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TEÓRICO 1
MATERIA: Filosofía Política 2/72 28 cop CÁTEDRA: Dotti
PROFESOR: Jorge Dotti
FECHA: 7/08/07 Tema: introducción a la perspectiva de la Filosofía Política, diferencia entre antiguos
y modernos.
(El profesor Amor comienza la clase para realizar la inscripción a prácticos)
Buenas tardes. Mi nombre es Claudio Amor. Estoy a cargo de los trabajos. Vamos a
realizar ahora la inscripción a las comisiones, que son las siguientes:
1 Lunes de 17 a 19 S. Abad Hobbes: Leviatán
Leo Strauss / C. Schmitt
2 Lunes de 21 a 23 R. Páez Canosa Hobbes: Leviatán
K. Schmitt / R. Espósito
3 Miércoles de 9 a 11 L. Rossi Hobbes: Leviatán
Rousseau
4 Viernes de 17 a 19 G. Livov Hobbes: Leviatán
Aristóteles: Política
5 Jueves de 13 a 15 C. Amor y J.C. Galimidi Hobbes: Leviatán
Rousseau
6 Sábado de 11 a 13 C. Amor y S. Gabriel Hobbes: Leviatán
Ricoeur
En todas las comisiones se verá una selección de capítulos del Leviatán de Hobbes. Ahora
bien, a este texto común se suman diferentes textos de distintos autores en cada comisión,
como queda expresado en la grilla. Probablemente, veamos en la comisión de los jueves de 13
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a 15 algún texto de Moro. A partir de mañana a la tarde, voy a dejar las listas de cada comisión
en la cartelera del Departamento de Filosofía.
(El profesor Dotti comienza con la clase)
Buenas tardes. Ya, en parte, el profesor Amor les dio un panorama de los trabajos
prácticos. En los teóricos vamos a ver lo mismo que en años anteriores, aunque con una
modalidad relativamente diversa. Conmigo verán Hegel -como es previsible-; pero antes, este
año, voy a dar Locke. En años anteriores he dado Rousseau. Más allá de que en algunas
comisiones verán textos de este autor, tienen que estudiarlo solos. Sin embargo, para tal fin,
les haré llegar dos textos. El primero es una Selección de teóricos del año 2005, en los cuales
me ocupé del Segundo Discurso, o Discurso sobre el origen de la desigualdad, de Rousseau.
Están corregidas y revisadas por mí. Lo que no tiene de aceptable es, simplemente, que es mi
versión, pero es la mejor versión que podría dar en formato clase. Y en cuanto a las clases
sobre El contrato social, también de Rousseau, dadas el año pasado, las voy a corregir durante
esta cursada: ustedes tendrán entonces de ambos textos dos versiones de clases.
Ahora bien, no sólo para Rousseau sino para todos los autores del programa, vale lo
siguiente: tanto lo que yo pueda decir como lo que se pueda decir sobre ellos en prácticos es
solamente un perfil de entrada. Después, ustedes los trabajarán en función de intereses y
perspectivas diversas. Hay también bibliografía en el programa, pero no es mucha porque no
tiene sentido llenar el programa de páginas y páginas de textos cuya mayor parte no podrán
encontrar ni en librerías ni en bibliotecas.
Por otra parte, el objetivo de la materia, en cuanto los exámenes, es comprobar que hayan
leído y meditado los textos de los autores. La materia es leer estos textos. Muchas de las cosas
que yo u otros de los profesores de la cátedra podamos decir, intentan abrir la interpretación de
la lectura; pero el objetivo es que ustedes mismos hagan la experiencia fundacional de esta
carrera: tomar un texto difícil, interpretarlo, y demostrar en un examen que han visto su
articulación interna y lo leen de una manera coherente.
Por cuestiones de tiempo, también prescindimos de hacer alusiones -salvo algunas a vuelo
de pájaro- a los contextos históricos. Pero es obvio que los tienen que conocer: tienen que
saber, a grandes rasgos, qué pasó en Inglaterra en el siglo XVII, qué pasó en Francia en el
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siglo XVIII, y qué pasaba en Alemania en el primer cuarto del siglo XIX. Ninguna filosofía
tiene los pies apoyados sobre las nubes; pero menos aun la filosofía política. Lo cual no quiere
decir tampoco hacer una lectura historicista ingenua del texto, sino saber en qué contexto
aparece y poder, así, entender mejor ciertas cosas.
Entrando ya en el contenido de la materia, hoy voy a hacer una introducción a la
perspectiva de la filosofía política y, ya la vez que viene, comenzamos con el Segundo Ensayo,
o Ensayo sobre el gobierno civil, de John Locke. Hay distintas versiones. La que aconsejamos,
no por una cuestión corporativa sino porque es muy buena traducción y tiene notas muy
adecuadas en tanto plantean problemas antes que respuestas, es la más reciente, hecha por el
profesor Amor y editada por la Universidad de Quilmes y Prometeo. Yo trabajo con otra,
porque es la que tengo trabajada y anotada, pero voy a hacer referencias a esta y a la
paginación correspondiente.
Con respecto al texto de Hegel, Principios de la filosofía del derecho, o Lineamientos de
filosofía del derecho, la traducción que circula -la que yo tengo- es la que hizo Vermal, un
argentino que hace años vive en España. Hay otras, pero son muy flojas, en general tomadas
de otro idioma, no del original.
Ahora bien, si nos alcanzan las horas de clase disponibles, también veremos algunas partes
de la Ciencia de la Lógica, de Hegel. Este texto ya no es obligatorio como lectura, pero yo
haré alusión con toda seguridad. Trabajo con la traducción hecha por Mondolfo. Aquí vale
hacer una aclaración: hay tres versiones de la Lógica publicadas en vida de Hegel. Una es la
de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, texto donde Hegel dedica una serie de
parágrafos a la lógica. Suele suceder que se encuentran ediciones cuyo título es Lógica, y que
corresponden a este texto de Hegel. No es el que utilizaremos. Lo que nos interesa es la
Ciencia de la Lógica, también conocida como la Lógica Grande, y publicada entre 1812 y
1816 por Hegel.
Antes de empezar, como hay muchos inscriptos en la materia, quisiera darles un consejo.
Para encontrarle más sentido a esta materia hay que conocer, no sólo la filosofía antigua y la
medieval -quizás más la antigua que la medieval, por el sistema de referencias de los
pensadores que vamos a ver-, sino que, sobre todo, es absolutamente vertebrador de la lectura
de los textos el conocer la filosofía moderna. Si no, no se entiende de qué hablan. En el caso
de Hegel, por ejemplo, esto es fundamental, sobre todo, conocer Kant. La materia no tiene
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correlatividades; esto es simplemente un consejo de carácter tutorial. Nosotros vamos a ver los
clásicos -no todos: puede que quede alguno afuera, de entre los importantes, pero nadie puede
decir que los autores que tienen que trabajar en este programa no estén entre los más
importantes-, y estos autores forman parte del corazón duro de la filosofía moderna clásica.
Por ejemplo, si no se conoce la deducción trascendental de Kant, Hegel no se entiende bien.
Esto, desde ya, no es una obligación taxativa -si lo fuera, no diría nada-. Pero, en mi opinión,
harán una lectura más adecuada de los textos aquellos que ya tengan un conocimiento de la
filosofía moderna.
Y además -ya entrando en materia- la cuestión no es sólo cronológica, sino conceptual. No
se trata sólo de que sea bueno saber lo que se pensaba en cada época en general, para poder
comprender mejor lo que se pensaba en particular, esto es, respecto de la política y el derecho;
se trata también de que, a mi entender, sólo hay filosofía política con la modernidad. Antes, no
la hay. Y diría más todavía: filosofía política y Estado son inseparables. Antes del Estado, no
hay filosofía política, sino otras cosas: ética, religión, moral, etc., pero no filosofía política,
dado que, justamente, la filosofía política es un discurso legitimador de la estatalidad. Y, a su
vez, del otro lado, una vez que muere el Estado, lo que viene tampoco es filosofía política,
sino otra cosa. Es cierto que podemos usar el término en sentido amplio; pero en sentido
estricto -e insisto: esta es mi posición- sólo hay filosofía política de la estatalidad. La filosofía
política y el Estado nacen juntos; podríamos fechar dicho nacimiento con las guerras de
religión.
Así, por distintos motivos -uno de los cuales es el que acabo de mencionar-, el programa
de la materia Filosofía Política tiene que ver con el crisol clásico del discurso sobre el Estado,
que corresponde a la modernidad previa a la era de masas. Ya con la entrada de las masas en
escena se resquebraja dicho discurso; perdura la filosofía política, pero ya tiene sus temblores.
Los siglos clásicos de la comprensión y legitimación filosófica del Estado son el XVII y el
XVIII. Ya Hegel, para fundamentar lo que él entiende por Estado en el primer cuarto del siglo
XIX, tiene dificultades, tiene que polemizar mucho. Este es entonces el sentido del programa,
y al mismo tiempo el motivo por el cual conviene tener cierta experiencia en las ideas
principales de la filosofía moderna.
Antes de comenzar con el primer punto del programa, quisiera saber si hay alguna
pregunta.
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Alumna: ¿Sigue siendo un requisito la preparación de una monografía antes del examen?
Porque no está en el programa actual.
Profesor: Es que no lo puse por error. Debería haberlo puesto. Salvo que en alguna
comisión haya alguna modalidad especial, lo que se requiere para poder presentarse a examen
son los dos parciales y una monografía. Cada comisión detallará cómo será esta última.
Alumno: Con respecto a las características de la filosofía política que acaba de mencionar,
¿por qué dice usted que sólo la hay en la modernidad? Estoy pensando en Marsilio de Padua o
en Dante: ¿por qué no sería filosofía política, lo que ellos han hecho?
Profesor: Yo pinto blanco sobre negro para resaltar las notas principales. Pero la respuesta
ya implica entrar en la primera parte de introducción al curso. Solamente en la modernidad a
los seres humanos se nos ocurre que somos todos libres e iguales. Dicho de modo más
académico, los seres humanos llevan a una conclusión coherente la idea de que lo esencial en
el ser humano es el alma, y que las almas son todas iguales porque somos todos hijos de Dios.
Pero la traducción de esta conclusión en un modo de convivir y en un discurso que justifique
ese modo de convivir recién se establece, como marca específica de una cultura, con la
modernidad. Ahora bien, establecida dicha igualdad y dicha libertad, hay que responder por
qué obedecemos. Para los pensamientos previos a la modernidad, ante esta pregunta bastaba
señalar el Cielo: esa es la razón por la cual obedecemos. Pero los modernos inventan o
concluyen que somos libres e iguales. Entonces, ¿por qué alguien manda? ¿De dónde sacó que
manda? ¿Por qué hay que obedecer? La filosofía política, variadamente, da cuenta de estas
preguntas, y sobre todo de la institución que representa la puesta en práctica de la respuesta a
esa pregunta: el Estado. Con la modernidad de masas, precisamente, ese paquete constituido
por respuesta y puesta en práctica de la respuesta empieza a temblar de un modo creciente,
hasta que finalmente se destruye el Estado. Muerto Dios, muerto el Estado. Pero la idea
central es esa: si somos libres e iguales, hay que explicar por qué obedecemos.
Esto no quiere decir que antes no aparezcan ideas políticas; quiere decir que, como cuerpo
discursivo homogéneo y prevaleciente, hay que esperar a la modernidad para contar con una
filosofía política.
Alumno: Quizás la de la modernidad es una filosofía política más independiente. En el
medioevo dependía de lo que se podía decir acerca de Dios.
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Profesor: Claro, es que corre pareja la constitución de la filosofía política moderna con el
proceso de secularización. El intento de asesinato de Dios, de la sustancia, de la identidad, etc.,
es muy anterior a Nietzsche. Uno podría decir que sólo hay una filosofía política en la
modernidad porque es con ella que aparece un tipo de actor, la subjetividad, que, por un lado
mata a Dios y, por otro, se pone ella en el lugar de Dios. Entonces, se siente autorizada a
construir una estructura de orden, asentada en el eje definitorio de toda estructura de orden:
alguien que manda y otro que obedece. Ya sea una orquesta, un Estado o un equipo de fútbol,
con todas las salvedades, siempre hay, en estas estructuras, un elemento que, en las situaciones
más candentes, opera como la fuente y el sentido de ese orden. Y si somos todos libres e
iguales, la primera situación candente que hay que explicar es la que da inicio a ese orden.
Pasamos de nadie obedece a nadie a los muchos obedecen a unos pocos. Con lo que sigue se
va a ir aclarando mejor.
El problema con que nos enfrentamos es que, sin lugar a dudas, la legitimación moderna
del orden de convivencia basado en una jerarquía también civil representa una novedad con
respecto a la manera como se justificaba la misma situación en épocas anteriores. Y se ha dado
acertadamente mediante una contraposición la clave o eje en torno al cual gira esta novedad.
Hasta los modernos, la politicidad del ser humano aparecía como un rasgo natural. Está escrito
en la naturaleza misma que se nace perteneciendo sustancialmente a un orden político. En
cambio, los modernos rompen con esta idea -más allá de que empíricamente pueda no ser
demasiado fácil encontrar el correlato de lo que los modernos dicen-, rompen con esta premisa
fundacional de la legitimidad del orden y alegan, en cambio, que, por naturaleza, el ser
humano no aparece ya sustancialmente como integrado a, como perteneciente a, como
miembro de, un orden político. Por ende, la politicidad es un rasgo que dependerá de un gesto
y de un artificio: es una construcción que los seres humanos llevan a cabo a partir de un gesto
determinado, una decisión voluntaria.
Vamos a relevar diferentes aspectos en los cuales encontramos la contraposición entre los
modernos y los que vienen antes; pero tengan en cuenta que no van a encontrar de manera tan
nítida estas contraposiciones en los textos. Esto es así porque, al mismo tiempo, hay
continuidades, las cuales tienen que ver con la argumentación misma, con las premisas, o bien
están dadas por el hecho de que la modulación de una idea es distinta pero en el fondo se está
diciendo lo mismo -si bien por cierto hay ruptura-, así como otras continuidades se dan por la
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reaparición de ciertos conceptos y, sobre todo, de cierta simbología antigua en la modernidad.
Esto último, que es típico de la segunda mitad y de los finales del siglo XVIII -si bien
empieza antes- tiene que ver con la polémica contra el despotismo, las tinieblas, etc., en virtud
de la cual los modernos comienzan a poder definirse como modernos. Esto es, contraponerse a
las tinieblas medievales conllevaba retomar la llama clásica, darle nueva vida y llevarla
adelante. En la iconografía revolucionaria francesa esto es muy evidente -no así en la
Revolución inglesa-; los franceses dicen: nosotros somos los auténticos herederos de los
antiguos. Pero, aquí también, este revival del republicanismo clásico es fundamentalmente
moderno, en tanto toda lectura de lo que fue siempre es presente.
Quiero decir con esto que marcar los puntos de ruptura en absoluto equivale a desconocer
las continuidades, pero sí sirve para entender por qué esas continuidades son persistencia de
motivos, leídos desde un presente -el de los modernos- que se está autoafirmando a partir de
sí mismo. Y si uno entiende que los modernos son esto, es decir, esencialmente, el intento de
autoafirmarse, de afirmarse a partir de sí mismos, entiende lo de la secularización, lo de la
muerte de Dios. Es más, secularización no sólo -ni mucho menos- significa la muerte de Dios,
sino que es un proceso amplio, donde el derrumbe de la trascendencia es muy importante.
Así, entonces, la naturalidad de lo político será una manera de ver las cosas frente a la cual
los modernos afirmarán posiciones contrarias. Esta politicidad, para los clásicos, aparece como
un principio originario, esencial, identificatorio, que se traduce en que una comunidad
adquiere su identidad en función de costumbres, hábitos -precisamente naturales porque son
propios de vivir en pólis, o en cives, vivir ciudadanamente, aunque usando el término de una
manera muy vaga- compartidos por todos sus miembros.
Ligada a esta no artificialidad de la marca política encontramos también la escasa distancia
que hay entre la ley relativa al mundo físico y la ley relativa a la convivencia. En última
instancia, loo que da cuenta de una da cuenta de la otra, de una manera prácticamente directa.
Dicho de otro modo, la estructura racional del macrocosmos está escrita con el mismo alfabeto
que la estructura, también racional, de la pólis, un cosmos más pequeño. En este sentido, hay
una suerte de coincidencia metafísica profunda entre lo físico natural y lo ético político.
Con respecto a esto, los modernos van a tener un problema: para poder marcar la premisa
de la libertad y la igualdad de todos los seres humanos, tienen que contraponer estos rasgos
como naturales respecto de esos rasgos políticos o civiles donde libertad e igualdad aparecen
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moduladas en la forma de una verticalidad de jerarquías, de funciones diversas, etc., pero al
mismo tiempo esa naturalidad, que tienen que reivindicar en contra de la politicidad como
artificio modificable -en tanto que artificio y no natural-, esa naturalidad, a su vez, presenta
una dificultad respecto de la naturaleza física. Por un lado, tiene que estar en armonía con ella,
pero, por otro, esa armonía es limitada. Tiene que estar en armonía por el simple hecho de ser
todo naturaleza; pero, mientras que en la naturaleza física las leyes están establecidas por la
naturaleza misma, por Dios, etc. -es decir, la sustancia misma, que es lo natural, es el
fundamento de la legalidad natural, física-, en el caso de los seres humanos, la naturalidad de
las leyes imperantes en esa condición no política es tal que la vuelven insostenible. Dicho de
otro modo, si la naturaleza física impone por sí sola la ley que rige el movimiento de los
planetas, la naturaleza humana no impone por sí sola la ley que rige el movimiento de los
humanos. Porque, mientras que en los planetas hay armonía, entre los humanos no la hay, sino
que hay conflicto, cualquiera sea el grado de intensidad que adquiera este conflicto. Y del
grado que cada pensador le atribuya a la intensidad del conflicto natural dependerá qué tipo de
orden político justificará como acorde, para solucionar ese conflicto. Ahora bien, en todos
ellos, en todos los que invocan la condición no política por naturaleza del ser humano, está
presente el hecho de que esa condición tiene una falla que la naturaleza física no tiene. Y aun
en la versión más teística de la cuestión, por algún motivo, Dios se ocupó de establecer la
regularidad física sin lagunas, mientras que al haber creado al hombre libre, dejó lagunas muy
grandes en la legalidad política.
Este problema no existe para los antiguos: la legalidad cubre todo. La misma metafísica
que explica el porqué del orden cósmico explica el porqué del orden político. Por cierto, los
modernos van a tratar de encontrar en la naturalidad prepolítica una regularidad lo más afín
posible a la regularidad física. Esto, sobre todo en las últimas décadas del siglo XVIII, ya se
perfila con claridad: la fuerza de gravedad que mueve a los seres humanos es la búsqueda del
beneficio personal. Pero en el momento inicial de la justificación de un orden político que se
está conformando en términos de Estado soberano esa respuesta no funciona, porque la
naturaleza contrapuesta a ese orden político es la de una guerra prácticamente irrefrenable,
como lo fueron las guerras civiles y religiosas de la Reforma.
Volviendo al modelo antiguo o, más ampliamente, premoderno -cubriendo con este
término seguramente demasiados siglos, demasiadas teorías-, donde lo político es natural,
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donde nómos y phýsis están estrechamente vinculados, hay que señalar otro rasgo importante:
el nexo, la relación, la mediación entre el "individuo" y su ámbito sociopolítico, entre el
"individuo" y la pólis y, por ende, entre lo privado y lo público, es inmediato. Dicho de otro
modo, la mediación no es tal, porque este nexo es inmediato. Desde ya, al decir individuo
estoy utilizando un anacronismo: lo uso para entendernos. Precisamente, en función de todo lo
que acabamos de decir, en la condición no inmediatamente política de un ser humano ya está
grabada la dimensión política que le corresponde por naturaleza. Aquel que, fuera de los
espacios públicos de la política, ocupa un determinado lugar y cumple determinadas
funciones, está inmediatamente habilitado o inhabilitado para participar del espacio político.
Aquel que es cabeza de la unidad familiar, por ejemplo, está -por la naturaleza, que lo ha
puesto en ese lugar- habilitado inmediatamente para ser actor político, y participa de los
espacios políticos de una manera directa, podríamos decir, en primera persona, activamente.
Mientras que a aquellos a los cuales la naturaleza no los puso en esa situación de
independencia, de autonomía frente -precisamente- a lo natural, esto es, aquellos a los cuales
la naturaleza no los ha caracterizado con el suficiente grado de distancia respecto de la
naturaleza misma, esa atadura a la naturaleza física les imposibilita adquirir la dimensión de
actores políticos: los niños, las mujeres, los esclavos, los campesinos, etc. Aquel que se ocupa
del comercio en el Pireo está demasiado pegado a la crematística como para poder alcanzar la
posición desde la cual comprender y llevar a la práctica lo universal; está ligado a lo particular,
por lo cual no entra a los espacios políticos.
Así, el nexo entre la dimensión privada, la del oikós, la casa, el domus, y la dimensión del
ágora, de la plaza pública, es inmediato. En este nexo no hay ningún misterio. La plaza se
reserva el derecho de admisión.
Por el contrario, los modernos rompen con esto. Si nacemos todos libres e iguales, y si se
sale de lo natural para entrar a lo civil, entramos todos a lo civil: ¿por qué alguien habría de
quedarse afuera? No hay nada en la naturaleza que diga: vos sí, vos no. No hay ningún
patovica en la entrada de la plaza. Pero he aquí que, una vez que se entra a ese espacio, sí
tienen que aparecer algunos que estén arriba y otros que estén abajo, porque forma parte de la
lógica misma del orden que todos buscan. Aquí sí, entonces, aparece una mediación: lo que
antes es de una manera, después es y no es de esa manera; por un lado, sigue siendo de esa
manera porque si no, sería ilegítimo lo que viene después, pero, por otro lado, no es de aquella
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manera. Es una mediación complicada, porque tiene que transformar lo que es de una manera
en otra, sin transformarlo del todo. Esta mediación, en los modernos, se llama contrato social.
Es lo que hay entre lo que viene antes y lo que viene después.
Ahora bien, los modernos, que creen estar liberándose cada vez más de la religión, sin
darse cuenta siguen hablando de la transubstanciación sin saber de qué hablan. Esto es
constitutivo de la forma en que los modernos entienden la política: un señor que proviene de
un lugar de origen que se define por ser parte, entra por una puerta del Congreso y pasa a ser
todo. Un senador viene de una parte -una provincia- y representa la nación toda. Un diputado
viene de un partido, y su visión es universal. Este es el ejemplo típico de transubstanciación
moderna: lo que es parte deviene todo.
Los antiguos no tenía el problema de qué metafísica pudiera explicar esto, de qué manera
legitimarlo; y dado que la ciencia es el caballo de batalla triunfador de los modernos, más bien
tendería a no poder explicarlo. La metafísica que los antiguos tenían les ahorra este problema.
Ligado a la inmediatez entre lo privado y lo público está el hecho archiconocido de que
esa politicidad premoderna -antigua y medieval, con todas sus variaciones- tiene un carácter
orgánico. Vivir políticamente es vivir de una manera orgánica. De algún modo, el colectivo
político funciona como un cuerpo -metáfora que, por lo demás, dura quizás hasta la fecha, y es
utilizada en abundancia por los mismos fundadores del Estado moderno, como verán en los
textos que tenemos que leer.
Esta organicidad implica que la armonía del todo prevalece sobre la dignidad de cada una
de las partes que lo componen. Es decir, los elementos que configuran la totalidad política son
lo que son en virtud de la función que les cabe cumplir dentro de esa totalidad, y sólo en
función de eso. Entonces, lo que marca el significado y el sentido ético de cada uno de los
elementos de la pólis depende, precisamente, de ocupar el lugar que por naturaleza les
corresponde. En última instancia, la idea última de justicia en Platón es esa: un orden justo es
aquel donde cada uno hace lo que tiene que hacer, donde cada uno cumple con lo que la
naturaleza le dijo que tenía que cumplir.
Los modernos en cambio encuentran que, si somos todos libres e iguales y esta es una
condición en la cual no se puede perdurar, aquello que resulta ser la solución de las
dificultades en las que los seres humanos se hallan por naturaleza parece no poder tener el
mismo grado de organicidad que en el modelo antiguo. Porque el punto de partida no es lo
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universal mismo sino la parte, el individuo. El conjunto, el colectivo, la totalidad es, para los
modernos, sumatoria de partes.
Así, el interés que pagan los antiguos por no prestar atención, por desconocer la idea de
una libertad e igualdad por naturaleza, lo recuperan acrecentado con una legitimación muy
sólida de la estabilidad del orden político. Y esto, para los modernos, es exactamente al revés:
podrán cacarear muy fuerte que somos todos libres e iguales; pero el orden político resultante
de esa libertad e igualdad es muy frágil: todo el mundo tiene derecho a decir yo no estoy de
acuerdo, porque por naturaleza soy libre e igual. Me están traicionando. De ahí a hacer la
Revolución el paso es muy corto.
En todas las teorías fundacionales de la modernidad clásica se percibe la dificultad de dar
lugar a un orden político, yo diría, hasta relativamente estable. En todos los autores que tienen
que leer -entre paréntesis, tienen mucha suerte de tener que leer a estos autores, porque
podrían, en caso contrario, recibirse sin haberlos leído, lo cual sería imperdonable-, en todos
ellos, verán el esfuerzo -que resulta muy evidente en Hobbes, en Rousseau y en Hegel, que es
el que mejor razona esta cuestión- por conseguir que aquello que proviene de la parte sin
embargo termine siendo un cuerpo orgánico. Esto resulta muy difícil de sostener: si el punto
de partida para el artificio llamado república es la conciencia del yo, justamente, todo yo
guarda en su conciencia la pica del revolucionario. Siempre va a poder decir: es justo
rebelarme.
Y el hecho de que el todo provenga de la parte, a medida que avanza la conciencia
moderna, tiene que ver no sólo con esta dimensión político-jurídica sino también con la
dimensión económica. Digo en la medida en que avanza la modernidad porque, hasta la
modernidad de masas, la libertad e igualdad por naturaleza -en algunos, al menos- no excluía
que, en esa situación natural, existieran ya diferencias que podríamos llamar sociales, no
políticas, y sí naturales. Pero he aquí que, a través de la mediación llamada contrato social, que
da origen a una serie de mediaciones periódicas similares, las elecciones, quedarán
neutralizadas estas diferencias naturales, de modo tal que la mano levantada de A, en estas
ocasiones de mediación, valdrá tanto como la mano de Z, si bien A es el dueño de la hacienda
donde Z es un peón; a la hora de votar, son iguales. Lo que pasa después, en el orden civil, no
natural, mantiene esa igualdad del momento de mediación en el sentido de que la ley es ley
igual para todos.
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No me tiren, en este punto, ni la historia ni la sociología: yo estoy enunciando el concepto
legitimante del Estado moderno, esto es, la ley es ley igual para todos. No importa que en lo
natural haya determinadas diferencias.
Ahora bien, a medida que avanza la modernidad, estas diferencias naturales cada vez se
contentan menos con aceptar que esa igualdad jurídica que existe en el orden político sea
armónica, entre en conformidad con la desigualdad que existe en el orden natural.
Este es un problema que, por supuesto, los antiguos no tenían. Aunque también es cierto
que el modelo natural daba por indiscutibles una serie de diferencias muy fuertes que a
nosotros -en tanto de algún modo seguimos perteneciendo a la conciencia moderna o a lo que
queda de ella, es decir, seguimos participando de este espíritu libre e igualitario- nos resultan
intolerables, como la esclavitud o la inferioridad natural de las mujeres, etc.
Ahora bien, a modo de punto de convergencia de estos rasgos del modelo antiguo en
sentido amplio respecto del moderno, en el sentido de la modernidad clásica, podríamos
decir que la legitimidad del orden político se apoya en una metafísica, por la cual todo lo
que es, es en grado sumo, en virtud de algún tipo de principio o forma esencial que lo
define en su especificidad y lo constituye como tal.
Entonces podríamos decir que el punto de convergencia entre los rasgos del modelo
antiguo en sentido amplio, respecto al moderno en sentido clásico, es que la legitimidad del
orden político se apoya en una metafísica por la cual todo lo que es, es en grado sumo en
virtud de algún tipo de principio o forma esencial que lo define en su especificidad y lo
constituye como tal. Entonces, las distintas vicisitudes que sufren las cosas -lo que es-
consisten en el esfuerzo por adecuar la manera en cómo aparecen a ese principio o forma
que las define en su ser más íntimo y profundo. Las vicisitudes, los cambios, las
transformaciones que van surgiendo tienen que ver con un movimiento, cuyo sentido es la
realización de aquello que a cada cosa la define en su forma esencial. La situación
ontológica de perfección es ser en conformidad a lo que se es por esencia. Cuanto mayor
distancia haya entre el modo de aparecer y lo que se es por esencia, mayores serán los
cambios, más dificultoso será para ese componente de la realidad, el alcanzar lo que se es
por esencia. Esto es, más fuera de sí tendrá a aquello que es su misma esencia. Más le
costará alcanzar lo que no tiene en su apariencia, en su existir (estoy mezclando categorías
que pertenecen a épocas distintas, pero no importa).
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En el caso del hombre, del ser humano, lo que lo define por esencia es su racionalidad.
Por ello su vida consistirá en aquel esfuerzo para alcanzar esa racionalidad que lo define
por esencia. Y en la medida en que lo logre, podrá decir que ha vivido con mayor o menor
imperfección o perfección.
Entonces, tanto más perfecto es una entidad del universo todo, cuando menos tenga que
moverse o cambiar para ser lo que debería ser esencialmente. Y la más perfecta de todas es
aquella que no tenga que moverse nada, o bien aquella cuyo movimiento o transformación
acontezca dentro de sí misma. Que tenga en su propio ser, su propia esencia. En última
instancia sólo hay algo en el universo todo que tiene en sí mismo este movimiento de
satisfacción de búsqueda de lo esencial, y eso es la razón. La razón apaga su deseo a sí
misma. Tiene en sí la satisfacción de su propia búsqueda, en tanto se piensa a sí misma. De
ahí que lo perfecto en el cosmos sea el lógos, ya que es puro movimiento alrededor de sí
mismo. Cualquiera que conozca Descartes o Kant va a ver la declinación de este
movimiento. La razón, en este sentido, es lo eterno, lo absoluto que no necesita cambiar
porque se satisface a sí misma. Cuanto menor sea la racionalidad en un componente del
universo, y cuanto mayor sea el componente no racional presente en él, más tendrá que
moverse, más imperfecto será, más le costará alcanzar ese estado de perfección o de
quietud. Entonces, la estructura del orden cósmico, está regulada en función de la
proporción que guardan entre sí el componente racional y el no racional. Más cercano a la
perfecta quietud de la razón en su pureza, están los cuerpos planetarios, porque si bien no
son sólo racionalidad, la materialidad en ellos es etérea, vaporosa. De ahí que su
movimiento es un movimiento más perfecto, tal como el movimiento circular en donde
comienzo y fin coinciden. A medida que nos alejamos de estos grados de perfección dados
por la prevalencia del elemento racional respecto del no racional, la cosa comienza a
complicarse.
En una posición intermedia está el ser humano, en donde el elemento racional y el no
racional (ustedes podrán llamarlo material, pasional, como quieran) están en tensión
constante. El ser humano deberá construir un orden de convivencia racional, en la medida
en que ese orden logre reproducir los lugares que a las cosas le corresponden por esencia o
naturaleza. La Polis será lo más perfecta posible en la medida en que en ella los
componentes ocupen el lugar que les corresponde por naturaleza. Aquellos en donde la
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racionalidad está más liberada del elemento no racional, podrán regir la Polis. Aquellos en
que, por naturaleza, el elemento racional está prisionero por el elemento racional, no
pueden acceder a esa función, pero tienen la suya puntualmente. En líneas generales, este es
el modelo paradigmático de legitimación del orden político: el orden justo es aquel en
donde las cosas están donde tienen que estar, esto es, en su lugar natural.
El problema que tienen los modernos es que lo natural de las cosas, en el universo, no
es “estar quieto”, sino al contrario, “moverse libremente”. Cambiada la metafísica, cambia
la física y la política. Lo natural ya no es la quietud proveniente de la perfección, del
acabamiento o cumplimiento de todo cambio en la medida en que se ha alcanzado la
esencia definitoria; sino que la esencia definitoria de las cosas es el movimiento libre.
Infinitos átomos en movimiento por un espacio infinito. No ya cosmos ordenado, en donde
cada cosa tiene su lugar, sino infinitud (espacial, temporal y de componentes del universo).
De ahí se sigue que somos “libres e iguales”, pero no se sigue el orden político. Del otro
modelo, se sigue que no somos ni libres ni iguales, pero sí se desprende directamente un
orden político.
Ligado a esto (este punto lo terminamos acá y luego hacemos una pausa), el que sabe
leer –para los antiguos- y aquel que accede a la lectura del orden objetivo absoluto, tiene la
clave para mandar en el orden humano. La versión famosa de esto es la del Rey-filósofo
platónico: aquel que logró acceder al mundo de las ideas puede regir (o soplarle en el oído)
al resto, y marcarle la manera cómo se debe gobernar la ciudad.
Esto es bastante similar en la Edad Media, en la medida en que aquello en donde está
escrito el buen orden es la sabiduría divina. Aquel que accede a esta sabiduría a través de la
palabra divina misma, a través de la razón como luz natural, lo hace a través de la
institución establecida por Dios mismo: la Iglesia cristiana. El acceso a la verdad como
legítimamente de la legalidad política, no cambia: sea por gracia divina, luz natural o
palabra revelada, es lo mismo en los antiguos. Acá estamos hablando de que hay una
objetividad dura y alguien que accede a esa objetividad. Es a este a quien le corresponde un
lugar privilegiado en el orden de la ciudad.
Los modernos tienen una dificultad acá. Coherentemente con la idea de “somos todos
libres e iguales”, está la idea constitutiva de la conciencia moderna, a saber, que el lugar en
donde la conciencia se encuentra con la verdad es la propia conciencia. Lamentablemente,
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como lo prueban las Guerras de Religión, tomando un postulado aceptado -como Jesús es
Cristo (Jesús de Nazareth es Dios encarnado)- las conciencias que coinciden en esta verdad,
no logran coincidir en qué quiere decir esta verdad. Es de ahí que se matan por interpretarla
o imponer la propia interpretación de esa verdad: calvinistas, luteranos, evangelistas,
católicos, etc.. Coinciden en la verdad pero bajan un escalón: al no compartir la mediación
eclesiástica antes compartida, se matan por imponer su propia interpretación. Parecería que
ya no basta el acceso a la verdad para legitimar el ejercicio de la soberanía. Entonces los
modernos se ven obligados a inventar una nueva manera de legitimar a quién le
corresponde mandar y a quién obedecer. Esa nueva legitimación es el consenso. Es decir, el
que manda no es porque sabe más, sino porque cuenta con el consentimiento de aquellos
que pasan a ser sus súbditos. Va de suyo que el soberano tiene que saber, pero eso no es lo
que interesa. Muy por el contrario, lo único que importa es el consentimiento para que
mande. Eso acontece en el deporte: no es que el referee mande porque conoce el
reglamento, sino porque los veintidós están de acuerdo en que mande. Esto conlleva a algo
muy interesante: la diferencia entre lo que podríamos llamar ontología y práctica. Un penal
no es un fault en el área, sino lo que el referee entiende como fault en el área, más allá de
que la ontología lo corrobore o no. Esto es el derecho: criminal no es aquel que comete un
crimen, sino el que el juez determina que lo cometió.
Bueno, paramos aquí, descansamos un poco y retomo esto último.
(Receso)
Lo último que veíamos tenía que ver con el momento inicial, sobre todo, de
fundamentar el fenómeno de la progresiva conformación del Estado Moderno
(principalmente en el siglo XVII). La situación que ese Estado debía subsanar era una
situación de guerra civil muy aguda, y el modo de hacerlo era neutralizar la incidencia
política de la prédica religiosa. Esto conllevó a que no fuera el motivo religioso aquel que
mejor fundamentara la legitimidad política, porque eso conllevaba a la consecución de la
guerra a la cual se quería poner fin (más allá de que históricamente el principio que se
afirma sea el de que la religión de un estado es la de su soberano). Es decir, no pasa por la
aceptación de la fe, sino por la renuncia a imponerla a la fuerza en términos de prudencia
16
política, para evitar la guerra. Esto significa que el acceso a la verdad aparece sometido a
un razonamiento prudencial, cuya base es que lo que importa es que aquel que mande
cuente con el consentimiento de sus semejantes. Así, el acceso a la verdad queda relegado a
un segundo plano. Habría sido muy difícil proceder de otra manera, en la medida en que la
Guerra Civil en Europa surge a partir del rechazo de la autoridad interpretativa que había
regido hasta el momento; y si una doctrina religiosa es universal, no puede tener dos
intérpretes. Un dogma religioso que tuviera dos poderes legislativos distintos, para
transformarse en prescripciones más concretas desembocaría en la guerra civil: por
ejemplo, un poder legislativo entiende que el aborto no es matar, otro poder legislativo
entiende que el aborto es matar, los dos respetan el principio de “no matarás”, pero lo
entienden de una manera antitética.
Entonces, tiene que quedar neutralizado este elemento, y la única manera de hacerlo es
elevar el consentimiento a título fundacional de la soberanía. Esto está en la base misma del
recurso a una figura, que algunos intérpretes (entre ellos, yo) pueden tomar como
inadecuada, al Contrato Social. Más adelante, en cambio, sí reaparece esta idea del saber.
Sobre todo en el momento de la fundación de la estatalidad, la Filosofía Política
moderna tiende a tratar de mostrar cómo el derecho es una suerte de matemática de la
conducta: así como nadie va a la guerra civil discutiendo si 3 más 2 es 5, nadie debería ir a
la guerra civil discutiendo qué quiere decir “no matarás”. Pero en Derecho no es tan
indiscutible la interpretación de los principios. El problema es la interpretación, la
aplicación, y esa es tarea del soberano. Si, derrumbada la autoridad, la mediación acontece
en la conciencia de cada uno (este es el principio básico del Protestantismo), se tendría que
neutralizar la posibilidad de que esa conciencia pueda revelarse alegando una interpretación
distinta de la que rige en el orden político al cual pertenecen. La dificultad es que por un
lado esa conciencia que se ha afirmado a sí misma como fundamento absoluto, tiene que
aceptar obedecer. Pero al mismo tiempo que acepta, tiene que anestesiar su interpretación
personal de los principios. Entonces, al dar consentimiento, acepta la interpretación de los
principios que dará aquel al cual se le ha dado el consenso para que sea el intérprete. El
soberano es el monopolizador de la hermenéutica de los principios universales. Si hubieran
dos que interpretaran, los principios verían afectada su universalidad. De algún modo, la
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Modernidad comienza por la neutralización del saber como título de legitimidad de la
soberanía. La cosa cambia en el Siglo XVIII.
(El profesor Amor interrumpe para aclarar algunas cosas acerca de las comisiones de
prácticos)
Aquellos que no han podido venir a inscribirse, vayan directamente a los prácticos.
Todas las comisiones están por debajo del cupo máximo, pero hay bastante desbalance
entre ellas. Hay tres comisiones con mucha demanda que son las del lunes de 17 a 19, la
del jueves de 13 a 15 y la del viernes de 17 a 19. Y tres comisiones con demanda
relativamente baja: la del miércoles de 9 a 11 y la del sábado de 11 a 13. Aquellos que
escogieron como segunda opción a alguna de estas comisiones, si pueden pásense. Sacando
los casos de aquellos que voluntariamente se cambiarán, todos quedan inscriptos en la
comisión que eligieron como primera opción. Igual, mañana a última hora voy a acercar al
departamento el listado de todas las comisiones.
Recuerden que en todas las comisiones se va a ver Hobbes, así que ya pueden empezar
a leer los capítulos obligatorios del Leviatán (del XIII al XXX).
(Retoma el profesor Dotti)
Una cosa que no yo no dije, pero cabe decirlo ahora: las lecturas que en el programa
figuran como obligatorias, son obligatorias, se hayan dado o no en teóricos o prácticos.
Tomamos todo lo que figura en el programa, y es así, y es para bien de ustedes. Es muy
difícil que les preguntemos sobre los comicios romanos en el Contrato Social, pero tienen
que leer todo y manejar la lectura. Hay capítulos que, a veces, no se ven, pero con los
materiales que ustedes tienen van a poder leerlos y entenderlos.
Alumno: De la primera unidad, el libro de Kosselek, ¿hay que leerlo todo?
Profesor: No, el de Kosselek es un capítulo, nada más. Pero en las comisiones les van a
dar bibliografía e indica qué leer.
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Alumno: Para la próxima clase, ¿hay que tener algo leído?
Profesor: No, bueno, yo procedo leyendo el texto, entonces lo sigo y lo comento.
Vamos a empezar con Locke. Si ustedes lo conocen de antemano, fantástico. Si no, lo van a
tener que conocer, al menos, para el final. Entonces ahí depende del tiempo del que
dispongan. Lo que sí les pido es que, los que vienen a teóricos, vengan con el texto, porque
siempre es mejor ir leyendo, que limitarse a escuchar.
Alumno: En la hora anterior usted habló de República y de Las Leyes. Respecto a estos
textos, hay una respuesta a lo que está viviendo Atenas . ¿Eso puede ser considerado, de
alguna manera, como Filosofía Política? Además, hablando del pensamiento moderno, y
teniendo en cuenta los modos de producción, ¿son esas filosofías las que sostienen esas
prácticas económicas?
Profesor: Bueno, dos cosas. Cuando uno habla de un modelo clásico, está haciendo una
mezcolanza que es la siguiente: los antiguos comienzan a pensar sobre política cuando el
orden político entra en crisis, nadie se pone a reflexionar sobre el sentido de algo, y menos
aún a justificar ese algo, y menos aún a justificarlo mediante lo que podríamos llamar
“razón occidental”, si las cosas acontecen con regularidad. Nadie filosofa sobre por qué el
jefe de familia se sirve primero la polenta, y el hijo más chico por último. Las dudas surgen
y la filosofía encuentra su tarea cuando las cuestiones empiezan a suscitar “por qués”. La
situación extraña, o la mezcla rara, es recurrir a filósofos, cuando estos están justificando en
el momento en que se ha debilitado histórico-culturalmente lo que ellos intentan justificar.
Platón piensa la polis en términos de fuerte unidad y homogeneidad, cuando la polis se ve
atravesada por la crisis individualista, comercialista, etc.. Aristóteles piensa o justifica la
polis cuando el orden es imperial, es planetario para lo que en esa época es el mundo. Es
decir, llegan siempre tarde. En ese sentido usamos textos de clásicos que, en su contexto
histórico, funcionan como una fuente de reflexión tardía. Tienen que justificar con la razón
lo que antes estaba asentado en la costumbre. En ese sentido, el caso que mencionaba
Platón es una respuesta al sentido disolvente de la polis: el principio individualista,
atomista, etc.. Esto lo vamos a ver con Hegel, porque la referencia a Platón es muy
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importante. Con respecto a la segunda pregunta, me parece que establecer cuál es el factor
locomotora del proceso, y cuáles son los vagones, es complicado, quizás genera más
problemas de los que podría solucionar. Entonces decir que el cambio de las técnicas
productivas, y el consecuente cambio en las relaciones sociales ligadas a esos aspectos, es
la locomotora que arrastra el vagón de la filosofía, de la religión, etc., es un poco ambiguo.
Digamos que la época se caracteriza por una serie de novedades, rupturas, cambios, en
diferentes panoramas y espacios, y yo me circunscribo al de la Filosofía Política. Pero,
ciertamente, la idea madre del orden, en sus comienzos (“paz adentro, guerra afuera”), es
impensable si al mismo tiempo no se tiene un ojo en el cambio en la navegación a vela -
gracias a los holandeses-, que les permite “descubrir” América y tener comercio con ella.
Entonces, la guerra se hace afuera, para ver quien saca más riqueza de América; en Europa
debe haber paz o guerras acotadas. Pero eso, cada uno haga su lectura, sino el curso puede
ser infinito. Cuando es algo muy importante hago una lectura. Ustedes van a ver los
ejemplos que da Hobbes de estado de naturaleza, e inmediatamente van a notar lo siguiente:
guerra civil, guerra entre estados y guerra en América. Es decir, los problemas se plantean
cuando ya la solución está. Yo aludí, sobre todo, al tema de la Reforma porque es muy
importa, ahí sí hay un pasaje que ocurre en todas las dimensiones. Dado que el punto focal,
hasta ese momento, era la religión, toda la desteologización y el desarrollo de una
metafísica racionalista camino al inmanentismo, tiene en el pasaje este de lo eclesiástico a
lo conciencial un punto muy decisivo. Uno empieza a leer Descartes y ve que él hace del
Yo el fundamento de todo; pero al mismo tiempo eso derrama litros de sangre.
Alumno: Bueno, también la Reforma implicaba un fin político muy patente.
Profesor: Claro. Esos eran los sectores más radicales, más heréticos (si ustedes quieren).
Es decir, todos estos aspectos conforman un fenómeno de la subjetividad moderna como
voluntad de potencia que se autoafirma y expande a la vez.
Alumno: Usted dijo que en la Edad Moderna cambia la física con la política. En esta
explicación parece que acaba de suceder lo contrario.
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Profesor: Sí, esa fue una posición personal medianamente disfrazada. Yo creo que el
punto central es que hay un sol alrededor del cual hay planetas que giran, para la política es
la metafísica, y fundamentalmente la teología. En la Modernidad, precisamente, ese aspecto
conoce el pasaje de la teología a la metafísica. La lectura de la realidad en categorías
teológicas, se transforma en una lectura en categorías metafísicas. El Yo ocupa el lugar de
Dios. La creación a partir de la nada pasa a ser un gesto de la conciencia llamado
“libertad”. Entonces, me parece que ese es un punto ordenador que da sentido. Si usted se
desplaza cien años, ese gesto de libertad, ante todo, es producir algo. Es menos conocer que
producir. En líneas generales es una metafísica de la conciencia, y luego ese fundamento
dador de sentido pasa a ser el Yo libre en su actividad productiva. Quiero decir, el
navegante que se lanza a conquistar los océanos no leyó a Descartes, pero una época que no
dice que el Yo es todo, no se lanza a conquistar los océanos. No es un problema de coraje
físico. Es una época que dice “Yo soy todo, entonces me lanzo a conquistar el mundo,
porque el mundo soy yo”. La premisa de que alguien conquiste el océano atlántico y el
pacífico es, en última instancia, “el mundo soy Yo”, no hay nada en la naturaleza que
doblegue la libertad. Esos son los puntos que tenemos que ver acá.
Alumna: En relación a la igualdad, ¿cómo es pensada en términos prácticos en la
Modernidad? Es decir, si se piensa que todos los hombres son iguales, se dejó de pensar
que la desigualdad es algo natural.
Profesor: Claro, ese es el punto. Para encontrar un punto común, hay más en la parte
destructiva: la desigualdad no es natural. Pero la parte constructiva es más difícil. Entonces
habría que decir que para el ser humano no hay nada que le viene dado por naturaleza, a la
manera en como le viene dado el color de los ojos, o de la piel o lo que fuere, que marque
una desigualdad tan grande que encuentre una repercusión determinante en el orden
político. En todo caso, es a partir de un orden político construido sobre la base de la
igualdad natural, que ese orden acoge y da sentido a las desigualdades naturales. Pero estas
vienen después y no antes, por ejemplo un recién nacido no vota, ahí el orden político
respeta una desigualdad natural: hay que tener cierta edad, la desigualdad natural es tal, que
justifica una desigualdad política, no tiene derecho a votar. Pero esto viene después. No
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hay una desigualdad natural anterior que determine quién puede ser actor político y quién
no. Generalmente, yo creo que nadie negaría que la política no es en términos físicos (lo
cuál justifica por qué usé “metafísica”). Precisamente para decir esas premisas básica de
igualdad y libertad, los modernos deben abandonar la física. Sería absurdo decir que, desde
ese punto de vista, somos todos iguales. Aún en aquellos que la niegan, la idea de Filosofía
Política como discurso legitimante del orden estatal tiene como parte de ella a la idea de
representación. Claramente, la idea de representación es una noción metafísica, desde el
punto de vista de la física, nadie está en el lugar del otro. Esa es una idea fundacional de
este orden: “físicamente yo soy esto, pero metafísicamente (políticamente) yo soy esto
otro”. Entonces en ese sentido, el porqué de esta prioridad dada a la metafísica.
Bueno, seguimos. El otro punto interesante es si entramos por el lado malo a la
cuestión. En general, para los antiguos, el momento negativo del orden político es una
instancia de corrupción, que está representada por el sometimiento de lo universal a lo
individual. El peor momento para la polis es aquel en el cual aquel que más tiene que velar
por la realización del universal, menos lo hace, y se aprovecha para el beneficio personal: el
tirano, el que doblega lo universal a intereses particulares, el que se deja llevar por lo
individualizante, no se eleva a la universalidad de lo racional. El tirano es aquel que lleva a
cabo su actividad política en un ejercicio irracional, dominado por las pasiones. La pasión
más disolvente de la unidad es el afán de riqueza.
Ahora bien, en la Modernidad es casi al revés. Es decir, dado que lo primero es la parte
y el todo es un constructo, el punto más firme que puede llevar a que los seres humanos se
pongan de acuerdo en vivir bajo un orden político, es que esta construcción les resulte útil
para obtener beneficios personales, y que deban ceder sólo aquello que puede generar
obstáculos ilegítimos (que luego se transformarán en ilegales) a que otros puedan obtener el
propio beneficio personal. Entonces, lejos de ser el elemento corruptor la búsqueda del
beneficio privado, es el elemento constructor de civilidad. Hasta tal punto que tirano es
aquel que reprime esto, y pretende imponerle a los que buscan un beneficio personal, una
universalidad ilegítima. Los pretende universalizar de una manera ilegítima, sin dejar que
busquen en libertad su propio beneficio. Acá también se toca, claramente, el punto de
difícil armonización entre una visión y la otra. Lo que hace la Modernidad, a partir del siglo
XVIII –a grandes rasgos- es ofrecer la justificación teórica de cómo la búsqueda del
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beneficio personal es la mejor contribución al universal. No ya un universal rector de lo
individual, a la manera antigua, sino al revés, los intereses individuales, rectores del interés
universal. De qué manera, con sólo ajustarse a lo que el saber indica que es el modo cómo
los intereses individuales contribuyen a conformar el saber universal. Ese saber que
contribuye de una manera científica a demostrar de qué manera los intereses individuales
son la clave a la formación del interés universal, es la Economía Política. Con lo cual, sobre
finales de la Modernidad Clásica, reaparece el viejo modelo platónico sólo que con las
patas para arriba: el economista-rey. Cambia el postulado “aquel que conoce el movimiento
de las ideas debe reinar” por “aquel que conoce el movimiento de las mercancías debe
reinar”. Buen soberano es el que no impone universales que el conocimiento del
movimiento de las utilidades revela ilegítimo, sino que impone los universales que esa
misma disciplina demuestra que son los adecuados. Por ejemplo, no grabar con impuestos
absurdos, no poner aduanas inútiles, etc.. Con lo cual reaparece un saber objetivo, que le
marca, al primer momento de consenso, un criterio distinto del de consenso. Los libres e
iguales pueden no conocer economía política, y hasta pueden oponerse a verdades de la
economía política, pero en ese caso, la misma razón antes justificaba que todos votaran,
puede justificar que no todos voten, precisamente porque no conocen la verdad objetiva que
está enseñando la economía política. Paralelamente a este saber de cómo lo individual,
movido por un impulso de autonomía y de autosatisfacción, redunda en el universal más
beneficioso para todos, lo cumple la Filosofía de la Historia, porque es el saber que enseña
que de los muchos males, se forma el bien mejor que supera a todos los males juntos.
Bueno, ahí vemos la diferencia: para un antiguo, escuchar que la suma de los
individualismos desemboca en el bien de la comunidad toda, le choca al oído, por no decir
que directamente lo prohíbe por ser la corrupción legitimada. Para un moderno, decir lo
contrario es lo mismo.
Si ahondamos un poco más, podemos ver que para el modelo orgánico de politicidad
natural, de lugares naturales, de funciones a las que la razón misma impone o demuestra el
carácter justo de cumplirlas, se le contrapone –en los modernos que componen el tronco
principal, que es el Liberalismo- un modelo de prioridad de las partes sobre el todo, que
rápidamente necesita ser justificado en una disciplina lo más parecida posible a la
matemática (que resulte indiscutible). Los dos saberes que van articulando esta justificación
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(en el libro de Kosselek se muestra muy bien) son la Filosofía de la Historia –“cómo de los
muchos males surge el bien”- y la Economía Política –“cómo de los mucho egoísmos surge
el beneficio para el mayor número, con sólo respetar ciertas reglas”. Tirano no es el que
impone lo personal en contra de universal, sino el que impone lo universal en contra de lo
personal. En ese sentido, entonces -para terminar este punto- mientras la lógica del dinero
es el huevo de la serpiente de la corrupción de la polis; la lógica del dinero es la clave
explicativa de la racionalidad de un orden político. Cuanto más se asimile el orden político
al dinamismo del dinero, más racional y más justo va a ser. Ahí es simétricamente inverso.
Lo interesante que tienen los autores que tenemos que ver, es que precisamente en ellos
aparecen consideraciones antitéticas que enriquecen la lectura. Personalmente –esto no
tiene que ser compartido con nadie-, dejando a Hegel de lado, los otros autores que
pusimos, salvo en el caso de Locke, los contractualistas no son contractualistas. En el caso
de Locke, el contractualismo fundamental no es político. Esto quiere decir que las figuras
máximas del Contractualismo son tan profundas en su pensamiento, que dejan de ser
contractualistas. Esto es una observación marginal
Para terminar esta introducción a la lectura de los clásicos, les remarco lo siguiente. En
la Modernidad hay como una cadencia diversa según cuál sea el problema que motiva el
intento de justificación filosófica del orden. Entonces, si bien esto es arbitrario en alto
grado, no deja de ser cierto que mientras en el 1600 la fundamentación del estado parte de
la idea de que el mal mayor es la guerra civil y la anarquía; en el siglo XVIII, en cambio, el
pensamiento moderno teoriza el mismo problema, pero desde una perspectiva donde el
problema mayor para el orden no es la guerra civil, sino la falta de libertad. Es decir, si el
problema mayor es buscar la paz, se justifica el abandono de un alto grado de libertad,
porque sólo a través de él es posible alcanzar la paz. Si, en cambio, el problema que debe
resolverse mediante la institución estatal es garantizar la libertad, sólo puede llegar a
justificarse un abandono mínimo de la libertad. De lo contrario se da lugar a un orden
despótico, y no político-jurídico. Entonces, es en función de este momento de clara
contextualización histórica, que se puede visualizar una diferencia muy notable entre lo que
sería una Filosofia Política de la Modernidad Barroca –de fundamentación del estado a
partir de la idea de soberanía absoluta-, y por otro lado, un fuerte cuestionamiento por parte
de los modernos mismos a este tipo de orden político, en nombre de la libertad, y a favor de
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un estado con soberanía ilimitada. El teórico más importante del momento de formación de
la segunda visión de las cosas es Locke, y es casi contemporáneo de Hobbes, quien es el
fundador de la primera concepción. Simultáneamente tenemos ambas perspectivas. Sin
embargo, salvo en este caso particular, los pensadores del siglo XVII se centran en el orden
estatal en lo que hace a los rasgos de la soberanía propiamente tal. En cambio, los
pensadores del siglo XVIII tratan de deslegitimar, cuestionar o reducir al máximo las
prerrogativas de la soberanía propiamente tal. No caen en la contradicción de afirmar dos
soberanías a la vez, pero se le acercan bastante, en la medida en que proponen la división
de poderes y el equilibrio entre ellos. Ahora, mientras que el ejemplo de Locke muestra que
en pleno corazón de la época del Estado barroco hay alguien que anticipa y desarrolla la
idea liberal de Estado limitado; en pleno corazón de la crítica a la soberanía absoluta, hay
alguien que teoriza una soberanía absoluta más dura que la de Hobbes, que es Rousseau.
Entonces, en ambas épocas –aunque en una el objetivo sea superar la guerra civil, y en la
otra el despotismo- hay pensadores que parecen anacrónicos: uno parece adelantado y el
otro atrasado. Por esto, esto que hacemos ahora es a “grandes rasgos”.
Hecha esta salvedad, es cierto que el problema al cual los primeros teóricos del Estado
Moderno quieren dar solución, con el objeto de sus pensamientos, es al de la guerra civil.
Esto comienza a desarrollarse, sobre todo, poniendo en discusión, e inclusive rechazando o
alterando profundamente, lo que es una constante del modelo clásico, a saber, la estrecha
correlación entre política y moral. Esa estrecha correlación entre estas dimensiones de la
práctica, en la Modernidad, con vistas a la neutralización de la guerra civil, aparecen como
necesitadas de una definición suficientemente clara. Precisamente, en la medida en que
todo sea un continuum, queda justificada la invocación de principios religiosos o morales
para la lucha política o la guerra política. La pacificación, en cambio, pasa por la separación
entre lo que es de dominio público (lo político-jurídico) y lo que es de dominio moral y
religioso, que resulta confinado en el espacio de la conciencia de cada uno de los
individuos. Sólo a partir de esta distinción es posible expulsar del espacio público las
causales de guerra civil, que son los principios morales y religiosos. Sobre la base de que el
orden jurídico está dado por el gesto jurídico fundacional que es el consentimiento (doy el
consentimiento a que alguien interprete esos principios), todos nos comprometemos a
obedecer las leyes civiles. La opinión contraria a esas leyes, mientras no tenga lugar el
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procedimiento que esas leyes mismas incluyen para su revisión, queda confinado a la
conciencia. Yo puedo estar en contra de que haya que frenar con el semáforo en rojo, la ley
me pide que frene. En mi conciencia puedo creer que es un avasallamiento a ley. Yo puedo
estar en contra de que se interprete el principio de “no matarás” de esta manera, pero
obedezco. En mi conciencia estoy en contra, espero a las próximas elecciones, voto a los
que piensan igual que yo y veré de cambiar la ley, si no lo logro, sigo obedeciendo a la ley
contra la cual opino. A partir de esta separación conceptual, la práctica se torna más
compleja y, sobre todo, más sangrienta. Pero es a partir de esta idea que, de alguna manera,
el espacio público queda sometido a una interpretación única de los principios, y comienza
a pacificarse. Y ese es el típico modelo de Estado barroco, de soberanía absoluta, que es
una fórmula redundante. Es a través de la imposición de una fuente única de legalidad que
puede, progresivamente, ir poniéndose fin a la guerra civil. Por supuesto, correlativamente
acontece la expansión hacia el exterior y, por ende, la descompresión de la situación
interna. Es decir, la prosecución del conflicto, pero fuera del perímetro estatal, y la
expulsión, fuera de ese perímetro, de aquellos que persisten en la creencia de que tienen
derecho a imponer su opinión personal a través de la fuerza. De esa manera, con la idea de
que la moral es una cuestión privativa de cada uno, y que basta con que en el espacio
público se respeten las leyes que han emanado del soberano (cuya primera función es la del
poder legislativo), se va consolidando la estructura del Estado Nacional Moderno. En ese
sentido, la idea de “paz” como objetivo del orden estatal prima sobre cualquier otro. Por
supuesto, esa paz conlleva también ciertas situaciones de guerra, porque debe ser una paz
duradera y no simplemente una tregua. Es por ello que dentro de ella deben otorgarse una
serie de reconocimientos a los individuos.
En la medida en que se va acrecentando esta situación -en donde el individuo privado,
pagando el precio de la reclusión de su libre pensamiento en la propia conciencia, y
también pagando el precio de obediencia a la ley, aún aquella contra la cual la propia
opinión tiene una lectura diferente- se produce la paradoja de que se generan las
condiciones para el movimiento contrario, porque en la medida en que la conciencia y la
persona toda del individuo se sienta cada vez más segura dentro de esa estatalidad, en mejor
condición está para realizar aquello que lo caracteriza en su propia individualidad de
conciencia. Es decir, mejores condiciones hay para que la conciencia recomience a
26
expandirse hacia fuera, sólo que en la forma de conciencia laborativa (en la medida en que
hay paz se puede trabajar más tranqulamente, producir e intercambiar), que es la actividad
pacífica por excelencia. La actividad que más se conforma a la lógica de la igualdad y el
respeto del otro es el intercambio. El intercambio, por definición, es la renuncia a la fuerza.
Esa actividad en donde la conciencia sale de su oclusión o limitación dentro de sí misma,
para dejarle al soberano que imponga la paz, una vez que esta tarea se encuentra realizada,
esa conciencia se encuentra con la situación mejor para volver a salir de sí mediante esa
actividad pacífica por excelencia que es el intercambio (tanto de productos como de ideas).
Gracias a que el Estado a sido pacificado es posible el intercambio.
Ahora bien, esta doble dimensión de la vuelta al espacio público de la conciencia –
después de haber sido expulsada de él porque era una conciencia belicosa- va a encontrar
dificultades para poder seguir desarrollándose, en las mismas medidas que tomó el
soberano cuando debió ejercer su poder absoluto para obtener la paz. Las ideas, para poder
seguir intercambiándose, encontrarán una dificultad en la censura marcada por el soberano
para imponer la paz. Los productos van a encontrar una dificultad para seguir
intercambiándose, en las medidas restrictivas que impuso el soberano a la actividad
económica para asegurar una distribución distinta, más pacificadora, de determinados
productos, de manera tal de lograr tal o cual objetivo. Con lo cual, no ya en términos de
reivindicación de la verdadera religiosidad, sino en términos de reivindicación de la
libertad, el segundo modelo de legitimación del estado (sobre todo en la segunda mitad
siglo XVIII) que va a desarrollarse, es un modelo no ya de concesión del poder absoluto al
poder estatal, sino todo lo contrario: de limitación, de restricción a ese poder absoluto en
nombre de la libertad de producción e intercambio, y en nombre de la libertad de ideas.
Entonces, aquí entramos en ese momento revolucionario de la conciencia política moderna.
En 1776 pasa en el norte de América, en 1789 en el corazón de Europa continental. Si uno
compara Hobbes con el estado de Luis XIV, con lo que pasa el último cuarto de siglo de
XVIII, tienen los dos polos del arco político de la Filosofía Moderna Clásica. La
justificación de la soberanía en términos de soberanía, y la justificación de los límites a esa
soberanía en términos de la libertad de intercambio, porque el intercambiar es lo que define
al ser humano por excelencia. Aquí también, es dable encontrar dentro de un mismo
27
paradigma la prevalencia de uno u otro modelo (igualmente, si uno va a las cronologías de
los pensadores la cosa es más compleja de lo que digo).
Entonces, aparece sobre el final de la Filosofía Política moderna clásica el concepto
decisivo para identificarla, y que abre el camino a la configuración que habrá de superarla o
liquidarla. Ese concepto es el de Revolución, el cual sufre un cambio semántico notable que
es el siguiente: en su origen –acá es muy claro el modelo inglés- la revolución, el
cumplimiento de un movimiento cíclico, de retorno al origen (“revolver” es dar la vuelta,
volver al origen), luego de los sucesos negativos se hace presente, y genera la superación de
esos momentos negativos. La restauración de la monarquía en Inglaterra, que tenía un
carácter proto-liberal, es un momento histórico caracterizado como la “Revolución
Gloriosa”. Se vuelve al punto de partida, habiendo superado lo que fue negativo. De este
modelo inicial de incorporación de la idea de revolución al pensamiento político, a través
de la Filosofía de la Historia y de la Economía Política, esta idea termina decantando en
una imagen completamente distinta. Se transforma de la idea de movimiento cíclico (volver
al origen después de haber cumplido todo un recorrido y haber superado el momento de
mayor alejamiento de ese origen), para pasar a adquirir el sentido de cambio fundamental
que permite un movimiento de ascenso al infinito, una flecha disparada hacia el futuro. Este
es, de algún modo, el sentido de la idea de revolución, desde los Jacobinos hasta hoy, hasta
la caída del muro de Berlín, hasta hace diez años (cada uno elija). No se trata ya de volver
al origen, sino de alcanzar la meta. En este sentido, la revolución es aquello que elimina os
obstáculos que impedían marchar a esa meta. Removidos esos obstáculos, la revolución
acelera el camino a esa meta, y podría, eventualmente, evitar los sufrimientos en ese mismo
camino. Sin una Filosofía de la Historia, que es la Metafísica de ese momento, sería
impensable ese cambio semántico que se produce, sobre todo, con los jacobinos.
Yo pongo siempre un ejemplo bastante cercano a nosotros: en 1810 no sabíamos que
modelo usar, si el del regreso al origen puro, o el de apertura hacia lo nuevo. Somos el
único país que tiene dos fechas, porque no se sabía qué hacer. Ahí es muy claro, ¿qué es lo
que estamos haciendo? ¿recomponer los fueros de Castilla? ¿defender al rey legítimo? ¿o
estamos rompiendo con el despotismo godo, y estamos fundando una nueva República
disparada hacia el futuro?
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Instaurada en la conciencia política moderna esta idea, el paso siguiente es que esa
revolución ya no la puede hacer una élite, sino que el actor pasa a ser la masa. Ahí se acaba
la Filosofía Política Moderna Clásica, entra otro discurso en algunos puntos antitéticos y en
otros no. En algunos casos es totalmente antitético, como en el Marxismo. En otros como el
cesarismo napoleonano hay mayor continuidad.
Bueno, yo diría que con esto podemos empezar con los textos.