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Hemos visto cómo la teorización sobre el concepto de cultura toca el tema de la cultura popular y como el desarrollo de la antropología, de la mano de las concepciones evolucionistas y desde una perspectiva positivista, han situado a lo popular en un lugar de retraso cultural. Fue el contacto con sociedades primitivas no europeas el motor que impulsó la idea de diversidad cultural hasta darle estatuto científico. Esta ruptura del exclusivismo cultural operará posteriormente no sólo hacia afuera (dicotomía civilización/barbarie) sino también hacia adentro (dicotomía cultura hegemónica/culturas subalternas). Es por medio del concepto de “cultura primitiva” que pudo dársele status de cultura a lo que anteriormente era considerado, paternalistamente, el vulgo de los pueblos civilizados. Pero ya sea designando lo salvaje de una cultura exótica o lo popular en un país europeo, “lo primitivo” seguirá significando, con un criterio evolucionista de las diferencias culturales que aún hoy perdura, el pasado de nuestro presente, un estadio más o menos admirable pero que implica un momento previo, una etapa anterior que le otorga superioridad a quienes ya alcanzaron el estadio posterior más avanzado. Hemos visto también el aporte romántico al respecto, que releva a lo popular, convirtiéndolo en el lugar de origen de lo “nacional”. El contrapunto ideológico que se establece entre románticos e ilustrados a propósito del tema de la cultura, se aprecia plenamente en las dos formas de enfrentar el tema de la cultura popular. Sigue manteniéndose la dualidad de enfoques: uno localista, el otro universalizador. Para Herder las tradiciones populares reivindican la propia cultura frente a un “otro” alienante (nacionalismo). Para los primeros folkloristas ingleses, que acuñan y conceptualizan el término, el folklore tiene una connotación más universalista y menos política: el estudio de la cultura popular no apunta a recuperar un evanescente espíritu o “genio” nacional enquistado en el campesinado (el “pueblo” más visible y numeroso de la Europa de aquella época), sino que debe contribuir al conocimiento de la cultura en su totalidad. Es con todos estos antecedentes conjugándose que las elites intelectuales saldrán a la busca de lo popular hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. La sistematización de esta búsqueda desde una perspectiva positivista es la que dará origen al folklore concebido como ciencia. Así, mientras la etnología y la antropología surgen como disciplinas hacia la segunda mitad del siglo XIX, racionalizando y legitimando el colonialismo, el

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Trabajo exploratorio sobre el concepto de folklore en el marco de una tesis de postgrado en la Universidad de La Serena

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Hemos visto cómo la teorización sobre el concepto de cultura toca el tema de la cultura popular y como el desarrollo de la antropología, de la mano de las concepciones evolucionistas y desde una perspectiva positivista, han situado a lo popular en un lugar de retraso cultural. Fue el contacto con sociedades primitivas no europeas el motor que impulsó la idea de diversidad cultural hasta darle estatuto científico. Esta ruptura del exclusivismo cultural operará posteriormente no sólo hacia afuera (dicotomía civilización/barbarie) sino también hacia adentro (dicotomía cultura hegemónica/culturas subalternas). Es por medio del concepto de “cultura primitiva” que pudo dársele status de cultura a lo que anteriormente era considerado, paternalistamente, el vulgo de los pueblos civilizados. Pero ya sea designando lo salvaje de una cultura exótica o lo popular en un país europeo, “lo primitivo” seguirá significando, con un criterio evolucionista de las diferencias culturales que aún hoy perdura, el pasado de nuestro presente, un estadio más o menos admirable pero que implica un momento previo, una etapa anterior que le otorga superioridad a quienes ya alcanzaron el estadio posterior más avanzado.

Hemos visto también el aporte romántico al respecto, que releva a lo popular, convirtiéndolo en el lugar de origen de lo “nacional”. El contrapunto ideológico que se establece entre románticos e ilustrados a propósito del tema de la cultura, se aprecia plenamente en las dos formas de enfrentar el tema de la cultura popular. Sigue manteniéndose la dualidad de enfoques: uno localista, el otro universalizador. Para Herder las tradiciones populares reivindican la propia cultura frente a un “otro” alienante (nacionalismo). Para los primeros folkloristas ingleses, que acuñan y conceptualizan el término, el folklore tiene una connotación más universalista y menos política: el estudio de la cultura popular no apunta a recuperar un evanescente espíritu o “genio” nacional enquistado en el campesinado (el “pueblo” más visible y numeroso de la Europa de aquella época), sino que debe contribuir al conocimiento de la cultura en su totalidad.

Es con todos estos antecedentes conjugándose que las elites intelectuales saldrán a la busca de lo popular hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. La sistematización de esta búsqueda desde una perspectiva positivista es la que dará origen al folklore concebido como ciencia. Así, mientras la etnología y la antropología surgen como disciplinas hacia la segunda mitad del siglo XIX, racionalizando y legitimando el colonialismo, el folklore se planteará como una etnología interna de los pueblos europeos, y su nacimiento se relaciona con los movimientos nacionalistas y el romanticismo, pero también con un cientificismo inherente al positivismo imperante. El interés por lo popular a comienzos del siglo XIX racionalizó una censura política, al idealizar lo popular (sus canciones, sus relatos, su religiosidad, etc.) justo cuando el desarrollo capitalista bajo la forma de Estado nacional exigía su desaparición.

Ortiz (1992) fijando su mirada en el siglo XIX, reconocerá tres propuestas de acercamiento a lo popular, cada una con sus conceptuaciones y métodos, a saber: los anticuarios los románticos y los folkloristas, identificando sus puntos en común y sus divergencias. De estas tres propuestas solo las últimas dos – románticos y folkloristas – terminarán constituyendo verdaderas matrices de interpretación sobre el lugar y rol de las clases subalternas que mantienen vigencia en la discusión actual. En particular, será la preocupación de los folkloristas por organizar el material que consideraban atingente, desde una perspectiva positivista, el que propiciará que la cultura popular se asuma ya no sólo como una categoría digna de análisis, sino como una ciencia con objeto y método propio. Tendremos oportunidad de acercarnos a las nociones fundamentales de las propuestas sobre lo popular tanto de los románticos como de los folkloristas y de cómo terminaron fundiéndose en una difusa amalgama conceptual que mezclaba positivismo, evolucionismo y cierto esencialismo, que desembocó, al menos en Europa, en el descrédito de los estudios folklóricos como ciencia académica, reduciéndolos a un amateurismo no carente de todo valor por sus implicancias simbólicas e ideológicas. En esta peculiar fusión se visualizan las dos vertientes para el estudio de lo popular que ya hemos advertido: la ilustrada, de carácter clasista, que considera a los grupos populares como portadores de una cultura distinta a la de la elite dominante, con un grado no sólo

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de subalternidad, sino además “inferior” y “retrasada”; la romántica, que entiende que la cultura popular es la propia del “pueblo” (entendido este desde una perspectiva nacionalista), convirtiéndola así en un reducto de la esencia nacional, de su identidad más auténtica.

Antes de ahondar en los postulados que operaban tras la caracterización del folklore como ciencia, revisaremos sucintamente algunas características y aportes de los otros dos acercamientos a lo popular que menciona Ortiz (1992), a saber: la anticuaria y el romanticismo.

Los anticuarios y la prehistoria del folklore

La práctica de coleccionar reliquias y objetos curiosos es una costumbre existente en Europa ya desde la Edad Media. Se trataba de objetos de la más diversa índole cuyo único rasgo en común era su antigüedad. Así, el término “antigüedades” se aplicaba a un espectro bastante heterogéneo de materias (costumbres populares, fiestas, monumentos góticos, ruinas griegas o romanas, historia local, etc.), y el interés de los anticuarios se plasmaba en la compulsiva recolección de un variado material (epitafios, inscripciones, monedas, mapas, planos, dibujos, documentos, etc.). Producto de este interés por lo antiguo es que hacia el siglo XVI aparecen publicadas en Europa algunas misceláneas, donde además de tratar sobre antigüedades, se incluían historias y anécdotas de todo tipo, principalmente de fenómenos sobrenaturales y en ocasiones leyendas y supersticiones (Prat 2008).

Es con el advenimiento del Humanismo y su superlativa valoración del mundo antiguo que la labor de muchos anticuarios se centró en rescatar ese pasado, interés que se mantuvo hasta la época del neoclasicismo. Es en este ambiente que en Italia surgen los primeros intentos de comprender la herencia que la antigüedad clásica ha dejado en la cultura popular. El afán de estos estudiosos era relacionar las huellas y restos físicos con el ambiente cultural del mundo antiguo (Prat 2008). Los objetos coleccionados les permitían determinar la magnitud del entronque de lo tradicional, nacional o popular con el mundo clásico. En el fondo, se trataba de vincular lo patrio con la Antigüedad, para demostrar, de este modo, cierta nobleza de alcurnia, asumiendo que el pasado valida y forma parte del presente. El desarrollo del pensamiento científico y la posterior diferenciación y especialización de las disciplinas conllevaron el surgimiento de coleccionistas de antigüedades específicas (arqueólogos, filólogos clásicos, epigrafistas, numismáticos, historiadores de la edad y el arte antiguo, etc.), con un afán investigativo que comenzó a desarrollar técnicas y metodologías propias.

Hacia inicios de la época moderna no existía un gran interés en los círculos letrados por el tema de las costumbres populares. Un primer acercamiento al mundo popular es la obra de escritores de mediados del siglo XVI, principalmente sacerdotes, que abordan la temática pero desde una perspectiva normativa y reformista, que alcanza al siglo XVIII. Puede afirmarse que estos primeros anticuarios no tuvieron especial predilección por el pueblo, como si comenzará a ocurrir luego del advenimiento del Romanticismo. Si bien existía conciencia entre los anticuarios que el tema de su afición tenía poca importancia, se justificaban con sentimientos de piedad y conmiseración para con aquellos que ocupaban el lugar más bajo de la sociedad. El anticuario inglés y pionero de los estudios folklóricos John Brand (1744-1806) se expresaba así en 1795: “… nada puede ser extraño a nuestra investigación, y mucho menos indigno de nuestra atención, que concierna a lo más pequeño de lo Vulgar; de aquellos Pequeños que ocupan el lugar más bajo, aunque en modo alguno de menor importancia en la ordenación política de los seres humanos” (Tomado de Thompson 1995: 14). Esta mirada de superioridad manifiesta la ambigüedad con que se encara al

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objeto de estudio, lo popular, que manifiesta interés y distancia. Los primeros escritos sobre el tema de lo popular tienen como finalidad, pues, señalar las fallas y supersticiones de las clases subalternas. Así, durante el siglo XVII, los coleccionadores de proverbios populares estaban en realidad interesados en denunciar los yerros gramaticales para ir en apoyo de una iniciativa política en pro de la unificación de la lengua. Los sacerdotes protestantes, por su parte, se dedicaron a combatir las prácticas supersticiosas, resquicios del paganismo infiltrado en la iglesia católica. Tal actitud negativa no era exclusiva de estos primeros estudiosos y traslucía, más bien, una ideología correctiva que se intensificará desde el siglo XVII.

Entre los siglos XVI y XVII, las fronteras entre cultura de elite y culturas populares no son precisamente nítidas. La nobleza participa de creencias religiosas, supersticiones y juegos populares, mostrando la autoridad tolerancia para con estas prácticas. Los señores patrocinaban deportes considerados violentos, la llamada literatura de colportage o de cordel no se asociaba sólo al bajo pueblo y existía un generalizado gusto por los romances de caballería y las baladas, es decir, había una estética compartida. No obstante, el proceso de interacción cultural interclases no era simétrico, pues si bien la elite participaba de la “pequeña tradición” del pueblo, este no participaba de la “gran tradición” de la elite (Burke 2010). A la época las personas educadas podían ser consideradas biculturales, pues hablaban y escribían el latín y, además, se expresaban perfectamente en el dialecto local. Pero hacia el siglo XVII se inicia un proceso de represión sistematizada que terminará por distanciar dramáticamente la cultura de élite de la cultura popular. Varias son las causas que contribuyen a este proceso:

1) Tanto la iglesia católica como la protestante inician una política de sumisión doctrinal, procurando hegemonizar la doctrina oficial, es decir, la definida por los teólogos. Se buscó este objetivo tanto por la catequesis como por la distribución y lectura de la Biblia a las clases populares. También hubo iniciativas más violentas como la Inquisición y la persecución de la hechicería caracterizada como herejía popular.

2) La centralización del Estado, que implicó una administración unificada de los impuestos, la seguridad y la lengua. Se inicia, entonces, una lucha contra los dialectos regionales en pro de una integración al interior del Estado-nación, lo que se consideraba la imposición de una lengua legítima, en desmedro de las hablas locales. La constitución de los estados nacionales implicó, además, transformar la política en cuanto a su relación con las clases subalternas, pues al convertirse el Estado en institución proveedora, podía demandar, en contrapartida, los impuestos, el servicio militar, etc., reclamando el cumplimiento de deberes inherentes a la condición de ciudadanos. Las autoridades se preocuparán por las prácticas que generan violencia y desenfreno (el fútbol, el carnaval, los charivari, etc.), aunque con criterios ambiguos que implican en ocasiones prohibiciones explícitas y permisión efectiva, este aparato represivo ocasionará que algunas de estas actividades se comiencen a mostrar como una contestación política abierta al poder constituido (Burke 2010).

3) Entre el siglo XVII y el XVIII se elabora en Europa una cultura de alcance universal que impone un determinado tipo de comportamiento patrón, cuyo modelo es el “honnête homme”, una especie de sucesor del caballero medieval, quien agrega a las virtudes del valor heroico y la lealtad, su gusto por la refinada cultura literaria herencia del humanismo. “La virtud esencial del honnête homme es la cortesía, la cortesía del corazón y de la conducta, el alma noble que se expresa a través de un lenguaje culto y hermoso. La honnêteté es un valor, no solamente ético, sino también estético” (Krebs 1993: 46). Se trata, pues, del cortesano, hombre cosmopolita, cultivado, sociable, refinado y espiritual, capaz de dominar sus emociones y evitar los excesos. El iluminismo fue central en la elaboración de este modelo ideológico al promover los valores de universalidad y racionalidad, contrapuestos a las prácticas populares consideradas como irracionales. Este desarrollo del espíritu de racionalidad, paralelo al de las ciencias biológicas y médicas, se corresponde con el llamado

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proceso de “desencantamiento” del mundo. Ortiz (1989) da el ejemplo de la declinación de la persecución del fetichismo en Inglaterra para visualizar mejor los alcances de este proceso de desencantamiento, que implicaba que el pensamiento racional estaba penetrando en la forma en cómo era concebida la realidad. Consigna que desde 1736 no existen más procesos formales contra el fetichismo, lo que implicaba que los presupuestos intelectuales de los hombres educados, controladores del poder judicial, interferían en la evaluación de los contenidos a juzgar. La declinación de las persecuciones era consecuencia del creciente escepticismo en cuanto al poder real de estas prácticas para cometer perjuicio, pasando a ser consideradas muestras del atraso y la ignorancia del pueblo.

Esta penetración del pensamiento racional en la mentalidad europea no fue, sin embargo, igual en todos los estratos sociales. Señala Thomson (1995), que nos es efectivo, como suele considerar la historiografía, que en el siglo XVIII la magia, la brujería, las supersticiones y los usos consuetudinarios estuvieran en decadencia producto de la presión que las clases superiores ejercían sobre las subordinadas a fin de reformar la cultura popular, inculcando el conocimiento de las letras en un intento por desplazar la transmisión oral, infiltrando en ella el pensamiento ilustrado. Tal presión reformista encontró empecinada resistencia, que terminó por abrir una profunda brecha entre, en términos de Thompson, la cultura de los patricios y la de los plebeyos. Burke (2010) sugiere que una de las consecuencias de este distanciamiento, que en su opinión se dio a escala europea, es, precisamente, la aparición del folklore, cuando las capas de la alta sociedad envían exploradores a inspeccionar y tomar nota de la “pequeña tradición” plebeya, con sus extrañas prácticas y rituales.

Inicialmente individual, la actividad de los anticuarios comenzó a desarrollarse en clubes, donde sus miembros se reunían a compartir inquietudes entre un público relativamente especializado. Ya en 1718 es fundada en Inglaterra la Sociedad de Anticuarios. A comienzos del siglo XIX, en este país, florecen abundantes los clubes de anticuarios, donde miembros de la clase media discutían y publicaban libros y revistas de antigüedades populares. Ejemplo es la creación en 1820 de la Sociedad Céltica, en Edimburgo. En Francia en 1807 se fundó la Academia Céltica, transformada en la Sociedad de los Anticuarios de Francia en 1817 (Ortiz 1989). Destacará en este círculo de anticuarios la figura de William John Thoms, creador de la palabra “folklore”, quien, como miembro de la Sociedad de Anticuarios de Inglaterra, fundará en la revista “Athenaeum” una sección dedicada a la cultura popular, donde comentará los aportes que al respecto, y en forma de correspondencia, realizaban los lectores. Thoms será uno de los fundadores de la Sociedad de Folklore de Londres, de la que fuera director hasta su muerte el año 1885.

Lo que caracterizará a este periodo de auge de las sociedades de anticuarios, es su tentativa de compilación y ordenamiento del material recopilado. Tal intento de organización marcará una clara diferencia con la etapa de los coleccionistas individuales. Y aunque todavía no puede hablarse de una metodología, sí estamos ante una sistematización incipiente. Es producto de la petición de ayuda que realiza Thoms respecto al rescate y recopilación de estas antigüedades populares, que surgirá la palabra folklore:

“Sus páginas (Thoms se está dirigiendo al público lector y colaborador de la Revista Atheneum) han dado testimonio tan a menudo del interés que demuestra Ud. por lo que en Inglaterra designamos con el nombre de Antigüedades Populares, o Literatura Popular (aunque entre paréntesis es más bien un Saber Tradicional que una Literatura, y podría describirse más propiamente con una buena palabra compuesta anglosajona Folk-lore – el saber tradicional del Pueblo –) que no quedo sin esperanza de alentar su ayuda en entrojar las pocas espigas que quedan, esparcidas en ese campo del cual nuestros antepasados hubieran podido recoger una

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buena cosecha. Nadie que se ha dedicado al estudio de los usos, las costumbres, las ceremonias, las creencias, los romances, los refranes, etc., de los tiempos antiguos, habrá dejado de llegar a dos conclusiones: la primera, cuánto de lo que es curioso e interesante en estos asuntos está ahora completamente perdido: la segunda, cuánto puede salvarse todavía con un esfuerzo a tiempo. Lo que traó de hacer Hone, en su “Libro de Todos los Días”, etc., el Ateneo, con su circulación más amplia, puede llevar a cabo de una manera diez veces más eficaz – reunir el número infinito de hechos minuciosos, que ilustran la materia que he mencionado, hechos que están esparcidos en las memorias de sus miles de lectores, y conservarlos en sus páginas” (Thoms 1978, 33-34, paréntesis nuestro).

El término folklore, pues, no se vincula inicialmente con una concepción claramente definida de metodología e investigación. La metodología se reducía al interés y voluntad de los lectores y a la constancia de los editores de Atheneum. Como fuere, este afán coleccionista que presenta la anticuaria, será una herencia que recibirán gustosos los folkloristas, quienes también presentarán esta obsesión, por momentos errática, por recoger y ordenar un cúmulo de fragmentos culturales heteróclitos, que aislados de sus contextos desafían toda inteligibilidad.

Como vemos, inicialmente la anticuaria no estaba necesariamente relacionada con el ámbito de lo popular, y cuando este ámbito se abre como temática, los anticuarios establecen una relación de interés y distancia con respecto a la cultura popular, asumiendo una posición de superioridad con respecto a los usos y costumbres populares, que serán vistas, a la luz de un cambio de perspectiva cultural, como resabios de una mentalidad antigua que debe documentarse y revocarse.

Romanticismo y cultura popular: la vertiente del Volk.

El Romanticismo es de suma importancia en la definición del concepto de cultura popular al transformar cierta predisposición negativa hacia las manifestaciones populares en interés positivo, instalando al pueblo en un lugar de protagonismo inusitado. Harris (1996) afirma que el esfuerzo roussoniano por instaurar la voluntad del pueblo como fuerza legitimadora de la organización política, es una mistificación romántica de la historia, que sustituye la noción de ley natural por la de las impredecibles e ingobernables almas colectivas, nacionales o tribales.

Dos son los hitos doctrinarios de este movimiento en lo que se refiere a nuestra temática: el filósofo alemán Johann Gottfried von Herder (1744-1803) y los hermanos Jacob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-1859). Tan importantes son estas figuras en estas materias, que Peter Burke (2010) considera que es en este momento que el concepto de cultura popular es “inventado” por un grupo de intelectuales alemanes. Veamos, pues, las novedades que plantean estos autores en su interpretación de la cultura popular.

Martín-Barbero (1998) identifica tres accesos por los que el movimiento romántico llega a “descubrir” al pueblo. El primero de ellos es una exaltación revolucionaria que dota a la plebe de una imagen positiva sustentada en dos ideas: aquella que afirma que la unidad de una colectividad le da un tipo peculiar de fuerza; la del héroe que se alza frente al mal. El segundo es el surgimiento de un nacionalismo, también exaltado, que reclama una esencia o sustrato último de la cultura, un “alma”, que otorgue un fundamento, dé “vida”, a una nueva unidad socio-política, fundamento que se cree localizar en el pueblo en tanto “matriz última y origen telúrico” (Martín-Barbero 1998, 6). El tercer acceso es la resistencia ante las ideas ilustradas, y que implican un combate en contra del dogmatismo de la cultura intelectual abstracta de la Ilustración que, como afirma Cassirer comentando a Herder, “hace triunfar la “razón” a costa de esclavizar y sacrificar todas las demás fuerzas anímicas y espirituales que viven en el hombre” (1982: 22). Esta resistencia se manifiesta

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tanto en la reacción contra la fe racionalista y el utilitarismo burgués que, en aras del progreso, han desvertebrado la sociedad transformando el presente en un caos, como en la verdadera rebelión estética que los románticos propician frente al arte oficial dominado por un clasicista principio de autoridad, en un intento por revalorizar el sentimiento y la espontaneidad como fuentes de expresión de la subjetividad. Este rechazo del presente se enmarca en el ambiente intelectual que ya mencionáramos de idealización del pasado y revaloración de lo primitivo y lo irracional. Desde la perspectiva romántico-nacionalista, el pasado se convierte en una especie de edad de oro perdida, que al menos intelectualmente puede llegar a reconstruirse. Se valida, de este modo, un presente (en este caso parte de un presente que es el de aquellos hombres no contaminados donde se representa lo nacional, el volk), por medio del pasado, pero también hay una propuesta de futuro: volver a las raíces (Prat 2008). Martín –Barbero (1998) señala que este rasgo, la desvalorización del presente, acerca a los románticos al socialismo utópico y su crítica respecto a la inexistencia de una verdadera sociedad. Pero en tanto los socialistas utópicos proyectaban para el futuro la concreción de aquello que consideraban posible, los románticos lo instalan en una contemporaneidad paralela. Opusieron, así, su sociedad ideal, la de la comunidad y la comunión, a la real y práctica sociedad burguesa, basada, según ellos, en el desprecio y la separación.

Herder es considerado el primer teórico alemán del nacionalismo. Lo hizo en reacción ante el dominio cultural que el neoclasicismo francés había alcanzado en su país. Llamó, entonces, a recuperar la cultura nacional alemana, que el señalaba como decadente en su época. En el sentimiento de lo nacional debía inyectarse la gloria de las tradiciones pasadas, principalmente las que se presentan en clave poética.

En la doctrina herderiana hay una crítica radical tanto a la idea de progreso como a todo tipo de pensamiento evolucionista que postule una continuidad histórica universal. Para Herder toda civilización es un organismo centrado en sí mismo (Ortiz 1992). Así, todas las naciones de la tierra tendrán un modo de ser único e insustituible. Esta concepción organicista herderiana será rescatada y continuada por el movimiento romántico. Así es que Schlegel (1772-1829) pudo afirmar: “Cada volk constituye un individuo autónomo en todos sus aspectos, es su propio absoluto, tiene carácter peculiar y se gobierna a sí mismo de acuerdo con leyes, costumbres y tradiciones específicas” (Tomado de Sebrelli 2004, 180); o Schelling (1775-1854) manifestar: “Es la metafísica la que crea los estados orgánicos y hace que una masa de seres humanos llegue a ser un solo corazón y una sola alma, o sea un pueblo. En una palabra, toda metafísica descansa sobre el sentido de la totalidad” (ídem). Si, como señaláramos a propósito de nuestra aproximación al concepto de cultura, Locke y los ilustrados aceptaban que la experiencia moldeaba las creencias y las costumbres humanas, siendo un factor de diferenciación cultural y orden social, siempre mantuvieron la idea de la existencia de afirmaciones morales universalmente válidas. Es decir, se cuidaron de distinguir entre leyes positivas y principios universales. Herder, por el contrario y desde su “particularismo” cultural, postulará que nada trasciende la pluralidad de las almas; todo valor (jurídico, estético, moral, etc.) que pretenda tener un carácter supranacional estará renegando de su verdadera soberanía, pues no es posible descontextualizar las obras humanas sacándolas de su lugar de origen para juzgarlas luego con criterios universales e intemporales (el Bien, la Verdad, la Belleza…). En un gesto que de algún modo anuncia a Nietzsche, Herder afirmará que toda norma ideal tiene una génesis y un contexto, es decir, se trata solo de hechos; no hay absolutos, sino sólo valores locales y principios adquiridos. El hombre, por tanto, no pertenece a todos los tiempos y naciones, sino a un tipo específico de humanidad condicionada por sus propias circunstancias: “todo lo divino es humano, y todo lo humano, incluso el logos, pertenece a la historia” (Finkielkraut 2000, 10-11). Estos postulados harán que Herder no acepte ordenar la historia en etapas, pues, como dijéramos, cada pueblo, cada civilización-organismo, contiene en sí misma su propio destino e identidad, transitando su peculiar camino en ciclos que van del apogeo a la decadencia. Este rechazo al orden por etapas de la historia implica una ruptura en la continuidad que los iluministas

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querían establecer entre el mundo clásico y el moderno. Hay pocos puntos comunes, opina Herder, entre la Antigüedad y las sociedades modernas, pues se trata de entidades independientes. Reniega entonces del Renacimiento y las Luces como componentes de la sociedad germánica para rescatar los aportes medievales, en el entendido de que la Edad Media es la época de juventud del pueblo alemán, contrapuesta a la senilidad que presenta en el siglo XVIII. Hay, pues, en Herder un relativismo histórico que obedece a una “necesidad” política, ya que la teoría de la civilización universal propuesta por los iluminados implicaba la aceptación de un “núcleo” irradiador de tal civilización, es decir, implicaba aceptar la “superioridad” de una parte de Europa, representada principalmente por Francia e Inglaterra, por encima de todo el resto de naciones. Es erróneo, dirá Herder, unificar la multiplicidad de los hechos históricos, pues al juzgarlos teniendo como rasero a la “Razón”, cometen los ilustrados pecado de orgullo, pues le otorgan una dimensión de eternidad a una manera de pensar tan concreta como provisional. Tras este intento de homogeneizar la cultura, opina Herder, hay claramente un espíritu de conquista que ya no busca sólo extenderse más allá de sus límites nacionales para subyugar al resto del mundo, sino que también un intento por someter el pasado a un proceso de asimilación forzada. Como bien afirma Finkielkraut, Herder pretende, al mismo tiempo, enmendar un error y combatir un imperialismo: “liberar a la historia del principio de identidad y devolver a cada nación el orgullo de su ser incomparable” (2000, 12). El énfasis puesto en reducir a objetos históricos los principios trascendentes persigue hacerlos perder su poder de intimidación producto de su posición accidentalmente preeminente. Si no existen ideales inmutables y universalmente válidos independientemente de su lugar y época de aparición, ya nada puede trascender la particularidad de las culturas o naciones, ya nadie puede arrogarse la facultad de someter a examen a los pueblos. Reivindicando lo particular y sus diferencias Herder podía poner en igualdad de condiciones los aportes intelectuales del pueblo alemán (en realidad de cualquier pueblo). No es casual, entonces, la referencia reivindicatoria del Medioevo, pues Herder destacará de aquella época la ausencia de un poder central efectivo, situación que permitía la existencia de múltiples autoridades locales que impedían el ejercicio de un dominio unidireccional (Ortiz 1992).

Otra idea central en el pensamiento de Herder será la de “unidad”. Todo lo que el ser humano está llamado a realizar, debe basarse en la conexión y unidad integral de todos sus potenciales. Así mismo, las organizaciones sociales serán vistas como totalidades orgánicas capaces de integrar armónicamente en un todo, sus propias diferencias y discrepancias. Esta unidad es el fundamento del surgimiento de la historia humana. Hay, pues, una suerte de edad de oro (de unidad orgánica) de la que cada cultura se aleja paulatinamente en su tránsito hacia la civilización. Recordemos que en tiempos de Herder Alemania no se había constituido como nación y que la cultura oficial era de corte francés, por lo que el tema de la unidad nacional resultaba un tópico recurrente. En este contexto el pensador alemán pretenderá realizar aportes que posibiliten la instauración de una civilización-organismo alemana, que permita a su pueblo liberarse de la dominación cultural extranjera y de la segmentación política. Al instaurarse esta totalidad-nación, Alemania lograría resolver, en lo interno, el antagonismo elite-pueblo, a la par que conseguiría alzar una identidad que contrapesase a los países centrales. Es con estos presupuestos en frente que saltará a la palestra el tema de la cultura popular, pues la intelectualidad alemana volcará su atención sobre las tradiciones, buscando en ellas el sustrato de una cultura nacional auténtica. Frente a los valores universales con que Francia justificaba su hegemonía, se alzará la intelectualidad alemana rescatando la ancestralidad de lo germano: “A los juristas les toca conmemorar las soluciones tradicionales, las costumbres, las máximas y las sentencias que forman la base del derecho alemán, obra colectiva, fruto de la acción involuntaria y silenciosa del espíritu de la nación. Incumbe a los poetas defender el genio nacional contra la insinuación de las ideas extranjeras; limpiar la lengua sustituyendo las palabras alemanas de origen latino por otras puramente germánicas; exhumar el tesoro oculto de las canciones populares, y, en su propia práctica, seguir el ejemplo del folklore, estado de frescura, de inocencia y de perfección en el que la individualidad del pueblo todavía está indemne de cualquier contagio y se expresa al unísono” (Finkielkraut 2000, 13-14). Así es como, antes de las

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recopilaciones realizadas por los hermanos Grimm, destacarán autores como: Friedrich von Savigny (1779-1861) y sus trabajos sobre derecho en Alemania, donde abogaba que las leyes nacionales reflejaban el Volkgeist o espíritu nacional; Joseph Görres (1776-1848) y su preocupación por las sagas y leyendas alemanas; Clemens Brentano (1778-1842) y Achim von Arnim (1781-1831) que publicarán entre 1806 y 1808 una compilación de más de setecientas canciones y poemas recogidos de obras antiguas y de la tradición oral campesina (Prat 2008).

En este ambiente de recuperación de tradiciones resaltará la propuesta herderiana según la cual la poesía, en su forma más antigua y originaria puede ser considerada “la verdadera lengua materna del género humano” (tomado de Cassirer 1984, 22), tal como lo hiciera anteriormente el filósofo italiano Giambattista Vico (1668-1744). Es así que se considerará que en la poesía popular se encontrarían vestigios de esa edad de oro de unidad orgánica que hemos referido. Con ayuda de esta poesía prístina puede intentarse “revivir la unidad primigenia que en los orígenes de la historia humana fundía en una auténtica totalidad, en un todo indistinto, el lenguaje y el mito, la historia y la poesía” (Ídem). Desde su perspectiva organicista, Herder concibe a la sociedad como un todo indiferenciado de cuyo seno surge la verdadera poesía como expresión espontánea del carácter nacional. Y es que, como hemos dicho, Herder no está pensando en un monismo cultural, en el surgimiento de la cultura para toda la humanidad en un momento determinado, para él será también central la idea de nacionalidad, su búsqueda se orienta a “una historia del alma humana por épocas y por pueblos” (Tomado de Marías 1941: 323). Precisamente a él debemos la noción de “espíritu del pueblo” (Volkgeist), el que debía buscarse en estas producciones culturales originales primitivas que nos permiten revivir la “edad poética de la raza”, donde las comunidades, en su caso Alemania, estaban plenamente asentadas en su esencia como nación. Ante la contaminación neoclásica de las clases intelectuales, las raíces del “pueblo” (volk) alemán, debían buscarse entre el campesinado, lugar donde podían encontrarse, intactas, ancestrales tradiciones. Aunque Herder no abunda mucho sobre el tema de la cultura popular, su tesis de que la poesía y las canciones populares representan lo esencial de la cultura de un pueblo será una contribución mayor para el desarrollo del concepto de folklore y su aplicación en la folklorística.

Para Herder cada nacionalidad es distinta de las otras. Así, el pueblo de cada nación posee una existencia particular, cuya esencia puede realizarse sólo en la medida que logra continuidad con su pasado. Romper con el pasado implica desagregar la unidad orgánica que debe expresarse en las manifestaciones del pueblo. El peor daño que puede provocársele a un pueblo es robarle su carácter nacional. De ahí que considerara monstruosa la existencia de imperios que juntan pueblos y razas distintas bajo un mismo gobierno. Cada nación debe tener su propio gobierno, para que su carácter se potencie y no sacrifique su identidad como lo había hecho Alemania, a quien Herder consideraba el pueblo con menos carácter nacional (Prat 2008). Desde la perspectiva romántica, la constitución de un estado-nación tiene un carácter mucho más cultural que político. Con una noción que preanuncia a Durkheim, Herder entiende que es una suerte de “conciencia colectiva” (Ortiz 1989) la amalgama que mantiene la unidad de los grupos sociales. Las costumbres, la lengua, en general la cultura compartida, son los únicos cimientos que posibilitan la existencia de una nación como un todo, a la vez que son “archivos” de nacionalidad (en particular la lengua).

Herder y el romanticismo en general, considerará al lenguaje no sólo como un instrumento de comunicación: en él se expresa la esencia de un pueblo; es el patrón de la nacionalidad. De ahí que Friedrich Schleiermacher haya podido afirmar que cada lenguaje “es un modo particular de pensamiento, y aquello que es cogitado en una lengua jamás puede ser repetido cabalmente en otra” (Tomado de Subercaseaux 2010, 365). Toda búsqueda de una tradición lingüística es, por tanto, una recuperación del alma nacional. El estudio de las manifestaciones populares, al ir al reencuentro del pasado cultural, permite a los intelectuales tender un puente temporal que reestructure la unicidad de la nación, tal y como esta se presentaba, por ejemplo y para el caso de Herder, en la poesía de los Nibelungos. Herder introduce en el ámbito de la poesía una distinción

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que será ampliamente utilizada por los hermanos Grimm. En efecto, habla de poesía de la naturaleza (Naturpoesie) y poesía de la cultura (Kunstpoesie). La primera tiene un carácter intuitivo y está basada en una sabiduría que no transmite el saber formal, siendo el único género de expresión humana que resistió la desintegración cultural generada por la civilización moderna. Por ello Herder apreciaba la poesía popular del medioevo, pues en su opinión reflejaba la totalidad del espíritu de un pueblo. La poesía de la cultura, por su parte, tiene un cuño individual y es producto del raciocinio, por ello es contraria a la intuición y la espontaneidad. Valorizando la dimensión intuitiva de los pueblos, en abierta oposición al raciocinio de los intelectuales, Herder eleva la Naturpoesie a la categoría de expresión lírica por excelencia de un pueblo o nación, en ella está integrada la tradición oral, los mitos, las leyendas y algunos poetas notables como Homero y Shakespeare, que supieron plasmar en su obra tal tradición.

Los hermanos Grimm continuadores de los postulados de Herder, son los principales investigadores hacia principios del siglo XIX en cuanto a la recolección de canciones y cuentos folklóricos. Muy famosa es su colección Kinder- und Hausmärchen (cuentos infantiles y del hogar) publicada en tres tomos entre 1812-1822. Ambos eran lingüistas especializados en la rama histórica o diacrónica, centrando su interés en el alto alemán.

La influencia de Herder en los hermanos Grimm se observa en los intentos de estos por definir las modalidades de la narrativa popular. Los Grimm restringirán el significado de poesía de la naturaleza al sublimar el anonimato de las producciones populares; Homero será considerado sólo como el intérprete de una materia poética que se imponía a él. Se elimina, así, toda posibilidad de un trabajo individual de verdadera poesía (en el sentido de “poesía de la naturaleza”). Ortiz (1989) menciona que este punto no fue fácil de digerir al interior del movimiento romántico alemán, pues no se aceptó de muy buen grado la perspectiva de eliminar la posibilidad de una obra individualizada. Como fuere, a fin de cuentas se aceptó tanto la necesaria inferioridad de la poesía de la cultura frente a la Naturpoesie como la negación a los individuos de una verdadera capacidad de creación artística, siendo el pueblo el único emanador de tradición creativa. Es dentro de este marco que los hermanos Grimm afirmarán que la epopeya es la forma más primitiva y mejor acabada de la materia poética. En ella se expresan las esencias, aspiraciones y pensamientos del grupo social. En la epopeya la historia de un pueblo, decían los Grimm, “se desenvuelve como en un flujo regular y sereno. La epopeya es propiamente la poesía popular porque ella es la poesía de todo un pueblo" (Tomado de Ortiz 1989: 66). En tanto los cuentos son para los Grimm una especie de epopeyas en menor escala (“epopeyas familiares”). Las historias populares, afirman, forman parte de la tradición oral, son vestigios de un pasado distante y se contraponen a las historias inventadas por la reflexión artística (ellos hablan de “cuentos de naturaleza” y “cuentos de arte”).

Concebido el pueblo como transmisor fidedigno de la tradición nacional, los Grimm ensayan una metodología jamás antes practicada por anticuario alguno. Contrariamente a toda publicación anterior, los libros de cuentos y leyendas populares de los Grimm incluirán elementos recogidos “de la boca de los campesinos”, apartándose de la costumbre de publicar versiones arregladas por autores conocidos. De este modo, los libros se vuelven impersonales e indican con detalle el lugar donde la historia fue recogida. Es esta metodología la que abre la posibilidad de efectuar un estudio científico de las tradiciones populares. No obstante, los Grimm también realizan concesiones, sin respetar completamente los criterios que ellos mismos establecieran para la recolección del material. Así, considerando que los libros se dirigían a lectores de clase media, consideraron necesario realizar adecuaciones al habla popular tanto a nivel de sintaxis como de contenido, esto último especialmente en pasajes considerados groseros o que pudieran ofender la sensibilidad de los lectores. En este sentido, también, ante dos versiones de un mismo cuento, eliminaban la que consideraban menos en sintonía con la espontaneidad de lo popular. Es interesante observar que el

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mismo criterio de la unidad y anonimato de la creación popular, permitía tanto la recolección como la corrección de las fuentes. Ortiz lo explica así: “en la medida que los cuentos son anónimos, dan la pureza de la tradición, se puede corregir o manejar ésta o aquella expresión literaria, siempre que se respete religiosamente el fondo sobre el cual ellas se apoyan; se justifica así la supresión de los pasajes licenciosos y de las alusiones satíricas” (1989: 66).

Pero, sin duda, el legado más importante de los hermanos Grimm es el llamado método histórico-reconstruccional (Prat 2008). Los fundamentos teóricos de este método eran bastante sencillos. Jakob Grimm distinguía dos corrientes de influencia en los mitos y en la magia: la cristiana y mediterránea, y la oriental y teutónica. En su opinión los cuentos populares son fragmentos de antiguos mitos originados en tribus prehistóricas indoeuropeas, que se diseminaron por Europa gracias a las emigraciones. Aunque el material recolectado fuera fragmentario, se asumía que no había tenido cambios esenciales y aún representaba el mundo que se pretendía reconstruir. Es así que Jakob Grimm, orientado a revivir la edad perdida donde se representaba pleno el modo de vida auténticamente alemán, reconstruyó la mitología teutónica a partir de los datos obtenidos de las leyendas y cuentos populares que recogiera de la tradición oral. Es así que publica en 1835 Deutsche Mythologie (Mitología alemana), obra aclamada mundialmente. Ya antes, en 1828, había publicado Deutsche Rechtsaltertümer (Antigüedades del derecho alemán), donde estudió las fórmulas de tipo legal dentro de sociedades analfabetas.

Como nunca antes, el Romanticismo construye un imaginario en el que las manifestaciones del pueblo ganan la categoría de cultura. Esto fue posible porque cambiaron de sentido a la idea misma de cultura. Es Herder quien planteará este cambio al afirmar, hacia 1784 en su obra Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, que es imposible comprender las complejidades de la evolución humana valiéndose de un único principio por demás abstracto: la “razón”. Es así como concluye que es necesario aceptar la existencia de una pluralidad de culturas o configuraciones de la vida social (Martín-Barbero 1998). Este cambio abrirá dos rumbos en torno al estudio de la cultura. Uno que se aleja del embrujo de la civilización para desplazarse hacia una interioridad, donde el acento se fija en torno a una configuración específica, asida ya sea en la observación de un “sistema de vida” o en una “realidad artística”. El otro lleva hacia la comparación, pues reconocida la pluralidad de lo cultural se tiene una diversidad contrastable. Esta es la idea y el método con los cuales los románticos equiparan como objetos de estudio la poesía literaria y la de los cantos populares. Más que en la atribución que otorga a los cantos populares una autenticidad o verdad original y única, uno de los mayores aportes del romanticismo a los estudios culturales será su afirmación de lo popular como espacio de creatividad, actividad y producción. Con ello se afincó la idea de la existencia de “otra” cultura, de algún modo escindida de la cultura oficial y hegemónica. Esta idea ensanchó el horizonte histórico y propuso una nueva concepción de lo humano, que engarzó las nociones de “pueblo”, “cultura” y “nación”, valorando los elementos simbólicos presentes en la vida humana, elementos que hacen que los estudios sobre la cultura puedan plantearse entendiendo a la sociedad como sujeto.

Tenemos, pues, que el movimiento romántico ha propugnado la valorización positiva de los acercamientos tendientes a comprender la cultura popular. Pero, ¿cuál es la idea de pueblo que esta corriente de pensamiento sustenta? Claramente hay en los románticos una noción idealizada de pueblo, desprovista de las referencias negativas que el concepto despertaba y que hemos señalado. Tal “blanqueamiento” será asumido también por los folkloristas. Tanto en Herder como en los ilustrados no hay una propuesta verdaderamente democrática en el sentido de igualdad absoluta entre los hombres, es decir, la problemática de lo popular no tiene que ver con derechos. Tampoco hay una consideración del factor socioeconómico para lindar lo popular En particular en el caso del Romanticismo, se establecerá una clara distinción, entre pueblo y clases populares. Estas últimas también serán vistas desde una perspectiva aristocrática, dejándolas fuera de lo popular nacional, despojando a los pobres de ciudadanía política y cultural (Ortiz 1992). Cuando Herder define al

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“pueblo” como la unidad base del organismo nación, lo diferencia tajantemente de la pillería o plebe. En relación a las canciones populares dirá: “La canción del pueblo no tiene que venir de la plebe y ser cantada por ella; pueblo no significa plebe en las calles, que nunca canta o crea canciones sino que grita y mutila las verdaderas canciones populares” (Tomado de Ortiz 1989, 64). Se fija, entonces, un criterio de exclusión, pero no se especifican los de inclusión. Para los románticos, “pueblo” es un grupo homogéneo, de hábitos mentales similares, partícipes de una cultura única, donde se representa y simboliza el esplendor de un pasado.. El propio Herder afirmaba: “Querer considerar como principal, como exclusivo del campo del folclor a la clase pobre, no es científicamente correcto. La nueva disciplina no se reduce al grupo pobre de sustancia y cultura, pero sí al núcleo plebeyo, y particularmente al rústico, a los campesinos, que viven en las ciudades remotas, en los montes, en los valles, tenaces conservadores de los viejos consensos” (ídem, 64). En la deriva de identidad cultural que acusa para Alemania, Herder plantea la existencia de un grupo cultural apartado espiritualmente de la sociedad, que ha conservado los elementos de una historia pasada donde existía la unidad orgánica de un verdadero pueblo, razón que impulsa al estudio de dicho grupo pues remite a la verdadera tradición cultural. En este grupo, las clases populares, está contenido el espíritu del pueblo alemán como un todo en cada una de las partes. Los Grimm mencionan entusiasmados que mientras recogían cuentos en la ciudad de Kassel, les sirvió de informante un “fabulosa” mujer que repetía de memoria y siempre del mismo modo las historias que conocía, veían en ella la expresión de lo popular como un todo. En suma, no es la cultura de las clases populares, en tanto modo de vida, la que interesa a los románticos, sino su idealización a través de la noción de pueblo. Los acercamientos al mundo rural, entonces, no se dirigen determinar la función social del campesinado y sus formas de producción, sino a buscar la tradición en ámbitos “alejados”, geográfica y “cronológicamente”, de la civilización. De ahí que los románticos no hagan cuestión del ya acuciante problema de la migración campo-ciudad y las reinserciones y reelaboraciones culturales que ello implicaba para el hombre de campo trasladado: el “presente” del campesinado no era en realidad relevante.

Importa también señalar toda una nomenclatura que plantean los románticos en sus estudios de lo popular. Es la influencia del pensamiento herdereano la que propicia la recolección de material de origen popular. Así, hacia la época, los conceptos de Volk (pueblo) y de Volkstum (tradiciones populares), se hacen recurrentes, llegando a sustituir la idea de nación. El Volkstum se expresa en las costumbres, los ritos, la poesía (Lieder), los cuentos (Märchen) y las leyendas (Sagen). El conjunto de estas expresiones será llamado Volkskunde, término análogo aunque anterior al de folklore. En efecto, será precisamente para reemplazar esta expresión alemana que Thoms propondrá la expresión inglesa folk-lore. Martín-Barbero señala tres término relativos a lo popular que queriendo decir los mismo abren campos semánticos diferentes y movilizan imaginarios diversos. Tales términos son: folk, volk y peuple. Los dos primeros darán origen al vocablo con que se nombrará la nueva ciencia (folklore en Inglaterra, Volkskunde en Alemania), en tanto el tercero se cargará de un sentido político peyorativo que terminará en la noción de “populismo”. Dice Martín-Barbero: “Y mientras folk tenderá a recortarse sobre un topos cronológico, volk lo hará sobre uno geológico y peuple sobre uno sociopolítico. Folklore capta ante todo un movimiento de separación y coexistencia entre dos "mundos" culturales: el rural, configurado por la oralidad, las creencias y el arte ingenuo, y el urbano, configurado por la escritura, la secularización y el arte refinado; es decir, nombra la dimensión del tiempo en la cultura, la relación en el orden de las prácticas entre tradición y modernidad, su oposición y a veces su mezcla. Volkskunde capta la relación —superposición— entre dos estratos o niveles en la configuración "geológica" de la sociedad: uno exterior, superficial, a la vista, formado por la diversidad, la dispersión y la inautenticidad, todo ello resultado de los cambios históricos, y otro interior, situado debajo, en lo profundo y formado por la estabilidad y la unidad orgánica de la etnia, de la raza. En los usos

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románticos, mientras folk tendería a significar ante todo la presencia acosante y ambigua de la tradición en la modernidad, volk significaría básicamente la matriz telúrica de la unidad nacional "perdida" y por lograr” (Martín-Barbero 1998: 9-10). El pueblo como tradición y el pueblo como raza, estas conceptualizaciones se enlazarán en planteamientos que tendrán como fondo la contradicción que los imaginarios del folk y el volk plantean: la idea historicista que sitúa en el pasado la verdad del presente y el racismo-nacionalista telúrico que niega la historia. Y frente a estos dos polos la idea de “people”, del pueblo sufriente y miserable del campesinado y la masa obrera, el reverso de la sociedad que debe ser ocultado y acallado, pues al señalar lo intolerable da trazas sobre un posible futuro.

Entre los aspectos que pueden llamar a crítica, más por su posterior evolución que por su planteamiento original, está la mistificación romántica de la relación pueblo-nación, la que ha llevado a convertir la concepción romántica de lo popular en un acudido componente ideológico de las políticas conservadoras. Al pensarlo como “alma” o “matriz”, el pueblo pierde su dimensión social, pues se convierte en una entidad ajena a las divisiones y los conflictos, colocándose por debajo o por encima de la dinámica social. El pueblo-Nación romántico, una “comunidad orgánica”, está constituido por lazos “naturales”, biológicos (la raza) y/o telúricos (la geografía), que por ello carecen de historia. Esta concepción ha persistido en la cultura política de los populismos, operando con procesos de mistificación que García Canclini resume así: “se olvidan los conflictos en medio de los cuales se formaron las tradiciones nacionales o se los narra legendariamente, como simples trámites arcaicos para configurar instituciones y relaciones sociales que garantizan de una vez para siempre la esencia de la Nación” (Tomado de Martín-Barbero 1998: 11).

Hay aún otro factor que pudiera considerarse ambiguo o problemático en la idea de cultura popular planteada por los románticos. Si bien reconocen la participación del pueblo en la cultura, aislarán esta participación, pues lo propio de la cultura popular consiste en su autonomía, en la ausencia de todo contacto o comunicación con la cultura oficial y hegemónica. Al negar la circulación cultural, lo que se niega es el proceso histórico en el que se forma lo popular, desdibujando el cariz social de las diferencias culturales: la exclusión, la complicidad, la dominación y la impugnación. Despojado de su sentido histórico, lo rescatado funciona siempre de cara al pasado, se torna cultura-patrimonio, folklore de archivo o museo rescatado para ser conservado impoluto en su originalidad de pueblo-niño-primitivo. Románticos e ilustrados confluirán al concluir que culturalmente el pueblo es sólo pasado. El futuro estará siempre en las abstracciones que se encarnan en la burguesía: un Estado central que homologará las diferencias culturales en tanto las entiende como trabas para ejercer un poder unificado; una Nación a la que no pueden aplicársele categorías sociales ni división de clases, pues está conformada por lazos naturales (la tierra, la sangre) carentes de desarrollo histórico. Hay aquí una “operación antropológica” (Martín-Barbero 1998) en la que se enlazan folkloristas y antropólogos al convertir a determinados sujetos en actores de una sociedad singular. Esta operación será consumada por Tylor quien convierte las antiguas supersticiones en “supervivencias” (survival) culturales, dando con ello los rasgos distintivos de una cultura en particular que se cristalizan y fijan en categorizaciones que alimentan y contribuyen los procesos de exclusión.

Si bien, como hemos visto, el romanticismo aportó muchos elementos teóricos y metodológicos que se desarrollaron abundantemente en la literatura folklórica, la problemática de “lo nacional” influyó diversamente en los países de Europa. En el sur y este europeo, el concepto de folklore y su desarrollo en la folklorística está estrechamente ligado a la temática de la nacionalidad; de ahí que en los países eslavos, Finlandia, Italia y España, cultura popular y cultura nacional son prácticamente sinónimos. En particular en Italia, la problemática del Resurgimiento italiano se asocia a lo popular y a la búsqueda del espíritu del pueblo. El folclorista italiano Rafaelle Corso (1885-1965) afirmará explícitamente que los estudios folklóricos en Italia tienen un marcado origen romántico, siendo su elemento propulsor el principio de la nacionalidad (ídem). Igual cosa ocurrirá

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en Portugal, donde Teófilo Braga (1843.1924), personalidad que en algún momento fue presidente de su país, debatirá ampliamente en sus escritos sobre el tema de la nacionalidad y el espíritu portugués (Ortiz 1989). Este enfoque en que cultura popular y cuestión nacional se asocian, predominará en los estudios folclóricos Latinoamericanos.

No sucederá lo mismo en países como Francia e Inglaterra, donde el estudio de las tradiciones populares no se vinculará con la cuestión nacional. Esto ya lo había notado con claridad el sociólogo y folklorista español Alejandro Gichot y Sierra (1854-1941) cuando al intentar establecer diferencias en el estudio de la cultura popular entre su país e Inglaterra afirmaba: “el carácter de la sociedad inglesa [de folklore] es más científico que nacional, no es el estudio del desarrollo de la gens de los hijos de Albión lo que ella procura, sino el conocimiento del espíritu humano en general” (1922: 31). Los folkloristas ingleses adoptarán de los Grimm principalmente el método de trabajo, sin asociarlo a la problemática nacional. Cuando Andrew Lang realiza la introducción a los cuentos infantiles de los Grimm, subrayará el carácter irracional de tales cuentos, sin referirse a temas relativos a la identidad nacional. Por su parte en Francia, la revista La Tradition, una de las pocas que considerará la historia de las tradiciones populares como una historia psicológica del pueblo y su alma, no hará la asociación con la nacionalidad o el espíritu francés. Su preocupación será, más bien, “artístico-científica”, con una orientación cosmopolita (Ortiz 1989).

A manera de resumen de los aportes del Romanticismo al tema de cultura popular mencionamos: a) la exaltación del sentir y la formas populares de expresión en contraste con la posición iluminista que veía los procesos culturales como actividad intelectual restringida a las elites; b) renegando del cosmopolitismo dominante en la literatura clásica, se abocan a las situaciones particulares, enfatizando la diferencia y el valor de lo local; c) reivindican lo sorprendente, lo que altera el orden social, la pasión, los hábitos exóticos particularmente de los campesinos. Si bien el positivismo, continuador de la herencia ilustrada, pretenderá distanciarse de la veta romántica en lo que respecta al estudio de lo popular desde la trinchera del folklore, la importancia otorgada a lo “local” (lo nacional) insistirá en ser una variable ineludible.

Los primeros folkloristas: entre el romanticismo y la ciencia. La tradición del folk

Es recién desde la segunda mitad del siglo XIX que los estudiosos de la cultura popular comienzan a denominarse folkloristas. Como es bien sabido, la palabra folklore es propuesta por el arqueólogo inglés William John Thoms (1803-1885), el 22 de agosto de 1846, cuando, con el pseudónimo de Ambrose Merton, publica en el periódico inglés The Atheneum, la famosa carta que incluía el neologismo “folk-lore”. Con tal palabra se refería a las “Antigüedades Populares” o “Literatura Popular”, haciendo la observación de que más que una Literatura se trataba de un saber tradicional del pueblo, saber que instaba a recolectar a fin de preservarlo de su eminente desaparición. Como dijéramos, el término es propuesto como una alternativa en inglés del término romántico Volkskunde, pero no es sólo lanzado con la mera intención de un simple “reemplazo” de palabras, sino que implica una sistematización incipiente en relación a las actividades de los primeros anticuarios, que más bien eran coleccionistas individuales sin metodología. No obstante, con Thoms se está aún lejos de determinar al folklore como disciplina científica. De hecho en su historia del folklore el estudioso norteamericano Richard Dorson (1916-1981) considerará a Thoms, a pesar de la paternidad del término y en vista a sus aportes, como un anticuario y no como un folklorista (Ortiz 1992). Folklore era, pues, inicialmente una expresión vaga e imprecisa, una denominación nueva para referir la vieja práctica de la anticuaria. Ahora bien, ¿qué antecedentes marcaron la

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necesidad de racionalizar y sistematizar la investigación sobre lo popular comenzada por anticuarios y románticos? ¿Cómo llegó a postularse como ciencia el estudio de las tradiciones populares?

Sin duda la preeminencia del positivismo entre la intelectualidad europea será de fundamental importancia en el planteamiento del folklore como ciencia. En efecto, el positivismo impondrá la creencia de que es posible fundar una ciencia positiva en cada dominio del conocimiento humano. Rama (2004) habla de una división del trabajo propugnada por el positivismo. Dicha división, puesta al servicio de la estructura económica y social de su época, distribuirá no sólo a los países en funciones diferenciales y a los individuos dentro de estas en términos de especialización, sino que además fijará “rejillas ordenadoras y clasificadoras de los materiales” (ídem, 117). En un gesto fundacional se deslindó, así, un campo de conocimiento que se creyó autónomo: la tradición. Ortiz (1992) señalará una ambigüedad a este respecto, pues a la época existen, paralelos a la producción de saber académico o universitario, intentos por divulgar y popularizar dicho saber. Los folkloristas se ubicarán a medio camino entre la producción y la divulgación de su particular saber, marcando, como veremos, de manera negativa a la “nueva” disciplina ante los ojos del mundo académico.

Otro factor para esta necesidad de racionalización y sistematización del folklore, es el anacronismo en que hacia mediados del siglo XIX ha caído el Romanticismo en relación al espíritu positivista. Efectivamente hacia esta época el Romanticismo ha virtualmente desaparecido como género literario, contándose entre las causas de este declive la autonomización del campo artístico, los cambios en lo económico y lo político y el aumento del público lector (Ortiz 1992). A esto debe sumarse una circunstancia bastante relevante en lo que a nuestro tema atañe: la exacerbada imaginación de los escritores románticos terminaron distanciándolos de sus lectores. Se les acusará, en efecto, de adulterar, refugiados en su amaneramiento literario y su egocentrismo, la esencia de lo popular. Cabe recordar que la práctica de tomar relatos populares e intervenirlos para hacerlos más “presentables” frente a un público más selecto (cortesano) no era en ningún caso nueva, siendo Charles Perrault (1628-1703) un ejemplo paradigmático con la publicación en 1697 de sus Cuentos de mamá oca. Pero durante el período de rescate de tradiciones que emprende el Romanticismo se dieron casos de manifiesta falsificación de relatos, presentándolos como tradicionales. Tal vez el caso más bullado sea la publicación en 1760 de unos poemas atribuidos a Osian, supuestamente un antiguo bardo gaélico del siglo III d.C. Esta publicación realizada en Gran Bretaña por el poeta escocés James Macpherson (1736-1796) dio inicialmente la impresión de que en las Islas Británicas había existido un antiguo poeta equiparable a Homero (Prat 2008). Tal “descubrimiento” que permitía reconstruir la gloriosa historia del pueblo celta, generó gran entusiasmo en el ambiente pre-romántico de la Sturm und Drang, provocando los elogios de Herder y Goethe. Ya aun estando vivo Macpherson se dudó de que los poemas fueran originales, suscitándose una controversia que terminó en una investigación por parte de una comisión de la Highland Society of Scotland en 1797 (Ortiz 1992). Dicha investigación determinó que los poemas en cuestión eran una mixtura de antiguas baladas y textos compuestos por el propio Macpherson, que terminaron por alterar el carácter y las ideas de los textos originales. Iguales acusaciones fueron realizadas en contra de emblemáticos escritores románticos como Clemens Brentano y Achim von Arnim, pues fue demostrado que las obras incluidas en sus recopilaciones de canciones y poemas de la tradición oral, “eran copia de libros de poetas individuales y cultos, y los que pasaban por los más antiguos de la raza habían sido escritos por el propio Brentano” (Sebreli 2004, 196). Esta clase de hechos terminaron por minar y descalificar la investigación sobre lo popular realizada por los románticos, obligando a los autores posteriores a realizar algunas distinciones a este respecto. Así es como, por ejemplo, el sociólogo y folklorista español Alejandro Guichot y Sierra (1859-1941), distingue en su obra Noticia histórica del Folklore (1922), entre “utilizadores egoístas” y “utilizadores simpatizantes” de la tradición. Para describir la labor de los “utilizadores egoístas” Guichot afirma: “el autor erudito se apropiaba la producción tradicional, la obra popular oral, la modificaba, la utilizaba a su gusto y a su fin, y, como elemento desdeñado, la ocultaba en la mezcla. Es ésta una

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labor cómoda y provechosa para el trabajo y la inspiración individual erudita; sus fines son subjetivos, de egoísmos literario y artístico” (1922, 12). Si bien Guichot ubica el apogeo de esta tendencia entre los siglos XIII y XVIII, afirma que esta aún se seguía empleando. En cuanto a los “utilizadores simpatizantes”, cuyo apogeo Guichot ubica en el periodo propiamente romántico (fines del siglo XVIII hasta mediados del XIX), dirá: “aunque el autor erudito utilizaba el material del pueblo como parte de su obra, no lo diluía en la mezcla hasta hacerlo desaparecer, sino que lo distinguía y lo consideraba en el aspecto de producción recreativa o estética. Labor que siguió siendo de provecho para la inspiración del autor literario, pero con fines estético e histórico objetivos” (1922, 12-13). En definitiva y a fin de ponerse a tono con el ambiente positivista, se buscó reinterpretar el pasado del folklore, destacando la sobriedad del anticuario frente al lirismo desmesurado de algunos románticos, a fin de diferenciar a quienes retrataban “fielmente” la cultura popular de aquellos que la adulteraban y desvirtuaban.

Tenemos, entonces, que hacia mediados del siglo XIX se ha instalado la necesidad de sistematizar y de algún modo profesionalizar la labor de recolección de lo popular, en un ambiente de positivismo y sospecha frente a la tarea de algunos románticos. En este estado de cosas surgirá una obra que dará impulso definitivo al folklore, pues sentará las bases ideológicas para que esta disciplina se arrogue la categoría de ciencia. Tal es la aparición en 1871 de la obra de Edward Tylor, Primitive Culture. En efecto, los argumentos allí expuestos serán considerados el fundamento de las investigaciones sobre la cultura popular. La obra de Tylor se enmarcaba, como hemos visto, en una teorización sobre el concepto de cultura en su acepción moderna, que llevaba ya casi dos siglos de meditación y que había sentado algunos precedentes. Uno de ellos es la noción de “etapas”, “grados” o “niveles” de cultura, en el entendido que la cultura tiene un “desarrollo”. Es dentro de los lineamientos de este esquema mental de los grados o niveles culturales que comienza a difundirse en Europa la idea de que todos los seres humanos evolucionan de igual manera, siguiendo las mismas etapas de desarrollo. Se asumió la existencia, entonces, de un estado original de la cultura humana, ya fuera que hubiese surgido en un lugar específico para luego difundirse, o que se reprodujera igual en las distintas sociedades (difusionistas o monogenetistas), importando sólo en las peculiaridades la ubicación geográfica (la poligénesis que afirma que ante similares condiciones históricas y psicológicas, los materiales producidos tenderán a ser similares. Esto suponía el concepto de unidad psíquica del ser humano). La asunción de un momento inicial inherente al desarrollo de la cultura, explicaba la existencia de elementos comunes en culturas diferentes. Pero, también, sirvió para explicar la persistencia de manifestaciones culturales consideradas irracionales dentro de la cultura popular. Aquí aplica uno de los conceptos centrales para el folklore entendido como ciencia y que es introducido por Tylor en la mencionada obra: “supervivencia”, que vendrá a reemplazar y explicar el antiguo concepto de “superstición” que se aplicaba a ciertas irracionalidades que se veían aún en las sociedades contemporáneas. Con el concepto de supervivencia se posibilitaba, entonces, la comprensión de la permanencia de rasgos “primitivos” en el mundo moderno, civilizado e industrial: en algunos sectores de la población se manifiesta una mentalidad análoga a la del hombre primitivo. Hasta el momento de la eclosión de los estudios sobre tradiciones populares hacia fines del siglo XVIII, estos rasgos habían sido considerados como simples supercherías (teólogos) o abiertas aberraciones (humanistas). El ámbito más culto de las sociedades autodenominadas civilizadas sencillamente las ignoraba. Podía entenderse la irracionalidad al estar referida a sociedades lejanas y en estado salvaje, pero dentro de la propia cultura era difícil de comprender. Con la idea de supervivencia se recurrió, para explicarlos, a una teórica lejanía temporal: se trataba de distorsiones producto de elementos mal recordados, que a la par eran vestigios de culturas pasadas, monumentos respetables de culturas específicas (germánicos, celtas, etc.), algo muy en sintonía con el espíritu nacionalista, aun cuando los folkloristas abogaron mayoritariamente por una visión universalista de su disciplina (tal vez el

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caso de España sea una excepción pues Machado sí postuló explícitamente rescatar el pasado de la nación española, en cualquier caso y a pesar de este afán universalista, los folkloristas en su mayoría tendieron a entender el folklore como el rescate de lo “nacional”). De este modo es que comienza a considerarse que las condiciones políticas, sociales y económicas que se vislumbran en los cuentos populares, provenían de sociedades primitivas y salvajes aún más pretéritas que el mundo antiguo, donde se había originado la cultura humana. Pero en este punto ya hay contradicciones, pues gran parte de los folkloristas buscó “antigüedades” celtas, germanas, medievales y en general aquellas que consideraban propias del país de origen del investigador (veremos que el folklore está lleno de estas inconsistencias).

Los folkloristas, pues, establecerán una división entre quienes se interesan por las culturas primitivas, distinguiendo entre quienes se ocupan de las culturas primitivas pasadas o de las contemporáneas que aún podían encontrarse fuera de Europa (este será el campo de la etnología y la antropología), y entre quienes se ocupan de las culturas primitivas, más bien de sus vestigios (supervivencias), al interior de las sociedades civilizadas (los folkloristas). Se dibujaban, de esta suerte, con diáfana claridad se creyó en ese momento, los límites y el objeto de una nueva disciplina, que fue considerada una rama de la antropología cultural y, a la par, una disciplina auxiliar de la historia.

Interesante es en este punto señalar que inicialmente el término folklore no hacía alusión a la idea de “cultura” en su significado moderno. Thoms refiere explícitamente que el tipo de “saber” que implicaba el término “lore” no aludía solamente a la literatura popular, siendo más que esta, pero claramente menos que un saber que pudiera ser equiparable a la ciencia. En efecto “lore” era ya en la época de Thoms un arcaísmo anglosajón cuyo significado era “saber”, “conocimiento”, pero, como dijéramos, no equiparable a la ciencia, sino, más bien, cercano a lo que hoy llamamos “saber vulgar”. Era, pues, diferente de “knowledge” (referido al conocimiento adquirido a través de la experiencia) y de “learning” (conocimiento adquirido por medio del estudio), es decir se trataba de un conocimiento adquirido y transmitido fuera de las estructuras formales de educación, que no opera con abstracciones sino con ideas y técnicas concretas, dependiendo más de la habilidad que de la inteligencia (Prat 2008). En el contexto en que es planteado, “lore” comenzará prontamente a designar un tipo de saber “entendido como un conjunto de costumbres” (Colombres 1993, 201), apuntando a la idea de tradición desde la perspectiva romántica. Cuando Antonio Machado y Álvarez (1846- 1893) intenta promocionar el folklore en España hacia la década de 1880, entenderá que se trata del “saber y las tradiciones populares” (Guichot 1922). Pudiera parecer que es con la aparición de la obra de Tylor que tal saber pudo entenderse como cultura, pero Velasco (1992) no desdeña la idea de que el propio Tylor se viera influenciado en su conceptualización de la cultura por el activo desarrollo del Volkskunde y el Folklore y el omnicomprensivo contenido que comenzó a asumir, condición esta última de omniabarcabilidad que, como notáramos, es propia de nuestra moderna concepción de cultura. El “lore”, entonces, no es sólo la literatura popular, sino todo el quehacer de las clases populares en tanto estuviera afincado en la tradición y la costumbre, expresión esta última que, como señala Thompson, era usada hacia el siglo XVI precisamente para “expresar gran parte de lo que ahora lleva consigo la palabra “cultura”. La costumbre era la “segunda naturaleza” del hombre” (1995, 13). Se establece así el engarce costumbre-tradición-saber-cultura que tanto entusiasmará a los folkloristas. En definitiva, a comienzos del siglo XX se asumirá que “cultura” es la mejor traducción de “lore” (Velasco 1992).

Sentadas las bases doctrinales de la nueva “ciencia”, será en Inglaterra que se institucionalizará, al fundarse en 1878 la Folklore Society de Londres, entre cuyos iniciadores se cuentan, entre otros, a Thoms y Tylor, además de Andrew Lang (1844-1912) y George Lawrence Gomme (1853-1916) (Delbem 2007), siendo estos dos últimos quienes mayores aportes realizaran en la

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conceptualización y definición del objeto y método de la nueva ciencia. La misión de esta entidad era conservar y publicar las tradiciones, costumbres y creencias populares. En la Society se desarrolló la investigación folklórica de manera dinámica y sistemática, la que se transmitía en conferencias, congresos y publicaciones, entre las que destacan la mundialmente famosa Folk-lore Record (1878-1882), que luego fuera reemplaza por la Folk-lore Journal. (1883-1889). Es precisamente en el prefacio al volumen II de la Folklore Record, que el escritor y crítico escocés Andrew Lang hablará de una “ciencia del folklore”. La gran organización que presentaba la Folklore Society colocó al estudio de las costumbres populares en un plano de ejercicio científico, llevándola a establecer hegemonía, con lo que el término propuesto por Thoms, ya delimitado y con objeto de estudio propio, terminará por ser aceptado universalmente. Ejemplo de ello es el antropólogo italiano Giuseppe Pitré (1841-1916), quien venía desarrollando un trabajo sobre la cultura popular siciliana bajo el título de “demopsicología” y que terminó adhiriendo al término folklore. Igual cosa sucedió en el medio francés (Ortiz, 1989). La relevancia que adquiere la Society en cuanto al estudio de lo popular es tal, que durante largo tiempo folklore será sinónimo de “cultura popular”.

Con un campo de estudio ya identificado, comienzan a aparecer sociedades folklóricas tanto en Europa como en Norteamérica. En 1888 se funda en Estados Unidos la American Folklore Society, la más antigua y prestigiosa de este país, comenzando a circular también su órgano difusor: la Journal of American Folklore. En España, bajo los auspicios de Antonio Machado y Álvarez se constituye, en 1881, la sociedad El Folk-Lore Andaluz, que emprendió una verdadera cruzada proselitista para la creación de sociedades regionales y locales en toda España (Velasco 1990). En 1889 se celebra en París el Primer Congreso Internacional de Tradiciones Populares, para en 1891, en Londres, propiciar el oficialmente Segundo Congreso Internacional de Folklore. Estos acontecimientos serán cruciales pues significaron para sus participantes una verdadera legitimación del folklore como disciplina científica (Prat 2008). Si bien existieron divergencias dentro de la Folklore Society de Londres (que a la sazón se había convertido en el modelo y guía de los estudios folklóricos) relativas al ámbito, objetivos y métodos en el estudio de las tradiciones populares, hay premisas que se mantuvieron incólumes: 1) la creencia de que el folklore es una ciencia, el propio ejercicio disciplinar de la Folklore Society lo demostraba; 2) se trataba de una ciencia cuyo objeto es el hombre salvaje moderno (Ortiz 1989); 3) hay una analogía entre la evolución biológica y la cultural (precepto heredado del evolucionismo) ; 4) en el saber popular se encuentran, a modo de fósiles (supervivencias), los primeros gérmenes del pensamiento humano que darán lugar a las ciencias y las artes modernas; 5) el folklore es una disciplina auxiliar de la antropología (Velasco 1990).

Será Gomme quien primero determinará los ámbitos de estudio a que debía abocarse la Society, proponiendo una división en cuatro secciones básicas, a saber:

1.- relatos tradicionales (cuentos, leyendas de Héroes y locales, baladas y canciones);

2.- costumbres tradicionales (costumbres locales, fiestas periódicas, ceremonias rituales y juegos);

3.- supersticiones y creencias (brujería, astrología, hechicería);

4.- lenguaje popular, (dichos, onomástica y nomenclatura, proverbios, jerigonzas y adivinanzas).

Se darán también algunos criterios o condiciones para distinguir el “hecho folklórico”, siendo las más mencionadas la espontaneidad (naturales, no institucionalizadas); la transmisión oral; el anonimato (Poviña 1945). A estas pueden agregarse, además, que sean colectivizadas y funcionales

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(Cortazar 1959). Tales características apuntan a cierta “espontaneidad” propia del quehacer cultural del pueblo y que responde a la “inmediatez” con que la tradición opera en el actuar de los individuos pertenecientes a los sectores populares. Esta caracterización se acerca a la que realiza Redfield (1978) sobre la “sociedad folk”, una sociedad relativamente aislada, con culturas locales altamente tradicionalistas, homogéneas con respecto a las funciones de la población, sin un conocimiento explícitamente sistematizado, donde los individuos no aparecen como “unidades” a favor de un sentido comunitario, etc. Esta espontaneidad e inmediatez que se atribuye a los sujetos que realizan los hechos folklóricos, implica, en opinión de Colombres (2009), una idea de inconsciencia, de falta de sentido, que obliga a que otras personas la estudien y objetiven. Claramente esas personas son las clases ilustradas, situación que caracterizará al folklore: el estudio de lo popular no proviene del interior de los sectores populares, abundaremos luego en ello.

Como ya se ha dicho, el saber que manifiestan los sectores populares es divergente u opuesto al saber científico moderno, pero igualmente forma parte de la historia cultural, pues representa “manifestaciones fósiles” o “supervivencias” de otros períodos en la evolución de la civilización, que ahora nos parecen supersticiones pero que en su momento eran equivalentes al saber científico. Desde esta perspectiva, el folklore es pervivencia del origen de la cultura y por tanto abarca todos sus ámbitos. Ámbitos que también la ciencia ha desglosado para su estudio. Así, el folklore, al igual que la ciencia, debe abordarse desde una perspectiva especializada y en un sentido paralelo al de las ciencias. Tal idea está patente en el texto que presenta las bases de la “Sociedad para la recopilación y estudio del saber y de las tradiciones populares” fundada en España en 1881. Allí Antonio Machado y Álvarez, que no sólo se inspiró sino que fue asesorado por la Society (Prat 2008), concibe al folklore como totalidad de la cultura en un estado pretérito pero aún presente, origen de la actualidad histórica de una nación. Dice el texto en cuestión:

“Esta sociedad tiene como por objeto recoger, acopiar y publicar todos los conocimientos de nuestro pueblo en los diversos ramos de la ciencia (medicina, higiene, botánica, política, moral, agricultura, etc.); los proverbios, cantares, adivinanzas, cuentos, leyendas, fábulas, tradiciones y demás formas poéticas y literarias; los usos, costumbres, ceremonias, creencias, supersticiones, mitos y juegos infantiles en que se conservan más principalmente los vestigios de las civilizaciones pasadas; las locuciones, giros, traba-lenguas, frases hechas, motes y apodos, modismos, provincialismos y voces infantiles; los nombres de sitios, pueblos y lugares, de piedras, animales y plantas; y, en suma, todos los elementos constitutivos del genio, del saber y del idioma patrios, contenidos en la tradición oral para el conocimiento y reconstrucción científica de la historia y de la cultura españolas” (1881, 3-4).

En suma, la investigación debía regirse por una clasificación del saber popular que sencillamente, reconocía tantos ámbitos dentro del folklore, como ámbitos existían dentro del saber culto, es decir, existía un folklore literario, uno lingüístico, uno jurídico, uno botánico, pedagógico, geográfico, médico, etc. (Montoro 2010), o sea, la tarea investigativa debía acometerse desde perspectivas especializadas (Ortíz García, 1994) que apuntaran a cada parcela del saber.

En cuanto a una definición del folklore, debe tenerse presente que toda la conceptualización sobre el folklore realizada en los trabajos de la Folklore Society estará basada en los postulados de Tylor. El trabajo del folklorista será, así, establecer las diferencias existentes entre áreas culturales civilizadas y no civilizadas, pero ya no teniendo como marco el concierto de todas las culturas, sino que buscarán esas diferencias en el seno mismo de las sociedades modernas. El destacado abogado y estudioso del folklore Edward Hartland (1848-1927), en su momento presidente de la Folklore

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Society, afirmará al respecto: “volviéndose de los salvajes a los campesinos de la Europa civilizada, se queda todavía más sorprendido, cuando se aprende que hasta el presente momento las mismas condiciones de pensamiento pueden ser encontradas en los lugares que no fueron tocados por, la educación moderna, por la revolución industrial y comercial de los últimos 100 años” (Tomado de Ortiz 1989, 67-68)". Lang también será enfático al respecto: “propiamente hablando, el folclor concierne a las leyendas, costumbres, creencias del pueblo, de las clases que fueron menos alteradas por la educación y que participan menos del progreso. Pero el estudio del folclore muestra luego que esas clases no progresistas conservan varias creencias y maneras de los salvajes” (ídem, 68)". Todo el debate en torno a definir la ciencia del folklore, arribará a la condición de “salvaje”, pasada, primitiva, tradicional, inherente a la cultura popular. Citemos a modo de ejemplo algunas de estas definiciones: Gomme definirá folklore como “la ciencia que trata de las sobrevivencias arcaicas en la edad moderna” (ibídem, 68); Saintyves (seudónimo del folklorista francés Émile Nourry, 1870-1935) como “la ciencia de la cultura tradicional en los medios populares de los países civilizados; o mejor aún, es la ciencia de la tradición en los pueblos civilizados y principalmente en los medios populares” (tomado de Poviña 1945, 26); Alfred Haddon (antropólogo británico, 1855-1940) como “el estudio de las supervivencias (survivals) de las condiciones más primitivas en las comunidades civilizadas” (ídem, 27). Esta idea de buscar el pasado en el presente estaba ya en los románticos. La novedad de los folkloristas estriba en que ellos no pretenden vincularlo tan estrechamente con la cuestión de una identidad nacional, sino que se orientará al conocimiento del espíritu humano en general, es decir tendrán una perspectiva universalista de la cultura (ya anunciamos que tal postulado no fue precisamente la norma). El objetivo final, entonces, no es buscar el pasado de una nación en particular (esto sería sólo una etapa del proceso), sino que de toda la cultura. Para ello se recurrió al método de los hermanos Grimm, el histórico-reconstruccional, asumiendo que sólo así podía restituirse la “supervivencia”, ya deformada por el tiempo, a su contexto primigenio. Dentro de esta perspectiva es que Gomme, por ejemplo, afirmará que la épica popular era simplemente una historia distorsionada, por lo que mediante el examen del material folklórico podían establecerse hechos históricos definidos, tarea que acometió en su obra, considerando que las costumbres populares y supersticiones británicas eran supervivencias de una sociedad pre-aria. Para ilustrar la universalidad de las prácticas en las sociedades primitivas, las comparó con las costumbres y creencias de los “salvajes contemporáneos” (Prat 2008). Este es el llamado método de folklorística comparativa, que estudia la base social de las costumbres primitivas y su pervivencia en las sociedades civilizadas. La tradición pasó a considerarse una reliquia a veces mal conservada y que debía restaurarse. Si bien hubo voces disidentes, como la del etnólogo francés Arnold Van Gennep (1873-1957) que intentó defender la idea de un carácter actual del folklore (Vilhena 1997), o la del antropólogo británico James Frazer (1854-1941) que propuso que las costumbres de la etapa primitiva que pueden persistir en etapas posteriores, deben ser reinterpretadas de acuerdo al modo dominante de pensamiento (Prat 2008), la supervaloración del criterio de lo “arcaico” fue lo predominante. En general no habrá mayor polémica en torno a la condición primitiva de la cultura popular, estableciéndose una relación entre superstición – originada en la ignorancia de quienes conservan una mentalidad primitiva – y mundo no civilizado. Lo “primitivo”, transformado en tradición, y lo irracional, se convirtieron en criterios de autenticidad de la cultura popular.

El impulso inicial del folklore como ciencia, que llenó de optimismo a los estudiosos de las costumbres populares, contrasta con la situación actual de esta disciplina, que casi no tiene cabida en los ámbitos académicos y que es considerada una especie de pseudo ciencia o una ocupación de aficionados para emplear sus tiempos de ocio (Velasco 1990). ¿Qué pasó en el intertanto para que variara tanto el panorama? El problema radicó en que los folkloristas jamás llegaron a ponerse de acuerdo ni en los contenidos, ni en los métodos de la nueva disciplina, así como tampoco se alcanzó

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una conceptualización sólida que le diera peso epistemológico más allá de la intuición de los folkloristas de que tenían efectivamente un “objeto” de estudio. Por el contrario, el folklore se llenó de paradojas e irresoluciones que terminaron por marginarlo de la academia. Revisemos a continuación algunas de las debilidades y paradojas conceptuales presentes en el folklore que terminaron por malograrlo como disciplina científica, al punto que Velasco puede afirmar que “la historia del Folklore tiene mucho más atractivo como historia social que como historia de la ciencia” (1990, 124).

Quizá la paradoja más evidente que presenta el folklore sea su lugar de “origen”. Burke (2010) menciona la extrañeza que deben haber sentido los campesinos europeos cuando a fines del siglo XVIII la intelectualidad se mostraba interesada por conocer sobre sus rutinas de vida, sus cantos, sus cuentos, etc. Ya con los románticos se hace evidente que la cultura popular en tanto concepto no surge “desde” los estratos populares. Con el folklore esta paradoja se hace más evidente, pues el acercamiento a lo popular pretende realizarse desde una perspectiva científica. Quienes plantean la noción de supervivencia como eje doctrinal de la investigación folklórica son quienes, dentro de la órbita del progreso y la civilización, adhieren a la ciencia. Se trata de sujetos alejados de la sociedad rural, educados en el saber y el modo de vivir de las ciudades, que se identifican con la Modernidad y el evolucionismo y que, por tanto, son contrarios al oscurantismo que se esconde en la tradición. A pesar de esto se muestran interesados por el acervo cultural de aquellos sectores que mostraban precisamente un apego férreo a todo aquello que la Modernidad proponía abandonar. La explicación dada frente a esta manifiesta contradicción era que se trataba de reconstruir la historia de la cultura. Con una comparación de índole geológica, se entendía que el “pueblo”, concepto siempre ambiguo que aludía al conjunto de la sociedad pero también y en particular a los campesinos y los grupos sociales que aún no se integraban plenamente a la sociedad civilizada e industrial, era la capa más “profunda” de los estratos que conformaban la sociedad. En tal estrato estaban contenidos, a modo de fósiles, las costumbres y tradiciones que habían dado origen a la particular cultura, allí estaban los vestigios de etapas evolutivas pasadas en forma de ritos, leyendas, canciones, poesía, atuendos y un largo etcétera. Desde esta perspectiva es que el pueblo resultaba interesante de ser estudiado. No hay en tal interés un afán de retornar socialmente al pasado. El pueblo poseía, sin saberlo, un “tesoro” científico que no era capaz de apreciar y que debía ser rescatado por quienes si podían valorarlo. Por ello el estudio del campesinado, esos sujetos aislados de la civilización, no está orientado a concederle a este sector alguna función dentro del cuerpo social, su contemporaneidad no es importante. De ahí que el folklorista no se interese por la contingencia de la vida campesina (el problema de la inmigración, las formas de tenencia de la tierra, las condiciones de trabajo, la industrialización del campo, etc.), pues ha establecido jerarquías al interior de esta. El acervo cultural de los sectores populares será estudiado sólo en tanto revelen el pasado de la cultura que se mantiene como tradición. Es en este sentido que actualmente se acusa a los folkloristas de buscar textos y no contextos: se buscarán “especímenes” específicos que representen la tradición, sin importar los contextos en que estos son utilizados actualmente, en el entendido de que la tradición es siempre una y la misma, es decir, es inmóvil, inmutable.

La identificación entre arcaico y popular que sienta el folklore entraña una irresolución que ya hemos anunciado, pues los folkloristas nunca abandonaron del todo el tenor nacionalista romántico, de hecho aún hoy la palabra folklore es sinónimo de lo propio de una nación. Esto a pesar de que, desde la perspectiva de Tylor, hay una devaluación de los sectores populares. Recordemos que Tylor se inscribe en una mentalidad que cree en el progreso, y asume que este ha producido cambios que separan abismalmente las sociedades “civilizadas de las “salvajes” (sean los ancestros o los contemporáneos). Tiene, pues, una visión positiva del cambio, muy contraria a aquella que concibe el desarrollo como una corrupción de un estado anterior (la edad de oro del mundo clásico, el bíblico paraíso terrenal, la comunidad ideal del cristianismo primitivo o el pasado glorioso del romanticismo). Las supervivencias, por tanto, no son concebidas comoreliquias venerables que

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deben ser rescatadas para revivirlas, sino simples resabios de épocas salvajes. El pasado ya no es presentado como una época tan claramente definida, sino como una nebulosa masa de hechos, donde las cronologías poco ayudan. Ahora bien, ¿puede esta asociación entre mentalidad salvaje o primitiva y cultura popular, entenderse como un retorno a la mirada negativa previa al romanticismo y característica de los ilustrados?

Hay en los ilustrados una doble mirada con respecto a los sectores populares que recuerdan la diferenciación realizada por Herder entre pueblo y plebe. Si nos remitimos al significado de la palabra “folk”, proveniente del antiguo anglosajón, que se emparenta con el término alemán “Volk”, ambas derivadas del latín “vulgus”, tenemos que en principio simplemente designaba, y aún suele usarse con tal significado, “cualquier grupo de personas que tienen algo en común” (Prat 2008, 106), pudiendo abarcar desde todo un pueblo, nación o etnia, hasta un grupo reducido de personas. Es decir, puede usarse como sinónimo de “gente”, “familia”, “comunidad”, “pueblo”, pero también connota con mayor frecuencia la idea de “pueblo llano”, “plebe” o “gente común”. Se diferencia de “people” en que esta última connota la idea de compartir la misma cultura, lengua o derechos políticos, aunque también puede usarse para referirse a la gente en general en contraposición al individuo. En suma ambas palabras tienen significados que pueden asimilarse. Pero en el uso “people” tiene un mayor rango de dignidad o distinción, mientras que “folk” es más adecuado para referirse al campesinado o las clases bajas urbanas. En suma, ambas se acercan al significado de “pueblo” como el conjunto en general de habitantes de un lugar, pero la visión romántica y su énfasis investigativo sobre las clases populares (reiteremos que el vocablo “folklore” es propuesto para reemplazar el alemán Volkskunde), terminó por identificar al folk con este sector, heredando también muchas de las mixtificaciones o idealizaciones que respecto al pueblo realizara el romanticismo. ¿Cuál es ese pueblo idealizado? Para el etnógrafo italiano Raffaele Corso (1885-1965), el folklore debe ocuparse de una historia que hasta entonces se ha mantenido en las sombras, “la historia de los humildes, de los ignorantes, de los olvidados, de los sin nombre, la historia de agricultores, pastores, obreros, mujerzuelas y niños, la historia del verdadero pueblo: historia política, literaria, natural, religiosa y de las costumbres” (Tomado de Velasco 1992, 16). Es decir, el folklore debe abocarse a los sujetos no considerados hasta el momento por la historia formal, pero sólo, y he aquí la condicionante, en tanto sean continuadores de la tradición a la que adscribe el determinado pueblo. O sea, se muestra aquí la misma mirada romántica de entender al pueblo como un sujeto colectivo permanente en el tiempo, permanencia que se verifica por el apego a las tradiciones. Esta visión idealizada del pueblo debió contrastarse con otra proveniente del ámbito socio político. Recordemos que a la época las clases trabajadoras son caracterizadas como peligrosas, ya que la burguesía acusaba al proletariado de una serie de cualidades negativas (nomadismo, abuso de la bebida, vida licenciosa, falta de higiene, etc.) que lo tornaban amenazante. Se señalaba, así, un potencial conflicto entre civilización y barbarie, en momentos en que la lucha de clases se exacerba en Europa. Igualmente peligrosos eran considerados los campesinos aunque por causas distintas. Esto porque en consonancia con la ideología dominante, el habitante de la ciudad veía al campesino como un troglodita, viviendo en cabañas salvajes y apegado a sus maneras que lo situaban al margen de la sociedad; si algo lo caracterizaba era la falta de civilización. Ortiz (1989) ejemplifica este punto de vista sobre el campesinado refiriéndose a la situación de integración político-administrativa de Francia, situación que puede extrapolarse a otros países de Europa. Hacia mediados del siglo XIX aparecen testimonios que caracterizan a Francia como un país de salvajes. Se traslucía en esta afirmación las dificultades del país para constituirse como un estado moderno que hubiese integrado las diferentes partes de su territorio en un espíritu común o conciencia colectiva. El político socialista Louis Blanqui (1805-1881) constataba, hacia 1851, la existencia en Francia de “dos pueblos diferentes viviendo en una misma tierra vidas tan diferentes que ellos parecen extraños unos a otros, aunque unidos por el vínculo de la más imperiosa centralización que haya existido” (Tomado de Ortiz 1989, 68). Aún en 1863, casi un cuarto de la población de Francia no hablaba francés, por lo que la lengua oficial era para ellos un elemento

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extranjero. El número de carreteras hasta mediados de siglo es escaso, dificultando las comunicaciones, lo que favoreció la persistencia en lugares aislados o de difícil acceso, de prácticas culturales distintas a las de los centros urbanos. Intentando paliar el problema, entre 1860 y 1880 el estado francés desarrolla una serie de actividades que buscan integrar al campesinado. Una de las más importantes será la implementación de las escuelas primarias, tendientes a expandir una pedagogía civilizadora que implicaría progreso para las zonas rurales culturalmente atrasadas. Lentamente la escuela fue sustituyendo las maneras rudas y salvajes con hábitos de contención y urbanidad, siendo las viejas costumbres “barridas” por la civilización. La oposición entre civilización y barbarie se relaciona, entonces, con un proceso de integración nacional aún en curso. Vale aquí hacer algunas distinciones sobre la noción de civilización, usada tanto por folkloristas como por historiadores evolucionistas. Por un lado existe el pensamiento de las clases dirigentes que ve a la cultura de las clases populares, no sólo a los campesinos, como un sector que debe ser integrado en el todo del Estado-nación, lo que implica una mirada que desvaloriza tal cultura. Pero por otro lado están los folkloristas, que en medio de un ambiente pedagógico de eliminación de la cultura popular, postulan el interés científico de tales manifestaciones, aludiendo, además, a ciertas virtudes que tal cultura pudiera aportar a la vida moderna (por ejemplo el humor ingenuo, la simplicidad de su poesía o un mayor sentido de la caridad). En suma, existe cierta simpatía por las costumbres populares aun cuando se acepte que su permanencia en la actualidad responde a la ignorancia producto de la mentalidad primitiva. Esta valoración, que tiene un sesgo romántico, también estaba presente en Tylor. Así, cuando compara la mentalidad del salvaje con la de los pobres y la clase proletaria afirma: “en nuestras grandes ciudades, las llamadas clases peligrosas están sumergidas en una miseria horrenda y en la depravación. Si quisiéramos establecer una comparación entre los papúas de Nueva Caledonia y la comunidad europea de mendigos y ladrones, tenemos que conceder que poseemos en nuestro medio algo peor que el salvajismo. Pero esto no es salvajismo, es civilización decadente. El pensamiento salvaje se dedica esencialmente a ganar sustancia de la naturaleza, lo que precisamente la vida proletaria no es. En mi opinión frases como “salvajes de la ciudad” o “árabes de la calle” parecen comparar una casa arruinada a un patio bien cuidado” (Tomado de Ortiz 1989, 69). Esta distinción de Tylor se acerca mucho a la que establece Herder entre pueblo y pillería. La clase obrera se encuentra en un nivel de barbarie frente a la cual la noción de salvaje adquiere una dimensión positiva. La cultura salvaje debe considerarse inferior a la civilización moderna sólo en la medida que se las compara por medio de la escala de la evolución social. Analizada dentro de su propio elemento y espacio debe ser considera un factor cultural de la mayor importancia. Hay una diferencia entre salvajismo y barbarie que las clases dominantes no alcanzan a vislumbrar, a diferencia del folklorista que asocia al salvaje con la tradición. En suma, en un ambiente donde los Estados están tratando de modernizarse y de cohesionar en torno suyo al total de la población bajo su mando, existe una doble visión sobre la importancia de lo popular. Ahora bien, en este momento, como afirma Hobsbawn (2002), los gobernantes y observadores de la clase media notan la importancia que tienen los elementos irracionales para mantener el tejido y el orden social. Frente a un escenario en que grupos, entornos y contextos sociales piden, desde mediados del siglo XIX, mecanismos que estructuren las relaciones sociales y que a le vez aseguren y expresen la cohesión de las identidades nacionales entendidas desde el Estado territorial nacional, los Estados tienden a desarrollar una estandarización u homogeneización social, funcionalmente necesaria para la ciudadanía, y a fortalecer aquellos vínculos que mantienen a esta ciudadanía ligada a un gobierno nacional. Aquí entrará en juego la identificación entre lo popular y la tradición. Aun cuando fuera entendida como supervivencia, la “cultura tradicional” presente en lo popular permitía vincular todos los sectores de una sociedad heterogénea y diversa; todos los sectores y actores podían ser entendidos como formando parte de una misma historia, aunque representando diferentes etapas de ella, condición esta última que permitió, a la par y para gusto de las clases hegemónicas, justificar “la disociación cultural entre modernos y antiguos, entre élites y pueblo, y, sobre todo, una justificación a la primacía de unos sobre otros, pues se pensaba que la evolución actuaba ortodireccionalmente” (Velasco 1990, 129).

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Cohesión y continuidad serán las dos ideas fuerzas con las que se estructurarán, inventarán dice Hobsbawm, tradiciones (símbolos como banderas y escudos, rituales, celebraciones, héroes, etc., etc.) que se insertarán en el discurso sobre lo nacional como garantes de continuidad histórica, situación en la que el folklore tuvo gran preponderancia, intencionadamente o no, convirtiéndose en una “máquina co-inventora de identidades” (Díaz Viana 1996, 163). Al hablar de tradición inventada Hobsbawm explicita que esto implica “un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado” (2002, 8). Tres son las categorías de tradición inventada que Hobsbawm reconoce, a saber: 1) aquellas que establecen o simbolizan cohesión o pertenencia a un grupo; 2) aquellas que establecen o legitiman instituciones; 3) aquellas cuyo propósito es la socialización e imposición de ideas y valores. Estos entrecruces entre los conceptos de nacionalidad, folklore y cultura popular sucedidos desde la segunda mitad del siglo XIX, implicarán, según Hobsbawm (2002) el momento de mayor producción de tradiciones inventadas, entre 1870 y 1914, periodo que corresponde también al auge de los estudios folklóricos en Europa occidental. Vale en este punto mencionar algunas consideraciones que realiza Raymond Williams (2000), para quien el concepto de tradición no significa una esencia ni una continuidad evidente con el pasado, tratándose más bien de una construcción discursiva tendiente a legitimar aspectos dominantes en el presente (estéticos, éticos, ideológicos, etc.). Así, la tradición que en este caso operó desde el folklore a favor del objetivo cohesionante del Estado, es una “tradición selectiva” (ídem), que “construye” una relación de legitimidad con el pasado a partir de un proceso de selección que implica énfasis, omisiones y silenciamientos. La paradoja consiste en este aspecto, en que la cultura “degradada” y “primitiva” de los sectores populares pudo servir como base para la unidad nacional. Pero ya no, como en el caso romántico, rescatada en su total pureza, sino que instrumentalizada desde los requerimientos del Estado-nación moderno. Al igual que los románticos, los folkloristas volverán al pasado para aprehenderlo como tradición. La cultura popular cobija la “sustancia” de la cultura original que viene desde el pasado. Puede que este pasado no sea precisamente todo lo glorioso que intuían los románticos, pero se constituye en un espacio inmóvil que da todo su carácter a la tradición. Debió pasar casi un siglo para que las ciencias sociales consideraran algunas fiestas populares desde una perspectiva política, o se vieran reflejados en la literatura de cordel los procesos de alienación o adaptación de las masas campesinas en la ciudad. Para los folkloristas la literatura de cordel se relacionaba con temas de reyes, príncipes y cruzados, y los carnavales y fiestas populares escapaban a cualquier contingencia política. En suma, todos los conflictos culturales o políticos relativos al presente eran ignorados, pues no estaban dentro del interés ni el fin de lo que se investigaba: la tradición (Ortíz 1989). Las clases populares, entonces, siguen siendo mal vistas, pero, como dijéramos, “portan” un tesoro de inconmensurable valor. Desde esta perspectiva es que puede afirmarse que el folklore se queda a medio camino entre la reivindicación romántica de la “cultura del pueblo” en tanto la más pura, auténtica y propia, y la inclusión de los sectores populares en el entramado estratificado del desarrollo de la cultura planteado por el evolucionismo.

Hay otra inconsistencia dentro del discurso folklórico que quisiéramos señalar y que dice relación con el afán coleccionador que este presenta. Por cierto dicho afán respondía a la asunción de la metodología histórica inductista que había introducido el positivismo, según la cual la legitimidad de una interpretación está condicionada por la existencia de abundantes pruebas documentales (Montoro 2010). Los folkloristas tienen plena conciencia de que el mundo en el que viven está produciendo transformaciones sociales tan radicales que implican la desaparición de las tradiciones populares. Su objeto de estudio es un pasado en vías de extinción, por ello es característico en los folkloristas un tono nostálgico en su búsqueda del origen primero de la cultura humana. Es urgente,

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entonces, rescatar, registrar y acumular todo el material “tradicional” aún vigente en las prácticas populares antes de que se pierda completamente. Todos los medios de registro (escrito, sonoro, de imagen) fueron utilizados para el efecto. El fin último de todo este acopio era situar tal material dentro de las distintas etapas evolutivas que la antropología había establecido, es decir: reconstruir la historia de la cultura. Tal clasificación jamás se produjo. El material de las recopilaciones siguió presentándose como perteneciente a un tiempo “mítico” (el de la tradición) tan remoto como indeterminado. Todo el material recogido tenía, entonces, la misma importancia, no había jerarquías en su interior, pues la urgencia del acopio jamás permitió la calma de la clasificación final. Lo paradójico de esta urgencia es que aún se mantiene y los folkloristas del siglo XXI continúan esforzándose por rescatar un material que se pierde, que lleva siglos perdiéndose (recordemos que es Rousseau quien primero advierte sobre este peligro de extinción). Como bien señala Velasco a este respecto, los folkloristas parecen haber olvidado “que toda historia es un proceso en el que cambios y continuidades, innovaciones y pervivencias se intercalan y se entremezclan indefinidamente” (1990, 130).

Si bien todas las paradojas e inconsistencias que hemos mencionado terminaron por hacer que la academia mirará con recelo al folklore, será en la teorización de su metodología donde se encontrarán las mayores críticas. Uno de los pocos concilios en cuanto a la metodología del folklore entendido como ciencia es herencia de los Grimm: el material de cualquier investigación debe ser recogido de “boca del pueblo”. De ahí en adelante, el tema de la metodología, básicamente la recolección de datos, no tuvo explicitaciones ni reflexiones esclarecedoras. A pesar de que la exigencia metodológica era imperativa, se estaba creando una disciplina y sentando “escuela”, los folkloristas tienden a lo implícito, y en sus páginas no dan detalles de cómo y con qué criterios fue recogido el material, contrario a la práctica de la antropología que hizo del trabajo de campo una fortaleza. Ortiz (1989) menciona que en el Folklore Journal no se aborda el problema metodológico ni una sola vez, evidenciando que la reverencia y respeto que la Society pregonó para con la metodología científica, no fue un tema relevante en cuanto a la constitución de la disciplina. Ejemplo del tratamiento metodológico por parte de los primeros folkloristas es la obra de George Gommes, uno de los más importantes teóricos de folklore, con una posición destacada al interior de la Folklore Society y con una gran influencia y legado en este intento de transformar el estudio de las tradiciones populares en una nueva ciencia. Gomme dedica un capítulo de su Manual de Folklore (1890) a cómo deben recolectarse las tradiciones populares. Pero su perspectiva, demostrativa de la época, apunta a un trabajo de simple escudriñar, por ver si algo aparece: “ la mejor colección es aquélla que es hecha por accidente, viviendo junto al pueblo, y cultivando los decires y las historias que caen de tiempo en tiempo. Pero nadie puede completar una colección de esta forma y una búsqueda deliberada es necesaria, lo que es una tarea difícil; ella debe ser siempre un divertimento agradable, calculado para traer una diversión agradable durante un feriado en el campo". (Tomado de Ortiz 1989, 70). La propuesta no sólo era poco científica, sino que no caracterizaba en lo absoluto a los informantes. ¿Quién debía ser entrevistado? Los habitantes mayores en edad, los viejos, que fueron vistos como guardianes de la memoria colectiva popular, pero, paradójicamente, Gomme dirá que los mejores informantes son los “viejos” abogados, doctores y hacendados, personas educadas que tengan contacto directo con las clases populares. Una vez más se presenta el sesgo de entender a las clases populares como portadoras de un saber que no son capaces de aquilatar ni dimensionar. Hablando de las supersticiones Gomme afirma: “aunque las supersticiones florezcan principalmente al lado de las clases bajas, ellas no pueden ser recogidas directamente de ellas porque el pueblo no comprende realmente lo que significan las supersticiones y no pueden, como ellos dicen, hacer que un gentleman llegue hasta ellas. Las preguntas deben ser hechas a la clase de los pequeños empleados, que son un poco más cultivados que el pueblo trabajador, pero tienen todavía una suficiente familiaridad con ellos, al punto de

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conocer sus ideas y participar con ellos, de un buen número de ellas.” (ídem). La perspectiva de Gomme sobre la accidentalidad en la recolección de datos, entonces, no es contingente y muestra, más bien, una necesidad interna de la propia disciplina: el ciudadano del pueblo no entiende lo que se busca en él y las manifestaciones deben ser observadas en su espontaneidad. Implica, además, una suerte de especialización en el recolector, quien no sólo debe estar atento sino también debe ser capaz de reconocer las verdaderas manifestaciones del saber popular. El folklore se muestra, así, como una curiosidad ya no sólo seria, sino, también, sistematizada. Los primeros folkloristas no buscan, pues, convertirse en cuadros especializados, sino que se limitan a abordar, “sistematizadamente”, un interés que ya ocupaba a los anticuarios, delimitando, eso sí, un nuevo escenario de investigación: el “interior” del país, las pequeñas ciudades, en especial las aisladas, allí debía reclutarse la población que se consideraba imbuida aún de la cultura popular que se extinguía.

Este estatuto periférico del folklore, se aprecia también en el vínculo que Gomme establece entre folklore e historia. Afirma, en efecto, que el folklore trata sobre “la historia que escapó de la observación del historiador” (Tomado de Ortiz 1989), criticando de paso la preocupación siempre macro de la historiografía, atenta sólo al progreso de la política y el comercio de las naciones, sin ubicar claramente el lugar de aquellos que no progresan a la par. Se trata de los que están al margen de la historia, el folklore trabajará con los márgenes. El guiño con las nociones románticas es aquí bastante evidente. Se estudian las tradiciones populares como contraposición de una tendencia globalizadora, aludiendo a elementos locales que se apartan de la universalidad iluminista, y aunque finalmente se trate sólo de reliquias o supervivencias primitivas, los primeros folkloristas propondrán una escala distinta de aprehensión de los fenómenos sociales. Frente a la historiografía del siglo XIX que pone énfasis en los aspectos unificadores (el Estado y la Civilización), centrándose en el actuar de las clases dirigentes y letradas de occidente – en el convencimiento de que poseían una “civilización superior” – y descartando la diversidad de lo popular y las culturas regionales, los primeros folkloristas introducen la variante de lo local, aunque sea para considerarlo un “fósil”.

El legado documental de los primeros folkloristas es sin duda una fuente para la elaboración de una historia del pueblo, entendida como historia a escala local. Son una referencia valiosa si quiere reconstruirse la historia de las clases subalternas. Pero debe entenderse que se trata de una mirada “desde arriba”, desde el punto de vista de las clases dominantes, no es una autorepresentación del pueblo. El concepto de cultura popular no se relaciona inicialmente con la realidad de las clases populares. Cuando Gomme critica la macro historia, colocando al folklore en los márgenes, su crítica se orienta a abrir el espacio necesario para que el folklore opere como disciplina, a definir un dominio. No hay en su concepto elementos de superación que permitan instalar lo periférico más allá del marco de la cultura de occidente o rebelarse ideológicamente contra la tendencia historiográfica dominante. Se abre, así, perfectamente, un “sector”, pero no se abre una nueva área de conocimiento. Esta carencia logró la marginalización del propio folklore, pues los representantes de las diversas Ciencias Sociales vieron los estudios sobre el folklore como folklóricos, representativos de un sector, no de un saber distinto. A pesar de la difusión de su estudio, el folklore no logró hacerse reconocer como ciencia, y desde el interior mismo de los folkloristas se asumió una posición ancilar o complementaria con respecto a otras Ciencias Sociales (como la antropología, la etnología, la historia, etc.). Podemos insertar en este punto la vieja polémica sobre que el término folklore designa tanto al objeto de estudio como a la disciplina que estudia tal objeto. Tal situación, opina Ortiz (1989), predispone a los folkloristas a no realizar distinciones entre teoría y empiria, el folklore puede ejercitarlo cualquiera. Es la propia práctica de la recolección folklórica la que orientara al investigador, sólo debe estar predispuesto y podrá registrar y describir los hechos folklóricos. La única metodología, pues, es la mirada atenta a los fragmentos y vestigios del pasado presentes en las tradiciones populares, pues se ha asumido una discontinuidad de la realidad social que ha convertido a los hechos folklóricos en autónomos e independientes, posibles de ser

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observados tanto en su totalidad como en su aislamiento. De aquí surge una característica muy propia de los primeros estudios folklóricos, y es que los temas tratados son verdaderamente variopintos, sin una relación evidente en algunos casos. Supersticiones, tradiciones remotas, fantasmas, mitos, leyendas, paremiología, y un largo etc., todo orientado hacia saberes curiosos y desconocidos. No es una casualidad, dice Ortiz (1989) que Andrew Lang, activo miembro de la Folklore Society fuera luego miembro de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, cuyo fin era estudiar “científicamente” los espíritus. Estamos, pues, frente a una actitud pre-científica en el sentido de Bachelard. Recordemos que Bachelard ejemplifica su idea de lo pre-científico con la oposición alquimia/química, afirmando que la primera no somete a prueba a las cosas, sino a los símbolos psicológicos correspondientes a las cosas, que implicaban una dimensión de lo extraordinario. Afirma Bachelard: “Examinada a la luz de la convicción personal, la cultura del alquimista se revela entonces como un pensamiento claramente acabado que recibe, a lo largo de todo el ciclo experimental, confirmaciones psicológicas que revelan bien la intimidad y la solidez de sus símbolos” (1994: 57). Un ámbito de estudio se constituirá en ciencia sólo cuando rompa con esta perspectiva de tratar de encontrar fuera de su dominio epistemológico la explicación de los fenómenos que observa. Los primeros folkloristas verán en sus descubrimientos la ejemplificación de los postulados de otras disciplinas, no logrando especificar un dominio epistemológico propio, instalándose en una posición subalterna que se desenvuelve en la frontera del discurso científico y la legitimación ideológica. El folklorista asumirá una terminología cientificista – que denotando sistematicidad lo diferencia del anticuario y el romántico – para un objeto de estudio que será mirado siempre en la perspectiva de la reafirmación rotunda de la superioridad de los valores dominantes de la civilización.

Hay aún otros factores que marginalizan al folklore y concurren para que no logre establecerse como disciplina científica. En Europa el estudio de la cultura popular no se inicia en los ambientes universitarios, ya mencionamos que la anticuaria fue inicialmente una labor de solitarios. Ahora bien, la época del surgimiento del folklore, coincide con la emergencia de la universidad moderna en los países europeos, lo que implicó que estas adoptaran nuevas funciones que hicieron necesaria la creciente especialización de las disciplinas y la realización constante de investigación como único modo de avance para la ciencia. Se comenzarán, además, a crear los sistemas universitarios nacionales, que rearticularán la relación tanto de los docentes como de los alumnos con las instituciones universitarias, que invertirán en investigación y en la preparación de contingentes que profesionalicen las diferentes ciencias. La especialización de los campos científicos se grafica en Francia, cuando, hacia 1880, la graduación de letras ya no es más un diploma único, pudiendo optarse por letras, filosofía o historia (Ortiz 1989). Esta especialización dentro del ámbito académico, implicara la delimitación y legitimación de las Ciencias Sociales y de ellas quedará excluido el folklore y en general el estudio de las tradiciones populares, excluyéndose, por lo general, a los cultores de tales estudios del ejercicio académico. Ortiz (1989) hace notar que todo el grupo de la Society Folklore carece de actividad universitaria, y algunos ni siquiera tenían formación universitaria, como el propio Tylor, quien ejercerá la docencia universitaria sólo cuando su fama de antropólogo ya esté consagrada. El autodidactismo – tal vez una característica de los intelectuales de la época – y el interés por materias diversas con una mirada cientificista es lo que aúna a este grupo. El peso de las universidades no jugó a favor del folklore.

La forma en que el folklore encaró el tema de lo popular terminó, finalmente, en estrechar la mirada sobre el fenómeno, limitándose a enlistar y clasificar especímenes “tradicionales” cuya mayor característica, y la más celebrada y buscada, era su resistencia al cambio. Al pensar lo popular en términos de tradición se asumía que este tuvo su apogeo en el pasado y que todas las modificaciones que el transcurso de la historia imprimió en este acervo cultural (objetos, concepciones, prácticas) no eran sino signos de empobrecimiento, degradación o aculturación. Por

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mucho que se invocara la ciencia como herramienta para acometer el estudio de lo popular, los folkloristas no lograron ir más allá que los primeros anticuarios, que veían en esas prácticas del pasado simples “curiosidades”. Tal vez el único “logro” sea haber “construido” a la cultura popular como una “totalidad” a partir de una yuxtaposición de elementos fragmentarios concebidos como resistentes al normal proceso de cambio y deterioro (García Canclini 1986). A este respecto son interesantes las indicaciones de Velasco en cuanto a que las colecciones folklóricas – que tienen como distintiva característica el que sus especímenes sean atribuidos a un sujeto colectivo y anónimo (el pueblo) que está circunscrito a un ámbito geográfico más o menos extenso (localidad, comarca, provincia, región, Estado, o nación sin Estado) – son en realidad una sucesión ininterrumpida o continua de textos o materiales más o menos ordenados según ciertos “cánones”, pero “cuya unidad es externa al propio discurso” (1990, 134). Y es que a pesar de que cada texto es un discurso cerrado que no necesita al texto precedente, se pretende que en ellos hay continuidad, coherencia y homogeneidad. De este modo, el sujeto colectivo al que se atribuye la creación de tales especímenes es sólo un constructo que resulta del propio discurso folklórico y sobre el cual se basará la caracterización de la “identidad nacional”, que, desde esta perspectiva, no es sino la mixtificación de una sumatoria arbitraria: “No hay locutor, ni siquiera comunidad real de locutores y audiencia, que usen y conozcan tantos refranes, dichos, cantos, cuentos, leyendas, adivinanzas o mitos como traen las colecciones. Sólo las colecciones crean esa ficción” (ídem, 139).

El folklore, pues, redujo las creaciones culturales de los sectores populares a ser una reiteración eterna y ciega de las tradiciones, contrastando con la visión que se tiene del arte “culto”, que tiene como una de sus características esenciales el constante cuestionamiento de sus presupuestos y posibilidades y su desarrollo ha consistido precisamente en la incansable búsqueda de nuevas formas expresivas. La sistematización utilizada por los folkloristas, que intentaba responder al espíritu científico positivista, consistió sencillamente en cosificar a la cultura popular, inmovilizándola bajo un aparato teórico propuesto por una elite perteneciente a la clase dominante y sin ningún tipo de compromiso social con lo popular y su dinámica. Acusando un cierto sustancialismo filosófico, la elite asumió lo popular como una tradición fosilizada, una reliquia que nos muestra cómo era “nuestro” pasado cultural y que ante las transformaciones de la sociedad moderna comenzaba a desaparecer. Es decir, el rescate de lo popular apuntó a tener “muestras” del pasado, no a replantear lo popular como opción de cultura. La idea de cambio, tan propia de lo moderno, queda excluida del ámbito de lo folklórico entendido como lo tradicional, marcando de manera taxativa e irevocable el mencionado antagonismo modernidad-tradición. Se vedó, de este modo, la posibilidad de una adaptación creativa de lo popular a las nuevas circunstancias que imponía el “progreso”, condenándolo a desaparecer. Frente a la inminencia del fin de este mundo cultural “fósil” es que los folkloristas saldrán a documentarlo en un proceso de descripción y recolección de “especímenes”, a fin de ponerlos “a la vista” de las nuevas generaciones y, por qué no, reconstruir en algún momento el derrotero exacto seguido por alguna manifestación cultural dentro de una nación u otro grupo humano de mayor o menor amplitud geográfica o cultural, como ya había hecho la tradición romántica. La apropiación burguesa de la cultura popular llevada a cabo por el folklore no buscaba contribuir a la reelaboración del universo simbólico de los sectores populares, convirtiendo a dicho sector en un muestrario de arcaísmos. En este sentido, folklore y populismo tienen mucho en común, pues ambos eligen objetos empíricos concretos para luego absolutizar ciertos rasgos y deducir de ello cual es el destino histórico de los sectores populares o el pueblo (un pueblo hecho a medida en ambos casos). Pero el populismo, aun cuando mixtifique al pueblo y resalte la tradición, puede todavía proponer un “futuro”, el folklore, por el contrario, identificará lo popular sólo con el pasado.

Entendido como rescate de la tradición, el folklore abundará en descripciones y colecciones, pero ofrecerá pocas explicaciones sobre lo popular. Y si bien debe reconocerse que los folkloristas

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posaron su mirada sobre sectores que escapaban del discurso histórico mostrando una cierta sensibilidad frente a lo periférico, también debe aceptarse que no fueron capaces de percibir los procesos sociales que dan a la “tradición” una función actual. La “nueva” y optimista disciplina no pudo reformularse en sintonía con el desarrollo de las sociedades que comenzaban a mostrar nuevas dinámicas, en las que los hechos culturales de los sectores populares ya no necesariamente presentan las características que “definían” al “hecho folklórico”, es decir, ya no son manual o artesanalmente producidos, no circulan de manera oral, no son anónimos, no se aprenden fuera del circuito de la educación formal o de la comunicación masiva. En definitiva, la aproximación folklórica hacia lo popular tuvo y aún puede tener cierta utilidad para comunidades extremadamente aisladas, pero es incapaz de responder sobre el fenómeno de lo popular en las actuales condiciones industriales de producción circulación y consumo. Como bien afirma García Canclini, “la principal ausencia en los trabajos sobre folclor es no interrogarse por lo que ocurre a las culturas populares cuando la sociedad se vuelve masiva” (1990, 198). El folklore sustrajo “lo tradicional” del reordenamiento que la industrialización provoca en el plano simbólico, para fijarlo irremisiblemente en formas artesanales de producción y comunicación y atesorarlo y “custodiarlo como reserva imaginaria de discursos políticos nacionalistas” (ídem 199). Esta fijación en el pasado explica por qué la única propuesta que frente a lo popular plantean los folkloristas sea el “rescate” de la tradición a fin de archivarla o exhibirla en un museo, reduciendo su tarea a duplicar el discurso del informante (García Canclini 1986).

A la par que la afincó en el pasado, el folklore despojó a la cultura popular de todo aspecto contestatario, enfatizando todo aquello que le diera un aire conservador que sirviera como base legitimante para los sectores dominantes. “El pueblo, se sabe, debe ser humilde, no alzar la voz ante las injusticias que lo oprimen y ni siquiera preocuparse en recrear su acervo cultural, pues si hiciera esto perdería toda identidad” (Colombres 1993, 202). Es desde esta perspectiva que puede entenderse el fenómeno llamado folklorismo, entendido como un “tipicismo” difundido por la cultura de masas que publicita y vende lo “exótico” y “pintoresco” de cada país. Esta apropiación de lo folklórico reafirma la neutralización de los aspectos contestatarios de lo popular convirtiendo toda posible identidad de un pueblo en caricatura que incita más a la diversión que al pensamiento crítico. También estos grupos artísticos representantes del folklorismo que “recrean” la música y las danzas tradicionales en ambientes y para público urbano, poco o nada dicen de los procesos sociales en los que surgieron y se desarrollan actualmente (si es que siguen vigentes, pues el folklore continúa considerando tradicionales, sólo por su condición de “antiguas”, prácticas extintas), adecuando sus criterios de puesta en escena a parámetros propios de una estética de masas. Así, el folklore, transformado en folklorismo, encierra una doble reducción: “de la pluralidad y la diversidad de las culturas populares a la unidad del “arte” o la “música” nacionales; de los procesos sociales a los objetos o a la expresión cosificada que adquirieron en momentos pasados” (García Canclini 1986, 23).

Utilizando una nomenclatura gramsciana pudiéramos decir que, en una época de cambios y transformaciones sociales, la mayor parte de los intelectuales europeos, y en alguna medida también los latinoamericanos, actuaron como “intelectuales orgánicos”, en tanto trataron de conducir a sus respectivos países, desde maquinarias institucionales montadas por el Estado y en un espíritu de Estado-nación, a una integración social basada en la eliminación de la “barbarie”, con todos lo bemoles que ello implicó principalmente en términos de discriminación. Los folkloristas, por su parte, en lo que pudiéramos llamar su etapa clásica de mediados del siglo XIX a mediados del XX, actuaron como “intelectuales tradicionales”, en tanto, frente a esta misma transformación, intentaron volverse hacia el pasado, en una labor de recolección y almacenamiento de una tradición fosilizada y por lo tanto sin futuro o como dice Ortiz, “procuran almacenar en sus museos la mayor cantidad posible de una belleza muerta” (1989, 69). Aún así tal tarea, de manera indirecta

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pudiéramos decir, colaboró en la construcción de identidades nacionales, al no poder los folkloristas desligarse de los postulados románticos y efectuar el giro positivista-científico que siempre pretendieron.

Desde la década de 1950 los folkloristas han replanteado completamente sus postulados. Así ocurre en Latinoamérica, por ejemplo, donde se intenta rescatar la dimensión social de los hechos considerados folklóricos, pero se insiste en que tales hechos, provistos de todas las características “clásicas” (colectivo, anónimo, oral, espontáneo, funcional, regional, no sistemático, tradicional, sobreviviente), corresponden exclusivamente a un determinado grupo social (campesinos, sociedad folk, sectores marginales), negando, nuevamente, todo protagonismo a las iniciativas individuales como transformadoras del folklore (Dupey 1988). Aunque este pequeño cambio de perspectiva puede considerarse un avance, se insistió en nuestra región, y aún se insiste en algunos sectores incluso académicos, en la vinculación del folklore con la tradición y la nacionalidad. Así lo demuestra la caracterización que sobre el folklore realizara un conjunto de especialista convocados por la OEA en 1970. García Canclini resume así las conclusiones del documento allí generado, conocido como “Carta del Folklore Americano”:

“- El folclor está constituido por un conjunto de bienes y formas culturales tradicionales, principalmente de carácter oral y local, siempre inalterables. Los cambios son atribuidos a agentes externos, por lo cual se recomienda aleccionar a los funcionarios y los especialistas para que “no desvirtúen el folclor” y “sepan cuáles son las tradiciones que no hay ninguna razón para cambiar”.

- El folclor, entendido de esta manera, constituye lo esencial de la identidad y el patrimonio cultural de cada país.

- El progreso y los medios modernos de comunicación, al acelerar el “proceso final de desaparición del folclor”, desintegran el patrimonio y hacen “perder su identidad” a los pueblos americanos” (1990, 199).

Junto con esta exaltación nacionalista de lo popular, la propuesta del organismo internacional reitera la conocida política del “rescate” y la “conservación”, y la única referencia realizada a los medios masivos de comunicación consiste en una sugerencia de emplearlos bien a fin de que ellos no difundan un “falso folklore”.

En contraste hacia la misma década de 1970 se producen significativas renovaciones en la investigación folklórica en el ámbito norteamericano de la mano de autores como Alan Dudes (1934-2005) y Richard Dorson. Entre ellas el cuestionamiento de la vinculación directa entre folklore y las capas iletradas de la sociedad, que llevaba al eterno contrapunto culto-popular. Se comienza a hablar, entonces, de un “moderno concepto de folklore” (Ortiz García 1994, 62), que posibilita el reconocimiento de un folklore surgiendo contemporáneamente entre determinados grupos unidos por algún tipo de vínculo (edad, profesión, clase social, etc.) en un ambiente de industrialización, tecnología y cultura de masas. Resulta notable destacar que esta perspectiva rescata una de las significaciones más primitivas del término “folk” que ya apuntáramos: cualquier grupo de personas que tienen algo en común.

Otra novedad planteada desde Norteamérica es el rompimiento con el esquema “clásico” de entender la tradición como una entidad estática. Se resalta, por el contrario, la idea de una constante creación de folklore, que cuestiona la labor del folklorista como únicamente rescatador de antiquísimos tesoros de la tradición y la nacionalidad que sobreviven a duras penas entre la vorágine de la vida moderna. El foco de interés se vuelve, entonces, hacia la creación, la

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transmisión y la recreación de la tradición (muy cercano esto a la visión de la circularidad cultural en la que ahondara Ginzburg), entendiendo, como hace notar Díaz Vianna (2003), que es distinto hablar de una “sociedad tradicional” a entender que las sociedades tienen tradiciones. También se han puesto en duda los criterios para caracterizar el “hecho folklórico” en particular el de la oralidad (García Ortiz 1994), toda vez que los mass media, incluida actualmente la Internet, se han mostrado como vehículos muy recurridos para crear, recrear y divulgar contenidos populares de los nuevos grupos folk (entendidos, reiteramos en su acepción de “grupo de gente con algo en común”).

Los folkloristas han replanteado, en suma, sus objetivos y sus puntos de vista con el afán de renovar la disciplina. Y lo han logrado, opina la investigadora argentina Martha Blache, “atendiendo a la relación entre folklore y sociedad, a sus respectivas transformaciones e interdependencias, a las diferentes esferas de la comunicación—cara a cara, pública y mediatizada—y a los modos en que los saberes tradicionales tienen de codificar y poner simbólicamente en funcionamiento elementos de la modernidad” Tomado de Díaz Vianna 2003, 33). Con ello no sólo se ha posibilitado una mayor comprensión de la sociedad moderna, sino también se ha propiciado una resignificación de lo popular, que ha permitido recuperar el aspecto de rebeldía y contestatarismo de lo popular que destacara Bajtín, pues al quitarle a lo popular la cadena que lo ataba a la tradición se le vuelve a reconocer la capacidad de responder y reaccionar frente a los problemas actuales que lo aquejan, ideando, aunque sólo sea con el fin de caricaturizar y mofarse, respuestas ante lo dominante y los totalitarismos que le impone la economía, la política, la cultura, etc. No quiere decir esto que todo lo popular sea rebelde, puede haber un folklore reaccionario o apegado a la tradición oficial y el pasado, pero será por opción y no por “definición”.

A pesar de todas estas renovaciones (y muchas otras, al respecto Ortiz García 1994, Díaz Vianna 2003 y Prat 2008) en sus puntos de vista por parte de los folkloristas, la noción “clásica” de folklore y su apego a la tradición inmóvil y el nacionalismo rampante sigue vigente en muchos sectores, que no son pocos por cierto. Es a esta noción clásica que adherirá la intelectualidad chilena (no podía ser de otra manera por cierto) cuando a principios del siglo XX arrime al país, de la mano de Rodolfo Lenz, el folklore como disciplina científica.