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EL IMPACTO DE LA VIOLENCIA EN LA MENTE DEL ANALISTA1
Bertha Gamarra Morgenstern2
Colombia se ha quedado cerrada como un túnel. Su dulce corazón enmudeció de pronto. Una bandada oscura de pájaros marinos huye bajo la noche devastada. Astros constelaciones génesis de la especie iris que hierve en líquenes y estrellas. Colombia se disuelve No queremos oír nada nos estremece.
Gloria Cepeda Vargas
Introducción
Hablar de la violencia no es fácil, y menos cuando nos toca de cerca. ¿Cómo
puede el psicoanalista protegerse de la violencia que lo circunda, a fin de que el
trabajo analítico no se vea entorpecido?
Mi inquietud por el tema surgió en el reciente Congreso Latinoamericano de
Montevideo, donde presenté un trabajo clínico. En el material la paciente trae un
sueño en el que hay claros elementos de violencia: está presenciando un asesinato
múltiple en el que se ve involucrada en una trama casual. Luego trae diversas
asociaciones relacionadas con el tema: su temor a ser secuestrada en el taxi que la
traía a consulta, el secuestro de un adolescente en el colegio donde trabaja, las
1 Ponencia Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis, FEPAL, 2004. Ponencia central de las XIX Jornadas de Psicoanálisis de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis, 2003 2 Miembro Titular de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis.
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noticias sobre la última masacre en Bojayá, donde fueron asesinadas más de cien
personas.
Al final de la presentación, una colega argentina me preguntó impresionada si
era verdad todo lo que se dice acerca de la situación de violencia que vivimos en
Colombia, si era verdad que había un programa especial de radio para enviar
mensajes a los secuestrados. Ante cada pregunta tuve que responderle que no sólo
era verdad, sino que era peor de lo que ella imaginaba.
En otros momentos, de una u otra forma los colegas preguntaban cómo
vivimos, cómo trabajamos en este marco de violencia cotidiana. La pregunta invariable
era “¿Cómo pueden trabajar así?”. Esta pregunta no dejó de resonar dentro de mí.
Mi impresión es que la violencia que viven los pacientes como víctimas de las
muchas formas que ésta adquiere, sea secuestro, terrorismo, delincuencia común,
etc., no es ajena a la que vivimos también los analistas, y éste es un primer problema
que nos plantea la necesidad de separar y discriminar la realidad externa de la
realidad interna.
Otro problema en el mismo sentido se refiere a la violencia con que nos
impacta el material del paciente que vive una situación violenta. En este caso, el
analista se vuelve también una víctima de la violencia al vivir desprevenidamente una
situación que en principio era ajena a él.
Mi pregunta es nuevamente: ¿Cómo hacemos para trabajar en medio de estas
condiciones? ¿Cómo hacemos para poder seguir analizando libremente, sin
coerciones, manteniendo la neutralidad analítica, sin hacer actuaciones
contratransferenciales ni contraidentificaciones indeseables? ¿Cómo hacemos para
ayudar al paciente que atraviesa por estos trances y seguir manteniendo nuestro
equilibrio mental?
Vivimos en uno de los países más violentos del mundo. Vivimos una violencia
que nos acompaña desde hace muchos años. Una violencia a la que me temo, nos
hemos acostumbrado a tolerar en gran medida. Ésta es una situación doblemente
peligrosa (vivir aquí, y acostumbrarnos).
Cuando empecé a pensar en este trabajo, ese fin de semana en el que tenía
planeado iniciar el proceso de escribirlo, estalló la bomba del Club El Nogal. Me
pareció una desafortunada y macabra coincidencia. Por supuesto, no pude escribir
3
nada, horrorizada y perturbada por estos hechos de barbarie. Una semana después
vino la bomba de Neiva, más lejana, igual de triste, ¿tocándonos menos por estar más
lejos? Después, los innumerables atentados en pueblos, los muertos, más secuestros,
la bomba de Cúcuta…
Hoy, mientras escribo estas páginas se desarrolla la guerra en Irak y sus
ciudades están siendo bombardeadas, y podemos ver las imágenes por televisión.
Las de hoy son guerras “sin muertos” como dice Marcelo Viñar. Son guerras “limpias”,
se ve el bombardeo en TV, se aprecian los sofisticados armamentos, pero no se ven
las pilas de hombres muertos. ¿Nos estamos acostumbrando a tanta violencia? ¿Está
volviéndose algo natural y esperable?
Sigue resonando la pregunta: ¿Y cómo hacemos? ¿Cuál es el impacto de la
violencia en nosotros como analistas, su repercusión en nuestra mente, que es el
instrumento por excelencia que usamos para analizar, cuando está invadida por
imágenes de guerra y por hechos violentos?
¿Cómo nos enfrentamos a nuestros pacientes que han sido secuestrados, a los
cambios que inevitablemente suceden en su psique cuando vuelven a casa dos o tres
años después? ¿Cómo tratamos a los cónyuges que siguen esperando a su pareja
sin saber si está viva o muerta, sin saber hasta cuándo esperar para rehacer su vida?,
¿Qué les decimos a los niños que tienen a sus padres en cautiverio y que no saben
cuándo los volverán a ver, niños asustados pensando en una guerra que no es un
juego, adolescentes temerosos de salir porque no saben si estallará otra bomba,
personas en fin, que han padecido en carne propia los desmanes del terrorismo
amenazante que vivimos todos los días?
Todos hemos tenido pacientes en estas condiciones. La violencia que se vive
afuera entra a nuestros consultorios, cuando no directamente, en forma indirecta a
través de ellos. Con el paciente asistimos, presenciamos y sentimos los hechos
violentos a los que éste ha sido sometido. Es una realidad a la que no podemos
sustraernos, aunque lo intentáramos.
Mi intención es revisar juntos algunas experiencias y poder deducir las maneras
que tenemos para enfrentarnos a estos hechos dolorosos que van más allá de las
neurosis.
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Cuando más arriba me referí al origen de mi interés por este tema, mentí ayudada por
un recuerdo encubridor. No fue en el congreso de Montevideo. Empezó años atrás,
cuando traté a Pablo.
Pablo Recibí a Pablo cuando tenía dos años y medio. Unos meses atrás había presenciado
el asesinato de sus padres. Lo encontraron llorando encima del cadáver de su padre.
Me lo trae la tía que se encarga ahora de su crianza porque tiene pesadillas y ha
empezado a tartamudear. La tía dice que cree que ya no se acuerda de nada de lo
que pasó, que no cree que el niño esté traumatizado porque ya casi no pregunta más
por sus padres. Ahora la llama mamá a ella.
Pablo viene a las sesiones con su “trapito”, un pedazo de pañal de tela que
huele constantemente y que lo acompaña a todas partes desde antes de la muerte de
sus padres. A veces me lo acerca a mi rostro y me lo deja oler. Siento que necesita
compartir conmigo ese rastro de la presencia de sus padres en su objeto transicional.
Pablo es un niño muy agradable, me despierta una gran ternura. Juega
tranquilamente con los diversos elementos de su caja de juegos.
Un día juega como de costumbre. Ha ubicado un jeep, igual al que tenía su
papá. Coloca en le jeep a papá y a mamá, que van a dar un paseo con el niño. Están
paseando. A Pablo le encantaba pasear en el jeep. De pronto, descubre una pequeña
pistola de caucho en el fondo del cajón, y vuelve a ver al hombre con cara de malo y
con un parche el ojo. Pablo entra en pánico y empieza a gritar “¡El hombre malo, el
hombre malo!”. El jeep sale volando con los viajeros, tira lo juguetes y los deja
aterrorizado. Llora desconsoladamente.
Yo también estoy aterrorizada, paralizada sin saber qué hacer o qué decir. Me
sentí violentamente impactada, como si estuviera presenciando la escena en ese
mismo momento en que llegan hombres a disparar y asesinar a sus padres, ante la
impotente vista del niño. Yo me retiré a algún lugar dentro de mí donde sólo podía
experimentar el dolor que me causaba el dolor del niño. Sentí deseos de llorar con él,
de hecho me costó trabajo contenerme.
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Pensaba, ¿qué puedo decirle? Me negaba a pronunciar la interpretación de
algo tan obvio, tan crudo y descarnado como el acto violento en sí en el que perdió a
sus padres; pensaba decirle algo como; Estás triste porque te acordaste que el
hombre malo mató a tus papás. ¿Podía decir eso? No, no pude. Sentí que poner en
palabras el simbolismo del acto violento era darle vida nuevamente, hacer pasar a
Pablo por el dolor descarnado de volver a vivir el momento en que sus padres fueron
asesinados, revivir el pánico, la muerte. Y sin embargo Pablo vino a eso, a poder
elaborar y comprender lo incomprensible. Sentía que me dolían las palabras que no
podía pronunciar, me sentía como si yo misma fuera la asesina que iba a matar la
ilusión del supuesto desconocimiento-no recuerdo y olvido del niño. Estaba tentada a
desmentir la realidad con él, y deseaba omnipotentemente devolverle la ilusión de la
vida tranquila y feliz que tenía cuando sus padres vivían.
No recuerdo bien qué le dije. Creo que le dije algo así como que estaba muy
asustado y triste y con rabia porque sus papás no estaban más, y que había tenido
mucho miedo cundo pasó todo lo malo en la noche. Lloró un rato más, cogió su trapito
y se acurrucó conmigo.
Al poco tiempo Pablo tuvo que salir del país por razones de seguridad. Las
pesadillas habían cesado y el inicio de tartamudez también.
Yo no pude olvidar este episodio, que fue para mí como recibir la fractura
inenarrable y aceptar la realidad dolorosa de las secuelas de la peor violencia
consumada sobre un niño: dar muerte a sus padres.
La violencia en Colombia y en América Latina En nuestro medio latinoamericano la historia de violencia es de larga data. La
llegada del hombre blanco y el sometimiento del indio fueron sembrando semillas de
odio y resentimiento sobre la base de una conducta agresiva y violenta que es
inherente a la naturaleza del ser humano.
Moisés Lemlij, (1992) hace un recuento de los tipos de violencia desatados en
Latinoamérica, y sostiene que la violencia se ha integrado a nuestra cultura,
adoptando un cariz distinto en cada país.
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Argentina, Uruguay y Chile vivieron situaciones de violencia impuestas por
dictaduras militares donde las desapariciones forzadas, los asesinatos, la prisión y
persecución se realizaron a través del terrorismo de estado. Además, en estos países
la violencia se definió en términos políticos debido a que el pueblo mismo estaba
comprometido con el fenómeno de la politización.
En Colombia, al igual que en Perú, también se ha vivido situaciones de
violencia, pero a diferencia de otros países como los mencionados antes, ésta no ha
sido una violencia de estado, sino una violencia que tiene su punto de partida en
movimientos populares.
La violencia es vivida de muchas maneras y desde distintos frentes: desde la
delincuencia común, la violencia intrafamiliar, el terrorismo, el narcotráfico, el
secuestro, el asesinato, las matanzas y los atentados. Cualquier tipo de violencia es
indeseable. Implica una agresión a la individualidad del otro, a su derecho a la vida y
atropella derechos inalienables, además de que deja marcas psíquicas imborrables
que se trasmiten de generación en generación.
No debemos olvidar que la violencia de nuestro país segó la vida de uno de
nuestros colegas psicoanalistas hace algunos años. Estas cosas nos pasan también
a nosotros.
Una de las consecuencias de la violencia que puede estar impregnada en la
psiquis individual y colectiva, podría ser la de considerar el estado de violencia social
como algo habitual y normal en nuestras vidas. Vemos tranquilamente los noticieros
mientras cenamos, con escenas descarnadas de los muertos en el campo, los
ataques guerrilleros, un nuevo secuestro colectivo, y nos vamos a dormir.
Al día siguiente recibimos el paciente con un familiar secuestrado, y la violencia
deja de estar en la pantalla. Se instala dentro de nosotros y no la podemos evitar ya.
Con el agravante de que la violencia que se entra por nuestros sentidos en el día a
día, va también dejando estragos en nuestras mentes.
La violencia nuestra de cada día Voy a referirme a la violencia diferenciándola de la agresión. Entiendo la
agresión como una manifestación del instinto de muerte que, fusionado con el instinto
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de vida y con predominio de éste último, se da como respuesta a diversas situaciones
a modo de defensa o como resultado de la frustración, tendientes a modificar la
situación y cuyos resultados son tolerables y no lesivos al sujeto.
La violencia hace referencia a una cualidad de ciertas acciones ligadas a
fuertes emociones vinculadas a la agresión, con una característica de exceso en el
sentimiento de no tolerancia al límite ofrecido por otro sujeto, su mente y en especial
su cuerpo. El concepto trasmite una idea adicional de destructividad que se agrega al
acto y lo califica dándole un sentido de rotura de su forma original, o de ensañamiento
y degradación. En lo cotidiano, llamamos violentas a las acciones que consisten en
invadir el límite del otro para ejercer sobre él una imposición mediante la fuerza a
través de un componente motor - muscular (Berenstein, 2000).
Berenstein se refiere también a la violencia radical, a la que llama “el mal”. Su
modelo es el exterminio del otro. Se caracteriza como el efecto de la acción de
despojo y destitución de la condición humana de otro considerado ajeno por medio de
procedimientos de deshumanización como pueden ser la tortura, el maltrato y el
exterminio llevado hasta la aniquilación del sujeto, negando todo tipo de identificación
con él. En el mal hay una falta de relación, de vínculo y de deseo entre el victimario,
sea el torturador, represor o asesino, y la víctima. Sólo existe el victimario, sin empatía
con la víctima. Sus efectos son sentidos a través del terrorismo, la violencia ejercida
por el Estado, matanzas masivas como en el Holocausto, por razones religiosas,
raciales, ideológicas.
En otro contexto, Puget (1986) define la violencia social de la siguiente manera:
“la irrupción de contenidos y significados que no pueden ser abarcados por la mente ni
semantizados tanto por su carácter traumático (ataques directos) como por el
contenido paradójico de los mensajes. Puede ser ejercida insidiosamente o
bruscamente llevando por distinta vía a quien la sufre, a una grave perturbación de
los procesos de pensamiento y de los mecanismos identificatorios. A nivel
pensamiento promueve una interrupción de la capacidad de pensar, obnubilación o
delirios. Los mecanismos de defensa son del orden de la desmentida, negación y
clivaje”.
En este trabajo voy a considerar especialmente los efectos de la violencia
social y de su extensión y radicalización en “el mal”.
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Los Psicoanalistas frente a la violencia ¿Qué hacemos los psicoanalistas? Freud se ubicó en una perspectiva bastante
desalentadora. En su trabajo de 1932 “¿Por qué la guerra?” se muestra escéptico ante
la pregunta que le hizo Einstein: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los
estragos de la guerra? Este notable científico apremia a Freud para encontrar una
respuesta en torno a los factores psicológicos que se ponen en juego para
obstaculizar los esfuerzos destinados a la búsqueda de la paz y del respeto entre las
naciones. Se desprende entonces la segunda pregunta: ¿Cómo es que estos
procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta
llevarlos a sacrificar su vida?
Freud se ve en un aprieto. No tiene la respuesta. Esperaba que se le planteara
un problema más cercano a lo científico, en una dimensión distinta, en “la frontera de
lo cognoscible” de entonces, algo más cercano a lo teórico donde el físico y el
psicólogo pudieran debatir.
Lacónicamente responde más como sociólogo que como psicoanalista. Explica
a Einstein muy bien las bases de la teoría pulsional en la que se relacionan Eros y
Tánatos, y describe el malestar en la cultura como algo insuperable. La guerra es algo
acorde a la naturaleza humana, está fundada biológicamente y es apenas evitable en
la práctica. Es un mensaje crudamente realista y desalentador, y se despide
disculpándose por desilusionar a su expectante interlocutor que estaba esperando una
respuesta salvadora.
Hanna Segal (1987,1995, 2002) trata de hacer un aporte a la forma en que los
psicoanalistas podemos contribuir a la comprensión de las causas y los efectos de la
carrera armamentista que encarna el peligro del desenvolvimiento de una guerra
nuclear. Señala que en la guerra se movilizan los mecanismos esquizo-paranoides, la
escisión y la proyección, y que la misma existencia de armas nucleares incrementa
estos mecanismos debido a que se está frente a la amenaza de una aniquilación total.
Segal plantea que nuestros grupos humanos están actuando en forma psicótica,
implementando defensas megalomaníacas en la destrucción del otro.
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Simón Brainsky, (2002) hace un importante aporte a la comprensión
psicoanalítica de la violencia y el terrorismo. A partir de sus conceptos sobre
narcisismo inclusivo y narcisismo excluyente explica la tendencia patológica de negar
las diferencias con el otro a quien en consecuencia se intenta destruir. Sostiene que
la esencia de la violencia es la distorsión del entorno, que disminuye el valor de la
relación entre mundo interno y mundo externo, produciéndose una experiencia
traumática que no permite la articulación entre afecto y representación.
Brainsky señala que en estas condiciones, el encuadre analítico para el
receptor de la violencia debe ser constante y permitir el despliegue de la plasticidad
psíquica y la movilización de las defensas. “El analista que vive las mismas
condiciones de violencia y terrorismo, más que abordar el problema en términos de
hechos o causalidad, debe centrarse en la comprensión de la alteración para el
procesamiento psíquico de los estímulos, con el fin de cristalizar e integrar el efecto
central de la psique”. Se intenta de esta manera, vincular lo más posible pensamiento
y acción, e intentar dotar de significado a lo que se ha convertido en absurdo. Brainsky
postula que la sublimación, tomada en sentido amplio, se constituye en una
herramienta importante en el camino que conduce a la recuperación del significado.
El impacto de la violencia en la situación analítica Cuando pensamos que podemos abstraernos de la violencia externa para
seguir analizando, estamos creyendo de forma omnipotente que ésta no nos toca. No
creo realmente que ningún analista pueda seguir cumpliendo tranquilamente su
función después de la explosión de una bomba, o mientras esperamos que se inicie la
invasión a Irak.
De todas maneras, aún en el caso de que ninguno de estos hechos aparezca
en el material asociativo del paciente y se vuelva tema de análisis, lo natural es que
de algún modo tanto analista como paciente se encuentran comprometidos en los
hechos sociales que nos circundan.
En este sentido, voy a usar el concepto que Liberman propone para definir la
situación analítica. Esta abarca el conjunto de sucesos inherentes al momento por el
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que atraviesa la humanidad, el país, la ciudad, la zona de la misma donde el analista
lleva a cabo el tratamiento psicoanalítico.
En nuestro medio debemos tener claro que nuestra situación analítica, o la
situación en la que ejercemos el análisis está mediatizada por un orden de violencia
social que ya podemos decir que forma parte del contexto analítico y que es
connatural tanto al analista como al paciente.
La realidad nos confirma que cada vez acuden a nuestros consultorios más
personas que están inmersas en situaciones de violencia, muchas veces con riesgo
de vida, y que sufren sus estragos cotidianamente. Estas personas han sufrido las
consecuencias del terrorismo, del secuestro, del extremo grado de inseguridad pública
que vivimos en nuestros países. Estas personas llevan en sí mismas la marca de la
violencia y nos la traen al consultorio. Vienen desestructuradas, sin posibilidades de
articular sus vivencias y sin poder dar significación ni lugar a lo absurdo e
innombrable de sus experiencias.
Puget y Wender (1986) a partir de sus trabajos con pacientes que se
encuentran bajo estado de amenaza política o con enfermedades mortales, han
desarrollado el concepto de la Situación Vital Límite, el cual definen como la
condición en la que el individuo enfrenta un riesgo de muerte que lo obliga a emplear
sus fuerzas mentales y físicas para luchar por su supervivencia. En estas
circunstancias se produce un repliegue narcisista operativo para enfrentar la situación
concreta e intentar modificarla. Como resultado, queda poca investidura para cargar el
entorno.
Estos pacientes se encuentran en una situación de amenaza social, que es
definida (Puget, 1985) como “una condición mental según la cual el Yo pierde la
posibilidad de reconocer índices que le permitan discriminar jerarquizadamente el
peligro proveniente del mundo externo” Este paciente confunde la realidad interna y
externa. Su Yo siente cuestionados aquellos puntos de certeza en los cuales se basa
su identidad social. Se instala en él un sentimiento de dependencia entre un Yo
inerme y otro desconocido; esta situación puede llevarle a desear estar muerto para
poder recuperar alguna certeza y “poner un límite a una angustia devoradora”.
En estas condiciones, dice Puget, la función analítica todavía se puede
sostener, y se realiza básicamente a través de intervenciones que produzcan
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comprensión, alivio del dolor mental, búsqueda de significado de la experiencia y
liberación de elementos libidinales que produzcan transformaciones útiles para el
paciente.
Muchos de los pacientes que recibimos actualmente entran en esta condición.
La persona que está secuestrada, necesariamente debe hacer un repliegue
narcisístico; de otro modo no podría hacer frente a las difíciles situaciones que se ve
obligada a afrontar. Sostengo que las Situaciones Vitales Límite por las que han
pasado nuestros pacientes, definitivamente afectan el encuadre analítico en una forma
perturbadora porque se instalan procesos mentales y tipos de defensa frente a
amenazas que no son las habituales y que van más allá de lo que la estructura mental
podría producir en términos de patología. Se agrega una dimensión nueva que es la
que proviene de una realidad que se vuelve intolerable e impensable porque la
violencia se salió de las proporciones que son naturales y predecibles para el ser
humano.
El analista entonces se ve enfrentado a la doble tarea de ayudar al paciente a
integrar sus experiencias, y a hacerse cargo de la forma personal en la que la
violencia que afectó a su paciente le está impactando como individuo y como analista.
Los mundos superpuestos Trabajar con pacientes que viven Situaciones Vitales Límite producto de la
violencia, puede producir un impacto especial en el analista, el cual es comprometer
en forma importante su identidad analítica y su narcisismo normal.
En situaciones de tipo límite puede suceder que el analista encuentre en el
material del paciente ciertos datos y referencias que pertenecen tanto al mundo del
paciente como a sus propias circunstancias personales. Esto podría eventualmente
generar algunos trastornos desestructurantes en la situación analítica.
Partiendo de estos datos, Puget y Wender (1982) desarrollaron el concepto
de Mundos Superpuestos, que permite abordar este trastorno del campo analítico. En
él, el analista se sale de la transferencia-contratransferencia e interrumpe
temporalmente su funcionamiento analítico. Este fenómeno se produce cuando “para
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el paciente su material anecdótico seguirá siendo su objeto psicoanalítico, mientras
que para el terapeuta se convertirá en referente alusivo a sus objetos extra-analíticos
que lo reconducirán a su propia interioridad”.
En estas situaciones se produce una perturbación narcisista de la escucha del
analista que consiste en que la temática de la sesión lo remite a sus propios asuntos
personales, no sólo como una respuesta contratransferencial, sino como referencia a
su mundo real externo.
Cuando el paciente y el analista viven en mundos superpuestos, al analista le
faltará la distancia-tiempo psíquica necesaria para el reconocimiento de lo que es
semejante y de lo que es diferente en su vinculación con el paciente. Además del
trastorno narcisista en el analista, otra consecuencia de la perturbación que ocasiona
en él es un efecto traumático.
Al vivir en mundos superpuestos el analista tiene que estar rescatándose
constantemente, revisar claramente su posición personal frente a temas tales como la
muerte, la tortura, el terrorismo, la delincuencia y el maltrato. En este sentido la
neutralidad se pone a prueba y se hace necesario más que en ningún otro caso, el
equilibrio mental del analista.
Pienso que en las condiciones sociales y políticas de nuestros países, muchas
veces nos encontramos con nuestros pacientes en los Mundos Superpuestos. Nos
atacan los mismos temores, corremos los mismos peligros, muchas veces sólo el azar
nos puede determinar el ocupar la posición de la víctima. En este sentido, nuestro
narcisismo no sólo se ve comprometido al replegarnos en nosotros mismos
identificados con el terror trasmitido por el paciente, sino poderosamente
amenazados, y podemos también sentirnos tan inermes como el paciente que viene a
consultarnos. Nuestro narcisismo normal es afectado cuando frente al impacto de la
violencia que nos trae el paciente nos sentimos desestructurados, debiendo ampliar
nuestros conceptos y maneras de entender la psicopatología a situaciones que antes
no habíamos contemplado como factibles de suceder a un ser humano. Nuestro
narcisismo se ve afectado también porque perdemos la sensación de control sobre
nosotros mismos y sobre la situación analítica, que ante los hechos de carácter
violento nos obliga a pensar en nuevas formas de afrontar el material del paciente,
ahora no sólo como una producción psíquica, sino también como el resultado de
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situaciones externas y extremas que dejaron un traumatismo más difícil de elaborar
que otros para los cuales hemos tenido el adecuado entrenamiento.
Otra forma en la que el narcisismo del analista puede afectarse es en un mayor
sentimiento de fragilidad y vulnerabilidad que podría llevar a la pérdida de la asimetría
con el paciente. Estar en mundos superpuestos no solamente causa una
contratransferencia particular; puede además impedirnos el reconocimiento de los
límites con el otro, con lo cual la función analítica queda seriamente perturbada.
De otro lado, quiero señalar el efecto traumático que se deja sentir en el
analista, el cual se deriva de la recepción constante y cotidiana de los hechos de
violencia que se insertan vicariamente en nuestro interior. Es posible que como
analistas podamos manejar adecuadamente un caso de violación, el trauma por un
asalto, la muerte violenta del familiar de un paciente. Pero, ¿hasta qué punto nuestra
mente puede tolerar el sufrimiento de los pacientes, y cuánto se ve comprometida
nuestra estabilidad cuando nos vemos abocados a tratar con estas situaciones una y
otra vez, en hechos también cada vez más violentos y absurdos, cuando creíamos
que el episodio anterior era lo más violento con lo que nos habíamos puesto en
contacto?
Analizar en situaciones violentas. Defensas. Muchos psicoanalistas han analizado pacientes en situaciones de violencia.
Algunos han escrito sobre ellas. En nuestro medio latinoamericano, durante y después
de las épocas de dictadura se realizaron trabajos con los pacientes, tanto a nivel
individual como a nivel grupal, para intentar elaborar las heridas de guerra, para que
cesen los efectos del terror que se siguen reproduciendo aunque la situación de terror
haya cesado, para poder recoger algunos datos que permitieran que tales cosas no
vuelvan a suceder.
Marcelo Viñar y Maren Ulriksen de Viñar (1991) quienes a partir de sus
experiencias profesionales y personales se han encargado del problema de la tortura
y sus efectos en el psiquismo humano, encontraron algo que también reportan otros
psicoanalistas que atendieron pacientes en condiciones similares. Cuando analizaron
pacientes que habían estado en el exilio o en prisión después de un tiempo de
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dictadura en el que se vivió tortura y desapariciones forzadas, se encontraron con el
hecho de que las expectativas y proyectos soñados durante el tiempo de separación,
llegado el momento de encuentro con sus familiares, amigos y circunstancias,
resultaban en “dolorosos desencuentros y fracasos en la convivencia”.
Las razones de estos desencuentros son variadas: idealización del regreso,
falta de la percepción del transcurrir de la vida familiar que no compartió, dificultad
para los miembros de la familia en integrar la experiencia dolorosa del que estaba
excluido, retracción narcisística tanto de la víctima como de la familia.
Maren Ulriksen (1997) hace un relato de la tortura como una catástrofe psíquica
de la cual debe haber un trabajo de recuperación. Menciona como una de las
dificultades para esta recuperación el hecho de que a fin de evitar el dolor que se
produce, por ejemplo, frente al hecho traumático de la desaparición, la familia realiza
un pacto de negación. Este pacto permite mantener una zona psíquica en la que se
desconocen los aspectos dolorosos o conflictivos de la realidad. El pacto es de
silencio, de desmentida y desconocimiento de la realidad vivida y se manifiesta como
un silenciamiento, un no hablar la experiencia dolorosa, y también un no querer
escuchar. La escisión y clivaje de la experiencia dolorosa es una forma de
defenderse del reconocimiento doloroso de la realidad. Se aísla lo sucedido en una
zona que se mantiene apartada de la conciencia.
Rappaport (1968), quien vivió la experiencia de los campos de concentración,
señala que hay un “más allá” de la neurosis traumática y de guerra clásicas en la
problemática de quien vive experiencias del tipo de traumatismo por la violencia.
Sostiene que… “La experiencia del campo de concentración es tan distante de las
categorías usuales del pensar y del sentir que no sólo no hay prototipo derivado de la
infancia en el inconsciente, sino que además ésta no puede ser nunca borrada de la
memoria”.
Es decir, hay algo inenarrable e igualmente, gran parte de esta experiencia
quedará incomprendida en su extensa plenitud en el que la escucha.
Al igual que otros autores, Rappaport también observó, como sobreviviente de
una situación límite, que sus colegas e interlocutores tendían a soslayar y evitar el
tema del campo de concentración. Comenta que la actitud constante del que escucha
consiste en “borrar” o “deslizarse sobre” el relato que propone quien fue víctima. La
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razón que sugiere está relacionada con el sentimiento de culpa de quien no ha sido
victimizado, frente a los horrores sufridos por el otro. Insiste en que el bloqueo se
coloca más del lado del que escucha que del que habla.
Esto tiene un alcance importante en nuestro quehacer psicoanalítico porque se
podría dar la situación en nosotros de no querer escuchar por no querer saber de los
horrores que el otro vivió, como una manera de no saber lo que también a nosotros
podría ocurrir. Por otro lado, trabajando con pacientes que han sufrido maltrato,
tortura y privación de la libertad en situaciones de secuestro vale la pena indagar por
la vigencia del sentimiento de culpa inconsciente y por la dificultad para comprender a
cabalidad el sufrimiento del otro.
A propósito del hecho violento, Ulriksen señala que lo que de esta forma es
negado queda como un agujero psíquico en la mente. Es un horror al que se le niega
la inscripción en la mente. Al no encontrar palabras para narrar lo inenarrable, el
efecto de destrucción de la tortura se aloja en la ausencia de lenguaje: no hay
palabras para su representación.
El efecto de destrucción de la tortura y la muerte se aprecia en la carencia de
lenguaje para su representación, por lo tanto hay una falla en la transmisión verbal de
la vivencia traumática debido a que los referentes simbólicos han sido destituidos.
Una forma en que actúa la defensa de la negación es que se recurre a la
banalización del horror creando figuras caricaturescas o recurriendo a chistes que
buscan atenuar la ansiedad frente al hecho violento.
Otra forma consiste en acudir a la clandestinización de los hechos y los relatos,
que al no poder ser hablados en público, sólo se expresan y circulan en privado. Esto
es un resultado del dolor que se produce ante el terror que como consecuencia debe
ser ocultado y relegado a un ámbito privado. Desde esta perspectiva, “cualquier
intento de publicar, de dar a conocer las prácticas de la violencia es inaceptable para
el discurso público”.
Una acción que deviene terapéutica es poder expresar y poner en palabras la
experiencia de manera que el hablar proporcione una dimensión de realidad para
poder otorgar un sentido y significación a hechos que eran impensables e imposibles
de dar categoría de reales. Esto supone una labor que compromete a los seres
humanos en la tarea de que el sufrimiento individual con el que eventualmente
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tenemos contacto, no quede inscrito en la psique como una ausencia que después se
va a trasmitir generacionalmente. Es importante romper el silencio y también
encontrar el reconocimiento de la experiencia propia a través de la recepción del otro.
En este sentido, nuestra tarea como psicoanalistas es ayudar a tramitar y a dar
sentido, lugar y significado a la experiencia. Esta puede ser también una manera en
la que podemos repararnos a nosotros mismos de la huella que se instala en nuestra
mente al recibir la violencia vivida por el paciente.
Algunas reflexiones. Espero que la conclusión central de este trabajo sea la de que los
psicoanalistas debemos trabajar este tipo de temas, que deberíamos hablar juntos
acerca de cómo afrontarlo.
Si vivimos situaciones de violencia y no las contrastamos como psicoanalistas,
es posible que nos encontremos usando algunas de las defensas que describí más
arriba. Podríamos estar haciendo una negación extrema de la realidad, para no entrar
en pánico y para desconocer sus aspectos terriblemente dolorosos.
Creo que es importante tomar en cuenta el asunto de la “clandestinidad”. Tal
vez hablemos algo de esto entre nosotros, o comentemos algún caso con cierto temor
y con excesivo énfasis en la reserva. No hemos estudiado juntos ni escrito acerca por
ejemplo, del trastorno psíquico que produce el secuestro en la mente del secuestrado
y de su familia, y estoy segura de que muchos hemos estado en contacto con esta
problemática. ¿Será que también nos sentimos amenazados si hablamos, al igual que
el paciente tampoco podía hablar, bajo amenaza de muerte? ¿Será que la culpa
inconsciente por no ser nosotros las víctimas directas se manifiesta en forma de
vergüenza, como una identificación con el victimario, de forma que callamos y hasta
escondemos que analizamos las víctimas del terrorismo como si fuéramos nosotros
los delincuentes?
Pienso que puede ser de suma utilidad integrar nuestra función analítica en el
acontecer social de nuestro país, que se convierte en nuestra situación analítica
particular. Trabajar analíticamente las dificultades y retos que nos plantea la violencia
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puede significar no sólo un aporte a la investigación que sobre terrorismo se está
haciendo a nivel internacional, sino un sólido apoyo para entender y tener unas bases
más confiables y seguras para poder seguir ejerciendo nuestra labor analítica.
Dicen que aquello que no se menciona no existe. Hablar entre nosotros de la
violencia cotidiana y de lo que nos sucede en el consultorio y de cómo lo manejamos
puede darnos el valor adicional de abrirnos a incorporar en nuestro trabajo una
realidad que no podemos seguir evitando, y al mismo tiempo nos puede ayudar a
aprender de la experiencia de otros, enriqueciéndonos y empleando nuevas formas de
rescatarnos de los estragos que produce la violencia en nuestra función analítica.
Además, creo que puede ser de mucho provecho para conservar nuestro equilibrio
mental.
Conclusiones 1. El impacto de la violencia en la mente del analista puede sentirse de variadas
maneras en la perturbación de su función analítica, con la utilización de
defensas específicas.
2. Se produce una distorsión del vínculo con el paciente debido a una
perturbación narcisista de la escucha del analista que se envuelve en la
problemática que a nivel personal le plantea la situación de violencia del
paciente, y que vive en forma extrema como una mayor vulnerabilidad,
desestructuración y sensación de pérdida de control. El analista que se siente
invadido por el impacto de la violencia que trae su paciente, se ve impedido
en su funcionamiento analítico con su paciente. A veces puede rescatarse, a
veces no.
3. Se presenta una dificultad para el reconocimiento de los límites con el otro, a
partir de la perturbación de la distancia-tiempo necesarias para el
reconocimiento de lo que es semejante y lo que es diferente en su vinculación
con el paciente.
4. La negación extrema como defensa se puede instalar en el analista a manera
de un pacto con el paciente en el cual el no querer hablar se remite al no
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querer escuchar, a fin de desconocer los aspectos dolorosos y angustiantes
de la realidad violenta.
5. La disociación puede ser el precio a pagar para seguir negando la realidad,
manteniendo separados y escindidos los aspectos relativos a la vida del
paciente que vivió la situación de violencia: se habla sólo de los aspectos de
su vida antes de, o después de, sin tener en cuenta lo violento.
6. Cuando se puede elaborar en impacto de la violencia en la psiquis del
paciente, se hace también un trabajo de prevención hacia las próximas
generaciones, a fin de que no queden estos hechos enquistados en su mente
y sin explicación.
7. Es importante hablar de la experiencia de violencia, no sólo para el paciente,
sino también para el analista, y para los analistas entre sí como gremio.
8. El hablar del impacto de lo violento en nuestra mente puede ser un acto de
reconocimiento de la existencia del hecho: el hablar da la dimensión de
realidad; da la posibilidad de significación a través de lo simbólico que otorga
la palabra. Entonces se nos abre la posibilidad de acceder al pensamiento
para encontrar las maneras adecuadas de rescatarnos en nuestra función
analítica.
9. Hablar entre nosotros del impacto de lo violento en la situación analítica
puede tener un efecto de preservación de nuestro equilibrio mental al no dejar
sin elaboración contenidos mentales que son invasivos, disruptivos y
desestructurantes para nuestra psique.
10. Hablar, escribir, discutir entre los colegas acerca del impacto de la violencia
en nuestras mentes puede significar salir de la clandestinidad y hacernos
partícipes de la investigación que a nivel mundial se hace de la violencia y
sus consecuencias psíquicas.
Casos Clínicos A continuación presentaré algunas viñetas proporcionadas generosamente por
nuestros colegas en las que se deja ver el efecto de las situaciones de violencia en el
ámbito de la sesión analítica y su impacto en el analista. Espero que esto sea una
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invitación a que otros colegas también compartan sus valiosas experiencias de
manera que podamos aprender de ellas.
Viñeta N° 1 Una analista reporta la situación que tuvo con un paciente de edad avanzada
que fue remitido con carácter de urgencia. El paciente llegó un poco escéptico de la
ayuda que ella le pudiera brindar, comentando que iba por sugerencia de sus
familiares. Repetía constantemente: “No sé qué es lo que ellos esperan que yo haga,
qué es lo que suponen que yo debería sentir”. A medida que se desenvolvía la
sesión, el paciente relató el hecho que lo “empujaba” a buscar ayuda: su hijo había
sido secuestrado unos meses antes, y en el momento en que le devolvían la libertad,
después de haber pagado un considerable rescate, fue muerto por la espalda por sus
captores. Recibió de ellos sólo la noticia de dónde podían buscar el cadáver.
La analista escucha este relato totalmente atemorizada, siente pánico y
dificultad para seguir al paciente, porque de pronto se ve a sí misma pensando en su
situación personal, ya que pocas semanas antes había estado recibiendo llamadas
amenazándola de secuestro, y había sido extorsionada. La angustia la invade de tal
manera que siente palpitaciones, se imagina a sí misma secuestrada, caminando por
el monte durante meses, se ve asesinada, teme por la suerte de sus propios hijos a
quienes también amenazaron cuando la llamaron. Imagina el dolor del paciente por la
muerte de su hijo, se conmueve profundamente pensando en la posible muerte de
alguno de sus hijos en caso de correr la nefasta suerte de su paciente. En ese
momento, la analista se da cuenta que está angustiada e intenta recuperarse
centrándose en el paciente.
El paciente se siente muy deprimido y reclama el derecho de sentir su dolor,
creyendo que el análisis iba a obrar a efectos de un adormecedor. Cuando la analista
se rescata, interviene diciéndole que a él nadie le va a quitar su dolor, que él tiene
derecho a sentirlo, y que es más, debe sentirlo. En este momento se produce un
cambio positivo en la actitud del paciente, siente a la analista de su lado y no
intentando desaparecer el rastro del hijo a través de la negación del dolor. El paciente
inicia un análisis que se prolongó por un tiempo importante.
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Viñeta N° 2 El lunes siguiente a la explosión de la bomba del Club El Nogal, el paciente no
llegó a su cita habitual de las 7 a.m. El analista se preocupó, porque el paciente era
una persona que visitaba asiduamente este Club y además nunca falta a sus sesiones
de análisis. El analista se vio a sí mismo buscando en el periódico en las listas de las
víctimas, pero no encontró allí su nombre. Supuso que tal vez no había fallecido, pero
que de pronto estaría entre las víctimas en algún hospital.
El analista, después de pensarlo, decide llamar por teléfono a averiguar por él.
Esta no es una actitud usual suya de romper el encuadre de esta manera, pero
considera que la situación lo amerita, porque dadas las condiciones de seguridad, un
accidente de este tipo no sería extraño. El analista encuentra al paciente, quien se
sorprende por la llamada. Había tenido que atender un compromiso urgente y decidió
no asistir a la sesión.
Viñeta N° 3 María se analiza desde hace cuatro meses, época en la que inició síntomas de
ataques de pánico. Tiene cincuenta años, está separada desde hace 15 años, y es
madre de una hija que se acaba de casar. Los episodios de pánico se inician cuando
la hija anuncia su matrimonio y su residencia fuera del país. El trabajo analítico se
centra en aspectos relativos a la elaboración del duelo por la partida de la hija, el cual
revivió el duelo por la separación del marido y por su permanencia en estado de
soltería, sin haber encontrado una pareja adecuada en estos años. Ella se siente
solitaria, sin apoyo emocional, y se da cuenta cabal de esta situación cuando la hija se
marcha, reprimiendo la ira y frustración que esto le causa por el hecho de quedar sola
ahora, cuando dedicó toda su vida al cuidado de la hija.
En estas circunstancias sucede el secuestro de un hermano de María, en plena
época de pánico para ella. El analista se impacta mucho con la noticia y siente que se
moviliza todo su interior en el deseo de que este hermano sea encontrado pronto,
pues piensa que su trabajo con María va a sufrir un retroceso importante. Piensa que
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ella no lo va a soportar, que los ataques de pánico se van a incrementar y que se va a
echar a peder el arduo trabajo que han realizado hasta el momento.
El analista se encuentra muchas veces angustiado con la paciente, muy
pendiente de las noticias relativas al secuestro, de las llamadas de los
secuestradores, de los relatos de la paciente de las reuniones familiares, de los brujos
a quienes han consultado, de lo que dijeron, en fin, de pronto se pregunta si está más
interesado en el secuestro que en la paciente, de tal manera que el paciente parece
ser el secuestrado.
El analista reconoce que ha hecho una contraidentificación con el paciente,
habiendo realizado también ciertas actuaciones del tipo de ofrecer a la paciente citas
extras en los días festivos, permitir que la paciente lo llame y permanecer por largos
ratos en el teléfono escuchando sus comunicaciones angustiadas en momentos en
que recrudecieron los ataques de pánico.
El analista comunica que hubo momentos claros en los que se sintió invadido
por la angustia de la paciente y por la situación de secuestro, revisando las
circunstancias en las que fue secuestrado el hermano y contrastando con su propia
situación de seguridad. Inclusive llegó a temer que los secuestradores siguieran el
rastro de María al análisis (quien en ese momento llegaba con guardaespaldas) y lo
tuvieran a él como blanco de alguna acción semejante.
Resumen En este trabajo se plantea el problema del impacto de la violencia en la mente
del analista tomando en cuenta que la situación analítica específica que se vive en
Colombia es una situación inmersa en una realidad violenta de larga data, con la
marca actual del terrorismo, secuestro y delincuencia común.
Se sugiere que el analista recibe el impacto de la violencia del medio a través
del paciente por dos vías: a través del paciente que vive una Situación Vital Límite
generada por la violencia y a través de lo que resulta al analizar al paciente en
Mundos Superpuestos, compartiendo ambos las mismas realidades violentas y el
mismo terror.
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Se hace un recuento de las principales defensas a las que suele recurrir el
analista al enfrentarse a la violencia que trae el paciente, y se señala algunas
distorsiones y perturbaciones que se pueden producir tanto en el encuadre analítico
como en la calidad de la escucha del analista.
Se hace referencia a la necesidad de hablar, discutir y escribir acerca de estos
eventos, de manera que podamos reflexionar juntos y encontrar mejores formas de
ayudar a los pacientes en estas difíciles condiciones. Al mismo tiempo, se destaca la
importancia de hacerlo a fin de revisar y mantener la función analítica, así como
también de preservar el equilibrio mental del analista.
Se concluye con la presentación de algunas viñetas clínicas aportadas por
nuestros colegas, que espero nos permitan empezar a discutir acerca de este tema.
Summary
The problem of the impact of violence in the mind of the analyst is treated in this paper.
We take account that this is a very important problem, especially in Colombia, where
violence is an old issue that has gone very far, taking the forms of common
delinquency, kidnapping and terrorism.
The analyst recieves the impact of violence by the means of the patient, coming
through one of this two ways: from the patient who undergoes a Vital Limit Situation
because of violence, or from the work of the analyst and the patient where both share
the same violent realities and the same terror in the Superposed Worlds.
We point out the main defences that the analyst can make when he confronts the
violence that brings the patient, as well as some distortions and perturbations that may
occur in the analytic setting or in the hearing of the analyst.
There is a reference to the very need to talk, to discuss, and to write about these facts,
so we could think together and eventually find better ways to help our patients who
suffer the difficult conditions of violence.
At the same time, it is important to do it as a way to review our analytic function in
order to mantain it, as to preserve the mental balance of the analyst.
This paper concludes presenting some clinical vignetes given by several colegues. I
expect that they will let us start discussing about this matter.
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