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Los infantes del terror.
Nota sobre los rubios, de Albertina Carri
Ana Amado
En sus intervenciones públicas por la demanda de justicia y memoria, los familiares de las víctimas de la dictadura argentina de los setenta unieron siempre estética y política, concibiendo sus prácticas desde diversos modos y grados de representación. Las Madres de Plaza de Mayo, por ejemplo, avanzaron desde el inicial diseño del contorno de cuerpos para aludir al anonimato de la desaparición colectiva (las sucesivas marchas del "siluetazo" de los ochenta) al lleno biográfico de las fotografías ampliadas que inundan las marchas hasta el presente . Retrocediendo en el tiempo, las Abuelas saquearon de los álbumes familiares las imágenes de sus hijos cuando pequeños como partes de prueba de semejanza física con los nietos robados. HIJOS (1), por su parte, depositó en lo visual el peso de sus estrategias de identificación, a través de videos, películas, fotografías y diversos modos de intervención escénica: de los "escraches" a la performance teatral pasando por la instalación sus prácticas son concebidas desde la interconexión entre los diferentes "soportes" y lenguajes.
Películas, obras de teatro, fotografía: los discursos estéticos de los hijos de las víctimas del terror se proponen a modo de pacto con los espectros amados y con su memoria para, simultáneamente, ser capaces de sustraerse al imperativo compacto de la herencia. Seleccionan, evocan, invocan , en el hueco de una ausencia que define y construye para ellos el campo de lo memorable, situando su práctica como derecho y a la vez como deber, para recuperar lazos entre lo que es y lo que fue. De algún modo comparables a los familiares de desaparecidos en las catástrofes históricas, como herederos de la memoria del horror "recogen los fragmentos de historias familiares para reconstruir así una memoria que les permita, tal vez, librarse de un sentimiento frecuente de culpabilidad: de ser culpables de 'no estar a la altura de los seres desaparecidos e idealizados'(...), culpables de olvidar a veces la tragedia".(2) Ya sea en sus obras o en sus testimonios, los hijos intentan volver tangible el recuerdo no tanto de una cotidianidad doméstica borroneada en el tiempo, sino de un imaginario de circulación de afectos, de cercanía de los cuerpos, para restituir signos de una leyenda encabezada por la imagen del padre (o de ambos padres) , a los que quisieran héroes menos de una epopeya pública que privada. Así, regresan como desarraigados al propio origen a buscar , en principio, una respuesta para la petición mínima que deben enfrentar como sujetos: ¿cómo te llamas? Esta pregunta por el nombre, que para Derrida cifra la condición de hospitalidad con un extranjero (3), invierte su trayectoria y se formula desde los hijos como hipótesis de generación. Ellos mismos como extranjeros en el tiempo de sus padres, apartados de su experiencia política y de los lugares y acontecimientos de una historia, se asoman a aquellas experiencias con los ojos vírgenes del recién llegado, del otro. "Lo que era extraño era cómo llamábamos la atención en ese lugar", dice la actriz Analía Couceyro que interpreta el papel de Albertina Carri en la película Los rubios, (4) describiendo la vuelta a su barrio de infancia. "No era sólo por las cámaras. Eramos como un punto blanco que se movía y era evidente que no éramos de ahí. Eramos como extranjeros para ese lugar. Me imagino que parecido a lo que pasaba en ese momento
con mis padres. Estábamos desde otro lado". Como antes con su familia, casi siempre clandestina por la militancia de los padres, Carri se percibe desterrada de aquellos lugares de origen. Su regreso , por lo tanto, asume el ademán del asedio: merodear la zona, detectar la coincidencia de detalles con el mapeo de su memoria, tomar por asalto a los vecinos reticentes con las "viejas historias", filmarlos entre las rendijas de puertas entreabiertas o grabar sus balbuceos cuando intenta calcular dónde entra su imagen en el repertorio de la memoria ajena. Tensada entre el deber y la demanda, Carri vuelve al pasado familiar en nombre del nombre del padre, es decir, tras la garantía de una filiación y parece regresar del viaje con una incipiente respuesta. 2. En Los rubios, Albertina Carri inscribe en la forma del relato su propia imposibilidad de recordar a sus padres, los militantes Roberto Carri y Ana María Caruso, secuestrados y desaparecidos en 1977 cuando ella tenía 3 años de edad. Desde el comienzo mismo hace comparecer al padre a través de los fragmentos de uno de sus textos teórico políticos más conocidos, leídos por la actriz que interpreta en el film a la narradora. (5) En un pasaje de la película , explica la decisión de ese itinerario al pasado con una cita de Regine Robin : " La necesidad de defender la propia identidad se desata cuando esta se ve amenazada". Luego aclara: "En mi caso el estigma de la amenaza perdura desde aquellas épocas de terror y violencia en la que decir mi apellido implicaba peligro o rechazo . Y hoy decir mi apellido en determinados círculos todavía implica miradas extrañas, una mezcla de desconcierto y piedad". La cláusula de la ley del nombre, por lo tanto -un gesto similar al de María Inés Roqué en Papá Iván, documental-investigación sobre la desaparición de su padre guiado por la lectura de una carta testamento que él le dirigiera en vida- guía el recorrido de Albertina Carri, con el logos paterno como principio rector de la escena del pasado. (6) El espectro del padre encabeza el itinerario del regreso a la casa del pasado, a la escena de familia, desde un destierro que sin embargo, concede antes al parricidio que a la repetición. "El extranjero, describe Derrida, sacude el dogmatismo amenazante del logos paterno (...) como si debiera refutar la autoridad del jefe, del padre, del amo de la familia".(7) Reemplazar por lo tanto el dogma paterno y sus peticiones razonables, traducir la lengua heredada a la propia, es el principio que orienta en Carri esta voluntad de relato, por el que da entrada a la voz de la potestad para solaparla con la suya y finalmente reemplazarla con los contenidos de un nuevo inventario. Con la madre, el principio femenino entra por detrás o de costado en el escenario de la contienda con el pasado familiar. Ya sea invocada o presente, la madre asoma en el relato de la hija como frontón disponible para el reclamo imposible y sin cuidar las simetrías a la hora de las culpas y responsabilidades: "Me cuesta entender la decisión de mamá (en el guión original figura "sumisión"). ¿Por qué no se fue del país? me pregunto una y otra vez. O a veces me pregunto, ¿por qué me dejó aquí, en el mundo de los vivos? Y cuando llego a esta pregunta me revuelve la ira y "recuerdo" a Roberto (mi padre) y su ira, o su labor incansable hasta la muerte".3. Carri recorta los acontecimientos y regatea los relatos (ningún testimonio de los amigos de sus padres es referido directamente, sino a través del filtro de monitores que la protagonista ni mira ni escucha), en el intento infructuoso de darles un encadenamiento. Entre el ensayo documental, ficción y animación, Carri utiliza el cine como prótesis de la memoria, de cuya fragilidad se burla desde el título de su película: ninguno en su familia fue jamás rubio, aunque así los describe, como quien marca a los "extranjeros" en ese barrio de La Matanza, la vecina que fue testigo y partícipe involuntaria de
la escena del secuestro hace 25 años. Contra la consigna de no olvidar, Carri restablece entonces un circuito en el que la memoria es disfraz, máscara, en suma, representación. De ahí el procedimiento de mostrar todo el dispositivo de puesta en escena, como matriz duplicada de un real irreductible de mostrar. O quizás posible de describir, pero sólo para desmentirlo. Desdobla el registro (hay cámaras de cine y de video que se registran mutuamente), y se desdobla ella misma al confiar su papel a una actriz y hacer al mismo tiempo su propio personaje adelante y detrás de escena, marcando el tono o el estilo para decir la letra dictada por el recuerdo. Hay en Los rubios una especie de violencia teñida de melancolía contra la plenitud insospechada de una institución, la de la familia y contra el mito de la escena de origen. Menciona que son tres hermanas, pero no hay comunidad ni simetría posible de la memoria: "Mi hermana Paula no quiere hablar frente a cámara, Andrea dice que sí quiere hacer la entrevista, pero todo lo interesante lo dice cuando apago la cámara. La familia, cuando puede sortear el dolor de la ausencia, recuerda de una manera que mamá y papá se convierten en dos personas excepcionales: lindos, inteligentes y geniales. Los amigos de mis padres estructuran el recuerdo de forma tal que todo se convierte en un análisis político...". Deconstruye entonces su infancia ( la ilusión de la vida idílica es animada con muñecos de Play Mobil), y reconstruye una nueva familia, armada con su mini-equipo de filmación. Las pelucas rubias de todo ellos como mascarada de una elección, a cambio de la sangre como certificación de una alianza. Fuera de casa, el desarraigo, una separación con el origen inalcanzable sin demasiados puntos de mediación que los afectos anudados por intereses comunes, comunidades aleatorias o compromisos de existencia,. Así, el pasado, aún en sus puntos más dolorosos, es rehecho como fábula, pero no a modo de falsificación o invento, sino de creación, único resorte de la memoria. "Tengo que pensar en algo... algo que sea película. Lo único que tengo es mi recuerdo difuso y contaminado por todas estas versiones...Cualquier intento que haga de acercarme a la verdad, voy a estar alejándome", reflexiona Carri en su película a modo de balance . Un modo de negación que aceptaría quizás la definición de Roberto Espósito sobre el regreso al pasado: "No podemos apropiarnos del origen salvo en la forma de su negativo: lo que 'no' es". (8) En su película -autobiografía de heredera y homenaje a la vez- , Albertina Carri se rinde a la evidencia de que para mirar el pasado y sus fantasmas hay que cavar, perforar para creer y para sentir, con la convicción de que no hay archivos a la medida, ni huellas en el origen que constituyan prueba. La mejor manera de ser fiel a una herencia -herencia del nombre en primer lugar y con él una elección que lleva implícita la moral de un testamento- es serle infiel. Es decir, no recibirla literalmente sino pescarla en falta, captarla en su momento dogmático. Con la distancia suficiente para organizar un circuito distinto para la memoria de lo que nunca se vivió en presente, pero aceptando a la vez la doble deuda de los herederos (deuda hacia atrás y hacia delante), Carri elige saldarla de manera promiscua. Y con formidable capacidad de síntesis, cuando sin abandonar la cifra íntima de un estado de memoria, la enlaza al movimiento decidido de su pequeña pero proliferante familia de rubios con la que se aleja hacia el horizonte en la clausura el film.
Ana Amado Ensayista y crítica cinematográfica. Graduada en Ciencias Políticas, es profesora de Análisis y Teoría del cine en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires e investigadora sobre temas visuales y de género en la
misma Facultad. Fue profesora visitante en Duke University, NC, EUA. Coautora de los libros Espacios de Igualdad, de Lazos de Familia - actualmente en prensa en Editorial Piados- y de numerosos textos publicados en libros y revistas en Argentina y el extranjero.
NOTAS
1Me refiero aquí a la asociación que conforman los hijos de desaparecidos, como eslabón más reciente (su organización data de 1996) en las políticas de la memoria en Argentina. El nombre que los agrupa transforma su posición generacional en anagrama de una estrategia: "Hijos por la Igualdad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio"., Memoria e identidad, Buenos Aires:Ediciones del Sol, 2001, p. 1503Jacques Derrida, Anne Dufourmantelle, La hospitalidad, Buenos Aires: de la Flor, 2000, p.334 Los rubios (Buenos Aires, 2003), guión y dirección de Albertina Carri, intérpretes, Analía Couceyro-Albertina Carri. Premio del jurado en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independeinte de 2003.5 Se trata de "Isidro Velazquez. Formas prerevolucionarias de la violencia" escrito por Roberto Carri.6 Géneros diferentes en su propuesta estética en Latinoamérica giran con frecuencia alrededor del poder y la función paterna como cláusulas de equilibrio (o desequilibrio) familiar. En gran parte de las obras fílmicas, teatrales o literarias de la década del 90, los espectros, los fantasmas que se resisten a pasar, toman la figura del padre . El padre mío de la chilena Diamela Eltit a La ingratitud, de la argentina Matilde Sánchez en la literatura. La mayoría de las obras teatrales alternativas en Argentina, entre ellas A 1500 metros debajo del nivel de Jack, de Federico León, Señora, esposa,niña y joven desde lejos, de Marcelo Bertuccio. También en films, desde El Viaje de Fernando Solanas a Estación central de Walter Salles, pasando por Principio y fin de Arturo Ripstein .Analizando films recientes en tanto viajes en busca del padre realizados por Eryk Rocha ("Rocha que voa/ Rocha que vuela", Brasil 2002), hijo del cineasta Glauber Rocha y por Juan Calos Rulfo ("Del olvido al no me acuerdo" ,México, 1999), hijo del escritor Juan Rulfo , el crítico brasileño José Carlos Avellar los inscribe en la significativa lista de las recientes ficciones latinoamericanas "hechas exactamente en torno al conflicto/diálogo/discusión, de la búsqueda/memoria/reinvención de la imagen del padre/país". José Carlos Avellar , "El mañana comenzó ayer. Rocha que , El ojo que piensa - Revista de Cine Iberoamericano #1(www.elojoquepiensa.com )7 J. Derrida, op.cit. (p. 13) Y agrega: "La guerra interna al logos: ésa es la pregunta del extranjero, la doble pregunta, la disputa del padre y del parricida" (p.15).8 R. Espósito, Communitas. Origen y destino de la comunidad, Bs As: Amorrortu, 2001, p.162. Este principio de negación aparece incluso en el título -también en el contenido- del primer largometraje de ficción de A. Carri: No quiero volver a casa
LOS RUBIOS Y LA DISOLUCION DE LA ESCENA DE LA MEMORIA
Ana Amado
En el fondo de mí,en el fondo de mí veo temory veo sospechascon mi fascinación nueva.Yo no sé bien qué esyo no sé bien qué es,vos dirás: son intuiciones, verdaderos alertas.
Charlie García, Influencia En Los rubios, Albertina Carri inscribe en la forma misma del relato la imposibilidad de recordar a sus padres, los militantes Roberto Carri y Ana María Caruso, secuestrados y desaparecidos en 1977 cuando ella tenía tres años de edad. ¿Qué decir entonces de una película que muestra una manada de vacas con mayor frecuencia y nitidez que la que concede a la figura de unos padres cuya desaparición y ausencia se mencionan como núcleo de la propuesta? Sucede que Albertina Carri pasó su niñez de huérfana temprana en el campo y éste se cuela en su memoria con todas sus criaturas, con sus ráfagas de felicidad infantil y como marco impasible del horror de una ausencia y del dolor de una espera. Las vaquitas de Carri son plácidas, igual que el paisaje pampeano, pero eso no implica que ilustren una sentimentalidad regresiva. En todo caso, ellas se suman a una memoria que adhiere con irreverencia el escándalo de su contenido y de su funcionamiento, al lenguaje fílmico que intenta recrearla. Improvisación, ironía, insolencia y libertad conforman el sentido y la forma de un filme donde el juego y la risa, componentes de la infancia, se unen a la gravedad de la consigna de recordar. Para referir la violencia que la privó de sus padres, el filme de Carri —ensayo documental, documento ficcional, las categorías donde inscribir el género de Los rubios resultan inseguras— se arma como un texto de escucha y de ausencia, volcado a la dificultad de seguir los avatares de recordar ahí donde esa tarea tiene “lugar”: en territorios de la intimidad, de la subjetividad. El espacio, que con excepción del campo no termina de encontrar una figuración en la imagen, es el signo más evidente de aquella privación nunca resuelta. De ahí que la operación formal de Los rubios, con su opción de descreer del orden óptico —aunque aparente poner en escena todos los modos de la mirada voyeur de los personajes sobre los sitios del pasado— apele a ciertos recursos de ese cine de los sesenta y setenta que se llamó “moderno” (pienso en el cine de Marguerite Duras, por ejemplo). Ese recurso es el de la disyunción: entre palabra e imágenes en primer lugar (pocas veces establecen en Los rubios una relación unificada, cada banda asume su propio trayecto y su ritmo). Separación que arrastra otras distancias que se dejan percibir como tales: entre lo próximo y lo lejano, entre lo familiar y lo extraño, entre la ciudad y el campo. Esta práctica del desdoblamiento de voces, de cuerpos, de rostros (como quien reconoce la duplicidad que nos habita y destina) no es nueva en Carri, que en todas sus películas reitera la figura del doble vinculada a distintas formas de familia, desde la esquizofrenia alentada por el azar de No quiero a volver a casa (1999), a la proliferación de identidades sexuales de Barbie también puede estar triste (2001), vocacionales en Fama (2003) y genealógicas en Géminis, su nuevo largometraje en proceso de filmación. En lugar de la reunión fílmica de cuerpo y palabra, Carri deposita en esa separación la representación de una distancia definitiva. Cuerpo y voz, biografía e historia, inconsciente y memoria, son demasiadas presiones para optar por una vía única, o unificada, de representación. El cine le ofrece dos —imágenes y palabras— y aprovecha
para ensayar la autonomía de ambas. La imagen es, después de todo, inscripción de la memoria y simultáneamente su confiscación. La multiplicación oscurece la información, vuelve las referencias opacas, más extrañas aún cuando el espectador cree reconocerlas a través de una o de las dos pistas perceptivas. Reconocimiento es una noción que en relación con la desaparición, con las identidades, puede tener resonancias siniestras. Pero aquí el término refiere específicamente al intercambio de identidades que —casi al modo del juego de roles de los chicos— comprometen en Los rubios la misma narración: una actriz dice interpretar a Carri, que a su vez se designa en imagen a través de sus funciones como cineasta pero omite nombrarse. El “yo” del autorretrato, desplazado y desdoblado. De ahí el procedimiento de mostrar todo el dispositivo de puesta en escena, como matriz duplicada de un real imposible de mostrar. O quizás posible de describir, sólo para desmentirlo. Desdobla el registro (hay cámaras de cine y de video que se registran mutuamente), y se desdobla ella misma al confiar su papel a una actriz y hacer al mismo tiempo su propio personaje adelante y detrás de escena. El método del doblez establecido por Carri homologa la partición, la división —material y simbólica—, a la modalidad topográfica de la memoria en su construcción.Igual desacuerdo entre palabras y espacios, efímeros e inestables en sus recortes y coincidencias (desde el mismo inicio en el que voces inciertas pronuncian vagas indicaciones sobre la posición de la cámara o instrucciones para montar un caballo en simultaneidad incomprensible para el espectador, con imágenes de casitas de juguete o idílicas estampas de un campo), hasta desdibujar la frontera entre el ensayo documental —es decir, en aquello que debería afirmar su intención de documentar, de comunicar una certeza—, y la ficción. Pero la ficción es también objeto de desvíos, de reenvíos incesantes, reversibles, en los que se olvida un comienzo posible y un final plausible para la operación del recuerdo, en la que la temporalidad de la memoria inscribe su propia desorganización en el relato.El gesto ostensible de desobediencia a las reglas de representación contamina el tema de Los rubios. Gesto político de restar solemnidad a la memoria, o de activar la membrana-memoria en una dirección estética que desacomoda las normas del género documental y las fuerza a salir del horizonte diáfano que reclama la ley del sentido: la ley de representación que recorta el mundo desde la perspectiva de una causa, del discurso de la militancia o desde la estrechez de un objeto. “El militante se pone en escena como un cuadro en un cuadro”, dice Jean-Louis Comolli1 ironizando sobre la conocida solidaridad entre la idea de encuadramiento y su representación en cierto cine político. Una cuestión que ingresa de lleno en Los rubios con la lectura de la carta en la que el Instituto Nacional de Cine y Audiovisual Argentino (INCAA) niega el apoyo económico a Los rubios argumentando que el proyecto “plantea el conflicto de ficcionalizar la propia experiencia cuando el dolor puede nublar la interpretación de hechos lacerantes”, ya que “Roberto Carri y Ana María Caruso, dos intelectuales comprometidos de los setenta, merecen que el trabajo se realice pero de otra manera”. Sin duda, la figura de sus padres y su papel en la historia, según la concepción del filme realizado por la hija, dista de satisfacer la expectativa estética y política de la institución o de sus representantes, que transforman el tema en una confrontación generacional. “Ellos quieren hacer la película que necesitan. Y entiendo que la necesiten. Pero la puede hacer otro, no yo”, afirma Albertina Carri en el pasaje donde su película aborda el tema.A la solidez sin brechas de esos discursos —los de la política y las reglas de su representación— Los rubios ofrece la réplica de un relato inestable tanto en sus contenidos como en su exposición. Al otorgar lugar a lo ínfimo, lo anodino (desde la tarea de montar a caballo a las conversaciones con niños que hacen ingresar todas las
formas de muerte en su corta memoria de la historia del barrio, hay un amplio repertorio de escenas “perdidas” en la narración y en los circuitos de memoria), con un minimalismo que diluye el sentimiento de drama y de victimización. Una de las operaciones fílmicas posibles para convertir “lo espectacular en infraespectacular”, como sugiere Comolli en el ensayo citado. La invención y la herencia En Los rubios, Albertina Carri recorta los acontecimientos y regatea con la organización de los relatos en el intento infructuoso de darles un encadenamiento. Entre el ensayo documental, la ficción y las imágenes animadas, moviliza recursos que construyen la memoria desde un modo de ver y un modo de decir. Lidiar con la contundencia de la imagen cuando se trata de poner en escena los materiales del recuerdo y la tarea de recordar, pero también el flujo del dolor y el de los amores, el movimiento de la vida y el de la muerte, implica deslizarse de un régimen de la visión al de la voz. Privilegiar un modo de decir que llega a anularse en el grito o se sostiene en el balbuceo, en el ensayo de prueba y error que deja expuesta, antes que una precariedad de palabras, las alternativas para construirlas o emplearlas. Detrás de la cámara y desdoblada en la actriz a cargo de interpretar la letra que le pertenece, Carri somete a ésta una y otra vez a repeticiones, correcciones y variaciones mínimas en el texto enunciado. Una y que debe desaparecer en la enumeración, un lugar en la sucesión de nombres, la colocación justa en una oración de la fecha de las desapariciones, la velocidad más adecuada para desgranar la lista actualizada de “odios” que consisten en las cábalas surtidas que de niña sostenían sus ruegos por la aparición de sus padres. Lejos de la soberanía de la voz de relato que asegura la acción informativa y el suplemento pedagógico del documental, la intervención plural de voces en Los rubios enreda y vuelve abstractos los atributos de la voz narradora. Explícita o implicada, con poder o sometida, la voz y el decir se desplaza vertiginosamente de la autora a la narradora y de ésta a la actriz. Régimen de delegaciones y reenvíos que evita individualizar entre los interlocutores el rol del destinador-detentor del saber y el de destinatarios o simples auditores de una historia. Se subjetiviza y se remodela en personaje de cine un “yo” diferente del testimonial. Un “yo” de autoría diseminada. Una actriz (el personaje) “tiene la palabra” y se ocupa de los enunciados, las acciones, el sentido de los textos que pronuncia. Carri, fantasma activo en tanto “autora”, está allí pero en retirada, sometida en apariencia a la dirección de un relato que se arma más allá de ella, con emociones prestadas. Este reparto democrático de enunciaciones alcanza en parte el sistema de regulación de la palabra que realiza Carri con las voces de los testigos del pasado, cuyos relatos encuentran una ubicación oblicua en el sistema del filme, cuando el contenido de las escenas sobre la que ellos testimonian a nivel lingüístico —escenas de la vida en familia clandestina, características de la personalidad de sus padres, etc.— es socavado por una imagen que desdobla su intervención en pantallas de televisión y despiertan una débil atención en la protagonista. La cita con la voz autoral del padre —y autoral permite aquí desplazar su sentido a “autoridad”: el signo de la firma corresponde a una voz intelectual “autorizada”— a través del pasaje leído de uno de sus libros, tiene en cambio un estatuto particular ya sea por la solicitud explícita aplicada a su lectura o por la sincronía de voz e imagen de ese segmento. El fragmento contiene una reflexión sobre el carácter ambivalente de las multitudes y las masas, pero aislado, ese discurso teórico flota sin escenificar otra cosa que una densa argumentación retórica. Sustraído de su realidad y abstraído de su condición histórica sus cualidades pierden sugestión y se reciben como resta. La cercanía del homenaje se transforma así en “distanciamiento” por una operación en la que Carri —con la fuerza de la provocación que consiste en rozar el sublime
revolucionario o los cauces solemnes del duelo, con la inocencia perversa de la generación de herederos— ensaya el gesto de aceptar la lengua paterna para medirse con ella no en el terreno teórico ni en el marco de sus principios ideológicos, sino en el ejercicio de una estética de la memoria que confía en la estrategia (política) de alterar el poder establecido de las reglas de representación. Los tropiezos del decir en Los rubios contaminan la modalidad del ver y así todo resulta inestable: si la dirección de la mirada es en el cine el eje imprescindible de la dirección espacial y narrativa, su deriva insatisfecha en Los rubios sólo traduce indeterminación. La casa de infancia, el barrio, el centro clandestino donde retuvieron a sus padres, cada sitio del pasado ligado a un episodio de la memoria es verbalmente descrito con minucia, mapeado, señalizado, acechado en recorridos interminables y finalmente fuera del alcance de los ojos —es decir, sin actualización medianamente clara en la imagen—, que no terminan de seleccionar, de “encuadrar” un objeto o definir un lugar donde posarse. Cuando se intenta fijar la mirada, sólo quedan en evidencia las trampas que acechan al voyeurismo sobre el pasado (los espacios que se atisban por rendijas en el “Sheraton”, el excentro clandestino transmutado hoy en comisaría, no coinciden con los planos y referencias que guían la pesquisa, aunque sus ambientes iluminados y prolijos, adquieren una proporción siniestra tras lo relatado). El fracaso de la representación visual debe compensarse con la del relato verbal, que recrea con crudeza impiadosa las escenas buscadas (la descripción de la vecina que casi indiferente relata su participación y el trámite violento del secuestro de sus padres hace veinticinco años, mientras alude a los integrantes de la familia como los “rubios” que nunca fueron y como quien marca a los “extranjeros” en ese barrio de La Matanza). Privilegio de la escucha sobre la visión, inserción de un no ver incluso en el ver (la notable secuencia del centro de antropología forense, donde la mirada de la protagonista literalmente se “abisma” delante de cuadros de anatomía humana o circuitos del ADN y termina desplazándose metonímicamente por su propio collage fotográfico sin aislar ninguna imagen), percepción de una ausencia redoblada en el desfile de imágenes que no cesan de reenviar el ojo a la voz. Esta devuelve parcialmente el protagonismo al ojo sólo para cerrar de algún modo el circuito interminable de las mediaciones, cuando la protagonista repite, mirando fijamente a la cámara, el relato de la testigo —el de aquella mujer que se niega al registro de su testimonio sobre los días finales del cautiverio común—, que desembocan en el punto imposible de ver y mostrar, el de la muerte de los padres. Hay en Los rubios una especie de violencia teñida de melancolía contra la plenitud insospechada de una institución, la familia, y contra el mito de la escena idílica del pasado (el texto de Carri menciona que son tres hermanas, pero no hay entre ellas comunidad ni concordancia posible en el ejercicio de la memoria: “Mi hermana Paula no quiere hablar frente a cámara, Andrea dice que sí quiere hacer la entrevista, pero todo lo interesante lo dice cuando apago la cámara. La familia, cuando puede sortear el dolor de la ausencia, recuerda de una manera que mamá y papá se convierten en dos personas excepcionales: lindos, inteligentes y geniales. Los amigos de mis padres estructuran el recuerdo de forma tal que todo se convierte en un análisis político...”). Deconstruye entonces la iconografía edénica de la infancia y moviliza esa ilusión con muñecos Playmobil animados para reconstruir una nueva familia, armada con su miniequipo de filmación. Las pelucas rubias de todo ellos como mascarada de una filiación, a cambio de la sangre como certificación de una alianza. En el final, dan la espalda y rumbean hacia el horizonte, mientras la banda sonora desgrana los acordes de Influencia de Charly García, con su letra que confiesa temores pero promete conquistas. Fuera de la casa del pasado, lejos de la infancia, un desarraigo común del origen
inalcanzable, sin otra mediación que los afectos anudados por intereses compartidos, compromisos de existencia o una comunidad aleatoria. El humor como herramienta para volver sobre sus propias raíces no le resta nada —todo lo contrario— a la gravedad de este juego. Así, el pasado, aun en sus puntos más dolorosos, es rehecho como fábula, pero no a modo de falsificación o invento, sino de creación, único resorte de la memoria.
Jean-Louis Comolli, “El espejo de dos caras”, en Gerardo Yoel (comp.), Imagen, política y memoria, Libros del Rojas, Buenos Aires, 2002, p. 165. Ana Amado. Ensayista y crítica cinematográfica. Graduada en Ciencias Políticas, es profesora de Análisis y Teoría del cine en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires e investigadora sobre temas visuales y de género en la misma Facultad. Fue profesora visitante en Duke University, NC, EUA. Coautora de los libros Espacios de Igualdad, de Lazos de Familia - actualmente en prensa en Editorial Piados- y de numerosos textos publicados en libros y revistas en Argentina y el extranjero.