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Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea Geneviève Fabry, Ilse Logie y Pablo Decock (eds.) P ETER L ANG This document is licensed to Paulo Thomaz (3-9640807|00)

APOCALIPSE BOLAÑO

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Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana

contemporánea

Geneviève Fabry, Ilse Logie y Pablo Decock (eds.)

Pe t e r La n g

Geneviève Fabry es profesora de literatura española e hispanoamericana en la Uni-versidad católica de Lovaina. Es autora de distintos artículos y libros dedicados a la literatura hispanoamericana y especialmente argentina (Personaje y lectura en cinco novelas de Manuel Puig, 1998 ; Las formas del vacío. La escritura del duelo en la poesía de Juan Gelman, 2008). Sus últimos estudios van dedicados sobre todo a la poesía.

Ilse Logie es profesora titular de literatura española e hispanoamericana en la Uni-versidad de Gante. Se doctoró por la Universidad de Amberes con una tesis sobre el autor argentino Manuel Puig (La omnipresencia de la mímesis en la obra de Manuel Puig. Análisis de cuatro novelas, 2001). Ha publicado varios trabajos acerca de la literatura argentina, así como sobre la problemática de la traducción y es también activa como crítica literaria.

Pablo Decock es profesor invitado en la Universidad católica de Lovaina, donde también obtuvo el doctorado con una tesis sobre el autor argentino César Aira (‘Las figuras paradójicas de César Aira. Un estudio semiótico y axiológico de la estereotipia’, 2009). Ha presentado ponencias en varios congresos internacionales y publicado sobre literatura española y argentina contemporánea.

Hispanic Studies: Culture and Ideas

ISBN 978-3-03911-937-0

32El mito fundacional del apocalipsis, que hunde sus raíces en una de las grandes fuentes de la cultura occidental, la Biblia, despliega un imaginario subyacente en muchas obras representativas de la literatura hispanoamericana desde Darío y Neruda hasta Roberto Bolaño y Marcelo Cohen. Pero ¿existe en la literatura una revelación apocalíptica? Ahora que la crisis de la idea del fin como proceso del recomienzo se ha generalizado, ¿aún es posible figurarse el camino hacia el porvenir como posibilidad de superación de lo agotado, como vitalidad frente a lo banal de la sociedad de consumo, como regeneración, o antes bien queda el anhelo de orden anulado por las nociones de azar y de caos, de entropía irreversible y de destino imprevisible? Este libro, fruto de un proyecto interuniversitario radicado en Bélgica (Gante y Lovaina la Nueva) pero que ha podido contar con las aportaciones de valiosos especialistas internacionales, intentará contestar estas preguntas al examinar cómo se pone en escena — o se contrarresta — la conciencia de un ‘final’ definitivo de toda una cultura y con qué propósito se utilizan o se subvierten los mitemas apocalípticos tradicionales en la literatura hispanoamericana (con predominio en el corpus considerado de lo argentino) del siglo XX y de principios del XXI.

www.peterlang.com

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Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana

contemporánea

Geneviève Fabry, Ilse Logie y Pablo Decock (eds.)

Pe t e r La n g

Geneviève Fabry es profesora de literatura española e hispanoamericana en la Uni-versidad católica de Lovaina. Es autora de distintos artículos y libros dedicados a la literatura hispanoamericana y especialmente argentina (Personaje y lectura en cinco novelas de Manuel Puig, 1998 ; Las formas del vacío. La escritura del duelo en la poesía de Juan Gelman, 2008). Sus últimos estudios van dedicados sobre todo a la poesía.

Ilse Logie es profesora titular de literatura española e hispanoamericana en la Uni-versidad de Gante. Se doctoró por la Universidad de Amberes con una tesis sobre el autor argentino Manuel Puig (La omnipresencia de la mímesis en la obra de Manuel Puig. Análisis de cuatro novelas, 2001). Ha publicado varios trabajos acerca de la literatura argentina, así como sobre la problemática de la traducción y es también activa como crítica literaria.

Pablo Decock es profesor invitado en la Universidad católica de Lovaina, donde también obtuvo el doctorado con una tesis sobre el autor argentino César Aira (‘Las figuras paradójicas de César Aira. Un estudio semiótico y axiológico de la estereotipia’, 2009). Ha presentado ponencias en varios congresos internacionales y publicado sobre literatura española y argentina contemporánea.

Hispanic Studies: Culture and Ideas

32El mito fundacional del apocalipsis, que hunde sus raíces en una de las grandes fuentes de la cultura occidental, la Biblia, despliega un imaginario subyacente en muchas obras representativas de la literatura hispanoamericana desde Darío y Neruda hasta Roberto Bolaño y Marcelo Cohen. Pero ¿existe en la literatura una revelación apocalíptica? Ahora que la crisis de la idea del fin como proceso del recomienzo se ha generalizado, ¿aún es posible figurarse el camino hacia el porvenir como posibilidad de superación de lo agotado, como vitalidad frente a lo banal de la sociedad de consumo, como regeneración, o antes bien queda el anhelo de orden anulado por las nociones de azar y de caos, de entropía irreversible y de destino imprevisible? Este libro, fruto de un proyecto interuniversitario radicado en Bélgica (Gante y Lovaina la Nueva) pero que ha podido contar con las aportaciones de valiosos especialistas internacionales, intentará contestar estas preguntas al examinar cómo se pone en escena — o se contrarresta — la conciencia de un ‘final’ definitivo de toda una cultura y con qué propósito se utilizan o se subvierten los mitemas apocalípticos tradicionales en la literatura hispanoamericana (con predominio en el corpus considerado de lo argentino) del siglo XX y de principios del XXI.

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Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana

contemporánea

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Hispanic Studies: Culture and Ideas

Volume 32Edited by

Claudio Canaparo

PETER LANGOxford • Bern • Berlin • Bruxelles • Frankfurt am Main • New York • Wien

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PETER LANGOxford • Bern • Berlin • Bruxelles • Frankfurt am Main • New York • Wien

Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispano americana

contemporánea

Geneviève Fabry, Ilse Logie y Pablo Decock (eds.)

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ISSN 1661-4720ISBN 978-3-03911-937-0 (paperback)ISBN 978-3-0353-0300-1 (eBook) © Peter Lang AG, International Academic Publishers, Bern 2010Hochfeldstrasse 32, CH-3012 Bern, [email protected], www.peterlang.com, www.peterlang.net

All rights reserved.All parts of this publication are protected by copyright. Any utilisation outside the strict limits of the copyright law, without the permission of the publisher, is forbidden and liable to prosecution.This applies in particular to reproductions, translations, microfilming, and storage and processing in electronic retrieval systems.

Printed in Germany

Bibliographic information published by Die Deutsche Nationalbibliothek.Die Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche National-bibliografie; detailed bibliographic data is available on the Internet at http://dnb.d-nb.de.

A catalogue record for this book is available from The British Library.

Library of Congress Cataloging-in-Publication Data:

Fabry, Geneviève. Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea / Gene-viève Fabry, Ilse Logie & Pablo Decock. p. cm. -- (Hispanic studies : culture and ideas ; v. 32) Includes bibliographical references and index. ISBN 978-3-03911-937-0 (alk. paper) 1. Spanish American literature--20th century--History and criticism. 2. Apocalypse in literature. I. Logie, Ilse. II. Decock, Pablo. III. Title. PQ7081.F225 2009 860.9‘382--dc22 2009035465

Graphic design: Florian Ziche.Cover illustration: Carlos Alonso: Dante entre las rocas con almas en llamas, pastel sobre papel, 2004, 56 x 76 cm,Colección Fundación Mundo Nuevo (www.fundacionmundonuevo.org.ar).Fotografía: José Cristelli. Imagen reproducida por cortesía del artista.

Este libro se ha publicado con la ayuda del Fondo Flamenco de Investigación Científica (FWO).

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Sumario

Agradecimientos 9

Geneviève Fabry / Ilse LogieLos imaginarios apocalípticos en la narrativa hispanoamericana contemporánea (s. XX–XXI). Una introducción 11

Capítulo I Marcos teóricos para una reflexión en torno a los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana

Camille FocantEl Apocalipsis de Juan. Género literario, estructura y recepción 35

Julio OrtegaLa alegoría del Apocalipsis en la literatura latinoamericana 53

Marco KunzApocalipsis y cierre de la novela en la literatura hispanoamericana contemporánea 67

Lucero de Vivanco Roca ReyEntre demonios y pisadiablos: Imaginario apocalíptico en la narrativa peruana 89

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Capítulo II Textos fundacionales

Niall BinnsUna tierra cada vez más baldía. La evolución del imaginario apocalíptico en la poesía hispanoamericana del Siglo XX 107

Hervé Le CorreAlgunos avatares del motivo apocalíptico en la poesía hispanoamericana (Neruda, Cardenal, Pacheco, Aridjis) 121

Marie-Madeleine GladieuIntertextualidad y figuras bíblicas en La Guerra del Fin del Mundo, de Mario Vargas Llosa 139

Gabriella MenczelApocalipsis en los cuentos de Julio Cortázar 149

Capítulo III Tres narradores emblemáticos: Vallejo, Bolaño, Cohen

Anke BirkenmaierFernando Vallejo y el bildungsroman 167

Fernando Díaz Ruiz La virgen de los sicarios o el apocalipsis de Colombia según Vallejo 187

Carmen de Mora La tradición apocalíptica en Bolaño: Los detectives salvajes y Nocturno de Chile 203

Milagros EzquerroEl Apocalipsis según Bolaño 223

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Cathy Fourez2666 de Roberto Bolaño: los basureros de Santa Teresa, territorios del tiempo del fin 231

Alejo SteimbergEl postapocalipsis rioplatense de Marcelo Cohen. Una lectura de Donde yo no estaba. 245

Annelies Oeyen Imágenes de la barbarie en ‘La ilusión monarca’ de Marcelo Cohen 257

Capítulo IV Visiones apocalípticas de la historia en el Río de la Plata

Sophie DufaysDel paraíso al naufragio. Un análisis del primer cine de Eliseo Subiela 271

Norah Giraldi Dei CasRepresentaciones del fin del mundo, de Lautréamont a nuestros contemporáneos 295

Laura Alonso ‘¿Qué será de la reina del Plata?’: Hybris, castigo y enigma en Antígonas: linaje de hembras de J. Huertas 313

María A. Semilla DuránEl Apocalipsis como deconstrucción del imaginario histórico en El año del desierto de Pedro Mairal 327

Idelber AvelarMás acá del apocalipsis: el realismo alucinatorio de Gustavo Ferreyra 345

Michèle GuillemontLeón Ferrari : contra el Apocalipsis 359

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Capítulo V ¿Hay un sentido después del final? Entre ruinas e insignificancia

An Van HeckeLa cultura del post-apocalipsis en Los rituales del caos de Carlos Monsiváis 383

Pablo Decock Big Bang y aporías del final en el barrio de César Aira 399

Brigitte Adriaensen El apocalipsis sin fin: sobre el uso del humor absurdo en Los elementales de Daniel Guebel 421

Jens AndermannPor la vida, por los chicos, por Telefé: milagros del ajuste 433

Geneviève Fabry/Ilse LogieA modo de epílogo : un esbozo de tipología 453

Colaboradores 459

Indice onomástico 465

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Agradecimientos

Este libro recoge una selección de conferencias y ponencias leídas en el marco de un programa de investigación desarrollado en las universidades belgas de Gante (UGent) y Lovaina la Nueva (UCL). Muchas han sido las personas e instituciones que nos han brindado apoyo en el proceso de gestación del presente volumen.

En primer lugar, dejamos constancia de nuestra gratitud a las instancias que hicieron posible la organización de los dos seminarios (UCL-UGent 15/16 noviembre 2007; UCL 24 noviembre 2008 en el marco de la formación doctoral interuniversitaria ED3) y del congreso internacional (UCL-UGent 15/16 mayo 2008): los fondos científicos de ambas partes del país –el FWO que subvenciona el proyecto de investigación correspondiente todavía en curso (G.0641.07) y el FNRS–, así como la Comisión General para las relaciones internacionales de la comunidad francófona de Bélgica (CGRI). El apoyo financiero y logístico de estos organismos, pero también de nuestras respectivas universidades, la UCL y la UGent, contribuyó sustancialmente al éxito de los tres encuentros.

Una mención aparte merece el apoyo recibido por la Embajada de la República argentina ante el Reino de Bélgica, y particularmente por su agregado cultural el Sr. Juan Beretervide. La recepción ofrecida por la Embajada en el marco del congreso internacional supuso un muy apreciado momento de convivialidad entre colegas investigadores.

Nuestro reconocimiento se dirige igualmente a todos los participantes cuyos trabajos aportaron ideas valiosas para la elaboración de una visión de conjunto. Se trata de: Véronique Bragard (UCL), Andrew Brown (Washington University in Saint Louis), Claudio Canaparo (University of Exeter), François Degrande (UCL), Nathalie Frogneux (UCL), Michel Lisse (UCL), Víctor Méndez Villegas (UCL), Javier Pinedo (Universidad de Talca, Chile) y Myriam Watthee-Delmotte (UCL). La conferencia dictada por el escritor argentino Alan Pauls, que clausuró el primer día del congreso, se hizo en el marco de su estancia

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en la residencia de la casa internacional de literatura en Bruselas, Passa Porta, y fue financiada por Het Beschrijf.

Claudio Canaparo es acreedor de nuestra gratitud especial por el papel activo que desempeñó en la organización del coloquio y por habernos acogido en su colección –Hispanic Studies: Culture and Ideas– de Peter Lang.

Destaquemos, por último, la incansable labor del secretario del congreso, Pablo Decock, quien ha desplegado su gran talento de organización, de relaciones públicas y, ahora, de editor.

Que todos los arriba mencionados encuentren aquí la expresión de nuestra profunda gratitud.

Geneviève FabryIlse Logie

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Geneviève Fabry / Ilse Logie

Los imaginarios apocalípticos en la narrativa hispanoamericana contemporánea (s. XX–XXI). Una introducción

El presente estudio, fruto de un proyecto de investigación llevado a cabo conjuntamente por dos equipos de las universidades de Gante y Lovaina la Nueva, parte de la siguiente hipótesis de trabajo: el mito fundacional del apocalipsis despliega un imaginario subyacente en muchas obras representativas de la literatura hispanoamericana de los siglos XX y XXI en general, y de la narrativa conosureña en particular. Este mito, que hunde sus raíces en una de las grandes fuentes de la cultura occidental, la Biblia, ha estado presente en la narrativa hispanoamericana desde sus inicios, ofreciendo una posibilidad de evocar y reformular el cataclismo que para los pueblos indígenas amerindios significó la conquista. Si nos atenemos al siglo XX, llama la atención el vigor con que se han puesto en escena avatares del imaginario apocalíptico, y la centralidad que éstos ocupan dentro del canon de la literatura hispanoamericana en general y del Cono Sur en particular, a pesar de la visible disparidad de sus manifestaciones. Este imaginario informa textos de autores argentinos tan protagónicos y diversos como Leopoldo Marechal, Eduardo Mallea, Roberto Arlt y Ernesto Sábato, si bien se le imprimen finalidades distintas – optimista en el caso de Marechal, desviando la simbología cristiana hacia un propósito laico o francamente anticristiano en los otros tres autores. La veta apocalíptica no pierde relevancia en la generación del boom, sino que, al contrario, algunos de sus textos clave –‘Apocalipsis de Solentiname’ de Julio Cortázar, La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Cristóbal Nonato de Carlos Fuentes– se nutren de ella.

Este breve vistazo destaca ya, por la heterogeneidad de estas primeras referencias, a la vez la riqueza y la complejidad de la tarea que nos proponemos. Para empezar, no parece inútil recordar algunas

Geneviève Fabry / Ilse LogieIntroduccIón

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12 Geneviève Fabry / Ilse Logie

definiciones básicas: o sea, ¿en qué sentido manejamos el doble concepto de ‘imaginario apocalíptico’? En el campo de los estudios literarios,1 la noción de imaginario remite a una red de representaciones mentales alimentadas por un legado mítico, religioso y/o histórico, dotada de un valor epistemológico y axiológico. Como precisa Maurice Godelier, ‘comme toute représentation est en même temps le produit d’une interprétation de ce qu’elle représente, l’imaginaire, c’est l’ensemble des interprétations que l’humanité a inventé pour s’expliquer l’ordre ou le désordre qui règne dans l’univers et pour en tirer des conséquences pour la manière dont les humains doivent organiser leur vie sociale’ (598).

En cuanto al segundo término, ‘apocalíptico’, sin olvidar las fundamentales aportaciones de las culturas indígenas de América Latina al respecto, lo situamos sobre todo en el contexto global de las culturales occidentales que conciben esencialmente el tiempo de manera lineal, en tensión entre un principio y un final. A una creación ex nihilo se opondría el final del mundo, concebido al mismo tiempo como destrucción del orden antiguo y revelación de las verdades esenciales del mundo y del hombre. Recordemos aquí el doble sentido de ‘apocalipsis’. El término griego remite en efecto al sentido general de ‘revelación’, esto es, la acción de desvelar lo oculto y lo secreto. La visión apocalíptica está íntimamente ligada a la idea judaica del mesianismo, ya que se proyecta hacia un futuro en el que se resolverá la historia. Más tarde será heredada por el cristianismo, donde alcanza su desarrollo pleno entre el segundo siglo antes de Cristo y el segundo después de Cristo. En la tradición judeo-cristiana del género apocalíptico (véanse los textos del Primer Testamento, como el libro de Daniel, así como los del Segundo Testamento: partes de los evangelios sinópticos y el Apocalipsis de San Juan), el contenido de esta revelación atañe fundamentalmente a cuestiones escatológicas. El mito literarizado2 del

1 Dejamos aquí de lado la tripartición lacaniana entre lo real, lo simbólico y lo imaginario. Remitimos en cambio a los trabajos de Durand, Jung, Bachelard, Burgos, Chelebourg, para limitarnos a los más importantes.

2 André Siganos distingue entre mito literario (cuyo origen es un texto literario identificado) y mito literarizado (inspirado en relatos arcaicos); ambos presentan un relato ‘fermement structuré, symboliquement surdéterminé, d’inspiration

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Introducción 13

Apocalipsis, en las variantes más fieles, remite a la revelación profética de un acontecimiento dramático para la humanidad, en el que las fuerzas del mal vencen a las del bien en un gran cataclismo cósmico, después del cual Dios destruye los poderes dominantes para instaurar la supremacía del bien alcanzándose así el fin de los tiempos.

Un breve repaso por una serie de publicaciones recientes procedentes de campos tan disímiles como la historia, la filosofía y la ecología da cuenta de la presencia de múltiples avatares del mito apocalíptico y de sus ambigüedades en los discursos sociales y culturales actuales. Quizás sea en el último campo evocado donde la referencia apocalíptica sea hoy la más presente y visible, pero el fin del mundo por colapso medioambiental es hoy en día un tema tan traído y llevado que quizá no valga la pena insistir demasiado en ello. La magistral síntesis Apocalypses y millénarismes del historiador Eugen Weber nos recuerda que tal obsesión ‘apocalíptica’ no es nueva y traza los contornos de la permanencia de los esquemas apocalípticos y milenaristas (siendo éstos la versión inmanente, inminente y regeneradora –Weber 39– de aquéllos) en la historia occidental desde el comienzo de la era cristiana hasta la actualidad.

La novedad que aporta el siglo XX al respecto es la radicalización de la conciencia de un apocalipsis posible y efectivo a partir de la experiencia traumática de las dos guerras mundiales, especialmente la segunda. El mal radical se encarna ahora en los mecanismos de un totalitarismo destructor que sella el final de una cierta concepción de la humanidad y su ‘progreso’. Si, como quiere Agamben, el campo de concentración es la expresión más definitiva de la modernidad, los tiempos posteriores abren la era de los supervivientes, los que tienen conciencia de vivir después de la catástrofe, o sea after the end (como reza el título de Berger), o en tiempos postapocalípticos, según el término acuñado por el mejicano Monsiváis. Lo que puede resultar interesante recalcar aquí es que las ideologías destructoras se refieren una vez más al apocalipsis para justificarse, desde el nazismo (como lo

métaphysique, reprenant le syntagme de base d’un ou plusieurs textes fondateurs’ (citado por Deproost et alii, 50).

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demuestra Philippe Burrin) hasta los movimientos terroristas actuales, según el estudio de Yves Bourdillon.

En el campo filosófico, varios pensadores actuales están reflexi-onando acerca de las condiciones que permiten pensar el riesgo y la catástrofe, articular racionalmente la acción presente y la predicción del porvenir. Quizás sea el pensador francés y catedrático en Stanford Jean-Pierre Dupuy, el que con mayor agudeza y claridad haya desarrollado estos temas en una serie de publicaciones importantes, muy inspiradas en el pensamiento de René Girard y de Hans Jonas, así como en las fic-ciones de un tal Jorge Luis Borges. Según Dupuy, en su libro Pour un catastrophisme éclairé, ha llegado el momento de ‘llevar a cabo una reflexión acerca del destino apocalíptico de la humanidad’ (contratapa). En efecto,

Tout nous porte à penser que nous ne pouvons étendre indéfiniment, ni dans le temps ni dans l’espace, le mode de développement qui est le nôtre. Mais remettre en cause ce que nous avons appris à assimiler au progrès aurait des répercussions si phénoménales que nous ne croyons pas ce que nous savons pourtant être le cas. Il n’y a pas d’incertitude ici, ou si peu. […] [C]’est non seulement le savoir qui est impuissant à fonder la crédibilité, mais c’est aussi la capacité de se représenter le mal, ainsi que la mobilisation de tous les affects appropriés (144–145, subrayado nuestro).

Para reaccionar adecuadamente a las amenazas que ensombrecen el porvenir de la humanidad, la primera necesidad sería pues la de la creencia en la realidad del peligro. Esta no estriba en el saber sino en una compleja red de representaciones mentales con la carga emocional y afectiva asociada, especialmente, dice Dupuy, las que están relacionadas con la problemática del fin y del mal. ¿No nos toparíamos aquí con una evocación del imaginario apocalíptico? De hecho, la psicología cognitiva nos enseña que nuestra acción es menos regida por nuestro saber que por nuestras convicciones, menos por nuestros conocimientos que por nuestras creencias. ¿Qué necesita la creencia para construirse? Una serie de elementos factuales, es cierto. Pero estos elementos sólo cobran sentido si vienen articulados en una forma significativa, es decir unos símbolos y un relato, que impliquen la afectividad y la imaginación, con sus distintos estratos conscientes e inconscientes. Necesitamos la mediación de la forma artística para inscribir nuestros conocimientos, incluso los menos precarios, en la historia y la acción

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Introducción 15

colectivas. Estudiar esta mediación y conectarla con las inquietudes de nuestros tiempos quizá constituya una de las tareas más importantes de la crítica literaria, y el estudio del imaginario apocalíptico en la literatura hispanoamericana, uno de los case studies más apasionante y relevante que se pueda imaginar.

En su estudio Narrar el apocalipsis. La visión histórica en la literatura estadounidense y latinoamericana contemporánea, Lois Parkinson Zamora (1989) explora la historia de este mito desde la Biblia hasta sus interpretaciones medievales y posteriores, y la relaciona con el surgimiento de actitudes apocalípticas en América. Le interesa particularmente su estatuto ambiguo de ‘mito historizado’ o mito que se sitúa en cruce con la historia. Las tensiones simbólicas inherentes al mito apocalíptico (el hecho de ser simultáneamente sincrónico y diacrónico, histórico y transcendente) explican sus múltiples reelaboraciones posteriores, que enfocan preferentemente la relación que existe entre temporalidad (los fines históricos) y finales narrativos. Ya en 1967, al estudiar en El sentido de un final ficciones sobre el final desde una doble perspectiva (el apocalipsis como ‘tipo narrativo’ y ‘fuente’), Frank Kermode percibía una evolución en el manejo del imaginario que nos ocupa. Este crítico, que consideraba a la ficción apocalíptica como un modelo para la noción general del relato en Occidente en la medida en que postula una imagen del mundo ordenada hacia un final, sostenía que, para que los paradigmas bíblicos pudieran seguir siendo operantes, tuvieron que modificarse sustancialmente las relaciones entre apocalipsis (en tanto perturbación, revelación y transformación) y sus representaciones literarias. A partir del momento en que nació el concepto moderno de crisis, el fin dejó de ser inminente para hacerse una cuestión de inmanencia, para manifestarse en una literatura secularizada de la crisis permanente. La redefinición permanente de la relación entre temporalidad extraliteraria y finales narrativos explica por qué los rasgos que teóricos como Parkinson Zamora y Kermode consideran inherentes a los textos apocalípticos que ellos examinan sólo son aplicables en parte a las obras de finales del XX y principios del XXI; por lo tanto, hay que replantear algunas de sus herramientas descriptivas.

Volver a los mitos fundacionales para reflexionar sobre sucesos de impactante actualidad es un recurso bien conocido. Esa capacidad de

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ser reinterpretado en un nuevo contexto histórico da al relato mítico su vigencia duradera; en esta larga historia de recreaciones se va perfilando la riqueza de su semántica. Es exactamente lo que pasa en la producción simbólica del Cono Sur después de las dictaduras militares de los 70–80. Se observa una evolución desde la incorporación de algunas figuras apocalípticas (visionarias y/o satánicas) en la narrativa conosureña de la primera mitad del siglo XX hacia una sobrecodificación poscatástrofe en la que el imaginario apocalíptico ha terminado por vertebrar la obra no sólo en sus aspectos temáticos sino también en los enunciativos, narrativos y lingüísticos. Se asiste a una radicalización de esta dimensión de los textos, que ya no se puede concebir como síntoma de una ‘crisis pasajera’ o de un ‘estado transitorio’, sino que se ha vuelto una situación permanente en la que se contempla la lógica catastrófica del sistema. A escala del continente hispanoamericano, el apocalipsis, aparte de haber irrumpido en el aparato conceptual de algunos escritores mexicanos como Carlos Monsiváis, Juan Villoro o Jorge Volpi, ocupa un lugar central en la prosa del colombiano Fernando Vallejo o del chileno Roberto Bolaño, dos grandes obras contemporáneas emblemáticas al respecto, con fuertes connotaciones de ‘fin del mundo’ y escaso potencial utópico. Tanto Vallejo como Bolaño interrogan la dimensión ética e ideológica de la literatura: opinan que la escritura puede llegar a ser un ‘oficio de tinieblas’, un ‘viaje al fin de la noche’ y cuestionan la tradición letrada de la que salen, llegando a invertir su ‘capital cultural’.

A nuestro modo de ver, el imaginario apocalíptico está presente en tantos textos de la ficción hispanoamericana posterior a 1970 porque esta tradición parece ser la única que hace justicia a la violencia de la América Latina dictatorial y posdictatorial sin que en ella se renuncie por completo a la plasmación del porvenir concebido en ese Nuevo Mundo más que en ningún otro lugar como escenario de lo novedoso. Lo que se aplica a los grandes mitos en general, es particularmente verdad para el apocalíptico: el que se vuelva a ellos sobre todo en épocas de desorden social y cultural agudo.

En la ficción posdictatorial latinoamericana en general y conosureña en particular, domina una impresión de pluriformidad y de complejidad. Sin embargo, un examen más detenido revela la recurrencia de ciertos elementos de la estructura apocalíptica en los textos contemplados. A fin de cuentas, no debe sorprender este carácter paradójico de los textos

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contemporáneos más llamativos: el apocalíptico siempre ha sido un tipo de texto de origen mítico marcado por la ambivalencia (el ‘doble vínculo’). En D’un ton apocalyptique adopté naguère en philosophie, Jacques Derrida analiza la estructura comunicativa inestable en la Revelación de San Juan y sus estrategias dilatorias, que constituyen desafíos a la recepción establecida. Las reescrituras más interesantes no son, según él, las inmediatas o las literalistas, en las cuales el significante apocalíptico designa las catástrofes del fin del mundo, sino las que bloquean deliberadamente el sentido referencial para expresar la verdad de una revelación antes que la revelación de una verdad, el anuncio mismo y no ya lo anunciado, la autopresentación de la estructura apocalíptica del lenguaje. Las reescrituras más significativas comparten con su fuente un componente metaliterario, que puede residir tanto en un estilo condensado y visionario, en la fe que la instancia narrativa deposita en el poder de la palabra, o en algún otro modo de postular la autonomía del proceso creativo. Como se desprenderá de los análisis de textos de autores como Bolaño, Liscano, Cohen o Mairal, es llamativo el que combinen crisis en diferentes niveles, tanto en lo temático como en sus modalidades artísticas de representación. Contienen, por decirlo así, las dos búsquedas paralelas que Parkinson Zamora considera constantes en el registro apocalíptico: la de un entendimiento de su contexto histórico, y la de los medios de narrar ese entendimiento. El apocalipsis es, en términos generales, un modo de aludir a otros problemas; de allí que las novelas (pos)catástrofe tiendan a subvertir el pacto mimético y a plantear la ficción como un lugar desde donde alegorizar (en el sentido que Avelar atribuye al término)3 el presente.

3 En su estudio Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo, Idelber Avelar (1999), centrándose en la literatura del Cono Sur y de Brasil, sitúa la muerte del boom en una fecha precisa: 11/09/1973. Sostiene que la caída de Allende marca un parteaguas y asesta un golpe mortal al último proyecto de modernización alternativa que había en América Latina; el que residía, en última instancia, en armar desde la literatura un proyecto de redención por las letras. Para el Cono Sur, las dictaduras marcaron un punto de inflexión que dio lugar a una desestabilización a gran escala, una transición del Estado al Mercado y a un cuestionamiento de algunas categorías fundamentales de la hermenéutica. Avelar opone el tropo de ‘símbolo’ (instrumento de la transacción metafórica, de la redondez transparente del mercado) al de ‘alegoría’ abogando por una reinterpretación benjaminiana de esta última que vincula con la irreductibilidad

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Nuestro propósito ha sido examinar, a partir de un corpus acotado y mayoritariamente rioplatense, cómo se pone en escena –o se contrarresta– la conciencia de un ‘final’ definitivo de toda una cultura y con qué propósito se utilizan o se subvierten los mitemas apocalípticos tradicionales en la retórica literaria hispanoamericana de finales del siglo XX, principios del XXI –teniendo en cuenta siempre la relativa autonomía que Bourdieu asigna a cada uno de estos ‘campos’. Interesa investigar a través de qué procedimientos esas nuevas poéticas tratan de dar cuenta de las nuevas realidades. Ahora que la crisis de la idea del fin como proceso del recomienzo se ha generalizado, ¿aún es posible figurarse el camino hacia el porvenir como posibilidad de superación de lo agotado, como vitalidad frente a lo banal de la sociedad de consumo, como regeneración, o antes bien queda el anhelo de orden anulado por las nociones de azar y de caos, de entropía irreversible y de destino imprevisible?

Los seminarios doctorales que organizamos los 15–16 de noviembre de 2007 y el 24 de noviembre de 2008, así como el congreso internacional que tuvo lugar los 15–16 mayo de 2008 en Lovaina la Nueva y en Gante han desembocado en este volumen. Las reflexiones desarrolladas en su seno, y los fructíferos intercambios de ideas entre colegas han contribuido a caracterizar e inventariar las poéticas de las obras analizadas, y a diseñar una cartografía del imaginario apocalíptico en la literatura hispanoamericana contemporánea.

El presente volumen, después de asentar el marco teórico e histórico-literario de nuestra problemática (cap. I), abordará los textos fundacionales, poéticos y narrativos, del imaginario apocalíptico en la literatura hispanoamericana (cap. II), antes de considerar la obra de tres narradores –Vallejo, Bolaño, Cohen– especialmente significativos (cap. III). En el capítulo IV, se estudiarán las visiones apocalípticas de la historia en el Río de la Plata, visiones que dan cuenta, de una manera u otra, de la profunda cesura que supuso la implantación de dictaduras represivas en dicha zona. El quinto capítulo considerará textos también en gran parte conosureños pero que enfatizan la problemática –de hecho

del duelo, la percepción de que el lenguaje no puede expresar completamente la experiencia dolorosa de la pérdida.

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más conceptual que cronológica– de la situación postapocalíptica, en clave seria o paródica.

Las veinticinco contribuciones que se brindan aquí abordan, mediante enfoques teóricos y metodológicos variados, un corpus muy diverso que actualiza concepciones muy heterogéneas de la referencia al mito apocalíptico, manejado ora en su acepción restringida (cuando se evoca la relación intertextual con la Biblia), ora en su sentido lato y banalizado de ‘fin del mundo’. ¿Es lícito mantener el valor conceptual de la noción misma de ‘imaginario apocalíptico’? En el epílogo del volumen, intentaremos mostrar que, si bien esta noción no es un cajón de sastre, es imprescindible usarla con cautela: en esta perspectiva se propondrá una tipología concebida como escala gradual de los textos que plasman un imaginario apocalíptico.

El capítulo I se abre con la contribución de un exegeta, Camille Focant, quien sitúa las coordenadas históricas y literarias del género apocalíptico, antes de presentar los símbolos recurrentes del género (números, colores, etc.). Luego describe la originalidad estructural del Apocalipsis de Juan, basada en un sistema de cinco septenarios, y su peculiar lenguaje simbólico. Al esbozar, en la tercera parte de su estudio, las grandes líneas de la recepción de ese libro en los siglos posteriores, Focant echa un puente hacia el pensamiento moderno, subyacente en las fábulas de corte apocalíptico que aborda Ortega.

En su contribución –reelaboración de la conferencia inaugural del congreso–, Julio Ortega traza una genealogía del discurso apocalíptico hispanoamericano del siglo XX, que se despliega como un lenguaje contra-apocalíptico que posee fuertes acentos políticos. Destaca la atipicidad de la modernidad latinoamericana, que se manifiesta en las representaciones literarias del subcontinente. Su tesis sostiene que la reinscripción americana del imaginario apocalíptico ofrece alternativas a la lógica dominante, desestabilizándola. Argumenta que la producción literaria de índole apocalíptica configura un ciclo de representación del colapso de la modernidad latinoamericana. En su recorrido por la historia literaria hispanoamericana, desfilan obras de, entre otros, Arguedas, Cardenal, Cortázar, Vallejo y Rulfo. La novela Jamás el fuego nunca de la chilena Diamela Eltit (2007), situada en la guerra sucia sudamericana clausura, en esta visión, el ciclo utopista revolucionario en América

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Latina. A Ortega no le parece legítimo reducir la postcatástrofe a una categoría temporal, la de la postdictadura finisecular, sino que le parece más apropiado concebirla como instrumento conceptual, y plantear que algunas encrucijadas temporales –los ‘cortes’ de la modernidad– fomentan una mayor presencia de textos postapocalípticos. Así, una obra como Pedro Páramo de Rulfo también permite ser leída como postcatastrófica ya que representa como fantasmático y definitivamente perdido el mundo hispánico tradicional autoritario.

Como ha demostrado Marco Kunz en El final de la novela (1997), el modelo bíblico inspira hoy en día tantos textos de ficción –independientemente del credo religioso de sus autores– porque actúa como un poderoso motor de tramas teleológicas que culminan en un momento de juicio y/o destrucción, siendo Cien años de soledad la versión laica más influyente de este esquema argumental en los países hispanohablantes. O sea que el imaginario apocalíptico no se perfila en esta producción como mero tema, sino que también proporciona una compleja estructura temporal (génesis versus apocalipsis, temporalidad lineal aunque por otra parte se inscribe en contra de toda linealidad como apuesta por la ruptura brutal), además de funcionar como modelo narrativo estructural en su calidad de potente sustrato intertextual y de generador de la situación discursiva. Kunz retoma estas premisas al enfocar tres novelas de las dos últimas décadas: Al rumor de las cigüeñas (2003) de la boliviana Gabriela Ovando, El asalto (1990) de Reinaldo Arenas y El sueño de Santa María de las Piedras (1997) del chicano Miguel Méndez. Estudia en cada una de ellas cómo se plasma el modelo bíblico, estructural e intertextual, destacando las variaciones relativas a los principales mitemas (destrucción o juicio al final). En las tres novelas, la revelación apocalíptica final coincide con la suspensión del texto: la aniquilación de éste y la de su referente ficticio son simultáneas.

El trabajo de Lucero de Vivanco Roca Rey sienta las bases de una aproximación más teórica al ‘imaginario’ como categoría epistemológica que halla en la ficción narrativa una de sus modalidades privilegiadas de expresión simbólica. Reconociéndose en deuda con la antropología cultural de Gilbert Durand y Cornelius Castoriadis, acepta el desafío de articular los imaginarios y la ficción literaria porque ambos constituyen fuentes de un saber que apuesta por desplegarse

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como un escenario para la comprensión, perfilándose como un medio de condensar racionalidad y sensibilidad, lucidez y afectividad. El objeto de este ensayo, la literatura peruana, y más en particular la del área andina ejemplificada por Redoble por Rancas (1970) de Manuel Scorza, contrasta con la del Cono Sur por su tono mucho más marcadamente mesiánico. El enfoque diacrónico adoptado por Lucero de Vivanco introduce una dimensión fundamental del imaginario apocalíptico al asumir el criterio temporal y subrayar su protagonismo constante en la construcción cultural e identitaria del Perú. No puede ser sobreestimada en este contexto la importancia fundadora de la Conquista y la llegada del imaginario apocalíptico cristiano al Nuevo Mundo. Se echa mano de esta simbología cristiana y de la imagen religiosa para revitalizar tradiciones milenaristas, y para inaugurar una de las matrices del arte peruano, que reaparecerá en la literatura posterior: aquella que se refiere al Perú en términos apocalípticos.

En el segundo capítulo, se abordan textos que, por su carácter temprano (poesía modernista o de vanguardia) y/o por su vinculación estrecha y explícita entre crisis política e imaginario apocalíptico, pueden ser considerados como paradigmáticos.

Muy importante nos parece ser el hecho de que, una vez más, la poesía se anticipe a la narrativa por la atención que presta a la veta apocalíptica y a la originalidad con la que se acerca a su lenguaje simbólico. En esta perspectiva, Niall Binns hace hincapié en la importancia del simbolismo de la ‘tierra baldía’ (cf. T.S. Eliot), como anunciador de una modernidad que equivaldría a un desierto espiritual. En el poema ‘Pax’ (1915) de Darío, Binns lee un verdadero canto del cisne del apocalipsis religioso, mientras que en Huidobro, si bien el cataclismo bélico de la primera guerra mundial ha sellado la muerte de Dios (como también comprueba, pero en otros términos, Salomón de la Selva), proclamarlo equivale a un acto adánico. De esta confianza en la creación, queda poco en poetas atormentados por el desastre ecológico, quienes, como José Emilio Pacheco, denuncian la desertización –stricto sensu– del planeta.

Pacheco también es uno de los poetas estudiados por Hervé Le Corre, al lado de Cardenal, Neruda y Aridjis. Le Corre destaca la particularidad de Cardenal que adopta la postura profética del

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apocaliptista, lo que no se observa en el sujeto precario, escindido, esbozado por los otros tres poetas. En los textos nerudianos estudiados, los motivos apocalípticos si bien son reveladores de una crisis profunda, no ponen en tela de juicio la potencialidad misma de la palabra poética, mientras que, en Pacheco y Aridjis, se observa un desgaste radical de la figura poética. En ciertos textos, sin embargo, se evoca la posibilidad de un nuevo edén.

La intertextualidad bíblica es objeto de la atención de Marie-Madeleine Gladieu en su estudio acerca de La guerra del fin del mundo (1980) de Mario Vargas Llosa. El personaje de Antonio el Consejero se sitúa en el cruce de varios discursos, con ecos intertextuales (el Apocalipsis de Juan y el Salmo 21), intratextuales (cf. relaciones con Pantaleón y las visitadoras) e históricos (cf. la retórica maoísta de Abimael Guzmán).

Otro escritor del boom, Julio Cortázar, es autor de los cuentos estudiados por Gabriella Menczel en una perspectiva que privilegia el análisis de las estructuras textuales y de la fuerte tensión entre comienzo y final. El final devastador en muchos relatos aparece en una vinculación estrecha con el comienzo. El incipit – entendido como origen de la creación (Steiner), y también como inicio textual de la narración (Bonheim, Said) – anticipa implacablemente la conclusión definitiva (o ambigua), tanto en el sentido apocalíptico como discursivo (Kunz). Además del clásico ‘Apocalipsis de Solentiname’, Menczel aborda otros cuentos como ‘Continuidad de los parques’, ‘Todos los fuegos el fuego’, ‘Manuscrito hallado en un bolsillo’ y ‘Las ménades’.

Frente a las narraciones de Cortázar o Vargas LLosa, la obra narrativa del colombiano Fernando Vallejo, del ya fallecido chileno Roberto Bolaño y del argentino Marcelo Cohen –a los que va dedicado el tercer capítulo– marca la entrada en un registro totalmente nuevo de la plasmación del imaginario apocalíptico. El nihilismo radical de Fernando Vallejo hace de su obra una de las más provocativas de la literatura contemporánea. Anke Birkenmaier se apoya en ciertos moldes temáticos recurrentes para rechazar posibles lecturas de La virgen de los sicarios en clave de crónica social o novela picaresca, e interpreta el texto como una subversión apocalíptica de las convenciones del bildungsroman, que conoció su auge en el siglo XIX. A fin de

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cuentas y por blasfematorio que aparezca, el narrador vallejiano se asemeja al apocaliptista tradicional en que describe el fin del mundo con el propósito de expresar su profunda disconformidad con las prácticas espirituales y políticas de su tiempo, aunque en la empresa del escritor colombiano falta totalmente la promesa de justicia que, en la época positivista, equilibraba el diagnóstico de decadencia o reinado del mal. En su ensayo sobre la misma novela, Fernando Díaz Ruiz, después de haber procedido a identificar lo que considera los mitemas esenciales comunes a todos los textos apocalípticos de las Sagradas Escrituras, demuestra, mediante un pormenorizado análisis textual, que, por su estructura dual, La virgen de los sicarios constituye una inversión paródica de la tradición judeocristiana en general y del Apocalipsis de Juan en particular, presente en el hipertexto de la novela a modo de un verdadero palimpsesto. La segunda lectura de la novela aquí sugerida dota al relato de una ambigüedad polisémica y permite conectarlo con obras capitales de la literatura hispanoamericana como Pedro Páramo.

Roberto Bolaño concibe la literatura como ‘tauromaquia’ y subraya la tendencia destructora inherente a las vanguardias. Nocturno de Chile (2000) ofrece una lúcida reflexión sobre la perversa complicidad de la crítica con el poder, sobre la literatura practicada por escritores que sellan pactos fáusticos y venden el alma al diablo. En su ambiciosa novela póstuma 2666 el mal apocalíptico se generaliza a todo el siglo XX y se abate sobre el mundo entero; Bolaño esboza una genealogía del mal que conecta los feminicidios en el México contemporáneo con la Alemania nazi y que desemboca en el condensado metafórico de Ciudad Juárez, la ciudad fronteriza entre México y EEUU, que, transformada en Santa Teresa, constituye el lugar donde la irrupción de la violencia impune se ha vuelto cotidiana. Como advierte Edmundo Paz Soldán, la diferencia capital entre el Cortázar de ‘Solentiname’ y Bolaño es que, si en aquél ‘el horror en las fotos aparece a partir de una estrategia fantástica’ en éste domina una evocación de la realidad insoslayable del mal.

La importancia de Bolaño justifica la inclusión de un triple acercamiento a su obra. Carmen de Mora indaga en el componente apocalíptico de este proyecto artístico tal como se manifiesta en Los detectives salvajes y Nocturno de Chile. Observa que, en ambas novelas, aunque en grados distintos, el imaginario apocalíptico desempeña

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funciones temáticas (visibles en la recurrencia de visiones apocalípticas para representar experiencias sociales, históricas y estéticas traumáticas) a la vez que estructurales (como principio organizador del texto). Hasta la aparente paradoja de las disposiciones temporales de ambas novelas (sobre todo de Los detectives salvajes) –una linealidad que tiende a la disolución del mundo novelesco que alterna con un movimiento circular de eterno retorno que sugiere cierta renovación– resulta corresponder a la dinámica intrínseca del imaginario apocalíptico y se resuelve en los cierres textuales. Milagros Ezquerro propone una lectura intertextual de algunos episodios clave de Nocturno de Chile a partir de una serie de hipotextos bíblicos. La situación de enunciación de la novela, algunos ritos de iniciación y tentaciones que sufre el protagonista Sebastián Urrutia Lacroix y el final apocalíptico del texto son elementos estructurales que remiten a modelos codificados de origen bíblico y que generan un inconfundible efecto apocalíptico. Por su parte, a la hora de analizar la construcción de la noción de monstruosidad en 2666, Cathy Fourez se deja guiar por alusiones al último libro del Nuevo Testamento – siendo 666 el número que menciona el Apóstol para designar el imperio de Satán. Pero la crítica opina que es sobre todo la configuración del espacio ficticio la que vehicula la fuerte carga apocalíptica de la novela, una configuración que se efectúa a través de territorios marginales como el basurero, con sus connotaciones de desecho social y de consumo deshumanizador del cuerpo femenino.

En Postales del porvenir. La literatura de anticipación en la Argentina neoliberal (1985–1999), Fernando Reati (2006) comenta el surgimiento de un grupo de novelas de anticipación de cuño postapocalíptico en el panorama literario rioplatense. Posteriores a la ola de las novelas históricas que reflexionaban sobre los orígenes del autoritarismo, novelas como El aire de Sergio Chejfec (1992) o El oído absoluto de Marcelo Cohen (1992), contemporáneas del menemismo, inducen a reflexionar críticamente sobre el presente del neoliberalismo.

De hecho, en su singular y sólidamente construido universo narrativo, Cohen metamorfosea, a través de la exageración de una situación presente, paisajes familiares argentinos en lugares francamente desiertos e inhóspitos, introduciendo así una dosis de extrañamiento. Alejo Steimberg se adentra en el mundo del Delta Panorámico, donde

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se ubican los relatos de Los acuáticos (2001) y la novela Donde yo no estaba (2006). Lo describe como un mundo postapocalíptico que cruza elementos de lo cyberpunk con rasgos que provienen de tradiciones apocalípticas más antiguas, centradas en la temporalidad. Totalmente dominado por la tecnología, el Delta Panorámico resulta regido por una especie de realidad virtual telepática, la Panconciencia, que cumple importantes funciones de control social. Steimberg muestra que Cohen no se conforma, sin embargo, con calcar modelos extranjeros, sino que provee su espacio narrativo de marcas territoriales culturales, idiomáticas y geográficas que le imprimen un sorprendente aire de familia rioplatense.

Annelies Oeyen comenta un texto anterior de Cohen, el espléndido relato ‘La ilusión monarca’ (El fin de lo mismo, 1992), en el que resuenan ecos de la colonia penitenciaria de Kafka. Interpretado a la luz de las tesis atrevidas de Giorgio Agamben, que considera el campo de concentración como paradigma de la política moderna, ‘La ilusión monarca’ se lee como la expresión contemporánea y sui géneris de la barbarie. Oeyen señala que, no obstante, Cohen deja la puerta abierta a reformulaciones de la utopía: si bien falta el ‘gran sueño’ (no se resemantiza el metarrelato religioso, tampoco se recupera la utopía revolucionaria sesentista, ni se predica una restauración de los atributos identitarios nacionales), en última instancia e implícitamente se formula un proyecto ético. La asfixia carcelaria sólo parece poderse superar a través de una salida hacia uno mismo, hacia el otro o hacia el arte.

El conjunto de estudios recogido en el cuarto capítulo presenta visiones apocalípticas de la historia procedentes de ámbitos tan diversos como el cine, la narrativa, la poesía, el teatro y las artes plásticas de Argentina y Uruguay, al tiempo que destaca el papel subversivo que se puede asignar al acto artístico a la hora de asomarse al horror de las dictaduras.

En su análisis del primer cine de Eliseo Subiela, de cuño alegórico, Sophie Dufays examina el lugar central que ocupan la metáfora de la pérdida del paraíso y la del naufragio apocalíptico en la concepción del sujeto y de la historia a la que suscribe el director argentino. Comparando las estructuras de La conquista del paraíso (1981) y de Últimas imágenes del naufragio (1989) a partir de la relación entre sus principios y finales, llega a la conclusión de que, aunque de diferentes

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maneras, los mitos bíblicos semantizan los espacios de la naturaleza y de la ciudad y sirven para designar un trauma en la construcción de los personajes. En ambos casos, la representación negativa de la historia resulta compensada por la revelación final de una pequeña salvación posible, un modesto retorno al paraíso que coincide con el acto de escritura evocado al interior del universo fílmico.

Norah Giraldi Dei Cas nos ofrece un recorrido transgenérico por las distintas etapas de la representación apocalíptica en la literatura uruguaya. Puntualiza que, a su modo de ver, conviene hablar de motivos escatológicos antes que de un género independiente. Sostiene que la característica que se repite es en primer lugar la de una mirada particular que no conforma una literatura en sí, sino que ‘conduce la palabra para que revele otras realidades posibles y, paralelamente, permita juzgar las acciones del hombre’. Sitúa el surgimiento de la conciencia apocalíptica latinoamericana en la publicación de los proféticos Chants de Maldoror (1868) del poeta maldito Lautréamont, uno de los escritores ‘raros’ que abundan en la literatura uruguaya. Con su particular lenguaje visionario y su afán provocador, la obra del conde de Lautréamont se resiste a las imposiciones del mundo mercantilista y busca provocar rechazo en su receptor. Dei Cas convoca a otras dos figuras cuya obra se inscribe en esta ‘línea de sombra’ comenzada por Lautréamont: Sara de Ibáñez, que en sus poemarios La batalla (1967) y Apocalipsis XX (1970) evoca, a través de imágenes premonitorias, los excesos que se cometieron en la Segunda Guerra Mundial y en Vietnam, y Carlos Liscano, que pasó 15 años en las cárceles de la última dictadura uruguaya y vivió en carne propia la experiencia de la tortura. En su texto autobiográfico El furgón de los locos (2001), que emerge como un acto de resistencia y de sobrevida, culmina la escena de la barbarie humana intuida ya por Lautréamont.

Laura Alonso rastrea las huellas del reciente pasado argentino en Antígonas: linaje de hembras (2001) del dramaturgo Jorge Huertas, que traslada la acción de esta tragedia clásica al centro histórico de Buenos Aires. Contrariamente a lo que pasa en la pieza de Sófocles, en su reescritura moderna la temática de la destrucción de la ciudad se manifiesta desde el inicio hasta el final, creándose así una situación permanente de amenaza puesta en relación con las atrocidades cometidas por un tirano que ha pecado de hybris. El imaginario que presenta

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Huertas, y que carece de indicaciones temporales precisas, es el de una ciudad contaminada, corrompida y nauseabunda, de claros ribetes bíblicos. Si otros escritores argentinos como Marechal han recurrido al texto dramático de Sófocles para fundar un nuevo proyecto de la nación, Huertas sólo habla de la prefiguración de una catástrofe final.

Los rasgos paradigmáticos del apocalipsis bíblico tampoco resultan respetados en El año del desierto (2005) de Pedro Mairal. Al final de esta novela, la destrucción es total pero sin que desemboque sobre ninguna recreación del mundo. Aquí tampoco hay utopía sustitutiva, sólo queda una protagonista, María, abandonada a su suerte, que opone una resistencia lúcida a su destino, pero sin revestir oropeles mesiánicos. María A. Semilla Durán deja ver que el apocalipsis criollo plasmado por Mairal encarna una suerte de encrucijada simbólica, ya que emprende una deconstrucción del imaginario histórico argentino. Nada queda en pie de la argentinidad construida ideológicamente por Sarmiento y todo el canon literario, articulado en torno a la tensión civilización-barbarie. Fracturados los marcos habituales de la vida argentina por la dictadura militar y por la quiebra generalizada del 2001, la patria se ve corroída por la intemperie y el retroceso hacia un estado arcaico. En este sentido, El año del desierto sí cumple cabalmente con la doble función que tradicionalmente desempeña el relato apocalíptico: la evocación de un cataclismo cósmico (el avance del desierto sobre la ciudad) y el desvelamiento de lo oculto (el desenmascaramiento de la impostura contenida en los discursos literarios responsables de la ilusión del progreso histórico).

Por su parte, Idelber Avelar enfoca algunos desplazamientos en la novelística posterior a la fase posdictatorial alegórica, que analizó en Alegorías de la derrota. Sostiene que en las ficciones de autores que empezaron a publicar en los 90 y llegaron a la madurez en el nuevo siglo –como Gustavo Ferreyra, Martín Kohan, Sergio Chejfec o Juan José Becerra–, el énfasis puesto en el par víctima/verdugo o cómplice pierde protagonismo a favor de personajes que no se corresponden con esos modelos dicotómicos y que se encuentran ‘más acá del apocalipsis’. En El director (2005) de Ferreyra, el protagonista es una figura neutra e inasible, y las estrategias narrativas desarrolladas requieren una aproximación más oblicua y en tonos grises de la violencia.

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En el artículo que cierra este capítulo, dirigimos nuestra mirada hacia la pintura. La obra plástica de León Ferrari es una de las pocas que, desde los años 60, apela explícitamente al Apocalipsis bíblico para dar cuenta del terrorismo de Estado argentino. Michèle Guillemont establece una cronología del trabajo visual de Ferrari sobre el apocalipsis y explicita los postulados que lo fundamentan. Muestra que, si este artista controvertido recurre al libro de San Juan de Patmos, no lo hace para ‘representar’ los estragos de la dictadura –unos crímenes que no tienen representación posible– sino a fin de denunciar las raíces de la violencia política e histórica en la sociedad argentina que, según Ferrari, residen en el mismo texto novotestamentario.

Si bien, para Ferrari, el énfasis está puesto en una violencia estatal que hunde sus raíces en el libro bíblico, muchos autores, a los que va dedicado el quinto capítulo, enfatizan lo que viene después del trauma. En efecto, en ambos hemisferios americanos parece haberse introducido en las últimas décadas otra modificación interesante con respecto a la forma bíblica: un ‘salto en la gramática’ del fin del mundo que consiste en que la realidad es desplazada al marco temporal del futuro perfecto, puesto que la catástrofe no ha podido ser impedida, ha ocurrido y ya pasó. Este cambio de perspectiva ha dado lugar a una variante que es fruto de un llamativo cruce del mito original con motivos codificados tomados prestados de la ciencia ficción. Mediante palabras se intenta plasmar lo que hay ‘después del final’, una categoría teóricamente oximórica pero que se ha vuelto imaginable, productiva y hasta fidedigna. Esta mirada retrospectiva hacia el futuro implica asimismo la transformación de la catástrofe en un espectáculo o simulacro (Baudrillard) ofrecido por los medios de comunicación de masas con su proliferación de imágenes, historias y comentarios. En su muy documentado estudio sobre el posapocalipsis en EEUU, After the End. Representations of Post-Apocalypse, James Berger (1999) explica que cada tentativa de representar lo irrepresentable es incompleta por definición porque siempre deja residuos. Otra paradoja que plantea es que cuesta menos recordar un evento traumático en sí que captar aquello que ocurre después, sus efectos posteriores sobre un individuo o una colectividad, la presencia dolorosa de lo fantasmático. Cada representación simbólica se propone ser un intento de procesamiento y resolución, pero puede

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ser también un síntoma más de la pervivencia del trauma a través de la repetición de la situación original. En líneas generales, las historias posapocalípticas, más presentes todavía en el cine que en la literatura, proponen un mundo en ruinas, tanto en cuanto a su representación espacial como en cuanto a sus pautas de sociabilidad.

La cultura del posapocalipsis constituye la tesis central de la inquietante crónica Los rituales del caos (1995) de Carlos Monsiváis, que con su estilo típico del humor satírico describe el caos urbano de Ciudad de México desde la perspectiva del flash back, puesto que ‘lo peor ya ocurrió’ y la población entera sobrevivió sin perder su mentalidad festiva. An Van Hecke analiza la intertextualidad de esta crónica influyente con la tradición bíblica, y se dedica a desentrañar sus múltiples contradicciones internas a partir de una lectura detallada de su primera, su cuarta y su última parábolas. Interpreta el prefijo ‘post’ como una indicación conceptual antes que temporal, y deja bien a las claras que designa un apocalipsis ‘falso’ que no excluye la esperanza de una regeneración.

La misma tonalidad paródica y hasta irreverente predomina en las obras de dos escritores argentinos que desdramatizan por completo el imaginario apocalíptico. Pablo Decock parte de la tensión entre comienzos y finales novelescos de Aira para poner de relieve la suspensión del sentido y la ruptura del paradigma hermenéutico en este peculiar proyecto poético. Marcados por una lógica del continuo, los desenlaces arbitrarios y abruptos de los textos airanos frustran constantemente las expectativas generadas por el realismo hiperbólico y el manejo de estereotipos audiovisuales. Como se desprende del estudio que Decock lleva a cabo de La prueba (1992) y La Villa (2001), la doble dimensión de desastre y revelación inherente al apocalipsis no permite ser leída en clave alegórica aquí y debe relacionarse exclusivamente con una operación estética autorreferencial. Si bien estamos acostumbrados a situar el imaginario apocalíptico en contextos serios, Brigitte Adriaensen aduce el caso de Daniel Guebel, y particularmente de su novela Los elementales (1992), en la que el humor, en sus modalidades de humor negro, humor absurdo e ironía dramática, aporta una perspectiva interesante al análisis del apocalipsis. Según Adriaensen, la novela se resiste a una lectura política dado que su carácter absurdo cuestiona precisamente tal interpretación ‘significativa’. Las múltiples pistas de

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interpretación que parece sembrar para el lector desembocan finalmente en una aporía, al no inscribirse en ninguna escatología hermenéutica. De hecho, la poética de Guebel muestra cierta afinidad con la de Aira cuando parodia la modalidad hermética y alegórica asociada tradicionalmente al texto de San Juan y al género apocalíptico.

¿Qué creencia sigue posible en un mundo carcomido por el recuerdo de la violencia y/o la insignificancia? Jens Andermann responde de manera sesgada a este interrogante al destacar el milagro como unión incompatible de la inminencia de una redención y su postergación indefinida. Reflexiona acerca de la reemergencia masiva de formas arcaicas de devoción popular y la representación de éstas en algunas películas argentinas recientes. Le interesa particularmente hacer hincapié en el vínculo crítico que se instala en esta producción fílmica entre, por un lado, televisión, nueva religiosidad y capitalismo globalizado y, por otra parte, entre cine y modernidad. Tanto en el largometraje La ciénaga (2000) de Lucrecia Martel como en el documental Ciudad de María (2001) de Enrique Bellande, el milagro no sólo surge por la ‘aparición de la Virgen’ sino sobre todo por su transformación inmediata en espectáculo televisivo virtual, por lo que se genera una contradicción entre algo que de por sí debería permanecer invisible y su paradójica transmisión ‘en vivo y en directo’. En la segunda película de Martel, La niña santa (2004), la figura del milagro recibe un tratamiento más sutil: al hacer de ella un uso íntimo, los personajes le confieren un poder de transformación.

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Introducción 31

Bibliografía de las obras secundarias mencionadas en la introducción

Avelar, Idelber, Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo (Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2000; 1999¹).

Berger, James, After the End. Representations of post-apocalypse (Minneapolis/London: University of Minnesota Press, 1999).

Birkenmaier, Anke, ‘Dirty Realism at the End of the Century: Latin American Apocalyptic Fictions’, in: Revista de Estudios Hispánicos 40 (2006), pp. 489–512.

Bourdillon, Yves, Terrorisme de l’apocalypse. Enquête sur les idéologies de destruction massive (Paris: Ellipses, 2007).

Burrin, Philippe, Ressentiment et apocalypse. Essai sur l’antisémitisme nazi (Paris: Seuil, 2004).

Deproost, Paul-Augustin, van Ypersele, Laurence, Watthee-Delmotte, Myriam, Mémoire et identités. Parcours dans l’imaginaire occidental (Louvain-la-Neuve: Presses universitaires de Louvain, 2008).

Derrida, Jacques, D’un ton apocalyptique adopté naguère en philosophie (Paris: Galilée, 1983).

Dupuy, Jean-Pierre, Pour un catastrophisme éclairé. Quand l’impossible est certain (Paris: Seuil, 2002).

Godelier, Maurice, ‘Imaginaire et symbolique’, in Le dictionnaire des sciences humaines, Sylvie Mesure et Patrick Savidan (dir.), (Paris: PUF, 2006), p. 599 [598–600].

Kermode, Frank, El sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción (Barcelona: Gedisa, 2000; 1967¹).

Kunz, Marco, El final de la novela. Teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en lengua española (Madrid: Gredos, 1997).

Parkinson Zamora, Lois, Narrar el apocalipsis. La visión histórica en la literatura estadounidense y latinoamericana contemporánea (México: Fondo de Cultura Económica, 1994; 1989¹).

Paz Soldán, Edmundo, ‘Roberto Bolaño: literatura y apocalipsis’, in Primera Revista Latinoamericana de Libros. Marzo-abril, p. 4. En línea en: https://www.revistaprl.com/review.php?article=1&edition=1–1 (consulta: 11–03–08).

Raphaël, Freddy, ‘Esquisse d’une typologie de l’apocalypse’, in L’apocalyptique, F. Raphaël et al. (ed.) (Paris: Librairie orientaliste Paul Geuthner, 1977), pp. 11–38.

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32 Geneviève Fabry / Ilse Logie

Villoro, Juan, ‘El vértigo horizontal. La Ciudad de México como texto’. En: Debats 78, Quadern, otoño 2002. En línea en: www.alfonselmagnanim.com/debats/78/quadern02.htm (consulta: 8–10–07).

Weber, Eugen, Apocalypses et millénarismes, trad. de l’anglais par Odile Demange (Paris: Fayard, 1999).

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Capítulo I Marcos teóricos para una reflexión en torno a los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana

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Camille Focant

El Apocalipsis de Juan. Género literario, estructura y recepción

Si la biblioteca bíblica se caracteriza por una gran variedad de géneros literarios –relatos, leyes, salmos, himnos, discursos proféticos, textos de sabiduría– que abarcan siglos de escritura, el apocalipsis sólo surge al final del camino. Conocer las condiciones de su aparición es una buena forma de entender lo que está en juego. Este artículo intentará esclarecerlas, en un primer momento, a partir del libro de Daniel; en segundo lugar se presentará el Apocalipsis de Juan, que cierra el texto bíblico, primero a partir de su estructura literaria y luego en función de algunas convenciones simbólicas recurrentes en los apocalipsis bíblicos. La tercera parte esbozará las grandes líneas de la recepción de ese libro en los siglos posteriores.

1. Génesis y desaparición del género literario apocalíptico

El género apocalíptico nace en la atmósfera de profetismo que llega a su fin en Israel cerca del siglo IV AC, de donde toma la imaginería y la temática pero dándoles una nueva orientación. Es común que los profetas recurran a la imagen como medio pedagógico; durante el período clásico –de Amos a Jeremías–, dichas imágenes son bastante simples y directas. Ya no es el caso con los profetas tardíos, a partir de Ezequiel, menos tribunos, más visionarios y con una imaginería mucho más compleja, que roza a menudo la alegoría y por momentos parece un auténtico jeroglífico. La temática escatológica es igualmente un punto de contacto entre profetismo y apocaliptismo. Sin embargo, los profetas de la época clásica se focalizan en el tiempo presente; es ahora que se juega la fidelidad al Señor, el futuro escatológico no es más que un

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elemento del decorado. A partir de la época postexílica, la escatología va ganando terreno y pasa resueltamente a primer plano en la literatura apocalíptica, donde todo está supeditado a la llegada inminente de los últimos tiempos.

Pero ¿cómo se produce el pasaje a un nuevo género literario? Para comprenderlo hay que recurrir al contexto histórico en el que ese género vio la luz. Incluso si hay fragmentos apocalípticos más antiguos, por ejemplo Isaías 24–27, el primer libro apocalíptico completo que posee la estructura de conjunto que caracteriza al género es el libro de Daniel. Este surge en el siglo II AC, cuando Antíoco IV Epifanio, rey de Siria y soberano de Palestina, intenta unificar sus territorios eliminando todos los particularismos, incluidos los religiosos; esto suscita en los judíos una fuerte resistencia y tiene como consecuencia una persecución religiosa sangrienta (167–164). Matatías conduce la resistencia armada de los judíos, pero ésta ha tomado una forma más oculta que encuentra su expresión en el libro de Daniel. El autor utiliza la imaginería compleja y fantástica del profetismo ya envejecido como vehículo de un mensaje de resistencia y de aliento. El mensaje figurado, claro únicamente para los iniciados, podía desfilar sin despertar sospechas ante los ojos de los perseguidores, que no veían más que una literatura de imaginación religiosa fantástica e inofensiva.

Para redactar el mensaje de resistencia, el autor recurrió a una estructura que se encuentra en mayor o menor medida en todos los apocalipsis posteriores, pero adaptada a las circunstancias en las que fueron producidos. Para el libro de Daniel era importante, en su contexto de producción, hacerse pasar por un escrito antiguo y poco accesible. Por esa razón el autor recurrió al uso de un pseudónimo y a una datación anterior. Escrito en el siglo II, el libro de Daniel se presenta como mucho más antiguo, un libro del siglo VI que refiere las curiosas visiones de un tal Daniel deportado a Babilonia después de la caída de Jerusalén, en el año 587. Ese artificio literario tiene una doble ventaja. Por un lado, los agentes de Antíoco no le prestan atención a un texto que, desde su punto de vista, no es más que un amasijo de fantasías inconsistentes. Por otra parte, Daniel personifica a los judíos del siglo VI heridos en su fe, a los cuales se pueden identificar fácilmente los judíos perseguidos del siglo II. El libro les ofrece la certeza de que, al igual que los judíos del siglo VI, su fe no se verá arrasada por la persecución seléucida.

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Así, el autor adopta como perspectiva su época, el siglo II, pero por los motivos antes mencionados debe ubicar al lector en la ficción de una acción que tiene lugar cuatro siglos antes, lo cual le permite hacer desfilar frente a sus ojos el pasado como si se tratara de visiones del futuro. Es por eso que el libro de Daniel está compuesto por dos categorías de textos. En primer lugar, los relatos (Daniel I–6; 13–14), que ubican a Daniel y sus compañeros en el medio y la época ficticios, en la que viven como jóvenes judíos deportados a Babilonia. En segundo lugar encontramos las visiones de Daniel (7–12) –elemento típico del género literario apocalíptico– que contienen el mensaje principal: la situación actual no puede durar, el fin del tiempo de la adversidad se acerca. Lo cual, para un perseguido, transmite evidentemente un mensaje de esperanza.

Una de las consecuencias de la coyuntura política en la cual se elaboró ese primer libro apocalíptico completo es una tendencia evidente a despreciar el tiempo presente, dado que la atención se centra en el fin de los tiempos, percibido como una liberación. Hay algo de teología de la historia en esas visiones de imperios paganos que caen uno tras otro como castillos de arena. El pasado es así leído con el fin de anticipar el futuro del reino de Antíoco (11, 21–45): este impone actualmente su poder y su voluntad, pero no tendrá la última palabra; su reino, como el de sus predecesores, caerá, y con él su obra impía.

La mentalidad apocalíptica responde sin duda a preguntas que el hombre se ha planteado desde siempre, a partir de la conciencia del carácter efímero y perecedero del mundo en el que vive. Sin embargo, en la civilización judía, esta mentalidad encontró una expresión literaria masiva en una época determinada.1 Dicho género, que surge en su forma acabada en el siglo II AC, llega a su fin en el siglo II DC. La primera razón es sin duda la desaparición de las causas que lo habían hecho surgir, es decir la época de crisis y de angustia particularmente intensas. La segunda razón es la derrota judía del año 70, al cabo de una

1 Entre los apocalipsis apócrifos (excluidos del canon bíblico) judíos más conocidos, podemos citar: el primer libro de Enoch, el Apocalipsis de Baruch, el IV libro de Esdras, el libro de los Jubileos, el Apocalipsis de Elías, el Apocalipsis de Sofonías, el Apocalipsis de Abraham.

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guerra en la que los romanos salen victoriosos. Hasta ese entonces, el judaísmo seguía siendo bastante pluralista y capaz de integrar distintas tendencias en sus libros sagrados, junto con los géneros literarios correspondientes. Después del drama del año 70, enfrentado no sólo a la pérdida de su libertad nacional sino a la desaparición del templo y de su culto, el judaísmo quiso reagrupar sus fuerzas, lo cual produjo un endurecimiento de la situación y el establecimiento de límites más claros. Entre las diversas medidas tomadas por los rabinos se encuentra la prohibición de los apocalipsis, que se había convertido en un género sospechoso, ya que había contribuido a agitar los ánimos y a desencadenar la guerra judeo-romana. Hubo destrucciones sistemáticas de obras apocalípticas, y el género llegó a su fin en el mundo judío. Es en el circuito cristiano donde se preservaron y glosaron algunas obras; también se redactaron algunos libros apocalípticos cristianos, pero fueron poco significativos.2

2. El Apocalipsis de Juan

A. Estructura literaria

Este libro, el último de la Biblia cristiana, da muestras de conocer la situación de las Iglesias de la provincia romana de Asia, como lo prueban las cartas a las siete Iglesias (Apocalipsis 2,1–3,22). Por esa razón, a menudo se localiza en esa zona la composición del Apocalipsis, más precisamente en la isla de Patmos (basándose en 1,9).

En la tradición antigua, a partir de Ireneo de Lyon, la composición del Apocalipsis se data al final del reino de Domiciano, es decir cerca del año 95, época de fuerte persecución a los cristianos de Asia menor. La crítica moderna sostiene igualmente esta hipótesis.

La cuestión del autor es bastante discutida, ya que el libro se presenta como una revelación hecha a un tal Juan, sin más precisión (1,9–20).

2 Por ejemplo, el Apocalipsis de Pedro, el Apocalipsis de Pablo y sin duda el Apocalipsis de Esdras.

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La tradición antigua (Justino, Clemente de Alejandría) atribuye la obra al apóstol y evangelista Juan, pero la apostolicidad y la canonicidad del libro siguen siendo discutidas durante los cuatro primeros siglos. En el Renacimiento, Erasmo realiza varias objeciones a la atribución del Apocalipsis a Juan el evangelista, objeciones que siguen siendo de actualidad. La observación de las diferencias de vocabulario entre los dos libros favorece la hipótesis de dos autores diferentes; sin embargo, algunos parentescos temáticos, como el hecho de presentar a Jesús como Logos, conducen a la hipótesis de que ambas obras podrían provenir de la misma escuela. Sea como sea, el Apocalipsis es la obra de un judeo-cristiano.

Ese libro enigmático en muchos sentidos ha sido objeto de las interpretaciones más diversas, como era de esperarse, que pueden ser agrupadas en cinco grandes categorías:

Según una primera orientación, el Apocalipsis es leído como a. una predicción relativa a la historia de la Iglesia y del mundo, en la que cada visión abarca un período de la historia. Así lo presentaba Joaquín de Flora en el siglo XII. Pero ese tipo de lectura está presente en todas las épocas, como una esperanza de descifrar el futuro, especialmente en los grupos oprimidos o minoritarios. El Apocalipsis también fue descifrado gracias a la historia b. comparada de las religiones, que examina las relaciones que establece con los mitos babilonios, iraníes, mandeos o incluso con la mitología astral del helenismo.Otra explicación, puramente escatológica, propone que el c. Apocalipsis no relataría acontecimientos históricos sino realidades intemporales del mundo invisible. Inversamente, algunos privilegian la interpretación histórica y d. leen el Apocalipsis como una deformación, una representación de los acontecimientos históricos de la segunda mitad del siglo I.Más literaria, una última interpretación parte de la sucesión e. de los septenarios del Apocalipsis, que no es leída como una verdadera sucesión cronológica. Según Victorino, obispo de Poetovio (Ptuj), Panonia, en el siglo III, los septenarios no

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serían más que la repetición, bajo formas paralelas, de una única profecía: el segundo septenario sería una recapitulación del primero y así siguiendo. Eso explica la denominación ‘sistema de recapitulación’ que se le da a este tipo de interpretación.

La interpretación global desarrollada a continuación se avecina a esta última, en la medida en que se presta una atención particular a los cinco septenarios que se suceden y se encajan en el Apocalipsis. Por esa razón, voy a presentar primero brevemente el contenido de cada septenario –cada uno comienza con una visión preparatoria y termina con una liturgia de adoración– para terminar con una hipótesis sobre la lógica de ese encaje.3

El septenario de las cartas (a. 1,9–4,11) o el sentido de la constitución de la Iglesia. Comienza con una visión preparatoria del Hijo del hombre (1,9–20), el mismo que vela por las Iglesias (lo que se expresa por medio de la temática de la estrella-ángel) y cuya presencia resplandece en ellas (tema del candelabro). Por medio de las siete Iglesias de Asia Menor, cuerpo de Cristo en construcción, es toda la Iglesia, en su diversidad, que se ve interpelada y que recibe una enseñanza. Ese primer septenario se caracteriza por su simpleza. Contrariamente a los otros, no recurre a una simbología compleja, dado que se ubica en el género epistolar y no en el visionario. El autor de las cartas es el Hijo del hombre si se considera el comienzo de cada carta, o bien el Espíritu Santo si nos detenemos en la conclusión. Se interroga a las Iglesias acerca de su sentido, su razón de ser, su evolución y su función en el mundo. Este comienzo da el tono del libro, que busca revitalizar las comunidades cristianas reorientándolas hacia su papel esencial.El septenario de los sellos (b. 5,1–7,17) o la vida en el mundo. En la cultura de la época, el sello era utilizado por personajes importantes para marcar su propiedad sobre objetos, escritos, animales o incluso seres humanos. En el Apocalipsis se habla

3 Tomamos esta hipótesis de Jean-Pierre Charlier (22–42).

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de un libro sellado siete veces, lo que subraya a la vez su autenticidad –es el libro de Dios– y su secreto. El libro contiene un mensaje de capital importancia, pero sólo se pueden leer algunas líneas de ese rollo, escrito por ambas caras. Juan se lamenta de no poder abrirlo, pero el mensaje no está sellado para que no pueda ser leído, sino más bien para reservar la lectura a aquel a quien está destinado. Finalmente, el único en poder abrirlo es un cordero que parece inmolado, que comparte todo el poder (siete cuernos) y todo el conocimiento (siete ojos) de Dios. Es para él y en él que se lleva a cabo toda la revelación del mensaje de Dios. La ruptura de cada sello aporta un nuevo elemento a la revelación. El lector descubre tres elementos: desde el principio, la certeza de la victoria (el caballero blanco) y de la alianza con Dios (el arco del primer caballero); en segundo lugar, una descripción de los acontecimientos trágicos más comunes de la humanidad: la calamidad de la guerra, del hambre y de la muerte; finalmente, una intervención de la fe bajo la forma de un rezo de intercesión de los mártires. Mientras que el primer septenario se interesa por las Iglesias, el segundo aborda el sentido del mundo. El Apocalipsis deja pensar que la luz que permite interpretar correctamente esa historia emana del cordero.El septenario de las trompetas (c. 8,1–14,20) o Navidad y Pascua como referencias. En esa época, la trompeta es considerada como un instrumento utilizado en el marco militar para reunir y dar la señal de combate; pero puede ser igualmente un instrumento litúrgico. Las trompetas llaman la atención y celebran las acciones que permiten la feliz realización de los secretos entrevistos en el libro sellado. De composición más compleja, el tercer septenario responde así a la pregunta: ¿quién es el cordero que ha logrado abrir el libro sellado y cómo actúa? La cronología no es respetada en lo más mínimo. En efecto, la proclamación del Evangelio que se encuentra en el libro abierto, dulce de pronunciar pero amargo para las entrañas (10,1–11), precede la pasión y la crucifixión del doble testigo (11,1–14) y la encarnación del Hijo de Dios (12). Ese último capítulo pronuncia la victoria de principio del niño recién nacido sobre

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el dragón, y acto seguido da cuenta del lapso durante el cual las fuerzas del mal (las dos bestias) lanzan sus últimos y vanos ataques (13). El conjunto termina con el triunfo total del cordero inmolado y de sus compañeros (14,1–8), que entonan un nuevo cántico que más adelante se llamará el Cántico de Moisés y del cordero, lo que sugiere un paralelismo entre la liberación de la esclavitud en Egipto en tiempos del éxodo y la liberación de la esclavitud del pecado a través de la muerte-renacimiento de Jesús. La Pasión de Jesús está en el centro de esta sección. Ante una inversión impensable de las evidencias religiosas, a saber, que el Señor de la creación sea sometido al suplicio de la cruz, la tierra tiembla de horror (11,13), mientras la acción de gracias entonada por la séptima trompeta irrumpe en los cielos (11,15–18).Las siete copas (d. 15,1–19,8) o la descomunión del mundo con Dios. La copa que circula de mano en mano instituye una alianza entre los convidados, constituyendo un símbolo de alianza y de comunión; el vino que contiene simboliza la alegría compartida, pero también puede simbolizar lo contrario, la descomunión, cuando la copa de Dios es rechazada por aquel que prefiere beber de la copa de los ídolos. La copa de alegría se transforma así en copa de cólera, que conduce a la muerte y no ya a la vida. En este septenario, las copas son evidentemente las de la descomunión con Dios y por ende la cólera de Dios hacia esa parte del mundo que prefiere el vino de los ídolos. Encontramos retratado de manera simbólica, bajo las figuras de Babilonia y de la gran prostituta, el fracaso radical de los imperios que quisieron imponer su poder y reemplazar la autoridad de Dios. Su tiempo está contado y un nuevo orden ha de ser establecido, lo que se describe en el último septenario. Las siete visiones (e. 19,9–22,21) o el despliegue de la Iglesia en mundo nuevo. De hecho existen siete visiones que preparan para una octava. Esta constituye la apoteosis, es decir la visión de la tierra nueva y de los cielos nuevos recapitulados en la Jerusalén celeste (21,1–22,5). Es una nueva creación cuyos símbolos son tomados del relato de la primera creación en el libro del Génesis. Es el epílogo de la aventura extraordinaria

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del mundo y de la Iglesia, un final que es una transformación completa o casi completa. Si el jardín del Edén era el símbolo fundamental de la primera creación, al final del Apocalipsis –y de la Biblia– se trata más bien de una ciudad, lo que sugiere sin duda una cierta repetición en la nueva creación de las construcciones humanas. Esta visión grandiosa desemboca en un llamado patético de Jesús a su Iglesia, un llamado escandido por la promesa varias veces repetida: ‘Pronto llegaré’. Resuena como eco la última frase del Apocalipsis: ‘Ven, Señor Jesús’.

La estructura de conjunto de esos cinco septenarios podría corresponder a lo que a veces se llama estructura de encaje, a menudo presentada como típica de la manera semítica de expresar el pensamiento, y que daría la composición siguiente:

A Las cartas – La Iglesia

B Los sellos – La Historia

C Las trompetas – La encarnación, la pasión, la resurrección

B’ Las copas – El fin de la historia

A’ Las visiones – La renovación

Dicha estructura subraya el elemento central constituido por el acontecimiento Jesús, su encarnación y su misterio pascual. Es el elemento referencial que constituye la clave hermenéutica de todo el resto. Está precedido por los elementos A y B, que se sitúan en la vertiente de la historia, de lo existente, mientras que los elementos A’ y B’ se ubican más bien en la metahistoria. Podría decirse que es el lugar de encuentro entre la tierra y el cielo, pero es también un lugar de ruptura. La historia no es pura continuidad; en la lógica del Apocalipsis, el gesto de Jesús marca una separación. Los elementos A y B tendrán que borrarse después del juicio a favor de una tierra radicalmente nueva y de cielos radicalmente nuevos.

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B. Convenciones simbólicas recurrentes en el género apocalíptico

Los apocalipsis son conocidos por sus imágenes fantásticas, difícilmente representables en el plano plástico. Pensemos en la cuarta bestia de Daniel 7,8, que posee múltiples cuernos, de los cuales el central tiene ojos y una boca. O incluso en el cordero triunfante (‘de pie’) pero que tiene marcas de una muerte anterior (‘como inmolado’), que tiene siete cuernos y siete ojos (Apocalipsis 5,6). La coherencia no debe buscarse tanto en el nivel plástico como en el nivel de las ideas simbolizadas. En el texto de Daniel, la bestia representa la supremacía griega; sus cuernos son reyes seléucidas y el del medio, que tiene ojos y una boca para hacer daño, es Antíoco Epifanio. En el texto del Apocalipsis, el cordero de pie es Cristo resucitado que lleva gloriosamente las marcas de su Pasión; los siete cuernos simbolizan la plenitud de su poder y los siete ojos la plenitud de su conocimiento.

En el Apocalipsis, algunos símbolos4 son descifrados al menos parcialmente por el autor mismo. Aquí citamos una serie de ejemplos:5

‘En cuanto al misterio de las siete estrellas que has visto a mi • derecha y los siete candelabros de oro, he aquí: las siete estrellas son los ángeles de las siete Iglesias, y los siete candelabros son las siete Iglesias’ (1,20).‘Y su cadáver permanecerá en la plaza de la gran ciudad que • denominan simbólicamente Sodoma y Egipto, ahí mismo donde el Señor fue crucificado’ (11,8). Jerusalén es tratada aquí de manera poco generosa como una ciudad perversa y tierra de esclavitud. ‘En su frente estaba escrito • misterioso: Babilonia la grande, madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra’ (17,5). Si el nombre correspondiera a la realidad literal, no se pondría de relieve su cara misteriosa. Detrás de Babilonia se esconde Roma.

4 Los símbolos del Apocalipsis son presentados en detalle por Jean-Pierre Prévost (43–62). Mi breve presentación se apoya en su estudio.

5 Utilizo las itálicas para subrayar el desciframiento.

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‘Es el momento de tener la inteligencia que la sabiduría ilumina: • las siete cabezas son las siete colinas donde reside la mujer’ (17,9). Una vez más la atención se orienta hacia Roma y sus famosas siete colinas.

Los símbolos utilizados en el Apocalipsis tienen principalmente dos orígenes. Algunos existen en varias culturas, a tal punto que pueden ser considerados universales (las cuatro esquinas de la tierra…), pero otra serie, la más importante, proviene del Antiguo Testamento (el árbol de la vida, el Hijo del Hombre, el Cordero, el maná escondido…). Debemos agregar que algunos símbolos provienen del genio del autor. Sea cual sea su origen, pueden ser clasificados en tres categorías.

a. Simbología de las cifras:

El • cuarto o el tercio, utilizado para hablar de castigos, expresa su carácter parcial, temporario. Tres y medio• (la mitad del número siete) expresa una incompletud. Se ha convertido en una referencia porque la persecución de Antíoco duró tres años y medio. Esa cifra, que corresponde también a cuarenta y dos meses o a mil doscientos sesenta días (Apocalipsis 11,2–3), representa un tiempo de prueba limitado. Cuatro• simboliza la totalidad cósmica, el conjunto del mundo habitado (los cuatro vientos, las cuatro esquinas de la tierra…).Siete• , a menudo presentado como el número bíblico por excelencia, es la cifra predilecta del Apocalipsis. Según una tradición judía, evoca la plenitud porque es la suma de tres (número del mundo divino) y cuatro (número del mundo terrestre).Diez• expresa una realidad de importancia media.Doce• alude a los doce hijos de Jacobo, a las doce tribus de Israel, a los doce apóstoles. Es el número por excelencia del pueblo de Dios. Según esa lógica, es probable que los veinticuatro ancianos de Apocalipsis 4,4 representen a la vez el pueblo antiguo y el pueblo nuevo.

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Mil• y sus múltiples aluden a las multitudes, a los números grandes. En esta lógica, los ciento cuarenta y cuatro mil servidores de Dios preservados (Apocalipsis 7,3–8), es decir doce mil de cada una de las doce tribus de los hijos de Israel, simbolizan la plenitud del pueblo de Dios, una multitud incalculable.Seiscientos sesenta y seis• es el número enigmático de la Bestia (Apocalipsis 13,17–18). Ha dado lugar a múltiples interpretaciones, cuyo objetivo es estigmatizar a aquellos que representaban la encarnación absoluta del mal: el imperio romano, el papado, Hitler… El número sólo puede ser interpretado según el método gemátrico o numerológico: representa el total de los valores cifrados de las letras griegas que designan tal o cual personaje. Según las interpretaciones más antiguas, se trataría del emperador romano.

b. Simbología de los colores:

El • blanco representa la victoria y la gloria, sobre todo del Hijo del hombre resucitado y aquellas reservadas a los mártires, a sus testigos fieles. El • negro es el color de la desgracia y del desamparo, sobre todo de la hambruna y de la muerte. El • rojo fuego, color de sangre, simboliza el poder sanguinario y la violencia.El • verde turbio, color del cadáver, representa la muerte.El • púrpura escarlata, color imperial, es símbolo de orgullo y de vicio.

c. Simbología de las partes del cuerpo:

Los • ojos son el símbolo del conocimiento.Los • cuernos expresan el poder, ya sea de las fuerzas del mal, ya sea de Cristo resucitado.El • cabello blanco es el signo de la gloria de lo eterno.

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Las • manos remiten a las obras del hombre a lo largo de su vida; la mano levantada es también un símbolo de poder.Los • pies y los miembros inferiores son el lugar de la estabilidad o de la inestabilidad, según el caso.

Lo que antecede propone tan sólo algunas claves en medio de una selva de símbolos. En efecto, el Apocalipsis sumerge al lector en un universo fantástico, en el que los símbolos se entrechocan en un abanico ensordecedor de recursos visuales y sonoros. Quien quiera hacer una lectura fundamentalista, literal, se aleja de la perspectiva del autor, quien no deja de señalar el recurso al lenguaje metafórico: las realidades son descritas ‘como si’, ‘parecidas’, ‘semejantes a’. El Apocalipsis no puede ser comprendido finamente sin antes domesticar pacientemente el lenguaje simbólico.

3. Recepción del Apocalipsis de Juan a lo largo de los siglos

Este libro no fue concebido para despertar el temor del fin del mundo sino para suscitar la esperanza de que la prueba no sería eterna. Pero, ¿fue acaso esa la forma en que fue recibido?

Signo de malestar, las Iglesias primitivas dudaron mucho antes de integrarlo a su lista oficial, el canon, lo que sucedió de manera definitiva sólo en el signo VI. Para los Padres de la Iglesia, el Apocalipsis es utilizado sobre todo en las controversias sobre la inminencia del retorno de Cristo y su reino terrestre de mil años, y para discutir las relaciones entre los dos Testamentos, entre Israel y la Iglesia. Por otra parte, uno de ellos, Victorino de Poetovio, propone hacia el año 250 el principio de exégesis de la recapitulación, que se apoya en las numerosas repeticiones y paralelos encontrados en el texto y en la sucesión de los cinco septenarios (cartas, sellos, trompetas, copas, visiones). Aquel deduce que no hay que dejarse engañar por el orden en el cual se enuncian e interpretarlo como una serie cronológica: se trata más bien de buscar lo que el Apocalipsis quiere decir, comprendiendo que lo que se enuncia brevemente al comienzo es retomado y completado

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más adelante. Ese principio hermenéutico es adoptado y desarrollado por el gran exégeta africano Ticonio en el siglo IV, en la sexta de las siete reglas de interpretación. Agustín, gran admirador de Ticonio, adoptó esa sexta regla,6 que marcará definitivamente la comprensión del Apocalipsis.

Pero el punto que provocó más debate en los primeros siglos del cristianismo es el milenarismo basado en una interpretación literal de Apocalipsis 20. Los milenaristas, entre los cuales se encuentra el célebre Cerinto, suponían que a la resurrección de los muertos le seguiría un reino terrestre de Cristo de una duración de mil años. Finalmente, Agustín propuso una interpretación no milenarista que terminó por imponerse: los mil años son una cifra puramente simbólica que designa la totalidad del tiempo de la Iglesia abierto por Cristo.

En la Edad Media es necesario distinguir, por un lado, los comentarios exegéticos relativamente escasos, y por el otro una fuerte presencia del Apocalipsis en el arte y la predicación populares. En el primer ámbito, en España, encontramos el comentario de Beato de Liébana (fines del siglo VIII, cerca de Santander), famoso por haber sido conservado en manuscritos ilustrados con pinturas mozárabes. El género literario es el de un comentario literal, casi exacto, y se trata esencialmente de una catena de autores antiguos. En el siglo XII, Ruperto de Deutz, originario de Lieja, trabaja también con el sentido literal, pero su originalidad consiste en estructurar el Apocalipsis en siete grandes secciones que corresponden a cada uno de los siete dones del Espíritu, para a partir de ahí explicar la situación actual de la Iglesia guiada por el Espíritu. En la misma época, Joaquín de Flora interpreta el Apocalipsis a partir de su concepción de la historia del mundo repartida en tres períodos, de manera completamente independiente del misterio de la Trinidad. Comienza con la edad del Padre y de la Ley, que empieza

6 El comienzo de La Doctrine chrétienne dice así: ‘Ticonius denomina la sexta regla Recapitulación, descubierta en la oscuridad de la Escritura gracias a una investigación minuciosa, dado que algunos hechos son referidos como si fueran posteriores en el transcurso del tiempo, o contados según una sucesión continua de acontecimientos, mientras que el relato hace sutilmente alusión a acontecimientos anteriores que habían sido omitidos. Ahora bien, a menos de recurrir a esta regla para notar el procedimiento, uno se pierde en el relato…’ (311).

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con Adán y termina con Cristo. Le sigue la edad del Hijo y de la gracia, que comienza con el reino de Osías (siglo VII AC), alcanza su apogeo con Juan el Bautista y Jesús y está llegando a su fin. Edad igualmente de los clérigos, esta segunda era es reemplazada por una tercera, la del Espíritu y una mayor gracia, que comienza con San Benito y terminará con el juicio final; es la edad de los monjes y de los que viven en la libertad del espíritu. Sus posiciones fueron condenadas por la Iglesia, que no veía cuál sería su lugar ni el de los sacramentos en dicho sistema. Por el contrario, las órdenes mendicantes, especialmente los espirituales franciscanos opuestos a los conventuales, se inspiraron en ese esquema, buscando representar a los hombres espirituales de la última era.

En lo que respecta a la predicación popular, el Apocalipsis es utilizado de manera literal más que simbólica para evocar las pruebas de los últimos tiempos, llamar al pueblo a la conversión y amenazar a los enemigos de Cristo y de la Iglesia. Eso explica el recurso frecuente a la figura del Anticristo, a quien se le da a menudo un nombre, en la línea de las interpretaciones fundamentalistas. Muchas discusiones giran alrededor del milenarismo y alimentaron sin duda el gran temor del año mil, cuya importancia sin embargo no ha sido atestiguada y es ampliamente discutida por los historiadores. El Apocalipsis obsesiona a los oprimidos, a los explotados, y alimenta las herejías de los cátaros o los bogomilos. Se espera febrilmente la llegada del Anticristo escrutando los signos del fin de los tiempos: guerras, hambre, cometas, epidemias… Los días transcurren bajo el signo del Apocalipsis.

En el signo XVI, el Apocalipsis interesa a los anabaptistas en Alemania. Bajo la influencia de Thomas Münzer, se proponen crear inmediatamente una nueva Jerusalén sin gobierno alguno. En el siglo XVIII, fue utilizado en el mundo protestante por movimientos milenaristas en Inglaterra y por el renacimiento pietista en Alemania. Los adventistas, que surgieron en los Estados Unidos de América a partir de las profecías de William Miller, creían al comienzo que Cristo volvería en 1843. Los Testigos de Jehová, movimiento creado por Ch.-T. Russel y Rutherford, anuncian la proximidad del Armaguedón, cuya fecha cambian constantemente. Para ellos, será el comienzo del milenio al final del cual Jesús entregará a Jehová el paraíso terrestre. Luego vendrá una nueva prueba, con un estallido de Satán que precederá al fin del mundo.

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Son sin duda las obras de Dante, en el siglo XIV, y de Milton, en el siglo XVII, las que sirvieron de principales intermediarios para la utilización del imaginario apocalíptico por parte de autores profanos. La posteridad literaria del mito apocalíptico sobrepasa ampliamente el marco de este artículo; tal linaje, inmenso y variado, cambia según las culturas.7

4. Conclusión

El objetivo de este artículo no era evocar el funcionamiento del imaginario apocalíptico en la literatura actual, sino tan sólo introducir a las fuentes de este imaginario: restituir el marco histórico de los textos, examinar el género literario así como las convenciones simbólicas utilizadas, y por último trazar brevemente su recepción en los siglos posteriores. Escrito para alimentar la esperanza de comunidades perseguidas, el Apocalipsis no es de ninguna manera un texto pesimista o aterrorizante, aunque algunos fragmentos puedan ser utilizados de ese modo. Tal interpretación ignoraría los tres últimos capítulos del libro, que fundan la esperanza de un mundo nuevo fundado en la victoria de Cristo sobre el Mal, un mundo que ya está ahí pero no ha hecho aún eclosión.8

Bibliografía

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Augustin, Saint, La Doctrine chrétienne (coll. Bibliothèque augustinienne), (Paris: Institut d’études augustiniennes, 1991).

7 Para una breve presentación de su posteridad literaria en el mundo francófono, dividida en apocalipsis históricos y apocalipsis interiores, se puede consultar Danièle Chauvin et al. (100–110).

8 La traducción del francés al español ha sido realizada por Laura Calabrese.

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Julio Ortega

La alegoría del Apocalipsis en la literatura latinoamericana

La genealogía moderna del discurso escatológico del Apocalipsis se remonta a su puesta en crisis, escenificada por Nietzsche en El Anti-Cristo (1888). Notablemente, la recusación nietzscheana del Juicio Final como otro ‘instrumento de tortura’, inicia el exceso elocuente de la destrucción como alegoría crítica (Nietzsche 150 y ss). Nietzsche inaugura el tiempo futuro del verbo de-velador, se diría, demostrando que la ‘genealogía’ más que la construcción de un archivo es la de-construcción (una feroz desestructuración) del discurso esencialista. Por eso, al hablar hoy del discurso apocalíptico (del diverso linaje que lo representa) convocamos su contra-discurso crítico, la crisis de la idea del fin como promesa del recomienzo. En este trabajo quisiera argumentar que, en esa ruptura de lo Moderno, las versiones latinoamericanas del Apocalipsis son contra-apocalípticas porque son representaciones políticas. En lo que sigue veremos algunos modelos de esta reinscripción americana que responde a la sentencia apocalíptica subvirtiendo las fases de la globalidad moderna y re-construyendo, alternativamente, una modernidad postapocalíptica.

I

Antes, conviene establecer el escenario teórico de esta crítica del apocalipsis. En El origen del drama barroco alemán (1928) Walter Benjamin había observado que ‘El origen de la visión alegórica se encuentra en la confrontación entre physis abrumada de culpa, instituida por el Cristianismo, y una natura deorum más pura, encarnada en el Panteón. Al cobrar nueva vida el componente pagano

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La alegoría del Apocalipsis en la literatura latinoamericana

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con el Renacimiento y el componente cristiano con la Contrarreforma, la alegoría, en cuanto forma de su confrontación, también se vio obligada a renovarse’ (Benjamin 224). No deja de escucharse en esta definición una respuesta a Nietzsche, cuya visión de la tragedia Benjamin recupera como innovadora (‘pagó caro –dice– el haberse emancipado del estereotipo de la eticidad que se le solía imponer a los acontecimientos trágicos’); pero cuyo nihilismo entendió como una inadecuación política a su tiempo, compartida por Baudelaire. Y aunque Brecht acusó a su amigo (suponemos que con ironía), de estar influido por el estilo de Nietzsche, vale la pena retener esta postulación de la alegoría nacida de lo empírico, que no ignora la risa, como una forma crítica de interpretación contraria, incluso contrariada, capaz de renovar la disputa por las representaciones.

D. H. Lawrence escribió antes de morir, como Nietzsche antes de la locura, su propio Apocalypse (1929). En su prólogo a la traducción francesa, Gilles Deleuze nos recuerda que éste es un libro que no se podría haber escrito sin el Anticristo de Nietzsche. Y advierte: ‘Si estamos embebidos en el Apocalipsis es porque inspira modos de vivir, sobrevivir y juzgar en cada uno de nosotros. Es un libro para todos aquellos que piensan en sí mismos como sobrevivientes. Es el libro de los Zombies’ (Deleuze 1997: 36, trad. mía).

Lo que Deleuze llama ‘la innovación del Apocalipsis’ frente al mundo pagano, radica en que la destrucción de ‘un enemigo anónimo e intercambiable, no identificable, ha devenido el acto más esencial de la nueva justicia. Este enemigo no precisado es designado como cualquiera que no sigue el orden de Dios’ (45). Así, advierte, ‘la destrucción es llamada justa, y la voluntad de destruir Justicia.’ No está lejos de la denuncia nietzscheana esta paradoja del discurso de un nuevo poder. Por eso, concluye Deleuze: ‘No hay quizá grandes semejanzas entre Hitler y el Anticristo, pero hay un gran parecido entre la Nueva Jerusalén y el futuro que ahora se nos promete, no sólo en la ciencia ficción, sino en los planes de la industria militar de un absoluto estado global. El Apocalipsis no es un campo de concentración (Anticristo); es la gran seguridad militar, policial y civil del nuevo Estado (la Jerusalén Celeste). […] Cualquier lector relativamente saludable del Apocalipsis, se sentirá que está en un lago de azufre’ (46). Esta lectura sarcástica estaba prevista por el modo nietzscheano, aunque Deleuze concluye

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con una alegoría política anti-apocalíptica, derivada del ‘flujo’ liberador de Lawrence, quien oponía en su libro la Physis a las ‘falsas conexiones’ impuestas por el mundo y el ego a costa del alma. ‘No se trata de un retorno a la naturaleza sino de un problema político del alma colectiva,’ sentencia.

En El pliegue, Leibniz y el barroco Deleuze retoma la propuesta crítica de Benjamin contra la unidad universal del símbolo, a nombre del despliegue de la alegoría barroca. Escribe:

Con Walter Benjamin la comprensión del Barroco da un paso decisivo, al demostrar éste que la alegoría no era un símbolo fallido, una personificación abstracta, sino una potencia de figuración completamente diferente de la del símbolo: éste combina lo eterno y el instante, casi en el centro del mundo, pero la alegoría descubre la naturaleza y la historia según el orden del tiempo, convierte la naturaleza en historia y transforma la historia en naturaleza, en un mundo que ya no tiene centro (Deleuze 1989: 161).

Desde nuestro horizonte de lectura, donde el Apocalipsis ha sido el substrato de las contra-representaciones (o des-representaciones) de la historia e incluso de la historiografía, podemos empezar reconociendo que la alegoría es un instrumento que convierte a la naturaleza y la historia en figura culturalmente situada y políticamente proyectada. Por eso, la noción de ‘alegoría nacional’ se nos aparece hoy más centrada y situada, y por eso mismo más metafórica que crítica. ‘Un mundo que ya no tiene centro’ (desterritorializado, descentrado) sería un discurso de persuasión apocalíptica, que subvierte el principio de identidad y cuestiona la lógica causal de las articulaciones. Apocalipsis, después de todo, se traduce como ‘revelación.’ Des-velar o des-cifrar supondría ver más (milagro quiere decir ver más); y, precisamente, la genealogía de la revelación es en América Latina un trabajo de alternativas a la lógica dominante de las articulaciones predicativas y normativas. Desde temprano, la representación de los objetos se convierte en la disputa por su lugar en los sentidos: Pedro Mártir describe la piña (emblema barroco) de oídas, mientras que Fernández de Oviedo ha probado la fruta y se burla de quienes no lo han hecho. Pedro Mártir finalmente vió una pera en mal estado, y no la pudo probar. Felipe II tuvo una en su mesa, la contempló y decidió no probarla. La disputa no es sólo por el sujeto sino por el lugar del objeto nuevo (el Nuevo Mundo)

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en los discursos. Uno es el discurso paradisíaco (supone el registro de ‘la maravilla’ o el asombro); otro el discurso barroco (postula la inmanencia como exuberante); otro el político (propone la naturaleza abundante como modelo de una cultura re-articulatoria). El primero subraya la posesión, el segundo la suma de las diferencias, y el tercero busca rehacer el lugar del presente. La alegoría como forma tradicional donde se figuran ideas morales o políticas a través de la personificación, es reemplazada, en la modernidad de la visión de América, por la alegoría como una interpretación exploratoria del objeto, cuyo sentido problemático disputa, cierne y proyecta.

II

Una primera hipótesis sobre el operativo crítico del discurso apocalíptico en América Latina se puede formular en términos de su fuerza de contradicción: la alegoría apocalíptica empieza problematizando las representaciones dominantes, cuya lógica de reproducción desmonta para contradecir las jerarquías de su reduccionismo. Pero más que en una historia de casos, que confinaría su fuerza indeterminada, el discurso apocalíptico parece revelarse en una tipología de estrategias. Más que sistemático, es un flujo desestabilizador del discurso normativo y despliega una textualidad irónica, satírica, gratuita, y hasta festiva de su ocurrencia contradictoria. El discurso apocalíptico introduce una inquietud inusual: su exceso de indeterminación desestabiliza la referencialidad del habla. Por eso hemos dicho que el discurso apocalíptico (en cualquier horizonte colonial o posición marginal) se despliega como un lenguaje contra-apocalíptico. Desde el campo lectural, donde se mueve entre disciplinas, géneros y representaciones, este lenguaje desestabilizador apropia el modelo discursivo del Apocalipsis, que es la sanción cristiana del fin de los tiempos, del fin del mundo y del fin del discurso mismo, para reinscribir la finalidad del fin.

‘Nada es menos conservador que el género apocalíptico,’ sentenció Derrida. Y aunque tiene razón, no se puede olvidar que en el Apocalipsis hay muy poco que conservar. Juan de Patmos empieza hablando de la carestía, de los ricos que se esconden en las cuevas y de los pobres que

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claman venganza. Pero más que de un género, se trata hoy de un post-género, una retórica de la destrucción para reconstruir la representación. Derrida vió en la Torre de Babel el emblema de la deconstrucción, esto es, un monumento de la crisis: los lenguajes se suceden, sin traducción, revelados en su desarticulación. En su exégesis ‘De un tono apocalíptico recientemente adoptado en Filosofía’,1 recomienda preservar ‘suficiente deseo apocalíptico, esta vez como deseo de claridad y revelación, para desmitificar, o si se prefiere, deconstruir el discurso apocalíptico mismo y en él todo lo que especula sobre la visión, la inminencia del fin, la teofanía, la parousia, el Juicio Final, y demás’ (Derrida 82, trad. mía). Volver a comenzar es retomar a Nietzsche, cuyo Anticristo memorablemente comienza con una definición de la crítica: ‘Mirémonos a la cara el uno al otro. Nosotros somos Hiperbóreos’. O sea, más allá de Boreas, en el cálido lugar de la abundancia, se sitúan los que abren camino fuera del laberinto de los milenios. Hablar desde allí anuncia la toma (apocalíptica) del Apocalipsis.

No ha de extrañar que la actual teología considere la ‘revelación’ no en términos de ‘verdad revelada’ sino como asunto de fe situado en la división moderna del nombre y el objeto, en lo que Michel de Certeau llamó la ‘desontologización del lenguaje’ moderno.2 José María Arguedas propuso una alegoría apocalíptica de la negatividad de lo mo-derno en su novela El zorro de arriba, el zorro de abajo (1971). La cali-dad de lo revelado, nos dice esa novela, es la precariedad de la palabra, convertida en una oración sin Dios. Ese desgarramiento, sin embargo, transforma a sus héroes paradójicos (el loco, el borracho, el enfermo de muerte) en una comunidad primitiva de cristianos desamparados (están fuera del lenguaje y de la representación). Libro del fin (que incluye el diario del suicidio del autor), su lenguaje, sin embargo, está encendido por la exaltación profética, aunque se trata de un discurso que ha perdi-do al mundo. Su forma crítica es, por eso, una voz del desierto.

La profesora Elisabeth Schüssler Fiorenza ha propuesto un mapa de la lectura del texto bíblico a partir de sus ‘estrategias de lectura’ y

1 Un planteamiento del tema es el de Kirk Boyle.2 John Montag SJ pone al día esta discusión en su iluminador trabajo ‘Revelation,

The false legacy of Suarez’.

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‘análisis retórico’ contemporáneos, demostrando la dimensión política de su redencionismo, apropiada no sólo por Martin Luther King y el discurso de los derechos civiles sino también por la teología de la liberación y el feminismo.3 Schüssler Fiorenza define su propia lectura como situada ‘en el discurso tanto de los estudios bíblicos como de la teología de la liberación y de la teología feminista en orden de producir una interpretación crítica feminista-política y una evaluación teo-ética’ (5, trad. mía). Cita ella un poema de la teóloga y poeta guatemalteca Julia Esquivel (‘Thanksgiving Day in the United States’), que empieza:

In the third year of the massacresby Lucas and the other coyotesagainst the poor of GuatemalaI was led by the Spirit into the Desert

And on the eveof Thanksgiving DayI had a vision of Babylon:[…](Esquivel citada por Schüssler 27)

La visión es la Ciudad contaminada por sus máquinas y condenada por sus culpas. Notablemente, la fe alimenta la demanda de justicia, y las palabras requieren decir lo menos para ser más justas. El Apocalipsis, por lo mismo, opera como un modelo moral cuya significación política actual se sostiene en la teología de la liberación. La demanda de justicia y la defensa de los pobres convierte al poeta en el nuevo enunciador del verbo de la sanción; y el modelo discursivo apocalíptico adquiere el valor del presente refutado. Por lo demás, de acuerdo a la teología, la revelación acontece como visión mística. El Apocalipsis opera, así, como la memoria simbólica que guarda la orfandad: sus palabras son más valiosas que su mismo discurso.

Y, sin embargo, la hipótesis política que puede proyectarse en alegoría apocalíptica se debe enteramente a la retórica, esto es, a la persuasión. Más que la instrumentación de la racionalidad política, se trata de la revelación de la política como nueva ocurrencia de las

3 Puede verificarse este intento de contextualización en Ricardo Foulkes.

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palabras en el mismo lenguaje. Si nos detenemos, por eso, en el conocido poema de Ernesto Cardenal, ‘Apocalipsis’ (1965), comprobaremos que su lenguaje busca desasosegadamente decirlo todo sin lograr decir lo suficiente. Empieza posicionándose en la cita: ‘Y he aquí/ que vi un ángel’. Si se trata de una revelación (la quintaesencial revelación) el acto de ver declara, primero, su riqueza retórica: ‘vi’ es verbo que actualiza el pasado, sílaba que convierte en inmediatez la visión; acarrea la fuerza del testigo y el temblor del testimonio, que afirma, diciendo que sí, que vi esto y vi lo otro; y que viendo más dramatizo el asombro de ver, el milagro de haber visto y el escándalo de estar viéndolo desde otros ojos que se abren. La figura anafórica, que pasa por Rabelais, por Whitman, por Borges en ‘El Aleph’, postula que es capaz de convocar a todo el lenguaje en una sílaba, la del yo visionario, oracular.

Cardenal, en cambio, se debe a la referencialidad, al contexto donde el poema se disuelve en la repetición. Ver un ángel es citar su mirada, pero ver que ‘todas sus células eran ojos electrónicos’ es perderlo de vista. El poema se pierde, discursivo, en las ruinas de la destrucción tópica, esto es, metafóricamente obvia. En cambio, cuando retoma la cita, recobra la mirada original:

Seguía yo mirando en la visión nocturnay vi en mi visión como en una televisiónque salía de las masas una Máquina(Cardenal 120)

Y ve, nos dice, ‘aviones más veloces que el sonido con bombas de 50 megatores,’ que ‘volaron en dirección a todas las ciudades de la tierra/ y en todas ellas hicieron blanco.’ Ganado por este entusiasmo apocalíptico, el narrador escucha que el ángel le pregunta: ‘¿Reconoces dónde estuvo Columbus Circle?’ Y, responde: ‘yo sólo vi un hoyo, en que cabía un edificio de 50 pisos.’ Pero más que el ‘ground zero’ del poema anticipatorio, se trata aquí del buen humor:

Y el ángel me dio un cheque del National City Bank Y me dijo: Cambia este chequeY en ningún banco lo pude cambiar porque todos los bancos habían quebrado (Cardenal 121).

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Es éste un ángel didáctico, que le paga al glosador con un cheque sin fondos, haciendo de la mentira una ilustración de la verdad.

En cambio, en ‘Apocalipsis de Solentiname’ (1976) Julio Cortázar levanta su propio testimonio de la revelación sin describir, ni siquiera mencionar, más allá del título, la alegoría política que se le impone. Recordemos que el cuento empieza como una crónica, que asume la persona del autor, que reclama la verosimilitud de lo cotidiano como la prosa de su mundo de escritor, que comparte las revoluciones latinoamericanas con humor y paciencia. El peregrinaje empieza en Costa Rica, donde los mensajeros (Ernesto Cardenal en primer lugar) lo buscan para llevarlo de visita a Solentiname, aunque ya en el camino aparece el punto de vista de la revelación: la cámara fotográfica, que produce ‘un papelito celeste que poco a poco y maravillosamente y polaroid se va llenando de imágenes paulatinas…’ (156). Ya en Solentiname, el narrador se detiene no en la comunidad cristiana y revolucionaria del padre Cardenal, bien difundida por la prensa, sino en las pinturas de campesinos, ‘todas tan hermosas, una vez más la visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza: vaquitas enanas en prados de amapolas…’ (156). Mundo, recordemos, quiere decir limpio, de modo que ‘la mirada limpia’ que lo representa lo hace más nuevo aún. En esas pinturas, está el re-comienzo, ‘una vez más,’ la verificación colectiva del bien. Pero sólo es al otro día, en que ‘empecé a mirarlos a la luz delirante de mediodía,’ y los fotografía con su cámara. De vuelta a París, el escritor decide ver las fotos, pero la cámara no ha captado los paisajes idílicos de los campesinos sino la matanza de un muchacho por los esbirros del dictador. ‘Miré sin comprender,’ nos dice, pero la próxima foto es la de un cuerpo retratado mientras cae herido de bala. ‘Me dije que se habrían equivocado en la óptica, que me habían dado las fotos de otro cliente;’ pero seguir ‘mirando’ es descubrir otra persecución policial, esta vez en Buenos Aires, donde hay ‘alguien mirando de frente, una cara de incredulidad horrorizada’ (158). Y, enseguida, ‘vi un claro de selva’ donde un pelotón que apunta y un muchacho que los ‘miraba’; ‘y vi que el muchacho era Roque Dalton […] y alcancé a ver un auto que volaba en pedazos’. Cuando vuelve la amiga, el narrador le pide que mire las fotos pero ella le dice ‘Qué bonitas te salieron […] quién los pintó […]’ (159).

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El Apocalipsis, por lo tanto, ha desplegado su alegoría política como una revelación literal. Primero, a partir del revelado de un rollo de fotos; luego, en la verdad revelada de la represión, la guerra sucia y hasta el fratricidio (el asesinato de Roque Dalton por sus compañeros guerrilleros). Y la revelación final de la amiga confirma la visión del narrador quien, como en otro milagro, ha visto más. La política, por eso, es la figura que se impone como la dimensión imaginaria de una revelación: pone en crisis las representaciones y se despliega en un presente pleno como el suplemento construido en el proceso hermenéutico de la visión. Figura de alabanza, celebración de lo vivo, el arte convierte el dolor y la muerte en restitución fraterna.

La posición de Cortázar, por otro lado, postula que habla desde su propia visión estética, en la cual lo excepcional es un acontecimiento propiciado por lo casual. En esa perspectiva, como sabemos, coinciden en diversa tensión lo fantástico y lo literal; pero en este relato la violencia apocalíptica de la represión y la ‘guerra sucia,’ siendo lo más evidente, aparecen como lo más fantástico. La violencia del presente parpadea en la mirada. Por eso, este cuento es una sutil poética de la parábola política, de su carácter menos programado y más vulnerable, quizá incluso precario. No es casual que las pinturas de los campesinos sean coloridas mientras que las fotos de la violencia sean en blanco y negro: vemos que hay un ‘cielo desnudo y gris,’ un ‘auto negro,’ una pieza ‘casi a oscuras,’ una ‘sucia luz,’ una ‘sombra de espaldas,’ una ‘frente morena;’ y sólo de dos policías se observa ‘una corbata azul y pulóver verde’. La violencia se revela en el claroscuro. Si la epifanía de ‘El Aleph’ de Borges se debe a lo fantástico, y su testimonio revelado es de asombro, la historia revelada en el cuento de Cortázar pertenece a lo tenebroso, y es dolorosa.

Ya el Apocalipsis de San Juan incluía las evidencias de la pobreza y la guerra, y no poca parte de su fuerza destructiva se demora en los poderes corruptos. El fin del mundo ocurre en una época de extrema carestía: un denario era el salario de un día y no alcanzaba para comprar medio quilo de trigo. Como escribe un comentarista actual: ‘en la crisis que el Apocalipsis tiene presente, la inflación ha alcanzado el 120 por ciento.’

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III

Siendo una reinscripción del Apocalipsis en la Guerra Civil española, ‘El Guernica’ (1937) de Picasso no podía documentar el horror de la violencia sino desde su desvelamiento por la luz. El ojo de luz que enciende la escena es el punto de referencia de una representación que excede el campo de la mirada. La luz documenta lo literal (una madre que grita lleva a su niño muerto en brazos) y lo sobrenatural (una cabeza desgarrada flota en la escena). Lo iluminado, lo blanco, lo negro y lo gris componen la escena de la matanza, presidida por un caballo que viene de la obra anterior del pintor pero tambien del Apocalipis (‘El jinete del caballo blanco’, 19.11.21). Ese jinete llevaba en la boca una espada justiciera; el caballo lleva ahora por lengua una suerte de daga. Bien visto, el proceso de composición del ‘Guernica’, que despliega la búsqueda del artista de su propio alfabeto histórico, traza el proceso de la revelación: decanta la imagen gracias a las lecciones de la luz; y logra la iluminación ardorosa que despoja la representación en su esquema. La explosión detrás de la ventana, el ojo despupilado que separa las sombras, las miradas de los personajes sin términos de referencia, demuestran la condición revelada (lo que Heidegger llamó la ‘revelacidad’) como la zozobra de lo vivo y la fuerza de lo literal. La crítica cree que este caballo está herido y agoniza. Juan Larrea, apocalíptico vocacional, creyó que el caballo blanco del apóstol Santiago reaparece en el caballo de José Martí y es recobrado por Rubén Darío cuando le dice a Cristo: ‘Y tu caballo blanco que miró el visionario/pase’ (‘Canto de esperanza’). Sólo Darío era capaz de evocar el Apocalipsis como una resolución postapocalíptica casi gentil:

Y nuestro siglo eléctrico y ensimismadoentre fulgurantes destellosverá surgir a Aquel que fue anunciadopor Juan el de suaves cabellos. (‘Pax’, Darío 1247)

Pero el método de Larrea es, más bien, asociativo: puesto a sumar caballos, no puede dejar de incluir el de Bolívar y, sin humor, al pobre caballo de Don Quijote y hasta el simulacro de Clavijeño. Larrea hizo suya la promesa cultural de Darío (‘América es el porvenir del mundo’),

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y en sus ensayos de formulación poética desarrolló la utopía cultural esencialista del espíritu hispánico reencarnando, luego de la pérdida de la República española, en tierras americanas. Creyó, por eso, que la poesía de Vallejo era la primera demostración plena de ese traslado de la palabra. Este misticismo es, en sí mismo, de estirpe apocalíptica, si bien su mecánica demostrativa es una genealogía redencionista, que hace del futuro una restitución. Por eso, su culturalismo es teleológico, y su mecanismo parabólico; convirtió los símbolos en arquetipos en una suerte de filología poética. Forjó, eso sí, una demanda espiritual de honda nobleza y fe justiciera.

La alegoría apocalíptica, en manos de Picasso, es una trascendencia radical del lenguaje: un acontecimiento, sin comienzo ni fin, que cristaliza la extensión de lo desvivido. No debe haber escapado a Vallejo la fuerza de ese radicalismo, tan próximo a su propio sistema de desrepresentación y a la refiguración material y política del arte moderno. Vió el ‘Guernica’ en junio de 1937, cuando de vuelta en París luego de su último viaje por España, visitó el pabellón de la República española en la Feria Internacional, donde se lo exhibía por primera vez. Vallejo estaba escribiendo su propia versión del Apocalipsis republicano, España aparta de mí este cáliz (1938), y de inmediato se produjo un diálogo entre su poesía y el cuadro.

Ahora bien, a diferencia de buena parte de los textos que instrumentan el Apocalipsis para demostrar lo que ya sabemos, Vallejo se propuso hablar desde los límites del lenguaje, desde la encrucijada entre el nombre y la cosa, entre lo objetivo y lo proyectivo, entre el discurso y su referencialidad, para subvertir tanto la lógica de las representaciones como la articulación del mundo en el lenguaje. Lo extraordinario de este libro es que se trata de un nuevo Apocalipsis, que esta vez no ocurre al fin de los días sino al final del lenguaje. Es el lenguaje, la hechura epistemológica del mundo, lo que se viene abajo para que emerja, en su lugar, la hermenéutica de un decir extremado y radical, cuyo referente es otro mundo. Por un lado, el apocalipsis histórico es reescrito por la promesa evangélica: el poder del mal es sustituido por la bienaventuranza de los justos. Por otro, la materialidad se hace trascendente: la vida es infinita, no la muerte. Y, en esa postulación contra-apocalíptica, un cadáver se convierte en un libro y un muerto resucita cuando se lo piden todos. ‘Sólo la muerte morirá’,

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promete el poeta. Y ese futuro está ya en el presente: la muerte, en efecto, muere en el poema.

Los dos grandes modelos de la representación occidental, el de la Utopía y el del Apocalipsis, son convocados en esta encrucijada de la historia ya no sólo latinoamericana y europea sino moderna y contemporánea. En su trance hispánico, son citados para dar cuenta de una tragedia. Esto es, la promesa intelectual de un mundo más libre y justo se realiza con los materiales del fin de los tiempos en una visión, evidentemente, trágica de la historia. No se trata de una promesa milenarista que requiere del fuego sagrado para cumplir la salvación. Se trata, más bien, de una tragedia colectiva que revela los límites de lo moderno, su disputa entre fuerzas contrarias de poder desigual. Lo apocalíptico es una revelación de la tragedia, que lleva el costo del futuro: los niños, dice el poeta, van a dejar de crecer si cae España; es decir, van a perder el lenguaje y, por tanto, el control de su destino. La tragedia es la agonía moral del derrumbamiento histórico, el dolor que sufre el lenguaje al quebrarse. Evidentemente, una tragedia utópica, o una utopía trágica, es un contrasentido: un escándalo del lenguaje.

En el poema ‘Los nueve monstruos’ asistimos a la revelación del lenguaje como nuevo asombro

Jamás, hombres humanos,hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!Jamás tanto cariño doloroso,jamás tan cerca arremetió lo lejos,jamás el fuego nuncajugó mejor su rol de frío muerto!Jamás, señor ministro de salud, fue la saludmás mortal. (Vallejo 411)

La alegoría irónica que funde el dolor, el absurdo y los términos contrarios, poniendo en crisis el principio de articulación, preside la novela apocalíptica de Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca (2007), cuya enunciación se sitúa en la fisura vallejiana, que subvierte el lugar del sujeto. Pero si el paradigma vallejiano (la radicalidad de un habla corporal, orgánica) se hace patente en esta notable novela, la reducción fantasmática, casi gótica, de Juan Rulfo en su Pedro Páramo parece operar como paradigma complementario. La novela discurre,

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concentrada de recursos, desde una mirada cenital corrosiva, en torno a una pareja reclusa de viejos militantes de una célula revolucionaria consumida por la clandestinidad, la fuga y la matanza. Son fantasmas del discurso político radical, cuya decrepitud subraya su derrota entre los discursos dominantes de turno, organizados en la alianza del Estado y el Mercado. El apocalipsis político (la dictadura, la guerra sucia, la lucha fratricida) se ha diluido, y sólo se escuchan sus ecos entre el olvido y el anacronismo. Y sin embargo, la pieza miserable, el té y el arroz que consumen, su cama hundida, sus huesos dolientes, le confieren a esta pareja del fin del mundo ideológico el sobrio patetismo de héroes trágicos. Entre la ironía del barroco antitético de Vallejo y la desnudez del habla del fin, que remite al modelo melancólico de Rulfo, estos sobrevivientes de Diamela Eltit poseen la piadosa severidad de los monologantes de Beckett, sostenidos apenas por un puñado de palabras. Son personajes que creían adelantar el tramo utópico y asisten al derrumbe del mundo que soñaron. Pero no son sólo sobrevivientes de sus sueños, sino de la culpa, que los hermana en la tumba del lenguaje, en su penumbra fantasmagórica. Son mendigos de un discurso sin interlocutores.

Si en Pedro Páramo el mundo empírico había sido construido desde la ideología católica popular, desde la licencia de una representación que lo hacía verosímil; en Jamás el fuego nunca el mundo está construido desde la ideología revolucionaria que confronta a las dictaduras de los estados nacionales. Esas dictaduras finalmente caen, casi al mismo tiempo en que sucumbe la hipótesis revolucionarista. Los nuevos estados que surgen con la democracia neo-liberal son parte del sistema económico globalizado de una sociedad de bienestar sin bien, que decreta el bienpasar, descarta el malestar, y niega la memoria. En ese trance se abre el espacio precario de la última célula, la del olvido. Sólo que la ironía de la alegoría nos devuelve su pregunta por el costo del tránsito: ¿quién ha sobrevivido, realmente, al Apocalipsis?

La literatura latinoamericana nos responde: han sobrevivido sus fantasmas.

Todos están muertos en Pedro Páramo, pero las voces dan cuenta de la historia del poder refutado. Es una larga agonía la que recuenta La muerte de Artemio Cruz, pero las tres personas del relato exorcizan la ubicuidad del nuevo tirano. Al final de Cien años de soledad nos damos

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con que todo lo que hemos leído había ya desaparecido en el apocalipsis de la edad solar, la sol-edad patriarcal y guerrera. Pero las promesas del registro y la traducción, desde El Quijote, seguirán reinscribiendo, en español, la próxima alegoría de la lectura. Será otra revelación.

Bibliografía

Benjamin, Walter, El origen del drama barroco alemán. Trad. José Muñoz Millares (Madrid: Taurus, 1990).

Boyle, Kirk, ‘Whose Apocaliptic Ruses? Derrida, Psychoanalysis, and Biblical Criticism’, in Journal of Philosopy and Scripture 4.1 (Fall 2006), pp. 1–20.

Cardenal, Ernesto, Poesía. Selección y prólogo de Cintio Vitier (La Habana: ed. Casa de las Américas, 1979, col. ‘Literaturas latinoamericanas’).

Cortázar, Julio, ‘Apocalipsis de Solentiname’, Cuentos completos 2 (Buenos Aires-México: Alfaguara, 1994), pp. 155–160.

Darío, Rubén, Poesía, J. Ortega (ed.), con la colaboración de N. Vélez (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2009).

Deleuze, Gilles, ‘Nietzsche and Saint Paul, Lawrence and John of Patmos’, in Essays, critical and clinical. Trad. Daniel W. Smith y Michael A. Greco. (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1997), pp. 36–52.

———, El pliegue, Leibniz y el barroco. Trad. José Vázquez y Umbelina Larraceleta. (Buenos Aires: Paidós, 1989).

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Foulkes, Ricardo, El apocalipsis de San Juan, Una lectura desde América Latina (Buenos Aires: Nueva Creación, 1989).

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Nietzsche, Friedrich, Twilight of the Idols and The Anti-Christ. Trad. R.J. Hollingdale (Harmondsworth: Penguin, 1968).

Schüssler Fiorenza, Elisabeth. Revelation. Vision of a Just World. (Minneapolis: Fortpress, 1991).

Vallejo, César, Obra poética. Edición crítica coord. por Américo Ferrari (Paris: ALLCA XX, 1988, col. ‘Archivos’).

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Marco Kunz

Apocalipsis y cierre de la novela en la literatura hispanoamericana contemporánea

1. ‘Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin’ (Ap., 1, 8)

La lectura de un final empieza en el principio. La Omega se relaciona con el Alfa a través de múltiples conexiones, correspondencias, analogías, ecos, oposiciones, inversiones; el Alfa anuncia y anticipa lo que la Omega confirma y corrobora. Así, en la estructura de la Biblia, los dos polos extremos que corresponden al principio imaginado (Génesis) y al desenlace vaticinado (Apocalipsis de San Juan) de la historia de la humanidad en cuanto referente del texto –el libro de la vida– enmarcan una epopeya que parte de una culpa individual –el pecado original– y conduce a una condena colectiva –el juicio final– debido a la intransigencia de un Dios creador severo e implacable, que con sus amenazas y atrocidades intenta coaccionar a sus criaturas a someterse a su autocracia en el Antiguo Testamento y al régimen presuntamente redentor de su presunto hijo en el Nuevo.

Aparte de su propósito aleccionador principal, el Génesis y el Apocalipsis cumplen también funciones metaficcionales importantes por situarse en los puntos estratégicos de un macrorrelato: la constitución del escenario ficticio y el planteamiento de un conflicto inicial para desencadenar la trama en el comienzo, por un lado, y, por otro, la interrupción definitiva del flujo narrativo, la desaparición del espacio de la ficción y la evaluación crítica del protagonista colectivo (i.e. todos los seres humanos) en el desenlace. El mito cosmogónico judeocristiano cuenta la creación del mundo como un acto del lenguaje. En la secuencia inicial del Génesis se repite mucho el sintagma ‘dijo Dios’, que siempre precede al más raro ‘hizo Dios’:1 el texto nos presenta

1 En Génesis 1, en la traducción española que manejamos (La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento, México D.F., Sociedades Bíblicas Unidas, 1991), contamos

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a un Dios enunciador de órdenes que repercuten en la existencia de los elementos que, inmediatamente después de ser dichos, surgen de la nada, según la fórmula ‘Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz’ (Gén. 1.3). Dios crea con su voz, sus palabras se transforman en materia y reciben de él su nombre: ‘Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche’ (Gén. 1.5). Este Dios dice antes de hacer, o mejor, dice para hacer, hace el mundo diciéndolo. La analogía entre el acto divino y la creación literaria resulta patente: el escritor imita simbólicamente este acto divino en sus enunciados, pues éstos crean un espacio nuevo mencionando las cosas y los personajes que lo componen. ¿O es el Dios del Génesis un personaje de ficción que, a su vez, imita lo que hacen los poetas, pero disimulando la ficcionalidad de su creación y de sí mismo? Es posible leer el comienzo bíblico no como un relato, por cierto muy poco verosímil, sobre el origen de nuestro mundo real, sino como la configuración verbal del escenario en el que, a continuación, se va a desarrollar la trama de una parábola ficticia con intenciones didácticas: primero se diseña el decorado (el Edén), después se presenta a los protagonistas del primer capítulo (Adán, Eva) y se introducen unos primeros elementos perturbadores del inmovilismo paradisíaco (una serpiente, un árbol, una manzana) a fin de provocar una transgresión capaz de poner en marcha la sucesión de acontecimientos que constituye el plot de esa novela total titulada Santa Biblia.

A este acto creador de la enunciación genésica en el incipit corresponde, en los últimos párrafos del Apocalipsis de San Juan, la prohibición tajante de continuar o modificar el texto:

Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro. 19 Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro (Ap. 22, 18–19).

11 veces el verbo decir (diez veces en la forma dijo con el sujeto Dios), cinco veces llamó (siempre después de un versículo con dijo), pero sólo dos veces hizo y seis veces creó, en general posteriores a un verbum dicendi. Prevalecen claramente los actos del lenguaje.

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El Dios creador se asegura los derechos exclusivos de autor sin hacer concesiones a sus lectores y amenaza con castigar severamente cualquier infracción contra su monopolio de enunciador supremo, llevando su preponderancia al extremo de erigirse en crítico y juez único de la actuación de sus criaturas en el Libro de la vida que él mismo ha escrito.

Si se lee el comienzo del libro Génesis sin compartir los presu-puestos ideológicos del cristianismo, resulta difícil aceptar que la causa de la expulsión del paraíso haya sido el pecado original, o sea, el hecho de haber comido el fruto del árbol de la ciencia. Sin la perfidia de un Dios opresor, que creó el árbol y la serpiente para tentar a sus criaturas y que luego se regodea en castigarlos, sin la trampa que Dios les tendió y sin su autoritarismo, Adán y Eva habrían podido quedarse en el jardín edénico, pues nadie sino Dios habría tenido el poder de echarlos. Con otras palabras, lo que realmente se nos cuenta en las páginas iniciales del Génesis es la historia de la represión original, de una limpieza étnica en el paraíso que desencadena una larga novela total que empieza como la saga de una familia antediluviana, se convierte en la crónica de un pueblo elegido y perseguido y culmina en un Bildungsroman sobre la vida del fundador mesiánico de una secta judía, a lo que se añade en el apéndice la correspondencia de los discípulos más fervorosos de aquél, para concluir con una visión estrambótica de la represión absoluta que pone fin a la humanidad pecadora. Tiene razón Juan Goytisolo: ‘Hay que leer el Génesis. Está todo ahí. Desde el pecado original de la mujer hasta la destrucción de Sodoma y Gomorra, las amenazas, el infierno, las visiones del Apocalipsis’: es decir, la misoginia, la homofobia, la ti-ranía, los campos de concentración y el exterminio: ‘El Dios de las tres religiones monoteístas es terrible’,2 constata Goytisolo con su agnosti-cismo inmodificable. El totalitarismo divino recurre a todos los medios de que dispone para silenciar a los disidentes: el dogmatismo, la censura, la persecución y la eliminación física. El imperio de Dios se parece de

2 Juan Goytisolo, en una entrevista con Pablo E. Chacón, ‘Juan Goytisolo: “Irak es un hervidero de terroristas gracias a Bush”’, in Terra Magazine, 2-VII-2007: www.co.terra.com/terramagazine/ interna/0,,OI1638114-EI9838,00.html (consultado 8 de noviembre de 2007).

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un modo inquietante a una dictadura genocida. En el Apocalipsis se lleva a sus últimas consecuencias la tiranía divina, manifiesta ya en el Génesis.

El modelo bíblico, estructural e intertextual, subyace a numerosos textos de ficción, independientemente del credo religioso de sus autores, pues se trata de un poderoso generador de tramas teleológicas que culminan en un momento de juicio y/o destrucción, siendo Cien años de soledad la versión laica más influyente de este esquema argumental en los países hispanohablantes. Según las preferencias del autor respectivo, se pondera más la destrucción del mundo cuando termina la historia, o la idea de un juicio final. Una hecatombe cierra, por ejemplo, la novela Al rumor de las cigüeñas (2003), de la boliviana Gabriela Ovando, donde el lugar de la acción novelesca es arrasado por una inundación de dimensiones diluvianas, mientras que el cubano Reinaldo Arenas, en el desenlace de El asalto (1990), pone el acento en la idea del juicio final, aunque invirtiendo la relación entre opresor y oprimidos, y en El sueño de Santa María de las Piedras (1997), el chicano Miguel Méndez reconcilia la metaficción con la escatología imaginándose el entierro de su personaje predilecto como una reunión de representantes de toda la humanidad, seguida de la desaparición del mundo. En las tres novelas, la revelación apocalíptica final coincide con la suspensión del texto: la aniquilación de éste y la de su referente ficticio son simultáneas.

2. ‘…Hasta que todo desapareció como sombra y humo…’

En Al rumor de las cigüeñas (2003), la primera novela, Gabriela Ovando, boliviana residente en el sur de la Florida, cuenta dos historias, una de hoy y otra del pasado: Mariana, profesora de literatura hispánica en una universidad de la Florida, escribe la saga de varias generaciones de la familia española de los Alfón en los primeros siglos de la colonización del Nuevo Mundo. Esta pretenciosa crónica novelesca parte de Extremadura para, pasando por Santo Domingo y no sin algunos anacronismos torpes, llegar a la Villa Imperial de Potosí, que debe su sobrenombre de Babilonia Andina menos al plurilingüismo de

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sus habitantes –‘esa Babel en la que ya nadie podía entenderse’ (Ovando 164)– que a los violentos enfrentamientos entre bandos enemistados y a la codicia y lujuria que reinan en ella, vicios que la hacen merecedora de la asociación onomástica con la metrópolis pecadora del Apocalipisis: ‘Ha caído Babilonia, la gran ciudad, porque ha hecho beber a todas las naciones del vino del furor de su fornicación’ (Ap. 14, 8). La historia familiar de los Alfón, extremadamente fragmentada y sobrecargada de personajes, alterna con episodios de la vida privada y profesional de Mariana y con comentarios críticos sobre la actualidad problemática de Bolivia a principios del siglo XXI, en el presente de la redacción de la novela histórica intradiegética: se presenta el país andino como dominado por la demagogia populista, la corrupción y la represión de los disidentes políticos, es decir, como una nueva Babilonia Andina que supera en amoralidad a la antigua.

En la primera página, una especie de prólogo titulado ‘Atrio’, ya se plantea el problema del final del relato, pues la novela se abre con la curiosidad del marido acerca del ‘desenlace de las historias que a Mariana se le metieron en la piel por más tiempo del imaginado’ (Ovando 9). Mariana se declara partidaria de cierta autonomía de las historias –‘No hay historias que alcancen el final que quieras darles’ (Ovando 9)– e incluso de su carácter potencialmente infinito: ‘Aunque, en realidad, creo que nunca terminan […]. Porque los textos sólo se empeñan en imponer las pausas’ (Ovando 9). Resulta bastante ingenua esta concepción de la génesis de las narraciones literarias como fragmentos cortados de un continuum de historias como si éstas existieran independientemente de su configuración en los textos que las cuentan, como si pudiera haber historias sin discurso, es decir, sin la formulación de sucesos y hechos no lingüísticos, seleccionados en el inmenso caos fenomenológico que es la realidad y ordenados por una conciencia pensante en una secuencia coherente de palabras. Mariana sugiere que las historias que escribe le llegan de fuera, que ella sólo es una receptora que les da forma escrita, orden, estructura, lo que contrasta con el evidente carácter de constructo de la novela en la que, bien mirado, ella no es más que un personaje. Para frenar el flujo de los sucesos narrados, Gabriela Ovando opta por contrarrestarlo, de un modo totalmente arbitrario, por otro flujo, el de una devastadora inundación que al final del relato se lleva toda la ciudad de Potosí, y lo anuncia, con palabras parcialmente idénticas a las del cierre, en la apertura misma de la novela:

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miríadas de cuerpos ascendieron hasta el Cielo entre las olas que arrebataron tapias y soltaron cofres, baúles y piñas de buena plata. Cuando Inés, Antonio de Alfón, sus hijos y el resto de las almas que habitaron la Babilonia Andina ya no alcanzaron a la siesta.Y todo desapareció como sombra y humo (Ovando 9).

Obviamente, se trata de una reminiscencia del huracán apocalíptico que arrasa Macondo en el desenlace de Cien años de soledad (y de alguna inundación de la narrativa breve de García Márquez), pero mientras que allí hay una clara motivación múltiple (p. ej. el pecado del incesto, el desciframiento de los pergaminos proféticos, la tara hereditaria de ‘las estirpes condenadas a cien años de soledad’: García Márquez 493), en la novela de Gabriela Ovando nada justifica este final catastrófico, no se desarrolla como consecuencia de la historia narrada, sino que contrasta de manera violenta con el final feliz al que ha llegado la saga de los Alfón en el epílogo. Se terminaron las matanzas en Potosí, se dicta una orden de perdón general (situación radicalmente opuesta a un juicio final), se abrazan los enemigos y se casan sus hijos, happy ending digno de ‘otra obra más de Lope de Vega, en la que los contrarios deciden súbitamente comprenderse cuando ninguno se entendía en la escena anterior’ (Ovando 172). Inés de Alfón comenta irónicamente el carácter estereotipado y poco verosímil de este desenlace (‘todo esto me suena a un cuento de hadas o a una novela pastoril’: Ovando 172), pues conoce el ‘carácter transitorio de los sucesos en la vida, que como las aguas de un río transcurren claras durante las noches de luna pero luego se ponen turbias con las corrientes que traen las lluvias’ (Ovando 172). Sin embargo, ni la sabiduría del símil ni la llovizna que empieza a caer en el mundo ficticio justifican la repentina transformación del río metafórico y de la lluvia incipiente en una hiperbólica inundación que destruye por completo el escenario de los últimos episodios narrados de la novela histórica intradiegética:

…Porque se desplomaron las murallas de la laguna de CariCari y el torrente arrasó con la Villa Imperial y sus ingenios, hasta borrarlos de los mapas y de la memoria de la humanidad.…Y nosotros vimos pasar, desde los tejados en los que nos refugiamos como náufragos, el cortejo que presidía con soberbia el Cerro, como un guerrero que contempla la ruina de sus enemigos. Todos vimos, desde arriba, a la Villa

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convertida en archipiélago, con sus calles tortuosas que parecían canales que daban paso al torrente del diluvio.–Hasta que todo desapareció como sombra y humo… (Ovando 173).

Este diluvio final revela ser una solución puramente estereotipada, fruto de un acto arbitrario con que la escritora decide poner fin a una sarta de episodios que podría continuar ad infinitum, aplicando de manera mecánica y manierista una receta narrativa que tuvo éxito en Cien años de soledad, pero que carece totalmente de una motivación intraficcional en el cierre de Al rumor de las cigüeñas. El cataclismo final, vaciado por completo de su significado, se emplea como mero recurso terminativo, como método espectacular, pero gratuito, para acabar con un mundo ficticio cuyo caudal de historias potenciales no se ha agotado en absoluto, pero cuya autora se ha cansado de seguir explotándolo. Sin integración en la trama, el apocalipsis se reduce a su función metaficcional de ser una alegoría de la desaparición del universo imaginario cuando termina el texto que lo evoca y construye.

3. ‘Camino hasta la arena. Y me tiendo’

El Asalto (1990) de Reinaldo Arenas es una novela distópica que describe un estado totalitario mucho más infernal que las dictaduras ideadas por George Orwell en 1984 o Aldous Huxley en Brave New World. El yo-narrador vive en un país carcelario gobernado por el Reprimerísimo, quien controla a sus súbditos con mano férrea y la ayuda de una legión de agentes que castigan la menor infracción a las normas con la muerte del transgresor. El protagonista es un oficial particularmente fervoroso de estas fuerzas de represión, un contrasusurrador superior, cuya tarea consiste en detectar y eliminar a los que se atreven a susurrar contra el régimen. Pero su verdadera obsesión es el deseo de matar a su madre: sólo se ha hecho contrasusurrador ‘para poderla perseguir y aniquilar donde quiera que se encuentre’ (Arenas 15), y la busca en vano en todo el país, en la Reprimería (la capital) y las primerías (las provincias), en la inmensa prisión patria y en los campos de rehabilitación, hasta que, el día de la Gran Ceremonia con que se celebra la llegada al poder

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del tirano, al recibir de éste la medalla de ‘héroe del universo’ (Arenas 115) por sus méritos en la persecución implacable del delito de mirar la entrepierna (la menor sospecha de inclinaciones homosexuales basta para ser ajusticiado en el acto), reconoce que su madre es el mismísimo Reprimero supremo. Este descubrimiento le produce, por primera vez, una erección instantánea, y blandiendo su falo redivivo revienta a la Gran Madre fálica alias el Reprimerísimo, desencadenando así una sublevación popular que acaba en el degüello de los cómplices y esbirros del dictador.

Las relaciones de El asalto con el Apocalipsis son múltiples, aunque no siempre obvias, porque hay una serie de desplazamientos e inversiones que distinguen la novela de Arenas y su desenlace violento de otras ficciones apocalípticas. Veamos, pues, las diferentes analogías entre la distopía del exiliado cubano y el relato bíblico.

El odio del protagonista de El asalto no se dirige contra el sistema represor, sino contra su madre, que personifica el principio genésico, pues a ella le debe la vida, mientras que la humanidad, según el mito cosmogónico judeocristiano, la debe al Dios omnipotente, del que dice el Antiguo Testamento que ‘creó […] al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó’ (Gén. 1, 27). Le horroriza ante todo la innegable semejanza hereditaria que descubre al mirarse en el espejo:

Más adelante me seguí mirando. Hasta comprender, cada vez más claramente, que me iba pareciendo cada vez más a ella, que mis ojos, mi nariz, mis patas y mi jeta iban siendo cada vez más los de ella. Que iba yo dejando de ser yo para ser ella. Y supe naturalmente, y cada día lo sé más, que si no la mataba rápido sería ella, me volvería ella misma, y entonces, siendo ella, cómo iba a poder matarla (Arenas 14).

En su busca de la madre le preocupa pensar que quizás ya esté muerta, pero que, por la imposibilidad de encontrar la prueba de su muerte, él nunca conseguirá la certeza de su aniquilación definitiva, y que, además, no tendrá la satisfacción de asesinarla con sus propias manos. Como el ateo que llega tarde para contribuir activamente a la muerte de Dios y que, al mismo tiempo, carece de la seguridad respecto a esta muerte, el matricida in spe teme que no salga nunca de la duda de si su madre ya no vive sin que él lo sepa:

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[…] tengo que pasar mi vida condenado a perseguir algo que no existe y que por lo tanto no voy a poder aniquilar, pero que, como en definitiva yo no sé si existe o no existe, me estará aniquilando siempre a mí; pues lo importante no es que mi madre esté muerta, sino saberlo, y más que saberlo, saber que fui yo quien la maté (Arenas 35).

Con la identificación de la madre con el Reprimerísimo se juntan en un único personaje los dos poderes principales del Dios del Génesis y del Apocalipsis, la creación y la represión, y la madre revela ser una monstruosa Madre fálica divinizada, de cuyo influjo nocivo el hijo sólo puede liberarse destruyéndola con su propio falo, arma más eficaz que todos los instrumentos fálicos que usa la madre para defenderse: ‘espadas o maza o cetro, o tricetros o bastones’ (Arenas 138). También en el Apocalipsis aparecen varios símbolos fálicos del poder divino: al Hijo de Dios le sale de la boca ‘una espada aguda de dos filos’ (Ap. 1, 16), con la que peleará contra sus enemigos (Ap. 2, 16), y las naciones ‘serán quebradas como vaso de alfarero’ (Ap. 2, 27) con su vara de hierro (cf. también Ap. 12, 5).

Si la asociación de la madre con el Dios genésico resulta todavía relativamente débil, la divinización del dictador es evidente. Su régimen parece un permanente juicio final en el que él hace el papel de legislador y juez supremo en uno, dicta las leyes y condena a los culpables (los pecadores) al tormento y la aniquilación, pero a sí mismo ‘se adjudica la impunidad total’ (Arenas 55). Se le cree casi omnisciente (‘la sabiduría del Reprimero es infinita’: Arenas 120), su imperio se considera como eterno (se celebra el aniversario de ‘nuestra definitiva y eterna liberación y del triunfo eterno del Reprimerísimo’: Arenas 96) y sus seguidores están convencidos de que de él depende la existencia del mundo: ‘si algún día el Reprimero fuera condenado a aniquilamiento total el universo desaparecería’ (Arenas 55). Con tales atributos, el tirano personifica la infinitud divina (‘EL REPRIMERISIMO ES INFINITO’: Arenas 137).

Que no se trate de un verdadero dios, sino de un dictador humano endiosado se manifiesta no sólo en su mortalidad, sino también en su excesiva corporalidad: ‘su panza descomunal’, ‘su inmenso vientre’, ‘sus nalgas monumentales’, ‘su cuello desproporcionado’, ‘sus belfos dentro de su pelambrera’ (Arenas 134). Los improperios que el narrador dedica a su madre, aunque a primera vista pertenecen al repertorio

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corriente de insultos misóginos, adquieren un sentido particular en relación con el Apocalipsis. El epíteto de ‘gran puta’ (Arenas 75) la relaciona con ‘BABILONIA LA GRANDE, LA MADRE DE LAS RAMERAS Y DE LAS ABOMINACIONES DE LA TIERRA’ (Ap. 17, 5), que ‘tenía en la mano un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la inmundicia de su fornicación’ (Ap. 17, 4), una ‘mujer ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los mártires’ (Ap. 17, 6), que por su infamia y abyección recibirá el castigo merecido: ‘la dejarán desolada y desnuda; y devorarán sus carnes, y la quemarán con fuego’ (Ap. 17, 16). La Gran Madre, a su vez, como si fuera una mezcla de cuerpo humano y máquina, ‘estalla lanzando tornillos, arandelas, latas, gasolina, semen, mierda y chorros de aceite’ (Arenas 140). Otra denominación de la madre con connotaciones apocalípticas es ‘bestia’ (‘la bestia que persigo está ahí, en algún sitio, tramando contra mí’: Arenas 121), que hace pensar en las bestias a las que adoran los infieles y herejes en la profecía de San Juan de Patmos: ‘¿Quién como la bestia, y quién podrá luchar contra ella?’ (Ap. 13, 4). Se trata de monstruos diabólicos (el número de la segunda bestia, que es también el del hombre, es 666: Ap. 13, 18), que, igual que el dictador totalitario, matan a todos los que no las veneran (Ap. 13, 15). En El asalto, muerto el Reprimerísimo, los hombres liberados celebran el final de la tiranía gritando: ‘al fin la bestia cayó’ (Arenas 141). Resulta obvia la asociación de la figura de la Gran Madre/Reprimero con Satanás y, por consiguiente, con un usurpador del trono divino.

Aunque la Gran Ceremonia en que se produce el asalto mortal al Reprimerísimo no es un tribunal, sino la celebración anual de la Machtergreifung (así se llamaba la conquista del poder en el lenguaje de los nazis), los rasgos apocalípticos son obvios. Se anuncia el discurso del tirano como si pronunciara un último y definitivo edicto de trascendencia universal: ‘Ha llegado el insuperable y más elevado instante a que pueda llegar el universo mundial’ (Arenas 125, subrayado del original). El Reprimerísimo está sentado en su trono, en el lugar más alto de las gradas, mientras que en los niveles inferiores se encuentran, según su rango en la jerarquía, el Gran Secretario en un palco tribunal, los cancilleres, vicecancilleres, etc., en la primera tribuna, ‘viejos y viejas y obreros generalmente sordos y ciegos a consecuencia de un trabajo monótono y perenne’ (Arenas 131) en la segunda, los agentes

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de seguridad que separan las esferas altas de los de abajo en la tercera, mientras que ‘los miembros más heroicos de la patria’ (Arenas 131), a los que pertenece también el narrador, ocupan la cuarta tribuna. Las masas populares se hallan en el nivel más bajo, obligadas a expresar su alegría y entusiasmo patriótico. En el Apocalipsis hay una disposición piramidal semejante: Dios está arriba, encima de los cuatro seres vivientes (Ap. 4, 6–9), los veinticuatro ancianos (Ap. 4, 4), los 144.000 sellados, o sea, siervos de Dios (Ap. 7), y millones de ángeles (Ap. 5, 11). Como los esbirros del Reprimerísimo (v. gr. ‘Reprimero cuando sea, Reprimero pa lo que sea, Reprimero a lo que sea’; ‘Gloria al Reprimero que ha hecho gloriosa esta gloria’: Arenas 124), los guardias angelicales de Dios lo admiran y glorifican (p. ej. ‘Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado’: Ap. 11, 17; ‘Temed a Dios y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado’: Ap. 14, 7) y persiguen y matan a todos los que no se le someten (las langostas de la plaga, p. ej., dañan ‘a los hombres que no tuviesen el sello de Dios en sus frentes’: Ap. 8, 4; los agentes del Reprimerísimo, a su vez, matan a todos los que no tienen los obligatorios ojos color de acero). El estado totalitario se parece bastante al imperio de Dios según San Juan de Patmos.

Se conoce bien la importancia del número siete en el Apocalipsis bíblico: hay siete iglesias que están en Asia (Ap. 1, 4), siete candeleros (Ap. 1, 13), siete estrellas (Ap. 1, 16), siete espíritus de Dios (Ap. 3, 1), siete lámparas de fuego (Ap. 4, 5), un cordero con siete cuernos y siete ojos (Ap. 5, 6), un dragón de siete cabezas y siete diademas en cada una (Ap. 12, 3), siete copas de la ira de Dios (Ap. 15, 7), etc. En un momento culminante de la profecía se abren los siete sellos del libro (Ap. 6) y caen sobre la tierra terribles catástrofes que diezman a la humanidad. Tras la apertura del séptimo sello (Ap. 8, 1), siete ángeles tocan siete trompetas desatando cataclismos de dimensiones nunca vistas. Mientras que los sellos del libro apocalíptico encierran los peligros que éste contiene, la Gran Madre de El asalto se protege con siete envoltorios contra las amenazas exteriores, de modo que para matarla el protagonista tiene que despojarla de estas corazas. La Madre se defiende echando todo tipo de proyectiles que, en vez de herir al agresor, masacran a sus propios aduladores en las tribunas inferiores y que, con cada envoltorio que cae, se hacen más débiles: una rueda dentada, una bola gigantesca,

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una cuerda hecha de serpientes, una lluvia de clavos, un vapor caliente, hasta que no le queda más que ‘garfios y metales, pedazos de madera y dentelladas’ (Arenas 139). Cuando ve que está perdiendo ‘la batalla de aquel gran día del Dios Todopoderoso’ (Ap. 16, 14), llama ‘hijo’ al asaltador para aplacar su ira, pero el efecto es totalmente contrario:

me mira llorando y dice: hijo. Es esto lo último que puedo escuchar. Todo el escarnio, la vejación, el miedo, la frustración, el chantaje y la burla y la condena que contiene esa palabra llega hasta mí abofeteándome, humillándome. Mi erección se vuelve descomunal, y avanzo con mi falo proyectándose hacia su objetivo, hacia el hueco hediondo, y la clavo (Arenas 140).

Con la caída del séptimo envoltorio, la Gran Madre alias el Reprimerísimo queda indefensa, vulnerable y mortal. Cuando se abre el séptimo sello del libro apocalíptico, ‘se hizo silencio en el cielo como por media hora’ (Ap. 8, 1); en El asalto, en cambio, la gran madre muere echando un aullido de agonía que desencadena un ‘insólito estruendo [que] recorre toda la explanada’ (Arenas 140), y estalla la sublevación de los hombres contra la opresión: en este juicio final invertido, el falso Dios y sus esbirros son castigados y masacrados por sus víctimas. El protagonista, en cambio, se desentiende de la carnicería que sigue a su asesinato: ‘Camino hasta la arena. Y me tiendo’ (Arenas 141). El relato, tras un clímax de tensión máxima y la erupción de una violencia extremada, termina con la inmovilidad del narrador en la tranquilidad de la playa. Se tiende en la arena, pero no se menciona el mar. San Juan de Patmos, más explícito, escribió: ‘y el mar ya no existía más’ (Ap. 21, 1).

4. ‘[…] hasta que al fin se perdió de vista’

Miguel Méndez cuenta en El sueño de Santa María de las Piedras (1997) las anécdotas, leyendas, patrañas y fabulaciones de los habitantes de un pueblo ficticio que podría ser una versión mexicana de Macondo: una aldea perdida en el desierto de Sonora por el que pasan la fiebre del oro, la migración de los mojados, el fervor evangelizador de los predicadores

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gringos y otras calamidades, sin que cambie fundamentalmente nada. La novela tiene un protagonista colectivo, toda la gente que vive en Santa María, y un coro de narradores, un grupo de viejos embusteros que se entretienen relatando anécdotas de dudosa veracidad, de modo que el efecto de realismo mágico resulta más de su inventiva que del microcosmos que habitan. Igual que Macondo, Santa María es un pueblo que desaparecerá irremediablemente, aunque no porque una profecía anuncie su destrucción futura, sino por embotellarse en el pretérito. Por consiguiente, la condena no se menciona en el cierre, como en Cien años de soledad, sino en las páginas iniciales:

El tiempo de Santa María de las Piedras avanza en retroceso porque se sabe condenado al olvido y vive sólo de recuerdos convertidos en sueños. Solamente un hombre, nativo de Santa María de las Piedras, se adentró por azar en tiempos del futuro (Méndez 16).

Mientras que el último de los Buendía, estirpe marcada por el estigma de la soledad, logra por fin descifrar el anuncio del futuro de su dinastía cuando éste ya se ha transformado en pasado y sólo queda por cumplirse el huracán apocalíptico que destruirá Macondo, un hombre de Santa María, el indio Timoteo Noragua, vástago de una familia notoria por los frecuentes casos de locura hereditaria entre sus miembros, cruza la frontera atraído por las mil maravillas que se contaban del Norte –‘Dicen que es el lugar más hermoso del mundo, que tiene cosas tan bonitas que hay que ir a verlas’ (Méndez 65)– donde queda alucinado por los adelantos de una civilización tecnológica y los beneficios de una prosperidad económica que nunca llegarán a su aldea natal. La historia de Timoteo no se cuenta en una profecía como la de los pergaminos de Melquíades, escritos por un personaje perteneciente al mismo nivel de realidad que los Buendía, sino que la inventa uno de los viejos de Santa María, ‘el que no platica, el que sólo escribe’ (Méndez 160), un novelista autodidacta, ‘criado en un pueblo pobre con un par de años de escuela’ (Méndez 162), alter ego obvio del mismo Miguel Méndez, cuyos capítulos ‘escritos’ alternan con los relatos ‘orales’ del coro de cuentacuentos de la plaza central de Santa María de las Piedras.

Con su fiel burro Salomón, Timoteo viaja por Estados Unidos y ve, profundamente impresionado, los altos edificios, las autopistas, los centros comerciales, los parques de atracciones, etc., y cada vez que

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pregunta quién ha hecho todo esto, le contestan, por no comprenderlo, ‘What’d you say?’, lo que él interpreta como nombre propio: Huachusey. ‘¡Qué hombre tan inteligente!’ (Méndez 93), se dice, y emprende la busca de Huachusey, convenciéndose cada vez más de que un hombre mortal no puede haber creado todo esto: ‘barcos, trenes, rascacielos […], juegos mecánicos, alimentos enlatados, cine, alegría, abundancia […]’ (Méndez 120). Pues si, al admirar las estrellas durante la travesía del desierto, Timoteo intuyó la grandeza de un ‘Dios que avanza construyendo mundos con sólo intuir espacios, materia y el fuego con que moldea’ (Méndez 64), ahora, ante la evidencia de las obras de aquel ‘ser prodigioso que todo lo podía’ (Méndez 120), concluye que ‘¡Huachusey es dios!’ y que ‘vive en esta tierra’ (Méndez 135). A partir de esta revelación, la peregrinación de Timoteo por Estados Unidos tiene una sola meta: ‘encontrar a Dios en algún lugar del planeta, hablar con él’ (Méndez 135). No la génesis del cosmos y de la vida en la tierra por obra de un Dios eterno que está en el cielo, sino los milagros terrestres, materiales y pasajeros, del hombre-dios Huachusey motivan su viaje hacia el origen de la creación.

Ahora bien, la inicial admiración por la capacidad creativa de Huachusey se convierte en recelo, desconcierto e incluso horror cuando Timoteo es testigo de la represión brutal de una manifestación y de otras atrocidades, pues a su pregunta ‘¿[…] quién ha sido capaz de esta barbaridad?’, le responden siempre lo mismo: ‘What’d you say?’ (Méndez 158). Timoteo empieza a dudar de la bondad de dios Huachusey, con otras palabras: se le plantea el problema de la teodicea, de la presencia del mal en el mundo, y el dilema de no comprender cómo el autor de tantas maravillas lo puede ser al mismo tiempo de tanta violencia:

¿Quién es Huachusey? ¿Acaso un dios niño? ¿Un dios niño que aprende a crear destruyendo y reconstruyendo? ¿Es un dios aprendiz que amasa la arcilla con sangre? (Méndez 158).

En su errancia por Estados Unidos se ve confrontado con todo el absurdo dolor causado por Huachusey, es decir, la humanidad: siguiendo las huellas de la destrucción por un paisaje misteriosamente despoblado, pasa por una ciudad llena de esqueletos y por otra totalmente arruinada, con millones de cadáveres sepultados bajo los escombros de los edificios

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derrumbados, como si una guerra nuclear hubiera devastado el mundo. Bajo el impacto de esta visión casi postapocalíptica, Timoteo

[…] desalojó la idea fija de encontrar al ser extraordinario que tenía potestad para lo que fuera su capricho. No lo buscaba más, no entendía su dualidad, no se explicaba el por qué siendo capaz de labrar la dignidad, y la felicidad de la especie humana, se diera a la destrucción más horrible, el odio, la saña (Méndez 221).

Viejo ya, cansado de su larga odisea y agobiado por la incertidumbre metafísica, Timoteo quiere volver a Santa María de las Piedras, que se le antoja ser ‘un refugio inexpugnable al que a ese ente terrible le fuera imposible llegar’, pero ignora que se está moviendo hacia el inevitable encuentro con Huachusey: ‘Cuanto más pretendía evadirlo más se aproximaba al cruce donde le vería el rostro’ (Méndez 221). En el último capítulo, Timoteo llega ‘al día inexorable que tanto sobresalto le ha inspirado’ (Méndez 231). No es exactamente un juicio final lo que se cuenta, pero sí una especie de apocalipsis, es decir, una revelación escatológica, una visión de la cara del dios Huachusey y una respuesta a la pregunta de su propia identidad. En este episodio terminal, repleto desde las primeras líneas de un léxico religioso, el ‘peregrino en tránsito’ (Méndez 231) llega a un lugar extraño, como un inmenso estadio, formado por un semicírculo de montañas, con ‘dos picos muy altos, cual torres catedralicias’ (Méndez 231), que parece haber sido creado por la naturaleza para ser el escenario de un rito fúnebre de importancia universal (se trata de una cordillera que bordea el pueblo, y que, debido a sus dos picos, ‘los españoles dieron en llamar La Catedral y que los indios de antaño conocían como Cerro de las Tetas’: Méndez 175). Timoteo observa incrédulo una procesión ‘tan gruesa en anchura como en largor distante’ (Méndez 231), compuesta por una multitud de sacerdotes de la Iglesia Católica, ‘de todas las jerarquías, desde el grado más modesto al más elevado’ (Méndez 231), el Papa incluido, que se dirigen hacia un enorme camposanto que se encuentra en una meseta en el centro del valle. Siguen representantes de la humanidad entera: ‘Son hombres y mujeres de todas las edades. Provienen de todos los lugares y épocas del planeta’ (Méndez 231), como la muchedumbre reunida ante el trono de Dios según San Juan de Patmos: ‘he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas

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naciones y tribus y pueblos y lenguas, […] vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos’ (Ap. 7, 9). Más aún, no se trata únicamente de contemporáneos de Timoteo: ‘El diferir en lenguas y en aspectos, dista entre ellos siglos y milenios, mas no inspira sobresalto ni extrañeza’ (Méndez 232). Aboliendo la historicidad, vienen de distintas épocas del pasado de la humanidad, pero no visten los camisones blancos de las almas salvadas ni tampoco muestran en su actitud la contrición del que se enfrenta al juicio final, sino que lucen los mejores vestidos de gala para homenajear al difunto:

Aztecas con arcoiris de penachos, incas y mayas de atuendos policromados avanzan en marcha ceremoniosa y movimientos de un ritual nunca admirado. […] Majestuosos los reyes de antaño con sus séquitos de nobles caballeros, humillado el paso de sus esclavos. Al lado de los otros carros romanos, tirados por caballos, ruedan modernos automóviles de políticos poderosos y ricos millonarios. Aquí y allá, lunareados entre jinetes de soberbias cabalgaduras, flor y nata de las caballerías medievales, marchan los motociclistas de hogaño enhorquetados en sus máquinas, cubiertas unas cabezas y otras con sus respectivos yelmos (Méndez 232).

Han acudido para llorar y sepultar a un ídolo universal, adorado por la humanidad entera, capaz de reunir a todos los hombres en el duelo compartido, pese a las diferencias culturales, étnicas y lingüísticas: ‘No obstante la diversidad en el vestido, el origen y las lenguas, todo se conduce en gran concierto’ (Méndez 232–233). La multitud, ‘puesta el alma colectiva en atención al muerto’ (Méndez 233), espera la llegada del féretro al centro del ‘mar de cruces’ (Méndez 233) que es el cementerio. La ceremonia es impresionante: ‘los más altos dignatarios de la iglesia’ (Méndez 233) ofician la liturgia, canta el coro de las masas ‘como murmullo de niños o de ángeles’ (Méndez 233), y después, en el momento culminante del cántico, ‘van apagándose las voces, ahora impera un silencio absoluto’ (Méndez 233). Recuérdese que, en el Apocalipsis de San Juan, se dice que ‘[c]uando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo por media hora’ (Ap. 8, 1), antes de que las trompetas de los ángeles señalen la liberación de las plagas tremendas que acabarán con los pecadores. En la novela de Méndez, un solo hombre, Timoteo Noragua, paralizado por el miedo, espera una terrible revelación, pues él, testigo mudo e inadvertido por los integrantes de la comitiva fúnebre, ‘como si él fuera invisible o no existiera’ (Méndez

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233), es el único que ignora la identidad del difunto. Sólo una mujer lo ve y se le acerca, una mujer con rasgos que la distinguen como ser sobrenatural (‘viste de luna, es alta y descarnada, pisa más arriba de la tierra, se cubre con velo de telaraña’: Méndez 233), que lo guía hacia el encuentro con el dios buscado y hacia su propio apocalipsis personal. El difunto del que se despide la humanidad entera,

[e]s él, Huachusey. Despertó sonriendo, haciendo planes. Le habían llevado un gran desayuno a la cama. Quiso decir algo y se le quedó entre los dientes una palabra congelada (Méndez 233).

El Dios Huachusey, cuyo nombre significa asombro e incompren-sión (con eso simboliza quizás el origen de las religiones como reacción a la ininteligibilidad del mundo), murió de una manera poco épica, sin poder contestar a las preguntas que Timoteo le quería hacer cuando to-davía lo admiraba: la muerte de Dios deja al hombre sin respuestas a las dudas y ansias que contribuyeron a su creación (la de Dios por el hombre, se entiende). En su aterradora orfandad metafísica, Timoteo se acerca al ataúd para ver la cara del difunto. El tiempo se detiene: un gesto de la mujer basta para que todo el mundo quede inmovilizado, como en un freezing cinematográfico, ‘hasta lágrimas y lamentos que-dan suspensos en el aire’ (Méndez 234). Timoteo ‘se plantea frente a frente ante el misterio’ (Méndez 234), dispuesto a recibir una revelación apocalíptica que será como un ‘parto a la inversa’ (Méndez 234), una gé-nesis invertida, al verse reflejado en el rostro del dios-creador muerto:

Huachusey, el hombre que yace en la caja envuelto en blanco sudario, tiene exactamente su misma cara, tal si el interior del féretro se hubiera convertido en un espejo. No hay entre el muerto y él la más mínima diferencia, ni en el menor de los rasgos. ¡Es él, es él… él mismo! (Méndez 234).

Timoteo se reconoce a sí mismo en el cadáver del hombre endiosado porque él, como parte de la especie humana, es también parte de Huachusey, más aún: éste surgió en su fantasía como una respuesta personificada a todas sus preguntas apremiantes. El hombre Timoteo es el creador del dios Huachusey, y la humanidad entera, no un ser sobrenatural, es responsable tanto de las maravillas artificiales inventadas como de las atrocidades cometidas por el homo sapiens. Angustiado por la experiencia autoscópica y el horror vacui metafísico,

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Timoteo quiere seguir a la mujer, la única persona que se ha dado cuenta de su presencia, mientras todos los demás lo siguen enterrando, en forma de su doble Huachusey, sin percatarse de que está entre ellos. En este momento, ‘vuelve el tumulto a fluir en el tiempo’ (Méndez 235), el coro empieza a entonar el Dies irae, cántico apocalíptico por excelencia, ‘el mar de gente se torna en mar de llanto’ (Méndez 235), y Timoteo se siente definitivamente excluido de la comunidad unida en el rito fúnebre.

Pese a las características claramente apocalípticas (v. gr. reunión de toda la humanidad ante Dios, abolición de los tiempos históricos, cántico), Méndez no pone en escena un juicio del Dios celeste sobre sus criaturas, sino el entierro de un dios bien terrestre por sus adoradores, no el triunfo definitivo del Dios eterno, sino la muerte de un hombre endiosado, de poder limitado y relativo, hecho a la imagen de los hombres y mortal como ellos. Ahora bien, al reconocerse en el cadáver de Huachusey y al darse cuenta de que él, aunque vivo, no existe para la muchedumbre que da sepultura a su doble, Timoteo se disocia de su dios y, al mismo tiempo, de sí mismo en cuanto personaje en un mundo ficticio que se está terminando. Intenta volver al lugar donde su historia empezó, corriendo hacia Santa María de las Piedras, origen de su vida en cuanto ser novelesco. Su carrera, sin embargo, no lo lleva de regreso a casa, sino que se revela como un apocalipsis metaficcional en el que deja atrás tanto el Valle de Lágrimas donde yacen los restos mortales de Huachusey –su alejamiento repercute en la aniquilación del escenario de la autovisión reveladora: ‘borraba con sus pasos a la muchedumbre, apagaba sus lamentos’ (Méndez 235)– como su aldea natal, pues, paradójicamente, en la medida en que se acerca a ésta, Santa María y todo el espacio que la rodea se van empequeñeciendo, hasta desaparecer por completo:

Ya se avizoraban las calles de su amado pueblo, a lo lejos montado en una prominencia su hogar ansiado, piedras, yerbas, nopaleras. Notó con extrañeza en su carrera, que su estatura era la misma de los sahuaros, vio luego que se empequeñecían piedras y cactos, los cerros mermaban de tamaño. Su pueblo adorado se volvía una miniatura hecha por un artesano. Aún alcanzaba a ver una superficie cuyos detalles ya no se precisaban. Vio luego una enorme bola nimbada de un color azul, coronados sus extremos de blanco, extensos manchones amarillos, verdes, ocres, platinados. El globo se empequeñecía en una fosforescencia azul, bellísima, hasta que al fin se perdió de vista (Méndez 236).

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¿Qué pasa aquí? Una lectura intratextual comprende este final en relación con los pasajes que lo anuncian en los dos niveles de la ficción novelesca, el de la fabulación y el de la metaficción. El vuelo de Timoteo aparece mencionado primero como fantasía de éste cuando, ante el escándalo chocante de la maldad de Huachusey, se veía acosado por ideas ‘tupidas y laberínticas’ (Méndez 158) que sobrepasan su capacidad intelectual y ‘[p]retendía volar de la tierra firme que pisaba hacia un cosmos inconmensurable’ (Méndez 158), pues, tras el fracaso del intento de hablar con el dios difunto, sólo puede esperar encontrar en otra dimensión una respuesta a las preguntas metafísicas que lo asedian. Poco antes del desenlace, el indio Timoteo comprende que la ‘infinita grandeza del universo’ reduce la tierra a un punto minúsculo en el cosmos y revela la insignificancia de las obras humanas y, por consiguiente, del endiosado Huachusey, y que únicamente desde esta perspectiva extraterrestre se ‘destruye la duda sobre la creación’ (Méndez 222) y se vence la angustia metafísica del indio Timoteo en la afirmación de un Dios genésico infinitamente sobrehumano, un Dios cósmico. En el nivel del manuscrito que contiene la historia de Timoteo, el personaje escritor se despidió de los viejos cuentacuentos de Santa María declarando su intención de ‘escribir ahora de cuando el Santo Papa le da misa a Huachusey muerto y Timoteo desaparece entre las galaxias’ (Méndez 162). En el cierre se cumplen, pues, el deseo del personaje y la promesa de su autor.

Si, en cambio, leemos el cierre en función de su posición terminal en la novela, se impone una lectura metaficcional que lo interpreta como una alegoría de la salida de la ficción que se está efectuando al mismo tiempo en la mente del lector que leyéndolo rompe su relación directa con la novela, su enganche con la trama y su identificación imaginaria con el focalizador Timoteo desde cuya perspectiva, aunque en tercera persona, se ha relatado todo el episodio del entierro apocalíptico. Al principio de la carrera final, el personaje que corre lo hace en un mundo que todavía conserva sus proporciones habituales, a continuación Timoteo se vuelve cada vez más grande y percibe su alrededor como miniaturizado, y al final alguien sigue viendo, pero el globo terráqueo, tras reducirse al punto que cierra el texto, se ha disuelto en la indistinción de la página en blanco. En este proceso, el lector se ha ido disociando

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de la focalización interna del personaje Timoteo, en analogía con la escisión que en la página anterior se produjo entre éste y su cadáver, de modo que ha leído el comienzo de la carrera todavía con los ojos de Timoteo, mientras que al final contempla el vacío textual después del último punto desde la perspectiva de una persona de carne y hueso totalmente extratextual, para la que el mundo de Santa María de las Piedras no es la realidad que lo rodea, sino un universo ficticio tan minúsculo que cabe en el reducido volumen de un libro.

5. ‘Amén’ (Ap. 22, 21)

En las tres novelas analizadas, el final apocalíptico está ligado al tema genésico, pero no en una relación de simple oposición de dos fuerzas antagónicas (creación vs. destrucción), sino más bien como la culminación de un proyecto concebido al comienzo de la gestación.

En Al rumor de las cigüeñas, este proyecto es ante todo literario (la redacción de la saga de los Alfón por una escritora-personaje), por lo que el cierre apocalíptico cumple una función primordialmente autorreferencial (sugerir la no continuabilidad del texto mediante la tematización explícita de la aniquilación del mundo ficticio) en un libro dominado, en el nivel metanarrativo, por el tema genésico de la escritura. El apocalipsis postizo de Ovando carece de connotaciones religiosas, la única referencia explícita al imaginario apocalíptico, la denominación Babilonia Andina que se da a la ciudad de Potosí, tiene una intención puramente moralista, sin implicar la idea de un castigo divino.

En El asalto, en cambio, falta el aspecto metaficcional creacionista de la génesis y se pone de relieve la represión del apocalipsis (la dictadura como permanente estado de juicio final). La génesis, personificada en la Gran Madre alias el Reprimerísimo, aparece como el origen negativo tanto de la vida del protagonista como de todo el sistema político represor en que vive, y se desarrolla, a escala humana, el potencial totalitario inherente a la figura de un dios omnipotente que es creador del imperio despótico, legislador y juez en uno, de modo

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que la rebelión de las masas, desatada por el tiranicidio, viene a ser un juicio final invertido en que los oprimidos eliminan a los opresores. El apocalipsis de Arenas es humano y terrestre, su relación con el texto bíblico es intertextual, no teológica.

Miguel Méndez, en El sueño de Santa María de las Piedras, com-bina la metaficción genésica (la figura del novelista autodidacta que escribe la historia de Timoteo) con el final apocalíptico (desaparición del globo terráqueo como escenario de todas las historias humanas) y es además el único de los tres que no excluye de antemano la dimensión teológica, oponiendo un dios terrestre, humano, materialista y ambiva-lente, creado por la imaginación de Timoteo como personificación de toda la humanidad, a un Dios creador sobrenatural, cósmico y eterno, que se manifiesta únicamente en su creación.

Las tres novelas muestran que el apocalipsis, aunque siga siendo un modelo narrativo eficaz, ha perdido su función religiosa y que, liberado de su original absolutismo intimidatorio y represor, se ha relativizado y humanizado. Se confirma así una tendencia general observable en la literatura contemporánea: la idea de un juicio final divino que recompensa a los justos y castiga a los pecadores ha desaparecido (la justicia y la injusticia están siempre y únicamente en manos de la humanidad), y el apocalipsis se presenta ora como una catástrofe natural ora como una consecuencia de actos humanos (p. ej. la guerra nuclear o el desastre ecológico por la destrucción del medio ambiente), pues el único ser capaz de juzgar, condenar y destruir al hombre es el hombre mismo. Los apocalipsis novelescos de hoy, si no se trata de un mero tópico final manierista, no son amenazas, sino advertencias, es decir, no son profecías autoritarias y agresivas de una presunta verdad, como la visión de San Juan de Patmos, sino constructos imaginarios que, en la misma disolución que ponen en escena, demuestran su propia relatividad.

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88 Marco Kunz

Bibliografía

AA. VV., La Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento (México D. F.: Sociedades Bíblicas Unidas, 1986).

Arenas, Reinaldo, El asalto (Miami: Universal, 1991).Chacón, Pablo E., ‘Juan Goytisolo: “Irak es un hervidero de terroristas

gracias a Bush”’, in Terra Magazine, 2-VII-2007: www.co.terra.com/terramagazine/interna/0,,OI1638114-EI9838,00.html (consultado 8–11–07).

García Márquez, Gabriel, Cien años de soledad, ed. de Jacques Joset (Madrid: Cátedra, 1986, 2.a ed.).

Méndez, Miguel, El sueño de Santa María de las Piedras (Granada: Port-Royal, 1997).

Ovando, Gabriela, Al rumor de las cigüeñas (Miami: Plural, 2003).

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Lucero de Vivanco Roca Rey

Entre demonios y pisadiablos: Imaginario apocalíptico en la narrativa peruana

‘Yo sé que es difícilhallar entre las tumbas un lugar para la risa’.(Manuel Scorza, ‘Voy a las batallas’, in Poesía)

El saber del imaginario apocalíptico

Estudiar la presencia del imaginario apocalíptico en la narrativa peruana revela un gesto de conocimiento comprensivo hacia el Perú y hacia las culturas, identidades y significaciones simbólicas que lo representan y construyen. Si lo imaginario en general apuesta por levantarse como un escenario para la comprensión por sobre la explicación,1 el imaginario apocalíptico en particular escenifica el drama de una de las comprensiones antropológicas fundamentales: la del sentido del fin del tiempo, ya sea éste individual o colectivo, ya se trate de un fin del tiempo literal o metafórico.

El interés que el imaginario como categoría epistemológica ha despertado en la época actual, a la par que la ficción narrativa como una de sus modalidades de expresión, es un indicador del inmenso rendimiento conceptual de esta noción. Es también señal de la necesidad del ser humano de ampliar sus horizontes de sentido en el mundo de hoy, privilegiando la novela como un medio para penetrar la experiencia en toda su complejidad. Según esta orientación, en novelas de importantes escritoras y escritores peruanos como Clorinda Matto de Turner, Ciro Alegría, José María Arguedas, Manuel Scorza, Julio Ramón Ribeyro,

1 Véase el artículo ‘Conocimiento’ de Patxi Lanceros.

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José Adolph, Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique, Laura Riesco, Fernando Iwasaki, Santiago Roncagliolo y Daniel Alarcón, entre otros, se reconfigura y actualiza una y otra vez un imaginario de fin de mundo en el que tanto los sujetos como las colectividades en las que éstos se insertan son observados y tratados en relación a determinadas condiciones epocales de crisis y angustia frente a la dificultad de construir un destino con sentido. Se trata de una literatura que exhibe un país donde se han alojado los signos y malestares propios del apocalipsis que, si bien se manifiesta figuradamente y con frecuencia utilizando las claves de la risa, despliega su carácter trágico al no traer aparejado el sistema compensatorio que promete, perpetuando sus señales, por un lado, y desmitificando el pasado, frustrando posibilidades de ser y negando proyecciones de futuro, por el otro.

Siguiendo la perspectiva conceptual de Gilbert Durand y Cornelius Castoriadis, la ficción puede cobijar un amplio espectro de significaciones imaginarias y simbólicas, desde sus instituciones sociales hasta sus arquetipos, mitos y fantasmas, y, como tal, desbordar la realidad factual, introduciendo nuevos ámbitos de realidad en interacción con los contextos históricos y culturales, de modo tal que la situación del ser humano en el mundo adquiera un sentido más pleno y sea más comprensible su praxis. La ficción es el lugar en donde anclar aquello que de alguna forma u otra perturba la experiencia vital; es el espacio para escenificar lo oculto, lo inmanejable, lo inexplicable. Al respecto, Durand se ha referido a la angustia producida por la irreversibilidad del tiempo y por la certidumbre de la muerte como la mayor de estas perturbaciones y a la necesidad de eufemizarla como la función suprema de lo imaginario (Durand 411). Y aunque ficcionalizar los elementos perturbadores proporciona un mayor grado de conocimiento sobre ellos y, por ende, sobre uno mismo y sobre el mundo, la finitud del tiempo y el llamado inapelable de la tumba no son heridas a las cuales pueda accederse de manera directa: es necesario su conversión simbólica. En este sentido, implican un tipo de conocimiento específico que sobrepasa el saber técnico y el teórico y que es únicamente aprehensible desde la ‘escena imaginaria’ (Lanceros 63), como la ha llamado Lanceros. Este saber permite tener un mejor manejo de los elementos perturbadores y, especialmente, trascender, corregir, reinventar la realidad que los origina.

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Desde esta mirada, la perspectiva imaginaria potencia la elocuencia crítica cuando lo que se quiere abordar es el paradigma apocalíptico presente en los relatos de ficción, al ser el apocalipsis uno de los grandes relatos con el que la cultura occidental ha eufemizado la muerte y el fin del tiempo. Estas novelas toman en préstamo del apocalipsis las imágenes simbólicas y el hilo de la narración mítica con el que tantas sociedades han intentado establecer un lazo afectivo con su presente y con su historia; acceden [a] y proporcionan un entendimiento con el que el ser humano confabula sobre su propia situación en el mundo, sobre sus temores y sus esperanzas; se suman, por último, a un esfuerzo antropológico por entender el propio momento presente en relación al fin, en su doble acepción de finalidad y término.

El imaginario apocalíptico y el Perú

‘Si tú eres el pisadiabloNosotros pisadiablitosEncárgate de los grandesNosotros de los chiquitos’2

‘El Perú es un país grande y rico, situado en América del Sur, que se divide en tres zonas: costa, sierra y montaña’.3 Hoy en día, esta definición, extraída de un viejo texto escolar de geografía, suena ingenua y claramente insuficiente. Sin embargo, recoge una realidad geográfica innegable que se ha retroalimentado culturalmente: en el Perú coexisten tres regiones y la suma de éstas nos entrega el país como un todo. En el ámbito literario, más de un autor se ha servido de esta tripartición para

2 ‘Pisadiablo’ es el nombre con el que se conoce a Miguel Arcángel en la provincia de San Miguel (Cajamarca), norte del Perú. Por extensión, se llaman así los danzantes de sus fiestas patronales (de donde viene esta copla) y, en general, los habitantes de dicha provincia. Véase m-angelus.blogspot.com (consulta: 1–04–09).

3 ‘Montaña’ o selva (región amazónica). Citado por Julio Ramón Ribeyro, ‘Tres historias sublevantes’, en Cuentos completos, p. 205.

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intentar ofrecer visiones integrales o completas del Perú. Es el caso, por ejemplo, de Ribeyro y sus Tres historias sublevantes, donde los cuentos Al pie del acantilado, El chaco y Fénix transcurren en la costa, la sierra y la selva, respectivamente. Dicho sea de paso, la definición del Perú dada en este párrafo sirve de epígrafe a la trilogía de Ribeyro. Vargas Llosa, Bryce y, más recientemente, Roncagliolo son algunos de los escritores que se han adscrito a esta tradición.

Aunque el imaginario apocalíptico aparece con sentido equiva-lente en los tres espacios del territorio peruano, las motivaciones y las configuraciones simbólicas específicas difieren de uno a otro. Se podría postular que el apocalipsis en la costa conforma principalmente esce-narios distópicos: deterioro cultural, corrupción política, degradación moral, violencia y caos urbano atribuido a los procesos migratorios in-ternos emplazan la ciudad de Lima y sus habitantes. En este escenario, las novelas sesgan nostálgicamente, resignadamente y/o irónicamente su visión del mundo hacia un pasado perdido para siempre, enlazando la memoria con el mito o, por el contrario, con la necesidad de desmi-tificación. Es muy probable que la construcción imaginaria levantada en torno al periodo virreynal, aquélla que predica sobre Lima como ‘la ciudad de los reyes’, esté mediando en esta percepción. En cualquier caso, frases de circulación corriente como ‘la Lima de antes’, Lima la horrible4 o ‘¿En qué momento se jodió el Perú?’5 establecen constela-ciones semánticas que se reiteran en ficciones tales como Dos señoras conversan de Bryce, Mañana, las ratas de Adolph o Historia de Mayta de Vargas Llosa.

En una dirección opuesta aparece el apocalipsis en la selva. Exuberante y prolífica, la región amazónica se presta para asociar a los fines de mundo las utopías más inverosímiles. Posiblemente, la representación geográfica laberíntica e infernal del trópico genera la urgencia de una salida no sólo territorial sino también simbólica. El deseo desbordante (de riqueza, de progreso, de sexualidad) toma forma en utopías que rebasan los límites de la razón y de lo que suele considerarse ‘serio’ y proponen empresas tan singulares como la de someter a la lógica militar el funcionamiento de un burdel en Pantaleón y las visitadoras

4 Título de un ensayo publicado por Sebastián Salazar Bondy en 1964.5 Frase de un personaje de Conversación en la catedral de Mario Vargas Llosa.

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de Vargas Llosa, o la de intentar emigrar a Miami cruzando el Atlántico en canoa en El príncipe de los caimanes de Roncagliolo.

Finalmente, en la zona de la sierra el apocalipsis se despliega mostrando sus efectos más dramáticos. Por un lado, hay una mayor recurrencia del imaginario apocalíptico en las novelas ambientadas en esta región. Por otro lado, los finales adquieren un sentido más trágico al desvelar construcciones escatológicas en las que se acentúa la no coincidencia entre la finalidad y el término. Este desajuste hace que las promesas y las esperanzas apocalípticas, históricamente centradas en el arribo de la justicia universal, se desplacen más allá de la historia, postergando las metas a nuevas edades del tiempo y confiando su consecución a figuras mesiánicas. Esta modalidad de resolución apocalíptica está potenciada por una cosmovisión cercana al pensamiento mítico y a la temporalidad cíclica, rasgos tradicionales de las culturas de los Andes centrales. A esto se suma que las condiciones de vida en la sierra son más difíciles y extremas que en cualquier otra región del Perú: a más de cuatro o cinco mil metros de altura, las comunidades indígenas y sus sistemas de producción se hallan a merced de climas gélidos y topografías agrestes que generan un entorno de por sí ‘apocalíptico’. Pero una motivación aún mayor proviene de las condiciones cuasi feudales de funcionamiento de las haciendas hasta muy avanzado el siglo XX, en las que la explotación del indígena ha cerrado todavía más los herméticos círculos de la pobreza y ha sembrado el germen de la violencia que por años ha castigado al Perú. Aparecen bajo este sello novelas tales como El mundo es ancho y ajeno de Alegría, Crónica de San Gabriel de Ribeyro, Los ríos profundos de Arguedas o Redoble por Rancas de Scorza.

Si se deja atrás el criterio espacial y se asume el criterio temporal para comprender la relación entre el apocalipsis y el Perú, habría que comenzar considerando el arribo del imaginario apocalíptico cristiano al continente americano en el siglo XVI y, con ello, la impronta de este imaginario en la construcción cultural e identitaria del Perú. Es un hecho conocido que el descubrimiento del Nuevo Mundo renueva y refresca los milenarismos medievales y revitaliza las expectativas sobre el cumplimiento de las profecías de fin de mundo.6 Al respecto, uno

6 Vid. John L. Phelan o Nelson Manrique.

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de los recursos más poderosos para la transmisión de los contenidos apocalípticos y para la evangelización en general es la imagen religiosa. Con frecuencia se descubren en las iglesias barrocas peruanas grandes pinturas y frescos representativos, por ejemplo, del juicio final y del infierno. Con estas representaciones pictóricas se buscaba disuadir a los indígenas de las prácticas idolátricas, consideradas tales por los ojos del conquistador espiritual.7 Pero el empeño aculturador de las imágenes alcanza no sólo a indígenas sino también a criollos y a españoles asentados en el Perú, quienes, lejos de la metrópoli, tienden a relajar la moral y las ‘buenas costumbres’. Una de las expresiones más refinadas de este fenómeno corresponde a la iconografía de los ángeles de la América andina virreinal, desde el San Miguel pisadiablo hasta los arcángeles arcabuceros.8 Premunidos de espadas o arcabuces y vestidos a la usanza de nobles guerreros o virreyes (sombrero, sedas, cintas, encajes, hebillas y brocados), estos ángeles eran verdaderos guardianes de la vida cotidiana y también infatigables combatientes de la idolatría, la herejía y los ardides de Lucifer. Comisionados tanto por la monarquía de los Austrias como por el imperio celestial, resguardan el orden establecido al tiempo que intentan desterrar todo vestigio de mal, con la misión de preparar ‘la llegada del Reino Milenario de Cristo mencionado en el Apocalipsis’ (Mujica Pinilla 261).

Dentro del legado escrito, paralelamente a la función evangeliza-dora, el imaginario apocalíptico responde bien a la estrategia narrativa de referirse a lo desconocido en términos conocidos. De esta forma, mitos y creencias se transfieren al continente americano para poder ex-plicar al otro desde lo propio e incorporarlo a un universo conceptual previamente existente.9 Luis Millones, para mencionar un caso, ha re-parado sobre la insistente referencia al demonio en la obra de Pedro Cieza de León, La crónica del Perú. Pero aquí el demonio, además de cumplir con la función narrativa mencionada, se introduce retrospecti-vamente en el mito fundacional del imperio de los Incas y, consecuen-temente, orienta el imperio hacia su veneración. Como ‘protagonista’

7 Vid. Serge Gruzinski.8 Vid. Ramón Mujica Pinilla. 9 Vid. Jorge Magasich y Jean-Marc de Beer.

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del mito apocalíptico y de los mitos fundacionales del Perú, el demonio protagoniza también, posteriormente, numerosas narraciones literarias a través de las cuales se va construyendo el discurso de lo ‘característi-camente peruano’.

Lo interesante de estas consideraciones es que permiten recom-poner el punto de partida de los discursos que inauguran lo que podría considerarse una de las matrices de la literatura peruana: aquella que se refiere al Perú en términos del imaginario apocalíptico y de las imáge-nes, símbolos y estructuras narrativas que conforman dicho imaginario. Su recurrencia lo prueba: aparece en el periodo colonial pero también en el siglo XIX, acompañando el proceso de independencia política en lo que podría considerarse un momento re-fundacional de la literatura peruana. Por supuesto, también en la narrativa contemporánea.

Los apocalipsis fundadores

‘[...] os aduierto que antes de mañana, a estas horas, en esta çiudad [de Lima], no ha de quedar piedra sobre piedra por nuestras maldades y pecados. [...] Y esto que os he dicho lo pruebo por una autoridad de San Juan que dice: por tres terremotos se ha de acabar el mundo’.(Francisco Solano, Sermón de la destrucción de Lima)

Hay dos discursos que pueden considerarse fundacionales de la narrativa apocalíptica peruana. El primero es la Declaración del Apocalipsi10 del dominico Francisco de la Cruz, quien en 1578 utilizó el apocalipsis como argumento de autoridad para defenderse frente al Tribunal del Santo Oficio de las acusaciones heréticas que recaían sobre él. Fue quemado como hereje en la Plaza Mayor de Lima poco tiempo después por la forma que dio al cumplimiento de las profecías reveladas por un ‘ángel incorporado’ en una mocita criolla, las que actualizaban al máximo el potencial subversivo11 del apocalipsis. El proyecto consignado en su

10 Álvaro Huerga, Historia de los alumbrados (Vol. III).11 Vid. Lois Parkinson Zamora, Narrar el Apocalipsis (México: FCE, 1996). El

apocalipsis busca subvertir el orden social y político imperante dado el contexto de persecución religiosa en el que se genera su escritura.

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Declaración no sólo convertía al propio Francisco de la Cruz en rey del Perú y Papa (y a la ciudad de Lima en la sede oficial de la cristiandad) sino que invertía todos los modelos morales y sociales vigentes en su época, los que eran refrendados por el poder político y religioso colonial y que, a su vez, apuntaban a reproducir y perpetuar ese ordenamiento.12 De esta forma, el dominico proponía facilitar el acceso al Paraíso a los cristianos anulando la confesión, aceptando la libre interpretación de las escrituras o permitiendo ‘que se casen los clérigos de aquí adelante’ y ‘que le ha dicho Dios que se casen con muchas mujeres aunque sean clérigos’ (Huerga 428), entre otras prerrogativas.

El segundo es el Sermón de la destrucción de Lima13 del franciscano Francisco Solano, pronunciado el 21 de diciembre de 1604, también en la Plaza Mayor de Lima. En este discurso, el franciscano profetiza un terremoto que castigaría a los habitantes de Lima por la falta de observancia religiosa en sus comportamientos individuales y sus prácticas sociales. En un gesto por validar la doctrina moral cristiana, por perpetuarla y legitimarla, el franciscano convoca en este sermón el imaginario del apocalipsis, lo que genera un trastorno colectivo en los habitantes de Lima quienes emprenden tareas propias de la víspera del juicio final, retornando lo robado o sincerando adulterios. Contaba un testigo que los limeños iban ‘unos açotándose y otros con cruzes a cuestas y frequentando los templos e iglesias, pidiendo a Dios perdón y misericordia de sus pecados’ (Proceso 63). En otras palabras – como podría haberse dicho en términos populares –, los limeños hicieron actuar al pisadiablos que cada uno llevaba dentro. En un sentido opuesto a Francisco de la Cruz, Francisco Solano aprovecha el potencial reaccionario del apocalipsis, es decir, la capacidad del apocalipsis para enlazar el discurso social con el discurso religioso con el objetivo ya no de subvertir sino de fortalecer el poder terrenal vigente. Se impulsa, entonces, la invariabilidad de la sociedad limeña jerarquizada desde criterios y valores cristianos, los mismos que contribuyen a la estabilidad y permanencia del orden social y político colonial.

12 Vid. Lucero de Vivanco. 13 Vid. Proceso Diocesano de San Francisco Solano.

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Los casos de Francisco de la Cruz y Francisco Solano representan los dos extremos opuestos del arco de posibilidades de la vida religiosa de la sociedad colonial de Lima: ‘auto de fe’14 y ‘opinión de santidad’,15 punición y devoción, irreverencia y observancia, demonios y pisadiablos. Observar estos casos en conjunto arroja luces sobre la extendida y significativa presencia del imaginario apocalíptico en la Lima de finales del siglo XVI e inicios del XVII. En ella, la gente común (la mocita, el fraile, la vecina, el confesor, la casamentera) se sitúa frente al apocalipsis con credulidad ante su vigencia y su inmanencia. Adicionalmente, se puede apreciar la variedad de intereses que se tejen alrededor de este imaginario: los hay religiosos pero también y principalmente aculturadores y políticos. Dicho de otra manera, el imaginario apocalíptico en el Perú, desde momentos muy tempranos, sirve a múltiples fines y se negocia en diversos sentidos. Testimonio de lo anterior es que un mismo imaginario, en una misma plaza y con sólo veintiséis años de diferencia, se enuncia con registros tan opuestos como herejía y santidad. Sin embargo, más interesante aún resulta constatar que el apocalipsis aguza la imaginación creadora de los habitantes del Perú para concebir salidas alternativas a la ‘realidad’. Esto se hace ostensible en la fluidez con la que el imaginario transita desde la historia hacia la ficción y viceversa.

14 Ceremonia pública en la que un condenado por la Inquisición era ejecutado.15 Forma común y corriente de asignar santidad a un personaje, al margen del

reconocimiento oficial.

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De cómo demonios y pisadiablos escapan del documento y se atrincheran en la ficción

‘Eliminar al diablo es matar la tradición’(Ricardo Palma, ‘El alcalde de Paucarcolla’)

Los discursos arriba mencionados entretejen hilos que provienen de ámbitos distintos: lo histórico, lo imaginativo y lo social se articulan con el apocalipsis para dar forma a un imaginario que reaparecerá en la literatura posterior. Más de un narrador se ha interesado por los documentos históricos del Perú, por el temple extraordinariamente imaginativo de sus relatos y, consecuentemente, por las posibilidades fictivas que entregan. Es el caso de Ricardo Palma y sus Tradiciones peruanas y de Inquisiciones peruanas y Neguijón de Fernando Iwasaki, entre otros.

En las últimas décadas del siglo XIX, Palma hace de los documentos históricos el punto de partida para sus ficciones. En un amplio número de tradiciones, Palma apela a las creencias religiosas para configurar una representación típicamente criolla cada vez que se trate de contraponer el ‘bien’ y el ‘mal’, es decir, cada vez que se trate de entender la vida cotidiana en función de la moral religiosa según la mentalidad popular. Lo apocalíptico se actualiza en Palma, fundamentalmente, bajo un manto humorístico e irónico que favorece la construcción de un modo de ser socarrón y tramposo. Para ganarle al demonio omnipresente ya no hace falta el arcabuz del arcángel o la espada del pisadiablo, sino argucias, ardides o triquiñuelas verbales. Las tradiciones ‘Don Dimas de la Tijereta’ y ‘El alcalde de Paucarcolla’ muestran bien esta transformación. ‘La endemoniada’ es la tradición en la que se recrean las vicisitudes de Francisco de la Cruz y el grupo de ‘angelistas’ que lo acompañó en su herejía. Lo sugestivo de todo esto es que Palma escribe en un momento en que la literatura empieza a fijarse con el carácter de lo ‘nacional’,16 lo que estampa un sello identitario ya no únicamente en la literatura sino en la cultura de la sociedad peruana en general.

16 Vid. José Miguel Oviedo.

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Muy recientemente, Iwasaki ha hecho lo propio con Inquisiciones peruanas, título que por cierto hace un ‘guiño’ a las Tradiciones peruanas. Rigurosamente respaldadas por documentos y fuentes históricas, las narraciones de Iwasaki se convierten en ficción sin modificar sustancialmente los contenidos de los documentos históricos ‘originales’. Su primer relato, incluso, se remite nuevamente al caso de Francisco de la Cruz. La perspectiva de lo imaginario resulta especialmente rendidora ya que es únicamente una forma de leer lo que separa la historia de la ficción, permitiendo acceder simultánea y comprensivamente a la memoria (al imaginario) común en ambos discursos. Y, en el mismo sentido que en la obra de Palma, la actualidad del apocalipsis toma forma al manifestarse en términos identitarios (no es casual el adjetivo peruanas tanto en las Tradiciones como en las Inquisiciones), enfatizando el sentido del humor – la dimensión tragicómica – con el que en el Perú se busca salir airosamente de condiciones sociales de iniquidad e injusticia y de contextos históricos de incertidumbre y crisis.

Una novela en particular: Redoble por Rancas

‘[...] sostienen que lucía una sonrisa idéntica a la que exhibe Lucifer en el célebre Juicio Final de la Iglesia de Yanahuanca’ (Manuel Scorza, Redoble por Rancas)

Redoble por Rancas (1970), de Manuel Scorza (1928–1983), es una de las novelas que discurre dentro del campo simbólico del apocalipsis y que sitúa sus acontecimientos en la sierra central del Perú.17 La novela coordina dos historias paralelas narradas alternadamente, en las que se recogen levantamientos campesinos contra terratenientes u otros

17 Redoble por Rancas es la primera de cinco novelas que el autor presentó como La guerra silenciosa. Las otras cuatro son Garabombo, el Invisible (1972), El jinete insomne (1976), Cantar de Agapito Robles (1976) y La tumba del relámpago (1978).

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actores sociales en situación de dominación. En la primera de ellas, los campesinos de la comunidad de Yanacocha conciben un plan para asesinar al Juez de Primera Instancia Francisco Montenegro. La figura siniestra del Juez (a quien se le atribuye la sonrisa luciferina consignada en el epígrafe) resume y condensa el abuso de poder ejercido sobre los campesinos, tanto en lo que se refiere a la usurpación sistemática de tierras como a la impasibilidad para aplicar justicia con respecto a dichos abusos. Héctor Chacón es el personaje que lidera el plan y el encargado de ejecutarlo. En la segunda historia, es la comunidad de Rancas la que emprende la desigual lucha contra la compañía minera norteamericana Cerro de Pasco Corporation. Preparándose para la explotación de cobre, esta transnacional levanta un cerco que rodea un territorio gigantesco, apropiándose de terrenos de la comunidad y trabando la circulación y libre acceso a abrevaderos y zonas de apacentamiento, con la consecuente enfermedad y muerte de los animales. Aunque el movimiento es colectivo, Fortunato es el personaje que resiste hasta límites sacrificiales la embestida de su represión (aparece incluso como Jesucristo clavado en la cruz).

Las historias narradas en Redoble por Rancas no cruzan sus líneas argumentales, sin embargo, es posible encontrar una serie de aspectos semánticos, formales, estilísticos y referenciales que las vinculan y que remarcan el contenido simbólico de la novela, remitiéndola al imaginario del apocalipsis. Resalta el dualismo que en múltiples niveles apuntala las simientes de las relaciones de dominación: nivel racial (indígenas-mistis),18 cultural (oralidad-escritura), ideológico (oligarquía-comunidad), económico (subsistencia-riqueza), lingüístico (quechua-castellano) y hasta moral (justos-pecadores). Estas oposiciones gatillan los dos motivos apocalípticos centrales de la novela: la demanda de justicia y la sensación de término. Al vincular el mito del apocalipsis a la novela, Scorza rompe con la referencia puramente local: la lucha de los campesinos no sólo persigue una reparación judicial por una situación concreta, sino que encarna la exigencia de la justicia universal, que repare a-temporalmente el mal procedente de las desigualdades engendradas a lo largo del tiempo histórico. Por otro lado, la sensación de término sobrepasa la angustia

18 Como se llama a mestizos y blancos vinculados a la clase terrateniente.

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específica de tener que reorganizar una subsistencia prescindiendo de tierras o animales y se transforma en una ‘clausura’ (palabra redundante en el texto) definitiva y radical del mundo.

La historia de los comuneros de Rancas lleva de manera más explícita el sello del imaginario apocalíptico. El cerco plantado por la empresa minera es visto como una ‘obra del diablo’ (Scorza 1996: 37), un gran gusano-bestia que devora todo a su paso sembrando peste, destrucción y muerte. Lo anterior vuelve extrema la angustia escatológica y los habitantes de Rancas viven (como casi cuatrocientos años antes los limeños tras el Sermón de Solano) la experiencia previa y urgente del juicio final:

Toda la semana se advirtieron signos. [...] En Junín una vaca parió un chancho de nueve patas. En Villa de Pasco, al abrir un carnero, saltó un ratón. Signos hubo, pero nadie quiso verlos. [...] Alguien les comunicaría que se clausuraba el mundo. [...] Alguien les murmuraría que la tierra se cerraba. [...] La gente se arrodilló con la cara color de esa pared. ¡Piedad, Jesucristo! ¡Por las llagas de tu Hijo coronado, Virgen Santísima! Y don Santiago, de rodillas, acelerando el pánico: ‘Acúsense pecadores, acúsense antes que sea demasiado tarde’. Y se acusaron. Mayta comenzó a morderse las manos. ¡Manos sucias, manos condenadas! ‘Yo he robado tus gallinas, don Jerónimo, soy un triste ladrón, perdóname’. Don Jerónimo contestó con un hipo. Se abrazaron sollozando. [...] Cielo negro, cielo verde, cielo azul, cielo tierra. ¡Ay Diosito, quiero quemarme el vientre: he fornicado con mi cuñado! Traigan carbones para comérmelos. [...] Atrocidades se conocieron. Rancas, arrodillada, alzó las manos inútiles hacia los cerrados labios de Dios (Scorza 1996: 76–7).

La clausura del mundo tiene un carácter destructivo. La masacre final de los campesinos señala la conclusión de su demanda y la disolución cultural desde donde se origina su reclamo de justicia. No es necesario esperar a que los personajes retomen sus conversaciones desde las tumbas (como en Pedro Páramo) para darse cuenta de la falta de concordancia entre finalidad y término: devastación y muerte han llegado a la comunidad pero no la justicia compensatoria asociada al fin del tiempo. Sin embargo, dentro de una cosmovisión temporal cíclica, el que los muertos murmuren desde sus sepulturas releva la ‘oportunidad’ de transferir la lucha por la justicia hacia otro ciclo temporal. Pero esto parece únicamente acentuar el sentido trágico de la actualidad de la historia narrada.

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Un lugar para la risa (entre las tumbas)

Pero el sentido trágico lleva incrustada la risa. Esta articulación atraviesa los distintos planos narrativos y logra una singular puesta en escena del imaginario apocalíptico. Muestra de lo anterior son los títulos de los capítulos que, al engarzar con la tradición del Quijote (‘Sobre la pirámide de ovejas que sin afán de emular a los egipcios levantaron los ranqueños’) tienden a abolir las jerarquías del canon; o los nombres y epítetos de personajes y animales, los que marcan las raíces bufonescas de la parodia; o el trabajo sobre el estilo y el lenguaje (combinación de cultismos y barbarismos, arcaísmos y localismos), que recuerda la naturaleza artística del texto pero también su voluntad por integrar lo popular y lo irreverente. Estos y otros elementos concurren a cimentar la condición carnavalesca19 de la novela y, consecuentemente, a potenciar el carácter subversivo de la narración apocalíptica de Scorza.

Esto último se hace especialmente evidente cuando el autor informa que las circunstancias narradas representan sucesos realmente ocurridos e investigados por él. Scorza únicamente aclara que ‘ciertos hechos y su ubicación cronológica, ciertos nombres, han sido excepcionalmente modificados para proteger a los justos de la justicia’ (Scorza 1996: 10). 1962: matanza de los campesinos de Rancas. 1966: la Cerro de Pasco Corporation anuncia más de 31 millones de dólares de utilidades netas (Scorza 1996: 11). Cuando Scorza denuncia públicamente lo que viene sucediendo en la sierra desde la década del cincuenta, políticos e intelectuales permanecen indiferentes a los hechos y a su gravedad.20 Es entonces que decide escribir Redoble por Rancas. Irónicamente, su novela retorna al mundo ‘real’ para intervenirlo y modificarlo: un año después de su publicación, Héctor Chacón, condenado a veinte años de cárcel, es indultado por el presidente de la república Juan Velasco Alvarado; cuatro años más tarde, Francisco Morales Bermúdez, sucesor de Velasco, proclama la continuación de la Reforma Agraria en Consejo de Ministros realizado en el propio pueblo de Rancas. La ficción apocalíptica de Scorza había logrado introducir en la sierra del

19 Vid. Mijail Bajtín. 20 Vid. Modesta Suárez.

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Entre demonios y pisadiablos: Imaginario apocalíptico en la narrativa peruana 103

Perú el gesto de justicia que la propia sociedad no fue capaz de entregar. En el otro extremo, Alcira Benavides, quien fuera en la novela Pepita Montenegro, esposa del siniestro Juez Montenegro, fue secuestrada y asesinada por el grupo terrorista Sendero Luminoso en 1983. ‘La comunidad de Yanacocha la había perdonado – escribe Scorza – pero, aparentemente eso no extinguió todos los rencores’ (Scorza 1996: 250).

Por todo lo anterior, es posible afirmar que Redoble por Rancas, junto a otras novelas apocalípticas peruanas, se abre a un campo específico de conocimiento, el que fue aludido en las primeras páginas de este trabajo como el saber del imaginario apocalíptico. Este saber condensa racionalidad y sensibilidad, lucidez y afectividad, y sobrepasa las fronteras excluyentes, a veces entorpecedoras para la comprensión, del dato sociológico o el hecho histórico. En su referencia, excede los marcos de la ficción, dando cuenta de la condición crítica de los contextos históricos y de la necesidad de generar modificaciones en las estructuras políticas y sociales en uso, valiéndose del potencial de subversión del imaginario apocalíptico. En este sentido, las narraciones se configuran como espacios proféticos desde donde reconciliar el tiempo de la historia con el tiempo del mito, en busca de un cierto ethos que concilie a los justos con la justicia.

Por último, cuando las estrategias narrativas que cultivan el sentido del humor se disponen al lado del mito apocalíptico, lejos de generar un distanciamiento crítico con los mundos de ficción y lejos de desacreditar la ‘verdad’ que estos mundos conllevan, se propicia que sean la comprensión y la solidaridad los lenguajes mediadores con los que el lector emprenda su camino hacia el Perú. Y es que la risa hallada entre las tumbas – entre demonios y pisadiablos – es la eufemización de la derrota y el lugar simbólico en donde depositar la esperanza.

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Capítulo II Textos fundacionales

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Niall Binns

Una tierra cada vez más baldía. La evolución del imaginario apocalíptico en la poesía hispanoamericana del Siglo XX

Introducción

‘El desierto crece; ay de quien dentro de sí cobija desiertos,’ escribió Nietzsche en 1884, fijando así una metáfora central de la modernidad –el páramo espiritual– en un libro que divulgaría, además, por todo Occidente y en términos apocalípticamente explícitos, el anuncio de la muerte de Dios y la decadencia irremediable del ‘último hombre’ (Nietzsche 339). Heidegger, en su libro ¿Qué significa pensar? (1952), celebraría esta intuición de Nietzsche: ‘En un decenio –decía– en el que el público todavía no sabía nada de guerras mundiales, en una época en la que la fe en el “progreso” se convirtió casi en la religión de los pueblos y estados civilizados, Nietzsche gritaba: “El desierto crece...”’ (38).

Lo estaba gritando también, en esos mismos años, el cubano José Martí, al denunciar los ‘ruines tiempos, en que no priva más arte que el de llenar bien los graneros de la casa;’ ruines tiempos materialistas, en que la mente humana se desmembraba (Mattalía 65–67); tiempos de desertización espiritual, en que ‘si los pechos / se rompen de los hombres, y las carnes / rotas por tierra ruedan, no han de verse / dentro más que frutillas estrujadas’ (125). Este entorno de decadencia disfrazada de progreso y de seres humanos espiritualmente mutilados es el punto de partida y el motor para los grandes poetas modernos de Hispanoamérica. Lo combatirían, como Martí, con el hervor de la ‘sangre nueva;’ le darían la espalda, como Rubén Darío en sus Prosas profanas, para tapar y obliterarlo con el deslumbre de la Harmonía; y a partir de la muerte de Darío irían escenificando, con una insistencia cada vez mayor, la cosificación del hombre urbano, con los espantapájaros de

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Oliverio Girondo, los ‘cadáveres de una vida que nunca fue’ de César Vallejo y con la ciudad de ‘casas enfiladas’ de Alfonsina Storni, en la que ‘las gentes ya tienen el alma cuadrada, / ideas en fila / y ángulo en la espalda’ y en la que ‘yo misma –dice la poeta– he vertido ayer una lágrima, / Dios mío, cuadrada’ (35).

Imágenes de esta índole, en el contexto anglosajón, desembocaron en los canónicos textos apocalípticos de T. S. Eliot: La tierra baldía, de 1922, y el fin del mundo en un paisaje muerto, ‘paisaje de cactus’, de ‘Los hombres vacíos’ y disecados de 1925: ‘This is the way the world ends. / This is the way the world ends. / This is the way the world ends. / Not with a bang but a whimper’ (Así termina el mundo, no con un estallido sino con un sollozo, Eliot 80). La prolongada carnicería de la Gran Guerra estaba dando renovada vigencia a las palabras de Nietzsche: el desierto crece... Y el desierto era, para Eliot, la bancarrota espiritual y el dramático abandono de la memoria cultural y las raíces vivificadoras de la tradición occidental.

La Gran Guerra impulsaría grandes cambios y fundacionales textos apocalípticos también en la poesía de Hispanoamérica. Eliot se había instalado en Inglaterra en 1914. Desde allí asistió a los traumáticos años de la guerra y allí emprendió su lenta e inexorable asimilación de lo británico, como si pugnara por liberarse de su pasado americano. La experiencia de la guerra no condujo, en cambio, a una ruptura con las raíces para Rubén Darío, que abandonó Europa a finales de octubre de 1914, para ofrecer una serie de lecturas y discursos sobre la guerra en América; ni para Vicente Huidobro, que llegó a París a finales de 1916 para fundar la vanguardia en lengua española; ni para el nicaragüense Salomón de la Selva, poeta pionero de la ‘otra vanguardia,’ que luchó, durante los últimos meses de la guerra, en el ejército británico.

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Rubén Darío y el canto del cisne del apocalipsis religioso: ‘Pax’

En la tarde del 4 de febrero de 1915, se celebró en la Universidad de Columbia de Nueva York un acto dedicado a ‘The Horrors of War, the Necessity of Peace and the Means of Obtaining it,’1 durante el cual Darío leyó ‘Pax’, un poema de ‘marcado carácter religioso,’ como él mismo explicó en sus palabras de introducción, matizando lo dicho con la afirmación de que él creía ‘en el Dios que anima a las naciones trabajadoras, y no en el que invocan los conquistadores de pueblos y destructores de vidas, Atila, Dios & Comp. Limited’ (citado por Beardsley 9–10). Arropándose en la gran tradición de Occidente –empezando con el Io vo gridando pace, pace, pace de Petrarca, convocando a Homero, Dante y Leonardo da Vinci, citando a Verlaine y Hugo, evocando a Durero, Callot y Goya–, Darío buscó sus imágenes de destrucción y esperanza sobre todo en la Biblia y en el Apocalipsis de San Juan. Vendrá el misterio, decía, ‘vencedor y envuelto en fuego’, y ‘nuestro siglo eléctrico y ensimismado, / entre fulgurantes destellos, / verá surgir a Aquel que fue anunciado / por Juan el de suaves cabellos.’ El poeta, cómodo en su papel de escribano de un apocalipsis presente, profetiza el cumplimiento de las profecías de San Juan: ‘Todo lo que está anunciado / en el Gran Libro han de ver las naciones, / ciegas a Dios, que a Dios invocan’. En efecto, dice, un ‘ángel formidable’ desencadenará el ‘divino trueno’ y, de acuerdo con lo escrito, una ‘lluvia de llama y lluvia de veneno, / y Abbadón, Appollión, Exterminana –que es el mismo– / surge de entre las páginas del Libro del Abismo’.

La alianza del Kaiser Wilhelm con Turquía, forjada en noviembre de 1914 con proclamaciones de una ‘guerra santa’, suscita un rechazo visceral en Darío, que denuncia que ‘en el nombre de Dios / casas de Dios de Reims y de Lovaina / las derrumba el Obús 42....’ ‘¡No, reyes!,’ afirma: por muy ‘infernal’ que sea la guerra, Cristo sigue vivo, ‘y contra el homicidio, el odio, el robo, / ¡Él es la Luz, el Camino y la Vida...!’ La guerra servirá, como en el libro de San Juan, para ‘purgar este / planeta

1 Véase el documento 4779 en el Archivo Rubén Darío de la Universidad Complutense (www.ucm.es/info/rdario/docs/doc4779/detalleimg/index1.html).

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de maldad, / con la guerra, la peste / y el hambre,’ y el poeta pide que del ‘apocalíptico enigma,’ surja después un caballo blanco, y que ‘los únicos que se hundan en la santa Verdad, / sean los puros hombres de buena voluntad’ (Darío 343–345).

Ésta no es la primera vez que Darío ensayaba en su poesía alusiones apocalípticas. Desde que en Cantos de vida y esperanza se quebró la armonía radiante de su obra anterior, había oscilado entre el vitalismo esperanzador y un pesimismo que anunciaba grandes catástrofes históricas. No deja de ser irónico, como señala Juan Larrea, que en un poema titulado ‘Salutación del optimista’ se lean versos como ‘Siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo, / la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra’, o que su ‘Canto de esperanza’ empiece con ‘un soplo milenario’ que ‘trae amagos de peste’, y con la pregunta: ‘¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo?’ (Larrea 223). Larrea, escribiendo en 1942 y convencido de los poderes anticipatorios de Darío, vinculaba las revelaciones del poeta con la derrota de la República española y con la segunda guerra mundial, aunque lo cierto es que el Pegaso blanco y el ‘divino clarín extraordinario’ invocados en Cantos de vida y esperanza respondían a la amenaza imperialista de Estados Unidos, reiterada en el libro y tan vigente después de la anexión de Panamá dos años antes. Más convincente es el argumento de Larrea de que la imaginería apocalíptica de Darío tiende, cada vez más, a proyectar el lugar de la Nueva Jerusalén en el continente americano: ‘Tras los furores apocalípticos se siente palpitar el más allá consolador de un Nuevo Mundo’ (Larrea 226).

Las últimas estrofas de ‘Pax’ son reveladoras en este sentido. El poema termina con la apelación del yo poético a la unión pacífica de los pueblos americanos: ‘¡Oh pueblos nuestros! ¡Juntaos / en la esperanza y en el trabajo y la paz!’ Y si suena un ‘glorioso clarín’, no es la trompeta de los ángeles de San Juan, sino el eco aún vivo –‘clam[ando] a través del tiempo’– de las victorias marciales de los libertadores americanos: ‘Washington y Bolívar, Hidalgo y San Martín’. El lugar y el momento de la lectura del poema son fundamentales. Darío se había despedido de Europa (aunque él no lo sabía) para siempre, y lo que acababa de ver allí le había convencido de la irremediable decadencia del Viejo Mundo. Por eso, en esta especie de testamento poético, pide que el Nuevo Mundo renuncie, como él, a Europa, que aprenda del ‘ejemplo

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amargo’ de ‘las trincheras fúnebres, las tierras sanguinosas,’ y que se logre definitivamente ‘paz a la inmensa América. Paz en nombre de Dios’:

Y pues aquí está el foco de una cultura nueva que sus principios lleva desde el Norte hasta el Sur, hagamos la Unión viva que el nuevo triunfo lleva; The Star Spangled Banner, con el blanco y azur... (Darío 347)

‘Todo apocalipsis –dice Saúl Yurkievich– presagia una nueva génesis, tal es el esquema mítico que Darío retoma’ (Yurkievich 34). Todo apocalipsis americano, se diría. Ahora bien, paradójicamente, el de Eliot era lúgubre, desesperanzado, terminante; era un apocalipsis de la Vieja Europa, de la decadencia de Occidente. En América, en cambio, no podía haber un fin si estaba todo, todavía, aún por hacer; la utopía americana seguía embrionaria, intacta. De ahí que, ante los estragos materialistas del Progreso, los modernistas nunca convencieron en sus amagos de decadentismo y a las imágenes de hombres vacíos, cuadrados, contraponían atisbos de esperanza: porque ¿qué sentido tenía decir que la carne es triste y he leído todos los libros en países jóvenes, en construcción, que no habían creado aún ni un solo libro de poesía capaz de sostenerse como un clásico? Por eso, no dejaban de cantar la necesidad de crear. ‘Los jóvenes de América,’ había dicho Martí, ‘entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación’ (en Mattalía 175) y Darío, en su prólogo a Prosas profanas: ‘la primera ley, creador: crear’ (Darío 37).

Vicente Huidobro, crear desde la destrucción

Contaría Vicente Huidobro que en junio de 1916 fue bautizado, por primera vez, como creacionista, por haber dicho que ‘la primera condición del poeta es crear; la segunda, crear, y la tercera, crear’ (Huidobro 672). El poeta creacionista, que ‘obtiene sus motivos y sus elementos del mundo objetivo, los transforma y combina, y los devuelve al mundo objetivo bajo la forma de nuevos hechos’ (659),

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ensayaría esta técnica en un mundo objetivo que era la misma Europa de la Gran Guerra que dos años antes había abandonado, horrorizado, Darío. Ecuatorial, el primer libro vanguardista que publicó Huidobro en español, en 1918, es un poema dominado por el trastorno bélico, en el que las ‘imágenes creadas’ funden la materia prima de la gran tradición poética –golondrinas, ruiseñores, gaviotas y arco iris– con toda la maquinaria de la modernidad tecnológica que estaba siendo utilizada en la guerra: trenes, telégrafos, aeroplanos y dreadnoughts (293–302). El título remite a la noción de un corte espacial, pero también, en el poema, temporal, porque la ‘trinchera ecuatorial’ divide no sólo zonas geográficas sino también un antes y un después: las ciudades de Europa ‘se apagan una a una’; el último rey camina hacia el exilio; y el ‘planeta viejo’ ha sido ‘muerto al alzar el vuelo / por los cañones antiaéreos’. Llama la atención, en contraste con el apocalipsis religioso del poema de Darío, la estirpe nietzscheana y secular de Ecuatorial. El cataclismo bélico ha sellado la muerte de Dios: ‘la amatista de Roma’ yace ‘muerta entre las rosas.’ Las imágenes no dejan, sin embargo, de ser bíblicas, y el Alfa y la Omega del Apocalipsis de San Juan se entretejen con el gran mito de regeneración del Antiguo Testamento, el Diluvio, con su arco iris y con un ‘divino aeroplano’ que ‘traía un ramo de olivos entre las manos’. Los últimos versos reinciden en esta imaginería apocalíptica:

CRUZ DEL SURSUPREMO SIGNO AVIÓN DE CRISTO

El niño sonrosado de las alas desnudasVendrá con el clarín entre las manosEl clarín aún fresco que anunciaEl Fin del Universo (302)

La amenaza es casi lúdica. Lo ha señalado Óscar Hahn: ‘el colapso del mundo es anunciado, no por las marchitas trompetas de la Muerte, sino por una especie de Cupido, que sopla un clarín lleno de vida: encuentro del fin y del principio’ (Hahn 35). Por otra parte, habría que señalar que el ‘supremo signo’ –la promesa de un nuevo comienzo– apunta no sólo a ese avión de Cristo, con la forma de una cruz, sino también a la constelación de la Cruz del Sur. Son imágenes que había conocido Huidobro, sin duda, en uno de los poemas apocalípticos de

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Rubén Darío, la polémica ‘Salutación al Águila’ que preconizó, por primera vez en la obra del nicaragüense, una unión entre las Américas del Sur y el Norte. Darío formula, allí, una triple analogía: el Águila estadounidense es la misma águila que acompañó a San Juan, en Pathmos, cuando escribió el Apocalipsis, y el poeta pide que vuelva, ‘como una Cruz viviente,’ para comunicar ‘al globo la victoria feliz del futuro.’ Y a este águila, precursora del avión de Huidobro, le da la bienvenida ‘a la tierra pujante y ubérrima, / sobre la cual la Cruz del Sur está, que miró Dante / cuando, siendo Mesías, impulsó en su intuición sus bajeles, / que antes que los del sumo Cristóbal supieron nuestro cielo’ (Darío 165). La Cruz del Sur, símbolo en esta interpretación de Dante del Nuevo Mundo aún sin descubrir, es en Ecuatorial, también, un signo de que el destino del mundo renacerá en el hemisferio sur de las Américas.

Lo cierto es, como dice Hahn, que ‘el pensamiento literario de Huidobro se fue moviendo entre dos polos: el Génesis y el Apocalipsis.’ Ecuatorial, que termina con el ‘Fin del Universo,’ comenzó como un discurso adánico: ‘Era el tiempo en que se abrieron mis párpados sin alas ;’ Altazor, por su parte, se inicia con el nacimiento del héroe –‘Nací a los 33 años el día de la muerte de Cristo’– y culmina ‘con el colapso de Altazor y el estallido del mundo verbal que lo circunda’ (Hahn 81). Ahora bien, habría que recordar, de acuerdo con las ideas de Huidobro y en un sentido muy elemental, que en estos libros escritos desde Europa, la travesía del Génesis al Apocalipsis constituye en sí un acto adánico o genésico: la triunfante creación de un mundo nuevo por parte de un poeta del Nuevo Mundo.

El apocalipsis político: la guerra civil española

‘Abrí los ojos en el siglo / en que moría el cristianismo / retorcido en su cruz agonizante,’ escribió Huidobro en el pasaje más nietzscheano de su Altazor. ‘Ya va a dar el último suspiro,’ continúa: ‘¿Y mañana qué pondremos en el sitio vacío? / Pondremos un alba o un crepúsculo / ¿Y hay que poner algo acaso?.’ La pregunta es clave. Era el trauma central de la modernidad: Dios había muerto pero hacía falta; seguían

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necesitando sustituirlo por algo. Huidobro, a continuación, esbozó una respuesta que no le serviría en el poema, pero sí en la vida pública de los tormentosos años treinta: ‘Mirad esas estepas que sacuden las manos / Millones de obreros han comprendido al fin / Y levantan al cielo sus banderas de aurora / Venid venid os esperamos porque sois la esperanza / La única esperanza / La última esperanza’ (Huidobro 371).

Como tantos poetas de la vanguardia hispanoamericana, Huidobro se hizo comunista en los años treinta y como otros tantos encontró en la guerra civil española la culminación de una lucha gobernada por pasiones apocalípticas: ‘en España –ha dicho Valentine Cunningham– los autores de izquierda enfrentaron el desafío de escribir, tanto en sus vidas como en sus páginas, el Libro del Apocalipsis de los treinta.’ Estaban ante la gran prueba, el juicio final de la historia moderna (421). La idea del fin lo dominaba todo: ‘Arriba, parias de la Tierra. / En pie, famélica legión. / Atruena la razón en marcha, / es el fin de la opresión. // Del pasado hay que hacer añicos, / legión esclava en pie a vencer, / el mundo va a cambiar de base, / los nada de hoy todo han de ser. // Agrupémonos todos, / en la lucha final.’ Allí está Vicente Huidobro, cantando La Internacional, en una fotografía célebre tomada durante el Congreso de Escritores Antifascistas de 1937. Está en segunda o tercera fila, el pobre (el que siempre quiso ser el primero), pero como todos los demás está de pie, tiene el puño en alto y lleva una expresión beatífica en el rostro. La guerra de España, anunciaría en el discurso que leyó en el Congreso, es una ‘lucha gigantesca del hombre humano contra la bestia apocalíptica’ (Aznar Soler & Schneider 109), y algo de esa lucha se palpa en los mitos de regeneración que abundan en tanta poesía de la guerra civil: en las imprecaciones antifascistas del propio Huidobro y de sus compañeros en el triunvirato de la vanguardia chilena, Pablo de Rokha y Pablo Neruda, y sobre todo, quizá, en España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo.

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Las armas de destrucción masiva y el Armagedón nuclear

La guerra civil española es conocida, en la historia de las guerras, por haber estrenado el fenómeno de los bombardeos de ciudades abiertas, en Madrid, Durango y Guernica. En realidad, el siglo XX se había especializado desde sus inicios en la invención de armas de una destrucción cada vez más masiva. El primer hispanoamericano en vivirlas en carne propia y en convertirlas en poesía era Salomón de la Selva, en su libro El soldado desconocido (1922). Para contar sus experiencias en el ejército británico, el nicaragüense ensayó una poesía precisa, prosaica, precursora de esa ‘otra vanguardia’ más realista y anglosajona que ha estudiado José Emilio Pacheco (1979), pero ante la guerra química no tenía más remedio que recurrir a un repertorio de metáforas existente sólo en la ‘irrealidad’ de los cuentos infantiles. Así ocurre, por ejemplo, en el poema ‘Granadas de gas asfixiante’:

Pló-Pló-Pló-Pló hacen las granadas, y cuando caen, plúm.Y en los días de sol su humo es una nube amarillosa, y en los días de lluvia de una blancura esplendorosa.¿Quién no se acuerda de los cuentos de hadas? ¿De los genios, de los duendes, de los gnomos?

Se abre aquí un camino que seguirían, más tarde, los que han escrito sobre las armas nucleares, pero hay otro aspecto que quisiera destacar. Frente a la visión pesadillesca que han dado los europeos sobre la guerra de las trincheras –piénsese, sin ir más lejos, en Wilfred Owen y Otto Dix–, el desenlace del poema vuelve a mostrar que el poeta hispanoamericano, aun estando allí, participaba en la guerra sólo a medias. Su tierra lo esperaba al otro lado del Atlántico, intacta, libre del gas, de la guerra y de la decadencia que los provocaba. Así se intuye en las insólitas analogías, suscitadas en el hablante por el gas asfixiante:

El gas que he respirado me dejó casi ciego, pero olía a fruta de mi tierra, unas veces a piña y otras veces a mango,y hasta a guineos de los que sirven para hacer vinagre (de la Selva 63–64).

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El 6 de agosto de 1945, la ciudad de Hiroshima fue víctima del primer bombardeo atómico de la historia. Las imágenes estremecieron al mundo e inauguraron décadas de agudo sentimiento apocalíptico. La posibilidad del fin inminente de la vida era real, tangible, atroz. Si Salomón de la Selva buscaba imágenes para el horror en los cuentos de hadas, el Apocalipsis de San Juan se convertiría en un referente casi ineludible para los poetas que escribieron sobre la destrucción infinitamente superior provocada por la nueva bomba. Uno que intentó, precisamente, eludirlo fue Mario Benedetti, cuyo ‘Poema frustrado’ –publicado en Noción de patria, en 1963– dice poco más que lo indecible del horror. Cuando alguien le pide que escriba ‘un poema / sobre la bomba atómica’, el hablante poético no sabe qué hacer. Se queda en silencio con la boca abierta, ‘trag[ando] el terror,’ y no tiene más remedio que la renuncia: ‘Juro que lo he intentado / que lo estoy intentando / pero pienso en la bomba / y el lápiz se me cae / de la mano’ (Benedetti 504). El resultado es, en términos muy reales, un poema frustrado, como si la poesía fuese –según el conocido dictamen de Adorno– imposible después de Auschwitz. Sí era posible, en cambio, después de Hiroshima, gracias a la rica tradición de la literatura apocalíptica, y de ahí surgen poemas tan intensos como los dos textos sobre la ‘Bomba’ que publicó Pablo Neruda en un libro apropiadamente titulado Fin del mundo (1969); o bien los muy apocalípticos ‘poemas nucleares’ de Óscar Hahn, urgidos tan extrañamente por esa mala conciencia de compartir inicial y apellido con el descubridor de la fisión nuclear; o bien el imponente ‘Apocalipsis’ de Ernesto Cardenal, con su minuciosa reescritura contemporánea del libro de San Juan.

El desierto crece... Un apocalipsis ecológico

‘El desierto crece’, dijo Nietzsche. ‘Eso significa,’ comenta Heidegger: ‘la desertización se extiende. La desertización es más que la destrucción, es más terrible que ésta. La destrucción elimina solamente lo que ha crecido y lo construido hasta ahora; en cambio, la desertización impide el crecimiento futuro e imposibilita toda construcción.’ Después de esta interpretación literal, el alemán vuelve a lo figurativo: ‘La desertización

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no es un simple cubrir de arena. La desertización es el rápido curso de la expulsión de Mnemosine’ (Heidegger 28).

Estas correspondencias entre la desertización real y la desertización, espiritual y cultural, son el tema de Robert Pogue Harrison en su libro Forests. La historia de Occidente que cuenta es una historia de las sucesivas oleadas de desforestación emprendidas por los imperios; una historia en la que un bosque talado constituye no sólo una pérdida en términos ecológicos, sino una pérdida cultural, porque las raíces originarias de los pueblos se han situado, desde siempre, en los bosques. Talar los bosques es destruir, juntas, la diversidad biológica y la diversidad cultural. Por eso, dice Pogue Harrison, aunque se suele leer La tierra baldía como un testimonio angustiado de la decadencia espiritual de Occidente, es, sobre todo, el testimonio de una tierra que ha perdido sus bosques y se ha convertido en desierto: ‘la poesía no sólo calibra los estados espirituales del hombre, o lo que antes se llamaba el “espíritu” de una época; también registra los efectos espirituales de un clima y un entorno cambiantes’ (Pogue Harrison 149).

Somos, sentimos, pensamos y vivimos de acuerdo con nuestros entornos. En la ciudad geométrica de Alfonsina Storni, la gente andaba con ‘el alma cuadrada, / ideas en fila / y ángulo en la espalda’ y el yo poético vertía, Dios mío, una lágrima cuadrada (Storni 35). Cincuenta años después, cuando Neruda escribió Fin del mundo, el entorno había cambiado. Hispanoamérica había logrado mantenerse más o menos ajena a los grandes conflictos ‘mundiales’, y lo cierto es que se palpa esa seguridad, casi siempre, por encima de la indignación y el horror, en los textos apocalípticos escritos sobre aquellos conflictos por poetas hispanoamericanos. La crisis ecológica, en cambio, estaba en todas partes, era un problema global, aunque sólo ahora estamos sabiendo hasta qué punto es así. En 1969, en ‘Se llenó el mundo,’ el yo de Neruda ya estaba habitando ‘un planeta desnudo’ sofocado por la contaminación y, como en el poema de Storni, se había contaminado él mismo física y espiritualmente:

Venecia desapareció debajo de la gasolina, Moscú creció de tal manera que murieron los abedules desde el Kremlin a los Urales

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y Chicago llegó tan alto que se desplomó de improviso como un cubilete de dados.

Vi volar el último pájarocerca de Mendoza, en los Andes. Y recordándolo derramolágrimas de penicilina (Neruda 453–454).

La amenaza ecológica a tierras americanas impulsó el que sería el texto pionero del ecologismo, Primavera silenciosa, de la estadounidense Rachel Carson, un libro de 1962 que funda su denuncia en imágenes de una naturaleza edénica, brutalmente contrapuestas a un mundo envenenado por los pesticidas, que ella construye con imágenes tomadas ahora tanto de la Biblia como de las reescrituras apocalípticas que abundaron en Estados Unidos después de Hiroshima (Garrard 94). Escribía Carson:

Los insecticidas sistémicos constituyen un mundo de fantasmagoría que sobrepasa los imaginados por los hermanos Grimm... quizá más próximo al caricaturesco de Charles Addams. Es un mundo en el que el bosque encantado de los cuentos de hadas se ha convertido en el bosque venenoso en el que un insecto que chupe una hoja o mastique la raíz de una planta está condenado. Es el mundo en el que una pulga pica a un perro y muere porque la sangre del perro se ha vuelto venenosa; en el que un insecto puede morir por los vapores emanados de una planta que no llegó a tocar; en el que una abeja puede llevar néctar ponzoñoso a su colmena y poco después fabricar miel envenenada (Carson 38).

En esta contraposición de la naturaleza edénica y la destrucción apocalíptica, escritores como José Emilio Pacheco han encontrado una veta riquísima de imágenes para poetizar no sólo la crisis de los dolientes ecosistemas mexicanos, sino también la que están viviendo algunos de los símbolos poéticos supuestamente más ‘intemporales.’ En ‘El infierno del mar’, el poeta se burla de sí mismo por haber incurrido, él también, en las imágenes de pureza y trascendencia que la poesía secular ha atribuido al mar:

Si con Eurípides has creído que el mar lava la suciedad de este mundo, observa lo que desde esta orilla le arrojamos: plomo, cobre, mercurio, cianuro. Zarpa y verás los grumos de petróleo que han empedrado sus senderos. La muerte viscosa cubre de oscuridad la vida, infama el vuelo de las aves, en su lobreguez corroe a los peces (Pacheco 1986: 229–230).

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Una tierra cada vez más baldía 119

Los símbolos eternos se han vuelto poética y ecológicamente insostenibles: el mar purificador, hoy lleno de grumos de petróleo; la madre tierra, una tierra baldía; el bosque encantado, envenenado o transformado en desierto; el aire transparente, visible, casi palpable y saboreable en su contaminación; y el cielo infinito, un contenedor mortífero para los gases de efecto invernadero. Tierra, bosque, aire, cielo, mar: son palabras que suscitan hoy connotaciones en pugna: por un lado el simbolismo tradicional, cargado de sus últimos vestigios de pureza; por otro, la cruda realidad de un mundo envenenado. El apocaliptista se regodea en la denuncia, se empeña en la advertencia. Pero para Pacheco, en la última estrofa de ‘El infierno del mar,’ ya no servirán ni la visión bíblica del apocalipsis ni la reescritura de Eliot (This is the way the world ends / Not with a bang but a whisper) para trazar el fin lento, inexorable, y sin atisbos de heroísmo que nos espera:

Durante siglos pudimos injuriar [el mar] y saquear impunemente lo que sus olas resguardaban. Hoy al matarlo estamos muriendo. Cuando haya muerto el mar no tendremos oxígeno. El apocalipsis no bajará del cielo ni el mundo acabará con un sollozo. El infierno del mar se adueñará de nosotros y –última ironía y regreso a las fuentes– moriremos boqueando como peces fuera del agua (Pacheco 1986: 230).

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Bibliografía

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Hervé Le Corre

Algunos avatares del motivo apocalíptico en la poesía hispanoamericana (Neruda, Cardenal, Pacheco, Aridjis)

Al referirnos a los ‘imaginarios apocalípticos’ ¿de qué estamos hablando? ¿Qué es lo que encubre el término ‘apocalíptico’, en particular si se le considera desde nuestro presente y concretamente, aquí, desde la literatura (hispanoamericana) ? En su libro Writing the Apocalypse. Historical Vision in Contemporary US and Latin American fiction (1989), libro por cierto fundamental para una aproximación al tema apocalíptico desde sus manifestaciones literarias, Lois Parkinson Zamora notaba la evolución del concepto: ‘our modern sense of apocalypse is less religious than historical’ (1). Esa opinión no es, por supuesto, totalmente irrebatible, pero remite a una innegable secularización del motivo apocalíptico en la literatura y el pensamiento occidentales dándose a entender lo apocalíptico a lo más, quizá, como ‘huella de lo sagrado’.

Muy acertada, al respecto, la tensión que establece Lois Parkinson Zamora entre la teleología que vectorializa el discurso apocalíptico (por lo menos en la tradición judeocristiana: ‘Revelation announces itself as the definitive reading of history’, ibíd.) y la apertura que significan sus interpretaciones literarias/artísticas. Es decir, las innumerables lecturas que posibilita la escritura del apocalipsis. Desde esa perspectiva de la escritura, quizá sea legítimo hablar de motivos apocalípticos siendo lo apocalíptico un motor para la producción de imágenes e interpretaciones.

Interesante también, por fin, la relación que establece Parkinson Zamora entre ‘ends’ y ‘endings’, fines y finalidades: esa perspectiva a la vez temporal y narrativa es, según ella, el principio rector de los textos apocalípticos (‘apocalypse is the chronotope of these novels’,

Hervé le corre

Algunos avatares del motivo apocalíptico en la poesía hispanoamericana

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4), el principio organizador de los relatos ‘apocalípticos’ y del universo mental de sus protagonistas.

Tal aproximación a lo apocalíptico ofrece la ventaja de abarcar estructuralmente una serie de textos de grandes variedades semánticas y formales. Lo apocalíptico no se reduce así a una intertextualidad precisa (bíblica, por ejemplo) ni al uso explícito del término (desastre, cataclismo o catástrofe pueden funcionar como elementos apocalípticos en la cohesión del relato). De ahí la sorprendente fusión bajo el mismo lema, en el libro de Parkinson Zamora, de concepciones del tiempo aparentemente tan disímiles como lo pueden ser la perspectiva propiamente apocalíptica de regeneración y nueva temporalidad y la degradación entrópica, analizada ejemplarmente en los relatos de Thomas Pynchon.

Apenas si cabe insistir en la fecundidad del tema en el ámbito cultural latinoamericano, entre otras razones por la presencia del sustrato cataclísmico indígena, por el imaginario apocalíptico que acompaña al ‘descubrimiento’ (‘et vidi caelum novum / et terram novam’, Ap. 21/1) o sencillamente por las realidades geomórficas y humanas. México ofrece, en ese sentido, un perfecto ejemplo, un decorado ideal para las sinopsis catastróficas.

Mi trabajo se sitúa en ese horizonte, algo difuso quizá, pero que me parece productivo. Más allá de su variedad formal e ideológica, los textos estudiados a continuación comparten el perspectivismo apocalíptico, es decir la agenciación del relato (aquí poético), desde un punto desfocalizado, que ‘interpreta’, resignifica, de manera también muy desigual, el espacio de la experiencia personal y colectiva, social y simbólica.

I

Ineludible para una primera aproximación al motivo apocalíptico resulta ser el poema de Ernesto Cardenal titulado precisamente ‘Apocalipsis’ (en Oración por Marylin Monroe y otros poemas, 1965). Ese texto ofrece, en efecto, un caso ejemplar de manipulación de un texto apocalíptico fundador, por lo menos en su modalidad cristiana: el Apocalipsis de

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Juan. El dispositivo poemático de Cardenal corresponde a constantes de los textos apocalípticos canónicos, y del Apocalipsis bíblico en particular: así, la construcción de una figura de la enunciación que es a la vez testigo (‘Y HE AQUI / que vi un ángel/ (todas sus células eran ojos electrónicos)/y oí una voz supersónica’) (174) e intérprete de los acontecimientos.1 La ‘interpretación’ no es profética en el sentido tradicional sino propiamente apocalíptica: el futuro se da como cumplido: ‘Y vi en la biología de la Tierra una nueva Evolución /…/ y vi una especie nueva que había producido la Evolución’ (178).

A lo largo del poema se producen deslizamientos y fusiones temporales que hacen que lo narrado siempre esté superado por el fulgor de la visión. En otro nivel, más directamente textual, es el propio poema el que funciona como intérprete de los acontecimientos a través de una heterogeneidad y una polifonía que hace que se yuxtapongan fragmentos del texto bíblico y elementos totalmente coetános del presente de la enunciación.

El poema de Cardenal, obviamente, surge de un contexto preciso, el de la guerra fría y de la amenaza del apocalipsis nuclear, pero interpreta esos acontecimientos a través del filtro del texto bíblico, recurso utilizado ya por el autor en sus Salmos. Muy presente también la crítica de una sociedad deshumanizada, tecnificada: la Bestia apocalíptica es ‘una máquina’, ‘una Bestia tecnológica toda cubierta de Slogans’. La parte final del poema proclama sin embargo el triunfo de ‘una especie nueva’, sintetizando algunos elementos claves del texto bíblico, en particular la idea de renovación y de nueva creación. En el caso de Cardenal, se trata de una nueva filogénesis por la que se proclama la muerte del individuo, el fin de la división y el principio de la unión (‘un solo organismo / compuesto de hombres en vez de células’), cristalizados en la noción de Persona (‘esa unión de hombres era una Persona’).

La integración de la historia humana en un plan divino marca también otro texto, claramente apocalíptico, del mismo autor, esta vez posterior a los planteamientos fundadores de los teólogos de

1 Paul Ricoeur asocia los dos términos (apocalypsis/martyria) a partir del texto bíblico, cruzando así las funciones testimoniales y proféticas (‘L’herméneutique du témoignage’ in Le témoignage, 35–61).

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la liberación: Oráculo sobre Managua (1973). Se trata de un largo poema publicado a raíz del terremoto que asoló la capital durante las fiestas de navidad de 1972. El texto es de nuevo complejo, polifónico: básicamente yuxtapone la muerte de Leonel Rugama, asesinado por la policía de Somoza tras un combate desesperado, con las consecuencias y ‘explicación’ del terremoto. Si bien el locutor no se asimila con el guerrillero, las palabras y los actos de éste legitiman la interpretación de los hechos. El dispositivo textual ‘explaya’ en cierto sentido la doble instancia de los textos apocalípticos, la de mártir y testigo (martyria). Las citas del texto johánico son numerosas (desde la visión recurrente de la Ciudad de Dios hasta el motivo del ‘hombre nuevo’ y del ‘canto nuevo’, 20); también lo son los elementos crísticos (atributos de Rugama) que confirman una lectura de los acontecimientos desde la perspectiva cristiana.

En Oráculo sobre Managua se confirma asimismo la perspectiva totalizadora del discurso apocalíptico: la temporalidad biográfica (los biografemas de Rugama) se integra en una temporalidad mayor, que va del tiempo geomórfico con que principia el poema (el terremoto hace emerger los estratos geológicos, los restos paleontológicos) al tiempo de la especie, tanto en su dimensión biológica como política: ‘decías / en la cafetería La India que la revolución / es la comunión con la especie’ (18).

El poema refleja una concepción eminentemente orgánica del tiempo que permite, a su vez, la integración en el conjunto interpretativo de elementos procedentes de las culturas prehispánicas: así la ciclicidad de los cataclismos, como estructurador genésico. Los motivos apocalípticos, en la visión de Cardenal, participan de una ‘transformación’ (19) violenta, una r/evolución necesaria para contrarrestar los elementos entrópicos, la fragmentación: ‘la tendencia general a la desintegración’ (18). La peculiar polifonía cardenaliana, que abarca tanto la arqueología de la figura enunciadora como los estratos del discurso poemático, corresponde a esa tentativa de hacer ‘productivo’ el acontecimiento catastrófico integrándolo en la abarcadora figura del motivo apocalíptico (apocalipsis/ revelación).

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II

Los dos poemarios de Neruda a los que me voy a referir ahora, Fin de mundo y La espada encendida, son casi coetáneos de los poemas de Cardenal: se publicaron respectivamente en 1969 y 1970. Forman parte de lo que se suele considerar como la etapa final de la obra nerudiana, particularmente prolífica y marcada por un balance (auto)crítico. El fracaso del socialismo real se proyectó en ella, escribe Loyola ‘a la percepción apocalíptica de la historia presente (y del entero siglo XX) y a la consiguiente perspectiva catastrófica’ (Neruda 979). Fin de mundo (Juicio final iba a llamarse el libro, recuerda Loyola), comparte con el poema ‘Apocalipsis’ la crítica de los ideologemas de la guerra fría, el temor a la destrucción nuclear, el rechazo de una sociedad tecnificada, deshumanizada.

Un poema como ‘Bomba (2)’ permite apreciar también la aparición de una sensibilidad ecológica,2 que coincide, como veremos, con algunos textos de la misma época de José Emilio Pacheco u Homero Aridjis:

Yo no estoy seguro del marEn este día presuntuoso:Tal vez los peces se vistieronCon las escamas nuclearesY adentro del agua infinitaEn vez del frío originalCrecen los fuegos de la muerte (472)

Las ‘ruedas del Apocalipsis’ (457) marcan, pues, las pautas de un siglo que está agonizando ante los ojos del poeta. El dispositivo enunciativo adoptado por Neruda en este poema dista mucho del agenciado por Cardenal: el hablante poético parece cercano al yo empírico del poeta, lo biográfico agudiza esa sensación agonizante que abarca una experiencia a la vez personal y colectiva (de ahí el paso incesante del ‘yo’ al ‘nosotros’).

2 Niall Binns habla de ‘poesía conscientemente ecologista’ a propósito de Fin de mundo. Sobre el particular y sobre muchos temas relacionados con la ‘ecopoesía’, léase su ¿Callejón sin salida ? La crisis ecológica en la poesía hispanoamericana (cita p. 92).

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La interpretación de los acontecimientos es dificultuosa y la tonalidad muchas veces elegíaca y desengañada. Las citas o alusiones al texto bíblico, por ejemplo en un poema como ‘El siglo muere’ (‘Treinta y dos años entrarán / trayendo el siglo venidero,/treinta y dos trompetas heroicas,/treinta y dos fuegos derrotados’, 421), no bastan para articular la experiencia en un sentido claramente explicativo.

Sin embargo, persisten en el texto nerudiano algunos elementos interpretativos: tanto el final del primer poema, que sirve de protocolo de lectura para el conjunto, como los elementos con que concluye el poemario, apuntan a una integración de la crisis: ‘Me morí con todos los muertos, / por eso pude revivir / empeñado en mi testimonio / y mi esperanza irreductible’ (508). La coincidencia de lo biográfico (en su proyección poemática) y de lo histórico, como en el Oráculo sobre Managua de Cardenal, legitima la aparición de esa voz interpretativa: ‘Uno más, entre los mortales, / profetizo sin vacilar / que a pesar de este fin de mundo / sobrevive el hombre infinito’ (508). La escenificación de la enunciación, en el primer poema, ‘Yo estoy en la puerta partiendo / y recibiendo a los que llegan’ (396), que parece eco del texto bíblico (Ap. 3/20),3 evidencia esa articulación entre la experiencia personal y la colectiva, desde una perspectiva casi escatológica.

Esa esperanza persiste en el poemario La espada encendida, poemario explícitamente relacionado con los textos bíblicos, desde el epígrafe inicial (Génesis 3/24). El ‘Argumento’ que le sigue construye la crono/topografía del poemario: ‘En esta fábula se relata la historia de un fugitivo de las grandes devastaciones que terminaron con la humanidad’ (547). El ‘corte postapocalíptico’ (Loyola en Neruda 988) de La espada encendida apunta a una regeneración y una filogénesis posibilitadas por la superación de la negatividad histórica.

La salvación final en la Biblia (‘no habrá más maldición’, Ap. 22/3), se interpreta, por supuesto, de otra manera en el poemario nerudiano: ‘atrás, atrás bendición, maldición, / Edén prestado por un Dios ausente’ (618). Ese ‘Edén contradictorio’ (Sicard), no borra las

3 Le debo a Melina Cariz, estudiante de segundo año de master que estuvo trabajando sobre los textos nerudianos en nuestro seminario, ese hallazgo y otras sugestiones más, siempre pertinentes.

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huellas de la negatividad: hasta parece implicar el proceso histórico y sus contradicciones, conforme a la dialéctica nerudiana. La ‘espada encendida’, blandida por el ángel que cumple la maldición divina, imposibilita el regreso, garantizando asimismo la agónica libertad humana. Las modalidades apocalípticas –históricas (la guerra nuclear), naturales (‘el gran volcán’ amenazante) o metafísicas (‘la cólera y la muerte de Dios’)– signan esa trágica liberación: ‘la vida, un jardín perdido’ (604).

Es significativo que el escenario y sus protagonistas (‘estos seres adánicos’, 547) parezcan situarse en una cronotopia genésica antes que apocalíptica aun cuando, como es sabido, el Apocalipsis de Juan de Patmos retoma y remata diversos elementos del Génesis (22/1–3). En realidad, el modelo narrativo seguido por Neruda parece ser doble: se produce una primera destrucción (¿nuclear?), que provoca la huida y una primera fundación en las soledades magallánicas, y una segunda, que corresponde al diluvio (provocado por la explosión volcánica) y a la gesta (re)fundadora de Noé. En el caso nerudiano, claro, no hay reconciliación ni pacto entre lo divino y lo humano. Los motivos apocalípticos sirven esencialmente para provocar la esencial y fundadora soledad de los protagonistas mediante una doble ruptura, con la ilusión religiosa, por supuesto, y con la historia, pero como primer momento dialéctico, según Sicard.

En los dos libros de Neruda, a los que habría que asociar otro (2000), los motivos apocalípticos son, esencialmente, momentos críticos de refundación del sujeto, a partir de un trauma colectivo asumido como inherente al sujeto y motor de una dialéctica infinita que pasa por la desindividualización, por lo deshabitado.

III

Salvando diferencias evidentes, ese escenario narrativo y metafísico, ‘sin dios en el firmamento’ (‘Imágenes para el fin del milenio’, Aridjis, 513), parece ser el adoptado, años más tarde, por el mejicano Homero Aridjis, en particular en un poemario como Imágenes para el fin del milenio & Nueva expulsión del paraíso (1986). Con Aridjis y Pacheco,

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podemos hablar de una verdadera poética del desastre que utiliza, de manera reiterada, elementos apocalípticos (en el sentido johánico) o catastróficos (incluyendo elementos procedentes de las tradiciones prehispánicas). Ambos autores comparten además con Cardenal y Neruda una memoria marcada por una experiencia traumática de la historia, de la Shoah a la amenaza nuclear.

Como lo ha mostrado Myrna García Calderón, la trayectoria poética de Pacheco pasa por esa inflexión histórica, esencialmente a partir de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). Lo mismo podemos decir de Aridjis, sobre todo a partir de Quemar las naves (1975). En realidad, la poética del desastre (término recurrente en Pacheco), se gesta en los libros anteriores, de manera más abstracta, pero no desvinculada de la experiencia histórica (‘Mira en tu derredor: el mundo, ruina/ sangre y odio la historia’, El reposo del fuego, 1966, II, 8) y en relación con una concepción esencialmente entrópica del tiempo: ‘Bajo el mínimo imperio que el verano ha roído/se deshacen los días./En el último valle/la destrucción se sacia/en ciudades vencidas que la ceniza afrenta’ (‘Los elementos de la noche’, 1962).

En el libro de 1969, claro, irrumpe violentamente la historia inmediata (con fechas y lugares) pero, sobre todo, se impone una figura enunciadora ‘menor’, una voz poética que habla desde un exiguo margen social y simbólico (‘La tribu rió de mi habla ornamentada’, 63). Parece arruinado el poder profético del enunciador y perdida su aura a favor de una función social más horizontal, casi solamente testimonial: ‘Alabemos a Patmos y a la montaña de las Lamentaciones. Pero aquí no se trata de videncia […]. /Basta mirar lo que sucede’ (65). El poeta sólo puede decir ‘la edad de fuego que ya se gesta sobre nuestras ciudades’ (ibíd.). En el mismo libro, concretamente en ‘Conversación romana, 1967’, los temas del deterioro temporal y de las ruinas coinciden con una incipiente preocupación ecológica, haciendo de Pacheco, según Luis Antonio de Villena, un ‘precursor del ecologismo y el anticonsumismo’ (de Villena 33). En todo caso, a partir de este poemario los motivos apocalípticos se concentran repetidas veces en el tema ecológico. Ambos elementos son fundamentales en un libro como Los trabajos del mar, de 1983, donde, según Luis Antonio de Villena, Pacheco ‘pretende testimoniar un estado apocalíptico del orbe’ (de Villena 74). La voz poética oscila entre un lirismo elegíaco, como en el poema ‘El pulpo’,

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y la ironía corrosiva, en un poema como ‘El puerto’ –‘Ya progresamos hacia el fin del mundo’ (266)– sin llegar, sin embargo, a afirmarse como plenamente satírica.4

Una sección como ‘Malpaís’ confirma el deterioro ecológico, el apocalipsis inminente que presencia el sujeto poético. El escenario del primer poema –epónimo– augura un final catastrófico en el que la naturaleza asume el papel de víctima y juez:

Cuando no quede un árbol, cuando ya todo sea asfalto y asfixiao malpaís, terreno pedregoso sin vida,ésta será de nuevo la capital de la muerte.

En este instante renacerán los volcanes[…]El mar de fuego lavará la ignominia,Se hará llama la tierra y lumbre el polvo.Entre la roca brotará una planta.Cuando florezca volverá la vidaA lo que convertimos en desierto de muerte. (290)

La profecía, en ese caso, no supone la creación de ningún lugar privilegiado para el enunciador poético, cómplice del crimen, y que queda fuera de la ‘promesa’ que se cumple. Se confirma con ello una marcada tendencia anti-antropocéntrica que caracteriza no pocos de los poemas del libro. Vale la pena cotejar ese poema con otro, de Aridjis, sacado de El ojo de la ballena (2001) y titulado ‘El Popocatépetl más allá de la Historia’. Cito el final donde aparece un imaginario sincrético, que constituye una verdadera arqueología de la catástrofe:

El Leviatán viscoso, la serpiente del valleDescrita en las Escrituras del negro porvenir,No puede nada contra ti,

4 Es de lamentar que la edición más completa hasta ahora de la poesía de Pacheco (Tarde o temprano. Poemas 1958–2000), que es la que citamos, no incluya las ‘traducciones’ o ‘versiones’ del poeta, ni siquiera textos tan fundamentales como los de la sección final de Los trabajos del mar, ‘Imitación de Juvenal’, donde se plantean finamente los problemas del lugar y del poder del satirista.

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Oh, Sansón de los volcanes,Oh, cerro principal,Oh, salmista de la destrucción (800)

El temblor de setiembre de 1985 viene a cumplir, trágicamente, la profecía pachequiana. Miro la tierra (1986) es el libro con que Pacheco, ausente durante los primeros días del terremoto, se aproxima a la catástrofe (catástrofe o desastre –‘la palabra desastre se ha hecho tangible’, 311– nunca apocalipsis). De nuevo, la voz poética no pretende detentar ninguna verdad absoluta ni ser intérprete de un sentido (‘Absurda es la materia que se desploma’, dice el primer verso, 307). La entropía que parecía impregnar los primeros poemarios pachequianos, se centra aquí en la actividad humana (‘la materia no se destruye, / la forma que le damos se pulveriza’, ibíd.). La voz que se eleva incurre repetidas veces en una crítica social y política acerba, en la cita siguiente con ecos poundianos y preocupaciones ecológicas:

Secamos toda el agua de la ciudad, destruimos,Por usura, los campos y los árboles, En vez de tierra a nuestras plantas quedóUn sepulcro de fango áridoY rencoroso, malignamente incapazDe amparar lo que sostenía.

La ciudad ya estaba herida de muerte.El terremoto vino a consumarCuatro siglos de eternas destrucciones (317).

La vehemencia del tono es ampliamente justificada: recuérdese el tremendo libro de Poniatowska, Las voces del temblor, y tantos otros testimonios levantados contra las prevaricaciones asesinas de la oligarquía. Implica otra vez una radical crítica del antropocentrismo destructor: ‘Triunfa el planeta/contra el designio de sus invasores’ (309). Una crítica apenas atemperada por la tenue esperanza final de un cambio axiológico: ‘¿vamos a hacer / otra ciudad, otro país, otra vida? / De otra manera seguirá el derrumbe’ (333).

El temblor deja también una huella profunda en varios poemas de Imágenes para el fin del milenio, de Aridjis. En esos poemas, y como eco a la perspectiva temporal de un Fuentes, se superponen las

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temporalidades: la ciclicidad y el imaginario cataclísmico prehispánico sirven para interpretar el presente: ‘El desastre y la muerte han venido de lejos. / De lejos en la historia y del porvenir profundo. / Y la memoria de todos reposa entre las ruinas’ (‘Tiembla en México y se mueven los siglos’, 495). Pero la lectura del terremoto, en nuestra era del Quinto sol, no sólo le recuerda al hombre su fragilidad sino que, igual que en el poemario de Pacheco, desemboca en una desconfianza total en una supuesta superioridad del hombre. Así en el breve ‘Descreación’, que se sitúa en la perspectiva de un texto como ‘El soliloquio del hombre’ de Nicanor Parra:

Hecho el mundoLlegó el hombreCon un hachaCon un arcoCon un fusilCon un arpón con una bombaY armado de pies y manosDe malas intenciones y de dientesMató al conejoMató al águilaMató al tigreMató a la ballenaMató al hombre. (631)

Es evidente que, tanto en Pacheco como en Aridjis ‘El apocalipsis no bajará del cielo’ (Pacheco) y que el hombre es el principal artífice de la catástrofe. Eso se verifica desde poemas tan tempranos como ‘Séptimo sello’ (Pacheco):

Y poco a poco fuimos devorando la tierra. Emponzoñada ya hasta su raíz, No queda un árbolNi un vestigio de ríoEl aire entero es podredumbre,Los campos son océanos de basura.Soy el último humano.Sobreviví a la ruina de mi especie.Puedo reinar sobre este mundoPero de qué me sirve.(Irás y no volverás, 1972, 138)

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O ‘Profecía del hombre’ (Aridjis):

Las nubes colgaron como hollejosLos ríos se estancaron muertosSe extinguieron las aves y los pecesEn las montañas se secaron los árbolesLa última ballena se hundióEn las aguas como una catedralEl elefante sucumbióEn el zoológico de una ciudad sin aireEl sol pareció una yema arrojada en el lodoLos hombres se enmascararonSin noche y sin día Caminaron solitarios por el jardín negro.(Quemar las naves, 1975, 322)

El ‘jardín negro’ remite, obviamente, a un Edén deteriorado y nos permite volver a pensar el motivo apocalíptico desde la perspectiva del Génesis. Las geopoéticas de Aridjis y de Pacheco remiten a un referente a la vez real y fantasmagórico; idóneo, en todo caso como marco apocalíptico: la urbe maldita y los pétreos dioses iracundos que la circunden. Remiten igualmente a una serie de topoi con que se invierten los edénicos, tanto en la versión inicial de la Creación, como en la postrera reconciliación entre Dios y el hombre, después del Diluvio. El poema ‘Descreación’, ya citado, constituye, por supuesto, un ejemplo meridiano del poder maléfico del hombre y de su irredentismo inapelable, que hace de la historia un desastre.

Vale la pena, por fin, volver a leer los bestiarios –dispersos u orgánicos– que abundan en la obra de Pacheco y Aridjis, en tanto elemento crítico fundamental del antropocentrismo. No se trata, por supuesto, de una lectura literal de la Biblia, sino de una reflexión profunda, a partir de ella, sobre los derechos respectivos del hombre y del animal y la relación entre ambos –reflexión muy actual, como lo prueba el interés despertado por un libro como Le silence des bêtes (1998), de Elisabeth de Fontenay o por el polémico Eternal Treblinka : our Treatment of Animals and the Holocaust (2002) de Charles Patterson, pero que se remonta a la ‘Deep ecology’ de los años 70.5

5 Remito, al respecto, al trabajo de Daniel Vives (2000).

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En Pacheco, los bestiarios cumplen un doble papel: participan directamente del imaginario apocalíptico o catastrófico, como las primeras víctimas del hombre, por ejemplo en la sección ‘Especies en peligro (y otras víctimas)’ de Islas a la deriva (1975); detentan, sin embargo, un saber (de ‘Los animales saben’ de No me preguntes cómo pasa el tiempo, 1969, a no pocos de los fragmentos de Miro la tierra) que relativiza la dominación antropológica (razón/logos). Los animales permiten cuestionar a la humanidad de lo humano y situar el debate en un plano esencial, el de la especie y de su supervivencia (de ahí la presencia del hombre de Neanderthal en el ‘bestiario’ de Islas a la deriva).

En Aridjis, la relación con los animales tiene que ver con lo sagrado (una sacralidad muy presente ya en ‘Exaltación de la luz’, de Quemar las naves, 1975). El primer poema de la sección ‘Nueva expulsión del paraíso’, que desentraña la pulsión mórbida, empieza así:

No es la piedra de los sacrificiosEs el rastroDonde el hombre degüella a los carneros.

Es el burdel de ternerasAbiertas en canal,En las vidrieras de la mañana. (627)

El hombre infringe una ley que no puede ser reducida a un mero mito o a una serie de tabúes dictados por una religión monoteísta: por esa infracción se desdice de su propia ‘humanimalidad’, reniega de sus más profundas raíces. Los otros poemas de la sección son de un tremendo lirismo elegíaco: la voz poética, casi franciscana (‘Hermanos nadadores del presente’, ‘Dime, liebre de los volcanes’, …), intenta restaurar la relación perdida, oír el significado del silencio animal (‘su silencio es lo único que oímos, su silencio’, 629) en medio del desastre (‘Yo el último de mi especie / sentado en esta sala en ruinas/veo por la ventana la oscuridad del mundo/ espero el regreso del sol’, 630).

El espacio, si no sagrado, por lo menos fundacional, del mundo compartido entre el hombre y el animal, alcanza quizá su mayor fuerza en los poemas pachequianos de la primera sección de Los trabajos del mar, ‘Aguas territoriales’. En textos como ‘El pulpo’, al que ya he

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aludido, y sobre todo, simbólicamente, porque las ‘aguas’ son las aguas madres, originarias. Esa preocupación aparecía ya, de manera ejemplar, en un poema anterior, ‘Ballenas’:

Suena en la noche tristede las profundidadessu elegía y despedida,porque el marfue despoblado de ballenas.

Sobrevivientes de otro fin de mundo, adoptaron la forma de los pecessin llegar a ser peces (Islas a la deriva, 201)

Es significativa la fascinación por ese animal originario y migratorio –el único nombrado explícitamente en el Génesis (‘Y crió Dios las grandes ballenas’, I/21)– que se verifica también en la obra de Aridjis. En ‘Ballena gris’ de ‘Nueva expulsión del paraíso’ y, más recientemente, a lo largo del poemario El ojo de la ballena (2001):

Y las ballenas salierona atisbar a Dios entrelas estrías danzantes de las aguasY Dios fue visto por el ojo de una ballena

Y las ballenas llenaronlos mares de la tierra.Y fue la tarde y la mañanadel quinto día (789).

Las ballenas retrotraen a ese mundo todavía encantado del quinto día, antes de la aparición del hombre y de la muerte de Dios.

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Conclusión

Para concluir quizá podamos, primero, destacar la particularidad de la poesía de Cardenal. De los dos poemas mencionados emerge una voz cercana a la voz tradicional del apocaliptista: con ella, el discurso se extralimita, para potenciar la revelación textual de un posible designio histórico. La utilización que hace el poeta de los motivos apocalípticos va, precisamente, en el sentido de la creación de un texto interpretativo, en el que irrumpe el sentido profético.

En los textos de Neruda, Pacheco y Aridjis, los motivos apocalípticos o catastrofistas no cristalizan en una estructura comparable. En los tres casos, el sujeto poético es precario, no llega a conquistar plenamente el lugar simbólico ocupado por el narrador apocalíptico. El sujeto nerudiano, en dos dispositivos poéticos muy diferentes, aparece como fracturado, reacio a concederle un sentido claro a las sacudidas históricas aun cuando recobra, in extremis, cierta unidad a través de la imagen de la pareja fundadora, a la vez dentro y fuera de la historia, o a través de una voz de nuevo apta para profetizar, hablar por la especie. Los motivos apocalípticos son, en el caso nerudiano, ‘reveladores’ de una crisis profunda que afecta al sujeto en su dimensión personal y transindividual.

Los casos de Pacheco y Aridjis dejan constancia de un desgaste evidente y asumido de la figura poética, de su aura. Una radical pobreza y soledad: ‘y acepto mi pobreza de hombre/ sin dios en el firmamento/y sin futuro en la vida’ (Aridjis, ‘Imágenes para el fin del milenio’, 513). Por consiguiente, en ambos casos, los dispositivos pragmáticos dispersan al sujeto poético, revelando quizá una búsqueda discontinua y desesperada de las maneras de incidir en lo social sin más pretensión que la de encontrar un lenguaje adecuado para el testimonio o el aviso.

En todos los casos, más que una revelación, lo que conlleva el motivo apocalíptico es la necesidad de una nueva actitud, ética y política. La categoría de lo nuevo no procede de una fuerza exterior sino que nace de una refundación política y moral. Una conversión anhelada pero, probablemente, ilusoria.

Replantear la discursividad apocalíptica a partir del Génesis es, sobre todo para Neruda, en La espada encendida, o para Aridjis, en un poema como ‘Canción de amor del fin del mundo’ (Construir la

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muerte, 1982), apostar a una nueva fundación. En el poema de Aridjis, después de una serie de imágenes de destrucción tomadas prestadas del Apocalipsis bíblico (‘Parado frente al mar yo vi subir/una bestia de diez cuernos’), la segunda parte del poema evoca la posibilidad de un nuevo edén, terrestre : ‘Oh mía, un cielo nuevo se abrirá / y una Tierra nueva crecerá,/y en el reino de los justos/por mil años te amaré’ (439).

En ambos casos, la perspectiva apocalíptica le da al acto amoroso una dimensión biológica y antropológica fundamental. La salvación de la especie pasa por una nueva relación con los seres vivos, otra relación con la naturaleza vegetal (cf. los 38 fragmentos de la serie ‘Arboles’ de Nueva expulsión del paraíso) o animal. La relación con el animal, con el ser silencioso, el infans, permite apreciar la (in)humanidad de los humanos. La ruptura del contrato natural, el rechazo de la transitoriedad (las ‘aguas transitivas’ de ‘Delfines’ en ‘Nueva expulsión del paraíso’) del ser humano en la tierra, condena al hombre a su propia desaparición.

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Bibliografía

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Cardenal, Ernesto, ‘Apocalipsis’, Oración por Marilyn Monroe y otros poemas [1965], Poesía completa, tomo 1 (Buenos Aires: Patria Grande, 2007).

——. Oráculo sobre Managua (Buenos Aires: Carlos Lolhé, 1973).de Villena, Luis Antonio, José Emilio Pacheco (Madrid: Júcar, 1985).García Calderón, Myrna, ‘José Emilio Pacheco y la poesía del desastre’, in Al

borde de mi fuego. Poética y poesía hispanoamericana de los sesenta (Alicante: Casa de las Américas-Universidad de Alicante, 1998), pp. 117–127.

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Neruda, Pablo, Obras completas, tomo 3 (H. Loyola, ed.), (Barcelona: Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, 2000).

Pacheco, José Emilio, Tarde o temprano (poemas 1958–2000), (México: FCE, 2000).

Parkinson Zamora, Lois, Writing the Apocalypse: Historical Vision in Contemporary U.S. and Latin American Fiction (Cambridge University Press, 1989).

Ricoeur, Paul, Le témoignage (París: Aubier-Montaigne, 1972).Sicard, Alain, El pensamiento poético de Pablo Neruda (Madrid: Gredos

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récente de José Emilio Pacheco’, in América. Cahiers du Criccal n° 24, París (2000), pp. 27–40.

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Marie-Madeleine Gladieu

Intertextualidad y figuras bíblicas en La Guerra del Fin del Mundo, de Mario Vargas Llosa

La Guerra del Fin del Mundo, novela publicada en 1980 por Mario Vargas Llosa, es el resultado de una larga elaboración de dos guiones, La Guerra particular (1972) y Los Perros del Infierno (1974). La evolución de los títulos pone de manifiesto la voluntad de enfocar la brasileña guerra de Canudos ya no como mero suceso histórico, sino como episodio mitificado, de alcance más universal que el de una de las tantas rebeliones sertaneras finiseculares. La referencia al capítulo XIII de la Divina Comedia, de Dante, en el que las perras infernales se arrojan sobre los condenados y los despedazan, metáfora de la resistencia de los rebeldes ‘yagunzos’ al ejército enviado para vencerlos, así como de la crueldad de dicho ejército en la represión de esos desarmados que no se dejan vencer, remite a un mundo occidental de comienzos del Renacimiento, profundamente religioso, en el que las representaciones del diablo y del infierno están cobrando importancia, tanto en la predicación de los sacerdotes como en la imaginación popular y artística. La imagen del Can, asimilado al diablo, devorando a los pecadores se encuentra ya en el Apocalipsis, según el cual aquél, encerrado por mil años, sale luego de su prisión para seducir a los hombres. Así la segunda mitad de la Edad Media ve surgir la figura del Diablo en el imaginario colectivo occidental, juntamente con el temor al fin del mundo, el tiempo de las cruzadas para reconquistar Jerusalén y los lugares santos ocupados por los musulmanes, ‘abominación’, para los cristianos, que el Apocalipsis asimila a la proximidad del fin del mundo y el regreso de Cristo. Las connotaciones del título del segundo guión, por consiguiente, significan un tratamiento particular de los personajes y de los episodios presentados. En algunos rasgos de Moreira César y en la posición que toma frente a la rebelión, el lector peruano identifica los de Velasco Alvarado, tanto en su generosidad para con los pobres, como en el

Marie-Madeleine GladieuIntertextualidad y figuras bíblicas en ‘La Guerra del Fin del Mundo’

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rumbo dictatorial más tradicional que está tomando el gobierno a raíz de la crisis de esos años. Además, en cuanto al fenómeno más propiamente dicho de intertextualidad, encontramos la mención de los perros en el Salmo 22 (o 21) del libro bíblico de Salmos (21, 17), que se lee en viernes santo, en el oficio de maitines. Observamos, por consiguiente, que en la segunda versión del guión, cuando el personaje de Antonio el Consejero todavía no tiene la importancia que adquirirá en la novela, Mario Vargas Llosa ya recurre a la intertextualidad con un texto de la tradición sagrada occidental, cristiana, para crear el ambiente de lo que iba destinado al más amplio público, una película que había de rodar el cineasta brasileño Glauber Rocha.

En 1973, Mario Vargas Llosa publica la novela Pantaleón y las visitadoras, uno de cuyos personajes, el hermano Francisco, puede considerarse como un esbozo de Antonio el Consejero. El hermano anuncia el próximo fin del mundo, como hacen por entonces algunos miembros de la Iglesia de Adventistas del Séptimo Día en varias partes del territorio americano, organizando suicidios colectivos. Después de mandar o dejar a sus secuaces que crucifiquen primero animales, luego a una anciana y un niño, y después, a dos personas más, perseguido por las fuerzas del orden, el hermano termina por crucificarse en un claro de la selva; al encontrarlo en avanzado estado de descomposición debido al calor húmedo de la zona, la gente que ya ‘se embadurnaba caras y cuerpos con la sangre de la cruz y hasta se la bebían’ (216) tratándose de la anciana y del niño, ‘recogían esa agua santa en trapos, baldes, platos, se la tomaban y quedaban puros de pecado’ (300). El tratamiento horrorosamente grotesco, irónicamente irrisorio del intertexto sugerido con la muerte de Cristo muestra de manera obvia que el narrador, y tras él, el autor, condenan tales maneras de practicar un rito religioso, materializando las referencias a la salvación del alma o sea nociones abstractas. El teniente Santana resume la situación parodiando el Salmo 21–15: ‘Como el agua me derramo/mis huesos se dislocan/mi corazón se ha vuelto como cera/se me derrite en mi interior’, se convierte en su boca de hombre acostumbrado a enfrentarse con lo más duro de la realidad y a describirlo crudamente en el anuncio de que el hermano está ‘deshaciéndose como una mazamorra’ (301).

La intertextualidad con el Apocalipsis de Juan y el Salmo 21 es más extensa y compleja en La Guerra del Fin del Mundo. La novela

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empieza con la evocación de un hombre, cuyo nombre descubre el lector dos páginas después, muy parecido al de la ‘Visión preparatoria’ (1, 12–14): ‘un Hijo del hombre vestido con una larga túnica […] su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; sus ojos, como una llama de fuego’, convertido en la novela en ‘El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil […] Sus ojos ardían con fuego perpetuo […] la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros’ (15). El retrato que propone el narrador de este personaje más parece la caricatura que el retrato del Profeta bíblico, por causa de los elementos añadidos: siempre se ve como de perfil, debido a lo flaco de su rostro, mientras que los verdaderos profetas miran de frente a sus secuaces; éste siempre está mirando, en realidad, a otra parte indeterminada: quien no mira a los ojos de su interlocutor, suele mentir o traicionar; además, sólo se le ve un ojo, de lo cual puede deducirse que el personaje sólo ve un aspecto de la realidad, carece de visión binocular. Y el fuego que sale de sus ojos ya no es la llama que las estampas populares suelen asociar al corazón de Jesús, sino ‘destellos terribles’ (15) que recuerdan el fuego infernal. Además aparece ‘en la luz crepuscular o naciente’ (15), acentuando la ambigüedad del personaje: en las películas, el héroe surge con la imagen del amanecer, y el traidor, en la del anochecer. Son también las horas en que se ve la luna en el cielo, lo cual no vincula al personaje al astro vital, el sol, sino al astro nocturno, a sus fases y a los temores que suscita. Antonio el Consejero viste una túnica morada igual a la de los Cristos de los altares y de las procesiones de Semana Santa: con estos detalles, el lector está invitado a interrogarse sobre la buena fe del personaje que ha convertido su vida en una representación continua.

Las sequías y los sufrimientos físicos y humanos que provocan, las iglesias y capillas abandonadas por falta de sacerdotes, por el poco interés que las ciudades le prestan al campo con la evolución del modo de vida moderno, dan lugar a la interpretación de la situación del mundo rural según las únicas referencias culturales que tiene el pueblo del Sertón: la cultura religiosa, la de las lecturas de los textos sagrados hechas y comentadas por los religiosos de paso, que le vienen a recordar que para el cristiano este mundo con sus miserias es un valle de lágrimas, y el ineludible día del Juicio Final será el del premio o del castigo eterno. Las catástrofes climáticas forman parte de las pruebas

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enviadas por Dios para poner a prueba la fe del pueblo. El fin de siglo que se acerca amplifica el temor al fin del mundo, y da lugar a las profecías más disparatadas, entremezcladas con elementos presentes en el Apocalipsis y el anuncio del regreso de Cristo en su gloria. Así los sertaneros no dejan de asimilar sus penas a las que anuncia el texto sagrado, y la predicación del Consejero les parece creíble. Sin embargo, el narrador señala que éste anuncia aquellos portentos ‘sin mirar’ (17), igual que El Anticristo pintado por Luca Signorelli en la catedral de Orvieto (Florencia, Italia).

Lo referencial en las profecías del Consejero, sequías, calamidades, ríos cuyas aguas se vuelven sangre, nuevos cometas, plagas y guerras, remite ya a la experiencia directa de los sertaneros, ya a los textos bíblicos que anuncian el fin del mundo, es decir a situaciones que todos tienen por verdaderas; por asimilación, lo autorreferencial, materialización de nociones abstractas (‘En 1897 el desierto se cubriría de pasto, pastores y rebaños se mezclarían y a partir de entonces habría un solo rebaño y un solo pastor’ (17)), o extrapolación acerca de la inversión de los valores de este mundo (‘el mar se volvería sertón y el sertón mar’ (17)), o simples disparates (‘En 1898 aumentarían los sombreros y disminuirían las cabezas’ (17)), debido a la precisión del plazo en que se han de cumplir, así como por la yuxtaposición con ‘verdades’ innegables, aparece como una serie de elementos más de las verdades enunciadas. El Consejero va encarrilando así el imaginario de sus oyentes hacia su propia visión de la situación presente, y hacia la asimilación de su discurso con el divino. Y cuando elogia la pobreza, alegando que ningún bien material se necesita en el Paraíso, los sertaneros no dejan de recordar el sinnúmero de ejemplos similares oídos durante los ritos religiosos, desde la parábola del niño Jesús nacido en un pesebre hasta la del rico que no ha de pasar por el ojo de la aguja mientras pasa el pobre o el caso de Jesús que sólo poseía la túnica sin dobladillo, tejida en una sola pieza de tela que, según la leyenda, creció con él. Los pobres de Canudo, desprovistos de bien material alguno, como el propio Consejero, corresponden a los buenos de los textos sagrados, y seguir a Antonio el Consejero los lleva forzosamente a la salvación: referencias y alusiones a la cultura de sus oyentes funcionan como un cemento que une al predicador con el grupo –de una manera similar funcionan los radioteatros de Pedro Camacho, en La tía Julia y el escribidor, con el esperado resultado: el país entero

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oye a diario los programas de este canal–, el cual no vacila en seguirlo hasta el sacrificio de sus vidas, paso ineludible para ser admitido en el paraíso. Pero el texto escrito funciona distintamente: señala los detalles en los que ningún sertanero parece fijarse, mostrando obviamente el engaño.

La figura del Anticristo, falso profeta que, ya no según el Apocalipsis que lo asimila a Satán, sino según las profecías hechas acerca de la Parusia por los profetas Ezequiel y Daniel, así como por los evangelistas Mateo y Marcos, ha de surgir para engañar a los hombres poco antes del regreso de Cristo. El Consejero desmaterializa en este caso a un personaje bíblico, afirmando que, a raíz de la separación del Estado y la Iglesia, de la creación del matrimonio por lo civil y de los entierros sin rito religioso, del sistema métrico y del nuevo régimen de impuestos, ‘El Anticristo estaba en el mundo y se llamaba República’ (32). Lo curioso es la inversión de la habitual retórica del personaje: el Cordero divino, tantas veces citado en el Apocalipsis, imagen de Cristo sacrificado, aparece materializado al lado del Consejero (cuando éste siente próxima la muerte, pide que no entierren al animal, sino que se alimente con su carne a los soldados yagunzos hambrientos). En Canudos construye la Jerusalén celeste, Esposa del Cordero en el Apocalipsis, con sus calles y sus edificios. La imaginación popular necesita elementos concretos para dar crédito a lo que le cuentan. El Consejero ha encontrado la manera de orientar según sus pautas personales el imaginario de los campesinos, víctimas de la organización social y del clima, y en vez de ampararlos espiritualmente, amplifica sus temores basando algunas de sus profecías sobre parte de la Biblia que los sacerdotes suelen o bien leer en misa, o bien comentar desde el púlpito, a todo lo cual añade elementos de su propia cosecha. Tal manera de hacer uso de la tradición para entremezclarla con elementos legendarios locales (en este caso, la leyenda del Rey don Sebastián, ‘con su relampagueante armadura y su espada’, con ‘su rostro bondadoso, adolescente’, montado en una ‘cabalgadura enjaezada de oro y diamantes’, saliendo ‘del fondo del mar’ (19)) o elementos nuevos, caracterizará, en novelas como Lituma en los Andes, la forma de proceder de los miembros de Sendero Luminoso: el autotexto permite, por consiguiente, señalar cierta similitud entre dos ejemplos de fanatismo (Canudos y el pueblo de Andamarca ocupado por los senderistas). Y si recordamos la realidad del Perú en 1980, el

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discurso de Abimael Guzmán Iniciemos la lucha armada, más conocido por el nombre de ILA 80, recurre a imágenes y comparaciones similares, y su consecuencia será un holocausto parecido.

Los dos movimientos de rebelión, que crean un Estado dentro del Estado, van a sufrir la represión llevada a cabo por las fuerzas armadas de la República; mas el Ejército es impotente ante los campesinos sin armas de guerra, pero acostumbrados a sobrevivir en condiciones difíciles y buenos conocedores del terreno. Las autoridades de Bahía envían primero guardias contra los yagunzos, pero la resistencia pasiva de la población basta para descorazonarlos. Luego, envían el Noveno Batallón de Infantería: pero con la cruz y la bandera, con la imagen de Jesús, palos y gritos, consiguen los rebeldes vencer al Ejército. Esas victorias irracionales descorazonan a los soldados; y el Consejero, que afirma la victoria final de las fuerzas del Bien, es decir de los rebeldes conservadores, da a imaginar, igual que en los capítulos finales del Apocalipsis, un mundo bien ordenado según la jerarquía del Antiguo Régimen y pacífico, sin dolor, sin pecado, y con lluvia que dé fertilidad al suelo y a los rebaños: después del sacrificio, del martirio, vendrá la felicidad en un nuevo mundo ideal. Algunas frases de Abimael Guzmán bien podrían corresponder a un personaje como el Consejero, cambiando un término de retórica maoísta (reacción) por otro de retórica bíblica (el Can): en ILA 80, Guzmán proclama: ‘La lucha será dura, violenta, cruelmente contestada por la reacción que mandará sus negras huestes para combatirnos […] extenderán sus garras siniestras, sangrientas […] pero nosotros somos el futuro, somos la fuerza, somos la historia […] somos hacedores del amanecer definitivo’ (citado en Mercado Ulloa 86). Mientras en Canudos ‘un tema frecuente seguía siendo el fin del mundo’, y cuando el Ejército disponía dos cañones Krupp ante los rebeldes, ‘en Canudos se preparaban para el Juicio Final’ (91); el 19 de abril de 1980, Guzmán anuncia que ‘las trompetas comienzan a sonar’ por la guerra popular, y ‘la bestia finalmente será acorralada’, parodiando frases del Apocalipsis, y ‘habrá un nuevo mundo’ (citado en Mercado Ulloa 86). Las atrocidades perpetradas para realizarlo, en uno y otro caso, resultan similares.

La palabra ‘Apocalipsis’ significa ‘Revelación’. En la Biblia, se trata del regreso de Cristo en su gloria divina, y del castigo de Satán y los malos y del triunfo de los buenos, es decir que se da un sentido

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a la historia de la humanidad. En la novela de Mario Vargas Llosa, al final de La guerra del Fin del Mundo, varios personajes encuentran el sentido de su vida. Dejaremos de lado el caso de los apóstoles del Consejero que, al morir su jefe de disentería, intentan descifrar su mensaje en sus excrementos, equivocándose en cuanto al sentido de la escatología (ya constatamos que las nociones abstractas siempre tenían que materializarse para ser comprendidas). El periodista miope, al final de la novela, ha entendido el sentido del combate de los yagunzos y del ejército nacional, sabe ahora que sus colegas no siempre presentan informaciones sinceras y verdaderas sobre la realidad; además, ha encontrado la explicación de sus estornudos que tanto le molestan, en las relaciones con su madre, pero quedando el problema sin solución, sigue con la alergia. La última frase de la novela se deja a una ancianita, que le revela al periodista que ‘vio’ subir al cielo a Joao Satán: se han invertido los valores de la sociedad anterior. La revelación más interesante, desde el punto de vista de la identificación de un fenómeno de autotextualidad, es la del barón de Cañabrava, el sabio de la novela, el que descubre la mala fe de los personajes fanáticos que se hospedan, uno tras otro, en su casa. La última secuencia que lo ve intervenir describe una escena de amor entre el barón y la sirvienta de su esposa, Sebastiana, en presencia de ella. Se trata del primer esbozo de los personajes de las novelas Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto: el barón, Estela y Sebastiana encarnan una manera poco convencional de vivir una relación de pareja, con una tolerancia por la elección sexual del otro dentro de las pautas de los años setenta en Europa.

Cada época rica en cambios sociales y políticos desestabiliza a parte de la población, que ya no entiende cuál es el sentido de su existencia; entonces surgen profetas, utopistas, fanáticos, que señalan cierto sentido de la vida humana, por la cual, paradójicamente, merece la pena sacrificar la propia vida. Suelen buscar la legitimación de sus afirmaciones en las referencias a textos antiguos, sagrados, base de la cultura de sus secuaces. La Biblia, y más particularmente sus capítulos y libros que impresionan por su violencia y por la promesa de la recompensa para los buenos y el castigo de los malos, por sus héroes y monstruos, leídos durante los ritos de la religión católica, funciona como referencia universal, tanto en la literatura como en la realidad. Cuando varias sectas pregonan el próximo fin del mundo y ordenan el suicidio de

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sus adeptos, cuando ciertos partidos políticos se tornan en movimientos terroristas, cuando parte de la población no encuentra su lugar en la nueva organización de la sociedad, los imaginarios apocalípticos, que afirman que la existencia humana tiene cierto sentido, seducen más fácilmente a los que ya no entienden la evolución del mundo ni saben cómo situarse en la sociedad. El sentido así afirmado tiende a definir claramente el bien y el mal, a proponer una visión maniquea del mundo, y a llevar a menudo al fanatismo.

Inspirado en un personaje real, Antonio Mendes Maciel, como su modelo, nunca estudió teología y comenta algunos textos sagrados, los más universalmente conocidos del Nuevo Testamento, dirigiéndose a la sensibilidad a flor de piel de sus oyentes, sugiriendo una relación entre los sufrimientos de Jesús y los de los sertaneros; pero nunca llega a evidenciar una dimensión propiamente redentora de la experiencia humana. Lo curioso es que algunos sacerdotes, párrocos del Sertón, se dejan engañar por su discurso. Si los encargados de cristianizar a los campesinos son seducidos por el Consejero, si no se hacen cargo de lo hueco de sus sermones, será por falta de cultura religiosa y de formación suficiente en el seminario, donde no se dio a los seminaristas ganas de profundizar sus conocimientos y desarrollar el espíritu crítico. El dogma católico se impuso a la fuerza y, fuera de las ciudades, se limitó a imponer ciertas prácticas relacionadas con las actividades rurales encauzando el deseo de referirse a fuerzas protectoras que amparen a la población sometida a los caprichos de una naturaleza difícil de dominar. El sacerdote ayuda a los sertaneros a aceptar la adversidad, remitiendo a un futuro imposible de averiguar, sólo imaginable mediante la fe, la mejora de sus condiciones de vida. No eleva el nivel reflexivo de sus parroquianos. La consecuencia es que cualquier discurso demagógico y sentimental, con visos bíblicos, acerca de las presentes desgracias se recibe como interpretación de la palabra divina, las palabras tocan el corazón sin pasar por la mente. Así, ni siquiera se trata de remitir a un Dios sensible al corazón, según las palabras de Pascal, sino a un Dios que toca los nervios y justifica todos los excesos. En este sentido puede hablarse de un fracaso de la evangelización, que no da los medios de distinguir entre el discurso engañoso y el verdadero. El Apocalipsis señala que, poco antes del fin del mudo, han de surgir ‘falsos profetas’: los sacerdotes que siguen al Consejero parecen ignorar tal advertencia.

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Intertextualidad y figuras bíblicas en ‘La Guerra del Fin del Mundo’ 147

Sometido cada personaje al albedrío de su imaginación, que en tiempos de crisis natural (sequía), social (miseria) y política (instauración de un Estado nuevo, laico), con la aprensión ante un futuro desconocido y potencialmente peligroso, produce monstruos, personajes monstruosos y escenas monstruosas abundan en la novela.

La guerra del fin del mundo presenta, en efecto, una vasta galería de monstruos, físicos unos, morales los protagonistas. Mario Vargas Llosa, lector y admirador de Victor Hugo, al que dedica un ensayo, La tentación de lo imposible, escribió el prefacio a la traducción de Los miserables en los mismos años en que estaba elaborando su novela. En las obras de Hugo, los monstruos físicos suelen ser unos seres sensibles y humanos, mientras que los verdaderos monstruos son exteriormente hombres como los demás. El autor de La leyenda de los siglos dejó huellas en La guerra del fin del mundo. Esta epopeya en versos, que narra la historia de la humanidad, pone de realce la barbarie de un Nemrod y su afán de dominar el mundo, por ejemplo, y termina por la toma de la Bastilla, símbolo de la barbarie del antiguo régimen. Lo monstruoso pertenece al que ejerce el mando, o al edificio que encarna las injusticias del poder absoluto. Lo mismo sucede en la novela de Vargas Llosa: el fanatismo, tanto el del Consejero como el de Moreira César, jefe del ejército, produce la monstruosidad de aquéllos que no dudan en enviar a una muerte segura a campesinos desarmados, mujeres y niños (sacrificados yendo por agua durante el sitio de Canudos), o a la compañía de los niños víctima del hambre, la miseria y el agotamiento en la inmensidad desértica del sertao. El hombre que ríe y Nuestra Señora de París presentan personajes de hombres deformes de nacimiento o por la maldad humana, yuxtapuestos a personajes femeninos que son modelos de belleza y ternura, y saben adivinar lo humano de esos pobres seres. Aunque evita esta organización romántica de los personajes, Vargas Llosa adopta esta visión del monstruo fieramente humano, del cual los monstruos del circo del Gitano, o el León de Natuba, son la ilustración. El Apocalipsis muestra a los monstruos saliendo de las entrañas de la tierra; La guerra del fin del mundo da a imaginar una tierra casi íntegramente poblada de monstruos.

Para Mario Vargas Llosa, como para Victor Hugo, el Apocalipsis no significa el regreso de Dios en su gloria, el Juicio final y la separación de buenos y malos; es la destrucción de un sistema caduco,

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y la instauración de un nuevo sistema, que intenta ser mejor que el anterior: la democracia sustituye el absolutismo. En La guerra del fin del mundo, el mayor triunfo es el acceso a una parte de la verdad, gracias al periodista miope, algo monstruoso también él por la fuerza descomunal de sus estornudos uno de los cuales acaba por causar la destrucción de sus anteojos sin los cuales queda casi ciego, pero que trata de analizar honradamente lo que vio y vivió en el episodio de Canudos. Este fin del mundo revierte entonces en fin del oscurantismo y triunfo de la razón y de la mesura.

Bibliografía

Vargas Llosa, Mario, La Guerra del Fin del Mundo (Barcelona: Seix Barral, 1980).

——, Elogio de la madrastra (Barcelona: Tusquets, 1988). ——, Los cuadernos de don Rigoberto (Madrid: Alfaguara, 1997). ——, Pantaleón y las Visitadoras (Barcelona: Seix Barral, 1973). ——, La tentación de lo imposible (Madrid: Alfaguara, 2005). Mercado Ulloa, Rogger, Los partidos políticos en el Perú. El APRA, el PCP

y Sendero Luminoso (Mont-Saint-Aignan: ediciones latinoamericanas, 1985).

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Gabriella Menczel

Apocalipsis en los cuentos de Julio Cortázar

‘Tantas cosas [...] empiezan y acaso acaban como un juego’ (Cortázar, 1988: 7), afirma el propio Cortázar en la primera frase de su cuento ‘Graffiti’. El juego es imaginario, inventado por el protagonista, uno de los muchos del autor, un juego que al final del relato llega a ser ‘solamente un hueco … hasta el fin en la más completa oscuridad’ (11). El vacío oscuro es el término inevitable de la mayoría de los personajes que fracasan a lo largo de su búsqueda del medio adecuado para luchar contra el mundo circundante indiferente, rutinario u hostil. Conviene tener presente que para Cortázar, el juego – junto con sus otras obsesiones, como la música, el viaje, o el boxeo – es un instrumento para perseguir una realización auténtica del hombre, para encontrar la plenitud, la felicidad en el otro. La última frase de ‘Graffiti’ nos recuerda que todo lo que narra el cuento era sólo un juego – aludido en el incipit del relato –, un juego de la imaginación del narrador. Es imposible combatir definitivamente este ‘hueco’, la nada, pero la fantasía se ofrece como alternativa, aunque sea sólo instantánea. Si en el cuento tradicional toda la maquinaria narrativa apunta al efecto final sorprendente, por lo cual no es posible leerse más de una vez, en la narración breve renovadora, ‘el final, por lo general, pierde su importancia privilegiada dentro de la fábula’ (Scholz 146), y muchas veces invita a una segunda lectura con el claro objetivo de poner en marcha un procedimiento de resemantización, es decir, una interpretación a partir del término del discurso.

‘No hay un fantástico cerrado – explica Cortázar –, porque lo que de él alcanzamos a conocer es siempre una parte y por eso lo creemos fantástico. Ya se habrá adivinado que como siempre las palabras están tapando agujeros’ (Cortázar, 1993: 68–69).

La atracción de estos agujeros inquietantes nos hace hundir en ellos, nos provoca ‘el combate en el pozo, las arañas en el estómago’

Gabriella MenczelApocalipsis en los cuentos de Julio Cortázar

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(Cortázar, 1989: 78), que requiere la revelación de las múltiples caras de la realidad, comprensible exclusivamente para un receptor con el prestigio de tener la sensibilidad suficiente para saber ver y captar.

En los relatos cortazarianos, ya se ha dicho muchísimas veces, el final queda abierto, precisamente así nos impulsa a volver al inicio y sumergirnos de nuevo en la textura del discurso, para reconocer el rigor asombroso de la construcción de sus narraciones. El arranque del texto irrumpe como metáfora de la totalidad discursiva, y por tanto conlleva señales de la (auto)destrucción, realizada en la clausura. En ‘Manuscrito hallado en un bolsillo’ esta autodestrucción se limita al suicidio cometido por el narrador-protagonista, pero que sólo queda claro tras la vuelta al paratexto: lo sorprendente del título se expone al ingenio del lector que se ve obligado a buscar y encontrar la referencialidad entre texto y paratexto. En el cuerpo del relato la única referencia al ‘manuscrito’ del título impersonal se encuentra en el incipit, es decir en la primera frase – por cierto, personal (‘Ahora que lo escribo’, 75) – y así sólo al concluir la lectura podemos conjeturar que el protagonista se suicidó. En ‘Continuidad de los parques’, el asesinato del lector cometido por los personajes de la novela leída por él, nos inquieta a todos los lectores que nos identificamos con el del relato. En ‘Las ménades’ la euforia eróticamente violenta abarca una sala entera de conciertos. El incendio devastador en ‘Todos los fuegos el fuego’ ya ensancha las dimensiones, puesto que sobrepasa límites temporales y espaciales, se destruyen, pues, tanto el circo romano como el piso en París.

En el cuento, en cuyo título aparece la noción del apocalipsis, este umbral para dar el salto entre la apariencia falsa y la realidad auténtica, es la fotografía, también arte instantánea. Se trata de fotos tomadas de unas pinturas naif, que por lo tanto se incorporan como ‘copia de segundo grado’ de lo real (Meyer-Minnemann & Pérez y Effinger 205). La revelación auténtica de la realidad es algo momentáneo. La fotografía lleva en sí, por un lado, la paradoja de registrar lo instantáneo para la eternidad, y por otro, la de registrar lo real con el fin de convertirlo en objeto artístico (Imrei 114–115). El poder revelador de la imagen que apunta a una verdad más profunda, escondida bajo la superficie, nos conduce directamente a la semántica del concepto apocalíptico de

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la Biblia.1 La proyección de las fotos facilita la revelación de algún secreto del presente, en este caso concreto, que se transmite mediante la visión fantástica del narrador.2

En ‘Apocalipsis en Solentiname’ la palabra ‘apocalipsis’ no figura en el cuerpo del texto, pero anticipa la interpretación del final del relato, de manera que el incipit, es decir la primera palabra del paratexto, se conecta con el silencio del desenlace. Se trata de un conocido mecanismo de Cortázar, que en otra ocasión tildamos con la etiqueta del tabú:3 basta recordar su relato ‘Todos los fuegos el fuego’, donde el vocablo fuego del título se omite completamente del texto, pero mediante la configuración de toda una red subtextual4 alusiva al fuego (los campos semánticos referentes a los cigarrillos y al calor), se proyecta el incendio final, un verdadero apocalipsis que produce, por un lado, la unión de ambas historias distanciadas en el tiempo y en el espacio pero yuxtapuestas en el discurso, y por otro, la muerte, la destrucción de los personajes de las mismas.

‘Apocalipsis en Solentiname’ ha sido interpretado entre los textos cortazarianos donde más explícitamente se sobreentiende el compromiso político del autor.5 Las referencias evidentes a nombres y lugares concretos y reales, completadas con los detalles autobiográficos del propio autor, sin lugar a dudas permiten el estudio del texto dentro

1 La referencia bíblica se confirma además por la alusión explícita al capítulo del evangelio sobre el arresto de Cristo (Cortázar, 1988: 14).

2 De acuerdo con la teología del Libro del Apocalipsis, la palabra griega ‘apocalypsis’ alude a lo que Dios ha revelado de los secretos del cielo y de la tierra, del pasado, del presente y del futuro. Según las definiciones del género, el texto apocalíptico es una narración enmarcada que trata el cómo de la revelación, es decir tiene un carácter indirecto, siempre se transmite por un ser celestial. Las formas en las que puede aparecer la revelación pueden ser diversas, tales como epifanías, visiones, audiciones, viajes sobrenaturales, libros celestiales. (Véase Yarbro Collins, pp. 631–660.)

3 En mi tesis doctoral (Menczel 20–26) estudié la relación entre el incipit y el subtexto de dos relatos de Julio Cortázar (‘Todos los fuegos el fuego’ y ‘Liliana llorando’) y dos de Abelardo Castillo (‘Thar’ y ‘El hacha pequeña de los indios’).

4 Término de Michael Riffaterre, explicado en su libro Fictional Truth.5 Véase a modo de ejemplo el estudio de Peter Standish (138–139).

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de estos marcos.6 También se ofrece como un modelo de los textos apocalípticos, ubicado en la serie de obras hispanoamericanas con referencia directa o indirecta al Apocalipsis bíblico, junto con otros textos emblemáticos tanto del propio Cortázar como los de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes (Parkinson Zamora 76–96). Otro posible acercamiento se propone por el narrautor mismo del relato, con la mención de Blow-Up, adaptación cinematográfica inspirada por ‘Las babas del diablo’. La fotografía como medio paralelo en los dos cuentos aprovechado para crear una tensión entre lo subjetivo y lo objetivo, para transformar la realidad a través de la imagen, ha sido el enfoque de varios análisis. Se han argumentado no sólo las similitudes, sino también el carácter contrario del mecanismo fotográfico en los dos textos.7 A mí, en este estudio me interesa fundamentalmente cómo el maestro maneja la maquinaria narrativa de su motivo preferido, del desdoblamiento de la imagen,8 y cómo la instancia receptora que debe ubicarse en el foco, se ve condicionada desde el incipit textual.

Según la tipología estructural de Bonheim, el incipit de ‘Apocalipsis en Solentiname’ es un inicio estático, un comentario (comment) ensayístico de cómo son los costarricenses. ‘Las babas del diablo’ comienza también con un comentario estático, pero en su caso, acerca de las dudas de la manera adecuada sobre el cómo escribir el relato. Al concluir los dos textos nos llama la atención el llanto, un motivo en común que puede entenderse bien como reacción psíquica de una conciencia personal, o bien como una visión histórica, mítica del final, elemento constitutivo de lo apocalíptico, tal como lo entiende Lois Parkinson Zamora (2). El narrador en ‘Apocalipsis en Solentiname’, tras la proyección de las fotos armónicas del paraíso que se convierten en imágenes brutales de destrucción violenta, no puede aguantarse en su piso en París y en el baño cree que vomita o llora (18). Es incapaz de

6 Otros relatos que se han ofrecido a una interpretación de índole política son – entre otros – ‘Segunda vez’, ‘Recortes de prensa’, ‘Reunión con un círculo rojo’, ‘La noche de Mantequilla’, ‘Alguien que anda por ahí’, ‘Escuela de noche’, ‘Satarsa’ o ‘Pesadillas’.

7 A modo de ejemplo, Meyer-Minnemann y Pérez y Effinger (204–206); Sanjinés (152–158, 192–197); Sosnowski (93–98); Russek (71–86).

8 Jaime Alazraki (318) hace una observación con respecto a esta técnica de Cortázar, pero no la detalla en el caso de este relato en particular.

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volver a ver las diapositivas con Claudine, la deja sola en el salón. Sin embargo, al contrario de lo que esperaba, Claudine no corre gritando a buscarle, sino que es el silencio lo que percibe. El silencio que se pronuncia dos veces en una frase, y se alude unas tres veces más, creando de tal manera la ambigüedad indispensable para Cortázar a la hora de terminar un cuento:

En el baño creo que vomité, o solamente lloré y después vomité o no hice nada y solamente estuve sentado en el borde de la bañera dejando pasar el tiempo hasta que pude ir a la cocina y prepararle a Claudine su bebida preferida, llenársela de hielo y entonces sentir el silencio, darme cuenta de que Claudine no gritaba ni venía corriendo a preguntarme, el silencio nada más y por momentos el bolero azucarado que se filtraba desde el departamento de al lado (18).

Primero, vomitar o llorar o no hacer nada, son las acciones disyuntivas de las que el narrador se acuerda, las cuales, por lo tanto, figuran como si tuvieran el mismo valor semántico. Son las reacciones violentas de una psique individual frente a las imágenes subversivas de la brutalidad militar de parte de las fuerzas armadas. Segundo, el hecho de dejar pasar el tiempo, se comprende como el silencio de la espera de alguna reacción posible de Claudine quien, se supone que ve las mismas fotos, algo que no se produce. En la cocina ya se siente el silencio, que en este punto corresponde al vacío de la inercia. El hecho de que Claudine no grite, le provoca sorpresa al narrador, por eso enfatiza una vez más la falta de reacción de su amiga. ‘El silencio nada más’, podría entenderse de su parte como el silencio de parte de todos los que no protestan contra los abusos criminales que amenazan a muchos latinoamericanos. Incluso se deja filtrar una música ligera desde el piso de al lado, como señal de la indiferencia del mundo de alrededor. Claudine – a causa de su percepción ingenua, unilateral de la realidad (Meyer-Minnemann y Pérez y Effinger 204) – no ve las mismas imágenes, aunque esté enfocando desde el mismo punto de vista que el narrador. Ella percibe sólo la armonía paradisíaca del primer día de creación, y así sonríe contenta. El narrautor, pues, en el último párrafo del texto, donde dominan las formas negativas, no hace más que reforzar de nuevo el silencio, la única reacción posible frente a tal absurdidad. El final queda abierto ya que la ambigüedad no se resuelve: ¿qué imágenes han sido plasmadas al fin y al cabo en las diapositivas, unas de brillante

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hermosura o de horror sangriento? La falta de reacción de parte de Claudine se convierte en la metáfora de la inercia, la incomprensión, la pasividad ciega de la colectividad o del mundo, y a la vez, de la soledad absoluta del narrador, es decir del individuo. Si con Bonheim dijéramos que el incipit del relato fue un comentario sobre los ticos (una colectividad), en el final lo que encontramos es la falta de un término dinámico, la falta de acción (del individuo). Con la última frase irónica (‘Pero no se lo pregunté, claro.’) estamos obligados a permanecer en el silencio, en el vacío, en la necesidad de preguntar, hecho que no se cumple.9

Si en ‘Las babas del diablo’ las fotografías sirven para captar el instante efímero, es decir para eternizar, inmovilizar el tiempo fugitivo (cf. Smid), hacer confluir los planos temporales en un ‘ahora’; en el texto ‘Apocalipsis en Solentimane’, las imágenes tras revelar la verdad infernal de la que muchos no quieren darse cuenta, desaparecen y vuelven a ser igualmente idílicas como antes. El propio narrautor sugiere que la única salida posible es empezarlo todo de nuevo, y por eso casi inconscientemente abandona el espacio de las diapositivas, concede su sillón a Claudine, y sale de la habitación.10 Volvió a ‘ponerlo en cero’ como quien pretende borrarlo todo y empezar de nuevo, acto paralelo al cómo el lector debe comportarse ante el texto, o sea volver al inicio para captar la esencia auténtica. No sólo el comienzo es, en lo esencial, un acto de retorno –como observaría Edward Said (191–261) – sino, para recordar a Nietzsche, cada final debe remontarse al inicio. Sin embargo, lo que evidentemente cambia es la persona del receptor. La segunda vez el narrador que hasta ahora ha asumido el papel del receptor, espectador de sus fotos (sacadas por cierto de pinturas creadas por los campesinos del pueblo), le ofrece la misma función (el mismo punto de vista que tuvo él un momento antes, cf. Standish 139) a su pareja. La metamorfosis que hace unos minutos se ha realizado, esta vez deja de producirse. La transgresión

9 Dan Russek percibe incluso un remordimiento de conciencia de parte del narrautor por haber cometido el pecado de no participar del todo en la lucha social (Russek 84).

10 ‘Corrí el cargador y volví a ponerlo en cero, uno no sabe cómo ni por qué hace las cosas cuando ha cruzado un límite que tampoco sabe’ (18).

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de las dimensiones ontológicas entre receptor y representación no se produce (Meyer-Minnemann y Pérez y Effinger 207). En este sentido se pone en tela de juicio la representabilidad de lo real y también la del proceso mismo de la metamorfosis. La transformación sólo puede llevarse a cabo en un nivel alegórico, el enigma de la metamorfosis se esconde en otra esfera superior, por encima de lo material, inaccesible para la representación (Bényei 46). Al igual que en las fotos sólo se capta el cuadro original, el estado inicial y más adelante las imágenes transformadas, el punto final. El camino entre uno y otro resiste a la representación. El origen metafísico divino y el apocalipsis final, vida y muerte, se yuxtaponen en una visión única (en tanto que una misma imagen sirve para la representación de los dos). Las fotografías de esta manera ilustran en la dimensión vertical la dirección narrativa del texto que va horizontalmente desde la apertura hasta la cerradura textual. La cronología tradicional de la narración histórica de este diario de viaje desemboca en la interpretación mítica de la imagen visual. Génesis y apocalipsis, comienzo y fin – explicaría Kermode – emergen como el arquetipo de la narración ficcional, que avanza desde el paratexto hacia el cierre discursivo, invitándonos a descender en los abismos de los niveles ficticios.

Aparte de la ambigüedad interpretativa del desenlace en cuanto al contexto sociopolítico de la historia, que oscila entre imágenes realistas y fantásticas (Russek 83), es fundamental que Cortázar aquí nos llame la atención sobre su propia teoría de la recepción. A Claudine, representante del receptor pasivo o lector-hembra, no se le ofrece la oportunidad de mirar detrás de la superficie, mientras que el narrador – que desde el inicio se identifica como el autor biográfico – siendo co-autor de las imágenes, fotógrafo de las pinturas de la gente de Solentiname, se convierte en el lector-cómplice de la realidad camuflada. No es casual que insistiera en fotografiarlos ‘con cuidado, centrando que cada cuadro ocupara enteramente el visor’, y que le ‘quedaban tantas tomas como cuadros’ (15). Las fotos de tal manera llegan a ser idénticas a las pinturas originales – en número y forma –, y en cuanto a su calidad, al proyectarlas en la pantalla serán incluso mejores: ‘más grandes y más brillantes’ (15). El fotógrafo, a su vez, será un ‘ladrón de cuadros, contrabandista de imágenes’ (15), receptor transformado en co-autor que tendrá la capacidad de ‘leer’ hasta la otra cara de la realidad. Se invoca

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además la función mágica de la fotografía, en tanto que la recepción de la foto conlleva el hecho de identificar la reproducción de la realidad con la realidad misma. Algunos pueblos primitivos hasta creen que se les roba el alma tras el robo de la imagen. 11

Lois Parkinson Zamora concluye que el narrador de ‘Apocalipsis en Solentiname’ es un espectador pasivo del terror político, frente a la intervención activa en la salvación del joven en ‘Las babas del diablo’ (Parkinson Zamora 87). Según nuestra aproximación, el objetivo del narrautor en ‘Apocalipsis en Solentiname’ no es salvar a un pueblo entero del horror totalitario – que sería una misión absolutamente imposible – sino recordarnos una vez más la fuerza reveladora del arte, y por supuesto, la vinculación estrecha entre arte y vida, entre ficción y realidad. Si el cuadro ‘es una abertura de irrealidad que se abre mágicamente en nuestro contorno real’, tal como lo concibe Ortega y Gasset, y si el marco es la frontera entre los ‘dos mundos antagónicos’, entre lo real y lo irreal, entonces el cuadro sin marco pierde su cualidad artística, ‘perturba nuestro goce estético’ (Ortega y Gasset 310–311). A través de la eliminación del marco del cuadro se anula la frontera entre la representación y lo representado, se borran los límites entre comunicación y mensaje, entre arte y vida. Y si se borran los límites, por analogía también desaparecen comienzo y final, la linealidad histórica pierde vigencia, y emerge la imagen como fuerza abarcadora de la totalidad. Para George Steiner, el hecho de la desaparición de los comienzos es la consecuencia de la pérdida de fe en el lenguaje, y el filósofo reclama la rehabilitación de la fuerza creadora de la palabra (Steiner 147–158). Cortázar en este relato una vez más logra apuntar cómo la palabra desde el inicio es capaz de producir el prodigio y abarcar las dualidades metafísicas (vida/muerte, paraíso/apocalipsis, realidad/imaginación, estar dentro/fuera, mirar pasivamente/ver y comprender, crear/recibir) con la construcción de una serie de imágenes que se metamorfosean y se captan por medio de la narración verbal.12

11 La función mágica de la fotografía es un lugar común entre críticos. (Consúltense, por ejemplo, Sontag 16; Barthes, 88; Russek 74; Imrei 116–117.)

12 La experiencia de lo fantástico se vincula estrechamente con el concepto de la escritura. La autorreflexividad del texto se subraya por el hecho fantástico. El texto cortazariano, tal como el de Borges también, podría entenderse como

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La dicotomía entre arte y vida, en lo que atañe a la concepción de las pinturas y las fotos, se presenta como parte explícita del discurso de la voz narrativa. Una voz que a consecuencia de la división autoconsciente de las dos dimensiones (arte y vida), se duplica en un éste y el otro, para volver a reunirse a renglón seguido en el narrador de antes:

después de los cuadritos de Solentiname empezaría a pasar las cajas con las fotos cubanas, pero por qué los cuadritos primero, por qué la deformación profesional, el arte antes que la vida, y por qué no, le dijo el otro a éste en su eterno indesarmable diálogo fraterno y rencoroso, por qué no mirar primero las pinturas de Solentiname si también son la vida, si todo es lo mismo (16) (énfasis mío).

La dualidad infierno/paraíso de los cuadros, en la lectura cortazariana, se expande metafóricamente a la de Solentiname, de Nicaragua, de toda América Latina, y al mismo tiempo nos remonta al texto bíblico del Apocalipsis. El acto de poner en cero, de borrarlo todo, comenzar la proyección de nuevo y volver a ver las imágenes edénicas, conlleva la esperanza del renacimiento, inherente de los textos apocalípticos (Parkinson Zamora 12). El silencio final del cierre del texto,13 en este sentido, emerge como el vacío precedente a la creación.

Para Cortázar lo auténtico no es lo objetivo, es algo que se encuentra más allá de lo real. La recepción de la obra artística, sea de pintura, de fotografía, o bien de música, plantea un problema epistemológico: ver es una forma de comprender. Mientras Roberto Michel en ‘Las babas del diablo’ presume de saber mirar, el narrautor en ‘Apocalipsis en Solentiname’ primero, mira ‘sin comprender’ (16) las fotos de la misa. Y de repente ‘el muchacho estaba ahí en un segundo plano clarísimo’,

una ilustración de la teoría expuesta por Wolfgang Iser acerca de lo ficticio y lo imaginario. El significado emerge gracias a una operación semántica entre texto y lector, mediante la cual lo imaginario se concretiza. Es el lenguaje el que lo registra durante el acto de crear ficción, que siempre oscila entre lo real y lo imaginario y provoca el cambio de postura de parte del lector (Iser 43).

13 Entiendo el concepto del cierre según los términos de Marco Kunz, que lo define como el último segmento del vacío que sigue al punto final del texto (Kunz 29). En este caso cierre y desenlace, o sea, los últimos sucesos de la trama narrada (ibid., p. 41), coinciden.

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es decir rodeado de fusiles y pistolas que le apuntaban. El segundo plano, pues, aparece traspuesto mediante la mirada comprensiva del narrautor, quien a partir de cruzar este ‘agujero nítido’, el límite sutil de su imaginación, al fin y al cabo necesariamente subjetiva, deja de ‘mirar’ las imágenes para poder ‘ver’ la realidad. Efectivamente es el verbo ‘ver’ el que domina la última parte del relato, con respecto a la revelación descubierta por el narrautor, frente al uso del ‘mirar’ en relación con la percepción de la mujer. 14 Mirar y fotografiar (junto con traducir, la otra profesión de Roberto Michel) conllevan una parcialidad inherente – de acuerdo con Saúl Sosnowski (94), entre otros – que consiste en la limitación del enfoque, una selección previa que ‘organiza su orden’, y por lo tanto ofrece una visión necesariamente recortada y falsa. No obstante, la supremacía del arte en los dos relatos nos invita a participar en el juego metaléptico, tras incluir dentro del círculo a la figura del espectador/lector. Las pinturas naif, al igual que las fotografías y el discurso producido por el narrador, se sirven en función de enlace, de apertura (o con Cortázar lo llamaríamos ‘agujero’) hacia el receptor. Si ‘todo es lo mismo’, entonces una imagen superpuesta – aunque sea distorsionada e idealizada – por encima de otra, brutal y violenta, completa así el cuadro para dar un resultado más verídico, y se interpreta como un grito de socorro con el fin de encontrar el conocedor verdadero de la realidad, el (lector-)cómplice que lo comprenda todo, hasta las múltiples vertientes ocultas bajo la superficie plana (Sosnowski 95–96).

La ambigüedad del desenlace, este agujero cortazariano, incluso dentro del marco realista, casi autobiográfico del relato, abre un camino a la intromisión de lo fantástico. Una de las señales más anunciadoras de la presencia del absurdo en los cuentos de Cortázar es el hecho de que un protagonista se eche a llorar. En ‘Liliana llorando’, el llanto, por ejemplo, se menciona ya en el título y después, varias veces más a lo largo del texto. Sin embargo, todas las instancias narrativas al final del relato se invierten: el enfermo en vez de morir – que sería

14 ‘vi un claro de selva’; ‘aunque la foto era borrosa yo sentí y supe y vi que el muchacho era Roque Dalton’; ‘alcancé a ver un auto que volaba en pedazos’ (17); ‘algo debí decir de que iba a buscarle [a Claudine] un trago y que mirara, que mirara ella …’ (18).

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la consecuencia lógica de su enfermedad – de un momento al otro se cura, el futuro imaginado de su familia se vuelve presente real, la verdad (su enfermedad mortal) resulta ser una mentira y vice versa. El narrador, protagonista de su vida familiar se elimina a sí mismo de su medioambiente, tras la escritura del diario, donde relata que su mujer, Liliana por fin encuentra a otra pareja, con la que se siente feliz, y la presencia del marido ya no es necesaria. El llanto de Liliana sólo se produce en la fantasía del narrador, o bien, los motivos del llanto son diferentes de los que se imagina, y a fin de cuentas señala la inserción del vacío. En ‘Bestiario’, detrás del llanto infantil se esconde un instinto existente pero prohibido que provoca actitudes frustradas. La eliminación del tío perverso por el tigre, producto de la imaginación colectiva de la familia, se refuerza con el llanto, y señala el triunfo de lo irracional.

En ‘Apocalipsis en Solentiname’ el llanto aparece identificado con el vómito o con el no hacer nada, una fuerte reacción emocional frente a la percepción de la metamorfosis, la transformación fantástica de las diapositivas ante los ojos del narrautor. La mirada, la visión como medio no verbal es uno de los pasajes que hace posible la penetración en el reino de lo irreal, frente a la expresión verbal que es incapaz de comunicar su presencia. No nos sorprende, pues, que el narrador-protagonista del texto no sea capaz de informar a Claudine de lo ocurrido, que reaccione de forma meramente emocional, y que sea incapaz de formular incluso una pregunta acerca de las impresiones de ambos. Es el silencio el que gana terreno. El llanto aparece con una función muy parecida en ‘Manuscrito hallado en un bolsillo’, donde el narrador llora cuando después de intentar por la segunda vez no transgredir las reglas del juego inventado por él mismo, se da cuenta de que el encuentro tan anhelado es imposible, lo auténtico no se ofrece dos veces. Es el indicio de la inercia, de la frustración por la incapacidad de vencer contra el mundo rechazado. El final abierto del texto nos remite de nuevo al inicio, al título del relato, que sugiere el suicidio cometido por el narrador-protagonista, la autodestrucción del responsable de la narración.

Para darle una vuelta más a la tuerca, en ‘Las babas del diablo’, no es el personaje el que se pone a llorar, sino que se aprovecha aún más las oportunidades que se ofrecen con el marco de las nubes. Las nubes

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que primero aparecen no al inicio del relato (donde se reflexiona sobre las dificultades de encontrar la manera adecuada de crear el discurso), sino justo al iniciar la fábula verdadera del protagonista traductor-fotógrafo. Él está delante de la ventana de su habitación viendo el movimiento de las nubes (¡percepción a través de la mirada otra vez!), momento que se interpreta como el presente de la narración. Como las nubes son un motivo que reaparece en casi todos los escenarios, van cobrando una función simbólica en el cuento. No son simplemente sus (des)apariciones y reapariciones continuas las que subrayan su carácter intangible y fugaz, y al mismo tiempo perenne y constante. Es un fenómeno natural visible que siempre está en metamorfosis, y detrás del cual quedan ocultas las dimensiones celestiales, trascendentales. Representan lo inconcebible, lo inalcanzable de un sentido superior, una verdad desconocida (Imrei 131–132). También constituyen la fuente de la lluvia, que en muchas tradiciones es fenómeno atribuido al cielo e identificado con la fecundidad, por un lado, y por otro, con las revelaciones proféticas.

Una nube aparece también en ‘Apocalipsis en Solentiname’, precisamente en uno de los cuadritos de los campesinos, aludiendo a un significado muy parecido:

nos íbamos quedando dormidos pero yo seguí todavía ojeando los cuadritos amontonados en un rincón, sacando las grandes barajas de tela con las vaquitas y las flores y esa madre con dos niños en las rodillas, uno de blanco y el otro de rojo, bajo un cielo tan lleno de estrellas que la única nube quedaba como humillada en un ángulo, apretándose contra la varilla del cuadro, saliéndose ya de la tela de puro miedo (14, subrayado mío).

En este momento de ‘la visión primera del mundo, la mirada limpia’, cuando todavía no hay ninguna señal de la realidad horrorosa, aparece una nube huyéndose de la imagen ‘de puro miedo’. En un nivel metafórico, es el símbolo de la verdad invisible pero existente de la realidad callada. En la cerradura de ‘Las babas del diablo’, ‘se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés’.15 La imagen de esta lluvia casi como si fuera el llanto del universo establece una frontera simbólica

15 Cortázar, ‘Las babas del diablo’, p. 219.

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entre los dos mundos, – el visionario y el objetivo –, y como un telón de teatro, transparente e invertida, enfatiza el pasaje transversal, la visión simultánea de ambas esferas desde un enfoque oblicuo. La perspectiva inhabitual adoptada por Cortázar, que generalmente enlaza su nombre con la literatura fantástica, ‘no quiere decir que esté rechazando la realidad, sino que se sitúa a horcajadas entre lo imaginario o fantástico y lo realista e histórico … [y así] sostiene un diálogo con el mundo’ (de Mora 132).

Recordemos los graffitis con los que hemos comenzado este recorrido por las visiones terminantes de Cortázar, los dibujos que se trazan a escondidas y se borran de los edificios, creaciones que se hacen invisibles pero señalan una realidad existente, latente, imperceptible que se abre sólo ante los ojos de los que saben ver.

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Capítulo III Tres narradores emblemáticos: Vallejo, Bolaño, Cohen

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Fernando Vallejo y el bildungsroman

El reciente libro de Fernando Vallejo La puta de Babilonia (2007) empieza de la siguiente manera:

La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; […] la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar (5–6).

La invectiva contra la iglesia católica sigue por 317 páginas en el mismo tono, y con ella obtuvo Vallejo un éxito rotundo, el libro vendiéndose en ciento veinte días a 30.000 ejemplares. Es un ensayo apocalíptico no sólo por su título sino porque en él Vallejo somete la iglesia católica a su personal juicio final destacando, como en esta cita, el doble lenguaje de una institución que defiende la ‘ciencia,’ la ‘verdad’ y la ‘Historia’ pero ha actuado muchas veces en contra de ellas, según el autor. Se evidencia en este libro una vez más que la motivación de Vallejo para escribir es visceral: se solidariza con cualquiera que acuse y fustigue la doblez de la iglesia católica. Así, La puta de Babilonia forma parte de lo que ya es una tradición moderna del panfleto literario constituida por escritores como Friedrich Nietzsche o Louis-Ferdinand Céline, que escribían desde una posición a propósito políticamente incorrecta, animados por lo que algunos han llamado un humanismo

Anke BirkenmaierFernando Vallejo y el bildungsroman

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paradójico, otros, anti-semitismo o misantropía.1 Como Nietzsche, quien proclamó con brío la muerte de Dios, Vallejo se ataca con preferencia al cristianismo como la raíz del mal, y como Céline, se aventura hasta la misoginia para ir en contra de la moral pública.

Resulta irónico que tanto Nietzsche como Vallejo, a la vez de hablar en nombre de la verdad en cuanto a la posibilidad de su escritura resulten siendo escépticos. Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos traza una historia del mundo como fábula (80–81) e insiste en que la razón y el ‘yo’ son ilusiones del lenguaje: ‘En todas partes vemos actores y acciones: creemos en la voluntad como origen, en el “yo”, en el yo como ser, en el yo como sustancia y proyectamos la fe en el yo –sustancia sobre todas las cosas– creando así no más el concepto de “cosa”’. Nietzsche termina con su famoso dictum, ‘no logramos deshacernos de Dios porque seguimos creyendo en la gramática’.2 Vallejo por su parte, ha destacado una y otra vez lo complejo que es el uso de la primera persona en la escritura. En la tapa de su novela galardonada con el Premio Rómulo Gallegos, El desbarrancadero (2001), leemos:

Al decidir hablar en nombre propio, con su voz (una voz inconfundible que no se parece a la de nadie), Fernando Vallejo está rompiendo con la más obstinada tradición literaria: la del narrador omnisciente que todo lo sabe y que todo lo ve, el novelista ubicuo que puede atravesar con su mirada las paredes y leer los pensamientos. Nada de esto aquí. En vez del Artífice Supremo, un simple ser humano que dice ‘yo’ sin ocultarse detrás de una pluralidad de máscaras. Pero eso sí, uno que ha jurado no salirse jamás de los límites del pronombre de primera persona con todo lo que eso implica: asumir sin disimulos ni subterfugios sus amores y sus odios.3

1 Los libros a los cuales me refiero son de Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos o como se filosofa a martillazos (1889 en alemán); de Louis-Ferdinand Céline, Bagatelles pour un massacre (1936), L’école des cadavres (1938) y Les beaux draps (1941).

2 Traducción mía (Nietzsche 77–78).3 La preferencia por un narrador en primera persona que está lo más cercano

posible al autor, aunque no se identifique del todo con él, la vemos expresada también en el documental de Luis Ospina sobre Vallejo, La desazón suprema (2003).

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Es decir, para ambos escritores el ‘yo’ se convierte en enunciación ficticia y sin embargo siguen en su empeño por emitir juicios de valor, colocándose más allá de su propia escritura. La posición del ‘yo’ es, por tanto ambigua, cosa que los lectores no siempre han querido ver. Si en tanto ensayista, captaron el registro elegido por Vallejo para provocar reflexión sobre la iglesia católica, en el ámbito de la ficción la postura del narrador moralista ha resultado más problemática. Sobre todo con respecto a La virgen de los sicarios (1994), su novela más conocida convertida en película por el cineasta Barbet Schroeder (2002), se le ha criticado al autor, como a otros escritores del llamado realismo sucio, por justificar la violencia y la misantropía.4 Sin embargo, al leer la novela como si fuera un ensayo, y sobre todo, al identificar el narrador con el escritor Vallejo, nos quedamos con una lectura menos interesante de lo que podría ser.

En La virgen de los sicarios el narrador, un gramático homosexual que vuelve a su ciudad natal Medellín después de años en el exilio, se enamora de un joven sicario. En el ambiente violento del Medellín después de la muerte de Pablo Escobar, ese narrador empieza a justificar los asesinatos de su amante, su odio contra la sociedad de Medellín uniéndose a la violencia de las guerras entre las diferentes pandillas de sicarios. Si las historias romantizadas de jóvenes delincuentes abundan en la literatura y el cine no sólo latinoamericanos –sólo hay que pensar en Los olvidados de Luis Buñuel o en las versiones fílmicas de Bonnie and Clyde, historia ubicada en el Sur de Estados Unidos– , la radicalidad con la que el narrador defiende la ley del más fuerte choca. Eso es así aún si ubicamos la novela dentro de la tradición hispana de la picaresca, que cuenta vidas de pequeños delincuentes viviendo del robo y el fraude. En este caso, los sicarios no aspiran a nada más y nada menos que a ser asesinos. Otra diferencia con respecto a la picaresca es el hecho de que los protagonistas de la novela son dos: el narrador en primera persona, Fernando, y su amante, el sicario Alexis (más tarde reemplazado por otro sicario, Wilmar); la picaresca, al contrario, es esencialmente la narrativa de un ‘yo’ huérfano.

4 Véanse los artículos de Diana Palaversich y Mary-Louise Pratt al respecto.

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Por ello, en vez de identificar al narrador de La virgen de los sicarios o con el autor Vallejo o con la picaresca, resulta más provechoso asociarlo con otra tradición literaria, la del bildungsroman. Más allá del momento particular que cuenta, la estructura narrativa o, por decirlo así, la gramática literaria del texto, –temas como la educación, la rebelión contra las normas de la sociedad y el conflicto generacional– lo aproximan al molde del bildungsroman latinoamericano, eso sí, reconstruyendo por completo un género que había acompañado el auge de la burguesía en el siglo diecinueve. A fines del veinte, el bildungsroman latinoamericano sigue dirigiéndose a un lector de clase media, pero se ha vuelto apocalíptico.

I

El bildungsroman se ha perfilado desde principios del siglo diecinueve como una respuesta a los cambios históricos en las sociedades europeas después de la Revolución francesa. En su manera de poner en perspectiva un héroe mediano individual y su evolución en el tiempo –la crisis de adolescencia por la cual pasa inevitablemente y luego su resolución– , y la importancia dada a la integración o no del héroe en la sociedad por medio del matrimonio, el bildungsroman casi aparece como un prototipo literario moderno.5 Lo importante en la narración es, por tanto, el camino mismo, no tanto el final de la evolución del héroe: tiene que rechazar la educación de sus padres, rebelarse y encontrar su propia posición en la sociedad.

5 En su Teoría de la novela, Georg Lukács presenta al Wilhelm Meister de Goethe como una síntesis de las tendencias anteriores en la novela (‘Wilhelm Meister’s Years of Apprenticeship as an attempted synthesis’ 132–144). En las palabras de Franco Moretti, el bildungsroman es la ‘forma simbólica de la modernidad’: ‘Modernity as a bewitching and risky process full of “great expectations” and “lost illusions”. Modernity as –in Marx’s words– a “permanent revolution” that perceives the experience piled up in tradition as a useless dead-weight, and therefore can no longer feel represented by maturity, and still less by old age’ (Moretti 5).

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El auge del bildungsroman coincide en el siglo diecinueve también con la teoría de Charles Darwin sobre la evolución humana, analizada por Vallejo en su libro La tautología darwinista. Para Darwin, el mundo de la fauna y flora como el de los seres humanos se rige igual por el principio de reproducir y de matar y el progreso es no sólo resultado de la voluntad colectiva o individual, sino producto del azar y de la interacción entre el individuo y su ambiente. El bildungsroman se parece a las ideas de Darwin en la medida en que cuestiona un esquema de evolución biológica o social linear, y propone la posibilidad de una transformación del individuo en función de lo que requiere su vida en una sociedad determinada (Moretti 148).6

En América Latina, como se sabe, la independencia de la mayoría de los países del antiguo imperio español se debe en parte a los mismos impulsos dados por la Revolución francesa, a la corriente del pensamiento de la Ilustración y a las invasiones napoleónicas que debilitaron España (y Portugal) en momentos cruciales. Como ha argumentado Julia Kushigian en su libro Reconstructing Childhood. Strategies of Reading Culture and Gender in the Spanish American Bildungsroman, es en parte por ello que en Hispanoamérica el bildungsroman cobró importancia, no sólo en el siglo diecinueve sino también más adelante. Según la crítica de Connecticut, en muchas novelas latinoamericanas del siglo veinte el bildungsroman aún sigue siendo importante, por el énfasis que hace en un modelo de desarrollo colectivo. La vertiente latinoamericana del bildungsroman se caracteriza según Kushigian por representar sujetos no tanto medianos sino marginales, y muchas veces femeninos, representados por un ‘yo’ que a veces puede ser un mediador entre lector y sujeto representado, a veces es el sujeto marginal mismo. Escribe Kushigian:

Spanish America has revived the Bildungsroman by transforming self-realization into the service of something larger, that is, a universal social goal […] Spanish American Bildungsromane give a sense of a powerful process of self-awareness

6 A diferencia de Darwin, no existe para Vallejo ninguna ley en el desarrollo biológico de las diferentes especies, es un mundo caótico donde juegan alternativamente la genética y las influencias del ambiente en un balance que siempre cambia (La tautología darwinista 25–26).

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that is contestatory and complements the equally powerful social movements of individual and collective discovery […] It is frequently accompanied by a moral vision, owing to the intellectual and philosophical debt many Spanish American authors have with truth (16).

Esta definición de Kushigian coincide con nuestra primera impresión en cuanto a la novelística de Vallejo como contestataria pero sobre todo profundamente moralista.

De los demás criterios usados por Kushigian en su análisis del bildungsroman latinoamericano quiero mencionar los siguientes. El mito de la niñez y su revés, el trauma de la pérdida o muerte del niño, apunta Kushigian, surge a principios del siglo diecinueve y es fundamental para el bildungsroman. Hegel analizó este mito en su pasaje de la Fenomenología del espíritu sobre el ‘alma bella,’ citado por Kushigian: ‘The beautiful soul, lacking an actual existence, entangled in the contradiction between its pure self and the necessity of that self to externalize itself and change itself into an actual existence […] being conscious of this contradiction in its unreconciled immediacy, is disordered to the point of madness, wastes itself in yearning and pines away in consumption’ (Kushigian 24). La niñez representa el alma bella que carece aún de realidad y en sus esfuerzos por materializarse puede en vez de ello consumirse y desaparecer. Bildung, es decir la formación y educación del ser humano viene así a ser un principio metafísico o parte de un plan divino abogado a la salvación del alma bella en el ser humano. Este mito marca a los protagonistas del bildungsroman. El otro criterio del bildungsroman visto por Kushigian tiene que ver con su estructura temporal: la formación del protagonista no se reduce a un rito de pasaje y no cesa con su adultez o con su matrimonio; es más bien vista como un proceso de mejoramiento que dura hasta la muerte: ‘Significantly, because full potential in some may not be reached until death, bildung remaps childhood as a metaphor for development throughout life’ (26–27).

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II

Con estos apuntes sobre el bildungsroman latinoamericano en mente, volvamos hacia la novela de Fernando Vallejo.7 La noción de educación aparece en la novela sobre todo como un fenómeno del pasado. El garante de su recuerdo es el gramático. Sobre su semejanza con el ‘letrado’ latinoamericano se ha especulado mucho, pero es importante insistir aquí sobre su función precisa de recordar y reconstruir las reglas de un idioma.8 El gramático se distingue del filólogo en que adopta una perspectiva sincrónica hacia un idioma dado, analizando la lengua en su funcionamiento total y no las reglas de su cambio. El gramático se llama a si mismo ‘la memoria de Colombia’ porque aspira a reconstruir estados fijos de cómo era Colombia antes y después de su salida del país. Colombia tuvo gramáticos importantes que le merecieron al país una reputación especial, recordada por el narrador al mencionar su gramático más famoso, Rufino José Cuervo.9 La asociación de la nación con la gramática no es fortuita, sino que vuelve sobre el lugar común desde Nebrija que la ‘lengua es compañera del imperio’. Al hacer de su narrador un gramático, Vallejo implica que la idea de una cultura nacional se acompaña, sobre todo en el caso de Colombia, de una noción de aprendizaje de reglas del idioma y de su gramática. Esta noción de la importancia del idioma, sin embargo, se ha perdido por completo a la vuelta del narrador a Medellín en los años noventa. La

7 Según la definición de Kushigian se pueden contar entre el bildungsroman latinoamericano novelas como Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Los ríos profundos de José María Arguedas, Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes y Hasta no verte Jesús mío de Elena Poniatowska, entre otros. A Kushigian en su libro le interesa sobre todo una variación del bildungsroman, la que tiene protagonistas femeninas o homosexuales. Entre ellas cuentan la ya mencionada novela de Elena Poniatowska, La casa de los espíritus de Isabel Allende o El palacio de las blanquísimas mofetas de Reinaldo Arenas.

8 Para Jean Franco, el narrador es un fascista, y su función de mediador ‘letrado’ cuestionable: ‘As a letrado, he is “our” ally, “Mon semblable, mon frère”. The question is whether he is deliberately forcing us to face the “fascist within” or whether he expects our complicity’ (Franco 225).

9 El mismo Vallejo ha escrito un libro de gramática. Logoi. Una gramática del lenguaje literario (1983), dedicado a Cuervo: ‘A la memoria de Rufino José Cuervo, cuya vida fue la pasión por el idioma’.

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ausencia de lengua se combina con la ausencia de ley y la ausencia de estado es total: el gobierno, como la iglesia católica, aparecen como partícipes en el caos reinante, y no ofrecen apoyo a los protagonistas, que por tanto se tienen que inventar sus propias reglas pragmáticas para sobrevivir. Es así como entre el viejo narrador y sus jóvenes amantes se invierte la relación de quién enseña a quién: el viejo aprende de los jóvenes sobre las leyes del presente y los apoya en su manera de hacer una justicia salvaje.

Los sicarios se han formado en un mundo donde el conocimiento y manejo de las armas es crucial para su supervivencia, y donde la lectura no sirve para nada: ‘Si por lo menos Alexis leyera […] Pero esta criatura en eso era tan drástico como el gran presidente Reagan, que en su larga vida un solo libro no leyó’ (45). Para manejarse en un mundo tan diferente al de los lectores, han desarrollado un idioma propio que el gramático aprende poco a poco. Por otra parte, toma nota del vacío en el que vive Alexis, el primer amante: ‘Sin saber ni inglés ni francés ni japonés ni nada sólo comprende el lenguaje universal del golpe. Eso hace parte de su pureza intocada. Lo demás es palabrería hueca zumbando en la cabeza. No habla español, habla en argot o jerga. En la jerga de las comunas o argot comunera que está formado en esencia de un viejo fondo de idioma local de Antioquia [...]’ (23). La falta de interés por la lectura se combina así con el desprecio por la escuela institucionalizada lo cual es diferente del bildungsroman, como escribe Moretti:

Especially striking has been the constant antipathy between School and the Novel: School condemns novel reading as having bad effects on students –and the novel, for its part, requires its hero to leave his studies early on, and treats school as a useless interlude that can be done without. This opposition indicates the dual nature of modern socialization: an objective-specialistic process aimed at ‘functional integration’ into the social order, which is the task of institutionalized education– and a subjective-generic process aimed at the ‘symbolic legitimation’ of the social order, which is the task of literature (Moretti 247–248).

Mientras en el siglo diecinueve la novela presentaba una contra-narrativa poderosa de legitimación individual frente a la sociedad, en el Medellín de Vallejo la música o los dibujos animados de la televisión no se asocian con un lenguaje capaz de análisis o reflexión, más bien reproducen simplemente el día a día de los sicarios.

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Frente a esta falta de representación, el gramático es el que se encarga de recordar su idioma y por medio de ello, su historia. Una instancia de esta memoria de los sicarios a través de su uso de la lengua se ve, por ejemplo, en el análisis de los nombres de los sicarios. Según el narrador, los sicarios tienen nombres exóticos o raros porque para sus padres estos nombres evocan familias ricas. Sin embargo, como se vuelven nombres muy frecuentes en las comunas, empiezan a tener el efecto contrario, estigmatizando a sus portadores en vez de ir distinguiéndolos (8–9). El gramático marca de esta manera un doble código, donde las diferentes clases sociales parecen usar un mismo idioma, pero refiriéndose a cuerpos sociales segregados. Asimismo, el narrador encuentra que el nombre de su ciudad, Medellín, se refiere a dos entidades, una siendo la ciudad de las ‘comunas’ o villas miseria, la otra, lugar de vida privilegiada (82). Sin embargo, el gramático insiste en que el idioma no debería funcionar así. En contraposición a esto, el lenguaje de los sicarios al menos sí tiene referentes claros: ‘“El pelao debió de entregarle las llaves a la pinta esa”, comentó Alexis, mi niño, cuando le conté el suceso. O mejor dicho no comentó: diagnosticó como un conocedor, al que hay que creerle. Y yo me quedé enredado en su frase soñando, divagando, pensando en don Rufino José Cuervo y lo mucho de agua que desde entonces había arrastrado el río’ (20). El tiempo ha cambiado el idioma, pero no las leyes de precisión requeridas por el gramático, muy dispuesto por lo demás a aceptar lo que antes se consideraba falta de gramática. Es este deseo por buscar referentes precisos a las palabras el que lo caracteriza no sólo como un gramático, sino como un moralista.10

El narrador coincide con el autor de Logoi. Una gramática del lenguaje literario, aunque no son idénticos. Allí, Vallejo analiza la estructura del lenguaje escrito en prosa o poesía en oposición al de la lengua oral. Escribe: ‘La prosa es como una lengua extranjera opuesta

10 Una instancia donde el argot del sicario se vuelve poético, la vemos más adelante: ‘De los muertos de Alexis, cinco fueron gratis, por culebras propias; y cinco pagados, por culebras ajenas. ¿Qué son “culebras”? Son cuentas pendientes. Como usted comprenderá, en ausencia de la ley que se pasa todo el tiempo renovándose, Colombia es un serpentario. Aquí se arrastran venganzas casadas desde generaciones […]’ (35).

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a la lengua cotidiana’ (1983: 11). Al escribir, el autor impone un orden sobre su prosa imposible de mantener en el habla. Es, por ello, sólo al escribir, que se logra presentar una realidad demasiado fluida y circunstancial por lo demás, sobre todo si es una realidad como la de los sicarios, alejada del idioma escrito. En este sentido el narrador ‘completa’ el lenguaje usado por Alexis y sus amigos y ‘traduce’ al idioma escrito lo que es creación lingüística de los sicarios (Manzoni 2004). El ideal de este nuevo idioma es que refleje exactamente la nueva realidad del infierno de Medellín. Es la ‘mala lengua’ (26) de los sicarios traducida a la prosa de la novela. El narrador invierte así el topos de la tarea adánica de nombrar las cosas en América Latina y lo aplica a una realidad no maravillosa sino abyecta.11

Los asesinatos de Alexis siguen un ethos simple de lenguaje: los que usan un lenguaje de odio o de hipocresía merecen la muerte. Alexis mata si alguien lo ofende, si la música está demasiado alta o si los gestos son ofensivos. Para el narrador por su parte, los peores crímenes son palabras antiguas mal usadas. El uso de la palabra hijueputa, ‘son of a bitch’, por ejemplo es inexcusable: ‘Es el veneno que te escupe la serpiente. Y a las serpientes venenosas hay que quebrarles la cabeza: o ellas o uno, así lo dispuso Dios’ (49). La lógica lingüística del narrador es sin piedad: los que usan mal el lenguaje deben morir. La formación del sicario se alía a la del gramático y el aprendizaje del idioma se vuelve literalmente razón de vida o muerte.12

El mito de la niñez se convierte en amor homo-erótico entre un adolescente y su viejo amante en La virgen de los sicarios. Los amantes del narrador tienen la belleza ideal y la pureza que los asemeja al ideal del ‘alma bella’ de Hegel. Entre ellos se establece una relación de amor sin propósitos ulteriores: ‘Con que eso era pues lo que había detrás de

11 Sobre la tarea del escritor latinoamericano de nombrar véanse los ensayos de Alejo Carpentier recogidos en su libro Tientos y diferencias, ‘De lo real maravilloso americano’ (83–101) y ‘Papel social del novelista’ (101–121) y de Carlos Fuentes, La nueva novela hispanoamericana.

12 Aníbal González en su Killer Books. Writing, Violence, and Ethics in Modern Spanish American Narrative demuestra cómo la tradición letrada en América Latina ha sido acompañada de una tradición de ‘grafofobia’, de violencia física, y del amor-odio de muchos escritores del siglo veinte tales como Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez o Julio Cortázar hacia la escritura.

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esos ojos verdes, una pureza incontaminada de mujeres. Y la verdad más absoluta, sin atenuantes ni importarle un carajo lo que piense usted que es lo que sostengo yo. De eso era de lo que me había enamorado. De su verdad’ (19). La muerte de ambos sicarios tiene por tanto un sentido trascendental y definitivo, al menos para el narrador: ‘Mi niño se desplomó: dejó el horror de la vida para entrar en el horror de la muerte. Fue un solo tiro certero, en el corazón. Creemos que existimos pero no, somos un espejismo de la nada, un sueño de basuco’ (79).

Este antes y después, la vida y la muerte, o el pasado de Medellín y su presente estructura la novela. Hay el tiempo de la niñez que es puro –la del narrador o la de los sicarios–, y un después, que es el mundo apocalíptico de los adultos que viven nostálgicos del otro mundo.13 Este orden temporal se impone sobre el orden del espacio: Colombia para el narrador representa el mundo entero, del cual no hay escape.14 El lector nunca se entera de donde ha vuelto el narrador ni adonde piensa ir. Incluso en la ciudad de Medellín, todo decae sin distinciones sociales, el mundo rico tanto como el pobre y frente a este panorama de la muerte, el lapso entre vida y muerte pierde importancia (80).

El tiempo histórico se ha vuelto problemático en el bildungsroman y en esta novela de Vallejo ya es crisis del final que pone en cuestión la noción misma de progresión. Los sicarios viven en un tiempo plenario que es, para usar la terminología de Frank Kermode, kairos, el tiempo de la crisis. Kairos también es el tiempo del momento significativo, asociado con una estación específica o con un ritual (Kermode 44–64). Lo particular de La virgen de los sicarios es que lo que hubiera podido ser el ritual de una iniciación a la vida adulta, que muchas veces pasa por la posibilidad de morir, se ha vuelto un modo de vida, y ya no es un evento único. Es, en este sentido, una novela de intentos frustrados

13 Fernando Díaz Ruiz en su ensayo, ‘La virgen de los sicarios o el apocalipsis según Vallejo’, recogido en este volumen, propone que de hecho, Vallejo parodia el apocalipsis de San Juan al adoptar en su novela la estructura dual de un mundo paradisíaco de la niñez opuesto al infierno del presente.

14 Esta idea de Colombia y allí de Medellín como representación del mundo se ve en el comienzo de la novela: ‘Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta […] Claro que lo conocí. Estaba al final de esa carretera, en el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mundo empezaba a bajar, a redondearse, a dar la vuelta’ (Vallejo 1994: 7).

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de llegar a una conclusión, sea mediante un rito de pasaje o mediante una fuga. La temporalidad del narrador, en contraste, es cronos, es el recuerdo secuencial de los hechos. Mientras la vida de los sicarios consiste en repeticiones donde cometen un asesinato detrás de otro y finalmente mueren, el narrador sí pasa por estaciones: aprende la lengua mala de su amante, muere simbólicamente al tener que matar a un perro, está de duelo por la muerte de su primer amante sicario, se enamora otra vez y al enterarse de que el segundo amante es asesino del primero, le perdona, y luego se va. Para George Lukács, el flujo del tiempo o la durée de Bergson había sido fundamental para la novela, que así mantenía su coherencia cuando la garantía transcendental del universo creado por Dios había desaparecido. En La virgen de los sicarios, la tensión de la novela entre progresión cronológica y detenimiento se manifiesta claramente, resaltando no sólo el efecto realista de la historia, como había apuntado Paul De Man (58–59), sino la crisis de conciencia del narrador. Hacia el final de su relato, este se confunde en la cronología de los asesinatos cometidos por su amante y se equivoca al tomar el segundo amante por reemplazo del primero. Es como si el narrador también estuviera perdiendo la memoria de una posible totalidad, y estuviera a la deriva como sus amantes. Con ellos, el narrador casi pierde la facultad de imponer un orden sobre una vida hecha de contingencias (Kermode 127–52). Lo único que le queda es la escritura. Fiel a su propósito inicial de un idioma verdadero, y frente al riesgo de la pérdida total de un telos, se resigna finalmente a ‘contar los cadáveres’ (Vallejo 58). Al final, le quedan sólo el afán descriptivo y el asombro frente a lo inconmensurable de la realidad.15

De esta manera, el ideal de evolución o maduración del protagonista, tan constitutivo del bildungsroman, existe en La virgen de los sicarios en la figura del narrador, pero es confrontado con su imposibilidad en la figura de sus amantes. El desdoblamiento del sicario en dos, en Alexis y Wilmar, o en eros y thanatos, sirve como estrategia narrativa

15 Algo similar ocurre en las películas del colombiano Víctor Gaviria. Gaviria subraya que se empeña por sólo resumir y contar las historias que los actores auténticos que usa, le cuentan, y de no ayudarles a mejorar sus vidas (entrevista con Carlos Jáuregui 2002).

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para indicar esa falsa progresión que se convierte en circular, siempre volviendo sobre lo mismo. En este sentido, la novela de Vallejo es la negación, en un sentido hegeliano, del bildungsroman, lo usa como un modelo narrativo para desmontarlo luego.

Como apunta Lois Parkinson Zamora, el mito del apocalipsis es a la vez un modelo de la naturaleza conflictiva de la historia y del deseo por la historia (12). Así, la crisis en La virgen de los sicarios tiene su trasfondo histórico en la muerte de Pablo Escobar, el jefe del cartel de drogas de Medellín, seguida por desempleo de los sicarios que empezaron a matarse entre ellos (34; 60–61). Sin embargo, el narrador en seguida asocia este momento con un problema más profundo, el de la corrupción del estado colombiano:

Muerto el gran contratador de sicarios, mi pobre Alexis se quedó sin trabajo. Fue entonces cuando lo conocí. Por eso los acontecimientos nacionales están ligados a los personales, y las pobres, ramplonas vidas de los humildes tramadas con las de los grandes […] ¿Pero algún inocente habría, preguntará usted que es sano, entre los del gobierno? Sí, como en Sodoma y Gomorra. Haciéndose los de la boca chiquita los muy bocones y todos bien untados. Todo político o burócrata (que son lo mismo, puesteros) es por naturaleza malvado, y haga lo que haga, diga lo que diga no tiene justificación. Jamás presumas de éstos su inocencia (61–62).

El narrador invierte así la escala de valores y declara a los sicarios inocentes, a Escobar ‘contratador’ y a los políticos malvados. Partiendo de un punto histórico determinado, el narrador termina con una condena general de una clase política.

Vallejo forma parte de un tipo de novelística que se ha llamado ‘realismo sucio’.16 Son narrativas de mundos marginales y muchas veces violentos, entre las cuales se destacan además de Vallejo otros escritores latinoamericanos como Mario Bellatín en México, o Pedro Juan Gutiérrez en Cuba, pero que también existe en el norte de América o en España.17 Aunque surgieron en los años después del fin de la guerra fría no participan de aquella narrativa postmoderna que, renuente a los

16 Para una historia del término véase mi artículo (Birkenmaier 2001). Dieter Ingenschay (2002) ha escrito un artículo muy informativo sobre el realismo sucio en la poesía española reciente.

17 Véase mi artículo (Birkenmaier 2006).

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grandes relatos épicos, prefiere las pequeñas formas, fragmentos o meta-relatos. Su modo de reaccionar al final de las grandes ideologías es más bien el de la vuelta a la observación. Aunque a veces parezcan confundirse con la tendencia hacia el documental o el testimonio, las novelas de este tipo de narrativa distinguen decididamente entre ficción y ‘realidad’, entre sujeto marginal y sujeto educado. Son novelas colocadas de forma muy clara en cierto momento o lugar histórico – Medellín después de Escobar, en el caso de Gutiérrez, La Habana del llamado Período Especial, en el de Bellatín y su Salón de belleza, la epidemia del SIDA–, en momentos de un vacío, donde todos tratan de sobrevivir de alguna forma, ya que está claro que no hay estado o instituciones establecidas que les puedan ayudar.

Son, en fin, novelas con una marcada tendencia a postular la escritura misma como un gesto ético y destacan la posición de impotencia del narrador quien puede observar pero ha perdido su prestigio de enunciación. La ansiedad del fin de siglo se asocia así no sólo con la crisis de las guerras de drogas en Colombia, y otras tantas en América Latina, sino también con la ansiedad por el fin de la escritura como tal. En La virgen de los sicarios, es sobre todo el ruido incesante de los medios masivos el que participa de la conversión del mundo de Medellín en un infierno y no deja lugar para la escritura que es más bien silenciosa (56). Esta postura crítica hacia los medios masivos, la comparte con otros escritores latinoamericanos o norteamericanos.18

Especialmente en La virgen de los sicarios, sin embargo, la duda sobre la moral del relato –más allá de su ética escritural– no se resuelve del todo: ¿Es amor homosexual, o simpatía por los marginados, o simple deleite en el asesinato, se pregunta el lector, el que motiva al protagonista? La duda sobre el narrador-protagonista tiene que ver con que habla en primera persona, convención narrativa que ciertamente tiene su tradición en la literatura hispana. Al principio el narrador se dirige, por ejemplo, a un ‘Señor Procurador’ como si estuviéramos en un relato

18 La rivalidad con los medios masivos se nota, por ejemplo, en la novela del mexicano David Toscana El último lector (2005). También el ensayo de Jonathan Franzen, ‘Why bother’ (1996) se ocupa de la relación entre la novela y los medios masivos al hablar de las ficciones norteamericanas de lo que el autor llama ‘realismo trágico’.

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picaresco donde el narrador tiene que justificar sus actos manipulando a sus lectores para convencerlos de su inocencia. Pero luego desaparece el Procurador y el lector queda establecido como de clase media (24) o extranjero, momento a partir del cual el relato empieza a incluir a ratos al narrador, los sicarios y al lector en un ‘nosotros’ que establece puntos en común entre todos, la implicación siendo, claro, que nadie se salva ni del crimen ni de la muerte.19 También la alusión al testimonio, el otro momento fuerte del relato en primera persona en América Latina, resulta poco satisfactoria.20 Aunque pueda aparecer por momentos que el narrador funcione de portavoz de los sicarios, en realidad la diferencia entre ellos es crucial. Mientras que el autor del testimonio anuncia a su lector que el yo de su narrativa representará, gracias a la mediación del autor, la voz de uno o de varios entrevistados, en La virgen de los sicarios no hay un tal contrato con el lector.21 Al contrario, al contar su cuento dentro del molde de la novela y no del testimonio, Vallejo, busca una voz que precisamente no es la del subalterno sino la del gramático, como vimos. Es decir, Vallejo rechaza la idea de la mediación entre el uno y el otro y elige como voz narrativa la de un ‘yo’ apasionado y radicalmente subjetivo, marginado pero a pesar de todo bien asentado en la vida. Como en la picaresca, y como también en el bildungsroman, crea a un protagonista-narrador complejo por no decir dudoso.22

19 Esto ocurre, por ejemplo, al comienzo cuando el narrador presenta a su amante muerto ‘como a todos nos van a matar’ (9). También después de analizar la falta de preocupaciones de Alexis, se dirige al lector en argot: ‘Mire parcero: no somos nada’ (40).

20 Ana Serra, por ejemplo, considera que el verdadero modelo genérico de La virgen de los sicarios es el testimonio. Según ella, la novela de Vallejo emula un testimonio de sicarios tal como No nacimos pa’ semilla: la cultura de las bandas juveniles de Medellín (1990) de Alonso Salazar, sólo de un modo ficticio y un tanto burlón.

21 Me refiero a la idea del contrato autobiográfico propuesta por Philippe Lejeune en su Le pacte autobiographique.

22 La narración en primera persona, con un protagonista semi-autobiográfico, caracteriza a varias novelas del realismo sucio. Esther Whitfield en su ensayo ‘Autobiografía sucia’ ha analizado para la ficción de Pedro Juan Gutiérrez la estrategia de identificar al narrador con el nombre del autor.

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III

Leyendo La virgen de los sicarios hemos visto dos órdenes de preguntas. Uno se refiere al género de la novela como tal a finales del siglo veinte, y a la relación más o menos estrecha mantenida por el escritor latinoamericano con la literatura que lo precede. Se ha dicho muchas veces que la novela es un género débil, híbrido o polifónico, y quisiera extender este calificativo a su proveniencia cultural también: La virgen de los sicarios cita convenciones de géneros asociados con el ámbito hispano, latinoamericano, y europeo como la picaresca, el testimonio, o el bildungsroman, sin necesidad de marcar estas referencias como culturalmente determinadas, ya que han llegado a formar parte de la gramática del lenguaje de la novela, como diría Vallejo. Como he tratado de mostrar, el bildungsroman nos ofrece un punto de partida nítido para entender algunos aspectos fundamentales de La virgen de los sicarios, el mito de la niñez o adolescencia, el cuestionamiento de las autoridades encargadas de la educación tales como el estado o la iglesia, y la reacción a un momento histórico crítico.

En la novela de Vallejo, la insistencia en la formación de la juventud, tan fundamental del siglo diecinueve latinoamericano y europeo, se ha ido transformando en insistencia en el lenguaje como tal. Lo que amenaza a Vallejo como escritor es literalmente la falta de idioma común, menos que el acceso a escuelas y universidades americanas, como querían los educadores del siglo diecinueve. Esta preocupación va acompañada de la del acceso a la representación: el escritor reivindica la presencia de los que viven en las comunas y de los homosexuales en la escritura en tanto sujetos nuevos o no tan nuevos de mundos urbanos donde la vida individual se ha vuelto más precaria que nunca. Finalmente, el escritor mismo también insiste sobre su función de observar y escribir desde una posición radicalmente subjetiva. De ser un escritor comprometido con una determinada causa política como fue el caso todavía de los escritores del boom, pasa a ser provocador y especialista de lengua, nada más y nada menos.

El otro orden de preguntas que se ha perfilado es el que se refiere al orden temporal de La virgen de los sicarios. Como hemos visto, lo que quizás más la distingue del bildungsroman es su orientación hacia un final apocalíptico –la muerte de los sicarios y el fin de Colombia–

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y su ubicación en el ámbito de una crisis que se extiende más allá de Medellín o de Colombia. Esta orientación hacia un final que determina todo y que separa los buenos de los malos, tiene su historia en la literatura e historiografía latinoamericana desde los primeros años de la colonia, como ha visto Parkinson Zamora, pero sobre todo forma parte de un relato global de la modernidad. Frank Kermode ha mostrado que la narrativa de un mundo orientado hacia su final –en contraste con otras narrativas fundamentalmente cíclicas, como la Odisea– es típica de la modernidad en el sentido que insiste en el lapso que ocurre entre el nacimiento de algo y su final y considera la transición de lo uno a lo otro como problemática, una crisis.

Es así que hay que leer La virgen de los sicarios como una parábola no sólo de la crisis colombiana de los noventa sino también del malestar de Vallejo con la humanidad entera. Esta idea la desarrolla más en su ya mencionado ensayo La tautología darwinista, donde Vallejo constata una falla fundamental en el pensamiento occidental que es, según él, su creencia en las leyes de la evolución humana. Según él, no hay ninguna ley biológica que pueda explicar el curso de la humanidad hasta hoy, sólo una serie de factores cambiantes. Al negar la existencia de leyes y del progreso humano, Vallejo desvalúa la idea del tiempo linear, pero sin ofrecer una solución como lo había sido la idea nietzscheana del eterno retorno. Su pensamiento apocalíptico se convierte en pensamiento del caos:

La generalidad de que los seres vivos heredan sus características de sus progenitores no alcanza a ser una ley pues tiene una excepción del tamaño de otra generalidad, y leyes con excepciones tan grandes no valen. Hay seres vivos que tienen algunas características adquiridas de sus vecinos o sus socios y que a su vez pueden ser heredables. En biología no hay más ley que la de que no puede haber ninguna. Sólo puede haber generalidades con sus excepciones, y de vez en cuando, por obnubilación de una época, perogrulladas, como la selección natural de Darwin (25–26).

El único orden que queda en este caso, es el orden de la gramática y de la ficción. Es en este sentido que el pensamiento inconforme de Vallejo se sitúa en el después del bildungsroman y en el después de las ficciones del boom, apocalíptico al fin.

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La virgen de los sicarios o el apocalipsis de Colombia según Vallejo

Ni en Sodoma ni en Gomorra ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes; aquí todo el que existe es culpable y si se reproduce más. Los pobres producen más pobres, y la miseria más miseria, y mientras más miseria más asesinos, y mientras más asesinos más muertos. Ésta es la ley de Medellín, que regirá en adelante para el planeta tierra. Tomen nota (Vallejo 2001: 118).

Los mitos escatológicos o de fin del mundo existen y han existido en muchas civilizaciones, tratando de manera simbólica temas alusivos al sentido último de la historia. No obstante, como apunta Mircea Eliade en El mito del eterno retorno (1951/1984: 98), el monoteísmo judeocristiano introdujo una particularidad esencial en los mismos al considerar que así como la Creación fue una sola, también lo será el Fin del Mundo1. En nuestra cultura occidental, el libro apocalíptico más conocido coincide con el último de la Biblia cristiana, el Apocalipsis de Juan, pero ya en el Antiguo Testamento nos encontramos con textos de esta índole en los Libros de los profetas Ezequiel, Zacarías y Daniel, sin olvidar los de otros profetas menores como Malaquías. En general, este tipo de relatos cobra mayor vigencia en épocas conflictivas. Éste es pues uno de los rasgos claves de este tipo de relatos, el ser coetáneo a una época que desde la perspectiva del apocaliptista se caracteriza por el reinado del mal en la Tierra.

Ahondando en la etimología de la palabra apocalipsis, tal y como lo han hecho los principales críticos, descubrimos que proviene del griego (apokalypsis) y significa revelación. Pero para que leamos una revelación, amén de la fuente divina, debe de haber alguien que reciba dicha revelación y sea alentado a escribirla. De ahí que el segundo

1 Raphaël recoge este mismo argumento (1977: 14).

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de los principales aspectos estructurales comunes a toda esta clase de libros sea que su autoría recae en un elegido, un elegido que recibe la más importante revelación divina: la visión del destino final del mundo. Una vez comentadas la autoría y las circunstancias de producción de los relatos apocalípticos, es fácil deducir que los apocaliptistas van a ser individuos marginales y muy probablemente marginados, que se sienten ajenos al orden establecido y anuncian la inminencia de la sustitución divina del mismo.

Otros tres rasgos significativos o mitemas del Apocalipsis cristiano son los siguientes:

El contenido clave de dicha revelación, de la llegada del • Apocalipsis, consiste en la visión de la instalación definitiva del reino de Dios sobre la tierra, que permitirá la resurrección de los mártires y justos y recompensará a sus oprimidos seguidores.Este advenimiento del reino de Dios sobre la tierra tendrá lugar • después de varios castigos divinos y plagas que concluirán con el total exterminio de las fuerzas del mal. El Apocalipsis abarca pues tanto la citada implantación del reino celestial como esta ira de Dios que conducirá a la derrota y castigo de los malvados.La bondad del Todopoderoso permitirá que en dicho proceso • ningún justo sea víctima de la ira de Dios. Cuestión ésta repetida en todas las profecías del Antiguo Testamento, como la salvación de Noé del diluvio (Génesis 6, 5–8) o la de los eventuales justos de Sodoma y Gomorra (Génesis 18, 23–32) o de la Babilonia del profeta Ezequiel (Ez. 9, 1–11).

Una vez subrayados estos cinco mitemas esenciales comunes a todos los textos apocalípticos de las Sagradas Escrituras, pretendemos demostrar, mediante un amplio análisis de La virgen de los sicarios, la idoneidad de una posible lectura de la novela como una parodia de los textos apocalípticos de nuestra tradición judeocristiana, en especial del Apocalipsis de Juan.

Antes de comenzar este análisis, podemos anticipar algunos de los nexos existentes entre la obra de Vallejo y el Apocalipsis del Nuevo

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Testamento. Como principal similitud destacaremos la visión caótica del mundo presentada en ambos libros por los narradores, defensores de otro orden político, ético y social, que describen su entorno (el Imperio Romano y Medellín) como espacios donde reinan el mal y el desorden. Ambos textos tienen pues en común el haber nacido en momentos históricos convulsos a los ojos del narrador, así como el hecho de constituirse en un anuncio del inminente final del mismo que dé respuesta a los anhelos y esperanzas de los oprimidos, marginados y descontentos. En cuanto a las variaciones, éstas van a afectar fundamentalmente al carácter de ambas respuestas, de ambos finales, es decir, a la diferente materialización del apocalipsis que acabará con el reinado del mal y, en consecuencia, a la muy distinta visión del porvenir de ambos narradores.

De este modo, mientras que el Apocalipsis del Nuevo Testamento va a ser llevado a cabo por legiones de ángeles exterminadores que salvarán a los justos, en la novela de Vallejo, el cumplimiento de estos designios divinos corre a cargo de jovencísimos asesinos a sueldo, los sicarios, secuaces de Satanás o de un Dios malvado o inexistente. El caso es que dichos ‘angelitos’ (Vallejo 2001: 25) no tienen compasión de nadie y aniquilan a justos o pecadores sin distinción de ninguna clase. De este modo, en la reinterpretación vallejiana de las profecías de las Sagradas Escrituras surgen dos grandes diferencias con el Apocalipsis de Juan:

la negación de la existencia de Dios (o al menos de su bondad • y omnipotencia) ante la evidente constatación de los estragos causados por la violencia en Medellín; la ausencia de inocentes que deban salvarse del exterminio • divino. Al contrario de lo que ocurre en las profecías judeocristianas, en el Medallo o Metrallo,2 descrito en la novela de Vallejo, nadie se libra de esta plaga de muerte traída por los sicarios, porque nadie merece el perdón. Nadie es justo ni inocente en la capital de Antioquia.

2 Alias de Medellín (Vallejo 2001: 65). El narrador se decanta finalmente por el uso de Medallo durante la novela (46; 121; 173).

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Las consecuencias de estas variaciones no se hacen esperar y ambos relatos dan dos visiones apocalípticas radicalmente distintas, siendo la de la novela de Vallejo la más descorazonadora, al apuntar hacia el exterminio total de Medellín y quién sabe si de Colombia entera. Este desencanto nace de un contexto histórico y social, el de finales del siglo pasado en América Latina, marcado por la sensación del fracaso de las utopías modernas, dentro de un siglo XX especialmente violento en Colombia, que ha propiciado numerosas interpretaciones apocalípticas acerca del destino nacional. Además, la escritura y publicación del libro se sitúan a principios de los noventa, en una época en la que las luchas entre los carteles de Cali y Medellín, la guerrilla y el Estado habían conferido al país de Vallejo el dudoso honor de poseer la tasa más alta de homicidios de todo el planeta3. Tasa que encabezaba la ciudad natal de Vallejo, Medellín, que según un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo duplicaba la tasa de homicidios nacional.4

El presente – El Reinado del Mal

Sin embargo, los demás hombres, que no fueron exterminados por estas plagas, no renunciaron a los falsos dioses que se habían hecho: no dejaron de adorar a los demonios, a esos ídolos de oro, plata, bronce, piedra y madera, incapaces de ver, de oír o de andar (Apocalipsis de Juan, 9, 20).

El primer elemento común de la novela de Vallejo con el Apocalipsis de Juan consiste en su recreación del estado de corrupción moral reinante a su alrededor, la perpetuación incesante de la maldad humana. Así, tras

3 La tasa media de homicidios en Colombia entre 1987 y 1992 se elevó a 77,1 por cada 100.000 habitantes, más del triple que las de algunos de sus países vecinos como Brasil (24.6), México (20.6), Venezuela (16.4) o Ecuador (11) (cfr Montenegro y Esteban Posada).

4 Según el Banco Interamericano de Desarrollo, en plena guerra del cartel de Medellín contra el Estado las tasas de homicidios de la ciudad se elevaron a 169 homicidios por cada 100.000 habitantes, tasas muy superiores a las de Cali (103) o Guatemala (101), que muestran su auténtica magnitud al compararlas con las de Madrid (3), Buenos Aires (3) o París (2) (cfr. Dureau, Barbary, Gouëset y Pizzota: 258).

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una breve presentación que parece evocar la Colombia que se fue, ese entrañable pueblito de Sabaneta de la infancia del narrador,5 temprana alusión que parece responder a las palabras de Raphaël: ‘Ce qui anime l’apocalypse c’est l’idée de la perfection des commencements, le souvenir imaginaire d’un paradis perdu’ (26), La virgen de los sicarios nos describe Medellín, la capital del país más criminal de la historia, una ciudad que ha crecido desorbitadamente hasta convertir a Sabaneta en un barrio suyo más, erigiéndose en la capital mundial de la delincuencia, el crimen y la desolación:

Ya para entonces Sabaneta había dejado de ser un pueblo y se había convertido en un barrio más de Medellín, la ciudad la había alcanzado, se la había tragado; y Colombia, entre tanto, se nos había ido de las manos. Éramos, y de lejos, el país más criminal de la tierra, y Medellín la capital del odio (11–12).

El Medellín de la obra maestra de Vallejo no es pues sino el equivalente de la Roma narrada por Juan en el Apocalipsis o la Babilonia descrita en el Libro de las Lamentaciones, en otras palabras, el reverso de la moneda de la Sabaneta idealizada de la niñez del narrador. El símil, lejos de ser una exageración, se antoja ajustado a la realidad, si se recuerdan las cifras de marginalidad y delincuencia de la ciudad a principios de los noventa.

Otros argumentos que reforzarían una lectura del texto a la luz del Apocalipsis serían el evidente conocimiento de las Sagradas Escrituras e interés por la crítica de las mismas, patente en toda la obra del escritor antioqueño –que ha terminado de demostrar la reciente publicación de La puta de Babilonia (2007) – o la importante presencia del tema del Apocalipsis en el imaginario de la narrativa hispanoamericana del siglo XX, sujeta a la realidad histórica de unos estados que, desde la obtención de su Independencia, han estado sujetos a graves enfrentamientos políticos y sociales (guerras, dictaduras, revoluciones, etc.), lo que ha propiciado la percepción unánime de sus habitantes de vivir un presente caótico, injusto e inestable. A este respecto, Colombia no ha

5 ‘Había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta [...] Estaba al final de esa carretera, en el fin del mundo. Más allá no había nada, ahí el mundo empezaba a bajar, a redondearse, a dar la vuelta [...]’ (Vallejo 2001: 7).

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sido, a pesar de no haber sufrido ninguna dictadura militar importante,6 ninguna excepción. Es más, ha sido uno de los países del continente más afectados por la violencia. Así lo ha reflejado el ciclo de novelas en La Violencia y de La Violencia,7 o las más recientes, que giran en torno a la violencia urbana o al narcotráfico.

A propósito del análisis comparativo de ambas obras, más adelante intentaremos explicar los rasgos que nos permiten poder considerar todas las descripciones de La virgen de los sicarios como partes de una gran visión o revelación sufrida por el narrador, lo que nos permitirá hallar aún más similitudes entre ambos textos. Por el momento, baste con recordar cómo los textos apocalípticos se originan en momentos y lugares caracterizados por una decadencia moral o reinado del mal generalizado, algo fácilmente atribuible al Medellín de finales del siglo pasado:

La noche de alma negra, delincuente, tomaba posesión de Medellín, mi Medellín, capital del odio, corazón de los castos reinos de Satanás (117).¿Las aceras? Invadidas de puestos de baratijas que impedían transitar. ¿Los teléfonos públicos? Destrozados. ¿El centro? Desvastado. ¿La Universidad?

6 El único intento golpista asestado con éxito fue el materializado por el general Gustavo Rojas Pinilla el 13 de junio de 1953, en pleno auge de la Violencia. Rojas no llegó a cumplir un lustro al frente del poder. En 1957 dejó el mismo en manos de una junta militar para poder así presentarse a las futuras elecciones democráticas al frente de un nuevo partido, el Movimiento de Acción Nacional (MAN), algo que no fructificó. El miedo a ser derrotados hizo que liberales y conservadores se unieran formando el Frente Nacional, que habría de gobernar Colombia durante dieciséis años a partir de agosto de 1958.

7 Utilizamos aquí la terminología apuntada por Marino Troncoso para distinguir entre novelas en la Violencia, obras escritas de 1951 a 1960, en plena guerra civil entre campesinos liberales y conservadores, de las novelas de la Violencia, que se escribirán a continuación. Entre las primeras destacan La duda (Gaitán Durán), Batallón antitanque (Gonzalo Arango) y Aquí yace alguien (Mejía Vallejo). La mala hora (García Márquez), La casa grande (Cepeda Samudio) o El día señalado (Mejía Vallejo) son algunas de las más célebres novelas de la violencia. La extensión del periodo de la Violencia hasta 1965 defendida por muchos autores puede ayudar a justificar el hecho de que obras como El día señalado (1964) posean elementos típicos de las novelas en la violencia. No obstante, la validez del matiz introducido por estos dos conceptos sigue siendo indiscutible. Véase: Troncoso.

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Arrasada. ¿Sus paredes? Profanadas con consignas de odio ‘reivindicando’ los derechos del pueblo. El vandalismo por donde quiera y la horda humana: gente y más gente y más gente […] Era la turbamulta invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, empuercándolo todo con su miseria crapulosa (92).

Tras la lectura de estos pasajes, es fácil apreciar que el narrador de la novela responde más al perfil de un apocaliptista que al de un profeta. Éste último, en palabras de Parkinson Zamora ‘considera que el futuro brota del presente, y exhorta a su pueblo a la acción, para realizar un ideal en este mundo’ (22–23). Sin embargo, el yo desesperado y rabioso de la obra, al igual que el apocaliptista ‘considera que el futuro invade el presente, y que este mundo será reemplazado por un mundo nuevo’ (ibídem).

El elegido – La revelación

Revelación de Jesucristo.Dios le confió esta revelación para que enseñara a sus servidores lo que va a suceder pronto.Él envió a su ángel para que se lo transmitiera en forma de visiones a su servidor Juan.El cual dice lo que vio, afirmando que ésa es palabra de Dios y testimonio solemne de Jesucristo.Feliz el que lea públicamente estas palabras proféticas y felices quienes las escuchen y hagan caso de este mensaje, pues el tiempo está cerca (Apocalipsis de Juan 1, 1–3).

El siguiente rasgo común de todo relato apocalíptico y, sin duda, uno de los más importantes, es el que dota de carácter divino al texto. Lo hace mediante el juramento inicial y final del narrador de que lo que cuenta no es sino una serie de visiones o revelaciones inspiradas por Dios, es decir, mediante su autoinclusión en la tradición de los profetas o elegidos. Éste es, sin lugar a dudas, el rasgo más paródico de la obra de Vallejo.

En primer lugar, parece evidente que el narrador, un viejo gramático homosexual que se dedica a proteger a los sicarios de quince o dieciséis años con los que se acuesta, instándolos a matar de una manera más o menos consciente a todos aquellos que le molestan, no responde

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al perfil de los elegidos por el Dios judeocristiano para revelarse al mundo. Ciertamente, aunque profetas y apocaliptistas no tienen porque ser hombres justos, es evidente que tampoco incitan al homicidio ni salpican sus textos de continuos ataques divinos y blasfemias: ‘No hay roña más grande que la fe católica’ (95), ‘Dios no existe y si existe es la gran gonorrea’ (111).

Por otro lado, el uso de la primera persona, la visión apocalíptica del final del relato y la propia estructura del texto nos hacen considerar a este elegido como apocaliptista y no como profeta. Además, el narrador de la novela aunque dialoga con el lector, no lo hace para animarle a realizar un ideal religioso en la Tierra, tal y como haría un profeta, sino para anunciarle algo inevitable, tal y como hace Juan en el Apocalipsis. Pero ¿apocaliptista de qué? ¿quién es ese narrador y por quién es enviado, si es que alguien lo envía? Sin ánimo de desvelar ya el quid de nuestra interpretación de la novela, podemos subrayar que se va a tratar de un elegido muy particular, lejano al de las Sagradas Escrituras, para ello sólo hay que pensar en su comportamiento, en sus continuas blasfemias o, por poner otro ejemplo, comparar su sarcástica despedida en parlache8 con el juramento inicial del apocaliptista cristiano:

Bueno, parcero, aquí nos separamos, hasta aquí me acompaña usted. Muchas gracias por su compañía y tome usted por su lado, su camino que yo me sigo en cualquiera de estos buses para donde vaya, para donde sea:

Y que te vaya bien,que te pise un carroo que te estripe un tren (174).

Tampoco debería menospreciarse una posible identificación del narrador con el Anticristo, falso profeta o esbirro de Satanás anunciado por las Sagradas Escrituras, identificación con la que seguramente el protagonista de la novela se sentiría complacido y con la que el yo narrador de El río del tiempo había jugado cinco años antes, en las primeras páginas de Años de indulgencia (1989): ‘Pero bueno, tú eres

8 Dialecto social hablado por los jóvenes de los barrios populares o comunas, utilizado también por los sicarios y bautizado así por José Ignacio Henao y Luz Stella Castañeda, autores de El parlache.

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mi pupilo, mi ahijado nacido bajo el signo de Scorpio, yo te avalo, yo respondo, sigue en lo que estás diciendo que luego, cuando termines y dejes la gusanera, a mí vendrás por el Aquelarre o el Flegetón o el Leteo (…). Y firmo: Eliphás Levi Del’ (Vallejo 1999: 461–462).

La ira de Dios – Los verdugos

Entonces el ángel que yo había visto de pie sobre el mar y la tierra, levantó la mano derecha al cielo, jurando por el que vive por los siglos de los siglos y que creó el cielo, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos. Dijo: ‘Se ha terminado el plazo, pues en el momento en que se oiga al séptimo ángel tocar la trompeta, entonces se habrá cumplido el plan misterioso de Dios, tal como lo había hecho esperar por medio de sus siervos los profetas’ (Apocalipsis de Juan, 10, 5–7).

Como en el Apocalipsis de Juan, en La virgen de los sicarios, entre tanto desorden, se preconiza la llegada de enviados divinos encargados de descargar sobre la tierra la ira de Dios y hacer que se cumplan las profecías apocalípticas. Lo más curioso de todo es que, en la novela de Vallejo, esos ángeles ya han llegado y son los sicarios, que van matando a diestro y siniestro a todo aquel que se cruza en su camino. Algo bastante diferente a lo que ocurre en el Apocalipsis de Juan donde se muestra al apocaliptista ese futuro inminente en el que la justicia divina vendrá a acabar con idólatras y pecadores:

Entonces, uno de los siete ángeles de las siete copas vino a decirme: ‘Ven, voy a mostrarte el juicio de la famosa prostituta establecida al borde de las grandes aguas. Con ella pecaron los reyes de la tierra, y con el vino de su idolatría se emborracharon los habitantes de la tierra’ (Apocalipsis de Juan 17, 1–2).

Amén de la diferencia temporal, vemos como en ambos casos, genocidas asesinos reciben un tratamiento divino por parte del narrador, que tal y como señala Parkinson Zamora, ‘queda a la vez horrorizado y arrobado por la ira de Dios’ (24). No obstante, en el colmo de la irreverencia, en La virgen de los sicarios los enviados divinos, los ángeles de la guarda (páginas 33 y 135), son sicarios, asesinos a sueldo

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así denominados por su extrema juventud y belleza, o por la presunta misión celestial que les ha sido encomendada (páginas 93, 102 y 136).

Además, en otro irónico paralelismo con las Sagradas Escrituras, al describir sus crímenes, el protagonista asegura que sus amantes sicarios van marcando con una cruz de ceniza9 en la frente a los elegidos para la salvación:

... sacó el Ángel Exterminador su espada de fuego, su ‘tote’, su ‘fierro’, su juguete, y de un relámpago para cada uno en la frente los fulminó. ¿A los tres? No bobito, a los cuatro. Al gamincito también, claro que sí, por supuesto, no faltaba más hombre. A esta gonorreíta tierna también le puso en el susodicho sitio su cruz de ceniza y lo curó, para siempre, del mal de la existencia que aquí a tantos aqueja. Sin alias, sin apellido, con su solo nombre, Alexis era el Ángel Exterminador que había descendido sobre Medellín a acabar con su raza perversa (Vallejo 2001: 78).

Reproduce aquí Vallejo la idea de las cruces o señales aplicadas con un sentido salvador por Dios o sus enviados en varios pasajes del Antiguo Testamento, como la realizada a Caín para evitar que fuera represaliado por el asesinato de Abel (Génesis 4, 14–15).10 O de un modo aún más claro, en el inicio del capítulo nueve del libro de Ezequiel, cuando Dios le pide lo siguiente al escriba que va junto a los seis mensajeros de la destrucción encargados de exterminar a los pecadores: ‘Pasa por la ciudad, recorre Jerusalén y marca con una cruz la frente de los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen dentro de ella’ (Ezequiel 9, 4). Para a continuación, ordenar a los mensajeros de la destrucción:

Recorred la ciudad detrás de él y herid. No se compadezcan vuestros ojos ni tengáis piedad. Matad a viejos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres, hasta el exterminio. Dejad de tocar solamente a los que tengan la cruz en la frente (Ezequiel 9, 5–6).

9 En una clara alusión a la imposición de la ceniza al inicio de la Cuaresma. Ritual cristiano en el que el sacerdote –representante de Dios– pronunciaba hasta hace muy poco la frase: ‘Polvo eres y en polvo te convertirás’. Palabras que venían a recordar al creyente la necesidad de la conversión para poder gozar de la vida eterna. Actualmente, pronuncian: ‘Conviértete y cree en el Evangelio’.

10 Otro ejemplo de una señal o estigma salvador ocurre en Éxodo 12, 1–14.

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No obstante, como es fácilmente constatable, en la novela de Vallejo la imposición de la salvadora cruz de ceniza no salva de la muerte sino que la otorga, en otra reinversión paródica de Vallejo de las Sagradas Escrituras. Y es que los ángeles de La virgen de los sicarios –escolta perpetua del narrador– no son más que vulgares asesinos, enviados de Satanás para arreglar el desaguisado cometido por Dios. En el mundo de pesadilla trazado en la novela, quizás la muerte sea la única opción posible para la salvación del planeta: ‘Mi niño era el enviado de Satanás que había venido a poner orden en este mundo con el que Dios no puede. A Dios, como al doctor Frankenstein su monstruo, el hombre se le fue de las manos’ (143).

La salvación de los justos

Otro ángel vino del oriente llevando el sello del Dios vivo y gritó con voz poderosa a los cuatro ángeles autorizados para hacer mal a la tierra, y al mar: ‘No hagáis mal a la tierra, ni al mar, ni a los árboles hasta que hayamos señalado en la frente a los servidores de nuestro Dios’ (Apocalipsis de Juan 7, 2–3).

Como venimos apuntando, en todos los relatos apocalípticos de la Biblia, Dios salva de su ira divina a los justos. Así lo hizo con las familias de Noé y Lot durante el Diluvio Universal y la destrucción de Sodoma y Gomorra...

Abraham estaba todavía delante de Yavé. Se le acercó y le dijo: ‘¿Vas a hacer tú perecer al justo juntamente con el pecador? […]’ Yavé respondió: ‘Si hallare en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad, yo perdonaré a todo el lugar en consideración a ellos’ (Génesis 18, 22–26).11

11 Leamos otro ejemplo contenido en el mismo libro referente a la salvación de Noé antes del diluvio: ‘Viendo Yavé que la maldad de los hombres sobre la tierra era muy grande y que todos los pensamientos de su corazón tendían continuamente al mal, se arrepintió de haber creado al hombre sobre la tierra y se afligió tanto en su corazón que dijo: Exterminaré de sobre la haz de la tierra al hombre que he formado; hombres y animales, reptiles y aves del cielo, todo lo exterminaré, pues

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No obstante, como hemos visto, en La virgen de los sicarios no hay salvación posible, porque como no se cansa de repetir el narrador a lo largo de toda la obra: Dios no existe y, además, ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes.

Y que no me vengan las alcahuetas que nunca faltan con que mataron a un inocente por poner música fuerte. Aquí nadie es inocente, cerdos. Lo matamos por chichipato, por bazofia, por basura, por existir. Porque contaminaba el aire y el agua del río [...] (38). Aquí no hay inocentes, todos son culpables. Que la ignorancia, que la miseria, que hay que tratar de entender... Nada hay que entender (143).

Los deseos de Vallejo de demoler la ética cristiana y con ella la idea ilustrada de la supuesta bondad humana parecen evidentes,12 demostrando su ácido pesimismo pero también su particular compromiso con la realidad de su país, ya que para muchos colombianos la impunidad de los criminales y los altos índices de natalidad llevan años hundiendo más y más a Colombia en la difícil espiral de la pobreza y la violencia. Sin embargo, muy probablemente el pesimismo nihilista proveniente de esta discutible opinión del narrador de sus novelas, no sea más que otra hiperbólica provocación del escritor antioqueño.

El Apocalipsis final

Después, tuve la visión del cielo nuevo y de la nueva tierra. Pues el primer cielo y la primera tierra ya pasaron; en cuanto al mar, ya no existe. Entonces vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, del lado de Dios, embellecida como una novia engalanada en espera de su prometido. Oí una voz que clamaba desde el trono: ‘Esta es la morada de Dios entre los hombres. Fijará desde ahora su morada en medio de ellos y ellos serán su pueblo y él mismo será Dios con ellos. Enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no existirá ni muerte, ni duelo, ni gemidos, ni penas porque todo lo anterior ha pasado’ (Apocalipsis de Juan 21, 1–5).

me pesa de haberlos hecho. Más Noé encontró gracia a los ojos de Yavé’ (Génesis 6, 5–7).

12 ‘No, los animales no mienten ni odian. No conocen el miedo ni la mentira, que son inventos exclusivamente humanos, como la radio y la televisión’ (157).

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Tanto en el Apocalipsis de Juan como en La virgen de los sicarios, el mal está tan enraizado en la Tierra, que el único destino posible y deseado para los narradores es la llegada del Apocalipsis, la instalación del reino futuro en el presente por medio de los enviados de Dios, sus ángeles exterminadores. Sin embargo, como ya hemos visto al hablar de la presunción de culpa, para Vallejo, ni hay Dios ni inocentes en Colombia, así que su patria no tiene salvación. De este modo, la visión del narrador del reino futuro en La virgen de los sicarios no va a coincidir con la Jerusalén celeste descrita en el último libro del Nuevo Testamento, ni con la recreación del Paraíso perdido. No, para el narrador es ya imposible recuperar el paraíso, la Sabaneta de su infancia, por tanto, su visión final no es otra que la de la aniquilación de Medellín.

Así, los sicarios que acompañan al elegido y protagonista, primero Alexis y luego Wílmar se convierten en los ejecutores de estos sagrados designios, de este reino del silencio total anhelado por el narrador y protagonista de la obra:

Basuqueros, buseros, mendigos, ladrones, médicos y abogados, evangélicos y católicos, niños y niñas, hombres y mujeres, públicas y privadas, de todo probó el Ángel, todos fueron cayendo fulminados por la su mano bendita, por la su espada de fuego. Con decirles que hasta curas, que son especie en extinción (148).

De hecho, al final del libro, tras la muerte de Wílmar, verdugo de Alexis y nuevo amante del narrador y elegido, éste describe en una secuencia clave en nuestra interpretación del libro la llegada de su particular Apocalipsis:

Salí por entre los muertos vivos, que seguían afuera esperando. Al salir se me vino a la memoria una frase del evangelio que con lo viejo que soy hasta entonces no había entendido: ‘que los muertos entierren a sus muertos’. Y por entre los muertos vivos, caminando sin ir a ninguna parte, pensando sin pensar tomé a lo largo de la autopista. Los muertos vivos pasaban a mi lado hablando solos, desvariando. Un puente peatonal elevado cruzaba la autopista. Subí. Abajo corrían los carros enfurecidos, atropellando, manejados por cafres que creían que estaban vivos aunque yo sabía que no. Arriba volaban los gallinazos, los reyes de Medallo, planeando sobre la ciudad por el cielo límpido en grandes círculos que se iban cerrando, cerrando, bajando, bajando [...] (172–173).

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Esta descripción merece un análisis detallado porque da la pista definitiva sobre la identidad del narrador de la novela y la calidad de lo narrado, puntos clave en nuestra lectura de la obra. Hasta ahora –el momento de la marcha del elegido de Medellín dejando una ciudad llena de cadáveres–, las piezas de nuestro análisis no encajaban completamente. Ya que, aunque sabíamos que el narrador era un viejo gramático homosexual llamado Fernando,13 protector y amante de sicarios, nacido en Sabaneta, que decide volver a Medellín bastante tiempo después; aunque conocíamos que odia a todo el mundo, ama el silencio y que cuando se arregla le gusta vestir de negro, nos faltaba unir todas estas piezas y algunas otras más con el dato principal: su calidad de apocaliptista, visionario de la destrucción total y de ‘muerto vivo’.

Una vez leído este pasaje es posible considerar al narrador como la antítesis paródica de Juan, como el profeta de un nuevo Apocalipsis, un Fin del Mundo sin más allá; un simple profeta del desencanto dispuesto a predicar la maldad humana: única cosa en la que cree. Por tanto, lo narrado en La virgen de los sicarios no puede cobrar otro estatus que el de una profecía apocalíptica que grosso modo coincide con la realidad. Quizás aquí, resida el aspecto más paradójico de la novela, la posible doble lectura de la misma, como una crónica social del Medellín de principios de los noventa y como una parodia de los relatos apocalípticos judeocristianos con una Revelación desoladora.

Esta segunda lectura de la novela aquí sugerida, que confirma su carácter de palimpsesto, dota al relato de una calidad literaria peculiar, al convertirse éste en el fruto de una visión y Medellín en un espacio irreal, desolado y muerto. Desde este supuesto, sus protagonistas cobrarían (especialmente el narrador visionario que pasaría a ser una especie de médium) la categoría de espectros, ‘muertos vivos’ en una Medellín fantasmal.

Hombre vea, yo le digo, vivir en Medellín es ir uno rebotando por esta vida muerto. Yo no inventé esta realidad es ella la que me está inventando a mí. Y así vamos por sus calles los muertos vivos hablando de robos, de atracos, de

13 ‘¡Cuidado! ¡Fernando! alcanzó a gritarme Alexis en el momento en el que los de la moto disparaban. Fue lo último que dijo, mi nombre, que nunca antes había pronunciado’ (113).

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otros muertos, fantasmas a la deriva arrastrando nuestras precarias existencias, nuestras inútiles vidas, sumidos en el desastre. Puedo establecer, con precisión, en qué momento me convertí en un muerto vivo (109).14

Dicha idea es, en nuestra opinión, la que dota a la novela de una ambigüedad polisémica o un halo de irrealidad suficiente para permitir que coexistan en ella personajes ‘vivos’ y muertos, personajes como el Ñato (detective homófobo asesinado por segunda vez treinta años después de su muerte al que el incrédulo narrador visita en su velatorio, 152–156) o el Difunto (sicario descubierto vivo al volcarse su ataúd que se aparece al narrador durante la novela para anunciarle los peligros que le sobrevienen), dicha ambigüedad es la que permite conectar La virgen de los sicarios con obras capitales de la literatura hispanoamericana como Pedro Páramo de Juan Rulfo, así como tender lazos entre la vida y la muerte, lo onírico y lo real, el mito del Apocalipsis y la crónica roja colombiana.

Bibliografía

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edición: 1951).——, Mito y realidad (Barcelona: Editorial Labor, 1983).Montenegro A. y Esteban Posada C., ‘Criminalidad en Colombia’, in Coyuntura

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literatura estadounidense y latinoamericana contemporánea [1989] (México: FCE, 1994).

Raphaël, Freddy, ‘Esquisse d’une typologie de l’apocalypse’, in Raphaël, F., L’apocalyptique (Paris: Librairie orientaliste Paul Geuthner, 1977), pp. 11–38.

14 Otra alusión similar aparece en la página 113: ‘Pero los muertos muertos somos [...]’.

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202 Fernando Díaz Ruiz

Troncoso, Marino, ‘De la novela en la violencia a la novela de la violencia: 1959–1960’, in Tittler, Jonathan (ed.), Violencia y literatura en Colombia (Madrid: Orígenes, 1989), pp. 31–40.

Vallejo, Fernando, El río del tiempo (Bogotá: Alfaguara, 1999).——, La virgen de los sicarios (Madrid: Editorial Punto de Lectura, 2001).

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Carmen de Mora

La tradición apocalíptica en Bolaño: Los detectives salvajes y Nocturno de Chile

Refiriéndose Bolaño al libro Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez –autor cuya aportación le resultó tan valiosa para escribir ‘La parte de los crímenes’ en 2666 – afirma: ‘es un libro no en la tradición aventurera sino en la tradición apocalíptica que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque sean las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea’ (Entre paréntesis, 215). Como suele ocurrir cuando un escritor habla sobre los escritores que le interesan, que de forma oblicua nos está hablando sobre su propia obra, así puede entenderse que esas son también las filiaciones literarias de Bolaño. De las dos obras que trato aquí, lo apocalíptico se da en una forma más pura en Nocturno de Chile y la tradición aventurera en Los detectives salvajes, pero también en esta última existe un componente apocalíptico notable.

Los detectives salvajes: cuando el final no es el fin

En LDS 1 hay varios elementos relacionados con la idea de apocalipsis, lo que no es nada extraño tratándose de una novela que se escribió hacia el final del milenio. Se refiere la génesis y disolución de un movimiento poético, el real visceralismo, y con él la desaparición de varios de sus miembros. Se narra también la apoteosis, decadencia y

1 A partir de ahora utilizaré la abreviatura LDS para referirme a Los detectives salvajes.

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muerte de la mítica fundadora.2 La inestabilidad, la dispersión caótica y el desmoronamiento recorren todo el libro, alcanzan a la estructura de la obra, donde cada parte introduce un movimiento nuevo y distinto en la narración, la escritura misma se disgrega en una multiplicidad de discursos y, ante la inminencia del cierre, se precipita en la vorágine de una rápida enumeración de lugares sin ninguna meta definida. Se puede afirmar también que los personajes de LDS viven rodeados por el caos, por ello no es extraño que el autor haya recurrido a un loco entreverado con intervalos de lucidez como Quim Font –probablemente una proyección carnavalesca del propio Bolaño– para dejar caer algunas claves de la novela. Forma parte de la naturaleza compositiva de esta obra la resistencia al paradigma de las expectativas:3 además de burlar la inercia propia de la linealidad y la continuidad temporal o la estabilidad espacial, deja sin responder las numerosas preguntas que suscita en el lector. Así, éste no podrá saber en detalle qué fue de los real visceralistas que sobrevivieron, adónde fueron a parar García Madero y Lupe, cuál era el contenido de los cuadernos de Cesárea custodiados tras su muerte por el joven García Madero, qué significado tiene el poema de Cesárea, o las ventanas que cierran la novela, etc.4 Tales características ponen de manifiesto que el texto está escrito desde el escepticismo y la desconfianza sobre las posibilidades del arte de narrar.

Ahora bien, existe un trasfondo histórico y político de derrota, representado en la novela por el golpe de estado en Chile y la matanza de la plaza de Tlatelolco, que ayuda a entender en parte la crisis que viven los personajes y el vacío de sus vidas. Hechos que no deben considerarse aislados sino como manifestaciones del horror vivido por

2 La novela narra, entre otras historias, la formación y decadencia de un grupo poético surgido en México a mediados de los setenta, el real visceralismo. Este grupo se inspira a su vez en un movimiento vanguardista mexicano de los años veinte con ese mismo nombre y vinculado a los estridentistas. El enigma sobre el paradero de su fundadora, la poeta Cesárea Tinajero, perdida en algún lugar de Sonora, es uno de los puntales de la trama en la segunda y tercera parte de la novela.

3 Véase Kermode: 27 y ss.4 El destino de García Madero –y con él de los cuadernos de Cesárea– y Lupe no

se conoce. Ella quería quedarse en Sonora o marcharse a algún lugar de Estados Unidos, pero nada vuelve a decirse de ellos en la novela.

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varios países latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XX. El real visceralismo sería desde esta perspectiva la escritura del postapocalipsis; aunque los apocalipsis históricos vividos por México y sobre todo por Chile no constituyan el centro de la novela, y aunque apenas estén desarrollados, están en el origen del movimiento poético. El mundo de la novela es, por tanto, uno en el que las ilusiones se han derrumbado por los traumas sufridos, principalmente por la implantación de los gobiernos dictatoriales en América Latina y el fracaso de los ideales revolucionarios. Y con ellas también la confianza en el papel de la ficción.5 Es ese telón de fondo el que ayuda a entender en buena medida la dispersión y el caos en que viven los personajes. La literatura se convierte para ellos en una tabla de salvación que no les servirá para mantenerse a flote por mucho tiempo.

Me aproximaré a lo apocalíptico en LDS –con sus implicaciones de decadencia y renovación– principalmente a través de los varios finales de la novela, del cierre y del papel que juega en ellos el simbolismo de la ventana. Los términos contrapuestos de decadencia y renovación constituyen sólo un ejemplo del uso persistente de conceptos antitéticos en la obra, sobre todo a través del oxímoron, figura que está programada en el mismo título. ‘Detective’ es –como se sabe– un tipo específico de policía, el que practica investigaciones basadas en la deducción; ‘salvaje’, entre otros significados, quiere decir no cultivado, instintivo, incontrolado, primitivo. Las dos palabras están presentes también, aunque separadas, en Los perros románticos, poemario de textos escritos entre 1980 y 1998. Hay dos poemas que se titulan ‘Los detectives’ y ‘Los detectives perdidos’ donde aparece la misma imagen en el primer verso de ambos: los detectives perdidos en la ciudad oscura. El parecido con los personajes de LDS perdidos por la Ciudad de México o por el desierto de Sonora es patente. En ‘El último salvaje’, el sujeto ha ido a ver la película con ese nombre que le había parecido una película de acción con trampa. Cuando sale a la calle, se siente identificado

5 Idelber Avelar relaciona directamente la situación de la literatura postdictatorial con la experiencia de la derrota histórica: ‘La irreductibilidad de la derrota es para Piglia, Santiago, Eltit, Noll y Mercado, el fundamento de la escritura literaria. Todos ellos escriben bajo la conjunción de dos determinaciones fundamentales, el imperativo del duelo y la decadencia del arte de narrar’ (Avelar: 34).

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con el protagonista al verse solo con la moto en las calles vacías: ‘De alguna manera/yo era el personaje de la película y mi motocicleta negra me/conducía directamente hacia la destrucción’.6 El título, por tanto, apunta hacia una búsqueda desesperada que necesariamente ha de resultar inútil y se disolverá en la nada.7 La figura del detective o del salvaje no deja de ser una imagen del poeta o escritor que recuerda al perseguidor cortazariano. En el título, el adjetivo ‘salvajes’ –que podría ser sinónimo de ‘viscerales’, por tomar una palabra recurrente en este libro– le resta a ‘detectives’ todas las connotaciones de racionalismo y orden que implica.8

Cabe decir que esta novela, fundamentalmente centrífuga, carece de final en dos sentidos. En primer lugar, porque el final del libro no coincide con el final de la historia. Cronológicamente, la tercera parte de la novela comprende desde el 1 de enero de 1976 hasta el 15 de febrero del mismo año, y la segunda parte, desde enero de 1976 hasta diciembre de 1996. El final estaría por tanto en la segunda parte, aunque no en el último capítulo, que termina en enero de 1976, sino en el penúltimo. Las fechas refuerzan esta situación: mientras que la tercera parte termina a mediados de febrero, sin que el mes se haya completado, la segunda termina en diciembre de 1996, cumpliendo un ciclo completo, con principio y fin, de veinte años. No obstante, el hecho de que la disposición narrativa en esta segunda parte no se ajuste

6 Los perros románticos: 71.7 Hay una frase de Quim Font, el loco-lúcido de la novela, sobre los terremotos de

México que recuerda a estos personajes cuyas acciones casan bien con la famosa frase de Sartre ‘el hombre es una pasión inútil’: ‘[…] y pensé en los terremotos de México que venían avanzando desde el pasado, con pie de mendigos, directos hacia la eternidad o hacia la nada mexicana’ (367).

8 El oxímoron articula también la segunda y tercera parte del libro. En la segunda, diversos testigos refieren las relaciones o contactos que tuvieron con Ulises Lima y Arturo Belano, como si hubieran desaparecido y la policía o alguien estuviera indagando sobre su paradero; al mismo tiempo varios de esos testimonios explican que estos dos personajes se habían acercado a ellos porque se encontraban realizando pesquisas sobre el paradero de Cesárea Tinajero, cumpliéndose así la paradoja del perseguidor buscado. La tercera parte del libro combina otros dos elementos contradictorios: una huida y una búsqueda. Huyen de Alberto, el padrote de Lupe, quien los persigue para recuperarla, y buscan a Cesárea Tinajero. Las dos circunstancias concurren en un mismo lugar y terminan con el desenlace que todos conocemos.

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a la sucesión cronológica y una el final con el principio, en un retorno circular, frustra la idea de fin, pues el último testimonio de la segunda parte, que corresponde a Amadeo Salvatierra, no es sino continuación del primero, perteneciente también a Amadeo Salvatierra, en el mismo lugar (calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición). Algo parecido sucede entre la primera parte y la tercera. Al final de la primera se interrumpe el diario de García Madero que sólo se retoma en la tercera, siendo, por tanto, ésta continuación de aquélla y uniéndose también en una especie de círculo, que coexiste con el desarrollo lineal propio de la forma diario. Tal disposición se corresponde con la trama de la novela y con la búsqueda que llevan a cabo los real visceralistas de Cesárea Tinajero, que representa un retorno a los orígenes de ese movimiento poético tras un largo período.

En segundo lugar, por la relatividad del verdadero final de la historia, que correspondería al testimonio de Ernesto García Grajales sobre los real visceralistas, en la Universidad de Pachuca, México, en 1996. Se presenta como el único estudioso del grupo que existe en México y la fuente más autorizada, pero las informaciones que ofrece –salvo en algún caso– son inexactas, dudosas y confusas, tanto que casi podría decirse que el destino de los personajes es el olvido: los integrantes del grupo han dejado de escribir o han muerto o han desaparecido.9 El carácter anticonclusivo de este segmento resultaría una parodia de la función del epílogo-resumen en la novela tradicional donde, para satisfacción de los lectores, se daba cuenta de los destinos de los personajes una vez concluida; aquí, en cambio, se procura traicionar las expectativas del lector.

En la configuración temporal de LDS alternan, por tanto, una linealidad apocalíptica que tiende a la disolución del mundo novelesco y un movimiento circular de eterno retorno que sugiere una especie de renovación o renacimiento. La circularidad está sugerida en la trama misma de la novela, basada en las vicisitudes de un grupo poético directamente inspirado en otro anterior que había surgido hacía medio

9 Explica este personaje que Rafael Barrios desapareció en los Estados Unidos y no se sabe si está vivo o muerto, Piel Divina y Pancho Rodríguez murieron, Emma Méndez se suicidó, de Belano no sabe nada, tampoco de García Madero, que ni le suena.

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siglo. Estos nuevos real visceralistas idean incluso una revista, diseñada por Quim Font, que pretendía imitar a la Caborca de los primeros.10 La descripción que hace García Madero del diseño es una representación en abismo paródica de la novela, como el arquitecto loco, su autor, es un alter ego paródico de Bolaño:

Me aproximé a la mesa y estudié los diagramas y dibujos, levantando lentamente las hojas que se amontonaban sin orden ni concierto. El proyecto de revista era un caos de figuras geométricas y nombres o letras trazadas al azar […]. El espacio que me señaló estaba lleno de rayas, rayas que imitaban la escritura, pero también de dibujitos, como cuando en los cómics alguien blasfema: serpientes, bombas, cuchillos, calaveras, tibias cruzadas, pequeñas explosiones atómicas. Por lo demás, cada página era un compendio de las ideas desmesuradas que Quim Font poseía sobre diseño gráfico (80).11

El anagrama de la publicación también sugiere el eterno retorno: ‘una serpiente (que tal vez sonreía, pero que más probablemente se retorcía en un espasmo de dolor) se mordía la cola con expresión golosa y sufriente, los ojos clavados como alfileres en el hipotético lector’ (80), verdadera cita autorreferencial sobre la novela. La elección se debía a que la serpiente era mexicana y simbolizaba la circularidad.12

10 Amadeo Salvatierra poseía el único número que había aparecido de la revista Caborca dirigida por Cesárea Tinajero, ejemplar que les enseña a Belano y Lima señalándoles que es ‘lo único que queda de Cesárea Tinajero’ (201). En esa misma revista figura el único poema de Cesárea, un poema hecho de líneas geométricas titulado ‘Sión’. El hecho de que Caborca etimológicamente signifique cerrito o pequeña loma, de que esté situada al noroeste del Estado de Sonora, lugar adonde se fue a vivir Cesárea Tinajero, induce a pensar que su poema ‘Sión’ se refiere a Caborca. Sobre todo porque Caborca es una ciudad famosa por los numerosos petroglifos que posee con diferentes formas como representaciones animales, figuras humanas, grecas, laberintos, figuras geométricas, etc. Es decir que los dibujos representados en el poema guardan cierta afinidad con los motivos de los petroglifos.

11 Existe una relación evidente entre los dibujos que crea Quim para la revista de los real visceralistas, el poema de Cesárea y los petroglifos de Caborca.

12 Otro detalle autorreferencial bastante irónico sobre la novela tiene lugar cuando, en París, Ulises Lima se cita con Michel Bulteau. En el testimonio de Bulteau sobre aquel encuentro, alude a una historia que le cuenta Lima y que evidentemente alude a la trama de LDS: ‘[…] mientras el mexicano iba desgranando en un inglés por momentos incomprensible una historia que me costaba entender, una historia de poetas perdidos y de revistas perdidas y de obras sobre cuya existencia nadie

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Hemos visto cómo en LDS confluyen dos comportamientos temporales contrapuestos; en principio, sólo la linealidad formaría parte de la tradición apocalíptica, sin embargo, –como reconoce Kunz– ‘aunque aparentemente rectilíneo, el pensamiento apocalíptico tradicional no excluye la idea circular del eterno retorno, sino al contrario, considera la fase de destrucción como etapa previa a una nueva génesis’ (Kunz 257). Tal vez todas estas cuestiones se entiendan mejor a partir del cierre de la novela, que, desde el punto de vista narrativo constituye metafóricamente el apocalipsis del mundo ficticio. La crítica se ha detenido en comentarlo por la extrañeza de concluir el libro con el dibujo de una ventana acompañado de una pregunta.13 Para entender mejor su significado no está de más contrastarlo con otros dos finales en que interviene el símbolo de la ventana al término de la primera y la segunda parte de la novela.

1º) El de la primera parte aparece cuando Belano, Lima, Lupe y García Madero se marchan en el Impala de Quim Font huyendo de Alberto y sus matones. La última imagen corresponde a García Madero alejándose en el coche y mirando hacia atrás: ‘Me volví a través de la ventana trasera vi una sombra en medio de la calle. En esa sombra, enmarcada por la ventana estrictamente rectangular del Impala, se concentraba toda la tristeza del mundo’ (136–137). Tampoco en este caso se nos especifica de quién era la sombra, aunque por la

conocía una palabra, en medio de un paisaje que acaso fuera el de California o el de Arizona o el de alguna región mexicana limítrofe con esos estados, una región imaginaria o real, pero desleída por el sol y en un tiempo pasado, olvidado o que al menos aquí, en París, en la década de los setenta, ya no tenía la menor importancia. Una historia de los extramuros de la civilización, le dije’ (240). En cuanto a la circularidad, está también en las continuas repeticiones con variantes que contiene la novela, por ejemplo, las preguntas de métrica y retórica hechas por García Madero en la segunda parte, mientras viajan en el Impala, evocan las preguntas sobre retórica que este mismo personaje le hacía a Julio César Álamo en el taller de poesía, en la primera parte de la novela. Las pesquisas en Sonora sobre el paradero y destino de Cesárea, mediante preguntas a gente que supuestamente la conocieron, son paralelas a las de la segunda parte de la novela sobre Belano y Lima. El encuentro de Ulises Lima con Octavio Paz en el Parque Hundido reproduce simbólicamente el encuentro con Cesárea Tinajero en Sonora, etc.

13 Cfr. Gómez: 177–200.

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obsesión que tenía con su automóvil, podemos pensar que se trataba de Quim Font, internado poco después de ese episodio en un hospital psiquiátrico (una muerte metafórica).14 La oscuridad insinuada en la sombra asociada aquí a la tristeza motivada (más que probablemente) por la pérdida del Impala refuerzan la idea de final.15 Ese final también sugiere la incertidumbre sobre el destino de los que se marchan en el automóvil, convirtiéndose así en profético.

2º) En el segundo final, al término de la segunda parte de la novela, todavía adquiere más importancia el leitmotiv de la ventana. Ocurre cuando Belano y Lima, en enero de 1976, se encuentran en casa de Amadeo Salvatierra, el escribidor de la plaza Santo Domingo. Después de una noche de charla y bebida, ya al amanecer, en que uno de ellos, Belano o Lima, duerme en el sofá mientras el otro ojea la revista de Cesárea Tinajero, el que estaba durmiendo le anuncia a Salvatierra que iban a encontrar a Cesárea Tinajero y sus obras completas. Salvatierra, se queda sorprendido de que alguien dormido pudiera hacer promesas:

Y entonces yo miré las paredes de mi sala, mis libros, mis fotos, las manchas del techo y luego los miré a ellos y los vi como si estuvieran al otro lado de una ventana, uno con los ojos abiertos y el otro con los ojos cerrados, pero los dos mirando, ¿mirando hacia fuera?, ¿mirando hacia dentro?, no lo sé, sólo sé que sus caras habían empalidecido como si estuvieran en el Polo Norte, y así se lo dije, y el que estaba dormido respiró ruidosamente y dijo: más bien es como si el Polo Norte hubiera descendido sobre el DF, Amadeo, eso dijo, y yo pregunté: muchachos, ¿tienen frío?, una pregunta retórica, o una pregunta práctica, porque de ser afirmativa la respuesta, yo estaba decidido a prepararles de inmediato un cafecito, pero lo cierto es que en el fondo era una pregunta retórica, si tenían

14 Doce años más tarde, recién salido del manicomio, el arquitecto regresa a su casa y encuentra todo cambiado, se asoma al jardín, recuerda y cree ver su automóvil perdido en las últimas horas de 1975: ‘entre atemorizado y ansioso, pues supuse que al volante de mi Impala perdido iba a ver a Cesárea Tinajero, la poeta perdida que se abría paso desde el tiempo perdido para devolverme el automóvil que yo más había querido en mi vida, el que más había significado y el que menos había gozado’ (383).

15 Este tipo de final suele ir acompañado también de una sensación óptica, como explica Kunz: ‘El alejamiento de un personaje o un vehículo (un tren o un coche) que desaparece poco a poco del campo visual combina el motivo final proairético de la partida con la reducción progresiva de la sensación óptica (del narrador o del personaje-reflector)’ (178).

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frío con apartarse de la ventana hubiera bastado, y entonces les dije: muchachos, ¿vale la pena?, ¿de verdad, vale la pena?, y el que estaba dormido dijo simonel.16 Entonces yo me levanté (me crujieron todos los huesos) y fui hasta la ventana que está junto a la mesa del comedor y la abrí y luego fui hasta la ventana de la sala propiamente dicha y la abrí y luego me arrastré hasta el interruptor y apagué la luz (554).

Los motivos terminativos del final de esta segunda parte resultan contradictorios y refuerzan la ambigüedad de la novela en el plano semántico: ojos abiertos/ojos cerrados; hacia fuera/hacia dentro; abrir las ventanas/apagar la luz. Estas acciones contrapuestas se explican con una palabra lúdica, sin sentido, pronunciada por Lima o Belano: ‘simonel’, palabra que en la página 113 ya había utilizado García Madero explicando que contenía sí y no.17 Un sí y un no que intensifica la indeterminación por la que opta la novela en su totalidad. La pregunta ‘¿vale la pena?’ parece referirse a la búsqueda empecinada de Cesárea Tinajero por parte de Lima y Belano, mas el hecho de que todo suceda en casa de un escribidor, en una sala rodeada de libros, le imprime un carácter autorreferencial a la escena, como si la ventana fuera la obra que estamos leyendo y el autor estuviera poniendo en duda su necesidad.

3) El tercer final o cierre consiste en una pregunta (‘¿Qué hay detrás de la ventana?’) y un dibujo con un cuadrado de trazo discontinuo.

16 En el diario de García Madero hace una anotación el 14 de diciembre que dice: ‘Si simón significa sí y nel significa no, ¿qué significa simonel? Hoy no me siento muy bien’ (113).

17 Formaba parte de los juegos de Belano y Lima. En lugar de decir sí, decía simón y nel era no. Hay otros momentos con ventanas en la novela. Cuando van huyendo en el Impala mientras Alberto y los matones los siguen estaban jugando a descifrar palabras del argot y García Madero consigna: ‘Los ojos de insecto de Lupe no me miraban a mí sino a las tinieblas que se desplegaban amenazantes por la ventana trasera. A lo lejos vi las luces de un coche, luego las de otro’ (563). También en otro momento dice este mismo personaje: ‘Cuando me di la vuelta vi a Lupe que me miraba asomada a una de las ventanas del Impala’ (580). Cuando se encuentran con Cesárea Tinajero en los lavaderos de Villaviciosa, población que dicen ser reflejo de Aztlán, después se marchan todos con ella a su casa. Al levantarse al día siguiente, García Madero entra en la habitación donde estaban hablando sus amigos con Cesárea y describe así la posición de ella: ‘Cesárea estaba sentada cerca de la ventana y de vez en cuando miraba hacia fuera, miraba el cielo, y entonces yo también, no sé por qué, me hubiera puesto a llorar, aunque no lo hice’ (602).

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La imprecisión es total; no sabemos qué significa, ni porqué García Madero escribe la figura; tampoco a quién le hace la pregunta: a Lupe, a sí mismo, al posible lector del diario o a nadie. Ignoramos igualmente quién respondió las dos preguntas anteriores.18 Las interpretaciones de este final pueden ser múltiples. 1º La discontinuidad del marco sugiere la apertura y el desmantelamiento de las convenciones genéricas. 2º Siguiendo con esta idea, concluir con una pregunta cuya respuesta no es viable contradice la idea de cumplimiento o acabamiento propia del final. En cierto modo, podría entenderse como una provocación destinada al lector, a reconsiderar qué hay detrás del libro que tiene entre sus manos; la pregunta vinculada a la imagen sugiere también el vacío, la nada y el fracaso que recorren toda la novela, tanto en el modo de estar y de ser de los personajes como en sus búsquedas o metas. Ese final totalmente abierto de LDS se opone a cualquier idea de acabamiento y subraya el carácter antiteleológico de la novela: termina ahí pero podía haber terminado en cualquier otro punto. Como reconoce Marco Kunz a propósito de El novelista de Gómez de la Serna: ‘El final no es una meta sino un corte repentino’ (102). Este mismo autor se refiere también a las señales de incertidumbre que pueden aparecer en los finales al dejar sin respuesta algunos de los problemas planteados (239), como en este caso. En retórica, el objeto del discurso puede tener dos cualidades: dubium/certum:

Si el objeto del discurso es un dubium, entonces el oyente es tratado como árbitro de la decisión, apareciendo entonces el orador como ‘parte’ que con un discurso parcial trata de ganar para su causa al árbitro de la decisión. Si por el contrario el asunto del discurso es un certum, en ese caso el orador se dirige al oyente y lo trata como espectador que goza pasivamente con el discurso (Lausberg 106).

Teniendo en cuenta el concepto de dubium, el cierre de LDS puede entenderse como una metáfora lúdica de los huecos e indeterminaciones de que adolece la novela y, en consecuencia, de la función crítica y

18 El hecho de que aparezcan tres ventanas influye en la descolocación del lector, pues si en las dos primeras hay respuesta (una estrella, una sábana), y nos recuerdan los juegos de los cuatro ocupantes del Impala durante el trayecto en busca de Cesárea, la última produce un desplazamiento de esa dinámica al quedarse la pregunta en suspenso.

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participativa que el autor les exige a los lectores.19 3º ¿Y si se tratara simplemente de la ventana del Impala? En ese caso sería García Madero, quien conduciendo el automóvil le haría la pregunta a Lupe. Un final que enlazaría con las palabras proféticas pronunciadas por Ulises Lima a propósito de los real visceralistas, al principio de la novela, de quienes decía que caminaban hacia atrás: ‘De espaldas, mirando un punto pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido’ (17). Viene al caso relacionar este leitmotiv de Los detectives salvajes –que representa, en suma, la actitud del escritor– con el comentario que hace Walter Benjamin de un cuadro de Klee llamado ‘Angelus Novus’ en su Tesis de filosofía de la historia (9):

En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.20

De este modo esta tercera parte retornaría circularmente al final de la primera y, en todo caso, al destino errante de los personajes. Quizá también se deba al deseo de acabar en un ‘no final’ y de invitar a una relectura.

19 Marco Kunz hace referencia a este mismo concepto al referirse al ‘dubbio’ (utilizado por Helmut Bonheim) que consiste en una pregunta final dirigida al lector o a un interlocutor interno, ‘una invitación a juzgar o interpretar lo narrado. Aunque no se trate necesariamente de una señal de incertidumbre […], en la literatura contemporánea funciona como técnica para restringir o exponer a un examen crítico la validez de las afirmaciones precedentes o el modo de presentar los hechos’ (Kunz 240). La ausencia de verdadero final forma parte de ‘las estrategias significativas propias al texto’ (241). Naturalmente, el ‘dubbio’ de Bonheim es el dubium de la retórica clásica.

20 Walter Benjamin: 183.

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No obstante, si nos colocamos en la perspectiva del personaje García Madero, él en ese momento sí que ha cumplido una etapa de su vida.21 Cuando la novela termina, el ‘aprendizaje’ y búsqueda de los orígenes del real visceralismo ha concluido, lo hizo con la muerte de Cesárea Tinajero, y el hecho de que se convierta en el heredero de los cuadernos de la poeta parece que deja abierta la posibilidad de un futuro literario para él.

Si se contrastan todas las escenas con ventanas que aparecen en la novela, el denominador común a todas ellas sería la melancolía, que tendría un carácter ambivalente, lo sería no sólo por una conciencia de pérdida, de un mundo que se desmorona, sino también como el origen de la creatividad. Es decir, en la imagen de la melancolía metaforizada en la ventana estaría representada la doble vertiente apocalíptica (muerte y renacimiento). El origen de esta metáfora en Bolaño podría estar en su lectura de un cuadro de Tiziano. De ello habla en ‘Tiziano retrata a un hombre enfermo’, texto incluido en Entre paréntesis donde el autor reflexiona sobre este cuadro en que un joven enfermo mira hacia una ventana:

Mira la ventana, si es que la mira, pero probablemente lo que ve sólo está sucediendo en el interior de su cabeza. No se trata, sin embargo, de una huida. Tal vez Tiziano le dijo que se volviera de aquella manera, que enfocara su rostro hacia aquella luz, y el joven lo único que ha hecho es obedecerle. Se diría, por otra parte, que tiene ante sí todo el tiempo del mundo. Con esto no quiero decir que el joven piensa que es inmortal. Bien al contrario. El joven sabe que la vida se renueva y que el arte de la renovación es a menudo la muerte.22

21 Tanto la primera parte de la novela como la tercera corresponden al diario de García Madero que nos transmite su testimonio y visión de las cosas. La primera parte adopta la forma de un bildungsroman un tanto particular que narra el aprendizaje poético y sexual del joven. La novela empieza con una frase que dice ‘He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral’ y termina con el vacío y la nada detrás de la ventana. En la primera parte, García Madero se inicia en la poesía con los real visceralistas y frecuenta a mujeres fáciles que se le ofrecen; en la tercera, viaja con Lima y Belano, los fundadores del movimiento, en busca de los orígenes y termina emparejado con Lupe, una prostituta. La unión entre el poeta y la puta no es casual, dada la marginalidad en que se sitúa el discurso de Bolaño.

22 Roberto Bolaño, Entre paréntesis: 220.

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Nocturno de Chile: Melancolía, alegoría, duelo y apocalipsis

No resulta difícil sostener que Nocturno de Chile es una novela escrita desde la perspectiva de la melancolía. El protagonista está muriéndose durante toda la novela y su vida concluye con ella. Los personajes y las historias de un modo u otro tienen que ver con la muerte, la decadencia o el deterioro, de ahí que las figuraciones melancólicas sean numerosas en el libro.23 Sin embargo, no hay una sino varias melancolías en la novela,24 entre otras, la de la infancia, la de la inutilidad y el fracaso final de todo gran esfuerzo, la que produce el deseo de éxito y de poder nunca del todo satisfecho (estas dos últimas visibles en la historia del zapatero vienés) y la del artista que adopta un compromiso moral con la realidad (la historia del pintor guatemalteco). La situación límite del protagonista así como las vinculaciones que existen en la novela entre la melancolía, la muerte y las atrocidades de la guerra, del nazismo y del período más negro de la Historia contemporánea chilena, revelan la vertiente apocalíptica de Nocturno de Chile. En ella se cumple por tanto una de las características que señala Lois Parkinson Zamora para lo apocalíptico en la narrativa contemporánea: la combinación de hechos históricos o políticos con la vida individual; el destino de la historia común con el destino individual (Parkinson Zamora 17). Uno de los enfoques posibles para el análisis de estas cuestiones, en la novela, puede llevarse a cabo a partir de la figura del joven envejecido.

23 Farewell, que estaba en todo su esplendor y poder cuando lo conoce Urrutia, muere en la novela; lo mismo puede decirse metafóricamente de su fundo, cuando el narrador regresa mucho más tarde a ese lugar ya no estaban los campesinos y todo había cambiado. Neruda y el padre Antonio mueren, Allende se suicida, Pinochet pierde el poder, María Canales vive condenada a la soledad y al olvido; su casa, visitada en otros tiempos por escritores y artistas, se ve invadida por la maleza. Sin contar con otras muertes y torturas sugeridas en la novela. Sobre este tema, véase Stéphanie Decante-Araya, ‘Mémoire et mélancolie dans Nocturno de Chile: éléments pour une poétique du fragmentaire’ y Karim Benmiloud, ‘Figures de la mélancolie dans Nocturno de Chile’.

24 Este es un aspecto que no puede perderse de vista: al principio los recuerdos son más coherentes, pero a medida que el personaje se aproxima a su muerte se vuelven más confusos. Tomando la distinción temporal entre chronos y kairos de que habla Kermode, el tiempo desde el que habla el protagonista de Nocturno de Chile es un verdadero kairos, último trance en el que se condensan momentos decisivos de la vida de Urrutia Lacroix.

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La crítica en general ha visto en este personaje ambiguo una encarnación del Ángel de la Melancolía, que aparece en el famoso grabado de Durero, para representar la mala conciencia de Urrutia Lacroix.25 Esta lectura se podría matizar añadiendo que se trata del tópico clásico del niño y el anciano (puer senex). Los testimonios sobre este tópico tienen tan diversos orígenes que Curtius lo considera un arquetipo, una imagen del inconsciente colectivo, dato nada trivial para la función que parece atribuirle Bolaño. Constata Curtius que en tiempos de los Flavios este tópico se utilizaba en el panegírico de grandes personajes y se incorporó al ideal monástico y a la hagiografía (Curtius 153). Es evidente que Bolaño aquí lo invierte, pues, en lugar de utilizarlo para ensalzar al sacerdote agonizante, representa su mala conciencia: lo insulta, le grita, se burla de él y le va mostrando la verdad de su vida en esos momentos finales; es un doble y, como tal, su antítesis, el que le echa en cara su debilidad moral. El joven envejecido, al ser una inversión del tópico clásico, representa el modo satírico con que Bolaño enfoca en Nocturno de Chile los hechos narrados. Al final del monólogo y, por tanto, de la novela, cuando las verdades se han desvelado, Urrutia se da cuenta de que el joven envejecido ya no aparece y cree descubrir que no era sino él mismo. El fantasma es, sin embargo, una figura más compleja. Existen indicios en el texto de que se trata también de una proyección ficticia del autor dentro de la obra. Ello justificaría que Urrutia, al evocar su estancia en el fundo de Farewell, cuando él era joven, recuerde que el joven envejecido apenas tenía entonces cinco o seis años, la edad de Bolaño en esa época. Ese dato, unido a la oposición de Bolaño a la Dictadura, a la naturalidad con que se introduce en sus obras encarnando en diferentes personajes (Arturo Belano y García Madero, por ejemplo, en Los detectives salvajes) y a la censura permanente que el personaje virtual ejerce sobre el protagonista permiten asociarlo con el autor de la novela. En este sentido, Bolaño estaría representando a través del personaje la relación de su novela con el inconsciente colectivo, su deseo de contribuir con ella a restituir la memoria del pasado y denunciar los horrores. El joven envejecido es una especie de fantasma que se puede relacionar con la noción de cripta tal como la entienden Abraham y

25 Véase Benmiloud: 109–134.

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Torok: ‘la manifestación residual de la persistencia fantasmática de un duelo irresuelto’.26 Como se sabe, Freud estableció la similitud y diferencia entre duelo y melancolía: los dos constituyen una reacción frente a la pérdida, pero en el primero la pérdida se supera y no se da el sentimiento de perturbación que sí tiene la melancolía, en que el yo no se separa del objeto perdido y se convierte en parte de la pérdida.27 Las reflexiones que propone Idelber Avelar a partir de ciertas novelas de la postdictadura latinoamericana creo que resultan válidas también para Nocturno de Chile en cuanto novela que está ‘activada por el trabajo del duelo’ y donde la alegoría juega un papel importante que recorre las distintas historias que se entrecruzan en ella, basta con recordar la del zapatero vienés o la misión de viajar a Europa para realizar un trabajo sobre conservación de iglesias que le fue encomendada a Urrutia Lacroix. Volviendo al joven envejecido, su presencia fantasmática en la vida del sacerdote estaría destinada a vengar metafóricamente a los muertos y desaparecidos de la Dictadura hostigando la conciencia del sacerdote y recordándole su complicidad o su silencio. Recordemos que el espectro del padre de Hamlet regresa de la vida de ultratumba para reclamarle venganza al hijo y para restituir la verdad de su muerte, que, en realidad, había sido un crimen cometido por su propio hermano. A través de Urrutia, de Farewell y otros personajes que aparecen en la novela, como María Canales, Bolaño denuncia a aquellos intelectuales chilenos que colaboraron directamente con el régimen o a otros más pasivos que, como Urrutia, no querían enterarse de lo que estaba pasando. Al final, cuando Urrutia está a punto de morirse y la novela va a concluir, el joven envejecido desaparece, entonces puede decirse que el trabajo del duelo está cumplido, al menos en la novela.

La escritura de Nocturno de Chile corresponde obviamente a una etapa de postapocalipsis que se manifiesta en el trabajo del duelo alegorizado en la novela. Sin embargo, la biografía de Urrutia Lacroix y los años de la Dictadura están recorridos de simbolismo apocalíptico. Hay una escena en Nocturno de Chile que contiene una clara alusión al Apocalipsis: Urrutia Lacroix, durante la velada en el fundo de Farewell,

26 Tomo la cita de Idelber Avelar: 20. 27 Cfr. Sigmund Freud, ‘Duelo y melancolía’ 1917 (1915).

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agobiado por los tocamientos del maestro y por su propia ignorancia sobre los poetas italianos que le mencionaba, piensa en imágenes apocalípticas: unas sugieren los cuatro jinetes (‘El segundo ¡Ay! Ha pasado. Mira que viene enseguida el tercero’ (26)), otras corresponden a la Bestia, asociada con el dominio y el poder, y a los siete ángeles con las siete copas de oro llenas de la cólera de Dios. Evidentemente, la evocación de la Bestia y de los pecados está provocada por la situación que padece el sacerdote en esos momentos, pero la ambigüedad característica de la escritura de Bolaño permite que se vincule con el trauma histórico vivido por Chile bajo la Dictadura, en cuyo caso la Bestia sería Pinochet. A ello contribuye también la presencia de Neruda en el lugar, en un doble sentido, tanto porque las referencias citadas casan bien con el tono profético de Neruda en su faceta apocalíptica y residenciaria, como por la muerte del escritor ocurrida poco después del Golpe Militar.

Hacia el final de Nocturno de Chile, Urrutia Lacroix, ya muy enfermo, en medio de temblores de tierra y de los recuerdos agolpados por la proximidad de la muerte, tiene visiones, la última de ellas corresponde a una alegoría que representa ‘la verdad’: ‘[…] y poco a poco la verdad empieza a ascender como un cadáver. Un cadáver que sube desde el fondo del mar o desde el fondo de un barranco. Veo su sombra que sube. Su sombra vacilante. Su sombra que sube como si ascendiera por la colina de un planeta fosilizado’ (149). En esta atmósfera se inserta la frase final, ‘Y después se desata la tormenta de mierda’.28 Colocada en un lugar preferente, en el cierre mismo de la novela, adopta el doble sentido de lo escatológico: uno que señala hacia la vida de ultratumba (< gr. σχατος) y otro relativo a los excrementos (< gr. σκατος). El segundo estaría relacionado con la bajeza moral del personaje cuya alianza con la dictadura repercute lógicamente en el tipo de crítica literaria que practica.29 En Antropología existe una conexión simbólica entre la suciedad y el peligro, entre lo impuro y el desorden.

28 Frase que recuerda el castigo de la lluvia de fuego. En una entrevista que le hizo Rodrigo Pinto, Bolaño confesó que en un principio ‘Tormenta de mierda’ era el título que le había asignado a esta novela, pero, como fue rechazado por el editor, optó por ‘Nocturno de Chile’.

29 Sobre esta cuestión véanse los artículos de Patricia Espinosa y Celina Manzoni en Fernando Moreno (coord.).

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Aquello que se considera impuro es rechazado y condenado por una cultura como un objeto fuera de lugar o causa de desorden: ‘what is decreed impure, [and] thus execrated and condemned by a culture, is an objet out of place, a cause of disorder’.30 El procedimiento de la jerarquía invertida en el simbolismo espacial (el infierno arriba/la verdad abajo) se corresponde con la perspectiva satírica que recorre toda la novela y que se proyecta en la utilización de los excrementos para el elemento cósmico (tormenta).

La contraposición entre el movimiento ascendente del cadáver (la verdad) que está sumergido y el descendente del cuerpo de Urrutia que yacerá bajo ‘una tormenta de mierda’ indica el doble sentido que tiene la muerte: ‘elle délivre des forces négatives et régressives, elle dématérialise et libère les forces ascensionnelles de l’esprit’.31 Este significado refuerza el carácter apocalíptico del libro en el doble sentido de destrucción y revelación, pues si, como explica F. Raphaël, el término apocalipsis evoca esencialmente una catástrofe cósmica, la palabra griega original significa simplemente ‘puesta al desnudo’, ‘desvelamiento’ (Raphaël: 13). Con el simbolismo de la tormenta de mierda y el cadáver, se sugiere el fin de una época y el comienzo de otra nueva. Lois Parkinson Zamora también destaca este aspecto de la narrativa apocalíptica:

Apocalipsis no es solo un sinónimo de desastre, cataclismo o caos. En realidad, es sinónimo de ‘revelación’, y si la revelación judeocristiana del fin de la historia incluye –de hecho cataloga– desastres, también describe un orden milenario que representa la antítesis potencial de los innegables abusos de la historia humana. Aunque es verdad que un agudo sentido de perturbación y de desequilibrio temporal es la fuente del pensamiento y el relato apocalíptico, y es siempre integral a éste, también lo es la convicción de que la crisis histórica tendrá el efecto de una renovación radical […]. El Apocalipsis contrasta la tribulación con el triunfo, y define el sufrimiento en términos de trascendencia (Parkinson Zamora 21–22).

30 Las palabras corresponden a Bernadett Bucher (Icon and Conquest, 1981), cita tomada de Persels y Ganim: XIV.

31 En mi traducción: ‘entrega las fuerzas negativas y regresivas, desmaterializa y libera las fuerzas ascendentes del espíritu’. Cfr. Chevalier y Gheerbrant: 650.

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De este modo, no bastaría con ver en la escritura de Bolaño un pesimismo radical fruto de la bilis negra, conviene no perder de vista en este caso la veta irónico-satírica de su escritura y su celebración del final de una época. La desesperanza de Nocturno de Chile no es absoluta, sino que representaría una contribución más, entre otras, destinada a superar una etapa histórica, una vez restablecida la verdad de lo ocurrido, y la esperanza de un cambio. La frase del cierre está revestida ex profeso de una ambigüedad que nos impide saber con exactitud si corresponde a Urrutia Lacroix o al autor implícito. Probablemente sea una muestra de la implicación personal de Bolaño en la novela. En suma, la perspectiva apocalíptica en este caso le permite al autor contar una parte de la historia de los que fueron silenciados; es sobre todo una acusación contra los intelectuales que colaboraron con la Dictadura con tal de mantenerse en el poder y disfrutar de sus privilegios.

Bibliografía

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Milagros Ezquerro

El Apocalipsis según Bolaño

La obra de Roberto Bolaño nos remite, inconfundiblemente, a un imaginario apocalíptico. ¿Por qué? ¿Cuáles son los rasgos de la escritura bolañiana que explican esta experiencia de lectura? Algunos temas, sin duda, pero quizás también algo más profundo, del orden de la estructura narrativa, de la intertextualidad discursiva. Propongo una lectura de Nocturno de Chile, o por lo menos de algunos episodios claves, considerando la novela como un hipertexto construido a partir de una serie de hipotextos bíblicos que configuran un programa apocalíptico.

La situación de enunciación

La breve cita de Chesterton que sirve de epígrafe al conjunto textual, ‘Quítese la peluca’, funciona como clave musical de un discurso confesional producido por un personaje narrador que se describe en el mero umbral de la muerte, en la última noche: va a tratarse de decir, por fin, la verdad, sin tapujos. Se abre entonces el flujo discursivo con un enunciado violentamente disfórico: ‘Ahora me muero, pero tengo muchas cosas que decir todavía’, núcleo generador del relato entero que será la expansión retórica de este primer enunciado. La oposición entre la inminencia de la muerte y el apremio de necesitar tiempo para decir todavía muchas cosas crea una sensación de angustia que se expresa en el hacinamiento de las frases caóticas y en la confusión de los tiempos verbales: me muero / tengo que decir / estaba en paz / no estoy en paz / hay que aclarar / rebuscaré… Enseguida aparece el elemento perturbador, estructurado en la misma tensión de oposición: ‘Ese joven envejecido es el culpable’. Elemento desencadenante de la

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El Apocalipsis según Bolaño

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zozobra del personaje narrador, el joven envejecido1 vuelve a aparecer, como un leitmotiv, a lo largo de la novela, hasta el final donde se insinúa la posible identificación de éste con el narrador:

Y entonces me pregunto: ¿dónde está el joven envejecido?, ¿por qué se ha ido?, y poco a poco la verdad empieza a ascender como un cadáver […] y me pregunto : ¿soy yo el joven envejecido? ¿Esto es el verdadero, el gran terror, ser yo el joven envejecido que grita sin que nadie lo escuche? ¿Y que el joven envejecido sea yo? (149–150).

Doble antagónico del protagonista, el joven envejecido desempeña múltiples funciones: es primero el gran perturbador que no le deja al moribundo gozar de la paz silenciosa (‘mudo y en paz’) en la que descansaba, y le obliga a rememorarse su vida para justificarse. La actuación propiamente diabólica del joven envejecido (como el Satán de los Evangelios) aparece misteriosa: ‘rebuscaré en el rincón de los recuerdos aquellos actos que me justifican y que por lo tanto desdicen las infamias que el joven envejecido ha esparcido en mi descrédito en una sola noche relampagueante’. Nunca sabremos qué son esas infamias, sin embargo desencadenan el relato confesional del moribundo que se da, de entrada, como un alegato en defensa propia, desarrollado en un discurso sin pausas, sin articulaciones, con una organización errática y fluctuante, cuyo cauce parece seguir un orden cronológico pero irregular. Flujo de conciencia que arrastra, como islotes flotantes, episodios de la vida del protagonista en medio de un agua turbia y revuelta.

De entrada, el discurso narrativo se da pues como una confesión in articulo mortis que remite a la vez al rito católico de la confesión y al discurso profético que pretende proclamar la verdad.

1 Acerca del ‘joven envejecido’ ver: Fernando Moreno.

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Mi bautismo en el mundo de las letras

Se trata de un episodio muy importante que narra la entrada de Sebastián Urrutia Lacroix en el mundo de las letras, gracias a la invitación que le hace Farewell de pasar un fin de semana en su finca, en compañía de otros escritores y críticos. El uso del término ‘bautismo’ declara la solemnidad de la experiencia que se compara con el rito cristiano que consagra la entrada del niño en la comunidad religiosa, y rememora el bautismo de Jesús por Juan el Bautista. Si tomamos al pie de la letra el término usado por el narrador, podemos leer el episodio como narración de un rito de iniciación, comparable al bautismo, pero en el campo social: el mundo de los literatos dominado por la figura de Farewell.

La primera etapa del rito es la preparación del viaje iniciático, que se caracteriza por un estado de angustia ante la inminencia de una nueva experiencia: ‘Y cuando llegó el día señalado todo en mi alma era confusión e incertidumbre, no sabía qué ropa ponerme […] Tampoco sabía qué libros llevar para leer en el tren de ida y de vuelta’ (15). Luego llega el viaje que, en vez de aparecer como una circunstancia más bien agradable, es experimentado por el personaje como una prueba dolorosa: ‘Cuando llegó el día señalado partí de la estación con el alma compungida y al mismo tiempo dispuesto para cualquier trago amargo que Dios tuviera a bien infligirme.’ La fraseología religiosa demuestra que Sebastián Urrutia está muy tenso a causa de la importancia extraordinaria que tiene para él esta vivencia. Hasta su llegada a la finca de Farewell, el protagonista vive una crisis de angustia y de terror sagrado que le confiere al episodio una significación que poco tiene que ver con la banalidad de los hechos en sí. Es particularmente interesante su interpretación del carruaje que viene a buscarlo a la estación:

Entonces, por el fondo de la calle de tierra, vi una especie de tílburi o de cabriolet o de carroza tirada por dos caballos, uno bayo y el otro pinto, que venía hacia donde yo estaba, y que se recortaba contra el horizonte con una estampa que no puedo sino definir como demoledora, como si aquel carricoche fuera a buscar a alguien para llevarlo al infierno (17–18).

Imagen tópica del carro de la Muerte, salida de una película de Dreyer o de un cuadro del Bosco, esta interpretación no es verosímil si no es dentro del marco de una lectura alegórica de la escena. La

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tonalidad trágica de la visión va a modificarse muy pronto y volverse paródica a causa de la breve conversación que Urrutia mantiene con el campesino que maneja el carro. La comunicación entre los dos personajes es difícil, llena de malentendidos y de incomprensión por culpa del desfase cultural entre los dos, y del estado de febrilidad de Urrutia que no se da cuenta de que el campesino no conoce el seudónimo literario de Farewell, sino su nombre civil que Urrutia no recuerda. El mismo desfase cultural va a repetirse en una escena posterior, cuando Urrutia entra por descuido en la miserable casucha donde viven unos campesinos que trabajan en la finca de Farewell. Así, el episodio está lleno de rupturas de tono: pasamos del mundo opulento y refinado de la casa señorial del anfitrión, al mundo sórdido y repugnante de los campesinos que, sin embargo, expresan un profundo sentimiento religioso, no compartido por el cura Urrutia. En una escena que bien pudiera pertenecer a un film de Buñuel, asistimos a una verdadera parodia de comunión: los campesinos le ofrecen al cura un trozo de pan que éste consume religiosamente, pronunciando palabras poéticas, absolutamente incomprensibles para los campesinos, y finalmente los bendice hipócritamente y sale disparado hacia la mansión de su anfitrión. Todas estas escenas configuran lo que bien podemos llamar las pruebas iniciáticas del ritual.

Otra prueba tópica del rito de iniciación es la tentación erótica que le ofrece Farewell en la terraza, bajo la luz de la luna, mientras le habla de trovadores provenzales. Los ademanes insinuantes del maestro llenan al joven sacerdote de zozobra y de espanto, y entonces le vienen a la memoria extrañas palabras que pronto se pueden identificar como citas aproximativas de algunos versículos del Apocalipsis de Juan. He aquí el texto, seguido de los versículos correspondientes:

entonces la mano de Farewell descendió de mi cadera hacia mis nalgas y un céfiro de rufianes provenzales entró en la terraza e hizo revolotear mi sotana negra y yo pensé: El segundo ¡Ay! ha pasado. Mira que viene enseguida el tercero. Y pensé: Yo estaba en pie sobre la arena del mar. Y vi surgir del mar una Bestia. Y pensé: Entonces vino uno de los siete Ángeles que llevaban las siete copas y me habló. Y pensé: Porque sus pecados se han amontonado hasta el cielo y Dios se ha acordado de sus iniquidades (27).

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Y yo me paré sobre la arena de la mar (XII-18). Y vide una bestia subir de la mar, que tenía siete cabeças y diez cuernos (XIII-1) / Y vino uno de los siete Ángeles que tenían los siete taçones, y habló conmigo (XVII-1).2

Estos capítulos del Apocalipsis de Juan narran la ira de Dios contra los adoradores de la Bestia inmunda que termina con la destrucción de Babilonia por los siete Ángeles que vierten sobre el mundo las siete copas de la ira de Dios. El joven sacerdote, espantado por la actitud inequívoca de su huésped, en vez de reaccionar y de defenderse, se refugia en el texto sagrado que simboliza para él el castigo divino contra los grandes pecadores. Afortunadamente, interviene Neruda que estaba ahí, presenciando silenciosamente la escena de seducción.

Este episodio, que consagra la entronización de Sebastián Urrutia Lacroix en el mundo de las letras y de los letrados, se deja leer e interpretar como un rito de iniciación, cuyas etapas remiten a rituales codificados de explícito alcance simbólico: viaje hacia lo desconocido, encuentro con el Otro rechazado (campesinos), con el Otro admirado (Neruda), escena de seducción intelectual (Farewell lo pone a prueba indagando sus lecturas) y erótica. El hipotexto fundamental del episodio es el texto evangélico del bautismo de Jesús por Juan el Bautista, su retiro en el desierto donde es tentado por Satán, y su retorno a Galilea para iniciar su predicación (Mateo IV, Marcos I, Lucas IV). Si bien la referencia a la vocación religiosa de Sebastián adolescente ha sido tratada sin énfasis, su vocación literaria viene ampliamente documentada y tratada con esmero y en relación con los textos sagrados. Se ve claramente que lo importante en la vida de Urrutia no será su condición de sacerdote, sino su vocación literaria.

2 Cito según la Biblia del oso, traducción de Casiodoro de Reina, 1573.

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Las tentaciones políticas

Otro tipo de tentaciones aparece en la entrevista del cura Urrutia con los señores Odeim y Oido, personajes alegóricos que representan los dos pilares en los que se fundan los gobiernos autoritarios, el miedo de los ciudadanos y el odio de todo lo que no es el ideario impuesto por el régimen. Antes de que Odeim le diga claramente qué clase de negocio le quiere proponer, el cura sabe que no va a poder resistirse a su oferta: ‘… y aunque quise protestar, negarme, el señor Odeim sabía ser persuasivo cuando quería’ (77). El episodio se sitúa en los primeros tiempos de la dictadura militar, hasta entonces Urrutia, aunque ha aprobado el golpe de estado, no se ha comprometido con el régimen. La sumisión al Miedo y al Odio va a marcar su conversión total: de simple espectador de las actividades del régimen, va a pasar a ser actor y colaborador activo. Primero va a aceptar la misión por Europa, y luego dar clases de marxismo a los generales de la junta.

La misión, bastante peregrina, consiste en ir a diversos países de Europa para estudiar los medios que éstos ponen en obra ‘para frenar el deterioro de las casas de Dios’ (80). Se trata, por supuesto, de una suerte de alegoría que, a través de la lucha de los halcones contra las palomas que deterioran las iglesias con sus deyecciones, representa la guerra de la Iglesia conservadora contra los defensores de la ‘teología de la liberación’, tan importante por esas fechas en América Latina. El cura Urrutia que, ya sabemos, es miembro del Opus Dei, se compromete pues primero en el ámbito de la política de la Iglesia: también sabemos que la Iglesia chilena fue uno de los firmes apoyos del régimen militar. La segunda misión lo compromete todavía más, ya que lo pone en relación directa con los generales de la junta, y en particular con Pinochet. A partir de entonces, Sebastián Urrutia Lacroix, alias H. Ibacache, será un personaje importante de la vida cultural chilena, crítico literario influyente y embajador de la literatura chilena en el extranjero:

[…] y llegó mi hora de pasear por los aeropuertos del mundo, entre elegantes europeos y graves norteamericanos (que parecían, además, cansados), entre los hombres mejor vestidos de Italia, Alemania, Francia e Inglaterra, caballeros que era un gusto ver, y yo por allí pasaba, con mi sotana revoloteando por el aire acondicionado o por las puertas automáticas que se abrían de repente, sin causa lógica, como si presintieran la presencia de Dios, y todos decían al ver mi

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humilde sotana al aire allí va el padre Sebastián, el padre Urrutia, incansable, ese chileno resplandeciente, y luego volví a Chile, porque yo siempre vuelvo, si no no sería ese chileno resplandeciente, y seguí con mis reseñas en el periódico, con mis críticas […] (122)

El hipotexto, una vez más, es el relato evangélico de Mateo IV y Lucas IV en el cual Jesús, retirado al desierto, es tentado por Satán que le ofrece la riqueza y la gloria con tal de que se prosterne ante él. Pero, a diferencia de Jesús que resiste todas las tentaciones de Satán, Urrutia no se niega a cumplir todas las misiones que le proponen los señores Odeim y Oido, gracias a lo cual será uno de los privilegiados del régimen dictatorial. Leído como reescritura del texto evangélico, este episodio cobra una relevancia ideológica muy peculiar.

El final apocalíptico

El final de la novela le da al conjunto del texto un giro apocalíptico decisivo. Por una parte llegamos al momento extremo de la confesión, que ha de confundirse con la muerte del protagonista narrador: es el instante de las últimas revelaciones, entreveradas con evocaciones de terremoto, de terror, de cadáveres que suben desde el fondo del mar o del barranco:

A veces el temblor dura más de lo normal y la gente se coloca debajo de las puertas o debajo de las escaleras o sale corriendo a la calle. ¿Tiene esto solución? Yo veo a la gente correr por las calles. Veo a la gente entrar en el metro y en los cines. Veo a la gente comprar el periódico. Y a veces tiembla y todo queda detenido por un instante. Y entonces me pregunto: ¿dónde está el joven envejecido?, ¿por qué se ha ido?, y poco a poco la verdad empieza a ascender como un cadáver. Un cadáver que sube desde el fondo del mar o desde el fondo de un barranco. Veo su sombra que sube. Su sombra vacilante. Su sombra que sube como si ascendiera por la colina de un planeta fosilizado. Y entonces, en la penumbra de mi enfermedad, veo su rostro feroz, su dulce rostro, y me pregunto: ¿soy yo el joven envejecido? ¿Esto es el verdadero, el gran terror, ser yo el joven envejecido que grita sin que nadie lo escuche? ¿Y que el pobre joven envejecido sea yo? (149–150).

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230 Milagros Ezquerro

El hipotexto es, como en el episodio de la tentación erótica, el Apocalipsis de Juan, no un texto preciso, sólo reminiscencias difusas pero muy reconocibles: ‘Entonces fueron hechos relámpagos y bozes y truenos, y fue hecho un gran temblor de tierra, un tal terremoto, tan grande cual no fue jamás después que los hombres han estado sobre la tierra (XVI, 18). La bestia que has visto fue y ya no es: y ha de subir del abismo, y ha de yr a perdición (XVII, 8)’.

La revelación final, lo que se le aparece a Urrutia en el umbral de la muerte, es lo más terrible para él: ‘¿Soy yo el joven desconocido?’ Esta identificación con la figura de su acusador, de su imprecador, supone que el joven envejecido es también su mala conciencia y que todo lo que ha venido justificando es una gran estafa. Por fin, el enunciado final: ‘Y después se desata la tormenta de mierda’, remite a las siete plagas del Apocalipsis, en un compendio que se expresa en un presente absoluto.

Éstos son sólo algunos ejemplos de la serie de hipotextos bíblicos que podemos identificar o que presentimos oscuramente. Tales hipotex-tos no funcionan únicamente como intertextualidad –lo que ya es im-portante–, sino que son también modelos estructurales que construyen un hipertexto saturado por el discurso evangélico o apocalíptico. La situación de enunciación inicial presupone y anuncia la revelación final, y la confesión se termina con la revelación fatídica: Sebastián Urrutia Lacroix y el joven envejecido son las dos caras de la misma medalla. Entonces se desata la plaga apocalíptica que destruye lo que queda del personaje narrador, y con él, la novela.

Bibliografía

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Cathy Fourez

2666 de Roberto Bolaño: los basureros de Santa Teresa, territorios del tiempo del fin

La carátula de la novela póstuma de Roberto Bolaño, 2666, editada por Anagrama, escenografia dentro de un paisaje borrascoso y descarnado a una muchacha que está a punto de perder su propia realidad. El espacio expresivo de su cuerpo se ve encadenado a un vestido que oscila entre el culto mariano y el sudario, y a una silla que evoca la del condenado que acaba de recibir el veredicto del juicio final y está a la expectativa de su ejecución. Predomina un tétrico y asfixiante clima en el que parecen empotrados estos versos sacados del poema ‘Le voyage’ (1857) de Charles Baudelaire, ‘le bourreau qui jouit, le martyr qui sanglote1’, y ‘Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento2’ que sirve de epígrafe general a 2666; un epígrafe cuyo significado letal remite a su origen semántico, a saber la lápida que se graba en las sepulturas. En esta imagen, el derrumbe cercano que impregna este entorno arruinado y hostil al género humano (aquí femenino), emblema moral, a nivel bíblico del demonio, anuncia el triunfo de la muerte. El triunfo de la muerte (1562) es el título de una pintura del flamenco Pieter Brueghel ‘el Viejo’. En este cuadro, el reinado de la Defunción vence a la Vida en una fusión de vestigios, atesta las atrocidades de la guerra a través de pletóricos actos de tortura y a través de la Muerte que reclama a sus víctimas para inmolarlas y ofrecerlas a la ignominia, e ilustra la profecía apocalíptica de San Juan en el último libro del Nuevo Testamento.

Hilvanada con ricas visiones simbólicas y escatológicas, esta sección presagia la inminencia del fin de los tiempos capitaneado por las

1 ‘Une oasis d’horreur dans un désert d’ennui’, Charles Baudelaire, Parte VI del poema, ‘Le voyage’.

2 Charles Baudelaire, citado por Roberto Bolaño, p. 9.

catHy Fourez

2666 de Roberto Bolaño

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fuerzas diabólicas antes de que triunfe el regreso glorioso de Cristo en la eterna Paz de la Jerusalén celeste; ‘666’ es el número que menciona el apóstol para designar el imperio del instrumento de Satán, es decir el de la Bestia, del Anticristo, del Símbolo del Mal. Año necrofílico, código maléfico de la caja de Pandora, cadena de silbantes que imitan el viento que barre el desierto de Sonora en un silencio macabro, 2666 es un verso morboso cuyo eco aritmético sucesivo y sempiterno remite a un espacio circular vicioso y sin salida, un espacio adonde se vuelve siempre al crimen, una fecha, hipotética ojeada al libro 1984 (1949), que medita como la obra de George Orwell, sobre la perdición del hombre.

La intriga de la novela se despliega y empieza su camino a partir del actual Viejo Mundo, recorre la belicosa Historia europea del siglo XX para describir al ser humano derrotado, atraviesa el océano atlántico en busca de un misterioso autor alemán, apodado Archimboldi, para caer en un enigma lleno de sangre y de huesos, los atroces crímenes en serie de mujeres en una ciudad fronteriza con nombre de santa en México, en el estado de Sonora. Roberto Bolaño retrata al mal que se manifiesta en su esencia apocalíptica y que, en la narración, se abate particularmente sobre el género femenino, alegoría tal vez de una Humanidad desgarrada y sin defensa, en una urbe norteña, Santa Teresa, el soporte ficticio de Ciudad Juárez. Una ciudad ficcionalmente real que lleva el mismo nombre que numerosos hospitales mexicanos cuya especialidad es la ginecología y la obstetricia, pero que exhibe en sus fosas repentizadas una multitud espeluznante de matrices maternas violadas.

En Santa Teresa, los cadáveres brotan sobre todo en los basureros:

En septiembre encontraron el cuerpo de Ana Muñoz San-Juan detrás de unos cubos de basura en la calle Javier Paredes en la colonia Félix Gómez y la colonia Centro. [...] En octubre encontraron a la siguiente muerta en el nuevo basurero municipal, un vertedero infecto de tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho situado en una hondonada al sur de la barranca El Ojito, en un desvío de la carretera a Casas Negras, a la que diariamente acudía una flota de más de cien camiones a dejar su carga. [...] la segunda muerta apareció cerca de un basurero de la colonia Estrella. [...] El mismo día en que encontraron a la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, los empleados municipales que intentaban remover de sitio el basurero El Chile hallaron un cuerpo de mujer en estado de putrefacción (719; 529; 566; 584).

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La imagen tradicional del basurero se asocia a la de una población marginada, a los barrios precarios, a los espacios de los márgenes, a los fermentos de la reproducción del desecho social, a la des-herencia, a las catástrofes finales, a lo innominable, lo innominado, a lo inmundo. Nos proponemos analizar la noción de monstruosidad y de depredación así como el sentido ahogado de la Humanidad a través del espacio del desecho, que se asemejaría, en la novela, a un territorio apocalíptico pero aquí sin salida, a una sepultura indescifrable que condena a la desaparición irreversible. En efecto desde una óptica literaria, el basurero nos revelaría3 la era nueva y tremebunda del ‘feminicidio’ en Ciudad Juárez pero sin el advenimiento del fin del martirio a causa de ‘la impunidad que cobija y normaliza esta violencia y permite que crímenes atroces se sucedan casi mes a mes’ (Melgar), y de la indolente inhumanidad con la que las Autoridades locales y nacionales silencian estos crímenes.

Dejar despojos humanos en el lugar del desecho, es configurarlos como desperdicio, es aceptar la posibilidad de hacer de ellos basura, considerar que no valen nada en absoluto. Muchos de los basureros de Santa Teresa se ubican cerca de los parques industriales de las maquiladoras. Muchas víctimas, obreras, encontraron allí su lugar de explotación y, también, de su aniquilación, tanto en la realidad como en la ficción:

Al mes siguiente, en mayo, se encontró a una mujer muerta en un basurero situado entre la colonia Las Flores y el parque industrial General Sepúlveda. En el polígono se levantaban los edificios de cuatro maquiladoras dedicadas al ensamblaje de piezas de electrodomésticos. [...] La última muerta de aquel mes de junio de 1993 se llamaba Margarita López Santos y había desaparecido hacía más de cuarenta días. Al segundo día de su desaparición su madre interpuso una denuncia en la comisaría n.° 2. Margarita López trabaja en la maquiladora K&T, en el parque industrial El Progreso, cerca de la carretera a Nogales y las últimas casas de la colonia Guadalupe Victoria. [...] Dos días después de hallarse el cadáver de Jazmín, un grupo de niños localizó en un baldío al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda el cuerpo sin vida de Carolina Fernández Fuentes, de diecinueve años de edad, trabajadora de la maquiladora WS-Inc. (449; 469; 683).

3 La palabra ‘apocalipsis’, que viene del griego, significa ‘revelación’.

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En esos sitios se descubrieron cuerpos de jóvenes asesinadas, enterradas o tiradas entre los desechos de la contaminación tecnológica y la basura cotidiana de los vecinos del lugar, como lo recalca también otra novela, A.B.U.R.T.O. (2005), del tijuanense Heriberto Yépez:

Lo cual, por cierto, no estaba tan mal, porque en Tijuana, por lo menos, son las fotografías las que terminan cada año en los contenedores de basura y no las señoritas, como en Ciudad Juárez, la otra maquilópolis, donde doscientas mil personas trabajan en las naves industriales y cientos de obreras han sido violadas y asesinadas cuando van o salen de las fábricas y los espermatozoides las secuestran (92).

La representación de la maquiladora como fábrica dedicada al ensamblaje de piezas electrodomésticas y que contrata a una mano de obra femenina barata, manejable, desechable, explotable, se confunde en el texto de Heriberto Yépez como en el de Roberto Bolaño, con la montaña de residuos que se encajan en la carne humana despreciada, abusada, saqueada. Es éste el ‘consumo’ deshumanizador del cuerpo femenino que se manipula sin miramientos, del que unos se adueñan sin pudor, y que se registra, se abre, se descompone como una mercancía, que se sustituye a otro en una lógica de apropiación-destrucción.

En Santa Teresa, ‘El Chile’ es ‘el mayor basurero clandestino’ (752). Se asimila a una boca gargantuesca y parasitaria que no deja de abrirse y de ampliarse por el incremento incontrolable de los desperdicios. Ahí viven siluetas humanas que vagabundean por lo sucio, lo roto, lo carbonizado. El narrador extradiegético, con rasgos de omnisciencia y de incertidumbre a la vez, expone una génesis de estos seres que andan como sobrevivientes en ese espacio ‘apocalhíbrido’. No son más de veinte y como vampiros sólo surgen en la noche:

Por la noche aparecen los que no tienen nada o menos que nada. [...] Hablan una jerga difícil de entender. [...] Los habitantes nocturnos de El Chile son escasos. Su esperanza de vida, breve. Mueren a lo sumo a los siete meses de transitar por el basurero. Sus hábitos alimenticios y su vida sexual son un misterio. Es probable que hayan olvidado comer y coger. O que la comida y el sexo para ellos ya sea otra cosa, inalcanzable, inexpresable, algo que queda fuera de la acción y la verbalización. Todos sin excepción, están enfermos. Sacarle la ropa a un cadáver de El Chile equivale a despellejarlo. La población permanece estable: nunca son menos de tres, nunca son más de veinte (466–467).

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Parecería que se hubiera operado una simbiosis mortífera entre los habitantes nocturnos del detritus y el entorno indecible e hiperbólico en su deterioro. Una epidemia mortal que emana de los miasmas de los residuos, contamina a los residentes, les quita sus necesidades fisiológicas y físicas, haciendo de ellos unos espectros efímeros pero en continua reproducción de la vida enferma y enloquecida. Ese pandemonio les infecta la palabra inteligible, es decir la que extrae nuestro ser, nuestra historia, y les niega la manifestación de toda sensibilidad, de toda emoción. Del basurero no se destaca ninguna emisión y recepción de signos humanos o humanizadores. Paradójicamente la expresión no tiene lugar en el sitio de la expulsión, dado que todo lo que sale, no sale de lo vivo sino de lo inorgánico, no sale de la luz sino de la oscuridad.

Detrás de las noches del basurero El Chile se encuentran quizás todas las complicidades del silencio, un silencio, que no sería más que el refugio de todos los ruidos, de todos los gritos, un silencio cada vez más precario, más sórdido, ‘la simultaneidad neutra de todos los sonidos’, según la expresión de Jorge Portilla, una afonía cacofónica de los estados más miserables de nuestro mundo actual. Permanecen allí demasiados fantasmas, demasiados solitarios, en un lugar que nos da la impresión de haber llegado al final de noches con hombres sin alma ni sombra, al final de todo lo que nos puede ocurrir. Así, el basurero, más allá de la inmundicia, como una fuerza maléfica y magnética también imanta a la bestia que puede ser el hombre. En efecto, va engullendo, en la periferia de la urbe, los baldíos aledaños, arrastrando en su carrera desenfrenada y devoradora tanto los restos materiales como los cuerpos violados, contusionados, acuchillados, degollados, quemados de la muerta anónima, de Ana, Emilia, Olga, Marta4, y de una más, de otras más, de demasiadas... Tienen una tumba cavada en el olvido generalizado del ‘pudridero inerte’ (592) cuyos objetos huecos y cadáveres amputados hacen eco a las inconclusas conclusiones repetidas de los expedientes forenses y policiales transcritas por la voz narrativa: ‘Los crímenes se quedan sin aclarar... El expediente se ve archivado sin pesquisa previa... Nadie reclama al cadáver... No identificado, se entrega a los alumnos de la Facultad de Medicina...’ (Bolaño, passim).

4 Nombres mencionados en el texto de Roberto Bolaño.

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La amnesia que remata las investigaciones remite al lugar impropio que constituye el basurero; infecundo y vacío de pertenencia, acoge en sus ruinas cuerpos sin nombre propio, es decir sin el nombre que determina la diferencia. La identidad única de la víctima se desagrega en su cadáver, en su sustancia muerta, ahora ajena por las múltiples desfiguraciones padecidas, y en los objetos personales (‘falda / blusa / pintalabios / polvos / rímel / cajetilla de cigarrillos’), verdaderas marcas de vida que, de indicios de ‘erotografía’, se convierten en evidencias de ‘tanatografía’, pero también en lo abyecto, es decir en lo que se eyecta, se expulsa, como los excrementos, los detritus, la sangre del crimen. Las prendas íntimas de las víctimas (‘Tenis; zapatillas deportivas marca Nike, Reebok; zapatos de imitación de cuero, de color rojo y sin tacones; zapatos negros; zapatos de tacón rojos; botas de tacón fino; pantuflas’, 443–791), a veces encontradas cerca o lejos de los cuerpos exangües, y que en teoría contribuyen a la reconstrucción de su biografía ahora parcelada, como los atributos que identifican a los mártires en la iconografía religiosa, se convierten en objetos del horror. Éstos, no sólo son alegorías de una orfandad, la de la ausencia del ser desaparecido, sino también alegorías de las ajusticiadas por la crueldad humana.

Profanados por el furor, el semen y el lodo y abandonados en los escombros hediondos de lo consumido y de lo tirado, los jóvenes cuerpos femeninos asesinados recuerdan las nociones semánticas de candor y de suciedad presentes en el nombre mismo de la urbe ficticia de 2666. Santa alude a lo sagrado y dicho término viene, entre otras derivaciones, del latín sacer que significa tanto santo como manchado, tanto augusto como infame. Santa Teresa se va plasmando como un camposanto de mujeres, un extenso ‘camposanta’ en el que el vertedero suprime las distancias entre el objeto y el ser humano a fin de ocasionar una salvaje mezcla de substancias, de fuerzas y de signos; un desorden de la materia a partir del cual se puede operar una correspondencia ambivalente entre la mujer y el ámbito del residuo y eso desde el espacio restringido del hogar. Ahí el desorden puede surgir por ella, a través de sus labores domésticas: la preparación de la comida, la limpieza, la obligan a frecuentar lo puro y lo impuro, lo limpio y lo sucio; a la inversa, por ella se mantiene el orden en cuanto administra las excreciones corporales y el dominio de las deyecciones y de los desperdicios. Por otra parte, sus ‘detritus’ íntimos (su sangre

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menstrual, su placenta en el momento del parto) son sinónimos, en el imaginario colectivo, de mancha. Sepultar a la mujer en el territorio de la degradación, simbólicamente, consiste, para sus victimarios, en secuestrarla en la esfera casera. Por otra parte les permite comunicar su concepción de la vecina de Santa Teresa, que no vale ‘un pedazo de mierda’ (402) como lo afirma el sparring Omar Abdul en ‘La parte de Fate’. Esta definición corrobora el movimiento descendiente delineado en los prefijos asociados al basurero: así, de indica una dirección de arriba-abajo (‘decaer / deformar / decadencia / decrepitud / declinar’); ex significa fuera o más allá, (‘excremento / expropiación / expulsión / extinción’); sub patentiza en su significado propio bajo o debajo de, (‘suburbio / subvertir / subestimar / subproducto’).

La mujer se encuentra en ‘cet étrange goût du dégoût qu’est ce goût du mal’ (Jullien 161). Es asquerosa en el sentido en que desobedece las normas de clasificaciones idóneas al sistema simbólico exigido por sus verdugos. Es menester entonces alejarla del grupo sexual a fin de que no lo ensucie ni perturbe su sentido propio. Para el asesino, los asesinos, la mujer es la invasora, su ginecocracia, su ‘in-trusión’ son amenazantes. En ella teme, temen quizás su poder procreador y hechicero: la mujer da la vida pero también la muerte, por la mortalidad de la existencia. En las partes genitales desmembradas de las jóvenes matadas5 se descifra una tentativa de domar y restringir su procreación, una especie de ‘ginecofobia’, de miedo a una superpoblación femenina en una urbe rodeada por el desierto, por la esterilidad. El pharmakon estribaría en una colonización y castración del territorio de la mujer por la maquinaria fálica y ‘espermatozoídica’. Y acoplar a la mujer muerta con la mancilla, es des-integrarla de la dignidad humana, dado que, como lo subraya Julia Kristeva ‘la souillure est l’arrêt de la vie’ (Kristeva, 1980 : 101). La atmósfera animal que ronda Santa Teresa propaga esta idea de inmundicia permanente, de carne corrompida vigilada por un ejército de zopilotes, etimológicamente conectados con la noción de basura por componerse de tzotl, ‘basura’, y pilotl, ‘acto de levantar, de recoger’ (Revueltas 107–108) y semánticamente con la de

5 Como lo indican los diferentes informes forenses en ‘La parte de los crímenes’ (Bolaño 443–791).

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‘devorar’;6 vuelo en un cielo pesado que se asemeja al del águila del capítulo VIII del Apocalipsis de San Juan, que augura en voz alta el infortunio a los habitantes de la tierra:7

Tuvieron la certeza de que la ciudad crecía a cada segundo. Vieron, en los extremos de Santa Teresa, bandadas de auras negras, vigilantes, caminando por potreros yermos, pájaros que aquí llamaban gallinazos, y también zopilotes y que no eran sino buitres pequeños y carroñeros. Donde había auras, comentaron, no había otros pájaros. Bebieron tequila y cervezas y comieron tacos en la terraza panorámica de un motel en la carretera de Santa Teresa a Caborca. El cielo, al atardecer, parecía una flor carnívora (171–172).

Así, el cielo refleja la monstruosa obscenidad de las muertes de estas muchachas, un cielo carroñero que no sugiere sino puras caídas, un cielo caluroso y tormentoso cuyo sol impávido recuerda el de los mexicas en esta empresa de fábricas de muertes, que es la ‘cosecha de mujeres’. 8

Como en la Guerra Florida de los aztecas, mediante la cual obtenían víctimas cuya sangre servía para alimentar al dios del sol Huitzilopochtli, aquí la búsqueda de presas sería, para los criminales, una especie de supervivencia de su poder en la dilapidación de la otra, una manera paradójica de contener la sed de barbarie, de controlar este dominio de vida y de muerte que exige sin tregua nuevos mártires, nuevas muertas. El acto de violencia espectacular es visto como benéfico para esa comunidad criminal, tiene el sentido de la ‘consumation’;9 se sujeta a la preocupación por unirse, por compartir y preservar la cosa común, la de matar, y de metamorfosear a la mujer en, según la formulación de Sigmund Freud, ‘l’objet de la pulsion’, es decir, ‘ce en quoi ou par quoi la pulsion peut atteindre son but’ (18–19). El cuerpo

6 La forma verbal ‘zopilotear’, en México, equivale a ‘comer con voracidad’ (Morínigo 729).

7 Versículo 13: ‘Y miré, y oí a un águila volar por en medio del cielo, diciendo a gran voz: ¡Ay, ay, ay, de los que moran en la tierra, a causa de los otros toques de trompeta que están para sonar los tres ángeles!’

8 Título de la obra documental de Diana Washington Valdez, Cosecha de mujeres.9 ‘La consumation’: esta expresión la emplea Georges Bataille al referirse a los

sacrificios practicados por los aztecas, en La part maudite (87).

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femenino no es sino el material, el objeto de consumo de un ritual; un ritual que consiste en privatizar este cuerpo, en ‘desconstruirlo’, en ‘desexualizarlo’ y en hacerle sufrir acciones recurrentes de represión. La víctima se halla entonces fuera de la Humanidad, en un mal absoluto que alcanza el fondo y rechaza descomunalmente los límites; el cadáver (de su raíz latina cadere, caer) cae en un mundo de muerte organizada y tecnificada, donde el curso de la Civilización se rompe, ya que como dijera Émile Cioran en La Chute dans le temps (1966), ‘La nostalgie de la barbarie est le dernier mot d’une civilisation’.

Además, como el cementerio, el basurero asume la función de encubrimiento y representa estos espacios al margen donde se aíslan desechos y cadáveres, donde se entierra la huella de una privación. En Santa Teresa, el basurero es un osario improvisado; los detritus hermanados a la fuerza con huesos humanos, ponen en crisis el universo establecido de las formas, abren a veces a lo ‘informe’, como lo recalca Georges Bataille en La part maudite, a lo indefinido, pero dicen las tormentas de una historia, de la Historia. Este espacio infernal, donde se trata de erradicar el concepto de ser humano, comparte similitudes con la política de exterminio llevada a cabo por los nazis en contra de los judíos durante la segunda guerra mundial y a la que se refiere el narrador en ‘La parte de Archimboldi’. Roberto Bolaño parece relacionar esta fractura que genera esta instrumentalidad de la muerte en Ciudad Juárez con el genocidio de la segunda guerra mundial. Julia Kristeva recuerda que los nazis no perdieron su humanidad a causa de la abstracción que podía conllevar la noción de ‘hombre’. Al contrario: porque habían perdido la alta y abstracta noción, simbólica, de humanidad, para sustituirla por una pertenencia local, nacional o ideológica, el salvajismo cobró forma en ellos y pudo ejercerse en contra de quienes no compartían dicha pertenencia (Kristeva, 1988 : 228). El sociólogo alemán Harlad Welzer explica en su libro Les exécuteurs. Des hommes normaux aux meurtriers de masse (2005) que los judíos representaban para los nazis un patrimonio genérico nocivo que era necesario extirpar; amenazaban su identidad porque vivían dentro de la comunidad del pueblo de la que no dependían ideológicamente; así para servir el interés superior de esta misma comunidad matar a gente, considerada como perniciosa para su orden, era actuar a favor del bien. En 2666, los victimarios invisibles, anónimos pero con cara de hombres ya que ‘Les monstres existent mais

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ils sont trop peu nombreux pour être vraiment dangereux ; ceux qui sont plus dangeureux, ce sont les hommes ordinaires’ (Levi 262), podrían tal vez corresponder a esta definición: aniquilan bajo una brutalidad verbal y física, extrema y sin límites, al género opuesto, concebido como una figura inquietante y extraña de la que pueden extraer la parte de destrucción que no pueden reprimir en ellos, como si, por el sacrificio de la intrusa, la expulsaran para restaurar el orden por ellos establecido.

En Santa Teresa, la mujer asesinada se transforma en un conjunto de signos en los que lo imposible se hace real y su desaparición, sus tormentos son una réplica del holocausto. La noción de ‘mujer’ en esta urbe ficticia se confunde con la concepción antisemita del judío, es decir un objeto a la vez de pavor, repulsión y fascinación, un objeto de envidia y de repugnancia, una conjunción de atracción y de detritus que borra la frontera entre sujeto y objeto. El silbido sofocante del viento norteño, la tierra yerma y polvorienta del desierto, la materia corrupta y podrida del basurero pregonan, en la novela de Roberto Bolaño, la ‘ex-pulsión’ de la mujer del territorio vital, y anuncian su ‘im-pulsión’ en la ‘in-existencia’ y su transformación en objeto de abominación. Semejante concepción lleva a validar el principio de que haya una ‘dialéctica de conversión’ (para reproducir la formulación de Gérard Bertolini10), que haya una ‘reificación’ del ser humano, una derelicción que confluye hacia lo insostenible. En dicha perspectiva la mujer asesinada en Santa Teresa simboliza el desecho del desecho o el desecho último, sin duda portavoz de muerte terrorífica, al que se asocian imágenes de ‘fin del mundo’, de ‘apocalipsis’ que retumba en el título de la novela, 2666, cuyo triple ‘6’ evoca el imperio de la Bestia y aparece, como se sabe, en el Apocalipsis de San Juan. Pero este apocalipsis en la ficción de Bolaño, por más que estalle en un estado nombrado ‘Sonora’, recibe como única respuesta el silencio corrupto de la Justicia estatal y federal, el reflejo vampírico de la podredumbre y de la desolación, un tiempo vencido y sin resolución. Lo que se destaca por lo tanto de la novela en cuanto al retrato que nos brinda del feminicidio en la actualidad de Ciudad Juárez, es lo que llama el filósofo alemán Günther Anders ‘une

10 Gérard Bertolini, el economista francés especialista en ‘rudologie’, la ciencia de los detritus.

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apocalypse nue’, es decir ‘un concept d’apocalypse qui consiste en une simple fin du monde n’impliquant pas l’ouverture d’une situation positive’ (87–88) por la perpetuación del fenómeno y por la voluntad de impedir el esclarecimiento de los crímenes.

Sin embargo al codificar mediante la literatura este apocalipsis, Roberto Bolaño hace de su narración la memoria de las víctimas de la barbarie y de las injusticias.11 Lleva a cabo una radiografía dinámica de la muerte que dice lo que calla la realidad y lo que escapa al lenguaje común. Mediante el espacio de la escritura propicio a la composición, descomposición, recomposición, musicaliza, desde la partitura del terror, el basurero que se presenta como la sucesión de todos los espectáculos posibles e imposibles para nuestra Razón, y que logra replantear el horror y restituir su impacto. Por otra parte, el novelista deja la palabra a lo que Michel Foucault llama ‘les savoirs de l’agonie’, estos saberes que se rebelan contra el olvido y la homogeneización, contra la pérdida de la historia particular, local. Así grabada en el texto, la imagen de la mujer es inseparable en Santa Teresa del basurero y del desierto, pero asedia la memoria del lector y permite que las palabras de la ficción ‘merodeen en su cuerpo y actúen en sus vísceras’.12 Así, el receptor rescata a las muertas y lee el basurero como un lugar acústico donde una multitud de vocablos tales como ‘saber, mujer, escuchar, hermana, encontrar, madre, moverse, hija, sentir, muerta, cuestionar, justicia, creer, vida, castigar, frontera, estar, verdad...’ se transforman en cajas de resonancia y de resistencia.

11 Comentario del periodista y novelista mexicano Sergio Gónzalez Rodríguez, in Tertulia literaria en la Librairie Version Originale, Lille, Octubre del 2007.

12 ‘Les mots rôdent dans nos corps et agissent sur nos viscères’, comentario de Hubert Colas, autor, director y escenógrafo, acerca de Hamlet.

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Alejo Steimberg

El postapocalipsis rioplatense de Marcelo Cohen. Una lectura de Donde yo no estaba.

Presentación

La primera pregunta a plantearse al tomar a Cohen para una reflexión sobre los imaginarios apocalípticos es ‘¿Por qué Cohen?’. O un poco más largo: ‘¿Por qué, si hay otros autores1 en cuyas obras lo post-apocalíptico aparece de manera mucho más explícita?’. La respuesta que se intentará ilustrar es la siguiente: porque Cohen explota, a través de su obra, los imaginarios de la ciencia ficción distópica que plantea escenarios, en mayor o menor medida, postapocalípticos.

Lógicamente, el primer paso debe consistir en la enumeración de los rasgos de un mundo postapocalíptico. En un segundo momento se analizará cómo estos rasgos se actualizan en la última novela de Marcelo Cohen, Donde yo no estaba, en la que desarrolla el mundo del Delta Panorámico, que había comenzado a crear en su libro anterior, Los acuáticos. El Delta Panorámico, sin ser explícitamente una versión futura de nuestro mundo, presenta numerosos rasgos que se evidencian como una extrapolación de características de nuestra sociedad actual a diversos niveles: tecnológico, político, social y religioso, o como una especulación sobre su desarrollo. El análisis se centrará en uno de los elementos que ubican la novela de Cohen en el terreno de la ciencia ficción: la Panconciencia, la conciencia compartida de los habitantes de ese mundo, que cumple importantes funciones de control social y actúa

1 Por ejemplo Eduardo Blaustein con Cruz diablo, Orlando Espósito con No somos una banda, o Rafael Pinedo con Plop.

Alejo SteimbergEl postapocalipsis rioplatense de Marcelo Cohen

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en muchos aspectos como una droga escapista.2 También será resaltada la presencia de elementos lingüísticos y culturales que funcionan como marcas de cierta ‘argentinidad’ del texto y que resultan en una apropiación del género no desterritorializada.

Los mundos postapocalípticos

James Berger, en el primer capítulo de After the End, analiza la particular paradoja de los relatos apocalípticos:

The apocalypse […] is The End, or resembles the end, or explains the end. But nearly every apocalyptic text presents the same paradox. The end is never the end […]. In nearly every apocalyptic presentation, something remains after the end […]. In modern science fiction accounts, a world as urban dystopia or desert wasteland survives […]. The study of post-apocalypse is a study of what disappears and what remains (Berger 5–7).

Esos ‘mundos de después del fin’ suelen tener determinados rasgos en común. Como señala Berger, en la ciencia ficción lo que suele sobrevivir es una tierra baldía o una distopía urbana (como pasa en la rama del cyberpunk). El mundo del Delta Panorámico presenta diversos elementos de lo cyberpunk:3

la existencia de un sistema político distópico, en este caso la • Democracia Gentil;el gran desarrollo de la tecnología, que se manifiesta en la • forma de un enorme abanico de artefactos: IAs, cyborgs animales, etc.;la presencia de dispositivos (tecnológico-químicos y/o • producto de las facultades mentales) que compiten con la

2 Como se verá luego, dispositivos semejantes suelen ocupar un lugar prominente en la ciencia ficción distópica.

3 Estos rasgos, una constante en las obras que se adscriben al subgénero, ya estaban presentes en Neuromancer, de William Gibson, una de las novelas fundacionales de lo cyberpunk.

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realidad material, la suplantan y eventualmente llegan a constituir un continuo indiferenciable con ella: la realidad virtual en la literatura cyberpunk, la Panconciencia en los relatos del Delta Panorámico.

En el mundo que crea Cohen estas características coinciden con otros rasgos que provienen de las tradiciones apocalípticas más antiguas, rasgos vinculados sobre todo con la temporalidad.

La ruptura con el pasado y el fin de todo proceso histórico nos son señalados como rasgos del mundo postapocalíptico por diversos autores. Así, Freddy Raphaël (14, 17), en ‘Esquisse d’une typologie de l’Apocalypse’, sostiene que

L’avènement du royaume se fera par un processus révolutionnaire qui rompra la chaîne des causalités naturelles et historiques. Il s’agit d’une véritable effraction qui désintégrera le vieux monde. [...] ce royaume futur […] est sensé [sic] se soustraire à tout processus historique. Cette fin ultime constitue […] une rupture brutale avec la séquence de l’histoire.

James Berger, al hablar del postapocalipsis postmoderno, opina de manera similar al definirlo como el espacio de la post-historia (Berger 9), y algo semejante expresa Parkinson Zamora al recordar que según San Juan en el Apocalipsis ‘el tiempo cesará’, y que ‘[…] el Apocalipsis se mofa de la noción de finales concluyentes, a la vez que propone precisamente eso: la narración concluyente del fin de la historia’ (22–30). Lo que implica este fin de todo proceso histórico es una ausencia de fin; el mundo del postapocalipsis, según la tradición religiosa, entra en el plano de la eternidad. Como no podía ser de otra manera, en las representaciones contemporáneas del postapocalipsis este rasgo toma una forma particular.

Frank Kermode, en el capítulo ‘The Modern Apocalypse’ de The Sense of an Ending, habla sobre el sentido contemporáneo de crisis, y sostiene que si los momentos que llamamos ‘crisis’ son fines y comienzos, una particularidad de nuestra imaginación es que elige constantemente estar en el final de una era (Kermode 1967: 96–97). Y a esta percepción constante de crisis se agrega la de la transición, igualmente perenne. Kermode (100–2) señala que la etapa de transición, durante la cual se da una coexistencia del pasado y del futuro, se ha

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vuelto eterna. La creencia de que la propia época es transicional entre dos grandes períodos se modifica y la transición en sí se transforma en una época, un saeculum. La nuestra sería entonces una era de transición y crisis eternas. El fin ya no es inminente simo inmanente; al movernos de transición en transición, nuestra existencia no establece ninguna relación inteligible con el pasado ni ninguna relación predecible con el futuro.

La mezcla de épocas es característica de los relatos post-apocalípticos contemporáneos; así, junto a la anacrónica era neo-medieval del ciclo The History of the Runestaff de Michael Moorcock (1979) podemos mencionar a la barbarie semitecnificada del filme Mad Max. Donde yo no estaba proporciona diversos ejemplos de atisbos de eternidad y de una temporalidad confusa y poco precisa, si se quiere de maneras más sutiles. Una de las maneras en las que la eternidad se manifiesta es a través de la Panconciencia.

La Panconciencia, espacio atemporal

La primera ‘visita’ a la Panconciencia que se nos narra, que tiene lugar relativamente pronto en la novela, nos es presentada con lujo de detalles:

Mi cerebro había olvidado esta adicción, persuadido de que era anticuada, pero la Pan se ha puesto de moda otra vez […]. De inmediato, aunque con los ojos abiertos, me encontré derivando en las cuatro dimensiones de una claridad glauca o verdegrís. Por los bulevares abstractos de la posibilidad interior sin otro rumbo que la corazonada. Había un titilar de rayitas. Luego motivos geométricos, diagramas. Se combinaban sensaciones de rojo con acordes musicales menores y olor a amoníaco; o bien texturas heladas de permafrost con penumbra amarillenta. Duró poco. Una presión en el córtex me anunció que se aproximaba algo más concreto. La oscura viscosidad empezó a dividirse en estampas flotantes. Crecía el vocerío de la conciencia universal conjunta. Ya no estaba solo. En unas estructuras giratorias aguardaban formas de pensamiento viables. Con una sacudida brusca me sentí caer en una conciencia ajena. Mi visitado estaba inspeccionando los bulones del neumático trasero de un camión cargado de coches; debajo de nuestros ojos aparecía el reborde del cuello de un chubasquero de hule rojo y en nuestra capucha repicaba la lluvia […]. Ese hombre [...] no iba a enchufarse

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[...]; por lo tanto no habría retorno. Pero aunque no pudiéramos contactarnos, al resto de conciencia mía que aún estaba en mí la alegraba haber oteado una vida diferente, otra atmósfera, un paisaje invernal y adusto (Cohen 75).

La descripción siguiente, igualmente detallada, sucede mucho más adelante:

Me enchufé pues a la Panconciencia. Entiendo que haya pasado de moda el uso de esta facultad humana. No es como la risa. Es demasiado accesible. Con una ínfima dosis de voluntad, sentado como estaba, en un santiamén me encontré derivando en las cuatro dimensiones de una claridad glauca. Por los bulevares abstractos de la posibilidad sin otro rumbo que la corazonada. Titilaban rayitas como intenciones. Dejé de percibir nada exterior. Ocurrió la conocida canícula de la razón. Luego motivos geometrizantes, diagramas y en seguida una combinación de sensaciones de rojo con acordes musicales menores y olor a amoníaco, etc. Todo esto dura muy poco. Luego hubo esa especie de presión en el córtex ventromedial, como una sospecha de que se va a poseer algo más concreto o figurado. Iba creciendo un rumor atenuado, el vocerío de un multiverso interior. Mi historia personal ya no era cosa solitaria. Todo alrededor se perfilaban poliedros giratorios. Era divertido. Pero sin tiempo casi a verla aparecer, caí bruscamente en otra conciencia, la diversión aminoró [...]. Hay en la Panconciencia una indagación del acaso que llega a ser de lo más insulsa (381).

La descripción del fenómeno en sí, cuya enorme precisión cumple evidentemente una función de verosimilización, es bastante similar en ambos casos; sus etapas pueden resumirse así :

visión de un paisaje abstracto,1. presión en el córtex que preludia un pasaje a una experiencia 2. más concreta,‘caída’ en una conciencia ajena, que consiste en ver y percibir 3. lo mismo que la persona ‘contactada’.

En ambos fragmentos se aclara también el fuerte componente de azar del contacto (en un caso se habla de una deriva por ‘los bulevares abstractos de la posibilidad sin otro rumbo que la corazonada’; en el otro, de una ‘indagación del acaso’), y la posibilidad (que en ninguno de los dos casos se realiza) de que el contacto sea de ida y vuelta. Pero más allá de estas constantes, hay también notables divergencias en uno y otro caso en lo que respecta a la apreciación del fenómeno. Así,

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mientras en el primer fragmento se nos dice que ‘la Pan se ha puesto de moda otra vez’, y se nos describen sus atractivos, en el segundo el narrador afirma entender que haya pasado de moda, y se la pinta como algo, a fin de cuentas, bastante poco atractivo. Este acercamiento entra en consonancia con lo que se sostiene algunas páginas después, cuando se explica un supuesto desinterés creciente por la Panconciencia:

El gusto por conectarse a la Pan se desvanece; cede la pasión que según los relatos de mi abuelo había provocado el hallazgo en tiempos de su padre, el furor que causó a los humanos ese turismo mental desarrollado por la especie. Y a buen seguro el desinterés se debe a que la conciencia no es útil ni práctica, dice Yónder; no es una herramienta; no se puede dirigir a la obtención de resultados específicos; es imprevisible, ingobernable como un viejo vicio; más todavía: la Panconciencia, por ser natural, no puede competir con la admiración supersticiosa que los hombres siguen sintiendo por la tecnología. [...] hoy la Panconciencia parece un simple lapsus que vuelve y vuelve (391).

Esta aparente contradicción temporal (primero se nos dice que la Panconciencia ‘volvió a ponerse de moda’; luego, que pasó de moda, todo en un lapso de días) no lo es tal si se pone en relación con un rasgo muy importante de la novela, que es el borramiento de las marcas claras del paso del tiempo y de un proceso histórico lineal.

Un presente que es retaguardia del futuro: el tiempo intercambiable

En la primera descripción de una experiencia de Panconciencia ésta es definida como un ‘vicio que nos llena de mundos ajenos, única eternidad’ (76). Al ser una experiencia puramente mental, la Panconciencia separa de lo carnal, de lo material, del aquí y ahora y, por ende, del tiempo, y de ahí su carácter de cuasi eternidad. Esa búsqueda de la eternidad en un ‘afuera’ también aparece en la diatriba de Fusco Maraguane, el fumigador contestatario, que se centra en fustigar el escapismo:

[...] nadie quiere asumir que vive en el tiempo; quieren rapidez; puro narcisismo; náusea, irrealidad, alineación, autonomía total; anhelo de satisfacción instantánea y constante... ¡en esta isla de pordioseros!. [...] el narciso quiere que el tiempo

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culmine en una eternidad perfecta; y lo quiere enseguida; por eso la gente se relame con la Panconciencia y se olvida de la materia real, las lombrices de la tierra, las vides (139).

En su discurso aparece un elemento importante en la conformación del espacio en el que sucede la acción, y es la descripción de Isla Múrmora como una ‘isla de pordioseros’, una isla más atrasada que muchas otras del Delta Panorámico. Aliano, el narrador, se expresa también sobre el carácter atrasado de la isla en un párrafo significativo :

Acá en Múrmora somos la retarguardia provinciana del futuro, pero ya en la época de Mench, no sé bien cuánto hace, Isla Arturo había jubilado la Democracia Gentil. Nadie recordaba ya el viejo, idealista programa de rehabilitar a los delincuentes [...]. El cemento que mantenía unida a la comunidad era la represión. Comprender menos y castigar más: bajo este eslogan el Estado canalizaba el victimismo de la sociedad en una retórica de la condena y una ingeniería del castigo (285).

La importancia de este fragmento es, por lo menos, doble. Por un lado, pone en relación Isla Múrmora (y, por ende, el Delta Panorámico), con uno de los cronotopos típicos de la literatura cyberpunk, la dictadura represiva de un futuro distópico. Por otro, ejemplifica lo brumoso del paso del tiempo en el Delta Panorámico; los períodos nunca son mencionados de manera precisa, y cuando sí lo son, como se verá más adelante, es siempre de manera confusa y contradictoria. Pero tenemos además la descripción de la isla como ‘retaguardia provinciana del futuro’. De manera literal, la frase hace referencia a la posición secundaria de la isla en el mapa socio-político y tecnológico del Delta Panorámico; en términos extradiegéticos, no puede no leerse este ‘subdesarrollo’ de la isla como la codificación de una identidad argentina o latinoamericana.

La idea de que todo llega tarde a Isla Múrmora, que se muestra entonces como espacio de un anacronismo que debe leerse en clave sociopolítica, aparece en diversas partes de la novela. Todo lo nuevo en Isla Múrmora ya es viejo en otras partes de Delta, ya se trate de sistemas políticos (la Democracia Gentil), instituciones familiares (el trimonio, matrimonio de a tres), avances tecnológicos y hasta productos culturales de consumo masivo. Lo que sucede es que, lejos de ser monolítico, este recurso se ve constantemente contrarrestado por contradicciones (como en las descripciones de la Panconciencia). Estas contradicciones

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cumplen la función de interrumpir todo intento de cuadrar la obra dentro un género o subgénero puro (como la ciencia ficción o el cyberpunk); la novela utiliza recursos genéricos (de la ciencia ficción, de la novela realista; hasta del diario íntimo, que es la forma que toma) sin verse encorsetada por ellos.

Pese a que Aliano está al tanto del carácter atrasado de su isla, hay algunas muestras de esto que no dejan de sorprenderlo. Así, cuando descubre que el folletín de ‘pantallátor’ Líber mí que fascina a sus hijos es de la época de Carlos Mench, un escritor de otra isla que murió hace mucho tiempo, se siente ‘un idiota útil de los empresarios de pantallátor, que a nuestro basurero de isla le colocan como nueva una serie ya vista hace tiempo en una isla más atrasada’ (491–492). El hecho de que no pueda reconocerse que una serie tenga, como mínimo, décadas, es otra muestra de la temporalidad casi paralizada del mundo del Delta Panorámico, que parece haber alcanzado un avanzado estadío tecnológico que, sin embargo, no avanza más. Ningún texto de los muchos que cita el diario de Aliano dan cuenta de otras coordenadas tecnológicas; no el libro de Mench, y ni siquiera el Libro del Yud, el libro canónico de la Religión del Pensar, en el que aparecen ‘monitorios’ (inteligencias artificiales que supervisan el estado de una casa).

El Delta Panorámico: ¿un postapocalipsis argentino?

En su ya famoso artículo ‘Disparen sobre el policial negro’, Carlos Gamerro (2005) escribe sobre las dificultades que plantea la adaptación del género policial a la Argentina, y termina esbozando un ‘decálogo del policial argentino’, que él mismo pondrá en práctica en su novela El secreto y las voces. La propuesta de Gamerro parte empíricamente de la aceptación de que, para evitar caer en un simple calco de modelos que, a falta de adaptación, será siempre inferior al original, es necesario que la apropiación de géneros se realice de formas que podríamos llamar ‘no desterritorializadas’; esto es, que las coordenadas (geográficas, socioculturales, histórico-literarias) de producción del texto formen parte de la matriz de escritura. Gamerro plantea la necesidad de esta

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reformulación del género como una imposición de la necesidad de verosimilitud interna del texto; uno de sus ejemplos es que una novela policial con un héroe detective, como en la variante norteamericana, resultaría absurda en un país en que los detectives privados son todos ex-miembros de las fuerzas de seguridad, fuertemente desacreditadas por su participación en golpes de Estado y dictaduras. Esta necesidad de adaptación es igual o más fuerte en el caso de la ciencia ficción, en la que el cronotopo de la obra suele construirse a partir de la extrapolación de rasgos de la sociedad contemporánea a su contexto de producción (Malmgren 1988: 27).

Tanto en Donde yo no estaba como en Plop, de Rafael Pinedo,4 podemos encontrar lo que podríamos llamar marcas de territorialización del género (en este caso, la ciencia ficción), que vuelven intradiegéticas las coordenadas geográficas y socioculturales de producción del texto –su origen argentino–. Estas marcas son, por lo menos, de tres tipos:

culturales,1. idiomáticas,2. geográficas.3.

En Donde yo no estaba, una de las más flagrantes marcas culturales, verdadero guiño al lector, lo constituye una de las formas en las que puede beberse la omnipresente y versátil infusión de yecle; así, en un alto en su periplo por Isla Múrmora, el narrador nos cuenta como

[…] se abrió la ronda de yecle en cáscara de calabaza, sorbido con una caña, estimulados por el cual, bajo un lienzo negro irisado por la luna, todos sentimos que llegaba el momento de cumplir al fin, por una vez, el retorno idílico a la comunidad primitiva: contándonos historias (560).

Para un lector argentino o conocedor de las costumbres argentinas, esa descripción corresponde, sin confusión posible, a una ronda de mate (infusión típica de Argentina, Uruguay y el sur de Brasil), que se toma de la manera mencionada y en general en grupo, constituyendo en sí

4 Vale la pena señalar que Plop apareció en una colección dirigida por Marcelo Cohen, Línea C.

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misma una forma particular de socialidad. En Plop, para completar el ejemplo, las marcas culturales se nos muestran en formas de atavismos de los grupos humanos sobrevivientes, que viven en toldos (tiendas) y tienen brujos, rasgos todos de sociedades indígenas precolombinas de Argentina.

Las marcas idiomáticas aparecen, en ambas novelas, en la forma del voseo. Las marcas geográficas no son reconocibles en Plop, ya que el mundo no parece ser otra cosa que un enorme basural. Donde yo no estaba, por su parte, sucede en el Delta Panorámico, un mundo de islas y ríos sin la más mínima referencia a conformaciones geográficas de mayor dimensión. Sí se hace mención al mar, pero como cosa de un pasado lejano y casi legendario.

El río, el delta, son rasgos definitorios, si no de lo argentino, sí de lo rioplatense (lo mismo que el mate, y el voseo, dicho sea de paso). El Delta Panorámico presenta además, notables rasgos de homogeneidad cultural (no parece haber en él más que una sola lengua). El Delta Panorámico no es, entonces, un mundo en el sentido de ‘planeta’; sólo se vuelve mundo en el sentido de sistema cerrado al estar cortado de toda referencia exterior. Este rasgo también puede tomarse como una reflexión metagenérica, como si se nos dijera que ese aislamiento es la única manera de crear un imaginario ciencia-ficcional argentino o rioplatense. Por otra parte, las mismas relaciones de fuerza países desarrollados/ países en desarrollo que existen en nuestro mundo se repiten en el interior del Delta Panorámico, como si se postulara la imposibilidad del aislamiento recién mencionado. Una vez más, como todo a lo largo de la novela, se sostiene al mismo tiempo una cosa y su contrario; con este recurso, Cohen consigue imprimirle al Delta Panorámico casi la misma inaprensibilidad, la misma complejidad que la del mundo del que es, como todo mundo de ciencia ficción, sombra y fantasma al mismo tiempo.

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Annelies Oeyen

Imágenes de la barbarie en ‘La ilusión monarca’ de Marcelo Cohen

‘El destino de la humanidad es anhelar el paraíso y crear el infierno’. (Lois Parkinson Zamora: 20)

En la era de la postmodernidad predomina la idea según la cual hemos traspasado el límite de lo inimaginable. Las revoluciones sociales y tecnológicas, los desastres ecológicos, los hechos históricos y políticos que marcaron el siglo XX: las pruebas del mal son abundantes y bien conocidas. Sin embargo, el mundo sigue ahí y ha surgido la sensación de que vivimos en un mundo después del final, en un mundo postapocalíptico.1 Con la caída de las dictaduras militares, este concepto se reveló particularmente aplicable a la realidad de la Argentina y el Cono Sur. El paso a la democracia no sólo marcó el final de una época de terror, sino también la pérdida de antiguos valores, de mitos nacionales, de la creencia en una ideología política.

En este estudio quiero analizar el texto ‘La ilusión monarca’, un relato que Marcelo Cohen escribió desde su exilio en España en 1992 y que está recogido en El fin de lo mismo. La trama es la siguiente. Un grupo de hombres delincuentes se despierta en un campo cerrado a la orilla del mar. No entienden el porqué de su encarcelamiento y no les queda otra opción que aguardar pasivamente. Sus cuerpos están lesionados, viven con la inseguridad constante y bajo una fuerte presión psíquica. Siempre está seduciéndolos la salida al mar. Es sobre todo este sueño con el escape el que les hace insoportable la vida carcelaria.

1 El concepto del postapocalipsis en el que descansa este estudio, está basado en gran parte en las obras de Giorgio Agamben, Idelber Avelar, James Berger y Frank Kermode.

annelIes oeyenImágenes de la barbarie en ‘La ilusión monarca’ de Marcelo Cohen

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Algunos se aventuran a escapar. Pero, mientras que unos vuelven arrojados por el mar como cadáveres, de otros nunca volvemos a saber. En un estado de éxtasis, también Sergio, el protagonista del relato, se mete en el agua. Pero podemos preguntarnos si el escape verdadero es realmente espacial.

Este análisis primero enfoca el carácter postapocalíptico y distópico de la narración. En segundo lugar se detiene en la actitud de los personajes en este ambiente postapocalíptico con el fin de aclarar el concepto ético del autor.

¿En qué consiste el carácter postapocalíptico del relato?

En su libro After the end James Berger se pregunta: ‘What comes after the end?’ Su respuesta suena bastante sencilla. Dice: ‘Paradise or shit. Or some condition in which these two opposites have become indistinguishable’ (Berger 16). Vemos que en ‘La ilusión monarca’, Cohen establece un juego con estos opuestos entre utopía y distopía. El relato se desarrolla en una isla y sin embargo, la isla que a lo largo de la tradición literaria universal tan frecuentemente se ha manifestado como el espacio utópico por excelencia, aquí no ocupa esta posición unívoca. La primera evocación del mar y el horizonte, no corresponde a la de una isla bucólica y nos hace intuir un horror latente. Luego, la descripción de la cárcel marina no hace otra cosa sino confirmar esta intuición. Estamos en un mundo aislado y decadente, y los ejemplos son abundantes. Así, Cohen insiste en el carácter hermético del espacio: destaca particularmente la inminencia del mar, los muros de hormigón o la franja de asfalto. Además retrata un país enfermo, donde los desechos tecnológicos se arrastran por todas partes, y funcionan como los recuerdos de un pasado irremediablemente perdido. Los cuerpos de los personajes también están lesionados y enfermos, andan desorientados, apáticos y tienen miedo. Incluso la naturaleza muchas veces está evocada con un registro mórbido y el país fuera de la cárcel destaca por una violencia desmedida. Cohen crea este espacio otro, algo fantástico, que no se parece en absoluto al espacio en que vivimos nosotros. No cabe duda de que estamos en un espacio particularmente

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distópico. Además, el relato se inscribe en la tradición del topos de la isla prisión, que encontramos por ejemplo en el cuento kafkiano ‘En la colonia penitenciaria’ (1919). ‘La ilusión monarca’ establece un lazo intertextual directo con este cuento: ‘El paradigma del sistema es esta cárcel, esta colonia penitenciaria. Justamente porque tiene una salida que, auténtica o falsa, siempre está seduciendo, no deja descansar’ (67, énfasis en el original). Esta salida seductora es el mar, que encarna la ilusión de poder escapar y ejerce una constante presión psicológica sobre los presos.

A pesar de la imprecisión geográfica, podemos considerar esta prisión como una alegoría de la Argentina. Cohen escribió este texto en 1992, en pleno menemismo, época en la que la Argentina con el neoliberalismo parece participar en un mundo globalizado. Sitúa su texto en una isla prisión, un campo de concentración que hace resonar el pasado reciente de la Argentina. Los cadáveres arrastrados en la playa recuerdan las víctimas del Proceso y en lo que concierne a la ilusión de escape, el mar funciona como metáfora del dilema de irse o quedarse, una polémica que provocó gran revuelo en la Argentina después de la caída de la dictadura militar. Pero también el país fuera de la cárcel refleja los efectos de la globalización en un país del Tercer Mundo; de esto dan prueba el estado empobrecido y violento en el que se encuentra la población, un avanzado estado de mestizaje racial y el intercambio global de mercancías. El texto menciona por ejemplo que el protagonista Sergio está encarcelado porque participó en el tráfico ilegal de glándulas, y encontramos diferentes símbolos nacionales ‘desterritorializados’ (pirámides egipcias, vacas suizas, que tienen nuevas funciones y reaparecen fuera de su contexto original). Así, Cohen hace interactuar personajes subalternos con un espacio hermético, alienado y históricamente cargado que representa el paradigma de un nuevo sistema globalizado y neoliberal. Es una Argentina, pero una Argentina casi irreconocible por la miseria. Es un país cuya sociedad se enfrenta a nuevos retos y nuevas dislocaciones. Cohen pone énfasis en la condición vulnerada del país y rompe con el mito de un país civilizado. Es la escritura sintomática de un trauma nacional. Reverberan pues las imágenes de la destrucción, las figuraciones del mal. Un ejemplo textual muy significativo:

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En una época, el país donde estaba la cárcel había pretendido ser una nación; pero a las naciones las alimentaba alguna variante legendaria del origen, la proyección o el destino, y ese país era apenas una gran planicie donde distintas series de hombres habían caído como lluvias de polen o de piedras. Como la acumulación de series no cuajaba en una identidad, los más prósperos de los caídos habían suplido esa falta construyendo un estado. Ineficaz pero bastante amplio, en un tiempo ese estado había presumido de riqueza (en el país se hablaba mucho de la riqueza de la tierra) y ejercido un paternalismo severo pero abrigador. De vez en cuando, como todos los padres, mataba a algunos hijos para protegerse, aunque eso era menos grave que la tendencia del estado a desaparecer, como quien tiene demasiadas deudas y se va suicidando de a poco para que nadie lo note. Las deudas contraídas por el estado moribundo con los prestamistas, extranjeros algunos, otros vernáculos, las pagaban ahora la mayoría de los habitantes del país en forma de rencor mutuo, degradación, desconcierto y hambre. De lo que había sido un sueño nacional apenas quedaban ciertas instituciones no más resistentes que crisantemos secos. Entre un gobierno y otro, variadas perversiones caían sobre la población como cae la basura de una bolsa agujereada (23–24).

Un tercer aspecto que contribuye al carácter distópico de la obra es el tiempo de la historia: el relato se desarrolla en un momento impreciso del futuro inmediato. De hecho hay referencias a objetos que sirven para medir el tiempo, pero no lo hacen. Los lectores tenemos la impresión de que todo sigue lo mismo, que el tiempo no corre. La manifestación más obvia de la desintegración gradual del tiempo es un reloj digital roto. Mientras que al principio un reloj digital informa reiteradamente al lector sobre la hora y temperatura exactas, a partir de la tercera parte del relato, este reloj, afectado por la sal y la erosión, ya no funciona. Los presos andan desorientados en el tiempo. Aunque intentan orientarse con la ayuda del sol, duermen de noche y de día, y si no duermen, se encuentran en un estado de sueño.2 Además, Sergio, el protagonista del relato, se da cuenta de que el concepto de causalidad no es aplicable a su mundo carcelario. No hay orden posible, ni existe una relación lineal entre pasado, presente y futuro:

Si Sergio unía el olor agrio del pez espada con el caoba claro, o un olor blando de almejas con el azul glicina, y después el azul glicina con un ruido, grito o repiqueteo, obtenía la noción equilibrada de algo que estaba pasando o de varias cosas, aunque no en orden sino comprimidas en la luz que dejaba entrar la

2 Resuena aquí una temática de Insomnio.

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rendija. […] Sergio empezaba a descubrir que en la cárcel no había sucesión; para entender algo había que entenderlo todo de golpe, o en un esfuerzo de expansión, o desinflándose con un silbido y una pirueta, como un globo desatado. Con el silbido se desbarataba el orden de los momentos. Todo se volvía fofo, destiempizado (91–92, énfasis nuestro).

Parecemos encontrarnos en un islote monótono y continuo que se caracteriza por la eterna repetición de lo mismo; donde pasado, presente y futuro confluyen. En el relato de Cohen, hay un abandono de la cronología y de la causalidad. Pero, el título del volumen no por nada es El fin de lo mismo: revela el afán de Cohen de romper con lo mismo.

¿Cómo sobrevivir en un mundo sin utopías? Para una ética de la percepción

Acabamos de determinar el carácter distópico y postapocalíptico del ambiente del texto ‘La ilusión monarca’. Lo que hace este texto particularmente interesante es el hecho de que enfoca este nuevo mundo desde el punto de vista de los que están excluidos del nuevo sistema dominante. Los personajes son subalternos que hablan desde los márgenes del sistema. Son seres ‘ex-céntricos’. Son los sobrevivientes del naufragio nacional que están en busca de un entendimiento de la nueva realidad. Su reto es sobrevivir en el nuevo sistema dominante, presidido por los guardias robóticos y monstruosos que los vigilan constantemente. Los guardias encarnan el carácter inhumano –¿o cabe decir ‘posthumano’?– de este nuevo ambiente. Llegados a este punto, es interesante preguntarnos ¿Cómo resisten estos personajes a la situación a la que se enfrentan? ¿Cómo actúan ante su destino insoportable?

Vemos que los protagonistas del relato, y pienso en primer lugar en Sergio, pero también en Claudio/Julio Jolxen y en Frankie, se distinguen de los demás presos. Mientras que estos últimos crean sus mitos para sobrevivir –a través del culto de la religión, la creación artística, la amistad, o la homosexualidad– , los protagonistas son figuras lúcidas y solitarias. Son personajes que se mantienen al margen e intentan desentrañar el mundo carcelario, este espacio monótono que siempre sigue igual. Aunque este espacio parece estar organizado de acuerdo con ciertas leyes, son completamente incomprensibles para la razón

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humana. Y sin embargo, los protagonistas aspiran a comprenderlas. Su destino es debatirse con el espacio. Esto queda comprobado por la acumulación de especulaciones e hipótesis sobre la naturaleza verdadera de la cárcel marina.

De entre estas preguntas e hipótesis de los protagonistas sobresale una pregunta clave: ¿cuál es el sentido del mar? El mar representa una dinámica que por una parte ofrece la seguridad de una vida carcelaria que siempre sigue igual. Sin embargo, por otra parte, el mar encarna un peligro. Representa la posibilidad de liberarse y provoca en los presos el vehemente deseo de huir. Es la ilusión de escape que siempre tienta, un torturador psíquico que hace que el encierro sea insoportable para los prisioneros. Su trampa consiste en que los presos no saben si la vida de afuera es mejor, ni siquiera saben si es posible escaparse de la cárcel marina: ‘Afuera los espera un infierno y sin embargo quieren fugarse. Estas fábulas se las induce el mar, claro. El mar es la ilusión monarca, todo le cabe’ (66, énfasis nuestro). El mar entonces, es la vida y la muerte, la trampa, el enigma que en ningún pasaje del texto se revela por completo.

En otras palabras, el hecho de estar atrapados es la obsesión de los protagonistas y les hace reflexionar constantemente sobre el mundo de adentro y el que existe fuera de la cárcel marina. Al final del relato se cumple la revelación de las claves, se produce ‘ese accidente en el continuo’ (113). Esta toma de conciencia se efectúa cuando Sergio emprende un intento de escape. En un estado de éxtasis entra en el mar y se pone a nadar. Sigue una experiencia intensa, se cumple un proceso de purificación tanto física como mental, o sea, una catarsis. Refiero en este contexto al fragmento p. 116, en el apartado XXVII, un fragmento que describe la experiencia muy intensa de la toma de conciencia:

Y entonces, a lo lejos, se encendió una luz. XXVII. –Sergio gruñe, algo se le acelera, no la sangre, no comprende qué se está desbocando y para saberlo gruñe, grita, después suspira, le gusta el suspiro, tiene un compás, mitiga el asombro y lo renueva, y con el suspiro la saliva salada, globos en los labios, tersos y vibrantes, que estallan distorsionando el mar entero, el mundo entero, Sergio es el mundo, nada que comprender, el globo de saliva es el mundo, ese globo asqueroso, con el mar dentro y él dentro del mar, disuelto, sólo claroscuro, oquedad, cesación y parpadeo, y en ese momento ve encenderse una luz. Estira la cabeza por reflejo. No deja de flotar. Mira la costa. Ahí, claro, está la costa. Ahora otra luz, y una más. La cárcel, allá, encajonada entre muros, muy chiquita, paladar de cemento,

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está a oscuras. Es fuera de la cárcel donde se han encendido tres, cuatro luces, una intermitente, dos azules, la otra blanca, hacia el sudeste, lejos. Los ojos irritados de Sergio buscan algo, estudian la costa, en la medialuz de pizarra creen ver brillos apagados, ¿serán techos de zinc?, ¿serán depósitos, una estación?, planos encontrados, señales de circulación, algo se rompe, vuelve el tiempo. Eso que se ve atrae, promete, eso es afuera, es ancho, no más ancho que el mar, no más desconocido, cómo llamarlo. Cómo llamarlo. Qué es distinto. Qué tiene nombre, adónde lleva. Sergio no cavila. Hace un globo de saliva y, cuando por fin se esfuerza por pensar, en el mundo detenido en agua una ola inversa le hincha el estómago, le estremece la tráquea subiendo, en ese momento el mar le da un fustazo en el lomo, una ola, un golpe de frío en los riñones y la arcada le estalla en la boca, y vomita (116).

El remolino de frases y palabras con el que Cohen expresa esta vivencia, representa muy bien el flujo de pensamientos en el personaje de Sergio y la intensidad del momento. Pronto Sergio recobra energía y se pone a nadar en dirección a la costa. ‘¿A qué tantos planes?’ se pregunta. ‘El mar no habla, nada que averiguar, ninguna promesa, imposible conquistarlo’. Aunque otros fragmentos ya habían anunciado este desenlace, este fragmento es el que introduce la ruptura en la obra. Sergio se da cuenta de que la cárcel también está dentro de los presos: aunque logran escaparse, siempre estarán aprisionados. O sea, también los que están fuera de la cárcel se encuentran bajo constante presión psíquica. El mundo de afuera no hace nada más que repetir como pesadilla la violencia del adentro. En consecuencia, Sergio resiste desde adentro y decide quedarse en la colonia penitenciaria.

Quiero enfatizar que Sergio logra entender la cárcel a través de sus experiencias. Un elemento que se menciona reiteradamente a lo largo del texto es que no es razonando como se pueden penetrar las leyes ocultas de la cárcel, sino observando llega uno a la revelación. Aquí se manifiesta un individuo lúcido y rebelde que decide no participar en la degradación general. Sergio no deja arrastrarse por promesas lucrativas, ni seducirse por la complicidad del poder. Su acto de resistencia en sí es un acto mínimo: consiste simplemente en ver las cosas de otro modo. De ese modo Sergio logra resistir desde adentro y encuentra la respuesta dentro de sí mismo. Las claves sólo se revelan a través de una vivencia intensa, y no a través del razonamiento. Sólo cuando el protagonista Sergio descubre que la verdadera liberación es espiritual, y no espacial, puede romper con lo mismo.

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En breve, el personaje de Sergio sufre una toma de conciencia, no en el sentido de que rompa la trampa de la cárcel con la razón humana, sino que consiste en una experiencia palpable: la percepción visual. Si echamos un vistazo retrospectivo al texto, veremos que algunas pistas nos conducen a esta clave textual. Así me llamó la atención desde las primeras líneas del relato la presencia del ‘ojo’. En los primeros apartados del texto, los presos están reducidos a un ojo que observa el mar, un observador-contemplador que queda perplejo ante un ambiente ambiguo y enigmático. Observa y con la mirada aspira a penetrar en el ambiente postapocalíptico, que no es capaz de entender. El ojo también lo destacamos en la monstruosa aparición de los guardias, que intimidan a los presos con la mirada. Nunca hablan, sólo observan, vigilan. Encontramos en ellos la idea del panóptico, tal como la formuló Michel Foucault (Surveiller et punir, 1975). Simbolizan la permanente vigilancia del Estado sobre sus ciudadanos para controlarlos, disciplinarlos y, de ser necesario, castigarlos.

El leitmotiv de la mirada intensifica el proceso de ‘iluminación’ o toma de conciencia. Durante nuestra lectura, esta idea fue confirmada, sobre todo en el protagonista Sergio, que continuamente acecha a los demás presos desde el margen. Mientras que al principio el texto despista a los lectores señalando que ‘Lo importante era sobre todo razonar’ (14, énfasis en el original), luego vuelve sobre sus palabras y destaca la percepción visual como el motor del desciframiento: ‘La cárcel es un sistema incomprensible para la rigidez de la razón. […] Pero, pero… si uno la observa bien… la cárcel se brinda. Va ofreciendo sus propias soluciones’ (69, énfasis nuestro). La observación también se vincula con otro hilo conductor a lo largo de la narración: la luz. Y no es de sorprender, ya que sin luz no hay percepción. Los íncipits de las tres partes del relato destacan particularmente por la presencia del ojo y la luz solar. Tres veces se despliegan descripciones muy sutiles hasta impresionistas del juego de colores que se produce en el mar a la hora de la puesta del sol. Incluso se establecen comparaciones con pintores afiliados al impresionismo como Joseph Turner (segunda parte, 42) y Georges Seurat (tercera parte, 78). La percepción es por definición individual y subjetiva, y por tanto, la contrapartida del pensamiento dogmático. ¿Y el impresionismo no es también un arte de los matices, cuya esencia consiste en captar la sensación y la luz de un solo instante?

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En ese muestrario de colores estaba toda la cárcel como una idea comprimida; Sergio, que lo observaba desde hacía unas horas, se preguntaba si la mutación de los colores no sería lo que de veras pasaba ahí en la vida, si todo lo demás no sería pura impresión. Las impresiones no eran algo sustancial, o sustancioso. Pero él, sin duda, estaba preso. […] y después el azul glicina con un ruido, grito o repiqueteo, obtenía la noción equilibrada de algo que estaba pasando o de varias cosas, aunque no en orden sino comprimidas en la luz que dejaba entrar la rendija (91).

Recordamos que es también la luz la que introduce el momento de toma de conciencia. Sergio es el personaje lúcido, literalmente ‘iluminado’. Recordamos la misteriosa cita de Beckett que abre la narración: ‘Nacerá, nació de nosotros, dijo Watt, aquél que sin tener nada no querrá nada, salvo que le dejen la nada que posee’ (9). En las últimas páginas, descubrimos que esta frase se podría aplicar a Sergio. ‘Como la primera cosa viva que sale del agua’ (119), surge del mar un Sergio que ya no anhela escapar y volver a su vida fuera de la cárcel, ni anhela conquistar el mar con la lógica humana. Ha vencido ‘la ilusión monarca’, ya no quiere escaparse a un espacio mejor, sino que simplemente quiere quedarse, quiere que le dejen ‘seguir estando’ en la inmensa colonia penitenciaria que es la Argentina:

Para él no será cuestión de esfuerzo, tampoco de espera, ni de obligación ni de proyecto. Más real ahora que la cárcel, sólo se preguntará cómo sumergirse mejor en el mundo cuando salga, cuál la fácil brazada, cómo estar de veras donde esté; no qué hacer, no adónde llegar, sino cómo seguir estando (120).

El hecho de que esta cita, igual que el entero último apartado cambia de tiempo gramatical y está escrito en el tiempo del futuro, subraya una vez más la idea de la ruptura.

Hemos visto que el relato presenta una catarsis, una toma de conciencia, y hemos reparado en el modo en que Cohen recurre a algunas estrategias narrativas para dar forma a este proceso. Llegados a este punto, cabe destilar el proyecto literario del escritor, o mejor dicho, el trabajo de resignificación que está envuelto en el proceso de toma de conciencia. La cárcel la podemos considerar una alegoría de la Argentina, un espacio histórico y políticamente cargado, pero al mismo tiempo el texto trasciende este tópico. Cohen presenta una fantasía que sirve de catarsis y alivio ante la incertidumbre cotidiana de la experiencia

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argentina. Presenta al ser argentino que se topa diariamente con un mundo que ha cambiado profundamente, cuya organización y modos de funcionar son completamente ajenos. Las nuevas leyes se parecen a las leyes del capital, y los que no pueden competir quedan excluidos. Los ligeros delincuentes que terminaron en la colonia penitenciaria, son precisamente los excluidos en el gueto. Cohen muestra que la salida de la cárcel no se efectúa por una ruta externa a su ser, sino a través de una salida hacia sí mismo que devuelve la perdida fe en su entorno.

A Sergio, se le podríamos considerar como un agente que opera desde adentro y pone en tela de juicio los valores, los poderes y los sentidos del sistema neoliberal. Lucha por recobrar el sentido, pone en escena lo que podríamos llamar ‘zonas de incertidumbre’ (Nelly Richard). ‘La ilusión monarca’ es un texto ambivalente que se propone socavar verdades absolutas. Su mérito consiste en encontrar un lenguaje crítico en el que resuenan las imágenes de la destrucción, al mismo tiempo que las traspasa e inserta sentido en los contextos polémicos del presente (Nelly Richard). La realidad del presente no la podemos considerar como algo fijo. En el presente leemos los trazos del pasado y del futuro, y éstos lo recorren de manera ambivalente, resistente y discordante.

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Capítulo IV Visiones apocalípticas de la historia en el Río de la Plata

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Sophie Dufays

Del paraíso al naufragio. Un análisis del primer cine de Eliseo Subiela

1. Introducción: una lectura alegórica

Las tres películas que Subiela realizó en la década del 80 –sus primeras–, tejidas de referencias a la Biblia y a la literatura, se dejan leer como alegorías de la Historia argentina: de la Conquista española en La conquista del paraíso (1981), de la Dictadura militar recién acabada (1976–1983) en Hombre mirando al sudeste (1986, con guiños a Bioy Casares y a Cortázar) y Últimas imágenes del naufragio (1989). Proponemos centrarnos en las primera y tercera obras, con el objetivo de entender las implicaciones del uso de la metáfora de la pérdida del paraíso y la del naufragio apocalíptico sobre la concepción que presenta Subiela del sujeto y de la Historia.

Estas películas se inscriben dentro de un contexto cinematográfico particular. Los críticos e historiadores de cine argentino suelen destacar que, en la década del ochenta marcada por el final de la dictadura y el retorno a la democracia, las películas, enfrentadas a un imperativo de politización, acudieron a narraciones ‘alegóricas’ por las que el asunto privado se confunde con lo inmediato social o político (cf. Aguilar 23).1 Refiriéndose a Ismael Xavier (Alegorías del subdesarrollo 1993), Tzvi Tal recuerda que la alegoría ‘florece en momentos de crisis social,

1 Según Jameson (1986) y Deleuze (L’image-temps 1985), esta ausencia de frontera entre lo privado y lo inmediato-social o político sería característica de las historias del cine tercermundista ; cualquier acontecimiento admitiría una lectura en clave política y social. Sin embargo, si este análisis puede ser válido para el cine argentino del retorno a la democracia, no se aplica al cine posterior que quiso precisamente romper con sus presupuestos identitarios y políticos: siguiendo a Aguilar, a partir de mediados de los noventa, las películas del nuevo

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cuando discursos emergentes buscan expresarse sin transgredir los límites que la hegemonía impone. Sin referirse a ellos expresamente, los textos alegóricos estimulan a pensar los conflictos sociales’ (139). Son contextos de ‘crisis’ los que suelen generar también el recurso a los mitos del paraíso y al apocalipsis.

Examinaremos cómo estos mitos, primero, semantizan los espacios de la naturaleza y la ciudad y, luego, sirven para designar un trauma en la constitución de los sujetos-personajes: éstos tienen que ‘sobrevivir’ al abandono de su padre que tuvo lugar en su infancia. La mediación del doble intertexto mítico-bíblico,2 presente desde los títulos, autoriza leer la muerte o la ausencia del padre como alegoría de la falta de un nuevo proyecto histórico movilizador y permite asimismo analizar las repercusiones del trauma personal como consecuencias del drama histórico.

La lectura en clave alegórica no pretende reducir la formulación de lo particular a una instrumentalización o traducción mecánica de lo general como lo supondría el término ‘alegoría’ en su sentido común, según la concepción clásico-romántica marcada por Goethe que le opone el símbolo. La alegoría no es sólo aquí un tratamiento retórico basado en una ‘relación convencional entre una imagen ilustrativa y un sentido abstracto’ (Avelar 2000a: 15). Según Tzvi Tal, designa en el cine ‘un modo de representación caracterizado por la dialéctica entre la tendencia a construir una imagen coherente de la realidad social y la fragmentación estética producto de la imposibilidad de lograrlo.’ (Tal 2005). De esta tensión dan cuenta, en las películas de Subiela, tanto la ambición de los protagonistas de escribir una gran novela como las innumerables referencias literarias que tejen sus textos: manifiestan en su cine un deseo por la literatura como arte simbólico que pudiera totalizar el mundo y, al mismo tiempo, una conciencia de que el arte ya

cine argentino ‘perseveran en lo literal y tienden a frustrar la posibilidad de una lectura alegórica’ (24).

2 Según la terminología y la perspectiva de la mitocrítica, la literarización o más bien cinematografización de estos mitos bíblicos, su solicitación como intertextos ‘en emergencia’ en las películas de Subiela, manifestaría la participación de éstas de la memoria cultural – e indisociablemente del ‘imaginario’ – de la colectividad de la que emergen, o sea la colectividad argentina y latinoamericana.

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no puede transmitir ninguna visión global de la Historia que le provea sentido a partir de su final.

Entendemos que la alegoría aparece como la forma adecuada para dar cuenta de una sociedad y de un arte que habrían sobrevivido a una catástrofe aludida como ‘apocalipsis’ (la última dictadura militar argentina en el caso de Últimas…) y después de la que no quedaría fe en un progreso temporal ni en una misión salvadora para el arte. Sin embargo, en las películas de Subiela, esta concepción negativa, melancólica, de la Historia es compensada por la revelación final de una ‘pequeña’ salvación posible, inscrita en la estructura narrativa cerrada de la película. Nos parece que, en Últimas…, la fragmentación del sentido de la Historia que supone la alegoría se comprende desde una perspectiva narrativa que recupera el sentido etimológico del término apocalipsis, pues pone en escena y en abismo la transmisión del relato como lugar de revelación del sentido de la Historia, y asimismo como lugar de salvación.

Las referencias a los mitos bíblicos del paraíso y del apocalipsis intervienen ante todo para designar el espacio: Subiela retoma el viejo binomio naturaleza/ciudad y proyecta en él las etapas de constitución del sujeto así como el origen y el fin del mundo.

2. Naturaleza versus ciudad

Los dos protagonistas de las películas, Pablo (Arturo Puig) en La conquista… y Roberto3 (Lorenzo Quinteros) en Últimas…, viven y trabajan en Buenos Aires, aparentemente bien integrados en la sociedad mercantil: el primero es publicitario y el segundo, vendedor de seguros. Sin embargo ambos se aburren en su trabajo y ambicionan ser escritores. El relato literario se vincula con el retorno al paraíso en la primera película y con una revelación postapocalíptica en la segunda, pero en ambos casos se asocia con la naturaleza y se opone a la ciudad.

3 Según R. Manetti, la caracterización de Roberto, desde su nombre, remite a Roberto Arlt (120).

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Subiela invierte pues la tradición sarmientina de valoración de la ciudad como lugar de la civilización y desprecio del ‘campo’ asociado con la barbarie. Contra este planteamiento clásico en Argentina, recupera otras dos líneas narrativas: por una parte, la fascinación por la selva, con guiños a H. Quiroga4 y a J. Conrad5 además de A. Carpentier cuya novela Los pasos perdidos sirve de pre-texto a la película. Por otra parte, su caracterización de la ciudad como lugar anti-utópico del artificio se refiere a las obras de R. Arlt (Los siete locos y Los lanzallamas) y de E. Sábato. Mencionadas esas fuentes, concentrémonos en el sentido de las metáforas bíblicas.

2.1. El paraíso de la naturaleza

La imagen del paraíso se construye en La conquista... en intertextualidad con el Génesis y con la Historia. Pablo realiza un viaje a Misiones de donde su padre (Guillermo Battaglia) que lo había abandonado de niño lo llama poco antes de morirse para darle su ‘herencia’: se trata de una caja con un mapa e instrucciones para llegar a las ruinas de M’Bororé, la ciudad perdida donde los jesuitas guardaron todo el oro que tenían. Allá en el pueblo de su padre, conoce a Iracema (Katia D'Angelo), una prostituta brasileña que, junta con cuatro hombres recomendados por su padre, lo acompaña y lo guía en su trayecto de la cultura a la naturaleza. Esta mujer nativa entra en la película en unos planos altamente simbólicos que, comentados por el narrador Joao Mentira (Jofre Soares), reescriben la historia bíblica del pecado originario. Mientras Pablo está viajando en taxi hacia el pueblo de su padre en Misiones, la voz en off de Joao cuenta: ‘Y el destino […] la puso a ella. A Iracema. Sabiendo que Iracema iba a pasar por ese camino, el destino llamó a una serpiente y le dijo: “Me la detenés hasta que él llegue. Pero cuidadito con hacerle daño. Sólo miedo podés darle”’. Pablo descubre a Iracema por la ventana del coche, sale y mata a la serpiente. Por este

4 La casa y el barco del padre de Pablo evocan los que el escritor se construyó en la misma región de Misiones.

5 En un flash back donde vemos al padre cerrar su maleta antes de irse, aparece en ella el libro Heart of Darkness.

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gesto, invierte el esquema bíblico en el que la serpiente, que representa la tentación, hace caer a la mujer en el pecado y ésta al hombre. Al matar a la serpiente, Pablo volvería simbólicamente al tiempo anterior al pecado originario. El propio Subiela explicitó su concepción del pecado responsable de la pérdida del paraíso: ‘La intención de este filme, más allá de la historia de un hombre que perdió sus propias huellas, es mostrar […] la historia de un pueblo que inexplicablemente se olvida del paraíso, autocondenándose a la expulsión por un pecado imperdonable: el olvido’ (citado en Sendrós 15). Precisamente, la presencia de Iracema suscita en Pablo el recuerdo del paraíso. La primera noche que pasan juntos, le dice: ‘¿Estás triste porque sabes quién sou? Mira, estoy con você porque el cuerpo me lo pide, por ninguna otra razón. ¿Entiendes ?’. El pecado, acá, consistiría en olvidar su cuerpo, en no escucharlo. Pero esa presencia corporal le da miedo a Pablo que Joao ha caracterizado de esta forma: ‘Era un hombre triste, de ciudad’.

El viaje del hombre urbano a la selva con el objetivo explícito de buscar el oro de los jesuitas parece repetir la Historia de los antiguos conquistadores. Como lo recuerda Parkinson Zamora refiriéndose a J. L. Phelan, en la época de la Conquista, el territorio de América vino a significar para España no sólo la ilusión de la riqueza en el terreno material, por la analogía planteada entre la Nueva Jerusalén y la ciudad de El Dorado (21), sino también, en el plano espiritual, ‘la posibilidad de lograr en el futuro la unidad primigenia que se había perdido en el pasado, cuando Adán y Eva pecaron y fueron separados de Dios’ (19): con Cristobal Colón se inició ‘una duradera asociación imaginativa de la América con la promesa de renovación histórica apocalíptica’ (19). En La conquista..., parece ser en la selva donde se concentra esta promesa de un mundo auténtico, frente a Buenos Aires que se habría occidentalizado, perdiendo sus raíces americanas. Asimismo, la película se inscribe claramente en la tradición de las novelas de la selva, de la que retoma sus leitmotive principales. El amor primordial con una mujer nativa es uno de ellos; según otro, el viaje geográfico al corazón de la selva es también un viaje cronológico: significa remontar el curso del tiempo, hacia la época prehistórica. Esta vuelta a los orígenes de la Historia aparece también como un trayecto espiritual más allá de la muerte.

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Quizá ocurra esta muerte simbólica cuando, mientras navegan en el río, en medio de la selva, una niebla inmoviliza a los personajes durante tres días. Al segundo día Teófilo (Jorge D'Elía) declara que ‘en alguna parte del viaje habíamos muerto. Y que lo que nos rodeaba no era niebla, sino una nube’. Cuando, al tercer día, la niebla se disipa, los personajes dejan el barco y se abren camino en la selva, la interpretan primero como un infierno:

El español: Parece que estuviéramos solo donde están los condenados […]. Teófilo: ¡Vaya momento que eligió para ponerse apocalíptico ! Debemos haber muerto, seguro, y nos acercamos al purgatorio. Joao: Entonces sigamos, porque el purgatorio debe ser mejor que este infierno en el que estamos metidos.

De repente se encuentran frente a una pared de piedras. Una música sagrada sugiere que ya no están en el infierno. Del otro lado del muro, hay ruinas. Deciden instalarse en este lugar que le aparece al narrador Joao como el paraíso: ‘Lo que no alcanzaba a comprender, era por qué habíamos desembocado al paraíso, cuando casi ninguno de nosotros había sido en vida un virtuoso.’ Allí se construyen una casa, Joao recoge frutos y Pablo vuelve a escribir.

La aparición de la ciudad en medio de la selva constituye una inversión respecto a la Ciudad Santa descrita en el Apocalipsis, que comprende un jardín-réplica del paraíso terrestre del Génesis en su centro. Aquí también, como en la narrativa de la selva, el intertexto histórico se mezcla con el bíblico: el paraíso selvático les devuelve al tiempo de la Conquista española, que significó para América a la vez el fin del mundo indígena y el principio de otro nuevo mundo. Esta conjunción inicial del final y del principio explica que el paraíso aparezca a la vez como la vuelta a la naturaleza originaria y la utopía postmortem – en este sentido, postapocalíptica – de una nueva ciudad.

La referencia histórica a la Conquista y su interpretación como recuperación de la naturaleza se hacen particularmente explícitas

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a través de los personajes de Iracema, que Joao describe como una ‘hembra de la Conquista’ ‘medio india’6 y de Laureano ‘el español’ que se viste con una espada y un viejo casco desenterrados de las ruinas, como un conquistador. Pero al contrario de sus antepasados, a él no le interesa el oro: quiere fundar una ciudad ‘lejos de los lugares y las cosas que nos impiden ser felices’. En esta ciudad utópica pronto bautizada ‘Puerto paraíso’ parece inmovilizarse el tiempo por la repetición de los gestos y la ausencia prolongada de resultados a la búsqueda inicial. El narrador explica que ‘poco a poco, sin darnos cuenta, nos íbamos quedando quietos, haciendo cada vez menos cosas’.

Una catástrofe natural pone fin a esta dulce inactividad. Una tormenta, que la cámara filma con un efecto de ralenti como si estuviera fuera del tiempo, destruye todo; la sigue un diluvio de trece días. La selva vuelve a absorber la ciudad que los hombres habían intentando edificar en ella, repitiendo el desastre que hubo de destruir la primera ciudad. ‘Volvían a echarnos del paraíso’, como comenta la voz en off de Joao, siguiendo con la metáfora bíblica.

2.2. La ciudad infernal

Si la selva aparece como un Paraíso, la ciudad, en Últimas…, es metaforizada como un infierno, en oposición a otra representación de la naturaleza: la de un jardín de altas hierbas cuya imagen abre y cierra la película, constituyendo un prólogo y un epílogo donde el mismo hombre, narrador y protagonista, introduce y concluye su historia.

Después de los créditos, lo encontramos al personaje Roberto en el subte, lugar del que el discurso del narrador hace una metáfora del infierno. La pregunta: ‘¿Cuántos de nosotros seríamos los elegidos ?’ surge cuando, en contraplano de la mirada del personaje que está sentado en un vagón, sucede un plano de las manos de los pasajeros

6 ‘Iracema era medio india. Sabía mucho de hierbas mágicas. […] Ella conocía los frutos […]. Era hembra de la Conquista. Las indias daban esos frutos a los españoles. Entonces ellos, poco a poco, iban perdiendo la memoria, se olvidaban de dónde habían venido, de las cosas que habían dejado. Y se quedaban con ellas’.

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suspendidas en las barras, presentando una masa anónima de cuerpos fragmentados, inertes.

¿O los elegidos ya habrían sido abarcados ? Ahí sólo estaban los condenados. A días grises, a muertes insignificantes. A velorios de barrio con parientes viejos y aburridos que descuentan desde hace tiempo nuestra muerte. ¿Dónde nos habíamos equivocado ? ¿Dónde había estado la falla ? ¿Cuántos en este vagón sin embargo seguían creyendo en la salvación ? ¿un billete de lotería, un gran robo, un invento genial?7 Cualquier cosa, Dios mío… menos esa mansedumbre con la que nos dejamos llevar al matadero…

En el plano siguiente aparecen los pasajeros sentados, cada uno envuelto en una gran bolsa de plástico transparente: esta imagen superrealista dada como una visión de Roberto – ya que sucede a un plano de él mirando – traduce la idea de que en el subte / en la ciudad la gente se ahoga sin saberlo; alguna condenación ya ha caído en la tierra sin que nadie se haya dado cuenta; Roberto solo lo descubre, lo sospecha a posteriori. Los planos siguientes, unidos a los precedentes por la misma música sombría que define un sintagma en llave (‘en accolade’, cf. Metz), insisten en la soledad de Roberto en la ciudad: lo vemos saliendo del subte por el escalador; ordenando papeles en la sala de su trabajo; vestido con corbata y comiendo, leyendo la Poesía completa de Girondo, detrás de un vidrio; y, otra vez, sentado en el andén del subte, lugar donde se reúnen los condenados. El ‘sintagma en llave’ agrupa une serie de planos no situados temporalmente y cuyo sentido viene de su conjunto; se dan como pruebas de una obsesión circular, cíclica, en la que el tiempo parece bloqueado. Todas las imágenes de la ciudad la presentan como un lugar gris, triste, solitario, cuando no fantasmal.

Roberto, que trabaja como vendedor de seguros, sueña con escribir, según lo dice su voz en off mientras está otra vez en el subte: ‘Yo clamaba por la aparición de una palabra. Una sola palabra podía ser el comienzo de esa gran novela que me rescataría de una muerte tan segura, tan correcta’. Pero lo que surge entonces no es una palabra, sino una mujer vestida de negro, que se avanza hacia el borde del otro andén como si fuera a tirarse. Es Estela (Noemí Frenkel), una prostituta que

7 Nótese la referencia a Los siete locos de R. Arlt.

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finge una tentativa de suicidio para atraer a los hombres, despertando en ellos un fantasma de salvación. Roberto ve en ella un personaje fascinante para la ‘gran novela’ que aspira escribir; le paga para que le cuente su vida más que por sexo, y le pide que le haga también conocer a su familia. Esta familia es incompleta: falta el padre, que la abandonó y que todos siguen esperando.

Tal como Iracema a Pablo, Estela le aparece de entrada a Roberto como una mediadora: ‘Yo supe desde el primer momento que Estela era la portadora de una llave.8 No sabía entonces qué puerta iba a abrirme, a dónde hallaría esa puerta. Pero al menos en mi vida desde ese día había una puerta’. Y en resonancia con el recorrido de Pablo por la selva, el trayecto en bus hasta la casa de la familia de Estela, ubicada cerca del río, es presentado por ella como ‘un viaje’ en la pregunta que le hace: ‘¿Está seguro que quiere hacer este viaje?’. Al salir del bus, el tejadillo de la parada debajo del cual pasan es mostrado precisamente como una puerta, como si Roberto pasara efectivamente a otro mundo: el de los ‘náufragos’ traumatizados por el abandono de su padre. Éste, además de asociarse con una pérdida del paraíso, les apareció como un apocalipsis que sólo les dejó ‘sobrevivir’.

3. ¿Pérdida del paraíso o apocalipsis? El abandono del padre

En ambas películas, el abandono del padre constituye un trauma que perturba la relación de sus hijos con el tiempo y los signos. Este trauma se puede entender alegóricamente como repercusión en el sujeto de los dramas históricos de la Conquista y de la Dictadura, imaginados desde su futuro como pérdida del paraíso o apocalipsis. Antes de examinar las repercusiones del trauma que entenderemos como representaciones postapocalípticas, es preciso aclarar qué significa el padre en la constitución del sujeto-personaje como sujeto lingüístico.

8 Esta caracterización recuerda a la Nadja de André Breton o a la Maga de Rayuela de Cortázar (cf. Kantaris 270).

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3.1. Coincidencia y división del sujeto

En un primer tiempo, el sujeto que, según el psicoanálisis, habría sido nombrado por un Primer Nombre, un misterioso significante sin significado,9 coincidiría consigo mismo, se identificaría con el significante enunciado. En las películas de Subiela, esta etapa inicial de constitución del yo se asocia con el espacio de la naturaleza y una época pre-histórica. Se proyecta desde la Modernidad y la Postmodernidad, desde la ciudad, una imagen idealizada de ‘los Indios’, aquí de Iracema, que vivirían en adecuación con su entorno gracias a (su creencia en) la transparencia del signo.

En una segunda etapa de la constitución de su yo que borra la primera, el sujeto entra en el lenguaje, en lo que las teorías psicoanalíticas llaman lo simbólico. Es aquí donde interviene el papel del padre. Introduciendo entre el deseo del sujeto y su objeto la mediación del lenguaje, el padre funda el estatuto del sujeto deseante.10 Desde entonces, el sujeto ya sólo puede ser sujeto de la enunciación; la estructura del lenguaje le impide coincidir con el sujeto del enunciado o sujeto gramatical, el signo lingüístico que usa para expresarse. En las películas de Subiela, si la naturaleza, asimilada al ‘paraíso’, es proyectada como lugar de la ‘armonía entre uno y sí mismo’, la ciudad aparece al contrario como el lugar infernal (en Últimas…) de la división del sujeto y de la representación.

9 Se trataría del famoso significante fálico o significante del deseo de la madre, que designa el origen corporal-sexual del sujeto humano e implica su identificación con los elementos naturales.

10 Lacan usa la expresión de ‘metáfora paterna’ para designar el proceso del rechazo (refoulement) originario del Primer Nombre, en tanto que asocia el ‘Nombre-Del-Padre’ (o más bien, los varios nombres-del-padre) con el significante del deseo de la madre y sustituye este deseo por otro, estableciendo la estructura edipiana. Esta estructura la estudiamos aquí como fundamentalmente lingüística.

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3.2. El trauma del abandono del padre

La división del sujeto, causa o repercusión de la pérdida del paraíso, constituye un primer trauma necesario, universal o antropológico, luego olvidado. Este olvido que le aparece a Subiela como un ‘pecado originario’ es la condición para entrar en la Historia. Insistimos en este término (condición) que significa a la vez determinación – la cual puede ser interpretada como condena – y posibilidad, que puede ser interpretada como salvación. Esta tensión, propia a la vez de la subjetividad y de la Historia, es exacerbada en los filmes de Subiela por una doble circunstancia individual e histórica: el abandono del padre y la Conquista pasada o la Dictadura recién acabada.

En sus dos películas, el abandono del padre aparece como un segundo trauma que consiste en volver a abrir el primero y asimismo revelar su existencia. Es así como el apocalipsis, individualizado por su asociación con el trauma personal del sujeto, es interpretado como un fin que nos recuerda la pérdida del paraíso. El trauma en tanto apertura, herida por la que filtra una verdad rechazada, se da como la cara negativa de la revelación que significa el apocalipsis: ésta consistiría en volver al pasado apocalíptico para poder interpretarlo como inevitable pérdida del ‘paraíso’ de la coincidencia con el significante, y seguir avanzando. En el ‘postapocalipsis’ al contrario, solo se puede ‘sobrevivir’ melancólicamente a un final que ya no está por delante sino en el pasado. Como le dice Estela a Roberto en Últimas…: ‘Somos una familia que nunca dejó de avanzar. Pero hacia atrás’. Los hijos sólo pueden retroceder hacia el final que representó para ellos el abandono de su padre, para repetirlo.

En esta perspectiva, el relato que hacen a Roberto Estela y José –cada uno a solas con él– de las ‘reapariciones’ episódicas de su padre y sus consiguientes ‘desapariciones’ constituiría una fabulación que respondería a una necesidad de repetir un acontecimiento no significado, no metaforizado. En sus repercusiones sobre el tiempo también, el apocalipsis se entiende aquí como trauma, en tanto que lo bloquea en un esquema repetitivo. De este tiempo bloqueado da cuenta también una secuencia en la que Estela, Mario y Roberto están mirando fotos de familia en el jardín. Algunas están cortadas; Estela explica que su madre cortó las partes en las que figuraba el padre. La imagen fija,

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presentada como una parada en el flujo de las imágenes en movimiento, marca un punto obsesivo, no integrado en una cadena lineal que debería unir la memoria al futuro desde el presente. Estas fotos en las cuales el padre ausente es convertido en un mero signo (un cuerpo sin cabeza, una sombra) cuyo ser queda en un fuera de campo inalcanzable son sintomáticas de un duelo que no pudo hacerse.

Habiendo aclarado qué significa el trauma al nivel temporal, examinemos ahora sus repercusiones sobre el lenguaje de los sujetos y su percepción del mundo; éstas se entienden en relación de oposición con el estatuto de los signos en la sociedad postapocalíptica.

3.3. Después de la dictadura: el Postapocalipsis o el mundo de la representación

El narrador de Últimas… retrata la vida en la sociedad neoliberal postdictatorial de esta forma: ‘Para mi esposa la vida era una obra de teatro. Para mí, una novela. Nuestras vidas no parecían ser otra cosa que una representación. Una representación que me estaba asfixiando. Decidí bajarme del escenario.’ Tanto Roberto que no conoció trauma como los hijos abandonados confunden realidad y ficción novelesca. Al observar la vida de la familia de Estela, Roberto pretende ‘recoger material’ para su novela. Pero pronto Roberto se da cuenta de que la vida supera la ficción, y la observación su imaginación (‘No quería imaginar esas vidas. Necesitaba observarlas’), mientras los personajes creen que la novela puede ayudarles a entender o actuar su historia. Es así como Claudio (Hugo Soto) le propone pagarle para que escriba episodios de su vida futura : ‘Usted es un escritor. Quizá pueda concebir para nosotros otra vida. […] Usted puede llevarnos hacia el final de esta novela que quiere escribir’. El aspirante escritor contesta señalando que ‘una cosa es la realidad, otra es la ficción’, pero cuando José a su vez le pide que escriba escenas de asaltos que él pueda actuar – ‘Vos tenés imaginación, pensá buenos afanos y nos salvamos todos’ –, acepta prestarse al juego, que llevará a la muerte de José.

Esta confusión entre vida y ficción que afecta tanto a Roberto como a Claudio y a José caracteriza la sociedad postdictatorial tal como la proyecta Subiela; en ella el signo se ha vuelto un instrumento vacío,

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sin referencia a un origen o un fundamento que le otorgue un valor. Sin embargo, en Últimas…, esa confusión resulta de dos posiciones distintas que son dos interpretaciones del apocalipsis. Por una parte, Roberto es consciente de la diferencia entre realidad y ficción, entre ser y lenguaje; la identificación entre las dos instancias a la que cede responde a un deseo de revelación de su papel redentor como escritor. Manifiesta un deseo de acordarse del paraíso perdido de la autenticidad, pero desde un mundo de la representación pura. El mito del apocalipsis designa entonces la ambición literaria de Roberto en la medida en la que actúa como ‘metáfora de la perspectiva privilegiada del protagonista’ (cf. Parkinson Zamora 16, a propósito de Cortázar) que aspira a ser, si no un artista visionario, por lo menos un intelectual responsable: alguien que busca en lo literario medios de salvación para la humanidad. El relato literario le aparece como la forma simbólica más apropiada para revelar el sentido de su vida y de la Historia. Por otra parte, la identificación de José y Pablo con la ficción da cuenta de su trauma que perturbó su relación con el lenguaje: para ellos, el apocalipsis es pasado y sufren sus consecuencias.

3.4. Repercusiones postapocalípticas: síntomas del trauma y alegorías de la dictadura

Roberto que se dice asfixiado por la representación que es su vida descubre, al conocer a Estela y su familia, signos e imágenes que escapan de la lógica metafórica del Mercado. Notemos que la metáfora no es aquí una mera figura de estilo; se vuelve una categoría semiológica que corresponde con una forma de actividad mental, opuesta a la metonimia:11 si ésta consiste en una relación real de contigüidad en el eje sintagmático, por metáfora se entiende al contrario una relación virtual de sustitución en el eje asociativo, paradigmático o sistemático. El predominio de uno de estos modelos caracteriza cada discurso, así como cada modo económico-social. Precisamente, nuestra lectura

11 Cf. Barthes (1971: 131–162) que retoma Saussure y Jakobson para definir los dos ejes del lenguaje.

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alegórica de las películas de Subiela sugiere que la metáfora designa tanto un proceso subjetivo íntimo –la metáfora paterna como entrada en lo simbólico o el lenguaje, entrada que funda la estructura del sujeto deseante– como un funcionamiento social, el del Mercado. El trauma / la dictadura revelan al sujeto / a la sociedad la pérdida inicial y olvidada o rechazada de un signo originario con el que se podían identificar completamente, en el que podían creerse unidos. El trauma / la dictadura revelan al sujeto / a la sociedad la vacuidad del símbolo, es decir que lo alegorizan, si, como lo escribe J. Larose, la alegoría es un símbolo que se está muriendo, un símbolo que ha perdido su fuerza simbólica:

Là où le symbole réunit et fait communiquer, l’allégorie disjoint. L’allégorisation, la dégradation du regard par quoi ‘tout devient allégorie’ [cita de Baudelaire], est l’opération qui consiste à saisir les objets dans leur impuissance symbolique. Au même instant, et d’une même prise, l’esprit aperçoit ce qui pourrait être le sens symbolique, le sens communiant et communicant, le sens poétique, enfin, des objets, et il voit que ce sens est perdu. Par conséquent, conclusion paradoxale mais logique: ‘L’objet frappé par l’intention allégorique […] est à la fois mis en pièces et conservé’ [cita de Benjamin] (Larose 10)

La ‘alegoría’ no es sólo aquí una confusión entre asunto privado y asunto público, entre lo particular y lo general, sino un signo desgarrado por una contradicción entre el deseo de figurar lo general y la imposibilidad de salir de lo particular. Relacionamos esos signos alegóricos tanto con la representación del sujeto como con la sociedad neoliberal. Los que descubre Roberto se entienden entonces a la vez como manifestaciones post-traumáticas y representaciones post-dictatoriales o representations of Post-Apocalypse, como lo analiza James Berger en su ensayo After the end:

Apocalypse and trauma are congruent ideas, for both refer to shatterings of existing structures of identity and language, and both effect their own erasures from memory and must be reconstructed by means of their traces, remains, survivors, and ghosts: their symptoms. Post-apocalyptic representations are simultaneously symptoms of historical traumas and attempts to work through them (Berger 19).

La primera vez que acompaña a Estela a su casa y que penetra en su mundo (cf. el tejadillo de la parada del bus como una puerta imaginaria) ésta le cuenta que el colectivo del que salen estaba lleno

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de tíos muertos que suelen recorrer la ciudad de esta forma. Le explica a Roberto: ‘Es su forma de recordar la vida, supongo. Pero si me ven se ponen cargosos. Empiezan a preguntarme por mamá, por los chicos, mis hermanos; si nos acordamos de ellos, y los caramelos que nos traían cada vez que venían de visita hace veinte años’. Esos fantasmas y cadáveres no enterrados que suben a los colectivos y persiguen a los vivos para que no los olviden se dejan leer como alegorías del pasado dictatorial. Según la definición de Avelar (a partir de Benjamin, cf. Avelar 2000a), son significantes puros, restos memoriales que el sujeto no ha podido sustituir asociándolos con otros significados; objetos que no han sido integrados en el proceso de metaforización del pasado que opera el Mercado. En otro texto, las define también como fragmentos que dan cuenta de una ‘imposibilidad de totalización cognitiva del mundo’ característica de una sensibilidad melancólica (Avelar 2000b: 213), asociada aquí con una percepción postapocalíptica del mundo.

La ciudad también está llena de niños abandonados por su padre, según lo explica José a Roberto: su padre se volvió a casar y se fue a vivir a una villa. Ahí tuvo muchos hijos, demasiados para poder darles de comer a todos:

De vez en cuando, agarraba uno de los pendejos de dos o tres años, y le decía que se iban a pasear. Entonces se tomaba un tren, o un subte, a la peor hora, cuando van repletos. Y cuando el pendejo se distraía, se bajaba y lo dejaba abandonado. […] ¿No es preferible afanar? […] Un día fuimos con Estelita al cine y digo que en el subte se puso a llorar como una loca porque sentía que la ciudad podría estar llena de hermanitos de ella perdidos, abandonados, y ‘Sí’, le dije, ‘¡ por donde mires están ellos. Los subtes están llenos, los trenes están llenos, las calles están llenas’!

Esa visión de una ciudad llena de huérfanos también se puede interpretar como un síntoma del trauma del que ha sufrido el hijo abandonado por su padre: éste, al irse, no permitió que se terminara el proceso de metaforización de los objetos y de los signos. El trauma implica entonces un estatuto distinto de los signos para el sujeto: son significantes puros, restos emergiendo de la etapa inicial de constitución subjetiva que solo parcialmente ha sido rechazada. Asimismo, la imagen sintomática de los huérfanos se ofrece como alegoría de una memoria postapocalíptica; ellos son restos significantes de un tiempo preapocalíptico rechazado, donde había un Padre.

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Por supuesto, podemos interpretar el tema paternal como una alusión a Perón que los Argentinos llama(ba)n ‘El Viejo’ y que aparece como figura paterna dentro del imaginario socio-histórico argentino, según lo reconoce el propio Subiela en una entrevista (citada en Manetti 114). Más generalmente, como lo explica Tzvi Tal en su estudio de El viaje (Solanas 1993), ‘la ausencia del Padre fue un fenómeno narrativo común en películas de principios de la globalización, que expresa el impacto cultural de la destrucción de los mecanismos estatales de seguridad social impuesto por los factores de poder económico mundial’ (Tal 2003). En esta perspectiva, la imagen paterna que encarna Perón es ‘simbólica de un nuevo Proyecto que reemplace al Nacionalismo populista y al Estado Nacional Benefactor, desarmado por la Globalización’ (ibid.).

Pero esta posible transposición alegórica (según el sentido común de la palabra) por parte del espectador no borra el valor alegórico (en el sentido postapocalíptico) que tiene la imagen para el personaje. La alegoría permite al espectador asociar un significado particular (los huérfanos, el padre) con otro significado general (los argentinos, Perón), pero al mismo tiempo manifiesta un bloqueo del sentido para el personaje, una imposibilidad de atribuir otro significado al significante que se contempla en su insoportable materialidad.

Pues en la alegoría se instaura una distancia entre la imagen concreta significante y la entidad abstracta significada. Particularmente significativa de esta relación con el lenguaje resulta la actitud de Claudio que tacha en la pared de su cuarto las palabras que no necesita más (por ejemplo: saber, esposa, tener). Cuando habla, marca pausas que traducen la ausencia de las palabras tachadas. Esta actitud que revela la dimensión material de la palabra manifiesta asimismo una identificación con el lenguaje: el personaje no acepta enunciar palabras que no correspondan con una expresión directa, transparente de su ser, o sea el sujeto de la enunciación. Este trastorno por el que el sujeto no integró el carácter esencialmente metafórico del lenguaje remite, otra vez, tanto a un trauma personal como a un drama histórico. Éste solo una vez es evocado explícitamente por Claudio: hablando con Roberto que le pregunta por sus estudios, evoca la Dictadura militar como un ‘apocalipsis’ por el que tuvo que dejar la carrera de filosofía en 77 y durante el que estuvo preso.

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También nos parecen sintomáticas del trauma de los personajes y alegóricas del apocalipsis pasado las imágenes cinematográficas que traducen literalmente la metáfora del naufragio. Efectivamente, el naufragio es a la vez una metáfora y una imagen literal. José se refiere al naufragio para designar metafóricamente la situación en la que les dejó su padre: ‘Mi viejo se [avisó] de que todo iba al carajo y dijo: “sálvese quién pueda”. Cuando empezó a hundirse el barco, gritó: “primero las mujeres y los niños y saltó él”’. Estela, por su parte, le explica a Roberto que el naufragio representa una amenaza real para la casa de su familia: una vez al año el río inunda la casa, pero la familia se queda ‘rezando para que el agua no llegue al techo’. Este relato que evoca un naufragio literal modifica el estatuto de la imagen y sugiere que el padre los dejó realmente flotando en el agua. Asimismo, se vincula con una secuencia muda en la que vemos a los miembros de la familia literalmente naufragados, derivando en el río sobre muebles flotando. Esta secuencia imaginaria termina con un plano que nos muestra a Roberto acostado en una cama, inmóvil, con traje negro, como si fuera un cadáver. No están representadas las catástrofes mismas (la destrucción de la casa, el abandono del padre, la muerte de Roberto), sino lo que les sucede: imágenes ‘postapocalípticas’ superrealistas, alegóricas en su literalidad que remite a la materialidad del significante, sintomáticas del trauma de los personajes.

Las palabras no ilustradas por imágenes por una parte, y las imágenes no comentadas por palabras por otra, valen entonces como alegorías del apocalipsis pasado. Surgen como elementos extraños, heterogéneos dentro del relato verbal de la voz en off, que, apoyado por la música, parece guiar, explicar las imágenes en el resto de la película. Si en el relato entero de Últimas… se puede ver una alegoría en el sentido que le da Tzvi Tal: una forma discursiva que manifiesta una tensión entre un deseo de dar una significación global a la colectividad social y una conciencia de la imposibilidad de lograrlo, el recurso estético que más lo permite es precisamente ese conflicto entre la voz en off que pretende dominar el relato y reducir las imágenes a ser meras ilustraciones, y las imágenes que al mismo tiempo que traducen visualmente el relato oral, obligan a cuestionar el sentido literal de las palabras y del discurso.

En La conquista…, Pablo busca las raíces de su identidad; en Últimas…, Roberto busca explícitamente ‘la salvación’. Una mirada en

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paralelo de las dos películas permite entender la revelación apocalíptica de lo que sería esta salvación como una recuperación de su identidad primordial auténtica, pero desde la aceptación de la irremediable distancia del sujeto respecto al enunciado (el lenguaje, el relato, la escritura); la recuperación no es una mera repetición melancólica, post-traumática, de la coincidencia inicial proyectada en un paraíso irremediablemente pasado, sino una realización de sí mismo a través de la reproducción en el sentido de filiación. El relato mismo sólo adquiere y da sentido en tanto que transmisión de padre a hijo.

4. Narración, paternidad y salvación

El sentido de la Historia después de la pérdida del paraíso por una parte, y del apocalipsis por otra, se repercute, al nivel narrativo, en la construcción de los relatos fílmicos y en su puesta en escena del relato literario. Comparemos pues las estructuras de las dos películas, a partir de la relación entre sus principios y sus finales.

4.1. Estructura abierta de ‘La conquista...’: la búsqueda identitaria

Al final de La conquista.., Pablo viaja a la ciudad con la intención de arreglar algunas cosas antes de volver para siempre a Misiones con Iracema, que está embarazada. Pero el protagonista se queda en la ciudad y abandona a su familia, reproduciendo la actitud de su padre y asimismo el modelo colonial de la familia acéfala.

Ahora bien, el relato sólo puede ser narrado desde su final que corresponde con la revelación de que la salvación está en la familia, o sea en la transmisión, la reproducción de la Historia. La paternidad metafórica de un relato requiere, supone la paternidad real de un hijo. Por eso es la voz en off de Joao la que cuenta la historia de Pablo en La conquista…: fue él quien se quedó a vivir con Iracema, convirtiéndose en el abuelo del niño. Joao, que había abierto la película declarando: ‘Yo necesito tiempo para poder acordarme de todo’, termina su relato en la penúltima secuencia de la película: ‘Cuando pienso en él [Pablo],

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me da lástima. Debe de estar allá muy solo. Y yo gracias a él tuve la oportunidad de tener una familia. Y supe que era inmortal’. Mientras tanto, se alternan planos que muestran a Pablo en traje gris y cara triste en una reunión de trabajo, con otros de Iracema jugando y riendo con su hijito en la cama, imagen estereotípica de la felicidad. Sin embargo, la película no termina allí; a la voz de Joao sucede la de Pablo mientras lo vemos caminar solo en calles, escribir en un café o en su cuarto:

Empiezo a reconocer con tristeza que pertenezco a otra parte. Que aquel paraíso no fue hecho para mí. Me perderé los sabores dulces que destila esta parte del mundo […]. Nací entre dos mundos. Pero presiento que todo cuanto puedo llegar a saber, a ser, es a partir de ése que parece empezar allí. Deberé encontrar mi forma de entrar en él. Más al sur hace tanto frío.

Esta toma de conciencia verbal responde a la secuencia muda de los créditos iniciales de La conquista… que seguía al prólogo de Joao. Ésta parecía introducir una bipolarización ciudad-selva, alternando imágenes de las calles de Buenos Aires que estaba recorriendo Pablo en su coche con imágenes de la selva misionera. Pero examinémosla mejor: se ve a Pablo dirigiéndose en el parking hacia la salida, y el plano siguiente muestra en contrapicado las ramas de los árboles que esconden el cielo. Es el primer plano que vemos del exterior y es allí donde aparece el título de la película: de entrada, La conquista del paraíso se asocia con un viaje fuera de la ciudad. La voz de Milton Nascimento cantando melodías de Bach, mezclada con gritos de animales, le otorga un carácter sagrado a la ruta de tierra rodeada de árboles. Volvemos al coche que avanza hacia la luz en un túnel, pero la luz que aparece efectivamente en el plano siguiente se refleja en el agua de un río selvático: hemos saltado a otro espacio, o descubierto otra dimensión del mismo lugar. Nos parece que más allá de una mera oposición entre ciudad y selva, esta yuxtaposición de espacios invita a encontrar, recordar, sentir la selva desde o en la ciudad misma. Acabamos de escuchar a Joao afirmar en el prólogo que, por ser de madre brasileña y padre argentino que ‘nunca se pusieron de acuerdo si [él] había nacido de este lado, o de aquel otro’, es ‘internacional’.

El epílogo de Pablo entra en eco a la vez con esas imágenes que entremezclan ciudad y selva y con el prólogo de Joao. El relato fílmico se termina abriendo un espacio nuevo a la vocación literaria

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del personaje. La literatura, primero fantasmada como coincidencia con la naturaleza y lo corporal, se demarca de la selva para situarse en un entre dos lugares, entre la pulsión y la razón, entre la selva y la ciudad. La escritura se sustituye al viaje tratado como errancia, pero ambos valen como metáforas de una búsqueda identitaria. Esta búsqueda errática como condición de la identidad expresada por el tema del viaje caracteriza no sólo las películas de Subiela, sino también, como lo analiza R. Manetti, buena parte del cine de autor argentino de los ochenta:

El tema del viaje es para los realizadores del cine argentino el camino posible para hallar una identidad escindida entre dos mundos: norte y sur, campo y ciudad, noche y día, Buenos Aires y el interior, América y Europa. Los personajes que cuentan estas historias son errantes permanentes en la búsqueda de saber quiénes son y a qué lugar pertenecen. Han sido expulsados de un paraíso y vagan en busca de la tierra prometida.(114)

La situación de Pablo y del pueblo argentino-latinoamericano entre dos mundos, a la vez que reproduce el modelo colonial de la familia mestiza abandonada por su padre, es también una metáfora de la condición general del hombre, siempre en tensión entre deseo de fusión y distancia consigo mismo, entre sentir y pensar. Este movimiento, que se manifiesta paradigmáticamente en su relación con el lenguaje y con la Historia, está expresado en la estructura misma de la película que instala un diálogo entre las voces de Joao y Pablo.

4.2. Estructura cerrada de ‘Últimas...’: la pequeña salvación

El apocalipsis marca el final de este movimiento. En el Mercado postapocalíptico, Roberto sigue esperando una revelación que, como era el caso para los escritores del boom, postula el poder salvador de la literatura. Pero el apocalipsis ya tuvo lugar: la revelación postapocalíptica consiste entonces en aceptar que no hay salvación en la literatura, en renunciar a escribir esa novela con la que soñaba. En cambio, la película entera se presenta como el relato oral que le hace a su hijo. La única salvación posible estaría en este relato transmitido por el cine.

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Últimas… presenta una estructura narrativa parecida a la de La conquista…, encuadrada por un prólogo y un epílogo en los cuales aparece, esta vez, el mismo narrador en el mismo jardín bajo el mismo árbol. En el prólogo, miraba a la cámara –como si se dirigiera al espectador– diciendo: ‘Quiero contarte parte de mi vida, porque tiene que ver con vos; porque no sé si más adelante voy a tener ganas de contarte.’ En el epílogo, descubrimos a quién dirigía esta historia: a un bebé, su hijo.

[planos/contraplanos entre Roberto y el bebé] El error, durante todo ese tiempo, fue buscar la gran salvación. No existe. No existen las grandes salvaciones. Algún día lo sabrás. Quizá, si existe alguna, sólo se trate de pequeñas salvaciones, como vos, o como tu madre. No me mires así, como si te estuviera diciendo estupideces. ... Yo sé que ahora a vos estas cosas no te interesan. Estás en el paraíso. [Roberto camina hacia el fondo del plano, llevando a su espalda al bebé] Pero te van a echar, hijo, te van a echar. […]

El bebé que lleva a sus espaldas tiene los brazos extendidos, pareciéndose a Cristo en la cruz: el plano presenta al niño como un pequeño salvador y la infancia, como el paraíso. Su pérdida traumatiza al sujeto (Pablo en La conquista…; Claudio y José en Últimas…) que, creyéndose condenado a ‘sobrevivir’ busca una revelación que lo devuelva a la verdadera vida. Pero la revelación de la salvación que significaría el apocalipsis está en el acto de contar, metaforizado como paternidad. Al ser padre, Roberto descubre que lo que proyectaba como apocalipsis en su identificación con el papel del escritor-salvador tan sólo era una pérdida del paraíso de la espontaneidad. Encuentra en la enunciación de un relato la salida de un deseo de coincidencia originaria con el enunciado que lo mantenía en la melancolía, y la Historia es provista de sentido por el hecho de ser transmitida.

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Películas analizadas

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Representaciones del fin del mundo, de Lautréamont a nuestros contemporáneos

Jean-Marie Delmaire, en su estudio dedicado al mito del Apocalipsis en la cultura judeocristiana (13–24), retraza los motivos de un hipertexto bíblico que se expande por otras culturas y muchos tipos de escritura y comprueba que, en lugar de proponer una literatura o género literario, conviene hablar de motivos apocalípticos. La característica que se repite es la de una mirada particular, descentrada con respecto al mundo o contexto representado, que conduce la palabra para que revele otras realidades posibles y, paralelamente permita juzgar las acciones del hombre. Esta mirada subraya el poder de resistencia que encierra la palabra, su capacidad para convocar una voz que perdura como autoridad a través de los tiempos y a la que se consulta cuando se trata de juzgar excesos, cada vez que la Historia se para, adolece de diferendos mayores, pierde su rumbo ante la acción de conciencias descarriadas. Con Robert L. Webb (17) y Jean-Marie Delmaire consideraremos que esta mirada apocalíptica, que no conforma una literatura en sí remite, sin embargo, a una serie de escritos que manejan motivos escatológicos como la referencia a los orígenes, la resurrección u otras formas de sobrevida (la idea de que, después de la catástrofe, la vida va a recomenzar), la cuestión de la sentencia que se acompaña, en general, de la profecía ex eventu, y la profecía en sí que relata persecuciones, pruebas y otros desastres escatológicos que se saldarán al final del ciclo relatado, con el Juicio Final.

En el caso de la literatura moderna, los motivos apocalípticos se multiplican en obras de escritores que se califican como visionarios, cuyo discurso se enlaza con la pérdida de horizonte ante catástrofes de talla, momentos vividos por toda una comunidad o por un sujeto perseguido.

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Probablemente sea en Montevideo, en las márgenes orientales del Plata, que irrumpe la conciencia desdichada del imaginario apocalíptico latinoamericano. A fines del siglo XIX, las visiones de Isidore Ducasse, Comte de Lautréamont (1846–1870), revelan la mirada descentrada y profundamente profética con la que Maldoror escudriña, descifra y enjuicia en Los Cantos los desmanes de esta sociedad. Con fórmulas escatológicas, difíciles de descifrar algunas de ellas, el poeta denuncia los poderes del dinero y el poder teologal, la mediocridad, el egoísmo, la debilidad y la vulgaridad humanas. Los Cantos de Maldoror se insurgen también contra la falta de lucidez de los hombres: ‘Mi poesía, dice Lautréamont con tono profético, tendrá como objeto atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante carroña’ (Canto II, 4).1

El juego de la paradoja y la utilización constante de la metonimia revelan en Los Cantos de Maldoror la conciencia de un hombre maduro en los escritos de un joven que va a morir a los 24 años. Sus visiones expresan con autoridad la emergencia de una voz profética, fruto de una mirada que nos interesa estudiar en este trabajo. Su mirada profética perfora superficies, sirve de instrumento para adivinar lo que está mas allá de los limites de lo humano; puede plantear también la salvación, no en sentido religioso sino la que se expresa en todo acto de resistencia. En Los cantos de Maldoror la mirada del yo poético se sumerge como monstruo marino en las profundidades del océano o lo lleva a dar vueltas en las alturas, como un insecto, o a arrastrarse como un gusano gigante capaz de atravesar tiempos y espacios. Lautréamont utiliza dos enfoques, por lo arriba o por lo abajo, lo que le permite delinear e interpretar, de manera proteica, el objeto tratado.

Comprobamos que las imágenes y las visiones apocalípticas a la manera de Lautréamont son ante todo una cuestión de mirada y de la palabra guiada por ella, que se ejerce con autoridad. Para enfocar males y desastres y predecir sus consecuencias, esta mirada se focaliza en zonas misteriosas donde reina la ausencia de norma. El poder de la imaginación sitúa y dirige el discurso hacia un lugar apartado, lejano,

1 Lautréamont publica el Primer Canto de Les Chants de Maldoror en Paris, en 1868.

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lugar recóndito, a menudo nocturno y alarmante. Este tipo de enfoque, como un pantógrafo, permite optar por esas dos perspectivas citadas antes, que se vuelven complementarias: por lo alto (para producir un efecto de aumento de la superficie abarcada) o por lo bajo (para reducir o concentrarse sobre un punto). Ambas tomas contribuyen a sondear el misterio, a revelarlo. Revelar, dice Lautréamont, es encender ‘los recovecos oscuros y las fibras secretas de las conciencias’.

El lenguaje de estos Cantos, hecho de fórmulas escatológicas estridentes, denuncia un tipo de sociedad movida por las convenciones sociales y juegos de apariencia. Maldoror compara los efectos de su poética a las sacudidas de un profundo y violento océano y desea que tenga sus consecuencias; su tarea consiste en arrasar los viejos prejuicios. Paralelamente, Los Cantos rebasan de melancolía, el sujeto se siente extraño, exiliado y expulsado en un presente incierto y añora una vida anterior de la que lo alejaron violentamente. Ese mal/dolor de vivir se acerca, como cifra escondida, al nombre que inventa el escritor para su sujeto de escritura, y evoca la otra cara adoptada por el autor para esconder su nombre (el profundo l’autre-mont en lugar de la feliz ducasse, derivado de dédicace del viejo francés, nombre de un tipo de fiesta popular en el Norte de Francia y en Bélgica). Este nombre y el del personaje, Maldoror, dan indicaciones también de una experiencia anterior a la francesa, en Montevideo. Ese Autre de soi-même se vierte, paradójico, en los Cantos, entre vivencias de una adolescencia en colegios de pupilos de Tarbes y de Pau y trae a la escena del canto, recuerdos montevideanos. Sucesivas experiencias dolorosas están, seguramente, en el origen de la mirada profética, instrumento de análisis que da lugar al discurso de este poeta maldito que tuvo tanta influencia en la poesía desde finales del siglo XIX.

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El ángel caído

En el bestiario de Maldoror2 reina un gusano grande como una casa, figura fantástica cuya luz, metáfora de una mirada penetrante, inteligente, permite predecir, entre otras cosas, la muerte misma del autor: ‘Aquí yace un adolescente que murió de sus pulmones: ya sabéis por qué. No roguéis por él’ (Canto 1, 7). La posibilidad de verse muerto, de verse otro en la escritura, disociado para siempre del cuerpo del autor, de convertirse en el cuerpo de la obra el Otro de sí mismo, visto desde afuera, acentúa el poder de la mirada como gesto literario. Con la materialización de la mirada –instrumento de distanciamiento–, que funciona independientemente del cuerpo humano (ya muerto), la voz poética penetra en zonas a priori inaccesibles o prohibidas. Esta mirada, instrumento de composición que trata la descomposición del autor en la obra es uno de los motivos del discurso apocalíptico de Lautréamont que deja claras filiaciones en otros artistas y escritores. Lo que queda como tal es la palabra que interroga pasado y presente, una construcción poética que profetiza el mal y construye los seis Cantos ‘con mirada de ángel’ (Canto 2, 8) para dar lugar al grito penetrante que atraviesa la obra como grito de una conciencia rebelde.

El grito de Maldoror se trenza, en efecto, con los más altos gritos expresados por el arte y el pensamiento moderno; parece resonar en el pensamiento filosófico de su contemporáneo, F. Nietzsche, en El canto de la tierra (1908) de Mahler, en la obra de L.F. Céline, en los deshilachados personajes de Virginia Woolf, en los rostros deformados de Francis Bacon. La obra de Lautréamont abre la brecha a esta subjetividad variable en sus modos de expresión que, constantemente, explora lo encubierto con claves escatológicas y da libre curso a la rebelión de las ideas con que se resiste a las imposiciones del mundo mercantilista proponiendo una fuga en busca de la pureza de la forma en la expresión de un advenimiento (un nuevo mundo a venir). La voz de Los Cantos de Maldoror y las que se expresan en estas otras manifestaciones artísticas generan representaciones que parecen salidas

2 Para el estudio del bestiario en Los Cantos de Maldoror, véanse los estudios de Bachelard y de Yelin.

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de los confines del Leviatán:3 desmantelan todo precario andamiaje intelectual y buscan provocar molestia, hasta rechazo, en el receptor (lector/espectador).

Ángel Rama (7) ubica a Lautréamont al comienzo de una filiación de ‘raros’ de la literatura uruguaya. Ese país pequeño y mesocrático fue normalizado de manera drástica para hacer, en poco tiempo, de cada emigrante un uruguayo 100 %. Pero la literatura muestra las fisuras de este proceso, las manifestaciones artísticas y la producción cultural en general, permiten percibir esa necesidad de respirar fuera del canon impuesto, de escapar a la norma para comprender lo que sucede más allá de todo conformismo. Es en la literatura que el mundo se lee según otras claves. Muchos escritores nacidos en Uruguay pueden leerse en clave apocalíptica.4 Nos detendremos rápidamente en dos escritores uruguayos que se sitúan en esta ‘línea de sombra’ que comienza con la obra de Lautréamont para expresar ‘el principio del fin de todas las ilusiones’ (Canto 2, 8), y un sentimiento de asfixia que emerge con la sociedad levítica de los tiempos modernos. Trataremos la obra de la poetisa Sara de Ibáñez (1909–1974), en particular dos de sus poemarios, La batalla (1967) y Apocalipsis XX (1970), y la obra testimonio de Carlos Liscano (1949), poeta, novelista, dramaturgo y periodista, que escribió El furgón de los locos (2001), como el resto de su obra, después de la experiencia de la tortura que vivió durante los quince años en la cárcel. Analizaremos estas obras como marco de un proceso social y político que marca el imaginario cultural uruguayo, el antes y después de la dictadura, el país como antecámara de la muerte para muchas

3 Leviatán, uno de los monstruos del banquete del Apocalipsis, ya aparece evocado en el Antiguo Testamento, en particular, en el Libro de Job (3: 8, 40 :25), véase Jean-Marie Delmaire (1992), que estudia la arqueología de la noción de Apocalipsis y permite comprender la construcción del hipertexto bíblico en base a sus diferentes recurrencias, relatadas por Isaís, Zacarías, Juan.

4 Se podrían situar en la línea de la mirada propuesta por Lautréamont, sin que por ello se asemejen notoriamente, la obra de autores tan diferentes como Julio Herrera y Reissig, Felisberto Hernández, Sara de Ibáñez, Juan Carlos Onetti, Armonía Somers, Marosa di Giorgio, Mario Levrero, Juan Carlos Mondragón, Carlos Liscano, Daniel Mella, Sofi Richero, con una literatura que parece extrañarse de sí misma al tiempo que revela las aberraciones del mundo.

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personas, la cárcel y la tortura como prácticas sistemáticas para borrar al que se opone a la Razón de Estado, la escritura como resistencia a los males de la sociedad. Quisiéramos mostrar que estas dos obras funcionan en la historia cultural del Uruguay como dos mojones de memoria que alertan, aunque con modalidades poéticas muy diferentes, sobre las consecuencias de la quiebra que producen los abusos cometidos por los que detentan el poder e imponen una ideología basada en el aniquilamiento del otro y que se justifica por razones de Estado.

El atalaya

Pablo Neruda, en su Prólogo a Canto (1940),5 califica a Sara de Ibáñez ‘grande, excepcional y cruel poeta’ que recoge de Sor Juana Inés de la Cruz ‘un depósito hasta ahora perdido, el del arrebato sometido al rigor’. Entre los temas recurrentes de la poesía de Sara de Ibáñez, a lo largo de treinta años de actividad poética, junto al verso que construye la trayectoria de la voz de la mujer poeta y los poemas dedicados a la conmemoración de la patria, Canto a Montevideo (1941) y Artigas (1952), se sitúa su constante reflexión sobre los efectos del mal, sobre los excesos que se cometieron en el siglo XX, en particular, las consecuencias desgraciadas de la 2ª Guerra Mundial.6 Por eso, Pablo Neruda saluda, en el mismo Prólogo, ‘unas poderosas manos de mujer uruguaya levantan hoy la vieja, temible y sangrienta rosa de la poesía, en esta claroscura hora crepuscular del mundo’.

La mirada visionaria de Sara de Ibáñez predomina en sus últimos poemas, recogidos en La batalla (1967) y Apocalipsis XX (1970). En

5 Pablo Neruda escribe el ‘Prólogo’ de Canto, primer libro de poemas de Sara de Ibáñez. En ese texto, el poeta chileno sitúa esta poesía dentro de la filiación abierta, en el siglo XIX, por Lautréamont, Herrera y Reissig y Delmira Agustini.

6 Sara de Ibáñez, en Hora ciega, convoca imágenes de duelo para responder a la barbarie que representa la escena apocalíptica de la Segunda Guerra Mundial: ‘Luto para la rosa… /Luto para la abeja… /Luto para la rama… /Porque llegó la hora… /Cayó la bestia pura; /su dócil sangre aun en los aires canta/y de su blanca hondura/temblando se levanta / y otra vez en el musgo hunde su planta…’.

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estos dos poemarios la voz poética ataca claramente las guerras del momento enfrentando, en particular, la política imperialista de Estados Unidos y los horrores cometidos en Vietnam. Sin embargo, entre las quejas que pronuncia la figura del Atalaya, en quien se representa al poeta en el poema que abre La batalla, no podemos dejar de leer los signos premonitorios de los cambios de sociedad que se estaban procesando, por esos mismos años, en el Río de la Plata y que llevarían a la escena nacional la violencia que se generaliza unos años más tarde. El yo poético se ve desamparado, único capaz de adelantar ‘con su canto vivo hasta quebrarse en ascuas’ la tragedia que se aproxima. Pero a diferencia de los Libros proféticos que reúne la Biblia, al cumplirse con la palabra profética, la misión de hablar a la comunidad no llega con el enviado de Dios, sino que éste está solo, como en el poema de Lautréamont, ignorado por Dios y alejado de él: ‘donde se quedó solo, de espaldas al amor de Dios, el hombre’ (‘Visión III’, Apocalipsis XX: 15).

Las imágenes de Sara de Ibáñez conversan, en estos dos poemarios, con varios hipotextos, en particular con el Libro de Isaías, Apocalipsis de Juan, y Los Cantos de Maldoror. Como en Los Cantos de Maldoror, la voz se representa desposeída, separada de su cuerpo. Distante tanto con respecto a Dios como a la escena de horrores que denuncia, apartada en lo alto de un muro donde la han abandonado, actúa con la mirada que censura y disemina su queja dolorida con la forma de brillantes endecasílabos. El tono es el de la denuncia contra las aberraciones de este mundo:

Sobre este muro frío me han dejadocon la sombra ceñida a la gargantadonde oprime sus brotes de tormentaun canto vivo hasta quebrarse en ascuas.Yo aquí mientras el sueño los despojay en sueños comen su mentida bayapara erguirse en las venas de la aurorapábulo gris de su sonrisa vana;yo aquí mientras los sabios inocentesy los tranquilos de crujiente casadurmiendo abajo, y aprendiendo el fríode sus angostos mármoles descansan;yo aquí volteado por el viento negro

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que el olor de la noche desampara,los cabellos fundidos en raícesque van abriendo turbulentas lamas;yo solo entre planetas condenadosque en busca de sus huesos se desmandan–la edad del mundo en esta pobre sangreque entre las quiebras de su historia clama–yo aquí turbado por la paz bravíaque con sagaces témpanos me aplaca,sintiendo entre las médulas ausentesel duro frenesí de las espadas;yo aquí velando, los desiertos ojosquemado por el soplo de la nada,las negras naves y los negros camposvacíos de sus oros y sus lacras.Yo aquí temblando en la vigilia ciegarodeado por un sueño de cien alas,vestido por mi llanto me arrodillomientras vuela mi sangre en nieve airada.

Sobre este muro frío me recobran. Oigo el rumor de los medidos pasos.Canta la noche en fuga por mi muerte,y el alma sale de mi rostro blanco.7

‘El atalaya’ construido por un yo iterativo es la figura que toma la palabra en este primer poema de La batalla y que recorre territorios inmensos y tiempos (pasados y presentes) con la mirada puesta mas allá de la muerte (como en Los Cantos de Maldoror). La figura del sujeto solitario que avizora y descubre, a lo lejos, las pesadumbres que le tocarán vivir a él y a su entorno (la comunidad) anuncia la función primordial de la voz que está presente en los poemas de Sara de Ibáñez desde los 60. En La batalla el atalaya es la sombra de los vivos; en la frontera entre la vida y la muerte, yace sobre un ‘muro frío’, imagen dramática del pasaje al más allá. En cambio, en Apocalipsis XX, imagen del siglo XX, el yo se sitúa en el fin del mundo, más allá de esa ‘edad del mundo […] que entre las quiebras de su historia clama’ anunciada en ‘El atalaya’ (La batalla: 7).

7 ‘El atalaya’, primer poema de La batalla.

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Apocalipsis XX se compone de treinta y un poemas, la mayoría llevan como título el nombre de ‘Visión’ (numeradas de I a XXI). Estos poemas tienen otros intercalados que llevan también como título nombres que se repiten: ‘Letanía’ (son tres: ‘Letanía de la verdad’, ‘Letanía de la Libertad’, ‘Letanía del Olvido’), ‘Apóstrofe’ (son cuatro: I, II, III, IV) y ‘Castigos’ (el nombre se enuncia en plural en cada título y son, en total, cuatro poemas). Cada poema se compone de una ‘visión’ apocalíptica y los ‘castigos’ se suceden al final del poemario; en cada caso, el poema está precedido de un número escrito en cifras romanas, pero las series de visiones, letanías, y apóstrofes se mezclan de diferentes maneras, desembocando todas en los castigos. Esas repeticiones funcionan como círculos concéntricos, y remiten a contenidos del hipotexto bíblico (Libro de Isaías y Apocalipis) y a la poesía de Lautréamont. Cada visión representa una escena depravada o de degradación, llevada a cabo por las grandes cohortes que rodean a sátrapas de los tiempos modernos como el rey representado ‘en su trono de estiércol’ en la ‘Visión XX’ (69), espejo del siglo que recorre la voz poética:

En su trono de estiércol un rey está sentado el agrio bordoneo de las moscas le ciñe la cabeza en negro rayo.

Sobre el trono de estiércol crece una hirsuta sombra de payasoy un torrente feroz de cascabelesaplasta los jardines y los campos.

Verde veneno saltade los hinchados labiosy un aliento de pólvora sumergelas olorosas crestas del verano.

Pigmeos diligentes tañen melosas cítaras de estaño.La sucia historia encuentra su sonoro sepulcro cortesano...

La ‘Visión I’ representa la figura del Leviatán, cuya acción domina en estos poemas: ‘el cuerpo del monstruo fulmíneo llenaba el espacio/

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como un pez que se hubiese tragado la mar’; la ‘Visión II’ da cuenta del grito de horror que producen las calamidades en que está sumido el mundo y la ‘Visión XX’ que acabamos de citar, designa y vuelve a trazar la figura del poder responsable de estos excesos. En la última parte del poemario, situada en un tiempo a-venir, se postulan los castigos que recibirán esos ‘pigmeos diligentes de la sucia historia’, representados como ‘enmascarados eternos’ (‘Castigos II’: 85), juzgados, en ‘grave recinto’, por un ángel que refleja los rostros enmascarados de los siervos que han participado en los horrores de la guerra, en ‘un espejo como hoguera de agua’ (imagen que mezcla los elementos y remite a la violenta inversión final, necesaria para que las cosas tomen otro cauce). Se utiliza en ese poema la expresión ‘rostro y máscara soldados’; el participio ‘soldados’ en el sentido de fundidos en y por la máscara ‘a fuego y sangre’, remite también a la soldadesca. La figura del sátrapa metaforiza el poder corrupto y abusivo, rodeado por servidores diligentes que llevan a cabo sus órdenes.

Un lector de nuestro tiempo no puede dejar de relacionar estas imágenes con lo que sucedió en la década de los 70. Estas visiones de Sara de Ibáñez pueden definirse como premonitorias, sobre todo cuando se analizan los retratos individuales y colectivos de mujeres que son víctimas de esta ‘sucia historia’ y que toman a su cargo la acción contra la injusticia.

Diferentes poemas se centran en figuras femeninas. Para expresar el diferendo,8 a nivel familiar y colectivo, entre la comunidad que sufre y los dirigentes de esa ‘sucia historia’, la figura de Electra se impone a Sara de Ibáñez. La ‘Visión XV’ (51) se dedica a la hija de Agamenón y Clitemnestra, símbolo del espíritu de protesta. La poetisa reelabora con imagen esperpéntica a la hermana de Orestes que sigue empeñada en dar a conocer la verdad (el asesinato de su padre por su madre y Egisto, su tío padrastro). En el poema Electra ladra, refracta y refleja

8 ‘Diferendo’ es la noción que reelabora Jean-François Lyotard (1984) para tratar de comprender lo que la historia y el juicio de los responsables no ha podido resolver después del Holocausto. Su discurso es una respuesta a cómo se construye el pensamiento negacionista. A pesar de juicios y sentencias, el ‘diferendo’ es lo que queda y expresa la imposible resolución del conflicto en la conciencia de las víctimas y de las familias de los desaparecidos.

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los horrores que aparecen metaforizados por los colores en un juego de sinestesias. Sentada en un arco iris (imagen de la apertura de un tiempo de Apocalipsis que marca la mediación entre el cielo y la tierra), como un ángel caído, se expresa con un grito inhumano y una mirada atravesada por la ira en el momento que descubre, visionaria, más allá de lo perceptible, la verdad del crimen:

Electra entre alaridos, come un gajo del irissentada en la espiral del torbellino;mastica las espinas del índigo irritado,la flor del amarillo mancha su boca airada,las bayas encendidas del azul saborea,la piel del rosa engulle, sobre el licor del verde.Se eriza su violentalívida caballera de medusa, zarzal de la ponzoña coronado de lenguas bifurcadas;…Pero los ojos, ¡ay!, los duros ojoscortados en la almendra de la ira,rayos de hirsuta fuente,traspasan la convulsa enredaderay cuajan la inocente, abierta sangre…

La imagen de Electra-medusa, los cabellos erizados de furia, su mirada cortada por la ira, acentúa la firme oposición que caracteriza al personaje legendario, para simbolizar no solamente la voluntad de venganza a nivel familiar, sino la desobediencia a la autoridad que usurpa el poder que gobierna la ciudad.

Por fin, presentaré, antes de cerrar este rápido recorrido por la poesía de Sara de Ibáñez, la ‘Visión XVIII’ (57) dedicada a la figura de las madres:

Las madres allí están, desde allí miranlas polvorientas, las hundidas madres,secas fuentes del hijo,los vientres desfondados,los arrugados muslos como perlas marchitas,largos lirios quemados por las lágrimasen un aire que gime como los moribundos,aire que huele a la perdida sangreen que los hijos nadan

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antes de entrar en el combate de oro,cuando estrenen su casa de tembloresvistiendo el tenebrosoropaje del perfecto paraíso.Sollozan con un torpe sollozo de cenizamirando siemprehacia un remoto cielo de agrias lluvias,hacia las sementeras del otoñodonde los ojos de los hijos caen.Allí crujen y oran y se aprietancomo gavilla de ángeles sin sueño

Este poema se acerca a las madres excedidas por el dolor de la pérdida; construido por un lento movimiento concebido con versos largos, mayoritariamente endecasílabos y alejandrinos, la prosodia acompaña la expresión de la pena. La poesía cumple así con una de sus más conocidas funciones, denunciar el mal y enjuiciarlo. Lo constata la voz de una poetisa desde las aparentemente apacibles praderas del Plata; basada en los horrores de un pasado reciente, la guerra del Vietnam, parece adelantarse y retrazar, ad eventum, la inminencia de un nuevo drama que se manifestará en el sur de América, desde los años 70: la historia de los desaparecidos, la tortura y la respuesta popular a un sistema masivo de represión, en el que participaron activamente las Madres.

La bestia humana

La práctica de la tortura designa la ignominia de una política basada en la exterminación sistemática del otro (enemigo de clase o político). La visión que da Carlos Liscano en El furgón de los locos (2001) de la tortura se sitúa en el registro del discurso autobiográfico. Relata lo que le tocó vivir y, con un gesto metadiscursivo, el trabajo de escritura que le permitió sobrevivir:

Hace días que estoy en un cuartel del Ejército, encapuchado hasta los hombros; el pantalón, la camiseta, el calzoncillo, los zapatos empapados. Tengo 23 años. No sé qué día ni qué hora es. Sé que es de noche, tarde. Acaban de traerme de la sala

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de tortura, que está en la planta baja, bajando la escalera, doblando a la izquierda. Se oyen gritos, un torturado, otro, y otro, toda la noche. No pienso en nada. O pienso en mi cuerpo. No lo pienso: siento mi cuerpo. Está sucio, golpeado, cansado, huele mal, tiene sueño, hambre. En este momento en el mundo somos mi cuerpo y yo. No me lo digo así, pero lo sé: no hay nadie más que nosotros dos. Pasarán muchos años, casi treinta antes de que pueda decirme qué es lo que siento. No decirme ‘qué se siente’ sino qué sentimos él y yo.9

La necesidad de escribir sobreviene a la experiencia extrema, que se confunde con el sentimiento de irrealidad, y deja la impresión de división del ser que ha sobrevivido a la experiencia de la tortura. La escritura surge inevitablemente después de la tortura, en un momento aparte, posterior al acto. Sin embargo, la focalización utilizada pone en escena con lucidez el acto de tortura en el espacio de la representación. Carlos Liscano logra el efecto de opresión vivida sirviéndose del procedimiento de la mirada interior y de la repetición obsesiva, de la variación, en varias secuencias del relato, sobre un mismo tema, para contar in extenso la experiencia del sujeto que estuvo al borde de la muerte. Pero, sobretodo, explica cómo perdura con el tiempo (‘casi treinta …’) esta sensación de incomprensión de sí mismo y el distanciamiento que se opera en él con respecto a su cuerpo. El sentimiento de inquietante extrañeza surge ante lo insoportable de haber superado la tortura y se manifiesta como división del ser (sujeto pensante /cuerpo sufriendo). El sujeto se observa y se recuerda dividido y logra dar, en la escritura, el sentimiento de no reconocimiento de sí mismo; el torturado no reconoce como suyo el (su) cuerpo dolorido, maloliente, tirado como un perro en el suelo después que lo sacan del tacho de la tortura, destrozado y con pocas fuerzas para volver a respirar.

La mirada de Liscano es interior y acompaña un recorrido por zonas bajas. No hay otro horizonte posible para el torturado; por eso su mirada adopta esta focalización que parece que se arrastra como el cuerpo por los corredores inmundos de la prisión. El sujeto de la narración se representa con ella dividido (yo y su cuerpo) como lo son sus palabras con respecto al acto que designan: distantes, lo observan

9 Se trata de la página de introducción a los tres relatos que contiene el libro: ‘Dos urnas en un auto’, ‘Uno y el cuerpo’, ‘Sentarse a esperar lo que sea’.

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y lo representan, se re-presentan la escena. Sencillas y pautadas por frases cortas, de ritmo regular, como marcadas por un mismo tipo de cincel, por un mismo tipo de golpe, cada una de ellas pesa, en su brevedad, con la misma intensidad. Se pueden leer como un continuo de variaciones sobre el mismo tema; diferentes, cada una agrega algo nuevo sobre el horror vivido. Cuesta separarlas, como cuesta dejar de leer lo que se cuenta, aunque exaspere al lector la crueldad de los torturadores; conmueven no solamente por el sufrimiento que expresan sino por el silencio que encierran, correspondiente a los quince años de encerramiento. El texto de Carlos Liscano está elaborado como un largo adagio dedicado a la vida como post mortem (lo que viene después de la cárcel), cada nota y silencio cuenta, está concatenado con el proyecto de una vida más allá de la cárcel. Con estas imágenes se construye una cosmogonía apocalíptica, carcelaria, que lleva al sujeto a situarse entre dos tiempos, el presente de la reflexión que lleva a la escritura como salvación y el pasado que contiene sobretodo los años de vida en la cárcel, cuyo motivo central es la tortura:

Regreso muchos años atrás.

Estoy en los calabozos de un cuartel del Ejército. Debajo de los calabozos está la sala de tortura. Somos siete presos, y excepcionalmente nueve o diez, cuando ponen a alguno de plantón en el corredor, que luego se llevan, y volvemos a ser siete. … Sabemos que también hay presos en todos los cuarteles del país, en Jefatura de Policía de Montevideo, y quizá hasta en las comisarías. También sabemos que algunos han muerto en la tortura. Es el 27 de mayo de 1972 y ya somos cientos. En los próximos años serán decenas de miles de torturados (58).

Con descripción precisa el sujeto de la narración subraya el desorden, el caos generalizado. La constante repetición de la escena nocturna de tortura, escena figurada con imágenes escatológicas que denotan el abuso, el exceso y la depravación de los torturadores, simboliza el desorden social en y de lo nacional, la fractura de la nación profundamente quebrada y dividida, la puesta en marcha de una escena de barbarie primitiva a cargo, paradójicamente, de las llamadas ‘fuerzas del orden’ (los militares).

En la elaboración del texto, el silencio reina. Connota un perpetuo horror, la soledad de la conciencia que reflexiona, que llega a la escritura como amparo. El silencio se manifiesta también gráficamente: las

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secuencias están rodeadas de blancos que delimitan el discurso dándole la forma de poemas en prosa, como cantos de una voz que surge del abismo, visiones del torturado post eventu. Los blancos del texto se extienden abajo y arriba, imagen de lo que pesa, de lo que ha quedado acallado y que estalla años después, a pesar de la maquinaria de guerra que se lanza contra el prisionero y del odio que destilan contra él los que aplican la tortura:

El trabajo de los torturadores no es un trabajo fácil. Hay que hacer mucha fuerza para meter a un individuo de cabeza en el tacho… Hay olor a tabaco, a sudor, a alcohol, a orín, a desinfectante de excusado. Hay olor a miseria humana, que es un dolor indefinible, pero que existe, inunda las salas de tortura del mundo. Aquí hay olor a dos tipos de miseria: la del torturado, y la de los torturadores. No son iguales, los olores. Tampoco las miserias, pero afectan al mismo animal (p. 77).

En un trabajo anterior (Giraldi Dei Cas 2008) vinculé la visión de Carlos Liscano sobre el torturador con la teoría de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, que sitúa la cuestión de la responsabilidad y el discernimiento del sujeto frente al dictamen del régimen o de la autoridad a la que obedece. En el relato de Carlos Liscano, el torturador no es el diablo en persona (aunque tampoco reconoce al ángel justiciero que lanza la profecía del Apocalipsis). Practica ‘la maldad a secas, sin motivo, sin objetivo’ (‘Uno y el cuerpo’, secuencia 22). Ejecuta el acto monstruoso y se transforma en instrumento de la barbarie. Y este acto se repite, se comete con toda banalidad. Es una demostración de la inquietante extrañeza, de la bestialidad que puede desfigurarnos.

En el marco de la representación de la barbarie, las imágenes apocalípticas prueban que son eficaces. En pleno siglo XX se recurre a ellas para pintar a los ejecutantes de mandamientos monstruosos, los del racismo y los de otros tipos de persecución ideológica. La obra de Carlos Liscano es una vuelta de tuerca más con respecto a las visiones apocalípticas de Sara de Ibáñez y a las variaciones sobre la monstruosidad humana de Los Cantos de Maldoror. Sus relatos responden a una elaborada composición pero su escritura remite a la literalidad de los hechos, a la representación del hombre convertido en bestia, el hombre que funciona dentro de un sistema que practica la exterminación y se transforma en monstruo, en máquina de tortura:

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Pasarán veintisiete años antes de que encuentre una voz que pueda hablar de los viejos tiempos. Un día la voz entenderá que la relación entre el individuo aislado y las palabras tiene suficiente jerarquía, e interés literario, como para ser contada, y escribiré ‘El lenguaje de la soledad’, y creeré que es todo lo que soy capaz de decir (183).

Este estudio sobre Visiones apocalípticas en la obra de tres escritores nacidos en Uruguay, permite constatar que la mirada que se ejerce en el discurso poético apocalíptico da lugar a una autoridad ética y poética que dirige el sentido del lector de manera rectora, impone una visión que va más allá de los confines de lo conocido como en la obra de Lautréamont, es capaz de profetizar un desorden y un caos que se genera y prolifera desde los bordes de la moral basureada, como en los poemas de Sara de Ibáñez. En la obra de Carlos Liscano, el acto de escritura emerge como acto de resistencia y de sobrevida, como clave en la adquisición de un saber sobre sí mismo y sobre el mundo, basado en la facultad de autoconocimiento que informa y denuncia sobre oscuros rincones de la historia personal y colectiva y hace de la literatura un archivo irremplazable.

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Bibliografía

Bachelard, Gaston, Lautréamont (Paris: Librairie José Corti, 1974). Delmaire, Jean-Marie, ‘L’Apocalyptique Juive’, in L’Apocalypse, Graphè

No.1, (Lille: Presse universitaire de l’Université Charles-de-Gaulle Lille 3, 1992).

Giraldi Dei Cas, Norah, ‘El furgón de los locos: contra la impunidad, contra el olvido, las palabras como armas’. (Coloquio internacional Las armas y las letras: la violencia política en la cultura del Río de la Plata, organizado por los equipos AMERIBER/ERSAL, Université Michel de Montaigne, Bordeaux 3, 27 y 28 marzo 2008).

Ibáñez, Sara de, Canto (Buenos Aires: Losada, 1940).——, Canto a Montevideo (Buenos Aires: Losada, 1941).——, Hora ciega (Buenos Aires: Losada, 1943).——, La batalla (Buenos Aires: Losada, 1967). ——, Apocalipsis XX (Caracas: Monte Ávila, 1970).Lautréamont, Obras Completas (Los cantos de Maldoror – Poesías – Cartas).

Introducción, traducción y notas de Aldo Pellegrino (Buenos Aires: Ediciones Boa, 1964).

Liscano, Carlos, El furgón de los locos (Montevideo: Editorial Planeta, 2001).

Lyotard, Jean-François, Le différend (Paris: Editions de Minuit, 1984).Rama, Ángel, ‘Prólogo’ a Cien años de raros (Montevideo: Arca, 1966).Webb, Robert L., ‘Apocaliptic. Observations on a slippery term’, in Journal of

Near Eastern Studies, No. 49, (1990), pp. 115–126. Citado en Delmaire, 1992.

Yelin, Julieta, ‘Inventario del mal. Imaginarios teriomorfos en Los Cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont’, in Espéculo. Revista de estudios literarios, No. 31, (2005). Consultado en http://www.ucm.es/info/especulo/numero31/inventar.html (el 01–04–09).

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Laura Alonso

‘¿Qué será de la reina del Plata?’: Hybris, castigo y enigma en Antígonas: linaje de hembras de J. Huertas

Del texto clásico a la reescritura: fragmentación y descentralización

En el prefacio a su ya famoso estudio, Antigones, G. Steiner afirma que el texto de Sófocles no es sólo ‘un texto’ sino ‘one of the enduring and canonic acts in the history of our philosophic, literary, political consciousness’ (1984).1 En efecto, este texto ha sido retomado por diferentes escritores y desde muy diversas perspectivas, a lo largo del siglo XX.

La versión más reciente que conoce el teatro argentino de esta célebre tragedia2 es producto del dramaturgo Jorge Huertas. Antígonas: linaje de hembras (en adelante ALH), es un poema dramático que guarda una clara y abierta relación intertextual con el texto de Sófocles.

Estrenada en el Festival de Teatro Antiguo Griego3 en 2001, esta recreación de la historia de Antígona es, simultáneamente, fiel y transgresora con respecto al texto que le sirve de punto de partida. Fiel,

1 En este trabajo el crítico aborda el estudio del texto clásico desde la interacción entre este ‘texto mayor’ y sus diferentes interpretaciones y lecturas a lo largo de la historia. Aunque se centra, casi exclusivamente, en interpretaciones occidentales no recoge –como ya ha sido señalado– ninguna de las recreaciones latinoamericanas.

2 Dos conocidas versiones anteriores a la recreación de J. Huertas son: Antígona Vélez (1951, fecha de estreno) de L. Marechal y Antígona furiosa (1986) de G. Gambaro.

3 Después del estreno en Kalamata, ALH estuvo de gira por Pilos y Atenas. En el 2002 se estrenó en la ciudad de La Plata (Arg.), con la participación de la Camerata Académica del Teatro Argentino. En el 2003 se estrenó en el Centro

Laura alonso

Hybris, castigo y enigma en Antígonas: linaje de hembras de J. Huertas

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porque a pesar de la desbordante diversidad que la caracteriza puede trazarse sin dificultades el desarrollo de la acción acorde con la tragedia de Sófocles. ‘Transgresora’, en cuanto al original tratamiento de la forma y a la crudeza del lenguaje ajeno, en principio, al registro elevado de este género clásico.

La estructura externa de la tragedia clásica, que consta de un prólogo seguido de una sistemática alternancia de estásimos –cantos corales– y episodios, es aquí reemplazada por una sucesión de fragmentos.

Esta fragmentación de la historia en pequeñas partes, hace que el desarrollo de la acción se vea ‘interrumpido’ mediante la alternancia de fragmentos que no están directamente relacionados con, lo que podríamos llamar, la acción principal. En efecto, por lo general se trata de fragmentos que, sin mucha lógica ni coherencia aparente, incorporan una gama de temas nuevos. Se rompe de esta manera con la normativa aristotélica que prescribe la unidad de acción y con el desarrollo de la misma según los principios de necesidad y verosimilitud.

Estas torciones a las que Huertas somete el texto modelo, le permiten insertar problemáticas, personajes y elementos ajenos al hipotexto, y familiares al espectador/ lector argentino. El resultado es una pieza que se presenta como un mosaico intertextual donde la identificación de las diferentes referencias y alusiones –explícitas en diferentes grados– dependerá de la competencia y el bagaje cultural de cada espectador/ lector.

De los muchos y variados núcleos temáticos que presenta la pieza de Huertas, en esta oportunidad queremos centrarnos, teniendo en cuenta el marco teórico y temático de este volumen, en el concepto clásico de hybris y su vinculación con la creación de un mundo dramático en el que predomina la sensación de que la ciudad está llegando a su fin.

La hybris, conducta generalmente traducida por desmesura o soberbia, preocupó a los griegos ya desde tiempos homéricos. Esto no debe extrañarnos, ya que los actos motivados por una conducta semejante podían (pueden) ocasionar males irreparables y llevar al hombre a la ruina. En este sentido, no sorprenderá que el legislador ateniense Solón promoviera con ahínco la mesura entre los ciudadanos. Este elemento,

Cultural San Martín de la ciudad de Buenos Aires. La dirección estuvo siempre a cargo de Roberto Aguirre.

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presente ya en la tragedia de Sófocles –y en muchas otras tragedias clásicas– es retomado y potenciado por el dramaturgo argentino. De esta manera, si la conducta hubrística del personaje clásico Creonte pone en peligro la estabilidad de la legendaria ciudad de Tebas, en ALH, los actos y conducta delirantes del gobernante argentino convierten a la ciudad en un frágil e incierto escenario.

Tras una rápida y breve introducción al concepto ético moral de hybris que nos permita apreciar las causas y consecuencias de este temido mal en el imaginario clásico, así como el alcance destructor de esta conducta, nos detendremos luego, abocándonos ya a la pieza que aquí nos ocupa, en la creación del espacio y el tiempo de la acción dramática en ALH y veremos de qué manera se introduce la temática del fin de la ciudad. En tercer lugar, veremos cómo se establece el vínculo entre el concepto de hybris y la catástrofe que amenaza a la ciudad. Llegando de este modo, por fin, al imaginario apocalíptico que Huertas construye en esta pieza.

Hybris: la causa de los males del hombre

Hybris es un concepto central en el pensamiento griego antiguo. Su aplicación no se limita al terreno de lo religioso, sino que también se emplea en materia política, moral y social. Un estudio cronológico de este concepto según aparece en la literatura griega desde Homero hasta Aristóteles demuestra que hybris no significa simplemente arrogancia, soberbia o la incapacidad de reconocer limitaciones, sino que implica, como sostiene el autor de uno de los estudios más meticulosos sobre este concepto: ‘actions that dishonour others, outrage justice, and bring disaster upon a family, or, if allowed to flourish, upon a whole society’ (Fisher 39) Acorde con esto, una conducta hubrística puede pues acarrear desastres no sólo para la familia del individuo en falta, sino para la sociedad entera.4

4 No podemos dejar de mencionar aquí, aunque sea de pasada, la tragedia de Esquilo, Los persas. En esta tragedia, que descansa sobre hechos históricos, la

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Hesíodo (s. VIII a.C.), en su poema didáctico-moral Trabajos y Días, al describir la sucesión de las cinco edades humanas señala como causa de la creciente desventura de los hombres el progreso de la hybris y la irreflexión, la desaparición del temor de los dioses, la guerra y la violencia. Y comenta que en la edad de hierro, en la cual el poeta lamenta tener que vivir, domina solo el derecho del más fuerte (v. 175 y ss.). Hesíodo profetiza asimismo la desaparición de la edad de hierro como consecuencia de la creciente violencia y soberbia del hombre (v.180). Queda claro que el poeta establece aquí una relación directa entre la mala conducta del hombre, o sus actos de hybris, y su consecuente destrucción por la voluntad y acción de los dioses.

Dos siglos más tarde, el ya mencionado legislador Solón retoma las ideas de Hesíodo y las completa. En Solón aparece por primera vez la idea de conexión causal entre la desventura y la responsabilidad del hombre. Este modelo de pensamiento, que tiene como punto de partida la naturaleza encontraría su paralelo en el orden social. El legislador expresa esta analogía de la siguiente manera: ‘From the clouds come snow and hail, thunder follows the lightning, and by powerful men the city is brought low and the demos in its ignorance comes into power of a despot’ (frag. 9 en Jaeger o.c. 142). Evidentemente, la cuestión que Solón está poniendo de relieve aquí es la de la participación del hombre en su propio destino, o en otras palabras, la cuestión de la responsabilidad. De la misma elegía se desprende que para Solón la concentración del poder en una o en pocas personas constituye la causa principal de las tiranías, a la vez que considera a los mismos hombres responsables de esta situación: ‘If you have suffered for your weakness, do not blame the gods! You yourselves allowed these men to grow great by giving them power, and therefore you have fallen into shameful servitude’ (frag. 3, ibid: 143)

Son sorprendentes en este sentido la actualidad de las palabras de Solón. Acaso, porque como observa Jaeger, no se trata de una visión profética, sino del diagnóstico de los hechos por un hombre de estado (o.c. 141). Veremos más adelante, que en ALH la actitud complaciente

soberbia del rey Jerjes provoca indecibles desgracias tanto para el ejército persa como para la comunidad.

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de las mayorías ante los abusos del poder –aspecto ya presente en la Antígona clásica– supone a través de la pasividad una suerte de complicidad con el régimen autoritario.

En línea con lo anterior, cabe mencionar, por último, el pensamiento de Aristóteles. Si bien el filósofo se ha ocupado de este asunto en diferentes trabajos, lo que más nos interesa es la definición que presenta de este concepto en Retórica (libro II, cap. II). Conforme con el análisis de las emociones al que dedica este libro, Aristóteles se centra aquí en las sensaciones que experimenta quien incurre en esta conducta.

El aspecto más relevante es el elemento de placer y la condición de superioridad que siente la persona que comete una acción hubrística. Para Aristóteles una agresión es considerada un acto de hybris cuando genera placer en quien la comete, porque dañando y agrediendo a otros, los que incurren en hybris se sienten superiores (1378b 23–35).

Finalmente, estableciendo el alcance de esta conducta a nivel social, en la Política el filósofo considera la hybris como la causa principal de los golpes de estado y las guerras civiles. Sostiene, además, que el peligro de hybris es mayor en aquellos que ocupan el poder supremo, y señala asimismo que éste implica un tratamiento humillante por aquellos en el poder hacia sus súbditos. Por último afirma que los actos más extremos de hybris los encontramos, naturalmente, entre los tiranos. Evidentemente, de esta constatación de Aristóteles a la destrucción de la ciudad, hay solo un paso. Tras este breve esbozo de este concepto fundamental del pensamiento griego podemos pasar ahora a la pieza de Huertas.

Antígonas: linaje de hembras: tiempo y lugar de la acción y la presentación del conflicto

Aunque el nombre de los personajes mitológicos se mantiene, Huertas traslada el lugar de la acción de la legendaria Tebas a la ciudad de Buenos Aires. La didascalia, al comienzo del texto, nos ubica inmediatamente en el lugar de la acción: ‘Ágora de Mayo, ciudad de Buenos Aires’ (19), de modo que la acción transcurre en el centro histórico de la Argentina, ‘en el corazón mismo de la Patria’ (25), como dice Antígona.

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La descripción del entorno, ‘Viejas radios de todos los estilos, como frisos, como ruinas’ (19) nos va introduciendo en el mundo dramático que crea Huertas e infunde desde el inicio la sensación de una ciudad si no muerta en estado convaleciente.

Significativo es el énfasis que pone Huertas, hasta la saciedad, en el lugar de la acción. Así a lo largo de la pieza se constatan más de cuarenta alusiones a la ciudad, ya sea de forma directa o por medio de sus derivados. De este modo, la ciudad deja de ser sólo el espacio donde se lleva a cabo la acción, para adquirir protagonismo.

La configuración de este espacio a lo largo de la obra, se podría decir que es extrañamente familiar al lector, ya que, si bien se mencionan lugares de la ciudad (calles, parques, edificios) fácilmente identificables, por otro lado, el aspecto fuertemente enrarecido y de decadencia, los convierte en ajenos al lector. Se trata de una ciudad contaminada, corrompida, nauseabunda, en donde el río y el aire apestan a muerte.

En cuanto al tiempo de la acción, aunque abundan las alusiones a diferentes momentos, episodios y personajes de la historia argentina, algunas veces más explícitos que otras, no hay sin embargo una indicación temporal precisa. Tampoco sería acertado proponer el año 2001 como año en que transcurren los hechos dramáticos. En realidad el tiempo de la acción podrían ser muchos momentos de la historia argentina. Asimismo, se constata un inquietante y constante entrecruzamiento de tiempos, en donde se interroga sobre el futuro, a la vez que se evoca el pasado y se configura el presente.

El conflicto clásico de voluntades –la voluntad, por un lado, de Creonte de dejar sin sepultura a Polinices por haber hecho alianza con el enemigo, y la inexorable voluntad de Antígona de enterrar al hermano pese a la prohibición del gobernante, por el otro– se desarrolla en ALH en el escenario esbozado. Esta desalentadora situación introduce un trasfondo de tensión ajeno a la tragedia que le sirve de punto de partida.

Si en la Antígona clásica la primera oda del coro es un canto de Victoria y una invitación a danzar en honor a Baco por haber salvado a la ciudad del ataque extranjero, en ALH, por el contrario, la primera manifestación del coro es un canto lúgubre, cargado de imágenes visuales y auditivas sombrías. Los siguientes versos ilustran mejor que toda descripción el ambiente desolador que plantea esta pieza:

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¡Decí, hablá, gritá! Rompé el silencio. ¿No ves que la Patria está muriendo? Soltá el asma y el rezongo, mirón de espejos y roperos,punga ruin de la miseria humana. Hablá, gritá, gusano flojoque la noche está en silencio y está en calma.Salí a la luz de esta luna negra,llorón de una sola lágrima de nácar. […]Despertá del miedo. […]¿No te importa la lluvia de rubíes ni la leche agria de los niños guachos?No llorés más amarguras extraviadas que en la ciudad corre sangre derramada entre hermanos […]Hoy tenés que tocar un tango enormeque despierte la paz del cementerio. Mirá como calla la ciudad entera […]¡Hablá, gritá, rompé el silencio! ¿No ves que la Patria está muriendo? (21)

Este lamento desgarrador introduce inmediatamente y sin previo aviso una situación de conflicto: ‘¿No ves que la Patria está muriendo?’ interpelan las mujeres del coro al bandoneón. Esta, que no es la única personificación en la pieza, representa al hombre de Buenos Aires por antonomasia.

Un vistazo rápido por este primer poema,5 nos permite identificar el campo semántico que predomina y marca esta apertura: noche, silencio, calma, luna negra, miedo, sangre derramada, muerte, paz de cementerio. En efecto, un inicio poco alentador, que confronta al espectador/ lector directamente con el problema: ‘La patria está muriendo’. Sin embargo, no sabemos bien a qué atribuir este escenario apocalíptico que se esboza.

Contra ese silencio lo único que se oye es el grito desgarrador de las mujeres exhortando al bandoneón a que reaccione. El estado convaleciente de la Patria parece un hecho evidente que los hombres se niegan a ver y ante el cual las mujeres piden con vigor la intervención de los hombres.

5 Cada unos de los diecinueve fragmentos en que se divide la pieza está provisto de un título. El título de este poema es Insultos al bandoneón.

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Mientras en la Antígona de Sófocles la temática de la destrucción de la ciudad se manifiesta sólo al final de la obra, en ALH, por el contrario, está presente ya desde el inicio y se retoma con mayor énfasis sobre el final. De este modo, en ALH una situación de amenaza y preocupación constante sobre el destino de la ciudad se instala ya desde el principio y acompaña todo el desarrollo de la acción.

Esta temática, enunciada con insistencia en la forma de una pregunta retórica por las mujeres del coro al bandoneón, aparece al final con los mismos versos con que comienza la obra. ¿Sugiere esta repetición de, exactamente, los mismos versos al final de la pieza una forma cíclica en la estructura del drama? Mucho más que eso. La pregunta sobre el futuro de la patria al final, supone la cancelación de un cierre, de un final, a la vez que introduce la sensación de incertidumbre.

Hybris, castigo y enigma en Antígonas: linaje de hembras

La inquietante situación arriba presentada, es decir la ciudad/ patria en un estado convaleciente, encuentra su causa en la conducta hubrística del gobernante. Las características de este personaje responden ampliamente a los rasgos emocionales presentados por Aristóteles.

En ALH, Creonte es un tirano cegado por un desmesurado fanatismo y devoción hacia Bs. As. Está poseído por un sentimiento megalómano que lo hace creerse destinatario de un poder divino cuya misión es salvar a la ciudad de Bs. As. y preservar su existencia. Una existencia, como se desprende de las mismas palabras del gobernante, moldeada por un incesante proceso de destrucción y renovación.

Abundan en este personaje manifestaciones de una conducta hubrística, que Huertas retoma del personaje clásico y exacerba hasta el absurdo:

Creonte: –Yo decido quién es sepultado y a quién se lo comen los perros.Creonte: –Yo decido quién vive y quién muere.Creonte: –¡Yo soy Dios en esta ciudad! Yo decido vida y muerte. ¡Yo soy Dios! (40)

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Su soberbia pues alcanza dimensiones insospechadas. Las adver-tencias y el llamado a la reflexión del anciano, ciego y vidente, Tiresias no le permiten ver sus errores: ‘La ciudad sufre su locura’, le dice Tiresias quien no es nada más ni nada menos que Borges.

Este despótico gobernante, en quien se constata esa sensación de superioridad señalada por Aristóteles, está poniendo en peligro, con sus delirios de poder, la misma existencia de Bs. As. Antígona, la heroína clásica por excelencia, la que se atreve a desafiar al tirano se lo advierte:

Antígona: –¡Tío, estás loco! No basta tener las espadas más afiladas para gobernar Buenos Aires. La ciudad no es un capricho, es una equilibrada arquitectura. No la transformes en tierra baldía. (40)

Pero Creonte en su afán de consagrarse en el poder y hacer cumplir su ley, que es, evidentemente, la ley del más fuerte, limpiará a la ciudad de todo aquel que se le oponga. En su desmesurada encarnación del poder dará de comer las víctimas de su locura al río. La asociación de este episodio con uno de los momentos más trágicos de la historia argentina es lo suficientemente unívoca como para necesitar algún comentario.

Así, la expresión de las mujeres se traduce en un llamado a los hombres a reaccionar contra la omnipotencia del tirano que está acabando con la ciudad y sus habitantes. Sobre la responsabilidad del hombre en la vida política y sobre los peligros de la concentración del poder ya advertía Solón 2500 años atrás.

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El castigo: peste y sublevación de la naturaleza

‘Los sueños de la razón engendran monstruos, dibuja Goya. La civilización así entendida no tiene más destino que la sudestada y la peste’, decía Huertas durante una entrevista.6 Y en efecto, peste, hambre y sudestada es el castigo que reciben los habitantes de Bs. As. en ALH.

En la pieza se establece una relación directa entre las desgracias que sufre la ciudad y las atrocidades cometidas por el tirano. De este modo, y en línea con el imaginario clásico propuesto por Hesíodo y Solón, la conducta hubrística de Creonte y sus aliados, forma la causa de la catástrofe final. Una catástrofe en que la confusión y el caos amenazan con desintegrar la ‘delicada arquitectura de la ciudad’ y convertirla en una tierra infértil, tierra baldía.

En el fragmento Peste y enigma se concentra la mayor cantidad de imágenes con respecto a la forma en que se manifiesta este cataclismo, aparentemente final.

Coro: […] la multitud está sola y espera ya sin esperanza. Corifeo: –¡Sudestada! ¡Peste y sudestada! ¡El Río está vomitando los muertos! Coro: –¡Hambre, tierra infértil! Por las bocas de tormentaEl río escupe su desdén:Roña, borbotón y alcantarilla. Barrios enteros bajo el agua.¡Confusión, peste y hambre! Corifeo: –El Río asalta las orillas del hombre. ¡Sudestada, hambre y peste! (69)

Lo primero que llama la atención sobre la destrucción en este mundo dramático es la participación del Río. Un río que saca a la super-ficie las atrocidades cometidas por el hombre. Significativamente, esta imagen del mar que despide a los muertos que guarda en él, está presente en el mismo texto bíblico del Apocalipsis: ‘Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras’ (Cap. 20: 13). En

6 Entrevista inédita realizada en septiembre de 2007 por L. Alonso, en Buenos Aires.

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ALH, esta devolución de los cuerpos que en algún momento recibió el río, tiene el propósito de confrontar a los hombres con la misma ferocidad e irracionalidad de sus propios actos.

Ahora bien, si por un lado se establece una relación directa entre la conducta hubrística de quienes detentan el poder y los desastres que azotan a la ciudad, por otro lado, no queda del todo claro en ALH de quién proviene este castigo. O, en otras palabras, si esta catástrofe responde a una voluntad divina.

Ciertamente la naturaleza de las imágenes evocadas motiva la asociación con el texto bíblico y, en consecuencia, con una concepción religiosa del Apocalipsis. Sin embargo, no es tan evidente que esta catástrofe esté orquestada por la voluntad de un dios (o dioses) encolerizado(s) por la vida impía y la violencia con que se comportan los hombres. Ante la ausencia a lo largo de la pieza de toda referencia explícita o alusión a alguna divinidad a quien responsabilizar, cabría más pensar en una sublevación de la propia naturaleza. Una sublevación contra el despliegue de atrocidades cometidas por los hombres y una reacción a la actitud soberbia e irreverente con que éste ha dispuesto de la misma.

En suma, si en esta pieza hay una divinidad, ésta es la naturaleza. Una naturaleza que asiste, a través de la personificación del río, al espectáculo de los hombres que, siempre con sus mismas vanidades y sus mismas alucinaciones, se enfrentan, aunque con diferentes armas, una y otra vez.

Cancelación del final: presencia de un enigma

Curiosamente, en el último fragmento de la obra y en un escenario poco esperanzador se introduce un elemento nuevo, esto es: un enigma. Este enigma, a la manera de la saga clásica, es postulado a los habitantes por una Esfinge que aparece en la costa de la ciudad:

¿Quién de nosotros es el agua,Cuál el nombre y apellidoQue corre, crece, rebasaY finalmente siempre pasa? (70)

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Recordemos que en la leyenda clásica fue Edipo, padre y hermano de Antígona, quien finalmente resolvió el enigma que la Esfinge postulaba a los habitantes de Tebas. Recordemos también que la Esfinge devoraba a los hombres en el acto si la respuesta dada era incorrecta. La resolución del acertijo por parte de Edipo significó la salvación de Tebas que asediada por la peste amenazaba con desaparecer. Del mismo modo, en ALH la resolución del enigma se presenta como decisiva para la supervivencia de la ciudad: ‘Vengan a enfrentar la Esfinge/ porque si no se comerá a nuestros hijos’ (71) pide a gritos el coro. Ahora bien, ¿qué significa este enigma en ALH? De las palabras de las mujeres del coro, se infiere que se trata de resolver el enigma del futuro de la Patria. Pero, como cabía sospechar, y para frustración del lector, el enigma queda sin resolver y, por lo tanto, no sabemos si los habitantes de esta Bs. As. ficcional logran escapar al aniquilamiento total, para así comenzar nuevamente con el incesante proceso de renovación y destrucción que caracteriza a la historia de esta ciudad.

Los interrogantes con que termina la historia, ‘¿Qué será de la reina del Plata? ¿Qué será de mi tierra querida?’, dan lugar a un final que se proyecta hacia el futuro y que sumado a la incorporación del acertijo parecen invitar al lector a proyectar la acción más allá de los límites formales de la obra en pos de resolver el enigma.

Dado el fuerte paralelismo que ALH guarda no sólo con el mito clásico sino con la tradición y el pensamiento clásicos, podríamos conjeturar que aquí también aparecerá un ‘Edipo’ que resuelva el enigma. Esto traería, al igual que en la saga clásica, nuevamente bienestar a la ciudad hasta que un nuevo mal, provocado por las mismas faltas del hombre (Creonte), vuelva a poner en jaque la estabilidad y la existencia de la comunidad.

Teniendo en cuenta las diversas reflexiones y manifestaciones de los personajes sobre una concepción cíclica del tiempo y de la historia de su ciudad, la presencia en distintos momentos de la historia y sobre todo en el mismo enigma del río, elemento clásico para pensar la existencia como un eterno devenir, y la circularidad que presenta la misma estructura formal de la pieza, podemos concluir que Huertas parece estar diciendo que la Historia, y nos referimos a la historia con mayúscula, no es un despliegue lineal hacia el progreso sino un incesante proceso de destrucción y renovación.

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Acorde con la tradición que Huertas retoma para componer ALH, el dramaturgo nos presenta un imaginario eminentemente clásico del fin de la ciudad. Siguiendo a Hesíodo y a Solón, Huertas responsabiliza a los hombres por las desdichas que sufre la ciudad. Los inefables abusos del poder cometidos por este Creonte argentino y la pasividad de los ciudadanos ponen en peligro su propia existencia.

Como dijimos al comienzo, diversos escritores han recurrido al texto de Sófocles. El teatro argentino nos ofrece en este sentido un curioso ejemplo. En 1951 L. Marechal creó su propia versión de Antígona. Lo significativo es que tanto Huertas como Marechal tematizan en sus versiones ‘el espacio nacional’. Sin embargo, esto ocurre desde perspectivas muy distintas, donde el medio siglo de historia argentina que media entre ambas piezas ha marcado sus huellas. Así, mientras Marechal trasladando la acción al tiempo y espacio de la conquista de la llanura argentina, nos presenta una dramatización alegórica sobre el origen y fundación de un nuevo proyecto de país, Huertas, exactamente cincuenta años más tarde, retoma la misma tragedia pero ya no para hablarnos de un nuevo comienzo sino de un posible fin. Sin ser eminentemente pesimista, ALH presenta, en los comienzos del siglo XXI, una visión claramente escéptica sobre el futuro.

Bibliografía

Aristóteles, Poética, ed. Valentín García Yebra (Madrid: Gredos, 1999). ——, On Rhetoric, ed. George A. Kennedy (New York: Oxford University

Press: 1991). ——, The Politics, ed. Richard F. Stalley (Oxford: Oxford University Press,

1995). Esquilo, ‘Los persas’, in Tragedias, ed. Manuel Fernández-Galliano y Bernardo

Perea Morales (Madrid: Gredos, 2002). Fischer, N. R. ‘“Hybris” and Dishonour: II’, in Greece and Rome, Vol. 26, Nro.

1. (April 1979), pp. 32–47. Gambaro, Griselda, ‘Antígona furiosa’, in Teatro 3 (Buenos Aires: Ediciones

de la Flor, 2006). Hesíodo, ‘Trabajos y Días’, in Obras y fragmentos, ed. Aurelio Pérez Jiménez

y Alfonso Martínez Díez (Madrid: Gredos, 2006).

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326 Laura Alonso

Huertas, Jorge, Antígonas: linaje de hembras (Buenos Aires: Biblos, 2002) Jaeger, Werner, Paideia: the ideals of Greek culture, traducido de la 2da. edición

en alemán por Gilbert Highet (3 vols. New York: Oxford University Press, 1986).

Marechal, Leopoldo, ‘Antígona Vélez’, in Obras completas: El teatro y los ensayos (vol. 2 Buenos Aires: Libros Perfil, 1998).

Sófocles, Tragedias, ed. José Lasso de la Vega y Assela Alamillo (Madrid: Gredos, 1998).

Steiner, George, Antigones (Oxford: Clarendon Press, 1984).

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María A. Semilla Durán

El Apocalipsis como deconstrucción del imaginario histórico en El año del desierto de Pedro Mairal

Mircea Eliade, en El mito del eterno retorno, arquetipos y repetición, afirma, refiriéndose a la validación histórica que la catástrofe aporta a las visiones aterradoras enunciadas por los profetas, que éstos ‘valoran la historia [...] y descubren un tiempo de sentido único’ (64). El mesianismo, por su parte, da por abolida toda posibilidad de repetición ad infinitum, en la medida en que, cuando llegue el Mesías, ‘el mundo se salvará de una vez por todas y la historia dejará de existir’ (66). En la serie de catástrofes que constituyen la trama –la trenza, como diría Elsa Drucaroff– de El año del desierto, de Pedro Mairal (2005), no hay profetas ni vaticinios. Sólo hay un vertiginoso, proliferante, alucinado relato del fin. Un apocalipsis criollo, hecho de retazos de sueños o de cuerpos deshechos, en el cual la figura sacralizada de la Patria que los discursos oficiales o la literatura canónica han ido diseñando a lo largo del tiempo se cae a pedazos, víctima de una desconocida e implacable corrosión: la Intemperie.

Contrariamente a la concepción mesiánica, la temporalidad en la que Pedro Mairal inscribe su relato no sólo no tiene un sentido único sino que toma –en la mejor tradición de las novelas de ciencia ficción, cuyas hipótesis utiliza y desvía a la vez– el sentido inverso: los ciclos de la historia van desfilando hacia atrás, como una película que se rebobina, pero sin que esa regresión obedezca a un decurso lineal, lo que permite una infinidad de combinaciones, superposiciones, homologías e interpretaciones. Esa ‘arritmia’ temporal que trataremos de explicitar parece, por otra parte, responder perfectamente, en una especie de mímesis discursiva, a aquellas condiciones que, según F. Raphaël, caracterizan la función del relato apocalíptico: ‘A travers l’apocalypse et l’utopie, une société tente de se restructurer et de parvenir à un nouvel équilibre en sortant des tensions qui font craquer ses cadres de vie’ (12, el subrayado es nuestro). Los marcos habituales de la vida argentina se

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El año del desierto de Pedro Mairal

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fracturan, en efecto, en diciembre de 2001. La mayor crisis económica y de representatividad política de la historia del país se dirime en la calle y tiene su precio en sangre. Esa quiebra generalizada –financiera, económica, política, identitaria, moral– del país es la escena matriz que, sin ser nunca claramente designada, trastorna el itinerario vital del personaje de El año del desierto.

María es una joven de veintidós años, recepcionista y traductora de inglés en una empresa multinacional de Buenos Aires, cuya sede se halla en la muy aparente y moderna Torre Garay, síntoma y símbolo de la modernidad ilusoria. La crisis la arranca de su empleo y de su casa de clase media en los suburbios de Buenos Aires, la separa de su novio motoquero y la proyecta hacia el vértigo de una Historia que, en su brutalidad compulsiva, no le deja otra posibilidad que la de ir adaptándose, de la manera más pragmática posible, a la degradación de un mundo que agoniza. Los menesterosos invaden las avenidas de la urbe e instalan campamentos precarios en los más mínimos intersticios del espacio porteño, la clase media se repliega y convierte los edificios de departamentos en fortines vigilados por patrullas armadas. Surgen conflictos violentos entre grupos rivales que acabarán reproduciendo a su manera otros enfrentamientos históricamente más connotados y sustanciales, como son los que oponen las tropas de la Provi (las provincias) y las de la Capital, y se instala un gobierno cuyas estrategias represivas se asemejan significativamente a las de la última dictadura militar. María va cediendo terreno, resignando sus deseos, sus objetos y hasta su nombre, prisionera de una lógica segregacionista que ve en el Otro desposeído a su mayor enemigo, sin comprender que la desposesión es nacional y las diferencias una simple cuestión de grados. Cuando finalmente pueda salir del barrio en búsqueda de Ale, su novio desaparecido, trabajará primero por un salario miserable en el Hotel de los Emigrantes, luego en un prostíbulo, hasta que se vea obligada, en compañía de algunos amigos, a huir al campo e intentar sobrevivir cultivando la tierra. El desplazamiento geográfico implica el desplazamiento temporal: el Hotel de los Emigrantes es una figura irónica que contiene a la vez los procesos de emigración contemporánea producidos por la crisis y su reverso histórico: la ola masiva de inmigración europea que fue pasando por el famoso Hotel de los Inmigrantes, a fines del siglo XIX y principios del XX. En el via

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crucis de la protagonista, arrastrada por el retroceso vertiginoso de la ‘civilización’, la estación del prostíbulo remite también a una mitología orillera propia de fines del siglo XIX y principios del XX, mientras que los combates entre las tropas de la Capital y las de la Provi recrean las luchas internas del siglo XIX entre el centralismo porteño y los caudillos provinciales. La épica de las montoneras de la época de la anarquía se sobreimprime sobre la épica de las guerrillas revolucionarias del siglo XX, la figura del caudillo Juan Martín Celestes –doble grotesco de don Juan Manuel de Rosas– permite releer la historia de los orígenes de la nación. Y cuando el avance de la Intemperie lo exige, empujada por los acontecimientos y por los hombres, María se hallará cautiva de los indios, del otro lado de la frontera, en plena Intemperie. Esta palabra, nunca definida en el texto, designa el horizonte de destrucción que se cierne sobre la ciudad en la medida en que, progresivamente, las casas se derrumban, las calles se vacían, los adelantos tecnológicos caducan ante la falta de electricidad, y el desierto no sólo entra en la ciudad sino que amenaza con devorarla. La alusión al texto fundador del pensamiento nacional, el Facundo. Civilización y barbarie, es obvia. Hablando de las ciudades argentinas, decía Sarmiento en 1845:

El desierto las circunda a más o menos distancia, las cerca, las oprime; la naturaleza salvaje las reduce a estrechos oasis de civilización enclavados en un llano inculto de centenares de millas cuadradas, apenas interrumpido por una que otra villa de consideración (66).

En 2001, la aldea junto al puerto a la que Sarmiento se refería entonces se ha convertido en una gran metrópolis, pero la amenaza del desierto no ha sido por ello conjurada. Si consideramos el carácter obsesivo de la oposición ciudad-civilización vs campo-barbarie que ha atravesado la historia y los discursos políticos argentinos desde la época de sus primeros balbuceos, nos parece casi inevitable que el apocalipsis se identifique con esa forma de inversión del proceso histórico deseado por Sarmiento y narrado paródicamente por Mairal: la invasión del desierto,1 la victoria de los espacios infinitos de la llanura, el retorno

1 Figura que evidentemente puede y debe ser leída como la inversión de la Campaña del desierto que acabó con la presencia indígena en el sur del país (1874–1884) y fue conducida por el General Julio A. Roca.

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abierto y topográfico de una barbarie nunca desmentida. El sentido del término apocalipsis funciona por otra parte según su doble significación de cataclismo cósmico y de develamiento de lo oculto: el primero se aplica a nivel de los acontecimientos narrados, la destrucción material de la ciudad y la deriva incontrolable de la Historia; el otro se ejerce, desde la perspectiva de la intertextualidad, sobre el repertorio de los discursos literarios e identitarios que han dado forma al imaginario colectivo. De la Biblioteca entendida como fundamento de una memoria nacional, como ‘construcción ideológica’ y ‘conjunto de enunciados que se entrecruzan en el esfuerzo de constitución de lo real’ (Área, 13–14), Pedro Mairal selecciona los fragmentos, relee las figuras, entrecruza los saberes y desorganiza las ilusorias coherencias de un progreso incierto. En ese trabajo de indagación y deconstrucción de los modelos, el autor de El año del desierto alude, cita, corrige, invierte, despliega o desplaza infinidad de textos, de imágenes, de escenas que, al hallarse transplantadas a otros contextos históricos y discursivos, se resignifican fuera de toda ortodoxia. Sarmiento y su utopía apócrifa serán el telón de fondo de la representación, el punto fijo del dispositivo. Esteban Echeverría, José Hernández, Lucio V. Mansilla, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Osvaldo Soriano, César Aira, Ricardo Piglia, Juan José Saer y hasta James Joyce serán los viajeros fantasmales que emergerán a la vuelta de un recodo textual, evocados en el interior de un sistema de sobreentendidos y de lecturas compartidas, proyectados hacia una biblioteca alternativa que define otra manera de leer la historia, otra manera de leerlos. Más allá de la referencia oblicua a la aprensión borgiana por esa misma llanura que todo lo anula, que tiñe de su salvajismo a hermanos y a cautivos,2 y que puede ser leída, en su fascinación y en su espanto, como un eco demorado del desierto sarmientino, Mairal hace de El año del desierto la ampliación desaforada, totalizante y vengadora de Casa tomada, de Julio Cortázar. Este último se introduce, por otra parte, en el texto de Mairal de manera natural y casi obligatoria, gracias a esos dos hermanos, ‘gente mayor’, ‘a quienes les habían ocupado un viejo

2 Ver los relatos de Jorge Luis Borges: ‘Los dos hermanos’, ‘El cautivo’, ‘Historia del guerrero y la cautiva’.

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caserón que tenían sobre la calle Rodríguez Peña y se habían quedado con lo puesto’ (26), que alquilan una habitación en el departamento de María, antes de desaparecer tan silenciosamente como habían llegado. Pero si en el caso de Cortázar la amenaza era invisible e indefinida (un ruido extraño en sucesivas habitaciones que nunca se abren) y la expulsión de los moradores legítimos más obra de sus propios miedos y fantasmas que de la acción de un enemigo identificable, en el caso de Mairal la Intemperie, aunque no se conozcan sus causas, es una realidad bien concreta, material, visible y móvil, incontenible. Las figuras de la catástrofe que laten bajo esos textos hallan en Mairal una respuesta simbólica que polemiza con ciertas constantes ideológicas de las clases medias argentinas. Algunos han leído Casa tomada como una alegoría del ascenso del peronismo en los años 50, y aunque Cortázar no confirma esa interpretación, hay razones para considerarla plausible. Es la misma clase media que, en lugar de abandonar sus casas, se enclaustra en ellas en el Buenos Aires del 2001 representado por Mairal, y para quien el mayor peligro lo constituyen los desheredados que acampan en las avenidas. Ellos son la punta de lanza de la barbarie –de la Intemperie– y avasallan la distribución convencional del espacio, infiltrándose como una plaga –una manga de langostas como la que más tarde se abate sobre el campo– en la red social y edilicia urbana. Para el proverbial rechazo del ‘Otro’ nativo y de piel oscura que las clases dominantes y medias argentinas blancas han demostrado a lo largo de la historia, el Apocalipsis puede muy bien tomar la forma de una ‘toldería’ moderna, imagen en la que, una vez más, se unen los ecos de la Campaña del desierto del siglo XIX y la instalación de los sin domicilio en las calles de Buenos Aires en 2001. Y si uno de los rasgos identificatorios de esas sociedades urbanas ‘civilizadas’, según Sarmiento, era un cierto orden y un cierto sentido de la elegancia inducidos por la educación, ¿cómo darle una forma más adecuada al Apocalipsis que desarticula a la ‘culta Buenos Aires’ que convirtiéndola en un Basurero? Toldería, Basurero, Malón, siguen siendo las palabras malditas de una sociedad que se ha negado a sí misma negando sus orígenes, y a esa distorsión responde sin duda la cita de Martínez Estrada que se desliza en el texto: ‘Debajo de la ciudad siempre había estado latente el descampado’ (156, el subrayado es nuestro). Al final del viaje de ida hacia el desierto, María halla la paz y la armonía en el seno de una comunidad indígena. Cuando cree

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que puede instalarse definitivamente en esa forma de atemporalidad que la distancia le ofrece, la Historia volverá por sus fueros. Encarnando la figura inversa de la Malinche, María debe acompañar a los indios que quieren seguir avanzando hacia el Sur hasta Buenos Aires, para servirles de traductora. Pero esa incursión les será fatal, y María sólo conservará la vida porque sus antiguos jefes, convertidos en caníbales para sobrevivir, la reconocen. Ante esta segunda instancia de derrumbe de su universo, María pierde el habla y su silencio durará cinco años. Al final de la novela embarcará hacia Inglaterra, donde será bibliotecaria, recuperará las lenguas y el habla, podrá contar la historia y así preservar la memoria.

Si en el Martín Fierro la vuelta del desierto ‘normalizaba’ al gaucho y le abría un camino a la inclusión, devolviéndole una palabra sabia, en el caso de El año del desierto María será definitivamente expulsada y su palabra sólo podrá hacerse oír en la soledad del recuerdo, siempre en relación conflictiva con la palabra apócrifa (traducida).

Las formas del Apocalipsis

En los relatos bíblicos y/o religiosos el Apocalipsis es el relato del fin del mundo –o, al menos, del fin de un mundo– que anuncia, ‘no una mejora, sino una transformación radical a fin de alcanzar la perfección’, según F. Raphaël (13–14, la traducción es nuestra). La destrucción total que esos mitos ponen en escena implica la idea de que ‘un comienzo absoluto requiere una destrucción radical y la abolición definitiva del mundo anterior (27)’. El texto de Mairal no respeta cabalmente esos rasgos paradigmáticos. La destrucción es total, como lo comprueban al volverse los pocos sobrevivientes que se alejan en barco:

La línea de la costa fue quedando cada vez más lejos, las barrancas todas iguales. Algunos empezaron a señalar la orilla, buscando algo, asustados. No se veía la torre por ningún lado, sólo se veía una franja de tierra en el horizonte, sin puntos de referencia, cada vez más delgada. El río empezó a tener olas de mar. Nadie habló. Cuando volví a mirar, ya no se veía la tierra. Sólo el agua alrededor (273).

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Pero esa destrucción no desemboca sobre ninguna recreación del mundo. El fin es un fin progresivo, que desteje cada uno de los hilos de la trama nacional, sea histórica o textual. Sin embargo, el relato incluye una figura de los orígenes al poner en escena la última etapa de la vida de María entre los indígenas ú, que puede asimilarse a la armonía edénica en la medida en que toda necesidad ha sido evacuada y se establece una correspondencia profunda entre lo que se es, lo que se quiere y lo que se tiene. Pero la utopía de un mundo sin violencia se disipará rápidamente y las últimas escenas inscribirán más un borramiento que un renacimiento, una condena y no una redención. El desierto ha acabado por recubrir totalmente a la ciudad, y la Torre Garay, que era visible desde todos los ángulos y había servido de punto de referencia espacial todo a lo largo de la novela, desaparece a su vez, deglutida por el horizonte.

Si, en circunstancias históricas de ruptura como aquellas que sirven de punto de partida a la novela, el sufrimiento de los oprimidos suele traducirse en una experiencia sublimada que inspira una utopía sustitutiva, en la novela de Mairal no hay ni memoria ni resistencia colectivas que incidan en el curso de los acontecimientos, sino una heroína atravesada por la Historia y abandonada a su suerte, que sobrevive con inteligencia y sin ilusiones, y que no puede, por ende, ser portadora de ninguna promesa comunitaria. La alegoría histórica construida por el relato apocalíptico se agota en sí misma, puesto que está privada de su antítesis necesaria y compensadora: la utopía.

El Apocalipsis está presente no sólo en el advenimiento del fin, sino en cada una de las formas que ese fin asume. La destrucción material del mundo y su derrumbe es la más inmediata y la más visible de las figuras apocalípticas:

Fue Alejandro quien me advirtió del avance de la intemperie. Me contó que a su amigo Víctor Rojas se le había desmoronado su casa recién construida en Cañuelas. Me dijo que estaba pasando lo mismo en todo ese cinturón del conurbano, por Florencio Varela, La Matanza, Tigre. ‘Decíle a tu viejo que venda la casa. Si sigue así, en noventa días estará por tu barrio’ (19).

Al igual que el ruido indescifrable de Casa Tomada, la Intemperie avanza sin rostro y sin causa, como una fuerza natural que desafía a la razón y no deja a su paso sino ruinas y desolación. Lo construido se

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cae, el vacío se instala, y aunque el baldío no se nombra ni se muestra en el discurso de los medios de comunicación de masas, el proceso de derrumbe ‘saca’ a la provincia del mapa de lo representable. Lo urbano se desurbaniza, los suburbios se convierten en un no man’s land. El espacio habitable se contrae, se satura. El éxodo masivo de las poblaciones afectadas las lleva a ocupar todos los resquicios del espacio aún equipado, desorganizando así el trazado catastral, modificando la función de sus parcelas, filtrándose a través de las puertas, invadiéndolo todo:

Casi no se podía caminar por la vereda, había gente desesperada por todos lados, gente acampando contra las paredes de los edificios, bajo chapas, cartones, toldos. Los ranchos ocupaban toda la vereda y la gente se sentaba y cocinaba en la calle, tratando de no ponerse en el camino de los autos que pasaban despacio para no pisar a nadie (19).

El caos amenaza el estar-en-el mundo de quienes todavía poseen un espacio privado, y esa amenaza es claramente explicitada por el narrador al concentrar en una sola imagen, potenciándolas, todas las figuras de la marginalidad acuñadas por el imaginario colectivo: la villa miseria y la toldería, la periferia invaden el centro y desalojan a los integrados del espacio público. A esa progresión de las presencias inhibidas responde una lógica de encerramiento y segregación por parte de la clase media a la que María pertenece: los edificios de departamentos se convertirán en fortalezas inexpugnables, en fortines que defienden las fronteras sociales como lo hacían, en el siglo XIX, los que defendían las fronteras territoriales y étnicas del malón indígena. Pero ello no impide otro proceso de caos interno, paralelo y simétrico: la fragmentación del espacio íntimo, constantemente interferido por nuevos inquilinos, nuevos visitantes, nuevos controles de los guardianes, reducido a la mínima dimensión ocupada por el cuerpo, sometido a todas las miradas y todos los acechos. La promiscuidad, la suciedad, la carencia se instalan y la clase media comienza a mostrar todas las taras que siempre ha atribuido a los marginales. Las prácticas de las villas miserias se infiltran en el interior de los edificios de clase media, donde las habitaciones están apenas separadas por cortinas incapaces de proteger a sus ocupantes de las ‘expediciones’ de vigilancia y de castigo. Los centros comerciales, emblemas de la modernidad consumista del

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siglo XXI, se vuelven conventillos, figuras simbólicas de la miseria de los inmigrantes del siglo XIX y principios del XX: ‘Están por todos lados –decían– parece que al Shopping Alto Palermo lo coparon, viven por los pasillos, los locales, es un conventillo’ (Mairal 127, el subrayado es nuestro).

La violencia incontrolable y la muerte recurrente, las plagas, el terror, la decadencia –sin esperanza de renovación–,3 la regresión, la monstruosidad, el canibalismo, la pérdida del lenguaje serán, a lo largo del relato, otras tantas instancias de negación, si no de la Historia, de su posibilidad y su continuidad. En la época de la caducidad de los grandes relatos que el postmodernismo impone, Mairal nos ofrece un relato individual de la tragedia colectiva, un paradigma de resistencia y de lucidez, que no se reviste de oropeles mesiánicos. El paradigma no es ni abandonado ni saturado: está constantemente como referente, como latencia orgánica, y es gracias a esa presencia y a su desviación sistemática que puede seguir siendo operativo y engendrar lecturas diferentes de una misma historia, que será invertida, torsionada, reflejada, desplazada, hasta dejar en evidencia –develar– los hilos que la traman, los nudos que la traban, los reveses ocultos y las gastadas figuras aparentes que llevan en sí el germen de la repetición catastrófica. Como señala Frank Kermode, analizando la evolución del paradigma del apocalipsis literario y teológico en la modernidad: ‘La escatología se extiende sobre la totalidad de la historia, el Final está presente en todo momento, los tipos son siempre pertinentes’ (34). Y más adelante: ‘Los tipos apocalípticos –imperio, decadencia y renovación, progreso y catástrofe– se nutren de la historia y son la base de nuestras maneras de hallar sentido al mundo’ (37).

Podríamos decir que el Apocalipsis de Mairal se sitúa en una suerte de encrucijada simbólica, en la medida en que el Final parece a la vez inmanente e inminente, latente y manifiesto. La reactualización del paradigma responde a la necesidad de llevar a cabo otra operación desmitologizadora: la de la historia y la de la biblioteca nacionales. Todas las tragedias, los genocidios, las crisis, los iluminados, los dictadores se enmascaran o se desenmascaran a lo largo de las páginas

3 Ver Kermode.

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de una novela proliferante en la que los verdaderos resistentes son los desconocidos, los anónimos, los realistas, las mujeres, los indígenas. Los que atraviesan todas las pruebas con una sola fe que los sustenta: la de no aceptar la muerte. Al señalar la aparente contradicción entre la profusión de materiales y el vertiginoso ritmo de los acontecimientos contenidos en la novela y el ideologema de total descreimiento en el futuro, Elsa Drucaroff pone en perspectiva un nuevo gesto de la narrativa argentina:

Prefiero ser clara, aunque deba reiterarme: no postulo que la relación política-literatura nace recién ahora para las nuevas generaciones, nunca dejó de estar presente en las obras más importantes que se produjeron en los 90. Postulo que ahora nace el relato de acciones sociales definitivas o definitorias, y protagoniza el héroe social en cuya biografía privada late lo público. El periplo de María, la protagonista de El año del desierto, no supone sólo su historia personal, supone la de todo el país. María es todos, en un sentido, pero no por eso se vuelve alegórica. Como quería Lukács, es el héroe de la novela por excelencia: una persona específica, individual, única, en choque con el entorno social que sufre, y representando en el choque, en su subjetividad en conflicto, en sus acciones necesariamente afectadas por la sociedad que se desmorona a su alrededor, algo que va más allá de ella misma, algo que obliga a reflexionar sobre la aventura de ser argentino en este tiempo (el subrayado es nuestro).

Los tiempos del apocalipsis

La narradora de El año del desierto tiene, aún en el exilio, un sueño recurrente: el último deseo del ‘día antes’ que vuelve incesantemente desde el ‘día después’. Como si la historia pudiese ser reanudada en el mismo punto sin que el Apocalipsis hubiera tenido lugar, como si también en este ‘ahora’ del afuera territorial se pudieran hacer retroceder las agujas del reloj y las hojas del calendario. Como si fuera posible, a la imagen de ese retrotraerse del tiempo que constituye el ser del fin, desandar el Apocalipsis para volver a formar parte de la historia abolida. Lo que está en juego es la inclusión o la exclusión, pero también la condición de lo que resta, que no es sobrante, sino superviviente.

La narradora cuenta retrospectivamente su viaje al campo, que es a la vez un viaje al pasado más lejano de la Patria, y utiliza constantemente

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el procedimiento paradójico de la ‘profecía retrospectiva’, en la medida en que, contando un momento del pasado, no cesa de anticipar lo que ocurrirá en un momento posterior a esa instancia ahora actualizada por el relato, dibujando a la vez varios pasados simultáneos desde un mismo presente organizador. La perspectiva temporal está sistemáticamente puesta en escena, como si marcara cortes o cicatrices sucesivas y subjetivas: la modernidad ya no puede ser vista desde sí misma, sino desde un futuro en el que sus carencias se amplifican, y no sólo por las pérdidas, sino también porque éstas se han ido generando en el interior de esa condición previa y no han acabado de hacerse sentir sus efectos. Siempre la próxima catástrofe está presente, no sólo en la memoria que trata de organizar los recuerdos, sino en el interior mismo del tiempo, en el interior de los acontecimientos que llevan en germen la próxima derrota.

Del siglo XXI al siglo XIX, de las torres de acero y cristal de las grandes empresas a los prostíbulos del Bajo, el movimiento de regresión acaba de ponerse en marcha. Esa regresión, ese des-andar la historia y la biblioteca, esa inversión del sentido de la Historia va a ir ritmando el itinerario de María, mujer emblemática de su inscripción generacional. Una retórica particular se va desplegando desde las primeras páginas, basada en la tensión entre los ‘todavía’ referidos a todo lo que sigue siendo operativo, y los ‘ya’ aplicados a lo que, día tras día, cae en el pozo de la impotencia o la súbita inutilidad. Se oponen así sin cesar un ‘antes’ pleno y un ‘ahora’ decadente, cercenado, que poco a poco se convierte en la alternancia inversa del ‘ya’ y el ‘todavía no’, acentuando así el carácter irreversible del proceso en curso. La caída de los afeites de la modernidad es un signo de crisis que desordena el mundo, pero a la vez la regresión por ella causada permite por un instante recuperar los rostros olvidados: desandar la historia, resucitar a los muertos, desempolvar el lenguaje, retornar a la infancia. Extirpar los artificios significa autorizar el espejeo fugaz de verdades desleídas. Pero la ilusión no dura: la descomposición de la sociedad se acelera, los tiempos distantes coexisten en los bordes de la nueva ruptura, las ‘anticipaciones cifradas’ se multiplican: hablando de uno de sus jefes en la empresa, María acota: ‘Quizás no debiera decir estas cosas por la forma terrible en que terminó su vida (32)’. El lector sólo se enterará mucho más tarde de las modalidades de esa muerte anunciada,

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pero su horror presentido pesa sobre el relato como un signo más de la descomposición. La profecía propia del relato apocalíptico no es pronunciada como tal, pero los signos existen fuera del lenguaje y se multiplican: los ladridos de la perra negra que la seguirá hasta el final parecen predecir la secuencia de errancia que se inicia:

No paraba de ladrar, como si estuviera advirtiéndome de todo lo que me iba a pasar en los meses siguientes, todas las penurias que íbamos a terminar pasando juntas. Era raro porque siempre le ladraba a papá y no a mí: esa mañana parecía realmente querer decirme algo (34).

Y cuando se hace oír una voz profética que relata el horror apocalíptico, ese horror ya se ha producido, y no es profecía sino la memoria oscura de un pasado que no cesa:

Decía que la intemperie iba a llegar tarde o temprano y nos íbamos a quedar en la calle y nos iban a degollar y a violar y nos iba a agarrar la policía militar y nos iban a tirar al río desde un avión, atadas a un bloque de cemento. Nos iban a abandonar atadas en un sótano, nos iban a cortar en pedazos y a sepultar en fosas comunes y nadie se iba a dar cuenta de nuestra ausencia (55).

La figura de los desaparecidos de la dictadura se abre paso de manera rotunda en el discurso, no sólo porque todo el relato se sustenta sobre la búsqueda de un desaparecido –Ale, el novio de María, el prole-tario tierno que a lo largo de la novela se irá convirtiendo en un invisible y legendario jefe guerrillero que, finalmente, ya no existe–, sino porque el relato de la catástrofe actual se potencia con el de la catástrofe del pasado. La realidad histórica ya acaecida es presentada como el absolu-to delirio de una subjetividad enferma, que la proyecta hacia el futuro y la reinstala, no sólo como hipótesis paranoica, sino como eco y repeti-ción.4 El discurso construye así una temporalidad que no sólo puede ser calificada, como lo hacíamos al principio, de arrítmica –las secuencias no siguen el orden habitual, los acontecimientos se descolocan en el tiempo, migran, se reflejan en otros acontecimientos –sino también de

4 Son inmediatamente perceptibles las semejanzas entre ese discurso apocalíptico de Laura, la amiga depresiva de María, que no sólo se dice sino que se escribe en un cuaderno presentado como un ‘collage de manuscritos’, y la vidente que escribe cartas en Respiración artificial, de Ricardo Piglia.

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simultánea: todo sucede en cada instante, el tiempo secuencial se repre-senta concentrado en una contemporaneidad inmediata cuyo espesor aumenta a medida que el personaje se desplaza, y su viaje al otro lado de la frontera deviene un viaje al más allá del tiempo. Todo el pasado latente resurge y se rescribe a través del filtro de una conciencia que no ha perdido nada de su inscripción contemporánea, aunque sus actos se vuelvan cada vez más primitivos. La Historia se retrotrae a espacios y prácticas olvidados, pero al mismo tiempo alberga los procesos del presente que aparecen como un reflejo invertido de los del pasado. El tiempo pasado no pasa, y su sedimentación produce una especie de bloque compacto en el cual las mismas figuras se repiten desplegando todas sus variantes. James Berger, al tomar en cuenta como uno de los componentes necesarios del relato apocalíptico la noción de trauma his-tórico, afirma:

El pasado –y no sólo pero sí especialmente el pasado traumático– vive entre nosotros, aparentemente trivial, indistinto […] Al mismo tiempo, los mecanismos discursivos están operando para asimilar el síntoma histórico traumático en un orden social y simbólico (Berger, XIX, la traducción es nuestra).

Historicidad y ahistoricidad se entrelazan, exponiendo sus cuerpos emblemáticos y persistentes: el de la mujer avasallada y transitada por los unos o los otros, el de los combatientes ejecutados, resucitados y vueltos a ejecutar, el de los cuerpos surcados por cicatrices o enfermedades que los ‘parten por la mitad’ antes de ser recompuestos, suturados y devueltos a una azarosa integridad. Cuando se presenta, a medio camino del calvario, la ocasión de emigrar con un marinero irlandés –como la abuela de María, a quien le debe su cabello rojo– la protagonista se niega a mutilarse a su vez, aunque ello implique desafiar la epidemia de fiebre amarilla: ‘¿Para qué me iba a quedar en un lugar donde todo se deshacía? Pero el cuerpo parecía querer quedarse, la desintegración era algo mío, el desierto era algo mío (165)’. Para narrar esta separación que hubiera podido recrear en ella la extranjera, Mairal reescribe un cuento de James Joyce, hace de la abuela de María, Eveline Hill, la protagonista de aquel otro episodio y lo convierte en memoria transgeneracional de ‘Rosa Gil’. De allí en adelante, el espacio convocado será el de la llanura, cada vez más infinita y surcada por cabalgatas de fantasmas (‘Todas las caras de esos hombres. Miles. Me acordé de Juan Ayala, el soldado

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fusilado que habíamos ayudado a salvar’ (186))5 o por carros cargados de muertos, literarios o no. Una llanura convertida en páramo –‘Vimos molinos deshojados, tanques australianos con animales muertos dentro, cosechadoras enterradas, sembradoras varadas, trompas de tractores que asomaban del suelo, como naufragadas en el barro (190)’– y que no deja de evocar la pampa, sombra de sí misma, ya descrita en el pasado por Osvaldo Soriano en Una sombra ya pronto serás.

El campo de la época de la anarquía no es más hospitalario que la ciudad, y lo surcan tribus de indígenas que se parecen sospechosamente a las ‘barras bravas’ contemporáneas, milicias cuyas identidades políticas son cada vez más confusas, caudillos autoritarios y guerrilleros míticos montados en caballos mágicos. Los malones dejan de ser patrimonio exclusivo de los indios para transformarse en una estrategia generalizada, las persecuciones de los jefes locales –síntesis caricaturales de una tradición de virilidad exacerbada– predican ideas reaccionarias y practican persecuciones de toda índole, mientras las comunidades parecen incurrir siempre de la misma impasible complicidad:

Cuando pasa algo así, como lo de Benito, cuando encierran injustamente a alguien o cuando alguien muere, entonces los demás se sorprenden –más por el temor de que eso les pueda pasar a ellos que por el hecho de que le haya pasado al otro– y casi inmediatamente siguen con lo suyo porque les pica, se rascan, tienen hambre, están vivos y preocupados y necesitan muchas cosas para seguir estando (210).

El apocalipsis, el caos histórico y social son los instrumentos que permiten los desplazamientos críticos (aquí la complicidad colectiva con la dictadura gracias a la expulsión arbitraria de un brasileño en el siglo XIX), e indican los mismos brotes de barbarie a lo largo de toda la historia. Se induce así una forma particular de lectura, más alerta y más totalizante, puesto que casi todas las alusiones significan en otro

5 Sobre el motivo del fusilado que vive y vuelve a ser ejecutado, la historia argentina provee más de un ejemplo: los sobrevivientes de los fusilamientos de León Juárez en junio de 1956 de los cuales al menos uno, Julio Troxler, sería después ejecutado por las Tres A; los sobrevivientes de los fusilamientos de Trelew en agosto de 1972, que luego fueron todos asesinados por la dictadura de Videla.

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lugar. Citamos nuevamente a James Berger y su lectura de la escritura de after the end: ‘El acontecimiento apocalíptico, para ser propiamente apocalíptico, debe, en su instancia destructiva, clarificar e iluminar la verdadera naturaleza de aquello que ha alcanzado su fin (5, traducción nuestra)’. La parodia, el humor, el descolocamiento temporal y las transferencias ideológicas cumplen esa función operando sobre los tres hipotextos aludidos: el del relato bíblico, el de la Historia argentina, el de la Biblioteca literaria nacional. Con respecto a ese ‘espesor’ referencial, en el cual la representación textual, la representación histórica y la representación topográfica convergen y se articulan, ha dicho Pedro Mairal en su entrevista con Silvina Friera:

A mí me interesaba mostrar una Buenos Aires sintáctica, donde si el personaje atravesaba Diagonal Norte y Suipacha, pasaba por el lugar donde lo mataron al rufián melancólico de Arlt en ese momento, como si existiera una Buenos Aires hecha de párrafos de la literatura argentina.

Territorio hecho de lugares y de párrafos, el sentido viaja en el texto, el discurso lo condensa y lo traslada, la escritura es en sí un cronotopo enciclopédico que indaga las posibilidades de una lengua resucitada: si en un momento del trayecto ‘El campo se está comiendo la ciudad’ (Mairal 142), en otro, ya instalada en el extrañamiento del exilio, María comprueba que ‘el desierto no me comió la lengua’ (8).

Entre esas dos instancias de una tensión que bien puede ser calificada de identitaria, María aprende una tercera lengua: la de los indígenas ú. Y es entonces cuando se perfila en el texto, por primera vez, la figura de una paz posible: ‘El tiempo se dejaba habitar. El pasado no dolía. Podía vivir en una especie de eternidad (263)’. Más allá de todas las fronteras, el territorio ú se presenta como el espacio de la ahistoricidad, de un origen inmóvil y por lo tanto invariable. Pero el reposo será breve, y cuando el reclamo de traducción vuelva a emerger, María no sólo será arrancada de esa sociedad preservada, sino que se verá confrontada al principio y el fin de lo humano: el canibalismo, praticado no ya por los indios primitivos, sino por los blancos postmodernos. Si, como acota James Berger, el estudio del postapocalipsis es el estudio de lo que desaparece y de lo que queda (resta) y de cómo debe ser transformado lo que sobrevive, en el texto de Mairal nada queda del constructo imaginario de la argentinidad, si no es el desierto de los orígenes, el borramiento

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de una ‘civilización’ que creyó subsanar la barbarie de los caníbales (Calibanes) para acabar recayendo en la antropofagia, y verse así en el espejo invertido del pecado original. Pero María sobrevive, y con ella, una lengua iluminada por el relato de la memoria, una lengua perdida, recuperada, exilada, pero ya no traducida, una lengua que emerge del silencio reparador y que se habla a solas, para sí misma, como un secreto intransferible y hospitalario. El lenguaje ha resistido finalmente a los embates de la barbarie– María habla sola en una biblioteca, y no lo hace, como Sarmiento lo había prescrito, desde la cultura letrada y transplantada6, sino desde la más pura contaminación histórica, social y étnica. En la lengua están depositadas todas las virtualidades del yo: ‘las Marías que yo fui (8)’ y que condensan las virtualidades de la Nación: de traductora a prostituta, cartonera, maestra, curandera, cautiva, carnicera, exilada; pero también la memoria y el recordatorio: ‘ellos están conmigo si los nombro (8)’. Claudio Magris se sirve de una metáfora fluvial para definir ese procedimiento:

Le fleuve de l’Histoire emporte et engloutit les petites histoires individuelles, le flot de l’oubli les efface de la mémoire du monde ; écrire, c’est aussi marcher le long du fleuve, remonter son cours, repêcher des existences naufragées, retrouver des épaves accrochées aux rives et les embarquer sur une précaire arche de Noé en papier. Cette entreprise de sauvetage est utopique et l’arche sombrera peut-être. Mais l’utopie donne un sens à la vie, parce qu’elle exige, contre toute vraisemblance, que la vie ait un sens (Magris 14).

Escribir, es hablar en silencio.

6 Ricardo Piglia ha esclarecido definitivamente esos procesos de citación y de traducción apócrifa. Ver Respiración artificial, pp. 127–130.

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Bibliografía

Área, Lelia, Una biblioteca para leer la nación (Rosario: Beatriz Viterbo, 2006).

Berger, James, After the end, Representations of post apocalypse (Minneapolis/London: University of Minessota Press, 1999).

Drucaroff, Elsa, ‘Narraciones de la intemperie’, in El interpretador – literatura, arte y pensamiento, No. 27 (junio 2006). Consultado en http://www.elinterpretador.net (consultado el 01–04–09).

Eliade, Mircea, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición (Emecé Editores, http://www.librosgratisweb.com/pdf/eliade-mircea/el-mito-del-eterno retorno.pdf, consultado el 01–04–09).

Friera, Silvina, ‘Me gustó trabajar con la paranoia de la clase media. Entrevista a Pedro Mairal’, in Página12 (lunes 12 de diciembre de 2005).

Kermode, Frank, El sentido de un final (Barcelona: Gedisa, 2000).Magris, Claudio, Utopie et désenchantement (Paris: Gallimard, 2001).Mairal, Pedro, El año del desierto (Buenos Aires: Interzona, 2005).Piglia, Ricardo, Respiración artificial (Buenos Aires: Seix Barral, 1997).Raphaël, Freddy et al. (ed.), ‘Esquisse d’une typologie de l’apocalypse’, in:

L’apocalypse (Paris: Librairie Orientaliste Paul Gauthier,1977).Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo. Civilización y barbarie. (Madrid:

Cátedra, 1977).Soriano, Osvaldo, Una sombra ya pronto serás (Madrid: Mondadori, 1991).

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Idelber Avelar

Más acá del apocalipsis: el realismo alucinatorio de Gustavo Ferreyra

‘De todos los países invisibles, el presente es el más extenso.’(Sergio Chejfec)

El regreso de parte de la mejor novelística argentina reciente al período dictatorial contrasta con las grandes máquinas alegóricas y memorialistas que caracterizaron la primera posdictadura. En la primera ola de literatura posdictatorial, de los años 1980 a los 1990, la ficción argentina fue marcada por la pregunta acerca de la historia nacional.1 En los enfrentamientos alrededor de la codificación del pasado, en los años 80/90, entre la vieja izquierda y la nueva izquierda, arrepentidos y no arrepentidos, vanguardistas y populistas,2 la cuestión de un papel para la literatura fue objeto de un caluroso debate. Allí intervinieron narrativas como La ciudad ausente, de Ricardo Piglia y En estado de memoria, de Tununa Mercado, alineadas con los que buscaban una estética capaz de contrarrestar los efectos del olvido postapocalíptico.3 Aunque no siempre retratando visiblemente esa encrucijada entre recuerdo y política, la obra de Juan José Saer lleva a su cumbre toda una tradición argentina caracterizada por la interrogación acerca de la memoria. Esa tradición, hacia 2008, ha sufrido un notable desplazamiento, en la medida en que un saber de la memoria postdictatorial ahora circula incluso ‘en las formas más banales de textos memorialísticos y en el periodismo audiovisual’ (Sarlo 472). Entre los relatos que regresan hoy a esta temática a partir de estrategias diferentes de las consagradas por la ficción de hace 20 años, hay algunos textos clave que desarrollan un

1 Ver Beatriz Sarlo 471–482; también Fernando Reati. 2 Para un momento clave de esos enfrentamientos, ver Saul Sosnowski.3 Ver los análisis de este embate en Idelber Avelar y Miguel Dalmaroni.

Idelber AvelarMás acá del apocalipsis: el realismo alucinatorio de Gustavo Ferreyra

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tipo particular de sujeto, tributario de una concepción de subjetividad como ruina.

En la tensión entre memoria y olvido, central en la primera postdictadura, se trataba de restaurar, restituir, reconstituir algo quebrado en la experiencia. Aquellas novelas presentaban ciertos perfiles de la subjetividad bajo el autoritarismo, con personajes que operaban en un espacio marcado por un abanico de posiciones: víctimas, cómplices, administradores del olvido o sujetos memoriosos contrahegemónicos. En Ricardo Piglia y Tununa Mercado (y el lector encontrará paralelos en obras de Daniel Moyano, Andrés Rivera, Ana María Shúa, Osvaldo Soriano, Héctor Tizón y otros), hay sujetos contrahegemónicos que reconstituyen el pasado, como Junior, en La ciudad ausente, o la protagonista de En estado de memoria, que laboriosamente teje las condiciones para un trabajo de memoria postapocalíptico. Por otro lado, hay figuras de la complicidad, como Julia Gandini, la arrepentida de la novela de Piglia, o la terapeuta new age de autoayuda de la narrativa de Mercado. Además de los sujetos contrahegemónicos o cómplices, los textos de la postdictadura a menudo retrataban ciertos administradores políticos del olvido, como los lobotomistas del estado en La ciudad ausente o los kafkianos burócratas del hospital/cárcel en Soy paciente, de Ana María Shúa. Se ve en esos textos el triángulo de las políticas del olvido postapocalíptico: sus administradores, sus cómplices y sus víctimas, amenazados o no por una fuerza exterior al triángulo, la del sujeto contrahegemónico, memorioso. Sin necesariamente postular una ruptura clara respecto a esa literatura, he dedicado mi atención a una serie de autores recientes –Sergio Chejfec, Martín Kohan, Gustavo Ferreyra– que regresan al pasado dictatorial de Argentina en términos bastante diferentes de aquellos consagrados por la narrativa histórica, alegórica o memorialista de los años 80. En ellos, las metáforas de la recuperación y de la restauración han visiblemente perdido la vigencia, y la polaridad entre el cómplice y la víctima ha dado lugar a sujetos menos localizables y de posición histórica no tan fácilmente asignable.4

4 Ver especialmente Dos veces junio y Museo de la revolución, de Martín Kohan, y Los planetas, de Sergio Chejfec, además de las obras de Ferreyra que trataremos a continuación.

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Más acá del apocalipsis: el realismo alucinatorio de Gustavo Ferreyra 347

Son sujetos que permanecen indefinidos políticamente o pasan por varias definiciones políticas contradictorias a lo largo del texto.

‘Una de las apuestas más fuertes en el mapa de la nueva literatura argentina’ (Saítta 2001), Gustavo Ferreyra nació en 1963, es sociólogo y autor de cinco novelas, El amparo (1994), El desamparo (1999), Gineceo (2001), Vértice (2004), y El director (2005) y una colección de cuentos, El perdón (1997). Escribe una prosa que no recuerda inmediatamente ninguna de las grandes líneas maestras de la novela argentina contemporánea. Su primera novela, El amparo, es un asombroso relato que tiene lugar en una casa repleta de sirvientes y es narrada desde el punto de vista de Adolfo, el empleado encargado de arrodillarse de boca abierta ante el amo durante las comidas, para recibir restos o carozos. Las supremas humillaciones ocurren cuando un visitante le sugiere al amo que contrate un enano para su función y, cuatro días después, Adolfo recibe la noticia de que aquéllas serían sus dos últimas semanas como receptor de carozos. Este acontecimiento desencadena una laberíntica y paranoica sed de venganza de Adolfo contra el enano que lo sustituye. Reducido a relacionarse con el piso inmediatamente superior de la burocracia –que lo trata implacablemente mientras lo recicla para otra función–, el protagonista de la primera novela de Ferreyra vive una experiencia genuinamente kafkiana. Su relación reverente y culpable con su entorno, su ignorancia sobre su propia condición, su tendencia a tomar al agente más cercano de la burocracia como una tabla de salvación, recuerdan directamente al K. de El proceso. Kafkiano, sobre todo, es el discurso indirecto adoptado por el narrador de El amparo, una voz rigurosamente reducida a refractar la percepción del miserable a través del cual la narrativa es filtrada. Después de un estreno kafkiano en el sentido estricto del término, Ferreyra realiza un giro interesante en sus dos últimas novelas: Vértice y El director mantienen la idea de retratar el mundo alucinatorio vivido por un protagonista. Pero este mundo se encuentra ahora instalado en un hábitat clásicamente realista, en una esquina de la ciudad (Vértice) o en la casa de un personaje (El director). En estos relatos, Ferreyra cultiva una precisión realista, decimonónica, referencial al punto de la

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brutal literalidad, en una prosa que podríamos llamar flaubertiana.5 La fascinación de la prosa del último Ferreyra proviene de ahí: un universo de neurosis claramente postfreudianas es narrado impasiblemente por la voz ‘ingenua’ del realismo. El lector vive la aparente incongruencia de ver una colección de alucinaciones narrada como si fuera la más absoluta normalidad. En El director, este efecto llega al clímax con la elección de un narrador-protagonista.

Escrita a partir de dos de las tres líneas argumentales de Vértice, El director es el relato en primera persona de 40 años en la vida de un director de escuela primaria en Buenos Aires. La novela abruptamente yuxtapone una sección escrita en 1972 a otra de 2002, regresa a 1966, recomienza en 1992 y así sigue en 420 páginas rigurosamente construidas. Estas secciones son interrumpidas a lo largo de la narrativa por la novela que está escribiendo el director, la historia de un incesto feliz más allá de toda moral. El protagonista de Ferreyra pasa por una secuencia vertiginosa de derivas, encontrándose escéptico en 1972, adepto fervoroso de la llegada del socialismo en 1975 y, a pesar del miedo causado por la desaparición de uno de sus colegas de la escuela, simpatizante de los militares en 1977. En 1982, se desplaza: era una voz más en las marchas en favor de la guerra de Malvinas y luego participa en una marcha en apoyo a Alfonsín. Se construye un personaje amoral y egoísta, pero siempre rigurosamente sincero –no hay mala fe en la intervención en el mundo que realizan los personajes de Ferreyra, sólo una actividad incesante del imaginario. Las constantes derivas del personaje reflejan una experiencia histórica compartida por millones de argentinos, la de no ser ni víctima directa ni cómplice, sino un sujeto que sobrevive mientras trata de sacarle sentido a una realidad contradictoria y violenta. La obra de Ferreyra se zambulle en las mentes de ciertas figuras de la neutralidad gris que nos ofrecen un retrato distinto de la generación que maduraba en la Argentina de los

5 Después de tratar de describir a algunos amigos la prosa de Ferreyra como ‘flaubertiana’, pude leer, gracias al autor, la tesina dedicada a su obra por Karin Flashaar, en la que Ferreyra se describe así en una entrevista: ‘Quizás he ido de lo kafkiano a lo flaubertiano y esto significó en mi caso venir del futuro de El Amparo (un futuro casi pretérito) hacia el presente. Así, en El Desamparo y Gineceo se ha ido viniendo hacia el presente de la Argentina. Y llegué a él con Vértice y luego con El Director incluso he ido un poco para atrás y apenas un poco para adelante’ (Karin Flashaar 63).

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1970s. Estamos lejos de los personajes que emblematizaban el olvido o la recuperación de la memoria.

‘Si los guerrilleros se decidieran ... A mí me parece lo mejor. Un socialismo como en Cuba. Un par de meses de barahúnda y después todo se acomoda a un nuevo orden. Es preferible que el socialismo venga de una buena vez a vivir en el caos y en las luchas constantes. En el socialismo, las cosas se encauzan y se vive más tranquilo’ (289), escribe el director en 1975, en la época de la violencia generalizada, pero muy ferozmente de violencia de la derecha contra la izquierda. Nótese que lo que él admira en el socialismo es la posibilidad de ‘vivir tranquilo’ –abolir la política, en otras palabras. Un año después del golpe, en 1977, informado de que un colega de escuela ha desaparecido y que, a pesar de su participación política casi nula, su nombre podría ser encontrado en la agenda de ese colega, el director divaga, con esperanza:

Empieza a percibirse que los militares van a ganar la guerra y esto engendra esperanzas. Yo mismo, que hace cuatro o cinco años odiaba a los militares y marchaba contra ellos, veo que la victoria de los militares nos lleva a algo. A un estado de renacimiento. Los que quedamos vivos vamos a tener derecho a renacer. Y los militares van a ganar. Es un hecho. ¿Cómo pelearse con los hechos? Cuando un poder se presenta triunfante y sin fisuras, no hay modo de odiarlo (173).

Los ejemplos de volubilidad se van acumulando a lo largo de la novela. El personaje es esencialmente amoral, pero no hay modelos políticos a partir de los cuales juzgarlo, ya que no hay restauradores de la memoria disponibles. Los inteligentes, pero distorsionados lentes del protagonista se encargan de la totalidad de lo que vemos. La narración en primera persona es, por tanto, esencial para el efecto: los lectores estamos totalmente sumergidos en su deriva, que nos delimita todo el horizonte. Podemos tomar distancia del narrador, pero la novela no ofrece ningún punto de anclaje, ninguna alternativa moral desde la cual juzgarlo. Sylvia Saítta ya lo había observado acerca de la novela anterior de Ferreyra, Vértice: ‘Un narrador en tercera persona, que alterna con un narrador en primera, asume, con el uso del indirecto libre, las perspectivas diferenciadas de cada uno de los personajes. Pero nunca una que le sea propia: aquí no hay juicios de valor ni moralejas’ (Saítta 2005).

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En la secuencia que abre la novela, en 1982, queda claro que Argentina perderá la guerra de Malvinas y el protagonista entra en otra deriva. En abril, cuando una parcela significativa de la población se había entusiasmado con la guerra y ‘aguardaba la democracia con la paciencia de un campesino’ (7), él no dejaba de notar que su trayectoria había sido la opuesta, ya que la derrota en la guerra lo llenara de una efervescencia que él no podía explicar. Después, toma el colectivo para una demostración cuya naturaleza ignora: el grupo que marcha adelante de él, ¿estará protestando contra algo o bien marchando en apoyo a algo? Si él se acercara demasiado, ¿podría ser tomado como miembro del grupo en el caso de que viniera la represión? Por otro lado, si no se acercara lo suficiente, ¿podrían quizás juzgar que él era hostil a ellos? El personaje de Ferreyra no es lo que la izquierda latinoamericana, en otras eras, llamaba ‘un alienado’. Se trata de alguien bien informado, cuya narración procede aguda, inteligente y paranoicamente. Los complots y conspiraciones que teje él mismo o que él ve en los demás cambian episódicamente. En 1982, por cierto, Argentina era una realidad paradojal, confusa, en la medida en que al apoyo de parte importante de la población a la aventura militar se siguió una decepción con la derrota que, a su vez, fue sucedida por una euforia en el sentido opuesto, en la celebración de la victoria de Alfonsín en las primeras elecciones democráticas postdictadura. El protagonista reacciona a ese torbellino de acontecimientos de la manera más mundana, creíble para lo que podríamos llamar un ‘argentino común’ de 1982. Pero hasta la obra de Ferreyra eran bastante raros en la ficción argentina personajes a la deriva, cambiables, inciertos políticamente y a la vez verosímiles como éste.

Una serie de hitos de la historia argentina moderna dejan su impresión sobre la trayectoria de 40 años del protagonista: el caos de 1974, el golpe militar del 1976, la guerra de Malvinas, la elección de Alfonsín, el Mundial del 1986, los cacerolazos de 2001. Están presentes, sin embargo, como acontecimientos cuyo sentido nunca está dado de antemano. A los 60 de edad, en 2001, siguiéndose a la caída de tres presidentes argentinos en dos semanas, él es forzado a buscar los 900 dólares y los recibos que había guardado para su jubilación, para entonces encontrar un manuscrito suyo que él daba por perdido desde hacía siete años. La historia se impone a, acontece a los personajes con el carácter

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abrupto e inevitable de un acontecimiento natural, ofreciéndoles una pequeña ventana a través de la cual una fantasía individual perversa se articula. La emergencia de los piqueteros en 2001 lo hace completar el círculo e identificarse con ellos por la televisión, imaginariamente rompiendo con la clase media que él pasara a despreciar (por su enojo de ver a los pobres luchando contra la policía ‘en nombre’ de los sectores medios en las calles). Sólo lo hace, sin embargo, para embarcar en otra fantasía heroica egoísta de una muerte con ellos, que llevaría quizás a las maestras de la escuela a percibir que él no era, al fin y al cabo, una nulidad gris. Piensa todo esto mientras asiste a las protestas en la televisión con su madre. Su veredicto sobre sí mismo en ese momento es: ‘soy una suerte de hincha de los perdedores’ (323). La imagen de hincha de los que pierden pasa a ser un emblema de la relación del personaje con las ruinas que lo constituyen. Se trata de un protagonista que escribe mientras se sorprende hinchando en un partido que sabe que ya ha perdido.

Sin embargo, la máquina narrativa de la obra de Ferreyra se echa a andar a partir de la lógica oblicua de la neurosis del protagonista, no por la historia política de Argentina, que permanece como una suerte de eco lejano de irrupción ocasional en el texto. El director procede a través de una anticipación paranoica del otro, en una estructura diegética en la cual nada escapa a las perversiones del que narra. Después de romper con Antonia, su esposa de más de una década, por ninguna razón en particular, empieza a desear habérsele acercado para decirle que todo había sido una broma. Atrapado en la cavilación, nunca lo hace. En choque, se da cuenta de que Antonia ya no parece extrañarlo para nada y ha recompuesto su vida elegantemente, como si él no existiera: ‘Ferreyra escribe como si todas las neurosis pudieran serle propias; como un minucioso entomólogo de mentes en peligro. Y de eso es prueba una obra narrativa habitada por personajes atormentados, obsesivos, paranoicos, inconformistas, que se empecina en ser una dilatada indagación de la conciencia’ (Lennard 2006).

Los personajes de Ferreyra se plantean la tarea de interpretar incesantemente el mundo a su alrededor, sus propias fantasias y las trayectorias de los demás –especialmente de las mujeres, cuyas acciones adquieren el carácter de cifra simbólica que esconde algún secreto fundamental aún por develar. El intento de sus personajes es

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‘torcer el destino de un mundo regido por leyes irracionales y secretas’ (Coelho 2004), instalar al lector en la pesadilla de la interpretación infinita. Se podría, entonces, matizar la observación de Patricio Lennard y decir que los personajes de Ferreyra son inconformistas, paranoicos y atormentados, pero ‘obsesivos’ quizás sea un exceso de generosidad. Sus fantasías demuestran una deriva constante entre estados semialucinatorios de paranoia, cuya tragedia es, en cierto sentido, la imposibilidad misma de constituir una obsesión estable. Son sujetos que viven en un estado de incesante actividad imaginaria para el cual, de hecho, una neurosis obsesiva sería un punto de descanso más que bienvenido. Rellenos con una memoria que los llevará hacia otro intento paranoico de interpretación de los signos ofrecidos por el mundo y, muy especialmente, por las mujeres, los sujetos de Ferreyra se reinventan tomando como punto de partida un colapso previo. Diseñan una espiral que jamás alcanza el cierre circular de una obsesión definitiva y está perennemente intentando reparar una pérdida anterior. Se trata de un sujeto que no es sino la constante recodificación de sus propias ruinas.

Abundan en la mejor ficción argentina de la última década las imágenes de precariedad masculina ante una mujer: la trilogía de Juan José Becerra acerca de una traición (Santo, Atlántida, Miles de años), El pasado de Alan Pauls, Historia del abasto, de Mariano Siskind, Ida, de Oliverio Coelho. El protagonista de Ferreyra quizás sea el más elaborado de esos personajes. Mientras todavía está casado, se encuentra atrapado en la fantasía de anticipar la reacción de Antonia con el único intento de herirla. Después del divorcio, es atormentado por fantasías autodepreciatorias ante Antonia, como la de hacer cola atrás de otros hombres para comprar relaciones sexuales con ella, llegando así al colmo de la humillación para cualquier ex marido. Al ser tomado por la fantasía de seducir a una profesora sustituta, el único motivo es demostrar desprecio por una colega mayor. Cuando una de sus muchas novias postdivorcio termina la relación, pasa a planear las peores venganzas. Ante el desaparecimiento de su colega montonero en la escuela, se convence de que las demás colegas –todas ellas mujeres– secretamente le reprochan el hecho de no haber desaparecido también. Cuando le diagnostican un cáncer, fantasea ya acerca de un suicidio público, político, cuyo único objetivo es salvar algún sentido heroico para sí mismo, ya sobre la ausencia de sentido en su muerte para los

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alumnos de la escuela primaria donde trabaja: ‘Mi muerte sería un acontecimiento que, sólo por eso, ya les daría cierta felicidad.... Incluso tendrían un día de asueto por duelo. Se irían a sus casas a ver dibujitos animados, regodeándose de esta holganza inesperada’ (30).

Volcado a las fantasías de autoinmolación y muerte que quizás le rindan el estatuto de mártir (preferencialmente llevando consigo algún miserable que lo merezca), el director continúa una larga tradición de personajes occidentales que, desde la épica homérica, se dedican a fantasear la propia muerte y el resultante duelo de los demás. Esta actividad, desde luego, es marcada en términos de género: la fantasía es asombrosamente masculina, y en ella se reserva el lugar del ‘que hace duelo’ para las mujeres. El único sentido de la muerte que permanece para uno aquí sería el de la compensación del narcisismo herido a través de la alteración, aunque minúscula, del estado de las cosas del mundo. Pero el sujeto encuentra en el centro de su fantasía una escena de duelo vacía. En las novelas de Ferreyra, el lector se topa con la elaborada composición de una fantasía narcisista, mientras recibe constantes pistas, todo el rato, de un fracaso espectacular que se seguirá y que no tiene que esperar por la llegada de la realidad. El colapso se anticipa en la fantasía misma.

El director de Ferreyra es también el autor de una novela acerca del incesto de un padre con su hija adolescente. Está aterrorizado de contarle a cualquiera sobre el texto, con miedo de que identifiquen al protagonista del texto con su autor. El así llamado incesto es singular, ya que ni el narrador, ni el lector, ni Alice, la madre saben, en realidad, si hay sexo involucrado en la relación. Es como si hubieran llegado a un punto en que la confirmación de la relación sexual sería superflua, en la medida en que Jorge y Victoria, la hija, pasan a compartir las más entusiasmadas risas (ella había antes sufrido de una ‘risa nerviosa’ que los padres –Alice, fundamentalmente– trataron de curar de todas formas, ortodoxas o no). El incesto no es más que el proceso por el cual esa risa se traga, devora a Jorge también, de tal forma que él pasa a compartirla. Al verlos viviendo una verdadera complicidad de amantes, Alice mira desde lejos sin creerlo, incapaz incluso de odiarlos, tan profunda es la imagen de felicidad que inspiran. Esta historia le es dada al lector de El director en pequeñas secciones que van de la búsqueda de una cura para la risa de Vicky (búsqueda de Alice, mientras Jorge

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cada vez más observa de lejos, especialmente después de ser despedido de su trabajo) a la confirmación de la relación amorosa, aunque no visiblemente sexualizada, entre padre e hija, a la partida final de Alice. El protagonista escribe ese relato por más de una década, terminándolo en 1987.

En 1995, después de estar seguro durante años de que el único original del texto estaba a salvo en un armario, casi llega al colapso al darse cuenta de que no lo puede encontrar. Es forzado a admitir que ha perdido la única cosa que jamás ha escrito. Sus hipótesis en ese momento son dos: 1) que su madre lo ha visto y destruido, teoría que busca confirmar sometiéndola a incontables sesiones de interrogatorio; 2) que Virginia, su amante casada en el momento, se ha horrorizado con la confesión del tema de la novela y ha empezado a temer el incesto con los niños que ellos pudieran tener un día, y por eso habrá robado y quemado el texto. Se dedican páginas elaboradas a los devaneos del protagonista de que Virginia –mujer casada que lo tiene como amante, abandona al marido y dos meses después lo abandona a él– estaba espiándolo para destruir la novela. Resulta, claro, que el protagonista no había puesto la novela donde lo pensara. La descubre buscando recibos para su jubilación, después de la gran crisis reciente argentina, en 2002, ya siete años después de haber pasado a presumir que el texto estaba perdido.

El director vive entonces el horror de no saber si quiere releer la novela por primera vez en 18 años. Termina publicándola, enterándose en el 2006 de que el escándalo que había anticipado nunca ocurrió– él había llegado al punto de tejer toda la fantasía de los periodistas llamándolo a la casa, escapadas milagrosas suyas, etc. Después de un par de reseñas tibias, la novela se disuelve en el olvido y desaparece de las librerías, en una conclusión coherente para una trayectoria marcada por el exceso de la fantasía catastrófica respecto a toda la realidad. Los protagonistas de Ferreyra son sujetos que se vuelven víctimas de sus propias elecciones, asumiendo que se pueda hablar de ‘elecciones’ para personajes tan fuertemente enmarcados por su propio imaginario. En su condición de sujetos que repetidamente se (re)constituyen como ruinas de sus acciones previas, los personajes de Ferreyra no dejan de ser una suerte de alegoría de lo que es el sujeto, tout court. Es como si el personaje fuera un compendio completo del campo de las

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neurosis mapeado por Freud, pero procediendo con la voz de alguien que nunca hubiera leído a Freud, y pudiera así relacionarse con sus propias patologías con la inocencia de un narrador del siglo XIX. No es despreciable el efecto cómico producido por esta estrategia en un país tan saturado por el discurso del psicoanálisis como Argentina.

Puesto que la memoria, en El director, es el espacio de la patología, lo último que aspira su protagonista es un gesto de restitución. En este sentido, se trata de un anti-Bildungsroman. El sujeto de Ferreyra reacciona a la historia de manera desolada, fuera de la polaridad entre víctima y cómplice. Se relaciona con el binomio memoria-olvido también de manera singular, ya que para él no tendría sentido preguntarse acerca de la ‘recuperación’ de la memoria después de la trayectoria de 40 años narrada en el texto. La mercantilización de cada rincón de la vida social y la posterior ruptura del tejido de la polis lo deja enfrentándose con lo que podríamos llamar la ruina neoliberal sin memoria. Experimentando sus grandes fracasos no tanto como profesional ni como ciudadano, sino como hombre, el director también es moldeado por la lógica ególatra del neoliberalismo de los años Menem, cuyo espectacular colapso del 2001 la novela deja entrever como una suerte de realización de la esencia del personaje, un ‘correlativo objetivo’ de su patología mental. Aquí cabría hablar de una dimensión apocalíptica (destruidora y reveladora) en la obra de Ferreyra, especialmente en Vértice y El director: el colapso del orden social, externo, actualiza y vindica la neurosis del personaje. El mérito de la obra de Ferreyra consiste en ese realismo alucinatorio, que ofrece una respuesta estética consecuente a la utopía destructiva de la privatización a la vez que evita una serie de caminos más previsiblemente recorridos en la novela contemporánea.

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Bibliografía

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Michèle Guillemont

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No se puede hablar de imaginario apocalíptico en el arte argentino contemporáneo sin mencionar la historieta fundamental –fundacional– El Eternauta.2 Su guionista, Héctor Germán Oesterheld, es uno de los miles de desaparecidos y asesinados de la última dictadura militar.3

A finales de los años setenta y parte de los ochenta, como otros países del Cono Sur, Argentina sufrió un apocalipsis –entendido en su acepción más corriente y trillada: la de la destrucción, causada por el terrorismo de estado. Y las artes plásticas dan cuenta de esta ‘catástrofe’ –lo hicieron en los años de plomo, lo hacen desde la vuelta a la democracia, precediendo o acompañando un trabajo de memoria que no cesa. Ahora bien, son pocas las obras que, implícita o explícitamente referentes a la dictadura, apelen al Apocalípsis –o a la Biblia de un modo general. Esta ausencia se debe a un hecho político insoslayable: la Iglesia católica argentina apoyó al golpe de estado4 y colaboró con la represión.

1 Agradecemos a León Ferrari la entrevista en su taller del 26 de abril de 2008, la generosidad con que puso a nuestra disposición sus archivos y autorizó la reproducción de algunas de sus imágenes.

2 Héctor Germán Oesterheld y Alberto Breccia, El Eternauta y otras historias (Buenos Aires, ed. Colihue, Enedé-Narrativa dibujada, serie del Aventurador, 1997). El dibujante del primer Eternauta, de 1957 –el año en que Rodolfo Walsh publicó Operación masacre– era Francisco Solano López.

3 Véase la conferencia de Guillermo Saccomanno, ‘Oesterheld, un escritor de aventuras’ dada en el marco del ciclo La literatura argentina por escritores argentinos, el 15 de septiembre del 2006, en la Biblioteca Nacional de Argentina.

4 La bibliografía sobre este punto político es abundante. Resaltemos el trabajo universitario de Emilio Mignone, Iglesia y dictadura. El papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar y, entre las investigaciones fundamentales del periodista Horacio Verbitsky publicadas en Buenos Aires por la editorial Sudamericana, El silencio. De Paulo VI a Bergoglio. Las relaciones

mIcHèle guIllemont

León Ferrari : contra el Apocalipsis

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Dentro de tal contexto, la obra de León Ferrari (nacido en 1920)5 constituye, por lo tanto, un caso atípico. Y si recurre al Apocalipsis, su perspectiva –estética e ideológica– del libro de San Juan de Patmos resulta muy particular. En efecto, no apela a las imágenes o metáforas apocalípticas para ‘representar’, ‘denunciar’, ‘remitir a’ los estragos de la dictadura sino que indaga en el mismo texto novotestamentario los orígenes y las raíces de la violencia política e histórica de nuestra sociedad.6

Ciertamente, Ferrari trabaja en los años ochenta y noventa una veta ya explotada en una etapa anterior y cuya imagen más emblemática es el montaje ‘La Civilización Occidental y Cristiana’ que retoma el lema justificador de la invasión del territorio asiático, a partir del tema iconográfico más fuerte de nuestra cultura –la crucifixión–: un cristo sobre un bombardero norteamericano FH107, en clara referencia a la guerra de Vietnam. Pero todo cambia con la dictadura: los crímenes de ésta no tienen ‘representación’ posible7 –y Ferrari trabaja desde el dolor sin fondo de tener un hijo desaparecido.8 Ahora bien, ante la destrucción

secretas de la Iglesia con la ESMA (2005), Doble juego. La Argentina católica y militar (2006).

5 En los últimos años, la inmensa obra de León Ferrari –que empieza a exponer en 1954 y que presenta y recorre el magnífico catálogo de Andrea Giunta León Ferrari. Retrospectiva. Obras 1954–2004–llegó al reconocimiento internacional. En el 2007, ganó el León de Oro en la Bienal de Venecia.

6 Y, de un modo más general, la Biblia. A modo de ejemplo, véase esta declaración del artista: ‘Es una parte de mis investigaciones sobre la conducta de Dios [...] todos dicen que la Biblia es un libro maravilloso. Yo creo que en la Biblia está toda la justificación del fascismo. Como Cristo, Hitler adoraba a los niños, se sacaba fotos con los niños, y actuaba, como los militares argentinos, en el nombre de Dios’ en ‘León que no se hace el sordo’, crítica publicada en Página/12 el 14 de junio del 1988 y editada en Miguel Briante 270–272.

7 Véase la entrevista de León Ferrari por Adriana Malvido publicada en unomásuno el 7 de abril de 1982 y citada por Andrea Giunta en su catálogo León Ferrari, pp. 172–173: ‘Yo siento la necesidad de poder expresar todo lo terrible que fue y sigue siendo aquello, pero uno no puede decir que quiere hacer algo y proceder, porque antes, tendría que lograr algo con tanta fuerza como todo el horror que fue lo de la Argentina; y si no se hace con un lenguaje que tenga el mismo nivel de fuerza es dificil reflejar esa realidad. Yo no conozco nada en el plano expresivo que tenga la fuerza de la represión en la Argentina’.

8 El 26 de febrero de 1977, un grupo de tareas de la Marina encabezado por Alfredo Astiz secuestró a Ariel Ferrari.

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y la desaparición, ante la imposible representación, ¿qué puede el arte político sino cuestionar los fundamentos mismos de nuestra sociedad? Ésta es la elección de Ferrari: la relectura de los textos sagrados de nuestra civilización judeocristiana y la búsqueda de la matriz del sufrimiento, de las violaciones y de las torturas.

A lo largo de su tenaz indagación, el plástico presta una atención particular al texto del Apocalipsis y a sus ilustraciones. Y de una obra a otra, etapa creativa tras otra, reiteradamente interroga: ¿puede ser denunciada la catástrofe a partir de un texto que la anuncia? ¿es aceptable ética y estéticamente apelar a este libro canónico? ¿puede el hombre liberarse de la destrucción apelando a la destrucción misma?

Cronología del trabajo visual sobre el Apocalipsis

En 1984, León Ferrari expone sus primeros collages sobre la Biblia, a la que considera como ‘antología de crueldades’,9 en la galería Suzanna Sassoun en San Pablo.10 En enero de 1986, en la muestra colectiva ‘Uma vida no século’ en la Pinacoteca do Estado de San Pablo, propone la construcción de una fortaleza para defenderse del Juicio Final. El mismo manifiesto que acompaña esta exposición, ‘Contra el infierno’, es incluido en otra muestra colectiva, argentina, ‘Modificación del espacio urbano’, donde Ferrari propone edificar en la plaza San Martín un refugio para quienes se resistan al Juicio Final y al Infierno y desde donde ‘ir ganando años para la Nueva Era Libre de Infiernos’:

Comienza el siglo XX y termina el segundo milenio de la era cristiana que nació en Belén y terminará en el Armagedón juntamente con todo ser vivo abrasado por la ira de Cristo, que volverá provisto de armas que para Él inventamos inspirados en las ideas que nos legó en las Sagradas Escrituras. El Apocalipsis se aproxima implacable tal como Jesús lo profetizó veinte años atrás: el Apocalipsis, la lucha entre el Bien y el Mal, la gran matanza, la Resurrección de la carne, el Juicio Final, la ascensión de los justos al cielo y el descenso de

9 Palabras de León Ferrari en O Estado de São Paulo, 29 de noviembre de 1984.10 León Ferrari se exiló con su familia a esta ciudad en 1976 y volvió a radicarse

en Buenos Aires definitivamente, luego de varias muestras e intervenciones en Argentina, en 1991.

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los réprobos al Infierno, donde serán torturados día y noche por los siglos de los siglos. Crucibuntur die ac nocte in Saeculum Saeculorum (Ap. 20, 10).Los justos ruegan felices por la vuelta de Cristo pues resucitarán bellos, puros y resplandecientes como el sol (tunc fulgebunt iusti sicut sol, Mt. 13, 43) para contemplar a Dios para siempre.Es hora de que nos unamos, los réprobos, mientras tengamos vida y esperanza, para luchar contra el Juicio Final y contra el Infierno degollando el calendario cristiano antes de que se concrete el destino aterrador que nos gritan desde la cruz [...].11

El mismo año publica el artista su libro Parahereges donde reúne una serie de collages que cruzan reproducciones de los grabados de Durero –en particular de la serie sobre el Apocalipsis– y dibujos eróticos, una obra a la vez muy visual y exégeta de las herejías del cristianismo, que juega de manera casi trivial con el placer y el temor al castigo divino.

En realidad, ha empezado la larga serie de la relectura de la Biblia cuyas expresiones se exponen desde Nueva York –con la instalación ‘Heretic Chapel’12– hasta Buenos Aires,13 pasando por San Pablo.14 En esta ciudad, Ferrari publica su Biblia, conjunto de collages en blanco y negro que ilustran versículos en portugués, a partir de las estampas de Julius Schnorr von Carolsfeld (1860).

La técnica es, pues, siempre la del collage. Para limitarnos a la descripción del trabajo sobre el Apocalipsis, precisemos que Ferrari

11 Texto publicado en el catálogo de la exposición colectiva Uma virada no século de enero de 1986 en la Pinacoteca do Estado de São Paulo y reeditado en León Ferrari, Prosa política 47–48. Este tipo de llamado público a los ‘réprobos’ encuentra su continuación en la creación, en 1997, del CIHABAPAI, ‘Club de impíos, herejes, apóstatas, blasfemos, ateos, paganos, agnósticos e infieles’, integrado por intelectuales y artistas argentinos, que mandó cartas abiertas al papa Juan Pablo II (como la de diciembre del 2000 titulada ‘Por un milenio sin infierno’) para exigir la abolición del Juicio Final, del Infierno y de todo tipo de tortura física y moral, en cumplimiento de los derechos humanos.

12 Ampliaciones fotográficas de collages de la relectura de la Biblia acompañaban esta instalación en el Franklin Funace.

13 Exposición de collages de la relectura de la Biblia realizada en la galería Arte Nuevo.

14 Acerca de la exposición Palavra imágica en el Museo de Arte Contemporáneo de San Pablo, de la selección de catorce collages para la muestra Art in Latin America en Londres, Estocolmo y Madrid, y de la censura de estas obras en Suecia, véase Andrea Giunta 184.

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lo usa de dos modos. O ilustra directamente versículos del libro novotestamentario: los atrapa en su literalidad, en las represiones y destrucciones contemporáneas,15 en las prácticas genocidas del siglo XX.16 O superpone a versículos de otros textos bíblicos ilustraciones famosas del Apocalipsis, de artistas anónimos o fundamentales del arte cristiano.17

La fuerza del collage en la obra de Ferrari nos remite a aquella ‘realidad poética’ de la materia del subconsciente de que hablaba Louis Aragon: reencuentra la capacidad de la profanación. En este sentido, el gesto de interpretación más evidente es el de intervenir el texto sagrado; o el de trivializar las obras de los artistas cristianos ‘consagrados’ mediante fotocopias de calidad mediocre para, en una actitud de evidente negligencia, subvertirlas. También se genera por el anacronismo a ultranza que impone inmediatamente el mensaje político ‘incorrecto’ de un continuum desde la Biblia hasta el dictador Videla:

Trabajo casi siempre con reproducciones de los cuadros, grabados o frescos, que sirvieron para publicitar la religión. En síntesis es una crítica al cristianismo, a los dioses cristianos, tanto a Cristo como a Jehová. Intento señalar el carácter de estos dioses: son los padres, los genes de la represión, de los excesos contemporáneos, de la intolerancia, de la tortura. En fin, algo así como los abuelos de Videla (Giunta 184).

15 Por ejemplo, de la serie ‘Biblia en negro y blanco’, a partir de los versículos 8, 6–7 –‘Los siete ángeles de las siete trompetas se dispusieron a tocar. Tocó el primero... Hubo entonces pedrisco y fuego mezclados con sangre, que fueron arrojados sobre la tierra: la tercera parte de los árboles quedó abrasada, toda hierba verde quedó abrasada’–ubicados a pie de la imagen compuesta de la reproducción de una de las fotos de Hiroshima luego del ataque nuclear, con un ángel del Apocalipsis de Durero.

16 De la misma serie, ‘Biblia en negro y blanco’, sobre los versículos 2, 9 del Apocalipsis –‘Conozco tu tribulación y tu pobreza, aunque eres rico, y las calumnias de los que se llaman judíos sin serlo y son en realidad una sinagoga de Satanás’– y Cristo predicando en una cámara de gas de un campo de la muerte nazi.

17 A modo de ejemplo, el collage sobre el Libro de Josué, 2, 24 –‘Dijeron a Josué: “Cierto que Yahvé ha puesto en nuestras manos todo el país; todos los habitantes del país tiemblan ya ante nosotros”’– y una foto de Hitler desde una tribuna, con un ángel con trompeta del Apocalipsis de Durero.

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Ahora bien, León Ferrari no sólo forja por el collage un ‘nuevo absoluto poético’ a lo Max Ernst –‘alcanzar dos realidades distantes y sacar una chispa’–: también rescata el juego como órgano de profanación y gesto político.18 Porque importa fundamentalmente en sus imágenes la dimensión lúdica: por su cantitad –son varios centenares de collages–, por restituir el juego a su intención primaria, la de remover la concepción represora de la religión que fundamenta nuestra civilización–enfrentándola con el hedonismo y el erotismo al que quiso, desde sus orígenes, que renunciara el hombre.19

El juego pasa también por la defecación. A partir de 1985, León Ferrari organiza instalaciones en que el collage queda terminado al final de los días de la exposición pública, luego de que pájaros o volátiles varios terminen de dejar sus excrementos sobre reproducciones de conocidas pinturas del Juicio Final.20 En una intervención sobre fotocopias color de la obra del fresco famosísimo de Miguel Angel –luego reemplazadas por láminas con otros juicios universales por Fra Angélico, Giotto, Tintoretto, Ticiano, Rubens, Doré, Jean Cousin, Hans Memling, Cornelius, Jordaens, Van der Weyden–,21 el artista cuelga el texto siguiente :

18 Otro collage muestra nuevamente a un Hitler erguido en una tribuna y, a su lado, un ángel que toca la trompeta hacia abajo. Lo grotesco de esta imagen tiene un parentesco con el gesto que cierra la novela Les Bienveillantes de Jonathan Littell (París: Gallimard, 2006), cuando el protagonista Max Aue agarra al Führer de las narices.

19 Véanse en la serie ‘Biblia en negro y blanco’, entre otros collages, los versículos 9, 13–15 y 20–21 con reproducción de un falo sagrado del Ier siglo de nuestra era de Pompeia rodeado por ángeles del ‘Juicio final’ de Michael Wolgemut (siglo XV), o los versículos 8, 10–11 con grabado erótico japonés del siglo XVIII y ángeles con trompeta del Apocalipsis de Durero.

20 Señalemos que el tema de la serie ‘Excrementos’ no es únicamente el religioso. En la Exit Gallery de Nueva York, en una muestra colectiva sobre la deuda externa, Ferrari armó una instalación que consistía en dos palomas enjauladas sobre treinta billetes de un dólar. Terminada la muestra, estos billetes, defecados, debían ser enviados al presidente Reagan con una carta, a cuenta de la deuda argentina.

21 En ‘Panorama de formas tridimensionais’, Museu de Arte Moderna de San Pablo, noviembre de 1985. La muestra se extendió por varios meses más, lo que le permitió al artista muchas intervenciones más.

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Estos pájaros están haciendo, con sus excrementos, un collage sobre el Juicio Final de Miguel Angel. [...] Como es sabido, Occidente asegura que la historia del hombre en la tierra transcurre entre dos episodios judiciales: comienza con el Pecado Original de la rebelde Eva, cuya pasión por el conocimiento provoca el castigo divino que acosa la humanidad desde entonces, y concluye en el Juicio Final, luego del Apocalipsis, cuando la mayor parte del género humano sea arrojado a las tierras de Satanás donde cada uno de los condenados sumará, camino a la eternidad una e infinitas veces, un dolor equivalente a todos los dolores y angustias que sufrieron los que padecieron las consecuencias del Pecado original. Este Juicio, entonces, cantado pintado tallado y grabado por los grandes de Occidente, es una síntesis y una inagotable enciclopedia del dolor que las justicias cristianas administran. [...] Sobre esa idea que fecundó y alimenta nuestra cultura, sobre aquellos cantos, se utilizan los jilgueros canarios y palomas, para arrojar una opinión.22

La lucha contra el Juicio Universal y el apocalipsis es, antes que nada, un gesto político: hay que movilizar contra la fatalidad de las catástrofes humanas entendidas como castigos divinos –como, entre muchos ejemplos, la bomba atómica. La profanación del arte cristiano apunta a desarmar lo que el artista presenta como una mecánica multisecular de propaganda, a nivel mundial:

[...] El estiércol sobre las obras de algunos de los pilares de nuestra cultura encierran [sic] una crítica por su colaboración con la multinacional cristiana que los promovía, los mantenía y los usaba para que hicieran la publicidad gráfica del amenazador infierno que parecía ser su principal arma política y evangelizadora [...].23

Más que a los creyentes, la serie ‘Excrementos’ quisiera convencer a los incrédulos que rescatan el arte en la historia del cristianismo, a que tengan una mirada ética y política a las obras fundamentales de nuestra cultura:

[...] Como si nosotros pintáramos, en el Congreso o en el Teatro Colón, unos frescos marginales, encomendados por los generales y almirantes para ilustrar los métodos que utilizaron contra sus enemigos y para acentuar la eficacia de sus amenazas. ¿Hay algún militar o civil, algún Hitler o Videla, que haya imaginado una tortura semejante a la eternidad del Infierno que Jesús, sus apóstoles y los cristianos nos prometen?

22 Texto comunicado por el artista.23 León Ferrari, ‘Multinacionales’, Buenos Aires, 29 de enero de 1986 in Prosa

política 46.

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La belleza de las obras que germinaron de esa religión que se mueve entre el diluvio y el apocalipsis, dos matanzas que ningún ser humano podrá jamás igualar, me hace pensar si de la colaboración de los artistas contemporáneos con las multinacionales del poder y del dinero, nacerá alguna vez un infierno tan bien pintado como el de Miguel Ángel o el de Fra Angélico24.

A veinte años del golpe militar,25 Página/12 y la editorial universitaria Eudeba editan conjuntamente, en treinta fascículos, el informe de 1984 de la CONADEP26 sobre la represión del Estado terrorista titulado Nunca más con los collages de León Ferrari.27 El artista, uno de los afectados directos de la dictadura, explicó públicamente su objetivo: ‘[...] pienso que el Nunca más es intocable como documento. Yo sólo agrego un comentario gráfico’.28

Ahora bien, la intervención de León Ferrari rompe con la interpre-tación canónica, mediática, aceptable o ‘políticamente correcta’, sobre la dictadura. En efecto, recordemos las palabras del escritor Ernesto Sábato al presentar la reedición del Nunca más: ‘[...] Basta pensar qué hubiese hecho Cristo de estar en la Argentina durante la dictadura. Hubiese ido a una villa miseria de donde hubiese sido secuestrado, torturado y luego muerto [...]’.29

24 Ibídem.25 El hecho de convocar a León Ferrari para esta reedición coincide con el momento

en que el tema de la desaparición de personas vuelve a tomar fuerza en la sociedad argentina. Recordemos que en 1995 Horacio Verbitsky recoge la narración de Adolfo Scilingo, oficial de la Armada, sobre los ‘traslados’, los ‘vuelos de la muerte’ primero en su nota ‘La confesión’ del 3 de marzo publicada por Página 12, luego en El vuelo y que Juan Gelman publica, en el mismo matutino, ‘Carta a mi nieto o nieta’.

26 El Poder Ejecutivo Nacional creó por decreto del 15 de diciembre de 1983 esta comisión.

27 Esta edición reincorporaba los anexos que se dejaron de publicar luego de la primera edición del Nunca más: las listas de los desaparecidos, de los secuestrados vistos en los centros clandestinos y de los ‘chupaderos’. Precisemos que estos fascículos semanales fueron reeditados nuevamente a los treinta años del golpe, en el 2006.

28 ‘La explicación de León Ferrari. La actualización gráfica’ in Página 12, 9 de julio de 1995.

29 Véase en la edición de Página 12 del 12 de julio de 1995 ‘Multitudinaria presentación del Nunca más en fascículos. Un debate por la memoria’, ‘Panelistas. Emoción, sonrisas y aplausos’, ‘El documento de Sábato’.

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A tal concepción de la conciencia colectiva de rechazo al horror, cristiana y característica de los sectores medios argentinos, León Ferrari no se enfrenta a la manera del historiador y escritor Osvaldo Bayer.30 Sus estrategias en cuanto a la comunicación e interpretación del informe de la CONADEP son visuales: con el ‘testimonio contemporáneo de imagen’ combina su línea artística anterior, la que revela cómo actúa el ‘ethos’ de la religión cristiana. El collage, que vuelve a incluir la iconografía cristiana más excelsa, actúa para dar a ver la inspiración religiosa de la junta militar en su epopeya contra ‘la subversión’, el castigo ejemplar –‘divino’– desde un poder absoluto ejercido contra los desaparecidos, sin defensa.

Así, los más altos dignatarios de la dictadura aparecen retratados sobre fondos que remiten a las escenas bíblicas más conocidas y más cruentas,31 en clara referencia a los cuerpos de los secuestrados, asesinados y desaparecidos. El recurso a las representaciones del Apocalipsis aniquila la trascendencia que quieren dar los dictadores a sus crímenes apelando a un discurso de defensa de la civilización occidental y cristiana. Para el segundo fascículo, el collage de la tapa cruza una foto de Massera con ‘Los cuatro ángeles del Eufrates’ de Durero. El cuarto fascículo, dedicado a los centros clandestinos, exhibe en su tapa la superposición del ‘Juicio Final’ de Memling con una foto de la fachada de la Escuela Mecánica de la Armada. El collage del fascículo veintiocho, con las listas de desaparecidos, pone como tela de fondo al encuentro entre Videla, Massera y Agosti con el cardenal Aramburu los cuerpos del ‘Infierno de Dante’ de Gustave Doré.

La representación del vínculo entre religión y represión no se limita a una denuncia de la actitud puntual de la Iglesia católica argentina.32 En efecto, la complicidad desde el Vaticano con las formas de exterminio modernas se realza con la equiparación de los crímenes de la dictadura

30 Acerca de la polémica sobre la actitud de Ernesto Sábato, especialmente durante la dictadura y a la vuelta de la democracia, y a quien Osvaldo Bayer definió como ‘el héroe de la clase media’ en 1985, véase en particular Fabián D’Aloisio.

31 Para la tapa de esta edición del Nunca más, León Ferrari pega una foto de la primera junta militar haciendo la venia sobre una reproducción de ‘El Diluvio’ de Gustave Doré.

32 León Ferrari describe detalladamente la complicidad de la Iglesia argentina en su texto ‘Iglesia y proceso’ in Prosa política 162–168.

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argentina con el genocidio nazi,33 como en el collage que presenta un águila con la cruz svástica encima de la fachada del Colegio Militar de la Nación y la ‘trompeta apocalíptica’ perteneciente a un grabado de la Biblia Wittenberg de 1535.34 Y, remontándose a épocas anteriores a la Shoah, León Ferrari incluye en su comentario visual al Nunca más las matanzas religiosas, el accionar de la Inquisición, las atrocidades de la conquista española de América, las expresiones del racismo en Estados Unidos... cuanto refiere a la represión del ‘otro’ desde la perspectiva de la cultura religiosa dominante. En un texto en que vuelve a explicar sus ‘Imágenes en el Nunca más’, el artista afirma :

[...] Los delitos del Proceso Occidental y Cristiano denunciados en el Nunca más, esa antología de la crueldad, se ilustran con imágenes de los crímenes y exterminios que forman parte de la historia y de la religión de Occidente: el diluvio, la Inquisición, la Conquista, el infierno, el nazismo, el Apocalipsis [...].35

Lo vemos: la expresión ‘Proceso Occidental y Cristiano’ sitúa definitivamente la dictadura –llamada ‘Proceso de Reorganización Nacional’ por sus actores, protagonistas y cómplices– como obediente a nuestro orden civilizatorio.

En el 2000, en el Centro Cultural de España en Buenos Aires (ICI), la muestra ‘Infiernos e Idolatrías’ vuelve a arremeter contra los suplicios en el más allá prometidos por el cristianismo. En una primera sala, cuarenta reproducciones de los infiernos de Miguel Angel, Memling, Giotto –entre otros– exhiben los sufrimientos de ‘nuestros semejantes’ y, en una segunda sala, se escenifican estos mismos infiernos aunque padecidos por santos, vírgenes y cristos en objetos cotidianos y triviales como sartenes, plancha de bifes, licuadoras, tostadoras, picadoras de carne, calentadores, pavas... Para completar esta muestra-instalación, pájaros artificiales simulan defecar desde jaulas y árboles sobre imágenes religiosas y, en diez tableros de ajedrez, se enfrentan el dolor

33 Véase al respecto el estudio de Daniel Feierstein.34 Esta imagen provocó una reacción del general de brigada Ernesto Bossi, secretario

general del Ejército, publicada por Página 12 el 6 de octubre de 1996 a la que contestó el 19, en el mismo diario, León Ferrari.

35 León Ferrari, ‘Imágenes en el Nunca más’ in Prosa política 149–150.

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y el placer a través de objetos representando cristos y vírgenes con diablos y penes. Los ataques a esta exposición, las presiones para que se levante y censure, las manifestaciones de repudio de los sectores ultraortodoxos del catolicismo son considerados por el artista como una complementación de su obra.

En el 2001, en la galería Sylvia Vesco en Buenos Aires, la muestra ‘L’Osservatore Romano’ consiste también en collages que toman ahora como soporte la edición castellana del diario del Vaticano. Los titulares se conservan pero diversas imágenes del arte cristiano se superponen a los artículos. León Ferrari vuelve a recurrir a las xilografías de Durero, a las viñetas del manuscrito del Apocalipsis de Cloister,36 a las ilustraciones del Beato de Liébana y los ‘Beatos’37 entre otras.38

Finalmente, la serie ‘Electronicartes’ del 2002, compuesta de treinta y siete imágenes enviadas exclusivamente por correo electrónico –referentes al atentado del 11 de septiembre, a la definición de un ‘eje del mal’ por la administración Bush, a la guerra en Irak, a las consecuencias desastrosas de las políticas impuestas por el FMI– vuelve a relacionar la política de Estados Unidos con el ‘ethos’ cristiano recurriendo a la iconografía religiosa tradicional y, puntualmente, a las ilustraciones apocalípticas.

Obra escrita de León Ferrari referente al Apocalipsis

La obra visual profusa de León Ferrari, donde escritura y caligrafía son esenciales,39 se complementa con numerosos escritos.

36 En las obras señaladas, el artista trabaja con fotocopias de The Cloisters Apocalypse. An early fourteenth-century manuscript in facsimile (New York: The Metropolitan Museum of Art, 1971).

37 Las imágenes son tomadas del catálogo Los beatos (Madrid: Biblioteca Nacional, 1986).

38 León Ferrari recurre también a las ilustraciones del libro de Gilles Quisquel.39 Desde las primeras obras sobre papel –entre otras: tintas chinas sobre papel,

‘Libro de artista’ (1962), los dibujos para los poemas de Rafael Alberti Escrito en el aire (1964), las escrituras deformadas (‘Carta a un general’ de 1963), la serie ‘Manuscritos’ (1964)– hasta lo último de su creación expuesto en Ruth

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Desde 1965, el artista interviene en el debate público, a menudo para aclarar fundamentos estéticos y políticos de su creación. Varias son las explicaciones acerca del cuestionamiento del texto sagrado y del arte al servicio de la representación del sufrimiento, en particular el que anuncia el último libro bíblico.40

Ahora bien, a raíz de críticas por lo supuestamente ‘puramente literario’ de sus obras, en el 2000 León Ferrari responde extremando

Benzacar-Galería de Arte a finales de 2007, pasando por los maniquíes escritos y las escrituras en braile sobre fotocopias de los años noventa, León Ferrari subvierte la división, usa la tensión, entre dibujo y escritura. Precisemos que en junio de 1998, el artista expuso en la galería Filo, en Buenos Aires, Escrituras 1962–1998 que realzaba la continuidad de lo escrito en su creación. Importa al respecto el texto de Luis Camitzer, ‘Letrinas, letrados y letras’ in Andrea Giunta, León Ferrari 43–49.

40 A modo de ejemplo, nos limitaremos a citar aquí fragmentos de los últimos artículos. En ‘Sobre el dolor de los demás’, en reacción al ensayo de Susan Sontag, Ante el dolor de los demás (Buenos Aires: Alfaguara, 2003), León Ferrari ataca nuevamente la indiferencia ética con que se miran las grandes obras que ilustran las violencias, narradas o prometidas, de los Testamentos, a la hora en que la derecha evangélica de ‘un país tan cristiano como el de los nazis’ invade Irak. En ‘Arte y poder’, vuelve el artista a enunciar su posición acerca del tesoro artístico occidental: ‘La mayor parte del arte que se ocupa, o se ocupó, del poder no es el que lo cuestiona –como lo hace el arte político contemporáneo– sino el que lo apoya: el arte cristiano que contribuyó al desarrollo del poder de la Iglesia ilustrando y aplaudiendo episodios bíblicos semejantes a los exterminios que jalonan nuestra historia y que la humanidad condena. Durante dos siglos, de los dos argumentos catequizadores, la promesa de felicidad eterna y la amenaza del eterno tormento, el Vaticano optó por priorizar este último y utilizó a sus artistas para reforzar y embellecer sus campañas intimadatorias. Occidente cuenta entonces con un tesoro extraordinario de obras, que exaltan la amenaza del suplicio, que constituyen la base de su cultura realizada con la mayor de las inculturas. Esas pinturas de cien, de quinientos y de mil quinientos años atrás ilustran las matanzas y torturas relatadas en el Antiguo Testamento –el diluvio, Sodoma, los primogénitos egipcios, la invasión de Canaán– y las anunciadas por Jesús en el Nuevo: el Apocalipsis, el Juicio Final, el infierno [...] Todas las culturas torturaron, en mayor o menor grado, pero Occidente parece ser la única que hace cultura glorificando la tortura. Es alentador que no haya hoy artistas que, emulando a Miguel Ángel, alienten o endiosen con sus obras a torturadores humanos o divinos. Y es ésta una diferencia entre nazismo y cristianismo: los artistas de Hitler no pintaron para justificar o amenazar los crímenes nazis; los de la iglesia, en cambio, nos muestran un imperecedero Auschwitz, el infierno para obligarnos a amar a los dioses que lo administren’.

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dicha característica, con más ‘arte visual escrito’: La Bondadosa crueldad. En este libro, que incluye las series ‘poemas-objeto’41 y ‘mimetismos’42 unidas por unas imágenes del Nunca más, vuelve a analizar los textos bíblicos y a realzar en ellos ‘un singular aspecto de nuestra cultura, la crueldad mezclada con la bondad que la oculta’.

Algunos poemas fueron ‘cuadros escritos’ que se colgaron en una muestra de arte: ‘imagen, sólo que ésta pasa de la pared, frente a los ojos del visitante, a su imaginación, detrás de las pupilas, encendida por las palabras que la construyen’.43

Nuevamente, con el detalle de la creación del objeto o de la instalación enunciado a veces bajo la forma paródica del anatema, se entrelazan la violencia del arte cristiano y de la Iglesia, los crímenes de la dictadura y la complicidad del episcopado, la fuerza destructiva del libro del Apocalipsis (particularmente en sus versículos 1, 12–17):

Infierno

En un rincón de la sala colgaré una jaula con una cruz calada en el pisodonde asoman diez mecheros de gas,una puerta trampa en el techoy al fondo el Juicio Final del Giottoque adorna la Capella degli Scrovegni en Padua.Al lado una estatua de Cristo murmurando palabrasque los capellanes repitieron en la ESMA:‘Así será el fin del siglo: saldrán los ángelesy apartarán a los malos de entre los justos,y los echarán en el horno del fuego:allí será el lloro y el crujir de dientes.¿Habéis entendido todas estas cosas?’.Del otro lado una jaula mayorcon gatos blancos y grises.El espectáculo comienzacuando se encienden los mecheros,que toma un gato de la segunda jaula

41 Véase el prólogo del artista Pablo Suárez in León Ferrari, 2000: 9–10.42 En esta serie, véase en particular el trabajo a partir de los versículos 9, 1–10 que

resalta las letras formando el versículo 22, 37 de Mateo, ‘Bienaventurados los mansos’.

43 León Ferrari, 2000: 14.

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y se introduce por la puerta trampa en la primera,cuidando que su alarido acompañe a la pregunta‘¿habéis entendido todas estas cosas?’.Copiaré mi Jesús del que pinta San Juan apocalíptico:‘Y me volví a ver la voz que hablaba conmigo:y vuelto vi siete candeleros de oro;y en medio de los siete candeleros,uno semejante al Hijo del hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies,y ceñido por los pechos con una cinta de oro.Su cabeza y sus cabellos eran blancoscomo la lana blanca, como la nieve;y sus ojos como llama de fuego.Sus pies semejantes al latón fino,ardientes como en un horno;y su voz como ruido de muchas aguas.Tenía en su diestra siete estrellas:y de su boca salía una espada aguda de dos filos.Cuando lo vi caí como muerto a sus pies.Y él puso su diestra sobre mí diciéndome:Yo tengo las llaves del infierno y de la muerte’.

Haré esta estatua huecacon el carburo de silicio más refractario que encuentre,la pondré blanca incandescentecon el fuego revolviéndola por dentroy saliendo por los ojos como dos sopletes de autógena, la banda de oro apretándola en el pechoy la lengua de dos filos flexibleentre las llamaradas del aliento.44

Otro poema que cuestiona dura y directamente el Apocalipsis como origen y fundamento de la tortura y de su prolongación es ‘Langosta’, donde se invierten los versículos del texto de San Juan, –mencionando primero las langostas y luego el rechazar la muerte a los hombres supliciados (9, 1–11)– para desnudar el actuar contemporáneo del Nuevo Testamento:

44 León Ferrari, 2000: 21–22.

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En el altar de la Catedral,junto a una mitra,sobre Biblias de capellanes que confortaban en la ESMAa capitanes de navío y de corbeta,abiertas en la página donde ellosy miles de millones de miles de años leyeron‘estos irán al tormento eterno’,apoyaré la picana de Perníasjunto a una langosta apocalípticapintada con saliva de Massera, un fresco que la muestre como la vio San Juan‘saliendo entre el humo del pozo del abismo,corona de oro en la cabeza,cara de hombre,dientes de león, cabellos como cabellos de mujeres, cola de escorpióny el estruendo de sus alascomo el ruido de mil carrosque con muchos caballos corren a la batalla’.Junto a las víctimas de la langostaun médico y un ángel para asistirlaspara que no mueran antes de los cinco mesesque San Juan diceque el Hijo dijoque debía durar el tormento:aunque los torturados pidan la muerte, la muerte, dice que dijo,no llegará.45

Lo vemos: la escritura y el trabajo visual de León Ferrari apuntan a desvelar el sentido del Apocalipsis –o atraparlo en su etimología ‘Apokalupto’ (revelación de secretos divinos). Desafiando los riesgos del anacronismo y de lo ahistórico,46 el artista señala dos parentescos

45 León Ferrari, 2000: 34–35.46 Al realzar el ‘continuum’ desde los Testamentos a los crímenes perpetrados por

la dictadura militar –u otros genocidios contemporáneos–, al señalar un solo orden destructor imperante en nuestra civilización, no se destaca la invención de la desaparición de personas por los estrategas franceses a partir de las experiencias militares de Indochina y sobre todo de Argelia –técnica que estos

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fundamentales entre el texto de San Juan y los estragos de la última dictadura: evitar que la muerte libere a los torturados; el enseñamiento con los cadáveres de los asesinados. El desactivar el imaginario apocalíptico entraña el cuestionamiento del arte que nos nutre y fundamenta: el arte religioso y el arte político cuando es continuación del que enarboló la tortura, el tormento, el terror, intimidando a las masas;47 también en la inexistencia de todo intento de anuncio o profecía de ‘un mundo nuevo’ o ‘mejor’ –característico de formas artísticas ‘comprometidas’ que proponen una ‘inversión’ del modelo imperante. Además, la coherencia de la obra de Ferrari se confirma en la ausencia de toda dimensión panfletaria: nunca postula ‘una verdad’, nunca se espanta de una supuesta ceguera de sus contemporáneos. La transgresión de Ferrari pasa por la belleza y apuesta siempre a lo vital.

Se llega así a la problemática recurrente de la obra de Ferrari: cómo representar la violencia. El artista no cede nunca a la tentación de la exposición o del espectáculo de lo peor –la expresión apocalíptica. Si, en pocos collages, Ferrari usa fotos de cadáveres –víctimas de campos de la muerte nazi, de los campos de Sabra y Chatila–, no lo hace por la distancia histórica o geográfica con dichos genocidios y matanzas, sino porque son imágenes que, por su alto nivel de difusión, son conocidas e identificadas inmediatamente por el público. En cuanto a los desaparecidos de la última dictadura argentina, la serie en que Ferrari va más lejos en la representación del sufrimiento es la recopilación titulada ‘Nosotros no sabíamos’ –construida a partir de las noticias breves publicadas en los diarios de la época que anunciaban el descubrimiento de cadáveres destrozados, dinamitados, con el tono ‘imparcial’ del periodismo para desmentir el argumento vulgar de la sociedad civil ‘no estábamos enterados’. Al rechazar una estética de lo extremo, Ferrari no hace una elección meramente política o estética sino que relanza el deseo vital de ver y comprender.

últimos enseñaron a partir de mitades de los años sesenta en las Américas como estableció con rigor Marie-Monique Robin en su documental Escadrons de la mort. L’école française, investigación disponible bajo forma de libro también.

47 León Ferrari, ‘Arte y represión. Arte y política’ leído en marzo de 1996 en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires durante la presentación del libro Veinte años y reproducido in Prosa política 151–158.

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¿Otros apocalipsis?

En los años de la dictadura, se pintó en Argentina un ‘Apocalipsis’. Su autor es Antonio Berni, el artista inmenso de convicciones comunistas, el que rompe con ‘el buen gusto’ imponiendo definitivamente el collage con la famosa serie ‘Juanito Laguna’ y plantea problemáticas con ‘La Manifestación’ o ‘Desocupados’, entre muchas obras insoslayables. Entre 1978 y 1981, este pintor responde a un encargo del presbítero Hipólito Pordomingo del Instituto San Luis Gonzaga de General las Heras, en la Provincia de Buenos Aires, con dos murales de cinco metros por tres para la capilla de este establecimiento religioso : uno titulado ‘Crucifixión’, el otro ‘Apocalipsis’.48

En este bellísimo mural, surgen los cuatro jinetes del Eufrates, ‘agiornados’ en los grandes males del siglo XX : la guerra atómica, el consumismo, el tráfico de armas... Ahora bien, nada remite al contexto inmediato de su creación –la dictadura–; ningún elemento visual escapa al discurso trillado sobre ‘el mal: el mural queda, temáticamente, a un nivel tan general que no cuestiona nada inmediato. Si uno mira esta obra siguiendo el principio enunciado por el propio Berni –‘pienso que la lectura política de mi obra no puede ser dejada de lado’–,49 entonces surge la pregunta –a pesar o por la existencia misma del terrible cuadro ‘Cristo en el garage’ (1981)50 del mismo artista–: ¿qué significaba aceptar el encargo de una institución religiosa en plena dictadura?51

Por cierto imperaba el terror y plantear el mal a partir de marcos generales en aquel entonces implicaba quizás un cuestionamiento de la

48 Véase el cortometraje de Martín Serra, Cruxicalipsis, cortometraje, 2004.49 Varios autores, Antonio Berni: 21. 50 Lo perturbador de esta obra de Antonio Berni está en la proximidad de la tortura

sufrida por este Cristo: un espacio que bien puede ser el de un ‘chupadero’; los estigmas característicos de los tormentos aplicados en los centros clandestinos.

51 La pregunta es en realidad más general y remite a la actitud de una parte de la intelectualidad argentina durante los años de plomo. Se puede relacionar con la actitud de otra artista, Victoria Ocampo, que pronuncia para su recepción en la Academia de Letras Argentinas un espléndido discurso sobre el feminismo sin aludir siquiera a las madres que estaban buscando el destino verdadero de sus hijos ‘desaparecidos’ –este cuestionamiento aparece en la novela 77 de Guillermo Saccomanno (72).

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situación inmediata en tiempos de pensamiento aniquilado o clandestino. Sin embargo, no está de más contextualizar el mural ‘Apocalipsis’ de Antonio Berni en la creación plástica durante la dictadura. Por el terror y la censura férrea, algunos artistas eligieron el silencio, otros el destierro. Se tuvo que exilar Carlos Alonso, que pintó la ‘carnicería’, ‘el matadero’, de aquellos años y que, en su forma más literal e inmediata, representó ‘la carne’, ese símbolo patrio.52 Pero en el país donde imperaba el espanto, escultores integraron en su creación la tragedia : Alberto Heredia con sus dentaduras y vendas, sus cuerpos mutilados; Juan Carlos Distéfano con su ‘Ícaro’ o sus ‘personas’ asfixiadas; Enio Iommi con sus adoquines alambrados; Norberto Gómez con vísceras y restos cadavéricos en resina poliéster. También lo hicieron Carlos Gorriarena con sus cuadros urbanos, Norah Dowek con sus alambradas, Roberto Páez con sus ‘hombres’, Oscar Smoje con sus puertas amenazantes, Juan Carlos Romero y otros muchos...

De este breve recorrido, resaltemos que en aquellos años en que el arte sobrevivió y resistió, poco o nada se recurrió al Apocalipsis. Este hecho se confirmó con la vuelta a la democracia –la expresión estética y política más llamativa de 1983, ‘el siluetazo’,53 se funda en la literalidad de la desaparición de las personas y está despojada de toda metaforización– y se puede comprobar en la actualidad –la obra reciente referente a la dictadura más destacable, ‘Autores ideológicos’, a partir de un Ford Falcón usado en los operativos, interroga desde lo crudo de una herramienta de la desaparición la dimensión civil del golpe de 1976 y la dictadura.54

52 Se recordará de este artista en particular la muestra ‘El ganado y lo perdido’ que se inauguró en julio de 1976.

53 Sobre esta experiencia, consultar los documentos y testimonios reunidos por Ana Longoni y Gustavo Bruzzone, El siluetazo.

54 El sitio http://autoresideologicos.com.ar (consultado el 01–04–09) narra las etapas de esta creación, sus fundamentos y objetivos.

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Conclusión

No insistamos: León Ferrari plantea incansablemente, hasta en su última producción quizás menos cuestionadora55, la necesidad de representar la violencia fuera del imaginario apocalíptico.

De hecho, éste es escaso en la plástica argentina. Pero hoy afloran motivos como el agnus dei en creaciones tan diferentes como la cinematográfica –Cordero de Dios de Lucía Cedrón– o la narrativa –Sacrificios en días santos de Antonio Dal Masetto– que subvierten sutilmente las representaciones habituales del apocalipsis argentino.

Bibliografía

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Bruzzone, Gustavo y Longoni, Ana, El siluetazo (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008).

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Dal Masetto, Antonio, Sacrificios en días santos (Buenos Aires: Sudamericana, 2008).

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Feierstein, Daniel, El genocidio como práctica social. Entre el nazismo y la experiencia argentina. Hacia un análisis del aniquilamiento como reorganizador de las relaciones sociales (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2007).

55 Véase el texto de Bengt Oldenburg acerca de la representación del cuerpo y de la figura, entre lo grotesco y lo catastrófico, en el catálogo de la muestra ‘Los músicos’ en la galería Braga Menéndez, Buenos Aires, mayo de 2008 (folleto impreso sin numeración).

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(21/02/2004).——, ‘Arte y oder’, in Suplemento Ñ, diario Clarín (12/06/2004).Giunta, Andrea, León Ferrari. Retrospectiva. Obras 1954–2004 (Buenos

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Mignone, Emilio, Iglesia y dictadura. El papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar (Buenos Aires: Universidad de Quilmes/Página 12, 1999).

Quisquel, Gilles, Le Livre secret de l’Apocalypse. Le dernier livre de la Bible (Paris: Albin Michel, 1981).

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León Ferrari: ‘Nunca Más’, Videla, Massera, Agosti, el vicario de las Fuerzas Armadas, Detalle del ‘Juicio Final’ de Giotto, collage, 1995.

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Capítulo V ¿Hay un sentido después del final? Entre ruinas e insignificancia

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La cultura del postapocalipsis en Los rituales del caos de Carlos Monsiváis

Una crónica sobre las últimas horas de una metrópolis

Cuando en 1995 Carlos Monsiváis escribe su crónica urbana, Los rituales del caos, la Ciudad de México cuenta ya unos 20 millones de habitantes. Esta crónica no puede sino causar angustia e inquietud en los lectores, ya que estamos observando los últimos momentos de una metrópolis en agonía. En la Ciudad de México, la ciudad más contaminada del planeta, a la que Monsiváis llama ‘¡El laboratorio de la extinción de las especies!’ (19),1 la catástrofe es inminente. Es una megalópolis apocalíptica, o en términos de Monsiváis, postapocalíptica.

Antes de profundizar este tema del apocalipsis en Monsiváis, me parece fundamental tratar de definir con qué tipo de texto estamos trabajando aquí, porque es una crónica muy compleja. ¿Cómo enfrentarse a estos textos híbridos que tanto desconciertan al lector? ¿Cómo acercarse a un autor cuyos textos ambiguos llevan a disputas y discrepancias entre los críticos y los investigadores, en particular de México y de Estados Unidos?2 Propongo pues ir paso por paso, y empezar por señalar algunas características particulares de esta crónica. En primer lugar, Los rituales del caos combina de hecho dos géneros. Por un lado, la crónica propiamente dicha, escrita en el presente, que

1 De aquí en adelante las citas que provengan de Los rituales del caos (México: Era, 1995) sólo llevarán la página.

2 Ana Del Sarto se refiere a estas lecturas contradictorias y menciona por ejemplo la disputa entre Adolfo Castañón, Sergio Pitol y Juan Villoro, y la discrepancia entre Linda Egan, destacada especialista en Monsiváis, y algunos practicantes de estudios culturales latinoamericanos (188).

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La cultura del postapocalipsis en Los rituales del caos de Carlos Monsiváis

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consta de 23 pequeñas crónicas,3 con títulos que o bien empiezan con ‘La hora de…’ (como por ejemplo ‘La hora del gusto’), o bien enfocan a algún protagonista (tres en total, el pintor Jesús Helguera, el Niño Fidencio y Gloria Trevi). Por otro lado, están las parábolas, cinco en total, que son textos marcados en cursiva intercalados entre las crónicas. Estas parábolas, llamadas ‘Parábolas de las postrimerías’, tienen un tono y estilo muy distintos, y mezclan todos los tiempos: pasado, presente y futuro. En segundo lugar, en Los rituales del caos hay también una curiosa mezcla de perspectivas narratológicas. Monsiváis es en muchos casos un narrador que toma distancia. Es sólo el observador, que tiene la función del coro en el teatro griego y sólo comenta la tragedia. Sin embargo en ciertos momentos, este mismo narrador entra en la historia, en primera persona (por ejemplo: ‘soy testigo del escamoteo’ (46), o la última parábola escrita enteramente en primera persona). Participa de lleno en el teatro del fin del mundo, es uno de los personajes, se sumerge en los espectáculos de conciertos y de deportes…. Ya no hay distancia. En tercer lugar, Los rituales del caos es una crónica que parece estar escrita a dos velocidades. Por un lado, el lector es arrastrado por un remolino de imágenes y de información, por la velocidad tremenda de la vida urbana, causada por el tráfico de coches, camiones y metros: todo está en movimiento. Por otro lado, la visión del narrador provoca a menudo un estancamiento. Todo se para. Es como si Monsiváis estuviera describiendo una foto, en todos sus detalles, lo que provoca una sensación de inmovilismo en el lector. En cuarto lugar, Monsiváis se muestra en esta crónica un verdadero maestro en combinar dos tonos opuestos. Estamos aquí ante el Cataclismo, la destrucción total, da una visión extremadamente pesimista de la Ciudad de México, una ciudad enferma desde todos los puntos de vista. Ahora, uno tiene que reconocer que al mismo tiempo es divertido leer esta crónica. Monsiváis sabe entretener al lector con pequeñas historias curiosas e interesantes. Con su estilo típico del humor satírico, del relajo y de la diversión, nos

3 De hecho, podríamos hablar de tres géneros diferentes, porque dentro de estas 23 crónicas hay tres textos que son más bien cuentos: ‘La hora del consumo de emociones’ (31) sobre un fanático del futbol, ‘La hora de la pluralidad’ (93) sobre la necesidad de tener alguna creencia, la que sea, en la época del New Age, y ‘La hora de codearse con lo más granado’ (178), sobre una pareja que lee ¡Hola!.

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muestra que en México, la fiesta sigue. La sátira incisiva de Monsiváis fustiga todo y a todos. En este proceso de desenmascaramiento, nadie escapa al ojo crítico y escéptico del cronista. Monsiváis se muestra a menudo implacable en su denuncia de la injusticia social, la pobreza, la violencia y la corrupción.

Es evidente que algunas de las características que acabo de señalar, como la mezcla de perspectivas narratológicas, o la combinación de lo trágico y lo festivo, son de hecho típicas del género de la crónica, y las volvemos a encontrar en otros cronistas, tanto mexicanos como latinoamericanos. De todos modos, Monsiváis ha desempeñado un papel pionero en este género de la crónica en América Latina, sobre todo por la recuperación de la cultura popular. Al igual que en sus crónicas anteriores, Monsiváis no inventa nada, sólo observa, informa, es el periodista que se apoya en la imagen, tal como lo prueban las fotografías insertadas entre los textos. No obstante, ya que México es una ciudad tan irreal, mágica, parece como si sus textos fueran a veces pura imaginación. México sigue correspondiendo a la imagen de lo real maravilloso, tal como Carpentier lo reveló ya hace muchas décadas para toda América Latina. Lo interesante es que los mexicanos son muy conscientes de estar viviendo en el fabuloso ‘México Mágico y Misterioso’ (62) y así se comportan a veces: como personajes fantásticos de una novela. Esto explica claramente la aparición de figuras populares como el luchador El Santo (125–133), que parecen ser símbolos creados por el mismo pueblo.

Monsiváis sigue fiel a su ambicioso proyecto de inventariarlo todo, de presentarnos la Ciudad de México como un inmenso ‘museo’, como dice Villoro (27), en el que todo tiene que ser catalogado, y descrito en detalle, apoyándose en estadísticas, y haciendo uso de la técnica particular de las enumeraciones. Si hay un tema que destaca en estas crónicas, es el de la masa, ‘la demasiada gente’, ‘la multitud que rodea a la multitud’ (17) como dice Monsiváis, o ‘la eternidad de gentes’ como dice Charles Dickens en la cita incluida como epígrafe. El autor nos muestra las extravagancias de la vida en la ciudad, de una masa en constante movimiento, dominada por la industria del espectáculo y del consumo. La crónica refleja el caos urbano de una metrópolis sobrepoblada. Con Monsiváis entramos, según el crítico Jezreel Salazar, en la era del ‘fin de la concepción de la ciudad como utopía’, el fin

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de los espacios utópicos y míticos como la Santa María de Onetti, la Comala de Rulfo, y el Macondo de García Márquez (49–51). Pasamos definitivamente del paraíso al infierno, de la utopía a la anti-utopía.

Del apocalipsis al postapocalipsis

La imagen del apocalipsis ya está presente desde la primera crónica, y eso, de hecho, a partir de una idea ni filosófica ni abstracta, sino bien concreta, a saber los atascos, a los que Monsiváis llama ‘el hervidero de vehículos’. Según el cronista, ‘el embotellamiento es ya segunda naturaleza del ser humano, es el afán de llegar tarde y a buen paso al Juicio Final’ (con mayúsculas) (18). Más adelante vuelve la imagen del Juicio Final en relación con el tráfico: ‘el humor colectivo describe los paisajes urbanos con el entusiasmo de un testigo de primera fila del Juicio Final: ¡Qué horror, tres horas en mi automóvil para recorrer dos kilómetros!’ (20). Desde las primeras páginas, Monsiváis ya deja bien claro cuál es el verdadero destino de los seres humanos, que, en este caso, aún no llegan al Juicio Final, porque están parados en sus automóviles, pero están seguros de que llegarán ‘a buen paso’.

El caso de México es realmente muy particular. Según Monsiváis, el mexicano es muy chovinista: ‘Como México no hay dos’, y este chovinismo de los mexicanos va tan lejos que hasta protagonizan ‘el chovinismo de la catástrofe’ (19). Los mexicanos están ‘orgullosos’ de vivir en la Ciudad más catastrófica del mundo. Entonces, Monsiváis se pregunta: ‘¿Qué es una mentalidad apocalíptica?’ (19) El autor reconoce, no sin asombro, que en México simplemente no existe una mentalidad apocalíptica: ‘muy pocos se van, porque […] muy pocos toman en serio las predicciones del fin del mundo, de este mundo’ (19). Sin embargo, las señales del fin del mundo son muy visibles en la Ciudad de México, un lugar muy parecido al infierno, por la escasez de agua y de aire. Paradójicamente, es también este carácter apocalíptico de la Ciudad de México el que precisamente hace de esta ciudad un lugar muy atractivo. Dice Monsiváis: ‘Para muchos, el mayor encanto de la capital de la República Mexicana es su (verdadera y falsa) condición “apocalíptica”’ (19). Como bien se sabe, la causa principal del crecimiento de la Ciudad

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de México es el centralismo. La gente no se va porque no hay otro sitio adonde quieran ir, ni adonde puedan ir (20). Las ventajas siempre superan las desventajas. Según Monsiváis, los citadinos siempre encuentran motivos de esperanza, y él recopila entonces ecos de frases que se escuchan frecuentemente entre la gente: ‘Esto se compondrá de algún modo/ Lo peor nunca llega/ Antes de la catástrofe, lograremos huir’ (20). Monsiváis refleja aquí el optimismo de los mexicanos que no quieren hacer frente a la realidad, por lo que concluye: ‘En el fondo, si la catástrofe es muy cierta, el catastrofismo es la fiesta de los incrédulos’ (21). Esta frase suena casi como un aforismo, al igual que la siguiente: ‘A la ciudad con signo apocalíptico la habitan quienes, a través de su conducta sedentaria, se manifiestan como optimistas radicales’ (21). Aquí es donde Monsiváis llega a una idea bien particular, que podríamos llamar casi la tesis central del libro: para los mexicanos, la Ciudad de México, es ‘post-apocalíptica’ (21). ¿Qué quiere decir Monsiváis? El término de postapocalipsis podría evocar en el lector aquellas imágenes de paisajes desolados de las películas norteamericanas de ciencia ficción: escenarios desérticos, ciudades como Nueva York totalmente destrozadas por grandes desastres como meteoritos, y, entre las ruinas, unos pocos sobrevivientes. El sentido que Monsiváis le da a la palabra es distinto. Tal vez no hay que interpretar el ‘post-’ de manera temporal, como una fase posterior, sino más bien conceptual. Incluso podríamos preguntarnos si el término de ‘postapocalipsis’ no surgió por simple analogía con todas las demás palabras que empiezan por ‘post’ como el postmodernismo, el postnacionalismo (37), el postradicionalismo (41), palabras que también encontramos en el discurso de Monsiváis. De todos modos se trata de cierta percepción de la Ciudad de México. Parece que los mexicanos viven en su ciudad con la idea de que ‘[l]o peor ya ocurrió (y lo peor es la población monstruosa cuyo crecimiento nada detiene) y sin embargo la ciudad funciona’ (21). Los mexicanos ya sobrevivieron el desastre de la sobrepoblación. No se trata de unos pocos individuos quienes sobrevivieron el apocalipsis, sino de toda la población, la masa entera. Ya están más allá del apocalipsis, ya están en el otro lado. De todo esto, se puede deducir que, según los mexicanos, –y la realidad lo confirma– es posible vivir en una ciudad postapocalíptica. Villoro llama esta percepción del postapocalipsis un ‘engaño colectivo’: ‘Sólo este engaño colectivo explica que sigamos en

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la zona más deteriorada del planeta (29).’ Además, los mexicanos no sólo sobreviven, sino que viven su vida como una fiesta, como se ve sobre todo en los espectáculos. A través del relajo, Monsiváis nos muestra un México festivo. Por consiguiente, como ya abandonamos la perspectiva temporal en nuestra interpretación del ‘postapocalipsis’, parece que el ‘post’, en el caso de Monsiváis, es más bien un ‘anti’, y que se acerca más entonces a la idea del ‘anti-apocalipsis’, neologismo que también se usa con frecuencia ya. De todos modos, lo que hace Monsiváis es invertir hasta subvertir el significado original del apocalipsis.

Después de esta primera crónica, fundamental para nuestro tema, Monsiváis nos entretiene con crónicas de temáticas muy diversas, en las que muy esporádicamente surge una referencia al apocalipsis. Así por ejemplo, en la crónica sobre brujería y otras convicciones alternativas, escrita ya por Monsiváis en 1978, el cronista nos habla de una predicción según la cual la vida del hombre termina en 1981. Ahora, no se trata de la destrucción de la humanidad sino del fin del ciclo del hombre, del homo sapiens, porque, después de ese año, serán los superhombres los que habitarán nuestro planeta (86). Se manifiesta aquí la creencia en el progreso, y en el desarrollo de la inteligencia del hombre.

Sin embargo, es en la última parábola del libro, titulada ‘El apocalipsis en arresto domiciliario’ (248–250), donde Monsiváis vuelve extensamente sobre el tema del apocalipsis. Estas páginas, que según Villoro son ‘acaso las mejores que ha escrito Monsiváis’ (29) nos hablan de una visión, de un sueño de un yo narrador. Supuestamente es una predicción del futuro, pero en realidad nos muestra el presente apocalíptico. La intertextualidad con la tradición bíblica es evidente, tanto en el estilo como en las imágenes. Es aquí donde mejor se vislumbra la formación protestante de Monsiváis, quien, según Poniatowska, se sabe la Biblia de memoria. Entre las referencias explícitas al Apocalipsis de Juan, se destaca por ejemplo: ‘Y había retratos de la Bestia y la Ramera, y el número era 666 […]’ (248). El narrador reconoce elementos del Apocalipsis tal y como lo describió Juan hace dos mil años. Sin embargo, surge al mismo tiempo un cuestionamiento de este texto. El narrador busca aún más elementos anunciados en el Apocalipsis. Es como si quisiera tener la confirmación de que lo que está viendo es el verdadero Apocalipsis: ‘y busqué en vano las señales, los arcos celestes, los tronos que emitían relámpagos, los mares de vidrio, los

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animales tan poblados de ojos que parecían sala de monitores, los libros de siete sellos…’ (248–249). Todo esto el narrador no lo ve, y se queda decepcionado por sólo encontrar ‘los signos de plagas, muerte, llanto y hambre’. Entonces, se pregunta alarmado:

¿Dónde almacenáis el lloro y el crujir de dientes, y los leones con voz de trueno que esparcen víctimas como si fueran volantes, y el sol negro como un saco de cilicio, y la luna toda como de sangre, y las estrellas caídas sobre la tierra? ¿Dónde se encuentran? ¡No pretendáis escamotearme el apocalipsis! (249)

Luego, como buen hombre que cree haber sido, el narrador se indigna. Si él se esforzó tanto en hacer el bien, ¿por qué los que hicieron el mal no son castigados? Parece que estamos viendo aquí al niño Monsiváis descrito por Poniatowska: ‘este niño protestante que asiste con devoción al templo de la colonia Portales y entona: ‘Cristo bendito,/ yo pobre niño, por tu cariño me allego a ti […]’, […] este pacifista que nunca dice una mala palabra, incapaz de hacer una grosería’. Entonces, a este niño/hombre que quiere ver el apocalipsis tal y como estaba prescrito, le hablan los ancianos. Estos ‘se extrañaron de [su] amarga verbosidad’ y le advirtieron: ‘¡Hombre de demasiada fe! ¿Qué aguardas que no hayas ya vivido?’ (249). Vuelve pues la imagen del postapocalipsis, porque ya ha vivido el apocalipsis. El futuro es su presente. Y así poco a poco vamos viendo la ambigüedad en esta parábola, porque parece que estamos aquí ante una parodia de la Biblia, ante una destrucción del texto del Apocalipsis. Castañón explica bien esta paradoja en Monsiváis, a quien llama un ‘destructor’, pero al mismo tiempo un ‘constructor’, ‘uno de los grandes arquitectos del México contemporáneo’. Escribe Castañón:

Es la crónica, no como construcción sino como ruina, cada libro una Babel demolida piedra por piedra, cada reportaje un testimonio de la ciudad destruida. El constructor es un destructor: con las pirámides destruidas de la historia oficial levanta iglesias para el happening del apocalipsis (Castañón 375–376).

¿Cómo termina entonces esta última parábola? Con algo que podríamos llamar una revelación, o iluminación si se quiere, no como aquella revelación que tuvo Juan, sino otra. Me permito citar el último párrafo en su totalidad porque toca la esencia de toda la crónica, a manera de clímax. Dice el narrador:

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Y en ese instante vi al apocalipsis cara a cara. Y comprendí que el santo temor al Juicio Final radica en la intuición demoniaca: uno ya no estará para presenciarlo. Y vi de reojo a la Bestia con siete cabezas y diez cuernos, y entre sus cuernos diez diademas, y sobre las cabezas de ella nombre de blasfemia. Y la gente le aplaudía y le tomaba fotos y videos, y grababa sus declaraciones exclusivas, mientras, con claridad que había de tornarse bruma dolorosa, llegaba a mí el conocimiento postrero: la pesadilla más atroz es la que nos excluye definitivamente (250).

En estas últimas palabras, Monsiváis se manifiesta como profeta, como testigo. El testigo puede escapar y regresar vivo del apocalipsis para contarlo a su público. Ya vio al apocalipsis, y muy al estilo posmoderno, es un apocalipsis divertido y fascinante del que la gente toma fotos y videos. La verdadera pesadilla, el verdadero apocalipsis, el que nos excluye definitivamente, por suerte, aún no ha llegado.

El Caos y el Orden

A nivel temático, las 23 crónicas que componen Los rituales del caos son muy heterogéneas. Monsiváis habla de todo –de los deportes, de la religión, de la pintura kitsch, de la televisión, de los monumentos, de los salones de baile, de la música popular, etc. etc.–, y todos estos temas tan dispersos entran en estos textos sin un orden bien definido. Es como si alguien estuviera sacando fotos de su alrededor sin lógica alguna, como si estuviera haciendo un collage de lo inmediato, sin ordenar las fotos. El resultado es, por lo menos a primera vista, un libro caótico, por lo que, a nivel estilístico, cumple perfectamente con su objetivo: reflejar el ‘caos’ de la ciudad, un término que Monsiváis asocia desde el inicio al ‘feroz desorden’ de la vida mexicana (15). Coincido pues con Aranda Luna quien dice: ‘A diferencia de los principales protagonistas del Génesis, Monsiváis no pretende ordenar el caos. Lo describe como forma de aproximación y entendimiento’ (39). Ahora bien, este libro requiere necesariamente varias lecturas, y poco a poco, detrás del aparente caos, el lector va vislumbrando cierto orden, cierto hilo conductor. Para empezar, tal como lo explica Monsiváis en la contraportada del libro, ‘Parábola en donde se menciona el contenido de este libro’, el caos implica ‘vivir como si las jerarquías no estuviesen

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aquí’. Sin embargo, según Monsiváis ‘[a]unque no se perciba, en las grandes ciudades las jerarquías se mantienen rígidas’ (contraportada). Se revela ya la tensión entre el caos y el orden, que aquí se manifiesta en la persistencia de las jerarquías. Luego, tal como lo anuncia el título, cada crónica, por más dispersa que parezca, es representada por Monsiváis como un ‘ritual’. Según la RAE ‘ritual’ es el ‘conjunto de ritos de una religión, de una iglesia o de una función sagrada’. En las crónicas de Los rituales del caos, Monsiváis usa el término efectivamente para rituales que surgen en un contexto religioso, sea dentro de la iglesia católica –La Virgen de Guadalupe (39–52), el Niño Fidencio (97–108), etc.–, sea dentro de prácticas religiosas alternativas –la creencia en el Diablo de la sierra de Catemaco (72–92)–. Se percibe una clara ampliación del término ‘ritual’ a contextos no religiosos. El ‘rito’ se entiende entonces como ‘costumbre’ o ‘ceremonia’ en su sentido más general (cf. RAE). Según Monsiváis, las celebraciones de los aficionados al futbol, en la columna del Ángel de la Independencia, por ejemplo, se hacen para rendir ‘homenaje ritual’ a la Nación (‘¡Viva México!’, 32–33). En los espectáculos, sean conciertos de música o de deportes, Monsiváis nos habla varias veces de ‘ritos instantáneos’. Un ‘rito instantáneo’ es, por ejemplo, el treparse a las sillas (183), los encendedores (186), los tubitos luminosos que se pusieron de moda en un Mundial de Futbol (188), la Ola (conocida en el mundo entero como el Mexican wave), también en los juegos de futbol (203), o el grito ‘¡MÉ-XI-CO!/¡MÉ-XI-CO!’. Todas estas manifestaciones son ritos: el público se muestra siempre muy disciplinado ya que todos hacen lo mismo al mismo tiempo (188). Así que resulta que en el fondo, el caos es ‘falso’, y Monsiváis lo explica ya claramente en su prólogo: ‘tras el falso caos se alza la normatividad del espectáculo’ (16), es decir que es gracias al espectáculo que el caos desaparece. Además, podemos hablar de un ‘falso caos’ desde otra perspectiva también. María Cristina Pons percibe el caos en esta crónica de Monsiváis como falso, ‘no porque no sea caótico, sino porque es apocalíptico’. La crítica recurre a Mircea Eliade para aclarar su punto: ‘a la hora del Apocalipsis […] cuando la vida se halla amenazada y parece que el cosmos está agotado y vacío, se espera un regreso al principio, al caos primordial; todo apocalipsis conlleva la esperanza y la necesidad de una regeneración’ (137). Que este caos que estamos viendo en Monsiváis no sea ‘verdadero’, lo confirma también Margo Glantz, quien percibe en estos textos una especie de transformación del caos:

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Las crónicas de Monsiváis reactivan la intención apocalíptica, pero trastruecan su signo al convertir el caos en un acontecer gozoso, paródico, grotesco y en muchas ocasiones erótico: la gente que pone en escena Monsiváis se reúne para presenciar o participar en un espectáculo […], o para desplazarse en las calles o en el metro, constituirse como sociedad civil en un mitín […].

Esta percepción de Glantz del caos como gozo nos lleva de nuevo al apocalipsis como happening, en términos de Castañón, o del catastrofismo como fiesta, en términos del mismo Monsiváis (21). Ahora bien, la tensión entre caos y orden tal como la representa Monsiváis evoca claramente los mitos de la creación, no sólo de la mitología griega y del Génesis de la tradición judeo-cristiana, sino también de las antiguas cosmovisiones indígenas.4 En estas visiones son recurrentes los conceptos del vacío y de la oscuridad, estadios previos y necesarios para la creación de un nuevo orden. Un desarrollo relativamente reciente es el de la ‘teoría del caos’, que presupone que detrás del desorden de sistemas turbulentos y variables se esconde cierto orden, cierta regularidad. Es lo que sugiere también Monsiváis cuando dice que ‘[…] en el caos se inicia el perfeccionamiento del orden’ (15). Caos y orden no se oponen, sino que están en una relación dialéctica, en un constante movimiento. Concretamente esto se manifiesta en la manera en que Monsiváis percibe la relación entre centro y margen en la vida mexicana. Monsiváis describe sobre todo la vida de los marginados, de los pobres, y del caos en estas vidas marginadas. El orden se construye a través de los rituales alternativos dentro de la marginalidad y el orden crea a la vez una nueva marginalidad poderosa, es decir que la masa popular se convierte en un nuevo poder. Monsiváis utiliza entonces la crónica como un instrumento que apunta hacia una nueva interpretación de ‘lo mexicano’, recurriendo a una variedad de voces narrativas, provenientes de diversas esferas de la nación. Estamos muy lejos de las definiciones esencialistas de la identidad mexicana al estilo de Samuel Ramos, Octavio Paz o incluso Carlos Fuentes.

4 Véanse Egan (2001: 217–218) y Pons (2000) quienes analizan Los rituales del caos desde esta perspectiva de las antiguas mitologías.

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La Virgen de Guadalupe y la ciudad apocalíptica

De las 23 crónicas, quiero dedicarme brevemente a una en particular, la cuarta, titulada ‘La hora de la tradición’ (39–52), que trata de la Virgen de Guadalupe. Esta crónica es muy interesante, por muchas razones. La veneración de la Virgen de Guadalupe-Tonantzin es una excelente ilustración de lo que Monsiváis entiende por ‘ritual del caos’ en un mundo postradicional. La noche del 11 de diciembre se congrega cada año una multitud alrededor de la Basílica de Guadalupe. Monsiváis observa a los peregrinos que avanzan de rodillas, sangrando y rezando, y también observa en la televisión todo el espectáculo. El poder de la televisión sobre las masas es impresionante, y Monsiváis apunta irónicamente: ‘no es lo mismo rezar a secas que rezar ante la cámara’ (43). En sus observaciones sobre la Virgen de Guadalupe, Monsiváis es un verdadero outsider. Siendo protestante en un país católico como México, contempla el culto a la Virgen con distancia, y con escepticismo. Aunque en esta crónica no habla en absoluto de su formación protestante (tal como lo hace por ejemplo en su Autobiografía), aclara, al final de esta crónica, que ‘no comparte la creencia’ (52).5 Siendo un observador de fuera, es aún más sorprendente la manera cómo se sumerge en la masa de la Basílica, y cómo entra en la mente de los creyentes. Aquí vemos, tal como lo analiza Castañón, que la crítica de Monsiváis ‘a la miseria espiritual está marcada por la ambigüedad, y que tan pronto la celebre como la condene (Castañón 376)’. De todos modos, hay una extraña fascinación por la Virgen, tal vez no tanto como fenómeno religioso, sino más bien como espectáculo social y cultural, sobre todo de y para los pobres. Es que la Virgen de Guadalupe no sólo simboliza una doctrina religiosa sino la identidad nacional mexicana. De ahí que se explique también que la Virgen de Guadalupe esté omnipresente en todo el libro. Aparece también en las otras crónicas, como por ejemplo aquella sobre el boxeador Julio César Chávez quien confiesa: ‘Todo se

5 No sé si Monsiváis sigue practicando el protestantismo. De todos modos, participa activamente en eventos sobre el protestantismo. Así por ejemplo habló en la conferencia inaugural en el ‘Segundo Simposio sobre el Protestantismo en América Latina y el Caribe’, en San Cristóbal de las Casas, en 2004.

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lo debo a mi mánager y a la Virgencita de Guadalupe’ (29).6 La Virgen de Guadalupe encarna para el mexicano la Esperanza, claramente presente ya en la primera crónica: el ciudadano sobrevive en la Ciudad de México gracias a la esperanza (‘A la mayoría […] le alegra quedarse atenida a las razones de la esperanza’ (20)).

En el contexto del apocalipsis, llama la atención la asociación que establece Monsiváis entre el tumulto en el atrio de la Basílica, en la noche del 11 de diciembre, y el Apocalipsis:

[P]ercibo –rugiente, omnitronante– el tumulto que empareja a los ritos, enloquece a la montaña, sana y enferma al lunático, eleva y derrumba las madererías de Dios sobre las muchedumbres labrantías, deshace los ordenamientos jerárquicos, le da al ruido la calidad de presagio de la tierra desordenada y vacía antes del Principio o del Apocalipsis […] (48).

Finalmente, la imagen de la Virgen evoca la de la mujer que se enfrenta al dragón y a Satanás en el Apocalipsis. La mujer del Apocalipsis tiene la luna debajo de los pies, y es así como es representada también la Virgen de Guadalupe, encima de una media luna. Además, en las canciones dedicadas a la Virgen, aparece el verso ‘Guerra, guerra contra Lucifer’ (52).7 Cuando en el prólogo, Monsiváis sugiere que ‘algunos de los rituales del caos pueden ser también una fuerza liberadora’ (16), esta idea se aplica bien al caso de la Virgen de Guadalupe. Una liberación, tal vez no tanto a nivel individual, sino más bien colectivo. Este carácter colectivo se manifiesta muy claramente en las máscaras, de luchadores u otras, que los danzantes usan en sus bailes para la Virgen de Guadalupe (50). A Monsiváis le asombra el número creciente de danzantes, debido

6 El interés de Monsiváis por el fenómeno de la Virgen de Guadalupe se manifiesta también en otras obras. Véase por ejemplo su ensayo en la antología La diosa de las Américas (Ana Castillo, 2000: 180–193): ‘“Mexicanos, volad presurosos”: La Virgen de Guadalupe y el arte popular’. También vale la pena mencionar el ensayo ‘¿Tantos millones de hombres no hablaremos inglés? (La cultura norteamericana y México)’, in Simbiosis de culturas. Los inmigrantes y su cultura en México (Guillermo Bonfil Batalla), en el que incluye una de sus oraciones favoritas: ‘La oración del inmigrante’, dirigida a la Virgen de Guadalupe.

7 Se trata del último verso de una canción que reza: ‘La Virgen María es nuestra protectora,/ nuestra redentora, no hay nada que temer./ Somos cristianos y somos mexicanos./ Guerra, guerra contra Lucifer’ (52).

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tal vez a una ‘vuelta a la religiosidad’, incluso a una ‘democratización’ de la religiosidad (48). Si bien al inicio hablamos del fin de la utopía, tal como lo interpretó Salazar en su lectura de Monsiváis, el culto a la Virgen es un buen ejemplo de todos estos rituales descritos por Monsiváis, que van cobrando fuerza, y que encarnan en sí la posibilidad de una nueva utopía.

Conclusión

Hemos visto cómo Monsiváis explota y amplía las referencias al apocalipsis. No sorprende entonces que en Los rituales del caos el término aparezca en toda su ambigüedad. Es un término negativo, en el sentido de destrucción, y al mismo tiempo positivo, en el sentido de revelación. Ahora, añadiéndole un ‘post-’, que desde el punto de vista temporal es imposible, Monsiváis invierte y subvierte el concepto: interpreta el apocalipsis como fiesta, transforma el principio en final y al revés, contrapone lo colectivo y lo individual, etc. También hemos visto cómo Monsiváis explota y amplía las posibilidades del género de la crónica y las modalidades narrativas, a tal grado que casi podríamos hablar del apocalipsis de las tradiciones literarias. Destrucción y construcción, caos y orden, es un constante movimiento del que aún no vemos el final, pero, si ya nos encontramos en una fase final, tal como parece ser el caso en la Ciudad de México, uno de los mejores cronistas de esta fiesta del fin del mundo, es indudablemente Carlos Monsiváis.

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‘Si Dios no existe, todo está permitido’ (La prueba 164)

La autorreferencialidad de las fronteras textuales: entre Génesis y Apocalipsis

La recurrencia del imaginario (post)apocalíptico en la narrativa rioplatense contemporánea se plasma de una manera sui generis en los finales tremendistas de los relatos de César Aira (°1949). Si bien esta obra desarrolla la idea del fin del mundo principalmente en su ‘ciclo legibreriano’1 –La liebre (1991), Embalse (1992), La guerra de los gimnasios (1993), Los misterios de Rosario (1994)– importa centrarse en el final novelesco como topos autorreferencial por excelencia2 donde se cristaliza la problematización del sentido –entendido como

1 Contreras analiza las novelas que forman parte del ‘ciclo legibreriano’ (2002: 190), que también denomina acertadamente ‘ciclo darwiniano’ (115), como la construcción de una parábola de la Argentina. En este ciclo narrativo, se relata, entre otros asuntos, la genealogía de un animal especial, la liebre ‘legibreriana’ que tiene un importante valor simbólico y metaficcional, y se recrea una ficción del fin del mundo.

2 Según apunta Kunz en la introducción de su último capítulo, ‘el final es un lugar privilegiado para reflexionar sobre la obra que está alcanzando su término. Se observa, p. ej., que las páginas finales contienen a veces una especie de programa estético “a posteriori”, y en otros casos el elemento metaficcional aparece únicamente allí’ (Kunz 255–256).

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suma interpretativa– y, consecuentemente, el disfuncionamiento del paradigma hermenéutico.3

La poética airiana parece, en efecto, haber interiorizado y radicalizado el acuerdo ficticio con los dos polos extremos y constitutivos de la condición humana y de la literatura (Kermode),4 los Comienzos (creación/Génesis) y los Finales (desaparición/Apocalipsis).5 Por una parte, se destaca la tentación de poner a prueba constantemente sus propios procedimientos genéticos (mediante la temática de la clonación) y, por otra parte, se observa esa ‘teleomanía’ o ‘teleopatía’6 de llevar

3 En el marco de nuestra tesis doctoral sobre la obra de Aira (en curso), hemos identificado en sus textos núcleos que recuerdan la poética del nonsense, según se ha definido en los trabajos de Wim Tigges (1988) y Winfried Menninghaus (1999). El siguiente comentario de Menninghaus pone de relieve la articulación del nonsense con el paradigma hermenéutico: ‘It [nonsense] is therefore never simply the Other of the hermeneutical field but rather occupies an eccentric position to it and within it: as a provocative or playful exploration of its limit and as an impediment and intermittent suspension of its proper functioning’ (8).

4 Nos basamos aquí en las ideas tan bien formuladas por Frank Kermode en The sense of an ending (1967): ‘Los hombres, al igual que los poetas, nos lanzamos “en el mismo medio”, in medias res, cuando nacemos. También morimos in mediis rebus, y para hallar sentido en el lapso de nuestra vida requerimos acuerdos ficticios con los orígenes y con los fines que puedan dar sentido a la vida y a los poemas’ (18).

5 Sin profundizar demasiado en el alcance del concepto apocalipsis para el imaginario airiano, Contreras observa que, ‘si el comienzo se figura al modo de una génesis –el viaje como génesis del relato, la novela como génesis de lo novelesco–, resulta formalmente lógico que el final se imagine al modo de un Fin del Mundo y que esa imaginación adopte consiguientemente un carácter apocalíptico’ (179). Como mostraremos también en nuestro análisis, sus ficciones del fin son el resultado de una lógica formal y, por este mismo motivo, explotan deliberadamente la ‘simplicidad del paradigma’ (Kermode 17) y expresan –como ya indica Contreras (180)– una ingenua inminencia del fin que nuestras ficciones, por lo general, ya han dejado atrás. En efecto, Kermode postula que el fin dejó de ser inminente para hacerse una cuestión de inmanencia.

6 Tomamos prestado el término de Kunz (256) que ha investigado cómo ciertas novelas tematizan de manera explícita el hecho de llegar al punto final: ‘Algunos escritores ceden a la tentación del texto infinito convirtiendo el final en principio de un universo ficticio que resucita y se regenera sin fin, otros celebran el gran apagón como apocalipsis del mundo novelesco en un espectáculo de autoconsunción y disolución’ (257).

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hacia adelante de manera obsesiva sus ficciones que suelen desembocar en desenlaces arbitrarios, abruptos e hiperviolentos (nutridos de estereotipos paraliterarios y massmediáticos obvios), como veremos a continuación en nuestro análisis de la novela corta La prueba (1992) y de la novela La villa (2001).

Tal vez el relato más explícito acerca del valor autorreferencial de los límites del texto en la poética de Aira es El congreso de literatura (1997) donde el narrador-protagonista (un escritor y científico loco que se llama César Aira) tematiza en los diferentes niveles del texto la idea del proceso creativo como una transformación constante, relacionada con la genética y la clonación (García 2006: 173–178): ‘Si la invención, o la transmutación de la realidad, son partes de una mecánica amplia de genética literaria, el Génesis bien puede considerarse su plan maestro, por lo menos entre nosotros los occidentales’ (70). Uno de esos múltiples niveles es una mise en abyme que consiste en la representación de una obra de teatro escrita por el autor-protagonista en el congreso de literatura celebrado en Mérida. Esta ‘obrita’, En la corte de Adán y Eva, constituye un nuevo pretexto para problematizar tanto el Comienzo (a partir de su trama genética) como el Fin de la obra narrativa de Aira (a partir de su desenlace apocalíptico y massmediático).

En La Structure du texte artistique (1973), Iouri Lotman, analiza la noción de ‘cadre’ de la obra de arte que fija sus fronteras y representa, según afirma el formalista ruso, ‘un modèle fini d’un monde infini’ (300). Sin embargo, Lotman distingue también entre la función respectiva que desempeñan los comienzos y finales del texto: ‘Et pourtant la fonction codante dans le texte narratif contemporain est confiée au début, et la fonction “mythologisante” du sujet à la fin’ (309).

Ahora bien, nos centraremos en este trabajo en los finales airianos y en su dimensión mitologizadora, o sea apocalíptica, aunque sí tendremos que recurrir al comienzo de sus relatos para realzar las estrategias subyacentes y los efectos a los que aspira el autor. Tras un esbozo de la especificidad de los finales de las ficciones de Aira, intentaremos analizar el imaginario apocalíptico en dos textos, La prueba (1992) y La villa (2001), desde una perspectiva hermenéutica porque es en la conjunción entre significado y final que reside el interés de la obra de Aira para la problemática que nos ocupa.

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Como ya es bien sabido, la obra de Aira es una literatura prolífica (casi 70 títulos publicados) marcada por una lógica del continuo y –como quedó claro también en la conferencia de Alan Pauls7 con respecto a la narrativa argentina más reciente en autores como Cucurto, Link y López– por esa fuga hacia delante. Los precipitados y espectaculares desenlaces constituyen la prueba más visible de esa urgencia por llegar al final. Sin embargo, no son los finales abiertos a los que ya estamos acostumbrados, ni tampoco finales ambiguos (como, por ejemplo, en los cuentos de Cortázar). Son, en cambio, a menudo, finales abruptos –como si tuviera que abandonar por algún motivo repentino la narración de la historia–, arbitrarios y –como también ha señalado García (2006: 62)– a veces ininteligibles. Es precisamente con ‘nuestra honda necesidad de Fines inteligibles’ (Kermode 19) que Aira está jugando, lo cual provoca una sensación de frustración, de insatisfacción para el lector.

Tal como lo ha afirmado Marco Kunz (114), conviene distinguir aquí entre el ‘cierre’ como enunciado lingüístico final del texto y la ‘clausura’, es decir, el valor estético-hermenéutico del final porque los finales de sus novelas breves son también una reflexión sobre la función del final –entendido como clausura– dentro de la hermenéutica del texto. En nuestra tesis doctoral, analizamos la problemática del sentido (nonsense) que se plantea constantemente en la obra de Aira y, desde luego, los finales de sus textos constituyen uno de los momentos clave en los que se opera esa suspensión intermitente del sentido (el disfuncionamiento del paradigma hermenéutico al que aludíamos en nuestra introducción y que ha sido teorizado en los estudios de Wim Tigges y Winfried Menninghaus).

Sigamos nuestro razonamiento relacionándolo con el imaginario del apocalipsis. Parkinson Zamora, en su estudio Narrar el apocalipsis, aboga por dejar atrás un uso generalista, simplista pero muy difundido de la palabra ‘apocalipsis’ aclarando que no es sólo un sinónimo de desastre, cataclismo o caos, sino también, y tal vez principalmente, un sinónimo de ‘revelación’ (21). En el imaginario apocalíptico secularizado que es recurrente en la obra de Aira, se articulan

7 Conferencia dictada por el escritor argentino en Louvain-la-Neuve, el 15 de mayo de 2008.

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también esos dos componentes, desastre y revelación, mediante una representación hiperbólica –y salpicada de estereotipos reciclados de los géneros menores y de la cultura audiovisual– del primero al final y mediante la generación de una expectativa de revelación o de relevancia al comienzo de sus textos pero que queda totalmente frustrada al final. La expectativa de relevancia generada en el realismo de partida, no se puede cumplir en esta narrativa regida a la vez por fuerzas centrífugas (con respecto a las esencias, la verdad, la especificidad literaria, etc.) y centrípetas (muy centrada en la construcción de una figura de autor y en sus propios recursos formales).

El último argumento que importa señalar es que –y después ya pasamos al análisis– la obra de Aira es una literatura de procedimientos que se apropia de una serie de códigos muy diversos, heterogéneos y que los tópicos (las tormentas, la figura del monstruo, la bestia, los baños de sangre, etc.) provenientes del imaginario apocalíptico también deben inscribirse en esta práctica de escritura ecléctica. Si bien los finales apocalípticos de la obra de Aira no dejan de exponerse de manera teatral, pocas veces son verdaderas clausuras del texto. Al contrario, se pueden concebir como instantes de suspensión que permiten la regeneración del universo diegético en el próximo texto. Esto explica que las tensiones cruciales que articulan este proyecto literario aporético son, por una parte, particularidad y totalidad, y por otra parte, legibilidad e ilegibilidad.

El Big Bang potenciador de La prueba8

Son varios los motivos que nos han inducido a conceder un lugar central a la novela breve, La prueba, en este estudio. En efecto, el texto plantea de manera radical algunos de los aspectos esenciales de la obra de Aira, principalmente el final novelesco como espacio privilegiado de autorreflexión y el valor literario como provocación, y dibuja de esta

8 Aira, César. 1992. La prueba. Buenos Aires: GEL. Este texto también ha sido publicado después (1998) en un volumen junto con El llanto y Cómo me hice monja en Barcelona: Mondadori.

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manera un mapa poético de la innovación y de la acción. Así, La prueba ilustra de manera emblemática que la obra airiana continúa la tradición de la ruptura desarrollada magistralmente por Octavio Paz9 y que se inscribe, además, en esa particular variante rioplatense, la así llamada ‘mala literatura’ de Roberto Arlt.

La prueba es, en primer lugar, un texto que pone en escena de manera explícita sus fronteras estructurales (apertura y cierre) y hermenéuticas (comienzo y clausura)10 y que transcurre en tres escenarios contiguos, todos situados en el barrio de Flores donde vive y trabaja el autor: el ‘mundo juvenil’ en la calle cerca de la Plaza Flores al comienzo (101–115), el bar-restaurante Pumper Nic (116–149) y el gran supermercado Disco al final del relato (150–167).

Ahora bien, en La prueba, uno de los intertextos principales es el relato fílmico11 y principalmente telenovelesco con una serie de técnicas

9 La teoría de Paz desarrollada en Los hijos del limo (1974), que luego fue retomada por Compagnon en su obra Les cinq paradoxes de la modernité (1990), consiste esencialmente en la idea paradójica de que lo moderno es ‘una tradición hecha de interrupciones y en la que cada ruptura es un comienzo’ (17). La actualidad y la pertinencia del discurso de Paz para captar el proyecto literario de Aira son llamativas, sobre todo cuando uno se detiene en el desarrollo de esa idea fundamental con respecto a la autosuficiencia de lo moderno (18) y la concepción de lo nuevo (20–21).

10 Cabe citar a propósito de esta distinción terminológica un reciente artículo de Yves Ouallet (2008) que articula las diferentes nociones de la misma manera: ‘Les notions de début et de terme sont moins marquées et permettent ainsi la distinction avec commencement et fin qui renvoient plus profondément à une genèse ex-nihilo et une apocalypse dont la vision est retour au néant. Commencement et fin sous-entendent une métaphysique de l’écriture comme création – c’est-à-dire la théorie de l’art comme création esthétique qui a défini la pratique artistique depuis deux mille ans en Occident’.

11 Cabe señalar que Diego Lerman, un joven director de cine argentino, hizo una película basada en el texto de La prueba, titulada Tan de repente (2002). Este largometraje, premiado en diversos festivales de cine europeos (en el Bafici 2002, entre otros) es la reelaboración de un corto (1999) que Lerman había realizado basándose en el relato de Aira. Si bien el largometraje se aleja temáticamente (acercándose al género road movie) bastante del texto de Aira, con excepción del comienzo radical, comparte con La prueba, como afirma acertadamente Alan Pauls (2003) en Página/12, la arbitrariedad y la radicalidad de la propuesta ficcional: ‘Quien dice arbitrariedad, hoy, en la ficción argentina, dice César Aira.

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massmediáticas marcadas que ocupan un lugar central en la polémica literaria que ha encarnado la escritura de Aira.12 Este relato incendiario se abre con una pregunta tajante: ‘¿Quieres c...[oger]?’ (p. 101). Las primeras palabras de la obra son nada menos que una declaración de amor de Mao por la protagonista adolescente Marcia, un amor omnipotente que ambas heroínas punk (Mao y Lenin) probarán de una manera hiperviolenta en algunas escenas delirantes en el supermercado al final del relato.

Desde que se pone en marcha la prueba del amor, es decir en la ocupación del supermercado en nombre del ‘Comando del Amor’, el relato es traspasado por elementos melodramáticos. Mao grita por todos los parlantes del supermercado: ‘Este supermercado ha sido tomado por el Comando del Amor. Si colaboran, no habrá muchos heridos o muertos. Algunos sí habrá, porque el Amor es exigente’ (155). Esta cita recalca, en efecto, la hipérbole desproporcionada que convierte un clisé trivial en un golpe de Estado.

Por otra parte, el desenlace espectacular de La prueba combina la velocidad excesiva con una violencia inaudita. Los asesinatos brutales en el supermercado, motivados por la ‘prueba del amor’, inspiraron a Lidia Santos a una acertada alusión a la película Pulp Fiction (1994) de Quentin Tarantino.13 El fragmento siguiente sólo constituye un ejemplo, en el que el humor airiano no pasa desapercibido:

[...] De la corta duración a la larga, lo que se perdió fue la fidelidad a la letra del texto de Aira. Pero Lerman parece haberse apropiado de algo mucho más importante y, en un sentido, más “airiano”: un verdadero dispositivo ficcional. Como la literatura de Aira, el film de Lerman no consulta sus premisas con el espectador; las impone. Y, en vez de disimular esa imposición, lo que hace es ponerla en escena, duplicarla, en el carácter flagrantemente “gratuito” de la secuencia de la proposición sexual y el rapto’.

12 Véase al respecto también el segundo capítulo de la tesis doctoral de Contreras (2002) que insiste en el uso instrumental que César Aira hace de estos recursos formales, como impulso para hacer avanzar sus relatos (140–141).

13 Santos ofrece un comentario muy breve de La prueba dentro del marco teórico de su estudio, en el cual pretende que la violencia final expresa ‘la nueva configuración social implantada por el neoliberalismo. Eximido el Estado de administrar los conflictos entre las clases sociales, la violencia, que en los años sesenta se dirigía al Estado, se inmiscuye en la vida privada. Mao y Lenin atacan

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En una fracción de segundo el hombre estaba bañado en nafta, y una certera patada de Lenin lo hacía caer de espaldas. No había tocado el suelo que ya se incendiaba. ¿Le había tirado un fósforo? Nadie alcanzó a ver. Era una tea. Su campera de plástico se abrasó vistosamente, y sus gritos llenaron el supermercado. Un bidonazo le dio en la cabeza, y como estalló allí, carbonizándole el cerebro en una bola de fuego, dejó de gritar (157).

Sin duda, la estética de Aira pasa también por la tendencia vigorosa del ‘des-ordenamiento cultural’ que Jesús Martín-Barbero ha definido como el ‘entrelazamiento cada día más denso de los modos de simbolización y ritualización del lazo social con las redes comunicacionales y los influjos audiovisuales’ (2004: 24). Sin embargo, el entrecruzamiento en su obra nos parece ser más refinado y complejo. En efecto, al salpicar sus textos de estereotipos provenientes de los medios de comunicación de masas (el léxico paradigmático de miedo y violencia de ciertas telenovelas o películas B, las estructuras narrativas precipitadas, el personaje del Sabio Loco, etc.), es decir, códigos o estereotipos culturales compartidos por cualquier lector, Aira establece un pacto de lectura específico con su lector que será convocado a reconocer, interpretar y evaluar los estereotipos massmediáticos utilizados.

Está claro que Aira no se deja seducir por una mera incorporación de esos recursos estereotipados. Al contrario, al exhibir de modo tan explícito este juego ecléctico con los géneros populares en sus acelerados desenlaces narrativos –la famosa ‘teleomanía’ o ‘teleopatía’ de Aira que se relaciona estrechamente con la estereotipía massmediática y su temporalidad característica–, el autor ya toma una distancia estratégica y marca su diferencia con respecto al signo popular original. A estas

[...] a los consumidores’ (2001: 199). A estas alturas, sólo nos interesa recordar su referencia a la película de Tarantino. En efecto, La prueba comparte con Pulp Fiction no sólo el entrecruzamiento genérico, la arbitrariedad que marca la trama y el uso desmesurado de la violencia, sino también lo que Andrea Del Lungo (2008) ha llamado a propósito de la película de Tarantino, ‘une reflexivité des frontières [al ser la última escena una continuación de la escena inicial] qui est aussi, à la fois, une réflexion sur les frontières [...]’. Creemos que también el final radical de La prueba se puede leer como la realización de la prueba de amor, o sea, como la respuesta explosiva a la pregunta brutal del comienzo del relato.

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alturas, conviene citar a Amar Sánchez (2000), que ha investigado el modo de contacto entre la literatura ‘culta’ y los géneros menores y los efectos que resultan de ese contacto:

En todos los casos, el contacto con las formas populares implica siempre una transformación, una torsión del código utilizado; se subvierten siempre algunos elementos y se fusionan géneros, formas discursivas, estéticas, niveles de lengua. Los textos realizan un movimiento contradictorio y un tanto ambiguo: se acercan a la cultura de masas y la incluyen pero, a la vez, establecen distancia con respecto a ella (21–22).

Cabe detenernos también en el valor metaficcional del espacio metafórico del supermercado con respecto a la problemática de la inestabilidad del sentido que nos preocupa. En un conocido artículo suyo, ‘El Centro comercial’ (1998), Beatriz Sarlo ha desarrollado la idea del centro comercial o shopping-center como un lugar simbólico marcado por el flujo de significantes (mercantiles) y a la vez por la falta de sentido:

Donde las instituciones y la esfera pública ya no pueden construir hitos que se piensan eternos, se erige un monumento que está basado precisamente en la velocidad del flujo mercantil. El shopping presenta el espejo de una crisis del espacio público donde es difícil construir sentidos; y el espejo devuelve una imagen invertida en la que fluye día y noche un ordenado torrente de significantes.

Es precisamente este contraste entre una proliferación de significantes y la ausencia de un sentido estable el que marca también la poética de Aira. La dialéctica que se da entre fuerzas centrípetas y centrífugas en el supermercado –metáfora por excelencia de las ciudades (y sus periferias) latinoamericanas neoliberales–14 se produce

14 En un artículo sugerente, Gustavo Valle analiza las tensiones entre las fuerzas (y sus valores respectivos) que operan en el centro (comercial): ‘Paradójicamente el movimiento de la ciudad, como toda onda expansiva, es centrífugo y su vocación es previsiblemente periférica. Si el centro funda, lo fundado se descentra, se aleja, se olvida. [...] Entonces el centro se dispersa, multiplica, es decir, la nueva ciudad de los suburbios necesita nuevos mitos y para ello construye sus propios

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de manera similar entre, por ejemplo, los estereotipos massmediáticos y los finales arbitrarios de sus textos.15

Según Contreras, ‘el clisé que dice “el amor lo puede y lo exige todo” funda la narración’.16 En efecto, el relato está regido por el topos de la ‘prueba de amor’ acompañado de una serie de estereotipos de marcada afectación sentimental. A pesar de su ocurrencia al principio del texto, cabe señalar la intensificación de estos códigos melodramáticos hacia la última parte del relato (151–166): ‘La luz del fuego le daba en la frente, y estaba tan hermosa que daba escalofríos’ (153) o ‘Fue como si el candado se hubiera cerrado sobre su corazón, literalmente’ (151).

Sin embargo, más llamativos son los estereotipos de la violencia y del terror que encontramos también en las películas de acción tipo B.17

símbolos. [...] El mall se apropia del “centro” –de su significante– para presentarse como solución a la “descentricidad” que sufre lo periférico’ (61–62).

15 Graciela Villanueva llega a una conclusión parecida –el espacio bonaerense como metáfora de la ficción– a propósito del espacio urbano en las novelas principalmente publicadas a partir del 2000: ‘En estas novelas la presentación de la ciudad toma formas muy variadas que van dibujando una imprevisible trama sin centro. La ciudad se convierte así en cifra de lo ininteligible, y por esta vía, en imagen de la literatura misma’ (369–370).

16 Contreras 150. La prueba de amor constituye el punto de partida del análisis de Contreras que hace hincapié en el impulso nietzscheano de la fuerza del amor y que destaca su relación con lo rocambolesco de la literatura de Roberto Arlt. Cabe recordar que Arlt tiene una obra de teatro titulada Prueba de amor (1932).

17 Si bien se puede leer en la exposición de la violencia hiperbólica en el supermercado de La prueba –siguiendo las observaciones anteriormente mencionadas de Santos–, un ataque a la deriva capitalista del neoliberalismo, creemos poder excluir la posibilidad de una lectura más sociopolítica de la explícita representación de la violencia en La prueba. Cabe citar a propósito de los imaginarios violentos en América Latina un artículo de Mabel Moraña: ‘A través de estrategias radicales, arcaicas o inéditas, la violencia pone en un primer plano de la escena social justamente a los desplazados, subalternizados y “desechables”, es decir a los núcleos irreductibles nunca completamente articulados a la economía cultural de la modernidad que ponen en práctica formas anómalas de agencia individual o colectiva. Desde una productividad negativa (¿o negatividad productiva?) la violencia enfrenta a la sociedad con sus fantasmas, con lo indecible y lo irrepresentable, inaugura “territorios existenciales” (Guattari), formas alienadas y residuales de subjetividad, sustentadas en formas perversas y cerradas de solidaridad grupal’ (187). Sin embargo, los ‘fantasmas’

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Al nivel del elocutio cabe señalar los ‘baños y charcos de sangre’ (154, 156), el ‘terror’ (155) y la ‘pura histeria’ (155). Las escenas de combate y de horror son omnipresentes : ‘Se la reventó en la frente, y pudo oírse el crujido del cráneo de la desdichada. Fue una muerte brutal, pero coherente con lo toruno de la embestida’ (160). Otros códigos temático-narrativos son la instantaneidad (‘Todo había sucedido en segundos, apenas el tiempo de darse cuenta’, 152), la espectacularidad o la impresión de espectáculo (‘y los espectadores apenas si empezaban a darse cuenta de lo que estaba sucediendo’, 159), el contexto televisivo (‘Dentro de un cuarto de hora los sobrevivientes estarán en su casa mirando la televisión. Nada más.’, 156) y, finalmente, la catástrofe y la idea del apocalipsis en el ejemplo siguiente:

En la oscuridad de las llamas, en el cristal del humo y la sangre, la escena se multiplicó en mil escenas, y cada una de las mil en otras mil… Mundos de oro sin peso y sin lugar… Era una especie de comprensión, al fin, de lo que estaba pasando. Hay un viejo proverbio que dice : ‘Si Dios no existe, todo está permitido’ (164).

con los que nos enfrentamos en el espacio urbano de La prueba, nos parecen estar desprovistos de connotaciones sociopolíticas. Sólo al principio del texto, se perciben cierta tensión y cierta vaquedad –‘todo se resolvía vertiginosamente en la nada’ (103), ‘sociabilidad inestable’ (104), ‘Reinaba una urgencia detenida’ (p. 104), etc.– en la descripción de la ‘sociedad juvenil’ (102) en la calle de Flores. En cambio, en algunos textos publicados posteriormente, entre otros La villa (2001) y Las noches de Flores (2004), el valor referencial del escenario porteño ya nos parece ser más significativo. Una breve alusión a la representación de la ciudad de Buenos Aires en dos novelas argentinas muy interesantes, que además fueron publicadas en el mismo año (1992) y deberían, por tanto, compartir el mismo Zeitgeist, La ciudad ausente de Ricardo Piglia y El aire de Sergio Chejfec, puede resultar esclarecedora. Ambas novelas son protagonizadas por hombres –respectivamente, Junior y Barroso– que se mueven por una capital en desintegración, en ruinas. Queda claro que estos universos heterotópicos reales o imaginarios se distancian de la figuración del barrio de Flores de La prueba, en primera instancia ya por el tono de la narración cuya negatividad y melancolía raramente son interrumpidas por el desparpajo, la broma y la frivolidad, elementos tan característicos de la obra airiana. Véase I. Avelar (2000) para una aguda lectura de La ciudad ausente y Edgardo H. Berg (1998) para un análisis de las novelas de Piglia y Chejfec.

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A estas alturas, importa situar este imaginario apocalíptico evocado en relación con la problemática central del sentido y del fin (y la finalidad) en esta obra. Veremos que de alguna manera Aira vuelve a restaurar el paradigma absoluto Génesis-Apocalipsis en La prueba pero nunca desprovisto de chispas humorísticas o irónicas. En el fragmento siguiente, por ejemplo, se ironiza la escena de agresión mortal y terror mediante la alusión banal al puré instantáneo : ‘En el silencio de muerte que reinó en el sector Verduras tras los tiros (sólo se oía la propaganda de un puré instantáneo que transmitían los parlantes), sonó con horrible fragor el portón del depósito contiguo cerrándose’ (153).18 Un semejante deslizamiento de sentido se produce en la escena siguiente: ‘Y la cabeza de la señora seguía en el aire, no porque se hubiera detenido en un milagro de levitación post mortem, sino porque había pasado muy poco tiempo’ (164).

En este sentido, vale la pena destacar el final del desenlace truculento de La prueba que termina con una verdadera explosión ontológica y que alude a una vuelta al origen :

Lo que se sentía era lo contrario a que alguien acudiera : reinaba una huida centrífuga, el Big Bang, el nacimiento del universo. Era como si todo lo conocido estuviera alejándose, a la velocidad de la luz, a fundar a lo lejos, en el negro del universo, nuevas civilizaciones basadas en otras premisas. Era un comienzo, pero también era el final (166).

En efecto, el apocalíptico final se cierra –o, mejor dicho, se abre– con el motivo del Big Bang que sugiere una explosión de la realidad, una tabla rasa del sentido y una autoconsunción del mundo novelesco para volver a un vacío inicial y empezar de nuevo. Esta Nada nietzscheana significa en la literatura de Aira el ‘vacío potenciante de cualquier posibilidad’ (Ferrer 60). Todo el relato de La prueba parece estar concebido en función de este apocalíptico final que abre el camino para una creación literaria libre. En efecto, el narrador parafrasea el famoso proverbio del personaje Iván Karamazov de Dostoyevski –‘Si Dios no existe, todo está permitido’ (164)– para luego reformularlo en:

18 Las bastardillas en las citas son nuestras y resaltan los estereotipos massmediáticos, tanto al nivel del elocutio como del dispositio.

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Si todo está permitido… todo se transforma. Es cierto que la transformación es una pregunta ; en esta ocasión no obstante se afirmaba, momentánea y cambiante ; no importaba que siguiera siendo pregunta, era respuesta también. El incidente había alumbrado, aunque en las sombras, el fantástico potencial de transformación que tiene todo. Una mujer, por ejemplo, un ama de casa del barrio que había ido a hacer las compras para la cena, se fundía en su lugar a la vista de sus congéneres que no le prestaban atención (165).

En las últimas líneas del texto, la masacre en el supermercado parece haber potenciado la unión –la transformación– entre las chicas punk y Marcia cuando éstas se lanzan a la calle atrasevando las ventanas, y todo eso gracias a la ‘fuerza impune del amor’ (166). Ese nuevo universo, en el que todo es posible, implica también la convergencia entre dos mundos en principio opuestos, el del nihilismo punk con su pérdida de todos los valores tradicionales, incluidos los cristianos (de ahí la posible alusión a la frase nietzscheana ‘Dios ha muerto’ de Also sprach Zarathustra en la frase citada anteriormente ‘Si Dios ha muerto’) y el de Marcia, una virgen inocente que pertenece a un mundo mucho más convencional. El texto parece romper de esta manera no solamente con nuestro pensamiento dualista y clasificatorio sino también con la posibilidad de una interpretación unívoca del texto literario. En este sentido, creemos que el esquema apocalíptico puesto en escena en el final novelesco de La prueba debe leerse entonces a la luz de su trabajo en y contra (d)el paradigma hermenéutico y como una estrategia de sobrevivencia propia de su autopoética.

La villa: apocalipsis en real time19

Seguimos la matriz apocalíptica en La villa (2001), una novela publicada casi diez años después de La prueba (pero fechada –como todos sus textos– ‘29 de julio de 1998’ en la última página, o sea, antes de la crisis del 2001). Son tres las principales líneas temáticas imbricadas que integran esta novela: una real social (las implicaciones

19 Un análisis más extenso de esta novela puede consultarse en P. Decock (2007).

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socio-económicas del neoliberalismo argentino que percibimos en la representación del mundo de los cartoneros al principio del texto), otra policiaca (la historia del inspector corrupto Cabezas que termina por encarnar el Mal absoluto) y, por último, una línea (mass)mediática (la voracidad y la transmisión en directo de los acontecimientos por las cámaras televisivas en la última parte del texto). Es preciso señalar, sin embargo, que a pesar de este potencial significativo que va regido por la ley de lo múltiple, cuesta localizar el centro interpretativo en La villa.

Con la recreación del submundo de los cartoneros dominado por un realismo casi documentalista sólo presente al comienzo de la novela, Aira se inscribe en una serie de recuperaciones estéticas transgresoras que rompen totalmente con la imagen demonizada del cartonero violento o molesto en los massmedia. En cambio, el narrador insiste en la dignidad del trabajo de los cartoneros (16–17, 67–68, 69–71) y resalta el aspecto de la familia (14, 15, 18, 19) y la solidaridad (16) entre ellos. El fragmento siguiente, por ejemplo, destaca la organización del trabajo que se apoya principalmente en la fuerza de la familia: ‘[...] unos partían a la disparada, por ejemplo el padre con uno de sus hijos, el padre el más hábil en deshacer los nudos de las bolsas y elegir adentro, viendo en la oscuridad; la mujer se quedaba para tirar del carrito, porque no podían dejarlo demasiado lejos...’ (15).20

Sin embargo, la historia de Maxi, un joven gigante despreocupado que ayuda a los cartoneros a transportar sus cargas, se entremezcla rápidamente con las pesquisas del policía Cabezas cuyas aventuras se deslizan a su vez hacia la novela de crimen y de terror en cuanto Cabezas pierda el control –perseguido por las tropas de la Jueza Plaza– y se revele su verdadera identidad criminal y opte radicalmente por la vía del Mal: ‘A él sólo le quedaba un camino, y nada más que uno: el Mal. Ahí era donde se abría la renovación y la acción’ (122). Su maquiavelismo (121), su consumición considerable de la droga proxidiana (121) y las alusiones a su proyecto apocalíptico (123) hacen que el ‘mero policía corrupto’ (122) se convierta en una auténtica encarnación de la Bestia:

20 Es preciso señalar que la aguda mirada de Aira sobre el submundo de los cirujas ha sido integrada en varios estudios y enfocada de diversas maneras. Véanse al respecto los artículos de F. Reati (2006), S. Saítta (2002) y S. Chejfec (2002).

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Aun persistiendo en la más mezquina de las formas, aun siendo apenas un manojo extraviado de átomos de policía, podía canalizar las potencias supremas del mal, y crear un nuevo universo, una nueva ciudad para él, la ciudad oculta, de la que sería el rey y dios. Estallaban los cielos, giraban sus luces enloquecidas, el gas divino se encendía en fuegos helados y las gargantas negras dejaban escapar sus rugidos, a los que les hizo eco un gemido de exaltación que explotó en los labios de Cabezas (122–123).

La villa es también una novela que contiene, en parte, su propia teoría sin recurrir por ello a desdoblamientos internos ni a una estructura narratológica muy hermética. En efecto, se destaca una desconfianza en las esencias, es decir, una falta de ‘centro’ semántico en La villa subrayada aun por el espacio y las condiciones atmosféricas que sirven de metáfora de la figura descentrada del sentido. Concretamente, la peculiar disposición geométrica de la villa donde viven los cartoneros –una calesita circular y laberíntica que carece de centro– recalca la idea de un sentido desviado, giratorio o siempre pospuesto. En ese sentido, las explicaciones detalladas y microscópicas de la estructura de la villa (las calles, la luz, etc.) parecen reflejar las premisas estéticas de su autor, como lo confirma también el ejemplo siguiente: ‘Era un anillo de luz, con radios muy marcados en una inclinación de cuarenta y cinco grados respecto del perímetro, ninguno de los cuales apuntaba al centro, y el centro quedaba oscuro, como un vacío’ (148). Los términos ‘centro’ y ‘vacío’ son utilizados demasiado frecuentemente en la novela para que su significado se limite a un nivel estrictamente ficcional. A nuestro entender, la cita muestra nuevamente que a través de indicios teóricos imbricados intencionalmente en la causalística de la novela, se termina por vislumbrar el ‘sistema Aira’ que consiste en novelizar ciertas pulsaciones teóricas.

Aun más explícitos nos parecen ser los ejemplos siguientes para la problematización del sentido: ‘¿Cuál? El significado sin nombre, que era como decir: ninguno. Todos los sentidos caían, o se revelaban como la nada que habían sido desde el comienzo’ (68). O algunas páginas antes: ‘Nada tenía sentido, aun dentro del sentido’ (63). Es evidente que estas citas elucidan el violento contraste con la multiplicidad de significantes en otras partes de la novela. Si, por una parte, los detalles contextuales (estereotipos socioculturales) al principio del texto invitan a una lectura más ‘tradicional’ y trascendental y, por otra parte, el exceso neobarroco

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del desenlace apocalíptico (estereotipos massmediáticos) impulsa a una reflexión acerca de la sobremediatización en la cultura (argentina), la suma interpretativa no corresponde a ninguna de las dos lecturas.

Claro está que el enorme potencial intrínseco del texto, o sea, la multiplicidad de significantes y elementos representativos del contexto argentino contemporáneo (la Argentina arruinada de los años noventa), contrasta ferozmente con una sensación simultánea de ausencia de sentido. Da cuenta de esta paradoja también la obsesión teleológica de Aira, es decir, ese acelerado desenlace narrativo que se plasma en La villa en los aguaceros apocalípticos que –según el modus operandi de La prueba– parecen destruir el mundo ficticio erigido. Así, al acercarse el lector al final del relato, los acontecimientos se intensifican y se aceleran en una Buenos Aires crepuscular, a la vez real y fantástica. La historia inocente de Maxi coincide con la persecución del policía corrupto Cabezas. Y paralelamente se van aumentando los indicios telereales en el texto.21 Incluso se produce tal mediatización de la historia que las escenas violentas y apocalípticas de la persecución en la villa se transmiten en directo en la televisión:

Se preparaba un espectáculo memorable. La emisión se había cargado con la expectativa de millones de televidentes enganchados en tiempo real. La lluvia ya había superado todos los récords, y seguía descargándose en cantidad y violencia cada vez mayor. La Villa debía de estar inundada, pero la acción se precipitaba igual, sin esperar a que la situación volviera a la normalidad. La lluvia apocalíptica se volvía telón de fondo de la aventura: los hombres actuarían sobre ella como si no existiera (147).

La ‘lluvia apocalíptica’ sobre la que –nuevamente– ‘se deslizaba el sentido de la aventura’ (147) opera aquí como fuerza destructora del edificio novelesco y contribuye al espectáculo mediatizado transmitido en directo. El giro apocalíptico y, con ello, la inevitable desaparición o suspensión del sentido nos fortalecen en nuestra convicción de que

21 La lluvia de imágenes digitalizadas intercaladas en la emisión en vivo es muy ilustrativa del frenesí mediático: ‘En los canales la actividad era frenética. Ya habían encontrado fotos de Cabezas en sus archivos digitalizados, y las estaban intercalando en la emisión en vivo [...]. Y los archivos seguían mandando imágenes [...]’ (142).

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Aira aspira a borrar cualquier deseo de trascendencia o profundidad de su obra. Se encuentran tanto en este fragmento como en el siguiente los estereotipos del espectáculo, de la aceleración, de la violencia y del apocalipsis. Así se describen los últimos segundos de la vida del policía Cabezas como un verdadero espectáculo:

Salieron corriendo y él quedó muy satisfecho del truco. De hecho, le pareció que coronaba su decisión de ser malo, al poner a la televisión de su lado. Lo que no tuvo en cuenta era que como se estaba transmitiendo en directo, alguien lo reconoció, y se le vinieron encima como perros hambrientos. Se oyeron tiros, y todos empezaron a correr. Como sucedía siempre en esos casos, las imágenes en las pantallas de los televisores se hicieron extrañas. Los camarógrafos se escondían tras la primera pared que encontraban, y enfocaban una escena vacía, que quedaba fija interminablemente; a esta fijeza inmutable contribuía el hecho de que, en razón de la expectativa creada, y el miedo a perderse algo esencial, se interrumpían los cortes, superposiciones o carteles: era la pura escenografía del peligro, en la que por definición no podía pasar nada (165–166).

En este fragmento en el que se entrecruzan la huida del malévolo inspector Cabezas y la omnipresencia de la televisión, se refuerza la sensación de un final apocalíptico22 mediante un léxico estereotipado del miedo y del terror proveniente de los massmedia que es a la vez explícito (‘ser malo’, ‘perros hambrientos’, ‘todos empezaron a correr’, ‘escena vacía’, ‘escenografía del peligro’) y autorreferencial (‘como sucedía siempre en esos casos’, ‘la expectativa creada’).

Esta autosuficiencia relativa de La villa –característica de gran parte de su obra narrativa– que consiste en una relación simbiótica entre ficción (diégesis) y teoría (metaficción) en la que el propio texto se erige como el referente principal, desacredita obviamente una intepretación demasiado esencialista de sus textos. De ahí que no sea ilícito afirmar que el sentido de cada novela de Aira sólo puede consolidarse a posteriori –cada final es una desaparición provisional– y depende, en breve, de una

22 La novela incluye muchas referencias explícitas a un apocalipsis secularizado sin profundizar mucho en el tema y principalmente con el objeto de subrayar la idea matriz del terror y del miedo: ‘Tan inesperado le [Vanessa] resultaba, y a la vez tan espantosamente oportuno, que todo su ser se contraía en un espasmo de terror, y lo [Cabezas] veía como un estegosaurio sanguinario asomando el cuello pedregoso de un lago de petróleo, la noche del fin del mundo’ (125).

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lectura del conjunto (en continua expansión). No obstante, cabe precisar que la autosuficiencia de esta obra –traducida en ese metalenguaje sui generis– corresponde a un anhelo de unidad. La autorreferencialidad de sus textos proporciona precisamente los fundamentos indispensables para la creación de una Obra, entendida como conjunto semántico y como producto de un proyecto de Autor.

A modo de conclusión, importa destacar de este doble análisis los elementos sintomáticos y singulares del imaginario apocalíptico recurrente en los finales airianos. En primer lugar, creemos haber mostrado que los tópicos del imaginario (post)apocalíptico reciclados en sus textos no deben considerarse tanto como efecto de una situación socioeconómica determinada sino como la implicación de una operación estética o inmanente sin propósitos postcatastróficos o alcances alegóricos bien determinados. Si bien estas dos fábulas barriales se sitúan en el difícil contexto socioeconómico argentino de los años noventa, no se maneja el mito del apocalipsis para poner de relieve los gérmenes latentes de la crisis que explotaría en el 2001. Esta constatación nos remite a cuestionar la significación del prefijo ‘post’ –casi siempre problemática cuando se aplica a su obra– en la palabra ‘postapocalipsis’ que tal vez se revela apropiado desde una postura cronológica pero cuya carga conceptual no corresponde con la intencionalidad de las novelas de Aira que difícilmente se pueden leer en clave alegórica.

Si bien no hace falta volver a explicitar los a priori de este proyecto narrativo, es preciso destacar dos elementos que permiten corroborar nuestra hipótesis. En primer lugar, el tratamiento del apocalipsis desde una perspectiva productiva y lúdica en estas dos novelas diferencia sustancialmente del tono más negativo característico de otros textos publicados en la narrativa argentina de los noventa (La ciudad ausente, El aire). En segundo lugar, la retórica apocalíptica se entrecruza a menudo con –o ya viene filtrada directamente por– códigos que pertenecen a los géneros menores (principalmente la novela policial para La villa) o a la cultura audiovisual (la telenovela, esencialmente, en el caso de La prueba).

Finalmente, lo que ocurre a menudo en la obra de César Aira es que incluso en los más radicales finales apocalípticos ya se engendra

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el núcleo de un nuevo comienzo (Kunz 257). El apocalipsis del mundo novelesco que se lleva a cabo en las fábulas barriales analizadas funciona como un modelo narrativo que vacila de modo deliberado, autorreferencial y performativo entre la autoconsunción (linealidad) y la sensación del texto infinito (circularidad).

Bibliografía

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Brigitte Adriaensen

El apocalipsis sin fin: sobre el uso del humor absurdo en Los elementales de Daniel Guebel

Por lo general el apocalipsis se asocia con la catástrofe y la destrucción, por lo cual su relación con el humor no parece tan evidente. En su libro Narrar el apocalipsis. La visión histórica en la literatura estadounidense y latinoamericana contemporánea (1994), Lois Parkinson Zamora no habla casi del humor, a pesar de que comenta textos como Terra Nostra de Carlos Fuentes, o Cien años de soledad de García Márquez, en los cuales la ironía podría aportar una perspectiva interesante al análisis del apocalipsis. Todavía más obvio resulta el marco humorístico en textos apocalípticos recientes, como La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo, El juego del apocalipsis (2001) de Jorge Volpi, o Los elementales de Daniel Guebel. Sería interesante, desde mi punto de vista, un estudio sistemático centrado en la manera en que el humor en sus diferentes modalidades –la ironía, la parodia, el cinismo, el humor absurdo, el humor negro, lo grotesco– afecta al imaginario apocalíptico. Carlos Fuentes, por ejemplo, utiliza elementos apocalípticos para criticar ciertas prácticas políticas o ciertas concepciones de la historia, pero ¿cómo se relaciona la ironía con esta dimensión crítica del apocalipsis? Jorge Volpi, por su parte, nos da una reescritura paródica del apocalipsis de San Juan totalmente desacralizada: el apocalipsis no es más que un juego de unos personajes pervertidos que intentan sacar a la luz la Bestia que se encuentra en cada uno de nosotros. Fernando Vallejo introduce el cinismo en un texto profundamente pesimista sobre la condición humana. Demuestra así que el humor en combinación con el apocalipsis no tiene por qué tener una profunda dimensión humanista ni profesar una esperanza en un futuro mejor, tal como sí lo afirma John May (217; 229) en su estudio del apocalipsis humorístico.

brIgItte adrIaensen

Sobre el uso del humor absurdo en Los elementales de Daniel Guebel

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Este artículo se limita a un análisis del objeto, las funciones y las modalidades del humor en Los elementales (1992), una novela corta de Daniel Guebel, escritor que nació en 1956 en Buenos Aires, y cuyas novelas son conocidas por su relación con la ciencia ficción, por las tramas inverosímiles y la presencia del humor absurdo en ellas.

Propongo empezar por demostrar que Los elementales se puede leer como un texto apocalíptico, porque esto no se deduce sin más de su lectura. Como mucho sería un texto, según la terminología propuesta por Myriam Watthee-Delmotte, que lleva el apocalipsis como un ‘mythe en immergence’.1 No quiero decir que se trate de un texto que reescriba el texto bíblico de San Juan en el sentido estricto. Más bien pienso que se reúnen en él varios elementos bíblicos, relacionados con el Génesis, el pensamiento mesiánico y apocalíptico que se sitúan en un contexto secular, no religioso. Los elementales es un libro enigmático sobre una veintena de discípulos, semi-apóstoles, que se reúnen alrededor de Bernetti, una especie de Mesías, en realidad un científico que ha decidido ir en busca de los ‘Objetos Eternos’. Estos Objetos Eternos son definidos por el narrador anónimo, que habla en la primera persona del plural, como ‘una especie de doradas manzanas colgadas del árbol de la infinitud, que en el no-espacio y el no-tiempo de los entes ideales permanecían aguardando la visita de algún audaz que tirase el manotón para arrancarlas’ (17). Bernetti quiere por lo tanto ir a arrancar las manzanas del paraíso y repetir el pecado de Adán para poder investigar la sustancia íntima de estos Objetos, examinar su funcionamiento y dominar su creación. La presencia del paraíso, nos cuenta Lois Parkinson Zamora (31), en su dimensión no tanto inocente sino virtuosa, es otro rasgo típico del apocalipsis. De hecho, Bernetti ‘[q]uería alterar la historia de la creación, anotar en el registro de nacimientos de la Eternidad su nombre y apellido: los del padre de una nueva generación de Objetos’ (19). Bernetti es, en otras palabras, un científico que quiere dominar la creación: la amenaza de la destrucción ya es inminente si pensamos en otros relatos de ciencia ficción, donde la supuesta recreación no pocas veces desemboca precisamente en la destrucción total.

1 Me refiero a la tipología propuesta por Watthee-Delmotte durante el seminario sobre Imaginarios del apocalipsis, el 16–11–2007, en Louvain-la-Neuve.

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Sobre el uso del humor absurdo en Los elementales de Daniel Guebel 423

Conviene apuntar aquí que el concepto de los Objetos Eternos fue introducido por Whitehead, un filósofo inglés del siglo XX. Los Objetos Eternos son entidades no especificadas en el tiempo ni en el espacio, al contrario de los sucesos. Son posibilidades que se actualizan sólo al ser aprehendidas por los acontecimientos actuales, pero finalmente son regidas por Dios. Se trata de un concepto complejo que se puede relacionar con las Formas Primitivas de las que habla Kermode (16), y que son imaginadas por los hombres, cuando intentan unir el principio con el fin de su vida. En este sentido, los Objetos Eternos se relacionan con el apocalipsis, porque constituyen el punto de encuentro en el cual todos los tiempos coinciden y en ellos, según Kermode, ‘todo está en concordancia con todo y ninguna cosa es, lo cual implica que esta disposición refleja los designios de un creador, real o posible’ (ibídem). En otras palabras, cuando Bernetti instale el reino de los Objetos Eternos, se podría decir que el tiempo rectilíneo, característico del pensamiento apocalíptico, será cancelado y finalmente la eternidad reinará sobre la tierra, bajo el auspicio afortunado del Dios/científico que es Bernetti.

Los discípulos de Bernetti le profesan a su maestro una devoción beata, y su consternación es grande cuando observan que éste resulta cada vez más ensimismado, esquivo y callado y finalmente entra en una especie de coma:

Quieto, como dormido, nuestro amigo era dueño de un gran enigma, el apañador de un misterio oculto en –o tras– su agonía. Queríamos hacer lo que fuese a su favor, y esperábamos, y nos preguntábamos si su cuerpo resistiría hasta el tiempo de la revelación, y teníamos miedo. ‘¿Y si ello llegara a ocurrir?’, nos decíamos. ‘¿Y si él ascendiera llevándose lo que deseamos saber? ¿Y si se lo lleva adonde no podamos encontrarlo nunca?’ (25).

Está claro pues que esperan una revelación, pero no saben en qué consiste. De hecho, los discípulos sospechan que la revelación se acompañará de la consunción del cuerpo de Bernetti, la cual puede ser incluso violenta. Uno de ellos, Gotarces, lo formula de manera siguiente: ‘Temo a lo impensable. A una situación que no puedo imaginar y que rebasaría [...] nuestra propia capacidad de reacción’ (36). La revelación de los Objetos Eternos puede ir acompañada de un suceso inimaginable, impensable y a la vez violento.

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424 Brigitte Adriaensen

Finalmente deciden que sin duda Bernetti está molesto por su presencia, y que prefiere entrar en contacto con la eternidad a solas. Por eso mismo prefieren no molestarlo más y dedicarse al estudio de los inventos y las disecciones que Bernetti efectuó antes en su laboratorio: una vez se encuentran con

una caja de zapatos y de allí salió volando un conejo; tenía tres alas, y evolucionó en círculos amplios y bombardeó de excrementos el laboratorio mientras chillaba ‘¡Loro, loro!’ hasta que se estampó contra la pared. Cuando alzamos sus despojos, comprobamos que era un animal hecho a medias de carne y de plástico (41) .

Poco a poco, la discusión vuelve a surgir en el grupo, dado que algunos piensan que es necesario acompañar a Bernetti mientras que otros dicen que es mejor dejarlo aislado. Finalmente, Trizzio decide visitarlo, y se da cuenta de que emana una luz extraña de su cuerpo. La devoción de los discípulos no hace sino crecer, y se preguntan si ‘esa revelación (que serían muchas) tardaba en llegar porque, como en tantas otras ocasiones, no estábamos preparados. ¡Cuántas veces sin embargo olimos el fuerte perfume del chispazo de esas revelaciones, y sus bordes habían ardido, incombustibles, y nos habían incensado!’ (58). A Bernetti se lo considera como un profeta, rodeado de signos místicos y del fuego que es el signo bíblico que precede la revelación. Se vuelve a enfatizar el contexto bíblico en el siguiente pasaje, donde se insinúa que ni siquiera la llegada de una caravana de ángeles hubiera llamado la atención de los discípulos al estar tan concentrados en Bernetti:

Aunque una legión de ángeles carnudos hubiera rajado el techo y descendido portando en bandeja la propia majestad de los Objetos Eternos, nosotros, a Bernetti, no hubiéramos dejado de mirarlo ni por un instante (59–60).

Sin embargo, la espera se hace larga y los discípulos se inquietan. Algunos sugieren que no han sabido estar a la altura de la revelación. Barragán se pregunta qué pasaría si la revelación ya había tenido lugar sin que se dieran cuenta, insinuando que se encuentran en la llamada fase ‘postapocalíptica’. Algunos se desaniman, deciden que no habrá revelación para ellos:

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No era ni siquiera el asunto de la posibilidad perdida lo que nos desbordaba, sino el hecho de que, desde siempre, la realidad de esa revelación había planeado sobre nuestro cielo, amenazando con desencadenarse, pero el mismo Bernetti, en un súbito cambio de opinión, se mostraba decidido a no soltarla nunca (63).

La revelación amenaza con desencadenarse en el cielo, pero no ocurre. Deciden que la única forma de merecer su apoyo es volver al laboratorio, para que aprecie ‘la curva cóncava de nuestras espaldas y las encuentr[e] sólidas y seguras, buenas para poner el pie encima’ (76). De vuelta en el laboratorio, descubren unas pruebas de vivisección que hizo Bernetti con un sapo, consiguiendo que después de más de un año el animal todavía siga vivo. Los discípulos se proponen seguir el camino de su profeta, y proceden a la vivisección de los sapos, que depositados en el cloroformo, a veces despiertan croando en medio de la operación. ‘Entonces, por precaución, precedimos esas mínimas operaciones de un corte de cuerdas vocales. Silencio, pues, sonaba para Bernetti y para nosotros’ (82). Mientras que los demás están ocupados con las ranas, de nuevo es Trizzio el que decide subir al cuarto de Bernetti. Esta vez no ve el halo azul que emana de su cuerpo, sino una mancha roja en su cara que estudia muy de cerca con una lupa. Después del aura, aparece algo que espontáneamente recuerda el estigma de Cristo. Sin embargo, decididos ya a ‘no asfixiar el fenómeno embadurnándolo tras capas y capas de sentido’, los discípulos se ponen a estudiar el milagro sólo empíricamente, y así es como lo describen también:

En realidad se trataba de un corpúsculo ovoide y rugoso del que brotaban filamentos de un azul transparente. Tensos, rígidos, estirados como si una fuerza centrípeta los obligara a brotar, estos filamentos se engrosaban en un extremo. [...] los filamentos exhudaban una sustancia acuosa por medio de rudimentarias contracciones (casi convulsiones) que la disparaban hacia el extremo. Cuando, por propio peso, la sustancia acuosa alcanzaba la forma de una gota, el filamento se contraía por última vez y la gota se desprendía y rodaba por las anfractuosidades subcutáneas de Bernetti hasta caer en alguna cavidad natural (84).

Finalmente, Porfirio insinúa un nexo casi sacrílego entre los sapos y Bernetti: igual que los sapos disecados, Bernetti quiere consumarse pero mediante la duración. Sin embargo, la blasfemia no es apreciada por los demás miembros del grupo, y Porfirio consiente en olvidarse de los sapos para centrarse en los Objetos Eternos.

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Me parece que se pueden vislumbrar varios elementos apocalípticos en esta novela, incluso si el apocalipsis no se nombra explícitamente en ningún momento. Está claro que los discípulos se han reunido alrededor de una especie de profeta sagrado, y que ellos esperan una revelación. Esta revelación puede resultar violenta, pero no cabe duda de que sea inefable y sagrada. Los discípulos vislumbran continuamente señales que anuncian el proceso escatológico: el aura que emana del cuerpo de Bernetti, la herida que se manifiesta en su cuerpo. No parecen aceptar que se están reuniendo alrededor de un cuerpo supurante, asqueroso, en estado de descomposición, sino que creen que este cuerpo deberá consumirse para que pueda tener lugar la revelación. Según los discípulos, la revelación tendrá lugar después de consumirse totalmente el cuerpo de Bernetti. A este respecto se puede citar a Berger, quien afirma que ‘apocalyptic writing is prophecy, and the prophet is a reanimated corpse. Every prophet dies –that is, before his prophecy’ (17). Desde la perspectiva de sus seguidores, Bernetti podrá establecer el contacto con los Objetos Eternos y se instalará un nuevo orden universal, o traducido en términos bíblicos, el reino de los apóstoles, los justos. Otra característica de la actitud apocalíptica es el fanatismo de los discípulos, estudiado por el sociólogo Festinger (1964): cuando una predicción apocalíptica no se ve confirmada, la mayoría de los miembros de las sectas milenarias vuelve a recuperar la fe y enseguida se establecen nuevas ficciones y nuevos cálculos del fin. En el mismo sentido, los discípulos de Bernetti aguardan las señales y no desisten de su fe.

Sin embargo, como es propio de lo que Berger llama la ficción ‘post-apocalíptica’ (13), hay un atolladero representativo en el texto de Guebel: si el apocalipsis en su forma más radical ocurriera, los discípulos no sabrían cómo reconocerlo, ni mucho menos cómo registrarlo. Como explica Berger: ‘the apocalyptic word is received but cannot take effect, as it is “written in a language that does not belong to the category of the language we are now using”’ (14). En la llamada fase postapocalíptica, se abandona la idea escatológica, y como indica Kermode, ‘[a]l haber dejado de ser inminente, el Fin es inmanente’ (33). El fin ya no es una amenaza situada en el futuro, sino que estamos en una crisis perpetua, o tal vez ya en las postrimerías de la crisis, sin darnos cuenta siquiera. Esta aporía hermenéutica no se limita al nivel de los personajes: Los elementales de Guebel defrauda también a cada

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instante las expectativas del lector, es una peripeteia constante. Igual que en las novelas de Robbe-Grillet analizadas por Kermode, el texto se niega a satisfacer en el más mínimo sentido la curiosidad del lector y se vuelve sobre sí mismo sin revelar nada. No llegamos a saber qué son los Objetos Eternos, y tampoco sabemos con exactitud cuál es el estado de Bernetti. El cuerpo, del que no sabemos si es cadáver o no, se podría tal vez decir con Idelber Avelar (2000), es una alegoría de la derrota, de la que no sabemos si ya tuvo lugar o si es inminente.

Ahora bien, está claro que Los elementales se podría leer en un marco apocalíptico, o postapocalíptico según algunos, y que el texto resulta bastante humorístico. Intentemos contestar algunas preguntas del inicio: ¿cuál es la modalidad del humor, su objeto y su función en este texto? No es de extrañar que un tipo de humor recurrente en los textos apocalípticos es el humor negro: también es el caso en Los elementales, donde asistimos a la descomposición de un cadáver mientras que los devotos siguen esperando una revelación. Esta situación indica que está presente una fuerte ironía dramática: los discípulos parecen ser ignorantes ante su propia situación, como en el caso de Edipo que no conocía su destino pero lo cumplía a ciegas mientras que el público sí estaba al tanto de la predicción. Lo mismo ocurre en Los elementales, donde los personajes no cuestionan su devoción a pesar de las circunstancias. Por otra parte, la posición del lector es más compleja: si bien éste sospecha que no hay más que putrefacción, en ningún momento recibe una confirmación rotunda de tal sospecha. También sus expectativas se defraudan por completo en el texto, ya que tampoco para él habrá ninguna revelación al nivel hermenéutico. De hecho, la ironía dramática que le permitía al lector adoptar una posición cómoda, de distanciamiento y de burla hacia los personajes, evoluciona hacia el humor absurdo puesto que el sentido último de la narración se queda sin aclarar causando el desconcierto al mismo lector. De hecho, las últimas frases son especialmente ilustrativas del humor absurdo omnipresente, precisamente porque parecen indicar que ya es evidente cuál es el asunto central del libro, mientras que en absoluto es el caso:

Ah, los sapos –se encogió de hombros Porfirio–. Yo creo que ya deberíamos dejar de pensar en asuntos accesorios y concentrarnos en el fascinante asunto central. –Y ese, ¿cuál es? –dijo Pomponi. –¿Cuál es? –Porfirio sonrió–. Los Objetos Eternos (89).

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En realidad, lo absurdo no sólo cierra sino que también abre el texto: ya surge desde el epígrafe, que es el siguiente: ‘Se sabe que para hacer una tortilla, hay que romper los huevos’. A primera vista, la expresión salta a la vista por la evidencia de su contenido, por la ingenuidad de la constatación, tan anclada en la cotidianeidad y por su misma plasticidad, diametralmente opuesta a la abstracción imperante en Los elementales. Se trata en realidad de una expresión fija, tanto en inglés como en francés, con la cual se indica que no se obtiene nada sin sacrificios o sin violencia.2 Lo particular en este caso es que la afirmación es atribuida en el epígrafe a Juan Domingo Perón, quien la pronunció efectivamente para ilustrar que si se quiere modificar el orden establecido hay que romper con ese orden, y si es posible, hasta con métodos armados. En el contexto de la novela, la referencia a Perón es significativa: se podría argumentar que Bernetti es una alusión a Perón mismo, idolatrado por sus seguidores, tal como se ilustra también en La vida por Perón (2004), una novela posterior de Guebel que se llevó al cine (2005, Sergio Bellotti) y que cuenta precisamente la manera en que unos militantes peronistas intentan recuperar y santificar el cadáver de Juan Domingo Perón.3 La misma dimensión crítica que observamos en La vida por Perón, donde abunda la burla de la ‘secta peronista’, se puede atribuir a Los elementales: en vez de aguardar la llegada de la revelación alrededor del cuerpo adorado de Bernetti (léase Perón), los discípulos tendrían que haber roto la esfera de santidad y pasar a la acción: la liberación –y también el apocalipsis– necesitan la acción, la violencia y la revolución. En este sentido, los discípulos no siguen el lema de su mismo santo: no rompen el huevo sino que se quedan reverentemente reunidos alrededor de su cáscara podrida.4

2 También se extiende su uso cada vez más en español, a pesar de que no está registrado en el DRAE ni en el María Moliner.

3 Está claro que la devoción acerca del cuerpo de Perón en la película se podría interpretar como una parodia de la glorificación del cadáver de Eva Perón.

4 Además, la reunión de unos devotos alrededor del cadáver de un santo adorado también se podría leer como una referencia intertextual al famoso pasaje de Los hermanos Karamazov de Dostoyevski, donde los personajes se reúnen alrededor del cadáver del monje Padre Zosima. También en este pasaje ciertos signos (la putrefacción, el hedor insoportable del cadáver) se intentan interpretar, ora como

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Si interpretamos el texto de esta manera, estaríamos diciendo con Lois Parkinson Zamora que se trata de un texto que utiliza la metáfora del apocalipsis para criticar un sistema político o histórico existente. Sin embargo, a mi modo de ver Los elementales se resiste también a esta lectura ‘política’, dado que su carácter absurdo parodia precisamente tal interpretación ‘significativa’. Aunque es innegable que Guebel siembra muchas pistas para que el lector intente interpretar el significado oculto del libro, cada vez el texto nos lleva a un callejón sin salida donde lo absurdo finalmente se impone. Aparte del epígrafe, no hay ninguna referencia a Perón en el texto: la misma inquietud de los discípulos, que piensan que Bernetti ‘guarda aquello que no sabemos qué es’ (72), se apodera del lector, quien está sin duda tentado a imponer su lectura –política, ideológica– al texto para deshacerse de la sensación incómoda de que el texto asimismo ‘guarda aquello que no sabemos qué es’.

Así, por ejemplo, el mismo concepto de los Objetos Eternos sigue sin explicarse y la relación del epígrafe con la novela resulta enigmática. También los nombres de los discípulos, que son unos veinticuatro, invitan a buscar un sentido oculto: cada personaje que toma la palabra es identificado y evidentemente el lector se pregunta por qué es necesario especificar el nombre de cada uno. Más extraño resulta aún si nos fijamos en los nombres: Ummonio, Mingliz, Kirlis, Lami, Hecht, Cuttica, Rampelman. ¿Se trata de figuras literarias, de personajes históricos, de artistas conocidos? Algunos son reconocibles, por ejemplo Sergio Bellotti es precisamente el director de la película realizada posteriormente, La vida por Perón. Sin embargo, no todos los nombres se explican y no parece haber una coherencia real. Tengo que confesar que incluso empecé a buscar anagramas escondidos mediante la combinación de sus iniciales.

Es precisamente esta multiplicación de elementos aparentemente significativos en el texto, la que defrauda las expectativas del lector. Nos encontramos en la situación de los discípulos, incapaces de percibir el mensaje del profeta por no saber descifrarlo. Además, es aquí donde el nexo con el texto apocalíptico se hace sentir de forma

una señal de Dios, ora como una prueba del estatuto perecedero y nada divino del monje.

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más insistente: Los elementales no parodia tanto el contenido de los textos apocalípticos como el de San Juan, sino más bien su modalidad hermética y alegórica. De hecho, siembra aparentemente múltiples pistas de interpretación para el lector, que finalmente desembocan en la aporía total. En este sentido, la reescritura irónica del texto apocalíptico en Guebel se puede interpretar como un cuestionamiento de la lectura alegórica o hermenéutica de un texto literario y un pleito a favor de lo absurdo en la literatura. Con su humor absurdo, Los elementales se puede leer como una reivindicación de la narrativa sin sentido, del texto literario que, igual que los síntomas de Bernetti, no se puede interpretar. En la última parte los discípulos deciden ‘no asfixiar el fenómeno [de la herida] embadurnándolo tras capas y capas de sentido’, y de hecho el lector no puede sino resignarse ante la aporía. Daniel Guebel muestra aquí cierta afinidad con la poética de César Aira, cuyas novelas también desembocan a menudo en la aporía interpretativa y en lo absurdo. Pero lo humorístico de su propuesta consiste precisamente en que ha sabido utilizar el apocalipsis –intertexto por excelencia orientado hacia un final, una revelación, un sentido oculto y un mensaje cifrado– para defender una poética totalmente opuesta. Si bien el apocalipsis bíblico también se caracteriza por la aparición de símbolos a primera vista absurdos, no directamente reconocibles como tal, la gran diferencia es que en el caso de Los elementales estos mismos signos tampoco a posteriori se vuelven significativos, ni llevan a un desenlace ni se inscriben en ninguna escatología hermenéutica ni religiosa. En este sentido, el humor se utiliza en la novela para parodiar la espera apocalíptica del final redentor: la escatología del final significativo se sustituye por la aporía donde lo absurdo tiene la última palabra.

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Sobre el uso del humor absurdo en Los elementales de Daniel Guebel 431

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Jens Andermann

Por la vida, por los chicos, por Telefé: milagros del ajuste

Este ensayo propone abordar, a través de algunas representaciones cinematográficas recientes, los imaginarios apocalípticos del presente argentino y latinoamericano desde el resurgimiento (propulsado, como veremos, por aparatos mediático-eclesiásticos y espectaculares de un nuevo tipo) de formas masivas de creencia popular relacionadas con la figura del milagro, es decir, de salvación por mediación celestial de una catástrofe irremediable si no fuese por esa vía milagrosa. Del otro lado de la figura del milagro acecha, por lo tanto, la del fin de la esperanza e incluso, de la pérdida de fe. Cabe preguntar, sugiero, por los vínculos y correspondencias entre la monetarización especulativa impuesta por la ‘revolución conservadora’ desde mediados de los años 70 en el marco del consenso de Washington –el milagro económico y sus consecuencias arrasadoras– y esa reemergencia masiva de formas arcaicas de devoción. Es que el capitalismo tardío parece haberse aprestado a cumplir al pie de la letra los sombríos presagios borroneados por Walter Benjamin en el fragmento ‘El capitalismo como religión’, donde especulaba sobre la pulsión destructora de un culto al endeudamiento inexpugnable, regido por ‘la desesperación creciente hasta convertirse ésta en estado religioso del mundo, del que se espera la redención’ (Benjamin 101). El resurgimiento actual del culto mariano es sólo una faceta de la galaxia de esperanzas y clamores depositados en un vasto elenco de santos y espíritus de creciente híbridez y alcance gracias a las posibilidades difusoras de los medios audiovisuales y digitales, con los que deben competir hoy las iglesias católicas y protestantes, incluyendo en su abanico de sincretismos los cultos emergentes a estrellas difuntas de la telenovela, la cumbia y la crónica policial.1

1 Los ejemplos más notorios en la Argentina son los cantantes de cumbia Gilda y Rodrigo Bueno, ambos fallecidos en accidentes de tránsito en 1996 y 2003,

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El milagro es el origen de la fe y también su horizonte. Suspensión momentánea del tiempo, induce a un estado de gracia que remite al comienzo y al fin de las cosas permitiendo precisamente así el recomienzo de una sucesión que ya se sabe cargada de otra temporalidad. El milagro anuncia la inminencia de la redención a través de su postergación indefinida. En eso se parece al dinero: el no-objeto metafísico que facilita la expansión infinita del intercambio material a través de su interrupción perpetua, al introducir en aquél un tercer término que permite contabilizar, ‘encarnado en una sustancia tangible’ (Simmel 125), la misteriosa relación entre valores que, de otra manera, permanecerían inconmensurables uno al otro. No es sorprendente, por lo tanto, la íntima asociación entre las creencias milagrosas y una modernidad que ha ido paulatinamente extendiendo la mediación trascendental de la relación de capital hasta la última fibra del tejido social, instalando lo sagrado hasta en lo más íntimo de la cotidianeidad. Como afirma el historiador Jaroslav Pelikan, entre el comienzo de la década de 1980 y mediados de los noventa, se han registrado mayor cantidad de apariciones de la Virgen María, en lugares tan diversos como Ruanda, Australia, Nicaragua, Estados Unidos y Argentina, que en todo el lapso entre 1830 y 1930, conocido entre los especialistas como el ‘gran siglo de apariciones marianas’. Pero si éstas, operativizadas por el aparato eclesiástico, insertaban la doctrina católica y sus dramaturgias rituales de peregrinaje y expurgación en la construcción de un espacio ideológico y territorial de la patria, en contestación directa a las corrientes humanistas y anticlericales del nacionalismo moderno,2 la proliferación milagrosa de los últimos tiempos ocurre por el contrario en un contexto de debilitamiento de los estados y de transnacionalización de los flujos materiales y simbólicos de capital propios de la globalización

respectivamente. Otro tipo de devoción es la profesada a víctimas de crímenes ampliamente difundidos en los medios, como en el caso de María Soledad en Catamarca. Mientras tanto, en Colombia y en el norte mexicano se registra el fenómeno de los narcosantos como Jesús Malverde, reinterpretando la clásica figura del bandido social. Cristian Alarcón ha estudiado fenómenos parecidos en las villas miseria del conurbano bonaerense. Ver su Cuando me muera quiero que me toquen cumbia; también Frank Graziano.

2 Ver Thomas A. Kselman; también Peter Beyer.

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y del eufemísticamente llamado proceso de ajuste estructural de las economías nacionales.

Apariciones y milagros, sugieren Manuel A. Vásquez y Marie F. Marquardt, participan hoy de un proceso complejo de ‘creación global de lo local’, proceso que envuelve dinámicas micro- y macropolíticas entremezcladas: entre otras, los cambios introducidos por la transnacionalización del capital en el tejido de jerarquías y dependencias de clase, género, etnia, etc. que conforman una localidad; el ajuste de prácticas y objetos devocionales impulsado desde el Vaticano en el marco del ‘Proyecto Nueva Evangelización’; la diseminación y el desplazamiento de prácticas simbólicas a través de migraciones intercontinentales y la posibilidad de acceso virtual entre espacios-tiempos lejanos brindado por internet y los canales internacionales de televisión satelital. Lo sagrado, entonces, resurge hoy desde las entrañas mismas del ‘híperespacio’ producto de una compresión espacio-temporal que instala a la virtualidad como condición primaria y nivelizadora de sociabilidad globalizada.3

Ante esa virtualización comprehensiva de las relaciones económicas y sociales, la fe y el dinero encuentran su suelo común en el espectáculo. Así, en La ciénaga (2001), primer largometraje de Lucrecia Martel, es la pantalla televisiva donde surgen milagros y apariciones de diverso orden. En una escena, Mecha –el personaje de Graciela Borges– mira en la tele una publicidad de refrigeradoras ‘Upsala’; en el próximo plano de su dormitorio el mismo aparato se ha materializado como por acto de magia (el filme nos permite reconstruir el origen técnico de esa aparición, al entregarnos antes de cortar la imagen televisiva del número al que hay que llamar para comprar la refrigeradora a crédito). En otros momentos, la pantalla entera está tomada por sucesivos noticieros de la televisión local, entrecortados

3 Por lo tanto, sugiere Shawn Wilbur, ‘las raíces más profundas de la virtualidad parecen remontarse a una Weltanschauung religiosa donde poder y bondad moral se unen en la virtud. La característica de lo virtual es su capacidad por producir efectos, o de producirse a si mismo como efecto aún en la ausencia de un “efecto real”. El aire de lo milagroso que rodea a la virtud ayuda a ofuscar la distinción entre los efectos reales de poder y/o bondad y los efectos que valen como reales’ (Shawn Wilbur, ‘An Archaeology of Cyberspaces: Virtuality, Community, Identity’, in Internet Culture, ed. David Porter, 9–10).

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con tomas de las habitaciones donde distintos habitantes de la finca La Mandrágora asisten al programa, que relata un ‘caso’ de aparición de la Virgen en la vecina ciudad de La Ciénaga. Junto con otros motivos o tópicos –el viaje eternamente postergado de Mecha y Tali a Bolivia; el cuento del perro-rata que asusta al niño Luciano; la llegada varias veces anunciada y desmentida de Mercedes– los noticieros participan del ‘sistema de pivotes’ narrativos que movilizan una trama de acciones estancadas y desconexas. Como sugiere David Oubiña en un análisis pormenorizado del filme, más que una sucesión hay en La ciénaga un tejido de acontecimientos cuya irresolución es incrementada todavía por la composición del plano a destiempo y contrario a las reglas clásicas de organización espacial de la toma. Esa dislocación en tiempo y espacio, mimetizándose con un tipo de percepción infantil, produce un efecto de amenaza y exposición a lo desconocido, un ‘régimen de inminencia’ permanentemente cargado de amenazas. Como bien lo resume Oubiña: ‘La sucesión de pequeños accidentes y de situaciones de riesgo nunca modifica el comportamiento de los personajes; pero la alternancia entre peligro e inacción [...] produce una acumulación conflictiva y, por consiguiente, un crecimiento de la tensión dramática que sólo puede resolverse en una catástrofe’ (27).

Ahora bien, ante esa pérdida de anclajes espacio-temporales que padecen los personajes, y que la película le impone a su audiencia a través de la composición y del montaje de planos, los ‘pivotes’ ofrecen el refugio mínimo de una obsesión o angustia compartidas; un tópico donde coincidir momentáneamente para posibilitar el encuentro y la conversación, tal y como la habitación (y la cama) de Mecha se convierte en lugar de reunión familiar tras el accidente de su ocupante principal. Pero si la serie de noticieros acerca del ‘milagro’ participa de la función estructural de estos lugares comunes, también se diferencia de éstos al remitir a un ‘afuera’ del espacio casero de la finca y sus ramificaciones (la casa de Tali, el apartamento de Mercedes en Buenos Aires). La noticia televisiva proporciona así un horizonte o punto de fuga, una exterioridad virtual donde por una vez pueden confluir las miradas de los personajes dispersos por ese interior laberíntico y absorbente que es la casa familiar. Pero no sólo las de ellos; también las miradas de toda aquella población despreciada y temida de ‘kollas’, ‘chinas’ e ‘indios’ con la que los familiares de Mecha y Tali, representantes de una

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oligarquía local en terminal declive, sólo interactúan por vía del servicio doméstico, de las incursiones infantiles en el monte o de esporádicos estallidos de violencia, confluyen en la pantalla chica, como demuestra la aparición en cámara de los primeros ‘peregrinos’, hombres humildes de vestimenta y dicción campestre. Es, también, mirando las emisiones televisivas tiradas en la cama a la hora de la siesta, que se dan los momentos de mayor intimidad entre Momi e Isabel (la hija menor y la sirvienta), las únicas que por momentos parecen capaces de transgredir el cerco familiar de repeticiones compulsivas y de reproducción del sistema afectivo racista, patriarcal y clasista en el que permanece cautivo todo el personal dramático. En suma, entonces, la noticia del milagro proporciona una suerte de centro externo o liminal que organiza desde la virtualidad de la pantalla chica la comunalidad de los lugares y situaciones desde donde se lo mira. Esa función de exterioridad interna se repite a nivel formal, ya que la imagen de la ‘pantalla en la pantalla’ instala al interior del espacio visual de la toma otro espacio visual. De un modo extraño y trastornado, esa visualidad interior, sin desmentir en momento alguno la cohesión interna de la diégesis, funciona también como reflejo de la exterioridad de nuestra mirada, desestabilizando la ya habitualizada operación de sutura que todos sabemos realizar en una sala de cine, restituyendo con nuestra presencia de videntes un fantasmagórico espacio de plenitud.4

En otras palabras, la crónica visual de la aparición mariana en La ciénaga es al mismo tiempo el punto de fuga interno a la diégesis, el horizonte vacío en el que convergen todos los vectores visuales, y el relato interno de la relación que el filme construye con la mirada del espectador, al frustrar a través de la fragmentada composición y montaje de planos el deseo de cohesión imaginaria de esa mirada. Para entender cabalmente esa compleja función (auto)crítica, precisamos analizar en detalle la secuencia. Secuencia, por supuesto, discontinua, ya que, como veremos, en sus entregas sucesivas es cortada una y otra vez por la perforación sonora desde otro espacio ‘otro’, la llamada telefónica desde el departamento de Mercedes en Buenos Aires, el verdadero centro

4 Sobre la economía afectiva de la sutura en el cine clásico, la referencia obligatoria es el famoso artículo de Laura Mulvey.

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económico del que depende el ingreso familiar y al que, en cambio, se le debe rendir un tributo sexual en forma de sucesivas generaciones de amantes varones. La fuga imaginaria, podríamos decir, se frustra una y otra vez por el arrastre de lo real: relación que, nuevamente, pone en juego la tensión entre espectáculo, deseo y dinero que introdujimos al comienzo.

Pero vamos por partes. La secuencia comienza con una pantalla televisiva ocupando por entero el espacio de la toma, y donde se muestra a una señora de barrio dirigiéndose a la cámara: ‘Ahora que estoy mirando, sinceramente no veo nada...’ Desde fuera del encuadre, irrumpen otras voces: ‘Pero mire, ahí está la dueña de casa...’ ‘¡Pero ahí se ve’! ‘Sinceramente no veo nada. Hace dos horas que estoy acá’. Corte sobre Momi e Isabel en la cama de esta última, iluminadas por los rayos azules de la pantalla, comiendo nueces o maní (la escena es vagamente erótica, a la vez que invoca a la ceremonia eucarística: Isabel, sentada, le da de comer a Momi tirada en la cama a su lado; la cámara cortando desde un plano mediano a un close-up sobre la cara de Momi al recibir la dádiva de su amada). Sigue la pista sonora del noticiero: ‘¿Está su hija’? ‘¿La llamo’? ‘Sí, por favor’. Vuelve a aparecer en pantalla la imagen del noticiero, ahora mostrando a una mujer joven, morocha, emergiendo desde los fondos oscuros de una modesta casa de barrio: ‘¿Vos viste a la Virgen’? ‘Sí, sí...’ ‘¿Cómo la viste’? ‘Yo estaba colgando la ropa, y arriba del tanque vi una luz y bueno, me puse a mirar y vi la Virgen’. La cámara, como para confirmar lo dicho, sube en un paneo héctico por el techo hasta encontrar el tanque de agua, para cortar después contra un close-up de las caras de vecinos y transeúntes, gente humilde de facciones mestizas, cuyas miradas repiten el movimiento mientras la periodista insiste: ‘¿La viste alguna otra vez? ¿Es la primera vez? ¿De cerca o de lejos’? Corte sobre la cara de la joven: ‘Y, más o menos, yo estaba ahí en el patio y la vi en el tanque...’ Empieza a sonar el teléfono; nuevo corte sobre la habitación de Isabel mientras se siguen escuchando voces desde la tele (un hombre: ‘...me dijo que la veía...’), hasta que, al final, Isabel atiende la llamada. Corte sobre José en el departamento de Mercedes en Buenos Aires.

En esta primera ‘entrega’ de la serie de noticieros ya están desplegados los elementos que, después, serán repetidos con mínimas variaciones (como el punto de vista diegético, que oscila entre las camas

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de Isabel y Mecha): el inquirir persistente de periodistas y vecinos por reproducir, en palabras, la indecible ‘verdad’ de la visión, apoyado en un manejo burdamente intrusivo de la cámara que a pesar de carecer también de una demarcación rigurosa de tomas difiere notablemente de la composición visual del resto del filme. En lugar de un encuadre que curiosea las acciones pero parece ignorar desde y hacia donde irán (esa visión ‘mimetizada con un tipo de visión infantil’5 que predomina en la composición de la mayoría de tomas), aquí la cámara pretende ocupar un lugar de autoridad omnisciente, de control absoluto sobre el tiempo y espacio, manifestado en el soberbio zoom-in rápido que penetra las caras y pone objetos y lugares a su alcance. Aquí, ese uso torpe de las técnicas afectivas propias del melodrama, esa mutua y tautológica confirmación entre palabra e imagen, sugiere nada menos que la inminente reproducción del milagro en pantalla. Obviamente, esa re-aparición se posterga una y otra vez para más allá del próximo corte publicitario, ya que es así, precisamente, como coinciden y se retroalimentan las temporalidades de la fe y de la mercancía. En las últimas emisiones, la máquina del espectáculo termina por adueñarse por completo del ‘milagro’, desmentido ya por su testiga inicial (la escena es notable: sobre un plano mediano de la joven, se escucha la voz de su madre: ‘Mi hija no quiere hablar, está muy cansada. La verdad que no quiere hablar con nadie’. Zoom-in sobre el rostro de la chica, la cámara penetrando en la penumbra del cuarto, esquivando el cuerpo protector de la madre. Periodista: ‘¿Miriam? ¿No aparece más la Virgen’? La joven mueve lentamente la cabeza en signo de negación. ‘Bueno’. La madre cierra la puerta. Empieza a sonar un teléfono. Periodista: ‘En esta intersección del barrio San Francisco hay algo que no deja de preocupar...’ Corte sobre Mecha en la cama, contestando la llamada –‘hola Mercedes ... no, son esos indios que nunca saben atender las llamadas ... ¿qué’? Entra José a atender; desde la televisión se escuchan rezos, la voz de la periodista: ‘La aparición se ha producido justamente en el tanque de agua...’).

Lo que estudia la secuencia de noticieros es entonces la dislocación del ‘milagro’ desde la intimidad epifánica o psicótica de la chica de

5 Oubiña 16.

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barrio hacia la publicidad melodramática del espectáculo televisivo donde termina por realizarse de veras: la aparición ‘se ha producido’ precisamente cuando se ha fusionado completamente con el espectáculo, cuando se ha logrado producirla como espectáculo, cuando espectáculo y aparición se han fundido como por milagro. Es por eso que se frustra el intento de Momi por restituir la felicidad perdida (el tiempo anterior a la partida de Isabel y la muerte de Luciano) acudiendo al sitio sagrado –‘Fui adonde se aparecía la Virgen. No vi nada’. Porque, ‘justamente’, ahí ya no hay nada para ver desde que la visión se ha fundido con la televisión, que es visión postergada: visión después –y también más allá– de la visión.

Los críticos principales del filme se han apresurado a leer en la afirmación de Momi el momento de desencantamiento productor de conciencia propio de la novela de iniciación moderna: ‘Quizás ella, finalmente, ha entendido’, dice David Oubiña, refiriéndose a una posible comprensión de ‘lo falso y artificioso’, ‘la torpe manipulación’ que ejerce el espectáculo televisivo.6 Quizás efectivamente sea así; pero me parece que esta lectura desatiende la peculiar relación de intimidad personal que Momi ha sabido construir hasta ahí con ‘el milagro’, relación cuya emergencia habíamos presenciado precisamente a través de la serie de noticieros que también eran la cifra visual de los momentos de cercanía entre ella e Isabel. Coincidencia, por supuesto, que Momi desde el comienzo mismo del filme había traducido en un lenguaje religioso (uno de los primeros planos la muestra rezando en voz baja, acostada al lado de Isabel, y dándole las gracias a Dios por el don de su amada): quiero decir, el ‘peregrinaje’ de Momi antes que como un episodio de desilusión religiosa tal vez deba leerse más bien como un ritual de duelo amoroso, tal y como la asistencia a las entregas del milagro-espectáculo había proporcionado para ella el lenguaje ritual de un estado de felicidad –de gracia– nunca antes experimentado. De este modo, su historia entronca con la de Amalia en La niña santa, quien también se adueñará de una figura del ideario católico –el llamado– para construir a partir de ella su emergente subjetividad sexual. En Amalia como en Momi, esa apropiación del milagro para construir con él un

6 Oubiña 44. Ver también Ana Amado 52.

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lenguaje ritual altamente personal, vehiculiza procesos de subjetivación que pueden o no terminar en el desencanto secularizador que sugiere Oubiña. Pero antes que eso, apuntan hacia una multiplicidad de usos íntimos del milagro-espectáculo, visión vacía que se torna fetiche y que, como éste, puede ser investida de significados y poderes diversos y contradictorios.

Ahora bien, en ambos filmes el milagro, como el no-acontecimiento cuya inminencia eterna no obstante escande la temporalidad de los personajes, es también una especie de figura-reflejo de aquel otro que, a pesar de sufrir también interminables prórrogas y postergaciones, eventualmente sí ocurre: el accidente.7 Como ha sido notado ampliamente por la crítica, la temporalidad de repetición y estancamiento de La ciénaga es un tiempo cautivo entre dos accidentes, la caída inicial de Mecha y la última y fatal de Luciano; pero adentro de ese tiempo muerto significado por las siestas interminables está también la catástrofe más íntima y personal para Momi del embarazo de Isabel que ya augura su partida. La secuencia de esa revelación es filmada con una sutileza tierna, apoyándose en la visión de Momi tras el umbral de una puerta interior del boliche donde Isabel acude en procura del Perro; como Momi, no escuchamos las palabras de los novios por debajo de la música cumbiera de fondo, pero podemos leer en la cara tensa de la chica y en el encuadre que la muestra cada vez más aislada en el ambiente extraño, la comprensión naciente de una ruptura. A esa imagen-afecto, uno de los pocos momentos de intensidad emotiva del filme, sigue un corte brutal al tanque de agua del noticiero televisivo, y luego la entrevista final a ‘Miriam’ donde se confirma el final de las apariciones. En La niña santa, milagro y accidente se confunden en el relato del bebé salvado por la intervención de su madre muerta en un accidente de tránsito, que se cuentan las chicas al visitar el sitio donde ‘ocurrió el hecho’: pero es también, nuevamente, un lenguaje cifrado del deseo el que emerge del cruce entre esas dos figuras de ruptura, un estado de excitación que estalla en gritos y correrías por el bosque, perdiendo y encontrándose las

7 Gonzalo Aguilar ha resaltado la importancia del accidente en la organización narrativa de muchos filmes argentinos recientes donde, afirma, ‘el accidente pone en movimiento a la historia’ y donde los cuerpos aparecen abrumados por ‘un exceso de lo real aleatorio’. Ver Aguilar 47.

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chicas entre chillidos y rezos, acrecentados súbitamente por el peligro real de unos tiros que perforan el silencio del monte.

Accidente y milagro son, en ambos filmes, las figuras de transformación que condensan las experiencias de metamorfosis de aquellos personajes que son los portadores de la mirada: las adolescentes. Lenguajes del deseo, enmarcan un espacio-tiempo libidinal donde la transgresión y la salvación se confunden. Pero sobre todo, corresponden a un tipo de experiencia que tiene al personaje como espectador más que como actor de una situación que excede sus facultades de protagonizar y así reconvertirla en movimiento narrativo, en imagen-acción: experiencia que tiende a la ‘situación puramente óptica y sonora’ que Deleuze atribuía a los personajes niños del neorrealismo y de la nouvelle vague, pero también la ingenuidad crítica del ‘niño-director’ de Rancière.8 A lo que voy es que, en ambos filmes de Martel, esas actitudes propias de las adolescentes, de procesar y verosimilizar experiencias de transformación que les sobrevienen sin que ellas puedan controlarlas (aunque, precisamente, la creencia milagrosa proporciona una suerte de control, si bien dentro de una lógica fetichista), no sólo no contrastan sino que se confunden con la pasividad y el des-control sufrido por el mundo adulto. Señalan a un estado de experiencia histórica que también sólo conoce al milagro y al accidente como móviles de cambio, una vez perdidas las riendas del propio destino: un tiempo enmarañado, como en la terrible imagen de la vaca atrapada en el lodazal de La ciénaga, cada uno de cuyos movimientos ya sólo acelerará su hundimiento. Tiempo signado, pues, por la pérdida de espacios de maniobra que convierte a todos los personajes en espectadores más que actores de su propio quehacer, portadores de miradas agonizantes postrados en camas y reposeras. Temporalidad barroca que, sugiere Idelber Avelar, sintomatiza el estado de postdictadura, ‘no tanto la época posterior a la derrota (la derrota

8 Gilles Deleuze 3; Jacques Rancière 95, 99. La película de Albertina Carri, Los rubios, sería otro ejemplo en el cine argentino más reciente, de ese uso crítico de la ‘puesta en escena infantil’, como posición estratégica desde donde exponer prácticas nemónicas que ya se han vuelto convencionales en la Argentina posdictatorial, y que aquí, en cambio, vuelven a ser entrevistas como si fuera ‘por primera vez’.

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todavía circunscribe nuestro horizonte, no hay posteridad respecto a ella), sino más bien el momento en el que la derrota se acepta como la determinación irreductible de la escritura’ (29).

Pero si, para Avelar, sólo esa escritura que se construye desde el corazón mismo, la cripta, del estado de derrota, puede alcanzar una fuerza crítica volcada en contra de su propia materialidad, esa misma fuerza, en el cine, pareciera resultar de la incorporación de la mirada ingenua solicitada por el espectáculo y el milagro, pero para construir a partir de ella una ‘fábula contrariada’. Es ahí, sugiero, donde confluyen los ejercicios martelianos de exposición a través de la mirada infantil o adolescente y el trabajo sutil de encuadre y edición de Ciudad de María (Enrique Bellande, 2003), documental notable sobre la transformación de San Nicolás, provincia de Santa Fe, de la ciudad-fábrica del acero en la ciudad-santuario de la neorreligiosidad postindustrial. En Martel como en Bellande, la fuerza crítica del relato cinematográfico es producto de la incorporación, como principio de composición del plano, de la mirada ‘inocente’ o ‘ingenua’ que solicitan el espectáculo y la fe (y el espectáculo de la fe). Ésta se vuelve una forma de exposición crítica justamente al empezar a formar parte de un relato visual que no comparte su lógica. Al someterse al trabajo cinematográfico de edición y montaje, la imagen generada por la mirada ingenua es contrariada por aquello que ha buscado suprimir en su pretensión de inmediatez sensible. Hay contrariedad, en otras palabras, porque la imagen pertenece a otro modo de experiencia histórica que la trama cinematográfica en la que se encuentra inserta, modos de experiencia que en el caso argentino –como demuestra Ciudad de María– están íntimamente vinculados, por un lado, con los avatares sucesivos del peronismo ‘clásico’ entre 1945 y 1973, y por el otro con el menemismo como culminación del barroquismo postdictatorial.

El ‘relato’ de Ciudad de María avanza en dos ejes que recrean en la materia fílmica misma el movimiento espacio-temporal propio de la devoción mariana: por un lado, acompaña a los peregrinos quienes, desde distintos lugares y por distintos móviles, se van acercando paulatinamente al sitio sagrado; por el otro, vuelve a hurgar en la historia del ‘milagro’ (vuelta a contar todos los años, como vemos al acompañar al periodista local en su rutina de entrevistas a testigos y autoridades, trabajo que ha realizado –explica– desde que le tocó ‘destapar’ la

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aparición de la Virgen a Gladys Motta, vecina de la localidad). Ambas tramas, el viaje en el espacio y el viaje en el tiempo (hacia el ‘origen’ y de ahí nuevamente al presente), finalmente confluyen en el rito extático de la procesión, realizada precisamente en el aniversario de la primera aparición. Ese tramo final, donde el ritmo de la película parece coincidir por entero con el de su objeto, ha sido criticado como una ‘deposición de armas’ por parte del cineasta, en ‘reconocimiento de que no es posible resistirse a la seducción del espectáculo’ (Aguilar 159). Sin embargo (como termina sugiriendo el mismo crítico), en realidad la secuencia admite también la lectura opuesta ya que, al encontrarse inserta no sólo al final del trayecto ritual sino también de su incorporación como el doble eje de una narración cinematográfica, esta secuencia ya está irremediablemente saturada de historicidad. La multitudinaria expresión de fe, intervenida por el cine, no puede sino volverse expresión histórica. Y la secuencia donde celebra su triunfo el espectáculo del milagro es en realidad el triunfo del trabajo cinematográfico sobre ese mismo espectáculo, al que ha logrado imponer nuevamente su rigor narrativo de fábula contrariada.

Ese triunfo está simultáneamente marcado y renegado por los dos paneos que abren y cierran el filme. En el primero, la cámara abarca, en un largo travelling de izquierda a derecha sobre la ciudad, el río con las instalaciones fabriles y el centro con sus torres de departamentos y oficinas, hasta pararse en la basílica en construcción. En el último, el encuadre se abre desde el templo a una panorámica de la ciudad, inundada por la luz violácea de un atardecer kitsch. Ya no se ven ni el río ni las fábricas. El movimiento narrativo del primer paneo ha sido cancelado por el movimiento radial del acontecimiento milagroso que borra la historicidad de aquél como también la propia. Su triunfo, sin embargo, viene demasiado tarde: ya el filme nos ha mostrado la historia de esa imagen, que no es otra que la del reemplazo paulatino de la imagen inicial. Ciudad de María, en otras palabras, es la historia del traspaso de una visión a otra: y es así como, a su pesar, la imagen radial de la ciudad-santuario es forzada a decir su propia historicidad, a volverse ella misma visión histórica, figura del momento histórico que ha pretendido ofuscar. Su victoria, gracias al trabajo sutil y paciente del cine, se ha vuelto pírrica.

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Todo el filme, de hecho, puede leerse como un despliegue de esa gran tensión entre dos imágenes que remiten a dos regímenes de visibilidad distintos. Lucha que queda instalada desde las primeras tomas que siguen a la panorámica del comienzo: una ‘movilera’ de un canal privado de televisión, preparándose a filmar una nota frente a la casa de Gladys Motta, rodeada de una multitud de peregrinos (ella aparece filmada por la cámara de Bellande que –aquí como en otras tomas que muestran el trabajo de producción de la noticia– cancela el efecto de inmediatez televisiva): ‘Ésta es la casa de Gladys Motta. Según la tradición, la Virgen se le apareció por primera vez el 25 de septiembre de 1983...’9 Corte a una cámara móvil que, entre los créditos de producción del filme, se inmersa en la multitud, aprovechando las entrevistas que la movilera saca a varias mujeres (‘...nunca se la ve en fechas como ésa...’ ‘¡No sale’! ‘Si siempre viene a saludar a los peregrinos...’ ‘Sí, la vieron, la vieron...’). Terminan los créditos, y la cámara ha llegado, como si se hubiese escondido entre ellos, al zaguán de la casa, enfocando un hombre anciano levantando los montículos de cartas que han dejado los peregrinos. El hombre repara en la cámara y se abalanza sobre ella: ‘Che pelotudo, qué me venís filmando acá...’ La cámara retrocede, empiezan a intervenir los peregrinos: ‘¡Andá’! ‘Así no se hace...’ ‘Si están las cámaras presentes es imposible...’ (una mujer de rostro gastado, asumiendo un improvisado papel de portavoz:) ‘Por una cuestión de privacidad de la señora. Se pide que se respete. Es lo único que se solicita. Que se retiren del sector con las cámaras. Es por el bien de todos’.

Una y otra vez, a lo largo del filme, la cámara pierde la batalla contra los fieles quienes, en una ocasión, hasta llegan a improvisar una manifestación espontánea (‘¡Qué se vayan! ¡Qué se vayan’!) a fin de

9 Desde luego, el uso de la voz ‘tradición’ es otro ejemplo cabal de esa implosión de historicidad en manos del aparato massmediático, no sólo por el extraordinario achicamiento de la memoria que manifiesta al remitir al orden de la leyenda y la tradición oral un ‘hecho’ acontecido a menos de dos décadas de distancia, sino también, y sobre todo, porque es en realidad completamente autorreferencial: la ‘tradición’ es de tan poca duración porque es la tradición de la televisión; una tradición producida en y por los medios masivos posdictatoriales (o sea, privados) para quienes, de hecho, un lapso de quince años equivale a un salto a la lejana prehistoria, a los tiempos míticos de fundación.

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impedir que el equipo de Bellande filmara a la vidente, ahuyentándola tal vez definitivamente de sus miradas. Pero esa hostilidad violenta a que se grabe a Gladys, como si la captura fílmica pudiera interponerse irrevocablemente a su contacto personal, su propia visión de la vidente, contrasta con la proliferación barroca de imágenes generada por el culto: desde las estatuas, medallones y pañuelos de la Virgen de todo tamaño y valor que se comercializan por toda la ciudad (incluyendo a varias actrices que se ganan la vida haciendo de ‘estatuas vivas’, sacándose fotos con los peregrinos, besando bebés y descapacitados a cambio de contribuciones módicas) a la cobertura periodística y televisiva non-stop de los rituales peregrinos. Entre el secreto y el exhibicionismo, la cámara de Bellande revela un régimen de visibilidad doble que remite a una duplicidad al interior del propio culto mariano, una doble puesta en escena del milagro: por un lado el ‘santuario’, de dimensiones babélicas, donde se adora a la imagen de la Virgen en rituales variados que van del acto de besar su casco de vidrio al suministro de agua bendita; por el otro, la casa barrial de Gladys Motta donde los peregrinos le dejan a la vidente sus pedidos escritos. Pero de esta manera Gladys, esa ama de casa humilde que volvió oportunamente a su encierro doméstico para dejar protagonismo a Dios y a la Virgen, en palabras del Padre Pérez, el cura parroquial transformado en ‘rector de la Basílica de la Virgen del Rosario’, se convierte como ésta última en mujer hablada por una multitud de locutores, eclesiásticos y televisivos.10 Y el filme muestra que recién a partir de esta cobertura mediática de la mediación inicial surge ‘el milagro’ como acontecimiento y como espectáculo, a la vez de que su poder de atraer a los fieles depende crucialmente de esta presencia muda de la vidente original por fuera de la visibilidad ritualística oficial.

10 Para más imágenes y datos sobre la extensa obra del Padre Pérez, verdadero autor del milagro de San Nicolás y de un libro titulado, inverosimil pero previsiblemente, Soy tu madre, consúltese el website oficial del santuario de San Nicolás, que incluye oportunidades para realizar un peregrinaje virtual a través del enviado de peticiones por email o del firmado de un pedido electrónico de canonización del milagro santafesino: http://www.virgen-de-san-nicolas.org/default.asp.

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En otras palabras, el doble régimen de visibilidad del ‘milagro’ está basado en dos sistemas espacio-temporales: por un lado, la virtualidad ‘glocalista’11 del milagro-espectáculo cuyo acontecer ritual –como en La ciénaga– tiene lugar en y para los medios audiovisuales (y digitales) masivos; por el otro, el contacto personal e íntimo (no importa aquí si real o imaginario), a través de la escritura, con la vidente quien debe permanecer off camera justamente para preservar la posibilidad de un anclaje material, una localidad en tiempo y espacio que el régimen del espectáculo ya sólo conoce como ‘tradición’ o mito fundador. Que la escritura epistolar intervenga justo en este nivel de ritualidad es interesante ya que ella remite a la materialidad y secuencialidad narrativa de una memoria mediada por la historia; un modo de experiencia cuyo clímax la película identifica entre nostálgica e irónicamente con el estado de bienestar nacional-fordista. Es decir, propulsada por la ‘tradición’ milagrosa a hurgar en el archivo, el filme de Bellande se encuentra con su propia tradición, la tradición del cine como operador del sueño de la modernidad. Marcado en la película por los números que indican al proyectador el comienzo de la cinta fílmica, Bellande inserta en su relato un clip publicitario de la empresa metalúrgica SOMISA que presenta una imagen de contenido y textura radicalmente distinta de las anteriores (filmadas en vídeo digital): una suerte de edad de oro del estado nacional de bienestar –un amanecer en el río; obreros en la fábrica, con música de orquesta de fondo y un eslógan que resume: ‘Todo es acero’. Pero antes de proseguir a mostrar los múltiples beneficios del progreso industrial en una ciudad ‘identificada con la empresa’, ‘preparándose para el mañana’ en pos de

11 La noción de glocalization surgió en el ámbito empresarial, en referencia al modelo de producción introducido originalmente por empresas manufacturadoras japonesas en los años ochenta (el dochukuka). Combina el micro-marketing dirigido a múltiples públicos locales con un alto grado de flexibilización y descentralización en la producción y distribución, de modo que permite una respuesta rápida a fluctuaciones en la demanda local. Al mismo tiempo que refuerza los efectos de localización a través del monitoreo y la estimulación de prácticas de consumo, contribuye de hecho a la centralización de ganancias y poder en la red de ‘ciudades globales’ de un emergente híperespacio financiero que se ubica por encima de las localidades que distribuye. Ver David Harvey y Saskia Sassen.

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‘alcanzar un mejor nivel de vida’, de manera que, de hecho, ‘acero es vida’ (un bebé recién nacido; corte a un close-up de la cara feliz de su madre joven), Bellande interrumpe la continuidad del clip insertando una imagen del centro urbano actual. Atrás, una voz de noticiero hace memoria: ‘La centenaria San Nicolás de los Arroyos era una ciudad rebosante de industrias y trabajo, con gentes de mucha fe religiosa...’.

Contra ese relato consolador de una fe de acero que pudo superar hasta la desaparición del mismo, intervención divina por medio, Bellande edita una secuencia fragmentada de noticieros que cuentan la historia de despidos, luchas y derrotas que causó el cierre de SOMISA en 1991. Repasando esas instantáneas del pasado reciente, el filme encuentra el momento exacto en que el reclamo sindical y la lucha política por las fuentes del trabajo se transforma en petición religiosa; momento en que se pasa del desafío a la desesperación. Es entonces cuando, entre los obreros despedidos manifestándose ante las puertas de la empresa, empiezan a aparecer pancartas con la figura de la Virgen (Un obrero: ‘!Tengo cinco hijos y me quedo sin trabajo en San Nicolás! ¡Tengo cinco hijos’! Levantando una imagen de la Virgen: ‘!Yo soy católico igual que vos! ¡Dios te salve María, llena eres de gracia! ¡Vamos!’ Empiezan a rezar; voz de movilero: ‘Los obreros enarbolan imágenes de la Virgen del Rosario, recientemente entronizada en San Nicolás a partir de las visiones que tuvo una habitante de la población...’ Corte sobre la calle del Santuario actual, un vendedor ambulante ofreciendo alfajores con el rostro de la Virgen: ‘Dos pesos los alfajores...’). O sea, recién a partir de la derrota de 1991 empieza a convertirse en acontecimiento público y colectivo la aparición, en 1983, de la Virgen a Gladys Motta, hecho que, al parecer, hasta ahí sólo era promovido por un pequeño y oscuro grupo de personajes cuyos vínculos con la dictadura militar la película deja sin explorar (así, ‘el psiquiatra’ a quien el Padre Pérez encomienda el estudio clínico de Gladys Motta, afirma que ‘yo creí desde el primer momento en que ésto era realidad por lo que ya nos había sucedido...’). Pero lejos de constituir una falla, esta falta de énfasis en el vínculo entre Iglesia y genocidio, a fin de poder mantener la actitud documental de muda y aparentemente ingenua observación, es tal vez lo que le permite al filme revelarnos algo más importante aún, a saber, que recién los noventa eran el momento en que la temporalidad barroca de la postdictadura pudo encontrar su realización plena.

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Pues es ésta, a mi entender, la proposición que construye el filme al proceder hacia el final (‘la procesión’) en un montaje paralelo entre esa reconstrucción histórica y el viaje espacial de los peregrinos que vienen acercándose al sitio sagrado. Este último también tiene como hilo conductor a una serie de noticieros, esta vez del canal católico Telefé, cubriendo el viaje del ciclista ciego Cristian Reboa (viajando en una bicicleta tandem compartida con su primo vidente) de Buenos Aires a San Nicolás, a entregar a la Virgen los pedidos de niños hospitalizados en la Casa Cuna. Utilizando todo un arsenal de técnicas afectivas, desde la música sentimental de fondo a los repetidos close-ups en cámara lenta de los niños que Cristian había visitado en la nota inicial, la serie exhorta al público a la identificación emotiva, apoyándose también en las dotes actorales nada despreciables de su personaje central: ‘Hasta San Nicolás no paramos... y pedimos a todo el pueblo argentino que recen con nosotros ... y bueno: ¡síganme juntos, por Telefé’! ‘Lo estoy haciendo por ustedes y no se olviden de rezar por mí. ¡Chau!’ El mensaje es reforzado por ‘Milva’, la rubia presentadora en el estudio (‘¡Y claro que la Virgen lo va a escuchar! La Virgen lo está esperando a Cristian. ¿Y saben por qué lo está esperando? Porque va por los débiles, por los chicos... va por la vida, y con eso alcanza’.), por los movileros cubriendo la nota y por la sucesión de subtítulos que ofrecen aún más variaciones sobre el mantra central: ‘Con los ojos del corazón. El no vidente Cristian Reboa partió a San Nicolás’; ‘Cristian por los chicos. Acompañamos su viaje a San Nicolás’; ‘Cruzada por los chicos. La emoción de Cristian Reboa’; etc. Sobreabundancia de imágenes y sonidos, de frases dichas y escritas repitiendo una y otra vez lo mismo, y a cuyo centro el ‘no-vidente’ proporciona una suerte de objeto ideal para que puedan converger sobre él todas las miradas, la serie es también una suerte de espejismo, de versión en negativo, de la visita una y otra vez frustrada de la cámara de Bellande a la casa de la vidente elusiva. Frente a la invisibilidad y el misterio de ésta, el bombardeo de imágenes, evidentes hasta la vaciedad.

Como puro espectáculo, el peregrinaje del ciego no puede sino terminar en la basílica del Padre Pérez y no ante la casa de Gladys. La secuencia es una suerte de crescendo extático donde la exaltación mística del flagelante se combina con el exhibicionismo feroz del reality show: un movilero trajeado y con micrófono lo recibe al ciclista

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exhausto y acechado por una multitud frenética (subtítulo: ‘Cristián por los chicos. Emotiva llegada a San Nicolás’), oficiando de mediador entre éste, los presentadores en el estudio y nosotros los espectadores. ‘¡Llegaste, Cristian, llegaste! ¡Mirá quien está por acá! ¡Está papá Mario, mamá Rosa’¡ Se abrazan llorando, la voz del presentador desde el estudio comentando: ‘Es la mamá de Cristian, precisamente. La mamá también es no-vidente, el papá también’. Interviene Milva, la presentadora femenina: ‘Y ella es Mirta, la esposa de Cristian, quien lo acompaña en cada uno de sus emprendimientos por la vida, por los chicos, por Telefé’. El presentador: ‘Es un reencuentro más que emotivo. Con el papá, la mamá, la esposa...’ Vuelve a intervenir el movilero, alcanzándole el micrófono a Cristian: ‘¡Emocionante recibimiento! Cristian, te están escuchando Jorge y Milva desde el estudio’. Cristián, el auricular contra la oreja junto al rosario, con voz moribunda: ‘Hola... no puedo escuchar, no puedo escuchar...’ Enseguida aparece el Padre Pérez, ensotanado, besando y abrazando a Cristian (el movilero acerca su micrófono para que escuchemos la conversación); empiezan a entrar en el templo mientras el movilero lo entrevista al ciego: ‘Es un momento feliz pero no puedo más, me duele mucho la pierna, se me tiró la gente encima, Jorge...’ Llora, rengueando; vuelve el movilero: ‘Estamos entrando al santuario, Jorge, le cuesta mucho entrar, hay mucho dolor en la pierna’. Así, entre llantos, gritos y aplausos de la multitud, llegan al casco vidriado de la Virgen (‘fuerza, Cristian... ¡la última fuerza’!), el movilero comentándole a Cristian y a nosotros cuantos pasos faltan, ayudado por el Padre Pérez, hasta que el ciego toca y besa el vidrio y todos se ponen a rezar; Cristian interrumpiéndose cada tanto y amenazando con desmayarse: ‘No doy más... no doy más, loco ... Santa María madre de Jesús...’

Ante la imposibilidad de filmar a Gladys Motta, la mujer que vió a la Virgen, la televisión toma el camino inverso del cine: construye su propio milagro, modelado lejanamente sobre la pasión de Cristo, para generar así un espacio-tiempo de pura autorreferencialidad, un efecto de inmediatez que no conoce fuera-de-campo. El rosario que coincide con el auricular en la mano del ciego, facilitando la unión mística con María y con Milva y Jorge al mismo tiempo, es la figura a la vez alegórica y literal de esa fe en el espectáculo. En su barroquismo apresurado, el lenguaje espectacular debe sobrecargar a cada instante

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hasta el desborde, en un exceso estimulativo que no puede dar cuartel para que no afloje el estado de excitación antes del próximo corte publicitario. Consecuentemente, en su traspaso a la pantalla grande del cine, ese lenguaje es expuesto como grotesco y la imitación que hace Cristian de los suplicios de Cristo aparece apenas como una torpe y falsa sobreactuación: la farsa radical del retorno inauténtico del teatro en el cine a través de la televisión. Porque la intervención del cine de Bellande es precisamente esa: interponerse, como el lenguaje discontinuo de la modernidad audiovisual, entre el arcaísmo de la videncia y el futurismo de la fe en el espectáculo, entre la casa de Gladys Motta y el templo con sus ramificaciones infinitas por TV e internet, entre el teatro y la televisión (para citar la fórmula de Rancière). El cine interviene entre ambos precisamente al cancelar el efecto de simultaneidad, de revocación del devenir temporal, generado por la unión entre milagro y espectáculo. Pero esa victoria del cine no deja de ser un triunfo amargo. Al final de Ciudad de María, el milagro ya es historia; pero en cambio es la historia la que, restituida a través del montaje cinematográfico, nos afronta como eso que nos sobrevino desde la exterioridad del milagro y del accidente, y que no cesa en su implacable acontecer.

Bibliografía

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Geneviève Fabry / Ilse Logie

A modo de epílogo: un esbozo de tipología

Nuestra hipótesis de trabajo inicial partía de una constatación –la referencia apocalíptica está presente en muchos textos claves de la literatura hispanoamericana, especialmente conosureños– y de una opción epistemológica: el imaginario es una categoría epistemológica, conlleva un saber acerca de la situación del hombre en el mundo y en la Historia. Después del amplio abanico desplegado por las vienticinco contribuciones de este volumen, se impone pues un balance que contemple no sólo los resultados de una exploración más profundizada y sistemática del corpus, sino también la validez teórica de la categoría epistemológica escogida. En efecto, la pregunta acuciante que se planteaba desde el umbral de este trabajo era la de asentar hasta qué punto era lícito mantener el valor conceptual de la noción misma de ‘imaginario apocalíptico’.

La variedad de los textos estudiados y las articulaciones internas que rigen su presentación en estas páginas dan muestra de la fecundidad de la hipótesis. Pero al mismo tiempo, cabe reconocer que la heterogeneidad de las plasmaciones de ‘lo’ apocalíptico impone una cierta cautela. Si bien hemos identificado el género apocalíptico bíblico (destacando más específicamente los mitemas del Apocalipsis de San Juan) como fuente principal del imaginario occidental del mismo nombre, ¿qué es lo que queda de él en las versiones literarias hispanoamericanas contemporáneas?

La respuesta a esta pregunta es matizada y puede desplegarse bajo la forma de una tipología gradual. Podemos definir cuatro categorías principales que apuntan a la re-figuración1 del mito apocalíptico:

1 El término de refiguración hace énfasis en la dimensión de repetición y reinscripción de un hipotexto más o menos difuso; insiste sobre el papel fundamental que desempeña la figura, según Gervais, en el imaginario: ‘L’imaginaire est l’interface

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A modo de epílogo: un esbozo de tipología

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refiguración mítica explícita;1. refiguración mítica implícita;2. refiguración estereotipada;3. refiguración postapocalíptica.4.

Primero, están las obras en las que el intertexto bíblico está presente de manera significativa y explícita. Lo que se retoma de la gran matriz bíblica es a la vez su sintaxis (tensión dinámica entre génesis y apocalipsis) y su léxico (el uso más o menos descontextualizado pero reconocible de sus símbolos más llamativos, ya no ordenados en series significantes). Es llamativa la concentración de textos poéticos en esta primera categoría: desde ‘Pax’ de Darío o Fin de mundo de Neruda hasta ‘Apocalipsis’ de Cardenal, o ciertos textos de Pacheco, Aridjis y Sara de Ibáñez, la poesía es un discurso especialmente apto para recoger los ecos del cuestionamiento metafísico de un sujeto diversamente expuesto a las crisis de la modernidad (desde la primera guerra mundial hasta el colapso medioambiental) y plasmar sus esperanzas y desconciertos en un discurso polifónico en el que el intertexto bíblico resalta ora la profecía, ora la nostalgia, pero casi siempre cargado de un reconocido simbolismo. En la narrativa también, aunque falte en general una expresión directa de ese trasfondo metafísico, se observa un trabajo intertextual preciso con varios textos bíblicos, especialmente el texto final del Segundo testamento. Este trabajo intertextual puede atañer a los personajes (por ejemplo la descripción de Antonio el Consejero en La guerra del fin del mundo, del narrador en La virgen de los sicarios o de la equívoca iniciación del sacerdote de Nocturno de Chile), o a la transposición de uno de los mitemas fundamentales (el juicio final en El asalto de Arenas o en Redoble por Rancas de Scorza; la descripción cataclísmica del fin del mundo, revelador de las condiciones de la escritura, como en El sueño de Santa María de las piedras de Méndez, uno entre tantos vástagos de

par laquelle un sujet a accès aux éléments de la culture et se les approprie. Il est une médiation dont le travail transparaît dans des figures’ (Gervais 35). ‘La figure, en tant que signe dynamique, est le résultat d’une manipulation, de ce travail de l’imagination qui parvient à rendre présent l’absent et à faire perdurer cette présence précaire d’un autre jamais tout à fait là’ (Gervais 21). Citado por P. Decock en su tesis.

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Cien años de soledad, prototípico en este sentido). En todos estos casos, la inscripción del imaginario apocalíptico no sólo es explícita sino que también es significativa: se ofrece en general como entrada de un doble sentido posible; el léxico (referencias simbólicas o textuales) no se puede aislar de una sintaxis (a nivel macroestructural, la referencia apocalíptica orienta el sentido de los fines narrativos y los comienzos diegéticos).

Esta relevancia macroestructural del imaginario apocalíptico se encuentra también en nuestra segunda categoría de textos pero debilitada por la desvinculación entre sintaxis y léxico del mito apocalíptico, este último encontrándose más aludido que citado. En esta segunda categoría, encontramos básicamente dos tipos de textos. Primero, están los textos en los que la referencia al mito apocalíptico se encuentra reducida a la matriz narrativa/teleológica (la sintaxis sin el léxico). En segundo lugar, la refiguración mítica puede apoyarse en una referencia difusa, pero significativa, de símbolos de raigambre apocalíptica desvinculados del mito de origen (el léxico sin la sintaxis). Del primer tipo es representativo un texto como ‘Apocalipsis en Solentiname’. Aparte de la mención en el título, el texto carece de un trabajo intertextual con la Biblia. Sin embargo, la elaboración cuidadosa de las isotopías entretejidas de la revelación (fotográfica/política) y de la destrucción apunta una vez más al gran generador de tramas que es el ‘código’ bíblico (N. Frye). Del segundo tipo, nos parece muy ilustrativa la obra póstuma de Bolaño: 2666. El título alude a la cifra de la Bestia, pero, al contrario de lo que ocurre en otros textos (como Nocturno de Chile), aquí el Apocalipsis de San Juan no es objeto de reescritura, aunque sea en clave paródica. El título enfatiza la figuración del Mal de la que la novela ofrece una genealogía que, a pesar de su inscripción en la historia y la geografía, se niega a desplegar una temporalidad lineal. La imbricación de las cinco novelas (‘Partes’) pone en tela de juicio la idea misma de una catástrofe final que pudiera tener dimensiones regeneradoras, como asimismo niega al acto narrativo una dimensión teleológica: en este sentido 2666 es un anti-Cien años de soledad. Otro texto típico de una refiguración implícita podría ser la obra teatral de Huertas (Antígonas: linaje de hembras).

Mientras que la refiguración mítica se fundamenta en un uso consciente del simbolismo apocalíptico, este se ve reducido a mera estereotipia en la tercera categoría de textos estudiados. La ambigüedad interpretativa se reduce drásticamente mientras que el cuestionamiento

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metafísico tiende a desaparecer. No siempre es fácil discernir entre inscripción mítica o estereotípica de un motivo. Nos parece, como Deproost et alii (22), que

la stéréotypie renvoie à l’horizon de vécu saisi dans une visée assertive totalisante et, par contraste, le mythe est un récit à double face dont l’une concerne le visible et l’autre pointe vers l’invisible, par là inscrit dans une impossibilité de totalisation qui touche la conscience métaphysique de l’homme, pris dans les interrogations sur ce qui infiniment dépasse sa mesure.

Al rumor de las cigüeñas de Gabriela Ovando podría ser un caso representativo de la refiguración estereotipada del mito apocalíptico. Todos los ingredientes del mito apocalíptico están presentes de manera explícita pero la polisemia del mito está ausente. El diluvio final aparece como un remake del cierre de Cien años de soledad, sin que se encuentre una verdadera justificación simbólica o estructural inherente a la novela misma. A primera vista, las novelas de Guebel (Los elementales) o de Aira (La villa, La prueba) parecen presentar las mismas características, pero a través de un mayor distanciamiento en la enunciación narrativa. Sin embargo, su rasgo verdaderamente notable es otro: ponen en tela de juicio, por su cultivo del nonsense y del absurdo, la posibilidad misma del gesto hermenéutico que subyace en las reescrituras no paródicas del mito apocalíptico. Esta imposibilidad también puede aparecer en textos enunciados en clave seria: sería el caso de la novela de Eltit (Jamás el fuego nunca) cuyos personajes beckettianos parecen asistir no sólo al derrumbe del ideal revolucionario sino también al ocaso de la palabra que permitía articular sueños y vivencias. Por otro lado, la insistente referencia a los medios masivos de comunicación en los dos relatos de Aira hace intervenir también otro parámetro en el establecimiento de la refiguración como estereotipada. El proceso de filtro, reproducción, diseminación operado por los medios, especialmente la televisión y sus reality shows, está puesto de relieve en algunas obras del Nuevo Cine Argentino, como en La ciudad de María de Bellande, documental en el que lo apocalíptico apenas sobrevive bajo los nuevos disfraces de un milenarismo reciclado por la televisión que todo lo transforma en objeto de consumo visual.

En la cuarta y última categoría, tendríamos textos provistos de una referencia al mito apocalíptico que solo conserva, aislado, un mitema

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truncado: el de una catástrofe de gran magnitud. Esta catástrofe, amén de coincidir con muchas de las mitologías indoamericanas y de la experiencia de la Conquista como trauma colectivo, se concibe como apocalipsis por el salto cualitativo radical que impone. Este salto en sí no resulta pensable; en consecuencia, el énfasis cambia de lugar y lo que una serie significativa de obras narrativas de las últimas décadas se dedican a imaginar es lo que pasa después del fin, según la acertada y oximórica expresión de James Berger. De ahí el rótulo ‘postapocalíptico’ que define textos que operan en esta zona fronteriza abierta por el trauma. De ahí también la noción más conceptual que estrictamente temporal del término, como explica Carlos Monsiváis en Rituales del caos. Típicos de esta refiguración postapocalíptica serían los textos de Cohen (Donde yo no estaba, La ilusión monarca) o la novela de Mairal, El año del desierto. Esta pone en marcha un tiempo regresivo que diluye los adelantos de la modernidad, revelando las aporías del modelo en su versión neoliberal argentina pero destacando también un resto no deleznable: lo único que sobrevive al desastre es la palabra que surge después de la mudez y el olvido.

Por supuesto, como toda tipología, ésta tiene un interés conceptual y pedagógico, pero es cierto que presenta amplias zonas de solapamiento: las categorías son porosas y los textos literarios en su labilidad rehúsan a encerrarse en una casilla única. Un solo ejemplo mostrará la relatividad de las categorías que hemos intentado definir. 2666, hemos dicho, es una refiguración mítica implícita, si dejamos de lado la clara alusión del título. Obviamente, sin embargo, las raíces del feminicidio que describe despiadadamente la Parte de los crímenes, se hunden en la Historia occidental y más concretamente en la Shoah. Las trayectorias cruzadas de los personajes en el vasto fresco diseñado por Bolaño apuntan a ese agujero negro de la humanidad en el que un umbral moral se ha franqueado de manera irreversible. Escribimos –y leemos– todos después de Auschwitz, después de haber comprobado entre atónitos y vergonzosos, el fin de cierta idea de lo humano. En este sentido, 2666 es también indudablemente una gran fábula postapocalíptica. Podríamos multiplicar los ejemplos pero sería inútil. Valga pues este esbozo de tipología como brújula en un paisaje cambiante y movedizo, de extraordinaria riqueza.

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Bibliografía

Decock, Pablo, Las figuras paradójicas de César Aira. Un estudio semiótico y axiológico de la estereotipia (Tesis de doctorado, Université catholique de Louvain, Louvain-la-Neuve, 2009).

Deproost, Paul-Augustin, van Ypersele, Laurence, Watthee-Delmotte, Myriam, ‘Archétype, mythe, stéréotype: pour une clarification terminologique’, in Mémoire et identité. Parcours dans l’imaginaire occidental, Deproost, P.-A., van Ypersele, L., Watthee-Delmotte, M. (eds.), (Louvain-La-Neuve: Presses universitaires de Louvain, 2008), pp. 17–54.

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Colaboradores

Brigitte Adriaensen es profesora titular en la Radboud Universiteit Nijmegen. Publicó La poética de la ironía en la obra tardía de Juan Goytisolo (Verbum, 2007) y editó junto con Marco Kunz Pesquisas en la obra tardía de Juan Goytisolo (Rodopi, 2009). Ultimamente su investigación se centra en el análisis del humor en la literatura hispanoamericana (Martín Kohan, Daniel Guebel, Carlos Fuentes, Fernando Vallejo).

Laura Alonso es becaria del Fondo de Investigaciones Científicas de Flandes (FWO). Realiza su proyecto de investigación doctoral en la Universidad de Gante. El mismo se centra en el análisis de reescrituras de la tragedia griega en el teatro hispánico del siglo XX a la luz del concepto de fábula aristotélica.

Jens Andermann es profesor de Estudios Latinoamericanos y Luso-brasileños en la Universidad de Londres (Birkbeck College). Es editor del Journal of Latin American Cultural Studies y ha publicado, entre otros, los libros Mapas de poder. Una arqueología literaria del espacio argentino (2000) y The optic of the state. Visuality and power in Argentina and Brazil (2007).

Idelber Avelar es catedrático en Tulane University. Publicó The Untimely Present. Postdictatorial Latin American Fiction and the Task of Mourning (Duke UP, 1999) y The Letter of Violence: Essays on Narrative, Ethics, and Politics (Palgrave, 2004). Su investigación más reciente gira en torno a la música popular brasileña.

Niall Binns cursó estudios universitarios en Oxford, Santiago de Chile y Madrid, donde actualmente trabaja como profesor titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense. También es poeta. Entre sus libros figuran: Un vals en un montón de escombros: poesía hispanoamericana entre la modernidad y la postmodernidad (1999) y ¿Callejón sin salida? La crisis ecológica en la poesía hispanoamericana (2004).

ColaboradoresColaboradores

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460 Colaboradores

Anke Birkenmaier es profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Columbia (Nueva York). Es coeditora del libro Cuba: un siglo de literatura (2004); su libro sobre Alejo Carpentier y la cultura del surrealismo en América Latina (Vervuert, 2006) recibió el Premio Iberoamericano 2007 de la Association of Latin American Studies (LASA). Ha publicado artículos sobre literatura cubana e hispanoamericana del siglo XX.

Pablo Decock es profesor invitado de Literatura Española e Hispano-americana en la Universidad católica de Lovaina (Louvain-la-Neuve), donde también obtuvo el doctorado con una tesis sobre el autor argentino César Aira (Las figuras paradójicas de César Aira. Un estudio semiótico y axiológico de la estereotipia, 2009).

Fernando Díaz Ruiz trabaja como profesor en la Université Libre de Bruxelles mientras prepara su tesis doctoral sobre la narrativa de Fernando Vallejo. Desde 2005 ha publicado varios artículos sobre literatura colombiana. Recientemente ha coeditado junto a José Manuel Camacho Gabriel García Márquez, la modernidad de un clásico (2009).

Sophie Dufays se licenció en 2006 en Lenguas y Literaturas Románicas en la Universidad católica de Lovaina (Louvain-la-Neuve) donde trabajó como ayudante para el Centro de Estudios Hispánicos durante dos años. En 2008 realizó una estancia de investigación en Buenos Aires para preparar una tesis de doctorado sobre el relato de infancia en la literatura y el cine argentinos contemporáneos, tesis a la que se dedica actualmente como becaria del FNRS (Fonds National de la Recherche Scientifique).

Milagros Ezquerro es catedrática de Literatura Hispanoamericana contemporánea en la Université Paris IV Sorbonne. Ha escrito sobre novela, cuento y teatro hispanoamericanos, y también sobre problemas de teoría del texto. Publicó entre otros Fragments sur le texte (2002) y Leerescribir (2008).

Geneviève Fabry es profesora de Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad católica de Lovaina (Louvain-la-Neuve). Sus publicaciones se centran en la narrativa argentina y la poesía hispanoamericana del siglo XX. Ha publicado, entre otros, Personaje y lectura en cinco novelas de Manuel Puig (Vervuert, 1998) y Las formas del vacío. La escritura del duelo en la poesía de Juan Gelman (Rodopi, 2008). Coeditó con Ilse Logie

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un número especial de la revista Foro hispánico dedicado a La literatura argentina de los años 90 (n° 24, 2003).

Camille Focant es catedrático de exégesis del Nuevo Testamento y vicerrector de la Universidad católica de Lovaina (Louvain-la-Neuve). Entre sus libros figuran: L’évangile selon Marc (Commentaire biblique: Nouveau Testament, 2) (2004) y Marc, un évangile étonnant. Recueil d’essais (BETL, 194) (2006). Es también director de la Revue Théologique de Louvain y miembro de l’Académie Royale de Belgique.

Cathy Fourez es Maître de Conférences en la Universidad de Lille Nord de France. Desarrolla actualmente el proyecto ‘Las ciudades fronterizas del norte de México en las literaturas policíacas’ en el centro de investigación Cecille EA4074 (Centre d’Études sur les civilisations, langues et littératures étrangères). Colabora con el PUEG de la UNAM (México). Publicó, entre otros, trabajos sobre el policial mexicano y violencias urbanas (más específicamente sobre la representación de los feminicidios en Ciudad Juárez).

Norah Giraldi Dei Cas es catedrática de Literatura Latinoamericana y directora de investigaciones en la Universidad de Lille Nord de France (Cecille EA4074). Especialista de literatura rioplatense, es responsable de varios programas internacionales que tratan esencialmente sobre las referencias a la Historia y a las cuestiones políticas en la literatura (cf. la red ‘Héroes de papel’, que dio lugar a un volumen de la Revista Iberoamericana, n° 213, 2005, Pittsburg, y el programa ‘Lugares y figuras de la barbarie’). Ha editado varias obras, entre otras, el volumen, junto con M. Guillemont, Juan Gelman – écriture, mémoire et politique (2006).

Marie-Madeleine Gladieu es profesora titular en la Université de Reims y pertenece al CIRLEP. Es autora de varios estudios sobre literatura hispanoamericana, entre los que se hallan Mario Vargas Llosa (1989) y ‘La guerra del Fin del Mundo’: histoire, histoires (1992).

Michèle Guillemont, de la Université Lille Nord de France, trabaja actualmente en la UNSAM, Argentina. Especializada en el Siglo de Oro español (en particular las representaciones de la violencia), es activa también en el campo del arte argentino (es cocreadora del ‘Museo urbano’) y de la literatura argentina. Ha editado, junto con Norah Giraldi Dei Cas, el volumen Juan Gelman. Mémoire, résistance et politique (2006), así

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como las obras completas, junto con Luis Chitarroni, de Miguel Briante (Sudamericana, 2001–2006).

Marco Kunz cursó estudios de Filología Iberorrománica y Francesa en la Universidad de Basilea; en 1995, se doctoró con una tesis dedicada a la teoría del final del texto novelesco (El final de la novela. Teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en lengua española, Gredos, 1997). Ha sido profesor titular de Literaturas Románicas en la Otto-Friedrich-Universität Bamberg, y en la actualidad es catedrático en la Universidad de Lausanne. Publica tanto en el ámbito español (Juan Goytisolo. Metáforas de la migración, Verbum, 2003) como hispanoamericano (Trópicos y tópicos. La novelística de Manuel Puig, 1994).

Hervé Le Corre es profesor en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle –Paris III. Es director del CRICCAL (Paris III) y especialista de poesía y poética hispanoamericana. Es autor, entre distintas obras dedicadas a la poesía hispanoamericana, del libro: Poesia hispanoamericana posmodernista (Gredos, 2001).

Ilse Logie es profesora titular en la Universidad de Gante. Publicó La omnipresencia de la mímesis en la obra de Manuel Puig. Análisis de cuatro novelas (Rodopi, 2001). Su investigación se centra en la narrativa rio platense contemporánea y en la traducción literaria. Coeditó con Geneviève Fabry un número especial de la revista Foro hispánico dedicado a La literatura argentina de los años 90 (n° 24, 2003).

Gabriella Menczel es profesora de Literatura Española e Hispano-americana en la Universidad Eötvös Loránd de Budapest. Sus publicaciones se centran en el ámbito del relato hispanoamericano, con especial atención al cuento argentino. Además se dedica a la investigación de las vanguardias históricas hispanoamericanas, principalmente la obra poética de César Vallejo. Ha publicado, entre otros títulos, Incipit y subtexto en los cuentos de Julio Cortázar y Abelardo Castillo (2002).

Carmen de Mora es catedrática de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. Es directora del grupo de investigación ‘Relaciones Literarias entre Andalucía y América’ y de la colección ‘Escritores del Cono Sur’. Autora de numerosas publicaciones sobre literatura hispano-americana contemporánea, relato breve hispanoamericano y literatura colonial, publicó entre otros los volúmenes En breve. Estudios sobre el

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Colaboradores 463

cuento hispanoamericano contemporáneo (Universidad de Sevilla, 2000) y Escritura e identidad criollas. Modalidades discursivas de la prosa his-panoamericana del siglo XVII (Rodopi, 2001).

Annelies Oeyen se licenció por la Universidad de Amberes. Posteriormente, realizó intercambios con las Universidades de Buenos Aires y La Plata. En la actualidad es doctoranda en el departamento de Lenguas Románicas de la Universidad de Gante. Para su tesis investiga, dentro del marco del proyecto FWO ‘Imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea’, imágenes urbanas distópicas en un corpus de obras argentinas (Marcelo Cohen, Sergio Chejfec, Rafael Pinedo, César Aira y Pedro Mairal).

Julio Ortega es un crítico peruano, director del Proyecto Trasatlántico en la Universidad de Brown, donde es catedrático de Letras Hispánicas desde hace 20 años. Es editor de la Antología del Cuento Latinoamericano del Siglo XXI, publicada en Mexico por la editorial Siglo XXI, y organizador del foro anual de Novísimos Narradores en la Feria del Libro de Guadalajara. Uno de sus últimos libros es Transatlantic Translations, Londres, 2006.

María A. Semilla Durán es profesora en la Universidad Lumière Lyon2. Doctora por la Universidad central de Barcelona (1989), se habilitó en la Universidad Michel de Montaigne en Bordeaux (2002). Su investigación versa sobre la literatura hispanoamericana del siglo XX, el género autobiográfico, la literatura testimonial, la memoria y la identidad. Es autora, entre otros, de Le masque et le masqué. Jorge Semprún et les abîmes de la mémoire (Toulouse, 2005) y Poesía y Resistencia. Juan Gelman: nuevas lecturas críticas (coedición con N. Ponce, 2007).

Alejo Steimberg es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado artículos sobre lo fantástico y sus relaciones con otros géneros de lo imaginario en Argentina, Francia, Bélgica y España. Actualmente redacta su tesis doctoral sobre el efecto fantástico en la ciencia ficción, por la Universidad de Extremadura.

An Van Hecke es profesora titular de Español en el Departamento de Lingüística Aplicada de Lessius en Amberes, e investigadora asociada de la Universidad Católica de Lovaina (K.U.Leuven). Obtuvo el doctorado en Letras en la Universidad de Amberes con una tesis sobre Augusto Monterroso. Ha publicado artículos sobre literatura mexicana, chicana, y

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guatemalteca. Coeditó con Rita De Maeseneer El artista caribeño como guerrero de lo imaginario (Vervuert-Iberoamericana, 2004).

Lucero de Vivanco Roca Rey es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Doctora en Literatura Chilena e Hispanoamericana por la Universidad de Chile, con la tesis Profetas de su tierra: imaginario apocalíptico en la literatura peruana. Actualmente se desempeña como académica y directora del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Alberto Hurtado. Sus líneas de investigación se articulan en torno a la literatura peruana (colonial y contemporánea), específicamente, en torno a los imaginarios sociales y las representaciones de la violencia. Entre sus publicaciones se cuentan los artículos ‘El saber de los fantasmas: imaginarios y ficción’. Alpha nº 29, 2009 (ISI, SCIELO) y ‘Literatura ¿Made in Perú?’ (en colaboración con Lucía Stecher). Mensaje nº 558, 2007.

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Avelar, Idelber 7, 17, 27, 31, 205, 217, 220, 257, 266, 272, 285, 292, 409, 417, 427, 431, 442–3, 451

Aznar Soler, Manuel 114, 120

Bachelard, Gaston 12, 298, 311Bacon, Francis 298Bajtín, Mijail 102, 104Balbier, Etienne 266Barbary, Olivier 190, 201Barthes, Roland 156, 161, 283, 292Bataille, Georges 238, 239, 242Baudelaire, Charles 54, 231, 242, 284,

292Baudrillard, Jean 28, 242Bayer, Osvaldo 367, 377Beale, Gregory K. 51Beardsley, Jr. 109, 120Becerra, Juan José 27, 352, 356Beckett, Samuel 65, 265Beer, Jean-Marc de 94, 104Bellande, Enrique 30, 445–9, 451, 456Bellatín, Mario 179, 180Bellotti, Sergio 428, 429Benavides, Alcira 103Bencomo, Anadeli 396Benedetti, Mario 116, 120Benito, San 49, 340Benjamin, Walter 53–4, 55, 66, 213,

220, 284, 285, 292, 433, 451Benmiloud, Karim 215, 216, 220, 221Bényei, Tamás 155, 161Berg, Edgardo H. 409, 417Berger, James 13, 28, 31, 246, 247, 255,

257–8, 266, 284, 292, 339, 341, 343, 426, 431, 457

Bergson, Henri 178Berni, Antonio 375–6, 378Bertolini, Gérard 240, 242Beyer, Peter 434, 451Biguzzi, Giancarlo 51

Abraham, Nicolas 216Adolph, José 90, 92Adorno, Theodor 116Agamben, Giorgio 13, 25, 257, 266Agosti, Orlando 367, 379Aguilar, Gonzalo 271, 292, 441, 444,

451Agustín, San 48Agustini, Delmira 300Aira, César 8, 29, 30, 330, 400–19, 430,

456, 458Alarcón, Cristián 434, 451Alarcón, Daniel 90Alazraki, Jaime 152, 161Alberti, Rafael 369Alegría, Ciro 89, 93Alfonsín, Raúl 348, 350Allende, Isabel 173Allende, Salvador 17, 215Alonso, Carlos 376Amado, Ana 440, 451Amar Sánchez, Ana María 407, 417Anders, Günther 240, 242Antíoco IV Epifanio 36, 37, 44, 45Aragon, Louis 363AranDa Luna, Javier 390, 396Área, Lelia 330, 343Arenas, Reinaldo 20, 70, 73–8, 87, 88,

173, 454Arendt, Hannah 309Aridjis, Homero 6, 21–2, 121, 125,

127–36, 137, 454Aristóteles 315, 317, 320, 321, 325Arguedas, José María 19, 57, 89, 93,

173Arlt, Roberto 11, 273, 274, 278, 330,

341, 404, 408Astiz, Alfredo 360Aune, David E. 51

Índice onomástico

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466 Indice onomástico

Chauvin, Danièle 50, 51Chejfec, Sergio 24, 27, 345, 346, 356,

409, 412, 417Chevalier, Jean 219, 220Clemente de Alejandría 39Cieza de León, Pedro 94, 104Cioran, Emile 239, 242Cochin, Yann 242Coelho, Oliverio 352, 356Cohen, Marcelo 6, 7, 17, 18, 22, 24–5,

165, 245–55, 257–67, 457Cohn, Norman 51Colón, Cristóbal 104, 275Compagnon, Antoine 404, 417Contreras, Sandra 399, 400, 405, 408Cornelius, Peter 364Cortázar, Julio 6, 11, 19, 22, 23, 60, 61,

67, 149–63, 176, 267, 271, 279, 283, 330–1, 402

Cousin, Jean 364Cristo véase Jesús de Nazaret Cruz, Francisco de la 96Colas, Hubert 241Cuervo, Rufino José 173, 175Cunningham, Valentine 114, 120Cucurto, Washington 402Curtius, Ernst Robert 216, 220Cuvillier, Elian 51

Dalmaroni, Miguel 345, 356Dal Masetto, Antonio 377D’Aloisio, Fabián 367, 377Dalton, Roque 60–1, 158Dante, Alighieri 50, 51, 109, 113, 139,

367Darío, Rubén 21, 62, 66, 107–13, 120,

454Darwin, Charles 171, 183Decante–Araya, Stéphanie 215, 220Decock, Pablo 8, 10, 29, 411, 417, 454,

458Deleuze, Gilles 54–5, 66, 266, 271, 292,

442, 451Del Lungo, Andrea 406, 417Delmaire, Jean–Marie 295, 299, 311Del Sarto, Ana 383, 396Deproost, Paul–Augustin 13, 31, 456,

458

Binns, Niall 6, 21, 125, 137Birkenmaier, Anke 6, 22, 31, 179, 266Bioy Casares, Adolfo 271Blanchard, Yves–Marie 51Blaustein, Eduardo 245, 255Bolaño, Roberto 6, 16, 17, 18, 22, 23,

31, 165, 203–21, 223–30, 231–43, 455, 457

Bolívar, Simón 62, 110Bonheim, Helmut 22, 152, 154, 161,

213Borges, Jorge Luis 14, 59, 61, 156, 176,

321, 330, 417Bosch, Hieronymus, ‘El Bosco’ 225Bourdieu, Pierre 18Bourdillon, Yves 14, 31Boyle, Kirk 57, 66Breccia, Alberto 359Brecht, Bertold 54Breton, André 279Brewster, Claire 396Briante, Miguel 360, 377Brueghel, Pieter 231Bruzzone, Gustavo 376, 377Bryce Echenique, Alfredo 90, 92Bucher, Bernadett 219Buñuel, Luis 169, 226Burrin, Philippe 14, 31Bush, George 69, 88, 369

Callot, Jacques 109Camitzer, Luis 370, 377Cardenal, Ernesto 6, 19, 21, 59–60, 66,

116, 121, 122–6, 128, 135, 137, 454Carpentier, Alejo 176, 184, 274, 385Carri, Albertina 442Carson, Rachel 118, 120Casas, Fabián 356Castañón, Adolfo 383, 389, 392, 393,

396Castoriadis, Cornelius 20, 90, 104Cedrón, Lucía 377Céline, Louis–Ferdinand 167–8, 298Cepeda Samudio, Alvaro 192Certeau, Michel de 57Chacón, Héctor 100, 102Chacón, Pablo E. 69, 88Charlier, Jean–Pierre 40, 51

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Indice onomástico 467

Foucault, Michel 241, 242, 264, 266Foulkes, Ricardo 58, 66Fra Angélico 364, 366Franco, Jean 173, 184Franzen, Jonathan 180, 184Freud, Sigmund 217, 221, 238, 242,

355Friera, Silvina 341, 343Frye, Northrop 455Fuentes, Carlos 11, 130, 152, 176, 184,

392, 396, 421

Gaitán Durán, Jorge 192Gambaro, Griselda 313, 325Gamerro, Carlos 252, 255Ganim, Russell 219, 221García, Mariano 401, 402, 417García Calderón, Myrna 128, 137García Márquez, Gabriel 11, 72, 88,

152, 173, 176, 192, 386, 421Garrard, Greg 118, 120Gelman, Juan 221, 366Gentic-Valencia, Tania 396Gervais, Bertrand 453, 454, 458Gheerbrant, Alain 219, 220Gibson, William 246, 255Giorgio, Marosa di 299Giotto 364, 368, 371, 379Giraldi Dei Cas, Norah 309, 311Girard, René 14Girondo, Oliverio 108, 278Giunta, Andrea 360, 362, 363, 370, 377,

378Glantz, Margo 391, 392, 396Godelier, Maurice 12, 31Goethe, Johann Wolfgang von 170, 272Gómez, Cristián 209, 221Gómez, Norberto 376Gómez de la Serna, Ramón 212González, Aníbal 176, 184González Rodríguez, Sergio 203, 241,

242Gonzalo Arango, Arias 192Gorriarena, Carlos 376Gouëset, Vincent 190, 201Goya, Francisco de 109, 322Goytisolo, Juan 69, 88Graziano, Frank 434, 451

Derrida, Jacques 17, 31, 456, 458Deutz, Ruperto de 48, 51Díaz Ruiz, Fernando 23, 177Dickens, Charles 385Diego, José Luis de 356Distefano, Juan Carlos 376Dix, Otto 115Domiciano 38Doré, Gustave 364, 367Dowek, Norah 376Dostoyevski, Fedor 410, 428Dreyer, Carl Theodor 225Drucaroff, Elsa 267, 327, 336, 343, 356Ducasse, Isidore véase Lautréamont,

Comte de Dupuy, Jean–Pierre 14, 31Durand, Gilbert 12, 20, 90, 104Dureau, Françoise 109, 201Durero, Albrecht 109, 216, 362, 363,

364, 367, 369

Echeverría, Esteban 330Egan, Linda 383, 392, 396Eliade, Mircea 187, 201, 327, 343, 391Eliot, T.S. 21, 108, 111, 119, 120Eltit, Diamela 19, 64–5, 205, 456Erasmo de Rotterdam 39Ernst, Max 364Escobar, Pablo 169, 179, 180España, Claudio 292Espinosa, Patricia 218, 221Espósito, Orlando 245, 255Esquilo 315, 325Esquivel, Julia 58Estève, Raphaël 221

Feierstein, Daniel 368, 377Feitlowitz, Marguerite 267Felipe II 55Ferrari, León 7, 28, 359–79Ferrer, Manuel 410, 417Ferreyra, Gustavo 7, 27, 345–57Festinger, Leon 426, 431Fisher, Nick 315, 325Flashaar, Karin 348, 356Flora, Joaquín de 39, 48, 51Fogwill, Rodolfo 267Fontenay, Elisabeth de 132

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468 Indice onomástico

Jonas, Hans 14Jordaens, Jacob 364Joyce, James 330, 339Juan de Patmos, San 12, 17, 19, 22, 23,

28, 30, 35–52, 56, 61, 62, 66, 67–8, 76–8, 81–2, 87, 95, 102, 109–13, 116, 123, 127, 140, 177, 187–200, 226–27, 230, 231, 238, 240, 247, 299, 301, 360, 372–4, 388–9, 421–2, 430, 453, 455

Juan Pablo II, el Papa 362Juana Inés de la Cruz, Sor 300, Jullien, François 242Justino 39

Kafka, Franz 25, 267Kantaris, Geoffrey 279, 292Kermode, Frank 15, 31, 155, 177–8,

183, 184, 204, 215, 221, 247, 255, 257, 267, 335, 343, 400, 402, 418, 423, 426–7, 431

Klee, Paul 213Kohan, Martín 27, 346, 356Konrad, JosephKraniauskas, John 396Kristeva, Julia 237, 239, 242Kselman, Thomas 434, 452Kushigian, Julia 171–3, 184Kunz, Marco 20, 22, 31, 157, 162, 209,

210, 212, 213, 221, 267, 399, 400, 402, 417, 418

Lacan, Jacques 280, 292Lanceros, Patxi 89–90, 104Larose, Jean 284, 292Larrea, Juan 62, 110, 120Lausberg, Heinrich 212, 221Lautréamont, Comte de 7, 26, 295–301,

303, 305, 307, 309, 310, 311Lawrence, D.H. 54, 55, 66Lejeune, Philippe 181Lennard, Patricio 351–2, 356Lerman, Diego 404, 405Levi, Primo 240, 242Levrero, Mario 299Lhuilier, Dominique 242Liébana, Beato de 48, 51, 369Link, Daniel 402Liscano, Carlos 17, 26, 299, 306–11

Gruzinski, Serge 94, 104Guattari, Félix 408Guebel, Daniel 8, 29, 421–31, 456Guiraldes, Ricardo 173Gutiérrez, Pedro Juan 179, 180, 181,

184Guzmán, Abimael 22, 144

Hahn, Óscar 112, 113, 116, 120Harvey, David 447, 452Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 172,

176, 179Heidegger, Martin 62, 107, 116–7, 120Heller, Arno 255Heredia, Alberto 376 Hernández, Felisberto 299Hernández, José 330Herrera y Reissig, Julio 299, 300Hesíodo 316, 322, 325Hidalgo, Miguel 110Hitler, Adolf 46, 54, 360, 363, 364, 365,

370Homero 109, 125, 127, 137, 315Huerga, Álvaro 95, 96, 104Huertas, Jorge 7, 26, 27, 313–26, 455Hugo, Victor 109, 147Huidobro, Vicente 21, 108, 111–3, 114,

120Huxley, Aldous 73

Ibáñez, Sara de 26, 299, 300–5, 309–11Imrei, Andrea 150, 156, 160, 162Ingenschay, Dieter 179, 184Iommi, Enio 376Iser, Wolfgang 157, 162Iwasaki, Fernando 90, 98–9, 104

Jakobson, Roman 283Jaeger, Werner 316, 326Jameson, Fredric 271, 292Jáuregui, Carlos 178, 184 Jesucristo véase Jesús de Nazaret Jesús de Nazaret 12, 39, 40, 42, 43, 44,

46–50, 62, 94, 100, 101, 109, 112, 113, 139–44, 146, 151, 173, 193, 225, 227, 229, 232, 291, 360, 361–3, 365, 366, 370, 371, 372, 375, 389, 425, 450–1

Jitrik, Noé 356

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Indice onomástico 469

Mignone, Emilio 359, 378Miguel Ángel 364–368, 370Miller, William 49Millones, Luis 94, 104Milton, John 50, 51Mondragón, Juan Carlos 299Monloubou, Louis 51Monsiváis, Carlos 8, 13, 16, 29, 383–

97Montag, John 57, 66Moorcock, Michael 248, 255Mora, Carmen de 161, 162Morales Bermúdez, Francisco 102Moraña, Mabel 184, 185, 408, 418Moreno, Fernando 218, 221, 224, 230Moretti, Franco 170, 171, 174, 184Moyano, Daniel 346Mudrovic, María Eugenia 396Mujica Pinilla, Ramón 94, 104Münzer, Thomas 49Mulvey, Laura 437, 452

Nebrija, Antonio de 173Neruda, Pablo 6, 21, 114, 116–8, 120,

121, 125–7, 128, 135, 137, 215, 218, 227, 300, 454

Néspolo, Jimena 267Nietzsche, Friedrich 53–54, 57, 66,

107–8, 112, 113, 116, 120, 154, 167–8, 184, 185, 298

Ocampo, Victoria 375Oesterheld, Héctor Germán 359, 378Oldenburg, Bengt 377Oliván Santaliestra, Lucía 292Onetti, Juan Carlos 299, 386Oviedo, José Miguel 98, 104 Ortega y Gasset, José 156, 162Orwell, George 73, 232Owen, Wilfred 115Ouallet, Yves 404, 418Oubiña, David 436, 439–441, 452Ovando, Gabriela 20, 70–73, 86, 88,

456Oviedo, Fernández de 55

Littell, Jonathan 364Longoni, Ana 376, 377López, Alejandro 402Lotman, Iouri 401, 418Loyola, Hernán 125, 126, 137Lukács, György 170, 178, 184, 336Luther King, Martin 58Lyotard, Jean-François 304, 311

Magasich, Jorge 94, 104Magris, Claudio 342, 343Mahler, Gustav 298Mairal, Pedro 7, 17, 27, 327–43Mallea, Eduardo 11Malmgrem, Carlo 255Malinche, La 332Malvido, Adrian 360Man, Paul de 178, 184Manetti, Ricardo 273, 286, 290, 292Manrique, Nelson 93, 104Mansilla, Lucio V. 330Manzoni, Celina 176, 184, 218, 221Marechal, Leopoldo 11, 27, 313, 325,

326Marquardt, Marie F. 435, 452Martel, Lucrecia 30, 435, 442–3, 451Martí, José 62, 107, 111, 120Martín-Barbero, Jesús 406, 418Martínez Estrada, Ezequiel 331Mártir, Pedro 55Massera, Emilio 367, 373, 379Matatías 36Mattalía, Sonia 107Matto de Turner, Clorinda 89May, John 421, 431Mejía Vallejo, Manuel 192Melgar, Lucía 233, 242Mella, Daniel 299Menczel, Gabriella 151, 161–2Mendes Maciel, Antonio 146Méndez, Miguel 20, 70, 78–85, 87–8Menem, Carlos 355Menninghaus, Winfried 400, 402, 418Mercado, Tununa 205, 345, 346Mercado Ulloa, Rogger 144, 148Metz, Christian 278, 292Meyer-Minnemann, Klaus 150, 152,

153, 155, 162

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470 Indice onomástico

Ramos, Samuel 392 Rancière, Jacques 442, 451, 452Raphaël, Freddy 31, 187, 191, 201, 219,

221, 247, 255, 292, 327, 332, 343Reagan, Ronald 174, 364 Reati, Fernando 24, 31, 345, 356, 412,

418 Revueltas, José 237, 243Ribeyro, Julio Ramón 89, 91, 92, 93,

104Richard, Nelly 266, 267Richero, Sofi 299Ricoeur, Paul 123, 137 Riesco, Laura 90Riffaterre, Michael 151, 162Rivera, Andrés 346Robbe-Grillet, Alain 427Robin, Marie-Monique 374, 378Rocha, Glauber 140Rojas Pinilla, Gustavo 192Rokha, Pablo de 114Romero, Juan Carlos 376Roncagliolo, Santiago 90, 92, 93 Rosas, Juan Manuel de 329Rubens, Pedro Pablo 364Rugama, Leonel 124Rulfo, Juan 19–20, 64, 65, 201, 386Russek, Dan 152, 154, 155, 156, 162Russel, Charles T. 49Rutherford, Joseph F. 49

Saavedra, Guillermo 267Sábato, Ernesto 11, 274, 366, 367Saccomanno, Guillermo 359, 375, 378Sanjinés, José 152, 162San Martín, José de 110 Saoût, Yves 52Sartre, Jean–Paul 206Sassen, Saskia 447, 452Saer, Juan José 330, 345Said, Edward 22, 154, 162Saítta, Sylvia 347, 349, 357, 412, 418Salazar, Alonso 181Salazar, Jezreel 385, 395, 397Santos, Lidia 405, 408, 418Sarlo, Beatriz 267, 345, 357, 407, 418 Sarmiento, Domingo Faustino 27, 267,

329–31, 342, 343

Pacheco, José Emilio 6, 21–2, 115, 118–9, 120, 121, 125, 127–33, 135, 137, 454

Páez, Roberto 376Palaversich, Diana 169, 185Palma, Ricardo 98, 99, 104Parkinson Zamora, Lois 15, 17, 31, 95,

104, 121–2, 137, 152, 156–7, 162, 179, 183, 185, 193, 195, 201, 215, 219, 221, 247, 255, 257, 267, 275, 283, 292, 402, 418, 421–2, 429, 431

Pascal, Blaise 146Patterson, Charles 132Pauls, Alan 9, 352, 356, 402, 404, 418Paz, Octavio 209, 392, 396, 404, 418Paz Soldán, Edmundo 23, 31Pelikan, Jaroslav 434, 452Pérez y Effinger, Daniela 150, 152, 153,

155, 162Perón, Eva 428Perón, Juan Domingo 286, 428–9Persels, Jeff 219, 221Petrarca 109Phelan, John L. 275, 93, 104Picasso, Pablo 62–3 Piglia, Ricardo 205, 330, 338, 342, 343,

345, 346, 409, 418Pinedo, Rafael 245, 253, 255 Pinochet, Augusto 215, 218, 228Pinto, Rodrigo 218Pissoat, Olivier 201 Pitol, Sergio 383Poetovio, Victorino de 39, 47, 51 Pogue Harrison, Robert 117, 120 Poniatowska, Elena 130, 173, 388–9,

396, 397 Pons, María Cristina 391–2, 397 Porter, David 435, 452Pratt, Mary-Louise 169, 185Prévost, Jean-Pierre 44, 51Prigent, Pierre 51Pynchon, Thomas 122

Quiroga, Horacio 274Quisquel, Gilles 369, 378

Rabelais 59Rama, Ángel 299, 311

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Indice onomástico 471

Tizón, Héctor 346Torok, Maria 217Troncoso, Marino 192, 202Toscana, David 180Turner, Joseph 264

Valle, Gustavo 407, 419Vallejo, César 19, 63–5, 66, 108, 114,

267, 421Vallejo, Fernando 16, 22, 165, 167–85,

187–202 Van der Weyden, Rogier 364Vargas Llosa, Mario 11, 22, 90, 92, 93,

139–48Vásquez, Manuel A. 435, 452Velasco Alvarado, Juan 102, 139Verbitsky, Horacio 267, 359, 366 Verlaine, Paul 109Victorino de Poetovio véase Poetovio 39,

47, 51Vanni, Ugo 52Vega, Lope de 72Videla, Jorge 340, 363, 365, 367, 379Villanueva, Graciela 408, 419Villena, Luis Antonio de 128, 137 Villoro, Juan 16, 32, 383, 385, 387–8,

397Vinci, Leonardo da 109Viñas, David 267Vivanco Roca Rey, Lucero de 96, 104Vives, Daniel 132, 137Volpi, Jorge 16, 421Von Carolsfeld, Julius Schnorr 362

Walsh, Rodolfo 359Washington, George 110Washington Valdez, Diana 238, 243Watthee-Delmotte, Myriam 9, 31, 422,

458Webb, Robert L. 295, 311Weber, Eugen 13, 32Welzer, Harlad 239, 243Whitehead, Alfred North 423Whitfield, Esther 181, 185Whitman, Walt 59Wieviorka, Heriberto 243Wilbur, Shawn 435Wilhelm, Kaiser 109

Saussure, Ferdinand de 283Schneider, Luis-Mario 114, 120Schroeder, Barbet 169Scholz, László 149, 161, 162 Scilingo, Adolfo 366Scorza, Manuel 21, 89, 93, 99–103,

104, 454Selva, Salomón de la 21, 108, 115, 116,

120Sendrós, Paraná 275, 293 Serra, Ana 181, 185 Serra, Martín 375Seurat, Georges 264Shúa, Ana María 346Shumway, Nicholas 267Sicard, Alain 126–7, 137Sifrim, Mónica 267Signorelli, Luca 142Simmel, Georg 434, 452Siskind, Mariano 352, 357Smid, Bernadett 154, 162 Smoje, Óscar 376Sófocles 26–7, 313–5, 320, 325, 326Sofsky, Wolfgang 243Solanas, Fernando 286Solano López, Francisco 359Solón 314, 316, 321–2, 325Somers, Armonía 299Sontag, Susan 156, 162, 243, 370Soriano, Osvaldo 330, 340, 343Sosnowski, Saul 152, 158, 163, 345,

357Speranza, Graciela 267Steiner, George 22, 156, 163, 313, 326 Storni, Alfonsina 108, 117, 120Schüssler Fiorenza, Elisabeth 57–8, 66Standish, Peter 151, 154, 163 Steiner, George 22, 156, 163, 313, 326Suárez, Modesta 102, 104Suárez, Pablo 371, 378Subiela, Eliseo 25, 271–93

Tal, Tzvi 271–2, 286, 287, 293 Tarantino, Quentin 405–6 Ticiano 364Ticonio 48Tigges, Wim 400, 402, 419Tintoretto 364

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472 Indice onomástico

Yarbro Collins, Adela 151, 163Yelin, Julieta 298, 311Yépez, Heriberto 234, 243Yurkievich, Saúl 111, 120

Wolgemut, Michael 364Woolf, Virginia 298

Xavier, Ismael 271

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Hispanic Studies: Culture and IdeasEdited byClaudio Canaparo

This series aims to publish studies in the arts, humanities and social sciences, the main focus of which is the Hispanic World. The series invites proposals with interdisciplinary approaches to Hispanic culture in fields such as history of concepts and ideas, sociology of culture, the evolution of visual arts, the critique of literature, and uses of historiography. It is not confined to a particular historical period.

Monographs as well as collected papers are welcome. Languages of publication are English, Spanish and Spanish-American.

Those interested in contributing to the series are invited to write with either the synopsis of a subject already in typescript or with a detailed project outline to either Professor Claudio Canaparo, Department of Iberian and Latin American Studies, School of Arts, Birkbeck College, 43 Gordon Square, London WC1H 0PD, UK, [email protected], or to Hannah Godfrey, Peter Lang Publishing, Evenlode Court, Main Road, Long Hanborough, Witney, Oxfordshire OX29 8SZ, UK, [email protected].

Vol. 1 Antonio Sánchez Postmodern Spain. A Cultural Analysis of 1980s–1990s Spanish Culture. 220 pages. 2007. ISBN 978-3-03910-914-2

Vol. 2 Geneviève Fabry y Claudio Canaparo (eds.) El enigma de lo real. Las fronteras del realismo en la narrativa del siglo XX. 275 pages. 2007. ISBN 978-3-03910-893-0

Vol. 3 William Rowlandson Reading Lezama’s Paradiso. 290 pages. 2007. ISBN 978-3-03910-751-3

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Vol. 4 Claudio Canaparo, Fernanda Peñaloza and Jason Wilson (eds) Patagonia. Myths and Realities. Forthcoming. ISBN 978-3-03910-917-3

Vol. 5 Xon de Ros Primitivismo y Modernismo. El legado de María Blanchard. 238 pages. 2007. ISBN 978-3-03910-937-1

Vol. 6 Sergio Plata Visions of Applied Mathematics. Strategy and Knowledge. 284 pages. 2007. ISBN 978-3-03910-923-4

Vol. 7 Annick Louis Borges ante el fascismo. 374 pages. 2007. ISBN 978-3-03911-005-6

Vol. 8 Helen Oakley From Revolution to Migration. A Study of Contemporary Cuban and Cuban American Crime Fiction. Forthcoming. ISBN 978-3-03911-021-6

Vol. 9 Thea Pitman Mexican Travel Writing. 209 pages. 2008. ISBN 978-3-03911-020-9

Vol. 10 Francisco J. Borge A New World for a New Nation. The Promotion of America in Early Modern England. 240 pages. 2007. ISBN 978-3-03911-070-4

Vol. 11 Helena Buffery, Stuart Davis and Kirsty Hooper (eds) Reading Iberia. Theory/History/Identity. 229 pages. 2007. ISBN 978-3-03911-109-1

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Vol. 12 Sheldon Penn Writing and the Esoteric. Identity, Commitment and Aesthetics in Mexican Literature since the Revolution. Forthcoming. ISBN 978-3-03911-101-5

Vol. 13 Angela Romero-Astvaldsson La obra narrativa de David Viñas. La nueva inflexión de Prontuario y Claudia Conversa. 300 pages. 2007. ISBN 978-3-03911-100-8

Vol. 14 Aaron Kahn The Ambivalence of Imperial Discourse. Cervantes’s La Numancia within the ‘Lost Generation’ of Spanish Drama (1570–90). 243 pages. 2008. ISBN 978-3-03911-098-8

Vol. 15 Turid Hagene Negotiating Love in Post-Revolutionary Nicaragua. The role of love in the reproduction of gender asymmetry. 341 pages. 2008. ISBN 978-3-03911-011-7

Vol. 16 Yolanda Rodríguez Pérez The Dutch Revolt through Spanish Eyes. Self and Other in historical and literary texts of Golden Age Spain (c. 1548–1673). 346 pages. 2008. ISBN 978-3-03911-136-7

Vol. 17 Stanley Black (ed.) Juan Goytisolo: Territories of Life and Writing. 202 pages. 2007. ISBN 978-3-03911-324-8

Vol. 18 María T. Sánchez The Problems of Literary Translation. A Study of the Theory and Practice of Translation from English into Spanish. 269 pages. 2009. ISBN 978-3-03911-326-2

Vol. 19 Matías Bruera Meditations on Flavour. Forthcoming. ISBN 978-3-03911-345-3

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Vol. 20 Ana Cruz García Re(de-)generando identidades. Locura, feminidad y liberalización en Elena Garro, Susana Pagano, Ana Castillo y María Amparo Escandón. 259 pages. 2009. ISBN 978-3-03911-524-2

Vol. 21 Idoya Puig (ed.) Tradition and Modernity. Cervantes’s Presence in Spanish Contemporary Literature. 221 pages. 2009. ISBN 978-3-03911-526-6

Vol. 22 Charlotte Lange Modos de parodia. Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Jorge Ibargüengoitia y José Agustín. 252 pages. 2008. ISBN 978-3-03911-554-9

Vol. 23 Claudio Canaparo Geo-epistemology. Latin America and the Location of Knowledge. 284 pages. 2009. ISBN 978-3-03911-573-0

Vol. 24 Jesús López-Peláez Casellas “Honourable Murderers”. El concepto del honor en Othello de Shakespeare y en los “dramas de honor” de Calderón. 321 pages. 2009. ISBN 978-3-03911-825-0

Vol. 25 Marian Womack and Jennifer Wood (eds) Beyond the Back Room. New Perspectives on Carmen Martin Gaite. Forthcoming. ISBN 978-3-03911-827-4

Vol. 26 Manuela Palacios and Laura Lojo (eds) Writing Bonds. Irish and Galician Contemporary Women Poets. 232 pages. 2009. ISBN 978-3-03911-834-2

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Vol. 27 Myriam Osorio Agencia femenina, agencia narrativa. Una lectura feminista de la obra en prosa de Albalucía Ángel. 180 pages. 2010. ISBN 978-3-03911-893-3

Vol. 28 Aino Linda Rinhaug Fernando Pessoa: A Ludicrous Self. Forthcoming. ISBN 978-3-03911-909-7

Vol. 29 Soledad Pérez-Abadín Barro Cortázar y Che Guevara: Lectura de Reunión. 182 pages. 2010. ISBN 978-3-03911-919-6

Vol. 30 Gonzalo Pasamar Alzuria Construsting National Narratives: Historians and Historiography in Spain. Forthcoming. ISBN 978-3-03911-920-2

Vol. 31 Victoria Carpenter (ed.) (Re)Collecting the Past: History and Collective Memory in Latin American Narrative. 315 pages. 2010. ISBN 978-3-03911-928-8

Vol. 32 Geneviève Fabry, Ilse Logie y Pablo Decock (eds.) Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea. 472 pages. 2010. ISBN 978-3-03911-937-0

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