien”.

Su convicción y su benevolencia me han reconfortado; estuvo conmigo un largo rato”.

Madre Le Dieu cuenta con la naturaleza de mujer enamorada de Dios: “Generalmente, los hombres cambian de parecer más a menudo y más pronto que las mujeres. Nosotras sabemos esperar y sufrir”.

No sabemos cuánto haya de verdad en esta afirmación, pero ella está convencida.

La esperanza alimenta su paciencia, que sabe esperar en la oración. Sin embargo, tiene mucha prisa porque sabe que está para caer la tarde en su jornada terrena. “Deseo actuar deprisa, hasta que no haya puesto las raíces en Roma. De allí viene la luz”.

¡Ánimo, pobre corazón! Todo es mortal

“Dios mío, ánimo y paciencia. San Pablo ha sufrido y esperado mucho más que yo. En este momento releo con nuevo interés los Hechos de los Apóstoles. Ya no me acordaba de las fatigas y persecuciones de San Pablo, o por lo menos no me habían impresionado y emocionado tanto como en este momento. Ciertamente yo estoy a mil leguas de él, pero entre nosotros hay una relación evidente. El buen Dios ha permitido que fuera encadenado durante meses y años.

¡Son los designios y caminos inescrutables! Dios llega cuando quiere, así sucede también en esta obra regeneradora. Resignémonos por esta inactividad tan contraria a mis deseos y en apariencia tan dañina. ¡Fiat y aleluya!”.

Antes de llegar Sor San Joseph, Madre Le Dieu sufre la soledad en la ciudad eterna. “¡Qué martirio estar sola! ¡Si al menos tuviera algún niño! Me siento desfallecer en esta atmósfera romana; el calor es horrible y el espíritu lo resiente; el frío me molestaría menos y no tengo nada que me alivie un poco.

Las campanas de San Pedro tocan continuamente por la fiesta del Corpus Christi, que es mañana. No es la solemnidad de otros años; ahora no se sale de las iglesias y el Santo Padre tampoco participa. Todo esto nos hace desear la fiesta de la eternidad, donde no tendremos estas dudas y estos temores; pero tenemos que pasar antes por la muerte que, por cierto, es un placer”.

“15 de agosto: fiesta de la Madre amada y también mi fiesta. Hoy estoy completamente sola mientras que durante 70 años he vivido este día lleno de alegría y esperanza. La esperanza todavía la mantengo: es el ramo de la fiesta.

22 de octubre de 1881. ¡Este mismo día de 1830 nuestro querido Eduardo tenía 20 años y después de algunas semanas mi porvenir se había quebrado a causa de su muerte! Desde entonces, ¿no ha pasado ya medio siglo de sacrificios? Y el corazón no termina de acostumbrarse... Hemos sido creados para una alegría eterna, pero es necesario pagarla un poco.

Hagamos el bien hasta que podamos. Poco importa desde dónde partiremos para el otro mundo: basta que nuestros pasaportes espirituales estén en regla”. En la ciudad eterna esta ardiente normanda ejercita en grado heroico la santa paciencia. “He buscado la calle de la Pigna, la calle la he encontrado, pero no he encontrado al Cardenal que, justo, se ha marchado esta mañana y estará fuera dos años. Así me lo ha dicho un padre con una sonrisa de persona conocida o quizá de una persona que te está tomando el pelo: Usted puede cantar: Mambrú se

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fue a la guerra, no sé cuando volverá. No obstante tengo que salir para comprar unos zapatos porque estos los tengo muy rotos, y luego buscar, finalmente, a mi Cardenal. ¡Dios mío, mi vida personal es del todo inútil!”.

Madre Le Dieu espera que su Obra se asiente allí, pero de ningún modo espera que su persona triunfe. Ella sólo es el grano de trigo que no verá la espiga. “Mi corazón se eleva cada vez más a Dios y se separa de todo lo que no es Él. De un día a otro espero ser aniquilada”.

¡Paciencia y así sea!

De tantos males éste sólo es el fármaco, omnipotente:

¡Ánimo, pobre corazón, todo es mortal!;

¡Sólo Dios queda, y Él te ve y oye!

Su musa que no envejece canta a la soledad:

Los dulces amigos que en la edad primera

fueron compañeros, no vuelven más;

y en las horas que ahora vuelven al atardecer

¡ay! ¡no vuelve el bello tiempo que fue!

Reina soberana ahora la desconfianza

que de los amigos tiene cerrado el corazón;

y el manto ama vestir de la prudencia;

mudo es el afecto, y sólo habla el dolor.

¡Ay qué duro es este árido suelo,

arrastrar los años y vanas sombras perseguir!

Mejor es dejarlo sin llanto, y volando

libres por el sereno aire huir,

hacia las estrellas, donde reposo al fin.

Habrá después como ahora tanto dolor,

donde aquí en la tierra el desierto tuvo espinas,

tendrá las rosas del eterno sol.

Fuego y calor, bendecid al Señor

Madre Le Dieu sufre enormemente el calor de Roma.

“Es imposible imaginar lo que sufro en las pequeñas, estrechas y cortas calles de Roma. Esto me recuerda las palabras de asombro que me dijo una religiosa, la cual me había acompañado un día entero en Marsella: ”¡Oh, reverenda Madre, no podía imaginar lo que hacía cuando salía fuera de casa!”. Y bien, casi todos los días la misma música: yo voy donde puedo encontrar ayuda o al menos un buen consejo, porque de lo contrario me parecería no corresponder a la gracia. Espero ahorrarme así algún año de purgatorio”.

Pero cuando vuelve a casa no encuentra ningún refrigerio: “A cualquier hora que vuelvo a casa me parece entrar en un horno cerrado”. A su edad el organismo no logra aclimatarse: “Con este calor, la lengua se seca de tal forma que me impide moverla y poder hablar. Me veo obligada a enjuagarme continuamente la boca o a retener el agua fresca sin tragarla. Es una nueva tortura porque me lleva tiempo, pero de no ser así no podría casi ni hablar. Desde hace

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muchos días siento la lengua seca y por la mañana me cuesta mucho tragar la Santa Hostia; he preguntado en varias farmacias y tiendas por alguna pastilla de menta que, creo yo, me aliviaría un poco, pero ha sido inútil.

He dado una cabezada pero he tenido que cambiarme dos veces y, aún quedándome sentada, me encuentro de nuevo completamente empapada. “Fuego y calor, bendecid al Señor”.

Mucha gente me ha dicho, con razón, que debería tomar algún remedio contra el calor, pero yo no puedo ventilar Roma ni encerrarme en una bodega durante dos meses. Si fuera rica tendría el gusto de tomar unos baños de mar”.

Es necesario caminar con las manos si no se puede con los pies

“Los cocheros de la ciudad terminarán mirándome como los pasteleros de París; si todos hicieran como yo, estos pobrecillos tendrían que cambiar de oficio. No es que yo los desprecie, al contrario, tengo que confesar que el deseo me hace volver la mirada hacia ellos, pero el deseo no puede ceder a la tentación. Por tanto, caminaré a pie y especialmente sola”.

Sólo una vez, cuando ya no pudo más, cogió la carroza y fue engañada por el chófer.

El 6 de mayo de 1881 escribe:

“He pasado todo el día en la habitación, colocando mi ropa; esto me cansa más que salir.

La tormenta también influye en el malestar que tengo en estos últimos días; no me da miedo pero me pone nerviosa. Yo tengo mucha más suerte que otras personas que se asustan cuando oyen el mínimo ruido. El trueno me eleva a Dios. Sé que es peligroso, pero es majestuoso. Su voz potente y los relámpagos dominan todos los demás ruidos y nos elevan a las sublimes alturas. Pero ahora tenemos que bajar para ir al refectorio; allí todo nos recuerda al animal. ¡Pobre Martín!, mientras estamos en este mundo es necesario comer: hierba o heno”.

El 17 de agosto, después de una visita al príncipe Torlonia, habla así en su diario: “Es necesario caminar con las manos si no se puede con los pies y arrastrarse si no se puede hacer otra cosa, sin jamás retroceder ante una buena empresa. La noche la he pasado, una vez más, en una mezcla de insomnio y de pesadillas y hoy no me siento con fuerzas para visitar al príncipe; no sabría qué decirle. En lugar de tener las cosas claras, como sucedía hace algunos días, ahora me encuentro en una especie de somnolencia. Veo lo que pasa, pero no sé explicarme; quisiera servir a Dios y no puedo amarlo. ¡Fiat!

Este malestar indefinible, ¿era quizá una especie de presentimiento? No lo sé, pero salí con esta incertidumbre. En la iglesia del Jesús he rezado hasta las diez y luego me he presentado en el palacio Torlonia. Acomódese, oigo decir, y espero un cuarto de hora. Finalmente entro donde estaba el Príncipe y me invita a sentarme, mientras él se queda de pie y, sin esperar ni siquiera la más breve explicación, me manifiesta el rechazo más absoluto. Le digo que sólo he venido para pedirle un préstamo del que puedo ofrecerle garantías. Ya no me ocupo de negocios, me responde, y me contento de mis pequeñas obras. Y con su saludo me despide: ¡He aquí todo!”.

La altivez de todos los príncipes de este mundo no conseguiría desanimar a esta cabezota de Dios. Todas las personas de la aristocracia romana vieron ante sí a esta pordiosera de los niños pobres, humilde y con dignidad.

“Como me aconsejaba el venerable Cura de Ars, voy directa al buen Dios como una bala de cañón”. Pero el bajar y subir las escaleras ajenas, tantas veces al día, debilita a la anciana andarina.

Monseñor Galliano Moncelsi, que conoce maravillosamente los gestos heroicos de Madre Le Dieu, está convencido de que con todo lo que ella había caminado habría dado varias vueltas a la tierra por el punto del Ecuador.

Cuando está excepcionalmente cansada, canta así:

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¡Que yo sea fuerte, oh Señor, hoy y siempre

hasta el último suspiro!

Quiero que se cumpla tu querer divino,

quiero amar y sufrir.

Mis penas Él las ve, y de mi corazón

el ardiente deseo Él sabe.

Y me socorre cuando mi dolor

más bárbaro se hace.

Ánimo, pues, oh mis dulces hermanas,

hasta el último día.

Al premio que nos espera detrás de las estrellas

nosotras llegaremos así.

Cuando el alma está cansada y aterrada,

así ayuda pensar:

Vuelve entonces la calma, y de la vida

la escarpada mente grave aparece.

¡Oh, mis hermanas, en este dulce abandono

repose nuestro corazón.

Santa es su palabra, es justo, es bueno.

Es fiel el Señor!

“Esta mañana he permitido a Martín descansar un poco; el pobre animal se ha fatigado mucho en estos días, y si no va para atrás, para adelante va.

Todavía estoy sola y con poco dinero, pero mi valiente corazón no tiene duda ni por un instante. Martín más tiene y más quiere; si le hubiera hecho caso, a las seis todavía no se habría levantado.

Estoy cansada pero tengo la mente clara y fuerte como cuando era joven. Esta parte de mi ser se mantiene inalterable y quizá será la última en morir”. Alguna vez, con gran pesar, se adormece también durante la Misa. El sueño la persigue hasta cuando escribe: “Verdaderamente necesito descansar, pero no quisiera que me viniera el sueño cuando hago de secretaria de mí misma”.

¡Vamos, vamos, vamos, pobre bestia mía!

Aquel pobre “Martín” realmente se merecía una oda y la anciana, a la edad de setenta y cuatro años y seis meses, se la dedica, mientras el catarro le corta la respiración.

Cansado mi cuerpo, cuando habremos surcado

las nubes y del sereno cielo

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el inmenso espacio, ¡oh! di, ¿no tienes quizá ya superadas

tantas horrendas brumas?,

¿qué otras esperas aún? De mis males

sólo consuelo he largamente esperado.

Dulce sueño de muerte, yo pido: ¿Cuándo vendrás?

Allá arriba, allá arriba en el cielo

tendré paz; allá arriba sólo mis males

tendrán fin. Pero tú, cansado y frágil,

no te duelas si arrastras aún

el grave peso, y si tregua no tienen

tus ásperas fatigas.

Dios contados tiene tus días:

Él sabe todo y te sostiene,

a fin de que no caigas en esta lucha

penosa, interminable de amor.

Ánimo, pues, oh mi cuerpo cansado, hemos llegado.

No llores más, sino bendice a Dios.

Sin embargo no podía faltar la musa en tono gracioso que cantó a Martín:

Vamos, vamos, vamos,

pobre bestia mía.

La carga arrastramos

aún por la vía.

Un día, sólo un día;

que nos espera a la vuelta

una eterna alegría.

Vamos, vamos, vamos,

pobre bestia mía.

No me siento en absoluto italiana sino sólo católica

“Desde ayer no hago otra cosa sino irritarme la piel, especialmente los brazos y la frente; siento un picor insoportable y donde me toco noto granitos por debajo de la piel; no hago sino aumentar la inflamación, y esto podría jugarme una mala pasada. Desde ayer también tengo la cara cubierta de granos. Será mejor que pida ayuda.

Me da miedo someterme a una cura en Italia: todavía me acuerdo de las medicinas de hace tiempo y las pastillas que tomé hace unas semanas; me dicen que las medicinas aquí están poco perfeccionadas. En muchos aspectos, Roma es inferior a París: verdaderamente aquí, de bueno, no hay sino algunas fuentes y algunas Iglesias. ¡Cuánta agua se consume para beber! ¡Cuántos refrescos de limón! A todas las horas del día y hasta media noche se oye gritar a los vendedores de limones.

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Al pueblo italiano se le reconoce por su dejadez y el dejar pasar. Yo no me siento en absoluto italiana, sino sólo católica”.

Con pocas palabras esboza una escena de una gracia satírica y simpática: “Una mujer se me echó encima con un italiano mal hablado. Salí del paso con un “non capish”.

Sin embargo, aquel pueblo romano, que siempre está dispuesto a sonreír por todo y de todo, en ella enseguida descubrió a una santa.

“Cuando me encuentran, todos me saludan amablemente: las mujeres, las chicas, las niñas, y me besan las manos al menos cincuenta veces al día. También me pasa a menudo cuando voy por las calles, entonces presento la mano izquierda para que la gente pueda obtener la indulgencia a través de mi anillo, bendecido por Pío IX”.

“Sufro mucho en Roma y no me gustan nada sus empedradas calles, pero anhelo ardientemente que el centro de nuestra Obra esté cerca de la Santa Sede”. Así decía y escribía a menudo la Fundadora.

Se aconseja con Don Bosco y se confía a Pío IX, que ya había muerto

En Roma, Madre Le Dieu hizo dos visitas a Don Bosco, al que ya había conocido en Turín en 1881. En aquella ocasión el Santo no tuvo tiempo de escucharla y por eso la presentó a Don Rua, diciendo que la habría atendido lo mismo que él. El Vicario del Santo le dijo que no había salesianos suficientes para las casas que ahora abrían cada mes.

En Roma, la Fundadora pudo hablar largamente con el Fundador. Ella escribe: ”Si no hubiera visto a Don Bosco me hubiera quedado con el remordimiento y con el deseo. Él escuchó lo que le dije de nuestra intención de fundar en Roma y leyó con mucha atención nuestro programa. “La obra es muy hermosa, me dijo, y muy útil. Yo rezaré para que se consolide; le procuraré benefactores”.

El Santo subrayó la originalidad de la Institución, la exhortó a conservar la identidad y le hizo comprender que ella no vería la consolidación de la Obra. Esto se deduce fácilmente de lo que escribe refiriéndose a aquella visita: “No se ha necesitado mucho para convencerme de que Dios quiere que nosotras seamos nosotras y no Salesianas, ni Dominicas, ni Pontygnanas, sin embargo no quiere nada mientras yo viva. ¡Fiat!”.

Muy a menudo, Madre Le Dieu va a visitar a otro santo que, como se sabe, ella, Fundadora, le considera su Fundador. Éste es Pío IX, sobre cuya tumba desahoga su ánimo de hija y devota.

“Lunes, 6 de junio, día de Pentecostés. Hoy a las seis de la mañana he tenido que fatigar para poner en pie a Martín.

El tiempo está empeorando, no obstante he ido a San Pedro para pedir luz, justicia y domicilio en Roma. He rezado con confianza ante la tumba de nuestro Santo Padre Pío IX. Él, ciertamente, me ha reconocido porque sabe cuánto le he querido y cuánto aprecio los beneficios que me ha concedido. Con estos precedentes espero mucho de León XIII y no quiero morir antes de ver mi Obra en Roma”.

“13 de julio. Si ayer hubiera estado menos cansada habría ido con la familia Rolly y con todos los ciudadanos de Roma para el traslado del cuerpo de Pío IX desde San Pedro a San Lorenzo de Extramuros.

Era de noche. Multitud de gente muy recogida; muchos lloraban al Pontífice tan amado; un magnífico cortejo atravesaba la ciudad, iluminada a lo largo del recorrido. Algunos desaprensivos han querido hacer una manifestación en contra, pero han sido disuadidos por la policía.

Santo mártir, velad sobre la cátedra de San Pedro, que habéis ocupado con tanto esplendor y protegednos a nosotros que venimos a refugiarnos cerca de ella para conservar y aumentar nuestra fe”.

Las hostiles manifestaciones, que sucedieron durante el traslado de los restos de Pío IX, le hicieron sufrir mucho. Escribe a una amiga: “Ciertamente oirá hablar de los acontecimientos del

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traslado del Santo Padre Pío IX. Toda Roma estaba entristecida e indignada menos los ministros de Satanás, algunos de los cuales serán severamente castigados. Me sentía demasiado cansada para seguir el bellísimo cortejo; era de noche, y yo, si hubiera podido, habría doblado mis velos y me habría puesto el gorro”.

“Me han dicho que en este momento se están distribuyendo opúsculos infernales contra Pío IX, escritos en distintas lenguas y vendidos por dos perras, o también regalados, para que hagan un efecto inmediato.

Esta mañana (5 de septiembre) la Asistenta ha venido para hacerme firmar un manifiesto de fidelidad al Santo Padre, en reparación por los ultrajes ocurridos la noche del traslado de Pío IX: habría firmado a cuatro manos”.

Quizá, por aquel exceso de fiebre anticlerical, ningún familiar de Pío IX sufrió tanto como esta hija espiritual.

Bien recibida, pero nada recibido

En la festiva y fastuosa Roma Madre Le Dieu vive una pobreza tal que hasta para un eremita de la Tebaida hubiera sido excesiva.

5 de julio de 1881. “¡Ahora sí que puedo observar el voto de pobreza! ¡Cuántas privaciones tengo que hacer! ¡Cómo me gustaría tomar un poco de buen café y de buen vino, zapatos ligeros, viajes en carruaje...! Ya he tenido todo esto y quizá he abusado de todas estas cosas, por eso sufro más. Ángel bueno, haz que me sirva para mi Purgatorio.

Llevo siempre conmigo el cuaderno que contiene un gran número de documentos originales: es mi segundo tesoro (el autógrafo de Pío IX es el primero y representa la piedra fundamental). He llegado después de hacer una larga caminata desde el Puente S. Ángelo para ahorrarme 5 céntimos”.

Los zapatos ríen de rotos y ella forzosamente tiene que comprarse otros nuevos. “Los zapatos más baratos me costarán 7 francos: ¡qué agujero! Mi monedero se quedará temblando”.

La Madre sintetiza así las visitas sin obtener ningún fruto. “Bien recibida, pero nada recibido”. Y con destacada serenidad escribe estas amargas palabras: ”Si yo quisiera morir de hambre no le importaría a nadie”. Pero enseguida recobra su humorismo: “¡Triste miseria!, se anda mucho más ligero cuando el bolsillo está lleno de dinero”.

“¡Providencia de Dios!, ¿cómo no abandonarme completamente a Vos con la confianza más filial?

“Cuando os he mandado sin bolsa y sin bastón, ¿os ha faltado algo? Los Apóstoles le respondieron: “No, Señor. Y yo, que he emprendido este camino para ejercitar la caridad más perfecta, ¿no debo decir lo mismo?”.

Ahora que hemos dado un vistazo al tenor de vida que la Madre llevó en Roma, podemos retomar el orden cronológico de los hechos.

Mis religiosas no son criadas, sino madres

El día 8 de mayo de 1882 se presentó el señor Silenzi que venía de parte del cardenal Vicario. El sábado escribe Madre Le Dieu: “Su Eminencia ha hablado de nosotras al Santo Padre. Su Santidad le ha dicho: “Trate el asunto con prudencia”. Es justamente lo que quiero y lo que pido desde hace mucho tiempo; tratarlo con la prudencia que se merece. Esto no supone un rechazo; si el Papa hubiera dicho: no se hable más, basta de obras o instituciones nuevas, yo hubiera desistido y todo hubiera acabado en Roma, al menos por ahora.

El Cardenal, aunque estaba muy prevenido contra nosotras (me dicen), ha encargado al señor Silenzi que se informe sobre la casa, los recursos, el personal y la edad de los niños.

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–Reverenda Madre, tengo que responder obligadamente a estas peticiones. El Cardenal ha dicho que si se obtiene el permiso para comenzar, deberá tener a los niños sólo hasta los 7 años, como se hace en los asilos.

En aquellas condiciones tan precarias, cualquier persona se hubiera esforzado por acoger con la mayor cortesía a aquel señor en cuyas manos estaba ahora la suerte de la Obra recién nacida, que entonces emitía su primer llanto en Roma. Sin embargo, nuestra amable mujer normanda habla de igual a igual y no acepta condiciones ni siquiera del cardenal Vicario. Su proyecto es claro como la luz y no tolera modificaciones de ninguna clase: sus religiosas son madres y no criadas. La respuesta suena solemne y decisiva; se diría que fue dictada por un cardenal para un colega: ¡no está mal!

“Le diré claramente, señor, que si Su Eminencia es de este parecer no tendremos ninguna prisa por comenzar. El Protectorado no es un simple asilo, sino un internado muy serio donde los niños deben quedarse hasta los 11 ó 12 años. Por otra parte, no habría ninguna esperanza de formarlos integralmente con los principios que queremos inculcarles, porque, de este modo, nos reduciríamos a criadas; y alimentarlos sólo materialmente no es nuestro objetivo”.

Pero ha llegado la hora de Dios y ya nadie impedirá que se lleve a cabo este evento. El señor Silenzi respondió sumiso como un cordero.

–Tiene razón, Madre; yo también pienso así; hablaré con el Cardenal.

Referente al personal sólo cuento con la señorita Rossi; ella, con la ayuda de Dios, traerá a otras personas. Nuestros medios, lo repito de nuevo, son los de las Pequeñas Hermanas de los Pobres, que valen mucho. Claro que sería muy bueno que un benefactor rico asegurara la parte económica. Nos han hecho buenas promesas, pero nosotras confiamos en el Señor y en nuestro trabajo, como hicimos en París. Si tenemos pocos medios tendremos menos posibilidades de hacer el bien, por mi parte no tengo más que añadir.

–Bien, diré al Cardenal que la casa está preparada para comenzar, que es palpable el orden necesario para hacer bien el trabajo. Haré todo lo posible para obtener una respuesta favorable. Pero le confieso que le he encontrado muy reticente y, si no hubiera sido por la palabra del Papa, se hubiera negado”.

Otro semáforo rojo

A Madre Le Dieu le habían dado vía libre y corría feliz, cuando fue sorprendida por otro ¡stop! Aunque el préstamo del banco estaba garantizado por los mismos administradores, el alquiler era un problema serio. El señor Rossi se ofrece a pagar una parte, pero con la condición de que algunos locales de la casa se cedan a su jardinero. La señora Fanny Tamburini hace sus ofertas de gran benefactora, pero también ella pide para su uso personal una parte de la casa, que por supuesto, no es un palacio real. Y como si no fuera suficiente, en la casa más bien humilde, junto al mobiliario entran también sus ideas: pretende ser la reformadora o cofundadora. ¡La ilustre señora se ha equivocado de puerta! Ante la firmeza de Madre Le Dieu, la simpatía de la señora Fanny se enfría y termina llevando a cabo una persecución engañosa y sutil contra ella.

La maniobra llega a tramarse también en los despachos del cardenal Vicario. Se permite escribir a la Madre que no es bien acogida en los ambientes vaticanos y, ostentando una caridad excesiva, ofrece dos habitaciones amuebladas donde las religiosas puedan estar durante un mes y, terminado éste, ella pagaría el billete para repatriar a las dos francesas.

Los amigos dan la espalda a Madre Le Dieu, dejándola sola ante las dificultades que son siempre nuevas.

La Fundadora, después de una noche sin dormir, decide enfrentarse directamente al Vicario y el 15 de julio de 1882, después de un año de haberle concedido la residencia, se presenta al Cardenal con una relación escrita.

El Cardenal la lee y dice:

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–Esto es grave. El Protectorado tiene que ser autorizado directamente por el Santo Padre; yo no tengo nada que ver en esto.

–Eminencia, replica Madre Le Dieu, las gestiones que he hecho y mi paciencia, durante más de un año, hasta cuando ha querido nombrar a Mons. Puyol como director...

–Mons. Puyol me ha dicho que ha encontrado en la casa a una sirvienta y a algún niño, pero que no tienen medios materiales y que no quiere responsabilizarse de esto. Hablaré con el Santo Padre; esto es grave; hay que entregar todas las donaciones y ofertas al santo Oficio; éste es un asunto grave.

Y así la despidieron: desde París y Versalles las mismas calumnias habían encontrado el camino para llegar a Roma. El P. Laurençot no puede hacer nada sino compadecerla porque el Cardenal le ha prohibido interesarse de la Obra; Madre Moginska le aconseja volver a hablar con el Cardenal. “Enséñele el permiso que le ha dado y que quizá ya ha olvidado; dígale que creía que esto era suficiente para abrir la casa, antes de tener la aprobación definitiva”.

Madre Le Dieu anota en su diario: “Pío IX no había oído nunca hablar de mí; cuando tuve la suerte de verlo, escuchó, preguntó y escribió sin que nadie me hubiera recomendado antes. León XIII ha sido prevenido en contra mía de la forma más deplorable, y desde hace un año no encuentro más que obstáculos para poder hablar con él. ¿Cómo podremos hacerle llegar nuestra verdad?”.

Las calumnias, traspasando los confines de Francia, habían llegado hasta el solio pontificio. La señora Fanny había hecho de transmisor.

Tenía el corazón lleno de lágrimas

Madre Le Dieu, para abreviar y evitar que le denegaran también la residencia, a mediados de septiembre de 1882, entrega los dos niños al P. Giordano, poniendo así fin a la experiencia del Protectorado.

En su diario escribe: “He esperado a que terminase la novena en las Religiosas Mantellate, donde hacían de monaguillos. Nunca en Roma había experimentado una pena tan grande como la de ver a aquellos pequeños infelices recaer de nuevo en los peligros que desde hacía seis meses habíamos evitado. ¡De cuántas situaciones difíciles les hemos prevenido día y noche! Afortunadamente Dios no nos abandona. Tenía el corazón lleno de lágrimas”.

Esta expresión “tenía el corazón lleno de lágrimas”, jamás le había salido de la pluma, ni siquiera en los momentos más dolorosos. Al sol de la Eucaristía, su corazón ha madurado una maternidad espiritual tan intensa que quien le quita los niños le hace sufrir más que si la rasgaran la carne.

Terminado el mes de octubre, Madre Le Dieu se moverá sin aliento por las calles de Roma en busca de un alojamiento.

Hasta el 17 de noviembre se aloja provisionalmente en casa de una cierta condesa de nombre Bosco. “Pensando en nuestro bolsillo, es la única casa que nos conviene”.

El 9 de noviembre escribe: “Es difícil anotar todos los contratiempos, las caminatas, las fatigas de estos últimos días”. Ciertamente no era el peso del bolsillo el que me causaba molestias; creo que nunca ha estado tan ligero. La religiosa, que no sabía que estaba vacío, pasando ayer por una casquería pidió dos libras de callos a cuatro perras, para los tres días que se puede comer carne a la semana.

Sólo tenía 50 céntimos y le respondí sencillamente que no tenía dinero, sin decirle claramente que no sabía dónde encontrar dos libras de pan para hoy, no exagero, y sólo lo digo para recordar las gracias que Dios nos da. Esta mañana he recitado el Padre Nuestro, pidiendo el pan de cada día; Él me ha procurado un billete con el que podremos obtenerlo durante algunos días. Pensaba que se tratara de dos liras, pero cuando lo cambié me dieron diez, ¡gracias, Dios mío!; ahora tendremos un poco de carne y sopa de la que tuvimos que hacer de menos la semana pasada, sea a causa del dinero sea a causa de la salud de la propietaria, que no soporta

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el olor del carbón. El fuego lo encendemos lo menos posible para mantener la paz, contentándonos, desde hace tres días, con un trozo de salchichón y comiendo casi todo frío. No nos hemos muerto, pero no es ningún gusto.

Siempre hay alguien más desgraciado que nosotras, yo doy gracias a la Providencia que nos sostiene viniéndonos al encuentro”.

Una antepasada de los Kennedy

Ahora entra en escena una bella figura noble y caritativa. Es la marquesa Cecilia Serlupi Crescenzi, emparentada con la alta nobleza romana, aunque ella es irlandesa y es una antepasada de los Kennedy, de hecho, su apellido paterno es Fitz Gérald. Su familia, establecida en Roma para vivir cerca del dulce Cristo en la tierra, se relacionaba con todos los representantes de las naciones en la Santa Sede. Ella se casó con el marqués Serlupi, muy conocido por su fe cristiana y por su fidelidad al Papa.

Esta amable mujer anglosajona, que elegantemente se había romanizado, había tejido una red de relaciones y de amistades vastísima y a un alto nivel, pero su corazón permanecía cerca de los pobres. Madre Le Dieu nos da una muestra de cómo fue el primer encuentro con la Marquesa, que desde un principio sintió cercana a su condición y a su rango.

El 20 de enero de 1883, al término de un día de idas y venidas como siempre, escribe: “Después de haber oído hablar de la marquesa Selupi sentí el impulso de ir a visitarla en la calle del Seminario nº 113. Hay dos marqueses que llevan este nombre: ¿a quién dirigirme de los dos? ¡Dios mío, guía y bendice mis pasos. Detén a este pobre canto que rueda sin que ni un hilo de hierba se pegue a él; poco importa dónde se parará con tal que sea en vuestras manos!

La encuentra el 23 de febrero, pero no es el momento de poder hablar con ella. El 27 se decide a hacerle una visita. “La Marquesa, anota, me recibió muy bien y me dio una carta de recomendación para el Superior del colegio germano del que depende el monasterio de S. Esteban Rotondo”.

El 2 de marzo Madre Le Dieu y los párrocos de S. María Mayor y de S. Lorenzo hacen una visita a S. Esteban Rotondo y eligen los locales: una cocina, un refectorio inmenso, un pasillo y siete u ocho habitaciones.

El 5 de marzo se trasladan a S. Esteban, donde el Canónigo Lazzareschi lleva la respuesta del Cardenal:

1) “El cardenal Vicario no le prohíbe ir a S. Esteban;

2) actualmente no aprueba la Obra, aunque no prohíbe que se haga el bien;

3) piensa que es imposible su ejecución. Él dice no tener nada que ver con la Obra,

4) desaprueba el artículo que se ha dado a la imprenta”.

Madre Le Dieu anota con una cierta gracia: “Leyendo el primer artículo me da la risa y digo: ¡gracias, Dios mío!

Referente al segundo: actualmente, etc., no dice que no la aprobará más tarde. No prohíbe: por tanto deja libertad de hacer el bien.

Se desentiende de la Obra; no es comprometedor.

Considera imposible su realización: y yo no dudo del buen éxito, mientras no encuentre obstáculos.

Desaprueba el artículo dado a la imprenta; quiere decir que no debemos difundir la relación; muy bien, de hecho la hemos dejado aparte y no la usaremos”.

Estando así las cosas, se dirige al canónigo Lazzareschi:

–”Y bien, Padre, ¿usted será el superior?

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–Sí.

–¿Y el párroco de Santa María Mayor el director?

–Sí.

–¿Y el de S. Lorenzo el subdirector?

–Sí.

–Entonces todo está bien”.

Rafaela: medicina de Dios

Todo se había desarrollado tan bien que Madre Le Dieu anota: “Estoy tan poco acostumbrada al buen éxito que desde hace tres o cuatro días tengo la impresión de estar soñando”. De hecho todo parece marchar sobre ruedas: el director del asilo de las Termas, Antonio Viti, promete todos los chicos que ellas quieran; las suscripciones están apoyadas por el mismo alcalde, el príncipe Torlonia y por la aristocracia romana.

Son muchas también las aspirantes que se presentan solas o recomendadas por otras comunidades religiosas. En el mes de febrero, Madre Le Dieu se había dirigido, como hacía a menudo, a las religiosas del Perpetuo Socorro en busca de vocaciones. Entre las novicias se encontraba Tarsilla Morichelli di Frascati. Esta joven, a sus 20 años, poseía una belleza encantadora que le daba un cierto tono sagrado. Al verla, todos exclamaban: ¡Qué bella es! Muchos afirmaban: ¡Qué buena es! La joven, apenas vio a la anciana asceta, se sintió irresistiblemente atraída por ella. Así brotó una flor del tronco vigoroso de la vieja planta.

En el diario de la Madre se leen estas frases en relación a la joven postulante: “Dos religiosas del Perpetuo Socorro nos esperaban desde hacía más de una hora. Por lo que nos han dicho se trata de una persona que parece ser muy apta para nuestra Obra bajo muchos aspectos. Nuestra situación no la asusta en absoluto.

Mis días están tejidos de fatigas, éstas acabarían si tuviera una buena ayuda. ¡Dios mío, fortalece la piedra que se nos ha ofrecido y haz que sea un sólido pilar!

Sor San Joseph ha pensado muy bien sobre las funciones que la postulante podría realizar con nosotras. Le parece que la joven debería ser asistente, su educación la hace capaz de realizar este oficio, como también el de secretaria, para ayudarme y acompañarme si fuera necesario.

Por lo que me han comunicado, y por cuanto ella misma dice, parece que el Señor la llame a nuestra Obra.

La Providencia deberá pensar que seremos tres en lugar de dos”.

Miércoles, 11 de abril de 1883, Tarsilla Morichelli hizo su ingreso.

“Todo hace pensar que la Providencia guíe el asunto. La joven trae como dote sus deseos y la recomendación de las religiosas que la quieren y la forman desde hace dos años. Ella no sabe quién la empuja a emitir los votos que le han sido propuestos, y tampoco se explica el atractivo que la conduce hacia nosotras, sino el de nuestro nombre que es el de San José. Ella ha rezado mucho a este gran santo en una novena hecha en su honor para que la convierta en su hija en la fiesta de su Patrocinio. Sólo tiene que cambiar el velo para parecer una de nosotras; le propongo el de las postulantes, pero ante su mirada sencilla y fervorosa, y por muchas otras razones que no tengo tiempo de explicar, le pongo una cofia y un velo de nuestras hermanas y así ella entra como un niño que sólo cambia su nodriza, con una calma y una paz que no pueden venir sino de Dios, de otro modo sería una hábil comedianta. A esta primera vocación romana quería darle como protector a San Pablo de la Cruz, dada la coincidencia de su fiesta. Sin elegir ningún nombre ella había mantenido con gusto el que llevaba del noviciado anterior. Me ha manifestado que había pedido el nombre de María de la Cruz y que el Superior le había dicho: “No le daré este nombre porque la cargaría de cruces para toda la vida”.

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“Bien, le dice Madre Le Dieu, se llamará María Rafaela de la Cruz para los actos oficiales, mientras en la vida ordinaria se llamará sencillamente con el bonito nombre de Rafaela que quiere decir Medicina de Dios”.

De Madre Le Dieu, que ha acumulado tantas y tan amargas desilusiones, no se puede esperar un juicio más halagüeño. Cuando pide garantías para la postulante, todavía menor de edad, la Fundadora se siente responder: “Su madre está dispuesta a aceptarla de nuevo si ella no se queda con vosotras; pero el arcipreste de Frascati responde que su madre hará todo lo que él quiera y que la joven está felicísima de venir con nosotras... ¡Dios mío, venid Vos mismo, ya que seremos tres!”.

En el diario se lee: “Sor Rafaela se prepara a sus primeros votos con sabias y generosas decisiones. Pienso que Dios la reserve muchas cruces. Ella transcribe las Reglas en italiano. Ya está escribiendo el Reglamento general. Espero que todo vaya bien con la gracia de Dios”.

El 2 de junio de 1883, en una celebración íntima y sencilla, fue bendecido el crucifijo, y la joven Morichelli, después de emitir los votos, tomó el nombre de Sor Rafaela para siempre.

La vena poética de la Fundadora suelta el canto del cisne:

“La humilde hija pasó el umbral del lugar santo

y su mirada, que brillaba, se abajó ante Dios

arrodillada en la piedra, la cabeza inclinada,

juntas en fervor las cándidas manos, oró largamente.

La boca estaba cerrada pero el corazón

y el alma invocaban al Señor.

Humilde era su indumento, humilde su deseo, muda su oración, casto el suspiro.

Ella oró largamente, inmóvil, extasiada,

teniendo en olvido todos los bienes de esta vida.

El éxtasis, en el que sumía su alma recogida

no le decía sino un Nombre, a quien la mente

era orientada:

Virgen Santa, de una oración fervorosa hazme don,

yo soy bien pobre, mi alma bien desnuda;

tengo hambre del Pan del cielo, tengo sed de Santo Amor.

Jesús quiere ser amado por quien no lo ama.

¿Quién no os amaría, Belleza siempre antigua

y siempre nueva?

Es la llama que no puede morir.

Pueda ella arder en mi alma ferviente

y su casta luz no se apague jamás.

En el día del Esposo, mi lámpara esté ardiendo

para que a la primera llamada yo responda:

¡heme aquí, presente!”

Si estas expresiones poéticas no fueran sinceras podríamos volver en contra de la poetisa su misma observación: sería la más hábil comedianta. Un juicio semejante referido a aquella

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anciana normanda, que ya tiene un pie en la tumba, sería absurdo. Estos versos, aunque no lleguen a ser una gran poesía, están cargados de mucha sinceridad. Aquella flor humana que abría la corola para dar a Jesús el perfume virginal le hacía revivir su primera donación y le ofrecía una primicia de la futura Obra.

Sor Rafaela, a la sombra de la Fundadora, seguía en el camino de la perfección. Los niños la querían, los adultos la admiraban, la marquesa Serlupi la cuidaba como a una hija.

Un día feliz entre tantos

El 18 de mayo de 1883 la marquesa Serlupi, habiendo escuchado al director Viti, aconseja comprar al menos cinco camas y no aplazar la Obra.

“Bien, responde Madre Le Dieu, pero tenemos que estar seguras de que podemos quedarnos en S. Esteban para no tener que oír que hemos fracasado por segunda vez, como en la calle de las Mantellate”.

El 20 de mayo visitó al Card. Vicario, que la recibió con un aire un tanto altivo, pero poco a poco adquirió una mayor benevolencia y confirmó su disposición para aprobar la Obra, de la que comprendía la necesidad, siempre que se encontrara un director que fuera sacerdote.

Le hablé de los obstáculos encontrados en la calle de las Mantellate, de la casa de S. Esteban Rotondo, del patronato de mujeres que se estaba formando y de las ayudas que esperábamos. Su Eminencia bendice todo y promete bendecir nuestros niños que le presentaremos cuanto antes, y de los que, una vez más, pregunta la edad.

No hace ninguna observación sobre el nuevo artículo que hemos preparado y aprueba verbalmente todo.

–Es el Santo Padre –dice al Cardenal despidiéndola afablemente– el que pide garantías para las congregaciones que desean establecerse en Roma.

–Es más que justo, Eminencia, y nosotras nos alegramos de podérselas ofrecer, dependiendo completamente de usted y actuando junto al patronato que se está formando para nuestra querida misión.

El 18 de junio, encontrándose en Francia, escribe: “Ahora tenemos algo más que una simple promesa... El alcalde, junto a muchos miembros del consejo municipal, ha aprobado la Obra.

Estamos buscando una casa mientras se está formando un patronato para sostener la Obra. Los principales párrocos de la ciudad se encargan de la dirección religiosa.

Habríamos comenzado ya en el lugar donde nos encontramos si éste no estuviera dentro de la zona destinada a edificar un cuartel militar. Dentro de algunas semanas nos ocuparemos del nuevo domicilio y difundiremos el programa impreso en italiano, en inglés y en otras lenguas, para dar a conocer esta obra de la santa infancia, tan necesaria aquí como en China.

Cuando esta obra esté funcionando diré con mucho gusto el Nunc dimitis, porque confieso que me siento poco apegada a esta tierra, pero como se necesitan brazos para trabajar me quedo en mi sitio, como San Martín, hasta que Dios quiera”.

En una carta a la marquesa Serlupi, dice: “En la calle Merulana, nº 90, se encuentran todas las indicaciones necesarias sobre la construcción del nuevo cuartel, pero después de una visita hecha al lugar, la casa que nos parece más conveniente para el presente y para el futuro es la de la calle Tasso, nº 46, que quedará libre cuando los Padres Bigi dejen la que están ocupando.

Los Padres Bigi parecen contentos de tenernos como vecinas y prometen ayudarnos”.

Por fin, el 18 de julio, puede anotar muy feliz: “Finalmente nos hemos trasladado sin demasiadas fatigas a una casita casi en medio del campo (calle Tasso) y, gracias a Dios, estamos menos solas que en San Esteban. El ecónomo de los Padres Redentoristas se encarga de los gastos del traslado. Y ¿las condiciones de la casa? Espero al ingeniero y al encargado para arreglar lo más indispensable, es decir, hacer que se cierren sólidamente puertas y ventanas, preparar las habitaciones para los niños y para nosotras, sin esto la casa sería

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inhabitable; rehabilitar una terraza para secar la ropa. El suplicio de la espera comienza de nuevo aquí; no podemos dejar la casa en estas condiciones, es necesario cambiar las cerraduras que no cierran.

Confieso que no me imaginaba que estuviera tan mal, bonita por fuera, pero muy distinta por dentro, de haberlo sabido hubiera esperado antes de hacer un contrato en plena regla”.

Sin embargo, el 15 de julio se hizo un contrato de alquiler por un año y fue pagado un bimestre anticipado por 110 liras. Los Padres Pasionistas mandaron un cáliz con la patena, un misal, un alba, dos casullas completas una blanca y una roja, y unos manteles para el altar.

El 2 de agosto escribe: “Un día feliz entre tantos. Debo resaltar el insigne favor celestial de la bendición de nuestra casita impartida por la autoridad competente; el párroco de San Juan de Letrán ha venido antes de las siete con su clero”.

Recordamos los hechos con las palabras de la Fundadora: “El 4 de agosto de 1883 dos carrozas se paran ante la puerta; de una baja Sor Carolina, superiora del asilo de las Zoccolette, y una señora con el niño que ella nos había prometido, en la otra los familiares, el tío y la tía. Sor Carolina deja un pequeño paquete y una moneda de 50 liras, pero ningún certificado; si no hubiera venido ella en persona no habría aceptado al niño porque estando él sólo nos daría más trabajo. Por otra parte (raro solus, nunquam duo, semper tres), es decir, raramente uno sólo, nunca dos, siempre tres. He aquí la Obra comenzada de nuevo para los niños. Sor San Joseph entra corriendo, diciendo que en casa del párroco ha encontrado otro niño preparado para venir, es Carlo Paolini, al cual no ha podido decir que no: ¿en qué condiciones? La postulante (Sor Rafaela) ofrece su jergón; por suerte hay dos camitas que trajeron ayer y podemos usarlas aunque estén incompletas.

Jesús y María, ayudadnos a cuidar de estos dos niños; que no pierdan su inocencia.

El 14 de agosto de 1883 es un día todavía más memorable. He escrito al cardenal Vicario: “Eminencia, los Padres Pasionistas, que nos dirigen, nos ayudarán con mucho gusto en el servicio religioso si Su Eminencia nos permite gozar, en nuestro oratorio, de los privilegios concedidos a nuestro Instituto en cualquier lugar y siempre, por el Rescripto del Santo Padre Pío_IX, es decir, la Misa, el Santísimo, la bendición con la Píxide y la indulgencia plenaria cotidiana para los vivos y los difuntos. Por tanto, suplicamos humildemente a Su Eminencia que conceda esta gracia a nuestra Obra Reparadora ya bendecida”.

El secretario del párroco de San Juan firmó la súplica y Madre Le Dieu fue al Vaticano para encontrarse con el cardenal Vicario.

“Cuando me acerco presentándole a los dos niños, el Cardenal sonríe y los acaricia diciendo:

–¿Cómo me trae a estos niños?

–Eminencia, para que reciban su bendición. Ya se lo había dicho anteriormente a Su Eminencia y mantengo la palabra; son los primeros que ha mandado la Providencia.

El Cardenal nos manda sentar con una benevolencia nunca vista. Le explico lo que quiero que él conozca bien y le presento la súplica que esta vez lee despacio y con atención.

–Mandaré a visitar la casa, dijo con aire cada vez más alegre.

–Cuanto antes mejor, Eminencia. El Cardenal acarició a los niños y los bendijo con una gran cordialidad y con el rostro tan contento y afable que me quedé sorprendida.

Mons. Fausti, que en el Vicariado había demostrado siempre una gran desconfianza hacia nosotras, se presentó como visitador. Pidió ver el Rescripto del Santo Padre y le di la copia compulsada por la Nunciatura de París; visitó con gran interés todos los rincones del pequeño domicilio. Yo misma le acompañé a ver al Padre Alessio para asegurarle que podríamos tener la Misa con mucha frecuencia. Pareció interesarse de todo. Sólo observó:

–Pienso que para tener el Santísimo deberíais ser tres o cuatro, mejor cuatro.

–Bien, ahora somos tres y pronto seremos más.

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–Entonces tendréis la Misa.

–Nosotras deseamos todos los demás privilegios que son nuestros tesoros y nuestra fuerza.

–Os daré la respuesta.

–Iremos nosotras a por ella sin que usted se moleste”.

El día 1 de septiembre, Madre Le Dieu fue a ver al cardenal Vicario, ¡cómo había cambiado desde la última vez!

“Los privilegios del Rescripto, dice, se refieren a los obispos y en Roma no hay obispo. Hablaré con el Santo Padre, puede que tenga otra idea donde fundamentarse, es decir, dinero seguro para el presente; la Providencia no parece suficiente para usted como tampoco para los demás”.

Dios es dueño de los corazones a los que inspira y cambia como quiere. Iré adelante hasta que pueda y, mientras tanto, mandaré a Viti la carta siguiente:

“Le ruego fijar el día y la hora en que podamos vernos, me alegro de saber que la petición que he hecho al Ayuntamiento en nombre de la humanidad, está en sus manos y, para venir a su encuentro, es necesario que nos entendamos perfectamente en lo que me sea posible”.

El 8 de septiembre, volviendo a casa después de una de las habituales correrías, se detuvo en las Religiosas de la Consolación; la superiora le dijo que el inspector del asilo de las Termes, que había ido a verla algunos días antes, le había rogado que acogiera a los niños que dependían de él. Ella le respondió que no podía contentarlo y le indicó la casa de Madre Le Dieu.

A la luz de su estrella

El inspector del asilo de las Termes dijo: “He oído hablar de la Obra; una señora me ha hecho notar que no es muy prudente confiar los niños a personas extranjeras que están empezando ahora su trabajo. Sus enseñanzas no están reconocidas por las autoridades. Me gustaría saber, añade, lo que piensa el cardenal Vicario”.

El 7 de octubre la superiora de las Religiosas de la Consolación vio al Cardenal, el cual le dijo sin dudar: “Conozco y estimo a estas religiosas y tengo una particular veneración por la perseverancia de su Fundadora. No tienen medios, pero las dejo libres con su confianza en la Providencia. Si alguien quisiera ayudarlas, yo estaré contento”.

“Dios mío, anota Madre Le Dieu, ¡qué gracia tan grande la disposición del Cardenal!”. La superiora de la Consolación, sin perder tiempo, corre al Ayuntamiento para hacer esta declaración y encarga al primer asesor que la transmita al inspector del asilo de las Termes. La Fundadora observa: “Me parece bien que el Santo Padre haya animado al Cardenal y le haya hecho comprender que la obra de la santa infancia se puede realizar aquí como en otro lugar”.

El nuevo viento que sopla sobre la Urbe no consigue todavía barrer la miseria. El 16 de octubre, a una hora inoportuna, Madre Le Dieu recibió un aviso por correo. “Como una verdadera pobrecilla, dice en el diario, me puse a calcular la suma para pagar las deudas más urgentes y, con la sencilla alegría de la famosa lechera, veía que tenía asegurada la comida y el alojamiento hasta finales de año. Me acerqué a pie hasta la plaza de San Silvestre.

A la luz de mi estrella tuve que reconocer que tenía cien liras en lugar de las 354. ¡Qué decepción, vaya cálculo! Sólo comida y alojamiento; del resto se tendrá que encargar la Providencia. ¡Providencia de Dios no nos abandones!”.

Madre Le Dieu hace esta clara presentación de la obra recién nacida, para el cardenal Vicario que anteriormente se lo había solicitado: “El instituto de la Religiosas de San José, Auxiliares Católicas, autorizado por el Sumo Pontífice León XIII para poner el centro de su misión en Roma bajo la dirección y protección inmediata de la Santa Sede, se dedica de manera especial a la importantísima obra de la educación de los niños pobres. Además de la obra de la casa cuna y del asilo de los niños, tan necesarias para las madres de familia, admite en el Protectorado a los niños completamente abandonados, donde reciben todos los cuidados

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necesarios; la formación se les dará según las aptitudes y posibilidades de cada uno. Cuando alcancen la mayoría de edad dejarán el Protectorado y se les entregará una dote proporcionada a su trabajo y a su buena conducta. El instituto también ayuda a los alumnos a integrarse en la sociedad.

El fin de la Obra es el de acoger al mayor número posible de niños abandonados, sin distinción de religión o de patria”.

Niños, flores y pelota pinchada

Dios, para confortar a la humanidad en sus dolores, le ha dado estrellas, niños y flores. Esta anciana poeta, que vive la poesía de la caridad, admira en los ojos de los niños las estrellas de Dios y los prepara como flores para Jesús Eucaristía.

¡Cuánta riqueza en aquella pobreza, mientras el atardecer de su vida se viste de fuego!

“Nuestros niños, anota en su diario, cantan y pasan tranquilamente sus días; charlan sin parar y sólo se callan cuando se les separa; entonces se divierten, sin enfadarse, cada uno en su sitio. Me acerqué a verlos al huerto donde la hermana los había dejado solos; habían recogido las flores caídas de un granado, pero habían dejado los albaricoques esparcidos por el suelo porque se les había prohibido cogerlos. Sin embargo, para ellos es una tentación y los primeros días no se resistían y cogían alguno. ¡Dios mío, fórmalos Tú para que puedan llegar a ser capataces y más tarde directores!

Con poca cosa hago divertir a los niños, que siempre están dispuestos a obedecer y a comprender. Pero, ¡Dios mío, necesitamos pan para alimentarlos, un techo para alojarlos y corazones que favorezcan y lleven adelante el bien que nosotras estamos haciendo!”.

La Fundadora es madre de los niños y de las religiosas. “Nuestra querida hermana, todos los días, tiene que realizar trabajos que me dan miedo. Ella se deja llevar mucho más por el entusiasmo que por la razón; me veo obligada a dejarla un poco más libre para que pueda multiplicarse en algunas cosas porque yo me encuentro en las mismas condiciones”.

He aquí una acuarela que el artista pinta con ternura:

“Sor San Joseph está en el huerto y cava hasta no más, los niños quitan la hierba y se divierten mucho. Esperamos que no cojan enfermedades en medio de la tierra removida”.

Muy alegre llega la hermana agua y corre de arriba abajo por la casa. “He tenido que descansar, pero sin poder dormir a causa del ruido de los obreros. Cuando me levanté, la religiosa me dio un vaso de agua que finalmente ya tenemos en casa, corre por el jardín, va a la fuente y también a la terraza. ¡Bendito sea el Señor! Que el agua, símbolo de la gracia, no sea inútil, sino que sirva a la existencia y a los cuidados necesarios para los primeros hijos del Santo Arcángel”.

Sólo quien sabe por experiencia lo estresante que es a cierta edad cuidar, guiar y asistir a los niños, puede valorar este testimonio de la anciana educadora.

“Me mantengo fuerte y renuncio al descanso, del que sin embargo siento gran necesidad, dejando descansar a la hermana mientras yo cuido a los niños, que crecen verdaderamente tan rápido como las setas.

A un pequeño movimiento que hago me lleno toda de sudor, las venas da miedo verlas porque las manos se me inflaman enormemente”.

“En lugar de descansar, como me había propuesto, he estado jugando con un niño que se quedó solo; hemos corrido detrás de una pelota pinchada y una naranja seca”.

¡Cuánta riqueza pedagógica en aquellos pobres juguetes!

“22 de mayo de 1882. Todavía ocupada por el deber de la asistencia de los niños y llena de cansancio, veré pasar este día como los otros. ¿Dónde encontraré ayuda y apoyo? ¿Dónde terminaré este año?, grandes preguntas que no puedo contestar. No puedo y no debo vivir sino en el completo abandono. Mucha gente dice: “¡es una palabra!”. Los santos han dicho: “es la

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verdad”. Los niños, sin embargo, nos exigen un sin fin de sacrificios, pero a cambio nos dan mucha alegría”. El 22 de octubre escribe: “Después de comer, viendo a los dos niños mayores en coloquio íntimo, me he informado del objeto del diálogo. Y con la sencillez que les caracteriza me han dicho que, impresionados por la explicación del catecismo sobre la creación del hombre, han pensado también ellos hacer un niño de barro y animarlo con su soplo. “Pero vosotros sólo sois dos, les ha dicho la religiosa, se necesitan tres y mucho más fuertes que vosotros”. La hermana, riendo con todo el corazón, vino a hacernos reír contándonos la importante conversación de los niños”.

Y he aquí una joya pedagógica. “Los niños se acercan con aire compungido a pedir perdón; sencillamente han aprovechado la ausencia momentánea de la religiosa para saltar sobre las camas. La hermana me ha dicho: eran tan graciosos que me he divertido un poco mirándoles; luego he tenido que castigarlos”.

Madre Le Dieu comenta: “La religiosa que abandona su puesto es más culpable que los niños, cuya naturaleza tiene necesidad de divertirse de cualquier forma. Se les inculca a que pidan perdón no porque sean culpables, sino para que se acostumbren. ¡Santos Ángeles, educad sus corazones en la fe!”. La Fundadora quiere la fe exquisitamente pura, no contaminada por la superstición que ella ridiculiza: “He pasado casi toda la noche sin dormir, por eso he oído los cantos y los gritos que ordinariamente se hacen en Roma en la fiesta de San Juan, durante la cual una gran parte del pueblo se deja llevar por las supersticiones más ridículas. Las mujeres, en esta noche, no dejan de poner una escoba detrás de la puerta de la entrada de sus casas, para oír el paso de las brujas que galopan durante toda la noche y despiertan a la gente tirando la escoba. Verdaderamente es muy extraño que puedan creerse y contar como real todo esto en el siglo XVIII. En la noche de Navidad los buenos montañeses descienden a venerar a Santa Anastasia, a quien consideran la comadrona de la Santísima Virgen.

Algunas mujeres ayunan tres días y tres noches, sin comer ni beber ni siquiera una gota de agua, para ver pasar a caballo a Herodías y a su hija, las cuales se acusan mutuamente de haber causado la muerte de San Juan Bautista. Estas buenas mujeres aseguran haberlas visto y oído de manera muy clara. Sólo se puede pensar que algún bromista, disfrazado para acreditar estas tonterías, se ponga a galopar para luego reírse a carcajadas. Es difícil recordar todas las locuras divulgadas, con toda seriedad, en medio del pueblo, de generación en generación. Nosotras intentaremos educar diversamente la inteligencia de los pequeños que la Providencia quiera confiarnos”.

El Padre Ludovico de Casoria toca las palmas

En aquel tiempo Madre Le Dieu tuvo un encuentro con el siervo de Dios P. Ludovico de Casoria, el cual le hizo revivir la alegría que probó al dialogar con el Cura de Ars. Era el fundador de los Padres Bigi, conocido en toda Europa. Este santo franciscano había nacido a pocos kilómetros del Vesubio y él mismo era un volcán de proyectos apostólicos, todos ellos geniales, originales y aventurados. Entre otras obras había fundado en Nápoles dos casas de educación para los negritos, es decir para niños africanos. Él solía decir: “África debe ser evangelizada por los africanos”, por eso sacaba del continente negro niños y niñas y los traía a Italia, donde les daba una educación cristiana y les enseñaba un oficio o una profesión. Cuando llegaban a la edad adecuada favorecía los matrimonios entre aquellos jóvenes. De este modo mandaba a África jóvenes familias cristianas, llenas de entusiasmo y bien preparadas para el trabajo.

Padre Ludovico era un hombre de carácter simpático y franciscano feliz, poseía en sumo grado el arte de tocar las palmas. Cuando oyó hablar a sus religiosos de la Fundadora francesa, santa pero desafortunada, quiso conocerla para animarla y si fuera posible ayudarla. Madre Le Dieu tuvo miedo de que aquel franciscano, que habiendo dado vida a tantas obras como la suya, no la viera con buenos ojos. Sin embargo, aquel rostro sonriente y aquella actitud tan cordial la tranquilizaron pronto. Ella escribe en su diario:

“El buen Padre Ludovico se comportó como un santo. Nos dijo: “Todas las almas tienen derecho a disfrutar del sol”. Nos prometió que habría protegido nuestra Obra como un jardinero

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cuida un pequeño arbusto que brota al lado de un gran árbol, con la confianza de que también nosotras produciríamos buenos frutos.

Nos ha animado a confiar mucho en la Providencia, pero, al mismo tiempo, nos ha rogado que aceptemos los niños en proporción a nuestras fuerzas. Nos ha asegurado que él admitirá con mucho gusto a los chicos que hayan llegado a la edad que a nosotras no se nos permitirá tener. De todas formas, nos ayudará, porque él tiene muy buena relación con las autoridades, tanto civiles como religiosas”.

Viento en popa

El 6 de diciembre, después de haber informado a las autoridades religiosas y civiles, también se informaría a la opinión pública: en la Voz de la Verdad sale un artículo titulado: “Haced la caridad”, en la que viene expresamente recomendada la Obra del Protectorado, se da la dirección para el envío de donativos en especie y se abre una suscripción.

El 7 de diciembre Madre Le Dieu se dirige directamente al Papa, “Beatísimo Padre, nobles e insignes personas me han solicitado fundar en Roma la Obra tan necesaria del Protectorado de San José para preparar a los niños pobres a las escuelas católicas, y con el beneplácito de las autoridades competentes he abierto un asilo con este fin y oso esperar que Su Santidad, comprendiendo el bien que está llamado a hacer, será con mucho gusto uno de los generosos suscriptores que en el futuro la ayuden. El asilo se puede mantener fácilmente con los recursos de la obra de la santa infancia, que es quizá tan necesaria en Roma como en China. Su Santidad quiera conceder su paterna bendición a este asilo y el favor de una audiencia particular para hablar de nuestra querida misión”.

El año 1884, que cerrará la carrera terrena de Madre Le Dieu, se abre bajo los mejores auspicios. El cardenal Vicario promete dar el visto bueno a todo apenas lleguen una o dos personas más. La marquesa Serlupi, como verdadera presidenta, no deja pasar ninguna ocasión para demostrar su dinamismo personal. Cuando los achaques no dejan moverse de casa a la Fundadora será ella quien pida al Cardenal el permiso para el confesor extraordinario y la comunión privada; otras veces viene a casa para traer un poco de requesón, para preguntar por la salud de Sor Rafaela o para ver dónde tenían que preparar la capilla.

La asceta normanda y la gentil mujer apostólica son dos auténticos líderes de manera que su colaboración, si no imposible, debería resultar muy difícil. Sin embargo, ellas se aceptan, se comprenden y se aman, seguras de realizar un proyecto querido de lo alto. La Marquesa enseguida descubre en ella la santidad más genuina; y la Fundadora, al lado de aquella gentil mujer, elegante y cortés, siente el calor de la caridad de Cristo.

Sus limitaciones, ciertamente, se notan, pero se superan sonriendo como en este caso: “La Marquesa, escribe Madre Le Dieu, ha rehecho a su modo la petición que yo he escrito y no me ha dado el tiempo suficiente de leerla de nuevo antes de firmarla, cosa que no he podido rechazar, no obstante mi costumbre de enterarme bien de las peticiones oficiales y de guardarlas tal cual para que en el futuro no surjan dudas; temía que la Marquesa creyera que yo desconfiaba de ella, siempre tan cercana y bien dispuesta con nosotras.

Pero ahora ya está hecho y encomendado a Dios como todo lo demás; idea inglesa, género italiano, firmado por una francesa: el documento debe ser verdaderamente original”.

El día 1 de febrero se dio una cierta solemnidad a la vestición de Cesira Corradi. Para preparar la fiesta se pusieron de acuerdo los amigos. “El Padre Teobaldo llevó el ritual, el Superior de los Padres Bigi llevó el crucifijo, las velas y el incienso. Vino el Padre Alessio, pero no sé por qué; la princesa Orsini fue representada por la institutriz, y vino también la familia de una hermana de Cesira, cuya llegada ya esperábamos. La ceremonia fue muy sencilla. Luego se ofreció un poco de café que llevó el Padre Janvier”.

El 15 de febrero la Fundadora se fue al Vaticano para la audiencia pontificia. El médico, preocupado por su estado de salud, le dio permiso siempre que el viaje se hiciera en carroza cerrada y con todas las cautelas. Pero, desgraciadamente, las prescripciones médicas quedaron

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en letra muerta porque no se encontró una carroza cerrada. Después de dos horas de espera, otra sorpresa: le anuncian la audiencia general en lugar de la audiencia particular; “¡qué golpe!”, escribe Madre Le Dieu. Sin embargo cuando el Papa, pálido como su propio vestido, se le está acercando, ella se anima: –Beatísimo Padre, le doy las gracias por haber reconocido esta obra de la santa infancia en Roma, pero yo necesito abrirle el corazón y no puedo hacerlo delante de todos estos testigos.

–Espere a que vuelva, dijo el Sumo Pontífice.

Después de recorrer la sala y bendecir a los presentes y sus objetos con mucha bondad, pasó a otra sala.

Todos salen, excepto Sor San Joseph y yo. Poco después el Santo Padre vuelve, se acerca a nosotras, pregunta nuestro nombre y se lo hace repetir, porque Mons. Macchi se esforzaba diciendo: “Auxiliadoras, y yo “Auxiliares”.

Pero quedamos en silencio y nosotras nos inclinamos cuando Su Santidad nos dice en un buen francés:

–Para abrir una casa en Roma hay que oír al cardenal Vicario; el cardenal Vicario me hablará.

–Bien, Beatísimo Padre, mis hermanas y yo deseamos recibir la Santa Comunión de sus manos cuando sea posible.

–De acuerdo, respondió el Papa, y nos dejó besarle las manos y el pie.

El 28 de febrero tuvo la confirmación para adquirir la casa contigua que permitía disponer de un oratorio y admitir el doble del personal, tanto para los niños como para las religiosas.

Junto con la casa también la suscripción: “Tenemos ya dos suscripciones de pequeña cantidad, una de 25 céntimos durante seis meses y la otra de una lira durante un año. He aquí 25 monedas que nos garantizan casi cuatro kilos de pan. Todavía algún mes más y la Obra estará asegurada”.

El corazón tiene sus razones que la mente no conoce

El corazón de la Madre no puede olvidar a las religiosas de Aulnay. Ella les escribe cartas que, desgraciadamente, no tienen respuesta. He aquí algunos párrafos:

“Queridas hijas, las almas y los corazones no se separan nunca, están indisolublemente unidos en Dios cuando su intención es recta y pura. Por tanto, considerad esta carta como la conferencia anual que yo misma debería presidir. Tendréis la ventaja, como yo, de conservarla en este escrito, mientras que las palabras se las lleva el viento.

Ante todo, en espíritu de fe, de rodillas, antes de leer, decid como yo antes de escribir: “Veni, Sancte Spiritus... Ave María”.

En la soledad que Dios me concede, con la misma sencillez que en Aulnay, actúo y espero, guiada por los consejos y por la Providencia.

Todo procede con lentitud; pero progresa en lo que se refiere a establecer el centro de la misión de las Auxiliares Católicas en Roma. Según mis deseos, encontrará pronto una casa y un cardenal Protector para ella.

La casa de Aulnay, que yo permito que siga adelante así como se encuentra, tiene que ayudarme en esto. El silencio absoluto de Sor San Paul es más que sorprendente. La idea de unirse a otra comunidad religiosa es un miserable abandono. Es mucho mejor depender de la Santa Sede que de otros; yo no quiero de ningún modo una fusión. El camino que he seguido desde hace casi veinte años, está sometido a un examen canónico. Hago mi deber, soportando con paciencia todas las pruebas de esta Obra, bendecida por los más grandes siervos de Dios.

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Dios ha salido siempre en su defensa y vosotras debéis recordar lo que sucedió en Coutances, en Fréjus y en otros lugares cuando se la ha perseguido. Yo nunca quise venganza, pero, lo repito, Dios ha hecho justicia.

Mis queridas hijas, vosotras y yo no somos sino débiles instrumentos que Dios quiere para esta Obra eminentemente reparadora; continuamente se me asegura que dicha Obra está llamada a hacer mucho bien.

Creo que no soy demasiado exigente si os pido algún centenar de francos. Sé que tenéis muchas cargas, pero también tenéis que reconocer lo que os he dicho en las dos últimas cartas: ¿Qué hubierais hecho en Aulnay si hubierais ido sin mí? ¿Y en caso de rehusar, no teméis los tristes frutos de la ingratitud?”

Antes de vuestra respuesta no quiero añadir nada más.

Todos los días pido a Dios para que os ilumine, os recuerde los primeros votos y os bendiga”.

“Es necesario estar dispuestos a morir a todo, no importa cuándo y cómo. No basta sólo con decirlo o escribirlo”.

“Tengo lo que necesito para el día y unas treinta monedas en el bolsillo, mi soledad es completa como también la paz del corazón. A imitación de los misioneros siento un abandono total y nunca como ahora he practicado las virtudes teologales. Gracias, Dios mío, por la fe, la esperanza y la caridad que me concedes”.

“Aunque no lo diga, quiero que sepáis que no olvido a nadie, guardad estas cartas y, queridas hermanas, ellas serán vuestro pasaporte para el cielo”.

Sor Ana le envía alguna respuesta balsámica ya que intelectualmente es la mejor preparada. La Madre escribe a su prima María.

“Mi querida María, me apresuro a decirte que en este momento recibo una carta de Sor Ana que, por su sencillez y claridad, vale más que el oro”. Madre Le Dieu, meditando sobre las vicisitudes de Aulnay, escribe: “Quizá hubiera sido mejor no haber tenido tanta paciencia y tanta esperanza de que podría vencer la rebelión con la dulzura.

El buen Dios juzgará en última instancia, mientras yo hubiera podido reprocharme por no haber usado estos medios”.

“Es un fastidio repetir siempre las mismas cosas, pero yo me veo obligada a usar con todos el mismo lenguaje; para mí es un aburrimiento y lo hago en espíritu de penitencia. Preferiría inventar desde el principio una historia más divertida que la mía”. ¡Tantas dificultades no logran apagar el sabio humor! Es emocionante ver a esta anciana con cuánta complacencia enseña a todos la fotografía de la comunidad de Aulnay, aunque el grupo fotográfico suscite críticas. Este episodio nos demuestra su gran afecto por aquella casa: “una superiora religiosa me dice que, a su parecer, la fotografía de nuestra pequeña casa no será del agrado de todos, a nadie se le ha pasado por la mente nada parecido. Ella observa que el párroco, que es muy joven, está en medio de las religiosas. Sé que en Roma son muy susceptibles, pero, si se mira atentamente, no hay nada que recriminar, porque se trata de mujeres que han pasado los sesenta o los cuarenta. La prudencia nunca es demasiada, hablaré con el Padre Laureçot”.

Cuando su obra nació sana y fuerte en la ciudad eterna, quizá sin quererlo, en su inconsciente se tomó una revancha contándoselo a todos los que le habían hecho sufrir. Escribe al Padre Robert una carta muy dura.

A cada uno lo suyo

“Señor Superior, en el mes de agosto de 1879 hice un viaje al Monte San Miguel para ponerme de acuerdo con usted sobre las cuentas que todavía hoy no están definitivamente saldadas acerca de la gestión de aquella casa. Para conservar la posesión y gozar de los bienes que yo tenía que recibir ha hecho valer una letra de cambio que dejé al administrador cuando me fui al sur. Yo, de ningún modo, he rectificado tan injusto recibo. He tardado en decírselo porque

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siempre esperaba volverle a ver y recordarle lo que sucedió y que usted ya bien conoce. También conoce las considerables pérdidas que he tenido en el Monte San Miguel. Ya que Mons. Bravard ha retenido los fondos que debían habérseme entregado para sufragar los gastos indispensables del orfanato, he tenido que anticipar más de 20.000 francos y, como sabe, también he tenido que pedir algunos préstamos, cosa que no hubiera sido necesario si, además de las grandes sumas que habían dado para nosotros en la Abadía, me hubieran entregado el sueldo del Estado que del 15 de junio de 1866 al 15 de diciembre de 1869 sumaba ya la cantidad de 45.000 francos.

Sin pedir nada por mi trabajo (más aún dejando 1.000 francos al año de mi pensión) sólo he reclamado 20.000 francos para pagar a la señora Lacorne, la cual, tras las promesas del Obispo había depositado 12.000 francos como fianza ante el mismo administrador, quien le ha hecho perder 8.000; usted sabe que esto representaba toda su riqueza. El silencio de Mons. Bravard durante cuatro años, y luego su fuerte oposición, nos han causado la pérdida de los bienes a las dos.

Me han aconsejado ceder los derechos a una Sociedad para recuperar el dinero; esta misma sociedad, teniendo en cuenta todos los cobros, exigiría a mi administrador dicha letra de cambio. Existen pruebas evidentes de estas apropiaciones indebidas de las que usted se ha aprovechado. Para liberar a la pobre viuda de su gran miseria no me queda otra salida si no es arreglar las cosas amigablemente. Hago, por tanto, una llamada a su justicia, aún renunciando a lo que por derecho me pertenecía hace 15 años, aunque los intereses casi hayan duplicado nuestras pérdidas y vuestras ganancias. Piénselo bien ante Dios, usted y yo nos encaminamos velozmente hacia Su Tribunal que no puede ser engañado con cálculos falsos o sutiles.

Restitúyame los 20.000 francos para los que le daré facilidades de pago.

Si cediera mis derechos, como se me ha propuesto, usted tendría una culpa aún más grave. Espero que no renuncie a este acuerdo y quiera darme su confirmación positiva”.

En su diario la Madre comenta:

“Si el Padre Robert no restituye los bienes que ha adquirido injustamente, y de los que injustamente goza, pronto verá que Dios no deja impune la violación de sus mandamientos, ni los anatemas de la Iglesia. Todo lo que sufrimos desde hace tantos años la pobre Alina y yo, grita venganza ante Dios”.

A Sor San Paul le escribe una carta bastante ponderada. Las expresiones más fuertes van dirigidas al párroco Coullemont que, ciertamente, leería la carta. Como por ejemplo: “A ti hija te lo digo y tu “nuera” me entiende”.

Mi querida hija, he sabido con satisfacción que los trabajos del Protectorado de Aulnay continúan, que esperáis un centenar de niños para la apertura y que nada obstaculiza vuestro camino.

También tú estarás contenta de saber que Dios ha bendecido abundante y visiblemente mi venida a Roma; un documento oficial aprueba aquí el centro de nuestra Obra que dependerá directamente del Romano Pontífice, mediante un cardenal Protector.

Lamento no haber vuelto hace cuatro años, nuestra situación hubiera sido muy diferente para unos y para otros; pero no me remuerde la conciencia porque día a día he hecho todo lo que he podido y he creído que era voluntad de Dios.

Si yo reconozco con satisfacción lo que habéis trabajado por la Obra sosteniendo la asociación civil que habíamos formado, también vosotras debéis reconocer que, sin mis bienes, ciertamente no hubierais podido tener lo que hoy existe. Recordad que habéis venido solamente con lo puesto, una con el vestido bretón y la otra con el normando. Por tanto, no podéis negarme el derecho a una pensión proporcional a la edad y a la necesidad.

Por eso me aseguraréis una renta anual de 1.200 francos por 10 años pagables al trimestre, comenzando desde hoy, o bien una cantidad de 12.000 francos de una sola vez. En este último caso renunciaría a los derechos de la propiedad que luego vosotras podríais administrar libremente.

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Sin embargo, tened presente que haciendo esto, guiadas por los intereses de la dirección que ahora seguís, vuestro futuro se limitará al lugar donde ahora os encontráis.

¡Que el Señor os bendiga! No he sido yo quien os ha puesto fuera de la sociedad de las Auxiliares Católicas, ahora reconocida ya dos veces por la autoridad infalible de la Santa Sede; habéis sido vosotras, pobres jóvenes, las que os habéis alejado y habéis despreciado las sagradas promesas hechas a Dios y que habían sido, durante tantos años, vuestra fuerza. Habéis seguido consejos muy limitados e intereses particulares.

Vosotras queréis asumir solas la gran responsabilidad de la santa vocación, pero parece que os habéis olvidado completamente de la ternura materna de la que os he dado prueba durante mucho tiempo. Os escribo con la habitual sinceridad y en la caridad de mi corazón perdono todo lo que me habéis hecho sufrir desde hace tres años. Mi querida Sor San Paul, si hubiera dependido de ti hubieras cumplido tus promesas: tú tienes un corazón noble y generoso por naturaleza. Yo rezo para que retomes las convicciones de un principio; sería para ti, créelo, motivo de alegría y honor. ¿Y quién te sucedería si la Obra dejara de caminar bajo la dirección de las Auxiliares Católicas que ahora, según mis deseos, pasarán bajo la dirección y la protección de la suprema Autoridad?

Por eso vuelve a tu madre; sé con ella un solo corazón y una sola alma. El director que ahora dirige la Obra en Aulnay, cobrando un sueldo, es capaz de llevarla adelante sólo por intereses materiales; que siga. Lo digo de nuevo y sinceramente: ¡Que el Señor os bendiga por la andadura que aparentemente mantiene la Obra!

Reflexionad, hija mía, y ved la diferencia entre estos últimos tiempos y aquellos en los que íbamos de acuerdo, en los que ordenábamos nuestra vida, comunicando y compartiendo todo: Sor San Michel de sus cosas, nosotras de lo que pasaba en casa, y yo de lo que hacía por el bien de todas”.

Como Sor San Paul mantenía un silencio de tumba, la Madre se lamentó así: “La compadezco, hija mía, porque ha perdido no sólo su afecto por mí, sino también una buena educación; se responde hasta al perro que parece cuidarla. Pero, lo repito, no es su corazón el que la obliga a actuar así. Usted sola podría entenderse perfectamente conmigo. ¡El Señor la bendiga y le inspire la justicia y la caridad en la cual la abrazo!”.

¡Cuánta bondad, Eminencia!

El 14 de marzo, viendo que el tiempo era bueno y encontrándose bastante bien de salud, fue a visitar al nuevo cardenal Parocchi, a quien el Papa le había orientado.

“Él escuchó la petición, examinó con mucha atención mis documentos, de los que tengo la copia (porque la Marquesa se ha adueñado de los originales para presentarlos o, creo yo, que por el gusto de regularizar ella misma este asunto). El Cardenal me pidió volver para una información más amplia. Con mucho gusto, Eminencia, porque nosotras queremos depender de usted, incluso en las cosas más pequeñas.

La audiencia viene interrumpida por otra visita urgente: es la marquesa Serlupi, la cual, después de unos veinte minutos, sale radiante; el Cardenal le ha dado hasta las medidas del altar que es necesario hacer enseguida; el lunes por la tarde vendrá un inspector para ver si todo está en regla; el martes o el miércoles se podrá dar la bendición; este día tendremos la primera Misa en Roma... Su Eminencia ha mirado con mucho interés la vieja fotografía de Aulnay, que yo le habría dejado si no fuera la única que tengo y que además está tan estropeada.

–Pronto veremos así a los pequeños romanos, dijo Su Eminencia.

–Es lo que deseo. Dentro de unos días, cuando tengamos el uniforme para los niños, haremos una fotografía”.

El 19 de marzo escribe triunfalmente: “San José, ruega por nosotros. Primera Misa en la casa provisional de la calle Tasso, 46, celebrada por Mons. Gandolfo, el cual se había ofrecido después de haber donado el altar y la piedra sagrada. Así, el buen Dios se sirve de una persona, hasta ayer desconocida y que parece llena de entusiasmo. Si no fuera tan mayor podría solicitarlo

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como Superior, y creo que aceptaría, pero con 70 años cumplidos no se puede esperar una vida lo suficientemente larga como para que nos asista hasta que nos establezcamos definitivamente.

La Marquesa volvió ayer por la tarde y puso manos a la obra para preparar el altar, feliz de prestar su colaboración; nos ha traído un alba muy bonita y otra ropa, quizá de su capilla, con el propósito de regalárnosla.

Esta mañana la señora Francisca ha venido y ha traído dulces para todos los niños y una torta para las hermanas. Nosotros decimos: mientras tengamos, comámoslo con alegría; no hemos podido terminar todo, lo que ha sobrado es bueno para toda la semana”.

El 31 de marzo, Madre Le Dieu vuelve a visitar al cardenal Vicario: “El Cardenal está visiblemente cansado, pero se mostró muy benévolo; sabiendo que está muy ocupado, deseo hablarle sólo de una cosa: obtener como director a D. Gregorio, al menos provisionalmente.

–Con mucho gusto, Reverenda Madre, y en penitencia le ordeno que tenga la Misa todos los días, celebrada por él o bien por sus religiosos. En cuanto a usted, sírvase del favor del Santo Padre de recibir dos veces por semana la santa comunión, le haré llegar el Rescripto, mientras, hágalo por obediencia. Además, quiero ir a visitaros para hablar del Cura de Ars, del que soy una ovejita, una pequeña ovejita como usted. Hasta Pascua estoy ocupado por las celebraciones religiosas, pero el 21 de abril, a las cinco, estaré con vosotras.

–¡Cuánta bondad, Eminencia!

–Usted vendrá alguna vez, ¿verdad, hija mía? Hablaremos de sus cosas, de sus preocupaciones.

–Usted me colma de gracias, Eminencia.

–Venga, añade llevándome hacia un mueble de la sala sobre la que se encuentran varios objetos, no sé lo que hay en este paquete, pero se lo doy.

–Su Eminencia sacó una caja grande llena de dulces y de fruta escarchada y, sonriendo, me la regaló”.

Nueve de abril de 1884: día de alegría y de gloria

“Recibo un pliego sigilado del Vicariado:

A la muy Rvda. Madre Superiora General del Instituto de San José de la Adoración, calle Tasso, 46.

La primera página, escrita en italiano, contiene con gran exactitud los favores concedidos por el Rescripto del Sumo Pontífice Pío IX y mi petición actual. La segunda página, escrita en latín, es una concesión plena y sin reservas de nuestros privilegios religiosos.

Aprovechando una fiesta en casa de los Padres Bigi, el Cardenal anticipó la visita al día 16 de abril”.

Madre Le Dieu escribe: “Hemos preparado nuestra casa y a los niños. Si no se hubiera tratado de esta visita, me hubiera quedado en la cama.

Son las nueve, las diez, y el Cardenal todavía no aparece. Finalmente llega la bendita carroza; los niños se ponen en fila y saludan a Su Eminencia con un canto que no lo aturde, porque es tan dulce que parece cantado por un coro de niñas. El Cardenal, enseguida, comenzó a distribuir unas estampas. Me acerqué invitándole a entrar en el oratorio, lo que hizo devotamente, poniéndose en mi reclinatorio. Después de haber dado el visto bueno al altar, Su Eminencia ha subido unos escalones y nos ha dirigido algunas palabras sobre la caridad, luego ha querido visitar la casa.

Cuando entra en mi habitación los niños lo siguen y uno de ellos le dirige unas palabras. El Cardenal los bendice de nuevo y luego toma asiento en el único sillón. Como ya se le hacía muy tarde no habló del Cura del Ars, pero visitó el segundo apartamento. Los obispos que lo

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acompañaban han hablado con las hermanas; a uno le ha parecido la visita un poco larga, sin embargo, el Cardenal ha continuado y se ha interesado de todo.

Ha hablado con el P. Teobaldo y le ha dicho que le avise cuando hayamos aumentado de número, prometiendo todo su apoyo.

De nuevo nos ha bendecido a todos y a todas, me ha recomendado que vele por mi salud y luego ha llamado a la carroza.

20 de junio de 1884: probablemente esta fecha será memorable porque esta tarde la Junta deberá estudiar la petición del noble Patronato que se forma justamente hoy. El conde Campello presentará la petición en la que requiere el monasterio de San Onofrio como asilo para los niños pobres. He expresado lo que pienso a los señores Campello y Magliani y les parece bien, pero el conde ha intervenido diciendo que, indudablemente, la Junta habría rechazado la petición hecha por una extranjera..., y que era prudente que yo no apareciera en ningún sitio; que tres o cuatro señoras italianas serían suficientes en esta circunstancia y que luego me habrían hecho todas las concesiones que hubieran querido. Estando así las cosas, esta idea ha prevalecido y esta tarde yo la pongo, como toda mi vida, en manos de la Providencia de Dios, guiada por el Corazón de Jesús, cuya fiesta celebramos”.

“El miércoles por la tarde, en el palacio Campello, anota el 23 de junio, tendrá lugar la primera reunión (la marquesa Serlupi se había ido a Inglaterra).

He rogado a estas señoras que al principio fueran lo menos numerosas posibles, a todo lo más cuatro o cinco, para poder entendernos mejor. He manifestado mi deseo de conservar la dirección; tengo derecho a ser la directora”.

¡Oh Roma!, ¿qué he venido a buscar entre tus muros?

El mantenimiento de una treintena de personas requería medios bastante considerables. Para hacer frente a todo esto se contaba con la marquesa Serlupi, las subscripciones del Alcalde Torlonia y de muchas familias nobles, la colaboración del Banco de Roma, las ofertas del Papa, de los religiosos y de los familiares de Francia; ni siquiera faltaba el óbolo del pobre. El 5 de julio Madre Le Dieu escribe: “Ayer por la tarde un joven sacerdote vino a traernos la subscripción para el Protectorado de unos treinta obreros: 5 francos y 25 céntimos. El buen Dios tiene en cuenta el óbolo del pobre, aquella buena gente, privándose de un cigarro o de una copa, hace un verdadero sacrificio”.

El 20 de agosto, fiesta de San Bernardo, escribe: “Bernardo, ¿qué has venido a hacer aquí? ¡Oh soledad de Citeaux, tú has sabido lo que he dicho, atravesando muy rápidamente tus hermosas paredes y lo que quería encontrar! Yo repetiré las mismas palabras: ¡Oh Roma!, ¿qué he venido a buscar entre tus muros y qué he encontrado hasta hoy? Dios mío, mantened mi ánimo y mis fuerzas y dadme personas que me ayuden en espíritu y en verdad.

En esta situación provisoria y en esta estación del año me siento muy cansada para trabajar. Las horas, los días y los meses acumulan un pesado fardo, el de la edad, que yo todavía no percibo porque me siento mejor que años atrás.

Sin embargo, no debo abusar ni contar con un futuro demasiado largo. Me bastaría con dar a la Obra una base sólida y segura”. El 1 de septiembre anota: “Hoy es un día oscuro y nada anima a la esperanza. Pero no quiero desanimarme y deseo trabajar con todas mis fuerzas. Me siento cansada, pesada y consigo moverme con mucha fatiga”.

No obstante, el 13 de septiembre, al ver las nuevas construcciones que surgen, escribe: “Tengo miedo de que nos quiten la visibilidad. No nos hemos ido y, con la enfermedad del cólera que hay en toda la ciudad, nos veremos obligadas a quedarnos. Sin embargo, es necesario que comience a hacerme un pequeño manual de conversación para uso personal y me decida a hablar, bien o mal, el italiano ya que Dios me deja vivir aquí”.

El 20 de octubre escribe la última página del diario: “Ayer, Sor Rafaela ha ido a visitar al cardenal Vicario, el cual la ha acogido con gran deferencia y la ha animado mucho, él está muy contento de saber que estamos preparando la vestición de una postulante. La evidente

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benevolencia de Su Eminencia es el reconocimiento seguro de nuestra Obra. Santa Teresa dice: “La paciencia todo lo alcanza”.

Con estas palabras, Madre Le Dieu, termina su diario.

Monseñor Galliano Moncelsi anota con sutileza: “Esta expresión es el Nunc dimitis y la sabia de su laboriosa existencia”.

Yo termino y tú comienzas

Comenzando en el mismo cuaderno y en el mismo punto donde lo dejó la mano cansada, Sor Rafaela escribe una breve pero conmovedora relación sobre la muerte de la Santa Madre: “Una fortísima bronquitis golpeó a la Madre, que después de ocho días voló al cielo.

Durante la enfermedad se mantuvo en la más absoluta resignación, intercambiando palabras edificantes con las personas que la visitaban. Hasta lograba bromear graciosamente. Con las religiosas conservaba una actitud serena. Si veía llorar a alguna decía: “¿Veis?, el Señor se divierte haciéndome sufrir; no lloréis porque estoy verdaderamente en paz”.

El día 24 el cardenal Parocchi, Vicario de Su Santidad, vino a visitar a la pobre enferma y, consolándola, le prometió proteger su Obra naciente. A lo que la Madre, respondió: “Lo creo de verdad, ya que el Cura de Ars y Pío IX están ahí y Su Eminencia será la tercera persona”.

En la habitación de la Madre estaba colocado un modesto altar con velas encendidas. Su Eminencia todavía no se había marchado cuando llegó Mons. Barbiellini, que examinó a una postulante y le dio el santo hábito religioso. Ésta se llamaba Lucía Schiavetti, en religión Sor Teresa del Carmelo.

Mientras tanto, Su Eminencia partió dejando a la Madre bastante animada. Al día siguiente, viendo que su salud empeoraba cada vez más, avisamos a la marquesa Serlupi que, con su habitual caridad, vino enseguida a visitarla. Fue entonces cuando la pobre Madre Le Dieu le entregó el Rescripto Pontificio, poniendo bajo su protección a todas nosotras y a la Obra caritativa que estaba a punto de dejar. La devota y generosa señora no pudo rehusar y aceptó este encargo tan útil para el prójimo.

La noche precedente a la muerte, Sor María de Asís la pasó velándola.

Al amanecer del día 26 vino el Cura de Santa María Mayor, que se quedó durante varias horas. También vino el Padre Marc, confesor ordinario de la casa, quien la confesó y, viendo que estaba bien preparada, se marchó. Se quedó el señor Cura que ya le había administrado la Extremaunción el día de San Rafael Arcángel. Durante los ocho días que duró su enfermedad la Madre recibió la Santa Comunión.

La dificultad para respirar crecía cada vez más. El día 26 la buena Madre miró el reloj y dijo: “Son las ocho. Entro en agonía, orad por mí”.

El señor Cura, viéndola con plenas facultades y que se movía sin dificultad, dijo que estaba delirando, pero que no eran los últimos momentos. A las diez el Primario del Hospital de San Juan de Letrán dijo que verdaderamente estaba en agonía.

Volvió de nuevo el Padre Marc y le hizo la recomendación del alma, que ella seguía con gran devoción.

En las últimas horas de su vida le dice a la pequeña comunidad que le pedía la última bendición: “Yo perdono a todos los que me han hecho daño y perdono de corazón vuestras debilidades”. Luego, viendo a la novicia que había tomado el hábito religioso dos días antes, dijo: “Hija, yo termino y tú comienzas. Os encomiendo los niños: amadlos y cuidadlos. Yo no os abandonaré, velaré sobre vosotras.

Estad seguras que la Obra irá adelante. Todo lo que no he podido hacer por vosotras en la tierra lo haré desde el cielo. Os encomiendo la gravedad religiosa, la humildad, la sencillez, la verdad. No lloréis, yo estaré siempre con vosotras. Os doy las gracias por todo lo que habéis hecho por mí.

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¿Veis cómo pasa el tiempo? ¡Oh, qué contenta me siento de morir!”. A la una perdió la vista: preguntó si el Padre Marc estaba allí; le dijimos que estaba el coadjutor: “Bien”, respondió. Durante este tiempo, repetía: “Jesús, misericordia. Dios mío, os amo con todo el corazón; quiero y declaro amaros para toda la eternidad. Dios mío, no seáis mi juez, sino mi salvador”.

A las tres y media su alma bendita expiró con el nombre de Jesús en los labios, dejando sumida en el dolor a la pequeña comunidad”.

A la edad de 75 años, 5 meses y 4 días, Madre Le Dieu, se une a la multitud celeste de la Adoración Reparadora.

Es el 26 de octubre de 1884.

CONCLUSIÓN

No nos consta que la Fundadora haya hecho milagros en vida, pero hizo uno muy grande enseguida después de la muerte: La transmisión de su espiritualidad.

Cuando Madre Le Dieu volaba al cielo, Sor Rafaela tenía poco más de veinte años, y había vivido junto a la Fundadora solamente 18 meses. Nos parece un milagro cómo a esta edad, y en tan breve tiempo, se pueda asimilar una espiritualidad tan fuerte como la de Madre Le Dieu. Madre Rafaela vivió mucho tiempo al lado de la marquesa Serlupi, que era para ella como una madre. A la Marquesa se debe aquel trato exquisito de nobleza romana que la hija espiritual iba adquiriendo de día en día y que la hacía caminar majestuosamente como el hada de la bondad que hace amable la religión, pero el amor de esposa por Jesús Eucaristía, la ternura de madre para con los niños pobres y el espíritu de sacrificio a toda prueba eran herencia inconfundible de la Fundadora.

Cuando la Madre subió al cielo sus hijas Sor San Paul y Sor San Michel sufrieron un cambio de mentalidad, o como se diría hoy, una verdadera metanoia. Fueron como iluminadas por la luz de la santidad que brotó de la Madre, se sintieron herederas de su espiritualidad y de ésta fueron literalmente celosas.

Existe consenso unánime en afirmar que en Francia el espíritu de la Fundadora es genuino y dinámico. El mérito más grande, indudablemente, es de Sor San Paul y Sor San Michel.

Este fenómeno no se deja encuadrar en la lógica humana si se tienen en cuenta los hechos de Aulnay, pero responde perfectamente a la verdad evangélica expresada con la imagen del grano de trigo que, una vez enterrado, da lugar a la espiga: y la espiga de Madre Le Dieu es muy hermosa.

La biografía de Madre Le Dieu es la encarnación de este mensaje siempre actual: Lo que cuenta en la vida no es el éxito, sino amar y esperar.

ALGUNAS FECHAS DE SU VIDA

22 de Mayo 1809:__Victorine nace en Avranches.

23 de Mayo 1809:__Recibe el Bautismo..

1821:__Recibe la primera Comunión y promete: “O esposa de Jesús o la muerte”.

28 de Abril 1823:__Recibe la Confirmación.

1827:__Hace su consagración al Señor con los votos privados.

Junio de 1854:__Hace su primera peregrinación a la Salette, donde es curada milagrosamente.

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Julio de 1861:__En un largo y riguroso retiro en la Salette encuentra la confirmación de su ideal de reparación y reconciliación que el Espíritu ha suscitado en su interior.

15 de Enero 1863:__El Papa Pío IX aprueba la fundación de la Congregación de Jesús Redentor.

2 de Febrero 1864:__Inicia la obra de la Adoración Reparadora, en el oratorio de la casa paterna en Avranches.

19 de Marzo 1866:__Victorine hace la profesión religiosa y toma el nombre de Sor Marie Joseph de Jésus.

3 de Junio 1881:__Victorine llega a Roma donde transcurre los últimos años de su vida.

26 Octubre 1884:__A las 15,30 deja esta tierra para comenzar la Adoración perpetua en el cielo.

ÍNDICE

PRESENTACIÓN 4

AÑOS FELICES 4

La gran dama 4

Eterno idilio 5

O esposa de Jesús o la muerte 7

El futuro se quiebra 7

Flor blanca para la Virgen morena 8

La dan con la puerta en las narices 9

¿No tenía corazón? 9

El año de la esperanza y la desilusión. 10

La naturaleza se venga 11

El horóscopo 11

Ecce ancilla Domini 12

La concha y la perla 13

El milagro firma el mensaje 14

El amor de Dios puede renovar la tierra 15

El verde eterno cubre el campo del Señor 16

En la montaña de la Salette, peregrina hacia la luz 17

Sola solita a los pies del buen Jesús 18

Roma la llama 18

El día más hermoso de su vida 19

Una canonización que precede al nacimiento 22

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NIDO EN EL MAR 24

Bajo las alas del arcángel 24

Vestición y votos 25

Una maravilla del occidente 26

Unir el oficio de Marta con el de María 26

Visualizar la caridad 28

La Hostia Divina, fuente de toda vida 29

El fiat absoluto es el compendio de mis ideas 30

Como el pez en el agua, el pájaro en el aire,

el ave en el cáliz de la flor 30

La galaxia eucarística y su núcleo 31

Gran misterio, no suficientemente meditado 32

Que yo sea para Jesús como una nueva humanidad 32

El mar viene al encuentro de las esposas 33

Diez piedras vivas 34

Fervor de abejas reinas 35

Nido al sol. 35

Reverencias a los que están en alto, pisotones a los que

están abajo 36

El brazo de hierro 36

Que se escuche también a la otra parte 37

Ropas toscas y corazón de reina 38

Resplandor de los sigilos imperiales 38

No soy la encargada de lograrlo sino de hacer todo lo posible 39

Eminencia gris y guerra fría 39

Única ganancia: servir a Jesús en los niños pobres 40

Un féretro adornado como un altar 41

Operación rechazo 42

El carnet de identidad es espléndido 42

Me marcharé sin ruido, pero a la luz del día 44

Para reconstruir la cuna 45

El cuervo alborota las palomas cuando grazna 46

Del calvario al cielo no hay más que un paso 47

EN EL NAUFRAGIO RESPLANDECE EL SOL 47

A los pies de la amante de Jesús 47

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Pero yo no he pagado las bendiciones del Cura de Ars

ni el Breve de Pío IX 49

Engrasad bien las ruedas 50

Lavad la ropa del Niño Jesús 51

La miseria y el miedo acompañan la guerra 52

¿Quién es? A esta hora no se abre 53

Bajo la luna, jadeando detrás de un rocín 55

Dios no puede desmentir al profeta ni a su Vicario 56

La confianza era lo único que tenía 57

Escribe el testamento ológrafo y la petición al presidente

de la República 58

Carta de ida y vuelta 60

Nos ayudaremos mutuamente 61

El colchón es un buen invento 61

Los zapatos rozan los pies, pero el corazón rejuvenece 62

Está amenazada de arresto 63

Orar es lo único razonable 64

Sus mentes habían cambiado mucho 64

Juana la loca sin ser reina 65

Coge de nuevo la vieja maleta 66

La tinta cambia de color 167

SOLA CON SU ESPERANZA 68

¿También tú, hija mía? 68

El obispo ya no la considera religiosa 69

La jauría de los acreedores furiosos 70

La señora tenía pocas ideas, de las cuales, varias eran

equivocadas 71

La ingenua emotiva y la voluntariosa sagaz 71

Con la miseria somos cuatro 72

Gran cena de Navidad 73

Invierno cruel para las olvidadas de Dios 74

No tenemos ni un céntimo, el fuego está apagado, pero

el amor arde 75

Llegan las golondrinas, pero no traen buenas noticias 76

Lleva a Jesús a un anciano enfermo y lleno de miserias 77

Dos espiritualidades se confrontan 78

Diálogo sincero 80

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Tercera parte del diálogo sin medias tintas 81

Regalo de la fiesta: embargo de la cama 82

LA TEMPESTAD NO APAGA LA ESTRELLA POLAR 83

Siempre he tomado la vida en serio 83

Tres niños y ocho francos 84

La casa muy pronto resonó como una colmena 85

Los revoltosos en el invernadero de naranjas 86

¡Qué vida! 86

Pequeños artistas 87

Con las alegrías se alternan los dolores 88

Tuvo que combatir la calumnia 88

La diplomacia no es su fuerte 89

Una extraña compañía 89

Un balín sería una píldora indicada 89

Una velada musical 90

Un fundador al lado de la fundadora 90

No la conoce, pero quien la suceda ya está preparada 91

Como Job, ¿dónde podré tomar aliento? 92

En busca de una comida. 93

Cada uno toma gusto donde lo encuentra, el mío está ahí 93

Devota peregrina en la ciudad eterna 94

El huevo de avestruz 95

Será para nosotros una reliquia 95

La montaña de la Salette es como un imán 96

En Aulnay encontró flores, pero de papel 96

Ceguera fulminante 97

Da rienda suelta a su carácter normando 97

Choque frontal 98

Usted es demasiado honrada 99

Esta unión no se hará ni ahora ni nunca 100

Un nuevo protector en el cielo 101

Una mezcla de ficción y de locura 101

La visionaria muerde 102

Psicosis colectiva 102

Paroxismo, congestión y parálisis 103

El apólogo de la anarquía 103

¿Monja? ¿Señora? ¿Señora monja? 104

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La décima estación del Vía Crucis 105

Mujer que hace de todo 106

Buen humor en las preocupaciones 107

Vivo yo, pero no soy yo 107

También la dulce Francia se le presenta amarga 108

Inmersión en el pasado 109

La trampa 109

Puesta bajo la vigilancia de la policía 110

Excluyen a toda costa a la fundadora 111

La calumnia y las falsas informaciones contra mí, me siguen 112

Todo está perdido excepto la esperanza, que está a salvo 113

EL SOL SALE AL ATARDECER 113

El arca llega a la alta montaña 113

Quita el hambre con la poesía 115

El nido o la tumba 115

Año nuevo, vida nueva 118

La fórmula justa para el momento justo 119

Sor Sant Joseph hace milagros con sus pies 119

No hago sino sembrar pasos 120

Cada día florece la esperanza 121

¡Ánimo, pobre corazón! Todo es mortal 122

Fuego y calor, bendecid al Señor 123

Es necesario caminar con las manos sino se puede con los pies 124

¡Vamos, vamos, vamos, pobre bestia mía! 125

No me siento en absoluto italiana sino sólo católica 126

Se aconseja con Don Bosco y se confía a Pío IX, que ya había

muerto 127

Bien recibida, pero nada recibido 128

Mis religiosas no son criadas, sino madres 128

Otro semáforo rojo 129

Tenía el corazón lleno de lágrimas 130

Una antepasada de los Kennedy 131

Rafaela: medicina de Dios 132

Un día feliz entre tantos 134

A la luz de su estrella 136

Niños, flores y pelota pinchada 137

El Padre Ludovico de Casoria toca las palmas 138

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Viento en popa 139

El corazón tiene sus razones que la mente no conoce 140

A cada uno lo suyo 141

¡Cuánta bondad, Eminencia! 143

Nueve de Abril de 1884: día de alegría y de gloria 144

¡Oh Roma!, ¿qué he venido a buscar entre tus muros? 145

Yo termino y tú comienzas 146

CONCLUSIÓN 147

ALGUNAS FECHAS DE SU VIDA 147