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Capítulo 24 El golpe de la Dama de Rosa La nieve seguía cayendo sin parar, aunque en aquellos momentos los enormes copos caían con ligereza y no como una manta blanca, como en la noche anterior. Frotó sus manos enguantadas contra los bolsillos del larguísimo abrigo blanco que llevaba y se encogió un poco para que la bufanda le cubriera todavía más el rostro. Hacía tantísimo frío. Las temperaturas caían por debajo de los cero grados, algo a lo que no estaba acostumbrada. Por eso, sintió alivio cuando encontró la boca del metro y descendió las escaleras hasta estar en aquellos túneles infestados de gente. Normalmente, el estar tan sumamente acompañada la ponía de los nervios, pero en aquellos momentos lo agradeció, pues elevaba todavía más la temperatura. El metro de Moscú recibía el sobrenombre de El palacio subterráneo y entendió por qué era así: era un lugar precioso. El suelo estaba cubierto de baldosas que le hacían parecerse a un tablero de ajedrez que combinaba cuadros marrones oscuros y otros más claros, tirando al ocre. En las paredes había complejas vidrieras con cristales azules y amarillos que formaban dibujos intrínsecos. Disfrutó del viaje hasta el museo Borovikovski, llamado así en honor al pintor ucraniano que se dedicó, sobre todo, a los retratos. Se trataba de un edificio de una sola planta, alargado, inmenso, casi parecía un palacio. Lo rodeaba una alta verja demasiado recargada, que delimitaba los terrenos llenos de frondosos árboles. La puerta de hoja doble era de madera reforzada por acero, tenía un aspecto pesado, además estaba custodiada por dos guardias. Tuvo que pasar por el detector de metales, antes de pasear por las distintas colecciones. Había una dedicada a los retratos que Borovikovski de la familia real, antepasados de Nicolás II. Además de los cuadros, había estatuas e incluso algunas de las joyas que habían sobrevivido al paso del tiempo y a las revoluciones, entre ellas una tiara de diamantes con uno enorme y rosa en el centro. Le echó un vistazo antes de ir al cuarto de baño, donde había una madre acompañando a su hija pequeña. Tuvo que aguardar en uno de los cubículos, antes de quedarse a solas. Entonces colgó un cartel de “Fuera de servicio” en la puerta, antes de rebuscar en el bolso que llevaba. Sacó una cuerda que ató al pomo de la puerta de entrada y también a uno de los váteres para, así, impedir que nadie entrara. Una vez se hubo asegurado de que así era, se situó frente al espejo, encontrándose con una joven con una corta melena negra que le llegaba hasta el lóbulo de las orejas y un espeso flequillo que casi le cubría los ojos. Se quitó la peluca, dejando al descubierto su pelo castaño, que le cayó hasta los hombros. Después, comenzó a quitarse aquella ropa de señora pudiente para colocarse unos ajustados pantalones negros y un jersey de cuello de cisne y manga larga. Se recogió el pelo con una goma, haciendo una mueca al ver la corta coleta que le quedó. Agitó la cabeza para olvidarse de aquello, antes de mirar en derredor, encontrando una papelera metálica de forma rectangular. La colocó debajo de la rejilla de ventilación, se subió a ella y comenzó a destornillar la rejilla. Tras dejar la papelera donde estaba, se subió al hueco y se deslizó por los tubos metálicos hasta la rejilla que daba a la sala donde estaba la Dama de Rosa, entonces murmuró: - En mi posición. - Te daré la señal cuando me encargue de las cámaras - dijo Álvaro, haciendo una pausa antes de añadir.- Aún puedo intentar desconectar el sistema de seguridad.

Cuatro damas: Capítulos 24 y 25

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Tania y Jero acompañan a Ariadne y Álvaro hasta Rusia en busca de una de las Damas.

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Capítulo 24 El golpe de la Dama de Rosa

La nieve seguía cayendo sin parar, aunque en aquellos momentos los enormes copos caían con ligereza y no como una manta blanca, como en la noche anterior. Frotó sus manos enguantadas contra los bolsillos del larguísimo abrigo blanco que llevaba y se encogió un poco para que la bufanda le cubriera todavía más el rostro. Hacía tantísimo frío. Las temperaturas caían por debajo de los cero grados, algo a lo que no estaba acostumbrada. Por eso, sintió alivio cuando encontró la boca del metro y descendió las escaleras hasta estar en aquellos túneles infestados de gente. Normalmente, el estar tan sumamente acompañada la ponía de los nervios, pero en aquellos momentos lo agradeció, pues elevaba todavía más la temperatura. El metro de Moscú recibía el sobrenombre de El palacio subterráneo y entendió por qué era así: era un lugar precioso. El suelo estaba cubierto de baldosas que le hacían parecerse a un tablero de ajedrez que combinaba cuadros marrones oscuros y otros más claros, tirando al ocre. En las paredes había complejas vidrieras con cristales azules y amarillos que formaban dibujos intrínsecos. Disfrutó del viaje hasta el museo Borovikovski, llamado así en honor al pintor ucraniano que se dedicó, sobre todo, a los retratos. Se trataba de un edificio de una sola planta, alargado, inmenso, casi parecía un palacio. Lo rodeaba una alta verja demasiado recargada, que delimitaba los terrenos llenos de frondosos árboles. La puerta de hoja doble era de madera reforzada por acero, tenía un aspecto pesado, además estaba custodiada por dos guardias. Tuvo que pasar por el detector de metales, antes de pasear por las distintas colecciones. Había una dedicada a los retratos que Borovikovski de la familia real, antepasados de Nicolás II. Además de los cuadros, había estatuas e incluso algunas de las joyas que habían sobrevivido al paso del tiempo y a las revoluciones, entre ellas una tiara de diamantes con uno enorme y rosa en el centro. Le echó un vistazo antes de ir al cuarto de baño, donde había una madre acompañando a su hija pequeña. Tuvo que aguardar en uno de los cubículos, antes de quedarse a solas. Entonces colgó un cartel de “Fuera de servicio” en la puerta, antes de rebuscar en el bolso que llevaba. Sacó una cuerda que ató al pomo de la puerta de entrada y también a uno de los váteres para, así, impedir que nadie entrara. Una vez se hubo asegurado de que así era, se situó frente al espejo, encontrándose con una joven con una corta melena negra que le llegaba hasta el lóbulo de las orejas y un espeso flequillo que casi le cubría los ojos. Se quitó la peluca, dejando al descubierto su pelo castaño, que le cayó hasta los hombros. Después, comenzó a quitarse aquella ropa de señora pudiente para colocarse unos ajustados pantalones negros y un jersey de cuello de cisne y manga larga. Se recogió el pelo con una goma, haciendo una mueca al ver la corta coleta que le quedó. Agitó la cabeza para olvidarse de aquello, antes de mirar en derredor, encontrando una papelera metálica de forma rectangular. La colocó debajo de la rejilla de ventilación, se subió a ella y comenzó a destornillar la rejilla. Tras dejar la papelera donde estaba, se subió al hueco y se deslizó por los tubos metálicos hasta la rejilla que daba a la sala donde estaba la Dama de Rosa, entonces murmuró: - En mi posición.

- Te daré la señal cuando me encargue de las cámaras - dijo Álvaro, haciendo una pausa antes de añadir.- Aún puedo intentar desconectar el sistema de seguridad.

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- Podrían saltar las alarmas y los guardias se darían cuenta de todos modos - rebatió Ariadne en susurros.- ¿O te crees que no se darían cuenta de que falta una telaraña de luz roja entorno a todas las obras? Además, no lo necesito - apuntó con petulancia. - El ego es el peor enemigo de un ladrón. - No es ego, es experiencia. - Bien. Álvaro puso los ojos en blanco y comenzó a masajearse las sienes, lo que hizo que Tania y Jero compartieran una sonrisa. Estaba claro que Ariadne y Álvaro se enervaban a partes iguales, sacando de sus casillas al otro. Ellos tres estaban a salvo en la habitación de su hotel de la Plaza Roja, observando a Ariadne a través de una esfera de cristal, lo que, en un principio, les había resultado hilarante. Álvaro les había explicado que se trataba de un Objeto que permitía seguir a una persona, incluso comunicarse con ella, sin necesidad de cámaras o micrófonos. A decir verdad, ni ella ni Jero hacían falta en la misión, pero ambos se habían empeñado en ir y Álvaro tampoco ofreció demasiada resistencia. El jueves por la noche cogieron un avión hacia Moscú, la capital de Rusia, ciudad que visitaron durante la mañana hasta que el golpe debía de dar comienzo. Al recordar aquello estuvo a punto de echarse a reír, era tan surrealista el pensar cosas como aquella, era como estar en una película. Menudos días llevaba: aquel estaba en una de ladrones y el anterior en una romántica. Sonrió como una idiota al recordar la noche que pasó a solas con Rubén, los besos, los arrumacos... El que le contara aquella historia tan personal. Su situación, en cambio, era un auténtico problema, pero estaba segura de que encontrarían alguna solución. - ¿Y tú hacías estas cosas? - preguntó Jero a Álvaro. - Antes. Parece ya una eternidad - suspiró el interpelado. - ¿Qué pasó exactamente? - ante la conversación, Tania regresó a la realidad y decidió aprovechar la coyuntura para saciar su curiosidad.- ¿Cómo ocurrió? - Me temo que no puedo responderte a eso, cielo - se encogió de hombros su tío. - ¿Tendrías que matarme si lo hicieras? - Nunca haría eso - observó Álvaro, frunciendo un poco el ceño, antes de sonreír de oreja a oreja.- Pero no es por eso. Hice la promesa de no contar esa historia y soy un hombre de palabra a pesar de todo. Siempre cumplo mis promesas. - ¿Una promesa a...? El rostro habitualmente alegre de Álvaro se ensombreció un poco, pareciendo de pronto muy triste. Nunca le había visto así, lo que le sorprendió. - A una vieja amiga - respondió. - ¿La conozco? - No - negó acompañándose de un gesto desdeñoso. Un instante después volvía a ser el de siempre al mirarla a los ojos.- Cada día te pareces más a tu padre, ¿sabes? Aunque has heredado varios de sus rasgos más desagradables: curiosidad desmedida e incontinencia verbal. - Ya sabes, de mayor periodista - apuntó Jero. - Pero de las que salen en la tele y en las revistas para hombres - Álvaro le pasó un brazo por los hombros.- ¡Podrías ser la nueva Sara Carbonero! Los dos comenzaron a bromear sobre aquel tema, por lo que Tania tuvo que soportarlos durante un buen rato.

- Ariadne, he colocado las grabaciones de ayer. Si los guardias las miran, no se darán cuenta y no te verán - le informó Álvaro en voz baja.- Prepárate, los guardias se dirigen hacia ahí para hacer su ronda. Espera...- alargó las sílabas, quedándose callado, mientras ella se aferraba a la rejilla.- Salen de ahí. Aguarda un momento... Se alejan... Vale, ya puedes bajar.

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Menos mal. Empezaba a tener complejo de sardina en lata. Tiró de la rejilla hacia arriba, la dejó en el conducto de ventilación y se deslizó por el hueco hasta aterrizar elegantemente en el suelo En aquella sala en concreto, tan sólo dos piezas tenían la protección más cuidada: una estatua de oro y la tiara de diamantes. Sonrió un poco, era divertido cuando los robos eran más bien difíciles... Y aquel era todo un reto. Entorno a la vitrina donde estaba la tiara había una telaraña de rayos láser que se movían continuamente. Si tocaba algún haz de luz, la alarma resonaría y sería atrapada. Se quedó quieta frente a ellos, observándolos con atención, fijándose en su recorrido... Hasta que, al fin, descubrió el movimiento que llevaban a cabo. Si algo había descubierto a lo largo de su formación, era que ningún sistema de seguridad era perfecto o, siquiera, impenetrable; se debía a que, por mucho que quisieran parecer aleatorios e impredecibles no lo eran, siempre seguían un patrón. Tomó aire antes de saltar hacia la telaraña. Y pasó a interpretar una compleja coreografía con rapidez y con movimientos sedosos, que fluían con naturalidad y gracia. Al suelo, saltar, agacharse... Hizo de todo, atravesando la red de luz con aparente facilidad. Al final, alcanzó la vitrina.

- ¿Cómo cojones ha hecho eso? La boca de Jero estaba tan abierta que resultaba hasta cómico, pero, a decir verdad, la de ella tendría que estar exactamente igual. Acaba de ver a Ariadne moverse y contorsionarse para cruzar lo que, a priori, parecía algo imposible: un montón de rayos de luz roja que se movían sin cesar de manera aleatoria. - Es buena - sonrió Álvaro. - Yo se lo vi hacer a Vincent Cassel en Ocean’s twelve, pero... ¡Dios, eso ha sido en auténtico directo y con rayos láser de verdad! ¡De verdad! - exclamó Jero, emocionado.- Ey, un momento... ¿Esas cosas cortan? - Estás confundiendo la realidad con el cine - suspiró Álvaro. - Lo dice el hombre que pertenece a un clan de asesinos, mientras miramos a una compañera de clase robar un diamante de color rosa que tiene poderes. - Touché.

¿Se darán cuenta de que les escucho y me molestan? Ariadne, tú a lo tuyo, ignora las voces de tu cabeza... Genial, y ahora sueno como una loca de atar. Conteniendo un suspiro, se llevó la mano a la cadera donde llevaba un cinturón con un estuche de cuero y de donde sacó un compás terminado en una punta de diamante. Hacía mucho que no realizaba una extracción de aquella manera, por eso disfrutó al poder hacerlo así. No había nada como los clásicos. Con el instrumento trazó un círculo perfecto en el cristal y del tamaño suficiente como para que pudiera introducir ambas manos. Después, ayudándose de una ventosa, sacó el círculo de cristal de su sitio y lo depositó con cuidado en el suelo. Entonces tomó aire, mientras cogía la figurita que llevaba guardaba en el estuche. A ella le habría gustado que fuera su marca, un zorro de color plateado, pero tanto su tío como el asesino habían insistido en que no era recomendable: no querían que nadie sospechara que El zorro plateado estaba detrás de las Damas. Por eso, se había limitado a coger una mísera figura de plomo que pesaba exactamente lo mismo que la tiara.

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Flexionó los dedos unas cuantas veces, antes de colocarse frente al agujero en el cristal, introduciendo ambas manos con cuidado. Colocó la derecha a menos de un centímetro de la tiara, mientras que en la izquierda descansaba la figurita de plomo. Volvió a coger aire. Era un mero movimiento de muñeca, un mísero segundo, pero era la parte más delicada de su plan. Se envalentonó. En un visto y no visto, apartó la tiara de su soporte y colocó la figura en su lugar. Se quedó quieta, expectante. Con cuidado, todavía examinando su trabajo, sacó la tiara de la vitrina. Aguardó unos instantes más, hasta que, al final, sonrió de oreja a oreja. La alarma no había saltado. Lo había logrado, había dado el cambiazo. ¡Chúpate esa, Indy! Volvió a moverse con rapidez, primero cubriendo la tiara con papel de plata (que llevaba, cuidadosamente doblado en forma de cuadrado, en el estuche de cuero) y, después, empujándola para que se deslizara por el suelo. En cuanto se detuvo, Ariadne volvió a interpretar aquella danza improvisada para esquivar los rayos láser.

- El papel de plata refleja los rayos, que no se rompen y, por tanto, no activan la alarma - explicó Álvaro, adelantándose a sus dos jóvenes acompañantes que seguían boquiabiertos.- Es más útil que llevarla encima mientras esquiva los rayos. - Mola - dijo Jero, antes de añadir.- Yo de mayor quiero ser ladrón. - Nunca podrías ser como ella - repuso el hombre con un deje de admiración, aunque Tania notó que contenía algo más, ¿pena? ¿Compasión? No creía que a Ariadne le gustara que alguien se compadeciera de ella... Su tío cubrió la esfera con un pañuelo negro de terciopelo, mientras les miraba con seriedad.- ¿Qué hacías a los cuatro años, Jero? - No sé... Supongo que dormir, comer, dar la lata a mis padres... - Jugar - apuntó ella.- Hacer travesuras... Ser un niño. - Ariadne jugaba a robarle la cartera a un muñeco sin que sonaran las campanillas que llevaba cosidas - les informó con gesto apesadumbrado.- Y estaba con gente que le hablaba en varios idiomas y empezaba a practicar gimnasia rítmica...- Álvaro se revolvió sus cabellos dorados con aquella gracia innata en él.- Ahora mismo ser un ladrón os puede parecer divertido, alucinante, guay... Como quiera que lo digáis ahora. Pero, la cuestión, es que no lo es. >>Ser ladrón es un trabajo, uno muy difícil. Cada día te enfrentas a riesgos, entre los cuales el menos peligroso es acabar en la cárcel. Y no tienes nada. Ni residencia fija, ni familia, ni amigos... Por no tener, no tienes ni nombre ni voluntad. Ni siquiera Felipe, el rey de los ladrones, dispone de voluntad. Hay normas, protocolos... - Pero parece tan feliz - observó Tania, señalando la bola de cristal con la cabeza. - Tú no eres Ariadne. Bueno, para ser justos, diré que no creo que haya nadie como ella - opinó su tío con los labios crispados.- Ariadne es presa de la libertad y está casada con la soledad. Créeme, en eso nos parecemos. Tania se preguntó por qué la miraba al decir aquello.

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Capítulo 25 Suerte

- ¡Es tan bonita! Los cuatro estaban en un avión privado que Álvaro había alquilado para regresar a Madrid cuando antes. Por lo tanto, estaban a solas repartidos de cualquier manera en los pocos asientos que había. Ella estaba sentada junto a Jero, viendo una película que les habían puesto, aunque hacía rato que habían dejado de mirarla, ya que estaban muy entretenidos observando a su amiga: Ariadne estaba en los dos asientos de al lado, abrazando la tiara como si fuera el peluche más mono del mundo. - ¿Quieres estarte quieta? - preguntó, irritado, Álvaro. Ariadne se colocó la tiara sobre la cabeza y Tania no pudo evitar pensar que era la viva imagen de cómo se imaginaba a una zarina (creada, en parte, gracias a que había acabado viendo la película de dibujos de Anastasia): hermosa, con aquellos rasgos elegantes y con el pelo en perfecto estado... Y no la mezcla de mechones ondulados y lisos que tenía ella. - ¿Así está mejor? - Ariadne sacó la lengua, burlona. - Como acabe dañada, te tiro del avión. - ¡Eh! ¿Con quién crees que estás hablando? - preguntó la chica, dolida.- Sé cuidar muy bien de las obras de arte y de esta clase de Objetos más. Los dos se enzarzaron en un combate dialéctico del que Tania no tardó en desconectar, no le interesaba demasiado la animadversión mutua que se tenían su amiga y su tío. Se recostó en Jero, ignorando también el hecho de que su cuerpo se tensaba. A veces no entendía cómo Jero podía mostrarse tan incómodo ante esa clase de gestos. - ¿Sabes? Llevas un par de días... Rara. - ¿Rara, cómo? Jero se quedó un instante callado, como meditando la respuesta, mientras Tania alzaba la mirada hacia él. Tenía el semblante serio, no había ni rastro de la sonrisa perenne que le conocía, le hacía parecer más maduro. - En calma - contestó con suavidad.- Es la primera vez desde que te conozco que estás tan serena, tan bien... Como si ya no hubiera nada que te atormentara. - Bueno...- consideró Tania.- Parece que las cosas empiezan a funcionar. - ¿Ahora llamas “cosa” a Rubén? - No - se incorporó, mirando con seriedad a su amigo, percatándose entonces de que había algo en él que hacía tiempo que no veía: carácter, enfado... Aquella vez le preguntó si le consideraba idiota y temía que se sintiera igual en aquella ocasión.- Pero hay más en mi vida que él, por si no lo recuerdas. - Pero tu carácter depende de él. - Eso no es cierto. - Cuando te enfadas con él, lo haces con el mundo. Cuando surgen complicaciones, vas por ahí como un alma en pena...- dijo con frialdad.- Y, al parecer, cuando avanzas con él, vives en una película Disney: te faltan los animalitos e ir cantando tus sentimientos por ahí. - ¿Y qué problema hay con que esté bien con Rubén, eh? - preguntó ella en tono cortante, no veía por qué Jero tenía que ponerse así. - ¡Que te estás auto-engañando! ¡Que nunca funcionará! - ¿Y tú qué sabes? - No dejará a Erika. Me dejó a mí, pero a ella no y ahora no será diferente. - Quizás yo soy más importante para él de lo que tú fuiste jamás - Tania entrecerró los ojos, mordiéndose la lengua para no soltar el secreto de Rubén.- Créeme, le conozco mejor que tú y él confía más en mí que en ti.

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- Lo que tú digas. Jero se puso en pie para cruzar el avión y sentarse al lado de Ariadne, que le miró durante un segundo, antes de dudar otro y acabar sacando un libro tras el que esconderse. Tanto Álvaro como ella se habían callado hacía ya rato, seguramente sorprendidos ante la discusión que acababan de escuchar. Tania se cambió de asiento, colocándose en el que había estado Jero para poder mirar las nubes a través de la ventanilla. Bastante violenta se sentía por lo sucedido, como para tener que afrontar a su tío y su amiga, prefería estar sola. Sensación que aumentó cuando, por el rabillo del ojo, comprobó que Ariadne y Jero hablaban en susurros, ¿desde cuándo se llevaban ellos dos bien, eh? ¡Si estaban todo el día peleándose! Aterrizaron en el aeropuerto de Madrid poco antes de medianoche. El ambiente entre ellos seguía enrarecido, sobre todo porque Tania seguía de mal humor por la discusión; Jero tampoco parecía muy contento, pero llevaba todo el viaje hablando con Ariadne y sin sus habituales pullas o sin darse manotazos como dos niños pequeños, lo que acentuaba su estado de hosquedad. Antes de abandonar el avión, Álvaro y Ariadne habían separado la Dama de la tiara, por lo que él llevaba un maletín con la joya y ella guardaba el diamante en su chaqueta de cuero azul. Tania no entendía por qué lo hicieron, pero tampoco tenía ganas de preguntar, así que se limitó a caminar detrás de su tío que encabezaba la comitiva. Por suerte, pronto vería a Rubén con el que podría deshogarse y... Un momento, ¿por qué Álvaro se había detenido? Alzó la mirada para observarle. Sus hombros se habían tensado, se había quedado muy quieto, aunque daba la sensación de que la estaba cubriendo. ¿Qué ocurría? - He de admitir que jamás pensé que fueras tú - dijo Álvaro. Sus dos amigos habían llegado a la altura de Tania y Ariadne, velozmente, les agarró de los brazos tanto a Jero como a ella para retenerlos. Nunca la había visto tan tensa, mantenía el rostro clavado en algún punto más allá de Álvaro y daba la sensación de que estaba preparada para salir corriendo con ellos dos a cuestas. - Aunque tiene sentido. Mateo confía en ti casi tanto como en mí. Tania sintió que se quedaba sin respiración. ¿Qué estaba pasando? Y entonces escuchó una risa femenina. Una risa que le era sumamente familiar. Algo se encendió en su interior, algo que la impulsó a luchar contra la firme tenaza que era la mano de Ariadne. De algún modo, logró zafarse y salir corriendo hasta alcanzar a su tío, que estiró el brazo para atraparla en su frenética carrera. Sentía los fuertes brazos de Álvaro entorno a ella, aferrándola, mientras seguía luchando con tanto ahínco sus rubios cabellos le cayeron por la cara. A través de aquella marea de oro, logró ver a una mujer frente a ellos. Mantenía las piernas ligeramente abiertas y los brazos extendidos hacia ellos dos, sosteniendo una pistola con la que les apuntaba. La mujer vestía un abrigo largo de color hueso, una bufanda rosa y sus mejillas estaban enrojecidas por el frío... Como siempre le ocurría a partir de otoño. - ¿Lucía...? - logró articular ella. - Hola, Tania - sonrió la mujer.- Tú no tenías que estar aquí. Y tú tampoco... No tenías que ser tú... Tú no... Sintió que las piernas le flaquearon y que hubiera caído al suelo de no haber sido por Álvaro, que seguía sosteniéndola, siendo el único salvavidas al que podía aferrarse cuando su mundo se caía a pedazos. Lucía era lo más parecido que había tenido jamás a una madre, ¿cómo había podido traicionarla? Ajena a su sufrimiento, Lucía siguió tan tranquila. Quiso chillar con todas sus fuerzas por eso, ¿cómo podía ser justo? La traición era una puñalada que quemaba y escocía, nunca había sufrido tanto, pero para Lucía el mundo seguía siendo el mismo, seguía tan calmada.

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- Yo de ti me quedaría quieta, princesita - dijo entonces Lucía. Tania miró por encima de su hombro. Detrás de ellos, aunque bastante cercanos, seguían Jero y Ariadne, aunque las tornas habían cambiado. Era él quien sujetaba a ella. Ariadne, con el rostro ensombrecido por la rabia y el desafío, parecía a punto de abalanzarse sobre Lucía; de hecho, parecía un animal salvaje, como una pantera: elegante y hermosa, pero peligrosa y fiera. - Te juro que...- comenzó a decir. - No jures - le advirtió Lucía, que parecía divertida, curvando sus labios teñidos de carmín en una mueca burlona.- Sé quién eres. Sé lo que eres. Los ladrones no matan - se quedó un instante callada, mientras comenzaba a desenroscar la larga bufanda rosa con parsimonia.- Como ladrona, supongo que sabrás qué es esto. La bufanda salió volando como si fuera una cometa y Tania no pudo evitar seguirla con la mirada un momento, aunque al siguiente volvió a concentrarse en Lucía. Sus esbeltos dedos, completamente desnudos, jugueteaban con un colgante. Era un círculo plano de oro, tendría el tamaño de un CD y le caía pesadamente hasta el ombligo gracias a una cadena de pequeños eslabones; en el círculo había algo grabado, además de cinco pequeñas gemas que brillaban, a pesar de la poca luz que les envolvía. - El medallón de Morgana - Ariadne la miró de hito en hito. - Me encantan los ladrones. Son como una enciclopedia viviente - sonrió Lucía. - Eso es algo muy malo, ¿verdad? - oyó decir a Jero. - No mucho - respondió Ariadne, haciendo un gesto desdeñoso.- Tan sólo te permite hacer magia negra con facilidad y... ¿Qué más era? ¡Ah, sí! Invoca a un ejército de esqueletos muy, muy cabreados...- la chica agitó los dedos de nuevo.- ¡Minucias! - Si me dais la tiara, no invocaré nada - asintió Lucía. - ¡Oh, venga ya! - exclamó Álvaro, carcajeándose. Se situó delante de Tania, aunque ésta siguió sujetando el brazo de su tío como si le fuera la vida en ello, sin dejar de mirarle; observó que los ojos de Álvaro brillaban, incluso habían aparecido varias arrugas entorno a ellos, intensificando el extraño aire risueño que parecía invadirle.- Los dos sabemos que eso es una burda mentira. Lucía ladeó la cabeza, sonriendo con suficiencia. - ¿Y qué crees que va a pasar, amigo mío? - Invocarás a tu ejército que nos atacará. Apresarás a Ariadne porque la necesitas, sólo tendrías una Dama y ella es la única que puede conseguirte el resto - la calma de Álvaro resultaba inquietante, sobre todo por lo que estaba diciendo.- Si no eres una desalmada y una grandísima hija de puta, mantendrás a Tania con vida porque la has visto crecer - hizo una pausa, volviéndose un poco hacia Jero.- Y mucho me temo, chaval, que tú y yo acabaremos criando malvas. Sólo somos un estorbo, como el bueno de Ismael. - He de decir que Ismael era un estorbo mayor. Él era inteligente - Lucía guiñó un ojo. - ¿Y quién dice que yo no? - Cualquiera que te conozca. Álvaro volvió a reírse y Tania, de pronto, tuvo todavía más miedo. No le estaba gustando como se estaban desarrollando los acontecimientos. Tenía el presentimiento de que iba a suceder algo malo, una pelea o algo así. - Tania, preciosa - su tío se agachó un poco, acariciándole los cabellos.- ¿Te importaría apartarte un poco? Necesito recuperar mi brazo. Le guiñó un ojo con aquella sonrisa encantadora, esa que decía “todo va a salir bien”. Pero, en aquella ocasión, Tania tenía la sensación de que nada iba a salir bien, sino todo lo contrario. Álvaro cogió la maleta que había dejado caer al suelo y la abrió, al mismo tiempo que lanzaba miradas continuas a Lucía para mantenerla tranquila. Con mucho cuidado, sacó la tiara, que parecía desamparada sin el diamante rosa que la coronaba. Primero se la colocó sobre la cabeza, aunque un segundo después se la lanzó a Lucía, que la atrapó al vuelo.

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- ¿Pero qué...? - gruñó ella. - ¿Sabes cuál es el problema de ser tan rematadamente guapo? - preguntó en tono burlón, agitando la cabeza con petulancia.- Que la gente tiende a pensar que soy idiota. Bueno, bien pensado, no es problema para mí. - ¿Dónde está la Dama? - En algún lugar entre Moscú y Madrid - soltó una risita ante la mirada incrédula de la mujer, cuyos dedos sostuvieron la tiara con tanta fuerza que incluso crujieron.- A lo que iba, que tienes un problema, querida. Sólo yo sé dónde está la Dama, pero, claro, si haces daño a alguno de los presentes, pues... Estos labios finos y varoniles permanecerán callados. Lucía se quedó un instante callada. Examinó la tiara de nuevo, aunque no tardó en arrojarla al suelo, haciendo que aterrizara a los pies de Ariadne. - Supongo que tú la necesitarás más, princesa. - ¡Genial! - Ariadne dio palmaditas, emocionada.- Ya sólo me falta la de Miss España para sentirme realizada. ¿Cuándo se abre el plazo de inscripción para ser Miss Madrid? - Hilarante - Lucía hizo una mueca. Al tener las manos libres, volvió a juguetear con el refulgente colgante que tenía. Entonces clavó la mirada en ellos cuatro y sus ojos brillaron con malicia, antes de comenzar a entonar una especie de cántico en un idioma que Tania no entendía. El amuleto pareció cobrar vida propia, se levantó, como si estuviera levitando en el aire, irradiando llameantes rayos de luz. Los haces no desaparecieron, sino que se fueron quedando entorno a ellos hasta que, en cuestión de unos segundos, se convirtieron en algo más físico, más carnal... Lo que era un decir. Eran unos seres altos, con forma de hombre, aunque no había ni un jirón de piel o de músculo sobre sus huesos. Éstos no eran como los que Tania había visto en los libros de biología, de un tono claro, tirando a blanco sin serlo; eran de color marrón oscuro, olían a humedad y podrido, como si fueran más viejos que el mismo mundo. Aunque no por ello parecían desvalidos, todo lo contrario. En las cavidades negras y profundas donde debían de haber estado los ojos, había un punto de luz roja de la que emanaba algo peligroso, algo que era lo que Tania se imaginaba cuando leía la expresión “sed de sangre”. Nunca había sentido tanto miedo. Se quedó paralizada. Por suerte, Álvaro sí que supo reaccionar a tiempo. Moviéndose como un felino, con aquella gracilidad natural que parecía el fluir del agua, se adelantó y encaró a uno de aquellos inquietantes seres. Le agarró el cráneo con ambas manos, arrancándoselo de la columna vertebral, mientras lo hacía trizas. El resto del esqueleto cayó al suelo y Álvaro saltó, esquivando la estocada que otro ser acababa de asestarle, mientras le arrebataba la espada al primero. Empuñándola, trazó una circunferencia que partió en dos a su atacante. A él también le robó el arma, que, tras emitir un agudo silbido, le lanzó a Ariadne.

Atrapó la espada al vuelo, cerrando los dedos entorno a la empuñadura. No le gustaban las armas porque con ellas se mataban a personas, pero siempre había habido una parte de ella que las admiraba como si fueran obras de arte. Aunque, claro, no era el momento indicado para poder contemplarla, así que se limitó a empuñarla. Introdujo el filo en la asquerosa caja torácica de uno de esos esqueletos y, con fuerza, tiró de la espada hacia arriba, partiendo aquellos huesos viejos y nauseabundos. Escuchó un grito. Guiándose por él, giró sobre sí misma para ver como dos esqueletos intentaban hacerse con sus amigos: uno agarraba a Tania del brazo, mientras que otro aprisionaba a Jero dándole una especie de abrazo de oso. Saltó sobre ellos. De un mandoble, amputó el brazo del primer ser,

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liberando a la chica. Alzó el filo por encima de su cabeza, al mismo tiempo que volvía a girar sobre sí misma para hundirlo en la calavera del segundo. Jero le echó una mano, inclinándose hacia delante con todas sus fuerzas, por lo que acabó en el suelo enredado con el esqueleto. Se quedó quieto. Ariadne aprovechó para hacer trizas los huesos con saña, no estaba dispuesta a que volviera a recomponerse con facilidad. Le tendió una mano a su amigo. - ¿Sabes una cosa, elfa buenorra que acaba de salvarme? - preguntó él; estaba pálido, seguramente estaría aterrado, pero logró esbozar algo parecido a una sonrisa.- Prefiero Dragones y mazmorras que esto. Es menos asqueroso. - Hay cosas peores - se encogió ella de hombros. Sobre todo porque aquellas cosas no querían herirles de verdad. A lo largo de su vida, Ariadne había entrenado y se había enfrentado a cosas como guardianes de Objetos e, incluso, algún que otro asesino. Por eso, sabía que aquellos esqueletos no querían herirles, lo que, en parte, la ponía más nerviosa. ¿Qué querían entonces? ¿Atraparlos? Volvió a escuchar a Lucía decir algo en latín, por lo que se volvió hacia ella a tiempo de ver cómo el medallón volvía a brillar. De él brotó un denso humo de color violeta que, primero, envolvió a Álvaro. El hombre cayó al suelo, inconsciente. - ¡Corred! - exclamó ella, alargando el brazo para retener a Tania que, gritando el nombre del que consideraba su tío, había comenzado a dirigirse hacia él. - Pero...- protestó su amiga. Ariadne les instó a huir y, aunque tanto Jero como ella tiraron de Tania, no pudieron hacerlo en realidad. El extraño humo violeta era más rápido. Les envolvió como una pesada niebla. Cerró los ojos, maldiciendo. No había escapatoria. Habían caído en las redes de aquella maldita mujer y los cuatro acabarían compartiendo celda con Mateo. Esperó y esperó... ... Pero no llegó a perder la consciencia. Seguía siendo plenamente consciente de todo, así que volvió a abrir los ojos, sorprendida. El humo había desaparecido. Ella seguía en pie en medio de la pista de aterrizaje, como si nada. Echó un vistazo. Cerca de ella, se encontraba Jero tumbado en el suelo con una postura desmadejada; al otro lado, Tania permanecía encogida con sus largos y dorados cabellos expandidos por la graba. Pero ella seguía en pie. No sabía ni cómo ni por qué, tan sólo que debía escapar. Y cuanto antes. Sintió una punzada de culpabilidad, pues volvía a dejar a alguien atrás para salvarse; en realidad, era lo mejor para todos, lo más inteligente, pero seguía abandonándolos. - ¿Qué demonios...? - masculló Lucía. Ariadne echó a correr, apretando los dedos entorno al mango de la espada que seguía sosteniendo. Aquello debió de coger de improviso a Lucía, a la que le costó reaccionar. Cuanto fue a hacerlo, ya era demasiado tarde, pues Ariadne había llegado a su altura y le asestó un golpe en el rostro con la empuñadura del arma, dejándola inconsciente. Soltando la espada, que rebotó en el suelo provocando un gran y estridente sonido, entró en el aeropuerto. Normalmente, los aeropuertos estaban tan llenos de gente que eran un hervideros de ruidos con conversaciones, anuncios por altavoces, discusiones... En aquella ocasión no fue así. Silencio, eso fue todo lo que encontró. Allá donde mirara veía a personas dormidas: en los bancos, en el suelo, sobre mostradores... Se sintió como en la película de La bella durmiente, cuando las tres hadas hacían dormir a todo el reino porque Aurora había caído en la trampa de la malvada Maléfica y estaba confinada en su cama, presa de un sueño cuasi eterno. Aún así, siguió corriendo. En su frenética carrera, encontró un grupo de guardias de seguridad que estaban durmiendo apoyados unos contra otros. Se permitió el lujo de detenerse junto a ellos para examinarlos con detenimiento. En sus cinturones había armas de fuego, aunque

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también encontró una pistola que desprendía descargas eléctricas; se quedó con esa, pues las otras no le gustaban, y prosiguió con su camino. Entonces lo oyó. Un grito áspero, antiguo, un grito que parecía provenir de la mismísima Parca. Miró por encima de su hombro para ver al ejército de esqueletos que la seguía a toda velocidad. Ella era muy rápida, desgraciadamente ellos lo eran más. Aunque, claro, ella era más imaginativa. Saltó por encima de la cinta donde examinaban las maletas por los rayos x y siguió corriendo hasta coger un extintor. Con él bajo el brazo, se acercó a una familia que dormía apaciblemente en el suelo y les quitó el carrito donde llevaban varias maletas. Soltó éstas y las lanzó con precisión contra sus perseguidores, derribando a varios de ellos, lo que provocó un efecto dominó. Joder, qué suerte. Una vez el carrito se vació, se subió en él, mientras se quitaba uno de los anillos que llevaba entre los dedos. Era un Objeto, naturalmente. Lo sujetó entre ambas manos para separarlo de tal forma que quedó convertido en un ocho de plata, lo que activaba sus poderes. Era un aumentador, con él podía hacer que un vehículo fuera más deprisa o que un filo fuera todavía más afilado... Lo colocó sobre el extintor, esperando que la potencia de éste creciera. Abrazó el extintor, contuvo el aliento y lo abrió, notando que el carrito se movía a toda velocidad por el aeropuerto en dirección a la salida. Los esqueletos acabaron reducidos a pequeños puntos, mientras que el resto no dejaba de ser franjas que se alargaban y se deformaban debido a la velocidad que había alcanzado el carrito. Cuando se dio cuenta de que se iba a estampar contra las puertas del aeropuerto, quitó el aumentador del extintor, que fue perdiendo fuelle. Cerró los ojos, maldiciéndose, pues creía que había calculado mal. Se iba a meter una hostia de campeonato. No obstante, aquello no sucedió. El carrito se detuvo justo a un centímetro de la puerta, por lo que Ariadne se quedó muy quieta, impresionada. Soltó el extintor, que rodó por las baldosas de la entrada, mientras ella se ponía en pie, dejando el Objeto en su posición de anillo inofensivo que acabó colocándose en el dedo. Una vez más... Joder, qué suerte. Se sintió segura, pues no creía que Lucía fuera capaz de enviar a su ejército detrás de ella en un lugar público. No, no se arriesgaría tanto. Caminó hasta la parada de taxis, donde se subió a uno y le pidió que le llevara al Bécquer, antes de reclinarse en los asientos, pensativa. ¿Qué narices había ocurrido? ¿Cómo se había librado de Lucía, de los esqueletos y de chocarse contra las puertas del aeropuerto? Era demasiada buena suerte, parecía cosa de... Rebuscó en su chaqueta hasta poder palpar la Dama rosa. En aquellos momentos era cálida al tacto, no como cuando la soltaron de la tiara, que estaba fría. Cerró los dedos entorno a ella, sonriendo para sí, pues acababa de descubrir qué había pasado exactamente: María, la Dama de rosa, tenía el poder de atraer la buena suerte. Estuvo a punto de reír, empezó a tener la certeza de que todo saldría bien.