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Bizancio, a mediados del siglo VI. - nobispacem.com · ePub r1.0 Titivillus 21.03.15. A JUDY, en agradecimiento por sus consejos sobre equitación y otras cosas más. I - La emperatriz

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Bizancio, a mediados del siglo VI.Bajo el reinado del emperadorJustiniano I y su esposa Teodora, eljoven Juan, hijo de un magistradorural, se presenta en palacio ysolicita una audiencia con laemperatriz. Para sorpresa de todos,logra su objetivo, y a partir de esemomento comienza una carrerapolítica que culminará en las másaltas esferas del poder imperial.

ePub r1.0Titivillus 21.03.15

A JUDY,en agradecimiento por sus

consejossobre equitación y otras

cosas más.

I - La emperatrizTeodora

Constantinopla era más grande de loque él se había imaginado.

El barco se acercaba lentamente,meciéndose sobre el suave oleaje bajoel caluroso sol de septiembre,impulsado por la suave brisa queempujaba las remendadas velas. Elpequeño grupo de pasajeros, agarrado ala barandilla en medio del buque,gritaba con entusiasmo y señalaba unosjardines, un pórtico de tiendas, elpuerto; la cruz dorada que brillaba

desde la alta cúpula de una iglesia; laestatua del emperador encaramada a unacolumna. «Es como un espejismo en eldesierto —susurró Juan, agarrándosecon fuerza a la barandilla como losdemás—. Es resplandeciente ydemasiado extensa y hermosa para serreal.»

—Forma parte del Gran Palacio —dijo el capitán, acercándose a Juan altiempo que señalaba un edificio junto ala orilla. Juan sintió que se le encogía elestómago al contemplarlo.

Dos hileras de columnas de mármolrodeaban un edificio central cubiertopor tejas de piedra pulida que brillabaen medio de los jardines como una

piedra preciosa envuelta en papel deseda. Las altas murallas de la ciudad lorodeaban, separándolo del resto decasas comunes a la vez que creaban, conaire protector, una ciudad propia. Juanmovió la cabeza y miró hacia abajo. Sefijó en sus manos agarradas a labarandilla del barco. Manos delgadas,amarillentas por la enfermedad, las uñasnegras de suciedad. Intentó imaginarlasacariciando los tesoros del palacioenjoyado, pero no pudo.

—En realidad, casi toda esta partede la ciudad pertenece al complejo delpalacio —agregó el capitán, sonriente—. La emperatriz donó ese sector aalgunos de sus monjes. Tiene un par de

casas más para ella sola, cada una deltamaño de una catedral, y el emperadorcuatro o cinco más. Aparte están lascapillas y los cuarteles para losguardias: es enorme el Gran Palacio.¿Con quién dijiste que querías hablar?

—Con un funcionario del palacio dela emperatriz —murmuró Juan. No habíadicho otra cosa en todo el viaje cada vezque le preguntaban. Ahora deseaba quefuera verdad.

—Bueno, tendrás que preguntar a losguardias de la Puerta de Bronce. Es laúnica entrada al palacio. Atracaremosen el puerto Neorio en el Cuerno deOro. Para llegar a palacio, camina haciael mercado de Constantino, luego tuerce

a la izquierda por la Calle Media hastael mercado Augusteo; la Puerta deBronce del palacio está al otro extremodel mercado. Sólo tienes que informar alos guardias para qué vas y te dejaránentrar. ¿Dispones de algún lugar dondealojarte mientras estés en la ciudad?

Juan bajó la cabeza murmurando un«sí».

«Supongo que para esta noche yatendré algún sitio donde quedarme —pensó mientras el capitán iba asupervisar el barco—. ¡Oh, Señor, cómodesearía que fuera ya de noche! Diosinmortal, ¿qué hacer con mis cosas? ¡Nopuedo ir al Gran Palacio, a la corte de laemperatriz, con un saco lleno de ropa

vieja!»Después de que el barco virara

hacia el Cuerno de Oro y atracara,preguntó al capitán si podía dejar suspertenencias a bordo por esa noche.

—¿Por qué no las llevas a tualojamiento? —preguntó el capitán consensatez.

—Yo... preferiría ir a palacioprimero —repuso Juan.

El capitán se encogió de hombros.—En ese caso..., ¿pero tú crees que

te admitirán, presentándote así,directamente? A los funcionarios lesencanta hacer esperar a la gente.

—No lo sé —respondió Juan—.Bien puede ser. De todos modos, por

ahora ¿puedo dejar las cosas aquí?—Por supuesto; no hay ningún

problema. Pero se hará bastante tardeantes de que llegues a palacio. Primerotendrás que obtener del funcionario deaduanas un permiso para entrar en laciudad.

—¿Por qué? No vengo a vendernada.

El capitán se echó a reírsocarronamente.

—En esta ciudad, todos han deconseguir un permiso. Hasta paramendigar se necesita y no es nada fácilconseguirlo. No se conceden a los queno vivan en la ciudad, si no pagan unabuena cantidad por él. Todo el que llega

a Constantinopla debe demostrar quetiene negocios en la ciudad o algún otromedio de subsistencia. Si no, lo envíanal instante a su casa (a no ser quenecesiten obreros para alguna obrapública, en cuyo caso te ofrecerántrabajo y te inscribirán allí mismo en losregistros). Aunque seas un caballero yno tengas que preocuparte por eso,también tendrás que obtener un permiso.

—Ya veo —dijo Juan, mirándosenuevamente las manos. Eran manossuaves, sin los callos propios deltrabajo manual. Sólo una pequeñaprotuberancia en el dedo medio de lamano derecha delataba sus horas detrabajo de oficina. «Soy una especie de

caballero —se dijo con amargura—. Elbastardo de un caballero. Bueno, esperoparecer lo suficientemente caballerocomo para que el funcionario de aduanassea amable conmigo; sólo tengo dineropara una semana y no quiero que acabenreclutándome en una panadería o parareparar cisternas.»

—Por supuesto, si tanta prisa tienes,yo podría hacer que el funcionario teviera a ti antes que la carga o que a losdemás... —agregó el capitán, mirando aJuan con una sonrisa expectante.

Juan contuvo un suspiro, buscólentamente en su bolsa y entregó alhombre una gran moneda de bronce;después añadió otra más. El capitán

volvió a sonreír y se las guardó en lapropia bolsa.

—Veré lo que puedo hacer —dijo.«Ahora ya no tengo ni siquiera lo

suficiente para vivir una semana —pensó Juan con amargura—. ¡Quéestupidez acabo de hacer! Podría haberesperado hasta mañana. También fuiestúpido al pedir un camarote privadoen el barco, ¡claro que parecía ridículoviajar a la corte de Sus Majestades enuna tienda de lona con otros seispasajeros, un tropel de niños, cuatrocabras y no sé cuántos camellos! Si lohubiera soportado y hubiera mantenidola boca cerrada, ahora tendría losuficiente para sobrevivir un mes,

tiempo suficiente para encontrar trabajosi no me reciben en palacio.»

«Pero si no me reciben, tampocoquerré trabajo.»

El funcionario de aduanas aparecióal poco rato: era un hombre pequeño, depiel oscura, canoso, con túnica corta ymanto rojo hasta la rodilla. El capitánparecía conocerlo: se estrecharon lasmanos y se dieron palmadas en laespalda, intercambiando noticiasmientras Juan los observaba desde labarandilla, sin exteriorizar suimpaciencia. El capitán hizo una muecae indicó al funcionario:

—Éste es uno de mis pasajeros;tiene prisa por despachar unos asuntos

en palacio; puedes hablar con él primero—dijo. Retrocedió para observarlos consonrisa de dueño de la situación, comoel anfitrión que presenta a sus dosinvitados más interesantes en una cena.

El funcionario dirigió a Juan unamirada escrutadora, de pocos amigos.«Entre veinte y veinticinco años. —Loclasificó mentalmente, como si fuera aredactar un certificado—. Bajo ydelgado; cabello negro, bien afeitado,ojos oscuros; una débil cicatriz en elrabillo del ojo izquierdo. Tez pálida,algo amarillenta, por cierto. ¿Habráestado enfermo recientemente? La túnicay el manto se supone que son negros,aunque me parece que su color es

terroso, más que otra cosa: lleva luto.Ya sé, procede de una de las zonasazotadas por la peste. Su ropa es debuena calidad, sin embargo, y el bordede la túnica es de seda de verdad: no espobre. El turbante que porta con elcordón trenzado alrededor es de estilosarraceno y el barco viene de Beirut.Así que lo que tenemos aquí... supongoque es algún tipo de árabe, venido parasolucionar algún asunto sobre algunaherencia.» Sonrió secamente a Juan,sacando el estilete y las tablillas decera.

—¿Tu nombre? —preguntó conamabilidad.

—Juan, hijo de Diodoro —contestó

nerviosamente—. De la ciudad deBostra, en la provincia de Arabia.

El funcionario volvió a sonreír,satisfecho.

—¿Qué te trae a Constantinopla?—Vengo a ver a un funcionario de la

corte de la emperatriz, para... para unosasuntos personales.

—¿De la corte de la emperatriz? —preguntó el funcionario, bajando elestilete y enarcando las cejas.

—Sí —replicó Juan tragando saliva—. Esta... esta persona llegó a conocer ami padre; en su lecho de muerte, mipadre me pidió que le hiciera llegar unmensaje, un mensaje personal. —Volvióa sentir que se le encogía el estómago

ante tal mentira y recordó la habitaciónoscura y calurosa, el hedor aenfermedad y a descomposición y la vozcascada de su padre diciendo: «Jamásse te ocurra ir allá. Prométeme que noirás». Sintió un escalofrío.

El funcionario bajó las cejas.—Ya veo. Se trata de un asunto

personal de tu padre con un viejo amigo.«No iba muy desencaminado», pensó

el funcionario, satisfecho.—¿Y cuándo murió tu padre?—En junio —dijo Juan secamente

—. La peste se lo llevó.Hubo una breve pausa bajo el cálido

sol del otoño, y una paralizaciónproducida por la sola palabra: peste.

Aquella sonrisa de dueño de la situacióndel capitán se desvaneció y la miradaagria del funcionario se ensombreció.«Nadie la menciona jamás. Yo tampocodebería haberlo hecho. Demasiada genteha muerto a causa de ella; los turba hastaoír su nombre», pensó Juan.

—Nosotros también la tuvimos aquíen junio —replicó el funcionario consuavidad. Miró hacia el norte, hacia elpuerto—. No había espacio paraenterrar a tanto muerto. Los apilaban enlas atalayas de las murallas. Cuando elviento venía del norte se podía oler lahediondez de la podredumbre. Era comosi el mundo entero se desintegrara.Llegué a pensar que todos los seres de

la tierra estaban muriéndose aquí. Yoperdí un hermano, y casi pierdo un hijo.

—Yo estuve a punto de morir —agregó Juan. Y no se atrevió a decir:«Fue mi padre quien me atendió durantela enfermedad hasta el final. Me cuidó, ydespués fue él quien se murió de lapeste».

—¡Entonces has sobrevivido a ella!—El funcionario observó por unmomento a Juan con atención. «Y lo hashecho bien», pensó con amargura,evocando a su hijo de diez años, a quienla peste había dejado medio lisiado ycon dificultades para hablar. «Pero elniño se está reponiendo —se dijoconvencido—. Seguirá mejorando; ¡está

mejor ahora que hace un mes! Tal vez elmes que viene ya lo vea como a éste,algo amarillento, pero normal.»

Suspiró y miró a Juan con unasonrisa cansada. No había motivos pararechazarlo. Colocó un pedazo depergamino sobre las tablillas, deslizó elestilete dentro del estuche que lecolgaba del cuello, tomó una pluma, lamojó en el tintero que llevaba junto alestuche y extendió un certificado.

—No hay razón para molestarte más,entonces —le dijo, entregándoselo aJuan—. Esto te sirve de salvoconductopara permanecer en la ciudad hasta quesoluciones tus asuntos personales en lacorte. Llévalo constantemente; si lo

pierdes, informa a la oficina del cuestoren el Augusteion. Eso es todo. Quedisfrutes de tu estancia en la ciudad.

Era mediodía cuando Juan abandonóla nave; sus pasos sonaban huecos yvacilantes en la plancha de madera.Recorrió los muelles de piedra, enseñósu permiso a los funcionarios que habíaa la entrada del puerto y prosiguió sucamino a la ciudad. Las calles eranestrechas, lo que impedía el paso de laluz, las casas elevadas, y los balconescasi se tocaban. Unas mujeres sentadasen los balcones hilaban y miraban lagente pasar entre la ropa tendida que seagitaba al compás de la brisa. Por lodemás, todo estaba quieto, adormecido

en la quietud del mediodía. Lentamentefue subiendo la colina desde el puerto; amedida que avanzaba hacia la cima lascasas se volvían más altas y lucíanimponentes fachadas.

Cuando llegó al mercado, tras haberpasado por las callejuelas en sombra, laluz del sol le resultó casi cegadora. Sedetuvo en la esquina para recuperar elaliento. El mercado estaba casi desierto;en el centro, el caño de la fuente sepercibía claramente a través delsilencio. Sobre una columna de pórfido,una estatua de oro del emperadorConstantino contemplaba las columnasde mármol, las sirenas e hipogrifos debronce dorado y las tiendas con postigos

que vendían objetos de plata, perfumes yjoyas.

A la izquierda, había dicho elcapitán. Juan miró hacia la izquierda através del mercado. Las columnas demármol blanco se abrían hacia una calleancha, como un campo de desfiles,donde los pórticos aparecían coronadosde estatuas: emperadores yemperatrices, héroes, senadores y diosaspaganas, acomodados en medio de lamagnificencia. A lo lejos, una iglesia seerguía como un monte, con su fachada demármol rosado y una altísima cúpuladorada. Pese al fuerte sol, tuvo frío.Respiró hondo y empezó a caminar.

Las tiendas acababan de abrir

cuando llegó al mercado Augusteo. Lacúpula impresionante de la iglesia seasomaba a su izquierda; a su derecha seelevaba la fachada de columnasencumbradas del hipódromo y, cerca deéste, al otro lado del mercado, unedificio imponente enclavado entreimpresionantes murallas, con techumbrede bronce bañado en oro y puertastambién de bronce: la Puerta de Broncedel Gran Palacio. Juan se detuvo al otrolado de la plaza para contemplarla. Elescalofrío que sintió le entumeció lasmanos; le dio miedo seguir adelante.

«Debo de estar loco —pensó—.Tenía que haber pedido a mishermanastros que me ayudaran a

encontrar trabajo: no se habrían negado;no lo he hecho por orgullo y tozudez, porno quedar en deuda con ellos. Sin dudahabría conseguido un puesto de escribaen el concejo de la ciudad; el salario noera tan malo; habría podido vivir de esoy quizá, al cabo de dos años, me habríanascendido. Mi padre tenía razón: nodebí haber venido. Aunque sea verdad,probablemente me matarán y ¿cómosaber si es verdad? Ya deliraba cuandome lo dijo. La carta podría ser falsa, oquizás sea una broma. Oh, Dios mío,debería volver, ahora mismo; volver acasa...»

Pero se quedó donde estaba.«Si no sigo, nunca lo sabré —se dijo

—. Pasaré el resto de mi vidapreguntándome quién soy en realidad,demasiado cobarde para averiguarlo. Yno tengo ninguna casa propia a dondevolver, ahora que mi padre ha muerto.»

Cruzó lentamente la amplia plazapública.

Las enormes puertas de bronceestaban entornadas y un pelotón deguardias, apoyados en sus lanzas,miraban el mercado con expresión deindecible aburrimiento. Por encima desus cabezas, un friso pintadorepresentaba al emperador Constantino,con la corona imperial y la cruzcristiana, aplastando a un dragón. Losseveros ojos del emperador parecían

fijarse en Juan de un modo acusador amedida que éste se iba acercando, perocasi se dio de narices contra la granpuerta antes de que los guardiasrepararan en él. Uno de ellos le cortó elpaso con su lanza, escupió y dijopausadamente:

—¿Algún asunto de palacio?—Sí —susurró Juan.—¿Tienes cita?—No..., o sea...—Bueno, ve al pórtico y di a los

guardias a dónde quieres ir.La lanza volvió a alzarse y el

guardia retrocedió un paso. Juanparpadeó, lo miró indeciso y finalmentepasó junto a él por la puerta exterior.

Tras ésta había un pasadizo empinado encuyo fondo, muy a lo lejos, había otrapuerta de bronce, esta vez cerrada. Amitad de camino, a la derecha, seencontraba otra puerta igualmentecerrada, toda ella de bronce pulido. Sedetuvo y miró atrás por la puertaentreabierta al mercado. Nadie leprestaba atención. Siguió adelante; giróel pomo de la puerta y los gozneschirriaron al abrirse lentamente.

Se encontró ante una sala rectangularabovedada, magníficamente revestida demosaicos. Unos bárbaros cautivosaparecían arrodillados en medio de unatremenda confusión perteneciente aciudades exóticas: «Cartago», leyó Juan

en una pared y «Ravena», en otra. En elcentro de ambas un rey con manto depúrpura ofrecía su corona al emperador,triunfante, en la cúpula central. Cerca deéste se erguía la figura de una mujer conmanto de púrpura y diadema, rodeadapor el aura sagrada de una emperatriz:su rostro, máscara de dignidad y poder,era el rostro de una mujer real. Erahermoso, esbelto, pálido, de larga nariz,mejillas y barbilla ligeramenteredondeadas y labios firmes. Sus ojosde párpados caídos, oscuros ypenetrantes, hacían caso omiso de losreyes de los mosaicos y parecíanescrutar el interior de Juan. Se echóhacia atrás, como hechizado.

—¿Qué asunto te trae aquí? —preguntó una voz.

Juan desvió la mirada del mosaico yvio cómo algunos guardias másharaganeaban en el otro extremo de lasala y cómo una multitud de hombres ymujeres esperaban en un banco situadobajo los cautivos bárbaros. La vozprovenía de uno de los guardias: llevabaun collar de oro y parecía ser el capitán.Ahora miraba a Juan, esperando surespuesta.

—Yo... yo quiero una audiencia conla emperatriz —respondió Juan—. Unaaudiencia privada —y súbitamente sesintió mal. ¡Lo había dicho!

—¿Con la emperatriz? —preguntó

el soldado, incrédulo.Los otros soldados y los que

esperaban en la sala se volvieron paramirarlo. Ellos esperaban al secretariodel prefecto pretoro para preguntar porlos impuestos que les correspondían; alescriba del jefe de las oficinas por untrabajo para un amigo; al chambelán delemperador con un aviso de desalojo enuna de las propiedades imperiales; paraentrevistarse con alguno de los muchosfuncionarios y subordinados imperiales.No quitaban ojo al joven con túnica decolor terroso que pedía audiencia con laemperatriz.

—¿Quién eres? —preguntó elcapitán de la guardia—. ¿Te ha

concedido una cita?—Tengo un mensaje para ella —

respondió Juan, pasando por alto laprimera pregunta y esforzándose pormantener firme la voz— de parte de unamigo suyo, un viejo amigo que hamuerto. —Sin poder mantener quietassus manos entumecidas, se retorcía elborde de seda de la túnica, consciente,eso sí, de cuánto se había desteñido.Había sido su mejor túnica, en otrotiempo verde con bordes rojos yblancos, e incluso después de haberlateñido de negro por primera vez le habíaquedado muy elegante. Pero ahora...

Quitó sus manos de ella.«De todas maneras, la túnica no

hubiera impresionado a nadie aquí —sedijo—. Si yo fuera un patricio vestidode blanco y púrpura, majestuosamentetransportado en un carruaje hasta laPuerta de Bronce con un grupo desirvientes, tal vez esperaría que losguardias se impresionaran, pero estachusma difícilmente presta atención anada que sea inferior a eso, y menosaquí, en una ciudad como ésta. Con quetenga un aspecto presentable, esodebería bastar. Y creo que lo tengo.» Seirguió de hombros e intentó pasar poralto los ojos que lo observaban.

«Es un monje —cortó tajante el jefede los guardias—. De negro, con eseaspecto de fanático, de ojos

centelleantes y de aire tan voluntarioso,¿qué, si no? Sí, es uno de esos malditosmonjes monofisitas de alguna provinciaoriental, algún preferido de laemperatriz que trae noticias de uno desus «padres espirituales» de Egipto oSiria. Y si le ponemos obstáculos,tendremos problemas: ella protege aesos herejes más que el emperador a susguardias. Bueno, tendré que hacerloentrar. Y si no es uno de sus monjes, lossirvientes se encargarán de él.»

Se obligó a sonreír, aunquedetestaba a los herejes.

—Muy bien, mi buen señor.¡Dionisio! —llamó a un guardia—. Hazpasar a este... caballero... a la corte de

la serenísima Augusta, en el palacioDafne.

Sorprendido por tan fácil victoria,Juan siguió al guardia hasta el primerpatio silencioso del Gran Palacio.

Después no pudo recordar por dóndehabía pasado: cuarteles y jardines,capillas y pórticos, cúpulas, columnas yfuentes, todo despedía una solasensación de majestuosidad ante la cualse sentía impotente, como un ratónatravesando una iglesia. Por fin seencontró ante una sala revestida concortinajes de púrpura e iluminada conlámparas de oro puro. Un muchacho (no,un hombre, pero delicadamente lampiño:un eunuco), sentado ante un escritorio,

tomaba notas en un libro. El guardiagolpeó el extremo de su lanza en elsuelo de mosaicos y el eunuco levantó lavista.

—¿Sí? —preguntó. El timbre agudode su voz pausada semejaba al de unamujer.

—Este caballero desea unaaudiencia con la piadosísima y sagradasoberana, nuestra Augusta Teodora —dijo el guardia, guardando las formas—.No se le ha concedido audiencia.

El eunuco apoyó la pluma en loslabios y examinó a Juan.

—¿Y quién eres tú?—Mi nombre es Juan —respondió

con voz enronquecida; intentó aclararse

la garganta—. Yo... traigo una noticiapara la emperatriz. Una muerte..., unviejo amigo de ella ha muerto.

—¿Qué «viejo amigo»? —preguntóamablemente el eunuco.

—Diodoro de Bostra, mi padre.Ella... lo conoció hace mucho tiempo.Pensé...

—¿Pensaste que a ella leinteresaría? ¿Acaso ella lo conocíabien?

Juan tragó saliva. Buscó dentro de subolsa y sacó la carta doblada quellevaba consigo desde la muerte de supadre. Con mano temblorosa se laentregó al eunuco, que la leyó para sí.Juan no necesitaba oír las palabras en

voz alta; se las sabía de memoria. «ADiodoro de Bostra, de parte de Teodora,emperatriz, Augusta, consorte de suSagrada Majestad el emperadorJustiniano. Sí, querido, soy yo. Pero sialguna vez te atreves a venir aConstantinopla, o siquiera a pretenderque me conoces allí en tu agujero deBostra, juro por Dios, que todo lo oye,que será el último día o el último alardeque hagas.» Eso era todo.

El eunuco frunció el ceño ante lacarta y verificó el sello. La leyónuevamente.

—No parece considerarlo un amigo—dijo por fin, delicadamente—. Yocreo, señor, que sería mejor que no la

molestaras. Si lo deseas, yo le informaréa ella de su muerte en el momentoapropiado.

—Tengo que verla.Juan cerraba y abría las entumecidas

manos. El eunuco lo observaba, rígido eimpasible. Juan tragó saliva de nuevo,debilitado y mareado por el miedo, ydijo con voz clara:

—Mi padre me aseguró que ella esmi madre.

La cara delicada del eunuco cambió.Echó un vistazo rápido a la carta y unavez más examinó a Juan. Detrás de élpodía oír el murmullo de los guardias,intentando ver nuevamente aquel rostropara compararlo con el otro, el que lo

había contemplado a él desde elmosaico.

—Espera aquí —dijo el eunuco. Conla carta entre las manos, desapareciótras las cortinas de púrpura.

Juan se quedó en la antesala por untiempo que le pareció eterno. Sepreguntó si debería sentarse; sentía quelas piernas se le volvían flojas y pocofirmes. Pero el único asiento era el deleunuco frente al escritorio y no seatrevía a sentarse allí. Miró otra vez asu alrededor. El guardia de la Puerta deBronce estaba junto a la entrada, sinapartar la mirada de Juan, comofascinado. Juan respondió con unasonrisa forzada y automáticamente el

guardia miró para otro lado.Antes de que transcurrieran quince

minutos, el eunuco reapareció. Su rostroaparecía ligeramente sonrojado y dabala sensación de faltarle el aliento;dirigió a Juan una sonrisa radiante y leanunció:

—Ella te recibirá en seguida. —Juanse preguntó si se desmayaría.

El guardia golpeó el suelo con lapunta de su lanza dispuesto a marcharse,pero el eunuco lo retuvo con un gestorápido.

—Tú quédate aquí esperandoórdenes.

El guardia pareció alarmarse, peroJuan no tuvo tiempo de preguntarse por

qué. El eunuco lo cogió del brazo y locondujo a paso ligero por el pasillo quese extendía tras las cortinas.

—¿Te han concedido audienciaalguna vez? —preguntó a Juan.

—¡No, claro que no! Ella... ¿va arecibirme? ¿Ahora? —«Es demasiadopronto —pensó—. No tengo tiempo...»

—Cuando se te haga pasar, da trespasos y arrodíllate —el eunuco le dabalas instrucciones, apremiándolo.Pasaron por una antecámara con divanesde cedro; varios hombres ricamentevestidos, uno de ellos de blanco ypúrpura, miraron con odio a Juanmientras era materialmente arrastradopor la sala—. Échate al suelo, como el

sacerdote que se postra ante el altardurante los misterios sagrados —continuó el eunuco, sin prestarlesatención—. Mantén los brazos alrededorde la cabeza. La señora extenderá su piehacia ti, momento que aprovecharás parabesar la suela de su sandalia; después,puedes quedarte de pie o arrodillarte,pero no te sientes. No le hables hastaque ella no te dé permiso. Y otra cosamás, no la llames «emperatriz», llámala«señora», como un esclavo. Es lacostumbre.

—Sí, pero...Estaban al final de otro pasillo y a

las puertas de otra habitación. Todoparecía brillar: las pinturas en las

paredes, las baldosas doradas en elsuelo de mosaico, los tapices rutilantesy, al fondo, la seda púrpura de lascortinas. No tardó en rodearles un grupode eunucos, haciendo gestos con lacabeza y cuchicheando con aquellasextrañas voces agudas. Advirtió quealgunos llevaban espadas; uno vestía elblanco y púrpura de los patricios. Olía aincienso. El acompañante de Juan lesoltó el brazo, le hizo un gesto con lacabeza y corrió la cortina que estaba alotro extremo del salón. La luz entrósúbitamente en la habitación; era la luzdel sol, difusa pero brillante, de algunaventana escondida, acompañada delaroma a mirra. Ante la vacilación de

Juan, el eunuco patricio le dio un suaveempujón. Al borde de las cortinastitubeó y miró a los ojos de laemperatriz Teodora.

«Tres pasos adelante —pensó, sinponerse nervioso—. Ya estoy casi.»

Dio los tres pasos y bajó la cabezahasta el mármol pulido del suelo. Sequedó un instante con la mejilla apoyadaen la fría piedra, sintiendo cómo se leaceleraba el ritmo cardíaco; luego unasandalia púrpura, tachonada de oro yjoyas, apareció ante él. Rozó la suelacon los labios (el cuero era nuevo,suave como la lana) y se incorporó derodillas, mirando nuevamente a lososcuros ojos.

El retrato del mosaico era mejor delo que había apreciado: arrodilladofrente a ella, vio primero a laemperatriz, luego a la mujer. La diademaimperial, una banda de seda púrpurabordada con oro y joyas, cubría porcompleto su cabellera y dejaba caerperlas que le llegaban hasta loshombros. El manto púrpura, sujeto conun broche de esmeraldas, llevaba ungrueso ribete de oro y joyas. Incluso lamitad de la larga túnica que lucía bajo elmanto parecía estar hecha de oro. Estabamedio sentada medio reclinada en unelevado diván de púrpura y ébano, concierta gracia indolente. Se habíainclinado hacia adelante para

observarlo, aferrada con tal fuerza aldiván, que las uñas se le habían vueltoblancas. También los labios de laemperatriz palidecieron al ver que eljoven lo había advertido; sus fulgurantesojos miraban alternativamente a Juan y alos eunucos, que permanecían inmóvilesdetrás de éste. La carta entregada aleunuco se hallaba sobre un diván junto ala augusta señora.

—¿Quién eres? —preguntó laemperatriz. Su voz era suave y serena,con el cortante acento deConstantinopla.

—Mi nombre es Juan, señora —respondió.

Ya no se estremecía de pánico y

sintió que su mente se aclaraba a medidaque transcurría el tiempo. Ahora quehabía llegado el momento, real eirreversible, de poder hablar, hastarecordaba las instrucciones del eunuco.Sólo una catástrofe podía detenerlo, notodas aquellas fantasías.

—Soy el hijo de Diodoro de Bostra.Me dijo mi padre que lo recordarías.

La emperatriz suspiró.—¿Por qué has venido hasta aquí?Permaneció un momento arrodillado

con la mirada puesta en la soberana. Lasuave luz de la ventana oculta loinvadió; desde algún lugar detrás de ellallegaba el murmullo de una fuente.

—También me dijo que tú eras mi

madre —exclamó por fin.—¿De verdad te dijo eso? —La voz

era áspera—. ¿Acaso contó esta historiaa mucha gente? Y tú, ¿a quién se la hascontado?

—Señora, él sólo me la contó a mí yúnicamente cuando estaba agonizando.Si deliraba, no lo hagas responsable aél, atribúyeselo a la peste. Por mi parte,yo no se lo he contado a nadie. Temíacreerlo. Los únicos que lo han oído,aparte de ti, son tus propios sirvientes.

Se sentó nuevamente en su diván y loobservó con detenimiento. Tomó la cartadoblada y la arrojó a los pies de sussirvientes.

—Destruye esto —ordenó. Luego se

dirigió a Juan—: Y tú, ¿qué has dicho alos guardias de la puerta?

—Que quería una audiencia contigo,señora, por un asunto personal.

—¿Alguno de ellos te acompañóhasta aquí? —Juan asintió y ella volvióa mirar a los eunucos.

—Yo le indiqué que aguardara en laantesala esperando órdenes —dijo unsirviente al instante.

—Bien. —La emperatriz sonrió.El eunuco patricio tosió, incómodo,

y agregó:—Desgraciadamente, había mucha

gente esperando a tu sublime presenciaen la segunda antesala. Han visto quehemos hecho pasar en seguida al joven y

casi con certeza deben de estaraveriguando por qué.

Teodora se encogió de hombros.—Preguntarán sin duda al guardia

quién es el joven. Dile tú al guardia queel joven mentía y que yo he ordenadoque lo expulsen y castiguen severamentepor su insolencia. Di que te he ordenadoazotarlo, expulsarlo de la ciudad por elpuerto privado y embarcarlo rumbo auna mazmorra en Cherson. Di que estoymuy descontenta con el guardia y con sucapitán por haber dejado pasar a unjoven aduciendo que es un insultoinadmisible y que ambos serántrasladados a otro lugar.

Juan sintió que la sangre se le iba

del rostro y de las manos.«Pero la carta era real —pensó—,

es evidente que era real. Y parece serverdad que ha conocido a mi padre.Debe de ser cierto...»

Los eunucos lo miraban, indecisos.Juan oyó un ruido metálico cuando unode ellos aflojó la espada dentro de lavaina. No tenía escapatoria. Pero eso losabía desde que traspasó la Puerta deBronce.

Se clavó los dedos en las rodillas.«Mi padre me advirtió que esta mujerme mataría, que carecía de instintomaternal; después de todo, me abandonócuando yo tenía apenas unos meses. Ypor otra parte, no puede presentar a un

bastardo de otro hombre ante los ojosdel emperador.»

«Pero —pensó, con dolor—, podríaal menos admitir que es verdad. Aunquedespués me mande matar. Simplementeme hará azotar por insolente y luego...¡Oh, Dios mío!»

—¿Y bien? —prosiguió Teodora—.¿A qué esperas? Ve y habla con elguardia.

Uno de los eunucos se inclinó.—¿Llevamos al joven fuera y lo

castigamos como has ordenado, señora?Se le quedó mirando un instante y

acto seguido echó la cabeza atrásprorrumpiendo en una sonora carcajada.

—¡Santo Dios, Santo Fuerte,

Sagrado Inmortal! ¿Qué creéis que soy,una malvada? De ninguna manera.Dejadlo aquí; dejadme a solas con él, yno digáis una palabra sobre él. No lodigáis a nadie, ni siquiera a vuestrosamigos en la corte del emperador.¿Comprendéis lo que os digo? Ni unapalabra. Un joven se comportó coninsolencia. Desapareció y nadie lovolverá a ver jamás. Y otro joven podrádesenvolverse muy bien por el mundocon mi ayuda, pero nadie ha de decirque es hijo mío. Podéis iros.

Atónito, sin poder dar crédito a susojos, Juan vio que los eunucos sonreían,no con sonrisas forzadas, sino conmiradas de verdadera satisfacción y

afecto. Se prosternaron ante laemperatriz y se fueron.

—¡Y decidles a esos pobres diablosque esperan en la segunda antesala quese vayan a sus casas! —gritó laemperatriz mientras salían; se inclinaronde nuevo, aún sonrientes, y se alejaronen silencio. Alguien corrió la cortinapúrpura.

La emperatriz, recogiendo laspiernas, se incorporó y se quitó ladiadema. Su cabello era espeso y muynegro. Era más joven de lo que él habíapensado (cuarenta y cinco como mucho).

—Bien, levántate. —Colocó ladiadema en su regazo, sosteniéndola consus delicadas manos, mientras lo

contemplaba—. ¿Cuándo murió tupadre?

—En junio —dijo tragando saliva,sin saber cómo dirigirse a ella ahora.

—Junio. Mi marido también tuvo lapeste en junio, pero sobrevivió a ella,gracias al cielo. Es extraño que los doshombres que yo más he amado hayanestado enfermos al mismo tiempo. —Lomiró una vez más, ladeó ligeramente lacabeza y ordenó—: Ven aquí.

Se acercó, pero se sentía inseguro.Le parecía impropio estar de pie al ladode la emperatriz, pero no se atrevía asentarse en el trono imperial. Sin saberqué hacer, se dejó caer de rodillas.Observó cómo la mano de Teodora

soltaba la diadema y rápidamente leacariciaba el rostro, bajaba hasta elhombro y volvía a caer sobre el oro quebrillaba en su regazo.

—Juan —dijo ella, sacudiendo lacabeza.

—¿Quiere esto decir que es cierto?—preguntó, deseando desesperadamenteoír una respuesta afirmativa.

—Sí, por supuesto. Si no lo fuera,¿estarías aún aquí? Yo no tolero ni lainsolencia ni los insultos. Tú eres hijomío. ¡Mi hijo! —La mano veloz deTeodora acarició el rostro y volvió aalejarse bruscamente—. Tu padre, antesde decirte la verdad, ¿qué te dijo acercade tu madre?

—Me dijo que era hijo de unaprostituta, una actriz cómica de un circo,la hija de un cuidador de osos queconoció cuando estudiaba leyes enBeirut.

Ella sonrió, complacida.—Eso es absolutamente cierto. ¡Oh,

Dios de todas las cosas, eso era típicode él! ¡Cómo podía mentir, aun diciendola verdad! Pero para eso están losjurisconsultos. —Soltó una risita yañadió—: Pero es evidente que no pudohaber sabido que yo había llegado a serquien soy, hasta que le envié la carta. —Lo miró fijamente, casi ansiosa—. Ysupongo que te dijo que cuando mequiso llevar a Bostra con él lo dejé a él

y a ti te abandoné, ¿no es cierto?—Sí —balbuceó Juan.Las comisuras de los labios

imperiales se fruncieron y su miradaansiosa se endureció.

—¿Qué más te contó?Juan pensó en todo lo que sabía de

esa mujer por lo que le había oído a supadre o a los amigos y conocidos de supadre: conversaciones presenciadas porél y otras oídas al pasar, las bromasdespiadadas sobre «la perra deDiodoro, la madre de su bastardo».«Ella se levantaba la túnica en fiestas demucho alcohol y caminaba sobre lasmanos bajo la mesa, meneando susnalgas desnudas. Una puta

desvergonzada, pero Dios mío, ¡cómoenvidiaba a Diodoro!» «No me habríaimportado, lo que se dice nada, dar yomismo alguna vez en el blanco; despuésde todo, ya dieron en él algunoshombres.» «Rabelo, estando de visita enBeirut, quiso seducirla; como a ella nole gustó, se fue directa a él y a puntoestuvo de arrancarle las pelotas.Después hacía bromas al respectodelante de su amante. Diodoro se limitóa reírse, pero le dijo a Rabelo que comointentara repetir la hazaña, lo mataría.»«Oí que cuando ella lo dejó, se llevócinco piezas de oro y tres vestidos deseda auténtica que él le había regalado,todas las alhajas y la mayor parte de los

muebles, pero dejó con él al niño.»«Una vez me dijo —éste era el relato desu padre, solo y amargado, en respuestaa alguna pregunta lamentablementeaudaz de Juan— que en una ocasiónrepresentó una parodia sobre Leda y elcisne ante miles de espectadores en unteatro público de Constantinopla. Seesparció granos por todo el cuerpo ytambién bajo la faja de cuero que cubríasus partes íntimas, lo único que llevabapuesto. Trajeron un ganso, y éstecomenzó a picotear todos los granos,mientras ella se retorcía en el suelogritando que la violaban. Luego dio a luzun huevo. Teodora aseguraba queencantó a la multitud. "¡Rugían!", decía

con deleite. ¿Realmente te gustaríatenerla aquí? ¿Para que todo el pueblode Bostra ruja ante ella? Yo estuve losuficientemente loco como para querertraerla aquí. Alégrate de que nunca hayavenido.»

Pero ante la mujer sentada en mediode su púrpura imperial, que lo mirabacon ojos feroces, estas descripciones,que lo habían atormentado durante años,le parecían fabulaciones locas y sinsentido.

—Me contó que habías queridorenunciar a una loca carrera cuando osconocisteis, que le fuiste fiel, que tehabía prometido que no se casaría connadie mientras estuviera contigo y que lo

dejaste al descubrir que había cometidoperjurio y que se iba a desposar con lahija de Elthemo —comunicó a laemperatriz con cautela.

Ella enarcó las cejas.—Debía de estar en un momento

inusualmente honesto para admitirlo.Juan bajó la mirada. La confesión se

había producido tras la historia delganso, cuando Juan se había alejado conganas de vomitar y zumbándole losoídos. Sentía el coro que le susurraba, elcoro que siempre le había perseguido:«hijo de una puta, bastardo». Su padrecorrió tras él diciéndole: «¡No...,espera!».

—Él intentaba ser justo —dijo—

pero te odiaba por haberlo abandonado.Ella suspiró, entre sonriente y

disgustada.—¡Apostaría mi vida a que me

odiaba por eso! Creía que estábamosenamorados el uno del otro y que poreso yo debía estar dispuesta a ir a vivira cualquier casucha sofocante de algúncallejón de Bostra, para criar a su hijo yesperar a que me concediera los escasosmomentos que no pasara con su mujer.Mi esposo —dijo alzando la cabeza—vale mucho más que él, aun dejando delado el rango. Y no le avergonzó casarseconmigo.

—Me dijo que te amaba —susurróJuan, confuso y consciente de que

intentaba defender a su padre, elfuncionario de Bostra, honrado yrespetable—. Me dijo que tú eras laúnica mujer que había amado de verdad,que sólo se había casado con su mujerpor dinero y por la influencia de sufamilia.

Ella sonrió, pero esta vez le durópoco.

—También a mí me dijo eso. Y yo lecreí. Pero por qué supuso que el hechode que prefiriera el dinero y el poder alamor me convencería de ir a Bostra conél, no lo sé. —Se restregó los ojos—,Bueno, así que está muerto ahora. ¡PobreDiodoro! —Dejó caer la mano,acariciando las joyas de la diadema—.

Lo amé de verdad —agregó al cabo deun rato—. Tanto como hubiera amado acualquiera. Pero al final no me dio penadejarlo y no fue difícil hacerlo. —Sacudió la cabeza y volvió a mirar aJuan. Acarició su rostro una vez más—.¡Pero sí fue difícil dejarte a ti! Dios,¡cómo lloré por ti!; creo que llorédurante todo el trayecto entre Beirut yConstantinopla. ¡Mi pobre hijo,abandonado! Pero ahora, aquí está,veintitrés años han pasado, y aquí estástú. —Lo miró absorta—. Mi propio hijo.—Entrecerró los ojos rápidamente ypreguntó—: ¿Por qué has venido aquí?

—Para... para verte.—Sí, por supuesto, pero ¿qué

buscas? ¿Dinero? ¿Posición? ¿Vengartede alguien?

—¡Quería verte!Ella le lanzó una mirada cínica.—¿Y jamás se te cruzó por la mente

que yo podría hacer algo por ti? Sésincero conmigo si quieres que te ayude.

—Se me ocurrió —admitió Juan—.Pero no podía pensar en eso. No lopodía creer. No sabía si era verdad, si...si te ibas a ofender por mi llegada.

—¿Pensaste que yo podía habermandado que te mataran? —preguntó,divertida.

—Tú habías amenazado a mi padre.Lo miró pensativa.—Tal vez lo hubiera hecho si yo me

hubiera sentido amenazada... pero nisiquiera lo has intentado. Entonces, sicreías que te podía matar y no pensabassacar provecho de mí, ¿por qué hasvenido?

Juan se mordió los labios.—Quería verte —repitió, después

de un largo silencio—. Con mi padremuerto... —Tragó saliva, y volvió aencontrarse con la fría mirada deTeodora. Con pavor se dio cuenta de quetendría que continuar y decir cosas quesería doloroso sólo pensarlas y que nohabía dicho a nadie por vergüenza.

Se detuvo, intentando reunir valorpara hablar. La emperatriz, con ladiadema en el regazo, esperaba,

recostada sobre el brazo del diván, conla barbilla apoyada en una manoaguardando su respuesta. «Me estádando una soga para ahorcarme», pensóJuan.

—Un bastardo vive por la toleranciade los demás —dijo por fin—. Yo sabíaque podrían haberme dejado morir alnacer, o abandonado o vendido cuandome dejaste. Muchos decían que era loque debían haber hecho. En cambio, mipadre me consiguió una niñera, me crióen su propia casa, me educó casi tanbien como a sus hijos legítimos. Pero yoera... no, no era odiado; ni la esposa demi padre me odia realmente. No meaceptaban. El hijo de una prostituta no

debía ser tratado como los hijoslegítimos de una mujer respetable. Nicomo persona a su cargo, porque yo notenía ningún derecho en la casa. Nadiepuede tener derechos si está vivogracias a la caridad ajena. Yo trabajabapara mi padre de secretario; siempre medecía que me conseguiría un buentrabajo en otro lado con un sueldo y conposibilidades, pero nunca hubo nada.Nunca tuvo el dinero preparado paracomprarme un puesto decente, o si lotuvo, no pudo prescindir de mí justo enese momento. Yo pensaba... bueno,pensaba que no se le podía molestar yque él creía que yo fracasaría si meconseguía un trabajo bueno. Podía ser

generoso y amable conmigo, pero engeneral era impaciente e irritable.

»Sin embargo, cuando la peste llegóa Bostra y me contagié, mi padre loabandonó todo y me cuidó. Nadie másquería hacerlo: mi vieja niñera tambiénestaba enferma; nadie en la casa pensóque valía la pena correr el riesgo decontagiarse por mi culpa, ni siquiera losesclavos. Pero mi padre se quedóconmigo durante toda mi convalecencia."Tú eres mi hijo favorito", me decía."Al diablo los otros hijos; ¡vive tú!" Yeso hice. Apenas me estaba reponiendocuando él cayó enfermo. Lo cuidé lomejor que pude, a mi vez..., pero tú hasvisto la enfermedad, sabes cuántos...

cuántos han muerto por ella.»Cuando se estaba muriendo, me

habló de ti y me enseñó tu carta. ¡Diosinmortal, la emperatriz, la sagradaAugusta! Siempre me habían...despreciado, por culpa tuya. Pero si túeras... ¿Sabes?, eso también cambiaba loque yo era, me convertía en algototalmente diferente de lo que habíasido.

»Cuando mi padre murió,desapareció también la tolerancia conque él me había tratado. Mishermanastros habrían respetado losdeseos de mi padre, al menos parabuscarme algún trabajo, pero su madreno me quería en la casa. Sentí que yo

mismo había muerto por la peste. Eracomo un fantasma en aquella casa. Ya nosabía quién era o qué debía hacer.Entonces decidí dejar Bostra y veniraquí, a esta ciudad, a conocerte.

La emperatriz lo observó por unmomento; suspiró y levantó la cabeza.

—¡Pobre hijo mío! Así que tútambién sabes lo que es ser despreciado.No importa. —Sus ojos se iluminaron—. Ahora podremos repararlo. —Juanadvirtió un brillo en su sonrisa—.Dentro de unos años podrás volver avisitar a tus hermanastros y a la puta desu madre llevando la banda púrpura entu manto, con mil sirvientes a tualrededor. Entonces harás que se

arrastren hasta ti. ¡Sólo espera un poco!—Se apartó el cabello de los ojos, posóla mano en el hombro de Juan y añadió—: Yo me encargaré de que así suceda.Confía en mí.

Juan no sabía qué decir. ¿Acaso ellaharía que sus hermanastros y sumadrastra se arrastraran hasta él? Intentóimaginárselo, y su mente retrocedió conhorror al pensar en la esposa de supadre, con el rostro amargado, rígido,de eterna desaprobación contrayéndosede terror mientras le manoseaban lasrodillas. No había vuelta atrás y no teníasentido humillar a los demás y ponerse así mismo en tal situación. Pero seencontró con la mirada brillante de la

emperatriz y asintió.—Confiaba en que Diodoro cuidaría

de ti —dijo después de un instante—.Conociéndolo, te debe de haber educadoen algo útil. Háblame de ti. ¿Qué sabeshacer, qué te gustaría hacer?

Juan se sonrojó y bajó la mirada.—Él no me..., o sea, no estudié

derecho, como él. Ni retórica, nifilosofía. Fueron mis hermanastros losque aprendieron ese tipo de cosas...

—Al diablo con esas cosas,entonces. Si hay mucho de mí en ti,tampoco te gustarían de todos modos.Has dicho que eras secretario de tupadre: debes de saber escribir, entonces,y quizás un poco de contabilidad, ¿no es

cierto?—Contabilidad y taquigrafía.—¡Taquigrafía! ¡Madre de Dios,

puedo conseguirte un trabajo mañanamismo! ¿Para qué diablos sirve elderecho, comparado con la taquigrafía?—Se echó a reír, saltando del diván;Juan se quedó boquiabierto—. ¿Sabescuántas oficinas estatales hay en estaciudad? Y la mitad de los altosfuncionarios han perdido sus secretariosprivados por la peste y no puedenencontrar a alguien lo suficientemente«de confianza» para reemplazarlos.Ahora, donde puede ser...

—No sé si quiero ser secretario —dijo Juan poniéndose en pie, alarmado.

—No seas ridículo. Esto no serácomo escribir para tu padre cartas sobreimpuestos por una acequia en lasprovincias o cosas por el estilo. No, teconseguiremos un puesto con alguienimportante y si tú destacas... Déjamever. —Descorrió a un lado la cortina,abrió la puerta que daba a la galería ybatió las palmas. Al instante entró uneunuco haciendo una reverencia. Era elpatricio: debía de ser el chambelánprincipal, el jefe de los sirvientes—.Eusebio —dijo con una sonrisa—, hazpreparar una de las habitacionessecretas para este joven y búscale ropaadecuada. He decidido que serásecretario de un alto funcionario.

Prepárame una lista de los cortesanosmás importantes que necesiten uno, quéquiere cada uno que haga y en el caso deque esperen algo a cambio por el puesto,qué es lo que quieren. Tráemela mañanapor la mañana.

—Pero... —dijo Juan indeciso—.No sé si...

—Confía en mí —añadiódirigiéndole una sonrisa radiante. Tomóla diadema y se la volvió a colocar en lacabeza, atusándose el cabello bajo subrillante escudo—. Tengo que cenar conmi esposo esta noche. Ahora no hay mástiempo para hablar. Mañana desayunarásconmigo y decidiremos a dónde irás.

Juan permanecía allí quieto,

mirándola, nuevamente atemorizado. Sehabía puesto en sus manos y tenía queconfiar en ella, pero sentía como siestuviera conduciendo un carro a todavelocidad y se le hubieran soltado lasriendas. Ella se quedó de pie: unaimagen de púrpura y oro, con la sonrisabailándole en los labios. Era hermosa;parecía contenta con la llegada de suhijo. Ella, la Serenísima Augusta,cogobernante del mundo. Debía seguircomplaciéndola. Se inclinó haciendouna reverencia.

—Sí, señora. Pero no... no sé cuál esmi posición aquí. Te lo ruego,explícamelo. No quiero hacer nada queno sea lo apropiado.

Teodora lo miró con desconfianza,pero tranquilizada al ver la confusión deJuan, se echó a reír.

—¡Ah, pobre niño mío! Por ahora nogozas de ninguna posición aquí. Y sillegara a saberse que eres hijo mío,jamás la tendrías. Nadie podría matarte;al menos, yo no creo que nadie quisierahacerlo. Pero yo tuve una hija, unahermanastra tuya. La mantuve comobastarda reconocida. Claro, es muchomás fácil con una niña, porque se esperaque una niña respetable se quede en sucasa. Pero no sólo tuve que mantenerlafuera de la vista de todos para evitarofender los delicados sentimientos delos senadores, que creen que las putas

deben estar en los burdeles, sino que latuve que casar joven con un muchachode un rango inferior de lo que yo hubieradeseado. Para que no nos pusiera enaprietos, ¿comprendes? Pero erarealmente demasiado joven y murió aldar a luz. Si yo te reconocierapúblicamente... —Dio un paso hacia él.Juan advirtió entonces que era una mujermenuda—. Te enviarían a alguna fincaen el campo y estarías escondido allí enmedio de un lujo oscuro, y sería loúltimo que se sabría de ti. Y eso porqueno está bien que un emperador tenga losbastardos de su esposa en palacio, sobretodo teniendo en cuenta que no tienehijos propios. No nos busques

problemas, te lo advierto —la vozvolvió a endurecerse.

Juan tragó saliva y se inclinó. Laemperatriz añadió:

—Si mantenemos en secreto quiéneres en realidad, podrás tener pronto unabuena posición. Disimularé mi interéshacia ti diciendo que eres el primo de unamigo y procuraré que tengas de todopara que estés bien aquí. Puedes confiaren mis sirvientes: saben guardar unsecreto. Y hasta que te consigamos untrabajo, tú eres un secreto. Olvida todolo que pasó antes de atravesar la Puertade Bronce. Eres un hombre nuevo ahora.

—Yo... dejé mis cosas en el barco—replicó, inseguro.

—No vuelvas por ellas. Recuerda aOrfeo y nunca mires atrás. «Heu, noctispropter terminos Orpheus Eurydicemsuam vidit, perdidit, occidit... quidquidpraecipuum trahit perdit, dum videtinferes.» ¡Eusebio! —El eunuco hizo unareverencia—. Ocúpate de este joven.

El eunuco volvió a hacer unareverencia mientras la emperatriz salíade la sala con paso majestuoso.

Cuando el eunuco le enseñó la«habitación secreta», Juan se animó yfinalmente le preguntó:

—¿Qué es lo que dijo en latín? Eralatín, ¿verdad?

—Así es —respondió sonriente el

eunuco—. Lo aprendió para complaceral Augusto. Decía: «En el límite de lanoche Orfeo vio, perdió, mató a suEurídice. Cualquiera que sea el honorque se obtenga, él lo pierde al bajar lamirada». Ésta es la habitación de SuSeñoría. Lamento que no esté preparadapara ti. En un momento vendrán losesclavos.

Juan se sentó a esperar en la camaaún sin hacer. «Una "habitaciónsecreta"», pensó. Iluminada con la luzindirecta de una claraboya, era lobastante amplia como para poderdividirla en dos mediante unas cortinas.Una pared estaba cubierta de imágenesde Cristo y de la Virgen. Una de las

habitaciones secretas, había dicho laemperatriz. ¿Cuántas había y quiénesmás las utilizaban?

Se cogió la cabeza entre las manos,se sentía débil a causa del agotamiento yatónito por el desconcierto, además deestar (tuvo que admitirlo) muy asustado.Sin embargo, lo que él no se habíaatrevido a creer era cierto y laemperatriz estaba complacida, queríaayudarlo, hasta lo incitaba a que«destacara»; todo estaba saliendo muchomejor de lo que él se había imaginado.Entonces, ¿por qué deseaba estar enBostra?

«No debo fracasar —se dijo,intentando no pensar en Orfeo—.

Teodora es la hija de un hombre quecriaba osos para el circo, una actriz, unaprostituta que ahora ha llegado aemperatriz. Y yo soy su hijo. Debo sercapaz de lograr alguna clase de gloria.Eso le gustaría y yo debo complacerla.»Se aferró al recuerdo de su sonrisa y seincorporó. Los esclavos entraron apreparar la habitación.

II - El secretario delchambelán

Juan no durmió bien aquella noche yse despertó antes de que la luz grisáceade la mañana entrara por la claraboya.Sin poder conciliar el sueño encendióuna luz del portalámparas dorado ydeambuló por el aposento, sin atreversea salir. La noche anterior había visto unestante de libros bajo los iconos y ahorarevisó el contenido: una colección deevangelios, otra de epístolas, un libro delos salmos; los escritos de Basilio deCapadocia, los de Severo de Antioquía

y los de Juan Filoponos; solamenteobras de teología. Se quedó perplejopor un momento, pero luego, alcomprender el propósito de lahabitación secreta, se sonrió. En Bostrase sabía perfectamente que la emperatrizsimpatizaba con la teología monofisita;según se decía en las provinciasorientales, como Arabia, era «amante dela piedad y la ortodoxia». El emperador,sin embargo, y la mayoría de lapoblación de Constantinopla erandiofisitas y reconocían la verdaderadoctrina del concilio de Calcedonia («laherejía atea, como la llamaba el obispode Bostra, por sostener dos naturalezasen Cristo y negar a la madre de nuestro

Señor su honor de Madre de Dios»).«La piedad y la ortodoxia estánproscritas en Constantinopla», gritabanlos monjes en las calles de Bostra.«Monjes piadosos y santos, obisposdevotos, son encerrados y ejecutadospor orden del emperador ateo... a menosque la venerada emperatriz los proteja.»Y así era como la sagrada majestad dela emperatriz los protegía: conhabitaciones secretas, puertos privadosy barcos para llevarlos a otro lugar y ungrupo de servidores de confianza quesabía ser discreto. Y además (en esemomento se dio cuenta), guardias quesabían lo que ocurría pero que hacían lavista gorda. «Por eso —pensó—, me

dejaron entrar ayer tan pronto.»Sumamente contento por haberse

percatado de la situación, se sentó y sepuso a leer el libro de salmos hasta quelos esclavos entraron a anunciarle que elbaño estaba listo.

Cuando lo llamaron a desayunar conla emperatriz, el sol estaba ya alto. Losesclavos lo habían bañado y cortado elcabello y le habían dado ropa limpia.Eran ropas suntuosas: la corta túnicaroja llevaba medallones de sedatrabajados con figuras de oro y loshombros del manto largo eran duros porel brocado, y ambas telas estabancosidas con seda. Además, llevabapantalones. Nadie los usaba en Arabia y

se sentía torpe e incómodo con ellos.Por otro lado, sentía la nuca comodesnuda sin el turbante al que estabaacostumbrado. Pero por fin llegó elanuncio y fue llevado a lo largo de otropasillo a una sala privada para losdesayunos. La emperatriz estabaencantada.

—¡Déjame verte! —dijo, saltandode su diván. Tenía el cabello suelto,húmedo después de su baño, y la capade púrpura colgaba de su diván,abandonada. En su túnica bordadaparecía delgada, joven y hasta máspequeña que el día anterior. Le miraba,risueña. El salón de desayunos daba a unjardín donde el agua de una fuente corría

bajo una higuera y los pájaros trinabanbajo el radiante sol—. ¡DiosTodopoderoso! —dijo Teodora despuésde caminar en torno a él con admiración—. ¡No me salieron tan mal los hijos!¡Eres mucho más refinado que el hijo dePassara, esa mujerzuela! ¡Cómo megustaría presentarte a ella! Su hijo esuna bestia horrible, con un cráneo tantosco como una vasija, que, según creeella, será el próximo emperador. ¡Yaveremos! Pero siéntate aquí, cerca demí, y desayuna.

Juan se sentó torpemente en el diván.Ella se sentó en el otro extremorecogiendo las piernas bajo su cuerpo.Sobre la mesa dorada había pan blanco,

tortas de sésamo, leche de cabra e higosfrescos. Teodora se sirvió un higo y sepuso a masticarlo a pequeños mordiscosy con evidente placer.

—¿Quién es Passara? —preguntóJuan, nervioso.

A Teodora se le escapó una risita.—La esposa de Germano, el primo

de mi marido. ¿Has oído hablar de él?Es un perfecto pelmazo y su esposa es lamás presumida de Constantinopla.¡Anicia Passara, descendiente deemperadores! También se imaginaba a símisma esposa de un emperador, cuandoel viejo Justiniano fue investido con lapúrpura imperial. Pero mi esposo es elemperador, mientras que Germano hace

lo que le dicen. Passara no me soporta yyo tampoco a ella. Pero cambiemos detema. ¡Adelante, sírvete!

Juan se sirvió un higo y buscó unataza. Una de las jóvenes esclavas seprecipitó a ofrecerle una taza a él; se lallenó con leche de cabra y se la entregóhaciendo una reverencia. Juan la miraba,desorientado. Estaba más acostumbradoa llenarse él mismo las tazas a que losdemás se las sirvieran.

—He pensado qué decirle a la genteacerca de ti —dijo Teodora, terminandosu higo y enjuagando sus dedos en unapalangana de agua de rosas. Un esclavole extendió una toalla para secarse—.Diré que mi padre, Akakios, tenía un

hermanastro, persona respetable, quevivía en Beirut, y que tú eres su nieto.—Tomó una torta de sésamo y lamordió.

—¿Cuál era el nombre de tu primo?—preguntó Juan cautelosamente.

Teodora se encogió de hombros.—¿Qué te parece Diodoro? Él no

existió, amor mío. Yo no tengo ningunarelación respetable, excepto las que headquirido a partir de mi matrimonio.Pero nadie, salvo mi hermana, sabrá queeso es mentira, y Komito corroboraráesta historia si le explico la razón. —Contuvo una risita burlona—. Komito tepodrá contar toda la historia de nuestrorespetable tío Diodoro cuando la

conozcas. —Empujó el resto de la tortade sésamo dentro de su boca y sesacudió las migas de los dedos.

Juan tomó un pedazo de pan blanco.«Mi tía Komito —pensó—, mi abuelo,Akakios. Él debió de ser el cuidador deosos. ¡Qué raro es tener de repentetantos parientes nuevos!»

—Me gustaría conocerla —le dijo aTeodora.

La emperatriz sonrió, haciéndole ungesto con el dedo en alto para queesperara a que terminara de masticar.

—A su debido tiempo —dijodespués de tragar ruidosamente—.Primero tenemos que conseguirte unpuesto. Pero le enviaré a Komito una

nota sobre ti hoy por la mañana. —Chasqueó los dedos y los esclavos seprecipitaron para atenderla—. Vecorriendo a buscar a Eusebio —ordenóa uno—. Pídele que traiga la lista que leencargué ayer.

En unos minutos el eunuco volviócon un rollo de pergamino. Se prosternóante Teodora y le besó el pie. Juan sesonrojó al darse cuenta de que se habíaolvidado de hacer eso. ¡Pero ella se lehabía acercado con tanta rapidez... !Bueno, al menos no parecía estarmolesta por el descuido.

Teodora tomó el rollo y lo desplegó,estudiando la lista de nombres.

—Teodatos, no, cielo santo, con él

sólo aprenderías a estafar. Addaio, no,es curioso e instigador y respondedemasiado a mi marido. ¡Psst! —Seinterrumpió mientras miraba a Juan yalzaba la cabeza hacia un lado—. ¿Paraqué clase de funcionario te gustaríatrabajar?

Juan se humedeció los labios.—Me... me gustaría entrar en el

ejército, en la caballería. Sé montar ytambién aprendí a tirar al arco, cuandoestaba en Bostra...

Teodora se rió.—Una educación muy persa: montar,

tirar con arco y decir la verdad. ¿Acasotodos los jóvenes desean ser vistososoficiales de caballería? Todos los

hombres de menos de treinta años conlos que he hablado últimamente parecentener una desmedida ambición pormontar a caballo y esgrimir la espada.Bueno, supongo que impresiona. Y sieres bueno, es un camino de ascensoregio. Eusebio —dijo, volviéndose aleunuco—. El secretario de Belisariotuvo la peste, ¿verdad? ¿Ha muerto?

Juan se incorporó, con el rostroencendido. ¡Belisario! ¡El general másgrande que haya podido existir, elconquistador de los vándalos y de losgodos, el terror de los persas!

Pero el eunuco movió la cabeza.—No, señora. Creo que el del

muchacho fue un caso particularmente

leve y se repuso.—¡Qué pena! Ese adulador falso y

amargado estaría mejor muerto. Noentiendo cómo Belisario lo soporta.Supongo que no sabe lo que ese hombredice de él a sus espaldas. Se dejaengañar fácilmente; al menos eso es loque piensa su esposa. —Soltó una risamaliciosa—. Sin embargo, me imaginoque es para bien. Belisario dice quepuede conquistar Italia sólo con suscolaboradores más cercanos y su propiodinero, pero yo eso lo creeré cuando lovea hecho; además, asociarse a unaguerra perdida de antemano jamás ayudóa nadie. Encontraremos algún otro. —Examinó el papiro nuevamente.

Juan se hundió en el asiento,profundamente desilusionado. Recordócon punzante dolor el caballo que supadre le había regalado: una hermosayegua árabe, un regalo de la tribu deGhassan en Jabiya. Se la regalaronsiendo una potranca y la entrenó y montósiempre que pudo. Todavía era jovencuando la llevó a Beirut y la vendió paracomprar su pasaje a Constantinopla.Recordó los ejércitos del duque deArabia pasando por Bostra hacia elnorte, con la armadura brillante, con suslanzas iluminadas como unaconstelación de estrellas y con suscaballos desfilando por las calles entrela multitud que los miraba. Marchar para

combatir a los persas y sus aliados, paradefender el imperio. El resto del mundocompraba y vendía y esperaba sutriunfo. Ellos batallaban, ponían aprueba su coraje y tranquilizaban a suscompatriotas con una victoria, o con lamuerte. Eso era la gloria y no quedarsesentado en un despacho deConstantinopla tomando notastaquigráficas.

—¡Aquí está! —dijo bruscamenteTeodora. Empujó el rollo hacia él,señalando un nombre.

—Prae. s. cub. Narsés —leyó Juan—. Sólo pide eficiencia. —No teníaidea de lo que significaba laabreviatura. El nombre, Narsés, era

extranjero. Persa, o quizás armenio. Nole sonaba familiar.

—Yo pensaba que Narsés ya habíaencontrado a alguien —dijo ella,mirando a Eusebio.

Eusebio tosió.—Encontró a un hombre que

demostró no valer para el cargo y se ledio otro destino.

—Sí, supongo que es un trabajo muyexigente. ¿Qué hace tu secretario,Eusebio?

—Oh, no hay punto de comparaciónentre mi trabajo y el de Narsés. Yo sirvoa Tu Serenidad. Él sirve a todo elimperio.

—Sería ideal —dijo Teodora. Tomó

nuevamente el rollo de las manos deJuan y lo miró atentamente, entornandolos ojos—. Lo intentaremos —añadió alcabo de un rato—. Si cree que tú nopuedes hacer el trabajo y no te acepta,probaremos con otro. —Devolvió elrollo a Eusebio.

—¿Quién es Narsés? —preguntóJuan en vano.

La emperatriz y su asistente lomiraron azorados.

—No entendí la abreviatura —agregó, poniéndose a la defensiva.

—Praepositus sacri cubiculi —indicó Eusebio rápidamente—.Chambelán mayor. El mismo cargo queocupo yo en realidad, pero en la corte

del emperador y con responsabilidadesadicionales.

—Suponía que habrías oído hablarde él —comentó Teodora—, pero meimagino que en un lugar como Bostranadie sabe quién está a cargo delimperio. Me encantaría que pudierastener un trabajo con Narsés. Estaríasbajo la atenta mirada de Pedro también,y eso es importante. Te enviaré allí tanpronto como tu estancia aquí sea oficial.

—Eh... —Juan se mordió la lenguapara no hablar. «¿Por qué me consulta—se preguntaba—, si ya ha decididoque debo redactar cartas para el jefe deeunucos del emperador? No es trabajopara un hombre. Supongo que dentro de

un año ya habré aprendido a sonreírforzadamente a todo el mundo y a recibirsobornos. Sienta el culo y hazte rico,buen trabajo para un eunuco»—. ¿Quiénes Pedro? —preguntó, ya sin saber quéhacer.

—Mi marido. —El chambelánentregó a la emperatriz un libro de citas,que ella hojeó.

—¿Tu marido? Pero, yo pensé...Ella levantó la cabeza, sonriente.—¿Pensabas que su nombre es

Justiniano Augusto? Augusto es un título;él se llamó a sí mismo Justiniano cuandosu tío, el emperador Justino, lo adoptócomo heredero suyo. Su nombre esPedro Sabatio. Pero tú no intentes

llamarlo así. Nadie, excepto yo, lo llamade ese modo.

Se quedó mirando a Teodora. Sunegro cabello caía sobre otro papel queEusebio le enseñaba. Pendientes deperlas brillaban sobre el cuello. Laemperatriz sonrió al chambelán y lepreguntó algo, para asentir al final. Eleunuco le devolvió la sonrisa, sacó unplumero y le pidió a un esclavo quetrajera pergamino: se iba a responder auna petición o se había tomado unadecisión sobre algún asunto. Juan sesintió abrumado de repente,avergonzado por el resentimiento. Aquíestaba él, el hijo bastardo de Diodorode Bostra, desayunando con la

emperatriz, mirando cómo resolvíaasuntos de estado. Él era bastanteignorante e inexperto: podía llegar a seruna molestia para ella. Debía estaragradecido de que quisiera ayudarlo.Debía esforzarse para que le fuera bienen cualquier trabajo que ella leconsiguiera y debía demostrar que eramerecedor de tal ayuda.

Terminó el desayuno, haciendoesfuerzos por oír lo que la emperatrizdecía y saborear su nuevo trabajo. Perovolvió a verse a sí mismo como unauriga que pierde las riendas, asiéndosedesesperadamente a su frágil carromientras los caballos lo llevaban a suantojo.

Una semana después lo llevaron anteel chambelán mayor del emperador parauna entrevista. Había dedicado todo esetiempo a urdir una trama de mentirasdonde basar la razón de su presenciaallí. Juan se vio totalmentetransformado: había cambiado denacionalidad, origen, educación ehistoria. La emperatriz llegó a pensar encambiarle el nombre, pero finalmentedecidió que el nombre de Juan era losuficientemente común como para nopreocuparse. Pero le pidieron que sedejara la barba, para descartar laposibilidad de que alguien loreconociera.

—Además —replicó Teodora—,está de moda ahora. Ya ningún joven seafeita en Constantinopla; todos intentanparecerse a Belisario. —Ahora debíaser hijo legítimo de un escriba municipalen Beirut; había perdido a sus padrespor la peste y había acudido a su primasegunda, a quien la familia habíadesairado; Teodora lo había recibido ensu palacio de verano, en Herión; había«llegado desde Herión» seis díasdespués de su verdadera llegada y se lehabía dado diligentemente un cuarto dehuéspedes, con menos esclavosconfidenciales para atenderlo, en otraparte del palacio. A la mañana siguiente,Eusebio pasó a buscarle temprano y lo

acompañó a otro edificio dentro delGran Palacio.

—Le hemos explicado tu nuevasituación a Narsés —le dijo el eunucomientras bajaban por una escalinata demármol veteado a través de un jardín derosas marchitas y con suave aroma atomillo—, y la sagrada Augusta le haescrito una carta expresando sucomplacencia si te considerara aptopara el trabajo. Pero me temo que eso nonos asegura nada. Narsés controlapersonalmente su propia oficina, de ahíque insista en un alto nivel de eficiencia.Desde la muerte de su secretario tomódos jóvenes a prueba, uno de ellos porrecomendación de la emperatriz, pero

ninguno demostró ser adecuado para latarea, de ahí que se les asignara untrabajo en otro lugar. Es una pena que nosepas latín, porque eso te ayudaría.

Juan asintió en silencio. Todaaquella trama lo había dejadodesorientado y deprimido y, después deuna semana de observar a Teodora y asus colaboradores, se sentía perdido.Aunque mantenía una apariencia de lujo,Teodora no era solamente una damaelegante: era también una gobernantereal y eficiente, subordinada solamenteal emperador. De todo el imperio leescribían gobernadores para pedirle suapoyo o para someter complejosproblemas administrativos a su sagrada

y augusta decisión. Sus respuestas eraninmediatas, sagaces y decisivas. Recibíaembajadores, concedía audiencias eimpartía órdenes a las oficinas deEstado. Controlaba grandes propiedadesen Asia y Capadocia y empleaba la rentaque obtenía en mantener un ejército deespías y agentes. Sobre sus propiossirvientes su autoridad era suprema; niel emperador podía entrar en su palaciosin su permiso. «Habría sido mejor —pensó Juan— que me hubierareconocido como su hijo y me hubieraenviado al "oscuro lujo" de alguna fincade provincia. Dios lo sabe, nunca penséen ser rico ni poderoso antes de veniraquí. Vine porque quería saber quién era

yo realmente; y en vez de averiguarlo,me estoy convirtiendo en una completaficción. Por cierto, que en este trabajono tengo la mínima oportunidad. ¿Qué séyo que me faculte para ser secretarioprivado de un ministro de estado? Unhombre tan poderoso como parece sereste Narsés puede tener variossecretarios expertos y elocuentes. No mequerrá y ella, la Augusta, sedesilusionará. Con todo, dudan de queyo pueda conseguir el trabajo, así que nose desilusionarán tanto.»

Mantuvo la cabeza erguida y trató deaparentar seguridad mientras Eusebio loconducía al ala del Gran Palaciodenominada el Magnaura.

La oficina del chambelán mayorestaba en el centro del palacio: del ladoque daba a la Puerta de Bronce estabanlas laberínticas oficinas de laadministración imperial; del otro lado,hacia el interior, los salones deaudiencias y las viviendas privadas delemperador y su corte. Todos los asuntosdel mundo exterior para el emperadortenían que pasar por allí. Los palaciosde Teodora, sin embargo, quedabanhacia el interior, por lo que Eusebioenseñó a Juan la mitad de la casa delemperador antes de llegar a la oficinadel chambelán. Tras la magnificenciasuntuosa de los departamentos privados(las lámparas como árboles dorados con

pájaros adornados con piedraspreciosas; las cortinas de seda púrpura;las alfombras diseminadas por el suelo;la inestimable colección de estatuas ypinturas), el despacho del chambelánparecía desnudo. Sus paredespresentaban escenas pintadas de laIlíada y el suelo aparecía recubierto porun mosaico veteado en rojo y verde. Enun rincón se veía una imagen de laMadre de Dios. Debajo, un hombre,vestido con un manto blanco y púrpura arayas, escribía sentado ante unescritorio. Dos escribas sentados a unamesa cerca de la puerta, copiaban algoen un libro.

Eusebio dejó caer la cortina púrpura

que ocultaba las habitaciones privadasdel emperador; ante el frufrú de la seda,todos alzaron la mirada.

—¡Mi querido Eusebio! —exclamóel hombre vestido con el manto patricio.Se levantó de un salto, rodeó suescritorio y tomó cálidamente la manode Eusebio. Era un eunuco pequeño, deaspecto frágil, de voz aguda y dulce,como la de un niño. Tenía el cabellofino, con mechones blancos, y los ojososcuros. Podía tener entre treinta ysesenta años; era imposible mirar surostro suave y precisar su edad. Su voz ysu aspecto tan poco naturalesincomodaron a Juan: nunca le habíagustado la gente rara—. Y tú debes de

ser Juan de Beirut —prosiguió Narsés,sonriéndole—. Gracias por venir tantemprano. Me temo que el resto de lamañana ya está ocupada con diversosasuntos. Si hay alguien que necesite otroayudante, ése soy yo.

Uno de los escribas asintió. Juannotó aliviado que ni éste ni sucompañero eran eunucos, sólo jóvenesde su misma edad, bien vestidos. Lerecordaban un poco a sus hermanastros.

—La Serenísima Augusta meinformó que tú eras su primo segundo —le dijo Narsés—. Me aseguró que teníascierta experiencia como secretario y quepodías tomar notas taquigráficas, lo cuales ciertamente algo muy útil y muy poco

común en quienes se presentan a estepuesto. ¿Qué idiomas sabes?

—No sé latín —dijo Juan incómodo.Narsés sonrió cortésmente.—Quizá sería de más ayuda que nos

dijeras lo que sí sabes hacer. Si eres deBeirut, quizá sepas algo de sirio.

—Un poco —contestó Juan. Habíatenido que valerse de esa lengua en losviajes de negocios de su padre a Beirut—. Y un poco de arameo y de persa. Yademás árabe.

Narsés levantó las cejas.—¿Has dicho persa?—Sí, mi padre solía tener negocios

al otro lado de la frontera, antes de laguerra, ¡por supuesto! Yo atendía la

correspondencia y por eso aprendítambién el arameo. —Comenzó asentirse nervioso. Bostra era una ciudadde comercio, y su padre, como lamayoría de sus convecinos, habíainvertido en las caravanas. Hasta sehabía permitido hacer contrabando conseda y especias, pero eso sólo despuésde iniciada la guerra con Persia. Enaquella época las provisionesautorizadas se habían acabado y conellas las caravanas de las que siemprehabía vivido Bostra, de ahí que elcomercio ilegal fuera casi esencial parala supervivencia de la ciudad. Pero erapeligroso admitir que conocía algo deese comercio, además de que no se

esperaba que él, el hijo de un escriba,hubiera de tener alguna experiencia enesos lances.

Narsés permaneció en silencio yfinalmente le preguntó en persa:

—¿Se trataba acaso de comercio deseda, joven?

—Sí, excelencia —contestó Juan enel mismo idioma, tras un instante deperplejidad—. Sólo durante la guerra,por supuesto. Nosotros enviamos sedadesde Beirut; las caravanas proceden deBostra y Damasco, por eso mi padrequería incrementar sus ganancias conuna pequeña inversión en el comercio.—Las frases en persa eran las que habíaempleado muchas veces en la

correspondencia con los socios de supadre, por lo que le salían con muchafacilidad.

—Me sorprende, sin embargo, tuconocimiento del árabe. —Narséscontinuaba hablando en persa. Su acentoera diferente del de los persas que Juanhabía conocido en Bostra—. ¿Tambiénresponde eso a razones comerciales?

Juan se ruborizó.—Sí, a veces teníamos que... tratar

con el rey de Jabiya, ¿comprendes? —Elárabe era su lengua vernácula, la quehabía aprendido de su niñera y la que sehablaba en su casa, más que el griego.

—¿Con el rey... ? —preguntóNarsés, un poco perplejo.

—Al-Harith ibn-Jabalah de Ghassan—aclaró Juan—. El rey de lossarracenos en Jabiya.

—¡El filarca Aretas! —dijo Narsés,volviendo al griego con un tonodivertido—. Yo no lo llamaría rey aquí.

Juan se inclinó en señal de disculpa.—Allí hay que llamarlo rey.—Estoy seguro de eso. Bueno, un

secretario que sabe persa y árabe nospodría ser útil sin duda. Siempre sepuede aprender latín aquí; hay muchoshombres que pueden enseñártelo, peroes más difícil encontrar a alguien quehable persa. ¿Y puedes escribirlo?

—No en taquigrafía —dijo Juanapresuradamente—. Puedo tomar notas

taquigráficas sólo en griego.Narsés sonrió.—Creo que no hay un sistema de

taquigrafía para el persa. Yo no puedoescribir nada en ese idioma, aunqueaprendí a hablarlo antes que el griego.Es una molestia enviar al jefe de lasoficinas a buscar un traductor cada vezque tengo que mandar una carta. Bien,bien. ¿Qué más sabes hacer? ¿Quizásaprendiste algo de retórica en la escuelaen Beirut?

Juan volvió a sonrojarse.—No, Ilustrísima. Mi padre no tenía

tantas ambiciones para mí. Comencé atrabajar cuando terminé la escuelaelemental a los quince años. Me dieron

algunas clases particulares sobre cartas,pero aparte de eso... —Hizo un ademánde rechazo y pensó: «Aparte de eso, hesido apenas mejor educado que unesclavo doméstico. Quizás deberíafingir que me han enseñado lo mismoque a mis hermanos: dos o tres años deretórica y luego derecho. Pero no sé niuna cosa ni la otra y jamás podríasostener esa mentira».

—¿Aparte de eso... ? —preguntóNarsés, sonriendo.

—Aparte de eso, sólo aprendí lo quesabe un secretario: taquigrafía, trabajode archivo, algunos idiomas,contabilidad...

Narsés enarcó las cejas y dio un

largo suspiro. Se volvió hacia Eusebio,que estaba junto a la cortina púrpura,sonriendo satisfecho.

—Llévale mis mayores saludos a lasagrada Augusta y exprésale mi gratitudpor su interés en este asunto. Yo estaréencantado de tomar a su pariente,empezando por un período de prueba deuna semana; tengo la firme confianza deque trabajaremos bien juntos. Y graciaspor venir tan temprano por la mañana.

Eusebio se inclinó.—Siempre es un placer verte. La

señora, anticipándose a tu decisión, teinvita a ti y a su pariente a cenar conella esta noche. ¿Te veremos por allíentonces?

—La invitación me honra y mecomplace aceptarla.

Los dos eunucos se estrecharonnuevamente las manos y Eusebio seretiró detrás de la cortina púrpura, paravolver a la corte de la emperatriz.

«Un período de prueba de unasemana —pensó Juan—. ¿Qué significaeso? ¿Qué objeto tiene un período deprueba si la emperatriz le ha pedido queme acepte?, ¡pero qué contento parecíaEusebio! ¿Estaría impresionado sólo porel persa? ¿Y qué pretende Narsés? Yono podría decir si está satisfecho oirritado conmigo.»

Narsés le sonrió inspirándoleconfianza y le dijo:

—Ahora te voy a enseñar dónde vasa trabajar.

Del lado de la gran oficina que dabaa la calle había otra, más pequeña, conuna decoración similar, donde Juan yNarsés encontraron un escriba saturadode trabajo luchando con un abultadolibro de peticionarios de audiencias. Demás edad que los de la oficina interior,Anastasio era un funcionario canoso conmucha experiencia en palacio. En laantesala contigua esperaba una ingentemultitud. Narsés tomó el libro, verificóalgo y llamó a dos personas. Dosdistinguidos caballeros se acercaron atoda prisa, cada uno seguido por dos otres asistentes.

—Cuando mi puerta se abra, hazpasar a los dos siguientes del libro —dijo Narsés a Juan—. Anastasio teexplicará tus otras obligaciones.

El escriba saturado de trabajo miróa Juan con desgana. «Otro joven tonto—pensó, observando el brocado delmanto de Juan—. ¿Cuándo llegará el díaen que mi Ilustrísimo señor consiga unsecretario de verdad? Hemos estadohaciendo todo el trabajo dos hombressolos sin saber nada de esto, pero yaconozco yo el percal. El primero sepasaba todo el tiempo componiendodísticos elegiacos; era bastante malo,pero al menos no trataba de interferirseen el trabajo. El último, ¡allá se pudra

cuanto antes!, estropeó un año dearchivos en una sola tarde con su"racionalización". Me pregunto quéintentará éste.»

—Supongo —preguntó a Juan, conun deje de esperanza, porque pese atodo no la había perdido completamente— que no sabes manejar un archivo.

—Por supuesto que sí. —Juan hojeóel abultado libro—. Pero no entiendoninguna de estas abreviaturas; me lastendrás que explicar.

Hacia el mediodía Juan estabaexhausto, lo que dio pie a que el escribaAnastasio le sonriera.

En el libro de entrevistas figuraban

los nombres en dos columnas: los quequerían una audiencia con el emperadory los que sólo solicitaban entrevistarsecon el chambelán. A algunas personas,según su categoría se las recibíadirectamente sin esta entrevista; a otrasse les permitía saltar la lista más omenos turnos. Anastasio no se recató dedecirle: «Y, si es necesario, puedesdejar que te sobornen y los pones enprimer lugar.» Al lado de cada nombrehabía una abreviatura que remitía allector al archivo que contenía laocupación de esa persona. El sistema dearchivos era engorroso y complejo y seextendía por todas las sagradas oficinasque regían el imperio. «Nunca podré

entenderlo», pensó Juan asustado. Por suparte, Anastasio pensaba de formadiferente: «Dentro de una semana ya losabrá manejar. Conoce los principiosdel sistema, sabe para qué sirve; enrealidad, está realmente preparado parael trabajo. ¡Gracias a Dios! Sólo ruegoque no tenga demasiados pájaros en lacabeza; aunque parece bastante cautopor ahora. Hasta con miedo, como si noestuviera acostumbrado a estar cerca delemperador, me da la sensación. ¡Graciasa Dios! Ahora podré resolver el dañoocasionado por su predecesor».

Juan volvió a mirar el libro desolicitudes de audiencias y seestremeció al ver los nombres:

patricios, obispos, senadores, cónsules,enviados de grandes ciudades,gobernadores de provincias, ministrosde estado se agolpaban en la antesaladel chambelán.

—¿Es así todos los días? —preguntóa Anastasio.

—Oh, la mayoría de los días es aunpeor —contestó el escriba—. Pero elseñor no ha recibido últimamente a tantagente como solía hacer, porque aún estáreponiéndose de su enfermedad. Cuandohaya que hacer las listas para nuevasentrevistas, recuerda esto e intentainterceptarles el camino.

El señor no era Narsés, sino elemperador.

—¿Interceptarles el camino? —preguntó Juan indeciso—. ¿Cómo? Si unsenador desea ver al Augusto, ¿de quémanera el secretario del chambelán va adetenerlo?

—Bueno, hay varias maneras —respondió el escriba—. Ya aprenderás.

Fue casi un alivio cuando Narséspidió a Juan que le tomara unas cartas entaquigrafía; una de esas cartas se referíaa una enorme suma de dinero prometidaa un rey bárbaro (el Tesoro no habíalogrado entregarlo) y la otra a unaapelación contra una sentencia criminalde un gobernador. Tomar cartastaquigráficamente y transcribirlas aescritura normal le era tarea familiar;

después los dos escribas de la oficinainterior hacían todas las copias.

Alrededor del mediodía se dieronpor terminadas las audiencias.Finalmente Narsés se asomó a la puertade su oficina y vio que no había nadieesperando. Dirigió una de susenigmáticas sonrisas.

—Puedes ir a comer ya —-dijo aJuan y se hizo a un lado cuando los dosescribas pasaron delante de él entreempellones.

—¡Qué mañanita! —exclamó unoalegremente—. ¡Me duelen los pulgares!

El otro sonrió a Juan.—Vamos a una taberna del mercado

—le dijo—. Preparan unas salchichas

maravillosas y el vino tampoco es malo.¿Quieres venir con nosotros?

—¡Ummm... ! —respondió Juan,mirando indeciso a Narsés y aAnastasio. Ninguno parecía pensar queel ofrecimiento fuera insólito y ningunole ofreció ir con ellos a ningún otrositio. Sin saber qué hacer, aceptó—. Sí,gracias. —Puso en el estuche la plumaque había utilizado, dejándolo a guisa depisapapeles sobre una carta a mediotranscribir, y se fue con los otros dosjóvenes a la taberna.

Narsés regresó de nuevo a suoficina. Anastasio estaba sentado en suescritorio con un pedazo de pan y unajarra de vino aguado. Posó su mirada en

la carta; la cogió y la miró. Bien hecha,ordenada, letra clara, bien dispuesta ycon ortografía correcta. Las tablillas decera estaban cubiertas con los garabatosininteligibles de la escriturataquigráfica. Le pareció bien: unhermoso y complejo sistema deabreviaturas, sumamente erudito y útil.Movió de un tirón las tablillas y vio queal dorso el nuevo secretario había hechoanotaciones sobre el sistema de archivo.Con las tablillas en la mano, se levantóy se fue.

El chambelán del emperador estabade rodillas ante el icono de la Madre deDios. Anastasio se esperaba esto y tosiósuavemente para llamar la atención de

su superior. La delicada figura vestidade blanco y púrpura se puso de pie, sefrotó la frente y dirigió una miradainquisitiva aunque apacible alempleado. Anastasio levantó lastablillas de cera.

—Ya entiende mi sistema dearchivo. Lo vas a conservar, ¿verdad?

Narsés sonrió.—Me parece que sí. ¿Te parece

bien? —Cuando Anastasio asintió,añadió—: Sabe persa.

—¿De veras? ¿Cómo lo hasencontrado?

—Parece ser un pariente de lasagrada Augusta, que ha decididoayudarlo en su carrera.

—¡Un pariente de la emperatriz!¡Bien! ¡Jamás lo hubiera imaginado!

—Un pariente lejano. —Narséssonrió con su sonrisa indescifrable—.En mi opinión, hay un sorprendenteparecido entre ambos. Y pienso tambiénque tiene algo de la inteligencia de laemperatriz, aunque él no se ha dadocuenta todavía. —La sonrisa sedistendió y se tornó más humana—. Yoen tu lugar estaría atento. El jovencitopodría tener algunas ideas sobre cómodeben hacerse las cosas.

—Espero que no —dijo Anastasioapasionadamente, pero le devolvió lasonrisa. Se inclinó y cerró rápidamentela puerta al salir para almorzar.

La taberna elegida por loscompañeros de Juan era unestablecimiento pulcro y servicial,parecido a los que había conocido encompañía de su padre cuando éste lepedía que tomara nota de sus encuentrosde negocios. Nunca había tenido muchodinero, de ahí que sintiera la pesadabolsa que Teodora le había entregadocomo si se tratara de un objeto extraño.Sin embargo, los dos escribas parecíancómodos en su opulencia y pidieron altabernero «lo de siempre» con alegrefamiliaridad. En seguida, Juan seencontró sentado a una mesa de mármoljunto a una ventana con una copa de vino

en la mano. Sobre la mesa estabandispuestas una vasija con agua y unajarra de vino para mezclar; una niñatrajo una fuente con salchichas, otra conpan y un cuenco con verduras enabundante salsa.

—Cómo te gusta el vino, ¿muyfuerte? —le preguntó uno de losescribas, levantando la jarra. Era unjoven alto, con aspecto atlético, decabellos castaños y ojos azules; muypagado de su belleza.

—No muy fuerte —respondió Juanrápidamente—. No puedo trabajar biensi lo tomo con más de la mitad.

El joven se encogió de hombros,pero vertió diligentemente sólo la mitad

del vino en la vasija. Su compañerosirvió la mezcla en los tres vasos con unpequeño cazo y, sonriendo tímidamente,llenó su propia copa con vino.

—No me gusta flojo —explicó. Erade estatura media, rollizo y moreno—. Apropósito, el nombre de mi amigo esDiomedes y yo soy Sergio, aunque todoel mundo me llama Baco. Como losmártires benditos, ¿sabes? —Se rióalegremente.

Juan lo miró sin comprender.—¡Sergio y Baco!, ¿entiendes? La

iglesia que está cerca del hipódromo.—Lo... lo siento —dijo Juan,

incómodo—. Me temo que aún noconozco bien Constantinopla. Llegué

ayer.Los otros dos suspiraron.—Bueno, ¿qué te parece? —

preguntó Diomedes parsimonioso—.¡Llegar a Constantinopla un día yconseguir un trabajo como el tuyo al díasiguiente! ¡Lo que es tenerrecomendaciones!

—Dicen que eres el primo segundode la emperatriz —acotó Sergio,también llamado Baco—. ¿Sabes cuántopagó tu ilustrísima prima por el trabajo?—Se sirvió un poco de pan y salchichas.

—No —respondió Juan, horrorizadoal pensar cuánto habría podido pagar—.No lo sé.

—Apostaría a que por lo menos

quinientos —dijo Sergio en tonoautoritario—. Mi padre pagó doscientoscincuenta por mi trabajo, por lo que eltuyo debe de valer por lo menos eldoble.

—Por lo menos —coincidióDiomedes, asintiendo.

«Quinientos, doscientos cincuenta¿qué? ¿Solidi de oro? ¡DiosTodopoderoso, eso es lo que ganantodos los funcionarios de Bostra juntos!No pueden ser solidi.

—¿Qué hace tu padre? —preguntócauteloso, sirviéndose un poco de pan.

—Es banquero. —Sergio se sirviócon una cuchara un trozo de salchichasobre el pan y siguió hablando con la

boca llena—. Demetriano (a quien debroma apodan Pulgar de Oro) se ganahonradamente su dinero. Me dijo encierto modo algo muy sensato sobre mitrabajo: que doscientas cincuentamonedas de oro no es tanto si lo vescomo una inversión que se recupera concreces.

—El problema es que no pagamucho —dijo Diomedes—. A SuIlustrísima no le importa ganar bajomano vendiendo puestos como losnuestros, pero le disgusta que nosotrosrecibamos sobornos.

—Se molesta mucho si intentamosvender el acceso al señor o alterar undocumento al copiarlo —explicó Sergio

—, aunque se trate de una alteracióntrivial, como algunos cientos de solidimás para un amigo. Se vuelve distante yformal y nos echa un sermón. Y si aalguien se le ocurre hacerlo demasiadasveces, lo despide. Pero todos loseunucos son tacaños.

—Y debemos advertirte de algo:siempre se da cuenta de todo. Tiene ojoshasta en la nuca.

—Lo que ocurre es que trabaja comoun condenado —corrigió Sergio—.Llega a la oficina antes de que se hagade día y se queda hasta la noche, sininterrupción apenas.

—¿Eso es lo que está haciendoahora? ¿Trabajar? —preguntó Juan.

—No, a la hora de la comidaprimero reza un poco y luego trabaja —respondió Diomedes.

—De que es devoto, no hay duda. —Sergio pronunció estas palabras conevidente desagrado.

—Y no totalmente ortodoxo, aunquesupongo que no debería decir estodelante de ti, que vienes del este. Nadiees muy ortodoxo al sur de Antioquía. Amí no me importa en absoluto. ¿Quién sepreocupa por la naturaleza de Dios?

«Casi todos», pensó Juansorprendido, pero sólo preguntó:

—¿Y Anastasio?—Oh, él sólo permanece en su

oficina rumiando pan seco y admirando

sus archivos —replicó Sergio condesprecio—. Es un don nadie. Duranteaños fue un empleado subalterno en lasoficinas del otro extremo del pasillo. Esel bastardo de no sé quién; una vez lecompraron un puesto subalterno y loabandonó. Nunca pudo comprarse elascenso por su cuenta. Fue SuIlustrísima quien lo trajo a la corteimperial. Él mismo pagó el precio, sólopara tener a alguien que pudiera manejararchivos. Está satisfecho contigo porqueno sabes retórica; él prefiere lataquigrafía. —La voz había adquirido undeje de malicia; Sergio se detuvosúbitamente y tomó algo para comer.Pensó: «No debería haber hablado de

eso. Tengo que llevarme bien con elmuchacho. Si quiero sacar algúnprovecho de él, no puedo permitir quese dé cuenta de que lo considero uncampesino ignorante».

Juan miró el plato con las verduras,y aunque se percató de la malicia,adivinó la razón y no se sorprendió. Sepreguntaba si se trataba de col o deverduras silvestres. Mojó un poco depan en ella y la probó, pero todavía noestaba seguro de lo que era.

—Su Ilustrísima es un loco deltrabajo —dijo Diomedes riéndose.

Sergio disimuló su risa.—Bueno, ¿qué otra cosa puede hacer

de su vida? Y cambiando de

conversación, ¿qué es lo que hablasteisen persa? ¡Espero que no tengamos quecopiar cartas en ese galimatías!

—Sólo me preguntó por el comerciode sedas. ¿De dónde es él? ¿DeArmenia? —preguntó Juan.

—De la Armenia persa —respondióen seguida Sergio—. Pero hace muchoque está en la corte imperial. Fuecomprado como esclavo cuando eraniño, por eso sólo Dios sabe la edad quetiene. Es mayor de lo que aparenta. Elseñor confía su vida en él y dicen quetambién la emperatriz lo aprecia.

—¿Cómo es ella? —preguntóDiomedes—. Lo bueno de estartrabajando para Su Ilustrísima es que se

conoce a todos los hombres importantes,pero yo jamás he visto a la Augusta.Dicen que es la mejor protectora delmundo, pero eso sí, ¡que Dios ampare asus enemigos!

Juan no podía responderle deinmediato, porque todo lo que serelacionaba con la emperatriz lo sumíaen un mar de emociones confusas yconflictivas. Probó un bocado desalchicha, aunque tenía la boca seca, ylo masticó para disimular su indecisión.

—Ha sido muy buena conmigo —terminó por decir.

—¡Ya lo creo! —dijo Sergio—. Teha conseguido un trabajo excelente. «Yte ha convertido en un caballero —

pensó para sus adentros—. Apostaría aque tú no usabas un manto como ésecuando eras el hijo de un empleado enBeirut.»

—No sabía que la emperatriz tuvieraparientes en Beirut —intervinoDiomedes.

—Dicen que su familia es dePaflagonia, pero que ella nació aquí, enla ciudad.

Sergio se echó a reírdisimuladamente.

—En..., eh..., digamos que encircunstancias que es mejor no recordar.Como toda su vida anterior a sumatrimonio. Ayer oí una historia... —Seinterrumpió, dirigiendo a Juan una

mirada escrutadora.Juan sintió calor en el rostro.—Ha sido muy buena conmigo —

repitió, irritado—. Mi familia estabacontenta de no conocerla antes de sumatrimonio, pero tan pronto como seconvirtió en Augusta, buscaron susfavores. Ella los rechazó sin más. Yoestaba convencido de que haría lomismo conmigo, pero me ha tratadomucho mejor de lo que me habíaimaginado.

«Y yo, contando mentiras paradefenderla», pensó con tristeza. Seestremeció al darse cuenta de que lomiraban con recelo y como poniéndolo aprueba. En el futuro, pondrían más

cuidado al opinar delante de él sobre laemperatriz, por temor a que fuera acontárselo.

—Quizá deberíamos volver altrabajo —dijo con aire avergonzado—.Vamos, permitidme pagar la comida.

Juan no recordó que había sidoinvitado a cenar con la emperatriz esamisma noche, hasta su regreso al palaciode Teodora una hora antes delcrepúsculo. Las cenas con la Augusta,eso ya lo sabía, eran algo diferentes delos desayunos. Generalmente laemperatriz cenaba con su esposo y almenos seis comensales más; Juan nohabía sido invitado aún a ninguna,

porque la emperatriz había queridoprotegerlo de las miradas de los demás,hasta que hubiera pasado la novedad.Ahora parecía que el momento ya habíallegado y entró en la habitación quetenía asignada. Allí encontró preparadosobre la cama otro conjunto de ropasmagníficas y a un esclavo que leesperaba para prepararlo para elbanquete. Juan emitió un quejido,refrenando un irrefrenable deseo de salircorriendo.

«Oh, Dios. ¿No ha sido suficientepor un día? Debería bastar el solo hechode haber encontrado trabajo, intentarentender qué hacer y qué pensar deNarsés, Sergio y Diomedes... ¿Cómo se

supone que debo ver a toda esa genteahora? ¿Cuántos más estarán allí?¿Acaso el emperador? ¡Oh, Dios mío,espero que no! Teodora estará allí, porsupuesto. Pero ¿esperando qué?», pensóresignadamente.

—¿Se acostumbra a llevar algo a laemperatriz Augusta cuando se estáinvitado a cenar con ella? —preguntó desopetón al esclavo.

Era éste un hombre de medianaedad, ya acostumbrado a lasextravagancias de los invitados, que sedetuvo un instante, mientras afilaba sunavaja.

—No es habitual —dijo congazmoñería—. Aunque un regalo de

flores puede ser recibido como un gestode simpatía —dijo, mientras suavizabala hoja en un trozo de cuero.

—¿Puedes conseguirme flores,entonces? —Juan tanteó en su bolsa yextrajo un puñado de monedas—. Rosas,si es posible.

El esclavo sonrió y juntó lasmonedas. Notó que era una sumaconsiderable.

—Si Su Excelencia es tan amable,¿podría sentarse sólo por un momentomientras le arreglo el pelo? Así estábien...

Quince minutos después, Juan,cambiado, arreglado y con una coronade rosas en la mano, fue acompañado a

la sala del banquete.—¿Sabes quién más estará allí? —

preguntó al esclavo.—Lo siento, señor, pero los demás

invitados de Su Serenidad no son asuntomío —respondió amablemente elesclavo—. Creo que el señor estarápresente, pero aparte de eso, nada puedodecir.

Juan lanzó un gemido. Miró lacorona de flores cuyos frágiles pétalosde tenue color rosa estaban bordeadospor estrías azules. «Flores del palaciode la emperatriz y compradas con midinero», pensó desalentado.

—¿Qué debo hacer? —preguntó alesclavo—. ¿Me arrodillo y luego le doy

las flores o le doy las flores primero?¿Tengo que inclinarme ante el señor enprimer lugar y luego ante la emperatriz oal revés? ¡Dios mío, debiste habermedado un ramo, no una corona! No podráponérsela.

—¿Por qué no? —contestó elesclavo con aire impasible.

—Porque tendrá puesta la diadema.El esclavo sonrió con desdén.—No en una cena privada. Yo te

llevaré hasta la puerta del comedor,donde el señor y la señora estarán depie recibiendo a los invitados. Cuandoyo me detenga, tú te pones de rodillasante el señor y la señora al mismotiempo. No beses sus pies, pues se trata

de una ocasión informal. Levántateinmediatamente y entrégale a la señoralas flores, diciéndole algunas palabrasadecuadas, si quieres. Los esclavos delcomedor, entonces, te indicarán tu lugar.¿Está bien?

—Gracias —dijo Juan dándole unapropina.

El personal de palacio lo habíadispuesto todo para que la parejaimperial no tuviera que estar de piemucho tiempo saludando a los invitadosen la entrada. Juan llegó al patiointerior, donde encontró a otro par deinvitados en el momento en que seincorporaban y a Narsés que esperabacortésmente, unos pasos más atrás para

hacer otro tanto. El eunuco le prodigóuna de sus ya familiares sonrisasenigmáticas y lo saludó con la cabeza.Cuando los que habían llegado primeroentraron en el comedor, se inclinó antela majestad imperial. Mientras selevantaba, el emperador tomó su mano ylo ayudó a incorporarse. Justiniano elAugusto era un hombre de estaturamedia, rechoncho, con un rostro muyiluminado, cansado y de tez amarillentaa causa de su reciente enfermedad.Arrugas de preocupación le rodeaban laboca y surcaban su frente, aunquesonreía cálidamente a Narsés. Juanintentó no quedarse ensimismado. «Elesposo de mi madre», se dijo, y el

pensamiento lo atravesó como un golpede hielo. Se imaginó a su padre de pie allado de la puerta del comedor en la casade Bostra, recibiendo a los invitadoscon su esposa al lado (la amargada, lasumamente respetable Ágata). Cada vezque él iba a alguna de esas fiestas, ellalo miraba como si acabara de comeruvas agraces. «¿Por qué tenemos quetraer al bastardo a nuestras cenas? —lepreguntaría después a su marido—.Procura que esté bien cuidado, pero noes adecuado que él esté aquí mezcladocon nuestros propios hijos.»

Narsés ya había entrado en la sala.Juan se inclinó hacia las baldosasimpecables de la entrada, cuidando de

no estropear las flores, y se incorporó.El emperador lo miró un poco intrigadoy la emperatriz sonrió.

«Di unas palabras adecuadas»,pensó, pero volvió a sentirse otra vezmal por el miedo.

—Señora —atinó a decir—, porfavor acepta estas flores como unamuestra humilde de mi gratitud. —Y selas ofreció.

Ella sonrió dulcemente, sorprendidapor el gesto, y tomó el regalo.

—Éste es el nuevo secretario deNarsés —susurró a su marido—. Unprimo lejano mío, Juan de Beirut.

—¿Un primo tuyo? —preguntó elemperador un tanto sorprendido—. No

sabía que tuvieras familia en Beirut.—Oh, se trata de Diodoro, un

hermanastro de nuestro padre; estuvoallí antes de que naciéramos nosotras —dijo una voz detrás de Juan.

Juan miró rápidamente hacia atrás, yvio a una dama observándole con alegrecuriosidad. Su manto dorado tenía elborde negro característico de las viudas.Era más alta que Teodora y de más edad,pero el parecido era evidente. «Mi tíaKomito», pensó Juan.

—Nunca tuvimos mucha relacióncon esta rama de la familia hasta queéste acudió a Teodora —continuóKomito—. Bueno, al menos tienes buenapresencia. —Y se vio obligada a

sonreírle divertida, pero se inclinó y seincorporó haciendo una reverencia másbien superficial, antes de dirigirse aTeodora y besarla en la mejilla.

—¡Ah! ¿Y le has conseguido untrabajo con Narsés? —preguntó elemperador, mirando a su esposa con unasombra de duda.

—Sabe taquigrafía —respondióTeodora. Tomó el brazo de su marido yse volvió hacia el comedor—. ¿No escierto, Narsés? —Komito miró a Juande reojo y le volvió a sonreír antes depasar por delante de él. Juan la siguió.

En medio del resplandor de oro ycristal que los rodeaba, el eunucoasentía.

—El joven tiene cierta experienciacomo secretario, lo que resulta muy útil.

El emperador sonrió, y fue a situarseen el triclinio más alto, con su esposa allado. Juan fue acompañado al tricliniode la izquierda, que compartió conNarsés; Komito y los que llegaronprimero estaban a la derecha delemperador. Éstos no eran más que unhombre deprimido y nervioso, de unoscuarenta años, y una mujer,evidentemente su esposa, que parecía unpoco mayor.

—Entonces, ¿cuándo acudiste a miesposa, muchacho? —preguntó elemperador en tono cordial.

Los esclavos se afanaban detrás en

servir vino blanco frío en copas decristal rojo y verde y en rociar el suelode mosaicos con pétalos de flores yazafrán aromático. Los triclinios y lamesa eran de marfil y oro y los cubiertosllevaban perlas incrustadas.

—Este verano, señor —respondióJuan. No se le quebró la voz como habíatemido—. Me recibió en Herión el mespasado y me llamó a Constantinoplacuando encontró este trabajo para mí. Yhoy he comenzado.

Justiniano asintió y bebió un sorbode vino.

—¿Y te gusta?—Parece un trabajo muy exigente,

señor. Aún no sé si podré desempeñarlo.

Esta franca contestación arrancó unasonrisa al emperador.

—Espero que lo puedas desempeñara la satisfacción de todos. ¿Quéexperiencia de trabajo tienes?

—Era escriba municipal en Beirut,como mi padre —contestó Juanhumildemente—. Desde luego, algomucho más insignificante que servir a unministro de estado, lo sé, pero algunosde los métodos son los mismos.

—Creo que no tendrá problemas —comentó Narsés.

—Bien, bien —asintió el emperador.Volviéndose a su esposa, añadió—:¡Con todo, me sorprende que encuentresparientes tuyos en Beirut!

—Ellos no quisieron saber nada demí antes de que yo fuera Augusta y yo noquise saber nada de ellos después —respondió Teodora. Deslizó la corona derosas sobre su cabeza y cruzó laspiernas sobre el triclinio.

—Eran gente respetable —apuntóKomito—. Espantosamente respetable.—Hizo una mueca agria, dedesaprobación—. Cuando Teodoraestuvo en Beirut, intentó apelar a suayuda y pedirles un préstamo. Esto fuedespués de que la abandonaran enAlejandría, sin dinero para comprar elpasaje de vuelta. Le dieron con la puertaen las narices.

—Así que no quise saber nada más

de ellos —asintió Teodora— hasta queJuan me escribió este verano,comunicándome que sus padres habíanmuerto por la peste el año pasado y queestaba intentando pagar todas susdeudas, con su sueldo de empleadomunicipal. Yo pensé: «Pobre muchacho.Él no tiene la culpa. Él ni siquiera habíanacido en esa época».

—Estoy agradecido a la emperatrizAugusta —terció Juan, mirándolaintensamente a los ojos—.Profundamente agradecido.

—¿Por qué estaban endeudados tuspadres? —preguntó Justiniano coninterés. Los esclavos le acercaron unplato lleno de huevas que pusieron sobre

la mesa.—Mi padre había invertido en el

comercio de sedas —respondió Juaninmediatamente—. Perdió muchísimodinero cuando estalló la guerra conPersia.

El emperador suspiró con tristeza,enarcando las cejas.

—Los últimos cinco años han sidomuy malos. Nefastos, diría yo. La guerracon Persia, rebeliones en África y esaindecible enfermedad que nos hasobrevenido para castigar nuestrospecados. Creo que Dios está enojadocon nosotros.

El hombre que estaba frente a Juanse animó y dijo:

—Conseguimos conquistar Italia.Komito lo miró con desprecio.—No parece estar muy conquistada

de momento. De lo contrario, ¿por quétienes tantas ganas de conquistarla otravez? Ayer oí que los godos habíanrecuperado Nápoles.

El hombre se estremeció. Era enjutoy barbudo y en él aún quedaba elrecuerdo de lo que otrora fue el aspectogallardo de un militar.

—Logré conquistar Italia —insistióen tono quejumbroso—. Si hubiéramospodido mantener las tropas allí sólo porunos meses más...

—Las tropas estuvieron demasiadotiempo —cortó bruscamente Justiniano

—. Me equivoqué en no hacer las pacesantes. Si os hubiera llamado a ti y a tushombres para que regresarais seis mesesantes de lo que lo hice, el gran rey nohabría tomado Antioquía. ¿O acasocrees que Ravena es más importante?

El hombre bajó la mirada y guardósilencio. «¿Será Belisario? "Logréconquistar Italia", ha dicho. Debe de serél. ¡Madre de Dios! ¿Él? ¿Ese hombretan feo el conde Belisario, conquistadorde los vándalos y los godos?», sepreguntaba Juan sin salir de su asombro.

—Antioquía era más importante —dijo Teodora, apoyándose en el hombrode su marido.

Belisario empezó a ponerse

nervioso y dirigió a Teodora una miradaansiosa. Ella le sonrió, tomó unacucharada de huevas y las mordisqueóantes de continuar.

—¿Para qué queremos Ravena? Elimperio ha funcionado perfectamente sinItalia durante cien años. Pero Asia, todoel Oriente, Egipto, esos lugares nospertenecen. No debimos ordenar a todaslas tropas la reconquista de Occidente.No con el gran rey Cosroes buscandoguerra en el este.

—Acepté la paz eterna con Cosroes—dijo Justiniano con pesar—. ¿Cómopodía saber que duraría sólo siete años?Y Occidente también formaba parte denosotros.

—¡Occidente debería ser una partede nosotros —gritó Belisario,levantando la cabeza—. Nos llamamosromanos, pero durante cincuenta añosdejamos Roma en manos de una tribu debárbaros, mientras otro grupo desalvajes se repartía el Imperio deOccidente. Nosotros estábamosobligados a devolvérselo al puebloromano. Y los godos nos provocaban.Ellos fueron quienes asesinaron a sureina, tan respetuosa de las leyes, tualiada, con total desprecio de tusdeseos, Augusto. Y fueron castigados;Dios nos concedió la victoria. Yo lossometí, como sabes, y su rey es tuprisionero en este momento.

—Su antiguo rey —dijo Komito conun bufido—. Ese Totila que tomóNápoles con su ejército godo no tienederecho a otro título que el deprisionero de Justiniano.

—No necesitamos Occidente —insistió Teodora—. Sí, es cierto quedeberíamos reclamarlo. Yo sería laprimera en coincidir en eso. ¡Pero no alprecio de arriesgar todo el este!Además, ahora no tenemos ni las tropasni el dinero para sostener a ambos.

Belisario se puso nerviosonuevamente. «Tiene miedo de Teodora»,dedujo Juan con asombro.

En el triclinio contiguo al de sumarido, la esposa de Belisario

rechazaba el argumento:—Esta guerra de ahora con Persia

está casi resuelta. Cosroes ha queridonegociar durante todo el verano.

El conde asintió, reconfortado por elapoyo de su esposa.

—Si me dejas volver a Italia, latendré sometida a ti dentro de un año —dijo al emperador.

—Cosroes pide negociaciones conuna mano y con la otra saquea lasciudades —sentenció Justiniano conamargura—. Creo que la guerra persaterminará cuando yo tenga su sello en untratado de paz, no antes. No puedoprescindir de ti en Oriente.

—No pienso mucho en Italia, como

sabes, pero podrías prescindir de él. Yalo hiciste una vez. En el frente persa nole fue muy bien, por eso lo reemplazastepor Martino —bufó Komito.

Belisario se estremeció otra vez.—Eso fue sólo una medida

provisional —atajó Teodora, sonriendomagnánima—. Exigida por unos...problemas domésticos deConstantinopla. Estoy segura de que enel futuro el estimadísimo conde podrádesenvolverse mejor en el frente persa.

—El mando ya había sido dividido—agregó Belisario con impaciencia—.Un mando dividido nunca triunfa. —Dirigió una mirada cargada de veneno através de la mesa a Narsés.

El eunuco suspiró.—Estoy de acuerdo, excelentísimo

conde. Y estoy seguro de que tus tropasaliadas no eran dignas de confianza...

—¡Los sarracenos sólo piensan en elbotín! —insistió Belisario convehemencia.

—Nadie sale absolutamentevictorioso de una guerra, nunca —ledijo el emperador a Komito, reprobandosu actitud—. Yo no espero eso. Hasta tupobre esposo cometió errores. Confío entu capacidad, conde.

Belisario inclinó la cabeza.—Déjame entonces volver a Italia

—rogó—. No puedo soportar ver cómodeshacen todo lo que yo hice allí. Sé que

puedo reconquistarla, Augusto.—Yo preferiría mucho más que

derrotaras a los persas —insistióJustiniano, ya exasperado—. Eso haríaque Cosroes negociara en serio. ¿Porqué siempre Italia, Italia? Mi esposatiene razón: nuestra mayor preocupacióndebe ser no conquistar más territorios,sino defender los nuestros.

—Italia es territorio nuestro. Lohemos conquistado y somosresponsables de él —bufó Belisario—.Los italianos nos apoyaron en nuestraprimera conquista ¡y ahora los hemostraicionado, dejándolos en manos de losgodos! Los godos tomaron Nápoles y lamayoría de las ciudades del sur e

intentarán tomar la misma Roma. Sitoleramos eso, no somos romanos. Noseremos otra cosa más que, como nosllaman los godos, pérfidos griegos.

Justiniano movió la cabeza.—Sí, sí, sí, lo sé, yo mismo solía

decir eso... pero dejamos que los persastomaran Antioquía. ¡Antioquía! Unaciudad que era completamente míacuando reclamé la púrpura y era latercera del imperio. Y los persas ladestruyeron, la incendiaron, laarrasaron. Todos sus habitantes sonesclavos en tierra extranjera. ¡Y esojamás debió ocurrir!

—Eso no habría ocurrido si el condehubiera obedecido tus órdenes —dijo

Komito—. Tú le ordenaste hacer laspaces con los godos y volverinmediatamente cuando estalló la guerracon Persia. ¿Y qué fue lo que hizo?

—Venció a los godos y trajo aConstantinopla a su rey con todo sutesoro —dijo la esposa de Belisario,mirando con odio a Komito.

—¡Venció a los godos! —exclamóKomito con estruendo—. ¡No parecenestar muy vencidos, en mi opinión!

—Nadie pudo suponer que serepondrían y que elegirían un nuevo reycon tanta rapidez —dijo Narséssuavemente.

—Tú podrías haberlo previsto si elconde se hubiera conformado con

mantenerte a su lado y seguir tusconsejos —replicó Komito secamente—. Tú fuiste enviado allí paraaconsejarle.

Narsés suspiró nuevamente.—El excelentísimo Belisario estuvo,

sin embargo, bastante acertado. Losmandos divididos no son eficaces. Eseen particular terminó en desastre, poreso Su Sagrada Majestad me volvió allamar, muy sabiamente. —Los esclavosse acercaban ofreciéndoles un plato concaracoles en leche; el eunuco se sirvióuno—. Y, afortunadamente, eso eshistoria pasada.

Juan miró a Narsés, sorprendido.¿Sería verdad que este frágil eunuco de

la corte había sido enviado a Italia paracompartir el mando con Belisario?Parecía increíble.

—A diferencia de lo que ocurre conla conquista de Italia —dijo Komito—.¿Por qué el conde está tan ansioso porvolver allí? ¿Cuántas tierras posee allí?¿O acaso tiene algo que ver con el hechode que los godos le ofrecierannombrarlo Augusto del oeste?

El invencible conde Belisariopalideció.

—¡Komito! —intervino Teodora,con tono de duro reproche.

Justiniano sacudió la cabeza.—Piensas menos que un chorlito —

dijo secamente la mujer de Belisario—,

de lo contrario te darías cuenta de quemi marido es la única persona de la queno se puede sospechar que quiera esetítulo. Se lo ofrecieron en bandeja y éllo rechazó. «Jamás, mientras vivaJustiniano Augusto, tomaré ese título»;eso fue lo que dijo.

—Así es, así es. Yo no dudo de tulealtad, conde. Pero desearía queestuvieras tan entusiasmado pordefender las tierras de Oriente como loestás por recobrar Italia —dijo elemperador.

—He pasado años enteros de mivida en Italia —repuso el conde conseriedad—. Hay otros que pueden sercomandantes en el este: Teoktisto,

Germano, Marcelo, Isaac el Armenio,todos ellos generales idóneos. YMartino, por supuesto. Pero yo soy elmás conocido en Italia; si yo voy, puedolograr lo que nadie ha podido conseguir.Déjame ir, Augusto. Como te he dicho,llevaré sólo mis propias tropas; a ti note costará nada y no será necesariomover tropas desde el este. No podemosdejar que los godos nos arrebaten Roma.

Justiniano se mordía el labio conaire dubitativo; finalmente se encogió dehombros.

—Tendremos que considerar esto enotro momento. La cena de mi esposa noes el mejor momento para resolverasuntos de estado. —Se volvió hacia

Teodora y agregó—: Lamento estadiscusión, querida.

—No importa —respondió ella—.Fue mi hermana quien la empezó.

Komito se encogió de hombros.—Lamento si alguien se ha ofendido.

Pero todos me conocéis: siempre digo loque pienso.

—¡Y con las cosas que piensas... !—dijo Teodora con malicia. Pero alcabo de un instante sonrió a su hermanay alzó la copa ante ella.

Belisario se dejó caer con aireabatido en el triclinio, pero su esposa seinclinó hacia adelante y empezó apreguntar por una entrevista con ciertogobernador africano.

Juan recordaría aquella cena toda suvida. Después de la discusión no sehabló más de temas políticos, peroincluso los chismes lo intimidaban: altosfuncionarios, de los que se habíadescubierto que eran corruptos; alianzasrotas o enmendadas; grandes fortunasque se hacían y deshacían. Y en mediode todo esto, los esclavos seguíantrayendo platos de comidas exóticas, lamitad de las cuales no podía nireconocer, y llenaban su copa con unvino excelente una y otra vez. No dijonada más. Su cabeza le daba vueltas acausa del vino y de la confusión deaquel largo día y sólo le apetecía irse adormir. Volver a casa a dormir. Casa.

Pero ¿cuál era su casa? ¿Acaso el cuartode huéspedes del palacio laberíntico, adonde los esclavos se dignabanllevarlo?

«Debe ser ése, porque la habitaciónen que estás pensando, esa pequeña ysimple habitación de Bostra, no es tuya.Y tú no eras lo que creías que eras. Esamujer en la cabecera de la mesa, a laque el gran Belisario teme, es tu madre.Por consiguiente tú debes ser de aquí.»

Pero, por fin, se sirvió la últimafuente, los esclavos sirvieron el vinoque quedaba y Teodora bostezó. Enseguida la esposa de Belisario,Antonina, se levantó, sonriendo condulzura.

—Ha sido una velada encantadora—dijo—. Gracias, mi querida Augusta,por habernos invitado.

—Ha sido un placer. Espero que esepequeño desacuerdo del principio nohaya enturbiado la velada —replicóTeodora.

No, no, por supuesto que no. Todo locontrario, había sido muy útil tener unadiscusión tan franca sobre tales temas,por lo que Antonina estaba agradecida.Inició la marcha y su marido, después deprosternarse ante el emperador, lasiguió. Narsés y Komito fueron detrás yJuan, tras mirar a la emperatriz, se fuecon ellos. Uno de los esclavos loesperaba en la puerta y lo acompañó

hasta el cuarto de huéspedes, donde sedesplomó, exhausto, en la cama.

En el comedor el emperador searregló el manto de púrpura y se frotó lacara.

—Desearía que influyeras en tuhermana para que refrenara un poco sulengua. Tengo razones muy, pero quemuy válidas para estar enojado conBelisario, pero la deslealtad no estáentre ellas —dijo a Teodora.

—Komito está aún recelosa por lareputación de su marido —dijo Teodoraen tono conciliador—. Siempre estáacechando al conde. Tú la conoces bieny sabes que eso no significa nada.

—El conde está aún muy nervioso

por esa acusación. ¡Dios Todopoderoso,cada vez que lo mirabas daba unrespingo! Sé por qué hiciste lo de esteverano, queridísima mía, y fue algo muyprudente, pero lo asustaste muchísimo. Yno quiero que crea que aún sospecho deél, eso podría hacer que me traicionarade verdad.

Teodora acarició el rostro de sumarido con un dedo.

—Es casi seguro que él dijeraaquello por lo cual se le acusó esteverano. Es decir, que si tú murieras porla peste, él no se sometería a nadie queyo u otro de la corte designara como tusucesor. Si sus ideas sobre la sucesiónllegaron aun más lejos, nunca lo he

podido averiguar.—«Jamás mientras viva Justiniano

Augusto» él se proclamaría Augusto —citó Justiniano sonriendo a Teodora—.Claro que no dice nada acerca de lo queharía si Justiniano muriera. ¡Oh, lo quehiciste fue necesario y yo no locuestiono! Tuviste que relevarlo de sumando y asignar a sus partidarios adiversas unidades de la guardia real. Deotro modo, se hubiera coronadoemperador, de haber muerto yo. Pero yono he muerto y él no intentará matarmeni usurpar la púrpura. Nos ha servidocon lealtad en el pasado y no tenemosotro general que se le pueda comparar.Le hemos devuelto sus servidores y le

hemos ofrecido su mando. ¿Por qué nolo acepta?

Teodora se echó a reír.—Por Antonina. Ella no quiere

volver a la frontera persa, pero irá aItalia. Él no confía en dejarla sola enConstantinopla. Es simplemente unmarido celoso.

—Celoso —dijo el emperador, conaire pensativo—. Y por eso deseaarriesgar nuestra confianza y no aceptarel mando de una guerra. El amor, ¡quéterrible es! Pero supongo que yo tambiénpodría ser igualmente celoso, aunque túnunca me has dado ningún motivo paraserlo.

—Y jamás te lo daré.

El emperador la besó nuevamente,se incorporó con un profundo suspiro yse levantó.

—¡No irás ahora a trabajar! —protestó Teodora, asiendo el borde de sumanto.

—Le prometí al obispo Menas quelo vería esta noche para tratar algunasdeclaraciones teológicas de Roma —respondió Justiniano.

—¡Oh, amor mío, no tendrías quetrasnochar tanto hoy! Aún estás débilpor tu enfermedad. Deberías descansar.

Justiniano la miró con un cariñoprofundo y le tomó las manos,separándolas suavemente de su manto.

—Tú no pensabas precisamente en

el descanso.Ella le miró a la cara, sonriente.—No.—Bueno, te prometo que iré a la

cama dentro de dos horas si es allídonde quieres estar. Pero debo verprimero al obispo. Hemos de decidiresta cuestión, resolver esta espantosacontroversia. Buenas noches, mi vida.

Sola en el comedor, Teodora seincorporó en el triclinio con las rodillasdobladas bajo el manto de púrpura.Tomó la corona de flores de su cabeza yla puso delante. Las rosas se estabanmarchitando. «Como yo, como nuestroimperio. Rosas marchitas, las últimasrosas. La planta sabe que el verano ha

terminado. Belisario no debería haberido a Italia, en primer lugar. Nosotrosdeberíamos haber guardado nuestrasfuerzas para el invierno, no haberlasderrochado tratando de recobrar unimperio que está perdido. Pero cuandoéramos jóvenes, todo parecía posible.

»Belisario, por cierto, no deberíavolver allí ahora. Yo no confío en él siva al este, pero mi esposo sí. Prometí aAntonina ayudarlo. Después de todo, ledebo un favor.»

Acarició las rosas con un dedo,recordando de repente que Juan se lashabía regalado. No había esperado quele trajera nada. ¡Qué tierno estuvocuando se las ofreció, como un amante

que teme ser rechazado! «Estoyprofundamente agradecido.»

Diodoro de Bostra era ahora unrostro confuso, una pasión casiolvidada, pero el niño que ella le habíadado era real. «Mi hijo, ¡ojalá lo fuerastambién de mi esposo... !», pensó, conuna punzada de dolor.

III - Caballos

Juan notó que era el centro deatención cuando a la mañana siguientellegó al trabajo con retraso y aturdidopor haber permanecido tanto tiempo enel lecho.

—¡Cenaste con la Augusta anoche!—exclamó Sergio cuando Juan entraba—. ¿Cómo fue? Cuéntame.

Narsés, sentado en su escritoriocomo si nunca se hubiese levantado deallí, hizo un gesto con la mano, entre unaorden y una súplica, y dijo:

—Estimado Sergio, habrá tiempopara tales conversaciones más tarde. Ten

la amabilidad de dejarnos continuar connuestro trabajo.

Sergio se calló. Juan, inclinándosetorpemente hacia el chambelán, dijo:

—Lamento haber llegado tarde. —Estaba nervioso. Temía ser despedidopor llegar tarde el segundo día detrabajo, por eso había ido corriendodesde el palacio de Teodora.

Narsés le dirigió su amable sonrisa.—No hay por qué disculparse. Ya lo

suponía. Recoge tus tablillas de laoficina exterior, necesitaría queescribieras una carta, por favor.

Juan se inclinó otra vez.—Sí, Ilustre Señor.La segunda mañana fue tan ajetreada

como la primera, pero nuevamente elflujo de entrevistas se redujo alrededordel mediodía, por lo cual los dosescribas salieron de la oficina yvolvieron a invitar a Juan a comer conellos en su taberna favorita.

Juan dudó por un momento. Sergio ledisgustaba y Diomedes no le agradaba;le parecía que ambos eran otro elementode confusión en un mundo que, ya sinellos, le dejaba bastante perplejo. «Porotra parte, son colegas míos y deberíaestar a bien con ellos. Y saben de lacorte mucho más que yo. Tal vez puedanaclararme algunas cosas», se dijo. Asíque volvió a aceptar la invitación conuna sonrisa.

—¡De modo que cenaste anoche conla señora y el señor! —insistió Sergiocuando estuvieron sentados a la mismamesa en la taberna—. ¿Puedes hablarcon simples mortales? ¿Cómo fue?

Juan apenas sonrió.—Desorientador —musitó después

de un momento—. Y muy fastuoso.—¿Quién más estaba allí? —

preguntó Diomedes.—El Ilustrísimo, por supuesto. Y la

hermana de la Augusta, Komito, quecreo que tenía curiosidad porconocerme: ¡el nieto de su respetabletío! Y el conde Belisario y su esposa.

—¿Belisario estaba allí? —preguntóSergio encantado—. ¿De veras? Ya no

está en desgracia, entonces. Vaya, eso síque es una novedad.

—¿Acaso había caído en desgracia?—preguntó Juan. Notó que la noticia nole sorprendía. Era claro que algo asítenía que haber ocurrido. Pero no habíatenido tiempo de pensar, de ordenar loque había oído.

—¿Acaso no se enteran de nada alláen Beirut? —preguntó Diomedes—.Cuando el señor estuvo enfermo, sesospechaba que Belisario intentabasucederle. Tu protectora lo descubrió.Lo relevaron del mando y le confiscaronla mitad de las propiedades. Iba por laciudad como cualquier ciudadano,volviendo la cabeza continuamente, por

si... bueno, tú me comprendes. Así queha recuperado el favor ahora. Eso serágracias a su esposa que es amiga de tuprotectora.

—Hizo un favor a tu protectora —agregó Sergio—. Le libró delCapadocio.

Juan lo miró sorprendido, intentandono mostrar la mezcla de desprecio yfascinación que sentía.

—¿El Capadocio? ¿Te refieres alprefecto pretorio?

—Exacto —dijo Sergio alegremente—. Tu tocayo, Juan el Capadocio, elmás brillante y el peor hombre denuestra época. —«He aquí una historiaque puedo contar a nuestro pequeño

empleado de Beirut. Demuestra cuanpoderosa es su prima, y eso le gustará. Yquizá deje escapar algunasindiscreciones acerca de lo que dijeronSus Sagradas Majestades anoche, sitiene la capacidad de darse cuenta de loque conviene.»—. Tu sagrada prima lodetestaba, según dicen, pero el señordaba cualquier cosa por él porquesiempre era capaz de encontrar todo eldinero que hiciera falta. Pero tu prima loatrapó al final. ¿No habías oído nada deeso?

—En B... Beirut se comentaba quefue depuesto de su cargo hace dos años,por traición —dijo Juan con cautela.

Juan el Capadocio, antiguo prefecto

pretorio o magistrado, que había sidoodiado por todo el Oriente. Eramuchísimo más cruel que suspredecesores, imponía ahorros ferocesen los cargos imperiales y dentro de laburocracia y exprimía a los ciudadanoscon todos los impuestos habidos y porhaber.

—¡Con las manos en la masa! —dijoSergio con placer—. Tu protectorasospechaba que no era todo lo honestoque debía, pero no podíadesenmascararlo porque era tancondenadamente astuto que nadie podíaculparlo de nada. Entonces la Augustaacudió a su amiga Antonina, la esposade nuestro triunfador y glorioso general

Belisario. Y Antonina fue a visitar a lahija del Capadocio. Era una jovendiscreta y modesta, a quien su padreamaba tiernamente —lo decía en tonoafectado y sarcástico—. Pero Antoninacon lisonjas y adulaciones se convirtióen su querida amiga y consejera. Un díaAntonina le dice: «Oh, querida niña,¡cuan desagradecido es el emperadorcon mi esposo! ¡Cuan cruelmente nosutiliza! ¡Cómo desearía que pudiéramoshacer algo al respecto!». Y la niña lepregunta preocupada: «Bueno, ¿y porqué no haces algo tú?». «¿Qué podemoshacer? Tenemos el apoyo del ejército, esverdad, pero, ¡ay!, no tenemos dinero, nicontactos en las sagradas oficinas. Sin

embargo, si tu padre quisiera ayudarnos,podríamos hacer algo.» Conque, porsupuesto, la niña fue corriendo y lecontó todo esto a su padre. Y su padrepicó el anzuelo. De que era ambicioso,no cabe la menor duda.

»Antonina y el Capadocio loprepararon todo, lo prepararon a travésde la joven. Antonina y el Capadociodebían encontrarse en Rufinia paradecidir quién iba a ser emperadorcuando se deshicieran del señor. Elpropio Belisario no supo nada de lo quese urdía hasta que terminó. Cuando todoestuvo preparado, Antonina tomó a laseñora y al Ilustrísimo y a uno o dosmás. La señora arregló que cuando se

encontraran Antonina y el Capadocio, elIlustrísimo estuviera escuchando detrásde una pared junto con Marcelo, elcapitán de la guardia personal y unatropa de soldados. El Capadociodesveló sin rodeos el plan que habíatramado para hacerse con la púrpura ylo arrestaron.

—Pero el señor aún le tenía aprecio—agregó Diomedes con disgusto—.Dijo que Juan le había servido bien,pese a su traición, y que seríadesagradecido si le castigara con laseveridad que todos sabían que merecía.Entonces, lo único que ocurrió fue quelo hicieron sacerdote, muy en contra desu voluntad, y lo despacharon a Cízico.

Ni siquiera le confiscaron los bienes.Vivía como un tetrarca con su fortuna,hasta el último verano. Entonces, cuandoel señor estuvo enfermo, tu prima laemperatriz lo pilló.

—El obispo de Cízico, con el que elCapadocio había discutido, fueasesinado —continuó Sergio—.Enviaron investigadores deConstantinopla, que arrestaron alforzado sacerdote y lo interrogaron. Él,que había sido prefecto pretorio, cónsul,que había competido por la silla curul ya quien se le habían dedicado juegos yque aún vestía el manto blanco con labanda púrpura, fue azotado hasta quepidió clemencia a gritos. Pero no

confesó haber participado en elasesinato, por lo que decidieronencarcelarlo. Lo embarcaron como unvulgar ladrón rumbo a Egipto. No ledejaron llevarse el oro robado, de ahíque tuviera que mendigar comida encada escala, como un criminalcualquiera. «¡Un mendrugo de pan paraJuan, el prefecto pretorio, por la caridadde Cristo!» Ahora está en una prisión enAntinoe, aunque supongo que el señor loliberará dentro de poco. —Tomó unlargo trago de vino—. Algunos decíanque el Ilustrísimo iba a suceder alCapadocio, pero se decidió que no eralo bastante cruel.

Juan no abrió los labios. No dudaba

de que Juan el Capadocio merecía elcastigo, pero la historia entera leasqueaba. Volvió a recordar el modo enque Belisario miraba a Teodora. Pensóen la descripción de Diomedes, de cómoel conde iba como un ciudadanocualquiera «volviendo continuamente lacabeza por si...» Por si la emperatrizdecidía mandarlo matar, comprendióJuan.

«Pero, ¿será verdad? Yo creía quemi madre era una prostituta cualquiera, yhe descubierto que es una emperatriz.¿Por qué voy a creer que es una tiranacorrupta? Estos dos hombres son falsosy maliciosos y están mucho más lejos dela corte que yo. Han oído cosas, pero no

saben nada. Yo sí estoy en posición desaber. ¡Ojalá pudiera comprender lo queveo! Debo aprender, debo entender loque ocurre a mi alrededor. De otro modono seré sino... un mueble, un mueble quelos demás colocan donde quieren. Sinningún poder, ni voluntad, ni... mi propioyo», razonó para sus adentros.

Juan volvió a mirar a los dosescribas, que tenían la boca llena.Sergio le dirigió una sonrisa abierta, conel pan entre los dientes. «Quiere que ledé información. Bien, ¿por qué no? Yoquiero lo mismo de él; es un trato justo.Pero...», pensó Juan.

Y en su mente trazó un círculoalrededor de sí, como lo hacía de niño

cuando jugaba, en el suelo polvorientode Bostra. «Aquí estoy yo, Juan elBastardo, y nadie puede tocarme.» Erasu autodefensa, y lo sabía, era un intentode transformar su aislamiento odioso enpoder mágico. Pero le había dadoresultado, al menos en parte. No teníaningún poder sobre lo que era o lo quehacía, pero dentro de su círculoencantado podía controlar lo quepensaba, evaluar con tranquilidad lasexigencias de un mundo hostil y, enúltima instancia, negociar si aceptaba ono tales exigencias.

Devolvió la sonrisa a suscompañeros y decidió empezar acomprender.

Pasaron meses antes de queempezara a tener un mínimo deconfianza en su nueva vida. Los sucesosa los que se enfrentaba eran incontables,como las estrellas del cielo o losarchivos de las oficinas sagradas. Teníaque aprenderse los nombres y rostros delos ministros del emperador y de losservidores de la emperatriz; la formacorrecta de dirigirse a un notario de lacorte, a un silenciario, a un escriba de laprefectura pretoria; las calles de laciudad de Constantinopla y dónde teníansus casas los ministros; las iglesias y losproblemas de quien era ortodoxo y dequien no; los entresijos de la política

imperial y las circunstanciasparticulares de los gobernadores deÁfrica, Italia, Egipto; nombres ypríncipes de las variadas tribus bárbarasa lo largo del Danubio y cuál de ellasrecibía dinero para ser hostil a cuál otra;a quién dejar entrar a la oficina interiorsin cita previa y a quién hacer esperar;qué clase de vino comprar para lascenas de Sergio y dónde conseguirlo;qué clase de conversación agradaríamás a la Serena Augusta Teodora. Cadapequeña victoria de su entendimiento seveía superada al instante por una seriede elementos desconocidos; lo queaprendía era casi insignificante en elmar de lo que ignoraba.

El período de prueba de una semanapasó sin comentario alguno y Juan no seacordó hasta después de que finalizarade que ya había pasado, y para entoncesya no había razones para alegrarse. Semudó de la habitación de huéspedes enel palacio de Teodora a un grupo dehabitaciones en la «Segunda Región» dela ciudad. Descubrió, para su sorpresa,que no tenía que pagar alquiler alguno.Era costumbre pedir a los ciudadanos deConstantinopla que alojaran a la gentede palacio, por lo que muchos de ellos,como el comerciante que tenía la casadonde Juan vivía, mantenían unashabitaciones especialmente preparadaspara el caso.

—Lo siento. Preferiría tenerte enpalacio —le dijo la emperatriz cuandole comunicó esta decisión—. Pero locomún es que los jóvenes funcionariosvivan en la ciudad; hacer una excepcióncontigo despertaría sospechas. —Al verque no entendía, Teodora se rió—. Lagente diría que tenemos un romance. Noimporta, aún puedo invitarte a palacio.

Le concedió tres esclavos para quese cuidaran de las habitaciones: unapareja de mediana edad y su hijo decatorce años, y se disculpó por no darlemás.

—Pero donde estás, no tendrías sitiopara ellos, y darte una casa más grandetambién sería sospechoso por ahora.

Nunca había tenido tanto espaciopara él solo y no sabía cómo respondera semejante lujo. No estaba muy segurode lo que pensaban los esclavos acercade la mudanza: tanto el hombre como lamujer lo trataban con sumo respeto. Porfin se convenció de que la mujer estabarealmente complacida por tener laindependencia de una casa, fuera depalacio, sin ser supervisada por nadie,pero el hombre se sentía ofendido, puesle parecía que había perdido categoríacon el cambio al pasar de esclavo de laemperatriz a esclavo de Juan. Sobre elhijo, Jacobo, no había ninguna duda:disfrutaba de la libertad de la casa y delas calles de la gran ciudad y admiraba

enormemente a su señor, lo queincomodaba sobremanera a Juan.

También descubrió que por sutrabajo ganaba una libra de oro, osetenta y dos solidi al año. Sergio,Diomedes y Anastasio ganabancincuenta solidi. Era más dinero de loque él jamás había soñado ganar y noparecía tener mucho en qué gastarlo. Laemperatriz era muy generosa. Ademásde vestidos y esclavos, le regalabamuebles para su casa, vino para susbodegas y vajilla para su mesa y, cadavez que se veían, también le daba unpuñado de dinero, pidiéndole que se«comprara algo». La emperatrizdisfrutaba haciendo y recibiendo

regalos. Incluso los más triviales, comoflores, un par de palomas blancas, unfrasco de perfume, hacían brillar susojos y le arrancaban exclamaciones deplacer.

Lo invitaba a desayunar por lomenos una vez a la semana yocasionalmente a otros acontecimientos.Un día festivo salieron a navegaralrededor de la ciudad para «disfrutardel aire del mar». La nave imperial teníapaneles de cedro, barandas de maderade cidro y los remos dorados. En lapopa una banda de músicos tocaba laflauta, la cítara y los címbalos. Teodoraestaba de pie en la proa, bajo un toldode seda púrpura, arrojando migas a las

gaviotas al tiempo que las veía girarsobre sus alas brillantes. Las velasestaban teñidas de púrpura. En medio dela travesía, Juan soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? —le preguntóTeodora, tirándole un trozo de pan a élen lugar de a las gaviotas.

—¡Velas púrpura! —replicó,moviendo la cabeza. Le parecía absurdohacer teñir algo tan común y de todoslos días como las velas con la valiosapúrpura imperial.

Ella comprendió en seguida y lesonrió.

—Míralos. ¿De qué otro modo lagente va a saber quién soy? —Hizo unademán hacia la ciudad, resplandeciente

en el monte sobre los destellos del agua—. Así pueden mirar y decir: «¡Ahí vala emperatriz Teodora en su navío!». Daun poco de excitación a su vida. Y a míme gusta el color púrpura.

En otra ocasión la acompañó en elcarruaje dorado a un monasterio de lasafueras de la ciudad, dondehumildemente hizo ofrendas al santopatrono. Su entorno no era ciertamentehumilde: dos escuadrones de guardiasde palacio y la mayoría de sussirvientes, los eunucos sobre mulas ocaballos blancos, las damas de honor ylas niñas que estaban a su servicio encoches esmaltados. El pueblo deConstantinopla la aclamaba a su paso:

«¡Tres veces Augusta!», «¡Damasoberana!», «¡Por siempre reina!». Ellase sentaba erguida con su manto depúrpura y su diadema y los ojos lebrillaban de placer.

—Me encanta cuando me aclaman—confesó—. Podría estar escuchandoeste rumor eternamente.

Un día lo llevó a una celda bajo elsalón del trono del palacio Magnaura.Sobre un estrado, en el centro, había undiván de oro y marfil. Teodora se sentó,apoyando sus piernas en el brazoopuesto, de modo que sus sandalias seagitaran en el aire.

—Ven aquí, junto a mí —le susurró aJuan con la sonrisa en los labios y,

cuando se le acercó, hizo un gesto a suasistente Eusebio. El eunuco sonrió ytiró de una palanca que estaba en unextremo del salón. Se oyó cómo alguienmandaba guardar silencio, después unestallido de música y finalmente el tronoempezó a elevarse en el aire. Juan dioun respingo; la emperatriz le cogió delbrazo y le llevó al estrado conteniendola risa, disfrutando de la situación. Eltecho se abrió y el diván entró en elsalón del trono situado en lo alto. Lospájaros enjoyados de las lámparasdoradas cantaban con el sonido claro yartificial de un órgano hidráulico, losleones dorados que rodeaban el estradoagitaban sus colas en los goznes

mientras rugían, pero el salón estabavacío.

Al cabo de un rato se hizo elsilencio; el trono, entonces, se sacudiónuevamente y volvió a atravesar el techohasta su posición anterior en el estrado.

—¿No es maravilloso? —preguntóTeodora, fascinada—. Lo hizo construirel segundo Teodosio. Se conoce como el«trono de Salomón». Por supuesto, paratener el efecto completo has de esperaren el salón del trono; se prenden todaslas luces y queman incienso, luego selevantan las cortinas y Pedro y yosurgimos de las profundidades comoAfrodita del mar ante el asombro detodos. ¡Tendrías que ver el efecto que

produce en los embajadores bárbaros!Me fascina.

En uno de sus momentos dereflexión, Juan llegó a la conclusión deque a ella le encantaba ser emperatriz.El protocolo, las insignias, todo eso lacomplacía y era muy reacia a omitir unsolo detalle del ceremonial que larodeaba. Era el placer de la actrizcómica, en su papel más jugoso. Y másque eso, era el placer de la niña pobreque se había vuelto inmensamente rica,la alegría de la prostituta insultada yhumillada, poderosa y honorable. Sedeleitaba en el contraste tanto como enel hecho en sí y siempre fue muyconsciente del contraste. Le encantaba

que la adularan, pero nunca se engañaba.Teodora, sin embargo, le contaba

muy pocas cosas de sí misma. Unarevelación inusual ocurrió cuando ledijo a Juan, como por casualidad, queera tío.

—Bien, una vez te dije que tuve unahija que murió al dar a luz —le dijo conimpaciencia ante sus ojos asombrados—. Su hijo no murió y ahora tienecatorce años. Algún día lo conocerás,pero pienso que es mejor que no ledigamos quién eres hasta que sea mayor.Se llama Anastasio y se casará con lahija del conde Belisario. —Ella sesonrió ante lo que juzgaba una estupendaidea—. Eso le convertirá a él en rico y

poderoso.—¿Cuál era el nombre de mi

hermana? —preguntó Juan tras unsilencio.

La sonrisa se desvaneció y su rostrosúbitamente se volvió adusto yenvejecido.

—Erato —dijo sin más. El nombresignifica «encantadora» y Juan intentóimaginarse a la niña, muerta hacíacatorce años. Hubo un momento desilencio. Teodora agregó, por fin, convoz dolorosamente amable—: Eracuatro años mayor que tú. Su padre eraun auriga llamado Constantino. A lasazón era campeón de carreras decarros; ganó el cinturón dorado durante

cinco años. Yo estaba perdidamenteenamorada de él, aunque siempre supeque no valía nada. Le gustaba la idea deque yo tuviera un hijo, y así lo hice. Nosabandonó un mes antes de que ellanaciera; seguramente, ya no le resultabatan divertido dormir conmigo. ¡Madrede Dios, pensé que ambas moriríamos,la niña y yo! Las jóvenes solteras nodeberían tener hijos. Destruyen su vidapor intentar cuidarlos. Yo juré que nuncatendría otro hijo. Cuando supe que teesperaba a ti, fui al mercado de Beirut ybusqué uno de mis remedios habituales.Pero no me atreví a tomarlo.

—Mi padre nunca dijo nada acercade una hija tuya.

—Ni siquiera lo sabía. Yo la habíadejado en Constantinopla con Komito.Por un tiempo estuve con un tipollamado Hekébolo de Tiro, un senadorrico que fue nombrado para gobernar laPentápolis libia y quiso llevarme con él.Me prometió un arreglo conveniente yme dio veinticinco solidi. Le di eldinero a Komito para que cuidara de mihija y partimos. Pensé que sería por unaño o algo así, hasta que terminara elperíodo de Hekébolo. Pero cuandollegamos a Cirene, conoció a unamuchacha que le gustó más. Nos ofrecióinstalarnos en la misma casa y alnegarme yo, me expulsó sin un centavo.Vendí casi toda mi ropa y llegué a duras

penas a Alejandría. Después... despuésde eso, conocí al obispo, quien seapiadó de mí y me dio algo de dineropara pagar mi pasaje de vuelta. «Dinerohonrado», me dijo. Y yo quise tener unaconducta honrada pero el barco seretrasó en Beirut, donde conocí a unjoven estudiante de derecho, tímido yapuesto, y deseché la idea de volver acasa y ganarme la vida honestamente, almenos por un tiempo. —Acarició elpelo a Juan, con mucha delicadeza. Élcontuvo el aliento—. Dije a tu padre quetenía una hija en Constantinopla, perome parece que no se lo creyó. Estabademasiado lejos. ¡Pobrecita Erato!¡Tenía sólo trece años cuando la obligué

a casarse!

En otra ocasión, era un día de fiesta,Juan se sentó cerca del palco imperialdel hipódromo a ver las carreras. Lapareja imperial apoyaba al equipo Azuly todos sus sirvientes gritaban tambiénpor él. Teodora se asomó fuera delpalco y dio un grito de alegría cuandoganaron los Azules. El emperadoraplaudía y asentía.

—Mi padrastro trabajaba para losAzules —le explicó al día siguiente enel desayuno—. Mi padre trabajaba paralos Verdes; murió cuando yo tenía cincoaños. Mi madre en seguida se casó conel asistente de mi padre, para que

tuviéramos alguien que nos mantuviera.Ella creía que él obtendría el empleo demi padre, pero los que controlaban lafacción se lo dieron a otro hombre, enrecompensa a un regalo. Mi madredecidió apelar a los simpatizantes de lafacción, por encima de los dirigentes, ynos llevó al hipódromo para suplicar ala multitud entre carrera y carrera. Actoscomo los de enseñar a los pobres niñoshuérfanos, sin dinero, suelen tener éxito.Nos dijo qué hacer y lo importante queera, y allí salimos, Komito, Anastasia(que ha muerto) y yo, con guirnaldas ylevantando los brazos en señal desúplica. Los Verdes se rieron denosotras. Lo recuerdo perfectamente; yo

pensaba que había sido por mi culpa ylloré como loca. Afortunadamente losAzules se apiadaron de nosotras y, comosu cuidador de osos había muerto hacíapoco, nos aceptaron. Desde entonces loshe apoyado. ¿Existe ese tipo de carrerasen Bostra?

Juan notó que ella había abandonadoel tema rápidamente. Su recuerdo lesería odioso.

—No como ésas —respondió—. Nopueden permitirse tantos carros. Y lasfacciones... tampoco son así. —Nopodía encontrar las palabras para definircon más precisión lo que quería decir«como ésas», pero sospechaba que eramejor no intentarlo. En Bostra la gente

aclamaba a los Azules o a los Verdes(en su mayoría a los Verdes), pero lasfacciones eran rudimentarias. EnConstantinopla los Azules se sentabanen las gradas a la derecha del palcoimperial y los Verdes a la izquierda. Lossimpatizantes de una y otra facción sevestían con túnicas con mangasajustadas y hombros sueltos, queondulaban cuando levantaban los brazospara incitar a los caballos de su equipo.Se afeitaban por encima de la nuca y sedejaban crecer la barba; parecíanfantásticos miembros de una tribubárbara perdidos en medio de la ciudad.Gritaban si su equipo perdía, aullabande alegría si ganaba, atacaban a los

miembros de la otra facción con los quese encontraban después en la calle yaclamaban al emperador con heraldosentrenados, entonando elaboradoscánticos. Sus obligaciones oficialesincluían el mantenimiento de los parquesy fuentes de la ciudad, pero susfunciones en el hipódromo habíansuperado con creces sus otros deberes.Juan ya sabía que eran peligrosos y quehabía que evitar a cualquier preciocruzarse con ellos por la noche, enparticular con los Azules, que seamparaban en el favor oficial paraescapar al castigo—. Sólo habíacarreras de carros en los grandesfestivales —dijo Juan a la emperatriz—.

Las demás carreras eran de caballos. Noestaban organizadas por las faccionessino por ciudadanos particulares quepensaban que sus caballos eran másveloces que los del vecino. Yo corrí unavez en una.

Teodora sonrió complacida.—¿Y ganaste?—Quedé segundo. Entre nueve, así

que no estuvo mal. Y el caballo aún noestaba en sus mejores condiciones;seguro que habría ganado si hubieratenido un año más. —Se interrumpiópara pensar, apenado, en su caballo.Luego prosiguió—: Tienen una razadiferente de caballos aquí, ¿verdad?Más grandes y más pesados que los

caballos árabes, pero no son tanveloces.

—¿No tan veloces? ¡Oh, loscaballos de aquí son los mejores delmundo! ¿No viste el equipo de ayer, elde Kaligono? ¡Iba como el viento!

—Supongo que los caballos árabesno servirían para tirar de los carros —admitió Juan—. No para la caballeríaverdaderamente pesada, pues sonanimales ligeros. Pero son más rápidosque las razas tracia y asiáticas que seprefieren aquí y más resistentes también.

Teodora lo miró, divertida, y siguiómenospreciando a los caballos que nopodían tirar de los carros. Sin embargo,una semana después, Juan recibió una

invitación para verla esa misma nochedespués del trabajo. Cuando llegó,Teodora estaba en su salón deaudiencias, ceñida la diadema y rodeadade sus servidores de confianza.

—Tengo una sorpresa para ti —leespetó ella, sonriendo con placer. Saltóde su diván y, arrastrando tras de sí a suséquito, vestido de seda y enjoyado, lollevó por palacio a través de loscuarteles hasta uno de los establosreales. Las sirvientas levantaban suslargas faldas y fruncían la nariz confastidio ante los montones de estiércol.Enfrente mismo de los establos, llevadapor un palafrenero, piafaba una yegua dela más pura raza árabe. Era torda, uno

de los más raros y más hermososcolores de los caballos árabes, un grisplata que era casi blanco, pero conbelfo, patas y cola negros. Tenía losollares hinchados por la excitación ymiraba a la multitud con profundadesconfianza. La habían ensillado yenjaezado con un arnés que hubierahecho pensar en un príncipe sarraceno.Juan miraba atentamente a la emperatriz,intuyendo pero sin atreverse aún acreerlo.

—Es tuya, si la quieres —dijoTeodora.

Juan miró y tocó al animal, lo hizoandar alrededor de los cuarteles y loarregló todo para que lo cuidaran en un

establo; después, en fin, se separó de layegua con pesar, para volver con laemperatriz a palacio. Teodora le dijo:

—Ahora veo que no te ha gustadoninguna de las otras cosas que te hedado.

Juan se ruborizó.—Eso no es cierto. Te estoy muy

agradecido por todas las cosas que mehas regalado.

La emperatriz lo miró con unasonrisa triste y desilusionada.

—No del mismo modo que lo estáspor ese caballo.

Juan guardó silencio un instante yfinalmente confesó:

—No estoy tan seguro de lo que

debo hacer con la riqueza, el rango o elpoder, pero sí sé lo que puedo hacer conun caballo. Tengo que aprender aapreciar tus otros regalos.

La sonrisa se le iluminó.—Ah, me había olvidado de tu

educación persa. Espero oír que tunueva yegua es en realidad más velozque las yeguas tracias. ¿Cómo lallamarás?

—Con el permiso de Tu Majestad, lallamaré «Reina». Maleka, en árabe.Haré honor al regalo dándole un nombretan inmensamente honrado por ti.

Se detuvo y lo miró atentamente; élle sonrió. Teodora se reía.

—Oh, ¡cómo aprendes! Aprendes de

prisa... —replicó ella.Después de todo esto fue cuando

comenzó a sentir que había aprendidorealmente algo acerca de cómo vivir enConstantinopla. Era a principios defebrero y el trabajo ya no le era unapesada carga. Confiaba en sí mismopara realizar el trabajo de rutina y sabíaa dónde acudir en busca de ayuda encaso de emergencia. Había dejado queSergio le enseñara, pero los chismes delescriba eran cada vez menos efectivos,tanto para informarle como parasorprenderlo. Juan se dio cuenta de quemuchas veces intuía la verdad acerca dealgún caso del que Sergio había oídosólo un rumor ya distorsionado. Desde

que disponía de un caballo empezó, porfin, a disfrutar.

La noche después de haber recibidola yegua Juan fue al hipódromo paraprobarla en la tierra suave y compactade las pistas donde habían corrido loscarros la semana anterior. La pistaoblonga estaba a reventar, aunque erauna tarde invernal muy fría y ya estabaoscureciendo. Disponía de pocoslugares donde galopar con un caballo enla populosa ciudad y mucha era la genteque deseaba hacerlo. Bien es verdad queel hipódromo, ancho como para que seiscarros corrieran uno al lado de otro,podía incluir a todos. Jóvenescaballeros de la ciudad que practicaban

equitación trotaban entre los guardiasimperiales que entrenaban a susmonturas. Los veloces cascos de loscaballos, las túnicas que ondeaban alviento y las espadas y lanzas de muchosde los jinetes le daban al campo unaspecto brillante, aguerrido y guerrero.El viento frío soplaba entre las gradasvacías y los pocos espectadores queesperaban por sus señores seagazapaban bajo sus mantos. Era muydiferente a la oficina del chambelán,pensaba Juan con placer.

La yegua no se inquietaba ante lamultitud, sino que, antes bien, seimpacientaba por correr. Cuando divisóla pista, proyectó las orejas hacia

adelante, relinchó y dio unos pasoslaterales, tensando las riendas. Juan sesonrió y la llevó al trote a la pista.Percibió que los jinetes que andabanmás lentamente eran los que caminabano trotaban cerca del interior del circuito.Los que deseaban galopar utilizaban lapista exterior. Recorrió el circuito de lapista, la llevó suavemente hacia la parteexterior y aflojó las riendas.

Después de recorrer varias veces eltrayecto alrededor de los puntos deretorno, oyó que gritaban su nombredesde la pista interior. Al cabo de unrato Diomedes galopaba a su lado en uncaballo bayo alto de raza asiática.

—¡Juan! —gritó nuevamente el

escriba—. No sabía que tuvieras uncaballo.

Juan, en cambio, sí sabía queDiomedes tenía uno, pues el escribahabía pasado bastante tiempodescribiendo sus cualidades. Diomedesse interesaba mucho más por loscaballos, las carreras y los espectáculosde osos que por la interminablechismografía política de Sergio. Porprimera vez inspiró a Juan un verdaderosentimiento de camaradería. «Despuésde todo, nunca me disgustó tanto comoSergio.» Llevó a Maleka hacia la pistainterior y la hizo andar al pasobraceando. Diomedes fue caminando asu lado.

—Es una yegua. Acabo deconseguirla —confesó Juan a Diomedes—. Es hermosa, ¿verdad?

Diomedes miró extrañado a la yeguay pensó: «Pequeña. Igual que nuestroempleado de Beirut. Un hermoso animal,con todo».

—¿Qué tipo de yegua es? —preguntó.

—Es árabe —replicó Juanalegremente—. Y de raza, una tanujpura, una verdadera joya. —Palmeó elcuello lustroso de Maleka y la yeguaestiró hacia atrás las orejas.

—Pensé que era sarracena. —Diomedes estudiaba la yeguanuevamente—. ¿Dónde la has

conseguido?—Es un regalo de la emperatriz —

apuntó Juan—. Su Serenidad me invitóamablemente a las carreras la semanapasada y en la conversación quemantuvimos después le dije que pensabaque los caballos árabes eran másveloces que las razas que se usan porestas tierras. Entonces Su SagradaGenerosidad me regaló éste.

—¿Qué quieres decir con que loscaballos árabes son más veloces? —preguntó Diomedes con indignación.

—Que los caballos árabes correncon mayor rapidez que los de cualquierotra raza. De verdad.

—¿Tú crees que esa «belleza

exquisita» podría superar a miConquistador?

—Te desafío —ofreció Juan—. Elcircuito normal para las carrozas: sietevueltas alrededor de la pista.

—De acuerdo —concedióDiomedes.

Volvieron a la línea de salida, queestaba en el centro del lado este de lapista, directamente debajo del palcoimperial, e interrumpieron la corrienteconstante de jinetes que galopaban parapreparar la carrera. Ya estaba cayendola noche y muchos de los jinetes volvíana sus casas. Unos pocos, atraídos porcualquier carrera y ansiosos por verganar un caballo asiático, se quedaron a

presenciar la carrera. Alo largo de laparte central de la pista habían colocadoantorchas y la brillante luna de inviernose elevaba sobre el horizonte. El oscurobayo y la pálida yegua torda pisaron lalínea al lado de la salida. Uno de losespectadores se ofreció a dar la señal.

Juan sonrió y sujetó las riendascerca de sí a la espera de la salida.Maleka piafó y sacudió la cabeza,moviéndose con nerviosismo. «¡Y sellama Conquistador!», pensó Juan.

—¡Ya le enseñaremos a ése,preciosa! —susurró a la yegua en árabe.

El espectador bajó su manto y gritó«¡Ya!». Los caballos salieron a la pistaabierta bajo la pálida luz de la luna.

El conde Belisario llegó alhipódromo cuando corrían la cuartavuelta. Había venido con cincuentaservidores a ejercitar a su propiocaballo. Se detuvo sobre su monturacerca de la línea de salida y vio cómolos dos corceles pasaban como un rayo,galopando cabeza con cabeza. Elcaballo del conde, cuatralbo y con lacabeza blanca, de raza tracia, piafabaimpaciente.

—¿A qué se debe esta carrera? —preguntó finalmente el conde.

Uno de sus soldados había estadoaveriguándolo.

—Dos jóvenes ciudadanos —leinformó—. Uno de ellos alardea de que

los caballos árabes son más veloces quelos asiáticos. Es el que va sobre elcaballo tordo.

—Gracias —dijo el conde consequedad—. Sé distinguir un caballoárabe de uno asiático.

Los dos corceles volvieron a pasar agalope tendido. El tordo ahora llevabala delantera por un palmo.

—¿El jinete es ciudadano árabe? —preguntó Belisario confundido—. Montacomo un sarraceno, con los estriboscortos.

Nadie respondió. Al final de la pistase podía ver el brillante contorno de layegua árabe que se alejaba del caballobayo, más oscuro. Estaba medio cuerpo

adelantado en el punto de retorno, uncuerpo por delante al volver por lapista, dos cuerpos al cruzar la línea y ala séptima vuelta todo había terminado.Juan frenó la yegua a un paso tranquilo,palmeándole el cuello y susurrándole enárabe:

—¡Mi belleza, mi tesoro! —Sesentía transportado de felicidad.

—¡Lo conozco! —dijo Belisario—.Es el primo de la emperatriz, elsecretario de Narsés. Lo conocí en unacena en palacio hace unos meses.

—¿Es árabe? —preguntó uno de suspartidarios—. Realmente monta como silo fuera.

—Es de algún lugar de por allí —

respondió Belisario, sin mucho interés.Llevó a su propia montura a la pista yvolvió a detenerse—. Ahora recuerdo,es de Beirut. El emperador comentó quedesconocía que la emperatriz tuvieraparientes en Beirut. —Se quedó mirandoatentamente el brillante caballo tordo,que ahora caminaba a paso rápido por lapista interior, con el bayo a su lado. Noera consciente de lo que sospechaba, deldeseo de descubrir algo quedesacreditara a la terrible y omniscienteemperatriz, pero se detuvo por uninstante, frunciendo el ceño ante ellos—.Supongo que fue Su Sagrada Majestad laque le regaló el caballo. He oído decirque ella ha hecho mucho por él: le ha

dado un trabajo, una casa de lasmejores, y hasta creo haberlo vistotambién en el palco real con ella en lascarreras.

—Protege a su propia familia —comentó su servidor.

Belisario le fulminó con la mirada.—Así es. —«Protege al hijo de su

bastarda en el lecho de mi hija —se dijocon amargura—. Mi hija, casándose conel nieto de una prostituta y de Dios sabequién... ¡y con un muchacho dos añosmenor que ella, además! Pero ¿quépuedo hacer yo al respecto?

»Y ahora protege a este primodesconocido de Beirut. ¿Por qué montacomo un sarraceno? ¿Y por qué nadie

jamás ha oído hablar de ese respetableprimo suyo, ese Diodoro? ¿Podría laemperatriz decir que ese hombre es suprimo y derrochar favores en él aunqueno sea nada de eso?»

Echó un vistazo hacia susseguidores. «Veré si puedo averiguaralgo sobre este joven, de todos modos»,pensó, e hizo señas a sus hombres.

—Illahi —llamó—, si ese jineterealiza nuevamente el trayecto por lapista, corre detrás de él y llámalo enárabe. Intenta averiguar si conoce lalengua y dile que yo recuerdo haberlovisto y que me gustaría conversar con él.Invítale a dar unas vueltas con nosotros.

En el extremo norte de la pista, los

dos caballos habían alcanzado la meta.El bayo empezó a marchar a galopecorto, mientras su jinete sacudía el brazoa guisa de despedida. La yegua árabeseguía al paso. «Daré una últimavuelta», pensó Juan con satisfacción. Enla salida incitó a la yegua una vez más altrote, a lo que Maleka estaba más quedeseosa.

Mientras daba la vuelta a la metasur, alguien detrás de él lo llamó enárabe:

—¡Ey! ¡Tú, el del caballo tordo! —un jinete sobre un caballo castrado colorcastaño aminoró la marcha detrás de él.El caballo era también árabe y el jinetele sonrió bajo su turbante—. ¡La paz sea

contigo! —dijo el jinete en el árabe delos sarracenos gasánidas—. Tienes unayegua hermosa, una verdadera hija delviento. He visto cómo vencías al griego.¡Bien hecho!

Juan se echó a reír.—¡La paz sea contigo! Estos griegos

pensaban que los caballos árabes eransólo hermosos. Creo que han aprendido—respondió. Era maravilloso cabalgaren un caballo espléndido y hablar supropia lengua—. El tuyo es un hermosocaballo también. ¿Eres de la tribu deGhassan?

El hombre sonrió, manteniendo firmesu caballo al lado del de Juan.

—De la tribu de Ghassan, del clan

de Rabbel. Me llamo Illahi. ¿Y tú?—Me llamo Juan de... de Beirut. —

En este preciso momento recordó nodejar lugar a dudas. No podía ser unciudadano de Bostra y de Beirut a lavez, ni siquiera para un árabe que seencontraba por casualidad en elhipódromo.

—¿Beirut? ¡Eh!, yo estaba seguro deque eras árabe. ¿Cómo es que hablas tanbien el árabe, si eres del Líbano?¡Tienes acento nabateo!

Juan sonrió.—Mi niñera era árabe.—¡Ah, pues es eso! Mi señor

Belisario me ha enviado a decirte querecordaba haber conocido a un Juan de

Beirut en palacio y a invitarte a dar unasvueltas con él, si tú eres realmente aquelJuan. Allí está él, cerca de las puertas.¿Vendrás a saludarlo?

—¡Belisario! —exclamó Juan. Miróhacia el grupo que estaba al lado de laspuertas: una masa de soldados armadosmontados en sus altos caballos con laluz de la luna reflejada sobre sus cascosy frente a ellos un hombre con un mantoblanco bañado por la luz tenue. Juan,sorprendido, se sentía honrado y a la veznerviosamente incómodo—. ¡Porsupuesto! —dijo a Illahi.

El conde Belisario, jinete sobre sucorcel y rodeado de sus seguidores en elhipódromo bajo la luz de la luna, era un

hombre absolutamente diferente delconde Belisario abatido e inquieto en lacena de la emperatriz. Estaba sentadoorgullosamente sobre su caballo en susilla; la empuñadura de la espada y elarnés del caballo lanzaban destellos deluna blanca. Su dura y firme expresiónestalló en una sonrisa inquieta.

—Se trata de Juan de Beirut,¿verdad? —dijo—. No estábamosseguros, al ver a un jinete que montabatan parecido a un sarraceno.

—No hay tal sarraceno, Eminencia,y me siento muy honrado de que merecuerdes —contestó Juan inclinándoseen su montura.

Belisario respondió con un gesto de

cabeza. Volvió su brioso caballo haciala pista interior, comenzando un trote,invitando a Juan a seguirlo con un gesto.Maleka estiró las orejas hacia atrás,cansada de dar vueltas y más vueltas enel frío de la noche. «Sólo una o dos más—le prometió Juan en silencio—.¡Después de todo, se trata de Belisario!»

—Tú trabajas para Narsés, ¿no escierto? —preguntó el conde—. ¿Cómote van las cosas allí?

—Es un trabajo muy interesante,honorable señor —respondió Juan concautela—. Y estoy muy contento dedesempeñarlo. Aunque es agradablesalir a caballo de vez en cuando.

—Es una hermosa yegua, sin duda

—respondió el conde con admiración—.¿Qué es, de la línea tanuj?

—Sí, Excelencia —asintió Juan,nerviosamente complacido de que elfamoso general supiera aquello.

—¿Te la dio la emperatriz? Eso eslo que pensé; son difíciles de conseguirpara los ciudadanos corrientes. No hayaquí la demanda que debería haber. Loscaballos más grandes son másconocidos. Bien, tu prima Augustaparece hacerte favores; eres afortunado.

—Ya lo creo, honorable señor. Leestoy muy agradecido.

Belisario lo miró por un instantepara examinarlo y pensó: «Monta bien,aunque muy parecido a un sarraceno,

con las rodillas arriba y sobre lasespaldas del caballo. No muyconveniente si se intenta usar una lanza,pero magnífico para un arquero. Sinembargo, eso no tiene importancia ahorapara él. Es un joven apuesto, lo quepodría ser una imagen de la Augusta. Ono. No sojuzgar esas cosas. Y ¿qué lepuedo decir para averiguarlo? No seestá dejando ver demasiado».

—La Augusta es una mujerexcepcional —musitó, para pensar acontinuación: «Y eso es absolutamentecierto. ¡Gracias a Dios! Si hubiera máscomo ella, la raza humana quedaríaexterminada».

Juan sonrió.

—Todo el mundo es tan sensible aeso como a tus logros, Eminencia.

«¡Oh, estupendo! —Belisario sonrióatentamente—. Ya no eres el tímido yreservado joven que eras en la cena.Has aprendido que con tales adulacionesconservarás el favor de la Augusta.» Lalínea de salida se veía tenuemente en laoscuridad y se acercaban nuevamente asu turno. «¿Qué puedo decir ahora?»

—¿Añoras Beirut? —preguntó—.¿Aún tienes familia allí?

—No, gracioso señor. Murieron porla peste. No, es difícil añorar algo queya no se desea.

—Cierto. —El conde siguióandando un poco más en silencio,

maldiciéndose internamente. «Antoninaya se sabría de memoria la vida de estetipo y yo ¿qué es lo que consigo? "Sí,honorable señor", "No, graciososeñor"», pensó.

—¿Vuestra Eminencia va a volver aItalia? —preguntó Juan. Tuvo queanimarse para hacer una pregunta a unhombre que había sido su modelo degloria militar desde niño. La preguntallegó como un respiro.

—Quizás en la primavera —admitióBelisario—. Quizás no hasta el otoño.Tengo que reclutar algunos hombresmás, pues he perdido a muchos de mislanceros por la peste y en...levantamientos internos este último

verano.—Lamento oírlo —se quejó Juan

con muestras de disgusto. El conde ledevolvió una mirada sutil y Juan sedetuvo, confundido. «No le gusto —pensó—, a causa de mi madre. ¿O acasome lo estoy imaginando? Si no le gusto,¿por qué me invita a cabalgar con él?»

—¿Te gustaría tal vez ir a Italia? —preguntó Belisario, intentando forzar unanota de humor—. ¡Necesito oficiales!

Juan le dirigió una sonrisa cauta.«¿Por qué me dice esto? —se preguntó—. No se imagina ni por un momentocuánto me gustaría aceptar.»

—Un ofrecimiento así, de parte deVuestra Eminencia, es un gran honor.

Pero por supuesto tengo obligacionespara con el ilustrísimo Narsés y paracon mi graciosa patrona.

—Por supuesto. —Belisario ledirigió una sonrisa inescrutable y agregópara su capote: «Está bien, por supuestolos de tu clase nunca quieren ganar pormedio de una lucha honesta lo quepueden obtener adulando a unaemperatriz».

Habían alcanzado la meta del norte,cerca de la Puerta Grande, y Juan detuvola yegua. Belisario frenó su propiocaballo y todos sus servidores sedetuvieron inmediatamente, cincuentacaballos súbitamente detenidos comotroncos. Juan se inclinó respetuosamente

hacia el conde.—Ruego a Vuestra Eminencia que

me permita retirarme —dijo en tonoformal—. Mi yegua está cansada y lanoche está fría. Debo llevarla a suestablo.

—Por supuesto —concedióBelisario—. ¡Salud!

Cuando el joven se hubo retirado,Belisario espoleó a su montura ycabalgó tres veces alrededor delcircuito tan rápido como pudo. Volvió afrenar y llamó a Illahi con un gesto decabeza.

—¿Hablaba árabe? —le preguntó.El sarraceno se encogió de hombros.—Con fluidez. Pero como un

nabateo, no como un sarraceno: no es demi tribu. Dijo que había tenido unaniñera árabe.

Belisario maldecía en su interior.—Probablemente eso no signifique

nada —sentenció en voz alta. Y además,¿qué pasaría si hubiera algún engañoaquí, alguna intriga por parte de laemperatriz?

Antonina podría arreglárselas paraaveriguarlo, su brillante, hermosa,sensual, astuta, falsa y desleal Antonina.Su esposa, mayor que él, que lo habíahecho quedar como un tonto a los ojosde todo el mundo con un hombre másjoven, con la connivencia de laemperatriz. Se imaginó la imagen de

Teodora, sentada en su trono cubierto depúrpura y sonriendo con sus ojosentreabiertos. «¡Esa prostituta, esamujerzuela, ese monstruo sucio yantinatural! —pensó, mascullandocalladamente las palabras con un odioya hastiado del silencio y la frustración—. ¡Oh, Dios, ojalá hubiera salido bienlo de este verano! Pero no habríaocurrido, aunque mi señor hubieramuerto. Ella lo averiguó. Siempre loaverigua todo.

»Bueno, veré lo que puedo averiguarpor mi cuenta. Pagaré a algunos hombrespara que vayan a Beirut e investiguensobre este Juan; pagaré para quehusmeen por las casas de fieras y los

teatros de Constantinopla, a ver si esteprimo de la emperatriz ha existidoalguna vez. Y conseguiré que Antoniname ayude. Teodora será su gran amiga,pero ella no quiere que nuestra hija secase con el hijo de la bastarda de laemperatriz, al menos mientras el hijo deGermano, Justino, esté aún soltero. Aella le gustaría que nuestra hija secasara con un emperador.

»¿Y por qué no? —se preguntó,haciendo trotar al caballo por última vezalrededor del hipódromo—. Yo soy elque ganó las batallas de Justiniano paraél. Yo soy el que trajo dos reyescautivos, yo soy aquel a quien todo elmundo respeta. Juré lealtad al

emperador y mantendré mi juramento,pero nadie puede decir que mi hija nomerece llevar la púrpura.»

—¿Sabes, Baco? —musitóDiomedes a su compañero a la mañanasiguiente—, el amigo Beirut no es tanmalo después de todo.

Los dos jóvenes estaban solos en laoficina interior. El chambelán manteníauna entrevista con el señor de lasoficinas para fijar las audiencias de lasemana y Juan, como siempre, tomabanotas.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Sergio ásperamente, mientrasremovía su tintero.

—Me lo encontré anoche en elhipódromo. Corrí una carrera con él.Tiene un caballo nuevo, una verdaderajoya, rápido como un pájaro, y sabecómo montarlo. Me venció con miConquistador y eso no es fácil.

—¡Tú crees que la habilidad paramontar a caballo otorga distinciónmoral! —respondió Sergio—. Beirut esel hijo de un empleado de una ciudadque ha llegado más alto de lo que lecorresponde. Habría que cortarle lasalas.

—Bien, tú eres el hijo de uncambista que no vuela tan alto comoquisiera —replicó Diomedes, molesto—. Ten confianza en Beirut: aprende de

prisa.Sergio pensó: «Demasiado de prisa.

Durante meses creí que podríamanipularlo, obtener algún beneficio desus contactos. Yo conocía el trabajo,conocía a la gente y él lo ignoraba todo.Ahora él sabe más que yo y no creo quejamás me haya apreciado más de lo queyo le aprecio. Siempre se las haarreglado para evitar presentarme a suprotectora. Ocurre lo mismo concualquiera que intenta aprovecharse deél: se escurre el viejo evasivo JuanBeirut. Sólo acepta los sobornos quetodos esperan que acepte y sólo daprecisamente lo que se espera a cambio.Nadie se le puede acercar. Cuando uno

cree que le está haciendo un favor, faltaque se dé la vuelta para ver que ya selas ha arreglado para devolver el favory así ya no debe nada, ningún servicio,ninguna atadura. En un año ascenderá aalgún cargo importante y yo no obtendréni siquiera una palabra derecomendación para el Ilustrísimo paraocupar el puesto vacante. ¡Maldito sea!Ojalá pudiera bajarle los humos».

Mordió amargado la punta de supluma.

—¡Tú y tus malditos caballos! —ledijo con disgusto a Diomedes—. Es loúnico en que piensas.

IV - Los archivos dela prefectura

Pocas semanas después, en laoficina exterior, Juan se sentó atranscribir las notas y se encontrómirando perplejo las abreviaturas de sustabletas: m. off., m. scr. mem., c. s. larg.Magister officiorum, magister scriniimemoriae, comes sacrarumlargitionum, leyó.

—¡Anastasio! —llamó—, tú sabeslatín, ¿verdad?

—Es necesario saber latín en unaoficina —replicó el viejo escriba con

cierto remilgo, arrastrando un archivo yetiquetándolo.

—Ya veo por qué —dijo Juan conpesar.

Anastasio levantó la vista hacia suamigo y sonrió. Juan le devolvió lasonrisa. Sentía una considerablesimpatía por el viejo desde que seenteró de que era bastardo. El hecho deestar cerca había derivado a unafamiliaridad jocosa, más cercana a laamistad que cualquier otro contacto queJuan tuviera en aquella peligrosa ciudad.

—¿Podrías enseñarme latín? —lepreguntó.

—¿Enseñarte latín? Hay mucha genteque te podría enseñar.

—Sí, pero ¿podrías enseñarme tú? Ala hora de la comida, varias veces porsemana. Haré que tu tiempo valga lapena.

Anastasio frunció los labios.—Te aburrirás muchísimo cuando ya

no te quede nada por aprender, ¿verdad?¿Cómo harás que mi tiempo valga lapena?

—Convidándote a almorzar. Ycomprándote una túnica nueva; llevaspuesta esa vieja desde que te conozco.Supongo que no te importa.

Anastasio sacudió la cabeza,sonriente, y puso el archivo listo en elestante.

Juan miró hacia la fila de estantes

que todavía esperaban, cada unoetiquetado con un nombre o codicilosque indicaban a quién correspondía y adónde debía ser devuelto.

—Ya sé, ¿qué te parece un nuevoarchivador? —sugirió—. ¿Acasomadera de cedro y oro seríansuficientemente buenos para los objetossagrados?

Anastasio suspiró.—El almuerzo sí lo sería.—¿Un archivador de comida? ¿Estás

seguro? El viejo dio el largo suspirotípico de su risa habitual.

—¡Santo Dios! —comenzó, paraluego interrumpirse. Había llegadoalguien a la oficina. Se sentó en su

escritorio y comenzó a revisar una notasobre lo que debería contener elsiguiente archivo. Juan miróinquisitivamente al visitante.

Era una mujer, una joven que lucíaun manto negro. Un gorro también negroajustado a la cabeza le cubría el cabelloy un pliegue del manto le pasaba porencima a guisa de capucha. De rostroredondo, suave e infantil y el cutis,pálido y con pecas, a excepción de lapequeña mano que sostenía el manto, elresto del cuerpo permanecía cubierto.La seguían tres asistentes: una mujermayor y dos hombres armados. Juanpensó: «Guardaespaldas y dueña. Debede ser una viuda rica. Es joven para

serlo; evidentemente tiene menos deveinte años y no parece tener más dediecisiete».

—¿Puedo ayudarte? —preguntócortésmente.

—Quiero ver a Narsés —respondiócon voz discordante y nasal—. Y alemperador. Pero a Narsés primero.

Anastasio lanzó un bufido. Eraextremadamente inapropiado referirse alchambelán del emperador por sunombre.

—¿Tienes cita con él? —preguntóJuan, sabiendo perfectamente que no latenía. Esa mañana no había ningunamujer registrada en el libro de citas.

—No —respondió mientras lo

observaba fríamente.Sus ojos no concordaban con la cara

suave e infantil: ojos estrechos yperspicaces, entornados y de un inusualcastaño claro con tintes anaranjados.

—Puedes ponerme en tu libro paraahora mismo: Eufemia, hija delilustrísimo patricio Juan de Cesarea,ciudad de Capadocia. He venido a tratarsobre los archivos de mi padre.

A Anastasio se le cayó el archivo,miró atentamente a la joven y seapresuró a recoger los pedacitos depergamino del suelo. «¿Hija de Juan deCesarea de Capadocia? —pensó Juan;luego comprendió—: Hija de Juan elCapadocio. La que fue cómplice de la

caída de su padre.»—Discúlpame un instante —

murmuró Juan al tiempo que miraba ellibro. Narsés tenía que ver esa mañana ados senadores, a un jefe bárbaro, a unpretendiente al trono persa y a unobispo. ¿Cómo podría intercalar a lahija de un prefecto pretorio caído endesgracia?—. No sé si podremosarreglarlo para esta mañana. ¿Quizásalguna mañana de la semana que viene?

—¡Lo veré ahora, o no lo verénunca! —exclamó Eufemia—. Dile quees por los archivos y me recibirá.

Juan le sonrió cortésmente.—Su Ilustrísima es un hombre

extremadamente ocupado. Es costumbre

que incluso los personajes de más altorango concierten una audiencia.

Anastasio se retorcía en su asiento,intentando que Juan lo mirara.

—Olvídate de tanta palabrería —replicó la muchacha, enfadada—. Ve adecirle a tu señor que estoy aquí y queno pretendo quedarme hablando con unmequetrefe, un empleaducho en laoficina de un ayudante de cámarapresuntuoso. Serás castigado si no medejas pasar. ¡Mira aquí! —Dejó caerdespectivamente sobre el escritorio unabolsa repleta. Juan ya se habíaenfrentado antes a abusos y sobornos,aunque no al mismo tiempo, por lo quele dirigió una sonrisa gélida sin tocar el

dinero.Anastasio tosió forzadamente, se

inclinó hacia él y le susurró:—¡Déjala pasar! —Juan lo miró

perplejo; el escriba por lo generaldefendía muy cuidadosamente ladignidad y las prerrogativas de Narsés yno se sabía que hubiera dejado pasaruna referencia tan despreciativa hacia susuperior, aunque Juan era una presa fácil—. ¡Es sobre los archivos! —explicó enun susurro ronco y, cuando vio que estonada le decía a Juan, continuó—: Losarchivos que su padre tomó de laprefectura, que se perdieron cuando élfue arrestado y que desde entonces no seencuentran. Las listas tributarias están en

un caos absoluto. ¡Quizás ella sepadónde se encuentran!

Juan titubeó, pero finalmente dirigióotra sonrisa de compromiso a la joven.

—Le diré a Su Ilustrísima que estásaquí —y fue presto a la puerta de laoficina interior.

Narsés indicaba a uno de lossenadores dónde archivar una demanda,recientemente reescrita por elemperador, de la resolución de un litigiosobre la responsabilidad de algunoscampesinos de una de las fincas delsenador en las solicitudes de transporte.Al ver entrar a Juan, interrumpió loscomentarios del senador con un gesto.

—¿Sí? —preguntó amablemente.

—Aquí hay una joven que afirma serla hija de Juan el Capadocio, y havenido para hablar acerca de unosarchivos; desea verte al instante.

—¡Ah, sí! —Narsés echó un vistazoal montón de documentos que habíasobre la mesa y se dispuso a guardarloscuidadosamente en el archivo—.Lamento muchísimo importunarte,Excelencia —dijo al senador—, peroestos archivos han sido para laprefectura pretoria lo que fue la manzanade la discordia para Troya, y mereprocharían por todos lados queperdiera cualquier oportunidad deseguirles el rastro. Si llevas esto alempleado de la oficina exterior,

registrará para ti los documentos con susrespectivos favores. Estimado Juan,¿podrías buscar tus tablillas? Quieroque tomes nota de esto.

Juan juntó sus tablillas, sostuvo lapuerta para el senador, la sostuvo (concierta desgana) para la hija delCapadocio y su dueña y las siguió hastadentro. Narsés se había levantado parasaludarla e hizo una reverencia precisa yllena de gracia.

—Virtuosísima Eufemia —exclamóNarsés con cortesía—, estoy a tuservicio.

—Narsés —respondió la joven convoz áspera y apagada—, no digastonterías. ¿Podemos ir a algún lugar más

tranquilo? No quiero hablar delante detoda tu oficina.

Narsés enarcó las cejas y señaló lacortina púrpura hacia el fondo del salón.

—¿Tienes alguna objeción acerca deque mi secretario tome notas?

—No, ¡pero que seanconfidenciales! —replicó mientras seabría paso entre las cortinas.

Había una pequeña antesalainmediatamente después del corredor,adonde Narsés acompañó a la joven y asu asistente, les ofreció asientos en undiván y se sentó él mismo en otro coneterna expresión de cortés curiosidad.Juan tomó asiento en el taburete delrincón y preparó sus tablillas.

—He venido a hablar de losarchivos —dijo Eufemia.

Narsés asintió, esperando.—Recibí una carta de mi padre,

desde Egipto. En ella me dice dóndeestarán probablemente. He destruido lacarta, pero te diré lo que decía si retiraslos cargos contra él, lo excarcelas ypermites que vuelva a Cízico.

Narsés suspiró y juntó los dedos enforma de cúpula.

—¿Crees que puedo sacar a tu padrede la cárcel de Egipto? —preguntó.

—Tú, no. El emperador, sí. Quieroque me consigas una audiencia y querecomiendes mi petición al emperador.El te escuchará.

El chambelán volvió a suspirar.—Mi querida niña, tu padre está

acusado de tramar el asesinato de unobispo; el hecho de que también se hayaapropiado de unos archivos cuandoocupaba su cargo difícilmente loayudará a eludir las consecuencias de loque se le acusa.

—¡Es inocente! —interrumpió lajoven con vehemencia—. ¡Diosinmortal, tú debes saber que es inocente!Los cargos fueron urdidos por laemperatriz maliciosamente. Siempre haodiado a mi padre.

Narsés hizo una mueca y echó unarápida mirada a Juan.

—No escribas eso —ordenó.

—¡No tengo miedo de decir laverdad! —declaró Eufemia aún con másvehemencia—. Todo el mundo en Cízicoodiaba al arzobispo; ya habíansolicitado al emperador que lodestituyera. Y los dos hombres que loasesinaron fueron declarados culpables;no tienen nada que ver con mi padre.

Narsés levantó un dedo a modo deadvertencia.

—Eran conocidos de tu padre. Y unode ellos insiste en que tu padre les pagósetenta solidi para que se encargaran delasesinato.

—Dijo eso después de que loshombres de Teodora lo torturaran.

Narsés movió la cabeza.

—Lo confesó cuando fue arrestado.Su amigo lo negó. Ambos fuerontorturados; ambos persistieron en susrelatos, acusando uno y negando otro.Están ambos en prisión y sus carcelerosesperan que uno u otro cambie de idea.Mientras que eso no ocurra, tu padreestá necesariamente bajo sospecha y nopuede ser repuesto en Cízico. —Elchambelán hizo una ligera pausa paraproseguir con mayor calma—. Suposición en Egipto, por supuesto, sepodría mejorar. Creo que actualmenteestá detenido en una fortaleza delegionarios en Antinoe en una habitaciónreservada al efecto. Se le podría dar unacasa privada en la ciudad y permitírsele

que se mueva libremente por el distrito.Y tal vez sería posible permitirle el usode sus pertenencias mientras el asuntono se decida. Tú ciertamente podríassolicitarlo ante mi señor.

La joven se enfureció.—He picado demasiado bajo,

¿verdad? —preguntó con amargura—. Sihubiera empezado pidiendo que mipadre fuera restituido, te habríascontentado con negociar que se retiraranlos cargos contra él.

Narsés sacudió la cabeza.—Mi querida niña, no es fácil

retirar tranquilamente los cargos dehaber asesinado a un obispo. Esparticularmente difícil cuando se sabe

que el obispo se inclinaba por una sectateológica rival de la que sigue mi señorJustiniano Augusto. Otorgar a tu padreuna amnistía dañaría la posición de miseñor con las iglesias del este,justamente cuando intenta llegar a unacuerdo con ellas. Yo no podría, enconciencia, recomendar eso alemperador.

Eufemia permaneció quieta uninstante mientras atravesaba alchambelán con la mirada.

—¡Maldito seas! —dijo por fin—.Siempre has odiado a mi padre, ¿no escierto? Envidioso, como los demás. ¿Oquizás sólo esperas ocupar su puesto deprefecto?

Narsés la miró, impasible, y la fríamirada de la joven titubeó.

—No creo que tu discreción hayacreído la acusación que acabas de hacer—dijo después de un rato—. Yo soy elesclavo del Augusto. No tengo másenemigos que los suyos y deseo que élno tenga ninguno.

—¿Quieres los archivos o no? —leespetó Eufemia dando una palmada albrazo del diván.

—Eres absolutamente consciente deque el personal de la prefectura pretoriaanhela esos archivos, pero yo no puedorecomendar a mi señor que seanretirados los cargos contra tu padre.

—¿Cuánto necesitas para cambiar de

idea?Narsés sonrió.—Yo no vendo mis consejos a mi

señor.—¿Por cuánto te compró él si se

puede saber? —preguntó la joven llenade malicia.

La sonrisa de Narsés desapareció.—Fui comprado inicialmente por

sesenta y nueve solidi, pero eso fue hacemucho tiempo y durante el reinado deotro emperador.

Para sorpresa de Juan, la joven seruborizó y bajó la mirada.

—Lo... lo siento —balbuceó—. Yono quise decir...

—No estoy ofendido. Mi querida

niña, permíteme aconsejarte... gratis.Justiniano Augusto aprecia a tu padre, yse siente aún en deuda con él. Sisolicitas humildemente en nombre de tupadre que se le permita hacer uso de sudinero y una reclusión más llevadera, esmuy probable que el señor esté deacuerdo. Yo no te aconsejo que hagasninguna mención de los archivos, ni queintentes utilizarlos como parte de untrato. Su desaparición causó una granconsternación, y nombrarlos sólodespertaría viejos resentimientos. Seríanmucho más efectivos si fueran devueltoscomo un gesto gracioso deagradecimiento por un favor yaotorgado. Puedes decirle a tu padre que

yo te he dicho esto. ¿Deseas que te déuna cita para una audiencia?

La joven bajó la mirada en tantoabría y cerraba las manos en su regazo.

—No —musitó tras un momento devacilación—. No ahora. —Al levantarla mirada, Juan vio que estaba llorando—. Tengo que pensar primero en tuconsejo.

—De todos modos, si quieres que teconcierte una entrevista, simplementeenvía una nota y procuraré que se haga.¿Es todo?

Juan acompañó a la joven de vueltaa través de las oficinas. En la oficinaexterior vio que el dinero que ella lehabía ofrecido estaba aún sobre su

escritorio. Él lo recogió y se lodevolvió. Ella lo contempló por uninstante, sorprendida, parpadeando, yvolvió a ruborizarse.

—¡No quiero tu inmundo dinero! —le espetó.

—Es tu inmundo dinero —replicóJuan—. Y no se acostumbra a sobornarcuando se intenta amenazar.

—Veo que eres un experto en estosmenesteres, ¿verdad? —le espetómientras le arrebataba la bolsa paraocultarla bajo el manto; se encogió dehombros y salió a grandes zancadas delsalón.

Juan se quedó mirándola.—Verdadera hija de su padre —

señaló Anastasio—. Eufemia no es unbuen nombre para ella: «bien hablada»no es, precisamente.

Juan asintió.—¿Disfemia? ¿Blasfemia? —

sugirió.Anastasio suspiró.—El último es un poco fuerte.Juan sonrió y echó un vistazo a sus

tablillas. «No dirías eso si pudieras leeresto», pensó. Volvió a la oficina interior.Narsés, sentado a su escritorio, notrabajaba sino que miraba pensativohacia el icono de la pared. Se oía elrasgar de las plumas de Sergio yDiomedes.

—Supongo que no debo transcribir

ninguna referencia similar a la que mehas hecho borrar —susurró Juan.

Narsés asintió sin mirar a susubordinado.

—Arréglalo. Tú sabes cómohacerlo. —Juan se quedó de pie dondeestaba, observando al chambelán, y eleunuco finalmente miró a su alrededorcruzándose las miradas. Suspiró, uniólas yemas de los dedos en forma decúpula y apoyó la mejilla en ellos—. Lamuchacha es aún muy joven —dijodulcemente—. Ella quiere a su padre,que a su vez la idolatra. Ha sufridomuchísimo desde su desgracia, y suarresto este verano no fue manejado...con el tacto que debiera haberse hecho.

Es comprensible que hable con talvehemencia.

«Eso es comprensible, quizá, peroeso no la disculpa de haberme insultadoa mí y de haberte tratado a ti como a unesclavo», pensó Juan. Al recordardespués la historia de Sergio sobre lacaída del Capadocio, se preguntó si esola disculpaba o no.

—Muy bien.Miró a Narsés unos breves instantes:

la cara del chambelán permanecíaimpasible, distante.

—¿Sí? ¿Algo más? —preguntó eleunuco.

—Nada..., sólo que sesenta y nuevesolidi no parece ser mucho dinero.

El rostro se distendió en una sonrisamelancólica.

—¡Ah!, pero lo era en su época.Suficiente para comprar un clan enterode armenios pobres, con ganado y todo.Deberías hacer pasar al siguiente de lalista o se ofenderá.

Una semana después, cuando elemperador Justiniano revisaba lasaudiencias del día con su chambelán,vio que Eufemia, hija de Juan, estabaentre los primeros de la lista. Colocó elpergamino en la cama y frunció el ceñoal mirarlo. El emperador estaba con elcabello mojado y sin afeitar, reciénsalido del baño y cubierto sólo con una

toalla. Narsés estaba de pie detrás de él,sosteniendo un libro de notas en unamano y en la otra la túnica delemperador. Una de las primeras tareasde cualquier chambelán era ayudar avestir a su señor y seguía siendoresponsabilidad del jefe de personal dela corte del emperador. El orden de lastareas del día generalmente se fijaba enesos encuentros.

—Ésa es la hija del Capadocio,¿verdad? —preguntó el emperador aNarsés—. ¿Qué quiere?

El eunuco dibujó su usual sonrisapoco comprometedora.

—Pide a Tu Sagrada Caridad por supadre. —El emperador asintió con

impaciencia y levantó los brazos paraponerse la túnica; Narsés la deslizósobre su cabeza, mientras continuabacon la información—. Desea queordenes que se le asigne una casaparticular dentro de la ciudad donde estéencerrado y que se le permita usarlibremente su dinero mientras seinvestigan los cargos. Es una hija muyfiel y le apena que su padre estéencarcelado.

—Bien, eso es razonable —dijoJustiniano, aliviado, y se quedó quietopara que el chambelán pudiera sujetar latúnica—. Yo temía que quisiera que sele retiraran los cargos. Estarécomplacido de hacer por el pobre

hombre lo que pueda: fue un excelenteprefecto pretorio. Pienso que, sea lo quesea lo que haya hecho, ya ha expiado suculpa... aunque no estén de acuerdo conello los obispos monofisitas que piden agritos su cabeza. Veré a la joven enprivado en la sala de recepción deTriklinos y así se lo diré.

Narsés asintió e hizo una nota allado del nombre. Levantó la pesadatúnica con brocado de oro y enderezólos pliegues con cuidado. El emperadorechó un vistazo a los otros nombres dela lista y finalmente la apartó.

—Y hablando de Juan... —comenzó.El eunuco se detuvo para prestar

atención.

—Ayer por la mañana me encontrécon tu secretario, el primo de mi esposa,desayunando con ella —dijo Justiniano.

Su voz, con tono indiferente,insinuaba cierto sentimiento.«¿Sospecha?».

—¿Cómo se desenvuelve estos días?—Es extremadamente eficiente,

señor —respondió Narsés—. Muycompetente, muy inteligente, muytrabajador. A mi entera satisfacción.

Justiniano gruñó.—Mi esposa parece invitarle a

desayunar con frecuencia.«Sospechas y celos —pensó Narsés

—. Santa María, ¡alcanzan hasta a losmejores!» Sonrió con cautela.

—Es su primo, señor. La sagradaAugusta siempre ha ayudado a losmiembros de su propia familia, deseosade mejorar su situación.

—Sí, pero... —El emperador semordió el labio para no seguir. Echó unaojeada por la habitación y vio que nohabía nadie que pudiera oírlo, exceptosu chambelán, así que continuó—:Ciertamente... puedo entender queintente promover a un primo, que leencuentre trabajo, que le dé dinero o queincluso le concierte un casamiento conuna heredera poderosa, pero quecontinúe invitándole a desayunar o a quela acompañe con tanta frecuencia, esono. ¿Por qué desea pasar tanto tiempo

con él?—Él es un joven bastante agradable,

señor. Está agradecido por los favoresque ella le ha otorgado y nunca pidemás. No vende presentaciones a laemperatriz ni abusa de su posición deninguna otra manera. Sabe darle el tipode halagos que a ella le gustan, sinninguna intención y sin esperar nada acambio, y la respeta. Ella disfruta en sucompañía.

—Supongo que es apuesto —musitóJustiniano. El tono indiferente habíadesaparecido y su voz sonaba áspera yruda.

Narsés se encogió de hombros.—No soy quién para juzgar eso, tres

veces Augusto. Creo, sin embargo, quelos hombres altos y blancos sonconsiderados más atractivos que losbajos y morenos. Y dudo que a laemperatriz le preocupe demasiado elaspecto de su primo.

—¿No lo crees así? —El emperadormiró a su chambelán con desconfianza.

—Mi querido señor, no creerás quela sagrada Augusta siente un... cariñoinapropiado por este joven, ¿verdad? —La voz de Narsés denotaba una complejamezcla de cariño y reproche.

—No. No, por supuesto que no.Sólo... sólo que ella parece estar muyencariñada con él. Y yo nunca supe quetuviera parientes en Beirut.

—Considera esto por un momento,señor. Juan es hijo de los parientes quela rechazaron por considerarla indignade ellos, de los que le dieron con lapuerta en las narices, de los que ladespreciaron. Tú mismo sabes cómo lapiadosísima emperatriz aún sufre en susrecuerdos los abusos que soportó en elpasado. Pero ella se ha tomado lacristianísima venganza de ayudar a estehombre a base de poder y riqueza. Él esagradecido y respetuoso y, siempre queél la vea, deberá postrarse y saludarlacomo señora. Con ello, anula elrecuerdo de su humillación sin herir anadie; y eso a ella le encanta. Le invitópara gozar más de ese placer y cuando

él demostró no ser indigno de suatención, ella se encariñó con él. Pero,¿hay algún punto de comparación entreese cariño y el profundo afecto quesiente por Vuestra Majestad?

—No —repuso Justiniano, aliviado—. Estoy absolutamente seguro de quetienes razón, Narsés. Generalmente latienes, ¿verdad? —Sonrió y se puso latúnica—. Sería un estúpido sisospechara de mi Teodora —se le oyóen el momento en que sacaba la cabezapor el cuello de la túnica.

Narsés asintió y ató los cordones.Ayudó a su señor con las medias depúrpura y las sandalias enjoyadas ytomó nota de los lugares y horas para las

diferentes ocupaciones, en aparienciatan tranquilo y eficiente como siempre.Por dentro estaba perturbado. «¡SantoDios, gracias por haberme hechoeunuco! ¡Cuántos problemas puedecausar el amor! Aquí está Pedro SabatioJustiniano, Augusto, emperador, señordel mundo, gótico, vandálico y todo lodemás, hecho un lío y preocupadoporque su esposa invita a mi secretario adesayunar. Podría averiguar muyfácilmente si sus sospechas sonfundadas: tiene autoridad ilimitada ypuede contratar todos los espías quequiera. En cambio, mira a su alrededorantes de pronunciar una palabra, inclusoa mí, por temor a herir los sentimientos

de su esposa. Y hace bien en serprudente, porque la emperatriz seofendería si él la acusara (sin mencionarel daño que le haría a Juan una sospechadeclarada). Bien, por ahora he logradocalmar su inquietud. Pero cualquier otropodrá provocarla de nuevo. Ycualquiera puede ver lo mismo que ve elseñor: la señora favorece a Juan muchomás abiertamente de lo que la prudenciaaconseja. Y alguno habrá que no deje depensar lo mismo que el señor. Tengo querecordar decirle a la señora que deberíaencontrarle una esposa a ese joven.»

Eufemia no hizo más que llegarcuando fue recibida en audiencia por el

emperador; se limitó a atravesar laoficina exterior con paso rápido y gélidamirada. Pero antes de abandonar elpalacio, tuvo que esperar a que seescribieran las cartas y se encontrara laforma de liberar a su padre y suspropiedades. Narsés le enseñóamablemente el principio de la tarea y,apremiado por sus muchas entrevistas,la dejó en la oficina exterior con Juan yAnastasio.

—Vosotros podríais explicarle quées cada uno de los documentos y darleuna relación de todos ellos. Estoyseguro de que le será sumamente útil.Excelente Eufemia, ¡salud!

Eufemia miró a Juan fríamente y se

sentó en el banco al lado del escritorio,cruzando las manos en el regazo. Sudueña, que no había pronunciadopalabra en presencia de Juan, se sentócerca de ella, sacó un huso y una rueca ycomenzó a hacerla girar. Juan dirigió ala joven su sonrisa estereotipada yexaminó el montón de documentos queya había reunido.

—¿Entiendes estos documentos? —le preguntó, esperando una negativainsultante.

—Por supuesto —le espetó—. Aúnnecesitáis las cuentas del tesoro sobrelas propiedades. El valor de lo que seme permita disponer debería ser dealrededor de tres mil quinientas

cincuenta libras en oro.Descubrió que ella tenía una cabeza

excelente para las cifras. Se sintiódesconcertado, pues no lo esperaba enuna joven. Tenía la mente clara, aguda ycrítica y sabía captar lo esencial de undocumento complicado al echarle unaojeada, y hacer preguntas difíciles deresponder. También sospechabacontinuamente lo peor y, al parecer,echaba la culpa de eso a Juan. Pasó casiuna hora (sin incluir el tiempo de lasinterrupciones de los nuevos visitantes)antes de completar la serie dedocumentos y de dejarlos en orden anteuna Eufemia satisfecha a pesar suyo. Sudueña, al ver el archivo completo, dejó

el huso y la rueca y se sentó esperandoimpasible el momento de irse. Juancontuvo un suspiro de profundo alivio.

Anastasio tosió.—Respetadísima dama —sugirió

con gentileza—. Supongo que esosarchivos no...

—¿Qué archivos? —preguntó la hijadel Capadocio.

—Los archivos de la prefectura —replicó el escriba—. Dijiste la primeravez que viniste que...

—No hice la petición que teníaintención de hacer —respondió la joven.Pero dudaba, mirando fijamente aAnastasio. Dirigió una rápida mirada aJuan y después a su archivo con el ceño

fruncido—. Sería muy útil —dijo alcabo de un rato, sin levantar la vista—tener algún contacto con esta oficina.Entonces sabría cuándo podría volver ahacer la petición. Necesito saber quéocurre en la corte y no tengo modo deaveriguarlo. —Levantó la mirada,clavándola directamente en Juan—.Puede que me interese intercambiarinformación con alguien que tengaacceso a Sus Majestades y que sepa loque ocurre realmente.

—Eres totalmente libre de venir yconcertar una entrevista con elilustrísimo Narsés cuando quieras —intervino Juan fríamente.

—¡Narsés me dirá «pequeña niña» y

me dará consejos siempre correctos queno conducirán a ninguna parte! —replicóEufemia con impaciencia—. No me dirálo que deseo saber.

—Su Ilustrísima te ha tratado muchomás generosamente de lo que... sufunción lo permite —respondió Juan. Elmodo en que iba a terminar la frase,«más de lo que tú te mereces», quedó enel aire, tácito pero no expresado. Lasmejillas de Eufemia no tardaron enencenderse de rubor.

—Narsés quiere la información deesos archivos —dijo—. Le gustará si túla puedes obtener. Toda la prefecturapretoria bailará de alegría. Sería unaverdadera ramita de laurel para ti y algo

que pesará cuando desees unapromoción. —Tomó su archivo delescritorio de Juan—. Si tú quisieras...venir a mi casa mañana por la nochedespués de tu trabajo, podríamos llegara un acuerdo.

—Mañana por la noche después deltrabajo iré a montar a caballo —respondió Juan con aire distante.

—¡Bien, entonces, pasado mañanapor la noche! —le espetó—. Es unaoportunidad para ti, ¡piénsalo! —Selevantó, se arregló el manto, dirigió aJuan otra mirada gélida y se fue.

—¡Tendrías que encargarte de eso!—musitó Anastasio tan pronto como ellase hubo ido—. Pienso que hasta el

Ilustrísimo te lo recomendaría.—¿Qué son exactamente esos

archivos? —preguntó Juan, disgustado.—Las listas tributarias del último

censo de Mesopotamia, Osroena, Siria,Palestina y Arabia. Tenerlos perdidosdeja en una situación caótica a laadministración entera de esasprovincias. Nadie sabe cuántocorresponde a cada una.

—¡Las indicaciones del este estaránfuera de fecha, de cualquier modo! —adujo Juan—. Entre la guerra y la peste,toda la cara del país habrá cambiado.

—Pero cuando hagan la nueva lista,necesitarán los registros viejos —sequejaba Anastasio—. Deben tener los

registros viejos. La prefecturaprobablemente no podrá trabajar sin susarchivos.

—¡Oh, malditos seáis tú y tusarchivos! No me gusta esa mujer y noquiero ir a venderle información.

—No especificó ningún tipo deinformación. Puede que sólo quieraconfirmar los chismes de la corte —insistía Anastasio—. ¿Y si hablaras conSu Ilustrísima acerca del ofrecimiento?Tengo amigos en la prefectura y sé losdolores de cabeza que esos archivosocasionan.

Juan lanzó un gruñido y, exasperado,miró atentamente al viejo escriba.Anastasio lo miraba con una

incertidumbre que casi se volvió tímidafrente a la irritación de Juan. Eraincómodo., al tiempo que conmovedor,ver al anciano en una actitud tanhumilde.

—Muy bien —dijo Juan después deun rato—. Lo consultaré con SuIlustrísima y veré si lo considerasensato.

—Gracias —respondió Anastasio, yse volvió a sentar para arreglar otroarchivo. Juan maldijo por lo bajo y sepuso a trabajar en la pila de documentosque esperaba sobre su escritorio.

Narsés aprobó el plan.—Yo preferiría, por supuesto, que la

joven, simplemente, devolviera losarchivos a la prefectura y puedesinformarle que creo que eso es lo mássensato. Pero si está decidida a negociarcon ellos supongo que ésta es unamanera bastante inofensiva de hacerlo.Confío en tu discreción para no darleninguna información de importancia.

De acuerdo con esta sugerencia, dosdías después Juan se encaminó al barriodonde vivía Eufemia.

Había pretendido, deliberadamente,montar a Maleka antes de ir, pero erauna tarde fría de viento y lluvia, así quesolamente se sirvió de su caballo parano ir a pie. Su esclavo, Jacobo, loseguía en un caballo asiático castrado,

muy robusto. El muchacho habíaquedado tan desmesuradamenteimpresionado por la carrera de su señorque Juan le había comprado de subolsillo un caballo y habían acordadoque le enseñaría a montarlo. Loscaballos llevaban las orejas tiesas y lascabezas erguidas bajo la helada lluvia,mientras que los jinetes se cubrían conlos mantos y se frotaban las manosásperas.

Narsés había dicho a Juan queEufemia vivía en la antigua casa de supadre, cerca del mercado Tauro, dellado del Bósforo. El gran mercadoestaba casi desierto en el crepúsculolluvioso y los cascos de los caballos

resonaban con estruendo, produciendoun eco sordo al pasar bajo el arco detriunfo. Algunas antorchas quechisporroteaban frente a una mansiónarrojaban reflejos rojizos sobre losadoquines húmedos de las calles. Lodemás estaba todo gris.

—¡Mira a ver si averiguas dóndeestá la casa! —ordenó Juan a susirviente. El mozalbete asintió yatravesó el mercado al trote, buscando aquién preguntar mientras Juan loesperaba al lado del arco de triunfo.Temía la entrevista.

«No me gusta esta mujer», se dijonuevamente; pero otra vez se dio cuentade que su poca disposición hacia el

encuentro no se limitaba a un merodisgusto. «Odia a la emperatriz, mimadre», continuó, probándose a símismo. No lo convencía. «Ella se vioperjudicada por la emperatriz», admitió;lo inundó una ola de dolor como unaráfaga de luz, revelándole su posición enaquella oscura noche lluviosa.

«Quiero amar a Teodora —pensó—,y casi lo logro. Pero temo saber lo queella ha podido hacer. Es capaz de sercruel y le gusta saborear la venganza.Eso está bien, dentro de ciertoslímites..., pero no sé cuáles son lossuyos. Y no quiero saberlos. Yo soy sucriatura ahora. Ella me rehizo y si ellaes una tirana, ¿qué soy yo... ?»

Jacobo volvió a atravesar la plaza amedio galope.

—Segunda entrada a la derecha en latercera calle que va hacia el sur —gritó—. Casi toda la casa está amurallada yse alquila a gente del palacio, pero laspuertas de hierro son las de ella.

Juan asintió e hizo girar la cabeza deMaleka hacia el sur.

La casa en realidad estaba frente almercado, era muy grande y fácil ver quela parte elegida especialmente hacíapoco que había sido separada de laparte posterior. Las grandes puertas dehierro eran inconfundibles; Juan lasgolpeó sin desmontar. Un perro se pusoa ladrar; al cabo de un rato, un viejo

alzó el pestillo de un ventanuco quehabía junto a la entrada y lo miró conrecelo.

—¿Qué quieres? —le preguntó.—Vengo a ver a la hija de Juan de

Capadocia. Soy el secretario delIlustrísimo Narsés, chambelán de SuSagrada Majestad.

El ventanuco se cerró y se abrió lapuerta incrustada en el portalón.

—Ha hablado de ti —dijo el viejo—. Entra.

La puerta era demasiado pequeñapara entrar a caballo.

—¿Qué hago con mi yegua? —preguntó Juan.

El hombre escupió, y miró con aire

fastidiado a los caballos y la puerta.—Abriré el portalón —dijo por fin.Las puertas estaban herrumbrosas

por la falta de uso y tuvieron que valersede los caballos para abrirlas. Del otrolado había un patio de columnasbordeado por un jardín con una fuente enmedio. El jardín se había convertido enun amasijo de malas hierbas y abrojos yla fuente tenía sólo unos centímetros deagua verde. Juan hizo atar los caballosal abrigo de la columnata y los cubriócon unas mantas. Acompañado por elviejo y seguido por su esclavo, entró enla casa.

Era una casa magnífica, con escenasurbanas o paisajes marinos pintados en

las paredes y con los suelos recubiertosde mosaicos. Pero parecía tener muypocos muebles y olía a cerrado, aunquetodo estaba limpio. Hacía mucho frío.Se la había dotado evidentemente de unsistema de calefacción, pero no estabaencendido así como tampoco ninguna delas luces de las muchas lámparas de piejunto a las que Juan pasó. No habíaesclavos a la vista; los corredores sehallaban vacíos y en silencio. Con unavela de junco, el viejo condujo a Juanpor la planta baja, subieron unosescalones y atravesaron otro corredor.Al fondo, de una puerta lejana llegaba elresplandor de una luz dorada. El viejogolpeó la puerta dos veces.

—¿Quién es? —contestó la vozfamiliar.

—-El caballero de palacio hallegado, señora —dijo el viejo—. De laoficina del chambelán.

Hubo un momento de silencio y ladueña de Eufemia abrió la puerta.Saludó a Juan con un movimiento decabeza y se apartó. Juan entró.

Para su alivio, en esta habitaciónhacía calor. Dos braseros de carbón, unoa cada lado de la habitación, dabancalor y cuatro brazos de luz brillantesalían de una lámpara de pie totalmentede madera. En un rincón se distinguía untelar doble y una niña sentada en unbanco frente a él; otra mujer cerca de

ella hilaba y una tercera cardaba lana.Un crío de meses dormía en una cuna asus pies.

«Están aquí todas las esclavas de lacasa —comprendió Juan—, porque aquíhace calor. Los hombres probablementeestén sentados en otra habitación de laplanta baja. No les alcanza para hacerfuncionar la calefacción, por lo que hantenido que vender a los otros esclavos yla mayor parte de los muebles parapagar el mantenimiento de la casadespués de serle confiscado el dinero alCapadocio.»

Eufemia estaba sentada en un divánal lado del brasero, con un libro en elregazo. Tenía el cabello castaño y lo

llevaba tirante y recogido. Le dirigióuna sonrisa maliciosa.

—Tú eres el experto en sobornos.¡Bienvenido!

—Mi nombre es Juan —dijo contotal sequedad—. De Beirut.

Ella se encogió de hombros yreplicó:

—Tu esclavo puede volver abajo.Caparán, llévalo a la cocina y dale algode beber.

Juan le hizo un gesto a Jacobo, paraque volviera con el viejo. La dueña deEufemia cerró la puerta. Sin decirpalabra, volvió a sentarse frente al telary se puso a tejer. No había otro diván enla habitación, por lo que Juan se sentó

de mala gana en el extremo del deEufemia. «Le dan algo de beber a miesclavo, pero no a mí», pensó.

—¿Qué tipo de información teinteresaba negociar? —le preguntó.

—Vayamos al grano —agregó elladirigiéndole una sonrisa desagradable—. Tengo los archivos que la prefecturaquiere, de modo que te dejaré copiarlosa razón de varias páginas cada vez.Pienso que podemos fijar la tarifa porpágina en la entrega de un turno de lalista de audiencias y más por otro tipode información útil que daréoportunamente.

—¿Qué más darás y por qué tipo deinformación?

—Eso dependerá del tipo deinformación. Sólo deseo los chismescomunes: quién está dentro y quién no,qué peticiones han sido otorgadas y lasde quiénes no, quién fue detenido porcorrupción y esas cosas. Y si tú puedescontarme algo que yo necesite saber,agregaré todo lo que yo piense que lainformación vale. Seré justa.

—¿De verdad lo serás? —preguntóJuan—. Tendré que confiar en eso,¿verdad? El ilustrísimo Narsés terecomienda que devuelvas los archivosa la prefectura; dijo que sería lo mássensato.

Eufemia se encogió de hombros.—No los voy a entregar sin nada a

cambio. Además, voy a necesitarinformación por un período de tiempo,así que no puedo darte todos losarchivos a la vez. Pero seré justa.

—¿Qué pasa si la prefectura exigeque entregues los archivos? Después detodo, tu padre se los robó.

Sus ojos se encendieron.—¡No es cierto! Simplemente se los

había llevado a su casa para trabajarcuando cayó en desgracia. Cuandoestábamos en Cízico la prefecturaescribió muchas veces preguntando quéhabía ocurrido con los archivos, pero nolos teníamos allí y mi padre estaba tanangustiado, tan afligido que norecordada dónde los había puesto. Me

escribió para decirme que hacía sóloalgunos meses que lo recordaba.

—Pero él no sugirió devolverlos ala prefectura.

Eufemia torció el gesto.—Está encerrado en una celda de

una fortaleza de legionarios de Antinoe.No tiene amigos en la ciudad y apenasdispone de dinero suficiente paraconseguir comida con que mantenersevivo. —Hablaba como fuera de sí—.Las cadenas que lo sujetan le producentales llagas en las muñecas, que su letraes a duras penas legible. No, claro queno sugirió devolver los archivos sinnada a cambio. Pero tampoco sugiriódestruirlos. ¡Quiere salir! —suspiró

profundamente y prosiguió con máscalma—. Si la prefectura exige losarchivos, los archivos desaparecerán.Eso es definitivo.

Juan suspiró.—Muy bien. Primero necesitas la

lista de audiencias.Sacó el estuche con la pluma y un

pergamino estrecho y escribió la listaque figuraba en el libro esa mañana.Eufemia la cogió con avidez, la leyó yfinalmente preguntó:

—¿Y qué hay de las novedades de lacorte? ¿Belisario ha regresado a Italia?

—No directamente. Viajará porTracia, intentando reunir algunoshombres más. Se espera que llegue a

Italia hacia finales de verano.—¿Es cierto que hay otra revuelta en

África?Le hizo un interrogatorio exhaustivo

durante media hora. Aliviado, Juan sedio cuenta de que no le pedía ningunainformación importante. Como Sergio,sólo quería oír los comentarios a los queél podía decir qué era verdad o no.

Finalmente, el torrente de preguntasse detuvo y ella suspiró, satisfecha, yguiñó el ojo a Juan. A la luz de lalámpara sus ojos eran más oscuros, sinel color naranja que tenían al sol.

—Ahora los archivos —propusoJuan.

Ella asintió y cogió el gran libro

rojo encuadernado en cuero que teníaapoyado en el otro brazo del diván.«Debía de estar muy segura de que yovendría, para tenerlo preparado», pensóJuan amargamente. Sin decir unapalabra, lo colocó abierto entre ambosen el diván. Juan vio que se trataba delcenso de la provincia de Siria. Levantólas tablillas y sacó la pluma del estuchey rápidamente tomó nota de lainformación en signos taquigráficos.Cuando terminó la primera página miróa Eufemia. Ella dio vuelta a la página y,no bien hubo copiado toda lainformación, volvió a darle la vuelta.

—Y eso será todo por ahora —sentenció.

—¿Eso? ¿Cinco páginas? Parte de lainformación no sirve para nada. Resultaque ya sabía que el ayuntamiento deEmesa cambió la tasación a causa deuna sequía.

Ella lo miró sorprendida.—¿Cómo lo sabes?—Yo era escriba municipal en

Beirut y conocía a algunos que habíantenido tratos con gente de Emesa. —Lasnoticias habían llegado a Bostra por laruta de las caravanas.

—¿De verdad? Pero... —Elladudaba; sospechaba algo—. ¿Cómopuede haber alguien que pase de escribamunicipal en Beirut a secretario delchambelán del emperador en dos años?

—Soy primo lejano de la Augusta —dijo Juan—. Solicité ayuda a Su SagradaMajestad después de que mis padresmurieran de peste.

—¡Primo de la emperatriz! —Surostro se descompuso—. ¡Madre deDios! —Cerró el libro de un golpe y selevantó de un salto. Sus esclavasdejaron de trabajar y miraronatentamente a Juan con miedo—. ¡Nuncadebí haberte invitado aquí! Has venido aespiarme, ¿verdad? —exclamó conrabia.

—Yo no espío a nadie —replicóJuan exasperado—-. Tú me has invitadoaquí... y no creo que puedas decir queestaba ansioso por venir. Vine sólo para

hacerles un favor a mis colegas. Nadame importan los archivos de laprefectura. Respecto a todas lascalumnias que has proferido contra laAugusta —se puso de pie—, no lasdenunciaré, si es eso lo que temes. Peroestoy enormemente agradecido a SuSerenidad y te agradecería quemantuvieras la boca cerrada sobre ella.

Eufemia lo miró con asombro unmomento, muy pálida. Bajó la mirada yse sonrojó.

—Tú no querías venir —admitió—,de donde deduzco que no eres un espía.—Se derrumbó en el diván—. Te iba apedir que volvieras la semana que vieney me dieras más información —dijo la

muchacha, mirándolo—. Ahora...Juan se encogió de hombros. Tomó

su cuaderno de notas.—Invita a otro. A alguien de la

prefectura.—No tienen acceso al emperador.

—Eufemia se frotó el rostro concansancio—. Supongo que en realidadno importa quiénes sean tus parientes.No hay nada que tú puedas contarle a laemperatriz que ella aún no sepa. Y yonecesito la información para mi padre...Vuelve, pues, dentro de una semana.

—Quedo agradecido a tu graciosabondad —dijo Juan—. ¡Qué invitacióntan cortés! ¡Qué elegante gesto dehospitalidad! Si el tiempo está un poco

mejor la semana que viene, creo quepreferiría entrenar a mi caballo, gracias.

—¡Por favor! —dijo Eufemia,mirándolo con desesperación—. Sientohaber sido descortés, siento no habersido más hospitalaria. ¡Vuelve la semanapróxima, te lo ruego! —Le temblaba ellabio inferior y durante un terribleinstante él pensó que se echaría a llorar.«Teme fallarle a su padre —comprendióJuan—. Se lo imagina en la prisión,confiando en que ella consigainformación que pueda ayudarlo. Y noduda en humillarse ante mí paraconseguirla.» Se sintió incómodo yasqueado.

—Muy bien, muy bien —dijo

apresuradamente—. Hasta la semanaque viene. ¡Salud!

Salió precipitadamente del salón yvolvió por los largos y fríos pasillos,hasta que finalmente encontró a Jacoboque se entretenía alegremente en lacocina junto a la lumbre. Empujó almuchacho bruscamente hacia loscaballos. El viejo abrió el chirrianteportalón. Volvieron cabalgando a travésde las oscuras calles bajo la fría eintensa lluvia.

V - Revelaciones

Pocas semanas después, la tarde enque Juan llevó a entrenar a Maleka alhipódromo, notó a Jacobo inquieto ypreocupado. El muchacho era por logeneral un modelo de buen carácter,alegre, charlatán, que se entusiasmabacasi con cualquier cosa, pero en aquellaocasión, aunque la tarde era clara yluminosa y los caballos estabanpreparados para galopar, Jacobo sequedó cabizbajo, apoyado en el cuellode su corcel. Estaba abatido.

—¿Ocurre algo? —preguntó Juancuando salían de los establos—. ¿Estás

bien?—Estoy bien —dijo Jacobo

secamente.Juan se encogió de hombros y

siguieron adelante, saliendo de losestablos de palacio y atravesando laPuerta de Bronce, el mercado Augusteoy la Gran Puerta del hipódromo. La pistade carreras estaba más abarrotada quede costumbre.

—¿Listo para galopar? —preguntóJuan.

Jacobo se animó, aunque no podíacontrolar a su bayo si iba un poco másligero que al trote y tendía a perder losestribos a medio galope, pero leencantaba la velocidad y asintió

entusiasmado. Juan tocó los flancos deMaleka y ésta se lanzó inmediatamente ala carrera, deseosa de alcanzar a todo loque se le pusiera por delante. Juan laretuvo, intentando vigilar a su esclavo.Jacobo iba detrás dando tumbos, con losojos brillantes y sonriendo alegremente:ya había perdido un estribo y las riendasaleteaban locamente en el aire. Juansofrenó aún más a Maleka.

—¡Talones y manos abajo! —gritó;Jacobo obediente bajó las manos ymetió las piernas para adentro. Asió lascrines del bayo y sonrió a Juan.

—¿Cómo he estado, señor?—Mejor —dijo Juan generosamente,

recordando sus primeros meses a

caballo.Dieron tres vueltas al circuito a

medio galope y al galope, luego dieroncinco más al trote, antes de volver a losestablos. Una vez que el entusiasmo delgalope quedó atrás, Jacobo recobró suaspecto intranquilo y lanzaba miradasnerviosas a Juan. Al llegar a losestablos, el muchacho dijo de repente:

—Señor, hay algo que tengo quedecirte, pero mi padre dice que nodebería hacerlo.

—Deberías obedecer a tu padre —ledijo Juan, repitiendo automáticamentelas palabras en las que había sidoeducado.

—Sí, pero tú eres mi señor y

también el de él, ¿verdad? Entonces,deberíamos obedecerte a ti primero.Además, tú has sido maravillosamentebueno al comprarme este caballo ydejarme montarlo como un caballero.Creo que no está bien no decírtelo.

Juan suspiró y desmontó. Tomó a layegua de la brida y le acarició el cuello.

—Dime, entonces, si piensas queestá mal no hacerlo.

Jacobo bajó con dificultad de sucabalgadura.

—Es así, señor: un hombre meofreció ayer un solidus entero porespiarte.

—¿Por espiarme? —Juan lo mirófijamente, confundido y alarmado—.

¿Por qué? ¿Qué quería saber?—Dijo que quería saberlo todo: a

dónde ibas, a quiénes veías, qué lesdecías. Dijo que me daría el solidusentero allí mismo y más después si yohacía las cosas bien. Le dije que sefuera antes de que llamara a mi padre, yse fue. Mi padre dijo que hice locorrecto, pero que no te lo deberíacontar porque tú te preocuparías y esotraería problemas a toda la casa.

—¿Qué clase de hombre era? ¿Tedijo su nombre?

—No. Era un hombre corriente. Nijoven ni viejo, ni pobre ni rico. Vestíabuenas ropas, pero creo que eran desegunda mano. Hablaba como un

constantinopolitano y tenía el cabelloclaro, casi rubio. Creo que es esclavode alguien.

Juan se quedó quieto un instante conel ceño fruncido. «¿Quién querráespiarme? —se preguntó—. ¿Quién meestará espiando? Si intenta sobornar amis esclavos, puede haber logradosobornar a alguien más.»

—Jacobo, tu padre... Tú no creesque se le haya acercado a tu padre, ¿osí?

Jacobo se sobresaltó.—¡Oh, no, señor! Es decir, si se le

hubiera acercado, habría hecho lomismo que yo. Él siempre dice quenunca puede esperarse nada bueno de un

esclavo que traiciona a su amo: es comoarrancar el techo de la propia casa. No,sencillamente, no le gustan losproblemas, ni que los señores sepreocupen e intenten resolver los líos.Por eso me dijo que no te lo contara.

—Bien, gracias por desobedecerle—dijo Juan—. Si tengo un enemigo,preferiría saberlo.

—Sí, señor. ¿Vas a decirle que te loconté?

Juan sonrió.—No, si tú prefieres que no lo haga.Juan se preguntaba mientras salía de

palacio, seguido por un Jacoboreconfortado: «Pero, ¿quién querráespiarme, y por qué? ¿Acaso alguien

sospecha de mis orígenes? ¿O sólo mehe labrado un enemigo común?¡Eufemia! ¿Espera saber algo de mi vidapara así conseguir chantajearme yobtener más información de mí? ¿Oacaso... (y este pensamiento lo atravesócomo una puñalada) la emperatriz noconfía en mí? ¿Acaso teme que yo latraicione o le traiga problemas? Peroella no necesita sobornar a nadie. Todosmis esclavos son suyos; probablementeaún obedecerían sus órdenes más quelas mías. ¿Quién, entonces? ¡DiosTodopoderoso, odio esta ciudad!».

Se detuvo de pronto y alzó la miradaa las titilantes estrellas de primaveraque brillaban sobre la gran masa de la

Puerta de Bronce. «Casi desearía estaren Bostra. Yo era allí un bastardo, elhijo de una prostituta allí, pero al menossabía cuál era mi sitio. No hay vueltaatrás. "En el límite de la noche Orfeovio, perdió y mató a su Eurídice. "Quizás Anastasio pueda decirme cómoes en latín.» Suspiró y continuó sucamino a casa.

Unas semanas después Anastasiollegó al trabajo todo colorado y tosiendoy no paró en toda la mañana de revolverlos archivos con torpeza y dejarlos caer.

—¿Por qué no te vas a casa adescansar? —preguntó Juan, exasperado—. No estás bien.

—No me gusta quedarme en casa —replicó Anastasio—. Lo único que hayque hacer con un resfriado es noprestarle atención. —Estornudó confuerza y se limpió la cara.

Se suponía que tenía que darle unaclase de latín ese mediodía y Juan llevópuntualmente al viejo a una taberna (no ala preferida de Sergio) y pidió algo decomer. Pero Anastasio no tenía hambre.

—Sólo daremos la clase —anticipó—. ¿De qué hablamos la última vez?«Envío mis cuadernos al ministerio.»Eso sería Mitto libellos officiae...

—Oh. Yo pensé que sería officio uofficiis —dijo Juan.

Anastasio parpadeó con sus ojos

inyectados en sangre.—Sí —dijo después de un momento

—, así debería ser.—¡Madre de Dios! —Juan pasó del

otro lado de la mesa y puso una manosobre la frente del escriba; ardía—.¡Mira que eres testarudo! —dijoenojado, levantándose—. Estásdemasiado enfermo para declinar«ministerio» correctamente ¡y te sientasaquí a hablar en latín! Vamos, vete a tucasa. Anastasio no opuso resistenciamientras Juan lo sacaba de la taberna,pero se tropezó en el umbral y se quedómirando, confundido, la calle atestadade gente. «Está demasiado enfermo parallegar a su casa», pensó Juan.

—¿Queda lejos tu casa? —lepreguntó, tomándolo del brazo.

Quedaba aproximadamente a treskilómetros. El domicilio del escribaresultó estar en el segundo piso de unpequeño edificio cerca del Mercado delBuey. Un esclavo tan viejo y canosocomo el propio Anastasio abrió lapuerta cuando Juan llamó. No pareciósorprenderse al ver a su señor.

—Te dije que no estabas bien —dijoel esclavo, retirando el brazo deAnastasio del hombro de Juan—.Gracias, señor. Lo llevaré a la cama.

—¿No debería llamar al médico? —preguntó Juan desde la puerta, conactitud vacilante.

—Es sólo fiebre —apostillóAnastasio, intentando sosegarse con unesfuerzo evidentemente doloroso—.Estaré mejor dentro de un par de días.Tú vuelve a la oficina, por favor..., y tencuidado con ese archivo de Prisco.

Juan volvió al palacio Magnaura yencontró a Sergio sentado en la oficinaexterior, ante su propio escritorio. Elescriba revisaba algunos papeles, perolos dejó inmediatamente cuando entróJuan.

—¡Por fin has llegado! —comentó—. ¿Dónde está Anastasio?

—Enfermo, en cama —respondióJuan lacónicamente. La visión del rostrooscuro y mofletudo de Sergio sobre sus

propios cuadernos le provocó una fuertecólera—. He tenido que llevarlo a sucasa. —Dio la vuelta al escritorio.

Sergio se levantó lentamente.—Bien, le diré al ilustre Narsés que

has vuelto.—Gracias. —Juan se sentó

rápidamente y miró los documentos. Eraevidente que Sergio había estadorevisando no sólo los asuntos del día,sino también los de hacía variassemanas. Juan levantó la vista. Sergio selimitó a sonreírle con aire displicente yse fue muy despacio a la oficina interior.

Unos minutos después salió Narsés.—¿Anastasio está enfermo? —

preguntó. Había una nota de genuina

preocupación en su aguda voz.—Tiene fiebre. He tenido que

llevarlo a su casa.—No será nada grave, supongo...—Él dice que no. Sin embargo, yo

pienso volver por allí esta noche paraver cómo sigue.

—Me parece bien. Gracias —dijoNarsés con el ceño fruncido.Permaneció quieto un instante,tamborileando con los dedos sobre elescritorio de Juan, y finalmente ledirigió su enigmática sonrisa y volvió ala oficina interior.

Esa tarde Juan tenía uno de sus yaregulares encuentros semanales conEufemia y llegó tarde a casa de

Anastasio. La muchacha lo trataba conuna formalidad fría y precisa, que a Juanle parecía casi tan irritante como suanterior desprecio. Antes de abordarcualquier asunto le ofrecía comida ybebida al tiempo que lo obsequiaba concomentarios halagadores cargados detítulos. Aunque Juan se había apresuradopara ir a casa de Eufemia directamentedesde Magnaura, ya casi habíaoscurecido cuando se dispuso a salir.Cuando las puertas de hierro se cerrarontras él, Juan exhaló el suspiro de alivio,ya tan característico en él después de losencuentros, y dirigió a Maleka a mediogalope hacia el Mercado del Buey.

Fuera de la casa de Anastasio había

seis hombres armados, siete caballos yuna mula blanca. La noche era clara ycálida. Cuatro de los hombres estabansentados en semicírculo en la acerajugando a los dados, en tanto otros dosse apoyaban en las lanzas junto a laentrada. Juan sofrenó a Maleka ypermaneció montado, mirándolossorprendido. Luego comprendió queaquellos hombres eran servidores deNarsés. Tenía una vaga idea de que eleunuco poseía una pequeña guardiapersonal, aunque los soldados noacostumbraban a estar cerca de laoficina, pero él se había encontrado conalguno de ellos en una o dos ocasiones.Juan desmontó y llevó su yegua por las

bridas, con Jacobo siguiéndole lostalones.

—¡Hola! —saludó; los cuatrojugadores de dados se pusieron en pie.Eran todos hombres altos, delgados,fuertes, con barba, vestidos con cota demalla y armados hasta los dientes. Delos seis, cuatro eran morenos y dos eranbárbaros de cabellos claros y ojosazules.

—¡Hola! —dijo uno de los morenoscon un fuerte acento armenio—. Tú eresel secretario del ilustrísimo Narsés,¿verdad? Su Ilustrísima está arriba.Cuidaremos de tu caballo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —El armenio seinclinó y tomó a Maleka de las bridas.

Juan tragó saliva y le hizo un gesto aJacobo—. Tú quédate aquí esperando—a cuya orden el muchacho sonrió,nervioso. Juan entró en la casa.

En el segundo piso encontró unavieja que entraba en las habitaciones deAnastasio con una pesada jarra de aguaen las manos. Lo miró con desconfianza,pero no dijo nada cuando vio que Juanentraba detrás de ella. El viejo esclavoque se había encontrado abajo estabaatizando la carbonilla del brasero y lehizo un gesto a Juan con la cabeza, selimpió la cara y señaló con la manohacia un pasillo.

—Por allí —dijo—. Diles quepronto tendremos lista el agua.

Juan siguió la dirección indicada yencontró el camino hacia el dormitoriodel viejo escriba. Era una habitaciónmuy sencilla, bien iluminada por buenasventanas de vidrio pero casi sin decorar,con paredes de yeso desnudo y un suelobarato de Singidunum. Anastasio yacíasobre el cobertor raído de una camaestrecha. Parecía febril y exhausto. Otrohombre, evidentemente un médico,estaba junto a él, tomándole el pulso ysosteniendo una taza con un horriblelíquido negro. Narsés estaba de pie allado de la ventana con los brazoscruzados, mirando. Sonrió al aparecerJuan en la entrada.

—¡Salud! —saludó Narsés—. Como

ves, decidí venir a controlar a nuestropaciente por mi cuenta. Este caballeroes el distinguidísimo Aecio, mi médico.Doctor, mi secretario, Juan de Beirut.

—¡Salud! —saludó a su vezAnastasio a Juan con una débil sonrisa.

Fastidiado, el médico suspiró, sinmolestarse en mirar a su alrededor.

—Debéis salir todos —aconsejó—.El paciente necesita descansar. ¿Quéestán haciendo esos esclavos con elagua?

—Han dicho que pronto estará lista—señaló Juan.

El doctor suspiró nuevamente y soltóla muñeca de Anastasio.

—Mal —le advirtió al viejo,

lanzándole una mirada acusadora—.Aquí, toma esto. Te bajará la fiebre y teayudará a dormir —ofreció la taza aAnastasio. El escriba giró la cara y ledirigió a Narsés una mirada suplicante.

—Ilustrísima, realmente no eranecesario...

Narsés separó los brazos, se acercórápidamente y tomó la taza del médico.

—Probablemente no —susurró concalma—. Pero me tranquiliza saber quetú estás bien cuidado. Tómala, amigo.

Acercó la taza a los labios delescriba. Anastasio la tomó e hizo ungesto de desagrado.

—Ya que el buen doctor sugiere quete dejemos descansar, nos vamos ahora

—replicó Narsés—. Si deseas algo,simplemente díselo a mi esclavo.Enviaré a alguien mañana por lamañana. ¡Salud! Doctor, si me hicierasel favor... — Llevó al médico fuera dela habitación, al pasillo.

Anastasio lanzó un quejido y Juan sele acercó. Los ojos del viejo, legañososy enrojecidos, destacaban sobre la caracontraída y colorada.

—¿Cómo te sientes? —preguntóJuan.

—Es sólo fiebre —respondióAnastasio—. Dile a Su Ilustrísima queno se preocupe. —Los ojos se lecerraron y volvió a abrirlos conesfuerzo—. No necesitaba ir a buscar un

médico caro.—No te preocupes por eso —cortó

Juan—. Sólo descansa y recupérate. Teprometo no tocar tus archivos mientrasestés enfermo.

Anastasio insinuó una risa ahogada ycerró los ojos otra vez.

—¡Salud! —se despidió Juan y salióde la habitación.

Narsés estaba en el vestíbulo deentrada, hablando con el médico.

—Dejaré a algunos de mis hombrespara que cuiden tu caballo y te alumbrenel camino a casa —le estaba diciendocuando llegó Juan—. Pero, ¿procurarásque sea atendido si corre algún peligro?

El doctor asintió.

—Dejaré a uno de mis ayudantespara que vele por él. Pero al asistente sele pagará por separado.

—Por supuesto. Pero dile que nopreocupe al anciano con eso: él piensaque los médicos son una extravagancia.El pago es asunto sólo mío. Gracias,distinguidísimo Aecio, por habertemolestado por un amigo mío.

El médico se inclinó.—Siempre es un placer estar al

servicio de Su Ilustrísima.Narsés empezó a bajar las escaleras

y Juan lo siguió.En la calle Jacobo estaba jugando a

los dados con la guardia personal yrecibió a su señor con una mirada de

desilusión. Todos los soldadosinmediatamente prestaron atención.Narsés habló rápidamente a uno de ellosen armenio y el hombre se inclinó. Otrohombre desató una magnífica yeguapersa del lado de la casa y la llevó hastaallí. Juan se sorprendió, pues creyó queera el eunuco quien había montado lamula. Narsés montó y cogió las riendas:no montaba como si se hubiera criado acaballo toda su vida, pero sí como sihubiera vivido algún tiempo a lomos deuna cabalgadura. Sonrió a Juan.

—¿Podrías concederme el placer detu compañía de vuelta a palacio?

—Por supuesto, Ilustrísima. —Juaniba a buscar su caballo cuando vio que

uno de los guardias ya lo traía.Jacobo corrió por su bayo castrado y

lo montó con dificultad; todos losguardias, excepto el que había sidodesignado para esperar al médico,subieron a sus cabalgaduras y esperarona su comandante. Juan acercó a Malekaa la yegua blanca persa y Narséscondujo al grupo calle abajo.

—Anastasio está muy enfermo,¿verdad? —preguntó Juan.

Narsés se encogió de hombros.—Sí. Aunque Aecio cree que se

recuperará. —Suspiró—. Llevo un añotemiendo que esto ocurra. Anastasio noquiere vivir realmente desde que muriósu esposa. Puede engañar al doctor.

—¿Su esposa? No sabía que hubieraestado casado.

—¡Oh, sí! Se casó con una muchachade buena familia, pese a su pobrefortuna, y eran muy felices. Tuvieron treshijos: dos murieron durante la infancia,y el tercero, una muchacha, vive enEsmirna, casada con un mercader. Laesposa de Anastasio murió la primaverapasada. Fue una de las primerasvíctimas de la peste. No me sorprendeque nunca le hayas oído hablar de ella:no puede hablar de ella sin derramar unmar de lágrimas, por eso no la mencionaen absoluto. Quizá no debería siquieraanimarlo a vivir, ya que la vida sin ellale parece dolorosa. Pero le tengo cariño

y le echaría de menos.—Nunca creí que le importara nada

salvo sus archivos.Narsés sonrió.—Siempre ha amado su trabajo.

Desde la muerte de su esposa, no haamado otra cosa. —Avanzaron por unmomento en silencio y el eunucoexclamó con aire pensativo—: Peroparecía que había superado lo peor de ladepresión. Tú le has alegrado mucho lavida.

—¿Que yo le he alegrado la vida?—preguntó Juan sorprendido.

—Le has hecho reír. A él le gustatrabajar contigo. Bueno, ruego a Diosque se recupere. —Se santiguó—. Santo

Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal. —Dirigió a Juan otra sonrisa inescrutable—. ¡Tú, que fuiste crucificado pornosotros, ten piedad!

Había usado la fórmula monofisitade la plegaria.

—¿Conoces a Anastasio hace muchotiempo? —preguntó Juan, ligeramentesorprendido por la confianza que ledemostraba el insondable jefe dechambelanes.

—Años. Lo conocí cuando yo eratesorero de los gastos personales delmonarca y él era un empleado delministerio de finanzas. Durante lasedición de Nika se me encargósobornar a los Azules para que le

quitaran el apoyo al emperador rival. Lamayoría de mis hombres rehusaron deplano acompañarme, pues era aterradorsalir con una bolsa llena de oro entreaquella multitud vociferante. Todospensamos que simplemente nos mataríany se llevarían el dinero. Ya habíanmatado a todos los funcionariosimperiales que habían podido agarrar.Yo iba por las oficinas y la cortereuniendo voluntarios; Anastasio fue unode los pocos hombres a quienes pudepersuadir para que nos acompañara. Eraun empleado subalterno, que ganabaveinte solidi al año, que no podíacostearse un matrimonio, y le pusedoscientos solidi en la mano y le dije

que arriesgara su vida para entregarlosen nombre de Justiniano Augusto, y esoes lo que hizo. Es un hombreinusualmente valiente y virtuoso.

Juan guardó silencio por un instante,tratando de digerir aquello.

—Yo pensaba que la rebelión habíasido sofocada por Belisario —dijo conaire dubitativo.

—Belisario y Mundo fueron por elhipódromo con sus propias fuerzas deservidores, arrestaron al emperadorrival y sofocaron la sedición matando atreinta mil de sus partidarios. Yo habíasido enviado antes para provocarretraso y confusión..., la tarea usual deun burócrata. No, el verdadero honor de

haber sofocado la rebelión debeatribuírsele a la Augusta. Si no hubierasido por ella, el resto de nosotros habríaabandonado la ciudad. Los guardias depalacio eran neutrales y el populachonos era hostil: temíamos por nuestrasvidas todos nosotros. Incluso Belisario.Su Serenidad sabía los riesgos tan biencomo nosotros, pero estaba preparadapara asumirlos. Es una mujer deextraordinario coraje e inteligencia.

Juan sintió que su cara ardía; laalabanza a Teodora le resultóembriagadoramente dulce,particularmente después de las dudassembradas por Eufemia.

—Ya lo creo —declaró con

entusiasmo; luego, como el chambelánestaba comunicativo, agregó, algoinseguro—: Sobre el Capadocio...

Narsés lo miró sin aparentarexpresión alguna en el rostro.

—Escuché una historia sobre elCapadocio que me inquietó —replicóJuan, jugándose el todo por el todo—. Ynunca se sabe en esta ciudad si lo queuno escucha es cierto o no.

—Nunca se sabe en esta ciudad y enninguna otra —respondió Narsés—.¿Cuál era la historia?

—Que la Augusta maquinó su caíday que ella es la que lo hizo arrestar elúltimo verano y quien lo mandó torturartambién, violando la ley.

Narsés suspiró.—Juan el Capadocio —susurró tras

una pausa— es un hombre fuera de locomún. Probablemente tú sepas unascuantas historias sobre él, pues hay unaen cada provincia sobre los... métodosexpeditivos y los objetivos de surecolección de fondos. Parte de lo quepuedes haber oído es cierto, y parte nolo es. Una cosa es segura: que provienede una familia pobre y humilde.Comenzó su carrera como empleado enla oficina del jefe de armas para el estey el Augusto lo promovió a causa de suabsoluta habilidad e inteligencia. Esmuy valiente, muy arrojado, lúcido,capaz y franco. Era extremadamente

eficiente como prefecto pretorio y noexcepcionalmente corrupto.

—¿No? Tiene un gran patrimonio.Casi cuatro mil libras en oro y eso essólo lo que quedó después de sudesgracia. Y oí...

Narsés sonrió y bajó la mirada.—He dicho «no excepcionalmente

corrupto». Es cierto que aceptabasobornos, que robó del erario público yera ciertamente culpable de haberselucrado con la guerra. Pero eso, metemo, es bastante común en estos días. Ytú conoces el dicho: «Todos loscapadocios son malos, peores con eldinero, pésimos como funcionarios ypeor que pésimos en la silla curul». Sin

embargo, tres mil quinientas libras enoro (y gran parte ganada honestamente)no es realmente demasiado si se tiene encuenta los cientos de miles que hamanejado.

—¡Su salario no hubiera llegadonunca a una décima parte! —dijo Juanofuscado.

Narsés sonrió e hizo un elegantegesto de concesión.

—Mi salario no alcanza a unadécima parte de mis ingresos tampoco.Pero hay, como tú sabes, extras.

Juan no despegó los labios duranteun rato. No podía evitar conocer losextras de un chambelán imperial.

—A veces renuncias a tus

honorarios —sentenció finalmente.—A veces lo hago. Y aún tengo lo

suficiente para mantener unas mansionesque están demasiado lejos del palacio,una finca en Armenia que jamás he visto,con un montón de esclavos yadministradores para mantenerlos.También un monasterio, un hospital yuna residencia de ancianos aquí en laciudad. Por supuesto, mi posición tienemás privilegios que la de un prefectopretorio. Mis predecesores lodispusieron muy competentemente. Losdel Capadocio, en cambio, eran en sumayoría caballeros de fortuna, que nohabían preparado las cosas con tantadelicadeza para enriquecerse. También

tenía una familia y el deseo común dedejarles una fortuna. E incluso, si secompara su fortuna con la que Belisarioha amasado durante sus años deservicio, parecerá sin dudainsignificante.

—¿Belisario? Pero yo pensaba..., esdecir, ¡todo el mundo dice que es tanhonrado!

—Es tan honrado como cualquierotro general en el servicio del imperio.Ciertamente no es culpable de ningúndelito, pero se ha beneficiado con suposición tanto como ha podido. Piensaun momento. Puede mantener un ejércitode siete mil hombres de su propiopeculio. Tiene un patrimonio pequeño

por herencia, pero una fortuna digna deun rey por sus servicios, y dado que esun soldado y el estado le debe mucho, anadie le parece mal esto. Los serviciosde Juan no estaban tan cotizados; perosin ellos, las guerras de Belisario jamásse habrían llevado a cabo.

—Estás asegurando que no merecíani merece su desgracia —insinuó Juancon severidad.

El chambelán movió la cabeza.—No. Pero tú querías la verdad de

la historia. Y parte de esa verdad es elhecho de que el Capadocio no era elmonstruo que frecuentemente se dice queera. Yo no he conocido más que una odos personas verdaderamente malvadas

en mi vida, y más o menos la mismacantidad de santos, los extremos no sonfrecuentes. La mayoría de nosotrossomos una mezcla, y Juan de Cesarea noera una excepción. Pero verdaderamentemerecía su desgracia. Su eficiencia eracruel y causó gran sufrimiento entre lagente; y dejando eso totalmente de lado,puso gran empeño en traicionar a laSagrada Majestad de nuestro señorAugusto, al cual le debe todo. Y súmale,además, que era un hombre de carácterimpetuoso, frecuentemente violento ydespótico, y que tenía una debilidad porlos placeres de Afrodita e iba detrás deamantes más rápidamente de lo que lamayoría de los hombres cambian de

zapatos, aunque tenía accesos dearrepentimiento por ello. Él y la Augustase odiaron mutuamente desde el primerdía. Hay varias teorías absurdas que secuentan para explicar esto. En miopinión, la verdad es que él sentía unprofundo desprecio por las mujeresmantenidas y que ella experimentaba unsentimiento similar por aquellos que lasmantienen. Por otra parte, él pensabaque las mujeres no tenían lugar en lavida política, de ahí que le incomodarael poder que ostenta la emperatriz.Nunca admitió a ninguna mujer en susesquemas, ni siquiera a su hija (a pesardel afecto que le tiene). De cualquiermodo, la Augusta y el prefecto pretorio

estaban enfrentados, se espiabanmutuamente y se quejaban el uno delotro al Augusto siempre que podían. SuSagrada Majestad, sin embargo, aunqueadora a su esposa, valoraba demasiadoal Capadocio como para destituirlo.

»Finalmente, la esposa de Belisario,a fin de congratularse con la emperatriz,embaucó al Capadocio para queterminara haciendo una claradeclaración de traición. Es totalmentecierto. Y también es cierto que el veranopasado, cuando el obispo de Cízico fueasesinado, la Augusta sospechó delCapadocio inmediatamente y mandó quelo arrestaran. Estaba totalmenteconvencida de que era capaz de

cualquier maldad. Y hay razonesperfectamente válidas para sospechar deél y razones de peso para no retirar loscargos. Es verdad que el arresto en sí nofue... manejado como debía habersehecho. Pero debes recordar que elverano pasado era una época en que elmundo se regía por la muerte y el caos.El emperador estaba desesperadamenteenfermo y la mitad de la ciudad, la mitaddel mundo, se estaba muriendo. Nohabía lugar ni tiempo para enterrar atodos los muertos. Se hacían cosas quenadie hubiera pensado hacer en épocade normalidad... y no estoy seguro si sehicieron obedeciendo órdenes o porterror u odio personal.

—¿Y ésa es la verdad? —preguntóJuan, frunciendo el ceño.

Narsés sonrió.—Ésa es la verdad tal como yo la

veo. Tú estabas preocupado por elhonor de tu protectora, ¿verdad?

Juan bajó la mirada hacia la figuraoscura de Maleka.

—Así es —admitió—. Y tengo másque ver con la hija del Capadocio de loque quisiera. —Levantó la vista paramirar a Narsés; advirtió entonces que elrostro del eunuco expresaba...compasión—. Gracias. Necesitabasaberlo; es reconfortante.

Narsés inclinó su cabezacortésmente.

—La Serenísima Augusta tefavorece. Eres muy afortunado, pero yoque tú tendría cuidado. Semejante favorhacia un desconocido tiende a engendrarcelos. Si quieres mi consejo, actúa concautela. —Y antes de que Juan pudierapreguntarle qué quería decir, continuórápidamente—: ¿Es ésta la famosaMaleka? Si tienes tiempo, me gustaríacomprobar si es tan veloz como dicen.

«Se terminaron las revelaciones —advirtió Juan—; ¿y me está ofreciendorealmente una carrera?» Miródetenidamente al rostro sereno deNarsés y a la yegua persa.

—Ya estamos casi en el hipódromo—dijo por fin—. Si ese jamelgo tuyo

puede correr...Narsés sonrió más abiertamente que

de costumbre y espoleó a su yegua persapara que fuera al trote.

Maleka ganó la carrera por uncuerpo y Narsés sonrió a Juan casibonachonamente.

—¡Dios Todopoderoso! —dijo,sofrenando su montura—. ¡Mal presagiosi un árabe puede vencer a los romanosy a los persas a la vez! Ah, pero quéplacer estar lejos de la oficina. Deberíahacerlo más a menudo.

—Así es. Te sienta bien.Narsés le dirigió una mirada rápida

y triste y movió la cabeza.—Los eunucos están para eso: para

sentarse en oficinas y ocuparse de lacorte. Aunque quizá... no importa.Estimado Juan, debo atender al señor.¡Salud! Te veré por la mañana.

—¡Salud! —respondió Juan. Elchambelán principal espoleó su jaca ycruzó a medio galope el duro terreno delhipódromo, con la guardia personal quelo seguía de cerca. Juan intentóimaginárselo tomando una bolsa llena deoro en medio de una multitud aullanteproclamando a un emperador rival,pasando a cuchillo a los partidarios deJustiniano en las calles y quemando lamitad de la ciudad. Para su sorpresa, nole fue difícil. El eunuco tenía unaespecie de coraje impasible, de energía

sin límites, que le permitía a Juanimaginárselo enfrentándose a losrebeldes con una sonrisa en los labios.

Jacobo, que había observado lacarrera con los guardias desde la líneade partida, se acercó trotando y siguió lamirada de su señor.

—Los guardias dicen que SuIlustrísima es todo un hombre de verdad;no importa que sea un eunuco —comentóJacobo.

—Puede que tengan razón —coincidió Juan y dirigió a Maleka haciapalacio.

Anastasio, gravemente enfermo,miró por el umbral de la muerte durante

un día antes de cerrar la puerta de malagana para acabar recuperándose. Juanllamó a su casa una mañana tempranodías después de verse allí con Narsés yencontró al escriba sentado en la cama ybebiendo una infusión de cebada. Laimagen era como un amanecer; hastaentonces no se había percatado de lomucho que estimaba al viejo.

—Has venido muy temprano —dijoAnastasio—. ¡Quédate a desayunar!

Con pesar, Juan hizo un gesto con lacabeza.

—He sido invitado a desayunar conla Augusta y... —explicó.

—No deberías haber venido —lereplicó Anastasio, alarmado—. Llegarás

tarde.—Lo dudo. Ella se levanta tarde.

Además, ha valido la pena venir.¡Ánimo! —Anastasio le sonriósorprendido y Juan le devolvió lasonrisa para después precipitarseescaleras abajo y cruzar velozmente lascalles (había ido a pie), sonriente,maravillado del sincero afecto que elviejo le inspiraba.

La emperatriz estaba aún bañándosecuando llegó, pero sus sirvientes lodejaron pasar al salón de desayuno yTeodora no tardó en aparecer. Era unamañana cálida y brillante de primavera.En el jardín, las plantas de azafrán y losjacintos estaban en flor y en las vides de

la terraza habían brotado verdespámpanos pegajosos. La emperatriz hizomover el diván al triclinio antes desentarse y se tumbó sensualmente altibio calor de la mañana, comiendo panazafranado y uvas en miel.

—¿Has estado enamorado algunavez? —preguntó a Juan con una sonrisa.

—¿Por qué? —le preguntó Juan,sonriéndole a su vez. Era difícil nosonreír a Teodora, tan abierto ycontagioso era su placer en esta estacióndel año.

Se encogió de hombros, sonriente,con los ojos entornados.

—Es primavera.»Los membrillos cidonios beben en

primaveralas corrientes puras de los ríos,y la nueva sombra de las vides se

hundedonde crecen espesos los pámpanos

en flor.Pero a mí el amor no me da tregua,y avanza como el gélido cierzo de

Traciaa impulsos de la locura que me

consume...»Debes saber a qué me refiero. Yo

solía enamorarme todas las primaveras,siempre. Juan se echó a reír.

—A mí no me quita el sueño elamor, sólo porque haga calor, claro queno.

Ella le alargó un racimo de uvas.—¿Has estado enamorado alguna

vez? Vamos, ya eres un hombre. Nopuedes ser virgen.

Juan dejó de sonreír, profundamenteturbado.

Teodora se llevó la mano a la boca.—¡No lo puedo creer! —exclamó—.

¡No puede ser verdad! —Lanzó unacarcajada sacudiendo la cabeza—. ¡Unhombre, mi hijo, y aún virgen a losveinticuatro años!

—Nadie tiene que ser másrespetable —sentenció Juan con agudaprecisión— que quien pertenece a unafamilia respetable.

Su madre dejó de reír.

—Es cierto. No se permitenprostitutas, muchachas respetables nihablar, y afrontar los gastos de unaconcubina es casi imposible. No habíapensado en ello. ¡Pobre hijo mío!Bueno, la castidad agrada a Dios y laprostitución es un comercio perverso, enel que las muchachas pobres sufren y loschulos se hacen ricos. He estadointentando extirparla de Constantinopladurante años. Me alegro de que notengas nada que ver con eso. —Lo miróseria por un instante, pero la sonrisa notardó en regresar a su rostro. Se estiró ymovió los dedos de los pies a los rayosdel sol—. Pero, ¿has estado enamoradoalguna vez?

Juan se sorprendió devolviéndoleuna sonrisa tímida.

—Sí.—¡Ah! —giró sobre su vientre y

apoyó la barbilla entre las manos—.Cuéntamelo.

Él se encogió de hombros.—No hay mucho que contar. Uno de

los magistrados de Bostra tomó unaconcubina un par de años después deque muriera su esposa. Era unamuchacha respetable, hija de un hombrelibre, le dio una vivienda digna y vivíacon ella abiertamente. Me enamoré en elmomento en que la vi..., tenía dieciochoaños en esa época y era muy hermosa.

—¿Cómo era?

—Como una estatua de marfil y oro.Tenía sangre goda y era hermosa comolos dioses. Se llamaba Criseida. Yosolía fantasear que su patrón se cansaríade ella y que cuando la abandonara, yome podría acercar y proponerlematrimonio.

Teodora volvió a sonreír, como ungato a la luz del sol.

—Pero el que la mantenía no lo hizo,y tú sufriste durante años en silencio.¡Pobre hijo mío! ¿Alguna vez pudisteconocerla?

Juan se rió con tristeza.—Eso es lo peor de todo.

Aproximadamente un año después deque su patrón la instalara en su casa, mi

padre tuvo que tratar algunos asuntoscon él sobre una finca y lo visitó confrecuencia. Yo iba con mi padre paratomar notas y una tarde me colocaron enel mismo triclinio con Criseida durantela cena mientras los mayores hablabande negocios.

—¿Y no sabías qué decirle?—No lo necesitaba. Ella comenzó

preguntándome qué había visto quellevaran las mujeres en Beirut en misviajes de negocios ese invierno, ycontinuó hablando de que había estadotejiendo una túnica nueva para suquerido patrón pero que se le habíaacabado la lana azul y no podía comprarmás del mismo color por todo el dinero

del mundo. Y me contó sobre losresfriados de los hijos de su hermana ycómo su hermano había conseguido unaverdadera ganga en una alfombra depelo de camello. Yo la había adoradocomo a un icono, y no sabía qué decir.Había estado tan desesperado por hablarcon ella, que no podía admitir que haciael final de la cena deseabadesesperadamente apartarme y oír unaconversación de adultos. Pocos díasdespués, ocurrió lo mismo en otra cena,y tuve que admitirlo: Criseida erahermosa y una muchacha encantadora,pero muy aburrida y nada inteligente.Tanto me decepcionó, que juré novolverme a enamorar.

Teodora sonrió.—¡Pobre Juan! ¿Y nunca volviste a

hacerlo?—No he tenido muchas ocasiones.

Intenta no enamorarte si sabes que nadapuede resultar de ello si lo haces.

Ella le dirigió una mirada brillante yjuguetona.

—Así que, como Hipólito, has dichoun largo adiós a Afrodita. ¿Y qué haydel matrimonio?

Se la quedó mirando un instante conla boca abierta; después la cerró.

—¿Matrimonio? No habrás... —Tuvo una súbita y terrorífica idea de queTeodora ya había dispuesto algo, queuna muchacha lo esperaba en una

antecámara con su rica o importantefamilia detrás, lista para inspeccionar alnovio y que lo casarían con ladesconocida al instante. Era posible.Todos los viejos amigos de Teodorarelacionados con el teatro y elhipódromo habían tenido matrimoniosespléndidos arreglados para ellos por laemperatriz, a veces para sorpresa de susparejas. A ella le gustaba sercasamentera y desempeñaba el papelcon alegría. Pero el pensar que ellapodría haber hecho eso por él, sacó dequicio a Juan, le trastornó todos susesquemas, y se sintió terriblementedesnudo y desamparado. No podíaexistir ninguna distancia emocional

prudente, ninguna invulnerabilidad en laconsumación de un matrimonio. «Odioesta ciudad —pensó, con una oleada depasión casi aterradora—. Es una trampaen un laberinto suspendida sobre unabismo: justamente cuando uno se cree asalvo, en realidad está atrapado. Hanrehecho mi vida y me han cambiado. Meespían; ahora me ayuntarán con algunamuchacha elegida por mi madre y seréllevado Dios sabe dónde. ¡Oh, Madre deDios, quiero salir!»

Pero Teodora se echó a reír.—¡Vamos, no es para ponerse así!

No, querido, no he dispuesto nada. Enverdad me gustaría dejarte en paz un parde años, darte la oportunidad de

concentrarte en tu carrera y arreglar algopara ti cuando las circunstancias seanmás convenientes. Pero si el amor tetuviera impaciente, bien, te podríaencontrar a alguien ahora. Ya que no loestás, dejémoslo, ¿de acuerdo?

Aliviado, Juan asintió. Teodora serió nuevamente y movió la cabeza.

—Deduzco que la carrera va bien —susurró con satisfacción—. He oído queestás sacando los archivos delCapadocio de las garras de la hija.

Juan le habló de Eufemia. Teodoraescuchó, mascando uvas y moviendo elpie dentro de una sandalia, en el aire.

—¡Conque ella conocía dóndeestaban los archivos! —comentó cuando

Juan terminó—. ¡La inmunda hipócrita!Ten cuidado con esa muchacha, querido.Su padre era un bruto vicioso y perversocomo el rey de los diablos y parececomo si se lo hubiera transmitido. Si noestás en guardia con ella, te meteráarteramente en algo y te extorsionará. Sipor mí fuera, mandaría arrestar a la zafiaesa y buscar los archivos en la casa...pero supongo que los habrá escondido.

Juan bajó la mirada y se contemplólas manos un instante. «¿Será Eufemia laque me está espiando? —se preguntó—.Podría averiguarlo. Podría mencionarloahora... pero ¿qué haría la emperatriz?»

Levantó la vista, vio la ferocidadreflejada en los ojos oscuros y en el feo

gesto de la boca de la emperatriz yrecordó lo que le había ocurrido alpadre de Eufemia. «No le puedo deseara ella que la vuelvan a castigar, y menospor culpa de su padre. Ella no me gusta,pero es inocente. ¿Teodora realmente lapondría en la cárcel? ¿Y qué más leocurriría? ¡Ojalá yo supiera cuáles sonlos límites; ojalá supiera a dóndequieres que yo vaya, Augusta!», pensócon un deje de tristeza.

—Los habrá escondido —coincidióJuan—. Y no creo que realmentemerezca que la arresten. Es una arpía,pero supongo que tiene que tratar deayudar a su padre. Y de todo lo quepuedo deducir, me parece a mí que

nunca supo mucho de lo que él hacía, detodos modos. Él pensaba que lasmujeres no debían meterse en asuntos degobierno.

—¡Era un bruto astuto, codicioso ysin principios! —dijo Teodoraapasionadamente—. Solía contarlementiras sobre mí a Pedro. Yo le odiaba.Pero tienes razón, supongo que él no lecontó nada a ella. —Permaneció un ratocon el rostro ceñudo, la cabeza entre lasmanos, para después sonreírmaliciosamente—. Bien, si intentaseducirte, déjala. En realidad, podríasincitarla a que lo hiciera. No creo que laexperiencia te haga daño, y le haría biena su padre volver y encontrar que ha

convertido a su hija en una prostituta.Juan se sintió un poco asqueado.

¿Seducir y abandonar a una muchachaque a uno no le gusta, para vengarse desu padre?

—No, gracias —dijotranquilamente.

Teodora le dirigió una miradasevera. Primero la malicia desaparecióde su sonrisa, luego la sonrisa misma sedesvaneció.

—Tienes razón —dijo suavemente—. Es un plan cruel. No creo que yo lodeseara, en tu lugar. No sería muy buenaintroducción al amor...; si no recuerdomal, es una muchacha gorda y congranos.

—No es ninguna belleza —coincidióJuan. Por segunda vez en esa mañana sesintió ligeramente aliviado. Pensó:«Tiene algunos límites. Ella piensa entraspasarlos, pero no lo hace».

Teodora se echó a reír y le ofrecióuvas.

La emperatriz había invitado alemperador a cenar en su palacio y apasar la noche juntos. Cenaron ostras yjabalí rociado con una salsa brillante dehigos, regado por una jarra de un vinode Lemnos inmejorable, e hicieron elamor en la gran cama cubierta depúrpura de Teodora. Una lámpara solabrillaba en el lampadario dorado.

Cuando era joven, Teodora se habíavisto obligada a ahorrar el aceite de laslámparas, y ahora, en cambio, le gustabadejar que las lámparas se consumieran.

Justiniano yacía al lado de su esposaen un estado de absoluta felicidad física.Examinó tiernamente a Teodora. Lacolcha púrpura, trabajada con imágenesde ninfas y de pastoras, se enredaba ensu cintura. Su torso desnudo brillaba conel baño de luz dorada. «Hermosa comosiempre», pensó mientras la acariciaba.Ella sonrió.

—Cuando nos casamos, dijiste quepasaríamos todas las noches juntos —murmuró ella.

—Bien, lo hicimos durante unos

años. Pero una emperatriz debe tener supropia casa. Y a ti te gusta dormir másque a mí, perezosa.

Teodora sonrió con una sonrisaadecuadamente indolente, le tomó lamano y se la llevó a los labios paramordisquearle los dedos.

—Deberías pasar todas las nochesconmigo, aunque yo tenga mi propiacasa.

—No dirías eso si yo viniera a lacama tres horas después de lamedianoche después de deliberar conlos obispos.

Ella contuvo una risita cantarina.—Pasa toda la noche con los

obispos y luego ve a la cama con una

prostituta.—Ahora, querida... —La besó—.

Sabes que no me gusta que hables así deti misma... aunque sea en broma.

—Lo sé... y tú sabes que no quierohablar de obispos. En cuanto alguiendice «monofisita» o «calcedonio» tepones serio como un monje. Hablemosde otra cosa.

—Muy bien. ¿Sobre qué?Teodora se dio la vuelta y se apoyó

sobre un codo.—¿Debo conseguirle a mi primo

Juan una esposa ahora o dentro de un parde años? No acabo de decidirme. —Sinaparentarlo, observó detenidamente a suesposo. Narsés le había hecho su

advertencia con mucho tacto, pero ellahabía captado su significado conclaridad.

—Estás pensando en casarlo,¿verdad? —dijo el emperador, a quiense le esfumó parte de su satisfacción. Eltema era como un dolor de muelas,continuamente avivado por una lenguadébil. Por otra parte, un matrimoniosiempre era tranquilizador.

—¡Mm! —murmuró Teodora,percibiendo internamente que Narséstenía razón, como era frecuente.

«¡El muy tonto ya tenía que saberesas cosas! Por lo menos sabía más delo que admitía saber. He aquí un desafío,pues: ¿podré tranquilizar a Pedro sin

casar a Juan ahora mismo?», pensórefiriéndose a su marido.

—Si le encuentro una muchachaahora —dijo seriamente— ella leayudaría a establecerse, a avanzar en sucarrera y a proporcionarle un hogardecente. Pero si espero un par de años,podría hacer un matrimonio mejor paraél. Creo que dentro de un par de añostendrá un rango del que ahora carece.

—¿Cuan alto ha de ser el rango quepiensas para él?

—Tan alto como sea posible —replicó con firmeza—. Por lo menospatricio. Pero tendrá que pasar poralgunas oficinas más antes deconseguirlo.

—Me alegra que pienses así.—¿Por qué hablas con ese aire

reprobatorio? No quiero que tengatrabajos que no pueda realizar. Pero yaque es tan competente o más que lamayoría de los candidatos, ¿por qué noél en vez de ellos? Al fin y al cabo, esmi primo.

—Una recomendación formidable —coincidió Justiniano, con solemnidad—.¿Con quién lo casarías si tuvieras quecasarlo hoy?

—Ése es el problema. Puedo pensaren media docena de muchachas, todasricas, todas hermosas, y un par de ellastambién inteligentes. Está la hija de miamigo Crisómalo, o la sobrina de Pedro

Barsimes el banquero; sería fácil hacerque Juan se casara con alguna de ellas.Pero ninguna tiene ascendencia imperial.Y él necesita respetabilidad más quedinero. Si esperáramos un par de años,podría arreglárselas para casarse con elpoder tanto como con la riqueza.

Luego Teodora agregó para símisma: «Y yo quiero que se case con elpoder. La riqueza está muy bien, pero esel poder lo que cuenta; si se tiene poder,también se tiene riqueza».

Justiniano se rió.—¡Casamentera incorregible! Ya has

hecho que tu nieto esté comprometidocon la hija de Belisario y tu sobrina a misobrino. ¿A quién imaginas para tu

sobrino Juan, entonces? ¿Justina, la hijade Germano?

—Ya está comprometida con elsobrino de Vitaliano —terció Teodora—. Y Passara nunca aprobaría elmatrimonio... aunque no es que su hijagranulienta valga mucho, de todosmodos.

—¿Qué piensa tu sobrino de todoesto?

—¡Oh, no le he dicho nada! Sólo lecrearía preocupaciones.

—Ten cuidado, o se casará conalguna muchacha del teatro que no leconvenga.

Teodora se echó a reír.—Puedo arreglármelas con

cualquier mujerzuela que elija y si ellafuera capaz de hacerme frente, quizá nome importaría. Pero mejor que noconozca a ninguna cándida, boba,virtuosa y de clase media, o medesentenderé de él. No creo que se casecon nadie sin consultarme, querido. Hasido muy correcto y respetuoso: sabe loque se le debe a una protectora.

El emperador sonrió. Sus propioscelos le parecieron de repenteimprobables y casi irreales. Sepreguntaba si realmente se había sentidoasí y por qué.

—Si quieres organizarle unmatrimonio suntuoso, tendrá que teneralguna experiencia militar —dijo a

Teodora—. La corte y las oficinas estánmuy bien, pero son caminos lentos parael progreso. Para cuando tu primo lleguea ser patricio a través del trabajo desecretario, estará más preparado pararetirarse que para casarse.

—¡Mm! Si no se casa ahora, podríaser asignado a algún general encampaña. —«Dejemos que Pedro veaque no me importa nada si Juan estálejos... y una temporada de serviciomilitar sólo será una ventaja», pensóTeodora—. Yo me preguntaba sipodríamos enviarlo como asesor deMartino en el este. Habla árabe, arameoy persa.

—Allá sería útil, sin duda. Es una

posibilidad. Lo tendré en cuenta cuandohaga los nombramientos. Pero para sertesincero, mi vida, creo que para entoncesla guerra ya habrá terminado. ¡Dios nolo permita! Tendremos que ver quéocurre este verano. Pero Cosroes nologró nada de qué hablar en susinvasiones de los últimos tres años yperdió muchísimo tiempo y dinerositiando Edesa.

—¡Ruego a Dios que la guerratermine! —suplicó Teodora convehemencia—. Ese conflicto estúpido,insensato, lamentable, detestable, nos hacostado tanto... aunque supongo que sitermina, mi primo tendrá que ir conBelisario a Italia o con Areobindo a

África. Yo preferiría tenerlo en el este;tendrá más éxito allí.

—Hay otra posibilidad —sugirióremarcando las palabras el emperador—. Narsés lo tiene en muy alta estima,tú lo sabes. Dijo que estaba«completamente satisfecho». Viniendode Narsés, es un gran elogio.

Teodora desplegó una ampliasonrisa.

—Lo es, ciertamente. Narsés mismono tiene parangón. —Teodora habíacomprendido dos cosas de laadvertencia del eunuco, aparte de laobservación principal: que Narsés sabíaque las sospechas eran infundadas y quesentía aprecio por Juan. Ella siempre

había apreciado a Narsés y sintió ahorauna oleada de afecto hacia él. «Debohacer algo por él», pensó.

El emperador enarcó las cejas yasintió.

—Estaba pensando que ya queNarsés tiene por fin un secretario con elque está satisfecho, no le gustaríaperderlo. Necesitamos crear otra fuerzade mercenarios, por lo que pueda pasaren Persia, ya que la peste nos dejódebilitados. Estaba considerando enviara Narsés a Tracia para reclutar algunosde los hérulos. Es casi el único hombreque puede lograr algo de esos salvajes.Tu primo podría ayudar en elreclutamiento y luego, si demuestra ser

competente, a dirigir el ejército. Si laguerra persa no ha terminado, podemosenviarlos al este. En caso contrario, lospodemos pasar a Belisario.

—Está pidiendo ya más tropas,¿verdad? —indicó Teodora—. ¡Y nisiquiera está en Italia! Eso parece unabuena idea, sin embargo. A Narsésciertamente le gustará.

—¿De verdad?Teodora se rió y deslizó un dedo por

la nariz del emperador.—¡Vida mía, a él sencillamente le

encanta salir de la ciudad y jugar a lossoldados! ¡Debes saber eso! Si nohubiera sido vendido como esclavo,creo que habría terminado de bandido en

Armenia. ¡Capitán Narsés, el terror delos comerciantes persas! Es mejor eneso de lo que jamás le has dado laoportunidad de demostrar. Ese desastreen Italia realmente no fue culpa suya.

Justiniano sonrió.—Eso es lo importante. Muy bien.

Lo enviaré a Tracia y le daré algún títulomilitar.

—Es una buena idea también parami primo —asintió Teodora, sonriéndolea su vez—. Juan puede ir a cubrirse degloria entre los hérulos, volver dentrode unos años y casarse con una dama... yeso será haberme ocupado de él.Gracias, queridísimo.

Se reclinó sobre las almohadas de

seda y sonrió a su esposo, con los ojosentornados. El la besó.

—Espero por tu propio bien quehaga exactamente eso —le dijoJustiniano—. Pero prefiero que mi niñadel teatro sea la dama más orgullosa delimperio.

VI - Los hérulos

Dos días después, cuando Juan sepresentó al trabajo en la oficina interior,Narsés lo recibió sonriente, pero tenso ycon los ojos inusualmente brillantes.

—Tenemos que hablar —le anuncióy lo llamó hacia la antesala privada dela parte de la oficina que daba a lacorte. Juan reunió apresuradamente lastablillas y lo siguió.

El salón privado estaba oscuro:llovía copiosamente y las lámparasestaban apagadas. Narsés estaba de pieen el centro y, sonriente, miró hacia laventana semioculta. No bien hubo

cerrado Juan la puerta, le sonrió.—¿Qué sabes acerca de los hérulos?

—le preguntó.De todas las tribus bárbaras cuyas

cartas y representantes navegaban porlas oficinas, los hérulos cubrían elmayor espacio en los archivos. Juantitubeó un instante, intentando ordenar elmaterial acumulado en su mente; luegodijo con cautela:

—Son una tribu de bárbaros,emparentados con los godos, que habitanen la Alta Mesia cerca de la ciudad deSingidunum. Nos suministran grandescantidades de mercenarios, bajo ladirección de Faras en África, bajoFilemut en el este.

—Sí, sí, sí —dijo Narsés conimpaciencia—. ¿Qué más?

Juan titubeó nuevamente,desorientado por la atmósfera deentusiasmo contenido. «Narsés sabesobre los hérulos más que nadie enConstantinopla. Se encarga de todas lasdelegaciones y es amigo de la mayoríade sus líderes. ¿Por qué estaráinteresado en saber lo que sé yo?¿Habrá una crisis? ¿Alguien ha dejadoescapar información importante?»,pensó.

—Hace dos años los hérulosmataron a su rey en Mesia —dijolentamente, tanteando el terreno—. Sellamaba Ocos. Había intentado

fortalecer su poder a expensas de losnobles, por eso no lo querían. El añopasado los nobles decidieron que,después de todo, ambicionaban tener unrey y nos pidieron que les enviáramosuno.

—No exactamente —dijo Narsés,volviendo a sonreír—. Primero enviaronuna embajada a Tule. Querían un rey desangre real y creían que aún existíanmiembros de la familia entre los hérulosdel extremo norte. Luego, bajo presiónde Constantinopla, aceptaron como rey auno de nuestros comandantes aliados,Souartouas. La embajada de Tule no haregresado aún. Podría haber problemassi vuelve con éxito. Pero por el

momento los hérulos son cordiales connosotros. —El chambelán hizo unapausa, sonriendo a Juan con una miradaradiante pero reservada—. Y nosotrosles vamos a hacer una visita.

Juan se le quedó mirando, sinexpresar su sorpresa.

—¿A quiénes te refieres al decirnosotros? —preguntó.

Narsés sonrió.—Tú, yo, mis servidores, doscientos

guardias escogidos y, si la guerra persaya se ha terminado, Filemut y quinientoscaballeros aliados. Hemos de reclutartropas, bien porque las necesitemos enel este o para facilitárselas a Belisariopara su campaña italiana: tantos

hombres como sea posible, diez mil almenos. Partimos este verano, lasreclutamos en el otoño y pasamos elinvierno en la región. Si realmentevamos a Italia, tendremos que llevar lastropas a Dyrrachium y embarcarlas allíla próxima primavera. Si no,regresaremos por Constantinopla. Yotendré el mando provisional y autoridadpara recaudar fondos, gastarlos yrequisar vituallas según mi criterio. Tútendrás un cargo en la guardia imperial(tanto en la guardia personal como en lade palacio) y posiblemente el rango decomandante después.

—¡Oh! —exclamó Juan, todavíamirándolo inexpresivo.

«Partimos este verano —se repetíaen silencio—. Reuniremos tropas... DiosTodopoderoso, ¡vamos a la guerra!Lejos de esta ciudad tramposa y de losespías y del frío y de las preguntas, lejospara defender el imperio»

—¡Oh! —dijo nuevamente y sucallada incredulidad comenzó a caercomo la piel de una víbora—. ¿Esverdad? —preguntó, temiendo queresultara ser un rumor.

Narsés asintió alegremente, aúndesplegando una amplia sonrisa.

—Su Sacra Majestad me lo dijo estamañana. Yo sabía que había estadoconsiderando un movimiento así, peropensé que se decidiría por enviar a otro.

Tampoco me esperaba el rango militar.Pero aún no se lo digas a nadie.Tendremos que reorganizar la oficinaantes de partir; quiero reducir lasrecomendaciones y los sobornos a unmínimo.

—No, no... —Juan no sabía quédecir, se detuvo. Se encontró con losojos de Narsés. Los dos se miraronfijamente un instante. «Está tanentusiasmado como yo», pensó Juan.

—Por supuesto —apuntó Narsés—,será un trabajo terriblemente duro.Movilizar diez mil hombres de un lado aotro es difícil en cualquier momento, ymucho peor cuando se trata de bárbarosde una tribu particularmente salvaje.

Además existe el peligro real de que laembajada a Tule se presente con un reyrival de los hérulos y nuestras tropas seamotinen. Y Tracia y Mesia son regionesmuy pobres, salvajes e inhóspitas, dondela dureza es condición de vida.

Juan hizo un gesto con la cabeza.—Es de una belleza maravillosa,

indescriptible.Narsés se echó a reír.—Sí, ¿verdad? ¡Adiós,

Constantinopla! Pero recuerda, aún nodebes decírselo a nadie.

La prohibición de contarlo duró unmes y sólo fue levantada cuando hubofinalizado la reordenación de la oficina

entre Narsés y sus escribientes en lacorte imperial. Las tareas del chambelánserían divididas entre otros dosfuncionarios: uno de los eunucos depalacio se encargaría de las audienciasy de atender al emperador y un agentedel jefe de las oficinas se ocuparía delos asuntos financieros, legales ydiplomáticos. Los tres escribaspermanecerían en la oficina y se nombróa Sergio para que actuara comosecretario ocupando el lugar de Juan.

—¿Sergio? —preguntó Juansorprendido cuando Narsés le puso alcorriente.

—Es inteligente y competente —respondió Narsés con frialdad—. Estoy

seguro de que se las arreglará muy bien.—Sí, pero Anastasio es honrado.Narsés suspiró y dirigió a Juan una

mirada de afectuosa ironía.—La responsabilidad podría matar a

Anastasio. Nunca le ha gustado ejercerla autoridad y se preocuparía demasiadopor lo que hiciera, hasta enfermar denuevo. Tiene que ser Sergio, que semantendrá dentro de los límitessabiendo que volveré.

—Muy bien —dijo lentamente Juan.La necesidad de asegurar unatransferencia de poder ordenadasignificaba que tendría que pasar laspróximas semanas trabajando muy cercade Sergio. «Exactamente la oportunidad

que busca Sergio para meter las naricesen mis asuntos —pensó Juan preocupado—. Ojalá supiera si lo hace por sucuenta o si alguien le paga.»

Para cuando se divulgaron lasnoticias, Anastasio ya se habíarecuperado, pero no dijo nada cuandoNarsés hizo su discurso en la oficinabosquejando la reorganización llevada acabo. Estuvo con el ceño fruncidodurante el resto del día, pero a lamañana siguiente se levantó bruscamentemientras preparaba un archivo.

—Necesito hablar con el ilustrísimoNarsés —le dijo a Juan y salió dandouna patada a la puerta en dirección a laoficina interior. Juan oyó que levantaba

la voz pidiendo hablar con Narsés enprivado, pero no oyó nada durantemedia hora. Un obispo y un senadorquedaron esperando hasta que el viejoescriba salió dando otro portazo y sehundió nuevamente en su asiento. Elchambelán del emperador se acercó a lapuerta de la oficina y se quedó allí unmomento, mirando a Anastasio, que ledaba la espalda, con una mezcla de ira yremordimiento; se encogió de hombros ehizo a Juan un gesto para que hicierapasar al siguiente—. ¡Maldito sea! —maldijo Anastasio en voz baja,arrastrando su archivo todavía sinterminar. Miró a Juan con odio—. Ymaldito seas tú también. Bonita jugada

me hacéis, dejándome a las órdenes deese rastrero de Sergio. ¡Qué encantovolver a trabajar así!

—Lo siento —dijo Juan con pesar.Anastasio dio un bufido.—A ti te puedo entender. Eres joven

y cualquiera de tu edad con un mínimode ambición preferiría estar en el campode batalla que esgrimir plumas en unaoficina. Pero un hombre del rango delilustrísimo Narsés... ¡y a su edad,también!... debería saberlo.

—¿Qué quieres decir con «a suedad»? ¿Qué edad tiene?

—¿Cuántos años crees que tiene?—¿Cuarenta y cinco?—Yo le eché cuarenta cuando lo

conocí hace veinte años. Es por lomenos tan viejo como yo. No tieneningún sentido que intente ser generalotra vez. Sobre todo después deldesastre de Italia. Pero no, él tiene queprobar al mundo que no le quitaron elvalor al quitarle los testículos... ¡comosi cualquiera con un mínimo de sentidocomún creyera que lo guardaba ahí!Bien, le he dicho lo que pensaba, aunquea él le da igual, ¡maldito sea! —Anastasio apretó el archivo sobre elescritorio y colocó los clasificadores—.¡Y de ahora en adelante podéis guardarsilencio al respecto!

—Sí, Anastasio —dijo Juansumisamente y se inclinó en silencio

sobre su trabajo.Sergio estaba encantado, como era

de esperar, con la novedad de la partidade su superior y la de su propio ascenso,de ahí que anduviera toda la semanasonriendo afectadamente.

—Un puesto en la guardia personales algo importante —aseguró a Juanmientras recorrían el archivo—. Debespagar mil solidi o más si intentascomprar tu ingreso. Aun así, no teenvidio el que tengas que ir a tratar conlos hérulos. Son el pueblo másrepugnante del mundo. Aunque supongoque para ti ese honor corresponde a lossarracenos.

«¡Ya está otra vez a ver si saca algo!

—pensó Juan fatigado—. Alguiensospecha algo, para que Sergio insistasobre Beirut y Arabia del modo en quelo hace.»

—No sé mucho sobre los sarracenos—replicó—. Por lo general no suelenllegar hasta Beirut. Sólo les compramoslos caballos.

Sergio sonrió y fingió estudiar lasnotas del sistema de archivos.

«Evasivo como siempre. Todo eldinero que he gastado siguiendo suspasos, y no me ha llevado a ningún lado.Y ahora tendré que dejarlo hasta quevuelva de Mesia. Bien, al menos heconseguido ascender», pensó con ira.

Fue a finales de mayo cuando Juan

informó a Eufemia de que partía.La enorme y vacía casa de la

muchacha estaba menos desnuda ahora.Algo de la fortuna restituida había ido ala casa, aunque Juan sospechaba que lamayor parte del dinero la tendría elCapadocio en Egipto. Habían terminadoel intercambio de informaciónvespertino, por lo que la hija delCapadocio estaba tranquila y contenta.Eufemia se sentó con las piernasrecogidas sobre el diván, una copa convino aguado en la mano, sonriendo anteuna lista que Juan le había dado. Se lehabían soltado algunos mechones, por logeneral tan bien sujetos, y le caíanhaciendo una suave onda sobre la

mejilla. «Una muchacha con granos —pensó Juan, recordando la descripciónde Teodora—. Pudo haber sido ciertocuando era más joven, pero ahora no esgorda. Hasta sería hermosa si no seenvolviera en esos vestidos negros y nose sujetara el cabello con sombreros yredecillas. Pero no quiere ser bonita; loque todas las mujeres quieren, casarse ytener hijos, no parece interesarle enabsoluto. Supongo, no obstante, que nose puede casar de todos modos. Nadietomaría por esposa a la hija de unfuncionario caído en desgracia y odiadopor la gran mayoría. ¿Qué quiere, apartede sacar a su padre de la cárcel?¿Vengarse de la emperatriz? ¿Poder? ¿Es

ella quien me está espiando? ¿Y porqué?»

Eufemia levantó la vista; lesorprendió observándola y frunció elceño.

—¿Qué miras? —le preguntó. Eltratamiento formal no había duradomucho.

—Tengo que decirte que partiré aMesia el mes que viene —anunció Juansencillamente.

Ella se quedó mirándoloboquiabierta un instante.

—¿A Mesia? ¿Por qué?—El ilustrísimo Narsés ha sido

elegido para reunir una fuerza demercenarios hérulos. Yo iré con él.

Estaremos un año fuera.Ella se puso colorada.—¿Un año? Pero... pero ¿qué pasará

con la información que necesito? Tengouna carta de mi padre de la semanapasada; estaba satisfecho con lainformación, dijo que era inapreciable yque debía continuar; si te vas... —Seinterrumpió y se mordió el labio,enojada consigo misma por haberse idotanto de la lengua.

—Probablemente puedas llegar a unacuerdo con mi sustituto temporal —dijoJuan. Intentó no dejar ver con cuántocuidado observaba la reacción deEufemia ante la mención de Sergio—.Estará sin duda encantado de ayudar a la

prefectura pretoria.Eufemia no dijo nada. Bajó la

mirada, con el labio aún mordido,levantó el denso volumen de las listasretributivas, aún abierto en Siria, y lodejó sobre el regazo.

—¿Quién te sustituye? —preguntóásperamente, cuando el silencio se hizomolesto.

—Un hombre llamado Sergio, el hijode Demetriano el banquero.

Ella suspiró.—He oído hablar de Demetriano

Pulgar de Oro. ¿Qué tal es ese Sergio?¿Puedo confiar en él?

—¿Confías en mí? —preguntó Juansarcásticamente.

—Sí —le espetó ella, rápida ydecidida—. Claro que sí. Confío en quetú no mientes ni me engañas conrumores, y confío en que sabes de quéhablas. A ti ya te conozco. A ese Sergiono. ¿Confiarías tú en él?

—No —respondió Juan, lo bastantedesconcertado como para decir laverdad—. Es codicioso y ladino; noconfío nada en él. Pero él hará mitrabajo en la oficina y tendrá acceso a lamisma información que yo. Supongo quepuedes llegar a un acuerdo con él siquieres que sea de fiar.

—Supongo que sí —convino ella,aún sin levantar la vista.

Juan titubeó, con la mirada puesta en

un punto por encima de la oscuracabeza.

—También hay allí un ancianollamado Anastasio —dijo por fin—. Túya lo conoces, creo. No tiene el mismogrado de acceso al emperador, pero eshonrado y escrupuloso. Y estáprofundamente contrariado ante la ideade que la prefectura se las tenga quearreglar sin sus archivos. Estarácontento de atenderte si no te arreglascon Sergio.

—Puedo arreglármelas con él —dijo, irguiéndose en su asiento ymirándolo desafiante—. Puedes traer aese Sergio la semana que viene y llegaréa algún acuerdo con él. ¡Buenas noches!

Juan se levantó, sintiéndose depronto incómodo, como si hubieraperdido algo, como si hubiera dichoalgo que no debiera. Y sin embargo, allíno se había dicho nada extraordinario.

—Señora Eufemia, ¡salud! —respondió y bajó lentamente lasescaleras, en busca de su caballo. «Nocreo que conozca a Sergio. Quizás nohaya sido ella la que intentó sobornar aJacobo. Pero si no, ¿quién ha sidoentonces?», pensó.

Suspiró y se encogió de hombros;sus pensamientos se volvieron ansiososcamino del norte.

• • •

Juan abandonó la ciudad una cáliday ventosa mañana de principios de junio,montando tímidamente al lado de Narsésa la cabeza de más de setecientosjinetes. Se había puesto fin a la guerrapersa con una tregua de cinco años, poreso los cuatrocientos caballeros hérulosmarchaban por las calles de la ciudaddetrás de los veinte servidores deNarsés y de un centenar de miembros dela guardia personal del emperador.Otros cien de la guardia de palaciocerraban la marcha. El emperador y la

emperatriz, con otros doscientosguardias, acompañaban a las tropashasta la Puerta Dorada. Allí laprocesión se detuvo en la ampliaexplanada entre las dos murallas de laciudad, primero la pareja imperial y suguardia y, después, en línea opuesta, lastropas destinadas a Mesia: setecientoshombres armados, setecientos caballosdispuestos en amplios semicírculos deluz y movimiento. Detrás de ellos, aúnen la ciudad, una larga hilera de carrostirados por bestias de carga yconducidos por esclavos esperaba en laancha calle. La gente se agolpaba contralas murallas para mirar. Juan pensó conalegría que era una imagen magnífica

que valía la pena ver. La luz quebrillaba en los cascos y en la armadurade los guerreros, resplandecía en laspuntas de sus lanzas y en los arneses delos caballos. Los escudos esmaltados delos guardias imperiales, con elmonograma de Cristo, destacaban por sucolor dorado. El emperador montaba uncaballo castrado blanco con arnés depúrpura y oro. La emperatriz ibatranquilamente sentada en su carropúrpura. El estandarte del dragón deseda bordado en oro ondeaba al vientocomo si quisiera soltarse del mástil yalejarse volando hacia el norte. Detrásde ellos se elevaba la inexpugnablemuralla interior de la ciudad y las torres

invencibles de la puerta; antes, elcamino cruzaba la triple arcada de lamuralla exterior hacia el noroeste, haciaTracia.

Juan ajustó sobre su brazo el peso desu propio escudo esmaltado y miró a unoy otro lado con atención. La emperatrizle había aconsejado que contratara unpar de servidores privados, para dar aentender que era oficial, y le habíaencentrado dos robustos guerrerosvándalos, Hilderico y Erarico, queahora iban en las bestias de carga aderecha e izquierda, mirando como si lohubieran visto todo antes. Juan suspiró eintentó aparentar la mismaimpasibilidad. La compañía de los dos

vándalos se le hacía asfixiante y suhabilidad para la esgrima, deprimente.Había aprendido a montar y a tirar conarco en Bostra porque se considerabanhabilidades esenciales incluso para uncaballero bastardo: eran necesarias paraguardar fincas y para ocupaciones tannobles como la caza y las carreras. Perosaber blandir una espada o arrojar unalanza, ponerse y quitarse la armadura,era demasiado para él. Pensó tristementeen Jacobo, que venía como su esclavopersonal; el muchacho estaba con elequipaje, e indudablemente lamentabaperderse el espectáculo.

Narsés, que se sentía extraño en sucota de malla y casco con cresta roja,

desmontó de su blanca yegua persa.Entregó el casco a uno de susservidores, dio tres pasos hacia adelantey se inclinó graciosamente parapostrarse ante el emperador; seincorporó y volvió a postrarse ante elcarro dorado de la emperatriz; selevantó, dio un paso atrás y nuevamenteadoró a la sagrada majestad de lossoberanos. Juan ya se había dado cuentade cuan difícil era inclinarsecorrectamente con la armadura puesta yse volvía a preguntar si el eunuco seríatan viejo como Anastasio le había dicho.

El emperador inclinó la cabeza enseñal de respuesta.

—Estimadísimo y justamente

valorado Narsés —dijo Justiniano, lentay claramente para que su voz se oyera—, que la buena fortuna te acompañe.

Narsés se irguió y puso una mano enel arzón alto de la silla de montar.

—¡Que Dios proteja a Tu SacraMajestad hasta nuestro regreso! —exclamó y acto seguido se montó en layegua. Las trompetas resonaron; losguardias de la corte levantaron todos suslanzas y gritaron y, en las murallas de laciudad, el pueblo entonó el grito delhipódromo:

—¡Victoria a los tres vecessoberanos augustos, Justiniano yTeodora! ¡Victoria! ¡Victoria!

—No me gusta este grito desde que

se usó en la revuelta de Nika —murmuróNarsés, juntando las riendas. Hizo ungesto con la cabeza hacia la derecha y sedirigió al trote en esa dirección, pordelante del emperador que observaba laescena.

Juan miró hacia el carro dorado:Teodora estaba sentada como unaestatua, con su traje púrpura y con ladiadema, una mano levantada en gestode bendición. Cuando los ojos de Juanse cruzaron con los de ella, ésta ledirigió una fugaz sonrisa y un casiimperceptible aunque inequívoco guiño.Juan ocultó su propia sonrisainclinándose suavemente y tocándose elcasco... y pasó delante de ella; la ciudad

quedaba tras él. «¡Adiós,Constantinopla!», pensó y dio unaspalmadas a Maleka en el cuello. Layegua estaba nerviosa e incómoda por elpeso y el tintinear de la armadura y selimitó a estirar las orejas hacia atrás.

Entre Constantinopla y Singidunumhabía una distancia de más desetecientos kilómetros. Durante losprimeros cuatro días cabalgaron a travésde las verdes y fértiles praderas deaquella provincia de Europa. Loscampos, de trigales verdes, se volvíandorados con el calor del sol del verano.Los viñedos estaban cargados depesados racimos. La ruta estaba enexcelentes condiciones y nada impedía

que a lo largo del camino seabastecieran en los prósperos pueblos.Era una cabalgata placentera quesuponía un reposo muy necesitadodespués del último mes en la ciudad. Eltrabajo en la oficina había ahogadotodos sus preparativos personales. Laadquisición de armas y armadura, supresentación ante la guardia personal, elhacer el equipaje..., todo habíatranscurrido como en sueños. Larealidad de su partida le había parecidoconfinada a órdenes de requisamiento ya innumerables diplomas y cartas. Ahorapodía recuperar el aliento y mirar a lastropas.

Los servidores de Narsés, en su

mayoría armenios, eran, junto con losvándalos de Juan, los soldados másprofesionales de la compañía,entrenados, experimentados yperfectamente disciplinados. Estabanbien equipados como caballería pesaday la mayoría de ellos eran tambiénarqueros competentes. Los hérulostambién eran todos veteranos, pero porlo demás eran muy diferentes de losarmenios. Eran hombres altos yapuestos, que montaban en caballos deraza tracia o persa; llevaban armas yarmaduras extrañas y eran feroces en elcombate, pero rudos, desordenados,bebedores y pendencieros. Estabancomandados por Filemut, un hombre

valiente que se vanagloriaba de susvictorias y que, por suerte, admirabamucho a Narsés e intentaba manteneralgo de disciplina en nombre de sucomandante.

Los guardias imperiales (lapersonal, conocidos como losprotectores, y la de palacio, a cuyosmiembros se les llamaba escolarios)contrastaban a ojos vistas con ellos.Eran en su mayoría hombres jóvenes dericas familias de Asia, ávidos dedestacarse en la guerra. Estabanhermosamente equipados con armas conestandartes y armadura (cota de malla,peto, escudo ovalado, casco redondo,

espada larga de caballería y lanza) yusaban uniformes de colores llamativos:verde y rojo los escolarios, escarlata ymorado para los protectores. Noesperaban estropear equipo tan vistoso;todos habían traído por lo menos unesclavo que se ocuparía del trabajosucio del soldado. Se veían espléndidoscabalgando a campo traviesa, pero lamayoría no estaban mejor entrenadosque el mismo Juan. Los protectores enparticular eran todos oficiales: en teoría,podían servir en la tropa de cualquiercomandante del imperio, aunque en lapráctica la mayoría de ellos sólo habíanservido en la capital unos pocos añospara ver cómo era la cosa. Los

escolarios, la guardia de palacio, queconformaban el grueso de la guardiaimperial, eran un poco menos exaltadosy apenas mejor entrenados, pero ningunode ellos había visto una batalla de cerca.Los escolarios tenían su propiocomandante, un hombre hosco llamadoFlavio Artemidoro, que no deseabaabandonar sus cómodos cuarteles para ira reclutar bárbaros en las tierrassalvajes de Mesia, pero que tampocopodía gastar en un soborno el dinero conque quedarse.

El propio Juan estaba al frente delos protectores. Se lo había temido, peroen realidad era un cargo que requeríamuy poca atención. La disciplina

siempre había sido bastante laxa paralas tropas de palacio, pero de todosmodos miraban con respeto a unfuncionario imperial y obedecían congusto, aunque Juan sabía que loconsideraban como un empleadoprotegido. La verdadera tarea deconseguirles las vituallas necesarias ydistribuir las obligaciones (o, con mayorfrecuencia, las de sus esclavos) era yaparte de su trabajo como secretario. Laúnica orden inusual que dio a lo largo dela jornada fue iniciar unos ejercicios deinstrucción por las tardes, iniciativa muybien acogida por los protectores, ya quela mayoría se sentían tan pocopreparados como Juan. Los hérulos

observaban a los jóvenes caballerosgalopando desmañados por losimprovisados campos de instrucción,entre quejidos y sudores, mientraserraban los tiros de lanza. De vez encuando, algún bárbaro saltaba a supropio caballo y hacía un despliegue desu sorprendente habilidad mientras losotros lo aclamaban al tiempo queinsultaban a la guardia personal.

En la mañana del quinto día llegarona Adrianópolis. Era una ciudad horrible,varias veces fortificada, con murallas,fosos y puertas de hierro. Narsés dio laorden de pernoctar allí, aunque sólohabían hecho nueve kilómetros ese día.

—Dejaremos que descansen los

caballos —dijo a Juan—. A partir deahora serán más duras las jornadas ydespués de Filipópolis, será peor.

Al día siguiente continuaron. Elterreno era más abrupto y los camposmás pobres; poca gente trabajaba enellos. Los aldeanos desaparecían al vera los soldados, lo que dificultaba elaprovisionamiento de vituallas. En partepara practicar, Juan sacó su nuevo arcoy disparó a los faisanes y conejos que lavanguardia había levantado a su paso.Aunque nunca excepcional, siemprehabía sido un buen arquero, y cobró lassuficientes piezas para convidar a losoficiales de su rango a cenar. Para susorpresa, tanto los guardias como los

hérulos estaban impresionados por suhabilidad.

—¿Cuándo aprendiste a tirar conarco? —le preguntaban los protectores,por lo que Juan dedujo que el arco noera considerado esencial para loscaballeros al norte de los montesTauros. Filemut quiso ver el arco. Era unarma cara, compuesta de capas decuerno y de madera. Pequeña, ligera ymuy sólida.

—¿Es persa? —preguntó en sugriego mal pronunciado.

—La compré en Constantinopla, enel barrio de Constantiniana, muy cercade la iglesia de los Apóstoles —respondió Juan—. Supongo que fue

hecha en la ciudad.Filemut suspiró y llamó a uno de sus

hérulos, a quien Juan había visto cazartambién con arco, y le dio una orden. Elhombre sonrió, se inclinó y entregó suarma a Juan. Era más larga que la deJuan, pero enteramente de madera ymucho menos rígida.

—Éste es el tipo de arco que usamos—dijo Filemut—. Es bueno para la cazamenor, pero para nada más. Somoshombres valientes, guerreros. Nosgustan las armas fuertes que matenhombres, por eso nunca hemospracticado mucho con el arco. Pero lospersas... ¡Madre de Dios, cómo tiran! Ytambién los sarracenos. En el este,

vimos muchos sarracenos; algunos deellos tenían arcos como el tuyo. Tucaballo también es sarraceno, ¿verdad?En el este, la mayoría de las tropassirias y árabes copiaron las tácticas delos persas y los sarracenos; veo que lomismo ocurrió en Beirut.

Narsés desplegó una de susenigmáticas sonrisas.

—Respecto a eso, nosotros lo hemoscopiado todo de los persas.Antiguamente, la fuerza del estadoromano residía en sus legiones deinfantería; los comandantes de hoy díaconsideran a la infantería como algocasi inservible. Los dejans persasfueron los primeros en utilizar la

caballería con armadura pesada,imitados después por los romanos.Ahora todos intentan tener el caballo lomás grande y lo más pesado posible yamontonar todo el armamento quepuedan reunir. Me pregunto si no seestará subestimando a la infantería. Situviéramos algunos buenos piqueros yalgunos arqueros...

Filemut resopló.—La caballería pesada puede

aplastar todo lo que se le ponga pordelante.

Narsés volvió a sonreír y no dijonada.

Desde Filipópolis, adonde llegarononce días después de abandonar

Constantinopla, la carretera empezó asubir por los montes Ródopes y, comoNarsés había advertido, la marcha sehizo más dura. Algunas partes de lacarretera estaban inundadas por el ríoHebro y otras se desprendían por losprecipicios, lo que obligaba a las tropasa detenerse para apuntalarla antes deque pasaran hombres y pertrechos. Lasaldeas eran amontonamientos ralos dechozas, fortificadas y encaramadas encumbres inaccesibles. Las ciudadesestaban amuralladas y protegidas,agarrándose desesperadamente a lamiserable pobreza, que era todo lo quetenían. Las ciudades más grandesestaban fortificadas con doble muralla y

se negaban a abrir las puertas a hombresarmados, aunque fueran del emperador.Eran muchos los campos que se veíandevastados y desolados.

—Esta región lleva ciento cuarentaaños sufriendo invasiones casi continuas—comentó Narsés una noche que nopudieron hallar hospedaje—. Los godos,los alanos y los hunos, los vándalos ylos longobardos, los gépidos, losbúlgaros y los eslovenos, todos hanpasado por aquí. Y los hérulos, porsupuesto. Y nosotros, para loscampesinos, somos todavía tan maloscomo los demás. Es increíble que quedealgo. Toma nota de que debo hablar alos hombres mañana y recordarles que

estamos pasando por tierras romanas yque no deben saquear.

Era necesario recordarlo. Lacaballería de los hérulos tenía tendenciaa recorrer los campos cercanos alcamino en busca de botín y no eran defiar en misiones de reconocimiento.Hasta los guardias imperiales estabanansiosos por «sacudir a uno de aquelloscampesinos acaparadores para ver quépasaba», según lo planteó uno de losprotectores.

—Inténtalo y te sacudirán a titambién —replicó Juan secamente—.Son campesinos romanos; queremosestar en paz con ellos. Tenemos muchasvituallas y podemos conseguir más en

Sérdica. Pero si pasa esto consetecientos hombres, no sé qué pasarácon diez mil —musitó.

Narsés ya estaba disponiéndolo todopara los diez mil. Al llegar a Sérdicacayó sobre el gobernador como un rayode luz, dispuso una oficina separadapara manejar las vituallas, la proveyó deórdenes de requisamiento, la asegurócon codicilos y reorganizó el sistema deretribuciones para toda la provincia deDacia en el mismo acuerdo. Sealmacenarían víveres, se recaudaríanimpuestos; con uno se compraría ropa derecambio y con otro, caballos. Lastropas permanecieron cuatro días en laciudad; durante los cuales Juan escribió

cartas y tomó notas hasta que le dolieronlas manos. Se puso contento cuandoreanudaron la marcha.

De Sérdica a Remesiana, deRemesiana a Naissus, lejos de lasmontañas y hasta las planicies de Mesia.La tierra aquí era más fértil, aunquepoco más poblada. Los campesinos eranigualmente desconfiados peroconsiderablemente más prósperos. Laregión había sido protegida en parte delas invasiones por el asentamiento delos hérulos en el límite norte.

—El emperador proviene de aquelpoblado —indicó Narsés una mañanacuando estaban a unos tres kilómetros deNaissus. Juan miró hacia la aldea con

sorpresa: era un lugar pequeño y sucio.En los campos verdes había una viejacampesina que trabajaba con una azadaen un campo sembrado de cebollas. Lesdaba la espalda, gris y encorvada, y suazada brillaba a cada movimiento bajoel sol cálido y pesado.

—¿Quieres decir que su familia eradueña de esa aldea? —preguntó.

Narsés sonrió.—No. Su familia vivía allí. Su

madre probablemente también trabajaracon la azada en un campo de cebollascomo ésa. —Le dirigió a Juan unamirada irónica—. ¿Acaso no lo sabías?

—No. Suponía simplemente que...,es decir, su tío fue emperador; suponía

que toda la familia era poderosa.—Justino Augusto comenzó como

soldado raso, fue ascendiendo en elejército, hasta llegar a capitán de laguardia de palacio, conde de los vigías,no de los protectores, me temo. Cuandofue conde, hizo traer a sus sobrinos aConstantinopla y les dio educación. Élmismo era casi analfabeto: no tenía hijosy sentía la necesidad de que algúnmiembro de su familia fuera una personainstruida. Uno de los sobrinos era ungeneral capaz y popular entre sushombres, y el otro era un administradorexcepcionalmente brillante, unorganizador inteligente y original, quelogró que su tío fuera aclamado como

Augusto a la muerte del emperadorAnastasio. Justino lo adoptó en señal deagradecimiento.

—Germano y Justiniano. ¡Dios mío!—exclamó Juan.

Narsés volvió a sonreír.—No es una corte muy noble,

¿verdad? El senado la odia. Bueno,tampoco nosotros somos muydistinguidos. Filemut es un capitán delos hérulos y de buena familia, pero tú yyo... un antiguo empleado de oficina y unantiguo esclavo y campesinotransformado en eunuco de palacio. Contodo, nuestro ejército no es mucho mástampoco.

—¡Tú no eras campesino! —

exclamó Juan, desplegando una ampliasonrisa y aprovechando la confesión delchambelán.

—Ah, sí que lo era. Tercer hijo deun pobre campesino de Armenia, justoen el límite con Teodosiópolis. Nuestrobuey para el arado murió un invierno,por lo que mi padre se enfrentó a laposibilidad de ver morir de hambre atoda su familia o vender a uno de sushijos. Me eligió a mí porque era elmenor y el menos útil para trabajar latierra. El traficante de esclavos me hizocastrar por la misma razón. Yo era aúnmuy pequeño en esa época y no valíamucho. No creo que el traficante le dieraa mi padre ni siquiera el dinero

necesario para comprarse otro buey. —Narsés siguió cabalgando y guardósilencio por un instante. Ya no sonreía—. Aún tengo conocidos allí —añadiótras una breve pausa—. Cuando memanumitieron y vi que era rico, les enviéalgo de dinero. Sesenta y nueve sueldos.Pensé que debía darles al menos lo queel emperador pagó por mí.

—¿Alguna vez quisiste volver? —preguntó Juan.

Narsés movió la cabeza.—No hay nada por lo cual volver y

nada que decir si volviera. Juan se mirólas manos, asiendo el cuero ennegrecidode las riendas de Maleka.

—No —dijo—. Nunca se puede

volver atrás, ¿verdad?

Tras dos días de cabalgada hacia elnorte desde Naissus y casi un mesdespués de haber dejado Constantinopla,llegaron al territorio de los hérulos.

Los hérulos eran oficialmente loshuéspedes de la población nativaromana, pero en la práctica estapoblación estaba dispersa y establecidaen Singidunum y en una o dos ciudadesmás de la región. Todas las aldeas decampesinos eran de los hérulos, quienesno se escondían al ver a los soldados,como hacían los campesinos romanos,sino que, por el contrario, antes de quelas tropas alcanzaran la primera aldea

les salieron al encuentro amontonándoseen la carretera, hoscos y desconfiados alver a los guardias con el estandarte deldragón, pero estallando en gritos dejúbilo cuando notaron que el grueso delejército estaba compuesto de suspropios compatriotas. La caballeríaformada por hérulos gritaba, golpeabalas espadas contra los escudos, lasblandía en el aire y hacía galopar a suscaballos de un lado a otro. Narsés dio laseñal de alto y Filemut tuvo una largaconversación con los ancianos de laaldea en su propia lengua. Narséspermanecía sentado en su yegua blanca,con expresión impasible, atento. Juansabía que el eunuco comprendía el

idioma, aunque prefería no hablarlo.Finalmente uno de los hombres deFilemut salió al galope a hablar conalgún noble del lugar para anunciarle lallegada del ejército.

—Ahora comienza la parte tediosa—dijo Narsés a Juan en persa, para noofender a los hérulos—. Pasaremos lospróximos tres o cuatro meses bebiendo,escuchando discursos y dirimiendoconflictos de los hérulos y, con suerte,podremos bañarnos una vez en todo esetiempo.

—¿Tres o cuatro meses? ¿Tantotiempo nos llevará? —preguntó Juan.

—¡Ya lo creo! —dijo Narsés conuna sonrisa.

Los hérulos, según notó Juan, dabanmucha importancia a la hospitalidad ymuy poca a la autoridad imperial. Eraimposible dirigirse directamente a surey en Singidunum y solicitar elreclutamiento para el emperador. Erauna lástima, pensaba Juan, puesto queSingidunum era el único lugar de laregión donde se podía hallar algún tipode vida civilizada. El rey, Souartouas,había dirigido tropas para Justiniano yquiso recrear en la capital fronteriza unpálido reflejo de Constantinopla. Teníala corte en el viejo palacio de laprefectura y cuando llegó el ejército, lesdio la bienvenida a todos e invitó a losoficiales a una elegante cena, donde

sirvió vino traído de lejos; tambiénofreció a sus huéspedes romanos el usode los baños del palacio (pues los bañospúblicos estaban abandonados desdehacía treinta años). El rey anhelabaayudar en los preparativos para lasvituallas y el viaje, y sus secretariosescribieron cartas a los jefes noblesexplicando por qué venía Narsés einstándolos a cooperar, pero tales cartasno significaban nada para los nobles quepretendían ser visitados uno a uno.Narsés era muy conocido entre ellos:había tratado con sus delegaciones yhabía decidido puestos para sus jefesmercenarios, por lo cual lo respetaban.Querían el honor de agasajar ellos

mismos a un ministro imperial, puesdelegar eso en su rey era impensable.Entonces, mientras la mayoría de losguardias permanecían en Singidunum(trabajando, según la orden de Narsés,en la reparación del acueducto y losbaños públicos), Narsés y Juan juntocon una tropa selecta recorrieron elcampo, asistiendo a banquetes.

Los nobles hérulos tenían lacostumbre de construir salones para losbanquetes. Éstos eran por lo generalgrandes establos de paja, a veces consuelo de madera en un extremo, con unagujero para el fuego en el medio ybancos donde los compañeros del jefe, olos guerreros, dormían y comían.

Constituían un gran avance con respectoa la típica casa de los hérulos, queconsistía en una choza de carrizos ybarro de una sola pieza con el suelo detierra y una pocilga fuera. Nadie sabíalo que era bañarse y el lavado de ropasera poco frecuente; las letrinas secavaban sin drenaje en medio delpueblo, los niños y los animalesdefecaban en las calles y el hedor eraespantoso.

Los banquetes de los hérulos solíanempezar una hora antes de la puesta delsol y acababan cuando los hombres,borrachos, iban vomitando y cayéndose.No se permitía a las mujeres asistir a losbanquetes. Los hombres bebían una

cerveza amarga e insípida y unhidromiel amarillo muy fuerte, comíangrandes trozos de carne hervida o asadaen espetones, con tortas de pan ácimohecho con harina de cebada y mijo, deacompañamiento; el vino era casi tandesconocido como la moderación. Paraun romano, acostumbrado a platos conmuchas especias, poca carne y buen pande trigo, aquella comida era casiincomible. Como diversión los hérulostenían bardos que cantaban las proezasde los héroes patrios con voz aguda ycon el monótono acompañamiento de unarpa de tres cuerdas.

—Algunos de sus poemas sonrealmente estupendos —decía Narsés—,

aunque muy sanguinarios, me temo. —Para Juan eran simplemente un quejidoincomprensible.

Al llegar a la aldea de un jefe,Narsés asistía al banquete debienvenida, sonreía amablemente, sesentaba con expresión imperturbable yrehusaba con mucha habilidad que levolvieran a servir hidromiel. Al díasiguiente comenzaba el trabajo. A cadajefe local tenía que explicarleindividualmente la razón delreclutamiento; cada jefe tenía quejactarse de sus hazañas militares y delcoraje de sus seguidores; había queexplicar entonces los términos de uncontrato mercenario a estos mismos

soldados, algunos de los cuales siempreestaban de acuerdo con incorporarse alejército. Juan redactaba los documentosy tomaba nota taquigráfica de lasconversaciones. Luego el capitán y suscompañeros invitarían a Narsés a cazarcon ellos (ya que la caza era otra de susdiversiones). En la primera cacería Juanhirió a la presa, un lobo, con una flecha,cuando descubrió que los hérulos lomiraban como sorprendidos porconsiderar el arma cobarde y pocodeportiva. En salidas posteriores llevóuna lanza y cabalgó lo más lejos posiblede la presa.

A la noche siguiente de tan divertidoentretenimiento siempre había otro

banquete para honrar a los guerreros quehabían decidido incorporarse alejército. Pero al día siguiente había querepetir todo el proceso, porque lamayoría de los camaradas que habíandecidido ir habían cambiado de idea yalgunos de los que no se habían alistado,ahora sí querían, por lo que el jefeexigía cambiar los términos del acuerdoy hacía caso omiso del documentoescrito al no poder leerlo. El mejorreclamo era siempre que un ejército enItalia sería comandado por Belisario.Todos los hérulos detestaban al grangeneral, por eso contaban una y otra vezlas ofensas que les había hecho: azotar aalgunos por beber; no respetar sus

costumbres, particularmente en lotocante a los castigos; una vez habíamandado empalar a dos jóvenesguerreros por asesinato, después de quemataran a dos camaradas en una peleade borrachos, aun cuando las familias delas víctimas estaban conformes enolvidar el incidente mediante el pagocompensatorio. Narsés tenía unapaciencia infinita. Les decía que loshérulos tenían su propio comandante enItalia y que no estarían directamentebajo las órdenes de Belisario.

—¿Quién será el comandante? —preguntaba el jefe hérulo—. Nosgustaría obedecer al ilustrísimo Narsés,pero él no va.

—El sagrado Augusto osproporcionará un comandante en el quepodréis confiar —insistía Narsés—. Esose decidirá antes de partir para Italia, oslo prometo. —Y señalaba a Juan paraque releyera las notas de lasconversaciones del día anterior, ante locual el jefe se quedaba perplejo ymiraba con desconfianza, pensando quese trataba de una prodigiosa memoriapor parte de Juan o alguna clase demagia maligna. El acuerdo se volvía arevisar, con lo que más guerreroscambiaban de opinión sobre él yfinalmente había juramentos y otro largobanquete. Cuando no asistían abanquetes, ni cazaban ni negociaban, los

guardias se veían rodeados por unamuchedumbre de hombres, mujeres yniños que no habían visto nunca romanosy querían ver si eran humanos. Todos loshérulos (y, como no tardó Juan enadvertir, todos los que sufrían suhospitalidad también) tenían pulgas,piojos y ladillas. «Aburrido» era unmodo sumamente suave de describirlo.

Después de casi tres semanas dereclutamiento, Juan se las arregló paraexcusarse de ir de cacerías, pretextandoque Maleka tenía una pata lastimada.Dejó plantados a todos los que queríanir de excursión y encontró un poco detranquilidad en el establo; estaba muchomás limpio que la casa que se le había

asignado a él y no olía tan mal. Habíaprometido escribir una carta a laemperatriz, y para eso llevaba elplumero, pero se pasó un buen rato ensilencio, contemplando el pergamino.Constantinopla parecía un mundo tanremoto que era difícil encontrarpalabras, sobre todo si la carta ibadirigida a Teodora. Se la imaginódesperezándose sobre el tricliniodurante el desayuno, recién bañada,vestida en seda púrpura, comiendo... yaserían manzanas para esta época, yescuchando a Eusebio que le leía lascartas del día. Casi podía ver el brillodivertido en sus ojos de párpadoscaídos. Debía escribirle una carta que la

halagara y la divirtiera. Una carta queella aprobara. «¿Pero qué es lo que ellaquiere de mí?», se preguntó en silencio yel placer del recuerdo se mezclósúbitamente con un terror intenso aunquedifuso. Era el miedo de ser descubierto,una especie de vergüenza ante susupuesta importancia y sobre todo elmiedo de ser arrastrado locamente y sincontrol hacia algún destino desconocido.«Por eso quería irme de Constantinopla—reconoció—. Y aun así añoro laciudad.»

Esta verdad le sorprendió, lo que lehizo recapacitar. «Supongo que lo quemás añoro son las comodidades de lacivilización. Pero es cierto que añoro la

oficina y a Teodora; e incluso a Eufemia.Me pregunto cómo le irá con Sergio...»

Súbitamente se oyó un ruido depasos que entraban en los establos yluego una cara asomó por la puerta de lacuadra. Era el rostro de una muchacha,de ojos azules, bonita, que se mostrabacuriosa y decidida.

—¡Oh, estás aquí, muy noble señor!—dijo en un griego hermosamenteentrecortado—. ¿Puedo hablar contigo?

Juan permaneció callado unmomento, preguntándose cómo decirleque se fuera. Pero el solo hecho de quehablara griego indicaba que era laesposa o la hija de algún personaje, y eléxito de su misión dependía de no

ofender a nadie importante.—Por supuesto —dijo

incorporándose.La muchacha abrió la puerta de la

cuadra y entró con una sonrisa. Era máso menos de su misma edad, y también desu misma estatura; claro que los héruloseran altos. Llevaba una túnica de linoazul y un manto rojo sobre los hombrosy lucía un collar de oro y aros romanosimportados: evidentemente, era unamujer de rango.

—Soy Dacia, la hija de Rodulfo —dijo tímidamente—. Tenía muchas ganasde hablar contigo.

Rodulfo era el jefe local. Juancontuvo un suspiro y se inclinó

levemente.—Me honras con tu presencia,

señora Dacia.—Por favor, ¿podemos sentarnos?

—dijo la muchacha, señalando el fardode paja donde Juan se había sentadoantes.

Ella levantó las tablillas y la hoja depergamino y las sostuvo mientras Juanse sentaba; después se sentó a su lado.Contempló atentamente el plumero deJuan, que era de bronce conincrustaciones de plata.

—¿Siempre llevas esto? —preguntó,tocando el estuche—. ¡Qué cosa taningeniosa, escribir! Los hombres dicenque escribes tan de prisa como ellos

hablan.—Soy el secretario de Narsés,

señora. —Juan tomó el estuche y lastablillas—. Los secretarios deben sercapaces de tomar notas.

—Es muy ingenioso —dijo Dacia,doblando compungida las manos vacíassobre el regazo—. Ojalá yo supieraescribir.

—¿No hay nadie aquí que te puedaenseñar?

Se encogió de hombros.—Mi padre conoce a un hombre, un

sacerdote, que sabe escribir. Pero noquiere que yo aprenda... Estoy diciendocosas tristes y... quería preguntarte sobrela gran ciudad, Constantinopla. Nunca he

hablado con nadie que haya estado allí.¿Es más grande que Singidunum?

Juan no pudo reprimir una sonrisa.—Podrías poner varias Singidunum

dentro de Constantinopla y aún tesobraría espacio.

—¡Oh, estás bromeando!—No.—¡Qué hermosa debe de ser! ¿Y tú

eres de allí? ¿Tu familia es de allí?—No, yo soy de Bostra, en Arabia.

—Las palabras se le escaparon sinpensar, y se mordió la lengua. No habíanadie más que pudiera oír y esta mujerbárbara probablemente no sabríadistinguir la diferencia entre Bostra yBeirut, pero se maldijo por haber

olvidado la mentira.—Bos-tra. ¿Es una gran ciudad,

como Constantinopla?—No tan grande como

Constantinopla —dijo, resignado—.Pero también es una hermosa ciudad. —Y de repente la vio en su imaginación,como la había visto tantas veces alvolver de un viaje de negocios con supadre: el verde de las tierras cultivadas,que resaltaba sobre las vastedades colorocre del desierto sirio; los intrincados eingeniosos sistemas de riego que cubríantoda la región con el preciado sonidodel agua escondida; las palmeras dedátiles junto a las murallas y los acantosflorecidos; las casas blanqueadas, las

paredes de piedra rosada, los camellosbebiendo en la fuente del mercado. Conuna súbita repugnancia por la largamentira, agregó—: Era la capital de losnabateos, de un gran reino, antes deformar parte del imperio. Las caravanaspasaban por ella desde el noreste, desdemás allá de las tierras de los persas,trayendo especias y seda fina delOriente. —«Y yo no debería decir estoporque puede repetirlo. El nombre deuna ciudad no significa nada, puedodecir fácilmente que se confundió, peronadie puede confundir esta descripciónde Bostra con Beirut», pensó, ahogandodesesperadamente el elogio de Bostraque le brotaba desafiante a sus labios.

Ella lo miraba atentamente, con losojos como platos.

—Sé lo que es la seda —dijohumildemente. Titubeando, ella extendióla mano hasta el manto de Juan y tocó elborde rojo y púrpura—. Esto es seda. Elrey la usa en Singidunum y tambiénalgunos guerreros que han estado entreromanos, y a veces sus mujeres. —Laacarició durante largo rato—. Nunca lahabía tocado; ¡es tan suave! ¡Cómobrilla! Y Bostra, tu ciudad, ¿queda muylejos de Constantinopla?

—Tan lejos como Constantinopla deSingidunum, tal vez más. Pero puedes irpor mar, así que no importa. —Se tragólas palabras para su seguridad ahora,

recordando que Beirut era un puerto.—¡El mar! Pienso que el mar debe

de ser como un enorme campo de trigo,todo lleno de agua. Pero vives enConstantinopla, ¿no? ¿Tu familia estáallí?

Juan hizo un gesto negativo con lacabeza.

—Toda mi familia ha muerto. Perosoy primo lejano de la SerenísimaAugusta, Teodora; ella fue quien me dioun puesto con el ilustrísimo Narsés.

Le dirigió una sonrisa radiante.—¿Eres primo de la emperatriz?

¡Oh, yo sabía que eras noble! Las otrasmujeres dicen que eres un pobrehombre, aunque mandas soldados,

porque sigues al ilustrísimo Narsés ytomas notas y usas arco en lugar delanza. Cuando les diga: «Es primo de lagran reina», se avergonzarán. Entonces,has conocido a la emperatriz Teodora, yhas hablado con ella, y con elemperador, ¿verdad? ¿Cómo son? —Lamuchacha aún sostenía el borde sedosodel manto y sus dedos se crispaban deentusiasmo tocando la seda.

Juan se encontró sonriéndole ydescribiendo el trono de Salomón en elpalacio Magnaura, con sus lámparasdoradas; describió cómo el emperador yla emperatriz se elevaban juntos en eldiván, vestidos de seda púrpura,coronados con diademas, y cómo sus

sirvientes se postraban ante la sagradamajestad del poder imperial.

Dacia escuchaba boquiabierta y losojos le brillaban de placer.

—¡Oh, es maravilloso!¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Ojalápudiera verlo! —Avergonzada, bajó lamirada y notó que le había arrugado elmanto. Rápidamente empezó a alisar laseda con las manos—. Los romanos noson como los hérulos —dijo seriamente,mientras sus manos delicadasacariciaban la seda—. Saben muchasmás cosas, saben escribir y hacer cosashermosas. Tan bonitas, tan... —Volvió alevantar la mirada. Sus ojos eran de unazul pálido, enmarcados por pestañas de

un dorado oscuro. Juan sintió que lefaltaba el aire y se quedó sentado sinmoverse. La mano de Dacia dejó la seday le acarició el rostro—. ¡Sois tandiferentes de nosotros! —dijo con pesar—. Vosotros llegasteis a mi aldea ayer ymañana os iréis de nuevo. Prontovolverás a Constantinopla. ¿Tienesesposa allí?

—No. —Juan tomó la mano y laapartó nerviosamente de su cara. Sucorazón le martilleaba en el pecho. «Noestoy casado, pero ella debe de estarlo—se recordó a sí mismo—. Hermosa,más de veinte años e hija de un jefe:debe de tener un marido noble que hasalido de cacería. Y no sería mucho

mejor que fuera virgen: eso ofendería asu padre en vez de a su marido. Detodos modos, sólo siente curiosidad.»

Sujetó la mano que había cogido lasuya y la examinó.

—Esa marca es de la pluma,¿verdad? —dijo ella, señalando elbrillante trozo de piel muerta del dedomedio de la mano derecha—. Enséñamea escribir, por favor.

Juan se relamió los labios, cogió elplumero y el pergamino y escribió elalfabeto. Mientras tanto, ella observabacon la cabeza inclinada sobre él. Juanera dolorosamente consciente de laproximidad del cuerpo de ella, de supiel blanca, de los senos redondos que

se oprimían contra la túnica cuando seinclinaba sobre él, del calor de surespiración sobre su brazo. «Soyhuésped aquí —se recordó a sí mismoya desesperado—. No debo hacer nadaque los pueda ofender.»

—¡Escribe mi nombre! —rogó ella,y él lo escribió. Ella lo contemplóatentamente y señaló cada una de lasletras a su vez, comparándolas con elalfabeto—. ¿Ahora escribo yo? —preguntó con impaciencia, intentandotomar la pluma.

—Es más fácil con éstas —le dijoentregándole las tablillas de cera y unestilete. Ella las tomó con avidez ycopió las letras del alfabeto, torpe y

cuidadosamente, preguntandonuevamente los nombres de las letras ypronunciándolas. Cometió un error en lazeta y protestó enojada; Juan tomó elestilete y le enseñó cómo darle la vueltay corregir el error; guió su mano sobreel resto del alfabeto. Se sorprendió deque su propia mano no temblara al final.

—¡Qué hermoso es! —exclamó otravez cuando terminó. Tomó el pedazo depergamino—. ¿Me puedo quedar conesto? Estudiaré las letras.

—Por supuesto. Las tablillastambién, si quieres. Tengo más.

—¡Muchas gracias! ¡Muchasgracias! Yo... yo quería... —Seinterrumpió mirándolo; su hermosa piel

se oscureció y adquirió un hermoso rosaoscuro—. Yo pensaba..., es decir, si tegusto...

«¡Si me gusta!», pensó Juanconfundido.

—¿Qué quieres decir, señora?—Si quieres acostarte conmigo —

dijo ella, haciendo un gesto desesperado—. Si tú lo quieres, yo también.

Juan sintió que su cara se encendía.Bajó la mirada, miró las manos de lajoven asidas fuertemente y respiróhondo para recobrar la calma. Recordócómo Teodora se había reído de él.Recordó cuando tenía diecisiete años,loco de amor, acostado en su oscura ycaliente habitación de Bostra y soñando

con el hermoso cabello y los ojos azulesde Criseida, a quien jamás se habíaatrevido a tocar. Y también otrasmuchachas: admiradas y deseadas, a lasque nunca había hablado. Nunca habíasoñado que algo así pudiera ocurrirle aél, y le parecía mentira.

—Señora Dacia —le dijo,ceremonioso—, me sientoprofundamente honrado y te estoy muyagradecido por tu invitación, pero soyhuésped de tu padre y mi comandanteestá aquí en misión diplomática. No meatrevo a hacer nada que pueda ofender atu padre, o si lo tienes, a tu marido... pormucho que yo lo desee.

—Mi marido ha muerto —dijo, y se

mordió el labio—. No tengo marido. —Inmediatamente se alejó y se quedósonrojada y avergonzada.

—Pero... señora... Dacia —le tomóla mano, y se dio cuenta de que no teníanada que decirle. Sintió un súbito terror.«No conozco sus costumbres. ¡DiosTodopoderoso, no conozco suscostumbres en este terreno!» Pero nopodía hablar ni dejarla irse.

—¿Quieres, pues? —preguntó ella,el rostro nuevamente iluminado.

—¡Sí, sí, claro que sí!Ella sonrió, se sentó a su lado y lo

besó.—Nos quedamos aquí —dijo—.

Será más discreto que en las casas.

Hacer el amor no fue lo queesperaba. Fue un alivio, no el éxtasis; unintenso placer, pero al mismo tiempoaterrador. Su propio cuerpo le parecióalgo fuera de su propio control, animal yajeno, y su mente lo observaba conestupor. Después, sin fuerzas ytemblando, se quedó recostado junto aella en la paja y vio un piojo que searrastraba por su hermoso cabello,produciéndole una oleada de asco. Seincorporó rápidamente y empezó aponerse la túnica. «No tiene marido,pero su padre volverá más o menosdentro de una hora. ¡Dios mío, estopodría traer problemas! Y es unpecado... ¡pero qué encantadora es!»,

pensó con amargura.Dacia se había incorporado y se

estaba poniendo la túnica; sus hombroseran blancos como el mármol, suspechos redondos y rosáceos. «Como laestatua de Afrodita de Fidias, en laCalle Media de Constantinopla», pensóJuan. Ella percibió su mirada y lesonrió.

—¡Qué hermosa eres! —dijo él,devolviéndole la sonrisa, y ella contuvouna risita. Dacia estiró la túnica haciaabajo y se puso de pie, levantando elmanto.

—¿No lo digo bien? —preguntóella.

—Lo dices maravillosamente. —La

mezcla de asco y ternura era dolorosa,pero ante ella sólo podía sonreírtontamente.

Ella volvió a reírse; iba a decir algomás cuando se oyó el piafar de unoscaballos fuera. Rápidamente se echó elmanto por los hombros, se lo sujetó ysalió velozmente de la cuadra justocuando la partida de caza entraba en losestablos. No bien se hubo ido ella, Juandeseó que jamás hubiera venido.

Aquella noche, durante todo elbanquete, estuvo preocupado acerca delas posibles consecuencias de acostarsecon la hija de un jefe y decidiófinalmente que debía consultar a Narsés.Al eunuco le habían asignado la mejor

casa de la aldea y a Juan la segundamejor; ambas estaban cerca la una de laotra y, según los parámetros de loshérulos, eran muy amplias. Cada unatenía dos habitaciones: una para el señory la otra para los esclavos y paracocinar. Mientras regresaban delbanquete, Juan planteó a Narsés unacharla privada, por lo que éste lo invitóa pasar a la oscura habitación del fondo.Narsés encendió la única lámparacolgante y ordenó a sus sirvientes que seretiraran. Se sentó en la cama, conexpresión cansada pero tranquila.

—¿Cuál es el problema que meplanteas? —preguntó amablemente.

Juan se sonrojó y, tartamudeando por

lo avergonzado que estaba, explicó loque había ocurrido en los establos.Narsés escuchaba pacientemente sindecir nada; un momento en que Juan sedetuvo, suspiró.

—Está bien que me cuentes esto. Loshérulos no dan a la castidad la mismaimportancia que los godos, pero estopodría igual traer problemas. ¿Lamuchacha era virgen?

—No, dijo que era viuda.Narsés dio muestras de alivio.—¡Una viuda! Eso está

perfectamente bien. Yo te sugeriría quele hicieras algunos regalos, la tratarascon respeto y le ofrecieras recibir a suhijo, si tiene alguno. Indudablemente, lo

que quiere es reconocimiento público.—¿Lo que ella quiere? Yo pensaba...—Lo que quiere aparte de ti, por

supuesto. —Narsés le dirigió su sonrisacortés—. Fue una delicadeza por suparte en dejar el reconocimiento en tusmanos. Antes de que este puebloadoptara la fe cristiana (que fue hacequince años) era costumbre que lasviudas se colgaran junto a las tumbas desus maridos. Una viuda que eligieravivir era tratada con tanto despreciocomo nosotros los romanos trataríamosa una prostituta. La costumbre delsuicidio tiende a desaparecer por lainfluencia de la Iglesia, pero elsentimiento popular aún considera a una

viuda como menos que respetable. Paraesta muchacha tuya, tener un romance ala vista de todos con un embajadorromano, comandante de la guardiapersonal y primo de la sagrada Augusta,sólo puede favorecerla y enconsecuencia aumentar surespetabilidad. Espero que le hayasdicho que eres primo de la emperatriz.Estupendo. Tal vez hasta pueda volver acasarse ahora, aunque sea con unhombre de rango inferior.

—¡Santo Dios! Pobre Dacia. —Juanse quedó en silencio por un instante,para después decir—: Así que ella vinoal establo pensando en eso.

—Probablemente. ¿Te sientes

ofendido?—No. Pero me confunde. —Recordó

cómo se había sonrojado y sintió que lasmejillas le ardían. El acto sexual en síya carecía de importancia ante laconfusión y lo insólito de los resultados.

—Claro que sí. Si no esinapropiado, por ser yo quien te loaconseja, sería mejor que evitaras tenereste tipo de aventuras en el futuro.Probablemente no pasará nada en estecaso, pero otra joven podría estar encircunstancias diferentes y te podríatraer problemas a ti y avergonzarnos anosotros.

—No pretendo repetir elexperimento —dijo Juan. «No valió la

pena, como tampoco valió la pena todolo que he pensado en ello. Y es unpecado. Aunque no tanto para ella, nocon su familia pensando que estaríamejor muerta como su marido. Entoncespor eso se levantó tan rápidamentecuando me dijo que era viuda», pensó—. ¡Pobre muchacha! —dijonuevamente—. ¡Qué pueblo tan salvajeson estos hérulos! Sergio tenía razón:son el pueblo más repugnante delmundo.

Narsés se encogió de hombros.—Me recuerdan a los héroes de

Hornero. Muy valientes, muyindependientes y muy dados avanagloriarse. «Sacrificando a las

cabras que balan y a los bueyes detorcidos cuernos que se arrastran.»

—Los héroes de Hornero sebañaban —dijo Juan con amargura—. Yno obligaban a las viudas a colgarse.

—Probablemente sea más fácilbañarse en Grecia, donde hace calor,que en Mesia. Y los hérulos vienen deTule, donde hace aún más frío... Dicenque en el invierno, el sol no sale encuarenta días. Pero los hérulos ya no sonlo salvajes que eran antes. Abandonaronlo peor de sus viejas costumbres cuandoadoptaron la fe cristiana.

—¿Acostumbraban hacer cosashorribles también?

Narsés no sonrió.

—Practicaban el sacrificio humano.Y si había alguien demasiado viejo odemasiado enfermo como para no podercuidar de sí, lo mataban.

—¡Santo Dios!—Era una costumbre cruel, pero

había cierta dignidad en ella. Cuando unhombre estaba demasiado enfermo comopara levantarse, su familia hacía unapira funeraria y lo llevaba y lo colocabaallí con sus mejores pertenencias. Todoslo besaban y se lamentaban y elogiabansu coraje y generosidad. Luego, dadoque estaba prohibido derramar sangre dela familia, un amigo de la familia matabaal inválido con un cuchillo y quemabanel cuerpo. Aún hacen esas cosas a

veces, en aldeas que están lejos de lasiglesias..., pero no está bien visto.

—¿Y no piensas que son el pueblomás repugnante del mundo?

—No —dijo secamente Narsés—.Le daría ese título a los romanos, quehacen cosas similares, o peores, pordinero. Y diría que los romanos sontambién el pueblo más noble de todoslos pueblos del mundo, que sobrepasa atodos por sus leyes, su arte y su fe.Nuestra ciudad es la gran prostituta deBabilonia, ebria de la sangre de lossantos, y es la ciudad colocada en lacima, cuya luz no se puede ocultar. Almenos, eso es lo que yo creo.

—Crees en las contradicciones.

Narsés desplegó una sonrisaabsolutamente enigmática.

—Así es.Juan guardó silencio, considerando

las contradicciones de la civilización yla simplicidad del salvajismo; como sehacía tarde, dejó tales consideraciones,desesperado.

—Bien, las camas romanas tienenmenos contradicciones que las de loshérulos —dijo alegremente—. Lascamas romanas están hechas para que lagente duerma, pero las de los hérulosson para las chinches. De todos modos,haré frente a tal contradicción. Buenasnoches, Ilustrísima.

A la mañana siguiente Juan fue alsalón del banquete, seguido por sus dosservidores, y preguntó abiertamente porDacia; eso causó una conmociónbastante grande entre los guerreros, perofinalmente un hombre le indicó la casade Rodulfo. Dacia estaba sentada en elsalón posterior, trabajando en un telarcon otras mujeres. Parecía cansada ytenía los ojos rojos, pero su cara seencendió cuando vio a Juan.

—Deseo agradecerte, señora, tubondad —le dijo Juan formalmente—.Por favor, acepta estos regalos. —Leofreció un manto de los usados por laguardia personal que tenía de más y el

plumero.Ella se levantó de un salto,

sonrojándose y sonriendo alegremente, ysus amigas o primas se pusieron acomentar entre sí. Ella tomó el manto,acarició los bordes de seda y se lo echósobre los hombros. Tomó el estuche ylanzó una exclamación de sorpresa,luego arrojó los brazos al cuello de Juany lo besó.

—Esperaba que no te avergonzarasde mí —dijo con alegría—. Pensé queestabas enojado porque yo era viuda yque por eso no dijiste nada. ¡Quéequivocada estaba!

—Sí, muy equivocada... —dijo. Enpresencia de ella, la cuestión del amor

le seguía pareciendo confusa, peromenos estúpida y desagradable que lanoche anterior. Y la extraña mezcla derepulsión y ternura lo volvió aconfundir. De repente deseó con todassus fuerzas largarse de allí. Pero sonrió,le tomó las manos y agregó—: Creo quedebo decirte también que si tienes unniño, puedes enviármelo aConstantinopla.

Ante esto, Dacia le dedicó una másamplia sonrisa y lo volvió a besar.

—Y debo atender a tu padre —añadió Juan enseguida—. El ilustrísimoNarsés me está esperando; hay una o doscuestiones que debemos resolver antesde partir.

La noticia corrió rápidamente por laaldea. Una vez que hubieron resuelto lascuestiones pendientes, hecho el equipajey, cuando los visitantes estabansaludando a su anfitrión, el jefe,Rodulfo, se volvió súbitamente haciaJuan con una amplia sonrisa y le dijo:

—Me han dicho que mi hija te hadado una gran bienvenida.

Juan asintió amablemente e intentódisfrazar su vergüenza mirando porencima del hombro de su interlocutor.

—Sí. Tu hija es una damasumamente encantadora —le dijo—. Ytambién una mujer muy inteligente: medijo que estaba muy interesada enaprender a escribir.

Rodulfo lanzó una risotada.—¿Te dijo eso? ¡Por lo que he oído,

no era eso por lo que se interesabaprecisamente! No importa, es una buenachica. Pero ¿para qué enseñarle aescribir a una mujer?

Juan olvidó su vergüenza y miródirectamente a Rodulfo.

—Es tan útil como enseñarle a unhombre —respondió, sorprendido—.Puede escribir cartas, leer lasEscrituras... —Rodulfo mirabacondescendiente y poco convencido.Juan recordó la avidez con que Daciahabía mirado el plumero y continuó,enojado—: Sé de una joven enConstantinopla, a la que conocí cuando

yo trabajaba allí. Su padre está enEgipto; ella administra las propiedadesen su ausencia y además envía a supadre todas las novedades de la capital,y así, aunque está del otro lado delMediterráneo, está tan informado de loque ocurre en su casa como si viviera enla calle de al lado.

El jefe parecía impresionado por laspalabras de Juan.

—¿Acaso todas las mujeres romanasaprenden a escribir? —preguntó.

—Todas las mujeres de rango —dijoJuan firmemente.

—¡Bien! ¡Bien! —dijo Rodulfo,sorprendido.

Narsés le dirigió una sonrisa

particularmente misteriosa y se encargóde despedirse correctamente, alabandola hospitalidad de Rodulfo, el coraje desus guerreros y la fertilidad de sustierras; Rodulfo respondió conexpresiones de lealtad y admiración ylas tropas al final pudieron salir de lamugrienta y hedionda aldea y dirigirse ala siguiente.

Cuando estuvieron tranquilos en elcamino, Narsés aminoró la marcha de sucaballo hasta ponerse a la altura de Juany le dirigió otra de sus sonrisas.

—Hará que su hija aprenda a leer yescribir —dijo solemnemente.

—Así lo espero —respondió Juan,algo sorprendido del interés del

chambelán.—El ejemplo de la virtuosísima

Eufemia sirvió para convencerlo; élquerrá que su propia hija le escribainformes sobre su casa mientras esté encampaña. Y la joven lo hará muy bien, sise le encarga una tarea de tantaimportancia. Le has hecho un gran favor.Ha estado bien que hayas prestadoatención a sus ambiciones... literarias.—Narsés se sonrió nuevamente.

«Está contento conmigo. Sesorprendió de que yo hubiera cometidoel error de acostarme con una mujerbárbara al principio, pero ahora estácontento porque he hecho algo que la haayudado. ¿Y por qué le importará

tanto?» Al contemplar más tardetranquilo y satisfecho al eunuco, se diocuenta: «Está contento porque meaprecia; le importa lo que yo haga;desea que haga las cosas bien y lecomplace que así lo haya hecho».

Era sorprendente: Narsés, elsirviente de la sacra majestad delemperador, el que no tenía edad ni sexo,lejano e impersonal, siempre le habíaparecido por encima de cosas talescomo la mera amistad humana, pese a suevidente cariño por Anastasio. «Y sinembargo, yo sabía que había algo más enél; es como si me lo hubiera dicho."Tercer hijo de un pobre campesinoarmenio", y todo eso. Es exactamente

como yo: traza una línea a su alrededory mira a la gente del otro lado de ella...aunque de un modo u otro ha dejado quela cruzara. ¿Qué he hecho, en nombre deDios, para merecer su amistad?» Y unaparte objetiva de sí observaba, consorpresa, que se sentía honrado. «Podráser un eunuco de baja cuna y un liberto,pero no creo que exista en el mundo otrohombre al que yo respete más.»

—¿Fueron los hérulos quienes teenseñaron a sonreír así? —le preguntóalegremente.

Narsés se quedó perplejo.—¿Así cómo?—Así. —Juan imitó la inescrutable

y familiar expresión tan bien como pudo.

Narsés lanzó una carcajada.—Yo no sonrío así, ¿o sí? No,

aprendí a sonreír para ocultar lo quepensaba cuando aún era un esclavo.«Porque la prueba de nuestra fe nosexige paciencia», y la paciencia de unesclavo siempre está puesta a prueba.Pero es muy práctico también con loshérulos.

VII - Bárbaros yromanos

Narsés puso a prueba su paciencia yla de su secretario durante los cuatromeses calculados por el chambelán,pero a finales del mes de octubre, reunióun ejército de cuatro mil hérulos enSingidunum, la mitad formada por lacaballería ligera por la cual era famosala nación. Se la distribuyó encompañías, se la avitualló y se lapreparó para partir.

—Muchos menos de los que hubieradeseado —se quejó Narsés—. Es la

inseguridad del rey lo que hacontribuido a conseguir tan bajosnúmeros. Siguen esperando el regresode la embajada de Tule.

Las demás disposicionesrelacionadas con las tropas seefectuaron por escrito. Belisario estabaen Italia con sólo cuatro mil hombres,sin poder hacer nada contra los godosque sitiaban la guarnición de Roma. Encambio la tregua con Persia se manteníay Justiniano había logrado desplazarseis mil hombres más desde el este yenviarlos a Dyrrachium, pero paradistribuir la carga de alimentos conmayor equidad debían pasar el inviernoen Sérdica, donde Narsés tenía

preparado el avituallamiento.En conformidad con estos planes,

mientras en los campos ya sumidos ensombra se terminaba de recolectar lacosecha, el ejército partió deSingidunum, retrocediendo por lacarretera seguida antes por las fuerzasmenos numerosas. Juan lamentabaabandonar la capital. Habían contadocon una semana para la preparación delas tropas antes de emprender la marcha,y con dos baños diarios y la aplicaciónde varias pociones repugnantessuministradas por el médico habíaconseguido por fin despiojarse, aunquesospechaba que volvería a cogerlos enel viaje a Sérdica.

También Jacobo dejó escapar unsuspiro cuando dejaron atrás lasmurallas de la ciudad. El muchachocabalgaba ahora al frente de la comitivaentre los dos servidores vándalos.Había logrado persuadir a uno de ellosque le enseñara a manejar la lanza yJuan había accedido a que pasase a serel tercero de los servidores, siempreque realizara su trabajo como antes.

—¿Lamentas regresar aConstantinopla? —le preguntó Juan.

—¡De ningún modo, señor! —replicó Jacobo—. Sólo desearía poderdejar a los hérulos.

—¡Hemos venido para llevarlos! —señaló Juan—. Pero te comprendo muy

bien.Había unos trescientos kilómetros de

Singidunum a Sérdica y el viaje de oncedías era una pesadilla. Se registraroncuatro casos de robo de ovejas, tresrobos de otro ganado, cuatro robosmenores y dos casos de violación. Elcomandante de la guardia de palacio,Artemidoro, consideró desde elprincipio que cualquier intento decontrolar a aquel ejército primitivoestaba condenado al fracaso y,acompañado por sus hombres, selimitaba a observar, como quien dice«¿Qué otra cosa cabría esperar?», a lacompañía de caballería hérula querobaba ovejas delante de sus propias

narices. Era difícil castigar a losresponsables de estos ultrajes sinprovocar la deserción del resto. Loúnico que podía hacer Narsés eranpromesas y amenazas hasta obtener unarestitución parcial, recurriendo a Juan ya la guardia personal para que vigilarantanto a los hérulos como a la propiaguardia de palacio.

Sin embargo, en Sérdica ladelegación de Narsés registró un éxito alrecibirlos con todo perfectamentepreparado. Había cuarteles para loshérulos, establos para los caballos,ropas y armas suplementarias yabundantes vituallas. Se había elaboradoun programa de marchas, torneos, caza y

competiciones con objeto de evitartropelías entre los bárbaros, de modoque a finales de noviembre y con lasprimeras nieves, Juan empezó a abrigaresperanzas de tener un inviernotranquilo.

A principios de enero unsuperviviente todo harapiento llegaba agalope tendido desde la guarnición deOescus, en el Danubio, hasta Sérdica, einformaba que una descomunal fuerza debárbaros eslovenos había invadidoTracia.

Narsés se había instalado con suséquito en el palacio de la prefectura yconvocó al concejo para transmitirle lanoticia. Era un día triste y frío, de modo

que en la inmensa sala del concejo,calentada sólo por unos pocos braseros,hacía un frío glacial. Los gruesospostigos ajustados los protegían delviento y las escasas lámparas del recintoproyectaban sombras vacilantes sobrelas manchas de humedad de las paredespintadas. Narsés ocupaba la cabecera dela mesa del concejo, envuelto en sumanto blanco y púrpura, y escuchaba almensajero con las manos entrecruzadas.Su rostro quedaba oculto por lassombras. El gobernador de Dacia, unincompetente al que le ofendía laintrusión del eunuco en su provincia,estaba sentado a su derecha conexpresión ansiosa. Los otros

comandantes del ejército y losfuncionarios con altos cargos de laprovincia estaban diseminados en tornoa la mesa sin disimular su malestar. Juanestaba algo apartado de ellos, bajo unalámpara de pie, tomando notas. Ya teníalos dedos entumecidos de frío cuandoapenas había escrito media página.

—El río tiene una gruesa capa dehielo —informó el mensajero—. Esteaño ha hecho mucho frío, impropio deesta época. La cosa es que los bárbarosarrastraron unos botes hasta el centrodel río y esperaron a que se congelase elagua alrededor y apilaron troncos sobreellos hasta levantar un puente desuficiente solidez como para soportar el

paso de las carretas. Al atravesarlo,hallaron a algunas personas de Oescusrecogiendo leña. Las mataron y,ocupando su lugar, se metieron en laciudad tras derribar las puertas.

—Deberíais haber destruido elpuente antes de que lo terminaran —sentenció bruscamente el gobernador.

—¡Hay miles de bárbaros! —replicóel mensajero—. ¿Cómo podríamosdetenerlos? ¡Teníamos tan sólodoscientos hombres en Oescus, algunoscentenares de aliados y la milicia, queresultan inútiles en invierno! Pues bien,se llevaron todas las provisiones de laciudad, mataron a todos los hombres yse llevaron a las mujeres y a los niños

como esclavos. Después se alejaron ríoabajo, en dirección a Novas.

—¿Cuántos miles calculas? —preguntó Narsés con voz tranquila.

—Calculo treinta mil o cuarenta mil—respondió el hombre sin titubear—.No puedo ser más preciso, pero locierto es que invadieron la ciudad.

—¿Los viste?—Sí, Ilustrísimo señor. Estaba de

guardia en la torre lateral que da a lacosta. Al ver que se apoderaban de laciudad, salí por la puerta trasera paraocultarme. Esperé a que se fueran; ypara eludirlos, robé un caballo y vinehasta aquí.

—¿Cómo iban equipados?

—Demasiado bien —explicó elmensajero con amargura—. En generallos eslovenos suelen pelear con lanza yescudo, o tal vez con arco de madera yalgunas flechas. Aproximadamente lamitad eran de caballería y la mayoríallevaba armadura.

—Han imitado a los romanos —sentenció Narsés—. ¿Tenían muchosarqueros?

—¿Arqueros? No lo sé. No vi que lacaballería disparara flechas. ¿Podráayudarnos, señor? He oído decir queVuestra Ilustrísima estaría allí connumerosas tropas, y yo esperaba queacudierais de inmediato a detener a losbárbaros antes de que hagan mayores

daños.—Tenemos menos de ocho mil

hombres —repuso el comandante de laguardia de palacio, Artemidoro— y casitodos son bárbaros salvajes. Tendremosque pedir refuerzos.

—Para cuando lleguen, loseslovenos habrán saqueado la mitad deTracia y regresado a su casa —selamentó el gobernador—. ¿Qué ocurrirási vienen hacia aquí?

—¿Cuánto tiempo has tardado tú enllegar hasta aquí? —preguntó Narsés almensajero, que contemplaba atónito aArtemidoro. Evidentemente le habíandicho que el ejército de hérulos eramucho más numeroso.

—Tres días, Ilustrísima. —Elmensajero volvió a mirar al comandante,hosco de desesperación—. No me atrevía robar otro caballo y los caminos estánmuy malos.

—Los eslovenos avanzarán despacioy cuentan con saquear —comentóNarsés, pensativo—. Con todo, serádemasiado tarde para salvar Novas, amenos que pueda resistir un asedio. Peroes posible que se vuelvan hacia el sur, aNicópolis.

—Llevará un mes traer a las tropasdesde Dyrrachium con este tiempo —dijo Artemidoro moviendo la cabezacon aire de duda—. No hay nada quepodamos hacer.

—Me permito disentir, comandante—observó Narsés con cortesía—.Podríamos derrotarlos.

Artemidoro lo miró escandalizado yel mensajero palideció.

«No se atreve a creer que Narséssea capaz de hacer algo», pensó Juan y asu vez sintió que le latía el corazón.

—Esto es lo que sugiero hacer. —Narsés separó los dedos con los queformaba una especie de cúpula y seinclinó sobre la mesa. La luz iluminó sucara serena y plácida—. Llevaremos alejército con la mayor rapidez posible aNicópolis, por la carretera que atraviesaMelta. Yo mismo encabezaré el grupo dearqueros y de todos los hombres de

Sérdica, Melta y Nicópolis capaces detirar con honda. En Nicópolis trataremosde ver dónde están los bárbaros. Siestán sitiando Novas, avanzaremos y losatacaremos por la retaguardia. Si sedesplazan hacia algún otro punto,ocuparemos ese terreno antes que ellos ylos obligaremos a atacarnos como másnos convenga.

—¡Señor! —exclamó Artemidorohorrorizado—, no puedes estarpensando en atacar... ¡Tenemos sóloocho mil hombres!

—Belisario ocupó África con veintemil e Italia con quince mil. Yo diría quepodremos arreglarnos frente a loseslovenos.

—¡Belisario tenía tropasprofesionales y además su propioejército privado! ¡Nosotros nodisponemos más que de ocho milhérulos, de los que no podemos estarseguros de que no se unan al enemigo!

—Los eslovenos son una naciónenteramente distinta de los hérulos —señaló Narsés con calma—. Su idioma ysus costumbres están bien definidos y enel pasado han librado guerras entre sí.Creo que nuestras fuerzas estaráncontentas de luchar ahora contra ellos.Mi respetado Artemidoro, no podemosaceptar quedarnos mano sobre mano yentregar una provincia romana al saqueode los bárbaros. Si los eslovenos no

encuentran resistencia este año,volverán a atacarnos el próximo... y elaño próximo ya no contaremos confuerzas armadas en la región. Debemosmantener tropas en el este y cumplirgrandes compromisos con Italia yÁfrica. Será, pues, imposible organizarotro ejército para defender Tracia. Amenos que actuemos ahora, dejaremosabandonada la región en los próximosdiez años. Sospecho que aventajamos alenemigo en cuanto a organización ypertrechos. Si nuestros oficialesconducen debidamente a la tropa, no hayrazón para suponer que la victoria nosea nuestra.

—Tú no eres Belisario —intervino

Artemidoro.—Eso no es motivo para que no

hagamos nada. Juan, ¿con cuántaceleridad podemos ponernos en marcha?

—¿Mañana por la mañana va bien,señor? —propuso Juan, con fingidaserenidad.

—Mañana por la mañana —asintiófirmemente Narsés—. Empecemos amovernos ya.

Ya había transcurrido buena parte dela mañana, si bien aún faltaba para elmediodía, cuando el ejército abandonóSérdica. No llevaban carretas con cargapesada ni a la mayoría de los esclavos,sólo un número suficiente para manejar

los pocos caballos de tiro conprovisiones de pan, cecina y forrajepara dos semanas. Era una mañana fría yluminosa y el sol dibujaba las sombrasazuladas de los hombres sobre la espesacapa de nieve. El aliento de hombres yanimales era una nube blanca en aquelaire cortante. Armaduras y arnesesresplandecían como espejos. Loshérulos, llenos de regocijo frente a laperspectiva de luchar contra loseslovenos, comenzaron su marcha congran estrépito de lanzas y escudos y grangriterío.

Juan, desde la retaguardia con veintesoldados de la guardia personal, era elencargado de mantener la unidad del

ejército. Tenía distribuido al resto desus hombres entre las compañías dereclutas para mantener el orden. Habíapermanecido en vela casi toda la nochedisponiendo las vituallas y lascabalgaduras para el viaje y escribiendocartas que debían enviarse poradelantado a Melta y Nicópolis. En estamañana diáfana tenía un aspecto casifebril y pensaba, repasando mentalmentelos cálculos de provisiones:«Necesitaremos un día para atravesarlas montañas, dos para llegar a Melta,con suerte, y luego dos o tres aNicópolis; allí podemosaprovisionarnos nuevamente, si hacefalta... ¿Y después, si estuviesen allí los

bárbaros? ¡Tal vez estemos frente afrente dentro de una semana!».

Tenía la garganta contraída por unamezcla de exaltación y terror y el brillodel sol le parecía casi doloroso,reflejado desde la nieve como sipartiese de pedazos de vidrio. Pensó:«Todo se quiebra ante la inminencia dela muerte». Tiró del barboquejo de sucasco y palpó la bolsa que contenía lascuerdas para su arco, que le colgaba delpecho bajo la túnica para mantenerlascalientes y flexibles. «Ojalá supiesemanejar la lanza. Debería haberpracticado más estas últimas semanas...pero he estado ocupado, tratando demantener el orden entre los hérulos.»

Artemidoro apareció súbitamente, sucaballo llevaba un lento trote a lo largodel camino. Al ver a Juan se detuvoantes de ponerse a su lado, con sucaballo inquieto por el frío y tascando elfreno.

—Mis saludos, honorable Juan —dijo, mirándolo con recelo.

—Mis saludos —replicó Juan yesperó a oír lo que deseaba comunicarel jefe de la guardia de palacio.

Artemidoro no tenía prisa. Por unmomento guardó silencio, sus manosrecogidas debajo de la capa, miró a laguardia personal y seguidamente haciael frente del ejército.

—No tenemos suficientes hombres

—dijo por fin.Juan se encogió de hombros y

replicó:—En el pasado los ejércitos

romanos derrotaron a los bárbaros encircunstancias más adversas.

—Los ejércitos romanos, sí —concedió Artemidoro—. Pero esridículo calificar a esta banda desalvajes harapientos de ejército romano.Si yo tuviese la totalidad de la guardiaimperial aquí no me importaría lanzarmecontra los bárbaros... ¡Pero estoshérulos! Huirán como ratas tan prontocomo vean el número de enemigos. Noestán en juego sus tierras y no se dejaránmatar en un ataque a cuarenta mil

eslovenos.—Por cierto, que cuarenta mil no es

un número del todo correcto —replicóJuan cortésmente—. El cálculo serealizó por arriba, y los cálculos casisiempre sobrestiman las cifras.Probablemente haya treinta mileslovenos, si los hay.

—¡Tampoco se dejarán matar poratacar a treinta mil eslovenos! —arguyóArtemidoro con vehemencia—. Huirán yesto nos dejará con... cien de la guardiapersonal, cien de la guardia de palacio yun viejo servidor de palacio con veinteservidores, luchando solos contra unahorda de bárbaros. Será suicida. Tútienes cierta influencia sobre el

ilustrísimo Narsés. Úsala, por favor;hazle ver que tiene que ser un poco máscauteloso. Muy bien, tendremos quemarchar a caballo y observar alenemigo, pero una vez que lo hayamoshecho, sería una gran locura atacar.Hazle ver esto.

—No creo que los hérulosretrocedan ni tampoco que huyan —manifestó Juan—. Si hay algo que no sones cobardes. Tienen confianza ennosotros y en el ilustrísimo Narsés yestán dispuestos a luchar. Tendremosciertas ventajas sobre los eslovenos.Vamos a elegir el momento y el lugar dela batalla, podemos conseguir guías queconocen el terreno y, si lo consideramos

oportuno, retirarnos a las ciudadesfortificadas. Las probabilidades no sontan escasas como das a entender. Esteataque implica un riesgo, pero no unalocura..., estimado Artemidoro. —Eltono empleado era desenfadado y le hizosonreír—. Además, como ha dicho elilustrísimo Narsés, no podemos entregaruna provincia romana al saqueo.Estamos aquí y debemos prestarlesayuda.

Artemidoro frunció el ceño. Movíalos labios al maldecir entre dientes.

—¡Muchacho necio! —exclamó—.El ilustrísimo Narsés es un... unfuncionario, criado en palacio... ¿Quésabe de guerra? La única vez que tuvo

mando fue un desastre y lo retiraron.Tampoco tú has ido a la guerra antes eimaginas que no es más que una grancarrera de caballos, donde ganasrenombre si triunfas, pero cuandopierdes, es una lástima; pero llegarándías peores. Podrían matarte. No tienesuna dispensa especial del destino porser primo de la Augusta. Y cuando temetan una lanza en las tripas te quedarástan muerto como cualquier hérulobastardo. Las heridas serán tandolorosas como las de cualquiera y serlisiado será igualmente humillante.Nadie te culpará a ti ni a Narsés porquevolvamos para pedir refuerzos. Nosufrirá tu carrera ni tu reputación.

Juan se echó a reír y citó:

«Si desertando de la guerranos libráramos de los años y la

muerte,ni lucharía yo entre los valientesni te empujaría a la batalla

portadora de gloria.Mas como diez mil formas de

muerte nos rodeany no hay mortal que las eluda o

escape a ellasdejemos que los dioses canten la

victoria,sea nuestra o del enemigo».

Artemidoro parecía un perrorabioso.

—¡Espléndido! —ladró—. ¿Algunavez pensaste en cuántos oficiales debióde matar esa cita de Hornero?

—¿Alguna vez pensaste en elnúmero de campesinos que podríanmatar los eslovenos si no losdetenemos?

—¡Eres un presuntuoso, un imbécil!—replicó Artemidoro—. ¡Y espero,para bien de todos, que tengas razón! —Apartando su caballo, picó las espuelasy se alejó al galope por un flanco delejército hacia el sector de vanguardia.

Juan se quedó mirándolo al tiempoque volvía a palpar la cuerda de su arco.

Uno de la guardia personal que habíaoído el diálogo se adelantó en sucabalgadura.

—No creerás que habla consensatez, ¿verdad? —preguntó,preocupado.

—No me parece que sepa de guerramás que nosotros —respondió Juan sininmutarse—. Nunca he oído comentar anadie que hubiese participado de verdaden ninguna batalla.

—Es verdad —admitió el de laguardia personal, pero seguíaintranquilo; Juan le dirigió una sonrisa.Sonreír era sorprendentemente fácil.

—Tampoco creo que sea una locura—insistió—. Es un riesgo calculado y,

en cuanto a que nos maten, también esigualmente fácil perder la vida en unabatalla que demos por ganada, y no poreso nadie nos aconsejaría evitarla.Como también es posible sobrevivir alas batallas perdidas. Vamos, nodejemos que los hérulos nos veanpreocupados. Si consiguen que nospreocupemos, entonces será cuandohayamos perdido la batalla.

Sin embargo, aquella misma noche,cuando estaba con Narsés tratando deimponer cierto orden en las disputas delos hérulos por la ubicación de lastiendas, Juan preguntó en voz baja:

—¿Qué sucedió cuando te enviarona Italia?

Narsés levantó la vista y respondiósin dejar de guardar sus plumas deescribir.

—¿Era esto de lo que hablabaArtemidoro esta mañana?

Juan se encogió de hombros.—Aludió al tema, pero lo que

deseaba especialmente era que yointentase disuadirte de hacer estaexpedición.

—¿Y piensas intentarlo? —Narséscerró su estuche de plumas y miró a Juandivertido y en actitud expectante.

—No. —Juan miró fijamente a sucomandante. Artemidoro habíacomenzado la frase para cambiarlaluego: «Es un... un funcionario». ¿Qué

había querido decir? ¿Un eunuco? ¿Unesclavo? «No un cobarde. Ni siquieraArtemidoro podría nunca tildar de eso aNarsés. Ni cobarde ni tonto», pensóJuan. Con mucha cautela, prosiguió—:Sé que nos arriesgamos, pero estoyseguro de que sabes lo que haces. Tengototal confianza en tu criterio.

Las palabras de Juan provocaron lasonrisa de Narsés.

—Gracias —asintió el eunuco—.Supongo que la merezco. Mi propiaexperiencia militar es casi tan malacomo la de Artemidoro. Me mandaron aItalia hace siete años, en buena partecomo asesor financiero y administrativode Belisario. El conde es sin duda un

general incomparable, pero laadministración de los territorios queconquista tiende a ser desastrosa.Comprende la necesidad de impedir quesus soldados y oficiales se dediquen alsaqueo, pero cuando ellos están fuera desu alcance, no consigue hacerseobedecer. Estuve además a cargo deunos refuerzos que habíamos reclutado,en su mayoría hérulos. Ya conoces laopinión de los hérulos sobre nuestrodistinguidísimo conde. Antes determinar nuestra misión nos puso muchastrabas.

»Bien, llegamos a Italia ycomprobamos que Belisario se llevabamal con la mitad de sus generales. Es un

acérrimo partidario de la disciplina,pero carece de tacto y tiende a tenerdiscrepancias con sus subordinados. Porotra parte, un amigo mío con tu mismonombre, Juan, sobrino de Vitaliano,había conseguido que le dieran unpuesto de responsabilidad en Auximocuando he aquí que desobedeció unasórdenes. Había distintas opiniones sobrela conveniencia de relevarlo o no. Elprudentísimo conde se inclinaba porretenerlo, puesto que era esencial unavance masivo sobre el territorio enmanos del enemigo; yo también creíaque valía la pena a pesar de los riesgosque suponía. Nos faltaban hombres y nopodíamos permitirnos el lujo de perder

los que estaban sitiados. Además unavictoria total en este punto podría tenerun gran efecto sobre el apoyo queestábamos recibiendo de los italianos,mientras que una victoria de los godoselevaría enormemente la moral delenemigo. Me pronuncié en estostérminos y tuvieron mis consejos unosresultados mucho mejores aún de lo quecabía esperar.

»No obstante, al ver esto, losgenerales, insatisfechos con el mando deBelisario, recurrieron a mí y expresaronque me preferían a mí como generalantes que al conde. Claro, dado que mehabían enviado como consejero suyo, alprincipio traté de mantenerme en dicho

papel. El conde no siguió mis consejos.Disentíamos en cuanto a prioridades ymétodos. Mi deseo era que las tropasocupasen un territorio mayor de lo queél consideraba prudente. Todo mi interésestribaba en salvaguardar a lapoblación, él, a los hombres, y cosaspor el estilo. Y yo estaba, por último,encantado con mi éxito en Auximo y laproposición de los generales me llenabade alegría. Soy un hombre ambicioso,amigo mío, especialmente cuando setrata de la gloria militar. —En este puntoel eunuco vaciló, contempló su estuchede plumas y añadió en voz baja—: Porridículo que parezca en el caso de unhombre como yo. Y aunque cabe

avergonzarse de desear algo tan inútil ypasajero, que se adquiere matando anuestros semejantes y considerado porla Iglesia como moralmente cuestionableen el mejor de los casos. Pero aun hoy,si me diesen a elegir entre ser un santo oun héroe, yo optaría sin vacilar por losegundo. —Narsés suspiró y se encogióde hombros—. Para descrédito mío,permití a los oficiales insubordinadosque se unieran a mí y los dirigí según loque consideraba mejor, iniciando unacampaña muy diferente a la del conde.El resultado fue, claro está, el caos. Elcomando se dividió, pero nadie sabía loque hacían los otros y las órdenes nollegaban a destino. Pero yo estaba

satisfecho porque mi política parecíaeficaz. Entonces Belisario ordenó a miamigo Juan, el sobrino de Vitaliano,liberar la guarnición que defendíaMediolano contra el asedio de losgodos. Juan se negó a aceptar órdenesde nadie que no fuera yo. Belisario meescribió y yo transmití la orden a Juan.Pero cuando aceptaron obedecer, losgodos ya se habían apoderado deMediolano.

Narsés calló, con expresión adusta yla mirada perdida.

—Mataron a todos los hombresadultos de la ciudad —dijo por fin—. Amiles... Dios sabe cuántos murieron, yaque nadie tiene certeza de lo que

sucedió con las mujeres y los niños. Losgodos los tomaron como esclavos y losvendieron a los burgundios. No pudimosprestarles la menor ayuda, ni siquierapudimos rescatar a los sobrevivientes.Fue una catástrofe que nos dejóanonadados y a la vez nos devolvió elsentido común... aunque demasiadotarde.

»Entregué mi mando a Belisario yordené a la junta de generales obedecer.En la primavera el Augusto me mandóregresar a Constantinopla. Los hérulosque traía conmigo se negaron apermanecer bajo el mando de Belisarioy se marcharon a casa después devender casi todos sus pertrechos al

enemigo. El conde me acusó también deeste hecho, aunque yo juré haberinsistido tanto como me fue posible enque se quedasen. —Narsés hizo un gesto—. Y esto fue lo que sucedió en Italia.

—Por Dios —declaró Juan y, trasuna breve pausa, añadió—: No dicenada en favor de tu capacidad comogeneral.

—No, sólo sobre los peligros delpecado de soberbia. —El eunucosuspiró—. Todas las noches pienso enMediolano. ¡Bien, Dios quiera quepodamos salvar Nicópolis de parecidasuerte!

Tardaron seis días de dura marcha a

caballo con un tiempo inclemente enllegar a Nicópolis. El ejército seencontró ante una ciudad cerrada a cal ycanto, y llena de campesinos de loscampos vecinos. Narsés necesitó algúntiempo para convencer a la suspicazguarnición de que les abriesen laspuertas.

Al parecer, los eslovenos habíansitiado Novas pero, al no obtener ningúnresultado, se pensaba que se volveríanal sur en cualquier momento. En verdadquizás estuviesen ya en camino haciaNicópolis.

—Son miles y miles —alegó elcomandante de la guarnición a Narséscon voz melancólica, cuando se

comprobó la identidad de las tropasantes de admitirlas y alojarlas—. Sonpeores que los búlgaros hace cincoaños. Son más y están hambrientos comolobos.

—¿Qué cantidad? —preguntóNarsés.

—Unos treinta mil —respondió elsegundo comandante sin titubear— sihacemos caso a los informes de misespías.

—Gracias. —El eunuco le sonrió—.¿Cómo están equipados? ¿Tienenmuchos arqueros?

—Cuentan con un númerosorprendente de tropas de caballería —repuso el oficial—. Tal vez un tercio del

total y entre la cuarta y la tercera partedisponen de armaduras. Pero mis espíasno están seguros y la mayoría de losinformes que he recibido puede queexageren. El resto de los caballerosparecen haber reemplazado sus arcospor lanzas, al estilo de los godos. Lainfantería tiene sólo el equipotradicional: arcos ligeros, lanzas cortasy armaduras poco consistentes.

Narsés hizo un gesto deasentimiento.

—Gracias por esos datos tanprecisos. Me gustaría hablar con tusespías. Quiero determinar cuál es elmejor lugar para entablar la batalla silos eslovenos vienen hacia Nicópolis.

Juan, ocúpate de que los hombres tenganraciones suplementarias y de que nobeban. Quiero partir mañana por lamañana.

El segundo en el mando y Juansalieron juntos del despacho delcomandante.

—¿Realmente hay voluntad deluchar con ellos? —le preguntó elsegundo en el mando—. Tenéis menosde ocho mil hombres.

Juan hizo una buena imitación de lasonrisa de Narsés.

—Oh, sí. Realmente lo vamos aintentar. Por eso tenemos que conocer elterreno que pisamos.

El segundo en el mando en

Nicópolis se quedó mirándolo y Juan leaguantó la mirada.

—Bueno —exclamó el otro hombre—, ¡y yo que pensaba que todos loseunucos eran cobardes! ¡Buena suerte!

En el momento preciso en queabandonaban Nicópolis a la mañanasiguiente, otro espía se acercógalopando en un jamelgo, portando lanoticia de que los eslovenos habíanabandonado el asedio de Novas y habíanpartido hacia el sur la tarde anterior.

—Entonces podríamos cruzarnoscon ellos hoy mismo —aconsejó Narséscon tranquilidad—. Comandante deguarnición, vigila bien esta parte.Espero que no tengamos que volver en

retirada, pero siempre es unaposibilidad. —Hizo un gesto altrompetista para que diera la señal desalida y una vez más el ejército salvajese puso en marcha hacia el norte por lacarretera.

Esta vez enviaron pequeños gruposde jinetes hérulos como avanzadilla,seguidos por un grupo mayor bajo lasórdenes de Filemut, para reconocer ellugar. El grueso del ejército los seguíamás lentamente, inspeccionando elterreno mientras avanzaban, revisandolos diferentes lugares que los espías deNicópolis habían sugerido comoconvenientes para la batalla. Alrededordel mediodía, Narsés encontró un sitio

que era satisfactorio. La carretera quedescendía desde Nicópolis hacia elDanubio caía hacia el noroeste en unalarga curva antes de seguir el curso delrío; hacia el noroeste corría una cadenade montañas cubiertas de árboles.Narsés dio orden a las tropas de montarel campamento detrás de una colina.

—Pero dejad que los esclavosmonten las tiendas y decid a los hombresque vengan aquí. Quiero que se abrandos trincheras que corran en ángulorecto hacia la carretera y que hagan unacurva hacia el norte y luego se alejen deella. Y quiero que taléis todos esosárboles. Los fijaremos en el suelo amodo de estacas ante las trincheras, en

dirección al frente enemigo.—El suelo está helado —señaló

Filemut—. Las azadas no podrán cavarlas trincheras.

—Entonces tendremos que usarpicos —dijo Narsés con serenidad—.Pero cavaremos las trincheras.

Acababan de delinearse lastrincheras cuando volvieron las partidasde avanzada para anunciar que loseslovenos estaban a menos de veintitréskilómetros, yendo por la carretera.

—Son muy numerosos —informó elcapitán hérulo—. Tienen mucha cargapor los saqueos que hicieron, muchoscarros. También vacas, ovejas, mujeresy niños. Avanzan lentamente, sin mirar a

dónde van. Creo que no nos han visto.—Gracias —le dijo Narsés—. Alvit

y Faniteo, llevad vuestros hombres haciael norte y vigilad a los eslovenos;enviadme a alguien cada hora parainformarme. El resto de vosotrosquedaos aquí y empezad a cavar.

Cuando comenzaron la labor, laguardia personal y la de palacio sequedaron a un lado mirando,considerando que sin duda una tarea tandigna de un esclavo no era para ellos.Narsés recorrió las largas filas dehérulos que cavaban, confirmando lalínea de la trinchera, y se detuvo alfrente de las dos unidades de guardiasimperiales, que estaban juntas al lado de

la carretera. Los miró largamente, sinabrir la boca siquiera; desmontó de suyegua blanca, se quitó el manto depúrpura de los hombros, tomó unaazada, ya que no quedaban más picos, yempezó a cavar. La guardia personal y lade palacio se miraron, para finalmenteacercarse a la línea de la trinchera yunirse al trabajo.

Cuando terminaron las trincheras ylos hombres se disponían a calentarse enlas fogatas sus manos llenas deampollas, los eslovenos estaban a lavista abajo en el valle. Ya estabacayendo la tarde y el tempranocrepúsculo invernal daba un colorpizarra a los bosques y a los campos

desiertos. Los eslovenos parecían nohaber visto a los romanos hasta quedivisaron la luz de las fogatas quedespedían su tenue luz dorada sobreellos. Entonces se detuvieron,empezaron a moverse por todas partes ya instalar su propio campamento,manteniendo cuidadosamente el gruesodel ejército de pie en la línea de fuego.Unos pocos grupos de jinetes eslovenossubían a medio galope el cerro,avistaron a las tropas hérulas deavanzada, que ahora montaban guardia, yse retiraron.

Al oscurecer, un grupo de eslovenosapareció trepando la colina, con ramasde abedul y estandartes blancos

pidiendo una tregua. Narsés convocó atoda la guardia imperial, a Filemut y aotros hérulos seleccionados y montó otravez a caballo. El grupo seleccionado sedirigió al centro de la carretera, llegarona las trincheras y allí esperaron a loseslovenos. Los miembros del séquito deNarsés llevaban antorchas atadas a suslanzas, que proyectaban una luz rojiza yvacilante sobre la reluciente masa de loshombres armados y los caballos. Elmismo viento que hacía parpadear lasantorchas y agitaba los estandartes consus dragones hacía refulgir el lábarocristiano sobre los escudos de losmiembros de la guardia.

Al trepar la colina y ver a los

romanos, los eslovenos se detuvieron uninstante, pero mantuvieron levantadossus símbolos de tregua y avanzaron sindetener sus cabalgaduras hasta estar aunos metros de distancia. Eran hombresaltos, en su mayoría rubios, pero másmorenos que los hérulos. Los largosbigotes se mezclaban con las barbas yvestían largas túnicas forradas con piel.No eran más limpios que los hérulos yJuan observó con interés que los másapuestos llevaban armaduras y joyas demanufactura romana.

—Soy el emisario de Zabergán, reyde los eslovenos y los búlgaros —dijosu jefe, expresándose en un griegofluido, aunque con un marcado acento

extranjero—. El gran rey desea saberquién es el que osa impedirle el paso.

—¿El gran rey? —repitió Narséscon su voz aguda y amable, propia de unniño—. ¿Sirve tu rey al rey de Persia?

Los romanos se echaron a reír y elemisario de Zabergán se mostró irritado.

—¡Mi señor no sirve a ningúnhombre vivo! —exclamó—. Lo llamogrande por su propio derecho a serlo.No he venido a hablar con eunucos, sinocon el comandante de este ejército.¿Dónde está tu señor?

—Mi señor es el emperadorJustiniano, vándalo, gótico, piadoso,afortunado, glorioso, triunfante, siemprevictorioso, siempre Augusto, dueño del

mundo. Y yo soy Narsés, chambelán deSu Sacra Majestad, oficial de susejércitos en Tracia e Iliria y comandantede éste. ¿Qué desea Zabergán en miterritorio?

El enviado de Zabergán miródespectivamente a Narsés.

—El emperador de los romanosdebe de estar escaso de generales paraenviarte a ti.

—¿Hay algo más que quisierasdecirme? —preguntó Narsés en tonocortante.

—Tenía algo que decirle a unhombre, no a ningún esclavo delgineceo.

Uno de los armenios de Narsés

avanzó unos pasos montado en sucaballo y bajó su lanza, con antorcha ytodo, hasta quedar su punta dirigida a lagarganta del emisario. Sin mirar alhombre, Narsés hizo chasquear susdedos y señaló las filas. La lanza selevantó y el armenio retrocediósilenciosamente hasta volver a la fila. Elemisario esbozó una sonrisa de desdén.

—Nos veremos otra vez, eunuco —declaró, tirando de las riendas—.Mañana, cuando haya luz para luchar.Tal vez mi señor Zabergán vuelva avenderte a Justiniano Augusto. O tal vezse quede contigo. Necesita un esclavopara ordenar las ropas de la reina.

Dicho esto, el emisario volvió

grupas y se alejó colina abajo, seguidopor sus subordinados.

Narsés sonrió.—Bien, caballeros, creo que

tenemos una batalla lista para mañana.Venid a reuniros conmigo en la tienda,para discutir la forma de dar a Zabergány sus emisarios una lección de buenosmodales.

Los armenios le dispensaron unagran ovación y los hérulos los imitaron.Pasados unos segundos los romanos lovitorearon a su vez. Con otra sonrisaNarsés los despidió y regresó alcampamento.

En realidad no hubo mucho quediscutir en la reunión que los oficiales

mantuvieron en la tienda de Narsés. Encambio, sí hubo una serie deinstrucciones emitidas rápidamente porel comandante.

—El plan es el siguiente —expusoNarsés, trazando un mapa con un dedomojado en vino sobre la mesa—:replegaremos nuestra caballería detrásde las dos trincheras, tú en el oeste,Filemut, y tú, Alvit, en el este. En losextremos más alejados de las trincherasnecesito a todos los hombres capaces deluchar a pie y a todos los que esténarmados con lanzas largas y con escudospesados. Cubriendo las trincheras haciael centro, estarán todos los hombresdiestros en el manejo de hondas y todos

los arqueros de que podamos disponer,no sólo los que provengan de lasfortalezas. Si un hérulo sabe disparar unarco, prefiero que lo haga en lugar decombatir a caballo. Tú mandarás los deleste, Faniteo, y tú, Artemidoro, los deloeste, con la mayor parte de la guardiapersonal y la totalidad de la guardia depalacio. Yo, seguido por mis hombres ypor algunos más de infantería, caballeríay arqueros elegidos por mí, ocuparé unlugar en el centro. Dejaremos que loseslovenos realicen el primermovimiento. Estoy seguro de queatacarán nuestro centro con su caballeríapesada y me propongo rechazarlos conlas lanzas, las hondas y los arcos. Es

casi seguro que intentarán atravesar elextremo de la trinchera, por lo quenosotros nos veremos en la necesidad dedisparar sobre ellos y mantenerlos conayuda de nuestros hombres con lanzascortas hasta provocarles una confusióntotal. Cuando su caballería retroceda endesorden, yo daré la orden a nuestracaballería de avanzar rodeando lastrincheras para intentar llegar alenemigo por el flanco. Mi señal será dedos toques de trompeta. No se moveránadie antes de dar esta señal ypersonalmente dispararé contracualquier hombre que ataque al enemigoantes de que yo lo ordene. ¿Algunapregunta?

—¿Dónde estaré yo? —preguntóJuan.

Narsés respiró profundamente sinapartar los ojos del mapa.

—Esta noche te envío de regreso aNicópolis. Quiero que alguien lleve uninforme confidencial al emperador, porsi la batalla no resulta tal como deseo.

Instintivamente Juan experimentó unescalofrío, seguido por una sensación deincredulidad y por último lo asaltó unafuria implacable, enfermiza. Tenía lasmanos frías y pálidas y se las frotó enlos muslos, sin osar despegar los labios.«¡Pero yo creía que me apreciaba!»,protestó con cierta angustia en su fuerointerno. Sentía que todos lo miraban, a

pesar de tener él los ojos fijos enNarsés.

—¿Crees —dijo por fin— que miconducta en la batalla será un deshonor,ilustrísimo señor?

Los hombros de Narsés seencorvaron ante la intensa mirada deJuan, pero no se volvió.

—No tengo ninguna duda de tu valor.Pero necesito a alguien que lleve uninforme confidencial y confío en ti. Miinforme señalará con la mayor claridadque éste es mi motivo.

—¿Quieres decir que no confías enestos excelentes comandantes aquípresentes? Artemidoro tiene mayorrango que yo y es un emisario mucho

más indicado para el Augusto.¡Seguramente podrías enviarlo!

—Podrías hacerlo, sí. Soy susuperior —señaló Artemidoro.

—Deseo enviar a Juan —insistióNarsés, posando sobre el comandante dela guardia de palacio una mirada mássombría que la de un jefe de bandidos—. El asunto está zanjado.

—¡No está zanjado! —protestó Juancon vehemencia—. Nadie, salvo tú,ilustrísimo señor, ha trabajado en esteejército más duramente que yo. Nopuedes mandarme a casa ahora, cuandoestamos ya ante el grito de guerra. ¡Notienes derecho a alejarme de estabatalla!

—Soy tu comandante y tengoderecho a ordenarte lo que se me antoje—bramó Narsés, los ojos fijos ahora entodos los oficiales—. Y yo te ordenoque partas.

—No iré —replicó Juan—. ¡PorDios! No soy un cobarde, no me volverépara huir y puedo mantener mi puesto enla línea de combate tan bien comocualquiera de los demás hombres, noimporta lo que tú pienses. Y me niego adejar que me señalen como un cobarde apesar mío, ni tú, ni ningún otro ser en latierra. Me quedaré y combatiré comosoldado raso.

Con un hondo suspiro Narsés habló:—Esperad aquí, caballeros. Juan,

ven conmigo.Una vez fuera de la tienda se dirigió

al campamento principal. Sus hombres,sentados en torno a la gran hoguera, sepusieron de pie al verlo aproximarse.Narsés pronunció unas palabras brevesen armenio y los hombres se retirarontras hacer una reverencia. El eunucopermaneció inmóvil un instante,contemplando fijamente las brasas, y sesentó pesadamente sobre un tronco deleña. Juan se apostó detrás de él. Teníalas piernas temblorosas de furia, peroesta furia misma le hacía permanecererguido.

—Juan —dijo Narsés y, en un rápidosusurro, prosiguió—: Piensa en lo que

puede suceder mañana. Contémplalodesde mi punto de vista. Libramos unabatalla, y tanto la podemos ganar comola podemos perder. Supongamos quemuero luchando por mi emperador, oque logro una gran victoria y la ofrezcoa Sus Sagradas Majestades, ellos mesaludan y lo celebran con gratitud yhonores. Tú compartes el éxito de lavictoria o escapas a la derrota. Bien,considera que te doy el lugar que tecorresponde, luchando a mi lado, y tematan. Yo muero, o alcanzo la victoria.Vuelvo a Sus Sagradas Majestades ydigo: «He vencido en tu nombre a loseslovenos, Justiniano Augusto, perolamento mucho decirte, Teodora

Augusta, que el joven Juan, de quien tesatisfizo decir que provenía de Beirut,aunque no era verdad, tu único hijo, alque amabas y por el que abrigabasambiciones... Lamento decir que hamuerto». ¿Crees que a tu madre le haráfeliz mi victoria?

—Dios mío —se sonrojó Juan ycayó de rodillas frente a Narsés. Eleunuco lo miró por fin con una expresiónfirme y sincera—. ¿Cuánto hace que losabes? —preguntó en voz baja.

—Desde el principio, desde luego.Yo oigo cosas. Lo oigo todo. Un jovenllamado Juan, árabe, se ganó labenevolencia de la Augusta y lo recibiócuando afirmó que era su hijo. Se

comentó que ella dio orden de azotarlo yencarcelarlo. Hay aquí algodesconcertante. Ella podría habercastigado a un mentiroso que la hubieseinsultado, pero no enviarlo a prisión. Yyo no creía, como otros, que loencarcelase si no mentía. ¿Y por qué setomó el trabajo de destinar a Calcedoniaa los guardias que lo admitieron? Pocosdías después la Augusta me presenta aotro joven, también llamado Juan,nacido en Beirut, vástago de respetablespadres de clase media que está, segúnme aseguran, desde hace semanas enHerión. El supuesto sirio habla confluidez el árabe y el persa y cuando se lesolicita que escriba en sirio, lo hace

evidentemente mediante la trasliteracióndel arameo. No fue muy difícil para míadivinar que en realidad es un árabe eidéntico al primer joven. Pero ¿quiénsoy yo para revelar los secretos de miseñora? Si te preocupa que otros lohayan adivinado, puedo decirte que yono lo creo. Están más dispuestos que yoa creer peores cosas de la Augusta.

—Sergio y Diomedes me dijeronque siempre lo descubres todo —repusoJuan—. Estaban en lo cierto. —Por unmomento permaneció silencioso,mirando fijamente a su comandante, yexclamó luego en voz baja—: Debespermitir que me quede.

—No deseo tener a tu madre como

enemiga.—¡Ella lo comprenderá!—¿Sí? Entiendo poco de amor y

menos de lo que significa tener hijos.Pero sé que los que sufren estasexperiencias no son racionales frente aellas. Hasta los mejores enloquecen conestas pasiones. Cada vez que la Augustame viese, pensaría: «Mi hijo murió bajosu mando», y me detestaría. Y quizáscon razón. Es mi deber defender a miseñor, a mi señora y a sus hijos. Noactuaría como fiel servidor si tecondujese a esta batalla.

—Debes dejar que me quede aquí.No tengo mayores probabilidades demorir que el resto —insinuó Juan—. ¡Te

lo ruego, señor!Narsés movió la cabeza con la

mirada fija en el fuego.—Escúchame un instante —insistió

Juan—. ¿Sabes lo que significa crecercomo el bastardo de un hombrerespetable en una pequeña ciudadrespetable, entre gente enterada de quetu madre era una ramera mantenida portu padre cuando era un estudiante? ¿Quetodos te señalen, te consideren,convencidos de que lo eres, venal,débil, tímido y desvergonzado, aun antesde que digas una palabra? Creo que losabes. Me imagino que debe parecersemucho a ser eunuco.

Con un estremecimiento Narsés

levantó la vista y la fijó en Juan, sinmediar palabra.

Juan prosiguió, en un murmullo:—Y te dices: «¡Si sólo pudiese

probarles que soy un hombre tan dignocomo cualquiera de ellos!». Y sabesmuy bien que la única prueba capaz deconvencerlos, la única prueba que teconvencerá a ti mismo, puesto quenecesitas convencer, es demostrarlesque tienes valor en la guerra. La pruebade la vida y la muerte. Ahora tienes esaprueba en tus manos, ahora estáspreparado, con los nervios templados yconsagrados a este fin. Yo también loestoy. Y que me priven de esta pruebaporque la misma ramera que me

abandonó cuando tenía tres meses quierereconquistarme ahora... ¡Te lo ruego,ilustrísimo señor! Sé que no deberíahablar así de ella, pero toda mi vida fuipropiedad de alguien; antes esclavo demi padre y ahora de ella. El hecho esque existo, que soy yo, no ella. ¡Mi vidame pertenece y quiero arriesgarla! ¡Nome quites la oportunidad!

Narsés se cubrió los ojos con unamano y por un instante no se movió. Enel silencio, el fuego chisporroteabaruidosamente.

—Muy bien —dijo por fin—.Aunque debo advertirte que la guerra noprueba lo que vales. El mundo seguirállamándote como le parezca y a veces tu

espíritu se humillará y estará deacuerdo.

—Gracias. Nunca lo olvidaré.—Mientras vivas —añadió

lacónicamente Narsés—. Muy bien.Hecho ya el discurso relativo a esteinforme, creo que deberé despacharlo yenviar a Artemidoro. Bien, al menos noperdemos mucho con su partida.

El día de la batalla amaneciónublado y amenazando lluvia. Soplabaun viento helado del este por la laderade la colina, que derribaba losestandartes y cortaba el aliento dehombres y caballos, en la dirección delos eslovenos, donde ondeaban lasbanderas de la tregua. Los hérulos

palmeaban a los caballos y lanzabanmiradas de ansiedad al valle, donde laluz dejaba ver al enemigo ocupandotodo el llano con sus lanzas.

Narsés se levantó temprano parainspeccionar una vez más las trincherasy controlar el despliegue de sus tropas.Al advertir un ambiente deincertidumbre, hizo fijar en el lábaro laimagen de la Virgen que había traído deConstantinopla y de Sérdica.

—Los eslovenos son paganos —dijoa sus oficiales—. Dios está de nuestraparte.

Los hérulos recobraron el ánimo alcontemplar la tierna sonrisa de la Madrede Dios. Las tropas romanas eran más

suspicaces. Pero a pesar de sususpicacia se dispusieron a esperar.

Juan ocupaba el lugar inicialmenteasignado a Artemidoro, en el extremooccidental de la trinchera. A suizquierda, en una larga columna de a tresque se prolongaba partiendo en ángulorecto desde el extremo de la trinchera,curvándose en una medialuna hacia elcentro, estaba la fuerza de seiscientoslanceros, la mayor parte de la guardiapersonal y la de palacio y doscompañías de hérulos. A su derecha, enuna fila desplegada detrás de latrinchera misma, había otros cientocincuenta, un grupo heterogéneo dearqueros de las guarniciones de Sérdica,

Melta y Nicópolis, junto con otrosmiembros del ejército capaces demanejar hondas y unos pocos arqueroshérulos con sus rústicos arcos demadera. En el ángulo entre los dosgrupos alguien había encendido unahoguera, en la que unos esclavoscalentaban agua para mezclar el vinoendulzado con miel y reparaban losarcos que sobraban.

Juan había distribuido a los hombresque debían transmitir las órdenes y noquedaba otra cosa que hacer, salvoesperar. Revisaba sus propias flechas ymiraba las cabalgaduras inmóviles a susespaldas. Maleka estaba ya ensillada,por si acaso. Jacobo esperaba junto a

ella, espada en mano, con expresiónansiosa. «Quiere salvarme la vida en labatalla y después emanciparse y seroficial. Tal vez le dé la manumisión.Ofrenda de gratitud a Dios por lavictoria», pensó Juan con afecto.

Miró nuevamente a su derecha.Sobrepasando la posición de suspropios hombres detrás de la trinchera,estaba la gran masa de caballeríacomandada por Filemut y lejos en ladistancia, en el centro de la carretera,divisó el resplandor dorado del sagradolábaro. Distinguía claramente ladiminuta figura de Narsés con su capablanca sobre la blanca cabalgadura. Susveinte oficiales y algunos arqueros más

de la guarnición esperaban delante de élcon sus arcos desplegados pero sinarmar y le rodeaba lo más selecto de lainfantería. A pesar de este séquito, supersona era muy visible y vulnerable.Con un suspiro Juan se sopló los dedosantes de palpar nuevamente las cuerdasdel arco.

Los eslovenos se habían concentradoen una extendida serie de rectángulos,con la caballería pesada al frente, lainfantería en el centro y en laretaguardia. Se movían sin cesar,gritando, galopando de un lado a otro,corriendo en la dirección de las fuerzasromanas para retroceder otra vez. Unafigura con una armadura dorada y

montada en un magnífico potro bayo seabrió paso lentamente entre la horda devanguardia y los eslovenosentrechocaron sus escudos entre aullidosensordecedores. La figura se detuvofrente a su ejército, observando lacarretera donde el sol mostrabaclaramente la debilidad de las fuerzascontrarias. Se volvió y levantó el brazovarias veces, golpeando el aire,dirigiendo a su gente palabrasinaudibles. Luego se volvió nuevamentey algo atenuada por la distancia, peroterrible siempre, se elevó una ordenespantosa, acogida con vociferanteentusiasmo. La caballería eslovena rugióy comenzó a avanzar, primero al trote,

en dirección a la colina por los camposblanquecinos, moviéndose ahora conmayor rapidez, a medio galope, enmedio del entrechocar de los cascoscomo una marejada bajo los alaridos ylos gritos de guerra.

Rápidamente Juan colocó la cuerdaen su arco y levantó una flecha. Tenía lasmanos entumecidas y pálidas perofirmes.

Los eslovenos atacaban el centro ycayeron bajo una repentina lluvia deflechas y proyectiles de las hondas.Algunos jinetes, al chocar con suscamaradas caídos, encontraron unacortina de flechas y cayeron, algunos enla trinchera, ensartados por los árboles

o por las lanzas de las huestes de lacaballería. La carretera se transformó enuna masa infranqueable de jinetes caídosy caballos encabritados. La caballeríaentonces cambió de rumbo, desviándosea derecha e izquierda, galopando enmedio de gritos de furia a lo largo de latrinchera y desplegándose en abanico alaproximarse. Unos pocos disparabanflechas al estilo de los hunos, pero lamayoría sólo contaba con lanzas,inútiles a esa distancia. Juan tomó laflecha y tensó la cuerda. Sentía latensión de los músculos de sus brazoscontra la rigidez de la cuerda ya tensa ytrató de respirar pausada y regularmente.«Están ahora casi en línea con mis

arqueros —pensó—. ¿Por qué nodispara alguien?» Estaba pensando enesto cuando cayó el primer jinete,derribado de su caballo por el impactode un proyectil de honda invisible. Elespacio se oscureció de flechas. Elchirrido continuo de las hondas y elsilbido de las flechas al saltar del arcose mezclaban con los gritos de dolor. Lacaballería seguía avanzando. Unesloveno montado en un tordillo caretogalopaba a la cabeza del resto. Su cascobrillaba con sus adornos de oro. Juanapretó los dientes y esperó, la cuerdadel arco contra la mejilla, los oídoszumbando por la presión de la sangre. Elesloveno se volvió con una ancha

sonrisa al ver el final de la trinchera. Elmundo entero pareció reducirse a lacabeza y al torso del jinete y Juandisparó la flecha. Cayó el hombreherido en la garganta y fue derribado delcaballo. De inmediato Juan extrajo otraflecha y volvió a disparar. Más soldadossaltaban o se desviaban del obstáculo delos primeros caídos. «Corresponde a loslanceros rematarlos», pensó,escudriñando la trinchera en busca deotros blancos, hasta que encontró uno.

—¡Seguid disparando! —gritó a susotros arqueros, mientras soltaba supropia flecha.

La caballería se lanzó sobre loslanceros como piedras caídas desde un

brocal: primero, unas piedras aisladas,luego el ruido seco de la roca. Hubootro ruido de espadas eslovenas sobrelos escudos de los lanceros. Un gemidohorroroso de dolor, seguido de gritos,lamentos y entrechocar de cascos.

Ya no galopaba la caballería desdela trinchera. Juan se volvió para mirarcon ojos muy abiertos, sin podermoverse, y la larga columna de lancerosvacilaba ante la fuerza masiva de lacaballería. Un caballo atravesado poruna lanza sangraba copiosamente sobreel hombre que había atravesado alanimal. Jacobo corrió esgrimiendo suespada y atacó al jinete caído. «Voy avomitar —pensó Juan horrorizado—.

¡Dios mío, no permitas que me vean!¿Dónde están mis flechas?»

De repente volvió a reinar elsilencio, sólo roto por gemidos aislados.Juan miró a su alrededor, algo aturdido.Ya no se aproximaban jinetes. Corriópara observar la trinchera en toda sulongitud. El enemigo había retrocedido yuna masa enorme de más de un millar sereagrupaba al pie de la colina. Al bordede la trinchera el suelo estaba cubiertode cadáveres y de jinetes heridos.Algunos de los hérulos avanzaban consigilo, sonrientes, impacientes poriniciar el saqueo.

—¡Todavía no! —gritó Juan,obedeciendo a un instinto aguzado

durante la marcha desde Singidunum—.¡Volverán enseguida! Desplazad a losarqueros hacia este extremo de latrinchera. ¡Hacedlos trepar! ¡Dioseterno! ¡Que alguien me dé más flechas!

Jacobo se acercó corriendo con másflechas y siguió corriendo para ayudar alos otros esclavos a auxiliar a losheridos. Con suma celeridad dispuso alos arqueros de manera que contasen conmás campo libre para disparar yseguidamente fijó su atención en loseslovenos. Además de los jinetes que sereagrupaban al pie de la colina, unafuerza más numerosa se arremolinaba enla carretera frente al centro romano. Lafigura con armadura dorada parecía

estar pronunciando una nueva arenga yvarias veces señaló la carretera en ladirección de Narsés. Juan no tuvotiempo para preocuparse, los jinetes yase lanzaban entre gritos por la colmapara hacer otra carga.

—¡Espera! —gritó dirigiéndose a unsoldado que en su entusiasmomalgastaba sus proyectiles de plomoestando los eslovenos todavía lejos delalcance de la honda—. ¡Espera hastaque puedas matarlos!

La segunda carga de los eslovenosfue más fácil de contener que la primera.El enemigo veía su avanceobstaculizado por montones de suspropios muertos y hubo tiempo de

disparar a discreción antes de sufrir unviolento impacto sobre los lanceros. Elchoque en sí terminó pronto y elenemigo se replegó casi tan rápido comohabía llegado. Estaba Juan tomandonuevamente aliento cuando oyó elestruendo de cascos a sus espaldas y alvolverse vio que Filemut y sus hérulosse aproximaban al galope tendido aatacar al enemigo.

—¡Pero si no se ha dado ordenalguna! —gritó, y en ese instante alguienlanzó un grito de horror.

—¡El comandante!Al mirar, Juan vio que la figura

sobre el caballo blanco no estaba allí.—¡Madre de Dios! —exclamó, y

apartando con esfuerzo los ojos dellugar vacío antes ocupado por Narsés,los dirigió hacia los hérulos que corríanal extremo de la trinchera. En la partebaja de la colina los eslovenos volvíana reagruparse y más lejos la carreterahervía de hombres. Pensó: «Esdemasiado pronto. Filemut se dirige alcentro para atrapar al rey esloveno, perodebemos quitar primero del camino a lacaballería o nos harán pedazos. Estosmalditos hérulos sólo están locos porvengarse. ¡Son salvajes, desenfrenados,poco fiables! Debo detenerlos». Seguíapensando en ello cuando corrió a montarsu caballo.

De inmediato sus hombres corrieron

también a sus cabalgaduras y debiódetenerse para gritarles que volviesen asus lugares y matasen eslovenos como seles había ordenado. Al ver a Hildericoel Vándalo, le indicó velar por elcumplimiento de la orden.

—¡Voy a detener a esos idiotas delos hérulos! —gritó—. ¡Quédate aquí sino quieres que los mate a todos!¡Jacobo, dame más flechas! —Habíamontado ya sobre Maleka y Jacobo leentregó otro haz de flechas, que metió enel carcaj junto al arzón antes de lanzar layegua al galope—. ¡Vuela! —le dijo enárabe y el animal obedeció, corriendodetrás de los hérulos como un ser alado.

Al pasar junto al borde de la

trinchera, oyó el trotar de más caballos.Volviendo la cabeza, vio la masaconfusa de eslovenos trepando por lacolina hacia él y se inclinó sobre elpescuezo de la yegua. Las lanzas sehundían con un ruido sordo a su derechay tuvo la visión horripilante de morircon el cuerpo destrozado por variasheridas. Pensó: «Es la próxima carga, hacomenzado ya y estoy atrapado». Por uninstante sintió un terror tan intenso queestuvo a punto de desmayarse.«¡Cobarde!», observó con disgusto unaparte de él y como un eco oyó la voz deBostra: «¿Qué puedes esperar del hijode una prostituta?».

—¡No soy un cobarde! —replicó a

gritos y palpando encontró una flecha yla colocó en el arco. «El tiro de lospartos. Es fácil.» Se volvió a la vez quedistendía el arco y vio que el primeresloveno le seguía a tan sólo cien pasosde distancia. Disparó y cogió otraflecha. Maleka galopaba a todavelocidad, resoplando aterrada por elolor a sangre y por el miedo. Juanvolvió a disparar. Los eslovenos legritaban en su idioma. Algunos arrojaronlanzas que no dieron en el blanco,desviadas por el galope enloquecido.Juan encontró otra flecha, la disparó,luego otra, y otra, y otra, hasta no hallarninguna al volverse para mirar, pues elcarcaj estaba vacío. Al levantar la vista

vio más jinetes frente a él, y apretó lacabeza contra el pescuezo de la yegua.«Volamos, volamos hacia la muerte.» Lacerteza de la muerte no lo aterraba, perola posibilidad de que ocurriera sí.

Los jinetes que estaban frente a él sedesplegaron, gritando su nombre. Alerguirse sobre la silla de montar vio queeran hérulos. A sus espaldas comprobóque los eslovenos que lo habíanperseguido se alejaban al galope. Tiróde las riendas y Maleka se detuvo, conlas patas temblorosas y echando espumapor la boca. Los hérulos se habíandetenido también y se amontonaban entorno, gritando y riendo. Filemutapareció desde el centro, desplegando

una amplia sonrisa.—¡Nunca vi nada semejante! —dijo

—. Vemos que nos siguen, luego tevemos a ti. Nos detenemos y esperamos.¡Qué espectáculo! ¡Esa yegua sabecorrer, y tú sí que sabes disparar!

—¡En nombre de todos los santosdel cielo! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Juan, furioso.

Filemut dejó de sonreír.—¡Se te dijo que esperases la señal!

—gritó Juan, temblando de furia y alivio—. El comandante te dijo que te mataríasi no esperabas. Te mataría yo mismo sime quedara una flecha. ¡Vuelveinmediatamente a tu puesto!

—¡Ha muerto el comandante! —dijo

Filemut indignado, señalando lacarretera—. Nosotros no nos quedamosquietos esperando mientras matan anuestros jefes. ¡Somos guerreros!

—¡Sois soldados romanos y lossoldados romanos obedecen lasórdenes! ¿Cómo sabes que está muerto?¡Vamos, volved! —Al tirar de la riendala cabeza de Maleka se movió—.¡Volved! —gritó a los hérulos en supropio idioma. Tomó entonces la riendadel caballo más próximo y la movió deun lado a otro. Con aire sorprendido eljinete miró hacia la colina. Juan llevó aMaleka al trote y regresó a la trincherasin mirar atrás, furioso contra Filemut.Pensó, lleno de incredulidad: «Casi me

mato, y todo por culpa de ese imbécilque no obedeció las órdenes... ¡Bárbarobruto y mugriento! ¡En toda esta naciónno hay un mínimo de disciplina!».

La caballería de los hérulos losiguió como un rebaño de ovejas.

Cuando volvieron a la trinchera, loshérulos comenzaron a gritar de alegría alseñalar la carretera. La figura envueltaen un manto blanco estaba nuevamenteallí, inmóvil como siempre, montada enun caballo castaño. Filemut se acercó ytomó a Juan del brazo, radiante dealegría. Olvidado ya su enojo, Juansonrió a su vez.

—Fue sólo el caballo —dijoFilemut sonriente—. Bien. Voy a esperar

ahora la señal.Juan asintió.—Y yo seguiré en mi puesto —

respondió.En el extremo de la trinchera, bajó

de la yegua y con piernas inseguras sesentó en el suelo, tiritando de frío, entresus hombres.

—¿Volvieron a atacar? —Supregunta fue hecha al azar. A su lado,Jacobo lo cubría con una capa.

—No, amo. Estaban todospersiguiéndote a ti.

Juan hizo un gesto, aunque enrealidad no había comprendido del todo.Con un esfuerzo se levantó y se acercó ala trinchera, donde vomitó. Sobre su

cabeza dorada como el trigo, resonó latrompeta con dos fuertes toques.

Por lo que a Juan concernía, aquélera el fin de la batalla. En el este, dondeel abrupto borde de la colina habíadetenido a los atacantes, el combatenunca había sido tan duro ni habíadurado tan poco tiempo. En el oeste,según comprobó Juan, la caballeríaeslovena había caído en una confusiónfatal con la inútil persecución del propioJuan.

—Al principio eran unos pocos losque te perseguían —le dijo más tardeHilderico el Vándalo, con una gransonrisa—. Pero al alcanzar a su jefe con

tu flecha, toda la tropa se alejó paravengarse en vez de atacarnos; tu yeguacorría tanto que se dispersaron todospor la colina hasta que se encontraroncon los hérulos encima. Los hérulos sehabían detenido para ver el espectáculo.Estaban, pues, todos en la línea debatalla. El enemigo sabía que no estabanen condiciones de luchar contra loshérulos por encontrarse desorganizadosy no tenían un jefe que les diese órdenes,de modo que los que se salvaron dieronmedia vuelta y huyeron. Entonces todolo que le tocó hacer a nuestro ilustregeneral fue esperar a que los hérulosestuviesen otra vez en sus puestos y darla señal de entrar a la carga.

—Estaba esperándolos, ni más nimenos. No era necesario decirles quevolviesen.

—No... En verdad, no —dijoJacobo, que estaba junto a Hilderico—.Pero lo habrías hecho si no te hubiesesido.

Una vez efectuada la carga, lacaballería hérula había avanzadovelozmente sobre el flanco esloveno eirrumpido en medio de la infantería, quecarecía de la protección, como losromanos, de las trincheras, losproyectiles y las lanzas.

Al ver esto, el rey de los eslovenosrenunció a atacar a Narsés y galopó paraprestar ayuda, para acabar

encontrándose rodeado. La carniceríafue terrible. Cuando en la tarde delmismo día Juan recorrió el valle acaballo, encontró la carretera teñida desangre y llena de cadáveres a lo largo deun kilómetro. Con todo, el rey habíalogrado escapar finalmente, con muchosde sus propios hombres, pero fuenecesario abandonar todo el botín.

Mientras los hérulos seguíanmatando eslovenos, llegó un mensajerode Narsés instando a Juan y a sushombres a dirigirse al centro. En lacarretera Juan halló al comandantetendido en la nieve. Un médico extraíadel muslo astillas ensangrentadas. Eleunuco estaba muy pálido, destacándose

tan sólo los labios y las sombras de losojos azulados. Su férrea impasibilidadno había desaparecido.

—Juan —dijo Narsés al ver a susubordinado—, me alegro mucho de nohaber presenciado tu travesura. Bien.¿Te has convencido?

Juan lo miró un instante, sincomprender.

—Creo que sí —dijo por fin—. Perono quiero volver a hacer lo mismo otravez.

—No —convino Narsés. Su sonrisaera forzada—. Alinea a tus hombres yhazlos prepararse para apoyar a lacaballería si fuese necesario. ¿Tienesmuchas bajas?

El recuerdo de las pocas horas quesiguieron hizo pensar a Juan en unsueño, aunque entonces parecía naturalenviar a Jacobo nuevamente a su tiendaen busca de las tablillas, las plumas y elestilete. El trabajo de detallar las bajas,de asignar a algunos hombres el cuidadode los heridos y a otros el entierro delos muertos y el nombramiento demensajeros que llevasen la noticia aNicópolis y solicitasen más provisionesy alojamiento era en conjunto muysimilar a la rutina de cómo dirigir unejército. En un santiamén, Juan seencontró registrando un mensaje entaquigrafía, con el carcaj colgando aún ala espalda y el casco puesto, mientras

Narsés dictaba desde unas angarillas,interrumpiéndose una o dos veces paracontener los gritos de dolor cuando lecauterizaban la herida; mientras tanto, enel valle los eslovenos huían de loshérulos victoriosos. Narsés tenía unaherida de flecha por encima de larodilla, que había atravesado la partemás musculosa del muslo antes declavarse en el caballo. La yegua blancapersa había tratado de aliviar su dolorrevolcándose sobre la herida, pero alquebrarse, la flecha se había hundidoaún más en el cuerpo. El escudero matóal animal, pero llevó algún tiempodesmontar a su jinete, que había perdidogran cantidad de sangre cuando pudieron

socorrerlo. El jinete había insistido enmontar nuevamente para tranquilizar alos hérulos, pero el médico mostró suprofundo desagrado.

—¡Si te hubieses quedado sentado yquieto, podríamos haberte extraído laflecha entera! —dijo a su comandante entono de reproche una vez que terminó desacar fragmentos de madera de la heridaque había cauterizado—. ¡Mira estaherida! ¡Pasarán meses antes de quevuelvas a caminar, si tenemos la suertede que no se infecte!

Narsés se limitó a hacer un gestoimpaciente y pidió noticias de lo quehacían los hérulos en aquel momento.

—Se apoderan del botín reunido por

los eslovenos —le informó uno de losmiembros de su guardia personal.

—¿Y los eslovenos?—Se fueron hacia el norte, señor.—Manda a Alvit y a Faniteo a

perseguirlos. Diles que mantengan lasdistancias y que eviten tomar contacto,pero deben observar a dónde se dirigen.Juan, ve con ellos y asegúrate del botínen mi nombre. Promete a los hérulos unabuena recompensa, elógialos hasta lasnubes, señala que las cosas debenrepartirse con equidad y asegúrate dequitárselo todo. Esas mujeres y niñosson romanos de Oescus y del campo.Han sido violados y maltratados por loseslovenos y no es justo entregarlos a los

hérulos. Mándalos a Nicópolis. ¿Quéhora es?

—Unas dos horas antes deanochecer, señor.

—Entonces Nicópolis quedademasiado lejos. Bien, instálalos en elcampamento, pues. —InesperadamenteNarsés se interrumpió y contuvo elaliento en un gemido ahogado. Elmédico acababa de limpiar la herida conuna solución de hierbas y vinagre.

—Los mantendré vigilados por laguardia de palacio —dijo Juan,cerrando las tablillas—. ¿Hay algo másque sea urgente?

Narsés negó con la cabeza,parpadeando para contener las lágrimas

de dolor.—Bien, ilustrísimo señor. ¿Por qué

no descansas ahora? El médico te daráalgo para aliviar el dolor y no haymotivo para no probarlo. Después deuna victoria tienes derecho a dormir.

Narsés sonrió débilmente pero sin lamenor ambigüedad.

—¿En qué código legal has leídoeso? Vete, entonces. Y si encuentras aese emisario... —Narsés calló uninstante—... aconséjale que su reinabusque a otra persona que cuide de suguardarropa.

VIII - Cruel como latumba

El resto del invierno fue una largaserie de desengaños. Tan pronto comolos eslovenos volvieron a cruzar elDanubio y quemaron el puente tras de sí,Narsés intentó negociar con ellos. Susmensajeros fueron bien recibidos ytratados con cortesía, pero volvieroncon las manos vacías. No se hicieronpromesas de paz. Las otras tribus de laregión mostraron gran regocijo ante lavisita de un ministro imperial de tanelevado rango y la victoria los

impresionó profundamente. Todasenviaron embajadas a su vez ypresentaron varias disputas parasometerlas al arbitraje de Narsés, perono tenían la menor disposición enaceptar tratados que las convirtiesen enparapetos de los enfrentamientos con loseslovenos, aun cuando las acompañasententadoras ofertas de tierras y subsidios.Las defensas de Tracia, destruidas enOescus, se desmoronaban por todaspartes. Narsés luchaba con infinitasdificultades para volver a levantarlassin ayuda de los bárbaros, pero lasprovincias estaban demasiadocastigadas y exhaustas para contribuir asu propia defensa y el resto del imperio

no contaba con ningún medio parasocorrerlas.

La peor de las frustraciones, noobstante, se produjo antes del momentofijado para la marcha del ejército haciaDyrrachium para emprender viaje aItalia. Las tropas habían retornado aSérdica tan pronto como resultóevidente que la invasión eslovena habíaterminado por el momento. Narsésrecorrió la frontera durante los meses defebrero y marzo transportado en unalitera tirada por caballos, por no podertodavía caminar ni cabalgar, pero loshérulos permanecieron en sus cuarteles.En abril, poco después de su regreso,Filemut y los otros comandantes hérulos

llegaron juntos al cuartel general deNarsés y solicitaron formalmente unaentrevista.

Cuando llegaron los hérulos, Narsésy Juan estaban revisando lasdisposiciones para la marcha en eldespacho del comandante. El eunucoestaba sentado en un diván con unapierna levantada, estudiando una pila dedocumentos a su lado. El sol primaveralentraba tibio por las ventanas abiertascon el grato aroma de las flores delpatio. Juan estaba sentado ante elescritorio intentando escribir una carta aun funcionario de trato difícil enDyrrachium y le costaba muchoconcentrarse. «En primavera, los

membrillos de Cydonia beben... —no seapartaba de su mente y sus pensamientoslo llevaban de continuo a Constantinopla—. Me pregunto cómo habráinterpretado Teodora el informe deNarsés. Estará satisfecha, pero ¿quésucederá? ¿Tendrá que volver Narsés,dejando a otro para conducir el ejércitoa Italia? ¿Y qué rango tendré yo?

»Me pregunto cómo se llevaráEufemia con Sergio. —Con una sonrisadejó su pluma y contempló las sombrasde las hojas que se agitaban suavementesobre la pared soleada—. ¡Cuánto megustaría verlos! Yo apostaría porEufemia. Sergio es tortuoso, pero notiene la mitad del seso de ella.

Seguramente la habrá ofendido y ahoraella tratará con Anastasio.»

Cerrando los ojos, imaginó aAnastasio y Eufemia en el cuarto deésta, inclinados y cambiandoimpresiones sobre las audienciashabidas mientras la acompañante deEufemia trabajaba silenciosa en su telar.Seguramente florecía la vida en lasenmarañadas enredaderas del patio y elpoco caudal de agua en la fuente rotasería verdoso. Pensó: «Se entenderán.Se parecen. Ambos van directamente alo que quieren y son eficientes. Querríasaber por qué...».

El escriba del despacho golpeó lapuerta con los nudillos y anunció a los

comandantes hérulos.Juan se levantó sonriendo y se les

acercó para estrecharles la mano. Habíaquedado como gobernador de Sérdicacuando Narsés tuvo que viajar y creíaconocer bien a los comandantes. Sinembargo, antes de cruzar la sala haciaellos, Filemut, seguido de los otros, lehizo una profunda reverencia conmuestras de impaciencia. Juan se detuvoy se inclinó a su vez. Pensó: «Algo andamal. ¿Habrá habido otro asesinato en latropa?».

—Estimadísimo e ilustrísimogeneral —exclamó Filemut, con unareverencia mayor aún ante Narsés.

Narsés se irguió, moviendo con gran

cuidado su pierna, e inclinó la cabeza.Juan tuvo la impresión de que habíaenvejecido algo después de losacontecimientos invernales. La herida lehabía hecho adelgazar aún más y en elpelo sedoso se advertían más canas quecabello oscuro. Su energía, en cambio,no había disminuido.

—Estimadísimo Filemut... yvosotros, muy honorables comandantes—respondió—, ¿en qué puedo serviros?

Filemut carraspeó y los otros dieronunos pasos, nerviosos.

—Como sabe mi distinguidocomandante, fui enviado según tuencargo a reclutar a algunos hombres demi país para luchar por la Sacra

Majestad del emperador JustinianoAugusto —comenzó diciendo en tonoformal y luego calló.

Narsés hizo un gesto cortés y esperó.—Y como ya sabes, ilustrísimo

señor, hemos combatido por elemperador, hemos sufrido un cruentoconflicto en pleno invierno y hemoslogrado una gran victoria, imperecedera.—Filemut volvió a callar, como sihubiese olvidado el renglón siguiente desu discurso—. A pesar de eso, VuestraSolicitud desea ahora que vayamos aItalia a luchar por Belisario, mientras túvuelves a Constantinopla. Belisarionunca fue amigo de mi pueblo. A los queluchamos por él en el pasado nos trató

con mucha crueldad y de maneraradicalmente opuesta a nuestrascostumbres. No aceptaremos estar bajosu mando.

Narsés suspiró.—Comprendo tu preocupación por

tu pueblo, nobilísimo Filemut. Con todo,aunque debo dejarte en Dyrrachium, noestarás directamente bajo la autoridaddel distinguido conde Belisario. Herecibido la confirmación de que estarásbajo el mando de nuestro común amigoJuan, en quien sé que confías tanto comoyo mismo.

Narsés dirigió su sonrisa a Juan,quien sólo atinó a mirarlo boquiabierto.Atónito, pensó: «¿Yo solo?

¿Comandante supremo, no elsubordinado de nadie? ¡Santo Dios!».

Filemut le sonrió, nervioso, pero selimitó a decir:

—Realmente estimamos a Juan, perono deseamos luchar en una guerraconducida por Belisario.

—Aceptaste eso, ni más ni menos,en Singidunum —señaló con sumapaciencia Narsés—. ¿Qué garantíaspretendes, entonces?

Uno de los otros comandantes seaclaró la garganta antes de hablar.

—Ilustrísimo señor, hemos cumplidoya nuestros contratos luchando por ticontra los eslovenos. Deseamos volvera nuestra patria.

La sonrisa cortés de Narsés seesfumó. Después de mirar a otro de loscomandantes, apartó el montón dedocumentos.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.Los comandantes tenían la vista fija

en el suelo.—Estamos cansados de luchar

contra extranjeros —dijo con vozinsegura—. Deseamos volver aSingidunum, a nuestro hogar, connuestras esposas.

—Se trata de la embajada de Tule—corrigió Narsés duramente—. Havuelto, ¿no? Ha encontrado un rey dellinaje real de los hérulos. Es por eso porlo que queréis regresar.

Hubo un momento de absolutosilencio. Desde el patio llegaba el cantode un pájaro.

—¿Estoy en lo cierto? —preguntóNarsés.

Lentamente Filemut asintió.—Nos han encontrado un rey —dijo

—. Ilustrísimo señor, te ruego quecomprendas. La embajada ha encontradoun hombre, Dacio, hijo de Aordo, hijode Oco, hijo de los hijos de los dioses,de línea agnada real de los hérulos. PeroJustiniano Augusto defenderá al reySouartouas porque él lo nombró y estáseguro de su lealtad. Souartouas ha sidomi amigo, pero no tiene más derecho aser rey que yo mismo, y ni yo ni el

pueblo podemos apoyarlo contra el reyDacio. Habrá pues hostilidad. entrenosotros y los romanos y de ningúnmodo iremos a Italia, ni siquiera por ti,ni siquiera bajo el mando de Juan.

—Has hecho un juramento —afirmóNarsés.

—Juramos luchar por ti. Lo hemoscumplido.

—¡Juraste obedecerme! Cristo, quetodo lo ve, sabe que yo he cumplido conmi parte del acuerdo y no te hedefraudado en nada. Aceptasteis dinerode mí.

—Devolveremos el dinero,Ilustrísimo señor. Pero no podemos ir aItalia ahora.

Narsés lo miró fijamente durante unminuto y luego hizo lo mismo con cadauno de los demás comandantes.

—¿Sabéis lo que dicen los romanosde vuestra nación? —preguntó furioso—. Que sois una raza de embusteros,traidores, perjuros e inconstantes. Queos dais a la violencia, a la bebida y a lafornicación. Que sois los peoreshombres de toda la tierra. —Losoficiales lo miraron a su vez, alprincipio perplejos, luego furiosos. Unode ellos, Alvit, se llevó la mano a laespada.

—Ni siquiera los romanos —vociferó Alvit— dicen que somoscobardes. ¡Han sido testigos de mucho

de nuestro valor en el pasado!Narsés lo miró furioso.—Siempre defendí el nombre hérulo

—dijo amargamente-—. ¿Qué diré ahoraen Constantinopla? ¿Que mis fieleshérulos no sólo se negaron a combatirpor mí, sino que además desean huir ysaquear tierras romanas como susantepasados? Me daría vergüenza decirsemejante cosa, Alvit..., como deberíaavergonzarte a ti.

Con una expresión de desconciertoAlvit apartó la mano de su espada.

—Diles que somos leales a nosotrosmismos —dijo Filemut.

El suspiro de Narsés fue de desdén.—¡Replicarán que eso es

enteramente obvio! Os ponéis en unasituación vergonzosa y me avergonzáis amí.

—Ilustrísimo señor —suspiróFilemut en un tono de verdaderapreocupación—, no deseamos ocasionartu vergüenza ante el Sacro Augusto.Siempre fuiste nuestro amigo ybenefactor. Pero debemos tener unverdadero rey. Haremos verdaderosesfuerzos por mantener la paz con losromanos y por respetar sus tierras. Yomismo, cuando me dirija al rey Dacio, lepediré que me permita volver con mishombres a servir a los romanos. Más nopodemos hacer. Tienes quecomprenderlo. No podemos ir a Italia.

Narsés volvió a mirarlos con unafuria concentrada, rayana casi en odiopersonal. Luego cerró los ojos y se llevólas manos al rostro.

—No, no podéis ir —convino.Cuando se apartó las manos de la carasu expresión era otra vez tranquila. Yañadió—: Bien, te dispenso de tuspromesas. No necesitas devolver eldinero que hayas recibido. Meconformaré con tu juramento deabstenerte de invadir territoriosromanos. Puedes volver a Singidunumdentro de dos días y dispondré que teacompañe una escolta de regreso a turegión.

Con profundas reverencias, los

hérulos se retiraron. Una vez cerrada lapuerta, Narsés extendió una mano haciael montón de documentos y con unrápido movimiento los tiró al suelo.Hundió la cabeza entre las manos, quese movían crispadas por el pelo.

—En realidad no son... —protestóJuan tímidamente.

—Son lo que piensas —respondióNarsés—. Y debemos permitírselo. Delo contrario también se irán y estaránresentidos contra nosotros. ¡MadreSantísima! ¡Paciencia! —exclamó alhundir un puño en el lateral del diván.

Juan se sentó a la mesa de escribirjunto a su carta por terminar. Pensódeprimido: «No hay necesidad de

terminarla ahora. Todo ese trabajo,traerlos aquí, pagarles, alimentarlos,preocuparnos por ellos, solucionar susdisputas, tratar de controlarlos... y todoeso ha terminado después de unaentrevista de cinco minutos. ¡Cielos!».

Le dolía la garganta, así quepermaneció silencioso, mordiéndose ellabio y, como un niño desilusionado,tratando de no llorar.

—Bien —dijo Narsés después deuna larga pausa. Su voz era nuevamenteserena—. Desde el principio era unaposibilidad y todo ha ido muchísimomejor de lo que podría haber sido.Podría haber surgido un motín, podríanhaber saqueado Sérdica. Y es verdad

que nuestros esfuerzos nos han validouna victoria. Debemos volver aConstantinopla. Tal vez pueda lograr quehagamos un convenio pacífico con loshérulos o consiga más dinero o tropasdestinadas a la defensa de Tracia.

—¿Hay alguna esperanza? —preguntó Juan con amargura.

—No mucha —admitió Narsés—.En su momento aconsejé no nombrar aSouartouas, pero el jefe denombramientos estaba empeñado en esaalternativa y el emperador la encontróinteresante. Igual que no siguió misconsejos entonces, ahora no apartará aSouartouas. Siempre apoya a loshombres nombrados por él.

»Y sabes tan bien como yo que notenemos ninguna posibilidad deconseguir más tropas o más dinero paraTracia, mientras Belisario clame pormás ayuda para Italia y otra rebelión décomienzo en África. Todo lo que hemoshecho aquí ha sido en vano.

Narsés se levantó muy despacio, seacercó a Juan renqueando y, apoyandouna mano en su hombro, lo reconfortó.

—Hay que soportar estosinconvenientes —declaró condelicadeza—. De todos modos todo esvanidad: el mando de los ejércitos, lasvictorias, los triunfos, la púrpura y losadornos de oro... son sólo obsequios delazar, de la tierra donde todas las cosas

mueren. Está mal que las deseemos contanta vehemencia.

Juan se frotó los ojos.—Ha sido el trabajo de un año —

murmuró.—Y no ha sido perdido. Salvamos a

Nicópolis, por lo menos, y a esas pobresmujeres de Oescus. Hemos demostradolo que queríamos demostrar.

—¿Qué?Narsés se encogió de hombros.—Que la caballería no es

invencible. Que el origen de un hombreno influye en su coraje y que un buey estan bueno como un toro.

Juan lo miró.—¿Por eso decidiste ser tú el blanco

de los disparos, para que los eslovenosprobasen su puntería en la batalla?

El eunuco sonrió.—Desde luego. Ven, debemos

disponer la escolta de regreso de loshérulos a Singidunum.

Las disposiciones para los hérulosno eran complicadas, y las tomadas parasu propio regreso a Constantinopla,fueron de una simplicidad poco menosque absurda. Regresaron a la ciudad unatarde radiante y ventosa de principios demayo. Habían enviado emisariosanticipadamente para anunciar sullegada y los acogieron al son de lastrompetas en la Puerta de Oro. Entraron

por ella a caballo Narsés y Juan con susservidores, luego los miembros de suguardia personal, seguidos por unpequeño carro con los equipajes, y porúltimo la guardia de palacio, bajo elmando de un oficial de rango inferior, yaque Artemidoro había conseguido queno lo enviasen de regreso después deentregar la carta de Narsés. «Hemospasado un año reclutando hombres, yahora volvemos con menos de la mitadde los que partieron con nosotros y conla misión que motivó su reclutamientono cumplida. ¡Qué desastre deexpedición!», pensó Juan con tristeza.

Al aproximarse al Gran Palacio, sinembargo, la gente comenzó a salir a la

calle y a darles la bienvenida conovaciones, como si la expediciónhubiese sido un éxito total.

Por doquier se oían sus gritos de«¡Narsés! ¡El justo, el piadoso!¡Conquistador de los eslovenos,salvador de Tracia!». Narsés estabasorprendido.

La Puerta de Bronce del GranPalacio aparecía abierta de par en par yfrente a ella, en formación, losregimientos de la guardia de palacio yde la guardia personal, dando labienvenida a sus camaradas. Resonaronlas trompetas y todos los guardiasimperiales gritaron a coro. Narsésdetuvo su caballo ante la puerta y los

comandantes de ambos cuerpos, elconde de la guardia personal y el condede la guardia de palacio, avanzaronjuntos, vestidos con los mantos blanco ypúrpura de los patricios y sus armadurasbañadas en oro.

—Ilustrísimo Narsés, te saludamosen nombre de Su Sacra Majestad,nuestro amo Justiniano Augusto —dijoceremoniosamente el conde de laguardia de palacio.

—Su Sacra Majestad desea darte labienvenida personalmente en el salón delos Diecinueve Divanes y felicitarte portu victoria —dijo el conde de la guardiapersonal.

Narsés inclinó la cabeza.

—Excelentísimos condes, estoyprofundamente honrado.

Cada uno de ellos tomó una riendadel caballo de Narsés y encabezaron laprocesión atravesando la puerta. Narsésdirigió a Juan una mirada divertida eirónica.

En la gran plaza que se abría tras laPuerta de Bronce desmontó y entregó lasriendas de su cabalgadura a uno de loscaballerizos que aguardaban y, seguidode sus oficiales, de su séquito personal,de los dos condes y de un gruponumeroso de funcionarios del palacio,entró cojeando en palacio.

El salón de los Diecinueve Divanesera un anexo del palacio Dafne

considerado como el mayor de lossalones de recepción imperiales y seutilizaba cuando se quería recibir a unagran multitud, o celebrar banquetes deestado, en los que en cada diván podíatomar asiento una docena de personas.Era un salón inmenso de techoabovedado, profusamente decorado confrescos y mosaicos y dividido en dospor cortinajes de seda bordados en oro.La luz de las ventanas de la bóveda sefiltraba entre nubes de incienso quesaturaban la atmósfera. A lo largo de lasparedes se habían colocado loscortesanos y los altos funcionarios, consus vestidos de seda y sus joyas. Juanhabía perdido la costumbre de

encontrarse en medio de lamagnificencia de palacio y se sintióabrumado. En el extremo más alejadodel salón las cortinas estaban corridas.

Narsés recorrió muy gentil el salón,subió los tres escalones hasta el estradoy se detuvo. Juan le esperaba con losdemás oficiales junto a las gradas. Lascortinas se abrieron y allí estaban SusSacras Majestades, Justiniano yTeodora, imágenes de púrpura y oro.Los ojos de Teodora se apartaron deNarsés para detenerse un momento enJuan y luego volvieron a posarse en elcomandante del ejército. Juan seprosternó y oyó el rumor de la seda ydel aliento contenido al imitarlo todos

los presentes en el salón.Narsés intentó prosternarse a su vez,

pero su pierna herida le hacía moversecon torpeza. Justiniano se levantó deltrono y lo tomó de las manos paraimpedírselo, tras lo cual lo abrazó y lobesó en la frente.

—Bienvenido —le dijo con unasonrisa— y muchas felicitaciones por tuvictoria.

Las tropas de Tracia eran objeto degrandes elogios y llovían sobre ellas lasloas y el dinero, participando en unamagnífica fiesta en el salón de losDiecinueve Divanes, hasta que por fin seles permitió arrastrarse exhaustas a

descansar en sus camas. Para Juan fuemotivo de alegría que el festínterminase. El elogio exagerado por eltriunfo le sonaba a artificial y lanecesidad de inclinarse y murmurar lasfrases cortesanas correctas suponía unesfuerzo excesivo después de la duralucha, la desilusión y el largo viaje.Aparte de la mirada sombría que lehabía dirigido al principio, Teodora nolo trató de un modo diferente aldispensado a los otros oficiales ytampoco le hablaba. «¿Está enojadaconmigo? ¿O ya se ha cansado de mí?No, qué tonto soy. Ella no diría nuncanada en una ocasión formal como ésta»,pensó Juan.

Sin embargo, cuando volvió aencontrarse en su casa, volvió a sentirsepreocupado por el silencio de laemperatriz, por los espías desconocidosy por la incertidumbre de su propiofuturo. «Te recomendaré para otramisión militar», le había dicho Narsésdurante el viaje de regreso desdeSérdica. También le había dicho aquellamañana: «No vuelvas a la oficinamañana. Tómate unos días dedescanso». «Necesito descansar. Nocreo haber descansado nunca desde quellegué por primera vez a esta ciudad.Pero ahora tampoco puedo descansar»,pensó Juan.

Exhausto, con los ojos hinchados,

yacía en la cama escuchando los ruidosde la ciudad. En la cocina, Jacoborecitaba sus aventuras ante susadmirados padres y exhibía sucertificado de manumisión a un desfileininterrumpido de visitantes y amigos.Afuera, los carros cuya presencia en lascalles estaba prohibida durante el díapasaban rechinando por las callesempedradas. La ciudad era como un granpeso que impulsase la península hacia elpalacio, aplastándolo a su paso.Mentalmente midió la distancia entreella y Sérdica, entre ella y Dyrrachium,calculando raciones para doscientoshombres, para mil, determinando ladistancia y las paradas durante el viaje.

Era como si lo viese todo desde unagran distancia, los ejércitos avanzandolentamente, como hormigas, por lastierras agrestes de Tracia. Con unlamento ahogado se volvió en la cama ytrató de olvidar esa pesadilla.

Narsés no esperó siquiera ni al díasiguiente para reanudar su trabajo. Sealejó de la fiesta con el emperador yjuntos se dirigieron a los aposentosprivados, asumiendo así Narsés suantiguo puesto de gran chambelán sindecir una sola palabra.

Justiniano sonrió y despidió a susotros servidores, pero cuando Narsésestuvo a la distancia propia de un ayuda

de cámara, es decir, junto a la cabeceradel emperador, éste hizo un gesto con lacabeza.

—Siéntate —le ordenó—. No estásde servicio y sé desvestirme solo,¿sabes? Antes de ser emperador medesnudaba yo solo —y parademostrárselo, se sentó en la cama y sequitó el calzado de color púrpura.Narsés se sentó frente a él en un diván yfrotó con cuidado su pierna tiesa—.¿Qué te pasó ahí? —preguntó Justinianoseñalando la pierna—. Tu carta decíaque estabas levemente herido, pero ajuzgar por lo que veo la herida no fueleve ni mucho menos.

Narsés sonrió.

—Una flecha me atravesó la pierna.—¿Te la atravesó del todo? ¡Santo

Dios! ¿Qué estabas haciendo para sufriruna herida como ésa? ¿Luchabas enprimera línea?

—No fue exactamente así, señor.Nunca aprendí a manejar un arma, perocedí a un ataque de vanidad y mecoloqué en un lugar muy visible alsentarme cerca del frente sin quitarme elmanto de patricio. Lo pagué caro.

—¡Qué insensatez! —exclamó elemperador irritado—. Te prohíbo quevuelvas a correr esos riesgos.

—No disfruté de la experiencia, demodo que trataré de evitarla en el futuro—prometió Narsés con una sonrisa.

Justiniano rió a su vez.—Has demostrado ser más

indispensable que nunca —musitó sindejar de quitarse las medias de colorpúrpura—. Fue una victoria magnífica,amigo mío. La verdad es que tesubestimé. Debí haber retirado aBelisario de Italia en aquella ocasión,no a ti. Déjame recompensarte... Vamos,pídeme algo.

Narsés hizo una reverencia.—Mi recompensa estriba en agradar

a Tu Sacra Majestad.Justiniano levantó la cabeza y volvió

a reír.—Pensé que dirías eso. El cortesano

de siempre. Bien, todo depende de mí,

¿no?—Como prefieras, señor. Sin

embargo, tengo algunas sugerencias quedesearía que escucharas.

—¡Lo sospechaba! Primerasugerencia, que abandone a Souartouas yreconozca al nuevo rey que los hérulostrajeron de Tule. Segunda sugerencia,que retire tropas de otro punto delimperio y las envíe a reforzar lasdefensas de Tracia y de Iliria. ¿Meequivoco?

—En absoluto, señor.Justiniano suspiró.—No creo que podamos hacer

ninguna de las dos cosas, pero podemosdiscutirlo mañana. He convocado al

consistorio a una reunión paraconsiderar ambas cuestiones. ¿Mássugerencias?

Narsés sonrió.—Una sola, señor. Mi secretario,

Juan, ha demostrado tanta habilidad paraconducir tropas como para organizar migabinete. Como sabes, yo quería ponerloal mando de los hérulos en Italia. Ahora,en vez de eso, te recomiendo que lonombres duque de Siria, o de Arabia,para no malgastar sus aptitudes.

La expresión de buen humor delemperador desapareció al instante.

—No pensaba tratar el tema de tusecretario esta noche, sino agasajarte ati por tu victoria —dijo con voz cortante

—. Ahora, en cambio, tengo que hacerteunas preguntas sobre él.

Narsés estaba sin moverse, con elrostro impasible. Recorrió mentalmentelas cartas que había escrito aConstantinopla y las que había recibido.«Algo ha ocurrido. No sé qué, pero debede haber sido reciente. Antes no había elmenor indicio de dificultades», pensó.

—Si tienes alguna pregunta, señor,estoy aquí para contestarla —dijo convoz pausada—. Soy tu esclavo hoy, tantocomo lo fui antes de que me dieses lalibertad.

Justiniano gruñó algo y se frotó lacara. Se desprendió su túnica púrpura yla dejó caer sobre la cama; se levantó y

se acercó a su escritorio.—Intentaste mandarlo aquí poco

antes del combate —manifestó, apoyadoen la mesa y de espaldas a Narsés—.Artemidoro dijo que según escribías enuna carta necesitabas que Juan metrajese información confidencial, pero laque mandaste carecía de importancia ycualquiera podría haberla traído.Querías mantenerlo alejado del peligro,¿no? ¿Por qué?

Narsés siguió inmóvil unos instantesmás, consciente de la sangre que latíafebrilmente en su pierna herida.

—En parte porque quería dejar elejército en manos de alguien en cuyomando pudiese confiar si me mataban —

dijo por fin—, y en parte paracomplacer a la Augusta.

—¿Te lo pidió?—No, señor. No me dijo nada sobre

él. Pero yo había notado, como tú, queparecía quererlo y tenía interés enfavorecer su carrera y que se enojaríamucho conmigo si Juan moría estandobajo mi mando.

Justiniano se volvió y miró a suchambelán.

—Tú pensabas así. —El emperadordirigió la mirada nuevamente a suescritorio, levantó una carta y se laarrojó a Narsés—. ¡Ahora dime quépiensas de esto!

A la Sacra Majestad delglorioso emperador JustinianoAugusto. Muchísimos saludos.Tal vez interese a Tu SabiaMajestad saber que nadie en lasoficinas municipales de laciudad de Beirut tiene ningúnrecuerdo de un escriba llamadoJuan que haya abandonado estaciudad hace año y medio paradirigirse a Constantinopla.Tampoco ha oído a nadie hablaren esta ciudad de un talDiodoro que fuese hermano delcuidador de osos llamadoAkakios. Además, aquellos queen Constantinopla conocían

bien a Akakios aseguranunánimemente que no teníahermanos, que solamente tuvouna hermana que murió antesque él. Por lo tanto pareceríaque el joven Juan, que afirmaser el primo de la SerenísimaAugusta, no puede serlo, por loque deseamos alertar a TuSacra Majestad ante estapeligrosa impostura.

Narsés leyó la carta y volvió aleerla por segunda vez y pudocomprobar después que estaba escritacon la mano izquierda, seguramente paradisimular la caligrafía. Quien la hubiera

escrito temía que reconociesen su propialetra. ¿Letra masculina o... femenina?Parecía una letra de mujer, aunque eradifícil determinarlo con certeza encircunstancias normales, y mucho máscon la caligrafía distorsionada.

Con mucho cuidado Narsés dobló lacarta y recorrió la superficie con losdedos.

—Tu Majestad no debería haberrecibido esta carta —susurró en vozbaja—. Si hubiese llegado a mi oficinanunca la habrías visto.

—¿Hubieras osado ocultármela? —preguntó Justiniano con indignación.

—Habitualmente no presento antetus ojos acusaciones anónimas y sin

pruebas. Si el Augusto, señor delmundo, escucha tales acusaciones, nadieestará seguro y la justicia misma se verádesvirtuada. Si las afirmaciones de estacarta son verdaderas, ¿por qué no lasfirmó su autor?

—Tenía miedo de Teodora —respondió de inmediato Justiniano—. Ytal vez tenga razón de temerla. Si lasafirmaciones son ciertas, no es sólo tusecretario el que miente, sino mi esposatambién.

—Sin embargo, ¿no es mucho másprobable que quien miente sea el autorde la carta? Tú sabes que Su Serenísimatiene enemigos que murmuran historiasllenas de maliciosas mentiras sobre ella

y buscan la suciedad para enlodarla. YJuan fue pasado por delante de otros, locual siempre genera odio. ¿Cuándo lahas recibido?

—Hace dos semanas —respondióJustiniano. Su enojo había desaparecidoy estaba sentado en la cama conexpresión ansiosa y preocupada—.Llegó con las otras cartas desde tudespacho, pero quien te reemplazó,Agapio, niega haberla visto.

—¡Interrogaré sobre ella a losescribas! —afirmó Narsés. Luego sedijo a sí mismo: «Y sé a quién debointerrogar. ¿Imagina Sergio que no lo hevisto hurgar entre los papeles deJuan?»—. ¿Has investigado las

acusaciones?Justiniano hizo un gesto displicente.—Es, como dijiste, una monstruosa

calumnia sin fundamento alguno. Siordeno investigarla deberé recurrir a losorganismos del estado, lo cualequivaldría a acusar públicamente a mimujer, o bien contratar investigadoresprivados que ella descubriría y leprovocarían resentimiento y quizá lallevarían a intervenir. Ella sospecha yaque yo desconfío, aunque no sabe dequé. Está enojada, pero a veces pareceque además esté alarmada. ¿Crees,Narsés, que podría ser verdad? ¿Que mimujer me engaña con ése... ?

—Mi querido señor, ¿dudas de la

fidelidad de tu esposa, o de su fuerza decarácter?

—De ninguna de las dos —respondió Justiniano muy afligido—,pero es una mujer apasionada y muyardiente. Yo le llevo más de veinte añosy... a veces la abandono. Si conoció aeste hombre cuando yo estaba enfermo,si era aceptable y ella deseabacompañía...

—Lo que imaginas no es verdad,señor —murmuró Narsés en voz baja,pero en tono convincente—. TeodoraAugusta te ama... Recuerda cómo secomportó cuando estuviste enfermo,cómo permaneció junto a tu lecho todoel tiempo del que disponía cuando no

estaba guardando tu imperio. Es leal pornaturaleza, una amiga firme, una esposafiel y un enemigo inflexible. Estoyseguro de que sus sentimientos haciaJuan no son más que los que resultannaturales y apropiados. En cuanto a sussentimientos hacia ella, estoyabsolutamente seguro de que los que túsospechas nunca se cruzaron por lamente de Juan. Él ve en ella una especiede tía rica y poderosa, y le exaspera queella gobierne su vida, aunque deseasinceramente complacerla.

Justiniano miró a su chambelán porun instante y luego suspiróprofundamente.

—Sí. Muy bien. Es posible que

tengas razón. Es difícil creer que miTeodora pueda serme infiel. A pesar detodo, hay algo que no está claro en esteasunto. Lo intuyo. No me gusta y querríaaclararlo. Lo pongo en tus manos,Narsés. Teodora siempre te tuvosimpatía y no se ofenderá si eres elencargado de investigarlo. Ademásconfío en que no me mientas.

—Habla con la Augusta, señor —insistió Narsés—. Muéstrale la carta. Esjusto que se entere de qué la acusan ydarle la oportunidad de defenderse.

El emperador permaneció indecisoun momento y movió lentamente lacabeza.

—Si se lo digo, no escatimará

ningún esfuerzo para descubrir al autorde esta carta y lo castigará. Tú lo sabesmuy bien. Tú mismo dijiste que es unenemigo inflexible. Y ambos sabemosque tiene sus espías, sus esconditessecretos, sus barcos y sus soldados.Puede muy bien localizar al autor de lacarta antes que nosotros y vengarsepersonalmente. Y si es culpable, tambiénpuede ocultar las pruebas que la acusanpara que nunca lo descubramos. Nodebe saber nada de esto hasta quehayamos establecido cuál es la verdad.

Narsés miraba atentamente la cartaque tenía en las manos. «¡Cuál es laverdad! Si se lo preguntases sin rodeos,podría decírtelo, pero yo no puedo

hablar en nombre de ella. Soy como elesclavo en una tragicomedia, atrapadoentre los deseos de mi ama y las órdenesde mi amo, tratando de servir a ambos»,pensó con amargura.

—Pero, ¿puedo consultar a laAugusta? —preguntó—. Dices que sabeya que sospechas de ella. Tal vez hayaidentificado a un enemigo al cual culpa.

El emperador vaciló antes de hablar.—Muy bien, pero haz las cosas con

delicadeza y cuida de que no se enterede la carta. Tampoco debes decir nada atu secretario. Manténlo en tu despachohasta que todo haya terminado.

—Como desees —concluyó Narséscon aire melancólico—. Aunque es un

joven de excepcional capacidad yhonradez y es una lástima retenerlo en unpuesto donde no se aprovechan susaptitudes y donde será vulnerable a lascalumnias. Yo propondría mandarlo a lafrontera cuanto antes en vista de lasituación.

—Tiene un rango honorario entre laguardia personal, ¿no? Puedeconservarlo y ganar así un doble salario.Dile que debe descansar algún tiempo.Quiero vigilarlo. Si es inocente, velarépara que no sufra por las calumnias desus enemigos y lo ascenderé con tantarapidez como pueda hacerlo. ¿Te parecebien?

Narsés se levantó, guardó la carta

doblada en su cartera y con cuidado seprosternó a los pies de su señor.

—Debe satisfacerme. Haré todo loque pueda por descubrir quién envió lacarta y por qué.

• • •

Juan despertó al día siguiente con lasensación de tener saburra en la lengua,los ojos hinchados y dolor de cabeza.Alguien estaba de pie junto a él.

—¿Qué sucede? —preguntóvolviéndose en la cama. Era Jacobo.

—Ha venido Anastasio el de laoficina, señor —dijo en tono animado.

No parecía acusar la resaca por lascelebraciones de la víspera—. Confía yespera que no te moleste su visita a unahora tan temprana, pero ha supuesto quequerrías tomarte un día de descanso yquería saludarte antes de ir a su trabajo.

—¡Ah! —se sorprendió Juan,olvidando su dolor de cabeza—. Dileque se siente y desayune. Lo veré enseguida.

Después de lavarse y ponerse unatúnica y unos pantalones fue al comedor,donde halló al viejo escriba comiendopan blanco y admirando el casco deJacobo.

—Se lo quité a un jinete esloveno —se jactaba Jacobo—. Lo maté yo mismo.

Me queda perfectamente. ¿Ves? —dijoal ponérselo y ajustarlo con elbarboquejo—. Maté a tres eslovenos alderribarlos de sus caballos. Nadacomparado con los que mató el señor,pero Hilderico dice que no estuvo malpara una primera batalla. Ahora soy unverdadero escudero con un salario ytodo.

—¡Mis saludos, Anastasio! —exclamó Juan, adelantándose.

El escriba se levantó de un salto, seacercó y le cogió la mano, sonriendo.

—¡Conque estás aquí! —dijo—.Lamento haberte despertado.

—Si no hubieses venido, yo habríaido a la oficina a verte. Hoy no sé qué

hacer en todo el día.Anastasio seguía con su ancha

sonrisa y estrechaba aún la mano deJuan.

—Estamos encantados de verte otravez aquí. Sergio era un amo exigente, loque hacía duro trabajar con él. ¡Perosupongo que no seguirás trabajando connosotros mucho tiempo más!

—Creo que piensan recomendarmepara un puesto militar en el este, aunqueno sé cuándo será ni tampoco si llegaráa ser una realidad.

—Por lo que he oído, es seguro quelo obtendrás. En el informe del combatete describen «tan glorioso comoAquiles».

Juan se echó a reír.—Cierto que mis pies corrían que se

las pillaban. Me perseguían mileslovenos y huí de ellos con toda lavelocidad que pude sacar del galope deMaleka. Después me sentí enfermo.Pero Narsés no me recomienda pormotivos como éstos, sino porque séorganizar movimientos de tropas y deabastecimientos, además de no perder lapaciencia con los bárbaros. Pero he deconfesar que nuestra campaña fue undesastre, de modo que no sé hasta quépunto podrá prestarle atención la gente.

Jacobo se mostró contrariado yAnastasio no supo qué contestar.

—¡Pero tu campaña ha sido

señalada como una gran victoria, untriunfo, a pesar de una serie de factoresdesfavorables!

—Fue así —comentó Jacobo.—Es lo que dicen aquí ahora —

aseguró Juan amargamente. Se sentó ytomó un poco de pan—. Sin embargo, noconseguimos alcanzar ninguno de losobjetivos que nos habíamos fijado yalguien no podrá menos que advertirlo.Hablemos de otro tema. ¿Qué se haestado cociendo aquí, enConstantinopla? —Sonreía otra vez—.¿Cuál ha sido el resultado final de labatalla entre Sergio y la virtuosísimaEufemia?

Anastasio lo miró con aire

sorprendido y dejó oír su risa ronca.—Lo has descrito muy bien —

aseguró—. Primero intentó venderle aEufemia información falsa y despuéstrató de seducirla.

Juan sintió una inesperada sorpresa,que manifestó en forma inexplicable:con su enojo.

—¿Qué sucedió? —preguntó.Anastasio se encogió de hombros.—Ordenó que se le despidiese sin

contemplaciones. Luego escribió unacarta de queja a los antiguoscompañeros de su padre en la prefecturay les entregó medio archivogratuitamente para que prestasen suatención a él. Todos están molestos y lo

creen incompetente por haberlamanejado con tan poco tacto. No esbueno para la carrera de un hombretener enemigos en la prefectura, y Sergiose sigue lamiendo las heridas.

Juan se echó a reír.—Pensé que ella triunfaría. ¿Y tú le

das ahora la información?—Sí. Me mandó... ¡mm!... una carta

una semana después de haber despedidoa Sergio, en la que aseguraba que mehabías recomendado por mi honradez,aunque no estoy tan informado. —Guardó silencio un instante y prosiguió—: No quería aceptar, pero ahoraespero nuestras reuniones con granexpectación. Es una muchacha lista, no

teme a nada ni a nadie, es rápida y es unplacer trabajar con ella. ¡Ojalá mi hijaescribiese cartas con tanta constancia!Pero si piensas permanecer en eldespacho durante el tiempo que sea,estoy seguro de que preferirá verte a ti.Desea saber más de lo que yo puedodecirle.

—No pueden quedarnos tantosinformes sin examinar.

—Hemos cubierto la mitad deArabia y todavía tenemos Osroenaintacta. Habitualmente no tengo tantainformación que pueda serle útil, apartede la lista de audiencias. Sergio trata deimpedirme que vea nada por simplerencor hacia ella. —El viejo escriba

suspiró y añadió—: Y ahora debo irme atrabajar. Llegaré tarde y Sergio crearádificultades.

—Te acompañaré —le dijo Juansonriendo aún—. Eso lo calmará.

Cuando Narsés volvió a su despachodespués de reunirse con el consistorioimperial, encontró a Juan nuevamenteinstalado en la oficina exterior, absortoen la tarea de ordenar los archivos conmaterial de los dos reemplazos en unúnico montón. Anastasio se había ido,feliz de ir a la caza de otros archivos.

—Creí haberte dicho quedescansases hoy —alegó el chambelán.

—Esto es un mayor descanso queandar por la ciudad preguntándome qué

estará pasando aquí.Con la sonrisa de siempre Narsés

suspiró y permaneció inmóvil un instantecon los dedos apoyados en la mesa detrabajo de Juan, mientras observabaatentamente a su secretario: el rostrodelgado de barba cuidadosamenterecortada, la expresión nerviosa yvigilante, las sombras debajo de losojos. «Sigue preocupado por los hérulosy por Tracia. Es amargo para losjóvenes descubrir que su trabajo ha sidoinútil. Además, permití que trabajase enexceso creyendo que recibiría algúnpremio. El reconocimiento no habríaanulado la desilusión (es demasiadointeligente), pero por lo menos le habría

quitado la amargura, pensó.»Tiene los ojos de su madre, y

también las manos, largas y finas, conuñas ovaladas. Si el señor se fijase enél, si lo mirase bien, tendría alguna ideade la verdad. Pero "los celos soncrueles como la tumba", son brasas defuego con su vehemente llama. El amono puede sospechar la verdad cuandosospecha algo tan falso. Si ha dicho queconfía en mí es que confía en mí, aunqueno obstante tiene algunas dudas porhaber tratado yo de proteger a Juan enNicópolis. Lo que debo hacer es lograrpruebas rápidamente que revelen suculpabilidad o su inocencia. Si no puedodemostrar lo uno o lo otro y dado que

todo lo que puedo señalar supondríaculpabilidad, también sospecharía demí. ¡Que Dios me coja confesado!»

—El consistorio ha decidido que nohabrá más tropas para Tracia —dijo alcabo de unos instantes—. Se limita aelogiar mis disposiciones, y debemosapoyar a Souartouas como rey de loshérulos.

—¡Ah! Bien, eso era todo lo queesperábamos oír —fue todo elcomentario de Juan, y antes de añadiralgo más calló.

—Es verdad. Debo decirte ademásque Su Sacra Majestad piensa que debesdescansar algún tiempo antes de que sete encomiende otra misión militar.

Conservarás tu puesto aquí y tendrás dosmañanas libres por semana para darinstrucción militar a los guardiaspersonales que condujiste en Tracia. Tepagarán dos salarios. Lo siento.

«¿Estoy desilusionado o sientoalivio? Estoy cansado, tan cansado queapenas puedo sentir. Es verdad quenecesito un descanso. El solo esfuerzode los preparativos para partir al este yaprender nuevas cosas hacen que detestela idea de moverme. Sin embargo..., sí,me habría gustado volver a mi país yrecibir honores. Podría hacerlo, por otraparte. Sería un puesto administrativo derutina, ahora que esto acabó.Simplemente la vigilancia habitual

contra las incursiones de los sarracenosy los isaurios. Si alguien me pidiese queorganizara movimientos de tropas enArabia, podría hacerlo con los ojoscerrados. Sería infinitamente más fácilque en Tracia, por ser la provinciamucho más rica. Pero el emperador"desea que descanse". No le impresionó,a pesar de haber hablado tanto ayer.»

—¡Maldito Filemut y todos loshérulos! ¡Los hérulos y sus reyes! —selamentó.

—Así es —dijo Narsés.Tamborileaba la mesa con los dedosdeseando haber dicho algo más. No se leocurrió nada y, con otro suspiro, sedirigió a su despacho privado.

Sergio estaba sentado en su lugar desiempre junto a Diomedes, con aireenfadado, clasificando material en lasala de recepción. Trató, con todo, deocultar su enojo al ver entrar a susuperior.

—¡Bienvenido, señor! —dijo,levantándose y con una sonrisa forzada.

Diomedes también se levantó ysonrió de oreja a oreja.

—Felicitaciones por la magníficavictoria de Vuestra Eminencia —dijoSergio—. Durante días no hemoshablado de otra cosa aquí.

Narsés sonrió cortésmente e inclinóla cabeza. «¿Lo interrogo ahora? —sepreguntó—. No, dejémoslo por el

momento. Debo consultar primero a laAugusta. Además sería útil saber losuficiente de esa carta como paraespecular acerca de su autor antes deagarrar a Sergio.»

—Gracias, estimado Sergio —masculló—, y gracias por tus serviciosaquí durante mi ausencia. Tendremosque hacer algo a propósito dentro deunas semanas, cuando estemosnuevamente instalados cada cual en supuesto.

Sergio se sentó mostrando unasonrisa hipócrita. Narsés ocupó su lugarante su mesa de trabajo y echó unamirada al material acumulado en ella yluego levantó la vista hacia la pared.

Héctor luchaba con Patroclo en el lugarnormalmente ocupado por el icono.«Tengo que acordarme de desembalarloesta tarde», pensó y se puso a trabajar.

—El ilustrísimo Narsés, chambelánprincipal de su Sacra Majestad —anunció Eusebio, el chambelán deTeodora. Narsés había solicitado unaaudiencia privada y la emperatriz iba arecibirlo en su cuarto de vestir despuésde su baño. Estaba descalza y vestíasólo una túnica de seda fina ribeteada enoro. Estaba sentada en una silla baja,contemplando su imagen en el espejo,mientras una de sus servidoras lecepillaba el cabello. El vestido y elmanto púrpura estaban extendidos sobre

el baúl de la ropa, listos para usar—. Alparecer vas a heredar mi puesto —susurró Eusebio a Narsés—. Aunque yono pienso tomar el tuyo, gracias. —Después de hacer una profundareverencia a Teodora se retiró.

La emperatriz levantó la vista delespejo y dijo a Narsés: —No temolestes en saludarme. Me enteré de lode tu pierna. Ven y siéntate. No tardarémucho más. —Cuando Narsés ocupó untaburete bajo, Teodora volvió a mirarseen el espejo, girando la cabeza a uno yotro lado, y, después de hacer unamueca, lo dejó—. Me siento como esavieja cortesana: «A Afrodita estádedicado este espejo. No veo lo que era

y lo que soy no deseo verlo». ¡Dios,estoy convirtiéndome en una vieja fea!En verdad había envejecido desde queNarsés la viera por última vez. Tenía lapiel del rostro caída y floja, sin tersurasobre los finos huesos, y los ojoshundidos. Los párpados eran másgruesos que nunca. En su pelo negrohabía algunas canas más. Nada de estose había notado durante la fiesta, algoque sorprendió a Narsés.

—¿No se encuentra bien VuestraSerenísima? —preguntó.

—No, no me encuentro ni bien nitranquila —dijo ella agriamente. Con unchasquido de los dedos indicó a lamujer que la atendía que se retirase—.

He tenido muchos problemas deestómago —continuó una vez que lamujer, después de prosternarse, se alejó—. Y a Pedro le preocupa que le seainfiel. —Miraba a Narsés con atención,los párpados entornados, la expresióninescrutable—. ¿Sabes algo sobre eso?—preguntó con voz pausada—. Si se locontase a alguien, sería a ti.

Narsés hizo un gesto negativo muylento.

—Lo siento mucho —respondió—.Tu esposo está perturbado por unashistorias malintencionadas que ha oído.Me lo ha dicho y, por lo que puedojuzgar, no lo ha confiado a nadie más.

—¡Gracias a Dios! Por fin puedo

enterarme. Pedro se limita a hacermepreguntas capciosas y luego niegasospechar nada. ¿Con quién cree que loengaño y por qué motivo?

Narsés titubeó.—No cree realmente que lo hayas

engañado. Conoce demasiado bien aVuestra Majestad. Pero le preocupa loque le han dicho. No conozco el origende las historias y esperaba que túpudieses decirme algo.

Teodora lo miró con aireinterrogante.

—¿Desea que tú las investigues?Narsés sonrió y apartó las manos en

un gesto de impotencia.—Señora, yo estoy enteramente

seguro de tu inocencia y profundamenteinteresado en hacer todo lo posible porzanjar esta brecha entre mi señor y tú.

—Te creo —dijo Teodora, perotenía los dientes apretados y la miradabrillante bajo el entrecejo fruncido—.¡Dios Eterno! ¿Por qué ha comenzado depronto a prestar atención a habladurías?¿Qué le han contado?

Narsés contempló durante un instantelos pies descalzos, arqueados en torno alas patas de marfil de la silla.

—Creo que sería insensato por miparte decírtelo, señora.

Teodora golpeó el brazo de suasiento.

—¿Qué significa eso? ¿No te está

permitido decírmelo? —Narsés la miró.Su respiración era jadeante y los ojos leechaban chispas—. ¿Cómo puedodefenderme si no sé de qué se me acusa?

—Lo lamento, señora. Pensé quequizá tú sabrías de algún enemigoempeñado en difamarte.

—¡Sé de muchos enemigos ytambién de amigos que podrían habermedifamado! Sin saber de qué me acusan,¿cómo puedo adivinar quién es? En laúltima semana he vivido como unamonja. ¡No le he dirigido la palabra aningún hombre por temor a las malditassospechas de Pedro! ¿No puedesdecirme más?

Narsés suspiró.

—Tal vez, señora, debiera volvercuando haya logrado hacerme unaconjetura más fundada en cuanto a lafuente de la historia.

—¡Maldición! —exclamó Teodoradando otro puñetazo a su silla—. ¡Siencuentro a la persona responsable deesto, lo haré azotar, haré que le llenen laboca con plomo derretido para que dejede mentir! Debería hacer lo que se meantoje y dejar a Pedro hundirse en susridículos celos. ¿Por qué no me dice loque teme?

—Porque teme que hagas asesinar ala fuente de la historia, y de ese modonunca pueda conocer la verdad —susurró Narsés.

Lo miraba furiosa, pero contuvo elaliento y terminó por reír a pesar suyo.Al mover la cabeza advirtió unosmechones sueltos entre sus dedos y losarregló retorciéndoselos en la mano.

—¡Qué situación... ! Ni siquiera mehe atrevido a ver a solas a mi primoJuan. Hace dos días que llegó y ansiabaverlo: ¡Me siento tan orgullosa de él!Supongo que partirá para el este sinhaber podido saludarlo siquiera.

Narsés movió la cabeza muydespacio. «¡Gracias a Dios que hasurgido el tema!», pensó.

—Juan permanecerá conmigo por elmomento. El señor ha pensado que no levendrá mal un descanso.

Teodora lo miró con sorpresa. Teníala expresión de quien inesperadamentecomprende algo.

—¡Dios del cielo, conque se trata deJuan otra vez! —exclamó.

Narsés la miraba sin decir nada.«Obedeciendo mis órdenes al pie de laletra, violando totalmente el espíritu conque las di. El truco del antiguo esclavoque se resiste a morir», pensó.

Al cabo de un rato de silencio, laemperatriz dijo con aire pensativo:

—Creí haber reventado esa ampollaen particular. Bien. ¿Quién difundementiras acerca de Juan?

Narsés bajó la mirada, confundido.«Esa ampolla en particular... Es una

buena imagen: una llaga en el pie de tuesposo, un lugar donde el calzado lemolesta. Sabe que has mentido y elcalzado le molestará hasta que sepa laverdad. ¡Sin duda debe saberla! Losresultados serían mucho menoslamentables que si la mentira continuara.Para ti, para mí y especialmente paraJuan. Pero ¿cómo convencerte de queadmitas lo que hiciste?»

—No creo que la historia haya sidouna mentira en su totalidad —aventurócon voz tranquila, mirando de frente aTeodora.

El rostro se le contrajo por lasorpresa y la alarma. Y detrás de esaalarma había algo más, una

determinación férrea, inflexible,implacable.

—¿Qué quieres decir? —preguntócon determinación.

—El señor no es un hombre tonto,señora. Si tiene sospechas ahora nohabiéndolas tenido antes, tal vez se debea que advierte que le ocultas algo.

—¿Ah, sí? —preguntó en un susurro—. ¿Como qué?

Le había oído utilizar esa voz conlos hombres, antes de destruirlos, perosiguió hablando sin dar su brazo atorcer.

—Como el hecho de que Juan no estu primo, sino tu hijo.

La mirada con que le fulminó

Teodora fue prolongada, sombría, peroinesperadamente comenzó a reír confuerza.

—¡Ay, Narsés! —exclamó,enjugándose la cara—. Pensé que túposiblemente lo adivinaras, pero... ¡Séque eres una tumba! Ni una mirada, niuna palabra, ni una insinuación antes desoltarlo todo. Querido Narsés, tendríasque haberte dedicado al teatro. ¡Jesúsbendito, tú que has sido crucificado pornosotros, ten piedad!

—Tu esposo halla la situaciónbastante menos cómica.

Teodora dejó de reír.—Quieres que se lo diga, ¿eh? ¿Para

que se tranquilice?

—Es lo que yo aconsejaría, en vistade la historia que le ha llegado.

—Calmaré a Pedro de algún modo.Sé manejarlo, ahora que conozco lo quesospecha. Buscaré una mujer para Juan.

—Señora, tu marido es un hombreempecinado. Se da cuenta de que algono anda bien, y seguirá buscando larespuesta hasta que la encuentre. Si se lodices, estoy seguro de que te perdonarápor habérselo ocultado. Es probable quedecida guardar el secreto contigo y queconceda a tu hijo el ascenso que merecey que yo promoví. Ni te culpa ni tecondena por tu pasado, y no es unhombre vengativo.

—Sí... Estaría dispuesto a permitir

que Juan fuera duque y aun a hacerlojefe de armas del este. Pero estosignificaría el fin. Mantendría a mi hijoconfinado en esa frontera el resto de suvida. Y Germano y sus hijospermanecerían aquí, en Constantinopla,y los puestos más apetecibles seríanpara ellos.

—¿En qué alto puesto estabaspensando para Juan? —preguntó Narsés.

De pronto tuvo miedo de larespuesta.

Teodora no respondió, sino que seacercó al baúl y acarició el manto depúrpura extendido sobre él con unasonrisa astuta.

—No, no —replicó él moviendo la

cabeza con aire incrédulo—. No, notendrá éxito.

—¿Por qué no? —preguntó Teodoravolviéndose hacia él—. Es másinteligente que el hijo de Germano, escompetente..., tú mismo lo admitiste, yeres el experto, el prototipo de laeficiencia. Y él es valiente y unmagnífico estratega. Aprende conrapidez, es objetivo, prudente y justo.¡Actuaría muy bien!

—No lo aceptaría —replicó Narsés—. No le has dicho esto. No puedeshabérselo dicho, pues ignoras que lasola idea lo sorprendería muchísimo.

—La culpa es de su padre —insistióTeodora—. Lo crió para conservar su

puesto, hacer lo que le mandasen,comportarse bien. Ser cauteloso yrespetable. ¡Veinticuatro años y todavíavirgen! Sin embargo, es capaz dedesenvolverse bien. Tiene mucho de mí.Yo quiero que mi hijo tenga esto —Teodora se volvió hacia el manto depúrpura— cuando Pedro y yo hayamosdesaparecido.

—¡No lo aceptará, señora! Si guardoalguna certeza en cuanto al podersupremo es que quien no lo desea nuncalo obtiene, y él no lo desea lo suficientecomo para pagar cualquier precio porél. A Juan le daría pánico, simplemente.Es cauteloso y exige mucho de sí mismo.Preferiría trabajar en algo que él pueda

realizar bien, a aceptar un ascenso ycorrer el riesgo de cometer errores.Jamás aceptará un puesto en el que soninevitables los errores que cuestenvidas, ciudades y reinos. No puedeshacerlo ambicioso sólo porque tú lodesees.

—¡Puedo hacer de él lo que yoquiera! —cortó tajante Teodora—. Élhará lo que le mande. Deseacomplacerme y nunca protesta antes dehacer lo que le indico, aunque él no lodesee realmente. Al principio no queríani hablar de trabajar para ti, pero fue adonde yo lo mandé y pronto cambió deopinión. Lo que necesita es alejarse delrecuerdo de su padre.

—Señora, no lo lograrás. Ni él lodesea, ni el emperador lo permitirá.Tienes que verlo así.

—¡No veo nada por el estilo! Harétodo lo que pueda por Juan y si hagobien las cosas, tendré grandesprobabilidades de éxito. Tú nunca locomprenderás, pues no sabes nada deamor ni de lo que significa tener hijos.¿Por qué eres tan contrario a mi idea?Creí que te gustaba.

—Me gusta, señora. Y es verdad queno sé nada de amor ni de tener hijos,pero eso me lleva a prestar mayoratención a la amistad. No puedopermanecer callado mientras hablas deun plan que mi amigo detestará y que

muy probablemente fracase de talmanera que pueda perjudicarlo.

La emperatriz lo miró furiosa.Narsés la miró a su vez sin apartar deella la vista. Poco a poco la mirada deindignación desapareció y Teodorainclinó la cabeza hacia un lado paracontemplarlo. Se encogió de hombrosrecobrando la sonrisa y se alejó delbaúl.

—De modo que crees que fracasará—insinuó—. Puedo prometerte que sidescubres el origen de la historia, yopuedo manejar a Pedro. No fracasaré. YJuan no se perjudicará. ¿Te parece bien?

—Señora, te recomendaría que...—¡No quiero saber lo que me

recomiendas! Ocúpate de tusinvestigaciones y no le digas a Juan loque te he confiado. Se lo diré yo mismacuando esté lista. Pero dale mis saludosy comunícale que lamento no haberpodido verlo. Dile el motivo... si te lopermiten.

—No me lo permiten.Teodora lo miró con desdén.—Entonces, cuéntale lo que puedas.—Bien, señora.Con aire fatigado Narsés se levantó

y se inclinó para hacer la reverenciacompleta. Con aparente distracciónTeodora extendió su pie descalzo y él lobesó antes de retirarse caminando haciaatrás.

El chambelán Eusebio lo esperabaen una sala contigua, revisandodocumentos de estado mientras esperabapara vestir a su señora. Al pasar Narsés,lo saludó con un gesto.

—Puedes quedarte con tu puesto —le espetó con malicia—. No me interesapara nada.

IX -¡Victoria!

Un par de semanas después,Anastasio preguntó a Juan con airedespreocupado:

—¿Le agrada a tu prima que estésaquí?

Juan no respondió inmediatamentepero fingió concentrarse en la carta queestaba redactando.

—¿Qué quieres decir con eso? —lepreguntó al terminar de escribirla,poniendo cuidadosamente la tapa altintero.

—Tu prima, la emperatriz, ¿estácontenta de que estés en Constantinopla?

Juan se encogió de hombros,limpiando su pluma.

—No la he visto todavía. No lo sé.Narsés me ha dado saludos de ella.Parece que últimamente no ha estadobien y no ve a mucha gente. —Esparcióarena sobre la tinta fresca de la carta yla sacudió arrojándola nuevamentesobre la caja que estaba en la esquina dela mesa.

—¡Oh! —dijo Anastasio, algoconfundido—. Bueno, rezaré por susalud.

Juan sonrió guardando las formas yplegó la carta en dos.

«Es cierto que no ve a mucha gente,pero podría verme a mí. ¿Debería pedir

audiencia? Pero ella siempre me hainvitado antes... y si está enojadaconmigo por alguna razón o ha perdidointerés en mí, o por algún otro motivo noquiere verme, eso quiere decir que nodebería forzar las cosas. ¡Dios, ojalásupiera lo que ha estado ocurriendo!»,pensó Juan.

Volvió a plegar la carta, alisó losbordes con piedra pómez, revisó lossellos en sus estuches hasta que encontróel que buscaba, dejó caer un poco decera en el pliegue y selló la carta. Era elsello de Narsés, un círculo dividido encuartos con un tintero en una esquina yuna espada en la otra. Se quedó con lamirada clavada en las líneas nítidas

mientras la cera se endurecía con elaire. «Y no sé qué le pasa a él tampoco.Mientras estuvimos en Tracia despuésde Nicópolis podría haber jurado quesabía lo que le pasaba por la cabeza,que estaba más cerca de él de lo quejamás he estado de nadie. No hemoshecho más que volver a esta ciudad y enseguida se vuelve distante como laesfinge y empieza a hablarme conenigmas. "Tu prima te manda saludos. "Aun cuando logre acercarme en privadoa él, sólo sonreirá y no me dirá nada.¡Es como hablar con el oráculo deBelfos! ¿Qué he hecho mal? No puedohaberme equivocado respecto a ambos.»

Puso la carta sobre el montón que

tenía para despachar, abrió el tinteronuevamente e hizo una anotación en ellibro de registros.

—¿Vas a entrenar otra vez a laguardia personal mañana? —le preguntóAnastasio, intentando entablar unaconversación. Había notado la tensióndetrás de la sonrisa.

Juan suspiró, contento de hablar deotra cosa.

—No los entrené la vez anterior.Tuvimos que ir a sofocar unos disturbiosen el hipódromo. Los Azules y losVerdes entablaron una reyerta en unespectáculo de osos y se pusieron aromper las puertas de partida... y aatacarse unos a otros. El prefecto de la

ciudad nos llamó para restablecer lacalma. Afortunadamente, las faccioneshuyeron tan pronto como nos vieronllegar.

—Mientras se ataquen entre ellos nome preocupa —dijo Anastasio—.Cuando fijan su atención en nosotros, oen la política, entonces sí me preocupo.Ha habido muchos disturbiosrecientemente. —Dejó de hablar,frunciendo el ceño, y agregó—: Esposible que haya problemas esta nochetambién. Hoy es el aniversario de lareconquista de África, ¿no? Habráhabido carreras durante todo el día. Lasfacciones estarán buscando líos,particularmente si ya han probado el

gusto de la sangre esta semana.—Entonces quédate esta noche. Ibas

a ver a Eufemia, ¿verdad? ¿Quieres quevaya yo?

—¡Oh, no tienes que acompañarmepor eso! Soy constantinopolitano, y sécómo evitar cruzarme con las facciones.Pero ella preferirá verte a ti antes que amí. Cuando la vi la semana pasada mepreguntó por ti y estaba impaciente porverte otra vez. Tú sabes tanto como yo.

—No tanto, acabo de volver deTracia. Pero iré. ¿Nos vemos en tu casa?

—No, generalmente yo voydirectamente desde aquí y luego voy acasa.

—Muy bien; dame tiempo para ir a

buscar a Jacobo y a mi caballo. Nosveremos en la Puerta de Bronce.

Anastasio le sonrió y volvió a sutrabajo.

—¿Tienes que traer a tu sirviente y atu caballo? —dijo maliciosamente.

—¡Por supuesto! A Jacobo leencantaría asustar a las facciones. A layegua le conviene ejercicio y podríanecesitar a Jacobo.

Cuando fue a buscar a Maleka a losestablos, no obstante, oyó gritos en lascalles, que se confundían tras los altosmuros de palacio; las palabras eranincomprensibles, pero el ritmomartilleante era inconfundible:¡Victoria! ¡Victoria! Se detuvo,

frunciendo el ceño, y se preguntó si él yAnastasio estaban en lo cierto al andartan despreocupados. Los amotinados dela rebelión de Nika habían derribado aministros imperiales, quemado la mitadde la ciudad y casi habían elegido a unnuevo emperador. No había habidodisturbios serios desde que los pasarona cuchillo, pero de eso hacía casi unageneración.

«Bien —se dijo—, tengo mi caballoy mi servidor para asustarlos, aunque miservidor sea un liberto de dieciséisaños. Hasta podría traer a Hilderico yErarico, pero estarán cada cual con sunovia a estas horas; ¿para quémolestarlos? El populacho no tendría

ninguna razón para atacarme, aunquehaya problemas. Yo pondré cara derevoltoso y gritaré "¡Victoria!" y medejarán pasar.»

Siguió hasta los establos.El rango de tribuno lo autorizaba a

tener a Maleka, el caballo castrado deJacobo y los caballos de los dosvándalos en los establos de la guardiapersonal. Jacobo lo estaba esperando;ambos caballos estaban ensillados y apunto para ser montados.

—Nos quedaremos en el campo deprácticas, ¿verdad? —dijo—. Ha habidodisturbios en el hipódromo.

—Vamos a ver a Eufemia —lereplicó Juan.

El entusiasmo desapareció de lacara de Jacobo. En el campo deprácticas al lado de los establos podíausar su lanza y oír hazañas bélicas aotros hombres.

—Ahí fuera la cosa parece seria —insistió.

—Bien, entonces trae tus armascontigo. Yo llevaré mi arco. Notendremos problemas si ven que vamosarmados.

Jacobo se alegró. No había nada quele hiciera disfrutar más que ir a caballopor las calles de su propia ciudadvestido con armadura y llevando unalanza.

—¿Quieres que Hilderico y Erarico

vengan también? —le sugirió conansiedad. Cuanto mayor y más ostentosofuera el desfile, más le gustaba.

Juan dijo que no con la cabeza.—No hay necesidad de molestarlos.

Tú trae las armas.Jacobo fue a buscar rápidamente las

armas y el casco esloveno al almacéndel cuartel, se subió de un salto a sucaballo (Hilderico le había enseñado amontar) y los dos partieron.

Aún no era de noche cuando llegarona la Puerta de Bronce, pero las tiendasen el mercado Augusteo ya estabancerradas y una hoja de la maciza puertaestaba cerrada, y la otra entornada y apunto de cerrarse. Anastasio estaba

dentro, hablando con los guardias quevigilaban; levantó la vista y saludó aJuan.

—Parece que los disturbios van enserio —dijo—. Han asesinado a algunosAzules y los demás buscan venganza.Pienso que iré directamente a casa.

—Te veré a la vuelta —le ofrecióJuan, reticente a abandonar su excursiónahora que había comenzado. Se diocuenta, sorprendido, de que estabaimpaciente por ver a Eufemia. ¿Parafelicitarla por su victoria sobre Sergio,tal vez?—. Haremos una parada en lacasa del Capadocio, para acordar otracita.

Anastasio miró a Juan, que

resplandecía de gozo a lomos de sucaballo. Parecía hallarse perfectamentea sus anchas, con una mano en lasriendas y la otra en el arco, aún nopreparado para disparar junto a laaljaba repleta de flechas. Nadie hubieradicho que había pasado el día sentadoen un escritorio. El griterío era másclaro junto a la puerta y al viejo escribale pareció de repente inmensamenteatractiva la idea de llevar compañía,sobre todo compañía armada.

—Gracias —le dijo.A medida que bajaban por la Calle

Media hacia el mercado de Constantino,el griterío iba en aumento. La granavenida estaba desierta, salvo por unos

cuantos ciudadanos asustados a loscuales los había sorprendido el tumultoy que se precipitaban hacia sus casas lomás deprisa que podían. En el mercadomismo, los joyeros y orfebres cerrabanlas ventanas de sus tiendas, temerososdel alboroto. Aparte de ellos, en la granplaza no había nadie más. La mayorparte del ruido parecía provenir dealgún lugar más lejano.

—Es un motín en toda regla —dijoAnastasio, asiendo los estribos de Juan—. Hace años que no ha habido ningunoasí. Tal vez tengan que llamar a lastropas.

—¿Por qué no las han llamado ya?—Evitan provocar a las facciones.

Una riña se maneja con una simplepatrulla, pero con los grandes disturbiostiene que ser con toda la guardiaimperial o con nada. También puedecalmarse sin intervenir.

Cruzaron el mercado y pasaron bajoel doble arco de mármol, por detrás dela Calle Media, hacia el mercado Tauro.Los gritos se oían más cercanos:«¡Victoria! ¡Azules!», de un lado, yluego el gran bramido: «¡Victoria!¡Victoria!». Una ráfaga de viento trajo elinconfundible olor a fuego. Juan frenó aMaleka.

—Han prendido fuego al mercado—susurró Anastasio—. ¡Dios mío!Ruego que no se extienda por la ciudad.

Juan asintió. Su corazón latía a ritmoacelerado ahora y se le enfriaban lasmanos. «No pasará nada —se dijo—.No nos buscan a nosotros, sino a losVerdes.»

Pero levantó su arco y lo preparó.Jacobo le sonrió. El joven estaba pálidobajo el casco y asió la lanza con fuerza.

—¡Victoria! ¡Azules! —gritó Juan ysiguieron andando.

El mercado Tauro también estabacerrado, con todas las puertasatrancadas y las ventanas bien cerradas,pero la plaza no estaba vacía. Sobre ellado izquierdo bullía un gentíovociferante: los Azules con susvestimentas bárbaras. La turba destruía

los puestos del mercado y apilabamadera contra una de las casas; el restoaullaba y entonaba cánticos, agitando losbrazos de tal modo que los mantosazules que ondeaban al vientosemejaban sombras negras entre elresplandor rojo del fuego. Por unmomento Juan no veía nada más. Luegose dio cuenta de que la casa que ardíaera la del Capadocio.

En el momento justo en que loadvertía, se abrió una ventana en laparte delantera de la casa y apareció unhombre. La multitud lo recibió con unbramido de furia.

—¡Capadocio! ¡Matad a la bestia!¡Matad al opresor de los pobres!

¡Victoria! ¡Victoria!El hombre agitaba los brazos,

intentando apartar desesperadamente elhumo, y gritaba algo a las masas, algoininteligible. Señalaba hacia la callelateral, la parte trasera de la casa. Juancomprendió que les estaba diciendo quela parte delantera había sido alquilada yque sólo la parte trasera aún pertenecíaal Capadocio y a su hija.

Juan sintió frío y náuseas. La escenaque veía le parecía propia de un sueño,con colores más vívidos que la realidady con movimientos de una lentitudaterradora. Asió fuertemente las riendas,sin poder moverse, mientras mirabafascinado y asustado. La multitud,

demasiado ocupada con sus cánticos,era muy lenta para comprender.Apilaron más madera contra la casa.

—¡Dios misericordioso! —susurróAnastasio—. La van a matar. Queríanmatar a su padre en la rebelión de Nika,y ahora la van a matar a ella.

Juan volvió en sí con un espasmo. Searrancó el sello de la guardia personaldel dedo y se lo entregó a Anastasio.

—Apresúrate. Lleva esto a palacio ytrae mis tropas aquí enseguida —dijo.

—¡Llévalo tú! —replicó Anastasio,intentando devolverle el anillo—. ¡Tútienes un caballo veloz!

—Podría ser demasiado tarde paracuando pueda traerlos aquí. Vamos,

corre. Veré si puedo sacar a Eufemia.Cruzó la plaza al galope y Jacobo lo

miraba atentamente, gritándole.—¡Señor! ¡Espera! —Juan no le hizo

caso—. ¡Ve por la calle lateral! —bramaba Jacobo y Juan detuvo sucaballo—. Hay una callejuela queconecta la primera calle que sale de laplaza con su casa. Sale casi frente a lapuerta. Podemos ir por allí; no creo quela hayan encontrado ya.

—Gracias —gritó Juan, y dirigió layegua hacia la primera callejuela.

Ya estaba oscuro y las formassalvajes de la luz del fuego oscilabanentre los balcones de las callejuelas.Las casas cerradas devolvían el eco de

los cánticos que parecían venir de todoslados a la vez. La callejuela estaba casitotalmente oscura y los caballos sesobresaltaron y temblaron ante losruidos y las sombras. El resplandor delfuego al final de la callejuela eracegador. Las puertas de hierro de la casade Eufemia estaban abiertas de par enpar y la masa entraba en ese momento enbusca del botín.

—¡Dios inmortal! —dijo Juan.—¡Mira! —gritó Jacobo, señalando

la calle que salía de la plaza.Había una silla de manos cubierta a

dos manzanas de allí. Algunos de losrevoltosos la habían visto y corríandetrás de ella; el resto estaba demasiado

ocupado en el saqueo.Mientras miraban, los revoltosos

alcanzaron la silla. Los que la llevabanla bajaron y se destacaron unas chispasde fuego cuando uno de ellos sacó unaespada..., luego dos hombresdesaparecieron bajo una lluvia degolpes y la silla volcó. Juan espoleó asu caballo otra vez.

Tardó sólo unos segundos enalcanzar la silla de manos, pero cuandollegó, los revoltosos estaban arrastrandofuera de ella a una mujer y losportadores yacían como dos masassangrantes en la calzada. La mujer eravieja, vestida de negro; dio una patada,gritando, y la arrojaron fuera. Otra

mujer, más joven, era arrastrada.Luchaba con denuedo y uno de loshombres la agarró de los cabellos y laarrastró mientras otro le sostenía losbrazos y empezaba a quitarle el manto.Juan detuvo a Maleka, a quince pasosdel grupo. «Son como treinta», pensófríamente. Su caballo, asustado por elfuego y los gritos, se paró y relinchóruidosamente. La multitud quedópetrificada y miró alrededor. Juan vioque la muchacha era Eufemia.

—Dejadla —dijo, fuerte y claro.Mantuvo el arco a la altura de lamontura, detrás de la aljaba.

Los revoltosos lo miraron a él ydetrás de él y vieron sólo a Jacobo. Se

le rieron en la cara, mientras Juanintentaba respirar hondo y buscaba unaflecha.

—¡Verde! —le increparon—.¡Amante de los impuestos! ¡Es la hijadel Capadocio, la mujerzuela! ¡Va apagar por lo que hizo su padre!

—Soy un tribuno de la guardiapersonal de la Sacra Majestad delemperador Justiniano Augusto, y osordeno que la dejéis. —Sentía la suaveflecha entre sus dedos, deslizándosefácilmente hacia la cuerda.

—¡Ea! —gritó el hombre que estabaagarrando a Eufemia, un hombredelgado, con ojos encendidos y rostrode sifilítico—. ¡Vuelve al palacio, hijo

de puta, mientras puedas andar todavía!Eufemia contemplaba a Juan, ni

confiada ni temerosa, sino furiosa.Detrás de ella el de la cara de sifilíticosonreía. Juan levantó el arco y disparócon un solo movimiento rápido, y el ojoizquierdo del revoltoso lanzó primeroplumas, luego sangre. «Otra flecha»,pensó Juan, buscándola mientras losrevoltosos aún contemplaban la primera.Volvió a disparar; otro Azul se agarró suhombro y cayó, aullando. Otro agitó unaespada un poco indeciso y corrió haciaél; Juan disparó de nuevo, y el hombrecayó.

—¡Jacobo! —bramó Juan, y elmuchacho dio un aullido de terror y

excitación y cargó contra los revoltosos.Los Azules giraron sobre sus talones

y huyeron; Juan sacó otra flecha yalcanzó a uno más, logrando quesiguieran corriendo. Jacobo habíaclavado la lanza a uno y estabapersiguiendo a los demás.

—¡Jacobo! —volvió a gritar Juan—.¡Vuelve, pedazo de alcornoque! —Hizotrotar a Maleka y la detuvo al lado deEufemia. Jacobo ya venía de regreso.

Juan descabalgó y fue a tomar lamano de Eufemia.

—¡Rápido! —le dijo—. ¡Antes deque nos vean!

Eufemia tenía las mejillasencendidas e intentaba recuperar el

aliento.—¡Tía Eudoxia! —llamó, mirando a

su alrededor. Juan se giró y vio a lavieja dama de compañía levantarse delsuelo en medio de la calle donde laturba la había dejado.

—¡Jacobo, atiende a la anciana! —gritó Juan—. ¡Deprisa!

Jacobo asintió y saltó de su montura.—¡Vamos, abuelita!La anciana se arrojó a él, gritándole

exabruptos:—¡Bestia asquerosa! —Le arañó la

cara con las uñas y continuó—: Manténtus manos lejos de la muchacha, ¿meoyes? Yo te enseñaré...

Eufemia fue corriendo a coger a la

anciana.—¡Tía! ¡Tía, son amigos, han venido

a rescatarnos! Es Juan del palacio y suesclavo, ¿no ves?

La anciana rompió a llorar y seabrazó a Eufemia.

—¡Oh, pobre corderito! —decíagimoteando—. ¡Animales! —Lamuchacha la llevó hacia el caballo deJacobo e intentó montarla sobre elanimal; el caballo dio un bufido y seapartó. Jacobo, con la cara sangrando,miraba atónito.

—¡Deprisa! —gritó Juan—. ¡Losotros se darán cuenta en un santiamén!—Puso a Maleka junto al caballo deJacobo, tomó las riendas del caballo de

su liberto y lo sostuvo; entre Jacobo yEufemia pusieron a la anciana sobre elcaballo y Jacobo saltó detrás de ella—.¡Vamos! —instó Juan a Eufemia.

Eufemia puso el pie en el estribo yJuan la alzó de modo que quedó sentadaa mujeriegas delante de él.

—Mis esclavos... —intercedió ella,mirando a los porteadores de la silla.Contuvo el aliento y miró hacia otrolado.

—Nada podemos hacer —selamentó Juan, ya espoleando a Malekahacia adelante—. ¡Agárrate!

Se agarró a los hombros de Juan.Detrás oyó unos gritos.

—¡Los otros nos han visto! —dijo

Eufemia sofocando un grito.Juan soltó una carcajada.—¡Ya no importa! —exclamó—.

Este caballo es el más veloz de laciudad. ¡Vamos, mi pequeña! —le dijo aMaleka en árabe, y el caballo estiró lasorejas y comenzó a galopar como sivolara.

Eufemia lanzó un débil gemido, asiófuerte a Juan y cerró los ojos.

Dejaron atrás a las turbasenfurecidas y siguieron a toda marcha através del laberinto de callejuelas. A suderecha la mole negra del hipódromo seperfilaba en el horizonte; la ciudad olíaa fuego.

Juan dobló a la izquierda en cuanto

se topó con una calle conocida.—Volvemos a palacio —dijo a

Jacobo, aminorando para que elmuchacho pudiera seguirle.

Jacobo asintió. Con tanto galope, laanciana se había quedado cruzadatransversalmente sobre la montura comoun costal de harina y sollozaba ensilencio. Eufemia abrió los ojos al oírla.

—Ya ha pasado, tía —dijoamablemente—. Dentro de un momentoestaremos a salvo en el palacio.

Del hipódromo llegaba el rugido demás disturbios, pero consiguieronesquivarlos, sin que los hombres que secruzaban se percataran de ellos, hastaque por fin salieron al mercado

Augusteo. Una media luna iluminaba lagran cúpula de la basílica de Santa Sofíay resaltaba el dorado de la estatua deJustiniano, que destacaba sobre subroncíneo corcel; la Puerta de Bronceestaba abierta de par en par,resplandeciente por las antorchas, y através de ella llegaba el fragor de lasarmas. Maleka empezó a trotar,impaciente por llegar a casa.

Cuando Juan se aproximaba a lapuerta, alguien gritó «quién vive» y oyóotra vez su nombre; era Anastasio que lesalía al paso.

—¡Gracias a Dios! —Asió el pie deJuan mientras la yegua se detenía—.¡Gracias a Dios! Y Eufemia, ¡gracias a

Dios! ¿No estáis heridos? Tus tropasiban a ir, Juan, pero el conde de laguardia personal lo ha impedido;opinaba que era una locura salirúnicamente con cien hombres en mediode tanto tumulto. Él no creía quepudieras volver. Y los hizo formar allado de la puerta, no sólo a tus tropas,sino a la guardia personal en pleno... Yla mitad de la guardia de palacio estáahí también; no deja salir de palacio anadie.

—¡Oh! —dijo débilmente Juan,mirando la luz de la antorcha en lapuerta. Hizo avanzar a Maleka,satisfecho de estar a salvo.

El conde de la guardia personal, un

hombre de aspecto distinguido, decabello plateado, perteneciente a unailustre familia senatorial, apareció en elcentro de la puerta montado en un briosocorcel cuando Juan entraba. Miró conaire de sorprendido desdén alimpertinente oficial de media jornada.«Sin uniforme, como siempre, y ¡Diosmío!, con una muchacha semidesnuda yel esclavo cubierto de sangre; es unadesgracia para el decoro. Pero tenemosque soportarlo todo de los favoritos dela Augusta.»

—Bien, tribuno —dijo lentamente,torciendo el gesto al pronunciar el títulohonorífico—, veo que has tenido suertede escapar ileso y sin arriesgar la

pérdida de tus hombres en una empresano autorizada. ¿Qué te crees que estabashaciendo al ordenarles salir?

—Señor —se justificó Juan—, laturba estaba incendiando y saqueando elmercado y casi asesinan a estaciudadana. Yo pensé...

El conde bajó su aristocrática nariz.—¿Tú pretendías arriesgar las vidas

de cien de mis guardias para rescatar atu novia?

Eufemia se incorporó, intentóacomodarse el manto, y al darse cuentade que lo había perdido, frunció el ceño.

—Yo no soy su novia —sentenció, yse bajó del caballo.

Su cabello negro cayó sobre sus

suaves hombros y sus ojos, orgullosos yllenos de determinación, parecíanenormes a la luz de las antorchas. Juanpensó, sonriendo con admiración a pesarsuyo: «Es magnífica. Su casa estáincendiada, sus esclavos muertos en lacalle, ella misma ha estado a punto deser violada y asesinada, y todavía tieneánimos para discutir con el conde. ¡Diosdel cielo, cómo me alegro de haberlasalvado! Sólo por esto ha valido lapena».

—Yo soy Eufemia, la hija delpatricio Juan de Cesarea de Capadocia—anunció, sonriendo—. Esos inmundossalvajes han quemado mi casa yasesinado a mis esclavos mientras yo

trataba de escapar. ¡Me hubieran matadoa mí también si no hubiera sido porJuan, quien, sin ser amigo mío, por lomenos tiene el alma de un hombre y nola de una rata!

Sus palabras fueron recibidas con unrugido de entusiasmo por las tropas delotro lado de la puerta. Juan vio ahoraque se formaban por rangos y suspropios hombres iban al frente.

—¡Chusma inmunda! —gritabanalgunos hombres—. Corren como ratassi los atacan. ¡Déjanos salir, cantaremos«victoria» sobre ellos!

—¡No busquéis pendencia! —gritaban otros—. ¡Dejad a las bestiastranquilas hasta mañana! —Luego, entre

gritos y aullidos, se oyó otro ruido, lasúbita explosión de una aclamación.

—¡Tres veces Augusto! ¡Por siempresoberano! —Las voces gritaban ahora alunísono—: ¡Justiniano Augusto, tuvincas! —Y todo el ejército se dividió yasomaban sus caras cuando elemperador, seguido de sus guardias deélite, caminaba entre los soldados haciala puerta.

Juan bajó del caballo y se prosternósobre la calzada; el conde de la guardiapersonal era más lento, y apenas tuvotiempo de desmontar cuando Justinianose dirigió a él:

—Marciano Apolinar, ¿qué estáocurriendo aquí? —dijo con fastidio.

El conde se apresuró a inclinarseantes de responder.

—Este joven intentó sacar a lastropas a la ciudad, señor, para rescatar aesa mujer.

Justiniano miró fríamente a Juan, yenseguida se percató de Eufemia. Lajoven, a su vez, hizo una profundareverencia y volvió a incorporarse.

—¡Ah, es Eufemia, la hija delCapadocio! —dijo sorprendido elemperador—. ¿Qué quieres decir con«rescatarla»? ¿Qué ha ocurrido?

—Sacra Majestad —cortó Eufemiaal instante—, los partidarios de lafacción de los Azules han venido estanoche a mi casa, cerca del mercado

Tauro. Prendieron fuego a la partedelantera del edificio, que habíaalquilado al notario imperial Alejandro.Ante el peligro que corría, ordené a misesclavos abandonar de inmediato la casay que me llevaran en mi silla, dejandolas puertas abiertas. Alejandro clamó ala multitud que él no tenía nada que verconmigo ni con mi padre, y muchosvinieron a mi puerta a buscarme a mí,dejando que Alejandro ardiera en sucasa... Por lo que sé, ya debe de estarmuerto, él y toda su familia. La mayoríade los Azules irrumpieron en mi casapara destruir todo lo mío, pero algunossiguieron mi silla, la derribaron, latomaron y mataron a los porteadores.

Estaban a punto de matarme de un modoespantoso cuando llegó Juan con susirviente. Aunque no es amigo mío, nosconocemos, ya que nos hemosencontrado con frecuencia para pactaracerca de algunos archivos que miilustre padre perdió cuando dejó laprefectura. Ahuyentó a mis atacantes,mató a varios de ellos, y me trajo aquí alinstante. Aquí me entero de que él habíamandado que acudieran algunospelotones de la guardia personal paraayudar a sofocar los disturbios, pero queeste noble conde se negó a dejarlestraspasar la puerta.

Justiniano miró al conde, cuya cararedonda se iba sonrojando por

momentos.—¿Es cierto?—¡Ummm!, señor, yo pensé que

sería mejor mantener a salvo a lastropas...

—¿Para qué te crees que están lastropas? —preguntó el emperador—.Están para mantenernos a salvo anosotros. Esa turba inmunda estáquemando vivo a un notario imperial ensu casa y asaltando a la hija de unprefecto pretorio en la calle... ¿No se teocurre nada mejor que obstaculizar elpaso a los que intentan evitar talesdesmanes? ¡Dios de todas las cosas, mipropia hermana vive cerca del mercadoTauro! —Se volvió hacia Eufemia—. El

palacio de mi hermana...—No estaban atacando el palacio de

tu nobilísima hermana, tres vecesAugusto —dijo Eufemia con sequedad—. Saben que está bien custodiado.

—¿Para qué sirven los guardiascontra un incendio? —preguntó elemperador con rabia, volviéndose haciaApolinar—. Deberían haber mandadolas tropas hace horas; ahora todas debensalir. Que sólo los centinelaspermanezcan custodiando el palacio.Quiero las calles vacías dentro de unahora, y quiero que se sofoquen losincendios. —Hizo una pausa para tomaraliento y dijo a Eufemia, en un tonoamable—: Haré reconstruir tu casa,

querida, pero hasta que esté lista teinvito a quedarte en palacio como miinvitada. Mis chambelanes puedenocuparse de ti... y de tu... compañera. —La dueña había logrado por fin bajar delcaballo y asía la mano de Eufemiamientras hablaba el emperador—. ¿Túquién eres, amigo? —agregódirigiéndose a Anastasio, que venía aayudar a la vieja dama de compañía—.Yo te tengo visto antes.

—Anastasio, señor —dijo elanciano y se inclinó hasta el suelo—.Soy escriba en la oficina de tu servidor,el ilustrísimo Narsés.

—Bien. Acompaña a la señoraEufemia al apartamento de tu superior y

dile que cuide de que se ocupen de ella.Anastasio se inclinó; Eufemia volvió

a hacer una reverencia.—Gracias, señor.El emperador asintió y volvió a

mirar a Juan y al conde de la guardiapersonal. Los miró atentamente duranteun instante, sin expresión alguna, yexclamó con voz serena:

—Juan de Beirut, te encomiendo latarea de sofocar estos disturbios.Marciano Apolinar, ya que deseaspermanecer a salvo en palacio, puedeshacerlo. Reconsideraremos tu cargomañana.

—¡Señor! —exclamó horrorizado elex conde de la guardia personal.

—Sí, señor —dijo Juan,inclinándose nuevamente.

Justiniano asintió fríamente y volvióa buen paso a palacio. Anastasio dirigióa Juan una mirada mezcla de felicitacióny de simpatía y cogió del brazo a ladueña de Eufemia.

—Necesitas descansar, mi buenaseñora —murmuró—. EstimadísimaEufemia, es por aquí...

Partieron detrás del emperador.Eufemia caminaba sola, con la cabezaalta y los hombros derechos, con aireorgulloso y mirada desafiante, pese asus brazos desnudos y el cabello suelto.Juan observó a la joven con la sonrisaen los labios. La imagen de la casa en

llamas, la silla volcada en la calle, suflecha clavándose en el ojo del Azul...,todo eso se borraba en su mente ante laespalda derecha que se retiraba. «Eshermosa. Viva e ilesa; preparada paraescupir en el ojo de todo el mundo.Absolutamente Eufemia, única, viva. Yola salvé. Y es hermosa», dijo para susadentros.

Uno de los tribunos de la guardiapersonal se acercó a Juan y carraspeó.

—¿Salimos a patrullar la ciudad,Excelencia? —preguntó.

Juan se sobresaltó, mirando a sualrededor. Se dio cuenta de que habíasido profundamente afectado por losacontecimientos de aquella noche, de

que tenía las manos entumecidas y deque era difícil pensar en salir a laciudad otra vez. «Tengo que organizarlo.Tengo que dar las órdenes por escrito.Cuántos soldados, cuántos distritos de laciudad. Dejar una reserva para las áreasproblemáticas; empezar ya.»

—Por supuesto —respondió altribuno—. ¿Podemos tener formados atodos los hombres en la plaza delmercado? Yo asignaré los distritos.

Narsés tenía un conjunto dehabitaciones en el palacio de losHormisdas, la sección del Gran Palaciomás alejada de la puerta que daba a lasaguas del Bósforo. Allí, tan lejos de laciudad, los disturbios eran sólo un ruido

confuso, semiahogado por los grillos delos jardines. Eudoxia había dejado dellorar y estaba simplemente apoyada enAnastasio, sorbiéndose la nariz a cadamomento, cuando el escriba llamó a lapuerta de Narsés.

El chambelán se sorprendió alverlos, pero no lo demostró por muchotiempo, pues a los pocos minutos de oírla historia, ya había reorganizado susaposentos para acomodarlas.

—Mañana, por supuesto,procuraremos encontrar otrashabitaciones un poco más privadas paravosotras —dijo amablemente a Eufemia,mientras sus esclavos transformaban suestudio en una habitación para ella y su

dueña.—Y habitaciones para mis esclavos

—agregó la muchacha—. Los hice salirde casa antes de salir yo misma; creoque están ilesos. Necesitarán un sitiodonde hospedarse. —Se sentó en lacama que los esclavos acababan detraer. Estaba muy pálida y de vez encuando se estremecía nerviosa, pero aúnhablaba claramente.

—Y para ellos, por supuesto —coincidió Narsés—. Para mí será unplacer ofrecerte mi casa en la ciudad.Excelentísima Eufemia, estimadaEudoxia, ¿querríais algo para comer?¿Una cena? ¿Un poco de vino caliente ytortas de miel? Los baños están al fondo

del pasillo, si deseáis bañaros. Yseguramente querréis otras ropas.

Chasqueó los dedos y una de lasesclavas se encargó de arreglar un baúlcon ropa.

—Azaretes, busca ropa para lasdamas. Ve por ella a la casa de losembajadores, donde hay un buenmuchacho; no molestes a la corte de laemperatriz.

—Deberíamos ser invitadas a lacorte de la emperatriz —suplicó ladueña, con una débil imitación degazmoñería impertinente—. Sería másapropiado para una joven comoEufemia.

Sonrió al ver que su dueña se sentía

mejor, pero le espetó:—¡No seas ridícula! La emperatriz

preferiría que estuviéramos muertas. —Eudoxia se le acercó y le pasó un brazopor los hombros, pero la joven no leprestó atención.

Narsés suspiró sin hacer comentarioalguno. Eufemia levantó la vista depronto y, con una expresión de totaldesamparo, tímida, temerosa yesperanzada a un tiempo, dijo—: Losiento. Soy tu invitada y no deberíadecir cosas así. A Juan no le pasaránada en la ciudad, ¿verdad?

—¿Juan va a regresar a la ciudad?—preguntó Narsés, sorprendido.

Anastasio sonrió.

—El emperador le ha dado el mandode la guardia personal para que sofoquelos disturbios; a Apolinar le haordenado que se quede. Sí, a Juan no lepasará nada, por cierto. Creo que,después de todo, será ascendido.

—Eso sería muy oportuno —dijoNarsés reflexivo—. Anastasio, túquerrás quedarte también, ya que con losdisturbios de las facciones y la guardiaen las calles, éstas estaránintransitables. ¿Has comido? Haré quelos esclavos te traigan algo y quizápuedas echarle una ojeada a un escritoque quería enseñarte. Está sin firma y nosé dónde archivarlo. Estoy seguro deque las señoras desean estar tranquilas

para reponerse. Estimadas señoras,buenas noches. Mis esclavos estarán avuestra disposición para cuanto deseéis.

Habían trasladado al pasillo fuerade la habitación recién dispuesta elescritorio de Narsés y un cofre cerradocon documentos. El chambelán abrió elcofre, sacó una hoja de pergamino sindoblar y volvió a cerrarlocuidadosamente antes de hacer pasar aAnastasio al comedor.

Anastasio miraba el departamentocon curiosidad. Una o dos veces habíavisitado la mansión de Narsés en elCuerno de Oro, que el eunuco tenía parasus ratos de ocio, pero nunca habíaestado en aquellos aposentos tan

privados. Las habitaciones estabanescrupulosamente limpias y decoradascon sencillez; como parte del palacio,poseían grandes ventanales y suelosdecorados con magníficos mosaicos defiguración geométrica, a las que eldueño no había agregado ningúnelemento de lujo. El comedor erapequeño, con una biblioteca que cubríacompletamente una de las paredes; laspuertas de la otra pared se abrían a unaterraza que daba al mar. Anastasio sesentó a la mesa de palisandro; uno delos esclavos trajo la cena, consistente enhuevos, queso de cabra, pan de comino ytortas de miel, regado todo con unexquisito vino blanco.

Narsés mezcló el vino con agua y losirvió en dos tazas, entregando una aAnastasio con una sonrisa mientras eltrozo de pergamino seguía en la otramano. Contempló al viejo escriba quemasticaba despacio la comida.Anastasio comía lentamente y con manostemblorosas. Narsés pensó: «El ancianoestá cansado. Demasiada violencia,demasiado peligro para una noche. Esuna pena tener que implicarle ahora, unapena tener que implicarle. Pero si elemperador está considerando promovera Juan, querrá un informe mañana, y conmis investigaciones no he logrado nadahasta el momento. Si alguien puedeidentificar al autor de este anónimo, ése

es Anastasio: conoce la escritura detodos en las oficinas sagradas y puededecirme el origen de un trozo depergamino con echarle un vistazo.Además se puede confiar en él, porqueaprecia a Juan. Aun así, ojalá pudieramantenerle ajeno a todo esto».

Se percató de que las mujeres ibanpor el pasillo hacia el baño, hablando envoz baja. «Bien. Están lejos», pensó.

—Gracias, ilustre señor —dijoAnastasio, terminando su cena yapartando el plato—. Es muy amable departe de tu bondad invitarme aquedarme. ¿Es éste el escrito al quequerías que echara un vistazo?

Narsés sostuvo la carta aún doblada

con ambas manos y asintió.—Esta es una carta sin firma que

entregaron a Su Sacra Majestad dossemanas antes de que yo volviera deTracia. El señor me ha encargadodeterminar la verdad de lasafirmaciones que contiene, y necesitosaber quién la envió. ¿Deseas verla oprefieres no hacerlo? Si eliges verla, teadvierto que nada de lo que contiene ode lo que yo te pueda decir debe sermencionado jamás fuera de estahabitación.

Anastasio parpadeó, alarmado,luego se encogió de hombros condisgusto.

—Pienso que prefiero no verla.

—Se trata de nuestro amigo Juan.Anastasio miró aún más sorprendido

y disgustado; el rostro se leensombreció.

—¿Ésa es la razón de que no loasciendan? ¿Alguien ha enviado unaacusación anónima contra él?

Narsés asintió, todavía con la cartaen la mano.

—La miraré —dijo Anastasio.El chambelán puso la carta en las

manos del escriba. Anastasio la leyó envoz baja.

—¡Dios misericordioso! —exclamó,levantando la vista hacia su superior,horrorizado—. Pero... es una mentira,una pura invención. Debe serlo.

Apostaría mi vida a que lo es.Seguramente, todo lo que tienes quehacer es verificar las afirmaciones yprobar que son falsas.

Narsés movió la cabeza.—He enviado hombres para

investigar tales afirmaciones. Terminaréinformando al emperador que la mayoríade la gente que conocía al criador deosos llamado Akakios ha muerto...;después de todo, era un hombre pobreque vivió en circunstancias oscuras ymurió hace cuarenta años. Diré queaquellos que lo conocieron mejor (o sea,los miembros que quedan de su familia ysus amigos cercanos) afirman que teníaun hermanastro llamado Diodoro. Eso es

cierto seguramente, ya que Su Serenidadles ha ordenado que digan eso. Conrespecto a los hombres que envié aBeirut, dirán indudablemente que hanoído hablar de cierto escriba llamadoJuan que trabajaba en la administraciónlocal, que puede ser o no ser nuestroamigo; afortunadamente, el nombre esmuy común. La evidencia seráprofundamente poco convincente, noobstante, y el emperador lo notará almomento. La dificultad estriba en quetodas las afirmaciones de la carta sonciertas.

Anastasio lo observó por unmomento y volvió a mirar el pergamino.

—Entonces... no lo entiendo. —

Parpadeó rápidamente y torció la bocacon un gesto de dolor. Tras una brevepausa dijo con los puños apretados—:¿Juan ha estado mintiendo acerca dequién es? No, no...; él no haría...

—¿No haría el qué? —preguntóNarsés suavemente—. ¿Qué hasdeducido?

A Anastasio se le notó un gesto dedolor y miró enojado a su superior.

—Que la Sacra Augusta... —comenzó, y se detuvo, tragó saliva eintentó nuevamente—. Que Juan...; ¡no,no lo creo!

—¿Creer qué? No importa, ya lo sé.El emperador cuando miró la carta sacóla misma conclusión. Y resulta que se

trata de una conclusión falsa. Juan no esel amante de la emperatriz, pero porrazones que ella prefiere mantener ensecreto, no desea que nadie sepa laverdadera historia. Ella no se la contaráa su marido y no desea que yo lo haga;su marido no le ha dicho nada de lacarta y me ha prohibido a mí hacerlo. Y,a su vez, ambos me han prohibidomencionar el asunto a Juan. Yo intentohallar mi posición —dijo sonriendo—,una posición extremadamente difícil.

—Pero... ¿por qué ella... ? —Anastasio se interrumpió, atónito, yvolvió a la carta—. Pero ¿Juan esinocente?

«Lo quiere tanto como yo. Le aterra

pensar que Juan resulte ser un adúlterocazafortunas», pensó Narsés, con vivasmuestras de afecto.

—A menos que lo considerenresponsable de la condición de sunacimiento, que fue similar a la tuya.

—Yo soy un bastardo; mi madre erala concubina de mi padre —reconocióAnastasio, confundido.

—La madre de Juan era algo entreuna cortesana y una prostituta común —sentenció Narsés deliberadamente—.Era una actriz cómica del circo.

Anastasio lo miró perplejo por uninstante. Luego las mejillas marchitasdel escriba se encendieron de color.

—¡Por todos los santos! —susurró

por lo bajo—. No querrás decir que...—¡Chis! —ordenó Narsés—.

¿Puedes decir quién puede habermandado la carta?

Anastasio examinó la letra, volvió lacarta y la sostuvo a contraluz.

—La ha hecho con la mano izquierdaalguien que no es zurdo —dijo al cabode un momento.

—Ya lo he notado.—Y es un pergamino de baja

calidad; no es de los que se usan en lasoficinas, y no es de Asia ni de Tracia...Ya sé, ¡es italiano! Sí, definitivamentede Italia: tiene esa pátina grasienta quetienen todos los documentos de lasregiones reconquistadas y manchas de

desgaste donde el curtidor ha usadomucha lejía. El color marrón de la tintatambién es típico de las letras italianas.

Narsés sonrió. Era su habitualsonrisa enigmática, pero sus ojosbrillaban de contento.

—Eso debería estrechar el cerco. Elque la escribió, entonces, está en Italia oha estado recientemente allí; tambiénsabe que su letra puede ser reconocida,por lo que trata de disfrazarla. —Golpeó de repente la mesa—. ¡Ya lo sé!Espera un momento. —Salió del cuartoy volvió un minuto después con unarchivo sellado en rojo en un extremo.Sacó un montón de documentos, los miróatentamente y extrajo una carta. Se la

pasó a Anastasio, poniéndola junto a laotra.

Estaba escrita normalmente en unafinísima piel de Pérgamo y aparecíafirmada.

Antonina, esposa del siemprevictorioso comandante condeBelisario, saluda al ilustrísimoNarsés. La probidad y lealtadde tu honor jamás han sidocuestionadas por nadie, por lotanto creemos adecuadoinformar a tu discreción acercade un complot que se va a llevara cabo por el muy perverso ytraidor prefecto pretorio Juan

de Capadocia para usurpar ellugar de nuestro querido yamado señor JustinianoAugusto…

—Es la misma mano —exclamóAnastasio, interrumpiéndose en lalectura.

—¿Estás seguro?—Sí. Observa esta ligadura de aquí:

épsilon-ípsilon en un solo trazo, con laípsilon hecha como un cuerno para atrás.Hace lo mismo con la mano izquierda. Yla sigma en «Augusto» está escritaseparadamente del resto de la palabra.¡Oh, no hay dudas! Pero ¿por qué lohace esto ella? Creía que era muy amiga

de la emperatriz.Narsés se volvió a sentar en su

asiento y se acercó ambas cartas sobrela mesa.

—Creo que desea casar a su hija conun marido más ilustre que el nieto de laemperatriz —sugirió tras un silencioprolongado—. En efecto, ha hecho todolo posible por posponer el casamiento.—Suspiró, puso la carta anónimanuevamente en su bolsa y enrolló lavieja carta con los otros papeles delarchivo—. Por supuesto, su marido odiaa la emperatriz, pero el conde esdemasiado honesto para urdir algo alrespecto; ha podido sospechar y pagar aalgunos hombres para que investiguen a

Juan, pero no mandar una carta anónima.Así que se trata otra vez de los hijos. Unhombre, o una mujer, puede serindiferente al dinero y honrado con laautoridad, pero si quiere dar a sus hijosriqueza y poder, puede llegar a comprara la justicia y caer en la corrupción,mentiras, engaños, intrigas, hasta en elasesinato, sin creer que está haciendonada malo, porque lo hace por sus hijos.Ambición dinástica. —Golpeósuavemente la mesa con las cartasenrolladas para igualar los bordes—. Aveces desearía que el Todopoderosohubiera pensado en un modo mejor deproducir seres humanos. Pero porsupuesto yo debo mi carrera a eso. Para

protegerse contra las ambicionesdinásticas es por lo que castran ahombres como yo y los ponen a trabajaren las oficinas.

Metió las cartas en el cofre.—¿Lo lamentas? —preguntó

Anastasio rápidamente, haciéndole unapregunta que con frecuencia él mismo sehabía planteado.

Narsés levantó rápidamente la vista,mirándolo con ojos apagados pero conexpresión serena.

—¿Lamentas tú no haber nacidomujer? Quizá las mujeres lamenten noser hombres al ver cuántas ventajas elmundo otorga a los hombres. Pero¿puedes realmente lamentar ser lo que

eres, cuando ser de otra manerasignificaría ser otra cosa... que es lomismo que no existir?

Anastasio se encogió de hombros.—A veces lo he lamentado por ti —

dijo en tono de lástima.Eso le hizo sonreír.—Ah, pero tú fuiste feliz en tu

matrimonio, no eres un juez válido. ¡Ybasta por hoy! Preguntaré a Sergio sobreAntonina mañana, con lo que haré uninforme preliminar para el señor.Escribiré al conde Belisario una cartaque pueda prevenir más problemas porese lado. Es complicado, no obstante,que la carta sea de Antonina. El señordirá, como tú, que es amiga de la señora

y por lo tanto que no puede actuar conmalicia. Con todo, la mujer no le caebien, por lo que podría convencérsele.Mi informe, por cierto, no perjudicará laposición de Juan, antes bien podríaayudarlo. Gracias por tu ayuda, amigomío. Deberías tratar de dormir ahora: estarde.

X - Conde de lacaballería

A la mañana siguiente, a la hora deldesayuno, Juan llamaba a la puerta de lacasa de Narsés, después de haberpasado la noche cabalgando por laciudad. Olía a humo y a caballos, estabasucio y tiznado de hollín; el arco pendíade su hombro y llevaba puesto haciaatrás un casco que se había agenciado enel curso de la noche. Los esclavos deNarsés lo introdujeron en el limpio eimpecable comedor donde su señor yAnastasio estaban desayunando. Las

ventanas abiertas de la terraza dejabanver las aguas azules del Bósforo quecentelleaban con los rayos del sol hastala masa verde de la costa asiática deenfrente. Desde allí podía verse laciudad de Calcedonia, un blancoresplandor bajo el sol de la mañana.

—Lamento molestaros —avisó conun golpe de tos; le dolía la garganta derespirar humo y gritar órdenes—. Sóloquería ver que todo estaba en orden. Misaludo, Anastasio. ¡Así que estás aquí!Mandé un mensaje a tus esclavosdiciéndoles que probablemente tequedarías en palacio. —Volvió a toser.

Narsés levantó las cejas y señaló unlugar en el triclinio de Anastasio.

Acababa de regresar, ya que se habíalevantado temprano como siempre paraatender al emperador, pero habíaordenado una comida elegante para susinvitados.

—Siéntate y come y bebe algo —insistió amablemente a Juan—. Deduzcoque has estado muy ocupado la nochepasada.

Juan se sentó, se quitó el casco, lopuso a un lado y se frotó la cara con unamano mugrienta.

—Gracias, Ilustre señor. —Uno delos esclavos le trajo una copa de vinoaguado, se la bebió de un trago, sedientocomo estaba, y también la dejó aparte—.Eufemia está aquí, ¿no es cierto? He ido

a ver su casa y quería hablarle de ello.En ese momento se abrió la puerta

posterior del comedor y entraronEufemia y su dueña. La muchacha sedetuvo súbitamente cuando vio a Juan.El manto que los esclavos de Narséshabían encontrado para ella era de linoamarillo con bordes de seda verde ydorada, y su espeso cabello castañoestaba dispuesto con sencillez alrededorde la cabeza, en lugar de aparecerenrollado en un moño y ahogado en unaredecilla. «Parece una leona reciénsalida de la jaula», pensó Juan.

Pero estaba muy pálida y con losojos enrojecidos.

Juan se puso de pie con dificultad.

—Estimada Eufemia —musitó—,quiero informarte del estado de tu casa.

—¡Oh! —dijo con el rostroencendido.

Miró por la habitación; Narsés selevantó y le indicó cortésmente el tercertriclinio junto a la mesa. Tomó asientorápidamente, seguida por su dueña comouna sombra lenta y torpe. Narsés volvióa sentarse y dirigió a Juan, que seguía depie, una mirada inquisitiva. Juan sesentó.

—Aún tengo casa, ¿es eso lo que mequieres decir? —preguntó Eufemia,sirviéndose pan blanco.

Juan tragó saliva y se encogió dehombros.

—Tienes parte de la casa. La partedelantera ha quedado completamentedestruida por el fuego, pero la traseraaún tiene las paredes y los suelos. Alsoplar el viento del norte en dirección almercado, el fuego se propagó hacia elotro lado. Pero entre el fuego y lossaqueadores, la casa ha quedadototalmente destruida por dentro. Tres detus esclavos fueron hallados ilesos,escondidos en una calleja colindante, ehice que los llevaran a la Puerta deBronce a esperar órdenes tuyas. No sédónde están los demás. He hecho poneren el mercado los cadáveres de tusporteadores para que los entierren.

—¿El fuego se extendió mucho? —

preguntó Anastasio, mirando las manosennegrecidas de Juan.

Juan volvió a encogerse de hombros.—Muchas de las casas del mercado

han quedado destruidas. El palacio, sinembargo, está intacto. Ha habido otrofuego en el Cuarto Distrito, pues la turbaquería quemar la casa del cuestor. Noslas ingeniamos para apagarlo antes deque se propagara y salvamos a lamayoría de sus habitantes. Tu vecino,Alejandro el Notario, en cambio, fueasesinado —agregó dirigiéndose aEufemia. Juan se bebió el vino querestaba en su taza y tomó un panecilloblanco; al percatarse de la ceniza de sumano, la retiró al instante para

limpiársela.—¿Y los disturbios? —preguntó

Narsés, con cierto interés—. El señordijo que se acabaron en una hora, comohabía ordenado. ¿Pudiste controlarlosfácilmente?

—Fue más fácil que controlar losincendios —replicó Juan, con unasonrisa—. Muchos huyeron al ver a lastropas; sólo tuvimos problemas enalgunos lugares, y no por mucho tiempo.Aun así, desearía que la guardiapersonal supiera disparar flechas. Espeligroso emplear soldados deinfantería y caballería por esascallejuelas: la gente arroja cosas desdelos balcones y levanta barricadas. Si

hubiera habido más sediciosos yhubieran sido más decididos, noshabrían dado una buena paliza. Con unoscuantos arqueros más habría sido másfácil. Con todo, sólo han matado a tresde mis hombres y hay treinta heridos;podría haber sido mucho peor. —Extendió la mano, algo menos sucia, ycogió el pan.

—Quizá tú puedas enseñar adisparar con el arco a la guardiapersonal cuando seas su conde —sugirióAnastasio, sonriendo tímidamente.

Juan lo miró sorprendido.—¿Yo? ¿Conde de la guardia

personal, yo? No hay ningunaposibilidad de que eso ocurra. Tal vez

me asciendan, pero no tan alto.—Creí que te habías esmerado para

impresionar al emperador —proclamóEufemia con retintín.

—¡No tanto como para que menombre conde de la guardia personal! —protestó enérgicamente Juan—. Su SacraMajestad está enojado con MarcianoApolinar y lo trasladará a algún otrolugar, pero no va a convertir a unsecretario y tribuno de media jornada enconde. Además, hay rumores de que va adar el puesto a ese armenio que noaceptó el cargo de comandante en jefeen África, aquel que sofocó el motín yrescató a la sobrina del emperador.

—Artabanes —dijo Narsés.

—Exactamente. Es el tipo de hombreque merece ser conde. Si tengo suerte, elseñor reconsiderará darme un comandoen el este.

Narsés sonrió enigmáticamente.—Coincido con tu apreciación y

espero que tengas razón.Eufemia permaneció por un instante

con la mirada fija en Juan.—¿A dónde irías en el este? —le

preguntó por fin.Él se encogió de hombros.—Eso lo decidirá el señor.—¡Ah! Bien, espero que consigas tu

ascenso. Anoche... anoche no te di lasgracias por salvarme la vida. Permítemehacerlo ahora, en mi nombre y en el de

mi padre. Espero que algún día podamosrecompensártelo.

—Es suficiente recompensa verteviva —le replicó Juan, sonriendo ymirándola a los ojos. A la luz del sol,tenían nuevamente un color brillante,casi anaranjado.

Ella se sonrojó.—Y una recompensa más que

suficiente si te ascienden —agrególacónica.

Juan dejó de sonreír y bajó lamirada.

—No pensaba en eso; no me importasi lo logro o no.

Juan se puso de pie y se inclinócortésmente hacia Narsés y Eufemia.

—Ilustre señor, respetada señora,con vuestro permiso, quiero volver acasa y descansar; ha sido una nochelarga.

—Por supuesto —accedió Narséssuavemente, en tanto Eufemia se mordíael labio—. Yo estaba a punto de ir a mioficina. Anastasio, tómate el tiempo queprecises: envía a uno de mis esclavos atu casa para tranquilizar a tus esclavos,si quieres, y para que te traiga ropalimpia. Juan, si lo prefieres, podemos irjuntos hasta el Magnaura.

Cuando salieron del palacio de losHormisdas, Narsés se detuvo, se volvióbruscamente hacia Juan y, tomando elmanto de éste, le dijo:

—Estás enamorado de esamuchacha.

Juan contuvo el aliento. La larganoche de violencia lo había dejadofrágil e indefenso, como si el mundofuera una fina capa de hielo sobre el queél se deslizara precariamente. Ante laspalabras de Narsés, le pareció que esacapa de hielo se resquebrajaba en milpedazos a su alrededor y se hundía en laprofundidad del agua helada. Tomó lamano de Narsés pero no pudo retirarladel manto; bajó la mirada, intentandoreponerse.

—¿Tengo razón? —preguntó Narséstras un instante de vacilación, con lamirada puesta en la cabeza inclinada de

Juan.—No lo sé —respondió Juan en un

susurro.—No es sensato —aconsejó Narsés

—. La Augusta se enojará mucho. Odia aesa muchacha por su padre; la odiarámucho más si la ve como una amenazapara los planes que tiene para ti. Lamuchacha ha sufrido demasiado; no letraigas más problemas.

Juan levantó la cabeza, horrorizado.—La emperatriz nunca...—La Augusta es una mujer pasional.

A ti te ama y hará lo indecible por tubienestar. Considera al padre deEufemia perverso y peligroso y sabe queEufemia le es absolutamente leal. Sin

dudarlo, ante el menor indicio de unarelación sentimental entre Eufemia y tú,ideará la trama más siniestra y el castigomás atroz para Eufemia.

—La Augusta está cansada de mí —farfulló Juan irritado—. No me ha vistodesde que volvimos de Tracia. Y, detodos modos, esto no tiene sentido. AEufemia no le gusto y yo... yo no sé loque siento por ella. Pero yo he estadoenamorado, y esto es otra cosa.

Narsés no sonrió.—Te diré algo. Hace más de veinte

años, siendo Justino emperador, yo noera más que un empleado subalterno enla oficina del tesorero de los fondosprivados del emperador. Aún era

esclavo en ese tiempo, y no me iban adar la libertad, ya que no le caía bien ami superior. En esa época Pedro SabatioJustiniano (a quien entonces llamábamosSabatio) era patricio y cónsul y elcandidato favorito, aunque de ningúnmodo el único, a la sucesión. Yo ymuchos otros del plantel de la corte, elejército y los ciudadanos preferíamos aGermano. Sabatio había obtenido lapúrpura para su primo y todo lo quehacía parecía calculado para obtenerlaél mismo: protegía a los Azules en loscrímenes más atroces para ganarse suapoyo; sobornaba y adulaba a las tropasdel palacio; tenía espías y sirvientes porlas oficinas, y hasta su propio primo le

temía. Era un hombre calculador ybrillante, piadoso a su modo, cultivado,pero frío. Nada le importaban lasmujeres, la comida o la bebida; sólo elpoder. Germano se hacía querer másfácilmente.

»Un día la gente empezó a comentar,sin poder creerlo, que Sabatio estabarelacionado con una muchacha del circo,la hija de un cuidador de osos, una actrizcómica y prostituta llamada Teodora.Sorprendió a todo el mundo y se fuehaciendo más sorprendente día a día.Instaló a su amante y a su hija bastardaen el palacio de los Hormisdas; lacolmó de riquezas; le dio el rangopatricio y luego quiso casarse con ella.

El emperador Justino se sentía ultrajado,aunque su sobrino lo forzó a otorgarleese rango a la joven; la emperatriz erainflexible: ningún sobrino suyo secasaría con una criatura tan pocoadecuada; ambos estaban furiosos antetal desaire a la dignidad imperial.Germano, por supuesto, se había casadocon una mujer del linaje de los Anicios,la familia más ilustre del imperio;Germano caía en gracia a todo el mundo,y comenzaba a ser preferido. Muchos,yo entre ellos, estábamos contentos.

»Un día se me envió al emperadorcon unas cuentas. Él estaba en unareunión con su sobrino Sabatio, ya queJustino era, como creo haberte dicho, un

analfabeto, y Sabatio se lo explicabatodo. Cuando llegué ante la cortina quecubría la puerta del salón donde estabansentados, los oí hablar, en voz baja peroenojados, y me detuve por temor ainterrumpirlos.

»"¿No tienes respeto alguno pornosotros? Ya fue suficientemente malovestir a esa... esa criatura en púrpura yblanco, ¡y ahora quieres coronarla conla diadema! ¡Es ilegal para un hombrede rango senatorial casarse con unaactriz!" Alo que respondía Sabatio:"¡Entonces cambia la ley! Puedeshacerlo. Haz un edicto que declare quesi la actriz ha dejado la escena yobtenido un rango alto... ". Y replicó el

emperador: "¡Seríamos el hazmerreír detodos! Tu tía está muy afligida". "Mi tíaempezó siendo tu concubina; no tienederecho a ser tan estricta ahora. Con sucoraje e inteligencia, Teodora sería unagran emperatriz. Es una hipocresíaabsoluta y llena de prejuicios llamarlaesa criatura y mofarse de ella. Uno delos problemas que han infectado esteimperio es que los hombres sonascendidos por sus nobles ancestros másque por su capacidad. ¿Para qué sirvenlas genealogías cuando uno intenta quealgo se haga?" Y le replicó Justino: "¡Notoleraré que esa prostituta sea lapróxima emperatriz! Tendrás quedecidirte: ¿qué prefieres, la púrpura o tu

Teodora?". "Teodora y la púrpura",respondió Sabatio con toda su furia.Pero dijo "Teodora" primero. Yo mequedé atónito. Estaba de pie detrás de lacortina, escuchando cuando Justinomaldecía, y pensaba. Yo había creídoque comprendía cómo eran los hombrescuando estaban enamorados: que era enparte un mero placer y en parte unanecesidad. Pero que sólo los débiles sedejarían dominar por el amor. Y ahíestaba Sabatio, el hombre más frío ylúcido de la ciudad, abjurando de todolo que había sido y de todo lo que sehabía esforzado por obtener, en nombrede una prostituta. El amor, pensé, debede ser mucho más fuerte y más terrible

de lo que yo pensaba. Agradecí a Diospor haber sido apartado de él, pero sentílástima por el pobre y trastornadoSabatio.

«Terminaron de discutir, así queentré, me prosterné y entregué lascuentas al emperador; él me lasdevolvió y me dijo que me retirara.Sabatio las cogió y fuera del salón sedetuvo para mirarme. "Yo las haré. Tunombre es Narsés, ¿verdad? Has hechoun trabajo excelente. " Y mencionó untrabajo que había hecho para misuperior. Me ordenó que fuera con él, yme llevó al palacio de los Hormisdas.Pensé que sólo quería que yo verificaralas cuentas, pero cuando llegamos fue

directamente a los aposentos de suamante y me la presentó. Ella era, porsupuesto, una mujer extremadamentehermosa; cuando la encontramos estabaleyendo. Dijo: "Este es Narsés, el únicohombre inteligente en la oficina de losgastos privados del emperador, yademás el único honesto. Sé buena conél, queridísima". Y la infame Teodora, laprostituta, el monstruo antinatural, selevantó y tomó mi mano. Cuando dejó ellibro, vi que era un volumen de historia,de Maleo de Filadelfia, que ha escritocon seriedad sobre la historia reciente,no crónicas de guerras para entretener.Ella sonrió y dijo: "Bienvenido. Si loque Pedro dice es cierto, te haremos

tesorero cuando él vista la púrpura"."Podemos hacer las cuentas ahora", dijoSabatio. Y eso fue lo que hicimos.Teodora se quedó con nosotros, apoyadasobre el hombro de su marido yhaciendo preguntas..., preguntas muyperspicaces, por cierto. Estabaaprendiendo el funcionamiento de lasfinanzas del imperio, y aprendía muyrápidamente.

»Después de terminar las cuentas,Sabatio volvió a acompañarme fuera(estábamos más o menos donde estamosen este momento) y me dijo: "Ahora, dique es una prostituta cualquiera y que yosoy un pobre tonto, un hombre maduroobnubilado por la lascivia y que no

puede pensar bien". "No está dentro demis atribuciones decirte nada", repliqué."¿Pero crees que eso es cierto?", mepreguntó. Y tuve que admitir que no, quepodía ver que eso no era cierto; que ellaera una mujer brillante y capaz, a la cualyo no habría dudado en ascender sihubiera estado a mis órdenes. Él sabíaque yo no decía nada más que la verdad,y se quedó satisfecho. "No te estoyofreciendo un soborno, porque no creoque pueda y además no tendría ningúnsentido dado que no eres personainfluyente. Pero sabes que tu superior esun inepto y que todo el trabajo que vienede su oficina que vale la pena lo hacestú. Cuando sea emperador, tú harás su

trabajo, tendrás tu libertad y el rango depatricio. Y yo seré emperador; mi tío nose las puede arreglar sin mí, y si no losabe ya, pronto lo sabrá. Y Teodora seráemperatriz, no importa lo que el mundodiga. Hay más para amar de lo que elmundo cree. A veces la pasión pura tedeja ver con claridad. "

Juan se quedó en silencio unmomento, mirando el rostro del eunuco.

—¿Y tú crees que estoy así deenamorado?

—¿Qué sé yo del amor? —preguntóNarsés—. Pero tú mirabas a Eufemiacomo Justiniano miraba a Teodora. Nosólo con deseo, sino encantado,orgulloso, como descubriendo un alma

gemela. Y ella es inteligente, tieneconfianza en sí misma y es valiente. Veoque os podríais amar el uno al otro. Siyo pudiera amar a una mujer, sería unamujer como ella. Pero si lo haces, ladestruirás.

Juan se quedó en silencio, la manofría sobre la muñeca de Narsés. En losjardines de palacio los pájaros cantabany el aire olía a flores y a mar.

—Me alejaré de ella —dijofinalmente Juan, con serenidad. Dejócaer la mano.

Narsés lo soltó.—Lo siento —susurró al cabo de un

instante—. Pero yo te recomendaríaexactamente eso. —Suspiró

profundamente y miró hacia el cieloclaro—. Sería mejor ahora que fueras acasa a descansar; yo también tengoalgunos asuntos importantes en laoficina.

«Asuntos muy importantes para ti»,pensó mientras se abría paso por elpalacio Magnaura hasta su oficina, queestaba vacía, ya que aún era temprano ylos disturbios retrasarían naturalmente alos escribas. El icono de la Virgenestaba nuevamente en su lugar, en lapared sobre el escritorio; Narsés sequedó de pie por un instante,contemplando su rostro sereno.«¡Bendito retoño que brotó y fue parido

de una tierra sedienta! Ser humano, quedas a luz a la divinidad; Madre de Dios,haznos como eres tú, para vivir dondelas contradicciones estén resueltas»,pidió desde el fondo de su corazón. Concuidado, se inclinó ante ella en unaprofunda reverencia y ocupó su puestoante el escritorio. Lo primero eraredactar el informe.

Anastasio llegó no mucho después,Diomedes aproximadamente una horamás tarde y Sergio una hora después.

—Lamento llegar tarde —dijo,entrando a la oficina interior—. Pero losdisturbios han sido graves en mi barrio.

Narsés asintió con indulgencia.—Tú vives en el Cuarto Distrito,

¿no? Deduzco que han tenido fuego allí.¿Tu familia está bien?

—Las tropas atajaron el fuego antesde que se propagara —respondió Sergio—. Desviaron agua del acueducto.Actuaron con celeridad anoche, mejorque de costumbre. Juan estaba entreellos, ¿no?; veo que no está aquí.

—En realidad, Juan estuvo al mandode las tropas sofocando los disturbios;me complace oír que apruebas susórdenes. Es muy probable que Su SacraMajestad recompense a Juan con elascenso que merece tan justamente..., encuyo caso yo necesitaré un nuevosecretario. —Narsés sonrió con cortesía—. Quizás éste sea un buen momento

para considerar de nuevo tu propiopuesto, estimadísimo Sergio.

Diomedes levantó la mirada de sutrabajo con envidia; Sergio contuvo elaliento. Se frotó las manos contra latúnica, intentando calmarse, y sonrió conansiedad.

—Si tú lo crees, Ilustre señor...Narsés se levantó e indicó la cortina

que cubría la entrada a los aposentosimperiales. Sergio sonrió y se abriópaso hasta la antesala privada, seguidopor Narsés.

—Por supuesto —dijo Narsés,cerrando la puerta detrás de ellos—, yopodría echar muchísimo de menos aJuan. Su capacidad ha hecho mi propio

trabajo mucho más fácil (solamente lataquigrafía es inestimable) pero ademásde eso, lo añoraré como persona. Suintegridad es una cualidad que serádifícil de reemplazar. Con todo, si lopromueven a altos cargos sólo puedoalegrarme. Será un alivio para mí si loconsigue pese a cierta carta maliciosa.

La sonrisa de Sergio se le heló porun momento, y la satisfaccióndesapareció de sus ojos.

—¿Una carta, Ilustre señor?—Una carta anónima acusatoria que

se ha entregado al emperador. Nodebería haber ocurrido; el mismoemperador hace mucho ordenó que novería ninguna acusación que no estuviera

firmada, y siempre hemos seguido esapolítica. Cuando Agapio vio la carta quele enseñó el señor, no tenía ningúnregistro de su paso por esta oficina,aunque debería haberse anotado. Yo mepregunté, Sergio, si tú podrías ayudarmea entender cómo ha podido ocurrir algoasí.

—¡Oh, ya sé de qué hablas! Sí,Agapio me preguntó también a mí. Peronunca he visto la carta, me temo, y notengo idea de cómo llegó al señor.¿Tenía relación con Juan?

«Admirable», pensó Narsés.—Me temo que sí. Pero íbamos a

hablar de tu puesto. —Tomó asiento, yjuntó los dedos formando una cúpula—.

La dificultad es, Sergio, que no sé si túeres simplemente deshonesto, odeshonesto a la vez que imprudente. —Sergio dejó de sonreír, pero Narséscontinuó con suavidad—: En el primercaso, recomendaré que tengas un lugaren la oficina de cartas, donde tuindudable inteligencia será bienaprovechada y la deshonestidad tendrápoca utilidad. En el segundo caso, metemo que no podré recomendarte paraotro puesto, y tendrás que volver a lacasa de tu padre.

—¿Qué... qué quieres decir? —preguntó Sergio—. ¿Qué hay de tupuesto de secretario?

—Has estado algo impaciente por

ese puesto, ¿no crees? —preguntóNarsés lacónicamente—. ¿Qué es eso deinvestigar los papeles mientras otro aúntiene el puesto? ¿Quién te pidió queespiaras, Sergio?

—No sé de qué me hablas —replicóSergio, sin expresión en el rostro—.Pero si me acusas de algo, puedo apelara la justicia.

—¿Acusarte? Estoy intentandoresolver qué sería lo mejor que sepodría hacer contigo, Sergio. ¿Has leídola carta?

—¡Ya te he dicho que no sé nada deesa carta!

Narsés sacó la carta de su bolsa y sela entregó a Sergio.

—Por favor, léela ahora.Frunciendo el ceño, enojado y

desconfiado, Sergio tomó la carta y laabrió.

—No la he visto jamás —le repitióa Narsés, y se movió para sostenerlabajo la luz. La leyó en voz alta,lentamente; su ceño se hizo másmarcado. Narsés lo miraba atentamente.Sergio se trabó en la última frase y sequedó mirando el papel, con la frentellena de arrugas.

«No la había leído —pensó Narsés—. Así lo pensaba. Estaba detrás deJuan, y no osaría ofender a Teodora.»

—Pero... —replicó Sergio—, peroesto... esto acusa a la emperatriz. Dice

que ella mentía.—Así es. Y la emperatriz está al

tanto de que ha sido acusada, aunque nosabe que hay una carta. En mi presenciaella juró que si encontraba alresponsable de tal invención, lo haríaazotar y le llenaría la boca de plomoderretido. Y, por cierto, podría perdonara su amiga Antonina, pero ciertamenteno te perdonaría a ti.

Sergio se puso lívido.—¡Dios mío! —Se dejó caer en el

asiento, dejando caer la carta al suelo.Narsés se inclinó y la recuperó, la

dobló cuidadosamente y la volvió ameter en la bolsa.

—Ella no sabe que hay una carta —

repitió—. No debe saberlo nunca. Peroquiero algunas respuestas honestas.¿Cuándo te contrató Antonina?

Sergio levantó la vista, pálido ydescompuesto.

—¿Tú sabes eso?—Sé algo de eso. Vamos,

respóndeme.—Ella... ella me invitó a su casa la

primavera anterior a que os fuerais aTracia. Fue en los idus de marzo. Dijoque ella y su marido sospechaban de queJuan no era lo que aparentaba ser;parece que su marido pensaba quecabalgaba como un sarraceno y hablabaárabe como un nabateo, y quería que seinvestigara. Y que temía que la

emperatriz estuviera siendo engañadapor un impostor inteligente, queesperaba que no lo fuera, pero quequería asegurarse. Pensé que queríadesenmascarar a Juan y ganar a cambioalgún favor de la emperatriz. Quería queyo averiguara sobre él lo que pudiera, yme prometió un puesto en el tesoro sipodía probar algo.

—Entonces lo espiaste.—Entonces busqué el modo de

desenmascararlo. Pero nunca hallé nada.Gasté muchísimo dinero intentandosobornar a sus esclavos y la gente que lorodea, pero no me llevó a ninguna parte;Beirut no deja entrever muchas cosas.¡No he contado mentiras sobre él, lo

juro! Antonina me pidió hechos, norumores; los rumores sólo ofenderían ala emperatriz y no probarían nada. Estaprimavera, justo antes de que vosotrosregresarais, recibí una carta de Antoninaque decía que su marido habíacompletado sus investigaciones sobreJuan y que los resultados eranpreocupantes, pero poco convincentes.Decía que no quería escribir a la señora,porque se podría ofender por recibiracusaciones no probadas contra unhombre que ella consideraba amigo yprimo. Pero, según me dijo, pensaba queel señor debería estar enterado en elcaso de que pensara en ascender a Juan.Cerró la carta, la selló con cera sin

ponerle su propio sello y me pidió queme asegurara de que el señor la viera.La puse en el montón de cartas que ibana entrar, pero juro por todos los santosque me hubiera cortado la mano antes deponerla allí si hubiera sabido queacusaba a la emperatriz.

—Te creo —dijo Narsés—.Deshonesto, pero no imprudente. Porsupuesto no puedes quedarte en mioficina después de una falta de confianzatan seria, pero te recomendaré para unpuesto en la oficina de cartas. Teadvierto muy seriamente que no digasnada sobre esa carta o su contenido anadie; es muy posible que llegue a oídosde la emperatriz si lo haces. Escribiré

una carta al conde Belisario; creo que yano volverás a sufrir intromisiones porparte de la distinguidísima Antonina. Site interesa, he investigado lasafirmaciones de la carta por mi cuenta, yla evidencia es aún poco convincente,pero tiende más a refutar que a apoyar loque allí se dice. Creo que la esposa delgloriosísimo conde está preocupadaprincipalmente en evitar un matrimonioentre su hija y el nieto de la emperatriz.Eso es todo; puedes tomarte el resto deldía.

Esperó a que Sergio se fuera antesde levantarse y volver a la oficina. «Lacarta de Belisario será extremadamentedifícil de escribir», pensó con

preocupación.Belisario había escrito a Narsés una

carta de felicitación por la victoria deNicópolis, en la que gran parte tratabasobre la necesidad de dedicar mástropas para Italia y, por lo tanto, menospara Tracia, pero tenía dos o trespárrafos muy cálidos al principio queeran sorprendentes, honestos yencantadores.

«Él no tiene idea de cuánto aprecioyo sus elogios —pensó Narsés—. Es elmaestro absoluto del arte de la guerra yun hombre que da por sentado el coraje:si está impresionado, es que la victoriaha sido impresionante. ¡Este Anastasiocon sus preguntas! Si alguna vez quise

ser algo diferente de lo que soy esporque quise ser otro Belisario... porabsurdo que sea para un hombre de miposición. Y ahora tengo que ofenderlo...Podría simplemente escribirle aAntonina, pero indudablemente, ella leenseñaría la carta y eso sería másofensivo que escribirle a éldirectamente.»

Suspiró y volvió a su oficina.Diomedes permanecía inmóvil ante suescritorio, contemplando atónito lapuerta por donde había salido Sergio.Siguió pensando: «Tendré que pedir máspersonal para las oficinas; difícilmenteme las podré arreglar con un copista yun archivero». Sonrió vagamente a

Diomedes y verificó lo que ocurría en laoficina exterior. La cola habitual deaudiencias se había reducido a dos otres; el resto estaba esperando para versi los disturbios realmente habíanterminado. Anastasio exhibía una ampliasonrisa mientras trabajaba. Levantó lavista hacia su superior cuando ésteapareció por la puerta y se le ensanchóaún más la sonrisa. Dijo:

—Se acabó para Sergio.Narsés le devolvió la sonrisa.—Ahora haré el informe para el

señor. Reza por mí, te lo ruego.

El emperador Justiniano estaba asolas en el trono de Salomón, leyendo un

informe sobre los disturbios. El tronomecánico estaba inmóvil bañado por laluz del sol y las luces de las lámparas depie doradas estaban apagadas.Alrededor del salón las cortinascorridas de seda púrpura brillaban conun color vivo: el emperador parecíasentado dentro de un cristal de amatista.Volvió una página, levantó la vista y vioa su chambelán esperando al lado de unade las cortinas. Hizo un gesto con lacabeza, y Narsés se acercó y se inclinó.

—Bien, después de todo, hay algoque comentar sobre si dar el mando detropas a un burócrata o no. —Arrugó lashojas del informe que, según vio Narsés,tenía la letra clara y precisa de Juan—.

Esto ya estaba preparado a primerashoras de la mañana. Es una listacompleta de bajas, registro de dañosclasificados por distritos y unaestimación del costo probable de lasreparaciones, relacionadas por orden deurgencia. El conde Apolinar habríatardado tres días, al cabo de los cualeshabría entregado un panegírico de supropia actuación, redactado, eso sí, enhermosa prosa ática y absolutamenteinútil. Tienes razón en valorar a tusecretario. Es evidente que se trata de unjoven muy capaz.

Narsés sonrió.—Ciertamente siempre me lo ha

parecido así, señor. Aquí, si tienes

tiempo, está un informe referente a lacarta que recibiste sobre él.

Justiniano gruñó, tomó el informe ycomenzó a leerlo en voz baja y conrapidez. Cuando terminó, levantósorprendido la mirada.

—¿Antonina? —preguntó.—Así parece, señor. Yo supongo

que ella desea evitar el matrimonio entresu hija y el nieto de la SerenísimaAugusta.

El emperador frunció el ceño.—Siempre he dicho que esa mujer

era capaz de cualquier cosa. Como ellaridiculiza a su marido corriendo detrásde hombres la mitad de jóvenes que ella,le parece posible que mi esposa haga lo

mismo... ¡y decide contármelo! Creo quetal vez tengas razón: ella y su maridollevan un año retrasando ese casamiento,aunque su hija sería feliz si se celebraramañana. Bien, la boda se celebrará, ydebe ser lo antes posible, puedan o nosus padres volver a Constantinopla parala ceremonia. Estoy perdiendo lapaciencia con Belisario. Hace un añoque se encuentra en Italia y ¿qué hapasado? ¡Los godos han tomado Roma,eso es lo que ha pasado! Belisario nisiquiera se ha atrevido a desembarcar entierra italiana excepto donde hubiera unafortaleza para recibirlo. Y Herodianome ha escrito quejándose de que elconde sigue exigiendo dinero y

amenazándolo si no paga. ¡Se acabó esode conquistar a los godos de su propiopeculio!

Narsés se quedó callado por unmomento, para matizar más tarde laspalabras:

—El conde necesitadesesperadamente hombres yaprovisionamiento, señor. Esdemasiado, aun para Belisario, esperarque conquiste un reino solamente concuatro mil hombres. Ha hecho promesasde modo imprudente y ahora seavergüenza de admitir ante ti que no laspuede cumplir. Muchos comandantes deItalia (Bessas y Herodiano en particular)han adquirido sumas considerables de

sus territorios, que no han gastado... delmodo en que Belisario habría deseado.Considero que su posición es muy fácilde entender.

Justiniano suspiró.—Fue un craso error ir a Italia —

confesó con amargura—. Y mayor errorfue volver. Entre nosotros y los godoshemos dejado la ciudad de Romaprácticamente destruida y a susciudadanos exterminados.

—Pero habiendo ido, señor, notenemos otra alternativa que llevar afeliz término la guerra.

Justiniano volvió a suspirar.—Quizás. Pero si de eso se trata,

Belisario podría ver que él no es tan

indispensable. Y en cuanto a lassugerencias de su esposa, no les doyninguna credibilidad. Por la prueba queaquí tienes, no hay ninguna justificaciónpara llegar a la conclusión de queTeodora mienta cuando dice que Juan essu primo. La evidencia no soportaríasacar ningún tipo de conclusiones. Pero¿por qué no creería yo a mi esposa? Séque ella me es fiel, más fiel que nadie entodo el imperio. Tendría que tener unaprueba fehaciente de que miente, y encambio sólo tengo una cartamalintencionada basada en unargumentum ex silentio. No hay pruebasde que Juan no sea lo que dice ser y, sien alguien puedo confiar, es en Teodora.

Ella ha deducido que yo sospechaba quemantenía relaciones amorosas con Juan.

«Madre de Dios, ¿es que acaso ellale dijo eso?», pensó Narsés conestupefacción.

—¿Cómo es posible? —preguntócon prudencia.

—Lo dedujo del hecho de que yo nolo había ascendido. Ya lo hemoshablado suficientemente. Fui un tonto ensospechar de ella, Narsés. Un tontocruel; ella no se encuentra bien; esteasunto la ha preocupado. —Elemperador tomó el informe de Narsés ylo dobló por la mitad—. ¡Mi hermosaTeodora! —susurró suavemente,mirando el pergamino. Estrujó el

informe y se lo entregó al chambelán—.Puedes quemarlo, y también la carta. Noquiero oír nada más de esto a no ser quehaya evidencias importantes. Yconsideraré que no las hay. —Sonriócon amargura, brillantes los ojos, yagregó—: Mi esposa ahora quiere quesu primo se case. ¿Sabes con quiénquiere casarlo?

—No, señor —confesó Narsés.Recordó cómo Juan contemplaba aEufemia embelesado. Lamentándolohasta llegar a sentirse culpable, intentóborrar esa imagen.

—¡Quiere casarlo con mi sobrinaPraejecta! Se enojó mucho cuando ledije que eso no era posible. Ésa es la

razón por la que quiere tanto a su primoJuan: ha visto que es capaz, y quiereintroducirlo en la carrera de la sucesión.

—Pero eso es imposible, ¿verdad?El emperador se quedó pensando.—No del todo, creo. Germano es mi

heredero ahora, como siempre lo hasido. Para cuando yo me acerque a lamuerte, es muy probable que Germanoesté ya muerto, y quizá también lo esténmis otros sobrinos, así que el marido deuna de mis sobrinas podría tener unaposibilidad. Pero aunque Teodoraorganice un matrimonio magnífico parasu primo, esa posibilidad sería muyremota, y tendría que hacer algo queprobara que es muchísimo más capaz

que cualquiera de los otros para obtenerla púrpura. El hecho de que seamiembro de la familia de mi esposa, pormás que se aduzca que desciende de unarama respetable, contaría muy poco ensu favor, en particular en el senado, y notengo ninguna intención de oponerme ala opinión popular apoyando a la familiade Teodora. Pero dejando de lado lasespeculaciones, un matrimonio entreJuan y Praejecta es absolutamenteimposible. Ella quiere casarse con tucompatriota Artabanes, que la rescató enÁfrica después de que su marido fueraasesinado, añade a eso que Artabanesestá desesperadamente impaciente porcasarse con ella... Por eso no aceptó el

puesto de comandante en jefe. Queríaacompañarla a su casa y pedir su mano.Y es posible que la obtenga también.

—Me complace por mi país —susurró Narsés a media voz.

Justiniano se echó a reír.—¿Qué edad tenías cuando te fuiste

de Armenia?Narsés sonrió.—Tu Sacra Majestad sabe muy bien

que yo no sé qué edad tenía, ya que nosé cuándo nací ni cuánto tiempo me tuvomi primer dueño. Pero nunca heolvidado mis orígenes.

—Lo cual es algo típicamentearmenio. Bien, Artabanes no sería unaposibilidad real para la sucesión, lo que

sí sería es un distinguido generalarmenio. Mostró un coraje único y graniniciativa cuando sofocó la rebelión deGuntarith. Lo haré conde de la guardiapersonal.

Narsés se inclinó.—Había oído rumores al respecto.

¿Tengo preparados los codicilos parahoy?

—Hazlo. Y para tu amigo Juan... —El emperador se detuvo a observar a suchambelán. El rostro de Narsés estabaimpasible como siempre, peroJustiniano notó cómo los dedos de sumano derecha se curvaban por latensión. Pensó: «Aprecia en lo que valeal muchacho, lo cual dice mucho por sí

solo: desprecia la deslealtad y losplaceres de Afrodita, y valora laintegridad»—. Para tu amigo Juanpuedes diseñar codicilos que le den elrango de conde de la caballería de lacorte. Dirigirá la guardia imperialjuntamente con Artabanes. Tucompatriota es un poco inexperto en loque se refiere al papeleo, y necesitaráalguien que lo ayude con las cuentas.

Narsés sonrió, los ojos muybrillantes, y se inclinó en una profundareverencia.

—Sí, señor.«Eso agradará a Teodora y reparará

en parte mi desconfianza hacia ella. Porotra parte, el muchacho es muy capaz»,

pensó Justiniano cuando el eunuco sefue.

Hojeó nuevamente el informe,apreciando la destreza que demostraba.Luego se detuvo para mirar al vacío. «Ysi el muchacho es culpable, si ha estadoengañando a mi esposa, o los dos juntosme han engañado, o en Constantinopla oen el fin del mundo yo sabré dóndehallarlo.»

A la mañana siguiente, un mensajerode palacio trajo a Juan una invitaciónpara desayunar con la emperatriz.

Juan había dormido mal y la llegadadel mensajero lo despertó de unapesadilla confusa de disturbios eincendios. Jacobo entró en su habitación

y le entregó la invitación. Juan se quedóen la cama durante unos minutos, con lamirada perdida en la pared.

«Así que Narsés tenía razón: no estácansada de mí», pensó, y talpensamiento le trajo una oleada detemor familiar, junto con una corrienteigualmente fuerte de placer y gratitud.

Se levantó y se vistióapresuradamente, poniéndose a todaprisa la túnica roja que ella le habíaregalado. Todavía estaban lavando laceniza del manto de la guardia personal,por lo que tuvo que contentarse con elmanto civil encarnado. Al cabo de cincominutos, lavado y peinado, iba caminodel palacio Dafne en compañía del

mensajero; una vez allí, tuvo que esperarmedia hora en el salón mientras Teodoraterminaba de bañarse.

Cuando apareció, le bailaba lasonrisa en los labios.

—¡Juan, querido! —exclamó alverlo y, sin darle tiempo a inclinarse,corrió hacia él y lo abrazó—. ¡Tantotiempo! Déjame verte; ¡caramba, no hascambiado nada! Esperaba que fueras unperfecto soldado a estas alturas.Siéntate, no, ven aquí, cerca de mí.Tengo un regalo para ti.

Los ojos le brillaban de placer.Cuando se sentó junto a la

emperatriz en el diván, advirtió lomucho que había envejecido. Las manos

parecían las garras de un ave rapaz, sólohuesos bajo los anillos enjoyados, y elrostro se le veía demacrado.

—No has estado bien —le dijo Juan,alarmado—. Lo siento...

Ella hizo un gesto con la mano.—Estaré mejor dentro de poco... y

no significa nada, sólo un malestarestomacal. ¡Dios, qué alegría me daverte! Supongo que Narsés no te hacontado nada de todas nuestraspreocupaciones, ¿verdad?

—¿Cómo? —dijo, preguntándoseconfundido si se refería a algorelacionado con su enfermedad.

—A Pedro se le ha metido en lacabeza que tú y yo lo estamos

engañando. He logrado parar demomento esa idea, pero tendremos queser prudentes en el futuro. ¡Así y todo,yo tenía que verte hoy! —Chasqueó losdedos y apareció su chambelán—.Eusebio, ve a buscar el regalo de Juan.

Juan la miraba atónito.—El señor sospechaba que...—Alguien fue a contarle alguna

historia. Si averiguo quiénes han sido, lopagarán caro. No importa, ya se acabó,excepto que hay que ser prudentes. —Serecostó y empezó a soltar el broche delmanto de Juan—. Tengo un manto nuevopara ti —le dijo, con los ojos bailándole—. Aquí, ponte de pie, déjame sacarteésta..., ¡ya está! ¡Eusebio!

El eunuco volvió, sonriendo; de subrazo pendía una seda radiante, púrpuray blanca. Teodora se echó a reír y con ungesto rápido tomó el manto.

—Aquí tienes —le anunció,sosteniéndola.

—Pero... pero es un manto depatricio —exclamó Juan.

Teodora estalló en carcajadas. Sesentó, con el manto ceñido.

—¡Cielos, qué cara has puesto! —exclamó—. Sí, querido, por supuestoque es un manto de patricio. No haynada extraño en que el conde de lacaballería de la corte reciba este rango yyo te concedo el manto.

—Yo... yo no soy...

—Sí que lo eres. Pedro te nombróayer y Narsés ya ha diseñado loscodicilos. ¡Vamos, póntelo! —Se loechó por los hombros y miró a sualrededor buscando algo con quésujetarlo; Eusebio ya traía un prendedorde oro y granate—. Aquí —dijo ella,sujetándolo firmemente en la seda—.¡Dios inmortal, qué apuesto estás! Esemanto tiene el segundo mejor color delmundo.

Juan se contempló y tocó perplejo laancha banda que dividía el manto: erapura púrpura marina.

—Sí, es la mejor —dijo Teodora ypasó la mano sobre su propio manto,sonriendo.

Él la volvió a mirar, confundido,como siempre en su presencia. Sudemacrado rostro estaba encendido ysus pupilas brillaban con un encanto tangrande por el regalo que no pudo menosque sonreír él también.

—Gracias —dijo.Ella se echó a reír y volvió a

sentarse en su diván con los piesencima. Juan se sentó a su lado,acomodando el manto con cuidado.

—Te voy a contar algo muy extrañosobre ese manto —dijo la emperatriz,buscando su copa de leche de cabra—.¿De dónde crees que viene la seda?

—¿De dónde viene la seda? DelPaís de la Seda, al este de Persia.

Teodora movió la cabeza y dejó lacopa a un lado. Se relamió los labios,cuyo contorno había quedadoperfectamente perfilado de blanco.

—Esta seda no. Ésta es sedaasiática, hecha aquí en Constantinopla.Tengo el primer manto hecho de sedaasiática y tú tienes el tercero. Pedrotiene el segundo, por supuesto.

Juan volvió a examinar el manto:tenía el aspecto de una seda fina normal.

—¿Cómo? ¿De qué está hecho? —preguntó.

Ella soltó una risa cantarina.—De gusanos.—¿De gusanos? —Se quedó

mirando las fibras brillantes como si

esperara que salieran arrastrándose.Ella volvió a reírse.—Orugas, si quieres. Se convierten

en unas mariposas pequeñas yparduscas, pero antes se envuelven en uncapullo de seda. Los artesanos de laseda sacan los capullos y los hilanconvirtiéndolos en seda bruta. Unosmonjes cristianos de las fronteras delPaís de la Seda que iban recorriendo lastierras romanas para ver los lugaressagrados nos contaron a Pedro y a mítodo el proceso. Les prometimos unarecompensa si nos traían algunosgusanos para cultivar; en el interior deun bastón consiguieron pasar decontrabando algunos huevos. Los

gobernantes del País de la Seda siemprehan guardado muy bien su secreto,porque saben cuánto vale. Pero ahoratenemos los gusanos de seda y podemosdespedirnos por mucho tiempo del Paísde la Seda y de los mercaderes persas.¡Madre de Dios, cómo le sentará eso algran rey! Todos los cientos de miles desolidi que se han pagado anualmente porla seda... y ahora Pedro y yo la podemosfabricar por nuestra cuenta y toda serápara nosotros. Eso nos compensará dealgunas guerras.

—Eso destruirá a Bostra —bramóJuan, con horror—. Nosotros vivíamosde las caravanas de la seda.

La emperatriz se encogió de

hombros.—Pero la guerra ya las había

interrumpido, ¿no es cierto? Y de todosmodos, ¿qué te importa Bostra ahora? Tueres nativo de Beirut y ciudadano deConstantinopla, recuérdalo.

—Sí..., sí, por supuesto. Anochesoñé con Bostra y con mi padre. —Peromiraba afligido el manto blanco ypúrpura.

Ella lo miró. La sonrisa habíadesaparecido de su rostro, semejandoahora una calavera.

—¿Qué hacía? —le preguntó al cabode un instante.

—Se moría. —Había vuelto alcuarto oscuro, con el calor sofocante del

verano, contemplando impotente cómola peste se llevaba a otra víctima. Seestremeció—. Fui a nuestra casa deBostra y le vi morir. Y cuando salí deallí, estaba en Constantinopla, en elmercado Tauro durante los disturbios.—Eufemia estaba allí. Y no se atrevió aconfesar, afligido, que «quemándose enla casa, muriéndose, y yo no podíaayudarla. ¡Madre de Dios, ojalá pudieravolver a verla, sólo para asegurarme!».

—¡Qué sueño más horrible! —exclamó la emperatriz santiguándose—.¡Aleje Dios el mal presagio! Creo, noobstante, que lo que ocurre es quesencillamente has estado demasiadoinvolucrado en los disturbios. Sin

embargo —agregó, empezando a sonreírnuevamente—, no me puedo quejar de loque hiciste puesto que fue lo queconvenció a Pedro para tu ascenso. Nisiquiera me puedo quejar de que hayasarriesgado tu vida para rescatar a esamuchacha; eso impresionó a Pedro másque ninguna otra cosa, ya que sabía queyo jamás lo habría ordenado. ¿Por quélo hiciste?

—No lo sé —respondiósinceramente, con la advertencia deNarsés repiqueteando en su cabeza—.En realidad iba a verla cuando nosmetimos en los disturbios. Mi colegaAnastasio había estado facilitandoinformación a cambio de echar un

vistazo a esos archivos mientras yoestaba en Tracia, pero ella pensaba queyo sabía más que él e iba a acompañarloesa noche. Cuando vi la casa en llamas,sólo pensé que tenía que tratar desacarla. Afortunadamente, ella no estabadentro; estaba a unas manzanas de allí ensu silla de manos, así que no corrí tantoriesgo.

—¡Oí que cargaste contra lamultitud! Las cosas se distorsionancuando las cuentan. ¿Qué ha ocurridocon los archivos?

Juan sonrió.—No lo sé, pero estoy seguro de que

no los volveré a ver ¡afortunadamente!La prefectura se las tendrá que arreglar

sin las listas tributarias de Osroene y deArabia del Sur. Dudo que laadministración se paralice por eso.

Ella lanzó una carcajada, se irguióen su asiento y le acarició la cara.

—Te adoro cuando sonríes así —dijo tiernamente, sonriendo ella a su vez—. Mi propio hijo. Estaba tan orgullosade ti después de Nicópolis... Queríadecirle a todo el mundo que eras hijomío. Pero por supuesto eso lo habríaestropeado todo. —Dejó caer la mano ehizo girar uno de los anillos,observándolo con tristeza—. Pensétambién en una muchacha con quiendesposarte, pero a Praejecta Pedro lacomprometió con otro. Lo siento. Te

encontraré otra. Cuando estés casadopodré verte más sin que nadie sospechenada.

—Ojalá pudiera decirle a todo elmundo quién soy —se sorprendiódiciendo Juan—. Preferiría ser libre deverte cuando yo quisiera y de vivirhonestamente; que todo el mundo supieraque soy hijo tuyo, antes que recibircualquier ascenso.

Ella levantó la mirada.—Oh, todo eso me parece

enternecedor, pero no lo dirás en serio,espero. Como hijo reconocido seríasmotivo de vergüenza, mucho peor ahoraque si lo hubiéramos hecho desde elprincipio. Tu amigo Narsés piensa que

debería decírselo a Pedro, pero a Pedrono le gustaría nada. No, querido: siguesiendo un ciudadano de Beirut, y yocuidaré de ti. —Teodora bostezó, seestiró y agregó—: Y ahora mejor quevayas corriendo a buscar los codicilosdel rango, antes de que Pedro cambie deidea y empiece a cavilar que por quéestás aquí. Es tradicional darle alchambelán un regalo por haberredactado los codicilos. Claro queNarsés piensa que redactar los tuyos esun regalo por sí solo, pero yo te heconseguido uno, de todos modos;Eusebio te lo dará al salir. Y también tedaré algunos esclavos más. Con tu nuevotrabajo, te concederán habitaciones en el

palacio; supongo que querrás máspersonal que se encargue de ellas.

XI - La esposa delprotector

El nuevo conde de la guardiapersonal, conocida por todos como los«protectores», volvía a sus lujososaposentos cercanos a la Puerta deBronce con aire sombrío e irritabledespués de la primera reunión con sussubordinados.

Artabanes era un hombre alto,atlético, profundamente bronceado porel sol africano; llevaba la cota de mallay el casco sin ni siquiera notar su peso.Cuando entró en el comedor, se soltó el

cinto de la espada y arrojó el arma conestruendo al suelo; se sentó en el bordede un triclinio y puso la cabeza entre lasmanos.

—¡Levila! —gritó a su sirviente—.¡Tráeme algo de beber!

Levila, un rubio sirviente vándalo deexpresión amable, apareció al momentocon una jarra de vino.

—¿No te ha ido bien? —preguntó,sirviendo a su señor una copa de vinopuro.

Artabanes tomó la copa y bebió lamitad de un solo trago. Se quitó el cascoy lo dejó caer al suelo junto a la espada.

—Son una pandilla de malditosempleaduchos de oficina, muy listos, eso

sí, que piensan que yo soy un bruto queno sabe nada más que combatir. Y elproblema es que tienen razón.

Levila sonrió.—Si piensan que eres estúpido,

señor, se llevarán una desagradablesorpresa.

Artabanes suspiró y sorbió otrotrago de vino.

—Esto no es Cartago y ellos no sontus amigos hérulos o vándalos, Levila.Quienes se alistan en la guardia personalson en su mayoría naturales deConstantinopla, educados con una copiade la Ilíada en una mano y un libro decontabilidad en la otra. Yo no seréestúpido, pero apenas puedo ir más allá

del alfa, beta, gamma... Y no se teescapa que no sé hacer una suma ni parasalvar mi vida. Juraría que el oficial deintendencia ha hecho algunacomponenda en las provisiones ytambién apostaría a que el contable hacede las suyas, ¡pero se reirían de mí!Saben que yo no los puedo pillar. No, elhombre que les mete mucho miedo es elconde de la caballería. Sí, él es de losgalardonados.

—Es nuevo también, ¿no?—Nombrado el mismo día que yo y

más joven. Juan de Beirut. Asistió a lareunión vestido como un príncipe deblanco y púrpura, sin espada ni armaalguna. Lo que sí llevaba era un juego de

tablillas de cera; comenzó a tomar notasmientras los demás explicaban elsistema de contabilidad y, tan prontocomo terminamos, empezó con laspreguntas: ¿en qué libro se hanregistrado los pagos de los gastos deviajes? ¿Se lleva algún registro de losmiembros asignados a tareasespeciales? ¿Y sabes qué hizo? Como lohabía escrito todo, citó lo que habíandicho y lo comparó con la manera enque se trabaja en las oficinas sagradas.Hizo sudar a todos en cinco minutos; sepegaban por darle explicaciones. Ése esel tipo de soldado que destaca aquí. Amí no se me ocurría nada que decir. Aúnno tengo la menor idea de cómo funciona

la estructura de los pagos. Voy a quedaren ridículo, y ese sirio listo me haráquedar por los suelos. Deberíamoshabernos quedado en África.

—Las tablillas de cera no serviríande mucho en una batalla —confesóLevila.

—No parece que vaya a haber unabatalla aquí —replicó Artabanes.Terminó su vino—. A veces a losmiembros de la guardia personal se lesasigna un puesto en el frente, perosiempre pueden librarse de ir si pagan elsueldo de unos pocos años, lo cual lamayoría de ellos hacen de buen grado.¿Y por qué no? Sus familias son en sumayoría inmensamente ricas y ellos son

soldados sólo por el prestigio y losbeneficios que les reporte. La mayorlucha a la que tienen que enfrentarse esir a la caza de revoltosos. El conde Juanhizo un buen trabajo, según parece. Portal motivo fue ascendido..., por eso ypor ser el primo de la emperatriz. —Levantó su copa hacia Levila.

El esclavo la llenó, mirando con elceño fruncido.

—¿Y si te hicieras amigo de él? —lesugirió—. Si él quiere, te servirá deayuda; tú eres su superior y podríashacerlo valer. ¿Estuvo respetuoso?

—Estuvo muy correcto —aseguróArtabanes con voz sombría, tomandootro trago—. Se pasó la reunión

sonriendo y dando parabienes. No podíaimaginarme lo que pasaba por sucabeza. —Suspiró—. Supongo quepodría invitarle a cenar.

Juan llegó a la cena tarde, nervioso ycansado. Había pasado la mayor partedel día revisando los libros de lastropas de la corte y el resto intentandorecordar los nombres de sus nuevosesclavos y lo que había dispuesto parasu nueva casa; además, gran parte de lanoche anterior la pasó entre sueñosatormentados de fuego, batallas yEufemia.

—Lamento mucho llegar tarde —seexcusó ante Artabanes mientras el

vándalo Levila lo hacía pasar alcomedor—. Pero me he mudado hacepoco, y estoy seguro de que sabes,Excelencia, lo que es eso. —Sonriócortésmente al conde de la guardiapersonal, que era una cabeza más altoque él.

Artabanes había vivido en cuartelesdesde que tenía dieciséis años y nuncase había mudado en su vida, pero intentódevolverle la sonrisa.

—No hay de qué disculparse —ledijo—. Siéntate y toma un trago.

Juan se recostó en el triclinio que leindicaban y tomó la copa de vino queLevila le ofrecía. Estaba mezclado sólocon una cuarta parte de agua, lo que era

más fuerte de como él acostumbraba abeberlo, y lo bebió prudentemente apequeños sorbos, mirando a sualrededor. Había un estante con armasen un rincón; aparte de eso, toda ladecoración y los muebles ya estabanincluidos cuando vino a habitarlo.«Bueno, Artabanes es un soldado deverdad, no como yo», pensó. Volvió asonreír para ocultar sus nervios ylevantó la copa a su anfitrión.

—¡Salud!Artabanes se reclinó frente a él y

tragó rápido un poco de vino.—Has estado revisando los libros

hoy, ¿no es cierto? —le preguntó; luegopensó si no había sido demasiado

impertinente.—Sí, Eminencia. —Juan hizo a los

libros un saludo como de despedida—.Tal como estaban.

—¿Han sido adulterados? —preguntó Levila con interés. Artabanesatravesó a su sirviente con una miradade reproche.

—No más de lo que cabía esperar—replicó Juan sin pestañear—. No sécuándo la caballería tuvo un conde quesupiera contabilidad y, naturalmente, losempleados se han aprovechado de eso.No están muy bien pagados.

—¿A ti no te importa? —preguntóArtabanes, sorprendidísimo de andarcon rodeos.

—Oh, yo acabaré con gran parte deesto. —Juan bajó la mirada hacia sucopa—. Pero, por supuesto, si uno sedeshace de los oficinistas, tiene queconseguir otros, y es difícil que seanmás honestos, sin contar con que noestarán familiarizados con el trabajo.Pensé que quizá si Su Excelencia y yonos pusiéramos de acuerdo en quiénesson los más corruptos, podríamosdisponer de otro modo el personal quetenemos. Entonces sólo tendríamos quereemplazar uno o dos como máximo.

Artabanes gruñó y apuró su vino.—¿Quiénes crees que son los

peores? —preguntó con prudencia.—Bien, el oficial de intendencia, en

primer lugar. Ha facturado a las oficinastres veces las mismas vituallas, cada veza una dependencia diferente. Y despuésvende la mitad de los suministros que hacomprado ¡al doble de lo que él pagó!

—¡Oh! —exclamó Artabanes.Intentó imaginarse cuánto podría haberamasado el comisario en un año; lassumas vagaban locamente en su cabeza,y respiró profundamente—. ¿Qué haydel contable?

—¿El contable? No es tan malo. Hadesviado algunos fondos a su propiobolsillo, pero no ha estafado a nadie. Yome contentaría con no quitarle el ojo deencima.

—¡Oh! Yo nunca aprendí

contabilidad.«Mejor decirlo, que intentar

pretender que entiendo y tener a estedelicado sirio burlándose a misespaldas», pensó Artabanes.

Juan se sonrió.—Yo lo creía así; Su Eminencia

parecía estar en las nubes ayer, si no teimporta que lo diga. Bien, yo nuncaaprendí a ser soldado, lo cual esgeneralmente considerado de mayorimportancia para un comandante. —Titubeó, preguntándose si Artabanes seofendería si le ofrecía ayuda en lascuentas. Le pareció que sí, y sepreguntaba cómo demostrar su interés enserle útil con tacto—. Las victorias de

Vuestra Eminencia, por supuesto, sonconocidas en el mundo entero —aventuró por fin—. Es un honor servirte.

Artabanes pestañeó. «¿Realmentecree eso, o sólo desea algo de mí?»

—Me complace que uno de nosotrossepa contabilidad —susurró, decidido adejar el tema por el momento—. ¿Acasola aprendiste en las oficinas sagradas?

—No, con mi padre. En realidad nohabía trabajado en ninguna oficina;únicamente he sido secretario privadodel ilustrísimo Narsés, el chambelánprincipal.

—¡Oh! —exclamó Artabanes convoz diferente, y le dirigió otra mirada aJuan. Pero le vino un pensamiento como

una oleada de esperanza: «No pareceblando, y dicen que es un buen jinete.Quizá sepa algo de la milicia, despuésde todo. Narsés puede parecer uncomandante aún más extraño, pero si lamitad de lo que se dice es cierto, eseasunto de Nicópolis fue digno del mismoBelisario»—. ¿Tú estuviste con él enTracia, por casualidad? —preguntó y,ante su gesto afirmativo, pidió—:¿Podrías contarme precisamente lo queocurrió en la batalla de Nicópolis?

Juan se lo contó desplegandopanecillos y platos sobre la mesa paramostrar la disposición de las fuerzas;Artabanes se inclinó sobre la mesa,impaciente por oír la historia, sin dejar

de hacer preguntas.—¡Señor, qué bonito es todo esto!

—exclamó cuando Juan terminó—.Había oído algo sobre la batalla, porsupuesto, pero nadie cree realmente quetu general planificara una estrategia paravencer a una fuerza de caballería pesadacon piqueros y arqueros. ¡Madre deDios, cómo me gustaría intentarlo contralos persas! Se puede ver que el ilustreNarsés es armenio; esa idea de losarqueros es algo que sólo uncompatriota mío podría haber propuesto.Y aunque sea yo quien lo diga, es ciertoque los armenios son los mejoressoldados del imperio, los más bravos ydisciplinados. Sólo un armenio podría

seguir siendo un buen soldado aundespués de ser convertido en eunuco.

Juan inclinó la cabeza para ocultarotra sonrisa: Artabanes de repente lehizo recordar a los hérulos y suestribillo de «¡Somos guerreros!».

—El ilustre Narsés es el hombremás valiente, el más inteligente y elmejor hombre que he conocido —masculló despacio—. Y creo queprobablemente coincida con tuapreciación sobre sus compatriotas.

Artabanes sonrió.—Levila —dijo—, sirve al conde

Juan un poco más de vino.—¡Aún no he terminado el que

tengo! —protestó Juan.

—Entonces, acompáñame en unbrindis. ¡Por Armenia!

Juan brindó por Armenia y Levilavolvió a llenar las copas.

—¡Y por la hermosa Praejecta! —agregó Artabanes, apurando su copa deun trago.

Juan tomó un par de tragos más ypuso su mano sobre la copa.

—He oído que ibas a ser felicitadopor eso, Honorable —confesó.

Artabanes suspiró.—Desafortunadamente, no, aún no.

Ella sigue oficialmente de luto por sumarido asesinado. Aunque se me hadado permiso para abrigar algunasesperanzas. Es como la princesa de los

cuentos, recluida en un inaccesiblepalacio de oro y yo soy el séptimo hijo,que debe ganar su mano matandomonstruos. Maté uno en África, pero noparece haber muchos sueltos enConstantinopla y los que hay parecen sermás vulnerables al punzón de losescribas que a la espada.

Juan sonrió.—Mi punzón está a tu servicio, pues,

conde.«¿Quién hubiera pensado que sería

tan fácil?», se preguntaba Artabanes.—Conde —replicó, sonriendo

complacido—, ¡mi espada está a tuservicio! —Y levantó la copa pidiendomás vino.

Resolver la contabilidad de laguardia personal y de la caballería lellevó mucho tiempo y aún más atención,lo cual satisfacía a Juan sobremanera.Desde los disturbios había sentido unatensión casi insoportable entre supasado y su presente, entre lo queaparentaba ser y una inmensa revelacióninterior que él trataba desesperadamentede alejar. Se sepultó en el trabajo, trasuna barricada de libros de contabilidady tablillas; pero por la noche su mentegiraba alrededor de las cifras que lohabían ocupado durante todo el día ydescendía por oscuros caminos hacia laspesadillas. Soñó una y otra vez que era

perseguido por un enemigo invisible enun laberinto que era a veces el GranPalacio, a veces las oscuras calles de laciudad y a veces las acequias de Bostra.Los caminos desembocaban siempre enuna puerta cerrada, a la que él golpeabafrenéticamente mientras la oscuridad secernía detrás de él. A veces veía aEufemia detrás de la puerta, clavada alsuelo con lanzas eslovenas, abrasándoseen su casa, y otras veces sacando losbrazos de arenas movedizas; siempre apunto de morir. Se despertaba de laspesadillas atormentado y sudando ysalía temblando de la cama.Generalmente era más o menos una horaantes del amanecer; iba al lujoso baño

que había junto a sus aposentos y tratabade sacarse la tensión con el vapor, traslo cual o bien sacaba su caballo agalopar o se sentaba inmediatamente atrabajar. Anhelaba ver a Eufemia. Elsolo hecho de que tuviera que darexplicaciones a Narsés le impedía ir averla para asegurarse de que estaba vivae ilesa.

Una mañana, tres semanas despuésde su ascenso, levantó la mirada de unlibro de contabilidad y se la encontró depie a la puerta de la oficina.

Contuvo el aliento y se quedómirándola. Llevaba otra vez el mantoamarillo y un sombrero bordado en oro;la luz del sol que caía a sus espaldas

formaba un halo a su alrededor mientraslas motas de polvo subían en torbellinosdesde el suelo de baldosas.

—¡Eufemia! —susurró.Ella dibujó su familiar sonrisa llena

de amargura.—Tengo trabajo para ti —dijo.

Luego, mirando el montón dedocumentos sobre su escritorio, agregó—: Aunque no parece que te falte.¿Puedo pasar?

Juan se puso de pie de un salto.—Por supuesto. Siéntate.Ella volvió a sonreír y se sentó en

una silla al lado de la pared. Cuandoella entró, Juan se percató de que ibaacompañada de uno de sus esclavos (su

antiguo portero), pero no por su dueña.—¿No está bien tu tía? —preguntó

nervioso, de pie junto al escritorio.Eufemia se encogió de hombros,

enderezándose el manto.—Está bien, gracias; se quedó

descansando en casa. Ha necesitadomucho reposo desde que se quemó lacasa. Y realmente no es mi tía, es la hijade la hermana de mi abuela. Yo la llamotía.

—¡Ah! —dijo, y se volvió a sentar—. Ya... ya están reconstruyendo lacasa, ¿verdad? ¿Tus esclavos resultaronilesos?

Ella asintió.—Mis porteadores fueron los únicos

asesinados. Los maestros artesanosdicen que pasará otro mes antes de quepodamos mudarnos. —Y titubeó paraluego añadir—: Lamento haber sidodescortés contigo el día después de losdisturbios. Yo... yo estaba muy dolidapor lo de mis porteadores. Formabanparte de la servidumbre desde antes deque yo naciera. Solían llevarme a pasearen sus hombros cuando yo era pequeña yellos unos niños. Fue muy... muydoloroso que los mataran; toda esanoche fue tan espantosa, que no sabía loque decía. Debí haberme mordido lalengua. Pero te estoy muy agradecida.

—No tienes de qué disculparte —dijo Juan sin apartar su mirada de ella,

en un intento por grabarse en la mente suimagen, el marrón de sus ojos, elmovimiento de su cabeza, para que alevocarla, consiguiera vencer los malossueños—. Lo entiendo perfectamente.

Eufemia le devolvió otra sonrisacargada de amargura.

—Como prueba de mi gratitud te hetraído esto.

Con un gesto de cabeza invitó alviejo portero a acercarse al escritorio,donde dejó cinco densos volúmenes decuero. Juan pensó, mirando estupefactolos archivos: «Dios del cielo, ¡otra vezestos horribles archivos!».

—Pensé que habían sido destruidos—dijo sin saber qué decir.

Ella movió la cabeza, sonriendo notan amargamente esta vez.

—No. Yo los guardé en uncompartimiento secreto en la caseta delguarda. Onésimo volvió ayer paradirigir la reconstrucción y los encontróaún en su lugar. Puedes llevarlos a laprefectura cuando quieras. —Con ungesto de cabeza indicó al viejo que seretirara y éste, con una sonrisa, seinclinó y se fue a esperarla del otro ladode la puerta.

—¡Oh! ¿Por qué no los llevas tú?Podrías fortalecer tu posición si losdevuelves como Narsés sugirió, engratitud por un favor ya otorgado por SuSacra Majestad.

Ella lo miró disgustada.—¿No los quieres? Quizás no sean

gran cosa, pero te valdrán amigos en laprefectura. Puedes sacar provecho porrestituirlos. Es el único regalo que tepuedo hacer que tenga algún valor.

—Tu agradecimiento tiene valorpara mí.

Ella sonrió.—No te burles de mí. No me gustan

las palabras bonitas.—No son palabras bonitas, esa es la

verdad —concretó él, herido—. Yo mesentía feliz por haberte salvado porquete prefiero viva que muerta y nunca di niun dracma de cobre por esos malditosarchivos: estaba pero que muy contento

sólo de pensar que se habían quemadocon todo. —Los apartó de sí con rabia.

Ella se mordió el labio y se pusocolorada.

—Lo siento —le dijo—. Siempreme equivoco contigo. —Tiró de sumanto—. Yo... yo quería darte algo devalor. No tengo dinero para comprartenada: mi padre lo tiene casi todo enEgipto. Yo pensé que esos... —Seinterrumpió llevándose el borde delmanto a la cara. Juan se dio cuenta deque estaba llorando.

—¡Santo Dios! —dijo dando lavuelta al escritorio. Se detuvo, indeciso,junto a la silla de Eufemia—. Losiento..., por supuesto que el contacto

con la prefectura será de gran valor.Sólo he querido decir...

Ella se enjugó la cara con el bordede seda del manto, moviendo la cabeza.

—Lo sé: tú nunca quisiste tener nadaque ver conmigo o con mis archivos. ¿Ypor qué lo ibas a hacer? No losnecesitas, ni a ellos ni a nadie. Tienes elfavor de la Augusta y capacidadsuficiente para llegar a la posición quequieras. Yo no te puedo dar nada. Nadiepuede..., nadie puede tocarte. Muy bien,haz lo que quieras, sé lo que quieres,¡pero no me tengas lástima! —Ellalevantó la vista hacia él con los ojosenrojecidos.

—Yo... —tragó saliva. Le dolía la

garganta; le era difícil mantenerse firme,inclinado, con el corazón latiéndole enlos oídos. Se acuclilló al lado de lasilla, agarrándose a un brazo de éstapara guardar el equilibrio—. Yo... yosoñé contigo anoche —le dijo en vozbaja, sin saber lo que decía ni lo quequería decir—. Soñé que estabas en tucasa atrapada por el fuego y que yo nopodía alcanzarte. Nunca te tendríalástima, por favor, créeme. Además,creo que hay una cosa que tú podríasdarme, que es lo que más quiero en elmundo. Pero no la puedo recibir.

—¿Qué quieres decir? —preguntó,pálida de asombro.

El desvió la mirada.

—Honestidad. Creo que tú eres lapersona más honesta que conozco; lamás sincera, la más intrépida. Cuando vique tu casa se incendiaba, me di cuentade que tu muerte dejaría más pobre almundo. Eso es lo que he querido decircon que es suficiente recompensa verteviva.

—¡Te he tratado como una basura!—dijo, conmovida—. ¿Cómo puedesdecir eso?

Él tragó saliva. Le dolían laspiernas, se apoyó bien sobre los talonesy miró los ojos conmovidos y confusosde la muchacha. Volvió a bajar la miraday empezó a incorporarse, sin decirpalabra. Eufemia se inclinó hacia

adelante y lo cogió del brazo.—¡No, tienes que explicarme lo que

has querido decir! —le dijo—. ¡Nopuedes decir una cosa así y luegoesconderte otra vez dentro de tucaparazón!

—Excelentísima Eufemia..., te loruego..., créeme que te tengo en la máselevada estima y que estoyabsolutamente satisfecho de haberestado al servicio de tu discreción. Noobstante, tú te debes a tu padre y yo a misagrada protectora la Augusta;cualquier... acercamiento... entrenosotros debe necesariamente terminar.Has devuelto los archivos; yo tengo otrotrabajo. Sería mejor si aceptaras mi

aprecio y no pidieras más explicaciones.—Hablas igual que Narsés —repuso

con furia—. Recitáis la jerga de lascartas oficiales, cerráis vuestrospensamientos en un cofre y enterráis lallave.

—Yo admiro a Narsés más de lo quehe admirado a nadie —replicó confrialdad.

—Oh, sois de la misma raza, tú y él—le dijo con amargura, mientras sealejaba de él—. Infinitamenteadmirable: valiente, brillante,inalcanzable. Deberías hacerte castrarcomo él. Entonces realmente seríasinalcanzable. Te amo. Me di cuenta deque te amaba cuando te fuiste a Tracia,

pero ya estaba enamorada mucho antes.Ahí lo tienes: te lo he dicho. Tehorroriza, ¿verdad?

Él cerró los ojos; sentía cómo se ibaencogiendo, con los hombrosencorvados y la cabeza gacha. Sinlevantar la mirada, percibía la posturade Eufemia en la silla, reclinada haciaadelante, asiendo el brazo de la silla: sedaba cuenta de la figura y el calor de sucuerpo; percibía su aliento entrecortadoy sus piernas cruzadas debajo, tensadespués de la confesión. Sus palabrasparecían haberse transformado en algomaterial, en algo hiriente, dentro de supecho, que le impedía sacar el aire delos pulmones.

Ella se reclinó en el respaldo de lasilla.

—Te horroriza —repitió, con unamezcla de angustia y de ternura.

El movió la cabeza y la miró.—No del modo que tú crees —

susurró—. Narsés me aconsejóapartarme de ti. Mi madre te podríacastigar, me dijo, si sólo pensara que teamo.

No había querido decirlo; por uninstante no estuvo muy seguro de nohaber dicho «prima». Pero ella abrió losojos como platos, las pupilas contraídaspor la sorpresa, tratando de asimilarlo.

—Tu madre... —exclamó después deun largo silencio, con la voz disonante y

nasal que le oyó la primera vez quehabló con ella.

—Mi prima, quiero decir —secorrigió rápidamente—. La Augusta.

—No es eso lo que has queridodecir, en absoluto. Tu madre. Ahora loveo claro. De ahí todos los favores.¡Madre de Dios, hasta te pareces a ella!Narsés está absolutamente en lo cierto,como siempre, y a mí me castigaríansólo por mirarte de reojo. —Con unamargo sarcasmo, agregó—: A una chicacomo yo no se le permite enamorarsedel precioso bastardo de la emperatrizTeodora. ¡Y tú, por supuesto, harásexactamente lo que tu querida madre tedice que hagas!

—Tú haces lo que tu padre teaconseja —señaló, confundido por elcambio brusco.

—¡Ella destruyó a mi padre, esaprostituta, cruel como un tirano! ¡Lo hizoazotar como a un esclavo y encadenar ymorir de hambre como un perro, pornada, por una de sus mentiras! ¡Y meutilizó para ayudarla! —Apretó losdientes y se irguió cuan alta era—.Tienes toda la razón. Cualquieracercamiento entre nosotros ha llegado asu fin.

Él se puso de pie lentamente.—Entonces estamos de acuerdo —

dijo lentamente empezando a sentirpánico. Pensó: «¡Dios mío! El secreto

de mi madre lo he puesto en las manosde su enemigo»—. Dices que me estabasagradecida —le rogó suplicante—.Déjame pedirte que no incluyas estaconversación en tu carta semanal aEgipto.

Ella se ruborizó.—¿Qué te crees que soy, una

prostituta como tu... protectora? —Selevantó de un salto sin apartar la miradade él y retomó el aliento con un sollozo—. Lo siento. He dicho algoimperdonable, como siempre, y, acambio, tú has sido más que generoso,como siempre. Lo siento, lo siento, losiento. Y... y por supuesto, no has dichonada que no debieras haber dicho; yo no

he oído nada. Separémonos con... conaprecio, como amigos. —Aúnruborizada, con los ojos brillantes porlas lágrimas, extendió la mano haciaJuan.

Él se la estrechó con delicadeza; lasentía temblorosa en su mano.

—Lo siento. Ojalá... —Juan sedetuvo y se quedó un instantesosteniéndola la mano y mirándole a lacara, sintiendo que estaban por unmomento en medio de un mar tormentosoy oscuro. Inclinó la cabeza y le besó lamano—. Estimada Eufemia, ¡salud! —susurró.

—Salud —respondió ella, retirandola mano. Suspiró hondamente; cogió el

manto y se marchó.Se sentó en su escritorio, con la

mente en un caos tal, que pasaron variosminutos antes de que pudiera elaborar unpensamiento coherente. «¿Qué hago yoaquí, en esta ciudad que odio, viviendouna mentira, rechazando el amor? ¿Acambio de qué? De nada que yoapetezca. Yo sería feliz...»

Se dio cuenta de que nunca se habíadetenido a pensar con qué sería feliz.Pensó desesperanzado:

«Aquí no tengo personalidad niindependencia. Hago, "por supuesto", loque mi madre me dice. Pero ¿quéalternativa tengo? Podría buscar untrabajo, aunque simplemente fuera

desapareciendo de esta ciudad yvolviendo a Bostra: el bastardo deDiodoro vuelve a casa, de ningún modomás sabio. Sería duro volver a serescriba municipal, pero me podríaacostumbrar. Siendo más realista, sinembargo, podría apelar a Narsés, o aotros de las oficinas, ser degradado yescapar de esta ciudad llena dementiras, donde pueda elegir mi propiavida. Pero ¿qué familia tengo, aparte deTeodora? He querido complacerla, paratener una familia. Me debo a ella,porque no tengo a nadie más.

»¿Y Eufemia? Es imposible: ellamisma ha visto que es imposible.Demasiado ha ocurrido entre nuestros

padres; nuestras lealtades van endirecciones opuestas.

»Pero quiero irme de aquí, de estaciudad terrible que me oprime... Sí, esoes lo que quiero. Tener un cargo en eleste, quizás, y hacer algo útil con mipropia gente. Si Teodora me lopermitiera.»

La puerta de la oficina se abrió yArtabanes entró, trayendo otro montónde libros de contabilidad. Se quedómirando a Juan, sorprendido.

—¿Qué pasa? —preguntó Artabanes.Juan suspiró y dejó un lugar libre en

su escritorio.—Sólo estaba pensando en cuánto

odio Constantinopla.

—¿Tú también? —Artabanes sonrióy dejó los documentos—. Tan prontocomo haya transcurrido un año desde micasamiento, me iré al este, aunque sólosea para reorganizar las defensasfronterizas y fastidiar a los persas siquiebran la tregua. Tú serías el hombreperfecto para acompañarme.

—¿Mejor que un armenio? —preguntó Juan, intentando sonreír.

Artabanes se sonrojó.—La mayoría de los armenios no

hablan árabe. No, tú podrías explicarmecómo se hace el trabajo de oficina. Apropósito, quería que me explicarasesto. ¡Podríamos compartir el mando deleste!

—Es sugerente —dijo Juan,sonriendo con mayor naturalidad—.Acepto el trabajo.

Artabanes volvió a sonreír y sedesperezó.

—¡Dios quiera que sea pronto! Diosmío, ojalá hubiera prostitutas en estaciudad. Tu sagrada protectoraindudablemente está complaciendo aDios al extirpar ese comercio de aquí,pero es difícil para un hombre quequiere casarse y tiene que esperar.

El matrimonio de Artabanes conPraejecta no se realizó nunca. Una nochede finales de agosto, el conde de laguardia personal golpeó la puerta de

Juan y pidió ser recibido de inmediato.Juan estaba en los sudatorios de la

casa de baños cuando Jacobo anunció lallegada de Artabanes. Estaba a punto deindicar que se ocuparan de Artabaneshasta que él llegara, cuando el conde enpersona entró en las termas con laarmadura puesta.

—Necesito hablar contigo —le dijoa Juan—. ¿Puedo acompañarte?

Juan se puso de prisa una toallaalrededor de la cintura.

—Por supuesto... aunque ya iba asalir.

—¡Oh, me podría dar un baño! —exclamó Artabanes y empezó a quitarsela armadura.

—Jacobo, tráele todo al condeArtabanes. Pon la cota de malla en algúnlugar seco —ordenó Juan, sintiéndoseimpotente. Artabanes se desvistió con eldescuido de un hombre acostumbrado avivir en cuarteles atestados de gente. Sucuerpo era mucho más pálido que sucara, velludo y marcado de cicatrices.Hizo sentirse a Juan como una babosa deescritorio.

Artabanes se dejó caer en el bancoenfrente de Juan, agarrándose de lasrodillas con sus enormes manoscuadradas.

—Necesito pedirte un favor. Tútienes cierta influencia sobre la Augusta,¿verdad?

Juan sintió que su corazón seahogaba.

—Su Sacra Majestad ha sido losuficientemente generosa como parafavorecerme —dijo con prudencia—.Yo no diría que puedo influir en lo queella hace.

Artabanes hizo un gesto deimpaciencia, como pasando por alto laevasiva.

—Sus sirvientes te dejarán entrarpara verla, no obstante; eso es más de loque la mayoría podría pretender.¿Podrías hablarle en mi nombre? Haocurrido algo espantoso. Mi esposa seha presentado y dice que va a apelar a laAugusta.

—¿Tu esposa? —preguntó Juan,mirándolo atónito—. Creía que te ibas acasar con...

—¡Claro que pretendo casarme conPraejecta! Pero me casaron con Shirinen Armenia cuando tenía quince años.

—No entiendo nada —exclamó Juan—. ¿Cómo puedes querer casarte con lasobrina del emperador cuando ya estáscasado?

Artabanes golpeó el banco.—No estoy casado con Shirin, al

menos no lo estoy según unainterpretación razonable de lo que es unmatrimonio. ¡Eso lo decidieron nuestrasfamilias! Yo era sólo un niño y loconsentí, pero nunca funcionó. Es una

idiota. Odiaba dormir conmigo..., selimitaba a yacer como una oveja prestapara el sacrificio. Se creía que yo debíatrabajar toda mi vida en el campo comoun esclavo, con ella a mi lado, sin decirmás que tres palabras al día; que ése eranuestro destino y que debíamossoportarlo. Es sucia y haragana. Meenrolé en el ejército después de nuevemeses de estar con ella, contento desalir de allí. No la he visto desdeentonces; en algún momento acaricié laidea de que hubiera muerto. Bueno, puesno, no ha muerto. Se ha enterado de quesoy conde y ha venido a ocupar su lugarcomo gran dama y esposa. Ha llegadoesta mañana a la Puerta de Bronce,

descalza y apestando, y ha preguntadopor mí... Apenas habla griego, pero seha presentado diciendo directamente «elconde de la guardia personal, miesposo». Le he dicho que le concederíael divorcio y una pensión generosa, perono lo acepta. Es mi esposa, dice, y esoes todo. Apelará a la Augusta, queprotege a las «pobres mujeres» (ésa esotra de sus frases en griego, las «pobresmujeres»). Y tú y yo sabemos que escierto, que la Augusta siempre escucha acualquier mujerzuela que vaya aquejarse de que un marido o un chulo laha maltratado. ¡Y no estoy diciendo nadaen contra de la Augusta! Estoy seguro deque es muy caritativo defender a las

mujeres pobres que han sidomaltratadas. Pero Shirin no tiene nadaque reclamarme y la Augusta no siempreescucha las dos versiones de la mismahistoria. Si pudieras plantearle mi caso,Juan, lo recordaría con gratitud el restode mi vida.

—¿No sería mejor que le plantearastú mismo el caso? —sugirió Juan—.Después de todo, yo no sé mucho deesto.

—Te he contado todo lo que hay quesaber. Fui casado con una mujer por mipadre; no congeniamos; no hubo hijos;me fui; no la he visto personalmentedesde hace veinte años. Si esto no esmotivo de divorcio, ¿qué, entonces?

Pero es probable que Su Sacra Majestadno me reciba a mí para decir esto yaunque me recibiera, nadie meescucharía. A ti, en cambio, podríaescucharte si fueras en nombre de unamigo.

—Iré, por supuesto —replicó Juan,incómodo—. Pero...

—¡Gracias! ¡Sabía que podríasayudarme! —Artabanes se reclinócontra la pared del baño y se pasó unamano por el pelo, con una ancha sonrisade alivio.

—Pues... sí que es mala suerte —continuó Juan.

—¡La peor posible! —coincidióArtabanes—. Si ella hubiera esperado

unos pocos meses, yo estaría casado conPraejecta y ahora me reiría en su cara.

—No es eso lo que he querido decir—le atajó secamente Juan—. La familiade Praejecta es muy conservadora. Noles gustará que tú hayas estado casadoantes, ni que no se lo hayas contado.

—Praejecta no es virgen —señalóArtabanes.

—Ella enviudó, y eso es sabido detodos —admitió Juan con acritud—. Tútienes una esposa abandonada que acabade aparecer a tu puerta. Puedes decirle atodo el mundo que no es culpa tuya, perono queda muy bien y no es una muybuena recomendación para la posiciónde un sobrino del emperador. Aun si tu

esposa no tiene éxito en su apelaciónante la Serena Augusta, te puedesencontrar con que tu matrimonio sesuspenda. Yo te sugeriría que fueras aexplicar la situación a Praejecta y a sufamilia inmediatamente.

—Iré ahora mismo —dijo Artabanesmuy serio—. Sólo permíteme lavarme.—Avanzó directamente al baño, sesumergió y salió, sacudiéndose el aguacomo un perro—. Con todo, Praejectaentenderá; ella sabe que la amo. Se lo hejurado muchas veces, y nadie podrácreer que yo haya amado alguna vez auna criatura como Shirin. —Buscó a sualrededor una toalla; Juan le alcanzó lasuya, la única que tenía a mano, y llamó

a Jacobo.

A la mañana siguiente Juan fue alpalacio Dafne y pidió una audiencia conTeodora.

Había visto a la emperatriz variasveces durante el verano: había dispuestoescoltas para que ella fuera y volvierade sus palacios de verano; había ido asus cenas, a las de su hermana, a las desus amigos; la había acompañado a lascarreras y se había sentado cerca de ellaen el palco imperial. Había sidoinvitado de honor en el casamiento de sunieto, su sobrino, con la hija deBelisario (que fue un acontecimientomás tranquilo de lo que la emperatriz

hubiera deseado, al estar los padres dela novia aún en Italia). Pero no la habíavisto en privado desde que ella leotorgara el rango que ostentaba.

El eunuco que llevaba el registro deaudiencias lo reconoció inmediatamentey lo acompañó con sonrisas a unaantesala privada antes de ir a informar ala emperatriz de su llegada. Juanrecordó por un instante y como en unsueño la primera vez que pidióaudiencia: la extrañeza ante todas lascosas que ahora le resultaban tanfamiliares. Caminaba con impacienciapor la sala de espera. Tenía a su cargomandar una escolta para más tarde esamisma mañana y llevaba sobre los

hombros su cota de malla y la espadaque le incomodaban con su peso.

Pensó por centésima vez desde queel armenio le había explicado lasituación que Artabanes debería haberledicho a alguien que estaba casado. Nopodía culparlo de querer el divorcio,pero debería haber hecho algo paraformalizarlo hace años y no sólo haberabandonado y olvidado a su mujer comoun zapato usado. Con todo, siendo suamigo, como lo era, y habiéndole pedidoque hablara con la emperatriz en sunombre, lo menos que podía hacer eraplantearle su caso.

El chambelán Eusebio apareció en lapuerta.

—Está a punto de terminar sudesayuno. Te recibirá enseguida —dijoa Juan con una sonrisa.

Teodora estaba reclinada en sutriclinio a la luz del sol en el salón deldesayuno, escuchando a uno de loseunucos que le leía una carta. Aunque susalud no había mejorado desde elverano pasado, tampoco habíaempeorado. Estaba delgada y demacraday con algunas canas de más, pero dirigióa Juan una sonrisa radiante al verlo y letendió los brazos.

—No te inclines —le ordenómientras se le acercaba; le cogió lasmanos y se las besó.

Sorprendido por tal expresión de

ternura, se quedó un momentososteniéndoselas mientras contemplabaaquel rostro demacrado y ensombrecidoque le sonreía.

—¡Vaya, qué aspecto tan militar! —Ella se acomodó en el triclinio,haciéndole a Juan un lugar para que sesentara a su lado; él tomó asiento frentea ella, reclinándose sobre elapoyabrazos—. Veamos si puedoadivinar a qué has venido —le musitó,con un brillo especial en los ojos—. ¿Lahermosísima Praejecta?

El sonrió.—No exactamente. Estoy aquí en

nombre de mi amigo el conde Artabanes.La emperatriz se echó a reír.

—¡En nombre de Artabanes! Esoestá muy bien. Vi a su esposa ayermismo.

Él la miró atónito.—¿Cómo, ya la has visto?—Así es. —Teodora sonrió—.

Apareció ayer por la tarde, pidiendoverme. Al principio no lo podía creer;parecía demasiado bonito para sercierto. Pero la hice pasar e interrogar, yno hay duda. Es su esposa, y tiene cartaspara probarlo. ¡Eso pone un límite a lasambiciones de Artabanes!

Juan titubeó.—Yo... yo no apruebo la manera en

que Artabanes trató a su esposa, peroera un muchacho cuando lo casaron con

ella; ese matrimonio nunca funcionó; nola ha visto desde hace aproximadamenteveinte años. Está muy enamorado dePraejecta, por lo que esto supone unverdadero golpe para él.

Teodora suspiró.—¡Claro que lo es! —Volvió a

sonreír a Juan—. Y estoy segura de queestá muy enamorado de la idea de ser elsobrino de Pedro. ¿Qué opinas dePraejecta, entonces?

—Sólo la he visto una vez.Artabanes nos presentó. ¿Está muyafligida?

—¡Está furiosa! —dijo Teodora congusto—. De todos modos,sorprendentemente, aún quiere casarse

con ese sucio intrigante. Pero yo creoque se la podría persuadir de quecambiara de idea. —Dirigió a Juan unamirada escrutadora.

«¿En qué diablos estará pensando?»,se preguntaba Juan. Se pasó la lenguapor los labios y volvió a intentarlo.

—Artabanes quería que yointercediera por él ante ti y que tecontara su versión de los hechos.

—¿Ah, sí? No estoy muy segura dequerer oír esa historia. ¿Te das cuenta deque la pobre mujer ha andado gran partedel camino desde Armenia? Su familiano la iba a apoyar en su reclamaciónante su marido, así que ensilló su mula yse puso en marcha. Tuvo que venderla

en el camino para poder comer; hadormido en pajares y se ha alimentadode pan. Cuando su marido la vio, intentófingir que no sabía quién era. ¡Ahoradeseará no haberla conocido!

Juan se quedó de piedra por unmomento, luego dijo titubeando:

—El me ha dicho que le ha ofrecidoel divorcio y una generosa pensión.

—Eso es lo que le ha ofrecido parahacer que se vaya. Si se la hubieraofrecido hace unos años, le podría teneralguna simpatía. La pobre muchacha fuedevuelta a la casa de su padre comomercadería en mal estado cuando élhuyó para enrolarse en el ejército. Havivido durante los últimos veinte años

como una sirvienta en desgracia para supadre. Peor que una sirvienta: estácasada y no puede volver a casarse. Espobre y la han maltratado y despreciado.Todos la culpan de lo que Artabanes lehizo. El tuvo grandes oportunidades,luchó, fue tras prostitutas en Cartago, seganó un ascenso y se hizo rico ypoderoso. Bien, no se divorció de ellacuando se enroló en el ejército y nisiquiera fue a verificar si ella aún vivíacuando le propuso matrimonio aPraejecta. Ahora le toca a ella. El puederecuperarla y tratarla con el honor queella se merece y si no lo hace, tendráque vérselas conmigo. Querría ver quela tratan bien, aun cuando no estuviera

contenta de saber que Praejecta quedalibre para ti.

—¿Para mí? ¿Qué quieres decir?Ella se echó a reír.—¡Oh, mi casto Hipólito! ¿Por qué

no para ti? Tiene más o menos tu edad,es una rica viuda joven, aceptablementebonita, no estúpida... y sobrina dePedro.. Yo la quería para ti desde antes,pero Pedro insistió que Artabanes lasalvó cuando su esposo fue asesinado;que ella amaba a Artabanes y queArtabanes debía ser su marido. Bien,Artabanes no está en condiciones decasarse con nadie, pero tú sí, sin duda.Deberías ir a hablar con ella. Estáprofundamente decepcionada con

Artabanes y se siente insultada porque élla iba a convertir en poco más que unaamante. Podrías aparecer como unamigo que quiere consolarla (debes sercariñoso con ella, escucharla) y dejarque se fije en ti. Puedo hacer que Pedroapruebe el matrimonio si ella lo desea.La verdad es que nunca estuvo realmenteenamorada de Artabanes: ocurría queera un hombre apuesto y que ella leestaba muy agradecida por haberlarescatado. La muchacha realmentequiere volver a casarse y sabe que leserá difícil. Sabe que en el pasado mehe opuesto a algunos de suspretendientes; sabe que no le he queridodar a nadie más ese poder. Bien, ahora

hago una excepción y aquí estás tú, unconde, patricio, apuesto, un joven muycapaz, cuyas perspectivas son evidentespara cualquiera que se tome el tiempode sopesarlas. Ella aceptará. Sé cortés yrespetuoso, dale una dosis de halagos, yella aceptará.

—Pero yo no quiero casarme conella —replicó Juan estúpidamente.

—¿Estás enamorado de otra? —lepreguntó, alarmada.

Él pensó dolorosamente en Eufemiay apartó el pensamiento.

—No, pero...—¡Entonces no seas ridículo! ¡Es la

sobrina de Pedro!—Pero... pero se iba a casar con mi

amigo —dijo Juan, intentandodesesperadamente vencer el sentimientode pánico que le invadía—. Seríavergonzoso que yo abusara de miposición de amigo para ocupar su lugar.

—¡Mi muy querido niño inocente ycon escrúpulos! —Teodora le tomó lamano y levantó la mirada sonriéndole ados palmos de la cara—. No hay tallugar. Está casado, y no sería elprometido de Praejecta aunque tú nuncahubieras nacido. Si realmente es amigotuyo, debería estar encantado de queseas tú y no otro el preferido.

Juan, que no se daba cuenta de loque hacía, retiró su mano. «Praejecta —pensó—, la sobrina del emperador. Una

heredera de Justiniano.»«Teodora quiere que yo herede el

imperio», pensó.Tan pronto como ese pensamiento

tomó forma, se dio cuenta de que losabía desde hacía mucho tiempo. Ésteera el destino al cual ella lo habíaestado conduciendo; ésta era larevelación que lo había perseguido ensus sueños. Ahora todo había cambiadopara él; lo veía claramente y el pánicodesapareció en una fría claridad.

—No —dijo, desesperado—. Noestoy dispuesto. No puedo.

La sonrisa de Teodora se habíatransformado en una mirada deimpaciencia.

—¿Qué es lo que no puedes? ¿Amara una mujer? Deberías probar; estoysegura de que te darás cuenta de queeres tan capaz como cualquier otro.

—No es eso. No puedo seremperador. No soy el prometido dePraejecta. Búscame a alguien que estémás cerca de mi rango.

La mirada de impaciencia setransformó en disgusto.

—No seas ridículo. Tu rango es loque tú quieras y lo que quiera yo. Elabuelo de Praejecta era un campesino.Tú eres patricio y conde; eso es lo másalto a lo que puede llegar el rango.

—No estoy dispuesto —repitió,silabeando dolorosamente y con

precisión las palabras—. Hay otros quehan crecido esperando el peso de lapúrpura: Germano y sus hijos, loshermanos de Praejecta, todos ellos ladesean, y el Senado preferiría acualquiera de ellos antes que a mí. Aunen el caso de que yo fuera legítimo,sería un advenedizo. Tendría queabrirme camino hacia la dignidadimperial por encima de sus cabezas, yno tengo la intención de luchar de esemodo. Y no podría hacerlo ni aunque losdemás estuvieran muertos. ¡Santo Dios!¡El imperio de los romanos, todo elOriente, Asia, Egipto, África, Italia,Tracia! ¡Dios mío, ten piedad! ¿Y todoeso, gobernado por alguien como yo, por

el bastardo de Diodoro?—¡Mi bastardo! —sentenció la

emperatriz con rabia mal disimulada—.¡No su bastardo, el mío! Yo lo gobiernotodo; ¿por qué no tú? Eres más capazque cualquiera de los otros: másinteligente que los hijos de Germano,más valiente y más paciente que los deVigilancia. ¡Mírame! Te lo diré a lacara: tú puedes tenerlo todo, la púrpura,la diadema y el título de Augusto.Puedes hacerlo, es posible y está a tualcance.

—¡No lo quiero! No sabría quéhacer con ello. No. No es para mí; medestruiría si lo intentara. No.

Le soltó una bofetada en plena cara.

—¿Qué clase de palabras son ésas?Uno de sus anillos le desgarró la

mejilla; maquinalmente se llevó la manoa la herida sangrante.

—No lo quiero. El poder supremopesa demasiado. Yo no sabríadesempeñarlo bien. Y hay demasiadaspersonas que lo desean, y que lo deseanmuchísimo. Yo no podría pelear por él.No. No me casaré con Praejecta; noquiero intentar nada por obtener lapúrpura imperial.

Ella exhaló un profundo suspiro.—¡Esto es lo que ha hecho tu padre

de ti! Sé que tienes valor; eso quedóconfirmado suficientemente enNicópolis y en los disturbios pasados.

¡No dejes que tu padre y su malditarespetabilidad te conviertan ahora en uncobarde!

—Tú fuiste quien me abandonó y medejó con él —le dijo Juan sin alterarse.

Ella lo volvió a golpear, luego sealejó al otro rincón del triclinio,jadeando y llevándose una mano alcostado.

—¡Lo siento! —susurró, abatido—.Pero yo soy lo que soy: probablementeun cobarde, temeroso, por cierto, detocar la mitad de lo que el mundo meofrece, malditamente respetable... comomi padre. Pero yo soy también subastardo, tanto como el tuyo. No lopuedo evitar, y es muy tarde para

cambiar. No quiero la púrpura y no daréningún paso para competir por ella.

La emperatriz se inclinó haciaadelante y le agarró el manto.

—Yo te he dado esto —le dijo,amenazándolo con el puño cerrado—.Te he conseguido la posición que ahoraostentas. ¿Quieres devolvérmela, ya queno te gusta el poder?

—Puedes hacer lo que quieras —replicó él—. Nunca te pedí el manto niesta posición. Envíame lejos si quieres.

Mándame de vuelta a Bostra. No lediré a nadie dónde he estado. Podríavivir más tranquilo que con la púrpura.

—¡Oh, Dios! —Le golpeó el hombrocon el puño. El golpe, sin hacerle daño,

resonó en la cota de malla. Ella retiró lamano y se la acarició, con miradasorprendida—. ¡Eres intratable! ¡Fuerade aquí! ¡A cualquiera que me insultaraasí lo haría matar! ¡Fuera!

Se levantó, pálido pero firme, e hizola reverencia completa antes de pasar allado de los eunucos horrorizados y devolver a sus habitaciones dando tumbos.

Dijo a las tropas que estaba enfermoy buscó un pretexto para no ir con laescolta; en cambio, volvió a sus lujososaposentos y se tumbó en la cama, sinquitarse la armadura. Podía oír a losesclavos que trajinaban por la casa; dela parte de atrás, en el campo de

instrucciones, llegaban los gritos dealgunos de sus hombres que se batían enun duelo. Sin prestar atención a todoeso, se preguntaba:

«¿Realmente soportaría volver aBostra? ¿Volver a ser un escriba,después de tener tanta autoridad?¿Volver a una habitación y al despreciode la gente, después del lujo y delpoder?

»Sí, sería más fácil que asumir lapúrpura. Supongo que soy un cobarde.Quizás Eufemia tenía razón; deberíahaber sido eunuco. Es cierto que nosirvo para el amor y me estoydescalificando también para el poder; niel ilustrísimo Narsés llegó tan lejos.

"Hay eunucos que nacieron así del senomaterno, y hay eunucos hechos por loshombres, y hay eunucos que se hicierontales a sí mismos por el reino de loscielos. " Sólo que no es por el reino delos cielos, es por miedo. No estoydispuesto a llevar ese color, y lo temo.No hay nada en eso que yo puedareconocer en mí. Ella espera demasiadode mí.

»No, la he defraudado.»Se echó de espaldas, con la mirada

perdida en el techo, agotado ydescompuesto. Después de un ratoJacobo golpeó la puerta y le anunció queArtabanes quería verle.

—Dale mis saludos —respondió

Juan sin levantarse—. Dile que miencuentro con la Augusta no ha tenidoéxito, que he discutido con ella y quetendrá que aceptar nuevamente a suesposa. Y dile que no me siento bien yque lo veré mañana.

Jacobo salió. Aproximadamentemedia hora después volvió a llamar a lapuerta.

—No lo recibiré —se adelantó Juancon impaciencia—. Dile que mañana sí.

—Es el ilustrísimo Narsés esta vez,señor —le anunció Jacobo.

Juan se incorporó.—Dile que pase.Narsés entró al instante; debía de

estar al lado de Jacobo. Sonrió y echó

un vistazo a la habitación, y parecíapequeño e imperturbable envuelto en sumanto blanco y púrpura. Luego hizo ungesto con la cabeza a Jacobo, queesperaba al lado de la puerta.

—Procura que no nos molesten, porfavor —le ordenó, y se sentó sobre elbaúl. Jacobo se inclinó y cerró la puerta.

—Eres la única persona a quienquiero ver en este preciso instante —dijo Juan.

Narsés dibujó su enigmática sonrisa.—¿Aunque me haya enviado la

Augusta?—Pensé que lo haría. ¿Qué te ha

mandado que me digas?El eunuco suspiró, clavando la

mirada en Juan por un instante.—He de explicarte sus intenciones.—Creo que las entiendo bien. ¿Te

contó cuáles eran?—Claro que sí. Hace tiempo, en

realidad. Le dije entonces cuáles seríanlas probables consecuencias, perorehusó escucharme; ella tiene grandesambiciones para ti, pero no estoy segurode que las entiendas. Sabes cuáles son,pero ésa es otra cuestión.

Juan permaneció inmóvil unmomento con los brazos en las rodillas,retorciéndose los dedos connerviosismo.

—Muy bien, explícalas —dijofinalmente.

Narsés titubeó, luego juntó lasmanos formando con ellas una cúpula.

—¿Cuánto te contó ella de supasado?

—No mucho. Un poco acerca de lamuerte de su padre. Y que el padre de...mi hermana era un auriga llamadoConstantino y que fue abandonada poruno de sus amantes en Cirene. Poco máso menos, eso es todo.

—Más de lo que suele decir. Sumadre murió cuando ella tenía diezaños. Teodora ya estaba en el escenario,actuando con su hermana Komito en unaspantomimas. Cierto caballero rico de laciudad se interesó por ella y le ofreció asu padrastro algo de dinero a cambio de

sus servicios; su padrastro aceptó y laobligó a golpes a que aceptara. Alcaballero en realidad le gustaban losniños y abusaba de ella como de losdemás. La mantuvo por un par de años yluego la devolvió a la escena, cuando sucuerpo empezaba a cambiar. Siempre hainsistido en que él fue bueno con ella yprobablemente lo fuera. Pero desdeentonces, cuando ha encontrado a unhombre rico acusado de abusar de niños,lo ha hecho castigar con la máximaseveridad.

»En general se espera que una actrizcómica quiera prostituirseocasionalmente, y eso es lo que hizoTeodora. Sin embargo, algunas de las

historias que se cuentan sobre ella sonbastante absurdas: nunca se acostó conla décima parte de los hombres con losque se dice que se acostó y obviamenteprefería ser mantenida por un hombre.Lo cual no la salvó del desprecio, losabusos y eventuales malos tratosatroces.

«Imagínatela, si quieres, como unamuchacha de diecisiete años que haaprendido a reír cuando su amante lagolpea, porque debe hacerlo, si quierealimentar al niño que tiene en la casa. Siahora disfruta del poder y lo usa condemasiada libertad, es porque para ellael poder es la única alternativa a serdébil y a que la maltraten; es la

posibilidad de vengar las heridas querecibió y de proteger al débil y dehumillar al fuerte. ¿Puedes entenderesto?

Juan guardó silencio largo rato.—Lo entiendo —dijo finalmente—.

Pero no es la única alternativa.—Entonces me crees. Tú, más que la

mayoría de los hombres, quieres lograrel dominio sobre tus propias acciones.Que te den responsabilidad sobre losdemás simplemente constituye unaamenaza a eso.

—¡Jamás he tenido control sobremis propias acciones! ¡Siempre, toda mivida, he hecho lo que otros me decían!

—Sabes perfectamente qué quiero

decir —continuó Narsés conimpaciencia—. Un hombre puede ser unesclavo a las órdenes de otro y reservarpara sí un absoluto dominio sobre supropia alma. Eso es lo que yo hequerido siempre, y eso es lo que túquieres. Cada responsabilidad que hasaceptado desde que llegaste a estaciudad la has tomado con la confianzade que la podías abandonar si te veíasobligado a hacerlo, que no estabas atadoa nada. El matrimonio o la púrpura teatarían, por eso no los aceptas.

—Porque le temo al poder. Soy uncobarde.

—¡Mi querido amigo! Pensé quehabíamos probado algo en Nicópolis.

—Yo estaba muerto de miedo enNicópolis y ahora también. Narsés, no laquiero. Pienso que probablemente medestruiría en una lucha por la púrpura y,aunque la pudiera tener sin esfuerzo, nola querría.

—¿Por qué deberías quererla? —preguntó Narsés—. No es cierto quetodo el mundo quiera el poder; hay almenos tanta gente ansiosa por evitar laautoridad como por conseguirla. Lapostura ante el poder supremo espeligrosa, y puede consumir todo lo queama quien lo posea y probablemente seejerza con frivolidad, con vanidad y conpesadumbre. Desearlo seriamenterequiere un grado de confianza que

pocos hombres poseen, aunque siemprehaya más hombres deseándolo que losque pueden obtenerlo. Tú no eres niimplacable ni tienes tanta confianza en timismo. No lo quieres, y sientes que enuna lucha con hombres que lo deseanardientemente, con toda probabilidadmorirías. Eso no significa que seas débilni tonto ni cobarde.

Juan miró al eunuco con alivio.—Gracias.—No he terminado. La Augusta me

ha ordenado que te explicara suposición, no mis propias opiniones.Podrás no querer el poder, pero eso ellano lo puede entender. Le resulta difícilde creer que alguien rechace el poder, si

no es por cobardía o por corrupción, locual evidentemente no es tu caso. Culpaa tu padre por haberte puestodemasiados frenos y espera que cambiesde opinión. Sabes, supongo, que ellalamenta amargamente no haber tenidohijos de su marido.

—Yo..., es decir, nunca lo mencionó.Narsés sonrió brevemente.—No. Aunque no te lo haya dicho,

se ha afligido mucho por eso. Y estáenojada de que la sucesión sea paraGermano y sus hijos. Ha hecho todo loque ha podido para estorbar lasambiciones de Germano y su familia ypara darle herederos al emperador,vinieran de donde vinieran. Favoreció al

hijo de Vigilancia, la hermana delemperador, y lo casó con su sobrina, lahija de Komito; intentó asegurarse con elmatrimonio entre la hija de Belisario ysu propio nieto. Pero sabe quelamentablemente sus candidatos notienen más mérito que los de Germano.Entonces apareciste tú. Al principio ellano estaba segura; aunque queríafavorecerte, dudaba de tu capacidad. Tepuso en mis manos; yo estaba contentode tu eficiencia y ella empezó a abrigaralguna esperanza. Te destacaste en labatalla; ella se alegró muchísimo. Porfin, pensó que tenía un caballo parasuperar a sus rivales, un potrillo árabeque podría correr la carrera. Ahora ha

descubierto que éste perversamente noquiere correr.

—No soy ningún caballo —dijoJuan.

Narsés sonrió.—No. Y la competencia por el

imperio no es una carrera. Ésas fueronlas palabras que empleó hace unosinstantes. Permíteme repetir su posiciónde un modo en que ambos nosentendamos mejor. El imperio es el másgrande del mundo, pero su gobierno esdelicado, caótico y corrupto. Es comoun carro con los caballos desbocados yla mitad de las riendas rotas. El hombreque lo conduzca debe saber algo másque arrear a las bestias: tiene que saber

conducir suavemente, porque si no lohace, se encontrará con que las riendasdel poder se le quebrarán en las manos yel estado chocará contra la meta o contralas tribunas. Yo preferiría verte a ti conlos honores imperiales que a cualquierade los demás candidatos.

—¿Qué quieres decir? No puede serque creas que yo podría...

—El imperio se las ha visto congobernantes incompetentes o aun locos.Los emperadores no son dioses. Cuandopienso en los demás jóvenes que aspiranal trono, coincido con la Augusta en quetú serías el mejor de todos. El hijo deGermano, Justino, es un joven amablepero no muy inteligente, que carece de

paciencia para los detalles y para lascuestiones administrativas; su reinadoengendraría corrupción. Y el otroJustino, el hijo de Vigilancia, que era elfavorito de la Augusta hasta que túapareciste, es inteligente perojactancioso, impetuoso e inestable; ésepondría en peligro a todo el estado conguerras inútiles. Tú serías cuidadoso,prudente y moderado, las cualidades quenuestro maltratado imperio más necesita.Que no anheles el poder significa algobueno.

—No sigas —replicó Juan con unhilo de voz—. Narsés, yo no podría. Yel estado no me quiere: el Senado medetestaría por ser un advenedizo y la

gente y el ejército preferirían a unmiembro de la casa de Justino. El mismoemperador desconfía de mí y no mequiere de heredero. Como te he dicho,no sobreviviría a una lucha encarnizadapor el rango imperial.

—No sobrevivirías —confirmóNarsés con voz pausada—, si no tesientes determinado a ganarla.

Hubo un largo silencio. Juan mirabaal chambelán con estupefacción, sinpoderlo creer. Narsés lo miraba a su vezsin expresión alguna.

—Si entraras en la disputa por eltrono —continuó por fin Narsés,pausadamente—, tendrías muchasventajas sobre tus rivales. La primera es

tu madre, cuya influencia es muy grande.La segunda es tu conocimiento de laadministración y tu comprensión de loque allí sucede que podrías usar paraganar apoyos. La tercera ventajaconsiste en tus propias habilidades, queson, creo, mayores que las de tusrivales. La cuarta, si me permites, es mipropio apoyo, que no es, por lo demás,de poca consideración. Si te decidierasy estuvieras dispuesto a trabajar duropara conseguir el apoyo del pueblo y delejército y de acercarte al Senado,tendrías una excelente oportunidad deganar.

—¿Eso es lo que crees que debohacer? —preguntó Juan.

Narsés abrió las manos.—Te he explicado lo que la Augusta

quiere. Mis propias opiniones nocuentan ni tienen importancia.

—¡Para mí, sí! Cuando das unconsejo, casi siempre tienes razón. ¿Quéme aconsejas?

—No es mi función aconsejarte enesto. He dicho que si pretendieras lapúrpura, te preferiría a ti antes que a losotros candidatos.

—¡Oh, maldito seas! Eso no es lomismo que decir que piensas quedebería pretenderla, y tú lo sabes.

—No —replicó Narsés, sonriendo—. Pero sería suficiente para hacermeperder mi rango si el emperador se

enterara.Juan se quedó en silencio de nuevo

durante unos instantes.—¿Qué significa trabajar duro para

conseguir apoyos? — preguntófinalmente—. ¿Intrigar buscandolugares, conseguir dinero, sobornar,hacer favores? ¿Vender influencias,hacer amigos por el provecho quepudiera sacar de ellos?

—Todo eso y mucho más. Esperoque fuera posible arreglárselas sincalumniar, injuriar u oponerse de algúnotro modo, pero no te lo puedoprometer. También significaría casartecon Praejecta.

Juan se desplomó hacia atrás contra

la pared, moviendo la cabeza.—He supuesto que no es

principalmente Praejecta el motivo de tunegativa —susurró Narsés en voz baja—. Confiaba en que a Eufemia...

—No hay nada entre Eufemia y yo,aunque admito que desearía que lohubiera. Narsés, no estoy dispuesto ahacerlo. No podría. No quiero lapúrpura, y no puedo pagar el precio quetendría que pagar por conseguirla.Puedes decirle eso a mi madre.

Narsés inclinó la cabeza y la volvióa levantar.

—Se lo diré.—¿Qué... qué crees que hará? —

preguntó Juan mientras el eunuco se

levantaba para irse.Narsés hizo una pausa, con aspecto

apaciblemente sorprendido.—¿Qué hará? ¿Qué crees que es lo

más probable que haga?—Despojarme de mi rango.

Enviarme de vuelta a Bostra. Inclusometerme en prisión. No lo sé..., está muyenojada.

Narsés movió la cabeza.—Desea que alcances el rango más

alto; difícilmente te quitará el que yatienes. Aún acaricia sus ambiciones,pero más allá de ellas te tiene cariño.Creo que simplemente tratará deconvencerse a sí misma de quecambiarás de idea. Estás en lo cierto

cuando dices que está muy enojada yseguramente rehusará verte a menos quele pidas una audiencia y te disculpes derodillas. Pero más que eso... no.Cualquier cosa que haga la heriría a ellamás que a ti, y lo sabe.

—¡Oh!, Narsés, dile que lo siento. Ylo siento de verdad, pero no puedo.

Narsés sonrió, luego se inclinó paradarle la mano.

—Lo sé. Yo esperaba que turespuesta fuera ésta. No te disculpes porser tú y no otro: no tiene ningún sentido,ni hay ninguna virtud en ello. Mi queridoamigo, ¡salud!

XII - El príncipe deeste mundo

En la primavera siguiente, cuando elescriba Diomedes enseñaba elhipódromo a un forastero, Juan pasabacon un grupo de sirvientes para entrenarsu caballo.

Era una tarde clara y cálida deprincipios de mayo y la pista estaballena de gente. La multitud se abrió ydejó pasar al joven que llevaba la túnicapatricia e iba rodeado de sus servidoresarmados, que trotaban resplandecientespor la apisonada tierra bajo el ardiente

sol de la atardecida.—Yo lo conozco —dijo Diomedes,

frenando su caballo bayo junto a la GranPuerta y señalando hacia la pista dondeestaba Juan—. Fue secretario delilustrísimo Narsés durante un tiempo.Tras el ascenso, está totalmenteirreconocible.

El forastero, que acababa de llegar ala ciudad la semana anterior y esperabaencontrar trabajo, miraba con interés aaquel secretario que había llegado tanalto.

—¿Qué rango tiene ahora?—Conde de la caballería de la corte

y en consecuencia patricio. Porsupuesto, es un primo lejano de la

sagrada Augusta; inteligente, no cabeduda, pero los contactos lo pueden todo.Es de Beirut. Ésa es también tu ciudadnatal, ¿no es cierto, Elthemo?

—No, he vivido allí los últimos dosaños, estudiando derecho. Mi ciudadnatal es Bostra.

—¿Por dónde está eso?—Es la capital de Arabia —dijo

secamente Elthemo—. Una ciudad muybonita.

—¡Ah! Bueno, nunca fue mi fuerte lageografía. El conde Juan es de Beirut.¿Sabes qué hacía su padre? Escribamunicipal. Eso era Juan, hasta que apelóa la Augusta. No hay nada como tenerbuenos agarraderos.

Elthemo suspiró y bajó los ojos. Élno tenía ninguno y lo sabía. «Pero tengoalgo de dinero y me podría compraralgún local donde habitar. Quizás estetipo, Diomedes, me pueda ayudar si lehago un buen regalo», se dijo.

—Tiene un caballo como el tuyo. —Diomedes observaba cómo Juan y susservidores rodeaban la meta en el lejanoextremo de la pista—. Una yegua árabe;es veloz como el viento. Por eso tepregunté si vendías el tuyo cuando vique lo desembarcabas en los muelles.

Elthemo palmeó el cuello de sucaballo castrado.

—No te puedo vender a Afortunado.Es una joya. Pero si quieres, escribiré a

mi hermano preguntándole si te puedebuscar un caballo en Bostra y enviárteloaquí. Nosotros compramos cantidadesde caballos de los sarracenos en Bostra;es lo que más corre sobre cuatro patas.—Miró de nuevo hacia la pista,percibiendo el hermoso paso suelto dela yegua torda—. Aunque no sé si podríaconseguirte algo así —concedió contristeza.

—Ese fue un regalo de la mismaAugusta. No espero que los mortalescomunes puedan comprar uno. ¿Creesque tu hermano realmente podríamandarme algún veloz caballosarraceno? ¿Una yegua, quizá, con la quepueda cruzar a mi Conquistador? Yo le

enviaría el dinero, por supuesto. Porquelo que ocurre es que no se puedenconseguir muchos de pura raza árabeaquí. Hace un año que busco uno.

—Bien, son caballos sarracenos. Nose encuentran muchos fuera de Arabia.Probablemente, la Augusta hayarecibido algunos del rey Harith. Esayegua es pura sangre, por supuesto. —Layegua volvía al trote hacia la puerta;Elthemo sujetó firme las riendas paraobservar al animal. El manto del jinete,de seda blanca y púrpura, se agitabaairoso con el movimiento del caballo,bajo la mirada de envidia de Elthemo;de repente pegó un brinco y, aguzando lavista, se quedó mirando al caballo que

pasaba por delante y remontaba la pista,y exclamó—: ¡Dios mío!

—¿Qué pasa? —preguntó Diomedescon aire ausente, absorto en la imagende un potro veloz, hijo de suConquistador y una yegua árabe.

—Tu conde Juan se parecemuchísimo a mi hermanastro bastardo.

—¿Ah, sí?—Sí, muchísimo. Es un parecido

extraordinario: tu conde lleva barba, porsupuesto, y Juan no, pero podrían sergemelos. Y mi hermano se llama Juantambién. ¡Santo Dios! ¡Qué extraño! —Se sentó a mirar, esperando confascinación que la yegua torda pasara ala pista, se echara a volar a medio

galope y girara en la meta para volverhacia él. El jinete llevaba la cabezainclinada pero se irguió ligeramente alpasar por la Gran Puerta, mirando a lamultitud de hombres y caballos que seapiñaba, para asegurarse de que elcamino estaba libre—. ¡Es clavado! —repitió Elthemo, moviendo la cabeza,atónito.

Diomedes suspiró sin entender nada.—Una vez vi a una mujer que eraexactamente igual que mi tía; corrí haciaella toda la calle para saludarla y hastaque no me dio una bofetada, no me dicuenta de que era una absolutadesconocida.

—¡Pero es sorprendente! He estado

buscando a mi hermanastro duranteaños, de la Ceca a la Meca, y ver a unhombre, a un conde, con su rostro, esrealmente extraordinario.

—¿Buscándolo? ¿Por qué, loperdiste acaso?

Elthemo lanzó una carcajada.—Desapareció hace dos años y

medio. Era el secretario de nuestropadre y cuando éste murió de peste, Juanse fue a Beirut; dijo que iba a buscartrabajo. Intenté encontrarlo de paso porla ciudad, pero no lo conseguí. Mihermano y yo lamentamos muchohaberlo dejado marchar: nadie se habíapercatado del trabajo que hacía ni de lobueno que era. Si lo hubiéramos sabido,

lo habríamos nombrado administrador yle hubiéramos asignado un buen salario.Tuvimos que contratar dos escribas parareemplazarlo y comprar un esclavo,además. Era un bastardo muy inteligente;sabía taquigrafía, persa, y arameo aligual que árabe y griego. Llevaba toda lacontabilidad y tenía su propio sistemade archivo; nunca hubo nada quereprocharle.

Diomedes, que había estadoescuchando distraídamente, de repentese sobresaltó y se quedó mirando aElthemo.

—¿Taquigrafía, contabilidad ysistema de archivo? —dijo con sorpresa—. Eso es exactamente lo que el conde

Juan hacía en nuestra oficina, además desaber persa, arameo y árabe. Todo elmundo comentaba lo poco frecuente queera que un sirio supiera mejor arameoque sirio y que además hablara árabe.

—Yo nunca conocí en Beirut a nadieque lo hiciera —replicó Elthemo, quemiraba incrédulo—. No pensarás...

La yegua torda galopaba hacia lapuerta otra vez; su jinete tiraba de lasriendas, sonriente, esperando que susservidores lo alcanzaran. No se percatóde los dos hombres que lo miraban entrela multitud a escasa distancia.

Elthemo tragó saliva mientras se ibaacercando y agarró la muñeca deDiomedes.

—Es él —le susurró.—Tiene que ser una mera

coincidencia —repuso Diomedes.—No. Tiene una cicatriz en el

extremo del ojo izquierdo. Se la hizo enuna pelea conmigo y con mi hermano,cuando tenía diez años; Diodoro y yocontábamos nueve y siete. Es él.

Diomedes permaneció quieto uninstante.

—¿Cuándo has dicho quedesapareció? —preguntó por fin.

—Hace dos años y medio. Saliópara Beirut a fines de julio.

—Eso encajaría perfectamente. ¿Ycuál era el nombre de tu padre?

—Diodoro de Bostra.

—Él dice que su abuelo era un talDiodoro, hermanastro del padre de laSerenísima Augusta. Está todoembarullado, pero encaja. —Apartó lavista de Juan y la volvió, con expresiónsolemne y preocupada, hacia Elthemo—.¿Dices que ni siquiera es legítimo?

—Es hijo de una prostituta de Beirutque mi padre mantuvo por un tiempocuando era estudiante de derecho.

—Y él pretende ser... No, no estáclaro. No es correcto que un impostorcomo ése use un manto blanco y púrpuray tenga la confianza de la emperatriz.Deberíamos decírselo.

Elthemo tragó saliva.—Espera un momento. Yo no

puedo...—Bien, ¿crees que es correcto?—No, pero... ¿y si me equivoco?—¿Acaso estás equivocado?—No creo, pero...—Entonces deberíamos contárselo a

la señora. O al señor. Dicen que ella noestá bien y que recibe a menos gente delo que es habitual. Se lo podríamosdecir al señor, el cual podría deshacersede Juan y contárselo a ella con el debidotacto.

—Sí, pero... no puedo..., quierodecir, ¿qué le ocurriría a Juan? Estoyseguro de que merece ser azotado, peroes mi hermanastro y no puedo exponerlea que lo maten. Sería preferible hablar

en privado con él y decirle que se acabóel teatro, que debe volverinmediatamente a casa.

—Asegúrate de que nadie más teoye. Estarías desacreditado antes dedecir una palabra. Hasta te podríamandar matar; la gente que está cerca dela Augusta puede hacer cualquier cosa.De todos modos, jamás lo harían matar aél; probablemente se contentarían conazotarlo, desfilar en público y enviarlode vuelta a su casa. Así se hacen lascosas aquí. No está bien que un impostorbastardo engañe a Sus SagradasMajestades. Tiene que ser castigado.Vamos, conseguiré que el señor nosreciba mañana por la mañana, y tú

podrás contárselo.—¿Yo, decirle al emperador que el

conde de la caballería es un impostor?—chilló Elthemo—. Yo... yo no puedo...

—¡Vamos! Conseguirás subenevolencia y quizás puedas pedirle unfavor después. Tendremos que hacerlocon suma cautela. Juan es amigo delilustrísimo Narsés y él se asegurará deque nunca llegues hasta el señor consemejante noticia. Ya sé, puedes decirque acudes a él por ciertos asuntosrelacionados con una propiedad. Teaseguro que tu nombre estará alprincipio de la lista de audiencias, deeste modo yo iré contigo y así podráscontárselo a Su Sagrada Majestad. Si lo

haces con tacto, no te podrán hacer dañoaunque te equivoques.

Al día siguiente, poco antes delmediodía, dos guardias de los centinelasfueron a buscar a Juan con una orden delemperador.

Juan estaba enfrascado en una largadiscusión con el conde de los establossobre el suministro de forraje para loscaballos de sus hombres, pero cuandolos centinelas llegaron, su colega seinclinó, fijó otra entrevista y Juan fuecon ellos al Augusteo. No estabapreocupado; las demandas delemperador para una urgente entrevistapersonal con él no escaseaban ygeneralmente significaban una imperiosa

necesidad de que le proporcionara unaguardia de honor. Se limitó a pasarse losdedos por el pelo y a colocarse laespada detrás de la cadera, pensandopara qué embajador sería esta vez.

Era una resplandeciente mañana desol brillante, la brisa del Bósforo rizabalas nuevas hojas en los jardines depalacio, agitando los últimos pétalos delos manzanos. Juan se sorprendiósonriendo, casi feliz. El otoño y elinvierno habían sido épocas muy tristespara él; se hundió en una depresión tanprofunda que a veces sentía como si loenterraran vivo bajo la oscura tierra.Teodora no le había llamado desde queél rechazara el matrimonio con

Praejecta; sentía su desprecio y su odioa través de la inmensidad de palacio. Laciudad le oprimía; el palacio se le caíaencima y se sentía agobiado. Alternabaentre el desprecio por sí mismo y elodio hacia Teodora y su padre. Todo loque hacía le parecía sin sentido,impelido por su propia debilidad. Aveces pensaba en Eufemia, y el recuerdole abrasaba la mente. El único placer loencontraba en el trabajo, el duro trabajoque mantenía sus pensamientos firmes ylo dejaba exhausto y aturdido al final deldía, con ganas únicamente de dormir.

Aparentemente, su situación eramejor que la de un año antes. Ahoraestaba acostumbrado a las magníficas

habitaciones y a que veinte esclavos seocuparan de él. Había contratado aalgunos sirvientes más y se habíahabituado a cabalgar por la ciudad, yacon su media docena de hombres, ya conun grupo de guardias imperiales tras él.Mantenía los amigos que se había hechoy veía ocasionalmente a Narsés, cuandoel chambelán tenía tiempo, y a Anastasiocon bastante frecuencia. La hija delviejo escriba había estado de visita consu marido durante el verano; uno de lospocos momentos alegres de esa épocafue cuando Anastasio llegó a la Puertade Bronce con un nieto de diecisieteaños, al cual Juan, encantado, llevó aque conociera los cuarteles.

Artabanes creía que la pelea de Juancon Teodora había sido por él, por loque le juró agradecimiento eterno, pesea haber fracasado en la misión. Elarmenio ahora estaba doblementedeseoso por dejar la ciudad. Laemperatriz había instalado a su esposaen su casa, y le había dado esclavospropios.

—Me espían —se quejabaArtabanes—, me observan para ver sitrato bien a esa mujerzuela. Tan prontocomo le levanto la voz, van con elcuento a la Augusta. Ojalá el Augustome envíe al este, o incluso a Italia.Belisario sigue pidiendo refuerzos. —ElAugusto, no obstante, estaba muy

ocupado haciendo tratos con Persia y nolevantaba los campamentos por si acaso.

Juan mientras seguía a los centinelasa los aposentos privados del Augusteoiba pensando: «Pero nos podría mandara alguna parte este veranoProbablemente a Italia, hasta eso seríapreferible a quedarse en Constantinopla.Bueno, sólo me queda no perder lasesperanzas».

El emperador aguardaba en elTriklinos, una de las salas de audienciasmás pequeñas de palacio, menosimponente que el Augusteo o que eltrono de Salomón, pero aún magnífico.Sus paredes eran de jaspe y cornalina;las columnas que aguantaban las

pechinas de la bóveda eran de pórfido;el suelo estaba revestido de mosaicoscon representaciones de frutos de latierra; y el techo, recubierto de estrellasdoradas. Justiniano se hallaba en sudiván tapizado de púrpura, sentado conaire mayestático y coronado con ladiadema; parecía impaciente y enojado.Juan presintió que había más gente,guardias y civiles, apostada en lasparedes de la sala, pero no se fijómucho en ellos. Caminó la distanciareglamentaria hacia el emperador y seprosternó. El emperador no extendió elpie para que se lo besara; Juanpermaneció echado sobre los mosaicos,pensando en qué habría disgustado tanto

a Justiniano para hacerle olvidar aquelgesto.

—Levántate —dijo fríamente elemperador. Juan se incorporó y seencontró con unos ojos que loatravesaban con una mezcla de amargurae ira contenida. Juan sostuvo la mirada,entre atónito y desconcertado—.¿Conoces a este hombre? —preguntó elemperador, señalando a una persona quehabía a su diestra.

Juan vaciló y observó con ojosconfusos al emperador antes de volverla cabeza y ver a Elthemo de pie junto aDiomedes.

El tiempo parecía haberse detenido.Reconoció a su hermanastro y tuvo

tiempo para darse cuenta de que habíaengordado desde la última vez que lovio y de que acababa de comprarse elmanto rojo y blanco de seda que lucía,porque la lanilla del cuello estaba duray Elthemo la manoseaba, nervioso eincómodo, fuera de lugar. Juan no sintiómiedo y aun apenas se sorprendió; sólotuvo una sensación de profundo vacío ypor encima de eso, un inmenso alivio deque todo se hubiera acabado, o de quepronto se iba a acabar.

—Sí, señor —respondió conserenidad.

—¿Quién es? —preguntó Justiniano.—Es mi hermanastro, Elthemo hijo

de Diodoro, de la ciudad de Bostra en

Arabia.—¿Es cierto eso? —dijo Justiniano,

con una furia que se insinuaba en su tonofrío—. ¿Y quién eres tú?

—¿Quién dijo Elthemo a Tu SagradaMajestad que era yo?

—No quien tú dijiste que eres, unciudadano de Beirut, el legítimodescendiente de un pariente de miestimadísima consorte.

—No, señor.—¿Qué mentiras le contaste a mi

mujer?—Ninguna, señor.El emperador se levantó y dio un

paso adelante. Desde arriba, desde elestrado del trono, miraba a Juan.

—No digas mentiras ahora —bramócon lentitud—. Tus engaños han sidodescubiertos aquí, y serás castigado porellos. Di la verdad, y el castigo serámenos severo. ¿Qué mentiras le contastea mi mujer?

—Señor —suplicó Juan, cuando yala distancia producida por la sorpresacomenzaba a ser insignificante ante larabia de Justiniano—. Señor, yo noconté ninguna mentira a la SerenísimaAugusta.

Justiniano le asestó un puñetazo enel costado. Juan se tambaleó contra elborde del estrado y cayó. Hubo unsilencio denso en la sala; Juan podía oíra los centinelas adelantarse para

proteger al emperador en caso de queJuan sacara la espada.

Juan se incorporó agarrándose alborde del estrado y permaneció de pie,como tambaleándose. Tenía la bocallena de sangre; la tragó varias veces,mientras con la lengua dolorida secercioraba de que no le faltaba ningúndiente.

—Supe que mentías desde elprincipio —le increpó el emperador,aún en tono contenido y furioso—.Intenté no creerlo, por mi esposa. Te dila posición y el rango que gozas,procuré no prestar atención a nada sinoa la calidad de tu trabajo, pero lo sabía.Ahora quiero la historia completa.

Cuéntamela.—Señor, no me corresponde a mí

contar los secretos de la señora.Precisamente fue ella, y no tú, quien meconcedió el rango que ostento.Pregúntale a ella.

—Le preguntaré, después deescucharte a ti.

Juan permaneció callado. «Lamentira fue de ella. Ella me ordenómantenerla y me advirtió que no lametiera en líos. No, por todos lossantos. Lo dejaré en sus manos; ledemostraré que le soy leal. Pondrénuevamente a prueba mi supuestacobardía. Y si quiere desmentir lo dichopor mí, puede hacerlo. Será su elección,

y quizá sea lo mejor.»—Señor —suplicó, encontrándose

con los ojos de Justiniano—, no mecorresponde a mí revelar algo que laAugusta me ha ordenado mantener ensecreto. Pregúntale a ella. —Justinianovolvió a golpearlo; Juan se tambaleó yse enderezó, guardando a duras penas elequilibrio.

—Tu Sagrada Majestad —dijoElthemo, moviendo la mano haciaadelante— me disculpe por... hablar,pero creo que ha debido mentir y ahorael miedo le impide admitirlo.Seguramente Tu Sacra Majestadpodría...

Elthemo se interrumpió ante la

mirada fulminante de Justiniano.Diomedes lo agarró del brazo paraapartarlo a un lado. «Pobre Elthemo,intenta protegerme, sin darse cuenta deque el emperador sabe que su mujertambién mentía», pensó Juan.

El emperador hizo un gesto hacia losguardias, y dos de ellos se adelantaron ytomaron a Juan de los brazos.

—Llevaos a este hombre y dadleveinte latigazos —ordenó Justiniano—.Luego traedlo de nuevo.

—Señor —suplicó Juan mientras losguardias empezaban a obedecer—,deberías preguntar a la Augusta.

Justiniano volvió a hacer un gesto asus hombres, que se llevaron a Juan

medio a rastras.La sala quedó muda y como

paralizada. El emperador volvió asentarse en su trono con la miradaperdida.

Por respeto a su rango, loscentinelas no azotaron a Juan en el patiode los cuarteles, a la vista de lasoldadesca, sino en la prisión que habíadetrás; era demasiado vergonzoso quitara un hombre el manto de patricio y eluniforme de la guardia personal antes deatarlo a un poste para azotarlo. El dolorle sorprendió, pues le atravesaba lascarnes a pesar de la concentración conla que se había preparado paramitigarlo. Hacia el quinto golpe empezó

a desear haber hablado. Hacia eldecimoquinto, no le importaba ya nada yse aferró al poste, dejando la mente enblanco. Los centinelas lo desataron y seapoyó contra el suelo manchado. Conextraordinaria claridad recordó labatalla de Nicópolis, cuando parecíaque tenía la muerte encima. «Deberíahaber sido entonces. Habría sido mejorentonces, sin tener que soportar esteúltimo año.»

—¿Puedes caminar? —le preguntóuno de los centinelas con un gestoincoherente de amable interés.

—No sé —susurró mientras sealejaba del poste. Al tambalearse, losguardias volvieron a sujetarlo de los

brazos. Le pusieron la túnica encima ylo acompañaron al vestíbulo delTriklinos. Uno de sus compañeros seunió a ellos a mitad de camino,corriendo desde la prisión con el mantode Juan, por si acaso.

Parecía que nadie se hubiera movidoen la sala de recepción. Juan caminóentre sus guardias hasta el estrado,viéndose a través de los rostrosestupefactos de los demás. Llevaba latúnica pegada a la espalda, empapada ensangre. Perdió un instante el equilibrio;después se postró deliberadamente. Sedio cuenta de que no podía levantarse,de modo que permaneció agachadosobre manos y rodillas. Cada músculo

de su cuerpo parecía estar temblando.—¿Qué mentiras contaste a mi

mujer? —volvió a preguntar Justiniano.—No le he contado ninguna mentira

—contestó Juan con tranquilidad—.Pregúntale a ella.

Alguien a su izquierda sofocó ungrito de terror. Se dio cuenta de que eraElthemo.

—Escucharé la verdad de ti antes demolestarla a ella con algo tan importantecomo un rumor —se impacientóJustiniano—. Sabes probablemente quelos azotes son suaves comparados conotras cosas que se pueden hacer.

Juan se arrodilló e inclinó la cabeza.«No tendré la fuerza suficiente para

resistir, así que hablaré, yprobablemente no me creerán», pensóresistiéndose a la desesperación.

—Señor —dijo, levantando lamirada—, te lo ruego, pregúntale a ella.

De repente, se conmocionó toda lasala, en la entrada se oyó un golpe.Justiniano desvió de Juan la mirada y sele abrieron los ojos como platos por lasorpresa. Juan se irguió sobre susrodillas para ver qué ocurría a sualrededor y sintió como si se ledesgarrara la espalda magullada.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntóTeodora.

Juan cerró los ojos con alivio. Laemperatriz se detuvo a su lado,

mirándole desde arriba; pudo levantar lamirada y percibir que Narsés estabadetrás de ella. En alguna ocasión lahabía visto de lejos durante el otoño ysabía que aún no se había recuperado desu enfermedad, pero su rostro leimpresionó. No tenía color, parecía másuna calavera puesta entre las joyas de ladiadema. Sólo los ojos brillaban con elmismo ardor de siempre.

—¿Qué ha hecho? —preguntóTeodora, refiriéndose a Juan. Se dejócaer de rodillas junto a él, con el rostrodesencajado por el dolor y laexasperación—. ¡Dios mío! —Lo cogióde los brazos y lo abrazó, manchándosede sangre el manto de púrpura. La

presión del brazo de Teodora contra elsuyo era insoportable, pero hasta eldolor era delicioso.

—¡Teodora! —dijo su marido convoz angustiada.

Ella no se movió, simplemente miróal emperador desde el suelo.

—¿Sí, Pedro? ¿Quieres acusarme dealgo?

Él se quedó sin palabras. Teodoramiró con furia a toda la sala y despuésse volvió a Justiniano.

—¿Tenías algo que preguntarme? —preguntó ella.

El emperador tenía el rostro como lacera.

—¿Quién te dijo este joven que era?

—preguntó, lenta y claramente.—Me dijo que era el hijo de

Diodoro de Bostra. Y Narsés ha venidocorriendo a decirme que un tal Elthemohijo de Diodoro ha sido el que haarmado todo este revuelo. ¿Quién es esehombre?

Alguien señaló a Elthemo. Teodorase alejó muy despacio de Juan y avanzóhacia su hermanastro, deteniéndose unospasos antes.

—Yo soy la emperatriz —le increpómientras él patéticamente la mirababoquiabierto—. ¡Salúdame como a tal!

Elthemo se tambaleó para luegoreaccionar. No estaba acostumbrado a lapostración, de ahí que la realizara con

torpeza. Cuando se incorporó, Teodoralo abofeteó.

—¡Maldito entrometido! Elthemo,llamado así por tu abuelo, ¿verdad?Recuerdo a tu padre diciéndome esenombre, el nombre del padre de la mujerque él prefirió, despreciándome a mí.Pagarás por esto.

Se giró bruscamente y dio un pasohacia el estrado, vigilando a su esposo,con la respiración agitada, con una manoapretada a su costado.

—Y tú, tonto —le dijo a Justiniano—, ¿realmente creías que tetraicionaría? Juan es el hijo que tuve conDiodoro de Bostra, que fue mi últimoamante antes de conocerte. A él lo

conocí cuando volvía a Constantinopladesde Egipto y viví con él un año; luegolos abandoné, a él y al niño, en Beirut.Dije que Juan era primo mío parapromoverlo en su carrera a mi antojo. Telo oculté por miedo a que ordenaras suexpulsión y porque ambicionaba que tesucediera en el trono. Pero no es nadaambicioso. Sabes que rehusó casarsesegún mis indicaciones; tampoco aceptódar un solo paso para ser más queconde. ¿Por qué diablos lo has hechoazotar?

Justiniano recuperó el color, tal erala vergüenza que se le subía al rostro.Observó primero a Juan y luego aElthemo.

—Vamos —dijo Teodora,sentándose pesadamente en el trono, aúncon la mano en el costado—. Pregúntalequién era la madre de Juan.

—¿Qué... qué sabes tú de esto? —preguntó Justiniano.

Elthemo parecía descompuesto.—Era una mujerzuela —susurró—.

Una mujerzuela que mi padre conoció enBeirut... ¡Oh, Dios mío! Su nombre... eraTeodora.

—¿Ves? —dijo Teodora. Se inclinó,asiéndose con todo el brazo—. ¿Porqué, por qué hiciste azotar a mi hijo? —volvió a preguntar—. Podrías haberlepreguntado antes.

—Lo hice, ciertamente —contestó

Justiniano, casi con dolor—. No quisohablar; dijo que era tu secreto y mepidió que te lo preguntara a ti.

Teodora miró a Juan. Su rostro tristeestaba bañado en sudor. Sólo entoncesadvirtió que ella sufría. Hizo un ruido enseñal de protesta y se valió del bordedel estrado para levantarse y acercarse aella.

—Muy bien —dijo la emperatriz,extendiendo una mano a Juan—. Lohiciste para darme una lección, ¿verdad?¿Para castigarme? Bien, lo hecomprendido. Querido, haz lo quequieras. Tú eres mi hijo, de todosmodos. —Cerró la mano y se dobló enun largo espasmo de dolor.

Justiniano se agachó súbitamentejunto a ella, rodeándola con el brazo.

—¡Vida mía! ¡Lo siento! ¡No tedeberían haber molestado con esto, estásenferma! Haré lo que quieras con Juan.Nadie fuera de esta sala sabrá jamás loque ha ocurrido hoy; me aseguraré deque ninguno de ellos diga nada. ¡Vuelvea la cama y descansa!

Teodora se estremeció, se repuso unpoco y escupió sangre en las baldosasdel suelo. Se quedó un momentomirando el suelo con desolación: estababrillante y rojo sobre las hojas verdesdel dibujo. Volvió la cabeza paraencontrarse con los ojos de su marido.

—También podrías saberlo ya,

Pedro —dijo pausadamente—: no merecuperaré.

—No digas eso. No es cierto. Nomorirás, ¡no debes morir!

—Todos debemos morir, Pedro.Todo lo que nace algún día se convierteen cadáver. Manda a los guardias abuscar una litera; no creo que puedavolver caminando. ¡Y por piedad,consigue un doctor para mi hijo!

Juan supo posteriormente que Narsésse había enterado por uno de losguardias de lo que estaba ocurriendocuando le llevaban para azotarlo. Elchambelán había intentado dirigirseinmediatamente al emperador, pero se le

negó la entrada y se le dio, en cambio, laorden de volver a su oficina y esperar.Desobedeció la orden y corrió como ungamo al palacio Dafne a buscar aTeodora.

—Y ella vino inmediatamente —explicó Narsés cuando fue a visitar aJuan a sus aposentos por la noche—.Los guardias no querían dejarla pasar aella tampoco, pero Teodora los abofeteócomo a niños desobedientes y entró. Yono me había dado cuenta de cuanenferma estaba: lo ocultaba a todo elmundo y jamás lo habría imaginado alverla.

Juan calló durante un instante.Estaba recostado boca abajo en su cama,

con la espalda cubierta de lociones yvendajes ligeros.

—Está francamente enferma, ¿no? —preguntó finalmente.

—Tan enferma como ha dicho.Muriéndose. Su doctor dice que tiene unbulto, un tumor en un costado. Alparecer le sobrevinieron unos vómitosde sangre el mes pasado, pero ordenó asu doctor y a sus servidores que nodijeran nada a nadie. No quiere morir yguardaba la esperanza de que quizásmanteniéndolo en secreto lo evitaría.

Juan cerró la mano en un puño y segolpeó los nudillos.

—Cuando cogí la peste —dijolentamente—, me di cuenta por primera

vez de que mi padre me amaba; él secontagió por mí y murió. Y he aquí quetres años después lo mismo ocurre conmi madre.

—Ha estado enferma desde hace unaño —señaló Narsés—. Eso no tienenada que ver contigo. No te preocupespor eso, mi querido amigo. Difícilmentepodrías haberte comportado mejordurante todo el proceso de suenfermedad.

Juan movió la cabeza, exasperadopor las lágrimas que le brotaban.

—Yo la decepcioné.—Te comportaste con gran

integridad. Ha sido ella la que te hadecepcionado a ti. Te diré algo: cuando

mi familia me vendió, mi madre melloró como si yo hubiera muerto, perocuando intenté aferrarme a ella, meentregó al mercader de esclavos. Hapasado una vida desde que eso ocurrió.Tengo rango, poder, riquezas y hasta soyrespetado; cuando la gente maldice a loseunucos, conmigo hace una excepción,pero no puedo recordar esa traición sinamargura, ni siquiera ahora. Tu madre teofreció poder cuando tú querías amor.Estuviste acertado en rechazar el donmenor a favor del mayor.

—Quizás. Pero todo aquel al cual yollego a amar muere.

Narsés suspiró.—Ésa es la condición de toda la

humanidad, amar lo que muere. Lamuerte es la reina de este mundo y elamor es lo único que tiene valorduradero en todo el caos y la frivolidad.Sólo podemos tener fe en la palabra deDios de que el amor será más duraderoal final. Descansa, por favor. Tu madreno morirá esta noche; tendrás tiempo dedespedirte de ella.

Morirse le llevó dos meses aTeodora, que luchó con fuerza parasobreponerse hasta el final. Justinianoabandonó la teología, Persia y todo,excepto los asuntos más perentoriospara regir el imperio, y permanecíahoras enteras junto al lecho de suesposa. Juan también pasó mucho tiempo

con ella, a veces al lado del emperador.Hablaban para entretener a la emperatrizsobre el estado de las provincias, loschismes de la corte y de la Iglesia.Teodora no habló nunca acerca delfuturo de Juan, ni de cualquier otroasunto importante. Estaba satisfecha contenerlo a su lado, y el emperador queríahacer cualquier cosa que la hiciera reír.Durante el primer mes lo conseguía. Sefijaba con interés en las cosas máspequeñas de los esclavos de palacio yse reía de viejos chistes. Gradualmente,no obstante, a medida que el dolor ibaen aumento, se fue interesando cada vezmenos por los chismes y empezó a pedirsacerdotes y a arreglar sus asuntos con

sus servidores. Luego tomó el opio quesu médico le ofrecía y empezó a dormircada vez más.

Alas tropas de Juan se les dijo queéste se había tropezado camino depalacio y que se había herido la espalday se le había apartado de susobligaciones por unos meses hastarecuperarse. Nadie cuestionó la piadosainvención abiertamente, aunque era deconocimiento público que había caídoen desgracia de algún modo y que laemperatriz había intercedido por él. Desus esclavos, sólo Jacobo supo quehabía sido azotado.

—Nunca podrás volver a los bañospúblicos en tu vida —le dijo Jacobo

disgustado cuando le cambiaba lasvendas una mañana. Examinó las costrasy movió la cabeza—. No está bien vistoque un conde tenga cicatrices delatigazos. ¿Puedo hacerte una pregunta,señor?

—Pregunta.—¿Te hicieron esto por ser el

amante de la señora o por ser su hijo?Juan se volvió y se quedó mirando al

muchacho.—¿Cómo sabes tú eso?—Bien, yo pensé que tenía que ser

por una cosa o por la otra. Sé cuánto tefavorecía y yo he crecido en su corte. Séque no es lo corriente.

Juan volvió a tenderse boca abajo.

—El señor pensó lo primero; losegundo es lo cierto y el asunto haquedado zanjado. Pero es un secreto yno has de contárselo a nadie.

—Sí, señor —exclamó Jacobosatisfecho mientras le aplicaba elungüento—. Sólo quería saberlo.

Los centinelas que habíanpresenciado la escena fueronsobornados con fuertes cantidades yamenazados de muerte si revelaban unasola palabra de lo ocurrido. Diomedesfue transferido a otro puesto y tambiénsobornado y amenazado para quemantuviera la boca cerrada. Juanintercedió secretamente por Elthemo,por lo que las amenazas contra él no

tuvieron efecto. Se acercó a la casa deJuan para darle las gracias.

—No lo sabía —explicó—. Penséque te habías valido de embustes paramedrar.

—Deberías habértelo imaginado —le dijo Juan con amargura—. Sabías losuficiente para adivinarlo. Siemprefuiste un mequetrefe. ¿Te di alguna vezmotivos para que creyeras que eradeshonesto?

Elthemo bajó la mirada y arrastró unpie.

—Todos siempre decían que habíaque vigilarte. Eras demasiadointeligente, decían, y un bastardointeligente es un peligro para la gente

honesta.—No necesitas decirme lo que todos

decían siempre; lo he oído por mímismo. —Juan miró a su hermanastrocon un súbito sentimiento de sorpresa.En el pasado había aprendido a dejarpaso a los hijos legítimos de la casa;sólo a veces había explotado enarranques de rabia contra lasuperioridad de sus hermanos y se habíapeleado con ellos. Ahora hablaba con lacansada impaciencia de un superior, yElthemo le dejaba paso—. ¿Por qué hasvenido a esta ciudad?

—Quería encontrar trabajo —contestó Elthemo sin tapujos—. Diodoroposee las fincas y está atado a la ciudad.

Yo pensé en probar suerte en la corte yver si podía ganar algo de dinero. Peroparece que tendré suerte si salvo elpellejo.

—Intentaré conseguirte un cargo —dijo Juan—. Pero te advierto, no soyningún contacto tuyo. No les traigasproblemas a Sus Sacras Majestades, o tedespacho al instante.

—Sí, Juan —dijo Elthemo conhumildad.

Juan le encontró un puesto en laprefectura pretoria gracias a la buenavoluntad ganada con los archivos delCapadocio y Elthemo no abrió la bocade puro agradecimiento.

Teodora perdió la conciencia por

última vez el veintiséis de junio y muriópor la noche dos días después. Elemperador se quedó a su lado desde elmomento en que se quedó inconsciente ycuando murió, sus sirvientes tuvieronque llevárselo de la habitación, enfermode pena. Dejaron a Juan solo con elcadáver; lo habían dejado pasar hasta elfinal, en un silencioso reconocimientode su posición. Intentó rezar durante lashoras que permaneció junto al cadáver.En la habitación reinaba un silencioabsoluto, si bien de todas partes depalacio se oía el lamento de lasplañideras. Las lámparas de pie doradoemitían una luz suave que brillaba en laseda púrpura del cubrecama y el olor a

enfermedad y a muerte desaparecía conel aroma del incienso. Habían dispuestoel cuerpo para la muerte incluso antes deque exhalara el último aliento; lasmanos, que habían adquirido el aspectode garras, se plegaban sobre el pecho ylos pesados párpados cubrían los ojosahora vidriosos. El envejecimientoproducido por la enfermedad habíadesaparecido; parecía frágil, hermosa yjoven. Juan sabía que por la mañana losesclavos la vestirían con el mantopúrpura, le ceñirían la diadema y lallevarían a la basílica de Santa Sofíapara que el pueblo la contemplara.Arrodillándose a la cabecera de lacama, pensó: «Se acabó. Se acabó,

aunque nunca empezó realmente. Hesido demasiado cauteloso. Yo creía queno podría amarla por su tiranía. Peropodría haber sido mucho peor, con todoy con eso pude amarla. Y sigoamándola». Le besó la fría mejilla ysalió de la alcoba.

La ciudad entera estaba sumida en unluto extravagante, con todas las estatuascubiertas de crespones negros y todaslas iglesias tocando a muerto. Despuésde yacer de cuerpo presente durante undía entero bajo la cúpula de Santa Sofía,el cuerpo de la emperatriz fue llevadoen una larga manifestación de duelo a laiglesia de los Santos Apóstoles, y fue

enterrada en el mausoleo dondedescansaban los restos de todos losemperadores desde Constantino. Elemperador dejó a un lado la púrpura y ladiadema y siguió el féretro vestido denegro; tras él marchaban a millares elpersonal de palacio, desde los ministrosde estado hasta los empleadossubalternos y guardias, de riguroso lutoy sintiendo el dolor como si fuera unmiembro de sus propias familias.Durante una semana no se trató ningúnasunto de estado y sólo se permitió a lospuestos de los mercados abrir unashoras al día.

—Es como si hubiera vuelto la peste—decía Artabanes disgustado.

Cuando volvieron a permitirse laapertura de las tiendas y a reanudarselas tareas de gobierno, una de lasprimeras cosas que hizo el emperadorfue llamar a Juan.

Juan se vio llevado no a uno de lossalones de audiencia, sino al estudioprivado de Justiniano, un pequeño salónen uno de los pisos superiores delMagnaura. Justiniano estaba sentado enun escritorio, vestido de negro, con elcabello corto en señal de luto. Lasparedes del salón estaban repletas delibros de teología. Apenas había espaciopara que Juan se prosternara.

—Puedes levantarte —dijo elemperador cuando empezó a

prosternarse— y sentarte aquí. —Leseñaló un diván al lado de la ventana.

Juan se sentó, nervioso y conscientede que ni siquiera los más altosministros se sentaban en presencia delAugusto. El emperador lo observó uninstante, desolado.

—Debería haberme dado cuentaantes —exclamó—. Te pareces a ella.Tenía que haber sabido que no debíasospechar de ella, pero no debiómentirme nunca. —Suspiró y se frotó lanuca—. Sabía que tenía sus secretos, susmonjes y sus sacerdotes y algunoscalabozos privados para sus enemigostambién. Le di autoridad y ella nosiempre la utilizó como yo lo hubiera

hecho. Pero eso es lo que se espera dequien es fuerte e inteligente y se le hacepartícipe del propio poder y es lo queuno debe aceptar si quiere tener el amorde un igual en vez del de un esclavo.Pero yo no le hacía muchas preguntas,por eso no me mintió ni me contradijoabiertamente (excepto acerca de ti) yfuimos felices. Siempre pensé que ellame sobreviviría. —Volvió a mirar aJuan—. ¡De modo que quería hacertesucesor mío!

—Ella quería un hijo tuyo y no pudotenerlo —replicó Juan.

El emperador asintió.—¡Oh, no la culpo! Y no le dije nada

cuando se estaba muriendo. Pero no

puedo disponer la sucesión de esemodo, ni siquiera por ella. No en el hijodel hombre que la rechazó, que no espariente mío.

—Yo no quiero el poder imperial —insistió Juan—. Ése fue el motivo de unadisputa entre ambos, como ella confesó.No tengo la voluntad ni el deseo ni eltemple para luchar por conseguirlo y mesatisface plenamente no volver a tocar eltema.

Justiniano lo observó un instante yvolvió a asentir con la cabeza.

—No, no eres un ambicioso,¿verdad? A ella le parecía increíble quealguien no tuviera ambiciones, pero yosiempre he tenido la certeza de que la

mayoría de los hombres que yopromuevo seguirán siendo leales.Belisario, Narsés, Triboniano,Germano... siempre he estado seguro deque nunca me traicionarían. Tú tampoco,creo. Y, además de ser su hijo, eres unhombre muy capaz. Puedes mantener turango y ese manto que ella te dio. Perocreo que prefiero no tenerte aquí enConstantinopla, recordándome al verteque alguna vez durmió con tu padre. Fuemi esposa, no la de él. Nadie másreconoció jamás su valía; nadie la amónunca como yo.

—Ella me dijo que tú valíasmuchísimo más que mi padre, aunprescindiendo del rango —dijo Juan

lentamente.El emperador sonrió con amargura.—Y ella nunca amó a nadie como a

mí. Eso lo creo. Gracias. Muy bien, ¿quées lo que quieres?

—¿Señor?—Te he dicho que puedes mantener

tu rango, pero quiero que abandones laciudad. Has heredado algunas de lashabilidades de tu madre y podríasindudablemente ser útil en algún otrolado. Elige tu puesto.

Juan tragó saliva y se pasó la lenguapor los labios.

—Quisiera un puesto en el este, almando de las tropas. Un ducado enArabia o en Siria.

Justiniano asintió.—Muy bien. Eres un árabe nabateo,

¿no? ¿Hablas árabe y persa?—Sí, señor. —Juan no quitaba ojo al

emperador, ligeramente confundido porla velocidad de los acontecimientos.

—Y estás indudablementefamiliarizado con la situación enOriente, y, según creo, siendo un hombreprudente, no quieres iniciar una guerra.Muy bien. Difícilmente puedadegradarte de conde de la caballería asimple duque de Arabia. Te haré condede la strata Diocletiana, la fronteradesde el Orontes hasta la Arabia feliz.Te daré el comando personal de algunasde las tropas que ya están allí. Puedes

intentar mantener a raya a los duques yal filarca, te lo advierto, un grupo degenerales levantiscos y de poco fiar. Lomáximo que espero de ti es que logresponer fin a las incursiones que hemossufrido de los sarracenos lácmidas; lomínimo, que no empieces una guerra,como hizo tu predecesor. —Elemperador tomó una pluma de suescritorio y escribió unas líneas sobreun pedazo de pergamino, luego tomó unabarra de cera de sellar teñida depúrpura, la encendió y la dejó gotearsobre el documento. Estampó el sello desu mano derecha y se lo entregó a Juan—. Aquí tienes.

Juan se quedó estupefacto mirando

el codicilo; después, miró al emperador.—Gracias, señor. Es más de lo que

yo deseaba; intentaré no fallarte.Justiniano hizo una mueca de dolor.—No lo hagas. Te pareces a ella.

Abandona la ciudad tan pronto comopuedas, en el término de un mes. Narséspuede ayudarte a disponer el dinero ylas tropas que necesites llevar para elviaje. Ahora déjame solo.

Narsés se alegró por él sinexteriorizarlo, Artabanes estaba celosopero contento y el personal de Juanagradecido de verse libre de un superiortan exigente. Juan pasaba el díaintentando determinar qué le acarrearía

su nuevo puesto. Cuando caía la tarde,decaía el entusiasmo; se sentía cansadoy deprimido y anhelaba estar solo.Buscaba su caballo en los establos,dejaba ir a sus servidores y salía acabalgar por la ciudad. Era un díacálido y seco; del norte soplaba uno deesos vientos de Constantinopla queclavan en los ojos la arenisca de lascalles. Cabalgó al hipódromo pero notenía ánimo para correr. Pensó: «Dentrode unos meses, podré llevar a Maleka agalopar por los límites del desierto sirioy hacia los jardines de Nabatea. Otravez en casa».

Dio media vuelta a la yegua ycambió el rumbo hacia el mercado

Tauro, pasando por delante de lospórticos de la Calle Media. Detuvo elcaballo bajo el arco triunfal en el centrodel mercado y se quedó allí mirando. Laparte delantera de la casa de Eufemiaestaba cubierta de andamios; la estabanreconstruyendo como un edificioseparado. La parte de atrás no eravisible desde el mercado, pero sabíaque estaba intacta y que la muchacha sehabía mudado allí.

«Y por eso he venido aquí», pensó.Espoleó a Maleka, cabalgó hacia la

tercera calle lateral y llamó con fuerza alas puertas de hierro, que no habían sidodañadas por el fuego. Al cabo de unmomento el portero, Onésimo, asomó la

cabeza por la ventana.—¡Eres tú! —dijo en tono de

sorpresa—. Quiero decir, elHonorable...

—¿Está tu señora? —preguntó Juan,a lo que el portero asintió, confuso.

—Haré abrir las puertas, señor..., yaestá. Llevaré tu caballo. ¿La señora teespera?

—No. No, iba de paseo, cuando seme ha ocurrido pasar... Anúnciame aella, por favor.

El viejo asintió; aseguró a Malekaen el jardín con césped alto y acompañóa Juan por la casa. Podía oír vocesdesde el fondo; la mayoría de losesclavos debían de estar en el jardín de

la cocina, disfrutando del sol de latarde. Pero Onésimo lo llevó escalerasarriba hacia la habitación acostumbraday golpeó a la puerta.

—¿Qué ocurre? —respondió la vozde Eufemia.

—Es el conde Juan, señora Eufemia,del palacio, que viene de visita.

Hubo un silencio; por fin, Eufemiaabrió la puerta y se le quedó mirando dehito en hito. Llevaba el cabello suelto yel manto amarillo.

—Yo... salí a pasear a caballo,cuando se me ocurrió pasar a verte —dijo Juan—. ¿Puedo pasar?

—Sí. Sí, por supuesto. —Se hizo aun lado y él entró. No había nadie—. Mi

tía está en el jardín —explicó Eufemia—. Yo... yo estaba justamenteescribiendo una carta.

—¿A tu padre?—Sí. No tengo mucho que contarle

estos días, pero él tampoco necesitatanto la información. Ha logrado unpuesto en Egipto; tiene la esperanza deque le retiren los cargos pronto por faltade pruebas.

—¿Especialmente a partir de lamuerte de la Augusta?

Ella se ruborizó.—Aún no lo sabe. Aunque eso

ayudará.Ella se quedó mirándole por un

momento; luego tocó el borde de su

manto negro.—Lo lamento por ti, ya que no por

mí.—Sí. —Juan echó un vistazo por el

salón vacío, luego se sentó en el diván—. Sí, lo entiendo. Yo la quería deverdad.

—Uno tiene que querer a sus padres—asintió ella, ruborizándosenuevamente, sentándose al otro extremodel diván—. Yo... yo quiero a mi padre.Quizá no debiera. Sé que él hizo cosaspor las que la gente lo odia, y que loodia con justicia. Pero él me quería yera todo lo que yo tenía.

Juan bajó la vista y se miró lasmanos.

—Me voy a Oriente —dijo tras unlargo silencio—. He sido promovido:estoy a cargo de Arabia y la fronterasiria. Me iré dentro de un mes.

—¡Oh! —dijo ella, mirándolo.Después de un instante agregó—:Enhorabuena.

Él movió la cabeza y levantó lamirada hacia ella. La luz de la tarde sefiltraba por la ventana, bañando sucabello, tornando anaranjados sus ojos.Mantenía las manos unidas en el regazo.«He sido demasiado cauto toda mi viday he dejado las cosas para demasiadotarde. Hoy podría ser temerario», pensó.

—¿Vendrás conmigo? —le preguntó,en un susurro.

—¿Ir... ? ¿Qué quieres decir?¿Adonde?

—Ven conmigo al este. Como miesposa.

Ella se puso pálida.—No hablas en serio.—Claro que sí.—Tú... dices esto para burlarte de

mí.Movió lentamente la cabeza.—Te amo —susurró, dándose cuenta

de que esas palabras que nunca habíadicho le salían sin dificultad,sorprendentemente tiernas.

Ella lo miraba angustiada.—No has pensado en esto.—No, en verdad que no. No sabía

que iba a venir aquí esta tarde a decirteesto. Pero lo he pensado, y he pensadoen ti, de todos modos.

Ella miró hacia otro lado,retorciéndose las manos en su regazo.

—¿Qué pensaba tu madre de esto?—preguntó finalmente, considerandoque era un sarcasmo hacer esta pregunta.

—Nunca se lo comenté. Ella teníapara mí ambiciones que yo no podíacumplir. Pero ahora está muerta. Notengo padres y no necesito consultarle anadie más que a mí mismo.

—¿Quién era tu padre? ¿Un cuidadorde osos, un auriga? —preguntó ella,intentando desesperadamente defendersecon furia—. ¿No le importaría?

—Era un caballero, un magistradode la ciudad de Bostra, de nombreDiodoro. Murió de peste el veranoanterior a mi llegada aquí. Era unhombre sumamente respetable, si tesirve de algo.

Ella se mordió el labio.—Yo tengo un padre —replicó—.

Tengo que consultarle... y él no loaprobaría. Aunque yo no dijera nadasobre tus ancestros, y no debería decirnada, él no lo aprobaría.

—Sin embargo lo aceptará,¿verdad? Mi rango es lo suficientementerespetable. —Se guardó de decir que lahija de un ministro tan ampliamenteodiado no tendría muchas ofertas de

matrimonio por parte de los patricios;no había necesidad.

—Seguirías siendo el primo de laemperatriz. Él tenía motivos paraodiarla y te odiaría por ella. Malasangre, diría él.

—Bien, tú eres la hija delCapadocio, lo cual generalmente esconsiderado como sangre peor, y a mí nome importa. Si deseas casarte conmigo,apelaré al emperador y se lo diré. Tengocierta influencia en este momento y nocreo que Su Sacra Majestad ponganinguna objeción. Podría dar elconsentimiento en lugar de tu padre. Nome interesa la dote; tu padre puedeconservar todo su dinero. Tendré lo

suficiente para ambos.Eufemia había estado retorciendo el

manto con las manos; ahora retorcíatambién la boca con un gesto.

—No puedo —insistió ella—, nopuedo romper con él. No después dehaber sido responsable de lo que leocurrió.

—No fuiste responsable. Fuisteengañada, como lo fue él mismo.

—Me utilizaron; ¡no debí haberlopermitido! Tengo que obedecerle ahora.

Extendió la mano y tomó la de ella;Eufemia levantó la mirada, enojada yabatida.

—El mundo está gobernado por lamuerte y la frivolidad —dijo él—. La

peste y las guerras han destruido todo loque la gente ha intentado construir en lospasados treinta años. La gente se muere:mi padre y ahora mi madre han muerto.Tú y yo moriremos algún día. Tú dijisteuna vez que me amabas. ¿No vale lapena asirse a ese intervalo en que aúnestamos vivos y tener el tiempo deamarnos?

—También amo a mi padre —replicó ella—. Tengo que serle fiel.

—Has dicho que ha logrado unpuesto en Egipto ahora y es probableque le retiren los cargos. Le has sidoleal durante cuatro años. ¿No essuficiente?

Ella retiró la mano y fue hacia la

ventana.—Se es leal o no se es. De cualquier

modo, no me necesitas.«Te necesito; te he necesitado toda

mi vida», pensó, pero no pudo decirlo.—¿Quieres que me vaya, pues? —le

preguntó en cambio, con la mirada fijaen su espalda.

Al cabo de un rato, su cabezainclinada se movió en señal deasentimiento.

Maleka estaba en el patio, paciendola yerba. Juan la desató, mientrasOnésimo abría la puerta. Juan acababade poner el pie en el estribo cuando oyósu nombre; se volvió para hallar aEufemia corriendo tras él.

—¡No! —exclamó ella,alcanzándolo, echándole los brazos alcuello—. ¡No, no te vayas! Iré contigo,quiero irme contigo. ¡Dejaré esta ciudadaunque tenga que ir como tu amante!

Después Juan no estaba seguro de silloraba por ella o por Teodora, pero labesó y volvió a la casa con elladeshecha en lágrimas. Onésimo se quedómirando la escena, sorprendido; luegose encogió de hombros, volvió a atar elcaballo y cerró las puertas de hierro. Elsol de la tarde caía sobre el hierro,indiferente a la cruz dorada de la altacúpula de la basílica de Santa Sofía,sobre las encrespadas aguas delBósforo, sobre las tierras desiertas de

Tracia y sobre cada palmo de la largafrontera que aún pertenecía al imperiode los romanos.

Epílogo

Procopio de Cesarea, el grancronista del reinado de Justiniano,cuenta la historia de la emperatrizTeodora y de su hijo ilegítimo, al que,según él, habría asesinado. Es lo quedice Procopio en su Historia Secreta oInédita, pero como todo el resto de estapintoresca compilación, la historia estárodeada de detalles absurdos,imposibles y simples mentiras. No sepuede saber la verdad de cuanto dice, sies que hay algo de verdad en ello, poreso un historiador responsable se veobligado a valerse de la Historia

Secreta sólo con extrema cautela.Afortunadamente para mí, un autor

de novelas históricas no se sienteempujado a semejante obligación. Comoobservó sir Philip Sidney, historiador,«al afirmar muchas cosas, difícilmentepuede, en el turbio conocimiento de lanaturaleza humana, escapar de muchasmentiras. Pero el poeta... nunca limita laimaginación del lector, para que bajo suhechizo tome por verdadero lo queescribe». Si hice alguna investigaciónpara escribir este libro, fue por el placerde hacerla; cuando escribía, me movíapor el embrujo de contar una buenahistoria. Cuando el terreno sólido delconocimiento histórico se resquebrajaba

o temblaba bajo mis pies, yo «llamaba alas dulces musas para que me inspiraranuna buena invención», me tejía un puentede telarañas y seguía adelante, sin dejarde silbar. Mi novela es pura ficción.

El grueso de la historia, no obstante,es cierto. La peste bubónica que asoló elmundo durante el reinado de Justiniano,azotó Constantinopla en 543; un grupode tropas hérulas aliadas, al mando delchambelán Narsés, venció a una fuerza«mucho mayor» (no se dan cifras) deeslovenos hacia el 545; y la emperatrizTeodora murió el 28 de junio del 548.

Belisario regresó finalmente de suinútil misión en Italia el año en quemurió Teodora; se le otorgó el rango de

comandante en jefe en Oriente y unimportante cargo en palacio, y no volvióa luchar hasta el final de sus días. AGermano, el primo del emperador, se leencargó reconquistar las tierrasperdidas; sin embargo, murió antes deque el ejército que reunió pudierazarpar. Narsés fue designado en su lugar,condujo las tropas a Italia, venció a losostrogodos, venció a los francos, sedeshizo de los longobardos y gobernó laprovincia con gran eficiencia durante lossiguientes quince años. Los Balcanes, noobstante, fueron prácticamenteabandonados y sufrieron devastacionescasi anuales a manos de los eslovenos ylos búlgaros hasta que estos pueblos

fundaron sus propios reinos en esaregión agotada.

El armenio Artabanes logródivorciarse de su esposa después de lamuerte de Teodora, pero no tuvo éxito alproponerle matrimonio a Praejecta, porlo que el amor frustrado (o la ambición)lo impulsaron finalmente a participar enun complot para asesinar al emperador.El complot falló, pero Artabanes fueperdonado y finalmente se ledevolvieron sus perdidas atribuciones.Justiniano siempre perdonaba cuando nose sentía amenazado.

Belisario y Antonina tambiénlograron que su hija Joannina sedivorciara del nieto de Teodora (al que,

como era público y notorio, la muchachaadoraba). Pero también sus esperanzasse vieron frustradas y ni siquiera quedóregistrado qué fue de la infortunadaJoannina. Cuando Justiniano murió, elaño 564, su sucesor fue Justino II, hijode su hermana Vigilancia y marido deSofía, la sobrina de Teodora. Justino fueun desastre; bajo su égida demegalómano la mayor parte de losterritorios que Justiniano habíareconquistado volvieron a caer enmanos bárbaras, dejando el imperio, trasincontables vidas perdidas y tierras yfortunas arruinadas, con menosterritorios, y casi más débil que en elmomento de la subida de Justiniano al

poder.

Historia Clásica en la Universidad deCambridge. Actualmente reside enInglaterra. Sus novelas destacan por elriguroso trabajo de documentación einvestigación que realiza antes deescribirlas. Se encuadran dentro de losgéneros de la ficción histórica, lafantasía histórica, la ciencia ficción, laliteratura juvenil e infantil y ficcionescontemporáneas con gran componentecientífico. Sus novelas históricas nofantásticas están situadas tanto en laAntigüedad Clásica (Egipto y Grecia)como en períodos posteriores como elImperio Bizantino o la Gran Bretañaromana. Entre ellas destacan: Elheredero de Cleopatra, El contador de

arena y la trilogía sobre Bizanciocompuesta por Teodora, emperatriz deBizancio, El faro de Alejandría yPúrpura imperial.