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ATENEO CIENTÍFICO, LITERARIO °°° Y ARTÍSTICO DE MADRID °™ CICLO DE CONFERENCIAS CASTELAR li HA lie la República Ula CONFERENCIA de Antonio Aura Boronat DIPüTflDO ñ CORTES • EÑ EL RTEMEO DE MADRID EL Dlfl 7 DE MñRZO DE 1922

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ATENEO CIENTÍFICO, LITERARIO

°°° Y ARTÍSTICO DE MADRID °™

CICLO DE CONFERENCIAS

CASTELAR

l i H A lie la República U l aCONFERENCIA de

Antonio Aura BoronatDIPüTflDO ñ CORTES •

EÑ EL RTEMEO DE MADRID

EL Dlfl 7 DE MñRZO DE 1922

RTENEO CIENTÍFICO, LITERARIO

*°° Y RRTISTICO DE MRDRID °°°

CICLO DE CONFERENCIRS

CASTELAR

la H i t ' de la Replica EspalaCONFERENCIA de

Antonio Aura BoronatDIPÜTflDO fl CORTES

EN EL flTENEO DE MflDRID

EL DIR 7 DE MñRZO DE 1922

La muerte de la República Española

Al ocupar su asiento en elestrado el conferenciante laconcurrencia le saluda conuna salva de aplausos.

Señoras, señores: He vacilado mucho antes de acep-tar el honor que me han hecho el Ateneo y su Junta deGobierno, por la mediación de mi querido y viejo ami-go el doctor Pulido, invitándome a dar una Conferen-cia sobre La Muerte de la República Española. Está en-lazado el tema con la vida y con los actos políticos deCasteiar y no podía negarme a la honrosa invitación:en primer lugar porque fui de los leales y constantesamigos del gran orador escribiendo en EljOlobo día pordía bajo su inspiración durante quince años consecuti-vos, y después porque, diputado en las Cortes de 1872y en las Constituyentes de 1873, me tocó interveniranas veces como actor y otras como testigo en un pe-ríodo de los más agitados y más confusos de nuestrahistoria política contemporánea.

Será esta Conferencia una recopilación de recuerdospersonales. Los he evocado recogiéndome en mi mismoy sin más tiempo que el de contrastarlos con la lecturade varios discursos de aquella época y con la de un libro

del que íué mi querido compañero D. Miguel Morayta,titulado Las Constituyentes de 1873, de donde he to-mado citas de hechos por mí presenciados; pero desdeluego os aseguro que entro en materia desprovisto detoda pasión y como si la posteridad hablara por mis la-bios. Se hallan a tanta distancia aquellos tiempos, hansucedido tantas cosas desde entonces que a veces seme figura que no soy yo el mismo diputado mozo quelos vio ni el mismo que intervino en ellos. Y si me ima-ginara que no soy el mismo quizá no anduviera muylejos de laverdad. También el espíritu se renueva, yel mío, abierto a todos los aires, ha experimentado lasmudanzas incesantes de la vida.

Pero conozco algunos hechos de primera mano. Talvez no sea ocioso recordarlos, y si su exposición con-tribuye a formar juicio aproximado sobre aquellos díasde nuestra historia, habré prestado un modesto servicioa la presente generación.

Una cosa he de decir por adelantado. Procuraré li-mitarme al relato de sucesos. Los comentarios os losdejo a vosotros. Yo quiero, en lo posible, huir de ellosporque siendo quien soy y habiendo militado en la zonatemplada del republicanismo, temería incurrir en jui-cios [parciales. Los que emita, tened por seguro queestán inspirados en la más serena sinceridad.

Bien sabidos son los antecedentes de la Revoluciónde Septiembre. No los examino. Fatigaría vuestraatención y robaría el tiempo que necesito para estaConferencia. Además, los conocéis. Un país dondehabía [entrado a raudales la civilización, que habí»pugnado por aclimatarla y vivirla a costa de san-

gre y oro, que había sostenido luchas crueles por im-plantar los métodos constitucionales ya experimentadosen los puebles libres de Europa, se encuentra detenidoen su marcha por la obstinación de algunos partidos po-líticos y por fuerzas sociales cuya ceguera no les per-mitió ver que desde la terminación de la primera guerracivil y, aun desde antes, estaba empeñada una luchadesigual, a muerte, entre dos grandes corrientes deideas: una representada por los elementos inspiradoresde la dinastía, tenaces en no recibir las enseñanzas quenos venían del mundo, y otra representada por los par-tidos liberal es que lograron sumar a su causa no sólo alo mejor de la España de entonces sino a toda la Euro-pa civilizada.

Puestas frente a frente estas dos fuerzas el desenlaceno era dudoso. Triunfaron las ideas liberales en Sep-tiembre de 1868 y la desventurada Reina Isabel II hubode atravesar la frontera y tras de ella los que jurarondefenderla y no la defendieron-

No podrán formar idea las generaciones actuales de¡os frenéticos entusiasmos que produjeron las noticiasde la victoria alcanzada por las tropas liberales en labatalla de Alcolea, y de las que se recibieron a la pardando cuenta de la salida de España de Isabel II.

Era yo un mozalbete. Recuerdo, como si fueran su-cesos de ayer, el espectáculo que dio la muchedumbrecompuesta de miles y miles de almas, al discurrir por lascalles de Madrid el 29 de Septiembre tremolando ban-deras y dando gritos con vivas a la Libertad, a la Re-volución, al Ejército victorioso y a sus caudillos. Alfrente de un apretado grupo formado por muchos cen-

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tenares de personas, se puso el gran tenor del TeatroReal, Tamberlick, entonando la Marsellesa. Subió porla Carrera de San Jerónimo y se situó en la Puerta delSol. donde el grupo se convirtió bien pronto en un mp"de cabezas humanas- Tamberlick, encaramado en elborde de !a fuente central, iniciaba el cántico revolucio-nario, y todos a una, como si lo hubieran ensayado, l e

seguían en coro inmenso que enardecía más y más losánimos y los corazones.

Los vivas a la Libertad, a Prim y al Ejército, se su-cedían unos a otros. De muchos grupos salieron muerasy abajo tal o cual cosa. Hubo vivas a la República,aunque i;o tantos como los que se daban a la Libertady a Prim: a la República federal yo no oí ninguno.

Las gentes de todas condiciones fraternizaban cotílos oficiales, con los guardias civiles y con los solda-dos. Machos de ellos fueron llevados en volandas ex-presando así la compenetración del Ejército y el pue-blo. De aquellas escenas, llenas de patriótico ardor,conservaré memoria mientras viva. Hasta muy entradala noche circuló la muchedumbre por las calles lanzandoa! aire vivas y mueras. La capital entera se iluminócasi de improviso y algunas viviendas que no siguieronel ejemplo, fueron objeto de manifestaciones de desagrado. Madrid dio un alto ejemplo de cultura y de ci-vismo. El pueblo abandonado a sí propio, no cometióningún ecto, salvo uno aislado, que mereciera !a repro-bación pública.

Pero ya no cabía duda alguna de que la Revoluciónse hizo en sentido monárquico. Bien lo dio a entenderdon Juan Prim al llegar a Madrid. Fue recibido con en-

tusiasmo delirante; la multitud le acompañó con acla-maciones ensordecedoras desde Atocha hasta el hotelde París, cuya entrada pudo ganar, a duras penas, es-

. trujado.La gente que ocupaba materialmente la Puerta del Sol

le obligó a presentarse en el balcón.Desde uno de los de! entresuelo usó de la palabra

para reclamar orden, orden y orden. No se le entendióotra cosa.

De un grupo salieron voces diciendo: ¡quítate la Coroña Real! ¡que se quite la Corona!

El clamor se repitió por miles de ciudadanos, los cua-les aludían a la Corona Real que adornaba el cuello dela guerrera.

Prim, con ademanes muy significativos y muy resuel-tos, se negó a ser complaciente.

Este fue el primer acto político del general, del ge-neral que era juntamente el alma y el brazo de la Revo-lución. Ese acto abrió los ojos a los que los tenían cerrados.

Tales eran sus prestigios que el pueblo se imaginóque la Revolución era exclusivamente obra suya. Sehizo popular una canción que decía:

«En el Puente de Alcoleala batalla ganó Prim».

Y es sabido que Prim se hallaba a muchas leguas dedistancia del punto en que se libró la batalla.

Desde el día siguiente fue menester pensar en elcauce que se debía abrir al movimiento. La primeraprovidencia que tomaron las autoridades fue satisfacerel ansia del pueblo que deseaba ser armado. No exis-

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íían enemigos contra quienes combatir, pero los ciuda-danos pedían armas. Las que había en los Parques, pororden de la autoridad, fueron entregadas a los qae sepresentaron a recogerlas. Yo mismo, dándomelas dehombre y a pesar de mis pocos añas, me incorporé a ungrupo, y por mediación de un ciudadano a quien no co-nocía, conseguí ser dueño de una tercerola que pocodespués fue empleada contra una partida carlista.

Iba diciendo que era necesario encauzar el movi-miento y desde aquel instante empezaron las luchasentre las fuerzas vencedoras, luchas que no habían deacabar sino en la madrugada del 3 de Enero de 1874.

Bien pronto pudo advertirse que los caudillos de laRevolución estaban hondamente divididos. A un ladolos demócratas monárquicos y a otro los republicanos.Los unos y los otros convocaron a un mitin en el Circode Price el día 11 de Octubie, es decir, doce días des-pués de la batalla de Alcolea, para dilucidar qué formade Gobierno había de adoptar la Democracia española.

Conviene abrir un paréntesis y traer a la memoriaun hecho generalmente olvidado.

Ni en los periodos de las conspiraciones, ni en losdiversos pronunciamientos militares que [se habían su-cedido desde 1856, ni en las propagandas públicas yclandestinas de los partidos revolucionarios, se hizonunca alusióna la República federal. Soto sé recuerdaque en 1837, un escritor catalán, D. Ramón Xaudaró yFábregas, publicó un folleto con este título: «Proyectode Constitución Federal», que no llegó a alcanzar nigran tirada ni gran resonancia. Yo declaro que no lo

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conozco ni muchos de mis amigos de entonces y-deahora tampoco.

Fuera de este ensayo, que calificaré de modesto, lapalabra federal no fue pronunciada por ningún partidohasta que |por los años de 1868 la hizo popular el se-ñor Pi y Margall con sus admirables traducciones deProudhon.'

Los periódicos La Soberanía Nacional, La Discusión,Él Pueblo, La Democracia y algunos otros menos leídosque éstos y que fueron los adoctrinadores y los propa-gandistas de las ideas democráticas y republicanas,nunca se propusieron defender, y jamás defendieron laFederación.

Si estoy equivocado confesaré mi equivocación, pe-ro ateniéndome a mis recuerdos he de decir que la pa-labra federal, oculta sin duda en el pensamiento denuestros grandes hombres republicanos, estalló comoun explosivo en el mitin del 11 de Octubre de 1868 yque a partir de entonces se acentuó más y más la división de los revolucionarios triunfantes.

Cierro el paréntesis y continúo.Decía, señores, que se celebró el gran mitin el 11 de

Octubre. Pronunciáronse en él discursos de inflamadoliberalismo. D. José María Orense que lo presidió pusotérmino a la reunión con estas o parecidas palabras:«En resumen, señores, ¿cuál es la forma de Gobiernoque adopta la Democracia española? ¿Es la Repúblicafederal o es la República unitaria?» «¡La Federal, laFederal!»—exclsmó a coro y a gritos la multitud.

En aquel punto quedó definitivamente proclamada la

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forma de Gobierno ideal del partido republicano es-pañol.

Al cabo de pocos días, vuelto a España Castelar,pronunciaba en otro gran mitin uno de sus más ardoro-sos discursos defendiendo como único régimen políticola Federación. El movimiento en pro de la Federal fueavasallador, formidable. Federal y republicano eranuna misma cosa. Aparte unos cuantos republicanos,muy pocos en número, que repugnaron la denomina-ción, la masa del partido se llamó federal. La Federal,era la palabra simbólica, mística, expresión de las an-sias progresivas de todo un pueblo. Los unitarios eranunos reaccionarios y unos retrógrados q je hacían trai-ción a la Revolución gloriosa.

Asombra el poder y la fuerza de las palabras La Fe-deral no era más que eso, una palabra. Nadie se tomóel trabajo de definirla; algunos discursos, algunos folle-tos, algo de propaganda doctrinal no muy intensa enlos periódicos y nada má". La labor de ¡os republica-nos iba encaminada a hacer prosélitos y a combatir alos Gobiernos. Prosélitos no faltaron. El partido repu-blicano federal llegó a poner 40.000 hombres en armascontra el Poder constituido. Quizá dé aquella insurrección arranca el recelo con que la República fue vistapor valiosos elementos que se habían incorporado a laRevolución.

Entre tanto seguía la propaganda con más calor quenunca. Dispúsose el partido federal a luchar para afcan-zar puestos en las Constituyentes y consiguió llevar aellas una nutrida e inteligentísima representación.

La propaganda hecha en ¡as calles, en la Prensa y en

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los clubs tomó caracteres muy elevados, y casi siem-pre muy ardorosos en las Cortes.

Por entonces, y antes de que fuera promulgada, laConstitución, ocurrió un hecho que no ha sido divulga-do. Corrían candidaturas a granel para el Trono vacan-te de España: el general Espartero, Montpercsier, Fer-nando de Coburgo, el Príncipe Alfredo de la C^sa Realinglesa, el Príncipe Hohenlohe Sigmaringen, el duquede Genova y no sé si alguno más, eran otros tantosnombres que hallaban partidarios. Dan Juan Prim lla-maba a las puertas de las Cortes de Europa en vano.Díjose con fundamento o sin él (esto no está suficien-temente esclarecido), que Prim, monárquico hasta lamedula de sus huesos, comenzó a vacilar al sentir lasrepetidas repulsas de Europa. Lo que haya de cierto entales vacilaciones lo ignoro, pero se daba por seguroentre los revolucionarios que D. Juan Prim, fatigadoya, a poco que se le empujara, caería del lado de la Re-pública unitaria. Medios no le faltaban. Su influjo eraenorme y su poder, a! frente del Gobierno y del Minis-terio de la Guerra, invencible. Prim, en realidad era,como se ha dicho antes, la encarnación y la personifica-ción de la Revolución española.

Las tres figuras más salientes de! republicanismo,Castelar, Pi y Figueras, juzgaron que había llegado elmomento de intentar un golpe de audacia. Conquistadoel ánimo de D. Juan, el triunfo de la República habríasido cosa absolutamente cierta. Y al Palacio de Buena-vista se encaminaron los tres con el propósito de disi-par las dudas que el general tuviera.

Este relato se lo he oído a Castelar. Muchos años

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después nos hizo el honor de confiárnoslo a mi íntimoamigo el compañsro de entonces, el senador actual, donJusto Martínez y a mí. «Empezó hablando Figaeras—nos decía Castelár—; pronunció un discurso maravillo*so; siguióle Pi con una oración de razonamientos fé-rreos, y por último hablé yo. Nunca—añadía—, estuve tan inspirado y tan elocuente. D. Joan Prim nos es-cuchó con atención profunda y no nos interrumpió ni anmomento. Cuando habimos terminado tomó él la pala-bra para manifestarnos que, con efecto, nosostros con-tábamos con las masas, pero que sobre las masas nopuede fundarse nada estable y duradero; que las ma-sas se disuelven fácilmente con unos cuantos regimien-tos de caballería bien mandados; que en España no po-día establecerse la República porque no había republi-canos, y que si contábamos con las multitudes en cam-bio no podíamos contar con las clases medias, las quepiensan y dirigen, únicas sobre las cuales se asientanlas instituciones sólidas. Y, en fin, acabó diciendo conacentos de gran resolución, que los contratiempos su-fridos no le habían hecho rectificar sus convencimientosmonárquicos.»

Dado el tiempo transcurrido desde esta conversación,no respondo de haber reproducido palabra por pala-bra, las que oímos a Castelár; de lo que sí respondoes de su esencia.

Perdiéronse, pues, todas las esperanzas. La Repú-blica había que traerla mediante la propaganda conquis-tándola en los comicios o por la fuerza.

Sucediéronse unas Cortes a otras y se convocaron

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las radicales de 1872, presidiendo el Gobierno RuizZorrilla.

Hago gracia a mis oyentes de las agitaciones provo-cadas por el partido republicano federal desde la muer-te del general Prim hasta el año de 1872, pues no encajaen mi propósito. La enemiga contra la Monarquía dedon Amadeo adquirió caracteres de violencia extrem».Los clubs ardían: el de la calle de la Yedra, famoso ensu tiempo, era el foco del hervor revolucionario. Ailfacudían los intransigentes para lanzar toda clase dedenuestos contra el Gobierno, contra el Monarca y con-tra los parlamentarios republicanos a quienes acusabande traidores y farsantes. Yo presencié, en unión de miquerido compañero Marceliano Isábal, ilustre diputadoaragonés, actualmente decano del Colegio de aboga-dos de Zaragoza, una sesión tumultuosa, casi todas loeran, en que un orador pedía la cabeza de Castelar, y siesto no era posible, por lo menos la de Sorní. (Risas.)

En provincias, aunque no tan intensa como en la ca-pital, la fiebre entre las masas era igualmente altísima.

Por entonces estalló, a fines de 1872, una grave in-surrección federal en El Ferrol. Pi y Margall se levantaen el Congreso con acentos enérgicos de indignaciónpara condenarla.

Pudo notarse que las dos tendencias se habían hechoInconciliables. De una parte los parlamentarios queadoptaron la actitud de benevolencia impuesta más quepor ningún otro, por Castelar; y de otra, los que pre-tendían trastornar el régimen apelando a las armas.

La división de los partidos monárquicos ocasionó enal país un malestar muy hondo. D. Amadeo de Saboya,

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modelo de Reyes constitucionales, se consideró impo-tente para calmar los enardecidos ánimos y renunció ala Corona por no faltar, son sus palabras, a la Consti-tución que había jurado.

Permitidme que es refiera un episodio. El día 11 deFebrero transcurrió con relativa calma. Menudeabanlos grupos en las calles dando vivas a la Federal, perosin causar grandes alarmas Todos estaban convencí,dos de que la República sería proclamada aquella tarde.Pasaba el tiempo y la noticia de la proclamación no lie -gaba. La plaza de !as Cortes, casi desocupada hastapoco antes de anochecer, se llenó de gente de impro-viso. Movido por ia curiosidad, recorrí los compactosgrupos. Vi que muchos estaban armados, notando quede todos ellos salía la misma voz: «No nos dejemosengañar—decían—; si no se vota pronto la Repúblicaasaltaremos el Congreso y la obtendremos por la fuer-za». Penetré en el salón de Conferencias donde encontréa Figueras con varios diputados. Me acerqué a él parainformarle de lo que en el exterior ocurría. «Vengausted conmigo»—me dijo—.Le seguí encaminándonosjuntos al salón de la esquina de la calle de Florida -blanca cuyas ventanas dan a la plaza. Abrió una deellas y subiéndose a la repisa hizo ademanes con ambasmanos pidiendo silencio. «Es Figueras, es Figueras»—se oyó en la multitud—. Y cuando creyó que podía serescuchado pronunció a todo pulmón estas vibrantes pa-labras—: «Ciudadanos: tened calma, tened confianzaen nosotros; de aquí saldremos con la República, omuertos».

No fue necesario más para que el griterío cesara.

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Los miles de ciudadanos permanecieron allí y a lasocha y cuarto corrió entre ellos la noticia de que habíasido votada la República. Los vivas se sucedieron sininterrupción en la plaza y luego en toda la capital. LaRepública había vencido.

Los republicanos llegaron a aquellos momentos sa-ñudamente divididos. La política de benevolencia deCastelar no había hecho mella ninguna en el espiritarevolucionario. Los intransigentes continuaban vito-reando a la República, que nos había sido regalada,como si fuera obra exclusiva de sus propios esfuerzos-Considerándose ellos solos los victoriosos trataron deimponerse á la mayoría monárquica que votó la nuevaforma de Gobierno y a los republicanos benévolos. /

Quien juzgue sin pasión los hechos verá que una Re-pública así nacida venía al mundo herida de muerte.A los trece días de ser proclamada fueron arrojadosdel Gobierno los monárquicos. La unión de unos yotros estaba deshecha. La República había de serpara los republicanos y los que la gobernaran teníanque verse libres de toda intrusión monárquica. El 24de Febrero, fecha de la constitución del Gabinete ho-mogéneo, fue el punto de arranque del peligroso cami-no que empezaron a recorrer las nuevas instituciones-La noche -le aquel día fue lá señalada para librar bata-lla en las calles de Madrid entre los voluntarios de laLibertad monárquicos, y los voluntarios de la Repú-blica. A mí, como diputado, se me dio el encargo deponerme al habla con el jefe de un batallón que se haríafuerte en la plaza del Ángel y en caso preciso en laiglesia de San Sebastián, contra las anunciadas acorné-

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tidas de la milicia enemiga. Igual encargo recibieronotros compañeros míos para actuar en distintos barriosde la población. Los jefes de nuestra minoría creyeron,sin duda, conveniente demostrar que todos nosotrosestábamos al lado de la milicia republicana. Por for-tuna no fue necesario hacer uso de las armas y la nochetranscurrió tranquila, y ya de madrugada, yertos defrío,, los voluntarios, oyeron el toque de rompan filas ycada cual se retiró a su casa y yo a la mía.

Cuento este pequeño episodio para hacer ver hastadónde llegaba la excitación de los ánimos.

Los intransigentes habían vencido, imponiéndose ala minoría republicana del Parlamento y a sus grande»hombres..

Quedó formado el Gobierno homogéneo y la Repú-blica entregada a sus propias fuerzas. La pendientepor donde había de rodar estaba ya iniciada.

Al triunfo del nefasto 24 de Febrero hay que añadirel del 23 de Abril. Los radicales, mal aconsejados, in-tentaron librar batalla contratos republicanos momen-táneamente fortalecidos con el apoyo resuelto delPoder.

Este segundo golpe acabó por engendrar odios entremonárquicos y republicanos, que no se extinguieronsino pasados algunos años.

. Entre tanto, la propaganda revolucionaria conti-nuaba y se pregonaban las más extravagantes ideassobre las instituciones federales. Cada cual las enten-día a su manera, dándose el espectáculo de ver a ungran país víctima de un acceso de locura colectiva pro-vocado por el poder mágico de un grito. Para unos,

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significaba la abolición de las quintas y matrículas demar; para otros, la supresión de las contribuciones;para otros, el reparto de las tierras, y para otros, enfin, las más disparatadas soluciones.

Y se llegó a la convocatoria dé las Constituyentessin otro programa que el de la República federal, cuyocontenido muy pocos entendían.

Los partidos monárquicos y los neo • republicanosacordaron el retraimiento y el vacío se hizo en tornode la República. Las elecciones fueron modelo de sin-ceridad, de tal modo que el Gobierno y su ministro dela Gobernación, el Sr. Pi, no intervinieron ni con suconsejo, ni con la más leve indicación, en las luchas delos distritos. Los republicanos coparon en casi todosellos. Salvo unos pocos donde se presentaron candida-tos monárquicos conocidos, Ríos Rosas, Romero Ro-bledo, Esteban Collantes, León y Castillo y algunosmás, los comicios votaron a los federales.

Y se reunieron las Constituyentes en 1.° de Junio.Se celebró una gran manifestación compuesta de milesde personas, entre las cuales figuraban los Voluntariosde la República armados, que desfiló por delante delCongreso al grito de «¡Viva la Federal!». La presen-ciaron los diputados y muchos extranjeros pertenecien-tes al Cuerpo diplomático. Los manifestantes, con ade-manes bien marcados, encarándose con los represen-tantes del país, les indicaban que serían degollados sino cumplían sus compromisos. Sus compromisos consis-tían en votar la República federal.

En una de las primeras sesiones el presidente, el ve-nerable Orense, dijo: «—Se me figura que debíamos

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empezar por proclamar la República federal»—. Quedóproclamada sin más solemnidades; pero como no eranlas bastantes para un acto de tal trascendencia, unoscuantos diputados presentaron, creo que al (íasiguien•te, una proposición que decía así: «La forma de Go-bierno de la Nación espafloia es la República democrá-tica federal». Puesta a votación fue aprobada con en-tusiasmo frenético por 218 votos contra 2.

Esta casi unanimidad no engañó a nadie. Ya eranpatentes las diferencias de doctrina, de temperamentoy de carácter que separaban a «nos y otros diputados.Virtualmente, y sin que nos lo propusiéramos, nos cons-tituímos en derechas e izquierdas: las derechas, forma-das por ios elementos moderados del republicanismohistórico, reforzado con los monárquicos, y las izquier-d-s, formadas por los intransigentes, los cuales, divi-didos entre sí, se agruparon como una pina sin otro ob-jeto que el de combatir a aquel Gobierno presidido porPi y después a todos los Gobiernos que se sucedieran.

La República estiba en marcha. Nuestros grandeshombres Pi, Figueras, Salmerón, Castelar» advertidosdel peligro que corrían las nuevas instituciones si sedejaban dominar por los extremistas, hicieron esfuerzossobrehumanos para contener, siquiera para encauzalas campañas cada vez más violentas de las izquierdas.Estas campañas encontraban fácil eco en provincias.Los Cantones empezaban a proclamarse, y la güe racarlista, ya por entonces pujante, amenazaba con po-ner en riesgo la existencia misma de la nación.

Pi y Margall en su programa decía que era necesa-iio establecer el orden y asegurar las funciones de Go-

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bíerno. «Que todos—añadió—bajen la cabeza ante laley». Y respondiendo a sus deberes de gobernante sorlicitó de ¡as Cortes «medidas extraordinarias, pues ja-más se hizo en pueblo alguno la guerra sin aplicar lasleyes de la guerra»; declaraciones que la mayoría dela Cámara acogió con una gran salva de aplausos.

El proyecto de ley en que solicitaba la suspensión degarantías, se fundaba en que «era necesario tomar,desde luego, todas ¡as medidss extraordinarias queexigieran las circunstancias de ¡a guerra y pudierancontribuir al pronto restablecimiento de la paz».

«¿Cómo—exclamaba Pi—, hay un partido que sealza en armas y en abierta hostilidad contra la Ley, yqueréis que e' Gobierno tenga la Ley por único escu-de? ¿Queréis que contra la fuerza empleada por la mu-chedumbre emplee la Ley y no la fuerza?»

Había que taparse los oídos para no escuchar los de-nuestos que arrojaban los intransigentes contra las pa-labras firmes del jefe del Gobierno. La respuesta aesta actitud decidida, fue la formación de los Cantones.

Defendiéndolo Castelar, decía: «La misma campañaque he hecho desde la Prensa, desde la tribuna y desdela cátedra por la Libertad y ¡a Democracia, la voy ahacer desde aquí ¡por la autoridad, por la estabilidad,por el Gobierno».

Figüeras, alarmado ante las demencias de fas iz-quierdas, no era menos expresivo: «Os engañaríamosy nos engañaríamos—decía—, si ocultásemos que laproclamación de la República ha sido recibida con re-celo y desconfianza por parte de casi todos los Go-biernos de Europa».

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Salmerón se colocó resueltamente en la derecha.«La demagogia—dijo—es el virus que suele ser inhe-rente a las democracias. El rigor de la ley debe caerantes sobre los republicanos que sobre los que nolo son.-- Si en las ideas somos radicales, en los procedi-mientos somos conservadores». Y más adelante, desdeel banco azul, añadía: «Este Gobierno está dispuesto arestablecer la disciplina sin respeto a clases y jerar-quías».

Y yo quiero decir, por mi parte, que predominabanen la opinión las ideas de crden, pero a medida quese difundían iban creciendo las intransigencias.

Varios diputados marcharon a provincias para pro-clamar el Cantón, y en muchas de ellas lo consiguie-ron. Y consiguieron más: influir en el espíritu de lossoldados a quienes pudieron convencer de que los ofi-ciales eran sus enemigos oponiéndose a que les fuesedada la licencia absoluta. En el Ejército de Cataluñase escucharon los primeros gritos de «¡que baile! ¡quebaile! ¡abajo los galones!», siendo frecuentes los actosde indisciplina y las deserciones. La descomposiciónllegó a términos tales, que durante algunos días, quenos parecieron eternos, se tuvo por muy probable eltriunfo de la única fuerza organizada que iba quedan-do en España: el triunfo del carlismo.

Por entonces, recogiendo las ansias de todo el país,destacó sobre todas la figura de Castelar como granciudadano, gran estadista y gran patriota. Sus catilina-rias contra la izquierda quedarán como modelos de elo-cuencia y de valor cívico. Y sus actos de gobernanteserán citados como ejemplo vivo de lo que es capaz un

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gran corazón servido por una portentosa inteligencia:«Mantendré el orden—exclamaba—. Defenderé la dis-ciplina militar. Llamadme inconsecuente si queréis; nome defenderé».

«La intransigencia—decía en otra ocasión—, depen-de de que no somos un pueblo republicano, de que nosomos un pueblo demócrata, de que no somos un pue-blo federal, de que no somos un pueblo moderno... E!Gobierno de la República está completamente solo enEuropa, completamente solo en el mundo; estamos so-los en el mundo y sin un amigo. E! partido republicanono gobernará como no condene enérgicamente y parasiempre a esa demagogia... Estamos desacreditadostodos, caeremos todos. ¿Qué doctor Dulcamara te-néis para remediar los males que nos rodean? Yo nopido la adhesión de los republicanos. Eso lo tengo. Loque yo necesito es la adhesión de los que no lo son...Esta Asamblea está condenada a perecer por sus divi-siones.., ¡Qué tremenda responsabilidad la nuestra sihubiéramos pensado en una República y hubiésemosengendrado la reacción y el carlismo.» «Procurad—nosaconsejaba a todos—que la República sea orden, seaautoridad, sea sociedad, sea Gobierno.»

Cuando se intentó discutir la Constitución, decía.«¿Queréis discutir la Constitución cuando apenas tene-mos Patria? ¿Nos debemos entretener en discutir unaConstitución cuando apenas sabemos si mañana con-servaremos la libertad que hay en nuestras almas, nila tierra que tenemos bajo nuestras plantas?... Tembla-mos por la libertad; yo tiemblo por la libertad, yo

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tiemblo por le República: dado de que podamos con-servarla».

Castelar pecó, él mismo lo confiesa, declarando queno se defendería; pero encontró sas propias ideas y supropio ser cuando lo que él llamó impurezas de la rea-lidad le hicieron ver sus antiguos extravíos.

Castelar fue siempre demócrata y republicano hastael día de su muerte, mas fue siempre de temperamentomoderado. «¿Quién se extraña—dice—, quién tienederecho a extrañarse de qué yo represente en el partidorepublicano el elemento conservador? Pues qué, ¿he va-cilado yo ni an momento en esto? Veintidós años teníacuando se empeñaron lachas entre La Discusión y LaSoberanía Nacional. ¿Dónde estaba yo? Con el másmoderado de aquellos» periódicos, con La Discusión...Yo fui siempre partidario de la alianza con los pro-gresistas». %

Citaría los textos a cientos en que el grande oradorse mostraba inclinado a soluciones gubernamentales.Se me argüirá que también pueden presentarse textosde elocuencia inflamada combatiendo contra la legali-dad monárquica. Es verdad. Castelar, en sus propa-gandas y en sus discursos parlamentarios si defenderlss instituciones federales arremetió con rudeza contrael régimen monárquico.

Castelar después de la Revolución del 68 fue un con-vencido republicano y ardiente apologista de la Fede-ral, pero no fue jamás revolucionario.

En 1869, votada la Constitución, procedieron los di-putados a firmaría. Pi y Margall se negó a ello. «En-horabuena, D. Francisco—le dijo Castelar—. No fir-

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me usted, pero créamelo; la Constitución de 1.° de Ju-nio de 1869, será la fórmula más progresiva de nuestrageneración». Como se ve ya entonces, en ¡sus espon-taneidades pensaba que era temerario ir más allá.

No es, pues, maravilla, que el gran patriota ante lasduras realidades del Gobierno y ante los hechos que sesucedían, amenazando hasta la misma vida de la Na-ción, sacrificara su popularidad en aras de la sociedady del orden.

¿Quién, pensando en su Patria y en presencia de loshechos vistos, podía intentar la instauración del federa-lismo sin que al punto se resquebrajaran todos los ór-ganos del Estado y el Estado mismo? Y dado que fuera posible el federalismo contra la opinión casi en masadel país, ¿por cuál debíamos decidirnos?

Proyectos no faltaron. Teníamos ana Constituciónque había redactado Castelar; un voto particular queera otra Constitución; el federalismo orgánico, de Fi-gueras, y el pacto sinalagmático, conmutativo bilateralde Pi, que era cosa distinta de lo que proponían losdemás. Y no digamos nada de las extravagancias conaparatos doctrinales que habían hecho suyas losCantones.

¿Por cuál optar? Basta este recuerdo para compren-der que la Federación no reunía condición ninguna deviabilidad. La Federación era, no más que un contagiomental, una entelequia que enloqueció a los republica-nos españoles.

Castelar, que según declaró Salmerón era la últimaesperanza de la República, sé dio cuenta, al ser eleva-do a la Presidencia del Poder Ejecutivo, de la situación

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de la Cámara, y de la del país entero. Frente a la gue-rra civil, cada día más embravecida, pidió y obtuvo au-torizaciones extraordinarias para gobernar: reclutó80.000 hombres; restableció la disciplina militar, pedi-da con unanimidad por ¡os jefes y oficiales del Ejército;entregó al Cuerpo de Artillería sus cañones; dos sen-tencias de pena de muerte dictadas por los Tribunalesmilitares fueron cumplidas; para dulcificar en la medi-da de lo posible las relaciones con el Vaticano y mer-mar fuerzas al carlismo hizo la presentación de cincoobispos elegidos entre los más virtuosos y más cultosde España; y, en suma, el que no había sido conocidoen el mundo más que como incomparable orador, mere-ció en España y en Europa el título bien justificado degran estadista. La Prensa de Francia y de Inglaterra,singularmente la de Inglaterra, saludó el nombre deCastelar como uno de los más preclaros de nuestrosdías. Castelar ya tenía bien sentada su reputación dehabilísimo diplomático. La vidriosa cuestión llamadadel Virginius, puso a prueba sus dotes de hombre sa-gaz y previsor. A dos dedos de la guerra con los Esta-dos Unidos, supo, con maravilloso arte, evitarla. Y Es-paña, sin que la asistiese la razón, salió de aquel angus-tioso trance, por lo menos respetada.

Os imaginareis las enormes dificultades con que teniaque luchar el Gobierno si recordamos una hazaña, ver-dadero reto lanzado pur el Cantón de Cartagena contralantén acidad del Poder legitimo central resuelto a res-tablecer la paz.

Cartagena, como se sabe, es una de las primerasplazas militares de España y del Mediterráneo. Sus

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fortalezas, bien artilladas, la defienden por mar y portierra; en sus dársenas estaban anclados los barcos deguerra que constituían entonces casi nuestro único po-der naval. En Cartagena se habían reunido las fuerzasde la guarnición y unos 1.200 presidiarios a quienes pusieron en libertad las autoridades locales insurrectas,no bien fue proclamado el Cantón. Cartagena era dehecho, con su Gobierno en funciones, un Estado inde-pendiente.

Ante tales elementos, el Poder central se veía impo-sibilitado de reducir la plaza a la obediencia.

Ya Salmerón, temeroso de que los barcos de guerrallevaran la desolación a las poblaciones del litoral, pu-blicó su famoso y aplaudido decreto declarándolos pi-ratas. Era preferible que las escuadras extranjeras losapresaran a que incendiasen ciudades inermes.

La enérgica medida de Salmerón produjo sus efac-tos, pero por poco tiempo. Se creyó que la flota insu-rrecta no saldría al mar para no exponerse a caer enmanos enemigas. No fue así. A las pocas semanas d r " **"ocupar Castelar ei Poder, tuvo noticias de que las fra-"gatas cantonales, con la bandera roja en los topes,abandonaron su abrigo para destruir la improvisada.IlLJl—•—-escuadra del almirante Lobo y bombardear despuésAlicante, Almería, Valencia y Barcelona.

Decidió el Gobierno que Maisonnave, ministro de laGobernación, partiera para Alicante en tren especial,y allá fuimos, acompañándole, Gómez Sigura, Matee»liano Isábal y yo. Era necesario llegar antes de que elbombardeo comenzase.

Vimos en línea de batalla las fragatas blindadas

«Numsincia» y «Méndez Ntíñez», dos barcos en aqueltiempo muy poderosos, y el transporte «Fernando elCatólico», que también estada fuertemente artillado.

Nos advirtieron que se abriría el fuego a lss seis enpunto de la mañana siguiente. Por confidencias tras-mitidas a! oído supimos, unos pocos, que Carreras, eljefe de la Escuadra, había desembarcado por la tarde ysigilosamente otra vez en las primeras horas de lanoche, y que no era extraña a ese desembarco, la pre-sencia en Alicante del ministro.

Si se entrevistaron el ministro y Carreras, lo igno-ro. Lo que sé es que sé dio por cierto que no se altera-ría el programa anunciado, es decir, que se abriría el.fuego contra la p!aza a ía hora fijada. Funcionó sin ce-sar el telégrafo, aquella noche, entre Alicante y Ma-drid. Yo no volví a ver a Maisonnave hasta la mañanasiguiente, aunque me alojaba en su casa.

Corrió el rumor, muy apagado y entre muy contadaspersonas, de que a eso de las dos de la madrugada, elministro, embarcado en una falúa de Carabineros, sedirigió, con grave peligro de su vida, a la «Numancia»,donde permaneció próximamente media hora.

¿Hubo intentos de capitulación? Es verosímil que loshubiera, pero si se entablaron negociaciones fracasaroncompletamente, quizás por la imposibilidad de sometera los 600 hombres que componían la dotación del «Fer-nando el Católico», casi todos ellos presidiarios y de losmenos recomendables.

Alicante quedó despoblado. Sólo permanecieron en Ia

ciudad los varones útiles para empañar las armes y unaescasísima guarnición.

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Todos fuimos armados, recibiendo del general Ce-ballos y del jefe de Estado Mayor, entonces brigadierdon Marcelo de Azcárraga, órdenes severísimas paraoponernos por la fuerza a un probable desembarco.

Comenzó el fuego a las seis de la mañana, contes-tando la débil Artillería del Castillo y unas pocas pie-zas emplazadas en el paso a nivel del contramuelle.

El fuego continuó con algunas interrupciones hasta launa de la tarde, causando estragos en la población,pero no considerables.

A esa hora pusiéronse en movimiento los tres ba-ques con rumbo a Levante, yendo a la cabeza el «Fer-nando el Católico». Al pasar a unas tres millas, frenteal Cabo de la Huerta, los campesinos pudieron obser-var desde allí una extraña maniobra. Viró el «Fernan-do el Católico», y la «Numancia». cogiéndolo de través,lo embistió con su espolón haciendo estallar las calde-ras y hundiéndolo en pocos minutos.

Detuviéronse la «Numancia» y la «Méndez» por espa-cio de algún tiempo, y prosiguieron el viaje hacia Valen-cia. Lo extraño de esta tragedia es que no encontraron los pescadores de los pueblos vecinos ni un náufra-go, ni un cadáver, aun cuando el número de desapare-cidos pasó de 600. Tal vez los recogieron las dosfragatas cantonales y los barcos extranjeros que ibandetrás de ellas.

La destrucción del «Fernando», ¿fue debida a un ac-cidente? No he hallado la contestación a esta preguntaen ninguna parte. Dejemos vivo el interrogante, puesyo no sabría qué decir.

Los dos' barcos fondearon de madrugada en aguas de

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Valencia y en el mismo día arrojaron bombas contra laciudad, tomando inmediatamente rombo hacia Torre-vieja, que consiguieron sublevar, y hacia Almería don-de exigieron en vano la entrega de 100.000 duros.Lanzaron sobre la ciudad buen número de proyectilesy volvieron a Cartagena donde se les recibió triunfal-mente.

Animados con este triunfo y con el que habían lo-grado contra la escuadra del Almirante Lobo, hicie-ron varias expediciones a poblaciones indefensas, peroya con escasa fortuna. Los buques piratas se rindieronuno a uno en aguas de Levante y en las costas de Áfri-ca, ante los alemanes e ingleses «Federico Carlos»,«Swiftsure», «Lord Wardec» y otro francés, siendoconducidos a Gibraitar, y allí los rescató el Gobiernoespañol tras de difíciles y embrolladas negociacionesdiplomáticas.

Así acabó aquella gran vergüenza que nos llenó deoprobio ante el mando, y asi terminó el poder navaldel Cantón.

El fracaso de la hazaña cantonal calmó los espíritus.Barcelona y Valencia vieron alejado el peligro del bom-bardeo, quizá del incendio. El Cantonalismo, aunqueno del todo vencido, estaba ya muy debilitado.

El país empezaba a respirar. £1 carlismo, muy ani-moso hasta entonces, sentía frente a él a un enemigopoderoso y fuerte: las clases conservadoras apoya-ban por instinto al Gobierno. Ríos Rosas, en represen-tación de los, monárquicos liberales, declaraba que 1»única legalidad era la de la República y las Cortes;

; Collantes decía que si el Gobierno era yenei-

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do, él se consideraría vencido también; Romero Roble-do y León y Castillo, furiosamente antifederales, apo-yaban al Poder Ejecutivo.

Todo inducía a creer que la situación se robustece-ría con el tiempo. La opinión, ya en buena parte re-accionada al hallar quien la representase en el Gobier-no, empezaba a poner su confianza en él y en lasConstituyentes.

En medio de tantas borrascas que alteraron la pazpública y cuyos ecos perturbaban la deliberación delParlamento, hubo días de relativa bonanza que los dipu-tados, sea dicho en su honor, supieron aprovechar paradiscutir leyes de supremo interés nacional.

Merece citarse entre otras la Ley ya antes promulga-da, y a la que sólo faltaba el Reglamento para su ejecu-ción, sobre el trabajo de los niños. Esta Ley, con la cualEspafía se adelantó a todos los países de Europa en loque toca a reformas sociales urgentes, no ha sido cum-plida por ningún Gobierno.

Proyectos sobre jurados mixtos, sobre extinción delatifundios, sobre cuestiones agrarias, sobre foros, so-bre reclutamiento y sobre diversas materias que afec-tan principalmente al bienestar de los obreros, estabanen turno para ser discutidos y aprobados no bien hubie-ran comenzado las sesiones. Lo habrían sido, segura-mente, pues la mayoría de la Cámara, por el órgano desus Comisiones, se pronunciaba a favor de ellos.

Y cosa extraña: a pesar de que existían radicales di-ferencias entre individualistas y socialistas, aquellos le-gisladores, más atentos a veces al bien público que asus compromisos de escuela, se mostraban acordes en

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apreciar la justicia y la trascendencia de hondos pro-blemas sociales que entonces llamábamos problemashumanos.

Tened por seguro, señores, que muchos de esos pro-blemas estarían ahora resueltos si las pasiones, ya cer-cano el 2 de Enero, no se hubieran otra vez encendido.^Existían unos 50 distritos vacantes, y era opinión ge-

neral que, con el refuerzo de la mayor parte de ellosinclinados a las ideas de orden, se constituiría tina ma-yoría bastante fuerte para vencer a los partidos ex-tremos .

La presentación de los obispos y los distritos vacan-tes fueron les manzanas de discordia que avivaron en-tre las derechas y las izquierdas sus rencores.

Se reanudaron las sesiones el 2 de Enero. Por dema-siado conocidas no trascribo íntegramente las escenasque en aquel memorable día precedieron al desastrefinal.

Corrían voces acerca de la fidelidad de Pavía, capi-tán general de Madrid. Le llamó Castelar para exigir-le su palabra de honor de que no se sublevaría contrala República. «Jamás—contestó Pavía—me sublevaréejerciendo mando».

En aquella sesión histórica fue combatido duramenteel Gobierno. Don Francisco de Paula Canalejas lo de-fendió con ardor, pero ya sé veía, recontando fuerzas,que Castelar estaba derrotado.

«Soy sospechoso—exclamaba el gran tribus o—-por-que digo al partido republicano que él solo no puedesalvar la República-.. Tenemos todo lo que hemos pre-dicado: la Democracia, la Libertsd, los derechos indi-

viduales, la República». «¿Y el proyecto de Constitu-ción federal?interrumpió un diputado- .«Lo'quemasteisen Cartagena>—replicó rápido Castelar.

Por 120 votos contra 100 se desechó un voto deconfianza al Gobierno. Interrumpida la sesión para quelos diputados se pusieran de acuerdo acerca de la per-soma qíse había de desempeñar la Presidencia del PoderEjecutivo, se reanudó a las siete menos cinco.

No os canso copiando del Diario de las Sesiones ejrelato de los últimos momentos de las Constituyentes.

A las siete de !a madrugada anunció el presidenteseñor Salmerón, que minutos antes había recibido delcapitán general una conminación perentoria para quemandase desalojar el edificio, pues de otro modo seríadesalojado a viva fuerza.

La Cámara entera indignada se puso de pie protes-tando y pidiendo armas para repeler la invasión.

Ambos presidentes, Salmerón y Castelar, con vocesenérgicas, mantuvieron el derecho de la Asamblea y delos diputados, calificando aquel acto en términos dignosde la mayor dureza.

Pocos instantes después penetraban en el edificio unbuen pelotón de guardias civiles, y en el Salón de Se-siones los soldados.

Sonaron en las galerías algunos tiros, y las Constitu-yentes quedaron de hecho disueltas y la Repúblicamuerta.

Murió, no por maldad de los hombres, sino por suinexperiencia y por no saber a donde iba.

Madrid asistió impasible á aquel desmoronamientoque hizo venir al suelo tantas esperanzas y tantos

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ideales. Solamente en Zaragoza y Valladolid los Vo-luntarios de la República y unos cuantos en Barcelona,resistieron a las fuerzas del Ejército. Aquella resisten-cia fue la llamarada postrera de los fenecidos entusias-mos revolucionarios.

Ya habréis visto que he procurado ser fiel a mi pala-bra: me he abstenido dé comentar los hechos expues-tos, pero no afirmaré rotundamente que lo haya logra-do. A veces los juicios personales se escapan aunque seesfuerce en contenerlos quien los emite.

¿Y para qué el comentario si están hab'ando por míel golpe de Estado del 3 de Enero y la Restauración?

Me he propuesto en este ciclo de Conferencias dedi •cado a Castelar, exaltar su grandes merecimientos deestadista durante un período en que todo estuvo en pe-ligro. Fue entonces acerbamente combatido y todavíalo es hoy, cuando se recuerdan sus días de Gobierno.Pero lo que nadie en Europa y en el mundo niega, esque si el hombre merece la admiración de la posteridadpor su portentosa y no igualada elocuencia, la merecemás por haber sacrificado todos los tesoros de su in-teligencia, a la libertad y a la paz de España. (Nutri-dos y prolongados aplausos.)

II"SlUDICRTO DE Pü8LICIDnD"

BñRBIERI, MÚM. 8.—MRDR1D.

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