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76 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
EL VIAJE DE LEWERENTZ A ITALIALuis Moreno Mansilla
Por fortuna, de entre las cajas que contenían el material de Sigurd Lewerentz
en el Museo de Arquitectura de Estocolmo, surgieron, envueltas en un papel
quebradizo ya por lo viejo, unos negativos de fotografías en los que aparecían
unas imágenes italianas.
Aquellas fotografías, en las que casi nada se reconocía, contenían, en su forma
de retratar, el aire de una manera muy particular de ver la antigüedad, y qui-
zás la clave desde la que iluminar algo más una obra tan compleja como la de
Lewerentz.
Unas fotografías siempre tan especiales en su punto de vista, enigmáticas casi
en su encuadre.
¿O acaso alguno de nosotros hubiera dirigido su cámara, fotografiando un
mosaico, hacia la constelación de teselas monocromas, evitando las figuras,
desplazando del centro esas formas que para Lewerentz casi nada parecen sig-
nificar, casi sólo unas piernas ágiles atrapadas para siempre en una superficie
fragmentada pero única?
En verdad, poco o casi nada conocemos del viaje de Lewerentz a Italia. Apenas
unas cuantas fotografías y unas fechas inciertas quedan como testigos más o
menos mudos de su estancia en el mediterráneo. Pero desde que Zola describie-
ra el arte como un rincón de la naturaleza visto a través de un temperamento, se
abandona el anhelo de una perfección abstracta de fidelidad en la reproducción,
y el arte comienza a ser la representación de la propia forma de entender y ver
la realidad a través de los ojos del artista.Vía de los Sepulcros, Pompeya.
77FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
Ya Gombrich, en su ensayo sobre la Psicología de la representación pictórica,
cuenta cómo, hacia 1820, los amigos de Ludwig Richter fueron a dibujar los
paisajes de Tívoli, cerca de Roma. Al llegar, observaron con desagrado cómo un
grupo de artistas franceses extendían con gruesas brochas grandes cantidades
de pintura sobre sus lienzos. Indignados los germanos por la falta de fidelidad
a la naturaleza, afilaron sus lápices más duros intentando dibujar con exactitud
los más mínimos detalles. Al caer el sol comprobaron, desalentados, que todos
sus dibujos eran diferentes. El crisol en que lo clásico se fundía comenzaba a
resquebrajarse y, desde entonces, la forma de viajar, la forma de dibujar y foto-
grafiar, de representar en definitiva, comienza a convertirse en la forma de ver,
y ésta, en la forma de pensar.
Las fotografías tomadas por Lewerentz durante su viaje a Italia se convierten,
pues, en un hombre tan poco aficionado a las palabras, en un documento de valor
inestimable, al acercarnos no sólo a su forma de ver y entender el pasado, sino,
sobre todo, al entendimiento del carácter más íntimo de su obra. La colección de
fotografías constituye, tal vez, su único testamento arquitectónico.
Mirar, observar, ver, pensar, inventar, crear.
Le Corbusier.
La «cámara oscura» con la que hoy representamos la antigüedad se encuentra ya
muy alejada de los pinceles de un Viollet-le Duc, empeñado desde su infancia en
viajar a Italia, ansioso por respirar un aire que se le escapaba.
Nada puede estar más distante de la sensibilidad de principios de siglo que la
acuarela que realiza de la vista del teatro de Taormina en la que aparece éste
totalmente reconstruido, con espectadores vestidos de época y tragedia en plena
representación. En un gesto de última coherencia, que delata el paso ya dado
desde una visión clásica de la antigüedad a otra romántica, el dibujo se realiza
con el punto de vista fuera del teatro, desde lo alto, subrayando así la condición
de extrañamiento que la nostalgia siempre conlleva.
Con el comienzo del siglo, al quiebro producido por la distinta forma de mirar
la antigüedad en Grecia e Italia, se sumará otra fisura de diverso carácter que
acabará por fragmentar completamente la unidad de formación de los arquitec-
tos: la elección del itinerario del Grand Tour se convertirá desde ahora en una
primera valoración sobre el pasado. Mientras Asplund, educado ya al margen de
las Academias, continuará viajando a Italia, intentando rescatar del naufragio
ya anunciado de la antigüedad el aire de los espacios abiertos del Mediterráneo
y tan sólo, desviándose de los pasos de Ragnar Ostberg, cruzará el mar para una
corta pero sin duda importante estancia en Túnez, Hoffmann en 1895, Olbrich,
y Le Corbusier en 1910, se lanzarán decididamente a Oriente o al norte de África
a la búsqueda de una tradición de lo no clásico y, en definitiva, al encuentro
de un repertorio formal con el que vestir la nueva arquitectura, escapando del
férreo magnetismo de la forma clásica.
Las cartas en las que se narra el descubrimiento de la ausencia de cornisa, o los
grandes paños limpios y ciegos que Le Corbusier admirara en Estambul, irán
conformando un nuevo sendero con el que dar forma, y quizás incluso vida, a
la nueva arquitectura.
Vía de los Sepulcros, Pompeya.
78 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
Pero, aún dentro de la diversidad de su carácter, los dibujos o las cartas que
tanto Le Corbusier como Asplund nos han legado tienen un aire de sensibilidad
cercana. Dibujan fachadas e interiores, detalles constructivos, y se emocionan
vívidamente con el incendio de Estambul o la erupción del Etna. Los «paisajes
lentos» que acuñara Verlaine todavía emocionan románticamente a nuestros
dispares viajeros.
Sin embargo, el escaso legado de Lewerentz es, como su arquitectura, mucho
más seco. Una colección de fotografías quizás menos apasionadas, pero sin
duda más densas en su cuidada composición y, sobre todo, en sus enigmáticos
puntos de vista. Unas fotografías en las que, como comentara Goethe en su Viaje
a Italia, lo inusitado puede ser natural, cuando toda nostalgia ha desaparecido.
¿Qué vio Lewerentz en Italia? ¿Es posible, desde estos viejos negativos, capturar
aquello que infunde a su obra un carácter tan peculiar?
Al igual que ocurre en la fotografía del mosaico, en la que se evita el contenido
para fotografiar apenas una textura, Lewerentz se sitúa delante del Palacio Pitti
en Florencia y dispara su cámara de nuevo fuera del centro. Ignora la fachada
imponente y se siente cautivado por ese poderoso muro sin composición, unas
inmensas piedras moldeadas por la luz, casi sólo una textura. Ciertamente, sólo
a través de las ventanas que aparecen en segundo plano, por azar, sabemos que
Lewerentz estuvo en Florencia.
La fotografía de las patas de la oveja, tomada desde una cercanía angustiosa,
vuelve a evitar su forma: no se fotografía en realidad un altorrelieve, sino sólo
su textura en la que las piedras casi parecen lágrimas.
Pero si puede parecer curioso que Lewerentz no fotografiara la fachada del
Palacio Pitti, lo que es verdaderamente sorprendente es que no fotografiara nin-
guna fachada. Todas las fotografías están tomadas desde muy cerca, evitando su
forma, su composición; retratan fragmentos de pavimentos, bases de columnas,
detalles, superficies, casi sólo texturas.
Para aquel que haya visitado la obra de Lewerentz con atención, este detalle no
carece de importancia pues, sorprendentemente, las fotografías que de su obra
se hacen adquieren inevitablemente el mismo tono. Las fachadas de Lewerentz
se resisten a ser fotografiadas.
La arquitectura de Lewerentz no se ve nunca de lejos. Es como si fuera una
construcción que sólo se ve y se entiende desde cerca, cuando entra en valor el
plano y la textura, cuando el edificio se puede tocar y casi sentir. Casi exagerando,
Lewerentz se autorretrata siempre en ese metro que acaricia respetuosamente
las texturas, indicando que no es lo importante en sí la forma del objeto, sino su
efecto preciso, esa superficie, ese tamaño, esa sombra.
Es difícil entender la arquitectura de Lewerentz como un unicum, pues las piezas
nunca se ven enteras, sino sólo parcialmente, desde cerca.
El concepto de fachada, de un plano arquitectónico compuesto según unas reglas
abstractas, sean estas antiguas o modernas, no existe. Pero esta afirmación tan
atrevida no se deriva sólo del hecho de sus fotografías fragmentarias, ni de mi
79EL VIAJE DE LEWERENTZ A ITALIA
propia experiencia personal de sus obras. Viene, en definitiva, confirmada por
el hecho de que, al menos hasta donde conocemos, la colección de planos de su
obra está formada por una multitud de dibujos parciales que van estudiando por
separado las distintas partes del edificio. Sobre un plano general, casi de replan-
teo, se van definiendo y modificando sus diversas partes a medida que la obra
avanza. No existen en los proyectos de las iglesias últimas alzados generales, pero
los planos que van dibujando las distintas partes del edificio, una esquina, una
chimenea, tienen definidos con absoluta precisión todos sus ladrillos, uno a uno.
Paradójicamente, el plano general de fachada no tiene casi importancia, pero
todo ladrillo tiene su intención, y el propio Lewerentz explicaba en la obra
incansablemente cómo debía ser colocado. Los fragmentos, diseñados con una
rigurosa geometría que desaparece, se amontonan con naturalidad, y los ladri-
llos se van acumulando uno encima de otro casi con esa casualidad aparente con
que las tumbas se amontonan en una pared, y que nos miran cada una desde su
inmensa soledad.
Y esa realidad, única en su sentimiento pero tremendamente fragmentaria en
su composición, nunca es percibida globalmente. La Iglesia de San Marcos, en
las afueras de Estocolmo, se esconde entre la naturaleza, situándose en una pe-
queña hondonada. Se puede decir aquí que la naturaleza imita al arte, pues la
argamasa y el ladrillo adquieren el mismo aspecto que el velo de abedules con
sus cortezas rugosas que la rodean. El acercamiento es siempre lateral, esqui-
vando la vista del observador, y el pequeño estanque situado entre las dos alas
de la construcción nos obliga a circular siempre cerca del edificio, tocándolo,
acariciándolo.
Una vez más, la vista distanciada no existe. Pero, además, las pérgolas de la
entrada al edificio nos vuelven a negar la percepción global del conjunto, avan-
zando hacia el estanque y arrojando una sombra perpetua sobre la fachada
que, confundiendo puertas y ventanas, nada nos aclara sobre lo que hay en el
interior. La propia entrada de la Iglesia se oculta entre los pliegues del muro,
descartando cualquier mención a la idea de jerarquía.
Algo parecido ocurre, con relación al acercamiento, en las capillas gemelas del
cementerio de Malmo. Divididas por unos altos setos, nunca se ven las dos al
tiempo, y cada una de ellas sólo se entrevé cuando ya nos encontramos muy cer-
ca. Aquí el terreno asciende fuertemente al llegar a la entrada, como si la capilla
hubiera sido construida antes que la naturaleza y ésta hubiera debido adaptarse
a ella. Pero de nuevo el pórtico delantero exento, que cada vez se parece más a
los árboles que la rodean, nos vela la visión de una fachada que no existe y nos
impide con sus sombras entender lo que detrás ocurre.
En la pequeña capilla situada detrás de las de Sankt Nuts y Sankt Gertruds, la
puerta, ejecutada con pequeños listones de madera se enrasa con el ladrillo, y
la parte superior de cerramiento se ejecuta continuando la disposición de la
puerta; en definitiva, la puerta como tal desaparece y la fachada pierde su escala,
convirtiéndose el paño en una única superficie sin grosor.
En la Iglesia de San Pedro en Klippan, la estrechez del espacio entre las dos cons-
trucciones y los recorridos sinuosos que nos conducen a la capilla refuerzan ese
concepto de cercanía y fragmentación tan querido por Lewerentz. Llegada a la capilla de la Resurrección en el Cementerio Sur de Estocolmo.
80 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
La obra de Lewerentz, enraizada en los mínimos formales y olvidadiza de
pretensiones, atiende humildemente al deseo de ofrecer conceptos destilados
renunciando a la forma prescindible. Esta actitud, tan acorde con el espíritu con-
temporáneo, es no sólo el motivo último de su actualidad, sino quizás también
un sendero inexplorado para una arquitectura hoy desconcertada. No en vano,
la que Lewerentz llamaba en la Iglesia de Klippan «ventana de la reflexión» se
construye en el interior del muro. Dentro de su grosor, el ladrillo va conforman-
do con sus quiebros un austero asiento con una ventana baja desde la que sólo
podemos ver la luz sentados, reflexionando, dentro del muro.
Poco importa en estas líneas si la foto de la Vía de los Sepulcros de Pompeya
con su muro delante que oculta las tumbas contribuyera más o menos que la de
Asplund para la elaboración del proyecto del Cementerio del Bosque, en el sur
de Estocolmo. Como poco importa, por obvio, que la fotografía de la llegada al
muro de la Villa Adriana se parezca extraordinariamente al acceso de la Capilla
de la Resurrección. Lo más importante desde nuestro punto de vista es en rea-
lidad intentar descubrir qué influencia produjo en Lewerentz aquella visita a la
antigüedad, que ideas surgieron de entre esas ruinas poderosas.
La fotografía de la Villa tomada por Lewerentz es casi metafísica en su simpli-
cidad. Un muro con una textura hermosa, un plano patinado por el tiempo y
oculto por los árboles hasta esconder su inmensa longitud, y un gran hueco, o,
mejor, y sólo un gran hueco. Un muro que separa, una puerta que une dos espa-
cios distintos. A lo largo de su vida profesional, el eco de esa visión tan sencilla
y tan conmovedora irá dando vida y carácter a parte de su obra. La Capilla de la
Resurrección, cuyos primeros croquis datan de julio de 1921, contiene in nuce y
disfrazadas de lenguaje aparentemente clásico muchas de las ideas que confor-
man la posterior arquitectura de Lewerentz.
El acercamiento, desde el norte, se produce a través de unos grandes árboles
centenarios que barajan sol y sombra sobre unas sillitas solitarias al lado de las
tumbas. La visión de la capilla entera, como en el muro de la Villa Adriana, sólo
es posible cuando uno se encuentra ya muy cerca de las columnas al aire, un
espacio que recuerda al fotografiado en Pompeya. Pero lo que aparece como pór-
tico, no lo es en realidad cuando ya estamos bajo él. Capilla y templete son dos
piezas diferentes, separadas por la escasa luz que entre ellas discurre. Incluso
el frontón trasero que da a la capilla contiene en los dibujos una intención de
decoración, un friso que quizás sólo Lewerentz vio, recalcando esa voluntad de
independencia. Ambas piezas están ligeramente desviadas, como si hubieran
sido construidas en diferentes épocas o por distintas manos. Tras un templete
preciso, griego casi en su concepto de sólo exterior, medido sobre los ejes de las
columnas, se encuentra una construcción muraria, opaca, poderosa, con un solo
hueco en su lienzo.
Una caja que parece opaca en su exterior, pero que está iluminada por un gran
ventanal al sur en el interior. La noción de atravesar el muro, de trasponer la
frontera entre la naturaleza y lo construido, lleva a Lewerentz a tratar exterior
e interior como dos espacios distintos. La cercanía de los muros, desde fuera o
desde dentro, impone así reglas diversas.
Según Hans Nordenstrom, que realizó un cuidadoso examen de las proporcio-
nes de la capilla, las medidas exteriores de la construcción pertenecen a la serie
81EL VIAJE DE LEWERENTZ A ITALIA
3, 5, 8, 13, 21..., mientras que las interiores siguen la serie 430, 700, 1130, 1830...
Aunque Lewerentz, según parece, se irritara declarando que desconocía parte de
estas relaciones, el hecho es que las series poseen una lógica interna individual,
pero no existe relación posible entre ellas, como ocurre por ejemplo en las series
azul y roja de Le Corbusier. Estamos ante dos mundos distintos, con sus propias
reglas geométricas, con sus texturas, con su espíritu propio. Los gruesos muros
de la capilla se convierten así en relleno entre dos planos, dos superficies que
son los que verdaderamente existen.
La fotografía en la que aparece el niño sonriente, símbolo de curiosidad, ante ese
inmenso muro en el que el plano de delante y de detrás nada tienen que ver por
su distancia, y ese magnético balcón que se asoma sobre la nada puede ayudar-
nos a perfilar esta idea. Dentro de su imponente condición maciza, el grosor de
los muros de la capilla desaparece, pues es sólo consecuencia de la creación de
dos espacios distintos. Algo de esto sucede también en la Iglesia de San Pedro en
Klippan. El grosor de los muros va cambiando de espesor a lo largo de la capilla
para recalcar como las caras interiores y exteriores, que se despliegan de distinta
forma, es lo verdaderamente importante. La carpintería de las ventanas se lleva
hacia el plano exterior, lo cual es común en los países nórdicos, pero se la desnuda
de marco y el cristal aparece enrasado contra el muro, formando un mismo plano.
Ya no hay casi huecos en la composición de la fachada, pues la ausencia de
sombra anula tanto forma como grosor. Los cristales enrasados reflejan sólo el
exterior, la naturaleza, e impiden la vista de un interior que se nos vela. Desde
el exterior, los vidrios son opacos, pero desde el interior aparecen como huecos
sin cristal, como si estuviéramos en un exterior.
El muro exterior con ventanas del pabellón de oficinas de la Iglesia de Klippan
aparece casi como una pared de una galería de arte, donde los cristales, super-
ficies planas, reflejan una naturaleza con perspectiva, como los cuadros de un
museo que ya Alberti comparara, hablando de transparencia en vez de reflexión,
con las ventanas abiertas sobre la naturaleza. Y al igual que la pintura batalló a
lo largo del siglo sobre el campo de la profundidad, Lewerentz hará una arqui-
tectura sin profundidad en el exterior, y rica en formas y espesores desde el inte-
rior. Más allá de los muros, la realidad es distinta. Todo es oscuridad, penumbra,
tanto que nos vemos obligados a avanzar casi a tientas, tocando las paredes.
«Toca el ladrillo, siente su rugosa superficie, escucha como suena cuando se
rompe», acostumbraba a decir Lewerentz a sus colaboradores. Pero el maestro,
como el narrador de Las Mil y Una Noches, nos lleva sabiamente de fuera a den-
tro, de un fragmento a otro, casi sin darnos cuenta, construyendo con habilidad
el tiempo. El tiempo que transcurre entre las gotas de agua que caen cuando
entramos a oscuras en la iglesia, el tiempo que tardan nuestros ojos en acostum-
brarse a la luz, y que nos permite no atravesar el muro con brusquedad, sino
sentir que ese espacio en penumbra es iluminado por nuestros propios ojos, por
nosotros mismos. Lentamente, fragmento a fragmento, aparece la capilla, como
las pequeñas narraciones se suceden incomprensiblemente unas a otras en el
cuento oriental, fragmentos hilados tan sólo por una textura.
Apuntes de viaje al interior del tiempo, Arquia/tesis, Fundación Caja de Arquitectos, Barcelona, 2002.
Una oveja soleada.
Piedras rugosas del Palacio Pitti.
82 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
EL TIEMPO ENTRE LOS DEDOS. Emilio Tuñón.
Con un Ducados en la mano, y una media sonrisa en la cara, Luis solía decir que «uno
se gana la vida con la segunda cosa que mejor sabe hacer». Luis y yo, desde nuestra
oficina compartida, nos ganábamos la vida con la arquitectura, y muchas veces, en
nuestra ya muy dilatada relación, me he preguntado cuál sería aquello que Luis sabía
hacer mejor que la arquitectura. El respeto mutuo que nos profesábamos me impidió,
durante años, preguntarle directamente cual era esa actividad que él consideraba que
sabía hacer mejor. Hoy se ha ido, y ya nunca se lo podré preguntar… Y sin embargo,
después de mucho pensar estos tristes días, he llegado a la conclusión que lo que Luis
mejor sabía hacer era ser persona, PERSONA dicho en mayúsculas. Una gran persona
cuyas virtudes se manifestaban en muy diversos órdenes de la vida, en la vida familiar,
con su mujer, con sus hijas, con su madre, con sus hermanos, con los amigos, en sus
aficiones y en la vida profesional. Estas palabras escritas sólo tratan de fijar algunos
recuerdos, todavía recientes, sólo tratan de presentar una parte de la gran persona con
la que he tenido la suerte de compartir una importante parte de mi vida. Pocas perso-
nas han podido contar con tantos amigos, con tantas personas que le hayan querido
tanto. Y es que su generosa humanidad se hacía presente en la alegre seriedad de su
amistad y en su trato cercano, y a la vez respetuoso, con todas y cada una de las perso-
nas que se cruzaban en su camino. Gran pianista aficionado, se reía de sus propias limi-
taciones con el piano, y sonriendo, una vez más, parafraseaba a Ortega y Gasset: «afi-
cionado es lo mejor que se puede ser». Y sin embargo practicaba una y otra vez,
tocando el piano de forma sistemática, y con rigor, tratando de adquirir unas habilida-
des que a nuestra edad resultan difíciles de conseguir. Marinero, también aficionado,
amaba al mar por encima de todos los asuntos terrenales ligados a su querida ciudad de
Madrid. «El problema de Madrid es que no tiene mar» decía dibujando un paisaje del
Manzanares como si de un mar se tratase. El amor al mar le llevó a Cádiz, y a Zahara,
lugar en el que sus sueños se hicieron realidad. Allí es donde construyó su refugio para
disfrutar con Carmen y su familia, lejos del ruido del mundo, y allí, en el sur, es donde
navegaba con su hermano Vicente, disfrutando del viento y de las olas de ese océano
bravo del cabo de Trafalgar. También fue un gran discípulo, humilde y capaz, que sin
duda reconocía en todo momento lo que había aprendido de sus maestros, Rafael
Moneo y Juan Navarro Baldeweg, pero que también era capaz de ampliar el campo de
visión y replantearse lo ya aprendido anteriormente con ellos. Gran profesor, siempre
Mosaico romano, sin identificar.
83EL VIAJE DE LEWERENTZ A ITALIA
generoso con sus alumnos, llevaba a cabo su labor docente con la mayor intensidad
posible, porque para él «había que dedicar a cada uno de sus alumnos el tiempo que
fuera necesario en cada caso; una, dos, tres horas… todo lo que el alumno necesitara».
En todo momento trataba a los alumnos de igual a igual, haciéndoles sentir a todos y
cada uno como una persona especial, pero a la vez siendo absolutamente sincero en sus
muy certeras y sugerentes críticas. Críticas que también ha dejado por escrito en mul-
titud de artículos y ensayos sobre la arquitectura, el arte y la vida. Siempre rodeado de
libros, muchas veces le hemos oído decir que le hubiera gustado ser escritor, y verdade-
ramente lo era, era un gran escritor con alma de poeta. Hace ya muchos años, con mo-
tivo de la presentación de un proyecto en Saldaña, un periodista de un medio local le
identificó como «el arquitecto poeta», desde entonces muchas eran las veces en las que
los amigos bromeábamos con su condición de «poeta», a veces «plumista» como otro
amigo común le solía decir, y Luis se reía… La risa y el sentido del humor eran parte de
su vida. Luis se reía con todo y con todos, pero nunca de nada ni de nadie. Amaba la
vida y el sentido del humor que, precisamente según él, surgía ante lo absurdo, ante lo
incomprensible de la vida, y ante las paradojas que tanto le gustaba hacer presentes. Y
esa risa tormentosa, unas veces, y esa sonrisa pícara, otras veces, le llevaba a sacar
fuerza de las dificultades, de los problemas, porque para él «un problema era, ante
todo, una oportunidad», y por ello a menudo le gustaba explotar el potencial creativo
que reside en toda constricción. Y así cuando se enfrentaba a un problema siempre
trataba de resolverlo antes de tener toda la información posible, y sonriendo repetía lo
que, de niño, le decía su padre «Luis siempre tratas de buscar la solución antes de leer
el enunciado». Y es que lo que a Luis le gustaba era establecer el campo de juego, su
propio campo de juego y sus propias reglas de juego, para poder aproximar los proble-
mas y las constricciones a su territorio, un territorio donde todo era posible. Viajero
impenitente, su curiosidad infinita le llevaba a «ver más y más rápido» como los poetas
románticos con los que se sentía tan a gusto. Para él viajar era conocer, era descubrir,
era «hacer visible lo invisible»… Y muchos fueron los viajes compartidos, y en estos
viajes Luis se convertía en un gran conversador, optimista y creativo. Pues para Luis la
conversación era una forma de conocimiento, y es por ello que sostenía que su método
docente y proyectual era, sin duda, un «modelo conversacional». Pero también, durante
esos viajes compartidos, había momentos para una dilatada conversación ante una
buena botella de vino, símbolo de alegría y vida. Y en esos momentos me decía «Emilio,
tú elige el vino que yo me lo bebo»… y entonces llegaba esa conversación íntima, de
amigos, de familia, siempre con los suyos en la cabeza… Y también en esos momentos
era cuando afloraban sus mejores ideas, esas «ideas que eran independientes de la for-
ma», como él decía a menudo con la cabeza en las palabras de El marco de la belleza y
el desierto de la arquitectura de Emilio Lledó. Y también hablaba de literatura, del
Taller de Literatura Potencial, de Perec, de Borges, de García Lorca… Y hablando de li-
teratura, la última semana antes de su triste partida, me mostraba su obsesión con la
curiosa biografía con la que un escritor, por otra parte prescindible, se autopresentaba
a sí mismo: «Maurice Blanchot, nació en 1907, novelista y crítico, su vida está consagra-
da por entero a la literatura y al silencio que le es propio»… Y me preguntaba una y otra
vez, buscando en mí una respuesta que no era posible, «al silencio que le es propio… ¿a
qué se referirá Blanchot con el silencio que le es propio?»… y es que Luis amaba el si-
lencio, lo sentía como propio, y pensaba que el silencio era lo que le permitía hablar de
la poesía, y entonces comenzaba a hablar de Paul Valéry para el que «la poesía era una
oscilación permanente entre sentido y sonido»… Y así a menudo, ya fuera en medio de
una conversación entre amigos o en medio de una conferencia, a Luis le gustaba recitar
las conocidas frases de Pessoa: «El poeta es un fingidor/ que finge tan completamente/
que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente»… El dolor que en verdad
sentimos con su falta… Y también le gustaba hablar del tiempo, ya fuera cuando hablá-
bamos de literatura, de arquitectura, de pintura, de vino… Para Luis la esencia de la vida
estaba en la transformación, y esa transformación permanente sólo podía ser explicada
a partir del paso del tiempo. Pero también decía siempre que el tiempo era difícil de
dominar, de acotar, y citaba una vez más a San Agustín «¿Qué es pues el tiempo? Si
nadie me lo pregunta lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé».
Unas pocas horas antes de abandonarnos en este mundo, Luis hablaba de Enric
Miralles, nuestro querido amigo fallecido hace ya once años, de una forma enigmática
y, a la vista de los hechos acaecidos, hasta cierto punto premonitoria: «En mis últimos
treinta años de trabajo —es decir, todos— no recuerdo nada que me haya sorprendido
84 III. ARQUEOLOGÍAS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
más que el trabajo de Enric Miralles. Qué deliciosa y feliz coincidencia, quizás increí-
ble... ¿Cómo es posible que aquella arquitectura que ha sido considerada más personal,
más impenetrable, pueda haberme impresionado? La única solución es pensar que el
trabajo de Enric es el mismo trabajo que el de todos, o al menos, que sus preocupacio-
nes son también las nuestras. Como decía Josep Plá, todo gran artista nos plagia. Plá era
ese tipo capaz de decir que alguien hablaba con mayúsculas o definir una persona
como de aquellas que se ven más pequeñas de cerca que de lejos. Aunque, y esto es lo
interesante, Enric nos ha plagiado antes de tener ese sentimiento en el que nos recono-
cemos. Sospecho que el espacio, en realidad, no forma parte de nuestras preocupacio-
nes vitales, sólo el tiempo, que se derrama y escapa entre los dedos cuando intentamos
atraparlo». A Luis se le escapó el tiempo entre los dedos cuando intentaba atraparlo…
Se le escapó demasiado pronto… Y aquí nos quedamos todos solos, huérfanos de Luis.
Transcripción de las palabras que Emilio Tuñón pronunció en la ceremonia que tuvo
lugar en honor de Luis Moreno García-Mansilla, el sábado 25 de febrero de 2012, en el
cementerio de la Paz en Madrid.
Fragmento cercano de un mosaico romano.
Fotografías de Sigurd Lewerentz en su viaje a Italia.