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Nombre: Cristian Zapata Chavarría. c.c: 8.063.20 Título del ensayo: Las distopías sin lengua.

Distopías Sin Lengua

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Ensayo sobre las distintas nociones de mundos distópicos que nos ha dejado la literatura.

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Page 1: Distopías Sin Lengua

Nombre: Cristian Zapata Chavarría.

c.c: 8.063.20

Título del ensayo: Las distopías sin lengua.

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LAS DISTOPÍAS SIN LENGUA.

Lo primero que provoca la distopía es cambiar el idioma. Y lo segundo, es volver

ese cambio una peste colectiva. Así, sin más, se obtiene una nueva realidad. Apta

totalmente para su subsistencia. Los síntomas secundarios de la peste poco

importan. El colapso del lenguaje. La atrofia del idioma. La reducción de las

palabras a unas cuantas piezas lóbregas, vacías de contenido e impulsadas sólo

por el esnobismo de su uso. No es del caso tratar aquí si las sociedades

distópicas se muestran como imaginación, profecía, o simple descripción de lo que

ya se tiene. Pueden tener algo de las tres. Y si se comparan los modelos sentidos

y presentidos por el arte, de seguro se encontrarán en ellas elementos comunes:

frustración de un camino mal tomado y una madrugada remota. Algunos de ellos,

elementos que no existen (todavía no censuran los libros); otros que podrían

existir (falta poco para el éxito de la rehabilitación criminal vía somática); y otros

que simplemente ya se tienen. De uno de estos últimos es que quiero hablar, por

lo común y lúgubre.

¿De cual? Del desmedro de la lengua a que llegan, según los retratos vistos,

todas la distopías. Los criterios básicos de un idioma se muestran írritos frente a

los modelos políticos que terminan creando una lengua famélica, que se limita a la

pobreza de un uso serializado, con balbuceos ambiguos, significados múltiples y

por eso nulos, y llena de eufemismos y ditirambos, traducibles a cualquier otra

jerga, por lo vacíos y tristemente populares.

Y esto no pasaría de un reniego filisteo por el mal uso del lenguaje, o de una queja

intelectualoide estilo cazador de gazapos o defensor del lector, si no fuera porque

resulta de gran utilidad y repercusión práctica a la hora de la consumación de la

distopía. La reducción del lenguaje a una palabrería esnobista. Nada más común

para el poder que timonea la pesadilla, que poner bajo su servicio a la misma

lengua. Así se deforma el pensamiento y se esparce una especie de realidad

paralela que discute con la verdad, sólo por la vía de diferir nominalmente de los

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fenómenos. Se pelea con la realidad de la realidad, usando como arma el llamar a

las cosas por otro nombre.

La distopía adviene como resultado de cambiar un sueño esperado por una

realidad inesperada. Pero es necesario que las ansias del sueño aún no dejen ver

los estragos de la consecuencia. Mantener la sensación de seguir dormido, de que

el sueño continúa. Por eso se mal forma la realidad, distorsionándola hasta

hacerla parecer otra. La vía es por medio del lenguaje. Allí empieza a empollarse

la desfigura provocada por los calificativos falaces y fulleros que disuelven los

contornos de las cosas, difuminándose así los peligros. La pesadilla está presente,

pero el lenguaje la hace ver aún como sueño. Bajo el discurso empleado, algo

cambia si cambia su nombre.

La formas de la política distorsionar el idioma, y por esa vía la realidad, son

variadas. Ahí quedan todas las alegorías futuristas que viene dejando el cine, por

ejemplo. Qué tal tratar de inventariar algunas. Se puede, digamos, adoptar un

fetichismo de la burocracia, -no es casualidad eso del poder de los escritorios- y

tomar un lenguaje de formulario, donde el papel sea quien de fe de los hechos, y

lo peor, sea quien asigne a los fenómenos su definición y calificativo. Como

sucede en Brazil, de Terry Gilliam. Por eso al asesinato oficial de un detenido

equivocado, se le llama “corrección de información” y “elemento suprimido”. Y de

ahí la dificultad de quienes obran como funcionarios oficiales, para hablar del

hombre muerto. Sam Lowry parece ser el único con conciencia del hecho, del

asesinato, por eso se atreve a enmendar el error que causó una mosca, en un

aparato estatal que oficialmente no comete errores. Ahí empieza su insurrección,

que lo lleva a descubrir que la mejor manera de alejar a un funcionario estatal es

verificar que no tenga el formulario 27B/6. El papel, y sólo él, da cuenta de la

veracidad del fenómeno. El otro camino, cualquier intento de contra, sólo conduce

a refugiarse en la locura propia. Esa es la pasión profética con que Kafka insistió

siempre en lo mismo. Pensar en su obra, El Castillo, por ejemplo, nunca será

prescindible, ni es obvia la remisión al autor que retrató los miedos del siglo XX.

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Ahí queda, para seguir con el cine, y con mismo problema del papel como

constancia de la realidad, la versión de El proceso que Orson Welles adaptó.

Se puede también buscar un contrasentido a las palabras, para no evocar su

verdadero contenido. De esta forma, el discurso oficial se termina armando de su

propio y exclusivo diccionario. Y, en paradoja a la frase de Dostoievski, “Si Dios no

existiera, todo estaría permitido”. Pues todo termina permitiéndose precisamente

por hacerse en nombre de Dios, o de la democracia, o del bienestar público, de

cualquier otro sacro vocablo. Ya Orwell en su conocido libro 1984, con su propio

modelo de sueño fracasado, describía los contrasentidos del idioma a que se llega

por culpa de la voz de la política. Uno muy común que mencionó, y en nuestra

actualidad vergonzosamente familiar: Cuando se habla de paz, hoy día, se hace

buscando alguna guerra. La paz es la guerra contra alguien. Invocarla aquí es

muestra de que se está matando en algún otro lado. Siempre que se habla de

guerra se menciona como paz. La guerra así se vuelve la paz; el bien público, es

el resultado de todos los males privados.

Otro modo de hacer lo mismo, se da invocando las palabras y el discurso del

supremo bien. Palabras que nadie admitiría cuestionar como: bienestar colectivo,

democracia, Dios; y otras que todos admitirían cuestionar, como fascista, apátrida,

etcétera. Así también se puede adoptar un idioma de manera tan individual, que

éste tenga sólo el sentido que quiera darle quien lo usa. Los términos se

sacralizan y satanizan tanto, que no terminan por tener otro significado distinto a:

deseable e indeseable. Por eso, como sucede en Matrix, el agente Smith está

convencido que la raza humana tiene todas las características de un virus, que no

guarda equilibrio con su entorno y en cambio, lo destruye; esto es lo que él llama

“su revelación”. Se trata de la simulación por la vía del lenguaje que pregonara

Baudrillard. Es justamente su libro, Simulacre and simulation, el que Neo tienen en

su biblioteca, en las primeras escenas.

O se puede también, para seguir, intentar atrapar el lenguaje en unos códigos y

unas fórmulas máximas. Y declarar subversivo cualquier intento de movilidad

extra, dado por la literatura, por ejemplo. En Fahrenheit 451 se queman los libros,

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y abunda el uso de vocablos amarrados y modos de hablar anquilosados. Guy

Montag alarma a su esposa y amigas, cuando tiene el ataque de ira en su casa,

pues ellas detectan fácilmente el lenguaje literario que adopta el protagonista, su

raciocino subversivo y la ilegalidad que nace desde su propia nueva manera de

expresarse.

También pasa en La naranja mecánica. La novela de Burgess toma su nombre

del libro que termina el escritor, antes de sufrir la golpiza de Alex y su pandilla. La

violencia, y decirlo no es nada nuevo, se muestra aquí como una de las únicas

expresiones de libertad; pero junto con ella, el lenguaje. Por eso sus términos

como golová -o gullivera en Kubrick- en vez de cabeza, por ejemplo, se muestran

como asomos libres dentro de las expresiones amarradas del idioma público,

expresado en el profesor, o las presentaciones del director de la cárcel, o de

cualquier funcionario oficial que aparece, siempre en son de voz gárrula y lenguaje

preconcebido.

La lista sería larga pero no tendría objeto, más allá de tratar de buscar al culpable.

Pero, como se dijo, el asunto pasa de ser una mera observación escolástica sobre

el idioma, y en cambio, hace formular la pegunta de hasta dónde el problema

altera toda la realidad circundante. Como decía un protervo político colombiano,

de mitades del siglo pasado, y esta frase hoy día se tiene por lugar común y

máxima entre sus colegas: “Calumniad, calumniad, que de la calumnia algo

queda.”

*

Con frecuencia se dice que los hechos son tozudos y tarde o temprano sacan a

relucir la verdad. Pero la experiencia muestra que el caos semántico a que lleva la

política y los modelos de orden, no son, ni mucho menos, quienes terminan

cediendo. En ocasiones prima el caos sobre los hechos. Al deformarse el lenguaje

se deforma la realidad, y con la deformación de la realidad se perfecciona el

poder, para mantenerse. Como el axioma de los realistas lógicos que pregonan

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que las cosas existen sólo cuando se nombran, para la política, pareciera que una

cosa cambia su existencia si se le designa de otra manera.

El mito religioso apoya esta posición. La confusión del idioma se crea para

diezmar la amenaza de quienes buscan trascender la misma altura del Dios.

Como en el relato bíblico. Nemrod era bisnieto de Noé. La biblia lo llama el

cazador, por su ánimo de sojuzgar a Dios. Fue el primer rey después del diluvio,

audaz y temerario. Al parecer también fue suya la idea. Cuenta el génesis:

“Toda la Tierra tenía una misma lengua y usaba las mismas palabras.

Los hombres en su emigración hacia oriente hallaron una llanura en la

región de Senaar y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros:

«Ea, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego». Se sirvieron de los

ladrillos en lugar de piedras y de betún en lugar de argamasa. Luego

dijeron: «Ea, edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue

hasta el cielo. Hagámonos así famosos y no estemos más dispersos

sobre la faz de la Tierra». Mas Yahveh descendió para ver la ciudad y

la torre que los hombres estaban levantando y dijo: «He aquí que

todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua, siendo

este el principio de sus empresas. Nada les impedirá que lleven a

cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo

confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con

los otros». Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la

Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó

Babel, porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes

de la Tierra y los dispersó por toda la superficie.”

El último resquicio de la libertad es la imaginación. Imaginar y pregonar lo

imaginado puede ser emancipar. El lenguaje, así pensado, se torna como el

primer aparato subversivo. El poder puesto en peligro, el Dios sojuzgado, piensa

en atacar la unidad de la amenaza. El lenguaje los cohesionaba. Ahora este se

vuelve muchos, y el ejército que, por lo común y claro de sus propósitos, no tenía

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imposible para sus empresas, se convierte en un reguero desordenado de

hombres desperdigados por toda la tierra, inentendibles entre sí.

¿Qué mejor guarda para la altura del poder sino un idioma impreciso y pobre en

léxico? El desencanto de la utopía, que no es sino el eterno deseo de la prosapia

del poder, trae un idioma mal formado, con perversiones serializadas que, como

las palabrotas para el niño, se transmiten por imitación. Si la utopía es el proyecto

que, una vez formulado, se muestra irrealizable. La distopía no puede ser sino

aquello que se realizó sin estar formulado, el resultado no pensado, ideal para

todo lo que implique “conservar”. El mal hecho en nombre del bien. Y antes de

cualquier horror represivo, lo que anuncia su llegada es la peste de un idioma

deshilado, y poco efectivo, sin adherencia a sus significados. Ese es el primero y

verdadero horror. Confieso que de todos los futuros amedrentadores que se

puedan mostrar, el mayor para mí, sería llegar al punto de la idílica sociedad

descrita en Alphaville, donde, como lo muestra Godard, y aquí lo veo más como

profeta que cualquier otra cosa, la exageraciones ridículas de los códigos de

cortesía, se impongan por sobre la conducta autónoma y el uso de la

espontaneidad del lenguaje. Donde las palabras inservibles para estos propósitos,

simplemente vayan desapareciendo, u olvidándose entre la gente. Así, la lengua

muerta, el pensamiento muerto, la gente muerta, el poder vivo y el mundo… feliz,

como en Huxley.

Los culpables son los mismos. Los modelos políticos que contaminan el leguaje

como contaminan un pozo. Luego todos bebemos de esa agua pútrida y la

seguimos usando; así ayudamos, casi siempre por despiste, a la desintegración

definitiva del bendito enigma inextricable que es la propia lengua.

*

Ya se ha dicho entonces el tema central. Las sociedades distópicas, adoloridas

por un sueño mal dormido, que, como se dijo, medio se inventan, medio se

profetizan, y con las cuales medio se previene, medio se amenaza, tienen todas,

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el ingrediente común de un idioma anquilosado, a punto de terminar recubierto por

el pavimento de una simple combinación de expresiones serializadas y lugares

comunes. Que las palabras poco digan por sus muchos significados. Pero en

últimas, que el significado que prime sea el del poderoso.

También se dijo cómo trata el asunto Orwell, en 1984, con su versión del abismo

futuro. Pero en su ensayo, La política y el idioma inglés, el autor deja de lado la

amenaza venidera y se encarga de los colapsos presentes. El culpable sigue

siendo el mismo, pues según lo dice: “El lenguaje político —y, con variaciones,

esto es verdad para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta

los anarquistas— se construye para lograr que las mentiras parezcan verdaderas

y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento.”

La poca relación entre el referente y lo referido, muestra una realidad que

pareciera contrapuesta, como el cuento chino del emperador que sólo conocía el

exterior por los hermosos cuadros de su pintor. Hasta que sale por primera vez y

conoce el verdadero mundo. Lo único que se le ocurre, al ver el contraste, es

ordenar su ejecución. Sigue Orwell:

“En nuestra época, el lenguaje y los escritos políticos son ante todo

una defensa de lo indefendible. Cosas como "la continuación del

dominio británico en la India", "las purgas y deportaciones rusas", "el

lanzamiento de las bombas atómicas en Japón", se pueden

defender, por cierto, pero sólo con argumentos que son demasiado

brutales para la mayoría de las personas, y que son incompatibles

con los fines que profesan los partidos políticos. Por tanto, el

lenguaje político está plagado de eufemismos, peticiones de principio

y vaguedades oscuras. Se bombardean poblados indefensos desde

el aire, sus habitantes son arrastrados al campo por la fuerza, se

balea al ganado, se arrasan las chozas con proyectiles incendiarios:

y a esto se le llama "pacificación". Se despoja a millones de

campesinos de sus tierras y se los lanza a los caminos sin nada más

de lo que puedan cargar a sus espaldas: y a esto se le llama

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"traslado de población" o "rectificación de las fronteras". Se encarcela

sin juicio a la gente durante años, o se le dispara en la nuca o se la

manda a morir de escorbuto en los campamentos madereros del

Ártico: y a esto se le llama "eliminación de elementos no dignos de

confianza". Dicha fraseología es necesaria cuando se quiere nombrar

las cosas sin evocar sus imágenes mentales.”

La perversión del idioma entonces, deja de ser refuerzo imaginativo de la distopías

que se pintan, y en cambio, parece estar presente desde ya en estas sociedades,

como anunciando la consumación final. Perversión que se origina en la política,

pero que se riega como mancha de aceite, a todos aquellos quienes, con

conciencia o no, terminan siguiendo el juego sin oponer mayor resistencia. El

fenómeno trae dos problemas fundamentales.

El primero, menos grave aunque más incómodo: el desgaste de un idioma –o al

menos de un parte de éste- que ya nada dice, o que dice más cuando calla. La

pobreza léxica y sintáctica, provocada porque nunca se pasa de las mismas

frasecillas de cajón, los mismos jueguitos de palabras, las mismas metaforitas

trilladas y hasta imprecisas de ser tan manidas. Se puede hacer una lista de

metáforas siempre usadas en discursos; también de calificativos siempre iguales.

Con ejemplo queda más claro. Porque para llevar a este deterioro del lenguaje vía

adopción por imitación de sus pobrezas, ayudan tanto las expresiones de la

política, como los lenguajes que difunden esa política y los que dicen ser análisis,

y toda esa sarta de escritos, no necesariamente políticos, pero que supuran y

supuran tinta mal habida; difundiendo un idioma leproso, que no se cansa nunca

de mal usarse.

La política, la academia, el arte, todos hacen cama franca a la hora de sacar a

relucir estas entelequias. El cáncer no diferencia órgano.

Ejemplos hay muchos, basta tomar cualquiera al azar porque estamos infestados

de malos escritores que se dedican a conectar siempre las mismas fórmulas

manidas del lenguaje, y enfocar luego esas fórmulas, medianamente, hacia un

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tema. Me limito a mostrar uno. Dada la abundancia, no voy a citar las fuentes de

donde extracto estas perlitas. Todas son iguales y quien se anime a verificar va a

pescar en río revuelto.

Si la metáfora, en tanto figura literaria, consiste en nombrar por medio de B, al

objeto A, sin mencionar directamente a A, pues parece ser que las cosas han

cambiado. Porque es frecuente el uso de metáforas en las que sólo está B, y B no

guarda nada de trasfondo, porque A no existe.

Me refiero, por ejemplo, a la expresión “tejido social”, que para nada sirve pero en

todo se usa, y que nadie sabea ciencia cierta qué es, pero en todas partes está,

como Dios. Esta expresión es inapropiada, indefinida, descontextualizada, y sirve

para que se le adhiera, como garrapata, cualquier verbo. Aquí algunos ejemplos,

traídos de escritos que se llaman políticos y académicos:

1-“Cuando una persona o una familia es desplazada de su tierra no solamente

está perdiendo un bien material o un derecho territorial, sino que pierden sentido y

rumbo su vida y la construcción de un tejido social empieza a fragmentarse.”

2-“Con la adecuación ideal de un tejido social, se busca conseguir cambios que

contribuyan hacia la construcción de paz desde el fortalecimiento de una cultura

política.”

3-“Adicionalmente se le da tratamiento a temas como Ética y Tejido Social…”

4-“Cuando la corrupción invade el tejido social…”

El tejido social entonces es una chuchería que se construye, se reconstruye, se

invade, se adecúa, se revuelve con la ética y sale un tejedor ético o algo así, luego

se fragmenta, se vuelve a armar y se fortalece, —siempre que está la palabra

contribuir está también fortalecer: ¡Todo hoy en día contribuye a fortalecer algo!—.

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Para saber entonces qué es eso del tejido social, parece que habrá que

adentrarse en los áridos terrenos de la ingeniería civil, porque siempre hay que

construir algo, fundamentar algo, sentar los cimientos para algo, fortalecer la

estructura que crea plataformas que contribuyen a mediar un trabajo de base para

algo; etcétera, etcétera. Todas estás expresiones, son tan comunes en los libros

de arquitectura, como en los pasquines de los grupos izquierdistas.

Afirmo bajo la gravedad de juramento que no inventé ninguno de estos apartes,

son citas de entre muchas otras que andan por ahí sueltas. Pero de tanto hurgar,

encontré por fin una definición de tejido social: hela aquí:

“El tejido social es un proceso de construcción permanente, personal,

cultural y social que se fundamenta en una concepción integral de los

seres humanos, de su dignidad, de sus derechos y sus deberes.”

“Esta definición se refiere a la generación y afianzamiento de los

lazos que unen los diferentes intereses individuales y que les dan un

sentido colectivo a éstos. Las redes son fundamentales para la

construcción de tejido social.”

Ahora sí quedó claro, ¿no? Antes no podíamos hallar una definición de tejido

social porque faltaba un ingrediente esencial: las redes.

Pero dejemos de lado a los tejedores sociales. Ahora pasemos al otro punto de

este primer problema: lo inentendible, la verborrea que no guarda ninguna imagen

mental a la cual agarrase y poder extraer algún significado. La simple conjunción

de fórmulas, lugares comunes y frases de cajón, termina creando un híbrido

amorfo, una colcha de retazos, o mejor, de palabras, que simplemente no muestra

nada. A excepción de una dicción pretensiosa y unas perífrasis que superarían al

maestro Cantinflas. Sospecho que todo se origina en un desinterés en el tema que

tratan.

Las expresiones, y hasta los párrafos, sólo guardan algún mínimo sentido mientras

permanezcan en su sitio, bajo el texto. Pero si por algún motivo salen de ahí,

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terminan sin ser nada, como un hueso fuera del esqueleto, del cual ya no se sabe

su sitio ni su función. Aquí un ejemplo, tomado también de la vida real, de un

discurso que trataba sobre la descripción de los objetivos de cierta política local,

recién creada:

“Se pretende con esto construir fundamentos que contribuyan a

fortalecer (¡) una efectiva interacción social, entendida esta como un

proceso cultural de reflexión – acción que revitaliza los conocimientos

institucionales con los locales y que cuenta con una permanente

presencia a través de la promoción de unidad entre la comunidad, la

universidad, el sector público y el sector privado bajo un enfoque

participativo con las comunidades del barrio Bello Oriente de

Medellín y de los Municipios de San Vicente, Marinilla y El Peñol.”

Lo único que deja claro un párrafo así, es que nada está claro. El esnobismo

sintáctico y la dicción elaborada de manera presuntuosa, anulan cualquier

posibilidad de significado que pueda tener.

Es usual que se quiera vestir, o mejor, disfrazar, a las expresiones sencillas con

una ropa que se muestre como fina. Pero que en realidad no arroja otro resultado

que un monstruo aderezado. Como las ancianas maquilladas en extremo. Y para

rematar el asunto, cómo olvidar a la academia, o los comentarios de arte. Aquí va

el último ejemplo, así inicia:

“La experiencia audiovisual se presenta como la fuente mas didáctica para

entender la complejidad de temas que siguen vigentes aún siendo enunciados en

el siglo pasado.”

Si atendemos al significado de fuente como “principio, fundamento u origen de

algo”, pues encontramos que nada tiene que hacer ahí, excepto enredar la cuerda.

Y pregunto, ¿no sería más fácil, en lugar de toda esta letanía, decir: “El cine puede

enseñarnos problemas, aún de otros tiempos”? Y esta pregunta se podrá

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responder porque a estas alturas ya habrán notado que esta cita sí tiene dueño

conocido. ¿Adivinan? La saqué del propio catálogo que convoca al concurso en el

que ahora presento este ensayo. Nada más para mostrar lo cerca que estamos del

desfase.

Todos estos desatinos e imprecisiones en el lenguaje, parecen obedecer a malas

concepciones. La cacofonía y la verborrea, se confunden con variedad léxica y

con elocuencia; la sintaxis imprecisa se confunde con el ánimo metafórico, y anula

cualquier imagen que pueda haber tras la frase, pero esto pasa por altura y

riqueza expresiva; y la tan buscada eufonía, se vuelve mera retórica.

De igual forma, escritos de esta clase, se blindan a sí mismos en sus expresiones,

y se protegen con ellas como los armadillos con su coraza. No dejan ver otra cosa

excepto que son oscuros. Pero, como los huecos que cavan en la tierra los

armadillos, parece tenerse la errada idea de que entre más oscuros, más

profundos. Por eso el asunto se deja pasar sin mayores problemas.

Pero, a estas alturas, el lector se preguntará: ¿Qué tiene que ver todo esto con la

distopía? ¿Y por qué se le hecha la culpa a la política de los malos hábitos del

idioma? Este asunto es lo que me hace entrar en el segundo problema de los

enunciados, y lo que no permite que me quede en defensor del lector o caza

gazapos.

*

El segundo problema es, a mi juicio, más grave y menos grato de tratar que el

anterior. La distorsión del idioma promovida desde arriba, propicia un nuevo

disparate bíblico, una segunda confusión en la torre de Babel. Terminamos sin

comprensión entre sí, y simplemente, con un mundo inentendible porque pareciera

que nos fue confiscado por un discurso que se arroga la facultad de designarlo y

definirlo como le venga en gana. Si al asesinato se le llama supresión, no importa;

si al enfermo se le llama usuario, no importa; si a la represión se le llama

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restablecimiento del orden, no importa; si a la guerra se le llama paz, no importa;

si la batalla se vuelve “violencia sin conflicto interno”, no importa.

Desde la política, las formas con que el idioma designa los fenómenos parecen

cambiar. Nosotros nos habituamos tanto a ese cambio, que cuando el fenómeno

se muestra en lo que en verdad es, ya se nos hace inconcebible. Imaginen que al

perro de un momento a otro lo empezáramos a llamar gato, y que tanto nos

habituáramos a esa costumbre, que cuando, en alguna ocasión, éste nos mordiera

de gravedad, una mano por ejemplo, nosotros no nos curáramos la herida porque

diríamos que “sólo fue un arañazo sin importancia”.

Eso parece estar pasando. A los fenómenos se les llama de otra forma, algo más

cómoda, la cual amortigua el estremecimiento que sentiríamos con su verdadero

nombre. Luego de eso, las consecuencias de ese fenómeno ya no nos parecen

tan graves.

El poder usufructúa la realidad, y para nosotros reserva sólo las migajas que se le

antoje dejar. Ernesto Cardenal, dice en uno de sus famosos Epigramas, contra el

dictador Somoza:

“¿No has leído amor mío, en Novedades:

CENTINELA DE LA PAZ , GENIO DEL TRABAJO

PALADÍN DE LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA

DEFENSOR DEL CATOLICISMO EN AMÉRICA

EL PROTECTOR DEL PUEBLO

EL BENEFACTOR...?

Le saquean al pueblo su lenguaje.

Y falsifican las palabras del pueblo.

(Exactamente como el dinero del pueblo.)

Por eso los poetas pulimos tanto un poema.

Y por eso son importantes mis poemas de amor.”

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Por otra parte, un pueblo con muchas lenguas puede ser también un pueblo sin

lengua. La idea de los muchos significados a eso nos lleva. Sirve como refuerzo al

asunto, ese culto al aparente juicio crítico, que se propaga en ocasiones hasta

límites indeseables. El fetiche del debate termina por anular el objeto de la

controversia. Pareciera una sobrevaloración de la dialéctica griega. La posibilidad

de las múltiples interpretaciones, que se muestra como un logro más en el camino

hacia la autonomía, pues termina sirviendo para que se imponga el culto al

relativismo, el cual no tarda mucho en mostrarse como nada más que sosegado

escepticismo. Como cualquier interpretación vale, cualquier significado vale y ya

en nada se cree. El asunto así planteado es de mucha utilidad para la confusión

de la segunda Babel. Un prejuicio más del progreso. Sentirse más liberado, más

libere de expresar, de controvertir. Aunque por la vía de controvertir todo ya nada

se controvierta. Como afirma Ernesto Sábato, en La resistencia:

“Desde la perspectiva del hombre moderno, la gente de antes tenía

menos libertad. Eran menores las posibilidades de elección, pero,

indudablemente, su responsabilidad era mucho mayor. No se les

ocurría, siquiera, que pudieran desentenderse de los deberes a su

cargo, de la fidelidad al lugar que la vida parecía haberles otorgado.”

“Algo notable es el valor que aquella gente daba a las palabras. De

ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas

las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para

descargarnos de nuestros actos que para responder por ellos.”

Con la impostación del mundo, por la vía de moldear los vocablos a interés propio,

vamos a terminar viviendo en un mundo prestado. Ya nada es lo que quiere decir.

Las palabras no valen, se falsifican. Los escritores no escriben, garrapatean por

imitación; el lenguaje político no convence, amedrenta e hipnotiza. El agua está

fría pero tanto se empeñan en mostrarla caliente, que nuestros propios dedos se

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terminan quemando cuando la tocamos. Desconocidos de si mismos, signos

indescifrados, a merced del significado que el poder nos quiera asignar, nos

buscamos sin encontrarnos porque la causal del extravío somos nosotros mismos.

Como la Roma de Quevedo:

“Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,

y en Roma misma a Roma no la hallas:

cadáver son las que ostentó murallas

y tumba de sí propio el Aventino.”

Y de esta forma volvemos a la misma consecuencia, el lenguaje político, con su

eterno uso del eufemismo como placebo, ha provocado que, hoy día, haya

palabras tan superpobladas que es imposible ya desentrañar su significado

prístino. A veces ni siquiera ayuda en eso el diccionario. Terminaron sucias como

un color que se revuelve demasiado con otros. En este sentido, ni Cardenal se

salva, en el poema de arriba, con eso de usar el pueblo. El pueblo no es nadie

porque lo peor que le puede pasar a un grupo de gente es que le llamen pueblo.

Eso como que los faculta para hacer cualquier cosa. De nuevo el dilema contrario

al de Dostoievski, precisamente porque Dios, o el pueblo existen, es que se

permite todo. Toda devastación, toda canallada, todo holocausto, se hace en

nombre del pueblo. Los opositores objetan que ese no es el verdadero pueblo, que

ellos sí conocen al verdadero pueblo. Hasta caer en lo mismo. El pueblo todo lo

hace pero el pueblo no aparece por ningún lado. Y el pueblo por aquí y el pueblo

por allá, y en nombre del pueblo se despuebla, se mata, se tortura. Si eso no es

una segunda Babel, ¿qué es?

¿Qué mundo nos va a quedar? ¿Existirán tantos diccionarios de significados

distintos, cuantos regímenes políticos haya en el mundo? El caos de la torre de

Babel se propició por un rey que quería llegar al cielo. Hoy día, igual, la voracidad

política no tiene reparo en exprimir el idioma hasta dejar la coraza vacía. La

confrontación rara vez se da sin descalificación de por medio. Y llama la atención

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que las ansias de descalificar el adversario provoque, en ocasiones que el

atacante se matricule en el grupo del contrario. Para desgracia suya.

Hace poco un conocido presidente vecino afirmó que los fascistas no son

personas. Quiso con eso hacerse grande y mostrar su firme posición. Olivaba,

seguramente, que nada más fascista que despersonalizar a alguien en razón de

su militancia. Su odio al fascismo es de por sí fascista. El idioma lo desnuda. Igual

me ocurrió con algún profesor de esta magna facultad, que pregonaba, con acento

de voz sagrada en el Sinaí, que no había uribistas inteligentes.

Me ayuda de nuevo Orwell, y su citado ensayo:

“Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico, realista,

justicia tienen varios significados diferentes que no se pueden

reconciliar entre sí. En el caso de una palabra como democracia, no

sólo no hay una definición aceptada sino que el esfuerzo por

encontrarle una choca con la oposición de todos los bandos. Se

piensa casi universalmente que cuando llamamos democrático a un

país lo estamos elogiando; por ello, los defensores de cualquier tipo

de régimen pretenden que es una democracia, y temen que tengan

que dejar de usar esa palabra si se le da un significado.”

“Otras palabras que se emplean con significados variables, en la

mayoría de los casos con mayor o menor deshonestidad, son: clase,

totalitario, ciencia, progresista, reaccionario, burgués, igualdad.”

(…)

“Pero usted no está obligado a encarar todo este problema. Puede

evadirlo dejando la mente abierta y permitiendo que las frases

hechas lleguen y se agolpen. Ellas construirán las oraciones por

usted —y, hasta cierto punto, incluso pensarán sus pensamientos por

usted— y si es necesario le prestarán el importante servicio de

ocultar parcialmente su significado, aun para usted mismo. A estas

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alturas, la conexión especial entre política y degradación del idioma

se torna clara.”

“En nuestra época no es posible "mantenerse alejado de la política".

Todos los problemas son problemas políticos, y la política es una

masa de mentiras, evasiones, locura, odio y esquizofrenia. Cuando la

atmósfera general es perjudicial, el idioma debe padecer.”

Dios, democracia, pueblo, son palabras horrorosas. Porque siempre se pronuncian

con la vehemencia de alguien que busca impulsarse para alguna comisión. La

catástrofe sigue llegando. Para mí, no hay mayor inminencia de distopía que ésta.

Koestler decía que hay dos pulsiones fundamentales en las personas de perfil

inconforme. A veces prima uno, a veces el otro. El primero está compuesto por las

ansias de rechazo al lo que se ve, el asco al presente. El segundo lo constituyen

las ansias de lo venidero, la esperanza por lo que no se ve, pero que, se intuye,

podría llegar.

En mi caso hay indecisión en cuanto a cuál de las dos clases pertenecer. El

fatalismo a que me lleva el desmedro del lenguaje, no puede menos que hacerme

dudar. Por un lado la atrocidad de este presente que no cesa en aumentar la

amenaza, muestra que cualquier futuro que venga con una catástrofe como la

actual, es bondadoso sólo por ser distinto. Por el otro, la eterna pregunta de estos

polvos qué lodos pueden traer.

Quizá ayude, para concluir, el optimismo desgarrador de los versos de W. H.

Auden, el gran poeta inglés, quien advertía este problema cuarenta años atrás,

cuando llamarse comunista se volvió una forma de justificar el avasallador

imperialismo ruso, en un suceso conocido en adelante como la primavera de

Praga. En medio de la debacle que presenció el autor, este poema; esperanzador

para el idioma, aunque de esperanza enigmática:

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“El ogro hace lo que los ogros pueden hacer,

Acciones bastante imposibles para el hombre,

Pero un premio está más allá de su alcance,

El ogro no puede dominar el discurso.

En una llanura subyugada,

Entre los desesperados y los asesinados,

 El ogro acecha con sus manos en las caderas,

Mientras la estupidez brota de sus labios.”