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La Galera Emi y Max Este documento es un extracto de la obra ilustraciones: Javier Carbajo www.gemmalienas.com LOS POZOS CONTAMINADOS
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www.gemmalienas.com
ilustraciones: Javier Carbajo
Gemma Lienas
La Galera
Este documento esun extracto de la obra
Los pozos contaminados
Emi y Max
Primera edición: octubre de 2009
Diseño de la colección: Elisabeth TortIlustraciones: Javier Carbajo
Edición: Marcelo E. MazzantiCoordinación editorial: Anna Pérez i Mir
Dirección editorial: Lara Toro
© Gemma Lienas, 2009, por el texto© Javier Carbajo, 2009, por las ilustraciones© La Galera, SAU Editorial, 2009, por la edición en lengua castellana
La Galera, SAU EditorialJosep Pla, 95 – 08019 [email protected]
Impreso en ReinbookCtra. de la Sta. Creu de Calafell, 7208830 Sant Boi de Llobregat
Depósito legal: B-36.195-2009Impreso en la UE
ISBN: 978-84-246-3198- 7
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra queda rigurosamente prohibida y estarásometida a las sanciones establecidas por la ley. El editor faculta aCEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)para que pueda autorizar la fotocopia o el escaneado de algún fragmento a las personas que estén interesadas en ello.
A Jordi, Biel, Itziar,
Mariona, Isolda y Solomon
BOLADEPELO DESAPARECE
E sa mañana de domingo, Emi, sentada en la terra-
za, se entretenía leyendo una novela mientras
desayunaba. Estratégicamente colocada, no le qui-
taba ojo a la ventana, por donde veía a Serena, su
madre, teclear sin descanso.
¡Uf ! Estaba harta de tener el ordenador se-
cuestrado. En cuanto la «okupa» lo dejase libre, ella
volvería a conectarse a internet. Quería conocer las
actividades gratuitas que le ofrecía su ciudad du-
rante las vacaciones de verano que acababan de
empezar.
—¡Buenos días!
El vozarrón de Max sonó como un trueno en
medio del silencio.
Emi giró la cabeza de lado a lado buscando a
su mejor amigo; habían crecido juntos, compartido
guardería, ahora instituto, y hasta vivían en el mis-
mo edificio. Eran inseparables.
—¡Aquí arriba!
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Emi levantó la vista y vio a Max asomando la
cabeza por la barandilla de la azotea.
—Hola, Max. ¿Qué haces ahí arriba?
—Quiero probar si puedo saltar un piso, co-
mo hacen los especialistas de cine, y como tú vives
en el ático, he pensado...
—¡No serías capaz, espero!
—Bueno, si me sacas un colchón, ¿por qué no?
Si otros lo hacen, yo también puedo...
Definitivamente, Max se había vuelto loco.
—Hola, Max, buenos días —dijo Serena, que
había salido a la terraza sin que su hija se percata-
se—. Ya he terminado con el ordenador, Emi. Mu-
chas gracias por prestármelo hasta que mi portátil
esté arreglado.
—De nada, mamá. Max quiere saltar a nues-
tra terraza como los especialistas de cine.
La cara de Max asomaba por la barandilla y ne-
gaba lo que Emi decía.
—Max, ven a desayunar con nosotras, y baja
por las escaleras como las personas, hazme el favor
—dijo Serena.
—Ahora mismo.
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En menos de treinta segundos, y bajando por
las escaleras, claro, Max se plantó en la terraza.
—¿Me creías capaz de actuar de hombre araña?
Emi lo miró como diciendo: «sí, chico, a veces
te falta un tornillo».
Max se sentó a la mesa con Serena y Emi para
desayunar cruasanes y zumo. Entre bocado y bo-
cado miró a su alrededor hasta descubrir lo que es-
taba buscando: Boladepelo, el lemming que com-
partía con Emi. El animal estaba tumbado al
sol, panza arriba sobre una hamaca, totalmente
adormilado.
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—Algunos viven como reyes —dijo Max seña-
lando a Boladepelo con el cuerno de un cruasán.
—¿Algo interesante en el correo, mamá? Te he
visto teclear sin parar.
—Pues la verdad es que sí.
Serena dejó de untar su cruasán con mermelada
y los miró fijamente. Los ojos le brillaban, y eso, como
bien sabía Emi, significaba que tenía un notición.
—El periódico me ha pedido que haga un tra-
bajo muy interesante.
—¿Sobre minas de oro? —dijo Max.
—¿Sobre especies en peligro de extinción? —
preguntó Emi.
—¿Qué será esta vez? Venga, Serena, dínoslo
ya, por favor.
—He recibido un mensaje...
Serena era periodista y escribía para diferen-
tes medios. Era free-lance, o sea, que trabajaba por sucuenta y no pertenecía a la plantilla de ninguna pu-
blicación, aunque colaboraba con varias. Según Emi,
y Max estaba de acuerdo, era un trabajo fantástico,
ya que siempre la enviaban a viajar por el mundo y,
a menudo, ellos la acompañaban.
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—¿Y? —preguntó Emi.
—¿Qué dice? —quiso saber Max.
Serena sacó un papel del bolsillo del vaquero,
lo desdobló y leyó:
«¡Serena, en marcha de nuevo! Y sin perder un
instante, por favor. Necesitamos que realices un re-
portaje sobre el territorio que ocupa el parque de
Sundarbans. El mar está inundando sus tierras. Es
un efecto del cambio climático y del consecuente au-
mento del nivel del mar. Puesto que son tierras que
hasta ahora estaban al nivel del mar, se están vien-
do inundadas por las aguas. Queremos fotos, datos,
entrevistas con los habitantes... Todo cuanto sea ne-
cesario para uno de tus valientes reportajes. Lo es-
peramos con ganas».
—¿Sundarbans? ¿Dónde cae? —preguntó Emi.
—En el golfo de Bengala, en Bangladesh.
—¿Cuándo te vas, mamá?
—En cuanto estéis preparados.
—¿Preparados? —gritó Max saltando de la si-
lla, mientras Serena se reía a carcajadas.
Boladepelo se despertó por el jaleo que mon-
taba Max y se refugió en el regazo de Emi.
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—Mamá, ¿en serio?
—En serio, Emi. Los dos habéis sacado muy
buenas notas, así que he pensado que podéis acom-
pañarme.
—¡Bien! ¡Sí, sí! ¡Bien! ¡Sí, sí!—gritó Max mien-
tras ejecutaba algo parecido a una danza tribal por
toda la terraza.
—Bueno, chicos, recoged la mesa mientras
voy a hablar con tu padre y tu madre, Max. Supon-
go que dirán que sí... —dijo Serena saliendo de la
terraza.
El chico se puso de rodillas y gritó:
—Y si dicen que no, ¡adóptame!
—Qué payaso eres. Venga, ayuda a Emi a de-
jar esto limpio de migas antes de que lleguen las pa-
lomas. Ah, y tú, hija, ¿podrías hablar con tu padre
para que saque los billetes? Tienes todos los deta-
lles en el correo electrónico —dijo.
Y le entregó el papel en el que había impreso
el mensaje.
Serena abandonó la terraza.
Emi frunció el ceño.
—¿Qué te pasa, Emi?
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—Mi padre... Me tiene prometido un viaje des-
de hace tiempo.
—¿Y qué pasa?
—Que me temo que podría apuntarse a venir
con nosotros.
Toni, el padre de Emi, y Serena estaban sepa-
rados desde que ella era casi un bebé, y aunque ma-
dre e hija siempre habían vivido juntas, los tres tra-
taban de encontrar el equilibro para que Emi
disfrutase de ambos. Como Toni trabajaba en una
compañía aérea, siempre les proporcionaba bille-
tes gratis, o casi.
Y Emi acertó: Toni se incluyó en el paquete a
Sundarbans, y a la chica se le pusieron los pelos de
punta porque intuyó problemas en el horizonte. Su
padre y su madre eran geniales por separado, pero
juntos se convertían en una máquina de discutir. Sin
embargo, por mucho que trató de disuadir a su pa-
dre, no hubo forma.
Al cabo de una hora, Serena estaba de regre-
so con el permiso de Alicia y Paco, la madre y el pa-
dre de Max, viejos amigos además de vecinos de to-
da la vida.
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Emi y Max estaban en el sofá del comedor, él con
un atlas sobre las rodillas, y ella, con Boladepelo.
—Mamá... —dijo, acariciando nerviosa al lem-
ming.
—No sé por qué no me gusta cómo suena ma-má esta vez.
—Papá viene con nosotros.
—¿Cómo? Te dije que le pidieras los billetes,
no que lo invitaras —señaló Serena sacudiendo
la cabeza. Luego, puso los ojos en blanco y cara de
resignación. Suspirando, añadió—: Vale, no le de-
mos más vueltas. Iremos los cuatro. ¿Cuándo sa-
limos?
—Esta misma noche, a las nueve, nos encon-
traremos en el aeropuerto —dijo Max.
—Mamá...
—Tranquila, hija, confía en mí. Esta vez no ha-
brá ni media discusión entre nosotros. Ambos so-
mos adultos y civilizados.
Unas horas más tarde, ya en el aeropuerto, Ali-
cia y Paco, que los habían acompañado para despe-
dirse de Max, trataban de mediar en la bronca entre
Serena y Toni.
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—¡No viajaremos con Boladepelo! ¡No y no!
¡Es mi última palabra! —decía Toni.
—Siempre tienes que decir la última palabra,
¿verdad? —contestaba Serena.
—Serena, esta vez tengo razón. Un lemming
no puede subir a un avión. Lo prohíben las normas
y, además, yo me gano la vida con esto. Si lo dejo pa-
sar y nos descubren...
—Pero, papá, Boladepelo siempre viaja con
nosotros y nunca ha pasado nada.
—A ver, chicos —dijo Paco, el padre de Max—,
nos llevaremos a Boladepelo de vuelta a casa y cui-
daremos de él hasta que regreséis.
—Si somos capaces de curar epidemias, po-
dremos cuidar de vuestro lemming.
Alicia trataba de que Emi accediera por las bue-
nas a separarse de su mascota. Y, como el padre y
la madre de Max eran excelentes médicos, dedica-
dos a trabajar para Médicos sin Fronteras en luga-
res complicados, Emi al final se conformó. Y Max,
claro, también.
La madre de Max les entregó una caja y cuatro
pequeños paquetes de plástico.
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—Venga, haya paz, que ni siquiera habéis sa-
lido del país y os queda mucho camino. Mirad, Pa-
co y yo os hemos preparado un pequeño botiquín
con lo más necesario para vuestro viaje. Y estas bol-
sas azules son impermeables especiales. Os irán de
maravilla cuando se desate el monzón.
—¿Qué es el monzón, mamá? —preguntó
Max.
—Pues lo que os va a pillar en Sundarbans,
una lluvia tan intensa que parece una cortina de
agua. A veces resulta agobiante.
—Nada comparado con tener a mis padres jun-
tos —susurró Emi al oído de Max.
Por megafonía avisaron del embarque del vue-
lo a Dacca.
Max y Emi se despidieron de Alicia y Paco con
besos y abrazos.
—Max, pórtate bien y no hagas burradas.
—Parece mentira, papá —dijo Max con falsa
voz de ofendido.
Paco levantó una ceja y Max se echó a reír.
—Vale. Me portaré como un angelito. Lo
prometo.
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—Yo lo vigilaré, tranquilos —dijo Emi.
—Nosotros haremos lo mismo con Boladepe-
lo. No te preocupes, vuestro amigo estará de mara-
villa con nosotros. Mira que bien se llevan Paco y
él —dijo Alicia tratando de sosegar a Emi, mientras
señalaba al padre de Max.
Paco estaba abrazando al lemming, mientras
éste le olisqueaba la barba.
Todos volvieron a despedirse de todos, en es-
pecial Emi y Max de Boladepelo, y, luego, los cuatro
viajeros desaparecieron por la puerta de control de
pasaportes.
Y si justo después de haber pasado por el con-
trol hubieran mirado atrás, habrían podido ver al
padre y la madre de Max moviéndose de un lado a
otro con nerviosismo, buscando y rebuscando en-
tre la gente que pasaba, discutiendo agitadamente,
con la cara desencajada...
Emi y Max habrían entendido que su lemming
se había escapado.
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