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Narración de ida y vuelta. Cuento de Navidad 09. Juan Luis Trillo. pág. 1 CUENTO DE NAVIDAD 09 Narración de ida y vuelta

Cuento de Navidad 09. Jlt

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Novena edición de cuento de Navidad

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CUENTO DE NAVIDAD

09 Narración de ida y vuelta

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© Juan Luis Trillo de Leyva.

© Gabinete Literario

Sevilla, diciembre 2015

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Aquella mañana todas las cosas parecían más viejas que el viento, pensó el anciano relojero mientras observaba sin ver las hendiduras que el tiempo había depositado en el mostrador de su pequeña tienda. Podía recordar la causa de cada uno de aquellos surcos tallados en la madera, muchos días le separaban del estreno del mostrador de “madera maciza”, como le gustaba decir al carpintero de Santa Catalina que lo había construido. Con un movimiento casi imperceptible de la cabeza rechazó la melancolía asociada a aquellos recuerdos antiguos que hoy, sin ser invocados, acudían a su mente y le conectaban con ilusiones pasadas, cuando el aprendiz de la relojería de la Plaza del Pan decidió instalarse por su cuenta. Los muestrarios de correas como navajas blandas colgaban de alcayatas que casi habían perdido su forma angular por las capas de pintura que las cubrían. Le gustaba cada vez que pintaba la tienda, actividad que acometía una vez al año, cubrir con pintura todos los paramentos y con ellos todo lo que encontraba a su paso, incluidos los cables de la luz, los interruptores y los rodapié. Desconchones, chinchetas y moscas antiguas quedaban atrapados por la pintura, fosilizados, como en el interior de una masa de ámbar, por aquella nueva piel que cada año en vísperas de la Semana Santa reproducía el espacio de la tienda. Si se pudieran extraer las capas, separarlas una a una, imaginó, tendría una espléndida exposición de bellísimas habitaciones de diferentes colores y materiales, desde las primeras capas de “carburo”, a las de cal, temple, plástico… Muchos años, muchas estancias, las capas de pintura de su tienda necesitarían un espacio tan grande como la Plaza Nueva o la Alameda para ser expuestas, tantos eran los años que habían transcurrido y que había trabajado en aquella minúscula tienda de la calle Alhóndiga.

El relojero bajó la vista a su pequeño pupitre, perpendicular al mostrador, a las herramientas que hoy le parecían desgastadas, inservibles como

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los productos de un mercadillo callejero. Allí estaban ya sin brillo los portacajas metálicos de pequeñísimos tornillos, el micrómetro, los bruñidores, pinzas de todos los tamaños, el tornillo de banco que le permitía sostener los relojes mientras tenía ambas manos libres, dos martillos de joyero, varios punzones, alicates de pinzas afiladas, una vieja navaja, una caja de pequeños destornilladores, el fuelle, una perilla sanitaria de las que se utilizan para lavar los oídos, tres lupas, una de ellas con luz incorporada, algunos palitos de boj y una caja de ruedas dentadas de diversos tamaños, restos de relojes que no tuvieron arreglo. También estaba, colgado de un gran clavo, el viejo mandil de cuero con bolsillo central donde encontraba casi todo lo que se le perdía, piezas minúsculas que contrastaban con el grosero grosor de sus dedos.

Era martes y nadie había aparecido aún por la tienda esa semana, ni siquiera para pedir un cambio de pilas que era ahora su principal tarea, una tarea que podría hacer cualquier otra persona con menos habilidad que él que era capaz de desmontar un reloj por completo, separando una a una sus casi cien piezas, y volver a montarlo para que siguiera funcionando. Había ocultado que desde hacía unos años se producían en sus manos movimientos incontrolados que cada vez eran más frecuentes y que le ocasionaban algunos trastornos, pero sus conocimientos y habilidades habían aumentado tanto que era capaz de disimularlo sin graves problemas. Para su comercio lo peor eran los chinos; sí, los chinos y la avanzada edad de sus clientes, estaba rodeado de tiendas de chinos donde se podía comprar un reloj que diera la hora exacta por cinco euros, también el ciclo natural de la vida había reducido en los dos últimos años a menos de la mitad su clientela. Cada vez que lo visitaba uno de ellos y comenzaba diciendo: -¿te acuerdas de fulanito?-, él ya sabía que debía contar con un cliente menos.

Era una mañana fría que definitivamente anunciaba la llegada del invierno, daba frío ver ahora el ventilador que le había ayudado a mitigar los fuertes calores del verano pasado, su ánimo no estaba bien y era eso lo que le producía esos pensamientos depresivos, todo estaba relacionado con la conversación que había tenido con su yerno la

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pasada noche, su yerno creía que ya era hora de vender la relojería y retirarse, “a descansar” decía.

Abstraído como estaba no se dio cuenta de que una joven guiri había entrado en la relojería:

-Por favor, ¿puedo respuesta?, ¿residencia extranjeros Clic?

El ochenta por ciento de los que entraban en la tienda era para preguntar algo.

-Sí, señorita, tome la primera calle a la izquierda y tras pasar el “Rinconcillo” y una casa pintada de gris, allí está la residencia que usted busca.

-Muchas gracias, signora-, le contestó absurdamente la guiri.

No era habitual que tan próximo a la Navidad vinieran estudiantes de español. Se quedó mirando a la chica mientras salía y pensó que había merecido la pena la interrupción.

Pronto volvió a su cabeza la conversación de la noche anterior, su hija y su yerno pretendían que dada su edad, próximo a los ochenta, y el desastroso balance económico del negocio, vendiera la tienda y con el dinero obtenido y su pensión pagara la residencia de ancianos que le habían elegido, así ya no viviría tan solo… Salvo la inestabilidad de su pulso no encontraba razón alguna para dejar de trabajar, él era un autónomo con negocio propio y podía decidir cuándo se jubilaba. Comprendía que su yerno le tenía pánico a sus declaraciones de hacienda, declaraciones que él le rellenaba y de las que ya se habían derivado algunos disgustos y gastos inesperados.

A mediodía cerró aunque, como siempre, se quedó en el interior comiendo un bocadillo de jamón que le había comprado al tendero de al lado, que tenía su misma edad. Le gustaba estar sentado, casi a oscuras, tras la persiana metálica. La luz se filtraba por los bordes y con ella las conversaciones privadas que tenían lugar frente a la persiana cerrada, cuando la gente creía no ser escuchada. En cierto sentido se

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convertía en un “voyeur” de palabras. A las ocho y media, cuando cerró definitivamente la relojería, era ya noche cerrada y desde la inesperada visita de la joven “guiri” nadie había entrado, solo el frío cuando el viento entreabría la puerta de cristales. Ni siquiera le quedaban arreglos por hacer, se había entretenido en resolver los problemas de dos viejos relojes de 18 rubíes que se negaban a marcar las horas, las mismas horas que le habían convertido a él en un anciano.

Aún faltaba casi un mes para Navidad pero el centro estaba atestado de gente que iba y venía cargada con grandes bolsas adornadas con dibujos navideños. Como era su costumbre cuando andaba por la calle, miró hacia arriba, al cielo azul marino, esa noche había luna llena. Desde pequeño se había acostumbrado a identificar las constelaciones que aprendió en el Atlas del colegio, cada vez le era más difícil encontrarlas, según había leído a causa de la excesiva iluminación urbana y de la contaminación, pero él no creía que fuera esa la razón; eso, como tantas otras cosas, formaba parte del espíritu de los tiempos. Recordaba las miles de estrellas que quedaban enmarcadas en el paspartú cuadrado que formaban las fachadas del patio de columnas de la casa donde nació. Le atraían las constelaciones de estrellas, tanto por sus torpes figuras y sus extraños nombres como por su irracionalidad, cada una estaba constituida por estrellas cercanas y lejanas, grandes y pequeñas, recientes y antiguas, también pertenecientes a sistemas diferentes…, un conjunto aleatorio agrupado por un observador y su capacidad para establecer analogías. Sin embargo aquellas estrellas desconocidas entre sí tenían algo en común, estaban unidas por trazos imaginarios, por nombres antiguos y referencias a seres y objetos ajenos a ellas. Es posible que nosotros, nuestras vidas, también formen parte de una constelación que ignoramos, quizás sólo seamos el ángulo de inflexión, el punto de unión de dos rectas trazadas por la mirada de un ser que nos observa desde otro mundo.

Cuando la multitud se comenzó a disipar y abandonó la plaza de San Francisco camino de la calle Hernando Colón, sintió algo de frío. Una sonrisa que surgió de improviso de lo más profundo de sus entrañas se

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dibujó en su cara, recordó que su madre decía que él siempre tenía más frío que un gato chico, ¿cuánto tiempo sin sentir el contacto de aquellas manos suaves y pequeñas? Ya en la calle echó de menos una tienda de manualidades y juguetes, alta, estrecha y profunda, construida en madera, con un balcón - galería en planta alta que la recorría desde el fondo hasta la fachada. De aquella tienda le gustaba todo, su contenido, su forma, su fachada escaparate, su vanguardismo…, tallada como un vacío hacia el interior, como una cueva que invitaba a refugiarse en ella, su fachada era poliédrica, formada por grandes vidrios y una mínima carpintería como si fuera un fragmento de un gran diamante. La tienda ausente era una estrella más que se apagaba en su particular constelación vital, pensó.

Al llegar al punto de inflexión de la calle divisó la Puerta del Perdón que da acceso al Patio de los Naranjos, patio que siempre cruzaba en diagonal antes de que se convirtiera en dominio exclusivo de los turistas.

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Delante de ella estaba el alto muro blanco, descuidado y sucio, con chorreones negros y verdes que eran testigos de las lluvias otoñales, la muralla de aquella pequeña ciudad dentro de la ciudad. Isabel se asomó tímidamente a la calle central de la Alcaicería, atravesó las grades puertas de madera que se cerraban de noche. Sabía que a partir de aquella frontera la ciudad era diferente. La informe trama de estrechas y poligonales callejuelas, con numerosas barreduelas sin salida, terminaba allí, casas de una o dos alturas y patios pequeños en los que la luz era detenida por planos de cañizo horizontales que al tiempo que la paraban la peinaban, todo concluía abruptamente en aquel enorme edificio comercial que servía de vestíbulo a la antigua Gran Mezquita. Los rayos de sol desfallecían en líneas paralelas de luz y sombra, formando franjas quebradas sobre el suelo y los paramentos de las casas. La Alcaicería y la Mezquita, ahora ocupada por los rezos cristianos, constituían un conjunto único, trazado a cordel; calles, muros, fachadas y columnas estaban ordenados reticularmente. Isabel llevaba en su trabajo como dependienta apenas unos meses, hoy la actividad era mayor que la de

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otros días, nunca había visto tanta animación. Seguramente era cierto lo que se decía en su barrio de la judería, que dos nuevos veleros habían atracado en el puerto del Arenal, entre el Puente de Barcas y la Torre del Oro, cargados de mercancías, marineros y aventureros. En aquel centro del comercio sevillano cualquier actividad del cercano puerto era detectada inmediatamente, allí estaban las tiendas y los mejores productos. Una muchedumbre de jóvenes oscurecidos por el aire marino recorrían asombrados las calles de la ciudadela, tres calles paralelas con una central más ancha que coincidía con el eje de la Mezquita que concluía ceremonialmente en el antiguo Mihrab, ahora convertido en capilla cristiana. La joven tenía en su cabeza la austera geometría de aquella zona monumental de Sevilla, conocía, porque lo había medido, que desde la puerta que acababa de atravesar hasta el Mihrab había exactamente cuatrocientos pasos en línea recta, también sabía que en el interior de la ciudad amurallada no había ningún lugar, ni público ni privado, que pudiera compararse a ese eje ceremonial, a ese recorrido. Los viajeros de Indias, recién venidos del otro lado del mundo, se mezclaban con los clientes habituales de la Alcaicería de la Seda, que ese era el nombre completo de aquel mercado. Los visitantes eran “rubios como la cerveza” o brunos, casi negros, con los cabellos brillantes y grasientos. Muy pocos hablaban castellano, pero todos al llegar a las gradas de la Mezquita se detenían a descansar, a jugar y a apostar con los buhoneros que establecían allí sus reales. Esa vida marginal estaba prohibida por las Ordenanzas de Sevilla de 1527 con severos castigos de encierro y mutilación, aunque nadie las hiciera cumplir a pesar de la proximidad de la institución militar, del Patio de Banderas.

La ciudad estaba en un periodo de desarrollo y auge, nunca antes conocido, en el alminar de la Gran Mezquita habían comenzado las obras para su modernización. Las tres bolas doradas que lo coronaban habían sido eliminadas violentamente, Isabel lo recuerda porque ya estaba trabajando en la Alcaicería cuando un día oyó un fuerte estruendo, casi una explosión, cuando se asomó a la puerta de su tienda aún pudo contemplar cómo desde la azotea de la torre tiraban la última esfera, la

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mayor que al rebotar sobre la fachada del alminar dejó huellas de su tamaño y peso, haciéndose añicos al estrellarse en el suelo. Todos los días se asomaba varias veces para observar el avance de las obras, decían que iban a hacer un campanario con muchas campanas que al ser tocadas conjuntamente se oirían desde cualquier punto de la ciudad y mucho más allá. Los andamios no dejaban ver bien la obra nueva, se vislumbraba más que se veía entre los cañizos de protección, ménsulas de troncos de madera y tablas sobre ellas que permitían a los operarios trabajar suspendidos en el vacío, seguramente era la mayor altura alcanzada en el mundo. A Isabel le parecía que los cuatro viejos muros casi sin huecos del antiguo alminar estaban siendo elevados por paramentos muy calados, como las terminaciones de algunos tejidos, algo que era posible gracias a las últimas técnicas constructivas llegadas de Italia. El paso del tiempo todo lo aligera y desvanece, pensó.

Las rampas internas del alminar colaboraban a la viabilidad de aquella obra, las rampas eran recorridas continuamente por los canteros que subían los materiales, para ello utilizaban carrillos de madera que empujaban tres albañiles y un par de mulillas que llevaban los mayores pesos sobre un cerón de esparto, mientras el mulero las arreaba despiadadamente ante el terror de los animales a transitar por aquellos túneles tan empinados y oscuros. Se producían, a pesar de los modernos sistemas de seguridad de la obra, varios accidentes cada semana. Dada la estrechez de las rampas se había establecido un sistema audiovisual para cambiar el sentido del recorrido, para subir o bajar se desenrollaba desde el alfeizar superior una pieza de tela roja de varios metros de longitud, mientras el capataz daba alaridos y silbidos de forma similar a como años antes los había dado el almuédano cuando llamaba a la oración. A pesar de estas cautelas continuaban las colisiones de carrillos y mulillas, para los muleros y cargadores era imposible detener la aceleración de la carga cuando iba cuesta abajo. Isabel, que aún no había cumplido los dieciocho años disfrutaba asomándose a la calle central de la Alcaicería para ver el trasiego de la obra. Los ritmos de los cambios de sentido del recorrido interior del viejo alminar árabe servían a los comerciantes como control del tiempo

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transcurrido, doce cambios indicaban que ya era mediodía, Isabel los apuntaba con jaboncillo sobre el mostrador de su tienda, así sabía exactamente cuándo debía cerrar y abrir. También era extraño el día que no había ningún operario muerto, tan habituales eran las caídas de albañiles desde los andamios a una altura de casi cien metros o los desprendimientos de piedras y ladrillos que acababan impactando sobre los viandantes, a pesar del cerco de seguridad que rodeaba la torre.

La Alcaicería se iba transformando día a día, ya no existía la exclusividad de la venta de la seda y muchas tiendas ofrecían todo tipo de mercancías. Todas iguales de tamaño, altas y profundas, presididas por un breve mostrador y dos sillas donde se sentaban los clientes mientras se les invitaba a té y se les mostraba la mercancía. Las paredes estaban cubiertas de tejidos, tapices y alfombras que junto a varios braceros mitigaban el frío y la humedad de aquella estación del año. Todas contaban con una gran trastienda y algunas con un altillo de madera al que se llegaba mediante una escalera de mano. A veces el nivel superior se amueblaba con camas separadas por cortinas que se alquilaban por horas sin que el tendero preguntara por el tipo de uso que se les daba, esa era la razón principal por la que la Alcaicería era la primera visita de muchos de los marineros que llegaban a la ciudad tras meses de navegación. En cambio, en las tiendas, la algarabía y la actividad comercial eran constantes, los compradores solían salir a la calle a comprobar los colores de los tejidos mientras los vendedores sostenían las grandes piezas de telas enrolladas sobre una tablilla de madera.

En los encuentros de las calles laterales con la central el bullicio era aún mayor, los visitantes se agolpaban y no dejaban pasar. De vez en cuando un carrillo de mano pedía paso para trasladar mercancías. Ningún visitante podía escapar a los apretujones y roces, ni al espectáculo del colorido brillante de las sedas y los brocados, bordados con hilos de oro. Se combatía el frío con braseros que se encendían a primera hora de la tarde en las puertas de las tiendas, produciendo una humareda que alcanzaba a las calles próximas, junto con un característico olor a alhucema. Roces, colores, olores, brillos, reflejos…, se concentraban

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entre las puertas de la Alcaicería, un tránsito pleno de emociones al que se le añadía la salida a las gradas que servían de acceso al patio de abluciones de la antigua Mezquita, abluciones prohibidas ahora por las ordenanzas de las leyes castellanas. En el Patio de los Naranjos el agua corría sobre la tierra formando pequeños riachuelos que demostraban que gran número de visitantes cumplían aún con el rito en la fuente central, incumpliendo las ordenanzas. En la Mezquita Catedral se rezaba tanto a Alá como al Dios de los cristianos. Isabel era consciente de haber encontrado trabajo en uno de los mayores y mejores centros comerciales de la ciudad, miles de personas pasaban todos los días por la puerta de su tienda, entre ellos buscones y pícaros olisqueando el ambiente para sobrevivir un día más. Algunos mozárabes, fieles a sus costumbres, iban camino de la Mezquita para hacer sus oraciones diarias, lugar en el que las plegarias se cruzaban perpendicularmente en dos direcciones, en sus diversos itinerarios hacia el Levante o hacia La Meca, según quién fuera el dios destinatario de las mismas.

Tenía suerte, pensó Isabel, le había tocado vivir en la cúspide de los tiempos, a su alrededor todo cambiaba y crecía aceleradamente. Los grandes veleros que regularmente osaban salir del Mar Mediterráneo, atravesando el “non plus ultra”, iban y venían del Viejo al Nuevo Mundo. Por todas partes había obras y parejas de mulillas que, trabajando a destajo, transportaban todo tipo de materiales y productos. La plata y el oro se habían igualado en su valor de cambio, tal era la cantidad de oro que llegaba de los barcos atracados frente a Triana. La oscuridad de la noche descendía de las alturas mezclándose con la débil luz que desprendían las lámparas de aceite que en gran número iluminaban el interior de las tiendas. Se operaba una especie de inversión de escenarios, durante el día la calle era el foco de atención de todos, atravesadas por los rayos cambiantes que escapaban de los cañizos, pero cuando llegaba la noche, eran las tiendas las que atraían todas las miradas con su inestable luz de aceite. Isabel salió aprovechando la ausencia de clientes para mirar la impresionante mole del alminar en obras, recortado en un fondo violeta donde las estrellas comenzaban a

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encenderse. Una gran nube negra, que no presagiaba nada bueno, ocultó la torre.

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-Solo faltaba que ahora se pusiera a llover-, pensó María mientras estrechaba al niño entre sus brazos. Estaba confusa, se sentía como una piedra inerte que fuera trasladada de un lugar a otro, como solían hacer los pastores para atraer la suerte que necesitaban para encontrar pactos verdes para sus cabras. Aunque sabía que ya era mayor, había cumplido ese año los dieciséis, aún tenía vivos en su memoria los juegos de su infancia. Y ahora se encontraba huyendo por aquellas lomas con aquel niño que no había alumbrado. Comenzó a llover, era noche cerrada, apenas iluminada por las hogueras de los pastores, la nube había ocultado la luna llena. Desconocía la razón por la que se le había seleccionado pero no le gustaba, sólo los consejos de su madre habían conseguido persuadirle para dejarse llevar por aquella secuencia de acontecimientos extraordinarios que habían caído sobre ella. Pensó en sus amigas de la escuela y en las de las otras aldeas, era consciente que todas la admiraban pero ninguna envidiaba su situación actual. Le costaba trabajo asimilar la secuencia de sucesos acontecidos en tan breve espacio de tiempo, menos mal que tenía el niño al que cada vez quería más, a pesar de que ni siquiera pudo decidir su nombre. José iba caminando detrás de ella, tratando de que no se cayera de la mula el ajuar y las herramientas de la carpintería que tan apresuradamente habían abandonado. Seguía impresionada por lo ocurrido aquella noche, aún oían los terribles lamentos de las madres sin consuelo. Un terrible acontecimiento había aniquilado toda una generación de varones a causa de la crueldad de los políticos y los dioses.

Sabía que en todo momento estaba en manos de los guardas que mantenían el orden, -¿qué orden?-, se preguntó. A pesar de su sumisión, aprendida durante muchas horas de enseñanza durante su infancia, consciente de su condición femenina, no le era posible asumir sin más lo ocurrido. El niño dormido sobre sus brazos se estremeció, a veces le

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parecía que se enteraba de sus pensamientos, lo meció para que no se despertara, Él no tenía culpa de nada o quizá sí, todo era tan incierto.

Recordaba, una y otra vez, cómo había llegado José a la casa alterado, le contó atropelladamente que se había quedado dormido tras comer y durante el sueño alguien o algo le había advertido que la guardia del cuerpo personal de Herodes el Grande mataría esa noche a todos los niños de menos de dos años, nacidos en Belén. María se lo hizo repetir varias veces al tiempo que le preguntaba si estaba seguro de ello, sino sería una simple pesadilla. Desde su embarazo estaba viviendo en un espacio indefinido, entre sueños, profecías y apariciones celestiales, le era difícil discernir el sueño de la realidad. Sobre cualquier suceso mantenía dudas persistentes, ¿no sería esa noche otro sueño del que se despertaría al amanecer? Había hecho que José le repitiera hasta tres veces el mensaje, era un buen hombre pero carecía totalmente de espíritu crítico, pensó. Ella creía que era fácil engañarlo, aunque, por otro lado, estaban aquellos alaridos y lamentos que les habían acompañado en su huida. Si fuera cierto no sería justo ¿por qué? Había sufrido y conocido muchas injusticias pero ninguna tan cruel como aquella. Pensó en avisarles a sus vecinos más próximos, a su amiga Raquel con la que había compartido infancia y colegio y tenía un hijo de la edad del suyo, pero José se lo había impedido. Tenía que cumplirse la profecía de Jeremías, le había dicho, ¿de verdad eso podía justificar aquella matanza infantil de tantos inocentes? Le angustiaba su propio silencio. José era muy trabajador y se preocupaba de ella y del niño, ayudándole más allá de lo habitual entre los varones de Belén, pero eso no podía evitar que lo sintiera como un guardián, como una extensión más de aquella voz luminosa que creyó oír antes de su extraordinaria maternidad. Le atormentaba su silencio culpable, la defensa de su hijo le había llevado a callarse y huir mientras escuchaba el tumulto de las tropas que aporreaban las otras casas en la madrugada y, sobre todo, el grito desesperado de Raquel que tras el crimen había preferido suicidarse lanzándose sobre la misma espada que había degollado a su hijo.

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Un amargor profundo le subía desde las entrañas, nunca podría vivir ya en paz consigo misma, debería haber desoído las primeras órdenes envueltas en el misterio, era su madre la que se mostraba tan orgullosa de esta absurda historia la que le había conducido a la infamia de esa noche. Volvió la cara, José ajustaba continuamente las cinchas de la mula que cargaba todas sus pertenencias, no era muy hábil, aún recordaba cuando tiró aquellas cajitas con incienso y mirra que les habían dado unos magos callejeros que vestían extraños ropajes reales de guardarropía mientras se guardaba bajo la túnica las monedas de oro de la tercera caja. José, de la casa de David, parecía disfrutar de su popularidad en medio de aquella realidad desenfocada en la que habían vivido los últimos meses. No había sido ella la que le había dicho al ángel que estaba dispuesta al singular alumbramiento, ante su temor, incapaz de pronunciar palabra, había sido su madre la que se adelantó y contestó por ella que estaba dispuesta y que se declaraba "sierva de Dios". José ignoraba que su cuerpo no estaba fisiológicamente preparado para la maternidad, no creía poder hablar de esto con nadie, sus pecho adolescentes aún permanecían secos.

Estuvo a punto de caer con el niño al tropezar con una piedra, tenía que poner más cuidado y no dejarse llevar por sus pensamientos. Miró a José, no estaba mal, pensó, era fuerte y tenía una presencia varonil, en seguida desechó esos malos pensamientos. Ella, al contrario de sus amigas que disfrutaban plenamente del amor conyugal, no podía discurrir por esos senderos, a pesar de sentir en falta la ternura de las caricias de varón. También eso le llevaba a preguntarse ¿por qué había sido ella la elegida?

Un ligero estremecimiento, un leve soplo en el horizonte, una energía iniciática, la luz antes de ser luz, anunciaba la inminente llegada del alba. Se alegró de dejar atrás aquella noche oscura, aunque jamás olvidaría su deleznable silencio de sierva. No existían dioses, ni pasados ni futuros, que limpiaran su culpa, la culpa de una mujer de dieciséis años. Comenzó a llorar en silencio abrazándose a su hijo. Las estrellas apercibidas de la proximidad del amanecer brillaban más que nunca. Por

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Oriente, una especie de energía recorría de izquierda a derecha el horizonte como las olas de la playa. En Poniente todo era negro, oscuro, por momentos parecía que el mundo hubiera desaparecido ante ellos.

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La nada era negra y homogénea, un fenómeno imprevisto produjo una inicial heterogeneidad, casi imperceptible. Las mínimas diferencias energéticas establecían desigualdades entre distintos puntos del espacio, ya no eran todos iguales, incluso se establecían conexiones y líneas entre ellos. La heterogeneidad dio paso inmediato al enfrentamiento, a la confrontación entre diferentes. Apenas comenzadas estas oposiciones infectaban su entorno incrementando el campo de actividad. Todo ocurrió en un micro tiempo tan breve que el hecho podía confundirse con una explosión. Atisbos de destellos anunciaban el nacimiento de la luz que paradójicamente había estado contenida en la oscuridad absoluta de la nada. Se podía establecer una cartografía precisa en tres dimensiones, formada por puntos singulares. El fenómeno se extendía en dos sentidos, incrementando sus dimensiones al ritmo de dos, cuatro, ocho, dieciséis…, y abismándose en su interior, cada campo en sí mismo, creándose entes energéticos de una complejidad mayor que la estructura de la matriz inicial. Así, desde el primer impulso primigenio existían las dos dimensiones, el microcosmos y el macrocosmos, con sistemas y estructuras similares, una simple cuestión de escalas.

Antes de la luz ya había nacido el tiempo, enraizado en la apreciación de las mutaciones y la secuencia de las mismas. La constatación de un antes y un después apoyado y sostenido por aquella repentina actividad transformadora e iniciática. Tras un primer crecimiento inclusivo, inscrito y circunscrito, se produjo otra novedad estructural del joven sistema, la superposición de capas idénticas que se copiaban como las imágenes entre dos espejos paralelos. A la inicial constelación de enlaces siguió una suerte de superposición de estratos energéticos, al mismo tiempo que crecía la malla de puntos se iban entretejiendo en la profundidad de cada elemento sistemas cada vez más complejos, microcosmos que

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contenían cada uno la misma infinitud que la nada de la que habían partido. Sin solución de continuidad las capas comenzaron a plegarse poniendo en contacto puntos muy alejados entre sí. A la racional estructura del crecimiento sistemático en extensión y profundidad, se añadía ahora el azar, como si fueran palabras escritas en folios doblados que se pusieran en contacto, era la casualidad la que conectaba elementos y lugares ignorados entre sí. Las expansiones radiales, lineales o apiladas nunca hubieran dado lugar a los encuentros fortuitos que generaban los pliegues de las capas. A los primeros destellos siguieron instantes de leve luminosidad, los espectros luminosos aún no eran ni suficientemente persistentes ni suficientemente numerosos como para ser visibles. La inestabilidad reinaba plenamente en el sistema y era ella la que sostenía la existencia del mismo. Era cuestión de tiempo, el inicio de la materia estaba garantizado desde que la nada se había hecho heterogénea, ya era posible reconocer la existencia de un medio diferenciado, distinto del vacío inicial, un medio al que podríamos llamar atmósfera.

En el nuevo mundo nada era sólido, ni siquiera líquido, aquella inmensa esfera que duplicaba su volumen a cada instante solo avanzaba en el crecimiento de sus elementos singulares y de sus conexiones. Una masa de gas chisporroteante en medio de la oscura y negra nada. Aunque su presencia ya había adelantado las nociones de espacio y tiempo, los únicos conceptos imprescindibles para el desarrollo de cualquier tipo de vida.

De la asociación de algunos puntos surgieron imágenes de cuerpos que como islas navegaban en el interior de aquel halo potencial. A pesar de que no cesaba la reproducción continua de explosiones similares a la inicial, la energía, en algunas zonas, se remansaba descendiendo su aceleración transformadora y la intensidad energética. Los dos fenómenos unidos: la formación de cuerpos autónomos y la existencia de zonas menos activas, dibujaron en el conjunto estelar fondos y figuras. La forma se adelantaba a la constitución de la materia, aquello significaba el alumbramiento de un primer paisaje visual, tan diverso y

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creativo como el de cualquier otro planeta. Los cuerpos no limitaban sus movimientos a las capas o sistemas en los que habían sido creados, sino que se trasladaban en cualquier dirección, no sólo creando trayectorias y vectores que abrían caminos y delimitaban áreas, sino trasladando con ellos las cualidades de su capa genética, con lo que se producía una especie de polinización que como agente catalizador aceleraba la aparición de aquella estrella que comenzaba a tener vida en mitad de la nada.

¿Existen las cosas si no hay nadie que las vea, las oiga, las toque, las huela…? Aunque parece lógico pensar que los lugares precedieron a sus habitantes es difícil aceptar que la naturaleza acometa esfuerzos inútiles, y que puedan haber existido amaneceres no contemplados o frutos no cosechados.

Aquel mundo al que ya podemos calificar de real, aumentaba constantemente su heterogeneidad de la que se alimentaba, cualidad esencial para el nacimiento de la vida, que siempre surge de la intersección entre elementos desiguales, aunque muchos pretendan uniformar el mundo en una especie de tendencia a la necrofilia o a la estabilidad absoluta e inerte. También existían regresiones, conexiones fallidas que involucionaban el sistema, pero que afortunadamente no eran mayoría, el planeta avanzaba en su constitución inmerso en una especie de fiesta enloquecida en la que todo el mundo quería encontrarse con todo el mundo.

Las radiaciones luminosas ya existían, una especie de perturbación energética comenzaba a extenderse por el espacio sin visibilidad aparente, al encuentro de un cuerpo que la reflejara y diera testimonio de su existencia, y de una retina conectada con una mente capaz de percibirla.

Continuamente atraviesan el espacio interestelar cabezas o colas de estos vectores luminosos que anuncian el nacimiento o la muerte de una estrella.

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Ante la inmensidad de aquel cielo estrellado, María no advirtió el nacimiento de una nueva estrella. Se levantó una brisa fresca que también anunciaba el final de la noche, los tres estaban muy cansados y buscaron refugio bajo un gran árbol, próximo a un arroyuelo, sabían que para descansar era mejor hacerlo antes de que el sol saliera. José alivió el peso de la mula y dispuso los bultos en terreno seco y limpio, dejando que el animal se acercase a beber. Luego hizo un hoyo sobre la tierra con forma de cuenco y lo cubrió con un lienzo blanco para depositar allí al niño y que María descasara de su peso. Mientras José acariciaba al animal y le susurraba palabras en sus grandes orejas, María le cambió los pañales a Jesús, que seguía dormido, y los lavó, aguas abajo, para evitar contaminar el reducido reguero que, como líquido sanguíneo, mantenía la vitalidad del paraje, del árbol y de aquel lugar alejado casi una larga jornada del peligro de la ley y el orden. Con temor se tumbó sobre la manta que José había dispuesto bajo las ramas del árbol, una para cada uno, para que los primeros rayos de sol no les dieran en la cara. Sabía que el sueño era un peligro más, después de los últimos acontecimientos tenía miedo que aprovechando la semiinconsciencia recibieran otras malas nuevas, otras ordenes, desde hacía tiempo sus vidas no les pertenecían y José parecía ignorarlo. La quietud de la mañana, la exhaustiva vivencia nocturna y el profundo sueño del niño les procuró a ambos el descanso que necesitaban, incluida la mula que atada a una de las ramas se mantenía de pie con sus inmensos ojos cerrados.

El sol estaba ya muy alto cuando se despertó alterada por numerosas pesadillas de predicciones, crímenes y ángeles iluminados. Se acordó de su hijo y volvió la cabeza asustada hacia el hoyo que hacía las veces de cuna, todo estaba tranquilo, el niño aún dormía mientras sostenía en sus manos el sonajero que José le había hecho días antes con una cáscara de nuez, decían en la aldea que aquellos artilugios servían para ahuyentar los malos espíritus. José roncaba sobre su manta y la mula trataba de llegar a mordisquear algunas de las ramas verdes que crecían

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en los límites del arroyuelo. Aprovechó para lavarse la cara con el agua fría, desatar uno de los hatillos y preparar alguna comida para el niño. Mientras hacía esto se despertó José y tras ir a orinar a una distancia prudencial, tomó la lamparilla de aceite, que había permanecido encendida todo el trayecto, y con ramas secas y unas cuantas piedras encendió fuego, María sonrió: aquello era lo más próximo a un hogar que tenían por el momento. La dramática noche anterior también parecía haber formado parte de sus pesadillas, sólo el recuerdo de su amiga Raquel le devolvió la angustia amarga de la madrugada pasada.

Jesús era un niño bueno, cuando sintió el calor de la leche de cabra en los labios abrió los ojos y comenzó a mamar. Al terminar, María lo depositó de nuevo en la improvisada cuna de la tierra. El niño agitaba su sonajero mientras su madre se peinaba entre cortina y cortina, con peines de plata fina, sus cabellos eran de oro, iluminados por los primeros rayos que atravesaban las hojas del viejo sicomoro. El niño sonreía a la mañana, la noche pasada pertenecía ya a la historia.

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El sol que evadía los cañizos de la calle penetraba en la tienda recorriendo lentamente los sinuosos caminos trazados por los hilos de oro bordados sobre los brocados. Isabel se levantó y corrió las cortinas para que la luz no dañara el color de los tejidos. La Navidad estaba próxima, aquel año de 1568 con todos sus avances estaba a punto de finalizar, un año lleno de sorpresas y acontecimientos urbanos.

Las obras del viejo alminar hacía semanas que habían concluido, el campanario cristiano lucía su extraordinario perfil en las alturas de las nubes. Veinte campanas de diferentes tamaños habían sido elevadas a su posición, colgadas en el centro de cada uno de los cinco arcos que cerraban la cámara del campanario, la más alta de Sevilla. Cada campana tenía un sonido y un nombre, las había graves y pesadas como los truenos de una tormenta y agudas y ligeras, alegres, como el sonido de los cascabeles de las mulillas. Las había oído una a una cuando fueron probadas nada más ser colocadas en cada arco, era espléndido

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verlas voltearse sobre si mismas a aquella altura, sostenidas en el centro de los vanos por poderosas melenas de madera. Ahora ya se podía imaginar el armónico estruendo que formarían al ser tocadas todas en una especie de concierto urbano que tendría lugar por primera vez antes del día de Nochebuena de aquel año que parecía estar ya en el futuro. Isabel pensaba asistir con sus padres, estar entre la multitud de sevillanos que escucharían el primer concierto de campanas. Los nombres de cada una los tenía apuntados en un papel que guardaba en un bolsillo de su delantal, eran nombres de santos y santas relacionados con la ciudad, así al Norte, hacia la zona de la Alcaicería, estaban las campanas de Santa Florentina, hermana del arzobispo San Isidoro, San Sebastián, San Cristóbal, San Fernando, rey de Castilla y reconquistador de la ciudad y Santa Justa, hermana de Rufina, ambas sevillanas y protectoras de la torre catedralicia; en el lado opuesto, en el Sur, el que daba a la mezquita y los Alcázares Reales, se situaron San José, San Laureano, obispo de Sevilla, San Pedro, San Juan Evangelista y Santa Inés, joven que cuando fue expuesta en público desnuda le crecía el cabello para poder cubrir su cuerpo. En el Este, en la única fachada que dejaba ver sin interrupciones el paramento completo de la nueva torre, la continuidad entre el viejo alminar y el campanario, la nueva y avanzada fábrica cristiana, se habían colocado a Santa Rufina, San Hermenegildo, hijo del rey Leovigildo, encarcelado y martirizado en una de las torres de la Puerta de Córdoba, de la muralla de Sevilla, Santa María, San Juan Bautista y Santa Lucía, cuyo día, próximo al solsticio, anunciaba el comienzo de la Navidad. Con aquella notable reunión de santos, pensó Isabel, la ciudad no tendría que temer ya ningún peligro, ni ataques de tropas, ni epidemia alguna. Decían quienes habían tenido el privilegio de asomarse a aquella habitación abierta a los cuatro vientos que se divisaba toda la ciudad con sus murallas y todos sus alrededores, incluidos el Guadalquivir, Triana, las obras del hospital de las Cinco Llagas y la canalización de los Caños de Carmona. En el lado Oeste estaban situadas las campanas de Santa Bárbara, San Isidoro, escritor, teólogo e investigador sevillano, San Miguel, el arcángel que se enfrentó

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al diablo, San Pablo y Santa Cecilia, joven romana patrona de la música, la poesía y los ciegos.

Isabel se había convertido en una estudiosa de las obras del nuevo campanario y apuntaba en un cuaderno todos los datos que obtenía de la misma. Hacía una semana que tuvo la oportunidad de contemplar en la calle algunas partes de la enorme veleta que hoy se inauguraba, especialmente bella era su cara de diosa clásica. Una enorme escultura de bronce que como inmensa veleta culminaría con una alta tecnología aquella torre, la más alta de la cristiandad. La veleta fue montada directamente en la cúspide del campanario, con grave riesgo de los operarios, sobre una gran bola giratoria a la que fue fijada mediante un eje de hierro. Era la representación de la Fe, el cabildo la denominó Triunfo de la Fe o Coloso de la Fe Victoriosa, aunque popularmente ya se le conocía en la ciudad como “la Giganta” por su aspecto y altura de cuatro metros.

Era sábado y el cabildo había señalado ese día como el de la inauguración del viejo alminar remontado y cristianizado. Isabel se había enterado que tras una misa ceremonial que se celebraría en la catedral, delante del cuerpo incorrupto del rey Fernando III, todas las campanas tocarían a la vez para anunciar y celebrar la finalización de las obras. Las calles de la Alcaicería estaban abarrotadas de personas que miraban hacia el nuevo campanario, Isabel cerró las puertas de su tienda para evitar los hurtos que eran habituales en aquellas ocasiones, ante la masiva asistencia de pícaros y aventureros incorporándose al gentío que avanzaba por la calle. Retirados los últimos cañizos de la obra, la Fe brillaba reflejando los rayos postreros del sol que ya hacía tiempo que habían abandonado las fachadas de la ciudad. Una fría brisa vespertina comenzó a mover la veleta de bronce al mismo tiempo que las campanas comenzaban a sonar, la gente empezó a aplaudir, algunos lloraban de alegría. La ciudad necesitaba un símbolo proporcionado a su notoriedad como primer puerto fluvial con las Indias y aquella torre cubría esa misión más que dignamente. Isabel avanzaba sola atravesando y rodeando grupos de personas que tenían un único tema de conversación, fue allí

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donde oyó por primera vez aquel nombre, la gente chillaba: ¡Mira, mira, está girando, girando!, al llegar a los pies de la torre ya se hablaba en los grupos de curiosos de la Giralda y de su giraldillo, los nombres de la Fe y la Giganta apenas habían quedado anclados al estatismo inicial de la estatua, más que mujer veleta que a todos les había parecido poco cristiana, casi romana y, precisamente por eso, muy sevillana.

Mientras los espectadores se retiraban en grupo comentando lo sucedido, el olor y el humo dulce de los puestos de castañas inundaba las calles…

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Tenía que reconocer que la tienda de galletas que había sustituido a su relojería tras la venta era bonita, pensaba mientras permanecía de pie con las manos hundidas en los bolsillos de su viejo abrigo, calentadas por las castañas asadas que había comprado bajo aquellas terribles setas de la Encarnación. La tienda no estaba pintada como su relojería sino cubierta con paneles que le conferían un lujoso acabado, la pequeña fachada estaba lacada en rojo carruaje lo que le recordaba las tiendas de las galerías londinenses, que visitó cuando aún era joven. En el interior, un moderno mostrador expositor contenía enormes galletas artesanales clasificadas, sobre ellas unas lámparas de calor que las mantenían calientes, tras la joven dependienta estaba el horno. Lo que no alcanzaba a comprender era la razón del extraño nombre rotulado en la fachada: “Gallatanas”, ¿se llamaría Ana la chica que atendía el negocio?, ahora era habitual ese tipo de juegos absurdos. Recordó que su tienda no tenía nombre, en su fachada sólo existía un cartel que con letras de molde anunciaba: RELOJERIA, cartel que él mismo pintó con la ayuda de un amigo y que se había llevado a su casa tras la venta. El nuevo negocio debía responder a la eterna crisis en la que se vivía desde hacía años, una muestra más de la creatividad de los jóvenes emprendedores que no encontraban trabajo.

No sentía nostalgia alguna, en ese momento sólo le preocupaba que pasara alguno de sus clientes y lo viera allí, es por eso que se dispuso a

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irse cuando lo paró una niña de seis años que le tiraba del abrigo. Le sonrió y se agachó para hablar con ella, ya antes había visto a sus padres que la esperaban sonrientes a la altura de la farmacia con dos niños más, uno de ellos en un carrito.

-Dime princesa.

-Hola, me llamo Lilly, ¿me ayudas a comprar una galleta?-, mientras en su mano abierta le mostraba una moneda de un euro.

Miró hacia la madre que le hacía gestos afirmativos mientras sonreía.

-Claro que sí, ¿vamos?

La niña le dio su manita pequeña y como nunca lo hubiera pensado atravesó, una vez más, el umbral de su antigua tienda.

Ya no le gustaba la Navidad, que de pequeño era la época del año que prefería, aunque tenía que reconocer que era un tiempo apropiado para pasear la ciudad. Para volver a casa tiró por la calle Sierpes, en Semana Santa y Navidad le gustaba pasar por delante de la confitería de la Campana. El inesperado encuentro con su joven y nueva amiga le había cargado de optimismo, sabía que sólo las pequeñas cosas influían ahora en su ánimo. Como la cola ante el ateneo no era excesivamente grande, decidió ver de nuevo aquel espléndido Belén, al fin y al cabo nadie lo esperaba en su casa, se había negado a trasladarse a la residencia que su hija y su yerno le habían buscado para tranquilizar sus conciencias. Era el mismo Belén de todos los años, formado por pequeñas ventanas en las que se representaban diferentes escenas relativas a la Navidad, se detuvo en la que se escenificaba la huida de la Sagrada Familia a Egipto. En un espléndido amanecer en el que se mezclaban las primeras luces del día con un cielo estrellado, María y José, de pie, observaban al Niño acunado bajo un gran árbol en el que estaba atada una mula, mientras un pequeño riachuelo que procedía de las montañas enrojecidas por el alba fluía delante de ellos. Se sentía parte de todo aquello, como si al mismo tiempo fuera actor y público, miró a su lado y

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descubrió en la mirada de los niños la suya propia, la que nunca había variado desde que era niño y sus padres le explicaban el mundo.

Cuando salió a la calle Sierpes le sorprendió el estallido de un globo de gas al tiempo que sentía en su cara el tacto de unas manos suaves y pequeñas, las campanas de la cercana Giralda comenzaron a sonar todas juntas. En aquel barullo a la puerta del patio del ateneo nadie observó que el viejo relojero de Santa Catalina murmuraba un absurdo villancico que le había enseñado su madre, mientras algunas lágrimas descendían por su arrugado rostro.

“En el arco de la Macarena la rueda de un coche…”

Todo el tiempo y el espacio, desde el origen del mundo, se concentraron en ese breve instante de felicidad. Apresuró el paso y comprendió que aún le quedaban cosas por hacer.

Feliz Navidad 2015.

Juan Luis Trillo de Leyva