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12 eSQ 127 Por Témoris Grecko / Wadi khaled, fronTera líbano-siria 126 feb foto: AfP “hAcE MESES qUE EN (LA cIUDAD DE) hOMS NO ExISTE ALgO qUE SE pUEDA LLAMAR NORMALIDAD. EL EjéRcITO hAcE qUE LA vIDA DE LA gENTE SEA IMpOSIBLE” 128 feb quieres aceptar. Además, si te agarran viendo ese canal, te meterás en graves problemas. Mejor no pensar. Quedarte tranquilo. Y te digo esto porque yo mismo era así”. fotos: AfP, EfE, rEutErs

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El país sin primaveraPor Témoris Grecko / Wadi khaled, fronTera líbano-siria

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espués de su visita del 28 de diciembre de 2011 a la sufri-da ciudad de Homs, el ge-neral Mohamed Ahmad al Dabi, jefe de la misión de ob-servadores de la Liga Árabe en Siria, dijo: “El día de ayer estuvo tranquilo y no hubo enfrentamientos. No vimos tanques, aunque sí algunos vehículos blindados”.

Nada menos que 17 per-sonas murieron en Homs en esa jornada “tranquila”. Vi-deos en YouTube muestran justamente a varios de los compañeros de Al Dabi tra-

tando de cubrirse para evitar los disparos de los francotiradores del gobierno. A ellos, cuya presencia en Siria debería haber servi-do para garantizar el fin de la violencia y abrir el camino a la paz.

La gente les reclamaba. En otro video de esos momentos de “normalidad”, aparecen activistas en Homs que muestran a los observadores el cuerpo de un niño de cinco años, a quien mataron las fuerzas de seguridad.

“Sean pacientes, dennos tiempo”, le dice uno de los visitantes a un residente, “realizaremos nuestros deberes hasta que pueda haber diálogo”.

“¿Cuál diálogo?”, responde su interlocutor. “¿Cómo podemos llegar al diálogo cuando están matando gente. Nos dijeron que los tipos de seguridad no matarían a nadie en presencia de los obser-vadores, pero cuando el jefe de la misión estaba aquí, mataron a un niño y por lo menos a 15 personas más”.

La misión de la Liga Árabe se convirtió en lo que algunos ha-bían advertido: una coartada para que el régimen del presidente Bashar al Assad ganara tiempo y siguiera exterminando civiles (al cierre de la edición, Siria anunció que ampliaría un mes dicha mi-sión). La oposición siria ya había anunciado sus dudas desde que se supo que los observadores serían encabezados por el general Al Dabi, un militar que estuvo encargado de ofensivas criminales en Sudán del Sur y en Darfur, por las que su jefe y aliado, el mandata-rio sudanés Omar al Bashir, enfrenta una orden de aprehensión de la Corte Penal Internacional, acusado de genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.

A pesar de múltiples de-claraciones de su compromi-so con la paz en Siria, la Liga Árabe envió a una misión —sus ojos— que no quería ver. Y que al final se retiró sumida en la vergüenza, en medio del clamor de quienes sí han vis-to y escuchado y sentido en carne propia lo que significa vivir en Siria bajo la feroz dic-tadura de los Assad.

Ellos, los que sí vieron, nos hablan desde estas páginas.

ATENTADOS MISTERIOSOSEl 23 de diciembre de 2011, a las 10:18 am, dos coches bomba estallaron frente a las sedes de la Dirección de Seguridad del Estado y de la Oficina General de Inteligencia, en el céntri-co distrito de Kfar Sousa en Damasco. La te-levisión gubernamental actuó con velocidad

inusual: las pantallas de todo el país se llenaron con imágenes de cadáveres despedazados. Y sólo 40 minutos después del inciden-te, Sana, la agencia gubernamental de noticias, ya denunciaba a los perpetradores: “El ataque criminal tiene las huellas de Al Qaeda”.

La primera cifra de víctimas era de 44 “mártires” y 166 heridos. Faisal Mekdal, viceministro de Relaciones Exteriores, declaró en el lugar de los hechos: “Lo hemos dicho desde el principio: esto es terrorismo. Están matando a soldados y civiles”. En los medios oficiales, una batería de analistas se disparó en respaldo de la ver-sión gubernamental. Por ejemplo, el “doctor Amin Hoteit, experto

estratégico de Líbano”, dijo que los ataques “indican que los agen-tes de Occidente y de Israel han empezado a llevar a cabo actos terroristas” utilizando “a Al Qaeda para matar civiles”.

El 6 de enero, el horror se repitió: una céntrica plaza del barrio damasceno de Al Midan fue el escenario de otro “ataque suicida” con coche bomba. El número de muertos (alrededor de 26) cambió varias veces porque era “difícil saber cuántas personas fueron re-ducidas a fragmentos”, y la televisión volvió a llevar esas imágenes a las casas de los espectadores. El ministro del Interior, Ibrahim al-Shaar, anunció golpes con “puño de hierro” contra Al Qaeda.

A lo largo del conflicto, que estalló el 15 de marzo de 2011 pero se empezó a gestar un mes antes, no se habían producido actos de este tipo. Y de pronto pasaron. El primero, nada menos que a la mañana siguiente de la llegada de la misión de observación de la Liga Árabe. El 20 de diciembre, tres días antes de esas explosio-nes, el ministro sirio de Exteriores, Walid al-Mualem, adelantó lo que esperaban de los visitantes: “Muchos países en el mundo no quieren admitir la presencia de grupos terroristas en Siria. (Los enviados árabes) vendrán aquí y verán que están presentes”.

No está claro qué ganaría la oposición al provocar matanzas de civiles, de la gente a la que trata de representar. Ni por qué querría hacerlo cuando los observadores de la Liga venían a constatar la violencia que ejercía el gobierno, que ahora parecía ser la víctima. Los atentados le sirvieron al régimen para insistir en su denun-cia de que lo que combate no es el descontento del pueblo, sino el terrorismo de una Al Qaeda misteriosamente aliada con Estados Unidos e Israel (un argumento que antes fue usado por Muamar Gadafi en Libia y por Hosni Mubarak en Egipto).

Pero no fue nada más esto, ni sólo la coincidencia con las visitas, lo que des-pertó sospechas. Muchos se pregun-taron cómo había sido posible que los terroristas pudieran entrar en coche a las zonas más vigiladas de la capital del país.

Ese mismo 23 de diciembre, reportes de prensa citaron a testi-gos que aseguraron que las calles afectadas habían sido cerradas desde varias horas antes por los servicios de seguridad y que, al escucharse los estallidos, muchos guardias no habían mostrado nerviosismo y habían permanecido en sus puestos. Hubo quien especuló que los cadáveres podrían ser de víctimas de tortura y ejecuciones, trasladados desde otras partes de la ciudad o del país. El gobierno no presentó la lista de los fallecidos.

Todo esto se repitió el 6 de enero: vecinos dijeron que antes de la explosión se habían producido cierres de calles y se habían desplegado pelotones policiacos. En el barrio afectado, nadie echaba en falta a parientes o amigos: no se sabía quiénes habían sido las víctimas.

“Quien tiene acceso a información independiente no se traga las mentiras del gobierno”, me explica Abdel (pidió omitir su nombre verdadero por razones de seguridad), en Wadi Khaled, un pueblo libanés fronterizo con Siria. “Pero tenemos mucha gente que sólo se informa a través de la televisión oficial. Ahí salen chicas bonitas a decir que todo está tranquilo, que el Ejército protege al pueblo, que los problemas de Siria los están causando terroristas islámi-cos pagados por los masones y los judíos, y que no hay duda de que serán derrotados. Si miras (la cadena televisiva) Al Jazeera, ves las cosas terribles que hacen los soldados contra la gente, y no lo

quieres aceptar. Además, si te agarran viendo ese canal, te meterás en graves problemas. Mejor no pensar. Quedarte tranquilo. Y te digo esto porque yo mismo era así”.

TSUNAMI DE BALASEmpleado gubernamental en Damasco, Abdel, de 35 años, deci-dió escapar de Siria en septiembre de 2011. Fue a Homs, su ciudad natal y uno de los baluartes de la oposición, donde esperó en casa de unos amigos, durante diez días, la señal. Se la dio su hermano, Ahmed, un sargento del Ejército sirio: él y varios de sus camaradas habían planeado desertar hacia Líbano.

Abdel aguardó varias horas en una seca cañada del desierto, ocultándose de los pastores de cabras que pasaban por las cerca-nías. Cuando llegaron sus compañeros, no vio a los cinco hombres que esperaba. Ahmed y tres más lloraban. “Tuvimos que dejar a Hasán”, le dijeron. “Lo hirieron, pero era una locura volver por él. Nadie hubiera sobrevivido, era un tsunami de balas”.

Se habían tenido que abrir paso a disparos desde un cuartel mi-litar en Homs. Aunque dos de ellos montaban guardia en una de las puertas y facilitaron la salida del grupo, fueron detectados des-de otras posiciones e intercambiaron fuego durante unos segun-dos mientras trataban de alejarse. Hasán cayó, pero fue casi un milagro que nadie más resultara herido.

“Fue mi hermano menor, Ahmed, quien me abrió los ojos”, dice Abdel, ya a salvo en Wadi Khaled. “Me dijo que lo habían obligado

a matar a inocentes. Que un oficial alauí le había puesto una pis-tola en la cabeza, y que ese hombre, pocos minutos antes, había asesinado a un soldado que había titubeado cuando le ordenaron disparar contra los manifestantes desarmados. Ahmed tuvo mie-do y obedeció. Él cree haber matado a tres personas, entre ellos, un amigo nuestro que se llama Amr. Yo le he dicho que no fue así, pues cuando fui a Homs a esperar el momento de la huida, pre-gunté por Amr y él vino y hablamos, está vivo. Ahmed no lo acepta, no lo quiere creer. Dice que Amr lo visita en sueños para pregun-tarle por qué lo mató, y que cada noche lo condena a sufrir para siempre en el infierno”.

La oposición asegura que más de 20 mil efectivos han deserta-do de las fuerzas armadas gubernamentales y que buena parte de ellos se ha unido al Ejército Sirio Libre (esl), una organización que comenzó a formarse en julio de 2011, después de meses de repre-sión sangrienta por parte de las autoridades. Pero su estructura dista de haberse consolidado y muchas de sus unidades realizan por su cuenta actividades de “protección a civiles”, como ellos afirman, y de hostigamiento contra el régimen.

Algunos rebeldes actúan desde zonas de Turquía fronterizas con Siria, y otros desde aquí, Wadi Khaled, que por su ubicación en la esquina noreste de Líbano, siempre ha sido un lugar de paso para productos de contrabando; ahora sirve para ayudar a salir a simpatizantes de la oposición y para introducir armas para las células del esl que operan dentro de su país.

BAShAR AL ASSAD SE AfERRA AL pODER qUE hEREDó DE SU pADRE, MIENTRAS SUS pERROS DE gUERRA DE-jAN UN RASTRO DE TORTURA y MUERTE ENTRE cIvI-LES y REBELDES. EL ENvIADO DE EsquirE hABLó cON OpOSITORES qUE hAN hUI-DO A LíBANO, hARTOS DE UN RégIMEN qUE ApLAS-TA A SU pUEBLO fRENTE A LOS OjOS DEL MUNDO.

DArriba: el presidente sirio bashar al Assad habla frente al comité de diálogo que se formó para lograr estabilidad en el conflictivo país. Abajo: los militares apoyan a bashar, como lo hacían con su padre, Hafez al Assad.

“hAcE MESES qUE EN (LA cIUDAD DE) hOMS NO ExISTE ALgO qUE SE pUEDA LLAMAR

NORMALIDAD. EL EjéRcITO hAcE qUE LA vIDA DE LA gENTE SEA IMpOSIBLE”

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Estamos a sólo 40 kilómetros de Homs y a un poco más de Hama, otro centro opositor. En el lado opuesto de la frontera, vemos a sol-dados sirios que también nos ven y podrían disparar contra no-sotros si quisieran. “No lo desean”, afirma Walid al Haddad, un capitán del esl. “Aunque no se han atrevido a (desertar y) pasarse a este lado”, continúa, “espero que lo hagan, que venzan el terror que sienten. En todo caso, no tienen deseos de matar a sus hermanos”.

cERROjO MENTAL“La vida en Homs es insoportable”, dice Abdel, quien desde Da-masco no podía imaginarse que las cosas estuvieran tan mal. “La seguridad en la capital es total, pero no porque no haya descon-tento, sino porque toda la fuerza del régimen está allí. Uno no se puede mover sin que la Mujabarat (policía secreta) lo sepa. Los barrios con mayor presencia opositora están bloqueados, pero en el centro de Damasco nadie quiere enterarse de eso. Yo no quería, me había impuesto una especie de cerrojo mental. Que se fue ca-yendo, se fue cayendo. Y se hizo pedazos cuando Ahmed me contó lo que hizo y lo que las tropas estaban haciendo”.

En Homs descubrió lo que era vivir bajo estado de sitio. “Hace muchos meses que no existe ahí algo que se pueda llamar normali-dad. El Ejército hace que la vida de la gente sea imposible”.

“Hemos ganado control sobre nuestras calles”, lo interrumpe

un joven sirio que se sentó en una mesa cerca de la nuestra a to-mar té. Abdel no lo conoce y le pide que se presente, pero el chico continúa: “Antes, los agentes llegaban a tu casa cualquier día y te llevaban sin dar explicaciones. Si tenías suerte, te arrojaban en una carretera a los tres días, después de torturarte. También te podían condenar bajo cargos falsos. O desaparecer tu cadáver si habías muerto en el interrogatorio, y nadie volvía a saber de ti. Hoy no pueden entrar a nuestros barrios, aunque nos cercan, nos encie-rran, no los dejamos entrar”.

Por fin, el muchacho se identifica como Hafez (sus padres lo nombraron así porque admiraban a Hafez al Assad, fallecido pa-dre del presidente Bashar al Assad y fundador del régimen que su homónimo de 19 años quiere destruir). Es un carpintero que par-ticipaba en la resistencia civil en Hama y que vino a Líbano cuando le llegó el turno de hacer el servicio militar. “Iba a tener que tomar el fusil de cualquier forma”, explica. “No iba a disparar contra mi

Hoy, en un país que presume de la antigüedad de sus poblaciones y de la arquitectura que han preservado, Hama es la única sin casco antiguo: las fuerzas de Al Assad padre lo redujeron a cenizas, con todo y sus residentes. Hasta antes del actual conflicto, era una es-pecie de herida mal cauterizada, donde construyeron un cuartel de policía y un hotel cinco estrellas.

La dictadura de los Assad (Bashar, hijo de Hafez, heredó la pre-sidencia, lo que creó una dinastía republicana) no es sólo vista como la hegemonía de una familia, sino también como la de una minoría religiosa: la de los alauíes.

En el islam, una religión con tantas divisiones y subdivisiones como el cristianismo, hay una grieta fundamental que enfrenta a la rama mayoritaria, la suní, con la disi-dente, la chií. Den-tro de esta última, sobreviven varias sectas maltratadas, como la alauí.

El 75 por ciento

de los 22 millones de sirios son suníes. Pero los Assad y casi todos los miembros de las distintas elites (en la administración pública, la economía, el Ejército y la Mujabarat) pertenecen a los alauíes, que son tres millones y medio, o el 15 por ciento de los habitantes (además de un 10 por ciento de cristianos, drusos y otros grupos).

El hecho de que también hay diferencias étnicas (existe una im-portante población kurda en el norte) hace pensar en el peligro de que Siria caiga en una situación parecida a la de Irak, donde el esquema de poder era el inverso: los suníes, que eran minoría y dominaban a la mayoría chií desde el gobierno de Saddam Husein, ahora fomentan el terrorismo desde la oposición, mientras que los kurdos amenazan con la secesión en el norte.

Para muchos, el conflicto en Siria es un alzamiento contra el do-minio alauí. Por ello resultaba extraña la presencia de Hafez, el joven alauí que interrumpió nuestra conversación, en ese reducto opositor en Líbano. No obstante, él tenía otra opinión. Y estaba dispuesto a sostenerla frente a quien fuera.

cOBERTURA pELIgROSATeo Panos es un gringo poco común. Su nombre y su apellido de-notan ascendencia griega, pero sus raíces son más bien ucranianas

y habla ruso. A Teo no lo atrajo el cris-tianismo ortodoxo, el ruso o el griego. Se fue a hacer estudios islámicos al muy remoto Yemen, en madrasas (acade-mias musulmanas) frecuentadas por personas ligadas a movimientos yija-distas (que favore-cen la guerra santa). Y a Siria, donde vi-vió de 2007 a 2010, y de nuevo en 2011. De cabello ondula-do entrecano y lar-go, y sentado en una mesa junto a este periodista mexica-

no en Beirut, sólo parece otro reportero in-teresado en la región.

Me separé de él en la frontera entre Líba-no y Siria. Veníamos de la capital libanesa y tratábamos de cruzar a Damasco. Él tenía una visa siria. Yo, la ventaja de no provenir de un país considerado enemigo del régi-men de Al Assad. A él lo llamaron para inte-rrogarlo. “Sorry”, le dije, cuando me dieron el recibo para ir a pagar por el visado que me estaban extendiendo ahí.

Espejismos. Luego de horas de pregun-tas me devolvieron mi dinero, me dieron las gracias y me regresaron a Líbano. Un oficial

de migración se disculpó conmigo: “No odies a los sirios, sabes que somos un pueblo muy hospitalario. Lo malo es nuestro gobierno”. Otros periodistas que se habían puesto disfraz turístico habían lo-grado entrar. A mí no me funcionó. A Panos, en cambio, le dijeron que pronto lo dejarían pasar.

“Sorry”, me devolvió el gringo. No me dio tiempo de enojarme con él. A la mañana siguiente me alcanzó en mi hostal en Beirut. Lo hicieron esperar para negarle la entrada cuando ya era de no-che y estaba solo, y tuvo que arreglárselas para dormir en algún lugar de las montañas libanesas.

Tal vez fue un golpe de suerte para mí. Panos me confirmó que hacer periodismo en Siria era casi imposible. Él, como los demás

LOS REBELDES hAN cOMpRENDIDO qUE NO SóLO ESTáN TRATANDO DE DERROcAR AL AcTUAL pRESIDENTE, SINO A UN RégIMEN-SEcTA cREADO pOR EL pADRE DEL pRESIDENTE.

gente y al final tendría que arries-gar mi vida para desertar. Así es que ahora voy a enrolarme en el Ejército Sirio Libre”.

La combinación de los relatos de Abdel y Hafez revela una situa-ción terrible para los vecinos de Homs y Hama. Tanques y cañones han disparado en innumerables ocasiones contra edificios de de-partamentos. Concentraciones de personas que se habían organiza-do para protestar, o simplemente porque salían de la mezquita tras

el rezo del viernes a mediodía, fueron ametralladas. Los restos de coches destrozados, de fuentes en pedazos y de columnas derriba-das llenan las calles de escombros.

Durante meses, miles de familias en barrios de Homs y Hama, y de Daraa, Deir ez-Zor, Rastan y otras ciudades, incluida el área metropolitana de Damasco, han tenido que soportar ofensivas militares como si se tratara de campos de batalla donde se enfren-tan dos ejércitos. Aquí, sin embargo, luchan fuerzas profesionales contra ciudadanos armados con piedras y bombas caseras hechas con gasolina y botellas.

En Latakia, el principal puerto del país, barcos de la Marina han disparado contra zonas residenciales. Los shabiha (“fantasmas”), milicianos gobiernistas al estilo de los basiyíes de Irán, recorren las calles tocando casa por casa, en busca de personas que por alguna razón fueron anotadas en listas negras, para asesinarlas. Grupos de trabajadores que regresaban a casa fueron masacrados en puntos de control, sólo por sospechas. Periodistas y blogueros han desaparecido como represalia por sus escritos.

“Mi madre no puede salir con mis hermanos pequeños”, dice Hafez, alterado. “No hay escuelas, pero sí hay francotiradores, y les da igual si le disparan a un hombre, una mujer, un niño”. Los

servicios básicos no funcionan y salir a buscar comida es arriesgar la vida.

“Eso lo sufrimos todos, hasta los alauíes”, dice Hafez.

Las caras de Abdel y de otras personas que escuchan cambian de in-mediato. El muchacho se da cuenta y, más que intentar congraciar-se, afirma: “Todos somos sirios. La dictadura nos mata a todos”.

DIvISIONESHafez al Assad tomó el poder en 1971 mediante un golpe de Esta-do y lo mantuvo hasta su muerte, en 2000. Gobernó con auténtica mano de hierro. Ahora, cuando se vio que la ciudad de Hama tar-daba en sumarse a la insurrección civil iniciada en marzo pasado, no fue difícil disculpar a sus habitantes, porque ellos fueron los pioneros, con un alzamiento en 1982, y lo pagaron muy caro. El Ejército y la Fuerza Aérea, al mando de oficiales alauíes, la bo-bardearon inmisericordemente, sin hacer distinciones entre los rebeldes y el resto de la población. El saldo se estima, conservado-ramente, en 20 mil muertos.

Derecha: Hafez al Assad tomó el poder en 1971 mediante un golpe de estado y lo mantuvo hasta su muerte, en el año 2000. extrema derecha: la primera dama de Siria, Asma al Assad, esposa de bashar al Assad, hace un año durante un acto de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina .

La frontera de Líbano con Siria es un territorio que huele a guerra. La dictadura de los Assad no es sólo vista como la hegemonía de una familia, sino tam-bién como la de una mi-noría religiosa: la de los alauíes. Para muchos, el conflicto en Siria es un alzamiento contra el dominio alauí.

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extranjeros fuera de las zonas turísticas, estaba sujeto a 24 horas de vigilancia en Damasco. Lo observaban espías evidentes y mu-chos otros, gente común que tenía que dar información a la Mu-jabarat para no ser molestada. Sus amigos eran interrogados con frecuencia sobre lo que hacía Teo. Lo mismo que sus vecinos. Su casero. La persona que le lavaba la ropa.

Ni hablar siquiera de acercarse a Homs o a Hama. En 2009, cuando sí me dejaron entrar y la situación era normal, mi pasa-porte era revisado varias veces cada día: por los recepcionistas de los hostales; por los vendedores de boletos de transporte; por los choferes de las minivans de pasajeros; y por los policías y soldados de los puntos de control.

Cuando Jeremy Kroeker, del diario canadiense Toronto Star, se desesperó el 5 de noviembre de 2011 porque no podía trabajar con libertad y tomó un taxi para ir a los barrios insurrectos de la capital, el conductor le dijo que sí y lo llevó a la estación de policía, donde lo interrogaron durante nueve horas. Lo dejaron ir, pero por su culpa detuvieron a un periodista brasileño con el que com-partía piso. Y también a algunos sirios, aunque esto pudo haber sido una coincidencia. Kroeker tuvo que salir del país. Dos sema-nas antes, en octubre, Sean McAllister, de la británica Channel 4 News, fue arrestado en un café de Damasco cuando conversaba con un colega sirio identificado sólo como Jihad. También a McA-llister lo liberaron tras un interrogatorio.

Yo sabía que entrar en Siria representaba un alto riesgo. Sin em-bargo, estos relatos me dejaron en claro que tenía que temer por otros, más que por mí: el trato que recibieron Kroeker y McAllister no fue tan violento como el que le dieron a mis colegas en Irán y en Libia. Los ataron a sillas en salas de interrogatorio donde había

terribles instrumentos de tortura, que no usaron contra ellos. Pero tuvieron que es-cuchar los alaridos de los sirios a los que mataban poco a poco en los cuartos conti-guos. Y preguntarse si se trataba de gente a la que conocían, si ellos eran en alguna forma responsables de la detención de esas personas. Cuando McAllister dio cuenta de su experiencia, ya a salvo en su propio país, reconoció que no sabía nada de la suerte de su amigo Jihad.

Mi gran inquietud, cuando trataba de en-trar en Siria, era que no podría hablar con nadie. Ya lo había vivido en Irán: uno se convierte en un peligro inaceptable para la gente que lo recibe. El gran reportaje, la sú-per historia que uno quiere conseguir, dar a conocer lo que ocurre, ayudar a cambiar las cosas, ¿vale el dolor, la vida de alguien?

EL cULTO DE hAfEZ“En realidad, la fuerza oscura en Siria no es una rivalidad religiosa”, me dijo Teo Panos en Beirut.

La ventaja de que no me hayan dejado en-trar en Siria es que tuve que buscar fuentes fuera del país. Así encontré a los desertores que ahora forman el els y a otros exiliados en Líbano, con quienes pude hablar de la si-tuación, con la tranquilidad de que no iban a perder la vida por ello. La ventaja de que no hayan dejado entrar en Siria a Panos (que tuvo que abandonar en Damasco sus cosas y sus planes) es que, gracias a sus años de es-

tudio del islam y a su conocimiento de la política de ese país, pocas personas podrían explicar tan bien qué es lo que pasa allí dentro con los suníes, los alauíes y los Assad.

Y vaya que era necesario: la primera sorpresa que me llevé al conversar con Teo fue que la misteriosa religión alauí bajo la que se ampara el temible aparato del poder en Siria, y que encumbró al viejo Hafez al Assad, ya no existe. La segunda fue que quien la destruyó se llama… Hafez al Assad.

Descubrí también que el terrorífico alauismo es en realidad bas-tante simpático. “Si buscas una religión acogedora que armoni-ce con los elementos naturales, ésta es la fe para ti”, dijo Teo. Los alauíes creen que todos los seres humanos fuimos estrellas alguna vez, y mediante un proceso de metempsicosis de siete pasos, pode-mos recuperar nuestro lugar en la Vía Láctea. A los musulmanes no les gusta que la gente le encuentre interpretaciones esotéricas al Corán, pero eso es lo que los alauíes hacen, bajo la idea de que el libro de Mahoma esconde significados más profundos.

Les importan poco, además, las estructuras de poder que montan las religiones: no tienen redes jerárquicas de clérigos, ni templos de administración del misticismo. Piensan que se ama mejor a Dios en el hogar o al aire libre, y adoran al sol y a la luna porque son aspectos de lo divino; al aire, porque Dios se ha dispersado en el éter; a las

estrellas, porque ahí esperan los ancestros; y al cuarto califa, Alí, porque, si no, no serían chiíes, y de algún pie tenían que cojear.

Cuando Hafez al Assad tomó el poder, en 1971, no lo hizo bajo la orientación de la fe, sino de una doctrina política, el baasismo, que era parte del movimiento nacionalista árabe que predomina-ba en aquella época y que era en esencia laico. Pero necesitaba a la gente de su secta de origen, a ese 15 por ciento de la población que lo ayudaría a convencer a la mayoría suní y a los cristianos de que lo conveniente era estar con él y no contra él. Al mismo tiempo, como todos los dictadores, tenía que asegurarse la lealtad absoluta de sus seguidores, una fidelidad que no tuviera competencia. Ni siquiera la de la religión.

Así que ordenó la supresión del alauísmo: lo excluyó de la edu-cación, prohibió cualquier expresión pública alauí o incluso que fuera mencionado, aplastó a las organizaciones y autoridades alauíes, persiguió los peregrinajes…

No todos los alauíes fueron compensados con premios. En prin-cipio, en un país donde el discurso oficial pregonaba que todas las sectas y etnias eran iguales, la de Hafez era más igual que las otras. El acceso al poder de los alauíes, sin embargo, de-pendía de su proximidad a las redes de los Assad, que eran, sobre todo, fa-miliares. La cúpula go-bernante se volvió una sala donde todos eran primos en algún grado.

El culto fue suplantado por el de los Assad divi-nizados. Los carteles con la imagen de Hafez y de sus hijos Bachar y Basil (quien estaba destinado a ser el here-dero, pero le gustaba correr coches y se mató en 1994) son ubicuos y mucha gente —tan-to alauíes como suníes, cristianos, kurdos y drusos— los venera como a seres superiores.

Cuarenta años de adoctrinamiento, que se cumplieron en 2011, lograron crear un fenó-meno de adoración masiva que la insurrec-ción sólo ha podido romper parcialmente.

“La fuerza oscura en Siria no es la religión alauí, sino el amor por el santuario que (Hafez al Assad) inventó”, explicó Panos. “Todos los que han matado en su nombre y guarda-do silencio mientras se desarrolla la matanza levantan su bandera. Es un credo sostenido por los alauíes, pero los demás son bienve-nidos. Y, por ahora, se sostiene”.

SUEÑO DE OpIOEl edificio ideológico-religioso creado por el difunto Hafez tiene bastantes cuarteaduras. En primer lugar, era Basil, su hijo muer-to, a quien él había presentado como sucesor. Bashar no tenía in-tención de gobernar: estaba haciendo carrera como oftalmólogo en Londres, se casó con una guapa británica y sus hijos se expre-san mejor en inglés que en árabe. El 21 de agosto de 2011, cuan-do cayó Trípoli, la capital de Libia, y muchos apuntaban hacia él como el próximo que sería derrocado después de Gadafi, Bashar

se presentó en la televisión a causar más lástima que respeto: “Que nadie crea que no nací para liderar en tiempos de crisis”, dijo.

Los propios insurrectos han comprendido que no sólo están tratando de derrocar al actual presidente y sus asociados, sino a un régimen-secta creado por el hombre que murió hace doce años: “Oh Hafez, Dios maldiga tu alma”, cantan en las manifestaciones. Para la mayoría de los sirios, la sola existencia de este eslogan hu-biera sido impensable hace apenas unos meses.

Además, las matanzas están destruyendo la idea de comunidad entre los sirios. Abdel, el burócrata de Damasco, se rehusó a creer que el Ejército disparaba contra la gente hasta que su hermano creyó matar a un amigo, y entonces se pasó a la oposición.

Se está rompiendo también por el efecto YouTube que, ante la imposibilidad de realizar una cobertura periodística profesional, se ha convertido en una poderosa herramienta. Ha servido para mostrar la brutalidad del régimen y para exhibir la desorientación de la Liga Árabe en la crisis. Sus observadores se han convertido en los nuevos protagonistas involuntarios de la Red, y aparecen en las imágenes viendo lo que su jefe dirá más tarde que no vieron, o que no están seguros, o que necesitan investigar más.

Luego de su inusualmente proactivo y eficaz desempeño en el conflicto libio, la Liga Árabe se ha empantanado en indecisiones que, a ojos de la oposición siria, la están convirtiendo en coartada del régimen para seguir matando.

“Lo que importa es que estamos despertando de ese sueño de opio”, dice el joven Hafez en Wadi Khaled. Sus interlocutores lo siguen viendo con desconfianza, pero no lo contradicen. “Hemos vivido juntos por cientos de años y juntos tenemos que recons-truir Siria. Porque no somos alauíes ni suníes ni cristianos. Somos sirios, sirios libres de los Assad”.

Fue Abdel quien empezó a aplaudir. Los demás lo siguieron.

LA OpOSIcIóN ASEgURA qUE MáS DE 20 MIL EfEcTIvOS hAN DESERTADO DE LAS fUER-ZAS ARMADAS OfIcIALES y qUE MUchOS SE hAN UNIDO AL EjéRcITO SIRIO LIBRE.

Las matanzas están destruyendo la idea de comunidad en-tre los sirios, reuni-dos en torno a la fe de los Assad. Por su parte, YouTube se ha convertido en una po-derosa herramienta para mostrar la bru-talidad del régimen y para exhibir la des-orientación de la Liga Árabe en la crisis.

La Liga Árabe se ha empantanado en indecisiones que, a ojos de la oposición siria, la están convirtiendo en coartada del régimen para seguir matando.