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Cuentos
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El mundo de Alice Escrito por: Alicia Garcés de Coba
Editado por: Santiago Vaca y Tatiana Coba Edición # 2.
Quito – Ecuador Diciembre 2014
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CONTENIDO
Prólogo ...................................................................................... 4
Mi llegada al mundo .................................................................. 5
Los Ratoncitos ............................................................................ 7
La Mona ................................................................................... 10
Titán ......................................................................................... 11
Papá ......................................................................................... 12
El Ferrocarril ............................................................................ 14
Bernardino ............................................................................... 18
La Tonta ................................................................................... 21
Problemas con Virgelina .......................................................... 23
El Accidente ............................................................................. 25
El internado ............................................................................. 27
Los duraznos ............................................................................ 29
Resistencia ............................................................................... 31
Rescatada ................................................................................ 35
Juventud .................................................................................. 39
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Prólogo Al leer una y otra vez estas historias me parece ubicarme en un mundo en el que la
realidad y la fantasía se mezclan hasta formar un hermoso escenario. Ha sido muy bonito
leer, entender y meterme más en la vida de Alicia.
Espero que al leer estos relatos ustedes puedan sentir ese orgullo desafiante que
inspiran. Y que por medio de las letras se encuentren con esa mujer que sobrellevó una
vida de dificultades, pero que logró tener una vida feliz rodeada de sus seres queridos.
Santico (como me decía Alicita)
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Mi llegada al mundo Nací en un pequeño y hermoso pueblo, hija de un ingeniero de 50 años y una ingenua provinciana de 17. Mi papá era un hombre de clase económica acomodada, mientras que mi mamá era pobre, esto ocasionaba discrepancias entre ellos. La diferencia cultural, social y la diferencia de edades son fuertes razones por las que las parejas no llegan a comprenderse y terminan casi siempre en separaciones que afectan a los hijos inocentes. Como papá había sido diplomático y conocía varios países, no respetaba a mi mamá que era una campesina. Cuando mi madre resultó embarazada de mí y se lo comunicó a papá, él se puso furioso y llegó a amenazarla con un revolver. -‐¡Te exijo que me digas quién es el padre de esa criatura, pues he tenido otras mujeres y ninguna ha quedado embarazada, además yo ya estoy muy viejo para poder engendrar! – Le gritaba. Sin embargo, papá tenía tres hijos del primer matrimonio y mi madre era muy ingenua y buena para que la acusara de infidelidad. Esta escena se repetía cada vez que se tomaba unos tragos. -‐¡Júrame que eso que va a nacer es mío!-‐ Le demandaba mi padre con el revolver en su cien. Mi madre le juró mil veces llorando que el hijo que iba a tener era de él, hasta que una noche lo convenció y papá autorizó que yo naciera. Poco después de que yo cumpliera un año, mamá quedó de nuevo embarazada. Pero esta vez no se atrevió a decirle nada a papá. Ella aprovechó que papá tuvo que ausentarse (porque le dieron una obra en los ferrocarriles) y en ese tiempo tuvo a su segunda hija. Inmediatamente se la mandó a mi abuela para que papá no supiera nada. Mi abuelita, muy linda, crio a su nieta porque temía que papá la matara. Mi mamá continuó con sus problemas de mujer joven y fértil. Apenas dos meses después de que dio a luz a la niña, volvió a quedar embarazada. Vivíamos en una bonita casa y papá estaba dedicado a construir una enramada para poner un molino de caña y hacer panela. Ésta vez no se volvió a ausentar.
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Cuando supo del nuevo embarazo, otra vez apareció el revolver en la cien de mamá para que le dijera de quién era el hijo. Esto lo repitió durante todo el embarazo cada vez que se tomaba unos tragos. Cuando se cumplió su tiempo, ella dio a luz un precioso niño rubio. Al verlo papá dijo con desdén que hubiera preferido otra mujercita. Días después, mi mamá se fue de la casa con mi hermano menor, y yo para no sentirme tan sola, empecé a dar mi amor a animales como perros, gallinas, pollos, vacas, terneros y hasta ratones... sí, ratones también. «Ahora, siendo mayor, considero a mamá y entiendo por qué me abandonó». Muchas de las historias que vienen a continuación son debido a este amor...
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Los Ratoncitos Un día mataron una mamá ratona que dejo huérfanos siete ratoncitos. Eran del tamaño de una uva y del color de una guayaba. Cuando los vi, peladitos y ciegos, supe que era mi responsabilidad cuidarlos. Sin que se diera cuenta la Mona «luego les cuento de esta mujer que me cuidaba», los metí en una cajita y me los llevé a mi cuarto. Durante días los alimenté con un algodón mojado en leche. De los siete cuatro sobrevivieron. Los llamé Pelusa, Didin, Monina y Pirulo. Nunca supe si eran machos o hembras, pero yo los distinguía y ellos respondían a sus respectivos nombres. Cuando los llamaba se me acercaban levantando el hocico, como diciéndome “aquí estoy”. Cuando salía del cuarto les ordenaba que permanecieran escondidos, que sólo salieran si era yo la que entraba, y así lo hacían. Si alguien desconocido entraba al cuarto, ellos permanecían completamente ocultos, pero cuando yo entraba salían a recibirme con gran alborozo subiéndose hasta mi cabeza. Pasaron varios meses y los ratoncitos vivían conmigo sin ningún problema. Yo les traía alimento y ellos comían con gusto. Ya no eran rosados sino grises y del tamaño de una pera. Monina, «mi ratoncita consentida» por las noches se subía a mi cama y se acurrucaba en mi cabeza hasta dormirse entre mis cabellos. Un día la Mona dijo que Virgelina, una de sus hijas, iba a dormir en mi cuarto por un tiempo, por lo que llevaron un catre de lona y lo armaron junto a mi cama. Yo no pude evitarlo y me preocupé mucho porque no sabía qué hacer con los ratoncitos. Para entonces, yo había tomado el hábito de hablar con los animales «todavía creo que ellos me entendían». Por eso los llamé cuando estuvimos a solas en el cuarto y les conté que Virgelina iba a dormir en el cuarto y que debían permanecer escondidos. -‐ Quiii Quiii -‐ respondieron mis ratones y yo pensé que me habían entendido. Dos noches lograron esconderse los ratoncitos pero, la costumbre de Monina de dormir en mi cabeza nos descubrió. Una madrugada la Mona entró para levantar a Virgelina porque iban para el pueblo.
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-‐ ¡Ahhhh ratones! -‐ Chilló La Mona. Cuando abrí los ojos la vi pálida como un fantasma, parada frente a mi cama con un mechero. Inmediatamente recordé que Virgelina estaba durmiendo en mi cuarto y que Monina solía dormir en mi cabeza. La Mona salió del cuarto vociferando que había un “ratonazo” y que hoy iba a traer trampas. En el alboroto y el griterío, Monina se había escondido debajo mío y cuando me senté para buscarla la aplasté. Lloré durante horas con Monina entre mis manos, apretándola contra mi pecho tratando de devolverle la vida. Al fin me calmé y le hice un entierro en la cajita que había sido su cuna. Conseguí flores silvestres y le hice una cruz con unas ramitas. Duré mucho rato llorando al lado de la tumba, pidiéndole perdón por haberla matado. «Ahora que pienso en Monina, caigo en la cuenta que murió sin defenderse, sin pegar ni un chillidito. No sé si fue porque no pudo hacerlo o por no delatarme». De pronto me acordé de las trampas que iban a poner en mi habitación y pensé en Didin, Pelusa y Pirulo. Cuando entré a la casa estaban sirviendo el almuerzo, la Mona no había regresado con Virgelina y por lo tanto no habían puesto las trampas todavía. Inés, otra hija de la Mona, me regañó por haberme perdido toda la mañana sin desayunar. Pero eso no la sorprendía, ella sabía que yo solía perderme por horas para hablar con los animales. Me iba para los potreros a ver las vacas, terneros, bestias cabalgares o me iba a la playa con mi perro Titán. Entonces llegó la mona y trajo tremenda trampa para ratas. Cuando vi la trampa corrí a mi cuarto, tomé a mis tres amiguitos, los envolví en una toalla y los saqué de la casa. Una vez en el potrero comencé a darles recomendaciones «todas las majaderías que a una niña de seis años se le ocurren», y convencida de que ellos me entendían, les prometí ir a verlos todos los días. Para que no sintieran frío les hice una casita con ramas y muchas hojas. Los metí ahí, jugué un rato con ellos y cuando comenzó a oscurecer me fui a la casa. -‐ ¡Mañana vuelvo y les traigo comida! -‐ Grité mientras me alejaba. A la mañana siguiente llegué y los llamé, los busqué pero no vinieron a mi encuentro, los seguí buscando y llamando todo el día, pero no vinieron. Lloré y lloré sin entender qué les había pasado a mis amiguitos. Mi amor por ellos duró mucho tiempo, siempre regresaba
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al mismo sitio con la esperanza de encontrarlos. Les conté a las vacas, a los terneros, al perro y a todos los animales que se me habían perdido y que si los veían les dijeran que yo los seguía buscando. Nunca los volví a ver.
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La Mona «Les voy a contar quién y cómo era la Mona». A raíz de que se fue mamá, papá buscó a una señora que atendiera la casa y me cuidara a mí, esta señora fue la Mona. Así le decían porque era rubia. La cuarentona tenía tres hijas: La mayor de unos dieciocho años era Inés, la segunda de catorce años se llamaba Gilma y la pequeña de unos siete años era Virgelina. No sé por qué papá no pudo conseguir una persona sin hijas, pues una persona con hijas no era la más adecuada porque, lógicamente, siempre prefería a sus hijas. Bueno pues, la Mona era una mujer terriblemente brava conmigo, no sentía ningún afecto por mí, ni tuvo la más mínima demostración de cariño hacia mi personita. Como papá para nombrar a mi mamá utilizaba términos como “la vagabunda esa”, así mismo esta mujer se expresaba y me llamaba “la hija de la vagabunda”. Esto me dolía en el corazón hasta que fui sintiendo vergüenza de ser hija de mi madre. Creo que fue debido a eso, que la soledad clavó sus garras en mi alma infantil. Crecí sintiendo que no tenía a nadie, que nadie me quería y por eso me refugiaba más en los animales y prefería estar sola. -‐ ¿Y esta es la hija del ingeniero? -‐ Preguntaban las personas al salir de la misa los domingos. -‐ Sí -‐ decía secamente La Mona – a la pobre muchachita la abandonó la vagabunda de su madre y el padre ni se acuerda de ella, me toca a mí criarla como a una de mis hijas – decía con una fingida piedad. «Pero no contaba las palizas que me daba». Mi único compañero fiel era mi perro Titán. A él le contaba todo lo que sentía por mi mamá y por la Mona. Así, me sentaba con Titán a admirar el camellón de entrada a la finca: un camino delimitado por árboles muy verdes en forma de hongo, enredados por hermosas flores de todos los colores, donde revoloteaban mariposas azules y amarillas. Con él vivimos muchas aventuras, pero una en especial, la cual les contaré en la siguiente historia...
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Titán Una mañana, después de admirar el camellón, me fui con Titán para el río. Me quité la ropa y me metí a bañarme, jugando con Titán en el agua por largo rato. A él le gustaba que yo le lanzara palos y él nadaba hasta el palo, lo agarraba en su boca y me lo traía de vuelta. Después de un rato salimos, recogí mi ropa llena de arena, la sacudí y me vestí. Cuando me estaba acomodando el vestido rojo, Titán pego un gruñido terrible y se abalanzó sobre algo. Cuando me volteé vi a un enorme toro negro que venía derecho hacia mí. El perro lo agarró por la cola pero el bicho seguía corriendo hacia mí. No se cómo me subí encima de una piedra lisa inmensa «en otra ocasión intenté subirme a la misma piedra pero no pude». Le saqué la lengua al toro y le grité cosas desafiantes. El toro se quedó esperándome casi el resto de la tarde y aunque Titán hacia todo lo que podía para retirarlo, el feroz animal no se iba. Cansada de esperar, me fui escurriendo por la parte que el toro no podía ver, Titán era tan inteligente que cada vez que el toro iba a rodear la piedra por el lado que yo me estaba alejando, le ladraba y le jalaba el rabo. El toro lo perseguía y entonces yo me podía alejar. Cuando estuve a salvo, el perrito llegó jadeando. Lo abracé y me di cuenta que por estar agarrándole el rabo al feroz animal, éste le había dado una patada y le había roto un diente. Lo abracé, lo consentí y le agradecí. Como ya teníamos hambre «eran como las 4 de la tarde» nos fuimos a ver qué podíamos coger de las gallinas. Después de buscar, encontré un nido con diez huevitos, los puse en el canto de mi falda y me fui para una enramada donde había ollas viejas que usaban en la molienda. Prendí un fogón de leña, puse la olla con agua y la dejé hervir con los huevos. Yo me comí cuatro y Titán seis. Después me fui a ordeñar una vaca y tomamos una cubeta de leche. «Quedamos repletos». «Ese estilo de vida me hizo físicamente una niña delgada pero fuerte, llené los vacíos de mi vida emocional con la naturaleza y los animales, lo que me hizo huraña con las personas».
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Papá Papá viajaba meses por su profesión. A veces lo esperaba cuando iba a venir, a veces me escondía y no aparecía mientras él estuviera en la finca. Por esto, la Mona ordenó que me buscaran especialmente el día en que él llegara. En algunas ocasiones fui encontrada por culpa de Titán que se acostaba cerca de mi escondite. Por ejemplo, una noche estaba escondida dentro del bagazo, pero me encontraron con ayuda del perro y una linterna. Papá era hermoso físicamente «por lo menos a mis ojos de niña de 7 años». Era gallardo, imponente y muy elegante. Recuerdo bien un día que me sentó en sus piernas, pasó la mano entre mi enmarañado cabello y dijo: -‐ Necesitas una buena desenredada. Te traje un regalo -‐ abrió unas bolsas, sacó unas galletas que venían en una caja muy linda y dijo amablemente -‐ Toma, comételas. Yo quedé congelada de la emoción, a pesar de que quería comérmelas no podía moverme. Al fin papá tomó la caja, la abrió y me puso una galleta en la boca, pero no pude masticar. «Lo único que quería era tomar las galletas e irme donde no estuviera él para comérmelas todas». -‐ Umm están deliciosas, anímate, cómete una -‐ me dijo mientras masticaba una galleta. Después sacó de una de las bolsas unos dulces envueltos en papelitos de colores. Yo nunca había visto unos dulces envueltos en papeles tan bonitos. -‐ Hija cómete la galleta, mastica, vamos hija – Volvió a decir papá pacientemente. Entonces abrió otro paquete, eran tres preciosos vestidos. «El corazón me latía a toda velocidad, quería tomarlos en mis brazos, me sentía tan feliz, pero no quería que se notara. Luchaba por contenerme y no salir corriendo con todos los regalos». Pero ahí no terminó la sorpresa, papá abrió otro paquete con zapatos negros, blancos y unas sandalias lindas. «Yo seguía petrificada, sin parpadear». -‐ ¿Te gustan los regalos que te traje? -‐ me preguntó con dulzura. «Yo no lo reconocía, a mi corta edad no sabía que la generosidad y el amor hacen ver a las personas diferentes, se ven bellas». -‐ Vamos a ver si con esta sorpresa si reaccionas -‐ y tomó en sus manos un paquete enorme.
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-‐ ¡uuuyyyy una muñeca! -‐ grité. Todas mis muñecas eran tusas de maíz o palitos que yo envolvía en trapitos, pero esta era una muñeca de verdad. Como papá estaba sentado en la mecedora y me tenía a mí en sus rodillas, tomé la muñeca con una mano y con la otra abracé a papá como cuando abrazaba a Titán. Le di muchos besos, pero inmediatamente una enorme vergüenza se posó sobre mí, quise bajarme de sus rodillas pero papá me retuvo con un fuerte abrazo. -‐ Quieta animalito salvaje -‐ exclamó besándome en la mejilla. -‐ Te apuesto una carrera, de aquí hasta la puerta de la finca «eso era como una cuadra» pero yo no quería dejar la muñeca. Viendo mi duda, papá me convenció que la muñeca me esperaría ahí. Antes de empezar a correr, pensé que le iba a ganar y por eso corrí con todas mis fuerzas. «Aunque solo era una niña, yo tenía buena velocidad y era comprensible pues corría a diario con un potro pequeño, Bernardino, que siempre me ganaba». -‐ ¡Si me ganas te traigo otra muñeca! -‐ gritó en medio de la carrera. Al oír eso reforcé mi velocidad y lo pasé, el me igualó pero yo corrí con más fuerza y gané. «No sé si fue que me dejo ganar o en realidad le gané». Volví agitada y feliz a tomar mi muñeca.
Ese día papá ordenó que me lavaran el pelo me peinaran y me pusieran un vestido nuevo e interiores nuevos. El vestido era azul celeste con flores, también estrené sandalias y medias. Cuando estuve vestida y con mi muñeca en los brazos y pletórica de felicidad, papá me dijo: -‐ Ahora vamos al pueblo, te voy a matricular en un colegio para que no te quedes ignorante – al tiempo que me montaba en su caballo blanco. Nos fuimos para el pueblo los dos cabalgando a buen ritmo. «Yo me sentía como una princesa, verdaderamente feliz».
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El Ferrocarril Comencé a estudiar mi primer año en el colegio privado “Los Ángeles”. Este quedaba en el pueblo, por lo que cada día me tocaba ir de la casa al colegio «unos tres kilómetros» y la vía más corta era por el ferrocarril. Todos los días, cuatro niñas del sector «entre ellas Virgelina», nos encontrábamos e íbamos juntas y regresábamos juntas. Los maquinistas de la locomotora descubrieron un día que esta monstruosa máquina nos asustaba. Apenas nos veían hacían brotar de la máquina una envolvente nube de vapor y hacían sonar un agudo pitido. Entonces nosotras nos lanzábamos al precipicio o nos subíamos a un barranco mientras ellos se reían a carcajadas al vernos como ovejas asustadas. Afortunadamente esto ocurría muy pocas veces porque nosotras veíamos venir el monstruo desde muy lejos y nos poníamos a buen resguardo. Un día, una de mis compañeras llegó con una cauchera y nos dijo que el hermano de ella le estaba enseñando a disparar para matar pájaros. A mí no me gustó eso porque los pajaritos eran mis amigos. Así que peleé y lloré con mi compañera y le hice prometer que no los iba a matar. «Al parecer solamente era yo la que amaba a los animales, ya que las niñas solo se rieron de mi “exagerada” reacción». Sin embargo, esa cauchera me dio una gran idea y decidida me dirigí a las niñas toda emocionada para comunicarles mi gran plan: -‐ Necesitamos una cauchera para cada una y que el hermano de María nos enseñe a todas cómo disparar, así nos vamos a defender de los malvados maquinistas cuando vengan a asustarnos. Ellas estuvieron de acuerdo y días después, Arturo «el flacuchento hermano de María», fue el sábado al sitio al que lo citamos. Nos enseñó a poner la piedrita dentro de la cauchera y cómo se disparaba. Pero él niño de ojos grandes y castaños creía que nosotras queríamos matar pájaros. -‐ La que mate el pájaro más grande me lo da para asarlo -‐ dijo el niño de 10 años. Yo obviamente reaccioné ferozmente y casi daño el trato, hasta que mis amigas me llevaron aparte y me recordaron que nosotras no íbamos a matar pájaros, sino a castigar a los maquinistas por asustarnos.
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«La cauchera tipo flecha, consistía en un caucho que tenía en la mitad una banda de cuero de res bien pulida de cuatro centímetros de ancho por siete de largo. Al final, el caucho se unía a una horqueta de palo. En la badana se ponía una piedra pequeña, luego se templaba el caucho y la piedra se disparaba hacia donde se apuntaba». El lunes siguiente fuimos a estudiar como de costumbre, después corrimos para acomodarnos en un sitio alto, nos acomodamos tres a un lado y dos al otro con los bolsillos del delantal llenos de piedritas escogidas cuidadosamente. Estábamos ansiosas esperando al tren pero los minutos se dilataban en nuestra espera. Resulta que ese día no pasó y como ya casi eran las ocho, tuvimos que correr al colegio para llegar a tiempo. Pero con los afanes, ninguna botó las piedritas que teníamos en los bolsillos. Mis compañeras alcanzaron a llegar a tiempo, pero como llevaba muchas piedras, no corrí lo suficientemente rápido y a mí no me dejaron entrar al salón. Preocupada, salí del colegio y me fui a la plaza principal donde estaba un hermoso ceibo rodeado por almendros. Comencé a cosechar los frutos de los almendros, y con una piedra grande, sentada en el suelo, me puse a machacar los frutos para comerlos. Así pase toda la mañana. Como mi papá había contratado para que me dieran el almuerzo en el colegio, me fui por la tarde a intentar entrar. Al llegar a la entrada del colegio una odiosa portera me dijo: -‐ Pero usted ¿qué hace aquí?, tenía que haberse regresado a la casa, venga para acá – y tomándome de una oreja me jalaba hasta llevarme donde la rectora. Ella no vio que recientemente me habían perforado las orejas para usar aretes, por lo que mientras me jalaba mis orejas supuraban, dándome un dolor terrible y finalmente comenzó a salirme sangre. Al llegar a la oficina de la rectora y cuando la bondadosa docente nos vio, dijo preocupada: -‐ Pero doña Lucrecia ¿qué le hace a esta criatura? -‐ Esta muchachita llegó media hora tarde, por lo que yo la devolví para la casa, pero ¿quién sabe a dónde estuvo toda la mañana? y acaba de regresar. -‐ Váyase por favor -‐ dijo secamente la rectora que era una monja Yo me puse a llorar. Mirándome mientras lloraba, la madre salió de atrás del escritorio muy callada y seria, y me tomó de una mano, «era tan tibia y suave». La mire muy asustada todavía pero ella no me estaba mirando a mí, sino que miraba hacia fuera como distraída.
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Me sacó de la oficina, suavemente me llevó a un cuarto pequeño que yo no conocía «era la enfermería del colegio». Me alzó y me puso en una camilla cubierta por una sábana «me quede admirando la situación cuán blanca era la sábana». -‐ Vamos a ver cómo esta esa orejita -‐ susurró con voz suave y dulce. Me limpió y me puso un líquido para desinfectarme, me ardió terriblemente pero me estuve quietica agradeciendo muy dentro de mí que me las curara. -‐ O no desinfectaron la aguja o esos hilos estaban muy sucios, eso es pura vanidad que solo martiriza a las pobres niñas. ¿Tienes hambre? -‐ preguntó mientras me bajaba de la camilla. Yo asentí tímidamente y me condujo al comedor de profesoras. Había solo dos mesas con unos lindos manteles y sus respectivas sillas. En las mesas había jarras con agua tapadas con servilletas, cuatro vasos y en cada puesto un plato de porcelana muy fina. La madre me invitó a sentarme, me ayudó a acomodarme en el puesto y me puso la servilleta. Luego hizo sonar una campanita plateada a la que acudió una monja que se inclinó ante la madre y le dijo: -‐ Ave María Purísima -‐ mientras nos comenzaba a servir el almuerzo. Yo estaba muy alerta pues pensaba que después del almuerzo me iban a castigar. Antes de comer la madre agradeció a Dios y disfrutamos de un rico almuerzo. A la una y media me llevó al salón sin haberme reprochado ni regañado por nada, en cambio me preguntó por mi papá y mi mamá. Cuando supo que mi mamá no vivía con nosotros, se interesó por saber con quién vivía, por lo que yo le conté sobre La Mona y sus hijas. « ¿Se acuerdan que las piedritas las tenía en los bolsillos del delantal? pues cuando me llevaron donde la madre, ella las descubrió». -‐ ¿Y esto qué es? – me pregunto. Como me inspiró confianza le conté todo el cuento de los maquinistas. Ella muy calmadamente dijo: -‐ Los bolsillos se te van a romper con esas piedras, además no está bien que le tiren piedras a esos hombres, solo los chicos usan caucheras y tú eres una linda niña que debe portarse como tal – mientras me miraba con los ojos más cálidos y dulces que jamás había visto.
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Aunque la madre me había inspirado confianza me preocupaba que ella no comprendiera que los maquinistas merecían que nosotras los atacáramos con nuestras armas, pues esos hombres nos asustaban mucho con el silbido y el vapor del tren. La madre habló con la profesora y ella me invitó a sentarme en mi puesto sin regañarme. «Yo me sentí feliz por haber almorzado con la madre y porque no me había castigado ni regañado. Además me sentía importante pues a la superiora solo la veíamos en reuniones o desde lejos». Cuando salimos para irnos a casa les conté a mis amigas la llegada tarde, que la portera me jaló una oreja, que la madre me curó, que almorcé con la madre. Todo lo conté muy emocionada. Hasta que una de mis amigas recordó el plan que teníamos contra los maquinistas del tren. Nos apuramos para llegar antes de que pasara el tren de las cinco y media. Yo les dije que la madre me había dicho que no les tiráramos piedras a los maquinistas pero ellas no hicieron caso. Cuando oí venir el tren a lo lejos se me olvidó todo lo que había dicho la superiora, ahora tenía que tomar posición para atacar a los maquinistas. Vimos que estaban asomados, seguramente buscando a las chiquillas para asustarlas, pero cuando los tuvimos a tiro comenzamos a disparar las caucheras. Como el tren iba subiendo, pasó despacio y alcanzamos a disparar las piedras unas tres veces. Ellos empezaron a pitar y nos gritaban algo que ni siquiera oíamos por el ruido de la máquina. «Me imagino que no les pegamos ni una sola vez porque no sabíamos mucho de manejo de caucheras». La cosa es que se volvió costumbre, y así pasamos días atacando a los maquinistas hasta que se volvió un juego tanto para ellos como para nosotras.
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Bernardino Bernardino era un hermoso potro de color moro, pero cuando creció se volvió resabiado, era demasiado temperamental y no se dejaba montar de nadie. Le trajeron amansadores experimentados pero se resistía a que lo montaran, sólo ponerle la silla era una verdadera odisea. Cuando lo iban montar brincaba y si el jinete lograba encaramarse y no se caía con los brincos, el potro se acercaba a un palo o a una cerca para machucarlo y tumbarlo. Y cuando todo esto no daba resultado, se tiraba al suelo encima de él. Así que los adultos decidieron que sólo servía para llevar carga, pero el terco potro no aguantaba la carga, hacia lo mismo que con los jinetes. Por esto le dieron varias palizas para doblegarlo, pero de nada sirvieron, por el contrario se volvió atrevido con la gente y se le lanzaba parado en las patas traseras para darles “manotazos” o se daba la vuelta y les tiraba patadas, incluso los intentaba morder. Como era un peligro acercársele estuvieron a punto de pegarle un balazo. Lo raro era que conmigo era totalmente dócil, yo podía atarlo, acariciarlo y darle besos en el hocico «de verdad éramos muy buenos amigos». Yo no le tenía miedo a él, ni él a mí. «Pienso que era porque ni al potro ni a mi nos gustaban las personas». Yo montaba en él cuando yo lo quería y jamás se molestó, galopaba como el caballo más manso, a veces ni siquiera le ponía lazo y aunque corriera un rato conmigo encima paraba cuando me quería bajar. Para tratar de domesticarlo lo mantenían amarrado en los pastizales cerca de la enramada y siempre me mandaban a mí a que lo cambiaran de sitio y lo llevara a beber. Apenas me veía, relinchaba alegremente. Yo lo montaba y lo llevaba al río, lo bañaba y con ramas de escoba lo refregaba y le contaba cosas. En estas reuniones con el potro siempre estaba mi querido amigo Titán y cuando yo galopaba en Bernardino el perro ladraba y el potro relinchaba. «Ambos eran felices y yo también». Un día mandaron a Gilma «la segunda de las hijas de la Mona», para que lo cambiara de sitio. Lamentablemente, cuando Gilma lo llevaba al río, Bernardino se levantó de manos y le cayó encima. Después la levantó del suelo con la boca y le enterró los dientes; la dejó muy lastimada. Cuando la subieron en una camilla yo me acerqué a verla y me asusté al verla llena de sangre, no podía creer que Bernardino hubiera hecho eso y pensé en lo mal que la iba a pasar el potro.
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-‐ Voy a matarlo yo misma -‐ gruño la Mona. Yo comencé a rezarle a Dios para que salvara a mi buen amigo. La Mona sacó el revolver de una caja, le metió las balas y salió de la casa. Tuve que correr mucho para llegar primero que ella y esconder a Bernardino. Lo regañé y le dije que había hecho algo muy malo y que ahora tenía que estar escondido, que no hiciera ruido porque la Mona lo quería matar. Lo saqué de la finca de papá y lo solté en un potrero vecino. Yo fui a visitarlo los siguientes días y montaba en él y jugábamos. Un mes después, el vecino vino a decirles que el caballo estaba en su potrero que lo sacaran y que le pagaran el pasto que se había comido. Cuando papá vino, le contaron lo que el potro había hecho con Gilma y le mostraron que todavía tenía inflamado el cuerpo por los mordiscos y manotazos. Mi papá espetó: -‐ Búsquenlo y cuando lo encuentren cástrenlo porque así se le quitan los bríos y lo salvaje -‐ pero no autorizó que lo mataran. Entonces lo siguieron teniendo amarrado. Solo me mandaban a mí a cambiarlo de sitio y darle de beber, siempre me advertían que tuviera cuidado, que Bernardino era muy peligroso pero claro, yo no hice caso nunca. Un día papá trajo un señor que venía a comprar a Bernardino y me mandaron a traerlo. Yo fui y me monté en el potro, le conté que lo iban a vender pero que yo iría a verlo a donde lo llevaran. Mientras íbamos para la casa, llorando lo abrazaba y lo besaba, y él hacia pequeños relinchos. De pronto, la Mona me vio montada en el potro y dejó caer unos palos que tenía en las manos y comenzó a gritar. Los gritos y las carreras asustaron a Bernardino que comenzó a correr asustado y no me escuchaba, lo único que pude hacer fue agarrarme a sus crines y ponerme sobre su cuello para no caerme. Cuando llegamos a una cerca no paró sino que saltó por encima sin tocarla, casi me caigo, pero él no paró. Mientras tanto, en la casa había pánico por lo que me pudiera suceder, mi papá tenía a su caballo Bucéfalo y salió a correr detrás de Bernardino. Llegamos hasta el pueblo y Bernardino seguía corriendo. La policía al ver que el caballo estaba desbocado salió a tratar de pararlo, pero él se les iba encima. En su intento por detenerlo, mi papá atravesó su caballo en el camino de Bernardino, pero el potro venía a mucha velocidad y se estrelló contra el caballo de papá. Mi padre salió despedido por los aires y cayó como a cinco metros. Yo también salí volando. El potro se cayó pero se paró enseguida.
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Los policías corrieron a auxiliar a mí padre que se levantó renqueando, yo me levanté sola, muy asustada y me acerqué a papá para ver qué le había sucedido. Mi padre «más furioso que adolorido», me agarró, se quitó el cinturón y me dio una pela delante de todo el pueblo. «Esta fue la única vez que me pegó mi padre». A Bernardino lo vendieron y aunque me dio tristeza, entendí que había hecho méritos para que así fuera, lo llevaron para otra ciudad y no lo volví a ver.
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La Tonta Había en la finca una vaca blanca llamada Paloma, era muy mansa. Era mi vaca preferida. Un día Paloma tuvo una hermosa ternerita blanca y negra. En su omóplato derecho tenía una descomunal inflamación que le impedía pararse, por lo que la Mona tenía que sostenerla para que pudiera mamar. La llamé la Tonta, porque además de su evidente discapacidad tenía un capul que le cubría la cara y le daba aspecto de tonta. Sin embargo tenía los ojitos más dulces que se hayan visto. Después de veinte días de nacida, la ternerita no se podía mantener en pie, cuando papá llegó dijo que si no podía pararse lo mejor era pegarle un tiro. A pesar de que no quería que la mataran, no me atreví a suplicar por ella. Esperé hasta las cinco y media (en el campo esta hora es casi la noche) y me fui para el potrero con un saco grande de fique. Con mucho esfuerzo logre embutir la ternerita en el saco, y la arrastré como una hora. Paloma iba detrás mugiendo suavemente, muy preocupada por su hija, la olía y la lamía cada vez que yo paraba a descansar. Ya estaba completamente oscuro, pero, como yo conocía bien el terreno, llegué a un lugar donde había agua y pude esconder a la ternerita. Me senté junto Paloma y su ternera. Les expliqué por qué la tuve que llevar allí. Les dije que mañana volvería con Paloma para darle de comer. Me regresé con Paloma y la ternerita tonta no dijo nada, en cambio la vaca si se regresó llamando a su hija. Entré a mi cuarto sin que nadie me sintiera ni me viera, me acosté y me quedé profundamente dormida. Cuando me desperté era pleno día. Me fui corriendo al potrero y oí que la Paloma bramaba llamando a su hija. Cuando llegué estaba toda la familia, incluyendo mi papá y dos trabajadores, buscando a la ternera. Estuvieron medio día buscando rastros de la ternera, pero esa noche había lloviznado y se habían borrado las huellas que yo hubiera podido dejar al arrastrar la ternera. Al fin desistieron de buscarla y se fueron para la casa, momento que yo aproveché para abrir el broche de la cerca para que Paloma fuera a ver a su hija. La mona había ordeñado a la vaca, pero yo sabía que las vacas esconden leche para sus hijos y paloma sabía que debía guardar leche.
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No tuve que animarla para que fuera al escondite. Ella se fue corriendo y yo detrás. Cuando llegué la vaca la estaba lamiendo y con mugidos suaves la animaba a ponerse de pie. Pero la ternerita no fue capaz de pararse. Sí lo intentó pero se iba de narices. Tuve que ponerme en cuatro patas y meterme por debajo de la ternera y ella, apoyada en mi cuerpo menudo, pudo acercarse a los pezones de su inteligente madre que se quedó quietica, como si entendiera el gran esfuerzo que yo estaba haciendo para que su hija se alimentara. La ternera tomaba con tanto gusto que comenzó a derramar espuma sobre mí, pero yo no me moví. Esperé hasta que se llenó y con cuidado me quité, ella se cayó y su madre comenzó a lamer a su ternera. Entonces aproveché y ordeñé lo que quedaba de leche para tomármela. Así estuve ayudando a la ternerita ocho días más. En la casa se preguntaban qué se habría hecho la ternera y estaban pendientes de los chulos, porque cuando un animal muere los chulos comienzan a revolotear hasta que descienden a comer. A los ocho días fui por la tarde a llevar a la vaca para que la ternera tomara su alimento y ¡oh sorpresa! La ternera estaba correteando alrededor de su madre y aunque caminaba cojeando, podía “caminar” y ¡hasta correr! Me sentí tan feliz. Me puse a jugar con ella poniendo mí cabeza contra la de ella, yo la empujaba y ella a mí, este juego la fortalecía, de pronto salía corriendo y yo detrás. Así pasamos mucho rato jugando sin darme cuenta que teníamos público. Allí estaba La Mona con su hija mayor observándonos. Cuando las vi, me asusté tanto que salí corriendo a esconderme durante dos días. Nunca me regañaron. La Tonta creció siendo mi amiga. Cuando fue grande tuvo una ternerita blanca como su abuela y yo, que vi la cría primero que todos, corrí a saludarla, besarla y consentirla. Mientras estaba agachada consintiendo la ternerita sentí un terrible golpe por detrás, era la Tonta, que me había enterrado uno de sus cuernos en la pierna, donde todavía tengo la cicatriz. No volví jamás a acariciar a la Tonta, no porque le tuviera miedo, sino porque la odié por traicionera.
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Problemas con Virgelina Un día encontré en el campo una parvada de pollitos huérfanos cuyas plumas comenzaban a crecer en sus rosados cuerpecitos. Los llevé a la casa pero no me dejaron acostarlos en mi cuarto porque Virgelina, la hija de la mona, dormía conmigo desde el incidente de los ratones. Los metí en una caja y los arropé con retazos de ropa vieja. En las mañanas me levantaba temprano a darles maíz partido y los llevaba al campo. Como yo era su mamá, me ponía a buscar insectos, lombrices y todo lo que ellos pudieran comer. Escarbaba en la tierra con mis uñas y rompía pedazos de troncos podridos con un pequeño machete. Una calurosa tarde de verano el tren pasó votando chispas que se avivaron con el viento seco e incendiaron todos los potreros que estaban a la orilla de la carretera. Nos quedamos sin pasto para las vacas y los caballos. A partir de ese día nos mandaron, a Virgelina y a mí, a pastorear las vacas a lo largo de la carrilera del tren, una vez comidas, las llevábamos a un corral para que descansaran. Como esto lo hacíamos todas las mañanas, tuve que descuidar los pollos que empezaron a meterse a la cocina piando y piando sin dejar caminar a las mujeres, es decir a Inés y la Mona. Un día que regresé al medio día de cuidar a las vacas como siempre, los pollitos vinieron a mí corriendo como siempre. En seguida eché de menos Papujo, así se llamaba el pollo perdido. Lo busque en todas partes y no lo pude encontrar «mucho después supe que Inés se había parado encima del pollito y lo había matado». Lloré por su pérdida, me quedaban once pollitos y para evitar que se me perdiera otro, los metí en una caja de madera, donde les puse maíz partido y agua. Cuando volvía de pastorear las vacas los llevaba a buscar insectos. Así pasaron casi todas mis vacaciones escolares. En los últimos días de vacaciones, estábamos pastoreando las vacas. Yo me senté en un riel y me puse a tirar piedras al fondo del barranco, de pronto tiré una piedra y oí un gemido terrible. Entonces busqué a Virgelina asustada pero no la encontré, no me di cuenta que ella había bajado por el barranco a hacer alguna necesidad y le cayó una de las piedras en la cabeza.
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Cuando yo la vi subir, toda bañada en sangre, comprendí lo que había sucedido. Corrí hacia ella para ayudarla, pero ella me empujó y me acusó de haberle dado una pedrada. Se fue corriendo a contarle a su mamá lo que yo había hecho. Yo me asusté tanto que no sabía si entrar las vacas o esconderme. Opté por entrar las vacas y luego esconderme tres días en la enramada, hasta que llego papá y me fueron a buscar. Gritaban que no me iban a pegar y que mi papá me había traído regalos. Tímidamente me dejé ver, lista para correr si notaba que la Mona me iba a pegar. La miré a los ojos y, aunque la vi seria, no vi en ella intenciones de golpearme. Llegamos a casa, donde papá estaba tomándose unas cervezas. Cuando él tomaba se tornaba tierno conmigo. Entonces cuando me vio me invitó a sentarme al lado de él. -‐ Cuéntame cómo sucedió -‐ me dijo. Yo agaché la cabeza y no dije nada. Papá me alzó y me sentó en sus rodillas, me acarició el cabello, me dio un beso en la cabeza y me dijo algunas palabras cariñosas. Me acercó contra su pecho y cantó algo para arrullarme, así fui cayendo en un profundo sueño. Dos meses después el problema de la piedra se había olvidado.
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El Accidente La Mona nos hacía arrodillar a las hijas de ella y a mí todas las noches para rezar el rosario. Como era tan oscuro, nos alumbrábamos con mecheros. Estos mecheros eran unos frascos de vidrio, con trapos empapados en petróleo. Aunque humeaban un poco, eran buenos para alumbrar. Ese día el petróleo se había acabado y en su lugar, enjugaron lo trapos en gasolina. Mientras rezábamos... bueno ellas rezaban, Virgelina y yo nos pusimos a jugar sin que la Mona se diera cuenta. Sin quererlo, volteamos un mechero que se rompió por el pico, nosotras con cuidado lo levantamos y lo acomodamos. Cuando la Mona dijo “amén” nosotras quisimos pararnos para salir a jugar pero la gasolina se había ido regando sin que nos diéramos cuenta y se había impregnado en el vestido de Virgelina. Cuando ella se paró el vestido se prendió en llamas azules y amarillas. Ella corría por el pánico y la mamá corría detrás para apagarla. Afortunadamente, un trabajador le botó su ruana encima, la abrazó y la apagó pero Virgelina ya se había quemado las nalgas y la espalda. La llevaron a Villeta al hospital David Restrepo, que lo acababan de inaugurar, donde estuvo muy enferma durante un mes. Yo pagué sola el pato de nuestra travesura. La Mona se puso energúmena y me dio una pela terrible. Incluso me llevó ante el alcalde del pueblo, dijo tantas cosas en contra mía que llegué a creer que toda la culpa era mía. El alcalde era un señor gordo y muy alto, lo veía como un gigante. Comenzó a pronunciar su sentencia, yo no podía entenderlo del pavor que sentía, pero poco a poco me fui calmando y comprendí que estaba regañando a La Mona y no a mí. “A la que debo poner presa es a usted porque cómo se le ocurrió ponerle gasolina al mechero. Esta niña no tiene todavía ni uso de razón. Además los niños son niños traviesos aquí y en la Patagonia”-‐ Dijo el alcalde y nos ordenó que saliéramos de la oficina. La Mona me dio un jalón en la mano y supe que iba furiosa por no haber logrado que el alcalde me metiera en alguna correccional, que era lo que ella había pedido. Los siguientes días los pasé muy triste por lo que le había sucedido a mi amiga Virgelina. No me quisieron llevar al hospital a verla y como castigo tampoco me daban nada de comer, pero esto último no era problema para mí porque tenía mis propios recursos para alimentarme en la finca.
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A los ocho días vino mi papá. Yo tenía miedo porque sabía que me iban a culpar y no sabía que reacción tendría mi padre. Ni bien había entrado en la finca, la Mona salió a su encuentro llorando y comenzó a quejarse de lo que yo le había hecho a su querida hijita. Papá me miró con tristeza. -‐ Pareces un animalito acorralado -‐ dijo y se agachó para levantarme en sus brazos. Siempre le agradecí este gesto tierno que demostró. Sentí su abrazo tan protector y tan cariñoso que por primera vez amé a mi papá y sentí agradecimiento hacia Dios. Papá me miró, me quitó el cabello de la cara y mirándome con lástima le dijo a la Mona: -‐ Ya no tendrás más problemas con ella. Me la llevo a Bogotá porque le conseguí un colegio para que la eduquen. Aquí se está criando como un animalito salvaje; y en cuanto a lo que le sucedió a tú hija lo siento mucho y yo te ayudaré con los gastos pero mi hija no tiene la culpa si no tú, por dejar cerca de los niños algo tan peligroso como un frasco de gasolina, hubiera podido ser Alice la quemada y yo no culparía a tú hija si no a ti. A pesar de lo mal que la pasaba en la finca con esta mujer ignorante, lo de llevarme a un colegio interno no me gustó nada, pero callé ante esta decisión que ya estaba tomada.
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El internado Dos días después comenzó mi primer viaje a Bogotá. Me mareé en el camino y estaba avergonzada, pero papá siguió siendo tierno y comprensivo hasta que llegamos a su casa. Guardó el carro en el garaje y me llevó adentro de la casa. Yo me sentía agarrotada por el frío y no quería moverme. Entramos a una hermosa sala, muy elegante y organizada donde papá me dijo: -‐ Mañana por la mañana te levantas temprano y te bañas porque iremos a que conozcas tu colegio. Entonces me armé de valor y le dije que no quería ir a ese colegio y que tenía miedo, pero su decisión no cambió. Al día siguiente fuimos al colegio para matricularme. Yo pensé que iba a regresar en la tarde a la casa pero no, me quedé encerrada allí por mucho tiempo. El internado era un lugar adusto y tétrico. Los pisos de piedra, las estatuas, los corredores interminables y el ángel que botaba agua por los ojos la boca y las orejas, me llenaban de terror. Lloré con todas mis fuerzas, nunca había tenido tanta tristeza en mi corazón, jamás me había sentido tan desamparada y asustada. Recordé a mi mamá, yo quería verla, quería que viniera y me llevara con ella. La necesitaba tanto, pero ella ni siquiera sabía dónde estaba yo, entonces comencé a llamarla con angustia. -‐ ¡Mamá ven por mí! -‐ Vamos, voy a llevarte a conocer tu dormitorio y tu salón -‐ dijo una voz que cobró imagen cuando abrí mis ojos llenos de lágrimas y vi a una monja bajita de anteojos con una mirada escrutadora pero tierna. En el dormitorio había unas diez camas todas bien tendidas e inmaculadas, una de esas era mía. Después me llevó al salón de clases, me presentó ante todas las niñas y comenzó mi vida de interna. Me sentía muy extraña, pero uno se va acostumbrando, aunque con mucha dificultad. Eso de que me llevaran a las cinco de la madrugada a bañarme con agua fría, fue lo más difícil para mí. Pero fueron pasando los días, los meses y los meses sin que papá viniera a visitarme. Todas las niñas tenían la visita de sus padres los domingos pero yo no. Era la única que se quedaba en el patio añorando la finca a mi perro Titán, los terneros, el potro Bernardino,
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las gallinas, mis escondites y todo lo que había sido mi vida anterior. Esa vida, que aunque tuvo cosas feas como la Mona, tuvo otras maravillas como mis amigos animales. Un domingo después de varios meses vino mi papá a verme. Me contó que había vendido la finca de Villeta y había comprado otra en Villavicencio que era más grande, que estaba haciendo una casa quinta y sembrando caña. Me decía muchas cosas pero yo casi no lo escuchaba, solo quería poder preguntar por Titán. Al fin papá me preguntó: -‐ Tu cómo estas, ¿ya te has adaptado? -‐ ¿Papá y qué paso con mi Titán? -‐ le respondí sin escucharlo. -‐ ¡Ah! Ese perro se murió al poco tiempo que te viniste, dicen que no comía y aullaba todas las tardes y las mañanas -‐ dijo con indiferencia. Entonces entendí que mi perro se dejó morir porque no me volvió a ver. Porque Titán era un perro sano, fuerte y joven. Recordé cuando papá lo llevó pequeñito, yo lo abracé, lo tuve alzado y dormía con él. Siempre estábamos juntos, cuando iba al colegio él me esperaba en la puerta y cuando yo llegaba me saludaba con tanta alegría que nos poníamos a jugar; me tiraba al suelo y nos revolcábamos haciendo que peleábamos, muchas veces me pegó la Mona porque así me ensuciaba la ropa. Así que cuando escuché que Titán estaba muerto, escupí las golosinas que papá me había traído y me puse a llorar. Papá me consoló y me dijo que cuando saliera me iba a comprar otro perro, pero de nada sirvió.
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Los duraznos Una mañana estábamos en clase y la hermana Inés que era nuestra profesora, nos dijo que ése día comenzaban los retiros espirituales y por lo tanto nos íbamos a quedar solas una hora. -‐ ¡ay de aquella niña que no se quede estudiando juiciosa! -‐ amenazó. Unos quince minutos después de que saliera, me puse a mirar por la ventana del salón, que quedaba en el segundo piso. Al lado había una huerta de manzanos y duraznos, las ramas casi pegaban contra la ventana y yo estaba mirando esos enormes duraznos rojos y provocativos. Sin pensarlo mucho, les dije a mis compañeras que yo era capaz de saltar a la rama más cercana para coger los duraznos. Ellas me animaron a que lo hiciera y lo hice. Me subí en la cornisa de la ventana y salté, me agarré de la rama más cercana. Casi no lo logro pero yo estaba acostumbrada en la finca a subir a árboles difíciles. Tomé un rico durazno muy jugoso y empecé a comérmelo. Las niñas empezaron a decirme que les diera a ellas, me gritaban que les tirara uno y yo cogía las frutas y se las lanzaba; se formó un terrible desorden, todas gritaban cuando de pronto todo se silenció. “¡Jesús!”, allí estaba sor Inés. Que me dijo con una sonrisa: -‐ Coge uno para mí -‐ yo traté de cogerle el más hermoso y se lo tiré. Ella todavía sonriendo me dijo: -‐ Ahora bájate del árbol con cuidado, no te vayas a caer. Cuando terminé de descender por el árbol, estaba una monja que se llamaba Ignacia. Ella era española y yo no había tenido trato con ella porque era la jefe de las hermanas dedicada a los trabajos del colegio como lavar y cocinar. Además de cuidar la huerta. Apenas toqué el piso me agarró por una oreja, me pellizcó y me dio unas palmadas en la cabeza. -‐ ¡Pequeña ladrona! ahora vamos donde la superiora para que le imponga un severo castigo-‐ chilló. La madre me castigó una semana sin recreo y mientras las otras niñas jugaban yo tenía que escribir mil veces: Debo respetar lo ajeno. Después de este incidente todo era normal hasta que una mañana nos vino a visitar la madre superiora. No era común que la madre visitara salones, por lo que todas nos preguntábamos a que vendría la madre superiora a nuestro salón. Yo estaba nerviosa por lo de los duraznos y traté de esconderme detrás de niñas más altas que yo -‐ ¿La niña Alice Garcés? – preguntó.
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Salí con temor de detrás da las niñas que me ocultaban. -‐ Pero si es la chica maromera. Usted niña tiene que salir de los salones de estudio y ponerse a trabajar para ganarse el sustento porque su papá, que es su único acudiente, hace casi un año no ha enviado el cheque de su pensión y este colegio se sostiene con el dinero que entra de las pensiones. Le hemos dado un plazo largo para ver si aparece o envía las mensualidades atrasadas pero nada. Así que ya no la podemos sostener más tiempo de niña bonita gratis, de ahora en adelante pasa al servicio de la comunidad -‐ espetó delante de mis compañeras. Para mí eso fue tan humillante que, después de setenta años, creo que fue la persona más cruel que haya conocido. Yo no me atreví a mirar a mis compañeras, ni siquiera a la hermana Inés, sentía tanta vergüenza, me sentía tan humillada.
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Resistencia Cuando me sacaron del salón le reclamé a la madre que por qué tuvo que decir todo eso delante de las niñas. Ella me regaño por ser tan soberbia y me llevó con la nefasta hermana Ignacia y le dijo: -‐ Mire hermana se la entrego para que le baje la soberbia y la vuelva humilde. Así comenzó el calvario con esta indigna disque hija de Dios. Me llevó a la lavandería donde había una monjita diminuta con carita de buena gente y le dijo: -‐ Le traigo una ayudante, pero trátela con energía porque es una muchachita soberbia y altiva. Luego me dijo: -‐ Póngase a lavar estos paños -‐ que eran una especie de toallas higiénicas que usaban todas las mujeres del convento. Con mucho asco pregunté: -‐ ¿Qué es eso? -‐ pues yo no sabía que era eso, nadie me había hablado de la menstruación y yo solo tenía trece años y medio. -‐ No se haga la inocente -‐ me dijo despectivamente la Ignacia. Creyendo que, como yo era una niña alta y tenía formado el busto, lógicamente debía saber sobre la menstruación. Pero yo me enteré de ese tema ése día porque más tarde la monjita de oficio me lo explicó. Como yo no quería lavar, la Ignacia me agarró por el pelo y me metió de cara entre los paños. Yo le dije desafiante: -‐ ¡Usted puede matarme pero eso no lo lavo, ni esto ni nada! si mi papá no aparece, échenme a la calle yo veré que hago. A lo que la monja respondió con golpes y pellizcos. «Los pellizcos de monja son especializados, no sé si les enseñaban en el curso que hacían para ser monjas, pero estos pellizcos torcidos eran muy dolorosos y quedaban marcados». Cuando la monja Ignacia se cansó de darme golpes por la cabeza y pellizcarme me dijo: -‐ Aquí se queda y más le vale que por la tarde, cuando yo vuelva, estén perfectamente limpios todos los paños. Yo me acurruqué en un rincón y ahí me quedé. La otra monjita con voz suave me dijo: -‐ Venga mijita le enseño y le ayudo.
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Por un rato estuve en silencio, pero de pronto otra vez mi sangre se rebeló y le contesté mal a la monjita: -‐ Si quiere usted también pégueme, haga lo que le dé la gana pero no muevo ni un solo dedo para lavar eso ni nada. Así que la monjita resolvió lavar ella todo y cuando la Ignacia vino, le dijo que yo lo había lavado. Yo la miré asombrada y no entendía por qué decía que yo lo había hecho.
Al otro día también la monjita mintió, dijo que yo la había ayudado, cuando yo solo me acurruqué de nuevo y no hice nada. A los tres días la hermana Ignacia me llevó como ayudante de cocina. La hermana encargada se llamaba Paulina y era la cocinera. Me dijo que lavara unas ollas y unos platos que había en el fregadero. Yo me quedé en el sitio que me dejó la Ignacia y no le dije nada. Yo tenía bien claro que no movería ni un dedo. La hermana Paulina era otra buena mujer, comenzó a decirme que lavara, que no fuera rebelde, que esa forma de ser me acarrearía problemas. Yo seguía inamovible.
De pronto cogió una panela, la partió y me ofreció un pedazo. Como yo era una comelona, me quedé mirando con deseo la panela, pero cuando la vi a ella dije: -‐ Yo no la voy a ayudar en nada. La monjita con una sonrisa me dijo: -‐ Anda no te voy a pedir nada a cambio. Yo recibí la panela y me alejé de la monja con la panela en la mano mirándola con desconfianza. De ahí en adelante nos hicimos amigas. Ella no pedía que la ayudara y yo la miraba cocinar sin ni siquiera pensar en ayudarla.
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A la semana siguiente, vino la hermana Ignacia con la orden de que la hermana Paulina había sido trasladada a hacer la limpieza del colegio y venía otra monja a reemplazarla. La hermana Paulina había dado buenas referencias mías, diciendo que yo era buena ayudante, cuando en realidad me pasaba sentada en una banquita que ella me había dado. Yo por mi parte no estaba dispuesta a ayudarle a la nueva monja tampoco. Esta monja era una española casi tan de malas pulgas como la Ignacia. La hermana Paulina, creo que era un ángel, me miró preocupada y luego le dijo a la Ignacia que me dejara con ella para que la ayudara. La hermana Ignacia tenía unos ojos verdes, que cuando lo miraban a uno se sentía una sensación de terror. Me recordaban a una serpiente verde que me encontré en un árbol de mango cuando subí a coger frutas. Esta misma sensación la sentía ante esta mujer que me miraba sin contestar la petición de la hermana Paulina. Comencé a rogarle a Dios en mi mente que me permitiera estar con sor Paulina. De pronto oí su voz que dijo: -‐ Mire hermana Paulina, esta niña es muy rebelde, tiene que manejarla con mano fuerte para que aprenda a ser humilde porque el padre de ella no volvió, la abandonó y tendrá que pasar el resto de su vida aquí y como no tiene dote, debe aprender a trabajar en todos los quehaceres del colegio, entre más pronto aprenda menos va a sufrir. La hermana Paulina se apresuró a contestar: -‐ No se preocupe hermana que ella va a aprender. El trabajo que tenía que hacer la hermana Paulina era pintar todo el colegio con cal y brocha de fique «no como ahora que pintan con rodillo y pinturas finas» era con cal. La cal le pela a uno donde quiera que caiga. La hermana Paulina me llevó a uno de los patios y dijo: -‐ Aquí vamos a comenzar. Me quede parada mirándola preparar la cal y el andamio y poner la escalera para pintar la parte más alta, la oí preguntarme: -‐ ¿Me ayudas? -‐ No. -‐ Bueno, entonces siéntate en la parte de abajo del andamio para que no té canses ahí parada.
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Me mantuve de pie mirándola subir con el tarro donde llevaba la cal y la brocha. La hermana Paulina era alta y muy delgada con un rostro bondadoso, debió ser linda cuando joven, además era muy vigorosa. Pasó todo el día y no me decidí a ayudarle, pero me sentía culpable por que ella era tan amable conmigo. Hubo un rato en que se sentó a descansar y de un pequeño canasto sacó una zanahoria y me la dio. Ella comió panela y me estuvo diciendo que la virgen del perpetuo socorro me estaba mirando y que debía entregarle mi vida. Luego recogió todo lo que estaba usando para pintar y me dijo que fuéramos a la capilla a rezar y después vendríamos al comedor a cenar y así lo hicimos. Pasó toda la mañana sin que yo le ayudara, pero comencé a alcanzarle las cosas que ella me pedía. El lunes siguiente iba a pintar un salón y dijo: -‐ Aquí hay que pintar primero el techo, me da miedo caerme, ¿me quieres ayudar con el techo? Me subí a la escalera con el tarro y la brocha y pinté y pinté hasta que terminamos todo el colegio. Cuando ya finalizó el trabajo, mi cara no tenía piel. La cal que me caía al levantar la cara, me la había despellejado. Pero yo me sentía bien por haber ayudado a esta monjita, a la que había aprendido a querer.
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Rescatada Faltaba una semana para mi cumpleaños. Pasaron los días haciendo otros trabajos con la hermana Paulina, esta monjita con paciencia había conseguido lo que no pudo la hermana Ignacia, ahí me tenía trabajando en todo lo que ella me decía que hiciera. La hermana Paulina había conseguido que le permitieran festejar mi cumpleaños con un suculento desayuno que no había disfrutado ni cuando era alumna del colegio. A las diez y media de la mañana llegó sor Josefina era una monja de las oficinas. Llamó a cierta distancia de mí a la hermana Paulina y comenzaron a susurrar y a mirarme. Esto me puso alerta, pensé que me iban a separar de sor Paulina, pero sor Josefina se me acercó, me miró la cara despellejada me pasó sus dedos suaves sobre mi piel y exclamó: -‐ Dios santo mire como esta ésta niña ¿y ahora que hacemos?, voy a llevarla primero donde la madre superiora. -‐ Pero si yo no he hecho nada malo ¿verdad hermana Paulina? -‐ dije asustada. La hermana Paulina me abrazó ¡Que abrazo tan reconfortante! yo también me abracé a ella y le rogué que no me dejara llevar a donde la madre. -‐ Por favor, por favor -‐ le supliqué. La hermana con lágrimas en los ojos me miró y cogiéndome del mentón para alzar mi cabeza, y mirándome a los ojos me dijo con la voz quebrada: -‐ Tranquila chiquita no te va a suceder nada, lo que pasa es que tu papá vino a verte y que Dios nos asista cuando vea tu cara lo furioso que se va a poner. Mi papá estaba disculpándose con la madre y poniéndose al día con los pagos atrasados de las pensiones. Le explicó que había estado en los llanos, en la finca y que la carretera estaba imposible de transitar, que le había tocado venir haciendo varios trasbordos. Bajarse de un bus, caminar varios kilómetros hasta encontrar otro bus, etc., etc. Me llevaron a las oficinas y allí una monja, de quien no recuerdo el nombre, me dijo: -‐ Uy por ponerte de acomedida mira cómo te volviste la cara, ahora tu padre te va a regañar, porque él te trajo para que estudies no para que te pusieras a ayudarle a la hermana Paulina. No le irás a decir a tu papi que nosotras te obligamos sino que tú quisiste ayudar a la hermana. Mi padre ya había salido de las oficinas de la madre después de haber pagado hasta el último peso y además pagó por adelantado seis meses por si se le dificultaba volver por lo difícil de la carretera entre Villavicencio y Bogotá.
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La hermana Josefina me llevó a una salita pequeña, muy bien decorada y allí, sentado en un sillón estaba mi padre, quien se puso de pie al instante y yo me arrojé a sus brazos llorando y suplicándole que me sacara del internado. Papá me retiró con suavidad, me tomó del mentón para levantar mi cara. «Entre las lágrimas vi su expresión aterrada al ver mi rostro» Exclamando: -‐ ¡Dios Santo! ¿Qué te paso mija? Yo no había visto mi cara despellejada porque en el internado no había espejos, así que me sorprendió la exclamación y las palabras horrorizadas de papá. La hermana Josefina me miraba insistentemente yo entendía esa mirada fija me ordenaba no decir nada, entonces comencé a contarle a papá todo. Hice énfasis en lo que más me había hecho sufrir, como que la Ignacia me había metido la cara y me había refregado contra esos paños puercos, de cómo tenía los brazos llenos de moretones y los golpes que me dio en la cabeza, además la vergüenza que pase delante de mis compañeras porque la madre dijo que él me había abandonado, etc. Papá se quedó en silencio un momento como asimilando lo que yo le acababa de contar, luego me estrechó contra su pecho con ternura mientras yo lloraba quietamente abrazada a él y daba gracias a Dios y a mi papá por no haberme abandonado. De pronto papá me separó casi con brusquedad. Yo me sobresalté. -‐ ¿Se da cuenta señora (se dirigía a la hermana Josefina que estaba de pie escuchando todo lo que le dije) de lo que han hecho, del abuso que han cometido con una hija mía? ustedes no solamente atropellaron y abusaron de mi hija, me han irrespetado a mí. Yo deposité mi confianza en este colegio y ustedes me ultrajaron al maltratar mi sangre. La hermana Josefina intentó contestar: -‐ La madre superiora pensó que usted había fallecido y como no tenemos otro acudiente teníamos que tomar una decisión pues usted hacía casi un año que no venía ni escribía. Entonces papá dijo unas palabras gloriosas: -‐ Alístenme la niña, no quiero saber nada más de ustedes, la retiro, me la llevo. Me llevaron al mismo cuarto donde estuve el primer día que llegué y sacaron el vestido con el que entré al internado. ¡Oh sorpresa! ese vestido era tan pequeño que no me servía «claro yo entre de 9 años y ahora tenía 14», empecé a rogarle a la virgen del perpetuo socorro que mi papá no me dejara por culpa del vestido. Fuimos de nuevo a la sala donde estaba mi papá y la monja le dijo que el vestido me quedaba pequeño:
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-‐ Claro, ahora es toda una mujer y entró siendo una niña. Pero no importa, mañana vuelvo trayéndole un vestido y todo lo que necesita. Cuando papá dijo la palabra “mañana” se me hundió el piso. «¿Y si papá no vuelve?». Prácticamente me le colgué del cuello llorando y suplicándole que no me dejara. Él me abrazó, acarició mi cabello y me tranquilizó todo lo que pudo, pero yo no me soltaba y seguía rogándole que me llevara. Él se zafó y me dijo: -‐ Mírame a los ojos hija. Cuando lo miré, sus ojos sonreían cariñosos, me dio un beso en la frente y me afirmó: -‐ Ahora mismo voy a comprar todo lo que necesitas pero antes tengo que hablar con la madre ¿de acuerdo? «Yo asentí sin estar de acuerdo, pero ¿qué más podía hacer?» Pensé que las monjas me iban a tratar mal por haberle contado a mi papá la verdad. Sor Josefina me dijo: -‐ Vamos -‐ ¿A dónde? -‐ Le pregunté temblorosa -‐ A tú salón -‐ dijo con naturalidad. Esa noche volví a dormir en mi antigua cama con mis compañeras. Todas estaban curiosas porque yo les contara todo, pero nos vigilaba sor Inés, y lo único que pude decirles fue: -‐ Mañana les cuento en el recreo. Yo estaba segura que mi padre no vendría por mí y, aunque me sentía triste, me resigné a continuar en el internado. Por lo menos estaba en el dormitorio con mis compañeras. «Al día siguiente me pregunté en la mañana ¿hasta cuándo volvería papá? Recé pidiéndole a Dios que mi papá no me abandonara otra vez». En el recreo todas las niñas querían estar conmigo para que les contara todo lo que me había sucedido desde el día que me sacaron del salón para ponerme a hacer trabajos del colegio. Les estaba contando cuando apareció la hermana Josefina y me llamó. Salí entre el grupo de niñas pensando que me iban a castigar por lo que le conté a mi papá, esperaba que me agarrara por una oreja y me llevara a punta de pellizcos. Pero no fue así, todo lo contrario, muy amablemente me tomó de la mano y me dijo: -‐ Tú papá está en la portería, ha venido por ti. Curiosamente tuve miedo de irme. ¿Por qué? porque la hermana Josefina me advirtió: -‐ Mira Alice ahora vas a salir al mundo y en el mundo hay cosas muy malas. Tienes que pedirle a la virgen santísima que te proteja de todas las cosas malas que se te van a presentar.
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Mi mente era un torbellino lleno de confusiones. ¿Qué cosas malas me esperaban?, ¿serían más malas que las que me habían sucedido con la Ignacia y todo lo demás? El miedo se posó como un enorme pájaro sobre mi cabeza. En la salita de espera estaba mi papá. Lo abracé, pero ya no estaba tan segura ni tan efusiva, estaba intranquila, mientras papá me contaba qué me había comprado. Miré el vestido tipo sastre de color café claro, muy bonito, también ropa interior y una blusa blanca. Papá me dijo: -‐ Cuando te vistas vamos y te compro más ropa pero tengo que llevarte para que te la pruebes y compres el color que te guste. Volví a animarme lo abracé y le di besos por toda la cara. Papá riéndose me dijo: -‐ Para, para, chiquilla impulsiva ve a vestirte que aquí te espero. Salimos del colegio, yo agarrada del brazo de mi padre, porque los zapatos de tacón me hacían temblar. Fuimos al parqueadero caminando, ya en el carro, me quité enseguida los zapatos porque me dolieron los pies. Estaba sorprendida de ver tanta gente en el trayecto del colegio al parqueadero, a veces me tocaba soltarme del brazo de mi padre para dar paso a la gente que venía. A mi papá le divertía verme y se burlaba un poco de mí. Y así fue como se acabó esa etapa de mi vida.
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Juventud Todos estos años que he vivido con mi padre han sido maravillosos, nos entendemos, nos consentimos mutuamente y yo lo cuido cuando se siente enfermo. Ahora sí estoy segura del amor de mi padre hacia mí y vivo feliz. Veamos que otras aventuras tiene la vida para mí. Chao amigos, que sean felices.
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