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CLARIN UN CRISTIANO, EN LA BALANZA Eduardo T. Gil de Muro s abido es que la religión predominante en España es la católica romana en sus más calurosas manifestaciones, y que «El siglo futuro» es el defensor no ya de los párrocos, sino de todos los fieles que tienen hidrobia mística y cogen la religión por las ho- jas, como los rábanos. Ahora bien: en un país en que predomina semejante empirismo religioso, donde se procura matener l a forma y se aban- dona la moral, donde el matrimonio se crea por ceremo _ nias muy respetables y poéticas pero que, en reahdad, no son la esencia del matrimonio; en un país así las reformas de las leyes principales y de las costumbres se hace imposible, y de ahí la responsabilidad de los neos en el conflicto. Sepa «El siglo turo» que de una exacta estadística de los divorcios hecha en Francia recientemente, re- sulta que, en igual número de protestantes y de católicos,, son muchas más las separaciones de los cónyuges entre los verdaderos borregos de Cristo que entre los reform'ados que admiten el divorcio. Lo mismo las leyes, que las costumbres, que la religi,ón, tienen una traba inanqueable donde quie,ra que la esencia del derecho esté sustituida po'· una mitología legal o supersticiosa, por un formalismo materialista y estrecho». Este texto es de Leopoldo Alas, Clarín. Está escrito a raíz del estreno de «El nudo gordiano», de «mi amigo Sellés». Si no era por las alusio- nes temporales a «El siglo futuro», uno correría gratamente el riesgo de hacer autor de estas pala- bras a cualquier inconformista de nuestro tiempo, a cualquier cristiano liberal de ahora mismo. La modernidad radical del escritor asturiano no está on est mucho- en su singul pure pa domi- n la lengua y escribirla, sino en la vigencia de unas actitudes que, por ser ahora mismo ideas frescas y precisas, eron en su tiempo ideas de- moledoras para quienes estaban anclados en la intransigencia religiosa. ¿Con qué catolicismo se encontró Clarín en la Espa de su tiempo? Desde luego no con un cato- licismo liberal ni inteligente. Ni siquiera en quie- nes, aparte de ser católicos, también eran libera- les. Daba la sensación de que, aún en esos casos, se debía dejar todo liberalismo, toda transigencia @ y racionidad, cuando se entraba a la Iglesia. «Se nos ha mandado que, al entrar, nos quitemos el sombrero, no que nos quitemos la cabeza». Lo decía Chesterton, que era un liberal inteligente. ! No lo podían decir los liberales españoles porque, entre otras muchas razones en contra, Chesterton no hía escrito todavía estas pabras. 114 «En España, tes de la restauración -ha escrito José Luis Aranguren- no hubo ni asomos de un catolicismo liberal. Había, sin duda, muchos libe- rales que eran personalmente católicos, pero pú- blicamente no procedían en cuanto tales. En cam- bio, el catolicismo como actitud aparecía siempre ligado al reaccionarismo, a la crítica de la civiliza- ción moderna, a la defensa de los «intereses» de la Iglesia, a la alianza del Trono y el Altar, al pater- nalismo, al régimen de la Cristiandad, etc. Era, pues, en el sentido fuerte de la expresión, un catolicismo político y, particularmente, un catoli- cismo antiliberal». También era un catolicismo instalado, que no arriesgaba nada en su contacto con el mundo. Más aún: que procuraba separarse de él, para lo cual ninguna postura le venía más cómoda que la de la condenación a ultranza de cuanto no entendía. Y conste que lo que no en- tendía el catolicismo de la época no era cuantitati- vamente grano de anís. Era, en general, todo un mundo en ebullición, toda una sociedad en cier- nes, a la que le importaba mucho no resolver la disyuntiva ciencia-religión, sino encontrar la forma de que la religión no excomulgara a la cien- cia y la forma de que la ciencia no se sintiera avergonzada del hecho religioso. Clarín, en un alarde de extrema sinceridad, solía pedir a los buenos novelistas espoles -Galdós, Pereda, Va- le- que representaran el libre examen -sin fana- tismos de derecha o de izquierda- «en hombres que _ . " larín. Museo de Bellas Artes de- Asturias.

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CLARIN

UN CRISTIANO, EN LA

BALANZA

Eduardo T. Gil de Muro

sabido es que la religión predominante en España es la católica romana en sus más calurosas manifestaciones, y que «El siglo futuro» es el defensor no ya

de los párrocos, sino de todos los fieles que tienen hidrofobia mística y cogen la religión por las ho­jas, como los rábanos. Ahora bien: en un país en que predomina semejante empirismo religioso, donde se procura maTntener la forma y se aban­dona la moral, donde el matrimonio se crea por ceremo_nias muy respetables y poéticas pero que,en reahdad, no son la esencia del matrimonio; en un país así las reformas de las leyes principales y de las costumbres se hace imposible, y de ahí la responsabilidad de los neos en el conflicto. Sepa «El siglo futuro» que de una exacta estadística de los divorcios hecha en Francia recientemente, re­sulta que, en igual número de protestantes y de católicos,, son muchas más las separaciones de los cónyuges entre los verdaderos borregos de Cristo que entre los reform'ados que admiten el divorcio. Lo mismo las leyes, que las costumbres, que la religi,ón, tienen una traba infranqueable donde quie,ra que la esencia del derecho esté sustituida po'..· una mitología legal o supersticiosa, por un formalismo materialista y estrecho».

Este texto es de Leopoldo Alas, Clarín. Está escrito a raíz del estreno de «El nudo gordiano»,de «mi amigo Sellés». Si no fuera por las alusio­nes temporales a «El siglo futuro», uno correría gratamente el riesgo de hacer autor de estas pala­bras a cualquier inconformista de nuestro tiempo, a cualquier cristiano liberal de ahora mismo. La modernidad radical del escritor asturiano no está -con estar mucho- en su singular pureza para domi­nar la lengua y escribirla, sino en la vigencia de unas actitudes que, por ser ahora mismo ideas frescas y precisas, fueron en su tiempo ideas de­moledoras para quienes estaban anclados en la intransigencia religiosa.

¿Con qué catolicismo se encontró Clarín en la España de su tiempo? Desde luego no con un cato­licismo liberal ni inteligente. Ni siquiera en quie­nes, aparte de ser católicos, también eran libera­les. Daba la sensación de que, aún en esos casos, se debía dejar todo liberalismo, toda transigencia

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y racionalidad, cuando se entraba a la Iglesia. «Senos ha mandado que, al entrar, nos quitemos el sombrero, no que nos quitemos la cabeza». Lo � decía Chesterton, que era un liberal inteligente. ! No lo podían decir los liberales españoles porque, �entre otras muchas razones en contra, Chesterton � no había escrito todavía estas palabras.

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«En España, antes de la restauración -ha escrito José Luis Aranguren- no hubo ni asomos de un catolicismo liberal. Había, sin duda, muchos libe­rales que eran personalmente católicos, pero pú­blicamente no procedían en cuanto tales. En cam­bio, el catolicismo como actitud aparecía siempre ligado al reaccionarismo, a la crítica de la civiliza­ción moderna, a la defensa de los «intereses» de la Iglesia, a la alianza del Trono y el Altar, al pater­nalismo, al régimen de la Cristiandad, etc. Era, pues, en el sentido fuerte de la expresión, un catolicismo político y, particularmente, un catoli­cismo antiliberal». También era un catolicismo instalado, que no arriesgaba nada en su contacto con el mundo. Más aún: que procuraba separarse de él, para lo cual ninguna postura le venía más cómoda que la de la condenación a ultranza de cuanto no entendía. Y conste que lo que no en­tendía el catolicismo de la época no era cuantitati­vamente grano de anís. Era, en general, todo un mundo en ebullición, toda una sociedad en cier­nes, a la que le importaba mucho no resolver la disyuntiva ciencia-religión, sino encontrar la forma de que la religión no excomulgara a la cien­cia y la forma de que la ciencia no se sintiera avergonzada del hecho religioso. Clarín, en un alarde de extrema sinceridad, solía pedir a los buenos novelistas españoles -Galdós, Pereda, Va­lera- que representaran el libre examen -sin fana­tismos de derecha o de izquierda- «en hombres que

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r:larín. Museo de Bellas Artes de-Asturias.

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crean en Dios y en la otra vida y que tengan su «alma en su almario» como suele decirse». Lo que le molestaba más es que en la literatura de su tiempo aparecieran «librepensadores de brocha gorda, material is tas, cuando no perdidos sin con­ciencia, pero, de todas maneras, gente que se ahoga en poca agua y que, en cuanto truena, se acuerdan de Santa Bárbara».

Los sectarismos, vinieran de donde vinieran, le resultaban a Clarín absolutamente despreciables. Una biografía de Menéndez Pelayo no debía estar escrita por «un sectario ciego, apasionado por el interés de partido». Recordaba que el santande­rino era «católico a machamartillo, como dice él, mientras que yo soy casi un demagogo. Y en punto a religión ... «la natural», como dijo el espe­ciero de Espronceda». Una religión «natural» en la que no hay que creer demasiado porque Clarín fue hombre profundamente preocupado por el pensamiento religioso de su tiempo. Leía cuanto caía en sus manos. Examinaba de cerca los docu­mentos venidos de Roma. Tenía al dedillo muchas de sus enseñanzas. Las utilizaba con frecuencia, pero no se dejaba seducir por ellas. Jamás se le ocurrió ponerse a jurar en vano sobre la palabra de los maestros. Lo que hacía era acercarse con respeto a fuentes ideológicas que, en principio, no le parecieran sospechosas y que, después, no le resultaran pedantes ni suficientes. A Clarín le ate­rrorizaba la carencia de «misterio» en la manera de vivir la religión quienes más estrechamente li­gados se encontraban a la misma. Le horrorizaba el materialismo racionalista de que se había do­tado a la escasa corriente intelectual que lo reli­gioso producía en su tiempo. Era la mala época en que la Iglesia, en España al menos, dilapidaba las grandes fortunas de la intelectualidad. La etapa en que Sardá y Salvany declaraba que el liberalismo era pecado. Cuando estaba caliente la retórica de Donoso Cortés. Cuando la fría filosofía de Balmes pretendía aplicar rigor de historia a las soluciones dinásticas que le dictaba su buena voluntad más que el acierto. Se trataba de una presencia reli­giosa -a menos desde perspectivas intelectuales- en la que interesaba más la polémica infecunda que la creación de otros motivos para creer o para expli­car lo que se creía. Importaba más el machaca­miento de quienes eran tenidos por enemigos, que la amplitud generosa con que se debía acoger a todos para enriquecer un humanismo que se había quedado sin Dios y sin hombre al mismo tiempo.

Cuando Clarín hacía el examen de Gloria, la heroína que Galdós colocó en la novela que lleva el mismo título -«Gloria»-, tenía muy presentes al­gunas de las debilidades que por entonces se le podían achacar al estamento religioso español. Naturalmente, al estamento católico. Decía cáus­ticamente Clarín: «¡ Pobre Gloria! Ella, tan reli­giosa, tan católica, apenas empieza a amar, en cuanto tiende el vuelo por las regiones subl imes, cae sin quererlo en la herejía. Su tío, el obispo, nota horrorizado que Gloria se halla en pleno lati-

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Misa en la catedral en 1849.

tudinarismo. Por ¿por qué? ¿En qué consiste mi error?, pregunta con espanto la niña. ¡Ahí es nada! Amar a un hereje (entonces no se sabe todavía que es judío). Y, lo que es peor: pretender amarlo en Jesús; pensar que todos pueden salvarse profe­sando con sinceridad una religión, sea la que sea ... ¡Latitudinarismo! ¡Herejía! Aquellas ideas que a Gloria le parecen tan religiosas, tan puras, tan sublimes, están condenadas terminantemente en las encíclicas «Qui pluribus» y «Singulari qua­dam»; en las alocuciones «Ubi primum» y «Ma­xima quidem» y, por último, en las letras apostól i­cas «Multiplicis inter» ... A pesar de tantos latines y tantas condenaciones, Gloria no puede desechar aquellas ideas que ha despertado en ella el amor de un hereje. Matará al amor mismo, pero las ideas no puede».

Conste una cosa: Clarín no echa mano de sus muchos conocimientos de los documentos pontifi­cios para hacer de ellos sangrienta burla. No va más allá de una sonrisa a medias displicente y a medias compasiva. «La Iglesia española, pobre intelectualmente, adoptó actitudes defensivas de inseguridad y de falta de fe en sí misma», decía Aranguren. En estas condiciones, era natural que su pensamiento no pudiera satisfacer a espíritus despiertos. Como despierto era el espíritu de Cla­rín. Lo que en él se había producido, tras lecturas y consideraciones casi habituales, tras conversa-

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ciones con eclesiásticos de su época y tras la visión de la intransigencia doctrinal de muchos católicos renuentes, había sido eso que Sergio Be­ser ha llegado a llamar «desencanto vital». Y «lí­breme Dios de creer -decía Clarín- que conviene a los pueblos desesperar de la vida. No. Lo que conviene es que la luz penetre en todo y que cuanto guarda de desengaños, penas, aspiraciones insaciables, el alma humana, se vea, se estudie por la ciencia y por el arte, cada cual a su modo, para acabar para siempre con las imposiciones del misterio que explotaba antes el fanatismo oscuro y nebuloso».

Por eso le encantaba Galdós en su crítica a la España «hasta ha poco intolerante». Galdós, para Clarín, jamás quiso cargarse los dogmas católicos, jamás quiso atacar a fondo la doctrina sustancial de la Iglesia. Lo que quiso fue atacar las costum­bres y las ideas sustentadas, al abrigo de la Igle­sia, por el fanatismo secular. «Huye de los extre­mos, le encanta la prudencia, es el escritor más a propósito para atreverse a decir al público español -poco ha fanático, intolerante-- que, por encima delas diferencias artificiales que crean la diversidadde confesiones y partidos, están las leyes natura­les de la humanidad sociable, el amor de la fami­lia, el amor del sexo, el amor de la patria, el amorde la verdad, el amor del prójimo». En el fondo,Clarín era un hombre próximo al espíritu ecumé­nico que hoy mismo impera en la mejor capa so­cial de la Iglesia ... Lejos de gozarse en un progre­sivo análisis del empobrecimiento de los cristia-.nos, aspiraba a que «muchas almas que parecíancerradas a cal y canto para toda luz del librepensamiento», se abrieran a una mejor compren­sión der mundo y aún de lo sobrenatural. Por esose rebelaba contra los autores supuestamente cris­tianos que, por falta de estilo y dignidad, conver­tían en estéril la máxima fecundidad de la bellezaevangélica. «Todos los días nos predican los filó­sofos más o menos cristianos y los estéticos esco­lásticos la superioridad del espíritu, la inferioridadde la naturaleza formal, aparente; pero nos dejanfríos. Y, por culpa de sus fórmulas impuestas y desus exageraciones y exclusivismo, casi nos obli­gan a arrojarnos en brazos del ideal contrario. Yes que ellos ni entienden ni sienten toda la bellezay toda la bondad de la espiritualidad cristiana».

Lo mejor de la contestación religiosa que Clarín organiza en cuanto le dejan resquicio para ello sus soliloquios -si no encuentra oportunidad, la busca-, es, ante todo, la tremenda lealtad que tiene para consigo mismo y para con las ideas que profesa. No le molesta que alguien se enquiste en una determinada posición de creyente. El también lo era. Lo que le solivianta es que, desde esta pos­tura intransigente, se atente contra la libertad de los demás. Y eso no tiene vuelta de hoja para Clarín. Debe ser atacado y confundido allí donde se encuentre ya que «el ateísmo de escuela tam­bién es u na teología al revés». El doctor Pertinax, que es un pedante metido a redentor de confusio-

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nes a fin de hacerlas más vivas aún y más espesas, es tratado sin consideración alguna por la irónica pluma de Cla1ín. En coloquio con Santo Tomás de Aquino y el santo Job, le hace decir las siguientes majaderías: «Caballero -le dice al de Aquino- usted vivía en tiempos muy diferentes. Estaban ustedes entonces en la edad teológica, como dice Comte, y yo he pasado ya todas esas edades y he vivido del lado de acá de la Crítica de la razón pura y de la Filosof{a última. De modo que no creo nada. Ni en la madre que me parió. No creo más que esto: en cuanto me da saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de confundir la representación con la esencia, que es inasequible. Esto es, ho es para mí, como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo) sé, en saber que se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad sólo se inquieta el sujeto por conocer, por nueva representación volitiva y afectiva, represen­tación dañosa, por irracional, y pecado original de la caída; pues, deshecha esta apariencia del deseo, nada queda que explorar ya que ni la voluntad del saber queda». Tras tan soberana majadería y sutil impertinencia, apostilla Clarín lo siguiente: «Sólo el santo Job oyó la última palabra del discurso».

Y es que Clarín, que nunca tuvo seguridad de haber acertado en el planteamiento religioso que hacía de su propia inclinación hacia lo espiritual, tenía que mantener a duras penas una batalla coti­diana en pro de su independencia de criterio. Lo que le aterraba más era contemplar hasta qué punto resultaba poco menos que imposible soste­ner en la España de su tiempo una libertad de conciencia por la que sería capaz de dar muchas horas de reflexión, bastantes angustias, trueques y retrueques de su propio pensamiento y, final­mente, el ansia interior de la duda y aun del sufri­miento privado e incomunicable. Afirmaba que, en este sentido, la revolución de 1868 había sido beneficiosa para España. Deducía de ella lo si­guiente: «La religión y la ciencia, que habían sido aquí ortodoxas en los días de mayor libertad polí­tica, veíanse por vez primera en tela de juicio y desentrañábanse sus diferencias y sus varios as-· pectos; disputábanse los títulos de la legitimidad a cuanto hasta entonces había imperado por siglos sin contradicción digna de tenerse en cuenta; las dudas y las negaciones que habían sido antes ali­mento de escasos espíritus, llegaron al pueblo y se habló en calles, clubes y Congresos de teología, de libre examen, con escándalo de no pequeña parte del público, ortodoxo todavía y fanático o, por lo menos, intolerante. Hubo aquellas exagera­ciones que siempre acompañan a los momentos de protesta, exageraciones que son castigo de los ex­cesos del contrario; y creció con ellas la alarma y se llegó al asesinato en los templos y a las funcio­nes de desagravio y a las suscripciones nacionales en pro de la unidad religiosa y, por último, a la terrible, pero lógica, inevitable guerra civil».

La modernidad de este análisis que Clarín le hace a la condición pendular de la sociedad espa-

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Composición clariniana.

ñola, creo que no escapará a nadie. La lucidez de su pensamiento, la precisión con que maneja los sucesos de la historia, la seguridad con que extrae de los mismos las conclusiones, dan fe de que Clarín podía caer en cualquier defecto que no fuera el de la infidelidad a su recta cavilación. En una de el las -de las «Cavilaciones»- escribe este aforismP: «Las lecciones del mundo están escritas en un idioma del cual no se pueden traducir: el de la experiencia. El inexperto las sabe de memoria, pero no las entiende». Pero conste que esta expe­riencia no le «instalaba» ni lo libraba de la duda. «La duda provincial es una duda falsificada. Se conoce en que no duele», solía decir. Y a él le dolía de manera irresistible ya que no pueden te-

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ner otra justificación las muchas veces en que Clarín vuelve y revuelve sobre sí mismo, las mu­chas en que lamenta la inocencia perdida, las mu­chas en que clama por una fe sencilla y sin ambi­güedades, las muchas en que casi envidia a quie­nes ni siquiera han llegado a plantearse la tre­menda responsabilidad de las propias creencias. «Los que opinan que ha pasado el tiempo de com­batir con todas las armas el poder del fanatismo y los absurdos de la superstición, son tan peligrosos pai·a el progreso como los que piensan que ese tiempo no ha llegado». Aunque la verdad es que sólo la virtud tiene en Claiín «argumentos podero­sos contra el pesimismo». Y no un pesimismo de escuela, sino el que proviene de la condición

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Universo clariniano.

misma del intelectual: «El hombre tiene una razón que le dicta los principios y las leyes de la reali­dad, pero ignora si la realidad está conforme con la razón. Es como el reloj: que señala la hora pero no sabe qué hora es».

Al llegar aquí, habría que pensar cuál fue, de hecho, el proceso intelectual de Clarín como hombre fronterizo a la realidad religiosa que lle­vaba dentro y de la que, evidentemente, nunca

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quiso ni supo desprenderse. Clarín tenía del mundo y de la religión una concepción purista, cátara, perfectivista hasta la obsesión. Era el per­feccionismo que se profesaba en la Institución Li­bre de Enseñanza y en los círculos republicanos y demócratas. En esta concepción progresista en­traba como principio radical una cierta propensión a la aristocracia del espíritu. Sólo los más lúcidos, sólo los más exigentes y coherentes con su propia

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experiencia interior, deberían marcar rumbos a la sociedad y al tiempo. Si no lo hacen, deben ser acusados de inoperancia, de dilettantismo social y religioso. Nada puede disculparlos: ni el cansancio ni las metas relativas conseguidas. «Los adelantos cumplidos no deben hacernos olvidar el camino que está por recorrer. Es muy largo, muy largo. La hipocresía, la ignorancia, la preocupación, la envidia, el falso clasicismo, inquisidor disfrazado de sátiro, juntan sus huestes y un día y otro libran batalla al progreso de las letras libres.»

Los magros resultados de una lucha sin cuartel contra la pereza mental y espiritual de la gente de su tiempo, vino a hacerle caer en un escepticismo que explica algunas de sus reacciones viscerales y desenfadadas. Reacciones que, con insistente fre­cuencia, tenían mucho que ver con sus plantea­mientos religiosos. Si no fuera excesivamente aventurado, habría que hablar de un Clarín que, al regreso de sus muchas aventuras por el krausismo cientificista, tenía necesidad de refugiarse en la sencilla fe de quienes disfrutan humildemente el gozo de sus propias creencias. Ya es sintomático que Clarín, en «El cura de Vericueto» , se meta sin contemplaciones con un supuesto badulaque que oficiaba de krausista y se llamaba Higadillos. «Hi­gadillos había estado en París, se creía un sabio positivo y positivista a los veinte años porque había leído a Spencer traducido; se creía más es­prit f ort que un roble y de veleta -como decía él- de todas las neurosis místicas y evangelizantes, de las que se reía con delicia. Le parecía a él que, después de tantas diabluras como se discurrían para encontrar nuevos idealismos, después de 1,as misas sacrílegas y de otras barbaridades por el estilo, el género más nuevo, más original, más oportuno, era volver simplemente ... al volteria­nismo y al realismo pornográfico y escéptico. ¡ Guerra al clero! Esta era la sencilla novedad que se le ocurría».

Para Clarín llegó un momento en que lo nocivo no era haberse convertido en un librepensador sin orden ni concierto. Lo peor era haberse estancado en esa postura mostrenca que tenía su equivalen­cia -por el otro lado- en el mostrenco ordenancismo · de quienes se creían en la posesión de la verdad y del dogma. Los bandos se condenaban mutua­mente y se negaban el pan y la sal. En medio, con una temblorosa lucidez, Clarín observaba la agre­sividad de las posturas. Y, aterrorizado a medida que avanzaba su edad hacia la decrepitud y un cierto espíritu menesteroso, Clarín tenía urgencia de encontrar bases firmes para plantar no tanto su fe religiosa, cuanto su tranquilidad interior. Es decir: que iba abandonando los riesgos de la con­testación y aspiraba a hallar la afirmación de sus principios personales. «No busco la verdad, sino el consuelo. La ciencia me desdeña porque para mí no es un templo en que se adora, sino un lugar de asilo».

Yo no creo en el masoquismo moral a que ha hecho referencia alguna vez Sergio Beser ha-

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blando de Clarín. No creo que borrara con el codo lo que había escrito con la mano y que negara en sus narraciones lo que había dicho en sus artícu­los. Clarín, hijo de su tiempo en la vertiente más lúcida que éste tuvo, era, sencillamente, un pen­sador a la intemperie. Tenía profundas raíces reli­giosas, pero encontraba que, a menudo, se le que­daban sin savia para nutrir con ellas a su propia ramificación científica. Cuando alcanzaba a com­prender algunas de las verdades que en otro mo­mento rechazaba, solía encontrarse con que lo que no había recobrado era la emoción: «No volvía el entusiasmo ardiente, la inocencia graciosa en el creer. Había un hogar para el alma, pero el am­biente en torno era de invierno. Los años no se arrepentían».

Y, en esta situación, lo que a Clarín le quedaba como más heroico y verdadero era clamar a través de sus personajes. N acta más revelador en este sentido que dos textos de su cuento moral «El frío del Papa». El primero hace referencia a la refle­xión que consigo mismo organiza el filósofo Marco Aurelio: «Llegaba a la vejez y su espíritu necesitaba un báculo. Tenía canas en el pensa­miento de nieve. Huyendo de pretendida ciencia positiva, que niega y profana lo que no explica, había vuelto no a la confesión dogmática de sus mayores, pero sí al amor y respeto a la tradición cristiana. No entraba en el templo por no profa­narlo. Se quedaba a la puerta, aterido. Asistía al culto por fuera, contemplando la austera y dulce arquitectura de la torre gótica, himno de sincera piedad musical, inefable ... Mas tales sentimientos de lo que llamaba él «el buen sentido religioso» , no le calentaban el corazón, como en su juventud borrascosa. Borrascosa por dentro» .

No hay que apostar muy fuerte para llegar a la certeza de que Marco Aurelio es el mismo Clarín. Un Clarín al que le conmovió -como a Marco Aure­lio- la noticia aqueUa de que el Papa tenía frío. Un Papa que creía, tenía frío. Un Papa sencillo en su fe, seguro en sus afirmaciones, tenía frío. La ex­clamación de Clarín-Marco Aurelio es casi un tes­timonio religioso:

«¡Oh, si pudiera, aunque fuese soñando, volver a creer esto mismo que ahora siento y no creo! ¿Por qué en mí la poesía y el amor son creyentes y no lo es la inteligencia? Si me viera por dentro, ¿ vería en mí la Iglesia un enemigo? Y o debería ser para ella, como tan­tos otros, un enfermo, pero un enfermo suyo. ¿ Qué tengo yo que ver con el Papa? Y, sin embargo, ¡qué escalofríos me da el frío del Papa! Todo un símbolo tierno y melancó­lico ... »

El Concilio Vaticano II se celebraría muchos años después. Clarín era ya un imborrable re­cuerdo en la memoria de muchos. Por sus libros, también era un hombre en- cons- etante resurrección de pensamien,to y espí-ritu. Pero el frío le había. llegado al alma.