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Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

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Carlos Estévez (La Guardia, Pontevedra) es periodista. Comenzó su carrera profesional en la desaparecida revista Triunfo. Autor de numerosos guiones para radio y televisión, viajó por todo el mundo acompañando a los Reyes de España y a los sucesivos presidentes de Gobierno como corresponsal de TVE, donde desempeñó cargos directivos.En Antena 3 creó Equipo de investigación, espacio para el que durante los cinco últimos años realizó más de cuarenta programas (Los campos de la muerte,Carrero: caso cerrado, Los silencios del 23-F , Nazis en España, Las finanzas de ETA...) que recibieron el máximo reconocimiento en los más importantes festivales internacionales.Francisco Mármol (Santurtzi, Bizkaia) es licenciado en Periodismo. Comenzó su labor profesional en Radio Cadena Española de Bilbao; posteriormente trabajó como redactor de los Servicios Informativos de Radio Nacional y de la Cadena SER. Articulista en diversos medios de prensa, en 1993 se integró como reportero en Equipo de investigación de Antena 3, realizando reportajes sobre terrorismo, corrupción, narcotráfico...En la actualidad trabaja como redactor de los Servicios Informativos de Antena 3 TV y es reportero de programas especiales.

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Carlos Estévez y Francisco M árm ol

CARRERO, LAS RAZONES OCULTAS DE UN ASESINATO

temas’de hoy.

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Prim era edición: noviem bre ele 1998 Segunda edición: d ic iem bre de 1998 Tercera edición: enero de 1999

K! c o n t e n i d o de este l ibro n o p o d rá ser r e p r o d u c id o , ni total ni p a rc ia lm en te , sin el prev io pe rm iso escrito del editor.T o d o s los der e c h o s r eservados.

Colección: Historia Viva© Carlos Alberto Estévez Vaam onde, 1998© Francisco Mármol Moreno, 1998© EDICIONES TEMAS DE HOY, S. A. (T. ¡I.), 1998Paseo de la Castellana, 28. 28046 MadridDiseño de cubierta: Nacho SorianoFotografías de cubierta: Agencia EfeDepósito legal: M-623-1999ISBN: 84-7880-959-7C om puesto en Puntographic , S. L.Impreso en SITTIC, S. L.Printed in Spain - Impreso en España

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ÍNDICE

I n t r o d u c c ió n . E n bu sc a d e l s u m a r io d e C a r r er o B l a n c o .................................................................................... 13

C a p . u n o . E l r é g im e n se t a m b a l e a .............................. 17El prim er m ártir de ETA. I.as «buenas obras» de Carrero. El príncipe que quiso reinar. Y después de Franco... ¿qué? La CIA se infiltra en España.

C ap . d o s . L o s « c o n s e jo s » d e N ik o n ........................... 31Nixon visita a Franco. Las dos condiciones de los aliados. V ernon Walters: un enviado muy especial. U na dem olición controlada.

C a p . t r e s . L o s a v iso s d e l c o m is a r io Sa t n z ............ 39El bautism o de sangre. El refugio francés. Burgos: el escaparate de ETA. Infiltrados en el entram ado etarra. El frente m ilitar se rear­ma. C uarenta comandos.

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C a p . c u a t r o . In t r ig a s e n t o r n o a u n a b o d a ...... 49Franco: una calcom anía pegada a un país. El «búnker» y los «chicos de la Obra». Una boda casi real. Los lanceros de Franco. La dinastía Borbón y M artínez. Lina sucesión llena de incertidum bres. Acoso al Príncipe. El desliz del príncipe Juan Carlos.

C a p . c in c o . C a r r e r o : u n o b st á c u l o para t o d o s .. 65Los cuatro jinetes del Apocalipsis. El guar­dián del régim en. Carrero, traidor. El últim o in térp rete de Franco. Se necesita un presi­dente. Las palabras de doña Carmen. Viejas obsesiones.

C a p . s e is . L as n a v id a d es n e g r a s ..................................... 7 7Argala busca un cirujano. Ese elegante hom ­bre del traje gris. Yo comulgué con Carrero.Las navidades negras. Una acción fuerte en M adrid. El presidente va desnudo. C incuenta millones y tres mil kilos de explosivos.

C a p . s ie t e . U n s e c u e s t r o a n u n c ia d o ......................... 95Ezkerra conoce a La Rubia. ETA da luz verde.Un encuentro casual. Vamos a secuestrar a Carrero. Un piso «discreto». Unos vascos muy extraños. Disciplina obliga. La cúpula de ETA se reú n e en M adrid. U na m ercería como «zulo».

C a p . o c i i o . C a r r e r o p r e s id e n t e .................................... 113Se cierra la muralla. Striptecise político en las Cortes. Arias: el tapado de la familia Franco.Más de lo mismo. El obstáculo es Carrero. Las misas del presidente. Prácticas de tiro en la

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sierra. La reunión de H asparren. Asalto a una arm ería en Madrid. Vamos a Capitanía Gene­ral. Exceso de confianza. Terroristas de uni­forme. ETA controla al príncipe Ju an Carlos.

C a p . n u e v e . H a y q u e m a t a r a l P r e s i d e n t e ....... 131El escultor de la calle Claudio Coello. Un olor insoportable. Hoy vendrá un electricista.La últim a prueba. Kissinger: el hom bre que sabía demasiado. Los avisos de la CIA. Las xil timas horas de un presidente.

C a p . d i e z . V o l ó , v o l ó , C a r r e r o v o l ó ....................... 143Todo está controlado. ¿Dónde está el presi­dente? Un asesinato demasiado perfecto. «Es Argala, ése es Argala.» La m ano de ETA. Son cosas que pasan. Eso sólo ocurre en las pelí­culas. U na visita intempestiva.

C a p . o n c e . E L d í a d e l 1 .0 0 1 ............................................ 167Lian m atado al Cejas. Mal día para un juicio.Los brindis con cham pán. El cam ino está despejado. Las órdenes de Iniesta. Que Dios le proteja. U na silla vacía en el Consejo.

C a p . d o c e . L a s v a c a c i o n e s d e C o r t i n a .................... 183U na llamada intem pestiva en París. El comi­sario Botariga. La negativa de Cortina. El telegrama. Unas oportunas vacaciones. De em­bajador a ministro.

C a p . t r e c e . L a a l e g r í a d e l o s F r a n c o ...................... 199La hora del «búnker». A la luna de Valencia.La sonrisa de Dam pierre. Senderos peligro­sos. No hay mal que por bien no venga. Obje-

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livo: olvidar a Carrero. Los buenos consejos de Poniatowsky. La respuesta del Rey. Los «ángeles» de ETA. La pieza que falta.

C a p . c a t o r c e . E l a g e n t e T o r m e s ................................. 221Aquella llamada del 23-F. El hom bre del bastón de plata. Un coronel de la OAS se despide.No era mi competencia. O peración Cantabria.Una llamada inesperada. Objetivo: m atar a Argala.

C a p . q u i n c e . E n b o c a c e r r a d a n o en t r a n m o sc a s .. 241Mikel Lejarza, El Lobo. Infiltrado en ETA. El últim o testigo.

E p íl o g o . P a c t o d e s i l e n c i o ............................................. 251

N o t a s ............................................................................................... 2 5 5

Í n d i c e o n o m á s t i c o ..................................................... 259

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«La frase más m onstruosa entre todas: alguien m urió “en el m om ento ju s to ”.»

E. Canetti, La provincia delV uomo.

Al Equipo de investigación que un día existió. A los programas que pudimos hacer.A lodos los trabajos que quedaron sin emitir.Y a quienes con su perseverancia y tesón creyeron poder exterminarlo.También a todos los jóvenes peño distasque quieren preguntar y no les dejanen un país donde investigar es casi un delito.

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_______________ INTRODUCCIÓNEN BUSCA DEL SUMARIO

DE CARRERO BLANCO

Este libro no es un relato novelado; tampoco una narración de misterio, aunque como en las mejores obras del género son m uchos los que tenían un motivo para hacer desaparecer de la escena a la víctima, el alm irante C arrero Blanco, y una coartada para p ro te­gerse.

A principios de los años setenta ya se sabía que Franco iba a m orir de una cruel enferm edad degenera­tiva y que los días del régim en estaban contados. Fue entonces cuando el Caudillo em pujó al prim er plano de la escena política a aquel que durante treinta años había sido su «sombra», nom brándolo presidente del Gobierno.

En los grandes foros de decisión internacional na­die quería ya el franquism o, y todavía m enos un fran­quismo sin Franco. Los partidos de la oposición no podrían salir a la luz m ientras el alm irante viviera. Ellos eran el futuro, y el futuro quería abandonar ya la alcantarilla. Los nuevos partidos em ergentes estaban siendo financiados con capital de los países aliados. Detrás de todo se encontraba la m ano de Estados U ni­

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dos, que p re tend ían evitar un avance im portante de los comunistas españoles cuando la dictadura se viniera abajo.

Desde la ilegalidad, comunistas, socialistas, dem ó­crata-cristianos y liberales estaban consiguiendo un fuerte apoyo popular. En el interior del régim en, tanto los «azules» como los llamados «reformistas» com enza­ban a desvincularse de Franco, a quien habían servido duran te años. Y por si todo esto fuera poco, estaba de por m edio el espinoso asunto de la sucesión. A la m uerte del Caudillo, los hom bres del M ovimiento se verían desplazados y con ellos la familia del dictador. Un príncipe, don Juan Carlos de Rorbón, sería desig­nado Rey. C arrero y las gentes del Opus Dei le apoya­ban, m ientras en las habitaciones del palacio de El Pardo nacían todo tipo de conspiraciones. La familia Franco veía al alm irante como un traidor: el m arqués de Villaverde había tenido la osadía de decírselo a la cara.

C arrero tendría que cuidarse, pues se había con­vertido en una dificultad insalvable para algunos. Cuan­do quiso darse cuenta ya era un condenado a m uerte. Una organización terrorista iba a ejecutarlo. Alguien con m ucho poder lo supo y dejó hacer; alguien con m ucha inform ación lo supo y lo ocultó deliberadam en­te; alguien, quizá el mismo que lo supo y lo ocultó, ilum inó a los terroristas; otros se encargaron de p ro te­gerlos evitando que pudieran ser descubiertos. Fue un trabajo perfecto que a casi todos benefició y del que hoy nadie quiere hablar. Un asesinato político en el que los culpables se ocultan «entre la densa niebla donde cabalgan las brujas». Tan sólo se ha querido ver la m ano ejecutora de ETA.

Todas las pruebas han desaparecido. Casi todos los testigos han fallecido ya, algunos en extrañas circuns­

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tancias, y los pocos que quedan han perdido la m em o­ria o evitan decir una sola palabra de lo que saben: «Eso hoy a nadie interesa y hay cosas que es mejor no conocer.»

Todo es oscuridad en torno al magnicidio. Mo­m entos después del asesinato, la caja fuerte en la que el presidente del G obierno guardaba sus papeles fue inexplicablem ente vaciada y de ella desaparecieron los docum entos y las notas personales de Carrero Blanco, una persona m etódica y o rdenada acostum brada a ponerlo todo por escrito.

Días después del atentado, con cierta desgana y de form a desordenada, comenzó a instruirse un sumario que nunca llegó a com pletarse, un sum ario que fue de una jurisdicción a otra, como una patata caliente que nadie quiso coger para no quem arse. Quienes ju raban haber sido los autores reales del asesinato jam ás fue­ron juzgados, aunque —extraña paradoja, pues no habían sido condenados— se beneficiaron de la amnis­tía a la m uerte de Franco.

Lo que se recogió en aquel sum ario perm aneció duran te m uchos años oculto para quienes se pregunta­ban cómo había sido posible que durante algo más de un año un com ando de ETA se hubiera movido por M adrid con total im punidad, a pesar de los avisos acer­ca de su presencia en la capital de España. En varias ocasiones, tanto la policía como la Guardia Civil estu­vieron a punto de de tener al com ando, pero órdenes superiores lo im pidieron siempre.

Hace cuatro años, quienes firm an este libro pudie­ron escuchar interesantes testim onios de cómo se ha­bían obstaculizado las investigaciones que siguieron al asesinato de Carrero Blanco y comenzamos a hurgar en los archivos para in ten tar reconstru ir lo que había pasado en los últimos años del franquism o y descubrir

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qué batuta orquestó el cambio en España. Nos encon­tramos con la prim era sorpresa: el sum ario había desa­parecido. Recorrim os el mismo camino que habían hecho otros antes, de la jurisdicción ordinaria a la militar. El sumario de Carrero Blanco se había esfuma­do. Nadie podía darnos razón del paradero de aquellos papeles. Nuestra investigación culm inó dos años más tarde en un program a para televisión que se tituló Carrero: un caso cerrado. En ese tiem po, apareció una parte de aquel sumario. Un buen día recibimos una llam ada telefónica que nos anunciaba que se había descubierto en una caja fuerte del T ribunal Suprem o, en M adrid. Aquellos papeles venían a confirm ar nues­tras sospechas: no había habido una investigación a fondo. Se había dado carpetazo al asunto sin ni siquie­ra in ten tar descubrir quién o quiénes se ocultaban tras las capuchas de ETA. El sum ario no arrojaba luz algu­na, estaba incom pleto. En él se establecía la au toría del atentado, pero los flecos de la investigación quedaban sueltos y las interrogantes sin respuesta.

Veinticinco años después de aquel magnicidio que aceleró el cambio en España, ofrecemos al lector el resultado de nuestras investigaciones, aportando algu­nas claves para descubrir a quién o a quiénes benefició la m uerte de C arrero Blanco y qué tram as oscuras se u rd ieron en torno a él meses antes de su asesinato.

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___________________ CAPÍTULO UNOEL RÉGIMEN SE TAMBALEA

EL PRIMER MÁRTIR DE ETA

Gure Aita... — «Padre nuestro...»— , con estas pala­bras, don Claudio, el párroco de San Antón, comienza la única misa en vasco a la que se puede asistir en toda la villa de Bilbao. Son las once de la m añana, dom ingo, y la iglesia —la misma que aparece en el escudo de la ciudad y del equipo de fútbol local, el Athletic— está repleta de fieles. Se percibe la com plicidad entre los asistentes, y el recelo. Entre ellos destaca una docena de estudiantes de bachillerato que acaban de descubrir el nacionalism o, un puñado de jóvenes que acude puntualm ente a la cita semanal para escuchar al cura Claudio Gallastegui que, en pleno 1968, dom ingo tras dom ingo, invoca al dios de la cruzada del Caudillo en euskera, un idiom a prohibido y perseguido por el régi­m en. Es ésta una de las pocas licencias que se tolera al nacionalism o vasco en general y al obispado en parti­cular.

Todo transcurre bajo una norm alidad vigilada has­ta ese dom ingo de jun io de 1968. El párroco don Clau­

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dio celebra un funeral por el alma de Javier Echevarrie- ta Ortiz, Txabi. Un m uchacho de veintitrés años, estu­diante de Ciencias Económicas, escritor en ciernes, estudioso de Sabino A rana y m ilitante de ETA que no dudaba, en las reuniones clandestinas de la organiza­ción, en señalar que «la lucha no irá en serio hasta que no haya muertos». El joven ha sido abatido por los disparos de la G uardia Civil la tarde del 7 de jun io en un control de carretera cerca de Tolosa. Pocas horas antes Txabi había disparado, cerca de Villabona, con­tra el guardia civil José Pardines cuando éste le pedía la docum entación del coche que conducía.

Es el prim er m uerto de ETA. Así es como la orga­nización terrorista realiza su bautism o de sangre. No ha sido un atentado prem editado, sino un «accidente»: Txabi, que habitualm ente no va arm ado, se ha puesto nervioso y su reacción ha sido la de disparar a bocaja- rro sobre el guardia civil, que ha resultado m uerto en el acto.

Para la incipiente ETA, estas dos m uertes son una gran victoria. Por una parte cuenta con su prim er mártir, un joven gudari asesinado, y por otra ha dem ostrado que el enem igo, el invasor español, es vulnerable.

La siguiente acción del terrorism o vasco ya no será un accidente, sino un atentado perfectam ente planifi­cado. Dos meses después de que falleciera el prim er activista etarra, la organización arm ada decide tirotear en Irún , en el portal de su casa, al inspector jefe de la Brigada Social de San Sebastián, M elitón Manzanas. La conm oción y la incredulidad ante este asesinato es grande en todo el país. U na casi desconocida ETA se ha atrevido a golpear directam ente los cim ientos del Estado franquista.

ETA ha dado el paso definitivo en su lucha terroris­ta. Desde la oposición franquista se m ira con sim patía

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y adm iración a esta organización arm ada. No se duda, incluso, en tenderles la m ano si es necesario. Los con­tactos en tre los separatistas vascos y los partidos mar- xistas se realizan, sobre todo a nivel de dirigentes, en Francia, pero los m ilitantes y simpatizantes de las orga­nizaciones políticas de oposición en el in terior se pres­tan desinteresadam ente a dar cobijo, protección y todo tipo de ayuda a los jóvenes activistas que han optado por la vía arm ada para atacar a la dictadura española.

En el sur de Francia, m unicipios como Hendaya, San Juan de Luz, Bayona, o Biarritz se convierten en santuarios de los etarras huidos de España. Allí, a muy pocos kilómetros de la frontera, se form an, en trenan , financian y estructuran los com andos armados. Y todo bajo la m irada atenta del G obierno francés, que los vigila y controla muy estrecham ente, pero que tam bién los acoge y les tolera sus acciones. Para el Estado fran­cés son refugiados políticos vascos.

LAS «BUENAS OBRAS» DE CARRERO

La lucha por la sucesión a la Jefatura del Estado se había convertido a finales de los años sesenta en una confrontación política de gran envergadura. Los tec- nócratas apoyaban al príncipe Juan Carlos. El llamado «búnker», los más inmovilistas, por el contrario, p re­tendían que a la m uerte de Franco fuera el Ejército quien se hiciera con el poder y que un general ocupara la regencia.

No se trataba de u n a batalla entre m onárquicos o antim onárquicos. Lo que los sectores enfrentados bus­caban era convertirse en albaceas del posfranquismo: los unos para conservar las esencias del régim en, y los otros para acom eter una operación de cosmética polí­

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tica ante las presiones del exterior, cada vez más cre­cientes, que pedían el final de la dictadura o, cuando menos, que la m uerte de Franco diera paso a un período predem ocrático en el que se reconocieran las libertades mínimas, se liberara a los presos políticos y se legaliza­ran algunos de los partidos de la oposición que actuaban en la clandestinidad. De lo que se trataba en aquellos años era de com binar los ingredientes necesarios para que el régim en pudiera sobrevivir cuando Franco falta­ra sin que ello supusiera cam biar en lo sustancial el entram ado político m antenido duran te cuarenta años.

Franco era ya en aquellos m om entos un hom bre con la voluntad dividida. Por un lado, recibía las p re­siones de su familia y de buena parte de su en to rno y, por el otro, las de Carrero Blanco y el grupo form ado por los ministros y hom bres cercanos al Opus Dei, que no dejaban de luchar por llevar a la Jefatu ra del Estado al príncipe Juan Carlos.

La influencia de su hom bre de confianza, Luis C arrero Blanco, consiguió que el general diera el paso que tanto le costaba designando al príncipe Juan Car­los como su sucesor. Previam ente se había «allanado el terreno» para que nadie pudiera hacer som bra al can­didato de Franco y de C arrero Blanco. En diciem bre de 1968 fue expulsada de España la familia Borbón- Parma. Un año más tarde, antes de que las Cortes designaran al príncipe Juan Carlos como futuro rey de España en sesión solem ne, Carrero hizo saber a Don Juan la decisión tom ada por Franco: si quería la vuelta de la m onarquía a España habría de ser a costa de la renuncia en favor de su hijo. Esta «vuelta de tuerca» suponía un cambio en el orden de la línea dinástica. Con el consentim iento o no de D on juán , Franco iba a desig­nar sucesor a la jefa tu ra del Estado a d o n ju á n Carlos de Borbón, que reinaría con el nom bre de Ju an Carlos L

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Sería la suya una m onarquía continuadora del régi­m en. Todo iba a quedar atado y bien atado.

Pero todavía quedaba un últim o escollo por salvar: el de Alfonso de Borbón Dam pierre, hijo de don Jai­me, el mayor de los herederos de Alfonso XIII, que había renunciado a su derecho a la Corona en favor de su herm ano Juan , el padre del príncipe Juan Carlos.

EL PRÍNCIPE QUE QUISO REINAR

El Príncipe haría bien su papel de lavado de cara ante el exterior y sabría salvaguardar las gloriosas esen­cias del Movimiento Nacional. Ju an Carlos había ju ra ­do los Principios Fundam entales y había manifestado públicam ente su lealtad a Franco y a todo lo que él representaba. Atrás quedaban ya aquellas declaraciones hechas por el Príncipe al sem anario francés Point de Vue (22 de noviembre de 1968): «Jamás, jam ás aceptaré reinar m ientras viva mi padre. El es el Rey. Si estoy aquí es para que haya una representación viva de la dinastía española, toda vez que mi padre está en Portugal.»

El 1 de enero de 1969, Juan Carlos es nom brado capitán de los Ejércitos. Días después, en unas declara­ciones al director de la agencia Efe, deja bien claro su propósito de cum plir lo estipulado en la Ley Orgánica cuando suceda a Franco

La respuesta de d o n ju á n fue dura. Desde Estoril se desm arcó de lo que consideraba una m aniobra políti­ca: «Para llevar a cabo esta operación no se ha contado conmigo, ni con la voluntad librem ente expresada del pueblo español. Soy, pues, un espectador de las deci­siones que se hayan de tom ar en la m ateria y n inguna responsabilidad me cabe en esta instauración.» 1

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El nom bre del príncipe Juan Carlos se escuchó solem nem ente en el hemiciclo del Congreso el 23 de julio de 1969. Ese día, las Cortes son escenario de uno de los más extraños rituales de la historia de España. Don ju á n Carlos, futuro Rey, presta ju ram en to de fide­lidad al caudillo Franco. El general, de pie, y el Prínci­pe, de rodillas, com ponen un cuadro insólito. Don Juan Carlos sólo podrá ejercer como Rey cuando Fran­co, que es jefe del Estado vitalicio, fallezca. El G enera­lísimo ha dejado bien claro que seguirá rigiendo los destinos de España m ientras Dios le conceda vida. Don Juan Carlos de Borbón tendría que resignarse a ser un objeto más en las fuertes m anos del régim en.

Los puntos y las comas de cuál habría de ser su actuación ya los había plasmado Carrero Blanco en un papel. Para ser Rey a la m uerte de Franco no serviría cualquiera. H abía de reun ir determ inados requisitos y el más im portante el de aceptar ser un m ero objeto decorativo en los salones de El Pardo. Por eso se m ar­caron estas cinco condiciones:

«—Separar de su lado a aquellas personas que por su misión masónica atentan en realidad contra la m o­narquía.

»—C ondenar las actividades de los rojos en el ex­tranjero.

»—Dejar al C audillo la elección del m om ento y cooperar a dar la sensación de estabilidad del régi­m en.

»—Desautorizar toda conspiración o enredo que se urda en su nom bre.

»—El Caudillo m antendrá una relación y cambio de im presiones con él sobre sus propósitos y orienta­ciones, pero en orden a la conveniencia de no dar una im presión de relevo en m om entos en que toda la for­taleza in terior es necesaria para hacer frente a las p re ­

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siones exteriores, todo se ha de llevar a cabo con el mayor secreto .»2

Para Carrero Blanco el futuro Rey no era otra cosa que «la guinda sobre la tarta». Así se lo explica a Ra­m ón de San Pedro: «Para decírselo a usted con clari­dad m eridiana, aunque la com paración y el razona­m iento que voy a hacerle no está pensado para ser expuesto ante las Cortes, la m onarquía que se instaura­rá en España ya está preparada. Será como una tarta com puesta de alm endra, chocolate y crema, porque así nos gusta a quienes hem os de consum irla. El Rey será tan sólo la guinda que se coloca en el centro de la tarta, para darle una nota de co lo r.»3

Y DESPUÉS DE FRANCO... ¿QUÉ?

El parkinson y la flebitis que sufría Franco iban avanzando; a sus ochenta años, no había ya nada ni nadie capaz de detener la enferm edad, por eso, desde los diferentes sectores del régim en, unos y otros se hacían con inquietud la misma pregunta: Ydespués de Franco... ¿qué? Se trataba de una preocupación para quienes dirigían los destinos del país, para los que aspiraban a m anejar las riendas del poder, y también para todos aquellos que desde la oposición luchaban en la clandestinidad por conseguir la rup tu ra con cua­ren ta años de privación de libertad y de aislamiento internacional.

Estados Unidos y la U nión Soviética estaban en p lena guerra fría. O riente Medio se había convertido en el tablero de ajedrez en el que se desarrollaba una dura batalla entre árabes e israelíes. Las tropas esta­dounidenses in ten taban sin éxito, un año tras otro, ocupar Vietnam del Norte. Estamos en plena carrera

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espacial. Y España, aquel lugar casi perdido en el mapa para muchos norteam ericanos, que 110 sabrían muy bien en qué continente situarla, adquiere un enorm e valor estratégico al encontrarse en el flanco sur de Europa. Ya en 1959 los hom bres del Pentágono preveían el proble­ma: «E11 la planificación de nuestras relaciones futuras con España se debe considerar el liderazgo que sucede­rá a Franco. Dado que es un área estratégica vital para Estados Unidos, es necesario que España continúe orien­tada hacia el Oeste... Franco tiene sesenta y siete años. Para cuando deje de m andar deben sucederle de inm e­diato líderes fuertem ente orientados hacia el Oeste... Antes de que Franco deje de m andar deben hacerse preparativos para asegurar que España continúa bajo un gobierno fuertem ente prooccidental.» 1

La dictadura de aquel general llam ado Francisco Franco y la de su vecino Oliveira Salazar convierten a España y Portugal en m uro de contención del com u­nismo internacional y en lugares de especial interés para la política exterior del Pentágono. La salida de la dictadura, tanto en España como en Portugal, no de- bía ser traum ática y, desde luego, nunca debería propi­ciar lo que los comunistas tanto querían: una rup tu ra total con el sistema que facilitase la aparición a la luz pública de partidos y sindicatos dom inados por los trabajadores y cercanos a los m andatos del Kremlin. No, los Estados Unidos tenían otros planes. Se trataba de seguir el m odelo francés o británico, con partidos que pudieran dar la alternancia en el poder, uno de tinte socialdem ócrata y otro conservador, capaces am­bos de respetar sus com prom isos internacionales y de suscribir la defensa de O ccidente ante el enem igo co­m ún, que entonces no era otro que la U nión de Repú­blicas Socialistas Soviéticas (URSS), sus países satélite y sus áreas de influencia, sobre todo en Asia y Africa.

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Los Estados Unidos, a través de su em bajada en Madrid, disponían de inform ación de prim era mano. Sus servicios de inteligencia estaban en contacto con los servicios españoles del Alto Estado Mayor del Ejér­cito. Sem analm ente em itían inform es secretos sobre la m archa de la política in terna de España, hasta tal pun ­to que en ocasiones la em bajada de Estados Unidos en M adrid disponía de m ejor y más com pleta inform ación que el propio G obierno español. Ellos sí podrían ha­ber respondido con bastante exactitud a la pregunta: Y después de Franco... ¿qué?

Después de Franco se abriría un período de liber­tades bajo el control del Ejército y la atenta m irada de los Estados Unidos y sus aliados en Europa, principal­m ente el Reino Unido, Francia y la República Federal de Alemania. Se trataría de llegar a un sistema de partidos parecido al de estos países, pero sin prisas.

Poco o nada preocupaban en el Pentágono o en la CIA las guerras internas del régim en; eso sí, las utiliza­rían en su provecho. Sólo había que estar muy atentos, establecer puentes tanto con el Ejército como con los partidos de la oposición, sin perder las buenas relacio­nes con el Gobierno, y esperar. Y después de Franco... ¿qué? Esa era una p regunta que nadie se hacía en el Pentágono. Tenían ya una respuesta. Y sólo una.

Para el «búnker» la cuestión era muy sencilla: «Des­pués de Franco, el franquism o», e intentaban apunta­lar el sistema por todos los medios para que el viejo edificio no se viniera abajo. A fuerza de repetir durante años sus canciones de guerra, habían llegado a creer que aquel país cerrado a Europa y al m undo podría seguir aislado m uchos años más y sobrevivir poli dea- m ente. El tiempo para ellos parecía no haber pasado. Sus contactos con el exterior eran mínim os pues, a su juicio , era de allí de donde provenían todos los males

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que podrían perjudicar a España, no sólo en las cos­tumbres —que ya de por sí eran perniciosas para las nuevas generaciones—, sino en su propia organización política. Los inmovilistas, haciendo piña en torno a un dictador debilitado, ejercían su influencia sobre él a través de su médico de cabecera, sus ayudantes milita­res y las esposas de los generales y políticos que sema­nalmente se sentaban en El Pardo con doña Carmen a tratar de solucionar la vida política del país mientras sus maridos ocupaban los escaños de las Cortes. Ese era su poder real. Y lo ejercían. Y después de Franco... ¿qué? {Franco, Franco, Franco! ¡España, Una, Grande y Libre!

Aquellos otros que desde el interior del régimen pretendían cambiar para seguir conservando el poder, aunque modificando ligeramente sus estructuras, eran quienes apoyaban el recambio, la sustitución, la suce­sión o como se le quiera llamar. Unos por oportunis­mo político, otros por convicción monárquica y los más por situarse convenientemente ante un futuro que parecía inmediato arropaban al príncipe Juan Carlos. Estaba muy reciente en la mente de todos la Guerra Civil española y nadie quería volver a derramar sangre y deshacer familias completas partiendo de nuevo en dos al país. Por eso, cuando a ellos, a los llamados tecnócratas, juáncarlistas o seguidores del Opus Dei se les preguntaba «Ydespués de Franco... ¿qué?», respon­dían que después de Franco, España. Y en España el Rey. Y no dudaban en lanzar el grito de «Viva Franco, Viva el Rey, Viva España».

Unos y otros, tanto desde el interior como desde el exterior, escrutaban día a día los movimientos de sus oponentes y la salud de Franco, intentando que nada se les pudiera escapar de las manos en aquella difícil apuesta política en la que, sabedores de que ninguno

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de ellos controlaba todos los resortes del cambio polí­tico, buscaban a menudo los aliados más insospechados.

Y lo mismo ocurría en las filas de la oposición. Cada día se hacía oír con más fuerza la voz de los antifranquistas denunciando la represión, la falta de libertad. Ya habían comenzado, como los cristianos en las catacumbas, a extender su doctrina en las fábricas a través de comisiones y comités

Nombres ligados a la Guerra Civil, como Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri, Pasionaria, Enrique Líster, Llopis y tantos otros, influían desde el exilio en el fortalecimiento de la oposición a Franco en un intento de recuperar el tiempo perdido. Las consignas «Espa­ña, mañana, será republicana» o «Libertad sí, dictadu­ra, no» se escuchaban ya en las universidades, en los grandes cinturones industriales, en las manifestaciones callejeras...

De entre todos los partidos y grupúsculos de iz­quierda y ultraizquierda, quienes tenían mejor organi­zación y mayor unidad de acción eran sin duda los militantes del Partido Comunista de España. Actuaban en los momentos más importantes, tenían gran presen­cia social y seguían al pie de la letra las consignas de sus dirigentes. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) era unas siglas y poco más, sin apenas implan­tación en el territorio español; en torno al profesor Tierno Galván se movían numerosos intelectuales de izquierda; los democristianos se agrupaban alrededor de otro profesor, Joaquín Ruiz Giménez, antiguo mi­nistro con Franco, persona dialogante y conciliadora que gozaba del respeto político dentro y fuera de la izquierda. En este panorama, lo que preocupaba en el exterior era la creciente fuerza de los comunistas y la escasa importancia de otros partidos «más aceptables» fuera de nuestras fronteras.

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En el extremo opuesto se situaban los más nostálgi­cos y también los más violentos del sistema. Se organi­zaban en torno a Fuerza Nueva y poseían gran predica­mento en buena parte del Ejército y las llamadas Fuerzas de Orden Público. Lucían con orgullo todo tipo de símbolos, banderas y uniformes. Todo se supeditaba al orden, su orden, del que quedaban excluidos aquellos que no fueran como ellos, que no vistieran como ellos, que no pensaran como ellos, que no sintieran como ellos. Se habían proclamado defensores de la pureza, de la raza y de la patria, y estaban dispuestos a dejar la vida en contra de sus enemigos.

LA CIA SE INFILTRA EN ESPAÑA

Los Estados Unidos y sus aliados en Europa elabo­raron, desde finales de los años sesenta, planes para «recuperar» el ala sur de Europa, es decir, España y Portugal, a través del diálogo con los partidos políticos que desde la clandestinidad luchaban contra las dicta­duras y su financiación. La política norteamericana tenía dos caras, una frente a los regímenes en decaden­cia y otra frente a las fuerzas emergentes.

En España no había partido político en la clandes­tinidad que no tuviera dentro de sus órganos directivos a gente dispuesta a ofrecer información a los servicios secretos norteamericanos. Estos, cuando les parecía conveniente, filtraban informaciones concretas a las policías de los gobiernos dictatoriales.

Ni el Gobierno ni los partidos clandestinos que intentaban derribar al régimen tenían una visión de conjunto que les permitiera conocer cuáles eran las posibilidades reales del cambio; a menudo, unos y otros, desorientados por informaciones interesadas, ejecuta­

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ban acciones que previamente habían sido calculadas fuera de sus fronteras. Exiliados cubanos, miembros de guerrillas centroamericanas, simpatizantes de los movi­mientos de liberación de otros países llegaban a Espa­ña y se integraban rápidamente en los grupúsculos o plataformas de izquierda. En realidad no sabían de Cuba o de las guerrillas más que aquello que les habían facilitado en cursos especiales de infiltración política. Eran agentes de los servicios de inteligencia. Y a menu­do propiciaban los contactos de los dirigentes de las organizaciones de izquierda con la em bajada nor­teamericana en Madrid.

Del mismo modo, los servicios secretos occidentales obtenían importantes testimonios en círculos privile­giados de la ultraderecha o de la propia policía. Francia, Alemania o Estados Unidos poseían una información de nuestro país mucho más completa que el propio Gobierno español. Los datos se analizaban y eran cana­lizados en una u otra dirección según interesara. Así, se producían operaciones policiales contra organiza­ciones clandestinas o se creaban extraños grupos de acción directa. Y también se financiaban con cargo a dinero de fundaciones alemanas o francesas a determi­nados partidos políticos, desde socialistas hasta libera­les. Se trataba de crear un nuevo mapa político en el que la fuerza de los comunistas quedara diluida.

«La obsesión de la CIA es conseguir que nuestro Estado tolere primero, y legalice después, la acción de dos partidos, uno de carácter socialista y otro demo- cristiano, que deberán tener su expresión en dualidad similar en el campo universitario y en el sindical. La CIA cree que con estas actividades cumple el deber de prever el futuro, pues de lo contrario al régimen débil sucedería el caos y a éste el comunismo,» afirma Fran­cisco Franco Salgado-Araújo.5

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Los partidos «emergentes» mantenían desde hacía años contactos con representantes de la em bajada americana y británica y con sus servicios de informa­ción, y estaban al tanto de sus planes para España según consta en un documento del Departamento de Estado fechado en Washington el 25 de julio de 1959: «Algunos ofrecimientos a colaborar en estos planes llegaron espontáneamente a los servicios de Estados Unidos. Como el de Garlos Zayas Mariategui desde la Agrupación Socialista LIniversitaria (ASU) y los “socia­listas del interior” (en disidencia con la fracción del PSOE asentada en Toulouse, Francia), quien aparece informando asiduamente a la embajada sobre perso­nas de sensibilidad socialista susceptibles de sumarse a combatir al Partido Comunista si recibieran los apoyos materiales que buscaban. Zayas señalaba, entre otros, a Joan Raventós Carner en Barcelona, a José Federico de Carvajal y Mariano Rubio Jiménez en Madrid», según señala Garcés en su libro Soberanos e intervenidos6. El agente interlocutor de Zayas recomendaba a Washing­ton que se establecieran contactos por parte de la embajada americana en Madrid con jóvenes socialistas españoles.

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CAPÍTULO DOS

LOS «CONSEJOS» DE NIXON

NIXON VISITA A FRANCO

A finales de septiembre de 1970 el presidente nor­teamericano Richard Nixon, acompañado de Henry Kissinger (jefe del Consejo Nacional de Seguridad), visita España. Nuestro país tenía entonces, ya se ha dicho, un enorme valor estratégico.

Nixon, que veía en Franco a un líder caduco, nece­sitaba potenciar el relevo y por ello le habla al general de la necesidad apremiante de delegar la Jefatura del Estado en el príncipe Juan Carlos.

Nixon, cuando se entrevista con Franco, ya había establecido, a través de la embajada de los Estados Unidos en Madrid y de agentes de la CIA, numerosos contactos con la oposición moderada. Mantener el control y encauzar el rumbo de España, sin el lastre de la dictadura franquista y sin la amenaza comunista, era un objetivo prioritario para la primera potencia occi­dental.

El presidente de Estados Unidos pudo comprobar la decadencia física de aquel hombre de setenta y ocho

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años que se quedó adormilado a los pocos minutos de comenzar la conversación. Tuvo ocasión también de corroborar que los informes de sus servicios secretos sobre la situación en España no eran exagerados. Nixon se dio perfecta cuenta de lo urgente que resultaba poner en marcha un dispositivo de recambio en Espa­ña y tomar todas las precauciones para que se produje­ra una transición acorde con sus necesidades y las de los aliados.

LAS DOS CONDICIONES DE LOS ALIADOS

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Franco, para poder «subsistir» políticamente, había llegado a un pacto con el Gobierno norteamericano para la utili­zación del territorio español como base de barcos y aviones, un lugar en el que se pudieran abastecer las tropas norteamericanas en caso de conflicto. Ixis Estados Unidos, a cambio, dirigirían la vista hacia otra parte y dejarían que España siguiera siendo una dictadura.

La política exterior norteamericana exigía dos con­diciones a sus aliados: subordinación y estabilidad. En tanto estas dos premisas se cumplieran poco importa­ba el signo del gobierno. España era una «democracia orgánica» y Franco se había comprometido «incondi­cionalmente» con los Estados Unidos. Se trataba de un «Gobierno amigo», en una zona estratégica, que cu­bría el flanco sur de Europa. El mejor amigo por aquel entonces para el Pentágono es el que «más me entre­gue y menos me cueste».

El gran problema surge cuando deja de cumplirse el segundo de los dos principios de la política exterior norteamericana, tan importante o más que el primero: el de la estabilidad.

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La juventud se estaba radicalizando en las universida­des y la «subversión» llegaba también al mundo del tra­bajo. ETA y numerosas organizaciones extremistas comenzaban a realizar sus primeros atentados contra instituciones y agentes del régimen. El principio ac­ción-represión había desencadenado una espiral cada vez más dura por parte de las Fuerzas del Orden y desde sectores importantes de la Iglesia comenzaban a oírse las primeras discrepancias con el Gobierno. El cardenal primado de Madrid, Enrique Tarancón, era la voz más discordante. También en el Ejército, los genera­les monárquicos y liberales, que eran pocos, comenza­ban a criticar a sus compañeros por la dureza de la repre­sión. Había que «abrir la mano», pero nadie era capaz de convencer de ello al general. Ni a él ni a Carrero.

Cuando el presidente Richard Nixon regresa a su país concluido su viaje a Madrid, ya sabe que ha de vigilar muy de cerca cómo se produce la transición en España. En marzo de 1971, meses después de su visita, al poco tiempo de ser reelegido para un nuevo manda­to, Nixon envía a España desde Roma a su «embajador volante», Vernon A. Walters —agregado militar de Esta­dos Unidos en la embajada de Roma, un experto en desestabilización que poco después sería nombrado director general adjunto de la CIA— con la misión de transmitir a Franco, de nuevo, que España era para ellos y para la defensa de Occidente una zona estraté­gica, y que no podían permitir que se les fuera de las manos ante un hipotético vuelco de la situación políti­ca debido a la inestabilidad interna del país.

Walters encontró a un Franco débil y de una luci­dez muy precaria, aun así el Caudillo le garantizó al diplomático americano que todo estaba encauzado y que «el Ejército nunca permitiría que las cosas se esca­paran de las m anos».1

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VERNON WALTERS: UN ENVIADO MUY ESPECIAL

Walters sabía que el Caudillo moriría con las botas puestas y que no permitiría una sustitución en vida, y mucho menos ceder en la cuestión de dar entrada a nuevas opciones políticas ajenas al régimen. El diplo­mático americano conocía la ola de manifestaciones que se extendía por las principales capitales de Europa y el continente americano en contra del «dictador es­pañol». El juicio de Burgos había movilizado la opi­nión pública internacional. Todo este rechazo daba cada día mayor legitimidad a la oposición. Y la oposi­ción más combativa era la de los comunistas. De ahí la preocupación de Nixon.

El Gobierno norteamericano sabía que las dictadu­ras eran vulnerables y había tomado buena nota de lo sucedido en Venezx.tela en 1958, cuando la moviliza­ción social había logrado expulsar del país al general Pérez Jiménez, o un año más tarde en Cuba, al ser derrocado Batista y llegar Fidel Castro al poder. A grandes males había que aplicar grandes remedios.

A través de Walters, Nixon le reiteró a Franco su mensaje: «Dé paso, en vida, a su sucesor. Corone al príncipe Juan Carlos, pero mantenga usted el control de la situación y maneje las riendas del cambio rete­niendo para sí la jefatura vitalicia de las Fuerzas Arma­d as.»2 Una solución similar al modelo exportado por los Estados Unidos al Cono Sur latinoamericano.

La transición de la dictadura hacia una democracia habría de ser tutelada bajo la amenaza de las armas. No se trataba de cambiar el edificio sino de hacer reformas en él, las mínimas, las imprescindibles, para poder ir tirando y evitar así que se llegara a una demolición no controlada. La propuesta norteamericana insistía en la necesidad de organizar partidos políticos, que serían

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legalizados, una forma de contrarrestar la creciente influencia de los grupos de izquierda en la clandestini­dad: partidos políticos, sí, pero sólo aquellos que asu­mieran el «juego democrático». Y éste había de pasar por la aceptación de la monarquía, tal y como se había preparado, el papel de vigilante supremo de las Fuer­zas Armadas, el no revanchismo político y, sobre todo y por encima de todo, el respeto escrupuloso de los acuerdos y compromisos internacionales ya adquiri­dos. Es decir, el acuerdo para el mantenimiento de las bases norteamericanas en España. Y también la paula­tina integración en la OTAN y la CEE.

Monarquía, sí, ¿pero con quién? Con alguien capaz de defender la herencia de Franco. Y ese alguien, en opinión de Washington, no era otro que el príncipe Juan Carlos, quien ya había recibido no sólo el visto bueno de las Cortes el 23 de julio de 1969, sino tam­bién el espaldarazo de los Estados Unidos, unos meses más tarde, en enero de 1971, al ser recibido en Wa­shington con honores de jefe de Estado, quedando así patente el apoyo de la Casa Blanca a la solución suce­soria del régimen español.

El Príncipe, según confesó a López Rodó, estaba convencido de que Franco se retiraría, y ya le había manifestado al Caudillo la necesidad de llevar a cabo una apertura en España con estas palabras: «¿Quién me asegura, mi general, que dentro de diez años no habrá partidos políticos en España? Sería mejor decla­rar unos fuera de la ley y permitir otros.» 3

Pero ni Franco, ni Carrero Blanco, ni los sectores más duros del régimen estaban dispuestos a pasar por ahí. Ni tan siquiera a r e c o n o c e r a aquellas formacio­nes políticas creadas artificialmente a la sombra del «deseo americano», ni a admitir el asociacionismo, pues veían en ello una puerta falsa que daría entrada

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a sus eternos enemigos: los masones y el contubernio judeo-masónico.

UNA DEMOLICIÓN CONTROLADA

El viaje de Walters a España tuvo poco éxito. Fran­co no estaba dispuesto a hacer lo que se le pedía. Otros lo harían. Con o sin su consentimiento. Y el primer paso consistía en hablar con los mandos del Ejército, cosa que hizo Walters en su visita a España, y también con la oposición al régimen.

El enviado de Nixon habló con destacados repre­sentantes del Ejército español y con los más altos res­ponsables de la seguridad, entre ellos con el coronel Eduardo Blanco, director de la Seguridad del Estado: «Sí, me reúno con Walters. Siempre que venía me visitaba. Hablábamos, en general, de política, de polí­tica con mayúsculas. Le interesaban cosas como qué quedaba de la Falange, qué pasaba con el Movimiento, esas cosas. Tenía una gran visión sobre la actualidad y sobre España.»

Eduardo Blanco conocía de primera mano lo que el enviado de Nixon quería: «El perfecto presidente que le pide Walters a Franco es un hombre que vea esa apertura. Era un Areilza, para entendeinos. Areilza, Garrigues Walker, esa gente amiga de ellos, conectados con ellos y en los que ellos tenían confianza.»

»...La idea de Walters y Nixon era reconocer parti­dos políticos. El quería que la Ley de Asociaciones Políticas que estaba bloqueada por Carrero Blanco, fundamentalmente esa Ley de Asociaciones Políticas, que se iba a discutir ese día, el día que lo mataron, se desarrollase. Quería desarrollarla antes de que llegára­mos a un caos. Walters veía con gran esperanza una

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evolución así, pasando de las famosas asociaciones a partidos políticos auténticos. Siempre que pudiesen ser controlados. Era una obsesión suya.»

Los dirigentes de Washington pronto pensaron que «sería sensato y prudente para Estados Unidos empe­zar a cultivar uno o más grupos de la oposición españo­la que puedan tomar el control de España después de Franco, con la perspectiva de tratar de proteger y man­tener para entonces los intereses de Estados Unidos en España (en especial las bases aéreas)»4. Los dólares comenzaron a llegar en forma de marcos hacia nuevos partidos que pronto verían la luz.

España recorrería el camino señalado, pero no se­guiría ai pie de la letra el guión marcado por la Casa Blanca. Carrero, en los seis meses que estuvo en el poder, no consiguió cerrar las vías de agua del régimen. Su nombramiento contrariaba los planes ya establecidos desde el exterior para España y aquella contrariedad se resolvió finalmente un 20 de diciembre de 1973.

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CAPÍTULO TRES

LOS AVISOS DEL COMISARIO SAINZ

EL BAUTISMO DE SANGRE

José Sainz González, Pepe el secreta, es un enamora­do de su trabajo. Católico practicante y claramente identificado con el Movimiento Nacional, siente una gran admiración por la figura de Franco. Sainz es un hombre dedicado por entero a su trabajo, un policía metódico y tenaz, demasiado tenaz en sus investigacio­nes, lo que le provoca muchas enemistades y celos entre sus compañeros y los responsables políticos de la policía.

Su vocación policial le lleva a la zona norte, allí vive los inicios de una casi desconocida organización clan­destina separatista: ETA. Pronto comprende que lo que estos jóvenes nacionalistas vascos reclaman no es una simple apertura política, una bandera autóctona, o un reconocimiento a sus propias raíces.

En diciembre de 1968 el inspector Sainz envía un exhaustivo informe al director general de Seguridad, coronel Eduardo Blanco, en el que le notifica la deten­ción de varios terroristas de ETA en la localidad gui-

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puzcoana de Oñate. La policía se incauta de todo un arsenal: varias metralletas, pistolas y más de cien kilos de dinamita y otros explosivos. Demasiado material bélico para unos aficionados subversivos.

El citado informe pone en evidencia la magnitud que está adquiriendo ETA y el movimiento separatista vasco. En él se señala que la «solución no depende de unas medidas policiales, aunque fueran todo lo efica­ces que deseáramos, sino de que las que se adopten de tipo político y a nivel de Gobierno vuelvan la normali­dad a esta región a corto plazo» l .

Los apoyos a la organización terrorista son cada día mayores, según dice Sainz. «El clero y el elemento resentido de nuestra guerra han logrado concienciar al pueblo y en particular a la juventud hasta el extremo de que hoy no existe un solo joven en toda esta zona rural, y apenas de la urbana, que se oponga a la idea separatista, cargada de rencor y de o d io .»2

El coronel Blanco está al corriente de que en ese momento el número de «liberados» etarras en el interior no excede de diez. En el País Vasco francés se encuen­tran la mayoría de los activistas y concretamente todos los que integran el frente militar, que hacen incursio­nes en España para realizar las «acciones fuertes».

Desde Madrid las instrucciones son siempre las mismas: represión y mano dura.

EL REFUGIO FRANCÉS

El 6 de mayo de 1969 el inspector Sainz envía a la Dirección General de Seguridad un nuevo informe en el que abunda sobre la necesidad de tomarse más en serio la problemática separatista. Avisa sobre las inten­ciones de la organización subversiva ETA, cada día más

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peligrosas, tal y como lo demuestran sus complejas estructuras, su cada vez más sofisticado material de guerra, así como sus acciones.

En documentos internos, intervenidos a dirigentes etarras, se dice que el número de simpatizantes se eleva a diez mil. Son muchos los jóvenes dispuestos a encuadrarse en las filas de la ETA y se asegura que hay unos cinco mil dispuestos a apoyar el separatismo vasco.

Sainz insiste en el peligro de la penetración de las ideas separatistas entre los más jóvenes: «En todos los colegios de religiosos, sociedades juveniles e infantiles, ikastolas y demás centros de enseñanza existen profesores y también el ambiente adecuado para que aprendan a odiar a España. En ellos se enaltece el vasquismo y se le considera como unidad nacional, por encima de Espa­ña, a la que se presenta como opresora de Euskadi.» 3

En este informe, Sainz se hace eco de la declara­ción de un niño de catorce años detenido con motivo del 1 de Mayo: «Vine a la manifestación para foguear­me. En mi pueblo —Villabona— hay más de treinta jóvenes de mi edad que sueñan con ETA y con las acciones que realizan sus hombres para liberar al pue­blo vasco de la opresión a que lo tienen sometido los españoles.» El documento aconseja una adecuada ciru­gía político-social, a aplicar cuanto antes, para recon- ducir a la juventud vasca y lo cierra Sainz con un ruego: «Por favor, tomen en consideración cuanto les digo.» 4

El 17 de agosto de 1970 es nombrado jefe superior de Policía de Bilbao por orden del coronel Blanco. No es la capital vizcaína un destino muy apetecido, por lo que más que un ascenso parece un castigo. Nombrar a Sainz se había convertido en la única opción posible para una jefatura complicada como la de Bilbao. Nada más tomar posesión de su cargo Sainz delimita con claridad cuáles serán las actividades clandestinas ilega­

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les a investigar, por orden de importancia: ETA, en primer lugar, y a continuación comunistas, sindicalis­tas, nacionalistas y socialistas.

Inmediatamente Sainz crea una nueva dependen­cia: el Gabinete Regional de Estudios sobre Actividades Separatistas, una «rara» unidad policial a la que desde Madrid se mira con escepticismo. El comisario Sainz, en permanente contacto con la Dirección General de Seguridad del Estado comandada por el coronel Eduar­do Blanco, destina a una decena de sus hombres para que estudien, analicen y controlen todo lo referente al terrorismo vasco. El comisario Sainz tiene suficientes pruebas para calibrar el verdadero alcance del terroris­mo vasco, su forma de reclamar libertad a base de explosiones con goma-2 y balas de 9 milímetros para- bellum.

Sus informes sobre ETA son remitidos por vía con­fidencial a las altas instancias del Ministerio de la Go~ bernación, donde, con la más completa eficacia fun cionarial del régimen, son archivados, sin respuesta alguna.

BURGOS: EL ESCAPARATE DE ETA

La expectación, tanto nacional como internacio­nal, era enorme. Este proceso iba a ser para la organi­zación terrorista un auténtico espaldarazo, una plata­forma publicitaria. Para que el consejo de guerra tuviera un mayor eco internacional, el 1 de diciembre de 1970, un comando etarra secuestra a Eugene Beihl, cónsul de Alemania en San Sebastián. Al día siguiente, la Conferencia Episcopal española hace pública una nota pidiendo clemencia para los encausados en el proceso de Burgos.

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El día 3 de ese mismo mes comienza el juicio. Son numerosas las huelgas y manifestaciones tanto en las provincias vascongadas como en numerosas ciudades de España y de Europa. Se practican decenas de deten­ciones. Un día después se decreta el estado de excep­ción en Guipúzcoa por tres meses y se producen más de doscientas detenciones. Diez días después del inicio del juicio, trescientos intelectuales reunidos en Montse­rrat proclaman su solidaridad con los miembros de ETA juzgados. Desde Roma el papa Pablo VI solicita clemencia al Gobierno español. El día 14, ante el ele­vado tono de las protestas, se extiende el estado de excepción a todo el territorio estatal. El día 21 de diciembre el vicepresidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco, pronuncia un discurso ante el pleno de las Cortes en el que habla de firmeza y responsabi­lidad de gobierno, a la vez que advierte que «los comu­nistas, como los bárbaros, necesitan traidores para que les abran las puertas de las ciudades, pero los despre­cian y están bien decididos a exterminarlos el día en que no los necesiten». Se refiere a ETA como «organi­zación, que bajo la aparente filiación política de sepa­ratismo vasco, encubre la realidad de su verdadera función de agentes terroristas al servicio del comunis­mo». 5

Tres días antes de que se dicten las sentencias, ETA libera al cónsul alemán Beihl en la localidad alemana de Weisbaden. Las penas impuestas son durísimas, seis condenas de muerte y quinientos veinte meses de pri­sión para los dieciséis procesados.

La presión, tanto en el interior como en el exte­rior, es tan fuerte que tan sólo tres días después de hacerse públicas las sentencias el jefe del Estado con­muta las penas de muerte. Detrás de esta decisión esta­ría la mano de su fiel consejero, Luis Carrero Blanco.

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INFILTRADOS EN EL ENTRAMADO ETARRA

A mediados de 1971 la policía consigue colocar dos topos entre los cuadros medios de ETA. Dos jóvenes vascos integrados en la estructura separatista vasca co­mienzan a bombear información a la brigada anti-ETA de Sainz a cambio de dinero.

El primero de ellos, a quien se denomina «Puerto», trabaja en los ambientes vascos de Bayona. Su perfecto conocimiento de las lenguas vasca y francesa hacen su tarea mucho más fácil. Puerto se mueve con soltura en los ambientes abertzales y pronto sus relaciones con el entor­no etarra dan frutos. Son fechas en las que los «refugia­dos» vascos no se esconden. Los bares de la Petite Bayon- ne, barrio de Bayona donde se reúnen los vascos huidos, permanecen abiertos hasta altas horas de la madrugada, y es aquí donde, vino tras vino, se capta mucha y muy fiable información sobre las actividades de ETA.

La otra persona infiltrada en el entorno ilegal vas­co reside en el interior, en Guipúzcoa. Su situación es privilegiada ya que se trata de uno de los propios «libe­rados» del entramado etarra. Ha sido enviado desde el País Vasco francés por la dirección terrorista con la misión de preparar infraestructuras que sirvan de apo­yo a nuevos comandos.

Ambos colaboradores policiales, desconocedores el uno de la existencia del otro, ponen al corriente a la policía de Sainz sobre el rumbo que toma la organiza­ción clandestina vasca, sobre los procesos internos de ETA, y le proporcionan datos operativos acerca de las acciones y los atentados planeados por los activistas armados. Una muy valiosa información que, puntual­mente, es transmitida por el conducto reglamentario a las altas instancias de la Dirección General de Seguri­dad del Estado del Ministerio de la Gobernación.

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Pero éstos no son los únicos apoyos de la policía española para conocer la realidad del grupo terrorista vasco. Los servicios secretos y la policía del país vecino se emplean a iondo para controlar a la colonia vasca instalada a pocos kilómetros de la frontera, y lo cierto es que su información es de primerísima importancia.Y al parecer muchos de estos informes, que deben ser enviados a la central de la policía francesa en París, se pierden por el camino. Son varios los agentes de los servicios de seguridad franceses que, a título particu­lar, a cambio de dinero u otras prebendas, comienzan a colaborar con la policía española facilitando direc­ciones, teléfonos, fotografías, y realizando seguimien­tos de etarras en el sur de Francia.

EL FRENTE MILITAR SE REARMA

Las informaciones que llegan a la policía española desde Francia no son nada tranquilizadoras. La organi­zación terrorista ha formado una estructura sólida y sus activistas reciben instrucciones en el manejo de armas y explosivos. Entre las noticias captadas por los colaboradores policiales hay una que señala que «se está esperando el envío de gente para el interior en fechas próximas, se cree que con fines orgánicos y de acción violenta. Se ha hablado de dos operaciones de gran importancia, consistentes en un fuerte atraco a una empresa y en el secuestro de una alta personali­dad, para exigir, a cambio de la misma, libertad para un total de treinta y siete elementos de ETA. Se asegu­ra que la persona que se elija para el secuestro será de una categoría tal que el Gobierno se verá obligado a acceder a las demandas de los secuestradores».6 Los informantes aseguran que los etarras tienen abundan­

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te información sobre determinada personalidad, que no han logrado identificar.

ETA también ha reforzado su material bélico. Se­gún noticias facilitadas por los infiltrados, la organiza­ción terrorista ha comprado recientemente veintiséis metralletas de fabricación austríaca. Para probarlas y garantizar su buen funcionamiento dos miembros del llamado «frente militar» se han desplazado a Berlín occidental. Además, los separatistas vascos cuentan con metralletas de fabricación checa, pistolas automáticas y abundante cantidad de explosivos. Esta información también es cursada a la superioridad.

El 6 de noviembre de 1971, desde Bilbao se remite a la Dirección General de Seguridad una queja sobre la pasividad de las autoridades francesas y el apoyo del Gobierno francés a los refugiados de ETA. «En Francia y en especial en su zona vasco francesa, están refugiados y se preparan impunemente los terroristas de ETA, de donde pasan al interior a efectuar accio­nes violentas (...) sin preocuparles tampoco lo más mínimo el que en su suelo almacenen las armas, ex­plosivos o materiales con los que cometen sus fecho­rías en nuestra patria.» 7 A muy pocos kilómetros de la frontera española se almacenan armas y explosivos, se entrenan comandos violentos etarras y se planifican atentados a realizar en España, pero no se toma nin­gún tipo de medidas para evitarlo, más bien parece lo contrario.

CUARENTA COMANDOS

Las comunicaciones del comisario Sainz al Ministe­rio de la Gobernación, a través de la Dirección General de Seguridad, son constantes. El día de Año Nuevo de

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1972 Sainz escribe al coronel Blanco y le ruega que «los más altos poderes de la nación presten una mayor preocupación por los trascendentales problemas polí­tico-sociales comunes que afectan a las provincias vas­co navarras».8 La respuesta del director de seguridad no se hará esperar: «Felices Fiestas y próspero año nuevo para ti y tu familia.»

Hasta el momento, se ha podido evitar que los atentados contra personas se repitan, pero está claro que el hostigamiento llevado a cabo por una veintena de policías no va a ser suficiente para evitar que el potencial terrorista de ETA se despliegue. Tan sólo unos días después de la advertencia de Sainz a Blanco, la organización terrorista da paso a una nueva ofensiva, preludio de lo que está por llegar.

En enero de 1972 se confirma que existen en Viz­caya y Guipúzcoa unos cuarenta comandos «legales», no fichados por la policía, y que ETA ha comprado una partida de pistolas y metralletas por valor de siete mi­llones de pesetas.9

Por esas mismas fechas es secuestrado en la locali­dad vizcaína de Abadiano el industrial Lorenzo Zabala. La policía pone en marcha todo tipo de recursos para descubrir a los responsables. La represión se acentúa y centenares de personas son arrestadas e interrogadas en las dependencias policiales y en los calabozos de la Guardia Civil. Tres días después el empresario es pues­to en libertad por los terroristas vascos, previo pago de su rescate.

El comisario Sainz continúa advirtiendo a sus supe­riores sobre la problemática del terrorismo vasco; así, en julio de 1972, escribe en un nuevo informe: «Me permito llamar la atención de los más altos poderes del país sobre el latente problema separatista y terrorista en las provincias de la región vasco navarra, esperando

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no suceda como en anteriores ocasiones en que ai producirse un período de calma se presuma que el problema ya está resuelto y pasa a otro período de relativo olvido hasta que un nuevo hecho grave tiene lugar.» 10

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__________________ CAPÍTULO CUATRO

INTRIGAS EN TORNO A UNA BODA

FRANCO: UNA CALCOMANÍA PEGADA A UN PAIS

La enfermedad de Franco era irreversible. En el des­file de la Victoria de 1972 hubo que mantenerlo rígido artificialmente, inclinado hacia atrás sobre un bastón si­llín, como los usados por los cazadores, oculto en la tribuna, para que diera la impresión de que se mantenía en pie, pues se desmoronaba. Los cámaras de televisión tenían órdenes de no tomar planos cortos del Caudillo y de centrarse en la retransmisión del acontecimiento.

El general se dormía en los consejos de ministros, y cuando se tomaban las grandes decisiones políticas parecía estar «ausente». Pero el viejo dictador no que­ría abandonar y «dirigía» el país en sus escasos momen­tos de lucidez. Sin embargo, otros toman las decisiones por él. Carrero Blanco, vicepresidente del Gobierno, se ve obligado a asumir, a menudo, las funciones de presidente, y hasta de jefe del Estado. El almirante es una prolongación de Franco, un político juramentado con los principios del régimen, un militar convencido de su «misión», un dique para la llegada de las liberta­

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des. Se ha transformado en Franco. Es el brazo que ejecuta las leyes y la mente que las elabora, el cerebro y el corazón del sistema franquista.

«Eran tiempos de confusión y de duda: Franco parecía una calcomanía pegada sobre la vida política del país.» ! En 1972 ya no existía un Gobierno, sino tan sólo un grupo de ministros que, en torno a Carrero Blanco, tenían que suplir las limitaciones del jefe del Estado. El almirante ha eclipsado la figura del Caudi­llo. Es el muro que obstaculiza la apertura democráti­ca, que reniega de las asociaciones y partidos políticos con una declaración de guerra total contra el comunis­mo; es el militar que contesta las órdenes del «amigo» norteamericano. Eos monárquicos presienten que el príncipe don juán Carlos puede ser un «pelele» en sus manos. Es un ser creado a la sombra del dictador Fran­cisco Franco que ha adquirido vida propia y que resul­ta extemporáneo.

En una conversación privada con Torcuato Fernán­dez Miranda, Carrero Blanco describe así el estado de Franco: «Hay días en que apenas habla. Escucha, pero no dice nada, o dice muy poco. Antes escuchaba mu­cho, siempre escuchó mucho, pero hablaba, pregunta­ba... Ahora parece que no le gusta que le planteen problem as.»2

El aparente desinterés de Franco era fruto de su propia enfermedad. La medicación contra el parkinson era fortísima y con importantes efectos secundarios. Ellos eran los causantes de sus «ausencias». Cuando la enfer­medad avanza, los afectados por esta dolencia parece que centran todos sus esfuerzos en mantenerse vivos, en simular que «están», a pesar de que no son ya conscien­tes de muchas de las cosas que ocurren a su alrededor. Cualquier aquejado por esta enfermedad puede dar tes­timonio de ello. Y Franco no fue una excepción.

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Nadie dudaba ya de que el régimen se acababa. Por eso la anunciada boda entre don Alfonso y la nieta mayor de Franco adquiere importantes connotaciones políticas. Don Alfonso de Borbón, en manos de los sectores más ultras, se convertirá muy pronto en el ariete con el que golpear las puertas de la fortaleza levantada por Carrero y el Opus Dei para proteger a don Juan Carlos, quien afronta uno de los años más terribles de su vida.

EL «BÚNKER» Y LOS «CHICOS DE LA OBRA»

Aquel 8 de marzo de 1972 iba a ser uno de los días más felices de la vida de Franco. La boda entre don Alfonso de Borbón Dampierre, nieto de Alfonso XIII, y María del Carmen Martínez-Bordiú Franco se presentaba como el acontecimiento social más importante del año.

En el palacio de El Pardo todos habían recuperado la sonrisa. Se trataba tan sólo de una tregua en la lucha que enfrentaba a las dos grandes «familias» del régi­men: los «azules», que se veían a sí mismos como los guardianes del Movimiento, y el emergente poder de los «chicos de la Obra», como así se llamaba a quienes pertenecían al Opus Dei o simpatizaban con él. Dos grandes grupos políticos enfrentados para hacerse con las riendas del poder tras la muerte de Franco.

Unos representaban el inmovilismo. Se sentaban en los escaños de las Cortes luciendo sus camisas azu­les. Girón de Velasco, Alejandro Rodríguez de Valcár- cel, Iniesta Cano o Carlos Arias Navarro... dejaban pa­tente, una y otra vez, que ellos y no otros eran los que habían dado su sangre, en una Guerra Civil a la que llamaban Cruzada, para expulsar a los «rojos» de una patria que se llamaba España. Habían evitado el caos,

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el ateísmo y la anarquía. Se habían constituido en los defensores de aquel orden y sabían cómo mantenerlo. Tenían mucha influencia en el Ejército, en la policía y en la Guardia Civil, y contaban con todos los apoyos y la simpatía de la familia Franco.

Los otros, poco a poco, con discreción y buen tien­to, se habían ido acercando al poder, es decir, al entor­no de Franco. Eran un grupo de jóvenes de buena familia y educados en universidades importantes, tanto de dentro como de fuera de España. Su influencia era cada vez mayor y disfrutaban ya de las mieles del Go­bierno. Sus detractores les acusaban de comportarse «como una secta». Habían sabido conducir con acierto la economía del país. Eran «los tecnócratas», los artífi­ces de una buena parte del despegue económico de los años sesenta. Todos ellos provenían de grupos católi­cos conservadores y del Opus Dei, la mayoría estaban comprometidos con el príncipe Juan Carlos. Eran una fuerza en ascenso.

UNA BODA CASI REAL

La boda podría ayudar a rectificar la decisión toma­da por Franco hacía menos de tres años y ya refrenda­da por las Cortes, designando sucesor a título de Rey al príncipe Juan Carlos de Borbón. ¿Acaso no era don Jaim e —el hijo mayor de Alfonso XIII y padre de don Alfonso de Borbón— el legítimo sucesor? Sí, es cierto que había renunciado a sus derechos en favor de su hermano Don juán , pero ¿hasta qué punto la decisión de un padre podía afectar a los derechos de su propio hijo?

Todo el complejo andamiaje de la sucesión de Fran­co se ponía de nuevo en cuestión con motivo de aque-

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lia boda. Lo que algunos intentaban era descabalgar del trono, a última hora, al príncipe Juan Carlos.

Laureano López Rodó lo cuenta así: «Conforme se acercaba la fecha de la boda crecía el nerviosismo. El 3 de marzo (de 1972) me contó Antonio de Oriol (minis­tro de Justicia y miembro del Opus Dei) que don Al­fonso de Borbón Dampierre se había entrevistado con el secretario general técnico del Ministerio de Justicia, Marcelino Cabanas, y le había dicho, en síntesis: que no aceptaba la renuncia de su padre a los derechos que le correspondían a la Corona de España; que aceptaba la designación de su primo Juan Carlos como sucesor a título de Rey en la Jefatura del Estado por ser un acto legal y porque resultaría complicada su derogación, y que no se le había correspondido debidamente por haber actuado de testigo en el acto de aceptación de don ju án Carlos en el palacio de La Zarzuela (recono­ciendo su linaje y sus derechos dinásticos).

»También me contó Antonio de Oriol que Franco le pidió que en el acta de la boda se consignase el título de príncipe a don Alfonso de Borbón, pero que al exponerle sus razones en contra Franco no insistió.»3

López Rodó desde el Gobierno y Antonio Oriol desde el Consejo del Reino maniobraban para que nadie pudiera poner piedras en el camino del príncipe Juan Carlos. Los obstáculos del Consejo del Reino para que don Alfonso fuera designado príncipe dé Borbón habían sacado de quicio al mismísimo Franco! hasta tal punto que llegó a decirle a Antonio Oriol, ministro de Justicia:

«—Quisiera saber de dónde sale la maniobra. Don Alfonso tenía el título de príncipe y ahora, porque se casa con mi nieta, se lo quieren quitar.

»—No se le quiere quitar —precisó Oriol— , es que ahora lo ha pedido y no procede concedérselo.»4

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La maniobra a la que Franco se refería estaba apo­yada por aquel que siempre le había sido fiel: su inse­parable Luis Carrero Blanco, el puntal sobre el que se apoyaba el futuro del príncipe Juan Carlos. El almiran­te obedecía a su general, pero antes y sobre todas las cosas a Dios. Su catolicismo extremo fue el punto de contacto con la gente de la Obra. En alguna ocasión, en privado, Franco comentaba, con cierta ironía, cómo iba creciendo cada día en Carrero la influencia de la Obra.

LOS LANCEROS DE FRANCO

Las primeras personalidades comenzaban a llegar a la explanada de El Pardo. A través de los visillos, doña Carmen Polo de Franco, inquieta, controlaba los deta­lles de la ceremonia, atenta a lo que sucedía en el exterior. Su nieta mayor, María del Carmen, estaba preciosa con aquel vestido blanco, un traje de novia encargado a doña Felisa, la modista de confianza de Balenciaga, un español que había conseguido escalar puestos en la moda francesa.

Los balcones principales del palacio de El Pardo estaban engalanados desde primeras horas de la tarde. En la balconada central ondeaba una gran bandera de España con el águila imperial, el yugo y las flechas. En formación, a ambos lados de la entrada principal, los lanceros permanecían a caballo con sus largas capas blancas y sus cascos relucientes. Seguían llegando los invitados, quienes, después de recorrer un trecho en automóvil por el camino de piedra escoltado por los lanceros de Franco, descendían de sus lujosos coches ya muy cerca del lugar en el que se iban a desposar los novios.

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Una larga alfombra de casi cien metros cubría el camino que había de recorrer el séquito desde el pala­cio hasta la capilla. Miembros del Regimiento del Ge­neralísimo montaban guardia. Porteros con librea abrían las portezuelas de los coches. La más atractiva, como siempre, fue Grace Kelly, la princesa de Monaco, con su corona y su serena belleza. También habían acudido a la ceremonia la Begun Aga Khan y la prince­sa Virginia Rúspoli, e Ymelda Marcos, desde Filipinas. Eran las notas de color. En los alrededores del recinto, grupos de curiosos y vecinos del pueblo de El Pardo aguantaban a pie firme, bien abrigados, el frío reinan­te. Todo por ver llegar a los ilustres invitados. El proto­colo no permitía el uso del abrigo y los dos grados de temperatura que había en el exterior hacían mella entre los recién llegados, que se apresuraban a cruzar los pocos metros que les separaban de la entrada a la capilla.

Las caras conocidas del Movimiento se dieron cita aquel día en El Pardo. Todos en la boda, como una piña, alrededor de su general y a la sombra de Carmen Polo. Los sectores del Movimiento —ultraconservado­res e inmovilistas— no sólo se oponían a don Juan Carlos sino que defendían, como mal menor, el «re- gencialismo». «Los regencialistas querían en vez de un rey un regente, y que fuera un militar, y que después de un militar viniera otro militar..., pero no tiene sen­tido el intentar convertir una regencia en un régimen político», nos comenta Laureano López Rodó.

En la nota oficial del anuncio de la boda de Car­men Martínez Bordiú con el nieto de Alfonso XIII, y en las invitaciones personales que fueron cursadas des­de El Pardo a más de dos mil personas se dejaba muy claro que el contrayente era «S. A. R., el príncipe don Alfonso de Borbón Dampierre». Pero aquello no había

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sido suficiente para satisfacer a la familia Franco. «La historia ha hecho realidad el sueño dorado de Franco. Su bisnieto será el bisnieto de Alfonso XIII. Si don Juan Carlos no hubiera sido designado ya, de forma solemne, por la infalibilidad del Caudillo, no habría duda: Alfonso Dampierre sería el elegido.», asegura Luis María Anson en su libro Don J u a n 5.

LA DINASTÍA BORBÓN Y MARTÍNEZ

El entorno de El Pardo, encabezado por el mar­qués de Villaverde, doña Carmen Polo y toda la legión de inmovilistas que buscan perpetuar el franquismo, ha encontrado ya un abanderado por el que luchar para mantener sus privilegios, su propio príncipe, un hombre que seguiría al pie de la letra los principios del régimen, que jamás legalizaría a comunistas y socialis­tas, muy al contrario, los combatiría y mantendría a España a salvo de los usos liberales que tanto gustaban en Europa.

Un Dampierre se convierte en el candidato a «Rey del Movimiento». Alfonso ha manifestado repetidamen­te que tiene derechos al trono. El no iba a permitir que se abriera vía alguna que diera paso «a quienes preten­dían destruir la patria», que a su juicio no eran otros que todos los proscritos desde el final de la Guerra Civil. Don Alfonso reconocería a su primo como Rey, pero éste tendría que respetar su juram ento de fideli­dad a Franco. De esta forma, condicionando la futura labor del Rey, Alfonso de Borbón se constituye en guardián, vigilante y casi carcelero de un Príncipe re­hén del Movimiento. Cualquier cambio sería tomado como una declaración de guerra. El príncipe Juan Carlos está condenado a vivir enclaustrado entre las paredes

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de La Zarzuela, mientras sus enemigos políticos le ace­chan. Tendrá que vivir en silencio, sin poder expresar sus ideas. No, aquellos años no iban a resultar nada fáciles para don juán Carlos. Ypor si fuera poco, Fran­co se resistía a morir. A morir y a dejar el poder.

La boda de la nieta de Franco con Alfonso de Borbón crea inquietud entre quienes apoyan a don Juan Carlos de Borbón, entre ellos Laureano López Rodó.

«Sí, había un sucesor proclamado en 1969. Pero don Alfonso, el “príncipe del Movimiento”, era el ídolo de los regencialistas, arrinconados pero no rendidos después del 23 de julio de 1969. Corría por muchos despachos un dictamen de doce páginas nada desdeña­ble, fechado el 15 de septiembre de 1972, por el que solicitaba un título regio (duque de Toledo, duque de Borbón) para don Alfonso; y otro dictamen anterior, obra de un insigne jurista, por el que se declaraban los derechos preferentes de don Alfonso al trono de Espa­ña», comenta Laureano López Rodó, que en aquellas fechas veía con inquietud los manejos de la familia Franco.6

UNA SUCESIÓN LLENA DE INCERTIDUMBRES

El reloj de El Pardo marcaba las seis de la tarde. Un movimiento de expectación se produjo entre la gente que aguardaba la llegada de ios novios. El automóvil de los príncipes de España se acerca. Se le puede distin­guir por el banderín que lleva en uno de sus laterales. El Príncipe viste uniforme de contraalmirante y doña Sofía una clásica mantilla española. Entran en el pala-

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cío de El Pardo tras saludar a la gente allí congregada. Se escuchan algunos vivas tímidos dirigidos a d on ju án Carlos y doña Sofía. Instantes después, llegan las infan­tas Elena y Cristina y el príncipe Felipe, junto a los dos nietos más pequeños de Franco, María de Aránzazu y Jaim e, que se dirigen con sus ayas hacia la capilla.

Todo está preparado ya para que comience la cere­monia. El frío parece hacerse más intenso. Diez minu­tos más tarde se pone en marcha el cortejo nupcial. Encabezando la marcha, Franco camina a duras penas, vestido con uniforme de gala de capitán general de la Armada, acompañando hasta el altar a su nieta mayor, María del Carmen, vestida con un traje nupcial no tan largo como se esperaba y, por supuesto, blanco. A continuación, don Alfonso de Borbón Dampierre jun­to a su madre doña Enmanuela Dampierre. En el brazo del príncipe de España, don Juan Carlos, se apoyaba doña Carmen Polo de Franco. La procesión iba por dentro.

La capilla sólo tenía capacidad para cuatrocientas personas, por lo que hubo que instalar un circuito cerrado de televisión para los invitados que no podían permanecer en el templo. En el exterior se podía escu­char el Ave María, aleluyas y cantigas de Alfonso X el Sabio. La hoja del calendario de ese día correspondía a San Paciano y en las efemérides se recordaba que quinientos años atrás, el Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, conquistaba el puerto de Ostia.

Aquel 8 de marzo de 1972 la prensa nacional sola- mente puso sus ojos en el colorido de la ceremonia. La mayoría de los españoles ignoraban su trasfondo polí­tico, pero no los observadores y periodistas extranje­ros. Quien mejor resumió el auténtico significado de aquel día fue el francés Philippe Nourry en Le Fígaro que, bajo el título «España: una sucesión llena de in-

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certidumbre», escribió: «El príncipe de España, perma­neciendo, tiene otras razones para mostrarse inquieto. El matrimonio de su primo hermano don Alfonso ele Borbón Dampierre con la nieta mayor del Caudillo no es una simple página de un “carnet rosa”. Bullen, por lo menos en el espíritu de los españoles, las cartas de un juego que se creía definitivamente repartido.

»Juan Carlos, es cierto, no tienen razón alguna para pensar que el jefe del Estado español haya soñado jam ás al consentir en esta unión en apartarlo en provecho de su “nieto político”; Franco es un hombre serio y de esto nadie duda. El, además, ha recordado oportunamente —palabra de doble sentido— “que el Príncipe está sóli­damente establecido...”. Pero, ¿quién puede en la Espa­ña de hoy alimentar su porvenir de certezas absolutas?

»En un país donde la monarquía, por añadidura, ya no tiene raíces verdaderas, y donde el régimen no ha querido “restaurar” la continuidad dinástica, sino “instaurar” un reino nuevo, heredero de la “cruzada nacionalista”, el ocupante del trono puede aparecer como fácilmente intercambiable...

»Todo lo que se puede decir hoy es que este matri­monio añade un factor de inquietud inútil a un futuro ya precario.

»Muchos no dejarán de ver ahí, por lo demás, una fatalidad histórica: España ha tenido siempre dificulta­des con sus sucesiones...»

Meses más tarde, la princesa Sofía, al saber que las obras de ampliación del palacio de La Zarzuela iban a durar año y medio más, dijo incrédula: «Pero ¿estare­mos aún en España para entonces?» Lo mismo se pre­guntaba buena parte de la clase política.

«Eliminando a Carrero, el príncipe de España se quedaba sin valedor, o sin su principal valedor», López Rodó no duda ni un instante al hacer esta afirmación.

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El almirante se preparaba para ser el principal al- bacea de Franco, y dispuso minuciosamente todos los detalles. El régimen se desmoronaba y el franquismo sin Franco no es posible. Carrero lo ensayó — «Carrero tenía una decidida voluntad de atribuirse el papel que Franco no podía desem peñar», afirma Javier Tu- sell7— , pero alguien lo apartó brutalmente del camino en el último momento.

ACOSO AL PRÍNCIPE

Tras la boda de Alfonso y María del Carmen, la familia de Franco se entrega a una frenética actividad para convencer al viejo dictador de que es necesario modificar la sucesión. Se intenta desplazar a los equi­pos favorables a don ju án Carlos y situar en el poder a los hombres favorables a la alternativa Borbón Dampie- rre, los de la Secretaría General del Movimiento.

Franco ya apenas salía de El Pardo y estaba siempre rodeado de los suyos: sus ayudantes militares, sus mé­dicos de cabecera, su familia. Todos formando una piña, todos cuchicheando a sus oídos en contra de unos y de otros. Todos intentando influir en la marcha política del país.

Franco comenzaba a no fiarse del Príncipe. Por eso no dudó en restar protagonismo al que iba a ser su sucesor y evitar que apareciera en cualquier acto públi­co. Franco dio estas órdenes a sus ministros: «No invite usted al Príncipe.»8

En privado llegaba a manifestar preocupación por su familia y por el futuro que los aguardaba. En una de las visitas de su hermana Pilar, Franco le preguntó: «¿Cómo crees tú que os tratará d o n ju án Carlos cuan­do yo m uera?»0

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¿Tendrían razón quienes presentaban al príncipe Juan Carlos como un traidor a su juramento de lealtad a los Principios Fundamentales del Movimiento? Y si esto fuera cierto, ¿qué suerte habría de correr el régi­men? ¿Y en qué situación quedaría su familia? Todas estas dudas asaltaban al viejo general, que titubeaba ante aquellos que día tras día le decían que había sido engañado y le impulsaban a rectificar el «error» cometi­do al nombrar al príncipe Juan Carlos como sucesor a la jefatura del Estado. Rectificar el «error», ¿pero cómo?

EL DESLIZ DEL PRÍNCIPE JUAN CARLOS

A pesar de que ha jurado los Principios del Movi­miento y fidelidad a Franco, los franquistas ven en Juan Carlos de Borbón a un hombre con dos caras diferentes: una de acatamiento al régimen, y otra, muy distinta, que ya empezaba a vislumbrarse en sus viajes al exterior.

Torcuato Fernández Miranda recuerda en sus me­morias una conversación con don Juan Carlos en la que éste, gráficamente, le explica qué es lo que él piensa hacer con la gente del Movimiento cuando sea Rey: «Así ha de pasar con el Movimiento —le dijo, abriendo los dedos de la mano— . Sólo así la institu­ción podrá ser lo que tiene que ser.» El Príncipe pen­saba ya en una democracia a la europea, en una monar­quía democrática. Según cuenta Fernández Miranda «su compromiso con Franco y el régimen era poderoso y vinculante, y le preocupaba hondamente. No sabía cómo, pero sí sabía lo que se proponía hacer al llegar su hora. Y todo esto lo sabía desde 1969».

Al año de haber sido proclamado por las Cortes como sucesor de Franco y durante una visita a los

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Estados Unidos, en declaraciones a los más influyentes diarios norteamericanos (New York Times, Nexo York He- raid Tribune) el Príncipe afirma: «Soy heredero de F ran­eo, pero también soy heredero de España», y reclama mayores cotas de libertad en una clara referencia al reconocimiento de determinados partidos políticos. El titular del New York Times fue éste: «Juan Carlos prome­te un régimen democrático.» Esa era la línea marcada por la Administración norteamericana.

El propio López Rodó, alarmado por la ingenuidad que suponía en aquellos momentos que el Príncipe pusiera las cartas boca arriba de forma pública, fue muy duro en sus apreciaciones ante d o n ju án Carlos, según Ricardo de la Cierva, quien transcribe el resulta­do de aquella «bronca» el 24 de marzo de 1970: «¡No juegue, Alteza! No hay más Gobierno que el que hay; no debe tener otro Gobierno fantasma.»

Don Juan Carlos aprendió bien la lección y no volvió a expresar de forma tan clara en la prensa sus deseos. Había que esperar a la muerte de Franco y mientras tanto fingir lealtad al dictador y Fidelidad a las leyes del Movimiento. El príncipe Juan Carlos ten­dría que resignarse mientras tanto a ser un objeto decorativo del régimen.

Siendo ya don Juan Carlos rey de España y cumpli­da gran parte de la transición con la legalización de los partidos políticos y la instauración de las libertades en España, un buen día, en el palacio de La Zarzuela, durante una recepción, tuvo lugar esta situación entre Santiago Carrillo y el monarca. El dirigente comunista se detuvo ante una fotografía del Rey de años atrás.

«—Don Santiago, ¿menuda cara de tonto que ten­go, verdad?

«Carrillo sonrió con sorna y le respondió:»—Nos tenía engañados a todos, señor.

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»—No sólo tenía cara de tonto es que además me lo hacía, le contestó el Rey.

»—Pues para hacerse el tonto durante tantos años hace falta ser muy listo.»

La respuesta de Carrillo fue sincera, pues había sido precisamente él uno de los más engañados. Unos días después del asesinato del almirante Carrero, en enero de 1974, Santiago Carrillo envió a Estoril a su hombre de confianza, Teodulfo Lagunero, para hablar con D onjuán. Lagunero transmitió las inquietudes de los comunistas españoles, que veían en el príncipe Juan Carlos la cara mas visible de «una monarquía no democrática puesta por el dictador». Ya entonces el PCE apostaba por D onjuán y no por su hijo, sin saber que la amnistía, el reconocimiento de los partidos políticos y la reconciliación nacional vendrían a Espa­ña de la mano de aquel Príncipe que el régimen se esforzaba en presentar ante todos como uno de los suyos.

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CAPÍTULO CINCO

CARRERO UN OBSTÁCULO PARA IO D O S

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

La personalidad de Carrero Blanco todavía es un enigma para muchos. Hombre de pocas palabras, fiel consejero de Franco, abierto en sus análisis, duro en sus juicios, sin el mínimo temor en sus apreciaciones, gris en su figura, siempre a la sombra de Franco, el almirante Carrero veía en el régimen una Cruzada cuya victoria había que conservar, mantener y defen­der a toda costa.

Como si de los cuatro jinetes del Apocalipsis se tratara, Carrero ve que España tiene cuatro adversa­rios: «el comunismo, que la quiere hacer sierva de Mos­cú; la masonería, que la quiere anticatólica y dócil ins­trumento de la política británica hoy, y de la nación que mañana tenga el máximo predicamento en la sec­ta; el capitalismo, que no se decide en reconocer que su tiempo ya pasó, y cerril y egoísta se opone a la evolu­ción social que exige la doctrina de Cristo; y, por últi­mo, la necedad de un gran sector de sus clases elevadas, que inconscientemente son manejadas por los enemi­

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gos de España y que son incapaces de cumplir ni si­quiera lo mínimo a que están obligadas por los títulos y nombres que ostentan que es ser patriotas y dar buen ejemplo a los dem ás»1.

Para Carrero Blanco la única verdad absoluta es la enunciada por Dios. La Cruzada surge del milagro y España se salva y se redime con la sangre de los márti­res. «Ciego hay que estar —dice en 1945— para no ver, en esta resurrección de la Patria, la decidida Voluntad Divina.» 2

A su exacerbado catolicismo se une un anticomu­nismo feroz: «...los rojos vociferan y se gastan todo el oro robado en calumniosas propagandas contra Espa­ña» \ manifestará en sus escritos. La huella de la Gue­rra Civil es muy reciente y Carrero ve en todo cambio político solicitado desde el exterior una maniobra para derribar al régimen. «Sólo los necios, los cobardes o los traidores pueden dar oídos a los consejos extranje­ros sobre nuestros cambios políticos. Si miles de nuestros hombres murieron al grito de ¡Viva España! pensando en una España libre y con el nombre de Cristo en los labios, ofrendando su vida porque su Patria siguiese siendo en el Mundo el paladín del Cristianismo católi­co, seríamos unos viles si aceptáramos el cambio de una benevolencia exterior, el vivir despreciados como unos cerdos en una España atea y vasalla. Antes que eso los que tomaron las armas el 18 de julio las volve­rían a tomar de nuevo», señala el almirante en otro párrafo de sus informes confidenciales a Franco.

EL GUARDIÁN DEL RÉGIMEN

Carrero Blanco, siempre fiel a los deseos del Caudi­llo, intentaba que el barco llamado España no zozobra­

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ra ante la ambición y la intriga. Su deseo era que todo siguiera igual y para ello nada mejor que «instaurar» de nuevo la monarquía en España, vista ésta siempre como fórmula política de salvación para un régimen que parecía haber tocado fondo. Para conservar las esencias del franquismo había, al menos, que cambiar su imagen.

El hijo mayor de Carrero Blanco, el almirante Luis Carrero Pichot, asegura que a su padre le habría gusta­do que la transición se hubiera realizado antes de la muerte de Franco, que el Caudillo hubiera dado paso al Príncipe en vida. Carrero Pichot recuerda las caute­las y los temores de su padre en aquella difícil carrera, casi contrarreloj, para hacer que el Príncipe llegara a ser rey de España: «Mi padre tenía miedo de que las cosas se precipitaran y no estuvieran “atadas y bien atadas”. El Caudillo era gallego y reservón. Yo estoy convencido de que en muchas cosas mi padre y el Caudillo no estaban de acuerdo, pero mi padre siem­pre acataba las resoluciones del general.»

Devoto del Generalísimo, sobre quien decía que «la bondad divina había derramado ampliamente su gracia», el almirante se perfila como la única persona con autoridad para dirigir la sucesión del Caudillo. El más leal a Franco, el único capaz de llegar hasta el final, como militar que era. Carrero siempre quiso dejar clara su postura de fidelidad al Caudillo: «Soy un hombre totalmente identificado con la obra política del Caudillo, plasmada doctrinalmente en los Principios del Movimiento Nacional y en las Leyes Fundamenta­les del Reino; mi lealtad a su persona y a su obra es total, clara y limpia, sin sombra de ningún íntimo con­dicionamiento ni mácula de reserva mental alguna.» 4

Carrero era «la eminencia gris» del régimen. Una persona imprescindible para el general, capaz de inter­

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pretar hasta sus más mínimos deseos. Joaquín Barda- vio, escritor y periodista, trabajó muy cerca de él en Presidencia del Gobierno: «...era un hombre química­mente franquista, y precisamente por eso Franco lo tuvo siempre a su lado y llegó a ser su alter ego. Se entendían tan maravillosamente bien que se solía de­cir que apenas hablaban porque prácticamente con gestos sabían, sobre todo Carrero sabía lo que Franco quería decirle, y también sabía lo que no debía despa­char con él».

Hijo y nieto de militares, siempre había vivido de su sueldo. El primero, como subsecretario de Presiden­cia, lo cobró en 1942 y fue de once mil pesetas al año. Su familia vivía sin excesos de ningún tipo. Lo que le pagaba el Gobierno al almirante nunca le permitió grandes alegrías económicas. Treinta años ocupando cargos políticos, entre ellos el de vicepresidente y pre­sidente del Gobierno, no le permitieron ahorros cuan­tiosos o gozar de un patrimonio saneado. Para él el dinero del Estado era sagrado. «Nunca tuvo nada. Sí puedo decirles que realmente mi madre, de viuda, tuvo más dinero que en vida de mi padre.»

Los ultras no veían en Carrero a un hombre del partido. El almirante nunca vistió la camisa azul. Siem­pre hizo gala de su vocación de marino y de su lealtad a Franco, sin que ello le llevara a levantar el brazo manteniendo el saludo fascista. En sus análisis, era frío y alejado de cualquier interés que no fuera el de Espa­ña. Y para él, España era el Caudillo. No se trataba de un hombre político sino de un creyente convencido. Dios y Franco, por este orden, eran sus guías. Eduardo Blanco, director general de Seguridad asegura: «Fran­co tenía en Carrero gran confianza. El era el ejecutor auténtico de su pensamiento. Carrero era un gran ofi­cial de órdenes, un ejecutor. Franco sabía que por

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Carrero no le iba a venir nunca ningún desaire, ningu­na zancadilla, ninguna cosa. Tenía su lealtad absoluta.»

Carrero se convirtió en una especie de Franco bis. Su hijo, Luis Carrero Pichot, asegura que muchas de las cosas que salían del Gobierno estaban pensadas y trabajadas por su padre, y que éste siempre tuvo un concepto castrense en su relación con Franco, a quien trataba de usted. Para dirigirse a él udlizaba los apela­tivos de «Caudillo» o «Generalísimo». Carrero era algo así como el jefe del Estado Mayor del régimen.

CARRERO, TRAIDOR

Torcuato Fernández Miranda, Laureano López Rodó y otros ministros de la Obra inspiraron la labor de gobierno de Carrero, aconsejando a un hombre que aun sin ser presidente tenía que adoptar ya esas funciones en la sombra. Carrero era un militar que había adquirido una cierta intuición política. X.as lar­gas «ausencias» del Caudillo le habían obligado a tener que interpretar sus deseos.

En los momentos más difíciles, según confesó a López Rodó, estaría dispuesto incluso a «defender al Caudillo de sí mismo» para evitar que al final de su vida diera un paso en falso .5

Y Carrero Blanco tuvo que jugar ese papel que no siempre fue bien interpretado. El marqués de Villaver- de, yerno de Franco, llegó a acusarle de traición. Fue en su propio despacho. Era ésta la segunda vez que el marqués de Villaverde entraba allí. La primera había sido para pedirle un favor: que beneficiara a alguien de su camarilla: «Fue a pedirle un favor a mi padre para un banquero, pero el almirante no hacía favores de carácter político o económico; entonces parece ser

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que el marqués dijo airado que se quejaría en El Par­do», recuerda el almirante Luis Carrero Pichot.

Recomendación no aceptada. En esta ocasión el marqués de Villaverde repetía visita. No había olvidado aquella primera entrevista con Carrero y ahora acudía allí como mensajero para hacerle patente la enemistad de la familia Franco.

«—Estás aprovechando que Franco está viejo y en­fermo para ocupar su lugar —le dijo.

»—¿Qué pasa? ¿Te crees que no soy leal al Genera­lísimo? —le respondió Carrero.

»—Pues, sí. Puede que no lo seas.»—No te admito eso.»Entonces, el almirante, cogiéndole de una manga

de la chaqueta, le echó de su despacho.

EL ÚLTIMO INTÉRPRETE DE FRANCO

Qué difícil papel el de Carrero Blanco y qué difícil también el momento en el que le tocó asumirlo. Se convirtió en dique y a la vez en riada, y la naturaleza no permite tales desvarios. Con su presencia bloquea todo avance político constituyéndose en el principal albacea del régimen, pero al mismo tiempo se opone a los deseos del «búnker», por el que nunca tuvo simpatías, al abanderar la sucesión del príncipe Juan Carlos. Y así se enfrenta a unos y a otros, atrayéndose las iras de la familia Franco y quién sabe si, en determinados mo­mentos, también las del propio Caudillo. Y por si esto fuera poco, no parece que su «tutela» fuera bien vista ni por Estados Unidos, ni desde luego sus planes se ajustaban a los del «tutelado» príncipe Juan Carlos, que ya por entonces tenía en su cabeza un dibujo del mapa político que quería para España que distaba

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mucho de todo aquello que Carrero quería defender. Cuando todo comenzaba a girar en la vida política española y cada uno tomaba posiciones ante el futuro, Carrero no se movió. Por su parte, las fuerzas políticas de oposición veían en Carrero la continuación del ré­gimen.

Xa fidelidad de aquel marino de Santoña habría de convertirle en un obstáculo. Un obstáculo para todos.

Carrero sabía que o se tomaban ahora las riendas del poder político o a la muerte de Franco se podría desencadenar una lucha entre las distintas facciones del régimen por la herencia del Caudillo que podría comprometer seriamente el futuro de España. En uno de los últimos informes que envía a Franco, en .1971, ya deja constancia de esta necesidad: «El problema clave del momento no puede ser otro que el nombramiento de un jefe de Gobierno de modo que el día que, por designio de Dios, hayan de cumplirse las previsiones sucesorias, no se pueda presentar al futuro Rey, junto al problema transcendental y delicadísimo de la transi­ción, el no menos importante y muy grave, en tal mo­mento, de la lucha por el poder ejecutivo.»6

SE NECESITA UN PRESIDENTE

En el verano de 1972, Franco se decide a seguir las recomendaciones de Carrero. Antes de su muerte ha­brá separación de poderes. Ya tiene un nombre para llevar adelante la tarea. Si tanto había insistido el vice­presidente Carrero Blanco, ¿por qué no habría de pe­sar sobre él la responsabilidad última y la misión más peligrosa? Si él, y no otro, se había convertido ya en el albacea de Franco, ¿por qué no dejar que se enfrentara a las enormes amenazas que pesaban sobre el régimen?

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El 14 de julio de 1972 Franco decide que, de producir­se la vacante de la Jefatura del Estado sin haberse designado presidente de Gobierno, «el vicepresidente quedaría investido de la Presidencia, hasta que el Rey haga uso de la potestad que le otorga el artículo 15 de la ley Orgánica (decidir el cese del presidente, de acuer­do con el Consejo del Reino)».

Al disponerse a sancionar la ley, cuenta López Rodó que Franco, con la pluma en alto, se dirigió a Carrero, diciéndole:

«—¿No sería mejor que le nombrara a usted ahora presidente?

»— No, mi general —responde Carrero— los espa­ñoles quieren que V. E. siga al frente del Gobierno.»

¿Cómo se puede entender esta contradicción de Carrero? ¿Por qué cuando Franco, aparentemente, le ofrece la Presidencia, rehúsa? ¿No venía Carrero, y su entorno político, afirmando insistentemente que aquel era «el problema clave» del momento? ¿O acaso Fran­co le estaba sometiendo a una prueba? En aquel mo­mento, el almirante, por razones que desconocemos, no quiso que recayera sobre su persona, ni sobre nin­guna otra, lo que todos y él mismo también considera­ban una necesidad urgente. No sabemos si en aquella ocasión Franco estaba midiendo de algún modo la ambición política de su vicepresidente o si aquel gesto, pluma en alto, sonaba a reto o amenaza.

LAS PALABRAS DE DOÑA CARMEN

A principios de 1973, Carrero pudo constatar en el palacio de El Pardo cómo doña Carmen Polo, que jamás había osado hacer la mínima mención política en presencia de su marido, ahora alzaba la voz. Son

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numerosos los historiadores que dan fe de esta conver­sación que, según le cuenta Carrero a Torcuato Fer­nández Miranda posteriormente, transcurre en estos términos: «Un día vi a doña Carmen. Tenía despacho (con Franco en El Pardo) y ella me esperaba en la salita anterior al despacho del Caudillo. Quería hablar­me y me avisó por medio de un ayudante que pasara a verla.

»—Carrero, estoy muy preocupada —le dijo doña Carmen— . No duermo de preocupada que estoy; por eso he querido verle. Las cosas van de mal en peor... Ese ministro de la Gobernación (Garicano) me quita el sueño... Y el ministro de Asuntos Exteriores, López Bravo, no es leal... Ya se lo dije otra vez. En la embajada de París habló mal de Paco, con (oda indiscreción. Habló delante del embajador Cortina, que sí es leal, que me lo contó todo. Llegó a decir que Paco ya no contaba nada. Que si él no estuviera presente en las entrevistas con los extranjeros y los embajadores, Paco no sabría qué hacer ni qué decir... ¿Qué se puede esperar de un ministro así? Usted, Carrero, es el único que puede ayudar a Paco, tienen que convencerle de que haga crisis. Yo se lo digo siempre: este Gobierno está lleno de incapaces y de traidores.

«Carrero quedó muy sorprendido —continúa Fer­nández Miranda—. No sabía qué decir. Jam ás había visto a doña Carmen intervenir tan directamente en el terreno político y recordaba cómo el Caudillo, cuando gozaba de buena salud, no le permitía tales cosas y, cuando ésta pretendía dar su opinión sobre algún tema de Gobierno, Franco le cortaba de inmediato dicién- dole: “Calla, Carmen, que de esto no sabes nada.” Aho­ra Carrero veía ante él a una nueva doña Carmen, que no se detenía ante nada. Estaba lanzada y decidida a intervenir directamente en política.»7

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Torcuato Fernández Miranda, en su memorias, cuenta una conversación con Carrero Blanco horas antes de ser asesinado. Carrero estaba muy preocupa­do por el rumbo que iban tomando las cosas. Franco no era ni la sombra de sí mismo y según palabras del almirante «quienes le rodean y su familia no es lo mejor». Franco se había convertido en un hombre sin voluntad y su entorno más cercano maquinaba para intentar cambiar el rumbo que Carrero había marca­do: «Me da la sensación de que le agobian continua­mente... Sólo Carmen, su hija, le alivia... No, ya no es el que era... Y esto nos crea una grave obligación, una responsabilidad muy grande.»8

Es entonces cuando el almirante Carrero se con­vierte en la voluntad de Franco, pero de un Franco de antaño, como si el tiempo no hubiera transcurrido para nadie. La pregunta es: ¿Habría actuado Franco como Carrero? ¿Pudo en sus escasos momentos de lucidez desaprobar las acciones de su hombre de con­fianza o «no hay mal que por bien no venga»? Carrero dejó de enviar sus informes al Caudillo, ya sólo despa­chaba con su Gobierno, como así reconoce en esta charla informal con Torcuato Fernández Miranda: «Recuerda usted que en el Gobierno anterior yo había establecido aquellas reuniones de ministros para reu­nir información sobre orden público, universidad, movimientos políticos, etc. Y todas las semanas le llevaba esa información... Dejé de hacerlo y suspendí aquellas reuniones: tenía la impresión de que no le gustaba que fuera con aquella información y aquellos problemas. Y así era; no volvió a preguntarme ni por las reuniones ni por la información... Era como si le irritara saber que las cosas no iban bien... Antes, lo que le irritaba es que no le informaran de todo. Esto es muy mal síntoma... Me preocupa mucho..., ya no es el que era .»9

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A mediados de 1973, Franco llama al príncipe don Juan Carlos y le comunica que ha tomado la determi­nación de nombrar a Carrero presidente del Gobierno.

1973 sería un año de huelgas y desórdenes sociales. La oposición iba a hacer todo lo posible en la calle para ayudar al régimen en su caída: «De hecho no todo estaba atado y bien atado—afirma el historiador Paul Preston— . La oposición abierta de la universidades, fábricas y nacionalidades periféricas continuaba inten­sificándose. Veinte mil mineros estaban en huelga en Asturias. A medida que progresaba el año, hubo im­portantes conflictos laborales en los astilleros, en las industrias de la construcción de Granada y Madrid y el metro de la capital, todos los cuales tuvieron como respuesta la violencia policial.» 10

VIEJAS OBSESIONES

Muy pocos días antes de ser asesinado, Carrero Blanco escribió unas notas dirigidas a sus ministros. En ellas se manifiestan de nuevo, y con energía, sus máxi­mas preocupaciones respecto a las fuerzas externas que a su juicio amenazaban al régimen. A través de ellas podemos ver de nuevo los mismos fantasmas de Carrero tras la Guerra Civil. Se repiten sus obsesiones por la masonería y el comunismo como amenazas in­ternacionales, así como un deseo inamovible de resis­tirse a cualquier embate que amenace al régimen. Es­tamos a finales de 1973 y ya son muchas las cosas que han cambiado en España, en Europa y en el mundo, pero Carrero nadaba contra corriente.

«La masonería ataca al régimen español porque quiere en España un sistema demoliberal.» 11 Los ma­sones, tal y como lo entendía Carrero, estaban ya mu­

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cho más cerca de lo que sus análisis le permitían ver y la monarquía, que pronto habría de llegar de nuevo a España, no representaba, ni por asomo, aquello que el almirante quería. Por eso, cuando en este último docu­mento el presidente Carrero habla de sus temores de que pudiera llegar a producirse en España un «resba­lamiento hacia el liberalismo», no hace sino apuntar hacia lo que ya estaba en el ambiente. Las concesiones del régimen podrían acentuar a su juicio esta tenden­cia: «Con concesiones poco meditadas, es evidente —para mí tan claro como la luz del sol— que de una monarquía tradicional, católica, social y representati­va, pasaríamos en rápida pendiente a una monarquía liberal, a una república socialista y de ésta a una repú­blica comunista, es decir, caeríamos en breve plazo en lo que estuvimos a punto de caer en 1936.

»La opción de ceder hay que rechazarla, por tanto, de plano.» n

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________________ CAPÍTULO SEIS

LAS NAVIDADES NEGRAS

ARGALA BUSCA UN CIRUJANO

Abril de 1972. Se recibe una extraña llamada en el domicilio del escritor Alfonso Sastre en Madrid.

«—¿Residencia del matrimonio Sastre?»—Sí, ¿quién llama?»—¿Estarán en casa dentro de tres días?»—Supongo que sí.»—Unas personas aficionadas al teatro irán a ver­

los.» 1Éste fue el contenido, aparentemente absurdo, de

toda la conversación. Tres días después, a las cinco de la tarde, se presentan en el domicilio del matrimonio Sastre dos jóvenes. Les recibe en la puerta Genoveva Forest Uno de ellos aparenta unos treinta años, alto, corpulento, bien vestido, con acento vasco, moreno y al parecer entendido en cuestiones de teatro. El otro es delgado, joven y de tipo agitanado. En la reunión está también Alfonso Sastre, esposo de Genoveva Fo­rest. Tras las presentaciones de rigor aquellos jóvenes vascos comienzan a hablar de teatro, interesándose

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especialmente por las condiciones que pudiera exigir la censura para la representación de una obra.

Pasados unos minutos, el joven agitanado cambia de tema: sabe que el matrimonio Sastre tiene buenas relaciones con Cuba y él desea ir a dicho país con objeto de someterse a una operación de cirujía estética facial. Eva Forest les responde que es una tontería ir a un país socialista para llevar a cabo aquella operación, en España hay más posibilidades, especialmente en Madrid o Barcelona. La entrevista dura unas dos horas, al cabo de las cuales, los dos jóvenes se despiden di­ciendo que han de regresar a Bilbao.

La reunión ha sido un éxito. Aparentemente sólo se ha hablado de teatro y medicina, pero se acaban de sentar las bases de una estrecha colaboración. Alfonso Sastre, escritor, de ideología comunista, y Genoveva Forest, doctora en medicina y activa simpatizante del movimiento comunista, se han reunido con dos envia­dos de la organización terrorista ETA. Uno de ellos, el más delgado, esjosé Miguel Beñarán Ordeñana, Argala.

La relación entre Eva Forest y el comando etarra será larga y fructífera. Ella será quien les facilite aloja­miento y valiosos contactos con miembros del Partido Comunista, y colaborará en la organización de infraes­tructuras.

ESE ELEGANTE HOMBRE DEL TRAJE GRIS

En septiembre de 1972, Argala recibe una trascen­dental información. La nota que le han remitido, ava­lada por uno de sus colaboradores, le cita en un hotel de Madrid para notificarle algo muy importante: «Día 14, cafetería hotel Mindanao. 12.00. Madrid.» Argala, acompañado de Iñaki Pérez Beotegui, Wilson, acude

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puntual al lugar señalado. Wilson, por seguridad se queda fuera del hotel. Argala se acomoda en una de las mesas de la cafetería. Pasan ya algunos minutos de las doce del mediodía y el etarra comienza a impacientar­se. Mira constantemente su reloj. De pronto, un hom­bre se dirige hacia él. Es una persona de unos treinta a treinta y cinco años, con gafas, alto, moreno y de aspecto elegante, viste un traje gris oscuro y en su mano lleva una cartera. No llegan ni a cruzar un salu­do. El hombre se sienta y, sin mediar palabra, saca de su maletín un sobre cerrado, se lo entrega a Argala y, tras darle la mano, se aleja. Ha transcurrido escasa­mente un minuto. Wilson le ve salir e introducirse en un coche. En ese momento aparece Argala. Tiene el sobre en la mano. En él no hay membrete alguno. Nada. Argala, en presencia de Wilson, rasga uno de los bordes y extrae una cuartilla donde, escrito a mano y con letras mayúsculas, se puede leer: «El almirante Carrero Blanco va todos los días a la misa que a las nueve de la mañana se celebra en la iglesia de San Francisco de Borja, sita en la calle de Serrano, frente a la embajada de los Estados Unidos de América, con poca escolta.»

La información es de la máxima importancia. Se trata del vicepresidente del Gobierno, del hombre lla­mado a suceder a Franco, el almirante Carrero Blanco. «En un bar pedimos una guía de teléfonos, miramos por el apellido y enseguida dimos con él. Vivía en Hermanos Bécquer, en el número 6. Coño, parecía imposible que fuera tan fácil, una persona así... Y en­tonces, ya con eso, en un mapa del metro miramos la situación de la calle y vimos que estaba a un paso de la iglesia, lo cual confirmaba, bueno daba la posibilidad de que fuera cierta la inform ación.»2 Argala y Wilson están impacientes por contrastar la información, esa

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noche acuden a sus refugios, Argala a la casa de Eva Forest y Wilson al domicilio de María Paz Ballesteros, con quien los etarras habían establecido contacto a través de Forest.

Una de las mayores incógnitas del magnicidio que se iba a cometer la constituye la identidad de la perso­na que proporcionó la información sobre los hábitos de Carrero Blanco. Ni al comando desplazado a Ma­drid ni a la dirección de ETA se les había pasado nunca por la cabeza la idea de secuestrar o matar al almirante Carrero Blanco. ETA, hasta ese momento, tenía escasa experiencia terrorista: varias voladuras de antenas de televisión, dos secuestros de empresarios de la zona norte y el asesinato de dos funcionarios policiales, uno de ellos por «accidente». Nunca se habían planteado el secuestro de un presidente del Gobierno, y menos hacerlo volar por los aires dentro de su coche. Las investigaciones policiales no obtuvieron resultado. La única persona que conocía el verdadero nombre del informante —Argala— resultó muerta cinco años des­pués del asesinato del presidente Carrero Blanco.

Los miembros del comando de ETA que pudieran tener información se niegan a cal y canto a proporcionar­la y el elegante personaje del traje gris está muerto. Sea como fuere, así le llegó al comando de ETA la informa­ción sobre su objetivo o, si lo prefieren, así fue como se puso en manos de los ejecutores el nombre de una persona que a alguien molestaba. ETA sólo tendría que apretar el gatillo. Otros habían pensado ya por ellos.

YO COMULGUÉ CON CARRERO

Al día siguiente, temprano, Argala y Wilson acuden a la iglesia de San Francisco de Borja. Son las nueve

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menos diez, han llegado pronto, pero ya hay una doce­na de personas en la parroquia. Se colocan alejados uno del otro, próximos a la salida, por si hay algún contratiempo. Poco después el almirante Carrero Blanco entra en la iglesia. Los dos se han quedado paralizados, ninguno se atreve a moverse. Ven cómo su escolta, totalmente confiado, con un comportamiento clara­mente rutinario, se sienta unos bancos más atrás. Co­mienza la homilía. Wilson y Argala se miran. No se lo pueden creer. Ambos están armados y les sudan las manos sólo de pensar que podrían acabar allí mismo con el hombre más poderoso del país: «Estaba a su lado pensando en lo fácil que sería hacerle algo, en que allí mismo le hubiera podido pegar dos tiros de haber querido. Yo llevaba la pistola en el cinto y era muy fácil.» 3

La homilía está finalizando y llega el momento de la comunión. El almirante se dirige hacia el sacerdote. En ese instante Argala se encamina también a comul­gar. Se ha formado una pequeña fila y está situado detrás de Carrero Blanco. Finaliza la misa y ambos etarras parecen despertar de un sueño. Argala se enca­mina hacia la salida. Al salir de la iglesia se dan cuenta de que también el ministro Gregorio López Bravo acu­de a este servicio religioso. Hasta aquel momento, por los nervios, no se habían percatado de este hecho. Más calmados, ven que Carrero Blanco se introduce en su coche oficial. El seguimiento a Carrero Blanco no ofre­ce complicaciones, «hay varias paradas de autobuses por allí. Una justo enfrente, en la acera en donde está la embajada americana, otra en Hermanos Bécquer, casi esquina con Serrano, y otra en Serrano m ism o»4. Durante varios días repiten la operación y comprueban las salidas del almirante de su domicilio de Flermanos Bécquer, el itinerario que realiza en el vehículo oficial

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hasta la iglesia, el regreso tras la homilía hasta su casa de nuevo, para desayunar, así como la salida para acu­dir a su despacho en el paseo de la Castellana. La información que les había facilitado el «hombre del traje gris» es totalmente cierta.

Los etarras no salen de su asombro. El delfín de Franco pasea tranquilamente por Madrid con un poli­cía, a cierta distancia, como toda escolta. Es un objeti­vo tan fácil que resulta casi increíble. Carrero Blanco realiza cada día, de forma invariable, idénticos itinera­rios y a las mismas horas. Es un blanco perfecto, dema­siado perfecto.

LAS NAVIDADES NEGRAS

Dos semanas después, ETA realiza su primera ac­ción violenta en la capital de España. Se trata de una prueba. Dos activistas asaltan una oficina del DNI ubi­cada en la plaza Virgen del Romero. Allí, tras intimidar con sus armas a los funcionarios, se apoderan de im­presos de documentos nacionales de identidad, con­feccionados y en blanco, sellos de caucho y otros efectos.

Es la primera acción de ETA en Madrid. Y los terroristas cometen su primer gran error. La policía encuentra una huella que según el dictamen del gabi­nete de identificación pertenece a Juan Bautista Eiza- guirre Santisteban, Zigor, activista de ETA detenido en varias ocasiones. Este hecho se oculta a los medios de comunicación y el caso es archivado. Nadie, al parecer, se preguntó qué hacía un militante de ETA en Madrid.

Un mes después, en diciembre de 1972, se convoca en el sur de Francia una asamblea de militantes ilega­

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les de ETA —fichados por la policía— . Se quiere deci­dir el rumbo de la organización y determinar las accio­nes importantes.

Wilson y Argala acaban de regresar de la capital de España y tienen una valiosa información que quieren compartir únicamente con la cúpula militar de ETA: «Joder, parece increíble, pero Carrero Blanco sólo tie­ne un policía de escolta. Va todos los días a misa a la misma iglesia y le hemos tenido así de cerca.»5 Wilson se muestra entusiasmado relatando a sus compañeros lo cercanos que han estado del vicepresidente del Gobierno, del hombre más poderoso del país y, con la pistola en la mano, les dice: «Podía haber acabado con él en un segundo.»6 Argala confirma a la dirección etarra que el almirante Carrero Blanco está completa­mente desprotegido y que los datos que le ha facilitado «su contacto» en Madrid son ciertos. José Manuel Pa- goaga Gallastegui, Peixoto, auténtico cerebro de la or­ganización, intenta poner orden. No se puede creer que todo sea tan sencillo. Peixoto aconseja enviar a Tñaki Múgica Arregui, Ezkerra, a Madrid para contrastar la información y valorar la acción terrorista. En princi­pio, se habla de un secuestro con la finalidad de can­jear al almirante por un cierto número de presos vas­cos. En aquellos momentos había unos ciento cincuenta activistas con condenas de más de diez años. «Se ve que Carrero es el hombre clave del régimen, el hombre que durante años han preparado cuidadosamente para continuar el franquismo, el hombre que en estos mo­mentos garantiza la continuidad y, por tanto, él es la persona indicada para un secuestro, o sea, una de las pocas personas, si no la única, con la que se podría conseguir la liberación de los presos.»7 ETA no va a escatimar esfuerzos. Pero se necesita dinero, mucho dinero.

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O rigen : i^UUlGIA - A conto O rin a l p a l

Facha i 1 7 -1 2 -1 .9 7 2

Asunto» KETOIOiN BE ELEMENTOS SEPAIUTOSTAS BE ETA-EI-EEATA COK MIEMBROS ACTIVISTAS

DE IiA llIHECCIOH PUL P .C . VE 'TGULCOSE.

Nuestros colaboradores desplazados sn Francia nos confirman quo el día 15

de Ion corrientes, os oolobró una roimión entra o laman toa directivos del movimien­

to separatistas t o b c o ETA-EJÍBATA oon uíauitiros de la direooión dol P .C . BE KXJLOUSE,

en la que se acordó llevar o efeoto on distintos puntos de España una operación de­

nominada "HAVIDABES ÍÍEGRAS" o ''lUHROH IBCRO1', en la cual 30 inoluyen socuestroB,

aooiones subversivas y violentas, que será roalizada en el más trove plazo posible.

En eBta reunión el tema prinolpal giró, de manera espeoialíslraa, sobre el

aatuúio de la mejor forma do obligar al Gobierno oopañol o, mejor dioho, de forzarla

mediente aooiones de importancia extraordinaria, a poner en libertad a loa miembros

do la E .T .A . detenidos y quo oatán oumpliendo oondena por bus actividades, cosa da

la que ya se vienen preocupando deade liaoo algún tiempo, y quo ahora han planteado

al P.C„ abiertamente (ya existían contactos y rolaolones por medio do elementos

pertenecientes a ambae organizaciones), buscando no Bolamente apoyo y consejo sino

al conseguir una actuación conjunta.

Como medio fflás eficaz , Be ostimaba en principio la realización de secuestros

do personalidades de gran reliova dentro del róglmem franquista, nalietido a reluo'iT

en lae discusiones ol Prínoipe Juan Carlou, al Vioepresidente dol Gobierno, al Di-

rootor General de la Guardia Civil y otros, pero al apuntares por alguno de los

asietentea que esto ya se había aoordndo en otras reunionoo, y había que desistir

do olio, porque se habían comprobado sobre el terreno las dificultadaa y peligrosidai

quo entrañaba ol conseguirlo debido a la protección que siempue suolon llevar estos

aitón oargoa, las discusiones derivaron hacia loa farailiares de olios, quo aunque

gozasen do proteoolón, siempre sería máa vulnerable, menou peligrosa y , por tanto,

de máa fáoil realización para ol ooinando quo tuviera que llovarla a oabo, ello, ola<

Informe « Turrón negro». Ñola remitida a la Dirección General de la Guardia Civil por un agente infiltrado en el sur de Francia

en la organización terrorista ETA.

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ro sata, previo análisis de bu o movimientos diarios, costumbres, da aplaza—

mientes, eto.f para esoogor ©1 momento niáa oportuno y oon mayores posibili­

dades de éxito»

El aouardo definitivo fuo el do proosder contra loe familiares,

lo cual, de lograrlo, tienen la seguridad de que influirá máof si cabe, en

la decisión de las Autoridades franquistas para oonsegulr la finalidad que

pretenden. Según se nos oonfirraa, entre las personas aeloocionadas para ser

objeto da secuestro se oncuotttran loa hijos del Prínoipe Don JUAN CARLOS

y las señoras del Vloepresidenta del Gobierno, Almirante CAKKSIíO BLANCO, y

la del General IHTE5M,, Director de la Guardia Civllo

Una vez en bu poder los posibles secuestrados, exigirían entonoes

del Gobierno la puesta en libertad de los miembros de la ETA que aotu&lmon-

te cumplan condena, restituyendo a cambio la persona o personas secuestra­

das.

Estos planes, sin lugar a ninguna duda, están relacionados oon los

grupos da comandos ijue han penetrado en España y se enouentran situados

en distintos puntos do la Península, dispuestos a aotuar tan pronto como ae

les dé orden para olio.

Se nos señala la posibilidad de que algunos elementos de los que

integras loa comandos o puedan entrar para unirse a elloe hayan oído adies­

trados en la Esouela de Guerrilleros de Praga (Checoeslovaquia),

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UNA ACCIÓN FUERTE EN MADRID

Navidades de 1972, este mes de diciembre va a ser decisivo. Por distintos conductos —la noticia ha sido captada por diferentes servicios de información, entre ellos los de la Guardia Civil, el SECED, la policía y las antenas militares del Alto Estado Mayor— se da a cono­cer que la organización terrorista ETA ha puesto en marcha las denominadas «Navidades negras», un plan terrorista que pretende desestabilizar al Gobierno. La dirección etarra ha dado instrucciones precisas para que se atente contra el almirante Carrero Blanco. El príncipe Juan Carlos y el director general de la Guar­dia Civil, Carlos Iniesta Cano, también forman parte de los objetivos.

Esta es la primera vez que los separatistas vascos se plantean, en serio, realizar un atentado fuera de las vascongadas. Se sabe que uno de sus comandos ha sido enviado a Madrid. La noticia, según parece, es recogi­da con excepticismo en el Ministerio de la Goberna­ción y entre los diferentes estamentos militares.

Iniesta Cano refuerza su seguridad y la de su fami­lia con más efectivos. La Familia Real ya cuenta con un servicio de protección muy numeroso, pero se extre­man las medidas de vigilancia, tanto en La Zarzuela como en los viajes al exterior.

Sin embargo, el vicepresidente del Gobierno, el hombre fuerte del régimen, Luis Carrero Blanco, está desprotegido. El hombre más poderoso del país, la sombra de Franco, la persona más odiada por toda la oposición al régimen tiene sólo un policía como escol­ta. Acude todos los días a la misma hora a la iglesia de San Francisco de Borja y muchas veces se dirige a su despacho dando un paseo por Madrid, en un Madrid lleno de comunistas y subversivos. Es evidente que cual­

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quier incontrolado puede acercarse a Carrero Blanco, a la auténtica columna vertebral del franquismo. En estas fechas, ya hay dos militantes de ETA que contro­lan sus movimientos desde hace días. Conocen sus rutinarios hábitos y la escasa vigilancia que le protege. Sin embargo, los terroristas no se deciden a actuar.

Ignacio Pérez Beotegui, Wilson, responsable de los comandos operativos, y José Miguel Beñarán Ordeña- na, Argala, están a tan sólo un metro del hombre fuerte del régimen. Han llegado con total impunidad a co­mulgar detrás de Carrero Blanco, se han sentado en varias ocasiones detrás de él. Un solo escolta y dos terroristas armados. El sucesor del Caudillo, el conti­nuador del régimen, el don de Franco está a tiro du­rante días y semanas, pero extrañamente no ocurre nada.

La guardia civil y los servicios secretos de Presiden­cia del Gobierno, el todopoderoso SECED, saben que ETA ha enviado un comando a Madrid, con la finali­dad de atentar contra úna alta personalidad del Esta­do. Todos los datos están recogidos en un documento, clasificado como secreto, llamado informe «Turrón negro». Los confidentes que la policía de Sainz ha logrado introducir en los ambientes abertzales del sur de Francia captan también una valiosa información fechada el 27 de diciembre de 1972. En ella se anuncia que «...miembros de los más destacados de ETA han comentado, hace unos ocho días que están preparan­do una acción fuerte en Madrid, sin que precisaran cuándo piensan llevarla a cabo».8

Esta nota es remitida por vía urgente a Madrid. El Ministerio de Gobernación no reacciona. Nadie quiere precipitarse a la hora de tomar decisiones. Los proble­mas se aparcan para mañana. No se quieren adoptar medidas. Los enfrentamientos en las altas esferas están

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A sunto : ENTRADA EM ESPAÑA 135 COitlANDOS HB ETA-KtffiATA CDN FINES TERRORISTAS.

N o t ic i a s p r o c e d e n te s do n u e s tr o s c o la b o ra d o r e s en F r a n c ia , co n firm ad as ,

oeñaloJQ que b aco aproxim adam ente un raes o a lg o raía y e n tra ro n en E sp añ a olom ontos

p e r to n o o ie n ta s a l a s o r g a n iz a c io n e s s e p a r a t i s t a s v a s c a s , in te g r a d o s on c in c o co­

mandos, p a r a f i j a r au r e s id e n c i a y a c tu a r en. d i s t i n t o s p u n to s. de l s g e o g r a f í a e s ­

p a ñ o la ; com eter a c to s de v io le n o ie t , o re a r c o n fu sió n e in t r a n q u i l id a d y p r o c u ra r

quo to d a s su s in te r v e n c io n e s tengan l a mayor r e p e r c u s ió n p o s ib le , ta n t o en e l in ­

t e r i o r como en e l e x t e r io r .

Se n o s c o n c ro ta que o s t o s gru pos son m isto a , c o n s t i t u id o s p o r miem'broQ

do ETA y EMBAÍA y l a s m is io n e s p r in c ip a le s a d e s a r r o l l a r ao rán s e c u o s t r o s , actos-

c o n tr a d ep en d en c ia s o f i c i a l e s y o t r o s de c a r a c te r v io l e n t o , cada, uno on l a zona

a s ig n a d a , p o r a lo c u a l c o n ta ra n oon e l apoyo de o t r o s e lem en tos que se rá n lo s en­

c a rg a d o s de t r a n s m i t i r ó rd o a e s , c o n s ig n a s , arm as y do p r e s t a r l e s c u a n ta ayuda pue­

dan n o c o c i t a r en cad a onso»

Según se ha pod ido e s t a b le c e r , e fe c tu a r o n au p a so p o r D an ch arin oa (Na­

v a r r a ) y l a s zo n as de Rooa P in e t , F o r t Negro y P ía do L lo s a s , d e l P r in c ip a d o da

A n d orra , lo que co n firm a l a s n o t i c i a s que nos f a c i l i t ó n u e s tro c o la b o r a d o r ANDO-

IU1A-1, so b re e n tr a d a s y s a l i d a s so sp o o b o sa » de p e r so n a l jo v e n e n tr e B sp o fia -F ran o ia -

A n d orra , y cuyo in form e ae e m it ió con fe c h a 3 0 -1 0 -9 7 2 .

M nguno do t a l e s g ru p o s h a id o a l a r e g ió n v a sc o -n a r& rra , en donde e l

mimare de oomandos y l a s a c tu a o io n o s do l a ETA han de s e r fo reo sam an te d i s t i n t o s ,

on razó n de l a s c a r a c t e r í s t i c a s e s p e c i a l e s , l o s muchos p u n to s de apoyo de que d i s ­

ponen y l a s e g u r id a d que l e s p roporciono , e l c o n ta r con in f in id a d de s im p a t iz a n te s

y o o la b o ra d o ro s lo que adomaB l o s p o ru iite m overse a su a n to jo y en l a más a b s o lu ta

im punidad. E s t o s c in c o comandos p roceden tón da F r a n c ia han id o con d e s t in o a lo a

puntoo s i g u ie n t e s :

O rig en : FRANCIA - Agente P r in c ip a l

F ec h a : 1 7 -1 2 -1 -0 7 2

Comunicación remitida a la Dirección General de la Guardia Civil por un agente infiltrado en ETA en la que se alerta del envío

al interior de España de varios comandos aunados.Uno de dios tiene como destino Madrid.

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1 a l a Zona do CATALUÑA•

i a l a Zona do LEVANTE.

1 a la Zona do SEVILLA,.

1 a l a Zona do ALGECIRAS.

1 a l a Zona CENTRO (MjU BID ) ,

Se l o s en cargó que no v in ío r a u p r o v i s t o s do o rn a s y a i han t r a í d o , como

raucho, puede h a b e r s id o a lg u n a p i s t o l a , aunque fio c re e quo n i e s o , p u e s to que tina

do b u s f i nolido-don p r in c i p a le s , quo se l e e t r a n s m it ió corno o rd en , e s l a da p a s a r

de sa p ero i b i dos y no d e s p e r t a r n inguna c l a s e de eo sp e c h aa . Cuando n e c e s i t e n artua-

Hento p a r a a lg u n a a c c ió n se rá n p r o v i s t o s de é l en e l momento oportuno o lo ten­

drán a BU d i s p o s ic ió n en un pu n to determ inado f i j a d o de antemano, aunquo tam bién

ae ha h ab lad o do que y a l o t ie n e n e i tu a d o , c it á n d o se como p u n to s L ev an to y e l S u r .

S obro o l punto S u r , no o b s ta n te h a b e rse in te n ta d o , no s e ha p o d id o c o n c r e ta r s i

p u d ie r a te n o r a lg u n a r e la c ió n oon o l contrabando de arm as que a l p a r o c e r so r e a l i ­

z a desdo l a B a so de ROTA (C á d ia ) , sobi'e e l c u a l n o s f a c i l i t ó n o t i c i a s n u o otro co­

la b o r a d o r EABIS-2 y Be em itió e l c o rra a p o n d io n te in form e con fe c h a 2 1 -7 -1 -9 7 2 •

Según l a in fo rm a c ió n r e c o g id a , l a s m is io n e s do o s to a comandos deberían ,

h ab er comentado Xa » p e ro l a a c c ió n c o n tr a e l C onsu lad o fr a n c o s de ZARAGOZA, c ° n

s i in e sp e r a d o co n tratiem p o de l a m uerte d e l C ó n su l, que no o s t a b a p r e v i s t a y se

d eb ió ex c lu s iv a m e n te a l n e rv io sism o e in e e p e r ie n c ia de lo s a s a l t a n t e s , h a o b lig a ­

do a dem orarían y a d o p ta r un compás de sa p e r a h a s ta quo uo o lv id o o l r e v u e lo y

no r e c ib a l a c o n s ig n a do a c t u a r .

De uno de e s t o s com andos, p robab lem en te d e l e s t a b le c id o en l a Zorm de

L e v a n te , po reco que han p a r t id o l a s amenazas que p e sa n c o n tr a o l C ónsu l f r a n c a s

on A l ic a n te , y qno no cabe d e e c á r t a r in to n te n l l e v a r l a s a e f e c to cuando r e c ib a n

in s t r u c c io n e s p a r a e l l o , ouyo momento puede l l e g a r ta n pron to como h ay a de se p a- ,

re o id o e l m al e fe o to C a u s a d o p o r e l d e sa fo rtu n ad o d e se n la c e de l a a c c ió n contra,

e l C onsulad o do Z ara g o z a .

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a la orden del día y la información es un bien preciado, demasiado preciado para compartirlo.

La descoordinación de las fuerzas de seguridad del Estado es palpable en todos los órganos de la lucha antisubversiva. Los servicios de inteligencia militares, la Guardia Civil y la Policía funcionan de forma inde­pendiente, con la única finalidad de conseguir éxitos propios. Esta ha sido, desde siempre, una de las bazas utilizadas por el régimen de Franco para que ningún estamento acumule demasiado poder. Así ha sido des­de el fin de la guerra.

EL PRESIDENTE VA DESNUDO

La alarmante información mencionada no se cursa al jefe de escoltas de Carrero Blanco, Agustín Herrero Sanz, la persona que durante veintidós años ha sido su sombra, el hombre que le acompañaba paseando des­de su residencia hasta su despacho. Hoy, este hombre, ya retirado de toda actividad policial y profundamente marcado por un suceso que anuló su carrera profesio­nal, se pregunta por qué le ocultaron esta información y quién decidió no reforzar la protección de Carrero. Nunca tuvo conocimiento del llamado informe «Tu­rrón negro»: «Eso lo he sabido después por los rumo­res que ha habido o he leído. Pero a mí concretamente como responsable de la escolta, aumentada cuando era Presidente a seis funcionarios, pues jam ás nadie me informó de nada ni me dijo que tomara algún tipo de precauciones especiales.»

Sin embargo, el director general de la Guardia Civil, general Iniesta Cano, fue informado; el SECED —servicio de espionaje dependiente de Presidencia de Gobierno— , al mando del teniente coronel San Mar­

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tín, conocía el documento; el Alto Estado Mayor de los Tres Ejércitos tuvo noticia oficial de él; a los ministros de la Gobernación, primero Tomás Garicano Goñi y después Carlos Arias Navarro, también les llegó; el director general de Seguridad del Estado, el entonces coronel Eduardo Blanco, también tuvo constancia de la amenaza etarra.

Pero los hombres que habían de proteger en el terreno a las personalidades mencionadas en el infor­me, los policías y militares que habían de estar alerta ante posibles peligros nunca supieron nada.

José Conde Monge, jefe de coordinación y docu­mentación del SECED, ignora aún hoy el contenido de este informe, según ha declarado a los autores de este libro. Otra de las personas que afirma que nunca tuvo noticia de esta valiosa información es el hoy general Aguado, entonces jefe de la 111 Comandancia de la Guardia Civil, responsable de la seguridad en Madrid: «No .sé yo eso. No lo he oído nunca.»

CINCUENTA MILLONES Y TRES MIL KILOS DE EXPLOSIVOS

El 16 de enero de 1973 se produce en Pamplona el secuestro del industrial navarro Felipe Huarte. La or­ganización separatista ETA solicita un rescate de cin­cuenta millones de pesetas a pagar en dólares y marcos alemanes. El rescate pedido se paga y Huarte es libera­do. ETA recauda así una importante cantidad de dine­ro. Cincuenta millones de pesetas que la dirección etarra va a destinar a costear el atentado contra el almirante Carrero Blanco. Dinero suficiente para al­quilar o comprar vehículos y pisos en Madrid, así como para sufragar los gastos de una veintena de etarras que,

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en diferentes fases, se van a pasear tranquilamente por la capital de España durante más de un año.

El secuestro de Huarte es el detonante para que desde los estamentos militares y desde el Ministerio de la Gobernación se exija una mayor atención al proble­ma vasco. El propio Franco ha recordado en el Consejo de Ministros que no quiere más problemas con los subversivos de ETA.

A partir de esta fecha, con carácter semanal, Carre­ro Blanco se reunirá con los tres ministros militares y el general jefe del Alto Estado Mayor. Entre los asuntos a tratar con carácter permanente estará el terrorismo.

Las redadas policiales y la represión puesta en marcha en las provincias vascongadas calman durante unos días las exigencias políticas. Pero la tranquilidad dura muy poco tiempo. Tan sólo cinco días después de la liberación de Huarte se produce otra acción etarra de especial envergadura. Un comando armado asalta un polvorín de Hernani, en Guipúzcoa, y roba tres mil kilos de dinamita y otros explosivos.

Hay que tomar medidas excepcionales y así se hace desde el Ministerio de la Gobernación. El 9 de febrero Tomás Garicano Goñi comunica por escrito al comisa­rio José Sainz su nombramiento como director unita­rio de los servicios de orden público en las cuatro provincias de Alava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra, de­bido a las «circunstancias especiales motivadas por las actuaciones terroristas». Poder absoluto para tomar todo tipo de iniciativas para desarticular cualquier asocia­ción de carácter clandestino terrorista que actúe en la zona. Se trata de atacar a ETA con los medios que sean necesarios. Sainz sólo responderá ante el ministro de la Gobernación.

Este nombramiento levanta celos tanto en los esta­mentos militares, que se resisten a ser mandados por

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un «paisano», como en los gobiernos civiles, lo que desemboca en una inoperancia manifiesta.

Tres semanas después, a pesar de los numerosos obstáculos, se producen los primeros resultados positi­vos. Cuatro activistas de ETA son detenidos en Her- nani. Todos ellos iban armados. Con la documenta­ción incautada a estos terroristas se llega hasta un «zulo» ubicado en un local del barrio de Lasarte, allí se incau­tan dos mil quinientos kilos de explosivos.

Aún faltan por recuperar otros quinientos kilos de la dinamita robados en la cantera de Hernani. Se ha perdido la pista de este material, sólo se sabe que un día antes ha partido con rumbo a Vitoria.

Unos días después, la brigada anti-ETA de Sainz detiene a catorce militantes de la organización. Se desmantelan así los «comandos legales» de Lasarte, Hernani, Lezo, Rentería y San Sebastián. Entre las ac­ciones que tenían planificadas se encontraba una fuga de la cárcel de Jaén y el secuestro del cónsul italiano en San Sebastián.

Un mes después, en mayo, la policía de Bilbao confecciona un completo listado de los terroristas de ETA considerados más peligrosos. Son un total de se­senta y siete. Todos ellos están encuadrados en el fren­te militar y la mayoría se encuentran refugiados en el País Vasco francés. Este exhaustivo informe, con nom­bres y apodos de los principales activistas de la organi­zación etarra, es remitido a Madrid.

De los sesenta y siete activistas de ETA relacionados en el informe policial de Sainz, una veintena de ellos cruzan a menudo la frontera española con destino a Madrid desde hace varios meses. La policía francesa y sus servicios de información han hecho averiguaciones sobre las ausencias de sus domicilios en Francia; la policía española también parece estar al tanto de estas

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largas ausencias del País Vasco francés de los terroris­tas vascos.

La policía y varios servicios de inteligencia militar tienen ya un completo archivo sobre ETA y sus coman­dos armados. Listados donde se detallan direcciones y teléfonos, acompañados de fotografías.

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_________________ CAPÍTULO SIETE

UN SECUESTRO ANUNCIADO

EZKERRA CONOCE A LA RUBIA

«—Iñaki, tienes que ir a Madrid. Irás con Wilson y Argala.

»—Pero, ¿cuál es la misión y el objetivo de este viaje?»—Es una acción de gran envergadura en la capi­

tal. No puedo decirte más.»Quienes mantiene esta conversación son José Ma­

nuel Pagoaga Gallastegui, Peixoto, y José Ignacio Mági­ca Arregui, Ezkerra. Poco después, el activista de ETA inicia viaje a Madrid, acompañado de Argala y Wilson. A la entrada de la capital de España, un coche les espera para guiarles al barrio de Aluche.

Lo conduce una mujer rubia, de media melena y baja estatura. Una vez en el punto de destino, la mujer les saluda con la mano desde la ventanilla de su coche y continúa su trayecto.

La vivienda está completamente amueblada y en perfecto estado. Es un piso prestado para unos días. Tras acomodarse en las habitaciones se reúnen en el salón. Ezkerra está impaciente por conocer los detalles

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de la operación. Argala le informa de que el objetivo es el vicepresidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco.

Al día siguiente se levantan temprano. Ezkerra quiere ver cuanto antes al almirante Carrero Blanco en misa. Quiere cerciorarse de que va puntualmente a la iglesia de San Francisco de Borja y que su única com­pañía es un policía. Acuden con tiempo. Cada uno se sitúa en un punto diferente de la calle. Ezkerra se coloca en una parada de autobús cercana desde donde se ve perfectamente la entrada de la iglesia. Van llegan- do autobuses, y Ezkerra pasea de un lado a otro impa­ciente. A muy pocos metros hay un grupo de «grises» hablando, charlan de fútbol mientras fuman unos ciga­rrillos.

A las nueve y dos minutos ven cómo el coche oficial del vicepresidente aparca en doble fila frente a la igle­sia. Carrero Blanco baja del vehículo lentamente, y detrás de él un señor de unos cuarenta años, moreno y de estatura media. Es su escolta.

Ezkerra no se puede creer lo que está viendo. Allí frente a él está el recambio de Franco, la columna vertebral del régimen, totalmente desprotegido. Palpa la pistola que lleva sujeta a su cinturón, cargada y a punto. Podría matarle allí mismo. El vicepresidente y su acompañante pasan muy cerca de él, ni siquiera le han mirado. Una vez en el exterior comprueba cómo ambos se introducen en el coche oficial, un Dodge Dart negro. Esa misma tarde, Iñaki Múgica conoce a Genoveva Forest Tarrat, La Rubia, la eficaz y siempre dispuesta colaboradora de la organización terrorista ETA en la capital de España. Ezkerra comprueba que La Rubia lo tiene claro. Ella será, en principio, la en­cargada de buscar alojamiento a los activistas de ETA que vayan llegando a la capital y hará de correo entre

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el comando y la dirección etarra instalada en el sur de Francia. Eva Forest será una de las primeras personas en conocer los planes de ETA para secuestrar al almi­rante Carrero Blanco.

Esa noche, a través de la radio, se enteran de que el industrial navarro Felipe Huarte ha sido secuestrado por un comando de la organización.

Durante las dos semanas siguientes, los tres miem­bros del comando se dedican a vigilar a Carrero Blan­co. Ezkerra se encarga de realizar un completo infor­me sobre lo necesario para llevar a cabo el secuestro del almirante. Una vez finalizada esta labor, el respon­sable del comando se marcha a San Sebastián a infor­mar a la dirección etarra sobre los detalles de la acción terrorista. Mientras tanto Argala y Wilson se quedan en Madrid, ayudados por Eva Forest.

ETA DA LUZ VERDE

Iñaki Múgica Arregui, activista ilegal de ETA, ficha­do y buscado por la policía, viaja cómodamente en tren desde Madrid hasta la capital donostiarra. Aquí man­tiene un encuentro con los dos máximos dirigentes del frente militar, Peixoto, ideólogo de la organización, y Txikia, jefe de ios comandos operativos de ETA, a quie­nes pone al corriente de la situación y de lo que se necesita para secuestrar al almirante Carrero Blanco con el objeto de canjearlo por los presos etarras: pisos francos, coches, armas, dinero y el trabajo de varios comandos. Ezkerra considera que es viable si se hace rápido y bien. Peixoto le dice que no se preocupe.

La organización terrorista ETA atraviesa en estas fechas momentos muy duros. La represión policial ha hecho que las caídas de activistas sean cada vez más

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numerosas. A raíz del secuestro del empresario nava­rro, Felipe Hnarte, las fuerzas del orden público se emplean a fondo. Se cuentan por centenares los dete­nidos, como hemos visto, y no se repara en los métodos para obtener información. La tortura se convierte en algo habitual. No es éste el mejor momento para em­prender una aventura como la de Madrid. Aun así se da luz verde al proyecto. «Nosotros sabíamos que para que pudiera hacerse un canje como aquél, había que quitarle al régimen la pieza fundamental para su fun­cionamiento, la que garantizaba su continuidad, y esa pieza era precisamente Carrero.» 1

UN ENCUENTRO CASUAL

Los primeros miembros del comando se desplazan a la capital de España. Uno de ellos —Javier María Larreategui Cuadra, Atxulo— es reconocido casualmente en plena calle por un amigo, Javier María Salutregui Menchaca, un estudiante de periodismo que se en­cuentra en la capital de España. Todo sería completa­mente normal si no fuera porque Salutregui sabe que Atxulo es militante de ETA. Es el mes de noviembre de 1972.

Atxulo es un hombre poco discreto, a pesar de que está en Madrid en misión secreta y trascendental para ETA. Los antiguos amigos se ven en numerosas ocasio­nes, y frecuentan a unas jóvenes vascas, ante quienes Atxulo no disimula su pertenencia a ETA ni se recata en la exhibición de armas. En una ocasión llega inclu­so a confesar a Salutregui que está en Madrid prepa­rando «algo muy gordo» y le pide que robe un DNI y le busque un piso seguro. Javier María Salutregui sabe que se está implicando en algo muy peligroso, tiene

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miedo, y decide cortar su relación con Atxulo. Pero las imprudencias de Atxulo no acaban aquí. En febrero de 1973 se pone en contacto con Juan Antonio Aramburu Araluce, un antiguo colaborador de ETA, ya desvincu­lado de la organización, que se encuentra en Madrid por razones de estudio. Los antiguos compañeros de correrías se ven casi a diario. A pesar de su resistencia, Aramburu acaba realizando algunos contactos por in­dicación de Atxulo. Un día los jóvenes vascos coinci­den con el ministro López Bravo en la puerta del cine Roxy B. Atxulo, con la incontinencia verbal y la impru­dencia que le caracterizan, se vuelve hacia su amigo y le dice que tenía el proyecto de seguir a dicho ministro para estudiar sus costumbres, secuestrarlo y pedir a cambio la libertad de varios presos de ETA.

La anarquía entre los integrantes del comando desplazado a Madrid para preparar el secuestro del almirante Carrero Blanco es total. Mientras Ezkerra, Wilson y Argala recaban datos y consolidan una infraes­tructura estable, Atxulo va por libre. Convive con sus amigos y no se priva de enseñarles su pistola, un nueve largo, que lleva en el lado derecho de su cinturón.

Otro golpe de suerte, otra negligencia policial: uno de los activistas más carismáticos en el entramado eta­rra es Juan Miguel Goiburu Mendizábal, Pelotas. Tuvo participación activa en el secuestro del industrial Feli­pe Huarte y fue quien redactó el panfleto reivindicati- vo por parte de ETA donde se dice que «en vista de la no existencia de unos medios legales y de unas institu­ciones que defiendan a la clase obrera, hemos secues­trado al industrial Huarte». Goiburu Mendizábal es detenido por la Guardia Civil de Villafranca de Ordi- zia. Tras pasar por el cuartel unas horas, es puesto en libertad sin cargo alguno. No se le puede probar nin­guna participación en el secuestro de Felipe Huarte.

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Goiburu Mcndizábal es uno de los activistas de ETA más controlados por las fuerzas policiales en toda la zona de Guipúzcoa. Cada vez que la organización te­rrorista comete algún sabotaje Goiburu es vigilado. ¿Cómo se explica entonces su libertad de movimientos para participar en el atentado contra Carrero Blanco? ¿Por qué se le permite huir a Francia dos días después de haber sido detenido por la Guardia Civil?

VAMOS A SECUESTRAR A CARRERO

La misión del comando Txikia es secuestrar a Ca­rrero Blanco. Los etarras van a contar con el apoyo de viejos militantes del PCE. Serán éstos quienes propor­cionen a los vascos el lugar donde ocultar a su víctima. Se trata de una casa ubicada en Alcorcón, en la calle Hogar, núm ero 68, casa cuatro-D: «Ezkerra entregó cuatrocientas mil pesetas a Genoveva Forest para que comprase una casa que reuniese condiciones adecua­das en orden a la construcción de un refugio o aguje- ro, con cuyo dinero se compró la casa de Alcorcón. Se registró a nom bre de Remedios Pérez López, esposa de Antonio Durán.»

Antonio Durán Velasco, El Tupamaro, m ilitante de Comisiones Obreras y miembro del Partido Comunis­ta, había conocido a Eva Forest de forma casual en 1969 cuando realizó una obra en casa de la simpatizan­te comunista. Aunque 110 m antienen una estrecha re­lación Antonio Durán, experto en la elaboración de «zulos» y refugios clandestinos, es la persona encarga­da de coordinar las obras del sótano de la casa de Alcorcón. «Eva me preguntó si estaría dispuesto a par­ticipar, construyendo uno (un zulo), en una acción consistente en el secuestro de una alta personalidad de

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la nación, que serviría para la liberación de presos políticos.»2 Varios militantes de ETA sirven de mano de obra: Argala, Miguel Lujua, M ichelena Loyarte y Garmendia Artola trabajan a destajo para acondicionar el local. Todo ha de estar preparado para que, después de las vacaciones, ETA lleve a cabo el tan dilatado secuestro del presidente del Gobierno.

Las obras comienzan en el mes de junio de 1973 y no se dan por concluidas hasta mediados de septiem­bre. El piso de Alcorcón era conocido por los integran­tes del comando como «La Granja». Todas las facturas son pagadas por Eva Forest con dinero que le facilita la organización terrorista. La Rubia encarga a Antonio Durán que instale en el sótano camas litera para nueve personas, el núm ero de elementos de ETA que ha­brían de participar en la acción. Durán se convierte así en pieza indispensable para los militantes de ETA des­plazados a la capital.

Un día, durante la instalación de las camas litera, Eva Forest se presenta en el piso y pide a su amigo Durán que la ayude a entrar unos bultos, bastante voluminosos y pesados, que consisten en dos maletas grandes, una cesta de mimbre y varios paquetes alarga­dos. Una vez en el interior La Rubia le muestra su contenido, es un auténtico arsenal: rifles, pistolas, es­copetas y diversa munición.

Los «expertos» activistas de ETA no se decantan por el sistema más fácil y cómodo para llevar a cabo su acción. No se deciden por ejecutar el secuestro a las puertas del domicilio del vicepresidente. Hubiera sido sencillo para el comando etarra reducir al escolta y al chófer e introducir al almirante en un coche, secues­trar a Carrero Blanco en el instante en que abandona­ra la iglesia de los jesuítas, una vez neutralizados el único escolta que le acompañaba y el chófer que le

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aguardaba en el in terior del vehículo oficial o, la solu­ción más evidente, interceptar a su objetivo cuando pasea tranquilam ente con un único guardaespaldas en dirección a su despacho en el paseo de la Castellana. Los etarras, desafiando la lógica de m enor riesgo ma­yor eficacia, quieren efectuar el secuestro dentro de la iglesia.

Durante días los terroristas se dedican a estudiar las diferentes entradas y salidas del recinto religioso. Para llevar a cabo este plan son necesarios doce activis­tas. Un prim er comando, integrado por cuatro terro­ristas, se encargaría de reducir al escolta que está en la iglesia y bloquear el acceso a la calle Serrano. Un se­gundo grupo tendría que irrum pir en la iglesia por la entrada del claustro y encargarse de retener al almiran­te Carrero. El tercer comando sellaría las entradas y salidas a las calles Claudio Coello y Maldonado. La hora estaba convenida: las 9.10. Mientras tanto, tres coches aguardarían en el exterior, con el m otor en marcha, para trasladar al rehén y al resto de los activis­tas etarras.

La operación debería durar tres minutos. Al coche donde se llevaría al secuestrado debía seguirle otro que le sirviera de escolta por si había problemas. Su misión era interponerse ante un posible perseguidor de la policía y hacerles frente hasta que el vehículo principal estuviera a salvo. Por supuesto ninguno de los etarras integrantes de los coches dos y tres sabrían el lugar exacto donde iba a ser trasladado el almirante. Una vez encerrado en la casa refugio, a los cuatro terroristas encargados de custodiar a Carrero Blanco se les daría la orden de ejecutar a su rehén si en las cuarenta y ocho horas siguientes no fueran liberados los ciento cincuenta presos vascos encarcelados.

Esta complicada acción exigía m ucha gente para

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llevar a cabo el secuestro. Necesitaba un gran número de pisos de seguridad para esconder a los miembros de los comandos. Y por supuesto un «zulo» donde ocultar con garantías al secuestrado. Lo prim ero que hacía falta para llevar a cabo esta acción terrorista era dine­ro, mucho dinero. Y la arcas de ETA están llenas gra­cias a los cincuenta millones conseguidos con el se­cuestro del empresario Felipe Huarte.

UN PISO «DISCRETO»

Pasan los días, las semanas. Los integrantes del comando Madrid se toman con tranquilidad su trabajo.

Atxulo continúa los contactos con sus amigos y amigas «del norte», no se priva en sus momentos de ocio, que son muchos, de tomarse unas copas y acudir a discotecas. Wilson está impaciente, llevan ya varias semanas en M adrid y echa de menos a sus amigos y la acción. A Pérez Beotegui 110 le gusta estar mucho tiem­po en el mismo lugar, se siente inseguro y pregunta constantemente a sus compañeros qué es lo que están esperando. Ezkerra, el responsable del operativo de ETA en Madrid, sabe que es urgente consolidar las infraestructuras necesarias. Llevan ya cuatro meses en la capital de España y aún no han conseguido un piso propio en el que trabajar.

Los tres integrantes del comando etarra escudri­ñan las páginas de alquiler y venta de pisos de los diarios Ya y ABC. No tienen problemas de dinero, por lo que han decidido instalarse en una vivienda cómoda. Realizan numerosas llamadas de teléfono y visitan va­rios pisos. Por fin se deciden por uno en la calle Mirlo, núm ero 1, piso 12-C. El piso de la calle Mirlo será la base de ETA en Madrid, un lugar estratégico para huir

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en caso de apuro, situado en la salida sur de Madrid, muy cerca de la carretera de Extremadura, a poca dis­tancia de la carretera de Boadilla y frente a una de las entradas de la Casa de Campo.

El contrato de alquiler es firmado por Wilson con docum entación falsa a nom bre de Javier Rivera López, un vallisoletano afincado en Bilbao por motivo de estu­dios. Wilson pasa verdaderos apuros al in tentar disimu­lar su acento vasco, habla poco y está muy nervioso.

Argala, Wilson y Atxulo se instalan en este piso amueblado de ciento treinta metros cuadrados. Al prin­cipio intentan pasar desapercibidos pero les resulta imposible. Son la novedad del vecindario.

Pronto son más los jóvenes vascos que se instalan en este piso. Ninguno de ellos pasa desapercibido y no tardan en ser conocidos como «los de la ETA». Se les ve con asiduidad en los establecimientos comerciales próximos realizando compras. Argala es un excelente cocinero y no se priva de buena carne y pescado fresco.

Argala, Wilson, Atxulo, Zigor, Josu Ternera, Kiskur y otros muchos activistas de la organización pasan por este piso franco de ETA. Por las tardes es habitual verlos en algunos bares cercanos bebiendo cervezas y en algunas ocasiones jugando al mus. «Los de la ETA», en contra de todo principio de discreción, comienzan a ser conocidos en el barrio. «Lo de la ETA nos lo decía m ucha gente. Al principio chocaba porque aquí nadie te suele gastar bromas, pero luego estábamos ya acos­tumbrados. (...) A cuenta de esto nos hacían bromas todos los del barrio. Como nosotros comprábamos la comida o llevábamos la ropa a lavar, pues siempre: “ya viene el de la ETA”.» 3 Sorprende sobre todo su liber­tad de horarios y el abundante dinero que manejan. Muy pronto los confidentes policiales del entorno se fijan en estos curiosos personajes.

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UNOS VASCOS MUY EXTRAÑOS

A una de las habituales partidas de mus de los etarras en un bar cercano asiste un curioso espectador. Tiene apariencia de obrero y sigue con interés el juego, pero lo que despierta su interés es el acento de los ju ­gadores, así como el hecho de que entre ellos empleen expresiones en vasco. Se acerca al camarero y le pregun­ta que quiénes son los nuevos vecinos. «Llevan ya unos días en el barrio. Son vascos. Trabajan y estudian.» La persona que ha mostrado tanto interés por la partida de mus es un agente del servicio de información de la Guardia Civil adscrito a la 111 Comandancia de Madrid.

El agente realiza más visitas por éste y otros estable­cimientos de la zona, hace algunas preguntas y decide poner estos datos en manos del servicio de informa­ción. Cursa el correspondiente informe y de esta forma el asunto llega hasta la mesa del jefe de la comandancia, el teniente coronel Francisco Aguado, quien no lo deja caer en saco roto: «Había muchos indicios de cosas raras, pues salían por ahí de viaje dos o tres días... en fin, que no era una vida normal para unos estudiantes».

DISCIPLINA OBLIGA

Las sospechas se van acumulando hasta convertirse casi en certidumbres. Tan sólo falta probar que efecti­vamente aquellos sospechosos de la calle Mirlo prepa­ran algo más que unas oposiciones. Así que se decide intervenir o, en último término, asaltar la casa en un momento en el que ellos se encontraran ausentes y a una hora en la que no se alarmara a los vecinos. Es un procedim iento habitual, la policía detecta unos sospe­chosos y procede a su identificación con registro in-

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cluido, no es necesaria una orden judicial. Todo está preparado, pero cuando ya estaba dispuesto para eje­cutar el servicio, el teniente coronel Aguado recibe una orden superior: la operación no debe llevarse a cabo. No es habitual que un teniente coronel, el res-, ponsable de la 111 Comandancia de la Guardia Civil, reciba instrucciones de la superioridad para que no intervenga en lo que se supone que es una operación rutinaria. Una simple llamada de teléfono y alguien le ordena al teniente coronel Aguado que anule el servi­cio. Es la orden de un superior y en la Guardia Civil las órdenes no se discuten, sólo se cumplen. Yse da carpeta­zo al asunto. El hoy general Francisco Aguado aún no encuentra explicación a aquel hecho: «Que se suspen­diese el servicio, nada más, no dijeron más, no dieron más explicaciones ni uno podía pedirlas tampoco, pero la disciplina obliga.» Quien anuló la operación tuvo la precaución de no dejar rastro y dio la orden por telé­fono. El hoy general Aguado se niega a desvelar el nom bre de su superior, sólo sonríe y dice que «Como decimos nosotros, venía de arriba, de muy arriba».

El director general de la Guardia Civil, Carlos Iniesta Cano, sabía ya que ETA pretendía llevar a cabo una acción espectacular en Madrid que podría suponer el secuestro del alm irante Carrero, del príncipe Juan Carlos o de él mismo. Tanto los servicios de informa­ción de la Policía, como los de la Guardia Civil y el propio SECED prestaban especial atención a los estu­diantes que residían en Madrid. Los porteros de los inmuebles, los propietarios de las casas de alquiler o los responsables de las residencias de estudiantes eran interrogados continuam ente acerca de quiénes resi­dían allí, cuáles eran sus costumbres, qué amistades frecuentaban, acerca de si recibían visitas o no, etc.; y cuando el estudiante era de fuera de Madrid se extre-

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maban las precauciones. Si además era vasco estaba garantizada la atención de las Fuerzas de Orden Públi­co. Lo saben bien los miles de estudiantes que han tenido que pasar por ello.

Dos meses antes del atentado, el piso fue totalmen­te abandonado por los activistas de ETA. Sin embargo, en él la policía encontró después del magnicidio nu­merosa información: un plano con el itinerario que habitualm ente hacía el presidente Carrero, en el que están marcadas diversas dependencias de la Guardia Civil y comisarías de Policía, así como las instalaciones de la embajada americana; bolednes internos de la organización terrorista ETA y cuadernos militares so­bre actuaciones con explosivos. ¿Por qué ETA deja tanta docum entación si tuvieron más de dos meses para dejar limpio el piso? ¿Por qué dejó pistas que conducían a la policía a otros pisos empleados por ETA? Un regalo innecesario.

LA CÚPULA DE ETA SE REÚNE EN MADRID

En abril de 1973 se produce un hecho que podría haber hecho variar el rumbo de ETA. El dirigente etarra Eustaquio Mendizábal Benito, Txikia, es detecta­do en la estación de tren de la localidad vizcaína de Algorta. Los agentes policiales tienen una orden tajan­te: Txikia no debe escaparse. El gentío en el andén dificulta la detención inmediata. Guando varios poli­cías se disponen a abalanzarse sobre Mendizábal, se percatan de que éste va a establecer un «contacto». Los etarras entablan una breve conversación, caminan de forma nerviosa y, de repente, se paran en seco. Sin pensárselo más salen a la carrera en direcciones opues­tas. La reacción de los policías es perseguir a Txikia. La

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orden recibida es «parar» a Mendizábal «al precio que sea». Ninguno de los cuatro agentes intenta detener al segundo etarra. Los policías comienzan a disparar con­tra Txikia, y éste, que se ve rodeado, intenta secuestrar1 un coche a punta de pistola. El tiroteo continúa duran­te unos instantes. Mendizábal está acorralado. Todo finaliza cuando Txikia cae desplomado al recibir un certero tiro en la sien. Los policías se acercan y tras colocarle las esposas lo introducen en una ambulancia para ser trasladado al hospital de Basurto, en Bilbao, donde ingresa ya cadáver.

Eustaquio Mendizábal, Txikia, estaba considerado como el objetivo núm ero 1 de la policía. Responsable del frente militar de ETA-V Asamblea, había sido el cerebro del secuestro de Felipe Huarte y el jefe del comando que había asaltado el polvorín de Hernani. El otro etarra, el activista que consiguió huir a la carre­ra, era José Manuel Pagoaga Gallastegui, Peixoto, uno de los máximos ideólogos de la organización terrorista.

Se ha descabezado el frente militar de ETA, se ha capturado al jefe de los comandos operativos, pero éste suceso no impide que ETA continúe con sus planes. Tan sólo unos días después, el «apodo de guerra» de Eusta­quio Mendizábal dará nombre al grupo armado que opera desde hace meses en Madrid, el comando Txikia.

Tras unas semanas de deliberaciones, la organiza­ción terrorista elige un cuarteto dirigente: los cuatro hombres fuertes del frente militar de ETA, Iñaki Múgi- ca, Ezkerra, Domingo Iturbe, Txomin, José Manuel Pa­goaga, Peixoto, y José Antonio Urruticoechea, Josu Ter­nera. De nuevo vuelve la norm alidad al complejo terrorista vasco. La tranquilidad y seguridad de los terroristas es tal que deciden celebrar una asamblea de la cúpula dirigente de la organización terrorista ETA en la capital de España.

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Hacia finales de mayo de 1973, dos colaboradores de ETA del aparato de «mugas» se encargan de condu­cir a siete dirigentes de la organización desde el sur de Francia hasta territorio español. Juan Miguel Goiburu Sabino Achalanclabaso, Iñaki Múgica Arregui, Vicente Serrano Izco, Eduardo Moreno Bergareche, Icharope- na Goicoeche y Roberto Fernández Palacios han hecho todo el camino a pie por el m onte La Rhun. Tres automóviles conducidos por Francisco Muzas Agui- rreurreta, Carmen Cólera H errero y Juan José Gurru- chaga trasladan a los siete visitantes hasta la estación de ferrocarril de Trún, donde toman un tren que los va a conducir directam ente hasta Madrid. Los dirigentes de ETA viajan de noche descansando en cómodas lite­ras. Todos ellos van armados con pistolas Firebird nue­ve milímetros parabellum, están fichados y son perse­guidos por la policía española. Sin embargo, su viaje en tren hacia Madrid transcurre sin incidentes.

Una docena de etarras se encuentran en Madrid desperdigados en pisos de alquiler, pensiones y casas de amigos. La reunión se celebra en los primeros días de junio. Acuden Pcixoto, José María Alcíbar, El Gene­ral, José Miguel Echaguibel, Cristo Melenas, y Víctor Aranzábal, Chimua. En ella se habla de la marcha de la organización, de los cambios habidos en el frente mi­litar y sobre todo de la «sonada» acción que se va a ejecutar en Madrid. Se decide apostar claramente por el secuestro de Carrero Blanco y la orden es que se ejecute la acción cuanto antes. La reunión se alarga durante dos días y los enfrentam ientos entre el frente político obrero y el militar se acentúan. Esa noche la pasan los doce militantes de ETA en un piso de Getafe.

Dos semanas después de la m archa de los dirigentes de ETA, la Guardia Civil detiene en San Sebastián a Vicente Serrano Izco y Roberto Fernández Palacios.

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Ambos habían estado en la reunión de Madrid y los dos así lo confiesan tras intensos interrogatorios. «Fue­ron detenidos por la Guardia Civil y en su declaración afirmaron proceder de Madrid. Se estima muy interesan­te que sean nuevamente interrogados.» ' La noticia de esta importante caída pronto es conocida en la dirección etarra. Sin embargo, ETA no toma ninguna precau­ción y sigue adelante con los planes para secuestrar a Carrero Blanco. Tampoco la Guardia Civil adopta medi­das especiales ni parece tomar en consideración que una docena de etarras se reúna durante dos días en Madrid.

UNA MERCERÍA COMO «ZULO»

La ayuda de Eva Forest es inestimable. Está dis­puesta a cualquier hora y se presta a todo tipo de colaboración. Ezkerra no deja de enviar mensajes al sur de Francia solicitando más gente. Pero ahora lo prioritario es conseguir un lugar seguro donde ocultar a Carrero Blanco. Necesitan un «zulo» donde esconder y m antener a salvo a «la pieza». La idea es que el secues­trado estuviera continuam ente vigilado por cuatro acti­vistas. Wilson, Argala, Zigor y Ezkerra se turnarían para no dejarle solo ni un m inuto, y atenderle hasta que llegara la orden de la dirección de su puesta en libertad o su ejecución. Llegan a Madrid nuevos acti­vistas para colaborar en la acción. La esposa de Ezke­rra, Rosario Lasa Leunda, Esperanza Goicoechea Elo- rriaga, 1 charo, y Pedro Ereño Gorrochategui, El Pelos.

Primero alquilan una vivienda en el núm ero 2 del paseo de La Habana, una zona residencial de alto nivel de Madrid. Un piso de seguridad en el que atender a posibles bajas y en el que refugiarse después de desha­cerse del secuestrado. A continuación, gestionan el

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traspaso de una m ercería situada en el núm ero 18 de la calle Padre Damián. En el sótano es donde se piensa retener al secuestrado. Antonio Durán tiene que pre­parar un habitáculo donde retener con garantías al almirante. La tienda se adquiere con todas sus existen­cias en los primeros días de junio de 1973 y se paga casi medio millón de pesetas en efectivo. Todo va sobre ruedas hasta que, la misma noche en que se cierra el acuerdo de compra, se produce un hecho que trastoca los planes. Dos delincuentes fuerzan la puerta del esta­blecimiento comercial, pero son sorprendidos por uno de los serenos de la zona. Una patrulla de la policía acude al lugar mientras los ladrones huyen a la carrera. Se produce una gran alarma en el vecindario, ya que la policía realiza varios disparos, sin embargo, los delin­cuentes consiguen escapar.

La policía localiza a los antiguos dueños de la tien­da y éstos le facilitan la dirección de los nuevos propie­tarios en el paseo de La Habana. Los policías llaman una y otra vez a la puerta pero no contesta nadie. El piso está deshabitado.

Ignorantes de todo lo que ha sucedido durante la noche, Ezkerra y Zigor se reúnen esa m añana tem pra­no con Antonio Durán y Eva Forest para poner en marcha las obras. Los miembros del comando acuden a la mercería... «La puerta se encontraba abierta, lo que nos extrañó, pero pensamos que había sido el mismo dueño quien la había dejado abierta. Nos pusi­mos a mirar por el suelo tratando de localizar el lugar idóneo para comenzar a perforar. Cuando llevábamos unos quince minutos vimos a un señor en la puerta.» La situación se complica y surgen los nervios, las pre­guntas y las explicaciones. El joven que se ha presenta­do en la tienda es el hijo de la anterior propietaria, quien se extraña al ver allí a tanta gente. Tras las

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presentaciones, Zigor y Durán Velasco le convencen de que son familiares de los nuevos propietarios. El joven los informa de que dos delincuentes han forzado la cerradura esa noche. Asimismo les dice que la policía había acudido al domicilio reseñado en el contrato, en el paseo de La Habana, pero que allí no había encon­trado a nadie, por lo que les sugiere que inform en a los nuevos propietarios para que acudan a la policía a presentar la correspondiente denuncia.

Un intento de robo y la policía de por medio. En tan sólo unas horas ETA se ha quedado sin la infraestructu­ra necesaria para el pretendido secuestro. La policía conoce la dirección en el paseo de La Habana y ha realizado el informe correspondiente sobre el robo en la tienda. Es previsible que en poco tiempo se personen en el establecimiento para recabar más información. La mujer de Ezkerra junto con Zigor preparan una excusa para convencer de la rescisión del contrato a los anti­guos propietarios. No consiguen recuperar la fianza pero logran cancelar la operación. Al menos, ya no tendrán que pasar ningún trámite ante la policía.

El asunto ha quedado cerrado, pero la operación ha sido desbaratada por unos vulgares delincuentes.

Los activistas etarras reclutados para ejecutar la acción contra el almirante Carrero Blanco —José Ma­ría Aldasoro Artola, Tomás Pérez Revilla, Tomi, José Luis Arrieta Zubimendi, Azkoiti, Manuel Michelena Lo- yarte, Oxobi, José Antonio Garmendia Artola, Tupa,]osé Joaquín Villar Gurruchaga, Fangio, y Miguel Lujua Go~ rostiola, Mikel— llegan a Madrid en tren y sin proble­mas. Todos son viejos conocidos de la policía española. Se alojan en nuevos pisos alquilados con docum enta­ción falsa en las calles Alberto Aguilera, General Perón y en la Avenida del M editerráneo.

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CAPÍTULO OCHOCARRERO PRESIDENTE

SE CIERRA LA MURALLA

La crisis desatada tras el escándalo Matesa, las bue­nas gestiones de Laureano López Rodó y las presiones del exterior hacen ver a Franco que ya ha llegado la hora de delegar la Presidencia del Gobierno y, el 9 de junio de 1973, designa a Luis Carrero Blanco como presidente. El prim er presidente desde la Guerra Civil española y también uno de los más breves. Franco actúa a su manera. No nom bra a alguien capaz de llevar a cabo aquella «apertura» pedida por los Estados Unidos, reclamada desde los sectores más liberales del régimen y peleada en la calle por los ilegales grupos de la oposición. No, lo que hace el Caudillo es una manio­bra política que satisface sólo a algunos. Tan sólo a él, al Príncipe y al Opus Dei. A Franco porque así cumple con la palabra dada, pero lo deja todo bajo el control de su hom bre de confianza, con tanta aversión al reco­nocimiento de los partidos políticos como él mismo; al Príncipe, porque de esta m anera el futuro rey de Espa­ña sigue teniendo un poderoso escudo tras el que

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protegerse de todos los peligros que le acechan hasta que Franco muera; y al Opus Dei porque se m antiehe en el poder.

Carrero era tenido por una persona «integrista» e «intransigente». Un destacado miembro de los servi­cios de inteligencia del Alto Estado Mayor del Ejército, que desea que su nom bre se m antenga en el anonim a­to, persona conectada con la CIA y los servicios de inteligencia de los países aliados, señala que «Carrero no era, evidentemente, la persona idónea en aquellos momentos para hacer el recambio en los últimos años del franquismo», opinión que coincide con la de Esta­dos Unidos, la de las fuerzas de la oposición y, paradó­jicam ente, con la de los máximos responsables de m an­tener el orden, entre ellos Eduardo Blanco, hom bre de confianza de Arias Navarro: «Era frenar. Frenar la evolución rápida que crecía, a la que estaba abocada España.»

Carrero era capaz de cumplir hasta al final los de­seos de Franco. Pero a los «amigos americanos» no les interesaba otra cosa que la estabilidad de España al precio que fuera. Walters había intervenido en situa­ciones semejantes en países de Latinoamérica y sabía que cuando todo estaba perdido la única solución posible era el golpe militar. Pero Walters no podía ignorar que la solución que él consideraba válida para un continente no lo era para otro. No era factible, entonces, en Europa, plantearse una salida militar. Lo mejor era una transición controlada. Y eso lo sabían muy bien aquellos que desem peñaban algún papel sig­nificativo dentro de los partidos de la oposición. Entre ellos Lidia Falcón, militante del PCE: «La transición democrática estaba prevista y pactada, incluso mucho antes de que m uriera Franco. Otra dictadura, con una cabeza tan inocua, por otro lado, como la de Carrero

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Blanco, porque él no era el héroe de la Guerra Civil y no era el que había pactado con Hitler, era un señor del que ya nos habíamos olvidado todos de sus oríge­nes, que estaba allí en un oscuro despacho llamado Presidencia de Gobierno. Que hubiera continuado una dictadura en España en los años setenta y tantos era impensable. Ni lo hubieran perm itido las Naciones Unidas ni la Comunidad Europea, ni era el proyecto que tenía el Departam ento de Estado de EE UU, ni todas las gestiones que habían hecho los partidos polí­ticos, el Partido Socialista y otros partidos en el exilio para el futuro de España después de la dictadura. Esta­ba prevista la democracia.»

Carrero era alérgico a los partidos políticos y veía en el asociacionismo una puerta falsa por donde éstos podían introducirse. Ni que decir tiene que cuando hablaban de partidos jamás les pasó por la mente ni a Carrero ni a Franco pensar en los comunistas. Según Luis Carrero Pichot, el almirante estaba influido por el recuerdo de los partidos políticos que conoció en su juventud, pocos años antes de la Guerra Civil: «El decía que los partidos políticos están mediatizados por las centrales políticas de otros países. Vamos, por las inter­nacionales de los partidos, y que eso condicionaba mucho las circunstancias políticas. Era una forma de ver las cosas, yo creo que quizá su experiencia había sido negativa. No le gustaban, eso desde luego.»

STRIPTEASE POLÍTICO EN LAS CORTES

En el nom bram iento de Carrero como presidente del Gobierno, la oposición ve el ánimo de perpetuar el franquismo. Con Carrero como presidente, cuando a la m uerte de Franco el Príncipe fuera nom brado Rey,

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la situación interna de España variaría poco. Éste es el análisis que hacen aquellos que se oponen radicalm en­te a Franco, coincidente con el de ETA, según nos cuenta hoy Mario Onaindía, ex dirigente de la rama político militar y condenado en el proceso de Burgos: «Había un miedo, había un pánico a que el régimen franquista se pudiera legitimar ante las democracias europeas y, por tanto, hubiera una transición ficticia hacia la democracia; y por eso había que radicalizar la situación política.»

El nom bram iento no gustó ni a Estados Unidos, ni a los sectores más aperturistas del régimen, ni a los más ultraconservadores, ni por supuesto a las fuerzas emer­gentes de la oposición. Y lo que es todavía peor, es posible que ni siquiera al propio Carrero Blanco.

No parece que el almirante Carrero haya expresa­do nunca apetencia por el poder. Siempre lo tuvo. Durante treinta años permaneció al lado de Franco de forma incondicional, con vocación militar, como si se tratara de un jefe de Estado Mayor a quien correspon­de asesorar fielmente en todo al m ando, a quien nunca puede molestar que sus consejos caigan en saco roto o, lo que es peor, que ni se tengan en cuenta. Era la sombra de Franco en todas sus decisiones. Su marcado carácter cristiano le hacía ser hum ilde y contem plar el poder con distanciamiento, pero a la vez sentía aver­sión por todo aquello que él consideraba un obstáculo para «la buena m archa de España». La buena m archa de España y los deseos de Franco. Carrero despreciaba a aquellos que m aquinaban en las cercanías del Caudi­llo, a quienes sin tener valor para plantear las cuestio­nes claramente se reunían en conciliábulos para cons­pirar en pro de una u otra salida, casi siempre interesada.

Con Franco en decadencia física y el régimen cues­tionado en distintos frentes, Carrero quiso sacar ade­

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lante una tarea imposible: apuntalar el edificio del franquismo. Tarde, a destiempo y solo. Estaba comen­zando la transición y era muy difícil detener aquel proceso. Carrero no supo darse cuenta de ello a tiempo.

ARIAS: EL TAPADO DE LA FAMILIA FRANCO

El presidente nom bra a su equipo. Como vicepresi­dente a Torcuato Fernández Miranda, y ministro de Asuntos Exteriores a Laureano López Rodó; ellos se­rían los brazos fuertes de su Gabinete. Eran también quienes más habían influido en la composición del nuevo Gobierno.

Una de las personas a las que el presidente Carrero Blanco visitó en prim er lugar para informarle de la com­posición del Gabinete fue el príncipe Juan Carlos, el 6 de junio de 1973. El Príncipe le abrazó y le dijo: «Sólo falta ponerle un letrero de “Gobierno de La Zarzuela”.»

Era un Gobierno a la medida del Príncipe, del Opus y de Carrero: «Todos eran viejos amigos vinculados en mayor o m enor medida al Opus Dei y al príncipe Juan Carlos.» 1 Todos frente a las apetencias de los azules, la gente del Movimiento. Sólo había una excepción: la del ministro de la Gobernación, Carlos Arias Navarro.

Carmen Polo conseguía sus propósitos. Ella, a tra­vés de Franco y en contra de los deseos del almirante, se hacía con la cartera de Gobernación colocando a su fiel Carlos Arias Navarro, más conocido entre la oposi­ción como El chacal de Málaga. Un hom bre antim onár­quico, antijuancarlista y fiel a la familia Franco. El mismo día en que Arias fue designado recibió una llamada de El Pardo. Era doña Carmen, para decirle: «Menos mal que te han nom brado. Ahora ya puedo dorm ir tranquila.»

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Arias Navarro era un invitado molesto en un Go­bierno en el que nunca hubiera tenido cabida, y así se lo hizo saber el presidente Carrero Blanco cuando Arias le dio las gracias por su nombramiento: «A mí no me las des, dáselas al Caudillo, porque has sido nom­brado directam ente por él.» Nadie había podido des­cabalgar a Arias de la cartera de Gobernación.

MÁS DE LO MISMO

Con el nom bram iento de Carrero, Franco lanza un mensaje. Era una forma de decir: a partir de aquí esto ya no se mueve. Comienzan a romperse muchas expec­tativas en la clase política, entre aquellos que hacían quinielas sobre su propio futuro. Y no solamente entre ellos. Tampoco en determ inados sectores del Ejército sentó muy bien la decisión de Franco. Dos militares de la época, de signo bien diferente, hoy los dos genera­les, Alberto Piris y Eduardo Blanco, veían así el nom­bram iento de Carrero Blanco: Eduardo Blanco (direc­tor de la Seguridad del Estado en ju lio de 1973): «Carrero era un fanático de la causa, era un integris- ta.» Alberto Piris (había pertenecido al SECED y estaba destinado en el Estado Mayor del Ejército): «Carrero Blanco era el Pinochet español.»

Tampoco los representantes de la Iglesia que apos­taba por la apertura y el cambio veían en Carrero a la persona con la que poder entenderse. Entre ellos el vicario general de Madrid, José María Martín Patino: «...con Carrero Blanco había una relación tensa. Había habido varios incidentes con la Iglesia. El era muy buen católico, pero muy simple en su concepción del catoli­cismo. Nunca entendió el Concilio, nunca entendió lo de la libertad religiosa. Yo recuerdo haberle oído: “el

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Padrenuestro no lo van a cambiar ustedes, yo me atengo al Padrenuestro que me enseñó mi m adre” y cosas de ésas típicas de un católico recio, pero un católico con una formación religiosa insuficiente para los problemas políticos que tenía que enfrentar con la Iglesia.»

EL OBSTÁCULO ES CARRERO

Carrero se convertía en un estorbo desde el mismo instante de su nom bramiento. Para ios más aperturis- tas del régimen era el hom bre que iba a bloquear los partidos políticos. Para los hom bres del Movimiento y la familia Franco, la persona que iba a traer al Rey e instaurar una m onarquía de la que desconfiaban y que podría term inar con aquello que tanto les había costa­do conseguir y conservar. «Sí, efectivamente, efectiva­mente», respondió Laureano López Rodó a la pregun­ta de si creía que Carrero era un estorbo para ciertos sectores franquistas.

López Rodó y Torcuato Fernández Miranda intentan una y otra vez convencer a Carrero Blanco de la necesi­dad de dar luz verde al asociacionismo político, una especie de dique capaz de contener las peticiones de los clandestinos partidos políticos y una manera de mostrar al exterior que España estaba cambiando. Pero Carrero estaba dispuesto a no dejarse influir y a frenar desde el primer momento cualquier iniciativa en este senddo.

El abogado Juan María Bandrés, que desempeñó un im portante papel político en la transición, cree que la presencia de Carrero Blanco a la m uerte de Franco hubiera sido un tapón, un obstáculo bastante im por­tante para avanzar: «Yo no veo compatible a Carrero Blanco con la autonom ía vasca, con el concierto eco­nómico, con la policía autónoma. No le veo aceptando

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instituciones democráticas, el Defensor del Pueblo, unos tribunales independientes, un sistema de garantías como el que tenemos.»

Carrero Blanco no habría podido ofrecer garantía de estabilidad a los aliados. Tampoco parecía aceptar de buen grado la subordinación a los intereses ameri­canos: tres meses antes de su m uerte se negó a una petición de Estados Unidos para utilizar las bases espa­ñolas en la guerra egipcio-israelí. La actitud del Go­bierno español no gustó en el Pentágono.

El escritor y biógrafo del Rey José Luis de Vilallon- ga reflexiona de esta forma: «Carrero era un obstáculo. Yo le dije al Rey: “Si Carrero hubiera vivido y empiezan ustedes a desmantelar el franquismo él se hubiera opues­to, porque Carrero era leal a Franco hasta el fanatismo, ¿no?” El Rey me dijo: “No, Carrero hubiera dim itido.” Bueno, tuve que admitir aquella contestación pero yo no me la creí para nada. Yo creo que Carrero hubiera luchado hasta el último momento porque la m onar­quía que llegaba fuera un continuismo del franquis­mo. Carrero no hubiera dimitido para nada. Porque Carrero era m onárquico, pero antes que m onárquico era franquista y un franquista de los duros. Es decir, que para él, la herencia que recibía el rey de España de Franco era algo sagrado. Si se hubiera dado cuenta de que lo que querían hacer era desm antelar el régimen al que él había servido con gran lealtad, yo creo que nunca hubiera dimitido. Se hubiera opuesto. Por eso había que desembarazarse de Carrero.»

LAS MISAS DEL PRESIDENTEEl nom bram iento de Carrero revaloriza su persona

de cara a un posible canje de presos vascos. Aun así cunde el pánico entre los integrantes del comando

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Txikia, ya que el ascenso de Carrero a la Jefatura del Gobierno puede provocar un cambio de residencia, un aumento de su seguridad personal y una alteración de sus habituales horarios y costumbres. El 9 de junio de 1973, en el piso de la calle Mirlo la luz está encendida hasta altas horas de la madrugada.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, Argala decide acudir solo a la iglesia de San Francisco de Borja. Se sienta en uno de los primeros bancos. No han transcurrido unos minutos cuando ve entrar a Carrero Blanco, acompañado de una mujer joven y un niño pequeño que le da la mano. Argala se arrodilla, como si estuviera orando. El almirante, acompañado de su hija Angelines y su nieto, se sienta muy cerca de él, pero ni siquiera le mira. Cuando Argala abandona el recinto religioso se fija en los tres escoltas que acompa­ñan al almirante. Ninguno de ellos está atento al pre­sidente, se les ve despistados y aburridos.

Sorprendentem ente nada o casi nada ha variado. El almirante no cambia de vivienda, continúa habitan­do el piso familiar de la calle Hermanos Bécquer; no varía sus visitas a la iglesia de San Francisco de Borja y realiza el mismo recorrido que siempre. Sólo se ha producido un leve cambio: se han incorporado dos nuevos escoltas al servicio de protección del presidente.

Los etarras deciden continuar con la acción, pero han de darse prisa. Ezkerra fija como fecha límite el 18 de julio: después de la conmemoración del alzamiento militar todo el Gobierno se va de vacaciones.

PRÁCTICAS DE TIRO EN LA SIERRA

La prolongada estancia en M adrid hace que algu­nos de los activistas comiencen a desesperarse y a per­

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der la paciencia: «Te sentías como en una ratonera.»2 Ezkerra tiene que establecer una rígida disciplina. Se im ponen tareas para ocupar el tiempo libre y no «bajar la guardia». El aburrim iento es tal que deciden realizar prácticas de tiro en la sierra. «Practicábamos con la Parabellum en el monte; a una o dos horas de Madrid hay zonas en donde se puede disparar tranquilamente, a nosotros nunca nadie nos dijo nada, y m ira que fuimos veces, dos o tres por semana al principio. Hay un m onte muy bueno por la parte de Segovia y tam­bién yendo hacia Avila, todos aquellos montes, sierras los llaman allí, todo aquello es estupendo para practi­car.»3 Una vez más, un comportamiento inexplicable.

Los descuidos de los etarras son continuos. En una ocasión, en el piso de la calle Mirlo, uno de los terro­ristas, m ientras está limpiando su pistola, sufre un pe­ligroso percance. Se ha olvidado de retirar la bala que está en la recámara y sin darse cuenta acciona el gati­llo. «Sonó un impacto grande y nos quedamos unos segundos sin reaccionar. La bala fue al suelo, rebotó contra la pared, luego fue al techo y cayó otra vez al suelo: hizo tres agujeros.»4 Los tres etarras que se en­cuentran en la vivienda se quedan paralizados. Argala reacciona y se abalanza decidido hacia la puerta. Se asoma a la escalera y grita: «¿Qué ha pasado?» Pero nadie contesta. Un hecho similar se produjo pocos días después. Pero nadie pregunta, nadie investiga. Los terroristas vascos parecen tener mucha suerte.

Atxulo, fichado por la policía y perseguido por la justicia, protagoniza uno de los más graves errores. En el mes de julio de 1973 contrata un coche seat 124-D, color blanco, en la agencia de alquiler de coches Autos España de la calle General Sanjurjo de Madrid. Cuan­do procede a rellenar los impresos se identifica con su verdadero nom bre, Javier María Larreategui Cuadra,

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inscribe su domicilio en la calle Licenciado Poza de Bilbao y entrega su auténtico carné de conducir, aun­que advierte en el contrato que su domicilio provisio­nal en Madrid es Castelló, 120, precisamente la resi­dencia de su amigo Juan Antonio Aramburu Araluce, El vehículo fue devuelto cuatro días después con un recorrido de 1.602 kilómetros, por el cual abonó la cantidad de 6.440 pesetas.

La policía controlaba habitualm ente la identidad de quienes solicitan contratos de vehículos. Sin embar­go, nadie pareció reparar que un activista de ETA fi­chado y buscado alquilara un coche en Madrid. Dos días después, Atxulo comete el mismo error. Alquila otro vehículo marca Seat, modelo 850, y rellena de nuevo el contrato con su verdadera identidad y direc­ción. En esta ocasión el coche sería devuelto al día siguiente con tan sólo 92 kilómetros de recorrido, por lo que pagó la cantidad de 446 pesetas.

Atxulo debía sentirse muy seguro para facilitar su filiación real en ambos casos. Incluso llegó a solicitar al dependiente que le extendiera una factura con el fin de «justificar los gastos con la empresa a la que pertenecía».

Ezkerra ordena a la decena de activistas de ETA que se encuentran en la capital que abandonen de forma ordenada Madrid. «El día 20 de julio, aproxima­damente, y dado que los miembros del Gobierno inician sus vacaciones, se acuerda suspender m om entáneamen­te la operación. Nos marchamos a San Juan de Luz por Barcelona ya que en fechas próximas se iba a celebrar la prim era parte de la VI Asamblea.»

LA REUNIÓN DE IIASPARRENLas vacaciones de verano paralizan el país. Sin

embargo, en el sur de Francia, la organización terroris­

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ta ETA ha decidido no descansar. La dirección de ETA convoca para el mes de agosto de 1973 una im portante reunión en el colegio San José de la localidad francesa de Llasparren. En ella se van a nom brar los nuevos dirigentes de la organización y se aprobarán las futuras líneas a seguir. Están convocados los máximos repre­sentantes de las ramas militar, política, obrera y cultu­ral del colectivo etarra, en total una treintena de acti­vistas. Las discrepancias son notorias entre los diversos frentes, pero al final acaban por imponerse las tesis más duras. Los integrantes del frente militar copan la dirección y deciden comenzar una intensa campaña violenta contra el Estado español. Ezkerra, Peixoto, Txomin, Josu Ternera, Pelotas y Wilson se encaraman a las estructuras del poder. Al término de la asamblea, Zigor presenta la dimisión al no estar de acuerdo con los nuevos nombramientos.

El frente militar ha salido reforzado de esta reu­nión general y sus máximos líderes, Ezkerra y Peixoto, ordenan a Wilson, Argala y Atxulo que vuelvan a Ma­drid. Esta vez la orden es m atar a Carrero. Se trata de cometer un magnicidio perfecto, espectacular, al más puro estilo de las películas de Llollywood.

La acción que ETA llevaba preparando desde hacía más de ocho meses es modificada de m anera fulm inan­te. ¿O quizá siempre fue el asesinato del presidente el objetivo principal? Es curioso: siempre que ETA ha tenido a punto el secuestro se ha producido un hecho imprevisto que ha dado al traste con la operación. Cada vez que la organización terrorista fija una fecha para ejecutar la acción, ésta debe suspenderse por ex­trañas circunstancias. ¿Por qué renuncia precisamente ahora ETA a liberar a sus presos políticos? ¿Por qué se decide por el asesinato si de esto podría derivar un endurecim iento del régimen?

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La alaim a se dispara en algunos despachos poli­ciales. Una inform ación facilitada por un confidente en el País Vasco francés notifica que, en el mes de agosLo, se ha celebrado en la localidad francesa de Hasparren una asamblea nacional de ETA en la que se ha acordado «intensificar la acción violenta y terro­rista, incluyendo los atentados personales en el inte­rior de España. Crear y organizar completas infraes­tructuras con puntos de apoyo, casas de seguridad, inform ación sobre objetivos, ya se trate de personas o lugares contra los que atentar para cuando se inicie la llamada “ofensiva general”. Designar responsables para ocho comandos que son los encargados de poner en m archa dicha ofensiva terrorista en el in terior de Es­paña». 5

ASALTO A UNA ARMERÍA EN MADRID

ETA ha dado el visto bueno para asesinar a Carrero Blanco. El comando etarra desplazado en Madrid tiene ya las nuevas instrucciones.

Ezkerra, pasa mucho tiempo en el sur de Francia y entre los etarras no existe una jerarquía bien definida,lo que conduce a enfrentam ientos continuos. Wilson no está de acuerdo con la forma en que se están llevan­do las cosas y decide presentar su dimisión a la direc­ción etarra. Ezkerra le ordena que continúe en Madrid hasta que la dirección decida. Algimas semanas des­pués se opta por nom brar a Wilson responsable del área internacional de ETA y se le faculta para que m antenga contactos con otras organizaciones terroris­tas, sobre todo el IRA irlandés.

El nuevo militante etarra enviado a Madrid como responsable de la operación es Jesús María Zugarra-

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murdi Lluici, Kiskur, «el rizos», un hom bre de carácter, disciplinado y de fuertes convicciones separatistas.

A finales de septiembre, el comando etarra decide probar por segunda vez su destreza. Diez meses antes habían asaltado una oficina del DNI. Ahora su objetivo es una armería. La operación se realiza el 26 de sep­tiembre y es un éxito, pero el acento vasco de los asaltantes no pasa desapercibido al dependiente. No obstante, la policía no le muestra fotografía alguna de terroristas de ETA ni pide su colaboración para elabo­rar un retrato robot.

Pocas horas después el miembro de ETA Jesús María Zabarte Arregui, Garraíz, es detenido en Bilbao. Des­pués de un intenso interrogatorio declara que los do­cumentos de identidad falsos que se le han incautado los lleva para exhibirlos según sea la provincia donde se realice el control y tenga que identificarse. De la falsificación de estos DNI está encargado José Ignacio Abaitua Gomeza, Mcirquín, que dispone de bastantes cartulinas en blanco. Todos estos documentos los ha recibido de Iñaki Múgica Arregui. Los carnés que se encuentran en poder de Garratz son algunos de los que habían sido robados hace casi un año en Madrid.

Los despistes etarras rozan lo tragicómico, y sus descuidos son imperdonables. En una ocasión uno de ellos se dejó olvidada una bolsa en el café Comercial: en ella se encontraba una pistola cargada. Unos m inu­tos después los activistas regresan corriendo al estable­cimiento y com prueban que ha desaparecido de la mesa. Tras el susto inicial ven que la ha recogido uno de los camareros, que sin articular palabra se la devuel­ve. Nadie dijo nada. No volvieron más a esa cafetería. Pocas semanas después otro grupo se deja olvidada en un bar una bolsa de deporte cargada de armas y m uni­ciones. La pesada bolsa contenía un fusil ametrallador

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y varias pistolas. Afortunadamente para los etarras na­die se percató de aquel descuido.

VAMOS A CAPITANÍA GENERAL

La im punidad y tranquilidad con la que trabajan los terroristas etarras en Madrid es asombrosa. El díaII de octubre siguen «jugando» y arriesgándose de forma innecesaria. Argala, Wilson y Atxulo roban un coche y tras dar algunas vueltas por Madrid se dirigen a la Capitanía General. La vigilancia es muy escasa. Wilson y Argala se acercan charlando a la puerta prin­cipal de la sede militar. Cuando llegan a la altura del centinela que custodia la entrada, Argala le encañona a la altura del estómago mientras Wilson le coloca su arma en el cuello.

Argala y Wilson se apoderan del subfusil del solda­do y regresan a paso rápido al coche, donde los espera Atxulo. El centinela aún tarda unos minutos en reac­cionar y dar la voz de alarma.

Los activistas de ETA han actuado de nuevo asu­miendo unos riesgos innecesarios. «Todas estas accio­nes eran más que nada por tantear el terreno. Es decir, nos servían un poco de pruebas, de experimento para ver cómo reaccionaba la gente en Madrid.» 0

EXCESO DE CONFIANZA

El comando Txikia rozó de nuevo el abismo el 1 de octubre. Argala, bajo el nom bre falso de Fernando Llanos Ruiz, había alqtiilado un piso en el núm ero 30 de la avenida del M editerráneo, abonando en el acto las veinticuatro mil pesetas del contrato mensual más

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la fianza correspondiente. El dueño del piso, un te­niente coronel de Infantería, se sorprendió cuando Argala le comunicó que los inquilinos serían tres jóve­nes economistas que trabajaban en el Banco de Bilbao. Demasiado joven y desaliñado aquel Fernando Llanos Ruiz para ser economista de un banco, pensó el mili­tar. Durante los meses de junio, julio, agosto y septiem­bre, a pesar de que el casero acudía al piso todos los días primeros de cada mes, nunca encontró a nadie en la vivienda. Extrañado, el militar preguntó por los in­quilinos al portero de la finca. Su extrañeza se acentuó cuando éste le contestó que no los veía nunca. Lo «raro» era que el teniente coronel recibía el alquiler puntualm ente cada mes. El día I de octubre, acompa­ñado por el portero, entró en la vivienda. Allí no había vivido nadie en todos aquellos meses. Cuando Argala se entera de que el casero ha entrado en la vivienda, se apresura a llamarle y a rescindir el contrato.

Este piso de seguridad, que iba a ser utilizado como posible refugio de activistas, está quemado. Argala tuvo suerte de no haber dejado nada com prom etedor en él. El teniente coronel Alberto Serrano nunca llegó a sos­pechar que pudiera tratarse de activistas de ETA.

TERRORISTAS DE UNIFORME

El 14 de noviembre, Atxulo y Kiskur, con identida­des falsas, acuden a una sastrería militar de la calle Hileras. Se toman medidas y encargan dos uniformes de alférez de Infantería al precio de 5.400 pesetas cada uno; como fianza adelantan mil pesetas y dejan como domicilio habitual la dirección de la calle Mirlo. Quin­ce días después, los dos jóvenes etarras acuden a la sastrería a retirar la vestimenta militar. Los uniformes

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fueron encargados con la idea de escapar, algunos días después del atentado, haciéndose pasar por militares que estaban de permiso. Pero los uniformes no llega­ron a ser utilizados: los integrantes del comando que asesinó a Carrero Blanco huyeron camuflados en el doble fondo de un camión hasta la frontera con Fran­cia; allí, un simpatizante de ETA los esperaba para trasladarlos hasta San Juan de Luz. La huida de Madrid se produjo mes y medio después del asesinato de Ca­rrero Blanco. Durante todo este tiempo los integrantes del comando Txikia vivieron en el sótano de Alcorcón.

Los uniformes fueron encontrados por la policía en el domicilio de Genoveva Forest, sito en la calle Virgen del Valí, 19, jun to a armas y num erosa docu­mentación subversiva de ETA.

ETA CONTROLA AL PRÍNCIPE JUAN CARLOS

El 21 de julio por la mañana, el director general de Seguridad, coronel Blanco, recibe una preocupante información que le llega en nota oficial desde Bilbao: «Ha sido detectada la presencia en Toledo, el día 20 de ju lio de 1973, del destacado liberado José Miguel Lu- ju a Gorostiola. Dicha presencia coincide con la visita efectuada por el príncipe de España y el presidente de Paraguay.»7 ¿Qué hace un activista de ETA, fichado por la policía, en Toledo el mismo día en que el Prín­cipe visita esta ciudad? La hipótesis oficial es que Mikel Lujua se halla en Toledo de visita turística. Que el príncipe Juan Carlos se encuentre en la ciudad ese mismo día es una pura coincidencia.

Meses más tarde, en diciembre, se supo qué hacía este activista de ETA tan lejos de Bayona. Mikel Lujua Gorostiola se había encargado durante meses de refor­

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zar las infraestructuras utilizadas en Madrid por el co­mando Txikia.

En octubre de 1973 dos activistas de ETA resultan heridos en un tiroteo que m antienen en la calle Doc­tor Areilza de la capital vizcaína con fuerzas de la policía. Inm ediatam ente son trasladados al hospital de Basurto, en Bilbao, donde son interrogados. Uno de ellos es Zabarte Arregui, Garratz, quien confiesa que en «el frente militar de ETA hay más de cincuenta militan­tes en el sur de Francia que, divididos en ocho coman­dos, deberían pasar próximamente al in terior con ob­je to de realizar, distribuidos por zonas, acciones militares. La organización dispone de unas setecientas pistolas y utilizan como profesor a un francés afincado en Bayona llamado Juan, Juan el legionario, antiguo soldado de la Legión extranjera, un experto en topo­grafía, tiro y defensa personal, a quien se contrata desde hace años para im partir cursillos sobre armas y explosivos» 8. También declara que en ese m omento se encuentra en el interior de España Javier María Larrea- tegui Cuadra, Atxulo, a quien él personalm ente ha en­tregado doscientas cincuenta mil pesetas por orden del comité ejecutivo. Según parece, los policías que lo interrogaron se olvidaron de preguntarle a dónde se dirigían los ocho comandos etarras, en qué lugar del in terior se encontraba Atxulo, así como en qué iba a em plear Atxulo el dinero que le había entregado.

El otro activista de ETA, también herido gravemen­te por los disparos de la policía, es Manuel Michelena Loyarte, Oxobi, En el interrogatorio no se le pregunta de dónde venía, ni cuál había sido su actividad en las últimas semanas. De haber formulado estas preguntas, la polícia habría descubierto que pocas fechas antes se encontraba en Madrid colaborando con el comando Txikia.

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________________________CAPÍTULO NUEVEHAY QUE MATAR AL PRESIDENTE

EL ESCULTOR DE LA CALLE CLAUDIO COELLO

A mediados de noviembre de 1973, el joven Rober­to Fuentes Delgado, mayor de edad, soltero, vecino de Madrid y con domicilio en la calle Mirlo núm ero 1, compra el semisótano derecha de la calle Claudio Coe­llo, 104. Se com porta como una persona educada, tie­ne facilidad de palabra y un ligero acento vasco. En realidad se trata de Javier María Larreategui Cuadra, Atxulo. Se presenta como estudiante y manifiesta que quiere dedicar el piso a estudio de escultura, un inten­to de justificar los intensos y continuos ruidos que se iban a producir cuando se iniciara la realización de un túnel hasta el centro de la calle Claudio Coello. El día 3 de diciembre comienzan las obras para construir la galería, de siete metros de longitud, ochenta centíme­tros de ancho y sesenta de alto.

Atxulo, Argala y Kiskur se turnan en la tarea, pero no tienen experiencia alguna en la realización de túne­les. La prim era parte del trabajo consiste en abrir un boquete en la pared por el que pueda pasar una perso­

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na. El ruido es ensordecedor, lo que provoca que algu­nos vecinos se quejen al portero de la finca. Pero el mayor problem a para los etarras estaba aún por llegar. Mientras uno picaba y extraía tierra, los otros la intro­ducían en bolsas y sacos, que eran almacenados en un extremo de la habitación: «En cuanto dimos con la tierra empezó a oler a gas. No es que hubiera ningún escape grande, era la tierra, que estaba im pregnada del olor aquél. Era una tierra húm eda, blanda, grasienta.» 1

UN OLOR INSOPORTABLE

A m edida que el trabajo avanza, el olor que despide la tierra comienza a ser insoportable. Los etarras llegan a sufrir intoxicaciones leves y un olor a podrido se expande por todo el edificio. Varios vecinos se quejan al portero porque el olor a gas y a tierra putrefacta es intolerable.

La inexperiencia de los etarras en este tipo de tra­bajo convertía el túnel en una ratonera. Argala propo­ne que uno de los tres acuda a una biblioteca y consul­te un libro técnico sobre minas. Argala va tem prano a la Casa del Libro, en la Gran Vía de Madrid. De repen­te se da cuenta de que la gente le rehúye y le mira con cara de asco. «Desprendía un tufo que apestaba.»2

Los turnos de trabajo en el túnel eran cada vez más breves; se entra cada media hora, después cada cuarto de hora y se llega a un punto en el que sólo se aguanta cinco minutos. Los etarras no saben m ucho de minas ni galerías, pero alguien les ha informado de que la forma de no fallar en su objetivo es excavar una galería en forma de «T» y colocar tres cargas explosivas para que la deflagración alcance de lleno al vehículo del Presidente. Los activistas de ETA tienen muy limitados

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conocimientos de explosivos, pero alguien les ha en se ñado también qué hacer con las decenas de saco? de tierra que han extraído, varios metros cúbicos de tii 11 \ que colocan de forma correcta para que la onda expan siva sólo llegue a la boca del túnel y no se expanda por la vivienda. Ninguno de los tres terroristas es un exper­to en tender cableados; pero alguien se encarga de situar los cables en el lugar adecuado con una preci­sión de experto artificiero.

La galería está terminada, ahora sólo falta introdu­cir los explosivos necesarios para que la acción pueda llevarse a cabo. Son setenta y cinco kilogramos de ex­plosivos, robados de una cantera en Hernani en febre­ro, que los terroristas hacen llegar a Madrid tomando sumas precauciones.

HOY VENDRÁ UN ELECTRICISTA

Faltan algunos detalles para tener todo a punto. El atentado ha sido fijado por la dirección de ETA para el día 18 de diciembre. Aun así, Ezkerra ha dado libertad a los tres únicos integrantes del comando Txikia que aún perm anecen en Madrid. Argala, Kiskur y Atxulo acuden al establecimiento de Antonio Ballestín con la intención de comprar una escalera de dos cuerpos. Argala pide una escalera de pino de Balsaín de doble hoja, ya que la necesitan para hacer unas instalaciones eléctricas de árboles de navidad. A Antonio le sorpren­de ver unos electricistas tan «raros», trajeados y con corbata, además están muy nerviosos.

El día 17 ya está term inada la galería. Atxulo se encuentra al salir del sótano con la portera y le notifica que al día siguiente acudirá un electricista para reali­zar unas obras.

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Sobre las siete de esa tarde, Argala, ataviado con un mono azul, se presenta en el portal de la calle Claudio Coello núm ero 104. Cuando va a entrar se encuentra con la portera.

«—Tú eres el electricista del escultor, ¿no?»—Sí, eso es, pero hoy no voy a poder hacer el

trabajo, vendré mañana.»—Lo siento mucho pero el señor Fuentes no me

ha dejado llaves.»—No se preocupe, yo tengo las llaves.»Avelina Durán, la portera, sospecha del comporta­

miento de aquel electricista. Ve cómo abre la puerta y se introduce en la casa. Avelina se queda esperando en el rellano de la escalera. No se fía de aquel electricista. Al cabo de veinte minutos sale Argala, peinado y asea­do. Avelina le acompaña a la puerta, allí ve a otro joven que aguarda. Argala sólo dice un escueto «Hala, vámo­nos», y los dos se alejan.

Al día siguiente Argala acude sobre las ocho y me­dia de la tarde, ataviado de nuevo con el mono azul, esta vez portando la escalera. Tras saludar a la portera se introduce en la casa donde ya le espera Atxulo. Al abrir la puerta un intenso olor a cloroformo invade la escalera.

LA ÚLTIMA PRUEBA

Todo el dispositivo está a punto para el día 18, pero a última hora se aplaza la acción: Henry Kissinger, el secretario de Estado norteam ericano, está de visita en la capital de España. Al día siguiente está previsto que se reúna con el presidente del Gobierno español. Las calles próximas a la embajada americana, a escasos doscientos metros de donde se encuentran los terroris­

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tas, están tomadas por la policía. «Pensamos que ha­bría un poco más de vigilancia, para evitar manifesta­ciones, protestas, pero nada más. Nunca que iban a estar todos los tejados tomados por grises con m etralle­tas, las bocas de los metros lo mismo. En cada esquina había una pareja de grises. Jeeps patrullando. En la misma esquina de Diego de León con Serrano, un jeep. Era m ucha vigilancia y durante la comida decidi­mos aplazar la acción.»3 Además eran incontables la cantidad de agentes de paisano que controlaban cada esquina de Madrid, tanto de la policía española como del servicio de seguridad norteamericano. Cabe supo­ner que estarían vigilando la zona desde semanas antes.

Es imposible ejecutar la acción el día 19. Los ner­vios de última hora les tienen atenazados, piensan que ya no es posible retrasar más la operación, que cada hora que pasa corren mayor riesgo. A todos les da la sensación de que en el último momento va a aparecer la policía.

KISSINGER: EL HOMBRE QUE SABÍA DEMASIADO

El secretario de Estado norteam ericano, Henry Kis- singer tuvo el extraño privilegio de ser una de las últi­mas personas que vio con vida al almirante Carrero. Kissinger se alojaba a escasos metros de donde tuvo lugar el atentado, envía sede de la embajada de los Estados Unidos en Madrid.

«El enigma Kissinger, sobre si tenía o no conoci­m iento previo de que algo se preparaba contra Carre­ro, está aún por desvelar. Pero aquí no quedan las coincidencias del “m ago” Kissinger con relación a acon­tecimientos vitales en España. El 9 de ju lio del año

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siguiente, con Arias de presidente, Kissinger pasa en Madrid cinco horas para firmar la declaración de prin­cipios hispano-norteamericana, que había dejado ulti­mada en la conversación con Carrero.

»Y ese mismo día, por prim era vez en la larga histo­ria de la dictadura, el general Franco es ingresado en el hospital de su nom bre con una grave crisis provoca­da por una tromboflebitis en una pierna. Kissinger firma la declaración ju n to a su colega Cortina Mauri y desaparece rápidam ente de Madrid.

»Es tan curiosa la coincidencia que algunos periódicos extranjeros, especialmente los italianos, califican la situa­ción de Franco como de “enfermedad diplomática”.» 4

Kissinger fue también «casualmente» la persona que se encontraba en Roma momentos antes de que las Brigadas Rojas secuestraran al político democristia- no Aldo Moro, precisamente cuando éste se dirigía caminando hacia el Congreso para proponer una alianza con los comunistas. Su caso arroja muchas similitudes con el de Carrero. De ambos magnicidios se conoce la mano ejecutora, pero cuesta mucho llegar hasta el verdadero cerebro de la operación. Por extrañas cir­cunstancias del destino, Kissinger siempre se encontró unas horas antes en el lugar del «crimen».

La hija del almirante, Carmen Carrero Pichot, tam­bién reflexiona sobre este hecho: «Kissinger, el día antes, había estado justo enfrente de donde voló el coche. Recuerdo que una vez que vino Eisenhower, por la avenida de América —venía del aeropuerto—, yo estaba en casa de un amigo pintor y vino la policía a pedirnos el carné de identidad a cada uno de los que estábamos allí, porque pasaba Eisenhower. Pues me imagino que las mismas medidas de seguridad las ha­bría entonces, que estaba Kissinger, como para pensar que estaban arreglando una lucecita y nadie les iba a

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pillar (se refiere a la impunidad con que el comando de ETA siguió trabajando el día antes del atentado en el sótano de la calle Claudio Coello).»

El historiador y amigo personal del almirante Carre­ro, Ricardo de la Cierva, en su libro ¿Dónde eslá el suma- ño de Carrero Blanco?, dice que no descartó en ningún m om ento que la CIA pudiera haber conocido previa­m ente el proyecto de ETA para atentar contra Carrero y asegura que «la estación de la CIA en la calle Serrano disponía de elem entos m odernísim os de detección, que podían captar la excavación del túnel y fotogra­fiar a los etarras y cómplices de vigilancia».5

LOS AVISOS DE LA CIA

Laureano López Rodó, uno de los cerebros mejor amueblados del Opus Dei, no tiene explicación cuan­do se le pregunta cómo se pudo preparar el atentado contra Carrero Blanco en una calle cercana a la emba­jada americana, controlada por los servicios de seguri­dad de la CIA, precisamente durante la visita de Kissin- ger a España: «Yo creo que esto es un enigma histórico difícil de explicar, porque tampoco hay que olvidar que el lugar donde se produjo el asesinato estaba a pocos metros de la embajada norteam ericana y Kissin- ger estuvo un día antes, exactamente veintitrés horas antes, con el almirante Carrero y residió en la embaja­da norteam ericana, entonces me parece que los servi­cios de inteligencia de la embajada también podrían haber detectado que algo ocurría en la calle Claudio Coello, porque incluso podía afectar al propio Kissin- ger, que estuvo dos días en España.»

En una carta dirigida a los autores de este libro, López Rodó es más explícito cuando expresa su pesi­

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mismo, al decir: «Pienso que nunca se logrará saber toda la verdad sobre quién estaba detrás de ETA. Es sorprendente que los servicios de seguridad del Estado no tuvieran información acerca de una galería subte­rránea que venía excavándose durante varías semanas bajo una calle por la que pasaba diariamente el presi­dente del Gobierno. No menos sorprendente resulta que los servicios de inteligencia norteamericanos tam­poco hubieran detectado una excavación que se reali­za a menos de cien metros de la embajada de los Esta­dos Unidos, ante la inmediata venida a Madrid del secretario de Estado, Henry Kissinger.»

López Rodó no se equivocaba al manifestar sus dudas. Los servicios de información norteamericanos pudieron haber detectado la presencia del comando de ETA en las inmediaciones de la embajada de Esta­dos Unidos. Así se desprende de la conversación que un agente de la CIA destinado en Madrid mantuvo con un coronel de los servicios de información del Alto Estado Mayor del Ejército español. El coronel C. S., que no desea ser identificado, ha asegurado a los auto­res de este libro que comunicó a sus superiores esta inform ación en cuanto tuvo conocim iento de ella. Aquellos individuos sospechosos vestidos con mono azul que operaban en la calle Claudio Coello fueron descubiertos, pero no identificados, una semana antes del atentado contra Carrero Blanco. Esta es una trans­cripción literal de lo que el militar español nos dijo:

«—La embajada americana detecta cosas raras. La embajada americana detecta algo extraño y lo pone en conocimiento... Eso fue cuatro o cinco meses antes de producirse el atentado.

»—¿Hay una comunicación por escrito, algún cable?»—Sí, sí, había una comunicación de los servicios de

la CIA y además yo conocía al jefe de los servicios de la

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CIA, era muy amigo mío. Hemos detectado cosas extra­ñas, claro, a ellos lo que Ies preocupa es la embajada. Han detectado tíos con mono que circulan por ahí y no se hace nada, es que es prodigioso, es un fracaso total de los servicios de seguridad españoles, de la policía de Carlos Arias. Esta persona, que era jefe de Seguridad de la embajada, contacta conmigo porque probablem ente le interesa, bueno, por cambiar informaciones pues me interesaba también y yo le daba las informaciones que creía que le debía de dar y él a lo mejor me daba también las mismas, pero bueno, había siempre cosas interesantes. Entonces éste es el que me dice, oye, he­mos detectado al lado de la embajada pues cosas raras, unos individuos con mono y con unas herramientas que andaban cerca de la embajada y yo se lo dije a la policía, el jefe superior de Policía era Federico Quintero.»

La policía española no tuvo en cuenta estas adver­tencias, pero tampoco lo hizo el Alto Estado Mayor, donde también se recibió esta información. Es curioso, porque los servicios de inteligencia militares nunca desechaban dato alguno referido a la seguridad del Gobierno, todo se comprobaba por pequeño que fue­ra. En aquellos años peligraba la estabilidad del régi­men, por eso todavía hoy, para los agentes ya retirados resulta de todo punto incomprensible el que decidie­ran ignorar las advertencias que les llegan a través de sus «amigos» americanos, y nada menos que en una zona donde residían ministros, vivían altos cargos mili­tares y se ubicaban varias sedes diplomáticas.

LAS ÚLTIMAS HORAS DE UN PRESIDENTE

Unas semanas antes de la llegada del ilustre visitante a España, un avión militar aterriza en la base norteame­

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ricana de Toi rejón de Ardoz de Madrid. De él descien­den una veintena de hombres y mujeres jóvenes todos de paisano. Al pie del avión los esperan dos miciobuses, en los que, tras cargar un pesado equipaje, son traslada­dos a la embajada de Estados Unidos situada en la calle Serrano, a muy pocos metros de Claudio Coello.

Al día siguiente algunos miembros de esta comitiva se alojan en hoteles céntricos como corrientes hom ­bres de negocios. La misión de este equipo especial era preparar la visita del secretario de Estado Henry Kissin­ger y tener todo a punto para que no hubiera contra­tiempos. Su trabajo, como se com probaría después, sería ejecutado a la perfección. Durante varias semanas operan en la capital de España y contactan con sus antenas en Portugal, Francia y resto de países euro­peos. Todo, según parece, está bajo control.

El secretario de Estado norteam ericano llegó a Madrid el 18 de diciembre de 1973, el día en el que precisamente el comando de ETA tenía previsto hacer saltar por los aires al almirante Carrero. Parece que su presencia pudo haber dado al presidente Carrero unas horas más de vida. Fueron cuarenta y ocho horas de intensa actividad en las que se aprobaron las líneas generales de la declaración conjunta hispano-nortea- mericana que permitía a las bases militares de los Esta­dos Unidos en España vigilar el flanco sur de Europa y garantizar su dominio en el M editerráneo.

La última foto que figura hoy en el álbum del almirante Carrero es precisamente la de este encuen­tro. Era el 19 de diciembre de 1973. Se le ve en su despacho oficial de Presidencia del Gobierno jun to al secretario de Estado norteam ericano. Nunca más vol­vería Carrero a pisar este despacho.

Laureano López Rodó fue testigo de este encuen­tro en el que el presidente Carrero Blanco dibujó un

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mapa del m undo y sobre él explicó a Kissinger los distintos tipos de amenazas que se cernían sobre Occi­dente, que era tanto como definir a los enemigos de España. Carrero habló de la guerra subversiva como «la principal arma del comunismo».

A Kissinger le preocupaba más el problem a del próximo Oriente y la necesidad de contar con aliados íírmes en el M editerráneo. Aliados firmes y duraderos, y Carrero Blanco no representaba en aquellos m om en­tos de inestabilidad política una solución de «cambio a la europea», sino todo lo contrario.

Kissinger comunicó a López Rodó, al término de un almuerzo de trabajo, el deseo de los Estados Unidos de que España entrara a formar parte de la CEE y de la OTAN. No, Carrero no era la persona capaz de dar paso a una democracia similar a la de Francia o Ingla­terra. El hablaba de masones, comunistas y cruzadas sagradas. Era la muestra más clara del final de una época cuando de lo que se trataba era de no prolongar excesivamente la agonía de las dictaduras y propiciar antes de la caída el cambio desde dentro.

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______________________ CAPÍTULO DIEZVOLÓ, VOLÓ, CARRERO VOLÓ

TODO ESTÁ CONTROLADO

20 de diciembre de 1973. Calle Claudio Coello. Madrid. 9.23 de la mañana. El Dodge Dart negro m atrí­cula PMM-16416 avanza lentam ente, seguido por un vehículo de escolta. Enfila la calle de Serrano. Carrero Blanco viene de asistir a misa y comulgar en la iglesia de San Francisco de Borja. No le acom paña su hija Angelines, como es habitual: uno de sus hijos ha enfer­mado el día anterior y ella ha tenido que estar toda la noche atendiéndole. Muy tem prano llamó al almiran­te: «Padre, no voy a ir a misa porque estoy agotada. Ya nos veremos después.»

Carrero Blanco se dirigía a su casa situada a escasa distancia de la iglesia. Siempre lo hacía antes de incor­porarse a su despacho de la Castellana. Aquel día se presentaba intenso y difícil para él.

El secretario de Estado norteam ericano había aban­donado Madrid hacía sólo unas horas. Esa misma tarde del 20 de diciembre de 1973 comenzaría el proceso 1.001 contra diez dirigentes del ilegal sindicato Comi­

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siones Obreras, la mayoría de ellos militantes del clan­destino Partido Comunista de España.

Menos mal que Arias lo tenía todo bajo control. El ministro de Gobernación le había confirmado a Carre­ro, la noche anterior, que podía estar tranquilo.

^AI día siguiente, Franco había de presidir un im­portante Consejo de Ministros. Sobre el tapete estaba de nuevo el proyecto de Asociaciones Políticas. Franco y Carrero siempre se habían negado a darle luz verde porque veían en él una puerta por la que más tarde se colarían los partidos marxistas, algo que ninguno de los dos estaba dispuesto a permitir. López Rodó y Tor- cuato Fernández Miranda intentaban convencer a Ca­rrero de la necesidad de proceder ya a una apertura del régimen y la respuesta siempre era la misma: «Cal­ma, calma, todavía hay que esperar.» Nunca era el m om ento oportuno. «Se hará cuando el Príncipe sea Rey, pero con cuidado, con mucho cuidado, pues los enemigos de siempre podrían aprovechar cualquier resquicio en el sistema para introducirse en él y destro­zarlo.» Todo llegaría, pero a su tiempo. Eso al menos era lo que pensaba Carrero. Antes habría que solucio­nar los problemas de orden público y combatir con mano dura al comunismo. Las ansias liberalizadoras de muchos miembros del Gobierno podrían resultar ne­fastas en aquel momento y, por otra parte, m ientras Franco viviera, él sería el Caudillo y nadie más.

José Luis Pérez Mógena, el chófer del Dodge Dart negro, pisó el freno para dejar cruzar a una señora que atravesaba la calle con una niña pequeña de la mano. Estaban en Maldonado, doblando ya hacia Claudio Coello. A su lado viajaba el inspector de escolta Juan Antonio Bueno. En la parte de atrás, el almirante, embutido en su abrigo gris, pensativo y distante, guar­daba silencio, como de costumbre.

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Un coche mal aparcado obligó al conductor a re­ducir la marcha. El chófer puso el interm itente dere­cho y superó lentam ente el obstáculo. Nadie se fyó en una raya roja de casi un m etro pintada en vertical sobre la pared del edificio de los jesuitas. Cuando el coche en el que viajaba Carrero Blanco llegó a la altura del Austin Morris 1300 situado en doble fila y de la señal pintada en la pared, un hom bre enfundado en un m ono azul, subido a una escalera, al otro lado de la calle, accionó un dispositivo conectado por cable a una gran carga explosiva y la calle Claudio Coello, a la altura de núm ero 104, se abrió en dos.

Aquel hom bre del mono azul era un miembro del comando Txikia de ETA. Era José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, y describe así lo que vio: «No vi el coche, pero vi que subía el suelo. Hizo un ruido sordo. Hubo un instante en que parecía que no pasaba nada. Y de repente —sin ruido casi— vi que todo el suelo se abría, subía, y una nube negra que llegaba hasta los tejados. Y empezamos a gritar: ¡gas!, ¡gas!...» 1

El Dodge Dart negro se perdió en aquella nube de polvo. Había desaparecido. En el coche de escolta que iba detrás —otro Dodge Dart, éste plateado, con m atrí­cula particular, sirena y un cartel que indicaba «Poli­cía»— viajaban los escoltas Miguel Angel Alonso de la Fuente y Rafael Galiana del Río. Al doblar la calle Claudio Coello ambos sintieron «como si el suelo se cuartease». Miguel Alonso creyó que se trataba de un terrem oto; Rafael Galiana sintió cómo la calle se levan­taba con fuerza.

El inspector Galiana, de veintiséis años de edad, sufrió grave traumatismo craneal por los cascotes que cayeron sobre el coche. El chófer Juan Franco y su compañero, que resultaron ilesos, inm ediatamente lla­m aron por el transmisor de radio a la Dirección Gene-

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Estado en el que quedó el sótano de la calle C laudio Coello 104 iras la explosión que acabó con la vida del alm irante Carrero. A l lado de la puerta se puede ver una p in tada que identifica a ETA como

autora del atentado. En la fotografía, inferior se aprecia el lugar donde se perforó el túnel.

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ral de Seguí idad: «Ha habido una explosión tremenda en Claudio Coello, esquina a Maldonado. Que vengan los bomberos. Hace falta otro coche para escoltar al presidente; el mío está hundido.»

¿DÓNDE ESTÁ EL PRESIDENTE?

El inspector Miguel Alonso y el chófer Juan Franco salen apresuradam ente del coche y se dirigen al lugar de la explosión. Se ha producido un gran socavón de nueve metros de diámetro y cuatro de profundidad. No ven nada más que cascotes en él. Han perdido de vista el coche en el que viaja Carrero Blanco y deducen que no ha sido alcanzado por la explosión y que el presidente se habrá ido a su casa, situada a poca distancia de allí. El inspector se dirige corriendo hacia la calle Herm anos Bécquer, en donde vive el presidente, mien­tras el chófer emite un nuevo mensaje por radio a la DOS : «No he visto el coche del presidente. El inspector Galiana está herido y Alonso ha ido hasta la casa para asegurarse de que ha llegado el presidente.» Al terminar de emitir su mensaje ve al inspector Alonso que llega corriendo y desencajado, y le grita: «No ha llegado.»

Las lesiones que sufrió Rafael Galiana le impidie­ron hacerse una idea clara de lo que estaba ocurrien­do. Lo prim ero que viene a su cabeza es el patio del colegio de los jesuítas, pero no puede apreciar con exactitud cuál es la situación ni qué está sucediendo, aunque sí recuerda que había personas, religiosos del convento, cerca de él.

El padre Gómez Acebo estaba entre ellos. El jesuíta se encontraba en la sala de lectura, en el tercer piso del colegio, cuando escuchó la explosión y a continuación un enorme estruendo. Provenía del patio. El automóvil

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en el que viajaba Carrero Blanco, de casi dos toneladas de peso, con sus tres ocupantes dentro, fue elevado más de treinta metros sobre la fachada del edificio del colegio, saltó sobre el tejado y fue a caer en la terraza que rodea al patio interior. El coche quedó destrozado, en forma de «V», empotrado contra una barandilla de piedra.

El padre Jiménez Berzal, el prim ero en llegar hasta el coche, dio la absolución y la extrem aunción a los ocupantes del vehículo. Gómez Acebo volverá a admi­nistrar los últimos sacramentos minutos después y avi­sará a los inspectores de la escolta. El inspector Alonso llega corriendo al patio del convento acom pañado por Rafael Galiana, herido y con la cara ensangrentada. Alonso se identifica y los jesuitas le preguntan quiénes son los que ocupan aquel coche totalmente destroza­do. De aquel amasijo de hierros surge un débil sonido y una luz se enciende y apaga en un costado del coche: el in term itente derecho sigue conectado. Hay que es­perar la llegada de los bomberos para sacar los cuer­pos. El presidente está jun to al chófer y el escolta en la parte anterior. Todavía vive, pero m oriría instantes después. El magnicidio se ha consumado. Son las 9..2S del 20 de diciembre de 1973.

Minutos antes, Mariano Arroyo, comisario jefe de Orden Público, había llamado por teléfono al despacho del director general de Seguridad, Eduardo Blanco, para comunicarle que se había producido una trem enda explosión, al parecer debida a un escape de gas, en la calle Claudio Coello. La explosión había tenido lugar al paso del coche del presidente del Gobierno, pero creía que éste había llegado sin novedad a su casa.

A las 9.45, el teléfono de Eduardo Blanco vuelve a sonar. Es de nuevo Mariano Arroyo que comunica al director general la fatal noticia: el coche del almirante ha aparecido en la azotea del convento de los jesuitas

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de Claudio Coello y Carrero está muerto. «Bueno, bien, bien, nada», se apresuró a responder nervioso el coro­nel Blanco, instantes después se abalanzaba hacia el teléfono que le comunicaba con el ministro de la Go­bernación, Carlos Arias Navarro: «Llamé al ministro de la Gobernación y se lo dije, se quedó impresionado, le pregunté: “¿Se lo vas a comunicar tú al jefe del Esta­do?”, y respondió: “Sí, sí, yo me encargo de esto.”»

No hay tensión ni prisas en el interior de la ambu­lancia. Los dos facultativos no articulan palabra, sólo contem plan el cuerpo que tienen ante sí. En el exte­rior, el sonido de sirenas es ensordecedor. Vehículos oficiales, motoristas, coches de la policía y ambulancias atraviesan a toda velocidad las calles en una carrera de obstáculos para llegar lo antes posible al hospital pro­vincial Francisco Franco.

Las calles están adornadas con miles de bombillas, en los comercios todo está preparado para comenzar la tem porada de Navidad.

X,a comitiva llega a la entrada del hospital. Una riada de batas blancas se mezcla con personal de uni­forme y decenas de policías de paisano. El hospital, ante la mirada atónita de enfermos y médicos, ha sido tomado militarmente. A toda prisa la camilla con el cuerpo de Carrero es trasladada hasta una sala, que inm ediatamente es sellada por los soldados. El hospital comienza a poblarse de autoridades y militares de alta graduación. Todos quieren confirmar que lo que han oído es cierto, todos quieren ver al presidente Carrero. No obstante, la orden que ha llegado del Ministerio de la Gobernación, desde el mismísimo despacho de Car­los Arias Navarro, es que «nadie, absolutamente nadie, entre en la sala donde está el cadáver del presidente»,

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y se prohíbe realizar fotografía alguna. Hasta las 10.1.5 no llega la autorización para que el médico de guardia, Luis González Vicén, emita el correspondiente infor­me médico. En él, textualmente, se dice que «Luis Carrero Blanco, de profesión presidente del Gobierno, ingresa cadáver presentando las siguientes lesiones aparentes: fractura de maxilar inferior, fractura de ambas clavículas, aplastamiento torácico, enucleación de testículo izquierdo, fractura abierta de tibia y pero­né derecho, fractura luxación abierta con enucleación de los huesos del tarso en miembro inferior izquierdo, fractura con m inuta de medio pie derecho, epistaxis traumática». Minutos más tarde dos médicos forenses examinan el cadáver del almirante. El dictamen final es m uerte por choque traumático.

El inspector de escolta que viajaba en el asiento delantero, Juan Antonio Bueno Fernández, murió en el acto y el conductor, José Luis Pérez Mógena, que aún estaba con vida, fallecería en el hospital tras una intervención quirúrgica.

Los teléfonos no dejan de sonar y el nerviosismo en- todos los organismos públicos es patente. El país se paraliza a medida que se conoce la noticia.

UN ASESINATO DEMASIADO PERFECTO

El falangista Puig Maestro Amado era concejal del distrito de Salamanca. Ya estaba allí cuando llegó el coronel Blanco, muy cerca de Gregorio López Bravo, que había asistido al mismo servicio religioso que Carre­ro Blanco y al que le había sorprendido la explosión dentro de la iglesia. Era demasiada casualidad que se tratara de una explosión de gas, como se creyó en un principio, debido al intenso olor que despedían los con­

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ductos rolos por la explosión, pero nadie se atrevía a asegurar que se trataba de un atentado. Tras las prime­ras indagaciones, la policía descubre los cables que lle­van al detonador y el túnel utilizado por los terroristas.

La noticia corre como la pólvora. Laureano López Rodó, ministro de Asuntos Exteriores, recibía, en el momento de la explosión, a un ministro argentino. A las 9.40 de la m añana un ordenanza irrumpió en su despacho y le dijo:

«—Señor, el ministro de Obras Públicas dice que salga usted inmediatamente.

»—Que espere el ministro de Obras Públicas —res­pondió molesto López Rodó—. Dígale usted que estoy con el ministro argentino.»

El ordenanza de Presidencia salió llevando aquella respuesta airada al pasillo y al minuto entró de nuevo interrum piendo otra vez la reunión:

«—Que es muy urgente. Que tiene usted que salir.»López Rodó se disculpó con su colega argentino y

salió del despacho. Fue entonces cuando le comunica­ron al noticia.

«Me quedé de piedra, abrevié al máximo la conver­sación con el argentino, le despedí y me quedé ya en la Presidencia del Gobierno a esperar que fueran llegan­do los ministros. El último lo hizo a las diez menos cinco de la mañana.»

El despacho del presidente estaba vacío. En la an­tesala, como si se tratara de una mala premonición, podían verse los retratos de Prim, Cánovas del Castillo, Canalejas y Dato, cuatro presidentes de Gobierno. Los cuatro habían sido asesinados.

Inspectores de la brigada de investigación crimi­nal, militares del SECED, expertos en explosivos, agen-

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Les de la Guardia Civil, policías de la social y numerosos altos mandos del Ejercito se acercan hasta el sótano de la calle Claudio Coello. Todos tienen curiosidad por ver la «obra de arte» de ETA. No se pueden creer que en una de las zonas más vigiladas del país, plagada de policías, donde residen altas personalidades del Esta­do, a muy pocos metros de la embajada americana, un grupo terrorista haya excavado durante semanas un túnel hasta la mitad de la calle sin ser detectado. No pueden concebir que un grupo de subversivos separa­tistas vascos, sin experiencia probada, hayan ejecutado con tal precisión un atentado tan sofisticado. Aún no pueden entender cómo es posible que el coche en el que viajaba el presidente del Gobierno se encuentre en la cornisa de un edificio, a treinta y cinco metros de altura, después de haber sido alcanzado de lleno por setenta y cinco kilos de explosivo. Un auténtico trabajo de profesionales.

Los activistas de ETA son, en 1973, meros principian­tes del terrorismo. Inexpertos en el manejo de explosivos y mucho más en la elaboración de túneles en forma de «T» perfectamente apuntalados. Es muy difícil compren­der cómo una veintena de activistas armados circulan durante más de un año por Madrid sin ser detectados por los innumerables cuerpos de seguridad y servicios secretos, en especial si se tiene en cuenta la escasa disci­plina, el nulo cumplimiento de las reglas básicas de la clandestinidad y los numerosos errores cometidos por la mayoría de los integrantes del comando Txilcia.

«ES ARGALA, ÉSE ES ARGALA»El comisario José Sainz había advertido una y otra

vez a Madrid sobre las acciones que preparaba la orga­

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nización terrorista ETA. Sus continuos informes ha­bían siclo desatendidos y archivados uno tras otro. Sus aseveraciones eran enjuiciadas como exageradas y sus consideraciones sobre el potencial terrorista de ETA calificadas de delirantes. El propio Sainz, en un manus­crito que dejó a sus hijos, se lamenta de que «la reali­dad vasca no quiso nunca ser analizada por nadie, desde la propia Jefatura del Estado, pasando por el Gobierno y rectores de la política del país hasta los responsables de las Fuerzas Armadas y de los cuerpos encargados de la seguridad y el orden público.»

Poco después de la explosión, Sainz llama a la Di­rección General de Seguridad, pero el coronel Blanco no está, ha salido urgentem ente para dirigirse a la calle Claudio Coello. Su llamada es atendida por el comisa­rio Gonesa, a quien sin más presentaciones ni saludos le dice: «Ha sido la ETA, es un atentado de la ETA.» Hablan poco más. Dos horas después el comisario Conesa llama a Sainz y le comunica los primeros datos. Le informa de que uno de ios terroristas es delgado, de estatura media, nariz aguileña, ojos oscuros... Sainz, sin dejarle terminar, le grita a través del teléfono: «¡Es Argala, ése es Argala!» Inm ediatam ente, dos policías de la brigada anti-ETA de Bilbao parten para Madrid con las fotografías de los activistas de ETA fichados.

LA MANO DE ETA

Aún no ha hecho público el Gobierno comunicado oficial alguno sobre el asesinato del presidente Carre­ro, pero la noticia ya ha llegado a los círculos más informados. Uno de los primeros en enterarse es José Conde Monge, jefe de Coordinación, que se encontra­ba en el SEGED: «Durante varias horas, muchas, dema­

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siadas, se mantuvo que había sido una explosión de gas, algo difícil de creer, sobre todo por las informacio­nes que nos venían del exterior. Una herm ana mía que vive en Puerto Rico me llamó y me dijo que allí, a través de Estados Unidos, ya se apuntaba que había sido ETA quien había matado al presidente.»

A Blas Piñar le sorprendió la noticia del atentado en su despacho. Una llamada telefónica a las diez de la m añana le puso al corriente de lo sucedido. Inm edia­tamente se presentó en Presidencia del Gobierno. Allí ya se encontraban numerosos ministros jun to a los máximos responsables de la seguridad. Todos menos Arias Navarro. El desconcierto era grande.

Cuando Blas Piñar llega los ordenanzas le abordan para decirle que una explosión de gas ha causado la m uerte del almirante Carrero. El dirigente de Fuerza Nueva subió a la prim era planta. Una puerta se abre y. se cierra con rapidez: es el ministro de Hacienda, An­tonio Barrera de Irimo. Ni siquiera cruzaron un salu­do. Instantes después, el secretario particular del pre­sidente, Luis Acevedo, le recibe en su despacho: «Me indicó que no era, naturalm ente, una explosión de gas, sino que era un atentado, seguramente perpetra­do por ETA.»

En torno al despacho de Carrero había una gran actividad. Los miembros del Gobierno comentaban los detalles que se iban conociendo del atentado. El jefe de Fuerza Nueva tuvo ocasión de hablar con el minis­tro secretario de la Presidencia, José María Gamazo, y con el vicepresidente Torcuato Fernández Miranda, a quien manifestó: «Vicepresidente, en este momento de confusión y creo que decisivo para la historia con­tem poránea de España, puede contar incondicional­mente con nuestra ayuda a todos los efectos.» Esto último —«a todos los efectos»— fue lo que más alarmó

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a Torcuato Fernández Miranda, quien se apresuró a declinar la oferta.

Los tres hijos varones del alm irante Carrero, que habían seguido los pasos de su padre ingresando en la Armada, se encontraban aquel 20 de diciembre de 1973 en sus unidades de destino, fuera de Madrid, lo mismo que su herm ana María del Carmen, que re­cientem ente había trasladado su domicilio a Sevilla, ya que su marido había sido nom brado presidente de la Diputación. A todos ellos les llegó con rapidez la noticia de la m uerte de su padre por medio de una llamada telefónica efectuada desde Presidencia del Gobierno.

María del Carmen Carrero estaba preparando las fiestas navideñas. Dos días después llegarían sus padres para conocer su nueva casa. A las nueve y media de la m añana de aquel 20 de diciembre se encontraba en el jardín buscando el lugar más idóneo para colocar un magnolio. Le había dicho a su padre: «Mira, papá, tú has escrito libros, has tenido hijos, pero nunca has plantado un árbol, y este año vas a plantar un árbol.» Aquél era un buen lugar para hacerlo y también qué mejor ocasión. En aquel momento sonó el teléfono. Carmen entró en la casa. Era su marido que ese día estaba precisamente en Madrid presentando la maque­ta de un proyecto de obras. Notó por su tono que algo malo sucedía:

«—Te tienes que venir. Coge el prim er avión y vente para Madrid.

»—¿Qué pasa? ¿Es que está mamá mala?»—No, no. Es tu padre. Ha habido un escape de

gas y ha muerto.»Carmen Carrero colgó el teléfono y se dirigió al

aeropuerto. Allí la estaba esperando el capitán general del Aire. Cuando llegó al hospital Francisco Franco,

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estaban amortajando el cadáver de su padre con el uniform e de gala de almirante.

Su herm ano mayor, Luis, se enteró casi al mismo tiempo: «Me llamó el secretario de mi padre, Aceve­do; llamó a mi casa y habló con mi mujer, ella me localizó en mi destino, y por teléfono me dijo: “Ven­ga, vámonos urgentem ente a Madrid, que tu padre está muy m al.”» Cuando llegó a su casa, su m ujer le com unicó la verdad: «Tu padre ha m uerto en un aten­tado de la ETA.» Serían las diez o diez y m edia de la m añana.

Los tres hermanos militares fueron trasladados a Madrid en un avión del Ejército del Aire y, como su herm ana, fueron conducidos directam ente al hospital Francisco Franco. Allí ya estaba su madre, Carmen Pichot, desolada y rodeada de militares que, pistola al cinto, pedían medidas enérgicas. Había muchos ner­vios. La gente más próxima al almirante estaba muy afectada.

Fue el capellán del Francisco Franco quien le co­municó la noticia al cardenal Enrique Tarancón, que asistía a una reunión del Consejo Episcopal. José María Martín Patino se encargó de confirmar la veracidad de aquella noticia, contactando con los servicios de infor­mación de la Presidencia, donde tenía un teniente coronel amigo: «¿Este rum or que corre por Madrid es cierto?, le pregunté. “Desgraciadamente es cierto y es un atentado probablem ente de ETA.”»

A las diez de la mañana, media hora después de la supuesta explosión de gas en la calle Claudio Coello, eran ya muy pocas las personas que dudaban de la naturaleza del suceso y la identidad de sus autores. Todas las fuentes del Gobierno, los servicios de infor­mación o los clandestinos partidos de la oposición señalaban a la organización terrorista ETA.

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En cuanto se conoció la noticia se in terrum pieron todas las emisiones de radio y comenzó a sonar la quinta sinfonía de Mahler. Mario Onaindía, m iembro de ETA político-militar, era uno de los presos por los que en un principio el comando Txikia tenía que canjear al presidente Carrero Blanco. Ni O naindía ni sus com pañeros en las cárceles tuvieron inform ación previa de que se iba a com eter este atentado. No fue hasta entrada la tarde, en sus celdas, cuando com en­zaron a sospechar que aquel 20 de diciembre algo extraño estaba sucediendo: «Yo tenía oculta una ra­dio pequeña, un transistor. Todas las piezas estaban desm ontadas y escondidas en la pata de la cama. Le­vanté la cama y comencé a m ontar la radio y el alta­voz. Fue entonces cuando oí una m archa militar y unos com entarios sobre su heroico historial en Afri­ca. Pensé, claro, que había sido Franco y fui a decirle a los dos com pañeros que estaban conmigo entonces en la cárcel que había m uerto Franco. Los funciona­rios estaban muy nerviosos y nos encerraron. A las 8.05, después del recuento, m onté de nuevo la radio y me enteré de que había sido Carrero. La noticia fue mal recibida por parte de los presos. Hubo condenas por parte de la oposición antifranquista, de los presos de otros partidos y creo que tam bién de algún mili­tante próximo a ETA.»

Y no era de extrañar. Precisamente cuando el régi­men tocaba a su fin y los partidos de la oposición se preparaban ya para salir de la alcantarilla y ver la luz después de tantos años, precisamente ahora, a alguien se le había ocurrido llevar a cabo una acción sorpren­dente y brutal que, sin duda, iba a significar un retro­ceso im portante en el proceso hacia la transición, y que a quienes menos parecía favorecer era a los toda­vía ilegales partidos de la oposición. A favor de una

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ruptura, unos. De una salida negociada, otros. Pero todos en contra de emplear métodos violentos.

SON COSAS QUE PASAN

Curiosamente, Franco fue uno de los últimos en conocer toda la verdad. Arias no había podido hablar personalm ente con él porque estaba en su habitación afectado de una fuerte gripe, así que le comunicó la noticia a su ayudante, el coronel de aviación Fernán­dez Trapa, quien a su vez se lo dijo a otro ayudante del Caudillo, el teniente coronel de artillería Antonio Gal- bis. Ninguno de los dos se decidió a darle personal­m ente un disgusto así al Caudillo debido a su estado de salud. Nadie mejor para hacerlo que su médico de cabecera y amigo personal, Vicente Gil. El doctor Gil creyó más prudente dosificar la información y le dijo a Franco que el almirante Carrero se encontraba gravísi- m ámente herido. Sólo posteriorm ente, según afirma Utrera Molina en su libro Sin cambiar de bandera, el teniente coronel Galbís informa a Franco detallada­m ente de lo sucedido. Dicen que Franco, sereno, res­pondió: «Son cosas que pasan.»

Con el dictador enfermo e incapaz de salir adelan­te, aquel golpe haría tambalearse al país. De pronto se rompía, de forma evidente y pública, ante los ojos de todos, uno de los principios básicos de la dictadura: el del orden y la seguridad. Franco ya sabía, o intuía, que otros estaban actuando a sus espaldas. Ese día, aquello por lo que el régimen tanto había luchado desapare­cía. El magnicidio dejaba en evidencia al sistema. Y era también un serio aviso a Franco de que ya su voluntad no resultaba determ inante. Otros factores, internos y externos, estaban decidiendo el futuro de España.

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ESO SÓLO OCURRE EN LAS PELÍCULAS

En el consejillo previsto para las diez de la maña- na del 20 de diciem bre se iba a tratar de nuevo de dar un impulso a la Ley de Asociaciones Políticas. Se de­dicaría toda la m añana a este asunto, de forma m ono­gráfica. Carrero no parecía dispuesto a transigir, a pesar de las opiniones de m uchos de sus ministros, y pensaba dirigirse al Gobierno allí reunido antes de que cada uno de ellos m anifestara su opinión para frenar la iniciativa y que el tema no llegara al Consejo de Ministros del día siguiente, que había de presidir Franco. Un Franco decrépito y posiblem ente «ausen­te». Carrero quería cortar de raíz toda posibilidad de que saliera adelante aquel proyecto y al igual que Franco le iba dando largas. Para él la Ley de Asocia­ciones Políticas era una puerta abierta a los partidos y cuando el alm irante hablaba de partidos pensaba siempre en los días previos a la G uerra Civil. Sin embargo, aquellos partidos a los que se pretendía dar paso con el asociacionismo no eran otros que los diseñados desde dentro del régim en o impulsados desde el exterior bajo la atenta mirada de los Estados Unidos. Con su negativa Carrero no estaba haciendo otra cosa que entorpecer un proceso imparable y re­trasar peligrosam ente el proyecto de recambio puesto en m archa por los Estados Unidos.

Carrero Blanco no hubiera admitido nunca un ar­tículo cuarto de la Constitución española en el que se contem plara un Estado de las Autonomías, según reco­noce su hijo el almirante Carrero, pues su padre veía en esto el fin de la unidad de España. Tampoco hubie­ra aceptado la legalización del Partido Comunista: «Es­toy convencido de que mi padre no se hubiera opuesto a cambios políticos que eran lógicos. Ahora, al des­

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m em bram iento de España, estoy seguro de que no hubiera tragado, y a la legalización del Partido Comu­nista estoy seguro de que tampoco.»

Carmen Pichot vivía en continuo tem or desde que su marido había sido catapultado a la prim era línea del fuego político, desde el momento en el que se había significado como presidente del Gobierno. Presentía que alguien quería quitar de en medio a su marido. Así se lo confesó a su hija Carmen: «Mi m adre estaba ya preocupada desde hacía años, tenía un palpito. Mi padre iba a ser presidente cinco años y siempre le decía a mi madre: “Me queda un día menos, Carmen, tranquila.” Mi madre siempre tuvo mucho miedo, y la preocupación de mi padre siempre fue que ella estu­viera tranquila. Me acuerdo de que una de las últimas películas que vieron fue Chacal y, ante un comentario de mi madre, mi padre lo cortó diciendo “que eso sólo ocurre en las películas”.»

Meses antes, Carrero Blanco había sido informado por los servicios de espionaje de la Guardia Civil de la existencia de un plan de ETA para secuestrarle. Ante esta posibilidad el presidente del Gobierno había dado instrucciones precisas a su familia, como recuerda hoy muy bien su hija Carmen: «Mi padre le comentó a mi herm ano Guillermo: “Si alguna vez me secuestran no deis por mí ni un duro .”»

Carmen Pichot intuía el peligro y cuando hablaba a alguien de este asunto señalaba a la masonería. El día anterior al atentado le había preguntado a su marido si se habían tomado todas las medidas de seguridad ade­cuadas de cara al proceso 1.001. Carrero Blanco la tranquilizó, respondiéndole: «No te preocupes. He hablado con Arias y me ha dicho que todo está bajo control.» A las 9.28 del día siguiente el alm irante Ca­rrero Blanco volaba por los aires.

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20 de diciembre de 1973. Presidencia del Gobier­no. Once de la mañana. Hora y media después del asesinato de Carrero Blanco, el vicepresidente Torcua- to Fernández Miranda convoca al Gobierno. «Pasamos a la sala de Juntas y nos reunimos en torno a la mesa. Los primeros momentos fueron de desorden, habla­ban demasiados a la vez. Quise poner orden, pero no lo logré.

»Laureano López Rodó, ministro de Asuntos Exte­riores, se había empeñado en que lo más urgente era redactar una nota para las embajadas (el. prim er tele­grama que envió fue a Kissinger), y cada uno hablaba dando su opinión...

»A mí aquello me pareció absurdo, sólo achacable a un nerviosismo no dominado...

»...Letona se acercó a mí y dijo: “Tú eres el presi­dente, toma el poder y ejércelo sin contem placiones.”

»Me puse en pie, alcé la voz y dije: “Señores, serie­dad y serenidad. Voy a llamar por teléfono al Caudillo, pues creo que lo prim ero es conocer las órdenes que pueda darnos en este m om ento.”

»Logré el silencio que buscaba, y con afán de fijar la atención en los temas substanciales, añadí: “Soy el presidente, lo soy de modo automático, por disposi­ción de la Ley Orgánica; estoy seguro de la colabora­ción de todos. Mi prim era decisión es ésta: no habrá estado de excepción.”» 2

Ese mismo día se tom aron todas las medidas nece­sarias para evitar que los odios salieran de nuevo a la calle. Santiago Carrillo, secretario general del PCE, en París, y Blas Piñar, jefe de Fuerza Nueva, en Madrid, recibieron inmediatamente sendas llamadas telefóni­cas. Al jefe de Fuerza Nueva lo telefoneó personalm en­te Arias Navarro: «Era un antiguo conocido, yo no tenía relaciones estrechas con él, no era una persona

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de su voluntad política, pero nos conocíamos. Y fue él quien me llamó personalmente para decirme: “Las cosas están muy delicadas, son muy graves, y yo te pido en este momento tranquilidad...” Las cosas que se dicen siempre. Hay una frase muy significativa, que no pue­do decir más que yo porque fue mi interlocutor vía telefónica. Lo que puedo decir que me dijo es que “Si las cosas no se solucionan en la forma que tú y yo queremos y que a España conviene, yo estaré solidaria­m ente a tu lado donde sea necesario”.»

Santiago Carrillo, cuando se puso al teléfono en París, ya sabía quién estaba al otro lado de la línea telefónica. Se trataba de Antonio García López, un político español que frecuentaba la embajada america­na de Madrid: «Ese día, por prim era vez desde el fin de la Guerra Civil, me llaman a París desde Madrid para decirme de parte del general Díez-Alegría que esté tranquilo, que no va a haber una noche de los cuchi­llos largos.»

No habría noche de cuchillos largos. «Por lo visto, según García López, el jefe del Estado Mayor quería confirmar que nosotros estábamos contra el terroris­mo como forma de lucha.»

La periodista Victoria Prego, en su libro Así se hizo la transición, una de las obras más completas y docu­mentadas que se ha escrito sobre ese período de la vida política española, cuenta cómo «Santiago Carrillo em­pezó a dar rienda suelta a la esperanza en el futuro político de España el mismo día en que la mayor parte de los españoles se encogía de miedo e incertidum- bre» 3.

Sin embargo, desde un prim er momento se quiso responsabilizar del atentado al Partido Comunista de España. En el registro del sótano de la calle Claudio Coello la policía dijo haber encontrado un papel con

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un núm ero de teléfono: el de la casa donde se escon­día Simón Sánchez M ontero, uno de los dirigentes del Partido Comunista de España, que vivía en Madrid.

UNA VISITA INTEMPESTIVA

20 de diciembre de 1973. Mediodía. Domicilio del dirigente comunista Simón Sánchez Montero. «Yo es­taba en esta mesa, sentado desde las nueve y media de la mañana. Estaba redactando un informe sobre la situación del Partido Comunista en Madrid.

»A m ediodía dejo el trabajo, enciendo la radio y lo que escucho es música militar, cuando tendrían que estar dando el parte. Enciendo la televisión y ocurre exactamente lo mismo. Yo pensé: ha muerto Franco o ha ocurrido algo muy gordo. Llamo a un amigo, a un camarada del barrio, y le pregunto, oye, ¿qué ha pasa­do? Y el hom bre, nervioso por si la policía tenía el teléfono intervenido, me responde: mira, que a las nueve y media ha estallado una bomba y ha muerto Carrero Blanco.»

Esa noche suena el timbre en la casa donde se esconde Simón Sánchez M ontero, que se encuentra en pleno sueño. Con toda la cautela que dan los años en la clandestinidad, el dirigente comunista se levanta despacio, sin hacer ruido, sin encender la luz. Supone que es la policía. Su prim era reacción es deshacerse de todos los papeles comprom etedores —panfletos, libros marxistas...— tirándolos por el retrete mientras el tim­bre sigue sonando. Al cabo de un rato se hizo el silen­cio. ¿Habrían creído que no había nadie en la casa? A los pocos minutos Sánchez Montero comprueba que no es así. La luz de la escalera vuelve a encenderse. Esta vez ya nadie llama a su puerta. Están aplicando

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una palanqueta. Viendo que va a ser sorprendido, de­cide contestar:

«—¿Quién anda ahí?»—¡La policía, abra usted, abra usted inm ediata­

mente!»—Esperen, que busco la llave.»Inm ediatam ente, enciende la luz y abre la puerta.Las pistolas y las metralletas era lo único que Si­

món Sánchez Montero pudo percibir. Los policías esta­ban parapetados en la escalera. Entraron en tromba, m irando por todas partes, registrándolo todo.

«Vieron que no había absolutamente nada de nada. Uno de ellos, uno de los policías, me pregunta el nom ­bre.

»—¿Usted quién es, cómo se llama?»—Pues yo me llamo Simón Sánchez Montero.»—Hombre, Simón Sánchez Montero, yo soy de la

Brigada Político Social y no le conocía, pero usted es muy famoso en la Brigada.

»—Pues sí.»Sánchez M ontero, en pijama y zapatillas, sentado

en una silla, apenas intercambia palabra alguna con los policías. Era un hom bre que no tenía nada que decir, perdía fácilmente su estupenda memoria cuando la policía le preguntaba. En ésas, se oyeron unos disparos.

«Sonó un tiro abajo y luego otro. Claro, inm ediata­m ente echaron mano a la pistola, aunque yo no tenía nada más que el pijama puesto. No sabía qué era lo que estaba pasando. Bajó uno de los policías, luego subió y Ies explicó lo que sucedía: había empezado a llover, serían las dos de la m añana o las dos y media, y un camarero de un bar de allí del barrio que se iba para su casa se metió en el portal, que era un poco oscuro y tenía entrante hasta la puerta, a resguardarse de la lluvia. El policía que estaba allí abajo le saca la

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pistola y le da el alto. El hom bre se asustó y salió corriendo. Le dispararon un tiro y luego otro, y murió. De eso me enteré cuando estaba ya en la cárcel y mi mujer, Carmen, me lo contó.»

Nadie habló de ello. Aquella iba a ser una víctima más de los «nervios». En la lucha contra el comunismo, los policías tenía vía libre y si de cuando en cuando se cometía algún «error» sus jefes sabían comprenderlo.

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CAPÍTULO ONCE EL DÍA DEL 1.001

HAN MATADO AL CEJAS

Madrid. 20 de diciembre de 1973. Primeras horas de la mañana. En dirección al Palacio de Justicia de la plaza de las Salesas circulan a gran velocidad, haciendo sonar las sirenas, cinco coches de la policía: dos ligeros abriendo paso, una furgoneta a continuación y un fur­gón canguro utilizado para el traslado de presos. Cie­rra la comitiva un coche de escolta. En el camión celu­lar son trasladados, desde la cárcel de Carabanchel, diez hombres del sindicato Comisiones Obreras. La mayoría de ellos milita en el Partido Comunista de España. Van a ser juzgados por asociación ilícita en grado de dirigentes.

Desde meses antes se aguardaba este juicio con expectación. Había un clima de tensa espera, dentro y fuera de España, ante lo que ya se consideraba uno de los últimos coletazos represivos del franquismo. Eduar­do Saborido, Nicolás Sartorius, Francisco García Salve, Juan Muñiz Zapico, Francisco Acosta, Miguel Zamora, Fernando Soto, Pablo Santiesteban, Luis Fernández

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Costilla y Marcelino Camacho son los hom bres que viajan en el furgón policial.

Desde primeras horas de la m añana la ultraderecha se moviliza en torno al Palacio de Justicia. El asesinato de Carrero contribuye a exasperar el ánimo de los allí congregados, que ven al Partido Comunista y a Comi­siones Obreras como la encarnación de todos los ma­les. De nuevo la sombra de la Guerra Civil.

Entretanto, ajenos a lo que ha ocurrido, los diez acusados son conducidos a los calabozos de los sótanos de las Salesas. Allí, para su sorpresa, perm anecerán horas antes de subir a la sala del juicio. Ya en la sala, sus abogados defensores, Jaime Sartorius y José Luis Núñez, in tentan comunicarles lo sucedido m ediante señas. Marcelino Camacho lo relata gráficamente: «Nos hacían así, y ponían dos dedos en las cejas y, nada, no caía­mos, hasta que nos dimos cuenta: el Cejas, han matado al Cejas, así era como llamábamos a Carrero Blanco.»

MAL DÍA PARA UN JUICIO

Numerosas personas y representantes de organiza­ciones como Amnistía Internacional se habían congre­gado en las inmediaciones del Palacio de Justicia. Mar­celino Camacho y sus nueve compañeros esperaban que el apoyo internacional sirviera para im pedir las severísimas condenas que se les venían encima. «La cola era muy larga, algunos decían que había dos mil o tres mil personas, entre ellas personalidades de gran relieve. Estaba por ejemplo Ramsey Clark, que había sido fiscal general en Estados Unidos con el presidente Johnson. Había venido a testimoniar a nuestro favor. Y también representantes de la Asociación Internacional de Juristas Demócratas.»

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Las condenas fueron muy duras. De doce años y un día a veinte años de prisión. Todas las acciones de apoyo en la calle en solidaridad con los procesados sé paralizaron al conocerse el asesinato de Carrero Blan­co. Quienes sí se manifestaron fueron los militantes de Fuerza Nueva. En el interior de la sala se podían escu­char los gritos de «Tarancón al paredón» y «Ruiz Gi­ménez y Camacho a la horca». La intimidación se ex­tendió hasta los familiares de los procesados, entre ellos Josefina Samper, la m ujer de Marcelino Cama­cho: «Mi com pañera estaba sentada en un banco jun to a mi hijo y mi hija, detrás se le colocó Sánchez Covisa, que era de los Guerrilleros de Cristo Rey, uno de los ultras que iban a atacar las manifestaciones. Estaba armado. Se sentó en el asiento de atrás y le daba con el cañón de la pistola a mi mujer en la espalda.»

Los servicios de información de Presidencia esta­ban convencidos de que el comando de ETA había recibido instrucciones de hacer coincidir el atentado contra el presidente Carrero con el juicio 1.001. Y todavía hoy lo creen. Al menos ésa es la opinión de José Conde Monge, jefe de Coordinación del SECED: «Era el día del proceso 1.001. El atentado estaba prepa­rado, eso se supo después, estaba preparado desde hacía tiempo, y sin embargo se les ordenó, quien diera esas órdenes, que no lo realizaran hasta ese preciso día.»

LOS BRINDIS CON CHAMPÁN

20 de diciembre de 1973. San Sebastián. Casco vie­jo. El asesinato de Carrero Blanco fue celebrado en el País Vasco, y en el resto de España, pero no hubo detenciones, como sucedería dos años más tarde a la

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muerte de Franco. Con entusiasmo y con champán. Aquel día se brindó por todo lo que suponía la m uerte de Carrero Blanco. En estas celebraciones clandestinas comenzó a tararearse una canción que se convertiría en him no festivo en todas las localidades de Euskadi: «voló, voló, Carrero voló, y en el alero quedó...».

El almirante, más que una persona, era un símbo­lo. Para Luis Carrero Pichot que algunos alzaran la copa para celebrar la acción de ETA es algo muy difícil de entender, aun hoy: «No puedo pensar que una persona que celebra un asesinato con cham pán es un ser normal. Que políticam ente digan, bueno, esto va a ser una solución... Ahora, que lo celebren con cham­pán... Yo nunca voy a celebrar con champán la m uerte de los asesinos de mi padre, eso se lo garantizo. Ni con champán ni de ninguna forma.»

EL CAMINO ESTÁ DESPEJADO

20 de diciembre de 1973. Centro de Madrid y carre­teras nacionales. Toda España había contenido el alien­to. Era un día frío. En Madrid el paisaje era de miedo y espera. Por las calles apenas circulaban coches, nadie se detenía.a charlar o a comentar lo sucedido, pero los teléfonos no dejaban de sonar. Madrid era una ciudad vacía. A pesar de que la prensa de aquellos días decía textualmente que «los controles de policía en las carre­teras son muy estrictos», y que «una vigilancia muy estrecha se produce en la frontera con Francia» J, los caminos que unen Madrid con el País Vasco aparecen despejados, así como los de la frontera francesa. No hay ningún control de carreteras. El abogado socialista Fernando Múgica, asesinado por ETA veintidós años después, recordaba en una carta los quinientos kilóme­

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tros recorridos ese día entre Madrid y San Sebastián, y en su opinión «parecía como si alguien se hubiera preocupado de retirar controles, justam ente lo contra­rio de lo que el policía más torpe hubiera ordenado hacer».

Ésta es una de las primeras cosas que llama la aten­ción a Carmen Pichot, viuda de Carrero Blanco. En declaraciones al periodista Julio Merino para el libro Los pecados del poder, se lam enta de que «no se tomaran medidas en las carreteras, ni en las fronteras o los aeropuertos». La alcaldesa de Bilbao, Pilar Careaga, comentó a Carmen Carrero algo parecido. El día del atentado estaba en Madrid. Al em prender viaje de re­greso en coche a la capital vizcaína, se armó de pacien­cia, pues temía los numerosos controles policiales. Sin embargo, llegó a Bilbao como si nada hubiera ocurri­do. En la carretera hacia el País Vasco no había ni un solo control de la policía o la Guardia Civil. También el aeropuerto de Barajas estaba despejado, como re­cuerda Carmen Carrero: «Cuando fui al aeropuerto a coger el avión no encontré controles de ningún tipo No hubo ningún control.» Y lo mismo ocurrió en las carreteras que unen el País Vasco con la frontera fran­cesa. El comando de ETA tuvo el camino expedito para salir de Madrid y regresar a su lugar de origen, igual que numerosos militantes y dirigentes de la izquierda, que tem ieron en aquel momento fuertes represalias contra ellos. Fue el caso de Juan María Bandrés, aboga­do defensor de los activistas de ETA en aquellos años: «Recuerdo que muchas personas salieron en su coche y cogieron el camino de Francia. Pasaron la frontera sin dificultad esa m añana, y es una cosa rarísima, por­que aquí, con la m uerte de Manzanas, se organizó un estado de excepción que luego se prorrogó y que duró mucho tiempo; y, sin embargo, con la m uerte de Ca­

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rrero Blanco, es decir, con la m uerte del presidente del Gobierno de España, no se adopta ninguna m edida jurídica de excepción, que hubiera sido incluso legíti­ma desde el punto de vista de los gobernantes de en­tonces, absolutamente ninguna.

»Yo no termino de entender qué pasó. Insisto, hay una desproporción trem enda entre la reacción que se produce a la m uerte de un simple inspector de Policía en Irún y a la m uerte de nada menos que un almirante que además es jefe, presidente del Gobierno.»

Los miembros del comando de ETA que había hecho volar por los aires al presidente del Gobierno —-Jesús Zugarramurdi Huici, Kiskur, José Miguel Beña- rán Ordañana, Argala, y Javier María Larreategui Cua­dra, Atxulo— seguían en Madrid, pero en aquellos días pudieron haber circulado librem ente por las carrete­ras españolas y pasar a Francia, en donde se encontra­ban los cabecillas del comando, Pedro Ignacio Pérez Beotegui, Wilson, y José Ignacio Múgica Arregui, Ezke- rra, jun to a José Antonio Urruticoechea Bengoechea, Josu Ternera, y José Manuel Pagoaga Gallas tegui, Peixo- to. Aquella inexplicable tranquilidad del Gobierno ante lo que acababa de suceder no fue entendida por mu­chos y menos por la hija del almirante, Carmen Carre­ro: «Es que es muy gordo, m atar a un presidente de Gobierno y que no haya pasado nada, como si no hubiera pasado nada. Claro que se dejó hacer, estoy convencidísima que se dejó hacer.» Carmen Carrero asegura una y otra vez que a su padre lo quitaron de en medio por intereses políticos y que existen muchos puntos oscuros todavía hoy no aclarados en torno al asesinato de CaiTero Blanco: «Que se haga el túnel y no se sepa, estando como estaba Kissinger en España, que la vigilancia era máxima. Que le hubieran dicho el día anterior a mi padre que todo estaba controlado y

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que sucediera lo que sucedió. Puntos oscuros yo creo que son todos. No hay ninguno claro.»

Blas Piñar recuerda que, el día anterior al atenta­do, miembros del Gobierno esperaban que ocurriera un grave suceso: «La víspera, el día 19 de diciembre, me personé en la Presidencia del Gobierno. Tuve una entrevista con el señor José María Gamazo, el ministro secretario de la Presidencia, y me indicó que sí, que sospechaban que alguna cosa grave iba a suceder en España, aunque no podía precisar en qué consistía. Al día siguiente me confirmó que eso que presumían como grave había sido el atentado y el asesinato del almiran­te Carrero Blanco.»

A pesar de las sospechas que Gamazo le puso de manifiesto a Blas Piñar, Arias Navarro no dudó en tranquilizar al presidente Carrero cuando éste le pre­guntó por la seguridad y el orden.

Del Ministerio de la Gobernación no salió orden alguna a las unidades especiales de la Policía o de la Guardia Civil para movilizarse en busca del comando de ETA. Aquel día también fue sorprendente para los funcionarios de las fuerzas de seguridad, que no enten­dían lo que estaba pasando. Sus jefes estaban muy tranquilos, en Presidencia del Gobierno también.

LAS ÓRDENES DE 1NÍESTA

20 de diciembre de 1973. Dirección General de la Guardia Civil. 11 de la mañana. El director de la Guar­dia Civil, general Iniesta Cano, amigo personal de Fran­co, quiso aprovechar aquel m om ento de tensión para asestar un duro golpe a la oposición ilegal, a todos aquellos que protestaban contra el régimen, e intentó aplicar medidas excepcionales contra ellos en todo el

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país. En contraste con la parsimonia con que se llevan las actuaciones para detener al comando de ETA, des­de el Ministerio de la Gobernación y la Dirección Ge­neral de la Guardia Civil se despliega una campaña de represión contra la oposición. Iniesta Cano, con la aprobación de Arias Navarro, llegó a enviar un telegra­ma con órdenes estrictas a todas las fuerzas que esta­ban a su mando: «De forma rotunda y asumiendo la responsabilidad que me corresponde (...) ordeno (...) extrem en al máximo la vigilancia en todos los puntos que consideren conflictivos, aunque éstos estén en núcleos urbanos. Caso de existir cualquier choque (...) deberá actuarse enérgicam ente sin restringir en lo más mínimo el empleo de sus armas.»

Una de las personas consultadas por Iniesta fue el líder ultraderechista Blas Piñar: «Me pidió que acu­diese a la Dirección General de la Guardia Civil y me dijo: “Mira, éste es el texto de la orden que he dado a todas las comandancias de la Guardia Civil, sobre todo a las fronteras, los aeropuertos y los puertos, etc., para evitar que esta gente, los asesinos, huyan y el crim en quede im pune.” Lo leí y me pareció estu­pendo, y yo le dije: “Q uerido Garlos, pero ¿vas a m an­tener esta orden?”»

La alarma cundió en los gobiernos civiles. El cruce de llamadas fue constante ante lo que parecía un estado de excepción encubierto. El general Iniesta Cano in tentó m antener el telegram a y se negó a anu­larlo cuando se lo pidió el ministro del Ejército en funciones, alm irante Pita da Veiga. Tuvo que ser Tor- cuato Fernández M iranda quien le obligara a retirar las órdenes.

Esa misma noche, radio París in terrum pió sus emi­siones habituales para inform ar de que la organiza­ción terrorista ETA reivindicaba el atentado. Poco

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después, el presidente del Gobierno en funciones, Torcuato Fernández M iranda, habló al país a través de la radio y la televisión: «El alm irante Carrero Blan­co, presidente del Gobierno, ha sido asesinado, ha sido víctima de un atentado criminal. La reacción del pueblo español es la propia de su nobleza. El orden es completo en todo el país y será m antenido con la máxima firmeza.»

Aunque Torcuato Fernández Miranda no lo dijo, a esa hora la policía española ya tenía datos sobre el comando de ETA y había identificado a varios de sus miembros.

QUE DIOS LE PROTEJA

Carrero, dicen los responsables de seguridad del Ministerio de Gobernación, era un fanático religioso que sólo confiaba en la protección divina. El almirante no quería que se reforzara su seguridad, afirman. Creía que el destino estaba en manos de Dios y que nada ni nadie podría cambiarlo: «El providencialismo de Carre­ro no es el que dice la familia, que la seguridad no era cosa suya, no —comenta Eduardo Blanco—. El provi­dencialismo de Carrero era que efectivamente tenía el dedo de la Providencia cuidándole y creía que a él no le iba a pasar nada. Esta es la mentalidad de los fanáticos tipo Carrero, que efectivamente son providencialistas.»

I,o cierto es que nadie le propuso cambiar de itine­rarios y que ni siquiera su escolta personal fue adverti­da de los informes que llegaban a la Dirección General de Seguridad. El hijo mayor de Carrero Blanco sale hoy al paso de esas afirmaciones: «Yo lo que sí sé es que mi padre aceptaba la escolta que le ponían. Y que el estaba convencido de que no era su problem a ni de su

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incum bencia el protegerse o dejarse de proteger; ha­bía otros organismos y había otros estamentos del Esta­do responsables.

»Si a mi padre le hubieran dicho que tenía que cambiar, él hubiera cambiado, vamos, que es que no le importaba para nada hacer otro itinerario, qué más le daba. Lo hubiera hecho porque ganas de morirse, lo repito, no tenía ninguna. Le gustaba mucho la vida y le gustaban las cosas pequeñas, pintar, leer. Disfrutaba con la vida. Esa es la verdad.»

De la misma opinión es su herm ana Carmen Carre­ro cuando habla de la escasa protección que tenía áu padre: «Si no tuvo más policía ni más vigilancia es porque no se la pusieron, que es otra de las cosas que tampoco se entienden. Ni cómo no le dijeron que cambiara... desde luego él tenía que hacer unas visitas, a El Pardo un día y a La Zarzuela otro día, porque era su misión. Estaba entre el Caudillo y el Príncipe. Pero podía haber cambiado de itinerario. No era misión de él, era misión del ministro de Gobernación, no suya, vamos, eso está más claro que el agua.»

Franco viajaba en coches blindados y disponía de un enorm e sistema de seguridad y escolta. Cada vez que se iba a desplazar a algún lugar, la carretera por donde había de pasar era cubierta por efectivos de la Guardia Civil y miembros de la policía secreta peina­ban los edificios más importantes. La seguridad era una preocupación constante. ¿Por qué no se habilita­ron las mismas medidas en el caso de Carrero?

Siete días antes del asesinato, tanto la Guardia Civil como los servicios de Presidencia tuvieron noti­cia de que «ETA se proponía secuestrar al presidente del Gobierno y a su esposa, aprovechando cualquiera de las salidas en coche de am bos»2, confirm ando in­formes anteriores. ¿No parece éste motivo suficiente

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para ocuparse de la seguridad del presidente? ¿No habría que haber inform ado a los escoltas que le acom­pañaban de esta eventualidad? Si Carrero Blanco de­seaba continuar su vida metódica, haciendo caso omiso de todas estas advertencias, ¿no habría que haber inspeccionado la zona? ¿Qué policía no lo haría? ¿Qué ministro de la Gobernación estaría dispuesto a asumir sobre sus espaldas que las amenazas se materializa­ran? ¿O acaso sería cierto aquello de que «El Halcón (Franco) llevaba desnudo a su cachorro (C arrero)»3, como les confesó un alto responsable de los servicios de la policía de aquella época a los periodistas Joa­quín Prieto y José Luis Barbería, y que ellos traslada­ron a su libro Golpe mortal, sin duda el mejor trabajo publicado sobre los hechos que precedieron al asesi­nato de Carrero Blanco?

El responsable de la seguridad del almirante no era otro que Carlos Alias Navarro, ministro de la Goberna­ción, y quien hubiera tenido que especificar qué medi­das concretas se debían tomar era el coronel Eduardo Blanco, director general de Seguridad y experto en este tipo de tareas. Hoy, cuando se le habla de ello, traslada la responsabilidad al jefe de escoltas que acom­pañaba a Carrero Blanco, Agustín H errero Sanz, un inspector que, jun to a otros dos policías, era toda la seguridad con que contaba el presidente: «Sí, el jefe de escoltas es el responsable de la seguridad de Carrero y debe de decir “siempre por este itinerario no vamos, presidente”, es decir, tiene que inform ar a Carrero. Carrero tampoco era tonto, también tenía que saber que si era un objetivo, como se le dijo, pues tenía que cambiar el itinerario.»

A los miembros del servicio de escolta de Carrero sus superiores jamás les dieron la m enor información del peligro que acechaba al almirante. Eran tan ajenos

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como él mismo al riesgo que corrían, y también paga­ron con su vida.

Agustín H errero Sanz está hoy jubilado y no quiere hablar de aquel atentado ni recibir a periodistas. Ha aceptado, finalmente, m antener una conversación te­lefónica con los autores de este trabajo: «La seguridad del jefe del Gobierno no la nom bra el jefe de la escolta. La seguridad del jefe del Gobierno la nom bra el direc­tor general de Seguridad o el subdirector general o el ministro, quien sea, todos menos el que va allí, en la escolta. Es lo mismo que echar la culpa a un ordenanza si se pierde o se rom pe un expediente de la oficialidad mayor, será el oficial mayor el que tenga mayor respon­sabilidad en aquello, no el portero.

»Yo he sido un hom bre esclavísimo. Al principio me tuvieron muchos años solo, hasta que me pusieron otro compañero. Y estaba todo el día, todo el día. Esto fue un descuido garrafal y usted lo com prende perfec­tamente.»

El coronel Eduardo Blanco enviaba a su ministro, Carlos Arias Navarro, todos los informes de im portan­cia, y al ministro le correspondía en última instancia darles curso o no. Eso al menos es lo que asegura el hoy general retirado Eduardo Blanco cuando se le pregunta quién tenía que decidir sobre las informacio­nes sensibles que pudieran afectar a la seguridad de los miembros del Gobierno: «El que se investigue es res­ponsabilidad del director general. A él corresponde la investigación material. Lleva la investigación al minis­tro, y entonces la valora.

»E1 ministro es el que tiene que valorar las informa­ciones que recibe del Estado Mayor, las que recibe de la policía, las que recibe de la Dirección General de Seguridad y las que recibe de sus colegas ministros, que tampoco están en la higuera.»

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UNA SILLA VACÍA EN EL CONSEJO

21 de diciembre de 1973. Palacio de El Pardo. 11 de la mañana. Como cada viernes, Franco presidió el Consejo de Ministros. Fue una reunión breve, ya que Franco estaba con fiebre a causa de su estado gripal. Excepcionalmente acudió la prensa. Se trataba de apa­rentar la máxima tranquilidad. Una silla vacía, a la derecha de Franco, era el único testimonio de lo ocu­rrido. Una vez que los informadores gráficos —nunca se permitió la entrada a periodistas— abandonaron el salón, Franco, con voz pausada, dijo: «La presencia de los fotógrafos era conveniente para llevar la tranquili­dad al pueblo español.»

El almirante Luis Carrero Pichot todavía recuerda hoy la misa funeral, en la que Franco lloró en público por prim era vez, y lo que entonces le dijo el príncipe Juan Carlos: «Presidió el entierro —fue la presidencia oficial— y estuvo con nosotros en El Pardo cuando le dimos tierra. Y dijo una cosa cuando yo le di las gracias por habernos acompañado, me dijo: “Pero cómo no voy a estar con vosotros si yo estoy en España gracias a tu padre.”»

A prim era hora de la tarde del día 21 se puso en marcha el cortejo fúnebre. Por el centro de la Castella­na, detrás del armón de artillería, solo, dando mues­tras de gran valor, caminaba el príncipe Juan Carlos. Aquél fue un día de gran tensión para todos, pero en especial para el príncipe de España, que hubo de pre­sidir en solitario el entierro de su protector, mientras escuchaba los gritos de los ultraderechistas —«Ejército al poder», «Iniesta al poder»— y los insultos lanzados contra Tarancón, que asistía al acto como cardenal primado de Madrid. La llamada telefónica de Arias Navarro a Blas Piñar pidiéndole tranquilidad en las

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calles no evitó estos sucesos. El mismo líder de Fuerza Nueva se puso al frente de los manifestantes ultra: «...nos situamos ante el edificio de Castellana 3; llevá­bamos una pancarta que decía: “La ETA sólo asesina cuando los gobiernos son débiles.” El director general de Seguridad, Eduardo Blanco, persona amable, vino a pedirm e que retirase la pancarta, y le respondí: “Yo no la voy a retirar, pero usted puede hacerlo por sus pro­pios medios. Si lo hace, no me voy a oponer por la fuerza, como es natural.” Aquel gesto mereció la apro­bación de la gente que allí nos rodeaba y que nos gritaba efusivamente».

Martín Patino, también presente en la ceremonia, recuerda con cierto temor los episodios de aquel entie­rro: «A la salida del cadáver, ya bajando las escaleras de Castellana, 3, había muchos militares y estaban todos con el brazo en alto cantando el Cara al Sol y sum ándo­se a los insultos. Recuerdo que Gutiérrez Mellado esta­ba en prim era fila e increpó a sus compañeros, a sus colegas, exigiéndoles que se callaran, e hizo como un ademán casi de ponerse violento contra ellos.

«Nosotros íbamos delante del cadáver. El cardenal Tarancón con un capellán de la Armada, él a la dere­cha y yo a la izquierda, íbamos los tres solos por el centro de la Castellana. Llevábamos detrás, para prote­gernos, tres policías de paisano con metralleta. Nos habían dado ya algunas recom endaciones diciéndonos que si veíamos algo que avisáramos, que nos volviéra­mos hacia ellos. Por los laterales de la Castellana iban avanzando unos grupos insultándonos. Los insultos de siempre: “Tarancón al paredón”, “Tarancón fariseo”, “A la cárcel de Zamora” y todo eso. Realmente era bochornoso, era de verdadero pánico.

»E1 cardenal, cuando llegamos a casa, me dijo: “Desde luego no te he visto nunca con tanto miedo. Se

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te notaba en la cara.” Y es verdad que creía que me estaba jugando la vida.»

Blas Piñar dirigió tinas palabras a los manifestantes ante el socavón dejado por la trem enda explosión: «Me pidieron que dirigiera allí unas palabras, palabras que casi no se pudieron oír porque, según mis noticias, el jefe del Alto Estado Mayor —el general Díez-Ale- gría— envió un helicóptero militar que estuvo sobrevo­lando casi a ras de los tejados con un ruido que impe­día oír lo que se estaba diciendo. Yo, en resumidas cuentas, dije que habían abierto un cráter en la calle Claudio Coello, y querían convertir en un cráter a España entera.»

Más de cien mil personas se congregaron a las cuatro de la tarde de aquel 21 de diciembre en el recorrido de Castellana, 3, sede de la Presidencia del Gobierno, a la plaza Gregorio M arañón para despedir el féretro del almirante Carrero Blanco.

El centro de Madrid fue tomado por la policía, que en ningún momento impidió las muestras de indigna­ción de los más patriotas, que vestidos con sus camisas azules y correajes, cantando el Cara al Sol brazo en alto, desfilaban a pie o recorrían las céntricas calles en sus coches con las banderas de España al viento.

Para la celebración del funeral en San Francisco el Grande, cuarenta y ocho horas después, se tomaron medidas de seguridad más enérgicas con objeto de im pedir que se repitieran las escenas del entierro. Medidas de seguridad que se hicieron extensivas inclu­so a los curas y obispos que iban a concelebrar la ceremonia en el presbiterio. No podían subir allí quie­nes no figuraran en una lista elaborada al efecto. En la sacristía había un policía con metralleta, lo mismo que

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detrás del coro. Toda la iglesia estaba tomada. Franco iba a estar presente, lo mismo que todo el Gobierno. No faltó allí quien evidenciara su rechazo al cardenal Taran cón, como hoy recuerda el vicario general de Madrid: «El cardenal tuvo el gesto —yo se lo sugerí— de ir a dar la paz a Franco y al Príncipe; fue también a dar la paz al Gobierno y a la viuda. Con eso hizo un recorrido largo por la basílica y dio ocasión a que ese señor, el ministro de Educación de entonces, Julio Rodríguez, le negara el saludo.»

En aquellos solemnes momentos ya había quienes conocían un dato im portante y a la vez sorprendente: que el comando de ETA que había asesinado al presi­dente del Gobierno había estado nada menos que un año preparando el atentado e intentaban dar respuesta a esta pregunta: ¿cómo había sido posible que pudie­ran circular librem ente por Madrid una veintena de etarras durante más de un año sin ser detectados y detenidos? Esta misma pregunta se la hicieron también los principales dirigentes de los partidos de la oposi­ción a Franco, aquellos que mejor conocían la eficacia de la policía española cuando se trataba de reprim ir a los enemigos del sistema. Para Santiago Carrillo se trata de algo inexplicable: «Si alguno de nuestros militantes hubiera cometido la décima parte de las imprudencias que com etieron los etarras, yo estoy se­guro que la policía hubiera dado con él y lo hubiera detenido.»

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_________________________ C A PÍTU LO D O CELAS VACACIONES DE CORTINA

Mientras tenían lugar en Madrid escenas de resen­timiento, dolor o alegría, en otra capital europea, en París, ocurrían hechos extraños que ponen de mani­fiesto el desinterés de determ inados representantes del Gobierno español y de los servicios de inteligencia por capturar a los cerebros del comando de ETA que aca­baba de asesinar al almirante y ponerlo a disposición de la justicia.

Al día siguiente del atentado, en la embajada espa­ñola en París se recibió una oferta del director general de la Seguridad francesa para hacer entrega, de forma extraoficial, de tres destacados miembros del comando de ETA que había asesinado al presidente Carrero. Se trataba de Wilson, Ezkerra y Ezkubi, que se encontra­ban en Francia. Ellos habían sido los organizadores y máximos responsables del comando que asesinó a Ca­rrero Blanco, aunque no apretaran el detonador que lo hizo volar por los aires. Todo lo que las autoridades españolas tenían que hacer era enviar a sus agentes a recogerlos.

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UNA LLAMADA INTEMPESTIVA EN PARÍS

París, 20 de diciembre de 1973, 10.30 de la m aña­na. En el despacho del embajador español, Pedro Cor­tina Mauri, se encuentra el ministro plenipotenciario y segundo en rango de la embajada, José María Alvarez de Sotomayor, despachando los asuntos ordinarios del día. De pronto, las puertas del despacho se abren y aparece el jefe de prensa de la embajada Fernando Gutiérrez, quien, con voz descompuesta, grita: «¡Han matado a Carrero Blanco!»

Inm ediatam ente el embajador llama a Madrid, pero allí muy poco o nada le pueden decir acerca de quién está detrás de la m uerte del almirante. El día transcu­rre entre nervios e incertidumbres para aquellos fun­cionarios españoles en París, sin sospechar que unas horas más tarde se convertirán en protagonistas de una historia que perm anecerá oculta durante muchos años.

Impresionados por la noticia e intranquilos por lo que a partir de ese momento pudiera suceder, los fun­cionarios de la embajada española en París se retiran tarde a descansar. El ministro plenipotenciario, Alvarez de Sotomayor, fue de los últimos en abandonar el re­cinto diplomático. Vivía muy cerca de la embajada, en la plaza del Alma, 2. Sólo tenía que cruzar la avenida Jorge V y en unos minutos se encontraría en la cama. Había sido un día duro y tenso. Las noticias se habían sucedido contradictorias una tras otra. A la hipótesis de que se había tratado de una fortuita explosión de gas, había sucedido la certeza de que se trataba de un atentado, casi con toda seguridad organizado por ETA.

Franco estaba muy enfermo y todo era cuestión de tiempo. Poco tiempo... ¿Qué pasaría ahora que habían eliminado a Carrero Blanco? ¿Sería aquélla la señal para que todo se precipitara? Estas y otras interrogan-

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Les cruzaban la m ente de Álvarez de Sotomayor, mien­tras intentaba conciliar el sueño aquella noche.

El insistente sonido del teléfono lo despertó poco después. Se trataba del comisario Botariga, el respon­sable francés de la Seguridad para todo lo concernien­te a «los asuntos españoles». Ambos m antenían desde hacía tiempo una respetuosa relación dentro del difícil equilibrio que un diplomático español debía guardar en un país como Francia, contrario al Gobierno que Sotomayor representaba en París. Botariga, ai igual que otros funcionarios franceses, conocía el número de teléfono personal de Sotomayor, pero se daba por hecho que sólo lo utilizaría ante una circunstancia importante. Aquélla era la prim era vez que el comisa­rio francés le llamaba a horas tan intempestivas. Algo grave debía estar sucediendo:

«—¿Monsieur Sotomayor?»—Sí, soy yo.»—Soy el comisario Botariga.»—¿Qué sucede?»—Necesito verle urgentem ente. Se trata de un

asunto de suma importancia y he de verle enseguida.»—Pero hombre, no puede esperar hasta dentro

de unas horas. Estoy en la cama. ¿Usted dónde está?»—Estoy en la puerta de la embajada.»—Si son las siete de la mañana.»—Lo que tengo que decirle es muy grave. Le espe­

ro a usted en la puerta de la embajada.»—Bueno, pues ahora mismo bajo.»

EL COMISARIO BOTARIGA

Sotomayor se vistió rápidam ente. Cruzó la avenida de Jorge V con paso rápido y en unos minutos llegó

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ante la puerta de la embajada de España. Allí se encon­traba esperándole Botariga. En París todavía no había amanecido. El frío apretaba a aquellas horas. Botariga, embutido en su abrigo, se movía inquieto, como in ten­tando entrar en calor. Dejando a un lado todo protoco­lo, ambos subieron rápidam ente a la embajada. Ya en el despacho de Alvarez de Sotomayor, cuando éste apenas había cerrado la puerta, el comisario francés le dijo: «Los terroristas de la ETA están aquí. Quisiéra­mos que ustedes se los llevaran antes de que la prensa se entere.»

Sotomayor era un diplomático experim entado y quiso asegurarse del alcance de aquella información antes de comunicársela a su embajador, por eso le preguntó a Botariga si actuaba por orden de sus jefes, si ellos tenían conocimiento de que aquel encuentro se estaba celebrando en la embajada de España. La respuesta fue afirmativa: «Me dijo que sus jefes le ha­bían encom endado esta entrevista para pedir a la em­bajada de España que vinieran de nuestra patria ele­mentos de la policía española, especializados en estos temas, para hacerse cargo de los individuos de ETA y llevárselos detenidos a España.»

Las relaciones entre Madrid y París no eran, en temas de terrorismo, todo lo buenas que sería deseable. Francia veía a España como una dictadura y a los etarras como luchadores por la libertad, pero quizá el asesina­to de un presidente del Gobierno les pareciera a los gobernantes franceses motivo suficiente como para colaborar con la justicia española, aunque fuera de aquella forma, pasando bajo cuerda a la embajada de España en París una información de vital importancia.

«Debe ser una operación rápida y discreta, de ello debe ocuparse la “policía paralela” española», añadió el comisario Botariga, precisando que dado que se

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encontraban en París tres «especialistas» españoles, ellos, con algún refuerzo que les enviaran desde Espa­ña, podrían llevar a cabo el traslado. Botariga se estaba refiriendo sin duda a los miembros de la Brigada de San Sebastián que al m ando del comisario Sainz in ten­taban infiltrarse en los círculos próximos de ETA. Ellos podrían «echarle una mano» a los dos comisarios espa­ñoles que estaban en París y a los que Botariga, sin rodeos, llamaba «policía paralela española».

Aquella oferta le pareció al diplomático español de tal envergadura, que creyó conveniente tomar todo tipo de precauciones:

«—Esto, como es lógico —le dijo el diplomático español—, lo tengo que consultar con mi embajador. El será quien decida lo que se hace.

»—Eso es lo que queremos —respondió el comisa­rio Botariga—. Por eso la urgencia. Le pedimos que para que no se entere la prensa de lo que sucede se los lleven rápidam ente y desaparezcan de aquí.»

LA NEGATIVA DE CORTINA

Nunca, hasta aquel momento, la policía francesa había prestado un servicio parecido al Gobierno espa­ñol. Sin com prom eter su postura pública de rechazo de la dictadura ponían en bandeja de plata ante la embajada española a los principales responsables del asesinato del almirante Carrero. Este cambio en la actitud de las autoridades francesas era significativo. Pero ¿cómo sabían, a tan pocas horas del atentado, quiénes formaban el comando de ETA y quiénes lo dirigían?

No parecía que en aquella ocasión las autoridades de la seguridad francesa quisieran verse involucradas

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ante España en aquel magnicidio. Frente a los duros comunicados de condena en contra del régimen español a los que tan acostumbrados tenían a los diplomáticos españoles ahora, por vez primera, el Gobierno francés, de forma soterrada, realizaba un gesto de acercamiento.

El ministro plenipotenciario de la embajada espa­ñola en París pidió al comisario francés que no se moviera de su despacho. En unas horas el Gobierno español podía anunciar que había detenido a los cabe­cillas del comando de ETA que había asesinado al presidente Carrero Blanco. Sotomayor, caminando rá­pidam ente, se dirigió a la residencia privada de su embajador, Pedro Cortina Mauri, que se encontraba en el recinto diplomático. Una vez allí, llegó hasta el dormitorio:

«—Embajador, despierta.»—¡Qué pasa, qué pasa!»—Mira, que arriba está el comisario Botariga y me

ha dicho que los asesinos de Carrero están aquí. Están dispuestos a entregárnoslos y, claro, quiero que hables con él.

»— ¡Ah! déjame en paz, yo no me voy a levantar ahora, que venga a las diez de la mañana.

»—Embajador, si es que se va a enterar la prensa y ellos quieren que lo hagamos antes.

»—Déjame en paz. Yo no quiero saber nada ¡Qué tontería es esa!»

Sorprendido, Sotomayor insistió:«—Pero querrás verle.»—Bueno, que venga a las diez de la mañana.»El ministro plenipotenciario no podía dar crédito a

lo que estaba escuchando, pero confió en que una entrevista personal del embajador español con el en­viado francés term inaría por abrirle los ojos a Cortina, así que subió de nuevo a la sala en la que estaba espe­

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rándole el comisario Botariga y le rogó que volviera tres horas más tarde. Pero antes quiso tener constancia escrita de los términos en los que se estaba producien­do i a oferta, así como de los nom bres de los etarras que iban a ser entregados a las autoridades españolas. El hábil diplomático, que no en vano había pasado años en Marruecos lidiando con la diplomacia alauita inten­tó, a pesar de la reserva con la que se estaba producien­do aquella entrevista, obtener una prueba de lo que allí estaba sucediendo.

«—Usted com prenderá —le dijo a Botariga— que necesito más información para comunicársela a mi ministro. Necesito saber quiénes son los terroristas de ETA. Nombres y apellidos. ¿Los tiene usted?

»—No, aquí no, los tengo en mi despacho.»—Pues llame usted allí, por favor.»Sotomayor se levantó, le cedió su puesto al comisa­

rio francés para que desde allí hiciese la llamada y le puso un papel y un lápiz para que fuera él mismo quien apuntara de su puño y letra los nombres de los terroristas.

El resultado es un docum ento que Sotomayor guar­da todavía hoy en una caja de seguridad y que jamás ha hecho público. En él están escritos los nombres de los tres etarras localizados en Francia. Se trataba de Wil- son, Ezkerra y Ezkubi, los cerebros de la organización terrorista que habían preparado el asesinato de Carre­ro Blanco y dirigían la operación desde Francia.

Sotomayor ya había conseguido lo que quería: «ofi­cializar de alguna forma lo que me estaba diciendo para que nunca pudiera negarlo». Con aquella prueba en sus manos confiaba poder convencer a su embaja­dor. Mientras tanto comenzó a prepararle un telegra­ma ultrasecreto y urgentísimo, dirigido al ministro de Asuntos Exteriores, Laureano López Rodó, para comu­

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nicarle lo que acababa de ocurrir. Las horas comenza­ban a pasar y el tiempo jugaba en contra.

En cuanto el embajador se incorporó a su despa­cho, a las diez de la mañana, Sotomayor le fue a ver para conLarle todos los porm enores de la oferta que traía el comisario Botariga, mostrándole además la cons­tatación escrita de que ésta se había producido, así como los nom bres de los etarras que iban a ser entre­gados. Los cabecillas del comando. Una sola llamada telefónica de Cortina Mauri a Madrid hubiera bastado para confirmar que se trataba efectivamente de los mismos nombres que había dado el comisario Sainz desde San Sebastián y cuyas notas nunca se habían atendido. En aquel papel que tenía ante sus ojos el embajador español figuraban manuscritos los nombres de Iñaki Pérez Beotegui, alias Wilson, Iñaki Múgica Arregui, alias Ezkerra, y José María Ezkubi Larraz, alias Bitxor.

El ministro plenipotenciario no observó en su em­bajador el m enor interés por el tema, sino que, muy al contrario, le volvió a dar largas no queriendo enterarse del asunto: «Ya veremos, luego, más tarde...»

Poco después apareció de nuevo el comisario Bo­tariga en la embajada de España; esta vez le acom pa­ñaba otro policía francés, de apellido García, que hablaba perfectam ente castellano, ya que era de as­cendencia española. Sotomayor los llevó ante Cortina Mauri: «¿Quiere usted decir al señor em bajador lo que me ha dicho a mí esta mañana?» El comisario Botariga repitió, palabra por palabra, lo dicho en el despacho del ministro plenipotenciario tres horas antes e insistió en que la operación habría de llevarse a cabo ya, antes de que alguien pudiera enterarse y hacerlo público. El Gobierno francés quería la máxi­ma reserva.

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Cuando el comisario Botariga terminó de hablar, Cortina le agradeció la información y dio por termina- da la entrevista, despidiéndose de los comisarios fran­ceses con estas palabras: «Muchísimas gracias. Adiós. Son ustedes muy amables.»

Una vez que se fueron, Sotomayor se quedó a solas con su embajador y le apremió:

«—Embajador, ¿qué hacemos?»—Tonterías. Son tonterías. No hay que hacer caso.»—A mí esto me parece muy grave.»No hubo respuesta. Alvarez de Sotomayor insistió

en que la información debía llegar a manos del Gobier­no español.

«Mira, ¡déjame en paz!», fue la respuesta de Cortina.

EL TELEGRAMA

Casi se había alcanzado el punto de enfrentam ien­to personal. Habiendo agotado ya todas las vías posi­bles para hacer llegar la información al Gobierno espa­ñol y viendo que las horas transcurrían y se alejaba la posibilidad de detener a los presuntos responsables del asesinato del alm irante Carrero Blanco, Alvarez de Sotomayor convocó de inmediato en la embajada a los otros embajadores de España con representación en París, el de la UNESCO, Raimundo Pérez Fernández, y el de Asuntos Económicos de la OCDE, Mariano Va- llaure, así como a todos los agregados militares, con la finalidad de que éstos transm itieran rápidam ente a sus respectivos servicios de información lo que estaba ocu­rriendo esa m añana en la embajada de España en Pa­rís. A continuación reunió a todo el personal de la embajada, treinta personas, y juntos se dirigieron a ver al embajador. Encarándose con Pedro Cortina, en su

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despacho de la embajada, el ministro plenipotenciario le presentó el informe confidencial y secreto que habí# preparado:

«—Traigo el proyecto de telegrama, ¿lo quieres leer y lo firmas?

»—Te he dicho que me dejes en paz.»El embajador estaba visiblemente enfadado. Y ante

todos los allí presentes afirmó que se tomaba unos días de vacaciones y se iba en avión a Madrid. Nada ni nadie iban a detenerlo. Casualmente, en esos momentos re­cibió una llamada personal. Se trataba del ministro de Asuntos Exteriores, Laureano X.ópez Rodó, quien, aje­no a todo lo que estaba sucediendo, llamaba para inte­resarse por cómo iban las cosas en París. Fue entonces cuando Cortina Mauri aprovechó para hacer oficial su viaje.

«—Hola, Laureano, ¿cómo estás? Te voy a ver den­tro de un rato.

»—¿Cómo que me ves dentro de un rato?, ¿qué pasa por ahí?

»—Por aquí nada im portante. Oye, es que me voy dentro de un rato en un avión a Madrid, allí nos vere­mos.

»—Oye, Pedro, creo que no deberías moverte de ahí, creo que deberías quedarte en París.»

A lo que responde Cortina:«— jCómo que me vas a fastidiar mis vacaciones!

¡Laureano! Yo voy a ir, hasta luego.»Ni siquiera aquella orden, recibida desde España,

del ministro de Asuntos Exteriores conseguiría rete­nerle.

En un último intento por aceptar el ofrecimiento francés de detener a la cúpula del comando Txikia, Alvarez de Sotomayor insiste para que Pedro Cortina firme el informe que ha de ser enviado a Madrid:

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«—Embajador, por favor, el telegrama tendrás que firmarlo para que lo enviemos a Madrid y no estemos perdiendo el tiempo.

»—Que tú no lo has entendido bien —le respondió el embajador—, esos tíos no te han dicho nada de eso.»

Delante de todos los funcionarios reunidos en el despacho, Sotomayor in tenta una vez más convencer al embajador español: «Pedí a la telefonista que me pu­siera con el director de la Seguridad francesa. Y le dije en francés: “Señor director general, ¿es cierto que us­ted ha mandado al comisario Botariga y al comisario García para hacernos entrega de los miembros del comando de ETA que acaba de asesinar al presidente del Gobierno español? ¿Quiere usted, por favor, repe­tirle esto al embajador?” Y le pasé el teléfono al emba­jador y se lo confirmó todo.»

UNAS OPORTUNAS VACACIONES

Las horas pasaban y las autoridades francesas, ató­nitas, no podían creer lo que estaba ocurriendo. Pedro Cortina Mauri hizo sus maletas y se dirigió al aeropuer­to para em prender viaje a Madrid. El asunto era de tal envergadura que Alvarez de Sotomayor, temiendo que su embajador negara la evidencia, decidió acompañar­se de testigos entre los funcionarios de la embajada. Todos juntos se dirigieron al aeropuerto y pidieron a Pedro Cortina Mauri que diera curso al informe oficial firmando el telegrama redactado por Alvarez de Soto- mayor. Forzado por la situación el embajador cede, pero no sin antes decir a su prim er secretario: «Ahí te las compongas.» Firmó el telegrama y se fue. Demasia­do tarde para tomar ya cualquier determinación.

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Ñola en la que la policía francesa ofrece al diplomático A lvarez de Solo-mayor la entrega «extraoficial» de varios aclivislas del comando

Txikia.

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El docum ento cifrado nunca obtuvo respuesta. Cla­sificado de secreto y guardado en el Archivo General del Ministerio de Asuntos Exteriores, tendrá que espe­rar todavía unos años antes de que pueda ver la luz pública. Al final de su relato, Alvarez de Sotomayor añadió esta frase: «Tal y como le he contado eso es exactamente lo que sucedió.» Este es su testimonio tras veinticinco años de silencio.

Varias interrogantes surgen al hilo de estas revela­ciones hechas por el m inistro plenipotenciario de la embajada española en París. La prim era y más sor­prendente, ¿con qué respaldo contaba el entonces em bajador de España en París, Pedro Cortina Mauri, para negarse a hacer las gestiones que llevaran a la detención del com ando de ETA que horas antes ha­bía asesinado al alm irante Carrero Blanco en Madrid? ¿Era tan im portante quien le protegía como para que el embajador ni siquiera obedeciera las órdenes da­das por su ministro, Laureano López Rodó, cuando le pide por teléfono que no abandone París? ¿Fue su actuación de entonces la que mereció que unos días más tarde fuera él y no oLro el que ocupara la cartera de Exteriores en el nuevo Gobierno presidido por Arias Navarro? ¿Por qué no se quiso detener inm edia­tam ente a los etarras que habían asesinado a Carrero Blanco? ¿Acaso por la inform ación que podrían haber revelado acerca de los apoyos que tuvieron para co­m eter el magnicidio? ¿A quién o a quiénes podrían haber involucrado?

Un diplomático nunca hubiera asumido en solita­rio ¡a responsabilidad de pasar por alto la información dada por el comisario francés, y mucho menos habría dejado de hacerla llegar a sus superiores en un mo­m ento tan delicado. En aquellos días, a tan sólo unas horas del asesinato del almirante Carrero Blanco, cual-

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qnicr indicio que pudiera conducir a los culpables tenía que haber sido tomado en cuenta.

El 23 de diciembre de 1973, dos días después de que se produjera la oferta francesa, los servicios de inteligencia militar del Alto Estado Mayor desplazaron a París a su jefe de espionaje, el general del Ejército del Aire Carlos Dolz de Espejo, preocupados, al parecer, por un asunto relacionado con la embajada, y muy interesados en conocer cómo había quedado el tema dé los etarras entre los diplomáticos. Tras esta visita se produjo un silencio de veinticinco años. Nadie quiso desvelar lo que allí había sucedido.

DE EMBAJADOR A MINISTRO

Al día siguiente, en directo, en la televisión france­sa aparecían unos encapuchados que afirmaban ser los autores del atentado. Ante los periodistas, durante más de una hora, contaron cómo habían llevado a cabo el asesinato del alm irante Carrero Blanco. Alvarez de Sotomayor, jun to a los consejeros y secretarios de em­bajada, vieron aquella retransmisión y se preguntaron por qué la televisión francesa ponía a disposición de ETA su programación. Eran las dos caras de un mismo suceso. Por un lado, en secreto, el Gobierno francés daba a conocer a la embajada española en París el nom bre y la localización de los cabecillas del comando etarra y, por otro, proporcionaban a ETA una estupen­da plataforma propagandística para difundir los deta­lles del magnicidio.

Pedro Cortina Mauri sería nom brado días más tarde m inistro de Asuntos Exteriores del nuevo Go­bierno, ante la sorpresa de los funcionarios de la embajada de España en París. Para Alvarez de Soto-

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mayor fue «de la mesa camilla de El Pardo de donde salió.el nom bram iento». Cortina Mauri había sido el inform ador de Carmen Polo desde la embajada espa­ñola en París. Sus «filtraciones» le habían costado el puesto a Gregorio López Bravo. Estaba situado, sin duda, en el entorno más cercano a la camarilla de la familia Franco.

Quienes pueden dar constancia de los hechos suce­didos en la embajada española en París han m uerto o prefieren guardar silencio. Algunos, a pesar de ser pro­tagonistas de la historia, dicen no acordarse de nada. Es el caso de Rafael Allende Salazar Urbina, agregado militar en París en aquellos días de 1973, quien respon­de con un «no me acuerdo» a las reiteradas preguntas de los autores de este libro.

El informe cifrado elaborado por Alvarez de Soto- mayor no pudo ser transmitido a tiempo, pero a través de los agregados militares de la embajada este docu­m ento fue conocido horas después por los servicios secretos españoles.

Un oficial de inteligencia del Alto Estado Mayor, hoy retirado y que no desea que su nom bre salga a la luz pública, recuerda haber visto aquella prueba e in­formado de ello a sus superiores:

«—¿Llegó a leer ese comunicado?»—Sí, sí, yo leí el telegrama.»—¿Estaba usted destinado entonces en el Estado

Mayor?»—Sí, yo mandaba la Segunda Sección de Estado

Mayor, la de información, la sección de información.»—¿Recuerda lo que decía aquel telegrama?»—Era un telegrama diciendo que durante unas

horas tienen a disposición del Gobierno español a los etarras que han asesinado a Carrero Blanco, que los tienen retenidos pero no pueden esperar más que unas

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horas, y me imagino que por un procedim iento pues... no legal, pues este hom bre (el comisario Botariga) colaboraba, quería colaborar en la lucha contra el te­rrorismo y los pone a disposición.»

Preguntado hoy si había llegado a sus manos este telegrama cifrado, López Rodó lo niega, dice descono­cer los hechos de París, aunque reconoce su conversa­ción con Pedro Cortina Mauri, y, cuando le traslada­mos el testimonio de Alvarez de Sotomayor, afirma que este diplomático español le merece respeto y que «Pe­dro Cortina era un hom bre muy peculiar».

Tras su asesinato, parecía lógico que se mantuviera un Gobierno que sólo llevaba unos meses en el poder para que continuara la línea em prendida por Carrero Blanco. Eso al menos pensó Torcuato Fernández Mi­randa y todos los que le rodeaban que ya comenzaban a llamarle «presidente». Pero en El Pardo existían otros planes muy distintos. Sorpresa tras sorpresa, se avanza en los días posteriores al asesinato.

La fotografía publicada en los periódicos a propó­sito de una recepción en El Pardo mostraba bien a las claras lo que estaba por llegar y de la mano de quiénes iba a llegar. Un sonriente ministro de la Gobernación, Carlos Arias Navarro, responsable de la seguridad del Estado y por supuesto también de la de su presidente, aparecía en las portadas de los periódicos posando jun to a la mujer de Franco, Carmen Polo. La sonrisa volvía a recuperarse en El Pardo.

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CAPÍTULO TRECE LA ALEGRÍA DE LOS FRANCO

LA HORA DEL «BÚNKER»

Con el asesinato de Carrero Blanco, los sectores más reaccionarios del régimen, los que no veían con buenos ojos la vuelta de la m onarquía a España, creye­ron que había llegado su momento.

Una operación de gran calado político se puso en marcha. La encabezaba Carlos Arias Navarro, el minis­tro de la Gobernación que no había podido evitar que mataran a su presidente.

Todos aquellos que habían apostado por la suce­sión del Príncipe, todo el Gobierno de Carrero Blanco y su vicepresidente Torcuato Fernández Miranda, a quien en buena lógica le tendría que corresponder ejercer la Presidencia, son sustituidos por el «búnker». López Rodó fue testigo y víctima y ha de abandonar el Ministerio de Asuntos Exteriores: «Se cambia todo el Gobierno. Parece que fue darle un plato de gusto a ETA. No solamente ha conseguido matar al presidente sino cesar a todo el Gobierno.»

Torcuato Fernández Miranda, cuatro días después

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del magnicidio, tras despachar con Franco, salió del palacio de El Pardo con la certidum bre de que no iba a ser el próximo presidente del Gobierno. Observó en el Caudillo una gran animadversión hacia él y hacia todo su Gobierno. No se equivocaba. Se lo dijo incluso a su mujer y a sus hijos el día de Navidad.

Franco dio satisfacción a todos aquellos que se opo­nían al almirante y al Opus Dei, enemigos del príncipe Juan Carlos y de todo lo que éste significaba. El viejo y debilitado general le ofreció el puesto a Girón de Velas- co, El león de Fuengirola, conocido por sus posturas ultras y radicales. Girón ya se encontraba entonces imposibili­tado y en silla de ruedas, «jEstán locos! —exclamó cuan­do conoció la intención de Franco y su familia—, ¿en esta situación, cómo podría pasar revista a las tropas?» 1

A LA LUNA DE VALENCIA

En aquellos días se produjeron toda suerte de ma­niobras, protagonizadas principalm ente por Pío Caba- nillas y Alejandro Rodríguez de Valcárcel. Jugaban fuer­te, pero sabían que contaban con el apoyo del entorno inmediato a Franco. Ellos se encargarían de convencer a un general enfermo y agotado. Desde estos dos fren­tes, la familia de Franco y el Consejo del Reino, se iba a controlar toda la operación política que consistiría en desm ontar al Gobierno y recuperar el poder.

«El 27 de diciembre y después de una reunión informal del Consejo del Reino, el presidente del Con­sejo, que era Rodríguez de Valcárcel, fue a El Pardo para decirle a Franco:

»—Mi general, hemos tenido una sesión no oficial y el nom bre que pensamos proponer, en prim er térmi­no, es el de Carlos Arias.»

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«Franco respondió:»—Yo no puedo nom brar a Carlos Arias, el hombre

que no ha sabido velar por la seguridad del presidente del Gobierno no puede ahora ser presidente.»

«Rodríguez de Valcárcel insistió. Un poco tenso incluso llegó a decir:

»—Pues no creo que cambien de parecer los conse­jeros del Reino.»

«Entonces, Franco dijo:»—¿y por qué no Nieto Antúnez?»»Nieto Antúnez era almirante, había sido ministro

de Marina durante cinco años, era de la confianza de Franco y también le cerraron el paso. Entre otras razo­nes alegaron su edad, setenta y ocho años, demasiado elevada para ser presidente.»

Así nos lo ha relatado Laureano López Rodó. Se trataba de una imposición. Franco ya estaba práctica­mente anulado. Jamás se había producido una situa­ción como ésta y nunca, hasta ahora, el Consejo del Reino se había impuesto a los deseos de su Caudillo.

¿Por qué perm itió Franco esta «rebelión»? La respuesta podría encontrarse dentro del palacio de El Pardo.

La periodista Victoria Prego, en su libro Así se hizo la transición, señala cómo el entorno de Franco, enca­bezado por su mujer, toma ya im portantes decisiones políticas tras el asesinato de Carrero Blanco: «Carmen Polo, esposa de Franco, Vicente Gil, médico personal del jefe del Estado, Antonio Urcelay, ayudante, y José Ramón Gavilán, segundo jefe de la Casa Militar del jefe del Estado, tienen muy claro cómo desean que se dirija el futuro político en España, y van a conseguir, en el último instante, forzar la voluntad de Franco y alzarse con la victoria colocando a su candidato en la Presi­dencia del Gobierno.» 2

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Uno de los ayudantes del Caudillo le confesó a Torcuato Fernández M iranda que Franco había sido presionado por su familia para adoptar esta decisión. «Lo sé de muy buena tinta, me lo dijo doña Carmen. Me dijo: “Pasamos la noche a la luna de Valencia, hablando, pensando, dando vueltas a las cosas. De pron­to se hizo la luz, y ya dormimos como roques.”» 3

La luz tenía un nom bre, Carlos Arias Navarro. Tor- cuato Fernández Miranda estaba sorprendido e im pre­sionado, y exclamó: «¿Doña Carmen pensando y deci­diendo con el Caudillo?»4

En aquel instante no pudo por menos que recordar lo que le había dicho Carrero Blanco días antes de ser asesinado: «Esto es muy mal síntoma... me preocupa mucho.» Aquellas palabras del almirante, referidas al papel que estaba desempeñando el entorno de Franco en las grandes decisiones del país, adquirían ahora todo su sentido. ¿Sabía Franco que no había nada que hacer y se dejó im poner el nom bre del presidente? Días atrás le había dicho a Torcuato Fernández Miran­da, refiriéndose al atentado contra Carrero Blanco: «Miranda, se nos mueve la tierra debajo de los pies.»

«Las opiniones de doña Carmen y del marqués de Villaverde —señala Paul Preston— jugaron un im por­tante papel, obstaculizando la prom oción de Fernán­dez Miranda a causa de su conocido compromiso con la causa de Juan Carlos. Fueron capaces de persuadir a Franco de que la cesión del poder a Carrero Blanco había sido un error porque había abierto el camino a Juan Carlos, que abrigaba secretos planes liberales.»5

El día 28 de diciembre, volvió Rodríguez de Valcár- cel a El Pardo. Franco dijo: «Que me traigan la terna.» La terna estaba compuesta por Carlos Arias, José Gar­cía H ernández yjosé Solís. Torcuato Fernández Miran­da había sido eliminado. El día 29 se firmó el decreto

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del nom bram iento del nuevo presidente. Se publicóen el Boletín Oficial del Estado el día 30.

LA SONRISA DE DAM PIERRE

La reacción en el extranjero fue muy desfavorable. La prensa le calificó como «el hom bre de la repre­sión». Se retrocede lo andado. El espíritu de 1936 se instala en todos los ministerios. Es la vuelta de los «azules», los que ganaron la guerra. A Torcuato Fer­nández Miranda tan sólo le quedó el recurso de escri­bir estas esclarecedoras reflexiones en sus memorias: «Quienes m ataron a Carrero sabían lo que hacían y lo que querían. Por eso fue para mí lacerante una de las conclusiones que saqué aquel fin de año: Franco acep­tó pragmáticamente las consecuencias queridas por los asesinos de Carrero.»6

«Carrero, al que difícilmente Franco podía elimi­nar por razones históricas, significaba la garantía de futuro para el Príncipe. Su asesinato ha permitido a Franco nom brar a Arias Navarro —no hay mal que por bien no venga—, es la garantía de su familia para el futuro», señala Luis María A nson.7 Y Alfonso de Bor- bón Dampierre vuelve a recuperar la sonrisa. Y conti­núa el prestigioso periodista: «En una cacería, el mar­qués de Villaverde había comentado para estupefacción de López Rodó: “Por lo pronto tenemos cinco años de gobierno de Arias, después ya se verá”, torciendo el gesto al referirse a don Juan Carlos. La familia no ha renunciado a liquidar al Príncipe para sustituirle por Alfonso D am pierre.»8

Todos querían conservar aquellos principios que Franco había m antenido durante tantos años, pero cada uno a su manera, y las luchas encarnizadas entre

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las diferentes facciones del régimen, las continuas zan­cadillas, la pasividad de algunos y el silencio de otros pueden estar detrás del asesinato del almirante Carre­ro Blanco.

SENDEROS PELIG R OSO S

ETA fue la mano ejecutora del atentado que costó la vida al almirante Carrero Blanco. Eso nunca nadie lo ha puesto en duda. Pero el objetivo les fue marcado de una forma muy sutil. La acción, prim ero del secuestro y más tarde del asesinato, corresponde a la organiza­ción terrorista, pero ni siquiera ETA sabe hoy las veces que su comando estuvo a punto de ser descubierto en Madrid, la cantidad de información que llegaba al Ministerio de la Gobernación avisando de la presencia del comando en Madrid, cómo esta se despreció lle­gándose así a lo que algunos llaman un «cúmulo de casualidades» que hicieron posible el atentado. Todas «estas casualidades» nos permiten afirmar que tras el asesinato del presidente Carrero Blanco no hubo tan sólo pasividad. Lo mismo se inclina a pensar Laureano López Rodó: «¿Que fue una operación absolutamente planeada?, desde luego. ¿Que no fue planeada única­mente por los pistoleros de la banda terrorista ETA?, parece muy probable.»

El almirante Carrero Blanco se había convertido en un obstáculo. El hom bre de máxima confianza de Fran­co, quien siempre le había sido fiel, el menos ambicio­so y siempre leal almirante Luis Carrero Blanco era un estorbo para muchos.

Torcuato Fernández Miranda, al abandonar su car­go de vicepresidente del Gobierno, sabía ya que era muy difícil su vuelta a la política y se despidió con unas

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enigmáticas palabras en un discurso lleno de significa­do. Ante él se encontraban los autores de la conjura, quienes habían term inado con aquel proyecto que pretendía evolucionar lentam ente de la mano del prín­cipe Juan Carlos. Torcuato Fernández M iranda habló de sombras, niebla y oscuridad, «lugares comunes en donde anida la traición». Fue el 4 de enero de 1974, en su relevo en la presidencia del Gobierno: «...a la caída de la tarde las nieblas y las nubes surgirán de las entra­ñas de la tierra o desde la invasión del mar. En esos atardeceres, los valles, las montañas y los senderos se hacen peligrosos.

»Hay quien dice que entre la densa niebla cabalgan las brujas. Sólo los altos picachos cubiertos de nieve, erguidos, logran librarse de las nieblas, y no siempre.» 9

El mensaje iba cargado de intención. No hubo res­puesta entonces, pero alguien sí lo captó. Alguien a quien no le pasaba desapercibido su significado. Se trataba del propio Franco, quien cinco ,días más tarde, en su despacho, cuando Fernández Miranda fue a des­pedirse, le dijo: «No, Miranda, no me he equivocado; y los montes están despejados...» 10

N O HAY MAL Q U E PO R BIEN N O VENGA

El domingo 30 de diciembre de 1973, a las diez de la noche, como era habitual todos los años, Franco apareció en la televisión para pronunciar su mensaje navideño. Como en todas las ocasiones solemnes del régimen, David Cubedo, uno de los locutores más co­nocidos entonces, ofició de maestro de ceremonias, en Televisión Española: «Su excelencia el jefe del Estado dirige al pueblo español su tradicional mensaje de fin de año. Atención, españoles, habla el jefe del Estado.»

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El asesinato de Carrero estaba demasiado reciente como para dejar de referirse a 61. Con una enigmática frase, Franco justificó el nom bram iento de Carlos Arias Navarro como nuevo presidente del Gobierno. «Es vir­tud del hom bre político la de convertir los males en bienes..., no en vano reza el adagio popular que no hay mal que por bien no venga.» 11

Aquella frase, pronunciada por Franco en un mo­m ento tan im portante, sorprendió a casi todo el m un­do y sobre todo a Fernando de Liñán, ministro en ton­ces de inform ación y Turismo y persona encargada de redactar el discurso de navidad del Caudillo. El asesi­nato del presidente del Gobierno le llevó a hacer algunas modificaciones en el texto que presentó el día 26 de diciem bre en El Pardo, frases sentidas en recuerdo de Carrero Blanco que hacían referencia a su pérdida y al asesinato. Liñán dejó unas líneas en blanco para que Franco pusiera allí el nom bre del nuevo presidente, entonces aún desconocido. Tres días después, el m inistro de Inform ación y Turismo fue llamado al palacio de El Pardo para despachar con Franco, quien le enseñó entonces las correccio­nes y añadidos que había efectuado y le hizo entrega del texto definitivo a su taquígrafo personal para ser mecanografiado. Cuando Fernando de Liñán salió de El Pardo con el discurso bajo el brazo, no había en aquellas cuartillas ninguna frase parecida a aquella que acababa de pronunciar el Caudillo a través de la televisión en su alocución de fin de año. Y aquello no era una improvisación, puesto que aunque con voz débil la estaba leyendo. Y tampoco obedecía a ningún lapsus. Alguien la había escrito posteriorm ente y Fran­co la estaba haciendo suya.

«Estaban añadidas de su propio puño y letra al texto mecanografiado del mensaje —señala Joaquín

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Bardabío—. En los círculos interiores del régimen se dio por supuesto que era un reconocimiento de que Franco veía el período de Carrero Blanco como un error.»

A partir de entonces ha habido todo tipo de inter­pretaciones del significado de aquella enigmática fra­se. Sea cual fuere la intención de quien la escribió y de quien la leyó, lo cierto es que tuvo un significado espe­cial para muchos de quienes la escucharon.

«Esa es una frase que ha tenido muy diversas inter­pretaciones —nos dice Luis María Anson—. A mí me gusta darle una que me parece que es la certera, yo no creo que fuera una boutade ni una muestra de senilidad de Franco, sino sencillamente algo que en ese momen­to pensó. Para él la m uerte de Carrero era evidente­mente un mal porque era su colaborador más estre­cho, pero le dejaba una parte de bien y es que él tenía ya muchos recelos hacia d o n ju á n Carlos y hacia lo que don Juan Carlos podía hacer en el futuro, y la muerte de Carrero le permitía hacer un gobierno cercano a la familia, que custodiase y protegiese a su familia des­pués de su m uerte y por lo tanto que fuese condicio­nando el poder futuro de don Juan Carlos, y ese mal que suponía la m uerte de Carrero se traducía en el bien de poder formar un gobierno concorde con los deseos de su propia familia. A mí me parece que no hubo senilidad ninguna en esa afirmación de Franco.»

En términos parecidos se expresó Franco días des­pués ante los altos mandos del Ejército con motivo del día de la Pascua Militar, en que habitualmente se diri­gía a ellos para expresarles parte de su pensamiento respecto a los grandes temas del año. Era algo así como una guía ideológica para influir en la conducta de los altos jefes del Ejército en sus respectivos lugares de m ando y también un m om ento apropiado para que los

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representantes del Ejército, la policía y la Guardia Civil se pudieran ver con su capitán general.

«El día de Reyes yo estaba presente —cuenta el entonces coronel Eduardo Blanco, director general de Seguridad—. Franco, ya quebrantado por los años y la enfermedad, dijo en un discurso luminoso, en el cual hizo una apología del presidente Carrero Blanco, con estas o parecidas palabras: “El almirante ha tenido la m uerte que todo soldado ansia. Ha m uerto con las botas puestas. Ha m uerto por su patria. Ha m uerto por la gracia de Dios, pero estad tranquilos que no hay mal que por bien no venga.»

OBJETIVO: OLVIDAR A CARRERO

Las primeras palabras del nuevo presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, fueron para desplazar a Franco de sus funciones políticas: «No nos es lícito por más tiempo continuar transfiriendo inconsciente­mente sobre los nobles hombros del jefe del Estado la responsabilidad de la innovación política...» 12

Esto provocó la siguiente reflexión de Torcuato Fernández Miranda. El asesinato de Carrero dio origen a una paradoja histórica: «... el gran derrotado fue Carrero, su desaparición fue muy pronto considerada como un bien. Lo he dicho y tengo que repetirlo (y tendré que volver sobre ello una y otra vez), pues es una de las claves decisivas de los sucesos de aquellos días... No sólo fue asesinado, fue borrado. Fue descali­ficado y destruido por el régimen... (Franco) se dio cuenta y aceptó que la m uerte del almirante era vivida como una liberación, como la apertura de una nueva era histórica que Carrero cerraba y hacía imposible. Carrero no era querido, y ahora se ponía de relieve de

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modo cruel, pero cierto e indudable. El Caudillo lo vio y aceptó muy pronto ...»13

Carrero Blanco cayó muy pronto en el olvido. Nun­ca el régimen al que él había servido con tanta fidelidad durante tantos años hizo el m enor gesto público en su memoria. Jamás se volvió a hablar de él. Todo quedó borrado. Sumido para siempre en el olvido. Ni tan si­quiera los intentos de su viuda por honrar la memoria de su marido tuvieron eco en el Gobierno. Hubo de acudir a Blas Piñar y fueron ellos, Fuerza Nueva, quienes le rindieron el homenaje. Carrero quedó así como un símbolo dentro de la ultraderecha. Hay quien dice toda­vía hoy que esto no se ajusta al significado real de la figura del almirante y que Carrero Blanco se merecía otra cosa. Que se le ha querido borrar intencionada­mente de la memoria colectiva de los españoles.

«Nadie se atreve a escribir nada, ni a poner nada, ni a decir nada, o sea, que la figura de mi padre la va borrando el tiempo, que menos mal que dicen que un soldado no m uere nunca, se desvanece en el tiempo.»Y no le falta razón a Carmen Carrero ni a los miembros de su familia que todavía hoy están sorprendidos por el olvido al que se ha sometido a la figura de su padre. «Es un complot de silencio que hay sobre su persona. Sobre su m uerte y su vida hay un complot de silencio.»

Muchas han sido las puertas que se han cerrado a los autores de este libro. Nadie quería hablar del asesi­nato de Carrero Blanco. De pronto, muchos cerebros lúcidos han perdido la memoria. Algo existe en este asunto que provoca la amnesia instantánea en aquellos a quienes se pregunta. Y cuando uno insiste, siempre se encuentra con la misma respuesta: ¿pero a quién puede interesar hoy quién mató a Carrero Blanco? Y quienes así se expresan son protagonistas directos de aquellos días.

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LOS BUENOS CONSEJOS DE PONIATOWSKY

Otros intentaron investigar este suceso, pero fue­ron rápidam ente desanimados. Tal fue el caso del aris­tócrata y escritor José Luis de Vilallonga, persona bien relacionada en las altas esferas del poder y con acceso a fuentes muy informadas. Años después del atentado, propuso a su editor de París escribir un libro acerca de todos aquellos puntos oscuros que rodeaban al asesina­to del almirante Carrero Blanco. La noticia se publicó en la prensa francesa. Al cabo de unos días fue llamado al Ministerio del Interior francés. Le recibió «un señor muy amable, la mano derecha del ministro Poniatows- ky», quien le preguntó acerca de sus intenciones. Vila­llonga le confirmó la noticia y el amable caballero francés, sin abandonar sus buenas maneras, le aconse­jó que desistiera: «Mire usted, yo le recom endaría que viviendo usted en Francia desde hace tantos años y siendo usted extranjero no lo hiciera.»

El mensaje le llegó de forma directa, en un despa­cho del Ministerio del Interior francés. El escritor es­pañol quiso saber qué alcance real tenía todo aquello y preguntó:

«—¿Pero esto es una opinión suya o del señor mi­nistro?

»—No, no, el señor ministro está al corriente.»Así concluyó aquel encuentro. Unos días más tar­

de, José Luis de Vilallonga coincidió con el ministro Poniatowsky en casa de unos amigos y aprovechó la ocasión para abordarle:

«—Señor ministro, me han llamado de su minis­terio...

»—Sí, sí —respondió él—, ya lo sé, y le pido que no escriba ese libro, no lo escriba. Créame, no vale la pena.»

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Así recuerda hoy esta conversación el escritor. La última frase fue quizás la que le ha quedado más graba­da pues, al igual que les ha ocurrido a los autores de este libro, cada vez que se acercaba a alguien que pudiera saber algo, la respuesta repetida era ésta: «No, esto es una historia muy antigua, no vale la pena, para qué sacar esto a relucir ahora.»

La explicación que tiene José Luis de Vilallonga para explicar el origen de aquel amable consejo dado por el ministro del Interior francés es que, en su opi­nión, existían contactos con el Ministerio del Interior español «y esta gente se consultan por teléfono, oye me he enterado que fulanito va a escribir un libro sobre... ¡ay!, pues dile que no lo haga. Y eso es».

¿Acaso alguien temió que se pudiera descubrir al­gún dato oculto sobre el atentado de Carrero que pu­diera modificar nuestra historia reciente? Lo que pa­rece indudable es que el asesinato de Carrero, como dijo José María de Areilza al periódico Le Monde, «ha acortado el proceso de sucesión en al menos cinco años».

LA RESPUESTA DEL REY

Cuando el biógrafo del rey Juan Carlos le preguntó al m onarca acerca de este magnicidio, notó que había una voluntad de pasar muy deprisa por encima de esté asunto. Vilallonga cree que a pesar de lo que se ha dicho acerca de que Carrero Blanco no hubiera sido un obstáculo para la democracia, «Carrero hubiera luchado hasta el último momento porque la m onar­quía que llegaba fuera un continuismo del franquis­mo. O sea que yo creo que había que desembarazarse de Carrero».

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Ante la renuencia del monarca a hablar sobre Ca­rrero, Vilallonga le dijo: «Mire, señor, cinco o seis vascos, con cara de vasco, con acento de vasco y proba­blemente con boina de vasco durante un año estuvie­ron haciendo un túnel en una calle de Madrid, en la época en que nadie se movía en Madrid sin que la policía se enterara, evidentemente allí se había hecho la vista gorda seguramente. Y entonces uno empieza a preguntarse por qué razón llegó el doctor Kissinger veinticuatro horas antes a la embajada americana, por qué razón desaparecieron de las aceras todos los co­ches de la embajada americana como si se supiera. Y bueno, y lo prim ero que hay que preguntarse, a quién beneficiaba este asunto. Los de ETA probablem ente lo hicieron pensando que m atando a u n alto funcionario, desestabilizaban. Pero esa desaparición brutal de Ca­rrero beneficiaba, sobre todo, a una parte ultradere- chista, por ejemplo, de la Falange, entre otros. Porque, el apoyo que Carrero le prestaba al futuro Rey era muy grande. Desaparecido Carrero ya era mucho más fácil de atacar el posible retorno de la m onarquía, que no querían además. Por otra parte, demasiada gente en el extranjero saben del atentado de Carrero, así que yo creo que estaban mezclados probablem ente los servi­cios secretos americanos, probablemente, probablemen­te la CIA.

»(E1) me dijo, pues la verdad es que yo no sé nada.Y me lo creí. Es posible que no sepa nada, que no esté al corriente del asunto, aunque me extrañaría, pero noté enseguida que no había que insistir en el tema porque era un tema que molestaba. Y cada vez que he tratado de este asunto con gentes del poder o con gentes que podrían saber algo, siempre he tenido esa clase de contestación. Ya está, es una historia muy an­tigua.»

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LOS «ÁNGELES» DE ETA

Los servicios secretos españoles esperaban que algo im portante sucediera aquel 20 de diciembre de 1973.

Aparentem ente todo había fallado el día del asesi­nato del presidente Carrero. Tanto los servicios de información de la Policía, como los de la Guardia Civil o del SECED y el Alto Estado Mayor del Ejército dije­ron haberse visto sorprendidos por este magnicidio. Hoy sabemos que existieron avisos suficientes, que lle­garon a la Dirección General de Seguridad, acerca de la posible presencia de etarras en Madrid y que fueron ignorados por el propio Arias Navarro. Sabemos tam­bién que se interrum pieron misiones especiales de la Guardia Civil cuando se iba a detener al indiscreto comando de ETA en Madrid, y que se hizo «por órde­nes superiores». Nos han revelado que agentes de la Gixardia Civil desplazados al sur de Francia dieron el aviso a su director general (Iniesta Cano) y que altos mandos de la Guardia Civil se encargaron de suspen­der las investigaciones. Todas estas acciones llevadas a cabo desde el Ministerio de Gobernación (hoy Inte­rior) tienen difícil explicación. Por eso, cuando se dice que la Policía o la Guardia Civil de aquel entonces ignoraba casi todo acerca de ETA se está distorsionan­do la realidad. Los servicios de información de ambos cuerpos, en aquellos años, tenían información más que suficiente acerca de la forma de actuar de ETA, de quiénes formaban parte de la dirección y cuándo y dónde se reunían. Habían infiltrado a sus mejores agen­tes en el sur de Francia y sabían de cada uno de los movimientos im portantes de la organización terroris­ta. Ellos sí hicieron eficazmente su trabajo, puesto que se trataba de buenos profesionales. Fueron los encar­gados de valorar sus informaciones, y en concreto los

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máximos responsable del Ministerio de Gobernación, quienes, curiosamente, se encargaron de minusvalorar el trabajo llevado a cabo por los agentes de informa­ción. De no haber sido así habrían descubierto al co­m ando de ETA que se encontraba en Madrid prepa­rando el atentado contra el almirante Carrero Blanco. Cualquiera diría que pudo haber una especial in ten­ción de evitar que el comando fuese descubierto.

Un «ángel» guardaba siempre las espaldas al co­mando. Cuando iba a ser descubierto por la Guardia Civil, una llamada telefónica suspendía extrañam ente la operación; cuando llegaban los informes desde San Sebastián, avisando de que el comando se encontraba en Madrid, no se les daba im portancia y cuando éstos se repetían una y otra vez la respuesta era el silencio. Hubo uno o varios «ángeles» siempre protegiendo a un comando terrorista que recibía órdenes desde el País Vasco francés y tardó más de un año en decidirse. Nunca tuvieron una víctima tan fácil, nunca se equivo­caron tanto, nunca lo hicieron tan complicado, nunca tantos «ángeles» para protegerlos. Quienes analizamos fríam ente los hechos observamos motivos más que su­ficientes para la duda, una duda basada en la lógica y en la razón, también en la realidad contrastada de una serie de hechos que si no nos llevan directam ente ha­cia los auténticos cerebros que planificaron o consin­tieron con su pasividad lo que otros preparaban —un magnicidio, el de Carrero— sin embargo sí nos perm i­ten afirmar que existen demasiadas coincidencias, de­masiadas sospechas no aclaradas, demasiadas pruebas aisladas, y todas ellas unidas forman una certidumbre: la de que el presidente Carrero Blanco fue asesinado por un comando de ETA, que pudo no haber sabido a quién iba a beneficiar con el asesinato que prepara­ban, pero cuya operación, por acción u omisión, fue

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determ inada por otros y fueron esos otros quienes pudieron beneficiarse finalm ente del asesinato.

LA PIEZA Q U E FALTA

El mismo día y a la misma hora que el presidente Carrero Blanco fue asesinado, muy cerca de él y sin él saberlo se encontraba un coche camuflado ocupado por agentes de la U nidad Operativa de la «Segunda Bis», perteneciente al Alto Estado Mayor. Cuando el coche de Carrero salta por los aires en la calle Clau­dio Coello, la unidad de inteligencia recibe la orden de volver a su centro de operaciones y no hacer acto de presencia en la zona, y cuando los integrantes de ese equipo cruzan la puerta del centro de O peracio­nes Especiales com entan: «Nos lo hemos llevado pues­to. M enudo agujero hemos hecho.» Estas palabras que se prestan a pocas interpretaciones han sido reco­gidas literalm ente de quien nos lo han contado, al­guien que se encontraba en ese lugar en aquel mo­m ento.

Recientemente otro militar implicado en el intento de golpe del 23-F, el com andante Ricardo Pardo Zan­cada, quien también estaba en aquellas fechas en el SECED a las órdenes de San Martín, en la presentación de su libro 23-F. La pieza que falta aseguró que en el transcurso del consejo de guerra de Campamento «sonó como un trallazo cuando el com andante Cortina (de los Servicios Operativos Especiales del CESID), al ser preguntado por la presencia de coches de los servicios aquella tarde en las inmediaciones del Congreso, res­pondió: “También el día del asesinato de Carrero ha­bía coches en la calle”». Tras esta declaración que sonaba a clara amenaza, ningún miembro del Tribunal

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C I A V I L L A LOMO.-',, P O S T U L A N D O EN N O M B R E D E S U D E F E N D I D O EL' C O M A N ­

D A N T E DE I N F A N T E R I A DON J O S E L U I S . C O R T I N A P R I E T O , PA R A Q U E A Si

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T I G O C A P I T A N E>. F R A N C I S C O G A R C I A A L M E N T A

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P r i m e r a »- Dig a c o m o e s c i e r t o s a b e y le c o n s t a -|ue s e t e ­

n i a o r d e n a d a l l e v a r a e f e c t o u n a d e l i c a d a m i s i ó n d e s i g n a d a con

fel n o m b r e d e " M I S T E R " , la q u e se l l e v ó a e f e e t c c o n 3nLer.ic.ri—

da d , d u r a n t e ,y c o n p o s t e r i o r i d a d al d i a 2 3 d e f e b r e r o del a ñ o

en c u r s o . , . ... ; r_, . . .. , * , - - f

S r g u n d a .- Diga c omo es cier t o sabe y le consta que para ?.a

expresada mi sión ordenó-'-- el apoyo, de nit*cijos a .) o unidad escue^

la por no disponer en la suya de material, idoneo dada i a suma. -

delicadeza de la operación a que. se ha hecho referencia*

T o r c e r a . - Dig a c o m o es c i e r t o s a b e y J ¿ c o n s t a q u e el dia

d e f e b r e r o ae e n c o m e n d ó p o r el t e s t i g o al Sa.rgento .Sales y s

l o s C a b o s le M o n g e y M o y a , l a s o p e r a c i o n e s r e l a c i o n a d a s c o n la

m i s i ó n " M 1 S T E K 11, d e t e r m i n a n d o en c u a n t o 3e sea p c s i b l e el i n i ­

c i o d e d i c h a s acti v i d a d e s y la h o r a d e c o n c l u s i ó n d e las m i s m a s

f C u a r t a ‘Di ga c o m o e s c i e r t o s a b e y le c o n s t a oüe-er&ta r i ­

g u r o s a m e n t e p r o h i b i d o el a b a n d o n a r el m a t e r i a l o p e r a t i v o y q u e

J o s v e b i e u l o s u t i l i z a d o s en la o p e r a c i ó n " M I S T E R”, e s t a b a n a p‘a £

c a d o s en sus i n s t a l a c i o n e s > s i n q u e en c o n s e c u e n c i a n i n g u n o fue

ra a b a n d o n a r e en n i n g u n a c a l l e d e M a d r i d »

Quinta».- D i y 5 c o j u d es c i e r t o c a b o y l e c o n s t a q u e ha sirio

f r e c u e n t e el h e c h o v Je 7u~ v e h í c u l o s c p e r s o n a l p e r t e n e c i e n t e al

O r g a n i s m o ra a u e esfca abscriltCj h a y a n c o i n c i d i d o c o n a c o n t e c í ~

m í e n tos d e tan su m * g r a v e d a d c o m o l o s d e l a s e s i n a t o del A l m i r ^ n

te G o r r e r o B l a n c o o d e l a t e n t a d o c o n t r a el G e n e r a l E s q u i v i a s -

Interrogatorio ileí abogado del comandante José Luis Cortina, a proposito del 23-F. En el panto quinto se aprecia la alusión

a la presencia de vehículos oficiales de la Segunda Bis del Alio Estado M ayor del Ejército en las inmediaciones de Claudio Coello

en el momento del atentado a Carrero Blanco.

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siguió insistiendo en el tema. Cortina resultó absuelto ante el asombro de todos.

La consigna entre los militares implicados en el intento de golpe de Estado fue no contar «nada antes del 23-F». La de hoy parece repetirse: «Nada antes del asesinato de Carrero Blanco.»

En las preguntas que presenta el letrado Rogelio García Villalonga, en el consejo de guerra de Campa­m ento para juzgar los hechos acaecidos el 23 de fe­brero de 1981, postulando en nom bre de su defendi­do, el com andante de Infantería José Luis Cortina Prieto, en el punto núm ero quinto repite esta misma cuestión relativa al asesinato de Carrero Blanco. La pregunta textual es la siguiente: «Diga como es cierto, sabe y le consta que ha sido frecuente el hecho de que vehículos del personal perteneciente al organismo al que está adscrito hayan coincidido con acontecim ien­tos de tan suma gravedad como los del asesinato del alm irante Carrero Blanco o del atentado contra el general Esquivias.» ¿Qué hacían realm ente aquellos coches cerca del lugar del atentado? ¿Se trata de una casualidad más? ¿Por qué nunca se ha explicado este hecho? Y ¿por qué lo saca a relucir el com andante Cortina en el juicio de Cam pamento, sabiendo como sabe cuáles fueron los comentarios, cuando menos equívocos, de sus agentes al regresar al centro aquella m añana del 20 de diciem bre de 1973? Y otra cuestión más, ¿por qué no acudieron a la calle Claudio Coello cuando sonó la terrible explosión? ¿No hubiera sido más lógico, tratándose de unos agentes de operacio­nes especiales, que, al menos, por simple curiosidad, se hubieran interesado por lo que sucedía? ¿Qué tie­ne que ver el 23-F con el asesinato de Carrero? ¿Se trata de un capítulo más de esa todavía no suficiente­m ente aclarada transición política?

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Resulta interesante destacar varias coincidencias. Lo que se dio en llamar el «golpe del 23-F» pudo no haber sido tal. En aquella acción participaron hombres ligados a los servicios de información de Presidencia del Gobierno. Generales m onárquicos y oficiales y je ­fes militares pertenecientes a «los servicios» fueron los protagonistas. En los dos bandos, dentro y fuera del Congreso, aunque esta imaginaria línea divisoria no resulte suficiente para discernir con claridad quiénes estaban dispuestos a apoyar la acción y quiénes se opu­sieron a ella.

Muchos de quienes ocuparon cargos significativos en la dirección de los servicios de información de Pre­sidencia del Gobierno con Carrero Blanco aparecen relacionados con el 23-F. El propio autor del informe «golpe a la turca», Federico Quintero, era entonces jefe superior de Policía de Madrid. Hoy no quiere hablar. Son extrem adam ente precavidos a la hora de citar asuntos de importancia. Y Pardo Zancada quizás más que todos ellos. Se trata de un militar muy cualifi­cado, con un cerebro brillante y hom bre reservado, doctor en Periodismo. Cuando habla dice exactamen­te lo que quiere decir y ni una coma más. Y lo que Pardo Zancada dijo fue exactamente esto: que la frase del com andante Cortina había sonado como un tralla­zo ante el Tribunal del consejo de guerra. Y al ser preguntado Pardo Zancada si sonaba a amenaza, res­pondió con un escueto pero esclarecedor «Sí». Cortina dijo que «también el día del asesinato de Carrero había coches de los servicios en la calle». ¿Qué quiso insinuar el com andante Cortina?

Se ríe, tranquilam ente, José Luis Cortina se ríe, y comenta: «¡Pero qué imaginación tiene Pardo Zanca­da! ¡Tiene fijación conmigo!» Le repetimos la frase dicha en voz alta por aquellos agentes que se encontra­

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ban en la calle Hermanos Bécquer al regresar a la central de la Segunda Bis momentos después de pro­ducirse la explosión en la calle Claudio Coello («Nos lo hemos llevado puesto. Menudo agujero hemos he­cho»). El comandante José Luis Cortina, jefe entonces de Operaciones Especiales, sabe que fueron pronun­ciadas pero cree que no hay que someterlas a in terpre­tación. O al menos eso es lo que nos dice.

José Luis Cortina Prieto no rehúsa entrevistarse con los periodistas ni tampoco rehúye ninguna pre­gunta, por incóm oda que ésta pueda parecer. Es un hom bre extrem adamente hábil, inteligente y prepara­do, además de gran conversador capaz de hablar du­rante horas sin decir nada o solamente lo que a él le interesa. Es decir, proporcionar la m enor información posible y obtener la máxima de su interlocutor.

Cortina conoció muy bien aquellos años, fue él quien creó los Servicios Especiales del Alto Estado Mayor y quien les dio un sentido. Conocía muy bien el funcio­namiento interno de los partidos en la clandestinidad y en particular el del Partido Comunista de España, m antenía buenas relaciones dentro y fuera de España, era un hombre capaz de hablar con conocimiento de causa tanto con un comunista como con un agente de la CIA, entre los que cuenta con buenos amigos. Ya entonces, antes del asesinato de Carrero, veía clara­m ente el ñnal del régimen. Pertenece a la misma pro­moción del príncipe Juan Carlos en la Academia de Infantería, ha tenido trato personal con él. Y cree que Carrero Blanco no era el perfil de político que se esperaba dentro y fuera de España para conducir la prim era etapa de la transición, con Franco todavía vivo. A su juicio, Carrero no tuvo la sagacidad de su Caudillo, que pudo llegar a in tuir por dónde camina­ría el príncipe Juan Carlos una vez que él hubiera

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muerto. Ésa al menos es la impresión de José Luis Cortina cuando cuenta lo que en su día el Príncipe le contó a él. En una conversación privada con Franco, el entonces príncipe Juan Carlos le habría pedido al Cau­dillo que fuera abriendo la mano en materia de liber­tades y reconocimiento de los partidos políticos. Esta habría sido la respuesta de Franco: «Mire, yo he sido jefe de Estado porque he ganado una guerra, la guerra que usted tiene que ganar para ser jefe de todos los españoles. ¿Si esa guerra se la gano yo, qué le queda a usted?»

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CAPÍTULO CATORCE EL AGENTE TORMES

AQUELLA LLAMADA DEL 23-F

23 de febrero de 1998. No dejaba de ser una curio­sa coincidencia que precisamente ese día los autores de este libro nos encontrásemos a bordo de un avión en dirección hacia una ciudad de España, cuyo nom ­bre queremos olvidar, con el propósito de entrevistar­nos con alguien que aseguraba que el asesinato del almirante Carrero Blanco se pudo haber evitado.

Lloras antes se había puesto en contacto telefónico con nosotros. Decía tener una im portante información que comunicarnos:

«—Mire, le hablo despacio porque no puedo... ten­go ahora mismo una trombosis y... no le doy mi nom ­bre porque es un asunto muy secreto.

»—De acuerdo...»—Si le diera mi nom bre muchas personalidades

se pondrían en pie de guerra. Yo pertenecí a los servi­cios de información durante veinticinco años y fui él que facilitó toda la información a Iniesta Cano.

»—¿Información relativa a qué?.

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»—Al asesinato de Carrero Blanco, cinco meses antes.

»—¿Usted ya sabía entonces que se iba a producir el atentado contra él?

»—Sí.»—¿Cinco meses antes?»—Sí. El que le dio a Iniesta Cano la información

fui yo.»Cuando uno está investigando un tema, a veces se

producen llamadas como ésta, pero desgraciadamente en su mayor parte son falsas u obedecen a un excesivo afán de protagonismo. Aun a sabiendas de ello debe­mos tenerlas en cuenta. Por eso tenemos la precaución de grabarlas, para más tarde analizarlas o transcribir­las. Y así se hizo en esta ocasión. Toda la conversación se estaba registrando en una pequeña grabadora.

«—Dígame, si tenían esa información los servicios de información de la Guardia Civil, ¿por qué no se detuvo al comando de ETA?»

Se produjo un largo silencio al otro lado de la línea telefónica. Al cabo de unos segundos nuestro comuni­cante respondió:

«-—Mire, hubo personas muy interesadas, de alto rango militar, implicadas en rom per el servicio que se estaba realizando en Francia, que lo estaba haciendo yo. Estaba autorizado por el propio Carrero Blanco a salir del país, irme a Francia e investigar, y hubo un alto jefe militar que tuvo interés en rom per todo el servicio. Hubo alguien muy interesado en rom perlo.

»—¿Usted cree entonces que en determ inados ser­vicios de información se pudo haber conocido con antelación los planes de ETA para matar a Carrero Blanco?

»—Mire, intervino 1111 personaje de graduación militar muy alta...

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»—¿Que usted conoce?»—¿Que yo conozco? Sí. Yo le puedo dar pelos,

señales, nombres, todo...»—¿Por qué cree usted que interesaba matar a

Carrero o quitarlo de en medio? ¿Se lo ha preguntado alguna vez?

»—El único que puede responder esa pregunta es el jefe de alta graduación militar que me persiguió a m uerte y que destruyó mi carrera.

»—¿Vive todavía?»—Vive y es un militar de alta graduación.»Relató una larga lista de sufrim ientos y la necesi­

dad de contarle a alguien lo que sabía. Aseguraba poder fundar sus afirmaciones, tenía testigos, e inclu­so estaba dispuesto a carearse con aquellos a quienes señalaba si desm entían sus afirmaciones. Todo lo que iba a contarnos estaba dispuesto a firmarlo ante no­tario.

No quiso desvelar su nombre. Nos citamos fuera de Madrid, en una ciudad de la costa del M editerráneo. El mismo estableció la forma en la que se llevaría cabo el encuentro.

EL H OM BRE DEL BASTÓN DE PLATA

Parecía demasiado novelesco, pero el tono de voz de aquella persona y la forma de expresarse nos hicie­ron confiar en él. No parecía un psicópata sino alguien que sufría desde hacía años.

Seguimos al pie de la letra sus indicaciones. De espaldas, al aire libre, en la churrería que se nos había indicado, había un hom bre de mediana estatura, sen­tado, solo, en una mesa. A su lado un bastón con mango de plata. Era él.

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Nos repitió casi al pie de la letra lo que ya había anticipado por teléfono y continuó el relato de su historia. Era un agente muy bien considerado en el servicio de información de la Guardia Civil. En enero de 1973, ETA secuestra a Huarte. Los servicios de in­formación de la Guardia Civil reciben la filtración de que el industrial vasco podría haber sido trasladado a Francia. El director general de la Guardia Civil, Carlos Iniesta Cano, decide que se envíen allí a los mejores agentes y llaman a nuestro hombre, que en adelante llamaremos Tormes, para que cruce de inmediato la frontera francesa: «Como tú has hecho en Francia in­vestigaciones sobre los comunistas y mantienes buenas relaciones con los piecls noirs venidos de Argelia a Espa­ña, podrías encargarte de este caso.»

Tormes tenía un buen enlace para introducirse en los servicios secretos franceses y obtener inform ación al m argen del Gobierno. El enlace se llamaba Serge Demagnian, coronel de la OAS y jefe del servicio secreto francés en Argel, al que convence para que le acom pañe en aquella misión. El sería el coronel Sena, nom bre clave por el que se le conocía en la O pera­ción «Doble E», la que llevarían a cabo en el sur de Francia.

Ambos pasan a Francia y establecen sus primeros contactos. Muy pronto se dan cuenta de que la infor­mación es falsa. H uarte no ha pasado la frontera. Posi­blem ente se encuentre en España oculto en algún lu­gar del País Vasco. Ese es el informe que le transmiten a su director, el general Iniesta Cano.

En aquellos momentos las relaciones con Francia atravesaban malos momentos. Para el Gobierno galo, ETA era un movimiento de liberación y Franco un dictador que se resistía a dejar el poder. Cualquier ayuda que significara poner en peligro a los vascos

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refugiados en el sur de Francia era inimaginable, qui­zás por ello Demagnian y el agente Tormes se vieron obligados a «convencer» —quizá un sinónimo de «sor- bornar» para nuestro comunicante— a uno de sus co­legas franceses para que cooperase y les suministrara información confidencial. El agente francés tenía acce­so al despacho del ministro de Interior, y copió notas confidenciales referidas a los movimientos de ETA.

«—Eran sobre los movimientos de ETA en Bayona y Andorra, incluso acerca de la propaganda de ETA que se realizaba en los sótanos del Banco de Bilbao en Bilbao. Lo notificamos vía secreta a Iniesta Cano y a Sáenz de Santamaría, jefe de Estado Mayor de la Guar­dia Civil.»

Esas notas indicaban que tres comandos de ETA habían atravesado la frontera en dirección a España para cometer un atentado de envergadura contra una alta personalidad del Gobierno. Uno de los comandos se dirigía a Madrid.

A partir de esta información, siempre según el re­lato de nuestro inform ante, altos mandos de la Guar­dia Civil se cruzan en su camino: el agente Tormes señala al general Prieto López y al entonces jefe de Estado Mayor, coronel Sáenz de Santamaría, como los causantes de todas sus desgracias. El general Prieto da orden de que le separen de los servicios de inteligen­cia. Le acusa de haberse apropiado de fondos reserva­dos del Ministerio de Gobernación en sus viajes al sur de Francia. Fuese esto verdad o no, lo cierto es que se frenan todas las investigaciones que Tormes y el coro­nel de la OAS llevaban a cabo y que señalaban el itinerario de tres comandos de ETA hacia España.

Tormes está convencido de que altos mandos de la Guardia Civil in tentaron, y lo consiguieron, taponar su investigación y posteriorm ente destruirle a él.

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El asesinato del almirante Carrero venía a confir­mar la veracidad de aquella información que, desde el sur de Francia, el agente Tormes y el coronel Demagnian habían hecho llegar a la dirección de la Guardia Civil. Carrero era el objetivo y ETA había dado en el blanco.

El día que asesinaron al presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco en el centro de Madrid, Tormes sintió como si algo le golpeara: «Como un mazazo en la cabeza. Cuando me entero me doy cuenta de todo lo que pasaba, me doy cuenta de que no se habían toma­do las medidas necesarias, me doy cuenta del fracaso de los servicios de información, por una parte de la Dirección General de Seguridad, que lo sabía, y por otra parte de los propios servicios míos, de la Direc­ción General de la Guardia Civil...

»Alguien le tuvo que dar la idea a ETA. Uno de los que hicieron el túnel era el no va más en explosivos, era un terrorista francés que había pertenecido a la OAS, Serge Demagnian: “Esto es obra de fulano de tal”, y ése jamás fue detenido. Y ése fue el que colocó los explosivos. Mp acuerdo de que el general Prieto se reía y comentaba: “Ésos son los de la OAS.” Después del atentado, él presumía en sus conversaciones de que habían sido agentes de la OAS.»

UN C O R O N EL DE LA OAS SE DESPIDE

El agente Tormes nos enseña varios informes, en­tre ellos uno del coronel Serge Demagnian que, según asegura nuestro interlocutor, fue enviado de forma confidencial a las 13.30 horas del día 11 de abril de 1973 al general de la Guardia Civil Prieto López. Bajo el encabezam iento «Los funerales de la misión Doble E» el coronel Demagnian detalla todos sus movimien­

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tos junto ai agente Tormes, justifica los gastos del viaje y asegura que la información conseguida es de alto valor. En el escrito dice textualmente: «...tengo la im­presión de que alguien, desde el principio de este asunto, quiso torpedear la misión en el momento de la cosecha. Esta persona puede tranquilizarse: no habrá cosecha, ni tampoco coronas de laurel, ya que ha deja­do de existir la operación Doble E». Firma, por última vez, «Sena».

Aquel coronel de la OAS jam ás volvió a trabajar para los servicios de información de la Guardia Civil española. De la Operación «Doble E» nunca se volvió a saber. El agente Sena nunca podrá hablar, porque está muerto, y al agente Tormes, ya retirado, nadie le escucha. Vive en un pequeño y modesto apartam ento, y está débil y enfermo.

No existe prueba alguna que pueda involucrar a altos mandos de la Guardia Civil en la paralización de una misión de tanta importancia en el sur de Francia. Tampoco copia del informe remitido a la Dirección General de la Guardia Civil. Tan sólo el testimonio de un viejo teniente retirado que todavía hoy se pregunta por qué se detuvo aquella investigación.

Los fondos reservados que utilizaron los agentes Sena y Tormes eran ridículos. Su procedencia era la caja fuerte de la Dirección General de la Seguridad del Estado que mandaba Eduardo Blanco. Los autores de este trabajo intentamos contrastar esta información y saber cuál era la opinión del hoy general Eduardo Blanco acerca de lo que había pasado. Pero nadie quie­re explicarlo. Nadie quiere recordar: «Conozco el tema, y sé que, efectivamente, uno de los orgullos de la Guar­dia Civil era que tenía, en fin, una serie de tentáculos ahí, que no los tenía la policía, como es natural, pero vamos... sé que hubo eso, pero no le puedo dar ningún

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detalle de ello. No es por reserva natural del cargo a los veinticinco años, estoy hablando como hablo con mi familia.»

El general Prieto ha muerto. La larga noche del intento de golpe de Estado del 23-F se le podía ver entrar y salir del Congreso de los Diputados tomado por el teniente coronel Tejero. Iba de paisano y vestía una abrigo m arrón claro, nunca se supo cuál era su papel. Y todavía hoy no se sabe. Prieto es otro de los hom bres que podría habernos ofrecido abundante in­formación. Que se sepa, no dejó nada escrito.

N O ERA MI COM PETEN CIA

El general Eduardo Blanco nos recibe en su despa­cho presidido por un busto de Franco. En las estante­rías se pueden ver decenas de carpetas azules clasifica­das por letras y años, que sólo él sabe qué guardan. Se muestra receloso y parco en palabras, aunque da claras muestras de quq su memoria está intacta: recuerda conversaciones al pie de la letra, nombres, fechas y cita textualmente documentos. Cuando le preguntamos si en las altas instancias pudo haber algún tipo de cons­piración o negligencia intencionada para «eliminar» a Carrero, el general se revuelve en su sillón y con un gesto enfadado contesta: «Eso es una estupidez, un absurdo sin sentido.»

La última de nuestras citas tiene lugar en el casino militar de Madrid. En su salón principal se encuentran media docena de oficiales de alta graduación, todos ellos retirados. El general Blanco nos espera solo en una mesa apartada. Está en su terreno y ante las prim e­ras preguntas se muestra irónico y muy seguro. Su tono de voz es alto y claro, como si de una arenga militar se

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tratara. El silencio reinante en la sala hace que nues­tros vecinos, aunque con disimulo, no pierdan detalle de la charla.

«—Ustedes piensan que ha habido una especie de trama en donde todo casa —el general Blanco eleva poco a poco el tono de su voz—. El ministro que viene a sustituir a Carrero es Arias, que era el ministro de la Gobernación; el señor que está en París, y en cierto modo evita que se persiga a la ETA, es Cortina, al que hacen ministro de Asuntos Exteriores. Parece casar todo.

»—Son muchas casualidades.»—Parecen casualidades, pero estas casualidades

policialmente se dan muchas veces. Porque en resu­men, si me pregunta usted qué pienso del asesinato de Carrero, he de decir que no hubo tal trama para elimi­nar a Carrero.

»—La familia de Carrero Blanco no cree eso.»—Es natural que una figura política como la de

Carrero concite la antipatía de los adversarios. Era un fanático de la causa, era un integrista. Bueno, pero que tenga enemigos en todas partes no quiere decir que éstos se confabulasen para eliminarlo.

»—Ustedes tenían infiltrados en el sur de Francia.»—Exacto, el comisario Sainz, sus informaciones

en relación con Vicente Reguengo, que era el comisa­rio general de Investigación Social, le decía esas cosas: “Oye, que hay una reunión en Francia de ETA, que están hablando de tal.” Y Reguengo no habló nunca, de los despachos que tuvo conmigo, del asesinato de Carrero. Pero sí me informó de que le hablaban del secuestro de Carrero y del secuestro incluso de la mujer de Carrero, y de la mujer de Iniesta, ésta es la opera­ción que se llama “Turrón am argo” (se refiere al infor­me “Turrón negro”). Se avisó a Arias y a Carrero, y

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efectivamente se colocó una escolta a la mujer de Ca­rrero y a la mujer de Iniesta.

»—¿Por qué no se sigue investigando una vez que les llega el informe “Turrón negro”?

»—Entre otras cosas, fundam entalm ente, porque no se le dio toda la im portancia que tenía.

»—Pero había un servicio de información para este tipo de investigaciones, el servicio de San Martín, el SECED.

»—Efectivamente, el servicio de San Martín fue creado por Carrero, también descargaba la conciencia, esto ya lo hará el SECED, ya lo hará San Martín, que tiene además una antena alta, arriba, en Francia.

»—Se sabía que ETA había secuestrado al indus­trial Huarte, se sabía que habían robado tres mil kilos de dinamita en Hernani... eso, unido a la información que se tenía del secuestro... Yo creo que en una cabeza normal cabría pensar que algo iba a ocurrir.

»—Sí, pero la policía pensó desde el prim er mo­mento que ETA no iba a actuar fuera del País Vasco.

»—Pero ya se tenían informes de que sí, de que estaban en Madrid.

»—Se tenían informes de que sí, de que habían pasado unos grupos y uno de ellos decía el informe que iba a Madrid. El informe “Turrón...” en efecto hablaba de ello.

»—Si se pagan cincuenta millones por el rescate de Huarte, si se roban tres mil kilos de dinamita, si se tienen noticias de que se prepara algo fuerte en Ma­drid... policialmente es para tenerlo en cuenta, ¿no?

»—Sí, es lógico.El general comienza a ponerse nervioso y a titubear

en sus respuestas.»—El coronel San Martín dice que no tenía compe­

tencias, que no era su cometido la lucha andterrorista.

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»—Bueno, él dice que no tenía competencias y realm ente no tenía responsabilidades, pero competen­cias sí. En el despacho del ministro se dio un intento de coordinación de los servicios, al que acudieron el general Iniesta Cano con su jefe del Alto Estado Mayor, el general Díez-Alegría, el teniente coronel San Mar­tín, el general Arozarena y yo. Y quedamos en repartir­nos las misiones con respecto a la ETA. La responsabi­lidad hacia el exterior, hacia la frontera, hacia Francia, la recabó San Martín porque tenía una célula del SE- CED en Vitoria. (...) Miren ustedes, yo no sé si alguna vez se aclarará del todo el asesinato del presidente. Todo el m undo debe asumir su responsabilidad en aquel momento. Pero es difícil, porque entre otras cosas hay una razón biológica, que es la siguiente: los principales protagonistas están muertos.»

El general Eduardo Blanco, este veterano policía, El zorro, como le conocen entre sus amigos, ha dado por concluida la entrevista. El es una de las pocas personas que tiene claves para aclarar los verdaderos sucesos que culminaron en la muerte del presidente Carrero Blanco, y él es consciente de ello aunque, como algunos, prefiere no remover el pasado, dejar las cosas como están y olvidar.

Quienes no olvidaron fueron algunos militares.El almirante Carrero Blanco, que se había negado

a contratar los servicios de la mafia marsellesa para aniquilar a los terroristas vascos refugiados en el sur de Francia, se verá convertido, curiosamente, en la excusa para que algunos miembros del Ejército decidan to­marse la justicia por su mano.

En aquellos días nadie confiaba en la «eficacia» de la policía francesa. La actitud del Gobierno de París no era precisamente de colaboración. El ministro de Asun­tos Exteriores, Laureano López Rodó, en octubre de

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1973, acom pañando al entonces príncipe de España, entregó a su colega francés, Michel Jobert, una lista elaborada por la Dirección General de Seguridad en la que figuraban todos los nombres y las direcciones de los etarras en Francia.

—Mire —le dijo López Rodó—, ustedes están dan­do cobijo a etarras que cruzan la frontera, cometen sus atentados y luego gozan de derecho de asilo. Por lo menos, aléjenlos de la frontera española. Si no los quieren ustedes echar de Francia, hagan que no los tengamos pegados a España, porque es muy duro saber que un señor está en San Juan de Luz, comete un atentado y luego lo esperan sus compinches al otro lado del Bidasoa para celebrarlo.

Michel Jobert recogió la lista y prom etió dársela al ministro del Interior francés, Poniatovsky, pero nunca hubo respuesta. Poniatowsky fue uno de los ministros del Gobierno francés que dos meses más tarde, en representación de su Gobierno, acudió al entierro del almirante Carrero.

El asesinato del presidente Carrero fue el detonan­te de lo que se conoce como «guerra sucia», al menos es lo que aseguran aquellos que estuvieron vinculados a la lucha contra el terrorismo.

«—Sí, es lo que llaman el Batallón Vasco Español. Lo mismo que el GAL, tenía el consentimiento de los gobiernos, y además, es lógico. La guerra sucia existe en todas partes, así ocurrió en Alemania con la Baader Mainhoff, en Francia con la OAS, en Italia con las Brigadas Rojas... El Estado debe tener unos órganos de ejecución que han de estar por encima de creencias y de escrúpulos, porque hay que defender a la sociedad. Usted y yo podemos perdonar a los asesinos, pero el Estado no, no puede. ¿Qué motiva la creación del Batallón Vasco Español o del GAL?: unos terroristas

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que están asesinando. A esta gente hay que eliminarla, por el procedim iento más expeditivo. Esto es una gue­rra, y en la guerra hay que defenderse.»

Quien así habla es C. S., un coronel retirado, ofi­cial de Inteligencia del Alto Estado Mayor en 1973, que quiere m antener su anonim ato para evitar posibles represalias. Para este militar lo que hoy se conoce como «guerra sucia» es sólo un deber del Estado, una cues­tión patriótica.

O PERA CIÓ N CANTABRIA

El coronel G. S. estaba al frente de una unidad de elite de información del Alto Estado Mayor cuando Carrero fue asesinado. A los tres días del magnicidio, recibe en su despacho una llamada del ministro del Ejército, Coloma Gallegos, quien le ordena que ponga en marcha inm ediatamente una investigación «parale­la» para esclarecer todos los detalles del asesinato del presidente Carrero.

El coronel C. S. sabe que se trata de un encargo «extraoficial». Se le facilitan todo tipo de medios, se le habilita una partida de los llamados en otros tiempos «fondos de reptiles» —fondos reservados del Ejército que no tienen que ser justificados ante nadie— y se pone a su disposición un equipo de expertos en lucha an ti terrorista que se van a encargar de conseguir y analizar todo tipo de información, tanto en España como en el sur de Francia. Sobre todo en el sur de Francia.

La investigación es secreta y se conocerá como «Operación Cantabria». La llevará a cabo un grupo de doce policías. De los informes que se redactan sema­nalm ente únicam ente existe el original, que lo guarda

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el coronel C. S., una copia en la Dirección General de Seguridad y otra que es enviada al Ministerio del Ejér­cito, a través del Alto Estado Mayor.

En un prim er docum ento se señala que los etarras Roberto Fernández Palacios y Rufino Vicente Serrano Izco habían sido detenidos por la Guardia Civil el vera­no de 1973 y en su declaración afirm aron proceder de Madrid. Ambos terroristas volvían a San Sebasüán des­pués de participar en la asamblea que la dirección de ETA había llevado a cabo en un piso de Getafe. En dicha reunión se discutieron las condiciones para lle­var a cabo el secuestro y posterior asesinato del almi­rante Carrero Blanco.

También se habla de la huella del etarra Zigor descubierta en las dependencias del DNI asaltadas por ETA en noviembre de 1972, un hecho que ya hemos relatado. Se citan los avisos enviados desde Francia y el País Vasco sobre un comando que prepara «una fuerte acción en Madrid».

El docum ento aporta una detallada relación de etarras refugiados en el sur de Francia, así como un listado completo de personas de nacionalidad francesa que apoyan y dan cobijo a «refugiados» vascos. El in­forme destaca los numerosos fallos cometidos por los terroristas del comando Txikia a lo largo del año que perm anecieron en Madrid, algunos de los cuales ya hemos descrito en páginas anteriores. Una por una se ponen de manifiesto las numerosas «negligencias» de los responsables políticos y policiales.

En altas instancias del Ejército se desconfía de la policía, de la G uardia Civil, del SECED y de las inves­tigaciones judiciales que se llevan a cabo. Los m ilita­res están decididos a tom arse la «justicia» por su m ano y ponen en m archa una segunda fase de la operación.

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El objetivo es, ahora, obtener la máxima informa­ción sobre los activistas de ETA: cómo viven, dónde se esconden, quiénes los apoyan y, sobre todo, controlar a los miembros del comando Txikia. Los militares han decidido intervenir. ETA no ha matado sólo al presi­dente del Gobierno, ha asesinado a un militar.

UNA LLAMADA INESPERADA

Los autores de este libro han tenido acceso a una parte de la documentación de la «Operación Cantabria». El resto del informe, del que no queda copia, ha sido destruido. En 1978, cinco años después —ya con Adol­fo Suárez como presidente del Gobierno—, el coronel C. S. recibe de nuevo una llamada en su despacho. Quien está al otro lado del hilo telefónico es el general Guillermo Quintana Laccaci.

«—Me llamó el capitán general Quintana Laccaci y me dijo: “Oiga, tráigame usted todos los papeles de la ‘Operación Cantabria’.” Yo pensé “¡Es para destruir­los!”, porque tenía noticias de que habían mandado destruir los que había en poder de la policía. Entonces decidí fotocopiarlos antes de entregar el original y, efectivamente, cuando me presento ante el general, Q uintana X.accaci los destruye en mi presencia.

»—¿Le dijo el capitán general que tenía instruccio­nes para hacer desaparecer el informe?

»—Sí, sí, papel por papel, se destruyó. “Es que tenemos instrucciones de que desaparezca”, me dijo. “Hay que destruirlo porque las órdenes que tengo es que hay que destruirlo todo.”

»—¿Ordenes de quién?»—Por encima del capitán general sólo está el mi­

nistro.»

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El 6 de diciembre de 1978 d o n ju á n Carlos refren­da la nueva Constitución española. Muy pocos días después el general Guillermo Q uintana Laccaci m anda destruir todo lo referente a la «Operación Cantabria». ¿Por qué se ordena hacer desaparecer este informe? ¿A quién o a quiénes comprometía? ¿Se trata de hacer «borrón y cuenta nueva»? La docum entación ha sido destruida. Los militares participantes en esta opera­ción han jurado guardar silencio para siempre, lo con­sideran una cuestión militar «interna». Nadie quiere hablar de aquello.

OBJETIVO: MATAR A ARCALA

En 1977 una oportuna amnistía general dejaba impunes a los integrantes del comando Txikia. Los asesinos del presidente Carrero eran amnistiados sin haber sido juzgados. El prim er sorprendido por esta m edida fue el ex ministro de Asuntos Exteriores Lau­reano López Rodó: «Cuando se produjo la amnistía, todos los sumarios en curso se archivaron, quedaron sobreseídos. Esto ha supuesto que quizá se haya perdi­do una ocasión de oro para conocer la verdadera cau­sa, los verdaderos causantes, autores, cómplices y encu­bridores del asesinato del almirante Carrero Blanco.» Todas las investigaciones quedan paralizadas. A nadie parece ya im portarle los motivos por los que han asesi­nado a un presidente del Gobierno tan sólo cuatro años antes. Parecía como si el «caso Carrero» fuera un asunto condenado a no esclarecerse nunca.

Pero el Ejército español, y en especial la Armada, nunca olvidaron este magnicidio.

El 21 de diciembre de 1978 el coche del etarra José Miguel Señarán O rdeñana salta por los aires en la

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localidad francesa de Anglet. Argala, el activista de ETA que accionó el explosivo que mató al presidente Carrero moría, exactamente cinco años y un día des­pués, de la misma forma que su víctima. Estaba conde­nado a m uerte desde aquel 20 de diciembre de 1973. Se cumplía así el juram ento hecho por un cierto nú­mero de oficiales del Ejército español pocas semanas después del atentado contra el presidente Carrero Blanco.

La venganza del almirante Carrero Blanco debe ser ejecutada por sus propios hombres, y los asesinos de­ben caer en la misma forma que el almirante.

Toda nuestra información parece indicar que el militar encargado del operativo habría sido Pedro Mar­tínez, Pedro el marino> un veterano capitán de navio nacido en el País Vasco y con amplia experiencia en los servicios de información navales. La selección de los m ercenarios que apoyarían la acción sería supervisada por él, y todos los medios necesarios habrían sido apor­tados por el SECED con cargo a los fondos reservados de Presidencia del Gobierno.

El hom bre que puso a punto el atentado contra Argala habría sido el francés Jean Pierre Cherid, perso­naje clave en la historia de la guerra sucia contra ETA desde los tiempos del Batallón Vasco Español, hasta la puesta en marcha de los GAL en 1983. Su carrera profesional como antiguo colaborador de la OAS se desarrolló en España, apoyado y financiado por los servicios de inteligencia militares españoles, sobre todo el SECED. Los otros integrantes del comando que pre­pararon el atentado contra Argala habrían sido el ar­gentino José María Boccardo Alemán (ex miembro de la Triple A) y el neofascista italiano Mario Ricci.

Los m ercenarios recibieron un completo dossieren el que se les indicaban direcciones, matrículas y todo

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tipo de detalles sobre el objetivo. La orden era liquidar a Argala. También se les apuntaba dos nombres más para ser «eliminados» con posterioridad: José Manuel Pagoaga Gallas tegui, Peixoto, y Domingo í turbe Abáso- lo, Txomin.

La consigna era asesinar a Argala el mismo día que habían matado al almirante Carrero Blanco. La noche del 19 de diciembre una carga explosiva es colocada en los bajos del coche de Argala, un Renault-5 de color naranja. Pero durante el día 20 Beñarán O rdeñana no sale de su domicilio en Anglet. Argala se ha levantado con unas décimas de fiebre y no sale de casa. Al día siguiente, a las nueve y media de la mañana, Argala se dirige a su coche, estacionado en un aparcamiento público frente a su domicilio. Introduce la llave de contacto y arranca. Cuando el vehículo inicia la mar­cha, la rueda trasera izquierda acciona el detonador.

La m uerte de Argala provoca una fuerte conmo­ción en Euskadi. Todos los líderes políticos condenan el hecho y Txiki Benegas, entonces consejero de Inte­rior del Gobierno vasco, declara que «la bomba que mató a Argala en Anglet responde exclusivamente a una reacción visceral de venganza y no a una estrategia positiva de solución al problem a vasco».

Así se cerró para algunos el asesinato del almirante Carrero Blanco.

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CAPÍTULO QUINCEEN BOCA CERRADA

NO ENTRAN MOSCAS

MIKEL LEjARZA, EL LOBO

¡Gora Euskadi askatuta! ¡Presoak kalera! Quienes lan­zan estos gritos son una veintena de personas, la mayo­ría de ellos jóvenes, que alzan el puño al paso de un furgón policial que traslada a varios miembros del co­mando Bizkaia de ETA a los garajes de la Audiencia Nacional, en Madrid. El ambiente es tenso y de los gritos se pasa al insulto: ¡ Txakurras, hijos de puta!

A muy pocos metros de donde se produce esta escena se encuentra la sede del Tribunal Supremo. Es mediodía del 9 de jun io de 1998, en la Sala Segunda se juzga el caso por el secuestro del ciudadano francés Segundo Marey. En el banquillo de los procesados se sienta toda la cúpula del Ministerio del Interior de la prim era etapa socialista (1983-1987). Se les acusa de practicar la guerra sucia en la lucha contra ETA, de crear los GAL.

En el interior de la sala, en un careo, el ex ministro José Barrionuevo llama «delator» al ex secretario gene­ral del PSOE en Vizcaya, Ricardo García Damborenea.

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Éste le contesta diciéndole que deje ya de m entir y de encubrir al verdadero responsable de los GAL, Felipe González.

En ese tenso ambiente acudimos a la cita con uno de los personajes clave en la larga historia de ETA. Llega puntual. Acude con paso tranquilo, elegante­mente vestido, y pasa tranquilamente entre los mani­festantes abertzales que se concentran ante la Audiencia Nacional. Ninguno de ellos puede ni siquiera imaginar que quien cruza a su lado es Mikel Lejarza Eguía, El Lobo, el más im portante «topo» policial que ETA ha tenido entre sus filas. El único que llegó a estar infiltra­do en la cúpula de la organización terrorista. Gracias a él, más de cincuenta activistas fueron detenidos y en­carcelados en 1975.

Lian pasado más de veinte años desde entonces, pero ETA le tiene condenado a muerte. En el País Vasco todavía recuerdan los miles de pasquines que empapelaron las calles con su foto y en los que se leía: «Se busca, vivo o muerto, a Mikel Lejarza Eguía, conde­nado a m uerte por ETA como traidor a la lucha del pueblo vasco.»

Tras los saludos de rigor nos dirigimos a una cafe­tería cercana. En ningún momento ha perdido la com­postura, ni siquiera ha hecho intención de m irar hacia atrás cuando ha rebasado el grupo de radicales. Es un hom bre reposado y tranquilo, y su carácter abierto y la facilidad de palabra de que hace gala le convierten, en pocos minutos, en una persona «amiga». Es un vende­dor nato, un relaciones públicas excelente. Su rostro muestra una especie de tic que le hace girar la cabeza a la izquierda, levemente.

El Lobo, Gorka o «el del coche blanco», como era conocido entre los activistas de ETA, tiene ganas de hablar. Reconoce que se infiltró en la organización

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terrorista a raíz del asesinato del almirante Carrero Blanco. El es una de las pocas personas que conoce de primerísima mano cómo vive, cómo opera y hasta cómo piensa un terrorista de ETA, porque él, durante años, ha sido uno de ellos.

IN FILTRA DO EN ETA

Luchar contra el terrorism o de ETA desde dentro es el fin que se han propuesto los servicios secretos de Presidencia del Gobierno. El objetivo marcado desde Madrid es colocar un «topo» en la cúpula etarra, cues­te lo que cueste. Esta es la orden cursada por el nuevo presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro. De re­pente Arias Navarro parece sentir un inusitado interés por todo lo que rodea a la organización terrorista vas­ca. Su servicio de seguridad se ha cuadriplicado y se habilitan todo tipo de medios para «controlar» las an­danzas de ETA en el sur de Francia.

La persona seleccionada para infiltrarse en ETA no es un militar, ni un policía, sino un joven vasco que habla euskera perfectam ente y que está integrado en los ambientes abertzal.es de Bilbao. Se trata de Mikel Lejarza Eguía. Dos policías del SECED se encargan de prepararlo psicológicamente. La tarea es lenta y mi­nuciosa. Se le tiene que inculcar la m entalidad de un terrorista de ETA, prepararlo para afrontar situacio­nes límite y enseñarle a acatar órdenes «sin contes­tar» .

Mikel Lejarza, Gorka para los terroristas y El Lobo para los pocos agentes del SECED que conocen su verdadera identidad, debe ganarse la confianza de los etarras; en principio se limita a realizar labores de información para el comando Bizkaia. Su carácter abier­

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to, su cuidado aspecto y su «don de gentes» muy pron­to son valorados dentro de ETA.

El Lobo decide refugiarse en el sur de Francia para aproximarse a los órganos de decisión del colectivo etarra. Allí se entrena en el uso de armas y explosivos y conoce de cerca a los máximos responsables de los comandos especiales de ETA político-militar, Ezkerra, Josu Ternera, Pertur, Apala, Pakito, Wilson, Txikia, Peixoto y Argala. Muchos de ellos habían participado de forma activa en el asesinato del presidente Carrero Blanco.

Mikel Lejarza escala puestos dentro del entram ado etarra. En 1975 es enviado a Barcelona y Madrid con el objetivo de preparar las infraestructuras de los coman­dos terroristas. Su misión es localizar pisos de seguri­dad para ETA. Con él acuden Ezkerra y Wilson como responsables de los comandos. El jefe del comando continúa siendo Ezkerra y, sin embargo, es casi un recién llegado, Mikel Lejarza, quien tiene que encar­garse de «tejer» una red de pisos para ser utilizados como base de operaciones y refugio.

¿Dónde está la fluidez can que tan sólo un año antes se movía ETA por Madrid? ¿Dónde están los apoyos que tenían hace unos meses? ¿Por qué ETA ya no está tan segura en Madrid? ¿Qué ha cambiado en tan poco tiempo?

Lejarza pasa meses en compañía de Wilson, Argala y Ezkerra, pero éstos nunca hacen referencia al «aten­tado estrella» de la organización. Es un capítulo olvida­do. Carrero Blanco es un tema tabú dentro de la orga­nización terrorista.

El Lobo está convencido de que un atentado tan «perfecto» como el ejecutado contra Carrero Blanco no fue sólo obra de ETA. «Pienso que ha habido una manipulación muy fuerte, a niveles políticos muy altos

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y con conexiones internacionales. Los destinos de Es­paña en aquella época estaban muy relacionados con los intereses de Estados Unidos.» Lejarza conoce muy de cerca cómo trabajan los servicios de inteligencia americanos, la CIA. Sabe que su control sobre lo que ocurría en España en la década de los setenta era total y que tenía colaboradores e infiltrados en todos los estamentos políticos, legales y clandestinos, así como en los movimientos subversivos y por supuesto en el sur de Francia y en ETA. Los etarras creían ver, costante- mente, agentes infiltrados entre sus filas. El propio Iñaki Múgica, Ezkerra, el jefe del comando que mató a Carrero Blanco, estuvo bajo sospecha y llegó a ser acu­sado de trabajar para la CIA. Así se lo confesó a El Lobo cuando en ETA comenzaron a sospechar de Le­jarza como agente de los servicios secretos españoles: «Miguel, no te preocupes, tranquilo, porque a mí me ha costado muchísimo dem ostrar a la organización que yo no pertenecía a la CIA.»

Unos simples peones. Una mano negra maneja a los etarras. Eso cree Miguel Lejarza: «Un comando bragado no te viene y se está aquí un año preparando una cosa, eso es imposible. ¡Vamos!, y menos que te vengan los dirigentes, los principales y se pongan aquí a hacer una cosa de éstas. Eso no se lo puede creer nadie, es imposible. Yo conozco perfectam ente a esta gente, conozco su forma de pensar y desde luego es totalmente imposible, totalmente imposible. Por eso, a mí no me cabe ninguna duda de que hay una mano muy fuerte detrás de todo esto, una mano fortísima y éstos son unos simples peones, los manejan.»

Mikel Lejarza asegura que «ETA no estaba ducha en explosivos, no estaban preparados para este tipo de acciones. Su forma de actuar era concretam ente con tiro en la nuca o espalda, bueno, por detrás. No esta­

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ban preparados en explosivos. Yo sí sé que dentro de ETA había ingenieros, había de todo, lógicamente, pero no cometían este tipo de atentados. Yo estoy con­vencido de que ETA no estaba preparada para esto, pasó tiempo para que estuvieran preparados, porque tuvieron que hacer cursillos especiales. Incluso cuando estaba yo no se tocaba el tema de explosivos, digamos que la poca enseñanza que daban era la pistola y el tiro».

Su conocimiento, desde dentro, de la forma de operar de los activistas etarras y de su m entalidad le convierten en una de las pocas personas con capacidad para evaluar el verdadero potencial de la organización terrorista en aquellos años.

Aún hoy no se explica cómo el comando Txikia tuvo tantas facilidades a la hora de conseguir su infraes­tructura y cómo pudieron circular por Madrid durante más de un año sin ser detectados. «Es imposible, total­m ente imposible, y sobre todo en 1973. O sea, si des­pués era complicadísimo, en 1973 era muchísimo más complicado todavía. El desconcierto que tenían en la ciudad, porque primero es eso, el desconocimiento que tienen de la ciudad, porque cuando recurren a mí para preparar la infraestructura, a mí recurren como jefe de infraestructura de Madrid y Barcelona, porque era donde más les interesaba. Recuerdo precisamente por eso, por mis conocimientos de las ciudades, o sea, ellos tenían un mínimo conocimiento de las ciudades, por no decir prácticam ente nada.»

EL Ú LTIM O TESTIG O

Hoy, veinticinco años después del asesinato de Carrero Blanco, Iñaki Pérez Beotegui, Wilson, no es ese

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jovencito lanzado y agresivo ni el admirado jefe de los comandos operativos de ETA que resolvía los proble­mas pistola en mano a base de «huevos». Más bien todo lo contrario. Vive olvidado de la organización y no es modelo para los jóvenes terroristas, que ignoran quién es y lo que ha sido.

Wilson tiene prohibido, por ETA, hablar del aten­tado contra el almirante Carrero Blanco. Un pacto de silencio que en algunas ocasiones no respeta. Su afán de protagonismo le ha llevado a presumir, sobre todo ante medios de comunicación extranjeros, de su parti­cipación en el magnicidio y, al parecer, a hablar más de la cuenta, hecho éste que le ha llevado a recibir varios avisos de que m antenga la boca cerrada.

En los ambientes aberlzales tiene fama de «bocazas y fanfarrón». Los autores de este libro intentaron acer­carse a él para contrastar algunas informaciones, la entrevista fue muy breve. Wilson se negó en rotundo a hablar sobre el tema.

Wilson conoce algunas de las claves que podrían arrojar luz sobre los numerosos puntos oscuros que rodean al asesinato del presidente Carrero Blanco. Sólo él y un puñado de militantes de ETA, apartados hoy de la organización, conocen con todo detalle cómo pu­dieron preparar durante más de un año el atentado contra el almirante Carrero, por qué en una ciudad extraña como Madrid cam paron a sus anchas sin ser «molestados». Sólo él sabe por qué ese «extraño hom ­bre del traje gris» les facilitó información sobre Carre­ro Blanco.

En la capital guipuzcoana, San Sebastián, trabaja el entonces responsable del comando Txikia, Iñaki Múgi- ca Arregui, Ezkerra. A él no tiene que recordarle ETA el pacto de silencio que impera sobre esta acción terrorista pues es uno de los más interesados en olvidar lo que

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sucedió aquel 20 de diciembre de 1973, ya que en la actualidad, lo taimen te alejado de ETA y de toda activi­dad política dentro del radicalismo vasco, se ha conver­tido en un próspero ejecutivo del entorno editorial. Los intentos por contactar con él se saldaron siempre con un «estoy muy ocupado, salgo de viaje hoy. Llámame el lunes», para pasar posteriormente al «no quiero hablar de ello, no tengo nada que decir, es un asunto olvidado».

Ninguno de los tres activistas que participaron has­ta el último m om ento en el atentado contra el presi­dente del Gobierno ha hablado nunca, ni ha sido inte­rrogado por la policía.

José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, la persona que accionó el explosivo en el atentado contra Carre­ro, resultó m uerto cinco años después, en 1978, en las circunstancias que hemos relatado.

Jesús María Zugarramurdi Huici, Kiskur, nunca lle­gó a ser detenido y en la actualidad reside en el sur de Francia en régimen semiclandestino, apartado de la organización etarra; no quiere hablar de este magnici- dio, ni siquiera con sus amigos más íntimos.

El tercer integrante del comando Txikia, Javier María Larreategui Cuadra, Alxulo, reside actualmente en Bilbao. Su economía no es muy boyante, pero so­brevive ayudado por algunos amigos relacionados con el nacionalismo vasco. Olvidado por la organización etarra, está alejado de toda actividad política. Es fre­cuente verle, solo, en actos organizados por el entorno abertzale. En una rocambolesca cita con los autores de este libro, cuando le pedimos que nos hablara de su participación en el asesinato de Carrero, nos dijo: «Me lo pensaré, dentro de poco tendréis noticias mías.» Nunca más volvimos a tener noticias suyas.

Hay un interés claro por parte de la organización terrorista ETA en no hablar sobre el atentado contra el

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almirante Carrero Blanco. Hay órdenes estrictas a los miembros del comando participante, más de veinte activistas, para que no revelen ninguno de los aspectos que rodearon este magnicidio, y según hemos podido comprobar, el miedo a posibles represalias aún man­tiene mudos a los protagonistas del atentado. Han pasado veinticinco años y este pacto de silencio aún persiste. ¿Por qué ETA no quiere hablar sobre su ac­ción más espectacular? ¿Por qué convocó entonces ruedas de prensa y llegó a publicar un libro sobre este magnicidio y m antiene ahora un absoluto silencio? ¿Qué pretende ocultar veinticinco años después?

Genoveva Forest cree que todavía no se puede con­tar toda la verdad acerca del enigma que rodea este asesinato: «ETA no ha considerado todavía que es el momento de contarla. A lo mejor es posible hoy. Me puedo imaginar que habrá cosas inconvenientes, por­que hay gente implicada. Tendrán que pasar décadas hasta que las claves de la operación, nada ocultas al principio y poco a poco encubiertas, sean recuperadas de nuevo y ordenadas de una m anera inteligible.»1

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EPÍLOGO PACTO DE SILENCIO

Fue «un extraño crimen» y a la hora de las conjetu­ras «casi todo es posible». Esas fueron las palabras pronunciadas por el rey Juan Carlos cuando José Luis de Vilallonga le preguntó quién pudo estar detrás de ETA en el asesinato de Carrero Blanco.

Una persona tan bien inform ada de lo que sucede por encim a y por debajo de la apariencia de las cosas (tal vez la mejor inform ada de su tiem po), el fallecido

José Mario Armero, respondió así años antes al mis­mo entrevistador: «Yo estoy convencido de que en esta ocasión ETA no actuó en solitario.» Y añadió: «El día que nos enterem os de verdad, si es que nos ente­ramos, nos llevaremos grandes sorpresas.» Por su par­te, Felipe González dice: «Sigo sin creerm e que aque­llos hom bres (ETA) pudieran haber llegado a sus fines sin contar con una ayuda ignorada hasta ahora.» Estas frases han sido extraídas del libro Las fuerzas del cambio, escrito por el ex presidente del principado de Asturias, el socialista Pedro de Silva, pero son innu­merables los testimonios que existen iguales o pareci­dos a éstos.

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Al finalizar la lectura de este libro es posible que se haya suscitado en el lector, de la misma forma que durante los casi cuatro años de investigación nos suce­dió a nosotros, la sospecha de que unas manos ocultas, por acción o intencionada omisión, ayudaron a elimi­nar el obstáculo que para muchos representaba Carrero.

El resultado de nuestras investigaciones apunta a que existieron im portantes apoyos a la acción terroris­ta y que sin ellos hubiera resultado imposible el aten­tado. Estamos hablando de aquellos que, con altas res­ponsabilidades en la seguridad del Estado, tuvieron información de lo que iba a suceder y, a pesar de los repetidos avisos, hicieron oídos sordos; de los servicios de información extranjeros que, conociendo los pre­parativos, no los denunciaron, de los que pusieron al almirante Carrero Blanco en el punto de mira de la organización terrorista, de quienes velaron m inuto a minuto, durante meses, para tapar los graves errores de aquel inexperto comando de ETA, y de aquellos que desde dentro de los servicios de información espa­ñoles hicieron o dejaron hacer. Muy pronto, el Depar­tam ento de Estado norteam ericano levantará el secre­to que pesa sobre los informes de la CIA. Entonces podrem os saber hasta qué punto nuestras sospechas son ciertas.

El magistrado Luis de la Torre, juez especial en el sumario de Carrero Blanco, al término de sus investiga­ciones llega a la conclusión —recogida por Ricardo de la Cierva en su libro ¿Dónde está el sumario de Carrero Blanco?— de que había alguien más que ETA implica­do en el asesinato de Carrero Blanco, que ETA había actuado como una pandilla al servicio de otros. Don Luis de la Torre decía en su informe: «Creo que nunca será posible saber nada más», y manifestaba su convic­ción de que los inspiradores del atentado perm anecían

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en la sombra. Este largo informe fue enviado a Franco y quedó enterrado en el palacio de El Pardo. De él nunca más se supo. Ni jamás dio lugar a investigación alguna.

Las investigaciones llevadas a cabo por la policía resultan cuando menos incompletas y el sumario, abierto y cerrado de forma precipitada, un cúmulo de obvieda­des. Da la impresión de que nunca nadie ha querido profundizar en lo que realm ente pasó aquel 20 de diciembre de 1973, y que para todos lo mejor es apos­tar por el olvido. Para todos menos para la mayoría de los españoles, que todavía se resiste a creer que un grupo de jóvenes etarras, sin infraestructura en Ma­drid, pudieran llevar a cabo el atentado más perfecto que se recuerda, burlando a los servicios de informa­ción del Estado, precisamente en unos momentos en que la sociedad española había convertido a vecinos, porteros, serenos, taxistas, funcionarios de servicios públicos o trabajadores de hoteles en informantes per­manentes del sistema.

El «caso Carrero» sigue despertando interés y es objeto de todo tipo de especulación porque nunca nadie ha dado explicación a las interrogantes que sus­cita, nadie ha despejado las dudas.

Carmen Carrero Pichot, la hija que esperaba en Sevilla a sus padres para pasar juntos aquella navidad de 1973, vive con el recuerdo de aquella m añana en la que le comunicaron la m uerte de su padre. «Claro que se dejó hacer. Eso a mí no me lo pueden quitar de la cabeza.»

El presidente Carrero Blanco era un estorbo para muchos y a todos ellos benefició su muerte. Los azules, los herederos del Movimiento, le veían como un obstá­culo. Tras su m uerte volvieron a ocupar todas las carte­ras del nuevo Gobierno, borrando de un plumazo a los

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tecnócratas que habían llegado de la mano del Opus Dei. La familia Franco no aceptaba el quedar relegada a un segundo plano una vez que el príncipe Juan Car­los fuera nom brado Rey a la m uerte de Franco. La desaparición de Carrero dejó al príncipe Juan Carlos sin su principal valedor.

También la oposición y en particular el Partido Comunista de España veían en la figura de Carrero Blanco un gran obstáculo, ya que representaba para ellos la continuidad del régimen; además, apoyaba a un Rey que había ju rado fidelidad a Franco y los Prin­cipios Fundamentales del Movimiento. La oposición democrática m antenía contactos con Don Juan en Es- toril y ya le había advertido que no admitirían a su hijo como Rey. Las fuerzas democráticas veían a Juan Car­los como un rehén en manos de Carrero. Al almirante y no a otro se dirigían todasjas miradas cuando Franco decía que «todo estaba atado y bien atado».

En último lugar estaba ETA, para ellos m atar a Carrero suponía una gran éxito de imagen a nivel internacional. El magnicidio de un presidente sería su mejor carta de presentación: la noticia daría la vuelta al mundo.

La viuda de Luis Carrero Blanco murió con un solo pensamiento: que a su marido lo habían quitado de en medio porque estorbaba. Ella, como sus hijos, y la mayoría de los españoles todavía hoy, no pudo com­prender este magnicidio del que nadie quiere acordar­se. Veinticinco años después, todavía se recuerdan aque­llas palabras pronunciadas por Franco días después del asesinato: «No hay mal que por bien no venga.»

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NOTAS

CA PÍTULO 1

1. López Rodó, Laureano, La larga marcha hacia la monarquía, Noguer, Barcelona, 1977, p. 417.

2. Carrero Blanco, Luis, «Consideraciones sobre el momento actual de España», C-II, septiembre, 1945, archivo de la familia Carrero Blanco.

3. Anson, Luis María, Don Juan, Plaza y Janes, Barcelona, 1994, p. 367.

4. Carees, Joan, Soberanos e intervenidos, Siglo xxi, Madrid, 1996, p. 161.

5. Franco Salgado-Araújo, Francisco, Mis conversaciones privadas con Franco, Planeta, Barcelona, 1976, p. 506.

6. Garcés, Joan, op. cit., p. 161.

CA PÍTULO 21. Garcés, Joan, op. cit., p. 165.2. Ibíd., p.’ 165.3. López Rodó, Laureano, op. cit., p. 408.4. Garcés, Joan, op. cit., p. 160.

CA PÍTULO 31. Sainz, José, Testimonios de un policía español (editado por

familiares del autor), 1993, p. 178.

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2. Ibíd., p. 203.3. Ibíd., p. 178.4. lbírl. , p. 221.5. Carrero Blanco, Luis, «Discurso anle el pleno de las Cortes

españolas», 21 de diciembre de 1970.6. Sainz, José, op. d t., p. 148.7. Ibíd., p. 248.8. Ibíd., p. 251.9. Ibíd., p. 254.10. Ibíd., p. 257.

CAPÍTULO 41. Moran, Gregorio, Adolfo Suárez, historia de una ambición, Planeta,

1979, p. 216.2. Fernandez Miranda, Torcuato, «Fragmentos de sus memorias»,

ABC, 20 de diciembre de 1983.3. López Rodó, Laureano, op. cit., p. 417.4. Ibíd., p. 416.5. Anson, Luis María, op. cit., p. 380.6. López Rodó, Laureano, op. cit.7. Tusell, Javier, Carrero, la eminencia gris del régimen, Temas de

Hoy, Madrid, 1993, p. 365.8. López Rodó, Laureano, op. cit., p. 426.9. Ibíd., p. 426.

C A PÍTU LO 5

1. Carrero Blanco, Luis, «Notas sobre la situación», C-I, informe confidencia] a Franco, 8 de enero de 1946, p. 3, archivo de la familia Carrero Blanco.

2. Carrero Blanco, Luis, «Consideraciones sobre el momento ac­tual de España», CII, septiembre, 1945, p. 2, archivo de la familia Carrero Blanco.

3. Ibíd., p. 6.4. Carrero Blanco, Luis, Discursos y escritas, 1943-1973, Instituto de

estudios Políticos, 1974, pp. 332-333.5. López Rodó, Laureano, op. cit., p. 429.6. Carrero Blanco, Luis, «Correspondencia privada con Franco»,

C-I, p. 1, archivo de ia familia Carrero Blanco.7. Fernández, Carlos, El almirante Carrero, Plaza y Janés, Barcelona,

1985, p. 238.

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8. Fernández Miranda, Torcuato, op. cit.9. Ibíd.10. Preston, Paul, Franco, Grijalbo, Barcelona, 1994, p. 928.11. Carrero Blanco, Luis, «Escrito dirigido a sus ministros pocos

días antes de ser asesinado», p. 3, archivo de la familia Carrero Blanco.12. Ibíd., p. 3.

CA PÍTULO 61. Sumario Carrero Blanco 142/73, juzgado militar especial 73/

75, jurisdicción ordinaria 3/77.2. Forest, Eva, Operación Ogro, Iru, Hondarribia, p. 33.3. Ibíd., p 37.4. Ibíd., p. 35.5. Sumario Carrero Blanco, doc. cit.6. Ibíd.7. Forest, Eva, op. cit., p, 28.8. Sainz, José, op. cit., p. 267.

CA PÍTULO 71. Forest, Eva, op. cit., p. 44.2. Ibíd., p. 170.3. Ibíd., p. 70.4. Informe «Operación Cantabria», Alto Estado Mayor del Ejército.

CA PÍTULO 81. Morán, Gregorio, op. cit., p. 264,2. Forest, Eva, op. cit., p. 112.3. Ibíd., p. 126.4. Ibíd., p. 152.5. Sainz, José, op. cit., pp. 640-641.6. Forest, Eva, op. cit., p. 143.7. Sainz, José, op. cit., p. 292.8. Ibíc!., p. 645.

CA PÍTULO 91. Forest, Eva, op. cit., p. l / ’O.2. Ibíd., p. 174.

257

Page 251: Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

3. Ihíd., p. 190.4. «Diez años que cambiaron España», Diario 16, Cap. I. p. 10.5. De la Cierva, Ricardo, ¿Dónde está el sumario de Carrero Blanco?,

ARO Editores, Madrid, 1996, p. 175.

CA PÍTULO 101. Forcst, Eva, op. cit.2. Fernández Miranda, Torcuato, op. cit.3. Prego, Victoria, A si se hizo la transición, Plaza y Tanés, Barcelona,

1995, p. 13.

CA PÍTULO 111. Borras Betriú, Rafael, El día que mataron a Carrero Blanco, Plane­

ta, Barcelona, 1974, p. 62.2. Fuentes, Ismael, García, Javier, y Prieto, Joaquín, Golpe mortal,

El País, Madrid, 1983, p. 44.3. Ibíd., p. 45.

C A PÍTU LO 131. Morán, Gregorio, op. cit., p. 274.2. Prego, Victoria, op. cit., p. 61.3. Fernández Miranda, Torcuato, op. cit.4. Ibíd.5. Preston, Paul, op. cit., p. 208.6. Fernández Miranda, Torcuato, op. cil.7. Anson, Luis María, op. cit., p. 185.8. Ibíd., p. 388.9. Fernández Miranda, op. cit.10. Ibíd.11. Discurso de fin de año de Francisco Franco pronunciado en

TVE, diciembre de 1973.12. Fernández Miranda, Torcuato, op. cit.13. Ibíd.

C A PÍTU LO 151. Forest, Eva, op. cit., p. 15.

258

Page 252: Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

ÍNDICE ONOMÁSTICO

A baitua Gomeza, José Ignacio (M arquín), 126

Acevedo, Luis, 154, 156 Acosta, Francisco, 167 Achaiandabaso, Sabino, 109 Aguado, Francisco, 105-106 Alcíbar, José M aría (El G ene­

ral), 109 Aldasoro Artola,José María, 112 Alfonso XIII, 21, 51-52, 56 A lonso ele la Fuente , M iguel

Ángel, 145, 147 Áívarez de Sotomayor, [osé Ma­

ría, 184-186, 188-193, 195- 198

A llende Salazar U rbina, Rafael, 197

A nsón, Luis M aría, 56, 203, 207

Apalategui, Miguel Ángel (Apa- la), 24-4

A raraburu Araluce, José Anto­nio, 99, 123

Arana, Sabino, 18 Aranzábal, Víctor (Chimua), 109 Areilza, José M aría de, 36, 211 Arias Navarro, Carlos, 51, 91,

114,117-118, 137, 140, 144,

149, 154, 158, 160-161, 174, 177-179, 195, 198-203, 206, 208, 213, 229, 243

Arm ero, José Mario, 251 A rozarena, 231A rricta Z ubim endi, José Luis

(Azkoiti), 112 Arroyo, M ariano, 148 A rlóla G arm endia, 101

Balenciaga, Cristóbal, 54 Ballesteros, María Paz, 80 Ballestín, A ntonio, 133 B andrés, lu án M aría, 119, 171 Barbería, José Luis, 177 Bardavío, Joaquín, 68, 207 B arrera de Irim o, A ntonio, 154 Barrionuevo, José, 241 Batista, Fulgencio, 34 Beihl, Eugene, 42-43 Benegas, Txiki, 239 B eñarán O rdeñana, José Miguel

(Argala), 77-81, 83, 87, 96- 97, 99, 101, 104, 110, 121- 122, 124. 127-128, 131-133, 135, 145, 152-153, 172, 237- 239, 244, 248

259

Page 253: Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

Blanco, Eduardo (El Z o rro ), 36, 39-42, 47, 68, 91, 114, 118, 129, 148-149, 175, 178, 180, 208, 227-229, 231

Boccardo Alem án, José María, 238

B orbón, Cristina de, 58 B orbón, E lena de, 58 B orbón, Felipe de, 58 B orbón D am pierre, Alfonso de,

21, 51-53, 55-60, 203 B orbón, Jaim e de, 21, 52 Borbón, Don Juan de, 20, 52,

63, 254B orbón, Juan Carlos de, 14, 19-

22, 26, 31, 34-35, 50-63, 67, 70-71, 75, 86, 106, 113, 115, 117, 119-120, 129, 144, 176, 179, 182, 199-200, 202-203, 205, 207, 211-212, 219-220, 232, 237, 251, 254

B otariga (com isario francés), 185-191,193,198

B ueno Fernández, Ju an A nto­nio, 144, 150

Cabanas, M arcelino, 53 Cabanillas, Pío, 200 Cam acho, M arcelino, 168-169 Careaga, Pilar, 171 C arrero Pichot, Angelines, 121,

143C arrero Pichot, Guillerm o, 160 C arrero Pichot, Luis, 67, 69-70,

115, 156, 170, 175, 179 C arrero Pichot, M aría del Car­

men, 137, 155,160,171-172, 176, 209, 253

C arrillo , Santiago, 27, 62-63, 161-162, 182

Carvajal, José Federico de, 30 Castro, Fidel, 34 Cierva, R icardo de la, 62, 138 Clark, Ramsey, 168 Cólera H erre ro , C arm en, 109

Colom a Gallegos, 233 Conde M onge, José, 91,153, 169 Conesa, R oberto, 153 C órdoba, Gonzalo de, 58 C ortina Mauri, Pedro, 73, 137,

184, 187-188, 190-193, 195- 198, 229

C ortina Prieto, José Luis, 215, 217-220

C ubedo, David, 205 C h erid ,Jean Pierre, 238

D am pierre, E nm anuela, 58 D em agnian, Serge (co rone l

S en a), 224-227 Díez-Alegría, M anuel, 162, 181 Dolz de Espejo, Carlos, 196 D urán, Avelina, 135 D urán Velasco, AnLonio (El T u­

pam aro), 100-101, 111-112

Echaguibel, José Miguel (Cris­to M elenas), 109

Echcvarrieta Ortiz, Javier (Txa- bi), 18

Eisenhower, Dwight David, 137 E izaguirre S an tisteban , Ju a n

Bautista (Z igor), 82, 104, 110-112

Ereño Gorrochategui, Pedro (El Pelos), 110

Esquivias Franco, Fem ando, 217 Ezkubi Larraz, José M aría (Bi-

tx o r), 183, 189-190

Falcón, Lidia, 114 Fernández Costilla, Luis, 167 Fernández M iranda, T orcuato,

50, 61, 69, 73-74, 117, 119, 144, 154-155, 161, 174-175, 198-199, 202-205, 208

Fernández Palacios, R oberto , 109-110, 235

260

Page 254: Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

Fernández Trapa, 158 Forest T arra t, Genoveva, Eva

(La R ubia), 77-78, 96-97, 100-101, 110-111, 128, 249

F ran co ,Ju an , 145, 147 Franco Baham onde, Francisco,

13-15, 17, 19-27, 31-37, 39, 49-54, 56-62, 65-75, 79, 86- 87 ,92,96,113-120,137,144, 157-159, 163-164, 170, 173, 176-177, 179, 182, 200-203, 205-208, 219-220, 224, 228, 253-254

Franco B aham onde, Pilar, 60 Franco Polo, Carm en, 74 Franco Salgaclo-Araújo, Francis­

co, 29Fuentes Delgado, Roberto, 131

Gaíbís, A ntonio, 158 Galiana de i Río, Rafael, 145,

147-148 Gallastegui, Claudio, 17, 18 Gamazo, José María, 154, 173 Garcés, Joan, 30 García D am borenea, R icardo,

241-242 García H ernández, José, 202 García López, A ntonio, 162 García Salve, Francisco, 167 García Villalonga, Rogelio, 217 Garicano Goñi, Tomás, 73, 91-

92G arm endia Arto la, José A nto­

nio (Tupa), 112 G arrigues Walker, A ntonio, 36 Gavilán, José Ram ón, 201 Gil, Vicente, 158, 201 G irón de Velasco, José A ntonio,

(El león de Fuengiro la), 51, 200

G oiburu M endizábal, Juan Mi­guel (Pelotas), 99-100, 109, 124

Goicoeche, Icharopena, 109

G oicoechea Elorriaga, Esperan­za (Icharo), 110

Gómez Acebo, José Luis, 147 González M árquez, Felipe, 242,

251González Vicén, Luis, 150 Grecia, Sofía de, 57-59 G urruchaga, Ju an José, 109 Gutiérrez, F em ando, 184 Gutiérrez M ellado, M anuel, 180

H erre ro Sanz, Agustín, 90, 177- 178

H u arte , Felipe, 91-92, 97-99, 103, 108, 224, 230

Ibárruri, Dolores (Pasionaria), 27

Iniesta Cano, Carlos, 51, 86, 90, 106, 173-175, 179, 213, 221- 222, 224-225, 229, 231

Iturbe Abásolo, Domingo (Txo- m in), 108, 124, 239

Jim énez Berzal, 148 Job ert, M ichele, 232 Johnson , L indon B., 168

Kelly, Grace, 55 Kissinger, Henry, 31, 135-139,

141-142, 161, 172, 212

L agunero, Teodulfo, 63 L arreategui Cuadra, Javier Ma­

ría (Atxulo), 98-99, 103-104, 122-124, 127-128, 130-131, 133, 135, 172, 248

Lasa Leunda, Rosario, 110 Lejarza Eguía, Mikel (El Lobo),

241-245 Liñán, Fernando de, 206

261

Page 255: Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

Líster, E nrique, 27 López Bravo, Gregorio, 73, 81,

99, 150, 197 López de Letona, José María,

161López Rodó, Laureano, 35, 53,

55, 57, 59, 62, 69, 72, 113, 117, 119, 138-139, 141-142, 144, 151, 161, 189, 192, 195, 198-199, 201, 203-204, 231, 232, 237

Lujua G orostiola, José Miguel (M ikel), 101, 112, 129 "

LJanos Ruiz, Fernando, 127-128 Llopis, Rodolfo, 27

M aestro A m ado, Puig, 150 M anzanas, M elitón, 18, 171 Marcos, Ymelda, 55 Marey, Segundo, 241 M artín Patino, José María, 118,

156, 180 M artínez, Pedro (Pedro el m a­

rino), 238 M artínez B ordiu , C ristóbal

(m arqués de Villaverde), 14, 56, 69-70, 202-203

M artínez-Bordiú Franco,Jaim e, 58

M artínez-Bordiú, Franco, María de Aránzazu, 58

Martínez-Bordiú Franco, María del Carmen, 51, 54-55, 57-60

Mendizábal Benito, Eustaquio (Txikia), 97,107-108,121,244

M erino, Julio , 171 M ichelena Loyarte, M anuel

(O xobi), 101, 112, 130 M oreno B ergareche, E duardo

(P ertu r), 109, 244 M oro, Aldo, 137 Múgica, F ernando, 170

M úgica A rregui, Iñaki (Ezke- rra), 83, 95-97, 99-100, 103, 108-111, 121-126, 172, 183, 189-190, 244-245, 247

Múgica G arm endia, Francisco (Pakito), 244

Muñiz Z ap ico ,Juan , 167 Muzas A guirreurreta, Francisco,

109 "

Nieto A ntúnez, Pedro, 201 N ixon, R ichard, 31-34, 36 Nourry, Philippe, 58 Núñez, José Luis, 168

O naindia, Mario, 116, 157 O riol, A ntonio de, 53

Pablo VI, 43Bagoaga Gallastcgui, José Ma­

nuel (Peixoto), 83, 95, 97,108-109, 124, 172, 239, 244

Pardines, José, 18 Pardo Zancada, Ricardo, 215,

218Pérez Beotegui, Pedro Ignacio

(W iíson), 78-81, 83, 87, 97, 99, 103-104, 110, 124-125, 127, 172, 183, 189-190, 244-247

Pérez F ernández , R aim undo , 191

Pérez Jim énez, Marcos, 34 Pérez López, Remedios, 100 Pérez M ógena, José Luis, 144,

150Pérez Revilla, Tom ás (Tom i),

112Pichot, Carm en, 156, 160, 171,

1 8 2 ,2 30 ,254 Piñar, Blas, 154, 161, 173-174,

179-180, 209 Piris, A lberto, 118

262

Page 256: Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

Pila da Veiga, Gabriel, 174 Polo de Franco, Carm en, 26, 54-

56, 58, 72-73, 117, 197-198, 201-202

Poniatowsky, M ichel, 210-211, 232

Prego, Victoria, 162, 201 Prcston, Paul, 75, 202 Prieto, Joaqu ín , 177 Prieto López, M anuel, 225, 227

Q uin tana Laccaei, G uillerm o, 236-237

Q uin tero , Federico, 140

Raventós C arner, Joan , 30 R eguengo, Vicente, 229 Ricci, Mario, 238 Rivera López, Javier, 104 Rodríguez, Julio , 182 Rodríguez de Valcárcel, A lejan­

dro , 51, 200-202 Rubio Jim énez, M ariano, 30 Ruíz Gim énez, Joaqu ín , 27, 169 Rúspoli, Virginia, 55

Saborido, Eduardo, 167 Sácnz de Santam aría, José An­

tonio, 225 Sainz González, José (Pepe el

secreta), 39-42, 44, 46-47, 87,92-93, 152-153,187, 190, 229

Salazar, A ntonio de Oliveira, 24 Salu tregui M enchaca, Jav ier

María, 98 Sarnper, Josefina, 169 Sánchez Covisa, M ariano, 169 Sánchez M ontero, Simón, 163 San M artín, José Ignacio, 91,

215, 230-231 San Pedro, Ram ón de, 23 Santiestcban, Pablo, 167

Sartorius, Jaim e, 168 Sartorius, Nicolás, 167 Sastre, Alfonso, 77-78 Serrano Izco, Rufino Vicente,

109-110, 235 Serrano, A lberto, 128 Silva, Pedro de, 251 Solís, José, 202 Soto, Fem ando , 167 Suárez, Adolfo, 236

T arancón , E nrique, 33, 156, 169, 179-180, 182

T ejero, A ntonio, 228 T ierno Galván, E nrique, 27 T orre , Luis de la, 252 Tusell, Javier, 60

Urcelay, A ntonio, 201 U rru iicoechea , José A nton io

(Josu T e rn e ra ), 104, 108, 124, 172

U trera Molina, José, 158

Vallaure, M ariano, 191 Vilallonga, José Luis de, 120,

210-212, 251 Villar G urruchaga, José Joaquín

(Fangio), 112

Walters, V ernon A., 33, 36, 114

Zabala, Lorenzo, 47 Z abarte A rregui, Jesús M aría

(G arratz), 126, 130 Zam ora, M iguel, 167 Zayas M ariategui, Carlos, 30 Z ugarram urd i H uici, Jesús

M aría (Kiskur, «el rizos»), 104 ,126 ,128 ,131 ,133 , 172,248

263

Page 257: Estévez & Mármol - Carrero, las razones ocultas de un asesinato

Colección Historia Viva

El 20 de diciembre de 1973 ETA hacía saltar por los aires el Dodge Dart del almirante Carrero. Tras un año de estancia en Madrid, a pesar de sus múltiples errores, el comando etarra lograba su objetivo.

Carrero Blanco se convirtió, desde el mismo día de su nom bram ien to como pres iden te del G obierno , en un obstáculo para todos. Estados Unidos no veía en él al hombre capaz de conducir una transición ordenada; para las emergentes fuerzas opositoras, Carrero no era otra cosa que el cúter ego de Franco; los más próximos a la familia del general con sp i rab an para de sb a ra ta r la operac ión monárquica tejida en torno a la figura de don Juan Carlos. El futuro Rey tenía sus propias ideas acerca de cómo debería ser la etapa política que se abriría a la muerte del Caudillo.

¿Quién ordena al ten iente coronel A guado que no investigue las actividades de los sospechosos inquilinos del piso de ía calle Mirlo? ¿Por qué el embajador Cortina hace caso omiso de la oferta -la entrega inmediata de tres destacados miembros del comando etarra- del Gobierno francés? ¿Qué hacía un coche de los servicios secretos españoles en las inmediaciones de Claudio Coello? ¿Hizo Arias Navarro todo lo posible para evitar el asesinato? Hubo quien no olvidó la muerte del almirante. La guerra sucia contra ETA no tardó en desatarse.

Tenaces, enfrentándose al muro de silencio que rodea este magnicidio , Carlos Estévez y Francisco Mármol han reconstruido la historia de aquellos años, analizando felices * casualidades e interesadas omisiones, recabando testimonios inéditos y arrojando luz sobre unos hechos que muchos querrían mantener para siempre en la sombra.