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brevemente [34]Relatos en cadena

andéndos [16]Muerte Blanca, Kenneth Cook

elmuro [3]

decamino [36]

dindondin [35]

entrecocheyandén [37]La urna, Mar Charneco

Microconcurso [31]

abril2018nº66

andénuno [5]El viaje de Mr. Jelland, Arthur Conan Doyle

Por primera vez, un ganador de una edición pasada de microconcurso se consolidacomo autor en CpA: en este número publicamos un relato suyo en uno nuestrosandenes. Se trata de Ernesto Tancovich y su Nochebuena.

Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | [email protected] | www.cuentosanden.com

Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México)

Publicidad: [email protected] | Diseño: www.jastenfrojen.com

Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.comIlustración portada e interior: Luciana Casenave | [email protected]

noveda

des

Con la colaboración de:

andéntres [22]Nochebuena, Ernesto Tancovich

Vcursoconcurso [27]

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Este mes, en Cuentos para el Andénabrimos con un grande entre los grandes,Arthur Conan Doyle, nada menos, que nos trae un relato de intrigas y de tintes marineros; leeremos una enloquecida historia de Kenneth Cook, autor de historia también enloquecida, y viajaremos en el tiempo de la mano de ErnestoTancovich, uno de los autores que ha repetido entre los seleccionados en microconcurso. Y más cosas. No te quitamosmás tiempo, esperamos que lo disfrutes.

Cuentos para el Andén

@cuentosanden

[email protected]

Te escuchamos:

elmuro

Finalistas:

Esperando el maná a manadas

Andrea Alaman. Valencia (España)

Acechando, Juan Carlos García

Ibiza (España)

Sin título, Andrés casallas

Bogotá (Colombia)

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Tema: Manada Ganador: Éxtasis, Humberto Nava. Ciudad de México (México)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a [email protected] las bases y mira las fotos en Facebook y cuentosanden.comTema del próximo concurso: Pasos de cebra

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El viaje de Mr. JellandArthur Conan Doyle

—VERÁN ustedes —dijo nuestro anglojaponés en el momento enque todos nosotros acercábamos nuestros sillones para colocarlosalrededor de la chimenea del salón de fumar—. Esto que voy a con-tarles es allí cuento viejo, y es posible que haya aparecido ya enletras de molde. Yo no quiero convertir este salón de reunión en unpuesto de castañas, pero queda mucho viaje hasta el mar Amarillo,y es muy probable que ninguno de ustedes haya oído hablar nuncade la balandra Matilda y de lo que a bordo de ella les ocurrió aHenry Jelland y a Willy McEvoy.

Los años de la mitad de la década del setenta fueron muy movi-dos, allá en el Japón. Fue poco después del bombardeo deSimonosaki y antes del asunto del Daimio. Existía entre los naturalesdel país un partido de la aristocracia y existía también un partido libe-ral, consistiendo la diferencia que los separaba en la cuestión de si alos extranjeros había que cortarles o no el pescuezo. Les digo a uste-des que todas las cuestiones políticas las he encontrado desdeentonces insustanciales. Viviendo en uno de los puertos abiertos alexterior por los tratados, no tenía uno más remedio que estar siem-pre ojo avizor y tomar mucho interés en la política del país. Paracolmo de emoción, el extranjero no tenía medio de saber cómoandaba el juego. Si ganaba la oposición, no se publicaría en un perió-dico un anuncio haciéndoselo saber; el paso inmediato sería verentrar por la puerta a un antiguo aristócrata revestido de traje de cotade malla y con una espada en cada mano, que nos enteraría de todoa fondo con un solo cintarazo de abajo arriba.

Como es natural, cuando los hombres viven al borde de un vol-cán de esa clase se hacen despreocupados y temerarios. Al princi-

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pio se sobresaltan, pero llega un momento en que aprenden a dis-frutar de la vida mientras no se la quitan. Les digo a ustedes que nohay nada que embellezca tanto la vida como la sombra de la muer-te cuando empieza a proyectarse sobre aquélla. Entonces resultanlas horas demasiado preciosas para malgastarlas, y los hombressaborean todos los minutos de las mismas. Así lo hacíamos enYokohama. Había muchas casas europeas de recreo que tenían queseguir funcionando, y los hombres que trabajaban en ellas las ani-maban y alegraban durante siete noches por semana.

Uno de los miembros más destacados de la colonia europea erael gran comerciante exportador Randolph Moore. Tenía sus oficinasen Yokohama, pero se pasaba una gran parte de su tiempo en sucasa de comercio de Yedo, que acababa de abrirse al público.Cuando él estaba ausente, dejaba sus asuntos a cargo de su jefe deescritorio, Jelland, del que tenía pruebas de que era hombre degran energía y resolución. Pero ya saben ustedes que la energía y laresolución son cualidades de doble filo, y cuando se emplean encontra de uno resultan bastante desagradables.

Lo que descarrió a Jelland fue el juego. Era un hombre pequeño,de ojos negros y cabellos negros ensortijados, con tres cuartas par-tes de celta, según yo creo. Se le veía todas las noches de la semanaen el mismo lugar, es decir, a la izquierda del croupier del estable-cimiento de Matheson, junto a la mesa del rouge et noir. Durantemucho tiempo fue ganando, y vivía con más pompa que su mismojefe. De pronto, la suerte dio vuelta y empezó a perder tanto, que alcabo de una sola semana su socio y él estaban en quiebra, sin unsolo dólar en sus cuentas corrientes.

El socio era otro empleado de la misma casa, un joven inglés altoy rubio, apellidado McEvoy. Al principio era un muchacho bastantebueno, pero resultaba como de arcilla en las manos de Jelland, quelo moldeó en una especie de modelo débil de sí mismo. Ambosandaban siempre juntos al merodeo, pero era Jelland quien guiabay McEvoy el que le seguía. Lynch, yo y una o dos personas más tra-tamos de hacer comprender al más joven que por aquel caminoterminaría mal; cuando le estábamos hablando resultaba fácil con-

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vencerlo, pero Jelland deshacía en cinco minutos lo que nosotroshabíamos conseguido. Es posible que aquello obedeciese a un sim-ple magnetismo fisiológico, o como ustedes quieran llamarlo; elhecho es que el hombre pequeño era capaz de arrastrar al mayorlo mismo que un remolcador de sesenta pies arrastra una embarca-ción de aparejo completo. Habían perdido ya todo su dinero yseguían ocupando sus sillas delante de la mesa, para mirar con ojoscentelleantes a los que arramblaban con las fichas.

Pero una noche ya no pudieron aguantar más. El colorado habíasalido dieciséis veces seguidas, y aquello decidió a Jelland. Cuchi-cheó algo al oído de McEvoy, y luego habló unas palabras al croupier.

—Claro que sí, Mr. Jelland —le dijo—. Su cheque es tan buenocomo los billetes de banco.

Jelland garrapateó un cheque y lo puso al negro. Salió el rey decorazones, y el croupier arreó con el trozo de papel. Jelland se pusofurioso y McEvoy se puso lívido. Jelland garrapateó un cheque poruna suma mayor y lo colocó en la mesa. Salió el nueve de diaman-tes. McEvoy apoyó la cabeza en las manos, como si fuese a desma-yarse, y Jelland refunfuñó: «¡Por vida de... que no me doy por venci-do!» Y colocó en la mesa otro cheque, que sumaba tanto como losdos anteriores. Salió el dos de corazones. Momentos después cami-naban por el Bund adelante, sintiendo cómo el frescor de la nochejugueteaba en sus caras enfebrecidas. Jelland, encendiendo uncigarro trompetilla, dijo a su compañero:

—Supongo que ya comprenderás lo que esto significa. Significaque tendremos que transferir una cantidad de dinero de la casa anuestra cuenta corriente. No hay por qué hacer aspavientos poruna cosa así. El viejo Moore no revisará los libros antes de la Pascuade Resurrección. De aquí a entonces, con un poco de suerte, noscostará poco reponer la cantidad.

—¿Y si nos falla la suerte? balbució McEvoy.—Bueno, hombre, hay que tomar las cosas tal como vienen. Tú

no te apartas de mí, y yo sigo pegado a ti, y entre los dos saldremosadelante. Mañana por la noche serás tú quien firme los cheques, yvamos a ver si tienes mejor suerte que yo.

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Pero si la suerte varió, fue para empeorar. La noche siguiente,cuando la pareja se levantó de la mesa, llevaba gastadas más decinco mil libras del dinero de su jefe. Pero Jelland, hombre resuelto,seguía siendo optimista, y dijo:

—Tenemos por delante nuestras buenas nueve semanas paracuando sean revisados los libros. Es preciso que sigamos jugando,y todo se arreglará al final.

McEvoy regresó aquella noche a sus habitaciones, presa de lamás angustiosa vergüenza y de los más vivos remordimientos.Cuando se encontraba junto a Jelland, era éste quien le proporcio-naba fortaleza; pero cuando estaba solo se daba cuenta de lo peli-groso de su situación, y la imagen de su anciana madre, que vivíaen Inglaterra, y que tanto se enorgulleció cuando el hijo suyo reci-bió el nombramiento para el cargo, se alzaba con su cofia blancapara llenarlo de remordimiento y de desesperación. Todavía estabasin dormir, revolviéndose en su cama, cuando entró en el dormito-rio su criado japonés. McEvoy creyó por un instante que se habíaproducido la sublevación, y se lanzó a buscar su revólver. Despuésescuchó, con el corazón en la boca, el mensaje que le había traídoel criado.

Jelland estaba en la planta baja, y quería hablar con él.¿Qué diablos podía querer a semejantes horas de la noche?

McEvoy se vistió precipitadamente y corrió escaleras abajo. Sucompañero, con sonrisa forzada que desmentía la palidez mortalde su rostro, estaba sentado a la tenue luz de una vela solitaria, ytenía en la mano una hoja de papel.

—Willy, siento mucho tener que venir a despertarte —le dijo—.Supongo que nadie puede oírnos, ¿verdad?

McEvoy movió negativamente la cabeza. No se atrevía siquiera ahablar.

—Bueno, nuestro jueguecito se ha terminado. Me encontré encasa con esta carta. Me la envía Moore, y me dice que el lunes porla mañana estará aquí para hacer un examen de la contabilidad.Nos coloca en situación apurada.

—¡El lunes! —jadeó McEvoy—. Hoy es viernes.

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—Sábado, hijo mío, porque son las tres de la madrugada. Nosqueda poco tiempo para maniobrar.

—¡Estamos perdidos! —chilló McEvoy.—Lo estaremos muy pronto si tú armas un alboroto tan infernal

—le dijo Jelland con aspereza—. Pues bien, Willy, yo te digo quetodavía saldremos con bien del paso.

—Haré cualquier cosa, cualquier cosa.—Eso ya está mejor. ¿Dónde tienes el whisky? Es una hora infa-

me para que uno se mantenga erguido, pero no podemos ablan-darnos, porque, de lo contrario, estamos perdidos. En primer lugar,yo creo que tenemos algunos deberes con nuestra parentela. ¿Noopinas tú lo mismo?

McEvoy se le quedó mirando con ojos dilatados.—Es preciso que los dos nos salvemos o caigamos juntos. Yo,

por mi parte, estoy bien resuelto a no comparecer por nada delmundo ante un tribunal, bajo la acusación de felonía. ¿Ves? Estoydispuesto a jurarlo. ¿Y tú?

—¿Qué quieres decir? —preguntó McEvoy, retrocediendo.—Mira, muchacho: todos tenemos que morir, y no hay más que

apretar un gatillo. Yo juro que jamás me cogerán vivo. ¿Juras tú? Sino lo juras, te dejo abandonado a tu destino.

—Perfectamente; haré cuanto a ti te parezca bien.—¿Lo juras?—Sí.—Pues bien: es preciso que estés a la altura de tu palabra.

Disponemos de dos días completos para largarnos de aquí. La balan-dra Matilda está en venta, con todos sus aparejos y accesorios, yabundantes provisiones de conservas a bordo. Mañana por la maña-na lo compraremos todo, y también compraremos otras cosas quenos serán necesarias, y después nos lanzaremos con ella al mar. Peroantes arramblaremos con todo lo que queda en las oficinas. Hay enla caja fuerte cinco mil soberanos. Nos los llevaremos después deoscurecer a la balandra, y correremos el albur de llegar a California.No es cosa para vacilar, hijo mío, porque, hacia dondequiera que nosvolvamos, no existe salvación posible. O eso, o nada.

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—Haré lo que me aconsejes.—Perfectamente, y ten cuidado mañana de presentarte con

cara alegre, porque si Moore recibe la noticia y se presenta antesdel lunes...

Como final de la frase se golpeó con la punta del índice encimadel bolsillo del pecho de su chaqueta y miró a su socio con ojospreñados de un sentido siniestro.

Sus planes para el día siguiente les salieron a pedir de boca. Labalandra Matilda fue adquirida sin dificultad, y, aunque era unaembarcación muy pequeña para un viaje tan largo, tampoco habrí-an sido capaces de manejarla dos hombres si hubiese sido másvoluminosa. Se cargó durante el día el agua necesaria, y los dosempleados se llevaron, después de oscurecido, el dinero de la cajafuerte y lo depositaron en la bodega. Para antes de medianochehabían embarcado todos los objetos de su propiedad sin despertarsospechas, y a las dos de la madrugada soltaron amarras y salieronsilenciosamente de entre las demás embarcaciones. Fueron vistos,desde luego, y se les tomó por balandristas entusiastas que salían arealizar un largo crucero dominical; pero a nadie se le ocurrió queel crucero podía lo mismo terminar en la costa de Norteamérica,que en el fondo del océano Pacífico del Norte. Con grandes esfuer-zos lograron izar la vela mayor y largar la de trinquete y el foque.Soplaba una brisa ligera desde el Sudeste, y la pequeña embarca-ción avanzó con la proa inclinada. Sin embargo, cuando estaban asiete millas de distancia de la costa, cesó de soplar el viento y sequedaron en calma chicha, alzándose y bajando sobre el largo ole-aje de un mar de cristal. En todo el día del domingo no avanzaronuna sola milla, y por la noche seguía viéndose Yokohama en el hori-zonte.

Randolph Moore llegó el lunes por la mañana desde Yedo, ymarchó directamente a las oficinas. Alguien le había hecho llegar lanoticia de que sus empleados gastaban más de la cuenta, y eso fuelo que le hizo trasladarse a Yokohama saliéndose de la rutina; perocuando llegó a su casa de negocio y se encontró a los tres emplea-dos subalternos esperando en la calle con las manos en los bolsi-

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llos, se dio cuenta de que se trataba de un asunto grave.—¿Qué pasa? —preguntó.Era hombre de acción y que no se andaba en contemplaciones

cuando arriaba sus masteleros.—Que no podemos entrar —contestaron los empleados.—¿Dónde está Mr. Jelland?—No ha venido hoy.—¿Y Mr. McEvoy?—Tampoco ha venido.Randolph adoptó una expresión seria y dijo:—Hay que echar abajo la puerta.En aquel país de terremotos no suelen construir muy sólidas las

casas y les bastaron un par de empujones para entrar en las ofici-nas. Lo que allí vieron lo explicaba todo: la caja fuerte abierta, eldinero desaparecido y los empleados en fuga. El dueño de la casano perdió tiempo en palabras vanas:

—¿Dónde se les vio por última vez?—El sábado compraron la balandra Matilda y salieron a realizar

un crucero.—¡El sábado!Si habían dispuesto de un par de días de ventaja, la cosa, no pare-

cía tener remedio. Sin embargo, quizá hubiese un asomo de posibi-lidad. Corrió a la playa y recorrió el horizonte con sus gemelos.

—¡Válgame Dios! —exclamó—. Allá lejos se divisa la Matilda. Laconozco por la inclinación de su mástil. Después de todo, voy apoder echar el guante a esos canallas.

Pero allí tropezó con un obstáculo. No había ninguna lanchaque tuviese las calderas a presión, y el impaciente mercader notuvo paciencia para esperar. Las nubes iban formando grandesmasas sobre la grupa de las colinas, y todo indicaba un cambioinminente de tiempo. Randolph Moore vio una lancha de policíaque estaba preparada para entrar en acción y que tenía a bordodiez hombres armados; empuñó él mismo la palanca del timón ysalió a toda velocidad en persecución de la balandra, que estaba encalma chicha.

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Jelland y McEvoy esperaban, cansados, la brisa que no acababa dellegar; vieron aquella mancha negra que salió de la sombra proyectadapor la tierra y que se fue haciendo mayor a cada golpe de remo de sustripulantes. Cuando estuvo más cerca, vieron también que venía llenade hombres, y el brillo de las armas les hizo comprender de qué clasede hombres se trataba. Jelland estaba apoyado en la caña del timón, ymiró sucesivamente al firmamento amenazador, a las velas lacias y a labarca que se aproximaba, y dijo:

—Willy, esos vienen por nosotros. ¡Vive Dios que somos dos desgra-ciados sin suerte alguna, porque en ese cielo hay viento, y antes de unahora habría soplado sobre nosotros!

McEvoy gimió.—Muchacho, nada se adelanta con lamentaciones —le dijo

Jelland—. Esa lancha es, sin duda alguna, de la policía, y allí está el viejoMoore haciéndoles remar como condenados. Les habrá prometidodiez dólares a cada uno.

Willy McEvoy se acurrucó contra el costado de la embarcación, conlas rodillas en la cubierta, sollozando:

—¡Madre mía! ¡Pobrecita madre mía!—Por lo menos, nadie podrá decirle que su hijo ha tenido que com-

parecer ante un tribunal —exclamó Jelland—. Mi familia nunca hizogran cosa por mí, pero yo haré por ellos siquiera esto. No hay remedio,Mac. Démonos un apretón de manos. ¡Que Dios te bendiga, viejo!¡Aquí está la pistola!

Levantó el gatillo y ofreció la culata al más joven; pero éste retroce-dió lanzando pequeños gritos y jadeos. Jelland miró la lancha que seacercaba, y que estaría a unos pocos centenares de yardas de distan-cia:

—No hay tiempo de andarse con tonterías —le dijo—. ¡Por vidade..., hombre! ¿De qué sirve el acobardarse? ¡Tú lo juraste!

—¡No, no, Jelland!—Bueno, en todo caso yo juré que no nos echarían el guante a nin-

guno de los dos. ¿Lo harás?—¡No puedo, no puedo!—Pues entonces, lo haré yo por ti.

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tw Del libro: Piratas y mar azul. Ediciones del Viento, 2011. Traducción: Amando Lázaro Ros.Arthur Conan Doyle (Edimburgo, 1859 – Crowborough, 1930). Cursó estudios de medicina y se espe-cializó en medicina naval, ejerciendo su profesión primero en Portsmouth y luego a bordo de un navíomercante. Años después se mudará a Londres, donde ejercerá la oftamología con poco éxito; esto lollevará a emplear su tiempo libre en la escritura.

Los remeros de la lancha le vieron inclinarse hacia adelante, oye-ron dos tiros de revólver y vieron cómo se doblaba cruzando lapalanca del timón; pero entonces, antes de que se hubiese disipa-do el humo, se dieron cuenta de que ellos mismos tenían que pen-sar en otra cosa.

En aquel mismo instante estalló la tormenta, una de las turbona-das repentinas que son tan corrientes en aquellos mares. La Matildase inclinó, sus velas se hincharon, hundió su amurada de babor enuna ola, y salió disparada lo mismo que cierva perseguida. El cadá-ver de Jelland había atascado el timón y la balandra siguió su rutaen línea recta, empujada por el viento, y se perdió a lo lejos dandosaltos sobre la superficie del mar revuelto, lo mismo que una hojade papel arrastrada por el viento. Los remeros trabajaron con ver-dadero frenesí, pero la balandra seguía escapándoseles, y antes decinco minutos se había metido en lo más furioso de la tormentadestructora. Ya no volvería a ser vista por nadie. La lancha retroce-dió y llegó a Yokohama a punto de zozobrar por la cantidad deagua que había embarcado.

Así es como la balandra Matilda, con un cargamento de cincomil libras y una tripulación de dos jóvenes ya muertos, se lanzó acruzar el Océano Pacífico. Nadie sabe cuál fue el final del viaje deJelland. Quizá naufragó en aquella tempestad, o quizá algún astutobarco mercante la recogió, quedándose con el dinero y callándosetodo lo demás; y quizá sigue todavía navegando por la inmensasoledad de las aguas, empujada en dirección norte, hacia el mar deBehring, o en dirección sur, hacia las islas Malayas. Es preferiblecuando se cuenta una historia auténtica, dejarla sin terminar, aagregarle un apéndice fantástico.<

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Muerte BlancaKenneth Cook

EL destornillador es el instrumento más popular para asesinar a lagente en los yacimientos de ópalo de Australia.

Desconozco el motivo, pero es así. Tengo noticia cierta de asesi-natos cometidos con destornilladores en Andamooka y CooberPedy, en Australia del Sur, y en White Cliffs y Lightning Ridge, enNueva Gales del Sur.

Solo Dios sabe cuántos huesos humanos acribillados a golpesde destornillador descansan en las profundidades de las miles deminas de ópalo abandonadas que se encuentran desperdigadaspor el desierto australiano.

Allí, arrojar cadáveres al fondo de las minas abandonadas es elmétodo estándar para deshacerse de ellos. Se trata sin excepciónde cadáveres de compradores de ópalo. Los compradores de ópalollegan a los yacimientos cargados de maletas atiborradas de billetesy compran ópalo en efectivo. Sin duda, tienen razones perfecta-mente legales para hacerlo, pero se convierten en blancos obviosde los portadores de destornilladores que quieren su dinero. Estono ocurriría jamás en los yacimientos de oro. A los compradores deoro se les dispara antes de arrojarlos al fondo de una mina. Las cos-tumbres son fuertes en el Outback.

Una inquietud, o debería decir una obsesión mórbida por losdestornilladores, fue lo que me llevó a relacionarme con MuerteBlanca.

Muerte Blanca era un perro, o al menos eso se suponía. Los quesaben de estas cosas dicen que era una mezcla de bull terrier,doberman y dingo. Tenía los ojos rojos del bull terrier, la agilidaddel doberman, la astucia del dingo y la ferocidad de los tres. Peroademás era enorme, tan grande que sospecho que por sus venascorría sangre de alguna otra especie, tal vez de rinoceronte.

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Muerte Blanca, conocido por las siglas M.B., era propiedad de micompañero en una mina de ópalo de Coober Pedy. Digo mi compa-ñero porque, por entonces, tenía un contrato de trabajo de un mescon un minero de ópalo con la compensación de un pequeño por-centaje de lo que encontráramos. Mi compañero era un hombreenjuto de talla media, calvo, con feroces pelillos rojos poblándole elrostro y los ojos rosas, como los de M.B. Se llamaba Bucko. Y ya está,solo Bucko. En Coober Pedy la gente no tiene nombres de verdad.

Bucko tenía a M.B. para que lo protegiera. Había entrenado per-fectamente al animal. Si Bucko ordenaba a M.B. que cogiera unaviga de hierro de cincuenta kilos de un camión y se la llevara al jefede la mina, M.B. lo hacía sin aparente esfuerzo. Si Bucko le ordenabasacar un neumático de un coche abandonado, M.B. lo hacía contranquilidad.

Una vez, a modo de demostración, Bucko ordenó a M.B. que mederribara y me mantuviera en el suelo. M.B. me saltó encima; caíplano de espaldas con mis cien fofos kilos, se me puso en el estó-mago y clavó la mirada en mi garganta mientras gruñía. Habría gri-tado aterrorizado pero el peso de M.B. sobre el estómago me habíadejado sin aliento.

—Si dijera M-A-T-A-R te arrancaría la cabeza —dijo Bucko demanera distendida. Me alegraba que hubiera tenido la prevenciónde deletrear la palabra «matar».

Puesto que a menudo estaba solo en la mina, Bucko me enseñóa manejar a M.B. Con unas pocas y simples palabras clave podíahacer que hiciera la mayoría de las cosas para las que Bucko lohabía entrenado.

—Solo una cosa —dijo Bucko—. Nunca pronuncies la palabraM-A-T-A-R en su presencia, a menos, claro —añadió distendida-mente—, que quieras que se cargue al que tenga delante.

Pronto pude comprobarlo. Bucko y yo estábamos sentadosfuera de la mina con una botella de whisky. Nos quedaba poco paraterminar la botella, así que estiré el brazo para alcanzarla y dije «lavoy a matar».

Antes de que mi mano rozara la botella, las grandes mandíbulasde M.B. se cerraron a su alrededor y se desintegró en añicos. M.B.escupió parte de ella, por lo visto se tragó el resto y se sentó a espe-

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rar órdenes. Después de aquello tuve mucha cautela respecto a lapalabra «matar».

Bucko y yo vivíamos en su casa. Estaba bajo tierra, como lamayoría de casas de Coober Pedy. Habían perforado la ladera deuna colina y construido varias habitaciones. Había una sola entrada,la puerta principal. No había ventanas ni aire, y la poca luz queentraba venía de una claraboya tubular que comunicaba la cocinacon el exterior. Era una casa muy fresca, cómoda y silenciosa.

Una tarde, estaba sentado en el salón tras mi vigésima jornadabuscando ópalo y, puesto que no lo había logrado, me encontrabaleyendo en el periódico local un reportaje sobre el enésimo asesi-nato mediante destornillador. Un yugoslavo, que de acuerdo a lasinformaciones llevaba mil dólares en metálico encima, había sidohallado en su coche con un destornillador atravesado en la gargan-ta y sin dinero. Aquella historia morbosa reavivó mis espantosasobsesiones con los destornilladores.

Más tarde Bucko volvió a casa. Parecía algo nervioso y cargabacon una gran maleta.

—Aquí —dijo, lanzando la maleta a una esquina—. ¿Me vigilasesto? Tengo que salir pitando

No me gusta «vigilar» cosas en Coober Pedy. —¿Qué es? —pregunté.—Unos billetes que manejo para un tío —dijo Bucko. Los billetes suelen ser «manejados» en Coober Pedy, pero no

por mí.—¡Oye! —dije—. ¿Qué quieres decir con que «vigile»?—Que te asegures de que está aquí cuando vuelva —dijo

Bucko, dirigiéndose a la puerta.Mi mente empezó a hacer improbables conexiones entre el

yugoslavo desatornillado y la maleta.—Escucha, Bucko… —comencé. —Tranquilo —dijo Bucko—, dejaré a M.B. fuera. Estarás seguro.

—Salió apresurado y cerró la puerta.Algo contrariado, me acomodé a releer la historia del asesinato

con robo, haciendo todo lo posible por ignorar la maleta de la esqui-na, y llegué a convencerme de que era innecesario ponerse nervioso.

Luego alguien llamó a la puerta y salté como un metro por los aires.

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andéndos

Cuando mi corazón dejó de martillear, me dije con firmeza queno había de qué asustarse. La gente siempre se dejaba caer porcasa de Bucko para beber.

Volvieron a llamar a la puerta, atravesé la habitación con firmeszancadas y la abrí.

Envuelto por el resplandor del crepúsculo, un hombre alto memiraba con aspecto malvado y un destornillador en la mano.

No soy un hombre valiente. Me di la vuelta, grité y salí corriendo.Meterme corriendo en la casa era la mayor estupidez, porque la

única salida de aquella tumba subterránea era la puerta principal.No contemplaba volverme y enfrentarme a aquel destornillador,

por lo que seguí corriendo. En dos segundos había llegado lo máslejos posible, que era la cocina.

Cerré de un portazo la puerta de la cocina y me apoyé contraella, todavía gritando.

Alguien empezó a llamar a la puerta y a decir algo con un fuerteacento extranjero. A duras penas lo oía entre mis gritos.

Luego mi mente sembrada de pánico reparó en que me encon-traba bajo la luz del sol que provenía de la claraboya tubular. Unhombre lo bastante desesperado podría trepar y reptar a través deella. La puerta, a mi espalda, vibró tras otra llamada. Estaba lo bas-tante desesperado.

De un pronto me alejé de la puerta y salté sobre una silla. Melancé a la claraboya y empecé a trepar hacia la salida. Era difícil peroposible, me sentí vagamente esperanzado.

Luego me quedé atascado. No soy delgado. Al parecer, la clara-boya se estrechó en la mitad y yo no lo hice.

Empecé a pedir ayuda a gritos. Debajo de mí el hombre del des-tornillador gritaba, pero mi cuerpo atrapado amortiguaba unaspalabras que de todos modos mis propios gritos hacían inaudibles.

Y luego vino la guinda al horror. Dos manos me agarraron lostobillos y empezaron a tirar de ellos.

Estaba perfectamente atascado y no era fácil moverme, perodescendía poco a poco. Apreté las paredes de la claraboya con loscodos y seguí gritando.

Una sombra se interpuso en lo alto de la claraboya. Miré haciaarriba y vi asomar a M.B., preguntándose qué estaba pasando.

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andéndos

¡Inspiración!—M.B., M.B. —grité—, matar, matar, por el amor de Dios, matar.La cara de M.B. cambió por completo. Sus horribles y enormes

colmillos centellearon, y a continuación enseñó el resto de dientesen un terrible gruñido.

Encogió los hombros y empezó a bajar por la claraboya paramatar a lo que tenía delante. ¡A mí!

Al parecer estaba siendo asesinado por arriba y por abajo. Unasmanos criminales me tiraban de los tobillos para poder usar un des-tornillador conmigo a conveniencia. Por otro lado, el hermanomayor del sabueso de los Baskerville se abría camino a zarpazoshacia mí para poder masticarme la cabeza.

No era un hombre feliz. La tan temida resignación emergió enmí y dejé de pelear. Las manos tiraron más fuerte de mis tobillos.Me deslicé fuera de la claraboya, caí de panza contra el suelo y mequedé tumbado con los ojos cerrados. Sentí que M.B. aterrizaba enmi espalda y oí su espeluznante gruñido.

Esperé a que me clavara los colmillos y a que el otro me atrave-sara con el destornillador.

—Quítate de ahí, M.B. —dijo Bucko. M.B. se bajó de mi espalda.Ladeé la cabeza e hice una tentativa de abrir un ojo. Allí estaban

Bucko y el hombre del destornillador en la mano.—¿Qué coño está pasando? —empezó Bucko, y luego, tras

recordar que estaba fuera de toda duda la existencia de conductasextrañas en Coober Pedy, renunció a esperar una respuesta.

Señaló al hombre del destornillador. —Este es Bob —dijoBucko—. Ha venido a arreglar el calentador.

Me levanté y le estreché la mano. Bob me miró extrañado perono quiso contradecir la costumbre de Coober Pedy de no hacerpreguntas. M.B. nos miraba con frustración y resignación.

Me escapé al pub a tomarme un whisky. Coober Pedy no era miambiente ideal, así que me marché al día siguiente.<

tw Del libro: El lagarto astronauta. Sajalín Editores, 2012. Traducción: Güido Sender Montes.Kenneth Cook (Lakemba, Nueva Gales del Sur, 1929-1987) fue un conocido periodista, guionista, presen-tador de televisión y escritor australiano. Creó la primera granja de mariposas de Australia y cofundó elpartido político Liberal Reform Group, que se oponía a la guerra de Vietnam. Entre sus obras de ficcióndestacan Pánico al amanecer y la trilogía de relatos humorísticos El koala asesino, El lagarto astronauta yEl canguro alcohólico.

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andéntres

NochebuenaErnesto Tancovich

RECORDÉ el aire de otros diciembres, ya lejanos, colmadosde aromas. De césped cortado fermentando en parvas a lavera de las calles, del que exhalaban hornos y parrillas, delhumo sulfuroso de la pólvora, de valses, tangos y pasodo-bles alborotando los patios recién baldeados…

Este nuevo veinticuatro, ansioso por huir de las detona-ciones, la música espantosa y el parloteo enloquecedor dela parentela, volví a pensar en la máquina del tiempo quenos legara el abuelo.

La sabía guardada con sus demás cosas —ropa, libros,cuadernos de notas, cartas, fotos, pipas, herramientas, dis-cos de 78 rpm— en el cuarto que lo había visto partir porúltima vez.

Madre lo tenía clausurado con cadena y candado, bajoprohibición de tocar nada. «No hay que usar cosas de muer-tos», dijo entonces. «La parca es una mujer vieja. Se leborran las caras y, confundida, creyendo haber olvidadoalgo, puede caernos de visita».

Mucho antes, cuando las excursiones de aquel inventorloco aún tenían pasaje de regreso, solía advertirme «No lomolestes. Anda de viaje por los tiempos».

Y yo, espiando por la puerta entreabierta, lo sorprendíaquieto en su poltrona, la boca abierta y la cabeza metidahasta los ojos en uno de esos cascos de peluquería dedamas. Un par de cables que partían desde la altura de lassienes se conectaban a pulseras provistas de diminutaspantallas con cuatro teclas cada una.

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andéntres

Precisamente otro veinticuatro de diciembre, aromadode pan dulce todavía caliente, me instruyó sobre el uso delartefacto.

«¿Ves? En la izquierda marco fecha y hora de destino, yen la derecha las de regreso. Luego doy la orden de partidacon este botón».

Y hacía el gesto de pulsar el que lucía en la frente delcasco a modo de tercer ojo.

«Sin embargo seguías acá», objetaba yo. «Dormido, peroacá». Y no me atrevía a confesarle mi sospecha de que sim-plemente hubiese estado soñando.

«El cuerpo físico no puede meterse en el pasado», expli-caba. «Sería una intromisión escandalosa. Lo cumplido,cumplido está. La que viaja es el alma».

«No entiendo qué hace allá el alma», insistía yo. «¿Tieneojos, oídos el alma? ¿Puede tocar?»

«Puede ver lo ya visto, volver a oír lo escuchado. Y versea sí misma en el viaje».

«Sigo sin entender. ¿Y si viaja al futuro?»«No hay futuro. Solamente pasado».Y bajando la voz secreteaba:«No es la clase de máquina que muestra el cine. Aunque

de lejos lo parezca. Es otra cosa. Cada minuto, cada segun-do vivido queda almacenado dentro de nosotros. La máqui-na abre esa memoria. Nos permite revivir cada pasaje de lavida, exactamente como sucedió. Eso hace. Deberíamos lla-marla máquina de abolición del olvido, o algo parecido».

«Quiero hacer uno de esos viajes».Serio, meneaba la cabeza.«No. No tendría sentido. Sos muy chico. Tenés poco

pasado. Y a lo mejor te encontrás con algo que no puedassoportar. Los momentos malos también reviven. Cuandotengas mis años será distinto».

Recapacitó unos minutos.

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andéntres

«Uno no recuerda puntualmente lo ocurrido en cadauno de sus días. Y comete errores. Una vez estuve lo queduró el viaje con más de cuarenta de fiebre. Otra aterricé enun calabozo».

«Hoy ¿dónde estuviste?»«Muy lejos. Era un atardecer en que los últimos indios

vieron pasar los primeros trenes».«¿Y qué hacían?»«Nada. Miraban, tratando de entender».Aquel diálogo y los muchos años transcurridos me auto-

rizaban a decidir que había llegado mi turno de utilizar lamáquina. Urdí un plan.

Habíamos convenido pasar la nochebuena en casa delos primos de Villa Bosch. «Vayan ustedes», dije. «No mesiento bien. Estoy cansado. No se preocupen por mí».

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andéntres

Los vi partir con el alivio de saberme libre de la insufriblecharla de Roberto acerca de autos, fútbol y pleitos con eljefe, las quejas de Susana respecto del colegio al que asistí-an los fastidiosos frutos de su vientre, y la música machaco-na, la comida muy salada o demasiado dulce, los cohetazosde medianoche.

No pudiendo dar con el escondrijo en que madre habíaguardado la llave, amoladora en mano corté la cadena.

El interior del cuarto olía a vejez, una mezcla opresiva depapel, trapo y humedad. Por lo demás todo permanecíacomo lo recordaba: el catre, el ropero, la poltrona. En laestantería, entre pilas de revistas y álbumes de viejos discos,se veía una caja. La bajé. Allí estaba la máquina.

La conecté al tomacorriente, me calcé el casco, ajusté laspulseras en las muñecas y me acomodé en la poltrona, talcomo lo había visto hacer al abuelo. Las pantallitas se ilumi-naron. Marqué como fecha de destino la nochebuena delaño cincuenta y tres. Anhelaba que volviesen a mí aquellosperfumes no del todo olvidados.

Al retornar la luz, luego de un brevísimo apagón, era elabuelo quien estaba conectado a la máquina y yo de pie asu lado, otra vez de ocho años, escuchándolo:

«Cada minuto, cada segundo vivido, queda almacenadoen la memoria. Nos permite revivir cada pasaje de la vidaexactamente como sucedió. Eso hace. Deberíamos llamarlamáquina de abolición del olvido o algo parecido».

Desde el patio vecino llegaba por oleadas, desplegándo-se en abanico, una música de acordeones.<

tw Relato inéditoErnesto Tancovich (Buenos Aires, 1945 – Campana, ¿…?) Autor novel y cuasi póstumo, escribe desde 2013. Ha sido galardonado en los certámenesde microrrelato organizados por La máquina que hace PING!, Castellón y Universidad deTucumán, así como ha resultado finalista en varios concursos literarios más. Ha escrito enlas publicaciones Pedes in Terra, Los Heraldos Negros, Letras del Sur, Papeles de Mancuspia,Copime y Brevilla. Es colaborador frecuente de Revista Monolito.

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Vcursoconcurso

V CursoConcursoV CursoConcursoTaller de escritura creativa para niños (6-12 años)

con certamen y publicación en Cuentos para el Andén.

¿Qué pasa cuando los niños nos cuentan cuentos a los adultos?

Esta vez inspirados en el cuento"La niña de muy lejos",

de Annika Thor y Maria Jönsson.

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Vcursoconcurso

Primer premioLucía Marañón por “Mis aventuras en Valencia”.

Querida mamá, he estado en Valencia.Y he ido a Bioparc. He visto un codrilo, jirafas, leones, hipopótamos, un

río, mucha gente y muchos animales. Adiós, ya he acabado.<

Segundo premioAlejandro García por“Cumpleaños”.

En un país que vivían unos gigantes y

uno iba a ser su cumpleaños y se llama-

ba Marcos y el país estaba muy lejos y

Marcos la tarta se comió.<

CATEGORÍA POLLITO (6-7 años)

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Vcursoconcurso

Primer premioAbril Martínez por “Jugando con las olas”.

Un día yo estaba jugando con mi tía a saltar las olas en LaManga y me comió una ola de dos metros por lo menos o detres metros o no lo sé. Y siempre he querido vivir allí. Pero lomalo es… que se tardan cinco horas en llegar.<

Segundo premioJuan Manuel García por “En Chuchelandia”.

En mi ciudad llamada Chuchelandia veo hasta rascacielos con chu-ches. ¡¡Es lo mejor que hay!! Hay nubes hechas de chuches, hay ras-cacielos hechos de chuches.

Entonces un día llovía brócoli, ytodos se refugiaban. ¡Fue lapeor lluvia del mundo!Alguna vez llovió azúcar,tartas, piruletas… peroesto era lo peor: lluviade brócoli. Hasta queun año paró la lluvia ¡¡ytodos vivieron felices ycomieron chuches!!FIN.<

CATEGORÍA GORRIÓN (8 años)

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Vcursoconcurso

Primer premioValeria Moro por “Las aventuras de Valeria”.

Queridos padres:Estoy en el mundo de las plantas y he conocido a una abeja muy simpática. Pero un

día, cuando estábamos jugando en las flores, un zorro secuestró a mi amiga la abeja.Seguí al zorro hasta un árbol enorme que parecía tener un botón. El zorro pulsó elbotón y una puerta se abrió… Pulsé el botón y entré dentro del árbol, y me sorprendíal ver que mi amiga estaba dentro de una jaula.

Intenté abrirla, pero estaba cerrada con llave. A continuación, mi amiga me dijo quela llave que abría esta jaula ¡la tenía el zorro!, y que el zorro se había ido por una puerta.Atravesé la puerta y vi al zorro dormido. Intenté coger la llave, pero el zorro se movíademasiado. Al final ¡logré coger la llave!, me fui corriendo, abrí la jaula y me montéencima de mi amiga, y al final, volvimos al bosque. Me sorprendió mucho que el zorroquisiera a la abeja, así que le pregunté por qué la había capturado.

La abeja me dijo lo siguiente: el zorro está muy triste, porque nunca se divierte, ycuando ve a alguien divertirse, le da tanta rabia que hace que se sienta como él.

Yo le dije lo siguiente: me da pena, ¿por qué no nos hacemos amigas del zorro?, asíno volverá a molestar a nadie.—Vale —respondió la abeja.Entonces fuimos a visitarle y le preguntamos. Él dijo: ¡Bien, gracias!Y todos vivieron felices para siempre.<

Segundo premioNoemí Artru por “Carta a mis padres”.

Queridos papá y mamá, os voy a contar el lugar en el que me encantaría vivir. SeríaFrancia, porque me gustan los bombones de chocolate que se comen en Navidad.

También me gustaría vivir en el castillo de cristal porque refleja la luz y así el castilloestará en calor en invierno, en verano se cubrirá de un material transparente que haríaque no entrase el calor.

También tendría una piscina de Coca-Cola para tener un vaso y meterlo debajo ybeber y no tener sed, y también un gran jardín con un montón de flores.<

CATEGORÍA JILGUERO (9 años)

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Vcursoconcurso

Primer premioDiego Roa por “El mundo del futuro”.

Estaba en una cafetería de Metropolis cuando unainvasión de aliens arrasó con todo.

Después de un rato, las fuerzas especiales neu-tralizaron a los aliens.

La ciudad fue destruida, sobre todo el ayunta-miento, pero valió la pena.<

Segundo premioJorge Herreros por “El paraíso del fútbol”.

Hace muchos años, fui al campo y vi un portal. Pensé: “¿Adónde llevará ese portal?” Y sin pensar más, entré.

Me encontré un campo de fútbol y ponía “El paraíso del fút-bol”. Me puse súperhipermegacontento de estar ahí. Podíacomprar cosas gratis y ver los partidos que yo quisiese.

Empecé por partidos normales, pero algunas personas seme pusieron delante y me dijeron que a qué equipo queríairme. Tuve que elegir entre Manchester C., Manchester U.,Tottenham y Chelsea. Elegí el Manchester U., y me pagaban 17millones de euros. Llegó el día que por fin me dijeron que sime iba al Madrid, Barça y Atlético de Madrid. Elegí el Madrid.

Y también me llamaron para la selección de España.Continuará…<

CATEGORÍA COLIBRÍ (10-11 años)

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Microconcurso

Poeta urbanoAlexánder BuitragoZipaquirá. Colombia

En esta esquina habituada al olvido, ahora poblada por el humode los autos y la lluvia, la estatua del poeta místico nacido acá, enestas montañas de sal e invierno, oye ninguno de sus versos enla boca de los transeúntes de la noche, ve ninguna de sus publi-caciones en las vitrinas locales, acaso recuerde ciertas hazañasliterarias, o sólo anhele caminar de nuevo por esta penumbra fríaantes de subirse al tren en la estación de la memoria e irse al sur,hacia ninguna parte de los sueños, donde jugaba fútbol con suscompañeros de escuela.<

Clase de AnatomíaAdrián PérezMadrid. España

Salieron juntos cogidos de la mano. Atravesaron en tinieblas lospasillos de la facultad. Se tumbaron en el césped a contemplar lasestrellas. Hicieron el amor durante toda la noche. Lloraron variosmares de lágrimas. Y al amanecer, volvieron al laboratorio paraintroducir sus cuerpos en las piscinas de formol, con la esperanzade que esa mañana tampoco fueran elegidos para las prácticasde disección.<

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Microconcurso

HambrunaMiguel Ángel MolinaLeganés. España

El hambre asola mi país. He sobrevivido un tiempo hirviendolibros y cinturones de cuero, pero las reservas se acabaron. Hacedías que Nessy no maúlla y anoche fue la última vez que ladróZar. Esta mañana engullí las sopas de letras de unos autodefini-dos y para comer he devorado el bodegón de mi extinta colec-ción de pintura. Anochece y mi imaginación se agota. Escriboesta carta para que se sepa cuánto hemos penado. Es breve por-que he aprovechado algunas palabras superfluas para engañar ami estómago. Malditas sean las guerras y l_s gobern_ntes q_ nosmat_n d_ h_mbr_.<

Este cuarto no para de menguarLuis Alberto CorreaEnvigado. Colombia

El primero en abandonarnos fue Marco: le ofrecieron repentina-mente una pasantía clasificando microorganismos en Encélado.Lo de Alice en cambio no fue sorpresa, su tesis sobre las monta-ñas de Jápeto finalmente la condujeron allí. Solo hemos quedadoJuancho y yo. Ahora el loco este me sale con que quiere ir a laTierra; ha escuchado rumores que describen un enorme jardín,rebosante de vida y con atardeceres multicolores. Todos hemosescuchado los rumores, pero lo cierto es que quienes han idonunca han vuelto. Trato de convencerlo de que estamos biencomo estamos.<

twMicroconcurso es un concurso de microrrelatos convocado por CpA, una convoca-toria de 48 horas para textos de un máximo de 100 palabras. Se recibieron 115 relatos.Seis de ellos fueron preseleccionados por jurado; publicamos aquí los cuatro queresultaron ganadores por votación abierta en Facebook, por orden de votos recibidos.

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GramajeSemana 21 de concurso: 19 de marzo de 2017Ganadora: Paloma Catalán

Ya se las apañarían para pagar las facturas. Venderían pararrayos aseñoras asustadas en noches oscuras de tormenta. Correrían en los par-ques por los padres vagos para volar las cometas de sus hijos. Sacaríanbrillo a zapatos de ciudad o les arrancarían naranjas a los árboles. Leshabían contado que, en aquel lugar, el trabajo se cambiaba por mone-das. Que con esas monedas se pagaban facturas. Que las facturas eranhojas de papel que pesaban muy poco pero aplastaban sueños.<

Luchas a distanciaSemana 22 concurso: 2 de abril de 2018Ganadora: Alba Baro

Pesaban muy poco pero aplastaban sueños. Seleccionábamos las pie-drecillas más pequeñas, aquellas que apenas se percibían escondidas ennuestros bolsillos. Luego, encogidos entre los arbustos, apuntábamos, gui-ñando un ojo, mordiéndonos la lengua, para terminar celebrando en unsilencio exultante cada barquito derruido. Al otro lado, los niñitos repeina-dos, con cuellos camiseros y pantalones de pana lloriqueaban demandan-do la presencia de sus nanys.

Décadas después se cobraban su venganza. Con sus ligeras plumas tra-zaban gráciles firmas que nos enviaban de una patada a las duras calles.<

Inocencia robadaSemana 23 concurso: 9 de abril de 2018Ganador: Javi Estribou

Nos enviaban de una patada a las duras calles y solo a la que regresabacon el bolso lleno de billetes le devolvían su muñeca. Poder dormir abraza-da a ella era nuestro sueño.<

brevemente

tw Relatos finalistas de marzo y abril de 2018 del concurso Relatos en Cadena, organizadopor la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados enwww.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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dindondin

XV Certamen Internacional de TeatroMínimo AnimaT.surHasta el 29 de mayo.

Leganés (España)www.microteatro.es

La Noche de los Libros20 de abrilMadrid (España)www.madrid.org

II Premio Águilas de relato breveHasta el 30 de mayo. Águilas (España)http://www.escritores.org

Taller de Creación LiterariaDel 6 de febrero al 18 de diciembreCasa Museo Alfonso Reyes. Ciudad de México (México)www.mexicoescultura.com

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decamino

tw Ya estamos inmersos en la creación del segundo número, que tendrá como tema "La duda". El reto ahora serájugar mucho más con las posibilidades de la web, hacer esta revista sostenible más allá de crowdfunding a través dela venta directa de los ejemplares (siempre únicos y numerados a mano) así como suscripciones, y seguir creciendo.

La gran belleza esuna revista trimestral quese imprime en papel y quenunca será digitalizada. Cada ejemplar trae diezrelatos, bien acompaña-dos por diez ilustraciones,un poema y una fotografíaelegida cuidadosamentepara la portada; una cons-telación que gira alrede-dor de un mismo temacentral en cada número.

Además, trae un suple-mento para niños, unafábula de origami paraconstruir: una historia queculminará con un belloobjeto de papel. Pero La gran belleza no essolo una revista, es unmovimiento que busca elarte interdisciplinar y "porcontagio", un movimientoen defensa de la culturaque cristaliza en un pro-

ducto tratado con mimo,numerado a mano, quecifra parte de su encantoen lo efímero, en lo únicoy excepcional; por eso pre-sentan cada número cele-brando una gran fiesta a laque están todos invitados:los lectores, libreros, escri-tores, poetas, ilustradoresy fotógrafos que dejaronsu granito de belleza encada edición.

https://lagranbelleza.es

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entrecocheyandén

ÉRAMOS el único coche del cortejo fúnebre y ella venía connosotros. Conducía mi hermano. Se había ocupado de todos losdetalles menos de las flores, que fueron cosa mía. Yo había llega-do tarde al funeral precisamente por culpa de las flores y élseguía enfadado conmigo. Busqué un ramo que hubiese podidollevarle a mi madre cualquier otro día, porque tanto a ella comoa mí las coronas nos parecían comida para burros. Pero conside-ré que un ramo solo para su funeral era muy poca cosa y estuveuna hora y veinte eligiendo flores. Ninguna combinación meparecía suficientemente bonita y, cuando daba con una, resulta-ba que no tenía flores de olor. A ella le gustaban tanto las floresde olor… Sorteamos una barrera con una señal indicativa de«prohibido el paso» y a la izquierda, en lo alto de la loma, distin-guí la fachada oeste del cuartel de la Guardia Civil.

—¿Estás seguro de que no tendremos problemas? —pre-gunté.

—Seguro. Es invierno. No hay actividad —me respondió mihermano.

Descendimos por el terraplén. El cielo, un amasijo herrumbro-so y plúmbeo, se revolvía contra la mar, formando una gran noriade bruma que giraba en todas direcciones, como si el mismoDios estuviese cabreado y hubiese decidido dividir a los pecesen lugar de multiplicarlos. Desde luego no estaría cabreado porrecibirla a ella. Pocas veces recibiría a alguien con quien dabatanto gusto estar. No es que mi madre hubiese sido todo bon-dad, aquel cielo era bastante metafórico, pero nadie podríadudar de que era un placer estar con ella. De todas formas, nin-gún claro es claro sin un oscuro en la memoria.

Mi hermano aceleró de forma exagerada y el coche encalló.—Tendría gracia que tuviésemos que pedir ayuda a la Guardia

Civil —dije.

La urnaMar CharnecoAlumna de Escuela de Escritores

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entrecocheyandén

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—¡Hostia! —gritó él, golpeando el volante con las dosmanos.

—¿Tienes seguro?—No, si te parece…—Entonces no pasa nada, hombre —le dije, empujándole el

hombro con mi hombro—. Venga, no nos había pasado nadatodavía. En los funerales y en las bodas siempre pasan cosas.Seguro que mamá se reiría.

Y me reí.Mi hermano salió del coche dando un portazo. Le imité, aun-

que sin pagarlo con la puerta. —No tienes que hacerte la simpática —me dijo—. Aquí no

hay nadie.Comenzó a chispear y abrí de nuevo la puerta del coche para

coger la urna, no fuera a ser que el cielo se precipitase.—Mamá está todavía aquí —dije.Y coloqué la urna sobre el capó del coche. Era gris metaliza-

do, como el mar. Luego cogí los ramos. Me quedé el deAnthurium, y le entregué el bouquet de rosas a él.

—Eres igual de cursi que ella —me dijo.Mi hermano hizo una llamada desde el móvil.—Tú elegiste el sitio. Tú conducías. No la pagues conmigo,

por favor —le dije.Me quité los zapatos porque no soportaba que la arena se

me metiese por dentro. Los ejecutivos no me aislaron del fríoprofundo que escondía la tierra. Por el auricular del teléfono demi hermano escuché una música de espera: el politono delCanon de Pachelbel.

—Está bien eso de llegar a última hora, con todo resuelto,como siempre haces —me dijo.

—Esto todavía no está resuelto —le contesté—. ¿Puedesandar y hablar a la vez? La lluvia está apretando.

Hundí los pies en la arena más y más a medida que descen-día detrás de mi hermano. Él esparcía granos con los talones,como si estuviera sembrando algo. En la desembocadura delcamino nos esperaba el vestigio de lo que fue una de las torresvigías del litoral. Ennegrecida, semienterrada, como un gigan-tesco pecio horadado por las tempestades.

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entrecocheyandén

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Nos detuvimos pasada la torre. El viento ululaba, nos tirabade los pelos. Me pareció que mi oído se afinaba, que mi voz seaniñaba, que mi madre me decía que aún tenía que llenarmedio cubo más de coquinas, si quería que las guisásemos.Miré la urna, miré el mar, miré a mi hermano.

—Eres igual que ella —me dijo de pronto—. Y vas a acabarcomo ella.

—¿Enferma? —pregunté, depositando la urna en el suelo,entre los dos.

—No, eso no. Dios no lo quiera. Sola —me dijo.Miré otra vez la urna. Era de antracita, conspicua como mi

madre, apagada como el día, y tenía asa. Parecía la cesta de unaCaperucita apocalíptica. Luego miré a mi hermano. Tenía lamirada enfangada y una sonrisa pequeña que no supe inter-pretar si era de vergüenza o de triunfo. Recogió la urna de laarena, dejó caer el bouquet de rosas sobre la tierra húmeda ycaminó hacia la orilla.

—Acabemos —dijo.Lo seguí, aunque no seguí su ritmo. Más bien lo vi alejarse.Cuando llegó a la orilla, se volvió hacia mí, esperó a que me

aproximase un poco y destapó la urna. El viento arrastró la ceni-za. Literalmente la escupió en mi dirección. Mi madre me entrópor la nariz, por la boca, se me enredó en las cuerdas vocales.Escuché su voz, escuché su risa, su risa abierta, y acerté a meter-le el dedo en la mella que tenía, en ese hueco que nunca quisocubrirse. Vete tú a saber por qué.<

tw Mar Charneco. Cambió el mundo de la publicidad por el de la escritura en 2010. Realizó el itine-rario de novela de la Escuela de Escritores y actualmente cursa el Máster de narrativa. Ha publica-do El lunar en la antología de relatos Un cielo propio de Ede, Ave del paraíso en la revista literariaLa gran belleza y La urna en Cuentos para el andén. Acaba de terminar su segunda novela.

Page 40: Ctos. anden 62cuentosanden.com/wp-content/uploads/2018/04/Cuentos_anden_66.pdf · maban y alegraban durante siete noches por semana. Uno de los miembros más destacados de la colonia