Para comenzar...
metonímica o de ampliación semántica en un viaje transatlántico de
ida y vuelta, la
Academia Canaria de la Lengua ha estipulado hasta cinco acepciones
diferentes para tan
escabroso cruce del macho ibérico y del macaco latinoamericano: la
primera, y más
generalizada, sirve como calificativo hacia una persona de poco
seso y ridícula; la
segunda, por extensión, designa despectivamente a un niño; la
tercera y la cuarta remiten
a una figura humana o animal hecha de cualquier materia, como yeso
o trapo, o pintada
o dibujada, realizada sin ningún esmero; la quinta, localismo de
Fuerteventura, es
sinónimo de fusta o porra y sus evocaciones fálicas nos devuelven
por la vía de la
connotación de nuevo al principio7. Los matices específicos del
vocablo, por tanto, lo
distinguen del simple muñeco, monigote o pelele castellanos –aun
cuando pueda
compartir rasgos con ellos– porque resulta en comparación bastante
más grotesco.
Si voy
Por otra parte, el uso y abuso al que lo someten Lecuona y
Hernández sí que les acerca
al ventrílocuo –tal cual demuestra su obra homónima (2001)– y en
ese sentido se integran
en un elenco con amplia ascendencia: el que se retrotrae a las
prácticas esotéricas de la
Antigüedad, desde la Pitonisa de Endor hasta los Padres de la
Iglesia, e incluso a las
concepciones en torno a la brujería y las posesiones demoniacas
durante el Medievo8;
pero también, en adelante, el que configuran los ventrílocuos
modernos Fred Russell con
‘Coster Joe’, Arthur Prince con ‘Jim’, Edgar Bergen con ‘Charlie
McCarthy’, Paul
Winchell, con ‘Jerry Mahoney’ y ‘Knuckehead Smiff’ o Jeff Dunham
con ‘Achmed The
Dead Terrorist’; así como los españoles Juliano, Paco Sanz, Eugenio
Balder, Felipe
Moreno, Señor Wences, Mari Carmen o José Luis Moreno. Todos los
susodichos asumen
un proceso similar de identificación progresiva con sus muñecos
–hasta funcionar éstos
como sinécdoques de aquéllos– y tienen en común la sátira sobre las
situaciones
socio-políticas, la ridiculización del poderoso, la superación del
trauma o la transgresión
de los límites del humor9.
Cosas de la providencia
una voz prestada, en absoluto taxativa, cargada de ironía, marginal
hasta la saciedad y
siempre dispuesta a defender su alteridad radical; una machangada
–quién sabe– como
aquéllas de la Facultad, pero desde luego representativa de una
actitud y unos modos de
hacer diametralmente opuestos a los preestablecidos.
¡Qué envidia!
Introspecciones intersubjetivas
La elección del machango como clave interpretativa va mucho más
allá de la anécdota
machacona, pues constituye un potente síntoma de la crisis de los
grandes relatos
hegemónicos y de la confianza en el sujeto moderno. Su insólita
estrategia de puesta en
abismo sólo se descubre una vez delante de El truco del almendruco
(2001), una
redondilla visual de gestos muy intencionados: el artista,
uniformado a juego con el
muñeco y el ventrílocuo, y aprovechándose del oportuno montaje de
las imágenes,
aparece en cuatro momentos sucesivos, respectivamente, en plano
figura escondiendo la
mano derecha tras la espalda, en plano americano alzando el puño
derecho cerrado, en
plano americano mostrando la palma derecha abierta y en plano
figura con ambas manos
relajadas a los lados del cuerpo. Esa mano desprovista ya de toda
inocencia, esa
mano-que-piensa por seguir la expresión de Juhani Pallasmaa19, es
precisamente la que
delata al artesano y la misma que –valga la redundancia– manipula
al machango desde
dentro para hacerle decir lo indecible.
Diré cosas
Al prestidigitador de pantalón negro y camisa blanca no le duelen
prendas en
reconocer la triquiñuela, distribuyendo enredos conceptuales a
diestro y siniestro, ni en
multiplicarlos y multiplicarse a través de otras muchas obras:
Concierto performance
(2001), Desrostrificación (2001), El seductor (2002-2003), La llave
maestra
(2002-2003), Método breve para la obtención del pan (2004), Las
buenas maneras
(2005), Dulce retórica del consuelo. Capítulo II. Las Condolencias
(2005), Dulce
retórica del consuelo. Capítulo IV. Acción – Monumento (2005) o
Actividades
recreativas (2006); propuestas, todas, que prolongan aquel cinismo
pero que van
desplegando una complejidad creciente a medida que se abandona la
neutralidad del
escenario, se incorporan nuevos elementos a la composición o se
explicita
diegéticamente la duplicidad de la pareja creadora. Justo en este
punto, cuando ambos
ambigüedades, qué no decir del de la plástica y su extrema
susceptibilidad de
falsificación43: puestas en escena, retoques, ilusiones ópticas,
desenfoques,
fantasmagorías, sabotajes...; arte de birlibirloque en el que
Lecuona y Hernández son
expertos, siempre escamoteando un contexto general, la continuidad
de la narración
secuencial, un motivo principal, un personaje en fuera de campo o
el marco de un espejo
en apariencia superfluo.
Autopseustos: la mendacidad del espejo
En un momento dado de su trayectoria, Lecuona y Hernández se
plantearon Cómo
hacer de una silla un banco (2005) y lo consiguieron al sentar a
varios participantes
unos sobre las rodillas de otros, dando lugar a una estructura
social de apoyo mutuo
dependiente del compromiso de cada uno de los eslabones de la
cadena; en otro
momento, una Acción provisional para el orden del discurso (2006)
les llevó a
descolgar un marco de grandes dimensiones para convertirlo en un
simulacro de paso de
semana santa con ellos mismos dentro. No parece descabellado que
tarde o temprano se
preguntaran con ánimo semejante cómo hacer de una ventana un
espejo, y más en
concreto cómo subvertir la ventana albertiana que ha dominado el
sistema de
representación occidental desde el Renacimiento para transmutarla
en un espejo que
pudiera acoger las dobleces de la realidad sin el peso de la
ilusión mimética44. El reflejo
de ese instrumento monstruoso que multiplica a los hombres como la
cópula –siguiendo
al heresiarca de Uqbar inventado por Borges45– constituye la
metáfora fundacional de la
auto-representación por lo menos desde el impulso suicida de
Narciso, no sólo para la
imagen46 sino también para la palabra47; sin embargo, las variadas
compatibilidades e
incompatibilidades entre autorretrato y autobiografía dibujan un
laberinto teórico de
difícil escapatoria48, especialmente si aceptamos la provocación de
José Luis Brea de que
el retrato es el subgénero del autorretrato y no al revés49.
Siento no poder verte. Casi no puedo ni hablar
Buena parte de la producción de Lecuona y Hernández –sobre todo la
más incipiente–
se cifra en esa encrucijada, en torno al debate de la autoría, la
multimedialidad, la
creación como práctica colaborativa o la tensión entre realidad y
ficción; es más, podría
decirse que su carrera arranca a partir de ahí y que sobre esa base
se han ido colocando
otra serie de investigaciones complementarias o divergentes. La
paulatina decantación
del cuerpo, de la acción y del espacio narrativo desemboca en un
minimalismo rayano en
urgencia. Acto de espera (2007-2008) en el teatro Guiniguada de Las
Palmas de Gran
Canaria o el dibujo a grafito Ética de urgencia. Acto de espera
(2009). El denominador
común a todas ellas es el pase de diapositivas en blanco, y en ese
sentido entronca tanto
con la experimentación con los aparatos ópticos obsoletos de la
arqueología de los
medios57 como con los desafíos conceptuales de un Luis Camnitzer en
Lección de
historia del arte (2000-) o un Ignasi Aballì en H ST R D L RT
(2015). Pero a diferencia
de ellos, el componente performativo les permite insertarse en ese
contexto y tomar parte
en la situación comunicativa: ellos mismos colocan la mesa y las
sillas, encienden el
proyector, controlan la presentación con un mando a distancia, y
son sus siluetas las que
se recortan contra un fondo escenográfico –enmarcado por unos
impresionantes
cortinajes– como si se tratara de un espectáculo de teatro de
sombras58. Con cada
diapositiva, nada más que el foco intenso del proyector, estatismo
y silencio; con cada
cambio de diapositiva –aprovechando la oscuridad momentánea del
mecanismo–, ambos
arrastran mesa y sillas hacia atrás y retroceden con un
desplazamiento brusco, de manera
que la luz sobre ellos se atenúa y la sombra arrojada decrece hasta
coincidir
prácticamente con su cuerpo varias transiciones más tarde.
Entonces, ya en el fondo de la
sala, se produce una ruptura en la secuencia y una inversión del
movimiento: vuelcan la
mesa hacia adelante, convirtiendo la superficie horizontal en otra
vertical –de table a
tableau (vivant), que diría Georges Didi-Huberman–; se ponen de pie
sin dejar de mirar
al frente; se agachan, suben las sillas sobre la mesa y se
parapetan tras la improvisada
formación defensiva; y reinician ese particular juego del escondite
inglés en los
tenebrosos márgenes de la visualidad hasta terminar bloqueando el
haz de luz,
empujando el soporte del proyector y apagándolo ellos mismos. Esta
acción sintetiza
algunas claves de su posicionamiento teórico respecto a las
imágenes, y la prueba de ello
está en que los comentarios elaborados a lo largo de su texto sobre
La llave maestra
(2002-2003) resultan perfectamente aplicables aquí: «a cara
descubierta son inoperantes
no por falta de visión, sino por invisibilidad. El arte pasa de ser
divergente a convergente,
a proyectarse hacia un foco que ciega cualquier ángulo que no
descanse bajo su punto de
luz, creando una zona oscura e intransitable. En ese lugar al borde
de la imagen,
transcurre el devenir de un arte abocado a reconcomerse»59.
Quieres ver el escenario
En cualquier caso, resulta un aprendizaje forzoso. Así lo
escenifican los personajes de
Identidades (2001), dos Beatrices dándose la espalda en un espacio
interior, o quizá una
sola Beatriz dejando atrás aquel espejo: toda autobiografía implica
una confrontación
entre el yo actual y un yo distinto con el cual no ha coincidido ni
en el tiempo ni en el
espacio; un yo seguramente superado, acaso motivo de
arrepentimientos y vergüenza,
analizado desde un horizonte de expectativas que a su vez también
es móvil y
provisional. Llegado el momento, el yo del aquí y ahora planta cara
a ese yo de un tiempo
y un espacio otros –pistola en mano– en un teatral duelo de
Posiciones (2000). El
desenlace permanece abierto, pero cabe la posibilidad de que las
antagonistas desvíen su
atención mutua fuera del escenario, como el agresivo «SILENCE! I
KILL YOU!» que Achmed
The Dead Terrorist lanzaba al respetable, perdido ya todo atisbo de
respeto; o incluso de
que encañonen al público como Isidoro Valcárcel Medina en su
Omisión (1991) durante
el Primer Festival de Performances celebrado en el Espacio P: nadie
está a salvo.
Aquí hay que jugarse el tipo
Ni siquiera nosotros; mucho menos nosotros. Aquel Observatorio para
Privilegiados
(2000) que proponían al principio de su carrera –inmaculado,
artificial, precario– se
cancela de una vez por todas: tan censurable es la observancia de
los privilegios como el
privilegio de la observación distanciada. Si lo que creíamos
espacio ficcional y tiempo
lineal autónomos se han desvelado como pura entelequia, y en
consecuencia resultan
permeables en todas direcciones, tampoco podríamos aferrarnos ya a
la comodidad de
nuestra posición observante, subsumida dentro de ese mismo
panóptico. De un lado, los
intersticios entre obras quedan abiertos y se hacen cada vez más
amplios, en un sentido
físico, conceptual y narrativo, hasta el punto de que no se las
puede entender por
separado, sino sólo como si estuvieran comunicadas de manera
invisible entre bastidores:
Como muchos de los anteriores, el machango en cuestión se remonta a
sus tiempos de
estudiantes en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La
Laguna, dentro de un
ambiente –de sobra conocido por todos– entre lo académico y lo
alternativo, lo
profesionalizante y lo diletante, lo solemne y lo absurdo. Las
tensiones no siempre bien
resueltas entre sendos términos de esos binomios se encuentran de
hecho en la base de su
nacimiento y determinan del mismo modo su extravagante
idiosincrasia, en tanto surge
como respuesta ante dicho estado de cosas: apenas se compone de un
amasijo de papel
maché para la cabeza, un cuerpo forrado con telas de todo tipo y
una austera
indumentaria blanquinegra que recuerda tanto a los performers de
los años sesenta
–Beuys, Alighiero e Boetti, Abramovich y Ulay– como a los músicos
de cualquier
Concierto Performance (2000); pero, aun de tal guisa, no vacilaba
en urdir sarcasmos,
lanzar improperios, reprobar comportamientos y protestar contra la
autoridad docente y
la desidia discente hasta no dejar títere con cabeza.
Recién vine
Todo lo contrario a aquellos vaciados clasicistas que forraban las
paredes de las aulas,
todo lo contrario a aquellos mitos de Pigmaliones narcisistas y
perfectas Galateas que
cobraban vida por gracia divina, todo lo contrario a aquel prurito
romántico de la
genialidad que desembocaba por uebos en la obra de arte maestra: el
machango se
caracteriza principalmente por su origen coyuntural, por su feísmo
descarnado, por la
pobreza de sus materiales, por su carencia de pretensiones, por su
decidida inmanencia,
por la versatilidad de ser activado o desactivado a voluntad. No en
vano, desde entonces
ha permanecido guardado dentro de una bolsa de plástico en un
recoveco del taller de
Lecuona y Hernández –anónimo, inanimado– acumulando por igual capas
de polvo y
recuerdos... hasta retornar por fin como testigo insospechado de su
evolución10.
Ya que estoy así
La figura del machango, al igual que el muñeco del ventrílocuo, no
anula la presencia
del artista, puesto que éste acompaña necesariamente la acción,
aparece indicialmente en
el registro fotográfico y persiste fantasmalmente en tanto que
autor11. Pero se trata sin
embargo de una presencia muy peculiar, mediada, en diferido, cuya
operatividad
comparte muchas claves del dispositivo autobiográfico: primero, la
recurrencia de su
dimensión mnémica –capaz de desatar cada vez la reminiscencia de
aquellos comienzos
universitarios–, que implanta una temporalidad quebrada o al menos
no lineal; segundo,
la creación de un alter ego en el momento de la enunciación –la
superposición de una
segunda o tercera persona desde la cual proyectarse–, que suspende
la responsabilidad
individual y habilita todo un espacio de producción de identidades
otras; tercero, el
ejercicio de autoexploración y autocrítica que supone –a la manera
de un Jean-Jacques
Rousseau en Rousseau juge de Jean-Jacques12, de un José María
Blanco White en The
Examination of Blanco by White13 o de un Juan Hidalgo en Juan
Hidalgo de Juan
Hidalgo14–; cuarto, la configuración de un receptor concreto, que
pasa de ser una mera
instancia dialógica15 o un impulso ético constitutivo16 para
devenir agente imprescindible
en la actualización de ciertas obras.
Sueños que despiertan otros sueños
Antes de los fragmentos organizados por estricto orden alfabético,
antes de la
colección de fotografías familiares y sus glosas, antes de la
demanda del autor, antes de
los agradecimientos, antes aun del índice de contenidos..., el
Roland Barthes de Roland
Barthes por Roland Barthes advierte de puño y letra que «todo esto
debe ser considerado
como dicho por un personaje de novela»17. Una sentencia de
profundas implicaciones, sin
duda, que de partida declina cualquier posibilidad de pacto
autobiográfico en el sentido
dado por Philippe Lejeune18 –con la doble paradoja de hacerlo
mediante la propia grafía–,
pero que arrastra consigo además la capacidad referencial del resto
de aspectos
comentados, poniendo así en cuestión –tautológicamente– la idea
misma de
autobiografía. Quizá toda la exposición, una suerte de Lecuona y
Hernández por
Lecuona y Hernández, incluso Beatriz y Óscar por Beatriz y Óscar,
deba ser considerada
de manera análoga como la ficción de una autobiografía narrada por
aquel machango:
quedan equilibrados en un mismo grado de exhibición, la tensión
asimétrica entre el
adentro y el afuera colapsa de golpe y plantea una exhaustiva
reflexión sobre los tres
niveles del proyecto de relectura de sí mismo(s), a saber, auto-,
-bio- y -grafía.
Si es así, no lo entiendo
El primero de ellos, auto-, se topa sin ir más lejos con esa ese
encerrada entre
paréntesis: ¿admite el auto- una persona gramatical que no sea la
primera, un número que
no sea el singular o un género que no sea el masculino? La
respuesta que se deriva de las
propuestas históricas apunta más bien a lo opuesto, pues ha
predominado durante siglos
un personaje público de extracción social privilegiada sobre la
base de una filosofía
cartesiana de la identidad20; una tendencia que se ha ido
revirtiendo mediante numerosas
alternativas conforme se ha tomado conciencia de la escisión
constituyente del sujeto,
especialmente gracias a la pujanza del pensamiento feminista21 y
poscolonial22. Manuel
Segade ha teorizado recientemente sobre el fracaso de aquella
subjetividad como
apertura a nuevos modos de comprender la relación con uno mismo,
con los demás y con
las instituciones: «la necesidad de otro, la adición, es el síntoma
de una crisis: es la forma
de romper la autonomía del objeto y del ser. Es el modo de
destrozar la pauta ontológica
que ha regido el mundo moderno y la posibilidad de llevar nuestras
construcciones a otro
lugar, el de otro, una posición que nos permite ser ventrílocuos de
nosotros mismos»23.
Ser ventrílocuo de sí mismo significa desplazar el origen de la voz
desde el topos alto de
la cabeza y la boca –trascendental e idealizado– hasta el topos
bajo del vientre
–inmanente y corporeizado–, pero sobre todo asumir la multiplicidad
inherente al sujeto
y su performatividad.
¿No quieres venir con nosotros? Pues no te quejes
«El Anti–Edipo lo escribimos a dúo. Como cada uno de nosotros era
varios, en total
ya éramos muchos», habían afirmado Deleuze y Guattari; «¿Por qué
hemos conservado
nuestros nombres? Por rutina, únicamente por rutina»24. Rutinario o
no –inocente o no–,
Lecuona y Hernández prescinden de cualquier pseudónimo o heterónimo
y, al contrario,
enfatizan ese malentendido onomástico en virtud del cual Beatriz
Lecuona y Óscar
Hernández son siempre los mismos y siempre distintos: los
ciudadanos que comparten
una casa, un estudio y una vida; los autores que firman las obras y
reclaman una
remuneración acorde a su esfuerzo; los performers que prestan su
cuerpo para las
acciones; los fotógrafos que generan el registro material y aportan
una determinada
mirada; los personajes que aparecen en la diégesis de las imágenes
fílmicas, fotográficas,
dibujadas...; y eventualmente los visitantes de la exposición, que
además podrían
formular algún comentario –autocrítica–. Todas esas capas de
mismidad y otredad
solapadas están atravesadas en lo discursivo por la identidad
nominal, de manera que al
desbordarse su homonimia lleva a confusión; pero en términos de
pareja creativa no hay
separación entre Beatriz Lecuona y Óscar Hernández, y salvo el
lugar de nacimiento, no
precisan distinciones en su formación, reparten la autoría, no
cobran honorarios dobles,
hacen la declaración de la renta conjunta, aparecen indistintamente
en las obras y
responden por igual ante ellas. En este sentido no podría darse un
repliegue hacia el yo
–en todo caso un nosotros–, lo cual supone un notable acto de
insumisión ante la rigidez
administrativa y la violencia estructural de la burocracia que
prevalecen en las
evaluaciones educativas, las convocatorias de ayudas o las
concesiones de premios;
dicho de otra manera, el sistema tolera la larga tradición de
experimentación con la figura
del doble siempre y cuando se mantenga del lado de la ficción, pero
penaliza las
tentativas de convertir el doble-objeto en doble-sujeto ante el
riesgo de que la lógica de
la individualidad creadora quede desestabilizada, razón por la cual
su autobiografía a
cuatro manos implica un gesto de rebeldía.
Aún vive en mi recuerdo
El segundo, -bio-, se enfrenta a la falibilidad de la memoria y la
desmemoria: ¿hasta
qué punto los recuerdos que componen nuestra vida recordada se
corresponden con lo
que efectivamente aconteció? Por una parte, la memoria individual
se compone de
pasajes que se seleccionan, se metamorfosean, se desvanecen, se
olvidan y en definitiva
se debaten entre la capacidad prodigiosa de Funes el Memorioso25 de
rescatar fragmentos
del pasado con total perfección de detalles y la incapacidad de
muchos sujetos –con más
motivo la víctima del siglo XX– de trabajar con unas huellas
mnémicas que se
encuentran mediatizadas por estructuras sociales o jurídicas26,
cuando no resultan
sencillamente inenarrables27. Por otra parte, esa memoria dista
mucho de ser
autosuficiente y en cambio depende de la reciprocidad para con la
memoria social –véase
interpersonal–, pues uno también rememora con los demás, puede
tomar prestados
recuerdos y participa de un modo u otro en las conmemoraciones
colectivas28. Pero aun
si fuera posible asir con firmeza esas reminiscencias, las diversas
combinaciones entre
realidad / verdad / verosimilitud / mentira / ficción
imposibilitarían la distinción entre la
máscara o la vida29, puesto que lo falso tiene su propia
competencia y la falacia su propio
código ético30. En ese terreno de nadie de la (in)sinceridad del
comunicante –instaurado
al margen de los pactos de veridicción, o quizá precisamente como
su premeditado
reverso– proliferan todo tipo de automentirobiografías,
autoficciones o
meta-autobiografías de gran interés31, y es que la máxima certeza a
la que puede aspirarse
–en el mejor de los casos– es la verdad de las máscaras32; una
verdad artística siempre a
medio desvelar, como intervención sobre la tradición simbólica
compartida, que
constituye la táctica principal de Lecuona y Hernández.
Alguna referencia
El tercero, -grafía, parte de los problemas específicos del
lenguaje y sus estructuras:
¿puede narrarse una vida, o al verbalizarla se desvirtúa y se
convierte en otra cosa? ¿Hay
siquiera una vida a la cual referirse fuera del texto? Explicaba
Hayden White el desfase
entre referente factual y su representación literaria a propósito
de tres modalidades de
registro33: el anal se limita a relacionar sucesos inconexos en un
listado cronológico, sin
enjuiciar ni discutir aspectos legales, morales o sociales; la
crónica aspira a la
narratividad, al organizarlos dentro de un armazón de causalidades,
pero se detiene in
media res; la historia, considerada de mayor sofisticación, les
impone coherencia,
integridad y plenitud desde el sentido teleológico de un final
predeterminado34. En
función de lo que incluye y lo que excluye, y del grado de
elaboración de los datos, cada
uno de ellos trasluce una concepción de la realidad histórica con
sus fallos y fallas
historiográficos35. Sea como fuere, todos se enfrentan a la
dificultad inherente a la
escritura –lineal y unidireccional– de dar cuenta de la
multiplicidad de puntos de vista, la
confluencia de factores simultáneos o las interferencias de
acciones paralelas36. Se
percibe con claridad en las diversas manifestaciones de lo que los
anglosajones
denominan life-writing, esto es, biografías, autobiografías,
memorias, diarios, cartas,
testimonios, blogs, redes sociales...37; con claridad, se sigue,
porque el hecho de abordar
en perspectiva la experiencia de la individualidad a lo largo del
curso de una vida parece
legitimar aquel enfoque como natural y termina así por
consolidarlo38. Estas limitaciones
no desacreditan el modelo monográfico y microhistórico, como se ha
encargado de
demostrar Gabriele Guercio39, pues en realidad aquél constituye una
buena opción –si no
la única– para respetar y reivindicar las diferencias de clase,
raza, género, subalternidad
o producción de subjetividad; pero sí, cuanto menos, obliga a
redoblar las precauciones
ante cualquier relato totalizador y a recelar de la pretendida
objetividad del discurso.
¿Quién te ha contado eso?
Tanto más a propósito del campo minado de lo autobiográfico, puesto
que a los
dilemas teóricos suscitados por los acontecimientos pretéritos o
las vidas ajenas hay que
añadir además la parcialidad declarada del autor: el sujeto que se
describe a sí mismo está
condenado a diluirse entre los tropos del lenguaje, y es que la
prosopopeya, en tanto que
fundamento retórico de su ejercicio, conlleva una dialéctica de
figuración y
desfiguración40; algo que ilustra con soltura Desrostrificación
(2000) –a pesar de sus
evocaciones deleuzianas41– por ese deshojarse constante, una tras
otra, de todas las
versiones idénticas del rostro del artista42. La plasmación del
referente por medio de la
palabra o la imagen, lejos de fijarlo, más bien crea otro distinto
con reglas y dinámicas
propias. Y si el sistema de la escritura se antoja intrincado dadas
sus contradicciones y
lo posminimalista, dando por bueno el oxímoron que Ramón Salas ha
acuñado en
Modernismos posmodernos50. Pero aunque las obras recientes se hayan
depurado de tales
elementos, éstos siguen funcionando como su condición de
posibilidad y se mantienen
latentes brillando por su ausencia.
Con la mirada en llamas
Tal vez porque nunca habían sido meros autorretratos, y porque en
realidad somos
nuestra propia mirada51. A su modo, sus obras suponen constantes
Revisiones (2001)
–aprovechando la elocuencia de uno de sus títulos– que no sólo
atienden a lo mirado sino
también a lo que mira: desconfiar de un arte retiniano, situarse
frente a ese espejo que
integra y desintegra, gozar de mayor nitidez en el reflejo que en
la carne…, y del mismo
modo forzar con los dedos la apertura de los párpados, presentar el
globo ocular en su
órbita, inspeccionar la conjuntiva, encontrar acaso las lentes de
contacto, inventar su
propia historia del ojo52; guiños cómplices a la hermenéutica y a
la fenomenología, en
suma, que dan una idea bastante aproximada de cuáles son sus
temáticas predilectas. Ya
lo había sintetizado Antonio Machado en su famoso proverbio: el ojo
que ves no es ojo
porque tú lo veas, es ojo porque te ve53.
Podemos vernos
Esta obsesión por la propia imagen y por la fisiología de la visión
pone al descubierto
la preocupación metalingüística de Lecuona y Hernández54, y se
traduce en un complejo
entramado de material previo reciclado, autocitas capciosas,
reinterpretaciones de todo
signo...; retales multiformes, conjugados en Futuro anterior
(2007-2008), que encajan
sus aristas para conformar un curioso ensamblaje de
apropiaciones55. Sin embargo, se
trata por enésima vez de una trampa, de un espejismo de
intratextualidad, pues en lo que
aparenta ser una repetición literal se oculta en cambio una
diferencia clave: ni el
personaje de El truco del almendruco (2001) es exactamente igual
que el de
Desrostrificación (2000), como se deduce de un examen atento de su
postura y los
pliegues de su indumentaria; ni la mujer vigilando a través de la
mirilla en La llave
maestra I (2002-2003) pertenece a la serie Como en casa en ningún
sitio (2001), por
más que la puesta en escena pueda resultar familiar a primera
vista; ni las finas tablas de
El retiro del apuntador (2004) son hipérboles de los naipes
filmados en Poner una pica
en Flandes (2002-2003), aun cuando mantengan sus proporciones y su
característico
cromatismo; ni las brillantes superficies de aluminio que sirven de
pedestal en Common
life (2012) tienen nada que ver con las de The Old Soldier (2009),
Fulcros (2011),
Vanitas - inventario (2011) o Cleaning table (2011), no obstante
sus cualidades
materiales; ni el título de este último Common life (2012) es el
mismo que el del primer
Common life (2005), a pesar del eclipse total de sus grafemas.
Dichos ejemplos, entre
otros, parecen insinuar que el proceso de construcción de la
identidad es siempre una
tarea incompleta, y el producto de cada reconstrucción, siempre
cambiante.
Tranquila que ya vemos nosotros
Pero no sólo; también conflictivo y peligroso. Quizá en ello
consista El secreto (2001)
que Beatriz susurra al oído de Óscar mientras ambos posan sus ojos
desafiantes sobre los
hipotéticos espectadores, ya que de inmediato éste se adelanta en
un claro ademán de
coger la cámara. Al hacerlo, como ya ensayara con el machango,
rompe la cuarta pared
y activa de paso el contracampo heterogéneo: no hay ningún narrador
externo
omnisciente, eran ellos dos todo el rato; el retrato no es tal,
sino un selfie ligeramente
desenfocado; y los supuestos depositarios de la mirada –demasiado
engreídos de su
emancipación– no detentan ningún poder sobre una imagen que ha
resultado ser
independiente56. El truco final, ese más-difícil-todavía, pasaba
por que el objeto de la
representación adquiriera conciencia de su propia condición y se
apoderara de los medios
mismos de la representación en tanto que sujeto activo.
Puedes dirigir la vista donde quieras
Incluso se atreven a recrear ese deslizamiento a través de la
performance Ética de
urgencia. Review (2007), que da continuidad a otras versiones bajo
el mismo título como
la instalación Ética de urgencia. Imágenes sumergidas (2006), la
intervención Ética de
los personajes vienen y van de una obra a otra, desaparecen aquí
para aparecer allá,
manejan la tramoya a placer o hacen mutis por el foro. Del otro
lado, las propias obras
también quedan abiertas como conjunto coherente en el sentido de
Umberto Eco60, toda
vez que esperan la incorporación del nuevo espectador-actante para
terminar de
completarse.
Si quieres puedes hablar tú
Pero no siempre resulta una misteriosa Acción entre bambalinas
(2001): como buen
tahúr, el performer también despliega sus artimañas frente al
público en Dulce retórica
del consuelo. Capítulo IV. Acción - Monumento (2005). Aun más:
asume
alternativamente los roles de actor y de espectador, dos cargas en
principio opuestas que
se van haciendo cada vez más pesadas hasta acabar fusionadas en un
«monolito
moderno» casi al borde de la asfixia. Ataviado de nuevo a la moda
del machango, se
coloca la primera de las treinta camisas, ocupa la primera de las
treinta sillas y tras
levantarse la apila encima de la segunda; se coloca la segunda de
las treinta camisas,
ocupa la segunda de las treinta sillas y tras levantarse la apila
encima de la tercera; se
coloca la tercera de las treinta camisas, ocupa la tercera de las
treinta sillas y tras
levantarse la apila encima de la cuarta... y así hasta que no
quedan más camisas que
colocarse ni más sillas que apilar. El monumento final se erige en
su mayor esplendor
durante algunos segundos como solución efímera a nuestro principio
de indeterminación
entre todos los potenciales puntos de vista del espectador en el
espacio y todas las
potenciales identidades del machango en el tiempo.
Has sudado toda la camisa
Ocurre, en definitiva, que Lecuona y Hernández impugnan sin tapujos
las categorías
de espacio y tiempo como meras convenciones, lo cual explica ese
eterno retorno de
títulos, procesos y símbolos. Su práctica artística y sus
resultados plásticos ponen en
juego otras especies de espacios61: el espacio biográfico de Leonor
Arfuch, como
horizonte de inteligibilidad de la subjetividad contemporánea62; el
espacio autobiográfico
de Nora Catelli, como lugar donde se dirime la subjetividad; e
incluso el espacio
transicional de Donald W. Winnicott –a medio camino entre ambos–,
conectando las
dimensiones de sujeto/objeto y las funciones de
productor/consumidor64. Pero también
una temporalidad distinta, de semántica trastornada65: la que
deriva de simultanear Ética
de urgencia (2006-), Tiempo de espera (2007-2008), Futuro anterior
(2007-2008),
Impasse (2009), Efeméride (2010), Impasse #2 (2011), Lo ancestral y
lo futuro:
Imagen bisagra (2018), Segundo origen (2018), Segundo origen #2
(2019)..., dejando
claro que cada obra es a la vez uno y todos los tiempos, y que toda
retrospectiva es
necesariamente una falsa retrospectiva.
Lo hemos decidido ayer
No soy yo, es el machango
El recorrido que va desde la modernidad hasta la posmodernidad
puede leerse como la
transición entre un paradigma de la identidad y otro de la
diferencia, como el paso del
mito de la autoconstrucción heroica a la fantasía de la
deconstrucción total. Las
experiencias acumuladas durante la contemporaneidad refutan punto
por punto el yo
omnipotente que sirvió en un momento para disipar la duda metódica
por medio de la
confianza en una esencia única e inmutable, y en cambio parecen
apelar al reverso oculto
por aquella tradición de pensamiento: en realidad yo es un otro1
que se articula siempre
desde su propia inestabilidad, en función de las circunstancias y
sólo de manera
provisional; las infinitas variaciones de ese yo-otro2, ese sí
mismo como otro3 o ese otro
por sí mismo4 vendrían a ser tanto como aceptar la circularidad del
palíndromo «soy
yos»5. Toda esta complicada negociación en torno a la unidad, la
mismidad, la ipseidad,
la alteridad, la otredad o la multiplicidad implicadas en los
procesos de subjetivación
tiene mucho que ver con el cuestionamiento que los tinerfeños
Beatriz Lecuona
(Santander, 1978) y Óscar Hernández (Garachico, 1978) proponen a lo
largo de su obra
completa, en general, y a raíz de la alegoría del machango, en
particular.
¿Estás viniendo?
Cabe preguntarse, a modo de aclaración previa e ineludible, ¿qué
cosa es un
machango? Ante todo es una palabra distintiva del archipiélago y
como tal refleja de
entrada una desviación de la norma lingüística, en consonancia con
los desplazamientos
conceptuales propios de la periferia respecto del centro.
Excéntrico como pocos, este
canarismo deriva del adjetivo macho –según señalan Corominas y
Pascual en el
Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico6– y procede
del español de
América, donde designa a una especie de mono; nada más y nada
menos, máxime
teniendo en cuenta su potencial geopolítico y las conclusiones que
se pueden extraer
desde las teorías de género y poscolonial. Tras siglos de
aplicación metafórica,
Biotopos locales, cronotopos globales
Las primeras investigaciones de Lecuona y Hernández comparten
ciertas
características con el cine de los orígenes o de atracciones, un
espectáculo todavía con
muchas limitaciones técnicas pero muy fructífero en la invención de
soluciones fílmicas.
Los cambios de punto de vista o de escala, por lo general
fluctuantes entre un plano fijo
enunciativo y otro subjetivo intercalado, son la principal
aportación de los cortometrajes
de George Albert Smith As Seen Through a Telescope (1900) y
Grandma’s Reading
Glass (1900) –con un catalejo y una lupa de aumento
respectivamente–, aunque quizá su
ensayo paradigmático fuera el Par le trou de la serrure (1901) de
Ferdinand Zecca. El
protagonista de este último, un mayordomo demasiado curioso,
aparece en un descansillo
con cuatro puertas y va fisgoneando a través de cada una de las
cerraduras: la primera
enseña a una mujer con abundante vello axilar que se suelta la
melena, se perfuma y se
maquilla, mientras comprueba sus avances en un espejito de mano; la
segunda le permite
ver cómo un hombre travestido se afloja el corsé, saca el relleno
del pecho, se quita las
pestañas postizas, la dentadura y la peluca hasta mostrar su
verdadero cuerpo; la tercera
muestra a una pareja de amantes tras una mesita, ella sentada a
mujeriegas sobre el
regazo de él, sirviendo y sorbiendo sendas copas de champagne;
cuando se inclina sobre
la cuarta, otro hombre abre desde dentro haciéndolo caer al suelo y
–escandalizado–
comienza a propinarle golpes con su bastón. La inesperada apertura
del sexto segmento
compromete la integridad física del portero y le obliga a escapar
corriendo escaleras
abajo.
Me pareció de lo más inmoral
No resulta casual este motivo –topos del voyeur por antonomasia–
que explotaron
hasta el paroxismo los surrealistas por su iconografía sexual y por
el siempre misterioso
umbral hacia lo ignoto que supone: René Magritte muestra a L’espion
(1928) viendo sin
ser visto un rostro que flota en la negrura más absoluta, pero a su
vez ese rostro mira al
frente con la perspectiva bizantina de un icono e incorpora al
espectador en una suerte de
círculo vicioso de la contemplación; el ojo de la cerradura
–aclararía más adelante en Le
sourire du diable (1966)– deja ver al otro lado una llave
inalcanzable, pues tal vez no sea
más que otro marco para encerrar ciertas claves. Todo esto lo
retoman Lecuona y
Hernández en Como en casa en ningún sitio (2001) para invertir la
dirección de esa
vigilancia66 y subvertir la jerarquía de los regímenes escópicos67:
frente a la mirada
masculina –penetrante, de afuera hacia adentro, violadora de la
privacidad–, ahora es la
mujer quien mira desde dentro hacia afuera –reflejando la
interiorización de la lógica de
las sociedades de control–; sin embargo, no hay nada que ver porque
no existe ningún
orificio debajo del picaporte, el único espectáculo se produce a
puerta cerrada al darse
cuenta de que se ha convertido en intrusa de su propia vida.
En mi interior no estaba de acuerdo
La formalización de la pieza responde a los esquemas compositivos
de la llamada
Escuela de La Laguna, con escenas domésticas de gran calidad
lumínica, sobriedad y
contención expresiva. Sobre esa base compartida, Lecuona y
Hernández introducen la
sospecha, la tensión, el suspense, gracias a la sustitución del
medio pictórico por el
fotográfico, que los acerca a la estética del documental68; falso
documental –convendría
puntualizar–, pues aunque los clichés visuales apunten hacia la
verosimilitud, en realidad
se articula en torno a parámetros próximos a una posverdad sólo
discernible para el ojo
resabiado69. Esos nuevos espacios son la mejor constatación de la
pérdida de la intimidad
moderna y las formas de vida que generaba70, así como de su
sustitución por la ubicuidad
de lo familiar-devenido-extraño71: el uncanny valley en el que se
encuentra el machango
al adquirir cada vez más características humanas72; las unhomely
lives que se desarrollan
en habitáculos como los pasillos de Gregor Schneider, la cocina de
Martha Rosler o el
dormitorio de Tracey Emin73; y, una vez confundidas las esferas de
lo privado y lo
público, la inevitabilidad de experimentar el mundo entero como un
lugar extraño74.
Mi casa podría ser un buen principio
La explicación no hay que buscarla en el estatismo de la imagen,
pues cuando ésta se
pone en movimiento no resulta menos inquietante: así lo evidencian
la psicosis del
sumidero de la bañera en Blow (2012-2018), la melancolía del jarrón
con flores
consumiéndose en Black Tears (2010) o la distorsión de la realidad
a través del pavés en
Confín (2009). Si la mirada inquisidora de Como en casa en ningún
sitio (2001) se
topaba con la opacidad de la ausencia de mirilla o cerradura, el
carácter translúcido de los
ladrillos de cristal de Confín (2009) les permite al menos
vislumbrar a duras penas el
cortejo de una pareja de palomas –paloma común, no la rabiche
(columba junoniae) ni la
turqué (columba bollii) endémicas de la laurisilva– en la medianera
con la casa vecina.
Día tras día, la monogamia instintiva y ritual de esta especie
espejea desde el otro lado de
la ventana la rutina de sus pares humanos, y les entrega un mensaje
en forma de
cuestionamiento de sus decisiones vitales: aunque parezcan
atrapadas en ese marco
vidrioso y carezcan de libre albedrío, gozan de más libertad que
quien las observa
continuamente desde dentro de los muros.
Gracias por el ramo
Paredes, techo, palcos, ventanas, puertas, mesas, sillas, espejos,
pianos, armarios,
cacerolas, floreros, bañeras... todo el menaje queda impregnado de
esa atmósfera de
desasosiego y genera una sensación de claustrofobia: uno se
pregunta quién se sentará a
la Mesa Para Grandes o túnel Burocrático (2000); con qué finalidad
se ha diseñado el
Observatorio para Privilegiados (2000), si la confidencia, la
confesión o el duelo; qué es
lo que cierra la Pared (2001), o qué es lo que abre el Palco
(2002-2003); cuántas más de
30 variaciones para un mismo piano (2010) son suficientes; qué
necesidad satisface la
estructura de Common life (2005); a cuento de qué empiezan a
sangrar los muebles de
Metoikesis (2010) y, acto seguido, quién no emprendería una
metoikesis –a saber,
mudanza de casa o traslado de domicilio– nada más presenciarlo. El
entretenimiento
implícito en ese peculiar bricolaje se hace explícito en
Entretanto. Ejercicios de
domismo (2002-2003) o en Actividades recreativas (2006) según una
actitud que queda
a medio camino entre lo infantil y lo fantástico. Lo infantil,
porque recrea una etapa de la
vida en la que apenas existían obligaciones, en la que todavía era
posible el aburrimiento,
en la que las actividades no necesitaban ser productivas en ningún
sentido, es decir, una
especie de oasis lúdico –previo a las lógicas del capitalismo– en
medio del desierto de lo
real. Y lo fantástico, porque esa cotidianidad inventada configura
una suerte de realismo
mágico que transforma lo ordinario en extraordinario, como el
Clément Cadou que
abandona su vocación literaria para pintar muebles y titularlos
Autorretrato75.
De que el encantamiento fuese real
Esta presión-prisión del hogar como campo de batalla bien puede ser
la razón que les
obliga a salir al exterior y buscar espacios alternativos:
prospectar, perforar, excavar,
enterrar, exhumar...; distintas facetas de lo que Dieter
Roelstraete denomina el camino de
la pala76, y que ellos mismos parecen recorrer cuando la manejan
delante de la cámara o
cuando la sujetan con cinta de carrocero al suelo de la sala de
exposición. En un primer
momento, recurren al sustrato de su entorno más inmediato como
medio para indagar la
propia naturaleza: en Actividades recreativas IV (2006) suben a la
azotea de una
vivienda familiar para jugar con la tierra de una jardinera y ello
desemboca en una
pequeña riña de pareja; en Futilidades consagradas. II Acto de amor
(2005) visitan la
iglesia Nuestra Señora de los Ángeles de Garachico para colarse por
un agujero secreto
tras el retablo e iniciar su particular descenso a los infiernos
(artificiales)77, pues en
realidad se trata de un pasadizo que habría comunicado con la
iglesia matriz de Santa
Ana; en Dulce retórica del consuelo. Capítulo V. La Herencia (2005)
acuden a la ya
extinta playa del Roque para maniobrar con un cofre, sin dejar muy
claro si lo recuperan
de esa arena de origen volcánico o si lo depositan allí de cara a
un futuro incierto.
Pisamos un terreno resbaladizo
Después de esas primeras catas de proximidad en torno a lo
doméstico, en un segundo
momento emprenden una serie de intervenciones site-specific en
espacios expositivos: en
Chercha (2013) practicaron doce incisiones en el patio porticado
del Centro de Arte La
Recova de Santa Cruz, un edificio con gran relevancia para la
historia de la arquitectura
local y protegido por las leyes de patrimonio vigentes; en Extended
mind - La desilusión
de los límites (2016-2017) actuaron directamente sobre los
paramentos de TEA Tenerife
Espacio de las Artes, probablemente la institución cultural más
simbólica de las Islas al
menos en lo que a arte contemporáneo se refiere; en Falso histórico
(2017) para Adelina
Galería de São Paulo extrajeron un paralelepípedo del subsuelo de
la sala –Encontro–, y
con la tubería que ocupaba ese espacio atravesaron uno de los muros
para conectar con el
jardín de la casa adyacente –Corpo estranho–. Este último título,
el de cuerpo extraño,
sintetiza no en vano una de las transformaciones más importantes a
lo largo de este
proceso: el cuerpo que hasta entonces solía vehicular su discurso
desaparece ahora de la
ecuación, y en lo sucesivo dejarán solamente la evidencia material
de unas acciones
cuyos responsables últimos desconocemos.
Es un pozo de sabiduría
No acaba lo arqueológico en la literalidad del ejercicio de la
excavación, sino que se
extiende también como concepto vertebrador de una cierta
preocupación por el contexto
y la materialidad. El reciente Segundo origen (2018) pensado para
la Galería Lucía
Mendoza de Madrid lo ilustra a la perfección, pues combina la
intervención física sobre
el aparataje expográfico con esas reflexiones de otro orden más
bien cultural; es decir,
porque efectúa un desplazamiento desde la arqueología del espacio
entendida como
herramienta metodológica o recurso técnico hacia una personal
arqueología de la imagen
donde mejor desplegar sus obsesiones insulares. Lecuona y Hernández
revisitan aquí la
figura de Manuel López Ruiz –pintor favorecido por la burguesía
local durante la primera
mitad del siglo XX– a propósito de las marinas mediante las cuales
se conformó la
visualidad hegemónica de la época, en concreto una representación
de la bahía de San
Andrés que se había conservado en el círculo familiar. Partiendo de
investigaciones
históricas y artísticas acerca de ese lugar de memoria, así como de
la certeza de su
utilización como fondeadero para barcos-prisión durante la Guerra
Civil, el proyecto
consiste en pintar una copia del dicho óleo –con la única
diferencia de la desaparición del
barco en lontananza– y así evidenciar toda una trama de la Historia
que había sido
soslayada con la connivencia de ese arte despolitizado. Pero nada
de ello resulta
perceptible en el montaje final, ya que casi toda su superficie
queda oculta tras el
cuadrado blanco de la vanguardia –el mismo de Sudoraciones (2000),
el mismo de Ética
de urgencia (2006, 2007-2008, 2009-)– como metáfora de la
interferencia constante de
los dispositivos de conocimiento: en vez de colgar el cuadro
original sobre la pared real
del cubo blanco, fabrican un segundo muro artificial y empotran el
lienzo falsificado en
él sin bastidor ni marco, de manera que sólo sobresalgan unos
centímetros de los
extremos; así pues, se da la circunstancia de que esa réplica de
taller, emparedada en una
estructura fingida a unos dos mil kilómetros de distancia de su
procedencia, contiene en
cambio una versión de la Historia más verídica que aquella
consensuada como verdadera.
Aquí está el fondo de la cuestión
La transmutación de este paisaje del placer en paisaje de la
crisis78 ejemplifica un giro
muy sutil, pero de un calado difícil de sobredimensionar, desde la
exotización típica de
Canarias –mitológica morada de los héroes difuntos, geografía
surrealista, antigüedades
guanchinescas, paraíso turístico, experiencia tropical de
souvenir79– hacia una
elaboración más sofisticada de esos tópicos como base de una
estrategia artística crítica:
la construcción de la identidad depende tanto de la imagen que uno
proyecta ante los
demás como de la imagen que los demás proyectan sobre uno, por lo
que la intervención
auto-consciente se impone prácticamente como una obligación para
quien ocupa una
posición entre esos dos imaginarios en pugna; en cualquier caso, no
sería la primera ni la
última vez que un subalterno tuviera que adoptar la máscara que se
espera de él a modo
de camuflaje para enunciar un mensaje que de otra manera no sería
atendido. Teniendo
en cuenta que las Islas constituyen una ultra-periferia –en la
medida en que siempre han
sido la periferia del centro europeo pero nunca han llegado a ser
el centro de la periférica
África80–, el trabajo de Lecuona y Hernández bien puede entenderse
dentro de lo que José
Farrujia de la Rosa ha denominado arqueología de los márgenes81;
arqueología
ultra-marginal o ultra-local cuando se refieren al municipio de
Garachico, donde se
radican ambos y cuya descripción merece la pena trascribir por lo
significativo a este
respecto: «El puerto de Garachico, hoy todavía inexistente, ha
sido, durante dos siglos, el
más importante de Tenerife, y posiblemente de todas las Islas. En
su alrededor se ha
desarrollado una vida urbana bulliciosa y desahogada, suprimida
brutalmente por la
erupción de 1706 y que nunca volverá a su primitivo esplendor»,
decía Alejandro
Cioranescu hace más de cuarenta años. Y proseguía, con ecos que
resuenan en el
presente: «Las calles del lugar parecen desiertas; y el silencio
recoleto de los antiguos
paredones de piedra, detrás de los cuales impera otro silencio, aún
más intenso, el de la
muerte y del vacío, es como una ironía de la historia, que se ha
conservado allí y se puede
tocar con los dedos, mejor que en cualquier otro rincón de las
Islas, precisamente porque
ha muerto. Es como una Pompeya canaria, en donde el reloj de la
vida no es más que un
mueble bonito, pero inútil; sin embargo, la proximidad del pasado
es tal, que el
resucitarlo deja de parecer un milagro y que, al cerrar un poco los
ojos, diría uno que van
a volver del lejano Oeste las blancas carabelas cargadas de oro y
de plata y hambrientas
de las frutas de esta tierra, generosa y pérfida a la vez»82.
Apareció sepultado bajo un mar de escombros
Pero no hay que confundir la extracción de datos con la producción
de discursos.
Lecuona y Hernández puntualizan con acierto que su voluntad no
tiene nada que ver con
una reivindicación chovinista a ninguna escala, sino que pretenden
demostrar cómo
ciertas dinámicas locales corresponden en el fondo a problemáticas
globales83; una
opinión no muy distinta a lo que Walter Mignolo condensa en su
Historias locales /
diseños globales84, y que justifica la pertinencia del conocimiento
situado que aportan
esos enfoques microhistóricos. De ahí tal vez su insistencia en
reflexionar en torno al
patrimonio, dada su doble condición de hito irremplazable para una
sociedad concreta y
de exponente con supuesta validez para la Humanidad: las
particularidades de
Futilidades consagradas. II Acto de amor (2005), Chercha (2013),
Segundo Origen
(2018) o Cuestiones vivas #4 (2018), entre otras, sólo cobran
sentido completo al
extrapolarse a procesos culturales más amplios. Esta última obra,
sin ir más lejos,
presenta una serie de moldes vacíos obtenidos al presionar papel de
aluminio sobre el
contorno de distintos objetos, que a su vez arrastran prácticas y
mentalidades a ellos
aparejadas: los bidones para guardar provisiones evocan problemas
de abastecimiento,
dependencia de la importación y una idiosincrasia conservadora; los
remates
ornamentales de las patas de una mesa evocan la asimilación
diferida de estilos artísticos,
el eclecticismo de los lugares de paso y el esplendor económico de
un tiempo ya
periclitado; las basas de las columnas de la iglesia de Santa Ana
de Garachico evocan los
grandes proyectos de la arquitectura del poder, la evangelización
entendida como misión
y la aculturación de otros sistemas de creencias85. Sin embargo,
esas frágiles
anti-esculturas no hacen más que redundar en la ausencia del objeto
referencial, en la
descontextualización de esos trasuntos fantasmales, en la
inoperancia de tales elementos
en plena metrópoli. La inducción de lo universal desde lo
particular –esto es, la
configuración de un mosaico panorámico a partir del color local de
las pequeñas teselas–
supone una apuesta a todo o nada que marca un punto de no retorno:
si la ganan,
conseguirán conjurar las lecturas simplistas, apropiarse otra vez
de sus símbolos y
resignificarlos con nuevas capas de complejidad; pero si la
pierden, no sólo contribuirán
a perpetuar aquello que pretendían revertir sino que pueden quedar
encasillados para
siempre en el estereotipo como canarios en la jaula
identitaria86.
Estas miserias humanas constituyen la prosa de la vida
En el éxito o fracaso de tales propuestas juega un papel
importantísimo la
formalización de las piezas, pues les sirve para escapar del
maniqueísmo que contrapone
la parquedad de la proclama política al ensimismamiento de la
fórmula esteticista, así
como para hacer inteligible su mensaje en función del contexto, los
interlocutores y la
propia evolución de su trayectoria. Ocurre que ya en El seductor
(2002-2003) había algo
más que la astracanada de la apariencia de machango, algo más que
la metalepsis de la
irrupción por detrás del frente escénico, algo más que el trucaje
de la elongación del
brazo derecho y algo más que la pantomima de los gestos con las
manos: lo que ocupaba
el primer plano de la superficie expositiva no era otra cosa que un
canario enjaulado,
desapercibido sin embargo por la concurrencia del resto de
estímulos visuales. La
cautividad de ese silencioso canario doméstico encerraba en
realidad una larga historia
relacionada con la condición colonial de las Islas, pues de hecho
está oficialmente
reconocido como símbolo del archipiélago87: como su propio nombre
indica, el origen de
la especie se remonta al canario silvestre (serinus canarius
canarius) de la Macaronesia,
que tras la conquista se importa desde Europa como tornaviaje de
lujo; a raíz de esta
dispersión comienza también la cría selectiva para conseguir
variaciones en su canto, su
color y su forma, lo cual ha dado lugar a gran cantidad de
sub-especies y razas en una
interesante encarnación de las consecuencias biopolíticas de las
diversas formas de
hibridación88.
Entonces había una vida exuberante en estas montañas
El otro elemento natural designado por el Gobierno canario como
representativo del
conjunto insular es la palmera (phoenix canariensis) –también
diseminada por diversas
localizaciones desde entonces– que aparece sin tanto artificio a
través de la instalación
Corpo estranho #3 (2018). La comparación entre dos proyectos tan
distantes en el
tiempo resulta de lo más esclarecedora, pues uno oculta lo que el
otro muestra, uno
invisibiliza lo que el otro sobreexpone, aunque en realidad se
trata de una misma
estrategia con intensidades complementarias: a diferencia del
canario, las dos hojas de
palma enfrentadas oscilan al ritmo de sendos ventiladores a los que
están sujetas con
bridas, ocupan todo el espacio de la sala y controlan el tránsito
de los visitantes con un
patrón automático de apertura y cierre; es decir, mientras que lo
natural-vivo que supone
el canario queda mudo e inmóvil en la imagen, lo natural-muerto que
supone la hoja de
palma arrancada revive con el movimiento automático de los
ventiladores. Y con ese
movimiento automático, por cierto, recupera –no sin cierta ironía–
tanto su característico
sonido de viento como su uso tradicional de escoba.
El ejemplo más (palmario)
El impacto del sesgo colonial en el coleccionismo europeo se dejó
notar primero
mediante un giro desde el interés por la pátina –valor del paso del
tiempo– hacia el interés
por la procedencia geográfica –valor espacial–, e inmediatamente
después con la
necesidad de descentrar los hábitos museográficos: en este proceso
de resignificaciones
culturales lo importante no podría ser ya qué se muestra, sino
dónde, por quién y para
quién, puesto que en el nuevo orden de cosas cualquiera es
susceptible de devenir exótico
en función de la perspectiva del observador89. En su contexto o
descontextualizados, con
elementos naturales o artificiales, de cuerpo presente o de cuerpo
ausente90, Lecuona y
Hernández identifican, elaboran y arrastran al espacio expositivo
símbolos tangibles de
esa modernidad contradictoria como harían dos
artistas-historiadores (benjaminianos)91:
el grancanario Manuel Millares propuso en su momento la memoria de
una excavación92,
lo cual entroncaría con algo así como una biografía cultural de las
cosas o una vida
social de las cosas93; Lecuona y Hernández contraponen por su parte
una genuina
excavación de la memoria, y lo hacen a través de materiales que
parecen reclamar para sí
toda una autobiografía.
Grafografías: escrituras, reescrituras, sobreescrituras
Una de las críticas radicales que Paul de Man enarbola en «La
autobiografía como
desfiguración» contra las teorías anteriores apunta a una relación
unidireccional entre
referente y referencia, poniendo en duda que la autobiografía
dependa de la vida real
como la fotografía de su tema o un cuadro (realista) de su modelo y
proponiendo en
cambio que tal vez sea la autobiografía la que produzca esa ilusión
referencial dentro de
los límites tropológicos de la figuración. El ejemplo que utiliza
para ilustrar su
argumento sobre la prosopopeya que subyace a cualquier ejercicio
autobiográfico
–Essays upon Epitaphs de William Wordsworth– precisamente consiste
en otorgar un
rostro y una voz al lenguaje de las lápidas inanimadas, lo cual nos
puede ayudar a pensar
la metamorfosis de lo autobiográfico en Lecuona y Hernández desde
la concreción del
machango-ventrílocuo hasta la abstracción de las piezas más
recientes; o quizá sea lo
mismo que decir la progresiva superación de aquella anatomía
antropomorfa de la
autobiografía moderna94 en busca de un paradigma de mayor fluidez
hacia el mundo de
las cosas que nos rodean.
Sólo con tus indicaciones
Si en realidad nunca fuimos modernos –de acuerdo con Bruno Latour y
su archicitado
ensayo95–, ha sido en buena medida porque hemos proyectado
demasiado lejos el ideal
humanista entendido como axiomático, porque hemos seguido pensando
desde la
dicotomía entre sujeto-objeto o naturaleza-cultura y en definitiva
porque hemos dejado
que el epitafio –lo lingüístico, lo autorreferencial– ocultara la
lápida misma. El molde
institucional de la autobiografía, que se presentaba como
estandarte de la modernidad,
habría ejercido más bien de contrapeso antimoderno para lastrar
desarrollos alternativos;
y ni siquiera la autobiografía posmoderna –cambiando identidad por
alteridad, o por
meta-narración– consiguió escapar de esa suprema norma occidental.
Así pues, tal vez
habría que preguntarse: ¿puede hablar la cosa en sí96? El
reconocimiento de la agencia de
los objetos y la consideración de dimensión independiente de lo
humano que aportan
enfoques como el del realismo especulativo ofrece por el contrario
una salida oportuna
ante tal agotamiento, ya sea a través de las ciencias o del
arte97.
Existe un compromiso formal
Los materiales tienen por tanto mucho que decir en la evolución de
Lecuona y
Hernández. De ahí tal vez el minimalismo posminimalista de claridad
estructural,
economía de medios, sencillez expresiva... que tanto potencia lo
procesual, lo contextual
y lo relacional como pone las cualidades de la materia en un primer
plano de importancia.
No en vano, sus más recientes investigaciones se insertan dentro de
la corriente
internacional de los nuevos materialismos: ya por 2011, Ramón Salas
identificaba en la
transición a la frialdad de los metales una incipiente preocupación
en esta línea –que
arrastraba consigo a su vez un paradójico calentamiento de las
auras frías de la primera
época98–; en 2018, Roc Laseca apuntaba las interesantes
intersecciones de sus últimas
propuestas con las reflexiones actuales sobre ecología y el
antropoceno99. El peculiar
parlamento de las cosas que convocan Lecuona y Hernández tiene algo
de Parlamento
canario, no sólo por la vocación política del ejercicio sino
también por la
representatividad de lo vernáculo contenida en sus elementos: las
maderas recogidas de
distintas carpinterías de la zona para componer Futuro anterior
(2007-2008), las piedras
de la montaña de Tindaya atravesadas por listones de madera de las
Efeméride #1, #2, #3
y #4 (2015) o las hojas de palmera canaria de Corpo estranho #3
(2018) son buena
muestra de ello.
Pero se olvidaron
Además, esos materiales son indisociables de las técnicas mediante
las cuales fueron
trabajados –usualmente interpretaciones libres de las
tradicionales–: la utilización del
cuero en Fora da historia (2017) queda muy lejos de los típicos
guadamecíes y
cordobanes, la taracea en Futuro anterior (2007-2008) nada tiene
que ver con la del
interiorismo hispano-musulmán, el repujado del aluminio y el latón
en Tiempo de espera
De Beatriz y Óscar a Lecuona y Hernández,
y viceversa, o todo lo contrario.
Reflexiones sobre autobiografía para una falsa retrospectiva
Pablo Allepuz
(2007-2008), Vanitas-inventario (2010), Testigos (2011) o Fulcros
(2011) dista
bastante del habitual en orfebrería... por no hablar de los
pulidos, los desollados, los
decapados y los falsos grabados de todo tipo; labores derivadas del
contacto entre
civilizaciones e incorporadas en un momento bastante tardío de la
evolución de la cultura
local, pero que se terminan asimilando como propias e incluso
devienen identitarias100.
Este conocimiento distintivo de los tiempos largos de la historia
–de diacronías frente a
sincronías– tiene sobre sí la sospecha de lo decorativo u
ornamental, en contraposición a
la supuesta autonomía de lo artístico, y anima a una aproximación
casi antropológica.
Mediante los mecanismos de flexibilidad
Cuando aparecen otros artefactos que exceden los límites estrictos
de la artesanía
–máquinas accionadas por mecanismos complejos–, suelen ser
sometidos a un sabotaje
tecnológico, lo cual a su vez no es otra cosa que un sabotaje a la
modernidad misma101: la
cascada de tinta de Impasse (2009), que en su ciclo aparentemente
infinito va salpicando
contenido fuera del continente; las distintas cacerolas de Common
life (2012), que
debido al movimiento interno rebosan una espuma negruzca; o los
rotores de
Acción-Manifiesto #2 (2018), que giran sobre sí mismos con restos
de pintura sobre
ellos. El último de estos boicots –lúdico en el sentido de la
sátira implícita, pero también
en el del mítico Ned Ludd– es Segundo origen #2 (2019): al igual
que el primer Segundo
origen (2018), se trata de la copia de un óleo ya consagrado por la
historia del arte con el
fin de desvelar las vicisitudes de su factura, las contradicciones
de su mensaje y las
fluctuaciones de su recepción. En este caso, el Guerreiro negro u
Homem negro del
holandés Albert Eckhout –pintado en el contexto de una expedición
científica a Brasil–
les sirve para denunciar la manipulación exotizante de los
responsables, cuestionar la
supuesta validez documental de lo representado y restituir en la
medida de lo posible las
consecuencias todavía patentes de tal categorización racial; la
inserción de una concha
típica de las Islas Canarias en el retrato –el barco pasó por
Garachico en su itinerario–
permite hacerse una idea de cuánto hay de realidad objetiva y
cuánto de invención
posterior. En lugar de emparedarla, la copia queda parcialmente
oculta tras una lavadora
en marcha –sin más carga que un poco de agua turbia– mientras otras
cuatro lavadoras
idénticas cuelgan en las paredes laterales a la misma altura pero
sin ningún cuadro detrás.
De nuevo desde el recurso del mobiliario doméstico, el proyecto
remite a las fuerzas
centrípetas y centrífugas de las relaciones coloniales, a los
métodos de higienización
entendidos como formas de control social o a los procesos de
blanqueamiento de la
historia a lo largo y ancho del Atlántico negro102.
El proceso ya está en marcha
Todas estas cuestiones forman el núcleo argumental más importante
dentro de la
exposición celebrada durante los meses de octubre y noviembre de
2019 en el Centro de
Arte de Alcobendas, no por casualidad titulada Segundo origen
también. El
encabalgamiento de estos nombres así lo subraya, y además advierte
de la necesidad de
entenderla en línea con muchos de los proyectos precedentes: a
pesar de que cada
muestra se plantea a partir de las posibilidades y los
condicionantes del espacio
disponible –hay que recordar por ejemplo las intervenciones
site-specific en Centro de
Arte La Recova de Santa Cruz, TEA Tenerife Espacio de las Artes,
Adelina Galería de
São Paulo o Centro de Arte La Regenta de Las Palmas–, lo cierto es
que su principal
cometido es actualizar pulsiones que vienen de mucho más atrás. Así
pues, el carácter
intempestivo de cada obra y el avance dialéctico de cada remezcla
impiden cualquier
retrospectiva holística, pero en cambio multiplican las capas de
lectura y configuran un
relato con numerosos puntos de fuga.
¿Y desde entonces hasta ahora?
En este marco de actividades, la reedición de una pieza con
cualquier pequeña
modificación –por mínima que sea– desencadena una serie de
reacciones que afectan
tanto a lo viejo como a lo nuevo y abre un mundo entero de
interpretaciones. La
yuxtaposición de dos obras compositivamente simétricas en una
ubicación privilegiada
de la sala ofrece un ejemplo muy evidente para el espectador: la
versión primera, una
estructura de madera que sostiene a modo de bastidor un tapiz
cubierto en su parte central
por una gruesa capa de óleo negro en forma de rectángulo; la
versión segunda, una
estructura de madera que soporta una superficie de azulejos blancos
manchados de grasa
para automóviles también en una zona central rectangular. Las
dimensiones son las
mismas, la estructura preexistía entonces y subsiste ahora, pero la
mera inclusión del
azulejo como material protagonista suscita problematizaciones
diferentes: la producción
industrial en serie, la estandarización de los formatos, la
condición decorativa del
revestimiento, la técnica tradicional del alicatado, una vez más el
cuadrado neutro de la
vanguardia...; aspectos que tal vez no fueran primordiales en una
pueden serlo en la otra,
de manera que ambas se retroalimentan y conforman una trama de
evocaciones más
densa.
Encuentros, recuerdos y besos
En efecto, esa novedad genera interesantes tensiones tanto en la
constitución de las
propias obras como en la relación de cada obra con las demás en el
contexto
pretendidamente aséptico del cubo blanco. Existe toda una
genealogía de la
yuxtaposición de materiales en su trayectoria, desde el encuentro
fortuito de la madera
con la tela de gabardina en Pared (2001) o Mina (2002-2003), con la
muselina en
Imagen misiva (2004), con la pintura en Dulce retórica del
consuelo. Capítulo III.
Estructuras preventivas (2005), con el cuero en Dulce retórica del
consuelo. Capítulo
VI. La Ofrenda (2005), con la plata maciza en Exvoto (2011), con el
cemento pintado en
Resaca (2011), con la piel de cordero tintada en Efeméride #5
(2014-2015), con el
mármol en Efeméride #13, #14, #15 y #16 (2015), con la calamina en
Cuestiones vivas
#1 (2017)...; hasta las combinaciones de acero inoxidable y pintura
desollada en Apetito
desordenado de los deleites carnales (2011), de madera, cera y
rafia en Efeméride #2
(2014), de aluminio y piel de cordero en Efeméride #7 (2014-2015),
de madera, tela,
granito y mármol en Posar para la muerte (2015), de cuero y acero
en Fora da historia
(2017), de picón y cobre en Lo ancestral y lo futuro: Imagen
bisagra (2018). Todo ello
presenta un diálogo conflictivo entre lo animal-vegetal y lo
mineral, lo poroso y lo
impermeable, lo rugoso y lo liso, lo accidental y lo uniforme, lo
espontáneo y lo
controlado, la mácula y lo inmaculado... entre un sinfín más de
oposiciones que tienen
que ver con la implantación desigual de la modernidad.
Hay que pensar en la reunión
Raimundas Malašauskas especulaba junto a Mathieu Copeland sobre la
posibilidad de
una exposición comisariada por una mesa, pero descartaron esa idea
porque la mesa está
demasiado connotada como tropo filosófico de la objetividad; por
otra parte, una mesa
como cosa en sí misma y no como tropo bien podría sorprender de
alguna manera,
aunque no fuera necesariamente a con un proyecto artístico –la
creatividad de una mesa
no tiene por qué estar recluida en el dominio de lo artístico–.
Francesco Manacorda
añadió que le gustaría visitar una exposición comisariada por dos
loros, seis tartas de
chocolate, un cuenco de agua de mar, dos latas de Guinness tibia,
un geranio y Maria
Lind; todo lo cual, según el propio Malašauskas, compondría su
edición favorita de entre
todas las Documenta. El texto donde se recoge todo esto es su
célebre «Do Artworks
Curate Too?», que deja sentencias tan elocuentes como esta:
«mientras nosotros creemos
que les estamos dando ‘voz’, en realidad las obras de arte hablan a
través de nuestras
decisiones e hipótesis»103. En función de lo allí expuesto no sería
descabellado sospechar
del machango como comisario en la sombra para Segundo origen:
Clément Cadou se
autorretrataba como mueble, el machango desencadenado se
autobiografía como autor
de un montaje sostenido durante años. Teniendo en cuenta que una
fotografía inédita de
la serie Actividades recreativas (2003) lo muestra in fraganti
transportando una camilla
rectangular –de la misma manera que ocurría con el cuadrado blanco
en Sudoraciones
(2000), con una estructura similar a la de Border (2017)–, le será
prácticamente
imposible fabricarse una coartada para justificar su
inocencia.
Nunca he intervenido
La definición legal de la coartada –o alibi, «en otra parte»–
depende precisamente de
la presencia o la ausencia física en el momento del crimen, lo cual
nos devuelve de nuevo
a las teorías deconstruccionistas y de los actos de habla: en la
oralidad, la propia
presencia –el cuerpo del que emana la voz– sostiene la posición del
sujeto enunciante y
actúa a modo de firma, mientras que en la escritura, la ausencia
–la carencia de un cuerpo
que encarne esa voz– obliga a añadir un signo extra que haga las
veces de enunciante
sustitutivo y garantice con fe casi notarial que el firmante estuvo
efectivamente en aquel
allí y aquel entonces104; a falta de un equivalente teórico para
los actos de visión, el
machango se debate en la contradicción entre ser pura materia o ser
pura autobiografía,
entre entregarse por completo al segundo origen o retornar por
enésima vez al primero.
Colocada junto a la puerta de acceso, uno nunca llega a saber a
ciencia cierta si esta pieza
ambigua abre la exposición y cierra el discurso, o viceversa, o
todo lo contrario.
Nadie me contesta
Aquellar las voces
La autobiografía del artista-como-autobiógrafo105 plantea preguntas
que acaso no
tengan respuesta posible: ¿reproduce el machango la imagen del
artista, o termina el
artista por acomodarse a la estética del machango? José Luis Brea
solventaría el quiasmo
argumentando que la autobiografía resulta hasta cierto punto
autoproductiva –paradigma
del texto performativo– en la medida en que se trata del producto
de un sujeto que en
realidad se está produciendo en la propia escritura. En el caso del
machango en tanto que
dispositivo autobiográfico, ese debatirse entre la materialidad y
el discurso, esa
autopoiesis infinita que no cristaliza jamás, vendría a manifestar
un flujo continuo de
puras voz y mirada; mirada y voz, se sigue, porque por su posición
entre objetividad y
objetalidad constituyen las dos únicas capacidades que a la vez
están y no están
constreñidas a lo corporal.
Sordo, ciego
Ambas confluyen de una manera ejemplar en la obra Dulce retórica
del consuelo.
Capítulo I. La reconciliación (2005), que Lecuona y Hernández
describen como
«grandes paneles de texto escritos a mano y encapsulados en
metacrilato con los que a
modo de polifonía el espectador-lector puede cruzar las frases
descontextualizadas
(rescatadas del chat, de la radio, de los dibujos animados, de las
frases ejemplarizantes
que la Real Academia de La Lengua utiliza para aclarar términos
polisémicos, etc.) para
rescribir su propio diario o historia»106. La disolución, por
tanto, es completa: la mirada
eran infinitas miradas, la voz eran infinitas voces... y la
autobiografía –como había
insinuado Gertrude Stein– era la autobiografía de todo el
mundo107.
Sabe vestir su ignorancia con palabras discretas
O quizá esos fragmentos –quién sabe si de un discurso amoroso108–
no sean otra cosa
que epitafios para un relato de ultratumba: «¿Estás viniendo?», «Si
voy», «Cosas de la
providencia», «Recién vine», «Ya que estoy así», «Sueños que
despiertan otros sueños»,
«¡Qué envidia!»; «Diré cosas», «Si es así, no lo entiendo», «¿No
quieres venir con
nosotros? Pues no te quejes», «Aún vive en mi recuerdo», «Alguna
referencia», «¿Quién
te ha contado eso?», «Increíble»; «Siento no poder verte. Casi no
puedo ni hablar», «Con
la mirada en llamas», «Podemos vernos», «Tranquila que ya vemos
nosotros», «Puedes
dirigir la vista donde quieras», «Quieres ver el escenario», «Aquí
hay que jugarse el
tipo», «Si quieres puedes hablar tú», «Has sudado toda la camisa»,
«Lo hemos decidido
ayer»; «Me pareció de lo más inmoral», «En mi interior no estaba de
acuerdo», «Mi casa
podría ser un buen principio», «Gracias por el ramo», «De que el
encantamiento fuese
real», «Pisamos un terreno resbaladizo», «Es un pozo de sabiduría»,
«Aquí está el fondo
de la cuestión», «Apareció sepultado bajo un mar de escombros»,
«Estas miserias
humanas constituyen la prosa de la vida», «Entonces había una vida
exuberante en estas
montañas», «El ejemplo más (palmario)», «¿Llegaron a salvo a su
destino?»; «Sólo con
tus indicaciones», «Existe un compromiso formal», «Pero se
olvidaron», «Mediante los
mecanismos de flexibilidad», «El proceso ya está en marcha», «¿Y
desde entonces hasta
ahora?», «Encuentros, recuerdos y besos», «Hay que pensar en la
reunión», «Nunca he
intervenido», «Nadie me contesta»; «Sordo, ciego», «Sabe vestir su
ignorancia con
palabras discretas», «Aquí, mientras sigues buscando».
Aquí, mientras sigues buscando
Hasta nuevo aviso
_ 1 Arthur Rimbaud: «Rimbaud à Georges Izambard», en su
Iluminaciones, seguidas de Cartas del vidente, Hiperión, Madrid,
1985, pp. 128-133.
2 Imre Kertész: Yo, otro. Crónica del cambio, Acantilado,
Barcelona, 2002.
3 Paul Ricoeur: Sí mismo como otro, Siglo XXI, Madrid, 1996.
4 Jean Baudrillard: El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona,
1997.
5 Pablo David Pérez Rodrigo: «Palíndromo» (relato ganador del
premio La ventana de Millás), Babelia-El País, 25 de enero de 2003,
p. 9; Manuel Alberca: «Soy yos», en su El pacto ambiguo. De la
novela autobiográfica a la autoficción, Biblioteca Nueva, Madrid,
2007, pp. 19-58.
6 Joan Corominas y José Antonio Pascual: Diccionario crítico
etimológico castellano e hispánico, Editorial Gredos, Madrid, 1989,
Vol. III, p. 747.
7 Marcial Morera: Diccionario histórico-etimológico del habla
canaria, Gobierno de Canarias, Islas Canarias, 2001, pp.
546-547.
8 Germán Osvaldo Prósperi: Vientres que hablan. Ventriloquia y
subjetividad en la historia occidental, Universidad Nacional de La
Plata – Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, La
Plata, 2015. Disponible online en:
http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/libros/pm.400/pm.400.pdf 9
Jorge Luis Marzo: «La ventriloquía: un modelo de comunicación», en
Presente continuo. Producción artística y construcción de la
realidad, Quinzena d’Art de Montesquiu, H. Associació per a les
Artes Contemporànies y Eumo Editorial, Vic, 2002; François Cooren:
Action and Agency in Dialogue. Passion, Incarnation and
Ventriloquism, John Benjamins Publishing Company, Ámsterdam -
Philadelphia, 2010.
10 Testigos. Beatriz Lecuona y Óscar Hernández, catálogo de la
exposición (Santa Cruz de Tenerife, Sala de Arte Contemporáneo, del
16 de septiembre al 30 de octubre de 2011), Gobierno de Canarias,
Tenerife, 2011.
11 Patricia Mayayo: «El artista como ventrílocuo: la conferencia
performativa y las paradojas de la figura autorial», en Juan
Albarrán e Iñaki Estella (eds.): Llámalo performance: historia,
disciplina y recepción, Brumaria, Madrid, 2015, pp. 49-70.
12 Jean-Jacques Rousseau: Rousseau, juez de Jean-Jacques. Diálogos,
Pre-Textos, Valencia, 2015.
13 José María Blanco White: «Blanco examina a White», en Antonio