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Esta obra está bajo licencia 2.5 de Creative Commons Argentina.Atribución-No comercial-Sin obras derivadas 2.5
Documento disponible para su consulta y descarga en Memoria Académica, repositorioinstitucional de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FaHCE) de laUniversidad Nacional de La Plata. Gestionado por Bibhuma, biblioteca de la FaHCE.
Para más información consulte los sitios:http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar http://www.bibhuma.fahce.unlp.edu.ar
Mattarollo, Livio
Conocimiento, valores yracionalidad: Desde elpragmatismo de John Deweyhacia una evaluación axiológicade la práctica científica
Tesis presentada para la obtención del grado deLicenciado en Filosofía
Directora: Di Gregori, María Cristina
CITA SUGERIDA:Mattarollo, L. (2014). Conocimiento, valores y racionalidad: Desde el pragmatismo deJohn Dewey hacia una evaluación axiológica de la práctica científica [en línea]. Tesis degrado. Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de laEducación. En Memoria Académica. Disponible en:http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.1032/te.1032.pdf
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Filosofía
Conocimiento, valores y racionalidad
Desde el pragmatismo de John Dewey hacia una evaluación
axiológica de la práctica científica
Tesina de Licenciatura
Alumno: Livio Mattarollo
Directora: Dra. María Cristina Di Gregori
1
ÍNDICE GENERAL
Agradecimientos………………………………………………………………………… 4
Introducción…………………………………………………………………………….. 6
Capítulo 1: John Dewey y la experiencia como acción………………………………… 17
1.1 Entre Hegel, James y Darwin. Antecedentes del concepto de experiencia.................. 17
1.2 Una nueva experiencia para una nueva filosofía……………………………………. 27
1.3 La experiencia genuina: integridad y cualidad estética…………………………….. 33
Capítulo 2: Investigación, práctica y valoración en la filosofía de Dewey…………….. 40
2.1 El seno existencial de la investigación: biológico y cultural………………………... 43
2.2 La investigación como determinación progresiva de la realidad………………….... 48
2.3 Investigación y valoración: el científico como práctico…………………………….. 57
2.4 El valor de la opinión pública en la práctica científica……………………………... 63
2
Capítulo 3: Ciencia y valores en la propuesta de Javier Echeverría.……………………...72
3.1 La historia de la filosofía de la ciencia y los primeros pasos hacia una axiología…. 74
3.2 Concepción de valor y fundamentos filosóficos de la axiología……………………… 79
3.3 Reduccionismo heredado y nuevas unidades de análisis para la práctica científica… 84
3.3.1 Los cuatro contextos de la ciencia……………………………………………....... 85
3.3.2 De la teoría a la acción científica……………………………………………….... 88
3.4 Pluralismo metodológico y axiológico. La valoración en los cuatro
contextos………………………………….……………………………………………...... 93
Capítulo 4. Conclusiones finales: Racionalidad axiológica y racionalidad pragmatista.
Hacia la discusión de los fines de la práctica científica…………………………………. 100
Referencias bibliográficas……………………………………………………………..115
3
Agradecimientos
Ningún objetivo cumplido es obra exclusivamente individual, sobre todo en un
ámbito intrínsecamente colectivo como es el universitario. Las condiciones de posibilidad
se construyen entre todos y a ellas agregamos la mayor responsabilidad y el mejor trabajo
posibles. La tesina que aquí presento no es la excepción y por eso quisiera reservar algunas
líneas para agradecer a quienes de un modo u otro son parte de ella.
A la Universidad Nacional de La Plata, institución que atraviesa mi vida desde hace
veintidós años, porque si hay algo valioso en lo que pienso, digo y hago, en buena medida
se lo debo a esta Universidad. A las maestras, profesores y profesoras del Jardín y Escuela
Graduada “Joaquín Víctor González”, del Colegio Nacional “Rafael Hernández” y de la
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, fuentes inagotables de formación
académica y especialmente personal.
A la Dra. María Cristina Di Gregori, por su total generosidad para compartir sus
conocimientos y recursos, su máxima disposición y entusiasmo para con todos mis
proyectos y su enorme vocación por generar espacios de trabajo para los más jóvenes, bajo
la forma de equipos de investigación, jornadas, coloquios, libros y demás. Su dedicación y
confianza en mi labor han sido fundamentales para esta tesina. A la Dra. María Aurelia Di
Berardino y a la Prof. Alicia Filpe, quienes de distintas maneras me han ayudado
muchísimo en los primeros “pasos pragmatistas”.
A mis amigos no-filósofos, porque supieron contener mi ansiedad durante los
últimos meses de la carrera. A mis amigos viajeros, en particular a Gabriel, por haber traído
4
del exterior algunos libros que resultaron fundamentales para mi tarea. A mis amigos
filósofos, por las hermosas horas compartidas en cursadas, jornadas de estudio y extra
estudio, porque también lidiaron con mi ansiedad y porque, en muchos casos, han leído y
revisado con enorme paciencia borradores y trabajos previos que hoy se incluyen en esta
versión final.
A mi familia, porque siempre respetó y alentó mi decisión de estudiar filosofía. A mi
papá y a mi mamá, de quien heredo y con quien comparto la pasión por la lectura, por
darme todas las oportunidades que tienen a su alcance, e incluso algunas más. A mi
hermana, por su apoyo incondicional en todas las etapas de mi crecimiento y porque es para
mí un ejemplo de que con esfuerzo y honestidad se puede llegar a cualquier meta.
A Ludmila, por todo su amor.
A todos ellos, mi más profundo y sincero agradecimiento.
5
INTRODUCCIÓN
Bajo el férreo supuesto de las dicotomías teoría-práctica y hecho-valor, la versión
tradicional de la Filosofía de la Ciencia produjo un doble movimiento: en primer término
identificó la Teoría del Conocimiento o Gnoseología con la Filosofía de las Ciencias
misma, de manera que el científico fue considerado como el conocimiento por excelencia y
sus otras formas quedaron muy relegadas. En segundo lugar, limitó su estudio al ámbito de
las teorías y el análisis de la racionalidad a la propiamente científica. Como consecuencia,
el objeto de la Filosofía de la Ciencia fue la racionalidad epistémica o teórica en el contexto
de justificación, relegando la evaluación de la ciencia como actividad y dejando a un lado la
dimensión ética y política de la investigación científica, que en algunos casos se incluyó en
el contexto de descubrimiento. En este sentido, se postuló la llamada versión algorítmica o
logicista de la racionalidad, según la cual basta el proceso de deducción lógica y
contrastación empírica para la toma de decisiones entre teorías rivales (y por supuesto, sin
ninguna incidencia de factores extra-epistémicos).
El dominio de la concepción algorítmica de la racionalidad fue puesto en discusión
a mediados del Siglo XX, gracias a posiciones como la “corriente historicista” en filosofía
de la ciencia (representada por Norwood Hanson, Thomas Kuhn y Stephen Toulmin, entre
otros) o posteriormente la del “Programa Fuerte” de la sociología del conocimiento, entre
otros. Más allá de las tensiones que surgen al interior de cada aporte, lo cierto es que en las
últimas décadas la reflexión filosófica sobre la ciencia ha dejado un lugar cada vez mayor
al análisis de la práctica de la ciencia y no sólo a su producto final, sin por ello minimizar la
rigurosidad del estudio metodológico de las teorías. En este sentido, se apuesta por la
6
reconciliación de las dimensiones teóricas y prácticas de la racionalidad, por la
construcción de modelos dinámicos y reflexivos acerca de los diversos componentes de la
acción científica y por la evaluación de los fines y valores que dirigen la actividad. De
acuerdo con Ana Rosa Pérez Ransánz y Ambrosio Velasco Gómez (2012: 14-22) dicha
redirección en las discusiones está en clara sintonía con el planteo de los pragmatistas
clásicos, en especial con la filosofía de John Dewey y su intención de ligar las dimensiones
teóricas, prácticas y valorativas de la racionalidad. Sin lugar a dudas, las observaciones de
Pérez Ransánz y Velasco Gómez marcan en buena medida el espíritu de este trabajo, cuyo
tema central es la relación entre conocimiento y valoración, prestando especial atención al
caso de la ciencia, y todo ello desde el marco teórico del ya mencionado John Dewey.
Interesa ahora realizar una breve reseña del pragmatismo clásico para contextualizar
la figura de Dewey, eje fundamental de las páginas siguientes. El pragmatismo surge como
movimiento filosófico en estrecha vinculación con el Departamento de Filosofía de la
Universidad de Harvard, cuya evolución puede dividirse en dos épocas1. La primera de
ellas, que se desarrolla entre 1880 y 1914, es conocida como “Edad de Oro” y tiene a Josiah
Royce, William James, Charles Sanders Peirce y George Santayana como representantes
principales. En este período se suceden dos grandes líneas de pensamiento: inicialmente el
idealismo absoluto, de la mano de Royce, y luego la línea pragmatista, en especial a partir
de la conferencia de James titulada “Concepciones filosóficas y resultados prácticos”
(1898)2. Tanto el darwinismo y su repercusión filosófica, que deriva en la actitud naturalista
del pragmatismo en pos de reunificar una naturaleza humana tradicionalmente escindida
1 Para lo que sigue hemos trabajado con los primeros dos capítulos de Introducción a la teoría pragmatista del conocimiento de Ángel Manuel Faerna (Cf. 1996: 1-62).2 Hay un antecedente claro de la postura de James en las discusiones del “Metaphysical Club” de Cambridge,sociedad filosófica impulsada por Peirce y de la que el propio James es partícipe. Allí Peirce enuncia por primera vez los principios de su pragmatismo, en 1872.
7
entre lo biológico y lo espiritual, como el kantismo y su enseñanza de tomar a la
experiencia como único horizonte del conocimiento, marcan la ruta intelectual de esta fase
de la “Edad de Oro”.
La segunda época se inicia tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, y a
ella pertenecen Ralph Barton Perry, Alfred Whitehead y Clarence Irwing Lewis. Signada
por la profesionalización de la filosofía, esta nueva etapa del referido Departamento añade
dos elementos fundamentales: por un lado introduce sistemáticamente la preocupación por
la teoría de la valoración, profundizando la impronta humanista del “primer departamento”;
por el otro, incorpora la lógica formal como objeto de estudio, que viene a postergar a la
psicología como disciplina auxiliar de la filosofía. Tal vez sea Lewis quien representa el
punto más alto de esta segunda época, no sólo por el indudable rigor de su producción
filosófica sino porque, siendo tanto alumno de James y Royce como conocedor de las obras
de Peirce y Dewey y también profesor de filósofos contemporáneos como Quine, Davidson
o Goodman, actúa como nexo entre el período fundacional del pragmatismo y los mejores
filósofos norteamericanos de la segunda mitad de siglo XX.
Más allá de este recuento histórico hemos de aclarar una cuestión importante: la
presencia de los intelectuales mencionados no hicieron que la filosofía de Harvard tenga
una fuerte impronta pragmatista sino que se hace referencia a esa Universidad por ser un
lugar común a todos ellos. Asimismo, rápidamente se observa un movimiento de expansión
de las ideas pragmatistas que resuenan en Oxford, de la mano de Ferdinand Schiller, en
Michigan, Chicago y Columbia con los trabajos de John Dewey y de George Herbert Mead
e incluso en Italia y Francia, con las figuras de Mario Calderoni y Georges Sorel,
8
respectivamente3. Semejante circulación de ideas pragmatistas profundiza aún más el
carácter heterogéneo del movimiento: en efecto, cuesta identificar al pragmatismo como un
fenómeno académico colectivo o incluso como una escuela de filosofía, en la medida en
que no existe un núcleo duro de tesis propias de todos sus integrantes, que éstos no
reconocen fuentes históricas comunes y que cultivaron diversas orientaciones intelectuales.
Para el caso, Peirce y James (quienes formulan los primeros enunciados del pragmatismo)
trabajan en lógica y en psicología experimental, respectivamente, elaborando posturas
abiertamente disímiles y por momentos contradictorias entre sí. Asimismo, Dewey y Mead
no continúan estrictamente los caminos abiertos por sus predecesores sino que expanden y
traducen libremente sus puntos de vista en los más diversos campos del pensamiento: la
educación, la psicología, la lógica, la política y por supuesto la filosofía.
No obstante lo anterior, existen algunas preocupaciones comunes a todos los
filósofos mencionados, en relación con el esfuerzo por superar las dicotomías filosóficas
tradicionales entre teoría y práctica o lógica objetiva del conocimiento puro y lógica
subjetiva de los valores, entre otras. En consecuencia, estos autores comparten un método
filosófico que asocia estrechamente sus interpretaciones generales sobre el conocimiento, la
experiencia o la racionalidad con la acción, dando lugar a un nuevo tipo de concepción
filosófica. Al respecto, leemos con Faerna lo siguiente:
En contra de lo que a veces se piensa, el núcleo del pragmatismo no
consiste en subordinar el pensamiento a la acción, cualquiera que sea
el significado de una fórmula tan inconcreta como ésa, sino en
3 Todos estos pensadores son una generación posterior a la de los fundadores del pragmatismo y de ellos se distinguen, por supuesto, por no pertenecer a la Universidad de Harvard. En el Capítulo 1 tendremos oportunidad de revisar más profundamente el itinerario intelectual de Dewey, desde su formación en Burlington hasta su estadía en la Universidad de Columbia.
9
entender el pensamiento mismo, y en particular su expresión en
constructos y teorías que pretenden desentrañar el funcionamiento de
la realidad, como una actividad, como una forma de acción cuyas
herramientas propias son conceptos, palabras, ideas… (1996: 17).
Semejante modo de comprender la empresa filosófica lleva a los pragmatistas a
romper con las barreras disciplinarias y moverse con cierta facilidad entre el análisis
metodológico o conceptual y teorías más sustantivas sobre conducta, fines y valores, entre
la lógica de la investigación científica y la ética o la política, entre el perfil de pensador
abstracto y el reformador social. Nacido el 20 de Octubre de 1859 en la ciudad de
Burlington (Vermont, Estados Unidos), John Dewey aparece como el mejor exponente de la
actitud pragmatista en particular y de la filosofía estadounidense en general, tanto en
materia de reflexión filosófica como respecto de su actividad política. El nivel de su
producción intelectual junto con sus aportes novedosos en el campo de la pedagogía y el
compromiso político mostrado en muchas causas progresistas le valió un gran
reconocimiento, tanto durante su vida como luego de su muerte, el 1° de junio de 1952 en
la ciudad de New York. De acuerdo con Sidney Hook, discípulo y amigo de nuestro autor,
“John Dewey es el filósofo por antonomasia de los Estados Unidos, no sólo por su origen
sino por las estimulantes perspectivas que abre su pensamiento. […] Resulta difícil
encontrar algún aspecto de la cultura de Estados Unidos al que no haya contribuido.”
(Hook, 2000: 19).
En virtud de lo anterior, sería extremadamente osado brindar una descripción
sintética de la filosofía de Dewey pues a la diversidad y profundidad de sus investigaciones
se suma el hecho de que, como todo intelectual activo, ha variado tanto los temas como las
perspectivas de su trabajo; sin embargo, alguna matriz mínima podrá orientarnos, aunque
10
sea provisoriamente. En primer lugar, e insistiremos con esto a lo largo del presente trabajo,
Dewey considera que la auténtica investigación filosófica surge en el intento por responder
a los conflictos efectivos de la vida: si la experiencia es para Dewey el escenario entero de
la acción humana, donde se ponen en juego su sentido, sus necesidades, sus fines y en
última instancia su supervivencia, la experiencia es por tanto el único contexto para una
reflexión filosófica adecuada. Estas consideraciones lo llevan a proponer una teoría del
conocimiento que se aleja del ideal contemplativo de verdades inmutables y se conforma en
términos operativos o instrumentales. En segundo lugar, Dewey tiene como objetivo
general aplicar el “método de la inteligencia” tanto al ámbito de las investigaciones
científicas como pedagógicas y de filosofía práctica, entendiendo que ciencia, ética y
política son compartimientos artificiales en el contexto de las preocupaciones y problemas
reales. En tercer lugar, hemos de subrayar su preocupación y su ocupación acerca de todos
los problemas básicos de la sociedad democrática estadounidense, en su afán por extender
la práctica cotidiana del modo deliberativo de acción comunitaria a todos los ámbitos
posibles, a la luz de su perspectiva filosófica. Finalmente, uno de los ejes más fuertes de la
filosofía de Dewey está puesto no sólo en las acciones sino específicamente en las
consecuencias de esas acciones, tanto las realizadas como las que se proyecta realizar, en
estrecha relación con el mencionado “método de la inteligencia”.
Por otra parte, incluso en la más breve presentación de la filosofía de Dewey sería
una falta irreparable omitir su efectivo compromiso político, pues su talante progresista es
inseparable de su postura filosófica. En efecto, nuestro autor ha sido pionero en la
organización gremial de los profesores norteamericanos, a través de la Unión de Profesores
de Nueva York o posteriormente de la Asociación de Profesores Universitarios de Estados
11
Unidos, entre otras. Asimismo, ha sido parte de distintos consejos y misiones políticas en
China, Japón, Turquía y Sudáfrica, destacando entre ellas su participación en el juicio a
León Trotsky, tanto en la Comisión de Investigación en los Procesos de Moscú como en la
testificación de Trotsky en México y en la elaboración del dictamen que lo exoneraba.
Dentro de la variedad de temas que hemos mencionado, la presente tesis se
concentra en dos cuestiones principales, estrechamente vinculadas a la teoría del
conocimiento deweyana. El primer tema de análisis es el concepto de experiencia, caro a
toda la tradición pragmatista: el Capítulo 1 revisará dos ensayos tempranos de Dewey, que
anticipan algunas líneas de su posición filosófica, para posteriormente abordar el núcleo
fuerte de la cuestión, según lo desarrolla en La reconstrucción de la filosofía (1920), El
arte como experiencia (1934) y Lógica. Teoría de la investigación (1938). Frente a las
interpretaciones de la Grecia clásica y del empirismo moderno, Dewey entiende a la
experiencia como un intercambio de “hacer y padecer” entre un sujeto y el medio que lo
rodea, destacando explícitamente su carácter activo y cualificado, lo cual tendrá incidencia
directa en sus posteriores consideraciones en materia de conocimiento, valoración y acción.
El Capítulo 2 desarrollará la propuesta de Dewey respecto de la pauta general de la
investigación, presentada fundamentalmente como determinación progresiva de situaciones
inicialmente indeterminadas y problemáticas para ese sujeto y su transacción con el medio.
El principal texto a trabajar será Lógica. Teoría de la Investigación, aunque también se
recuperarán algunos puntos de La busca de la certeza (1929), que a nuestro criterio
adelantan varios puntos que luego son desarrollados con mayor exhaustividad en Lógica.
Teoría de la Investigación. Tres son los temas que se evaluarán inicialmente: (i) el seno de
la investigación, tanto biológico como cultural, que permiten entender las tesis de Dewey
12
respecto de las formas lógicas como emergentes de la propia investigación; (ii) la
continuidad entre investigación de sentido común e investigación científica, continuidad
que habilita la tesis de una similitud estructural entre el comportamiento vital del individuo
y su práctica en la investigación, cualquier sea; y finalmente (iii) la pauta de la
investigación propiamente dicha, con el desarrollo de sus cinco momentos constitutivos.
Presentados los puntos anteriores, se hará hincapié en un tema clave: la
caracterización del investigador como práctico y la ineludible presencia de la deliberación y
la valoración en su actividad. En este sentido, si la investigación científica comparte la
pauta general con la investigación de sentido común, y si en toda investigación hay un
componente práctico y valorativo inherente, la investigación científica también cuenta con
esas dos dimensiones, de las que habrá que dar cuenta para una cabal explicación de la
ciencia. El objetivo será pues el de reconstruir los argumentos que sostienen una tesis
fundamental de Dewey: que a todo juicio de hecho le corresponde un juicio de valor o que
en todo ítem de conocimiento se contiene una pauta de acción respecto de la situación que
provoca el juicio, tesis que en gran medida evidencia el espíritu pragmatista de Dewey.
Finalmente se traerá a colación su análisis en torno a la incidencia de la opinión pública en
la práctica científica y en la construcción de un modelo democrático fortalecido, para lo
cual se trabajará con La opinión pública y sus problemas (1927), texto central para evaluar
la impronta filosófica de Dewey.
Luego de reconstruir el marco teórico deweyano acerca de la investigación
científica, los juicios prácticos y la valoración, se retomarán las mencionadas
consideraciones respecto de la apertura del análisis filosófico con relación al conocimiento
y la ciencia, enfatizando nuestro interés por la práctica científica. En el Capítulo 3
13
abordaremos el concepto de “racionalidad axiológica” presentado por Javier Echeverría en
diversos artículos de revistas especializadas y desarrollado en dos de sus obras capitales:
Filosofía de la ciencia (1995) y Ciencia y valores (2002).
Echeverría acuerda por completo con el diagnóstico de Pérez Ransánz y Velasco
Gómez respecto de ampliar el objeto de reflexión filosófica sobre el conocimiento y la
ciencia (Cf. Echeverría, 2002: 211-212). Para trabajar con la posición del catedrático
español nos acercaremos inicialmente a algunas cuestiones más propias de la filosofía de la
ciencia, pues en el primero de los textos mencionados el español dedica varias páginas a
discutir las premisas centrales de la “Concepción heredada” y a proponer una ampliación de
la perspectiva tradicional, en tres puntos distintos: (i) cambiar la unidad de análisis, de las
teorías a las prácticas científicas; (ii) descartar la distinción dicotómica entre contexto de
descubrimiento y contexto de justificación, elaborando una diferenciación funcional de
cuatro contextos: educación, innovación, evaluación o valoración y aplicación; y por último
(iii) evaluar la actividad científica en términos axiológicos, a los fines de contemplar toda la
complejidad que supone la producción de conocimiento científico.
En la misma línea se encuentra la posición de Ricardo Gómez, quien afirma que la
explicitación de la dimensión valorativa no atenta contra la objetividad de la ciencia sino
que permite una comprensión más adecuada de cómo efectivamente se desarrolla la
actividad científica. El reconocimiento explícito de los valores es indispensable para
establecer cómo operan en la investigación y luego someterlos al mismo tipo de criticismo
abierto; así, la filosofía del conocimiento en general y de la ciencia en particular no debe
limitarse a una metodología o epistemología de corte clásico sino que debe incluir una
axiología, en la medida en que quiera acercarse a la práctica real. En este sentido, si las
apreciaciones de Pérez Ransánz y Velasco Gómez mencionadas inicialmente dan cuenta de
14
la orientación de esta tesina, las siguientes palabras de Ricardo Gómez reflejan su
convicción:
No hay duda: es vital para una correcta elucidación de la racionalidad
científica ir más allá de una racionalidad formal instrumental, hacia
una racionalidad material sustantiva que abarque la discusión de fines,
es decir de valores. No hay racionalidad científica aceptable sin
dimensión práctica. No sólo porque sin discutir valores no se pueden
discutir fines, sino especialmente porque la actividad científica, en
todos sus contextos, no es valorativamente neutral. (2011: 465).
Ya en Ciencia y valores Echeverría elabora detalladamente su propuesta de indagar
los presupuestos valorativos ligados a las acciones científicas a través de una axiología que
se distingue por ser empírica, analítica, formal (o al menos formalizadora), plural, sistémica
y meliorista. Nuestra lectura se concentrará en los Capítulos 1 y 2 de la mencionada obra,
en donde el catedrático español, admitiendo la influencia de diversos filósofos como
Gottlob Frege, Thomas Kuhn, Hilary Putnam y Ronald Giere, expone los fundamentos
filosóficos de una nueva concepción de la racionalidad. Esta última es presentada por
Echeverría de la siguiente manera: “[l]a idea básica es sencilla: en lugar de reducir la
racionalidad a la relación medios-fines, introduciremos un tercer elemento, los valores, que
permiten el análisis, la crítica y, en su caso, la justificación de la elección tanto de medios
como de fines” (2002: 114. Cursivas en el original). Asimismo, complementaremos el
análisis de estos temas con un artículo reciente de Echeverría titulado “Dos dogmas del
racionalismo (y una propuesta alternativa)” (2011), en donde se presenta un modelo de
racionalidad axiológica, evolutiva, situada y limitada, presentado en términos de acción y
fundamentado sobre valores. Por otra parte, frente a las posiciones monistas el argumento
15
del español intentará sostener la tesis de la pluralidad axiológica y teleológica para la
práctica científica, tesis que lo conduce a criticar a la ética como insuficientes para
enmarcar la reflexión sobre la ciencia (en tanto ya no operan exclusivamente valores
morales) y a afirmar que la axiología brinda una batería de herramientas más completa,
desde cuya perspectiva la filosofía cobra nuevamente una relevancia vital.
Entendemos que estas palabras presentan de modo sintético y contundente la
postura de Echeverría, al tiempo que dan lugar a una interpretación en clave pragmatista,
según se intentará mostrar en el Capítulo 4 y en las Conclusiones finales. En efecto, la
hipótesis que guía la lectura de Echeverría y que en definitiva constituye la apuesta más
fuerte del trabajo que aquí presentamos es que la idea de racionalidad axiológica encuentra
un apropiado asiento en la perspectiva deweyana y el modelo de racionalidad que de allí se
desprende, siguiendo en parte los lineamientos que desarrolla José Miguel Esteban en
Variaciones del pragmatismo en la filosofía contemporánea (2006).
En definitiva, y tal cual interpretamos, la estructura teórica de Dewey, apoyada en su
concepción de la experiencia como transacción y de la investigación con su intrínseca
dimensión práctica es un marco promisorio y fructífero para repensar el modelo de
racionalidad, un modelo que incluya aspectos valorativos y que permita la pregunta por la
pertinencia de la consideración de los valores en ciencia. Esta perspectiva, de aceptarse,
abre las puertas a lo que Ricardo Gómez denomina “filosofía política del conocimiento” y
reivindica el lugar del pragmatismo de Dewey en el debate contemporáneo, en la medida en
que su filosofía permite fundamentar la relación entre investigación, conocimiento y
valoración mediante un tratamiento conceptualmente riguroso e innovador que se retrotrae
hasta el núcleo mismo de su teoría de la experiencia.
16
CAPÍTULO 1
JOHN DEWEY Y LA EXPERIENCIA COMO ACCIÓN
1.1 Entre Hegel, James y Darwin. Antecedentes del concepto de experiencia
A modo de primer acercamiento a la versión de Dewey sobre el concepto de
experiencia resulta oportuno revisar algunos de sus textos iniciales para, por una parte,
señalar que allí aparecen perfilados muchos temas que serán ampliamente desarrollados
más adelante por el autor y, por la otra, marcar algunos momentos claves de su formación
filosófica. Al respecto, el propio Dewey presenta en “From absolutism to experimentalism”
(LW, 5: 147-160) una evaluación retrospectiva de su trayectoria intelectual que servirá de
referencia para las consideraciones siguientes. Dewey ingresa en 1875 a la Universidad de
Vermont, donde obtiene su graduación en el Curso Superior de Filosofía Moral en 1879. En
un clima intelectual de afirmación de la espiritualidad religiosa frente al avance del
positivismo científico, Dewey remite su inicial interés filosófico a Lecciones de fisiología
experimental de Thomas Huxley y profundiza durante esos años su estudio sobre filósofos
germanos guiado especialmente por su primer maestro, el pastor Henry Augustus Torrey. El
concepto de organismo interactivo que plantea Huxley es un aspecto básico del
pensamiento temprano de Dewey y explica al menos en parte tanto su acercamiento inicial
a la filosofía de Hegel como su alejamiento de la misma y su posterior vinculación con la
psicología experimental.
Luego de un breve trabajo como profesor en Oil City, Pensilvania, y también en su
ciudad natal, Dewey ingresa en 1882 a la Universidad John Hopkins, institución convertida
17
en centro científico e intelectual de referencia para todo Estados Unidos. Allí tiene contacto
con el psicólogo experimental Granville Stanley Hall y con Charles Sanders Peirce, al
tiempo que desarrolla un fuerte interés por la filosofía de Hegel, durante unos quince años,
bajo la tutela de George Sylvester Morris. El motivo fundamental de este acercamiento al
idealismo hegeliano consiste en el notable rechazo de Dewey a las concepciones estáticas y
formales, visto que consideraba a la vida como un entramado de elementos
interdependientes, funcionales y dinámicos. Fue Hegel quien aportó las primeras respuestas
a sus inquietudes, tanto filosóficas, en favor de su interés por un modelo de organismo
interactivo, como personales, en oposición a su férrea educación religiosa fundada sobre los
dualismos alma-cuerpo, Yo-mundo y Dios-naturaleza: “My earlier philosophic study had
been an intellectual gymnastic. Hegel's synthesis of subject and object, matter and spirit,
the divine and the human, was, however, no mere intellectual formula; it operated as an
immense release, a liberation.” (LW, 5: 152).
Cuándo y cómo Dewey se aleja del hegelianismo, e incluso si en algún momento lo
deja completamente atrás, es objeto de una discusión exegética que no responde en
definitiva al propósito de estas páginas. El mismo Dewey señala la dificultad para marcar
un momento específico en su distanciamiento de Hegel cuando escribe que estuvo unos
quince años “errante, a la deriva”: “I drifted away from Hegelianism in the next fifteen
years; the word ‘drifting’ expresses the slow and, for a long time, imperceptible character of
the movement, though it does not convey the impression that there was an adequate cause
for the change.” (LW, 5: 154. Comillas en el original). Más allá de este punto, lo cierto es
que en 1884 Dewey obtiene su título de doctor en la Universidad John Hopkins con una
disertación sobre la psicología de Kant y que diez años más tarde llega a la Universidad de
18
Chicago, donde emprende un giro hacia la psicología funcionalista y hacia posiciones cada
vez más experimentalistas4. Es interesante observar que la postura filosófica de oposición a
los dualismos y de comprensión integrada del sujeto y lo que le rodea sigue guiando el
interés de Dewey, aunque ahora desde un marco conceptual completamente distinto al del
idealismo. Según indica Faerna (Cf. 1996: 181), Dewey abandona finalmente la metafísica
hegeliana sin renunciar a su objetivo de unificación de la experiencia, objetivo que intenta
cumplir ahora desde la psicología y la biología con la convicción de que los fenómenos
típicamente espirituales (finalidad, valor, deseo) pueden explicarse en términos naturalistas
sin apelar al postulado ontológico trascendente del Espíritu Absoluto de Hegel. Por su
parte, Martin Jay (2009: 330) señala que si bien Dewey rechazó la teodicea implícita en el
hegelianismo, nunca dejó de lado el énfasis puesto por Hegel en la dimensión social,
histórica e intersubjetiva de la filosofía, manteniendo también su visión unificadora que
proyecta las ideas en todas las actividades del hombre y el aspecto activo y transformador
del neoidealismo heredado de Morris y Green.
Dos hitos marcan esta nueva etapa del pensamiento de Dewey en Chicago: el texto
de William James titulado Principios de psicología (1890) y la obra capital de Charles
Darwin, El origen de las especies (1859)5. Así, lo que inicialmente tenía un papel
secundario en el pensamiento de Dewey, vale decir, su interés por la ciencia experimental,
se hizo cada vez más dominante, y la influencia de Hegel es reabsorbida en una perspectiva
4 La tesis de Dewey sobre Kant nunca se publicó y posiblemente se haya perdido. No obstante, hay varios ensayos tempranos que permitirían reconstruir cuanto menos las ideas sobre las que giraba dicha tesis, entre ellos "Kant and Philosophic Method", "The Psychological Standpoint" y "Psychology as Philosophic Method". Cf. Hahn (1968). “Introduction”, EW, 1: XXIII-XXXVII.5 De acuerdo con Faerna (2003: 21), las repercusiones filosóficas de El origen de las especies se replicaron en las primeras décadas del Siglo XX, en un período que podría tener a La evolución creadora de Henri Bergson (1907) y a Proceso y Realidad de Alfred Whitehead (1929) como hitos inicial y final, respectivamente. En el caso especial de la filosofía norteamericana, muy sensible al darwinismo, se destacan Evolutionary Naturalism de Roy Wood Sellars (1921) y Experiencia y Naturaleza de Dewey (1925).
19
científica (Cf. Bernstein, 2010: 54-55). Al respecto, Dewey escribe dos ensayos que
resultan fundamentales para dar cuenta de su itinerario intelectual inicial: “El concepto de
arco reflejo en psicología” (1896) y “La influencia del darwinismo en la filosofía” (1909).
Ambos textos evidencian de manera directa la incidencia de James y de Darwin y dejan ver
la nueva posición de nuestro autor. Asimismo, y vistos a la luz de las grandes obras
filosóficas posteriores de Dewey como La reconstrucción de la filosofía (1920),
Experiencia y naturaleza (1925), El arte como experiencia (1934) y Lógica. Teoría de la
valoración (1938) queda claro que estos ensayos conforman una base sólida sobre la que
construirá su noción de experiencia y su interpretación de la lógica, siendo entonces una
referencia ineludible para el estudio de la filosofía deweyana.
Según indica el mismo Dewey (Cf. LW, 5: 158), la influencia de James es doble: por
un lado, su concepción de la vida como “vida en acción” provoca una redirección y un salto
de calidad a su pensamiento; por otro lado, los desarrollos de James suponen un nuevo
patrón de análisis de la psicología experimental para explicar el comportamiento humano,
el cual es retomado, criticado y reelaborado por Dewey en “El concepto de arco reflejo en
psicología”. En efecto, el tema central del ensayo es una crítica al concepto de arco reflejo
tal y como era aplicado por la psicología contemporánea para describir y explicar el
comportamiento humano. De acuerdo con el modelo del arco reflejo, el comportamiento se
analiza como una secuencia mecánica de (i) sensación o estímulo periférico, (ii) idea o
proceso central y (iii) acto o respuesta motora. El punto que señala Dewey es que los tres
momentos aparecen como una conjunción de procesos desagregados y por tanto el arco
reflejo dista de ser una unidad orgánica y comprehensiva. En ese sentido, Dewey entiende
que el modelo del arco reflejo presenta dos puntos débiles: (i) asume que estímulo sensorial
20
y respuesta motriz son existencias mentales diferentes, y (ii) toma al quale de experiencia
que precede al acto como un elemento totalmente distinto al quale de experiencia posterior.
Por lo tanto, ese modelo impide explicar el carácter dinámico de nuestra relación con el
entorno biológico y cultural e impide dar cuenta del aprendizaje, revisión e incorporación
de nuevos hábitos y creencias, entendidos siempre como disposiciones a la conducta.
Frente a esta lectura que distorsiona antes que explicar el comportamiento humano,
Dewey propone pensar a este último en términos de coordinación. Con este concepto
analiza el caso del niño que ve por primera vez una vela encendida, acerca su mano a la
llama y se quema (el ejemplo aparece en el ya mencionado Principios de psicología de
James), y define el comportamiento como una coordinación conjunta que adquiere cada vez
más complejidad y valor a medida que se agregan contenidos de estímulos y respuestas. En
efecto, Dewey considera que la coordinación sensorio-motriz de ver la vela encendida lleva
al niño a tocarla porque ambas funciones son parte de una coordinación mayor de la
criatura viviente; así, su tesis central es que la unidad fundamental del comportamiento
humano es la coordinación unificada de funciones, un circuito sin quiebres o cesuras. En
cuanto tal, no hay entonces una sucesión de momentos ontológicamente distintos ni una
sustitución del estímulo por la respuesta motora sino que dicha respuesta aparece dentro del
estímulo, de manera que el resultado final no es una experiencia nueva sino una
transformación y reconstitución o, en palabras del autor, una mediación de la experiencia
original (Cf. Dewey, 2000: 99-102).
Dewey recupera un segundo ejemplo, esta vez referido al análisis de la conciencia
reactiva ensayado por el psicólogo experimental James Mark Baldwin. El caso que evalúa
Baldwin le sirve a Dewey para señalar que la interpretación mecánica que proporciona el
21
modelo del arco reflejo no tiene en cuenta el estado previo o escenario del sujeto que, según
el ejemplo, escucha un ruido fuerte e inesperado. El mismo ruido tendrá un valor diferente
y se conformará como una experiencia diferente, según se encuentre el sujeto leyendo un
libro, cazando, espiando o realizando un experimento científico; todas esas actividades que
preceden al estímulo son ellas mismas una coordinación sensorio-motora y justamente el
estímulo emerge de esta coordinación, de manera tal que adquiere significado en virtud de
aquella y en el seno de un circuito orgánico.
Ahora bien, ¿cuál es la incidencia filosófica de los planteos de este ensayo? En
primer término Dewey considera que la explicación en base al modelo del arco reflejo
supone actualizar una metafísica dualista: las estructuras periféricas y centrales se
corresponderían con el dualismo sensación-idea y la distinción entre estímulo y respuesta se
correspondería con el dualismo cuerpo-alma. Por el contrario, y en favor de la intención
general de Dewey de oponerse a tales dualismos, la coordinación unifica lo que el concepto
de arco reflejo desagrega, y arroja en consecuencia una psicología y en última instancia una
metafísica ya no descoyuntada ni pensada bajo dualidades sino integrada.
Por otra parte, y seguimos aquí la interpretación de Bernstein (Cf. 2010: 69-71), la
idea de un conflicto dentro de una coordinación que requiere una solución entendida como
reconstrucción o determinación progresiva de la situación anticipa una tesis que Dewey
elaborará en detalle en sus textos más vinculados a la teoría del conocimiento y de la
investigación. Al respecto, Bernstein señala que los términos técnicos utilizados por Dewey
años después ya aparecen en este ensayo sobre psicología: allí mismo se delinea la lógica
instrumental deweyana, haciendo suya la concepción de la experiencia que se desprende de
este ensayo, en tanto cadena de coordinaciones orgánicas que se interpenetran. Como es
22
sabido, esta posición instrumentalista de Dewey ha sido duramente criticada por los
filósofos de la tradición continental, especialmente por los integrantes de la Escuela de
Frankfurt, quizás porque no haya sido bien comprendida. Tener en mente el contexto
original, vale decir, entender términos como “conflicto”, “reconstitución” o “instrumental”
dentro de una coordinación orgánica como modelo para explicar el comportamiento
humano serviría, de acuerdo con Bernstein, para marcar una defensa frente a las (malas)
interpretaciones de Dewey.
Finalmente, encontramos un tercer aspecto que hace de este ensayo un texto seminal
en la obra de Dewey: hemos visto que estímulo y respuesta no son distinciones de
existencia sino que aparecen como funciones, esto es, como distinciones teleológicas con
vistas al logro o mantenimiento de un fin. Respecto de ese proceso teleológico debemos
diferenciar para Dewey dos estadios: en el primero de ellos la relación aparece como una
organización de medios para alcanzar un fin comprehensivo y, en ese sentido, representa
una adaptación alcanzada por parte del organismo. De acuerdo con el autor,
[e]n estos ejemplos no se plantea una conciencia del estímulo como estímulo,
de la respuesta como respuesta. Hay sencillamente una secuencia
continuamente ordenada de actos, todos ellos adaptados en sí mismos y en su
orden secuencial para alcanzar determinado objetivo, un fin: la reproducción
de la especie, la conservación de la vida, la locomoción hacia un cierto lugar.
El fin ha quedado totalmente organizado en los medios (Dewey, 2000: 108.
Cursivas en el original).
Por su parte, el segundo estadio se vincula con los casos de estimulación y respuesta
conscientes, donde no se aplica directamente la consideración anterior. Sin embargo, si se
considera al estímulo y a la respuesta con una individualidad propia, siempre debe hacerse
23
bajo la cláusula de que individualidad no significa aquí independencia de existencias sino
más bien, al igual que en caso de las adaptaciones orgánicas, funciones o divisiones de
trabajo en virtud de mantener o alcanzar un fin. En este sentido, parece que Dewey anticipa
en el contexto del ensayo sus consideraciones respecto de los “fines a la vista”, con las que
intenta reconceptualizar la relación fines y medios, entendiendo dichos fines a la vista como
medios directivos de la acción y anticipatorios de las consecuencias futuras. De esta
manera, tanto por dar cuenta de la nueva orientación intelectual deweyana como por el
modo en que se anticipan ciertos desarrollos centrales en la filosofía pragmatista del autor,
“El concepto de arco reflejo” es una referencia central para avanzar en la comprensión de
los planteos de Dewey.
Ya instalado en la Universidad de Columbia (en donde trabaja hasta su retiro en
1930) Dewey escribe “La influencia del darwinismo en la filosofía”, otro texto clave para
entender los planteos posteriores respecto del concepto de experiencia y de la función que
reviste la filosofía. En este ensayo Dewey reseña inicialmente el concepto de “especie”
(eidos, specie) y lo remite en el marco de la filosofía clásica a la forma fija y causa final de
los seres vivos, la cual opera a lo largo de los cambios y los liga a un único curso,
manteniendo su uniformidad de estructura y función. En este contexto se postula la
superioridad de lo fijo y se subordina al cambio como defectuoso y no real; en consonancia,
el conocimiento adquiere la forma de inmutable razón pura y contemplativa de las formas,
relegando a un segundo plano a todo “saber hacer” o conocimiento práctico. Ahora bien,
según Dewey desde el título mismo de la obra de Darwin puede observarse la nueva
impronta intelectual de corte cientificista (impulsada también por Copérnico, Kepler,
Galileo, entre otros): la combinación entre “origen” y “especies” supone una tensión y una
24
reconsideración del concepto mismo de especie, que tradicionalmente se concibe como
eterno y por consiguiente sin origen.
En términos filosóficos, el título en principio contradictorio de El origen de las
especies trae a colación el problema tradicional de “designio vs. azar” o “mente vs.
materia”. En la medida en que el concepto de especie supone un propósito o finalidad que
opera mediante los cambios sensibles pero que en sí mismo no es visible, debe ser entonces
una fuerza racional o ideal que es aprehendida por la razón. Así, hay una primera
imposición de lo mental por sobre lo material, especialmente si consideramos con Dewey
que este argumento del designio sirve tanto para justificar la posibilidad de la ciencia como
el valor de los esfuerzos morales y religiosos del hombre. La teoría darwiniana, por su
parte, apunta justamente a las bases de esa filosofía teleológica y cósmica, pues al afirmar
que todas las adaptaciones se deben a la variación constante de los organismos en pos del
ajuste al medio y a la eliminación de aquellas mutaciones que no son útiles para tal
propósito, Darwin afirma implícitamente que no hay fuerza causal inteligente que
planifique el curso de tales variaciones (Cf. Dewey, 2000: 54-55). De acuerdo con nuestro
autor, el problema “designio vs. azar” tiene en su formulación algunos supuestos que lo
vuelven carente de sentido: si se admite que el único conocimiento provechoso surge de los
cambios (y sus respectivas consecuencias) por los que se genera nuestro objeto de estudio,
entonces la pregunta por lo que queda “más allá” de esos cambios es ininteligible.
Cualquier explicación que apelara a alguna causa final inclusiva y exhaustiva es para
Dewey un “atavismo intelectual” e implica una lógica que “[…] se limita a abstraer algún
aspecto de la sucesión efectiva de acontecimientos para reduplicarlos como principio eterno
25
petrificado con el que explicar los propios cambios de los cuales él es formalización.”
(Dewey, 2000: 57).
Interesa destacar ahora el cambio de perspectiva que implica la adopción del modelo
darwiniano: se deja atrás a la especie como principio regulativo teleológico que explica la
inteligibilidad de la naturaleza y la posibilidad de la ciencia. Sobre este punto leemos con
Dewey que “[l]a influencia de Darwin sobre la filosofía radica en haber conquistado para el
principio de transición los fenómenos de lo vivo, permitiendo así que la nueva lógica se
aplique a la mente, a la moral y a la vida”, y más adelante que “[l]a filosofía renuncia a
inquirir por los orígenes absolutos y las finalidades absolutas para así poder explorar
valores específicos y las condiciones específicas particulares” (Dewey, 2000: 54 y 56). La
disciplina ya no se ocupa de esencias que se ocultan por detrás de los cambios, de
finalidades últimas o de conocimiento contemplativo sino que toma la forma de
administración inteligente de las condiciones existentes, forma que supone una mayor
responsabilidad y modestia intelectual para manejar dichas condiciones y las consecuencias
específicas de sus ideas. Si la lógica clásica se apoya en el designio teleológico, el
pensamiento se ve forzado a justificar principios trascendentes y valores ideales; como
contracara, la versión clásica debe dar la espalda a los hechos concretos de la experiencia,
impidiendo que se reconozca y trabaje seriamente sobre los bienes y los males que ella
presenta. En este sentido, Dewey entiende que idealizar los principios que dirigen al mundo
es confesar nuestra incapacidad para gobernarlo por nosotros mismos. La nueva función de
la filosofía debe ser, en efecto, identificar e interpretar los conflictos que surgen de la
experiencia para posteriormente ensayar soluciones que serán puestas a prueba en el curso
mismo de los acontecimientos. En conclusión, la filosofía se asemeja cada vez más a una
26
diagnosis y prognosis moral y política, rebajada de sus pretensiones trascendentales y con
un creciente sentido de la responsabilidad.
1.2 Una nueva experiencia para una nueva filosofía
Las consideraciones precedentes acerca del impacto del darwinismo en la filosofía
nos remiten a una de las primeras grandes obras de Dewey, La reconstrucción de la
filosofía (1920), surgida a partir de unas conferencias impartidas por Dewey en 1919 en la
Universidad Imperial de Tokyo, Japón. Atento a los sucesos de la Primera Guerra Mundial
y también al desajuste entre el avance científico, que ha trocado el concepto de estabilidad
por el de orden constante de cambio como eje de su actividad, y la filosofía, que aún se
resiste a dejar la necesidad y universalidad de sus valores y principios, Dewey apunta en
esta obra a conformar una ciencia moral para producir y desarrollar instrumentos
intelectuales que lleven de manera progresiva la investigación hacia las realidades profunda
y totalmente humanas, vale decir, morales. Así, “[l]a reconstrucción filosófica que librase a
los hombres de la necesidad de tener que elegir entre la experiencia empobrecida y
truncada, por una parte, y la razón artificiosa e impotente, por la otra, aliviaría el esfuerzo
humano de la más pesada carga intelectual que se encuentra obligado a transportar.”
(Dewey, 1955: 165). Bajo este interés general Dewey destaca nuevamente el valor de
Darwin para la filosofía, toda vez que hace caer el dogma de los tipos y especies
inmutables, de subordinación de lo individual a lo universal, de lo cambiante a lo fijo, y que
permite proyectar un nuevo método para la vida social y moral, paso indispensable en la
efectiva reconstrucción de la filosofía que propone el autor (Cf. Dewey, 1955: 138-140).
27
De acuerdo con López (Cf. 2008: 61-65), el problema fundamental que señala
Dewey para el caso de la filosofía es que ésta se propone una tarea que deliberadamente
desatiende los grandes cambios de la sociedad y las consecuencias que suponen, en base a
tres rasgos centrales que impregnaron a toda la disciplina: (i) la idea de que el conocimiento
debe tener por objeto algún tipo de realidad trascendente, eterna e inmutable, (ii) la
subordinación de la práctica y del hacer al aspecto teórico, y (iii) la referencia a un
fundamento firme para la moral, ubicando los fines y valores más allá de los hechos
contingentes. Frente a esta autocomprensión de la filosofía, el primer movimiento que
necesita hacer Dewey es convencer a los filósofos mismos de que su labor debe estar
íntimamente asociada a los problemas de su tiempo y para ello debe brindar nuevas
herramientas conceptuales que oficiaran de guía para tratar sus problemas contemporáneos,
vale decir, los problemas de la incipiente sociedad industrial en la década de 1920.
Con ese objetivo en mente, Dewey comienza el cuarto capítulo de La
reconstrucción de la filosofía preguntando si es necesario postular una razón por fuera y
por encima de la experiencia para suministrarnos principios seguros de comportamiento e
investigación, o si acaso la experiencia humana tiene valor suficiente en sus designios y en
sus métodos para dirigir la acción. Dewey sostendrá que la experiencia constituye una guía
para la ciencia y la moral, pero para ello debe reformular el sentido mismo del concepto, en
oposición a (i) la noción griega de experiencia, que daba lugar a un conocimiento basado en
la técnica y, consecuentemente, devaluado en relación con el conocimiento racional de las
cosas eternas, y (ii) la noción empirista de experiencia, ya en la Modernidad, asimilada a las
diversas formas en que la naturaleza se imprime en un individuo fundamentalmente pasivo
(más allá de las discusiones posteriores acerca de la existencia de dicho mundo exterior).
28
En términos generales, la limitación más seria que encuentra Dewey en ambas
versiones es la disociación entre experiencia y razón: si para Platón la experiencia queda
ligada a la repetición y práctica ciega, mientras que la razón es lo único que nos puede
elevar por sobre los hábitos y costumbres, Berkeley, Locke y Hume cometen el error de
suponer un individuo como receptor pasivo de impresiones sin intervención de la razón, al
menos en una primera instancia. No obstante, Dewey observa que la postura clásica
enfatiza el carácter social de la experiencia en tanto transmisión del conocimiento por
hábito o costumbre, al tiempo que los empiristas insisten en la experiencia como juez para
cualquier reivindicación de orden gnoseológica e incluso política, de manera que encuentra
allí ciertas contribuciones para su propia comprensión del tema.
Así las cosas, y reconociendo también su deuda con Bacon y el nuevo método
experimental de la ciencia, Dewey sostiene que su concepción de la experiencia y de la
relación entre ésta y la razón se forja a partir de ciertos cambios en la naturaleza real de la
propia experiencia, tanto respecto de sus contenidos como de sus métodos, y de los avances
de la psicología basados en la biología. En estos términos, la tesis principal afirma que la
experiencia es ante todo acción, tanto de un individuo sobre las cosas que lo rodean como
del medio sobre dicho individuo. Leemos entonces con Dewey que “[e]l ser viviente
padece, sufre, las consecuencias de su propio obrar. Esta íntima conexión entre el obrar y el
sufrir o padecer es lo que llamamos experiencia. El obrar y el sufrir, desconectados el uno
del otro, no constituyen ninguno de los dos experiencia” (1955: 150). De esta manera, en
todo lo que se manifiesta la vida hay obrar, hay procesos de acción y reacción entre sujeto y
medio que se traducen en diversos ajustes activos en pos de la adaptación mutua, en un
ritmo de complejidad creciente. De acuerdo con Dewey, ese ajuste al medio no es pasivo
29
sino que el individuo obra sobre el entorno circundante, sufriendo a su vez una acción de
éste, por lo cual hay una transformación cualitativa de ambas partes que se vuelve más
profunda cuanto más elevada es la forma de vida del individuo (desde las almejas hasta los
hombres) y cuanto mayor es la reconstrucción activa del medio (Cf. Dewey, 1955:
148-149).
Esta nueva concepción de la experiencia conlleva consecuencias filosóficas de suma
importancia. En primer término la categoría básica es, como dijimos, la mutua acción o
transacción entre individuo y medio, entendidos como elementos cuya unidad funcional
obtiene su específico carácter en el papel que desempeñan dentro de la relación
transaccional. Por otro lado, las sensaciones ya no son modos de conocimiento sino
estímulos para la reflexión, la deducción y para la acción, es decir, para iniciar una
investigación que eventualmente ha de producir conocimiento. De este modo, el
conocimiento ya no queda aislado y cerrado dentro de sí mismo sino que forma parte del
proceso de desenvolvimiento de la vida. Por último, y acorde con lo anticipado en “El
concepto de arco reflejo en psicología”, Dewey indica que la nueva concepción de la
experiencia soluciona el problema del atomismo de las sensaciones, en la medida en que
éstas aparecen en un continuo de experiencia activa y vital que encierra en sí misma los
principios de conexión y organización. Desde tal perspectiva, las sensaciones son emotivas
y prácticas antes que cognoscitivas e intelectuales y operan fundamentalmente como
“señales para volver a dirigir la acción […], como gozne del reajuste de la acción.” (Dewey,
1955: 153). Puesto que la transacción entre individuo y medio tiene referencia con lo que
ha ocurrido antes y con lo que ocurrirá después, en un modo de organización inteligente
como factor de la experiencia que no necesita ninguna síntesis sobre-natural o
30
sobre-empírica, entonces tampoco es necesario el entramado conceptual kantiano o
postkantiano para sintetizar el material de la experiencia (Cf. Dewey, 1955: 155).
Siguiendo el análisis que propone Bernstein, son cinco los puntos de divergencia
entre la perspectiva ortodoxa y la deweyana, que retomaremos para resumir y sistematizar
lo expuesto hasta aquí (Cf. Bernstein, 2010: 98-112. También Bernstein, 1979: 209-220)6.
En primer lugar la perspectiva tradicional considera a la experiencia principalmente como
una cuestión de conocimiento, mientras que ahora aparece como la transacción entre el ser
vivo y su entorno físico (y social, para el caso puntual del hombre), de manera que
podemos tener experiencias no cognitivas. En segundo término la versión tradicional
entiende a la experiencia como un elemento personal, cargado de subjetividad, mientras que
la interpretación de Dewey sugiere una experiencia objetiva en la medida que da cuenta de
acciones y padecimientos concretos de los hombres y que está expuesta a modificaciones
provocadas por sus respuestas.
Por otra parte, y en tercer lugar, la concepción clásica y luego el empirismo
moderno vinculan a la experiencia con el pasado, con lo dado, mientras que la nueva
noción de experiencia en su forma vital es experimental, es proyección hacia el futuro para
cambiar lo dado. Respecto de este punto, Martin Jay interpreta el concepto de experiencia
deweyano fundamentalmente en términos de experimentación que apunta al futuro: “Por
consiguiente, la experiencia desaparece en la experimentación, lo cual nos desplaza hacia el
futuro en lugar de atarnos al pasado. Pese a que la experiencia en tanto memoria de las
lecciones previas resulta vital, no puede ser totalmente identificada con esas lecciones […]”
(Jay, 2009: 332). En este sentido, en cuarto lugar Bernstein explica que la tradición
6 Bernstein retoma esta “lista de contrastes” de un ensayo de Dewey titulado “The Need for a Recoverty of Philosophy” (Cf. MW, 10: 3-48).
31
compromete la experiencia con el particularismo, sin conexiones, mientras que la
experiencia como actividad de ajuste entre individuo y entorno se caracteriza
fundamentalmente por las conexiones y continuidades, por constituirse como una serie de
situaciones entrelazadas. Finalmente, el quinto y último ítem indica que la posición
tradicional disocia “experiencia” y “pensamiento”, mientras que la nueva concepción de la
experiencia insiste en reconectar ambos términos y desarrollar una acción inteligente que
oriente nuestro comportamiento.
Justamente este quinto punto señalado por Bernstein constituye otro tema central de
La reconstrucción de la filosofía: la sustitución de la Razón (con R mayúscula) por la
inteligencia, ya no como facultad externa a la experiencia vital del hombre sino como
herramienta que surge de la experiencia concreta, que proyecta planes hipotéticos de acción
puestos a prueba en el curso mismo de la experiencia en virtud del éxito o fracaso de las
tareas de reajuste. Dejaremos las consideraciones de este punto para el Capítulo siguiente,
en donde se evaluará la concepción deweyana de conocimiento e investigación como
formas de acción, esto es, como productos forjados en pos de un modo inteligente de actuar
con el ambiente, habida cuenta de que el modelo que toma Dewey para la inteligencia es
efectivamente la ciencia experimental (y, más aún, el hombre mismo en su interacción con
el medio), sin convertir a Dewey, como a veces se lo ha interpretado, en un
experimentalista científico en el sentido clásico del término. En sus propias palabras, “[…]
cuando la experiencia dejó de ser empírica para convertirse en experimental algo de radical
importancia tuvo lugar […] En la actualidad nos servimos de la experiencia anterior para
sugerir metas y métodos de desarrollar una experiencia nueva y más adelantada. Por lo
32
tanto, la experiencia se ha convertido en constructivamente reguladora de sí misma.”
(Dewey, 1955: 158-159).
1.3 La experiencia genuina: integridad y cualidad estética
Otro de los textos en que Dewey aborda el concepto que nos ocupa es El arte como
experiencia (1934), que recoge las conferencias dictadas por Dewey en las William James
Lectures at Harvard de 1932. La obra está orientada principalmente a una teoría de las
bellas artes que logre recobrar la continuidad de la experiencia estética con los procesos
normales de la vida cotidiana, con la experiencia ordinaria, y tiene como tarea inicial la de
dar cuenta de la cualidad estética de toda experiencia para luego mostrar cómo la obra de
arte desarrolla y acentúa las cualidades de la experiencia común. A los fines del presente
trabajo limitaremos el análisis a los primeros tres capítulos de la obra, en los que Dewey
presenta su concepción de la experiencia desde la perspectiva de una teoría del arte.
Al igual que en La reconstrucción de la filosofía, el primer punto que destaca
Dewey (2008: 14) es que “la naturaleza de la experiencia está determinada por las
condiciones esenciales de la vida” en relación con las funciones de ajuste en, a causa y a
través de un intercambio con el ambiente, con el objetivo de satisfacer las distintas
necesidades sucesivas. Asimismo, y también en coincidencia con las elaboraciones previas,
Dewey vincula la experiencia con la acción, en la medida en que la experiencia no se
padece pasivamente sino que se hace activamente (para el caso de los hombres, dada la
complejidad del medio en que vive, las acciones se vuelven reflexivas y conscientes). La
experiencia aparece de nuevo como una transacción permanente entre el individuo y su
33
entorno, en la que hay un proceso de transformación de manera tal que el hombre de ningún
modo es un espectador que contempla la realidad desde afuera: “[l]a experiencia, en el
grado en que es experiencia, es vitalidad elevada. En vez de significar encierro dentro de
los propios sentimientos y sensaciones privados, significa un intercambio activo y atento
frente al mundo; significa una completa interpenetración del yo y el mundo de los objetos y
acontecimientos.” (Dewey, 2008: 21. Cursivas en el original). Partiendo de estas
consideraciones, Bernstein (1979: 214) define al hombre en su relación con el medio como
“agente-paciente”: este individuo pone a prueba sus pautas de acción, que toman el lugar de
hipótesis, las cuales son exitosas o no de acuerdo con las consecuencias que generan en el
curso de la propia experiencia. En consecuencia, y como se pudo analizar anteriormente, el
método de “ensayo y error” en base a las consecuencias de las acciones hace que la
experiencia sea también experimentación.
Según se adelantó, la “vuelta de tuerca” que introduce Dewey en El arte como
experiencia se vincula con el aspecto cualitativo y estético de la experiencia común: en el
proceso rítmico de necesidad-ajuste-satisfacción se superan los factores de oposición y
conflicto mediante una transformación de ambos términos en aspectos diferenciados de una
experiencia más significativa. El resultado es un equilibro con el entorno que se pierde y
establece alternativamente, y justamente el tránsito más intenso de la vida es el que va de la
perturbación a la armonía que resulta del acuerdo con el ambiente: “[p]uesto que la
experiencia es el logro de un organismo en sus luchas y realizaciones dentro de un mundo
de cosas, es el arte en germen. Aun en sus formas rudimentarias, contiene la promesa de esa
percepción deliciosa que es la experiencia estética.” (Dewey, 2008: 22).
34
Un segundo componente de la dimensión cualitativa de la experiencia se vincula
con su carácter unitario, en tanto y en cuanto continúa su curso hasta un cumplimiento o
culminación y no es objeto de interrupciones extrañas o letargos internos. Si bien la
experiencia ocurre continuamente, pues la interacción de la criatura viviente y el medio que
la rodea está siempre implicada en el proceso de la vida, una experiencia propiamente dicha
se caracteriza por el libre fluir de sus partes constitutivas, sin vacíos, puntos muertos ni
junturas, visto que cada secuencia continúa con aquello que venía sucediendo y se integra
en la corriente general de la experiencia. Luego, tal conclusión o cierre no será una
instancia separada e independiente de esa experiencia, sino la consumación del proceso en
su totalidad, de un movimiento que llega a completarse. Dicho de otra manera, toda
experiencia integral se dirige hacia un final, un cumplimiento; tenemos entonces
experiencia en el sentido estricto de tener una experiencia distintiva frente a aquellas
incompletas, interrumpidas o abandonadas en las que el sujeto no se involucra plenamente,
sea por su acción mecánica y poco reflexiva o por la aparición de factores externos que
cortan ese discurrir unificado.
Dewey explica el aspecto intrínsecamente cualitativo de esta experiencia genuina
mediante una analogía: así como en toda obra de arte hay un plan y un proceso de parte del
productor en el que relaciona su intención inicial para formar un todo en la percepción, una
integración interna que se alcanza por un movimiento organizado que puede ser
inmediatamente sentida, estimada, apreciada y gozada (o no), y por ello es estética, así
también la primera relación que tiene un individuo con su medio es de aceptación o
rechazo, es decir de apreciación, uso y padecimiento en sentido amplio, sea goce o
sufrimiento. Según el propio Dewey, “[l]a palabra ‘estético’ se refiere, como ya lo hemos
35
notado antes, a la experiencia, en cuanto a que es estimativa, perceptora y gozosa.” (2008:
54). Y es justamente esta cualidad estética la que unifica el material en una totalidad
coherente, la que brinda unidad a los materiales dispares que confluyen hacia un fin.7
A partir de las consideraciones previas podemos afirmar con Dewey que “[u]na
experiencia tiene una cualidad que le da su nombre, esa comida, esa tempestad, esa ruptura
de la amistad” y que “[l]a existencia de esta unidad está constituida por una cualidad
determinada que impregna la experiencia entera a pesar de la variación de sus partes
constituyentes”, por lo cual “ninguna experiencia, de cualquier clase que sea, es una
unidad, a menos que tenga cualidad estética.” (Dewey, 2008: 43 y 47). En conclusión, la
cualidad estética está presente en cualquier experiencia que sea una experiencia genuina,
destacada respecto del resto por su unidad, integridad y completitud. En esta concepción de
la experiencia el fin es significativo no por sí mismo sino como integración de las partes
que tienen un principio, un desarrollo y un cumplimiento, de manera que las partes a través
de su “intimidad vital” de conexión y unión se mueven hacia una consumación y no
solamente a un cese en el tiempo8. Si bien las distintas experiencias tendrán un carácter
predominante, por ejemplo intelectual o práctico, más que distintivamente estético (a
excepción de la experiencia orientada al arte), a causa del material, interés y propósito que
las inician y controlan, siempre tendrán una cualidad estética en la medida en que
constituyan una experiencia integral, cuyas partes están ligadas en un todo mediante la fase
emocional (al respecto, Cf. Di Gregori y Pérez Ransánz, 2010).
7 Esta idea ya había sido presentada por Dewey en 1929 en Experiencia y Naturaleza: “Empíricamente no cabe negar la existencia de objetos de aprehensión, posesión, uso y goce directo. […] Si nos aprovechamos dela palabra ‘estético’ tomada en un sentido más amplio que en el de la aplicación a lo bello y lo feo, es indudable que la cualidad estética, directa, final o encerrada en sí caracteriza las situaciones naturales tales como se dan empíricamente.” (Dewey, 1948: 82). 8 En este mismo sentido, el texto “Acerca del arte, la ciencia y la acción inteligente” de María Cristina Di Gregori y Cecilia Durán (2008) da cuenta de la filiación entre esta idea de experiencia como unidad y las consideraciones de Aristóteles en Poética, sobre los rasgos propios de una tragedia: principio, medio y fin.
36
A modo de conclusión parcial de sus argumentos, Dewey brinda una serie de
condiciones sin las cuales ninguna experiencia puede llegar a darse, que enumeraremos a
continuación para exponer de manera concisa algunos de los puntos que más interesa
destacar en este Capítulo (Cf. Dewey, 2008: 50-63):
(i) cada experiencia es resultado de una transacción entre la criatura viviente y
algún aspecto del medio en el que vive;
(ii) ese proceso continúa hasta que surge una mutua adaptación entre el yo y el
objeto, y esa experiencia particular llega a una conclusión, a una culminación;
(iii) la acción del individuo y su consecuencia deben estar juntas en la percepción:
en la medida en que una experiencia no es solamente un hacer y un padecer que se
alternan sino que consiste en las relaciones de éstos, son justamente esas relaciones
las que brindan el contenido significativo de la experiencia;
(iv) la experiencia está limitada por las causas que interfieren la percepción de las
relaciones entre el hacer y el padecer, de modo que el desequilibrio o la interrupción
de algún factor dificulta la relación de las percepciones y deja la experiencia “[…]
incompleta, deformada con poco o falso significado” (Dewey, 2008: 52).
(v) las consecuencias del acto de hacer muestran si lo que se hace promueve la
ejecución de la idea o supone una desviación y ruptura; en la medida en que el
desarrollo de una experiencia se controla por medio de la referencia a esas
relaciones de orden-satisfacción, esa experiencia adquiere una cualidad
predominantemente estética.
37
También en Lógica. Teoría de la investigación (1938) Dewey retoma los
argumentos acerca del carácter cualitativo de la experiencia, aunque en esta ocasión desde
una perspectiva anclada en el estudio reflexivo de la investigación, teniendo en cuenta que
(i) la vida orgánica supone un ritmo continuo de desequilibrio y recuperación del equilibrio
con el ambiente obtenido tras una actividad exploratoria, y que (ii) dicha actividad implica
la modificación del ambiente y consecuentemente un cambio cualitativo en las posteriores
necesidades. Para el caso del hombre, que vive, actúa e investiga en un medio tanto físico
como cultural, la conducta puramente biológica se transforma en conducta dotada de
propiedades intelectuales, y los problemas y necesidades se plantean en términos de uso y
goce de los objetos, materiales y productos.
Puesto que el uso y goce de los objetos son los medios por los que los hombres se
encuentran directamente conectados con el ambiente que los rodea, “[r]esulta demasiado
obvio para que requiera ulterior explicación que el goce o sufrimiento es cualitativo por
completo y tiene que ver con situaciones en su intrínseco carácter cualitativo. También las
operaciones y respuestas que suponen el uso y el goce de situaciones son cualitativas.”
(Dewey, 1950: 80). En consonancia con lo planteado por el autor en El arte como
experiencia, este componente no sólo junta los distintos elementos de la experiencia en un
todo, sino que también es lo que hace de cada experiencia genuina algo individual e
indivisible.
En este Capítulo hemos partido de las primeras elaboraciones de Dewey acerca del
concepto de experiencia para dar cuenta de su progresivo alejamiento del hegelianismo y la
fuerte herencia darwiniana y jamesiana que tiene su propia concepción de la experiencia.
Esta última, entendida como acción, como proceso vital de transacción entre individuo y
38
entorno, supone una dinámica continua de desequilibrio y recuperación del equilibrio, con
la consiguiente recualificación de ambas partes luego de cada acción. Asimismo, la
experiencia deweyana presenta una cualidad estética inherente, en la medida en que la
primera relación del individuo con el medio tiene que ver con el uso y padecimiento (en
sentido amplio). En este sentido, Dewey entiende que una genuina experiencia es aquella
que logra una integridad y completitud en la unidad coherente de su material existencial;
dicho de otra manera, toda experiencia integral se dirige hacia un cumplimiento, un final,
una clausura.
Para finalizar el Capítulo, interesa subrayar que tal experiencia genuina comprende
un aspecto estimativo, apreciativo y valorativo inextricable, el cual se juega en aquellas
acciones que el individuo lleva adelante para reestablecer el equilibrio con el medio. Dichas
acciones orientadas inteligentemente tienen el objetivo final de mejorar y profundizar la
experiencia primaria, vale decir, integrar las diversas partes de la experiencia. El mismo
Dewey nos respalda en esta conclusión pues, según sus palabras (1948: 334), “[n]ada, sino
la mejor, la más rica y más plena experiencia posible, es bastante bueno para el hombre.”
En el Capítulo siguiente concentraremos en análisis en la teoría de la investigación
deweyana, cuya base es la noción de experiencia aquí presentada, a los fines de continuar
dilucidando qué entiende nuestro autor por conocimiento y qué lugar tiene allí la dimensión
valorativa.
39
CAPÍTULO 2
INVESTIGACIÓN, PRÁCTICA Y VALORACIÓN EN LA FILOSOFÍA DE DEWEY
Lógica. Teoría de la Investigación (1938) representa una de las grandes obras de
madurez de Dewey, cuyas ideas habían sido anticipadas de modo sumario en Cómo
pensamos (1910), de orientación más pedagógica, y anteriormente en Estudios de teoría
lógica (1903), un volumen colectivo escrito por los integrantes de Departamento de
Filosofía de la Universidad de Chicago9. Según Eugenio Imaz (1950: X), “[e]sta Lógica de
ahora representa nada menos que la decantación profunda de cuarenta años de pensamiento
soterrado, que sale a la luz anchurosamente cuando el autor ha cumplido los ochenta”, sin
perjuicio de que sea estimada por Dewey mismo como un tratado de carácter introductorio
que no alcanza el acabado ni la perfección teóricamente posibles (Cf. Dewey 1950: 5).
La consideración que articula toda la obra es la de la investigación como un
continuo, que según Dewey corresponde a Peirce, idea que trae consigo la necesidad de
aportar una explicación empírica de las formas lógicas. Uno de los objetivos principales de
Dewey es marcar la inconsistencia que existe entre sostener una concepción moderna de la
ciencia con una lógica de herencia aristotélica. Para ello el autor repasa todos los tópicos de
la lógica tradicional aristotélica y los sitúa en el escenario ontológico de la filosofía griega,
caracterizado por la distinción entre lo permanente o fijo, vale decir, el ámbito de las
formas, y lo variable o cambiante; en este contexto, es bien sabido que el conocimiento
propiamente dicho es aquel que puede dar cuenta del plano de lo inmutable, que consta
9 Existe también una compilación de los textos sobre lógica escritos por Dewey entre 1900 y 1916, titulada Ensayos en Lógica Experimental (1916, reeditada con nuevos ensayos en 1920).
40
exclusivamente de definiciones y clasificaciones en tanto expresiones de formas
ontológicamente necesarias. El punto que marca Dewey es que en el referido orden
jerárquico de formas o especies fijas y de conocimiento demostrativo y contemplativo la
lógica aristotélica es rigurosamente adecuada, existencial y ontológica, antes que formal, y
describe magistralmente bien los caracteres del conocimiento tal y como eran entendidos
por la tradición griega.
El problema surge cuando la concepción moderna de la ciencia posterior a la
Revolución Científica concentra su trabajo en el aspecto cuantitativo de su objeto de
conocimiento, deja atrás el trasfondo de esencias o formas fijas y a pesar de ellos insiste en
una lógica de tipo aristotélico, sin observar que cada modo de entender la lógica es
expresión de una metafísica y de una teoría del conocimiento subyacentes. Tal es la
denuncia de Dewey, que se completa afirmando que esa relación incompatible entre
concepción científica (concepción que en última instancia responde a un marco ontológico)
y lógica es responsable de que actualmente se entienda a la lógica aristotélica como una
lógica meramente formal, desprovista de objeto de estudio e investigación. Así, “[l]a
confusión que caracteriza a la teoría lógica es consecuencia natural del intento de retener
las formas de la teoría lógica clásica después que han sufrido un cambio radical los
métodos de investigación con los que se obtiene el conocimiento y con los que se prueban
las creencias.” (Dewey, 1950: 112).
Frente a esta situación estancada de la investigación lógica, y dando paso a la
segunda gran tesis de la obra, Dewey sostiene que el objeto de estudio de la lógica debe ser
el trabajo efectivo de la investigación, en virtud de obtener formas no vacías. La lógica será
entonces una descripción del modo de trabajo de las investigaciones rigurosas, esto es, una
41
“investigación de la investigación”. Por tanto, la exigencia de una reforma lógica deviene
exigencia de una teoría unificada de la investigación que busque regular la experimentación
operativa de la ciencia y los métodos habituales de investigación del sentido común, desde
los que se obtienen creencias y conclusiones. En consecuencia, las formas lógicas tienen
que ver con el control de la investigación, de manera que se originan en el curso de la
misma y dejan de aparecer como sentidos prefijados y externos (en tal caso, estaríamos
subordinando la investigación a un fin externo, caracterizado por fuertes supuestos
gnoseológicos y metafísicos).
Desde aquí Dewey sostiene el carácter autocorrectivo de la investigación, en la
medida en que origina ella misma los criterios y formas que mejoran o se descartan en y
por el uso, de acuerdo con el éxito o fracaso de cumplir con los fines y objetivos. En este
contexto, las formas lógicas son ejemplos de una determinada relación entre medios y
consecuencias en la investigación adecuadamente controlada, vale decir, condiciones que
en el proceso de investigación continua aseguran resultados exitosos. Estas pautas le sirven
a Dewey para presentar uno de los ejes más fuertes de su filosofía: el sentido genuino de lo
“pragmático” se refiere a “[…] la función que incumbe a las consecuencias como pruebas
necesarias de la validez de las proposiciones, siempre que estas consecuencias se hayan
logrado operativamente y que resuelvan el problema que suscita las operaciones […]”
(Dewey, 1950: 4. Primeras cursivas agregadas, segundas cursivas en el original).
42
2.1 El seno existencial de la investigación: biológico y cultural
Más allá de las diversas consecuencias que surgen de la crítica deweyana recién
presentada, aquí nos detendremos exclusivamente en el carácter naturalista y social de la
lógica, en virtud de contextualizar los posteriores argumentos sobre la pauta general de la
investigación. Con respecto a la interpretación naturalista, Dewey afirma que el postulado
de su teoría “[…] se expresa como la continuidad de las actividades y formas superiores
(menos complejas) y las superiores (más complejas).” (1950: 37). En consonancia con los
planteos precedentes, el autor indica ahora que el método de una teoría naturalista de la
lógica debe estar definido por el estudio de lo que ocurre efectivamente en una
investigación, prescindiendo de cualquier causa, criterio o principio extraños a la misma,
tales como la razón o la intuición puras; como contrapartida, hay una responsabilidad
intelectual de indicar en qué modo la lógica está conectada con lo biológico en un proceso
de desarrollo continuo, condición necesaria para una explicación satisfactoria del carácter
naturalista de la disciplina.
El primer elemento que señala Dewey ya ha sido presentado en el Capítulo 1 y se
relaciona con la transacción entre la actividad del individuo y el ambiente, elementos que se
constituyen mutuamente: “[e]xiste, sin duda, un mundo natural independiente del
organismo, pero este mundo es medio ambiente sólo cuando entra, directa o indirectamente,
a formar parte de funciones vitales. El organismo, por su lado, es una parte del mundo
natural más amplio, y existe como organismo, únicamente, en conexiones activas con su
ambiente.” (Dewey, 1950: 48). Al respecto Dewey indica que la vida orgánica es un ritmo
continuo de pérdida y recuperación de equilibrio con el ambiente: el estado de equilibrio
perdido constituye la necesidad del individuo, el movimiento para restaurar el equilibrio es
43
búsqueda y exploración, y finalmente la recuperación del equilibrio es logro, que supone
equilibrio de energías orgánicas por parte del individuo y existencia de condiciones
satisfactorias por parte el lado del ambiente.
Un punto clave en este argumento es que la recuperación del equilibrio no
reestablece las condiciones idénticas de la situación entre ambiente e individuo sino que la
actividad exploratoria implica la modificación cualitativa del ambiente y, en consecuencia,
de las posteriores necesidades.10 Por tanto, lo que el organismo aprende en el movimiento
exploratorio plantea nuevas exigencias, de manera tal que cuando se resuelve un problema
tiende a surgir otro, cualitativamente más complejo. Así, para Dewey no habrá soluciones
definitivas sino planteo deliberado de problemas que serán objeto de estudio: la filosofía,
aplicada la lógica y a la investigación, puede desempeñar una interesante función en la
clarificación de esos problemas y sugerir hipótesis que serán puestas a prueba en el curso
de la propia investigación. De modo opuesto, aquella filosofía que se desentiende de la
ciencia (en tanto modelo paradigmático de investigación deliberadamente controlada) y que
pretende brindar respuestas finales se convertirá, al decir del pragmatista, en apologética o
en propaganda (Cf. Dewey, 1950: 50).
Según entendemos, el reconocimiento efectuado por Dewey de la continuidad entre
comportamiento orgánico e investigación le resulta útil para montar ciertos paralelismos
entre el comportamiento vital y la investigación e indicar que, así como el ritmo continuo
de la vida orgánica supone una readaptación de las soluciones a medida que las necesidades
se vuelven cada vez más complejas, la cual surge del propio movimiento exploratorio, así
10 En esa capacidad de efectuar y conservar un modo cambiado de adaptación a condiciones nuevas radica laevolución orgánica, esto es, la modificación de las estructuras orgánicas que condicionan el comportamiento posterior y que constituye la base del hábito como fuente del aprendizaje y de la resolución de problemas. Como pudimos analizar en el Capítulo 1, los rasgos de este modelo deweyano ya habían sido planteados en “El concepto de arco reflejo en psicología”.
44
también las formas lógicas no se imponen a la investigación de una vez y para siempre sino
que, como observamos previamente, se originan durante la investigación deliberadamente
orientada. De esta manera, al igual que se reconoce “[…] la naturaleza provisional y
condicional (por lo que se refiere a cualquier investigación en marcha) de los hechos
implicados y la naturaleza hipotética de los conceptos y teorías empleados”, se admite que
cualquier afirmación sobre las formas lógicas “[…] sólo puede ofrecerse, en el estado
actual de la teoría lógica, como una hipótesis y como indicación de la posición que se va a
desarrollar.” (Dewey, 1950: 55 y 15. Cursivas en el original). Existe por tanto una fuerte
similitud estructural entre la pauta general de la investigación y el curso del
comportamiento vital del individuo, que explica el carácter naturalista de la lógica.
Dewey resume los puntos en común entre ambos de la siguiente manera: (i) el
comportamiento vital y la investigación controlada realizan algún cambio cualitativo en el
ambiente que dará lugar a un nuevo orden de necesidades o problemas; (ii) ambas tienen
pautas seriales o secuenciales; (iii) tanto una como la otra se presentan como procesos o
interacciones serialmente conexos que son intermedios e instrumentales; y (iv) las dos
reconcilian la metodología y la lógica de manera adecuada en relación al ambiente
cambiante y al respectivo marco ontológico supuesto por la investigación, a diferencia de lo
indicado para el caso de la Revolución Científica de la Modernidad (Cf. Dewey, 1950:
48-51). En el apartado 2.2 se analizará con detalle la pauta general de la investigación, no
sin antes reconstruir los argumentos de Dewey acerca del seno cultural de la investigación.
Como es sabido, el medio en que viven, actúan e investigan, es decir, el ámbito de la
experiencia de los seres humanos, está conformado tanto por aspectos biológicos como por
aspectos culturales y el medio estrictamente físico se halla tan incorporado al cultural que
45
nuestras interacciones están profundamente afectadas por esa herencia cultural expresada
en tradiciones, instituciones, costumbres, creencias y finalidades. El principal efecto de la
influencia cultural es la transformación de la conducta puramente orgánica en una conducta
dotada de propiedades intelectuales, cuya clave es de acuerdo con Dewey el
desenvolvimiento del lenguaje, con su base en actividades biológicas previas y sus
conexiones con fuerzas culturales más amplias. Nuestro autor buscará una nueva vía de
argumentación para sostener aquel principio de continuidad entre las funciones más simples
y las funciones más complejas de la teoría naturalista de la lógica y para esta explicación el
lenguaje resulta central pues por un lado es un modo de comportamiento estrictamente
biológico que surge en continuidad con actividades orgánicas previas, y por el otro permite
al individuo adoptar un punto de vista compartido con otros y finalmente establecer una
comunicación general y objetiva, en el sentido de común a todas las partes que en ella
intervienen. Bajo esta idea, Dewey sostiene que si bien el lenguaje no origina por sí mismo
la asociación entre los individuos y mucho menos la experiencia de éstos en un ambiente,
una vez desarrollado repercute de tal manera que brinda una nueva dimensión de la que no
se puede volver atrás.
Hay otro eje en el argumento de Dewey que interesa destacar aquí: la fuerza
operativa del lenguaje y su indisoluble vínculo con la comunidad de acción. Si bien en
cuanto existencia física (sonidos, trazos en un papel o en otro material, etc.) el lenguaje
opera debido a su capacidad representativa y en esa medida es convencional, su función es
registrar y comunicar sentidos respecto de una acción y de modos compartidos de respuesta
y participación en las consecuencias comunes a todos. Luego, el sentido de un símbolo
convencional no es en sí mismo convencional sino que aparece intrínsecamente relacionado
46
con el acuerdo de diferentes personas involucradas en una misma actividad existencial, que
en cuanto tal generará consecuencias existenciales:
[u]n sonido o una grafía cualquiera forman parte del lenguaje
únicamente en virtud de su fuerza operativa; es decir, cuando
funcionan como un medio de suscitar diversas actividades realizadas
por diferentes personas de suerte que se produzcan consecuencias en
las que participan todos los que toman parte de la empresa común.
(Dewey, 1950: 63. Cursivas en el original).
Hemos de observar aquí que la referencia a la actividad común y a las
consecuencias mutuamente compartidas no tiene por qué ser inmediata sino que bien puede
darse el caso de una conexión entre el sentido del lenguaje y posibles modos de operación y
respuesta, antes que modos reales e inmediatos. Esta posibilidad de planificar una acción
posible y evaluar cursos de acción alternativos es para Dewey una condición necesaria todo
comportamiento inteligente debido a que la existencia de símbolos con fuerza operativa
hace posible la deliberación y el establecimiento de nuevas soluciones en aquellas
experiencias que tienen una dimensión predominantemente intelectual. En efecto, el uso de
símbolos con sentido para deliberar y adoptar fines o propósitos es cuanto menos una forma
rudimentaria de razonamiento, cuyo desarrollo y perfeccionamiento termina cristalizando
en condiciones lógicas que se explicitan en algún tipo de teoría.
A modo de conclusión preliminar, hemos de recalcar que el ser humano no es ni
tiene nada que se ubique en un plano trascendente con respecto a la naturaleza sino que
simplemente desarrolla en su modo de actuar una serie de funciones exclusivas de su
especie, caracterizadas fundamentalmente por la capacidad de considerar alternativas,
47
combinar experiencias y establecer sus propios fines. La inteligencia, como nombre común
a todas esas facultades que permiten manejar los asuntos y necesidades en las diversas
situaciones en que el individuo está inmerso, reporta una diferencia cualitativa respecto de
los demás seres pero siempre en el continuo de la naturaleza (Cf. Faerna, 1996: 185). Como
se analizará posteriormente, la capacidad de ensayar imaginariamente distintas respuestas
también es fundamental tanto para dar cuenta del carácter práctico y valorativo de la
actividad del científico como para comprender algunos planteos centrales de la posición
política de Dewey, de manera que se constituye como otro pilar de su filosofía pragmatista.
2.2 La investigación como determinación progresiva de la realidad
A la hora de analizar la pauta general de la investigación resulta oportuno hacer una
breve mención a los planteos de La busca de la certeza (1929), texto que recupera las
conferencias pronunciadas por Dewey en las Gifford Lectures at Edinburgh durante 1928. A
nuestro criterio Dewey anticipa allí muchas de las líneas argumentativas que elaborará en
Lógica. Teoría de la Investigación, atentos a que la tesis principal de La busca de la certeza
es que el conocimiento paradigmáticamente teórico, vale decir, el conocimiento científico,
es en verdad radicalmente práctico (al respecto, el subtítulo de la obra es un indicio más
que sugerente de la postura de Dewey: “Un estudio de la relación entre el conocimiento y la
acción”). En esta línea, el investigador y entre ellos el científico no es un espectador que
observa el mundo e interviene en él desde afuera sino que toda interacción es dentro del
mundo, dirigida y deliberada, con la intención de cambiar una situación confusa e insegura
por otra clara y resuelta. Siguiendo nuevamente la lectura de Martin Jay, Dewey insta a
48
“[…] abandonar la actitud ‘espectatorial’ de la comprensión científica […] a favor de una
intervención activa y participativa en el mundo”, de modo que la verificación no consiste
en pruebas con validez objetiva sino en “[…] el mutuo ajuste entre el plan propuesto y la
respuesta del entorno; en este sentido [como se pudo analizar en el Capítulo 1] la
experiencia era un concepto transaccional.” (Jay, 2009: 331 y 333).
Esta concepción práctica y activa del conocimiento implica también considerar que
las ideas son hipótesis, que la verdad científica es “instrumental” (en tanto lleva a cabo un
cambio efectivo en el mundo) y que el verdadero objeto de conocimiento existe como las
consecuencias deseadas de la investigación dirigida. En consecuencia, el valor de cualquier
conclusión de conocimiento depende del método para obtenerla, de suerte que lo más
importante es el perfeccionamiento del método y, visto que “[…] ‘inteligencia’ quiere decir
operaciones ejecutadas de verdad para la modificación de condiciones, incluyendo también
toda la guía que nos proporcionan las ideas, operaciones tanto directas como simbólicas”,
ese perfeccionamiento del método es en definitiva perfeccionamiento de la inteligencia
misma (Dewey, 1952: 175). Es así que nuestro autor pregona la sustitución de una Razón
externa e impuesta a la experiencia (nous griego, intellectus escolástico o ratio moderna)
por la ya mencionada inteligencia en la experiencia, es decir, por la selección de fines y la
disposición de los medios para obtener las consecuencias deseadas en un proceso
permanente de transacción entre individuo y medio. En palabras de Dewey, “[l]a
inteligencia dentro de la naturaleza significa liberación y expansión, como la razón fuera de
la naturaleza significa fijación y restricción.” (1952: 188).
Retomando los argumentos de Lógica. Teoría de la Investigación, el primer tema
para destacar es la continuidad que se proyecta entre la investigación de sentido común y la
49
investigación científica, toda vez que ambas comparten una pauta general de investigación.
Dewey designa el nombre de “ambiente de sentido común” a aquel que abarca directamente
a los seres humanos y el nombre de “investigación de sentido común” a las que llevan
adelante los ajustes requeridos por el comportamiento, que según adelantamos tienen
relación con el uso y goce de materiales, actividades y productos. Las investigaciones de
sentido común se vinculan entonces con la conducta de la vida, con materias y operaciones
cualitativas, y tienen como objetivo determinar lo que significa un objeto o acaecer con
respecto al modo en que habrá de abordarse la situación total en conexión con el ambiente
existente, el todo contextual al que se refiere la investigación en cuestión11.
Por su parte, como ya se ha indicado, las investigaciones científicas en el sentido
tradicional han registrado un triple movimiento que parece ir en dirección opuesta al
sentido común: (i) reducen lo cualitativo a lo cuantitativo, (ii) eliminan las causas
teleológicas e introducen la causalidad eficiente, y (iii) se enuncian en un lenguaje
altamente técnico. Dewey suma a este desplazamiento un punto clave: la ciencia “ha
olvidado” que la génesis y producción del conocimiento incluye la dimensión cualitativa y
los fines o propósitos de la investigación. La investigación se inicia en la experiencia de
sentido común pero luego se independiza y no retorna a ese nivel originario para aplicar la
respuesta al contexto en que comenzó la investigación, del tipo que sea12. Dichas
observaciones también fueron anticipadas en La busca de la certeza, donde leemos que los
11 Recordemos que para Dewey la experiencia tiene un carácter cualitativo intrínseco y que todo lo relativo al uso y goce de los objetos se vincula también con lo cualitativo de la experiencia, de donde se desprende según el argumento aquí presentado que las investigaciones de sentido común sean operaciones que incluyen un componente cualitativo.12 Dewey insiste mucho en señalar el peso que tienen las condiciones sociales en ese movimiento unilateral de la investigación filosófica o científica y en el posterior emplazamiento de una concepción dualista. En este sentido, indica que la diferencia entre el conocimiento teórico-racional y el conocimiento práctico-empírico radica en la distinción entre aquellos que pudieron dedicar su vida a la contemplación ociosa, debido a que no les resultó necesario trabajar ni empeñarse a ninguna actividad del estilo, y aquellos que debieron ser artesanos o prácticos (Cf. 1948: 103-111; 1950: 88-94 y 1995: 125-137).
50
filósofos “[…] han aislado el conocimiento y los resultados. Han ignorado su contexto de
origen y función y lo han convertido en algo coextensivo con toda experiencia válida. […]
Esta suposición de la ubicuidad del conocimiento representa la mayor falacia
intelectualista. Es la fuente del menosprecio de la experiencia cualitativa cotidiana,
práctica, estética, moral.” (Dewey, 1952: 192).
Estas características, brevemente enumeradas, mantienen la sensación de una
diferencia completa entre las investigaciones de sentido común y las científicas. Sin
embargo, Dewey afirma que hay una continuidad entre ambos tipos de investigación y que
sus distinciones radican solamente en el género de problemas que afrontan, que requieren
un acento diferente en la investigación (Cf. 1950: 82). Desde tal perspectiva la diferencia
entre ambos dominios no es ontológica o epistemológica sino lógica, en tanto refieren a la
relación recíproca entre esos diversos géneros de problemas. En este contexto nuestro autor
obtiene dos conclusiones importantes:
(i) a partir de ejemplos como los de la teoría científica de la luz y su referencia a los
colores de la vida diaria, de la astronomía primitiva como respuesta a la necesidad
de agricultores y ganaderos o de los conocimientos anatómicos y fisiológicos en
relación con las necesidades prácticas de los médicos, Dewey sostiene que “[...] los
objetos y procedimientos científicos surgen de los problemas y métodos del sentido
común, de los usos y goces prácticos.” (1950: 82).
(ii) tomando en cuenta la infiltración e incorporación del método científico dentro
del sentido común, que ha modificado las condiciones en que los seres humanos
conviven entre sí (entiéndase por ellas la alimentación, la vestimenta, la vivienda,
51
los medios de comunicación, tecnologías de producción y distribución de bienes y
servicios, etc.), Dewey sostiene que la investigación científica repercute o debería
repercutir en el uso y goce de los objetos y materiales “[...] en una forma que refina,
expande y libera enormemente los contenidos y los agentes a disposición del sentido
común.” (1950: 82).
Ambos puntos revisten una importancia a nuestro criterio fundamental: por un lado,
si los dos tipos de investigación comparten una misma pauta y si, como veremos, para
Dewey toda investigación contiene necesariamente un factor práctico, entonces la
investigación científica también contiene necesariamente un factor práctico que se expresa
en valoraciones. Por otro lado, si la ciencia tiene la capacidad de incidir en los asuntos de la
experiencia ordinaria, y en efecto ya lo ha hecho en gran medida en el ámbito de los
asuntos materiales, entonces se puede plantear la posibilidad de intensificar esa
intercomunicación y aplicar el método científico experimental al campo de los valores,
tradicionalmente reservado a la razón teórica y contemplativa.
Una vez que Dewey presenta sus argumentos en favor de la continuidad entre
investigación y sentido común, dedica un capítulo completo a describir la pauta general de
la investigación. La intención del autor es indicar los cinco momentos constitutivos que a
su criterio dan cuenta de la siguiente definición inicial: “[l]a investigación es la
transformación controlada o dirigida de una situación indeterminada en otra que es tan
determinada en sus distinciones y relaciones constitutivas que convierte los elementos de la
situación original en un todo unificado.” (Dewey, 1950: 123).
52
Como había adelantado en La reconstrucción de la filosofía, Dewey considera que
el primer impulso hacia la investigación es el enfrentamiento con los hechos reales para
hacer frente a las dificultades y conflictos concretos de la experiencia. En Lógica. Teoría de
la investigación, el autor indica en el momento (i) de la pauta de la investigación que la
condición antecedente de la investigación es una situación indeterminada e intrínsecamente
dudosa en la que nos encontramos perplejos. Es importante señalar que la indeterminación
radica en la situación misma como un todo y no en el estado mental del individuo, pues
para Dewey la duda no puede ser un mero estado mental independiente del estado de cosas
objetivo, pues en ese caso también lo sería el conocimiento (Cf. Faerna, 1996: 201-202).
Dicha situación es indeterminada con respecto a su resultado pues implica consecuencias
que no son transparentes y sugiere respuestas discordantes, es decir, es indeterminada en
cuanto al desarrollo posterior de los procesos dinámicos e interactivos que la constituyen y
al efecto de las acciones del individuo. Por otro lado, y en consonancia con el modelo
organicista de la unidad del comportamiento que hemos analizado en el Capítulo 1, este
primer punto indica que toda investigación comienza en una situación previa que involucra
al mismo tiempo al individuo y a su entorno.
Ahora bien, visto que esta situación indeterminada también es precognoscitiva, el
momento (ii) consiste en considerarla como problemática, vale decir, entender que es
necesario plantearla como un problema y reconocer que requiere investigación13. Esta
segunda instancia adquiere un valor fundamental en la medida en que el planteo correcto
del problema decide sobre el tipo de soluciones que se tendrán en cuenta y el que no, de
13 Acerca del carácter precognoscitivo de la situación indeterminada, Dewey dice lo siguiente: “La situaciónindeterminada viene a la existencia por causas existenciales, lo mismo que ocurre, por ejemplo, con eldesequilibrio orgánico del hambre. Nada hay de intelectual o cognoscitivo en la existencia de talessituaciones, aunque ellas son la condición necesaria de las operaciones cognoscitivas o investigación. En símismas, son precognoscitivas.” (1950: 126).
53
manera que definir el problema significa un estado avanzado de la investigación. En este
sentido “‘[p]roblema’ y ‘solución’ mantienen una reciprocidad: lo que aceptaremos y
rechazaremos como soluciones posibles depende de cómo formulamos los problemas.
Podemos decir también que cuanto más cerca estamos de una solución más claro vemos
cuál es el problema.” (Bernstein, 2010: 144. Comillas en el original). En definitiva, la
situación indeterminada se convierte en un problema en virtud de un acto inteligente que la
cualifica y que perfila los pasos de la posterior resolución. Es importante aclarar aquí dos
aspectos sobre el planteo de un problema: por un lado, ninguna situación completamente
indeterminada puede convertirse en un problema y, por el otro, la situación se da en un
contexto determinado que siempre permanece incuestionado.
El punto (iii) avanza sobre la determinación de la solución del problema en tanto
objeto de una investigación progresiva. En primer término se buscan aquellos aspectos del
problema que estén definidos o establecidos, puesto que como indicamos recientemente una
situación totalmente indeterminada no ofrecería ninguna pauta para la investigación. Esta
identificación de los elementos determinados de la situación indeterminada se hace
mediante operaciones observacionales; las condiciones observadas constituyen los “hechos
del caso” y se tendrán en cuenta para cualquier solución que se proponga en tanto y en
cuanto funcionan como datos, es decir, como base de inferencia para el proceso de
resolución. Llegamos aquí a un tema crucial: la observación sugiere posibles soluciones
que se presentan como ideas, “[...] consecuencias anticipadas (previstas) de lo que habrá de
ocurrir si se ejecutan ciertas operaciones bajo las condiciones observadas y con referencia a
las mismas” (Dewey, 1950: 128). Una idea es entonces una hipótesis sobre la
determinación de la situación inicialmente determinada, una conjetura cuya validez
54
depende de cumplimiento efectivo de lo que proyecta. De acuerdo con lo anterior, cuanto
más clara sea la idea tanto más definidas resultarán las operaciones de observación y
ejecución en pos de resolver el problema. Por otra parte, las ideas inferidas también operan
como guía para la observación y la experimentación, en pos de obtener nuevos datos.
Una vez adoptada la idea, sentido o hipótesis como posible solución, debemos
avanzar en (iv) el razonamiento, es decir la comprensión de la idea y su relación con otros
conceptos para los propósitos de la investigación. Así, la idea inicialmente vaga se
desarrolla en su vínculo con diferentes estructuras conceptuales hasta que recibe una forma
que le permita dirigir las operaciones de resolución. La labor conjunta de observación y
razonamiento no tiene en principio ninguna regla fija que deba seguirse para obtener un
resultado sino que es totalmente creativo, abierto, impredecible, imaginativo14.
El modo práctico de la investigación, que como podemos observar se enfatiza en
cada uno de los momentos precedentes, se refuerza con las observaciones de Dewey acerca
de (v) el carácter operativo de hechos y sentidos o significados. En primer término las ideas
son operativas porque sugieren más observaciones que dan lugar a una nueva idea
modificada, y así sucesivamente, hasta completar y unificar el orden existente. En segundo
término, y esta cuestión es a nuestro criterio fundamental, los hechos del caso (ya cargados
de significado) presentan el carácter de operación experimental que modifica la situación
existencial anterior para reordenar las condiciones y obtener una situación resuelta y
unificada: la investigación tiene como resultado una nueva situación objetivamente distinta
en la cual han desaparecido los aspectos indeterminados.
14 Respecto del carácter creativo de la investigación y su estrecha vinculación con la dimensión emocional, Di Gregori y Pérez Ransánz sostienen que las emociones (i) nos conducen a explorar áreas desconocidas, (ii) nos permiten identificar lo relevante para nuestros objetivos, (iii) ayudan a idear un plan de acción, y por último (iv) intervienen en la resolución misma del problema (Cf. Di Gregori y Pérez Ransánz, 2010).
55
Según José Miguel Esteban, en la concepción lógica de Dewey se distingue por un
lado la naturaleza práctica del proceso de conocer, pues las operaciones cognitivas son
respuestas del organismo que constituyen conocimiento en base a la situación problemática
que deban resolver, y por otro lado la naturaleza práctica del objeto de conocimiento, visto
que su existencia depende de una práctica indagatoria que Esteban denomina “ontología
operacionalista” (Cf. 2006: 44-46). En el mismo sentido, Cristina Di Gregori y Federico
López sostienen que tanto las ideas como los hechos del caso son operativos pues las
primeras dirigen las operaciones de observación y los segundos nunca están completos en sí
mismos ni son el mero resultado de la observación sino que “[e]n una investigación hay
transacción entre hechos e ideas en la que ambos se transforman. Los hechos se prueban en
cuanto a su función de evidencia tanto como las hipótesis. El resultado de una investigación
exitosa es el conocimiento.” (Di Gregori, López, 2011: 5)15.
Se puede considerar entonces que el conocimiento es entendido por Dewey como
una transformación o reconstrucción de la realidad, modificada según los propósitos
adelantados en el curso de la investigación. Este producto tiene una doble función: respecto
de la investigación específica, es el fin de la misma, tanto en el sentido de culminación
como de objetivo; respecto de otras situaciones, puede servir como medio para una
investigación posterior. Así es que el conocimiento se define por el efecto acumulativo de la
investigación continua y que lo que se tiene como asentado es aquello que puede ser
empleado como un recurso en la investigación ulterior. Tomar el ejemplo de la
investigación científica resulta útil para señalar que la experiencia general, en cuanto
experimental, no carece de ideas o propósitos sino que depende de éstos en todo momento.
Así, y sintetizando muchos de los temas hasta aquí expuestos, Dewey indica en La busca
15 Agradezco a Di Gregori y López el envío de este material aun inédito y el permiso para las citas textuales.
56
de la certeza que la práctica científica nos ubica “[…] ante la más seria posibilidad de la
experiencia humana en todas sus fases, experiencia en la cual se apreciarán y serán
continuamente engendrados y utilizados las ideas y los sentidos. Pero formarán parte
integrante del curso de la experiencia misma y no serán importados de la fuente externa de
una realidad situada más allá.” (Dewey, 1952: 121).
2.3 Investigación y valoración. El científico como práctico
De acuerdo con los planteos precedentes, y adaptando una afirmación de Faerna,
sólo hay investigación en, de y para la situación16. La investigación surge, se desenvuelve y
culmina en el seno de la experiencia misma, obteniendo la determinación de lo que antes
era indeterminado. En consecuencia, el conocimiento queda conformado como una
progresiva determinación de la realidad y como tal no se limita a un puro acontecimiento
intelectual sino que implica una modificación objetiva en la transacción individuo-ambiente
y crea un estado de cosas nuevo (incluso los objetos de conocimiento no preexisten a la
investigación pues resultan del ordenamiento activo que introduce el individuo mediante
dicha investigación). En definitiva, la investigación es una construcción dinámica y
atravesada por fines e intereses que aporta el individuo para conducir la situación desde un
estado de indeterminación a otro estado determinado y previsible.
A partir de lo anterior se afirma entonces que la investigación es una forma de la
acción. Así, el resultado establecido de una investigación es un juicio, acto con
16 La cita original dice “Sólo hay pensamiento como parte de un contexto más amplio, pensamiento-en-situación, desde y para la situación: el organismo piensa al hilo de una realidad física y socialque le hace poner en acción sus capacidades, y reconstruye con ellas esa realidad a la medida de sus necesidades.” (Faerna, 1996: 186).
57
consecuencias reales sobre la situación en virtud de la modificación y la recualificación del
material objetivo y la emergencia de objetos de conocimiento, en virtud de los cuales el
juicio tiene una significación existencial directa. Presentando una analogía entre la
investigación y el trabajo de un tribunal judicial para fijar una cuestión hasta el momento
controvertida, Dewey califica al juicio como una resolución que por un lado implica una
determinación existencial de la situación anterior y por el otro se valora en función de las
consecuencias que produce para una investigación subsiguiente. Ahora bien, el énfasis
puesto en entender a la investigación como acción que recualifica el material existencial
previo y al juicio como la transformación resultante están en fuerte contraste con la teoría
tradicional del conocimiento, la cual sostiene que todas las modificaciones que puedan
ocurrir, hasta en la investigación mejor controlada, se limitan a estados y procesos del
sujeto de conocimiento, es decir, a cambios subjetivos, mentales o psicológicos. Por el
contrario, el pragmatista observa que no puede darse cambio mental alguno sin que
operaciones existenciales comporten una modificación del material existencial (Cf. Dewey,
1950: 181). En este sentido, Dewey enuncia su tesis de la siguiente manera:
[...] toda investigación controlada y todo establecimiento de
aserciones fundadas contiene, necesariamente, un factor práctico; una
actividad de hacer y rehacer que transforma el material existencial
previo que planteó el problema de la investigación. (1950: 182)17.
17 Dewey ya había adelantado esta tesis unos veinte años antes, en los textos publicados en Ensayos en Lógica Experimental (1916). Al respecto, leemos en “Science as a practical art” (1915) lo siguiente: “Every such proposition of inquiry, discovery and testing will have then the traits assigned to the class of practical propositions. They imply an incomplete situation going forward to completion, and the proposition as a specific organ of carrying on the movement. […]If thinking is the art by which knowledge is practiced, then the materials with which thinking deals may be supposed, by analogy with the other arts, to take on in consequence special shapes.” (MW, 8: 65).
58
Según esta postura, las investigaciones y sus juicios resultantes tienen estrecha
relación con consideraciones acerca de qué es lo que conviene hacer y cómo ha de ser
tratada la situación incierta, visto que los juicios funcionan como medios para la
transformación controlada y dirigida de una situación. El modo de definir qué acción se
lleva adelante está dado por la pauta de la investigación, es decir por las operaciones de
observación, recolección de datos e inferencias dirigidas por ideas puestas en relación tanto
con estructuras conceptuales previas como con la dimensión valorativa, que no constituye
una clase particular de juicios sino que representa una fase inherente al juzgar mismo (Cf.
Dewey, 1950: 202). En este contexto, reconociendo la identidad del juicio valorativo con
los juicios prácticos en la experimentación, “[c]uanto más problemática sea la situación y
más penetrante la investigación con que hay que abordarla, tanto más explícita resulta la
etapa valorativa”. (Dewey, 1950: 203).
Si bien estos problemas prácticos remiten en primer lugar a los oficios y las artes,
Dewey asegura que el científico también está envuelto en decisiones de ese tipo acerca de
qué investigaciones iniciar, cómo llevarlas adelante, etc., de manera que se consideran un
modo de la práctica. Luego, “el científico es un práctico por encima de todo y se halla
constantemente embarcado en la emisión de juicios prácticos, es decir, en obtener
decisiones acerca de lo que conviene hacer y de los medios a emplear para hacerlo.”
(Dewey, 1950: 183). La insistencia de Dewey en que todos los juicios se encuentran en el
dominio de la práctica no rebaja el valor de la investigación sino que realza el carácter
experimental del conocimiento como instrumento de desarrollo y control de nuevas
prácticas para volverlas inteligentes, acorde a lo analizado con anterioridad para el
concepto de experiencia originaria (Cf. Esteban, 2006: 58-9 y Supra, Cap. 1).
59
Una de las tareas prácticas que emprende el investigador científico es la “solicitud
de información” a la naturaleza y para ello se debe decidir qué y cómo se la aborda en pos
obtener los mejores métodos de observación, experimentación e interpretación para la
resolución de la situación incierta. El investigador establece y examina en su mente cursos
alternativos de acción para considerar sus respectivas consecuencias, es decir, lleva
adelante un proceso de deliberación o “ensayo imaginario” en base a proposiciones
hipotéticas, planes de acción o propósitos. Al respecto, ya en Naturaleza humana y
conducta. Introducción a la psicología social (1922) Dewey escribía lo siguiente:
Comenzamos con la afirmación sumaria de que la deliberación es
como un ensayo teatral (imaginario) de diversas líneas posibles de
acción que están en competencia. [...] La deliberación es un
experimento para averiguar cómo son en realidad las diversas líneas
de acción posibles, y también para hacer diversas combinaciones entre
los elementos seleccionados de los hábitos e impulsos, con objeto de
ver cómo sería la acción resultante si se emprendiera. Pero la prueba
se hace en la imaginación, no en el hecho real. [...] El pensamiento se
anticipa y prevé los resultados, evitando con esto tener que esperar la
enseñanza del error y del fracaso reales.” (1964: 178-179).
El proceso de deliberación implica entonces que debemos revisar y anticipar
fundadamente las consecuencias existenciales que tendrán lugar si tomamos tal o cual curso
de acción; visto que por su sola apariencia las condiciones existentes no indican cuáles
serán sus consecuencias, hace falta investigar y valorar (estimar, apreciar) para
posteriormente elegir qué reglas y leyes se aplican a la situación especial investigada. Por
tanto, y visto que estos juicios valoradores son un ejemplo paradigmático de juicio práctico,
pues les atañe juzgar sobre lo que hay que hacer a base a las ponderadas consecuencias de
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condiciones existenciales que en cuanto tales serán operantes, Dewey sostiene que “[…]
tales juicios valoradores […] llegan a formar parte de todos los juicios últimos. No hay
investigación que no suponga juicios prácticos.” (1950: 197. Cursivas en el original). Desde
la reconceptualización deweyana de la (falsa) dicotomía hechos-valores y visto que no hay
investigación sin juicios prácticos y que éstos comprenden un intrínseco carácter valorativo,
podemos concluir que la actividad del investigador científico presenta a la valoración como
dimensión constitutiva, en su necesidad de experimentar para la determinación de los datos
y para el uso de ideas como hipótesis directivas (incluyendo leyes y principios). De aquí
que “[…] la explicación científica resulta pragmáticamente cargada, aunque su formulación
en términos de razonamiento no lo muestre, por las decisiones, valoraciones y
apreciaciones que no pueden separarse como si fueran reinos absolutamente distintos entre
sí, puesto que todas ellas se hallan involucradas en el hacer ciencia.” (Di Gregori, López,
2013: 8). La explicación, en definitiva, opera como un medio para la transformación de la
situación, el cual involucra al lenguaje ya no en su función declarativa sino, como
analizamos anteriormente, con su fuerza operativa.
Se abre desde aquí una perspectiva nueva que tiene en cuenta la proximidad entre el
conocimiento y los valores, que en la filosofía de Dewey se expresa de dos modos: por un
lado, en la aplicación de la pauta de la investigación al campo de la ética y de la política,
dando lugar a la teoría de la valoración; por el otro, en el reconocimiento de una efectiva
presencia de la dimensión valorativa de cualquier investigación, sea de sentido común o
científica. Este acercamiento entre investigación y valoración representa uno de los puntos
más importantes de la teoría del conocimiento de Dewey, fruto de la evolución de su
pensamiento: “[…] as my study and thinking progressed, I became more and more troubled
61
by the intellectual scandal that seemed to me involved in the current (and traditional)
dualism in logical standpoint and method between something called "science" on the one
hand and something called "morals" on the other.” (LW, 5: 156). Efectivamente, en la
valoración hay una conexión entre el contenido de la experiencia, las ideas o hipótesis que
guiaron la investigación y la acción resultante y en consecuencia el valor interviene en
aquellas situaciones que requieren ajustar inteligentemente la conducta y la experiencia, es
decir que la valoración está presente en todas las investigaciones del individuo: “[l]a
continuidad de los hechos y los valores, su confluencia en el todo compacto de situaciones
en que transcurre y avanza la experiencia real de los individuos, constituye la verdadera
médula del pensamiento de John Dewey, una filosofía de la acción doblada en una ética de
la investigación.” (Faerna, 1996: 198-199).
Según nuestro punto de vista la tesis de Dewey habilita a preguntarnos lo siguiente:
¿Qué lugar debe ocupar el científico como práctico? ¿Qué relación mantiene con la opinión
pública y cómo se vincula eso con la concepción de conocimiento de nuestro autor? Y
finalmente ¿qué puede aportar la filosofía en el análisis de la dimensión valorativa de la
práctica efectiva de la ciencia? ¿Es posible proyectar un lenguaje normativo respecto de
qué valores deberían guiar las decisiones en ciencia? ¿Qué concepción de racionalidad
implica esta consideración de los aspectos prácticos y valorativos? En lo que sigue
analizaremos la postura de Dewey elaborada principalmente en La opinión pública y sus
problemas (1927), acercándonos parcialmente a sus posiciones en el campo de la política18.
18 La opinión pública y sus problemas, junto con Democracia y educación (1916), Viejo y nuevo individualismo (1930), Liberalismo y acción social (1935) y Libertad y cultura (1939), presenta las bases del pensamiento político de Dewey, en la medida en que brinda las condiciones para el paso de una Gran Sociedad a una Gran Comunidad. Esos temas exceden los objetivos de la presente tesis; esperamos que sean objeto de una investigación posterior.
62
Posteriormente, ya en el Capítulo 3, evaluaremos estas mismas cuestiones para el caso de la
filosofía del conocimiento contemporánea.
2.4 El valor de la opinión pública en la práctica científica
La publicación de La opinión pública y sus problemas en 1927 puede leerse como
una doble respuesta. En términos generales, Dewey responde a la primera crisis de la
sociedad capitalista norteamericana y a los riesgos que conlleva la expansión de un
desarrollo científico-tecnológico que no contemple las condiciones para la transformación
de una Gran Sociedad en una Gran Comunidad. Ahora bien, esta obra también se concibe
como respuesta a los planteos de Public Opinion, libro publicado por Walter Lippmann
cinco años antes, respecto de la posibilidad de una opinión pública informada, competente
y activa. Las referencias explícitas e implícitas a la obra de Lippmann junto con la reseña
de Public Opinion que publica Dewey en “The New Republic” hacia 1922 son algunas de
las fuentes del denominado “Debate Lippmann-Dewey”. Por cuestiones de espacio
dejaremos de lado este debate, harto interesante para pensar la incidencia del experto en la
práctica política, y nos contentaremos con recuperar las tesis fundamentales de Dewey
respecto del valor de la opinión pública en el marco de la actividad científica, según
aparece en La opinión pública y sus problemas.
Dentro de la variedad de temas que surgen en la argumentación de Dewey en ese
texto, particularmente nos interesan dos puntos:
(i) la distinción entre público y privado tiene relación con el alcance de las
consecuencias de ciertos actos: cuando las consecuencias se limitan a las personas
63
que están directamente involucradas en el acto entonces la transacción es privada; si
se reconocen consecuencias indirectas que se extienden más allá de los individuos
involucrados entonces la acción toma un carácter público. Hemos de destacar en
este argumento de Dewey que la línea entre privado y público se traza de acuerdo a
la amplitud y alcance de aquellos actos cuyas consecuencias deben ser reguladas,
sea para limitarlas o sea para fomentarlas, como resultado de una deliberación.
(ii) Dewey entiende que el público son todas las personas que se ven afectadas por
consecuencias indirectas de ciertas transacciones, motivo por el que se ven
involucrados en un interés común. El carácter “amplio y permanente” de esas
consecuencias lleva a que las personas afectadas se ocupen sistemáticamente del
control y regulación de esas acciones.
Nuestro autor explica que el desarrollo tecnológico acelerado que permite una
comunicación extendida y rápida más allá de las relaciones “cara a cara” no ha sido
acompañado por una reconsideración de las instituciones, creencias e ideales tanto
intelectuales como morales. En otras palabras, no hay una relación análoga entre los medios
físicos de comunicación y las aspiraciones y prácticas congruentes; de allí que “las formas
políticas y legales se han ajustado a la transformación social de forma vacilante y poco
sistemática, y con un gran retraso”, por lo que se encuentran desbordadas, incapaces de
manejar la situación (Dewey, 2004: 118).
Por otro lado, la “era mecánica” ha extendido y multiplicado de manera exponencial
el alcance de las consecuencias indirectas de las acciones que el público ya no puede
reconocer y, por lo tanto, tampoco puede conformarse a sí mismo como tal. En
64
consecuencia, Dewey observa que el público no logra encontrarse, está desorientado e
incluso eclipsado. La incapacidad colectiva de identificarse con los problemas concretos y
sus consecuencias da lugar a una situación de apatía política generalizada, evidenciada en
los bajos niveles de participación en las elecciones, en la indiferencia para elegir a los
funcionarios, en la puesta entre paréntesis de sus ideas políticas (que apenas retoman el
momento de votar) y en la creciente tecnificación de los asuntos gubernamentales, a punto
tal que quedan en manos de expertos alejados del ciudadano promedio.
El resultado de estas condiciones es la diferenciación de muchos públicos parciales,
visto que el número de acciones con consecuencias indirectas importantes es
desproporcionado y cada una de ellas genera un grupo de personas especialmente afectadas,
frente a la imposibilidad de cohesionar a esos diversos públicos en un todo unificado, con
una base más comunitaria que particular. El resultado final es una mediocridad en términos
políticos y a una incapacidad institucional para integrar los públicos divididos, inarticulados
y amorfos. Para resumir este punto, y en palabras del propio Dewey, “[l]a apatía política,
que es un producto natural de las discrepancias entre las prácticas reales y los mecanismos
tradicionales, surge de la incapacidad del individuo para identificarse con problemas
definidos.” (2004, 129)19.
Respeto de la práctica científica, Dewey observa que por un lado existe una clase
económica fuerte que se erige como dominante y por otro lado existe una clase intelectual
19 Si a estos argumentos de Dewey los ponemos en contexto de su teoría de la experiencia, podemos concluirentonces que la situación del “público eclipsado” da cuenta de una experiencia que nunca puede ser genuinamente tal, sino que se encuentra truncada. Más aún, este cuadro se completa si añadimos el diagnóstico de Dewey respecto del “individuo perdido” en Viejo y nuevo individualismo (1928); en efecto, se remarca el carácter contradictorio en el que vive el individuo y en el que se desarrolla su vida social, cada vez más permeable a interferencias que fragmentan la continuidad de su experiencia y que por lo tanto le impiden que se constituya como una experiencia (hemos realizado un trabajo sobre estos temas, presentado en las IX Jornadas de Investigación en Filosofía, FaHCE, UNLP, 2013. Recomendamos al respecto el artículo de Moran, J. (2009), “John Dewey, individualismo y democracia”).
65
que se arroga una supuesta inteligencia como atributo personal. Visto que las condiciones
que permiten a esa clase dominante mantener su poder económico dependen en gran parte
de invenciones tecnológicas y que estas últimas escapan de sus manos, el control de esa
oligarquía quedaría en el cuerpo de expertos y no en manos del público en general. Ahora
bien, esa idea del cuerpo de expertos (que Dewey entiende como una actualización de la
consigna platónica del rey filósofo y que coincide con la idea que sostiene Lippmann)
resultaría impracticable porque el público, pese a todas las limitaciones intelectuales y a la
incapacidad política que se le atribuyen, no aceptaría una sumisión pasiva a la intervención
directa del cuerpo de expertos. De esta manera, y atentos a que para Dewey lo que sí es
factible es el ocultamiento del dominio político de una clase económica poderosa, la clase
intelectual tiene dos alternativas: o bien se alía con la clase dominante y se convierte en
instrumentos de esta última, o bien se aproxima al público general, lo cual implica que este
último participe en las decisiones que se tomen.
El factor de la especialización del trabajo del experto es para Dewey clave porque si
bien garantiza una mayor pericia y precisión de cualquier investigación que se lleve
adelante, al mismo tiempo agranda la brecha entre sendas investigaciones y las necesidades
que debería atender (tal es la nota característica de la ciencia pura, ajena a los intereses
colectivos). En consecuencia, alejarse de los intereses públicos y desconocer el modo de
regulación política propio del gobierno popular le permite a Dewey afirmar que “[l]a clase
de expertos se encuentra tan inevitablemente alejada de los intereses comunes que se
convierte en una clase con unos intereses privados y un conocimiento privado que en
cuestiones sociales no es conocimiento en modo alguno” (2004: 168). Según logramos
interpretar, el gobierno de expertos es una alternativa que obtura el surgimiento y
66
crecimiento de cualquier idea proveniente de otro campo porque no permite instancias de
debate, consulta y persuasión y evita que se conviertan en ideas de dominio público, a los
fines de mantener el monopolio de la posesión del conocimiento y de la toma de decisiones;
a la vez, limita la posibilidad de que el interés público juegue algún papel a la hora de
juzgar la importancia de las investigaciones de ese cuerpo de expertos. Por el contrario, el
propósito de Dewey es agrandar las bases y fines sociales de la investigación científica: un
requisito para que la investigación especializada se convierta en conocimiento social reside
en sus condiciones de comunicación. La condición de la aplicación de una investigación se
vincula con la absorción y distribución de la ciencia, la comprensión común y con una
comunicación libre y sistemática que garantice la divulgación de las conclusiones
científicas: “Como ‘aplicación’ significa una conexión marcada con la experiencia y el
bienestar humanos […] la ciencia se convierte en conocimiento en su sentido honorable y
categórico sólo en la aplicación.” (Dewey, 2004: 151).
De manera esquemática, si para Dewey (i) los asuntos públicos tienen que ver con
las consecuencias indirectas de una transacción y (ii) las investigaciones científicas y los
avances tecnológicos generan consecuencias indirectas y a largo plazo, entonces (iii) las
investigaciones científicas y los avances tecnológicos son asuntos públicos. Por otro lado, si
(i) el público son todos aquellos que se ven afectados por las consecuencias indirectas de
las transacciones y (ii) la forma de garantizar el conocimiento de esas consecuencias
indirectas es la plena publicidad y la comunicación libre y sistemática de todos los asuntos
referentes al público, entonces (iii) la comunicación no sólo es condición para el
conocimiento sino también para la constitución de un público, que se organiza
políticamente para regular las consecuencias indirectas de las diversas acciones.
67
Una de las alternativas que propone Dewey para lograr esa comunicación libre y
sistemática es traducir el lenguaje técnico a un léxico que sea generalmente comprendido, a
signos que denoten las consecuencias mediatas e inmediatas de la investigación. Ello se
debe a que la manera de obtener o verificar un conocimiento de los fenómenos sociales
depende de una divulgación y circulación de la información eficiente, hasta que el hecho de
la vida en comunidad llegue a ser de dominio público. En este momento podemos decir con
Dewey que “[l]a comunicación de los resultados de la investigación social es lo mismo que
la formación de la opinión pública […] Porque la opinión pública es el juicio que se forman
y mantienen quienes componen el público, y se refiere a los asuntos públicos” (2004: 153).
A diferencia de la opinión dirigida por intereses particulares, que se caracteriza
principalmente por su discontinuidad, su intermitencia y su corrección respecto de la
inmediatez mas no del curso de los acontecimientos, una genuina opinión pública es aquella
que surge de una investigación interconectada y reiterada, de un método efectivo y
organizado, capaz de proporcionar el material necesario para una opinión duradera respecto
de los asuntos e intereses públicos. En este sentido, desde la defensa de una ciencia con
medios y resultados difundidos ampliamente, supone un público informado que mantiene
su atención sobre la investigación social y que se constituye junto a las condiciones de
comunicación en un modo dialéctico: es fundamental que la práctica científica se constituya
como conocimiento social aplicado, bajo la supervisión de una opinión pública
adecuadamente informada.
Por otro lado, a partir de una analogía que propone del Castillo entre ciencia y
democracia, entendemos que es posible extender el carácter activo de la opinión pública
desde su posicionamiento ante la investigación científica hacia su lugar en la esfera política.
68
Según nuestra lectura, si una de las características de un público políticamente activo es la
total percepción de las consecuencias indirectas de sus actos y la organización para
promover ciertas acciones provechosas y evitar otras perjudiciales (lo cual deriva en la
creación de un interés común), Dewey piensa en la recuperación de la vida comunitaria a
pequeña escala, como puede ser la comunidad vecinal, porque en un ámbito más bien
pequeño es más fácil que se generen una verdadera percepción y comprensión de los
demás, una experiencia genuinamente compartida.
En conclusión, al igual que la investigación aplicada y la libre comunicación, la
posibilidad de establecer relaciones cara a cara es también una condición para que el
público se halle a sí mismo y para que la opinión pública se vuelva auténtica. Todos los
integrantes de un público debidamente organizado deben participar en un diálogo constante
y la existencia de una comunidad en acción, deliberativa y consensual será la garantía
última de racionalidad en las actividades sociales y políticas, y por supuesto también en las
científicas.
A modo de recapitulación diremos entonces que la concepción deweyana de la
investigación presta especial atención a aquellos elementos que hacen de ella una práctica,
esto es, una forma de la acción. En efecto, para nuestro autor el fin de la investigación no es
la remoción de la duda en la mente del investigador, sino la transformación de una situación
inicialmente indeterminada que se definió como problemática. Para que tal transformación
sea posible es preciso que el investigador genere ciertos cambios en el material existencial,
dirigidos por las ideas en tanto hipótesis de trabajo. De esta manera, una explicación
científica no se limita al carácter enunciativo o descriptivo del lenguaje sino que se apoya
en la fuerza operativa de este último como instrumento para la transformación de la
69
situación. Allí radica la importancia de los juicios prácticos, es decir, de aquellos juicios
acerca de lo que hay que hacer luego del proceso de deliberación.
En este orden, la intención del Capítulo es enfatizar que el proceso del juzgar
práctico involucra necesariamente aspectos valorativos para concluir finalmente que la
investigación misma, en tanto elaboración de juicios y toma de decisiones, supone
valoración. Luego, pensar a la investigación en general y a la ciencia en especial como una
forma de acción que modifica el material existencial de manera controlada y dirigida que
involucra factores valorativos habilita una reflexión que apunte a analizar en qué medida
las deliberaciones y decisiones de los científicos no exceden la pertinencia de la comunidad
científica misma. Es sabido que este tipo de consideraciones ha llevado a pensar qué lugar
debe ocupar la participación de la opinión pública en la toma de decisiones, al menos en
algunos casos, sobre cuestiones relativas a la investigación científica, y es sabido también
que Dewey ofrece un análisis riguroso al respecto, especialmente en La opinión pública y
sus problemas. Hemos introducido este tema en el apartado precedente aunque sin dudas su
complejidad excede el tratamiento que aquí podemos ofrecer. En el próximo Capítulo, y
partiendo desde el marco conceptual deweyano, abordaremos la lectura de Javier
Echeverría respecto de la relación entre ciencia y valores, que nos conducirá a una reflexión
ulterior acerca del modelo de racionalidad axiológica que discute no sólo los medios sino
los fines de la actividad científica, todo ello en base a valores.
70
CAPÍTULO 3
CIENCIA, VALORES Y RACIONALIDAD AXIOLÓGICA EN LA PROPUESTA DE
JAVIER ECHEVERRÍA
Según se indicó en la Introducción, el análisis filosófico actual del conocimiento en
general y de la ciencia en particular ha dejado de concentrarse en el producto, vale decir, en
las teorías, y ha ampliado su perspectiva hacia la práctica o actividad científica. Estas
nuevas posiciones respecto de la producción de conocimiento incorporan el aspecto
valorativo y lo estiman tan importante como los componentes metodológicos o
epistemológicos, en franca oposición a las visiones tradicionales de la filosofía de la
ciencia. Las tesis de Javier Echeverría se inscriben en dicha corriente renovadora de los
estudios filosóficos sobre la ciencia (y también la tecnología) y conducen a la postulación
de una racionalidad axiológica, según nos indica tanto en Filosofía de la ciencia (1995)
como en Ciencia y valores (2002). Proponemos en este Capítulo intercalar el análisis de
ambos textos, a los cuales sumaremos un artículo del mismo Echeverría, a los fines de
presentar sus argumentos de la manera más completa posible (aunque eso conlleve no
respetar el orden cronológico de su elaboración) para finalmente delinear su noción de
racionalidad axiológica evolutiva, situada y limitada.
En primer término es interesante destacar que Echeverría tiene una concepción de la
ciencia muy similar a la de Dewey para el caso de la investigación: “[…] en esta obra se
parte de la afirmación de que la ciencia es una actividad transformadora del mundo, que por
tanto no se limita a la indagación de cómo es el mundo, sino que trata de modificarlo en
71
función de valores y fines […]” (Echeverría, 1995: 68). En el mismo sentido, más adelante
leemos que
[…] la razón humana, y en concreto la razón científica, es una
potencia activa que tiende a transformar lo dado para hacerlo mejor.
Los científicos nunca son inactivos frente a la naturaleza o al mundo,
al menos si nos referimos a la ciencia actual. […] Frente a la
separación estricta que postuló Hume entre lo que él llamaba filosofía
especulativa y filosofía práctica, y por consiguiente entre
conocimiento científico y moral, conviene insistir en que incluso la
investigación en las ramas más puras de la ciencia tiende siempre a
transformar algo que venía dado previamente.” (Echeverría, 1995:
70-71).
Puede observarse cómo las citas anteriores condensan en pocas líneas tres temas que
se irán desarrollando a lo largo de los textos, a saber: (i) un concepto de racionalidad que ya
no contempla verdades sino que modifica el mundo que le es dado en base a fines y
valores; (ii) una presentación de la ciencia y del científico como fundamentalmente activos
y prácticos; y por último, (iii) una propuesta de religar el ámbito teórico y especulativo con
el práctico, en virtud de considerar a la razón como una potencia transformadora. Es así que
la filosofía de la ciencia debe alejarse del prurito cientificista común al positivismo lógico y
a la sociología de la ciencia, visto que ni la base empírica ni la base sociológica alcanzan
para explicar la actividad científica en toda su complejidad, y considerar atentamente que
esta última adquiere su auténtico sentido no en sus orígenes sino en sus fines. En
consecuencia, y como se irá analizando a lo largo del Capítulo, ampliar la concepción de la
ciencia en términos de actividad o práctica implica que la reflexión filosófica sobre el
conocimiento, la ciencia y la racionalidad no se limite a una actividad metateórica que
72
analiza lógica y metodológicamente las teorías científicas; desde ahora “[…] la filosofía de
la ciencia ha dejado de ser únicamente una filosofía pura (o filosofía del conocimiento
científico) para pasar a ser, además, una filosofía práctica, en el sentido de una filosofía de
la actividad científica.” (Echeverría, 1995: 41. En cursivas en el original).
3.1 La historia de la filosofía de la ciencia y los primeros pasos hacia una axiología
En el tercer capítulo de Filosofía de la ciencia Echeverría señala un lugar común
que identifica a los valores epistémicos como los únicos que pueden regir en ciencia (entre
ellos verdad, consistencia o capacidad predictiva) y que, como contrapartida, rechaza
cualesquiera de los valores asociados a la práctica científica, vale decir, los valores
comúnmente denominados extra-epistémicos. A juicio del filósofo español el origen de esta
postura dicotómica radica en la filosofía empirista de John Locke y de David Hume: el
primero es responsable de distinguir al interior de la filosofía entre Filosofía Natural,
Filosofía Práctica y Semiótica, ámbitos de conocimiento completamente separados y
diferenciados entre sí en razón de sus finalidades. Por su parte, y en tanto ideólogo de la
distinción entre juicios de hecho y juicios de valor, Hume es quien marca la irreductibilidad
entre el ser y el deber ser, dando pie a la posterior formulación de la falacia naturalista
realizada por George Edward Moore en Principia Ethica (1903). Esta línea abierta por
Locke y Hume, que también es reforzada por Kant y los neo-kantianos, tiene un punto alto
en la obra de Max Weber, para quien los juicios de valor deben estar ausentes en las obras
que se precien de ser auténticamente científicas, las cuales, a su vez, se guían únicamente
por el valor epistémico de la verdad (Cf. Echeverría, 71-73). Así se termina por consolidar
73
tanto la identificación de la racionalidad científica con la racionalidad pura como la
separación entre ciencia y axiología, el consiguiente precepto de la neutralidad valorativa
de la ciencia y un fuerte monismo axiológico.
Según Echeverría, la concepción filosófica que mejor da cuenta de esta herencia es
el empirismo lógico del Círculo de Viena y sus continuadores, hasta aproximadamente la
década de 1960. Dejando momentáneamente de lado las críticas al empirismo lógico, que
se despliegan a lo largo de Filosofía de la ciencia, Echeverría marca como un hito
importante al sociólogo de la ciencia Robert Merton porque si bien restringe su campo de
estudio a las instituciones científicas, se encarga de analizar la estructura normativa de la
ciencia. Así, Merton define el ethos de la ciencia como un complejo de valores y normas
anclados en las instituciones, complejo que irá moldeando su conciencia científica. Esta
interpretación de Merton, a pesar de restringir el objetivo de la ciencia a la extensión del
conocimiento verificado (de modo que termina respondiendo a la tendencia reduccionista
del monismo axiológico), ubica a los objetivos, valores y normas como una parte
importante de la ciencia y le permite a Echeverría sentar un primer precedente en la
conformación de una interpretación de la ciencia que discute la neutralidad axiológica y la
distinción entre juicios de hecho y juicios de valor, al tiempo que admite que los
enunciados que formulan los científicos están cargados de valores, como mínimo
epistémicos e institucionales (Cf. Echeverría, 1995: 75-79 y 2002: 58-60).
El siguiente autor que evalúa Echeverría es Karl Popper, figura que al menos en
principio parece bastante alejada del planteo que aquí nos ocupa; en efecto, Echeverría
reconoce que Popper instaura al valor de la verdad como el predominante y concentra gran
parte de su filosofía en la discusión metodológica de la ciencia, en base a su modelo
74
hipotético-deductivo. No obstante, es plausible una lectura que identifica algunos valores
subyacentes en la postura del austríaco relativos a su teoría de la ingeniería social
fragmentaria, al carácter público que debe tener todo tipo de ciencia, al lugar que cobran las
instituciones sociales y a la idea de que la ciencia también tiene como objetivo ayudar a
reducir el sufrimiento, elementos que en definitiva se apoyan en un fuerte imperativo
moral. Dichos valores le permiten a Echeverría concluir que las concepciones popperianas
están “cargadas de axiología” y que si bien Popper sostiene a la verdad como valor central,
muchos de sus planteos “[…] poco tienen que ver con la Metodología ni con la
Epistemología, sino que siguieren una auténtica Axiología General de la Ciencia, o cuando
menos unos primeros pasos tentativos en esa dirección.” (Echeverría, 1995: 82-83) 20.
El mencionado proceso hacia una axiología de la ciencia se fortalece con las tesis de
Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas (1962), obra que constituye
un punto de inflexión en los estudios sobre la ciencia en el Siglo XX. Echeverría rescata la
idea kuhniana acerca de cómo el proceso de evaluación de teorías científicas rivales es
mucho más complejo de lo supuesto por la filosofía empirista de la ciencia y cómo la
valoración se hace en razón de una pluralidad de criterios que no trabajan como reglas de
decisión sino que pueden ser combinados de manera diferente según cada científico o grupo
de investigación, por lo cual aparecen como valores. En consecuencia, Kuhn rechaza la
concepción logicista o algorítmica de la racionalidad en ciencia, es decir, la concepción que
aplica una fórmula o algoritmo para demarcar si una teoría es científica o no: “[e]n
cualquier caso, no cabe duda de que la racionalidad científica, según Kuhn, ha de basarse
20 Echeverría no profundiza su análisis sobre la teoría popperiana de la ingeniería social fragmentaria, solamente nos remite a las obras de Popper (y a eso mismo nos limitaremos aquí): La sociedad abierta y sus enemigos, cap. 9 y 23, y La miseria del historicismo, cap. 20, 21, 24 y 32. Respecto del carácter público, una experiencia es pública en el sentido de poder ser repetida por todo aquel que se tome el trabajo de hacerlo, lo cual constituye según Popper la objetividad científica, en términos de intersubjetividad.
75
en una axiología de la ciencia, y no sólo en una metodología ni en una epistemología”
(Echeverría, 1995: 90). Por otra parte, esta propuesta de Kuhn no es monista, no es
reduccionista ni es fundacionista, sino que más bien se apoya en múltiples valores que irán
cambiando a lo largo de la historia, de manera que la axiología a la que apunta Kuhn es
plural y no permite hablar de una tabla permanente de valores científicos.
Finalmente Echeverría considera algunas de las posturas más relevantes en filosofía
de la ciencia de la década de 1980, entre ellas la de Larry Laudan, Alan Chalmers, Ernan
McMullin y Nicholas Rescher. Concentraremos la reconstrucción en los últimos dos
autores, pues a nuestro criterio son los que más elementos aportan a la posterior
argumentación respecto del rol que juegan los valores en la actividad científica. De acuerdo
con Echeverría, las tesis de McMullin en Construction and Constraint (1988) tienen la
virtud de distinguir entre metas, métodos y valores de la actividad científica y, frente a la
posición de la corriente positivista, sostienen que los juicios de valor constituyen una parte
importante en la metodología de la ciencia. Asimismo, McMullin es de los primeros
filósofos de la ciencia que estudia explícitamente la inserción del aspecto valorativo, a la
luz de su preocupación central acerca del cambio de metas u objetivos generales de la
ciencia (en este sentido D. R. Resnik entiende que la postura de McMullin es una
concepción teleológica en metodología de la ciencia). Más allá de la explicación que brinda
McMullin sobre el paso de la ciencia griega a la moderna y de esta última a la
contemporánea, lo que recupera Echeverría es la idea de entender a la historia de la cultura
científica como una historia de las mentalidades metodológicas y, si bien McMullin
finalmente identifica los grandes valores con los objetivos de la ciencia sin avanzar en un
microanálisis de los valores que inciden en la práctica científica, su contribución radica en
76
dar lugar a una filosofía de la cultura científica que no se limita al estudio de las teorías y
que reserva un papel importante a la axiología de la ciencia.
Respecto de Rescher, su aporte para la conformación de una racionalidad axiológica
de la ciencia es aún mayor: Echeverría toma de Rescher la idea de que tener un valor es
tener una actitud favorable hacia algo cuya realización sería favorable, lo cual implica
beneficios y obligaciones morales y una apertura a la deliberación racional y a la crítica
pública21. En este sentido, el español reconoce cuatro puntos por los cuales la concepción
de Rescher merece atención: (i) afirma la existencia de valores objetivos y no meramente
subjetivos, hecho que permite una evaluación racional; (ii) reconoce que los valores entran
en juego de manera decisiva para la empresa científica; (iii) considera una irreductible
pluralidad de alores, sea para la actividad de la ciencia como para las acciones humanas en
general; y por último (iv) indica que la racionalidad humana depende de un proceso de
optimización que siempre involucra valores.
El ítem (iv) introduce una concepción de la racionalidad que Rescher mismo define
como “búsqueda inteligente de fines apropiados” (citado por Echeverría, 1995: 109) y que,
puede observarse, es muy similar a las posturas de Dewey analizadas con anterioridad.
Semejante punto de vista contiene una fuerte crítica al utilitarismo epistémico y a la
racionalidad instrumental, considerada esta última como disposición de los medios para la
obtención y maximización de un fin que no se somete a discusión; por el contrario, Rescher
-y posteriormente el mismo Echeverría, como veremos al analizar su artículo “Dos dogmas
del racionalismo (y una propuesta alternativa)”- entiende que la racionalidad se juega en la
optimización multidimensional de los numerosos valores que intervienen en las decisiones,
21 Echeverría se apoya en la obra de Rescher titulada A system of pragmatic idealism. Vol. II: The validity of values, publicada en 1993 por Pittsburgh University Press.
77
valores que en muchos casos no tienen una medida común entre sí y no pueden ser
subordinados unos a los otros. Por su parte, Echeverría indica que el aporte principal de
Rescher pasa por dejar atrás aquellas concepciones que parten de una finalidad determinada
para la ciencia y que luego o bien analizan cuáles valores son coherentes con esa finalidad y
cuáles no (estrategia demarcacionista) o bien intentar inferir reglas metodológicas a partir
de dicha finalidad (estrategia teleológica). En esa línea, la nueva dirección de los estudios
filosóficos de la ciencia deben reconocer como punto de partida la pluralidad de valores
(epistémicos y extra-epistémicos), que irán cambiando a la luz del contexto en que se lleve
adelante la práctica científica, y deben también considerar que los fines u objetivos de la
ciencia son definidos por el intento de optimizar esa multiplicidad axiológica en cada uno
de sus contextos.
3.2 Concepción de valor y fundamentos filosóficos de la axiología
Como puede observarse, esta interpretación de algunos filósofos centrales en la
historia contemporánea de la filosofía de la ciencia apunta hacia una axiología, pero
ninguno de ellos tematiza explícitamente el problema de la valoración en la práctica
científica. A diferencia de esos autores, Echeverría aborda la valoración como tema central
de su reflexión bajo la condición inicial de que a su juicio ninguna definición es inocua y de
que, por supuesto, esa apreciación general le cabe al concepto de “valor”. Es así que el
Capítulo 1 de Ciencia y valores reserva sus páginas iniciales para argumentar que en el caso
de los valores no hay una primacía de la ontología en tanto ciencia primera y que no se
pueden aplicar los modelos aristotélicos de definición (género y especie) ni de predicación
78
(S es P) sino que, antes bien, hay una primacía axiológica y los valores se definen en
términos de funciones. Bajo esta premisa, Echeverría retoma una idea del filósofo
decimonónico Rudolf Lotze y afirma que “los valores no son, valen”, en tanto y en cuanto
el verbo “valer” no es reductible al ámbito del ser (Cf. Echeverría, 2002: 29-37).
Frente al esquema aristotélico, Echeverría se inspira en los estudios de Gottlob
Frege para caracterizar a los valores como “funciones aplicables a diversos argumentos”22.
Una de las ideas principales que recupera el español de Frege indica que los términos o
palabras no tienen significado de manera aislada sino siempre dentro de un marco
proposicional y en combinación con otros términos. Aplicando esta interpretación al campo
de la axiología, Echeverría considera que un término axiológico no tiene significado en sí
porque un valor sólo adquiere significado cuando está inserto en un sistema de valores y se
aplica a una determinada cosa para generar una expresión valorativa. En este sentido, la
estructura teórica de Frege le permite alejarse del esquema aristotélico y dejar de considerar
a los valores como un predicado que se atribuye a un sujeto para entenderlos como aquello
que surge de aplicar las funciones axiológicas a diversos tipos de argumentos. En
consecuencia, una expresión valorativa (o, en el caso de expresiones lingüísticas, un
enunciado valorativo) cobra la forma V(x), donde x es el argumento y V la función, siempre
aplicada por algún agente individual o colectivo. Echeverría dedica varios pasajes para
presentar los conceptos fregeanos de objeto y función, sobre los cuales no nos detendremos
mucho aquí, aunque sí vale mencionar dos ítems centrales, atentos a que sobre esta matriz
el catedrático español construirá su axiología formal de la ciencia para analizar los procesos
de evaluación de la actividad científica. En palabras del mismo autor:
22 Las referencias puntuales de Echeverría son al artículo de Frege titulado “Sobre concepto y función” (1891).
79
(i) “[l]os valores adquieren expresión, y en su caso sentido, cuando las funciones
axiológicas y los objetos a valorar se imbrican mutuamente […]”, dando lugar a las
ya mencionadas expresiones axiológicas (Echeverría: 2002: 50), y
(ii) “[l]o importante es que la aplicación de un valor a un determinado argumento
(acción científica, resultado científico, instrumento, persona, institución, etc.) tenga
sentido, lo cual es una cuestión ante todo pragmática”, afirmando que hay valores
pertinentes para unos argumentos y no para otros y, en definitiva, dando cuenta del
carácter empírico de la axiología, toda vez que ésta parte de los procesos efectivos
de evaluación (Echeverría, 2002: 52).
El análisis de los fundamentos filosóficos de la racionalidad valorativa conduce a
Echeverría a la discusión respecto de la subjetividad u objetividad de los valores,
introduciendo así un tema central para los intereses del presente Capítulo. De modo similar
a lo realizado en Filosofía de la ciencia, Echeverría elabora una breve reconstrucción
histórica para diferenciar en términos generales a filósofos subjetivistas y objetivistas: por
un lado, incluye entre los primeros a Bertrand Russell, Alfred Ayer y Willard van Orman
Quine, cuyas posiciones se remontan a Charles Stevenson y anteriormente a Hume y
Locke. Por el lado de los objetivistas, Echeverría vuelve a subrayar la figura del sociólogo
Robert Merton y añade referencias a Mario Bunge, Thomas Kuhn y Hilary Putnam.
Respecto de Bunge, Echeverría rescata que tiene una posición más matizada frente a
la dicotomía hecho-valor en ciencia, de manera que en su conjunto la ciencia no es
éticamente neutral. Asimismo, Bunge considera que los valores son una relación entre
sujetos que evalúan y objetos evaluados, tesis que a criterio de Echeverría allanan el
camino para superar el debate entre subjetivistas y objetivistas, en la medida en que si la
80
atribución de valor a un objeto siempre la hace un agente, entonces la acción de valorar
tiene ambas facetas, objetiva y subjetiva, al tiempo que puede criticar el subjetivismo
axiológico a partir de la vinculación de los valores con las acciones humanas (Cf.
Echeverría, 2002: 64). Para el caso de Kuhn, y en sintonía con lo planteado años antes en
Filosofía de la ciencia, Echeverría rescata que la posición kuhniana cambia notoriamente el
enfoque de la filosofía de la ciencia pues deja de preguntar cuándo una teoría es verdadera
o falsa y se concentra en definir cuándo una teoría es buena o mala. Por otra parte, las tesis
de Kuhn acerca de que los criterios de cientificidad se ponderan de manera diferenciada
según el contexto y las disciplinas, motivo por el cual se consideran como valores y no
como reglas, dando lugar a una axiología de la ciencia dinámica.
Además de estas referencias a Bunge y Kuhn, Echeverría también indica que su
propuesta toma algunos aspectos de la filosofía de Putnam, especialmente en relación a la
dupla hecho-valor según se plantea en Razón, verdad e historia (1981). De acuerdo con la
reconstrucción de Echeverría, Putnam no sólo niega la dicotomía entre hechos y valores
sino que afirma taxativamente que no hay hechos científicos (y ni siquiera mundo) sin
valores, es decir que estos últimos son condiciones necesarias de aquéllos y que la
axiología de la ciencia se convierte en una tarea previa a la filosofía de la ciencia
propiamente dicha. En este sentido Putnam ofrece una perspectiva frente a las posiciones
subjetivistas, en la medida en que afirma la objetividad de los valores epistémicos e incluso
de algunos valores éticos, de los cuales dependen los procedimientos de investigación para
decidir si algo es o no es un hecho.
Hemos de subrayar aquí que Putnam reconoce a Dewey como un precursor del
“entrecruzamiento” entre hechos y valores y que el mismo Echeverría hace eco de ese
81
reconocimiento, citando textualmente a Dewey como antecedente filosófico de la posición
de Putnam: “No hay ninguna investigación que no suponga juicios prácticos. El
investigador tiene que ponderar constantemente la información recogida por sus propias
observaciones y por los hallazgos de otros; tiene que sopesar su significación en cuanto a
los problemas que habrá de abordar y a las actividades de observación, experimentación y
cálculo que hará de llevar a cabo.” (Dewey, 1950: 197. Citado por Echeverría, 2002: 69,
nota a pie de página n° 70. También Cf. supra, Capítulo 2). Entendemos que esta cita
reviste mucho interés para los fines de este trabajo pues, junto con los diversos elementos
que se exponen a lo largo del texto, da pie a la interpretación de la racionalidad axiológica
desde la perspectiva deweyana, especialmente en materia de investigación, juicios prácticos
y valoración. Volveremos sobre este punto en las Conclusiones, luego de completar el
análisis sobre la racionalidad axiológica de Echeverría.
En razón de lo expuesto Echeverría afirma que sea acerca de instrumentos, datos,
condiciones o resultados, la tarea de los científicos pasa por valorar alternativas posibles y
tomar decisiones en base a tales valoraciones. Ahora bien, esas decisiones no dependen de
maximizar alguna función de utilidad, en este caso un valor, sino de la satisfacción gradual
de los criterios de valoración. En este punto Echeverría recupera los argumentos de Ronald
Giere, cuyo modelo de agente racional se diferencia del modelo propio de la economía
clásica (vale decir, aquel agente que busca maximizar sus funciones de preferencia) y se
asemeja más a un modelo de agente que funciona con condiciones de racionalidad acotada,
en base a tres características centrales: (i) trabaja con un número limitado de opciones y
estados de mundo, (ii) pocas veces es capaz de calcular la utilidad de cada opción y de
mantener un orden de preferencias coherente, y (iii) es capaz de diferenciar entre opciones
82
satisfactorias y opciones no satisfactorias; luego, los agentes humanos son “satisfacedores”
en el sentido de la racionalidad acotada. Desde la perspectiva de Echeverría, la noción de
“gradualidad de satisfacción o cumplimiento de los valores” y la noción de “satisfacción
mínima” se adecúan bien al comportamiento de los científicos durante los procesos de
evaluación, entendidos éstos como procesos iterados de valoración y no como resoluciones
algorítmicas fundadas en la maximización de utilidad23.
3.3 Reduccionismo heredado y nuevas unidades de análisis para la práctica científica
Si hubiera que sintetizar en una sola palabra al conjunto de las críticas que
Echeverría aplica a la filosofía del Círculo de Viena y a la “concepción heredada”, esa
palabra sería reduccionismo. Por supuesto, ese reduccionismo se juega en varios aspectos:
reducir la ciencia a los contextos de descubrimiento y justificación, reducir la reflexión
filosófica válida al segundo de ellos, reducir el objeto de estudio a las teorías, reducir al
mínimo el impacto de cualquier valor ajeno al ámbito epistémico y finalmente reducir la
racionalidad a su función teórica e instrumental. Una vez presentada la interpretación en
clave axiológica de algunos autores fundamentales en la filosofía de la ciencia, se deben
analizar dos aspectos fundamentales de la postura de Echeverría: (i) la distinción de cuatro
contextos en la ciencia, y como consecuencia, (ii) la consideración de esta última en
términos de acción que puede explicarse a partir de los valores compartidos por los
científicos.
23 Respecto de la noción de satisfacción, Echeverría se basa en los estudios de Tarsky sobre Lógica y Semántica y considera que es una noción axiológica primitiva, lo cual equivale a decir que la relación semántica de satisfacción es lógicamente anterior a la de verdad y que siempre es gradual (Cf. Echeverría, 2002: 81-87).
83
3.3.1 Los cuatro contextos de la ciencia
El primer movimiento de Echeverría pasa por objetar la distinción tradicional entre
contexto de descubrimiento y contexto de justificación presentada por Reichenbach en
Experience and prediction (1938) y presupuesta por Popper, Carnap e incluso el manifiesto
del Círculo de Viena24. En términos muy generales, Reichenbach plantea que el objeto de la
filosofía de la ciencia debe ser la reconstrucción lógica de las teorías desarrolladas, la
justificación empírica de las consecuencias y la elaboración de predicciones, prescindiendo
tanto de los procesos científicos reales como de las distintas maneras en que se produce un
descubrimiento (estas últimas quedan en manos de la psicología, de la historia o de la
sociología, pero nunca de una genuina filosofía de la ciencia).
Sin embargo, durante la segunda mitad del Siglo XX surgen críticas a la posición de
Reichenbach, en varias líneas: por un lado, y fundamentalmente a partir de las tesis de
Kuhn, los filósofos de la ciencia de tendencia historicista optan por añadir nuevos términos
a la distinción. Por otro lado, muchos autores afirman la existencia de componentes lógicos
y heurísticos en los procesos de descubrimiento y estudian la cuestión a la luz del “punto de
vista computacional”. Finalmente, la sociología de la ciencia (con autores como Karin
Knorr-Cetina) avanza de manera decidida frente al reduccionismo epistemológico de la
postura positivista argumentando que la construcción de los hechos, teorías y
descubrimientos “se hacen” en los laboratorios. Ahora bien, Echeverría entiende que así
como el positivismo adolece de un reduccionismo epistemológico, también la sociología de
la ciencia representa de otro tipo de reduccionismo pues limita la evaluación y valoración
24 Echeverría indica que la misma distinción también se le puede atribuir a filósofos precedentes como Husserl o Frege e incluso menciona a Kant, Aristóteles y Euclides, de manera que estamos frente a “[…] uno de los grandes pilares de la reflexión filosófica de la ciencia.” (Echeverría, 1995: 51).
84
de la actividad científica a los parámetros tradicionalmente epistémicos (hechos, teorías,
descubrimientos). Frente a las dos clases de reduccionismo el español propone replantear la
distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación en virtud de
considerar la amplitud y variedad de la actividad científica, de manera que justificación o
descubrimiento resulten uno más entre otros contextos de la ciencia. En razón de lo
anterior, y bajo la consideración de la ciencia como una construcción social altamente
especializada, Echeverría distingue cuatro contextos, sin intención demarcacionista sino
más bien funcional: (i) de educación, enseñanza y difusión, (ii) de innovación, (iii) de
evaluación o valoración, y (iv) de aplicación (Cf. 1995: 58-66).
Respecto del contexto de educación, enseñanza y difusión, Echeverría entiende que
es el primer ámbito en el que la actividad científica tiene vigencia pues para entender un
enunciado científico es menester manejar un sistema de complejos conocimientos teóricos
y prácticos sin los cuales no hay posibilidad de descubrir, justificar o aplicar conocimiento
alguno. La educación incluye para Echeverría dos acciones recíprocas básicas: enseñanza y
aprendizaje tanto de sistemas conceptuales y lingüísticos como de representaciones
mentales adecuadas de conocimientos científicos que prefiguran la adscripción del
científico o profesional a un paradigma o comunidad científica y trabajar en la situación
kuhniana de “ciencia normal”. Sin entrar en el detalle del argumento ni tampoco en las
críticas que actualmente se hacen al sistema de enseñanza de la ciencia, destacamos que
Echeverría incluye a la difusión y divulgación científica como partes del contexto de
educación en tanto generan una imagen social de la investigación y por consiguiente una
imagen social del mundo, de manera tal que serán finalmente consideradas como un valor
para la práctica científica, similar a como hace Dewey en La opinión pública y sus
85
problemas. En palabras de Echeverría, “[l]a divulgación científica ha solido ser desdeñada
por los filósofos de la ciencia como ámbito de estudio. Sin embargo, es una componente
importante de la actividad científica en general.” (1995: 61).
En el contexto de innovación, que reemplazaría al contexto de descubrimiento,
Echeverría contempla no solo la elaboración teórica de la ciencia clásica sino
fundamentalmente la labor de invención propia de la tecno-ciencia. Aquí prima la
producción de conocimiento, lo cual incluye la construcción de nuevos artefactos técnicos,
empíricos e incluso teóricos cuyo éxito o fracaso depende de su utilidad, de su
funcionalidad, de la facilidad con la que puedan ser utilizadas, de su capacidad para
plantear y resolver problemas.
Estas consideraciones aparecen estrechamente ligadas al contexto de evaluación o
valoración, en tanto reelaboración del contexto de justificación tradicionalmente limitado a
una buena fundamentación metodológica de la ciencia (cualquiera sea el modelo que se
aplique). En efecto, si se amplía el ámbito de descubrimiento a la innovación entonces se
debe ampliar el ámbito de justificación a la evaluación o valoración porque se incorporan
nuevos elementos de evaluación que superan las herramientas lógico-formales de la versión
algorítmica de la racionalidad; en pocas palabras, si los descubrimientos se justifican, las
innovaciones se evalúan y se valoran.
Finalmente, el contexto de aplicación se vincula con la idea de la ciencia como
transformadora del mundo en la medida en que instrumentos, técnicas, métodos y
resultados de la actividad científica sufren modificaciones según estén en uno u otro
contexto. Nuevamente los criterios de aceptación trascienden a la comunidad científica y se
86
remiten a la sociedad en general de manera tal que la política y la gestión científica
devienen cuestiones fundamentales, tanto en el plano público como en el privado. También
aquí Echeverría sostiene una tesis que puede leerse en clave pragmatista, pues Dewey
sostiene que la ciencia se convierte en conocimiento “en sentido honorífico” sólo en la
aplicación, que incluye asimismo la instancia de divulgación y valoración por parte de un
público competente y activo. Sin lugar a dudas, todos los elementos mencionados amplían
la concepción de ciencia y de racionalidad típicamente positivista y, como se evaluará
posteriormente, son centrales para la tesis que sostiene Echeverría sobre la racionalidad
axiológica.
3.3.2 De la teoría a la acción científica
En las consideraciones precedentes se ha supuesto a la ciencia como acción, práctica
o actividad científica, a diferencia del enfoque positivista que se concentra en la teoría o
producto final del conocimiento científico. El mismo Echeverría dedica un artículo a esta
cuestión titulado “Explicación axiológica de las acciones científicas” (2002 b), en donde
sostiene la necesidad de pasar de las teorías científicas a las acciones científicas como
unidad de análisis fundamental y la insuficiencia de las teorías atomistas de la acción o del
modelo nomológico-deductivo de Hempel para dar cuenta de la práctica científica. En
primera instancia Echeverría señala que para cada ciencia hay una serie de acciones propias
e indispensables, de manera que el conocimiento científico incluye un saber proposicional y
un saber hacer, vale decir, el conocimiento científico es teórico y práctico. En segundo
lugar, el autor indica que las acciones científicas presentan tres características principales
87
que juntas hacen a su carácter intersubjetivo: (i) siempre son regladas, esto es, se realizan
bajo un conjunto de reglas previamente establecidas; (ii) pueden ser repetidas por otras
personas, siendo éste, a juicio de Echeverría, el rasgo más definitorio de la actividad
científica; y (iii) se llevan a cabo por cualquier agente, en tanto y en cuanto tenga una
formación básica como científico, y arrojan similares o idénticos resultados (para el caso de
la ciencias exactas).
Estas acciones científicas son anteriores a los hechos y a los resultados de la
investigación y por lo tanto es preciso explicarlas antes de encarar la pregunta por la
metodología particular del conocimiento científico. Por otra parte, revitalizan el problema
de la explicación de las acciones científicas y rápidamente nos llevan a descartar muchas
teorías de la acción, en especial a aquellas que tratan de explicar la acción en base a
creencias, deseos, preferencias o intenciones individuales que no se condicen con el
carácter de las acciones científicas: “[s]i aceptamos que, en el caso de la Ciencia, la acción
es previa a los hechos y a las teorías, el problema filosófico consiste en explicar la
intersubjetividad, comunicabilidad y repetibilidad de las acciones científicas.” (Echeverría,
2002 b: 124).
Remitiéndose nuevamente a Rescher, Echeverría invita a contraponer la
racionalidad instrumental medios-fines (que nunca pone en discusión a estos últimos) a la
racionalidad valorativa, para la cual los fines de las acciones científicas son analizables y
criticables a partir de la satisfacción de determinados valores obtenida mediante la
concreción de los objetivos. En este sentido, la racionalidad axiológica es previa a la
teleológica y por lo tanto una explicación axiológica centrada en los diversos valores y
88
subvalores que evalúan los componentes de las acciones científicas es preferible a una
explicación epistémica y teleológica.
Más allá del aporte de este artículo, el núcleo de esta propuesta de Echeverría se
desarrolla en el Capítulo 2 de Ciencia y valores, titulado justamente “Valores y teoría de la
acción”. Allí el español elabora una teoría de la acción que apunta a una axiología formal
de la ciencia, apoyándose nuevamente en las ideas de Frege. La idea de Echeverría es que a
medida que se avance en la formalización se podrá prescindir tanto del marco categorial
aristotélico como de la categoría de “objeto” del mismo Frege, para finalmente entender a
las acciones científicas como variables a las que aplicamos funciones axiológicas.
Lo primero que se debe señalar de la teoría de la acción científica de Echeverría es
que distingue una pluralidad de componentes, lo cual tendrá una notable incidencia a la
hora de evaluar dichas acciones pues los valores relevantes son muy distintos según el
componente al que hagamos referencia. A los fines de reconstruir la postura del español
basta indicar aquí que identifica doce componentes de una acción, a saber: (i) agente; (ii)
acción (iii) complemento directo; (iv) complemento indirecto, (v) instrumentos o
herramientas; (vi) lugar o contexto, que a su vez se diferencia en (vii) coordenadas
espacio-temporales y (vii´) condiciones iniciales; (viii) intenciones, objetivos o fines; (ix)
reglas, normas y prescripciones; (x) resultados de la acción; (xi) consecuencias; y
finalmente (xii) riesgos de la acción.
Por otra parte, Echeverría también reconoce hasta doce subsistemas de valores
relevantes para evaluar las acciones científicas, junto con los diversos valores particulares
de cada subsistema. Nos encontramos entonces con los valores básicos, epistemológicos,
89
técnicos, económicos, militares, políticos, jurídicos, sociales, ecológicos, religiosos,
morales y estéticos. Estas dos listas de componentes y subsistemas dan cuenta de la
complejidad que considera el autor a la hora de evaluar una acción científica, complejidad
que lo conduce a afirmar que cuando pensamos en ciencia, la ética no tiene la primacía en
el campo de los valores relevantes, aunque por supuesto tiene lugar en la evaluación de las
acciones científicas.
En base a estas consideraciones Echeverría elabora una matriz de evaluación que si
bien no es propiamente un objeto algebraico muchas veces es representable numéricamente
(o cuanto menos formalmente, según el propósito del autor). Esta matriz de evaluación,
sumada a la distinción entre valores nucleares y orbitales de cada subsistema, arroja una
criba axiológica que en su punto inferior establece un umbral de satisfacción por debajo del
cual la acción es inadmisible. De este modo Echeverría introduce su propuesta de
formalización axiométrica para sostener que en cada situación hay una cota superior e
inferior de satisfacción de cada valor y que desde el punto de vista del pluralismo
axiológico la tesis de la racionalidad axiológica es puramente formal, vale decir, es
independiente del contenido de los valores que se consideren y de los agentes que evalúen.
La idea del español pasa por transformar los juicios de valor o preferencia en una ecuación
con la posibilidad de aplicar distintas técnicas matemáticas y estadísticas para procesar los
datos obtenidos, en base al número determinable n en relación a una unidad de medida que
surge de la aplicación hecha por un sujeto A de una función axiológica V a un objeto x:
(VAx=n). El objetivo ulterior es indicar que será racional aquella acción que se mantenga
90
dentro del rango mínimo-máximo de satisfacción del valor considerado, también expresado
con una fórmula: lA,V <VA(x)<LA,V.25
Amén de los sucesivos modelos formales que presenta el autor tanto en Ciencia y
valores como en trabajos posteriores, sobre los cuales volveremos en el Capítulo siguiente,
resulta importante destacar otra cuestión de la racionalidad valorativa: su carácter
meliorista, debido a que no se limita a describir, analizar o reconstruir los procesos de
evaluación sino que tiene la capacidad de intervenir y mejorarlos en la misma sucesión de
la investigación, tal y como sucede tanto con las formas lógicas de la investigación como
con la deliberación de medios y fines en la filosofía de Dewey. En efecto, en estas
consideraciones encontramos uno de los pocos pasajes en los que Echeverría menciona a
Dewey, si bien entre paréntesis y casi “al pasar”:
“[…] no optamos por la noción de preferencia, que tiene
connotaciones subjetivistas, sino por un análisis meliorista (Dewey),
donde la expresión ‘una acción tecnocientífica A (o una de sus
componentes) es mejor que otra acción A´’ puede ser analizada en
base a valores: ser mejor equivale a satisfacer e mayor grado valores
pertinentes para evaluar dichas acciones (o componentes).
(Echeverría, 2002 b: 134)26.
Estas palabras indican entonces que de acuerdo con Echeverría las acciones
científicas pueden ser explicadas, evaluadas y mejoradas en base al grado de satisfacción de
un sistema de valores por parte de sus distintos componentes, valores que no se limitan a
25 Recuperamos estas últimas consideraciones de “Dos dogmas del racionalismo (y una propuesta alternativa)” pues allí Echeverría presenta de manera sintética todo el procedimiento de formalización elaborado en Ciencia y valores.26 Casi las mismas palabras aparecen en Ciencia y valores, aunque allí no menciona a Dewey (lo hace en el Prólogo, cuando presenta el carácter meliorista de la racionalidad valorativa) (Cf. Echeverría, 2002 a: 165 y 20).
91
los clásicamente epistémicos sino que incluyen diversos subsistemas, como se observó con
anterioridad. En este sentido, la racionalidad axiológica de Echeverría, lejos de ser atomista
o de caer en el reduccionismo de la “concepción heredada”, es sistémica y plural, tanto
respecto de los componentes de la acción como de los valores que intervienen para su
evaluación.
3.4 Pluralismo metodológico y axiológico. La valoración en los cuatro contextos
La contrapartida de no entender a la filosofía de la ciencia bajo el prurito
cientificista y el reduccionismo fisicalista propios de la “concepción heredada” implica
también reconocer que existen ciencias muy diversas con un conjunto de saberes teóricos y
prácticos e incluso una metodología propios. De hecho, la historia de la ciencia muestra un
notorio pluralismo metodológico en cada una de las ciencias: Echeverría menciona, entre
otros, el método deductivo e inductivo (Aristóteles), el método de análisis y síntesis
(Galileo, Descartes, Leibniz, Newton), el método experimental (Bacon), el método
axiomático y matemático, los métodos hipotético o nomológico-deductivos (Popper,
Hempel), el método hermenéutico (Gadamer) o más recientemente los métodos
computacionales de implementación técnica del conocimiento científico. Esta lista, que no
logra agotar el espectro de las metodologías científicas, sirve a Echeverría para sostener que
“[l]a filosofía de la ciencia no sólo ha de tomar como punto de partida el pluralismo de las
ciencias, sino también el pluralismo metodológico de cada una de ellas.” (1995: 118).
La posición de Echeverría no se limita a afirmar el pluralismo metodológico de la
ciencia sino que a la hora de analizar las acciones científicas considera que siempre hay
pluralidad de valores y fines involucrados, que se sopesan y se relacionan entre sí antes de
92
cualquier decisión. Aquí Echeverría retoma los argumentos que introduce el filósofo
mexicano León Olivé en El bien, el mal y la razón (2000), según los cuales la ciencia no
tiene ni esencia constitutiva, ni fines prefijados ni reglas establecidas definitivamente, al
tiempo que considera al progreso científico siempre a la luz de los criterios particulares del
contexto en que estemos. Por otro lado, frente a aquellos filósofos que reconocen un único
objetivo o fin de la ciencia (por ejemplo Bunge y la búsqueda de la verdad o van Fraasen y
la adecuación empírica), Echeverría propugna un pluralismo teleológico, que justamente se
deriva del pluralismo axiológico: “De acuerdo con Olivé, afirmamos el pluralismo
axiológico, metodológico y lo que podríamos denominar pluralismo teleológico, es decir: la
tesis de que la actividad científica no tiene un único objetivo o fin, sino varios,
precisamente porque está guiada por varios valores, no por uno principal.” (Echeverría,
2002: 95. Cursivas en el original).
A lo largo del Capítulo 4 de Filosofía de la ciencia Echeverría considera las tesis del
pluralismo metodológico y axiológico a la luz de la distinción de los cuatro contextos de la
práctica científica; en términos generales, su posición sostiene que la valoración de las
nuevas propuestas científicas constituye un proceso iterativo, vale decir, que tiene lugar a lo
largo de todas las fases de la práctica. Por otra parte, el autor entiende que no hay
experimento crucial o criterio definitivo para decidir respecto de la cientificidad de o no de
enunciados o teorías, tanto porque estas últimas ya no son el objeto de estudio como porque
la racionalidad de la ciencia se juega en base a una multiplicidad de valores pertinentes que
deben armonizarse y optimizarse.
En esta línea, Echeverría retoma una expresión de Imre Lakatos y propone
concentrarse en aquellos valores que constituyen el núcleo axiológico de cada contexto de
93
la actividad científica, pues en tanto la reflexión sobre el conocimiento y la ciencia incluye
una axiología, la contribución filosófica pasa por identificar los valores generales de cada
instancia y su interacción con cualquier otro criterio que pueda intervenir. Asimismo, esa
reflexión debe tener siempre presente que no existe una jerarquía estable e intemporal
dentro de la pluralidad de valores reconocida en cada caso y por lo tanto no puede apelar a
una tabla de valores rígida para la evaluación de la actividad científica. Por el contrario, hay
una dinámica de dicha actividad que está dada por su desarrollo histórico, por su aplicación
en la transformación de la realidad y también por las variaciones de los valores que marcan
sus objetivos, variaciones que muchas veces producen tensiones o contradicciones.
Para el caso del contexto de enseñanza, que no se limita a una simple transmisión de
conocimiento e información sino que él mismo es parte de la actividad científica como
transformación del mundo, el núcleo de valores gira en torno a la comunicabilidad y
publicidad de los contenidos científicos, de los cuales se deriva la universalidad y
cosmopolitismo del saber científico. También entran en juego otro tipo de valores cuando
por ejemplo se reforman las condiciones del sistema educativo, pues lo primero que se hace
es discutir y definir qué valores guiarán tales modificaciones para posteriormente definir los
objetivos generales y específicos, y también las estrategias y medidas para cumplirlos. Este
procedimiento, al decir de Echeverría, hace que las acciones científicas en el contexto de
educación sean racionales y puedan garantizar en un contexto social concreto el desarrollo
del núcleo axiológico anteriormente presentado.
El contexto de innovación también tiene un núcleo axiológico en el cual pueden
incluirse algunos valores típicamente epistémicos: generalidad, coherencia, consistencia,
validez, etc. No obstante, Echeverría señala que en materia de innovación intervienen
94
también algunos valores que no se reducen a esos criterios epistémicos sino que más bien
funcionan como pre-requisitos de aplicación general. En primer término Echeverría
identifica el valor de la objetividad entendido en términos popperianos, es decir como
intersubjetividad, y fuertemente asociado a aquella característica de repetibilidad de las
acciones científicas para permitir el intercambio, evaluación y confirmación del
conocimiento entre los distintos científicos. Un segundo valor reconocido es el de utilidad,
sea teórica o práctica, de suma importancia para el ámbito de la innovación (y de mayor
importancia aún para el de aplicación). Finalmente, el español indica una serie de valores
“propiamente pragmáticos” como la honestidad y la competencia técnica de los
investigadores para el uso de conocimientos, datos e instrumentos de la comunidad
científica, que han dado lugar al surgimiento de una ética de la actividad científica.
En estas apreciaciones de Echeverría hay un punto que resulta particularmente
interesante en virtud de una incipiente filosofía política del conocimiento, y se vincula con
la identificación que hace el autor de la libertad de investigación y del control social de la
investigación como dos valores que también inciden en la práctica de la ciencia, que en
principio parecen opuestos pero que pueden optimizarse para dar lugar a resoluciones de
política científica que no sólo se enfoquen en el progreso del conocimiento sino en la
producción de transformaciones sociales. Por supuesto, esa optimización dependerá de las
condiciones concretas del contexto en que nos ubiquemos (al igual que para el caso del
pragmatismo clásico), de modo que desconocer dichas condiciones y las respectivas
microvaloraciones de las axiologías concretas implica sostener una concepción idealizada
de la actividad científica, mucho más acercada a una ideología que a una filosofía (Cf.
Echeverría, 1995: 133).
95
En materia de aplicación Echeverría estima que los criterios axiológicos son aún
más amplios, reconociendo entre ellos nuevamente a la utilidad del conocimiento aplicado,
lo cual incluye los beneficios y daños sociales y económicos tanto a nivel público como
privado. También la eficacia resulta un valor nuclear para evaluar alternativas de
aplicación, especialmente en el campo de la tecnociencia, que contempla tanto la capacidad
para resolver un determinado problema como los aspectos económicos de la aplicación y de
la evaluación de tecnologías. En ese sentido, el español señala que la “economía de la
ciencia” no sólo afecta al contexto de aplicación sino también a la investigación, debido a
que en muchos casos se necesita una costosa infraestructura como condición de posibilidad
de numerosas investigaciones, innovaciones y por supuesto aplicaciones. De hecho, es en el
contexto de aplicación donde el circuito económico se completa y se vuelve más
significativo pues la tecnociencia es una actividad productiva cada vez más importante, a
tal punto que valores económicos como la rentabilidad o el impacto en el mercado de las
aplicaciones científicas y tecnológicas pasan a ser criterios importantes de evaluación,
desplazando muchas veces al valor de la utilidad, tanto privada como pública, y también al
valor de la publicidad del conocimiento (en vistas del patentamiento inmediato de aquellas
innovaciones que podrían resultar rentables).
Finalmente el contexto de evaluación o valoración es para Echeverría el ámbito más
propio de una axiología de la ciencia en la medida en que es la “versión ampliada” del
contexto de justificación positivista y su correspondiente evaluación metodológica de
teorías en base a criterios exclusivamente epistémicos. Como se desprende de toda la
reconstrucción histórica que plantea Echeverría y de sus propios argumentos, si aceptamos
a la ciencia como actividad transformadora del mundo en virtud de fines y valores
96
debidamente elegidos, ya no la podemos entender en términos de teorías ni únicamente bajo
valores epistémicos sino a partir de la mencionada pluralidad axiológica. En conclusión,
“[…] no se busca una filosofía lastrada por el prurito cientificista, sino una que afirme
resueltamente su voluntad transformadora del mundo desde su conocimiento de las diversas
formas de saber que caracterizan a los seres humanos, y entre ellas el científico.”
(Echeverría, 1995: 139). En este sentido, surgen dos líneas de trabajo para una axiología de
la ciencia:
(i) en lo que constituye una vertiente descriptiva, la axiología puede estudiar los
valores que efectivamente inciden en la producción, aplicación y enseñanza del
conocimiento y de la ciencia, sea nivel individual, grupal, institucional o social.
(ii) en una orientación normativa, la axiología puede evaluar y proponer cuáles
deberían ser esos valores partícipes de la actividad científica. Si bien el aspecto
normativo no se aplica al contenido de la ciencia, Echeverría entiende que se pueden
promover nuevos valores tanto epistémicos como prácticos que puedan funcionar
cual innovación axiológica para los propios científicos.
La orientación normativa permitiría dejar de entender a la filosofía del conocimiento
y de la ciencia como una actividad metacientífica para devenir una labor reflexiva de
primer orden, en la medida en que los filósofos que trabajen sobre estos temas puedan
realizar estudios empíricos sobre los valores vigentes para luego analizarlos, recomponerlos
y estipular alternativas que mejoren el contexto del que se trate. La contribución más
importante de la axiología de la ciencia será entonces vincular los valores de la actividad
científica en su conjunto con los valores que rigen la actividad económica, política o social.
97
En este Capítulo procuramos analizar la propuesta de Echeverría en torno a una
axiología de la práctica científica: según observamos, la posición del español conlleva por
un lado una fuerte crítica a la “Concepción heredada” de la filosofía de la ciencia y por otro
lado, como elemento constitutivo, el reconocimiento de la incidencia de los valores en
todas las instancias de la actividad científica, entendidos aquellos como funciones de corte
fregeano. Asimismo, Echeverría propone ampliar la unidad de análisis para la reflexión
sobre el conocimiento y la ciencia, esto es, pasar de las teorías a las acciones científicas, al
tiempo que critica la distinción standard entre contexto de justificación / contexto de
descubrimiento y propone una diferenciación funcional entre contexto de educación,
innovación, evaluación o valoración y aplicación, a los fines de evaluar la actividad
científica en su conjunto (siempre tomando como referencia el pluralismo axiológico).
Resta entonces evaluar, en el marco del Capítulo 4 y posteriormente de las Conclusiones, el
modelo de racionalidad axiológica que se desprende de las consideraciones de Echeverría
en algunos de sus artículos más recientes, a lo cual añadiremos las reflexiones de Ricardo
Gómez y de José Miguel Esteban. Dicho modelo, como ya adelantamos, supone la
discusión de los medios y de los fines de las acciones, siempre en base a valores,
característica que lo emparenta con la posición deweyana, y que en definitiva nos permite
ensayar una interpretación de las tesis de Echeverría en clave pragmatista.
98
CAPÍTULO 4. CONCLUSIONES FINALES
RACIONALIDAD AXIOLÓGICA Y PRAGMATISTA.
HACIA LA DISCUSIÓN DE LOS FINES DE LA PRÁCTICA CIENTÍFICA
En este momento es preciso abordar la pregunta por el modelo de racionalidad que
supone el reconocimiento del aspecto valorativo en la producción de conocimiento. Al
respecto, evaluaremos en paralelo un artículo Gómez titulado “Hacia una racionalidad
científica sin mitos” (2011) y otro artículo de Echeverría denominado “Dos dogmas del
racionalismo (y una propuesta alternativa)” (2011), textos que a nuestro criterio sintetizan
los planteos precedentes y también aportan elementos fundamentales para poner a prueba la
hipótesis de trabajo. Por último retomaremos algunas consideraciones del mismo Gómez y
de José Miguel Esteban, con el objetivo de sostener que la filosofía pragmatista de Dewey,
anclada en su teoría de la experiencia y elaborada en buena medida en sus análisis sobre la
lógica de la investigación, es un excelente marco teórico para fundamentar la inextricable
presencia del aspecto valorativo en cualquier tipo de conocimiento, incluida la ciencia
como práctica o actividad.
En sintonía con la postura crítica de Echeverría, Gómez identifica tres mitos
persistentes en la racionalidad científica, al menos desde el Siglo XVII, que a su criterio
ocultan la efectiva presencia de valores de diversos tipos en las decisiones de los
científicos. El primero es la identificación de la racionalidad con la trilogía
certeza-formalismo-necesidad, por el que las teorías debían ser formuladas como sistemas
deductivos a partir de principios evidentes. Así, la racionalidad tuvo su expresión más alta
99
con el método científico euclídeo-deductivo, de la mano de Descartes, Galileo o Newton, y
quedó reducida a la logicidad de las pruebas matemáticas27.
El segundo mito se relaciona con la creencia de un único método que garantice la
racionalidad del procedimiento científico en cuestión, junto con la sobrevaloración
consecuente de las ciencias duras (lo mismo que indica Echeverría para posturas como las
del Círculo de Viena). El principal motivo de la subordinación de las ciencias sociales a las
ciencias exactas o naturales era que aquéllas carecían del rigor formal y la precisión de
estas últimas, bajo el supuesto de que ambos componentes son necesarios para cualquier
disciplina que aspire al carácter de científica.
Por último, el tercer mito se vincula con la concepción dicotómica entre hecho y
valor: de un modo similar al de Echeverría, Gómez sostiene que a pesar de la fuerte postura
que primó en la filosofía de la ciencia hasta mediados del Siglo XX, incluso en autores
como Carnap o Neurath hay presencia taxativa de valores en la actividad científica, aun
cuando en su momento hayan quedado relegados por carecer de contenido empírico y por
ende no superar el criterio de demarcación. Al respecto, Gómez apunta que el mismo
Carnap admite la presencia de elementos “pragmáticos”, esto es, no lógico-formales, que
abarcan intereses y por lo tanto valores (Cf. Gómez, 2011: 465). De estos tres mitos se
desprenden algunos rasgos fundamentales de la versión tradicional de la racionalidad, a
saber: (i) es logicista o algorítmica, (ii) se atiene a un único método científico, (iii) trabaja
con el principio de maximización de objetivos, (iv) tiene carácter instrumental, sin
posibilidad de discusión racional de los fines, y finalmente (v) se mantiene en el campo
27 Es muy interesante el análisis que hace Gómez acerca de la necesidad de alcanzar certezas absolutas y garantías últimas en relación con el clima social y político de incertidumbre que se cernía sobre Europa desde 1630, especialmente con la “Guerra de los 30 años”. (Cf. Gómez, 2011: 461).
100
teórico, sin discutir cuestiones de valores, pues los hechos y sólo los hechos garantizan la
objetividad del conocimiento (Cf. Gómez, 2011: 461-466). Es interesante destacar que los
puntos (iii) y (iv) se vinculan, al decir de Gómez, con el surgimiento de la economía
neoliberal y la utilización de modelos formales en los que las relaciones entre variables y
fórmulas mantienen se analizan en base a los principios de la lógica formal deductiva. Este
método supone que los agentes siempre actúan tratando de maximizar el logro de su
objetivo, es decir la ganancia económica, y que ese objetivo no se pone en discusión, de
manera que la racionalidad es meramente instrumental y maximizadora, características que
serán puestas en cuestión por aquellas concepciones de la racionalidad que no se limitan al
cálculo de costo-beneficio a favor de un objetivo predeterminado sino que incluyen la
evaluación racional de los fines en base a valores.
Así como Gómez elabora una crítica a la racionalidad científica tradicional, también
Echeverría cuestiona algunas características de la racionalidad, aunque ya no científica sino
general. En el artículo anteriormente mencionado el español. Frente a estas consideraciones
de la racionalidad Echeverría propone una concepción alternativa: al primer dogma le
enfrenta la tesis de la naturalización de la razón y al segundo dogma le opone la idea de la
racionalidad como capacidad de actuar limitada y situada, tanto interna como
externamente, bajo unas condiciones de contorno determinadas. En este sentido, ante la
concepción esencialista de la razón propone una alternativa que admite grados mayores y
menores, en función de la situación: “[n]o hay razón suprema ni razón ínfima, sino grados
de racionalidad. No hay Dios infinitamente racional. La capacidad de razonar es animal,
demasiado animal.” (Echeverría, 2011: 78).
101
Desde nuestro punto de vista, resulta muy sugerente que frente a los mitos o dogmas
ambos autores propongan una reconsideración del aspecto valorativo de la racionalidad,
tanto científica como general: Gómez indica que “[l]o más importante a enfatizar para los
fines de nuestro trabajo es que el conocimiento científico de hechos presupone
conocimiento de valores.” (2011: 467-468) y Echeverría afirma que “[e]l núcleo de nuestra
propuesta consiste en afirmar que la capacidad de razonar depende de la capacidad de
valorar.” (2011: 78. Cursivas en el original).
Atentos a la contundente tesis de Echeverría, que constituye el eje de este Capítulo
final, hemos de preguntar qué entiende el español por valorar y observamos en la lectura de
su artículo notables coincidencias con el planteo de Dewey acerca del proceso de
deliberación, según analizamos en el Capítulo 2. Valga una cita in extenso para dar cuenta
de este punto:
Supuesta la capacidad de discernir en el mundo lo que puede ser favorable
o desfavorable para el sujeto que actúa, lo que presupone una capacidad
de valorar, se eligen unos cursos de acción en lugar de otros teniendo en
cuenta lo que puede resultar de las diversas acciones posibles y del
beneficio o perjuicio correspondiente para el sujeto agente. El acto de
deliberar antes de actuar, aunque sea instantáneo, siempre tiene en cuenta
los bienes y males que se pueden obtener de las diversas acciones
posibles. Un sujeto es tanto más racional cuanta mayor capacidad tiene de
prever las consecuencias beneficiosas o perjudiciales de sus acciones. Éste
es el núcleo conceptual de la racionalidad valorativa. (Echeverría, 2011:
79. Cursivas en el original).
102
De acuerdo con Echeverría la racionalidad valorativa no es específica del ser
humano sino que es común al conjunto de los animales, visto que todos distinguen entre lo
que resulta bueno-valioso o malo-disvalioso (aunque, por supuesto, los hombres la han
desarrollado en mayor grado que otras especies animales). Echeverría estima que podemos
considerar una serie de valores en el contexto de una concepción naturalizada de la razón,
según la cual aquéllos no se expresan exclusivamente mediante juicios y conceptos sino
mediante comportamientos y acciones.
Otra de las notas sobresalientes de la racionalidad axiológica es que se constituye
como crítica a la racionalidad instrumental y maximizadora (las cuales, como indica
Gómez, son parte de la noción “mitificada” de la racionalidad científica). Por el contrario,
la concepción axiológica o valorativa de la racionalidad considera que no hay fines últimos
o previamente establecidos en la actividad científica y por lo tanto avanza en la discusión
sobre ellos: “[s]e ve así que la racionalidad valorativa no se limita a justificar los medios,
sino que valora los fines. Es una racionalidad propiamente filosófica, en cuyo marco encaja
bien el meliorismo como forma de progreso […]” (Echeverría, 2002: 111). En ese sentido
el español sostiene que la racionalidad axiológica es anterior a la teleológica y que “la
racionalidad no está basada en fines sino en valores” debido a que los fines de nuestras
acciones son a la vez medios para la satisfacción de valores y por eso la racionalidad
axiológica los contempla como parte del procedimiento de deliberación (Echeverría, 2011:
80. Cursivas en el original).
El objetivo de la racionalidad axiológica es la satisfacción de los valores positivos o
bienes y el rechazo de los disvalores negativos o males; desde esta perspectiva el problema
no pasa exclusivamente por la selección de los medios sino anteriormente por la elección
103
de los valores que justifiquen los fines en razón de los cuales se arbitrarán tales medios.
Hemos de destacar que la opción por los valores que fundamentan los fines siempre es en
situación, es decir, siempre hay límites externos e internos que no determinan pero sí
condicionan la elección. Por otro lado, esos valores que sustentan la racionalidad axiológica
no son necesariamente éticos o morales sino que intervienen valores de todo tipo y sus
correspondientes disvalores, según evaluamos en el Capítulo anterior, de manera que en
este contexto de pluralismo axiológico el principal problema de la racionalidad consiste en
integrar los diversos subsistemas de valores en una sola evaluación y decisión. Lo que se
hace en estos casos es covalorar, es decir evaluar en base a varios valores y eventualmente
priorizar unos sobre otros, del mismo modo que se plantea la optimización de valores para
la axiología de la ciencia. Dada la pluralidad de valores que inciden en las prácticas
científicas, la ética y la moral ya no ofrecen un marco completo para la reflexión sobre este
tema pues la pregunta por “lo bueno” de la ciencia y la tecnología incluye elementos
valorativos tales como los epistémicos, los económicos y los políticos, entre muchos otros,
que no pueden ser considerados como subsistemas de valores externos a la actividad
científica. En la medida en que una acción científica tiene diversos componentes, la
evaluación de la misma implica una apertura desde la ética y moral clásicas hacia una
reflexión más completa: “[e]n el fondo, la filosofía vuelve a tener pleno sentido desde la
perspectiva axiológica aquí considerada.” (Echeverría, 2002: 207).
En cuanto al carácter maximizador de la concepción tradicional de la racionalidad,
el español indica que también se invalida en base a la tesis de la pluralidad axiológica, y
ello en base a tres tipos de limitaciones: (i) la intención de satisfacer al grado máximo
algunos valores se ve dificultada, cuando no imposibilitada, por el intento de maximizar los
104
demás valores; (ii) los subsistemas de valores también acarrean conflictos e
incopatibilidades cuando se busca alguna función de utilidad que pueda ser maximizada, y
(iii) visto que las acciones humanas están situadas y tienen condiciones iniciales y de
contexto, existen límites internos y externos a la posibilidad de maximizar la satisfacción
de los valores, límites que sintetizan el carácter acotado de la racionalidad axiológica y
rompen con el segundo dogma del racionalismo.
En este punto nos permitimos algunas consideraciones respecto de la propuesta de
formalización: según entendemos, la idea de Echeverría es cuanto menos discutible. El
mismo autor advierte que se podría objetar que la universalidad del esquema es una
reintroducción del dogma racionalista de omnicomprensividad en la medida en que se
aplica a todos los valores. En su defensa, Echeverría argumenta por un lado que los límites
no son estables o fijos sino que varían de acuerdo con las coordenadas espacio-temporales
de la situación en la que se aplican y de las condiciones externas e internas del sujeto que
evalúa y por otro lado indica que las cotas pueden ser métricas o no, de manera que no hay
“mojones inamovibles” para cada valor, sujeto o situación. En tercer lugar, y como
argumento más importante, la existencia de esos límites mínimo y máximo no implica que
el sujeto no pueda transgredirlos, aunque es claro que “[…] la racionalidad axiológica se
produce dentro de ese intervalo crítico. Fuera de él, se corre el riesgo de entrar en el terreno
de la irracionalidad.” (Echeverría, 2011: 87). Echeverría insiste en que su propuesta no
implica ningún deber o imperativo categórico, pues la mantenerse en el rango depende de la
decisión de cada agente, y también insiste en que solo se limita a afirmar que comportarse
racionalmente requiere atenerse a dichas cotas: “si quieres ser racional, atente a tus propios
límites […]” (2011: 87).
105
A nuestro juicio, a pesar de todos los recaudos que toma Echeverría en su
argumentación y de su insistencia en que la formalización no tiene carácter determinante, la
intención de brindar un modelo que se expresa en ecuaciones tiene resonancias del aspecto
logicista o algorítmico de la versión tradicional de la racionalidad, criticada por él mismo.
Esto se debe a que brindar una fórmula mediante la cual podríamos decidir entre dos
acciones alternativas sugiere un procedimiento similar al que sucedía para la elección de
teorías científicas rivales en base a fórmulas lógico-matemáticas de carácter deductivo. En
este sentido Echeverría estaría frenando la discusión filosófica más interesante, en el marco
de la deliberación en base a valores respecto de las consecuencias de los diversos cursos de
acción, y la limitaría a optar por aquella alternativa que permita la satisfacción del valor
dentro del rango racional. La posición de Echeverría parece oscilar entre la predilección por
el modelo formal, que en el mejor de los casos puede finalmente definir que una acción es
preferible a otras, y el reconocimiento de que la instancia deliberativa es insustituible. Por
nuestra parte, acordamos con esta segunda alternativa, expresada por el autor de la
siguiente manera: “[l]as matrices de evaluación también pueden representar dichos
conflictos [de valores en la actividad científica], así como sus procesos de resolución (o
enconamiento), siempre que añadamos formas de racionalidad deliberativa a la
racionalidad valorativa.” (Echeverría, 2002 a: 165. Cursivas agregadas).
Más allá de estas observaciones, vale destacar que análogamente a su interpretación
sobre racionalidad en general, Echeverría indica que la axiología de la ciencia se
contrapone a las perspectivas teleológicas (Popper, Lakatos, Laudan) y a las instrumentales
en tanto y en cuanto abre la posibilidad de valorar racionalmente los fines de la ciencia y no
se limita a una evaluación de medios. Esta racionalidad axiológica, que según analizamos
106
en el Capítulo precedente retoma los aportes de Nicholas Rescher y León Olivé, entre otros,
sostiene que las elecciones y acciones de los científicos dependen justamente de los valores
a los que adhieren, por lo cual también se instituye como anterior a la racionalidad
científica instrumental.
Esta misma dirección toman las consideraciones de Gómez en “Hacia una filosofía
política del conocimiento científico” (2012). Acerca de la relación entre ciencia, valores y
objetividad, Gómez acuerda tanto con la postura deweyana respecto de los juicios de hecho
y de valor como con la lectura de Echeverría sobre la interpretación de la ciencia como
acción o actividad y remarca que una vez aceptadas ambas tesis debemos reconocer
también que los juicios de valor aparecen en todos las etapas de la práctica científica: “De
ahí el carácter revelador que tiene la adopción de otras unidades de análisis. [...] en el caso
de las prácticas científicas [los juicios de valor] aparecen en todos los momentos de la
misma, incluyendo el de la justificación de la aceptación o rechazo de enunciados.”
(Gómez, 2013).
Más aún, Gómez indica que la presencia de los juicios de valor no atenta contra la
objetividad de la ciencia, tal y como lo suponen las concepciones standard, sino que su
reconocimiento implica dar cuenta de cómo efectivamente opera la ciencia. Al mismo
tiempo, la explicitación de esos valores tradicionalmente denominados extra-epistémicos o
contextuales permite al público general intervenir en el uso de la investigación científica en
políticas públicas. De acuerdo con Gómez, debemos dejar atrás la asociación entre
neutralidad valorativa y objetividad en la ciencia porque nos brinda una visión muy
limitada de la actividad científica y debemos dar paso a la consideración de los valores
contextuales que guían todos los pasos de dicha actividad. El argumento de Gómez hace
107
hincapié en la dimensión práctico-evaluativa de la ciencia debido a la presencia ineludible
de valores y llega a destacar, al igual que Echeverría, la importancia de la pregunta por los
fines de la ciencia para evaluar su actividad y para definir si lo que la ciencia prefiere y
desea es realmente preferible o deseable.
Esta última observación nos remite a otro punto relevante del presente Capítulo,
para lo cual apelaremos a algunos comentarios de Esteban (2006) acerca de la racionalidad
instrumental y de lo que él mismo denomina “racionalidad pragmatista”. En principio
ambas posturas concuerdan en que la racionalidad es un asunto de la relación entre medios
y fines, pero hay una diferencia central: para la interpretación instrumental no hay
discusión racional de los fines mismos, de manera que sólo los medios son racionales o
irracionales, mientras que la postura deweyana sostiene que los fines mismos se someten a
discusión, al punto que también pueden ser tildados de racionales o irracionales, según la
conexión que guarden con los medios disponibles, debido fundamentalmente a que en
términos pragmatistas la acción transformacional de la investigación nos remite de
inmediato a nuestra intervención en el mundo y al interés de mejorar nuestras prácticas.
Como es sabido, muchos filósofos europeos han criticado la postura de Dewey en
base a algunos puntos que no se sostienen desde los textos del propio pragmatista: hacemos
referencia a los postulados de separación entre razón teórica-razón práctica, hechos-valores
y medios-fines, manteniendo estos últimos una existencia independiente entre sí. En este
sentido, Esteban denomina instrumentalismo ingenuo o “puro y duro” a aquel que se apoya
en los postulados de separación y en una concepción pasiva y estática de los fines, siempre
impuestos desde afuera (es el caso de Herbert Marcuse, Max Horkheimer o Alasdair
MacIntyre) y por oposición denomina instrumentalismo pragmático al de Dewey, para
108
quien la investigación supone juicios valorativos no sólo sobre las decisiones que se toman
durante el curso de acción sino (y fundamentalmente) respecto de las posibles
consecuencias de esa acción y de los fines que persiguen.
Así, frente a las dicotomías clásicas entre hecho y valor o entre medios y fines,
Dewey propone que no hay fines dados previamente sino que son hipótesis producidas e
incluso modificadas durante el curso mismo de la investigación, por lo cual se instituyen
como fines a la vista. En consecuencia, medios y fines son parte de un continuo y “[…] en
la investigación científica los fines son producto de una inteligencia instrumental que
transforma experimentalmente o resuelve situaciones problemáticas en un ambiente que es
social sin dejar de ser físico o biológico.” (Esteban, 2006: 242). Lo interesante es que la
investigación concebida en términos pragmatistas es en definitiva una inteligencia
transformadora del mundo y por lo tanto de los fines de los agentes, de modo que este
modelo de racionalidad pragmatista es innovador y capaz de sugerir nuevos fines, en
contraposición a lo que sugieren sus críticos.
En este contexto, el análisis de los valores que guían la investigación y la actividad
científica y que deriva en la pregunta por los fines de la misma permite introducir
finalmente lo que Gómez denomina “filosofía política de las ciencias”. De acuerdo con lo
presentado en el Capítulo 2, las reflexiones deweyanas en torno a la incidencia de la
opinión pública genuina y debidamente informada en la actividad científica (especialmente
respecto de la elección de fines en base a aquellos valores que la comunidad considere
prioritarios) constituyen, a nuestro criterio, un muy interesante ejemplo de esta línea
argumentativa identificada por Gómez. Esta filosofía es política porque considera que los
valores intervinientes son contextuales, en la medida en que operan de acuerdo a las
109
condiciones sociales, políticas y económicas, y son dinámicos pues varían con el cambio de
circunstancias y dan cuenta de la ciencia como producto de la actividad humana, es decir
que entienden a la ciencia como políticamente situada. También Echeverría sostiene que la
discusión política es una clave que ningún filósofo que reflexione sobre el conocimiento y
la ciencia puede obviar; según sus palabras
Afirmar que estos valores [libertad de investigación y control social de la
investigación], o sólo uno de ellos, forman parte del núcleo axiológico en
el contexto de innovación, equivale a optar por teorías axiológicas de la
ciencia contrapuestas, que a nuestro modo de ver tienen mucho más
interés que el debate sobre corroborabilidad o la falsabilidad, por poner un
ejemplo de debate sobre una axiología exclusivamente epistémica.
(Echeverría, 1995: 131).
A partir de las elaboraciones precedentes entendemos que el marco conceptual del
pragmatismo de Dewey aporta interesantes herramientas para ensayar una interpretación de
las propuestas recientemente detalladas. Para ello vale recordar algunas tesis centrales que
se sostuvieron a lo largo del trabajo: (i) en el marco de la filosofía deweyana entendemos a
la experiencia en términos de acción, es decir, como proceso vital de transacción entre el
sujeto y el medio; (ii) la investigación, en tanto determinación progresiva de una situación
inicialmente indeterminada, también es principalmente una forma de la acción y en ese
sentido el investigador toma decisiones prácticas que conllevan un inextricable componente
valorativo; (iii) un análisis riguroso de la práctica científica no se puede limitar a las
categorías de la concepción standard de la filosofía de la ciencia sino que debe admitir y
tomar en consideración una pluralidad de valores que inciden en los distintos contextos de
dicha práctica; y (iv) es plausible una interpretación que conecte las características
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principales de la racionalidad axiológica, según se desprenden de los argumentos de
Echeverría, con la versión de la racionalidad pragmatista que propone Esteban, en base a su
análisis de la obra deweyana. Veamos entonces qué elementos de los analizados aquí
permiten sostener esta última cuestión.
En primer lugar, y para el caso de Echeverría, la interpretación evolutiva y
evolucionista de la razón, que debe tomarse en el sentido darwiniano del término (Cf.
Echeverría, 2011: 78), nos remite a la vocación naturalista de Dewey y a sus
consideraciones acerca de la influencia del darwinismo en la filosofía. En efecto, la tesis de
la racionalidad como capacidad no privativa del hombre bien puede tomar como referencia
conceptual los argumentos acerca del seno biológico de la investigación, según los cuales
las funciones y estructuras biológicas preparan el camino para la investigación deliberada y
por ende no hay un hiato entre las actividades inferiores y las actividades superiores o
racionales (Cf. Dewey, 1950: 37-40). Asimismo, ambos sostienen que el lenguaje como
diferencia cualitativa mas no radical entre el hombre y los demás animales emerge en el
curso de la evolución natural, lo cual permite hablar de conocimiento y valoración
pre-lingüísticos. Por otro lado, la tesis de Echeverría en contra de la racionalidad como
facultad trascendental encastra muy bien con la propuesta deweyana para dejar de entender
a la razón y al conocimiento en términos contemplativos y considerarlos fundamentalmente
como acción inscripta en una situación concreta como lo es su intercambio con el ambiente:
el mismo Echeverría escribe que “[l]a racionalidad es una capacidad de actuar” (2011:
78. Cursivas en el original).
En virtud de lo anterior entendemos que los argumentos de Dewey acerca de la
inevitable presencia de valores en la investigación y en la toma de decisiones por parte de
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quien investiga resultan muy buenos fundamentos para sostener la propuesta del filósofo
español sobre la racionalidad axiológica. En efecto, podemos encontrar en la elaboración
deweyana una muy rica explicación filosófica acerca del lugar que ocupa la valoración.
Dicha explicación se remonta a la teoría de la experiencia de Dewey, fundamentalmente al
aspecto apreciativo o estimativo que permea en toda transacción entre el individuo y su
entorno y, consecuentemente, en toda investigación, en tanto ésta emerge del núcleo de
aquélla. De acuerdo con la lectura de Gómez (2011: 467), hecho, valor y normatividad son
componentes de toda experiencia y en este sentido si toda experiencia está cargada de
valores, los juicios normativos permean inevitablemente la práctica de la investigación y
entre ellas la práctica científica, cuya objetividad no está dada por ningún fundamento a
priori sino por la capacidad crítica de deliberar en cada circunstancia problemática
determinada respecto de los medios y también de los fines.
En el mismo orden, consideramos que la crítica a la racionalidad instrumental
esgrimida por Echeverría desde su concepción de racionalidad axiológica tiene muchos
puntos en común con la postura deweyana, especialmente si consideramos dos aspectos:
por un lado ambas se conciben como capacidad de actuar situada y orientada en pos de la
resolución de problemas, de modo que racionalidad teórica y racionalidad práctica son dos
aspectos de un mismo procedimiento que no pueden distinguirse en la investigación sino
analíticamente. Por otro lado, los dos modelos de racionalidad (axiológica y pragmatista)
consideran que es posible poner en discusión los fines de la actividad en la cual estemos
involucrados, entre ellas la científica, y todo ello en base a valores. En efecto, como lo
explicita Echeverría (2011: 84. Cursivas en el original), “[l]os valores son las razones de
los fines” y por tanto los valores se constituyen como un componente inextricable de la
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racionalidad axiológica, de la misma manera que para Dewey no hay investigación sin
valoración, tanto en el contexto científico como de sentido común. Por supuesto que no
está a nuestro alcance, al menos por ahora, afrontar la complejidad que supone el análisis
filosófico de los fines de la práctica científica, tanto en su fundamentación teórica como en
su debate efectivo, pero el sólo hecho de dejar planteada la cuestión para investigaciones
posteriores ya reviste una importancia destacable, al menos a título personal. En
conclusión, entendemos que iniciar la discusión por los valores y fines de la actividad
científica a partir de las elaboraciones del pragmatismo permite pensar una racionalidad
que no se limita al instrumentalismo y que invita a la filosofía a reflexionar sobre la
incidencia práctica de la ciencia. Y esto es, siguiendo a Gómez, una buena noticia.
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