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Nicolás Bullo Inventario del naufragio Artículos (Buenos Aires, 2015) Cualquier comentario a: [email protected] Escribo. Escribo que escribo Salvador Elizondo, «El Grafógrafo» Mas el lector me descubre pensando mientras escribo Macedonio Fernández

Bullo, Nicolás - Inventario Del Naufragio (Artículos)

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Artículos literarios e intimistas a la Montaigne.

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Nicolás Bullo

Inventario del naufragioArtículos

(Buenos Aires, 2015)

Cualquier comentario a: [email protected]

Escribo. Escribo que escriboSalvador Elizondo, «El Grafógrafo»

Mas el lector me descubre pensando mientras escriboMacedonio Fernández

El extinto arte del puñetazoHemos reemplazado a la mayoría de nuestros artefactos mecánicos por otros electrónicos,

como el devenir inexorable del Progreso lo exige. Miro a mi alrededor y lo único que conservo de aquella era tecnológica es un reloj despertador de plástico, de esos manufacturados en Taiwán o por ahí. Inocentito, sobre mi mesa de luz, el cubo blanco es un triste testigo de una edad de engranajes y transistores. Todo ocupa menos espacio, todo se adelgaza: computadoras, autos, cortadoras de pasto, teléfonos... Pero lo que yo más añoro no es el espacio cúbico que no ha liberado la digitalización de la vida, sino la interrelación troglodita que uno establecía con el aparato. Quiero decir: ante una avería, un desperfecto menor, un ACV inesperado en la transmisión, ¡zas!, un puñetazo bien aplicado y el aparato volvía a a la vida. Ahora, en cambio, la violencia ante un televisor de LCD, por caso, es perfectamente inútil: debemos guardarnos nuestro ímpetu cavernícola y recurrir al más civilizado (pero nada espontáneo) “servicio técnico”.

Yo añoro esas sesiones gratuitas de psicoanálisis que nos regalaban lo viejos televisores de tubos de rayos catódicos: la imagen se iba, o vacilaba; uno se levantaba de su silla, se acercaba y (como si fuera a palmearlo) juntaba toda la bronca del día y descargaba un certero mazazo sobre su carcasa: ¡maravilla!, la tevé volvía a emitir como si nada hubiera pasado. Y uno regresaba a su asiento con la convicción de que la violencia física al fin y al cabo sí servía para arreglar algunas cosas. En cambio hoy eso ya no es posible: ¿de qué me serviría, por ejemplo, pegarle unos buenos sopapos a esta notebook en la que escribo si de repente se tildara? De nada, sé que el único camino que nos deja la informática es la del resignado reseteo, y a recomenzar sin chistar con el texto desde el principio.

¿Pero esto significa un avance en el proyecto humanista del progreso de la especie? No me parece: siguiendo el caso de la tevé, hace unos veinte años se podía ejercer el impulso bárbarode corregir un desperfecto a los puñetazos, pero como contrapartida lo que se veía por la “caja boba” (eufemismo ya pasado de moda hasta para los formadores de opinión) no era tan dañino para el cerebro como los rayos catódicos para nuestros ojos: existía una programación, no diré inteligente, pero sí menos estupidizante que la de hoy: no se habían inventado los “reality shows” (uno de los mayores venenos esparcidos por los EE.UU., después de sus invasiones), no existían los programas de chimentos de la farándula (la “forrándula” la llamaba un humorista), “Gran Hermano” era una referencia estrictamente literaria y la “tinellización” (léase idiotización) de la cultura era una expresión que los sociólogos en pantuflas no tenían la necesidad de inventar.

Conclusión, por la pantalla que enviaba sus maléficos rayos catódicos se veía poco, sí, pero la prehistórica televisión de antes de la era del cable casi que no hacía daño a las neuronas. Y además, por supuesto, ese aparato jorobado, cuando se retobaba, nos daba la excusa perfecta para descargar la tensión con unos cuantos martillazos de carne bien aplicados.

HuellasTengo una biblioteca modesta: según el catálogo que mantengo en mi computadora desde

casi el principio, se está acercando a los 800 volúmenes. (Ahora mismo la estoy viendo: tres módulos de cinco estantes cada uno, alineados contra la pared noroeste de esta habitación que es hoy todo mi hogar.) Yo me encargo de mantenerla a raya, ya que por falta de espacio no puedo añadir nuevos anaqueles. Por eso debo, cada tanto, desprenderme de aquellos libros que (creo, y a veces me arrepiento) ya no me interesarán más, apuesta por cierto arriesgada la de proyectar a largo plazo el lector que ya no seré. Esto evidencia una realidad: canjeo libros, desde hace años, en dos o tres librerías de “usados” de la Capital. Cada tres meses, más o menos, emprendo un viaje de 50 kilómetros en tren, más otro de 8 en ómnibus (dos horas y media en total, con suerte), que me dejan cerca de esas librerías donde compro, vendo, canjeo (y, si las circunstancias son favorables, a veces también robo) libros usados. (Ah, y regalo: más de una vez me he “olvidado” entre los anaqueles mis propias ediciones de autor.) Con este proceder me ahorro unos mangos y me desprendo de textos que (supongo) ya no releeré, además de hacerle lugar en los estantes a los recién llegados que, en términos operativos, me tienen esperanzado o ansioso, pues creo que me ayudarán en lo que estoy escribiendo.

Pero lo que quería contar viene a continuación, porque el mercado de los libros usados ha hecho que mi reducida biblioteca personal esté conformada, diré en un 70 por ciento (cómo me gusta la precisión de las estadísticas) de libros que han tenido otros dueños. Y rastrear esas huellas que a veces aparecen me da una pista de los lectores que transitaron sus páginas. “Por acá anduvo gente”, diría un paisano si se asomara a esos caminos. Y yo siento exactamente eso: que abro un diálogo con los anteriores lectores, conversación que a veces es más intensa que la que se espera entablar con el autor. He aquí algunas reacciones.

Con los subrayados me incomodo, pues jamás le encontré sentido a marcar libros de ficción. Más aún cuando es un subrayado grosero, que en el descuido de la mano que lo trazó se le tira encima al texto y, en vez de resaltarlo, pareciera querer tacharlo. Con los comentarios al margen la cosa se pone más interesante, porque condicionan la lectura (la mía y la de su anterior propietario en una hipotética relectura), y allí sí, ante esas notas manuscritas me demoro con deleite en sus desciframientos, primero el de la caligrafía, luego el de la interpretación del sentido. De estos ejemplares, los profusamente anotados, hasta he llegado a encontrar, prolijamente ensobrado en la cara interna de la contratapa, una ficha con el resumen del libro y su valoración tipeados a máquina, como acostumbran a hacer los bibliotecarios. Tales volúmenes representan la apoteosis de los lectores con espíritu de críticos literarios (Barthes: “Un crítico es un lector que escribe [y publica] sus lecturas”) dentro de la geografía heredada de mi biblioteca.

Otras especies halladas: la de los volúmenes con su “ex libris” estampado en la portada con un sellito muy monono, coquetería que yo jamás le hubiese infringido a mis libros (salvo los que tuve la desfachatez de publicar, claro). Muchos he comprado con el sello azul de “Ejemplar sin cargo, prohibida su venta”, regalo de la editorial que algún periodista o crítico prefirió canjear por billetes luego de la consabida reseña bibliográfica. Y, finalmente, y tal vez lo más valioso para un coleccionista (no es mi caso), retengo dos ejemplares con dedicatoria y firma manuscrita de su autor. Qué malicia, pensé al descubrirlo: el escritor le ofrenda a este conocido (tal vez un amigo) una de sus criaturas y el malagradecido se lo vende... Recuerdo que en alguna tertulia me crucé a

la escritora de uno de estos dos libros dedicados (no a mí), y estuve a punto de contárselo, con nombre y apellido, pero para qué buchonear, o acaso qué lector no ha hecho sus maldades.

El último de los mohínosEs una raza en extinción la de los empleados de comercio con un poco de dignidad. Yo los

prefiero así. Como a don Roberto, parco pero no cargoso, callado pero no frívolo, “mala onda” pero digno.

Ya sabemos en qué se esfuerzan los nuevos empleados de comercio abducidos por el marketing y por sus patrones marketinizados: la falsa amabilidad, la frase hecha que oculta el desinterés evidente, la sonrisita idiota a la MacDonalds... El rubro indumentaria, por dar un ejemplo, es el que me resulta más insoportable. Imposible detenerse unos momentos frente a una vidriera para comparar precios o simplemente pasear la vista. Ellos salen a la vereda a cazar a los desprevenidos transeúntes y con una insistencia de moscardón nos invitan a pasar al interior del comercio “para ver más talles, otras marcas, más modelos”. Si los veo venir, desde adentro del local, me alejo de la vereda, sigo caminando. ¿No era mejor dejarme mirar tranquilo? Si me agarran, me disculpo y sin parpadear sigo viaje. No dejo de ser cortés porque entiendo que están trabajando, que tal vez no quieran cargosear a los transeúntes pero sus jefes los mandan.

También existe otra raza de comerciantes en peligro de extinción que no se rebaja a esos manoseos. Son los libreros de las llamadas librerías “de viejo”. Nunca supe si el apelativo se refería a los volúmenes amarillentos y destartalados que allí se exhiben; si es por el local, que no pasa de ser una cueva húmeda, un pasillo con estanterías, sin pintura ni banners colgando del techo con las caras de los escritores de moda; o si, por el contrario, lo de viejo es porque quienes atienden estos antros bibliománcicos son eso: tipos viejos. Huraños, cascarrabias, minimalistas en palabras y gestos. Yo los prefiero así. Don Roberto, por ejemplo, nunca me saluda cuando me ve entrar en la librería. Está en el fondo del local leyendo detrás del mostrador. Apenas levanta la vista por sobre sus anteojitos cuando escucha abrirse la puerta. Yo saludo con palabras, él apenas me hace un gesto con la cabeza y sigue con lo suyo. Ni un “en qué te puedo ayudar”, ni “si necesitás algo avisame”, ni “nos llegó algo que te puede gustar”. Nada. Este librero nos deja hacer, le da luz verde para que sus habitués jueguen a desenterrar el tesoro escondido entre pilas y pilas de libros amarillos y desvencijados. Nadie me puede ayudar en esta búsqueda, y yo lo agradezco. Este es el único lugar donde puedo revisar la mercadería sin un moscardón que me revolotee alrededor destilando predisposición para ayudar. Y si se trata de libros, la búsqueda de lo inesperado es tan placentera y feliz como su descubrimiento.

Tal vez cambiemos algunas palabras a la media hora, cuando yo me acerque al mostrador y vuelva a interrumpirlo para preguntarle por un precio (que él pareciera adivinar mirándome la cara) o pedirle una humilde sugerencia. Ya he dicho que este librero no es amable con sus clientes ni finge serlo; sin embargo, si alguien le solicita su opinión sobre un título o un autor, él la da con escasas pero precisas y corteses palabras. El regalo de su despreocupada desatención es que puedo pasarme horas yendo y viniendo por el pasillito, desordenando (porque ya todo es un caos, desde hace años, y a su dueño no le importa), hojeando, comparando traducciones de un mismo título...

Siento que este viejo ya está “más allá del bien y del mal”. Es claro que, estando jubilado,sigue con la librería para pasar el rato no más, por eso no le importa nada de lo que pasa a su alrededor: si vende o no, si le roban o no, ¿si el cliente está bien o mal atendido? Esto ni siquiera es una inquietud. Y justamente, porque no me da bolilla con preguntas idiotas, yo en este antro

siento que no soy un cliente. Soy algo mejor: un explorador que merodea en el territorio del último de los mohínos, y nadie me es hostil porque al último de esta raza no le importa extinguirse. En realidad, a este héroe del comercio pareciera no interesarle nada que no fuera que lo dejen leer tranquilo.

La cajita felizEntro en una lejana sucursal de provincia de la famosa cadena de hamburgueserías. Son

las siete de la mañana, recién abrieron al público y con un café y dos medialunas pienso llenar parte de las dos horas que faltan para que los comercios empiecen a abrir. He llegado a esta ciudad en el tren de las cinco y media, el primero del día, y desde las seis que estaba haciendo tiempo sentado en la plaza, frente a la basílica neo gótica que es centro de peregrinaciones. Estamos sobre el solsticio de verano y por suerte a esta hora ya ha amanecido. Hasta la plaza llega una brisa matutina que arrastra el olor del río cercano y que, a pesar de que estoy sin dormir, me transmite una sensación de bienestar, ahí sentado en un banco de cemento, con el sol anaranjado dándome de lleno en la cara.

Pero lo que quiero contar viene después de eso. A media cuadra está la sucursal de una afamada firma de comidas rápidas, estratégicamente emplazada para los turistas. Allá voy, porque las confiterías a las siete aún siguen cerradas (hábitos de pueblo) y yo necesito una dosis urgente de cafeína para que la perspectiva de la larga jornada no me desmoralice antes de comenzar. En la fachada, un signo inequívoco de la globalización: sus colores uniformando las ciudades del mundo. Pero esto no es París ni Tokio, estoy en un triste pueblo de provincia perdido por SudacaLand. Me acerco al mostrador y hago la cola, me atiende uno de sus típicos adolescentes de bajo costo que contratan, pido y enseguida me llega la esperable “promo” de “por dos pesos más tenés...”. Digo que sí y le sumo al vaso una dosis extra del excitador natural. Salgo del mostrador con mi bandejita y agarro a la pasada el periódico nacional que dejan ahí para los clientes. Elijo una mesa lo más apartada posible, pero no muy cerca de la puerta de calle pues el camión recolector de la basura aún no ha pasado y una montaña de bolsas de consorcio negras se apilan en la exigua vereda y casi tapa medio frente vidriado del local.

Es un diario de formato sábana, el único que, como gesto de tradición, supongo, sigue viniendo en estas dimensiones tan difíciles de desplegar sobre una mesita. Paso enseguida las esperables novedades del ambiente político local, lo mismo con las noticias internacionales hasta que llego al suplemento cultural. Hoy es el día de la semana que sale, he tenido suerte, me digo. Es el único rincón de la publicación donde puede aparecer algo interesante para recortar y guardar, y vale la pena detenerse más allá del título y la bajada. Encuentro esto: han sacado un adelanto del libro póstumo de un escritor que admiro. Me entero que el autor venía narrando sus sueños desde hacía varias décadas, calculando publicarlo algún día. Casualmente, yo estoy haciendo con los míos algo muy similar: cuando recuerdo un sueño interesante por lo imaginativo, lo narro enseguida, antes de olvidarlo (dormido soy más creativo que despierto). Y resulta que “el testamento de la niebla” (tal su poética traducción literal del inglés) estaba planeando algo parecido. Se murió sin verlo publicado, pero por suerte sus herederos encontraron la carpeta y corrieron a la editorial con “el primer póstumo de papá”. (Todavía estarán revolviendo su archivopersonal, sopesando si vale la pena publicarle sus versitos escritos a los once años de edad o sus notas dejadas a la mucama.) Lo cierto es que ahí, a cuatro columnas, como perlas entre el barro de la intrascendencia de las noticias, han reproducido dos relatos que son a la vez dos sueños.

Me encapsulo en la arquitectura de las frases, me olvido de mí mismo, de mis circunstancias, de que estoy ahí, sentado, leyendo en medio de extraños que entran y salen; me fundo con el texto. Me he encerrado en mi íntima cajita feliz. Del ensueño de esa prosa magnífica

me saca una de las empleadas del lugar que con la cafetera en la mano me pregunta si no quiero más café (más que por cortesía, lo hacen para no tirar lo que queda antes de preparar nuevo, según me contaron). Le digo que sí y termino el relato del segundo sueño.

Estoy tentando de guardarme la reseña y los inéditos. Es, definitivamente, para mi hemeroteca personal de recortes. Pero tengo el superyó muy alto y temo que me reconvengan si me ven cortando la página con el borde la mesa. A todo esto me han venido ganas, como decía mi abuela por discreción, de “mover el vientre” (el típico mañanero). Entonces ya no lo pienso más: separo el suplemento cultural, me lo enrollo debajo del brazo y camino hacia los baños, que están en el primer piso y al fondo, como en todos los locales. Mientras subo las escaleras me cruzo con la supervisora (tiene unos pocos años más que el resto de los chicos) que se me queda mirando. Yo le sonrío y le digo, a la pasada, “ya sé que no falta papel higiénico, es para entretenerme” y levanto un poco el rollo de papel que traigo bajo el brazo. Empujo la puerta que dice Caballeros (adentro no hay nadie) y me encierro en un cubículo. Es cierto lo que dije: en los baños de esta cadena de comida chatarra nunca falta papel en los boxes, ni jabón o toallas en el lavabo, y por lo general están limpios y huelen bien. Y además, lo dejan a uno “hacer uso de las instalaciones” sin reclamarle una consumición, algo que las confiterías deniegan. Me siento en la taza y mientras realizo el trámite escatológico también concreto el intelectual: recorto con cuidado la reseña y su recuadro con los dos relatos, y hasta me queda tiempo para terminar de hojear el suplemento, del que sustraigo una entrevista y otra reseña. Antes de salir del baño, me aseguro de guardarme los recortes, prolijamente dobladitos, en el bolsillo de la camisa. De regreso a mi mesa reintegro los restos del suplemento al periódico, que sigue ahí, y salgo a la calle.

A todo esto se han hecho las ocho y media, y en un rato más ya podré arrancar con mi lista de obligaciones (el tan molesto “nec-ocio”), mucho menos atractivas por cierto que la que me deparó, oh paradoja de los tiempos livianos, la hamburguesería cosmopolita.

Apología de la parresía“Bueno; pues déjate de mandangas y garliborleos, y cuando tengas que decir algo y no puedas

guardarlo dentro de ti porque se te salga, dílo, y dílo derechamente. Sobre todo, dílo, ¿eh? Decir no es escribir. Una cosa es escribir y otra decir por escrito (...)”.“Todo esto de las cacofonías y las asonancias y demás bobadas no son más que eso: bobadas. ¿De dónde has sacado que el repetir una misma sílaba en pocas palabras es cacofónico? Tonterías de preceptivos que, no teniendo nada que decir, inventan dificultades técnicas artificiosas para atribuirse el mérito de vencerlas.”“¡Que se te quite la manía de la perfección, hombre! Si andas con eso de la perfección no acabarás nunca de hacer algo vivo. Y lo que no es vivo, ni se tiene en pie ni dura. (...) Déjate pues, de eso, y convéncete de que todo lo vivo, de veras vivo, es obra de dos, por lo menos. Y deja , por tanto, que hagan tus obras tus lectores tanto como tú.”“Casi todos lo más grandes escritores han sido fecundos, muy fecundos, se han repetido mucho, muchísimo; a fuerza de repeticiones han llegado a la forma definitiva de expresión, y ha sido el público el que ha seleccionado sus obras. ¿Por qué has de ser tú quien seleccione lo tuyo? Déjate avasallar de ese modo”.“En vez de andarles dando vueltas y más vueltas a las cosas, a la busca siempre de su expresión perfecta, deja que ellas rueden por el mundo (...)”“Mira, has de modo que quién te haya oído hablar sienta dentro de sí al leerte el timbre y la entonación de tu voz, y sino te ha oído se figure una voz que le habla. Que te oigan al leerte, sobre todo esto, que te oigan, y no solo que te lean. Y para que te oigan y no solo te lean es preciso que les hables, que digas y no solo que escribas.”“Ya sabes aquello que es tan antiguo, pero que hay que repetirlo tanto: ‘No un escritor, sino un hombre que escribe’. El escritor no es más que para los escritores, para los del oficio; el hombre que escribe es para los hombres que leen”. “Déjate, pues, de garliborleos, y cuando no tengas nada que decir, cállate; y cuando sientas algo que decir, aunque sea lo que lo que muchos otros antes que tú han dicho, pero de decirlo, ¿eh?, de decirlo y no de escribirlo, dílo. De palabra o por escrito, lo mismo da. Pero dílo.”“¡No hagas orfebrería literaria, por dios, no hagas orfebrería literaria!”.

De “Orfebrería literaria”, publicado en “El Imparcial”, Madrid, 5 de mayo de 1913.

Esbozo de una historia de la coprologíaOtra vez la escatología como tema de reflexión. Bueno, pero el feísmo junto con lo

libresco se compensa, y así la inevitable realidad binaria con que analizamos la vida se transformaen “lo pulsional/lo racional”, o el sarmientino “civilización/barbarie”, o “lo bajo/lo alto”, o “lo vulgar/lo intelectual”... En fin, se acostumbra a debatir (y debatirse) en estas duplicidades, y el cruce peligroso, por plantearse como par excluyente, da pie para la “reflexión escribible”. El mecanismo es siempre el mismo aunque los detalles varíen.

Empecemos por la lectura en el inodoro, un hábito muy extendido en cualquier latitud (se me viene a la mente John Travolta en Pulp Fiction, saliendo de cualquier cagadero con su sempiterna revista bajo el brazo). ¿Y por qué tanto fanatismo por leer mientras se evacúa? O dicho al revés: ¿Por qué para muchos solamente el trono de porcelana es un incentivo para la lectura? Sentado sobre la taza y “moviendo el vientre” (extinto eufemismo de las abuelas) parecieran ser las condiciones de posibilidad de todo leer en serio. He aquí algunas experiencias.

Un jefe excéntrico que tuve, desoyendo nuestras sugerencias de qué pensaría si un cliente pedía pasar al excusado, había creado un verdadero rincón de lectura en el baño de la oficina: dos libros sobre robótica más una novelita de ciencia ficción en inglés (gracias a mi intermediación) colgaban de sendos hilos amurados a los azulejos de la pared con sopapitas (como los bolígrafos públicos, para que no se los roben) justo al lado de la taza de porcelana. Nosotros, todos con claras tendencias de anglofilia, llamábamos a ese acto con el púdico nombre de “reading in the crapper”.

En este cruce de civilización y barbarie también recuerdo el baño de un tío soltero, que había acomodado en el bidet (que nunca usaba) una veintena de ejemplares de la colección del Reader’s Digest traducida en dialecto gallego. Entraban justo, como si ese artefacto de la higiene hubiese sido pensado para albergar esos libritos de bolsillo: el “usuario”, sentado a escasos centímetros, los podía recorrer con los dedos, como cuando se revisan las bateas de las librerías de usados. Era muy práctico, lástima el contenido. Todo esto lo supe de primera mano porque cierta vez que lo visité y pedí hacer, como dicen los comerciantes, “uso de las instalaciones”, me tenté con separar uno y hojearlo. Tratándose de “lecturas digeridas”, que esos textos acompañaran tan íntimamente al mecanismo de evacuación de intestinos, me pareció una coincidencia no exenta de sardónica poesía. Lecturas pre masticadas para amenizar la liberación del bolo fecal... (qué fea expresión). Recuerdo que cuando regresé al comedor le comenté a mi tío esta graciosa conexión, pero él no captó el doble sentido.

En otra oportunidad llegaba yo a la populosa estación central del ferrocarril del oeste, y debí apersonarme en su baño con cierta premura. Aunque a cien metros tenía los toilettes mucho mejor equipados de una afamada hamburguesería, en limpieza y tranquilidad, el llamado del interior era tan acuciante desde hacía varias estaciones, que elegí el más cercano sin pensarlo dos veces. Tomé coraje y entré. Allí estaba el tipo que hacía las veces de cuidador y conserje(especímenes que se merecen un artículo propio), un viejo sentado en su sillita, con cara de nada, repartiendo papel higiénico en servilletas ya preparadas y jaboncitos a cambio de una moneda de colaboración. Yo entré medio a la carrera, con un ejemplar de bolsillo que venía leyendo de a ratos en el tren, segundos antes. El lugar era deprimente: húmedo, sucio, con ese olor a orina que pareciera haberse adherido a las paredes. Sin saludar, encaré los boxes. Me asomé al primer

cubículo de la larga fila y me quedé congelado junto a la puerta: no había inodoro, sino un agujero con dos apoya-suelas de porcelana en el piso que reproducían la zuela de los zapatos. Nunca había hecho “número dos” sin una taza en la que sentarme. El cuidador notó mi incertidumbre y me dijo: “Elegí el que quieras, nene: son todos iguales”. Para salir de la situación completé el movimiento y me encerré. Claro que se me fueron todas la ganas de leer, dada la posición tan incómoda: acuclillado tan cerca del suelo y con ese librito de tapas rojas en la mano me sentí como un anacrónico fan de Mao.

Y si se trata lo público de la experiencia coprológica, ni qué decir de los perros y las veredas. Siempre detesté que algunas calles de Buenos Aires, a la que tanto esfuerzo urbanístico se le ha dedicado para que luzca agradable, uno deba andar haciendo eslalon, mirando las baldosas, para no pisar los soretes de miles de mascotas que sus dueños sacan para que decoren de marrón los cien barrios porteños. Lo desconcertante es que desde hace poco yo mismo también me he vuelto un paseador de perro, con correa pero sin bolsita, y me alegro cuando la caniche elige “dejarle un regalito” a un vecino que detesto. Como si esa consciencia rastrera adivinara mis pensamientos a través de la correa, llega al territorio enemigo (claramente identificado porque las baldosas de granito se vuelven blancas) y dos de cada tres veces se detiene para alivianar sus intestinos allí mismo.

Para ir acabando este esbozo, no podía faltar la coprología en la literatura. Primero un recuerdo personal. Corría al baño con una novela de Celine (me acuerdo de las tapas blancas de esas viejas ediciones de Seix Barral) y por el apuro, al intentar levantar la tapa interior (con forma de anillo) de la taza, el libro se me resbaló y fue a parar al agüita. Por suerte el líquido estaba, digamos, sin uso, y además ese inodoro de la casa de mi abuela, un viejo Traful, era de los de la arquitectura del pisito y el hueco, lo que disminuyó los daños de la mojadura a la contratapa y lasúltimas páginas. Al fin y al cabo, pensé, era Celine. Más radical, pienso, como la cagada más prestigiosa de la gran literatura universal, es la genuinamente irlandesa “reading in the crapper” de Leopold Bloom, quien en esa mañana gloriosa de Dublín, allá por 1904, luego de materializar su “morning crap” leyendo un periódico literario, necesitó de papel higiénico y (cito eruditamente en ambos idiomas para quienes gustan de verificar la traducción) “he tore away half the prize story sharply and wiped himself with it” (“rasgó contundentemente por la mitad el cuento premiado y se limpió con él”).

En fin, me digo después de este alarde de enciclopedismo: si Joyce, quizás el mayor escritor del siglo veinte, se pudo dar el lujo de ser... a ver qué adjetivo conviene... procaz, yo estoy disculpado. Sólo en este aspecto, claro, que no se me malinterprete por favor, que no me estoy comparando con dios.

Enroque de letra, cambio de paradigmaAcatar:“Con Eloísa la historia es bien distinta. A diferencia de su marido ella no se había hecho monja por voluntad propia, sino por decisión de Abelardo. Obedecerlo era una manera personalísima de continuar su historia de amor (...). Eloísa había entrado al convento sin vocación y nunca se permitió el más mínimo engaño al respecto. (...) Nunca olvidó que había entrado allí por obediencia a Abelardo y en su interior siguió considerándose su amante”.

Atacar:“¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os vais ahora solos! Así lo quiero yo. En verdad, éste es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aun mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. (...) Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona? Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurrirá si un día vuestra veneración se derrumba? ¡Cuidad de que no os aplaste una estatua! ¿Decís que creéis en Zaratustra? ¡Mas qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes, ¡mas qué importan todos los creyentes! No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me encontrasteis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda fe. Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os encontréis a vosotros; y sólo cuando todos hayáis renegado de mí volveré entre vosotros.”

Homo homini lupusNo era una audición para una adaptación del cuento Caperucita Roja, aunque yo sentía

que del otro lado del escritorio había un lobo examinándome: “¡Qué dientes más grandes tienes!”.Ahí, sentado, yo parecía un sospechoso frente a la mesa del policía, que interroga desconfiado,escrutando el más mínimo signo en la cara del otro que lo delate. Hasta había una lámpara, pero el entrevistador no necesitó encenderla y encandilarme para que yo hablara. Lo denunciaba la hojita impresa que le había alcanzado: casi cuarenta años de edad y solicitando empleo.... ¿Debería ser yo culpable de algo tan grave? ¿Habré cometido tantos errores para estar postulándome para asalariado entre jóvenes de veinte años?

Pasé por situaciones así varias veces. Por eso creo que ese famoso dictamen de Hobbes, “el hombre es el lobo del hombre”, a mí se me vuelve terriblemente cierto en las entrevistas laborales. Pareciera ser que en el siglo veintiuno el bien más escaso no será el agua ni el petróleo, sino el empleo. El asalariado es una especie en extinción, y quien aún se empecina por vender su fuerza de trabajo pareciera más bien un mendigo delirante que reclama almohada de plumas de ganso en el refugio para indigentes. Tal vez por eso la explotación del que vende su tiempo sea algo ya naturalizado: “Encima que te damos un trabajo, no pretenderás que te paguemos un salario justo...” (¿Pero qué es un salario “justo”, dear Karl? ¿Cómo se puede hablar de justicia en una relación de poder, es decir, desigual, entre empleador y empleado?).

Siempre di por sabido esto: me van a explotar. Es mejor ir convencido de que toda empresa compensa sus pérdidas ajustando donde no hay reclamo: en la “mano de obra”. Pero ya se sabe, preferible explotado que desempleado... Yo también he hecho de la entrevista laboral un ejercicio, casi un oficio “ad honorem”. Acostumbro a formar parte de la legión de “coleros”, que por la mañana bien temprano se acercan a los llamados minimalistas de los avisos clasificados, y puedo asegurar que ésa es la peor cola que uno pueda hacer: esperar por una entrevista laboral, angustiándose por la incertidumbre de qué estará pasando allá adentro. Me ha pasado de ver a alguien salir con una sonrisa y pensar seguro que a ése ya le confirmaron el puesto vacante, pero por inercia siguen con las entrevistas...

(“El patroncito”, solían llamar los peones de estancia, con vergonzosa humildad, a quienesconsideraban sus benefactores de por vida. Algún rico estanciero, que en París seguía oliendo a bosta pampeana, le había permitido pasar de la categoría de “indigente” a la de “pobre digno”. Hoy el patroncito ha devenido en un pequeño burgués que nunca falta un domingo a misa, lo que no quita que de lunes a sábado siga explotando a sus empleados con religiosa fruición.)

Estando del otro lado del escritorio de mis examinadores, como en el banquillo de los acusados, siempre he tenido la sensación del más absoluto abandono. Nunca el mundo me pareció más hostil que frente a esos comerciantes cuentapropistas o esos jefes de personal que tienen bajo su poder “salvar” a uno de los tantos náufragos que estiran la mano. Son amables, piden que uno tome asiento. Sonríen, la careta de “civilizados” es parte del disfraz, al fin y al cabo está en juego la “imagen” de la empresa o del comercio, y el rechazado alguna vez puede volver como cliente... Yo los observo y siento que jamás desearía estar en ese lugar. Decidir la suerte de otro me parece más perverso que ocupar el lugar ridículo de mendigar un empleo a los 40 años. Hojean el impreso titulado “Currículum vitae” y cada tanto levantan la vista y miran a los ojos, como buscando alguna señal que delate las “mentiras piadosas” puestas en el papel. Son

máquinas insensibles, porque el sistema capitalista los ha transformado en eso: engranajes neutrales de un mecanismo que no entienden ni quieren entender. Obedecen órdenes, buscan al más eficiente, o al más preparado, o a la más tetona, o al más sumiso. Yo me anoto en esta última categoría, la del “explotado feliz”, por eso en el renglón que dice “Pretensiones económicas:” yahe dejado impreso la palabra “mínimas”.

Tengo todas en contra (falta de profesión, de oficio, de experiencia laboral) por errores míos y de nadie más, por eso me sincero por adelantado: sólo puedo ofrecer con humildad el redoblar la esquilmada, trabajar por menos del “salario mínimo vital y móvil” y en negro, claro. Como no tengo hijos y mis hábitos de vida son austeros, puedo ofrecerme bien baratito. Con sutileza le sugiero a mi examinador de turno que nos saquemos las caretas (yo la de Caperucita, él la del Lobo) y blanqueemos la situación: “Vengo a mendigar un empleo, explóteme a gusto”.

Nunca rechazan de buenas a primeras, aunque uno intuye que ese llamado telefónico prometido nunca va a llegar. Tienen el escrúpulo pueril de no matarle las ilusiones a nadie allí mismo. Es más conveniente que el postulante lo sepa por omisión, y estando bien lejos. Pero lo bueno de saberse rechazado, pienso cuando salgo de esa oficina hacia la calle y me cruzo con la cola de aspirantes que aún esperan por la entrevista, es que no tendré que malgastar mis días ahí adentro, haciendo un trabajo de mierda por un sueldo de mierda, y tratando con jefes de mierda (y hasta con “compañeros” de mierda). Más de una vez me he cruzado con linyeras que, a pesar de su abandono, no necesitan pasar por estas entrevistas pues la selva del mercado laboral ya no los alcanza: han perdido toda esperanza y eso es una liberación.

Telegráficas

RecurrenciasFelizmente desilusionado, en cada relectura alzo un poquito más las líneas de mis subrayados,hasta que algún día se convertirán en tachaduras.

ConstataciónEl juguetero de mi infancia hoy me vende dólares. Qué mejor ironía sobre la pérdida de la inocencia.

Extremos del envase retornableAl niño le alcanzan la mamadera, acto seguido puede vérselo empinarse con ambas manos y de un saque la shakespeareana leche de la bondad humana. En las antípodas de la tierra de las encías, al viejo le han acordonado la zona para que no halle la petaca con Old Smuggler, secuestrada y vaciada por la misma mano que un rato después le habría de poner combustible a la teta de plástico de su vástago. ¿Y entonces, me pregunto, por qué se le niega al viejo su jugo de cebada, si en su anhelo de gollete lo mueve la misma pulsión vital del infante?

Anécdota de guerraEntre sus pocos y repetitivos relatos, mi abuela materna contaba que su madre, en Italia, durante “la guerra del catorce”, como ella llamaba a la primera guerra mundial, en cierta ocasión el sueño profundo no le dejó escuchar la sirena del bombardeo inminente. Despertó con las explosiones y tuvo que correr hacia el refugio subterráneo por las calles vacías, entre las bombas que ya caían sobre la ciudad. Eso es todo lo que nos decía mi abuela de una misma anécdota contada muchas veces. Pero esa sola experiencia fuerte de mi bisabuela, pienso, vale más que toda mi vida de burgués aburrido.

HálitosDe chico me sorprendía que no recordara que yo estaba respirando, que todo el tiempo estaba haciendo algo que me mantenía vivo desde las sombras y yo no me daba cuenta; pero más me sorprendía verificar que si ese ejercicio se hacía consciente, se volvía incómodo, forzado, como si su mecanismo me enrostrara de golpe por qué yo seguía vivo. Me inquietaba pensar que quizá nunca más lograría olvidarme de eso que, puesto bajo la luz de la consciencia, se volvía insidioso como un alien que desde adentro pulsara los hilos del cuerpo con total impunidad.

Amistad pasajeraAyer, bajo la llovizna y por calles que desconocía, un perro me siguió. Durante algunas cuadras, él se retrazaba a mis pasos, una y otra vez, husmeando árboles, reconociendo el lugar, pero luego me buscaba con la mirada y me alcanzaba. Era grande, negro, de pelo corto. Y así como apareció, así como me eligió, también desapareció, de repente, sin explicaciones, llevándose su compañía.

Ébola

El apocalipsis del día viene de África. Un virus muy peligroso, informan. El ministerio de salud ya está tomando medidas en las fronteras del país, tranquilizan. El humanitarismo de auto supervivencia surge de inmediato, sin dudarlo. Nadie ve en esto una esperanza, un final terrible pero liberador para una especie deleznable. Claro, los noticieros sólo pueden transmitir tranquilidad; no dudan ni un segundo sobre la merecida supervivencia de lo humano.

EpigramaNo hay esperanza sino experiencia.

IncomunicadosEn el frontis de la modesta iglesia de mi pueblo (a la que no he vuelto a entrar desde la última vez que me obligaron a hacerlo, cuando la ceremonia de colación de la escuela secundaria), hay una inscripción que reza “Hic domus Dei est”, o sea, “Ésta es la casa de dios”. Me pregunto cuántos de los que pasan por ahí (entren o no al templo) y la lean, distraídamente, podrán descifrar esas palabras escritas en una lengua muerta hace ya muchos siglos. Por lo visto, el conservadurismo a veces pasa por un gesto de altanera incomunicación.

El Rematerializador recargado, o la muy-concreta Máquina del tiempoCuando se me da por soñar despierto, pienso que el último invento revolucionario que le

resta a nuestra época desbocada es el teletransportador de materia, como el del Enterprise pero para transporte de pasajeros y mercancías. Todos los demás sueños ya lo han cumplido la informática y las redes. Pero más allá de mis desvaríos futuristas, lo cierto es que vivo en un triste país sudamericano en donde la ciencia ficción es bajada de un hondazo por el más crudo naturalismo decimonónico. Porque en épocas de recesión económica, al hipotético rayo desmaterializador de mi fantasía le gana su adversario diametralmente opuesto, producto no de la mente afiebrada de un Asimov sino de las urgencias de la supervivencia diaria de un Erdosain. Me refiero al rematerializador. Un aparato que reinstala en lo público aquello que parecía absorbidopor el agujero negro de las modas y los usos.

Con las crisis económicas, la materialidad en los márgenes del mundo se vuelve más tangible. Las estrategias caseras de supervivencia en pos del mango que falta se multiplican con un ingenio que en épocas de vacas gordas nadie se esforzaría por practicar. Es el eterno retorno de lo mismo, la máquina del tiempo que, lejos de las elucubraciones metafísicas, recicla lo perimidopara volverlo otra vez mercancía, valor de cambio, fuente extra de recursos.

Ejemplos que empiezo a re-ver desde la última crisis económica, la de los noventas(¿alguna vez algún economista brillante le encontrará un parche a estos agujeros del capitalismo, o es que el modelo ya salió fallado de fábrica?) a estos días de 2015: el carro de madera que un desocupado engancha a un caballo (también desocupado hasta hacía poco), se sube al pescante, chasquea los labios, sacude las riendas y ¡vualá!: se rematerializa el botellero, el cartonero, suboficios suburbanos desaparecidos desde hacía un tiempo. Se reinstalan en la geografía barrial esos hombres que desde el pescante de sus carros reclaman al vecino, a voz en cuello (los mejor equipados llevan un megáfono) cualquier material de descarte antes de que se los lleve el camión de los basureros. O también están los autos que el rematerializador ha sacado de los galpones: Fiats 600 (llamados cariñosamente “fititos”), Renaults 12, Peugeots rastrojeros, con su caja de madera, Citroens 2 CV (como los de un tío mío que era mecánico y, cuando necesitaba probarlos, nos invitaba a arriesgados y vertiginosos paseos de 40 kilómetros por hora), camionetas Ford F100como la que alguna vez tuvo mi padre... “Nada se pierde, todo se restaura”, pareciera ser el mensaje de la Madre Naturaleza de la pobreza. Ni qué decir de los “clubes del trueque”, donde todo se canjea (hasta la ropa interior) pues la necesidad, como ya se sabe, tiene cara de hereje y los remilgos son lujos de pudientes. Lo mismo a la hora de llevar lo que se apilaba en el galponcito del fondo a las casas de empeño para que su valor de uso reencarne en nueva vida.

Para estas épocas de conejas en desbandada también resurgen en lo público las pseudo monedas provinciales, con la emisión de bonos y el endeudamiento a largo plazo de las provincias en su afán por pagar sueldos y aguinaldos a los empleados públicos. Infinidad de papelitos de colores que llevan a más de un ciudadano honesto a preguntarse por la idea de lo verdadero y lo falso. De tanto billete dando vuelta, uno ya se cansa de andar volteándolo al trasluz para comprobar su autenticidad. En ese abandono por cansancio, más de uno entenderá el patético juego ficcional que hay detrás del papel moneda. (¿O acaso Brecht, hace ya tanto, no se preguntaba qué era más vil, si robar un banco o fundarlo?)

Sólo un poder pareciera mantenerse incólume ante los efectos de la máquina del tiempo en las crisis cíclicas del capitalismo: el católico. Con su idea de sacar al pobre del apuro (pero no de pobre, eso ya no los incumbe), las asociaciones parroquiales siguen con sus sempiternas colectas de beneficencia. Claro que no son tontos y ven que la limosna ya no alcanza para la legión creciente de chicos que se refugian en los merenderos, o las familias enteras que se arrebujan enlos albergues para indigentes o que pasan la noche en los atrios aún no enrejados de sus iglesias. Pero el hundimiento general de la sociedad a ellos (que casualmente ya se han ganado una parcela de Cielo por sus actos de caridad) pareciera no sobrecogerlos. Uno esperaría de esta gente piadosa algún acto de arrojo, pero no. Con o sin crisis, la limosna es el pan de cada día para estos piadosos consagrados o laicos que tranquilizan conciencias y prometen redenciones de ultratumba mientras sacan de sus bolsillos una aguja y un camello.

En fin, la geografía urbana muta al ritmo de las crisis cíclicas de la economía de mercado. Lo retro no es por estas tierras una moda estética de las vanguardias chic: es parte de la diaria supervivencia del más apto. Así estamos.

ErostratitosYa conocemos la historia: un griego del montón, un mero ciudadano, quema el templo de

Ártemis. Es encarcelado y preguntado el porqué. Él responde “porque quiero quedar en la historia, ser famoso, que mi nombre sea recordado”. Entonces se prohíbe el registro de su nombre, su recordación, pero el pirómano extrovertido se sale con la suya: lo seguimos recordando.

En la adolescencia tuve un amigo que le pedía el auto prestado a su padre para salir a “pistear” por el pueblo: con frenadas bruscas y coleadas que malgastaban las llantas de su ahorrativo progenitor él quería hacerse conocido entre los vecinos, más especialmente entre las chicas. Un tranquilo domingo lo sorprendió un policía de civil haciendo sus exhibiciones y le secuestró el auto: había conseguido lo que buscaba, estar en la boca de las viejas chismosas de la cuadra, ser famoso a cualquier precio.

Lo de mi amigo es perdonable por la edad, si no se es irresponsable en esos años de la vida, ¿cuándo si no? Verdaderamente triste es lo que están haciendo los erostratitos de este país. Los vemos bastante seguido: armar las “cat fights” en vivo en los “talk shows” conducidos por modelos jubiladas, pagarse una primera fila en algún desfile de moda para asegurarse varios primeros planos que parezcan casuales, o invertir en una “entrevista” a doble página en alguna revista de la “forrándula” para que los empresarios y futbolistas se enteren de que han vuelto a separarse y están “disponibles” como los carteles de las oficinas en alquiler, y tantos otros recursos de “reposicionamiento” dentro del salvaje mundo del “espectáculo”. Más modestos que el griego que los engendró, ellos y ellas no necesitan quemar ningún lugar sagrado para llamar la atención, ni tienen sed de inmortalidad, claro.

Pero en estos últimos tiempos, a la tradicional galería de frivolidades para la correcta visibilización de sus cuerpos, nuestros erostratitos le han sumado un nuevo y novedoso recurso (de oferta por tiempo limitado) de visualización mediática: las visitas al Papa. Claro, el santo padre es un compatriota, y consiguió lo que muy, muy pocos consiguen: ser el top de los tops dentro de su organización, que da la casualidad que es la más poderosa del mundo. Imagínense: A un amigonuestro le dejan la llave no de una mansión, ¡de una ciudad de mansiones!, para que la cuide por un tiempo, ¿acaso no iríamos a tocarle el timbre para que nos deje disfrutar, aunque sea por una tarde, de la vajilla de plata, el hidromasaje y la piscina? Sería de mal amigo no compartir lo que le confiaron.

¿Y cómo Francisco no recibiría, en su infinita misericordia, a esos pecadores públicos? Él debe dar el ejemplo. Y el desfile asusta: (ex) futbolistas con (actuales) problemas de drogas, políticos mafiosos en campaña, sindicalistas corruptos, “botineras” (prostitutas caras de futbolistas) cual María Magdalena con obscenos implantes mamarios... El zoológico argento se despliega por los palacetes de El Vaticano cada día, barriendo con sus pies sudacas todo rastro de sacralidad de esos templos de oro. Erostratitos sabios que se abusan del perdón cristiano. Los vemos por tevé: están sonrientes frente al hombrecito de blanco, lo palmean, le presentan a sus hijos y le dejan recuerdos, mientras no se olvidan de que las cámaras a su alrededor le tomen su mejor perfil.

Se acercan las elecciones presidenciales (2015), ¿cuánto se cotizará una instantánea al lado de Jorgito para septiembre? Pero cabe una pregunta, pues si él llegó hasta allí es justamente porque no se chupa el dedo: ¿el ex cardenal Bergoglio no se da cuenta de que todos estos

compatriotas que peregrinan a la Santa Sede en primera clase en pos una entrevista están abusando de su altísima dignidad? Cómo no darse cuenta, si el religioso está cortado con la misma tijera... Yo creo que recibe a los erostratitos para recordarles (y recordarnos) la parábola del médico que está en los evangelios: hay que visitar, o en este caso dejarse visitar, por los enfermos.

Concedido. Pero yo me pregunto, ¿antes de despedirlos, Francisco no les sugerirá que dejen de pecar, o que al menos practiquen con menor frecuencia los pecados capitales de la vanidad, la lujuria y la soberbia? Porque por lo visto, en lo moral, ellos parecieran salir de la basílica de San Pedro igual que como entraron. En lo material no, claro, se los ve cambiados, pues se traen la foto y el video junto al curita porteño que llegó tan lejos... Una cosa, pienso, sí que cambió: la banda de fallutos que ocupa el Gobierno, y que tanto lo odiaban cuando Francisco era apenas el obispo Jorge, ahora lo aman. Un milagro más para su futura santificación: en su inabarcable poder, el Papa trocó odio por amor.

Mis campos de batallaWalter Benjamin cuenta en El Narrador que los soldados que volvían del frente de batalla,

acabada la primera guerra mundial, estaban callados, sin experiencias que contar o sin manera de verbalizarlas. ¿Perder la capacidad de narrar es también perder la capacidad de experimentar? ¿Y los que se quedaron en la retaguardia, lejos de la carnicería del frente, podían contar pero tal vez no tendrían nada fuerte que decir? Experiencia y narración: de esto quería hablar.

Los recitales de heavy metal, cuando quienes convocan son las legendarias bandas internacionales que estiran sus giras mundiales hasta sudamérica, se organizan en estadios de fútbol. Yo, si decido pagar una entrada, elijo ir al “campo”, pues creo que solamente con la masa de cuerpos en ebullición se puede disfrutar con intensidad lo que pasa sobre el inmenso y sofisticado escenario. La cercanía es una cuestión importante. Ir a una butaca en la lejana tribuna para terminar viendo el recital por la pantalla gigante, es como quedarse en casa y verlo por tevé. Pero hay otro dato más: mido 1,63 de altura. Todo un problema para ver qué pasa sobre el escenario, y desde lejos termino, como diría Dolina, con dolor de “cogote de yesero”. Además, verlo desde el fondo del campo de juego, más allá del mangrullo de sonido que se alza casi en la mitad de la cancha y cuyo acertado nombre pareciera querer protegerse de la indiada que pulula por abajo, es casi como no haber ido. Por eso siento que debo avanzar hacia el frente de batalla, cerca de las vallas, o mejor aún, literalmente abrazado a ellas. Más allá hay un pasillito con tipos de seguridad (imaginemos a los cocodrilos del foso perimetral que rodeaba a los castillosmedievales) y luego sí, los músicos admirados sobre el pedestal del escenario. El precio de vivenciar de cerca lo que pasa allá arriba (más aún si se está tan cerca del suelo) es que esa zona es muy sangrienta: apretujamiento, pogos multitudinarios, empujones, codazos, los que hacen mosh y que cada tanto pasan arrastrándose por arriba de uno como si nuestras cabezas fueran mullidas y vívidas baldosas... El frente de batalla de un mega recital de heavy metal es una experiencia fuerte, sí, pero no para cualquiera.

Yo avanzo hacia el frente. A codazos y manotazos me abro un sendero entre los cuerpos sudorosos, entre las melenas revueltas, entre las camperas de cuero y los cinturones con tachas. La experiencia de la batalla vale la pena, me digo, es una vez en la vida, pues es difícil que estas bandas (por la edad de sus músicos y por el kilometraje que deben hacerse hasta el culo del mundo) vuelvan otra vez por acá. Entonces soy un bárbaro entre los bárbaros, y soporto uno y mil vendavales conviviendo en esa ordalía pagana de veinte o treinta mil almas en trance.

Pero, al terminar el recital, al salir del estadio y reencontrarme con los amigos con que marché a la batalla (algunos bajados de la platea sin un rasguño porque no soportan a la indiada bruta, y los comprendo) yo estoy tan excitado que no puedo contar lo que viví, allá en la vanguardia de la contienda. En la desconcentración de miles de fans, caminamos (algunos transpirados de pies a cabeza, otros fresquitos como si recién hubiesen llegado) hasta el estacionamiento donde dejamos el auto que nos trajo. De regreso, tenemos un viaje de 50 kilómetros, y en algún punto nos saldremos de la autopista y pararemos en algún kiosco de una estación de servicio para refrescarnos, tomar algo y contarnos las primeras impresiones de la banda y del show en general. Allí sí, ya más sereno, puedo recuperar mi voz, y mientras escucho lo que mis amigos vivieron, yo tal vez pueda intercalar alguna experiencia de mi combate personal.

Todo lo sólido se desvanece en el aireSi en cuestiones de batallas estéticas muchos se presentan, con cierto orgullo, como parte

de la vanguardia, yo, en la cuestión de la batalla librada por la tecnocracia (y contra la tecnolatría), me asumo con modestia como parte de la retaguardia. Soy el último de los últimos, el que va cerrando la línea de la huida hacia las nuevas tecnologías, una resistencia pacífica que cuida mi espalda hasta donde puede.

Un ejemplo: la semana pasada (marzo de 2015), terminé por tirar a la basura las últimas dos cajas de disquetes que aún guardaba en el cajón de mi escritorio. Eran de los pequeños, de dos pulgadas y media, pues a los más viejos, de cinco pulgadas y un cuarto (700 kbytes de capacidad, si mal no recuerdo) ya los había enterrado hace unos años, aunque conservo las prácticas cajas de acrílico para guardar chucherías. Aunque mi vieja computadora aún tiene disquetera, con los pen drives ya no los usaba ni siquiera para hacer copias de resguardo. Así que los despedí solemnemente porque necesitaba espacio en los cajones del escritorio. (Aún recuerdo el primer disquete que compré, para usar con una de las tres primeras y costosas PCs modelo XT que mi escuela había adquirido, eran años [circa 1990] en donde la informática era una cosa misteriosa sólo para jóvenes y expertos.) En esta autopista despiadadamente utilitarista que nos propone el capitalismo de consumo, nada que fuera útil debería retenerse, salvo, claro, el ejemplar guardado para los museos del futuro cercano.

Pero hay algo aún más prehistórico que el disquete, y que ocupando una caja completa, allá arriba de uno de los módulos de la biblioteca, me interroga si no será ya hora de hacer lugar yendo al crematorio de la tecnología obsoleta. Unos cuarenta casetes de cinta esperan el veredicto. Necesito espacio, en este cuarto de quince metros cuadrados que es todo mi hogar hoy. Pero a diferencia de los disquetes, en esas cintas guardo material único: entrevistas a poetas, clases de profesores de la universidad, charlas de café en donde las voces reconocibles cada tanto algo dicen que escapa a la banalidad reinante. Todos productos de mi querida grabadora de periodista que aún conservo. (Todavía recuerdo el último casete que compré: en el descanso de una clase de antropología, en el instituto, salí de urgencia a buscar alguna tienda que me permitiera registrar las dos horas que quedaban de exposición. Entré en una regalería y el joven chino que me atendió, que jamás había visto una cinta magnetofónica en su vida, sin contar con la dificultad que tenía para manejar el idioma español, no lograba dar con mi pedido, hasta que yo mismo los divisé, detrás de él, y se los señalé en la estantería. El muchacho me lo envolvió observando con curiosidad esa rareza que ni siquiera sabía que vendía.) ¿Debería tomarme el trabajo de digitalizar esas voces? ¿Vale la pena semejante esfuerzo para librarme de los casetes? En el fondo, pienso, sigo siendo un fetichista. ¿Qué de trascendental me perdería yo (o el mundo) al librarme de esas voces en cintas? ¿Hay algo que se pierda para siempre?

Y sin embargo no he hablado del objeto que más espacio cúbico me quita en este hábitat vitae, pues ante la escasez de oxígeno urge mantener a raya las cosas. Obvio: los libros. ¿O acaso no hay algo más demodé para el cibermundo actual que un artefacto compuesto de papel y tinta?Sin duda, si digitalizara mi biblioteca y la guardara en el disco rígido ahorraría muchos metros cúbicos de espacio vital. ¿Pero leer de la pantalla, sería leer? Esta cuestión ni pasa por mi cabeza: estoy seguro de que “libro” será para mí, hasta el final, libro en papel. Y aquí no hay revolución

digital que valga. El sentimentalismo fetichista se asoma, lo sé, con más patetismo que nunca. Qué le vamos a hacer...

En fin... Tres tecnologías, tres prejuicios: disquetes finalmente exiliados, casetes aún amnistiados, libros ni siquiera legalmente procesados en su alma de papel. (Me detengo antes de terminar para volver al principio: Entonces no todo lo sólido se desvanece en mi aire, dear Karl.)Así están las cosas.

Sobre la amistad (una contra apología)Acabo de releer un artículo de un escritor al que admiro y he tenido la suerte de tratarlo

en persona algunas veces. Habla sobre un amigo suyo, su apellido titula el texto, y ese nombre propio le da pie para explayarse sobre la amistad en abstracto. Un ensayo casualmente parecido al que escribió el inventor del género y de la palabra “ensayo”, Miguelito de la Montaña. Claro que para el autor, que es una persona sensible y bondadosa, los amigos son una necesidad vital: Fabián hace un culto de la amistad y cada tanto lo pone por escrito. Motivado, porque el texto tiene su seducción, se me ocurrió hacer un examen de conciencia (sin cura ni dios) para preguntarme sobre la amistad en mi vida. Y llegué a una conclusión que será antipática para los ejercitadores de la filantropía: yo no tengo amigos. Y no me importa no tenerlos. Lo digo sin pathos, como quien comprueba que está lloviendo.

Por ejemplo, no me veo con ex compañeros de escuela, pues no tengo nada en común con ellos. Más de una vez me invitaron a reuniones de ex alumnos de esa primera promoción del colegio secundario, pero siempre me negué. ¿Para qué ir, si no encuentro la menor empatía con esos lejanos adolescentes que ahora, más de veinte años después, están pelados, arrugadas y llenos de hijos? No sirvo para fingir una cortesía que no siento. Otro ejemplo: Alguien a quien alguna vez consideré mi amigo, viene una vez por mes a mi casa, pero para devolverme en cuotas el dinero que le he prestado. Ahora entiendo que en realidad sólo somos buenos vecinos con varios recuerdos de infancia compartidos, pues si no fuera por este negocio en común no nos veríamos nunca, más allá de algunas palabras cruzadas en la calle, cuando coincidimos por una cuestión de proximidad espacial. En fin, si me remitiera a lo que Goethe llamaba las afinidades electivas, diré que sólo busco relacionarme con personas que tengan conmigo gustos y preocupaciones en común, y he verificado que sólo una persona me interesa ver en esta insípidaciudad de casi cien mil habitantes de cuyo nombre sigo sin querer acordarme.

Pienso que en la amistad lo que prima es el sentimiento, la efusión del pathos al que yo trato de escapar como de la peste. Mucho mejor, me digo, es la camaradería. Allí la relación es de interés, un interés que no se oculta ni se disfraza de intenciones candorosas. Al fin y al cabo, la elección de las afinidades tiene que ver con eso, con romper con el determinismo de la familia y del lugar en que nos tocó nacer y crecer, y que no elegimos. “Todos nacen en el mismo mundo pero cada uno se dirige hacia su mundo”, decía no me acuerdo quién, y la elección de los compañeros de ruta es parte de ese acomodo en un mundo que pretendemos a nuestra medida. ¿Por qué fingir que siento empatía por personas o causas que no me significan nada? ¿Para ser “políticamente correcto”? El fingimiento profesional es cosa de políticos, presentadores de tevé o actores. El caer bien es una práctica muy difundida en esta sociedad del aparentar, y yo no tengo alma de zelig. Tengo, en cambio, intereses, preocupaciones, proyectos, y sé que con algunas pocas personas (inteligentes y sensatas) que compartan estas búsquedas podré establecer asociaciones de mutuo beneficio. Nada más. Sin patetismos sentimentaloides ni aspavientos pasionales. Colaboración con quienes pueden beneficiarnos (y verse beneficiados) en algún tramo de nuestra navegación. Y si el compañero o uno mismo cambia en sus búsquedas, irremediablemente nos alejaremos, sin resentimientos ni nostalgias. Apáticamente, que para “muestras de dolor y congoja” ya están las telenovelas mexicanas y la prensa sensacionalista.

Terminaré con una anécdota. Dije más arriba que en este pueblucho de cotillón en el que vivo había alguien a quien sí tenía ganas de ver. Como yo, Hernán incuba (y comparte) preocupaciones de escritor. Él, a diferencia de mí, terminó la carrera de Letras, y es el único en muchos kilómetros a la redonda con quien se puede hablar en serio sobre literatura. Desde hace un tiempo que nos conocemos y cada tanto nos mandamos textos vía correo electrónico en un cruce de críticas a la vieja usanza, esa colaboración ya perdida del “si me leés te leo”. Bueno, los inéditos con sus comentarios de vez en cuando van y vienen por la red de redes. Hasta que un día de la semana pasada me dije “tengo ganas de pasar a saludar a Hernán, hace como dos años que no nos vemos y vivimos a ocho cuadras de distancia”. Y esa misma noche de sábado, cuando saqué a pasear a la perrita de mi madre, encaré hacia su casa. Le toqué el timbre y lo sorprendí con mi inesperada visita. Hablamos largo y tendido hasta las cuatro de la madrugada, con él y con su esposa, mientras que la caniche de mi madre jugaba con la de su hijita. Intercambiamos opiniones sobre libros, cine, pintura, el budismo, el mercado editorial, la política nacional, los ideales y zonas aledañas. Opinamos y juzgamos sin voluntad de convencer al otro sobre nada, con sinceridad y respeto. En fin, tuve un impulso de ver a Hernán, alguien a quien no considero un amigo (pues ya he dicho que me resisto a esa categoría), sino un compañero de ruta en este, parafraseando a Paul Groussac, viaje intelectual. El hábitat de los libros es, ya lo sabemos, un páramo bastante solitario. Él es una persona sensata e inteligente, y con eso me basta. Nunca lloraremos abrazados, ni nos trenzaremos a las piñas, si es que estas muestras de patetismo conforman la galería de gestos de la amistad; pero a cambio seguiremos ejercitando el pensamiento. Así concibo las relaciones humanas, con esta saludable apatía, una distancia emocional y sentimental que me mantiene a salvo del insufrible pathos que infesta un Occidente signado por La Pasión de la Cruz. Y perdón si herí susceptibilidades.

Memorabilias

MamboretáRecuerdo una mañana de mi infancia en que la madre Naturaleza me dio una sorpresa. Yo

estaba en el patio de la casa de una amiguita, con otros chicos, presumiblemente era una fiesta de cumpleaños. No sé por qué, pero me había enemistado con los demás y por eso deambulaba solo por el fondo del jardín, con ganas de volverme a mi casa. Allí descubrí sobre la rama de una planta a una mantis religiosa, animalito que por aquí le dicen mamboretá. Era la primera vez que veía uno. Su forma me maravilló, tanto que no creí que fuera de este mundo. Parecía más bien un alien venido de algún planeta de liliputienses verdes. Llamé a los otros chicos para compartir mi hallazgo, y el asombro colectivo hizo que me sintiera otra vez parte de los demás.

Valor de uso Busco en el diccionario la entrada que reúne a estos textos. Por “Memorabilia” leo “objeto

de colección de gran valor sentimental”. Anoche, a eso de las once, salí a pasear a la caniche de mi madre calzando unas “Le coq sportif” con dieciocho años de uso, pues recuerdo bien el momento de mi vida en que las compré. Y me preguntaba si este par baqueteado de zapatillas, de gran valor sentimental para mí, podría considerarse una memorabilia, siendo que aún sigue “en actividad”. Valga decir que, completando mi atuendo, salí a la calle vestido íntegramente con la marca de “las tres tiras”. Pero pasando revista a los costos de mi indumentaria deportiva, deberé aclarar que al pantalón corto lo compré en una tienda de ropa usada por 40 pesos, y a la camiseta de la misma marca la adquirí en una feria también de ropa usada que organizaba una parroquia de barrio por el irrisorio precio de 5 pesos. En total: 45 pesos. Monto con el que no podría comprar, nuevo, ni un par de medias de la afamada firma alemana. Y quien me viera de lejos... pensaría que soy alguien que gasta en “primeras marcas”, cuando en realidad es algo que rechazo de plano, pues no me creo el cuento de la supuesta calidad extra que traen los productos fabricados por compañías de renombre. Pero volviendo a mis queridas Le coq (las veo en este momento, asomadas bajo la mesita de luz, y parecieran preguntarme o más bien implorarme: “¿Hasta cuándo?”) y partiendo escrupulosamente de la definición dada más arriba para esta columna, no sabría si “dan el perfil” para considerarse efectivamente “objeto narrable” por “su gran valor...” etcétera. ¿Pero entonces, qué hacer con tantos recuerdos de fetichista lumpen?

HalleyEl cometa pasó cerca de la Tierra en 1986, y con 11 años de edad, mi ilusión era enorme.

Me fascinaba la astronomía, recuerdo que mi abuela me retaba porque en pleno invierno salía al jardín, a medianoche, para seguir identificando las constelaciones de la estación, y ése, el del pasaje del Halley por este rincón del sistema solar, era el primer acontecimiento importante que yo vería con mis propios ojos. Fue un completo fiasco, el cometa no estuvo a la altura de su renombre ni de mis expectativas. En mi memoria lo veo como una estrella más, amarilla y apenas un poco más grande que el resto de los astros. No tenía cola, no se parecía en nada a las fotografías que yo había visto en una revista de divulgación científica que un tío me compraba. Después de la tercera noche de levantarme a las cinco de la madrugada, renuncié a que me

maravillara y me puse a sacar cuentas de su próxima visita: como el Halley se da una vuelta por acá cada 76 años... yo tendría 87. Recuerdo que por primera vez me imaginé viejo, o muerto; que por primera vez sentí el rigor del cosmos, de sus tiempos abismales y de mi pequeñez.

Algunas sensacionesEl olor del pasto cortado. La memoria perceptiva me lleva a los sábados a la tarde en el

polideportivo municipal, hará unos quince años. Era el momento de la semana dedicada al fútbol, al “picado” informal con quienes se aparecieran por allí con una pelota bajo el brazo. Transpirado, agitado, magullado, me recuerdo respirando profundo ese olor del pasto humedecido. (Si hasta recuerdo haberme soñado jugando a la pelota, en una época en que trabajaba el sábado todo el día y me veía impedido de esta distracción: en el sueño respiraba ese aroma húmedo del césped y me sentía muy bien.)

El sabor del tuco. El que preparaba mi abuela para sazonar los fideos. Como hija de italianos que era, cuando nos veía a mí y a mi hermano cortarlos con cuchillo y tenedor nos recordaba que era un sacrilegio y que de vernos, su padre nos hubiera dado un “schiaffo”. Pero lo que más recuerdo de ese tuco era que constituía, para nosotros los chicos, el entremés que nos sacaba el hambre demencial que ataca a los niños antes de que la comida esté lista. Con el visto bueno de la abuela, a la que imitábamos, nos acercábamos a la olla con la miga de un pan cortado en rodajas y lo sopábamos en ese líquido rojo humeante y burbujeante cuyo sabor no he vuelto a disfrutar.

El frío en la cara, el fuego en el pecho. Esta combinación creaba en mí una extraña sensación, apenas atendida, deberé decir, pues un chico está demasiado concentrado en sus juegos como para detenerse a elucubrar sobre los efectos de sensaciones contradictorias. Era invierno, presumiblemente vacaciones en la escuela, y en casa de la abuela, a la hora de la siesta, donde el mundo de los adultos parecía entrar en un estado de coma, nosotros combatíamos la amenaza constante del aburrimiento con una pelota de fútbol, en plena calle asfaltada pero de barrio. La abuela no quería, pero a la larga nos dejaba. Era imposible hacer dormir siesta a dos varones de seis y diez años. Eso sí: salíamos bien abrigados. Tanto, que parecíamos dos muñequitos de Michelin en pleno amotinamiento. El cielo nublado, el viento frío que ponía roja la piel de la cara, y debajo de los dos o tres pulóveres, encastrados uno sobre el otro, yo sentía un fuego que me subía hasta la cabeza viniendo desde el cuerpo acalorado de tanto correr.

Los ovnis nunca vistos. Habíamos ido con mi tío y mi hermano a jugar a la pelota a una plazoleta cercana a la casa de mi abuela, donde pasábamos las vacaciones de verano. En realidad, mi tío nos cuidaba. Él se sentó en la amplia base del mástil de la bandera, a unos diez metros, y nosotros no tardamos en encontrar socios predispuestos para armar un partido. Recuerdo que en algún momento mi tío nos llamó, perentorio, pero nosotros, absorbidos como estábamos por las vicisitudes del juego, demoramos su pedido con un “ya va” gritado a la distancia que nunca se cumplió. Sí recuerdo, porque yo atajaba, haber visto a mi tío muy entretenido mirando el cielo, hacia el oeste, cerca de donde el sol se ponía, y que yo tenía tapado por las copas de los árboles. Cuando el fútbol terminó, nos volvíamos y él nos contó que nos llamaba (ya lo habíamos olvidado) para mostrarnos dos ovnis que había visto flotando en el cielo durante varios minutos. (En aquellos años, los ochentas, no existía la telefonía celular y nadie andaba como hoy, con una

cámara fotográfica y fílmica en el bolsillo.) Nos los describió, pero no era lo mismo: nos habíamos perdido de presenciar un misterioso fenómeno por algo tan cotidiano como patear una pelota. Yo pensé que, siendo tan joven, no me faltaría otra oportunidad para ver platos voladores o incluso extraterrestres. Tres décadas después sigo esperando.

La voz de mi maestra. Hace unas semanas, leyendo el semanario local, me enteré de que murió la “señorita” Cristina, mi maestra de séptimo grado (1987) en la escuela primaria. Esta mujer era de las que tenían, como se dice, una “personalidad fuerte”: su voz portentosa nos intimidaba, y uno solo de sus enérgicos llamados de atención bastaban para calmarnos y traernos de regreso al rol de “escolar disciplinado”. Pero a la vez ella tenía un sentido del humor desconcertante para nosotros, sus alumnos: en plena explicación se salía de registro con algún chiste levemente escatológico que nos hacía reír con ganas. Sólo la señorita Cristina lograba esa combinación única entre sus colegas de infundir respeto y a la vez mostrarse desacartonada y divertida. Pero más inquietante aún era el hecho de que en su vida había una historia trágica, que ella misma nos contó una tarde, en medio de una clase. Todo se cifraba en una mañana de domingo. Ella salió de su casa para hacer las compras. Había dejado a su marido con un amigo, arreglando un camión en la calle. “Todo estaba bien”, recuerdo que nos dijo. Cuando volvió, a los pocos minutos, él estaba muerto: una descarga lo había electrocutado. Mi abuela, cuando la veía pasar hacia la escuela, con su delantal blanco, siempre comentaba que a la señorita Cristina se le notaba la amargura en la cara: tenía las comisuras de sus labios hacia abajo, como en un interminable rictus de reprobación ante la desmesura de la vida. Y a nosotros, sus alumnos del colegio parroquial, también nos dejaba esa sensación: la tragedia de ese día se le había hospedado en la cara para siempre, aunque cada tanto ella se saliera del “acartonamiento docente” con un repentino gesto de humor que parecía contradecir el sempiterno lamento de sus labios.

Algunos gestosLos del cura, en el parque de un geriátrico, bendiciendo la pantagruélica comida que nos

rodeaba un segundo antes de que se desatara la comilona, como si con el canto de su mano derecha dividiera la mesa en cuatro mitades iguales, coordenadas cartesianas que nos sugerían recato.

Los de la azafata, allá adelante, cuyos aspavientos (histrionismo laboral anticipatorio de la tragedia posible) me recordaban que en pocos minutos ellos pondrían mi cuerpo a ocho mil metros de altura.

Los del agente de tránsito, que en medio de la avenida de seis carriles retrotraía el tiempo a una época en que los semáforos eran de carne y le ponían el cuerpo a la confusión. Con el corte de luz lo habían puesto a hacer ejercicios, y su brazo, yendo y viniendo, parecía querer curarle el empacho al Audi negro que le pasó finito por al lado, acelerando con desdén modernista.

Los del profesor de aeróbica, que en un balneario chic de Mar del Plata trataba de sincronizar a la fauna de señoras turistas con sobrepeso, convocadas tal vez por la radiación que emitía una protuberancia allá al frente, ceñida bajo las calzas blancas: avanzaba un paso hacia el rebaño y pronto se arrepentía.

La del militar, que en el portón de entrada al cuartel, para la revisación médica de un servicio militar obligatorio que por suerte ya fue, instaba a un grupito de adolescentes asustados a

que se formaran prestos (sus brazos, paralelos como cuchilladas frente a su cara de acero, querían decirles “hacer dos columnas”) para entrar en el destacamento.

Los del mimo, en la peatonal de Mar del Plata, corriendo contra un viento que pretendía ser imaginario pero no lo era: un febrero tormentoso no le dejaba margen para la imaginación a este enharinado, histriónico pronosticador del clima.

Los de doña Yolanda, la curandera del barrio que nos sanaba del empacho o la ojeadura. La visitábamos con mi abuela en su ranchito. Se la veía apaciguada, segura de sí como una matriarca esclarecida. Y codo-dedo, codo-dedo, su antebrazo avanzaba por la cinta métrica hasta mi vientre como una cobra percherona; luego finalizaba el rito haciendo cruces con su pulgar contra mi esternón, a la par que decía en sotto voce conjuros exotéricos que yo me esforzaba por decodificar.

El de mi difunto tío, que cuando quería significar que algo le parecía muy bueno (“regio” diría él), bajaba las comisuras de sus labios y hacía un gesto muy común entonces entre los bonaerenses, pero ya extinto: unía por las yemas índice y pulgar de su mano derecha, dejando los otros tres dedos extendidos y rígidos, adelantaba la mano hasta la altura de su pecho y sacudía el brazo de arriba abajo varias veces.

Extraños llamadosOtro episodio de mi vida en departamentos capitalinos de propiedad vertical fue la

llamativa relación que entablé (si así puede llamarse) con un vecino. Yo ocupaba el monoambiente del piso 15, y él el del 16. La configuración interna del departamento era la misma (en veinte metros cuadrados no hay muchas variantes posibles después de todo), así que teníamos hasta la cama en el mismo eje espacial: una encima de la otra, junto a la única ventana que daba a las vías del ferrocarril norte. (¿Cómo supe esto?, pues porque todos los viernes a eso de la medianoche, puntual, como si el vecino sin cara y su partenaire cumplieran con un horario, la cama “allende el cielorraso” empezaba a chirriar acompasadamente, y yo escuchaba durante unos minutos sobre mi cabeza un molesto “criqui criqui” motorizado por la pasión.) Volvamos a los hechos. Por aquellos años yo sufría de somniloquía: hablaba y tal vez hasta gritaba en sueños, tal como mecontaba mi abuela que hacía cuando era adolescente. La cuestión es que, en varias noches, me despertaba con el ring del teléfono de línea. Yo saltaba de la cama y corría a atender, pues a esa hora uno se malicia algún drama en puerta. Levantaba el tubo y automáticamente del otro lado colgaban. Volvía a la cama contrariado pero con la sensación de recuperar el sueño más calmado. Recuerdo que era verano, y dormía con la ventana abierta de par en par, con la ilusión de aprovechar la brisa que ni a esas alturas atenuaba los calores del día. Dándole vueltas al asunto, descubrí el misterio: con mis parlamentos oníricos yo despertaba al vecino del 16 H; éste habría averiguado mi número telefónico (estaba en la guía pública y con las bases de datos digitales que ya existían era muy fácil hallar un número sabiendo la dirección; de hecho, yo mismo lo había hecho con una vecina del 7 G) y cuando yo empezaba a hablar me telefoneaba para despertarme.

CachiruloEsta memorabilia me lleva a buscar en el diccionario esa palabra. Dice: “Coloquial: Objeto

generalmente alargado que cubre o forma parte de algo y que no se puede o no se quiere

designar”. Qué extraño, me digo, porque “Cachirulo” llamaba mi tío, mecánico de profesión, a un Citroen 2 CV blanco, coche que se había armado él mismo en sus muchas décadas en el oficio de reparar exclusivamente esta marca francesa. En su oscuro taller (que parecía el búnker de la resistencia parisina) sólo había 2 CVs, 3 CVs, Amis 8, y muy de vez en cuando algún modelo importado que nos maravillaba. La cosa era que en el Cachirulo nos llevaba, junto con mi hermano y mi abuela, a pasear los sábados a la tarde. Hoy lo rememoro y me sorprendo de que no nos hubiésemos matado. A ese modelo de auto le decían “ranchito” porque era, literalmente, cuatro chapas y una lona. Si alguno se subió alguna vez, habrá notado que las puertas se trababan con unos pestillos temerarios que reíte de las normas IRAM. Apoya cabezas o cinturones de seguridad eran parte de la utopía futurista de una vida longeva. Si a esto le agregamos la sordera y miopía de mi tío, allí al volante, la escena se parecía a una versión lumpen de Mad Max, pero en cámara lenta: por suerte el Cachirulo no pasaba de los 60 kilómetros por hora. Parecía una cifra del país que nos rodeaba: sobre una ruta provincial poceada, con su carril de una sola mano sin demarcar, los cuatro avanzábamos lentos dentro de ese coche tan rústico y despojado, tan minimalista como un cuento de Carver, tan cercano al titular de prensa “accidente fatal de tránsito” que de milagro nunca ocurrió.

El hombre gastadoDe chico, recuerdo el domingo en que mi vecino me invitó, en el auto de su padre y con su

hermano, a pescar en “lo del Viejo Llesca”. Por su propiedad cruzaba un arroyito bucólico, y el hombre trataba de ganarse unos pesos con esa modesta atracción. Por eso había un cartelito colgado de la tranquera que decía algo así como “Para pasar al río $ 5”. Recuerdo que el padre de mi amigo, que era bastante tacaño, le llevó como obsequio una botella de vino tinto nacional, ahorrándose con esta “gentileza” de pagar cuatro “pases”. Unas tres horas después, cuando nos volvíamos, nos bajamos del auto para saludar al viejo, que seguía allí tal como lo vimos cuando llegamos: sentado en una silla de paja, bajo un árbol, inmóvil como un buda telúrico en pleno trance contemplativo del vacío de la llanura. Parco en gestos y palabras, aceptó con una sonrisa mansa nuestra cordialidad. De regreso en el auto, yo, que lo veía por primera vez, comenté algo sobre su condición de inmovilidad, que traducido por un criollista sería: “El anciano se confundía con el paisaje”. “Está gastado”, me dijo el padre de mi amigo, y me explicó que así quedaban los hombres de campo, luego de una vida de trabajar a la intemperie en las tareas rurales. “Y así como lo ves, capaz que no tiene más de cincuenta”, me dijo mirándome por el espejito. Yo giré mi cabeza para verlo una última vez por la luneta trasera del auto, mientras atravesábamos la tranquera de entrada: el viejo parecía un muñeco de cera custodiando su propio museo.

PrestigiosCuando acompañábamos a la abuela al médico, lo más difícil era superar el tedio de la

espera. Nunca supe por qué, pero el turno invariablemente venía atrasado, veinte minutos, media hora... ¿De qué servía llegar puntual? ¿El médico no podía hacer turnos más extensos, puesto que las demoras eran cosa de todos los días? La cuestión era que, en la sala de espera, solos o con otros pacientes y la secretaria, el tiempo no pasaba nunca. Y había que portarse bien, quedarse quietito, sentado en una butaca como un nieto obediente. Entonces con mi hermano nos

entreteníamos contando los cuadritos con los diplomas que los galenos, sin excepción, exhibían de manera ostentosa en la sala de espera. Las cuatro paredes estaban repletas de diplomas enmarcados, detrás de un vidrio, dando fe de los más variados cursos y posgrados que el especialista, oculto dentro del consultorio como un divo que se hace desear, casi que le enrostraba en la cara a sus pacientes. Siempre me incomodaron los muchos gestos de pleitesía que las viejas solían prodigarle a cualquier tipo que llevara puesto un guardapolvo blanco, como si fueran sanadores más allá del común de los mortales y no un simple científico que aplicaba un saber. Pero todos esos diplomas, ahí, cubriendo las paredes, parecían querer intimidar a los pacientes ni bien llegaban, como haciéndolos sentir un poco culpables de estar enfermos.

Un suicidio espectacular“Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación”, reza una

de las tesis de Guy Debord en su ya clásico “La sociedad del espectáculo”. Del ser al tener, y deltener al parecer. Es cierto, me digo: saco cuentas y en la última semana he hablado con apenastres personas “cara a cara”; al resto las traté “virtualmente”. Pero fue otra cosa lo que me hizorecordar el film de Debord (el libro no lo leí). Quien antes de la era de las cámaras públicas decidíaquitarse de encima la vida, lo hacía con recato, con pudor, casi pidiendo disculpas por molestar.Por eso elegía la intimidad de algún cuarto de hotel o la desolación del campo. Y quienes veían sucadáver eran los policías, bomberos o empleados de la morgue que acudían al hechoestrictamente policial. No había show, no había morbo.

De noche, tarde, veo en un programa de “investigación” periodística un compilado de accidentes tomados por las cámaras públicas del sistema ferroviario. Algunas son personas desprevenidas, más atentas a su teléfono celular que a la locomotora que se les viene encima. Pero los suicidios son otra cosa. Hay uno en particular que me llama la atención.

La cámara, en ángulo picado desde la altura de un poste de iluminación, enfoca la periferiade un paso a nivel suburbano. El escenario está vacío: se ven las vías y la estructura de tubos de metal pintada de rojo que con un breve recoveco alinea a los peatones y los predispone a cruzarlas vías en esperable orden. De repente, saliendo de detrás de un tapialcito, en donde al parecer estaba escondido, aparece un muchacho, corre unos pocos metros y se planta en medio de las vías. Se para frente a la locomotora con las piernas y los brazos abiertos, como un cristo hollywoodense. Todo dura un segundo o dos: el cuerpo desaparece de cámara por la derecha, arrastrado por la vieja locomotora a diesel. Sin solución de continuidad, el show sigue con otros malogrados protagonistas de la crónica policial.

Eso que vi me sacudió: el golpe de efecto que se logra con su aparición intempestiva, con su pose de mártir exhibicionista, con el parachoques de la locomotora que lo barre como a una mosca, es impresionante. ¿El joven sabía que allí había una cámara? ¿Su muerte voluntaria fue un último gesto para la sociedad del espectáculo? ¿En su fiebre autodestructiva, el suicida habrá calculado llegar a la tevé abierta, inmolarse para ser visto por miles de espectadores anónimos como yo? ¿Una postrera performance para este reality donde jueces oscuros, desde sus casas, califican a una ristra de condenados?

SacralidadesHace unos años, revisaba yo una mesa de saldos de un cambalache de pueblo que

también vendía libros viejos. Sacaban a la vereda pilas de ejemplares destartalados, y le ponían un cartelón que se dejaba leer desde lejos: $ 5. Parecía que los comerciantes mucho no sabían de literatura, porque a veces saldaban a autores interesantes. Había que ir con tiempo y ensuciarse las manos jugando el juego de desenterrar el tesoro. Noté que a muchos de los transeúntes que pasaban por esa calle céntrica lo que los atraía a la mesa, más que la mercancía, era el irrisorio precio de venta. Tal vez así fue como se acercó un muchacho que pasaba, se paró a mi lado y empezó a revolver esa mezcolanza de literatura, historietas, revistas técnicas y manuales de escuela. Algo le comentó a una mujer que estaba con él, presumiblemente su madre. Ella le dijo, mirando las pilas desordenadas, “sí, hay mucho interesante, pero yo no sé nada”. Cuando escuché eso, reprimí las ganas de intervenir para decirle “señora, es literatura, no hay nada que saber. Deje que le cuenten una historia”. Pero me guardé el comentario, tal vez por pulsiones atávicas que me llegaban de la niñez, cuando mis padres me instaban a no hablar con extraños.

Charlando con un ex compañero del profesorado de Lengua (él sí terminó la carrera y hoy es docente en escuelas de nivel secundario, yo en cambio sigo incólume en mi meta de loser, una de cuyas facetas es la de “abandonador profesional de carreras”) le comenté esta anécdota. Y después le pregunté por qué creía él que a la literatura la gente no letrada la miraba de lejos, con temor reverencial, y la abandonaba con el mayor de los respetos. Por qué se había instalado esa idea de que es necesario cierto saber técnico o erudito para leer literatura, como si Quevedo (por citar un autor ya elevado en el pedestal del canon) hubiera escrito El Buscón pensando en doctores de la Academia. Pero, en cambio, argumentaba yo ante Damián, ese mismo prejuicio no existía en el cine: nadie, antes de ir a ver la última película de, digamos, Wody Allen, creía que debería ponerse a estudiar la filmografía del neoyorquino, conocer en profundidad su simbología, sus características formales con que ha elaborado sus films, y después sí, con esa sapiencia, ya preparado, entraba en la sala. No, le decía a mi ex compañero de estudios, en el cine la gente entraba a las salas de proyección a que le cuenten una historia; si les gustaba se quedaban hasta el final, si no, se paraban y se iban. Pero nadie se arrodillaba ante un film, como sí pasaba con el objeto libro. ¿En qué se había fallado para que la literatura terminara así, alejada de la gente?

Damián me hizo ver que eso que se llamaba “literatura” era materia de enseñanza del sistema educativo estatal desde su misma creación. Y que el cine (aún, por suerte) no se les enseñaba teóricamente a los chicos. Es decir: no se los forzaba a ver películas, sí a leer libros. Es cierto, me dije, en su misión no de educar, sino de domesticar, de “normalizar” (desactivar creatividad, imaginación, talento) la escuela había logrado levantarle un altar a la literatura que la distanciara de “los que no sabían”. Y desde bien temprano, como parte del “plan de estudios”, en las escuelas se les inculcaba a los chicos a reverenciar a los libros desde lejos, porque, aunque la ficción no se propusiera nada más (ni nada menos) que entretener contando una historia bien escrita, el libro era algo sólo apto para “gente sabida”.

Concluyo que el Poder ha neutralizado a la literatura con ese otro mecanismo de censura, mucho más sutil que la vulgar y lisa prohibición, y que es la sacralización.

Música de ambienteTodo se dispara, inevitablemente, con la vida cotidiana. Lo que lleva a la anécdota. Lo que

lleva a escribir. Pues bien, esto me pasó hoy mismo, en una incursión a la desmesurada megalópolis capitalina. Caminaba por una calle que desconocía (Gascón, creo) del barrio de Almagro. El azar me llevó hasta las inmediaciones de una peluquería, y yo tenía planes de hacerme cortar el pelo. Me detuve y miré con disimulo, desde la vereda de enfrente, a través de la vidriera. El lugar parecía una cueva, típica peluquería “de viejo” pero mal mantenida. El peluquero, solitario, hacía juego con el abandono de su comercio: un sesentón, le calculé, gordo y mal alineado leía sentado en uno de los sillones de la salita de espera, de frente a la luz natural. Serían alrededor de las cuatro, y se veía que el hombre se aburría en la tarde porteña esperando clienteso a algún vecino que se cruzara a charlar un rato. El aspecto general del lugar digamos que no me transmitía confianza. Pero para una rapada con la máquina rasuradora no es necesario una habilidad especial. En fin, que me dije un trámite menos del viaje, y entré.

El tipo me saludó con corrección y buenos modales. Me senté en el sillón señorial, de esos aparatosos que ya no abundan en las peluquerías modernas (que ahora se llaman “salones de belleza” y están atendidos por “estilistas”), y dejé que me atara la capa de tela con mucha parsimonia. Cuando al fin terminó de ajustármela alrededor del cuello, se quedó mirándome por el espejo. Le hice un único y simple pedido: “Rasúreme con la medida número dos”. Después, a falta de otra vista, me deprimí mirando, en el reflejo autobiográfico, las entradas incipientes y la coronilla que ya empieza a hacer sombra. Éramos, claro, dos perfectos extraños, como suele ocurrir con los clientes en una transacción comercial. Él trabajaba y yo lo miraba (para no mirarme) trabajar. Estos silencios me incomodan mucho, y empecé a buscar alguna excusa para sacar tema de conversación. Vi que sobre la repisa de debajo del espejo estaba, abierto boca abajo, donde él había interrumpido su lectura cuando yo aparecí, el libro con el que mataba el tiempo. Trataba sobre la historia del pueblo romano, en esos formatos de bolsillo típicos de las ediciones de divulgación de mediados del siglo pasado. También noté que por encima del murmullo de la rasuradora eléctrica se escuchaba música clásica. Ahí, a un costado, había uno de esos reproductores de compact discs con radio apoyado sobre una mesita. Supuse que sintonizaría alguna de las pocas emisoras de FM dedicadas exclusivamente a este género musical. Señalando el aparato con un índice que saqué de abajo de la capa, le pregunté qué le gustaba. Me dijo que lo más “moderno” era Debussy, o sea, deduje para mí, que era un clasicista al cuadrado. Yo le comenté los méritos de los compositores del siglo XX y me preparé para su esperable objeción: el dodecafonismo. No, le aclaré, ya de pie, sacudiéndome con un cepillo los pelos de mi ropa, Schoenberg no, es tremendamente aburrido. Prokofiev, Shostakovich, Malher. Estuve por nombrar a Bartok, pero me contuve: supuse que sería demasiado para su conservadurismo musical. Reconoció que se los debía.

Le pagué y antes de salir le agradecí que hubiera pasado ese rato en una peluquería con música clásica de fondo. Ya no se ven cosas así, le comenté. Y qué importaba que ese ambiente depresivo oliera a humedad (pensé pero no dije). Él aceptó mi gesto con una sonrisa de entendimiento. Y me fui, siguiendo el rastro de la estación del cercano ferrocarril oeste que me trajera de regreso a un suburbio de la provincia. No nos presentamos, pues ni eso es necesario para una transacción comercial peluquero-cliente. Sin embargo, creo que en unos pocos minutos,

charlando desinteresadamente, opinando, sin pretensiones de sapiencia ni deseos de convencer al otro, pudimos sentirnos cercanos por esa música ambiente que nos envolvía. ¿No fue ésta, acaso,una prueba en miniatura de lo que se llama “civilización”?

El escribidor a contramanoCésar Aira es un personaje singular dentro del contexto de la narrativa latinoamericana de

hoy. Recién ahora empieza a ser visible, después de décadas. Decir de él, como de Gómez de la Serna, que es un escritor “prolífico”, ya es decir poco, porque hasta ese calificativo le queda chico. Más de 90 libros en sesenta y tantos de años de vida. Aunque él, en las poquísimas entrevistas que ha dado fuera de su país, insiste en que escribe poco (“una página por día”) pero luego aclara que escribe todos los días y que, a la corta o a la larga, termina publicando todo lo que escribe. Ya es sabido: cada tres meses manda un borrador a alguna editorial. Siguiendo el principio de uno de sus maestros, Osvaldo Lamborghini, que reza “primero publicar, después escribir”, Aira ha hecho trizas la idea de “corpus literario”, de obra como algo cerrado, encapsulada sobre sí misma.

Yo he tenido una relación tormentosa con el mitificador del barrio de Flores: la primera novela que leí de él me pareció que tenía el peor remate de la historia de la literatura: inverosímil, forzado, ridículo, berreta... Hizo falta algún tiempo para que entendiera que Aira arruinaba sus novelas a propósito, como parte de su, si se me permite la expresión, política estética. Él ha dicho que no sabe cerrar sus libros, que se aburre, que quiere terminarlo de una vez y empezar otro; pero que como además tiene el prurito balzaciano de querer darle un cierre “decimonónico” a sus historias, entonces las remata así, con el primer exabrupto que se le ocurre, pegándole un cachetazo al efecto de verosimilitud. Y aparecen los delirios aireanos, que ya son un clásico en el ambiente literario local. Recién entonces pude seguir leyéndolo. Es cierto, de sus casi cien títulos, hay algunos decididamente malos, y en el afán del autor por querer publicarlo todo, esos libros diluyen un poco el efecto de los buenos. He aquí una idea fuerte: lo bueno y lo malo, lo publicable y lo tirable, el nivel “esperable” de un artista “reconocido”. Yo veo acá una primera provocación a estas nociones tan aferradas a la idea de “obra”.

Recuerdo una frase de Borges, que podría resumirse así: “Escribir lo necesario, romper mucho y publicar poco”. Es, en el fondo, una idea bien burguesa. Hay que cuidar la obra, hay que ser cauto, hay que mantener el nivel estético. Aira quiere que lo lean, repite que es uno de los pocos escritores que disfruta escribiendo (al contrario de los que cada diez años publican algo para renovar, dice él, el “carnet de escritor”) y en el fondo sigue el consejo que hace más de un siglo le dio Unamuno a uno de sus lectores: “Usted publique y deje que sea el lector el que seleccione”. Aira es, en el fondo, una máquina de escribir, no puede refrenar sus pulsiones narrativas. No corrige. No da entrevistas. No hace presentaciones de sus libros. Pero escribe y publica. Escribe y escribe. Publica y publica. Ésta es otra lección que yo debería aprender: no perder el tiempo paveando en las tertulias literarias. Mejor encerrarse a escribir. La sociabilidad en la literatura es una buena excusa, ahora me doy cuenta, para no enfrentar la página en blanco. A don César pareciera importarle un corno la idea burguesa de lo “estéticamente bien acabado” y pareciera cagarse en la “sociabilidad literaria”, en ese “hacerse ver” que facilitaría el poder publicar.

Y ahora debería comentar otro de los buenos atributos del césar de Flores: le manda inéditos a quien se lo pida, no importa que sea una editorial menos que chica, de subsistencia, unipersonal, de ésas que duran lo que duran las revistas literarias. Él mismo lo dice: muchas editoriales de Buenos Aires se inauguran con un libro mío. Aunque sea un cuento de treinta páginas, él algo le manda a quien se lo pida. Y se desentiende del proceso de edición: deja que el

editor haga lo que quiera con sus borradores, pues él ya estará compenetrado en la escritura de otro libro. Yo no conozco a ningún otro escritor conocido que tenga semejante gesto de generosidad. Hay delirios aireanos para todo el mundo, su prolificidad es parejamente pródiga a la hora de repartir, de dar. Otro gesto anti burgués para aplaudir.

Sólo entendiendo estas estrategias estéticas, por decirlo así, se pueden entender sus libros arruinados adrede (y diré que es una lástima: crea ambientes verosímiles, para personajes palpables, desarrolla una trama coherente, pero en las últimas treinta páginas, ¡paf!, echa todo a perder cerrando la historia con alguno de sus delirios inesperados), su desmesura a la hora de publicar, sus libros que mejor haber perdido... Y su inmensa gentileza para con los editores noveles. Por eso hoy lo aprecio, porque puedo entender cuál es su juego.

(Aún tiene teléfono de línea, y está en la guía. Tengo la dirección de su casa, tal vez algún día me baje en la estación Flores del ferrocarril del oeste, me llegue hasta la avenida Bonorino y le toque timbre. No por cholulismo, sino para conocer en persona a ese tipo tímido, con anteojos de “culo de botella” y sonrisa pueril que no para de contar historias.)

Aprendizajes de escribidorPara quienes como yo tuvimos (y tenemos) pocas experiencias vitales fuertes, y además

necesitamos estímulos para escribir, los escritos de otros y la imaginación son las plegarias diarias de nuestro credo. Por eso, me animaría a decir que mis lecturas van en dos direcciones: una hedonista, la otra funcional. Leo porque algunos libros (algunos autores) me causan un gran placer(y un lector hedonista no debería buscarle más excusas para su afición); pero también leo operativamente, quiero decir, busco aquellos registros que se aproximen a lo que estoy escribiendo para sacar ideas, empaparme del tono, saber lo que ya se escribió, conocer más a fondo las posibilidades del registro o incluso para conocer cómo violentar las reglas del género. Las huellas han quedado en mi biblioteca: cuando escribía un diario (de escritor, se entiende, de esos que se planean para publicarse) incursioné en muchos textos autobiográficos: diarios, memorias, autobiografías... Desde aquí, donde estoy sentado, más allá de la pantalla de la notebook, puedo ver algunos lomos en los anaqueles: La viuda de Dostoievski, Tolstoi, Casanova, Gombrowicz, Berlioz, Kafka, Mann... Marcas de lecturas, de proyectos... Aprendizajes que han quedado como estigmas entre los libros que conservo.

Y a propósito de esta segunda intención de lectura que he mencionado, hay en el abordaje de un libro de alguien que se propone escribir (evito la palabra “escritor”) una manifiesta pretensión formal en su praxis: este lector “con el lápiz en la mano” quiere saber cómo está hechoeso en lo que se sumerge. Y de esto quería hablar. Un racionalista-neurótico como quien aquí escribe necesita orden, previsión, cálculo para moverse en la selva imprevisible de la invención: quiere saber hacia dónde va lo que está haciendo; en otras palabras: busca un procedimiento. Y el procedimiento de querer conocerle las entrañas a las cosas lleva a una actitud peligrosa, pues desmantela todo texto que se propone a sí mismo como esencia: mitos de fundación, escrituras “sagradas”, declaraciones hechas desde un hipotético “tiempo cero” de la lengua... Y el lector-escribidor va a esos registros armado de una ganzúa, quiere conocerle las hilachas al revés de esas tramas que se auto postulan como de una sola cara.

Pero volviendo a los textos literarios, que son los que me interesan, y pensando en esta segunda intencionalidad operativa de la que hablaba, de leer pensando en lo que estoy escribiendo, diré que hay dos tipos de autores: los estilistas que priorizan la forma, y los que sólo se proponen contar una historia sin (al parecer) tener un estilo ni jugar con el lenguaje. (Sé que hago mal con esta otra clasificación reduccionista, pero ya he comentado mi enfermedad racional-neurótica, y necesito tabular para mejor argumentar.) Dentro de la primera categoría nombraría (perdón que sólo cite a argentinos, pero he descubierto que con quien uno más aprende a escribir es con los que comparte su sociolecto) a Juan José Saer, Ricardo Piglia, Martín Kohan, Marcelo Cohen, claro que a Borges... De la segunda, los que se concentran en el fondo: Soriano, Juan Forn, Bioy Casares, Saccomano... Poner en primer plano el registro lingüístico, u “ocultar la cámara” dejando que la historia sea la protagonista. La literatura vuelta hacia sí misma o inclinada hacia afuera. En definitiva: escritores no escribibles o escritores escribibles. Claro que los primeros, los experimentales, son mejores que los segundos, los contadores de historias, pero a veces se aprende más de los buenos (aunque no grandes) artistas. Yo, escribidor sin talento ni otras cualidades destacables, he aprendido mucho más de los contadores de historias (aunque estos también sopesan las palabras) que de los experimentadores (aunque estos también cuentan

historias). Si debiera escribir como Saer, uno de los mejores narradores de la lengua española, me sentiría, como dicen los chicos, “en el horno” antes de intentarlo, porque la perfección apabulla. En cambio, leo una novela del gordo Soriano y pienso “capaz que puedo”. Es obvio: si uno apenas puede hacer 2 + 2, mejor ni probar hacer 2 2. Intentarlo, a sabiendas del fracaso que nos reservannuestras propias limitaciones, sería desilusionarse una vez más, y ya son muchos sopapos para un mismo ego...

Como decía un manual que alguna vez leí, antes de tener estilo hay que aprender a escribir. Bueno, como escribidor yo me pienso aún dentro de este proceso. Es saludable no creérselas. Pero el tiempo pasa y uno quiere salir a la cancha. Es mejor no ilusionarse con lo que no se tiene ni se puede desarrollar: el talento. Mejor concentrarse en lo que sí, con mucha práctica, puede adquirirse: la técnica. Y llegar a contar historias llanas, ágiles, entretenidas, en ese “estilo que parece no tener estilo”, bueno, no es poco mérito tampoco. Aunque la experimentación con las formas sea un objetivo inalcanzable para las carencias propias, como he dicho, es preferible “2 + 2” a nada.

Por otro lado, para muchos la sencillez es un punto de llegada, no de partida. Esta postura también es atendible. No hay que desilusionarse: de tanta prueba y error, algo (un alguito), luego de tirar lo tirable, tal vez quede de todo lo escrito. ¿Pero qué otra persona más ilusionada puede haber que aquélla que, sin la más mínima expectativa de ser publicado ni tenido en cuenta, todos los días, dos veces por día, contra todos los pronósticos y sus muchas limitaciones, lleva a cabo la quijotada de sentarse frente a la página en blanco y volver a intentarlo?

En días lluviososEn una mañana lluviosa como la de hoy, sábado, es cuando me pregunto por qué. Hay que

escribir, pero no hay nada que decir. Y entonces por qué, ¿o no daría lo mismo pasar la mañana viendo llover? Nada viene a la mente, ninguna idea, ninguna asociación ni tema. Me digo que ojalá yo tuviera la saludable presión de los escritores que han colaborado como columnistas en la prensa y que sí o sí debían entregar una columna semanal. Como contaba uno de ellos, convivió durante años con la angustiosa sospecha del “¿y qué pasa si esta vez, de verdad, no se me ocurre nada de nada?”, y la cosa fue que, al final, y siempre, los 1900 caracteres para entregarle al editor salían.

Si uno tiene la necesidad, diría fisiológica, por escribir, y no tiene nada (aparente) para decir, ¿cómo se las arregla? Un pintor puede, supongo, pasar el rato enchastrando un lienzo con algunas manchas y figuras azarosas; un músico puede improvisar unos acordes para sacarse las ganas de estar cerca de su instrumento... Y lo pueden hacer sin pensar. Pero el escritor, ¿cómo habita la forma si no le pone sentido adentro? Cómo escribir sin decir, sin pensar, cuando se tiene la urgencia por escribir y nada que decir. Estás páginas del diario de J. J. Saer son reveladoras para mí:

Por el gusto de escribir algo: después de muchos días de silencio escritural me ha asaltado en el baño, mientras me lavaba las manos, antes de irme a acostar, el deseo de estar, a la luz de la lámpara, escribiendo. Deseo de escribir; no de decir algo. Pero deseo, también, de escribir en tanto que escritor: sin que ninguna razón, como no sea el deseo de estar a la luz de la lámpara, escribiendo, haya motivado mi acto.

Pero lo que yo pensaba, en mañanas así, tan propicias para estas preguntas del superyó confesor, cuando lo único que se oye es el rumor del agua cayendo en el jardín, es por qué hay que escribir. Por qué no podría dejar que esta mañana se escape mirando televisión, o acodado frente a la ventana, viendo el ir y venir de los transeúntes más allá del balcón con sus paraguas, o las empleadas de las tiendas de ropa que, enfrente, se aburren detrás de sus mostradores vacíos. Y la respuesta, my friend, está soplando en el viento: porque debo justificar el día. Condiciones ideales. Hoy tengo todo lo que necesito y soy dueño absoluto de mis horas: la notebook, los libros, la casa silente, nadie vendrá a buscarme ni yo necesito salir. Pienso que esto no durará mucho, que este día, todo para mí, es un regalo huidizo. No puedo dejarlo pasar así como así. Hay que justificarlo. Hay que escribirlo. ¿Y si no se tiene nada que decir? Bueno, me digo, aquí hay un tema: memento mori. Ya tengo con qué salvar el día. Vale

Composición tema: la vacaEste país, como cualquier otro eminentemente ganadero, huele a bosta. A vísceras, a

sangre, a humo de parrilladas domingueras, a podredumbre de carnicerías que no pasan el control sanitario municipal pero sí el de las coimas. Lo mucho ganado gracias al ganado. Las muchas fortunas hechas al ritmo de la masticación cárnica. La vaca está por todos lados, como en la India, pero más que nada en la digestión de ese personaje emblemático de la pequeña burguesía nacional al que le decían “el gordito argentino”. Busquemos al gordito argentino. Veamos.

En la escuela, por ejemplo, y durante muchas décadas, a los niñitos se los entrenaba en lastécnicas de redacción con esta tarea: debían escribir una “composición”. El tema se caía de maduro. El protagonista a describir (¿o retratar?) era ese ser rumiante con mirada de ascética despreocupación que los mismos chicos veían pastar desde la ventanilla, más allá del alambrado, en las bucólicas extensiones de la llanura pampeana. A la desidia pedagógica, había que sumarle el velado patriotismo sarmientino de esas abnegadas maestras; o sea, que de innovar ni qué hablar. Ensalzamiento (perdón por la involuntaria metáfora gastronómica) del animal que había hecho grande a la nación. Y ahí estaban, los pobres angelitos, en sus pupitres de madera amurados al suelo, exprimiéndose la imaginación para estirar el texto lo máximo posible con ese modelo en blanco y negro (la famosa “holando argentina”) de la fauna nacional, el más apático ser del reino animal, después de la babosa, claro.

También estaba el popular juego del Estanciero, otra forma de incentivar esas precoces imaginaciones para que con los años se volvieran unos prometedores empresarios de la industria ganadera. Jugaban de mentirita, con un tablero hexagonal y muchas tarjetas; pero mañana, si la diosa Fortuna los acompañaba, jugarían con campos y muchas, muchas vaquitas y toritos que solos saben arreglárselas lo más bien para reproducirse y multiplicar las ganancias. Añoranzas del imaginario de una clase media que se desvivía por tener los beneficios de la oligarquía, por ser el rastacuero aquél que se iba con su familia a París a malgastar sus riquezas. Era la Meca de todo ricachón argento: el señor, detrás de las prostitutas más finas; la señora, a arrasar las tiendas de ropa de las galerías Lafayette. Cuentan que hasta la vaca subían al barco estos aristócratas del buen vivir, además de toda su servidumbre, para tener leche fresca durante la travesía transatlántica. Una fortuna, dicho otra vez, que olía a feliz humus. Riqueza hecha sola gracias a la bendición de poseer tierras sobre una de las tres llanuras más fértiles del mundo. Pero ni con todos sus dineros (como lo cuenta de pasada Céline en su Viaje al fin de la noche) dejaban de ser para los europeos unos vulgares rastaquouères...

Ahora que recuerdo, el actual Ministerio de Economía se llamaba antaño Ministerio de Hacienda. Los políticos de entonces lo sabían tan bien como los de ahora: para ser un caudillo político hacía falta antes tener mucho dinero, y sus riquezas (otra vez) estaban hechas de vaquitas.El contrabando de cueros en la época del monopolio colonial o luego la exportación de carne congelada a partir de la invención del buque-frigorífico, cuando el país ya se había incorporado al concierto de la economía mundial como sumiso aportador de materia prima: cereales y carne. Así se edificó el mito del “granero del mundo”, que enriqueció obscenamente a unas 300 familias, las dueñas de la pampa húmeda, por extensión las dueñas del país. El estanciero-caudillo, el líder que, porque sabe gobernar su hacienda, también sabrá gobernar el país.

Y todo este divagar alrededor de tal simpático cuadrúpedo que “nos da la leche y la carne” vino a cuento porque otra vez el gremio de la carne llamó a una huelga. Los mataderos son un desierto, los frigoríficos no entregan mercadería, las carnicerías sufren el desabastecimiento, y el “gordito argentino” de clase media no sabe qué hacer con su infaltable ración cárnica en su dieta. Pero ojo: cada vez son menos los que pueden saborear un churrasco o una tira de asado, pues los empresarios del rubro prefieren exportar su mercancías (y cobrar en dólares) que abastecer el mercado interno, con la obvia disparada de los precios. No es de extrañarse: en un lugar del mundo que siempre fue tan injusto, que en “el país de la vacas” comer carne sea un lujo para cada vez menos habitantes no debería sorprender a nadie.

Cal y arenaAyer, en viaje libresco por, como diría un ensayista, “la cabeza de Goliat”, conocí un poco

más (sin querer) algunas fachadas del ambiente literario. Hice mi recorrido habitual por tres librerías de usados, como ya he dicho alguna vez, ejercitando mis tres actividades con el ambiente: canjeando, comprando y (si la situación lo amerita) hurtando ejemplares. Pero claro, en ese tipo de librerías uno encuentra lo que el azar de ese mercado tan peculiar ofrece. Y yo estaba ansioso como un chico por conseguir libros de dos autores puntuales. Dentro de mi infantilismo incurable, creía (y aún creo) que leerlos iba a estimular (¡y hasta mejorar!) mi escritura de manera instantánea, como quien se toma una aspirina. Esa creencia ingenua en la espinaca encuadernada me lleva a pensar que es ahora o nunca, que debo conseguir esos textos sin pérdida de tiempo.

En fin, por eso, cuando terminé con el canje y no hallé libros de estos dos autores, en vez de no gastar más plata y volverme temprano a casa, evitando la hora pico del tren y el frío de la noche, me subí a un colectivo metropolitano para seguir la búsqueda, ya en librerías de libros nuevos. Primero fui a la de la Biblioteca Nacional, que funciona en la planta baja del propio edificio, institución que edita buenos títulos y a un precio un poco más accesible. Allí, después de la compra, subí hasta el auditorio del tercer piso para ver si había alguna actividad; y sí, me encontré con una conferencia a punto de comenzar. Trataba sobre la hermenéutica del postcolonialismo. Esas dos palabras me interesaron. El público lo componíamos seis personas, creo que incluyendo a los tres panelistas de la mesa que venía a continuación. Un jueves laborable a las dos de la tarde, allí, en la cápsula ascéptica de la intelectualidad, me sentí un aristócrata ocioso, un privilegiado, escuchando hablar sobre Said y compañía mientras la gente afuera tenía que trabajar para, como decían los viejos, parar la olla. Grabé las ponencias, charlé con una de las expositoras, después chusmeé un rato una muestra que había allí sobre Marechal y me fui. Salí de ese edificio construido bajo la estética brutalista (mucho cemento y caño impúdicamente exhibido) que tanto me recuerda a la nave nodriza de la serie “V invasión extraterrestre”, y consideré que este primer desvío había valido la pena.

De allí, nuevamente en colectivo para costearme hasta otro barrio, a buscar el otro de los talismanes yendo hasta la librería de la misma editorial que lo puso en el mercado. Entré y descubrí que, sentado en un sillón, charlando con el editor/librero y su empleado, estaba el autor, a quien llamaré S, del libro que había ido a buscar. El empleado (digamos N) me preguntó qué andaba buscando y yo, sin mentir, algo incómodo por la sorpresa, le dije “el último libro del señor” señalándolo con una mano. Ellos se interrumpieron y me miraron, divertidos. El empleado me dijo “mirá qué suerte, te lo llevás autografiado”, cosa que hice a pesar de que estos gestos de cholulismo no me interesan en lo más mínimo. Me sumé de a ratos a la charla, con cuidado, no por él, sino por el editor (a quién llamaré F), un gordito fanfarrón e histriónico que publica sus poemas en su propia editorial. Editor y autor, ya lo sabía, son amigos, por eso S (que también dirige y guiona películas) alterna sus publicaciones en una editorial de las grandes con ésta, pequeña, la de su amistad. S es un tipo sencillo y amable, como lo he visto en las entrevistas de tevé, y , ya en confianza, aproveché para comentarle algo de sus dos novelas que había leído hasta ese momento. Pero me incomodaba el revoloteo cercano de F, con sus aires herraldianos. Finalmente S se fue y me quedé solo con el editor y el empleado de la librería. Seguí revisando algunos de los libros supuestamente “usados”, y cada tanto consultaba precios con N. Eran

carísimos, con valores típicos para coleccionistas. Ahora entendía la humorada del nombre que le habían puesto a la librería (llamémosla IA), de un aparente compromiso ideológico que en el fondo era puro sarcasmo. Pretensiones de libros “proletas” con precios de anticuario... Muy gracioso. Me dejaban solo en el saloncito de venta, y cada tanto me llegaban desde la trastienda partes de lo que hablaban el editor y su empleado. Claro: acabado el show, busines are busines... Finalmente pagué y salí de allí con el otro libro que creía fundamental para alimentar la máquina de mi escritura. En el viaje de regreso me sentí bastante embroncado conmigo mismo, estos tipos son unos fallutos, pensé; pero por qué la sorpresa: el literario, al fin y al cabo, y como cualquier otro ambiente comercial, está lleno de “progres” que sobre el escenario claman por las armas, pero que en bambalinas cuentan billetes y hacen balances. Editores y libreros no escapan a las generales de la ley del capitalista: por la plata y nada más, y el resto es pose.

En fin, una de cal y una de arena.

Desayuno con diosEsta mañana, en un MacDonals capitalino, con un desayuno baratito, mataba el tiempo

bajo techo mirando el cielo cargado de agua sobre la avenida Cabildo desde un primer piso. Pero más interesante era lo que pasaba en la mesa contigua: dos evangelistas preparaban sus ¿misas?, perdón por mi ignorancia de ateo (y “arreligio”), supongo que sería la parte del rito que los católicos llaman sermón u homilía.

Uno parecía mayor (¿elder?), y guiaba al otro en el armado de los speeches. Con sendas biblias junto a los vasos plásticos de café, iban revisitando las cartas paulinas. Planificaban como burócratas, pero con una pátina de escatología ultraterrena encima que me los volvía enternecedores por convencidos. Se decían cosas como “y después de esto, convendría meterle este pasaje de Corintios, que tiene fuerza”, o “fijate el comienzo de Éfesos, que levanta la atención”.

En algún momento se olvidaron de sus textos sacralizados y se pusieron a criticar a un colega que al parecer no arreaba lo suficiente a sus ovejas. El más experimentado (sesentón, chicato, morocho, con el final de un tatuaje que bajaba por un brazo y se le escapaba por la manga corta de la camisa) que se sentaba frente a mí, le decía al otro: “Hay que tenerle paciencia a los hermanos, porque vienen para que los escuchen, para que los contengan, ¿si no para qué?”. Y el que no era más que una nuca para mí le confirmó: “Y claro. ¿El que está bien para qué va a venir?”.

Se demoraban, hacían tiempo como cualquier otro oficinista, como yo, sin ir más lejos. Pensé que debía de ser muy tranquilizador vivir creyendo en algo. Sí, el nihilismo a veces cansa. Hay veces en que me gustaría poder apoyarme en ficciones como la de la vida eterna. Por lo menos me reconfortaría saber que todo este esfuerzo inútil que es el llevar una vida al final va a servir para algo.

Miré el reloj y aproveché para pasar por el baño. Faltaba más de media hora para que el banco abriera al público, pero yo quería estar primero en la cola de la vereda, cosa de asegurarme de comprar unos pocos dólares lo más baratito posible, como el desayuno, al precio de apertura.

Civilización 1 – Barbarie 0Llegué a la estación cabecera del ferrocarril del oeste, el Once que la llaman por

contigüidad con la plaza vecina, crucé los molinetes, me acerqué a un andén y casi que enloquecícon lo que vi: ¡los pasajeros esperaban el tren haciendo una cola! Era increíble pero cierto. Frente a las hipotéticas puertas, unas cien personas se distribuían pacíficamente en grupos pequeños para subir a los vagones que estaban por llegar.

Antes, lo que yo veía, a unos respetuosos dos metros de distancia, como un antropólogo llegado a la isla de los hooligans, era una multitud desesperada que se agolpaba a los codazos para, ni bien la doble puerta automática se abriera, lanzarse adentro del vagón como dementes, y así ganarse uno de los asientos. Ese espectáculo siempre me había parecido un escena ideal para describir el fracaso de la sociedad en la que vivo. ¿Alguien quiere conocer a un pequeñoburgués argentino en pleno acto mezquino? Acérquese en hora pico, entre las seis y las siete de la tarde, hasta la estación cabecera de alguno de los ramales ferroviarios, y a cierta distancia contemple cómo un puñado de hombres y mujeres se empujan y pisotean con tal de viajar sentados. Siempre seguí tal zoológico desde lejos, dejando que se mataran entre ellos, incluso pasándole literalmente por encima a los pocos pasajeros que han llegado y quieren bajarse del tren. Después subía y me paraba en el medio del pasillo, previendo el amontonamiento que se produciría en Liniers, la última estación multitudinaria antes de que la compactadora de cuerpos despegue hacia la provincia homónima.

Bueno, ayer ese espectáculo de estampida cuadrúpeda le había dejado paso a una cola sosegada, tranquilizadora para todos, pues sabíamos que por una cuenta simple (pasajeros esperando y asientos disponibles) podríamos viajar sentados, y nadie nos iría a primerear el asiento. Al fin y al cabo, habíamos elegido esperar en un andén cuya formación tardaría unos quince minutos en llegar, justamente porque preferíamos demorar la partida un rato más y viajar sentados. No soy de charlar, pero la circunstancia me superaba: si había un rincón de esta ciudad demencial donde mejor se reflejaba el fracaso del humanismo racionalista, era sobre esos andenes ferroviarios. (A unos pocos metros de donde estaba, hace unos años, casi cien personas murieron en un “accidente” producido por la corrupción política y la desidia empresarial.) Le pregunté a una mujer que se paraba detrás de mí qué había pasado. “¿Hace mucho que no viaja?”, fue lo primero que me dijo. Asentí. Me contó que desde hacía cuatro meses, coincidiendo con un cambio de gobierno, varios oficiales de policía se apostaban en la puerta de cada vagón y obligaban a los revoltosos a hacer una fila. Y al que se adelantaba, como en un juego de niños, la autoridad uniformada lo mandaba al final de la cola. “Costó, ¿eh? Semanas enteras. Pero al final aprendieron”, reflexionó la mujer mirando a su alrededor. Y ahora, yo podía verificarlo, la gente ya se organizaba sola formando una cola frente a la línea amarilla que señalaba dónde debería detenerse una de las puertas del convoy. Bajé las comisuras y cabeceé varias veces, señalándole a la señora mi sorpresa y asombro. En fin, que llegó el tren, subimos caminando, nos sentamos ordenadamente, y yo, por primera vez según recuerdo, hice todo el recorrido del Sarmiento sentado.

Civilización 1 – Barbarie 0. Si don Domingo Faustino nos viera... estuve por comentarle a la mujer, y caí en la cuenta de que ese ramal llevaba su nombre.

Puerta equivocadaTuve la ocurrencia de ir a tocarle el timbre a Marcelo Cohen. Escritor fascinante, dueño de

una obra única, por creatividad y originalidad, y poseedor de una prosa identificable por personal, algo que pocos artistas consiguen. Vi en youtube un programa muy interesante llamado “Obra en construcción” donde, entre otras cosas, los escritores son invitados a que cuenten aspectos de su oficio de escritura, la “cocina” del escribir, digamos, cosa que a mí me despierta gran curiosidad. Para mayor intimidad, el programa se filma en la casa del escritor, cerca de la biblioteca de donde elegirán diez libros y explicarán por qué de la elección. En la emisión dedicada a Cohen, ustedes podrán verificarlo, él confiesa que una de sus muchas neurosis se le volvió obsesión: sólo puede trabajar sus traducciones con un tipo particular de lápiz, y consideró que si la marca dejaba de fabricarse, no podría seguir traduciendo. Entonces empezó a acopiar los Stadler amarillos y negros para que nunca le faltara a la hora de traducir, robándoselos a amigos y familiares.

Al principio del programa, como acostumbran a hacer, un paneo informal muestra la zona de Buenos Aires donde ocurre la acción. Aquí se puede ver un primer plano de la chapa con el nombre de la calle donde Cohen vivía (la emisión es del año 2002) y supuse que seguiría viviendo. Muy bien: memoricé la dirección y el frente de la casa, guardé en el bolso mi propio Stadler y me desvié de mi recorrido capitalino hacia esa esquina del barrio de Belgrano R (la erre supongo que por “residencial”). Yo viví durante cinco años a escasas 20 cuadras de allí, de hecho, a Cohen lo vi dos veces en una librería de usados de la zona. Pero aunque ya lo leía y lo admiraba, no me animé a abordarlo, tan entretenido lo vi revolviendo la estantería de “Literatura extranjera”. Hoy me arrepiento de no haberlo molestado.

La cosa fue que me decidí a darme una vuelta por Martínez y Sucre, esquina en la que se mostraban las chapas azules con letras blancas, adheridas a un muro, identificatorias de la ubicación relativa donde se hallaba la casa del escritor. ¿Qué pensaba hacer si al tocar el timbre Cohen estaba y venía a recibirme? Antes que nada aclararle por el portero eléctrico que yo era un simple lector de su obra, que no le traía ningún inédito para que me comentara (aunque faltar no me faltan, entiendo lo cansados que estarán los buenos narradores de este tipo de “homenajes”),y que solamente quería regalarle algo, sin decirle qué. Si don Marcelo salía a la puerta, le obsequiaría mi lápiz, aclarándole que mi gesto no era una cargada sino una gentileza de neurótico a neurótico, digamos. Luego le pediría que me autografiara el libro de su autoría que más me gusta (Los acuáticos), que la noche anterior no olvidé de guardar en mi mochila, junto con los sándwiches para el almuerzo y los otros libros que llevaba para canjear en la librería que antes mencioné. ¿Y después qué más? Nada. Saludarlo, felicitarlo y comentarle sobre uno de sus títulos publicados en España y que acá, por el tipo de cambio y los impuestos aduaneros, cuestan un potosí. Tal vez a él le sobrara, allí mismo, en su bella casa de altos, algún ejemplar...

No me gusta molestar a la gente, menos pasar por cholulo. Pero fui. Caminé desde Cabildo, di varias vueltas hasta que hallé la esquina que se paneaba en el programa de tevé. Esa zona, por cara, está llena de embajadas y colegios privados. Traducido: garitas de vigilancia por todas partes, ojos ocultos detrás de vidrios blindados y polarizados que seguramente verían con desconfianza (es su metié) pasar caminando a un tipo petizo, con la cabeza rapada, ropa informaly una mochila colgada de un hombro. Finalmente llegué a la esquina en cuestión. Y no pude

reconocer la casa de Cohen. Ese frente con porche y garaje pintado de verde de mi memoria no coincidía con ninguna de las edificaciones residenciales de por allí. Me quedé parado en la esquina, sin animarme a llamar en ninguna. A pocos metros, la cámara de vigilancia de la embajada de Algeria ya me estaría haciendo un primer plano receloso, ni qué decir del vigilante que seguramente me observaría desde el interior de la garita de un exclusivo colegio secundario apostado en la vereda de enfrente. Por hacer algo, me di una vuelta a la manzana, trayecto por el que tal vez haya quedado registrado en las cámaras de las embajadas de Libia y Túnez. Regresé a la esquina en cuestión y, ya sin margen para más dubitaciones, me decidí y toqué timbre en una casa sobre la calle Martínez que me resultó la más parecida a la que traía en la memoria. Detrás del garaje un perro ladró un rato, pero nadie acudió al llamado. Me quedé parado unos buenos minutos detrás de la puerta reja, en la (aparente) quietud de las tres de la tarde de un día laborable en un barrio residencial. Finalmente renuncié a conocer en persona al escritor y seguí viaje, con el lápiz sin regalar, el libro sin autografiar y los comentarios que pensaba hacerle a Cohen sobre sus textos sin articular.

De regreso en casa, tarde, lo primero que hice fue repasar el video. Me di cuenta de que el domicilio en cuestión estaba sobre la calle Sucre, no sobre Martínez, casi a mitad de cuadra. En el video se veía pasar a un colectivo de la línea 113, el mismo que casualmente pasa, unas veinte cuadras antes, por el frente del edificio donde yo vivía. Si hubiera prestado más atención... qué estúpido me dije, pasé caminando por la vereda de enfrente dos veces, sin darme cuenta. Pero por otro lado, mi visita fallida a Cohen evitó ponerme en el lugar incómodo del fan que cargosea a su admirado. Al fin y al cabo, pensé de regreso del viaje, en el anochecer de un día agitado, mejor fue no haberlo importunado. Tal vez en ese momento, en el ático de su casa de altos, Cohen estuviera escribiendo su mejor página, o durmiendo la siesta. Lo mismo da. ¿Qué derecho tengo de andar molestando a la gente, al fin de cuentas?