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Ahí estaba Ionesco, en una grande mesa circular de un salón del hotel María Isabel. Era igual a las fotos que le tomaban: cari- rredondo, calvo, nariz esférica de payaso célebre. Corría la primera quincena de julio de 1968, lejos aún del movimiento estudiantil pero en boca de todos estaban los juegos olímpicos. En torno a éstos comenzaba a desarrollarse el ambicioso programa de la Olimpiada Cultural que dirigía el arquitecto Óscar Urrutia y que en el área del teatro em- palmaba muy bien montajes extranjeros con montajes nacionales. Se empezó invi- tando al Gro t owsky del teatro pobre quien en una sola función presentó su versión de El príncipe constante de Calderón de la Barca, y ahora se traía al celebérrimo Ionesco. Con la compañía de Jacques Mauclair se montarían en el Jiménez Rueda El rey se muere, La lección y Las sillas, y más tarde en el Teatro Hidalgo, con Ignacio López Tarso de protagonista, Alejandro Jo d o rowski repetiría El rey se muere a su desbaratada manera. Para presentar a Ionesco ante la comu- nidad teatral, Ur rutia y su esposa El e n a organizaron una comida. Fuimos Ignacio Retes y yo porque también figurábamos en el programa de aquella Olimpiada Cultu- ral con Pueblo re c h a z a d o. Mucha gente, muchas mesas, no sabíamos dónde sentar- nos. Cuando por fin descubrimos una mesa vacía y caminamos hacia ella, Retes llamó mi atención: —Mire, aquel es Ionesco. Fue cuando lo vi a la distancia en com- pañía de su esposa. Lo tenían cercado a pun- ta de saludos, gestos admirativos, palabras inaudibles. Cuando ya estábamos a punto de sen- tarnos en la lejanía, Max Aub recorrió a grandes trancos el salón y agarró del brazo a Retes. —No, vente para acá, Pepín. —Se diri- gió a mí—: También usted, para que co- nozca a Ionesco. Sabía yo muy bien quién era Max Aub; lo encontraba con frecuencia en la ofi- cina de Joaquín Díez-Canedo. Si e m p re sonriendo, trayendo originales y más ori- ginales para que Joaquín se los publicara, regalándome obras de teatro, contando chismes de León Felipe, de Otaola, de su generación del exilio. Además de inteli- gente, era chispeante. La mesa de Ionesco no tenía lugare s re s e rvados para Retes ni para mí, pero ahí nos instaló Max Aub haciendo va l e r su amistad personal con el rumano céle- b re; no sé quién resultó desplazado ni re- c u e rdo quién, a excepción de Ignacio L ó p ez Tarso, se encontraba en ella ade- más de nosotros los intrusos y del chis- peante Max Au b. Apenas conservo va g o s destellos de la plática en la que Max lle- vaba la voz cantante y que luego registró en sus diarios. Ionesco distinguía mal los colores, sobre todo el rojo. Ionesco reconocía influencias literarias de Unamuno. Ionesco odiaba la política. Me sorprendió particularmente su tono de quejumbre cuando dijo en perfecto cas- tellano que para que se fijen en uno en París, hay que gustar antes en Nueva York, en Ber- lín, ¡en México! Max Aub le respondió: —Y para que se fijen en uno en México, en Nueva York o en Berlín hay que tener éxito antes en París. A la hora del café, una catarata de pre- guntas llovió sobre Ionesco como si todos fuéramos reporteros. Max Aub las remató preguntando: —¿Y de la muerte qué piensas? Ionesco lo miró sonriente y se rascó con el índice la punta de su nariz esférica. —No estoy de acuerdo —respondió. Lo que sea de cada quien Ionesco ionesquiano Vicente Leñero REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 105 Eugène Ionesco

RUM 42. Ionesco Ionesquiano

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Ahí estaba Ionesco, en una grande mesacircular de un salón del hotel María Isabel.Era igual a las fotos que le tomaban: cari-r redondo, calvo, nariz esférica de payasocélebre.

Corría la primera quincena de julio de1968, lejos aún del movimiento estudiantilpero en boca de todos estaban los juegosolímpicos. En torno a éstos comenzaba adesarrollarse el ambicioso programa de laOlimpiada Cultural que dirigía el arq u i t e c t oÓscar Ur rutia y que en el área del teatro em-palmaba muy bien montajes extranjeroscon montajes nacionales. Se empezó invi-tando al Gro t owsky del teatro pobre quienen una sola función presentó su versión deEl príncipe constante de Calderón de la Ba rc a ,y ahora se traía al celebérrimo Ionesco.Con la compañía de Jacques Mauclair semontarían en el Jiménez Rueda El rey sem u e re, La lección y Las sillas, y más tarde enel Te a t ro Hidalgo, con Ignacio López Ta r s ode protagonista, Alejandro Jo d o row s k irepetiría El rey se muere a su desbaratadamanera.

Para presentar a Ionesco ante la comu-nidad teatral, Ur rutia y su esposa El e n aorganizaron una comida. Fuimos IgnacioRetes y yo porque también figurábamos enel programa de aquella Olimpiada Cultu-ral con Pueblo re c h a z a d o. Mucha gente,muchas mesas, no sabíamos dónde sentar-nos. Cuando por fin descubrimos una mesavacía y caminamos hacia ella, Retes llamómi atención:

—Mire, aquel es Ionesco.Fue cuando lo vi a la distancia en com-

pañía de su esposa. Lo tenían cercado a pun-ta de saludos, gestos admirativos, palabrasinaudibles.

Cuando ya estábamos a punto de sen-tarnos en la lejanía, Max Aub recorrió a

grandes trancos el salón y agarró del brazoa Retes.

— No, vente para acá, Pepín. —Se diri-gió a mí—: También usted, para que co-nozca a Ionesco.

Sabía yo muy bien quién era Max Aub;lo encontraba con frecuencia en la ofi-cina de Joaquín Díez - C a n e d o. Si e m p resonriendo, trayendo originales y más ori-ginales para que Joaquín se los publicara,regalándome obras de teatro, contandochismes de León Felipe, de Otaola, de sugeneración del exilio. Además de inteli-gente, era chispeante.

La mesa de Ionesco no tenía lugare sre s e rvados para Retes ni para mí, peroahí nos instaló Max Aub haciendo va l e rsu amistad personal con el rumano céle-b re; no sé quién resultó desplazado ni re-c u e rdo quién, a excepción de Ig n a c i oL ó p ez Tarso, se encontraba en ella ade-más de nosotros los intrusos y del chis-peante Max Au b. Apenas conservo va g o sdestellos de la plática en la que Max lle-

vaba la voz cantante y que luego re g i s t r óen sus diarios.

Ionesco distinguía mal los colores, sobretodo el ro j o.

Ionesco reconocía influencias literariasde Unamuno.

Ionesco odiaba la política.Me sorprendió particularmente su tono

de quejumbre cuando dijo en perfecto cas-tellano que para que se fijen en uno en Pa r í s ,hay que gustar antes en Nu e va Yo rk, en Be r-l í n , ¡en México!

Max Aub le respondió:—Y para que se fijen en uno en México,

en Nueva York o en Berlín hay que teneréxito antes en París.

A la hora del café, una catarata de pre-guntas llovió sobre Ionesco como si todosfuéramos reporteros. Max Aub las rematópreguntando:

—¿Y de la muerte qué piensas?Ionesco lo miró sonriente y se rascó con

el índice la punta de su nariz esférica.— No estoy de acuerdo —re s p o n d i ó .

Lo que sea de cada quienIonesco ionesquiano

Vicente Leñero

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 105

Eugène Ionesco