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Apuntes Macabros - Juan de Dios Garduno

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«El chico asintió y el extrañole tendió la mano. Titubeó unossegundos, se la agarró ycontinuaron andando juntos porla carretera. La nievecomenzaba a cuajarse denuevo, apenas unoscentímetros, pero eransuficientes para sentir lahumedad y el frío a través delas suelas rotas de sus zapatos.

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Desanduvo parte del caminoque había hecho con su padredías antes; los árboles habíanardido y todo estaba desolado.El mundo se había convertidoen una hoguera inmensa dondedebían purgarse todos lospecados del hombre».

Juan de Dios Garduño estádemostrando ser uno de losjóvenes escritores de fantasía yterror en castellano a quien hay

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que seguir con atención. JoséCarlos Somoza

Juan de Dios Garduño es unsoplo de aire fresco en laliteratura fantástica. En suscuentos encontramos unsalvoconducto a un nuevouniverso que o nos maravillaráo nos pondrá la piel de gallina.David Mateo

Tiene suerte el lector de nopoder leer este libro con las

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luces apagadas. Rafael Marín

Para los que aún no lo conocen,esta antología les demostrarápor qué este autor estárevolucionando el género deterror en España. Juan MiguelAguilera

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Juan de Dios Garduño

Apuntes macabros

ePUB v1.0Petyr 31.07.13

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Juan de Dios Garduño, 2011.Ilustración portada: Carlos Núñez de CastroTorresDiseño portada: José Antonio Plasencia

Editor original: Petyr (v1.0)ePub base v2.1

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A mi madre. A Mari, mi tía. Ya Carmencita, quien

dentro de algunos años podrádisfrutar de esta antología.

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Prólogo

Miguel Ángel Vivas

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Una mano sucia y arrugada meagarra violentamente del cuello yaprieta con fuerza sobre la carótiday el resto de músculos. Intentochillar con todas mis fuerzas, peroel grito sale sordo, apagado ysilencioso, como el niño que nacemuerto. Estiro el brazo tratando detocar a mi hermano, que duermeplácidamente en la cama contigua.Apenas llego a rozarle el pelocuando me cubren la cabeza con unsaco. La tela áspera se me pega en

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la cara. Forcejeo para evitar queme metan en él. Pataleo y rasgo elsaco con los dientes y las uñas. Yvuelvo a gritar y vuelve a no habersonido alguno. Le araño la cara y elhombre, por llamarlo de algunaforma, sí grita —¡pero mi hermanono se despierta!— a pesar de tenerlos labios cosidos, tal y comohicieron con mi abuela antes deenterrarla para disimularle el rigormortis del rostro. Me raja entoncescon un cuchillo de caza que antes no

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tenía y de la carne abierta no salesangre, sino arañas, cientos dearañas…

Durante años tuve siempre elmismo sueño.

Da igual que a veces ni siquierarecuerde haber soñado. El hombrede la boca cosida estaba allí,conmigo, cada noche. Luego crecí ydejó de visitarme… por un tiempo.

Durante unos años odié a mimadre por hablarme de ese hombreque vendría a llevarme por la noche

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en un enorme saco si no me portababien y terminaba de comerme lacena.

¡Maldito folclore!¿Por qué queremos asustar a

nuestros hijos con cuentos deterrores sobrenaturales? ¿Quéplacer malsano encuentran losadultos en hablar a sus retoños delhombre del saco o del coco o delsacamantecas? ¿Por qué el miedoocupa un lugar tan importante ennuestras vidas desde que somos

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niños?Tuvieron que pasar muchos

años —y muchas noches deinsomnio— para llegar acomprenderlo.

El miedo es necesario.De pequeños, la vida se nos

antoja extraña y desconocida. Yademás, los adultos nos cuentanhistorias sobre brujas, bosquesencantados, ogros o fantasmas. Sinembargo, no lo hacen por el merohecho perverso de asustarnos, sino

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para hablarnos de la realidad de lavida con un lenguaje que podamosentender. Porque el miedo es algouniversal y por eso existen loscuentos infantiles de terror (y quienpiense que los cuentos infantiles noson terroríficos, que lea a Perrault oa los hermanos Grimm), paraexplicarnos cómo funciona la vida ypara hacernos capaces decomprender sus verdades sin lanecesidad, aún, de que la miremosde cerca.

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Esos relatos no solo nosaleccionan sobre el comportamientocon ideas como que el mal es cruely nocivo y que, a la larga, siemprepasa factura, sino que, de algúnmodo, ese viaje iniciático de lainfancia a la madurez se emprende apartir de esos cuentos de terrorpues nos convertimos en adultoscuando somos capaces detransformar nuestros monstruosimaginarios en los monstruos realesque pueblan la realidad adulta.

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Y esto Juan de Dios Garduño loentiende muy bien. En su segundolibro se enfrenta a la difícil tarea deofrecernos estos relatos cortos deterror que estáis a punto de leer.Son relatos escalofriantes a la máspura tradición de los cuentos dePoe, Lovecraft, Hoffman o inclusoKing. Historias que encuentran elterror en situaciones que se nosmuestran desde lo desconocido y losobrehumano («Entre el mar dearena»), o en la revisitación de

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algunos clásicos a los que aportauna mirada nueva («Amor demadre» o «El último caso delDoctor Watson»); o historiassimplemente impactantes («Hacia elSur») u otras que mezclan loescalofriante con la belleza máspoética («El viejo que cada díaveía morir el sol desde su azotea»),construyendo desde lugarescomunes conocidos por todos conunos cimientos podridos que se tecaerán encima en el momento

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menos pensado.Y es que Juan de Dios Garduño

consigue sobrecogernos de lamisma manera que lo hacían loscuentos infantiles —y susposteriores pesadillas— cuandoéramos niños.

Aprovecho, pues, estas líneaspara dar las gracias a Juande —déjame que te tutee— porregalarme estas lecturas, porregalarme estos momentosterroríficos que he pasado mientras

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leía. Porque, como ya he dicho, lashistorias de terror son necesariaspara entender y aceptar el día a día,para enfrentarnos a la vida. Porqueel miedo no es solo cosa de niños,aunque sea justamente así como nossentimos cuando lo irracional y lodesconocido irrumpe y corrompenuestra vida racional: como unniño.

Juande, gracias por hacermevolver a ser un niño.

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Amor de madre

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Tengo frío, mucho frío. Apenashay una manta que me abrigue enesta cama mugrienta. La mantahuele mal y está podrida ydesgarrada por varios sitios.

Papá discute con mamá.Antes papá me golpeó en la

barriga y me mandó a mihabitación. Creo que ahora estápegando a mamá. Dios, no. Ya meconozco esto. Papá le pegará y seirá durante unos días. Entoncesmamá irá al puerto de Essex a

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prostituirse, pero antes… No, noquiero pensar en eso.

Quiero cerrar los ojos confuerza, imaginar que estoy en otrositio. Más bonito. En un campoverde, sí. Como los que hay a lasafueras de Londres. De esos quetienen miles de flores y huelen ahierba, y hay caminitos que teacercan a pequeños riachuelosdonde puedes beber agua limpia.No como aquí, en la City, que huelea pescado podrido y a excrementos,

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y siempre hay niebla y borrachos yprostitutas.

He oído gritos, eran de mamá.Han dado un portazo; seguro quefue mi padre que se ha marchadoenfurecido, dejándome otra vezaquí.

Con ella.Dios, no puedo contener el

temblor de mi cuerpo ni creo quepudiera aun con tres mantas másencima.

Sé lo que ocurrirá ahora. Lo sé

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y no quiero.Una vez me escapé de casa. Fui

a mendigar a Whitechapel, peropasé mucha hambre. Nadie meayudaba y los tenderos me pegabanporque espantaba a la clientela.

Así que tuve que volver.Con ella.Oigo pasos en la madera del

pasillo.Me arrebujo en la manta,

aunque me dé asco. En realidad,odio todo lo que hay en esta casa.

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Se abre la puerta poco a poco.Chirría. Me hago el dormido,algunas veces me ha funcionado.Me concentro en hacerlo bien. Nodebo apretar los ojos o lo notará.Tengo que respirar profundo,incluso roncar; ella me ha dicho queronco por las noches.

Mamá se sienta en el borde dela cama. Me acaricia el pelo y mellama por mi nombre. No respondo.Estoy dormido. Hasta mí llega unavaharada de su aliento. Huele a

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alcohol. Está borracha, como casisiempre.

De nuevo me llama por minombre y deja de acariciarme elpelo para moverme el hombro sinparar, con fuerza, hundiéndome susuñas en la carne. Me dice quedespierte. Le tiembla la voz. Yo noquiero estar aquí, prefiero estarmuerto.

Tengo que abrir los ojos o mepegará. Ella ya sabe que no estoydormido. Tiene sangre en la boca y

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en la barbilla. Me mira y cuandosonríe me muestra una dentadurasucia e imperfecta donde faltanalgunas piezas. Los dientes que lequedan están teñidos de rojo.

Me repugna.Con una mano me acaricia el

pelo y con la otra agarra una botellamedio vacía de whisky. Se mece deun lado a otro como un barco en unatormenta.

Odio el alcohol.Me ha vuelto a pegar, ¿sabes?,

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me dice mamá escrutándome en lapenumbra. Asiento. No puedohablar. El miedo me lo impide.Ojalá que no vuelva que se enroleen cualquier barco y no le veamosmás, añade dando un trago yescupiendo al suelo una mezcla desangre y whisky. Yo asiento denuevo. Ella sonríe. ¡No, por favor!Así es como empieza siempre todo.Menos mal que te tengo a ti… Túsí quieres mucho a tu madre,¿verdad?, me dice.

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Y sé que estoy condenado.Otra noche más.Como no digo nada, me pega en

la cara con el puño cerrado. Sientodolor por segunda vez en el día. Eldolor es un punto blanco en laoscuridad de la habitación. Mequieres, ¿verdad?, me preguntaborrando de su cara la sonrisasangrienta que papá le ha dejado.Tú nunca serás como el cerdo detu padre… Yo niego con la cabeza.Estoy nervioso, el corazón me late

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muy deprisa. Mamá insiste en quebeba de la botella. No quiero, peroella me obliga, como siempre. Doyun trago y ella levanta el culo de labotella para que beba más. Meatraganto, toso y al momento meencuentro peor, tengo ganas devomitar, pero si lo hago mamá seenfurecerá.

Ella se levanta, se desabrochael vestido y se quedacompletamente desnuda. Me daasco verla así, está muy delgada y

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sucia. Pero me dice que la mire yme pregunta:

¿Soy hermosa? Yo miento.Cada día que pasa me parece máshorrenda. Entonces ella se echa ami lado, arropándose con la manta.Tú quieres a tu madre, ¿eh? ¿A quesí? Siento cómo me acaricia labarriga haciendo círculos con susdedos, sé lo que va a pasar, lo sé yla odio por ello.

Ya ha comenzado a bajar sumano y a hurgar ahí abajo. Ella dice

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que me gustará, pero se equivoca,nunca me ha gustado y nunca megustará. Me obliga a acariciarla. Sepone encima de mí y me aplasta consu peso; me hace daño con sucuerpo huesudo. Arrima su boca ala mía. Su aliento… Ya no es soloel alcohol, sino que huele como lamanta… Todo su ser huele a mantapodrida. Te pareces tanto a tupadre, me dice al oído. Y no sé sieso ahora le parece bueno o leparece malo.

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La odio. Nadie me ayuda. Ellame pone su sexo en la boca y grita¡Jack, Jack, Jack!, que es elnombre de mi padre y no el mío.

Me da bofetadas. No puedorespirar, me ahogo. Pero a ella leda igual.

Es entonces cuando dejo volarmi imaginación.

Me veo rebanándole el cuellode lado a lado. Me imagino a mímismo cortándole las orejas y lanariz y abriéndola en canal para

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sacarle después las tripaslentamente.

Por Dios… que acabe ya,pienso desde el infierno que es mivida cada noche.

Que acabe ya…

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El último caso del DoctorWatson

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Estaba siendo una noche fría yventosa de finales de enero.Durante el día los suciosnubarrones habían emborronado elcielo de Londres, dándole unaspecto aun más triste del habitual.

Me encontraba sentado frente ami mesa de trabajo, oyendo elmonótono crepitar de la leña,mientras intentaba repasar los casosmédicos que se me habíanpresentado durante el día. Miesposa Mary hacía ya bastante

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tiempo que se había retirado anuestro dormitorio, en el pisosuperior.

Como siempre me ocurría,sobre todo a esas horas, no lograbaevitar que mis pensamientosdivagasen por el recuerdo de migran amigo Sherlock Holmes.Aunque casado y aparentementefeliz, no podía dejar de pensar connostalgia en la multitud de casosque habíamos resuelto juntos.

Extraño era el día que ningún

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alma atormentada llegaba a nuestraresidencia de Baker Street a pedirsu consejo o su intervención.Fueron tantos los casos… y durantetantos años… Algunos eran máscomplicados que otros, sin embargotodos fueron resueltos por mi amigomediante su extraordinariacapacidad deductiva. Aunque nopuedo negar que en numerosasocasiones tuvo bastante que ver laprovidencia…

Ahora, con Sherlock Holmes

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muerto y la antigua casa de BakerStreet consumida por el fuego, séque ya nunca nada será igual.

Su entierro fue multitudinario,puesto que su fama habíatraspasado fronteras. Ayudó en másde una ocasión a parte de laaristocracia de media Europa. Sinembargo, no solo sirvió a las clasesaltas, pues haciendo honor a sunoble espíritu, dio consejo a todoaquel que, desesperado, acudió anuestras habitaciones del número

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221 bis de Baker Street, ya fuese elpescadero de la esquina al quehabían robado en su tienda, como lamujer del carbonero de la calleHarold, cuyo marido desaparecióen uno de los tantos fumaderos deopio del puerto.

A veces no puedo evitar pasarpor delante de nuestra antigua casa.

Después del incendio queprovocó el profesor Moriarty, laseñora Hudson volvió a levantarla.Gracias, en parte, al dinero que le

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dejó Holmes en su testamento;aunque la arquitectura de la nuevacasa nada tenía que ver con elaspecto sobrio de la antiguavivienda. Había desaparecidoaquella ventana cuadrada por la queen más de una ocasión Holmes y yovigilábamos la calle, jugando aaveriguar las profesiones o la vidade los viandantes mediante detallesaparentemente tan insignificantescomo los zapatos, los bastones olos gestos de sus manos.

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Londres lloró por mucho tiempola pérdida de tan afamadodetective, al igual que ScotlandYard y sus inspectores Gregson yLestrade, que se vieron en unprincipio abatidos ante el funestohecho. Aunque he de decir unacosa, pronto Mycroft, el hermano deHolmes, se puso a su servicio y yadurante este año han resueltoinnumerables casos sobre los quenadie conseguía arrojar algo de luz.

Si algo me apena, como

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biógrafo oficial que me considerode mi querido amigo, fue elhaberme distanciado de él en susúltimos casos. Aunque esto esperfectamente comprensible. Éljamás me recriminó que me casaray, aunque no estaba a favor delmatrimonio, nunca dijo nada encontra del mío. Más bien al revés,pues conociendo mi desordenadoestilo de vida desde que llegué deAfganistán, no pudo más quealegrarse y felicitarme por mi

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enlace.Ahora debo dejar de escribir y

acostarme. Mañana es mianiversario y almorzaremos con lafamilia.

Hoy me volvió a embargar esemismo estado de melancolía que measalta últimamente cada vez querecuerdo a Holmes. La mañana, tanoscura como la de ayer, no ayudabaa sofocar ese sentimiento. No es

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fácil perder a un amigo, y menos auno como Sherlock Holmes.Aunque debo decir que cuando lesnarre lo que me aconteció duranteesta tarde comprenderán lohenchido que tengo ahora mismo elcorazón, el alma y el ánimo.

La mañana había transcurridoentre preparativos para la comidade nuestro aniversario. Dispensélas órdenes a la servidumbre paraque todo estuviera dispuesto para lahora del almuerzo. Mi esposa y yo

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cruzamos algunas miradas: sus ojosme sonreían con dulzura. Yo sabíaque veía en mí la tristeza, aunque laenmascarase con palabras amables.

Durante la comida intenté ser lomás cordial que pude y es muyprobable que nadie notara miverdadero estado de ánimo. Debatíacaloradamente sobre variostratados de medicina con misinvitados y los fui aburriendo tantoque uno a uno se fueron marchando.Cuando nos quedamos solos mi

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esposa y yo, le comenté mi deseode salir a dar un paseo. Ella nopuso objeción alguna,conociéndome como me conoce noinsistió en acompañarme, así quefue así como partí hacia elcementerio de Londres, cumpliendomi tan anhelado deseo de visitar latumba de mi gran amigo.

Quien haya visto el cementeriode la City sabrá lo magnífico de suconstrucción. Muchos arquitectosafamados comentan que es el más

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bello de toda Europa; yo meatrevería a decir que de todo elmundo.

Anduve entre los inmensospanteones, adornados conquerubines y ostentosas esculturasde mármol, y a través de lujosastumbas rodeadas de árboles ycésped que reposaban en armoníaen contraste con otras en las queapenas se dejaba ver una fina cruzoxidada encima de pequeñosmontículos de tierra.

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El camposanto permanecía ensilencio. Pocas personas visitaban asus difuntos en aquel día grisplagado de sombras.

Me dirigí por el laberinto decallejuelas a la tumba de mi amigoHolmes. No era esta opulenta enmodo alguno, es más, permanecíaun poco apartada del resto y hastaque uno no estaba a pocos pasos,era imposible adivinar el nombreque figuraba en la lápida.

—Holmes, mi querido

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Holmes… —dije al llegar a ella,quitándome el sombrero.

No llevaba muchos minutos allícuando vi a lo lejos a un niño quese acercaba con paso rápido. Nopude evitar sonreír cuando reconocíentre tanta mugre a uno de los«irregulares» de Baker Street, unode aquellos muchachos de los quese servía mi amigo para pequeñosrecados, aunque estos a vecesfueran de vital importancia para laresolución de un caso.

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—Señor Watson —me saludó elniño despojándose de ladeshilachada gorra.

—¡Válgame Dios! Si es elpequeño Simpson… —dijeponiendo una mano en su hombro—. ¿Qué haces tú por aquí?

El pilluelo sonrió levemente, sesacó un sobre arrugado del bolsillointerior de la chaqueta y me lotendió.

—Cumplo órdenes del señorHolmes —dijo con rostro serio

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después de mirar la lápidaapesadumbrado—. Me la dio lanoche antes de que ustedespartieran a Europa. Me dijo que hoydebía venir aquí a buscarle a usteda esta hora en el cementerio yentregarle esto.

Ni que decir tiene que me quedéperplejo. Una punzada me llegó alpecho causándome gran ansiedad.Reponiéndome, interrogué almuchacho.

—¿Te dijo exactamente que

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vinieses hoy a esta hora?El muchacho asintió y le

despedí dándole algunos peniquesque tenía en el bolsillo.

Me quedé mirando fijamenteaquel sobre arrugado. Con manostemblorosas le di la vuelta. Ahíestaba su letra, perfectamentereconocible.

«Para Watson».Sin más dilación rompí el lacre

y saqué un folio que me sorprendiópor su extensión, ya que estaba

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escrito por ambas caras y con unacaligrafía de letras alargadas, muyabigarrada. Sin duda, la letra deHolmes. Estas eran las primeraslíneas de la carta:

Mi querido Watson:

Me parece poder verahora su cara de asombroal recibir esta misiva.Seguro que se estápreguntando aún cómo

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sabría yo que hoy estaríausted visitando mi tumba.Es fácil. Conociéndolecomo le conozco y sabiendoque hoy es su aniversario(felicidades, por cierto), mefue sencillo suponer queusted organizaría unaestupenda comida con susfamiliares.

Como sé de su carácter,supuse enseguida queincluso siendo un día de

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tanta felicidad para usted,no podría evitar sentirsemelancólico, puesto que sucarácter es así pornaturaleza. Siguiendo esospasos, deduje que elprincipal motivo de sumelancolía sería mifallecimiento, ya que sitiene esta carta entre susmanos es que al final, elgenio de los genioscriminales, el profesor

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Moriarty, se salió con lasuya. ¡Aunque sabe Diosque es bien seguro que nologrará huir de un destinomejor que el mío!Siguiendo con misdeducciones supuse queusted después de la comidano saldría disparado a lacalle, como buen anfitriónque es, sino que esperaríaal menos una hora hastaque sus invitados se fueran

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marchando. Luego saldríaa pasear y sus pasos noacabarían en otro lugarque no fuera delante de mitumba. Ese fue mirazonamiento y estoyseguro de que como se lohe contado, así hasucedido.

Dejando aparte estaminucia, quería comentarleque, aunque siempre hepensado que en sus

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narraciones sobre miscasos se excedía ustedmostrándome como ungenio, creo que se alegraráde que le haya guardado unúltimo regalo. ¿Recuerdausted la caja metálica contodos los casos que teníaarchivados desde elcomienzo de mis trabajosantes de conocerle a usted?La encontrará en el puerto.Vaya allí cualquier día y

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pregunte por el viejoHarmon; vive en unacaseta de madera conventanas de ojo de buey.Diga que es el doctoramigo de Holmes. Ese viejome debe un gran favor y notendrá problemas conentregársela.

Y a hora pasemos atemas más serios, miquerido Watson. Me veo enla necesidad de confiare

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una última investigación.Se trata del asesinato delpárroco de una pequeñaiglesia de Canterbury. Estecaso quedó en el airedebido a mi súbita partida,pero puedo decirle que escuando menos curioso, yaque, según testigos de miabsoluta confianza, elcadáver presentaba unasextrañas mordeduras endistintas partes de su

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anatomía…

No continué leyendo. Mislabios dibujaron una sonrisa y micorazón volvió a latir con fuerza enel pecho.

Me alejé de allí; alquilé uncarruaje y volví a casa. Después deleer el resto de la carta y de repasaruna y otra vez aquel «Eternamentesuyo, Holmes», me dispuse aescribir lo sucedido en mi pequeñodiario.

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Ya he comprado el billete aCanterbury. Saldré en el tren de lasseis y media. Allí, guiado por lamano invisible de mi amigoHolmes, resolveré este último caso.

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Entre el mar de arena

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El hombre, el caballo negro y lamula torda caminaban abrigadospor la penumbra que precedía alalba. Atrás, en el desierto, soloquedaba la vereda zigzagueante delas huellas que iban dejando, unashuellas casi imperceptibles que elviento nocturno pronto seencargaría de borrar.

Agarró el odre, lo levantó y nocayó ni una sola gota en susquemados labios y, aunque intentótragar saliva, lo único que

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consiguió fue que le ardiese lagarganta. Tenía hambre, tanta que leparecía que un hueco infinito sehabía asentado en la boca de suestómago. Volvió a echarse sobreel caballo y se quedó dormido sinsaber en qué momento había dejadode reconocer el camino paraperderse.

Cuando despertó, el sol habíadespuntado y el desierto se habíaconvertido en una enorme fragua. Elcaballo permanecía quieto y la mula

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yacía echada sobre la arena algunosmetros atrás, cabeceando.

Pensó entonces en deshacer elcamino y volarle la cabeza alanimal para que no sufriese; sinembargo, en lugar de eso, azuzó alcaballo con un rápido movimientode riendas, se sacudió la arena delsobretodo y fijó la vista en elhorizonte anhelando poder ver, porfin, algún sauce, un aliso o uncerezo que le indicase que estabacerca de un lugar habitado.

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—Putos Farraguer… —masculló.

Los hermanos Farraguer lohabían obligado a abandonarJacksonville en la oscuridad de lanoche. Todo por haber cortejado aLisbeth, la pequeña de la familia.Recibió el chivatazo de que irían apor él al amanecer para meterleunos buenos gramos de plomo en elcuerpo. En ningún momento pensóen hacerles frente, ya que era muyprobable que fueran acompañados

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(al fin y al cabo solo se trataba deun par de cobardes con muchodinero).

Le jodió tener que irse, aunquesi algo tenía claro es que apreciabamás su vida que meterse entre laspiernas de una cualquiera.

En cuanto el caballo hincó lasrodillas supo rápidamente que susbotas tendrían que hollar eldesierto. Se caló el sombrero,descabalgó y aflojó las cinchas,dejando caer la vieja montura a un

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lado.Casi llegada la noche, con el

azul desvaído del cielo poblándosede estrellas, divisó un cruce decaminos. Tenues rodales se perdíanhacia cada uno de los puntoscardinales. Aguzó el oído,intentando escuchar más allá de losresuellos del caballo. No oyó nada.

—Tú eliges —le dijo aljamelgo, que ni se inmutó—. Estábien, pues hacia el norte.

Fatigado y con nauseas anduvo

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durante varios kilómetros. Cadapaso se convertía en un reto.Bajaron una montaña y caminaron através de colinas bajas y ondulanteshasta que aparecieron en una nuevallanura. El caballo volvió a clavarlas rodillas en la arena. Él las hincótambién, cabizbajo. De pronto,levantó la vista. Allí, a lo lejos,divisó el pueblo.

El pueblo estaba construido deadobe y cañizo para soportar mejorlas ventosas noches como aquella.

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Las campanas de la iglesia emitíanun apagado y monótono tañido. Enla calle principal había un borrachocantando; llevaba una botella dewhisky fuertemente aferrada en sumano izquierda. Apoyó la espaldacontra la pared desconchada de lacantina y se quedó quieto; pocotiempo después ya estaba roncando.

El extranjero continuó andando.Había varias hogueras repartidaspor la plaza. El olor a humo leprodujo nauseas y se inclinó con las

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manos apoyadas en las rodillas. Fueen vano: ya no tenía en el estómagonada que vomitar.

—Señor, señor, una moneda yle abrevo el caballo.

Se incorporó como pudo y vio auna niña harapienta con la carallena de hollín y el pelo rubiorevuelto y apelmazado. En suslabios se dibujó una cándidasonrisa, una sonrisaverdaderamente hermosa entre tantamierda. La seguía un galgo sarnoso,

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más consumido por las pulgas quepor el hambre.

—Búscame luego —le dijo a lapequeña lanzándole una moneda ysoltando las bridas.

La mocosa miró el dinero yabrió la boca sorprendida. Dijo unrápido «gracias, señor» y se alejócon el famélico caballo dandotraspiés.

La cantina gozaba de una tenueiluminación debido a los reflectoresde estaño que pendían de las

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paredes. Había mesas vacías, sillasdesparramadas por el piso demadera, putas lascivaspavoneándose por entre el gentío alson de un desafinado violín,borrachines tirados por el suelo,hombres jugando y apostando a lascartas. Todos lo recibieron con unrepentino silencio.

Él extranjero se sacudióentonces el polvo de los pantalonesy se dirigió hacia la barra. Nopodía con el cansancio pero, aun

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así, intentó parecer entero. Poco apoco la chusma volvió a sualgarabía, aunque seguía sintiendosus miradas clavadas en el cogote.

—Ponme algo de lo que tengaspara comer, cantinero. Y una buenajarra de agua —pidió apoyando loscodos en la barra recubierta de cincy mirando desafiante a amboslados.

—Tengo un cabrito asándoseespetado en el patio trasero —respondió el cantinero.

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El forastero asintió, babeando ytemblando al mismo tiempo. Eldolor le hacía doblarse en dossobre la barra. Con el rabillo delojo vislumbró que alguien selevantaba de una de las mesas detapete verde que quedaban a suizquierda y enfilaba hacia él.Cuando vio la sucia estrella desheriff dejó de acariciar la culatade su Colt. Ya sabía lo que iba adecirle, que no le gustaban losforasteros, que a qué había venido

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al pueblo y que esperaba que prontose marchase.

—Bob —dijo al cantinerocuando llegó hasta la barra, justo asu lado—, cuando el forasterotermine con lo que te ha pedido,ponle un whisky. Invito yo.

Bob asintió y se retiró por unapuerta estrecha cubierta por unacortina de tiras que había junto aunas estanterías plagadas debotellas.

—Gracias —dijo el forastero al

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sheriff, mirándolo con suspicacia.Intentó disimular el dolor, pero surostro se contrajo presa de unretortijón.

—De nada, caballero. En estepueblo nos gusta tratar bien anuestros visitantes. Por cierto, tienemuy mala cara. —El extranjero nocontestó—. Dígame, ¿viene paraquedarse mucho tiempo? Bueno, noes de mi incumbencia. No me vayaa entender mal, en este pueblo nosgusta tratar bien a los que vienen de

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fuera, aunque creo que eso ya se lohe dicho. En fin, no le molesto más.

El sheriff se retiró montado ensus botas de puntera de borceguí.Una puta de alegre indumentaria seacercó hasta él, le puso susgenerosos pechos sobre el codo y letomó del brazo para que selevantara.

—Te llevaré a una mesa,hombretón. —Eso fue lo último queescuchó antes de caer de brucessobre el piso.

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Durante unos segundos cesarontodos los sonidos de la sala. Elmundo daba vueltas a su alrededor.Sentía la sangre tibia correr por sufrente hasta colarse entre las grietasde las tablillas del suelo,cimentando aquel apestoso lugar.

Gimió ante la oscuridad queanegaba sus ojos. Las convulsionesle hicieron ponerse de costado.Poco a poco comenzó a oír vocesen la distancia.

Este no nos va a durar nada.

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Joder, es que solo lleganmoribundos…

No quiero volver al frío…Pues es lo que parece, no creo

que el forastero aguante muchomás.

—Pues nada, habrá queaprovechar lo poco que queda,¡Bob, ponme otro whisky ybrindemos por Franklin!

—Zorrita, subamos un rato a lahabitación, al menos nos darátiempo de echar un buen polvo…

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Cuando el forastero volvió en síaún tenía varios rostrosobservándolo desde arriba. Erantranslúcidas, tristes, alargadas casihasta lo deforme. Se levantótambaleándose, sin fuerza, y sedirigió hacia afuera haciendo eses.Sentía la necesidad imperiosa deabandonar aquel pueblo. Lasfogatas lo recibieron junto a unviento embravecido que le voló elsombrero. Buscó durante un rato elcaballo. Al final lo encontró en un

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establo, muerto. La niña,acuclillada, lo observaba concuriosidad tocándolo con un palito.El galgo le lamía los cascos.

—¿No… no te pagué paraque… lo abrevaras? —Se apoyó enun madero resquebrajado. Sentíaque podía volver a desmayarse encualquier momento y dudaba quepudiera levantarse de nuevo.

—Y lo hice, señor —contestóella con una sonrisa.

Se dio la vuelta, consternado;

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los pueblerinos salían de sus casas,de la cantina o de la iglesia. Todosparecían mirarlo condesaprobación. Algunoscomenzaron a correr y a abrazarseentre ellos; mujeres y niñoslloraban desconsoladamente.

Le queda poco, ¡preparaos!Los indios suelen ser más

fuertes, aguantan más…Otra vez a hibernar, qué

maldición…—Pero, ¿qué… qué? —dejó la

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frase a medias. Todo comenzaba adarle vueltas de nuevo. Las rodillasle temblaban.

Huyó del pueblo cruzando lacalle principal, sintiendo como lasespirales de su fuerza vital leabandonaban para apuntalar elpueblo. Un coro de plañideras loacompañó hasta la linde. Variosniños le cruzaron por delante y seburlaron, y él les disparó con surevólver.

Tras varios tropezones cayó

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sobre la arena del desierto. Creyóescuchar a lo lejos el violín de lacantina y pensó que enloquecía.

La niña lo había seguido decerca. Vio sus astrosos zapatos a laaltura de su cara. Miró hacia arribay observó incrédulo cómo la piel dela pequeña iba poco a pocodesgranándose y cómo la arena quese desprendía de sus mejillas, de subarbilla e incluso de sus ojos,revoloteaba caprichosamente en elaire hasta fundirse con el desierto.

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—No me importa volver al frío—dijo sonriendo—. Ya vendránotros forasteros.

A lo lejos, los muros de adobese resquebrajaban. Las campanasde la iglesia chocabanestruendosamente al caer. Tejados yménsulas de madera se pudríanantes de tocar el suelo. Algunos delos que habían seguido al forasteroa la linde del pueblo comenzaron adescomponerse también, alargandosus brazos como ramas secas hacia

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el firmamento, implorando perdón.—Hasta pronto, señor.El forastero cerró los ojos.

Después, sintió frío, mucho frío.

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Hacia el sur

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Te hablaré todos los días, susurró.Y no me olvidaré. Pase lo que pase.Luego se levantó, dio media vuelta

y regresó a la carretera.

Cormac McCarthy, La carretera

El chico se alejó del cadáver desu padre. El extraño lo habíacubierto con una manta y ambos lohabían apartado a un lado de lacarretera. No iban a malgastarfuerzas en enterrarlo y el chico lo

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comprendía perfectamente.Antes de que el extraño

volviera de mear, se acomodó elpequeño revólver en loscalzoncillos como le habíaenseñado su padre para que no senotase el bulto.

Solo tenía una bala.—Vamos —dijo el hombre.El chico lo miró fijamente.

Tenía barba, la cara angulosa y lospómulos marcados y quemados porel frío. Era joven, aunque no lo

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parecía. Iba bien abrigado y a susespaldas cargaba una escopeta decaza.

—Tu padre estaba muyenfermo, ¿verdad?

—Sí.—Bueno, esté donde esté, ahora

se encontrará mejor.—Ya. ¿Los demás están lejos?—No. Están cerca.—¿Podré ser amigo de tu

sobrino?—Seguro. Bueno, eso

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dependerá de ti.—¿Tenéis comida?—No mucha. ¿Cuánto hace que

no comes?—Dos días.—Te daremos algo.—Gracias.—¿De dónde veníais?—De Pittsburgh.—Caramba, eso está lejos. La

carretera no es segura.—Tampoco es seguro

permanecer en un sitio fijo, me lo

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dijo mi padre.—¿Lo decía por los caníbales?El chico asintió y el extraño le

tendió la mano. Titubeó unossegundos, se la agarró y continuaronandando juntos por la carretera. Lanieve comenzaba a cuajarse denuevo, apenas unos centímetros,pero lo suficiente para sentir lahumedad y el frío a través de lassuelas rotas de sus zapatos.Desanduvo parte del camino quehabía hecho con su padre días

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antes; los árboles habían ardido ytodo estaba desolado. El mundo sehabía convertido en una hoguerainmensa donde debían purgarsetodos los pecados del hombre.

—¿Adónde ibais?—Al sur, a la costa.—¿Y luego qué?El chico se encogió de

hombros.—¿Os habéis encontrado con

mucha gente?—¿En los últimos meses?

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—Sí.—Con dos hombres. Uno

intentó robarnos.—¿Cerca de esta zona?—No.—Ven, es por aquí.Giraron a la derecha por un

camino de tierra embarrada quepartía de la carretera.Permanecieron varios kilómetros ensilencio. El chico lo miraba de vezen cuando con curiosidad. Llegarona otro cruce y giraron de nuevo a la

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derecha. A ambos lados se veíanrestos quemados de granjas,cercados derruidos, cochesdesguazados.

Después de caminar varioskilómetros más, divisaron unagranja encima de una loma.

—Es allí.El chico contempló la cabaña.

Estaba junto a un enorme granero,hecha de troncos robustos de pino.Al lado de un viejo establo vio a unniño de apenas siete años. Corría a

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lomos de un caballo imaginariomientras agitaba un sombrero devaquero por encima de su cabeza.Cuando el niño los vio llegar arrojóel sombrero a un lado y corrióhacia ellos.

—Fill, tenemos un invitado —dijo el extraño—. Recíbelo aquímientras yo busco a tus padres y atu tía.

—Hola —dijo el niñoobservándole curioso.

—Hola.

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—¿Cómo te llamas?El chico encogió los hombros.—Mi padre me llamaba hijo.—¿Sabes jugar a montar a

caballo?El chico negó con la cabeza.—Estás muy delgado.—Ya.En ese momento se abrió la

puerta de la cabaña. Después, lamosquitera. Delante de él, bajo elporche, apareció un matrimoniojoven y demacrado, permanecían

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agarrados el uno al otro; tambiénsalió la que supuso que sería lamujer del extraño, esquelética,desaliñada.

—Mierda… —dijo esta.—Lo sé. Pero, ¿qué podía

hacer?—Tú y tu puta benevolencia.Los padres del niño volvieron a

entrar en la casa, mudos, encogidos.Su mujer lo miró con odio, sindisimular. Después, entró también.

—Ven conmigo, te daré algo de

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comer y te cambiaremos esa ropa.No tomes a mal su actitud, lacomida escasea y estánpreocupados.

Cenó una lata de pescadomientras el otro niño le hacíapreguntas que no sabía responder.Después, le dolió la barriga. Noestaba acostumbrado a comer tanto.El extraño le dio una muda de ropaseca unas tallas por encima de lasuya y puso sus zapatos junto a lachimenea para que se secasen.

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Todos durmieron en el salón juntoal fuego, bien acurrucados yabrigados con gruesas y roídasmantas, mientras afuera, aqueleterno invierno de ceniza y nieveles traía el constante ulular delviento entre los árboles.

Antes de dormir, mientras sumirada permanecía perdida en lasllamas de la hoguera, le vino a lamemoria una de las últimasconversaciones que tuvo con supadre.

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—¿Crees que quedará gentebuena en el mundo, papá?

Permanecían junto a lacarretera. Habían podido sacar algode gasolina de un automóvilabandonado y consiguieronencender un buen fuego aunque laleña estuviera mojada.

—¿Gente buena?—Sí.—Debe de haber, aunque no por

mucho tiempo.—¿Por qué?

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—Están abocados a extinguirse.Solo quedarán los malos —tosiócon fuerza.

—Podemos hacernos malos.—Quizá ya lo seamos, hijo.—No creo, lo hubiéramos

sabido.—Muchas veces la frontera

entre el bien y el mal no es tanclara.

El chico se quedó mirándolopensativo.

—No, lo sabríamos.

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Poco a poco aquel recuerdo sefue convirtiendo en un sueño y elsueño, en pesadilla: alguien estabagritando. Rápidamente abrió losojos. Los rescoldos fríos de lahoguera y la tenue luz que entrabapor las dos ventanas del salón leindicaban que ya estabaamaneciendo.

—¡Hijos de puta! ¡Se lo hanllevado todo!

Se giró. La mujer gritaba ygolpeaba al extraño en el pecho.

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—No puede ser…—¡Todo! ¡Vamos a morir de

hambre!—Tienen que volver, no pueden

dejar aquí a su hijo.—¡Eres un estúpido que no sabe

darse cuenta de la realidad! ¡Novan a volver y su hijo les da igual!

El niño se acercó a ellosllorando.

—¿Y papá y mamá?La mujer le golpeó con el puño

y lo arrojó a un lado. El extraño

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permaneció en cuclillas, pasándoselas manos por la cara y el pelo, yrepitiéndose que aquello no podíaser.

—¡Claro que puede ser! —bramó ella.

El niño volvió a levantarse.Sangraba por el labio inferior.Lloraba. Trató de acercarse a sutío, pero la mujer se interpuso y levolvió a golpear derribándolo alsuelo. El chico se acercó al niño ylo abrazó.

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—No te muevas o te pegará más—le susurró al oído.

El extraño pareció salirbrevemente de su sopor.

—Iremos tras ellos.—Pero, ¿has visto cómo nieva?

¡La nieve habrá borrado sushuellas, estúpido!

—Pues buscaremos comida opartiremos hacia otro lugar.

—¡No hay comida por aquí, yahemos buscado cientos de veces!¡Teníamos que habernos ido hace

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tiempo!La mujer se giró hacia el niño.—¡Todo es por tu culpa!Antes de que sus patadas

alcanzaran al niño, el extraño losllevo a los dos a otra habitación.

—No salgáis.El chico asintió mientras le

limpiaba la sangre a su jovenamigo.

Se oyeron más gritos. La mujerestaba histérica. En la habitación, elniño dejó de llorar.

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—¿Crees que mis padresvolverán?

—No lo sé.—¿Tú serás siempre mi amigo?—Siempre.De repente, el ruido de un

disparo hizo temblar cadamilímetro de la cabaña. Ambosenmudecieron. Permanecíanechados en el suelo, el niño delante,el chico abrazándolo por detrás.

La puerta se abrió. La mujer delextraño empuñaba la escopeta.

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Lloraba mucho, tenía el pelorevuelto y varios mechonesempapados en sudor caían sobre sufrente. Detrás de ella, el chico vioal extraño tumbado. Un enormecharco de sangre lo rodeaba.

—Todo… todo es por vuestraculpa…

Levantó el arma. Parecíapesarle demasiado. Seguíallorando. Disparó.

El chico sintió que algo ledesgarraba el costado. Comenzó a

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sangrar. El disparo no le habíadado de lleno. Había impactado ensu pequeño amigo y le había dejadoun agujero enorme en la barriga.Estaba muerto. A él apenas le habíarozado.

La mujer abrió la escopeta.Seguía llorando mientrasmanoseaba nerviosamente unoscartuchos. No se percató de que elchico se había levantado hasta quesintió el ruido del percutor de unrevólver al retroceder. Cuando

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miró, tenía el cañón a pocoscentímetros de su cara.

—Dame la escopeta.Ella continuó gimiendo. No se

movió. El chico se agachó y agarróel arma. Retrocedió lentamentehasta el salón sin apartar la vista deella. Recogió una de las mantas delsuelo, los zapatos de su pequeñoamigo y salió de la casa corriendo ysin mirar atrás, como su padre lehabía enseñado.

Cuando llegó a la carretera

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tenía frío; las zapatillas le quedabanpequeñas, pero incluso así eranmejores que las suyas. Había tiradola escopeta por el camino, entreunos matorrales. Miró hacia amboslados de la carretera. Esta seextendía en línea recta, eterna,imprevisible, letal. Se echó lamanta por los hombros y comenzó aandar bajo la imperturbable nevada.Se dirigiría al sur, siempre al sur, ycuando llegase a la costa, quiénsabe…

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El bosque es sabio

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He soñado muchas veces que elbosque me llama. A veces, en missueños, las palabras susurradas alviento por hojas y ramas me hanparecido tan vívidas que hetemblado en mi camastro, arropadoentre mis viejas mantas.

Aunque es de noche, puedo verla rama del árbol que roza contra laventana de nuestro dormitorio.Parece un huesudo dedo acusatorioal que ilumina la luna llena y quechirría contra el cristal una y otra

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vez; un dedo acusatorio que meseñala diciendo: «Tú serás elpróximo». Y yo me abrazo confuerza a Mayui y a la niña pormiedo a lo que me puedan hacer,por pánico a lo que les puedanhacer.

Nadie le discute nada al bosqueporque es sabio. Mi abuelo decíaque era justo, que nos daba decomer, que nos protegía del exteriory que luego nos pedía quetuviésemos fe. Y tenerla consistía

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en negarte a ti mismo o a tu familiay creer solo en él.

También el padre de mi padreme hablaba de otros tiempos en losque el hombre luchaba únicamentecontra el hombre, en los que lasfronteras eran solo las que seinterponían entre ellos mismos. Mehablaba de una época en la que sepodía cruzar el bosque sin cuidadoy en la que la gente que se ibavolvía a la aldea hablando debastas extensiones de agua a las que

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llamaban mar y de otra serie deprodigios difíciles de creer.

—Riuvi —susurra mi mujer,interrumpiendo el cauce de mispensamientos—, intenta dormir.

Ella me conoce tanto que sinabrir los ojos, sin girarse siquiera,es capaz de notar mi intranquilidad.Es como si, en cierto modo, Mayuiestuviese conectada a mi cabezapor hilos invisibles. Como los quenos conectan con los árboles.

—Ya lo intento; no te

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preocupes.—El bosque es sabio —me dice

somnolienta, acurrucándose a milado.

—El bosque es sabio —contesto para tranquilizarla y lasaprieto a las dos contra mí,sintiendo en mi mano el latidoregular del pequeño corazoncito demi hija.

Cuando amanece, tengo lasensación de no haber dormidoapenas. Me duelen los ojos y la

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espalda porque en toda la noche nohe roto el abrazo que protegía a mimujer y Laiila. Me levanto sin hacerruido, me visto y me lavo la cara enla jofaina de metal.

¿Cuándo fue que empecé adudar de la sabiduría del bosque?¿Cuando me enamoré de Mayui? Sí,creo que fue en ese momento. Loque ocurre es que no me di cuentahasta que tuvimos a Laiila, hastaque sentí sus manitas palpar mi carala primera vez que la comadrona la

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puso en mis brazos.Dicen que treinta lunas antes del

parto el bosque susurra a la madreel nombre de la criatura que llevaen su vientre. Por eso, llegada lahora, conoce el nombre de aquel oaquella que debe serle entregadocomo muestra de fe. El nombre quenunca más deberá ser nombrado enla aldea, puesto que aquí nadie sellama igual, ni nadie jamás tuvo tunombre. No se permite recordar anadie. Si el bosque te llama, nunca

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antes has estado en la aldea, no hassido ni padre ni madre ni hijo nihija. No has existido y, por tanto, nohabrá nadie que llore cuando tehayas ido.

Así lo dicen los mandamientosy así lleva siendo desde tiemposinmemorables.

Pero yo no entiendo por quétiene que ser así. Soy un pecadorque pongo en duda, con todo eldolor de mi alma, la sapiencia denuestro amado bosque. Porque este,

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a veces, se lleva al menosesperado. Puede arrebatarnos a uncándido y rollizo bebé con lamisma facilidad que a un famélico ymoribundo anciano. O a unbonachón antes que a un avaro. O auna mujer sana antes que a unaenferma.

Y nunca sabemos adónde van osi están bien, aunque en lasEscrituras se dice que viajan a unlugar mejor y en eso debemosconfiar.

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Agacho la cabeza y veo mireflejo distorsionado en el agua.Las gotas que caen de mi caraprovocan pequeñas ondas en lapalangana. Mi reflejo me acusa deherejía.

«El bosque es sabio», me digo amí mismo, intentando convencerme.

—Riuvi. —Siento una manoposarse en mi hombro, la acaricio yme incorporo—. ¿Has tenido malossueños?

Me giro y beso sus dedos y su

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mejilla, y su olor me embarga.Quiero sentirme impregnado de ellapor el resto de mi vida.

—Sí, pero no te preocupes, seirán.

—¿Has probado a rezar? —mepregunta arrugando un poco elentrecejo.

No quiero mentirle, perotampoco que vea en mi semblante laverdad. Así que asiento cuando yame he dado la vuelta. Salgo abuscar los huevos que nuestras

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gallinas han puesto hace ya algunashoras.

La aldea nace con losquehaceres de cada uno. Veo aJumil, el herrero, que se dirige a sufragua; a Cornius, el carpintero, quellega a su taller, y a Ivius, el granjefe de la aldea, que va a sentarsejunto a la fuente del pueblo pararesolver las distintas cuestiones queatañen a los vecinos. Todos mesaludan y yo los saludo a todos.

—El bosque es sabio —me

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dicen.—El bosque es sabio —

contesto.

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De cómo el señor alcaldeacude al

debate nocturno de Buddy,el enterrador

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—¿Cómo dice usted, señorHoliday? —preguntó Buddy.

Junto a la mesa del pequeño ysucio salón del enterrador serepartían tres pintas de cerveza yuna vela encendida. La noche erafría y oscura, y en la distanciaalgunos chotacabras se dejabanescuchar junto al ulular del vientoentre los sauces del camposanto.Sentados alrededor de la mesa seencontraban el banquero, el señorHoliday; el bibliotecario, el señor

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Cormac y el enterrador del pueblo,Buddy.

—¡No estoy de acuerdo conusted, el capitalismo no nosconducirá a ningún sitio! —bramóBuddy—. ¡El rico será más rico yel pobre más pobre! ¡Ah, bribón,eso a usted le beneficia!

Buddy lanzó una mirada con unbrillo de inteligencia hacia el señorHoliday y se llevó la pinta a loslabios; luego se pasó el antebrazopor la cara para limpiarse aquella

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mezcla de baba y cerveza.—¿Y usted no mete baza, amigo

Cormac?El bibliotecario no opinó.La casa de Buddy, también

llamada por los aldeanos la casadel cementerio, era un pequeñocuchitril adosado al camposanto.Carecía de luz eléctrica y solo teníauna habitación con un camastromugriento, una silla que servía deropero y un orinal de plástico juntoa una taza de latón llena de agua; un

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salón con cocina y un pequeño bañosin retrete ni ducha, solo con ungrifo situado casi a ras de suelo.

Buddy llevaba incontables añossiendo el enterrador y guarda delcementerio. No se le conocíamadre, pues su padre llegó alpueblo con Buddy de la manocuando este apenas contaba con tresaños. Su carácter taciturno yextraño pronto le granjeó laenemistad de todos los niños de suedad; sin embargo, cuando fue

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creciendo se mostró muy interesadopor el trabajo de enterrador que supadre había conseguido en elpueblo, alejándose de las juntas yjuegos propios de la adolescencia.

Siempre fue una especie degenio de cara a los profesores,quienes observaban con pena eincertidumbre cómo un talentocomo aquel se perdía para siempre.No había materia en la que nosupiera desenvolverse, y pese a quesus maestros insistieron en que

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continuara sus estudios en Londres,él jamás quiso abandonar el pueblo.

Tampoco fue muy agraciadofísicamente, ni siquiera en sulozanía, pues pronto se convirtió enuna especie de gigante encorvado ymacilento que rozaba los dosmetros de altura y cuya fisonomíahabría sido digna de exhibirse en uncirco junto al hombre serpiente o lamujer barbuda, según bromeabanalgunos.

—¡Ah, no! Me habla ahora de

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literatura por cambiar de tema, quétruhán es usted. —El enterradorgolpeó levemente el hombro delbibliotecario y su alborotada risa seescuchó en todo el cementerio.

De nuevo dio un prolongadotrago a la cerveza.

—Bien… —dijo Buddy—.Entraré en su juego, pero no olvide,señor Holiday —dijo mirando albanquero—, que tenemos unaconversación pendiente usted y yo,y puede que el señor alcalde quiera

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participar también en ella paraaportar su punto de vista. Esehombre entiende de economía.

El sombrero del banquero, quepermanecía un poco inclinado sobrela mesa, cayó al suelo.

—No se preocupe, yo lo recojo—dijo el enterrador agachándose—. Tiene usted que dejar de beber,lo digo por su salud —hizo unapausa—. En fin. Bueno, como le ibaa decir, señor Cormac, entraré en sujuego y cambiaremos de tema.

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»Usted me toca en mi puntodébil y lo sabe. Siempre ha sidomuy inteligente, además de culto.Sí, considero que la literatura deterror está a la altura de la literatura«convencional», ni siquiera sé porqué debemos tener este debate.¿Quiere usted decirme queescritores como Lovecraft, Poe,Ambrose Bierce o Hogdson noestán a la altura de narradores comoCervantes, Tolstoi o Chejov?

Buddy se encontraba totalmente

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alterado. Dio otro trago a la pinta yse quedó mirando seriamente albibliotecario, que parecía dibujaruna sonrisa sarcástica en sus labios.

—¡Pues no estoy de acuerdocon usted! La prosa y la habilidadargumental o lingüística de losescritores que le acabo de nombrarestán a la altura de cualquierescritor convencional, ¡decualquiera! De hecho, el mismísimoalcalde, hombre que, como saben,es estudioso de carrera, opina de la

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misma manera que un servidor.Señor Cormac, ambos, usted y yo,hemos visto el tipo de literatura quesuele retirar el señor alcalde de labiblioteca… ¡Pardiez! —exclamólevantándose de la silla—. Ahoramismo voy al pueblo para invitarlea asistir mañana a nuestra reuniónnocturna.

Dio el último trago a su cervezay antes de salir exclamó:

—No tardaré, amigos, entretanto beban cerveza, ¡beban!

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La mañana siguiente amaneciósin una sola nube que ocultara elenorme sol de enero. El ruido delos chotacabras había sidosustituido por el dulce trinar de lospájaros del bosque.

Buddy comenzó a cuidar delcementerio poco antes de queamaneciera. Todo el puebloagradecía su trabajo allí, pues nopermitía que en el camposantocrecieran malas hierbas o que lastumbas estuviesen sucias a causa

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del polvo y los excrementos de lospájaros. Además, mantenía biencuidados los caminillos por los quelos vecinos accedían a las tumbasde sus seres queridos.

Hacia las ocho y media de lamañana, el señor Doyle entró en elcementerio y se dirigió hacia elgigantón que permanecía podandolas ramas más bajas de los árboles.Vestía traje oscuro y llevaba susombrero recogido en el brazo.

—Buddy, buenos días.

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—¡El señor teniente alcalde! —exclamó este un poco sorprendido—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Malas noticias —comentó elfuncionario—. El señor alcalde hamuerto esta noche. Esta mañana suseñora lo halló sin vida en el suelode la cocina, junto a la nevera. Elforense opina que puede haberconsumido algo en mal estadopuesto que tenía setas y carne nomuy fresca en la nevera, pero noencuentra la causa real del

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fallecimiento —comentó con lamirada gacha y apesadumbrada—.Le enterraremos esta tarde. Excaveuna fosa en el lugar de laspersonalidades. ¡Vaya mes negroestamos teniendo!

Dicho esto se alejó dandograndes zancadas. A nadie legustaba permanecer mucho tiempojunto a Buddy, el enterrador.

Cuando hubo excavado la tumbase dirigió a su pequeña morada.

—¡Señores! —exclamó Buddy

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abriendo de par en par la puerta—.¡El alcalde ha aceptado miinvitación y esta noche acudirá anuestro humilde debate!

El señor Holiday y el señorCormac permanecieron en silencio.

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La ganga

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El señor Alfa conducía con lasmanos ensangrentadas de vuelta albloque en el que vivían. Todo habíasalido mal. Aquel mendigo habíareaccionado, no se encontrabadormido como ellos creían yOmega había pagado lasconsecuencias. Se restregó la manoderecha por la frente para secarseel sudor y se manchó de sangre.Puso la radio, pero un segundodespués la volvió a quitar.

—¡Joder, maldita sea! —gritó

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dándole un golpe al volante.No tardó más de cinco minutos

en llegar. Aparcó justo en la puertadel edificio. Allí, a esas horas,nunca tenía problemas para aparcar.Miró hacia todos lados con ciertonerviosismo. No vio a nadie.

Abrió el maletero. Habíametido el cadáver de Omega en unabolsa negra de plástico. No le habíadado tiempo a descuartizarloporque el puto mendigo se habíapuesto a gritar pidiendo ayuda.

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Agarró el cadáver y lo levantócon esfuerzo, ya tenía una edad yOmega pesaba mucho. Cerró elcoche y entró en el bloque; ahora sípudo arrastrar la bolsa por lasbaldosas sin miedo a que serompiera. Subió las escaleras delrellano y abrió la puerta metálicaque quedaba a su derecha sin quitarojo a la puerta de madera que habíaa su izquierda.

Por suerte para él pudo entrarrápidamente y llevar el cadáver

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escaleras abajo hasta el sótano.Antes de abrir la segunda puertaque daba a la sala de las lavadorasmiró dentro de la bolsa. Omegahabía muerto de una puñalada en elcorazón con el mismo cuchillo queAlfa le había prestado para matar almendigo. Por suerte, el mendigo nose lo había llevado en sudespavorida huida.

—¡Si no te hubiera temblado elpulso…! —dijo recordando eltitubeo de Omega y del que el

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mendigo se había aprovechado paraarrebatarle el arma.

Sacó el cadáver y lo extendióen el suelo de baldosas de terrazode la habitación. Levantó el hacha ycomenzó a descuartizarlo. Después,trozo a trozo, lo transportó a la salade las lavadoras y lo dejó en unrinconcito.

—Aún no has venido, ¿eh? —dijo mirando hacia todos lados—.Bueno, bon apetit!

Y salió de allí.

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—Aún no me puedo creer lasuerte que hemos tenido. Este pisoestaba tirado de precio y, además,es un bajo —dijo ella mirando a sualrededor con cara de satisfacción.

El camión de la mudanza seacababa de marchar y todo estabadesperdigado por el suelo. Habíamaletas, bolsas y cajas apiladasentre el salón y la cocina.

—Bueno, por fin nos pasa algobueno —comentó él irónicamente

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Su mujer lo miró con expresiónceñuda y los brazos en jarra.

—Vamos Abraham, quita esacara, por Dios, y no seas tanpesimista. Vida nueva, ¿deacuerdo?

—No es tan fácil —dijo élapesadumbrado.

Susana se acercó, le tomó de lamano y juntos se sentaron en el sofáde cuero que habían logradoconservar de su antigua casa. Ellale acarició la mejilla y le miró

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fijamente con sus enormes ojosverdes.

—Escúchame, debemos afrontartodo esto. Sé que es duro, cariño,pero podemos hacerlo —dijo casien un susurro—. Vamos, Abraham,recuerda nuestros comienzos,también fueron difíciles.

Él la miro detenidamentemientras ella dibujaba una cálidasonrisa en su rostro. La amaba,aunque quizá no se lo dijera muy amenudo. Si no fuese por su mujer él

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nunca habría sido nada en la vida.Recordó la primera vez que

habían visto el viejo edificio deladrillo rojizo al que acababan demudarse y la sonrisa de Susana.Inexplicablemente, la misma quehabía tenido cuando se cambiaron asu lujosa casa del centro cuando lascosas iban bien. Desde luego,pensó, es una mujer que seconforma con poco y eso la haceaun más entrañable.

—No puedo evitar preocuparme

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—comentó—. Joder, Susana, hanpasado tantas cosas en tan pocotiempo… La quiebra de la empresa,la deuda, la subasta de nuestra casa,el mudarnos del centro a este barriode las afueras… Y encima ahoratendremos otra responsabilidad…—dijo pasando suavemente sumano derecha por la incipientebarriga de su mujer.

—Bueno, tal vez no fuera elmejor momento para quedarmeembarazada… —contestó ella

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bajando la mirada.—No, no, no… Lo siento. No

quería decir que tú tengas la culpa—dijo él cogiéndole las dos manosentre las suyas—. Fue algobuscado, además no sabíamos quela empresa se iría a pique en tanpoco tiempo.

Susana se levantó. Parecíacansada.

—Encontraremos trabajo, no tepreocupes. Esta crisis no haafectado a todo el mundo y tú eres

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bueno vendiendo. Ahora ayúdamecon todo esto o esta noche noestrenaremos el piso —dijoinclinándose y rozando con su manoel miembro de su marido porencima del pantalón.

Esa noche, exhaustos despuésde hacer el amor comenzaron acharlar.

—Abraham, ¿observaste la caradel señor Castillo cuandofirmábamos la compra del piso? —dijo refiriéndose al antiguo

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propietario.—No; estaba más concentrado

en leer las cláusulas del contrato yen escuchar lo que nos comentabael notario. ¿Por qué?

Ella comenzó a acariciarle,tenía la mirada perdida en lapenumbra de la noche. El roce de supecho en el vientre provocaba unaleve erección en su marido que legustaba sentir.

—Yo sí me fijé. Primero teníauna expresión de angustia contenida

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y cuando firmamos pareció como side golpe, se quitase diez años deencima. La cara le cambiócompletamente.

—Es normal. En estos tiemposno se vende nada, vio el cieloabierto con nosotros… y dicho seade paso, nosotros también lo vimosabierto con la compra de estavivienda. Ha sido una ganga.

Susana suspiró profundamente,comenzaba a tener sueño.

—¿Por qué lo habrá vendido tan

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barato?—Deudas, supongo —dijo él—.

O puede que haya hecho unahipoteca puente y deba vender antesde encontrarse pagando los dospréstamos. Quizá también el pisotenga algún tipo de tara, goteras ovete tú a saber, no es que sea muynuevo. También es un bajo,probablemente el ruido del tráficoresulta bastante molesto.

—Puede ser.—Seguro que algo tiene. Los de

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la inmobiliaria me comentaron queel señor Castillo llevaba pocotiempo viviendo aquí.

—Nos han cortado la línea delmóvil —soltó Susana sin venir acuento.

Silencio.—Abraham…—Dime…—¿Me sigues queriendo?Él la atrajo hacia sí y la besó.

Después, acarició la curvatura desu barriga.

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—Más que nunca —contestó—.Saldremos adelante.

—Buenas noches.—Hasta mañana, mi amor.Hacia las tres de la madrugada

Abraham se despertó sobresaltado.No sabía exactamente si aquellohabía sido un ruido real o si estabadentro de una pesadilla. El entorno,prácticamente desconocido, ledesconcertó durante unos segundos.Le llegó un olor muy fuerte. Miró elreloj y pronunció una maldición. Ya

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estaba acostumbrándose a losdesvelos nocturnos. Estos eran másacuciados desde algunos mesesatrás, cuando comenzaron susproblemas económicos. Se sentíaculpable, había malgastado granparte del dinero que habíaconseguido en su antigua empresa.Gracias a Dios que en un arrebatode sensatez y viendo el panoramahabía guardado parte del dinerosobrante de la última operaciónfinanciera antes de que se fuera a la

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quiebra. No lo depositó en ningúnbanco previendo que le podríanembargar también la cuenta. Peroaun así pudo pagar lo más urgentedespués de la compra de aquel pisoy poco dinero le quedaba paraafrontar los meses siguientes. No lehabía dicho nada a Susana para nopreocuparla. Bastante tenía con lodel embarazo. Ahora su prioridadera encontrar trabajo, ya fuese decamarero o de peón de albañil; noquería que su hijo llegase a este

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mundo pasando necesidad.De repente, las paredes y el

suelo temblaron. Fue breve, pero laintensidad hizo que un trozopequeño de escayola del techocayese sobre su frenteprovocándole un fuerte dolor.

—¡Mierda! —exclamó.Comenzaba a preguntarse qué

diablos había sido aquel temblorcuando se produjo otro. Seincorporó mirando hacia todoslados con nerviosismo. ¿Podía ser

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aquello un terremoto? Imposible,demasiado breve. Más bien parecíacomo si algo embistiese contra lospilares del viejo edificio, debajo deellos. Puso un pie en el suelo. Palpóel silencio en busca de algún sonidoque le ayudase a identificar quéestaba pasando. Nada. Todo seguíaen calma. La luz de las farolas queentraba por las rendijas de lapersiana del cuarto le mostrabaahora muy tenuemente la habitación.No había nada raro. A su espalda

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Susana murmuró algo entre sueños.Él se metió de nuevo en la cama,despacio, aguzando el oídoinútilmente. Abrazó a su mujer ymedia hora después pudo volver adormir.

A las ocho de la mañana segúnel viejo despertador rojo quependía de la pared, se encontrabanlos dos en la cocina. Ella preparabatostadas con mermelada y zumo denaranja mientras él hojeaba unperiódico del día anterior en busca

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de algún empleo. La cocina seencontraba desordenada aún por lamudanza y él había tenido queapartar varias bolsas de la mesapara poder extender el diario.

—¿Has dormido bien? Merefiero a si has extrañado nuestraantigua habitación, porque yo sí —preguntó Susana—. Creo queincluso he tenido pesadillas.

Él asintió y ella se quedómirándolo con una media sonrisa enla cara.

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—¿Sí qué, que has dormidobien o que has extrañado la cama?

—Perdona, cariño. Estabaconcentrado en esto —dijoseñalando un titular sobre la crisis—. Quería decir que he dormidobien. Bueno —meditó—, a las tresme despertaron unos temblores muyextraños, no sé a qué podríandeberse…

—¿Temblores? —preguntó ellaapartando unas bolsas de la silla ysentándose junto a su marido.

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—Sí, era extraño… como si eledificio estuviese temblando sobresus pilares, no sé. Como si logolpeasen con fuerza desde dentro.

—Mmm… —murmuró ella conel ceño fruncido y mirando hacia eltecho.

El timbre sonó varias veces.Ella se levantó extrañada mientrassu marido la miraba con curiosidad.No esperaban visita.

—¿Quién será? —susurró él.—Voy a ver…

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Se acercó lentamente a la puertay miró a través de la mirilla. Actoseguido corrió hacia la cocina yagarró de la mano a su marido.

—Ven a ver esto, es muyextraño —dijo medio riendo—.Hay mucha gente ahí fuera.

Su marido abrió la puerta.Alrededor de veinte personas losesperaban en el rellano: ancianosen bata y pantuflas, algunos niñosde diferentes edades y variosmatrimonios. Delante de todos ellos

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estaba el señor Castañeda, unanciano de bigote fino y miradainteligente que vestía un traje negrode rayas grises y que hablabaarrastrando las palabras.

—Estimados vecinos, venimosa presentarnos —dijo dejando caeruna ese extremadamente alargada—. Soy el presidente de lacomunidad; aquí tienen alsecretario, el señor Gómez —añadió señalando a un varón calvoy regordete de unos cincuenta años

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que se adelantó un paso pero que noabrió la boca—. A los demás ya losirá conociendo con el tiempo. Es unplacer tenerlos entre nosotros.

Abraham en un principio nosupo cómo reaccionar. Sus nuevosvecinos los observabaninquisitivamente. Cuando sintió unligero empujón de Susana, alargó lamano y comenzó a dársela a todo elmundo.

—Muchas gracias —dijoAbraham—. La verdad es que no

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esperaba… no esperábamos esterecibimiento.

El señor Castañeda se inclinólevemente.

—Deseamos que la convivenciasea grata para todos. Como habránpodido ver el edificio es antiguo,pequeño, de apenas cuatro plantas.Aquí hay gente muy sencilla, señorRuiz, no nos gusta llamar laatención ni nos gustan losescándalos y con esto no quiero quese sientan ofendidos, no les

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conocemos de nada… ¿Entienden?—Entiendo… —contestó.

Comenzaba a ponerse nervioso. Nocomprendía el silencio sepulcraldel resto de los vecinos.

—Además —prosiguió el señorCastañeda con una sonrisa forzadaen los labios—, en este edificio hayuna serie de «normas yobligaciones» que se deben cumplira rajatabla por el bien de lacomunidad.

—¿A qué se refiere? —

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preguntó Susana saliendo de detrásde su marido.

El señor Castañeda alargó sumano y estrechó suavemente la dela mujer.

—Bueno, serán explicadas ensu debido momento a su marido,señora Paños. No se preocupe porello —dio dos pasos atrás sinapartar la vista del matrimonio—.Ahora tenemos que irnos.Seguiremos en contacto. De nuevo,sean bienvenidos a nuestra pequeña

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comunidad de propietarios. Buenosdías.

Dicho esto se marcharon todosen silencio. Algunos subieron a susrespectivos pisos y cerraron lapuerta con sumo cuidado y otros,entre ellos el presidente, salieron ala calle para perderse entre lamultitud. Abraham y Susanavolvieron a la cocina.

—Qué cosa más extraña —dijoél sentándose de nuevo en la silla ylevantando el periódico.

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—Desde luego. Se ve que lagente de las afueras es más educadaque la del centro, aunque bastantemás extravagante…

Rieron a carcajadas.El día transcurrió despacio.

Abraham llamó a varios anunciosde empleo desde una cabina junto ala fachada del edificio. Consiguiódos entrevistas y variasdecepciones. Deambuló sinresultado por las cercanías,parándose a dejar su currículo en

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las pequeñas y medianas empresasque se encontraba, incluso enalgunos bares y obras. Cansado deandar por las inmediaciones sedetuvo a contemplar un museo queno quedaba muy lejos de su piso.

A la hora de comer volvió acasa.

—Nada —dijo al cruzar lapuerta.

Susana se secaba las manos conun paño de cocina.

—Abraham…

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—Lo sé, lo sé —contestó él—.No es tan fácil encontrar trabajo.

—Eso —dijo Susana mientrassacaba una tarta de queso del horno—. Parece mentira que fueras ungran comercial, ¡debes ser positivo!

—Viniendo hacia aquí me crucéde nuevo con el señor Castañeda —comentó él cambiando de tema—.Estaba en la puerta de un museoque, por cierto, no te recomiendoque visites.

—¿Ah, sí? —preguntó ella

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interesada.—Sí; me hizo una reverencia y

me sonrió. Ese hombre camina conendiablada rapidez. Queríapreguntarle algunas cosas.

—Parece agradable —dijoSusana, aunque no muy convencida.

—Parece. En fin, a ver simañana hay suerte con lasentrevistas.

—Si no es mañana, será pronto—contestó ella abrazándolo pordetrás.

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Pasaron la tarde ordenando elsalón y sacando la ropa que todavíaquedaba en las maletas.

Esa noche no hubo sobresaltos yAbraham pudo conciliar el sueñopocas horas después de acostarse.Madrugó y se presentó puntual a lasentrevistas.

La tarde la pasarontranquilamente ordenando lostrastos de la mudanza.

Sin embargo, esa noche serepitieron los temblores.

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Primero llegó el tufo. Un olorinsoportable a putrefacción queinundó de pronto sus fosas nasales yque le provocó una arcada. Miró asu mujer: no parecía inmutarse. Seprometió que al día siguientehablaría con el señor Castañedapara preguntarle por la procedenciade aquel hedor. No quiso despertara Susana, así que se giró dándole laespalda. Fue en ese momentocuando sintió la primera sacudida.Y, seguidamente, y con una

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intensidad aun mayor, la segunda.El bolígrafo que había dejado en lamesilla para subrayar los anunciosde empleo del periódico cayórodando al suelo.

—Pero… ¿qué cojones? —dijo,incorporándose. Miró eldespertador, eran poco más de lastres de la madrugada.

«Plof, plof»Permaneció inmóvil, aguzando

todos sus sentidos. ¿De dóndeprocedía ese sonido?

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«Plof, plof»La escalera. Alguien subía la

escalera del rellano haciendo eseruido. Se levantó con sigilo,descalzo. Fue avanzando depuntillas hacia la puerta, tropezandocon las cajas de la mudanza ymaldiciéndose a cada instante. Elruido parecía detenerse pormomentos para regresar pocossegundos después.

Llegó hasta la puerta y pegó elojo a la mirilla. No le costó

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acostumbrarse a la penumbra delrellano porque por el cristal de lapuerta de acceso a la calle sefiltraba la luz de las farolas,haciéndolo más luminoso que elinterior de su propio piso.

No veía a nadie, sin embargointuía que si alguien bajaba o subía,entraría pronto en su campo devisión. El ruido comenzaba adesquiciarle. Ahora lo sentía muchomás cerca y parecía mezclarse conel sonido de una bolsa arrugándose.

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De pronto, volvió a notar aquel olorhediondo. Frunció el ceño y arrugóla nariz.

—Dios… —dijo.Alguien estaba cada vez más

cerca. El ruido se habíaintensificado. Sin duda estabanarrastrando algo por el pasillo. Aúnno podía ver nada; lo intentabanerviosamente girando la cabezahacia las escaleras que quedaban asu derecha, pero el agujero de lamirilla no se lo permitía. Hasta que

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no lo tuvo de frente no reconoció alseñor Gómez, el secretario deledificio. Arrastraba un fardo negro;había visto demasiadas películas degánsteres como para no relacionarla forma de aquella bolsa con la deun cadáver. Abrió enormemente losojos. Ahora el señor Gómez sepasaba una mano por la frente.Debía de estar sudando. Vio comohacía un desesperado intento yarrastraba el fardo hasta una puertametálica que quedaba justo en

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frente de su puerta. El secretario leestaba dando la espalda; detrás deél descansaba la bolsa. Abrió lapuerta, se giró y durante lo que lepareció una eternidad sus miradasparecieron encontrarse a través dela mirilla. El secretario sonrió,como si supiese a ciencia cierta queAbraham se encontraba detrás de lapuerta. Retrocedió asustado. Volviósobre sus pasos y se metió en lacama. Antes de dormir intentóconvencerse de que todo aquello

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debía de tener una explicacióncoherente.

A la mañana siguiente sedespertó con la voz de su mujerllamándolo desde la cocina. Selevantó descalzo, se lavó la cara yse sentó a la mesa. Su mujer leestaba preparando un desayuno abase de huevos y tocino. Comprobócon una mezcla de gratitud y agobioque Susana había salido a la calle yhabía comprado el periódico.

—Buenos días… —dijo ella

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con voz melosa.—Buenos días, cariño.—¿Has dormido bien esta

noche?—No me puedo quejar —dijo,

obviando la palabra insomnio.—¿Saldrás por la mañana?—¿A ti qué te parece? El

trabajo no va a venir a buscarme ala puerta —contestó secamente.

Ella se quedó mirándolo. Élapartó la mirada malhumorado. Noquería tener que controlarse más.

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—No me mires así —dijoAbraham.

—No creo que debas hablarmeen ese tono.

—No te he hablado de ningunamanera —contestó.

—Sabes que sí. Sé comocomienzan estas discusiones y tepones imposible. Así que voy a iral salón para colgar los cuadros.Cuando te tranquilices, allí estarépara hablar.

—¡Eso es! —dijo él levantando

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la mirada del periódico—. Huye delas discusiones, huye de lasresponsabilidades, evádete en tumundo: «Susana en el país de lasmaravillas». Un país donde el«seguro que todo va a mejor» y el«si no es mañana, será pronto»sirven para alimentarse. Sí señor,¡joder!

Ella lo miró con resentimientomientras se secaba las manos conun paño de cocina y Abraham sintióen ese momento que no podía

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aguantarla, que no la soportabamás.

—¿Crees que no me preocupopor la situación, por no saber sivamos a encontrar trabajo? —gritóella—. ¡Vete a la mierda!

Arrojó el trapo contra la mesa ysegundos después se oyó unportazo. Se había encerrado en elbaño para llorar. Siempre quediscutían sucedía lo mismo. Él laodió aun más.

El timbre sonó dos veces.

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—Perfecto —dijo levantándosede mala gana—, ¡es la hora idóneapara las visitas!

Todos sus vecinos con susrespectivos hijos le esperaban en lapuerta. El señor Castañeda, denuevo pulcramente vestido con trajeoscuro y seguido del señor Gómez,presidía la comitiva. No pudoevitar dar un paso atrás y agarrar elpomo de la puerta.

—Buenos días, señor Ruiz —saludó el presidente de la

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comunidad con su especial deje einclinación anacrónica—. Hemosoído voces. Espero que no sea nadagrave…

Por segunda vez en pocos díasAbraham no supo cómo reaccionar,simplemente se quedó mirándolosperplejo. Después, deseómandarlos a todos a la mierda porlocos y entrometidos y cerrar lapuerta de golpe, pero en lugar deeso se quedó observando al señorCastañeda y a su cohorte sin

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pronunciar palabra, estupefacto.—En fin —continuó el

presidente de la comunidad—.Veníamos porque sabemos que estáusted buscando empleo. Corríjamesi me equivoco —al no obtenerrespuesta continuó hablando—.Como ha podido observar somosuna comunidad de vecinos muyunida. Lo que le preocupa a uno denuestros inquilinos nos preocupa atodos —el «todos» lo pronuncióarrastrando la ese durante varios

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segundos—. Es por eso que noscongratula comunicarle que el señorMatías —dijo señalando a unsesentón que permanecía agarradoal brazo de su esposa— precisa unguarda de seguridad en el museo,justamente donde usted y yo noscruzamos esta mañana. Por cierto,perdone que no me detuviera, teníaprisa. Supongo que le interesaráeste trabajo.

—¿Cómo… cómo saben quebusco empleo? —fue lo único que

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acertó a preguntar. Aún no acababade digerir lo que le estabasucediendo.

—Bueno —dijo el señorCastañeda tocándose la punta de suafilado bigote y dirigiéndole unamirada cargada de un brillo que nole gustó nada—. No hace falta serSherlock Holmes. Es nuevo poraquí, le vemos a muchas horas deldía entrando y saliendo del edificio.Así que es fácil suponer que notiene aún empleo.

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—No, ya no tengo —contestó él—. La empresa para la quetrabajaba quebró.

—Vaya, esta crisis está siendomás grave de lo que se preveía —comentó alentando a Abraham—.En ese caso, señor Ruiz, supongoque no tendrá ninguna objeción enacompañar al señor Matías a suempresa para que le informe de lasgestiones que deberá usted llevar acabo. Siempre y cuando le guste eltrabajo, claro está.

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Abraham no podía creer lo queestaba ocurriendo. Le ofrecían untrabajo sin una entrevista previa. Esmás, no estaba convenciendo anadie para hacerle ver que merecíaese puesto de trabajo, sino alcontrario. Miró hacia atrás,buscando la presencia de su mujer.Aún no había salido del baño.«Cielo, lo que te estás perdiendo»,pensó, casi olvidando por completosu enfado.

—Supongo —dijo finalmente—

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que no hay nada malo en ir einformarme. Si esperan unosminutos mientras me preparo…

—No se preocupe —contestó elpresidente—. El señor Matías leestará esperando aquí. Los demástenemos que acudir un día más anuestros respectivos puestos detrabajo. Ha sido un placer ayudar aun miembro de esta, nuestra queridacomunidad. Tengan usted y laseñora Paños un buen día.

Dicho esto, dio un paso atrás y

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cada uno de los vecinos comenzó atomar su camino. Menos el señorMatías, que se quedó rezagado en elportal.

—Señor Castañeda… —llamóAbraham antes de que alcanzara lapuerta de salida.

—¿Sí? —dijo este dándose lavuelta.

—En varias ocasiones hesentido violentas sacudidas yanoche escuché ruidos extraños enla escalera —dijo mirando al señor

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Gómez, que permanecía con elrostro impasible—, ¿ustedes no lohan sentido?

El señor Castañeda suspiró ycerró los ojos momentáneamente.

—Este edificio es antiguo —contestó con tono afable—, necesitacierto… mantenimiento. Por esorequiere de algunos cuidadosespeciales.

—¿A qué cuidados se refiere?—preguntó comenzando apreocuparse por la seguridad del

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edificio.—Esta noche yo mismo le

hablaré de ellos. Como miembro deesta comunidad es su deberconocerlos y llevarlos a cabo. Quetenga un buen día, señor Ruiz.

Solo pudo decir un escueto«gracias por todo» antes de que elpresidente y el secretario seperdiesen entre la multitud quepasaba por la calle.

Cuando se lo contó a Susanaesta apenas pudo dar crédito a lo

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que escuchaba. Se duchó rápido ysalió disparado hacia la puerta. Allílo esperaba el señor Matíasleyendo la correspondencia.

—¿Vamos?—Claro —respondió Abraham.Pasó el resto de la mañana en

las oficinas del señor Matías. Lascondiciones de su puesto leparecieron más que aceptables. Eltrabajo era muy sencillo,simplemente tendría que sentarse enuna sala y echar un vistazo a los

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monitores.Regresó a casa a mediodía con

un enorme ramo de flores.«Empezaré mañana», dijoefusivamente a su mujer. Y todofueron risas, abrazos y achuchoneshasta la hora de la cena.

El timbre volvió a sonar bienentrada la noche. Ambos sesobresaltaron. El reloj de la paredmarcaba la una y media de lamadrugada.

—¿Quién será? —preguntó

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Susana. Fue hacia la puerta y volviócorriendo—. El señor Castañeda…

—No me jodas… —contestó él—. Dijo que esta noche vendríapara explicarme algunas normas ono sé qué cosas del edificio.

—Pero, ¿a estas horas? Seguroque está borracho.

—Bueno, lo perdonaremos portodo lo que ha hecho hoy pornosotros. Aunque le comentarédelicadamente que no son horas yque deje para mañana lo que me

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tenga que explicar.El señor Castañeda lo saludo

con su habitual reverencia.Abraham no observó nada que lehiciera pensar que el tipo estuvieraborracho.

—Buenas noches. Sientopasarme a estas horas, pero esinevitable, señor Ruiz.

—Un poco tarde sí es… ¿Nopodría explicarme en otro momentolo que me tenga que explicar?Como sabrá, mañana temprano

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empiezo a trabajar con el señorMatías. De verdad, es que no sonhoras…

—Me temo que no puededejarse para mañana, estimadovecino. Debe ser ahora. No leocuparé mucho tiempo —dijoagarrándolo suavemente del brazo einvitándolo a salir de su piso—. Siquiere, dígale a su esposa quepronto estaremos de regreso.

Abraham se dio la vuelta ymirando a Susana, que les

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observaba desde el sofá del salón,susurró un «ahora vuelvo» y cerróla puerta tras de sí.

—Bien. Muchas gracias, señorRuiz. Entiendo que estas no sonhoras, pero es necesario —ycambiando el tema de conversaciónañadió—. ¿Está contento con sunuevo trabajo?

—Claro. Les estoy muyagradecido, han sido ustedes muyamables con mi mujer y conmigo —mirando de nuevo su puerta añadió

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—. No quiero ser maleducado, perode verdad que no son horas…

—Perfecto —contestó el señorCastañeda haciendo caso omiso—.¿Le importaría acompañarme a micoche para descargar unas bolsas?Tengo la espalda destrozada… Estáaparcado justo aquí en la puerta.

—No, claro que no me importa—contestó Abraham resignado yaligerando el paso.

Se acercaron hasta un cuatropor cuatro verde que estaba

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aparcado en la acera, junto a lafachada del viejo edificio. Elpresidente de la comunidad abrió elmaletero y Abraham pudo observardos enormes bolsas negras debasura y un hacha.

—Agarre usted esta; yo sacaréla otra —dijo el señor Castañeda.

Abraham cogió la bolsa que leindicaba. Pesaba bastante, «aunquees demasiado pequeña paracontener un cadáver», bromeó ensilencio. El señor Castañeda

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levantó trabajosamente la otra yambos se dirigieron al interior deledificio.

—Es aquí —dijo parándosedelante de la puerta que quedaba enfrente a su piso—. Creo que ya sehabía fijado anteriormente en estapuerta, señor Ruiz.

—Bueno —dijo él desconfiado—, la otra noche no podía dormir.Sentí un ruido en la escalera y vi alseñor Gómez bajando una bolsa poraquí. ¿A dónde conduce y qué

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contienen estas bolsas?El señor Castañeda abrió la

puerta sin contestar. Abrahamobservó unos escalones quebajaban a una estancia húmeda ymal iluminada, llena de moscas. Alfinal de esta había una puerta con lapintura descascarillada. Un fuertehedor les llegó desde lo alto de laescalera.

—Conduce a otra sala —continuó el señor Castañeda—. Allíhay lavadoras y secadoras que están

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a su entera disposición durante eldía. Y algunas máquinas decalefacción y aire. Pero no tienennada que ver con el mantenimientoque esta noche quiero que aprenda.Baje por aquí —le indicó.

Abraham bajó lentamente trasél.

—Señor Ruiz —dijo el señorCastañeda al llegar a la siguientepuerta.

—Dígame.—Pase lo que pase, si sale de

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la sala a la que vamos a entrar,espéreme aquí. No se precipite.

—¿A qué coño se refiere…?Estaba harto de tanto misterio.

Pero el señor Castañeda ya habíaentrado en la sala contigua y lapuerta se había cerrado tras éldebido a un resorte mecánico.

Durante un breve lapso detiempo se quedó mirando la puerta,embobado. Después agarró elpomo, lo giró y entró.

Un minuto y medio después

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salía de la sala, tropezaba con elprimer escalón, caía al suelo,vomitaba y, temblando, se echabalas manos a la cara.

Intentó levantarse, pero chocócon violencia contra la pared y lacabeza empezó a sangrarleabundantemente. Se sentó en elsuelo y permaneció allí,desorientando, hasta que el señorCastañeda abrió la puerta y seacercó a él. Traía las bolsasarrugadas y las manos manchadas

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de sangre.—Vaya —dijo—. Suponía que

iba a pasar algo así. Sueleocurrirnos cuando llegan nuevosinquilinos. ¿Se ha hecho muchodaño? —dijo inclinándose paraobservar la herida de su frente.

Abraham se apartó de él comosi fuera el mismísimo demonio.

—Pero… ¿qué… qué es eso?—no podía articular palabra.Intentó arrastrarse escalones arriba,sin embargo lo único que consiguió

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fue golpearse la espalda contra elfilo.

—Supongo que quiere saberqué es «eso». Pues bien, enrealidad nadie lo sabe. Estaba aquícuando llegué hace ya más detreinta años y, por lo que me dijo elantiguo presidente, ya estaba aquícuando él llegó —dijo el señorCastañeda mirando el techo de laestancia—. Quería saber a qué erandebidos esos temblores que veníasintiendo de madrugada, pues ya

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sabe la procedencia, es «eso» loque los produce. Y lo hace cuandotiene hambre.

—¡Usted… vosotros… soistodos unos… unos…! —no lograbaterminar la frase.

—¿Unos locos? ¿Unosasesinos? ¿Lo dice por ese hombrepartido por la mitad quecargábamos los dos hace un rato?

Abraham se inclinó y volvió avomitar. El señor Castañeda lepuso una mano en el hombro y otra

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en la frente, levantándole la cabeza.—Vamos, vamos. Échelo todo,

se sentirá mejor. Le diré quenosotros, en realidad, lo quehacemos es limpiar las calles —añadió—. Vagabundos, prostitutas,proxenetas, drogadictos, cualquieranos puede servir. Podríamos decirque realizamos un servicio a unacomunidad más grande que la quevive en nuestro propio edificio.Recapacite, incluso les hacemos unfavor a ellos despojándoles de sus

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penurias. Lo que quiero decir conesto es que, en cierto modo, lo quehacemos no es inmoral, como puedaparecer a simple vista, sino todo locontrario.

»Su obligación como miembrode esta comunidad es traerlecomida una vez al mes, comohacemos todos los que aquívivimos. Y tenga en cuenta que sitarda demasiado, el edificioempieza a temblar… Solo es unaviso…

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—¡Están locos! ¡Losdenunciaré! —dijo intentadoincorporarse—. ¡Jamás haría unacosa así!

—Lo hará. ¿Y sabe por qué?Porque la última vez que no se ledio de comer, «eso» subió a por sucomida. Empezó por la familia quevivía donde usted vive ahora yacabó dos plantas más arribadejando restos humanos por todaspartes. No es el primero en quereravisar a la policía. Ya se intentó,

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pero como ha podido comprobarpor sí mismo, «eso» para el restode los mortales no existe, comopara usted no había existido hastahace unos minutos. Y podráconvencer a la policía con otrosmétodos para que vengan aquí,usted es listo, lo conseguiría. Peroal llegar aquí, ¿sabe qué iban aencontrar? Nada. «Eso» sabeesconderse muy bien, tan bien que aveces parece como si no estuviera.Créame, si ha conseguido

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sobrevivir durante tanto tiempo esporque a pesar de su apariencia noes para nada estúpido. ¿Comprendeahora por qué su piso les parecióuna ganga?

—Me voy… nos iremos deaquí… —dijo Abrahamlloriqueando.

—¿Y adónde irán? Estoyperfectamente informado de susituación económica. Estacomunidad abarca más de lo que seimagina. No tienen donde caerse

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muertos. Sin embargo, le puedoasegurar que si sigue aquí el trabajono le faltará y ya ha visto cómo estáel panorama. Tendrá dinero paracomida, para los estudios de sushijos, hasta para irse de vacacionesal Caribe si quieren. Por favor —dijo conciliador—, dese dos díaspara pensarlo. En realidad no es tanmalo como parece.

Abraham lo miró con unamezcla de asco, miedo y odio. Elseñor Castañeda le dio un pañuelo

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de papel. Se limpió primero laslágrimas y después la sangre de laherida. Y ambos subieronlentamente los escalones. Aúnpermanecieron un rato en el rellano,en silencio, hasta que Abrahamcomenzó de nuevo a andar.

—Ah, señor Ruiz —dijoCastañeda acompañándolo hasta supuerta—. No comente nada a suesposa aún, no lo comprendería.Además, si es tan persuasivo comopensamos que es, ella no tendrá que

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enterarse nunca de lo que usted havisto esta noche. Piense en su futurohijo antes de tomar una decisión —dijo dándole unos golpecitos en laespalda—. Buenas noches.

Abraham entró en su piso.Contó a Susana que ayudando acargar unas bolsas al señorCastañeda se había caído y se habíagolpeado con el bordillo de laacera. Entró en el baño y estuvomás de media hora en la ducha. Nopodía dejar de pensar en lo que

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había visto. Esa noche tampocodurmió, pero a la mañana siguienteacudió puntualmente al trabajo.

Pasados dos días, demadrugada, Abraham se levantó dela cama. No había conseguido pegarojo.

—¿Dónde vas, cariño? —dijosu mujer medio dormida.

—Tranquila —contestó—. Voya comer algo. Ahora vuelvo.Duérmete.

En la puerta del edificio un

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cuatro por cuatro lo esperaba con elmotor encendido.

—Se ha retrasado, señor Ruiz—dijo Castañeda metiendo laprimera marcha e incorporándose ala carretera.

—¿Cuánto tiempo necesitóusted para acostumbrarse? —preguntó Abraham mirando elsuelo.

No obtuvo respuesta.El presidente de la comunidad

condujo en silencio durante algunos

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minutos. De pronto, detuvo el cocheen la entrada de un callejón.

—Escúcheme, señor Ruiz, apartir de este mismo momento noutilizaremos nuestros nombresreales —dijo con tono severo elseñor Castañeda—. Nos podríamosver comprometidos en una situacióncomplicada y nadie debe conocernuestra verdadera identidad. Asíque desde ahora yo seré Alfa.¿Cómo quiere llamarse usted?

—Dejémoslo en Omega,

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puestos a elegir…

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El viejo que cada día veíamorir

el sol desde su azotea

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«O la vidas es una puta muyembustera, o nosotros somos unosoptimistas natos y con pocas luces»,pensó.

El viejo Martin Fish agarró sutambién vieja silla de pescador y sesentó a observar el horizonte desdesu azotea. El sol, herido de muerte,otorgaba a la ciudad un macilento yagónico color anaranjado.

Cerró los ojos unos segundos ydejó que la brisa le acariciase elrostro. Una agria sonrisa se dibujó

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en la comisura de sus finos yresecos labios. ¡Qué calma! Elánimo se le encogía ante lo que suvista podía abarcar. La ciudad ledevolvía la mirada a través de suscalles sucias, de sus ventanasoscuras como ojos de araña; y lohacía con pena, con nostalgia de loque fue y nunca volvería a ser.

Abajo vio uno de aquellos serescontrahechos que caminandesorientados, buscando unacomida que ya no necesitan,

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gobernados por una gula sinsentido. Algunos, antes delapocalipsis, los llamaban «no-muertos». Él los denominaba «no-vivos», era más realista.

Agarró su Winchester con miratelescópica. Pensó en la delicadezade su culata de madera de roble. Laacarició suavemente, frotándolacontra su mejilla como si se tratasede la mano ávida de una amante;después, encañonó el arma yobservó la calle de enfrente, la que

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daba acceso al callejón sin salidadonde estaba su edificio.

Aquí y allá los observó; no-vivos plantados en mitad de la vía,como si de sus deformes dedoshubiesen nacido raíces quedestrozaran el suelo hasta llegar alas entrañas de la tierra. Sebalanceaban, se mecían como si susbrazos fuesen delgadas ramas apunto de quebrarse, como si susdedos fuesen hojas caducas que noquieren echar a volar a merced del

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viento y perderse en caprichososremolinos.

Dejó la escopeta a un lado y serecostó en su incómoda silla depescador. Se tapó los ojos con lagorra y escuchó a la ciudad. Laciudad siempre le decía cosas aloído.

Le gustaba ver morir al día allí,por eso subía cada puesta de sol ala azotea. Porque Martin Fish creíaque también él querría morirabrazado por el ocaso.

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Apoyó el cañón del arma en suquijada. Estaba relajado. Respiróhondo.

Muy bien, muchacho; hoypodrás hacerlo, estoy seguro. Yanada te ata aquí, ni a ti ni a nadie.Pon fin a esto antes de que tequedes sin comida o antes de quemueras de otra manera menos digna.Todos los que te importaban hanmuerto ya; hace semanas que no vesa un vivo y la vida tampoco tesonrió tanto como para que le

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tengas este aprecio. No postergueslo inevitable.

Sí, ya casi estaba convencido.Presionó débilmente el gatillo. Unpoquito más y sus sesos seesparcirían por la azotea comoconfeti en una fiesta de cumpleaños.Un poquito más y diría adiós a tanpatética existencia. Un poquito másy…

No puedo; soy un cobarde,tengo miedo…

Apoyó de nuevo el arma en el

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suelo y la miró. Una lágrimadelataba su impotencia. Se odiaba así mismo, pero era incapaz de darsemuerte.

Un ruido llamó entonces suatención. Dio un brinco en la silla.Martin Fish vio un pequeño bultocon el pelo rubio que corría y seadentraba en el callejón, en la telade la araña. Los no-vivos habíanarrancado de las entrañas de layerma tierra sus raíces y caminabanlentamente tras la niña, como si con

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cada paso tuvieran que levantartoneladas de tierra adherida a suspies. Estiraban sus ramas haciaella, anhelaban que el bosque ladevorara y que su sangre regara elinfértil suelo de asfalto para poderalargar así su no-existencia un pocomás.

Solo un poco más.Martin Fish la vio acorralada;

no tendría más de cinco años. Sepreguntó cómo había sobrevividosola y cómo moriría ahora.

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—¡En el contenedor de basura,escóndete ahí, niña! —le gritó contodas sus fuerzas, haciendo bocinacon las manos y sin saberexactamente por qué la ayudaba.

La pequeña levantó la vista.Apenas pudo distinguir laenclenque silueta del viejo MartinFish encima del edificio. Después,echó a correr hacia el contenedormetálico que quedaba a su derechay que estaba cuajado de moscas,botellas y bolsas rotas. Ayudándose

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con varias cajas de plásticoconsiguió introducirse en él y cerrarla tapa justo en el momento en queun no-vivo acariciaba la tela de suvestido y se llevaba la mano vacíahasta su desdentada boca.

Martin Fish pasó toda la nocheen la azotea y la niña, dentro delcontenedor. A veces, intentabaaveriguar algo sobre la pequeñautilizando su mira telescópica. Perola noche era cerrada y no lograbadiscernir nada que no fueran formas

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vagas. Aunque algo sí tenía claro:el callejón estaba infectado deaquellos seres putrefactos.

Muy bien, héroe, ¿ahora quéharás?

No tengo que hacer nada más,he hecho lo que he podido.

¿No vas a ayudar a la niña?Yo no la he metido en esto, no

estoy obligado a hacerlo.Creo que eres más cobarde de

lo que pensaba.No tengo apenas munición, ni

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más armas. No arriesgaré mi vidapara salvar la de nadie. Bastanteme costó conservar la mía.

Pero es una niña… y tú quieressuicidarte…

La muerte no sabe de edades…Bajar sería un suicidio demasiadodoloroso.

Cuando el sol renació, MartinFish estaba de pie al borde de laazotea y con una manta roída ymaloliente por encima de sushombros. Le dolían los huesos por

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haber pasado la noche a laintemperie: la edad no perdona.

Aquello tenía peor pinta de loque creía.

La niña, fustigada por losgemidos de los no-vivos, se habíapasado casi toda la noche llorandoy esto había llamado aun más suatención. Ahora el callejón era unbosque tupido de manos, piernas ycabezas. Una vorágine de hambreno saciada, una orgía de tripas,sangre y putrefacción. Si la niña

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todavía vivía era simplementeporque los no-vivos habíanolvidado cómo se abre la tapa de uncontenedor. Pero en el momento queel hambre hiciera presa de lapequeña, esta intentaría huir y,entonces, moriría…

Y bien, ¿qué piensas hacer,héroe?

¿Otra vez me lo preguntas?Algo tendrás que hacer, ¿no?Ya no hay salvación. Ni aunque

quisiera podría ayudarla.

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Creo que ahora en eso estamosde acuerdo. Pero tal vez puedas…aliviar su sufrimiento… ¿Quéopinas?

¿Matarla? Estás loco…Dirás «estamos». Recuerda

que estás hablando contigo mismo.Piénsalo, ¿cómo preferirías morir,comido vivo o de un disparorápido e indoloro en la cabeza?

No pienso matar a nadie,olvídalo.

Un par de horas después

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observó como la tapa se abríalevemente, apenas dejaba unarendija que hacía penetrar un finocuchillo de luz.

—¡Socorro! —gritó la niña—.¡Ayúdeme!

Mientras a Martin Fish se lecongelaba la sangre, a los no-vivosse les calentaba. Enloquecieron, seempujaron unos a otrosagolpándose hasta formar una masacompacta. Una marea grotescadonde los gemidos se asemejaban a

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una tormenta en ciernes. Algunosincluso, ante los empujones,consiguieron subir encima de latapa metálica del contenedor ycerrarla de nuevo.

Ve rezando a por ella.Jamás he rezado y no pienso

hacerlo ahora.Acaba con su sufrimiento, al

menos.No soy Dios, no tengo derecho

a quitar una vida.La van a descuartizar, puedes

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evitar su dolor. Una bala, solo unabala.

…Vamos, sé humano.…Hazlo.No es fácil, aunque se ha

perdido lo mejor de la vida, notendrá que soportar cómo losamigos, uno a uno, la vantraicionando. Ni tampoco tendráque aguantar a un maridoborracho que le pegue y crea que

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tiene derecho a violarla por ser suesposa. Ni tendrá que llorar porunos hijos desagradecidos que seirán de casa, harán su vida y seolvidarán de ella hasta el día quetengan que firmar para enterrarlaen un bonito cementerio a lasafueras de la ciudad…

Conoces bien la esencia de lavida, viejo zorro…

Aun así, Martin Fish no estabapara nada convencido. Le tembló elpulso cuando volvió a fijar la mira

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en el contenedor metálico. Podíaver una pequeña rendija, ahora queno había no-vivos encima de latapa.

—Se debe estar asfixiando delolor de ahí dentro, joder —dijo enalto.

Tenía que hacerlo. Debía matara aquella niña. Lo haría por su bien.Jamás el viejo Martin Fish creyóencontrarse ante un dilema moralcomo aquel. ¿De qué manera, de lasdos que había, debía convertirse en

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un asesino? La opción A era dejarlamorir devorada por los no-vivos.La opción B era pegarle un tiropara evitarle un dolor físicoinimaginable.

La tapadera del contenedor seabrió un poco más. La niñaobservaba aterrorizada a sualrededor: las caras deformes, loscuerpos desmembrados, ajena a lastribulaciones de aquel viejo quecada tarde observaba la muertedesde su azotea. La tapa se abrió un

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poquito más, podía ver sus manitashaciendo fuerza, la parte baja de sumentón, su cuello.

Iba a salir, a entregarse a lajauría. Su cabeza ya estaba aldescubierto. Esto aceleró elproceso mental del viejo.

—Opción B —dijo Martin Fish.Y apretó el gatillo.A través de la mira pudo ver

cómo le volaba una mano a la niñay la tapa caía atrapándola en elinterior del contenedor. Había

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fallado y los gritos de la pequeña,arrastrados por el viento que sehabía levantado, le recriminabantan grave error. Martin Fish sequedó helado, con los ojos comoplatos y la mira todavía puesta en elcontenedor metálico.

Los no-vivos habíanenloquecido. Lamían las manchasde sangre que habían salpicado elborde de la tapa del contenedor debasura. Se empujaban unos a otros,se peleaban por un trozo del

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minúsculo dedo de la pequeña quehabía caído fuera.

La escena, unida a los gritos dedolor de la niña que se desangrabaen su féretro de metal, provocaronen Martin Fish tal sensación devértigo que a punto estuvo de caerde la azotea. Dio dos pasos haciaatrás, se retiró del borde y seagarró el pecho. Trastabilló y cayóal suelo de espaldas. Sus huesoscrujieron y su garganta emitió ungrito.

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El arma había caído a su lado.La agarró. Lloraba.¿Qué he hecho, joder, qué he

hecho?Metió en su boca el cañón del

Winchester. Lo hizo con tantasganas que le dieron arcadas y apunto estuvo de vomitar; el sabormetálico le dio grima. Cerró losojos mientras sentía sus fláccidasmejillas empapadas por laslágrimas. Apretó el gatillo un pocoy…

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No puedo hacerlo, soy uncobarde…

Al levantarse, Martin Fish searañó con la gravilla la palma delas manos. Se enjugó las lágrimas yse sacudió el polvo del pantalón.Era hora de bajar a su piso. Alcerrar la puerta de la azotea aúnpodía oír los gritos de la pequeñahaciéndose cada más fuertes en sucabeza.

Ya subiría de nuevo a la tarde,cuando el sol cayese en el horizonte

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y las luces dieran paso a laoscuridad. Quizás entonces podríayacer por fin junto al crepúsculo.

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Me darás tu sangre en altamar

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¿Usted entendía algo denavegación antes del naufragio?

—No. Ya se lo dicho, era lasegunda vez que me subía a unbarco.

—¿Qué tipo de barco era?—No sé, uno pequeño.—¿Uno pequeño?—Sí, eso he dicho —afirmo

bastante irritado.—¿Qué hacían ustedes en alta

mar, a tantos días de la costa?—No queríamos ir a alta mar.

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—Fue allí donde losencontraron.

—No sé dónde nos encontraron.—¿Qué fue lo que les sucedió?Tobías traspasó con la mirada

las blancas paredes de lahabitación. Sus ojos vidriosos,transparentes, parecían conteneraún las imágenes de aquel fatídicodía.

—Aquella mañanadesayunamos en el Royal Island.Recuerdo que el café era caro y

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malo, lo había tomado mejor enalgunos bares de carretera. No pudeprobar las tostadas porque no mesentía bien, estaba nervioso.

—¿Por qué estaba nervioso?—Por favor, le agradecería que

no me interrumpiese, esto es duropara mí.

—Por supuesto. Disculpe.—Estaba nervioso porque uno

siempre se siente nervioso ante lasnuevas experiencias. Anteriormentesolo había subido a un barco,

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pertenecía a unos tíos de mi madre.Ni siquiera salimos del puerto, eltiempo no lo permitió. Y además,de eso hacía casi veinte años.

»Esto era diferente. Roberthabía comprado la embarcación elverano anterior. Él sí sabíamanejarla. Ya me había invitadoantes a navegar, pero entre eltrabajo y mi miedo, nunca habíaaceptado.

»No sé por qué lo hice enaquella ocasión. Recuerdo que

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hasta pedí libre ese viernes parapoder hacer el viaje a la costa y asípasar todo el sábado navegando.

—Las autoridades dicen queabandonaron el puerto el domingopor la mañana.

—Sí, nos surgió un plan.¿Tengo que especificarlo todo?

—Podría ayudar bastante.Tobías suspiró, levantó la

cabeza y volvió a perderse en suspensamientos. Pasados unossegundos, prosiguió.

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—Robert había contratado aunas prostitutas de lujo para quepasaran el día con nosotros. No memire así, yo no sabía nada. Lasinvitamos a navegar y no aceptaron.Así que nos quedamos en tierra. Ysí, soy un hombre casado, perocompréndame, no podíadesaprovechar la ocasión. Mi mujernunca se habría enterado… o esopensé en aquel momento. Ya me hapedido el divorcio…

—Lo siento. Siga, tenemos que

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intentar resolver esto.—Bien. Espero que en esta

ocasión me crean. ¿Me pasa elagua?

—Claro. Mientras bebe megustaría preguntarle algo. ¿Tomóusted algún tipo de droga? Ya dijoantes que había bebido alguna copa.¿Y droga? Pastillas, marihuana,cocaína…

—Nada.—¿Está seguro?—Sí.

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—Ya sabe que algunasprostitutas roban a sus clientesdespués de drogarlos.

—Le digo que ni nos drogaronni desapareció dinero.

—Ya lo sabía.—¿Cómo?—Cuando llegaron a puerto les

hicieron algunas pruebas. No habíarestos de droga en ninguno de losdos. También se ha comprobado laversión de las prostitutas y hastaahora coincide con la de usted.

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—Entonces, ¿para qué me lo hapreguntado?

—Quería saber si me mentiría.—¡Joder! ¡No he mentido! Ni a

usted ni a los que me preguntaronantes que usted ni a los otros en elpuerto.

—Lo siento. Compréndalo, esmi trabajo.

—Ya, entiendo.—Por favor, continúe.—Bien. El sábado lo pasamos

con las prostitutas. Se llamaban

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Cindy y Claudia. Por lo vistocobraban un pastón, aunque pagóRobert. El domingo, creo que a lassiete de la mañana, se marcharon.Robert y yo nos vestimos y nosfuimos al puerto a desayunar. Comole dije, yo no desayuné. Mi amigose burlaba de mí. Decía que parecíaun niño pequeño en su primer díade colegio. Abandonamos elrestaurante y fuimos paseando porlas calles del puerto hasta llegar asu embarcación. No sé qué clase de

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barco era… Sus compañeros me lodijeron antes, pero se me haolvidado.

—¿Suele usted olvidar lascosas? ¿Cuando no se acuerda dealgo lo inventa?

—¡No! —gritó, mientraspropinaba un golpe en la mesa.

—Por favor, tranquilícese, soloconseguirá hacerse daño. Tiene queentender que debo preguntárselo.

—Yo no tengo que entendernada. No suelo olvidar las cosas y

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no me las invento cuando no lasrecuerdo, simplemente lo digo ypunto. No sé de qué puta marca erael barco o de qué modelo, noentiendo de barcos. Solo sé que erablanco, alargado y que tenía velas.Y lo que en aquellos momentos meimportaba más era que en la neverahabía cervezas frías esperándonos.

»Mientras Robert comprobabael panel del barco, yo miraba elpuerto. Nada en particular. Hacíaun día precioso, el sol, aunque era

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temprano, pegaba fuerte. Inclusocomencé a sudar. Oí el ruido delmotor al arrancar y minutos despuésnos alejamos del puerto. Recuerdoque me agarré con fuerza a labarandilla del barco para intentaratenazar un poco mis nervios.

—Su compañero, mientrastanto, ¿qué hacía?

—No sé, supongo quemaniobrar el barco para salir delpuerto. Yo permanecía tan rígidoaferrado al hierro que no quería

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girarme para verlo. Además,tomábamos velocidad y eso meestaba acojonando.

—¿Qué pasó después?—Cuando salimos a mar abierto

Robert aceleró. No estoyacostumbrado a ver tanta agua junta;sé que resulta pueril, perotemblaba, nunca había estado maradentro. No podía levantar la vistadel agua; primero fue de colorverde, luego verde oscuro, despuésazul y luego azul oscuro, casi negro

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diría yo. Entonces me asusté aunmás. Pensé en tiburones.

—¿Veía usted la playa?—Sí, a lo lejos; ya no se veían

ni siquiera las casas. Solo unmanchón oscuro que supongo seríatierra. Unos minutos después Robertparó el motor. Permanecimos unbuen rato ondeando en el mar. Esotambién me asustó.

—¿Su amigo no hizo nada paraque a usted se le pasaran losnervios?

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—Bueno, dejó lo que estabahaciendo y me dijo que bajásemos abeber algo.

—¿Bebieron mucho?—No. Yo no me encontraba en

condiciones de beber y Robert,como yo no lo acompañé, tampocobebió mucho. Él quería cogérsela.

—Ahora, relájese y cuénteme loque sucedió después. Desde quesubió por las escaleras a lacubierta. No tenga miedo, ahoraestá a salvo.

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—Subí las escaleras muydespacio. La embarcación se movíamás bruscamente que antes. Cuandosalí a la cubierta me quedépetrificado. Una niebla, espesacomo nunca la había visto antes,nos rodeaba por completo. Nopodía ver nada más allá de un parde metros. Casi no se diferenciabanlos contornos del barco.Tartamudeando llamé a Robert enun par de ocasiones. Cuando subióexclamó algo que no llegué a oír

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bien, fue hasta el panel de mandos yse quedó callado, inmóvil.

—¿Dice usted que el díacambió de repente?

—Sí, por lo visto es algonormal en el mar. O eso me handicho después.

—Hemos comprobado por eltestimonio de algunos marinerosque eso es cierto. Ese día, en altamar se levantó una niebla bastanteespesa. Pero sucedió algo más,¿verdad? Algo que le comentó su

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amigo.—Sí, me dijo que los

instrumentos de navegación sehabían vuelto locos. Me acerqué yvi que las agujas daban vueltas sinparar; he oído cosas sobre camposelectromagnéticos que producenesos efectos. Luego, mi compañero,me dijo que mirase mi reloj y lohice. También se había disparatado.Fue entonces cuando sucedió.

—¿Lo del golpe?—Sí, el golpe. Robert estaba

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intentando arrancar el motor. Elaparato producía un ruido extraño,ahogado. En ese momento algogolpeó con fuerza la parte de abajodel casco. Oímos un crujido ycaímos al suelo. No asienta comoun estúpido, no me lo estoyinventado…

—Le creo, y le aseguro que noestoy aquí para burlarme de usted.Prosiga.

—Estaba en el suelo. No veía aRobert aunque sí oía sus gritos. Me

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agarraba a un poste de hierro de labarandilla. Podía ver el agua yalgo, una mancha oscura, plateada,metálica, no sé, pasaba bordeandoel barco a gran velocidad.

—¿Piensa usted que pudo ser untiburón?

—¿Cómo iba un tiburón agolpear con tanta vehemencia unaembarcación así? Era pequeña,pero no tanto como para que untiburón causara el daño que esacosa hizo al casco del barco.

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—¿Qué piensa usted que fueentonces?

—¿Cómo quiere que lo sepa?¡Sería el jodido submarino delCapitán Nemo!

—Cálmese….—Es usted un gilipollas… No

vi nada, solo la mancha. Ya le dijeque además había niebla. Intentélevantarme y después de caer variasveces, lo conseguí. Vi a Roberttumbado en la popa, bueno, no sé sies popa o la proa, no entiendo de

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barcos. Lo vi caído en la parte deatrás. Las olas comenzaban asalpicar la cubierta con violencia yel agua se mezclaba con la sangrede mi compañero. Fui hasta él,agachado. Parecía que estábamosmetidos en el ojo de un huracán.Cuando llegué vi que estaba herido.Sangraba por la boca y tenía unabrecha en la cabeza. Aun así estabaconsciente. Me dijo que fuese abuscar la balsa salvavidas y cuandole pregunté por qué, me señaló la

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entrada a los camarotes. Estabainundada. El golpe había abiertouna brecha en el casco y el aguacomenzaba a hundir el barco. Fui abuscar la balsa. Era un modelo deestos que tienen un botón y sehinchan solos. La arrojé al mar yallí se infló completamente; teníaforma de iglú, con franjasanaranjadas y azules. También mepareció una broma ver que la balsatenía una pegatina: «Hogar, dulcehogar», ponía. Ni en aquellos

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momentos ni ahora me pareció quetuviera mucha gracia…

»Permanecí unos instantesintentando ver si aquella cosa seabalanzaba sobre ella, pero nosucedió nada. El agua que entrabapor la brecha llegaba ya a lacubierta. Todo crujía y las olasapenas me dejaban distinguir nada.Corrí hacia Robert, lo levanté comopude y nos metimos la balsa. Creorecordar que pasaron unos instanteshasta que el barco se hundió

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completamente.—Fue entonces cuando su

compañero se desmayó, ¿verdad?—Así fue. Ya estábamos dentro

del iglú. Yo tenía la cabezaasomada por la entrada. Estabacagado, tenía miedo de que las olasvolcaran la balsa, de que algúntiburón nos golpease por abajo oalgo así… ¡Tenía miedo de que mecomiesen vivo!

—Entiendo, pero cálmese…Beba agua, así, despacito…

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—Robert estaba inconsciente.Yo comencé a sentir algunosgolpes, primero en los lados. Erangolpes suaves, como si estuviesenjugando con nosotros, luego másfuertes. Después, por debajo.Aunque en ningún momento losataques fueron tan violentos comopara volcarnos o destrozar la balsa.Sinceramente, no sé cuánto tiempopasamos así. Cerré la puerta deliglú con la cremallera. Me hacegracia… En aquellos momentos

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pensé que incluso eso nos podíasalvar la vida. Quizá fuese una horao dos o tres, luego todo se calmó.Robert no se despertó y yo mequedé dormido. No podría decirlela hora que era cuando me desperté.Solo sé que la niebla se había ido yque ya era de noche. No veía lucespor ninguna parte, tenía hambre y,sobre todo, sed. Intenté despertar ami amigo, aunque fue inútil.Permanecí despabilado pocotiempo. Cuando volví a despertar oí

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una voz, una voz profunda en laoscuridad del mar.

—¿Qué le dijo esa voz?—Me llamó por mi nombre. Y

no abra tanto los ojos. Dijo: «SeñorTobías, ¿puede usted abrir lacremallera?».

—¿Qué hizo entonces?—Pues en primer lugar pensé

que se trataba de algún grupo desalvamento que nos habíaencontrado. Aunque noté un acentoextraño en la voz, algo así como un

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deje del este. Me acerqué a lapuerta y abrí la cremallera.

—¿Y qué vio?—A un tipo. Flotaba en el mar.

Todo estaba en calma y por mismuertos que aquello erainconcebible. Aquel tipo, alto,delgado, vestido con un traje negrode corte clásico, con pajarita y unbombín en la cabeza, me miraba,levitando a escasos centímetros delmar. ¡Y me llamaba por mi nombre!Imagínese el impacto de ver a una

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persona flotando en mitad delocéano, con tanta agua…

»No hice ninguna de esasestupideces que salen en laspelículas, no se crea. Simplementeme metí rápidamente en el iglú ycerré la cremallera.

—Ese señor que vio, ¿teníaconsistencia? Ya sabe que elhambre puede provocaralucinaciones… y usted llevababastantes horas sin probarbocado…

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—Tanta consistencia como laque tiene usted ahora. Y no fue unaalucinación, se lo aseguro. Apunteen esa libretita lo que quiera, peroasí es. Pocos segundos después mellamó de nuevo. Me dijo que lo quetenía que decirme quizá meinteresara. No sé por qué pero lecreí. De pronto empecé a pensarque todo aquello era de lo másnormal. Ya sé que es de locos, peroabrí de nuevo la cremallera y meencontré a aquel tipo mucho más

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cerca. Pese a la oscuridad, vi quetenía cara de pez y que sudabacopiosamente. Y, fíjese, parecíacasi albino. Ahora me doy cuentade que se asemejaba a alguna de lascriaturas que describía Lovecraft enuno de sus relatos, solo que estepersonaje flotaba por encima delagua y no creo que perteneciera aella.

—¿Le dijo algo?—Sí. El muy hijo de puta me

dijo que le dejara entrar, que me

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conduciría a un lugar seguro. Todoera tan irreal, tan absurdo, quedecidí seguirle la corriente. Cuandole pregunté que adónde me llevaría,miró al cielo. Seguí su mirada ysolo vi una nube en el firmamento.Oscura, grande, extraña. Volví lacabeza hacia atrás, hacia Robert, yme dijo que él estaba muerto, que siquería acabar como él. Corrí a sulado y comprobé que era verdad.Me volví loco. Comencé agolpearle en el pecho. Cuando se

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me pasó la histeria oí que aquel serme volvía a llamar por mi nombre.De nuevo me encaré con él. Habíaalgo en su rostro de pez que no megustaba nada, era como una máscarainhumana, carente de vitalidad,como si tras ella se escondiera unabestia salvaje deseando escapar,pero que, por alguna extraña razón,estaba reprimiéndose… Entoncesvolvió a pedirme que le invitara aentrar.

—¿Qué le contestó usted?

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—¡Que no, que se fuese a lamismísima mierda! En ese momentomiró de soslayo la pegatina ydesapareció.

—¿No vio ni notó nada extrañodespués?

—La nube había desaparecido yyo tenía en los oídos un pitido muydesagradable. También había unolor raro, no sé… como a gas…Pocos minutos después comenzaronde nuevo los golpes en la balsa.Había tiburones.

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—¿Cómo sabe que erantiburones?

—Porque esta vez sí los vi.—¿Fueron los tiburones los que

arrancaron la pierna a su amigo?—Exacto. Y a mí la mano, antes

de que me rescataran.—Tuvo usted mucha suerte de

sobrevivir. Si le hubieranencontrado unos minutos más tarde,ya no estaría aquí.

—La tuve o no, no lo sé, peromire dónde estoy ahora. Siguen sin

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encontrar la embarcación, ¿verdad?Lo suponía. Creo que nunca lolograrán, él se encargará de que asísea.

—¿Quién es él? ¿Por quéalguien iba a querer hacer una cosaasí? Seguro que usted ya tiene unateoría formulada al respecto.

—Sí, sí la tengo, y ahora escuando le dará caña a esa libretita.Dígame una cosa, si usted fuese unvampiro, ¿dónde se encontraría másseguro?

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—Debo decirle que losvampiros no existen…

—¿Eso lo sabe usted a cienciacierta? Se lo pregunto porque,después de dar muchas vueltas a losucedido, he llegado a unaconclusión… ¿Sabe usted lo que esun ovni? Piénselo… Los vampirosviven cientos, miles de años…Seguro que poseen losconocimientos necesarios parahacer algo así… ¿Por qué me mirade ese modo? ¿No lo entiende? ¡¿Lo

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entiende o no lo entiende?! Creeque estoy loco, ¿verdad? ¡Pues noestoy loco…!

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Una violinista en el tejado

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—No entiendo tu cabezonería,Joe —dijo el sheriff, apoyado en elmarco de la puerta.

—Ni pretendo que la entiendas,jovencito —respondió algonervioso el viejo enclenque al otrolado de la puerta carcomida de lacabaña—. Llevo muchos años enestas tierras y nada ni nadie memoverá de aquí.

—¿Tierras? Di más bienlodazales pantanosos —suspiróimpotente—. Es peligroso, Joe. Ese

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hombre ha matado en Pittsburgh atres personas y creemos que andapor los alrededores. Créeme, si nofuera necesario no te pediría que teausentaras unos días hasta que loencontremos.

El viejo canoso negóvehementemente con la cabeza unay otra vez. William se le acercó unpoco y puso la mano en su hombrohuesudo: estaba temblando.

—Si te aconsejo esto es porqueen el fondo te aprecio, viejo

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cascarrabias, si no… —el policíase detuvo un instante mirando porencima del hombro de Joe—. ¿Quées eso? —dijo señalando unaesquina entre el techo y la paredcon un enorme agujero y una tela dearaña cuya inquilina parda medíapor lo menos tres centímetros.

—¿Y a ti que te importa? —exclamó el viejo viendo a qué serefería.

—¡Cielo Santo, Joe! ¡Es unaaraña violinista! —dijo

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acercándose y buscando algo conque atizarle.

—¡Quieto! —gritó Joeagarrando con sus alargados dedosel brazo del sheriff.

—Pero, Joe, ¡es muy venenosa!—¡Carajo, William, a mí no me

molesta ni yo a ella y nadie se hamuerto por la picadura de unaviolinista, al menos no un adulto.

El sheriff se quedó mirándolofijamente. Conocía a Joe Crawldesde que era un crío y sabía que el

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viejo no cedería. En el pueblo se letenía por sucio, solitario,maleducado y terco, y bien sabíaDios que todo era verdad.

—Está bien, haz lo que quieras.Mañana me pasaré a verte.

—No hace falta que lo hagas,William. Si ese tipo se acerca poraquí le patearé el culo igual que telo patearía a ti si no llevaras esaplaca.

—Claro —contestó el jovencon una sonrisa—. ¿Tienes

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escopeta o algún tipo de arma conla que defenderte?

—Ni la tengo ni la tendré nunca.En mis tiempos los hombresresolvíamos nuestras disputas apuñetazos. Es fácil pegar un tiro aun tipo de dos metros, pero, créememuchacho, no es fácil golpear a untipo de dos metros y yo lo he hecho.

El sheriff miró al cielo conimpotencia.

—Gracias a Dios que al menosconservas el teléfono.

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—¿Qué cosa? —preguntó—.¡Ah! Ese artefacto del infierno… Sino fuese por mi hermana ya estaríaen la basura; se empeñó en que lotuviera para llamarme desde Iowa ypoder hablar con ella y con misobrina, pero yo lo odio.

El sheriff echó una últimamirada a la araña y al enormeagujero de la pared.

—Bueno, debo irme. Sinecesitas cualquier cosa llama a lacomisaria, viejo burro, y mata a esa

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araña para arreglar el agujero o sete caerá el techo encima.

—A mandar, sheriff —dijo Joecon ironía mientras cerraba lapuerta de un golpe y se asomabapor la ventana del salón. A travésde las rendijas de la persiana pudoobservar como el sheriff dejaba susombrero en el asiento de atrás desu coche y se marchaba. En el fondole caía bien. Era el único queparecía preocuparse por él.

Pasó el resto de la tarde

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cuidando el huerto.Cuando comenzaba a oscurecer

encendió una pipa y se sentó en elporche. Sintonizó su vieja radio. Denuevo en las noticias alertaron de lafuga del preso y de queprobablemente se encontrase en lasinmediaciones. Ahora que estabaoscureciendo, la noticia empezó acausarle cierto desasosiego. No seengañaba a sí mismo, si el tipoaparecía por allí no podría hacernada contra él, no tenía armas y

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desde luego su destreza física a sussetenta y dos años habíadesaparecido casi por completo.

«Deberías haberte ido unos díasa visitar a tu hermana, viejocascarrabias, perder de vista estastierras no te habría hecho ningúnmal», se dijo.

Miró a la violinista. Permanecíaquieta, esperando que alguna de lasenormes moscas de los pantanalescayera en su red para darse el granbanquete.

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«Si tú no molestas a unaviolinista ella no te molestará a ti,Joe». Recordó las palabras de sudifunto abuelo y sonrió levemente.

Cien metros por delante de éluna bandada de pájaros echó avolar espantada entre los árboles.Después de tantos años en elbosque sabía reconocer los signosque indicaban que algo no iba bien.Se agarró tenso a la butaca y apagóel transistor. La vista empezaba afallarle, pero aún se enorgullecía de

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su oído y este le decía que alguienestaba acercándose, antes siquierade poder atisbarlo en la maleza. Elcrujir de las ramas erainconfundible. «Sea quien sea, noestá acostumbrado a andar por elbosque», pensó.

Cuando los arbustos máscercanos a la cabaña comenzaron amoverse, Joe se escondió dentro dela casa y echó el cerrojo. Se acercóhasta la ventana para observar alvisitante. Este llevaba un pantalón

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vaquero y una camisa de rayasazules y blancas llena de barro yhecha jirones. El desconocidoavanzaba lentamente hacia lacabaña, mirando a todos lados connerviosismo. El viejo permanecíapetrificado junto a la ventana. En suvida recordaba haber pasado tantomiedo.

Muy despacio el tipo se acercóa la puerta, era fuerte y alto, ycuando sus dedos martillearon lamadera a Joe le dio un vuelco el

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corazón.—¿Hay alguien ahí? —preguntó

el extraño.Joe estaba empujando la puerta

con fuerza hacia afuera, aunque eldesconocido simplemente seentretenía tocándola al ritmo dealguna canción conocida.

—Oiga, necesito un teléfono, séque está ahí, su pipa aún echa humoen el porche.

El viejo se maldijo por ser tanestúpido. El desconocido empezó a

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golpear con más fuerza la puerta.Sentía las tablas magullándole en lacara y en el pecho a cada empellón.

—¡Abra! ¡Necesito ayuda, porfavor!

De pronto, el timbre delteléfono comenzó a sonar. Losgolpes cesaron durante unosinstantes; sin embargo, unossegundos más tarde, una embestidabrutal hizo que el viejo cayesehacia atrás, golpeándose la cabezacon fuerza. Quedó atontado, echado

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sobre la pared. Por suerte la puertaestaba aguantando. Sintió un leveroce en la nuca. Al principio creyóque era sangre, pero al echar lamano hacia atrás palpó algomoviéndose entre sus dedos.Segundos después tenía a laviolinista observándolo con susdiminutos seis ojos.

—¡Hija de puta! —gritó alsentir la picadura en su dedo índice.

—¡Eh! ¡Le he oído! —dijeron alotro lado de la puerta—. ¡Abra,

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joder, no vengo a hacerle ningúndaño!

Joe aplastó la araña contra elsuelo y esta emitió un gritito agudo,casi inaudible.

—Está bien, le abriré —dijoJoe alargando una mano temblorosahacia el atizador de hierro de lachimenea.

El viejo se sintió algo mareado.La picadura comenzaba a hacerleefecto. Sentía la cabeza embotada.Al abrir la puerta y vislumbrar la

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silueta de aquel desconocido solopudo atizarle un golpe incierto antesde que este gritase y comenzara elforcejeo.

Joe tropezó y cayó hacia atrásgolpeándose de nuevo contra lapared. El visitante cayó encima deél apresándolo, aunque apenas lopodía ver. Antes de que perdierapor completo el conocimiento viocomo decenas de arañas violinistasabandonaban el agujero negro de lapared cayendo sobre ellos. Apenas

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le dio tiempo de sentir suspicaduras antes de morir.

La mujer llevaba horas allí,apoyada sobre el capó del coche,alumbrando con una linterna haciael motor y maldiciendo aquel trastoen voz baja. Nunca le habíangustado los coches de importación ymenos si venían de Europa. Esaavería en mitad de aquellospantanales le daba la razón.

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Miró el reloj.—¿Pero dónde coño te habrás

metido, Jack…?

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JUAN DE DIOS GARDUÑO, nace enSevilla en 1980. Ha sido finalista yganador de varios certámenesliterarios como Libro Andrómeda:terror cósmico, Monstruos de larazón I y III, Calabazas en eltrastero y Tierra de Leyendas VIII.

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También ha publicado numerososrelatos en diferentes antologíascomo en el Especial Scifiworld:King Kong solidario, en ladesaparecida Miasma o en Tierrasde Acero; asimismo, dos de susmicrorrelatos han sido traducidos alfrancés y publicados en la revistaBorderline.

En julio de 2010 publicó sun o v e l a Y pese a todo…,convirtiéndose rápidamente en ungran éxito de ventas.

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Apuntes macabros es suprimera antología de relatos deterror, una compilación de dieztextos imprescindibles dentro delpanorama literario español degénero.

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ÍndiceApuntes macabros 6

Prólogo Miguel Ángel Vivas 10Amor de madre 22El último caso del DoctorWatson 37

Entre el mar de arena 66Hacia el sur 92El bosque es sabio 118De cómo el señor alcaldeacude al debate nocturno de 132

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Buddy, el enterradorLa ganga 149El viejo que cada día veíamorir el sol desde su azotea 238

Me darás tu sangre en altamar 267

Una violinista en el tejado 308Autor 329