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COLECCIÓN SATU TDUCCIONES Bernard-Marie Koltès En la soledad de los campos de algodón En la soledad de los campos de algodón Bernard-Marie Koltès Traducción de Manuela Ossa

En la soledad de los ©Elsa Ruiz campos de algodón · En la soledad de los campos de algodón fue estrenada en Francia en febrero de 1987, en el teatro Nanterre-Amandiers, dirigida

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Page 1: En la soledad de los ©Elsa Ruiz campos de algodón · En la soledad de los campos de algodón fue estrenada en Francia en febrero de 1987, en el teatro Nanterre-Amandiers, dirigida

COLECCIÓN SATURA TRADUCCIONESBernard-Marie KoltèsEn la soledad de los campos de algodón

En

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ónBernard-M

arie Koltès

Si un perro se encuentra con un gato –por azar, o simplemente por probabilidad, porque hay tantos perros y gatos en un mismo territo-rio que no pueden, finalmente, no encontrar-se; si dos hombres, dos especies contrarias, sin historia común, sin lenguaje familiar, se encuentran por fatalidad frente a frente– no en la multitud ni a plena luz del día, pues la mul-titud y la luz disimulan los rostros y los carac-teres, pero sobre un terreno neutro y desierto, plano, silencioso, donde uno se ve desde lejos, donde uno se escucha caminar, un lugar que prohíbe la indiferencia, o el desvío, o la fuga; cuando se detienen frente a frente, no existe nada entre ellos más que la hostilidad –que no es un sentimiento, pero un acto, un acto de enemigos, un acto de guerra sin motivo.

Bernard-Marie Koltès

El sendero frugalJacques DupinColección Satura Traducciones

El país que no esEdith SödergranColección Satura Traducciones

Ciudad capitalEsteban Escalona

El funeral del señor MaturanaAndrés Valenzuela Donoso

Trastos melodramáticosPierre Sauré CostaColección Dramática

DynamussLuis Felipe Torres

Geografía de lo inútilMatías Correa

Cuentos alucinójenosIgnacio Bobadilla

Por el corazón o la vergaNibaldo Acero

Vavu ChuleRomero & PizarroColección Grafrica

EstorninoVicente José Cociña

El pasajero sin maletasJaime Vial

Las confabulacionesMauricio Olivera

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Bernard-Marie Koltès (1948-1989) nace en Metz, Francia. Cursa sus estudios en el colegio jesuita Saint Clemént, ubicado en el corazón del barrio árabe. A pesar de su breve vida, dejó un gran legado para el teatro francés y mundial. Sus prin-cipales obras son: La nuit juste avant les forêts (1976), Combat de nègre et des chiens (1979), Quai ouest (1984), Dans la solitude des champs de coton (1985), Le retour au désert (1988), Roberto Zucco (1988). Todas ellas han sido montadas en diversos paí-ses del mundo, lo que hace de Koltès uno de los autores más importantes del teatro contemporáneo.

imagen de portada: ©

José Calm

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Elsa

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Traducción de Manuela Ossa

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en La soLedad de Los campos de aLgodón

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Bernard-Marie Koltès

Traducción de Manuela Ossa

en la soledad de los campos de algodón© Bernard-Marie Koltès, Editions de Minuit, Dans la solitude

des champs de coton© Por la traducción: Manuela Ossa

Registro de propiedad intelectual Nº: 196.628© Por la foto Bernard-Marie Koltès: Elsa Ruiz

©Chancacazo Publicaciones Ltda.Santa Isabel 0545, Providencia, Santiago de Chile

[email protected]

Editor de la colección Satura Traducciones: Christian Anwandter DonosoDiseño y diagramación de la colección: Alejandro Palacios AnguitaImagen de la portada: José Calman, 2010, Sillas, óleo sobre papel

PRINTED IN ChILE /IMPRESO EN ChILE EL AñO 2012

I.S.B.N: 978-956-8940-16-4

La reproducción textual y digital de esta obra depende del previo consentimiento de su autor o la editorial, conforme a las leyes 17.036 y 18.443 de Propiedad Intelectual.

Chancacazo Publicaciones es una editorial expresiva, cuyo objetivo primordial es la publicación y divulgación de escrituras significantes, tanto textuales como gráficas. El criterio de lo significante radica en el ser humano, en su urgencia creativa y de comunicación. Chancacazo Publicaciones, bajo esta enseña, se incrusta en el medio cultural como una plataforma de participación y realización individual y colectiva.

en la soledad de los campos de algodón

Koltès, Bernard-Marie (1869)En la soledad de los campos de algodón [texto impreso]1a ed. – Santiago: Chancacazo Publicaciones, 2012.76 p.: 11 x 16,5 cm.- (Colección Satura Traducciones)

ISBN: 978-956-8940-16-4

1. Narrativa Francesa 2. Dramaturgia

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prefacio

En la soledad de los campos de algodón, tal vez la más conocida de las obras de Bernard-Marie Koltès (1948-1989), impone al lector la expe-riencia de lo crudo y de lo enigmático. Koltès no construye una intriga compleja. No hay drama en el sentido habitual del término. El lector asiste a un encuentro entre dos perso-nas que cumplen dos funciones distintas pero complementarias: un dealer y un cliente. La complementariedad de ambas funciones, sin embargo, no tiene lugar: mientras el dealer ofrece un producto que no muestra, el cliente niega que busque algo.

Es en la simplicidad interrumpida de esta transacción —supuestamente ilícita, a pesar del misterio que la envuelve…— donde se manifiesta la imposibilidad de entendimiento

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entre ambos personajes. Y esta imposibilidad radica en una idea que la obra lleva a sus úl-timas consecuencias: las relaciones humanas son también relaciones comerciales.

Cumplir la función de vender y comprar recubre las posibilidades de lo humano, limita cualquier acto e intención a un marco inter-pretativo basado en la oferta y la demanda, y esta exigencia, por consiguiente, hace surgir la desconfianza cuando no hay plena identifica-ción con los respectivos roles. Desconfianza no desprovista de sensualidad, pues el otro, en su opacidad tenaz, es también un espacio en que proyectar deseos e intenciones.

Esto sucede en un nivel latente. Pues el co-mercio, finalmente, reposa en la existencia del deseo, y este, a diferencia de lo que sucede en los animales, se distribuye de acuerdo a valo-res y creencias que sitúan a unos en el ámbito de lo legal y a otros en sus márgenes.

Por eso los personajes de En la soledad de los campos de algodón se sumergen en un

ambiente cargado de hostilidad, tambaleando constantemente entre la exigencia del interés y el cálculo y la pulsión de tener que doblegar al otro para sobrevivir. Esta imposibilidad de la transacción es también la imposibilidad de las relaciones humanas. Lo humano como tal es des-centrado y suspendido, o revelado bajo una luz descarnada y fría. La función se im-pone a la relación y ésta, como tal, se vuelve inoperante. Es esa inoperancia la que la obra escudriña y desarrolla.

El lenguaje pareciera ser un arma puesta al servicio de intereses ocultos y de la anima-lidad latente. Un lenguaje de la suspicacia, finamente tramado, donde la crudeza de la argumentación, su precisión, construye com-plejas construcciones verbales cuyo fin, más que enunciar lo que se piensa, busca tantear la intención del otro, descubrir su interés, y protegerse de él.

Este lenguaje que oculta al que lo enuncia y tantea al que lo oye hace uso reiterado del

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modo condicional y del subjuntivo. Teje así una realidad hipotética paralela, llena de suti-lezas, argumentaciones, metáforas, cuya sofis-ticación contrasta con la indefinición general del tiempo y del espacio en que el encuentro tiene lugar, así como con la simplicidad de los hechos.

El desarrollo de esta realidad lingüística, de complejidad creciente, y el estancamien-to de la relación entre el dealer y el cliente, revela el desajuste entre el plano del lenguaje y el plano de los hechos. Sugiere, también, que el lenguaje “condicional” o “condicionado” —dependiendo del punto de vista— hace frente a un presente negado. O bien es la excre-cencia de una realidad cuyo presente y su vio-lencia intentan protegerse de sí mismos, como si explicitar aquello que empuja a ese estado de guerra fuera un tabú que pone en riesgo ese espacio humano o, tal vez, a sus espectadores.

Acaso sea la incompatibilidad de los deseos humanos, la necesidad de la violencia, aquello

que el dealer y el cliente experimentan. ¿No somos todos (o algunos, al menos) deudores de esa incompatibilidad? De hecho, al situar-nos como espectadores, se nos implica en ella, aunque bajo la modalidad de la representa-ción. La soledad de los campos de algodón es, metafóricamente, el espacio en que decir el objeto del propio deseo no supone ningún riesgo. El lector —o el espectador— de la obra, en cambio, asiste al reverso de la meda-lla. O tal vez, el reverso de la medalla, expues-to como tal, es efectivamente esa soledad en que nos situamos, no ya como parte interesa-da, sino como acreedores de lo humano en el territorio en que este es despedazado.

Christian Anwandter

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En la soledad de los campos de algodón fue estrenada en Francia en febrero de 1987, en el teatro Nanterre-Amandiers, dirigida por Patrice Chéreau. En Chile, la pieza fue presentada por primera vez en 1997 por Víc-tor Carrasco, y el 2010 por Omar Morán. Otras obras de Koltès, como La noche justo antes de los bosques, Roberto Zucco, Combate de negros y de perros, también han sido presentadas en nuestro país. El texto de En la soledad de los campos de algodón no había sido, hasta ahora, traducido y editado en Chile.

en la soledad de los campos de algodón

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Un deal es una transacción comercial sos-tenida sobre valores prohibidos o estrictamente controlados, que se concluye en espacios neutros, indefinidos y no previstos para ese uso, entre proveedores y clientes, por acuerdo tácito, sig-nos convencionales o conversaciones con doble sentido, con el propósito de evitar los riesgos de traición y estafa que implica una operación de esa naturaleza, no importa a qué hora del día o de la noche, independientemente de las horas de apertura reglamentaria de los lugares de comercio homologados, pero generalmente a la hora de cierre de éstos.

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el dealerSi usted camina afuera, a esta hora y en este

lugar es porque desea algo que no tiene, y ese algo, yo se lo puedo proveer; porque si estoy en este lugar mucho tiempo antes que usted y por mucho más tiempo que usted, y si inclu-so esta hora, que es la de las relaciones salvajes entre los hombres y los animales, no me asusta, es porque tengo lo necesario para satisfacer el deseo que se me pase por delante, y es un peso que necesito liberar sobre cualquiera, hombre o animal, que se me pase por delante.

Por eso me acerco a usted, a pesar de la hora en que comúnmente el hombre y el animal se lanzan salvajemente el uno sobre el otro, me acerco, yo a usted, con las manos abiertas y las palmas vueltas hacia usted, con la humildad de quien propone frente a quien compra, con la humildad de quien posee frente a quien desea; y veo su deseo como quien ve una luz que se enciende en una ventana en lo alto de un edifi-cio, en el crepúsculo; me acerco a usted como

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el crepúsculo acerca esta primera luz, suave, respetuosa, casi afectuosamente, dejando en lo bajo de la calle al hombre y al animal tirar de sus correas y mostrarse salvajemente los dien-tes. No es que yo haya adivinado lo que usted pueda desear, ni que esté urgido por conocer-lo; ya que el deseo de un comprador es la cosa más melancólica que existe, que se contempla como un pequeño secreto que no pide más que ser penetrado, y para el que nos tomamos el tiempo antes de penetrar; así como un rega-lo que se recibe envuelto y para el que uno se toma el tiempo para tirar la cinta. Pero es que yo mismo he deseado, desde el tiempo en que estoy en este lugar, todo lo que todo hombre o animal puede desear a esta hora de oscuridad, y que lo hace salir fuera de su casa, a pesar de los gruñidos salvajes de los animales insatisfechos y de los hombres insatisfechos; he ahí por qué yo sé, mejor que el comprador inquieto que guarda todavía un tiempo su misterio como una virgencita educada para ser puta, que lo

que usted me pedirá yo ya lo tengo, y que es suficiente para usted, sin sentirse herido por la aparente injusticia que hay al ser comprador frente al que propone, el pedírmelo. Porque no hay otra injusticia en esta tierra más verdadera que la injusticia de la tierra misma, estéril por el frío o estéril por el calor y raramente fértil por la suave mezcla de calor y de frío; no hay injusticia para quien camina sobre la misma porción de tierra sometida al mismo frío o al mismo calor o a la misma suave mezcla, y todo hombre o animal que puede mirar a otro hom-bre o animal a los ojos es su igual, pues cami-nan sobre la misma línea fina y plana de latitud, esclavos de los mismos fríos y de los mismos calores, ricos igualmente e igualmente, pobres. Y la única frontera que existe es aquella entre el comprador y el vendedor, aunque incierta; ambos poseen el deseo y el objeto de deseo, a la vez hueco y abultado, con menos injusticia todavía de la que hay al ser macho o hembra entre los hombres o los animales. Por eso yo

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tomo prestada provisoriamente la humildad y le presto la arrogancia, con el fin de que se nos distinga al uno del otro, a esta hora que es in-eluctablemente la misma para usted y para mí.

Dígame, entonces, virgen melancólica, en este momento en que gruñen sordamente hombres y animales, dígame la cosa que desea para que yo se la pueda proveer, y se la proveeré suavemente, casi respetuosamente, tal vez con afecto; luego, después de haber colmado los huecos y aplanado los montes que están en no-sotros, nos alejaremos el uno del otro, en equi-librio, sobre el delgado y plano hilo de nuestra latitud, satisfechos en medio de los hombres y de los animales insatisfechos de ser hombres e insatisfechos de ser animales; pero no me pida adivinar su deseo; estaría obligado a enumerar todo lo que poseo para satisfacer a los que se me pasen por delante desde el tiempo en que estoy acá, y el tiempo que sería necesario para este recuento desecaría mi corazón y agotaría, sin duda, su esperanza.

el clienteYo no camino en un cierto sitio, y a una cier-

ta hora; yo camino, a secas, yendo de un punto a otro, por asuntos privados que se tratan en esos puntos y no en el recorrido; no conozco ningún crepúsculo ni ningún tipo de deseo y quiero ignorar los accidentes de mi recorrido. Yo iba de esa ventana iluminada, detrás mío, allá arriba, a esa otra ventana iluminada allá, delante mío, según una línea bien recta que pasa a través de usted, porque usted, delibe-radamente, se situó ahí. Ahora bien, no existe ningún medio que permita evitar, a quien va de una altura a otra altura, descender para te-ner que volver a subir otra vez, con el absurdo de dos movimientos que se anulan y el riesgo, entre ambos, de aplastar a cada paso la mierda tirada desde las ventanas; mientras más alto se vive, más sano es el espacio, pero más dura es la caída; y cuando el ascensor lo ha dejado a us-ted abajo, lo condena a caminar en medio de todo lo que no se quería desde arriba, en me-

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dio de un montón de recuerdos pudriéndose, como en el restorán, cuando el mozo le trae la cuenta y enumera a sus oídos asqueados todos los platos que usted digiere desde hace ya largo tiempo. habría sido necesario, por otra parte, que la oscuridad fuera más espesa aún, y que yo no pudiera percibir en absoluto su rostro; entonces, yo habría, tal vez, podido equivo-carme sobre la legitimidad de su presencia y del desvío que usted hacía para situarse sobre mi camino y, a la vez, hacer un desvío que se acomodara al suyo. Pero ¿qué oscuridad sería lo suficientemente espesa para hacerlo parecer menos oscuro que ella? No hay noche sin luna que no parezca mediodía si usted se pasea en ella, y ese mediodía me muestra de sobra que no es el azar de los ascensores lo que lo situó aquí, sino una imprescriptible ley de grave-dad que le es propia, que usted carga sobre los hombros, visible, como un bolso, y que lo ata a esta hora, en este lugar desde donde usted evalúa, suspirando, la altura de los edificios.

En cuanto a lo que yo deseo, si hubiera algún deseo del que pudiese acordarme aquí, en la oscuridad del crepúsculo, en medio de gruñidos de animales a los que no se les ve ni si-quiera la cola, más allá de este deseo muy cierto que tengo de verlo abandonar la humildad y de que no me regalara usted la arrogancia —por-que si bien tengo alguna debilidad por la arro-gancia, odio la humildad, en mí y en los otros, y este intercambio me desagrada—, lo que yo desearía, usted ciertamente no lo tendría. Mi deseo, si lo fuera, si se lo expresara, quemaría su rostro, le haría retirar las manos con un grito, y usted huiría en la oscuridad, como un perro que corre tan rápido que no se le ve ni la cola. Pero no, lo turbio de este lugar y de esta hora me hace olvidar si tuve alguna vez un deseo que pudiera recordar; no, no tengo más oferta que hacerle, y será necesario que usted se des-víe, para que yo no tenga que hacerlo, que us-ted se salga del eje que yo seguía, que usted se anule, porque esa luz, allá arriba, en lo alto del

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edificio, a la que se acerca la oscuridad, conti-núa imperturbablemente brillando; ella perfora la oscuridad así como un fósforo encendido perfora el trapo que pretende extinguirlo.

el dealerUsted tiene razón al pensar que no descien-

do de ninguna parte y que no tengo ninguna intención de subir, pero usted estaría equivo-cado al creer que lo lamento. Evito los ascen-sores como un perro evita el agua. No es que se rehúsen a abrirme sus puertas, ni que me repugne encerrarme en ellos; pero los ascenso-res en movimiento me hacen cosquillas y ahí pierdo mi dignidad; y, si me gusta que me ha-gan cosquillas, me gusta que no me las hagan en cuanto mi dignidad lo exija. hay ascensores que son como ciertas drogas: demasiado uso lo vuelven a uno flotante, nunca arriba nunca abajo, tomando líneas curvas por líneas rectas, congelando el fuego en su centro. Sin embargo,

desde que estoy en este lugar, sé reconocer las llamas que, de lejos, detrás de los vidrios, pa-recen heladas como crepúsculos de invierno, pero a las que basta acercarse, suavemente, tal vez afectuosamente, para recordar que no hay punto de luz definitivamente frío, y mi propó-sito no es apagarlo, sino protegerlo a usted del viento, y secar la humedad de la hora, al calor de esa llama. Porque, diga lo que diga, la línea sobre la que usted caminaba, de tan recta que era posiblemente, se volvió torcida cuando usted me percibió, y capté, por el momento preciso en que su camino se volvió curvo, el momento preciso en que usted me percibió, y no curvo para alejarse usted de mí, sino curvo para venir a mí, de otro modo no nos habría-mos encontrado nunca, más bien se habría ale-jado de mí más aún, porque usted caminaba a la velocidad del que se desplaza de un punto a otro; y yo no lo habría alcanzado, porque yo sólo me desplazo lentamente, tranquilamente, casi inmóvilmente, al paso del que no va de un

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punto a otro, sino de quien, en un sitio invaria-ble, acecha al que pasa delante de él y espera que modifique ligeramente su recorrido. Y si digo que usted hizo una curva y que sin duda va a pretender que era un desvío para evitarme, y yo afirmara en respuesta que ese fue un mo-vimiento para acercarse es, sin duda, porque a fin de cuentas usted no se desvió en absoluto, porque toda línea recta existe sólo en relación a un plano, porque nos movemos según planos distintos y porque, finalmente, no existe más que el hecho de que usted me miró y que yo intercepté esa mirada, o viceversa, y que, por lo tanto, de absoluta que era la línea sobre la cual se desplazaba, se volvió relativa y compleja, ni recta ni curva, sino fatal.

el clienteSin embargo, no tengo, para su agrado,

deseos ilícitos. Mi propio negocio lo hago en horas homologadas del día, en lugares homo-

logados e iluminados con luz eléctrica. Tal vez soy puta, pero si lo soy, mi prostíbulo no es de este mundo; se extiende, el mío, bajo la luz legal y cierra sus puertas en la noche, sellado por la ley e iluminado con luz eléctrica, porque inclu-so la luz del sol no es confiable y tiene preferen-cias. ¿Qué espera, usted, de un hombre que no da un paso que no esté aprobado y sellado y le-galizado e inundado de luz eléctrica en sus más mínimos rincones? Y si estoy aquí, en camino, en espera, en suspensión, en desplazamiento, fuera de juego, fuera de vida, provisorio, prácti-camente ausente, ni ahí, por así decirlo —por-que si acaso se dice de un hombre que atraviesa el Atlántico en avión, que está en tal momento en Groenlandia, ¿realmente está ahí? ¿o en el corazón tumultuoso del océano?—, y si hice un desvío, aunque mi línea recta, del punto de donde vengo al punto donde voy no tenga razón, ninguna, de ser torcida de repente, es porque usted me corta el paso, lleno de inten-ciones ilícitas y de presunciones respecto a

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mí de intenciones ilícitas. Ahora bien, sepa que lo que más me carga en el mundo, incluso más que la intención ilícita, más que la actividad ilícita misma, es la mirada del que lo presume a uno lleno de intenciones ilícitas y acostum-brado a tenerlas; no solamente a causa de esa mirada misma, turbia con todo, al punto de volver turbio un torrente de montaña —y su mirada haría levantar el barro desde el fondo de un vaso de agua—, sino porque, por el sólo peso de esa mirada sobre mí, la virginidad que está en mí se siente repentinamente violada, la inocencia culpable, y la línea recta, destinada a llevarme de un punto luminoso a otro punto luminoso, por causa suya, se tuerce y se vuel-ve un laberinto oscuro en el oscuro territorio donde me he perdido.

el dealerUsted intenta deslizar una espina bajo la

montura de mi caballo para que él se enerve

y se desboque; pero, si mi caballo es nervioso y a veces rebelde, lo tengo a rienda corta y no se desboca tan fácilmente; una espina no es una navaja, él conoce el espesor de su cuero y puede acomodarse a la picazón. Sin embargo ¿quién conoce realmente el carácter de los ca-ballos? A veces soportan una aguja en su flanco, y otras, un resto de polvo bajo el arnés puede hacerlos desbocarse y girar sobre ellos mismos, hasta desmontar al jinete. Sepa entonces que si le hablo a esta hora, así, suavemente, tal vez aún con respeto, no es como usted lo hace; forza-damente, con un lenguaje que lo hace parecer como quien tiene miedo, un miedito agudo, in-sensato, demasiado visible, como el de un niño frente a una posible palmada de su padre; yo tengo el lenguaje del que no se da a conocer, el lenguaje de este territorio y de este lapso de tiempo en que los hombres tiran de la correa y donde los cerdos se dan con la cabeza contra el cerco; yo contengo a mi lengua como a un semental por las riendas para que no se lance

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sobre la yegua, porque si soltara la rienda, si aflojara ligeramente la presión de mis dedos y la tracción de mis brazos, mis palabras me des-montarían a mí mismo, y se lanzarían hacia el horizonte con la violencia de un caballo árabe que huele el desierto y que nadie puede frenar.

Por eso, sin conocerlo, lo he tratado, desde la primera palabra, correctamente, desde el pri-mer paso que he dado hacia usted, un paso co-rrecto, humilde y respetuoso, sin saber siquiera si algo en usted merecía respeto, sin conocer nada de usted que pudiera hacerme saber si la comparación de nuestros dos estados autoriza-ba que yo fuera humilde y usted arrogante, le he dejado la arrogancia a causa de la hora del crepúsculo en la que nos hemos acercado el uno al otro, porque la hora del crepúsculo en la que usted se acercó a mí es aquella en que la compostura ya no es obligatoria y se vuelve entonces necesaria, en la que ya sólo es obliga-toria una relación salvaje en la oscuridad, y yo habría podido arrojarme sobre usted como un

trapo sobre la llama de una vela, habría podido agarrarlo del cuello de la camisa, por sorpresa. Y si esta compostura, necesaria pero gratui-ta, que le ofrecí, lo ata a mí, sería tal vez sólo porque habría podido, por orgullo, pisarlo, así como una bota aplasta a un papel grasiento, porque sabía, gracias a esa altura que marca nuestra diferencia básica —y a esta hora en este lugar sólo la altura marca la diferencia— ambos sabemos quién es la bota y quién el papel grasiento.

el clienteSi es que lo hice, sepa que hubiera deseado

no haberlo mirado. La mirada se pasea y se fija y cree estar en terreno neutro y libre, como una abeja en un campo de flores, como el ho-cico de una vaca en el espacio cercado de una pradera. Pero, ¿qué hacer con la mirada? Mirar hacia el cielo me pone nostálgico y fijarla en el suelo me entristece; extrañar algo y recordar

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que no se tiene, son ambos igualmente ago-biantes. Entonces, es necesario mirar bien de-lante de uno, a su altura, sea cual sea el nivel donde el pie esté provisoriamente puesto; por eso, cuando yo caminaba ahí, donde caminaba hace un instante y donde estoy ahora deteni-do, mi mirada debía chocar tarde o temprano con toda cosa, parada o caminante, a la misma altura que yo; ahora bien, por la distancia y las leyes de la perspectiva, todo hombre y todo animal está provisoria y aproximadamente a la misma altura que yo. Tal vez, en efecto, la única diferencia que nos queda para distin-guirnos, o la única injusticia, si usted prefiere, es la que hace que uno tenga vagamente miedo de una posible palmada del otro; y la única se-mejanza o única justicia, si usted prefiere, es la ignorancia mutua del grado según el cual ese miedo es compartido, del grado de realidad fu-tura de esas palmadas, y del grado respectivo de su violencia. Así, no hacemos otra cosa que reproducir la relación ordinaria de los hombres

y de los animales entre ellos, en las horas y en los lugares ilícitos y tenebrosos, que ni la ley ni la electricidad han invadido; y por eso, por odio a los animales y por odio a los hombres, prefiero la ley y prefiero la luz eléctrica y tengo razón para creer que toda luz natural, todo aire no filtrado y la temperatura desmedida de las estaciones hace al mundo azaroso; pues no hay paz ni derecho en los elementos naturales, no hay comercio en el comercio ilícito, no hay más que la amenaza y la huida y el golpe sin obje-to para vender y sin objeto para comprar, y sin moneda válida y sin escala de precios, tinieblas, tinieblas de los hombres que se abordan en la noche; y si usted me abordó es porque final-mente quiere pegarme; y si le preguntara por qué quiere pegarme, usted me respondería, lo sé, que es por una razón secreta, suya, que no es necesario, sin duda, que yo conozca. Enton-ces, no le preguntaré nada. ¿Acaso se le habla a una teja que cae del techo y va a partirle el crá-neo? Somos una abeja que se ha posado sobre