RUM 42. Ionesco Ionesquiano

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Vicente Leñero

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Ahí estaba Ionesco, en una grande mesacircular de un salón del hotel María Isabel.Era igual a las fotos que le tomaban: cari-r redondo, calvo, nariz esférica de payasocélebre.

Corría la primera quincena de julio de1968, lejos aún del movimiento estudiantilpero en boca de todos estaban los juegosolímpicos. En torno a éstos comenzaba adesarrollarse el ambicioso programa de laOlimpiada Cultural que dirigía el arq u i t e c t oÓscar Ur rutia y que en el área del teatro em-palmaba muy bien montajes extranjeroscon montajes nacionales. Se empezó invi-tando al Gro t owsky del teatro pobre quienen una sola función presentó su versión deEl príncipe constante de Calderón de la Ba rc a ,y ahora se traía al celebérrimo Ionesco.Con la compañía de Jacques Mauclair semontarían en el Jiménez Rueda El rey sem u e re, La lección y Las sillas, y más tarde enel Te a t ro Hidalgo, con Ignacio López Ta r s ode protagonista, Alejandro Jo d o row s k irepetiría El rey se muere a su desbaratadamanera.

Para presentar a Ionesco ante la comu-nidad teatral, Ur rutia y su esposa El e n aorganizaron una comida. Fuimos IgnacioRetes y yo porque también figurábamos enel programa de aquella Olimpiada Cultu-ral con Pueblo re c h a z a d o. Mucha gente,muchas mesas, no sabíamos dónde sentar-nos. Cuando por fin descubrimos una mesavacía y caminamos hacia ella, Retes llamómi atención:

—Mire, aquel es Ionesco.Fue cuando lo vi a la distancia en com-

pañía de su esposa. Lo tenían cercado a pun-ta de saludos, gestos admirativos, palabrasinaudibles.

Cuando ya estábamos a punto de sen-tarnos en la lejanía, Max Aub recorrió a

grandes trancos el salón y agarró del brazoa Retes.

— No, vente para acá, Pepín. —Se diri-gió a mí—: También usted, para que co-nozca a Ionesco.

Sabía yo muy bien quién era Max Aub;lo encontraba con frecuencia en la ofi-cina de Joaquín Díez - C a n e d o. Si e m p resonriendo, trayendo originales y más ori-ginales para que Joaquín se los publicara,regalándome obras de teatro, contandochismes de León Felipe, de Otaola, de sugeneración del exilio. Además de inteli-gente, era chispeante.

La mesa de Ionesco no tenía lugare sre s e rvados para Retes ni para mí, peroahí nos instaló Max Aub haciendo va l e rsu amistad personal con el rumano céle-b re; no sé quién resultó desplazado ni re-c u e rdo quién, a excepción de Ig n a c i oL ó p ez Tarso, se encontraba en ella ade-más de nosotros los intrusos y del chis-peante Max Au b. Apenas conservo va g o sdestellos de la plática en la que Max lle-

vaba la voz cantante y que luego re g i s t r óen sus diarios.

Ionesco distinguía mal los colores, sobretodo el ro j o.

Ionesco reconocía influencias literariasde Unamuno.

Ionesco odiaba la política.Me sorprendió particularmente su tono

de quejumbre cuando dijo en perfecto cas-tellano que para que se fijen en uno en Pa r í s ,hay que gustar antes en Nu e va Yo rk, en Be r-l í n , ¡en México!

Max Aub le respondió:—Y para que se fijen en uno en México,

en Nueva York o en Berlín hay que teneréxito antes en París.

A la hora del café, una catarata de pre-guntas llovió sobre Ionesco como si todosfuéramos reporteros. Max Aub las rematópreguntando:

—¿Y de la muerte qué piensas?Ionesco lo miró sonriente y se rascó con

el índice la punta de su nariz esférica.— No estoy de acuerdo —re s p o n d i ó .

Lo que sea de cada quienIonesco ionesquiano

Vicente Leñero

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 105

Eugène Ionesco