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1. Antes de partir al infierno Lo de siempre: parientes, amigos y no tan amigos, todos en un apretado salón. Como uniforme, ropa negra que dificulta distinguir a unos de otros. Hace calor. Está por entrar el cuerpo, extrema tensión. Al acceder, gritos, llantos y desmayos acompañan la escena. Lágrimas, mocos y sudor humedecen el ambiente. Es insoportable. Sentada en este sofá, apretando un pañuelo ensopado y pródigo de arrugas, me cuesta disimular la desesperación. Quiero que se marchen, pues empiezo a desear que en vez de agua salada, suden sangre. Lentamente los gemidos se van apagando y así las figuras oscuras. Quedan los más íntimos. Ellos, esforzándose por comprender el mutismo que resisto, me invitan serenos a tomar del café que se brinda en el piso de abajo. Niego con la cabeza y, no sin antes recibir su ademán reprobatorio, se marchan al fin, dejándome sola, ignorantes de cumplir mis deseos. Así lo imaginaba: transparente, azuloso. Descubro en su rostro una mueca, me paralizo. Sus ojos se desnudan lanzando un relámpago sangriento, me incendio. En un instante, está junto a mí arrebatándome la respiración a cambio de jadeos. 1

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Antologias de amor.

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1. Antes de partir al infierno

Lo de siempre: parientes, amigos y no tan amigos, todos en un apretado salón. Como uniforme, ropa negra que dificulta distinguir a unos de otros. Hace calor.

Está por entrar el cuerpo, extrema tensión. Al acceder, gritos, llantos y desmayos acompañan la escena. Lágrimas, mocos y sudor humedecen el ambiente. Es insoportable. Sentada en este sofá, apretando un pañuelo ensopado y pródigo de arrugas, me cuesta disimular la desesperación. Quiero que se marchen, pues empiezo a desear que en vez de agua salada, suden sangre.

Lentamente los gemidos se van apagando y así las figuras oscuras. Quedan los más íntimos. Ellos, esforzándose por comprender el mutismo que resisto, me invitan serenos a tomar del café que se brinda en el piso de abajo. Niego con la cabeza y, no sin antes recibir su ademán reprobatorio, se marchan al fin, dejándome sola, ignorantes de cumplir mis deseos.

Así lo imaginaba: transparente, azuloso. Descubro en su rostro una mueca, me paralizo. Sus ojos se desnudan lanzando un relámpago sangriento, me incendio. En un instante, está junto a mí arrebatándome la respiración a cambio de jadeos.

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2. Bon apetit

Cuatro paredes salitrosas encierran la humedad y un cuerpo flaco que amortiguan los resortes de un colchón agujereado y apestoso a orín. Hay moscas que lo deleitan con un concierto de zumbidos.

Bebe el último trago de cerveza abandonada en un rincón desde hace una semana. Saborea residuos mohosos que hay en el fondo de una lata con carne para perros. Canta una canción de cuna y arrulla entre brazos a un cachorro tieso, con el hocico abierto, ya sin lengua. El hombre enciende una vieja parrilla eléctrica de donde salen cucarachas, empuña un cuchillo y una sonrisa curva sus labios al aproximarse hacia la cama, donde reposa el cuerpo putrefacto de su esposa.

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3. El espantapájaros

HA NACIDO para el miedo.

La solitaria figura se vislumbra sobre el campo, entre los sembradíos, mientras los pájaros que debe asustar se posan, tranquilamente, sobre el raído sombrero de palma.

Se le puede observar desde la casa. Lleva años allí, con su cabeza de tela rellena de aserrín podrido y el cuerpo formado por dos palos y ropa vieja rellena de paja. Con los brazos en cruz y la cara burdamente fabricada con retazos de tela descolorida.

Ha nacido para el miedo. E inspira sonrisa y lástima.

Los niños, en verano, le tiran tierra y piedras. Los pájaros lo han cubierto de excremento, ahora seco y endurecido por los rayos del sol inclemente, que todas las mañanas cae sobre él.

Hasta hoy, en que el cielo se puso negro, y el granjero recorrió el campo con el impermeable puesto, y al pasar junto a él se rió. Se rió mientras murmuraba, con alegría perversa:

-A ver si la tormenta por fin te destruye, hilacho de paja.

Eso fue el colmo.

Por eso, cuando el granjero se fue a guarecer de la lluvia que se aproximaba y las primeras gotas cayeron sobre el ala sucia del sombrero, supo que había llegado el final. Eran años. Años

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de lluvia y viento. Años de excremento. Años de picotazos. Años de pedradas, sequías e inundaciones.

Años de humillación.

Abandona el poste con dificultades y camina trastabillando sobre sus piernas de madera, una más larga que la otra. Cruza el campo, con el cielo negro tras su espalda y la lluvia arreciando encima de la decolorada cabeza de paja. Va hacia la casa del granjero.

Muchos años. Ha nacido para el miedo.

Piensa demostrarlo.

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4. El extraño

... su nacimiento no podía pasar inadvertido, no ante los vecinos del pueblo, aquellos que en ocasiones habían cuchicheado al ver a la joven mujer salir por las noches hacia el bosque que rodeaba la ancestral casona, los mismos que estaban seguros de que ello, porque sólo esa palabra podía definirle, había sido concebido en alguna de las madrugadas en que su deseable pero prohibida madre se había ayuntado repetida y lujuriosamente con algunos de los extraños seres que moraban en los linderos de la arboleda, conocimiento intuido que confirmaron cuando dio a luz sola a aquel horror, sin ayuda, entre alaridos que indicaban el sufrimiento, castigo de Dios, como afirmaban las más viejas, que el paso de aquella cosa entre sus piernas provocaba, maligna violación inversa, igual de sucia, de aberrante, que causó durante horas sudores fríos y rezos continuos en todos los que escuchaban sus lamentos, aunque nada se supiera, aunque nadie tuviera el valor para indagar, aunque la mujer y el engendro permanecieran ocultos durante años enteros, con las esporádicas salidas de ella a abastecerse sin cruzar una palabra con nadie, entregando en un papel mugriento la lista de lo requerido y sin mirar directamente a habitante alguno, de esos mismos que seguían santiguándose ante su paso, de esos mismos que lanzaban insultos al aire para que ella los escuchara, de esos mismos a los cuáles causaba asco y aversión, aunque todo esto parecía no importarle, no tener para ella trascendencia, hasta que la bestia no soportó más, hasta que una noche, pasados casi veinte años desde el alumbramiento, salió, salió por la puerta principal sin que su

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madre se diera cuenta, salió y fue hacia el pueblo, salió y lo encontraron varios hombres, salió y lo hallaron esos rabiosos habitantes armados de machetes con el valor del alcohol en la sangre, salió y le cercenaron los filamentos colgantes que podrían pasar por brazos, lo mutilaron y el monstruo, porque era un monstruo, no se defendió, no intentó huir…

5. Hay horror en los ojos de Caín

Despierta Luis, son las siete. Sí mamá. Detrás de los cerros ya se asomaba el sol, con sus lentes oscuros y una sonrisa bobalicona. Voy a prepararte unos sandwiches, dijo Madre, y salió de la habitación quitándose los tubos de la cabeza. Luis se estiró, todos sus huesos crujieron al mismo tiempo. ¡Por fin! Sábado 17 de abril: este día es más importante que navidad o mi cumpleaños. Hizo a un lado las sábanas como si fueran el cadáver de un fantasma derrotado en sueños. Se levantó; el sol, con sus amarillos dedos de aguja, le tocó los ojos suavemente.

Luis, todo sonrisas, miró sus avioncitos, miró su colección de monstruos desarmables marca Acme, miró el gol retratado en uno de los posters que su hermano había colgado en la pared. Miró el reloj. ¿Dónde estarán mis zapatos? Una mueca poco terrenal lo sorprendió desde el espejo: ¿De veras soy ese niño flaco y despeinado con la carne color leche? ¿Soy el tonto del mundo, con diez años recién cumplidos y un solo diez en aritmética? Quisiera conocer los bosques, hacerme amigo de los duendes.

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Quisiera perderme en las entrañas de un dragón. ¡Ándale hijo, se hace tarde!, gritó Madre desde la cocina. Luis abrió cajones, la ropa voló y en un santiamén estuvo listo para la gran ocasión. Otra vez se miró en el espejo, acomodándose el nudo de la pañoleta. Hizo un saludo scout con su mano izquierda, los monstruos desarmables marca Acme celebraron el acontecimiento arrancándose las cabezas unos a otros. Luis los miró solemne.

Luego abrió su querido diario y anotó la fecha subrayándola varias veces: no todos los días se va uno de campamento por primera vez. En aquellos tiempos no había calendarios. Las fechas se anotaban en la espalda de una tortuga, en el interior de los árboles, en los colores del cielo.

6. La herencia de Medusa

Estas piezas, damas y caballeros, pertenecen a una época oscura de la cultura griega. Su autor, autora mejor dicho, respondía al nombre de Medusa. De ella se dicen muchas cosas, la mayoría falsas.

Sin embargo, lo cierto es que puede ser considerada la madre de la escultura realista, como lo demuestra este grupo de cuerpos humanos.

También se dice que fue muerta por un maniático llamado Perseo, quien celoso del buen arte de la señora le cortó la cabeza.

También se dice que al mirarla directo a los ojos, su mira podía convertir al hombre más bondadoso en piedra.

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7. Lucy en el país de los monstruos

Lucy amaba el horror. A sus diez años ya había visto muchas veces El exorcista, El silencio de los corderos y todas las películas de Freddy Krueger; aunque a Papá y a Mamá siempre les decía que iba a sacar de videocentro Krull, Laberinto o Escape al futuro III. 

Hoy es miércoles, qué suerte, dos películas por el precio de una. Papá y Mamá se irían a jugar póker a casa de los papás de Hugo, y Lucy vería El regreso de los muertos vivientes por onceaba vez, quizá Alien, Posesión satánica o Viernes trece, qué maravilla. Lucy era hija única. Muy delgada, grandes ojos grises y piel fosforescente; varios niños de su salón la amaban en secreto. Lucy dice: ya nadie recuerda sus sueños por las mañanas, y yo tengo que ser la guardiana de

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los sueños de todos, qué pesadilla. A las nueve de la noche Lucy se sirvió un vaso de pepsi, oyó arrancar el auto de sus padres, vio la luna llena como un buda meditando encima de las nubes.

A las nueve y cuarto comenzó el ritual: colocar en la video Pesadilla en la calle del infierno  IV, decir NO a la piratería, pasar en cámara rápida los aburridos cortos de las otras películas, New Line Cinema presents... un fuerte rock invade la sala; en la pantalla, la niña vestida de blanco dibuja con gises la casa de Elm Street donde vive Freddy Krueger. Comienza el espectáculo: todo sucede en el sueño de Alice, la protagonista, única sobreviviente de la película anterior.

8. Migdalia

-¿Qué tienes ahí, pequeña Migdalia?

Era ya la segunda repetición de mi apocada interrogativa. De entre su abultada cabellera volvió a sobresalir aquel gesto endurecido, cuyo efecto en mi persona variaba entre el asombro y la impotencia. Sus ojos, de un gris cenizo, demandaban una interacción desigual en la que mi alma dragada sucumbía, aquiescente. Imposible aventurar la vista hacia otro sitio. El campo magnético abastecido por el influjo

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de aquellos cráteres diminutos obraba en mí hasta someterme a un estado de absoluta rigidez.

Migdalia estaba sentada en uno de los peldaños que conducían a la entrada principal de la casa y sujetaba un legajo encuadernado entre sus brazos esqueléticos. El tartamudeo de la niña, y las leves oscilaciones pendulares que regían el comportamiento de su cuerpo cada vez que intentaba acercármele, desalentaban mis pretensiones de entablar cualquier conversación con ella. «¡No te lo enseñaré!» Su reticente cantinela escindía, con renovado ímpetu, mi curiosidad, y el fulgor que despedían sus retinas cauterizaba el impulso de mis pasos. Era su conducta una reacción que obedecía a un celo infantil más que al odio. Quizá no aceptara que su madre y yo comenzáramos a enamorarnos, hecho que provocaba estragos en su sensibilidad.

Durante las visitas que hacía a mi prometida percibí que, en reiteradas ocasiones, Migdalia acostumbraba ocultarse, dedicando la mayor parte de su tiempo a observarme, a estudiar mis rasgos y actitudes y a desacreditar, secretamente, los cortejos que hacía a su adorable madre. Mientras Susana y yo charlábamos plácidamente en la sala de la casa, el timbre de una risa contenida atravesaba las paredes. Era presumible que una irreverencia consuetudinaria gobernara las intromisiones de la niña.

En un principio, esto ocurría solamente cuando me encontraba en compañía de Susana, sin embargo, aquel incansable escrutinio, perpetrado por un alma suspicaz que no rebasaba los diez años de edad, comenzó a repercutir en mis actividades ordinarias a tal grado que, aún estando lejos del domicilio de mi amada, la sensación de ser minuciosamente espiado afectaba mi serenidad.

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Una noche, ya avanzada la madrugada, Susana, indefensa ante mis razonables cuestionamientos al respecto, me contó la verdad a la luz de una vela agonizante, cuya trepidación sacaba de la sombra ciertos detalles de los muebles circundantes a la mesa en que nos habíamos apostado para dar inicio a la lectura de una misma novela. Susana, despojada por mi terquedad de sus evasivas e intentos por librarse de ahondar en el tema, finalmente confesó en un hilo de voz. Sus inmensurables ojos se habían cerrado.

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9. Muñecas

Acepté ver la colección de muñecas sólo por cortesía, no porque me interesara. La vieja acababa de adquirir uno de los extractores de jugo que ofrezco de puerta en puerta y ello me hacía sentir comprometido. Además, una de las reglas básicas de todo vendedor exitoso es la de no contrariar al cliente.

La casa era humilde, pero lucía ordenada y limpia. Había jarrones con flores frescas, varias imágenes religiosas colgaban de las paredes y una radio antigua descansaba en un rincón. Desde el principio el lugar me resultó sombrío, aunque no puede precisar el motivo.

Me levanté del sillón forrado de plástico y me dejé conducir por un estrecho pasillo hasta una puerta cerrada con llave. La vieja abrió y entramos en una habitación poco iluminada. El penetrante olor a perfume de violetas hizo que se me revolviera el estómago. Entre las sombras distinguí a las muñecas. Había de todos los tipos y tamaños. Algunas se apretujaban en los entrepaños que cubrían las cuatro paredes, otras se encontraban arracimadas en un diván, recargadas contra la pared o sentadas en el piso apoyándose las unas en las otras.

La vieja no ocultaba su orgullo.

Caminé entre esa multitud de rostros infantiles. Mi anfitriona corrió las cortinas para aclarar un poco el cuarto. Vi cientos de niñas rubias y morenas, de trapo y de plástico, con el pelo lacio o rizado, con sus zapatos brillantes, sus pulcros baberitos y sus vestidos impecables.

Esta es una de las primeras que tuve- dijo la vieja señalando una figurilla llena de encajes en cuyo inexpresivo rostro se advertía el brillo de la porcelana-. Mi papá la mandó traer

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directamente de Francia cuando cumplí diez años. Y esa otra, la que tiene la falda bordada, me la regaló mi hermano Francisco cuando estuve enferma. Eso fue en el año... Déjeme recordar...

La fragancia de violetas resultaba intolerable. Me sentí mareado, pero no quise interrumpir las explicaciones de la vieja, quien hablaba sin parar sobre su colección Yo miraba sin ver, paseaba la vista sobre la mesa de cuerpecitos inertes que ella había ido acumulando a lo largo de los años y de quienes se expresaba con tanta familiaridad. Entonces, fijé mi atención en dos de las muñecas, las cuales se distinguían del resto por su absoluta falta de gracia. Eran dos monigotes con los brazos torcidos, el pelo maltratado y la cara cenicienta.

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10. Nooch

La luz del farol atraviesa con dificultad las gotas de lluvia, dejando, a su paso, instantáneas joyas que desaparecen al estallar contra el suelo. Nooch se desliza, evitando golpear latas, botellas y otras basuras, no quiere ruidos delatores.

Llega al enorme edificio gris y frío, ya familiar. Se escurre por el resquicio de la ventana y se detiene, alegre y cauteloso. Las planchas de cemento, con cadáveres frescos, se extienden ante su vista. Sin problemas quita la sábana que cubre la cara de uno, y come un ojo. El primero de su cena favorita.

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11. La partida

Una madre vio morir a su pequeño hijo en aquel temblor espantoso, el que destruyó la ciudad de Appa, pero no pudo resignarse a su muerte y rogó a los dioses que se lo devolvieran.

Los dioses, compadecidos, no dejaron que el alma del pequeño entrase en el Otro Mundo y la devolvieron a su cuerpo. Pero ya saben cómo son los dioses: el cuerpo no dejó de estar muerto, no se aliviaron sus múltiples heridas, así que el corazón de la madre pasó de la dicha de tener a su hijo, de no haberlo perdido, al horror de ver sufrir a la pobre criatura, prisionera de su carne lastimada. Y luego vino el asco, sí, el asco, porque el niño comenzó a pudrirse, y los gusanos lo devoraban, y gritaba llamando a la muerte pero, como he dicho, ya estaba muerto.

La madre, enloquecida, lo apuñaló una vez, dos, tres, muchas; luego lo apedreó, lo envenenó, lo estranguló... Pero el niño sólo gritaba, sólo sufría. Al fin ella lo tomó entre sus brazos, piel rasgada, huesos rotos, sangre negra, y lo arrojó a las llamas de una hoguera. Y el desdichado ardió, y fue humo y ceniza, y el viento lo dispersó y lo confundió con el aire, y entonces la madre se consoló bien o mal. Pero no debió hacerlo porque en esos restos impalpables estaba aún el alma doliente, y esa alma sigue hoy en el mundo, dispersa pero

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viva, como lo sabe todo aquel que respira, que abre la boca y siente de pronto la tristeza.

12. El último de nosotros

Para Silvan Constanza siempre fue evidente que la vida se había equivocado con él. Sin embargo, desde muy joven comprendió que no tenía la más mínima obligación de conformarse con ello.

Aunque siempre supo que no era un vampiro, era la conciencia de ser un hombre perfectamente normal -capaz de despertar sin sobresaltos ante la primera luz del alba y de sentir aprensión ante la sangre derramada- lo que le abrumaba y entristecía. Le era imposible de apartar de su inteligencia este pensamiento, y lo que era peor, cada vez que el espejo le devolvía a ese otro Silvan Constanza, se daba cuenta de la injusticia de la que era víctima. Muchas veces le he visto llorar de impotencia al hacer el recuento de todos esos detalles que lo llevan a la conclusión de que la inmortalidad y la dicha de saberse distinto, simplemente le han sido negadas.

Comprendo su angustia. Después de todo, es el séptimo hijo de un séptimo hijo, de un conde, si no eslavo, por lo menos

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tirolés. Por sus venas también circula, diluida, la ambigua celebridad de dos Borgias y hasta el lejano secreto de un Bâthory; aunque la palidez y angulosidad de sus hermosas facciones sean herencia de una madre escocesa. El oscuro cabello y los ojos enormes y negros deben provenir de la línea paterna, conformada por valientes barones medio italianos y medio austriacos, nobles de fortuna incalculable y vidas tan breves como prolíficas.

Todo, incluso su apellido, parece encajar tan correctamente en la historia de un vampiro, que hace muchos años Silvan Constanza decidió que debía ser uno, aunque para ello tuviera que agotar cada alternativa.

13. La última luna

Hoy ceso de existir. Esta enfermedad que me aqueja desde hace años finalmente dejará de atormentarme. Muchas veces pensé en este momento. En el último ataque, en la fiebre que desaparece y en la furia que se extingue, pero jamás pensé que sería así.

Los especialistas han expresado certeras predicciones sobre esta noche. Afirman sin duda que no habrá otra. Jamás. La maravilla termina y la oscuridad reinará por siempre.

Con una ligera ansiedad que no pensé sentir, espero el momento en que la brillante luz bañe mi cuerpo y se apodere de mi conciencia. Imagino a la muerte danzando en el

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cosmos, impasible, segando de un tajo la ilusión. Marchitando la esperanza de un seco golpe.

Aguardo con impaciencia a que el Sol se oculte. Deseo verla por última vez. Ansío sentir sobre mi piel la amorosa caricia de Selene, mientras me extasío con el ligero viento que eriza mis vellos. Ya la extraño y aún no se ha ido. Mis lágrimas corren ya por su ausencia.

No habrá ya cantos nocturnos ni cenas románticas. La complicidad con esa amiga incondicional terminará al fin. El amor sufrirá, pero sé que podrá sobrevivir por siempre, como la vida misma. Aún con una pérdida que jamás podrá ser olvidada; aún cuando no haya quien la extrañe.

Es increíble como uno empieza a añorar algo que aún está presente, pero que sabemos pronto nos dejará para nunca volver. La noche será eterna. A partir de hoy. No hay salvación alguna. Es el fin. Las cifras son duras y frías. Impasibles. Los estudios no dejan lugar a dudas. Esta será la última noche que entregaré mis suspiros y mi aliento a la Luna llena. No habrá más.

14. El chupado

Parece que lo chupó un vampiro y no es para dudarlo. Aunque, de estos personajes se ha dicho todo, menos que tengan semejantes debilidades. De cualquier forma, no se discute alguna excentricidad o vicio desarrollado por ellos.

De que lo dejaron bien chupado, ni sospecha cabe. Quedó cual bachicha enjuta. Apenas una cosita de nada inerme en la

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acera y, para colmo de males, lo apachurró el último trolebús que pasaba a esas horas.

Los perros noctívagos se acercaron a él, mas su tufo los ahuyentaría porque estaba impregnado de aliento alcohólico. Aquel pinto con sarna fue el primero en olisquearlo, arriscó la nariz e hizo muecas caninas de desaprobación. Luego se fue, untándose a las paredes umbrías y tras él los demás.

Las sombras se marcharon persiguiendo a los perros... La luz de la luna caía formando cubos en las callejuelas...

Al lado de un farol corcovado, entre cortinas nebulosas, una luciérnaga se encendía y se apagaba en el contraluz de la bocacalle, dirigiéndose con rumbo a donde estaba el marchito y, al pasar cerca, supo que era el alma de otro hermano consumiéndose en idénticas circunstancias. Después de esfumarse en cada sorbo que succionaron de él, se le tiró a un lado de donde el primero yacía.

Entonces pudo advertir que su compañero de fatalidad tenía señales color púrpura, como las suyas. Al inicio creyó que era sangre, pero más bien eran residuos de carmín, pues seguro se trataba de una bruja y no de un vampiro. Mejor dicho de alguna vampiresa que les produjo esas marcas al prenderlos con sus labios.

Y estaba en lo cierto. Fue una avecilla nocturna quien se los chupó, dejando manchas rojas en sus boquillas.

15. Cubo de luz

Me asusta mi tía. Quiere amarrarme a la cama. También tengo pavor de aparecer en medio de la noche en algún dormitorio de la casa, sin saber dónde estoy. Todo es tan

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oscuro. La otra vez desperté frente a mi imagen en el espejo y después no pude dormir durante dos días seguidos.

No le digo nada a mi madre, pues aunque trata de disimularlo, sé que estamos acá porque mi padre la hace sufrir y si lo menciono, ella puede ponerse triste. Pero lo extraño y ya pasaron muchos días sin verlo y no sé cuántos faltan. Además, él siempre deja prendida una luz, pues sabe del miedo que tengo de dormir a oscuras. En casa de mi tía no me permiten encenderla. Si pongo debajo de la almohada la linterna de mi primo, sólo despierto para asegurarme de que sigue ahí, aunque a veces me la quitan sin que lo note. ¿Por qué lo hacen? No lo sé. Despierto sin saber dónde estoy y empiezo a tantear los objetos que están alrededor. Camino con lentitud, como si tuviera los pies adheridos a un par de esquíes. Ahora estoy otra vez con la pesadilla que no termina sino hasta que enciendo la luz del baño; los azulejos siempre frescos, aunque sea verano, los puedo reconocer con facilidad. Topo con un mueble y adivino una superficie plana y que extendiendo los brazos, consigo abarcar su volumen; bajo por los costados y hacia el centro están los herrajes.

Debo estar en el cuarto de Ramón y Mario. Estoy cerca. Eso me alivia, pues recuerdo que del lado derecho de la cómoda está el pasillo. Desplazo los pies, extiendo las manos para alcanzar el marco de la puerta y choco con una pared que no consigo medir por más que me estiro. Reclino la cabeza en el muro llorando en silencio hasta que los mocos y el sudor me obligan a usar el camisón como pañuelo.

Trato entonces de reconstruir mentalmente el mobiliario de cada habitación y caigo en la cuenta de que ese mueble podría ser el de Carlitos y Arturo. Pegada a la pared inicio angustiada el camino hasta que tropiezo con una silla. Sigo y encuentro otra puerta y con rapidez voy hacia el interior

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esperando hallar los azulejos. Pero no, ¡es otro dormitorio! ¡Se multiplican! ¡No tienen fin! Me echo al piso, avanzo reptando sobre las baldosas; me detengo de pronto y, con las yemas de los dedos, adivino sus cuatro fronteras, acompañada de risas convulsivas. Ahora pienso en alacranes y cucarachas y me levanto sudorosa hacia las paredes que han de reírse de mí de tanto que las toco. 

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16. Drácula en tiempos de sida

Hubo una época en Transilvania que no fue reflejada en las noticias que tradicionalmente se transmitieron sobre sus habitantes, sus costumbres y fundamentalmente en lo referido a su leyenda más famosa. No fue precisamente una época fácil, para nada fácil, por lo tanto trataremos de acercarnos a ella con la mayor rigurosidad posible, sin que nos arrastre la dramatización de los hechos, que por otro lado por ser de la vida cotidiana, contemplando afectos y reacciones humanas no tienen absolutamente nada de dramático.

Hasta ese día ¡extraño día! todo transcurría dentro de lo previsible.

Los varones de la aldea trabajaban la tierra y cuidaban el ganado desde la primera luz hasta el atardecer, entonces regresaban a sus casas donde sus mujeres tenían pronta la comida y todo se impregnaba de aroma a puerros y cebollas. En la decoración, varias ristras de ajos repartidas por la estancia ponían el toque distintivo de estos hogares.

Las jóvenes ayudaban a sus madres en las tareas propias de la casa y el cuidado del corral; ellas eran, por características propias de su raza, tradicionalmente bellas y seductoras, vestían a la usanza tradicional y peinaban sus cabellos rubios recogidos sobre sus nucas, dejando al descubierto sus encantadores cuellos que parecían de alabastro.

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17. Humedad

El cuarto de hotel no era precisamente lujoso: la colcha de acrilán dejaba ver su edad en las pálidas flores luidas; no tenía aire acondicionado ni teléfono ni una lamparita para leer de noche. Junto a la cama, una enorme mancha de humedad afeaba la pared. Pero era barato y el mar se metía al cuarto por la ventana, con todo y atardecer. Desde la terraza podía mirar toda la playa donde pasaría quince días de vacaciones.

Cada noche me desperté sobresaltada con la impresión de que alguien me espiaba. Sedienta y sudorosa por el calor nocturno y el miedo, creía ver entre sueños a un niño viejo que al pie de la cama me observaba dormir. Encorvado, delgadísimo, sus manos arrugadas se extendían hacía mí, como queriendo tocarme o pedirme algo. Sus ojos de niño, la cabeza rizada sin una cana, la piel turgente del rostro contrastaban dramáticamente con el cansancio del cuerpo y las arrugas de las manos. Era una espantosa pesadilla.

Despertaba asustada, empapada, sintiendo su aliento helado y vaporoso, con los ojos huecos clavados en los míos, sin saber si era sueño o era verdad. Tomaba agua de la jarra que cada día alguien ponía llena en el buró. Me volvía a dormir y por la mañana, el sol y el mar borraban mi determinación nocturna de cambiarme de cuarto.

Pasaba todo el día en la playa frente al hotel, leía o escribía; nadaba en el mar; hablaba con los hijos de los pescadores que se acercaban a mirar lo que hacía, intrigados por encontrarme sola siempre. El calor y la humedad me agotaban, la sed no

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me dejaba. La sensación de tener un grano de sal en la lengua, me hacía consumir litros de limonada.

18. Hechos de la vida real

Casi a punto de comer el primer bocado de cereal, Andy Pasado se detuvo con la cuchara en la mano. Le pareció que había algo diferente. Para empezar, su pequeño departamento olía mejor. A veces el olor a jabón después de varios días de suciedad se mete en la nariz con el mismo dolorcillo con que se desacalambra una pierna, y eso lo sabía muy bien.

Entre paréntesis, no es que fuera sucio, sino que su horario estaba demasiado saturado. Andy sobre trabajaba para no acordarse de que al dejar de hacerlo la vida sonaba más vacía. Algo así como el silencio ahora en la mesa de la cocina. Un enorme hueco en el aire que dejaba la ausencia de ruidos de claxon y camiones, los rasguños de patitas de insecto en el aluminio del fregador, el griterío de los vecinos porque el niño no se quiere levantar. Ausencia después reemplazada por lo que tardó en reconocer como trinos de pájaro.

Andy se asustó un poco. Fue a lavarse los dientes y en el espejo su rostro no estaba manchado de pasta. A lo mejor hizo limpieza y se le olvidó. Fue a buscar sus calmantes y tal vez por puro masoquismo abrió la puerta del refrigerador, donde los anaqueles llenos de botellas de vino le sugirieron un desvío de la rutina que lo alteraba un poco.

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Aún así se tranquilizó al ver que en el reloj casi daban las siete. El mismo reloj, el mismo viejito en bicicleta allá abajo en la calle; eran cosas que tenían para él un no sé qué de salvavidas. Cogió el control del televisor y lo prendió, en un leve reflejo de rata abandonando el barco. Pensaba en las conocidas imágenes de robos y matanzas para que de alguna forma le indicaran que todo iba normal, sin cambios de programación ni de horario.

Las siete uno. De no haber sido por los conciertos de piano y violín en vez de las noticias matutinas, ya estaría tomando el camión. Pero ahí estaba, todavía parado frente a la tele.

19. El hijo del conde

La primera impresión que tuvieron cuando nací, fue que yo sería un asesino serial igual de famoso y sanguinario que ellos y que muchos años después, frente a los reporteros de la fuente policíaca, saldría en primera página de los periódicos con una foto a plana completa que delataría mis cuatro grandes colmillos de vampiro; mis orejas puntiagudas y estas malditas ojeras de mapache que siempre traía en los ojos por tantas desveladas, además de un encabezado parecido a esto: "Drácula Vive. El más grande y feroz Vampiro de todos lo tiempos ha vuelto". Pero algo en el perverso destino me remató de una manera muy cruel y absurda, convirtiéndome en un vampirillo de poca monta, es más, en apenas un chupador de sangre de medio pelo que se desmayaba al primer contacto de la sangre con la lengua ¡guácala, sangre! Y mi padre tan bueno conmigo, que a diario me hacía morderle las patas a los muebles de la casa en la colonia Doctores de la ciudad de México, ¡Bravo!, me decía Don Luferino, Conde de Moldavia y siglos después Conde de la Colonia Condesa, ¡Bravo!, repetía mientras mis mandíbulas

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masticaban las patas de la mesa de roble o las puertas de encino de mi sarcofaguito, Es para que tus dientes crezcan fuertes y sanos, hijo, Pero que no muerda la silla estilo Luis XVI, respingaba mi santa vampira madre, Doña Lucrecia, que esa silla fue donde se sentó el rey por última vez antes de ser guillotinado, ¿Te acuerdas, Luferino? ¿Te acuerdas de aquellos viejos tiempos?, y suspiraban con la mirada obnubilada y llena de añoranzas por tantos banquetes que se dieron en aquellos días de cabezas cortadas, o a veces se cogían de las manos para luego arrebatarse a puras mordidas amorosas, en señal de una inconmensurable pasión extraterrenal.

El primer problema surgió cuando descubrí los dulces de menta que mi padre utilizaba para darle buen aliento a su boca después de una rica cena de sangre, sudor y lágrimas con alguna muchachita virgen del rumbo. Don Luferino llegaba convertido en un deslumbrante murciélago negro y, acto seguido, se transformaba en el majestuoso Conde Luferino, un poco viejo y encorvado, pero aún con la presencia omnipotente de sentirse más sabio que el mismísimo diablo. Tomaba una de sus pastillas de menta del dulcero y se iba silbando su tonada favorita hacia su féretro, la cantata 147 "Jesús, alegría de los hombres" de Bach. Yo entonces, a escondidas descubrí el maravilloso sabor del dulce, en contraposición al desagradable y espeso resabio de la sangre. Fue entonces cuando empezó mi temible decadencia: Un vampirillo que se salía a escondidas de su sarcófago para robarle a la cocina montones de azúcar y chocolates, patillas de menta, de hierbabuena, de anís, paletas, pan de dulce, chicles de todos los sabores, refrescos, rosquillas, miel de abeja, miel de maple, miel de higo, palanquetas, camotes, tamales de dulce. Un vampirillo que a los cinco años ya comenzaba a presentar unas horribles caries en sus colmillos y que no le decía a nadie por temor a la reprimenda y al castigo. Un vampirillo que tiraba la sangre por el fregadero y

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que llenaba el vaso con leche y galletas de animalitos remojadas. Un vampiro que en lugar de sangre llevaba atole azucarado en las venas. ¡Oh, Dios, así era!

20. Muerte: veo con tus ojos

En 1959 una replica fotográfica amplificada fue atacada por una mujer durante una exposición en Viena. Lo mismo ha sucedido en otros museos, una y otra vez la imagen ha sido atacada por gente común en todos los aspectos, repentinamente enloquecen y usan cualquier cosa a mano para intentar destruir las excelentes replicas del cuadro que constantemente fabrican sus actuales dueños, el complejo editorial Per Ardua ad Fassam.

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El cuadro original nunca fue atacado, ni siquiera durante su primera exhibición pública en 1919, apenas un año después de la muerte de su autor.

La pintura original mide aproximadamente 1 metro por 70 centímetros, pero las réplicas llegan a medir 2 y medio metros de alto, e incluso se han reproducido en tamaños mayores. Una de estas copias de gran tamaño fue subastada recientemente y alcanzó un costo de más de cien mil dólares, demasiado alto para ser simplemente una reproducción fotográfica en alta definición.

El hecho es que al parecer estas copias son esencialmente distintas al original, en primera instancia por su tamaño; pero también en su contenido. En 1996 una de estas reproducciones llegó a petición en conjunto de la Facultad de Psicología y el Centro de Estudios Estéticos de la Universidad de Sicario, con motivo de una ponencia internacional sobre las relaciones entre la psicopatología y el arte, que no se llevó finalmente a cabo. La renta de este material se extendía a más de un mes y nadie quería hacerse cargo de él, así que me ofrecí para mantenerlo en mi custodia mientras terminaba el plazo. Yo aún estaba trabajando en mi tesis cuando extendí la reproducción de 1 metro y medio de alto en mi estudio.

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