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 CUENTOS QUE CORTAN EL ALIENTO RODRIGO ARGUELLO AMBROSIA EDITORES

CUENTOS CON FINAL SORPRENDENTE.pdf

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  • CUENTOS QUE CORTAN EL ALIENTO

    RODRIGO ARGUELLO

    AMBROSIA EDITORES

  • Rodrigo Argello

    Ambrosa Editores

    1 edicin, 2002

    Bogot D.C.

    Diagramacin:

    Net Educativa

    Ilustracin de la cubierta:

    Dante y Virgilio en los infiernos (1850) de

    William Bouguereau, leo sobre tela, 2,82 X 2,25 m.

    Impreso en Colombia por:

    Net Educativa

  • NDICE

    PROLOGO 4

    Fue un sueo?

    Guy de Maupassant 6

    La cicatriz del mal

    Eric McCormack. 9

    Cordero asado

    Roald Dahl 12

    Un corazn de oro

    Boris Vian 17

    La ventana

    German Snchez Espeso 20

    Un marido afortunado

    David H. Keller 27

    Nadie desaparece del todo

    Lzaro Covadlo 30

    La seorita Winters y el viento

    Cristine Noble Govan 39

    La avera

    Friedrich Drrenmatt 43

  • PRLOGO

    Si bien es cierto que el cuento es un gnero que ha vuelto a tomar un buen aliento en el ambiente de la literatura, incluso en las propuestas pedaggicas, tambin es cierto que son pocos los escritores de la actualidad que escriben cuentos que corten el aliento. Los cuentos de los escritores actuales, en general, son aburridos, sin tensin alguna, cargados de una metafsica cotidiana sin trascendencia, es decir, no cuentan nada. Recordemos que en una de sus etimologas cuento viene del latn computus, que quiere decir llevar las cuentas de algo. Contar es llevar las cuentas de los acontecimientos, sin perder ninguna cifra o detalle. Cuento es llevar las cuentas, con suspenso, de un evento que en un principio no pareca extraordinario. En ese sentido, pues, ms que aorar las novelas del siglo XIX, deberamos extraar lo extrao y lo extraordinario de los cuentistas de ese periodo, herederos indiscutibles de la literatura fantstica, gtica e inquietante de la sensibilidad romntica. Me refiero a los grandes fundadores del cuento moderno, tales como E.A. Poe, Ch. Nodier, T. Gauntier, N. Gogol, R.L. Stevenson, etc. El ejemplo perfecto de este periodo es el cuento Fue un sueo?, de Maupassant, abrebocas y comienzo de nuestra antologa.

    Fue un sueo? Es el cuento clsico de la sorpresa final. En este cuento, tan corto, se encuentran el tema del hombre ante la muerte, en el sentido ms afectado y gtico; el tema del amor traicionado; incluso, se nos dice de manera cruel y simblica que la traicin es del orden del tiempo, pues es despus de un largo periodo que se empiezan a entender sucesos que ocurrieron anteriormente, como el caso de una pulmona que le cortara el aliento a ms de un lector ingenuo o confiado.

    La cicatriz del mal. Este es el cuento-marco (frame-story) de una novela tan divertida como escalofriante. Lo interesante aqu es que el narrador, ante la incredulidad de su auditorio, lleva consigo la prueba viviente de lo que sucedi.

    Pero si en la cicatriz del mal, el criminal fracasa en su estrategia para llevar a cabo el crimen perfecto, Cordero asado es el cuento paradigmtico de la coartada perfecta, pues la manera como desaparece, voluntaria o involuntariamente (lee e investiga, amigo lector) la evidencia o prueba reina es de una eficacia e irona extraordinaria. El cuento policiaco tiene muchos ejemplos de este recurrente motivo literario, pero ste que ha escrito el gran cuentista Roald Dahl, me parece uno de los mejores.

    Un corazn de oro. Es la historia de un hombre que por un instante quiere recobrar el aliento, pero un dulce nio se lo corta de manera cruel y escalofriante. Este cuento le har saltar los nervios a cualquiera.

  • La ventana. Conozco cuatro versiones de esta historia (incluso hay una de la escritura colombiana Fanny Buitrago). Pero la que ms me ha impresionado siempre es esta versin, escrita por el espaol German Snchez Espeso, debido, tal vez, al hecho de que sus protagonistas sean un par de nias.

    Se encuentra en este cuento una ventana, que tiene como significado: la posibilidad, la luz, el viaje, la fantasa frente a una blancura que sin duda es el smbolo de la muerte y de la nada. Es la ms cruel, tierna y bella historia ocurrida a unas nias (Marta y Juanita) encerradas en un cuarto de hospital. Estamos en presencia de Marta, una especie de Sherezada que proyecta con sus historias una serie de mundos posibles y fantsticos.

    Al final una de las dos nias, o tal vez las dos, y el lector, por supuesto, se quedaran sin aliento.

    Un marido afortunado. La irona del humor ingls lo encontramos en este cuento corrosivo. Un hombre va siendo aniquilado por una mujer obsesiva y opresora.

    La seorita Winters y el viento. Pocas veces un cuento encarna en una metfora-smbolo,

    la crueldad, la soledad, la desproteccin, el miedo y la miseria, como se ve en la relacin que se establece entre la seorita Winters (inviernos) y el viento. Qu enemigo ms implacable!, al punto que aqu el viento puede simbolizar a la misma sociedad. Es importante decir que ocurre en la poca de la depresin norteamericana, pero tambin hay que decir que es demasiado actual.

    Nadie desaparece del todo. Lo que en un principio quiso ser una estrategia para evitar el

    servicio militar, es decir, que un joven, para no pagar su servicio militar, se corte uno de los dedos del pie, se vuelve algo espantoso y sin precedentes. Con este cuento estamos frente de la stira ms feroz contra la sociedad actual.

    La avera. Este cuento por ser extenso, y sin duda una pieza maestra, merece un

    comentario aparte. Por eso invito al lector a leer las notas del final, tituladas: La conciencia imperfecta o las averas de la conciencia. _________________________________ 1. Sobre este tema recomiendo el estupendo libro de Jean-Marie Gilig titulado: El cuento en pedagoga y

    en reeducacin, F.C.E, 2001.

  • Fue un sueo?

    Guy de Maupassant

    La haba amado locamente! Por qu se ama? Por qu se ama? Cun extrao es ver un solo ser en el mundo, tener un

    solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazn y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.

    Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor slo tiene una, que es siempre la misma. La conoc y viv de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que proceda de ella, que no me importaba ya si era de da o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

    Y luego ella muri. Cmo? No lo s; hace tiempo que no s nada. Pero una noche lleg a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al da siguiente tosa, y tosi durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurri, pero los mdicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber.

    Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardan y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decamos. Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella muri, y recuerdo perfectamente su leve, dbil suspiro. La enfermera dijo: "Ah!" Y yo comprend! Y yo comprend!

    Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque s recuerdo el atad y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrndola a ella dentro. Oh! Dios mo! Dios mo! Ella estaba enterrada! Enterrada! Ella! En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me march de all corriendo. Corr y luego anduve a travs de las calles, regres a casa y al da siguiente emprend un viaje.

    Ayer regres a Pars, y cuando vi de nuevo mi habitacin - nuestra habitacin, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano despus de su muerte -, me invadi tal oleada de nostalgia y de pesar, que sent deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No poda permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la haban encerrado y la haban cobijado, que conservaban un millar de tomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas.

    Cog mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pas junto al gran espejo del vestbulo, el espejo que ella haba colocado all para poder contemplarse todos los das de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caa bien, y era lindo, desde sus pequeos zapatos hasta su sombrero.

    Me detuve delante de aquel espejo en el cual se haba contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendra que haber conservado su imagen. Estaba all de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal en aquel liso, enorme, vaco cristal - que la

  • haba contenido por entero y la haba posedo tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sent como si amara a aquel cristal. Lo toqu; estaba fro.

    Oh, el recuerdo! Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! Dichoso el hombre cuyo corazn olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de l, todo lo que se ha mirado a s mismo en l o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! Cunto sufro! Me march sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontr su sencilla tumba, una cruz de mrmol blanco, con esta breve inscripcin: Am, fue amada, y muri.

    Ella est ah debajo, descompuesta! Qu horrible! Solloc con la frente apoyada en el suelo, y permanec all mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extrao y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadi.

    Dese pasar la noche, la ltima noche, llorando sobre su tumba. Pero podan verme y echarme del cementerio. Qu hacer? Buscando una solucin, me puse en pie y empec a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qu pequea es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos ms numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del da al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.

    Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aqu no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. Adis! Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte ms antigua, donde los que murieron hace tiempo estn mezclados con la tierra, donde las propias cruces estn podridas, donde posiblemente enterrarn a los que lleguen maana. Est llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardn alimentado con carne humana. Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqu debajo de un rbol y me escond entre las frondosas y sombras ramas. Esper, agarrndome al tronco como un nufrago se agarra a una tabla.

    Cuando la luz diurna desapareci del todo, abandon el refugio y ech a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos.

    Anduve de un lado para otro, pero no consegu encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avanc con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqu las lpidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Le los nombres con mis dedos pasndolos por encima de las letras. Qu noche! Qu noche! Y no pude encontrarla!

    No haba luna. Qu noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. Tumbas! Tumbas! Tumbas! Slo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de m, a m alrededor, en todas partes haba tumbas. Me sent en una de ellas, ya que no poda seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. Pude or los latidos de mi corazn! Y o algo ms. Qu? Un ruido confuso, indefinible. Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadveres humanos? Mir a mi alrededor, pero no puedo decir cunto tiempo permanec all. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

    Sbitamente, tuve la impresin de que la losa de mrmol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llev hasta una tumba vecina, y vi, s, vi claramente cmo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareci el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura.

    En la cruz pude leer: Aqu yace Jacques Olivant, que muri a la edad de cincuenta y un aos. Am a su

    familia, fue bueno y honrado y muri en la gracia de Dios. El muerto ley tambin lo que haba escrito en la lpida. Luego cogi una piedra del

    sendero, una piedra pequea y puntiaguda, y empez a rascar las letras con sumo cuidado. Las borr lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempl el lugar donde haban estado grabadas. A continuacin con la punta del hueso de lo que haba sido su dedo ndice, escribi en letras luminosas, como las lneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fsforo:

  • Aqu yace Jacques Olivant, que muri a la edad de cincuenta y un aos. Mat a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; tortur a su esposa, atorment a sus hijos, enga a sus vecinos, rob todo lo que pudo, y muri en pecado mortal.

    Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se qued inmvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos haban salido de ellas y que todos haban borrado las lneas que sus parientes haban grabado en las lpidas, sustituyndolas por la verdad. Y vi que todos haban sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipcritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que haban robado, engaado, y haban cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o finga ignorar, mientras estaban vivos.

    Pens que tambin ella haba escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los atades medio abiertos, entre los cadveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontrara inmediatamente. La reconoc al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mrmol donde poco antes haba ledo:

    Am, fue amada, y muri Ahora le:

    Habiendo salido un da de lluvia para engaar a su amante, pill una pulmona y muri.

    Parece que me encontraron al romper el da, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.

    GUY DE MAUPASSANT: Naci en Francia en 1850. Famoso por sus apasionantes relatos Bola de Sebo, El horla y su novela Bel Am. Es, sin duda, uno de los fundadores, junto con Poe y Chejov, del cuento moderno. Muere en 1893, despus de un largo periodo de locura. Entre las leyendas que existen sobre l, hay una contada por una de sus amantes, de quien se dice tambin quiso ser escritora. Esa mujer cuenta que En los ltimos das de su vida, Guy sufra de alucinaciones extraas. Una vez, por ejemplo, crey que lo perseguan los muebles de su cuarto: que las sillas y los sofs, y los aparatos gigantescos y el lecho cuadrpedo, corran en pos de l escaleras abajo, desalados, estrepitosos y amenazantes, hasta que lo alcanzaron en un rincn del jardn y lo molieron a golpes con sus puos y patas de madera.

  • La cicatriz del mal

    Eric McCormack

    Reunidos en un anillo de luz alrededor del fuego, las espaldas formando una pared contra la noche, los hombres se sentaban con sus tazas llenas de ron y contaban historias como si todava estuviesen en sus hamacas del castillo de proa, camino del sur. La hoguera, sin duda, era una brillante escisin en el gran vientre de la noche patagnica. Los murcilagos iban y venan alrededor de nosotros y una leve llovizna susurraba a los troncos ardientes. El maquinista habl. Recordaba, dijo, algo que podra interesarles, algo que haba ocurrido de verdad. Era un hombre de las islas del norte, y en su camarote tenia cuadernos que no permita que nadie viera. Sus manos estaban acostumbradas al fuel-oil y a las pesadas tuberas de acero. Sin embargo tena los elegantes dedos de un pianista y los ojos azules de un soador. Se incorpor y se sent sobre un lugar ms alto, sobre un barril volcado. Entonces, hablo con una suave voz del norte: -Cuando yo era pequeo, sucedi algo extrao en nuestro pueblo. A un extremo de la isla, llego a vivir un mdico nuevo con el acento de la gente del continente, vena con su mujer y cuatro hijos, dos chicos y dos chicas, todos ellos menores de diez aos. El medico era delgado y tena la cabeza como la de una serpiente. Su esposa era hermosa, llevaba su largo cabello rubio recogido con un moo y siempre estaba alegre, pues siempre estaba cantando. Eso es todo lo que recuerdo de ella Al cabo de un mes ocurri algo. En una soleada maana de agosto, este mdico se present en la comisaria, muy preocupado, para denunciar la desaparicin de su esposa. Segn declar, ella haba salido el da anterior a dar un paseo cotidiano y no haba regresado. La haba buscado por todas partes, porque no quera armar un alboroto, pero ya empezaba a sentirse muy inquieto. La polica se puso en marcha. Primero, se aseguraron de que no haba cogido el transportador que serva de transporte para ir al continente. Y luego organizaron un recorrido minucioso por la isla. Hubo muchos hombres que se prestaron a ayudar. Buscaron en todas partes, de da y de noche, pero no encontraron ni rastro de ella. La vida tena que continuar. Los cuatro nios volvieron a la escuela al da siguiente, como de costumbre; de todos modos, no tenan muy buen aspecto. Estaban plidos y desolados, con muestras de haber estado llorando. Lo ms evidente era su modo de andar: todos caminaban muy rgidos como si fueran ya viejos. Los nios de la isla haca poco tiempo que los conocan y, por eso, no se atrevieron a preguntarles qu les pasaba, pues supusieron que, de algn modo, estaba relacionado con la desaparicin de su madre. Pero, al da siguiente, una de las niitas que deba tener unos seis aos, se encontr muy mal: cay de su pupitre, presa de convulsiones, mientras se apretaba su estmago y gema. La maestra, una seora mayor, se la llev a la sala de profesoras. All la acomod con la ayuda de una almohada y una cobija. Luego telefone al padre de la nia, al mdico, para que fuese enseguida por ella. Pero la nia segua quejndose, entonces la maestra intento convencerla para que le mostrara donde le dola. Al principio la nia no quiso, deca solo que le dola, pero vio que la maestra deseaba ayudarla y, por eso, empez a

  • desabrocharse el vestido. En ese preciso momento, un automvil se detuvo afuera, y el padre de la nia entr apresurado en la sala de profesores gritando: No, no!, y se la llevo en brazos. Luego volvi por los otros tres nios y tambin se los llev. A la maestra todo esto le pareci muy extrao, as que de inmediato llam a la polica. Sin perder tiempo, el sargento y un agente fueron a la casa del mdico, que quedaba en los acantilados. El agente golpe en la puerta y ambos esperaron hasta que el mdico acudi a abrir. El sargento, a modo de solicitud, le dijo que quera ver a los nios. El mdico, algo nervioso, dijo que era imposible puesto que se encontraban demasiado enfermos como para ser molestados en ese momento; pero el sargento insisti, a la vez que entr con el agente que lo acompaaba. Los nios estaban en la cama, en una gran habitacin en el lado de la casa que daba al ocano y era evidente que estaban enfermos. El sargento saba lo que tena que hacer. Les pidi que se quitaran la ropa que llevaban. Los nios obedecieron entre gemidos y suspiros de dolor. El sargento entendi de inmediato la causa de su sufrimiento: vio que en el centro del abdomen de cada uno de los nios haba una gran cicatriz con las suturas frescas y las heridas irritadas. El mdico, que haba permanecido en la habitacin, lloraba en silencio. Cuando el sargento le pregunt porque haban sido operados los nios, el no respondi. Ante el silencio del mdico, el sargento no tuvo otro remedio que llamar a la ambulancia local y llevarse a los nios al hospital que quedaba al otro extremo de la isla. El mdico residente en el hospital, un hombre amable, comprendi la preocupacin del sargento, as que orden que llevaran a la pequea, que haba tenido los dolores ms fuertes, a la sala de operaciones, donde l haba estado a punto de dar una clase de patologa a unas enfermeras. Anestesiaron a la nia. El residente y las enfermeras vean como de las heridas de la nia rezumaba pus mezclado con sangre. Claro que le dola. El residente cort las suturas y las retir. Desliz los dedos por las heridas y palp: not una especie de bulto. Con unas pinzas, lo tom por un lado. Lo sac, lentamente, y lo sostuvo en el aire Todos los que estaban reunidos alrededor de aquella mesa vieron algo que nunca olvidaran. El residente haba cogido con las pinzas una mano humana, chorreando sangre y pus. La sostena por el pulgar y todos pudieron ver, con claridad, el anillo de matrimonio en el dedo medio y el esmalte rojo en las largas uas. El maquinista que narraba la historia, se detuvo un momento para tomar un poco de ron de su vaso de lata. La noche se haba vuelto ms fra, y los miembros de la expedicin que escuchaban la historia, se acercaron ms a la hoguera. El maquinista, despus de un largo sorbo, continu con su relato; -As fue como descubrieron que el nuevo mdico haba matado a su mujer. Estaba ms que claro que la haba descuartizado y ocultado los trozos dentro del vientre de cada uno de los nios. Cada uno de ellos contena una mano o un pie. Ms tarde, en el stano, fueron encontrados, medio muertos, los animales de la familia: un pastor escocs y un gato rojizo. Tambin tenan escisiones abdominales. El veterinario local encontr los ojos de la mujer en el perro y las orejas en el gato. El residente declar ms tarde que esperaba no tener que realizar nunca ms una operacin de urgencias como aquella. Estaba convencido de que si su colega, el padre de los nios, hubiera tenido ms hijos y animales se las habra arreglado, para esconder todas las partes de la esposa. Tambin declar que la obra de su colega era una maravilla. Segn el, nunca haba visto semejante pericia con el bistur.

    Poco despus un pescador encontr el resto del cuerpo bajo unas rocas del acantilado. En el juicio, el asesino siempre permaneci en silencio. Despus de dos das de trmite,

    fue sentenciado a muerte. Aunque los nios suplicaron por su vida, el asesino fue trasladado irreversiblemente al continente para que lo ejecutaran.

    El maquinista haba terminado con su relato. De pronto, un miembro de la tripulacin, un

    londinense de pelo claro dijo: -No le creo una palabra. Todo eso no es ms que un cuento para nios. Cmo es que un

    cuerpo humano puede utilizarse para ocultar los miembros de un cuerpo humano! Muchos de los que estaban sentados alrededor del fuego, empezaron a rer de alivio, sobre todo- ante el pensamiento de que aquella historia no era ms que una broma.

  • La llovizna silbaba ahora en el fuego un poco ms fuerte, como si la madera quisiera discutir el tema. Los murcilagos se acercaban y alejaban de la hoguera. El maquinista se baj lentamente del barril. Permaneci de pie por un momento y un poco disgustado intent irse para su tienda. Pero, en vez de eso, se devolvi y con lentitud se desabroch el impermeable y dej ver la camisa blanca en los pantalones negros de oficial. Se sac la parte delantera de la camisa, la levant hasta la altura de su mentn y ense el diafragma. All justo encima de la cintura, todos pudieron ver una larga cicatriz longitudinal y unas estras blancas de una veintena de centmetros que recorran la plida piel nortea.

    Los hombres enmudecieron. El maquinista meti con cuidado la camisa dentro de sus

    pantalones, cerr el impermeable, dio la vuelta y se alej en la oscuridad.

    (Traduccin hecha por Rodrigo Argello G.)

    ERIC McCORMACK: Escritor escocs. Naci en 1949. Ha escrito el libro de cuentos Inspecting de Vaults y la novela The Paradise Motel, de donde he tomado su historia-marco

  • Cordero asado

    Roald Dahl

    La habitacin estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lmparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vaca, frente a ella. Detrs, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente. Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo. De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupacin, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tena un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazo- haba adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecan ms grandes y ms oscuros que antes. Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empez a escuchar, y pocos minutos ms tarde, puntual como siempre, oy rodar los neumticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura. Dej a un lado la costura, se levant y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara. -Hola, querido! -dijo ella. -Hola! -contest l. Ella le colg el abrigo en el armario. Luego volvi y prepar las bebidas, una fuerte para l y otra ms floja para ella; despus se sent de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, movindolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella sta era una hora maravillosa del da. Saba que su esposo no quera hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compaa despus de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -como siente un baista al calor del sol- la influencia que l irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitacin a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco. -Cansado, querido? -S -respondi l-, estoy cansado. Mientras hablaba, hizo una cosa extraa. Levant el vaso y bebi su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar. Ella no lo vio, pero lo intuy al or el ruido que hacan los cubitos de hielo al volver a dejar l su vaso sobre la mesa. Luego se levant lentamente para servirse otro vaso. -Yo te lo servir -dijo ella, levantndose. -Sintate -dijo l secamente. Al volver observ que el vaso estaba medio lleno de un lquido ambarino. -Querido, quieres que te traiga las zapatillas? Le observ mientras l beba el whisky. -Creo que es una vergenza para un polica que se va haciendo mayor, como t, que le hagan andar todo el da -dijo ella.

  • l no contest; Mary Maloney inclin la cabeza de nuevo y continu con su costura. Cada vez que l se llevaba el vaso a los labios se oa golpear los cubitos contra el cristal. -Querido, quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves. -No -dijo l. -Si ests demasiado cansado para comer fuera -continu ella-, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aqu para que no tengas que moverte de la silla. Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esper una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero l no hizo nada de esto. -Bueno -agreg ella-, te sacar queso y unas galletas. -No quiero -dijo l. Ella se movi impaciente en la silla, mirndole con sus grandes ojos. -Debes cenar. Yo lo puedo preparar aqu, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo est en la nevera. -No me apetece -dijo l. -Pero querido! Tienes que comer! Te lo sacar y te lo comes, si te apetece. Se levant y puso la costura en la mesa, junto a la lmpara. -Sintate -dijo l-, sintate slo un momento. Desde aquel instante, ella empez a sentirse atemorizada. -Vamos -dijo l-, sintate. Se sent de nuevo en su silla, mirndole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. l haba acabado su segundo vaso y tena los ojos bajos. -Tengo algo que decirte. -Qu es ello, querido? Qu pasa? l se haba quedado completamente quieto y mantena la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lmpara le daba en la parte alta de la cara, dejndole la barbilla y la boca en la oscuridad. -Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decrtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado. Y se lo dijo. No tard mucho, cuatro o cinco minutos como mximo. Ella no se movi en todo el tiempo, observndolo con una especie de terror mientras l se iba separando de ella ms y ms, a cada palabra. -Eso es todo -aadi-, ya s que es un mal momento para decrtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te dar dinero y procurar que ests bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escndalo. No sera bueno para mi carrera. Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que l haba dicho. Se le ocurri que quiz l no haba hablado, que era ella quien se lo haba imaginado todo. Quiz si continuara su trabajo como si no hubiera odo nada, luego, cuando hubiera pasado algn tiempo, se encontrara con que nada haba ocurrido. -Preparar la cena -dijo con voz ahogada. Esta vez l no contest. Mary se levant y cruz la habitacin. No senta nada, excepto un poco de nuseas y mareo. Actuaba como un autmata. Baj hasta la bodega, encendi la luz y meti la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontr. Lo sac y lo mir. Estaba envuelto en papel, as que lo desenvolvi y lo mir de nuevo. Era una pierna de cordero. Muy bien, cenaran pierna de cordero. Subi con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontr a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella. Se detuvo. -Por el amor de Dios -dijo l al orla, sin volverse-, no hagas cena para m. Voy a salir. En aquel momento, Mary Maloney se acerc a l por detrs y sin pensarlo dos veces levant la pierna de cordero congelada y le golpe en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedi un paso, esperando a ver qu pasaba, y lo gracioso fue que l qued tambalendose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.

  • La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento. Sali retrocediendo lentamente, sintindose fra y confusa, y se qued por unos momentos mirando el cuerpo inmvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridculo pedazo de carne que haba empleado para matarle. Bien -se dijo a s misma-, ya lo has matado. Era extraordinario. Ahora lo vea claro. Empez a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, saba cul sera el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sera un descanso. Pero por otra parte. Y el nio? Qu deca la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? Los mataban a los dos, madre e hijo? Esperaban hasta el noveno mes? Qu hacan? Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse. Llev la carne a la cocina, la puso en el horno, encendi ste y la meti dentro. Luego se lav las manos y subi a su habitacin. Se sent delante del espejo, arregl su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intent sonrer, pero le sali una mueca. Lo volvi a intentar. -Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara tambin. -Quiero patatas, Sam, y tambin una lata de guisantes. Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensay varias veces. Luego baj, cogi el abrigo y sali a la calle por la puerta trasera del jardn. Todava no eran las seis y diez y haba luz en las tiendas de comestibles. -Hola, Sam -dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrs del mostrador. -Oh, buenas noches, seora Maloney! Cmo est? -Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes. El hombre se volvi de espaldas para alcanzar la lata de guisantes. -Patrick dijo que estaba cansado y no quera cenar fuera esta noche -le dijo-. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa. -Quiere carne, seora Maloney? -No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero. -Oh! -No me gusta asarlo cuando est congelado, pero voy a probar esta vez. Usted cree que saldr bien? -Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. Quiere estas patatas de Idaho? -Oh, s, muy bien! Dos de sas. -Nada ms? -El tendero inclin la cabeza, mirndola con simpata-. Y para despus? Qu le va a dar luego? -Bueno. Qu me sugiere, Sam? El hombre ech una mirada a la tienda. -Qu le parece una buena porcin de pastel de queso? S que le gusta a Patrick. -Magnfico -dijo ella-, le encanta. Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonri agradablemente y dijo: -Gracias, Sam. Buenas noches. Ahora, se deca a s misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estara esperando para cenar; y deba cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estara cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trgico o terrible, sera un golpe para ella y se volvera histrica de dolor y de miedo. Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la seora Maloney que volva a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido. Eso es -se dijo a s misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habr necesidad de fingir. Por lo tanto, cuando entr en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo. -Patrick! - llam -, dnde ests, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entr en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella. Todo su amor y su deseo por l se despertaron en aquel momento. Corri hacia su cuerpo, se arrodill a su lado y empez a llorar amargamente. Fue fcil, no tuvo que fingir.

  • Unos minutos ms tarde, se levant y fue al telfono. Saba el nmero de la jefatura de Polica, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella grit: -Pronto! Vengan en seguida! Patrick ha muerto! -Quin habla? -La seora Maloney, la seora de Patrick Maloney. -Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto? -Creo que s -gimi ella-. Est tendido en el suelo y me parece que est muerto. -Iremos en seguida -dijo el hombre. El coche vino rpidamente. Mary abri la puerta a los dos policas. Los reconoci a los dos en seguida -en realidad conoca a casi todos los del distrito- y se ech en los brazos de Jack Nooan, llorando histricamente. El la llev con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmvil. -Est muerto? -pregunt ella. -Me temo que s... qu ha ocurrido? Brevemente, le cont que haba salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontr tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubri una pequea herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostr a O'Malley y ste, levantndose, fue derecho al telfono. Pronto llegaron otros policas. Primero un mdico, despus dos detectives, a uno de los cuales conoca de nombre. Ms tarde, un fotgrafo de la Polica que tom algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oan cuchicheos por la habitacin donde yaca el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad. Volvi a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick lleg ella estaba cosiendo, y l se sinti tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que haba puesto la carne en el horno -all estaba, asndose- y se haba marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo haba encontrado tendido en el suelo. -A qu tienda ha ido usted? -pregunt uno de los detectives. Se lo dijo, y entonces el detective se volvi y musit algo en voz baja al otro detective, que sali inmediatamente a la calle. ..., pareca normal..., muy contenta..., quera prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella... Transcurrido algn tiempo el fotgrafo y el mdico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Despus se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policas se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le pregunt si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quiz, o con su mujer, que cuidara de ella y la acostara. -No -dijo ella. No crea en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. Les importara mucho que se quedara all hasta que se encontrase mejor? Todava estaba bajo los efectos de la impresin sufrida. -Pero no sera mejor que se acostara un poco? -pregunt Jack Nooan. -No -dijo ella. Quera estar donde estaba, en esa silla. Un poco ms tarde, cuando se sintiera mejor, se levantara. La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misin. De vez en cuando uno de los detectives le haca una pregunta. Tambin Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, haba muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino poda habrsela llevado consigo, pero tambin caba la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte. -Es la vieja historia -dijo l-, encontraremos el arma y tendremos al criminal. Ms tarde, uno de los detectives entr y se sent a su lado. -Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le pregunt-. Le importara echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrn de metal? -No tenemos jarrones de metal -dijo ella. -Y un atizador? -No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje. La bsqueda continu.

  • Ella saba que haba otros policas rodeando la casa. Fuera, oa sus pisadas en la grava y a veces vea la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados. -Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pas a su lado-, me quiere servir una bebida? -S, claro. Quiere whisky? -S, por favor, pero poco. Me har sentir mejor. Le tendi el vaso. -Por qu no se sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hgalo, se ha portado muy bien conmigo. -Bueno -contest l-, no nos est permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando. Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incmodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con intiles palabras. El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, sali y dijo: -Oiga, seora Maloney. Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro? -Dios mo! -grit ella-. Es verdad! -Quiere que vaya a apagarlo? -Sera tan amable, Jack? Muchas gracias. Cuando el sargento regres por segunda vez lo mir con sus grandes y profundos ojos. -Jack Nooan -dijo. -S? - Me harn un pequeo favor, usted y los otros? -Si est en nuestras manos, seora Maloney... -Bien -dijo ella-. Aqu estn ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mat. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y s que Patrick, que en gloria est, nunca me perdonara que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. Por qu no se comen el cordero que est en el horno? Ya estar completamente asado. -Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan. -Por favor -pidi ella-, por favor, cmanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que haba en la casa cuando l estaba aqu, pero ustedes s pueden hacerlo. Me haran un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo. Los policas dudaron un poco, pero tenan hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se qued dnde estaba, oyndolos a travs de la puerta entreabierta. Hablaban entre s a pesar de tener la boca llena de comida. - Quieres ms, Charlie? -No, ser mejor que no lo acabemos. -Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor. -Bueno, dame un poco ms. -Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick -deca uno de ellos-, el doctor dijo que tena el crneo hecho trizas. -Por eso debera ser fcil de encontrar. -Eso es lo que a m me parece. -Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa as, tan pesada, ms tiempo del necesario. Uno de ellos eruct: -Mi opinin es que tiene que estar aqu, en la casa. -Probablemente bajo nuestras propias narices. Qu piensas t, Jack? En la otra habitacin, Mary Maloney empez a rerse entre dientes.

    ROALD DAHL: Naci en Gales en 1916. No ha tenido ningn problema para ser un cuentista para adultos y un cuentista para nios. En cuanto a su primera faceta, ha escrito dos libros imprescindibles para aquellos que gustan de cuentos perfectos: Historias extraordinarias y Cuentos de lo inesperado. En cuanto a la literatura infantil es mundialmente famoso por su libro, llevado con xito al cine, Matilda. A pesar de que sus libros son para pblicos de diferente edad, mantiene una constante: una crueldad que raya siempre en lo macabro.

  • Un corazn de oro

    Boris Vian

    I

    Aulne caminaba a ras de pared y miraba hacia atrs, con gesto receloso, cada cuatro pasos. Acababa de robar el corazn de oro del padre Mimile. Por supuesto, se haba forzado a

    destripar un poco al pobre individuo, y, en particular, a henderle el trax a golpes de podadera. Pero, cuando hay de por medio un corazn de oro del que apoderarse, no es cuestin de pararse en barras en cuanto a procedimientos.

    Cuando hubo caminado trescientos metros, se quit de manera ostentosa su gorra de ladrn y, tirndola a una alcantarilla, la reemplaz por un sombrero flexible de hombre honrado. Su paso se hizo ms seguro. Sin embargo, el corazn de oro del padre Mimile, todava caliente, no cesaba de molestarle, pues segua latiendo desagradablemente en su bolsillo. Adems, le hubiera gustado contemplarlo con tranquilidad, pues era un corazn cuya simple visin llegaba a poner a cualquiera casi en la obligacin de delinquir.

    Ciento veinte brazas ms adelante, y aprovechando una alcantarilla de dimensiones superiores a las de la anterior, Aulne se desembaraz de la porra y de la podadera. Ambos instrumentos estaban recubiertos de cabellos pegados y de sangre, y como a Aulne le gustaba hacer las cosas cuidadosamente, seguro que tambin abundaban de huellas digitales. Conserv, sin embargo, y sin tocarla, la misma indumentaria, por completo salpicada de sangre pegajosa, pues dado que a los viandantes no les suele caber en la cabeza que un asesino vista como todo el mundo, tampoco era cuestin de infringir el cdigo del hampa.

    En la parada de taxis, eligi uno bien vistoso y reconocible. Se trataba de un antiguo Bernazizi, modelo 1923, con asientos de imitacin rejilla, trasero puntiagudo, conductor tuerto y parachoques de atrs medio cado. Los colores frambuesa y amarillo de la capota de satn rayado aadan al conjunto un toque memorable. Aulne pas a su interior.

    -Dnde le llevo, burgus? pregunt el chofer, un ruso ucraniano a juzgar por su acento.

    -D la vuelta a la manzana - respondi Aulne. - Cuntas veces? -Todas las que sean necesarias hasta que la polica nos eche el ojo encima. - Ah, ah! reflexion el taxista de manera audible-. Bueno bien veamos Como

    posiblemente me ser difcil llegar a marchar con exceso de velocidad, Qu le parece si circulo por la izquierda?, Eh?

    -Correcto- acept Aulne. Bajando a tope la capota, se sent lo ms estirado posible para que pudiera verse con facilidad la sangre que adornaba su indumentaria. Ello, en combinacin con el sombrero de hombre honrado que luca, hara evidente a cualquiera que tena algo que ocultar.

  • Cuando llevaban dadas doce vueltas, se cruzaron con uno de los poneys de caza matriculados con la contrasea de la polica. El caballito estaba pintado de gris metlico, y la ligera carreta de mimbre de la que tiraba llevaba en los laterales el escudo de la ciudad. Tras olfatear el Bernazizi, el animal relinch.

    -La cosa marcha- coment Aulne-. Se disponen a darnos caza. Circule ahora por la derecha. Tampoco es cuestin que nos arriesguemos ahora a llevarnos un chico por delante.

    A fin de que el poney pudiera seguirles sin fatigarse, el chfer redujo al mnimo la velocidad de marcha. Impasible, Aulne le diriga. Y de tal modo pusieron direccin hacia el barrio de los altos edificios.

    Un segundo poney, tambin pintado de gris, se reuni en seguida con el primero. En el interior de la carreta de la que tiraba se encontraba tambin, un polica con uniforme de gala. De un vehculo a otro, y sealando a Aulne con el dedo, ambos funcionarios se ponan de acuerdo a voces, mientras que los poneys trotaban acompasadamente, levantando mucho las patas y moviendo la cabeza, como suelen hacerlo los pichones.

    A la vista de un edificio de aspecto favorable, Aulne le dijo al taxista que parara. A continuacin, salt con ligereza sobre la acera pasando por encima de la portezuela del automvil, a fin de que los polis pudieran distinguir claramente las manchas de sangre sobre su indumentaria. Acto seguido se meti en el edificio, llegndose a la escalera de servicio.

    Sin apresurarse, subi hasta el ltimo piso. En l estaban los cuartos de la servidumbre. El suelo del corredor, enladrillado con

    baldosas hexagonales, le trastornaba la vista. Entre dos caminos poda elegir: hacia la derecha o hacia la izquierda. El de la izquierda daba al patio interior, en el que se ventilaban los cuartos de bao, y acababa en un pequeo retrete. Se intern por all. Un tragaluz bastante alto babe de improviso frente a l. Un escabel como la copa de un pino estaba situado justo en su vertical. En aquel preciso momento, Aulne empez a or resonar los pasos de los polizones en la escalera. Sin pensarlo dos veces, se encaram con presteza al tejado.

    Una vez en l, respir profundamente para recobrar el aliento antes de la indispensable persecucin. El aire que en tan gran cantidad trag le habra de ser de gran utilidad para la bajada.

    Corri por la dulce pendiente del colmado construido al estilo Mansard. Se detuvo al borde del empinado voladizo y, girando sobre s mismo, dio la espalda al vaco. A continuacin, se agach y se ayud con las manos para aterrizar sobre ambos pies en el canaln.

    Recorri aquel saliente de cinc casi vertical al muro. Abajo, el pavimentado patio pareca minsculo, con cinco cubos de la basura bien alineados, un viejo escobn que semejaba un pincel, y un cajn casi repleto de desperdicios.

    Sera preciso descender a lo largo del muro exterior y penetrar en uno de los cuartos de bao del edificio contiguo, es decir, aquellos cuyas ventanas se abran en la pared de enfrente. Para ello podan utilizarse los garfios clavados en los muros de todo patio interior. Colocando los pies en alguno de ellos, se trataba de aferrarse con las dos manos al alfizar de la ventana elegida, y subir el cuerpo a pulso despus. El oficio de asesino no resulta, en verdad, nada reposado. Aulne se lanz por los herrumbrosos barrotes.

    Arriba, los polizontes armaban todo el bullicio posible corriendo en crculo sobre el tejado y pisando con toda la suela de sus zapatones. De tal manera, cumplan estrictamente con el plan piloto de sonorizacin de las persecuciones establecido por la Prefectura.

    II La puerta estaba cerrada, pues los padres de Zampa-Bombones haban salido, y Zampa-

    Bombones se bastaba para guardar la casa l solito. A los seis aos no queda tiempo para aburrirse en un apartamento en el que siempre hay a mano jarrones que romper, cortinas que quemar, alfombras que manchar y tabiques que se pueden decorar con huellas digitales de todas las tonalidades, interesante forma de aplicacin de los colores reputados como no peligrosos en el sistema de Bertillon. Todo ello mucho ms cuando se dispone, por aadidura de un cuarto de

  • bao, de grifos que funcionan, de cosas que flotan y, para mondar los tapones de la navaja de afeitar del padre, una hermosa y afilada hoja.

    Escuchando ruidos en el patio interior al que daba el cuarto de bao de su casa, Zampa-Bombones abri del todo, para ver mejor, los entreabiertos batientes de la ventana. Ante sus narices, dos grandes manos de hombre vinieron a aferrarse al derrame del vano de la piedra. Congestionada por el esfuerzo, la cabeza de Aulne acab por aparecer ante los interesados ojos del nio.

    Quiz el perseguido haba sobrevalorado sus capacidades gimnsticas, pero la verdad es que no pudo subir a pulso al primer intento. Como las manos aguantaban bien donde las haba puesto, se dej caer a lo largo de toda la extensin de los brazos con intencin de recobrar el aliento.

    Con mucha dulzura, Zampa-Bombones levanto la navaja de afeitar que tena bien agarrada, y paso la afilada lmina sobre los nudillos blancos y tensos del asesino. Las manos de este, en verdad, eran muy carnosas.

    El corazn de oro del padre Mimile tir de Aulne hacia abajo con todas sus fuerzas cuando las manos le comenzaron a sangrar. Uno a uno los tendones fueron saltando como las cuerdas de una guitarra. A cada tajo, resonaba una dbil nota. Finalmente, quedaron sobre el alfizar diez falangetas exanges. De cada una manaba todava un hilo purpreo. Por su parte, el cuerpo de Aulne roz la pared de piedra, rebot en la cornisa del entresuelo y vino a dar con sus huesos en la caneca de la basura. Bien poda quedarse all; los traperos se encargaran de el a la maana siguiente.

    BORIS VIAN: Naci en Francia en 1920. Un hombre polifactico: ingeniero, compositor y msico de Jazz (trompetista), escritor, traductor, pintor, cineasta, boxeador. En cuanto a su mundo literario incursiono en el gnero negro, y escribi libros que rozan la ciencia ficcin como su novela Que se mueran los feos, publicada solo hasta 1964 y premonicin de ms de un fenmeno actual. Fue muy famoso por sus ttulos originales y polmicos, tales como Escupir sobre vuestra tumba, Con las mujeres no hay manera, Los muertos tienen todos la misma piel. El cuento que presentamos aqu es tomado de su libro El lobo-hombre (1949)

  • La ventana

    German Snchez Espeso

    No s si comenzar por describir la habitacin del hospital o las dos nias que la ocupaban. Acaso cabe hacer ambas cosas al mismo tiempo, pues los rostros de las nias participaban de la blancura de las paredes, las colchas de hilo y la mesita de noche que se hallaba entre las dos camas; o eran los objetos los que estaban impregnados de la mortal palidez de las nias. Pareca como si aquellas dos cabecitas estuvieran dibujadas en las almohadas o como si estuvieran hechas de la misma sustancia que la habitacin del hospital.

    Sus nombres eran Marta y Juanita. No dudis de que aquellas dos nias eran ms bonitas

    que las dems nias. Quizs su belleza era prestada, pues se sabe que la proximidad de la muerte, que a los viejos afea, embellece a las nias.

    Marta haba nacido con el corazn cansado, una enfermedad que an no tena un nombre, pero que los mdicos echaron en el saco de las "esclerosis". Eso poco importa. El caso es que los mdicos la mantenan viva con inyecciones diarias, masajes y corrientes elctricas.

    Pero la vida de Marta dependa sobre todo de un frasquito de pldoras que estaba siempre sobre la mesita de noche. Cuando notaba que se le paraba el corazn, tena que andar lista para echarse a la boca una pldora de aquellas. Resultaba engorroso, pero vivir era lo principal. nicamente aquel frasquito con pldoras encarnadas y un libro de cuentos lleno de color cobraban alguna realidad en aquel universo inconsistente.

    A Juanita, en cambio, no le importaba morirse. Nadie sabe lo que es notar que el mal te va trepando poco a poco por las piernas. Es como si te fueras hundiendo despacito en arenas movedizas. La parlisis ya le llegaba a la cintura y, hoy por hoy, no haba forma de detener el proceso criminal en aquel cuerpecito desvalido. Juanita tena cerrado el horizonte, como se dice.

    La noche que trajeron a Juanita, Marta dorma. Juanita se despert muy temprano. El dolor de huesos no le permita dormir largo tiempo. Adems, ya entraba luz por la ventana.

    La habitacin tena una sola ventana que estaba junto a la cama de Marta. Una luz que ya era blanca antes de atravesar los cristales, iluminaba la cara de Marta y su mueca. No he dicho que Marta tena una mueca que cerraba los ojos y que alguna vez tambin tomaba pldoras, pues las muecas de las nias que padecen del corazn se fatigan a menudo.

    -Cmo se llama? -pregunt Juanita. Marta se despert y se sent en la cama para contemplar mejor a su nueva compaera.

    Estupendo. Llevaba mucho tiempo sola. Aquella cama haba estado vaca desde que se llevaron a Luisa, la nia que le dej la mueca antes de morirse.

    -Cmo se llama? -volvi a preguntarle Juanita, sealndole la mueca.

  • -Luisa -repuso Marta con cierto orgullo. Por los ojos con que la nueva nia la miraba, deba estar muy envidiosa de su mueca-. Luisa no debe levantarse de la cama porque se fatiga -aadi-. Pero si quieres, puedes venir a jugar con ella.

    -Ahora no -respondi Juanita-. No me gusta levantarme temprano de la cama. Aquella maana pasaron por all los mdicos vestidos de blanco y las enfermeras con las

    inyecciones. Todos sonrieron a las nias y les dijeron que se portaran bien. Juanita no quera que la cuidasen. Solo quera estar sola. En toda la tarde no dirigi la palabra a su compaera y, por la noche, se durmi temprano.

    La despert un extrao ronquido, como de alguien que respiraba con dificultad. Tir del cordoncito de la luz y vio a su compaera precipitarse sobre el frasquito de pldoras que estaba en la mesita de noche.

    -Qu te ocurre? -pregunt Juanita. -Me ahogo -respondi Marta-. Pero no te asustes. Se pasa pronto. Permanecieron despiertas largo rato. Juanita aguard a que la respiracin de Marta se

    apaciguase, para preguntarle: -Te sucede muchas veces? -Oh, no -repuso Marta con cierta rotundidad, como quien rechaza una ofensa. -Y te duele mucho? -Vamos a dormir -respondi Marta, a la que no le gustaba hablar de aquello. Y para

    restar gravedad al asunto, aadi-: Adems, cuando me sucede, me tomo una de estas pldoras y ya est.

    -Si lo hubiera sabido me hubiera levantado de la cama para ayudarte -repuso Juanita, a modo de disculpa.

    Marta pens que su nueva compaera era una de esas nias perezosas que siempre ponen

    disculpas para no moverse de la cama. Pero tambin pens que quiz fuese una nia que se fatigaba an ms que ella, y no poda siquiera moverse de la cama. Por eso le dijo que, si se fatigaba, poda tomar una pldora de su frasquito.

    -Yo no me fatigo -respondi altivamente Juanita. Pero no pudo menos de terminar la frase-. No me fatigo porque no puedo andar.

    -Y no hay pldoras para que andes? -le pregunt Marta. Ahora era Juanita la que quera dormir. Marta se qued pensativa. Haba juzgado mal a su compaera. Pero quiz podra

    ayudarla. Le tendi su mueca. -Puedes jugar con ella -le dijo. -No la necesito -respondi Juanita. La luz de la ventana despert a Juanita. Le extra que no hubiese ruidos en la calle. Mir

    a Marta que an dorma y a su mueca con los ojos cerrados y al frasquito de pldoras que a Marta le libraba de la muerte.

    Lo primero que haca Juanita cada maana era tocarse las piernas. Al principio le preocupaba el progreso de la parlisis. Ahora era casi un alivio comprobar la rapidez con que la insensibilidad avanzaba.

    No aguard a que Marta despertase para preguntarle por qu no haba ruidos en la calle. -S los hay -respondi Marta desperezndose y poniendo de pie a su mueca para que

    abriera los ojos-. Lo que pasa es que aqu no se oyen, porque la ventana tiene doble cristal para que no entre el fro.

    Marta pein a su mueca y le cant una cancin, mientras aguardaba el desayuno que lleg en seguida. Lo trajo en un carrito una enfermera sonriente, que les dio los buenos das, accion la palanca que elevaba la cabecera de las camas y se fue dicindoles:

    -Tenis que comroslo todo. Poca mella hizo aquella advertencia en el nimo de Juanita. Se cruz de brazos delante del

    desayuno para exteriorizar su decisin de no probar bocado.

  • - Por qu no comes? -le pregunt Marta. -No me apetece -repuso Juanita. -Si no comes te morirs. -No me importa -repuso Juanita. Marta comenz a desayunar en silencio, mientras miraba por la ventana. -Estoy segura -dijo- que te tomaras el desayuno si t fueras aquel perrito cojo. - Qu perrito cojo? -pregunt Juanita. -Uno que est ah abajo. Hubo un largo silencio antes de que Juanita preguntara: -Y qu hace? -Anda metiendo la cabeza en los cubos de basura -respondi Marta-. Debe tener mucha

    hambre. -Est cojo? -pregunt Juanita de nuevo. Marta afirm con la cabeza. Juanita an tard un rato en comenzar a tomar el desayuno. Nunca se le hubiera ocurrido

    que un perro cojo pudiera tener ganas de vivir. Deba tener mucha hambre, para meter la cabeza en los cubos de basura.

    A la maana siguiente, lo primero que pregunt Juanita al despertar fue si estaba el perrito cojo comiendo de los cubos de basura. Marta mir por la ventana para comprobarlo.

    -No est -respondi. Y al ver que Juanita se entristeca, aadi: Seguramente habr

    encontrado un dueo. Juanita pas la maana sin dirigir la palabra a su compaera. Quin le haba dicho a

    aquella tonta que los perros cojos encuentran gente que se preocupe por ellos? Este pensamiento la martiriz hasta tal punto que, a la hora de comer, no pudo menos que decir:

    -A los perros cojos nadie los quiere. -Eso no es verdad -repuso Marta-. Algunos das veo un nio con su perro cojo, que es

    muy juguetn. Juanita pareci interesarse por la historia. Mir a Marta con ojos extasiados. -Mientras el nio echa el anzuelo desde el puente -prosigui Marta-, el perro se dedica a

    perseguir a los patos, que se van al agua corriendo, como si viesen al demonio. -Cmo es el puente? -pregunt Juanita. Marta mir por la ventana, para describirlo mejor: -Est hecho con troncos y clavos, como cualquier puente. Juanita termin de comer y cerr los ojos para imaginrselo mejor. Se durmi pensando

    que si algn da se curaba, ella tambin tendra un perro y se ira a pescar desde lo alto de un puente.

    Cuando se despert ya era casi la hora de la cena. Nunca haba dormido tanto rato seguido. Tampoco le dolan los huesos. Ahora le surgi otra pregunta:

    -A dnde lleva el puente? La pregunta desconcert a Marta, que estaba leyendo su libro de cuentos. A dnde iba a

    llevar? Al parque. La vida en el parque comenzaba a media maana, es decir, a la hora en que llegaba el

    hombre de los bigotes con los globos. Esto no significaba que hasta esa hora no se abrieran las flores o no cantaran los pjaros. Pero de nada sirve que las flores se abran o que los pjaros canten si no hay nadie all para presenciarlo. Y la gente no iba al parque hasta que llegaba el hombre de los bigotes con los globos. Por lo tanto, hasta ese momento no poda decirse que comenzara realmente la vida en el parque.

    -Es un hombre muy bueno -explic Marta-. Se pasa el da inflando globos y sonriendo a la

    gente.

  • A Juanita, en cambio, no le pareci que el hombre de los bigotes fuera tan bueno. Atar los globos con hilos es como encerrar pjaros en jaulas.

    -Si fueras globo, te gustara que te tuvieran atada? -pregunt Juanita. Marta se qued pensativa. Visto as, a Juanita no le faltaba razn. Pero haba algo bueno

    en el hombre de los bigotes. -Hace vivir a los globos llenndolos de aire -dijo Marta, llenando de aire tambin sus

    propios pulmones. Aquel da, el hombre de los bigotes haba llegado ms temprano: justo despus de que la

    enfermera retirara las bandejas del desayuno. Y mientras hinchaba los globos, se le escap uno de color blanco, con orejas de conejo, que subi por los aires como si se tratase de un santo que se va al cielo.

    -Es bonito verlo subir y subir -dijo Marta. Juanita mir para la ventana. Quizs algn da pasara por delante de la ventana uno de

    aquellos globos escapados de las manos del hombre de los bigotes. -Qu ms hay? -pregunt Juanita. -Hay un nio muy gordo que quiere pegar a una nia, pero la nia le da un empujn y lo

    tira al agua -dijo Marta-. Como es tan gordo, tienen que ir en una barca para sacarlo del agua. Marta observ a Juanita. Era la primera vez que la vea sonrer. -Sigue -le rog Juanita, con la mirada fija en el techo. Pero que no pensara Juanita que nicamente haba nios en el parque. Tambin haba

    abuelos, que se montaban en los columpios cuando no les vea nadie. En ese momento haba dos abuelos columpindose. Eran unos abuelos muy traviesos. Sin duda sus hijos les reiran cuando llegaran a casa.

    -Qu ms? -pregunt Juanita. Marta se fatig tanto aquella maana, contando todo lo que suceda en el parque, que la

    enfermera que trajo la comida le prohibi hablar por el resto del da. Pero Marta no pudo estar callada. Porque lo realmente bueno, lo bueno de verdad, suceda por la tarde. Cuando no haba tteres en el quiosco, haba msica. Incluso alguna vez pasaron por all el tragasables, el faquir y los enanitos saltimbanquis. Haba que verlos dar volatines en el aire y caminar por un alambre.

    Hoy era jueves, los jueves vena la banda de msicos, con sus zapatos de charol, sus dos

    filas de botones y sus gorras de plato. El ms flaco de todos tocaba el bombo, y uno muy bajito tocaba una trompeta retorcida como un caracol, y los platillos dorados brillaban cada vez que chocaban en el aire por encima de sus cabezas. ?

    A Juanita la despert el ruido de los cubiertos. La enfermera le dio los buenos das y Juanita se alegr de verse delante del desayuno. Tena mucha hambre.

    Marta, en cambio, llevaba largo rato despierta. Aquella maana, mientras Juanita dorma,

    haba tenido tiempo de peinar a su mueca, mirar por la ventana y leer su libro de cuentos. -Crees que hoy tambin se escapar uno? -pregunt Juanita. -Un qu? -dijo Marta. -Un globo. Marta le explic que todo podra suceder: que se escapara de nuevo un globo o que

    volvieran los abuelos traviesos. Pero que lo mejor de todo era que cada da sucedan nuevas cosas en el parque. Por ejemplo, esta maana haba estado el jugador de golf. Vena a menudo con su bolsa de bastones al hombro. Pero lo ms curioso era que jugaba sin pelota. Era divertido verlo. Tomaba uno de los bastones, balanceaba el cuerpo y golpeaba con todas sus fuerzas una pelota imaginaria.

    -Por qu juega sin pelota? -pregunt Juanita.

  • Los verdaderos motivos los desconoca Marta. Quiz solo quera hacer gimnasia, o quiz tena miedo de pegar a alguien con la pelota. Pero lo haca tan bien que haba que fijarse mucho para darse cuenta de que jugaba sin pelota.

    Marta no par de hablar en toda la maana, pues vino mucha gente al parque: la mujer

    que daba de comer a las palomas con la boca, el hombre que paseaba unos trillizos en una silleta triple, la seorita del paraguas cerrado, que no lo abra con la lluvia ni con el sol.

    Juanita estaba feliz. Imaginando, imaginando, se le haban agrandado los ojos. En el

    centro de sus oscuras pupilas se reflejaba ntidamente el cuadradito de aquella luminosa ventana. Marta se fatig tanto que, despus de comer, por poco se muere. Juanita se llev un buen

    susto. Pero gracias a las pldoras que estaban sobre la mesita de noche, Marta recuper la respiracin. Luego se qued dormida.

    Juanita aguard impaciente a que Marta se despertara, pensando que podan llegar, de un

    momento a otro, el faquir, o los enanos saltimbanquis, o vaya usted a saber quin. Marta se despert al or su nombre, pero apenas poda hablar. Se hallaba muy cansada.

    La tarde la pas Juanita en silencio, pensando en el bullicio del parque, en la banda de

    msica y en el teatrillo de los tteres, hasta que la ventana se oscureci. Las sombras invadieron tambin el alma de Juanita. Ella lo dara todo por poder ocupar la cama de Marta. Se lo dijo a la hora de cenar, pero Marta no se compadeci:

    -Soy ms antigua que t en esta habitacin -le respondi- y me corresponde estar junto a la ventana.

    Juanita se ech a llorar. Entonces, Marta trat de consolarla, prometindole que le contara siempre todo lo que pasara en el parque.

    -No quiero volver a hablar ms contigo -fue la respuesta de Juanita. Aquella noche volvieron a dolerle los huesos a Juanita. Se despert muy temprano, aun

    antes de que la luz entrara por la ventana. Cuando Marta abri los ojos, ya era de da. Lo primero que hizo fue mirar por la ventana.

    Pero, perversamente, esta vez no dirigi la palabra a Juanita, sino a su mueca. Mientras la peinaba, le cont lo que suceda en el parque. Juanita se tap los odos con las manos para no escucharlo.

    Despus de desayunar, Marta se puso a leer inquietamente su libro de cuentos. Toda la

    maana estuvo esperando que su compaera le preguntara lo que suceda en el parque. Pero Juanita guard silencio con los dientes apretados. Marta no pudo aguantar ms:

    - Quieres que te cuente lo que sucede en el parque? -le pregunt al fin. -No -repuso Juanita. - Quieres que te deje mi libro de cuentos? -le dijo Marta. -No. - Qu quieres entonces? -Que me dejes tu cama. -Eso no puede ser -repuso Marta contrariada. -Por favor -volvi a llorar Juanita, muy consciente de que si ella pudiese caminar, no

    necesitara rogar de aquella manera tan humillante. Las dos nias se sumieron en un silencio amargo que dur el resto del da. Despus de

    cenar, la enfermera les apag la luz y les dese buenas noches. Juanita y Marta permanecieron largo rato despiertas, sintiendo cada una en su conciencia la dolorosa vigilia de la otra.

  • La primera en dormirse fue Marta. Noche penosa la de su agotado corazn. Las pesadillas cayeron sobre l en imgenes de avechuchos hambrientos. Oy graznidos horrorosos, vio picos curvos y garras ensangrentadas. Qu era aquello? Alguien le clavaba las uas en la garganta.

    Se despert sin aliento, sintindose morir. La habitacin estaba en silencio. Nadie le aferraba la garganta. Los picos y las garras solo haban sido un mal sueo. Pero le faltaba el aire. Alarg el brazo hacia la mesita de noche, como otras veces, para alcanzar las pldoras que le daban la vida. Palp la oscuridad primero con inquietud, luego con desesperacin. El frasquito no estaba all. Intent encender la luz, llamar a Juanita, tocar el timbre, gritar.

    Todas las especies se abrieron paso por la existencia con las garras por delante. Lo

    principal es vivir. Si a Marta le faltaba el aire, a Juanita le faltaba la luz. Aquella ventana haba orientado inexorablemente su rumbo, como la llama de la candela orienta el vuelo de la mariposa.

    Juanita no se movi en toda la noche, no se atrevi a encender la luz. Aguard con la respiracin contenida a que llegase la madrugada, para ver a su compaera muerta.

    Los primeros resplandores recuperaron de la tiniebla las formas, luego los colores. Marta

    yaca casi fuera de la cama, como un globo desinflado. Tena los ojos abiertos, blancos, que miraban a Juanita sin mirarla. Un brazo esculido, que a Juanita le pareci ms largo que lo normal, colgaba hasta el suelo. Entre sus dedos crispados, haba un trozo de la blusa que la nia, en su ansia por respirar, se haba arrancado del pecho. Junto a ella, su mueca an dorma.

    Juanita puso de nuevo el frasquito de pldoras en la mesita de noche, de donde lo haba

    quitado cuando sinti que Marta se ahogaba. Ahora solo tena que aguardar a que llegase la enfermera, que tard un siglo. Por fin oy que se aproximaba el carrito del desayuno. Entonces Juanita se hizo la dormida.

    Con los ojos cerrados aguard a que la enfermera gritase. No se imagin que las enfermeras no gritan por esas cosas. Sencillamente, la enfermera recogi el cuerpecito dislocado de Marta y lo recompuso sobre la cama como quien pliega una camisa. Luego le cerr los prpados y le arregl los cabellos. Ni siquiera necesit tomarle el pulso para saber que estaba muerta.

    Dos hombres se llevaron a Marta y a su mueca en una camilla, como si la mueca

    tambin se hubiera muerto. Luego se llevaron las sbanas y el colchn. Los hombres caminaron todo el tiempo de puntillas. No hacer ningn ruido, para no despertar a Juanita, fue consigna de la enfermera.

    Juanita saba lo que aquella mujer estaba pensando cuando le puso el desayuno delante: que haba sido una suerte que ella an no se hubiera despertado. Y Juanita tuvo la precaucin de preguntar lo que hubiese preguntado de ser cierto aquello: que dnde estaba Marta.

    -Se cur -repuso la enfermera- y se fue a su casa. La enfermera tom el frasquito de pldoras de la mesita de noche y se dispuso a salir. Pero

    se volvi desde la puerta. A Juanita le dio un vuelco el corazn. Quizs aquella mujer haba descubierto algo. La enfermera camin pensativa hacia la mesita de noche y tom en sus manos el libro de cuentos.

    -Se me olvidaba -agreg-. Marta me dijo que podas quedarte con su libro de cuentos. La enfermera se dispuso a salir, pero ahora fue Juanita la que la retuvo. - Cundo me van a cambiar de cama? -pregunt resueltamente. Y ante la duda de la

    enfermera, agreg-: Marta me dijo que la ms antigua ocupa el lugar de la ventana. -Lo consultar -se limit a decir la enfermera antes de abandonar la habitacin. Cuando volvi para retirar la bandeja del desayuno traa buenas noticias: -Hoy mismo podrs ocupar la cama de Marta. Tardaron toda la maana en traer un colchn, como si no hubiera prisa en trasladarla a

    su nueva cama. Por la tarde trajeron las sbanas y una almohada nueva. Para cuando vinieron los dos hombres a trasladarla, ya haba anochecido.

  • A Juanita le hubiera gustado pasar la noche despierta, para ver amanecer sobre el parque. Pero quedarse dormida fue casi tanto como estar despierta, pues so que amaneca y vio al perrito cojo y al hombre de los globos y al extrao jugador de golf.

    La despert una claridad desusada. La luz de la enorme ventana verti sobre sus ojos todo

    el raudal de emociones que contena. Nunca haba sentido Juanita su corazn tan desbocado. Cerr los ojos para dilatar un instante el placer de aquella apasionada sensacin. Luego, respir profundamente, los abri, e inclin la cabeza para ver el parque. Pero detrs de aquella ventana no haba nada. Solamente una tapia blanca.

    GERMAN SANCHEZ ESPESO: naci en Pamplona, Espaa. Pertenece a la nueva generacin de narradores espaoles que apareci despus de los aos 50. Ganador del Premio Nadal con la novela Narciso (1978), y del Premio Internacional de Novela Plaza y Jans de cuentos Baile de disfraces, al cual pertenece este cuento.

  • Un marido afortunado

    David H. Keller

    Sin duda alguna se trataba de un suicidio. De tal forma, que el coronel no quera ni or hablar de otra hiptesis. Y la pobre Mistress Harker no tena ms consuelo que la compasin sincera de los vecinos. Las dos amigas, que la acompaaban en el da despus del entierro, la encontraban en un estado lamentable. -Realmente, no comprendo cmo John ha podido hacer una cosa semejante cuando ramos tan felices! sollozaba-. Claro que su muerte hubiera sido menos incomprensible si yo no hubiera sido para l una esposa tierna y complaciente. Mejor que una esposa, un ngel guardin. Nuestra casa, por ejemplo, creis que sera enteramente nuestra, con la hipoteca reembolsada hasta el ltimo cntimo, si hubiera dejado obrar al buen John? Ni en un siglo lo habra conseguido! Desde las primeras semanas de nuestra vida en comn, cuando me di cuenta de que le gustaba traerme flores, comprend cual era mi deber: iba a tener que encargarme, yo sola, de la administracin de nuestro presupuesto. Naturalmente, le daba cada semana un poco de dinero para sus gastos, y le compraba cada noche el peridico; l hubiera preferido comprarlo l mismo para leerlo en el tren, pero lo habra arrugado demasiado; ya saben, yo guardo todos los peridicos viejos, bien doblados, para venderlos al trapero. Evidentemente, si hubiramos tenido hijos, no habra podido ocuparme tanto de l y de la casa. Pero antes de nuestra unin, el mdico me haba dicho que con mi constitucin delicada, hara mejor en renunciar al terrible esfuerzo que puede representar la maternidad. Un hombre delicioso este mdico Como no tendrn bebes, mimar usted a su marido, me aconsej. John, protest al principio, pero poco a poco se fue resignando. Sin embargo, no consegua comprender por qu yo insista en que su habitacin estuviera tapizada de color rosa. Como me quedaba sola todo el da, me haba puesto a coser; pronto supe confeccionar vestidos, e incluso camisas para John. Al principio me peda que las comprara, pero yo le expliqu que me encantaba trabajar para l, puesto que, en suma, era mi bebe; y entonces acab por no volver a hablarme de ello. Por supuesto, siempre estaba preocupada por su salud. Haba comprado libros que trataban de todos los regmenes a seguir. Cranme, en veinte aos de matrimonio, mi John no comi jams un bocado que no conviniera exactamente a un hombre de su edad, de su peso y de su temperamento. Asimismo, velaba para que fuese siempre bien abrigado. Por la maana, cuando el tiempo era lluvioso, le recordaba que tomara su impermeable y sus chanclos, y, salvo en pleno

  • verano, vigilaba que llevara su jersey de lana. Y cuando la maana haba sido hermosa, pero por la noche el cielo se haba cubierto, iba a esperarle a la estacin, con su impermeable y sus chanclos Incluso cuando me senta muy cansada!

    No imaginaran ustedes cuanto deseaba yo que todo marchara de modo impecable en nuestra casa. Y no obstante, no es fcil cuando hay un hombre en la casa, especialmente un hombre como John. Necesit dos aos enteros para acostumbrarle a que dejara sus zapatos en la alacena y se pusiera las zapatillas antes de penetrar en la cocina Para proteger la alfombra del saln, coloqu cuadrados de linleum alrededor de su silln preferido, y conservaba otros trozos como reserva. Cuando reciba a alguno amigos que no tardaban en encender un cigarro, me precipitaba para deslizarles un trozo de linleum debajo de los pues, por miedo a que ensuciaran la alfombra. Tuve que volver comprar linleum varias veces!

    Yo haba pasado de los treinta y empezaba a sentirme cansada, nerviosa; el mdico me

    explico que era un mal periodo el que deba atravesar, y que tena que descansar. As, pues, le ped a John que refregara los platos en mi lugar, pero se mostraba tan descuidado, que me vi obligada a poner trozos de linleum delante de la fregadera, de tanto como salpicaba el suelo.

    Ciertamente, yo saba que l nunca se aburra conmigo, pero comprenda perfectamente

    que un hombre pudiera experimentar la necesidad de distraerse. Incluso insist para que asistiese una vez al ao a una reunin con sus amigos de regimiento, y, sin embargo, no poco era mi mrito. Cuando volva, sus ropas olan de tal modo a tabaco que tena que rociarlas de esencia de lavanda. Pero creo que les hablaba a sus compaeros de la solicitud con que yo le cuidaba. Para el entierro, enviaron una corona con un motivo central de margaritas que formaban las palabras En paz. Una idea encantadora, no les parece?

    Pero ahora que lo pienso, sin duda les gustara saber de qu modo ocurri todo. Primero

    tengo que explicarles que a causa de mi delicada salud, tenamos habitaciones separadas. Como un esposo tiene, no obstante, ciertos derechos, yo nunca cerraba la puerta con llave. Debo decir que John era un hombre demasiado galante para aprovecharse de la situacin. El mismo da de la boda le confi que, en opinin del doctor, cualquier choque brutal podra matarme, y, por supuesto, como John conoca mi constitucin delicada, no quera tener mi muerte sobre su conciencia.

    En su habitacin yo haba colocado, a los pies de la cama, un trozo de linleum, y sobre

    el linleum, un gran cenicero de porcelana China, blanco, con rosas amarillas. John era, a Dios gracias, demasiado refinado para mascar tabaco, ni siquiera fumar; pero en revancha, le gustaba el chicle. Cada noche yo le daba uno, recordndole que lo dejara en el cenicero antes de dormirse. Pues bien, la noche de su muerte, antes de entregarle aquella golosina, le anunci una buena noticia: reemplazando el caf del desayuno por achicoria, haba conseguido economizar tres dlares, justo el precio de un linleum artstico que destinaba a su habitacin. Se lo describ: sobre un fondo malva y rosa, un Cupido se dispona a lanzar su flecha sobre una gacela temblorosa de miedo, el smbolo perfecto de la pareja que forman el hombre conquistador y la mujer pdica. Con una gran decepcin por mi parte, John no dijo nada; movi simplemente la cabeza, tomo el pedazo de chicle y fue a acostarse. Un poco ms tarde, vi que apagaba la luz nuestras habitaciones eran continuas, saben ustedes, y la luz pasaba por debajo de la puerta- y le o que me daba las buenas noches. Comprend inmediatamente que algo andaba mal. Yo le haba enseado a decir: Buenas noches, querida. Y en aquella ocasin dijo slo: Buenas noches. Luego, un poco ms tarde, o caer gotas. Deba ser la lluvia, o cualquier grifo tal vez. Llam: John, has cerrado el agua caliente del cuarto de bao?. Pero l se content con rer, una risa extraa, breve, entrecortada, y me dijo que no me preocupara.

    Las gotas seguan cayendo, espacindose, no obstante, de modo que acab por dormirme.

    A la maana siguiente, cuando entr en la habitacin para despertarle era l quien preparaba el desayuno, con el fin de permitirme que me quedara acostada un rato ms- le encontr muerto. Se

  • haba abierto las venas con una hoja de afeitar. Lo que yo haba tomado por la lluvia era el ruido de su vida que se iba gota a gota.

    En mi enloquecimiento, llam al doctor. Me explic que John haba debido tener una

    depresin nerviosa, casi una crisis de demencia: Un hombre que tiene la fortuna de tener una esposa tan devota como usted, no puede suprimirse ms que en un instante de extravo, me afirm. Tena ciertamente razn; no encuentro otra explicacin. Evidentemente, John no haba apreciado nunca todo lo que yo haca por l. Se sorprenda incluso, a veces, del trabajo que haca para que la casa estuviera siempre bien conservada y limpia. Sobre este punto, l fue negligente hasta el fin. Si al menos hubiera pensado en acostarse un poco ms hacia abajo, slo unos diez centmetros, su sangre habra manado sobre el linleum, en lugar de manchar la alfombra.

    DAVID H. KELLER. Este escritor nacido en Inglaterra en 1933, tiene en su haber un libro de cuentos titulado: Criaturas afortunadas (1958). Conocido por un humor implacable en la lnea de Chesterton, de Saki y de la inolvidable Daphne du Maurier

  • Nadie desaparece del todo

    Lzaro Covadlo

    Durante sus primeros aos, y hasta el da en que Manuel Arteaga le amput el dedo gordo del pie, Adalberto Arisamendi fue un hombre fsicamente entero. Por entonces Arteaga, su amigo de la infancia, era estudiante de medicina. As termino la integridad corporal de Adalberto Arisamendi. l hubiera preferido conservar el pie intacto, pero le tocaba cumplir con el servicio militar que en aquella poca era obligatorio y tena novia. El aprendiz de cirujano, expresndose con la firmeza de quienes poseen convicciones difanas, haba asegurado que el dedo ausente le permitira evadir la llamada a filas.

    -Y t ests seguro, Manuel? -Claro que s, hombre!- exclam Manuel Arteaga separando los brazos del cuerpo y

    abriendo las palmas de las manos para evidenciar lo que pareca obvio-. Para qu va a querer el ejrcito un soldado con un pedazo de menos habiendo, como los hay, tantos otros que estn completos?

    Esa misma noche Adalberto lo consultara con su novia y despus tomara una decisin.

    Aunque pocas veces en su vida se haba decidido por su cuenta. Pero tengo que aprender, se dijo, tengo que fortalecer mi carcter y hace mucho calor. Con este tiempo de verano todos los bichos del campo se vienen a la ciudad. Son miles, millones, miles de millones. Buscan los focos de luz y terminan achicharrados en las lmparas ms potentes. As discurra Adalberto Arisamendi.

    Sali de la casa familiar y camin unas pocas calles hasta la parada del autobs. Haca

    poco que haba oscurecido. Se dijo que si soplara un poco de aire la cosa estara mejor: una brisa floja que disipara el calor y esas nubes de bichitos minsculos. Hacia tambin una plaga de langostas que provena del sur; desde las sabanas de frica. Atravesaban el Sahara y el Mediterrneo. Las malditas devoraban las cosechas. Ah mismo acababa de posarse una. Un ejemplar estupendo. Muy grande y muy verde. Con las patitas delanteras se limpiaba la cara. Las antenas eran como juncos en miniatura. Las patas traseras suelen ser muy potentes, reflexion Adalberto; con ellas estos animales dan tremendos saltos, y no es que salten para fortalecerlas, como haba credo en su infancia.

    Atrap la langosta, que procur zafarse y en el intento dej una pata entre los dedos de su captor, pero as se liber y dio el salto, ayudada por las alas. Acaso sea necesario dejar algn pedazo del cuerpo para ser libre, pens Adalberto. Record las lagartijas, que se desprenden de la cola para huir. Observ cmo se alejaba el bicho, al tiempo que vea acercarse el autobs que lo llevara a casa de su novia. Subi al vehculo sosteniendo entre el ndice y el pulgar la pata del insecto. Por ltimo la guardo en el bolsillo de la chaqueta para liberar la mano y poder pagar con las monedas que llevaba en el bolsillo del pantaln.

  • Sentado en el asiento trasero, miro esas calles penumbrosas y trridas que iban quedando atrs. El autobs se aproximaba al barrio donde viva su novia. Durante el trayecto la ciudad iba iluminndose, gracias sobre todo a la multitud de escaparates resplandecientes de luz, y tambin a las marquesinas de los bares y heladeras, focos de atraccin para el bichero. No s qu decirte, Adal, pens que le dira ella cuando le preguntara si debera dejarse amputar el dedo gordo del pie. La muchacha siempre lo llamaba Adal en la cariosa intimidad: los diminutivos sirven para demostrar el cario. Estaremos cogidos de la mano, a pesar del calor. El autobs dio unos tumbos al pasar sobre los baches del asfalto.

    En las sombras del portal, con las manos entrelazadas y los rostros cercanos y todava hmedos de los ltimos mesurados besos, ella dijo: No s qu decirte, Adal, es una decisin que has de tomar t mismo. As, debera resolver solo el dilema: entregarse al inexperto bistur de Manuel Arteaga o a los rigores del ejrcito patrio. l intentaba imaginar ambas situaciones igualmente penosas, vindose en una herido y separado de una parte del cuerpo y en la otra intacto, pero con su cuerpo sometido a la homogeneidad de una masa uniforme y uniformada, habindose fusionado su carne entre la tropa protoplasmtica y cmo poda uno ser alguien en semejante situacin?

    -Va a doler?- pregunt, con tono de splica, un momento antes de sentir el pinchazo que introducira la anestesia.

    -Un poquito, nada ms que un poquito, pero no puede decirse que vayas a sufrir- asegur Arteaga.

    Le haba dicho que la anestesia sera local, pero debi de pasarse con la dosis, pues

    Adalberto fue sintiendo cmo su ser se disolva en un sopor incontrolable. Es muy difcil tratar de ser alguien cuando te anestesian, sin control uno no es nadie: falta de voluntad, pens en el instante previo a la cada en el sueo. Volvi a recordar que su madre siempre le haba dicho que deba tratar de ser alguien.

    Manuel Arteaga le haba prometido que no sufrira, pero sufri. Ese dedo gordo que le fue quitado del cuerpo permaneci en la sensacin y el recuerdo. Instalndose como un dolor sutil, pero empecinado en fijarse en la mente para siempre, por lo cual fue evocado y lamentado durante muchos aos, igual que un gran amor perdido por culpa de un impulso irreflexivo.

    De todos modos lo convocaron a filas. Amontonado con otros reclutas, todos semidesnudos, esper a ser llamado por su nombre

    y apellido ltimos restos de individualidad- ante la junta mdica que lo revisara, y al llegarle el turno, se quit el calcetn y mostr el pie incompleto.

    -Por qu te lo has cortado? Tunante!- dijo el mdico militar. -Por gangrena, doctor. El mdico sonri, despus llam a un colega. Entre ambos examinaron el pequeo mun

    con talante de fingida gravedad, de inmediato convocaron a otros miembros del personal sanitario y simularon consultarse mutuamente. Bromearon antes de pronunciar el dictamen:

    -Gangrenado debas de tener el cerebro el da que te dio por mutilarte, sinvergenza! Anda; ve a buscar el uniforme.

    Humillado por el peso de la burla y el fracaso, Adalberto Arisamendi resolvi cumplir con resignacin y dignidad su servicio militar. Atrs quedaban la novia y los interminables arrumacos. Atrs quedaban tambin los intentos por ser alguien; quedaban en suspenso, al menos hasta su vuelta a la civilidad.

    Muy pronto fue evidente que, debido a la falta del dedo gordo del pie izquierdo, el nuevo

    recluta marcaba el paso con tal escandalosa asimetra que denigraba cualquier sentido de esttica marcial, de modo que fue enviado a la unidad de intendencia, en donde no resultaba del todo imprescindible el aspecto de guerrero. En su nuevo destino lo pusieron en la seccin encargada de efectuar el inventario de los equipos y materiales varios, y una vez all, su tarea consisti en registrar la existencia de todos y cada uno de los elementos de uso propio de la actividad del cuartel.

    Quinientos tres uniformes completos; trescientos ocho pares de botas del nmero cuarenta y dos; ciento cuatro pares de botas del nmero cuarenta y uno; once botas de diversas

  • tallas, del pie izquierdo, sin su par correspondiente; ocho botas de diversas tallas, del pie derecho, sin su par correspondiente.

    -Pero, a ver, bestia bruta! Mire si no hay ocho botas izquierdas del mismo nmero que las del derecho- chillaba el sargento.

    -Hay siete que coinciden, mi sargento. -Entonces tienen compaera, animal! Haga que sean ocho pares. -Pero hay una que no tiene el nmero correspondiente en el pie izquierdo, mi sargento. -No importa, nmero ms, nmero menos El soldado se adapta a todo. A usted le falta

    un dedo, no? Adalberto se qued con aquel disparejo par, y comprob que no le calzaba del todo mal. UTENSILIOS DE LIMPIEZA: catorce fregonas; seis escobas nuevas; doscientos litros de

    leja Luego de tomar nota de las existencias las ordenaba en los estantes procurando que las

    hileras tuvieran un aspecto armonioso, para lo cual proceda con el cuidado de un diseador de jardines, haciendo que los elementos quedaran presentados como una composicin arquitectnica.

    El sargento no tard en apreciar la buena voluntad y el sentido del orden de aquel

    soldado, que en todo momento se esforzada por ser un sujeto til. De modo que lo recomend a su superior inmediato, el mayor Gutirrez, de intendencia; un oficial que amaba la organizacin y el mtodo. Al poco tiempo Adalberto estuvo bajo las rdenes directas del mayor, cuyo espritu castrense resultaba ejemplar. As le pareci a Adalberto, al ver como se desempeaba ese hombre de talante severo, pero justo, que no descuidaba el menor detalle para mantener el control sobre su jurisdiccin.

    Sera consciente de su verdadera importancia el mayor Gutirrez? Pertenecera a la clase de hombres que se diferenciaban del montn? Tena ste la impresin de ser alguien?

    -Por qu me mira, soldado? Tengo monos en la cara?-le pregunt un da el mayor, al sentirse perseguido por la mirada inquisitiva del subordinado.

    -Perdone, mi mayor Es la mirada de admiracin. -Ah, muy bien. Siga admirando tranquilo, soldado. Quiere preguntarme alguna cosa? -Si usted me lo permite, mi mayor. -Adelante. -Me preguntaba, mi mayor, si se siente frustrado. -Pero, qu ests diciendo, imbcil? Cm