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AÑO 7 - NÚMERO 68 etiquetanegra LA VUELTA AL MUNDO MANUEL JESÚS ORBEGOZO SE CASA EN EL CONGO. VALERIA LUISELLI SE ENFERMA EN VENECIA Y CONSIGUE LA RESIDENCIA. MIENTRAS TANTO, FRITZ BERGER CH. SE QUEDA EN LA CIUDAD. SERGIO RAMÍREZ CONTRA LOS POLÍTICOS. MARIO BELLATIN CONTRA LOS MAESTROS. EL CUENTO ES DE EDNODIO QUINTERO. S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00 www.etiquetanegra.com.pe AÑO 7 - NÚMERO 68 68 LA VUELTA AL MUNDO DESDE FRANCIA EL ÚLTIMO CAPÍTULO DEL HOMBRE ARAÑA Renée Kantor DESDE JAPÓN ESCRIBE UN BEST SELLER EN TU CELULAR Dana Goodyear EN EL PERÚ LA FIESTA DEL ODIO Carlos Díaz

Etiqueta Negra (La Vuelta al Mundo)

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Revista para distraídos con temas de periodismo, fotografía, bohemia, poesía y cultura.

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MANUEL JESÚS ORBEGOZO SE CASA EN EL CONGO. VALERIA LUISELLI SE ENFERMA EN VENECIA Y CONSIGUE LA RESIDENCIA. MIENTRAS TANTO, FRITZ BERGER CH. SE QUEDA EN LA CIUDAD. SERGIO RAMÍREZ CONTRA LOS POLÍTICOS. MARIO BELLATIN CONTRA LOS MAESTROS. EL CUENTO ES DE EDNODIO QUINTERO.

S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00www.etiquetanegra.com.pe

AÑO 7 - NÚMERO 68

68LA VUELTA AL MUNDO

DESDE FRANCIA

EL ÚLTIMO CAPÍTULODEL HOMBRE ARAÑARenée Kantor

DESDE JAPÓN

ESCRIBE UN BEST SELLEREN TU CELULAR

Dana Goodyear

EN EL PERÚ

LA FIESTA DEL ODIOCarlos Díaz

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DOSSIER

36_ CONTRA LOS POLÍTICOS Sergio Ramírez

38_ CONTRA LOSSOCIÓLOGOSSandro Venturo

40_ CONTRA LOS CORRECTORESDE ESTILOÁlvaro Sialar Cuevas

42_ CONTRA LOSMAESTROSMario Bellatin

SUPERMERCADO

26_ BIBLIOTECA DEAUTOAYUDAFritz Berger Ch.

LA VUELTA AL MUNDO

12_ EL REGRESO DELHOMBRE ARAÑARenée Kantor

28_ MI ESPOSAMBARÉManuel Jesús Orbegozo

36_ LA FIESTA DELODIOCarlos Díaz

46_ SI TE ENFERMASEN VENECIAValeria Luiselli

70_ LA NOVELACELULARGeorge Saunders

91_Ficcionario

por Ednodio Quintero

Ojos de serpiente

02_ EQUIPAJE DE MANO

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S E G U N D O T I E M P OAÑO 7 - ENERO 2009

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PREPRENSAZetta Comunicadores

IMPRESIÓNEmpresa Editora El Comercio

Marcas & Patentes332-2211 / 431-5698

Etiqueta Negrawww.etiquetanegra.com.peEs una publicación mensual de Editorial Etiqueta Negra S.A.C.Av. Conquistadores 396, Int. 305, San Isidro. Lima 27 – PerúTelefax (511) 440-1404 / 441-3693Hecho el depósito legal 2002-2502

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOSHuberth Jara / [email protected]

DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTAPERÚ / Distribuidora BolivarianaPANAMÁ / PanamexCHILE / Metales Pesados, Qué Leo

DIRECTOR COMERCIALGerson [email protected]

PUBLICIDADHenry Jara / Ejecutivo de cuentasMauricio Jáuregui / Ejecutivo de cuentasMalena Llantoy / [email protected]éfonos: (511) 222-0852(511) 441-3693 - (511) 440-1404

SUSCRIPCIONES [email protected]

DIRECTOR GERENTEHuberth [email protected]

PRENSA Y RR. PP.Laura Cáceres

Hecho en el Perúetiqueta negra no se responsabiliza por el contenido de los textos,

que son de entera responsabilidad de sus autores

CORRESPONSALESBARCELONA / Gabriela WienerBUENOS AIRES / Juan Pablo MenesesWASHINGTON D. C. / Wilbert TorreCIUDAD DE MÉXICO / Carlos ParedesBARRANQUILLA / José Alejandro Castaño

TRADUCTORESJorge Cornejo [email protected]ésar Ballón

CORRECTOR DE ESTILOJorge [email protected]

COMITÉ CONSULTIVOJon Lee Anderson Daniel TitingerJulio Villanueva ChangJuan Villoro

EDITORES DE PROYECTOSFernando Cárdenas [email protected] Li [email protected]

ARTE FINALJhosep Abarca

VERIFICADORES DE DATOSJosé Carlos de la Puente Álvaro Sialer

REDACTORESMiguel Ángel Farfán / Joseph ZáratePiero Peirano

DIRECTOR FUNDADORJulio Villanueva [email protected]

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya / Enrique FelicesRoy Kesey

ASESORES DE ARTESergio Urday / Sheila AlvaradoAugusto Ortiz de Zevallos

DISEÑADORMario Segovia Guzmá[email protected]

PRODUCTORAKatia Pango [email protected]

ASISTENTE DE FOTOGRAFÍAChristopher Migliaro

DIRECTOR EDITORIALMarco Avilé[email protected]

EDITOR GENERALJeremías [email protected]

EDITORES ASOCIADOSEspaña / Toño Angulo [email protected] Unidos / Daniel Alarcó[email protected]ú / Sergio [email protected]

EDITOR FICCIÓNDiego [email protected]

EDITORA WEBGuadalupe [email protected]

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aquel hombre, había llegado a ese lugar veinte años antes, ago-biado por una vida salvaje a la que jamás pudo acostumbrarse: huérfano y sin familia, había pasado su infancia en orfanatos; fuera de ellos, los trabajos que conseguía no le permitían ren-tar una habitación. Vivía en la calle, alcoholizado, hasta el día en que, tras pasar la noche en una comisaría, divisó desde los acantilados una playa sucia e ignorada, donde algunos hombres pasaban la mañana pescando. Aquellos hombres le explicaron que era posible vivir del mar. Entonces Porras se hizo pescador y nunca más volvió a la ciudad. Con el tiempo, sus colegas de-sertaron de ese exilio persiguiendo el amor de las furtivas em-pleadas domésticas que a veces llegaban hasta allí para bañarse. Porras también se enamoró de una de ellas y hasta le propuso compartir su covacha. Ella se rehusó a abandonar la ciudad y nunca más volvió a visitarlo. Él se cortó un brazo para recordar ese amor perdido por sus ganas de quedarse fuera del mundo. Más extraña es la historia de un anciano al que los comercian-

tes del centro de Lima apodaban El hombre que vive de pie. Era un hombre con visibles problemas mentales cuyo único pasatiempo consistía en contemplar la vida desde la pa-red donde solía recostarse. A veces alguien le ofrecía algo de comer y los curiosos se acerca-ban para preguntarle por su origen. Desde las brumas de su encierro personal, él respondía: «Sólo estoy aquí, mirando». Luego retornaba a su confusa e inofensiva abstracción. Nadie lo extrañó cuando los funcionarios de un sanato-

rio lo recluyeron para «rehabilitarlo». Días después, la pared donde se apoyaba conservaba aún la huella negra de su fugaz estadía. De sus ganas de vivir al margen, sin mancharse con el mundo y, por eso, lejos, en el viaje más radical de todos los que puedan emprenderse.

06_ CARTA

marco avilés

PASAJEROSDE LA ORILLA

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[email protected]

C iento once mendigos viven en el aeropuer-to Heathrow, en Londres, disfrazados de

viajeros en tránsito. Duermen en las banquetas, usan los baños y husmean entre las cosas y ali-mentos que otros abandonan, gracias a la inmu-nidad que les otorga su camuflaje. Aunque todos llevan una maleta, ninguno quiere irse de allí. De hecho, para muchos de ellos ese terminal aéreo es el destino al que han arribado al final de sus odiseas personales: tragedias familiares, desas-tres financieros, enfermedades, depresiones y otras desgracias. «Heathrow es como un buen hotel. Es cálido, muy limpio y nadie te molesta. Tengo mucha suerte de estar aquí», le dijo un día a un periodista Eram Dar, una homeless que había cum-plido seis meses como huésped incógnita de ese aeropuerto, sin sobresaltos, acostumbrada a la rutina de ver partir a los otros sin que esos otros advirtieran su contradictoria quietud, como si aquella mujer se empeñara en encarnar ese ver-so de Apollinare: «Cae la noche, suena la hora / Los días pasan, yo me quedo». Cierta vez conocí a un hombre cuya mayor obstinación era vivir de espaldas a la ciudad. Habitaba una covacha a orillas de una playa desierta de Lima, de esas que la gente mira con indiferencia desde los altos acantilados que se interponen entre esta ciudad y el océano. Melitón Porras, como se llamaba

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DANAGOODYEAR

Recientemente leí las cartas de Emily Dickinson. Su última nota, enviada a Louise y a Frances Norcross justo antes de su muerte, se lee en toda su integridad:

«Pequeños primos, devuelvan la llamada».

Estados Unidos. Periodista y poeta. Es editora senior de The New Yorker y autora del libro de poemas hoNeY aNd JuNk.

SANDROVENTURO

Alguna vez, junto a mi compañero, me gustaría recorrer la mítica Ruta 40 que atraviesa la Argentina de norte a sur. Sólo espero, llegado el día, no encontrarla transformada en una banda de cemento.

Argentina. Escribe para medios de España, América Latina y también en la prensa regional del sur de Francia, donde vive.

RENÉEKANTOR

Nació Antonia y comenzó un nuevo viaje pero sin mapa, una exploración de territorios insospechados. Nació Vicente y

pensamos que la ruta podía ser semejante. Falso. Se inició otro viaje y ahora entre cuatro. Criar hijos es también una invitación hacia un horizonte interno, el propio.

Y si uno se suelta, puede llegar lejos.

Perú. Sociólogo y comunicador. Es director de Toronja ComunicaciónIntegral y columnista del diario el ComerCio de Lima.

Escribe en el blog espaCio ComparTido.

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DANAGOODYEAR

Recientemente leí las cartas de Emily Dickinson. Su última nota, enviada a Louise y a Frances Norcross justo antes de su muerte, se lee en toda su integridad:

«Pequeños primos, devuelvan la llamada».

Estados Unidos. Periodista y poeta. Es editora senior de The New Yorker y autora del libro de poemas hoNeY aNd JuNk.

SANDROVENTURO

Alguna vez, junto a mi compañero, me gustaría recorrer la mítica Ruta 40 que atraviesa la Argentina de norte a sur. Sólo espero, llegado el día, no encontrarla transformada en una banda de cemento.

Argentina. Escribe para medios de España, América Latina y también en la prensa regional del sur de Francia, donde vive.

RENÉEKANTOR

Nació Antonia y comenzó un nuevo viaje pero sin mapa, una exploración de territorios insospechados. Nació Vicente y

pensamos que la ruta podía ser semejante. Falso. Se inició otro viaje y ahora entre cuatro. Criar hijos es también una invitación hacia un horizonte interno, el propio.

Y si uno se suelta, puede llegar lejos.

Perú. Sociólogo y comunicador. Es director de Toronja ComunicaciónIntegral y columnista del diario el ComerCio de Lima.

Escribe en el blog espaCio ComparTido.

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Un día de mayo de 1973 salí de Mérida, Venezuela, rumbo a Caracas, en un bimotor de hélice, que fue secuestrado

en pleno vuelo. Dos días después, luego de varias escalas (Panamá, Mérida de México, México D.F.), aterrizamos en La Habana donde pasamos la noche en el Hotel Deauville.

EDNODIOQUINTERO

Venezuela. Escritor. Ha publicado libros de cuentos, novelas, ensayos y guiones cinematográficos, entre los que destacan

La Línea de La vida, La danza deL jaguar y eL rey de Las ratas.También ha escrito guiones de cine y ensayos.

SERGIORAMÍREZNicaragua. Escritor y político. Es autor de varias novelas, entre ellas Margarita, está Linda La Mar, ganadora del premio Alfaguara 1998. Fue vicepresidente de su país.

CARLOSDÍAZ

Hasta ahora el viaje más extraño que he realizado –por lo lúdico y violento– es ir en Navidad a presenciar el ritual del Takanakuy en el Cuzco, una fiesta religiosa y popular donde todos terminan peleándose a los puños.

Perú, Fotógrafo. Colabora en diversas publicaciones del Instituto Nacional de Cultura del Perú y en el colectivo limafotolibre.com

«En Italia un sacerdote ha decidido organizar un concurso de belleza en el que sólo participarán monjas. El sacerdote cree que la gente considera que debajo de los pesados hábitos se esconden solamente mujeres feas, y se propone demostrar lo contrario. Que hay monjas verdaderamente guapas, es algo que no dudo. Existen desde los tiempos de los cuentos de Boccaccio.»

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MARIOBELLATIN

«Cada vez se hace más evidente la presencia de un orden oculto en las grandes ciudades. Lo que en apariencia se

puede considerar un caos es, muchas veces, la manifestación de una cuidadosa disciplina puesta en práctica para

preservar la esencia que sostiene a estas sociedades. Es entonces cuando se establece un juego donde se ve lo que no

es, y se deja de mostrar lo evidente».

México. Escritor. Es autor de Salón de belleza, FloreS, el gran vidrio,entre otros libros. Su obra ha si traducida al alemán,

italiano, portugués e inglés.

VALERIALUISELLI

Viajé a Nigeria sin visa: me dieron veinticuatro horas para abandonar el país. Cuando al siguiente día estaba en el aeropuerto para seguir mi viaje a Egipto, me avisaron que el ministro de Turismo quería hablar conmigo. Éste me dijo que el Gobierno me recibía como a un Personaje Ilustre. Dormí en un hotel de primera y me permitieron cubrir la Guerra de Biafra. El Jefe de Batallón salió a recibirme justo cuando empezaba un bombardeo enemigo. Una bomba le cayó a los pies. Cuando regresé al Perú, encontré una carta. Esa tarde habían sepultado los restos del coronel muerto en aquel ataque enemigo.

Perú. Periodista. Durante casi sesenta años de vida profesional, ha sido jefe de redacción del diario el ComerCio, director del diario el Peruano y subdirector del diario exPreSo, en Lima.

MANUEL JESÚSORBEGOZO

El peor viaje: cruzar la frontera Guatemala-Honduras en coche, un veintitantos de diciembre. El mejor: cruzar la misma

frontera, en dirección inversa, unos días después. Todo viaje es una suma de calamidades migratorias, azafatos maricones

y bilis negra. Dichosos aquellos que no sufren la adicción al boarding pass.

México. Escritora. Ha publicado en las revistas como letraS libreS yESte PaíS. Vive en Nueva York, donde estudia un doctorado en Columbia

University.

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¿CUÁNTO TIEMPO PUEDE VIVIR EL IMITADOR DE UN SUPERHÉROE?

un perfil de renée kantor

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cinco centímetros de estatura, cuya arácnida habilidad lo ha llevado a la cima de unos cien edificios en todo el mundo: las torres Petro-na de Kuala Lumpur, las más alta del plane-ta (cuatrocientos cincuenta y dos metros); las Sears Towers, en Chicago; el Empire State, en Nueva York; y el Golden Gate Bridge, en San Francisco, entre otras construcciones que él ha escalado en unos treinta años de carrera. Su es-

pacio vital está en las alturas: la cabeza apuntando al cielo y las manos desnudas adheridas a algún resquicio del que soste-nerse, sin cuerda y sin protección. Fuera de esos desafíos, los peligros de un mundo lleno de guerras y desastres naturales parecen no tener interés para él, que siempre anda lejos de esos escenarios, pues prefiere pensar en los edificios más al-tos. Sólo entonces el riesgo de su propia muerte se vuelve una conjetura considerable: la frase con que sus amigos y familia-res intentan disuadirlo de su oficio. Robert piensa continuar trepando edificios a pesar de que tiene el esqueleto triturado por un grave accidente que le causó fracturas desde el cráneo hasta los tobillos. Tampoco le preocupa ser arrestado una vez más y encarcelado porque su talento es considerado como una infracción a la ley. En su agenda, el largo plazo está marcado por la torre Burj Dubai, en los Emiratos Árabes, un coloso de ochocientos metros de altura que él planea escalar en mar-zo del 2010. «Aún me quedan algunos meses más de vida», dirá Robert, como quien avizora su propia y posible muerte sin querer hacer nada por evitarlo.

Visto en las alturas, Spiderman tiene el tamaño de sus proezas: un superhombre que no le teme a las alturas ni a la muerte. Pero ya en tierra, su figura diminuta resalta confor-me avanza entre la gente común y corriente, por lo general, seres más corpulentos que él. Son las nueve y media de una mañana de diciembre, y Alain Robert ha ingresado con aires de apuro y fastidio a un bar de Pézenas, un pueblo medieval de siete mil habitantes en el sur de Francia. Con una mano sostie-ne el celular y con la otra empuja la puerta, pero le recuerdo que habíamos acordado conversar en su casa. Entonces suelta la puerta: «Vengo de allí –exclama con un ademán violento–, es muy oscura y yo quería estar al sol». La crisis nerviosa es corta. Ahora camina como una ráfaga entre las callejuelas de este pueblo. Al hablar, mira fijo con sus ojos acuosos y estira el cuello, pues casi siempre su interlocutor es más alto que él. El viento agita su cabello largo, que cae como una maraña sobre su cara. Alain Robert parece aún un poco dormido y disgusta-do. Dice que sólo tiene unos minutos y que está harto de dar entrevistas sin que le paguen. Se parece muy poco a ese super-hombre amable de las historietas que adora ver publicadas sus fotos en los diarios.

muerto. Él lo sabe y ésa es la razón por la que no puede dejar de mencio-

nar lo inapreciable que le resulta vivir para contarlo. «Juego con la muerte para valorar la vida», dirá Alain Robert, un ciudadano francés de cuarenta y seis años a quien los medios de comunica-ción han bautizado como Spidermandebido a su extraordinaria capacidad de trepar rascacielos sin más ayuda que sus manos y pies, igual que el superhé-roe de las historietas y películas. Pero a diferencia de éste, Robert no suele cum-plir esas proezas para capturar crimi-nales, sino para satisfacer sus propios objetivos. Es un hombre frágil, de unos cincuenta kilos y un metro y sesenta y

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DIGESTASE Cápsulas: (Reg. San. No: E-12624) Cada cápsula contiene Polienzima digestiva (Proteasa, lipasa, amilasa, celulasa) 100 mg, Dimeticona 50 mg, Excipientes c.s. ADVERTENCIAS Y PRECAUCIONES: Evite el consumo de bebidas o comidas que puedan incrementar los gases estomacales. Para mejores resultados, tome la medicación después de las comidas y a la hora de acostarse. Si una dosis es olvidada, tomarla tan pronto como sea posible, no hacerlo si la siguiente está cerca. Si los síntomas persisten por más de 7 días consulte a su médico. CONTRAINDICACIONES: Su uso esta contraindicado en pacientes sensibles a la dimeticona. Mayor información llamar al 411-6200.

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–Fíjese –protesta con un malhumor exage-rado–: a Angeline Jolie y Brad Pitt les pagaron millones de dólares por una entrevista. No es que me compare con ellos, pero no entiendo por qué los medios quieren obtener todo sin dar nada.

Spiderman vive en una construcción anti-gua y estrecha, comprimida entre paredes me-dianeras. Al llegar, su enfado parece comprensi-ble. Las escaleras conducen a un salón sombrío, sólo iluminado por la luz azulada y borrosa de la pantalla de un televisor. Un único espacio re-une la cocina, el sofá y la mesa. Junto a ella está sentado Claude Poysson, su amigo íntimo y en-trenador, que permanecerá allí durante nuestro encuentro. Alain Robert se quita la chaqueta y se sirve un café. Para ser un animal de la ciudad, Spiderman tiene un look bastante exótico: lleva el cabello largo y rubio, tiene la piel bronceada, viste una camisa color caqui, un collar de plu-mas, botas tejanas y aritos en las orejas. No deja de moverse. El suyo es un ajetreo permanente, un cuerpo sometido a incesantes órdenes men-tales: pasos circulares alrededor de la silla, una mano que quita el pelo de su cara una y otra vez, los hombros que se curvan hacia adelante. Al fi-nal, se sienta y trata de parecer una persona cor-dial. Dice que él es así: tiene mal carácter, pero sabe ser gentil.

¿De dónde le viene esta pasión por la esca-lada? Su respuesta es desconcertante. Cuando niño, Alain Robert soñaba con ser El Zorro o D’Artagnan. De grande, el escalador profesio-nal conocido mundialmente como Spidermanes un poco arrogante. Lo más importante para él, dice, es el coraje.

–Hay gente que tiene aspiraciones pero que no las realizan jamás. Yo veo a todos esos tipos senta-dos en la vereda que me dicen bonjour doscientas veces por día porque saben que tengo dinero –dice

dejando caer sus puños sobre la mesa–. ¿Y qué puedo hacer? ¿Acaso les puedo dar un salario todos los días? Sólo me dan ganas de darles una patada en el trasero y decirles: «Vamos, hagan algo! Muévanse!». Ese inmovilismo

me pone fuera de mí.

A un lado, su entrenador aprueba con un movimiento de cabeza.–Ellos podrían elegir robar, hacer algo y no permanecer

sentados en la vereda –prosigue–. En China o en Indonesia la pobreza todavía es peor que la de estos rumanos que por lo me-nos tienen todos los días los vasos llenos de monedas. En otros continentes salen adelante, trabajan.

Tal irritación parece previsible en alguien que, como Ro-bert, sufre de vértigo, ataques de epilepsia, que tiene fracturas en el cráneo, caderas y brazos y que, a pesar de ese cuerpo en migajas, se atreve a escalar los rascacielos más altos del plane-ta. Ése es su trabajo y ésta también podría ser la parte menos romántica de su historia, aquella que puede desilusionar a los niños: Spiderman también vive de la publicidad. En su libro El hombrE araña Alain Robert cuenta que solía ser un niño tí-mido y acomplejado a causa de su baja estatura. Odiaba ir a la escuela, no tenía amigos, todos sus compañeros se burlaban de él. ¿Acaso su rencor actual tiene su origen en ese pasado? ¿Ser el mal amado, aquel al que nadie prestaba atención? La historia de El Hombre Araña de verdad (o sea, el de la ficción) también es la de un estudiante debilucho al que todo el mundo parece ignorar hasta que, de pronto, descubre sus superpode-res. Alain Robert, el Spiderman de carne y hueso, tenía once años cuando descubrió su talento. Un día, al llegar a casa de la escuela, se dio cuenta de que había olvidado las llaves del departamento. Entonces, sin pensarlo demasiado –«fue un im-pulso», dice– decidió escalar hasta el octavo piso del edificio donde vivía. Desplegó sus brazos, sus manos se aferraron a los balcones, sus pies se apoyaron sobre el borde de las ventanas y llegó. Cuando se enteró del hecho, su padre le dio una paliza, pero eso no impidió que el futuro Spiderman se sintiera la per-sona más feliz de la Tierra. «Por primera vez sentí que existía para los demás –recuerda mientras bebe otro café, y entonces su voz lenta y casi ahogada hasta lo hace parecer alguien vul-nerable–. Para mí fue una revancha». La primera de todas las que vendrían después.

La madre de Spiderman dice que incluso hoy –cuando han pasado tantos años desde que su hijo descubrió sus pode-res– no puede entenderlo. Marie Rose Robert no comprende ese sentimiento de desamparo e indiferencia que él hacia su familia ni las razones por las que su hijo se expone del modo en que lo hace. «Él se queja porque mi marido (que era cardiaco y murió hace dos años) y yo nunca lo vimos escalar. Pero es que no lo podíamos soportar: lo que hace es demasiado peligroso»,

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me contó ella por teléfono. Hablaba desde Va-lence, el pueblo donde vive, a unos trescientos kilómetros de la casa de su hijo. «Alain siem-pre creyó que nosotros éramos muy distantes. Quizá yo no era muy demostrativa, pero amo a mis cuatro hijos. Y si él comenzó a escalar para llamarnos la atención, lo lamento. No lo sabía. Sólo espero que él no muera mientras yo esté con vida». Marie Rose es creyente y aclaró que reza para que algo así nunca suceda; para que su hijo no se mate en una caída. Pero Spi-derman piensa de otra manera. Él cree que la muerte jamás podrá vencer a la leyenda que tanto se empeña en construir sobre sí mismo. Alain Robert es el hombre que en todo el plane-ta está más cerca de emular al superhéroe de las películas. Aunque la certeza de que sus padres jamás serán testigos de la ejecución de sus ha-zañas le resulta insoportable.

A Spiderman no le molesta que lo traten como a un loco. En su casa, él se pone de pie, da una vuelta alrededor de la pequeña mesa de la cocina y vuelve a servirse un café. En este espa-cio pequeño y sombrío se desplaza y bebe de la misma forma en la que habla, rapidísimo, como si lo dominara la angustia de que pronto la vida se le pudiera terminar.

–¿Qué es la locura? Es mejor mi locura que la del pedófilo de la esquina, ¿no? –responde y su entrenador, asiente con gesto teatral.

Pero el espectro de sus padres sobrevuela la conversación. Es un dolor al cual no puede esca-par. ¿Y si lo que él considera indiferencia sólo es la impotencia que siente su madre ante la idea de ser testigo de la puesta en escena de un peli-gro mortal?

–No, nunca les interesó –afirma él con desilusión.

Ahora sus dedos tamborilean sobre la mesa. Al observar sus manos, pequeñas y delicadas, es imposible imaginar que ellas se aferran a rocas, vidrios o barras de acero, impidiéndole caer. Mientras continúa con ese repiqueteo constante, Robert recuerda que un día, cuando era un niño, su familia partió un fin de semana en automóvil a recorrer las Gargantas del Tarn. Para visitar este magnífico paisaje del sur de Francia hay que transitar por una ruta sinuosa que bordea un precipicio. El pe-queño Alain vivió este viaje como un calvario. Estaba conven-cido de que caerían al vacío. Su madre intentaba calmarlo, pero era imposible. Su padre le juró que harían el regreso por una autopista. Al oír aquella promesa, Robert sintió vergüenza de sí mismo y ese día se prometió que nunca más volvería a ser un niño temeroso. Pocos meses después de aquella excursión, escaló el edificio donde vivía. Luego aprendió a sortear peli-gros, a arriesgarse, a tener coraje. Al igual que El Zorro, Alain Robert sintió que él también podía ser un superhéroe. Un su-perhéroe de verdad, alguien que es capaz de vencer el miedo haciendo lo que los demás no pueden.

De niño, Spiderman se ausentaba de la escuela para ir a escalar montañas. Su primer gran desafío fue trepar por un acantilado conocido como El Abominable Hombre de los De-dos. En el alpinismo, el nivel de dificultad de una ascensión se determina por un sistema de grados que va del uno al nue-ve. Aquel acantilado es de la magnitud 7B+, que pertenece a la escalada extrema. El adolescente Alain Robert acudía a ese lugar junto a los amigos que había conocido en los Boy Scouts. Por entonces, él usaba un arnés y una cuerda. En esa época también lo acompañaba uno de sus tres hermanos, Thierry. En la década del setenta –recuerda Robert–, la escalada era un deporte de aventureros y de rebeldes. Sus héroes, esta vez rea-les, eran René Desmaison, Gaston Rébuffat y Walter Bonatti, tres míticos alpinistas capaces de expresarse sobre una pared rocosa como un pintor lo hace al trazar líneas en una tela. Para esas figuras lo más importante no era el estilo ni el acto atlé-tico, sino el gesto romántico, una experiencia que iba más allá de llegar a la cima. El alpinismo está compuesto por hombres que «interpretan un ballet fantástico en un escenario de piedra

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vertical», escribió cierta vez Gaston Rébuffat. En el Manifiesto de los 19, escrito en 1985, los escaladores franceses reivindican una visión de la escalada «que huye de ciertos modelos de nuestra sociedad... Escalar a tiempo completo conlleva un sacrificio y quizá una cierta mar-ginalidad. Pero implica también una aventura, un descubrimiento, un juego en el que cada uno fija sus reglas. Nosotros no queremos en-trenadores o seleccionadores, porque la escala-da es ante todo una búsqueda personal». Alain Robert no participó de ese movimiento, pero afirma sentirse muy identificado con sus pos-tulados. Para él, la totalidad de la búsqueda se concentra en una única palabra: coraje.

Ahora Spiderman se levanta y va hacia el otro extremo del comedor oscuro de su casa. Acomoda unas revistas viejas dispersas en la mesa baja. Vuelve. Su madre me había dicho que él no puede quedarse quieto más de quince minutos. Claude, el entrenador, tiene la mirada clavada en el televisor y parece acostumbrado a

esas muestras de ansiedad. Su pupilo toma nuevamente la taza de café, como si necesi-tara tener algo entre las manos. «El coraje es mi búsqueda, mi camino –dice de pron-

to–. Escalar como yo lo hago es muy exci-tante, en esos momentos la vida es simple,

sin vueltas: no hay que caer. Y a mí este juego con la muerte me resulta apasionante». ¿Morir escalando sería el fin ideal para él? No lo expre-sa de esa manera, pero un destello en sus ojos parece confirmarlo. ¿Cuál es la diferencia entre el alpinismo y la escalada? Para él, un escalador asciende sin artificios técnicos y sólo se sirve de una cuerda para no caer. El alpinista utiliza ese mismo instrumento para progresar en la ascen-

sión. En diez años, el aprendiz Alain Robert escaló El Abomina-ble Hombre de los Dedos más de mil veces, y ése fue un modo de medirse a sí mismo. El primer espacio que le reveló que, contra lo que los demás pudieran pensar, él era fuerte y valiente.

–En el fondo de mí hay un pequeño Zorro. Cuando yo le hablo de El Zorro a usted seguramente le parece una historia irreal, que no existe. Pero en mi vida, se trata de un personaje que tiene una gran importancia. Es ese chico tímido que le te-nía miedo a todo, a la vida, a la muerte, a la altura, al vacío y que con mucho esfuerzo logró hacerle frente.

Ahora Alain Robert afloja la continua tensión nerviosa de su rostro. Allí, suspendido un instante en el mundo ideal de la infan-cia y su fantasía, parece otro: un niño al que se le ha cumplido el sueño de ser el intrépido superhéroe que los demás admiran.

Spiderman volvió a la vida después de permanecer cinco días en estado de coma. Era el 4 de octubre de 1982 y Alain Robert había caído desde una altura de veinte metros debido a un nudo mal hecho que se soltó en un descenso rápido. Pero, a pesar de los golpes, él pudo recuperar la consciencia. Sentía un dolor agudo y punzante en el cráneo, recuerda Robert. Pero entonces no entendía lo que le había sucedido. Sólo sabía que su existencia se limitaba a un manojo de huesos destrozados, un cuerpo hecho trizas. La caída de su acantilado favorito le había producido un edema cerebral y múltiples fracturas del cráneo, nariz, muñecas, codo, cadera y talones. La seguridad social francesa califica la invalidez con diversos porcentajes. Un hemipléjico, por ejemplo, tiene una invalidez de setenta por ciento. El estado de Robert calificaba con un sesenta por ciento, pero, por alguna razón, él siempre rehusó recibir una pensión del Estado. «Yo soy el único propietario de mi cuer-po, no necesito nada de nadie, al menos por ahora», dice y mira a su entrenador. Éste sólo asiente, como un compañero fiel de esa desgracia. Los médicos pronosticaron que no po-dría escalar nunca más. El Abominable Hombre de los Dedos,

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el acantilado, había sido implacable. Pero Ro-bert se encargaría de contradecir a los médicos. «Vivir sin escalar me resultaba inimaginable. Tenía sólo diecinueve años. No me importaba nada, sólo quería recomenzar». Aquél sólo fue su accidente más grave. Ocho meses antes había sufrido otra caída. Una espectacular desde quin-ce metros de altura que lo mantuvo inconscien-te durante media hora. Otra vez un problema material: dos plaquetas de acero que cedieron por el calor. Resultado: fractura del talón, mu-

ñeca, nariz y tres meses de inmovilización. Poco después volvió a escalar. Parece una paradoja pero, hasta ahora, sus accidentes más graves ocurrieron cuando practicaba

la escalada premunido con instrumentos de seguridad. Como si ninguna herramienta, en

su mundo, fuera confiable.Durante casi dos años Spiderman forzó su

cuerpo a un tormento impensable. Recuperarse del segundo accidente fue mucho más complejo. Dice que el único dolor, el más hondo y verda-dero, era sentir que no podría volver a escalar. Al terminar los cuatro meses de inmovilización total quiso iniciar su reeducación, pero los mé-dicos se negaron. Robert abandonó el hospital. En casa, y con la ayuda de un kinesiólogo, pro-siguió su recuperación. Su mayor inquietud era la falta de sensibilidad en los dedos de la mano. Lo operaron. En total su cuerpo fue sometido a más de veinte intervenciones. La adoración exi-ge sacrificios. Y Robert es a la vez la víctima y el verdugo de sí mismo. Dos años después, no sólo volvió a escalar sino que alcanzó sus me-jores proezas. Para Gerard Hoëlder, el cirujano que lo operó, Spiderman es un enigma. Él, que había pronosticado que ese paciente nunca más

podría volver a escalar, escribió en el prólogo de El HombrE

ArAñA, la autobiografía de Robert: «Sus muñecas tienen una amplitud limitada, sus codos no pueden extenderse del todo reduciendo así el estiramiento de sus miembros superiores, ambos huesos de sus antebrazos no logran enroscarse uno alre-dedor del otro como deberían, y ya no puede desplegar ciertos dedos cuyos nervios han estado comprimidos mucho tiempo». El estado físico de ese hombre capaz de detener el tránsito de una ciudad cuando escala un rascacielos parece el de alguien que ha pasado por una trituradora sólo para demostrar su fuer-za interior. Su poder de resurgir una y otra vez.

–Aprendí a vivir con muchos dolores, con miedo al vértigo y terminé escalando –dice en un momento–. O sea, yo hubiera podido pasar mi vida quejándome. Pero no digo nada. Com-prendí rápidamente que si me quejaba, ¿qué iba a pasar? Sólo iba a lograr molestar a la gente que me rodea. Nada más. El dolor, el malestar, no se comparte. Yo guardo todo en mí.

Frente a su estado clínico, quizá lo menos extraño en su biografía resulten sus proezas como escalador. Lo extraordina-rio es que no considere la posibilidad de detenerse para asumir la maltrecha condición de quien debería vivir eternamente bajo supervisión médica.

Doce años después de su accidente más grave, Spidermantodavía era un escalador que prefería las afueras de la ciudad, las montañas, los acantilados. En 1994, una empresa patroci-nadora de deportes extremos (SECTOR) lo invitó a contemplar los rascacielos como una posibilidad profesional, como un reto en su carrera. A cambio de ello, la compañía le daría financia-miento y realizaría una película sobre su primer ascenso. Hasta entonces, Alain Robert era popular entre los mejores escalado-res de vías rocosas, en Francia, pero aquella proposición encar-naba un desafío doble para alguien que debía guardar reposo a ras del suelo. Escalar un rascacielos con la ayuda única de sus manos y pies, en los Estados Unidos, era la oportunidad para

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hacerse célebre a nivel mundial y para ganar lo suficiente para vivir cómodamente de su talento. Él tenía tres hijos y estaba casado con una auxiliar de escuela. Para ayudarse a mantener esa familia, Robert trabajaba algunas horas como vendedor en un negocio de deportes. Su esposa apoyó su decisión. Spider-man intentaría trepar y no caer.

Tres semanas después, el postulante a Spiderman viajó a Chicago junto al director del documental. Allí realizaron un casting de rascacielos. Descartaron los de mármol, los de su-perficies demasiado lisas, los que se alzaban sobre columnas. El elegido fue el City Corp, una imponente torre de vidrio y acero de ciento ochenta metros de altura. Robert lo auscultó, estudió los resquicios que le permitirían escalarla, investi-gó si tenía fisuras lo suficientemente anchas para apoyar los pies. Estaba seguro de que no podría llegar a la cima, pero no dijo nada. «Esa primera vez me parecía un desafío imposi-ble –dice ahora, años después de esa exploración–. Una torre no tiene la rugosidad de las piedras». Sin embargo, añade, la idea lo excitaba. Para escalar un inmueble hace falta una autorización de la prefectura de la ciudad y, como Robert no tenía una, no pudo realizar ningún ensayo. Volvió a su pueblo, en Francia, a esperar la respuesta. Meses después, le nega-ron el permiso. ¿Cuál es el riesgo de escalar sin autorización?, preguntó él. Seis meses de prisión. Robert reflexionó, pasó la noche sin dormir y elaboró un razonamiento singular. Si ter-minaba en la cárcel, querría decir que estaba vivo, y ésa sería una excelente noticia.

De vuelta en Chicago, Spiderman continuó su investi-gación del City Corp, el edificio elegido, aprovechando los momentos en que las oficinas estaban cerradas. Verificó el estado de los vidrios, los materiales, su arquitectura, los re-vestimientos. Lo impresionaba la armonía de las formas del edificio, pero lo intimidaba la magnificencia de su volumen. El día elegido para el ascenso, Alain Robert despertó a las cua-tro de la madrugada. Dos horas después empezó la prueba sin que nadie conocieras sus intenciones. ¿Y si alguien abría una ventana mientras él estaba ahí? En las torres de más de cien metros de altura –había averiguado él–, las ventanas perma-necen cerradas para evitar los riesgos de un vendaval. Mien-tras subía, Robert limpiaba la superficie de los vidrios para volverlos menos resbaladizos. «El rascacielo me resultaba so-bredimensionado en relación con los acantilados –diría mu-chos años después–. A cientos de metros del suelo uno ve los automóviles allá abajo, lo que me recordaba constantemente la altura a la que me encontraba». Cuarenta y cinco minutos más tarde, llegó a la azotea. Allí ya lo esperaba la policía, como cada

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vez que ha intentado repetir o mejorar esa pri-mera proeza. Entonces sólo lo retuvieron unas horas en prisión, donde lo regañaron como a un delincuente accidental. Pero el hombre que salió de allí ya no era el montañista dubitativo y agobiado por sus gastos familiares, sino un hombre que había superado una prueba ex-traordinaria. Afuera, en el mundo, había cien-tos de rascacielos por venir.

La esposa de Spiderman parece estar sa-turada de responder siempre a las mismas preguntas. «Claro que tengo miedo cuando escala», me dijo con desgano Nicole Robert y luego siguió impenetrable a través del teléfono: «Cuando lo conocí sabía que era su pasión» o «Yo lo acepto como es». Pero las cosas no son tan simples, según Gil Mennetrey, un gran ami-go y patrocinador de la carrera de su esposo. Nicole «sufrió muchísimo», dice él. Spidermanestá rodeado de mujeres, «groupies, chicas que se sienten atraídas por la muerte. El tie-ne mucho éxito con las mujeres. En general, las que lo siguen son muchachas jóvenes, un poco marginales». ¿Esas relaciones van más allá de la devoción? «No lo sé –me dijo Mennetrey–, y además él es un hombre y yo soy solidario con mi género.

En cierta época de su carrera, Spidermantemía quedar calvo como su padre y su herma-no. Fue más o menos a fines de los ochenta, dice Gil Mennetrey, un empresario exitoso en el área

de productos para el cabello e implantes capilares, que ahora patrocina la carrera de su antiguo paciente. Él tiene clínicas en varias ciudades del mundo, como Marrakesh, desde donde habló de su relación con su patrocinado. Esa vez, Mennetrey le propuso un implante capilar, pero el costo era demasiado elevado para el paciente. «Un día seré célebre y ese día le diré a todo el mundo que fue usted el responsable de mi cabellera», le dijo Robert como quien trata de cotizar muy alto sus esperan-zas. Mennetrey cuenta que primero lanzó una risotada; luego aceptó, pues el hombre le parecía muy simpático. Le dio ternu-ra escucharle decir: «Yo quiero convertirme en El Hombre Sra-ña y es imposible imaginarse un hombre araña pelado». Desde entonces, Spiderman lleva el cabello en mechones largos que caen como una catarata sobre sus hombros y los cuida como si su talento radicara allí. Como la fuerza en la cabellera de Sansón. Años más tarde, Robert se hizo famoso y Mennetrey se convirtió en su patrocinador mensual. Spiderman es el hombre que más admira en el mundo. «Creo que está completamente loco, pero es muy profesional. Hace algunos años pensaba que moriría escalando. Hoy creo que abandonará en cinco años y morirá de viejo, como todos». El especialista en cabello dice que lo apoyará hasta su fin.

Spiderman no parece un atleta obsesionado con la hi-giene, las dietas y la salud. Ahora es cerca del mediodía en su madriguera, y él ha bebido innumerables tazas de café. Agita su cabellera con una mano. Se lo ve ansioso. Dice que no le presta mucha atención a las comidas, hace un poco de ejercicio, pero no sigue ningún régimen particular. Según Gil Mennetrey, Robert es un hombre dotado naturalmente para la escalada. «Voy a ser más explícito –me dijo–: no es un gran trabajador, lo suyo es un don». Ahora Spiderman arquea los labios hasta transformarlos en una sonrisa. La simpatía cues-ta trabajo. Sin abandonar su taza de café, cuenta que antes del ascenso de un rascacielos puede usar hasta diez veces el

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inodoro. Su entrenador dice que se trata de la necesidad que tiene el organismo de eliminar todo aquello que considera inútil. Su equipo de escalada es mínimo: magnesio para eliminar la transpiración de las manos, Red Bull, una pi-peta, sus zapatillas de escalada y un teléfono celular. Hay veces en que Spiderman es capaz de responder una llamada –dice su patrocina-dor– y conversar como si estuviera recostado en un sillón y no al borde del abismo.

Un día, mientras ascendía las Sears Towers de Chicago, Spiderman advirtió que había siete helicópteros alrededor y que algunos policías trepados en andamios le hacían señas desespe-radas para disuadirlo, como quien se dirige a un suicida en la cornisa. Aquella era una torre de cuatrocientos cuarenta y tres metros de altu-ra, ciento diez pisos cubiertos de vidrios perfec-tamente lisos, para la cual él se había entrenado durante dos meses. «My name is Alain Robert, and I’m a professional climber», les gritó a los agentes. Los últimos cuarenta metros fueron los más difíciles. Estaba agotado. «O sigo o me muero –recuerda que razonó entonces–. Es tan simple como eso. Y seguí». Casi tres horas des-pués, apoyó sus manos en la cima y de inme-diato sintió que unos brazos firmes lo alzaban y lo retenían por las piernas. Pasó algunas ho-ras en la comisaría. Pero nada logró empañar ese éxito. Aquella vez, el 20 de agosto de 1999, conquistó los Estados Unidos. Se hizo célebre. Los periodistas –sus seguidores de primera fila junto con los policías y los bomberos– lo bau-tizaron con un nombre bastante obvio, Spider-man, para alguien que siempre había admirado a El Zorro.

Muchos escaladores profesionales critican a Spiderman. Piensan que desvirtúa la esencia de la escalada. Otros lo elogian y le entregan premios, como el que recibió en el Festival de Janssens, en 1991, o el del Comité Olímpico In-ternacional. Pero la opinión de la policía no se detiene en analizar la hoja de vida. A Spider-man lo han arrestado en Kuala Lumpur, 1997, después de escalar las Torres Petronas. Pasó cinco días en la cárcel y ésa fue su estadía más

larga. «Me sentía dentro de la película ExprEso dE MEdianochE

–dice–. Todo era sórdido, tuve miedo sobre todo por mi fami-lia. Las detenciones fueron lo más duro de soportar para mi mujer y mis hijos, la imagen de un padre en la cárcel resulta difícil de explicar». También lo han golpeado y arrestado en Tokio. El gobierno de China le prohibió entrar al país por cin-co años. En los Emiratos Árabes lo ovacionaron más de cien mil personas. También realizó múltiples ascensos legales por causas humanitarias. Pero las propuestas laborales decayeron desde el 11 de septiembre del 2001. Durante un año, Spider-man no recibió ninguna oferta. ¿Cómo escalar un rascacielos en ese país que tenía grabada la imagen de decenas de hom-bres y mujeres saltando de las Torres Gemelas? Aquella tra-gedia planetaria amenazaba su oficio. «Yo soñaba con escalar las Torres Gemelas, y cuando vi las imágenes del atentado, las torres desmoronándose, sentí un doble shock: por las muertes y por el final de un sueño». Spiderman es el único superhéroe que no podría ser el mismo sin los rascacielos. El espanto y el fanatismo lo habían arruinado todo. Una parte de sí mismo se había hundido entre los escombros del horror. Había algo más fuerte que el coraje que él tanto defiende: el sacrificio de los que deciden lanzarse porque ésa es la única alternativa.

Spiderman también ha tenido problemas de drogas, pero éste no es asunto que él trate de esconder. En su casa, Alain Robert ha permanecido sentado demasiado tiempo, y pare-ce que hablar de sí mismo es el único antídoto contra su an-siedad. Ahora está de pie, apoyado contra la heladera. En el 2005, recuerda, lo arrestaron como de costumbre luego de escalar un rascacielos (el One Houston Center, en Texas). Esa vez él llevaba consigo un medicamento llamado Urban-yl y las autoridades lo acusaron de posesión de drogas. Pasó dos días en prisión y aún debe volver a presentarse ante la justicia estadounidense. «Hace veinte años, desde mi grave accidente, tomo este medicamento. Me volví un adicto a esa droga», dice observando a su entrenador. Urbanyl es el nom-bre de un fármaco empleado para tratar la ansiedad, la angus-tia y la epilepsia. Puede crear dependencia. Muchos aseguran que Robert se dopa para hacer lo que hace. Sus seguidores –como Gil Mennetrey, su patrocinador– creen que el verda-dero doping se lo produce la adrenalina. «Está fascinado por las miles de personas que lo aclaman cada vez que el arriba a la cima. Es que se está convirtiendo en leyenda. Y como toda leyenda, uno no puede saber cómo terminará», me dijo ese auspiciador. Cada quien parece tener una versión de los idea-les y motivaciones de este superhéroe. ¿Pero qué Spiderman busca él en las alturas?

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vértigo que aprendió a controlar. ¿Y si sufre un mareo duran-te una escalada?

–Si uno no es un suicida hace todo por seguir vivo. La op-ción es siempre extrema: la caída es la tumba. Es tan simple como eso, de un lado está la vida y del otro está la muerte.

Spiderman dice que a veces para dormirse se cuenta su pro-pia historia de éxito. Rascacielos que desfilan como un rebaño de ovejas. La manifestación de una devoción por sí mismo, presente hasta en sus sueños. Ahora, de vuelta en el salón de su casa y con una nueva taza de café entre sus manos, él habla de su libertad. Las oficinas, dice, son la verdadera locura. Sus hijos no escalan, cuenta, pero hay gente en Pézenas que afirma haberlos visto tre-par las paredes del pueblo. Por ahora los dos mayores están en el Ejército. «Ellos son deportistas, tienen un salario, días de reposo. No es lo mismo que ser cajera de un supermercado, ¿verdad? Y además, para ser parte del Ejército hace falta coraje», dice como si tratara de justificarlos por llevar vidas aparentemente conven-cionales. Ninguna compañía se atrevería a asegurar a alguien como él, pero eso no le preocupa demasiado. «Mi padre me habló toda la vida de ser precavido y finalmente mis hijos recibirán de mí más de lo que yo tuve de mis padres». A Spiderman le gustaría vivir en Bali, porque dice que Francia es un país de gente quejosa y malhumorada. Por ahora, su mujer no quiere saber nada de ello. Él aún no piensa en el retiro, pero cuando eso ocurra, dice, será conferencista. En Dubai, cuenta exhibiendo una factura, le paga-ron cuatro mil euros por una charla.

Poco después, Robert me muestra uno de esos videos sobre él que circulan en internet. Se lo ve escalando la torre de la Défense, en París. Un rascacielos de casi doscientos metros y cuarenta y ocho pisos de cristal opaco. Spiderman observa la pantalla subyu-gado por su propia imagen. En la película, él es un punto blanco y pálido sobre un monstruo negro y brillante. Los planos más cerca-nos dejan ver sus dedos que se adhieren a la superficie espejada. Parece un gigante de vidrio que se resiste a ser abrazado por un hombre pequeño. La imagen, fija como la página de una historie-ta, es un espacio detenido entre la belleza y la muerte. Spidermanavanza hacia el cielo como si tratara de huir de las pobres leyes de gravedad que agobian a los seres terrestres.

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Spiderman sube unas escaleras angostas, de piedra, hacia su sala de entrenamiento. ¿Qué mecanismos esconde ese cuarto secreto donde él se prepara antes de escalar los ras-cacielos más altos del mundo? ¿Habrá poleas, arneses, instrumentos que prueban su resis-tencia a permanecer colgado durante horas? En el primer piso de ese lugar hay dos habita-ciones y un aparato para hacer abdominales. Más arriba está un viejo gallinero reciclado como habitación matrimonial. Es un espacio amplio y muy luminoso que tiene a una abertu-ra en el techo. Sobre la cama matrimonial hay montoncitos de ropa. Al recostarse allí, Alain Robert y su mujer han de ver un cielo extraño: en el techo hay incrustadas presas de resina de todos los colores. Es el muro de escalada de Spiderman. Ahora él se cambia los zapatos por unos adecuados para hacer una demostra-ción de sus habilidades. Parece un pájaro exó-tico. Un cuerpo que se sacude horizontal sobre nuestras cabezas. Su columna se encorva, sus piernas se tensan y contraen como elásticos al trepar por las paredes. Los movimientos son manoteos que se encadenan, ágiles y veloces. Por momentos, parece avanzar en un mundo sin gravedad. Con sorprendente ligereza, Spi-derman se desplaza recostado boca arriba, su silueta parece espigada y liviana. Al observar-lo desde el suelo la fragilidad humana resulta evidente. Ahora, vuelve a tocar el piso duro y liso y recuerda que en este mismo cuarto, a fi-nes de los noventa, su mujer le salvó la vida. Esa vez Robert hacía lo mismo que hace unos instantes, pero entonces cayó y se golpeó la ca-beza con fuerza. Desde entonces vive con un

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un secreto de manuel jesús orbegozofotografía del autor

MI ESPOSA MBARé

Un corresponsal en el Congo se casa con una mujer para obtener la visa que le permitirá asistir al juicio de un dictador. Ella lo espera para pasar la luna de miel. Él nunca regresa.

¿Qué puede decir ese hombre veinte años después?

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portando en la cabeza una corona de oro que pesaba casi tres kilos y estaba adornada con veinticuatro mil dia-mantes y otras piedras preciosas. Bokassa coronó a su mujer llamándola Catherine I y conformó su Corte de Honor con sus cuarenta y nueve hijos. Cualquier perio-dista habría hecho lo imposible por asistir al juicio a ese tirano para poder contar su historia. Yo, que me encon-traba en África cubriendo informaciones para el diario donde trabajaba en el Perú, no podía dejar de estar ahí.

Mientras los habitantes de República Centroafricana se morían de ham-bre, otro era el ambiente que se vivía en la embajada que ese país tiene en el Congo. Allí, yo contaba con los dedos las horas que me quedaban para obte-ner la visa y poder volar a Bangui, la capital del antiguo imperio de Bokassa. La secretaria del cónsul, una muchacha risueña de unos veinte años, presen-ciaba los giros de mi desesperación, y me llamó con su dedo índice.

Poco tiempo antes yo había estado en Angola, cubriendo la Conferen-cia Internacional Sobre Namibia y Contra el Aparheid, cuando el juicio a Bokassa llegaba a su fin. Entonces los corresponsales nos propusimos asis-tir en grupo, pero cuando nos enteramos de que en Angola no había una embajada de la República Centroafricana, la mayoría se desanimó. Desde Lima, el director de mi diario me exhortaba a cubrir esa noticia de carácter mundial. De manera que de aquel grupo de corresponsales sólo yo viajé hasta el Congo para obtener una visa.

En la embajada, la secretaria del cónsul debió adivinar el apremio que yo vivía. En cierto momento me habló de la visa, pero luego empezó a preguntarme en inglés quién era yo, cuántos años tenía, de dónde venía, dónde quedaba el Perú, cuál era el idioma, si allí había oro y plata, si había aviones o barcos, y así siguió hasta que una de sus preguntas cambió de golpe mi ánimo y el giro de la conversación:

–¿Eres soltero o casado? –indagó sonriendo.Acostumbrado a estos menesteres, le dije que me había casado hacía

muchos años, que luego me divorcié y que por entonces ya vivía solo. El Dios de los Periodistas –como era un decir de nosotros– empezó a guiarme para sostener esa mentira. La muchacha se ofreció a ayudarme a conseguir la visa, pero de inmediato me preguntó si ella me gustaba y si acaso quería casarme con ella. Sin dudarlo, le dije que sí. Pero su siguiente petición fue más sorprendente todavía:

–¿Hoy mismo te casarías conmigo?–Sí –le dije–, hoy mismo.La muchacha empezó a guardar sus cosas y en pocos minutos está-

bamos en el mercado comprando lo necesario para preparar un almuerzo-banquete y celebrar así nuestro matrimonio. Después, por supuesto, ella debía entregarme la ansiada visa.

En el almuerzo realizado en casa de Mbaré, mi novia fortuita, el cón-sul se sentó a la cabeza de la mesa. En cierto momento nos pusimos de pie y el funcionario dijo algo en su lengua tribal. Luego todos sonrieron, nosotros

tengo dos esposas. Ésta es la historia secreta de ese delito.

Entre la capital del Congo-Brazaville, don-de me encontraba en junio de 1987, y la República Centroafricana, adonde quería ir desesperadamente, sólo había una hora de vuelo. Pero también me faltaba la visa, de lo cual dependía que yo pudiera asistir a presenciar el final del juicio a Jean Bédel Bokassa, uno de los líderes africanos más depredadores y libertinos de la época. Na-cido en una aldea de antropófagos, Bokas-sa se había convertido en presidente de su país luego de un golpe de Estado. Una de sus grandes temeridades fue convertir la República en su imperio personal. Una ma-ñana fastuosa se coronó como Napoleón I

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nos besamos y eso fue todo: Manuel Jesús Orgebozo y Mbaré estábamos «casados». La ceremonia acabó a las tres de la tarde y ya sólo faltaba que ella cumpliera su promesa. Vamos a la embajada, me dijo con mucho bri-llo en sus ojos. Mbaré era algo gordita, no muy alta y sus cabellos parecían formar una corona. Yo subí a su auto-móvil como si fuera a viajar al Paraíso.

Poco después, Mbare estacionó su automóvil y en-tró en la embajada para sacar el pasaporte visado: todo estaba bien. Podía asistir al juicio. Luego caminamos una cuadra hasta tener enfrente a la ciudad vecina de Kinshasa, bañada por el torrentoso río Congo. Nos que-damos mirando el paisaje mucho rato hasta que ella me preguntó adónde iríamos ahora que éramos «marido y mujer». Le dije con ternura que estaba muy abrumado por lo que había vivido ese día, y que ella debería irse a su casa y yo a mi hotel a descansar. Mañana me esperas aquí mismo para ir a Kinshasa a pasar nuestra luna de miel, le rogué. Mbaré se entristeció, pero no dijo nada. Un poco desorientada, aceptó mi proposición. Mañana a las diez nos vemos aquí mismo, le repetí varias veces. No consentí que me llevara en su automóvil; tomé un taxi y me fui al hotel. Nunca más volví a verla.

Abordé el avión a las nueve de esa noche en pos de la historia del dictador. Al siguiente día, temprano, dejé mi pasaporte en las oficinas judiciales de Bangui para que me dieran la autorización para entrar a la Corte. Desgraciada-mente, la visa que Mbaré me había dado sólo me conce-día permiso para conocer la ciudad mas no para trabajar. Los empleados ministeriales de República Centroafricana no podían hacer nada por mí. Para ellos, yo era un turista cualquiera. Aquello parecía una especie de maldición en castigo por haber engañado a esa muchacha.

Pero todavía me quedaban algunos recursos. Se me ocurrió mostrarles a los funcionarios una fotogra-

fía en la que aparecía entrevistando al secretario general de la ONU de ese entonces, Javier Pérez de Cuellar, en su oficina de Nueva York. En-tonces la autorización para presenciar el juicio no tardó ni un minuto. Fui corriendo hacia la Corte, entré en la sala de audiencias y sin titubear alcancé a tomarle una fotografía al acusado Bokassa. De inmediato, un gendarme me cogió del cuello y me sacó de la sala a empellones, sin ninguna consideración. Había cometido una falta grave: estaba abso-lutamente prohibido para cualquier periodista entrar en la Corte. Sí, en efecto, aquello parecía una maldición, y ahora esa imagen del tirano ante el tribunal, que casi dos décadas después conservo en mi estudio, es el pequeño trofeo de esa aventura.

El final de esta historia no fue el más feliz para mí. Tiempo después, en una conferencia sobre Ética Periodística en una universidad de Lima, conté esta historia con todos sus detalles, pero la opinión de la audiencia se dividió en dos mitades. Una parte me abochornó diciendo que un perio-dista jamás debe engañar miserablemente a una muchacha como Mbaré. La otra parte decía que haber obtenido esos resultados periodísticos me hacían casi un héroe.

En mi defensa, debo decir que le envié a Mbaré muchas tarjetas y cartas para explicarle mis razones. Ella no me contestó jamás.

Todavía me faltaba vencer un obstáculo más grande. ¿Cómo contar-le a mi mujer este suceso? ¿Cómo decirle que por contar una historia me había hecho «bígamo» y que en algún lugar del mundo estaba Mbaré, mi «segunda esposa»? Betty es una mujer inteligente y amable, pero no tanto como para aceptar de golpe una historia así; por algo hemos pasado casi sesenta años juntos.

En el fondo, no creo haber cometido nada repudiable porque no hubo ningún sentimiento amoroso en juego, sino una lucha de intereses creados entre Mbaré y yo. Ella quería irse conmigo a como diera lugar, acaso para escapar de ese país destruido por Bokassa. Yo sólo quería la visa para entrar al juicio del dictador y contarlo. De hecho, fui el único periodista de este lado del mundo que presenció ese acontecimiento. Aunque ésta es la primera vez que muestro las fotos que confirman este mi segundo «casamiento».

Con Mbaré no creo tener nada pendiente ya. Con Betty, creo que sí, todavía.

CUALQUIER PERIODISTA HABRÍA HECHO LO IMPOSIBLE POR ASISTIR AL JUICIO DE BOKASSA, EL TIRANO MÁS TE-

RRIBLE DE ÁFRICA. YO CONTABA CON LOS DEDOS LAS HORAS QUE ME QUEDABAN PARA OBTENER LA VISA Y

PODER VOLAR A REPÚBLICA CENTROAFRICANA. EN LA EMBAJADA, LA SECRETARIA DEL CÓNSUL ME PREGUNTÓ

EN INGLÉS QUIÉN ERA YO, CUÁNTOS AÑOS TENÍA, DE DÓNDE VENÍA. ELLA ME AYUDARÍA A OBTENER LA VISA.

«¿ERES SOLTERO O CASADO?», INDAGÓ. «¿HOY MISMO TE CASARÍAS CONMIGO?», ME DIJO. «SÍ», LE RESPONDÍ.

DESPUÉS DE LA BODA, ME ASEGURÓ ELLA, ME DARÍA LA ANSIADA VISA

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gente arracimada hasta en las cornisas de las torres de la catedral desahuciada pero en pie, quedaba congelada en las fotos y el pue-blo unido jamás será vencido se convertía en papel informes cifras cuadros gráficas argumentos discusiones interminables discursos, salía, es cierto, de la prisión de la casa de gobierno para asistir en los barrios a los mítines que llamábamos «De cara al pueblo» y que se transmitían en vivo por la televisión y por la radio, al principio espontáneos, la gente llenaba los locales de las iglesias, escuelas, plazas, donde se celebraban, pero luego ya todo era previsto y muy ordenado, quienes asistían para hacer preguntas a sus dirigentes y plantear demandas eran los mismos, disciplinados y fieles, nada de preguntas provocadoras o molestas y entonces también me ganó allí el aburrimiento, el poder gubernamental no era sino una ruti-na larga rutina fuera o dentro de las paredes del edificio bancario gris y monótono y hasta melancólico, hasta que sobrevino la guerra con sus muertos, ataúdes de muchachos todos los días, y vi la cara triste y fea y terrible y ciega y deforme del poder que acumulaba nubarrones oscuros más allá de las ruinas más allá de las aguas grises del lago, y las consignas en las paredes que ya envejecían.

e mi oficio de gobierno recuerdo el encie-rro de mi oficina forrada de paneles de madera enchapada, en el segundo piso del

edificio bancario en el corazón de la vieja Mana-gua derruida por el terremoto de 1972. Al triunfo de la revolución no encontrábamos dónde meter-nos para ejercer los poderes populares, y alguien nos avisó que estaba aquel edificio vacío que antes había sido un rascacielos, uno de los dos únicos de Managua, del que habían salvado y remodela-do sus primeros tres pisos mientras el resto de la torre había sido demolido, y entonces entramos a tomar posesión de sus oficinas vacías y listas para ser ocupadas, desiertas y aburridas y sombrías con sus paneles y su moblaje de inspiración burocrá-tica. Reuniones. Eternas reuniones. Reuniones de horas desde el primer día de la creación del mundo porque buscábamos voltearlo todo al revés y dar a los pobres lo que era de los pobres pero aquel camino estaba lleno de papeles y fotocopias de papeles, informes y más informes, resoluciones y apelaciones de resoluciones, conflictos entre mi-nistros y conflictos entre ministros y secretarios políticos delegados del partido en cada ministerio que se creían los ministros porque la revolución ya llevaba inoculado el virus del leninismo soviético que significaba la dualidad en el mando, el partido todopoderoso anulando al gobierno, un esquema de poder capaz de paralizar cualquier iniciativa de poder, y detrás de los perfiles y competencias bu-rocráticas las inquinas y los celos y las rivalidades y aquello que fue bautizado sabiamente en el argot revolucionario como serruchar el piso, cada quien oyendo al serrucho trabajar debajo de sus pies, y desde mi ventana, entre reuniones que eran la eter-nidad, la otra eternidad era mi vista de las ruinas de Managua prolongándose hasta la costa del lago Xolotlán perdido en la bruma del relente, paredes reventadas pintadas con consignas, esqueletos de edificios, baldíos donde crecía feraz el monte, las calles desiertas que alguna vez fueron bulliciosas, yo llegaba a aquella oficina a las ocho de la maña-na y salía de allí a las once de la noche mientras aquella visión de la plaza de la revolución colma-da el día de la celebración del triunfo, banderas y sombrillas, carteles que chorreaban anilina, la

CONTRA LOS POLÍTICOS

Yo salía de la prisión de la casa de gobierno para asistir en los barrios a los mítines que se transmitían en vivo por la televisión y por la radio, al principio espontáneos, la gente llenaba los locales de las iglesias, escuelas, plazas, donde se celebraban, pero luego ya todo era previsto y muy ordena-do, quienes asistían para hacer preguntas a sus dirigentes y plantear demandas eran los mismos, disciplinados y fie-les, nada de preguntas provocadoras o molestas y entonces también me ganó allí el aburrimiento

una diatriba desergio ramírez

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ropecé con la facultad de Ciencias Sociales de carambola. Antes había estudiado filosofía, artes plásticas, fotografía, teatro y video y algo

que prefiero no mencionar pero en ninguna disciplina me gradué. Caí en la sociología porque mi feliz disper-sión me llevaba siempre al desenfoque y la sociología es una forma de pensamiento imprecisa. Hice bien. Estudié una disciplina que es un saco donde abundan miles de jergas para hablar sobre el mundo.

En el camino lidié con infinitos fantasmas. La sociología era una actividad de aves blancas e ilus-tradas y yo venía de un barrio en el que jugábamos fulbito por las tardes, y de una esquina en la que nos juntábamos todas las noches para conversar de nada elevado. Mi selva era la calle. Por eso creo que empa-té tan bien con la noción de «re-flexión» que sugería Paulo Freire: la flexión después de la acción. La teoría viene después de la vida.

Desandando mi experiencia aprendí que la crítica social es una actividad ética. Me resultan ajenos los sociólogos comprometidos sólo con sus ideas y no con la comunidad. Aquellos a los que les cuesta chapotear en la piscina porque están cerebralmente fuera de ella. Son colegas que no pueden abandonar el trance analí-tico, mientras disfrutan de esa superioridad propia de quienes temen bajar del faro.

No se entienda que reniego de la ausencia de sen-tido común entre mis profesores más aburridos. La sociología, como la filosofía, es auténticamente inútil porque es pura acción interpretativa. El problema su-cede cuando, a diferencia de los mortales filósofos, los sociólogos se niegan a aceptar que es así. Nuestra dis-ciplina no sirve para nada excepto para observar me-jor a través de las ventanas de los autobuses.

Me disgustan los sociólogos que ejercen la metaciuda-danía, esa vocación civil de ensayo, de monografía. Son los que desprecian las fantasías de los ciudadanos pues las consideran poco verdaderas, nada significativas. Son sociólogos que fijan su atención en la declaración, no en el gesto; sociólogos que subrayan la transcripción de las entrevistas pues son displicentes con el tono de voz que le da sentido al verbo. Son profesionales que apenas atien-den al ciudadano de carne y hueso dado que su atención busca pescar el testimonio anónimo, cazar aquella infor-mación que verifica la sentencia del teórico de moda (sí, en la sociología también hay modas).

CONTRA LOS SOCIÓLOGOS

una diatriba desandro venturo

Pero no son los peores. Los sociólogos más graves son quienes mili-tan para cambiar al sistema y, al mismo tiempo, se desenvuelven, apa-cibles, dentro del sistema académico mismo: conviven con sus reglas de tribu, se someten a sus jerarquías bibliográficas, se funden en sus mo-ralismos contra la banalidad. Quizá cuando abandonen la protección que brindan los muros del templo universitario, tal como hicieron los patriarcas, comprendan que la audacia intelectual proviene de la plaza, no del «trabajo de campo».

Pero también están los sociólogos que adoran la palabra. Son los peores. Son aquellos que tienen fe en el universo que se crea y trans-forma en sus textos, a través de sus textos o gracias a ellos. Nunca sé cómo comportarme ante su solemne ingenuidad. Discutir con ellos es una misión titánica pues están convencidos de que la sintaxis puede or-ganizar mejor a la sociedad. Para ellos nombrar es constituir, declarar es convencer, deducir es concluir. Paso.

Me opongo igualmente a los sociólogos que compiten por la corona de la displicencia porque son los que desprecian al lector común. Víc-timas del buen decir autista, parecen escribir sólo para ellos y por lo general ni entre ellos se entienden bien. Están convencidos de que la retórica críptica les otorga un aura de añeja sabiduría.

Tengo muy poco que compartir con el sociólogo que lee con urgencia las doctrinas macroeconómicas y a la vez desprecia al emprendedor con fines de lucro. El que estudia las instituciones y no puede siquiera respe-tar la agenda de sus propias reuniones. El ambientalista que batalla con-tra las industrias cuyos productos consume con avidez. El que se acerca a los temas de cultura y naturaleza a partir de los dummies para verdes. El fanático del árbol que nunca sembró y que escribe en portátiles de plásti-co. Me desconciertan los que le temen a la frivolidad de la mercancía pero la adoran a escondidas. Los que no bailan en la graduación porque no aprueban el significado de la letra. Los que están absolutamente tomados por la literatura sobre el otro y dejan de ver lo que tenemos de semejantes con los otros. Los que se sienten poseídos por el Gran Autor que nunca discuten. Los que no pueden hablar sin citar y complican de forma siste-mática la comprensión, la conversación, la empatía más elemental.

En fin, estoy en contra de tantos tipos de sociólogos que me han hecho, oh paradoja, el sociólogo que soy. A veces, estoy en contra de mí mismo.

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írenlos. Ahí están, de día, de tarde, de noche y de mañana, sentados en su estudio, con los ojos detenidos ya sobre el papel, ya sobre

el monitor de su computadora, los correctores de estilo. Están con sus amigos: Manuel Seco y su Diccionario De

DuDas y DificultaDes, el País y su libro De estilo, Grijelmo y su estilo Del PerioDista, Martínez de Sousa y su Manual

De estilo De la lengua esPañola, Strunk y White y sus ele-Ments of style, entre tantos otros, además de los consa-bidos diccionarios, gramáticas y ortografías del francés, inglés, italiano, alemán, etcétera, así como todo lo que publica la Real Academia Española, en papel como en lí-nea. Ahí están, y sus amigos de carne y hueso son súbitos soniditos emergidos de la barra de tareas de su monitor, Fulano acaba de iniciar sesión.

Ahí están, y hay que verlos divertirse. Uno se felicita de hallar que aquel celebrado poeta ha escrito: «No quie-ro que la hipocrecía/ O la ignorancia del amor te cubran/ Con vestidos que no te pertenecen/ Ni pasan con tu cuerpo», cuando perfectamente se podría haber escrito hipocresía, y además, ¿por qué no decir: «Ni pasan portu cuerpo»? ¿Y por qué usar mayúsculas al inicio de cada verso, remedando el estilo de la poesía inglesa, cuando en la nuestra no es necesario? Otro corrector se extasía al descubrir que Alianza Editorial –y antes Emecé Edito-res– ha dejado que Borges escriba: «Un estudio preciso y fervoroso de los otros géneros literarios, me dejó creer que la vituperación y la burla valdrían necesariamente algo más», como si fuera correcto escribir que «Peren-cejo, quiere a Mengana». Este corrector se lamenta de que una nueva editorial de poesía le haya permitido al consagrado Jorge Pimentel usar mal las comas y decir: «Y, caminaremos amor/ cuidando tu sueño tu tibieza» en vez de «Y caminaremos, amor,/ cuidando tu sueño, tu tibieza»; ése se queja de que todo el mundo hable de bloggers, cuando podríamos decir, quizá, ¡blogógrafos!; y aquella otra correctora se desternilla leyendo, en el ca-tálogo de ropa de una tienda por departamentos, que por sólo S/. 23,99 puedes llevarte «todas» las camisetas –y no cada una–, como si por esa cantidad pudiera ella vaciar el almacén. Pasada la risa o la indignación, los co-rrectores se serenan y se dicen que por qué no se lee más en su país para que la corrección textual importe, y que cuánto ganarían si por fin se valorara su trabajo, carajo.

Tildes, comas, menudencias. «Corrección de estilo», ¡pamplinas! Y si mi abuelita –que en paz descanse– hu-

biera tenido ruedas habría sido bicicleta. Ahora resulta que el estilo era la mera corrección sintáctica y ortográfica, y no el pincel característico de un autor, ya sea conciso o barroco, previsible o sorpresivo, frío y calculador o pasional y visceral, reservado o confesional, culto o cuidadosamente cha-bacano y divertido. Sólo un buen editor es un corrector de estilo, porque es él –o ella– quien se enfoca en la textura de la tela, más que en la calidad de los hilos. Así como una tela mal hecha se desgarra fácilmente, así también un texto de narrativa pobre o de razonamiento débil se desgarrará ante la crítica. «¿Y la calidad de los hilos no cuenta?», inquiere el corrector, defen-diéndose. Sí –responderemos–, y para eso, para esa labor técnica, rutina-ria, de control de calidad, estás tú, para eso.

Sí, mírenlos. Mírenlo. El «corrector de estilo», ese proletario del texto, ese burócrata free-lance –¡mercenario!, dirá él en español defendiendo sus fueros–, ese obrero con hambre y pretensión de arquitectura, enviará el texto corregido en Word con sus marcas de colores y observaciones a pie de página, cerrará su computadora, tomará otro manuscrito corregido con lapiceros de colores, saldrá a la calle, tomará un taxi, dejará el manuscrito, tomará otro taxi, llegará al bar, a la barra, tomará, olvidará su frustrada carrera de humanista mientras sus compañeros de aula se doctoran, se re-fugiará en su conocimiento de la lengua, se dirá que qué importante es su trabajo, carajo, que cuándo lo reconocerán, y soñará con su eterno manus-crito –su novela, su poemario–, que él mismo corregirá, por supuesto.

Pero ya basta de tanto patetismo. Váyanse los correctores de estilo a otra parte, y dejen libre la zaga de los puestos editoriales. Llévense su poquedad, sus frustraciones, su celo quisquilloso, su pretensión perfec-cionista, su voluntad de hacer de las mínimas cosas cuestiones de Estado. Y déjennos tranquilos. ¿Quién quiere molestarse oyendo sus lamentos de que si la tilde no va acá por esto, o si la coma debe ir más bien aquí por aquello? ¿Quién soportará el espectáculo de verlos sermonear sobre cómo aquella pequeña variación hace que la frase signifique lo contrario? Que se vayan esos vanidosos. No necesitamos de su ayuda, ¿verdad, lec-tor? Nos basta el contexto para deducir lo que se quiere decir, como haz traído de la luz sobre nosotros?

CONTRA LOS CORRECTORES

DE ESTILOuna diatriba de

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yer olvidé nuevamente regar a hell-mans. Suele suceder. A pesar de que hace años, en la clase de botánica, nos

dijeron que debíamos estar atentos a su cui-dado, pendientes de proveer lo necesario para que hellmans continuase de manera normal con su crecimiento. Que mantuviera las condi-ciones adecuadas para seguir engendrando re-toños. Hasta ahora sólo podemos estar seguros de que posee una hija, lo de la nieta es sólo una manera de mirar las cosas. Puede ser que sean, tanto los hijos como la nieta, sólo extensiones caprichosas de su anatomía, si es que las plan-tas poseen semejante conformación. ¿Se les lla-mará anatomía a sus estructuras? En este caso, la de hellmans parece ser bastante compleja. A pesar de que el maestro en clase nos trató de explicar su conformación molecular, nunca he podido estar seguro de dónde comienza y acaba su individualidad. Lo que nos pareció sorpren-dente –recuerdo que lo comentamos con otros compañeros de curso– era cómo hellmans pa-recía desafiar las reglas de la naturaleza que aprendimos a lo largo de aquel curso escolar. Creo que en ese periodo se sitúa el inicio de mi odio posterior a todo lo que tenga que ver con lo que suele conocerse como docencia. En ese curso de biología asistimos a una suerte de ho-menaje a la muerte. Todos los demás retoños que plantamos durante la primera semana de clase desaparecieron casi de inmediato. Salvo hellmans, quien me acompaña hasta ahora, en que comienzo mi propia vejez, encerrado en un frasco que conseguí de una forma que aún me causa cierto tipo de vergüenza. Algunos de mis compañeros de aquel entonces mantuvie-ron durante algún tiempo los frascos ya vacíos, en los que habían colocado –envueltos en al-godones– los frijoles o garbanzos que el pri-mer día de clases nos pidieron hacer germinar. En aquella ocasión nos solicitaron llevar du-rante las jornadas siguientes los implementos necesarios: el frasco, los trozos de algodón y unas cuantas habichuelas. El maestro las lla-mó así, habichuelas, aunque podíamos llevar cualquier grano factible de transformarse. Citó

CONTRA LOS MAESTROS

una historia demario bellatin

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esa vez, quizá para que entendiésemos de manera más clara sus intenciones, un versículo de la Biblia que algún tiempo después descubrí como epígrafe de Los hermanos Karamazov,donde se dice algo así como si el grano no germina no ger-mina y si germina sí germina. Recuerdo que no tuve mayor problema con las tres muestras de frijol que encontré dentro de una bolsa que hallé en el sótano de mi casa. Tampoco con el trozo de algodón que saqué del botiquín del baño. La di-ficultad me la dio hallar el frasco adecuado para semejante experimento. No descubrí uno solo vacío. En aquella tempo-rada mis padres habían emprendido la peregrinación anual en busca del perdón de sus culpas. Se habían llevado en esa oportunidad a mis hermanos mayores. Yo debía esperar aún tres años más para unirme a ellos. Esa ocasión fue especial, pues era la primera oportunidad que tendría mi única her-mana de participar en aquella actividad, extenuante incluso para los adultos. Primera y última ocasión, pues nunca más la volvimos a ver. Desapareció en medio de la procesión. Mi

En ese curso de biología asistimos a una suerte de ho-menaje a la muerte. Todos los retoños que plantamos du-rante la primera semana de clase desaparecieron casi de inmediato. Recuerdo que no tuve mayor problema con las tres muestras de frijol que encontré en el sótano de mi casa. Tampoco con el trozo de algodón que saqué del botiquín del baño. La dificultad me la dio hallar el frasco adecuado para semejante experimento. No descubrí uno solo vacío

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allá afuera, pero sospecho, cada vez más, que no estoy adecuada-mente equipado para captarlo, percibirlo, registrarlo, ni siquiera para reconocerlo. Mis órganos de los sentidos –mi cerebro y mi sistema nervioso– no están calibrados para percibir lo real real. Esto cobra especial relevancia cuando veo que otros seres huma-nos, con el mismo equipamiento y la misma motivación, también están allá afuera metiendo la pata, tratando de comprender todo esto, este mundo tan fabricado y tan inventado.

Una anécdota final. ¿Se acuerdan de los libros FOXFIRE? Son una serie de textos –quizá siete u ocho hasta el momento– que recopilan la cultura popular y la artesanía de los habitantes de la Appalachia, esa montañosa región de los Estados Unidos5. Los folcloristas que publicaron la primera edición se sorprendieron por el enorme éxito del libro, y decidieron viajar a otros lugares de la región para recolectar más información sobre tejido de ca-nastas, fabricación de muebles, música, remedios caseros y otros temas similares. Durante sus viajes, los autores se sorprendie-ron y alegraron por la variedad que encontraban en cada cultura local, y publicaron varios tomos que registraban todas las no-vedades que iban descubriendo. Pasada una década, regresaron

deshojadas de EL COLOSO DE MAROUSSI. Cientos de personas gritaban desde el escenario a sus ami-gos ubicados en las filas más alejadas del teatro para comprobar la excepcional acústica del lugar, mientras otros cientos de personas se arremoli-naban observando el lugar a través de las panta-llas de sus cámaras, y esperaban el momento en que ninguna de las otras personas que también observaban todo a través de sus cámaras apare-ciera en el cuadro, para tomar una fotografía del teatro desierto, inmaculado, sin pretensiones, auténtico, real.

Seguramente usted ha tenido la experiencia de viajar muy lejos y con mucho esfuerzo a un lu-gar sobre el cual hasta ese momento únicamente había leído, sólo para descubrir que el lugar real empalidece en comparación con el lugar real que usted visitó por primera vez durante su lectura y que hoy atesora en su cabeza. Es como volver al vecindario donde uno vivió de niño y encontrarlo

5. Como se denomina a una región al este de los Estados Unidos, que se extiende desde el sur del estado de Nueva York hasta el norte de Alabama, Misisipi y Georgia. [Nota del traductor].

a visitar a sus informantes originales, los del primer libro, y se sorprendieron al descubrir que habían abandonado sus técnicas ancestrales para la elaboración de artesanías. Ahora fabricaban canastas muy similares a otras fabricadas a varios estados de distancia. «¿Qué sucedió?», les preguntaron. «¿Por qué fabrican ahora sus canastas de esta manera?». Los informantes, que es-taban muy orgullosos de sus nuevas canastas, que les gustaban mucho más que las que fabricaban antes, les respondieron a los folcloristas mostrándoles un viejo y gastado libro que obviamen-te había sido estudiado y revisado por toda la comunidad. Era el volumen 4 de la serie FOXFIRE. «Encontramos este libro», fue su respuesta.

más pequeño, anodino, totalmente obvio, y que, como lugar, no vale ni siquiera remotamente los recuerdos que usted conserva de él.

Quizá escribir sobre el mundo arruina el mundo para el escritor y para el lector. O, con mayor precisión, si leer y escribir en realidad no nos arruinan el mundo, sí arruinan la manera en que queremos experimentar el mundo cuando no estamos leyendo o escribiendo sobre él, como un lugar que no ha sido arruinado. Nuestra escritu-ra y lectura se cruzan en el camino de nuestras aventuras reales. Como aventuras reales, la escri-tura y la lectura sustituyen sorprendentemente bien a las reales aventuras reales. No hay mejor fragata que un libro. Creo que hay un mundo real

44_ VACACIONES

Las Siete Maravillas de la Antigüedad eran todas destinos creados por el ser

humano, cosas construidas: los centros comerciales de su tiempo. Las Cruzadas

eran una especie de tour en grupo por Tierra Santa Quizá, y solo quizá, el mundo

jamás fue real. Siempre ha sido un artificio, un gigantesco parque de diversiones, y

nuestro viaje ha sido siempre una elaborada invención de nuestra propia autoría

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TAKANAKUYEL DÍA EN QUE DIOS PERDONA A LOS QUE ODIAN

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El 25 de diciembre no es el día más conveniente para hablar de paz o amor en Chumbivilcas, una provincia en los Andes peruanos a ocho horas en autobús del aeropuerto más cercano. Allí, por el contrario, la Navidad es esa fecha tan esperada en que tú puedes llamar a tu enemigo al centro de un ruedo y golpearlo hasta que éste se caiga de dolor. Así liberarás tus odios y harás catarsis. O,

de lo contrario, si te vencen, quizá engendres un odio mayor que el te llevó hasta allí y, a partir de entonces, sólo soñarás con reclamar venganza al año siguiente. Hay quienes luchan para reparar el honor de sus padres, para disputar el amor de una mujer, para dirimir un lío de tierras; pero también están los que sólo luchan para demostrar su fortaleza. El Takanakuy («Cuando la sangre hierve», según la traducción del quechua) es un ritual violento de justicia popular, pero también un deporte extremo (nadie usa guantes ni protectores bucales) y, a la vez, una fiesta religiosa en la que se mezclan tradiciones ancestrales incas y creencias católicas. Santo Tomás, la capital de esa provincia lejana, está en el Cuzco, el lugar más turístico del país, pero casi ningún forastero se anima a subirse a alguno de los autobuses viejos que llegan al lugar y que cada tanto se caen a los precipicios. En Santo Tomás no hay diarios del día ni quioscos de revistas ni discotecas, y muchos abandonan el pueblo para estudiar en uni-versidades o para seguir algún oficio distinto al de agricultor. El sociólogo Víctor Laime, autor de un libro sobre el Takanakuy, es uno de esos inmigrantes que vuelve cada Navidad al pueblo para reencontrarse con sus amigos. Él recuerda que solía pelear desde que era un niño de diez años. Entonces, dice, su padre solía ser el vencedor de feroces batallas. La víspera del Takanakuy del 2008, los habitantes del pueblo iban a la iglesia en grupos grandes, y por las calles sólo se escuchaba esa música tradicional llamada Wayliya. Los pobladores que habrían de pelear al día siguiente bailaban y bebían cerveza y alcohol industrial. Algunos caían muchas horas antes de la batalla, víctimas de su propia embriaguez. Los que sobrevivieron al alcohol, que fueron la mayoría, acudieron el 25 de diciembre al ruedo del pueblo, con esa urgencia y algarabía propia de la costumbre. Muchos iban disfrazados de personajes legendarios de la zona –Negro, Majeño, Langosta, Q’ara Capa, Q’ara Gallo–. Luego, en la plaza de toros, bailaban, formaban rondas, se retaban y, después de quitarse las máscaras, se entregaban a ese odio ritual y violento que, como cada año, sólo puede durar un día. A la mañana siguiente, aquél sólo era un pueblo que sufría la resaca de una fiesta brutal y trataba de reincorporarse a su rutina.

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62_ HUÉSPEDES

un texto de valeria luiselliilustracion de mario segovia guzmán

¿Puede una enfermedad lograr que te vuelvas residentede la ciudad más literaria de Europa?

SI TE ENFERMAS EN VENECIA

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papaloteaba por el centro de la ciudad de Méxi-co, haciendo tiempo antes de una cita, acabé en-trando a lo que yo pensaba sería un mero jardín y resultó un cementerio. No cualquier cemente-rio, sino el mismísimo camposanto donde están las tumbas de nuestros héroes nacionales Juárez, Miramón, Comonfort, Guerreo y Zaragoza.

Llevaba conmigo un libro y lo único que quería era sentarme a leer en un espacio callado

mientras llegaba la hora de la cita. El policía de la entrada, como todos los policías en las puertas de los recintos oficiales de esta ciudad, se me puso enfrente y me preguntó que qué o a quién buscaba. Nada −le dije−, a nadie, sólo quiero leer. Me explicó que San Fernando no era biblioteca, pero que si quería pasar a ver la tumba del Benemérito de las Américas, Benito Juárez, apuntara mi nombre, la hora de entrada, la fecha y mi firma en una libreti-ta que me extendió. Y de una vez apúntele la hora de salida −me dijo–. Entré en el cementerio de buena gana y en ánimo de paseo escolar extemporáneo.

Después de una repasada de las tumbas que nos dieron pa-tria, me busqué un rincón tranquilo y abrí mi libro. Fue quizá en un momento de distracción de la lectura cuando alcé la vista y vi la inscripción sobre la lápida que tenía delante de mí: Joaquín Ra-mírez (1834-1866): «Artista insigne y malogrado dejó este mundo para ir a su verdadera patria». No se me ocurre otra forma tan elegante y al tiempo cruel de mandar a alguien al infierno. Imagi-né con terror lo que podría ser de mí a los treinta y dos, edad en que murió el pobre Ramírez, y en lo que podrían escribir sobre mi tumba si me muriera en unos años.

Por ese entonces, llevaba en Venecia unos meses trabajan-do un ensayo sobre Joseph Brodsky. Había visitado la tumba del poeta en el cementerio de San Michele y escrito algunas cuartillas sobre los viajes que hizo a la isla. Cuando terminé el ensayo me juré nunca más escribir sobre aquella ciudad, simplemente por-que estoy convencida de que no hay nada más vulgar que agre-gar páginas a las miles que ya existen sobre la más librescamente mentada de las ciudades. Pero sentada frente a la tumba de Joa-quín Ramírez, me pareció escuchar una voz como venida de la ul-tratumba de mi conciencia, condenándome al mismísimo destino –esa «verdadera patria» de todos los malogrados–, si no dejaba dicho todo esto por escrito.

Además, parece que esto de contradecirme empieza a arrai-garse como costumbre. Y dado que siempre me he enorgullecido de ser, a la Corleone, persona fiel a sus costumbres, voy a pasar por alto el hecho de que se trata de un hábito a todas luces repro-bable. Así, aunque sea por pura superstición o por lealtad a mis rutinas, sé que debo hacer el intento de escribir estos párrafos: no se me tomen demasiado en serio y dispénsenme los grandes desde sus tumbas por mencionar en ellos a su Serenísima.

que tenga piedad con el alma de este ateo», reza el conocido epi-

tafio de Miguel de Unamuno. Hay quienes encuentran alguna salvación, el último y di-choso giro de tuerca, en el après la lettre

de una existencia llena de frutos. Los demás, debemos preocuparnos por que lo poco que dejemos no se vuelva contra nosotros en la sentencia final que nos estampan en la tumba. O estaremos dando metafísicas patadas de ahogado: «No quiero morir-me, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí».

Nada de esto me preocuparía, es-toy segura, si no fuera porque mientras

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Sólo le pido a Dios

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Cuando una persona con más de un gramo de inteligencia piensa repetidamente sobre el problema de su identidad, suele llegar, más tar-de o más temprano, a conclusiones bastante in-teligentes, incluso originales. Yo, sin embargo, jamás he podido darle demasiadas vueltas a esa clase de temas y, por lo tanto, nunca he llegado a ninguna conclusión interesante sobre mí mis-ma. Aunque no lo parezca, crecer en una familia atea, liberal, comprometida pero nunca militante tiene, en la gran mayoría de las personas, conse-cuencias devastadoras. Crecer sin un trasfondo rígido de creencias religiosas, políticas o espiri-tuales implica que difícilmente se tendrá después una crisis verdadera. Si el punto de partida es la cómoda pasividad del que se declara agnóstico desde los doce años, sin jamás haberse pregun-

peor de los casos, a conocerse un poco mejor a sí mismos. «El de-monio de la duda −escribe T. S. Eliot− es indisociable del espíritu de la fe».

Pero como ya he dicho, desafortunadamente, yo nunca he tenido mayores crisis ni conflictos de identidad. Mucho menos he tenido conflictos con asumir una identidad nacional. Aunque casi nunca he tenido residencia fija en México y, gracias a un nonno,mi familia y yo tenemos la nacionalidad italiana, siempre supe que México era mi país −y no por un acto de fe auténtico, sino por una especie de pereza espiritual–. Incluso, a diferencia de muchos niños mexicanos, durante mi infancia me disfrazaban de china poblana cada 15 de setiembre y yo no ponía resistencias ni mostraba un solo signo de rebeldía (si yo tuviera un hijo así, sin un solo síntoma de ser dueño de un espíritu rebelde, me pre-ocuparía muchísimo). Desde niña, acepté pasivamente el paquete completo de la mexicanidad como muchos aceptan el catolicismo, el islam, el vegetarianismo o la papilla.

Mi única crisis duró quince o veinte minutos una tarde de verano en el Periférico de la ciudad de México. Justamente a la

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Los médicos privados en Venecia son para turistas adinerados, así que al día siguiente yo tendría que usar mi pasaporte italiano para sacar la residencia permanente en esa comuna; luego tramitaríamos una cartilla médica y, finalmente, podría ir con el médico del barrio. Traté de explicar que esas cosas tardan meses, y que yo tenía un dolor insoportable. Pero el amigo que me acompañaba me respondió que «Nunca hay que perder la esperanza»

tado realmente sobre esos asuntos importantes y muy serios como lo son Dios, la muerte, el amor, el fracaso o la soledad, no hay futuro posible para esa persona. Las virtudes que brindaría a alguien el escepticismo se convierten, en el agnóstico pre-coz, en terribles manos que estrangulan y sofocan la de por sí milagrosa capacidad de un individuo para preguntarse por las cosas. Y al revés, las personas inteligentes que crecen creyendo firme-mente en algo y, al llegar a cierta edad, se dan cuenta de que todo lo que creían era susceptible de la duda, la descarnada duda, pueden de veras gozar una crisis profunda que los llevará, en el

altura de la salida a Altavista, hay un pequeño jardín raquítico, en forma de rombo, que quizá sobró –o quizá, en el fondo, fal-tó– cuando terminaron de trazar el entronque de la lateral con la avenida que baja hasta el mercado de flores de San Ángel. Hace unos años, por alguna razón que desconozco, mi padre consiguió que alguien donara tres palmeras y un poco de pasto para her-mosear el relingo. Cuando terminaron de restaurar el jardín, mi padre nos declaró –en un acto privado de amor paternal que, de haber sido público, habría sido un gesto de tremenda cursilería nepótica muy a la mexicana– que cada una de las palmeras se llamaba como sus tres hijas: la más grande, como la mayor; la me-diana, como la de en medio; la chica, como yo. Pasó algún tiempo y un domingo por fin nos convenció de ir con él a visitar el lugar.

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Cuando llegamos nos alineó en la banqueta de la lateral del Periférico y nos dijo: Miren, hijas, denme la mano (mi padre, cuando se emociona, pide que le den la mano), ahí están ustedes tres, heroicas palmeras a la sombra del Segundo Piso.

Pero no eran tres. La palmera más chica ya no estaba. Quizá me mintieron desde el principio y en realidad sólo hubo dinero para dos (mi pa-dre sigue jurando que eran tres, que se acuerda perfectamente). Puede ser. Y si no era mentira, y yo le asignaba algún valor simbólico al hecho de que mi palmera ya no estaba, debía preocupar-me por mi fatal destino. Si mi palmera no había arraigado, tampoco yo llegaría a ser nunca una heroica ciudadana a la sombra del Segundo Piso. Nunca echaría raíces en este gran rombo de as-falto que le sobró −o le faltó− al país.

Pero, repito, aquél fue el único incidente dramático relacionado con mi identidad nacio-

esos juegos y prefería no hacer el ridículo tratando de coordinar las manos y la voz a esas velocidades. Pero estas niñas eran am-bas muy coordinadas y estuve un rato mirándolas, francamente deslumbrada por su coordinación motriz fina, y sin prestar de-masiada atención a lo que cantaban. Hasta que llegó el estribi-llo: «I don’t wanna go to Mexico no more, more, more: there’s a big fat police man at the door, door, door [...]». Comparada con la canción del marinero, ésta era mucho menos inocente.

−¿Dónde oyeron esa canción? −les pregunté en un breve silen-cio que hicieron cuando una de ellas se distrajo y perdió el ritmo.

−At schooool −dijo la más gordita.−¿Son de México?−Yes −siguió la grandota−. But we’re both from Queens. −We live in Queens −corrigió la menos gordita.−¿Y ya no quieren vivir en México?−No (más gordita).−It’s just a sooong (menos gordita).¿Qué derecho tiene un mexicano estudiante de posgrado, en

los Estados Unidos, de decirle a un niño mexicano, inmigrante,

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Dos niñas inmigrantes mexicanas en el metro de Nueva York cantaban: «I don’t wanna go to Mexico no more». «¿Dónde oyeron esa canción?», les pregunté. «At schooool». ¿Qué derecho tiene un mexicano estudiante en Estados Unidos, de decirle a un inmigrante, que México no está tan mal? Antes de bajarme les dije que ser mexicano era mucho más cool que ser gringo. Fuera del vagón, me sentí infinitamente tontanal. Y a pesar de él, mi incondicional arraigo no menguó. Incluso mantuve hace unos años una breve pero intensa charla con dos niñas mexica-nas regordetas que conocí en el metro de Nueva York. Las niñas estaban sentadas justo enfrente de mí, en dos sillas de la hilera opuesta a donde me encontraba. Jugaban uno de esos juegos que consisten en aplaudir y chocar las manos mien-tras se canta una canción, generalmente repetiti-va y sin mucho contenido. La que más se cantaba en mi generación hablaba de un marinero que se había ido a la mar y mar y mar. En todo caso, es la única que recuerdo porque yo era torpe para

que México no está tan mal? Ninguno, probablemente. Pero antes de bajarme del metro, corriendo el riesgo de que la mujer que las acompañaba me diera un bolsazo, les dije a ambas que ser mexicano era mucho más cool que ser gringo. Cuando puse un pie afuera del vagón, me sentí infinitamente tonta, pero eso sí, muy denme otro tequila.

«No se puede pisar dos veces el mismo asfalto», escribe Jo-seph Brodsky después de un viaje a Venecia. Alguna maldición ha de tener esa isla: mi firme patriotismo e incondicional arraigo en las banquetas de la ciudad de México comenzó a languidecer

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precisamente durante un viaje a esa ciudad. La excusa para visitar la isla era perfecta: yo estaba escribiendo sobre Brodsky –que está enterrado frente a la ciudad, en el cementerio de San Miche-le–, tenía algunos ahorros y, para coronar el asun-to, un amigo veneciano conocía a la nieta de Boris Pasternak, quien presumía haber heredado algo de la correspondencia entre su laureado abuelo y el poeta ruso, y habíamos convenido que ella me enseñaría y traduciría aquellas cartas.

Llegué a la isla de la manera menos poética y más barata: un poco enferma y en autobús. Crucé el puente desde el estacionamiento de la Piazza-le Roma hacia la zona de pensiones económicas: ni un solo cuarto vacante. Empezaba a sentir un dolor agudo a la altura del vientre. Por recomen-dación de un recepcionista veneciano amable, combinación rara, terminé tocando a la puerta del Convento delle Suore Canossiane. Dejé mis

Durante mucho tiempo creí que la literatura podía ser como una gran casa, territorio sin fronteras que daba albergue a quie-nes no sabemos estar en ninguna parte –«Anywhere Out of the World!», como dice aquel poema de Baudelaire–. Qué mecanis-mos tienen lugar en nuestro interior para llegar a convencernos de que ciertas metáforas −que algunos utilizan a la ligera sólo para ilustrar su punto− son aplicables a nuestra propia vida me es un misterio. Nada más lejano a la verdad, en mi vida al me-nos, que la metáfora de la literatura como un lugar habitable, una morada verdadera. En el mejor de los casos, los libros que leemos, como los textos que escribimos, se parecen mucho a cier-tos cuartos de hotel donde entramos exhaustos, a medianoche, y de los cuales nos expulsan a mediodía. O viceversa, como en esta ocasión. Sin embargo, viéndolo desde un punto de vista ple-namente realista, los libros ni siquiera nos prestan un colchón para dormir ni tienen una regadera con agua caliente. Resolví, después de darle pocas vueltas y sentir que el dolor de vientre se inflaba como una pelota dentro de mí, llamar a la única persona que conocía en Venecia.

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«No se puede pisar dos veces el mismo asfalto», escribe Brodsky después de un viaje a Venecia. Alguna maldición ha de tener esa isla: mi incondicional arraigo en las banquetas de la ciudad de México comenzó a languidecer durante un viaje a esa ciudad. Llegué de la manera menos poética: enferma y en autobús. Pensé pasar la noche leyendo a Brodsky en una banca. La idea era romántica, pero el dolor en el vientre empezaba a ser insoportable

maletas en un pequeño cuarto del convento y salí a la calle a despistarme un poco del dolor. Pero me despisté poco del dolor y mucho del sentido del tiempo en la ciudad, porque cuando regresé al convento las grandes puertas de madera que protegen a las monjas del vulgar mundo exterior ya estaban cerradas y no había manera de tocar un timbre o una campana para reclamar a las ca-nosianas mi derecho a una cama ya reservada y pagada. Asumiendo la derrota, pensé que podría pasar la noche leyendo a Brodsky en una banca. La idea era romántica, pero el dolor en el vientre empezaba a ser insoportable.et

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No hago más larga una historia que en realidad fue breve y feliz. Llamé a mi amigo veneciano, le expliqué mi teoría de la pelota dolorosa y fue a recogerme, arrivo subito, afuera del con-vento de las canosianas para llevarme a su casa. Cuando empeza-mos a caminar le pregunté por la posibilidad de ir de inmediato al doctor, pero me explicó que los médicos privados en Venecia eran para turistas adinerados y cobraban muy caro, así que al día siguiente haríamos buen uso de mi pasaporte italiano para sa-carme la residencia permanente en la comuna de Venecia; luego, tramitaríamos una cartilla médica y, finalmente, yo podría ir con el dottore Stefano, médico del barrio en el extremo sudeste de la isla. Le traté de explicar que esas cosas tardan meses, y que yo tenía un dolor insoportable. Pero me respondió con un «Nunca

«No se puede pisar dos veces el mismo asfalto», escribe Brodsky después

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Para poder usar los servicios públicos de salud, mi amigo y yo visitamos una oficina de Venecia donde nos declaramos en unión libre. Ya en el Ministerio de Salud, se tardaron dos minutos en hacerme una cartilla médica para atenderme del dolor. Así, en cuestión de un par de horas, entré en la vida fiscal italiana, obtuve una dirección en Venecia, un doctor y me volví residente de una de las ciudades en el mundo que tiene menos población

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hay que perder la esperanza», y lo dijo en un tono tan profético y tan en plena Venecia, que tuve que guardar silencio.

Al día siguiente, fui al registro en compañía de amigo: no había nadie haciendo fila y en diez minutos me dieron un código fiscal. Luego, visita-mos una oficina donde nos declaramos en unión libre −coppia di fatto, como dicen ellos−, para que a mí me pudieran asignar una dirección pos-tal. En aquella oficina tampoco había nadie, salvo tres sombras de burócratas leyendo el periódico. La burócrata que nos atendió nos felicitó por la unión libre y me dijo, después de estampar dos o tres papeles: «Adesso, sei veneziana». Todavía no terminaba de digerir las palabras de la amable sig-nora, cuando ya estábamos adentro del Ministe-rio de Salud, donde se tardaron aproximadamente dos minutos en hacerme una cartilla médica. Así, en cuestión de un par de horas, entré en la vida fis-

Existen escritores que inventan ciudades y se adueñan de épocas enteras con la empuñadura de la pluma y el filo de genio: el Londres de Chesterton y Johnson, el París de Rousseau o Baudelaire, el Dublín de Joyce. También hay quienes, a fuerza de lecturas, soledad y horas quietas, conquistan territorios literarios, paradigmas filosóficos, espa-cios imposibles: la torre de Montaigne, el claustro de Sor Juana Inés de la Cruz, la tumba de Chateaubriand. Hay personas que, con la pa-ciencia de un jardinero, cultivan el arte del aforismo durante toda una vida y lo miran florecer –tarde quizá, pero rotundamente– bajo sus pies: tal es el caso de Wittgenstein y de un italoargentino de cuyo nom-bre no me acuerdo nunca. Otros, construyen historias como palacios extraordinarios o islas desiertas que luego habitan, como un personaje más de su misma obra −quizá por ahí anden Sebald, Melville, Conrad y Defoe–. Y otros más que, entregados al oficio arduo de escardar su propio lenguaje, terminan echando raíces en páramos desiertos, pero, eso sí, colmados de humus poético: «A heap of broken images where the sun beats», escribe T. S. Eliot de su Tierra baldía. Y hay quienes,

cal italiana, me hice de una coppia di fatto, obtuve una dirección en Venecia, un doctor y, en suma, me volví residente de una de las ciudades en el mundo que tiene menos población fija y que más residentes pierde por año. No sólo eso, sino que además pude ser testigo de una Venecia invisible y posiblemente en peligro de extinción: la ciudad vacía, húmeda y silenciosa de las oficinas de go-bierno. Si aún existe una Venecia tolerable, es la de estos paraísos burocráticos. Alrededor de las cuatro de la tarde, me desplomé en las manos del dottore Stefano, quien me curó −todo gratis− con una sola pastillita amarilla.

por más que se empeñan, se ganan sólo un rinconcito en el infierno. Yo, que he ensayado sin el menor fruto algunas de aquellas cosas, ten-go, sin embargo, la dicha de ser residente en una de las ciudades más literarias y librescas −y no por la bendición de una pluma agraciada ni tampoco por fidelidad de las musas–. Lo que es peor: ni siquiera por el sudor de la frente y del puño, sino a causa de una terrible –aunque muy frecuente, y por ello bastante vulgar– enfermedad de la vejiga: la innoble cistitis bacteriana.

Pero me reconforta pensar que si muero malograda, como murió Joaquín Ramírez, nadie me andará mandando a mi «ver-dadera patria» porque, sin un dejo de crisis identitaria y todavía pasivamente atea, habré asumido una falsa residencia permanen-te en la Serenísima República de Venecia.

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«Etiqueta Negra es la mejor revista del mundo, sin lugar a duda. Yo no digo las cosas por decir.»

–Ferran AdriàConsiderado el mejor cocinero del planeta.Barcelona

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QUERIDO CELULAR:UNA MUCHACHA DEPRIMIDA

MÓVIL

EN MENOS DE VEINTE DÍAS TERMINA

VENDE UN MILLÓN DE COPIAS

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ESPERAN SUS HISTORIAs

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un crónica de dana goodyeartraducción de carlos cavero

QUERIDO CELULAR:ESCRIBE SU HISTORIA EN UN TELÉFONO

EN MENOS DE VEINTE DÍAS TERMINA UNA NOVELA UNA NOVELA

IMITAN. MILLONES DE LECTORES

GÉNERO LITERARIO PELIGROSOLOS CRÍTICOS HABLAN DE UN

¿SOBREVIVIRÁN LAS NOVELAS TRADICIONALES A ESTA AMENAZA?

¿ACASO EL DEDO PULGAR PUEDE DESTRUIR LA LITERATURA?

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Moné comenzó a subir la novela directa-mente desde su teléfono a un portal de inter-cambio de medios llamado Maho i-Land (Isla Mágica), sin examinar sus escritos ni tener en cuenta la trama. «No tenía ni idea de cómo hacerlo, y tampoco la energía para pensarlo», dice. Dio a su historia un nombre, «Sueño eter-no», y creó, como representante de su álter ego adolescente, a una narradora llamada Saki, es-

tudiante del segundo año de secundaria en un pueblito descrito brumosamente. «En el campo, donde vivimos mis amigos y yo, no hay muchas universidades», escribió Moné. «Por tren, en una media hora puedes llegar a un pequeño instituto, eso es todo». Saki tiene un hermano menor, Yudai, y una familia muy unida, un retrato que Moné pintó con pinceladas cortas y am-plias. «Papá / Mamá / Yudai / Los amo mucho». Sin embargo, al poco tiempo, cuando Saki regresaba de la escuela, es inter-ceptada por tres extraños en un auto blanco. «–Clac, clac– / El ruido de una puerta abriéndose / En ese momento… / –Toc– / Un sonido sordo y cortante / El dolor que me dispara a la cabe-za». Los hombres la violan y la dejan a un lado de la carretera, donde un chico mayor de la escuela, Hijiri, la encuentra. Le ofrece su camiseta y nace el amor.

Luego de tres días de escribir, los lectores comenzaron a responder. Ella recuerda que escribían mensajes como: «Por favor, publica la siguiente» y «Me interesa ver qué pasa». Ha-bía estado publicando cerca de veinte pantallas al día –de al-rededor de diez mil palabras–, divulgando todo tan libremente como en sus diarios, sólo que esto era mucho más satisfactorio. «Todos están sufriendo por amor y tratando de comprender sus vidas, pero mi cruzada personal era por algo que yo quería decir a las otras chicas», dice. «Algo así como: Chicas, yo pasé por esto, pueden superarlo, ¡levántense!».

Pronto, la historia de Moné dio un giro de ciento ochenta grados: En una jugosa escena de revelación, Saki descubre que no es hija de su padre. Entonces sigue a Hijiri hasta la universi-dad en Tokio, pero éste corta la relación abruptamente. Luego de consolarse en un romance con un estudiante menor llamado Yuta, se enteró de que Hijiri era su medio hermano:

Saki e Hijiri…Son parientes sanguíneos, ¿«hermanos...»?La misma sangre…Corre por nuestras venas…«Hermano mayor y hermana menor se atraen»Escuché algo así

Cerca del décimo día, Moné tuvo una epifanía. «Me di cuenta de que no podía escribir las cosas exactamente del modo en que acontecieron», dice. «Me di cuenta de que debía haber

Era el invierno del 2006 y ella tenía veintiún años. Algu-

na vez fue estudiante de una escuela de be-lleza y abandonó la universidad. Acababa de casarse y su esposo, a quien conocía desde la infancia, permanecía en Tokio. Pensando que un cambio ayudaría, fue a quedarse con su madre al pueblo donde creció. De vuelta en su antigua habitación, cuidó su malestar y durante semanas ape-nas se asomó fuera de casa. «Solía en-cender un fósforo y observaba por cuánto tiempo ardía, tú me entiendes», dice. Un día, a finales de marzo, sacó todas sus fotos viejas y diarios, y decidió escribir una no-vela sobre su vida. Se acurrucó en la cama y comenzó a tipear en su teléfono celular.

ONÉ TENÍA DEPRESIÓN.

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colinas y valles en la historia». Su narración adquirió el brillo de la ficción: cómo hubiese deseado su vida en vez de cómo era realmente. En un epílogo, ella escribe que, a diferencia de Saki, quien eventualmente regresa con Hijiri, Moné y el verdadero Hijiri se separaron, y ella se quedó con Yuta, quien la había amado desde siempre.

Para mediados de abril, Moné había com-pletado su novela, diecinueve días después de haberla comenzado. Su esposo culminó los estudios y comenzaba un trabajo en finanzas. Moné volvió a la ciudad con él. «Vivía una vida desorientada y superficial en Tokio», cuenta. De pronto, a través de Maho i-Land, supo que un editor estaba interesado en publicar su pri-mera novela en papel impreso. En diciembre del 2006, Sueño eterno se publicó con más de trescientas páginas. El distribuidor Tohan lo situó entre los diez libros de pasta dura mejor vendidos durante la primera mitad del 2007. Para finales de ese año, las novelas celulares, todas escritas por anónimos de cursis seudóni-mos de una sola palabra, ocuparon cuatro de los cinco primeros lugares en la lista de best sellers literarios. el hilo rojo, por Mei, que vendió un millón ochocientas mil millones de copias, fue el segundo. Cielo de amor de Mika, fue el prime-ro, y su secuela, el tercero. Juntos, han vendido más de dos millones seiscientas mil copias.

La novela celular o keitai shosetsu es el primer género literario que nace de la era del teléfono móvil. Para ser un nuevo formato, es sumamente sólido. Maho-iLand, el más gran-de sitio web de novelas celulares, contiene más de un millón de títulos, la mayoría escritos por amateurs bajo seudónimos y todos disponibles sin costo alguno. De acuerdo a las estadísticas de la compañía, el sitio –que también ofrece plantillas para blogs y páginas web– recibe tres mil millones y medio de visitas al mes.

En una ya clásica repetición, estas novelas, escritas por y para mujeres jóvenes, pretenden

ser autobiográficas y giran en torno al verdadero amor o más bien a los obstáculos propios de éste que siempre han estado en el corazón de la ficción romántica: embarazo, aborto, violación, enfermedades incurables, rivales y triángulos. Las novelas ocu-rren en provincias –no así en las franjas idénticas de campos de arroz, cadenas de tiendas o restaurantes de comida rápida que abundan en Tokio– y los personajes suelen ser de clase media y media baja. Específicamente son Yankees, un término con oscuros orígenes lingüísticos (relacionado con el Estados Unidos de los cincuenta y el estilo greaser1) que encierra una connotación de rebelde truhán: los chicos de la motocicleta, las chicas con sus vestidos jersey, cabellos desteñidos y teléfo-nos celulares con incrustaciones de fantasía. Las historias son como cuentos populares, quizá no válidos literariamente pero sí llenos de reveladores detalles etnográficos. «Supongo que se puede decir que los keitai shosetsu son una fuente de datos o información: el modo en que usan las palabras, cómo hablan, cómo describen las escenas», me dijo Kensuke Suzuki, un so-ciólogo. «Necesitamos esas historias para comprender cómo suelen sentirse las mujeres jóvenes en Japón».

El medio –sin filtro ni edición– es revolucionario. Abre las herméticas bases del mundo literario a cualquiera que dis-ponga de un teléfono celular. Una novelista que conocí, de veintisiete años y madre de dos niños que vive en el campo en Kioto, me contó que crea sus historias mientras coloca etique-tas a los productos de belleza en la fábrica, y a veces escribe en su celular mientras se traslada hacia su otro trabajo, en un spa de Osaka. Pero las historias por sí mismas manifiestan un punto de vista conservador; mujeres que sufren pasivamente, víctimas de sus emociones y su fisiología. El amor verdade-ro prevalece. «Desde una perspectiva feminista, es muy im-portante que las mujeres hablen de sí mismas», opina Satoko Kan, catedrático especialista en literatura femenina contem-poránea. «Como método, conduce a dar poder a las mujeres. Pero en términos de contenido, lo encuentro muy cuestiona-ble porque tan sólo refuerza las normas populares de una cul-tura dominada por el hombre».

En un país donde la baja tasa de natalidad es motivo de alar-ma nacional, y donde se conoce como «perras perdedoras» a las mujeres de Tokio que no han encontrado pareja a los treinta, la vida rural que ofrece la novela celular, con sus imágenes de em-barazo adolescente y amor joven, ha demostrado ser irresistible. Cielo de amor, por Mika, que ha sido vista en línea doce millo-nes de veces y luego adaptada para el manga, la televisión y el

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1. Término despectivo referido a las personas de raíz mexicana. [Nota de los editores]

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cine, es el paradigma de la desventura sexual y la tragedia soportada mesuradamente. Heroína de la secundaria, la protagonista –también llamada Mika– se enamora de un rebelde llamado Hiro y es violada por un grupo de hombres incitados por la ex novia de éste. Entonces Mika queda emba-razada del hijo de Hiro y él rompe con ella. Des-pués, ella descubre por qué: Hiro padece de una enfermedad terminal, linfoma, y había esperado perdonarla. En la versión fílmica, que apareció durante el pasado otoño y recaudó treinta y cin-co millones de dólares, Mika es un mar de lágri-mas durante las casi dos horas. La moraleja de la historia no es que el sexo conduce a todo tipo de sufrimiento y que debe evitarse, sino que el sexo conduce a todo tipo de sufrimiento y que el sufri-miento es el centro de la vida de la mujer.

Asumir un seudónimo es un rito de pasaje para un escritor en Japón. Basho lo hizo en el

siglo XVII; Banana Yoshimoto lo hizo en los ochenta. Moné escogió el suyo arbitrariamente: le gustaba la alusión al pintor francés y el hecho de que en caracteres japoneses la palabra puede significar «cien sonidos». Pero, tal como muchos nove-listas celulares, ella lleva el disfraz mucho más allá y hace de su identidad un concepto ficticio: el autor oculto, espectral y recesivo cuya impresión del mundo, debido a todas las confe-siones contenidas en su novela, se encuentra casi ilegiblemente borrosa. Moné tiene un blog que declara que su edad es de ocho años, su hogar «el corazón de la montaña» y su peinado «un hongo venenoso». Pasatiempos: beber, holgazanear y compor-tarse como una bebé. Tipo de hombre: Profesor. No hay foto-grafía; sólo un avatar de dibujos animados. «Nunca mostraría mi foto», me dijo. «Si alguna vez me fotografío, muestro parte de mi cara, sólo el perfil». Excepto por su esposo, su familia inmediata y algunos pocos amigos, nadie sabe que es la autora de Sueño eterno. «No quiero atraer atención no deseada sobre mi familia», dijo. «Y no soy solamente yo; debo pensar en la familia de mi esposo, dadas las cosas que estoy escribiendo. No quiero perturbar a nadie. Siempre es vergonzoso revelar algo, sea verdad o ficción, ¿no crees?».

El anonimato de Moné es consecuente con el ethos de la internet japonesa, que es dominada por nombres e identida-des falsos. «Travestis de la red», como se conoce a los perso-najes más extremos. Match.com no funciona bien aquí porque la mayoría no publica fotografías. Además los blogs –hay mu-chos más en japonés que en cualquier otro idioma según un reciente estudio– suelen ser seudónimos. Hace varios años, en 2Channel –un tablón de anuncios japonés que no requiere ins-cripción– un usuario comenzó un tema sobre una mujer que conoció en el tren. La historia, una balada de la cultura otaku

UN DÍA MONÉ SACÓ TODAS SUS FOTOS VIEJAS

Y DIARIOS, Y DECIDIÓ ESCRIBIR UNA NOVELA

SOBRE SU VIDA. SE ACURRUCÓ EN LA CAMA

Y COMENZÓ A TIPEAR EN SU TELÉFONO CELULAR.

DIECINUEVE DÍAS DESPUÉS, HABÍA COMPLETADO SU

HISTORIA. EN DICIEMBRE DEL 2006, SUEÑO ETERNO SE PUBLICÓ CON MÁS DE TRESCIENTAS PÁGINAS. EL

DISTRIBUIDOR TOHANLO SITUÓ ENTRE LOS DIEZ LIBROS DE TAPA

DURA MEJOR VENDIDOS DURANTE LA PRIMERA

MITAD DEL 2007

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(nerd) japonesa, se convirtió en El hombrE dEl

trEn: libro, película, manga, serie de televisión y obra de teatro. Sin embargo, la identidad del autor se desvaneció tristemente en medio de colaboradores anónimos que llevaron la narra-tiva a sus propias direcciones y hasta ahora no ha sido revelado. Tan sólo se conoce como «Na-sako Hitori: una persona de ésas». Roland Kel-ts, escritor americano de origen japonés y autor de Japanamérica, ve a la Internet como una vál-vula de escape para una sociedad que puede ser opresiva en su expectativa de comportamiento grupal y normativo. «En Japón no se celebra el conflicto sino el consenso», dice. «La Inter-net te permite expresarte sin escandalizar a la sociedad». Para los escritores confesionales, es un foro seguro para una cándida expresión personal y a la vez un clóset mágico que hace fácil desaparecer entre la multitud. «A través de la tecnología, los escritores de celular han hallado una estrategia muy inteligente para for-mar parte de la cultura, participando de dicha interdependencia y también teniendo una voz», dice Kelts.

Como fenómeno en línea, los novelistas eran una cultura marginal, aunque sustancial. Llevarlos al papel escrito cambió todo eso. «En términos numéricos, es grandioso que tantos millones de personas con acceso a Internet es-tén leyendo, pero el mundo no sabía si aplau-dir o no», dice Satove Yoshida, ejecutivo de una compañía de teléfonos celulares. «Con el estado atroz en el que están la industria edi-torial, vender cien mil copias es algo grande. Para un autor totalmente desconocido y nunca antes publicado, vender dos millones de copias significa atraer la atención de todo el mundo». Sin embargo, dicha atención fue principal-mente negativa. En el otoño del 2007, Yumi Toyozaki, una popular crítica, famosa por sus declaraciones estridentes, fue invitada a la ra-dio para una «paliza crítica a novelas celulares de moda» y puesta frente a una pila de libros de la lista de best sellers.

–El número 10 es SuEño EtErno, por... ¿Cómo se lee su nombre? ¿Moné? ¿Cien soni-

dos? –dijo Toyosaki–. Estos nombres suelen formarse con tan sólo dos caracteres.

–¿Es autor chino o japonés? –preguntó el presentador. –No lo sé.–Suena a nombre de perro –dijo el presentador.Luego añadió que se trataba de best sellers literarios. –No quiero ni utilizar la palabra «literario» –dijo Toyoza-

ki–. Todo esto debería estar en «Otros» o en «Yankee». –Visito una librería dos o tres veces por semana pero nunca me

detengo en el área de novelas celulares —añadió el presentador.Toyozaki finalmente concordó:–Una vez que te detienes ahí, te da náuseas.Algunos temían que las novelas celulares significaran el fin de

la literatura japonesa. «Todos en la industria editorial lo tomamos como un gran shock para el sistema y nos preguntamos qué estaba sucediendo», me dijo Mikio Funuyama, editor de bungakukai, respe-tada revista literaria mensual. «Rara vez se revela el nombre del au-tor. Los títulos son muy genéricos, la descripción de los individuos, las locaciones, todo es muy cómodo, extremadamente fácil de iden-tificarse», añadió. «Cualquier chica de secundaria puede imaginar que esta experiencia está a un sólo paso de sí misma. Sin embargo, este tipo de empatía es muy diferente de la respuesta emotiva que genera leer una gran novela: ese evento que nos cambia la vida. Una sola novela celular dice lo que todos sabemos. La literatura tiene el poder de cambiar nuestras formas de pensar». Para la edición de enero del 2008 de bungakukai, Funuyama reunió a un panel para contestar a la pregunta: «¿La novela celular matará al autor?». La conclusión del panel lo alivió un poco: las novelas no son literatu-ra en absoluto sino el fruto de una tradición oral con origen en los empalagosos espectáculos de marionetas del periodo Edo y que se extiende a las insípidas baladas J Pop. «Los japoneses se han senti-do atraídos por esta narrativa ampulosa desde hace mucho tiempo», dice. «No es cuestión de que la literatura se encuentre por encima de ella. Es como Pynchon versus Tarantino. La mayoría comprende bien la diferencia». Banana Yoshimoto, cuyas extremadamente po-pulares novelas, según dicen, tomaron el estilo soñador y surrealis-ta de los mangas para chicas, me escribió en un correo electrónico: «La juventud tiene su propio tipo de sufrimiento y yo pienso que las novelas celulares se han vuelto un desfogue. Eso está bien». Lue-go continúa: «A mí, personalmente, no me interesan como novelas. Considero que leerlas es una pérdida de tiempo».

En japonés, los libros se leen de derecha a izquierda y las letras caen verticalmente desde la parte superior de la pági-

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na, como arañas descolgándose de la seda. Las palabras son combinaciones de caracteres to-mados de tres fuentes: hiragana, un silabario creado probablemente para mujeres de clase alta hace unos mil doscientos años; katakana,un silabario utilizado sobre todo para palabras de origen extranjero; y kanji, caracteres chinos cuyo dominio es el indicador del éxito litera-rio. Hasta los años ochenta, cuando se intro-dujo el procesador de textos, la vasta mayoría de japoneses escribía a mano. (Las máquinas de escribir japonesas, complicadas y poco ma-nejables debido a todo el kanji, eran sólo para los especialistas). Incluso ahora, las computa-doras personales no son muy difundidas: una máquina por familia es lo usual.

Para los jóvenes japoneses, y especialmen-te para las chicas, los celulares llenaron el va-cío. Son sofisticados, baratos y con conexión a Internet desde la década pasada. El año pa-sado, una encuesta del gobierno reveló que el ochenta y dos por ciento de japoneses entre los

diez y los diecinueve años usaba celulares. Es impresionante la absorción de lo popular en los mundos íntimos y portátiles que estos teléfonos representan. Una generación completa está creciendo con el uso de estos teléfonos para comprar, nave-gar, jugar videojuegos y ver televisión en vivo mediante sitios web especialmente diseñados para celulares. «Antes era común encontrarse en el tren con muchachitas de secundaria y su es-tridente parloteo», me dijo Yumiko Sugiura, periodista que es-cribe sobre cultura japonesa juvenil. «Ahora es muy callado: sólo el ruidito de los dedos tipeando». (Con el nuevo iPhone y el advenimiento de mensajeros como Twitter, los hábitos de los estadounidenses con el celular se están volviendo cada vez más japoneses: al menos dos sitios estadounidenses, Quillpill y Textnovel, ambos en periodo beta, ofrecen plantillas para leer y escribir ficción en celulares).

En un celular japonés, se tipean las sílabas en hiragana y katakana, y el teléfono sugiere kanji de una lista de palabras usadas frecuentemente. A diferencia de la escritura a mano, que requiere de criterio y el conocimiento y dominio de complejos trazos de miles de kanji, escribir en el celular baja la valla para cualquier aprendiz de novelista. Las novelas en sí son igual-mente fáciles de leer: la mayoría no representaría un reto para niños de diez años, con sus líneas cortas, sus palabras simples y un vocabulario repetitivo. Mucha de la escritura es hiraga-na, y hay un amplio espacio en blanco para descansar los ojos. «No se trata de apiñar la pantalla», me dijo un novelista celular llamado Rin (para variar, tomó su nombre de un perro: su me-jor amigo el chihuahua). «Estás cambiando de línea a la mitad de las oraciones, entonces es esencial saber dónde cortas cada oración. Si tienes una escena muy calmada, usas mucho más enter y espacio. Cuando una pareja pelea, acumulas las palabras

8080_80_80 MENSAJEROSMENSAJEROS

LA NOVELA CELULAR ES REVOLUCIONARIA.

ABRE LAS HERMÉTICAS BASES DEL MUNDO

LITERARIO A CUALQUIERA QUE DISPONGA DE UN TELÉFONO MÓVIL. UNA

NOVELISTA QUE CONOCÍ (VEINTISIETE AÑOS Y

MADRE DE DOS NIÑOS), EN EL CAMPO EN KIOTO,

ME CONTÓ QUE CREA SUS HISTORIAS MIENTRAS

COLOCA ETIQUETAS A LOS PRODUCTOS DE BELLEZA EN LA FÁBRICA EN QUE

TRABAJA, Y A VECES ESCRIBE EN SU CELULAR

MIENTRAS SE TRASLADA A SU OTRO TRABAJO EN UN

SPA DE OSAKA

LA NOVELA CELULAR ES REVOLUCIONARIA.

ABRE LAS HERMÉTICAS ES REVOLUCIONARIA.

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BASES DEL MUNDO LITERARIO A CUALQUIERA

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ME CONTÓ QUE CREA SUS EN EL CAMPO EN KIOTO,

HISTORIAS MIENTRAS COLOCA ETIQUETAS A LOS

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y saturas la pantalla». Rápidas, llenas de jergas y repletas de emoticones y diálogos, las histo-rias dan una sensación hablada y garabateada. Satoko Kan, profesor de literatura, dijo: «Esta es la chica común y corriente hablando a sí mis-ma, los susurros de su corazón».

La industria editorial japonesa, que se hundió en más del veinte por ciento durante los últimos veinte años, ha apelado a los libros celulares. «Todos luchan desesperadamente por alcanzar ese bote salvavidas», me dijo un analista. Incluso los editores establecidos han comenzado a contratar profesionales que escri-ben para el mercado, distribuyendo historias en serie (a menudo por una cuota) en sus propios sitios web antes de publicarlas impresas. En el 2007, se publicó el noventa y ocho por ciento de las novelas celulares. Milagrosamente, los libros se han convertido en accesorios de moda. «La novela celular es una extrema historia de éxito sobre cómo usar las redes sociales para construir y lanzar un producto», dice Yoshida,

ejecutivo tecnológico. «Es esfuerzo grupal. Los fans apoyan al escritor y lo animan en el proceso creativo: le ayudan a cons-truir el trabajo. Entonces compran el libro para reafirmar la relación con él de modo primordial». En octubre, la portada de PoPteen, una revista para adolescentes, mostró una quincea-ñera con collares de fantasía, lápiz labial rosado y una guita-rra eléctrica colgando del cuello, con un prendedor que decía: «Debería estar leyendo».

Una vez impresos, los libros se anuncian como no tradicio-nales, con líneas horizontales que se leen de izquierda a derecha, tal como en el teléfono. «La industria notó que había un nue-vo lector», dijo un editor ejecutivo. «¿Qué pasará cuando estas chicas crezcan? ¿Comenzarán a leer literatura vertical? Nadie lo sabe. Pero, en un mundo donde todos envían mensajes de textos y juegan en Internet, el hecho de que estos libros de papel aún sean valorados es bastante bueno». Otras convenciones esta-blecidas en la pantalla se reproducen fielmente en el papel. La tinta suele ser gris; se considera el texto negro como muy impo-nente. «Algunos editores quitaron los enter, pero esos libros no se venden bien», dijo un representante de Libros Goma. «Debes seguir la corriente». Goma, fundada hace veinte años, emergió como editora líder de novelas celulares. En abril, a través de su web para celulares, comenzó a publicar literatura japonesa con derechos de autor expirados, incluyendo obras de Ryunosuke Akutagawa, Osamu Dazai, y Soseki Natsume. «¡Obras maestras en tu bolsillo! ¡Lee horizontalmente!», anunciaba el sitio. Este verano, Goma comenzó a imprimir los libros al estilo celular. Su colección de historias de Akutagawa, llamada «La Tela de Araña» en honor a su breve clásico, tiene texto gris azulado en horizontal y, como arte de portada, la imagen de una esbelta colegiala uniformada perdida en sus pensamientos.

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LA ESCRITORA MONÉ TIENE UN BLOG QUE DECLARA

QUE SU EDAD ES DE OCHO AÑOS, SU HOGAR “EL

CORAZÓN DE LA MONTAÑA” Y SU PEINADO “UN HONGO VENENOSO”. PASATIEMPOS:

BEBER, HOLGAZANEAR Y COMPORTARSE COMO

UNA BEBÉ. TIPO DE HOMBRE: PROFESOR. NO HAY FOTOGRAFÍA; SOLO UN AVATAR DE DIBUJOS ANIMADOS. EXCEPTO POR SU ESPOSO, SU FAMILIA INMEDIATA Y ALGUNOS POCOS AMIGOS, NADIE

SABE QUE ES LA AUTORA DE SUEÑO ETERNO, LA

NOVELA CELULAR PIONERA

ejecutivo tecnológico. «Es esfuerzo grupal. Los fans apoyan al escritor y lo animan en el proceso creativo: le ayudan a construir el trabajo. Entonces compran el libro para reafirmar la

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A pesar de sus lazos con lo núbil y rústico,la novela celular no fue inventada por una ado-lescente suspirando en las provincias sino porun treintañero de Tokio. Yoshi, como se autode-nomina, solía ser tutor en una academia preuni-versitaria, y luego tuvo una oficina en Shibuya,centro de la cultura joven en los noventa: enton-ces tuvo abundantes oportunidades de observarel comienzo del romance entre las jóvenes y suscelulares. Para el 2000, cuando Yoshi lanzó unsitio web y comenzó a publicar su novela, Pro-fundo amor, Shibuya había atraído la atenciónde los medios como centro de enjo kosai, for-ma de prostitución en que las colegialas tienensexo con hombres mayores a cambio de dine-ro o ropa de diseñador. La heroína de Yoshi esuna jovencita de diecisiete años que vende sucuerpo para pagar la operación cardiaca de sunovio, Yoshiyuki, pero –reminiscencias de O.

Henry– el dinero nunca llega a él. Un cliente le contagia el siday ella muere. Yoshi dijo que la idea vino de un joven lectorquien le escribió que había contraído el sida por el enjo kosai.Autopublicada, Profundo amor vendió cien mil copias.

«Fue esa frase –cien mil copias– lo que me detuvo», diceToshiya Arai, director ejecutivo de la Compañía Editorial Star-ts. Para ese entonces, Starts, que fue fundada como compañíade bienes raíces, producía revistas locales de compras y guíasde restaurantes. «Creí que era algo inaudito», dijo Arai. «Penséque se trataba de un mentiroso y quise verlo cara a cara». Mereuní con Arai, un pequeño hombre de ojos astutos y un lunarentre las cejas, y su colega Shigeru Matsushima, en una salade conferencias de la compañía, cerca de la Estación de Tokio.Arai dijo que en el verano del 2002 visitó a Yoshi, quien impri-mió para él una pila de correos electrónicos de lectores. «Nadiedecía que era un gran escritor o que tenía buena gramática»,recordó Arai. «Y aun así, todos sus jóvenes fans escribían sobrecómo su nuevo libro los conmovió y afectó sus vidas». Pocosmeses después, Starts publicó Profundo amor, que fue llevadaal manga, serie de televisión, película y, eventualmente, una se-rie de novelas que vendió dos millones setecientas mil copias.«Es una historia de amor enfermiza», dijo Arai. «Incluso entrelos keitai shosetsu, es una aventura sórdida». Yoshi, quien dejóTokio y vive tranquilamente en el campo, nunca ha reveladosu nombre. Según su mánager, «Yoshi cree que la informaciónsobre el origen de los autores distrae al lector».

En la misma época que Yoshi comenzó a publicar, Maho i-Land –fundada en 1999– añadió a su web una plantilla llamada«Hagamos novelas». Tras la introducción de paquetes de trans-ferencia ilimitada de datos para celulares, en el 2003, el núme-ro de escritores y lectores de novelas creció dramáticamente.

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ALGUNOS TEMÍAN QUE LAS NOVELAS CELULARES

SIGNIFICARAN EL FIN DE LA LITERATURAJAPONESA. MIKIO

FUNUYAMA, EDITOR DE LA REVISTA

BUNGAKUKAI, REUNIÓ A UN PANEL PARA

CONTESTAR A LA PREGUNTA: “¿LA NOVELA

CELULAR MATARÁ ALAUTOR?”. LA CONCLUSIÓN LO ALIVIÓ: LAS NOVELAS NO SON LITERATURA EN

ABSOLUTO SINO EL FRUTO DE UNA

TRADICIÓN ORAL CON ORIGEN EN LOS EMPALAGOSOS

ESPECTÁCULOS DE MARIONETAS DEL

PERIODO EDO

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Viva la experiencia de vivir con la naturaleza

CUZCO NO ES SOLO MACHU PICCHU

[email protected] Telf. (511) [email protected] Telf. (511) 99867-6860 / (511) 99400-7711

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Una efervescencia tan espontánea como un set de «Haz tu propio cristal» y no menos maravi-llosa. Toshiaki Ito, quien trabajó en la compañía desde el 2004 hasta el 2007, me dijo: «Cuando yo comencé, había en nuestra web una cultura de novelas en formación. Dentro de la compañía, comprendimos que teníamos mucho contenido grandioso –una pila de joyas– y discutimos entre nosotros sobre qué hacer con este cofre del tesoro que habíamos acumulado».

El primer tesoro de Maho i-Land que se convirtió en libro fue Lo que eL ángeL me dio, por Chaco, que Starts publicó en el 2005. Según Arai, el último año Starts publicó veinte novelas celulares que significaron casi un tercio de las ganancias de la compañía: cuarenta y tres mi-llones de dólares. CieLo de amor, de Mika, es el título más popular de Starts. Cuando pregunté a Arai si podía conocer a Mika, pareció descon-fiar. «Nunca se fotografía ni concede entrevis-tas», dijo. «Es su voluntad y debemos honrarla. Es obvio que la historia se basa en su propia

experiencia». Le exigí detalles sobre la identidad de Mika. «Es mujer y tiene veinticuatro años», respondió finalmente.

–¡No debes decir su edad! –le increpó su colega Matsushi-ma. Luego se dirigió a mí–. Si no es molestia, ¿podrías simple-mente decir que es joven?

Pasaron semanas antes de que Moné aceptara verme. Cuan-do fui a su encuentro, afuera de una sala de té en una transita-da intersección cerca de Shibuya, ella tenía mallas rojas, botas de esquimal y una gorrita negra en forma de merengue con un pompón. Ito, el antiguo empleado de Maho i-Land, sirvió de enlace y estaba allí como chaperón. Mientras caminábamos por la calle rumbo a un restaurante tradicional japonés para cenar, Moné trotaba con los pies en punta como una niña pequeña.

Moné es pequeña, de cabello marrón, pestañas onduladas y ojos separados y plácidos. Tiene la boca en forma de arco y caninos caprichosos: el derecho a veces se asoma fuera de sus labios cerrados y le da ese look dulce y malévolo de las pinturas de Nara. Al comienzo, estuvo reservada, cortando de-licadamente el sashimi. Cuando sirvieron el ardiente plato de motsunabe –intestinos de res, col y tofu– le tomó una foto con su celular, que llevaba un adorno de fresa y un osito de felpa.

Conforme avanzaba la noche, Moné se fue animando más. Su fama literaria le trajo amargura –la novela le ocasionó fuer-tes peleas familiares– pero sobre todo la hizo estar molesta con-sigo misma. «Me arrepiento de casi todo lo que he publicado», dijo. «Pude haber hecho mucho para disfrazar las cosas pero no lo hice. Me siento profundamente responsable por eso». Nos refirió que la etiqueta de escritora no va con ella ni con

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“ME ARREPIENTO DE CASI TODO LO QUE HE

PUBLICADO”, DIJO MONÉ, AUTORA DE SUEÑO

ETERNO. “PUDE HABER HECHO MUCHO PARA

DISFRAZAR LAS COSAS PERO NO LO HICE. ME

SIENTO PROFUNDAMENTERESPONSABLE POR ESO. ME TRATAN COMO LA

CHICA INÚTIL QUEESCRIBIÓ UNA DE ESAS

TERRIBLES NOVELASCELULARES. ¿CREES QUE

ME PUEDO SENTIRORGULLOSA DE ESO? ME

CONSIDERAN UNA PERDEDORA TOTAL POR HABERLO HECHO Y YO

PIENSO LO MISMO”

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ARTE DE DIB PERU HAZAR

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el género. «Si fuera una novelista superfamosa, correría diciendo: “Miren, soy novelista”, pero no lo soy. Me tratan como la chica inútil que escribió una de esas terribles novelas celulares. ¿Crees que me puedo sentir orgullosa de eso? En realidad todo depende de en qué bando se pondrá el lector. Me consideran una perdedora total por haberlo hecho y yo pienso lo mismo». Sus mejillas se sonrojaron y brillaron sus ojos. «La gente dice cosas tan horribles sobre las no-velas celulares y no estoy segura de si se equi-vocan. Dicen que somos inmaduros e incapaces de escribir una oración decente. Pero yo diría: ‘¿Y qué?’. El hecho de que estemos producien-do ya es importante».

Sueño eterno vendió doscientas mil copias y actualmente ha recibido cerca de tres millones de visitas. Tiene una secuela, también publicada en Maho i-Land, que fue publicada en el vera-no del 2007 y vendió ochenta mil copias. Moné calcula que ha ganado algo menos de doscientos mil dólares como escritora. Durante la cena, le

pregunté si su vida había cambiado de alguna manera. «En ab-soluto», dijo. «Debes comprender que jamás imaginé que come-ría de esto. Sólo soy una chica japonesa como cualquier otra, ni mejor ni peor que las demás».

La hiStoria de Genji, considerada por muchos como la primera novela del mundo, se escribió hace mil años, en el periodo Heian, por una criada de la emperatriz Akiko en el Palacio Imperial, actual Kioto. El periodo Heian fue una épo-ca de productividad literaria en la que también aparecieron eL Libro de La aLmohada, de Sei Shonagon, una crónica exqui-sitamente detallada y refinada de la vida en la Corte, y una profusión de poemas tanka. Conocemos al autor de Genji por el nombre Murasaki Shikibu: Murasaki o Púrpura es el nombre que ella dio a la heroína de la historia; Shibuku es el nombre del departamento donde su padre solía trabajar (Sala Ceremonial). La historia se cuenta en episodios y se escribió mayormente en hiragana, ya que las mujeres de la época no debían aprender kanji. Una cortesana narra la historia de Genji, el apuesto hijo del emperador, quien sucesivamente cautiva y seduce mujeres para luego abandonarlas, desde la rival de su hija hasta su madrastra y su joven sobrina Mura-saki. Genji es el arquetipo oficial de alta cultura –resulta para los japoneses lo que La odiSea para los griegos– y sin embar-go algunos han notado ciertos paralelos con el nuevo boom literario de Japón. «Tienes el universo íntimo de la Corte y allí encuentras embarazos no deseados, todos metiéndose con todos, celos», dijo el director general de una gran editorial. «Sólo reemplazas la corte por la escuela y tienes los mismos

LA HISTORIA DE GENJI SE ESCRIBIÓ HACE MIL

AÑOS Y ES EL ARQUETIPO DE ALTA

CULTURA, UNA SUERTE DE LA ODISEA JAPONESA.

ALGUNOS HAN NOTADO CIERTOS PARALELOS CON

EL NUEVO BOOM LITERARIO DEL PAÍS.

“SÓLO REEMPLAZAS LA CORTE POR LA ESCUELA Y TIENES LOS MISMOS

CELOS Y DRAMAS”, DIJO EL GERENTE GENERAL DE

UNA GRAN EDITORIALCOMERCIAL. “LA

ESTRUCTURA DE LA HISTORIA DE GENJI ES

ESENCIALMENTE LA MISMA QUE LA DE UNA

NOVELA CELULAR”

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celos y dramas. La estructura de La historia de

Genji es esencialmente la misma que la de una novela celular».

Y así fue, en el espíritu de la continuidad, que el tercer Premio Anual de Novela Keitai de Japón, organizado por Starts, tuvo un tema de La historia de Genji. A finales de setiembre, quince finalistas, seleccionados de entre tres mil quinientos cincuenta concursantes que en-viaron sus novelas a la web de Starts, llega-ron a un gran hotel cerca del Palacio Imperial de Tokio para la ceremonia de presentación. Formaron una fila nerviosa en el corredor del segundo piso. Saya, en un vestido gris de ru-ched, había escrito «¿Mi amado hijo desapa-recido? Embarazo a los catorce años... Lo que realmente necesito contar». Higo Blanco, una graciosa joven de cofia y chal en mallado en los hombros desnudos, era la autora de hiG-hschooLGirL.co.jp. Una adolescente con pasto-sa piel de caramelo en uniforme de marinerita apretando un celular con adornos en rosado encendido, se paró con sus padres. Se trataba de Kilala, autora de Quiero conocer un profe-sor, resumida en la prensa como «Ella amaba a un hombre que era su profesor, pero ya casa-do. Sin embargo, el amor nace para este gentil educador». Kiki (Yo soY su chica) –cabello na-ranja, vestido a lo baby doll de tela escocesa, zapatillas rosadas de charol– revoloteaba con el balanceo de poni de una modelo de pasare-la, y trataba de que no se cayeran sus altas y apretadas medias.

Las concursantes entraron a un gran salón de baile, con moqueta de crisantemos de pared a pared, sillas rosadas y brillantes arañas inverti-das de torta de bodas. Sonidos de una secuencia de música de arpa onírica llenaban el aire. Sen-tada cerca del frente se encontraba Jakucho Se-touchi, una novelista y monje budista de ochen-ta y seis años que actuaba como jueza honoraria. Autora de mordaces novelas autobiográficas en su juventud (antes de que hiciera sus votos, su nombre era Harumi Setouchi), Setouchi publi-có una traducción en japonés contemporáneo de Genji que se convirtió en best seller y ahora es

colaboradora de BunGakukai. Giró en su silla para saludar a la audiencia: amplia túnica púrpura, kesa brocada en blanco y do-rado, y brillante cabeza calva.

Un funcionario del gobierno de impecable traje se incor-poró y elogió a las novelistas como Murasakis contemporáneos por su innovador uso de los celulares 3G. «La intención de de-sarrollar esta banda ancha es que las personas la utilicen para generar cultura y desarrollar nuevos modelos de negocios e in-tegrar las provincias a la producción cultural de la nación», dijo. «Es el milésimo aniversario de La historia de Genji. Había un florecimiento de la cultura en esa época. Tenemos la espe-ranza de que en la nueva era de Japón tengamos la misma clase de influencia cultural. Los autores aquí son los líderes de este nuevo florecimiento de la actividad». Un anunciante en el al-tavoz presentó a los finalistas, y cada uno se levantó e hizo una leve reverencia. «Hay un autor más que no desea ser visto», añadió el anunciante. «Se encuentra en la sala pero no quiere identificarse».

Kiki ganó el premio mayor. Cuando anunciaron su nom-bre, se le notó satisfecha; lentamente giró la cabeza hacia am-bos lados y permaneció oculta en su silla. Finalmente, avanzó hacia el escenario, jalando sus medias y peinándose el cabello con los dedos. Aceptó el gran ramo de flores de manos de un popular campeón de tenis de mesa. Una vez ante el micrófono, derramó unas lágrimas. Dijo que había escrito la novela para su novio con la intención de celebrar su amor. El premio era de dos millones de yenes (unos veinte mil dólares) y la publica-ción de la novela por Starts.

Luego de que Kiki abandonó el escenario, con los brazos llenos de flores y una raqueta de tenis de mesa autografiada, Setouchi hizo un anuncio más. Contó que desde mayo había estado subiendo una novela en la web de Starts bajo el seu-dónimo de Púrpura –la referencia a Murasaki Shikibu segura-mente revoloteó por las mentes de sus lectores –. La suya era la simple pero bien confeccionada historia de una colegiala, Yuri, quien se enamora del apuesto pero perverso Hikaru, uno de los nombres de Genji. Tal como Genji, Hikaru tiene una aventura con su madrastra y ésta queda embarazada (En lugar de em-perador, su padre era un gran ejecutivo). Setouchi explicó que al comienzo trató de escribir en su celular pero, al encontrarlo muy difícil, cambió a su medio habitual: papel japonés tradi-cional y una pluma. Envió el manuscrito a su editor para que éste lo convirtiera.

«Soy una autora», le dijo Setouchi al público. «Cuando ter-minas una novela, vender decenas de miles de copias sería algo duro para nosotros, pero veo que ustedes venden millones. Debo

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confesar que estaba algo celosa al principio». Entonces, les dio un consejo quizá redundante. «Tengo ochenta y seis años y no suelo sorpren-derme ni emocionarme tanto, aunque mientras uno está vivo espera emocionarse, ¿no es ver-dad? Pero ¿cómo te mantienes emocionado por la vida?: Guardando secretos».

Kiki y su novela fueron una gran noticia. En la red social Mixi, se organizaron grupos a favor y en contra de ella para debatir los mé-ritos de su estilo. La voz de Yo soY su chica es superficial y suelta, descaradamente franca («¿Niños? / Bueno / Me noquearon dos veces / Por error / Como quien les pidió hacerlo / A mí / No me gustan los condones / Sí / Por cerveza y por pi*as / Crudo es mejor / Tú sabes) y está sazonada con jergas como se-fure o «amigo de sexo» y mitaina, una muletilla equivalente a «bueno, tú sabes». Al día siguiente del premio,

apareció un sitio web que ofrecía «convertir tu blog al mejor estilo celular del 2008». Todo lo que debía hacer un usuario era colocar una URL, presionar la tecla «Enviar» marcada con Mitaina y el texto se transformaba en una dispareja colum-na serpenteante de líneas cortas, enfatizadas con apariciones aleatorias de la palabra mitaina. A los blogs traducidos los acompañaba un mensaje: «Este texto fue convertido automá-ticamente a formato de novela celular; las líneas se cortan raro por todos lados. ¿Y qué? Mitaina».

Kiki no fue a la universidad. Durante la secundaria, obtuvo F en Japonés. Ahora tiene veintitrés años y vive con su novio en un pueblito insignificante de Hokkaido, al norte de Japón. Ha trabajado de niñera y recientemente culminó un curso por correspondencia para cuidar ancianos. Cuando hablé con ella después del premio me dijo que había escrito el libro porque «Estaba recordando un momento difícil por el que pasé y quise sacarlo de mi pecho». Dijo: «Plasmarlo así aclaró mi mente». En la novela, Aki, la protagonista, renuncia a su estilo de vida de amor libre cuando se enamora de un hombre llamado Tomo; entonces queda embarazada, pierde al bebé, pierde a Tomo y recupera su amor al final de la historia. Kiki dijo que su ver-dadero nombre era similar al de la heroína. «Pensé que estaría más comprometida con la historia si su nombre era cercano al mío», dijo.

Le pregunté a Kiki si había leído La historia de Genji. «El problema es que tiene un lenguaje muy complejo», me dijo. «Hay tantos personajes». Luego recordó un libro que había leí-do que era «superviejo, antiguo». Me dijo: «Lo leí hace cuatro años. Antes de eso, no solía leer libros de ningún tipo, pero ése es fácil de leer, muy contemporáneo, muy cercano a mi vida». Me dijo que el título era Profundo amor.

KiKi ganó el premio mayor de novela de la editorialStartS. CuandoanunCiaron Sunombre, Se le notó SatiSfeCha. una vez ante el miCrófono, derramó unaSlágrimaS. dijo que había eSCrito la novela para Su novio Con la intenCión de Celebrar Su amor. elpremio era de doSmilloneS de yeneS(veinte mil dólareS)y la publiCaCión de la novela en laeditorial

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E d n o n i o Q u i n t e r o

Ojos de serpienteu n c u e n t o d e E d n o d i o Q u i n t e r o

c O n u n D I B U J O D E m a r i o s E g o v i a g u z m á n

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l circo se va mañana. El público de la función postrera abandona la carpa. Esta noche es mi última oportunidad. Y si la dejo pasar, me arrepentiré toda la vida.

Llevo ya más de una semana dándole vueltas al asunto. El insomnio ha despertado mi lucidez y me ha aconsejado una solución terminal: para apoderarme de la serpiente tendré que matar al domador. Utilizo ese término, domador, pues llamarlo de otra manera –por ejemplo, culebre-ro– sería reducirlo a una condición inferior. Que hablaría mal de él y también de mí –que aspiro a suplantarlo–. Y que no se correspondería con el tamaño y calidad de la bestia que le ha tocado en suerte lidiar.

Sí, creo que no me queda otra alternativa. Di-cen que cada cosa tiene su precio. Ser dueño de ese soberbio animal exige la muerte del domador. Sin embargo, para atenuar las consecuencias del acto definitivo que me dispongo a emprender, no debo pensar en un crimen sino en un sacrificio. El cumplimiento de un ritual que ni siquiera el Dios de los Cielos podría evitar. El domador será sacri-ficado, yo actuaré como verdugo. Y la recompensa me pertenecerá a mí y a nadie más.

Todo comenzó el día que llegó el circo. En este pueblo perdido de la Cordillera Occidental nunca sucede nada. Los días transcurren lentos como tortugas e idénticos como gotas de agua. Nos levantamos con el alba, laboramos de sol a sol, repetimos gestos, saludos, parabienes: fór-mulas gastadas y sin brillo, carentes de significa-ción. Tomamos café tibio, recolado. Vemos pasar las nubes, contemplamos el vuelo de los pájaros. Y al anochecer, luego de una cena insípida y fru-gal, jugamos tediosas partidas de tres en raya.

El circo, que se aparece sin previo aviso una vez por cuaresma, representa la única ruptura con esa realidad chata y vulgar en la que estamos

condenados a medrar. De ahí que su llegada sea para nosotros una fuente de excitación. El único espacio posible donde nuestros sueños de aldea-nos sedentarios alcanzan una dimensión real.

En esta ocasión el circo nos sorprendió con un número excepcional. Hablo, por supuesto, del espectáculo de la serpiente y el domador. Desde la primera función quedé fascinado con aquel hermoso reptil. Sus ojos, redondos como metras, rielaban como rubíes en la penumbra. Parecían tener vida propia, autonomía y volun-tad. Juro que se fijaban en mí. Entre la serpien-te y este relator se estableció una corriente de empatía, irresistible y compartida. Similar, me imagino, a ese insano fenómeno que registran los novelistas románticos: amor a primera vista. Se entenderá, entonces, por qué asistí a todas y cada una de las funciones. Se entenderá, enton-ces, por qué ahora aguardo, agazapado entre la maleza, el instante propicio para entrar como un rayo en la tienda del domador con el propósito de apoderarme de la serpiente, al precio, ya se sabe, de una vida humana. Lo lamento por él.

Nadie escapa a su destino. Lo entendí des-de el mismo momento en que vi relampaguear los ojos de la serpiente fijos en mí. Comprendí que el sino de la fatalidad estaba inscrito como un tatuaje en los días por venir. Supe, como si lo estuviera leyendo en una piedra grabada, lo que tenía que hacer. Pero no voy a lamentarme por anticipado de un hecho cierto e ineludible que me habrá de conducir a un estado de euforia y plenitud, muy superior a esa idea que los pobres de espíritu se hacen de la felicidad. Mi vida con la serpiente habrá de ser una sucesión ininterrum-pida de instantes de esplendor. Ningún tesoro ni manjar, ni una majada llena de vacas gordas, ni siquiera una hembra relancina asoleándose en un prado serviría como punto de comparación.

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Es cierto que mi existencia anodina ofrece pocos atractivos de los cuales presumir. Duran-te más de veinte años me he desempeñado como escribiente en el Juzgado, no he faltado un sólo día al trabajo. Vivo en un cuarto de soltero, yo mismo cocino, lavo y plancho. Cuido mi aspec-to exterior, cultivo una barba no muy hirsuta y entrecana. Me mantengo en forma caminando unos veinte kilómetros al día en el perímetro de la oficina –casi nadie porta por estos predios ju-

diciales, ni siquiera el juez. Los pleitos de honor se dirimen con sangre y las diferencias de linde-ros se resuelven a balazos. Mi trabajo se limita a registrar en folios amarillentos los nacimientos y los decesos, y, de vez en cuando, la venta de un potrero o el reparto de una herencia. También cumplo funciones provisorias de alguacil. Nada memorable, por lo demás. Es cierto que he tenido algunos sueños gratos. Me he visto como líder de una jauría de perros rabiosos, he sido rey de un país lluvioso, he vendido cristos de lata a la sa-lida de una catedral. Fuera de esas ensoñaciones pasajeras, mi vida ha transcurrido, por decirlo de alguna manera, a la sombra. Pero esa condición,

a la cual el imperio del tiempo ya me tenía acos-tumbrado, experimentará, a partir de mañana –o de esta misma noche– un giro radical. Abra-zado a la serpiente, los días que me restan por vivir adquirirán sentido. Yo, que nada esperaba de los dioses y menos aún de mis semejantes, seré tocado por la gracia. He sido elegido para un destino superior.

Todos estos razonamientos pertenecen al mundo de lo posible y resuenan en mis oídos como el susurro grato de un vientecito del sur. Pero su cumplimiento exige el sacrificio de mi rival. A estas horas el infeliz debe estar dor-mido, sin imaginar siquiera la imposibilidad del despertar. Sí, porque mi plan de liquidarlo cuenta con la complicidad de las tinieblas. Creo que no sería capaz de hundir en su pecho este puñal filoso mientras lo veo a los ojos. No sé si podría soportar esa mirada suya, que imagino odiosa o suplicante. Mirada que siempre esqui-vé durante las funciones en el circo, desviando la mía hacia alguna grieta imposible en el aire cargado de electricidad, temiendo que el maldi-to pudiera leer en mis ojos la calidad y magnitud de mi deseo.

Ahora sí llegó la hora de la verdad. Con pasos ligeros abandono mi refugio y me encamino hacia la carpa. Que de lejos y a la luz tenue de las estrellas semeja un gigantesco globo desinflado. Mi diestra ciñe con furia la cacha del puñal. Abro un boquete en la lona envejecida y me adentro en aquel labe-rinto de tiendas, jaulas, ropa colgada y cachivaches. He descartado el uso de una linterna que me podría delatar, y me abro paso entre las sombras, a tien-tas como un ciego. Por suerte, durante el día, me aprendí de memoria todos estos recovecos. Me hice una perfecta composición de lugar. Avanzo como si llevara un mapa a un palmo de mi nariz. No hay po-sibilidad alguna de equivocación. Y en el instante

No me queda otra alternativa. Cada cosa tiene su precio. Ser dueño de esa soberbia serpiente exige la muerte del domador. Sin embargo, no debo pensar en un

crimen sino en un sacrificio. El cumplimiento de un ritual que ni siquiera el Dios de los Cielos podría evitar. El domador será sacrificado, yo actuaré como verdugo. Y la recompensa me pertenecerá a mí y a nadie más

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he calculado con precisión y frialdad. Ahora que ya he puesto un pie en el interior de la tienda, pienso con desgano y resignación que ya no podría, aun-que lo intentara, dar marcha atrás. La suerte está echada. Ahí voy.

Como en la lógica que gobierna los sueños, el plan se cumplió a la perfección. Mientras hun-día el fiero puñal en aquel montón de trapos su-cios tendidos en el camastro, sentía que me esta-ba deslizando por un tobogán. Un ruido líquido, como de seda desgarrada, acompañaba el movi-miento descendente de mi brazo. E imaginaba, en la penumbra, la sangre de mi rival brotando a raudales como un surtidor.

Ahora me apresto a liberar la serpiente. Me acerco a la jaula donde me aguarda ansiosa, en-rollada sobre sí misma, vibrando de la más pura emoción. Pronto escaparemos rumbo a las mon-tañas color esmeralda, ella colgando de mi cue-llo, su lengua bífida haciendo cosquillas en mi

piel, y yo feliz. Tranquila, muchacha, deja ya de agitarte, aquí estoy.

Un leve resplandor cuyo origen no alcanzo a precisar la envuelve como un manto. Y pue-do ver sus ojos ardiendo como brasas, fijos en mí. ¿Me procura con la mirada? ¿Tiene prisa y urgencia por escapar? Distingo en la superficie bruñida de esos ojos de hechicera una chispa de inteligencia, un cierto aire de recelo que frena en seco mi avance, justo cuando me disponía a quitar el pasador que sostiene la ventanilla de la jaula. ¿Qué pasa, hombre, qué pasa? ¿Por qué tus piernas se ponen a temblar? Ahora que ya mataste al tigre, te asustas con el cuero. Anda, no te dejes impresionar por un temor infunda-do. No permitas que la dicha, al alcance de tu mano, se te escape como agua entre los dedos. Decídete de una buena vez y arranca de su sitio el condenado pasador.

Lo cierto fue que el miedo me paralizó. ¿Qué digo? El pánico se apoderó de mi voluntad y ya no pude sustraerme a su férreo dominio. Huí como una rata asustada de aquel maldito lugar.

A pesar de haber pasado la noche en blanco me levanté muy temprano. Sentía un mal sa-bor en la boca, el regusto amargo de la derrota pensé. Mis hombros, agobiados por un extra-ño cansancio, me pesaban como si durante la noche hubiera cargado un fardo de plomo. Me bañé con agua helada para despabilarme y tomé un abundante desayuno. Encaminé mis pasos en dirección al centro del pueblo dispuesto a enfrentar las vicisitudes de un día que imagi-naba agotador. Muy pronto la noticia del ase-sinato del domador correría de boca en boca, se tejerían las más absurdas conjeturas acerca

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Mi trabajo se limita a registrar en folios amarillentos los nacimientos y los decesos, y, de vez en cuando, la venta de un potrero o el reparto de una herencia.

También cumplo funciones provisorias de alguacil. Nada memorable, por lo demás. Pero esa condición experimentará un giro radical. Abrazado a la serpiente, los días que me restan por vivir adquirirán sentido. Yo, que nada esperaba de los dioses y menos aún de mis semejantes, seré tocado por la gracia

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ARTE DE DIB PERU HAZAR

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Manual para gozar el veranosin salir de la ciudad

l asunto de la casa de playa es un mito. Pam-

plinas. Nunca tuve una y aquél detalle jamás

representó un óbice respecto al completo disfrute de la

canícula a lo largo de ya más de setenta veranos: tengo

las correspondientes manchas en la piel para sustentar

mis palabras. Soy y seré un animal urbano y resistiré

hasta donde las fuerzas me acompañen el sumarme a

la borreguil costumbre de migrar en penoso cortejo al

sudoroso hacinamiento con probable vista al mar.

Los fines de semana en la ciudad se goza de una recon-

fortante profilaxis social. Privada de multitudes, sus ruidos

y la presencia física de conciudadanos

sin criterio deambulando sin norte, el

asfalto se transforma en pacífico oasis

que potencia las virtudes naturales de

la estación. No faltarán las burlas, mur-

muraciones y las constantes referencias

a que la única playa que usted pisa es la

de estacionamiento y a su mortecina es-

tampa citadina. ¿Pero acaso existe una

manera en que el ciudadano constreñi-

do a la ciudad disfrute del verano?

1. El poder relajante del agua.- Está científicamente demos-

trado que el suave murmullo del

gentil romper de las olas constituye

un poderoso relajante natural. El

arrullo líquido que el síncopa mari-

no ofrece tiene la capacidad de llegar

directamente al hipotálamo, el mis-

mo que envía irrefutables señales de

no agresión al resto del sistema ner-

vioso. El quedarse enclaustrado en

la ciudad no tiene por qué privarlo

de este sedante sonido. Luego de probar sin número de

sucedáneos con griferías y bajo el severo asesoramien-

to de mi gasfitero de confianza, he podido concluir que

el remedo más verosímil del sonido marino radica en

el excusado. Con la tapa abierta, busque usted la mane-

ra de generar una fuga de agua permanente. El suave

desliz del líquido sobre el inodoro sonará en sus oídos

como la dulce orilla de Bora Bora. Espaciar las jaladas

de cadena propician un añadido rumor parecido al de

aquellas orillas plenas de canto rodado.

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2. El efecto revitalizado de la arena.- Es común encontrar atletas pro-

fesionales que realizan sus entrenamientos previos a algún evento deportivo a

orillas del mar. Si bien no han de desmerecerse las bondades sedativas del lugar,

si ellos están ahí se debe al demandante ejercicio físico que supone caminar o

trotar sobre la arena. El mayor esfuerzo que supone avanzar sobre la inconsis-

tencia del terreno ejercita decididamente las pantorillas y cuadriceps, así como

las articulaciones de pie y rodilla. La buena noticia es que no sólo en la playa

hay arena. Ésta también se puede hallar en ciertos parques públicos donde se

han implementado pequeñas zanjas arenosas que fungen de servicios higiénicos

para las mascotas caninas vecinas del lugar. Trotar descalzo al interior de éstas

es tan o más ejercicio que hacerlo a orilla del mar. Si la suya es una ciudad en

crecimiento, allí abundarán los edificios

en obras donde nunca faltará la arena –o

en su defecto, el cemento– al alcance de la

mano. A nadie tendría por qué molestarle

que usted, pidiendo el obligado permiso,

trote descalzo sobre esos montículos du-

rante el refrigerio de los señores albañiles.

3. Bronce, el color del verano.- Dejando de lado la paranoia médica y la falta

de templanza ante el riesgo de una enferme-

dad (uno puede morir hoy mismo cruzando

la pista), lo cierto es que la palidez epidér-

mica no ayuda a sintonizar con la estación

veraniega. Un semblante bronceado en estas

épocas, evidente melanoma al margen, es

interpretado por la sabiduría popular como

síntoma inequívoco de bienestar y de bien

vivir. Para quien está recluido en la urbe, el

bronceado no tiene porqué limitarse al an-

tebrazo izquierdo o al degradante tamizado

con la huella inequívoca del bividí. Para em-

pezar, descarte de su entorno cualquier luz

de fluorescentes o bombillas ahorradoras y

reemplácelas por focos ultravioleta de uso médico. Es sorprendente el parejo tono

facial que puede conseguirse usando como mesa de noche una lámpara dotada de

uno de esos focos UV. Usted ni siquiera tendrá que interrumpir la lectura de Isabel

Allende para oscurecer su tino de piel. Ayuda mucho a este propósito la observancia

de una dieta circunscrita a alimentos que favorecen la coloración de la piel: zanaho-

rias, fresas, manzanas, rábanos, almejas y guisantes. Esta ingesta debe hacerse tanto

en el verano como durante los tres meses siguientes para fijar el color. Hay que estar

preparado para las flatulencias agresiva fruto de esa mezcla, pero el bronceado per-

fecto bien valdrá la pena el aislamiento social al que usted será condenado.

Para consultas: [email protected]

un consejo de

fritz berger ch.

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