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OCAS DE FELICIDAD (Y yo era la reina) Y en plan travestí radical, le doy la espalda a cualquier muestra de tristeza... Fangoria Y nada más era que llegara el carnaval para que todas las travestis de Barranquilla se volvieran locas de felicidad, y en pocas horas agotaran las existencias de lentejuelas, canutillos, estrás, pailletes y toda esa pedrería fantástica que recama el engaño cosmético con que la comunidad gay, año tras año, intenta cautivar a ese río de gentes que se arremolinan en las calles del norte de la ciudad. El ciudadano promedio que le pone llave a su casa y se va a satisfacer ese morbo heterosexual, esa malsana curiosidad que intenta desenmarañar el truco, esa cirugía artesanal que las locas exhiben orgullosas en sus ajustados diseñitos que les llevó todo un año confeccionar. Porque hay que verse regia en estas ocasiones, dice la Dayana que recién vino ese año de Italia operada y con unas tetas a lo Dolly Parton, haciendo ver a las otras como meros esperpentos ante su belleza de porcelana, de bisturí europeo que la dejó como para la portada de la Playboy. Operadas o no, al final todas somos iguales, dice la 47

Better John, Locas de La Felicidad (1)

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O C A S D E F E L I C I D A D (Y yo era la reina)

Y en plan travestí radical, le doy la espalda a cualquier muestra de tristeza...

Fangoria

Y nada más era que llegara el carnaval para que todas las travestis de Barranquilla se volvieran locas de felicidad, y en pocas horas agotaran las existencias de lentejuelas, canutillos, estrás, pailletes y toda esa pedrería fantástica que recama el engaño cosmético con que la comunidad gay, año tras año, intenta cautivar a ese río de gentes que se arremolinan en las calles del norte de la ciudad. El ciudadano promedio que le pone llave a su casa y se va a satisfacer ese morbo heterosexual, esa malsana curiosidad que intenta desenmarañar el truco, esa cirugía artesanal que las locas exhiben orgullosas en sus ajustados diseñitos que les llevó todo u n año confeccionar. Porque hay que verse regia en estas ocasiones, dice la Dayana que recién vino ese año de Italia operada y con unas tetas a lo Dolly Parton, haciendo ver a las otras como meros esperpentos ante su belleza de porcelana, de bisturí europeo que la dejó como para la portada de la Playboy. Operadas o no, al final todas somos iguales, dice la

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Brigitte que ya pisando su sexta década luce igual de elegante, igual de hermosa que hace veinte años atrás.

Pero no todas son tan afortunadas como la Dayana o la Brigitte. No todas tienen esa colección de pelucas Cleopatra o Cher en sus tocadores, no todas poseen ese cutis de seda, n i esos costosos vestidos naftalinados colgando al interior de u n elegante closet. Mucho menos las zapatillas forradas en piel de cocodrilo o víbora que las más glamorosas traen de Europa. Y n i hablar de "La Horr ip i la" , y el apodo no era gratis, porque bien feo sí era el marica y pobre para completar, pero tan amable, tan hacendoso y querido por todas las vecinas del barrio las Américas. Que si bordar u n mantel, que si atender a una carnada de niños mocosos y cagones, que si cocinar para todo u n regimiento, la Horripi la siempre estaba dispuesta para lo que se ofreciera sin pedir nada a cambio, que solo con u n plato de comida o una caja de cigarrillos Premier a ella le bastaba. Pero eso sí, cuando llegaba enero, cuando la nieve art i f ic ial de la N a v i d a d se amontonaba en los basureros, la loca era muy clara: o me pagan o me pagan, les daba por enterado a todo el barrio. Y así iba ahorrando. En una oxidada lata de avena guardaba las monedas, los billetes de m i l y dos m i l que pagaban por sus servicios. Y cuando la lata estaba llena y los días caían uno tras de otro con el trino metálico de las monedas echadas al pote, cuando esas pobres casas del barrio se adornaban de festivas máscaras de marimondas, congos y tigrillos de icopor, cuando de algún lado la brisa bajaba cascabeleando por esos acantilados en donde vivía, trayendo el sonido de gaitas y tambores, la Horripila sabía que el carnaval ya estaba cerca y que su proximidad encendía otra vez en su remendado corazón la ilusión de una noche de fiesta donde una vez en la vida pudiera ella brillar.

Entonces era descerrajar la lata e ir con el dinero acumulado hasta el centro de la ciudad para comprar lo que necesitaba, internarse en esa Calcuta del mercado de granos y rematar con las vendedoras los accesorios para la decoración de su vestido

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de fiesta. Y allí estaba como siempre su madre para ayudarlo, inmersa tras la vieja Singer. Ella era su cómplice. Juntos desmadejaban las lentejuelas, las piedri l las diamante, los escurridizos canutillos, luego envasaban la escarcha: "parecen estrellitas molidas", decía romántica la Horripila a su mamá. Hasta m u y tarde se quedaban trabajando, por largas noches, para después celebrar con u n café negro, casi al amanecer, el haber terminado el vestido de manufactura casera.

-Vas a ver que este año si te dejen participar - le dijo su madre al despedirla en la puerta de la casa y luego la vio alejarse empinada, teniendo cuidado de no tropezar y arruinar el traje

n esas calles pedregosas del barrio las Américas. A l llegar al lugar del desfile junto a la Tyson y la Cósmica,

se sintió algo menos que invisible entre tanto lujo, tanta pluma de ave exótica y ella tan solo con ese escobillón de plumas de

allina que tuvo que teñir con anilinas. Y como fue de esperar, a la entrada del desfile una loca con cara de asco la frenó diciéndole: ¡Tú no! que pasen las otras. Ahí fue donde no aguantó mas, recordó la cara demacrada de su madre pedaleando la máquina de coser tantas noches, los días que le tocó a ella misma destapar inodoros infectos, l impiando la mierda de chiquillos que la volvían loca con sus lloriqueos, los callos que tenía en los pies de tanto subir y bajar lomas acarreando bidones de agua y todo para reunir unos cuantos pesos y poder vestirse para la ocasión. Entonces m u y discreta sacó la puñaleta de su escote y le dijo muy educada a la que vigilaba la entrada: Niña, o me dejas entrar o te saco las tripas aquí mismo.

Esa fue la primera vez que la Horripi la sintió formar parte de algo, la primera vez que se sintió bella, aunque también fue la última. Días después la encontraron acuchillada en una trocha cerca de la Central de Abastos. Llevaba el vestido de aquella noche. Doña Ruth, su madre, aún sigue detrás de la Singer pedaleando, recorriendo metros y metros de coloridas telas que le llevan sus dientas. De vez en cuando mira la foto de su hijo

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que cuelga en la pared y u n par de lágrimas resbalan por su rostro cansado, llanto que se hace más frecuente por estos días en que las gaitas suenan a lo lejos y u n séquito de travestís alaracosos la consuelan y llenan su casa de una alegría que hiere muy hondo.