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I EL COMANDANTE Amberson hizo su fortuna el año 1873, precisamente cuando otras gentes andaban per- diendo las suyas, y de entonces data el comienzo de la magnificencia de los Amberson. Es la magnificencia, como la importancia de un caudal, relativa siempre, y así lo descubriría el mismísimo Lorenzo el Magnífico si su espíritu visitara el Nueva York contemporáneo; fueron magníficos los Amberson para su época y para la ciudad en que vivían. Su esplendor subsistió durante todos los años que vieron a su ciudad del Midland * extenderse y tornarse sombría hasta llegar a ser una gran urbe, mas al- canzó su mayor brillo en aquella época en que todas las familias pudientes y con niños tenían un perro de Terra- nova. * El centro de Estados Unidos. (N. del T.) www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... El cuarto mandamiento

El cuarto mandamiento - serlib.com · a la pierna, zapatos de punta afilada como la de un pu-ñal, hongo de cuchara, chaqueta recta llamada Chester-field, de faldellines cortos y

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EL COMANDANTE Amberson hizo su fortuna el año1873, precisamente cuando otras gentes andaban per-diendo las suyas, y de entonces data el comienzo de lamagnificencia de los Amberson. Es la magnificencia,como la importancia de un caudal, relativa siempre, y asílo descubriría el mismísimo Lorenzo el Magnífico si suespíritu visitara el Nueva York contemporáneo; fueronmagníficos los Amberson para su época y para la ciudaden que vivían. Su esplendor subsistió durante todos losaños que vieron a su ciudad del Midland* extenderse ytornarse sombría hasta llegar a ser una gran urbe, mas al-canzó su mayor brillo en aquella época en que todas lasfamilias pudientes y con niños tenían un perro de Terra-nova.

* El centro de Estados Unidos. (N. del T.)

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En aquella ciudad, y en aquellos tiempos, todas lasmujeres que gastaban sedas y terciopelos conocían a to-das las mujeres que gastaban sedas y terciopelos, y si algu-na compraba un abrigo de piel de foca, hasta las inváli-das eran llevadas a la ventana para que lo vieran pasarpor la calle. En las tardes de invierno, briosos trotones co-rrían presurosos por National Avenue y Tennessee Streetarrastrando trineos; caballos y conductores eran de todosconocidos; y también los conocían cuando llegado el ve-rano eran los veloces y ligeros tílburis los que renovabanlas competencias de las carreras del invierno. Todo el mun-do conocía los coches familiares de los demás y podíaidentificarlos en la calle a media milla de distancia, ha-bilidad en extremo útil para asegurarse de quién iba decompras, quién a una fiesta, o a casa desde la oficina o latienda, ya fuera para el almuerzo, ya para la cena.

Durante los primeros tiempos de esta época predo-minaba la opinión de que la elegancia personal debíajuzgarse más bien por la calidad de las telas usadas que porla forma de éstas. No era preciso reformar un vestido deseda al cabo de un año —poco más o menos— de estre-nado, pues tal vestido seguiría siendo elegante mientrascontinuase siendo de seda. Los ancianos y los goberna-dores vestían de fino paño negro, de más de veintinuevepulgadas de ancho: el traje de etiqueta era del mismo pa-ño, con pantalones de otro más fino que parecía ante; yno había ningún hombre, fuera su edad la que fuera, quecreyese que un sombrero pudiera ser otra cosa que un ob-jeto rígido, alto y sedoso, que los deslenguados conocíancon el irreverente nombre de «tubo de chimenea». Aque-llos hombres no habrían aceptado ninguna otra clase desombrero para la ciudad ni para el campo, y eran capaces

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de remar en el río tocados con él sin experimentar ver-güenza alguna.

Llegó un día en el que la última moda derrocó laaristocracia de la buena calidad. Modistas, zapateros, som-brereras y sastres se hicieron más astutos, lograron mayorautoridad, y hallaron medios de convertir en vieja la ropanueva. Apareció el sombrero hongo, y se extendió su usode manera prodigiosa. Un año su copa parecía un cubo; alsiguiente se asemejaba más a una cuchara. Aún había entodas las casas un sacabotas, pero las botas altas fueron su-plantadas por zapatos y botines, y la forma de los primerosiba mudándose de año en año, siendo ahora sus puntascuadradas y luego afiladas como la proa de un balandro.

Los pantalones con raya planchada eran considera-dos algo ordinario, pues aquel doblez indicaba que la pren-da había estado almacenada en un estante y, por tanto,que no fue cortada a la medida. Llamaban a estas pren-das compradas hechas «bajamés», aludiendo al estante enque esperaron comprador. A principios de la década de1880, cuando privaban a las mujeres flequillos y tontillos,apareció en sociedad un nuevo tipo de petimetre, que re-cibió el nombre de dandy*: vestía éste pantalones ceñidosa la pierna, zapatos de punta afilada como la de un pu-ñal, hongo de cuchara, chaqueta recta llamada Chester-field, de faldellines cortos y amplios, cuello cilíndrico ytorturador de tres pulgadas, planchado y replanchado has-ta que brillaba como un espejo, y lo rodeaba con una grancorbata de plastrón o con un lacito que no desdijera enla trenza de una muñeca. Cuando se vestía de etiqueta,

* Dude en el original. (N. del T.)

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usaba un abrigo color cuero, tan desmedrado que los ne-gros faldones del frac asomaban por debajo sus buenascinco pulgadas; pero pasados un par de años se alargó esteabrigo de una manera tan desmesurada que llegaba a lostalones del elegante, y al mismo tiempo aquellos ceñidospantalones fueron desechados para dar lugar a otros que,de puro amplios, parecían sacos. Pasó el tiempo, y no sevolvió a saber del pisaverde, aunque la palabra que fueinventada para él permaneció en uso, generalmente consignificación peyorativa.

Aquéllas fueron épocas de cabellos más abundantesque la nuestra. Las barbas adoptaban formas extrañas, se-gún el antojo de quienes las llevaban, y no era extraordi-nario contemplar cosas en verdad inusitadas y sorpren-dentes. Los bigotes crecían sobre la boca como descuidadasguardamalletas; y fue posible para un señor senador delos Estados Unidos dejarse una sotabarba que más bienparecía un bigote desplazado, sin que ello se consideraselo bastante interesante para merecer de los periódicos unasola caricatura. Y esto último basta para demostrar que,pese a los pocos años transcurridos, aquellos tiempos eranbien distintos de los actuales.

Al principio de la gran época de los Amberson, lamayoría de las casas en aquella ciudad del Midland erande agradable arquitectura. Carecían de estilo, pero tam-bién carecían de pretensiones, y todo lo que no es pre-suntuoso ya de por sí tiene suficiente estilo. Se alzabanbien separadas entre sí, sombreadas por árboles que aúnquedaban de los que en otros tiempos formaron bosques;olmos, hayas y nogales, y aquí y allá una alta fila de sico-moros crecía y medraba donde se habían rellenado are-nales y barrancas con tierra del monte. La casa de un re-

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sidente notable daba a Military Square, a National Ave-nue o a Tennessee Street, y estaba edificada en ladrillo,con cimientos de piedra, o en madera con cimientos deladrillo. Tenía, generalmente, un porche principal y unporche trasero (y algunas veces un porche lateral); teníaun hall delantero, y un hall lateral (y algunas veces un halltrasero); del hall delantero se pasaba a tres habitaciones:la salita, el cuarto de estar y la biblioteca, y esta última pie-za podía justificar su nombre, pues aquellas gentes, poralgún motivo sería, acostumbraban comprar libros. Por logeneral, la familia estaba más a menudo en la bibliotecaque en el cuarto de estar, y las visitas, cuando eran forma-les, eran llevadas a la salita, lugar este de pulimento e in-comodidad extraordinarios. La tapicería estaba algo deslu-cida, pero las hostiles sillas y el sofá de la salita siempreparecían nuevos. Y, verdaderamente, por lo que se usa-ban bien pudieran haber durado mil años.

Las alcobas estaban arriba: el cuarto de los padres,el más espacioso; uno algo más reducido para uno o doshijos varones; otro para una o dos hijas. Cada una de es-tas alcobas tenía una cama de matrimonio, un palanga-nero, un buró, un armario, una mesita, una mecedora y,algunas veces, un par de sillas ligeramente gastadas, peroen buen uso, y no parecía justificado el gasto de reparar-las, ni discreto arrinconarlas por tan poca cosa en el des-ván. También había siempre un cuarto para huéspedes,en el cual se acostumbraba guardar la máquina de coser.Alrededor de 1870 comenzó a desarrollarse la opiniónde que era necesario un cuarto de baño. Esto determinóque los arquitectos colocasen cuartos de baño en las casasnuevas; y las antiguas procuraron no quedarse atrás, y enel hueco así dejado se instalaba una tina, y junto al fogón

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de la cocina un calentador de agua. Esa planta siempre vi-va de la flora americana, los tradicionales chistes acercade los usos, costumbres y tardanzas de los fontaneros, fueplantada en la vida nacional por aquel entonces.

En la parte trasera de la casa, arriba, había una tristey angosta cámara llamada cuarto de la chica, y en la cuadra,junto al pajar, otra alcoba llamada cuarto del criado, sir-viente admirable que para todo valía.

Casa y cuadra costaban de siete a ocho mil dólares,y la gente que podía invertir cantidades de esa importan-cia en tales comodidades era llamada «los ricos». Paga-ban éstos a la habitante del cuarto de la chica dos dólaresa la semana; ya adelantada la época de que hablamos,dos dólares y medio, y muy a finales, tres dólares. Era lachica, por lo común, irlandesa o alemana, o quizá escan-dinava, pero jamás nativa, como no fuese negra. El cria-do, que vivía en la cuadra, gozaba de emolumentos se-mejantes, y aunque también él era a veces un emigranterecién llegado en la cala del barco, por lo general se tra-taba de un hombre de color.

Cuando salía el sol y era amable la mañana, los co-rrales de detrás de la cuadra presentaban un aspecto bienalegre: risas y voces llenaban el aire a todo lo largo de lospolvorientos cobertizos, acompañadas de sonoros golpesdados con las almohazas contra las cercas y los muros dela cuadra, pues los negros gustaban de almohazar sus ca-ballos en el patio. Éstos prefieren siempre chismorrear avoces mejor que cuchicheando, y opinan que una pala-brota, para que satisfaga a quien la dice, ha de pronun-ciarse con voz recia y sonora, y que si no, más vale callar.Allí los niños aprendían frases abominables que luego re-petían ante sus mayores pidiendo cumplida exégesis de su

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contenido, con frecuencia en momentos muy inoportu-nos. Los niños de menos desarrollada curiosidad se limi-taban a repetir las frases en ocasiones de apuro o agobio,lo que atraía sobre sus cabezas tales consecuencias quesolían recordarlas hasta muy entrados en años.

Ya han desaparecido aquellos criados negros de laciudad del Midland; y también aquellos caballos a quie-nes ellos almohazaban y bruzaban y daban sonoras pal-madas y maldecían cariñosamente. Aquellos buenos ca-ballos de entonces, ¡ay!, ya no azotan el aire con las colaspara espantarse las moscas. Pese a parecer entonces quejamás faltarían, son como los búfalos, o aquellas mantasde piel de búfalo que solían escurrirse del regazo de loscocheros descuidados y quedaban colgando despreocu-padamente a cierta distancia del suelo. Las cuadras hansido transformadas en cosas distintas, o derribadas, comoaquellos cobertizos donde se almacenaba la leña y las as-tillas, motivo de sempiternas discusiones entre la chica yel criado. Caballos y cuadras, y cobertizos y criados deaquella índole, han desaparecido. Han desaparecido casirepentinamente, y, sin embargo, de tan callada maneraque aquellos a quienes solían servir no se han dado cuen-ta verdaderamente de su desaparición.

Y lo mismo puede decirse de otras cosas. Aquellosmodestos tranvías de sangre que rodaban por una vía largay sencilla, avanzando precariamente por la calle adoqui-nada. En la parte trasera no tenían plataforma, sino un es-calón en el que se arracimaban pasajeros mojados cuan-do el tiempo era inclemente y estaba lleno el interior.Los viajeros, cuando no se distraían, metían las monedasequivalentes al precio de su viaje por una ranura; no pasea-ba cobrador alguno por el interior del vacilante vehículo,

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sino que cuando advertía el conductor que las monedasdel cajón no igualaban en número a la cantidad de pasaje-ros, daba unos sonoros golpes recordatorios en el cristalde la puerta contigua a la pequeña plataforma descubier-ta que él ocupaba. Una mula solitaria tiraba del tranvía, ya veces lo descarrilaba; entonces bajaban del torpe carro-mato sus pasajeros y ayudaban a volverlo a encarrilar.Realmente, era justo que tuvieran deferencias de esta na-turaleza para con él, pues el tranvía era un vehículo amabley poco exigente. Así, una señora podía silbarle desde laventana del piso segundo de su casa, y bastaba esto paraque el tranvía aguardase mientras la dama cerraba la ven-tana, se ponía sombrero y abrigo, bajaba las escaleras, en-contraba el paraguas, le decía a la chica lo que había depreparar para la cena y salía de la casa.

Los pasajeros que viajaban en el tranvía no hacíanobjeción alguna a esta galantería del vehículo; espera-ban para ellos igual gentileza cuando llegara la ocasión.Cuando el tiempo era bueno, la mula caminaba una mi-lla en algo menos de veinte minutos, a no ser que fueranlas paradas especialmente largas; mas cuando apareció eltranvía eléctrico, que recorría una milla en cinco minutos,y aun en menos, ya no pudo esperar a nadie. Ni sus pasa-jeros aguantaban tal cosa, pues cuanto más deprisa erantransportados menos tiempo libre parecía restarles. Entiempos, cuando aún no habían surgido esos mortíferosaparatos que les llevaran a velocidad desaforada año trasaño de sus vidas apresuradas, cuando no tenían aún teléfo-nos —cuya ausencia era también antaño, en no escaso gra-do, responsable de que la gente dispusiera de más ocio—,entonces la gente tenía tiempo sobrado para todo; parapensar, para hablar, para leer y para esperar a una señora.

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Tenían tiempo hasta para bailar el rigodón y loslanceros; también bailaban racquette y schottisches y pol-cas, además de algunas otras danzas caprichosas, como laPortland Fancy. Abrían las puertas de corredera que se-paraban el cuarto de estar de la salita, fijaban con puntasde tapicero sobre la alfombra un lienzo encerado, alqui-laban unas cuantas palmeras en macetones verdes, colo-caban dos o tres músicos italianos debajo de la escalera delhall delantero y... ¡qué admirables veladas pasaban!

Mostraban aquellas gentes especial animación eldía de Año Nuevo, cuando celebraban fiestas como ya hoyno se conocen. Se reunían las mujeres para ayudar a laseñora que recibía, y mientras tanto los hombres, cuida-dosamente vestidos y perfumados, iban de casa en casadonde se recibía, en trineos o coches o montados en gran-des caballos, dejando en cada casa al entrar fantásticastarjetas de visita en caprichosas canastillas para ello dis-puestas, y saliendo al cabo de un rato más libres de preo-cupaciones que nunca, si habían encontrado el ponchede su gusto. Siempre lo encontraban admirable, y segúnavanzaba la tarde veían los viandantes acentuarse los am-plios ademanes de manos enfundadas en guantes colorlimón y los coches al pasar iban dejando una estela decanciones.

Era alegre aquella costumbre de abrir la casa, comosolían decir, que también ya ha desaparecido, como lasmeriendas campestres, de todo un día de duración, y co-mo otra costumbre hoy igualmente en desuso, la másbonita de cuantas se han extinguido: la serenata. Cuan-do visitaba la ciudad una muchacha simpática, no pasa-ba mucho tiempo sin que le dieran la serenata. Mas noha de suponerse que las serenatas únicamente eran dedi-

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cadas a las bellas forasteras. En las noches de verano apa-recían los mozos bajo la ventana de una muchacha agra-ciada acompañados de una orquesta —aunque a vecesresultaba ser la ventana del padre de la festejada o de unatía de ésta, solterona y delicada de salud—, y al poco tiem-po, la flauta, el violín, el violoncelo, la corneta y el con-trabajo dejaban oír bajo las estrellas la música amable detonadas como Te acordarás de mí, Soñé vivir en un pala-cio de mármol, Hebras de plata entre las de oro, KathleenMavourneen o El adiós del soldado.

También tenían otras músicas que ofrecer, puescorrían los tiempos felices de Olivette y La mascota y Cam-panas de Normandía y Giroflé-Giroflá y Fra Diavolo y aunotras mejores, pues eran asimismo los tiempos de Pina-fore y Los piratas de Penzance y de Paciencia. Mucha deesta última era preciso tener en la ciudad del Midland yen otros lugares, pues el movimiento estético había llega-do hasta allí de Londres y comenzaban a llevarse a cabotoda suerte de atrocidades con el honrado y sólido mobi-liario. Las muchachas solteras mandaban aserrar en doslos grandes y sólidos muebles de entonces (pues pareceser que era incompatible su tamaño con dicho movimien-to), y pintaban los resultados con purpurina. Quitaban losbalancines a las mecedoras, y con purpurina pintaban lasinadecuadas patas resultantes; con purpurina pintabantambién los marcos de los retratos al lápiz de difuntostíos; acuciadas por el engañoso movimiento artístico, ven-dían los venerables relojes y compraban otros nuevos yse deshacían de las flores y frutas de cera y de las bóvedascristalinas que las protegían. Llenaban los floreros conplumas de pavo real, con espadañas, zumaques y girasoles, yluego los colocaban encima de las repisas de las chimeneas

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o sobre mesas de mármol. Bordaban margaritas (a las quedecían marguerites), girasoles, zumaques, espadañas, búhosy plumas de pavo real sobre biombos de felpilla y sobrevastos almohadones, los cuales distribuían después artís-ticamente por el suelo de las habitaciones. Y solía ocurrirque el dueño de la casa, andando a oscuras, tropezase conellos y diese en tierra cuan largo era. Y pese a los francosy aun irreverentes comentarios del dolorido amo de lacasa, continuaban las hijas bordando almohadones y des-perdigándolos por las habitaciones. Bordaban margaritas,girasoles, zumaques, espadañas, búhos y plumas de pavoreal sobre pañitos que luego se atrevían a colocar en lossofás de crin para adornarlos. También pintaban búhosy margaritas y zumaques y espadañas y plumas de pavoreal sobre una especie de panderetas. Colgaban sombri-llas chinas de las lámparas y clavaban en las paredes aba-nicos de papel. Estas muchachas estudiaban el arte depintar sobre porcelana, cantaban las más modernas can-ciones de Tosti, practicaban algunas veces la antigua cos-tumbre, muy acreditada entre la gente bien, de desmayar-se. Cuando estaban más encantadoras era al ir de paseo,tres o cuatro juntas, en un faetón de carrocería de mimbre,alguna mañana de primavera.

La gente joven e inquieta jugaba al cróquet o se de-dicaba a practicar la más discreta y apacible variedad deltiro con arco y flecha que el mundo ha conocido. Lagente de cierta edad jugaba a los naipes. Había un teatrojunto al hotel Amberson y cuando Edwin Booth venía adar una representación a la ciudad acudían a él todos losque podían comprar una entrada, y no quedaba libre enla ciudad entera ni un coche de alquiler. El Bandido Ne-gro también llenaba su teatro, pero entonces la audiencia

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estaba formada casi exclusivamente por hombres que noparecían tener muy tranquila la conciencia cuando se di-rigían a sus casas después de que cayera el telón sobre elcuadro final, de increíble atrevimiento, pues formaban par-te de él una serie de muchachas turbadoras y maliciosa-mente vestidas de hadas. Pero, en general, el teatro no erabuen negocio, porque aquellas gentes aún limitaban susgastos con cuidadosa parsimonia.

Cuidaban de su peculio como hijos o nietos queeran de los primeros colonos que habían invadido aque-lla inculta y salvaje comarca, venidos del este y del sur encarromatos, con hachas y fusiles, pero sin dinero alguno.Aquellos colonos eran forzosamente cicateros, pues de noserlo habrían perecido. Tenían que almacenar vituallaspara el invierno, o mercancías que cambiar por cosas de co-mer, y con gran frecuencia sufrían inauditos terrores pen-sando si les llegaría lo ahorrado para vivir hasta la prima-vera. Legaron a sus hijos y a sus nietos algo de ese terrorelemental, y la idea del ahorro era para éstos tan sagradaque únicamente su religión les merecía mayor reverencia.Aprendían a ahorrar desde pequeños, y llegaban a consi-derar el ahorro un fin en sí mismo y no un medio paraalcanzar alguna otra cosa. Por muy ricos que fueran, noles era posible gastar dinero en arte ni en lujo y diversio-nes sin que les pareciera haber cometido una especie depecado.

Sobre fondo tan moderado y doméstico, la magnifi-cencia de los Amberson tenía que resultar tan sobresa-liente como una banda de música en un entierro. El co-mandante Amberson compró doscientos acres de tierraal final de National Avenue, y luego urbanizó aquellano despreciable superficie de terreno llenándola de calles

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y bocacalles, amplias, pavimentadas con planchas de ce-dro y provistas de aceras enlosadas. En algunos crucesalzó fuentes, y a intervalos simétricos colocó estatuas dehierro fundido, pintadas de blanco, cuyos nombres apare-cían claramente escritos sobre sus pedestales: Minerva,Mercurio, Hércules, Venus, Gladiador, Emperador Augus-to, Muchacho Pescador, Corzo, Mastín, Galgo, Cervato,Antílope, Cierva Herida y León Herido. La mayor partede los árboles del bosque fueron respetados, y visto desdealguna distancia, o a la luz de la luna, el lugar era verda-deramente de gran y singular belleza; pero aquel entu-siasta ciudadano, que gustaba de observar el desarrollo desu ciudad y hallaba en ello un deleite insuperable, prefe-ría contemplar su obra de cerca, y no de lejos, y en plenodía mejor que a la luz de la luna. No había visto Versa-lles, pero contemplando la fuente de Neptuno en el ba-rrio de Amberson, bañada de sol, paladeó con gran gustola comparación favorita de los periódicos de la localidad,que solían mencionar Versalles al hablar del nuevo barrio,y quedó convencido de que lo que él había creado era demayor belleza.

La artística empresa fue pingüe negocio desde elprincipio, pues iban vendiéndose los solares a buen pre-cio y se apoderó de la ciudad una fiebre por edificar en elflamante barrio. Su calle principal, continuación oblicuade National Avenue, se llamaba Amberson Boulevard, yallí donde la avenida se juntaba con el bulevar, el coman-dante Amberson se reservó para sí un solar de cuatro acrescumplidos y edificó en él su nueva casa, a la que llamó,naturalmente, Mansión Amberson.

Aquella casa era el orgullo de la ciudad. Tenía lafachada de piedra hasta las ventanas del comedor, y esta-

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ba adornada con arcos y torretas y con numerosas terra-zas. Fue la suya la primera porte-cochère que la ciudad co-noció. Tenía un amplio vestíbulo del que arrancaba unagran escalera negra de nogal. El techo del vestíbulo loformaba una gran claraboya de cristal verde, llamada «lacúpula», a una altura de tres pisos por encima del nivel delbajo. Un salón de baile ocupaba la mayor parte del tercerpiso, y en él se veía una galería para los músicos de ma-dera de nogal tallada muy primorosamente. Solían decirlos ciudadanos a los forasteros que todo aquel nogal talladohabía costado sesenta mil dólares.

—¡Sesenta mil dólares por la madera solamente! ¡Sí,señor! Y toda la casa tiene suelos de madera dura, y nadade pino, ni abeto, ni porquerías. ¿Alfombras? Todas tur-cas, menos una de Bruselas que hay en la salita de delante,que tengo entendido llaman la sala. Agua corriente, calien-te y fría, en todos los pisos, y lavabos fijos en todas las alco-bas de la casa. El aparador está empotrado en la pared y vade un extremo a otro del comedor. Y ése no es de nogal,sino fíjese bien, es de caoba, y nada de chapado, ¡no!, decaoba maciza. Vamos, que me parece a mí que no le im-portaría al presidente de los Estados Unidos cambiar laCasa Blanca por la Mansión Amberson; pero puede apos-tarse usted lo que quiera, sin temor a perder, que el co-mandante no aceptaría el cambio por nada de este mundo.

Más detalles aprendía el venido de fuera a la ciu-dad, pues jamás faltaba en el programa destinado a solazara los forasteros lo que patrióticamente era llamado darun vueltecita por la ciudad, aunque para ello fuera precisoalquilar un coche, y terminaba el paseíto, ya se sabía, en-frente de la Mansión Amberson, soberbio punto final dela excursión.

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—Mire usted —continuaba el espontáneo guía—ese invernadero que han puesto al lado del patio. ¿Y lacuadra? Poca gente no la encontraría buena para vivir.Tiene agua corriente, y arriba cuatro habitaciones, una pa-ra un criado, y las otras tres para otro y su familia. Por-que tienen un criado en la casa, mano sobre mano todoel día, y otro, casado, que atiende la cuadra, cuya mujerlava la ropa. Tienen jaulas individuales para cuatro caba-llos, un cupé y unos tílburis nuevos que no los ha vistousted jamás mejores, aunque para mí son algo altos deruedas, pero ¡quién sabe! ¿Y arneses? ¡Cómo serán, quecuando salen los Amberson, la ciudad entera lo sabe, porel sonido de los cascabeles! La ciudad, créame usted,nunca ha visto tanto lujo como el de esta familia. Y mu-cho me temo que va a resultar cara la cosa, pues no falta-rá quien quiera imitarlos. La señora del comandante y suhija han estado en Europa; y me dice mi mujer que des-de que volvieron de allí, todas las tardes, a eso de las cin-co, hacen té y se lo toman. Yo diría que no puede ser esobueno para el estómago, antes de cenar, y la verdad es queel té, como no sea para un dolor... Dice mi mujer tam-bién que los Amberson no aliñan la lechuga como es co-rriente. No la cortan y la mezclan con azúcar y vinagre,sino que echan aceite de oliva con el vinagre y la tomanen un plato aparte. ¡Ah! ¡Y comen aceitunas! Son unas co-sas verdes, como ciruelas duras, pero un amigo mío quelas ha probado dice que saben como nueces amargas denogal americano y que para acostumbrarse a ellas hayque comerse nueve. Yo, la verdad, no voy a comerme nue-ve nueces amargas para acostumbrarme a ellas, así quesupongo que no me acostumbraré a las aceitunas. Ade-más, a mí me parece que son golosinas de mujeres, pero ya

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verá usted como ahora que los Amberson las han traído,más de una persona se zampa nueve de ellas para aprendera que le gusten. Y si no, al tiempo. Se las comerán aun-que se pongan enfermos. Yo creo que hay gente en estaciudad que si creyera que para ser tan elegantes como losAmberson hay que volverse locos, pues locos se volve-rían sin pensarlo dos veces. Aleck Minafer, que es unode mis mejores amigos y hombre decente si los hay, vinoa mi oficina el otro día y casi le dio un ataque contándo-me lo que le había pasado con su hija Fanny. Parece serque Miss Isabel Amberson tiene no sé qué clase de perro,San Bernardo creo que lo llaman, y a Fanny se le metióen la cabeza que ella quería otro. Bueno, pues Aleck ledijo que no le gustaban gran cosa los perros, excepto losratoneros, pues ésos es verdad que acaban con las ratas; pe-ro la muchacha insistía, que quería uno de ésos, y por finAleck le dijo que hiciera lo que quisiera. Y ¿sabe usted loque contestó Fanny? Que los Amberson habían compra-do el perro, que no puede uno hacerse con uno igual sinpagar, ¡y que cuestan de cincuenta a cien dólares, y aunmás! Me preguntaba Aleck si había oído de alguien quehubiera comprado en su vida un perro, porque hastacuando se trata de un Terranova, o de un Setter, no es di-fícil encontrar quien lo regale. Dijo que más sentido co-mún tiene dar diez centavos, o hasta veinticinco, a unnegro para que se lleve a un perro, que sacarse del bolsi-llo cincuenta dólares y aun más para comprarlo. Yo creíque se ahogaba allí, en mi mismo despacho. Claro es quetodos sabemos que el comandante es un gran hombre denegocios, pero si empieza a despilfarrar su dinero com-prando perros y qué sé yo, hay quien dice que pronto seva a ver Dios sabe cómo.

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Cierto ciudadano, después de haber hablado de es-ta o parecida manera al forastero de turno, calló unos ins-tantes, como si pensara, y luego añadió:

—Desde luego que parece la cosa un despilfarro,pero ¿sabe usted lo que le digo? Que cuando sale MissIsabel con su perro y lo mira uno, da la sensación de queverdaderamente vale el dinero que ha costado.

—¿Qué tal es ella?—Verá usted —respondió el ciudadano—, no tie-

ne más que dieciocho o diecinueve años, y no sé cómodecirlo, pero es..., es una muchacha deliciosa.

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