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Felisberto

H e r n á n d e z

Cuentos

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1ª edición, Casa de Las Américas, La Habana, 1968.

©Felisberto Hernández

©Fundación Editorial el perro y la rana, 2006

Av. Panteón, Foro Libertador, Edi. Archivo General

de la Nación, P.B. Caracas -Venezuela 1010telefs.: (58-0212) 5642469 - 8084492/4986/4165

telefax: 5641411

correo electrónico:

[email protected]

Edición al cuidado de

Coral Pérez

Transcripción

Ingrid Sánchez

Corrección

Carlos Ávila

Diagramación

Mónica Piscitelli

Diseño de portada

Carlos Zerpa

ISBN 980-396-346-5

l 40220068003987

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Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago miscuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia.Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitarlos extranjeros que ella les recomienda.

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s Explicación falsa de mis cuentos

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Las dos historias

El 16 de junio, y cuando era casi de noche, un joven se sentóante una mesita donde había útiles de escribir. Pretendía atraparuna historia y encerrarla en un cuaderno. Hacía días que pensabaen la emoción del momento en que escribiera. Se había prometidoescribir la historia muy lentamente, poniendo en ella los mejoresrecursos de su espíritu. Ese día iba a empezar; estaba empleadoen una juguetería; había estado mirando una pizarrita que en una

de las caras tenía alambres con cuentas azules y rojas, cuando sele ocurrió que esa tarde empezaría a escribir la historia. Tambiénrecordaba que otra tarde que pensaba en un detalle de su his-toria, el gerente de la casa le había echado en cara la distraccióncon que trabajaba. Pero su espíritu le borraba esos eos recuerdosapenas le venían, y él seguía pensando en lo que le hacía tan elizy en lo que tan torpe le hizo no bien salió del empleo y se consi-

deró libre; dejó que una parte muy pequeña de sí mismo se enten-diera con las cosas exteriores y le llevara a su casa. Mientras sedejaba arrastrar por la pequeña uerza que había dispuesto quelo guiara, se entregaba a pensar en su querida historia; a vecesesa misma elicidad le permitía abandonar un poco su pensa-miento dichoso, observar cosas de la calle y querer encontrarlasinteresantes; y enseguida volvía a la historia; y todo esto deján-

dose arrastrar por la pequeña uerza que había dispuesto que loguiara.

Cuando estuvo en su pieza le pareció que si la acomodabaun poco antes de sentarse a escribir estaría más tranquilo; peroal mismo tiempo tuvo la impresión de que sus ojos, su rente ysu nariz tropezarían con las cosas y las puertas y las paredes,

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Si tenía una secreta angustia porque se le deormaba elrecuerdo, mucho más secreto, más íntimo ue el motivo por elcual al día siguiente ya no tuvo esa angustia. Ese motivo era elmismo que hacía que escribir la historia uese para él una nece-sidad y un placer más intenso del que hubiera podido explicarse.Así como su espíritu le borró el eo recuerdo de que el gerentede la juguetería lo apartó bruscamente de sus más queridos pen-samientos, así también su espíritu le escondió el motivo máshondo e implacable que entrañaba el deseo de realizar la historia.

A pesar de él, su espíritu le ocultó ese motivo, valiéndose de lasrazones que nunca terminaba de exponer en el trozo que escribió.Pero él escribiría la historia porque ella no le amaba ya.

“Aquel tipo que era yo antes de conocerla, tenía la indi-erencia del cansancio. Si yo la hubiera conocido mucho antes,mucho antes hubiera gastado mis energías en amarla; perocomo no la encontré, esas energías las gasté en pensar: había

pensado tanto que había descubierto lo vano y also del pen-samiento cuando éste cree que es él, en primer término, quiendirige nuestro destino. Y a pesar de saber esto, seguía pensando,mis energías seguían minando el pensamiento, y sentía el másantipático cansancio. Este tipo que soy yo, ahora descansa en lainquietud de amar a su antojo; pero desde el 19 de mayo —dosdías después de empezar la historia— hasta el 6 de junio —el día

en que yo mismo suspendí la historia porque al día siguiente salímuy temprano de la ciudad donde ella vivía—, en esos 22 díasde entre esas dos echas, descansé además en sus grandes ojosazules: también era grande la distancia que había entre sus ojosy las cejas; de ese espacio pintado de aquel tenue y de esa bóvedaazul, parecía descender eso que había en sus ojos, eso que me hizodescansar de mis pensamientos y amarla con toda la amplitud de

mis ganas.”Aunque su espíritu le escondía la causa de porqué escribía

la historia, es posible que él haya sentido como el aliento de unadesgracia que lo seguía de cerca. Precisamente, era su propioespíritu el que no dejaba que la impresión de que ella no le amabaya se hiciera pensamiento, y entonces, además de querer tapar esa

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propósito, el maestro se daba cuenta. En aquel tiempo me hubieraparecido mentira que ahora, al ser grande, yo mismo me obligaraa hacer una cosa como si tuviera al maestro dentro de mí.

Cuando se hizo muy tarde, llegó a mi casa, junto con mishermanas, una muchacha rubia que tenía una cara grande,alegre y clara. Esa misma noche le conesé que mirándola des-cansaba de unos pensamientos que me torturaban, y que no medi cuenta cuándo ue que esos pensamientos se me ueron. Ellame preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que eran

pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón dondelos pensamientos hacían gimnasia, y que cuando ella vino todoslos pensamientos saltaron por las ventanas.

La calle

Hoy me estuve acordando de una cosa que me pasó hace

pocas noches. Esa noche yo había encontrado una mujer, y losdos uimos por una calle solitaria. La calle tenía a los lados murosseveros y blancos: serían de ábricas o depósitos. Las veredasparecían haber nacido del pie de los muros, y eran simpáticas;pero los ocos, que también parecían haber nacido de los muros,tenían sombreritos blancos y eran ridículos. Como era una nochesin luna, ellos eran los únicos que alumbraban, y parecía que

solamente alumbraban el aire y el silencio.Caminábamos despacio. Yo le había pedido a ella que porun rato no me hablara porque quería pensar en una cosa; pero nopodía pensar en eso, porque la cabeza se me entretenía en com-prender que cuando ya iba a terminar la luz de un oco nos espe-raba con solicitud estúpida la luz de otro.

De pronto yo me detuve y me di vuelta para atrás porque en

el ondo de la calle pasaba el errocarril. Ella dio unos pasos másantes de detenerse, y yo no sé qué pensaría. A mí me había inte-resado siempre el espectáculo del errocarril al pasar, y tal vezpor eso me di vuelta y aproveché para verlo una vez más; pero esanoche no tenía ganas de verlo, me había dado vuelta sin querer:parecía que en ese mismo momento hubiera tenido dentro de

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colección los ríos profundos

mí un personaje que hubiera salido al exterior sin mi consenti-miento, y que había sido despertado por la violencia del erro-carril. Pero en seguida sentí que otro personaje, que también sehabía desprendido de mí, había quedado mirando en la mismadirección en que antes caminaba, que quería predominar sobreel anterior y que me empujaba hacia adelante. Si estos dos perso-najes no tenían sentido y querían huir, era porque yo, mi perso-naje central, tenía el espíritu complicado y perdido. Cuando me dicuenta de esto quise espantar los personajes, llegar a la realidad y

hacer algo positivo: entonces me miré las manos. En seguida se meocurrió —como un nuevo medio de llegar a lo normal, a la super-cie común— avanzar hasta ella, aprovechar que la calle era soli-taria y besarla; entonces, después que besé su cara tan rara, me dicuenta que me había pasado lo mismo que con el errocarril, queno tenía ganas de besarla, que la había besado el personaje quemiró para atrás. Y en seguida, cuando reaccioné y quise ser posi-

tivo de nuevo y la tomé a ella del brazo para seguir caminando,sentí que me volvía a tomar el personaje que huía hacia adelante.Después de caminar unos pasos, me paré a pensar en lo que mepasaba, saqué un cigarrillo, me lo puse en los labios, y como elesmerilado de la caja de ósoros estaba gastado y yo rotaba inú-tilmente, la dejé a ella en la mitad de la calle y me ui a rotar elósoro contra el muro.

Cuando dejamos esa calle y yo seguía acordándome de loque me pasó, pensé que la calle no había quedado como antes;que en uno de los muros había quedado la cicatriz de un ósoro,y que éste había permanecido sin apagarse en la vereda que nacíade ese muro. Más tarde pensé, como si despertara de un sueñoy entendiera lo que en él pasó, que los muros severos y blancoshabían cruzado sus miradas a través del aire y el silencio que

alumbraban los ocos de sombreritos ridículos. Sin embargo, nopuedo decir cómo eran el aire y el silencio en esa noche y en esacalle. A pesar de todo me parece que cada vez escribo mejor loque me pasa: lástima que cada vez me vaya peor.

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El sueño

En un pedazo grande de sueño, yo me encontraba en un dor-mitorio y era de noche. La silla en que yo estaba sentado habíaquedado arrimada a una gran cama, y en esa cama y entre lascobijas estaba sentada una joven. La joven era de esa edad inse-gura, entre niña y señorita; se movía continuamente y acomodabay jugaba con cosas que a ella le parecería que a mí me interesaban;a mí me parecía mentira que ella, estando preocupada en cosas

de niña y teniendo ese placer que tienen las niñas cuando estánacomodando cosas y en continuo movimiento, también sintierael placer casi puramente espiritual de un amor proundo como elque yo sabía que ella sentía por mí. A veces parecía que ella sedaba cuenta de lo que yo pensaba y que eso lo hacía a propósito:le gustaba que yo la mirara mientras hacía eso. Pero de prontointerrumpía su juego y ponía su cara muy cerca de la mía; en ese

momento, en su cara había un poco de tristeza, de súplica y dedolor precoz; pero de pronto me daba un beso corto y seguíajugando como antes; eso me hacía pensar que predominaba enella el placer de su juego, de ese juego que yo no sabía bien a qué nicon qué era, y al que atendía y ngía interés como se atiende y senge interés a los niños cuando en realidad son ellos, más que susjuegos, los que nos interesan. Entonces yo la miraba como a una

niña y le perdonaba esas cosas que ella hacía como hacemos conlos niños cuando no saben que molestan: ella se movía mucho, yme molestaba al inquietar durante tanto rato los rayos de luz yla sombra que salían de una lámpara portátil de pantalla verdeque quedaba del lado contrario del que estaba yo. Mi manera deperdonarla tenía también cierta malicia, cierta indulgencia inte-resada, porque yo sabía que después que yo hubiera atendido a

su juego durante un buen rato, le pediría que me besara y ellame colmaría de besos y de mimos. Sin embargo, al momento meencontré besándola, y sentía que no la amaba, que no estaba enuna situación ranca conmigo mismo y que hacía por encontraragradable un compromiso complicado en que me había metido;entonces la besaba en las mejillas, donde le corrían abundantes

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lágrimas, y yo hacía lo posible por esquivar esas lágrimas, porqueal encontrarlas me creía en el deber de sorberlas, y el líquido eracada vez más salado y abundante.

Tan pronto me encontraba en la silla y muy arrimado a lacama, como me encontraba a una distancia imprecisa de la camay me veía a mí mismo sentado en la silla y con un traje claro.Cuando yo estaba en la silla y ella se hallaba cerca de mí, yosentía la realidad de las cosas sin darme cuenta que la sentía, yademás tenía el espíritu angustiado. Tan pronto me sentía con-

templándola a ella, como sentía que hacía cosas que no eran lasque yo quería hacer. Otras veces ella jugaba muy lejos de mí, entodos sus movimientos no había el más leve ruido, y esos movi-mientos se parecían a los de las películas pasadas sin música.Pero entonces tenía conciencia de ese silencio y de mi mutismo—yo no debía de hablar nada—, porque en vez de estar yo junto ala cama de ella, debía de estar otro que era el novio que los padres

conocían y con quien le permitían hablar.Cuando yo estaba retirado de la cama y me veía a mí mismosentado en la silla y con el traje claro, me sentía menos angus-tiado, y ella y el “yo” que yo veía a esa distancia imprecisa eranuna cosa más íntimamente conciliada.

En una de las veces que yo me hallaba cerca, ella tenía el cuer-pecito de un niño de meses y su cabeza era muy grande; jugaba con

un papel y tan pronto se lo ponía sobre los hombros o se lo ceñíaal cuerpecito; el papel crujía uertemente; los padres, que estabanen la habitación próxima, se inclinaron sobre los pies de la camade ellos, y desde allí nos veían —porque la puerta que comunicabalas dos habitaciones estaba abierta—. De pronto, en la habitaciónde nosotros apareció la madre, en camisa, y me dijo: “No esperabaeste triuno de usted.” ¡Cuánto surí por eso!... Sentí mi traición,

y el dolor de la persona traicionada al concederme el triuno...Mi sombrero estaba tan pronto en un sitio como en otro; yo no lopodía tomar ni salir; pero en seguida dije: —Escuche, señora —yse me ocurrió esta mentira—: Estoy muy enamorado de una amigade su hija; y al pasar por aquí, pensé que su hija me diría cosas de lamujer que amo; entonces, como vi luz, me atreví a llamar y ella me

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hizo pasar. Cuando terminé de decir esto, ella lloraba desconsola-damente, y lo que yo había dicho se iba haciendo verdad...

“Al despertarme me ocurrió lo de muchas veces: empezabaa darme cuenta de por qué habían ocurrido algunas cosas, y esassoluciones me caían como chas: los padres se habían despertadopor el ruido que hacía el papel al crujir; ella lloraba porque sabíaque yo amaba a otra, etc. Pero lo que más me asombró al desper-tarme ue comprobar que la madre de ella era mi propia madre.

“También recordé lo que me sucedió antes de dormir y al

terminar el sueño: pensaba en las leyes ísicas y humanas y veíapasar mis deseos por mí, como nubes por un cielo cuadriculado.Al ir pasando al sueño, esa red se rompía; pero yo seguía pen-sando y sintiendo como si estuviera entera: los pedazos rotosestaban como enteros; y había un cuadro tan bien escondidodebajo de otro, que la madre de ella era la mía...”

El joven no quiere ir describiendo los hechos en el mismo

orden que ocurrieron; tampoco quiere hablar de los personajesque tuvieron que ver con la mujer que amaba: ni siquiera los de suamilia. Pero se le ha antojado describir la nariz de ella, aunque leresultara ridículo.

“En muchos de los instantes que viví cerca de ella, con-centré toda mi atención y toda mi adoración en su nariz. Tam-

bién me parecía que muchos extraños pensamientos que vagabanpor el aire se metían por mi cabeza y me salían por los ojos parair a detenerse en su nariz. Entonces creía que su manera de sen-tarse, erguida; su manera de levantar la cabeza, adelantando labarbilla, y todo lo ísico y espiritualmente bello que había en supersona, era un ardid de su naturaleza para preparar y llevar alespíritu a adorar su nariz.

“La nariz de ella sobresalía de su cara, como un deseo apa-sionado; pero ese deseo estaba insinuado disimuladamente, yhasta un poco recogido después de haber sido insinuado; y esterecogimiento parecía hecho con un poco de perdia. Cuando lamiraba de rente y sus grandes ojos azules estaban entornados, sunariz parecía haber sido muy sensible a las lágrimas que salieron

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colección los ríos profundos

de aquellos ojos y que se habían secado en ella; también laslágrimas parecían haber dejado rastros en dos pequeñísimos bul-titos pálidos que brillaban en la misma punta de su nariz.

“En los momentos que era yo quien le insinuaba mis deseosapasionados —pero por medio de palabras, y palabras que salíana ser oídas como saldrían a bailar por primera vez hombres gro-tescos y tímidos—, su nariz parecía que oía, y como sus ojosestaban casi cerrados, también parecía que era la nariz la queveía; y cuando asomaba la cabeza a la ventana para ver lo que

ocurría en la calle, parecía que la nariz esperaba a que llegaranlentamente a posarse sobre ella unos impertinentes.”

“No puedo dedicarme a pensar por qué necesito explicarcómo anduvo hoy vagando en mí un terrible pensamiento. Perolo cierto es que ahora quiero desparramarlo en esta página.

“Primero me senté en mi cama y miré la mesita pintada con

nogalina; después miré muchas cosas de mi cuarto... —Me doycuenta que tengo deseos de decir cómo son todas las cosas que hayen mi cuarto, para tardar en recordar exactamente cómo llegóhasta mí ese pensamiento; pero no me torturaré tanto, porque esla primera vez que tengo que recordar esto—. De pronto sentí enel alma un espacio claro, donde vagaba una especie de avión. Voya suponer que mis ojos miraran para adentro en la misma orma

que para auera; entonces, al ser eséricos y moverse para mirarhacia dentro, también se movían mirando hacia uera, y por esoyo miraba los objetos que había en mi cuarto, sin atención: yoatendía al avión que andaba adentro y en espacio claro.

“Después resultó que la parte de los ojos que miraba paraauera y sin atender, miró —como hubiera podido mirar un ena-morado vulgar— una otograía de ella que estaba en la mesita

pintada con nogalina; entonces, en vez de atender al avión deadentro, atendí a la oto de auera. Después quise volver a ver elavión, pero éste se había perdido en el espacio claro; entonces yodije para mí: ‘Ya volverá, y si tarda es porque debe de estar car-gando algo.’ Cuando volvió, no sólo me pareció que traía carga,sino que no era el mismo. También sentí que se dirigía a mí, a mi

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estúpida persona de aquel momento; y lo único que atiné ue asacarme un trapo de otro lugar del alma, y a hacerle señas de quesiguiera... pero le debo de haber hecho señas de que se detuviera,porque llegó hasta mí, y me rompió la cabeza y todos los escon-didos lugares de mi estúpida persona.”

Creo que me durará mucho tiempo el asombro de lo queme pasó hoy: he visto al joven de la historia y me ha dicho que notiene más ganas de seguir escribiéndola y que tal vez nunca más

intente seguirla.Yo lo siento mucho; porque después de haber conseguidoesos datos que me parecen interesantes, no los podré aprovecharpara esta historia. Sin embargo, guardaré muy bien estos apuntes;en ellos encontraré siempre otra historia: la que se ormó en larealidad, cuando un joven intentó atrapar la suya.

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colección los ríos profundos

El caballo perdido

I

Primero se veía todo lo blanco: las undas grandes del pianoy del soá y otras, más chicas, en los sillones y las sillas. Y debajoestaban todos los muebles; se sabía que eran negros porque alterminar las polleras se les veían las patas. Una vez que yo estabasolo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque

toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lus-troso.Como ueron muchas las tardes en que ni mi abuela ni mi

madre me acompañaron a la lección y como casi siempre Celina—mi maestra de piano cuando yo tenía diez años— tardaba enllegar, yo tuve bastante tiempo para entrar en relación íntima contodo lo que había en la sala. Claro que cuando venía Celina los

muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado.Antes de llegar a la casa de Celina había tenido que doblar,todavía, por una calle más bien silenciosa. Y ya venía pensandoen cruzar la calle hacia unos grandes árboles —casi siempre inte-rrumpía bruscamente este pensamiento para ver si venía algúnvehículo—. En seguida miraba las copas de los árboles sabiendo,antes de entrar en su sombra, cómo eran los troncos, cómo salían

de unos grandes cuadrados de tierra a los que tímidamente seacercaban algunas losas. Al empezar, los troncos eran muygruesos, ellos ya habrían calculado hasta dónde iban a subir yel peso que tendrían que aguantar, pues las copas estaban carga-dísimas de hojas oscuras y grandes fores blancas que llenabantodo de un olor muy uerte porque eran magnolias.

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En el instante de llegar a la casa de Celina tenía los ojosllenos de todo lo que habían juntado por la calle. Al entrar enla sala y echarles encima de golpe las cosas blancas y negras queallí había, parecía que todo lo que los ojos traían se apagaría.Pero cuando me sentaba a descansar —y como en los primerosmomentos no me metía con los muebles porque tenía temor a loinesperado, en una casa ajena— entonces me volvían a los ojoslas cosas de la calle y tenía que pasar un rato hasta que ellas se

acostaran en el olvido.Lo que nunca se dormía del todo, era una cierta idea demagnolias. Aunque los árboles donde ellas vivían hubieran que-dado en el camino, ellas estaban cerca, escondidas detrás de losojos. Y yo de pronto sentía que un caprichoso aire que venía delpensamiento las había empujado, las había hecho presentes dealguna manera y ahora las esparcía entre los muebles de la sala y

quedaban conundidas con ellos.Por eso más adelante —y a pesar de los instantes angus-tiosos que pasé en aquella sala— nunca dejé de mirar los mueblesy las cosas blancas y negras con algún resplandor de magnolias.

Todavía no se habían dormido las cosas que traía de la callecuando ya me encontraba caminando en puntas de pie —paraque Celina no me oyera— y dispuesto a violar algún secreto de la

sala. Al principio iba hacia una mujer de mármol y le pasaba losdedos por la garganta. El busto estaba colocado en una mesitade patas largas y débiles; las primeras veces se tambaleaba. Yohabía tomado a la mujer del pelo con una mano para acariciarlacon la otra. Se sobrentendía que el pelo no era de pelo sino demármol. Pero la primera vez que le puse la mano encima para

asegurarme que no se movería, se produjo algún instante deconusión y olvido. Sin querer, al encontrarla parecida a unamujer de la realidad, había pensado en el respeto que le debía,en los actos que correspondían al trato con una mujer real. Fueentonces que tuve el instante de conusión. Pero después sentíael placer de violar una cosa seria. En aquella mujer se conundía

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colección los ríos profundos

algo conocido —el parecido a una de carne y hueso, lo de saberque era de mármol y cosas de menor interés—; y algo descono-cido —lo que tenía de dierente a las otras, su historia (suponíavagamente que la habrían traído de Europa —y más vagamentesuponía a Europa—, en qué lugar estaría cuando la compraron,los que la habrían tocado, etc.) y sobre todo lo que tenía que vercon Celina. Pero en el placer que yo tenía al acariciar su cuello seconundían muchas cosas más. Me desilusionaban los ojos. Paraimitar el iris y la niña habían agujereado el mármol y parecían

los de un pescado. Daba astidio que no se hubieran tomado eltrabajo de imitar las rayitas del pelo: aquello era una masa demármol que enriaba las manos. Cuando ya iba a empezar elseno, se terminaba el busto y empezaba un cubo en el que se apo-yaba toda la gura. Además, en el lugar donde iba a empezar elseno había una for tan dura que si uno pasaba los dedos apu-rados podía cortarse. (Tampoco le encontraba gracia imitar una

de esas fores: había a montones en cualquiera de los cercos delcamino).Al rato de mirar y tocar la mujer también se me producía

como una memoria triste de saber cómo eran los pedazos demármol que imitaban los pedazos de ella; y ya se habían desechobastante las conusiones entre lo que era ella y lo que sería unamujer real. Sin embargo, a la primera oportunidad de encon-

trarnos solos, ya los dedos se me iban hacia su garganta. Y hastahabía llegado a sentir, en momentos que nos acompañaban otraspersonas —cuando mamá y Celina hablaban de cosas aburridí-simas— cierta complicidad con ella. Al mirarla de más lejos ycomo de paso, la volvía a ver entera y a tener un instante de con-usión.

Dentro de un cuadro había dos óvalos con las otograías

de un matrimonio pariente de Celina. La mujer tenía una cabezabondadosamente inclinada, pero la garganta, abultada, me hacíapensar en un sapo. Una de las veces que la miraba, ui llamado,no sé cómo, por la mirada del marido. Por más que yo lo obser-vara de reojo, él siempre me miraba de rente y en medio de losojos. Hasta cuando yo caminaba de un lugar a otro de la sala

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y tropezaba con una silla, sus ojos se dirigían al centro de mispupilas. Y era atalmente yo, quien debía bajar la mirada. Laesposa expresaba dulzura no sólo en la inclinación sino en todaslas partes de su cabeza: hasta con el peinado alto y la garganta desapo. Dejaba que todas sus partes ueran buenas: era como ungran postre que por cualquier parte que se probara tuviera ricogusto. Pero había algo que no solamente dejaba que uera bueno,sino que se dirigía a mí; eso estaba en los ojos. Cuando yo tenía lapreocupación de no poder mirarla a gusto porque al lado estaba

el marido, los ojos de ella tenían una expresión y una manerade entrar en los míos que equivalía a aconsejarme: “No le hagascaso; yo te comprendo, mi querido.” Y aquí empezaba otra demis preocupaciones. Siempre pensé que las personas buenas, lasque más me querían, nunca me comprendieron; nunca se dieroncuenta que yo las traicionaba, que tenía para ellas malos pen-samientos. Si aquella mujer hubiera estado presente, si todavía

se hubiera conservado joven, si hubiera tenido esa enermedaddel sueño en que las personas están vivas pero no se dan cuentacuando las tocan y si hubiera estado sola conmigo en aquella sala,con seguridad que yo hubiera tenido curiosidades indiscretas.

Cuando yo sin querer caía bajo la mirada del marido ybajaba rápidamente la vista, sentía contrariedad y astidio. Y

como esto se produjo varias veces, me quedó en los párpadosla memoria de bajarlos y la angustia de sentir humillación. Demanera que cuando me encontraba con los ojos de él, ya sabíalo que me esperaba. A veces aguantaba un rato la mirada paradarme tiempo a pensar cómo haría para sacar rápidamente lamía sin sentir humillación: ensayaba sacarla para un lado y mirarde pronto el marco del cuadro, como si estuviera interesado en

su orma. Pero aunque los ojos miraban el marco, la atención yla memoria inmediata que me había dejado su mirada, me humi-llaba más; y además pensaba que tenía que hacerme trampa amí mismo. Sin embargo, una vez conseguí olvidarme un pocode su mirada o de mi humillación. Había sacado rápidamente lamirada de los ojos de él y la había colocado rígidamente en sus

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en sí mismos, y de pronto ellos me sugerían la posibilidad de serintermediarios de personas mayores; ellos —o tal vez otros queyo no miraba en ese momento— podrían ser encubridores oestar complicados en actos misteriosos. Entonces me parecía quealguno me hacía una secreta seña para otro, que otro se quedabaquieto haciéndose el disimulado, que otro le devolvía la seña alque lo había acusado primero, hasta que por n me cansaban, seburlaban, jugaban entendimientos entre ellos y yo quedaba desai-rado. Debe de haber sido en uno de esos momentos que me rozaron

la atención, como de paso, las insinuantes ondulaciones de lascurvas de las mujeres. Y así me debo de haber sentido navegandoen algunas ondas, para ser intererido después, por la mirada deaquel marido. Pero cuando ya había sido llamado varias veces y dedistintos lugares de la sala por los distintos personajes que al ratome desairaban, me encontraba con que al principio había estadoorientado hacia un secreto que me interesaba más, y después había

sido interrumpido y entretenido por otro secreto inerior. Tal vezanduviera mejor encaminado cuando les levantaba las polleras alas sillas.

Una vez las manos se me iban para las polleras de una sillay me las detuvo el ruido uerte que hizo la puerta que daba alzaguán, por donde entraba apurada Celina cuando venía de lacalle. Yo no tuve más tiempo que el de recoger las manos, cuando

llegó hasta mí, como de costumbre y me dio un beso. —Estacostumbre ue despiadadamente suprimida una tarde a la horade despedirnos; le dijo a mi madre algo así: “Este caballero yava siendo grande y habrá que darle la mano”—. Celina traíaseveramente ajustado de negro su cuerpo alto y delgado comosi se hubiese pasado las manos muchas veces por encima de lascurvas que hacía el corsé para que no quedara la menor arruga

en el paño grueso del vestido. Y así había seguido hasta arribaahogándose con un cuello que le llegaba hasta las orejas. Des-pués venía la cara muy blanca, los ojos muy negros, la rente muyblanca y el pelo muy negro, ormando un peinado redondo comoel de una reina que había visto en unas monedas y que parecía ungran budín quemado.

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Yo recién empezaba a digerir la sorpresa de la puerta, de laentrada de Celina y del beso, cuando ella volvía a aparecer en lasala. Pero en vez de venir severamente ajustada de negro, se habíapuesto encima un batón blanco de tela ligera y almidonada, demangas cortas, acampanadas y con volados —del volado salía elbrazo con el paño negro del vestido que traía de la calle, ajustadohasta las muñecas—. Esto ocurría en invierno; pero en verano,de aquel mismo batón salía el brazo completamente desnudo. Al

parecer de entre los volados endurecidos por el almidón, yo pen-saba en unas fores articiales que hacía una señora a la vuelta decasa. (Una vez mamá se paró a conversar con ella. Tenía un cuerpomuy grande, de una gordura alegre; y visto desde la vereda cuandoella estaba parada en el umbral de su puerta, parecía inmenso. Mimadre le dijo que me llevaba a la lección de piano; entonces ella,un poco agitada le contestó: “Yo también empecé a estudiar el

piano; y estudiaba y estudiaba y nunca veía el adelanto, no veíael resultado. En cambio ahora que hago fores y rutas de cera, lasveo... las toco... es algo, usted comprende.” Las rutas eran grandesbananas amarillas y grandes manzanas coloradas. Ella era hija deun carbonero, muy blanca, rubia, con unos cachetes naturalmenterojos y las rutas de cera parecían como hijas de ella).

Un día de invierno me había acompañado a la lección de

mi abuela; ella había visto sobre las teclas blancas y negras mismanos de niño de diez años, moradas por el río, y se le ocurriócalentármelas con las de ella. (El día de la lección se las peru-maba con agua Colonia —mezclada con agua simple, que que-daba de un color lechoso como la horchata—. Con esa mismaagua hacía buches para disimular el olor a unos cigarros de hojaque venían en paquetes de veinticinco y por los que tanto rabiaba

si mi padre no se los conseguía exactamente de la misma marca,tamaño y gusto).

Como estábamos en invierno, pronto era la noche. Perolas ventanas no la habían visto entrar; se habían quedado dis-traídas contemplando hasta el último momento la claridad del

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cielo. La noche subía del piso y de entre los muebles, donde seesparcían las almas negras de las sillas. Y entonces empezabana fotar tranquilas, como pequeños antasmas inoensivos, lasundas blancas. De pronto Celina se ponía de pie, encendía unapequeña lámpara y la engarzaba por medio de un resorte en uncandelabro del piano. Mi abuela y yo al acercarnos nos llenamosde luz como si nos hubieran echado encima un montón de pajatransparente. En seguida Celina ponía la pantalla y ya no era tanblanca su cara cargada de polvos, como una aparición, ni eran

tan crudos sus ojos, ni su pelo negrísimo.

Cuando Celina estaba sentada a mi lado yo nunca meatrevía a mirarla. Endurecía el cuerpo como si estuviera sentadoen un carricoche, con el reno trancado y ante un caballo. (Si eralerdo lo castigarían para que se apurara; y si era brioso, tal vezdisparara desbocado y entonces las consecuencias serían peores).

Únicamente cuando ella hablaba con mi abuela y apoyaba elantebrazo en una madera del piano yo aprovechaba a mirarle unamano. Y al mismo tiempo ya los ojos se habían jado en el pañonegro de la manga que le llegaba hasta la muñeca.

Los tres nos habíamos acercado a la luz y a los sonidos (másbien a esperar sonidos, porque yo los hacía con angustiosos espa-

cios de tiempo y siempre se esperaban más y casi nunca se satisacíadel todo la espera y éramos tres cabezas que trabajábamos lenta-mente, como en los sueños, y pendientes de mis pobres dedos). Miabuela había quedado rezagada en la penumbra porque no habíaarrimado bastante su sillón y parecía suspendida en el aire. Con sugordura —orrada con un eterno batón gris de cuellito de tercio-pelo negro— cubría todas las partes del sillón: solamente sobraba

un poco de respaldo a los costados de la cabeza. La penumbradisimulaba sus arrugas —las de las mejillas eran redondas y sepa-radas como las que hace una piedra al caer en una laguna; las dela rente eran derechas y añadidas como las que hace un pocode viento cuando pasa sobre agua dormida. La cara redonda ybuena, venía muy bien para la palabra “abuela”; ue ella la que me

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hizo pensar en la redondez de esa palabra. (Si algún amigo teníauna abuela de cara faca, el nombre de “abuela” no le venía bien ytal vez no uera tan buena como la mía).

En muchos ratos de la lección mi abuela quedaba acomo-dada y como guardada en la penumbra. Era más mía que Celina;pero en aquellos momentos ocupaba el espacio oscuro de algodemasiado sabido y olvidado. Otras veces ella intervenía espon-táneamente movida por pensamientos que yo nunca podía prever

pero que reconocía como suyos apenas los decía. Algunos de esospensamientos eran abstrusos y para comunicarlos elegía palabrasridículas —sobre todo si se trataba de música—. Cuando ya habíarepetido muchas veces esas mismas palabras, yo no las atendíay me eran tan indierentes como objetos que hubiera puesto enmi pieza mucho tiempo antes: de pronto, al encontrarlos en unsitio más importante, me irritaba, pues creía descubrir el engaño

de que ellos pretendieran aparecer como nuevos siendo viejos, yporque me molestaba su insistencia, la intención de volver a mos-trármelos para que los viera mejor, para que me convenciera desu valor y me arrepintiera de la injusticia de no haberlos conside-rado desde un principio. Sin embargo, es posible que ella pensaracosas distintas y que a pesar del esuerzo por decirme algo nuevo,esos pensamientos vinieran a sintetizarse, al nal, en las mismas

palabras, como si me mostrara siempre un mismo jarrón y yono supiera que adentro hubiera puesto cosas distintas. Algunasveces parecía que ella se daba cuenta, después de haber dicho unamisma cosa, que no sólo no decía lo que quería sino que repetíasiempre lo mismo. Entonces era ella la que se irritaba y decía atropezones y queriendo ser irónica: “Hacé caso a lo que te dice lamaestra; ¿no ves que sabe más que vos?”

En casa de Celina —y aunque ella no estuviera presente—los arrebatos de mi abuela no eran peligrosos. Algo había enaquella sala que siempre se los enriaba a tiempo. Además, aquélera un lugar en que no sólo yo debía mostrar educación, sino tam-bién ella. Tenía un corazón ácil a la bondad y muchas actitudes

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mías le hacían gracia. Aunque el estilo de mis actitudes uera elmismo, a ella le parecían nuevas si yo las producía en situacionesdistintas y en distintas ormas: le gustaba reconocer en mí algoya sabido y algo dierente al mismo tiempo. Todavía la veo reírsesaltándole la barriga debajo de un delantal, saltándole entre losdedos un papel verde untado de engrudo que iba envolviendoen un alambre mientras hacía cabos a fores articiales —aque-llos cabos le quedaban demasiado gruesos, grotescos, abultadospor pelotones de engrudo y desproporcionados con las fores—.

Además, le saltaba un pañuelo que tenía en la cabeza y un puchode cigarro de hoja que siempre tenía en la boca. Pero su corazóntambién era ácil a la ira. Entonces se le llenaba la cara de uego,de palabrotas y de gestos; también se le llenaba el cuerpo de movi-mientos torpes y enderezaba a un lugar donde estaba colgado unrebenque muy lindo con unas anillas de plata que había sido delesposo.

En casa de Celina, apenas si se le escapaba la insinuaciónde una amenaza. Y mucho menos un manotón: yo podía sen-tarme tranquilamente al lado de ella. Aún más: cuando Celinaera muy severa o se olvidaba que yo no había podido estudiar poralguna causa ajena a mi voluntad, yo buscaba a mi abuela conlos ojos; y si no me atrevía a mirarla, la llamaba con la atención,pensando uertemente en ella y endureciendo mi silencio. Ella

tardaba en acudir; al n la sentía venir en mi dirección, como unvehículo pesado que avanza con lentitud, con esuerzo, echandohumo y haciendo una cantidad de ruidos raros provocados porun camino pedregoso. En aquellos instantes, cuando aparecíanen la supercie severa de Celina rugosidades ásperas, cuando yotrancaba mi carricoche y mi abuela acudía aanosa como unaaplanadora antigua, parecía que habíamos sido invitados a una

pequeña pesadilla.Colocado a través de las teclas, como un riel sobre dur-

mientes, había un largo lápiz rojo. Yo no lo perdía de vista porquequería que me compraran otro igual. Cuando Celina lo tomabapara apuntar en el libro de música los números que correspon-dían a los dedos, el lápiz estaba deseando que lo dejaran escribir.

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de la sala junto con la mirada de los muebles. En el instante de lasorpresa se me había producido un vacío que en seguida empezóa llenarse con muchas angustias. Después había hecho un granesuerzo por salir del vacío y dejar que se llenara solo. Di algo asícomo un salto hacia atrás retrocediendo en el tiempo de aquelsilencio y pensé que también ellas lo estarían rellenando conalgo. Me pareció sentir que se habían mirado y que esas miradasme habían rozado las espaldas y querían decir: “Fue necesariocastigarlo; pero la alta no es grave; además él sure mucho.” Pero

esta desdichada suposición ue la señal para que alguien rom-piera las represas de un río. Fue entonces cuando se llenó el vacíode mi silencio. Por la corriente del río había visto venir —y no lohabía conocido— un pensamiento retrasado. Había llegado sigi-losamente, se había colocado cerca y después había hecho explo-sión. ¿Cómo era que Celina me pegaba y me dominaba, cuandoera yo el que me había hecho la secreta promesa de dominarla?

Hacía mucho que yo tenía la esperanza de que ella se enamorarade mí —si es que no lo estaba ya—. Y aquella suposición de hacíaun instante —la de que me tendría lástima— ue la que atrajo yapresuró este pensamiento antagónico: mi propósito íntimo dedominarla.

Saqué las manos del teclado y apreté los puños contra mispantalones. Ella quiso, sin duda, evitar que yo llorara —recuerdo

muy bien que no lo hice— y me mandó que siguiera la lección. Yome quedé mucho rato sin levantar la cabeza ni las manos, hastaque ella volvió a enojarse y dijo: “Si no quiere dar la lección, seirá.” Siguió hablándole a mi abuela y yo me puse de pie. Apenasestuvimos en la puerta de calle la despedida ue corta y mi abuelay yo empezamos a cruzar la noche. En seguida de pasar bajo unosgrandes árboles —las magnolias estaban apagadas— mi abuela

me amenazó para cuando llegáramos a casa; había dado lugara que Celina me castigara y además no había querido seguir lalección. A mí no se me importaba ya las palizas que me dieran.Pensaba que Celina y yo habíamos terminado. Nuestra historiahabía sido bien triste. Y no sólo porque ella uera mayor que yo—me llevaría treinta años.

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Nuestras relaciones habían empezado —como ocurre tantasveces— por una vieja vinculación amiliar. (Celina había estu-diado el piano con mi madre en las aldas. Mamá tendría entoncescuatro años). Esta vinculación ya se había suspendido antes queyo naciera. Y cuando las amilias se volvieron a encontrar, entrelas novedades que se habían producido, estaba yo. Pero Celina mehabía inspirado el deseo de que yo uera para ella una novedadinteresante. A pesar de su actitud severa y de que su cara no sele reía, me miraba y me atendía de una manera que me tentaba

a registrarla: era imposible que no tuviera ternura. Al hablarle amamá se veía que la quería. Una vez, en las primeras lecciones,había dicho que yo me parecía a mi madre. Entonces, en losmomentos que nos comparaba, cuando miraba algunos rasgos demi madre y después los míos, parecía que sus ojos negros sacaranun poco de simpatía de los rasgos de mi madre y la pusieran en losmíos. Pero de pronto se quedaba mirando los míos un ratito más

y sería entonces cuando encontraba algo distinto, cuando descu-bría lo nuevo que había en mi persona y cuando yo empezaba asentir deseos de que ella siguiera preocupándose de mí. Además,yo no sólo sería distinto a mi madre en algunas maneras de ser. Yotenía una manera de estar de pie al lado de una silla, con un brazorecostado en el respaldo y con una pierna cruzada, que no la teníami madre.

Como siempre tenía dicultad para engañar a las personasmayores —me reero a uno de los engaños que se prolongan hastaque se hace diícil que las personas mayores los descubran— poreso no creí haber engañado a Celina con mis poses hasta despuésde mucho tiempo y cuando ella le había llamado la atención a mimadre sobre la condición natural mía de quedar siempre en una

buena postura. Y sobre todo creí, porque también habían comen-tado las poses en que quedaban algunas personas cuando dor-mían. Y eso era cierto. Casi diría que esa verdad había acogido yenvuelto cariñosamente mi mentira. Al principio la observaciónde Celina me produjo extrañeza y emoción. Ella no sabía qué sen-timientos míos había sacudido. Primero yo estaba tan tranquilo

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Ahora Celina había roto en pedazos todos los caminos; yhabía roto secretos antes de saber cómo eran sus contenidos. Claroque de cualquier manera todas las personas mayores estaban llenasde secretos. Aunque hablaran con palabras uertes, esas palabrasestaban rodeadas por otras que no se oían. A veces se ponían deacuerdo a pesar de decir cosas dierentes y eran tan sorprendentescomo si creyendo estar de rente se dieran la espalda o creyendoestar en presencia uno de otro anduvieran por lugares distintos yalejados. Como yo era niño tenía libertad de andar alrededor de

los muebles donde esas personas estaban sentadas; y lo mismo medejaban andar alrededor de las palabras que ellas utilizaban. Peroahora yo no tenía más ganas de buscar secretos. Después de lalección en que Celina me pegó con el lápiz, nos tratábamos con elcuidado de los que al caminar esquivan pedazos de cosas rotas. Enadelante tuve el pesar de que nuestra conanza uera clara perodesoladora, porque la violencia había hecho volar las ilusiones. La

claridad era tan inoportuna como si en el cine y en medio de undrama hubieran encendido la luz. Ella tenía mi inocencia en susmanos, como tuvo en otro tiempo la de mi madre.

Cuando llegamos a casa —aquella noche que Celina me pegóy que mi abuela me amenazó por la calle— no me castigaron. Elcamino era oscuro; mi abuela desciraba los bultos que íbamos

encontrando. Algunos eran cosas quietas, pilares, piedras, troncosde árboles, otros eran personas que venían en dirección contrariay hasta encontramos un caballo perdido. Mientras ocurrían estascosas, a mi abuela se le ue el enojo y la amenaza se quedó en losbultos del camino o en el lomo del caballo perdido.

En casa descubrieron que yo estaba triste; lo atribuyeron aldesusado castigo de Celina, pero no sospecharon lo que había

entre ella y yo.Fue una de esas noches en que yo estaba triste, y ya me había

acostado y las cosas que pensaba se iban acercando al sueño,cuando empecé a sentir la presencia de las personas como mue-bles que cambiaran de posición. Eso lo pensé muchas noches.Eran muebles que además de poder estar quietos se movían; y se

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Al nal había perdido hasta el deseo de escribir. Y ésta era, pre-cisamente, la última amarra con el presente. Pero antes que estaamarra se soltara, ocurrió lo siguiente: yo estaba viviendo tran-quilamente en una de las noches de aquellos tiempos. A pesarde andar con pasos lentos, de sonámbulo, de pronto tropecécon una pequeña idea que me hizo caer en un instante lleno deacontecimientos. Caí en un lugar que era como un centro de raraatracción y en el que me esperaban unos cuantos secretos embo-zados. Ellos asaltaron mis pensamientos, los ataron y desde ese

momento estoy orcejeando. Al principio, después de pasadala sorpresa, tuve el impulso de denunciar los secretos. Despuésempecé a sentir cierta laxitud, un cierto placer tibio en seguirmirando, atendiendo el trabajo silencioso de aquellos secretos yme ui hundiendo en el placer sin preocuparme por desatar mispensamientos. Fue entonces cuando se ueron soltando, lenta-mente, las últimas amarras que me sujetaban al presente. Pero al

mismo tiempo ocurrió otra cosa. Entre los pensamientos que lossecretos embozados habían atado, hubo uno que a los pocos díasse desató solo. Entonces yo pensaba: “Si me quedo mucho tiemporecordando esos instantes del pasado, nunca más podré salir deellos y me volveré loco: seré como uno de esos desdichados que sequedaron con un secreto del pasado para toda la vida. Tengo queremar con todas mis uerzas hacia el presente.”

Hasta hace pocos días yo escribía y por eso estaba en elpresente. Ahora haré lo mismo, aunque la única tierra rme quetenga cerca sea la isla donde está la casa de Celina y tenga quevolver a lo mismo. La revisaré de nuevo: tal vez no haya bus-cado bien. Entonces, cuando me dispuse a volver sobre aquellosmismos recuerdos me encontré con muchas cosas extrañas. La

mayor parte de ellas no habían ocurrido en aquellos tiempos deCelina, sino ahora, hace poco, mientras recordaba, mientrasescribía y mientras me llegaban relaciones oscuras o no com-prendidas del todo, entre los hechos que ocurrieron en aquellostiempos y los que ocurrieron después, en todos los años que seguíviviendo. No acertaba a reconocerme del todo a mí mismo, no

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sabía bien qué movimientos temperamentales parecidos había enaquellos hechos y los que se produjeron después; si entre unos yotros había algo equivalente; si unos y otros no serían distintosdisraces de un mismo misterio.

Por eso es que ahora intentaré relatar lo que me ocurría hacepoco tiempo, mientras recordaba aquel pasado.

Una noche de verano yo iba caminando hacia mi pieza,cansado y deprimido. Me entregaba a la inercia que toman los

pensamientos cuando uno siente la maligna necesidad de amon-tonarlos porque sí, para sentirse uno más desgraciado y con-vencerse de que la vida no tiene encanto. Tal vez la decepciónse maniestaba en no importárseme jugar con el peligro y quelas cosas pudieran llegar a ser realmente así; o quizá me prepa-raba para que al otro día empezara todo de nuevo, y sacara másencanto de una pobreza más prounda. Tal vez, mientras me

entregaba a la desilusión, tuviera bien agarradas en el ondo delbolsillo las últimas monedas.Cuando llegué a casa todavía se veían bajo los árboles tor-

cidos y sin podar, las camisas blancas de vecinos que tomaban elresco. Después de acostado y apagada la luz, daba gusto quejarsey ser pesimista, estirando lentamente el cuerpo entre sábanas másblancas que las camisas de los vecinos.

Fue en una de esas noches, en que hacía el recuento de losaños pasados como de monedas que hubiera dejado resbalar delos dedos sin mucho cuidado, cuando me visitó el recuerdo deCelina. Eso no me extrañó como no me extrañaría la visita deuna vieja amistad que recibiera cada mucho tiempo. Por más can-sado que estuviera, siempre podía hacer una sonrisa para el reciénllegado. El recuerdo de Celina volvió al otro día y a los siguientes.

Ya era de conanza y yo podía dejarlo solo, atender otras cosasy después volver a él. Pero mientras lo dejaba solo, él hacía en micasa algo que yo no sabía. No sé qué pequeñas cosas cambiaba ysi entraba en relación con otras personas que ahora vivían cerca.Hasta me pareció que una vez que llegó y me saludó, miró másallá de mí y debe haberse entendido con alguien que estaba en

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del piano o en el momento de encender la lámpara. Yo mismo,con mis ojos de ahora no la recuerdo: yo recuerdo los ojos que enaquel tiempo la miraban; aquellos ojos le trasmiten a estos susimágenes; y también trasmiten el sentimiento en que se muevenlas imágenes. En ese sentimiento hay una ternura original. Losojos del niño están asombrados pero no miran con jeza. Celinatan pronto traza un movimiento como termina de hacerlo; peroesos movimientos no rozan ningún aire en ningún espacio: sonmovimientos de ojos que recuerdan.

Mi madre o mi abuela le han pedido que toque y ella se sientaante el piano. Mi abuela pensará: “Va a tocar la maestra”; mimadre: “Va a tocar Celina”; y yo: “Va a tocar ella.” Seguramenteque es verano porque la luz de la lámpara hace transparencias enlas campanas blancas de sus mangas y en sus brazos desnudos;ellos se mueven haciendo ondas que van a terminar en las manos,

las teclas y los sonidos. En verano siento más el gusto a la noche, alas sombras con refejos de plantas, a las noticias sorprendentes,a esperar que ocurra algo, a los miedos equivocados, a los entre-sueños, a las pesadillas y a las comidas ricas. Y también siento másel gusto a Celina. Ella no sólo tiene gusto como si la probara en laboca. Todos sus movimientos tienen gusto a ella; y sus ropas y lasormas de su cuerpo. En aquel tiempo su voz también debía tener

gusto a ella; pero ahora yo no recuerdo directamente nada que seade oír; ni su voz, ni el piano, ni el ruido de la calle; recuerdo otrascosas que ocurrían cuando en el aire había sonidos. El cine de misrecuerdos es mudo. Si para recordar me puedo poner los ojos viejos,mis oídos son sordos a los recuerdos.

Ahora han pasado unos instantes en que la imaginación,

como un insecto de la noche, ha salido de la sala para recordarlos gustos del verano y ha volado distancias que ni el vértigo nila noche conocen. Pero la imaginación tampoco sabe quién esla noche, quién elige dentro de ella lugares del paisaje, donde uncavador da vuelta a la tierra de la memoria y la siembra de nuevo.Al mismo tiempo alguien echa a los pies de la imaginación pedazos

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del pasado y la imaginación elige apresurada con un pequeño arolque mueve, agita y entrevera los pedazos y las sombras. De prontose le cae el pequeño arol en la tierra de la memoria y todo se apaga.Entonces la imaginación vuelve a ser insecto que vuela olvidandolas distancias y se posa en el borde del presente. Ahora, el presenteen que ha caído es otra vez la sala de Celina y en ese momentoCelina no toca el piano. El insecto que vuela en el recuerdo haretrocedido en el tiempo y ha llegado un poco antes que Celinase siente al piano. Mi abuela y mi madre le vuelven a pedir que

toque y lo hacen de una manera distinta a la primera vez. En estaotra visión Celina dice que no recuerda. Se pone nerviosa y al diri-girse al piano tropieza con una silla —que debe de haber hechoalgún ruido—; nosotros no debemos darnos cuenta de esto. Ellaha tomado una inercia de uerte impulso y sobrepasa el accidenteolvidándolo en el acto. Se sienta al piano: nosotros deseamos queno le ocurra nada desagradable. Ya va a empezar y apenas tenemos

tiempo de suponer que será algo muy importante y que despuéslo contaremos a nuestras relaciones. Como Celina está nerviosay ella también comprende que es la maestra quien va a tocar, miabuela y mi madre tratan de alcanzarle un poco de éxito adelan-tado; hacen desbordar sus mejores suposiciones y están esperandoansiosamente que Celina empiece a tocar, para poner y acomodaren realidad lo que habían pensado antes.

Las cosas que yo tengo que imaginar son muy perezosas ytardan mucho en arreglarse para venir. Es como cuando esperoel sueño. Hay ruidos a los que me acostumbro pronto y puedoimaginar o dormir como si ellos no existieran. Pero el ruido ylos pequeños acontecimientos con los que aquellas tres mujeresllenaban la sala me sacudían la cabeza para todos lados. Cuando

Celina empezó a tocar me entretuve en recibir lo que me llegaba alos ojos y a los oídos; me iba acostumbrando demasiado pronto alo que ocurría sin estar muy sorprendido y sin dar mucho méritoa lo que ella hacía.

Mi madre y mi abuela se habían quedado como en un sus-piro empezado y tal vez tuvieran miedo de que en el instante

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preciso, cuando tuvieran que realizar el supremo esuerzo paracomprender, sus alas ueran tan pobres y de tan corto alcancecomo las de las gallinas.

Es posible que pasados los primeros momentos, me hayaaburrido mucho.

Me he detenido de nuevo. Estoy muy cansado. He tenido quehacer la guardia alrededor de mí mismo para que él, mi socio, noentre en el instante de los recuerdos. Ya he dicho que quiero seryo solo. Sin embargo, para evitar que él venga tengo que pensar

siempre en él; con un pedazo de mí mismo he ormado el centi-nela que hace la guardia a mis recuerdos y a mis pensamientos;pero al mismo tiempo yo debo vigilar al centinela para que no seentretenga con el relato de los recuerdos y se duerma. Y todavíatengo que prestarle mis propios ojos, mis ojos de ahora.

Mis ojos ahora son insistentes, crueles y exigen un gran

esuerzo a los ojos de aquel niño que debe estar cansado y ya debeser viejo. Además, tiene que ver todo al revés; a él no se le permiteque recuerde su pasado: él tiene que hacer el milagro de recordarhacia el uturo. Pero ¿por qué es que yo, sintiéndome yo mismo,veo de pronto todo distinto? ¿Será que mi socio se pone mis ojos?¿Será que tenemos ojos comunes? ¿Mi centinela se habrá quedadodormido y él le habrá robado mis ojos? ¿Acaso no le es suciente

ver lo que ocurre en la calle a través de las ventanas de mi habita-ción sino que también quiere ver a través de mis ojos? Él es capaz deabrir los ojos de un muerto para registrar su contenido. Él acosa ypersigue los ojos de aquel niño; mira jo y escudriña cada pieza delrecuerdo como si desarmara un reloj. El niño se detiene asustadoy a cada momento interrumpe su visión. Todavía el niño no sabe—y es posible que ya no lo sepa nunca más— que sus imágenes

son incompletas e incongruentes; no tiene idea del tiempo y debehaber undido muchas horas y muchas noches en una sola. Haconundido movimientos de muchas personas; ha creído encon-trar sentimientos parecidos en seres distintos y ha tenido equivoca-ciones llenas de encanto. Los ojos de ahora saben esas cosas, peroignoran muchas otras; ignoran que las imágenes se alimentan de

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encontraba con recuerdos de arena, recuerdos que señalaban,simplemente, un tiempo que había pasado: el prestamistahabía robado recuerdos y tiempos sin valor. Pero todavía vinouna etapa peor. Cuando al prestamista le aparecía una sonrisaamarga por haber robado inútilmente, todavía le quedaba alma.Después llegó la etapa de la indierencia. La sonrisa se borró y élllegó a ser quien estaba llamado a ser: un desinteresado, un vagóndesenganchado de la vida.

Al principio, cuando en aquel anochecer empecé a recordary a ser otro, veía mi vida pasada como en una habitación con-tigua. Antes yo había estado y había vivido en esa habitación;aún más, esa habitación había sido mía. Y ahora la veía desdeotra, desde mi habitación de ahora, y sin darme cuenta bien quédistancia de espacio ni de tiempo había entre las dos. En esa habi-tación contigua, veía a mi pobre yo de antes, cuando yo era ino-

cente. Y no sólo lo veía sentado al piano con Celina y la lámparaa un lado y rodeado de la abuela y la madre, tan ignorante delamor racasado. También veía otros amores. De todos los lugaresy de todos los tiempos llegaban personas, muebles y sentimientos,para una ceremonia que habían iniciado los “habitantes” de lasala de Celina. Pero aunque en el momento de llegar se mezclarano se conundieran —como si se entreveraran pedazos de viejas

películas— en seguida quedaban aislados y se reconocían y sejuntaban los que habían pertenecido a una misma sala; se elegíancon un instinto lleno de seguridad —aunque refexiones poste-riores demostraron lo contrario—. (Algunos, aún después deestas refexiones, se negaban a separarse y al nal no tenían másremedio que conormarse. Otros insistían y lograban apabullar oconundir las refexiones. Y había otros que desaparecían con la

rapidez con que el viento saca un papel de nuestra mesa. Algunosde los que desaparecían como soplados, volaban indecisos, nosllevaban los ojos tras su vuelo y veíamos que iban a caer en otrolugar conocido). Hechas estas salvedades puedo decir que todoslos lugares, tiempos y recuerdos que simpatizaban y concurríana aquella ceremonia, por más unidos que estuvieran por hilos y

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sutiles relaciones, tenían la virtud de ignorar absolutamente laexistencia de otros que no ueran de su misma estirpe. Cuandouna estirpe ensayaba el recuerdo de su historia, solía quedarsemucho rato en el lugar contiguo al que estaba yo cuando obser-vaba. De pronto se detenían, empezaban una escena de nuevo oensayaban otra que había sido muy anterior. Pero las detencionesy los cambios bruscos eran amortiguados como si los traspiésueran hechos por pasos de seda. No se avergonzaban jamás dehaberse equivocado y tardaba mucho en cansarse o deormarse

la sonrisa que se repetía mil veces. Siempre, un sentimientoanhelante que buscaba algún detalle perdido en la acción ani-maba todo de nuevo. Cuando un detalle ajeno traía la estirpe quecorrespondía al intruso, la anterior se desvanecía; y si al rato apa-recía de nuevo, aparecía sin resentimiento.

La simpatía que unía a estas estirpes desconocidas entre

sí y no dispuestas jamás ni a mirarse, estaba por encima de suscabezas: era un cielo de inocencia y un mismo aire que todos res-piraban. Todavía, y además de reunirse en un mismo lugar y enun cercano tiempo para la ceremonia y los ensayos del recuerdo,tenían otra cosa común: era como una misma orquesta quetocara para distintos “ballets”; todos recibían el compás que lesmarcaba la respiración del que los miraba. Pero el que los miraba

—es decir, yo, cuando me altaba muy poco para empezar a serotro— sentía que los habitantes de aquellos recuerdos, a pesarde ser dirigidos por quien los miraba y de seguir con tan mágicadocilidad sus caprichos, tenían escondida al mismo tiempo unavoluntad propia llena de orgullo. En el camino del tiempo quepasó desde que ellos actuaron por primera vez —cuando noeran recuerdos—, hasta ahora, parecía que se hubieran encon-

trado con alguien que les habló mal de mí y que desde entoncestuvieron cierta independencia; y ahora, aunque no tuvieranmás remedio que estar bajo mis órdenes, cumplían su misión enmedio de un silencio sospechoso; yo me daba cuenta de que nome querían, de que no me miraban, de que cumplían resignada-mente un destino impuesto por mí, pero sin recordar siquiera la

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orma de mi persona: si yo hubiera entrado en el ámbito de ellos,con seguridad que no me hubieran conocido. Además, vivían unacualidad de existencia que no me permitía tocarlos, hablarles, niser escuchado; yo estaba condenado a ser alguien de ahora; y siquisiera repetir aquellos hechos, jamás serían los mismos. Aque-llos hechos eran de otro mundo y será inútil correr tras ellos. Pero¿por qué yo no podía ser eliz viendo vivir aquellos habitantes ensu mundo? ¿Sería que mi aliento los empañaba o les hacía dañoporque yo ahora tenía alguna enermedad? ¿Aquellos recuerdos

serían como niños que de pronto sentían alguna instintiva repul-sión a sus padres o pensaban mal de ellos? ¿Yo tendría que renun-ciar a esos recuerdos como un mal padre renuncia a sus hijos?Desgraciadamente, algo de eso ocurría.

En la habitación que yo ocupaba ahora, también habíarecuerdos. Pero estos no respiraban el aire de ningún cielo deinocencia ni tenían el orgullo de pertenecer a ninguna estirpe.

Estaban atalmente ligados a un hombre que tenía “cola de paja”y entre ellos existía el entendimiento de la complicidad. Estos novenían de lugares lejanos ni traían pasos de danza; estos venían deabajo de la tierra, estaban cargados de remordimientos y reptabanen un ambiente pesado, aun en las horas más luminosas del día.

Es angustiosa y conusa la historia que se hizo de mi vida,

desde que ui el niño de Celina hasta que llegué a ser el hombre de“cola de paja”.Algunas mujeres veían al niño de Celina, mientras conver-

saban con el hombre. Pero ue el mismo niño quien observó yquien me dijo que él estaba visible en mí, que aquellas mujereslo miraban a él y no a mí. Y sobre todo, ue él quien las atrajoy las engañó primero. Después las engañó el hombre valiéndose

del niño. El hombre aprendió a engañar como engañan los niños;y tuvo mucho que aprender y que copiarse. Pero no contó conlos remordimientos y con que los engaños, si bien ueron apli-cados a pocas personas, estas se multiplicaban en los hechos y enlos recuerdos de muchos instantes del día y de la noche. Por esoes que el hombre pretendía huir de los remordimientos y quería

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que se dirigía hacia el uturo, entonces, empecé a ser otro, a cam-biar el presente y el camino del uturo, a ser el prestamista queya no pesaba nada en sus manos y a tratar de suprimir el espaciodonde se producían todos los espectáculos del recuerdo. Teníauna gran pereza de sentir; no quería tener sentimientos ni surircon recuerdos que eran entre sí como enemigos irreconciliables.Y como no tenía sentimientos había perdido hasta la tristeza demí mismo: ni siquiera tenía tristeza de que los recuerdos ocu-paran un lugar inútil. Yo también me volvía tan inútil como si

quedara para hacer la guardia alrededor de una ortaleza que notenía soldados, armas ni víveres.Solamente me había quedado la costumbre de dar pasos y

de mirar cómo llegaban los pensamientos: eran como animalesque tenían la costumbre de venir a beber a un lugar donde yano había más agua. Ningún pensamiento cargaba sentimientos:podía pensar, tranquilamente, en cosas tristes; solamente eran

pensadas. Ahora se me acercaban los recuerdos como si yo estu-viera tirado bajo un árbol y me cayeran hojas encima: las vería ylas recordaría porque me habían caído y porque las tenía encima.Los nuevos recuerdos serían como atados de ropa que mepusieran en la cabeza: al seguir caminando los sentiría pesar enella y nada más. Yo era como aquel caballo perdido de la inancia;ahora llevaba un carro detrás y cualquiera podía cargarle cosas:

no las llevaría a ningún lado y me cansaría pronto.Aquella noche, al rato de estar acostado, abrí los párpados yla oscuridad me dejó los ojos vacíos. Pero allí mismo empezarona levantarse esqueletos de pensamientos —no sé qué gusanos leshabrían comido la ternura—. Y mientras tanto, a mí me parecíaque yo iba abriendo, con la más perezosa lentitud, un paraguassin género.

Así pasé las horas que ui otro. Después me dormí y soñé queestaba en una inmensa jaula acompañado de personas que habíaconocido en mi niñez; además había muchas terneras que salíanpor una puerta para ir al matadero. Entre las terneras había unaniña que también llevarían a matar. La niña decía que no quería

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ir porque estaba cansada y todas aquellas gentes se reían por lamanera con que aquella inocente quería evitar la muerte; peropara ellos ir a la muerte era una cosa que tenía que ser así y nohabía por qué afigirse.

Cuando me desperté me di cuenta de que, en el sueño, laniña era considerada como ternera por mí también; yo tenía elsentimiento de que era una ternera; no sentía la dierencia másque como una mera variante de orma y era muy natural que sele diera trato de ternera. Sin embargo, me había conmovido que

hubiera dicho que no quería ir porque estaba cansada; y yo estababañado en lágrimas.Durante el sueño la marea de las angustias había subido

hasta casi ahogarme. Pero ahora me encontraba como arro-jado sobre una playa y con un gran alivio. Iba siendo más eliz amedida que mis pensamientos palpaban todos mis sentimientosy me encontraba a mí mismo. Ya no sólo no era otro, sino que

estaba más sensible que nunca: cualquier pensamiento, hasta laidea de una jarra con agua, venía llena de ternura. Amaba miszapatos, que estaban solos, desabrochados y siempre tan com-pañeros uno al lado del otro. Me sentía capaz de perdonar cual-quier cosa, hasta los remordimientos —más bien serían ellos losque me tenían que perdonar a mí.

Todavía no era la mañana. En mí todo estaba aclarando unpoco antes que el día. Había pensado escribir. Entonces reapa-reció mi socio; él también se había salvado: había sido arro-jado a otro lugar de la playa. Y apenas yo pensara escribir misrecuerdos, ya sabía que él aparecía.

Al principio, mi socio apareció como de costumbre: esqui-vando su presencia ísica, pero amenazando entrar en la realidad

bajo la orma vulgar que trae cualquier persona que viene del mundo.Porque antes de aquella madrugada, yo estaba en un lugar y el mundoen otro. Entre el mundo y yo había un aire muy espeso, en los díasmuy claros yo podía ver el mundo a través de ese aire y también sentirel ruido de la calle y el murmullo que hacen las personas cuandohablan. Mi socio era el representante de las personas que habitaban

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el mundo. Pero no siempre me era hostil y venía a robar mis recuerdosy a especular con ellos; a veces se presentaba casi a punto de ser unamadre que me previniera contra un peligro y me despertaba el ins-tinto de conservación; otras veces me reprendía porque yo no salíaal mundo —y como si me reprendiera mi madre, yo bajaba los ojosy no lo veía—; también aparecía como un amigo que me aconsejabaescribir mis recuerdos y despertaba mi vanidad. Cuando más loapreciaba era cuando me sugería la presencia de amigos que yo habíaquerido mucho y que me ayudaban a escribir dándome sabios con-

sejos. Hasta había sentido, algunas veces, que me ponía una manoen un hombro. Pero otras veces yo no quería los consejos ni la pre-sencia de mi socio bajo ninguna orma. Era en algunas etapas de laenermedad del recuerdo: cuando se abrían las representaciones deldrama de los remordimientos y cuando quería comprender algo demi destino a través de las relaciones que había en distintos recuerdosde distintas épocas. Si suría los remordimientos en una gran soledad,

después me sentía con derecho a un período más o menos largo dealivio; ese surimiento era la comida que por más tiempo calmaba alas eras del remordimiento. Y el placer más grande estaba en regis-trar distintos recuerdos para ver si encontraba un secreto que les ueracomún, si los distintos hechos eran expresiones equivalentes de unmismo sentido de mi destino. Entonces, volvía a encontrarme con unolvidado sentimiento de curiosidad inantil, como si uera una casa

que había en un rincón de un bosque donde yo había vivido rodeadode personas y ahora revolviera los muebles y descubriera secretosque en aquel tiempo yo no había sabido —tal vez los hubieran sabidolas otras personas—. Esta era la tarea que más deseaba hacer solo,porque mi socio entraría en esa casa haciendo mucho ruido y espan-taría el silencio que se había posado sobre los objetos. Además, misocio traería muchas ideas de la ciudad, se llevaría muchos objetos,

les cambiaria su vida y los pondría de sirvientes de aquellas ideas;los limpiaría, les cambiaría las partes, los pintaría de nuevo y ellosperderían su alma y sus trajes. Pero mi terror más grande era por lascosas que suprimiría, por la crueldad con que limpiaría sus secretos,y porque los despojaría de su real imprecisión, como si quitara loabsurdo y lo antástico a un sueño.

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Era entonces cuando yo disparaba de mi socio; corría comoun ladrón al centro de un bosque a revisar solo mis recuerdosy cuando creía estar aislado empezaba a revisar los objetosy a tratar de rodearlos de un aire y un tiempo pasado para quepudieran vivir de nuevo. Entonces empujaba mi conciencia ensentido contrario al que había venido corriendo hasta ahora;quería volver a llevar savia a plantas, raíces o tejidos que yadebían estar muertos o disgregados. Los dedos de la conciencia

no sólo encontraban raíces de antes, sino que descubrían nuevasconexiones; encontraban nuevos musgos y trataban de seguirlas ramazones; pero los dedos de la conciencia entraban en unagua en que estaban sumergidas las puntas; y como esas termi-naciones eran muy sutiles y los dedos no tenían una sensibilidadbastante na, el agua conundía la dirección de las raíces y losdedos perdían la pista. Por último los dedos se desprendían de mi

conciencia y buscaban solos. Yo no sabía qué vieja relación habíaentre mis dedos de ahora y aquellas raíces; si aquellas raíces dis-pusieron en aquellos tiempos que estos dedos de ahora llegaran aser así y tomaran estas actitudes y estos caminos de vuelta, paraencontrarse de nuevo con ellas. No podía pensar mucho en esto,porque sentía pisadas. Mi socio estaría detrás de algún tronco oescondido en la copa de un árbol. Yo volvía a emprender la uga

como si disparara más hacia el centro de mí mismo; me hacíamás pequeño, me encogía y me apretaba hasta que uera comoun microbio perseguido por un sabio; pero bien sabía yo que misocio me seguiría, que él también se transormaría en otro cuerpomicroscópico y giraría a mi alrededor atraído hacia mi centro.

Y mientras me rodeaba, yo también sabía qué cosas pen-saba, cómo contestaba a mis pensamientos y a mis actos; casi

diría que mis propias ideas llamaban las de él; a veces yo pen-saba en él con la atalidad con que se piensa en un enemigo ylas ideas de él me invadían inexorablemente. Además, tenían lauerza que tienen las costumbres del mundo. Y había costum-bres que me daban una gran variedad de tristezas. Sin embargo,aquella madrugada yo me reconcilié con mi socio. Yo también

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tenía variedad de costumbres tristes; y aunque las mías no veníanbien con las del mundo, yo debía tratar de mezclarlas. Como yoquería entrar en el mundo, me propuse arreglarme con él y dejéque un poco de mi ternura se derramara por encima de todaslas cosas y las personas. Entonces descubrí que mi socio era elmundo. De nada valía que quisiera separarme de él. De él habíarecibido las comidas y las palabras. Además, cuando mi socio noera más que el representante de alguna persona —ahora él repre-sentaba al mundo entero—, mientras yo escribía los recuerdos de

Celina, él ue un camarada inatigable y me ayudó a convertir losrecuerdos —sin suprimir los que cargaban remordimientos—, enuna cosa escrita. Y eso me hizo mucho bien. Le perdono las son-risas que hacía cuando yo me negaba a poner mis recuerdos enun cuadriculado de espacio y de tiempo. Le perdono su manerade golpear con el pie cuando le impacientaba mi escrupulosa bús-queda de los últimos lamentos del tejido del recuerdo; hasta que

las puntas se sumergían y se perdían en el agua; hasta que losúltimos movimientos no rozaban ningún aire en ningún espacio.En cambio debo agradecerle que me siguiera cuando en la

noche yo iba a la orilla de un río a ver correr el agua del recuerdo.Cuando yo sacaba un poco de agua en una vasija y estaba tristeporque esa agua era poca y no corría, él me había ayudado ainventar recipientes en qué contenerla y me había consolado con-

templando el agua en las variadas ormas de los cacharros. Des-pués habíamos inventado una embarcación para cruzar el río yllegar a la isla donde estaba la casa de Celina. Habíamos llevadopensamientos que luchaban cuerpo a cuerpo con los recuerdos;en su lucha habían derribado y cambiado de posición muchascosas; y es posible que haya habido objetos que se perdieran bajolos muebles. También debemos de haber perdido otros por el

camino; porque cuando abríamos el saco del botín, todo se habíacambiado por menos, quedaban unos poquitos huesos y se noscaía el pequeño arol en la tierra de la memoria.

Sin embargo, a la mañana siguiente volvíamos a convertiren cosa escrita lo poco que habíamos juntado en la noche.

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Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellasnoches, no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo. Lacara de ella y las demás cosas que recibieron aquella luz, tambiénestán cegadas por un tiempo inmenso que se hizo grande porencima del mundo. Y escondido en el aire de aquel cielo, hubotambién un cielo de tiempo: ue él quien le quitó la memoria alos objetos. Por eso es que ellos no se acuerdan de mí. Pero yolos recuerdo a todos y con ellos he crecido y he cruzado el airede muchos tiempos, caminos y ciudades. Ahora, cuando los

recuerdos se esconden en el aire oscuro de la noche y sólo seenciende aquella lámpara, vuelvo a darme cuenta de que ellos nome reconocen y que la ternura, además de haberse vuelto lejana,también se ha vuelto ajena. Celina y todos aquellos habitantesde su sala me miran de lado; y si me miran de rente, sus miradaspasan a través de mí, como si hubiera alguien detrás, o comosi en aquellas noches yo no hubiera estado presente. Son como

rostros de locos que hace mucho se olvidaron del mundo. Aque-llos espectros no me pertenecen. ¿Será que la lámpara y Celinay las sillas y su piano están enojados conmigo porque yo no uinunca más a aquella casa? Sin embargo, yo creo que aquel niñose ue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es aellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quierorecordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado de mí.

Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos queestuvieron en sus ojos: pero no puedo encontrar las miradas queaquellos “habitantes” pusieron en él.

Montevideo, 1943

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El balcón

Había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. Enesa época casi todo el barrio se iba a un balneario cercano. Unade las casas abandonadas era muy antigua; en ella habían insta-lado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía triste,iba perdiendo sus mejores amilias y quedaba habitada nada másque por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella ysoltado un grito, éste en seguida se hubiese apagado en el musgo.

El teatro donde yo daba los conciertos también tenía pocagente y lo había invadido el silencio: yo lo veía agrandarse enla gran tapa negra del piano. Al silencio le gustaba escuchar lamúsica; oía hasta la última resonancia y después se quedaba pen-sando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Perocuando el silencio ya era de conanza, intervenía en la música:pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y

los dejaba llenos de intenciones.Al nal de uno de esos conciertos, vino a saludarme unanciano tímido. Debajo de sus ojos azules se veía la carne viva yenrojecida de sus párpados caídos; el labio inerior, muy grandey parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor desu boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabraslentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la respi-

ración.Después de un largo intervalo me dijo:—Yo lamento que mi hija no pueda escuchar su música.No sé por qué se me ocurrió que la hija se habría quedado

ciega; y en seguida me di cuenta que una ciega podía oír, que másbien podía haberse quedado sorda, o no estar en la ciudad; y de

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pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto. Sinembargo, aquella noche yo era eliz; en aquella ciudad todas lascosas eran lentas, sin ruido, y yo iba atravesando, con el anciano,penumbras de refejos verdosos.

De pronto me incliné hacia él —como en el instante en quedebía cuidar de algo muy delicado— y se me ocurrió pregun-tarle:

—¿Su hija no puede venir?Él dijo “ah” con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo

el paso, me miró a la cara y por n le salieron estas palabras:—Eso, eso; ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Haynoches que no duerme pensando que al día siguiente tiene quesalir. Al otro día se levanta temprano, apronta todo y le vienemucha agitación. Después se le va pasando. Y al nal se sienta enun sillón y ya no puede salir.

La gente del concierto desapareció en seguida de las calles

que rodeaban el teatro y nosotros entramos en el caé. Él le hizoseñas al mozo y le trajeron una bebida oscura en un vasito. Yo loacompañaría nada más que unos instantes; tenía que ir a cenar aotra parte. Entonces le dije:

—Es una pena que ella no pueda salir. Todos necesitamospasear y distraernos.

Él, después de haber puesto el vasito en aquel labio tan

grande y que no alcanzó a mojarse, me explicó:—Ella se distrae. Yo compré una casa vieja, demasiadogrande para nosotros dos, pero se halla en buen estado. Tieneun jardín con una uente; y la pieza de ella tiene, en una esquina,una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón daa la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunasveces también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano.

Usted podrá venir a cenar a mi casa cuando quiera y le guardaréagradecimiento.

Comprendí en seguida; y entonces decidimos el día en queyo iría a cenar y a tocar el piano.

Él me vino a buscar al hotel una tarde en que el sol todavíaestaba alto. Desde lejos, me mostró la esquina donde estaba

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Cuando ya era del todo la noche uimos al comedor y pasamospor la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar ymientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de elicidad.

El comedor estaba en un nivel más bajo que la calle y a travésde pequeñas ventanas enrejadas se veían los pies y las piernasde los que pasaban por la vereda. La luz, no bien salía de unapantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí se habíanreunido, como para una esta de recuerdos, los viejos objetos de laamilia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un

momento; entonces todas las cosas que había en la mesa parecíanormas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el mantelnuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de lamesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haríamuchos años, unas manos habían obligado a estos objetos de lamesa a tener una orma. Después de mucho andar ellos encon-trarían colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla ten-

drían que servir a toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaríalos alimentos en las caras lisas y brillosas de los platos; obligaríana las jarras a llenar y a volcar sus caderas; y a los cubiertos, a hun-dirse en la carne, a deshacerla y a llevar los pedazos a la boca. Porúltimo los seres de la vajilla eran bañados, secados y conducidos asus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían sobre-vivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas

con ellos, los amarían y los llenarían de recuerdos; pero ellos ten-drían que seguir sirviendo en silencio.Hacía un rato, cuando nos hallábamos en la habitación de

la hija de la casa y ella no había encendido la luz —quería apro-vechar hasta el último momento el resplandor que venía de subalcón—, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se ibala luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas

y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetosadquirían alma a medida que entraban en relación con las per-sonas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenidootra alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenidoramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón habíatenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.

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De pronto apareció en la orilla del mantel la cara coloradade la enana. Aunque ella metía con decisión sus bracitos en lamesa para que las manitas tomaran las cosas, el anciano y su hijale acercaban los platos a la orilla de la mesa. Pero al ser tomadospor la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad. Además, elanciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar elbotellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.

Al principio la conversación era diícil. Después apareció dandocampanadas un gran reloj de pie; había estado marchando contra la

pared situada detrás del anciano; pero yo me había olvidado de supresencia. Entonces empezamos a hablar. Ella me preguntó:—¿Usted no siente cariño por las ropas viejas?—¡Como no! Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos,

los trajes son los que han estado en más estrecha relación connosotros —aquí yo me reí y ella se quedó seria—; y no me pare-cería imposible que guardaran de nosotros algo más que la orma

obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.Pero ella no me oía y había procurado interrumpirme comoalguien que intenta entrar a saltar cuando están torneando lacuerda. Sin duda me había hecho la pregunta pensando en lo querespondería ella. Por n dijo:

—Yo compongo mis poesías después de estar acostada—ya, en la tarde, había hecho alusión a esas poesías— y tengo un

camisón blanco que me acompaña desde mis primeros poemas.Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado ledediqué una poesía.

Había dejado de comer y no se le importaba que la enanametiera los bracitos en la mesa. Abrió los ojos como ante unavisión y empezó a recitar:

—A mi camisón blanco.

Yo endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a lasmanos de la enana. Sus deditos, muy sólidos, iban arrollados hastalos objetos, y sólo a último momento se abrían para tomarlos.

Al principio yo me preocupaba por demostrar distintasmaneras de atender; pero después me quedé haciendo un movi-miento armativo con la cabeza, que coincidía con la llegada del

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péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio astidio; y tam-bién me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaríay yo no tenía preparado nada para decirle; además, al anciano lehabía quedado un poco de acelga en el borde del labio inerior ymuy cerca de la comisura.

La poesía era cursi; pero parecía bien medida; con“camisón” no rimaba ninguna de las palabras que yo esperaba;le diría que el poema era resco. Yo miraba al anciano y al hacerlome había pasado la lengua por el labio inerior; pero él escuchaba

a la hija. Ahora yo empezaba a surir porque el poema no termi-naba. De pronto dijo “balcón” para rimar con “camisón”, y ahíterminó el poema.

Después de las primeras palabras, yo me escuchaba conserenidad y daba a los demás la impresión de buscar algo que yaestaba a punto de encontrar.

—Me llama la atención —comencé— la calidad de adoles-

cencia que le ha quedado en el poema. Es muy resco y...Cuando yo había empezado a decir “es muy resco”, ellatambién empezaba a decir:

—Hice otro...Yo me sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo

traicionero. Llegó la enana con otra uente y me serví con des-enado una buena cantidad. No quedaba ningún prestigio: ni el

de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la casa quetenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedraque tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía sepa-rado de ellos y comía en orma canallesca; no había una vez queel anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encon-trara mi copa vacía.

Cuando ella terminó el segundo poema, yo dije:

—Si esto no estuviera tan bueno —yo señalaba el plato—, lepediría que me dijera otro.

En seguida el anciano dijo:—Primero ella debía comer. Después tendrá tiempo.Yo empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se

me hubiera importado dejar que me creciera una gran barriga.

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Pero de pronto sentí como una necesidad de agarrarme del sacode aquel pobre viejo y tener para él un momento de generosidad.Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habíanhecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar, losdos empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguícontando otros. La risa de ella era dolorosa; pero me pedía poravor que siguiera contando cuentos; la boca se le había estiradopara los lados como un tajo impresionante; las “patas de gallo”se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y

se apretaba las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosíay había tenido que dejar el botellón antes de llenar la copa. Laenana se reía haciendo como un saludo de medio cuerpo.

Milagrosamente todos habíamos quedado unidos, y yo notenía el menor remordimiento.

Esa noche no toqué el piano. Ellos me rogaron que me que-dara, y me llevaron a un dormitorio que estaba del lado de la casa

que tenía enredaderas de hiedra. Al empezar a subir la escalera,me jé que del reloj de pie salía un cordón que iba siguiendo laescalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el cordónentraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas deldosel de mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luzde una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse mis manosen mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de

aquella noche habían sido para recomendarme:—Si usted se siente desvelado y quiere saber la hora, tire deeste cordón. Desde aquí oirá el reloj del comedor; primero le darálas horas y, después de un intervalo, los minutos.

De pronto se empezó a reír, y se ue dándome las “buenasnoches”. Sin duda se acordaría de uno de los cuentos, el de unborracho que conversaba con un reloj.

Todavía el anciano hacía crujir la escalera de madera consus pasos pesados cuando yo ya me sentía solo con mi cuerpo.Él —mi cuerpo— había atraído hacia sí todas aquellas comidasy todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahoratendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completa-mente y lo hice pasear descalzo por la habitación. En seguida de

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