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AÑO in. TERCERA fiPOOA. NOM, 2f,
LAS MOMIAS DE FORMENTERA.
£» e\ fondo da los ataúdes habia dos momias itaies.
418 EL PERIÓDICO PARA TODOS.
SUMARIO.
TEXTO. —Nuestros grabados.—El Corregidor de Almagro, por D. Manuel Fernandez y
'-' González.—La pe.seta, por D. Podro Esca-luilla.—El Doctor Antunez, por D. Tor-cuato Tarrago.—Los baño.s del .Manzanares, por D. Pedro Escamilla. —Variedades. —Sección festiva.
GRABADOS.—La.s momias de Formontcra.— Costumbres guerreras. — Los negros del rio Nunes.—Los serenos japoneses.
NUESTROS GRABADOS.
ILias m o m i a s d e F ó r m e n t e r a . .
Todo el mnndo sabe que Forraentera es una de las islas que constituyen el grupo de las Baleares, y cuya posición geográfica está al 3y» y 40° de latitud eu el Mediterráneo. Hacer la historia dn esta isla sería, por lo tanto, repetir lo que es conocido por todas las personas instruidas, ya en lo que se refiere á su situación y productos, ya en lo que tiene conexión con el papel que hubo de representar desdo los tiempos de los cartagineses hasta nuestros dias. No siendo, pues, ese nuestro objeto, vamos á ocuparnos de un reciente descubrimiento que ha tenido lugar en aquella isla, y de cuj-as resultas aún no están de acuerdo los anticuarios y arqueólogos que se han ocupado del mismo.
En el mes de Fetiombre último, es decir, hace unos once meses, un alegre grupo de cazadores deseosos de pasar unos cuantos dias consagrados alejercicio de la caza, fletaron un lugre por su cuenta, y con mar apacible y viento fresco y bonachón se dirigieron i la costa de Formentera, para hacer implacable guerra á las numerosas bandadas de perdices que ¡se encuentran en aquella isla. Partieron de Barcelona el 30 del referido mes, y llega -ron con toda felicidad á la anhelada isla. Tan luego como pisaron la playa, emprendieron su campaña con próspera fortuna é insensiblemente se fueron alejando hasta llegar al pié do una áspera montaña.
No es dei caso referir las alegres peripecias experimentadas por nuestros cazadores ontregadoí durante una semana á su diversión favorita; pero habiendo uno de ellos descubierto la entrada de una gruta, que más parecía artificial que obra de la naturaleza, penetraron en ella con visible curiosidad, merced á hachas de viento que habían preparado de antemano. ¡Cuál fué su asombro cuando se encontraron en iin espacio euadrangular con paredes llenas de caprichosos arabescos!
Pero el asombro de los cazadores creció de punto cuando echaron de ver que en el centro de aquella estancia había dos grandes féretros paralelamente colocados el uno junto al otro. La mayor curiosidad so apoderó, como era consiguiente, de nuestros improvisados arqueólogos, y aunque los féretros estaban fuertemente ligados por medio de abrazaderas de hierro, lograron al fin levantar las cu' biertas, quedando admirados con el espectáculo que se presentó á su vista.
En el fondo de los ataúdes había das mo-uii.is reales. Era la de un hombre y de Una iiiujer. La cabeza y el cuerpo de ella estaban cubiertos de pedrería, con cinturon y brazaletes de oro, en tanto que la momia del hombre llevaba la corona imperial en la cabeza y el cetro en la mano.
Basta contemplar el expresivo grabado que I presentamos a! frente de este número para
conocer la importancia del hallazgo.
Nuestros cazadores, después de haber examinado las momias y las grandes riquezas en oro, perlas y pedrería con que estaban cubiertas, se decidieron respetar tal como esta -ban aquellos restos, y acto seguido dieron cuenta á la autoridad de la isla acerca del descubrimiento que habian hecho. De resultas de ello se dio cuenta al gobernador de Palma, y éste, á su vez, lo hizo al Gobierno de Madrid, acudiendo diputaciones científicas para clasificar el origen de aquellas momias y la época en que debieron existir.
Sí hay que atender al monumento donde se encontrarom evidentemente este pertenece al género árabe; ¿pero prueba esto que los cadáveres reales hallados por una casualidad, pertenecen al pueblo vencido por Jaime el Conquistador? A juzgar por los trajes y adornos délas momias no parece ser así. Estas son, indudablemente, de una época mucho más antigua. Tienen algo del tiempo de la diaastia carlovingia á nuestro juicio.
Ahora falta que los sabios nos digan á qué período histórico corresponden aquellos ador nos reales, especialmente los indumentarios que son los que pueden clasificarlos. Nosotros nos contentamos con exponer tan curioso acontecimiento.
C o s t u m b r e s g - a o r r o r a s .
Refiere M. V. Gaboriau, jefe de una de las últimas expediciones francesas al África occidental, una costumbre de los negros de Timbo que no deja de ser curiosa. Mas antes conviene decir que los habitantes de aquel país son una especie de conquistadores en pequeña eseala, que sólo se alimentan, por decirlo así, de los despojos que arrebatan á los países con quienes están en perpetua lucha. No solamente pelean los hombres, sino las mujeres. Estas constituyen siempre un cuerpo de reserva aún más terrible y más vengativo que el que forma el género masculino.
No pudiendo nunca estar en paz, el más ligero motivo es causa de una sangrienta lucha.
Visitando Mr. Gaboriau al cacique ó jefe de Timbo, éste le hizo notar eu una ocasión que ciertas aves venían del Sur con el vuelo muy cercano en tierra.
—Algunos nos provocan,—dijo en un extraño idioma al viajero francés.
—¿En qué lo conoces? —preguntó éste. —En esos pájaros que nos amenazan con
sus gritos. Llamó á su mujer favorita, la cual se pre
sentó armada como una verdadera amazona, y le pidió una lanza.
—¿Qué vas á hacer?—le preguntó Gaboriau.
—Saber cuál es el pueblo que nos amenaza.
Tiró en seguida la lanza por todo lo alto, y cuando ésta cayó al suelo, el rey de Timbo se inclinó para conocer su posición. La casualidad había hecho que el hierro de la lanza mirase hacia el punto de adonde venían las aves.
—Ya sé quiénes son nuestros enemigos,— exclamó el rey negro.
—¿Quiénes? —Los que viven al otro lado del Dun. En efecto, al día siguiente la guerra se de
claró contra los del Dun, y todos, hombres, mujeres y niños marcharon á ella.
—No sé—dice Gaboriau —cuál habrá sido el resultado; pero es seguro que el botín habrá servido á los de Timbo para vivir alegremente por algún tiempo. Nuestro primer
grabado del centro presenta lo más interesante de este episodio.
L o s n c g - r o s d e l r i o I V u n o s ,
Atravesando M. Aima Olivicr los espesos bosques que circundau á aíjuel afluente, en vano buscó con sus comp:ifieros á los habitantes del país Todo estaba desierto: ni una cabana, ni un rastro, ni la más ligera sciíal demostraba que aquellas riberas estuvieran habitadas.
— Esto es imiwsible,—decía Olivier á sus compañeros; — este país está poblado; pero, ¿dónde se encuentran estos malditos indígenas?
Nadie podía dar una explicación satisfactoria.
Una mañana, con el deseo de recolectar algunas plantas raras, se separó Olivier de sus amigos, y entregado por completo á sus estudios y observaciones botánicas, ni aun siquiera se acordó de tomar aquellas pre -cauciones que siempre son convenientes cuando se está en un país desconocido y misterioso.
Kn este estado, y cuando se hallaba más distraído, oyó un agudo grito é inmediatamente notó que alguien le sujetaba por la espalda saltando como un tigre sobre ella. Al mismo tiempo esijcrimentó uu dolor agudo en el hombro de resultas de un bocado que acababan de darle.
Olivier volvió la cabeza y vio un negro horrible, que á manera de una fiera, parecía devorarlo. En aquel mismo instante otro negrillo raquítico, barrigudo, deforme, so le puso delante.
El viajero, espantado, levantó la mano y derribó á su enemigo. En seguida se apoderó de él y del otro negro. Gracias á este episo -dio que presentamos con toda exactitud en el segundo grabado del centro de este número, pudieron saber que aquellos./eroces habitan -tes se esconden en la tierra de tal modo que no es posible descubrirlos, y aunque los dos negros capturados no hacían otras demostraciones que las de morder á cuantos podían acercarse, lograron á fuerza de constancia y amenaza saber algunas costumbres de aque líos salvajes é indómitos habitantes.
L o . s s e r e n o s j a p o n e s e s .
Siguiendo en nuestro afán do dar á conocer las costumbres de ciertos países, parece -nos oportuno presentar en el ultimo grabado de este número el tipo del sereno ó rondador nocturno del Japou en pleno ejercicio de sus funciones. Allí es acaso máa importante este cargo que en ninguna otra parte, pues si bien las tiendas se cierran tarde á causa de que la actividad comercial tiene mayor im -iwrtancia de noche que de dia, ocurre que merced á las sombras se deslizan no pocos rateros á fin de ejercer su reprobada industria, qué es castigada con las penas más severas. El rondador uocturno asume en sí el cargo de todas las autoridades, y puede dar muerte al ladrón si lo coge íuftaganti, fracturando alguna puerta.
Va armado de una lanza corta y de uha linterna prolongada que despide bastante luz
Tiene derecho para mandar cerrar las casas de té, que suelen ser, además de unos establecimientos parecidos á los cafés de Europa, ceutros de prostitución: puede prender á las mujeres vagabundas; vigilar los despachos donde se vende sakí, que es una bebida fermentada, muy usada en el país: entrar en las casas de los fumadores de opio, etc., etc.
No se ha dado el caso de que ningún seré-
EL PERIÓDICO PARA TODOS, 419
no japonés falte á sus deberes, así es que e comercio le retribuye con generosidad.
Estos vigilantes, en quien durante lanocbe descansa la tranquilidad pública, desaparecen así que es de dia, no sin dar cuenta de sus operaciones durante la noche trascurrida.
EL CORREGIDOR DE ALMAGRO (i) POB
D. Manael Fernandez y González, CAPÍTULO VI.
E n q u o e l o o r r o í i - i t l o r d o A l i n a s r r o d e s c u b r o q u o la, Sa.iama.iidi:*a. t e n í a z>azon, y e n q u o la, E!«ala.ni.a.n(li>a. d e -« í o m p o ñ a u n ej-rari p a p o l d© c o m e d i a d o m a g - i a .
Entre tanto, el correofldor, Damián Vadilloy Antón Bueso, que no había querido dejar de ser de la partida, acompañaban á doña Violante á través de las oscuras calles de Madrid en dirección al alcázar.
Doña Violante lloraba, y al corregidor se le caian uno tras otro los lagrimones.
Tenía el corazón apretado y angustioso á causa del agudo dolor que veia en doña Violante.
Se sentía enfermo, le latían las sienes, sentía de tiempo en tiempo dentro de su cráneo una vibración poderosa como la de una cuerda de alambre que demasiado tendida se rompiese, le zumbaban los oidos, podía apenas tenerse de pió y avanzaba como maquinalmente.
Damián Vadillo y Antón Baeso andaban en silencio, respetando la situación.
—¡Señor, señor!—decía para sí don Ginés,—no se puede juzgar á primera vista de las criaturas; en la más mala hay mucho de bueno y en la mejor hay mucho de malo. ¿Quién puede sondear ese abismo que se llama alma? Yo habia creído que en esta mujer habían muerto todas las nociones del bien, y me encuentro con que tiene un grancorazon. No, no,unabribona,una criminal, cuya conciencia se la ha llevado el aire, no se sacrifica de tal manera por nadie, ni aun por sus hijos, y ella se ha dado por muerta, ella lia renunciado á la hija de sus entrañas porque ha creído que debía renunciar, i A.h! vamos, no, esta mujer no es mala; si lo fuera no haría lo que ha hecho, ni lloraría desconsolada como tanta pena de mi ánima la estoy oyendo llo-
(1) Esta novela, que forma dos abultados tomos, con profusión de láminas, se b»lla de TentA en casn de BU editor D. Jesús Qraoiá, calle del Olivar, 6, Madrid, al precio de 78 reales, y en casa de loa señores oorresponsa-les de proTÍuciaa.
rar. Esta mujer no es otra cosa que la víctima de una desgracia. ¡Pobre criatura! Pero al encontrarme con que no puedo despreciar á esta mujer, me encuentro más y más metido en una duda que rae desespera. ¿Conque es decir que una mujer que tiene corazón y entrañas puede amar á dos hombres sin que ninguno do ellos dude de su amor, sin que ninguno de ellos crea que ama á otro más que á él? ¡Poderoso Señor de cielo y tierra! ¿serán todas así? ¿habrán nacido tridas preparadas para ser mapstras en el arte maldito del engaño? ¡Oh, Dios mió, Dios mió! ¿si me encontraré yo en la misma situación, si bien no sea doña Constanza mi mujer, en que se encontró el marido de esta mujer creyéndose únicamente amado por ella, en tanto que amaba al rey? ¡Y qué rey, señor, qué rey! ¿Y por qué no ha de ahorcarse ó por lo menos echarse á galeras por toda su vida al señor rey don Felipe IV? ¡qué desenfreno. Señor, qué hbértinaje, qué escándalo, qué falta de temor á Dio=!, y qué poca vergüenza ante el mundo!
•¡Y tener por obligación y por hidalguía que ser leales y sumisos y reverentes (-ara unos tales picaros coronados! Esto no puede mandarlo Dios; aquí hay mucho de fanatismo de los hombres; perojuroá Dios que el señor rey don Felipe IV se explicará conmigo y que por desacato me mande ahorcar en buen hora, ¿qué más dá? Yo no puedo vivir con esta duda; esta duda haría que mi cabeza estallase, que mi corazón se rompiese. Sf, sí, el señor rey don Felipe se explicará conmigo ¡vive Dios! y oirá de mí lo que él no piensa ni puede pensar se atreva á decirle nadie.
Y el corregidor de Almagro siguió con sus cavilaciones, envenenado de celos y dolorido á un tiempo por la desgracia de doña Violante, hasta que, habiendo llegado al alcázar, rodearon por su parte del Norte, pegados al muro, y por un callpjon pendiente llegaron hasta el tragaluz que servia de entrada al zaquizamí de doña Violante.
Esta no habia dejado de llorar durante todo el camino de una manera contenida; pero á cada momento más nerviosa, más desesperada.
Abrió la puerta y descendió. Aún duraba el cabo de vela de sebo
que habia dejado encendido, pero próximo á extinguirse.
— Entrad, entrad, señores, — dijo descendiendo.
Bajaron los tres. — Es necesario que concluyamos
cuanto antes,—dijo doña Violante,— porque esta luz se apaga,
—¿Y para qué traigo yo en la pretina mi linterna, doña Violante?—dijo Antón Bueso;—si no la he abierto ha sido porque convenia ocultarnos todo lo posible; pero hela aquí abierta y sobre la mesa; voy á apagar esta candela á fln de que no nos dé mal olor.
Y apagó la luz espirante. A la luz de la linterna apareció mu
cho más sombrío aquel antro, porque la caja de la linterna dejaba una gran parte de él en la sombra, como que la linterna no producía más que un área luminosa.
El reflejo de esta área era tan débil, que no podía desvanecer la sombra.
—Y bien, yo estoy enferma, yo me estoy muriendo,—dijo doña Violante; —Dios me ha concedido lo que le he pedido con toda la desesperación de mi alma. ¡Pero cuánto sufro, señor, cuánto suíro! Ya veis, señor corregidor, que he sido prudente, que he «i-do buena, que hecho lo que ninguna madre hubiera hecho por su hijo.
—Sí, si señora;—dijo el corregidor; —ya veo que valéis más que lo que yo creía, y os pido perdón con toda mi alma de las duras palabras que os he dicho; quien es tan buena madre no ha podido ser nunca mala mujer. Os pido, pues, perdón de nuevo, doña Violante.
—¿Y qué tengo yo que perdonaros si vos sois demasiado bueno, señor corregidor? Ahora bien, decidme para qué rae buscabais.
—¿Para qué habia de buscaros, se ñora?7-dijo el corregidor,—sino para un grande asunto en que se trata del rey. iBajo qué concepto tratáis vos al rey, señora? ¿Por qué razón se os ve algunas noches por algunas de esas gentes, que son los continuos espiones del rey su señor, vagando con el rey por el jardin de palacio?
—Ya os he dicho, señor, que el rey me cree una Sibila, un ser sobrenatural, y que yo sirvo al conde duque. Le sirvo porque el conde-duque era mi última esperanza de recobrar á mi hija. Yo no necesito ya al conde-duque; mi hija ha parecido, la conozco; el conde-duque no puede obhgarme más.
—Pues bien, señora,—dijo el corregidor de Almagro;—importa mucho que vos sirváis al rey contra el conde-duque; el rey cree en vuestros hechizos.
—Sí; sí señor, ciegamente. —Cree que vos sois infalible. —Sf, sí señor. —Pues bien, señora, decidle cuauto
más antes podáis, que el conde-duquo es un miserable, un traidor, un inta-me que quiere arrebatarle su corona.
420 EL PERIÓDICO PARA TODOS.
—¡Oh! ¿Y quién duda,—dijo doña Violantft,—que es desde hace mucho tiempo la ambición de ese miserable?
—Pues bien, señora, representad por última vez vuestro papel de Pitonisa; decid al rey que vos sabéis que está en su corte un tal corregidor de Almagfro, hombre recto y de buen corazón; decidle que vos sabéis, porque os lo han dicho los espíritus familiares que os asisten, que el tal honrado corregidor de Almagro ha hecho por el rey un largo proceso al conde-duque, y ha averiguado que este traidor intenta arrebatarle su corona, y aun su vida, lo que necesario fuese; que crea, como verdaderas que son, todas las cosas que en el proceso constan; que llame al juez y le pida el apuntamiento del proceso,y aun el proceso mismo, y jue se apresure á obrar en justicia, hiriendo desde todo lo alto de su poder, sin vacilación y sin miedo, la soberbia cabeza de ese infame. Y tened en cuenta señora, los dolores que al conde-duque debéis, las infamias que con vos ha hecho; que os quitó vuestra hija y que os ha tenido diez y ocho años en una agoni'a perpetua. Yo no conozco el fin de vuestra historia; pero tal os encuentro, que bien creo que lo queos queda que contarnos de vuestra historia debe ser horrible. Tened presente todo esto para no vacilar; teneden cuenta que, castigado el conde-duque, y habiendo vos contribuido á ellohabeis contribuido á la obra meritoria de salvar las Españas de un tal monstruo, y que por esta obra meritoria Dios os perdonará lo malo que hubieseis hecho; tened en cuenta además, que si no servís fielmente á Dios y á vuestra patria contribuyendo al castigo de monstruo, no volvereis á ver á vuestra hija.
—No necesito para perder al conde-duque más que el consejo de mi venganza,-exclamó doña Violante.--Con-fiaden mí, señor corregidor; tal apretaré al rey, que á pesar del insensato amor que tiene alconde duque, le castigará. ¡Ah! y cuandoél le castigue, yo pediré la gracia de estar bajo el patíbulo, para recibir en mi rostro su sangre maldita cuando caiga por las junturas de las tablas. Ahora, señores, dejadme, si queréis, que yo vea al rey cuanto antes, que le hable.
—¡Cómo! ¿podéis verle inmediatamente?
—Sí,— exclamó doña Violante,— puedo verle esta misma noche, y cuanto antes ponga los medios, mejor; el rey no debe haberse recogido todavía dejadme, pues, y yo os aseguro que mañana veréis los resultados,
—Pues en ese caso os de/'amos, señora,--dijo el corregidor,—aunque bien quisiéramos no os quedaseis sola, porque nos parecéis muy enferma.
—Por situaciones tan terribles como esta he pasado, y sola las he soportado, señor corregidor. Dios me ha dado fuerzas para lesistir, porque sin duda me guardaba para algo. Yo agradezco mucho el interés que os tomáis por mí, pero id, id tranquilos; mañana veréis los resultados de lo que yo haré esta noche.
—Adiós, pues, señora,—dijo el corregidor.
—Adiós,—dijeron Antón Bueso y Damián Vadillo.
Aoton Bueso habia puesto el cabo de cera que habia en la linterna en la palmatoria de barro cocido en que se habia extinguido el cabo de sebo.
Salieron. Cuando doña Violante fué á tomar
la palmatoria se encontró junto á ella un bolsillolleno de doblones de á ocho.
El corregidor habia dejado allí aquel bolsillo, empleando para dejarle sin ser notado la misma habilidad que un ratero hubiera podido emplear para tomarle.
—¡Ah, el oro, el oro!—exclamó doña Violante mirando con desden el bolsillo,—¿para qué le quiero yo? yo estoy acostumbrada á ese pedazo de pan seco que se me arroja todos los dias como á un perro; la que necesita buen alimento es mi alma, no mi cuerpo. ¡Mi hija! ¡Oh, y qué hermosa es mi hija y qué buena. Dios mió! Ella ha conocido que yo soy su madre y no ha renegado de mí. ¡Ah! puede ser que Dios rae haya perdonado, puede ser que Dios me reserve algunos dias de felicidad. ¡Oh! pero es necesario conquistar esa felicidad.
Doña Violante parecía reanimada, fortalecida.
Se fué con la luz á su vieja arca y sacó de ella una túnica blanca de lana, una estola y un cíngulo i-ojos y un alto bonete cónico azul.
Tanto el bonete como el cíngulo, como la estola, aparecían cubiertos de signos cabalísticos negros.
Sobre el mismo traje que vestía do ña Violante se echó la túnica, se puso la estola, cuyas caldas que iaron pendientes por delante á lo largo de su cuerpo.
Luego se ciñó el cíngulo, se arrancó la toca, dejando ver sus cabellos blancos áridos, y se puso el bonete.
Con este atalaje, doña Violante estaba espantosa.
Aparecía diabólica. Cerró el arca, dejó sobre la mesa
la luz, y se fué á su camastro, que apartó completamente del lugar en que se encontraba.
Quedó descubierta una compuerta que se disimulaba bastante bien bajo la corteza de suciedad que revestía como un tapiz repugnante el pavimento.
Metió los descarnados dedos de ambas manos en una anilla y tiró con todas sus fuerzas.
La compuerta resistió un tanto por la presión que establecía en ella la humedad; pero al fin se abrió, quedan-dodescubierta una estrechísima y pendiente escalera.
Doña Violante dejó en el suelo la luz, bajó por aquella escalera, que llegaba hasta los cimientos de la torre, y avanzó por una mina estrecha, húmeda y tortuosa.
Anduvo por ella como ochocientos pasos, subió otra escalera y se encontró en un reducido espacio, en el cual no se encontraba señal de pasaje alguno.
Doña Violante dejó en el suelo la luz; y en el muro, frente á la escalera, tocó un resorte y se abrió una puerta.
Doña Violante pasó por ella, tocó otro resorte y la puerta se cerró.
Se oía en el lugar en que habia entrado el sonido monótono del derrumbe de una cascada, y unido á él, el de una corriente de agua.
La humedad de aquel lugar mojaba y su oscuridad era densa.
Sólo al frente se percibía, penetrando por un boquete, un leve esclarecimiento.
Doña Violante salió por aquel boquete y se encontró marchando sobre la hierba húmeda, á lo largo de un ar -royo, en medio del claro de una arboleda.
Estaba dentro del parque ó jardín del alcázar.
Doña Violante salló del claro, avanzó por entre los árboles, recorrió las pintorescas calles del jardín, y fué á detenerse al pié de un torreón situado al Mediodía en la parte media del alcázar.
Aquella era la torre de Francisco I, llamada así por haber estado allí cautivo aquel rey de Francia bajo Carlos V.
Una A ez al pié del torreón, en cuya parte media se veía á través de las vidrieras, el reflejo de una luz, doña Vio. lante se detuvo.
Aquella vidriera, á través de la cual se reflejaba la luz, pertenecía al dormitorio de Felipe IV.
De improviso se oyó el aullido lúgubre y pavoroso de un perro.
EL PERIÓDICO PARA tODOS. 421
Era ese aullido agorero que parece anunciar la muerte de alguno de los que le escuchan.
Aquel aullido se repitió por tres veces, durando cada una de ellas algunos minutos.
Quien producía aquel aullido era Doña Violante.
Aquel aullido era una seña que avisaba al rey que debia acudir á la gruta de la Cascada.
El rey no creia que aquella fuese una seña convencional.
El conde-duque, refiriéndole una historia maravillosa, le habia dicho en otro tiempo:
—Siempre que vuestra majestad oiga repetido por tres veces el aullido plañidero de un perro, vuestra majestad debe acudir, sin más compañía que su valor y la fé de su corazón, á la gruta de la Cascada, donde la Pitonisa hablará á vuestra majestad con la voz de la eternidad.
Se necesita ser grandemente supersticioso para creer en consejos tales; pero en aquellos tiempos el espíritu supersticioso era general. ¿Y qué mucho si aún dura en nuestros dias variando muy poco en la forma?
Qué, lacaso no tenemos á los espiritistas? ¿Hay acaso alguno de nuestros salones en que no se haya evocado ó no se evoque á los muertos, y se pretenda hablar con ellos y se crea que han hablado?
Felipe IV era espiritista á su manera; pero sin la intervención directa del magnetismo.
Para él, cuando oia el aullido repe -tido por tres veces, aquel aullido no provenia de un ser humano, sino pura y simplemente de un perro sobrenatural.
Aquella noche Felipe IV se habia recogido muy preocupado por la grave conversación que habia tenido con la duquesa de Mantua, con la reina y con Feüpa.
La duquesa de Mantua se habia mostrado muy alarmada; el.condedu-que la habia hecho una larga visita, y se habia mostrado tranquilo, reverente, sumiso, afectuoso, habia hablado extensamente con ella, y al parecer con la mejor buena fé del mundo, de los medios que era necesario poner en práctica para mejorar el negocio de Portugal.
Margarita de Parma era profundamente política, extraordinariamente sagaz, y habia descubierto en su conversación con el conde-duque que éste estaba perfectamente tranquilo, satisfecho y como confiado en su propia íVierza.
Esto era alarmante. ¿Estaba seguro ya el conde-duque
del éxito de sus traiciones? De esto se habían ocupado grave
mente el rey, la reina, la duquesa de Mantua y Felipa.
Las tres habían opinado que sin pérdida de tiempo debia darse al conde-duque el golpe de gracia; pero Felipe IV vacilaba aún.
Por más que veía y sentía la traición en torno suyo, no podia, no quería persuadirse de que aquel hombre, que todo se lo debía, le íuese traidor.
Además de esto, y á pesar de ,todo, duraba aún en el corazón del rey el amor al conde-duque, i
Por esto se habia recogido muy preocupado, entregado á una terrible lucha consigo mismo; pero Felipe IV tenia una gran naturaleza, y á pesar de esta lucha, apenas se acostó empezó á dormirse, y apenas empezó á dormirse cuando llegó hasta él el aullido pavoroso del perro.
Felipe IV se incorporó tembloroso, dejó ver en su semblante una marcada expresión de espauto y sus cabellos, sus luengos cabellos erizados.
Sin duda la eternidad tenía algo grave que decirle, algo referente sin duda al conde-duque.
Fehpe IV era indolente; pero sin embargo, como no se podia desobedecer á la eternidad sino con un gravísimo peligro, el rey se echó fuera del lecho, se vistió m^s rápidamente de lo que hubiera podido esperarse de su indolencia; porque por muy poderoso que sea un rey no puede atreverse con lo eterno, con lo superior, con lo inmutable.
Al fin, vestido ya á la ligera, tomó una palmatoria de plata con una bujía de cera perfumada, encendió la bujía en la lámpara de noche, saUó á su cámara, abrió la puerta secreta, descendió por unas escaleras, llegó al fin de ellas á un pasadizo, y por último dio en un postigo estrechísimo que abrió sin más que descorrer sus dos mohosos cerrojos.
Aquel postigo, casi oculto por la madreselva en un ángulo del muro, daba salida al jardín.
El rey dejó dentro la bujía, salió dejando encajado el postigo, y avanzó á través del jardín hacia la gruta de la Cascada.
Cuando estuvo á poca distancia de la gruta, se detuvo y dijo:
—Heme aquí. A poco apareció en la entrada de la
gruta una sombra blanca y extraña, que avanzó.
El rey estaba estremecido de espanto.
Otras veces había visto sin miedo á la que creia una antigua Pitonisa, y había vagado con ella como con una amiga por las sombrías espesuras; pero aquella noche la situación era gravísima.
El rey tenía casi la seguridad de que la eternidad tomaría cartas en el negocio del conde-duque y le mandaría obrase en justicia.
El solo pensamiento de hacer justicia eu el conde-duque aniquilaba al rey, por masque estuviese indignado contra el conde-duque.
El rey se inclinó como un vasallo, más aún, como un esclavo ante la supuesta Pitonisa.
—Levántate, rey,—dijo doña Violante,—levántate y sigúeme.
Y echó á andar, metiéndose por uno de los senderos abiertos entre los árboles.
El rey la siguió estremecido, cubierto de sudor frío.
CAPÍTULO VIL
D e c d m o por* a r t e d e c a b a l a . s e log-r<5 l o q u e t a n t o s e d.e-sea l>a .
Doña Violante continuó marchando en silencio hasta un lugar bellísimo en que los árboles de hoja perenne determinaban una tupida espesura.
En el centro de aquel espacio habia una fuente monumental en la que Apolo dominaba un grupo compuesto por Melpómene, Talía y Terpsícore.
El blanco espectro de la fuente se destacaba sobre el fondo denso de la espesura de una manera fantástica y mate.
Los caños de la fuente dejaban oír su caída monótona.
Hacia frío, pero ni le sentía el rey ni le sentía doña Violante. •
La situación se sobreponía en ellos átodo.
La falsa Pitonisa fué á sentarse en uno de los bancos de piedra que al pió de los árboles rodeaban la fuente.
—Acércate, rey,—dijo doña Violante.
Felipe IV se acercó. —Siéntate, y escucha. Felipe IV se sentó, pero á la mayor
distancia que pudo de doña Violante, que íenía para él el valor de un espectro, y en la actitud profundamente respetuosa de un inferior á quien un superior invita á sentarse.
—Rey,—dijo doña Violante,—¿no se revuelve en tu conciencia algún crí-men acerca del cual no has hecho re« paraoion alguna?
42á EL PERIÓDICO PARA fODOS.
—¡Gfímeues! ¡crímeaes!—exclamó COQ aceoto cobarde el rey.—Yo no he cometido crimen alguno, ó á lo menos si le he cometido habrá sido de una manera involuntaria, sin que en ello haya tenido parte alguna mi voluntad.
—iNo te parece un crimen enoyme el mantener ea tu privanza al conde-duque de Olivares, verdugo y ladrón de tus reinos é infamador tuyo?
—¡Ah, el conde-duque! ¡siempre el conde-duque!—exclamó estremeciéndole el rey.—Pero en otros tiempos, tú, pitonisa, tú, maga, tú, enviada por el Todopoderoso, mg has abonado el amor y la lealtad del conde-duque [)ara conmigo.
—Así convenía á los inescrutables designios del Altísimo,—costestó doña Violante con acento seco y sepulcral—Tus soberbios reinos, que durante tanto tiempo han llevado á toilas partes el estrago, la muerte, la desolación, merecían ser castigados; y Di03 pertnitia al conde-duque y le usaba como un instrumento de sus iras contra la soberbia nación que, no encontrando ya que vencer en la tierra, insultaba con su altiva audacia á lo3 cielos; pero las Españas han sido ya bastante castigada?; la justicia eterna sentencia á ese hombre y te manda ejecutar la sentencia.
—¡Ah! ¡Siempre, siempre el conde-duque!—repitió el rey.—Todos, hasta lo eterno, me mandan que le hiera; yo reconozco la justicia de esa sentencia, y sin embargo mi corazón se rompe.
—¡Debilidad, cobardía y corrupción! —e.tclamó doaa Violante.—Tú amas oa el conde-duque tu depravación y tus vicios; tú temes que, muerto el conde-duque, no puedas reemplazarle con otro miserable tan á propósito^ co-mo él para satisfacer tus torpes pasiones; y no es amor lo que sientes por él, sino egoísmo. Hé ahí el mayor de tus crímenes porque ese crimen tuyo ha empobrecido, desgarrado, ensangrentado, envilecido á tus reinos. Sin embargo, tu soberbia con ciencia se atreve á decir que tú no has cometido crímenes, y que si los has cometido habrá sido sin voluntad do cometerlos.
—Yo he sido engañado hasta ahora por el conde-duqae,-nContestó el rey; —yo he creido al conde duque bueno y leal.
— Solamente un alma pervertida puede considerar bueno y leal á un tal miserable. Pues qué, ¿no tocabas tii los horrendos crímenes que él co-Metia pflm $ati$facef la iorpeza de tu
alma? ¿Te has olvidado ya de aquella desdichada doña Violante de Azcá-rateí
El rey se estremeció. —¿Te has olvidado de la pobre cria
tura, hueso de tu hueso, .s.mgre de tu sangre, que nació de aquella doña Violante? ¿Qué has hecho tú, rey, para saber si era viva ó muerta, dichosa ó desventurada?
—El conde-duque me dijo que doña Violante habla muerto, que su hija habia muerto también.
—Es decir, una familia exterminada. Tú prometiste á aquella infeliz y loca doña Violante salvar la vida, el honor, la hacienda de su esposo y de su padre, y ella se arrojó en tus brazos, confió en tí; olvidada de todo, llegó hasta el punto de amarte. ,¿Gómo cumpliste tú la palabra qne tu amor habia dado á aquella mujer? Miento cuando digo tu amor, porque he debido decir tu lascivia.
—El conde-duque me dijo que no podia perdonarse al padre y al esposo de doña Violante mientras no recayese sentencia, y cuando recayó sentencia, tal fué ésta, que el conde-duque me dijo que no podia, sin escándalo y sin una grave ofensa á las leyes, ofensa en que yo no podia incurrir, perdonarlos.
—Es verdad,—dijo"doña Violante,— el conde duque se estremecía de miedo á la sola idea de que el padre y el esposo de dona Violante fuesen perdonados: sabia demasiado que ellos no le perdonarían; pero los muertos, á lo que cree el conde-duque, no pueden vengarse, y el padre y el esposo de doña Violante fueron ahorcados después de ser degradados en la Plaza Mayor; pero el conde-duque se engañaba; los muertos no se vengan, porque en la eternidad cesan las pasiones humanas, pero los venga la justicia de Dios. Al día siguiente del infamante suplicio de aquellos dos caballeros, el conde-duque te dijo;
—La desdichada doña Violante ha muerto de dolor por la ejecución de su padre y de su marido.
Tú sufriste mucho por la mentida muerte de doña Violante, porque estabas ciegamente enamorado de ella; pero el conde-duque te procuró otro entretenimiento, y tú te consolaste y olvidaste. ¿Y sabes tú lo que fué de doña Violante? El conde-duque no habia podido ver su hermosura sin codiciarla; lo mismo le ha acontecido con todas tus amantes; antes ó después, según que han sido más ó mé* nos dignas, el conde-duque, tu buen amlj^o, tu leal üervidor, jotraba i ia
parte contigo. Cuando se trataba de una aventurera, tú eras el segundo, rey; tú usabas una prenda desechada por e' conde-duque, y que él te vendía harto cara; cuando se trataba de una dama como doña Vio'ante, el conde-duque aprovechábala primera ocasionen que, comprometida la desventurada, podia imponerla condiciones, y te la robaba, porque el conde-duque, mientras le pertenecía una mujer, no la partía con nadie, ni aun contigo; ó te entregaba, abandonándola, la que ya le cansaba, ó te robaba la que codiciaba.
No puede darse mujer más desventurada que aquella doña Violante.
Ella lo merecía bien; ella habia faltado á su amor, á su fé, á su temor á Dios y al mundo; ella te amó, te amó sin más interés que tu amor, amor miserable, hijo del deslumbramiento de la vanidad.
Doña Violante se encontraba sola en el mundo, é infamada por el suplicio de los suyos.
No le quedaba más que su hija, la hija de sus entrañas, que le habia sido robada por el conde-duque, y esta última prenda de su alma fué la que sirvió al conde-duque para hacer su esclava á doña Violante.
Nunca se ha cometido un crimen más espantoso, nunca se ha martirizado de una manera más infame y más cruel un alma.
Aquella desventurada, arrebatada de entre las gentes, escondida con su dolor, se retorcía desesperada entre los brazos de ese maldito, y se veia obhgada á fingirle amor porque la diese lo único que la quedaba sobre la tierra: su hija.
En fin, Dios tuvo compasión de ella y la mató por medio del dolor, de un dolor insoportable que la rompió el corazón.
¡Y tú te has olvidado de esa desdichada, rey! Bien; tú dices que la creíste muerta; pero ¿y tu hija? ¿cómo hag podido olvidarte también de tu hija?
—El conde-duque me aseguró que mi hija habia muerto.
—Tu hija vive,—exclamó doña Violante;—el conde-duque la entregó á uno de sus satélites.
—¡Que vive! ¡que vive!—exclamó el rey;—iy dónde, dónde está? Yo no he abandonado á ninguno de mis hijos bastardos; yo no he dejado de ser nunca cristiano y caballero, ni de re -parar el mal que he hecho. Cuando he podido reconocer un hijo, como don Juan de Austria, le he reconocido sia reparar en nada, y don Juaa do Austria es el hijo de uaa cómica,
ítt PERIÓDÍCO PASA. T0£>ÓS. 423-
—-De la úuica mujer que has amado,—exclamó coa UQ aceato siagular dofia Violante;—de la úaica mujer contraía cual nada ha podido el conde-duque.
—Y la única de mis queridas que no ha tenido más amor que el mió,—dijo el rey.
—Te engañas, Fehpe,—exclamó con acento cavernoso doña Violante;— María Calderón fué pura á tus brazos, pero habla amado j'a cuanto podia amar la desdichada. María Calderón no te ha amado nunca, no te ama, no podia amarte.
{Continuará.)
LA PESETA. CUENTO.
Sucedió que habia en Madrid un matrimonio modelo de ternura y de amor, que vivia todo lo fehz que pueden vivir dos mortales en este valle de lágrimas.
Pepita y Venancio. Pepita salla d tiendas, ocupación
muy agradable que se proporcionan las mujeres cuando no tienen nada en qué ocuparse; Venancio la acompañaba, ayudándola á elegir telas, puntillas, adornos, y, en fln, cuanto aquella necesitaba para sus trajes.
Porque el marido estaba bien acomodado, y no tenia precisión de ir á la oficina, ni á la Bolsa, ni de ocuparse en nada que no se relacionase con su mujer.
Nadie recordaba haberlos visto so-ios ni en la calle, ni en paseo, ni en la iglesia, ni en parte alguna, como si sa separación fuese materialmente imposible.
Sin embargo, un dia Pepita tuvo que salir sola á comprar á Venancio, que estaba en cama con un fuerte pasmo, unos calzoncillos de franela, recomendados por el médico como preservativo.
—Espera á que me ponga bueno, y saldremos juntos á comprarlos,—la decia su marido.
—No, no; tu salud no admite espera.
Y Pepita salió. Al poco tiempo Venancio se puso
bueno, pero... Empezó á notársele cierta preocu-
|)aciba que degeneró en tristeza, y más tarde en melancolía.
—iQuó tienes?—le preguntaba Pepita.
— ¡Nada!—contestaba él invariablemente, aunque se conocía que ocultaba la verdad.
pesds entoucea se hizo reserv&dQ
con su mujer y suspicaz con todo el mundo; tenia temores imprevistos, y parecía que no estaba tranquilo en ninguna parte; miraba á todos lados con recelo, y á lo mejor pronunciaba frases incoherentes.
Esta variación databa del dia en que su esposa salió sola á comprarle los calzoncillos de franela.
¿Qué relación podían tener unos calzoncillos con la preocupación de don Venancio?
Así pasó un año, notándose también que Pepita estaba preocupada y distraída.
Venancio tenia un amigo íntimo llamado Pacomio, el cual desempeñaba el cargo de Tesorero en una hermandad á que ambos pertenecían.
Este fué su confidente. Un día le dijo: —¡Mi mujer me es infiel! —¿Pero hombre? ¡Pepita que ha pa
sado hasta ahora por un modelo de virtud!
—Pues bien; se conoce que se ha cansado de ser un modelo.
—Reflexione usted lo que dice, porque es muy serio.
—Ya lo sé; tengo casi la evidencia de que no me equivoco. Desde hace alguja tiempo he notado que un joven nos sigue á todas partes con gran insistencia, especialmente los domingos .. mira mucho á mi mujer, y se recata de mí; ella también" le mira, y está inquieta á mi lado.
¿Qué hacer? Pepa tenia también una amiga ínti
ma á quien se confió una tarde. —¿No sabes lo que me sucede?—le
preguntó. —¿Cómo he de saberlo sino me lo
dices?... aunque ya lo presumo. —¡Sí! —¿Estás en cinta? —¡Bahl Pepa tenia ya cincuenta años, edad
en que algunas cintas dejan de estilarse.
—¿En fln, qué es ello? —De algún tiempo á esta parte me
sigue por do quier un joven pálido y simpático; me mira con insistencia; parece que quiere hablarme, pero se lo impide la eterna presencia de mi marido; éste por su parte, ha notado algo, y desconfla de mi virtud... pero lo más grave...
- ¡Hola! ¿Hay algo grave? —Es que el joven en cuestión, á
hurtadillas de Venancio, me enseña... —¿El qué?—preguntó la amiga alar
mada. —¡Una pesetal —¡Jesús, qué descaro...é y c(ué iuía"-
maute atrevimiento! Y era verdad. Un joven se habia dedicado á ser la
sombra de aquel matrimonio, á sem -• brar con la continua persecución la zizaña y la infelicidad entredós seres que hasta entonces nada tenían qup reprocharse.
¡Y siempre, siempre enseñando á Pepita aquella peseta, que podia ser, un símbolo y también una infamia! ¡
Venancio no sabia qué pensar, y; eso que ignoraba la circunstancia de; los cien céntimos, y Pepita no sabia, qué pensar, y Pacomio no sabia qué: pensar, y la amiga de Pepita no sabia, qué pensar, y el joven seguia siendo un problema viviente, y todo amenazaba concluir con una catástrofe, como la bomba final en una función do-fuegos artificiales.
La verdad es que la situación se hacia insostenible.
Por dos ó tres veces Venancio habia estado á punto de apoderarse del mancebo; pero siempre huia de entre sus garras, presumiendo que el ofendido esposo no le tratarla muy bien..
Lo más extraño del caso, fué que Pepita era ya vieja y tea para inspirar pasiones aun de cien céntimos dei peseta.
Esto es lo que á Venancio le llama.-, ba la atención; pero como do gustos no se ha escrito nada, bien podia suceder que su esposa inspirase una de esas pasiones de última hora.
El hecho era innegable, y la persecución latente.
Venancio estaba á punto de pegarse un tiro, ya que no podia pegársele al seductor de su mujer.
De repente el joven desapareció. Cansado sin duda de no lograr lo
que pretendía, si es que pretendía al • guna cosa, cambió de bisiesto.
Hacia un mes que no se le veia en parte alguna.
Venancio y Pepa empezaban á recobrar su perdida tranquiUdad.
—¡Se habrá muerto!—decia el primero.
—¡Pobre muchacho!—pensaba Pepa.—Tal vez se ha arreado por el viaducto.
Y aunque lo sentia,' i idea le lisonjeaba.
Una tarde, pasando el matrimouio por la calle de Atocha, vio que entraba mucha gente en el hospital general; era uno de esos dias en los que se permite la entrada al público, por más que no esté herido, ni aun tenga calentura.
Pepa y Venancio entraron también con el objeto de dejar alguna limosnSir
i2i ÉL PERIÓDICO PARA TODOS.
Después de recorrer Tañas salas y de enterarse del buen estado aparente del establecimiento, iban ya á salir á la calle, cuando ambos palidecieron de repente.
En una de aquellas camas que ofrece la caridad ájos enfermos, estaba el joven amante de Pepa, el perpetuo escollo donde se estre. Haba la felicidad de aquel matrimonio.
Pepa no pudo menos de lanzar un suspiío de satisfacción: UQ a-naante, aunque no se le corresponda, es una cosa que lisonjea el a-mor propio de una mujer, mucho más cuando es vieja y nada bo nita.
Aquel suspiro de orgullo fué contestado por otro deiraque lanzó don Venancio; allí estaba el objeto de sus terrores, y aunque la cama de un hospital no deba inspirarnos cuidado, sin embargo también de allí se sale.
—jVamos, vamos!— gritó Venancio, queriendo alejar de aquel «itio á su esposa.
Pero ya no la vio. Un remolino de gente lo? empujaba,
á ella hacia adentro, á él hacia afuera; la una queria salir, y el otro quería entrar.
Pero la multitud, que en aquella ocasión tal vez representaba al destino, hacia inútiles sus esfuerzos. u ¿tarto de luchar sin éxito contra el torrente arrollador, Venancio no tuvo más remedio que dejarse llevar de sala en sala y de {escalón en escalón; cuando pudo darse cuenta de lo que le pasaba se encontró en el patio de entrada, con el chaleco desabrochado, la levita rota y el sombrero metido hasta las orejas.
¿Pero y Pepa? Venancio se estremeció; su situa
ción era horrible. Pepa se habia quedado en la sala
del joven... un amante enfermo y lánguido ofrece cierta poesía á las mujeres, poesía fatal, que empieza por la compasión, y puede acabar.,, ¡Sabe pi09 cdmo)
COSTUMBRES GUERRERAS.
—Ya aá qaíenes son nuestros enemigos,
Eí verdad que allí habia gente; pero habia mucha, y aprovechándose de la confusión...
iQuó horror! Venancio recordaba que el joven,
al ver á Pepa habia lanzado un suspiro de satisfacción; su rostro demacrado y pálido, expresó por un momento la más viva alegría...
¡Qué horror! Acaso Pepa no quiso luchar con la
multitud para bajar con su marido; acaso en aquel momento, ocupando el sitio de una Hermana de la Caridad, aunque con una caridad muy poco caritativa para su esposo, volaba á la cabecera del enfermo, y le miraba, y le sonreía... y se entendía con él, y le prometía...
¡Qué horrorl Venancio quiso volver á salir por
si acaso llegaba á tifmpo de estorbar,,. lo que pudiez'a suceder, pero al mirar hacia ¿la puerta se convenció de la inutilidad de su intento.
La puerta era pequeña para vomitar tanta gente; parecía que todo Madrid se habia dado citaen el hospital, y antes de llegar Venancio á la primera sala hubiera sido mil veceg atropellado, y magullado y triturado y deshecho como una hormiga bajo los pies de un ciclope.
Hubounmomentoen que pensó incendiar el ediñcio ; pero carecía de lo más necesario; no tenia fósforos, ni petróleo, ni un poco de leña siquiera; además, antes de que hubiese llegado el fuego al sitio en que estaban los culpables, su deshonra tenia tiempo de consumarse veinticinco veces.
líl infeliz tascaba el freno como un caballo de carrera; se veia condenado á la más perjudicial y desconsoladora inacción; andaba de un lado para otro, tropezándose con todo el mundo, armando disputas con el que le codeaba, y el que le miraba y el que no reparaba en él.
No pudiendo contener por más tiempo su impaciencia, se puso á gritar desaforadamente:
—¡Pepa!... ¡Pepa!... ¡los miserables!... tal vez estaban citados.... ¡Pepa!... ¡he sido un juguete!... ¡un Juan Lanas!... jqué hacer?
Los que oian estas palabras entrecortadas y velan su ademan descompuesto, sus pasos precipitados y sus ojos saltones, le tomaban por loco, y no faltó alguno que fué en busca de un empleado de la casa para que le echara el guante. • ,
Por último, en uno de aquellos remolinos en los que la puerta lanzaba la gente al patio, apercibió á Pepa con el velo y los vestidos rotos, sin una bota, con el cabello en el mayor desorden, sofocada y jadeante, como si acabara de salir del inflerno.
Venancio corrió hacia ella como una flecha, y asiéndola de un brazo, la gritó;
—¡Señoral —iPobrecilloi—dijo Pepa.
EL PERIÓDICO ÍABA TODOS. 425
—¡Ahí ¿Vd. le compadece?
—¡Ya ves, está enfermo!
—¡Que se muera!... ¡que reviente!... ¡Dios le castigará!
—¿Por qué? —Por atentar á tu
decoro. Pepa lanzó una car
cajada. —¡Nada más lejos de
mi ánimo!—dijo. —Entonces, ¿por qué
nos seguia á todas par tes?
—Por esto. Y Pepa exhibió una
cosa pequeña que llevaba en la mano, sobre la que se precipitó su marido, creyendo que era el cuerpo del delito.
—¡Una peseta!—exclamó reconociéndola. —¡Y falsa!
—Justamente; ya ves cómo dorea.
—¿Y dices que nos seguia por esto?.. ¿Qué significa?...
—Helo aquí: ese joven estaba de dependiente en una tienda de géneros de punto en la calle de la Montera, donde yo te compró hace tiempo aquellos calzoncillos de franela; parece que al pagárselos le di esta peseta entre varias; y como se la hicieron abonar, y él es un muchacho de pocos recursos, andaba siempre detrás de mí, sin atreverse á decirme la verdad, pidiéndome que le cambiase la peseta por otra buena; esto ha dado lugar á que tú y yo creamos...
Venancio no volvía en sí de su asombro.
¡Tantos terrores y tantos malos ratos por una peseta falsa i
—¡Oh!-exclamó en tono sentencioso;—las grandes catástrofes reconocen casi siempre por causa los pretextos más fútiles y más...
—Hagan ustedes el favor de salir, que se va á cerrar,—dijo un empleado de la casa.
Cuando Pepa y Venancio se vieron en la calle, era ya completamente de noche.
P K D R O EaOAMILLA.
LOS NEGROS DEL RIO NUNES.
Levantó la mano y derribó á su enemigo.
EL DOCTOR ANTUNEZ.
I Era alto, seco, avellanado, de com
plexión r ecia, de cara larga y cetrina, de mirada fosca, de cejas espesas, y de nariz descomunal. Sin embargo, y á pesar de estas señas particulares, el doctor Antúnez, que así le llamábamos los que estábamos bajo su palmeta, era todo un dignísimo preceptor de latinidad, capaz de darle lee clones al mismísimo Marco Tulio Cicerón, si hubiera vuelto al mundo para ello.
Toda su vida se había consagrado á la enseñanza, por la célebre gramática de Nebrija, y toda su vida también habla andado á vueltas con los autores latinos que se los sabia de corrido.
¡Con qué arrogancia, con que eufónica entonación recitaba una oda de Horacio, un trozo de Ovidio, una égld
ga de Virgilio, y algunos fragmentos de las tragedias de Séneca!
Forzoso es decirlo en memoria de aquel dignísimo profesor. Ganas daban de penetrar en los misterios magistrales del idioma latino, cuando se oia al doctor Antúnez.
Yo no sé por qué ge le llamaba doctor, clásicamente hablando.
Jamás perteneció al gremio de estas res-petadísimas y sabias lumbreras de la ciencia; pero la costumbre habia formado ley, y todo el mundo desde el más alto hasta el más bajo, desde el más sabio hasta el más necio, doctoreaba á nuestro célebre dómine colocado casi siempre sobre el trono de su cátedra.
Cuando yo, — tenia entonces u n o s doce años,—fui sometido á la férula del digno preceptor, no pude menos de fijarme en aquella figura singular que no se ha borrado ni se borrará nunca de mi memoria.
La clase era una sala larga, entarimada y
blanqueada á estilo de Andalucía. Los bancos de los discípulos corrían á lo largo de las paredes hasta llegar al testero principal. Allí estaba la cátedra á la que solamente se subia en las ocasiones solemnes. Sobré ella se veia un crucifijo.
Delante de aquella cátedra habia una mesa cubierta con bayeta verde, apolillada y manchada de tinta, una escribanía de plomo, una palmeta y unas discipUnas cuyos extremos artísticamente retorcidos, parecían á nuestros ojos pequeñas viveras dispuestas á morder. Entre la cátedra y la mesa se levantaba el sillón del doctor Antúnez, el cual era uno de aquellos que tenían asiento y respaldo de cuero sujetos con clavos dorados.
Dos grandes rejas que caian á un espacioso patio, daban luz á la clase.
II No explicaré aquí el sistema adop
tado por el digno doctor, para hacer que 3U8 diacípuloa salieran hocho
426 EL PERIÓDICO PARA TODOS.
unos coQsumadoí? latióos; pero lo cierto es que sallan de su clase, jóvenes capaces de habérselas con los catedráticos de las Universidades más célebres. Mas esto no quitaba el que los expresados discípulos del doctor, hiciesen las mayores travesuras, por lo cual, en muchas ocasiones, la clase se convertía en un campo de Agramante.
Recuerdo como una de las hazañas estudiantiles, la de haber puesto pequeños pegotes de pez en el asiento del doctor, de manera que, teniendo que levantarse, seencontró asimilado, digámoslo así, con su asiento; produ-ciendoaquel descomedimiento las consecuencias consiguientes sobre las costillas de inocentes y culpables.
Otro dia, cuando todos nos coloca raos en nuestros respectivos sitios, y cuando el doctor se sentó magistral-mente en su asiento, principiaron á salir ranas de debajo de nuestros bancos. Los saltos de aquellos pobres anfibios llamaron la atención del doctor Antúnez, y como consecuencia empuñó las disciplinas. Esto no pudo evitar la'risa contagiosa que á todos nos acometió, puesto que cada uno de aquellos saltos aumentaban la hilari dad. Media docena de atrevidos discípulos se hablan ido al rio antes de la clase y se hablan llenado los sombreros de ranas, creyendo que se estarían quietas: así es que, fácilmente se puede formar una idea de lo que pasaría en la clase.
Nunca anduvo más zambeante la disciplina y más lista la palmeta; todos pagamos,
ni
Estas y otras travesuras que pudiera referir no hacían mella en el doctor, sino que cada vez se consagraba con mayor afán á la enseñanza, Pero el maestro como todos los hombres, no vivía solo para la ciencia, sino también rendía su culto al corazón.
Estaba casado, y era más celoso que el mismo Enrique VIII. La señora maestra era joven, relativamente; tenia cuarenta años, y en honra de la verdad siempre estaba fresca y colorada como una manzana.
Así á veces el doctor decía á sus discípulos más queridos:
— Subid arriba; pedir agua, un libro, cualquier cosa, pero decidme quién hay con la señora María.
Los muchachos obedecían puntualmente como unos espías inconscientes del celoso doctor.
Otras vece§ Uaiaaba á alguno que
merecía toda su confianza y le encargaba lo siguiente:
— Han llamado á la puerta, ve á ver quién es, y sobre todo no dejes de oir lo que hablan con la maestra.
Un dia estábamos todos en clase. Reinaba una actividad extraordinaria. Los decuriones tomaban sus lecciones á los decíirlatos. Se declinaba y se conjugaba en todos los tonos.
De pronto entró uno de los pequeños espías del doctor, y le dijo unas palabras al oído, de cuyas resultas se puso más pálido que la cera.
—¡Qué estás diciendo!—exclamó sin cuidarse de que todos pudiéramos oír lo —¿Es verdad lo que dices?
—Sí, señor. —¿Y la ha abrazado? —Sí, señor. —¿Y... lo has visto tú? —Sí, señor. —lY ese hombre está arriba... só
lo... con la señora María? • —Completamente sólo. —Delenda et Carthago,-—exclSimó
el doctor fuera de sí;—mis sospechas han salido ciertas.
Y salió de la clase como un cohete, dispuesto á tomar una venganza ruidosa, sí el caso así lo exigía.
IV
Fácil es comprender lo que pasaría en la clase, inmediatamente que se ausentó el doctor Antúnez. Los más tímidos montamos sobre los bancos, como si estos fueran caballerías improvisadas; uno se encasquetó la cabeza de burro que servia de castigo para los desaplicados, y las dos orejas salieron cada una por su lado, haciéndose añicos entre los erizados dedos de los muchachos; otro se sentó magistraímente en el sillón del dómine, se puso sus antiparras y volcó el tintero sobre el Mecenas atavis edite regibus de Virgilio; otro tomó la palmeta y con la mayor osadía la arrojó en la vecina foricásea, ó sea en lo que en términos pulcro^ y atildados llamamos hoy inodoro; las disciplinas fueron sometidas á la esperíencia de unas tijeras antiguas que había sobre la mesa del preceptor, y pronto decuriatos y decuriones, cartagineses y romanos, pues con estas diversas nomenclaturas estábamos clasificados, nos tiramos los autores á la cabeza, y se armó tal gresca y batahola, que no parecía sino que Anní-bal y Scípíon el africano, habían vuelto al mundo para librar una tremenda batalla.
No podíamos nosotros alcanzar la grave complicación de loa sucesos
que se ventilaban en el piso superior* precisamente en la e ta-ncia que estaba encima de nuestra clase; pero sí oímos un pataleo infernal que no dejó de llamarnos la atención. ¿Qué sucedía en aquellas altas regiones? Ha aquí lo que me resta por referir.
Instigado el doctor Antúnez por las alarmantes noticias que había recibí-do, subió las escaleras con todas las precauciones debidas para no llamar la atención de los culpables y llegó á la puerta de la sala. Entonces su asombro, su cólera, su espanto, sus celos estallaron como una bomba. La señora María se dejaba abrazar impunemente por un robusto miütar con los distintivos de sargento y con un bi-go.tazo capaz de detener la obstinada cólera del doctorado y ofendido Aquiles.
Era aquello demasiado significativo, demasiado elocuente para el pobre maestro Antúnez.
Entró bruscamente y estendiendo la mano exclamó lleno de ira:
—¡Traidora! ¿Me negarás ahora que eres una esposa infiel?
Pero la señora María soltó .una carcajada, y contestó:
—¡Pues qué! ¿no le conoces, Antúnez?... Es mí primo el militar.
—¡Primo!—gritó el dómine petrificado.
El sargento comprendió que, mediante el parentesco, debía abrazar también al marido de su prima, y se dirigió al doctor, el cual recibió medía docena de apretones de aquel cariñoso hijo de Marta. Quiso resistirse el doctor, y de aquí el pataleo que nosotros escuchamos desde el fondo de nuestra aula.
El primo venia de Madrid con licencia; y según dijo él, y aunque el doctor Antúnez no había oído hablar á su mujer de tal pariente hasta aquel instante, creyó que la cuestión mudaba de aspecto: dos primos bien pueden abrazarse sin cuidado.
Siguieron las exphcacíones. La señora María manifestó con exactitud matemática lo del parentesco, ante lo cual el bueno del doctor hubo de cqnr convencerse. El primo quedó alojado en casa. Por tan plausible motivo, se nos concedió el favor que por aquel dia no hubiera clase. ¡Cómo estaría el espíritu del maestro, que al dia.si* guíente no echó de ver los estragos que habíamos causado en el menaje del aula!
Lo cierto es que todos los días log pequemos espías del maestro bajaba^
Éh Í»EtllODÍCO PARA TODOS. 427
diciendo á éste que los primos seguiaa abrazándose, á lo cual coatestaba el doctor Aatúaez:
—Los grandes bigotes pertenecen á la historia. Atila tenia unos bigota-zos trenaendos... verbi gracia, como los de mi primo.
El último acto del doctor, fué el que un dia vio á la señora María y al sargento que la abrazaba y quiso cubrirse la cabeza como César en el momento de ser asesinado. Esta operación la hizo en la parte alta de la escalera. Perdió el equilibrio, rodó al fondo, de cuyas resultas lo llevaron á la cama, de donde no se levantó más.
Poco antes de morir, se le oyó recitar este verso de una elegía de Ovidio:
Nec stirps PRIMA fui: genito jam ft^atrecreatus.
TORCUATO TARRAGO.
LOS BAiOS DEL MAffiAIARES W P O R p c Q O R O E2SIOA.IVI(CJI:,A..
—¡Pues digo!... ¡y la mujer!... —La tuya no tiene nada de qué acu
sarse. —Entonces, ¿quién es el que me ha
engañado? —D. Serapio... tu amigo.;, el hom
bre de tu confianza. —Sí; pero al llegar el caso ha confe
sado la verdad... y no como tú, que áuQ este momento...
—Vas á saber de una vez quién es tu amigo, y lo que ha hecho...
—¡Contigo! —¡Quieres callar! —Entonces, ¿con quién? —¡Quién es capaz de saberlo! —En fin, habla... habla, esposa mía;
descorre el velo que oculta la iniquidad, y sepamos de una vez quién es el culpable... quiénes el padre de esa criatura, que ha venido al mundo sembrando la confusión entre sus semejantes.
—Para ello es necesario que nos remontemos al mes de Abril...
—¿Durante mi enfermedad? —Precisamente. —¡Ayl ¡por qué darían el ascenso
por alto proporcionándome aquella fiebre, cuyos resultados toco después de nueve meses!...
—Todo reconoce por causa aquella injusticia de tus jefes, sin la cual no hubiéramos tomado criada, ni hubie -
(1) Esta novela se halla encuadernada f con nn precioso cromo por cubierta, al precio de 4 rs., en casa de su editor D. Jesús Gracia, Olivar, núm. 6, Madrid, 7 en «M» i» ]m eonrespoflUMles d« promo»ai
ra venido ese D. Serapio á asistirte... —¡A comprometer más bien mi re
poso... mi traquilidad!.... porque don Serapio es la piedra de toque...
—Eso creia yo, que era una verdadera piedra .. una pared maestra... y hoy adivino que es un monstruo de perfidia.
—Habla, esposa... mi impaciencia es tan grande como mi temor.
—La primera noche que se quedó en casa"á velarte no sucedió nada departicular.
—Nada más que quedarse dormido como un tronco, y ser yo el que tuve que velarle á él; para eso más valia que se hubiera quedado en su casa.
—¡Ciertamente! —En fin... dime lo que sucedió la
segunda noche. —Para hacerle más agradable su
estancia aquí, tomé yo en la calle de Segovia una docena de mantecadas y un cuartillo de aguardiente.
—¿Para obsequiarle? —¡Sí; yo creí que nos hacia un favor. —¡Y acaso él trató de hacérnosle en
efecto! —Estuvimos jugando al lute la mu
chacha, él y yo. —El tute e-i un juego inocente, que
predispone á las buenas acciones. —Eso creia yo hasta aquella noche —¿Y aquella noche reformaste tu
opinión? —Verás: después de tomar un par
de mantecadas y de beber un trago de ag^^ardiente, la chica y yo nos retiramos á descansar.
—¡Bien lo necesitabais!... Prisca y tú llevabais ya cinco noches sin desnudaros.
—Nos retiramos, dejando á D. Serapio algo alegre, como si el aguardiente le hubiera excitado un poco; brillábanle los ojos como candeUllas, y no cesaba de reír... á propósito de cualquier cosa: tanto fué así, que la muchacha me dijo:—«Parece que ese caballero se ha proporcionado una pa-pahna.»
—¿Sí? ¡Aquella chica tenia ocurrencias singulares!
—Aún no había yo conciliado bien el sueño, cuando se me figuró oír un ruido hacia la cocina...
—Nada veo hasta ahora de particular; D. Serapio tenia confianza en mi casa para todo...
- E n efecto... no se me ocurrió entonces lo que pudiera pasar...
—Pero ¿qué pasó? —Al dia siguiente me dijo la mucha
cha:—«Señora, esta noche no duermo en mi habitación si se queda en casa ese caballero.» ¿Por qué?—la pregun
té.—Por nada, pero... ya lo sabe Vd., y no hay para qué rogarme más »
Aquellas palabras me hicieron recordar el ruido de la noche anterior: yo concebí una ligera sospecha...
—¿De la conducta de nuestro amigo? —En efecto. —¿Llegaste á creer que D. Sera
pio?... —Un hombre excitado por el aguar
diente... — Sí, ¡a bebida es perniciosa... ¿Te
acuerdas de aquel dia que estuvimos de campo en el vivero? Yo me excedí algo... y me dio por hacer el amor á la mujer de uno de los guardas...
— Lo que te proporcionó una soberbia bofetada.
—Yo no creí que los empleados del municipio tuvieran la mano tan suelta.
—En fin, como D. Serapio se quedó aquí la tercera noche, la chica no quiso dormir en su habitación.
—¿Pero hubo también aguardiente? —Sí; D. Serapio llevó una botella,
de la que consumió él solo una tercera parte; de modo que cuando nos retiramos le brillaban los ojos mucho más que la noche antes, y reia también con más frecuencia.
—¡Acaba pronto, Sinforosai —dijo el pobre marido limpiándose el sudor que corría por su frente.—¡Me parece que s.sisto á la representación de una ragedia!
—Coa objeto de ver si la chica se equivocaba, y entre las dos calumnia-bam )3 á D. Serapio, se me ocurrió hacer una experiencia.
—¡Ay, Sinforosa!—interrumpió Ga-ralampio, rascándosela cabeza.
—Aquella noche ocupé yo la habitación de Prisca.
—¡Qué horror! —No te estremezcas aún.,. —¡Qué sabes tú cuando debo estre
mecerme! — En el primer momento no hubo
nada que deplorar... —Pero, ly en el segund 1? —Me habia dormido, plenamente
convencida de que Prisca exageraba los hechos.
—¡Dormías sin saber el riesgo que corría tu virtud!
—De repente me despertó sobresaltada un gran ruido que percibí en la cocina, y apoco... sentí que una mano, que palpaba á tientas en la oscuridad se posaba sobre mi.cabeza...
—¡Una verdadera mano oculta¡ —No podía ser más que D. Sera
pio... —¡Quién sabe! —No; porque eü casa ao habia raá^
428 EL PERIÓDICO PARA TODOS.
hombre que él, sin hacer mención de tí, que estabas en la cama con la calentura; además yo percibia un fuerte olor de aguardiente...
—Bien, bien, prosigue. —Siempre en la suposición de que
me dirigía á D. Serapio, exclamé en voz baja para evitar un escándalo:— Caballero, no tiene Vd. vergüenza... más valia que se acordara Vd, del infeliz que á dos pasos de aquí está sufriendo... retírese Vd. al punto si no quiere que, atrepellando por todo, haga pública su conducta.
—¿Y D. Serapio? —Sin replicar una palabra, se ale
jó... —¿Pero en sequidal: —En seguida: yo no le volví á oir
en toda la noche. —Entonces, ¿cómo fué que él al
despertarse se encontró en tu alcoba? —No lo comprendo... —¡Ni yo! —Tal vez cabe la siguiente explica
ción. —¿A ver?.. Oigámosla. —En primer lugar, su sonambulis
mo pudo ser borrachera... —Todo lo hace creer así. —Un hombre en tal estado no sabe
lo que se pesca; tal vez equivocó la alcoba de la chica con la mia... y tal vez también, al abandonar la de Frisca, ocupada por mí á la sazón, se dirigiese perdido el tino á la mia, donde recobró el conocimiento,
—Ello es que está demostrado de una manera evidente que Serapio no te buscaba á tí.
—Así parece. —Entonces, jcómo asegura él que es
el padre de tu hijo? —¡Caralampio! —Pero no, no es él... Serapio está
engañado... el padrees otro, yo leco-nozco
—¡Tú! -S í , —íQue conoces al padre de ese niño? -S í . —¿Y su madre? —Eres tú. „ —¡Caralampio!... —Pudiera dudar si aquella noche
no hubieras cambiado de habitación. —Precisamente eso es lo que debía
tranquilizarte. —¡NOjSinforosa! —¿Por qué? —Porque el que entró en la estan
cia oliendo á aguardiente no fué Serapio.
—¿Pueg quién era? —jMojer felazl... ¿y tú me lopre-
gantas? 1
—Basta de sospechas ridiculas... ¿quién era el que entró en mi estancia?
CAPÍTULO VI. Un peinero retirado.
No era sólo D. Serapio Calleja el que aconsejaba el uso de las aguas del Manzanares como agente principal en la sucesión directa de los matrimonios in^aadesceates; desde muy antiguo ha habido quien conceda á las aguas de tan humilde rio virtudes proli'fi-cas de resultados prácticos en obstetricia.
En 1850 habla en la calle de la Concepción Jerónima un matrimonio que después de algunos años estériles, llegaron á tener hasta doce hijos, sin más que tomarse la molestia de zam-bulhrse en el citado rio unas diez ó doce veces cada verano.
Esto está comprobado con el testimonio de personas formales y de notoria veracidad que conocieron á don Claudio Martínez, honrado industrial que despachando peines, lendreras y objetos de asta y concha, reunió una modesta fortuna, que le permitió re tirarse del comercio y comprar una casa en la calle del Aguardiente con accesorias á las del Toro.
Cuando esto sucedía era en el mismo año en que he dado comienzo á mi relato, esto es, en el año de 1860.
D. Claudio habia colocado ya á seis délos hijos que le dio su mujer con ayuda del Manzanares, y sólo le quedaba en casa la bella Carlota, porque los otros cinco vastagos hablan muerto.
Carlota contaba ya catorce años, por más que, con un físico exuberante y desarrollado, aparentase diez y ocho.
Su padre decia que era muy joven aún para buscarle un marido; pero ella era de opinión centrarla, y profesaba el principio de que los maridos no se encuentran cuando se los busca: y sí cuando se presentan.
Y como un dia, oyendo misa en la vetusta iglesia de San Pedro se la presentase ofreciéndola agua bendita un joven simpático, y como luego aquel joven comenzase á frecuentar la calle del Aguardiente cuando ella salia al balcón, y recibiese además una carta en la que el mancebo la dijese que la amaba, y que era un pintor de porvenir, y que se casaría con ella, y otras mil zarandajas por el estilo, resolvió anticiparse á los deseos de su padre, y á la edad, y á todos cuantos obstáculos pudieran presentársela y otorgar al joven lo que pedia, que era su amor, y más de lo que pedia, que era su mano.
Carlota habia heredado de su padre un carácter impetuoso y tenaz, para el cual no habia obstáculos ni impedimentos.
D. Claudio quiso tener hijos, y los tuvo; Carlota quería casarse sobre la marcha, y se casaría.
La educación que recibió contribuyó en gran parte á que aquel carácter se desarrollase sin freno.
Habia perdido á su madre en la niñez, y sabido es que un padre que se dedica al comercio no puede ejercer en su casa una vigilancia muy exquisita.
Carlota vio llegar los albores de su juventud entregada á sí misma, sin una autoridad directa y saludable que atajara sus fogosos caprichos.
Su carácter era del momento: teniendo que hacer una cosa en seguida, no la dejaba para el dia siguiente: los paliativos la enardecían; estaba jugando siempre á la rebelión con los hombres y con las cosas; sus teorías la llevaban siempre á los extremos. Declaraba formalmente que á haber nacido "hombre estarla eternamente en la oposición; era una especie de precursora del nihilismo; comprendía á los conspiradores y no á los hombros de Estado. En amor optaba por los raptos, y anatematizaba las voluntades resignadas de la Edad Media, que iban á llorar una pasión desgraciada en el sombrío rincón de un claustro, bizantino casi siempre, como sí fuera este género de arquitectura el que más se presta á las lágrimas y á los suspiros,
{Se continuará.)
VARIEDADES.
FRAY DOMINGO. (Gmclmion.)
Una vez restablecido completamente el conde, buscó al marqués de Al-monte; pero éste se habia marchado de la corte. Salió el conde también de ella, sin advertir á nadie dónde iba, empleando seis meses en este viaje, que fué infructuoso, pues no logró encontrar al marqués.
Cuando volvió á su palacio, acababa la víspera del dia de su llegada de dar á luz la icondesa un niño, falleciendo ella á las pocas horas. El conde, asaltado de sus dudas, entregó el niño á un criado de su conñanza llamado Pedro, dándole una gruesa cantidad, y ordenándole que si él no le buscaba nunca, tratase de yerle; des«
EL PERIÓDICO PARA TODOS. 429
.pues de esto, hizo pasar por muerto á su hijo, y después de haber pasado uu aao buscando al marqués, entró en el convento, en el que le encontramos al empezar nuestra historia.
Mucho dudó s ^bre si dejarla sus bienes al convento; pero al ñu triuntó su conciencia, que le ordenaba buscar á su hijo y dejarle sus bienes. Por más pasos que dio, no pudo encontrarle, hasta que una circunstancia providencial le hizo encontrar áPedro gravemente herido, y oirle en confesión.
En ésta supo que su antiguo criado habia marchado á Toledo, donde con el dinero del marqués abrió una tienda; pero un día le robaron cuanto poseía, teniendo que volver á Madrid á pié y sin ningún dinero.
Una vez en la corte, supo que el conde acababa de profesar; y como le habia prohibido que se prasentara á él, dejó el niño á la puerta de una casa de la calle del Rollo, y él se puso á servir: después averiguó que el que habia recogido el niño se llamaba Gil Pérez, y era capitán retirado.
Cuando supo el conde estas noticias, se puso á buscar á su hijo, sin lograr encontrarlo, hasta que según hemos visto, cuando iba á dejar sus investigaciones , una circunstancia imprevista le hizo hallar á Gil Pérez.
CAPITULO VIL
SE DESVANECEN LAS DUDAS DK FRAY
DOMINGO.
Fray Domingo, entregado á sus recuerdos, sigue al criado de Gil Pérez hasta su casa; al llegar á ésta, fué introducido en la-alcoba donde reposaba el marqués de Almonte.
—¡Gracias á Dios que te veo, querido Fernando!—dijo éste al prior;— creí que morirla sin tener ese consuelo.
—Espero, Alfonso, que tu herida no será tan grave.
—No, y el médico espera que cure de ella; pero por si es caso, he querido llamarte para que me oigas en confesión. Un doble motivo me obliga á ello: primero, tu cualidad de sacerdote, y segundo, que la confesión que tengo que hacer te atañe á tí principalmente.
—Supongo de lo que me vas á hablar, y yo también venia dispuesto á dirigirte algunas preguntas.
—¡Qué! ¿sabes el secreto que te voy á revelar? ¡Es imposible! estarás equivocado.
—No, y en prueba de ello te voy á dirigir esta pregunta: ¿Qué hacías en mi palacio y en las habitaciones de mi
esposa en el mes de Octubre de 1694? —¿Conque sabias que habia estado
en tu casa ese dia? —Yo mismo te vi; pero respón
deme. —Hé aquí mi contestación: me des
pedía de ella porque iba á una peligrosa expedición, Pero escucha una historia que voy á contarte. Tu esposa, según sabos, era hija de padres desconocidos: pues bien; al morir el mió, me dejó un pliego cerrado, en el cual confesaba ser el padre de tu mujer; pero mandándome que no hiciese pública esta confesión, á menos que su hija no quisiera ser reconocida, para cuyo caso me dejó un reconocimiento en toda regla. Yo fui á ver á tu esposa, y ésta se negó á que hiciese público su reconocimiento: esta es la causa que me movia á despedirme de mi hermana.
—¡Gracias, Dios mió!—dijo fray Domingo con reconocimiento; — al fin habei? permitido qué la verdad se aclare, y que mis dudas se disipen. Perdona amigo, ó, mejor dicho, hermano mió,—añadió arrojándose en brazos del marqués;-perdona las injustas sospechas que de tí he cunee-bido. Y ahora, solo me resta encontrar mi hijo.
—¡Cómo! ¿tienes un hijo? —Sí, y en esta casa habita. —¿Será por ventura el hijo de Gil
Pérez? Ya me habia extrañado lo mucho que te se parece. Pero ¿cómo es que lo tienes abandonado?
Fray Domingo le contó la historia de sus sufrimientos^ y las dudas que le hablan asaltado por espacio de diez y nueve años. Después que acabó llamó al dueño de la casa, al cual interrogó en estos términos:
—Decidme la verdad: ¿habéis recogido hace diez y ocho años un niño á la puerta de vuestra casa de la calle del Rollo?
- E n efecto, padre; es el joven que yo hago pasar por mi hijo,—le respondió Gil Pérez.
—Pues bien; ese joven tiene un padre que le reclamará mañana mismo.
—¿Y quién es su padre? —Su padre se llamaba Fernando
Mendoza de Sanzurces, conde de San-zurces, y ahora se llama fray Domingo. Su padre soy yo.
—¿Sois vos su padre? Pues bien, se ñor; un favor os pido, y es, el de que me permitáis verle amenudo, pues lo amo tanto como si fuera mi hijo.
—No solo os lo permito, sino que viviréis siempre á su lado.
—¿Cómo, señor, tanta bondad? —Sí, desde hoy quedáis nombrado
administrador general de mis bienes. El que tengo ahora me ha insinuado que desea dejar su plaza, que yo os concedo.
EPÍLOGO.
Un raes ha pasado desde los anteriores sucesos. Cuatro hombres se hallan reunidos en la celda del prior del convento de San Francisco. Eran estos hombres el mismo prior, el marqués de Almonte, Gil Pérez y el hijo del primero.
Aquel mismo dia acababa de ser reconocido por el rey como hijo del conde de Sanzurces, y habia entrado en posesión de sus bienes y título.
—Hijo querido,—decia fray Domingo,—mi resolución es irrevocable, 'y no puedo acceder á lo que me pides; cierto es que mediante dispensa pon-tiflcia podía irá vivir contigo; mas no quiero sahr de este convento, en expiación á haber dudado de mi santa esposa y de mi mejor amigo. Solo te pido que alguna vez te acuerdes de mí, y vengas á verme á esta solitaria celda.
—¿Podéis dudar, padre mió, de que así lo haré? •'•I En aquel momento entró un fraile á decir que buscaban á fray Domingo para confesar á un moribundo: Salió aquel, y al cabo de una hora volvió á entrar profundamente conmovido.
—Dios es grande,—dijo al verse entre su hijo y amigos, y no permite que quede nada sin descubrir. Ya sabéis que recibí un anónimo, en el caal^ se me indicaba la ida del marqués á ^ mi casa: pues bien; el moribundo que fui á auxiliar y que ahora es cadáver, fué el autor de él. Era mi único pariente, bastante lejano, y con el único deseo que yo le dejase mis bienes, cometió tal infamia Recemos por su alma, pues aun ]ue pecador, no por eso es monos digno de perdón.
* « •
Cuatro años trascurrieron sobre los sucesos antes narrados.
Las mismas personas se hallaban reunidas en el convento, pero con distinto objeto. Ahora rodeaban el lecho en el cual moria fray Domingo,
Este falleció rodeado de todos sus seres mis queridos, después de haber implorado el perdón de su hijo y de su amigo.
Ambos vivieron aún muchos años íeUces, y Gil Pérez tuvo la dicha de morir al lado del que habia criado.
VALEaiANO C A S A N Ü E V A .
430 EL PERIÓDICO PARA TODOS.
f.
EL BOCETO DE LA MUERTA Sol era un artista: tñaia ea su pale
ta las tintas arreboladas de las nube'?, el color de las flores, las tristezas de la desofracia, el ardor de las pasiones, la aspiración del genio al infinito.
Creábase bajo su pincel el mundo moral y el mundo físico, y las ideas y los cuerpos encontraban siempre en sus dibujos, hábiles toques y lineas desconocidas en gue retratarse.
Cuando acabó El Diluvio, su gran cuadro, los periódicos de todo el orbe culto afirmaron que aqupl diluvio ahogarla las más venerables reputado r nes.
El mismo, al contemplar en el estudio por el agujero de la paleta el inmensísimo lienzo, se hinchó de orgullo y de soberbia.
Sino se juzgó Dios, fué porque se admiraba de su propia obra.
Pero si en el fondo del corazón no erigía altares al mérito propio, contempló con gusto cómo los levantaban los demás, y queriendo corresponder á los elogios y aplausos recibidos, anunció otro cuadro con el título del Juicio final.
Meaos compasivo que el Dios de Israel, hacia concluir el mundo después del diluvio.
Empezó el trabajo; todas las mañanas bajaba al depósito de cadáveres, y allí canturriando las óperas conocidas, copiaba en las más diversas posturas, los muertos que las enferme-mades y el acaso hacinaban en tan lú
ubre recinto. A mediodía, el lobo de disección le
avisaba para que terminase los apuntes.
Ks la hora de llevar los cadáveres al anfiteatro para que los galenos en canuto los desmenucen con el escalpelo. A la ciencia también le gastan los absurdos, y busca los secretos de la vida haciendo trizas la muerte.
El 15 de Julio, nuestro pintor compró dos albañiles que se habían caldo de un andamio con el fin de trazar bocetos sin que le apremiase el tiempo.
El lobo de la sala de disección guardaba la entrada del depósito de un grupo de estudiantes que querían hacer pedazos á los infelices trabajadores muertos el día anterior.
—Os digo que están ,comprados,— voceaba el pobre diablo.
—¡Fuera!—decia á voz en cuello la turba de hipocráticas fieras que vestidos de anchas blusas negras ribeteadas de amarillo y con los cuchillotes en la mano parecian demonios más bien que hombres.
—Los ha redimido la familia. —¡Mientes!—gritó uno tanlargo, fla
co y verdoso que bien pudiera tomársele por la culebra de Esculapio;—me consta que las viudas no han podido pagar el entierro. Saca esos cadáveres, nos pertenecen.
—Yo pienso estudiar los músculos del brazo,—saltó otro.
—Y yo los de la mano; siendo alba-ñil deben ser buenos.
—No he visto nunca el árbol de la vida; hoy me habéis de enseñar el corte del cerebelo,
—Inyectaremos el pecho, ¡ea! quita, maldito, ¡compañeros! arranqué-moselos á la fuerza.
Y todos se lanzaron sobre el desdichado mozo, que á pesar de la emoción que sentía procuró sonreír diciendo: pero hombres, ¿no sería mejor que rae dejarais ganar hoy treinta reales? Se los he vendido al pintor, él no los inutiliza, y mañana podréis estudiar en ellos toda la anatomía:
—¿Quién nos asegura que cumplirás tu palabra?
—Yo,—dijo un jóvfcn de aspecto delicado, larga melona y ojos inmensos.
Los estudiantes repararon en el sombrero de tela, la americana de terciopelo y la voluminosa caja que traía el desconocido, y mal lo hubiera pasado si uno de ellos no dijera:
—¡Ah! ¿es usted, señor Sol, el que los ha comprado? Entonces el asunto varía. Creíamos que este tuno nos engañaba.
—Yo prometo á ustedes que á las dos de la tarde entregaré Ifs albañiles.
—¡Vaya! hasta la tarde. Y la hueste de matasanos se disol
vió al momento como por encanto. Pocos instantes después, Sol estaba
solo en el depósito; con la mano izquierda sujetaba la paleta, un haz de pinceles y el tiento; con la derecha, colocó el caballete cerca de la luz, y empezó á pintar.
El cuartucho, húmedo y pequeño, tenía ese olor característico de los mataderos; en el fondo se apiñaban, sobre mugrienta tarima, los dos trabajadores. La muerte los unió en estrecho abrazo; juntos pusieron la bandera en la cúspide del tejado; juntos también cayeron redondos á la calle, produciendo un sordo ruido, como si fuesen fardos de lona, al estrellarse en los guijos del arroyo. A sus píes yacia una mujer; la agonía respetó sus hechizos; la línea ondulante de las formas recordada el perfil de las estatuas griegas, que la incuria del mozo respetó; el cabello destrenzado, lleno de
sangre y lodo, se arrastraba por tierra, y en el rostro frió, pálido y sin movimiento, mariposeaban los rayos del sol llenos de puntos áureos, que tras de correr en todas direcciones, posábanse en la entreabierta boca. La naturaleza iba poco á poco tomando posesión del inanimado cuerpo.
¿Qué enfermedad podía haberla llevado al sepulcro? Ninguna señal exterior lo indicaba.
Esta pregunta y esta contestación pasaron como un relámpago por la mente del pintor que, sentado en el caballee, no distinguía la cara de la muerta, oculta por el voluminoso y esférico pecho.
El artista cantaba; acostumbrado á pasar muchas horas en tan silenciosa compañía, mataba el tiempo destrozando las más agradables canciones.
Aquella mañana se dedicó al género bufo, y la música retozona y picaresca de Offenbach salía de sus labios lúgubre y triste. Parecía la marcha fúnebre de una bacante.
De pronto el pintor, para el contorno, ocurriósele extravagante pensamiento; lo? rotos cráneos de los albañiles les daban aspecto de veteranos muertos en el campo de batalla, y decidió trazar uno en el momento. Pintó un cielo nublado, á lo lejos el mar, cu-yainquietasuperficiedesaparecia atrechos tras de azulados montes, en primer término casas destruidas, una co lina y allí tendidos los dos obreros. Perspectiva, detalles, ruinas, sombras, todo lo acusaba de un brochazo.
Enseguida dejó el asiento para contemplar el boceto á alguna distancia, formando anteojo con'el puño.
—Está bien, murmuró, ahora aquí y señalaba el lienzo; en escorzo la joven. Con vertiginosa rapidez mezclaba todos los colores probándolos de rato en rato en el borde de la madera; al cabo extendió una mancha de color de carne entre los escombros de las derruidas casas; la mujer se iba destacando con brillantez y pureza.
—No es bastante, ha de ser un campo de batalla, exclamó el artista, como si obedeciese á algún dominante geniecíllo que voceara en su cerebro.
Y comenzó á sembrar de cadáveres el cuadro.
—Esta del primer término, degollada, ¿no es verdad? dijo, como preguntando su opinión á alguno.
Cogió entonces la navaja de afeitar que el mozo olvidó, y acercóse á la tarima. Dejó á un lado tiento, paleta y pinceles, y puso la mano, casi sin mirar, sobre el pálido rostro de la difunta. Centenares de mo.scas azules
EL PERIÓDICO PARA TODOS. m revolotearon asustadas de aquella in-vasioa. Abofeteó el aire el artista, tranquilo y sosegado.'para alejar aquel ejército de la putrefacción, y dejó caer la mano sin asco sobre la barba del cadáver, ¡estraTia impresión! estaba caliente. Villanesca pavura apoderóse del pintor, y retiró la mano con presteza, mas era por lo común fresco en el pensar y frió en el discurrir, y pronto advirtió que el calórico notado provenia del sol, antorcha que parecía suspendida en los cielos solamente para iluminar con sus raj'os tan hermosa muerte.
Curado el casi natural espanto, Sol dio á este una tremenda cuchillada en el cuello, co^ió la paleta sin mirar y acercóse al caballete volviendo desde allí los ojos á la tarima.
—¡Virgen santa! gritó al ver que la sangre se desbordaba á torrentes por la entreabierta herida, esa mujer vive, isí, vive! un 'muerto no arroja tanta sangre; ¡Dios mió, qué hice!
Y blanco, trémulo y silencioso, parecía la estatua del terror. Q liso gritar y no se atrevió, y tan medroso estaba su espíritu, que temblaba ante la idea de acercarse, y no quería huir. Por fln cayó sin fuerzas de bruces sobre los ladrillos y se arrastró hasta la mujer.
Cerróle los bordes de la herida con los dedos y la levantó la cabftza.
•—¡Oh, dijo, es María! La antigua modelo, aquella cuyas jormas, trazadas por raí en el lienzo, embelesaron la tierra; la que pinté de Santa Genoveva en los frescos de las catedrales, y de Venus afrodita en el boudoir de las cortesanas; la que fué '.luana de Arco ly Mesalina; la quft embelleció las horas de mi oscuridad, cuando la trompeta de la fama no habla proclamado á los cuatro vientos mi gloria, la que yo abandoné reiiserablemente: es ella, sí, muerta; no, añadió animándose, empiezan á florecer en sus mejillas las rosas de la vida, se abren sus ojos, late el corazón. Fatalidad extraña; vivía, y dos veces la maté; quitéle ea una la vida, y en la otra la honra.
Al pronunciar estas palabras, colmábala de calurosísimos besos.
—Perdóname,—decía;—soy el más despreciado de los hombres; los hálí-Ijtos del orgullo me envenenaron el espíritu, y te juzgué menguada concubina para tan gran señor, á tí, cuyas bellezas guiaron mi pincel: ¡oh, perdón, perdón!
—Pero,—murmuraba,—es vano ensueño de mi loca fantasía; te forjó mi ilusión con vida; te pido palabras de
olvido, y tú estás muerta, tendida en las húmedas tablas que la mezquina caridad reunió; en tus ojos, centros de amor, no brilla la llama de la existencia; apagados y vidriosos, huyen de la luz como si fuera irreconciliable enemiga; tus labios, pétalos de rosa, mustios y marchitos, no murmuran palabras lie cariño; me ves llorar, y no me consuelas: tú ¿no vives?
Como sí estas frases fuesen un conjuro, la muerta empezó á animarse; cruzo los brazos sobre el pecho como para levantar invisible pesadumbre; ayes lastimeros brotaron melancólica armonía de su garganta, aletearon las sedosas, finas y llameantes pestañas, y abrió los ojos.
—¡Mírame!—decía Sol,—déjame recoger la primera luz de tus pupilas, porque yo te amo, ahora más que nunca.
—Tengo frío,-—murmuró con tenue voz la resucitada.
—Ven, yo te daré calor entre mis brazos.
—¡Qaé es esto, tú aquí! balbuceó María. ¡Gracias, Dios mío! Habéis oído mis ruegos; al fin te poseo por una eternidad. Acércate para sellar con un beso esta unión infinita.
—No soy indigno de lo que deseas, yo te arrojé de mi casa después de deshonrarte; y débil, sin apoyo, has caído sin aliento para soportar tanta vergüenza en las losas del hospital.
—¿Qué importa? Te lo perdono; ¿qué vale el mal pasado, si se compra con la ventura que espero?
—¡Infelizl no estás en la vida perdurable, yaces aquí en la tierra, y yo, mísero, he acortado tus días; esa sangre que mana como el agua de una fuente, yo mismo la he derramado.
—¡Qué dichosa soy! Al íin te veo. —Maldíceme. —Muero á tu lado, por tu causa;
¡qué más fehcídad! ¡Te bendigo!—dijo cayendo desplomada al suelo.
El artista creyó que se cuarteaba la bóveda celeste; parecióle que los alba-ñiles se habían levantado, amenazándole, que un río de sangre inundaba el recinto, vio revolotear el boceto como una inmensa mariposa, y... perdió el sentido.
Cuando á las dos entró el mozo, Sol estaba desmayado en tierra, y sobre él, yerta y sin vida, María, la antigua modelo.
Dos años han pasado sin que el gran pintor haya vuelto á coger los pinceles.
El boceto de la muerta será su último cuadro.—RAFAEL COMENUE.
(De ni Semanario, de Caracas.)
SECCIÓN FESTIVA.
La. 8;ra.-v<3da<i e s una, i n v e n ción para esconder los defectos del talento.
« » *
—:T>ootorI ¿.TVo m e d a r á u s ted un remedio para hacer callar á mi mujer?
—No hay más que uno, y aún así no es más que un calmante para la enfermedad que padece.
—¿Y cuál e,s? —Dejará Vd. sordo. » * « E n los toañoss d e A..-, u n ba
ñista tuvo que llamar uu día al doctor porque se sentía indispuesto. Cuando llegó la época de su marcha, pasó á ver al médico y le dijo;
—Doctor, ¿cuánto debo ;Vd.? —Seis visitas... y la de hoy siele.
•k
Dofbndiendo uu atoog-ado si un dependiente de comercio acusado de haber sustraído géneros de la tienda de su principal, exclamaba;
—No es al desgraciado que veis en ese banquillo á quien hay que castigar, sino al dueño del establecimiento, que al descuidar la vigilancia de sus mercancías ha tendido un infame lazo á mi defendido.
—Mañana e m p i e z a l a v e d a . —A mí me es igiial; yo sigo cazan
do todo el año. —Pero ¿y el bando? —No rae coraprende. La ley permi
te cazar en todo tiempo las aves de past): yo no busco las perdices; pero cada vez que una pasa por delante de mí la suelto un tiro y estoy en mí derecho al hacerlo.
* —No l i a y n a d a mejor q^uo l a
gimnasia para la salud; duplica las fuerzas y alarga la vida. •
—Pero, hombre, nuestros padres no hacían gimnasia, y sin embargo...
—Es verdad; no hacían gimnasia; pero vea usted cómo se han muerto todos.
« • A^n.t& la e s t a t u a e c u e s t r e d e
Juana de Arco; —Papá, ¿en qué se conoce que es
casta? —En que no tiene más que caballo.
Sí no lo fuera, tendría carruaje.
— JMOSBOI
—iQiié manda usted, señorito? —Este lenguado está podrido. —¿A quién se lo cuenta usted, seño
rito? i No he querido comerlo yo eu el almuerzo!
4S2 EL PEEIOMCO FARA TODOS.
—¡A-li , oal>alle-ro! ¡Qué dolorosos recuerdos evoca eu mi alma la peluca de Vd.!
—Joven, sepa Vd. que esta peluca es mia.
—No lo dado, caballero; pero ¡he conocido en ella el pelo de mi papá!
* « i f i
A c a b a r í a , d e oo" mer León Gozlan en su restamaut acostumbrado, cuando se le acercó el dueño di-ciéndole:
—M. Gozlan, tengo que dar á Vd. la triste nueva de que las trufas han aumentado de p reci'o, liabieudo sabido un doble de su valor.
—Es la primera vrz: — coutestó Gozlan,— que siento la elevación de uo amigo.
* * * — i o h. i C5 <», q u é
gordo y qué colorado te has puesto desde que no te he visto!
—¡Ya lo creo! Figúrate que en un raes he perdido á mi suegra y á mi mujer.
LOS SERENOS JAPONESES.
Va armado de una lanza corta y de una lintorna prolongada que despide bastante luz.
—X a, vida, e s para mí una carga insoportable,—de ci a un caballero.
—¿Por que?—le preguntaron.
—Porque me hallo solo sobre la tierra. He perdido mis parientes y mis amigos.
—¡Cómo! iTambien se le han muerto á Vd. todos sus amigos?
—No; pero han hecho fortuna.
« r > e c i c l q u e e l
hombre es un animal que tiene la facultad de raciocinar, pero no digáis que es razonable.
* •
U n «.mig-o nues tro tiene una mujer muy limpia y escrupulosa.
El otro dia estaba comiendo, cuando al trinchar nuestro amigo un pollo, se le escurre y salta al suelo.
—Adiós, ya se ha perdido el pollo,—exclamó áu mujer.
—¡Qué se ha de haber perdido!—contestó el otro,—¡si le tengo sujeto con el pié!
D e f e n d í a , u n a s c o n c l u s i o n e s un padre agustino, siendo su contrincante el padre Estrada. Acorralado el agustino y no sabiendo qué decir, exclamó:
—Está visto, padre Estrada: vuestra reverendísima da una en el clavo y ciento en la herradura.
—Eso consiste,—contestó sonriendo el jesuíta,—en que no tiene el pié quieto vuestra merced.
* * Oon^ ' ida .do Sini<5nides á co
mer en casa de un ciudadano, se presentó á la hora prefijada; pero como su traje era demasiadamente modesto y su rostro más feo de lo regular, un
familiar de la casa, teaiéndole por un criado inferior de los que vouian, le pidió por favor qu"! le ayudas? á r.i-jar la leña i)ara la comida quo se dis-pjnia .
Hi'zolo así; vino el dueño, y admirado dijo:
—¡Qué hacéis, señor! —Pagar ia«pena de mi feallad,
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U n l i o m i j r e d e h o n o r e s aquel que sabe hacer.se respetar con las armas en la mano; un hombre honrado es aquel á quien se respeta sin necesidad de armas.
K i i l a l ü d a d m e d i a l iu l jo u n jupz que se iiizo cólebre por sus SPU-tencias. Si el acusado era viejo, decia:
—Golgadlo, que otras muchas habrá hecho.
Si el acusado era joven, sentenciaba:
—Golgadlo, que aun haria otras.
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La,8 p e r s o n a s a m a b l e s s e p a recen á esos libros que se hallan por completo en el prefacio.
I-ia c a b e z a l l e v a a lg-unas ve ces á Leganés; pero el corazón lleva con frecuencia al hospital.
' SÜSCEIC10N.—\]n real cada número en toda I^paña, pagado á nuestros repartidores en el acto de recibir el número: el que tra de 52 rs. por la suscricion de un año, ó los mande pagar en esta redacción, lo recibirá directamente por el correo en cualquier
FEECIO DE, remita letra ( punto de España que lo desee.—PJu la Habana, Puerto-Kico, Buenos-Aires y Montevideo, un real cada número siempre que el periódico lo reciban por medio de nuestros Agentes. Si lo desean recibir directamente por el correo, tres reales cada número, pagado adelantado á esta Administración. Islas Filipinas, cuatro pesos fuertes al año pagado adelantado.—En los demás puntos de América, el precio ]o marcarán nueetrcs corresponsales con arreglo á los gastos que ocasionen los envíos. En París admite la suscricion al precio de dos reales número, Mr. E. Denné, rué Monsigni, núm. ]5 —LOS PEDIPOS Y BECLAMACIONES SE DIEIGIEÁJíí Á SU EDIPOK Y FKOPIETAEIO D. JESÚS GKACIA, OLIVAE, 6, PRINCIPAL, MADRID.
C o r r e s p o n s a l e:x:clu»ivo e n t o d a V e n e z u e l a : X . . ibrer ía e s p a ñ o l a d e L . l^uig- y R o s , O a r a c a s
MADRID.—ESTABLECIMIENTO TlPOaBÁriCO DE M. P. MÜKTOYA Y C», CASOS, 1.
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